Notas al programa - Orquesta y Coro de la Comunidad de

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José Viana da Mota (n. São Tomé, 1868; m. Lisboa, 1948)
Obertura Inês de Castro (c. 1886; e. 2002).
La notable personalidad artística de José Viana da Mota (o Vianna da Motta, conforme
la ortografía vigente en su época) marcó el curso de la historia de la música en Portugal
en dos aspectos fundamentales. Por un lado, fue el primer compositor que, en su país,
aplicó un programa de carácter nacionalista a la música instrumental. Por otro lado,
formó varias generaciones de pianistas portugueses, fundando una escuela interpretativa
que se prolonga hasta nuestros días. Pianista de renombre internacional, compositor y
pedagogo, estudió en el Conservatorio Nacional de Música de Lisboa y en el
Conservatório Scharwenka de Berlín. Llegó a ser alumno de piano de Franz Liszt
(1885) y discípulo dilecto de Hans von Bülow (1887). Inició su carrera internacional de
pianista profesional, a partir de Berlín, en 1886. Se destacó como intérprete de las obras
de Bach, Beethoven y Liszt. Fue profesor en el Conservatorio de Ginebra (1915-1917) y
en el Conservatorio Nacional de Música de Lisboa (1919-1938). Sus relaciones con
España se estrecharon en los años 20, sobre todo a través de su amistad con el violinista
y regente Enrique Fernández Arbós.
Viana da Mota como uno de los artistas empeñados en el “reaportuguesamiento” de
Portugal, utilizando una expresión acuñada por el escritor Afonso Lopes Vieira que tuvo
una notable fortuna en los medios intelectuales de la primera mitad del siglo XX. Viana
da Mota no sólo fue el primer compositor portugués que utilizó la música tradicional y
la poesía culta portuguesas en sus composiciones, sino que también fue uno de los
compositores decimonónicos que participaron en la transformación de Camões en
símbolo de la nación portuguesa, incentivado a partir de las conmemoraciones del tercer
centenario de su muerte en 1880. La obertura Inês de Castro, basada en la versión de su
historia narrada en el poema épico Os Lusíadas puede ser incluida en este movimiento,
así como la Sinfonia à Pátria, su obra más conocida en Portugal, cuyos movimientos
son introducidos por epígrafes retirados del mismo poema.
Retrospectivamente, podríamos considerar que la obertura Inês de Castro, concluida
durante su período de estudios en Alemania, formaría también parte de este programa de
“reaportuguesamiento”. Sin embargo, y aunque no se debería excluir de su
interpretación el elemento nacionalista, también debe ser relacionada con el contexto
artístico en el que vio la luz. Fue escrita en Berlín en 1886 bajo la orientación de Carl
Schaeffer, que había estudiado con Franz Kroll (un alumno de Liszt) y era un
wagneriano convencido. Para Schaeffer y Viana da Mota, Liszt era el padre de la
música instrumental moderna y el mayor compositor de música sinfónica posterior a
Beethoven. La obertura, por lo tanto, se puede enmarcar dentro de los ideales técnicos y
estéticos defendidos por la denominada “Nueva Escuela Germánica”, centrada alrededor
de Liszt en Weimar.
El tema histórico elegido por Viana da Mota no sólo había sido tratado por autores
portugueses, sino que también había tenido una considerable fortuna internacional. La
Inés de Castro histórica era hija de un hidalgo gallego. Formaba parte del séquito de la
prometida del príncipe Pedro, hijo de Alfonso IV. El príncipe, que reinaría como Pedro
I, se enamoró de la joven, de quien tuvo hijos y con la que declaró haberse casado en
secreto después de haberse quedado viudo. La existencia de descendencia fruto de esta
relación provocó una intriga palaciega cuyo desenlace fue el asesinato de Inés, ocurrido
en 1355 y consentido por Alfonso IV. Cuando, años después, Pedro I llegó al trono, se
vengó cruelmente de los asesinos de su amante (arrancándoles, literalmente, a dos de
ellos el corazón) y homenajeó su memoria mandando construir dos túmulos, uno para
Inés, con su imagen coronada como si hubiera llegado a ser reina, y otro para él.
