Franz Kafka. El hombre petrificado, por Óscar Brox,Amelia Rosselli

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En mi pradera, de Frédéric Boyer (Sexto Piso) Traducción de Ernesto Kavi | por
Óscar Brox
Es tiempo de noche y silencio, llega la madurez con sus pensamientos teñidos de
melancolía. Atrás, muy atrás, quedan la juventud y la vitalidad, la exploración y
las nuevas sensaciones que trepan por los brazos con el mismo cosquilleo con el
que el frío eriza la piel. Sentado junto al fuego de su vejez, el poeta escribe
sobre esa infancia que cree descubrir en la pequeña hoguera a la que acude para
darse un poco de calor. Las llamas azuzan el recuerdo de sus primeras lecturas; el
goteo, palabra a palabra, que destila un verso, luego una poesía y finalmente un
libro. Un libro que es, ante todo, un amuleto, como si al recitarlo hechizase ese
paisaje infantil que uno irremediablemente olvida cuando llega a adulto; que se
extingue como se extinguen todas las primeras cosas una vez probadas. Una pradera
en la que el viento siempre agita las hierbas altas, arrastrando en su movimiento
el olor a lluvia que se mantiene en la tierra. Una pradera en la que cada juego
queda grabado; cada grito y cada minúsculo éxtasis que corona la aventura de la
infancia. Una pradera de dimensiones desproporcionadas, trazada con ojos de niño,
en la que todo es más grande o más pequeño, en la que nada es como debe ser sino
como quieres que sea. Una pradera.
Frédéric Boyer hace de la poesía un deseo: que esa escritura, a veces torrencial y
a veces precisa, en verso suelto o en estrofa compacta, le permitan regresar a su
pradera; remontar las edades que se han sucedido durante su vida hasta recuperar
una infancia perdida en el tiempo. Una infancia que se puede identificar en los
relatos de James Fenimore Cooper, en el morro húmedo de un bisonte o en el jardín
salvaje que crece sin orden ni concierto, en los codos rozados, en las manos
manchadas de tierra y el árbol lleno de muescas de tanto escalar por su tronco. La
vejez, nos dice Boyer, representa la soledad de quien ya nada tiene por explorar.
Alcanzado el límite del mundo, por muy reducido que este sea, taponamos cualquier
tentación fantasiosa. Qué diferencia con respecto a la infancia, tal vez la única
edad en la que la soledad no entraña amargura, sino aventura. En la que los ojos
parpadean, casi como si fotografiasen, para capturar cada retazo del nuevo mundo
que se construye con nuestras percepciones. En ese momento en el que desconocemos
el sentido de muchas palabras, en el que todavía no sabemos en qué consiste echar
de menos y aglutinamos, por no decir que devoramos, cada experiencia que queda al
alcance de la mano.
En mi pradera no es un poemario nostálgico ni tampoco la revisión madura de la
añorada juventud, sino algo más ambicioso. Boyer se propone reconquistar un léxico
olvidado, renegar de la inapelable lógica adulta, para regresar a la pradera que
en algún momento de su vida alimentó su espíritu infantil. Retomar esa primera
vez, congelarla como un hechizo e inyectarla en su poesía como si cada verso
estuviese escrito con el fulgor único que concede lo que nunca antes se ha leído
en esos términos. Sentir, como si nunca antes hubiese existido, el cálido sol del
mediodía o el aliento del bisonte, el tacto de la hierba o las estrellas que
revelan silenciosamente los ruidos de una fiesta olvidada. Aquel placer secreto,
aquella ingenuidad. La sustancia que animaba nuestros primeros relatos, la
efervescente inquietud por dotar de palabras al mundo. Todo eso que, a falta de un
lugar, recogíamos en un imaginario cofre del tesoro repleto de vivencias, deseos,
temores e inocencia. De esa clase de soledad que la infancia nos enseñó a
convertir en la aventura de la imaginación.
La escritura de Boyer crece con cada verso, como si no naciese de una idea
deliberada sino de un cúmulo de intuiciones que irrumpen de manera abrupta en el
texto; a veces con un rodeo repetitivo que parece perderse, a veces con ese rayo
de inocencia infantil que dibuja en el poema una imagen imborrable. En mi pradera
es un hilo del que debemos tironear insistentemente para deshacer la mentalidad
adulta que nos ha llevado hasta aquí. Abandonar la certeza para abrazar la
curiosidad. Dejar que las palabras vuelvan a temblar en el cielo de la boca, sin
la firmeza que les concede la madurez, presas del titubeo y la inseguridad.
Zambullirnos en ese escenario cambiante en el que, a lo lejos, se divisa la
pradera en la que forjamos nuestras primitivas emociones, en la que aprendimos a
quitarle la razón a la decepción, en la que nos sentimos a salvo.
Toda infancia crea su cosmogonía con los recortes de las experiencias que guarda
poco a poco, que le enseñan el valor de la memoria cuando descubre cómo mantener
fresca la huella del pasado. Con la madurez y sus excesos de conciencia, olvidamos
aquel sencillo aprendizaje para abandonarnos a la melancolía de todo lo que
echamos de menos. En mi pradera supone una intensa evocación de todo aquello que
se ha consumido para garantizar nuestra vejez: la inocencia, la ignorancia, la
esperanza o la falta de decepción. Un camino en el que Frédéric Boyer convoca
imágenes crepusculares y sentimientos pueriles, frágiles y fugaces; palabras que
prácticamente intenta agarrar con sus manos para así retenerlas entre sus
recuerdos. Con la misma actitud con la que un Picasso, ya adulto, advirtió el
tiempo que había invertido para aprender a pintar como un niño. Tal es el secreto
que late tras la poesía, la quimera que aviva los versos de Boyer, que nos invitan
a recuperar aquel amuleto al que en algún punto de nuestra infancia, como en el
hueco de un árbol, confiamos nuestros secretos. Nuestra inocencia, la vida que
arrancaba sin saber hasta dónde podría llegar.
La cancion de la bolsa para el mareo, de Nick Cave (Sexto piso) traducción de
Mariano Peyrou | por Óscar Brox
Las sucesivas encarnaciones musicales de Nick Cave, con The Bad Seeds, Grinderman
o junto a Warren Ellis, han contribuido a expandir el universo creativo de su
autor en numerosas direcciones. Pequeñas mitologías que gotean sobre cada letra,
cada tema y cada disco, como episodios que convierten a su autor en un Ulises cuya
anhelada Ítaca representa la plenitud artística. La canción de la bolsa para el
mareo es, en este sentido, una modesta odisea narrada durante la gira que Cave
emprendió por veintidós ciudades de Estados Unidos y Canadá; un peregrinaje,
escrito en las bolsas para vomitar de los aviones, que el músico australiano llenó
de ideas, temores, sueños, intuiciones y fragmentos de vida.
En una habitación de hotel de Nashville, un hombre adulto sueña con un niño que
apenas acaba de entrar en la adolescencia. Sueña con su soledad, con su
curiosidad, con su oído pegado sobre las vías en espera del traqueteo del tren que
sacudirá todo su cuerpo. Un cuerpo que se acerca al borde del puente y echa un
vistazo al río cenagoso al que, según le han dicho, puede tirarse desde esa
altura. Cave recuerda el lugar y el viento que correteaba hasta la base del
cuello, el pilote de hormigón que sostenía al puente y el salto mortal del niño.
En ese ímpetu final, se dice, la imagen de aquel adolescente es sustituida por la
del adulto que aguarda en su habitación el pinchazo de esteroides antes de salir a
tocar en Tennessee. Uno y otro, recuerdo y presente, están a punto de lanzarse al
vacío.
