Augusto Monterroso: Los poderes imaginarios

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Augusto Monterroso: Los poderes imaginarios
Gabriel Jiménez Emán
Fulguraciones de la brevedad
Muchas veces me pregunto en qué consiste una literatura diferente. En qué consisten las innovaciones, poseer un
lenguaje personal o una fuerza expresiva específica. Tendrá que ver, supongo, con un mundo, un universo propio;
y en configurar con él una personalidad, intentando moverse en un camino para descubrir signos inéditos dentro
de cada lengua o tradición.
En la literatura hispanoamericana esa tradición es relativamente nueva si la comparamos con la europea,
asiática o africana. Somos nuevos por definición histórica, y en cierta forma tenemos suerte de poder absorber de
otras tradiciones, para hallar nuevas voces en nuestro castellano de América, un idioma que en cada país retoma
imágenes del paisaje humano e intenta configurarlas en unidad.
Desde Rubén Darío, la lengua castellana ha experimentado en América un segundo nacimiento en sus
poetas y narradores. Si en poesía y novela los logros han sido visibles, los del cuento se han visto inmersos entre
los de esas dos aguas, para convertirse en un ente concentrado que ha conseguido reconocimientos mayores, como
el caso de Jorge Luis Borges y de otros escritores, que encontraron pleno auge durante las décadas de los años 50
y 60: Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez, entre otros.
De hecho, la prosa de imaginación comenzó a vivir momentos de plenitud desde mediados del siglo veinte con la
superación del realismo, el naturalismo y otras tendencias veristas de la narrativa de la tierra que, --en escritores
como Juan Rulfo, Alejo Carpentier y Miguel Angel Asturias-- tomaba ya los senderos de una visión alucinada del
mundo, absorbiendo concurrencias magicistas, maravillosas o barrocas para exponerlas en un trasiego narrativo
que, sin olvidar su arraigo, rescata un imaginario estético vasto y hace suyos signos del movimiento narrativo
internacional, incorporándolos a paisajes específicos.
Así como la novela se fue abriendo a todo tipo de experimentaciones, el cuento fue buscando sus propios referentes; es así como encuentra nuevos caminos en la exploración metafísica o filosófica, como en el caso
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de Borges, o dentro de un humor lúdico que prefigura la prosa de exploración fantástica, con Julio Cortázar a la
cabeza, y serían predominantes en buena parte de las búsquedas de los años 60, cuyas voces venían incubándose
en cuentistas como Juan Rulfo y luego tendrían un desenvolvimiento diverso en los cuentos de un narrador como
Gabriel García Márquez, para citar sólo dos ejemplos de cada período.
Casi imperceptiblemente se fue imponiendo en cada país hispanoamericano un gusto secreto por la
prosa breve, en una suerte de tentación por el divertimento, por el libre juego de la inteligencia. Entiéndase aquí a
inteligencia no desde un ángulo formal --el razonamiento cartesiano que conduce a una prosa de ideas-- sino antes
a un juego de espejos a través del cual pueden vislumbrarse posibilidades para la imaginación, en un ejercicio de
libertad narrativa, sin atender a prejuicios esencialistas ni a programas de tesis, sino acercándose a embriones de
conocimiento universal sin ningún tipo de prejuicios históricos, donde alcanzamos madurez suficiente para nombrar o desarrollar argumentos ficcionales.
Lo que antes llamé “gusto secreto por la prosa breve” no obedece a un enunciado retórico ni a una
condición periférica. Se trata mas bien del reconocimiento a una condición estética que ha venido configurándose desde una tradición en la prosa de ficción que, como demostró Borges en su antología de Cuentos breves y
extraordinarios, se sustenta en un legado consistente de textos; y en la Antología de la literatura fantástica que
Borges hiciera con Bioy Casares se advierte una cantidad considerable de narradores hispanoamericanos, en contrapunto natural con escritores europeos, americanos, o asiáticos.
Señalo esto a propósito del mundo de Augusto Monterroso, que vino desde un principio sugiriéndose y
no imponiéndose, dibujándose con discreción sin necesidad de acudir expresamente a la perspectiva de las rupturas. Operó, antes, desde su propia cualidad de literatura en voz baja, de humorismo fino, y no merced a programas
que provenían de una mala asimilación de las vanguardias, especialmente del surrealismo, sino gracias a una caja
de resonancias concentradas, alejadas de toda retórica y del mundo impuesto por la novela, sobre todo de aquella novelística que se construía sobre la base de programas de compromiso político o sobre una presunta vía de
conocimiento histórico de la realidad, cuando a menudo los resultados indicaban lo contrario, es decir, el análisis
ideológico disfrazado con el ropaje de una estructura novelesca.
La formación de Monterroso tuvo que ver, antes, con el mundo clásico, donde se recomendaba
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siempre la brevedad y la concisión. Sobre este asunto son de notar las ideas del propio autor, una vez que el periodista le pregunta: “¿De dónde viene esa disciplina de orfebre que usted tiene a la hora de corregir textos?”, y él
responde: “Soy autodidacta y empecé a estudiar desde muy joven literatura universal. Leía mucho a Cervantes,
Quevedo, las primeras ediciones de las obras de Gracián. Durante años me encerré en la Biblioteca Nacional de
Guatemala, porque tenía la idea de que si me convertía en escritor, debía conocer mi idioma. Le dediqué muchos
años a mi formación. Fueron, han sido y seguirán siendo todavía muchas las horas de lectura y reflexión. Tuve
que ir a la biblioteca porque era muy pobre y no tenía dinero para comprar libros nuevos. Así es que por obligación leí sólo clásicos. Eso me llevó a estudios más antiguos: a la literatura latina y a la griega, a las cuales
me aficioné enormemente. Desde los griegos y los latinos la brevedad fue muy apreciada. Especialmente en la
literatura latina se recomendaba la brevedad, la concisión y sobre todo el trabajo artístico.” La situación de
carencia material le trajo, pues, una ventaja: la lectura de los clásicos, cuidado en el lenguaje y concentración en
la lectura, los cuales terminan por conformar los elementos fundamentales, tanto formal como conceptualmente,
del mundo de Monterroso. Lentamente se va dibujando una estética que termina por afianzarse en el detalle y va
vindicando el valor de un arte discreto, en voz baja, que por un tiempo se dio en llamar arte menor.
Tildar de “menor” a una literatura sólo porque esta no respondía a los esquemas anteriores y porque no
postulaba contenidos programáticos o reflejos directos de la realidad, indica justamente lo opuesto: que la prosa
de humor refleja un panorama vasto de realidades, entre las que se hallan las realidades de la psique, el sueño, el
insconsciente, la fulguración poética y el conocimiento interior, proyectado a través de un complejo artefacto que
facilita un mayor campo de posibilidades, en las cuales se sitúa precisamente la obra de Augusto Monterroso.
Las herramientas de la ficción de Monterroso son pocas pero amplias, y diestramente usadas. No es
difícil percibir aquí el humor, el carácter lúdico y los sobresaltos del ser, en una especie de plenitud cognitiva.