Como personaje, a Inés de Castro se le han atribuido características diferentes,
conforme los autores. No obstante, en la mayor parte de las versiones permanece el
tópico del amor inocente que se opone a las convenciones sociales y que vive más allá
de la muerte. Viana da Mota utilizó como fuente de inspiración el Canto III de Os
Lusíadas, donde fueron establecidas los principales trazos de la leyenda. Con la música
de su la obertura, de evidente inspiración lisztiana, Viana da Mota nos introduce en el
sombrío universo de la tragedia de Inés, recreándolo a través de una colorística y
sugerente instrumentación. Se destacan tres temas principales, que son combinados de
forma muy expresiva. Beethoven aparece también como modelo de la obertura, por
ejemplo en el uso de la trompeta a solo, en este caso como símbolo del poder y también
del destino, y en la reaparición final de uno de los temas (Allegro), concluyendo la obra
en una atmósfera, casi diríamos, de optimismo.
David del Puerto (n. Madrid, 1964)
Sinfonía nº 2 “Nusantara” (c. 2004)
“La creación es, en último término, una comunicación, un puente al otro. Pero mucho
antes que eso es una introspección, un ejercicio en el que se trasciende la razón para
reconocer que las fuentes de uno mismo están al otro lado – inconsciente, fe, creencia,
mito o bioquímica… importa poco. Siempre hay otra ladera, y tras ella otro valle. Y
luego quizás otra montaña, y otra más. La música es una herramienta que concreta esa
incógnita en el lado de acá de la realidad (no más real que el otro), haciéndola accesible
a los sentidos, al cuerpo, a lo que es más de este lado: la música, tan abstracta, es
también la más física de las artes, la que nace de la garganta, del movimiento del
cuerpo, de escuchar el corazón y golpear con la mano. Por eso, porque en ella se funden
el conocimiento trascendente y la realidad física, la música es el resto que nos queda del
Paraíso Terrenal…” La anterior cita procede de una entrevista concedida el año pasado
por David del Puerto a la revista electrónica Espacio Sonoro y expresa, con una rara
claridad, su concepción de la creación artística. Viene al caso, teniendo en cuenta que,
en el concierto de esta noche, asistiremos al estreno de su segunda sinfonía.
David del Puerto – quien también defiende que la música se ofrece a la audiencia para
su deleite y que el concierto es un momento, por así decirlo, de comunión, en el que se
encuentran el compositor, el intérprete y el público – es uno de los compositores
españoles más reputados de la actualidad. El Premio Nacional de Música, otorgado por
el Ministerio de Cultura, con el que fue distinguido el año pasado constituyó el justo
reconocimiento de una importante trayectoria creativa desarrollada a lo largo de dos
décadas. Guitarrista de formación, fue alumno de los compositores Francisco Guerrero
y Luis de Pablo en Madrid. Sus obras han sido tocadas en numerosos festivales y
temporadas de conciertos de Europa, Estados Unidos, Sudamérica y Japón, siendo
muchas de ellas el resultado de encargos de instituciones e intérpretes (Ensemble
InterContemporain, Universidad de Wisconsin-Madison, Ministerio de Cultura español,
Orquesta Nacional de España, Liceo de Cámara de Madrid, Festival de Granada,
Fundación Juan March, Ayuntamiento de Ginebra o Festival Ars Musica de Bruselas,
entre otros).
A partir de inicios de la década de los 90, sus obras comenzaron a presentar rasgos
peculiares del universo sonoro que fue construyendo a lo largo de los años siguientes. El
mismo compositor afirma que Corriente cautiva (1990), Invernal (1991), su primer
concierto para oboe (1992) y Visión del errante (1994) son las obras que le llevaron a su
progresivo distanciamiento de sus primeras piezas, de corte más experimentalista. A
partir de entonces comenzó a trabajar la organización formal de sus obras a partir de
elementos reconocibles, abandonando la idea de “material” heredera de la práctica
compositiva de la vanguardia de las décadas de 50 y 60. Así, se perfilaron los tres
elementos que caracterizan el lenguaje musical de su obra posterior: una concepción
polarizada de la armonía y de la melodía; la identidad entre lo horizontal y lo vertical; y,
por último, la recuperación del ritmo preciso y memorizable, basado en la pulsación y
en el uso de proporciones sencillas. Desde el punto de vista de la forma, estos elementos
se asociaron inicialmente a una concepción de la estructura que el compositor define
con la metáfora de “mosaico” que, a su vez, le condujo hacia estructuras tradicionales
(por ejemplo, la chacona, la passacaglia o el rondó) basadas en la fragmentación, la
reiteración de elementos y la incorporación de otro nuevos.
