La melancolía del poder Carlos Floria (Buenos Aires) - Luis Alberto Romero. La crisis argentina. Una mirada al siglo XX. Siglo XXI. 2003. - Graciela Mochkofsky. Timerman. El periodista que quiso ser parte del poder (1923-1999). Editorial Sudamericana. 2003 - María Sáenz Quesada. Isabel Perón. La Argentina en los años de María Estela Martínez. Editorial Sudamericana. 2003 - Marcelo Larraquy. López Rega. La biografía. Editorial Sudamericana. 2004. “Cuando la ansiedad y la tristeza se mantienen mucho tiempo, el mal es la melancolía” (Hipócrates). Sobre la ansiedad por el poder o la proximidad a él, la tristeza por perderlo, o el pasajero holgorio por conservarlo, trata la mayor parte de los libros de historia y crónica política recientes. Prestan llamativa atención a un período brumoso, quizás deliberadamente omitido del pasado contemporáneo de la Argentina: la tempestuosa década del ‘66 al ‘76. Especialmente, al tramo gobernado –desde el exilio y desde Olivos– por el último Perón, entre su retorno, su muerte y la (¿políticamente irresponsable?) sucesión en cabeza de María Estela Martínez. Hemos reunido en estas apreciaciones críticas los ensayos de Mochkofsky, Sáenz Quesada y Larraquy, quienes trabajan sobre personajes relevantes por motivos, atributos y calidades diversas –cuando son hallables–. A ellos hemos incorporado el breve y excelente ensayo de Luis Alberto Romero sobre la crisis argentina porque el lector hallará en él un marco amplio y comprensivo capaz de abrigar con libertad intelectual y compasión dramas y vicisitudes. La libertad compasiva que el historiador cabal debe aplicar en la explicación del pasado, por actual que sea, cuando se trata de exhibir no ya la patria “vital y conflictiva” de la formación de la Argentina moderna, sino la patria “exangüe”, sofocada y, en fin, “decadente” del tramo contemporáneo en más de medio siglo, que Romero ve condensado en décadas recientes, especialmente la de 1980. El intelectual o el historiador –incluso los que Romero llama “historiadores por adopción” (creo contarme entre ellos)– está llamado a recoger la libertad compasiva que el lenguaje del patriotismo hoy tiende a reivindicar para neutralizar una supuesta “victoria ideológica” de nacionalismos alterados. Reinter-pretación que supone no usar el “amor a la patria” como identificación ciega o defensa incondicional de una supuesta excepcionalidad nacional, sino como ejercicio de identidad, inteligente y sensible, y por lo tanto abierto a “pensar para la acción”, que ayuda a interpretar mejor los cambios de mundo. Romero reconoce el peso de tres experiencias de vida: la movilización y violencia de los ‘60 y ‘70, la represión del Proceso, y la construcción de la democracia desde 1983, al percibir “la radical diferencia de puntos de vista de quienes tienen en su haber dos de ellas, o una, o ninguna”. Ni qué decir de quienes, como miembros de una generación precedente, tenemos cuatro. Y comprobamos que –sine ira et studio—compartimos la mirada serena y sensata del autor. La Argentina pasó, en los años críticos que todavía se prolongan, “de ser un país con futuro a ser un país sin presente”, sostiene Romero en síntesis expresiva. El Hamlet de Mallarmé, dicho a la manera de Ortega: el Señor latente que no puede llegar a ser... Entre los libros recientes aplicados a las décadas críticas del pasado contemporáneo, el ensayo de Graciela Moch-kofsky, basado en una investigación sobre la vida pública del famoso periodista Jacobo Timerman, es como un prólogo a los dedicados a Isabel y López Rega. Se trata de un texto muy trabajado acerca de un personaje muy complejo. Desde Preso sin nombre, celda sin número (Ediciones de la Flor, 2000), donde Timerman testimonia sus padecimientos durante el Proceso militar, nada relevante se había escrito sobre la trayectoria profesional y política de don Jacobo. Este ensayo lo es: más de quinientas páginas resumidas en una elocuente introducción escrita, probablemente, una vez concluida la investigación. Biografía de alguien que “sólo podía aceptar (que se) lo retratara como un personaje heroico” (p. 16). Pero una biografía con aliento de relativa objetividad no podría, en este caso, “resultar en un relato épico”. El “verdadero Timer-man” demostró coraje personal cuando desde La Opinión enfrentó al siniestro López Rega y sus escuadrones de la muerte que comenzaron el terrorismo de Estado en los ‘70, y desde la celda la tortura durante el ‘77 y parte del Proceso. Fue un renovador notable del periodismo argentino. Convocó sucesivamente a una generación de periodistas para ésa y otras experiencias de prensa, pero “siempre intentó moverse con la seguridad de su