Concierto tras concierto, Cave rellena cada bolsa para el mareo con letras de
posibles canciones –la mujer del colmenero-, anécdotas recogidas de aquí y de allá
-el día en el que la voz nasal de Bob Dylan le dijo que le gustaba lo que hacía;
aquella vez que visitó con su mujer la casa de Bryan Ferry; el recuerdo de Johnny
Cash en la última etapa de su enfermedad-, cabezas cortadas, tintes de pelo y
llamadas telefónicas. Tachón y vuelta a empezar, viaje de Norte a Sur, cruzar la
frontera con Canadá y apearse en cada lago que bordean, quién sabe si en busca del
recuerdo de aquel crío que no se decidía a saltar. El autor de Where the Wild
Roses Grow describe cada lugar como una mitología compuesta por momentos elevados
e instantes grotescos, con humor y melancolía, con un rapto de efímera belleza y
de machacona impertinencia. Paraíso y purgatorio, según la fase creativa en la que
se halla; sueños y pesadillas que hablan de los miedos adultos, de la falta de
inspiración, de las musas que revolotean alrededor de su cabeza y del cansancio
que, lentamente, le lleva a desear el ansiado regreso a una Ítaca compuesta con
los versos de sus canciones.
La canción de la bolsa para el mareo es un poema lento, en el que la voz de Cave
ruge con el ímpetu de un tema como Red Right Hand y se apaga, poco a poco, como al
final de la bellísima Where Do We Go Now But Nowhere. En soledad, como si esa
efervescencia creativa que conquista sus breves capítulos fuese espuma de mar,
instante fugaz de lucidez, descanso en mitad de la persecución, que Cave repite
una y otra vez mientras continúa su ruta de conciertos. Soledad y, también,
desenfado, anarquía y libertad, composiciones que su autor construye con cualquier
cosa, ya sea elevada o pedestre, en la tranquilidad del lago Saskatchewa o junto
al resto del grupo mientras buscan un lugar en el que cenar tras uno de sus bolos.
Intimidad, la de esos relatos de amor violento y tierno, desesperado. De mujeres
frágiles, hombres duros, cabezas cortadas, violencia y sentimentalismo, que Cave
exalta en forma de poemas cotidianos y letras de canciones que preguntan si
todavía hay amor, si esa espera eterna se acabará en algún momento, si las cosas
buenas (y las malas) se olvidan porque tienen fecha de caducidad. Cartas de amor
que, en vez de meter en botellas vacías y lanzarlas al mar, su autor escribe en
bolsas para el mareo y lanza en este hermoso libro.
Ulises en ruta, Nick Cave se deja llevar por todo aquello que comprende la
creación artística: los miedos, los recuerdos y los anhelos. Bajo la evocación de
aquel niño que quería saltar al río cenagoso, el adulto abre las bolsas para el
mareo que ha recogido durante el viaje y permite que ese chorro de memoria, como
una catarsis, salga del interior de cada una de ellas. Cuando termina la gira con
The Bad Seeds, Ítaca queda cerca en el horizonte, apenas a una llamada telefónica
de distancia. Un puñado de números que, como en Palaces of Montezuma, se traducen
en un puñado de palabras mágicas:
Oh c’mon baby, let’s get out of the cold
And gimme your precious love to hold
Entonces, imaginamos la voz de Cave mientras se apaga lentamente, satisfecha tras
escuchar todo lo que su memoria tenía que decir. Ya no queda nada más en las
bolsas, puede regresar a casa.
El castillo, de Franz Kafka (Sexto Piso). Traducción de José Rafael Hernández
Arias | Ilustraciones de Luis Scafati por Óscar Brox
La república petrificada, así definió Karl Marx la burocracia en uno de sus
escritos. Preciso, sin dejar de lado su matiz emocional, el autor de El capital
apuntó en ella a las víctimas de su organización: los ciudadanos. Esos mismos a
los que la regulación, ordenación y racionalización de las normas inculcaba un
nuevo concepto: la obediencia. Cumplir y acatar una voluntad superior, frenar
cualquier insubordinación y aceptar, en definitiva, el trámite como el camino más
corto para hallar la paz. No en vano, la historia de la burocracia ha desplegado
todo un imaginario repleto de mecanismos de control y vigilancia mientras, en
paralelo, elaboraba estrategias para obtener el consentimiento de la ciudadanía
sin elevar demasiado la voz. Cooperación para anular cualquier intento de
resistencia. Lo que, entre otros aspectos, Michel Foucault caracterizó en su
biopolítica y, ya en plena sociedad digital, Byung-chul Han ha actualizado en la
psicopolítica.
«Es indudablemente culpable». Quizá la frase que mejor describe el sentido de la
obra de Franz Kafka, cada vez que uno de sus personajes debe defenderse frente a
una instancia superior, ciega y omnipotente, que cierra sus puertas ante cualquier
razonamiento. Aquella, que marcaba uno de los instantes más tenebrosos de su
novela corta En la colonia penitenciaria, podría pertenecer también a El castillo.
No en vano, todo el trayecto vital del agrimensor K aparece surcado por ese ataque
brutal al sentido común. Página tras página asistimos a la progresiva fatiga de su
protagonista, mientras la implacable lógica (o su ausencia) de los servidores del
castillo drena su energía. Da igual que reaccione con violencia o que trate de
persuadir al enemigo con sus mismas armas, pues K es, como la república de Marx,
el único que acaba petrificado en el relato. Indudablemente.
Kafka presenta el castillo como esa clase de espejismo que la vista nos acerca,
casi hasta rozarlo con la mano; un pequeño trámite, un mensaje, una carta o una
entrevista con un mando superior, y todo estará solucionado. Así lo cree K cuando
llega al pueblo en busca de cobijo y comida caliente. Sin embargo, allí solo
encuentra una fuerza, ciega e indiferente, contra la que no puede entablar pelea.
Como una cadena inmensa de eslabones en la que es imposible acertar cuál de ellos
es el primero, tan solo dejarse llevar por la inercia de una organización cuya
eficacia reside en la destrucción de aquello más preciado: nuestra identidad. De
hecho, nada más llegar a su nuevo destino, K descubre que el puesto de agrimensor
ya no es necesario, por tanto su presencia es prescindible. Cualquier intento por
resolver la situación, es decir, por recuperar esa humanidad que ha transformado a
K en una letra huérfana, está condenado al fracaso. A toparse con un lenguaje
impotente, práctico y neutro, que secuestra las emociones en un galimatías de
normas, comunicaciones y razonamientos entre los que, como una maraña de hilos,
caemos atrapados.
El tiempo de Kafka fue un presagio de la inhumanidad que invadiría Europa.
Presagio y pesadilla, la de hombres y mujeres torturados por un sistema
racionalmente disparatado, juez y verdugo, eficiente y petrificado, que callaría
cualquier insubordinación con todo el peso de su engranaje burocrático. Así, El
castillo, ese lugar inaccesible para K, convierte su peregrinar por el pueblo en
una alucinación colectiva de culpa y resignación en la que cada uno de los
individuos con los que se relaciona consume, un poco más, la energía que había
puesto en resolver sus problemas. Hablar con ese Klamm cuya figura solo ve a
través de un agujero de la pared, alcanzar esa fortaleza donde se centralizan
todos los procesos administrativos, desempeñar el puesto de agrimensor para el que
fue contratado o, simplemente, conseguir que nada aplaque su razón. Porque es ese,
dirá Kafka, el camino más rápido para dejar escapar la humanidad, para quedar
marcado y perseguido, acosado por lo que no se entiende y condenado, sin defensa
posible, por algo que ni siquiera se ha hecho. En un mecanismo perfecto que, como
la máquina de En la colonia penitenciaria, no admite dudas.