La segunda sinfonía de David del Puerto está escrita para una orquesta “clásica” y piano
solista. La intención que sustenta esta elección es el deseo por parte del compositor de
crear una sonoridad leve, transparente y de contornos muy bien definidos. La elección
de este formato instrumental es también un “guiño” dedicado a la segunda sinfonía de
Bernstein (“The Age of Anxiety”, basada en el poema homónimo de Auden), que otorga
un papel preponderante al piano.
La obra nació a sugerencia del pianista indonesio Ananda Sukarlan, un respetado
virtuoso de renombre internacional cuyo vasto repertorio abarca música de los últimos
tres siglos. David del Puerto admira particularmente su articulación precisa y clarísima,
que le hace un excelente intérprete de la música de la primera mitad del siglo XVIII, y
se sirvió de estas cualidades como punto de partida para la composición. El hecho de
que la idea surgiera de este pianista también contribuyó a que fueran introducidas
referencias a los modos típicos de la música de gamelán, de la que el compositor es un
profundo conocedor. Centrada, por lo tanto, en Indonesia (“Nusantara” es un nombre
malayo que puede ser traducido como archipiélago y que se suele referir a los países
que limitan con India, China y Australia en el Mar del Sur de China), estaba siendo
compuesta cuando ocurrió se desencadenó terremoto del Índico que, en 2004, se cobró
más de doscientas mil vidas. David del Puerto introdujo en la obra un lamento dedicado
a las víctimas, que es a su vez una reflexión acerca de la ciega, y a veces terrible, fuerza
de la naturaleza.
Los cuatro movimientos encadenados que componen la obra presentan sus límites de
forma muy definida a través del uso de materiales recurrentes y evidenciando cambios
de tempo y de expresión muy marcados. Los movimientos extremos tienen un carácter
más concertante, ya que en ellos es mayor el protagonismo del piano solista que incluye
la partitura. El primer movimiento (“Mosaico”) es el más extenso de todos. De carácter
muy articulado, expone una serie de pequeños elementos que se suceden y se van
interrumpiendo los unos a los otros, al mismo tiempo que una melodía en modo
mixolidio se hace evidente y acaba unificándolo. “Isla de desolación” es el movimiento
en el que son evocadas las víctimas del terremoto del Índico. Aquí, David del Puerto
orquesta material retirado de una obra anterior: Epitafio, para cuarteto de cuerda.
Después, un breve Interludio (en el que se reexponen elementos del primer
movimiento), conduce al último movimiento, concebido como un “finale” de concierto.
Intitulado “Samudra” (océano en indonesio), arranca con una larga cadencia para piano
solo que es seguidamente retomada por la orquesta. En la sección final, solista y
orquesta se reúnen, cerrando la obra con una sección que se caracteriza por su
espectacularidad y brillantismo.
Egmont Ludwig van Beethoven (n. Bonn, 1770; f. Viena, 1827)
“Egmont” (c. 1809-1810; e. Viena, 15 de junio de 1810; p. Leipzig, 1810)
En 1808, el entonces recién nombrado director artístico de los teatros de corte en Viena,
Josef Hartl, tuvo la idea de reponer en el Burgtheater de la capital austriaca algunas
obras de Schiller y Goethe. Encargó la correspondiente música de escena a varios
compositores, entre los cuales se encontraba Beethoven. Éste escogió primeramente
Guillermo Tell, escrita por su admirado Schiller en 1804, pero, finalmente, fue Adalbert
Gyrowetz – un fecundo e interesante compositor de origen bohemio, autor de cerca de
cuarenta sinfonías – quien hizo la música para esta pieza. Beethoven acabó por aceptar
la composición de la música para Egmont (1787), tragedia histórica de Goethe, que era
otro de los escritores que más admiraba. El montaje de la obra y la ejecución de la
obertura como pieza independiente obtuvieron un enorme éxito en la época.
En la pieza original, Egmont – personaje basado en una figura histórica – lidera la
revuelta flamenca contra el duque de Alba. Egmont acaba siendo traicionado por el
duque y abandonado también por sus compatriotas. Condenado a muerte, Egmont ve en
sueños que la Libertad – personificada en su prometida, quien se había suicidado al
conocer el destino de su enamorado – retiene la corona de la victoria sobre su cabeza,
dándole fuerzas para dirigirse de forma digna al patíbulo, desde donde lanza su última
reclamación de independencia para su pueblo. Se transforma así en un mártir de la
libertad, que muere escuchando la referida “sinfonía de la victoria”. Este drama político
protagonizado por Egmont, juntamente con Guillermo de Orange, Margarita de Parma
(hija de Carlos V y gobernadora de los Países Bajos) y el duque de Alba es un ejemplo
de equilibrio en la caracterización de los personajes y de profundidad de análisis.