Trataré, en adelante, de seguir algunas variables y de concentrarme en una lectura personal de las mismas. En los
Entrevista con Pablo Gámez: “Un buen cuento será siempre un cuento triste”. En Papel Literario de “El Nacional”, Cara-
cas, sábado 15 de junio de 2000.
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últimos años, el interés hacia la obra de Monterroso ha ido en aumento, mientras el escritor se ha venido tornando
más parco y cuidadoso con lo que dice o escribe. Lo contrario de lo que ocurría con los novelistas estimulados
por el reconocimiento rápido del boom editorial de los años sesenta, el cual se convirtió a menudo en una vía para
exponer ideas políticas y de promoverse indirectamente a través de los medios masivos.
Noción y estética de lo inacabado
Monterroso publica su primer libro en 1959: Obras completas (y otros cuentos), en el cual anuncia
y delinea bien su mundo y su lenguaje. En el primer cuento del volumen, “Mr. Taylor”, se revela ya dentro de un
peculiar humor negro, que nos habla acerca del tráfico de cabezas humanas en la selva amazónica, perpetrado por
Míster Taylor y su primo Mr. Rolston, historia que es crítica mordaz a la actitud de superioridad de hombres que
ejercen el poder ideológico sobre las sociedades consideradas atrasadas. En este caso, un par de norteamericanos
pueden hacer un lucrativo negocio en Sur América, reduciendo cabezas de indios.
Aparece aquí la primer alusión importante al concepto de “Obra Completa” (en este caso, las de
William c. Knight), central para entender el trabajo de Monterroso, de por sí inacabado desde el momento en que
cuestiona la idea de obra cerrada, que hasta puede inspirar a un par de asesinos como Taylor Y Rolston, y justificar
sus crímenes. Tal noción es tan dominante que lleva a nuestro escritor a titular así su opera prima. Ello encierra
una doble ironía: una hacia la obra cerrada, clásica que nos impone el humanismo tradicional y otra hacia la propia
obra, en cuyo título se ridiculiza a si misma, poniendo en paréntesis “y otros cuentos”. Por último, el argumento
del cuento apunta hacia la crítica del desarrollo social emprendido por el capitalismo en tierras indígenas, que
empieza con el auge económico y termina con la ruina total del pueblo donde se implanta la compañía reductora
de cabezas y el posterior suicidio de su propietario. Rolston ve la cabeza reducida de Mr. Taylor, en un verdadero
final feliz para el lector, e infeliz para los personajes: se invierten aquí los valores clásicos de la narrativa del positivismo.
A continuación haré una descripción esquemática de los cuentos de Obras completas sólo con el
fin de observar algunas constantes.
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“Uno de cada tres” refiere la historia de un hombre que tiene la extraña profesión de canalizar por radio
los relatos sufridos de las personas, en un alarde de humor triste.
En “Sinfonía concluida” nos narra el descubrimiento, en Guatemala, de las partituras finales de la Sinfonía inconclusa de Schubert por parte de un organillero de pueblo, agregando un dato apócrifo a la leyenda de
esta composición; con la lectura del texto se concluye que tales partituras no agregan nada, excepto desaliento, al
comprobarse que “el único que saldría perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta
a Guatemala...”. Rasgo interesante de estilo en este texto es la ausencia de puntuación.
El relato “Primera Dama” se refiere a la conducta de los primeros mandatarios de un país ante los problemas de la gente, como el hambre que pasan los niños en las escuelas, el cual resulta ser una sátira política sobre
las reglas sociales en medio de los cuales se mueven las personas en el ejercicio del poder, entre ellas el infaltable
acto cultural que suele acompañar las inauguraciones oficiales, con sus respectivas notas cursis y catálogos de
tópicos; éstas terminan por imponerse a las realidades sociales, gracias a la demagogia.
“El eclipse”, es cuento muy seleccionado en antologías del cuento breve, y no sólo debido a su alta
factura literaria, sino al trasfondo socio-ideológico que comporta. Su observación indica varios situaciones y
significados: a) Un fraile español perdido en la selva americana, resignado a morir. b) Unos indígenas dispuestos
a sacrificarlo, sin haberle hecho juicio. (No se nos informa que éste les haya hecho nada.) c) La idea del engaño
del fraile a los indígenas, a través del dato del eclipse, que le falla. d) Los mayas conocen el dato del eclipse, y lo
sacrifican. e) De todas maneras lo iban a sacrificar.
¿Se habría salvado Fray Bartolomé Arrazola de no haberlos tratado de engañar? Tampoco es seguro.
Además, ¿por qué lo iban a sacrificar? Interrogante que tiene sentido si tomamos en cuenta que los frailes en
América venían la mayoría a evangelizar y defender indios, y no a matarlos. ¿Porqué Fray Bartolomé no acudió
en todo caso a su Dios, Cristo, si no a la lógica aristotélica?
En “Diógenes también” el narrador en primera persona nos refiere su difícil infancia, debida a las ideas
fijas y neuróticas de un padre alcohólico, que terminan por marcar la vida de una familia, y cobran su primera
víctima en el perro de ese niño, llamado Diógenes. Es uno de los cuentos más extensos de la colección y, dada su
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naturaleza íntima, puede revelarnos pistas importantes para estudiar el mundo literario de Monterroso. El texto se
teje desde una perspectiva de voces simultáneas, donde hablan la madre, el padre, el hijo.
Contrastando con éste, sigue el cuento más breve (y celebrado) de Monterroso, “El dinosaurio” (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), el cual se tiene como uno de los textos fundadores del género de
literatura fantástica en Hispanoamérica.
En “Leopoldo (sus trabajos)”, tenemos el caso del escritor que amaba la literatura, pero no le gustaba
o no sabía escribir. Leopoldo va anotando argumentos para sus cuentos, pero no los concluye. (Se encuentra aquí
otra referencia notoria del narrador a los perros), aunque la parte innovadora del relato es la que incluye partes del
diario de Leopoldo en el texto, fragmentos hilarantes que ponen al descubierto la capacidad paródica de Monterroso: a pesar de sus errores ortográficos y mala redacción, Leopoldo está convencido de su vocación, no se da por
vencido, lo cual sirve a Monterroso para escribir un cuento sobre la imposibilidad de escribir, haciendo gala de
uno de sus recursos preferidos: el texto dentro del texto, el motivo literario consumido por la propia literatura.
En “El concierto” se aborda de nuevo el tema musical; en “No quiero engañarlos” es el motivo cinematográfico y el estreno de una película, con los clisés del caso: el discurso de la actriz en el momento de una
premiación, el cual se alarga indefinidamente hasta producir el cansancio, el aburrimiento y hasta la desesperación
de los asistentes.
En “La vaca” y “Obras completas” se insiste en la noción de obra completa por dos vías distintas. En
el primero, simplemente vemos “a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien
le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido...”,
mientras que en el segundo se trata de la relación existente entre dos estudiosos de la literatura, los convencionales señores Fombona y Feijoó, unidos por el común interés hacia las obras completas de Miguel de Unamuno.