Para ilustrar el relato, las desventuras de un K abotargado por el sistema
totalizador de El castillo, Luis Scafati aplica a sus dibujos un tono
pesadillesco. En ellos convive el trazo irregular y el gusto por el collage, que
capturan el aire enrarecido y asfixiante de los interiores de la posada, espacios
yermos donde la vida no encuentra su lugar; la fría belleza exterior con la obtusa
moral interior, cuya mezcla describe las dobleces de unos personajes (Frieda y
Olga) que hacen del engaño una premisa necesaria para su impecable argumentación.
Todo ello en colores apagados, pesados como las huellas que deja K sobre la nieve
dura, que transmiten la fatiga que los inmensos párrafos de Kafka dejan tras leer,
casi hasta perder el aliento, la sinrazón de sus personajes.
En El castillo nunca pasa el tiempo ni el duro invierno; apenas un par de días en
los que, como dice uno de sus personajes, la nieve aparece todavía más bella. Nada
puede amenazar a ese gigantesco leviatán burocratizada del que K nunca conocerá la
cabeza. Y así es, pues desde Kafka nos hemos acostumbrado a tolerar, cuando no a
cooperar con, esas pequeñas vulneraciones que sacuden mínimamente nuestra
identidad personal. Lo que en la novela prácticamente erosiona la personalidad de
su protagonista, hasta convertirlo en un títere de los servidores del castillo.
Quizá por eso, la obra de Kafka, monumento a la impotencia de la razón humana y
del lenguaje, es, como la frase de Marx, un lugar petrificado en el que no pasa el
tiempo. Ciego e indestructible, pues cobra su fuerza con nuestras flaquezas y
alimenta su fuego con nuestras energías. No cabe duda.
La libélula, de Amelia Rosselli (Sexto Piso) Traducción de Esperanza Ortega | por
Óscar Brox
La primera imagen de Amelia Rosselli evoca a una mujer ya madura mientras recita
una de sus poesías. Con la mirada fija en el texto, la mano que tiene libre vuela
puntuando y contrapunteando cada sílaba. Una palabra, dice, es mitad sílaba y
sonido. Y sus dedos pellizcan el aire en busca de ese sonido; otra métrica y otro
ritmo, la musicalidad de un verbo que captura e interpreta las imágenes del mundo:
lo que nos lega el pasado, lo que nos niega el presente, la belleza débil de la
mejor juventud, el corto verano de los buenos deseos y la sensación de que,
atrofiados por instancias superiores, debemos poner en marcha la revuelta para
recuperar nuestra libertad.
Rosselli escribe en una lengua que le es extranjera, como Agota Kristof cuando
recaló en Suiza tras abandonar Hungría. La libélula es, ante todo, un poema de
juventud. O, más bien, del final de la juventud; una colección de instantes que
testimonian el nacimiento de una sensibilidad consciente del precario equilibrio
de su mundo. Delicado, condicionado a la trama de una realidad que no le
pertenece, que enturbia sus recuerdos -esa viva emoción que la poesía traduce en
la frescura que degenera en putridez, el verano en gélido invierno, la santidad en
corrupción y la inocencia en enfermedad. A una realidad en la que se vive
encadenada, con palabras prestadas y sensaciones que no consiguen horadar la dura
roca de un mundo que no es el suyo. Que le es extraño y ajeno, que entrechoca con
su lengua al pronunciar cada palabra.
Frente a esa agonía, cada vez más intensa, que se apodera de los sentimientos,
Rosselli describe un paisaje de batalla. Con esa alegría de los últimos días de la
juventud, con el temor y la tibieza de una vida que todavía no se conoce lo
suficiente, en busca de una armonía que solo puede proporcionar la libertad. La
libertad de no saber, de no haber vivido, sentido o expresado. El dulce temor que
nos recuerda en qué consiste esa etapa anterior a la madurez, cuál es la tarea del
poeta: dar nombre a las cosas. Y es con esa alegría con la que Rosselli se entrega
a su tarea, con la musicalidad de unas estrofas que chocan y se encabalgan, que
aletean livianas y caen a plomo para hurgar en lo más profundo de las impresiones
de su autora. En lo que desconoce y en lo que conoce demasiado bien, en ese
fantástico temor a la vida que es la vida misma. Ese no saber y no haber vivido lo
suficiente que son como una mano que palpa un territorio ignoto o una boca que
pronuncia, casi balbucea, una palabra extranjera. Descubrimientos.
La libélula canta una búsqueda que recoge las imágenes del mundo, desde la espiga
seca de la que luego se molerá el grano hasta el mar nocturno bombardeado por el
ruido de insectos. Rosselli apela a lo alto y a lo bajo, a lo culto y a lo propio,
como parcelas de una vida que su palabra busca armonizar. Lugares cuyas huellas
han perdido su dirección, emociones sin tono ni acento moral, secuestrados ambos
por una realidad que ha transformado la inocencia en infierno, como si el tránsito
a la madurez supusiese un salto traumático en el que se sacrifica la libertad; en
el que ese mundo pueril, surcado de minúsculas emociones, se marchita ante una
herencia que no sabemos cómo vivir, para las que no nos han enseñado a respirar.
De ahí el cuidado de Rosselli en su poema, esa mano que enseña una nueva
puntuación, otro ritmo y musicalidad secretos. Como si sus versos bebiesen de un
léxico familiar, intuitivo y balbuceante, que solo puede traducirse con el
recuerdo de aquellas tardes del pasado en el que lucía el color del amor y del
sentido.
Ante las certezas que nos han sido prestadas, vindiquemos lo desconocido; ese
momento de la vida tan precioso en el que se nombra una cosa: un sentido, una
experiencia, un amor. Ese instante de libertad que, al fin, describe nuestra
identidad. No hay nada más político, no existe mejor juventud. No saber qué se
busca, pero sí que se encontrará. Frente a la rabia de un tiempo de violencia, de
cambios salvajes y edades efímeras, Rosselli escribe un mundo en el que la poesía
alcanza esa certeza a través del temor; un mundo cuyo peso en imágenes coloca en
la balanza; un mundo en el que la rítmica alegría del recitado combate la negrura
de una vida vivida con bridas en la boca. Atada y coartada, con un léxico
extranjero que no nos deja alcanzar eso que somos. Eso que nos devuelve la imagen
de una belleza débil y una juventud cansada, precaria, a cuyo recuerdo apela
Rosselli para recuperar nuestra libertad. La libertad de quien ignora toda regla
que no sea la suya propia, con la que crea y da sentido al mundo.
Los reconocimientos, de William Gaddis (Sexto Piso). Traducción de Juan Antonio
Santos | por Juan Jiménez García
Hay que echarle mucho valor para intentar escribir algo después de leer un libro
como Los reconocimientos. Después de haber compartido un montón de horas, casi mil
cuatrocientas páginas más tarde, ¿qué podemos añadir? Podemos darle vueltas y
vueltas e intentar meter en un par de páginas algo revelador, algo que jamás habrá
sido dicho, la clave de ese misterio-libro que nos legó William Gaddis y que tenía
fama de incomprensible. Como Zazie, no habremos visto el metro pero diremos que
hemos envejecido. Los reconocimientos, sí, es eso. Unas vidas que pasan junto a
otra vida que pasa: la nuestra. Simplemente… como si todo esto fuera simple.
En su estupendo prólogo William H. Gass nos invita a leer la obra de Gaddis, pero
a leerla libre de cualquier prejuicio. De cualquier idea preconcebida, de su
tiempo y también del nuestro. Libre de su peso. Literalmente. Seguir sus páginas
sin pretender entenderlo todo, como tampoco entendemos todo lo que nos pasa, lo
que nos rodea. Sin duda la propuesta de Gass es conmovedora e incluso, me
atrevería a decir, todo un plan como lector, más allá de este libro. Leer como
vivir. El reto es enfrentarse a todo ese aparato de ideas, de referencias, que
utiliza Gaddis sin intentar resolverlo.