Aunque su heroico desenlace invita a que sea interpretado como un canto a la libertad
contra la opresión, lo cierto es que Goethe ofrece de forma desapasionada una visión de
los entresijos del poder y de los conflictos de intereses asociados a las luchas políticas,
cuyo “realismo” se contrapone al “idealismo” con el que es tratada la figura del
protagonista.
La obertura es una pieza musical cuyo contenido dramático se basta en sí mismo –
anticipando el poema sinfónico “inventado” por Liszt – y que constituye, juntamente
con Coriolano, uno de los modelos utilizados por los compositores posteriores a
Beethoven, tal como se evidencia en la obertura de Viana da Mota que será escuchada
en este concierto. Beethoven incluye una especie de sombría sarabanda en fa menor y,
como conclusión, una “sinfonía de la victoria” en fa mayor. Beethoven traduce
musicalmente la angustia y el conflicto sufridos por el protagonista, cuya
transfiguración final coincide con una conclusión de carácter triunfal. En la
correspondencia que Bettina Brentano mantuvo con Goethe en 1810 – cuando
Beethoven estaba trabajando en la composición de la pieza – se encuentran interesantes
referencias al compositor, en las que describe su concepción de la música como
“mediadora entre la vida de la mente y los sentidos”. Es una sugerente formulación de
los logros alcanzados por Beethoven en este período, cuando completó algunas de las
obras en las que llevó a extremos antes desconocidos la fusión entre técnica de
composición y dimensión dramática, tal como se revela en la Sonata Appasionata
(1804-5), la Quinta Sinfonía (1809) o Fidelio, en la que estuvo trabajando entre 1805 y
1814.
La idea de heroísmo, tantas veces asociada a Beethoven, se evidencia en la obertura,
presentada habitualmente bajo una perspectiva positiva. En esta lectura, la música
representa la lucha del bien contra el mal, de la libertad contra la opresión: la muerte del
héroe es transformada en una exuberante fanfarria. No obstante, hay otras lecturas que
señalan los aspectos inquietantes que también contiene. La exaltación de la muerte –
aquí el precio a pagar por la libertad – es, para algunos autores, un trazo destacado del
nacionalismo alemán cuyas implicaciones no son únicamente positivas. Así, el
sociólogo Norbert Elias, en el ensayo intitulado Los Alemanes, señala que es
característica perversa de la cultura alemana la admiración colectiva por la muerte
heroica, evidente en la pieza de Goethe y también en la música de Beethoven. Elias
señala numerosos ejemplos que apoyan esta interpretación, particularmente canciones
protagonizadas por soldados que se dirigen sin vacilar hacia una muerte prematura y
que fueron asombrosamente populares en Alemania durante el siglo XIX. De hecho, las
últimas palabras de Egmont son la siguiente exhortación, dirigida a sus compatriotas:
“¡Defended vuestros bienes! Y para salvar lo que os es más querido, morid alegremente,
tal como os doy ejemplo yo.”
La obertura, sin embargo, fue elogiada por la crítica de su época – particularmente por
E. T. A. Hoffmann – sobre todo como traducción de la historia del amor que unía
Egmont a Clärchen, su prometida. Ésta es la segunda línea dramática de la pieza, que se
interrelaciona con el drama político y, como veremos a continuación, tiene un reflejo
notable en la restante música que Beethoven escribió para el montaje de la obra de
Goethe. Se hace evidente desde el primer número, la canción “Die Trommel gerühret”
(“El tambor redobla”). Es cantada por Clärchen y Brackenburg, su antiguo prometido, a
quien ha abandonado por amor de Egmont. Este elogio de la vida militar contiene una
alusión evidente al protagonista (“Armado, mi amante, sus huestes ordena…”), cosa que
explica que Brackenburg sea incapaz de cantar entera la canción y acabe con los ojos
bañados en lágrimas. Egmont “sí que es un hombre” (la expresión es de la propia
Clärchen), cuyo carácter contrasta con el del manso Brackenburg.