Fombona, espíritu académico incapaz de pergeñar un verso, traspasa a su discípulo Feijoó
--dueño de unas buenas condiciones para convertirse en poeta-- su “autoridad” literaria, mientras lo
presenta en los círculos intelectuales, y así lo va anulando como creador, en un relato donde sale muy mal parada
la fría erudición literaria.
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Animales y seres en pleno movimiento
En La oveja negra y demás fábulas (1969) Monterroso recrea, refunda y a veces hasta invierte la función tradicional de la fábula, un género de difícil ejecución contemporánea. Ángel Rama anota sobre este libro algo relevante:
“Desde ese siglo XVIII que es donde parecieron vivir sus ancestros, o sea desde los Samaniego e Iriarte y demás
descendientes americanos (de Batres Montúfar a Francisco Acuña de Figueroa) pocos escritores se atrevieron
con las fábulas. Justamente porque ellos olían a literatura en un tiempo que decidió que lo que escribía no era
literatura. Escribir fábulas significó fingir reconocer explícitamente la construcción de un artificio literario: en
el flagrante manejo de una irrealidad nada inquietante y toda ella convencional (personajes, animales, acciones
humanas, pensamientos y máximas educativas) se diseña el riguroso campo textual de una mera operación de la
escritura (...) si esa recuperación del género “fábula” puede apuntar a una lectura devota de James Thurber, en particular por su adaptación de esa forma literaria a las condiciones de la sociedad contemporánea, limpiándola del
polvo escolar que la oscurecía, también ha servido para restaurar una tradición que se hubiera dado por muerta en
América latina a pesar de haber tenido un largo, anacrónico florecimiento en el siglo XIX. De esta tradición local
es posible que reciban las fábulas de Monterroso su ostensible cultivo del ingenio, aunque a ese fácil esplendor él
ha agregado (pues no en balde escribe después de haber transcurrido un siglo de ‘nuestra torpe cultura occidental’)
una sola gota, pero químicamente pura, de siniestro pesimismo. ‘Sansón y los filisteos’, ‘La parte del León’, ‘Caballo imaginando a Dios’, ‘La buena conciencia’, ‘El Apóstata arrepentido’ son muestras cabales, aunque ninguna
supere a la fábula que da título al volumen. Ella sintetiza el funcionamiento de las sociedades humanas respecto
a las heterodoxias que se generan en su seno y que las hacen progresar, pero a las que simultáneamente deben
condenar en defensa del espíritu gregario perviviente a todos los campos, incluso s aquellos revolucionarios:
“En un lejano país existió hace muchos años una oveja negra. Fue fusilada. Un siglo después, el rebaño
arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque. Así, en lo sucesivo, cada vez que
aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas
comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.” “Un fabulista de nuestro tiempo.” En La opinión cultural, Buenos Aires, 5 de mayo de 1974. Incluido en Refracción, Op.cit. pag. 24.
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Esta presencia de los animales en el mundo de Monterroso sugiere diversas vertientes de desarrollo,
y en las fábulas contemporáneas de este libro la elaboración pretende ser exhaustiva: son cuarenta narraciones
que recrean la tradición de las fábulas clásicas y hasta invierten los contenidos de las mismas; así, tenemos a
un gallo que de tanto practicar el acto amatorio con las gallinas, hizo que el poeta Estacio congregara a dos mil
gallinas frente al lecho de muerte y les dijera: “Contemplad vuestra obra. Habéis matado al gallo de los huevos
de oro, dando así pie a una serie de tergiversaciones y calumnias, principalmente la que atribuye esta fábula al
rey Midas, según unos, o según otros, a una Gallina inventada mas bien por la leyenda.” Se podría decir que
no le interesa el autor el carácter moral de las fábulas, tendiendo antes a aprovechar el carácter alegórico de las
mismas y sugiriendo la técnica lógica de la pesquisa como elemento ordenador del discurso, a través de una serie
de especulaciones donde las metamorfosis animales de lo humano se presentan de manera automática, pertenecen
a la naturaleza misma de la invención, donde se no utilizan demasados tropos o recursos metafóricos en el logro
de efectos. Mas bien usa, como bien lo apunta Diony Durán, “el lenguaje no tiene reverencia moralizadora, sino
al contrario, usa continuamente fórmulas coloquiales que inserta en breves párrafos, cada uno de los cuales hace
coincidir con un bloque narrativo. No desecha, sin embargo, el toque fabulesco en las introducciones, como ‘Era
una vez...’ ‘Había una vez...’, o retoma el tono bíblico: ‘Al principio la Fe movía montañas...’, lo que crea un ambiente ilusorio de leyenda y cuento antiguo.” Todo ello en la busca del efecto irónico, parte a su vez del principio
crítico que suele dominar el mundo fabulador de Monterroso, en sus claras alusiones al mundo contemporáneo,
con el cual mantiene una relación ciertamente difícil, que no puede resolverse sino por vías de la sátira.
En los próximos años, nuestro autor se zafaría de esta forma y buscaría nuevos rumbos para encauzar su
mundo, que es lo que precisamente intenta hacer en un libro tan dinámico como Movimiento perpetuo (1972). En
él la idea de lo mudable, lo inesperado o lo cambiante se halla en el propio título, y sigue en el epígrafe de Lope
de Vega (“Quiero mudar de estilo y de razones”), en el del propio Monterroso (“La vida no es un ensayo, aunque
tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos
En “La oveja negra y demás bombas de tiempo”. En Refracción, op.cit. pag. 214.
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muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”) y en la colección de extractos sobre las moscas que acompañan los relatos, donde podemos leer citas de
autores antiguos y modernos sobre el insecto, que opera como símbolo de movimiento, aparece en la portada del
libro en una suerte de radiografía a cuadros, y como viñeta voladora entre las páginas del volumen. El primer texto
del volumen, “Las moscas”, comienza: “Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre
existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros de los dos primeros.
Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres.”
Movimiento perpetuo consta de treinta y dos textos que se ironizan entre sí, se cruzan referencias, juegan
con los significados, matizan y profundizan el discurso hasta llevarlo a un grado expresivo clave de indagación
en el universo de Monterroso. La voluntad de mezclar géneros, de combinar la crónica, el ensayo, la narración,
el artículo o la reseña erudita --sin marcar diferencias muy notables entre ellas-- revela el desapego a la noción
de obra “importante”. A partir de este libro, su prestigio de escritor de cuentos breves seguramente se multiplicó,
hasta hoy, cuando probablemente es considerado autor por excelencia de minicuentos en nuestra América.