Recapitulemos. Los reconocimientos es un libro sobre aquello que creemos
reconocer. Por lo tanto, es un libro sobre las apariencias. Por lo tanto, es un
libro sobre la impostura. Sobre la imposibilidad de crear. De crear algo nuevo. La
originalidad, esa enfermedad romántica, dice. Ya no se trata de que ninguna obra
nace de la nada, que toda obra es la prolongación de otra, de otras, de muchas
otras, de una genealogía imposible de trazar, tan solo de intuir. Se trata de que
las propias personas somos unos impostores y que nuestra vida ni tan siquiera es
original, como nos gustaría creer (o como necesitamos creer). No, tampoco somos
únicos. Y desde ese momento, no somos más que farsantes, más o menos
inconscientes. Y todo ello a través de una mirada que ha perdido su inocencia
porque no puede ser inocente. La pregunta también está ahí. Cuando vemos La
Gioconda en el Louvre, ¿qué estamos viendo? Qué vemos tras haber visto infinidad
de reproducciones.
Organizada como un tríptico, como una falsa obra pictórica en sí misma, Los
reconocimientos, se construye, después de todo, en un movimiento circular, que
podría entenderse a través de la figura del pintor Wyatt Gwyon (primero
restaurador, luego falsificador), enfrentado a todos los misterios de la creación,
en un viaje autodestructivo (creación como autodestrucción). Cuando pensamos en
los misterios de la creación pensamos en ese accidente que convertirá el vacío en
algo. Pero precisamente este libro es su inverso, la imagen retornada, el otro
lado del espejo. El misterio de la creación es la imposibilidad de crear (Producir
algo de la nada).
Ni tan siquiera este protagonismo es cierto: Wyatt dejará lugar a Otto, ese
aprendiz de escritor, de dramaturgo, que conoce a este, lo convierte en
protagonista de su obra, marcha a Sudamérica para falsificarse él mismo y vuelve
para integrar ese baile de máscaras que es el ambiente cultural de Nueva York,
donde su obra se enfrentará a una curiosa sensación común: a todos los suena de
algo. Y eso no debería ser un problema (el plagio como base de toda obra), si no
fuera, tal vez, porque este no es reconocible, sino tan solo intuido, como un
molesto picor. Otto se convertirá pues en ese personaje desgraciado, impotente
pero insistente, mezquino pero humano de tanta mezquindad, gris y por tanto no
vacío del todo, que dará voz a otros tantos seres inanes, cada uno con sus propios
sueños de destrucción, como si solo esperaran el momento exacto para suicidarse.
Gaddis, que había dedicado la parte izquierda de su tríptico al reverendo Gwyon,
padre de Wyatt, ser atrapado en la confusión de todas las religiones, mitos y
creencias que no logran devolverle más que una imagen febril del mundo, se
concentra en su parte central en crear directamente el mundo. No ese mundo
entendido como una totalidad, sino como un simple fragmento, ese que nos toca a
cada uno habitar, con nuestro límites y limitaciones. Así, entregará sus voz a los
hombres, y estos, a través de sus conversaciones, de sus propias palabras, crearán
una ilusión de vida, mientras en paralelo el pintor desciende a los infiernos o,
mejor, los atraviesa, firmemente vacilante.
La parte derecha se le entregará al único personaje que parece convencido de algo
en su más absoluto inmovilismo: Stanley. Stanley, católico apostólico romano que
llevará la novela de vuelta a España, lugar en el que todo comenzó. La fiebre, la
enfermedad, dejarán lugar a la muerte. Y también a la resurrección. La parte
derecha será el momento de volver hacia algún punto inexistente del pasado, como
un espejismo más. El momento en el que nuestra mirada ya no será la misma y, por
lo tanto, no sabremos qué vemos cuando vemos algo. Dulcemente, el tiempo de las
certezas habrá desaparecido. Y esto es mucho decir, porque nunca existió tal
tiempo.
No, no se puede escribir sobre Los reconocimientos. Se pueden decir cosas, un poco
así, al azar, intentando atrapar un motivo, una frase. Como se dice en algún
momento, hay algo terriblemente desproporcionado entre lo que sentimos y lo que
hacemos, y también ahora, cuando intentamos escribir sobre un libro tan inmenso
que no puede ser reducido, que no debe ser reducido. Porque la obra de Gaddis solo
parece hecha para ser leída y porque no, Los reconocimientos no es Ulises de James
Joyce, libro para escritores en el que toda la escritura está contenida. En
William Gaddis lo que encontramos es la vida. O una imitación de ella. Una vida
creada con una energía sobrenatural, divertido, amargo, pensativo, lleno de
resonancias, de cosas que creemos reconocer, de cosas que no conoceremos jamás, de
secretos, de música, de palabras, de personas, de personas que parecen personas.
Libro sobre la creación: de la palabra, de la imagen, del mundo. Sí, el mundo.
Peter Handke se preguntaba en uno de sus libros de aforismos sobre el peso del
mundo. Ahora lo sabemos: el mundo pesa exactamente mil seiscientos noventa y dos
gramos.
El paraíso perdido, de Pablo Auladell (Sexto Piso) | por Óscar Brox
Cada vez con más frecuencia encontramos que el universo de la ilustración se
acerca al de la literatura en busca de una expresión propia. En lugar de acompañar
y acomodar las palabras a una serie de dibujos, lo que el libro ilustrado anhela
es conquistar esas palabras a través de trazos, líneas y colores que las
sustituyan con la misma rotundidad expresiva. Tanto da si se trata de una novela
proletaria o de un clásico literario, si el dibujo asume las coordenadas del manga
o bebe del expresionismo gráfico; lo importante es observar ese ejercicio de
mímesis, la transformación en imágenes. En su prólogo a El paraíso perdido, Pablo
Auladell explica su ardua labor de traducción en dibujos de la obra colosal de
John Milton. Cada etapa alcanzada, cada duda y deseo de abandonar la aventura.
Detalles, todos ellos, que hacen del libro un extraordinario diario de trabajo del
dibujante en su pelea cuerpo a cuerpo con los versos y las palabras de Milton. Por
tanto, una adaptación y, al mismo tiempo, un ensayo sobre la dificultad de
trasladar el espíritu de la obra a un libro ilustrado.
En un excelente ensayo sobre el estilo de Milton, T. S. Eliot evocaba al autor de
El paraíso perdido a través de esa lengua poética tan personal, tan áspera y
genial, que se desvinculaba de cualquier estilo común a partir de originales actos
de anarquía. Algo, por cierto, que el propio Eliot contrastaba con la, a su
juicio, limitada imaginería visual de Milton; poderosa para describir los espacios
abismales, la oscuridad y la luz, pero menos hábil en la caracterización de
algunos de sus personajes. Quién sabe si contagiado por esa visión, el trabajo de
Auladell se antoja apasionado nada más tener la primera toma de contacto con el
capítulo inicial del libro. Es en él donde encontramos el que será el elemento que
conectará cada uno de los cuatro episodios: la luz. Para entendernos, El paraíso
perdido narra el nacimiento de las emociones morales y el descubrimiento de
aquello que encarna la condición humana: la virtud y el vicio. A través de una
guerra eterna entre Dios y su corte de ángeles renegados, Milton despierta ese
sentimiento de angustiosa humanidad que, finalmente, se palpa en los devastadores
efectos del pecado original sobre Adán y Eva.