La primera pieza instrumental es el interludio situado entre los primeros dos actos. Se
divide en dos secciones de tempo contrastante. El Andante comenta el monólogo de
Brackenburg que cierra el primer acto, en el que después de lamentarse del abandono de
Clärchen y de los rumores sobre su relación deshonesta con un desconocido (que no es
otro sino Egmont), parece resuelto a suicidarse. El Allegro con brio prenuncia el inicio
del segundo acto, que representa la agitación de los ciudadanos, apaciguada gracias a la
aparición de Egmont. Para el interludio situado entre los actos segundo y tercero, el más
largo de todos, Beethoven tradujo en música la solemnidad asociada, por un lado, a la
conversación entre Egmont y Guillermo de Orange (última escena del segundo acto) y,
por otro, a la mantenida por la infanta Margarita con Maquiavelo, su consejero, en el
inicio del siguiente acto. Todos ellos están preocupados por la inminente llegada del
determinado duque de Alba. La fama que le precede les hace recelar que intentará
acabar violentamente con los enfrentamientos vividos en los Países Bajos.
Al segundo interludio le sucede la segunda canción de Clärchen, “Freudvoll und
leidvoll” (“Llena de alegría, llena de dolor…”). La joven está sumida en sus
pensamientos, dedicados a Egmont, mientras la canta casi de forma inconsciente. Su
madre le riñe (“¡Déjate de esa cantinela!”) y trata de hacerla desistir de su pasión por el
conde. Le llega incluso a sugerir que vuelva a aceptar a su anterior prometido. Clärchen
se rebela ante esa idea cuando la conversación se interrumpe por la llegada de Egmont,
vestido con el traje de gala de la corte española y ostentando el toisón de oro, a la casa.
La música del tercer entreacto refleja la alegría de ese encuentro, que acaba con una
declaración de amor por parte de Egmont ante la que Clärchen reacciona de forma
apasionada (“¡Oh! ¡Muérame yo ahora! ¡Después de esto, el mundo ya no puede tener
ya ninguna alegría para mí!”). A su vez, esta música se ve interrumpida por una marcha
que anticipa la llegada de las tropas del duque de Alba. La música del cuarto entreacto
subraya las consecuencias trágicas del régimen de terror impuesto por el duque, que
culmina con el arresto de Egmont. El conde se atreve a exponer frontalmente al duque
de Alba sus opiniones acerca del gobierno de opresión que está conduciendo en nombre
del rey Carlos V y a defender la libertad. El duque, quien ya lo había elegido para
ejercer un macabro castigo ejemplar, lo acusa de traición. Egmont, cuando le es
requerida su espada, responde orgullosamente: “¡Tómala! ¡Mucho más a defendido la
causa del rey que protegido este pecho!”.
Beethoven escribió tres piezas instrumentales más para el último acto del drama. La
primera es la música que señala la muerte de Clärchen. Ésta intenta por todos los
medios incitar a los ciudadanos a rebelarse y salvar a Egmont. Sin embargo, el miedo
prevalece y ninguno de ellos se arriesga a enfrentarse con el duque de Alba. Clärchen
vuelve a su casa, donde espera a Brackenburg, quien le confirma la condena a muerte de
Egmont y le describe los preparativos para que la ejecución se convierta en un
espectáculo. La joven, desesperada, se suicida. El segundo trecho acompaña una parte
del último monólogo de Egmont, quien en la prisión consigue dormirse después de
pronunciar las siguientes palabras: “¡Dulce sueño! Lo que te gusta es llegar como una
pura dicha, sin ser rogado, sin ser suplicado. Tú deshaces los nudos del severo
pensamiento, entremezclas todos los cuadros de alegría y de dolor; la esfera de internas
armonías mana sin obstáculos y envueltos en gratos delirios, nos amodorramos y
cesamos de existir.” La música acompaña su paulatino sopor. Es entonces cuando se le
aparece la Libertad encarnada en la figura de Clärchen, quien le coloca sobre la cabeza
una corona de laurel haciéndole ver que su muerte conducirá a la liberación de los
Países Bajos de la dominación española.
Finalmente, Egmont se despierta, protegido por la fuerza que le ha transmitido la
aparición. Oye los tambores, lo que le recuerda las numerosas batallas en las que
participó y su marcha a los “campos de la lucha y de la victoria”. Tal como entonces,
ahora marcha “hacia una muerte honrosa”, añadiendo a continuación: “muero por la
libertad, por la que viví y combatí, y a la que ahora me sacrifico dolorosamente.” Cae el
telón mientras Egmont avanza hacia la guardia y termina la obra con una sinfonía
triunfal, la misma “sinfonía de la victoria” con la que concluye la obertura.
Teresa Cascudo
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