En el cuento titulado “Movimiento perpetuo” (recurso adicional: insertar un cuento con el nombre de
un libro donde todo el libro se presenta con el nombre del cuento, aunque los demás motivos del libro no tengan
nada que ver con los motivos de ese cuento) no suceden muchas cosas, excepto en la imaginación de tres amigos,
--Julia, Luis y Juan-- que se aburren a morir en una playa de Acapulco, beben whisky y reconstruyen momentos pasados. La imaginación celosa de Luis hace que éste se figure a su esposa Julia en brazos de otro, tal como
ocurrió con ellos cuando se habían conocido. En una pareja, los celos suelen dar origen a fantasías sexuales que
terminan por imponer su movimiento, un movimiento perpetuo, lo cual va a ser así siempre, mientras exista excitación sexual y la libido produzca esos fantasmas que a la postre van a organizar lo que comúnmente llamamos
vida. Es como en los cuentos de Las mil y una noches, donde el móvil de todas las historias de aventuras, la filosofía, el amor filial, la ética, la muerte, el odio, la felicidad, la libertad, la familia, el futuro, la angustia, la alegría,
la melancolía, Dios, todo, absolutamente todo proviene del deseo o los deseos que tienen lugar entre un hombre
y una mujer.
En las piezas breves de “Es igual”, “De atribuciones”, “Homenaje a Masoch” se vuelve sobre el ámbito
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del escritor y la literatura, uno de los espacios centrales de la obra Monterroso, presente en todos sus libros. Uno
de los textos que mayor fuerza posee en este sentido es “El informe Endymion”, el cual nos narra las peripecias
de cuatro poetas de diferentes países (Ecuador, Colombia, Argentina y Venezuela) en Costa Rica, Honduras, Nicaragua, Panamá y Guatemala hasta llegar a Nueva York, donde le rinden un debido tributo a Dylan Thomas. Estas
referencias permanentes a escritores y poetas, continuadas en un ensayo sobre la influencia de Borges (“Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges”), “Fecundidad” (“Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta
línea”) y ampliadas en piezas como “Onís es asesino” dejan ver la especial visión monterroseana acerca de los códigos sociales de la literatura, esa impresión que nos produce de ser alguien aliterario o antiliterario, y de expresar
su abierta crítica al saber culterano que suele acumularse en el conocimiento libresco de la realidad. Al respecto,
creo que un texto como “Homo scriptor” resume tal actitud: “El conocimiento directo de los escritores es nocivo.
‘Un poeta --dijo Keats-- es la cosa menos poética del mundo.’ En cuanto uno conoce personalmente a un escritor
al que admiró de lejos, deja de leer sus obras. Esto es automático. Por lo que se refiere a las obras mismas, una
idea sensata, y que ahora comienza a ponerse en práctica, es publicar al mismo tiempo en diversos países de
América las mejores, o por lo menos las más resonantes, que también pueden ser buenas. Las muy malas deben
ser editadas por el Estado a todo lujo, empastadas en piel y con ilustraciones, para hacerlas prohibitivas a los
pobres y, a la vez, tener contentos a la mayoría de los poetas y novelistas.”
Acerca de la escritura de palíndromos (“Onís es el asesino”) no sé porqué nunca me adelanté a escribir
a Monterroso informándole de un escritor venezolano de palíndromos, el poeta Darío Lancini --a quien conocí
en Mérida hace muchos años, y tengo entendido es viajero impenitente-- autor del libro Oír a Darío (1975), muy
celebrado en su momento entre nosotros, que construía poemas enteros en forma de palíndromos. De hecho, en
su crónica-ensayo, Monterroso nos refiere un buen número de amigos suyos que se entretuvieron con este juego
verbal de refinamiento inteligente, el cual puede convertirse en obsesión o vicio, y consiste en frases o palabras
que pueden leerse igual de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. (Ejemplo: “Anita lava la tina”, el popular;
o el literario “Etna da luz azul a Dante”, de J.J. Arreola).
Vuelve Monterroso sobre el tema de los celos en el relato “Bajo otros escombros”, esta vez con un
lenguaje muy similar al de Julio Cortázar; y al del cotejo entre el mundo suramericano y el europeo, esta vez
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recordando las cabezas reducidas de los jíbaros y comparándolas con los libros nuestros (ambos son productos
similares para la óptica europea o norteamericana) en el cuento “Dejar de ser mono”, en una abierta burla al eurocentrismo. “Hace más de cuatro siglos que Fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los europeos de que
éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos; ahora quieren convencerse de lo mismo porque
escribimos.” Tamaña ironía.
“Cómo me deshice de quinientos libros”, “Solemnidad y excentricidad”, “A lo mejor sí”, “Estatura y
poesía”, “A escoger”, “Peligro inminente” y “El poeta al aire libre” son textos que remiten de uno u otro modo
al asunto de la literatura, lo cual nos permitiría afirmar que la mayor parte de este libro funciona en torno a este
eje de desacralizar lo literario, haciéndolo más accesible o menos grave, incluyendo piezas donde el asunto está
tratado de manera lateral, a saber en los relatos “Ganar la calle” o “Humorismo”, donde aparecen por vez primera
la pequeña ciudad de San Blas y el doctor Eduardo Torres, respectivamente. Ambos van a constituir espacio y
personaje principal del próximo libro de nuestro autor, Lo demás es silencio (1976), en cierto modo la apoteosis
monterroseana en cuanto crítica de la consagración literaria de un escritor de provincias, a los clisés y convencionalismos que rodean la vida literaria de un escritor como Eduardo Torres, y a los actores sociales que le siguen el
juego. Monterroso desarrolla aquí hasta el límite del ridículo la noción de obra completa y escritor consagrado que
venía gestándose desde sus primeros textos, hasta cristalizar en un libro bastante desenfadado, donde se da el lujo
de incluir una selección de las obras de Torres, aforismos, colaboraciones espontáneas precedidas de testimonios,
y rematadas con un “Addendum”.
Un reportaje sui generis
Para dibujar su personaje, Monterroso ha acudido a la estructura del reportaje, para que a través de ésta otros
hablen por él: un amigo anónimo (“Un breve instante en la vida de Eduardo Torres”), decidido a permanecer en
al anonimato por la sencilla razón de que va a asesinarlo mientras pronuncia un discurso; su hermano Luis Jerónimo Torres en su ‘E. Torres, un caso singular’, traza un retrato familiar del escritor, desde su nacimiento hasta
su juventud consumida por los libros, en un texto acaso muy breve y lamentablemente inconcluso, debido a que
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Luis Jerónimo se suicidó sin poder revelarnos “todo lo relativo a la pubertad y demás vida sexual de E.T.” En
cambio, en el capítulo siguiente, “Recuerdos de mi vida con un gran hombre”, Luciano Zamora, Secretario del
doctor Torres, da rienda suelta a los más tortuosos recuerdos que tiene sobre su jefe, desde sus primeros temblores
juveniles hasta el momento de su matrimonio con el objeto amado, de modo que termina contándonos casi toda
su vida. De hecho, es el capítulo más extenso del libro. Se advierte, en el disparatado estilo del secretario, que por
momentos olvida el tema a tratar y no menciona casi nunca al doctor Torres, sino que se explaya en un texto que
pretende matarnos del aburrimiento, recordándonos las veces que hemos tenido que soportar tales discursos en
situaciones similares.