Auladell dibuja ese primer contacto con la obra de Milton como si su propio trazo
apareciese engullido en la mismísima oscuridad, en esa viñeta borrosa que apenas
cede espacio a un conjunto de líneas que representan la caída en desgracia de
Satán. Ese mundo, negro y opaco, en el que los ángeles rebeldes se consumen como
pequeños trozos de una tierra infértil. Algo que Auladell contrasta con su
representación del reino de Dios, casi la ensoñación de un palacio toscano
cubierto por las nubes; pura luz que se opone pacíficamente a esa oscuridad que
encontramos en el inframundo. A partir de esa dualidad, ángeles y demonios se
convierten en portadores de un trazo expresivo, tan borroso como violento, que
repite viñeta a viñeta el motivo que presenta el libro: esa lucha entre la luz y
la oscuridad que alumbra en su seno a la condición humana. Auladell distribuye las
páginas según el peso de la narración; a veces es un gran cuadro el que devora
todo el espacio disponible, como una impresión demoledora que nos sumerge en las
entrañas del dibujo; y, en otros casos, el relato busca una narración más fluida a
través de un conjunto de viñetas y diálogos que conceden un poco de profundidad al
trazo.
Sin duda, uno de los momentos más hermosos de El paraíso perdido tiene lugar
durante el episodio que involucra a Adán y a Eva. De un lado queda la precisión de
Milton para evocar a los prototipos del futuro de la mujer y el hombre; del otro,
el esfuerzo de Auladell por corresponder a la conquista miltoniana y acercar su
dibujo a esas figuras originales que hacen su vida bajo la atenta mirada de Dios y
sus ángeles. El contraste, pues, entre esa imagen etérea y volátil de los cielos y
la negrura terrestre de los infiernos tiene su correspondencia en el Edén, en el
que su autor infiltra un color, una temperatura, para advertir esa cercana
humanidad que se precipitará con la caída de sus protagonistas. Un color que
invade la naturaleza, la hierba y las copas de los árboles, entre esa paleta
monocromática que viste en su falta de humanidad a Adán y Eva. Un color que invade
cada viñeta, con la luz de un atardecer otoñal, a medida que intuye el nacimiento
de las emociones morales: la vergüenza, el dolor y el destierro de las criaturas
de Dios. Un color que contrasta con la pureza que, con un violento corte de
escena, manifiesta el reino de los cielos, incluso en la amarga derrota que el
pecado original le ha obligado a aceptar.
Más que una adaptación fiel del original de Milton, El paraíso perdido es una
tentativa por capturar esa lengua poética a la que aludía Eliot, que de tan
esencial resulta casi intraducible. La lucha entre la luz y la oscuridad para dar
cuerpo al sentimiento de vida, para encarnar a la condición humana. Pablo
Auladell, más de tres años después, ha hecho de este libro ilustrado una auténtica
quimera que, apasionada y entregada, adapta y encuentra la voz de Milton en esa
gama de negros y en los trazos expresivos que viñeta a viñeta animan el cielo y el
infierno. Eso tan difícil que su autor persigue incansablemente en sus dibujos: la
viveza, la emoción, el ardor de unos sentimientos convocados por primera vez. El
nacimiento del hombre. El paraíso encontrado.
Moby Dick, de Herman Melville (Sexto Piso) Ilustraciones de Gabriel Pacheco |
Traducción de Andrés Barba | por Almudena Muñoz
Hasta en una reciente entrevista lo decía Bruce Springsteen: la complejidad de
Moby Dick es muy inferior a su negra leyenda. Es dudoso que, por edad y recorrido,
el rockero pretendiera adjudicarse un papel intelectual superior a la media; en
esa declaración se emitía la voz de un lector corriente, hecho poco a poco,
anonadado ante una obra rebajada a los fondos de lo ininteligible, lo barroco, lo
exhaustivo, lo pseudocientífico, lo pausado, lo pasado de moda; lo pedante, en
definitiva. Pero, ¿cuántos escolares y aficionados a la literatura y los altos
retos se han enfrentado, realmente, a la ballena? Y de ellos, ¿cuál sería la cifra
de quienes llegaron ya aquejados por la úlcera de una lectura irritada,
predispuesta a detestar al monstruo? Ante Moby Dick, deben existir más lectores
Ahab que Ismael.
No procede ninguna valoración de los entramados y los simbolismos de una obra
diseccionada y expuesta de vientre hasta la saciedad, menos aún cuando el mismo
Mellville se burla entre sus prietas líneas de quien pretenda trazar ninguna
metáfora en la silueta de la ballena. Y, sin embargo, la gran ironía es que el
animal ha subsistido como alegoría y como nada más de lo que también o únicamente
es, de modo que sus enamorados sencillos, a la manera del Boss, empequeñecen
frente a los apasionados que han hecho del leviatán un insondable seminario
universitario. Se aguarda, en cambio, que la ballena sea algo reconocible y
cotidiano. ¿Y no lo es, acaso, cuando su nombre es por todos conocido, aunque
nunca se haya leído una página ni se haya avistado ningún espécimen salvaje? Del
mismo modo que no es necesario haberse embarcado nunca para sentir que uno conoce
los mecanismos del Pequod como si hubiese sido ingeniero, carpintero y fregasuelos
del barco, quizá tampoco sea ya imprescindible leer a Melville para conocerlo.
Ante esa tesitura, resulta predecible que la pereza imponga una superioridad sobre
la superioridad: quien lee ahora Moby Dick sólo puede obedecer al martirio o al
postureo.
No es pertinente analizar a la ballena porque hacerlo significaría husmear también
y falsamente en el interior de los lectores que ha ido tragándose con el tiempo.
Desde dentro llegan ecos de una caverna que los supervivientes y los ancestros
pintan más oscura de lo que fue (como las fantasmagóricas ilustraciones de Gabriel
Pacheco para esta edición), pues las palabras de Eco siempre van a transmitirse de
forma incompleta, y su significado distorsionado es el de la época de Melville,
que rechaza esta obra extensa, y la de tiempos posteriores, que le han perdido el
temor y fingen acariciar a las belugas con sus morros chatos contra las paredes de
los acuarios. Eso no implica, por supuesto, que Moby Dick esté hecho para todos,
como tampoco lo es el océano, y el esfuerzo del náufrago puede poseer tanto valor
como el del explorador que alcanza tierras vírgenes. Pero, por lo menos, que los
pies afianzados en la playa no se deban al prejuicio de los cazadores de brujas, a
la superstición de haber oído que al otro lado del horizonte viven monstruos
terribles.
Resumamos que la ballena no es un símbolo de comunicación, sencillo e infantil. Ni
siquiera cuando por un mínimo de atención biológica se le adjudica la proporción
real del cachalote, que es el animal al que se refiere Melville. Tampoco el
grabado de líneas laberínticas, durante cuya elaboración alguien perdió la vista y
la cordura, y que habita un mapamundi hoy risible. La ballena no es una, sino sus
partes: es un cráneo, la cola, un par de aletas, unos huesos finos, concavidades,
marfil, materia gris y bulbosa, toneladas de grasa, un ojo pequeño que rueda por
las aguas. No hay otra alternativa al abordar al ser inmenso que una obra inmensa,
que ante la bestia adopta la estructura de la enciclopedia y ante el hombre la de
una tragedia isabelina, con sus grandilocuentes acotaciones escénicas. ¿Sabía el
no-lector de Moby Dick que entre sus páginas hay un ídolo de madera llamado Joyo,
un tal Picatoste, un navío bautizado Golosina y un cocinero Algodoncito?
Cualquiera diría que Ismael dejó el Benbow para lanzarse a una segunda aventura y
que sigue flotando después de esta, a la espera de un nombre nuevo, convertirse en
otro protagonista que lo sabe todo, porque es como un dios o un lector.