acceso al poder de turno”. Es la biografía de un hombre importante tan pronto “quiso ser parte del poder” y pudo serlo, perseguido luego por la corporación que en el ‘66 apoyara para la toma del gobierno y que en el ‘76 reapareció llamada o consentida por una sociedad colaboradora que contenía muchos “colaboracionistas” –dirían los franceses de tramos trágicos de su propia historia–. Jacobo Timerman fue una mente brillante y atormentada, pero también una conciencia conspirante que hizo escuela –hasta hoy– en cierta “intelec-tualidad orgánica” del periodismo y del mundo intelectual. Intelectuales orgánicos para la derecha y la izquierda, los militares y los militantes, y corporaciones móviles en la constelación del poder, que permanecen en una suerte de surfismo ideológico, que se pretenden periodistas independientes; en varios casos lo son (¿pero de quiénes?) y en pocos casos, en verdad, merecen el calificativo. No es un fenómeno exclusivo y excluyente en el comportamiento de miembros del “poder moral” en aquella constelación. Un consagrado editor del Columbia Journalism Review, Michael Massing, escribe en The New York Review of Books (26.2.04) una demoledora revisión de periodistas y grandes diarios dedicados a la guerra en Irak y su conducta y la del gobierno norteamericano, en una nota titulada “Now They Tell Us” –en buen romance: “¡Y ahora nos lo vienen a decir...!”– que en la conclusión rezuma el contraste entre periodistas “batalladores desde el fin de la guerra, (pero demasiado) dóciles cuando se elaboraba y aplicaba la decisión” de la guerra, porque el gran periodismo americano suele actuar en las crisis más de lo que se cree, con perturbadora y arraigada “pack mentality” (sic), una ‘mentalidad disciplinada’ a lo que se debe decir.... El trágico y polémico tramo de los años 70, especialmente el menos “mentado” por la mayoría de los integrantes de la generación militante y militar de la época y francamente incómodo para el peronismo incondicional, es la materia que trabajan María Sáenz Quesada y Marcelo Larraquy. Los años de María Estela Martínez son tratados por María Sáenz Quesada (el libro fue reseñado en CRITERIO por Norberto Padilla en el número de diciembre de 2003). Con oficio y respeto (¿y piedad?), la autora toma distancia de la percepción que los argentinos no alienados por la lucha entre militantes que invocaban el socialismo nacional y sus enemigos enrolados en una suerte de nacional-socialismo, tenían de la última esposa de Perón y de su desempeño en la sucesión impuesta por el viejo líder, un conservador popular que ocupó, preocupó, atrajo, provocó el rechazó pero en todo caso hizo imposible la indiferencia de varias generaciones de argentinos. El trabajo de investigación dotado de testimonios relevantes es sistemático y documentado. Se hace cargo del misterio que alienta la reserva del pasado de María Estela Martínez Cartas, nacida en La Rioja en 1931, joven seductora del viejo caudillo, pero cuya biografía entre el ‘55 y el ‘60 parece clausurada para los intentos biográficos. Sáenz Quesada levanta con generoso pudor los velos que cubren no sólo ese tramo, sino los que corresponden a las operaciones del “grupo de Madrid” en el exilio forzado, las ambiguas aventuras del retorno, los sobresaltos del “último Perón” hasta su muerte y el legado de una sucesión que ha sido siempre en el peronismo causa desencadenante o intensificante de crisis nacionales. Con ella aparece el protagonismo del siniestro López Rega, quien como Marcelo Larraquy resumirá luego (La Nación, 11.1.04) colaboró decisivamente en la factura del “preámbulo del terror” en cuanto no fue un “extremista aislado (sino) un exponente del papel del justicialismo en el terrorismo de Estado antes de 1976...”. En su libro –que conviene leer relacionándolo con el de Sáenz Quesada– Larraquy afirma que lo que hizo de José López un criminal no fueron sus brujerías, ritos satánicos o esoterismos, sino su participación en la “lógica del poder” llevada hasta el terror en ejercicio de la Triple A, exhibiendo el lado más oscuro de las metamorfosis peronistas. Experiencias duras que nos reconducen a la explicación de la crisis argentina que inicia Luis Alberto Romero, y sugieren una suerte de relación simbiótica en la sucesión de “enemigos mortales” como en un gran clásico de Stroheim, Les Rapaces, encadenados uno al otro, en lenta agonía, en el valle de Muerte. La lectura de la historia, elemento fundamental para la buena explicación política y moral, suele revelar no sólo “el pasado de las ilusiones”, como hizo François Furet con la suya, sino la agonía como lucha para sobrevivir y luego, en términos de Unamuno, vivir.