El capítulo más hilarante de Lo demás es silencio (el título está tomado de la última frase del Hamlet
de Shakespeare, cuando antes de expirar envenenado dice “the rest is silence”) quizá sea el que Monterroso logra
sacar a la esposa del licenciado Torres --Carmen de Torres-- a través de una entrevista (Grabación). En esta se
patentiza la sufrida condición de las esposas de escritores exitosos, sometidas a los convencionalismos del éxito
y a la tediosa vida social que estará dispuesta a cumplir en nombre de la gloria de su esposo.
La segunda parte del libro, “Selectas de Eduardo Torres” está compuesta en su mayoría por artículos
(apócrifos en un primer nivel de la lectura, pero comprobables si llegara el caso, pues se citan aquí las fuentes
bibliográficas: Revista de la Universidad de México, años 1969-70-71) entre los cuales se cuenta uno dedicado
nada menos que a “Una nueva edición de El Quijote”, con la respectiva carta censoria dirigida a la revista antes
mencionada, firmada por F.R., donde se explican los errores en que incurrió Torres al comentar el libro de Cervantes. Las palabras finales de dicho artículo rezan: “Todo esto, claro está, son pequeños lunares, dijéramos peccata
minuta que en nada empañan la gloria inmarcesible del ingenio más lego con que cuenta nuestra querida lengua,
una de las mejores y más musicales del mundo.” Lo cual basta para darnos una idea del estilo de Torres.
Siguen “Traductores y traidores”, “El pájaro y la cítara” --un divertido análisis de una obra de Góngora- y otros referentes a temas animales, entre los cuales se encuentra el comentario sobre un libro de Monterroso,
La oveja negra y demás fábulas, donde, aparte de las consideraciones finales sobre el libro (“... el autor de este
libro singular en su misma pluralidad ha decidido buscar refugio en el vasto mundo de los animales y otros seres
mitológicos igualmente despreciados”) se advierte el sentido doblemente irónico de la literatura que he venido
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exponiendo para la obra de Monterroso: el del texto dentro del texto, el juego de muñecas rusas que en este caso
se propone en una suerte de alter ego, de alteridad cómica a través de la cual el autor aspira ridiculizar a la mala
crítica, formulada sobre la base de los lugares comunes.
En los “Aforismos, dichos famosos, refranes y apotegmas del doctor Eduardo Torres extraídos por Don
Juan Manuel Carrasquilla de conversaciones, diarios, libros de notas, correspondencia y artículos publicados en
el Suplemento Dominical de El Heraldo de San Blas, de San Blas, S.B.” Tenemos un exagerado título (además en
mayúsculas), para caracterizar y hacer más notorio lo ridículo. Véanse al menos dos de estos aforismos, dichos
en la cantina El Fénix de San Blas: “Carne y espíritu”: “Es cierto, la carne es débil; pero no seamos hipócritas:
el espíritu lo es mucho más.” O “Amistad”: “Vale mas un amigo cuando estás en la opulencia que tres cuando
en la desgracia. En la opulencia conservas al amigo; en cambio en la pobreza, pierdes a los tres.” Por su parte, la “Ponencia presentada por el doctor Eduardo Torres ante el Congreso de Escritores de Todo el Continente,
celebrado en San Blas, durante el mes de mayo de 1967” es otra de las joyas de este suerte de ridículo ingenuo
donde se mueve Torres, lo cual le permite decir que “Como resultado de la actual experiencia, se reconoce a nivel
continental que la mejor manera de dejar de interesarse por las obras de los otros autores consiste en conocer
personalmente a éstos.”,(...) “que deben establecerse urgentemente mejores relaciones entre el escritor y la escritora” o “que el Estado, aparte de la mención honorífica acostumbrada, obsequie una residencia a los mejores
poetas de cada año o mes, en los lugares que éstos escojan.”
Este límite entre la idiotez y la genialidad de que hace gala Eduardo Torres se me asemeja al estado de
estulticia lúcida que ostentan Bouvard y Pécuchet, los personajes de Gustave Flaubert que prestan sus nombres al
título de la última novela del gran escritor francés.
Vuelve por sus fueros nuestro autor en sus visiones acerca de literatura y autores en La palabra mágica
(1983). Se trata de verdaderos ensayos, debidamente tocados con el encanto de la crónica imaginativa, suelta, que
siempre deja en el lector un margen para fantasear, una libertad para asombrarse, para dudar e incluso disentir.
Nunca percibimos aquí lo que muchos llamarían el “análisis” literario, mucho menos el tono de tesis o de estudio
sesudo, aunque sí es frecuente toparse con una graciosa lucidez y un discurrir que se deslizan hacia el dato curioso, el juego erudito, el cotejo de omisiones, contrastes o constantes en autores u obras. En los veinte trabajos del
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libro podemos leer algunos sobre Horacio Quiroga, William Shakesperare, Jorge Luis Borges, Charles Lamb, y
escritos sobre las novelas sobre dictadores, la poesía quechua, la poesía de Quevedo y Góngora, el mundo de las
fábulas, las formas equívocas (aunque permanentes) en la traducción de algunos famosos títulos de obras, donde
eventualmente existen “errores de traducción que enriquecen momentáneamente una obra mala” o se advierte
que “los cambios que algunos experimentan al pasar de una lengua a otra generalmente no son errores del traductor”. De los que me han gustado más están “In illo tempore”, un ensayo breve sobre Borges donde las cosas
están dichas con tal propiedad y de modo tan conciso, que yo lo incluiría sin dudar en cualquier antología sobre
la obra del argentino, aún conociendo la profusa bibliografía sobre Borges, y el convencimiento de que poco podemos agregar al mar de referencias y ensayos que se han vertido sobre Borges y otros tantos escritores célebres.
Algo similar ocurre con Shakespeare --que puede no haberse dicho sobre él-- sin embargo Monterroso se atreve
y logra, merced a una gran frescura, transmitirnos, en apenas dos páginas, una imagen diáfana y actual del poeta
isabelino.
Justamente, fueron escritores como Borges, Alfonso Reyes y Octavio Paz quienes nos dieron claves
nuevas para releer los clásicos, despojándose del aparataje crítico de la Academia o la Universidad, y nos ofrecieron en artículos y ensayos breves y concentrados, semblanzas y sentidos de obras que en un momento de nuestra
juventud pudimos percibir como inaccesibles o muy difíciles de leer o captar, precisamente por el gran cúmulo
de referencias históricas y eruditas que las rodeaban, máxime si se toma en cuenta el lenguaje grandilocuente
y enrevesado con que eran abordadas, lo cual trajo como consecuencia una serie de prejuicios en el momento
de acercarse a la lectura de los clásicos, antiguos y modernos. En la literatura del siglo veinte este prejuicio se
hizo notorio, pues el contexto de las literaturas metropolitanas, expresado a través de un enjambre inmenso de
proposiciones formales y de estructuras ciertamente complejas, dio origen a una crítica abstrusa, que se solazaba
en una especie de inteligencia hermética que sólo podría ser descifrada por algunos iniciados, cuando en verdad
una lectura atenta de los humanistas modernos podía otorgarnos referencias amplias en el momento de leer a los
autores.