La batalla de Moby Dick, tras su contenido y sus formas, no debiera ser demasiado
encarnizada entre su formato y el lector. La verdadera oposición se libra entre el
sentido práctico y el romanticismo presentes en todos los sucesos que pretenden
ser plasmados en algún tipo de obra, el riesgo de lo que es corriente y al mismo
tiempo puede representar lo abstracto. La crueldad de la caza de la ballena y el
enorme respeto que se destila asimismo de esas descripciones, en una coherencia de
opuestos que alcanza reflexiones tan modernas como el vegetarianismo y el
canibalismo, la extinción de animales de uso diario apenas vistos por unos pocos
afortunados, las inagotables reservas de la imaginación frente a escenas
submarinas de las que no hay registros, salvo cuando el cine y las ilustraciones
pretenden rellenar el vacío. Melville entrevió el hambre del ser humano por lo
extraordinario, su cacería incesante, y la ballena blanca, a día de hoy, ha dejado
de serlo. Así que, varada o libre, inmortal y con esa mandíbula desencajada que
congela un gesto de indiferencia, la ballena empequeñece y el marinero que flota a
la deriva es el huérfano que espera a ser rescatado por otra historia igual de
grande que esta.
Alfabeto, de Inger Christensen (Sexto Piso) Traducción de Francisco J. Uriz | por
Óscar Brox
Pese a su relieve dentro de la poesía escandinava, la obra de Inger Christensen
continúa siendo una relativa desconocida para el lector español. Alfabeto, el
libro que publica Sexto Piso en su línea de poesía, puede ser una buena manera de
romper ese silencio y acercarse hacia una escritura que hace de la percepción su
punto de encuentro con el mundo. Con ese universo de pequeñas cosas que funciona
como revestimiento de nuestra realidad, que esconde una imparable cadena de
transformaciones y un río de emociones morales que describen la fuerza de esa
naturaleza en la que nos cobijamos. Un combate eterno entre lo que amamos y lo que
tememos, entre la celebración entusiasta de una vida que crece por doquier y el
temblor de una muerte que pone todo su empeño en afirmar su presencia.
Alfabeto es un poema construido según la secuencia de números de Fibonacci -cada
verso es la suma de los dos precedentes- y según el orden de las propias letras
del abecedario -que nombran las palabras, de la a a la n, con las que Christensen
desarrolla su personal visión del mundo. La presencia de la regla, sin embargo, no
altera la vivacidad de su narración; cada verso cae como el fruto de una pura
energía primigenia que, palmo a palmo, concede sentido a las palabras que definen
nuestra realidad. Como un balbuceo o un primer sonido inarticulado, como un
silabeo infantil que a base de repetir las palabras accede a esa realidad que
construyen. Christensen recorre todo aquello que abarca su mirada con una ternura
desbordante, con la confianza de que los elementos de la poesía nos permiten
abrigarnos con el manto de la noche, palpar los nervios de un árbol milenario o
componer música con el viento que mece las hierbas altas del jardín.
Las palabras facilitan un camino, conceden un sentido a aquello que nos rodea.
Acortan la distancia entre la mesa de trabajo que es testigo de la creación de un
poema y el albaricoquero en flor que cuela su fragancia a través de la ventana de
la habitación. Las palabras facilitan un uso del mundo, nos enseñan a
entremezclarnos con él, a crear esa comunicación primitiva en la que los ritmos
naturales describen las emociones de los hombres. De ahí el esfuerzo de
Christensen por dedicar cada verso a un átomo del mundo, a un pajarillo o a un
delta, al rincón de una cafetería o a un paisaje apartado de los sonidos de la
ciudad. En su Alfabeto late la necesidad de percibir, de alargar la mano, y con
ella nuestros sentidos, hasta palpar y hundir nuestros dedos en esa naturaleza
desconocida que acompaña cada pasos.
Frente a esa visión dichosa, casi inmortal, Christensen evoca la finitud que
despliega la bomba atómica. La tarde soleada que precedió a la catástrofe de
Hiroshima, apenas unos segundos que liquidaron todo horizonte moral, que frenaron
cualquier palabra, cualquier voz, para transformarla en un grito. Precisamente, lo
que engrandece a esa visión de la vida es el sentimiento de su finitud; la
sensación de que la noche en la que encontramos el camino de la ternura es un
milagro que nos recuerda esa fragilidad tan propia de la condición humana. Ese
sentimiento de vulnerabilidad que nos aleja, interponiendo una barrera, de las
cosas sensibles. Como una bomba de detonación silenciosa cuyos efectos percibimos
en nuestra incapacidad para evocar aquellos lugares en los que la vida se abría
camino.
Inger Christensen apela a una naturaleza que no solo se plasma en esa realidad
cotidiana que nos envuelve, también a la de esa sensibilidad que, oculta en
nuestras entrañas, nos enseña a mirar. A percibir, como si se tratase de la
primera vez, con esa mezcla de inocencia y terror infantil ante un mundo que se
despliega, con el que establecemos nuestros primeros vínculos. Apreciar las
pequeñas cosas, la belleza discreta de nuestro paisaje, la secreta emoción que nos
provoca entrar en contacto con esas partes menos desarrolladas de nuestra
intimidad. Acercar la mano al tronco de un albaricoquero, vigilar el vuelo tardío
de una bandada de estorninos, contar las olas que rompen antes de llegar a la
orilla. Alfabeto es un largo poema cuyo propósito es fundar un sentido, como si se
iniciase con un balbuceo y concluyese con esa primera palabra que identificará
nuestro mundo, desde el origen -la semilla de un árbol- hasta la noche. En un
bellísimo plano secuencia con el que Christensen nos invita a compartir la visión
privilegiada de nuestra vida. Como si la realidad encontrase su respiración en
cada verso.
Extraños , de Javier Sáez Castán (Sexto Piso) | por Óscar Brox
Ya desde su portada, un gran ojo nos observa. Acechados, sin saber muy bien si
esos Extraños de Javier Sáez Castán somos nosotros o las criaturas monstruosas que
pueblan sus páginas. No en vano, desde Lovecraft hasta Richard Matheson, esa
confusión entre el horror exterior e interior ha animado uno de los sentimientos
más arraigados en la literatura fantástico: el extrañamiento. La falta de
pertenencia que funciona como palanca de acción para conectar al género con su
entorno, a los síntomas con su contexto. Esa sensación de no saber si somos
nosotros los que nos despegamos de la realidad o es esta, excesiva y
desequilibrada, la que se despega de nosotros.
Extraños, pese a todo, nunca abandona un tono ligeramente burlón, de tren de la
bruja o gabinete de doctor chiflado que apela al buen criterio del lector para
dejarse llevar por sus hojas. Sáez Castán organiza el viaje con un maestro de
ceremonias propio del acervo cultural del cine de terror: Vincent Price. El que
fuera Dr. Phibes o Roderick Usher se convierte en guía de lectura de los tres
relatos que componen el libro, en esa estructura episódica tan afín a aquellas
películas producidas durante el apogeo del género. De hecho, su autor no duda en
esparcir pequeños guiños en forma de situaciones -esos domingueros que, capítulo
tras capítulo, se topan de bruces con el monstruo-, personajes -un Peter Lorre,
época vampiro de Dusseldorf, reflejado en el cristal de una tienda- o espíritu
literario. Ante todo, Extraños tiene también algo de celebración de unos viejos
tiempos diluidos, casi desvanecidos, en nuestra época contemporánea. Así lo
describe el dibujo y, sobre todo, el astuto uso del color. Mientras el primero
aporta un tono nostálgico y pop, que hace patente el aire del tiempo, el encanto
de los páramos o de las metrópolis que protagonizaban aquellas películas; el
segundo se utiliza para destacar el elemento ajeno, eso extraño que penetra en una
realidad monocromática, cortada por la misma pauta estética, que reacciona con
estupor frente a la rareza que arrastra consigo una estela de color.
