el sentido de la religiosidad en la poesía de eliana navarro

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Ignacio
Vicuña
Navarro
El sentido
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N° 40: 189-194, 2007
0716-0798
EL SENTIDO DE LA RELIGIOSIDAD
EN LA POESÍA DE ELIANA NAVARRO
PEDRO IGNACIO VICUÑA NAVARRO
Poeta y actor
pedracos@gmail.com
Hace poco más de seis meses que Eliana Navarro nos dejó, dejando una obra
poética profunda, quizás escueta, en la que pocos se han detenido a sopesar la
dimensión mística que la traspasa. Leo y vuelvo a releer su poesía. La verdad es
que en su sencillez me sobrecoge porque adivino voces que rara vez aparecen
en las miles de páginas de versos que se escriben y publican a destajo. Más
que seducida por la forma, su poesía me parece plena del deseo de entender
el gran misterio de la condición humana. Misterio que dice relación con la interrogante sobre la esencia de lo humano, con la maravilla del entendimiento,
con la perplejidad de la pérdida de la esencia divina que, para ella, creo, está en
cada uno de los seres vivos. Me detengo en “Juego de Sombras (Poema en tres
tiempos)” del libro La Ciudad que Fue (Santiago de Chile: Universitaria, 1965)
y la llaneza de las imágenes logra cautivarme de una manera inexplicable. En
su primera estrofa, con un lenguaje aparentemente candoroso e ingenuo, logra
instalar imperceptiblemente varios misterios arcanos que habitan desde siempre
el inconsciente colectivo a la manera de los símbolos cotidianos:
Como un niño, jugaré con mi sombra/ sobre la arena
pálida./ Jugaré con la sombra de mis dedos/ dibujando
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figuras sobre el agua,/ al borde de la fuente, detenida./
Jugaré a perseguirme por las gradas/ donde bailan las
hojas del otoño,/ e iré llamándome en distintas voces/
para escuchar que el viento me responde.
Los símbolos más cotidianos que aparecen en esta primera estrofa son la sombra,
la fuente y la voz. La sombra, la propia sombra, es enfrentada, como en los
días de la infancia, cual si fuera una entidad distinta a nosotros mismos y, sin
embargo, plenamente ligada a nuestra propia esencia, pero con la vaga idea de
ser una parte oculta de nosotros mismos. De hecho, en el inconsciente colectivo
la sombra es, desde antes de Homero, lo que queda de nuestra esencia una vez
que ha sobrevenido la muerte. Es quizás la imagen de nuestra propia esencia,
que podría desprenderse de nosotros como ocurre en el relato casi pesadillesco
de Peter Pan en donde esta separación ocurre en vida.
En cuanto a la fuente, la pila en la que el agua se apoza o se junta, es una imagen
ancestral del universo del inconsciente, de los secretos de la propia alma, en
donde es necesario sumergirse para entender y aprehender todo lo que allí se
oculta y que requiere de un esfuerzo para ser revelado. No podemos olvidar que
la fuente de agua, el estanque, es el espejo primigenio que, además, encierra
el peligro de atrapar nuestra vida si pretendemos entrar en él desprevenidos,
como le ocurrió a Narciso. Es la fuente, entonces, un elemento que nos da otra
imagen de nosotros mismos, que también oculta un pedazo de nuestra alma, otra
arista, distinta quizás a la sombra, tan intangible como ella y al mismo tiempo
tan propia y recóndita. Pero la fuente es también el agua que desde el interior
de la tierra brota, como profunda señal de vida, siempre en movimiento, nunca
quieta y, más aún, como seña siempre divina de un lugar bendecido por los
dioses o por Dios.
Del mismo modo, la voz, aquella que nombra, aparece mencionada llamando
en distintas voces, esto es, en distintas personas, personas del propio hablante que se llaman a sí mismas, y que dan cuenta del profundo misterio que es
para la poeta la idea de la identidad, puesto que puede ser múltiple como si de
verdad en ella se manifestara el universo entero. De hecho, “iré llamándome
en distintas voces para escuchar que el viento me responde” le entrega a un
elemento, el aire, en pleno movimiento, la potestad de responder a ese nombre
llamado, siendo el viento una persona más de la poeta. La poeta da a entender
en este verso que el elemento aire, en movimiento, es también una parte de ella
misma. Es en ese pasaje donde me parece más clara la presencia del profundo
sentimiento cristiano de Eliana Navarro quien, en una entrevista, sostiene que
cuando mira el cielo, las nubes, el viento, etc., recuerda un salmo que dice “El
cielo y la tierra cantan la Gloria del Señor”. Es por tanto su nombre, su esencia,
su ser, también, una manifestación de la grandeza del Señor.