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Anatomía de la sinceridad
En La letra E (1987) tenemos a un autor opinando sobre una considerable cantidad de autores, obras y aconteceres. ¿Crónicas? ¿Artículos? Simplemente escritos, anotaciones organizadas en forma de diario, o “líneas” a
secas, como prefiere llamarlas el autor, hasta el punto de hacerse imprescindible citar parte del Prefacio de la
edición: “La primera versión de las líneas que siguen se halla en cuadernos, pedazos de papel, programas de
teatro, cuentas de hoteles y hasta billetes de tren; la segunda, a la manera de Diario, en un periódico mexicano;
la tercera, en las páginas de este libro. Lo que ha quedado puede carecer de valor; sin embargo, escribiéndolo
me encontré con diversas partes de mi mismo que conocía pero que había preferido desconocer: el envidioso, el
tímido, el vengativo, el vanidoso y el amargado; pero también el amigo de las cosas simples, de las palabras, de
los animales y hasta de algunas personas, entre autores y gente sencilla de carne y hueso.”
En tres años, desde 1983 a 1985, estuvo escribiéndolas, y hasta podemos encontrar en ellas piezas que
pudiesen considerarse relatos brevísimos, como “Las bellas artes al poder” (“¿Qué tiene de malo que Reagan sea
actor? Hitler era pintor.”), “Un buen principio” (“Decir lo que uno quiere decir; no lo que uno piensa que los demás desean oír”), “Transparencias”, “Ideal literario”, “Aún hay clases” y “Manuscrito encontrado junto a un cráneo en las afueras de San Blas, S.B., durante las excavaciones realizadas en los años sesenta en busca del llamado
Cofre, o Filón”, que se resuelve en apenas tres líneas (la ironía en la longitud y ridiculez del título): “Algunas
noches, agitado, sueño la pesadilla de que Cervantes es mejor escritor que yo; pero llega la mañana, y despierto.”
Entre sus páginas podemos movernos con alegría, saltando de un lado a otro con la vista o el dedo, cayendo al azar
en cada página, sin peligro de aburrirse. No estamos comprometidos a una continuidad o a una secuencia de ideas,
y con todo ello la literatura sale ganando, pues Monterroso lleva todo al plano literario: opiniones, ideas, sentimientos y presentimientos son tocados por la ficción, a todo saba darle un toque sorpresivo, asombroso o poético.
Me gusta por ello la opinión de Javier Gori impresa en la contraportada, cuando dice que “el alma del lector saldrá
transfigurada por la experiencia” Me gusta la palabra “alma” --tan desusada hoy-- asociada a la de “experiencia”,
tan real y concreta. En consecuencia, el libro no permitiría demasiados comentarios de análisis sesudo, sino una
glosa de celebración y fiesta. Conté en La letra E ciento cincuenta y siete (157) trabajos en 190 páginas, lo cual
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es como un récord en un libro de ensayos. Yo diría que lo que campea en este libro es la sinceridad; pero ejercida
de modo tan alto que pudiera considerarse a Monterroso un anatomista de la misma.
Hay dos cuestiones adicionales a observar en las páginas de La letra E: sus nuevas alusiones a Eduardo
Torres y al pueblo de San Blas; y al carácter “triste” de la vida o la literatura, idea que vendrá a vertebrar su Antología del cuento triste. Es interesante el vuelco que Monterroso le ha dado a esta palabra, secularmente ligada
al romanticismo o el modernismo y usada de manera cursi por rimadores de oficio; le ha dado un tono moderno
y un nuevo peso específico.
He venido haciendo una descripción de la obra de Monterroso ateniéndome a una cronología. Por ello
debo considerar ahora Los buscadores de oro (1993), libro que revela la faceta autobiográfica del escritor, y no
por un deseo expreso de narrar su vida, sino porque un azar se lo impuso.
Un día nuestro escritor se encuentra en Italia, invitado por el profesor Bielis de la Universidad de Siena
a hablar sobre literatura, y sobre si mismo. Se pregunta y responde: “¿Qué hacía yo ahí, entonces? Por lo pronto,
me aferré a la idea de que, precisamente, si quienes me oían ignoraban quién les hablaba, era bueno que yo se
los hiciera saber y comencé a hacerlo. Pero al escuchar mis propias palabras encadenándose unas con otras, a
medida que trataba de dar de mí una idea más o menos aceptable, la sospecha de que yo mismo tampoco sabía
muy bien quien era, comenzó a incubarse en mi interior. Y así, con el temor de enmarañarme más en mis propias
dudas, preferí dejar a un lado las explicaciones y pasé a la lectura de mis textos.”
Monterroso comienza recordando el río, el arado, los sembradíos que conformarán sus imágenes genésicas; pero también las enfermedades, la fiebre y el frío intenso que las precede, mientras mira un río y a tres niños
que buscan oro. Él es uno de ellos, el más pequeño, y los otros dos le enseñan cómo hacerlo: “escarbando con
las manos entre las piedras verdosas cubiertas de musgo, o removiendo suavemente la arena entre los restos de
hierro viejo y pequeños trozos de árboles carcomidos.” Esta imagen le sirve al escritor para ejercitar su memoria
en los siguientes capítulos (de dos páginas mínimas a un máximo de seis) de la autobiografía más breve que he
leído (123 páginas), con lo cual el autor hace honor a su proverbial inclinación a lo corto, cosa que al parecer no
puede evitar, asumiendo con ello una posición ética ante la escritura.
Asistimos, en Los buscadores de oro a una infancia transcurrida entre Honduras y Guatemala, en el
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pequeño mundo que le permite ir con la imaginación hacia otros horizontes, incluyendo la búsqueda del centro
sexual, la expulsión del paraíso infantil, la búsqueda de los antepasados y las genealogías casuales, los primeros
contactos con libros y personas, evitando describir o hacer retratos físicos de ellos, sino ejercitándose a través de
un imaginar la vida interior, frase elocuente en el momento de indicar un espacio primordial en Los buscadores
de oro.
Asistimos aquí a lo que pudiéramos llamar la “ideología estética” de Monterroso, basada ésta en la Literatura (así, con mayúsculas) y en la toma de partido por el débil frente al poderoso. A saber, la literatura convertida
en aventura del reino de la fantasía, la cual habrá de seguir por muchos caminos, “el deseo de seguir en ellos sin
que necesariamente lo lleven a ningún sitio seguro es lo que convertirá al niño en escritor. Una vez más, entre la
escena real y la imaginaria, escogí ésta última en una decisión inconsciente”, nos dice.