Una babosa, un gusano y una criatura anfibia. Cada uno, a su manera, fue un activo
valioso en la cartera de las producciones clásicas del terror; un pequeño mito que
desataba la imaginación febril de un adolescente y la crítica velada sobre un
determinado ordenamiento social. Extraños nos recuerda el potencial subversivo del
género al descubrir tras cada uno de sus tres relatos ese horizonte de imposturas
y falsas apariencias que emerge en nuestro presente. En el primer episodio un
monstruo rosa ataca una ciudad como Nueva York, extiende el caos entre sus zonas
nobles, hasta que una niña desarma su amenaza al conceder a su color esa
ingenuidad infantil con la que mira al mundo. Como una oda sobre la exclusión
social, Sáez Castán dibuja con ironía esa fina barrera, pueril de tan prejuiciosa,
que determina el límite entre la marginación y la integración. O cómo nuestro
temperamento, tan poco permeable al cambio, nos hace renuentes a aceptar la
diferencia, entregándonos con saña a su destrucción o, para el caso, a su
transformación en algo tan monstruoso como, en definitiva, inofensivo y digno.
Como si se tratase de un catálogo de enfermedades sociales, Sáez Castán pervierte
el relato del monstruo del Lago Ness para entregarnos una historia sobre la
marginación y, en especial, esa obcecación por retratar unidimensionalmente a las
personas. Sin relieve, sin margen de mejora, como compartimentos estancos dentro
de una multitud. Aquí es un gusano que, afectado por la irrelevancia social de su
identidad, se somete a una pequeña intervención de maquillaje y peluquería fruto
de la cual deviene un monstruo. Un extraño, pese a ser el mismo, para los demás.
La piel fina de nuestro alrededor, nos dice su autor, supone la mayor fábrica para
construir criaturas espantosas. Basta con salirnos un poco por la tangente para
desfigurar el insufrible costumbrismo y la rutina mortal que nos embalsama, de una
vez y para siempre, en el mismo rol.
En Hollywood, la fantasía era el elemento preferido para generar producciones
serializadas, repeticiones de una misma fórmula que estiraban como un chicle las
posibilidades comerciales de un personaje. Una criatura marina, como la de la
laguna negra, es el tercer protagonista que convoca Price/Sáez Castán en su
peculiar museo de los extraños. Un falso héroe en la ficción que, sin embargo, lo
es en la realidad. Una trama en la que el mundo está a punto de sucumbir ante el
peligro intergaláctico, pero en la que su autor pone el acento en la mirada
pasiva, prácticamente bobalicona, de una humanidad ajena a lo que ha sucedido.
Como si nada fuera con ellos, blindados tras una campana de cristal impermeable a
cualquier clase de ficción, a cualquier tipo de elemento extraño. Aburrida y
aborrecible, como un mes en el que todos los días son domingo. Como si, en fin, el
único personaje cuerdo fuese esa criatura marina que salva a la tierra de su
extinción.
Frente a su nostalgia, que tan pronto picotea del imaginario de la Hammer como del
arte pop, Extraños erige un apasionante discurso sobre la diferencia y la
identidad. Casi todos los monstruos, los reales y los imaginarios, poseen una raíz
que los pone en contacto con alguno de los problemas que azotan nuestro presente.
Quién sabe, en algún momento también nosotros podemos serlo ante la mirada del
otro, del colectivo o de la sociedad. Sáez Castán, entre la distancia irónica y la
reflexión sentida, ha sabido extraer del acervo cultural que sirvió como educación
en nuestra infancia el potencial subversivo de todo relato sobre la diferencia:
ese que, cada vez que surge el temor, nos invita primero a echar un buen vistazo
al espejo. Ese ojo que nos observa y nos incomoda, que nos pone en la duda de
saber si en verdad no somos nosotros los extraños.
Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift (Sexto Piso) Traducción de Antonio
Rivero Taravillo | por Almudena Muñoz
Nota del editor al lector sobre la reseña de un viaje:
A pesar de la enconada defensa que el autor hace de su escrito al comienzo de
éste, aseguro que la reproducción de sus palabras se ha llevado a cabo con la
mayor exactitud posible, y que toda omisión ha resultado pertinente tras la
evaluación de referencias que podían ofuscar al lector, o poner demasiado a prueba
su tolerancia hacia la fantasía.
Nota del autor al lector sobre las palabras del editor y la reseña de un viaje:
En primer lugar, y antes de cualquier relación de interés sobre los hechos, es
necesario que invoque mi malestar por las maneras con que mi editor ha tratado el
siguiente texto: anodinos y faltos de documentación, así describe los episodios
modificados o directamente censurados por su pluma. Y bien, replico ante la
amabilidad lectora, ¿no es acaso lícito que la obra reverenciada durante siglos
sin una sola prueba de su veracidad se acompañe de revisiones también originales y
fértiles? Parece ser que no interesa la sola vivencia del despertar a la realidad
desde el libro, si esta experiencia no viene ilustrada por un poco de acción, o de
fotografías indecorosas, o de alguna conversación ilícita que habría que
subtitular. Mi diálogo con Lemuel Gulliver se produjo en aquel páramo donde no se
admiten registros mecánicos, así que de esos momentos no tengo más trofeo que las
partículas silenciosas que ahora intento ordenar aquí. Pero, si no existe una
cartografía de los viajes de aquel buen amigo (y ni siquiera siguiendo sus
precisas coordenadas nadie sería capaz de dibujar el mapa), tampoco podrá haber
orden en mis palabras, como si todas las bonitas diapositivas de unas vacaciones
en Honolulu se hubiesen desperdigado sobre la alfombra.
Apelo al cuidado con que la abuela recoge esas polaroids y les intenta aportar una
historia nueva y desordenada, que inmediatamente cobra sentido. La realidad se
aleja en cuanto el relato se hace oír con voz poderosa, de modo que si los viajes
de Gulliver en naciones nunca más holladas son ciertos, ¿por qué no habría de
serlo el mío? Mis vivencias en Liliput, Brobdingnag o Laputa no han sido las
mismas que las del doctor Gulliver, ni mucho menos: él dispuso de un mundo
palpable y yo de unas ilustraciones rayadas, en las que se interponen lecturas
novedosas, chistes a costa de lo que pretendía ser serio y un dramatismo ridículo
en las escenas más inocentes. Convive la precisión histórica, los sombreros de
tres picos y los zapatos con medias, con el asomo de una época que me es más
cercana: ¿es ese genio, esquinado en uno de los dibujos, una especie de homenaje
al famoso Mr. Proper? Tengo que sacudirme las asociaciones descabelladas para
mantener la lógica, y el relato es lo que califico de tonto y exagerado, hasta que
cierro los lomos y levanto la vista.
Entonces veo, como verás tú, lector, que no es posible que Alicia se marchase a
merendar pan con chocolate después de soñar semejantes barrabasadas, dando
saltitos con sus chinelas acharoladas. Gulliver tenía razón al volcar sus últimos
esfuerzos de explorador en una confesión sincera y dolorosa: el mundo del orden y
la lógica mantenían dichas virtudes a su regreso, pero ya solamente como andamios
que confiscan la verdad sobre nuestro valor moral. Los Houyhnhnm eran aquí, de
nuevo, simples caballos, criaturas que relinchan y pacen pero que al menos no
provocan ningún mal planeado y consciente. Mi buen Lemuel había convivido con el
reflejo perfecto de su mundo, de forma que al regresar al otro lado del espejo, al
suyo, al tuyo, al mío, no le queda otro remedio que aferrarse al rechazo y al
ostracismo. Y a mí, por supuesto, tampoco se me presentó diferente opción a esa.