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Pedro Ignacio Vicuña Navarro
El sentido de la religiosidad en la poesía de Eliana Navarro
En la segunda estrofa la poeta nos conduce, ya seducidos por el misterio de la
primera estrofa –en la que su universo nos parece inmediato, cotidiano, y del
cual ya nos ha dado señas de lo arcano–, hacia el universo en el que la inmensidad del misterio de la propia identidad se hace pequeña frente a los elementos
inconmensurables. En los misterios temporales, en las inmensidades del planeta:
“Del mar hacia la sombra;/ de la noche hacia el viento./ Girasol, girasol,/ dolor
inmenso, mundo de soledad,/ herido cielo./ Te nombro entre la espuma,/ te adivino
en el sueño,/ vago por los caminos/ murmurando un lenguaje que no entiendo./
Caracol, cascabel, secreta música,/ mariposa de luz entre mis dedos”.
Aquí la sombra, ya no es la sombra propia, aquella que participa de la esencia
del hablante, ahora esta se nos presenta casi como un elemento constitutivo del
universo, la sombra en sí (¿el caos original de que hablaban los órficos?), del
mismo modo que el viento no es el mismo que en la estrofa anterior, donde
parecía ser una persona del poeta que podría responder a su propio llamado. El
mar que introduce la poeta en esta estrofa no parece ser de ninguna manera el mar
calmo del Mediterráneo, sino un mar primordial, entrelazado con los elementos
que lo hacen amenazante, que lo ponen en la misma categoría de la sombra,
de la noche, del viento. Todos los elementos que aparecen en la introducción
de esta estrofa y que nos hablan de los elementos o de entidades primordiales
como el viento, la noche, el mar, la sombra, parecieran estar presentes en una
dimensión amenazante: real, pero amenazante. Es como si la unión mística de la
poeta con los elementos, que pareciera insinuarse en la primera estrofa, hubiese
sido rota, quebrada, puesta entre paréntesis.
Esto la hace enfrentarse, necesariamente, a su propia dimensión terrenal, como
si hubiese sido expulsada del Paraíso. En esta estrofa ya no está presente la
alegría de jugar con la propia sombra, con las propias voces, como si el espacio
donde ello se producía hubiera sido un jardín encantado, un paraíso que se ha ya
perdido, que en el fondo lo es, y nos enfrentamos en esta segunda estrofa con los
tormentos del alma, con la terrenidad propia, con el descubrimiento del dolor en
el mundo, donde las mínimas cosas parecen mantenerse a porfía aferradas a la
luz, en un mundo donde la soledad, imagen de la muerte, campea anunciando
nuestra precariedad de seres vivos. De hecho, el girasol, flor que sigue al sol en
su carrera y que es una especie de miniatura, está en ese contexto en un mundo
de soledad, con dolor inmenso. Es la imagen del sol que da cuenta de que su
ausencia produce una herida en el cielo. Porque, al igual que la poeta, está ya
desvinculado de él, del mismo modo que lo está el lenguaje de la hablante, que
persiste en un habla que alguna vez entendió –en el universo de la inocencia de
la estrofa anterior–, pero que ya no entiende porque quizás solo era posible en
la comunión con el universo. Vuelve la poeta a nombrar (¿a llamar?), pero esta
vez entre las cosas frágiles como la espuma, cual si la condición de la noche
y la sombra, el mar y el viento fuera una realidad demasiado avasallante y la
propia esencia de lo llamado y/o nombrado no pudiera sino estar en lo efímero
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y frágil, como la espuma, que es, a no olvidar, lo que queda después de que el
agua azota las riberas. Lo maravilloso es que Eliana, a pesar de todos los signos
de aparente adversidad, a pesar del dolor, mantiene la esperanza y la certeza
de la luz, como una mariposa, frágil, efímera, entre los dedos. Recogida en sí
misma, como el caracol, y en su secreta música que, a no dudar, le viene de la
experiencia primera de la comunión con las esferas celestes.