Luego está su relación con la música, especialmente con las canciones populares (“Qué dicha tan grande/nacer en Honduras/como lo desearan/todas las creaturas”), aunque ante la perspectiva de aburrirse tomando
clases formales de teoría y solfeo, huía el niño a los ríos o parques, para hacer pervivir los hábitos callejeros por
encima de todo. Después vendría el descubrimiento de la individualidad, del saberse parte de una familia o de un
país. Esto lo lleva a recordar la figura de su padre, fundador de revistas y periódicos y dueño de imprentas, hombre bohemio y amigo de los libros y de los escritores (la referencia a Porfirio Barba Jacob es deliciosa); en fin,
una bohemia transcurrida entre escritores, libros y lecturas. El rechazo constante a la escuela y a algunos juegos
(como el de pelearse) y el miedo al aburrimiento comienzan a perfilar una conciencia de la individualidad, con
las primeras lecturas (José Vasconcelos, Leconte de Lisle, Albert Samain), el principio de la ciudadanía y nacionalidad (“Con los años, no-sí hondureño, no-sí guatemalteco, no-sí mexicano. Finalmente, no soy ciudadano del
mundo, sino ciudadano de ninguna parte. Nunca voté.”) y la declaración de que vive “con la incertidumbre de mi
derecho a pisar ni siquiera los treinta y cinco centímetros cuadrados de planeta en que me paro cada mañana”.
Puede seguir con datos familiares: una descripción del padre y de su vida bohemia, sus amigos, la relación con
libros y revistas: esa relación del fracaso como entusiasmo y como vicio que tan bien conocemos quienes nos
hemos dedicado a estos menesteres.
Pero hay también un alegato contra la bohemia que abarca desde Henri Murger, Gómez Carrillo o
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Rubén Darío hasta Alejandro Sawa, Froylan Turcios y Porfirio Barba Jacob, víctimas del alcohol o las drogas.
Hay una deliciosa referencia al cine (o los cines), que implica una mayor a la pobreza o al fracaso como fuentes
de creación o inspiración, y finalmente el descubrimiento del amor pasional. Todo ello termina por redondear un
libro donde el lector encontrará numerosas claves sensibles del mundo de Monterroso. Personalmente me tocan
muchas de ellas, por las similitudes existentes entre el mundo provinciano de Tegucigalpa y las del mundo interiorano de Venezuela, presentes en ciudades como Mérida, San Felipe o Barquisimeto, sobre todo en lo concerniente
a esa vida bohemia y romántica, transcurrida en sueños e ideales de justicia, que muchas veces se consume al
enfrentarse a las crudas realidades políticas y sociales.
Aunque Los buscadores de oro contiene los datos más significativos aportados hasta ahora sobre su infancia y primera juventud, no sería ocioso citar algunos otros, como los que leí en un artículo de Alberto Cousté:
Vida y obra de Augusto Monterroso : “Hacia los quince años de su edad, la necesidad le enseñó los dientes y tuvo
que ponerse a trabajar como contable --o algo por el estilo-- en la carnicería de un gran mercado que no cerraba
nunca, con excepción del Jueves Santo, y donde el azar le deparó por jefe a un tal Alfonso Sáenz (los caminos del
Señor son inescrutables) que le regalaba libros y le hizo descubrir a Shakespeare, Victor Hugo, Lord Chesterfield
y Madame de Sevigné. Durante cinco o seis años, trescientos sesenta y cuatro días al año, Monterroso se madrugó
tan de madrugada que en realidad era de noche, y caminó los cuatro kilómetros que separaban su casa del mercado: todavía hoy, piensa que esas caminatas le maduraron intelectualmente y le enseñaron a pensar, ya que era el
único momento de la jornada en el que podía perderse en sus cavilaciones.
“Lentamente --tanto, que no publicaría su primer libro hasta los treinta y ocho años-- el lector fue convirtiéndose en escritor, que se animó a soltar algunos de sus textos en revistas literarias de los primeros cuarenta,
hace ahora más o menos medio siglo (Jorge Rufinelli lo llamó “escritor cauteloso”, pero él prefiere asegurar que
su parsimonia no es otra cosa que miedo). Ante esa sobriedad, la absoluta falta de engolamiento de su prosa, y el
irónico escepticismo de su pensamiento, cabe preguntarse: ¿habría podido permanecer indefinidamente Monte-
En: Refracción. Augusto Monterroso ante la crítica. Selección y Prólogo de Will H. Corral, Ediciones Era y Difusión Cul-
tural UNAM, México, 1995.
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rroso en la carnicería, hasta jubilarse como matarife contable? Nunca lo sabremos, porque en 1944 la larga “dictadura liberal” de Jorge Ubico le forzó al exilio en México, donde permaneció hasta 1953 (aparte de una breve
temporada en Bolivia) desempeñando algunos cargos diplomáticos para los gobiernos reformistas de Juan José
Arévalo y Jacobo Arbenz, que no llegaron a cumplir un decenio en su maltratado país.
“La brutal intervención norteamericana en Guatemala, el 19 de julio de 1954, le sorprendió en Chile, país
donde viviría un par de años, y la consolidación del régimen dictatorial del coronel Castillo Armas y de sus sucesores, le
decidió --a partir de 1956-- a prolongar indefinidamente su exilio mexicano. Numerosos viajes --en uno de los últimos
recibió en Madrid el homenaje del Instituto de Cooperación Iberoamericana, que le dedicó una de sus Semanas de Autor
en noviembre de 1991; en otro, más reciente, participó en Barcelona del Encuentro de Escritores, de julio de 1992-- no
han conseguido separarlo de su país adoptivo, al que siempre regresa, a la espera de que alguna vez haya, en su perdida
Guatemala, “una seguridad personal para la gente que piensa o escribe”. Esta nota de Cousté, escrita en 1993 y publicada
en España nos da cuenta del periplo inicial de Monterroso antes de radicarse definitivamente en México.
En Viaje al centro de la fábula (1981) nos encontramos con entrevistas realizadas a Monterroso. Se trata
de una selección de opiniones suyas que, dada la ordenación y presentación, nos brindan una vez más un espacio
dinámico de sus ideas; tanto que no es posible comentarlas sin incurrir en necesarias contradicciones, pues en
diferentes épocas las respuestas de un escritor no pueden ser iguales; se deja así al lector en su libre ejercicio de
criterio frente a éstas. Llegado un momento, la responsabilidad de tales opiniones parece recaer en los periodistas
que preguntan, y no en el escritor que da las respuestas. Algunos han visto aquí la entrevista convertida en arte.
Zoología general, filosofía personal
En La vaca (1998) he hallado a un Monterroso lleno de humor melancólico, empalmando con varios de
sus libros anteriores hacia un tronco común: el de un árbol de cuentos donde el escritor nos brinda una admirable
Ibídem. Op.cit. pag.
En Augusto Monterroso: Cuentos y fábulas, Círculo de Lectores, Barcelona, 1993.
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síntesis del género, renovado bajo la siguiente premisa: “Con frecuencia me pregunto: ¿qué pretendemos cuando
abordamos las formas nuevas del relato, del cuento corto, breve o brevísimo? ¿De qué manera enfrentamos esa
vaga o tajante indiferencia de lectores y editores hacia ese género inasible que a lo largo de las edades permanece obstinadamente al lado de los otros grandes géneros literarios que parecen perpetuamente opacarlo, anularlo? Sé que de muy diversos modos: transformándolo, cambiando su sentido, su configuración; dotándolo de
intenciones diferentes, a veces reduciéndolo sin más al absurdo, y aún disfrazándolo: de poema, de meditación,
de reseña, de ensayo, de todo aquello que sin hacerlo abandonar su fin primordial --contar algo--, lo enriquezca y
vaya a excitar la imaginación o la emoción de la gente. En pocas palabras, ni más ni menos que lo que los buenos
cuentistas han hecho en cada época: darle muerte para infundirle nueva vida”.
Debo decir que el párrafo anterior me ha ahorrado llevar a cabo aquí una larga disertación teórica sobre
el cuento breve en América, que ha contado con variados exégetas en distintas latitudes: Argentina, México, Brasil, Uruguay, Venezuela y hasta Estados Unidos se han unido al coro de países desde cuyas universidades se ha
emprendido, desde hace por lo menos una década, una seria investigación sobre los alcances de la forma breve,
que ha tomado el cauce de las ponencias académicas en congresos y numerosas tesis universitarias dedicadas al
tema , lo cual ha terminado por convalidar la forma breve como literatura significativa en el contexto narrativo
internacional, de peso específico suficiente para superar con creces el concepto de “literatura menor” que se había
estado manejando al respecto en la literatura de América. Con la aparición de la noción de minimalismo en Esta-
Violeta Rojo (Universidad Simón Bolívar, Venezuela), Dolores Koch (Universidad de Nueva York), David Lagmanovich
(Universidad de Tucumán, Argentina), Raúl Brasca (Argentina), Julio Miranda (Venezuela), Alejandra Torres (Universidad
de Buenos Aires), Juan Armando Epple (Chile), R. Shapard y J. Thomas (Estados Unidos), Gabriel Jiménez Emán (Venezuela), Julio Ortega (Universidad de Brown, EEUU), Andrea Bell (Universidad de Washington), Beatriz González Stephan
(Universidad Simón Bolívar, Venezuela), Armando José Sequera (Venezuela), son algunos de quienes han disertado sobre
el cuento breve. En la sección bibliográfica de este volumen se incluyen los datos precisos de estos artículos y antologías.
Particularmente interesante y completo me ha parecido el acercamiento de David Lagmanovich, Hacia una teoría del microrrelato hispanoamericano, localizable en Internet.
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dos Unidos durante los años 80, especialmente con la irrupción en el panorama norteamericano del escritor Raymond Carver (1939-1988) se comenzó a fraguar una teoría seria acerca del cuento breve y sus implicaciones con
el poema, la meditación, el sueño y el absurdo, que ha venido tejiendo concatenaciones con la literatura fantástica,
desde las Mil y una noches y los cuentos orientales, hasta los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire.
La vaca condensa dos nociones constantes en la obra de Monterroso: la sinceridad y la tristeza. Nos
dice en el texto titulado “El árbol”: “el cuento se acerca a una nueva sinceridad, a una nueva eficacia en su
búsqueda de la alegría o la tristeza escondidas en los seres vivos y en las cosas. Y hemos de creer que a veces lo
logra.” Creo, sencillamente, que con esta declaración de principios se ha avanzado bastante en la consecución de
un lugar merecido para los cuentos breves, que treinta años atrás, para quienes comenzamos a escribirlos, no eran
tomados en cuenta como literatura seria, esto es, comprometida explícitamente con los contextos socio-políticos
de una época determinada. La reciente concesión en España a Monterroso del Premio Príncipe de Asturias (2000)
ha sido, en cierto modo, un reconocimiento a la sinceridad, a la parquedad, al hablar en voz baja, a la discreta
inteligencia de un hombre generoso y noble, en cuya literatura se percibe siempre el latido de la vida. Y también
por qué no, un reconocimiento al cuento breve, manera y vehículo de expresar todo esto.
La reaparición de la imagen de la vaca luego casi cuarenta años es de capital importancia, sobre todo si
observamos el rol que juegan los animales en su obra, y que ésta retoma como punto de contacto (y de contraste)
entre lo natural (lo animal) y lo intelectual. El autor nos recuerda que “esta vaca “muertita” --como se dice a la
manera mexicana-- al lado de la vía férrea, y que yo percibo desde el lento tren en marcha, no atropellada por éste
ni por cualquier otro, sino muerta de muerte natural (vale decir, tratándose de una vaca boliviana del altiplano,
seguramente de hambre) y, sin proponérmelo con claridad, convertida en ese momento por mí en símbolo del
escritor incomprendido, o del poeta hecho a un lado por la sociedad.” Existe aquí una alusión irónica al discurso
del escritor que se siente cómodo, realizado en medio de glorias académicas.
La vaca consta de veinte trabajos, sin contar prólogo ni epígrafe. El prólogo más breve que he leído
(“Varios amigos me preguntaban: ¿cuándo publicas otro libro? Pacientemente he reunido los textos aquí incluidos. Si a estos amigos no les gustan, pueden culparse únicamente a si mismos, pues yo siempre les decía: ¿para
qué? Sólo quiero que me agradezcan las biografías de Erasmo y de Tomás Moro, de John Aubrey, que traduje
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para ellos.”) y el epígrafe de Mallarmé (“Toda abundancia es estéril”) dan inicio a un libro donde leemos trabajos sobre el Premio Juan Rulfo, “La mano de Onetti”, “El otro aleph” (un homenaje al miglior fabbro, Jorge
Luis Borges), “Los fantasmas de Rulfo”, “Memoria de Luis Cardoza y Aragón”, “El humor de Tolstoi” y “Desidero Erasmo”. Esto, en cuanto a referencias “cultas”; pero las hay propias como “Encuestas”, “El susto del otro
idioma”, “Influencias”, “El autor ante su obra” y “Vivir en México”. Interesante el encuentro en Managua con
Carlos Martínez Rivas y José María Valverde, a quienes había confesado de acusar la influencia sentimental de
Leopoldo Alas (Clarín), con su cuento “Adiós Cordera”; saca luego a relucir otras vacas como las de Maiakovski,
quien sitúa a una vaca suya dando cornadas contra una locomotora. En la crónica “Vivir en México” percibí en
Monterroso un tono melancólico no muy frecuente en él, un tono de confesión. La crónica está fechada en 1990,
cuando Monterroso contaba cerca de 70 años. No le he visto desde 1993 en Caracas, cuando me obsequió su libro
Los buscadores de oro; estuve cerca de verle en México en 1997, cuando fui invitado a Zacatecas, pero no fue
posible; él me ha seguido enviando gentilmente sus libros, cartas y postales ilustradas con dibujos suyos. Haberle
conocido y contado con su cordialidad ha sido una de mis suertes en este mundo. No cuento con los suficientes
años de trato personal para considerarme su amigo, pero he imaginado que lo soy cuando le leo y le admiro en la
distancia, en su letra profunda y desnuda, en su manera de ver y apreciar la vida. Y con ello me basta.
2001
Tuve la suerte de encontrarme a Rulfo, Monterroso y Bárbara Jácobs en Barcelona en 1982, de pasear y disfrutar con
ellos; encuentro que narré en mi artículo Encuentro cercano con Rulfo, hacia Monterroso, “El Universal”, Caracas, 31 de
julio de 1995.
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