La tercera estrofa parece hablar por sí sola. Nos entrega una conclusión aparentemente inesperada, pero claramente consecuente con lo que plantea la autora
en el conjunto del poema: “Todo está ya cumplido./ Ahora sólo quiero/ reclinar
mi cabeza y dormir./ Todo lo que era llama se convirtió en ceniza./ El mar calló
su coro de tempestuosas voces./ El viento sus laúdes./ El corazón, su enigma./
Con las manos atadas,/ con los ojos vendados,/ ¿hacia qué noche/ hacia qué
oscura y larga noche/ camino sin descanso?”
Aquí se cierra un ciclo perfecto.
La poeta ha tenido una visión en clave de experiencia mística que desemboca
en la plena conciencia del dolor de vivir la soledad ontológica que significa no
ser uno con la creación, con el universo. “Todo está ya cumplido”, verso que
inicia la tercera estrofa, viene a sellar definitivamente la separación, la pérdida
del Paraíso, que la conciencia del dolor y la certeza de la muerte anuncian en
la estrofa anterior. Si en el tiempo intermedio, que es la segunda estrofa, se
vislumbra alguna cierta esperanza de volver al tiempo inicial (el de la primera
estrofa), en este último tiempo –y final– queda con este primer verso claramente
zanjado el hecho de que ese momento está definitivamente ido. La autora solo
se tiene a sí misma, presa de su propia interrogante. Eliana Navarro no nos deja
asomo de duda de que la luz efímera que es la “mariposa de luz entre mis dedos”
ha dejado de brillar. Es por eso que ante la conciencia de la soledad y del dolor
que ella conlleva nos dice: “Ahora solo quiero/ reclinar mi cabeza y dormir”.
Esta tercera estrofa, este tercer tiempo debiera decir, nos muestra un espacio de
desolación en el que definitivamente aquello que antes, en el tiempo primero,
era parte constitutiva de la entidad –identidad– de la poeta, se ha perdido para
siempre: “Todo lo que era llama se convirtió en ceniza”, es decir, ya no hay más
que el recuerdo de la luz, y nos confiesa que ya no escucha las voces de los elementos que en el primer tiempo la llamaban, le hablaban, estaban en comunión
con ella. Incluso el corazón, símbolo del alma, calla su enigma, enigma que a
mi parecer no es otro que el de ser una sola entidad con la creación. Así, en todo
humana y terrena, Eliana Navarro nos da cuenta de que asume, como expulsada
del Paraíso, el doloroso enigma de la vida que se sabe finita.
En este poema pareciera que la hablante ha sido transportada a través de una visión
mística, podríamos decir, que la transporta desde la inocencia de la comunión con
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Pedro Ignacio Vicuña Navarro
El sentido de la religiosidad en la poesía de Eliana Navarro
el universo que la rodea y del que es parte y partícipe hasta la dolorosa realidad
de la finitud, de la conciencia de saberse fundamentalmente sola, que la lleva,
además, a vivir la conciencia de ser única. En este viaje desde la comunión plena
consigo misma y con los elementos, en la que su esencia participa de la infinitud
del universo, siendo parte común de él y en comunión con toda la creación, va
siendo llevada a la certeza de la terrenidad en la que, tomando conciencia de sí, de
su individualidad, lo que le va marcando la carne es la certeza de la soledad y el
dolor. Es a través de esta materialidad del dolor y de la soledad, por la conciencia
del dolor que provoca la unicidad, que aparece la interrogante de los versos finales:
“¿hacia qué noche/ hacia qué oscura y larga noche/ camino sin descanso?”
Sin duda que en el poema hay una atmósfera de nostalgia; de hecho, está presente
en toda la obra de Eliana Navarro, pero, contrariamente, a mi juicio, de lo que
sostienen algunos comentaristas de la obra de la poeta, no se trata de una nostalgia
“lárica” en el sentido estrecho del término, es decir, una añoranza del terruño o
de la memoria de este, sino más bien de una nostalgia de la divinidad perdida
que pareciera advenir con el término de la adolescencia y la infancia o, mejor
dicho, con el descubrimiento del dolor que produce el hecho de saberse finito
y temporal. Con el descubrimiento real de la nimiedad que es el ser individual
en medio del infinito del universo o de la Creación, como preferiría llamarlo
la poeta. Es a través de este prisma que me parece evidente que la poesía de
Eliana Navarro es en su esencia una poesía mística, una poesía que se encuentra
íntimamente emparentada con los grandes místicos de la tradición en lengua
castellana. Podríamos decir que en Eliana Navarro, en su poesía, aparecen claros
signos de haber conocido el paraíso y de tener un dolor y una nostalgia infinita
de no poder estar ya en él.
En el mismo volumen de poemas, La Ciudad que Fue, nos encontramos con
el poema “Una Voz”, que pareciera, en términos generales, reafirmar la tesis
expuesta anteriormente como aproximación a una concienzuda lectura de la
poesía de Eliana Navarro. Volvemos aquí a encontrarnos con la certeza de un
conocimiento que la autora sabe que en algún momento poseyó, que, si bien
intenta explicarlo a través de una cita de Shelley, me parece evidente que el
poema da cuenta de algo más allá. Cito:
“Una Voz”
His voice was like the voice of my own soul.
Shelley
“Sabía que existía esa voz,/ esa clara voz mágica;/
que me estaba llamando/ con las varas del mimbre/ o
detrás de las nubes,/ cerca de las estrellas rezagadas./
Sabía que venía,/ corriendo sobre el viento/ para besar
jugando mis cabellos.
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Tanta sombra y ceniza./ Tanta noche./ Ya no puedo
escucharla./ Y todo me parece de raíz arrancado,/
campo de sal, abierto páramo,/ camino,/ camino con
mi sangre comprado”.
Nos encontramos, en el primer verso, con la afirmación rotunda de la autora
que sabe que hay una voz, que no es la suya propia, que la llamaba –y tal vez
la sigue llamando– como el viento que le responde y la llama en “Juego de
sombras”. Y esa voz misteriosa, otra vez aparece en las cosas de un entorno
que le fue cotidiano, como las varas del mimbre, pero también desde un paisaje
que escapa a la inmediatez del contacto físico. Es una voz que la llama desde
“detrás de las nubes, cerca de las estrellas rezagadas”, es decir, desde lo más
profundo del cielo, desde el espacio infinito. Si hacemos el ejercicio de recordar
que Eliana Navarro era una autora profundamente creyente, cristiana, capaz
de un recogimiento que le permitía orar a Dios en cualquier templo, fuera este
musulmán, judío, ortodoxo, etc., no nos será difícil pensar que aquella voz que
viene desde “cerca de las estrellas rezagadas” puede perfectamente emanar de
aquello que podríamos llamar la causa primera que para algunos creyentes es
lo mismo que Dios.
Del mismo modo que en el poema anterior, pero esta vez sin la transición de
una segunda estrofa, la poeta se encuentra con la sombra, no una sombra concreta de algún objeto, sino con la sombra como elemento, pero también con
la ceniza. Me asalta la pregunta, en este punto, de si se trata, como en el caso
anterior, de una suerte de ceniza elemental, aquello a que ha sido reducido todo
lo que la llamaba, todo lo que la mantenía en contacto con el origen de la vida,
aquello que utilizaba su voz para hablar desde un principio inmemorial. Nos
confiesa la autora que ya no puede escucharla, que ha perdido un don y en ese
trance, en el “que todo parece de raíz arrancado”, todo se vuelve desangelado,
abierto páramo, campo de sal, sequedad en el fondo, la antítesis de la fuente de
la primera estrofa del poema “Juego de sombras”, entonces solo queda caminar
–porque entiendo que el primer “camino” del poema se trata de la forma verbal
de la primera persona del presente indicativo– y el camino que se recorre es un
camino comprado con sangre.
En estos dos poemas Eliana Navarro nos da cuenta de la pérdida, no diría de la
inocencia porque eso es evidente, sino de una visión que se asemeja al paraíso,
la pérdida de una comunión con el universo entero, y esa pérdida no hace sino
develar el dolor que parece ser para la autora, el componente fundamental de la
vida terrena. Es en la contraposición de un mundo en que parece que la poeta ha
estado en comunión con la “gracia”, con el mundo de la pérdida de esa gracia y
por lo tanto con el encuentro del dolor de la vida en donde queda más evidente,
a mi juicio, la religiosidad mística de Eliana Navarro.
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