Este mundo ya no es la Inglaterra de Swift, no hay astrolabios ni levitas, pero
digamos que por suerte Balnibarbi y Luggnagg carecen de localización exacta a fin
de poder encontrarlas en cualquier parte. Y a tu regreso, tal vez, como yo,
descubras que el hogar era menos acogedor y honesto de lo que le susurraba la
hermana mayor a Alicia, y para eso está la viejísima metáfora de que los libros
son como barcos prestos a llevarnos lejos, siempre que sigamos llorando y
proporcionándoles agua por la que naveguen. Mi queja hacia los recortes del
editor, que no ha querido reproducir aquí las maravillas que he encontrado y los
horrores que se me han desvelado, la elevo asimismo hacia todo ese mundo de yahoos
u hombres digitales que descuida a los caballos, que daña las cubiertas de los
libros y prohíbe las fantasías clásicas de los programas de lectura: algún día las
cosas bellas se alzarán para dominar la Tierra, y mientras tanto, ya lo han hecho
en los cuadernos de Gulliver.
La bestia de París y otros relatos, de Marie-Luise Scherer (Sexto piso) Traducción
de José Aníbal Campos | por Juan Jiménez García
Rara vez estamos solos. Tal vez nunca. La vida se mueve alrededor de nosotros. Las
cosas. Otras personas. No hay asesino en serie sin víctimas, no hay surrealista
sin grupo surrealista, escritor sin personajes, moda sin todo lo que rodea a la
moda. Marie-Louise Scherer debía estar (debe) muy convencida de ello, porque sus
artículos (relatos, los llama acertadamente Sexto piso), sus historias, buscan
aquel nombre al final de los títulos de crédito, que decía Ugo Pirro.
En La bestia de París, Scherer nos cuenta la vida y milagros de un asesino en
serie de ancianitas, Thierry Paulin, un jovencito homosexual llegado de la
Martinica, que se dedica a malvivir en tugurios y prostituyéndose. Le acompaña al
principio en sus aventuras Jean-Thierry Mathurin, llegado él de la Guayana
francesa y con parecidas ocupaciones. Estamos en la Francia de François
Mitterrand, y la cosa acabó con veintiún asesinatos reconocidos por él. La
escritora alemana recorre meticulosamente su vida: su afición a derrochar el
dinero, su violencia para con todos, su pasado, su presente, su falta de futuro.
Pero, fundamentalmente, se dedica metódicamente a recorrer una a una todas sus
víctimas. Todas aquellas ancianitas, los lugares en los que vivían, las calles por
las que pasaban, sus pequeñas obsesiones, sus pequeñas o grandes miserias, sus
gestos, sus encuentros casuales. Una a una van dejándose caer por las páginas y
mueren. Y ni tan siquiera es especialmente importante como mueren, sino como
vivieron aquellos últimos instantes antes del encuentro fatal. Ese apasionante
desgrane conformará una imagen terrible no ya de los crímenes, sino de las
existencias. Como si morir (asesinado o no) solo fuera una consecuencia de vivir.
Paulin pudo contar su historia (brevemente, porque murió de sida un par de años
más tarde), pero Marie-Luise Scherer, reconstruye aquello que ya no puede
contarse. Esa imagen que falta.
Philippe Soupault fue, en palabras de la escritora, el último surrealista. También
fue el primero. Junto con André Breton y Louis Aragon funda Litteratures, y junto
el primero escribe esa obra fundacional, Los campos magnéticos. Familia del
fundador de Renault, no tenía especiales problemas de dinero (algo de lo que no
podían presumir el resto), y su personalidad amable invitaba a ser robado de las
más diversas maneras. El último surrealista es, bajo el argumento de Soupault, un
retrato punzante de aquellos años surrealistas, de sus miserias, de sus pequeñas
miserias. Que André Breton era un tipo turbio y personalista no es nada
desconocido. Todos los que abandonaron el surrealismo (y fueron muchos), lo
hicieron empujados por él, y la lluvia de piedras consecuente no era pequeña. Para
alguien que pensaba (siguiendo las palabras de Lautréamont) que «la poesía debe
ser hecha por todos, no por uno solo», el egocentrismo del pope del surrealismo no
podía llevarle a nada bueno. Así, seis años después de aquella fundación, fue
expulsado del grupo, y ni tan siquiera es que le guarde rencor.
Retrato, como
decíamos, tirando a oscuro, lleno de miserias y no pocas bajezas, Scherer no salva
mucho, más allá de su protagonista.
El rodaje de Un amor de Swann, película dirigida por Volker Schlöndorff, sirve
para otro apasionante ajuste de cuentas social. El director alemán se lleva unos
cuantos capones, pero hay para todos. Cosas sobre Monsieur Proust es pues un
retrato ya no solo del peculiar escritor francés, sino también de la aristocracia
que tan bien supo retratar (desde su interior), aristocracia recuperada como
extras tantos años después para el rodaje de esta película. El fino pincel de
Marie-Luise Scherer va recorriendo a todos esos seres prehistóricos, sacados
momentáneamente de sus polvorientas mansiones, y el retrato es divertidamente
decadente. Para todos tiene unas palabras, una delicadeza quizás no apreciada por
esa totalidad. El presente de la película se confunde con el mundo antiguo de
Proust, y sus personajes con aquellos modelos reales, que, a su vez, se vuelven
personajes en la forma de actores ocasionales. La vida está en otra parte, lejos
de ahí. Era lo que asesinaba Thierry Paulin.
Finalmente, como si solo fuera la consecuencia lógica de este desfile de seres
humanos que es su libro, toca el mundo de la moda y sus pasarelas, precisamente.
Grititos de reencuentro es eso: un paseo por las trastiendas ya no llenas de polvo
de la aristocracia, sino llenas de luz, color y vacío. Todo se mueve rápidamente:
las modelos, los modistas, los puestos en las primeras filas, los fotógrafos, el
dinero. De nuevo como una experiencia colectiva, en el que cada cual, representa
su papel, mejor o peor.
La bestia de París y otros relatos es una estupenda colección de seres y lugares,
de tiempos y miradas. La escritura irónica, mordaz de Marie-Luise Scherer es
golosa. Degusta con un placer evidente todo lo que la rodea, acaricia cada
personaje como la oportunidad de decir algo, de construir algo. Como una pieza más
que dibujará un instante de la historia, ya sea la de un asesino, surrealista o
escritor asmático. Todo tiene su lugar. Todo debe tener su lugar. Porque nadie
está solo. Tampoco el periodista.
El piloto y el principito. La vida de Antoine de Saint-Exupéry, de Peter Sís
(Sexto piso) Traducción de Raquel Vicedo Artero | por Óscar Brox
Beryl Markham, aventurera y piloto keniata, amiga de la escritora Karen Blixen y
amante del hijo del Rey Jorge V, contaba en su libro Al oeste de la noche las
rutas aéreas nocturnas que llevaba a cabo, en ocasiones, sobre terrenos
inexplorados, en los que la intuición y la orientación constituían su único mapa.
Apretujada en la cabina del avión, Markham se guiaba con las estrellas y con un
ímpetu que la empujaba a trazar, como si se tratase del más grande descubrimiento,
el primer vuelo de un punto a otro de la geografía africana. Antoine de SaintExupéry definió la esencia de ese ímpetu en su novela Vuelo nocturno como un
estremecimiento de la vida. Nadie como él, abandonado a sus pensamientos mientras
cubría el itinerario entre Argentina y Paraguay, podría haber escogido mejores
palabras para cifrar esa vieja ambición del hombre que se tornó realidad con el
comienzo del Siglo XX. Volar, conquistar el cielo, anhelar ese último espacio de
libertad. Saint-Exupéry fue piloto, novelista y personaje, tanto de documental
como de ficción; pero, fundamentalmente, representó a esa figura que asociamos a
los postreros coletazos de la inocencia del viejo mundo antes de sumergirse en el
periodo más sombrío de la Historia reciente. Peter Sís, escritor e ilustrador
checo, ha creado con El piloto y el principito una suerte de biografía en
movimiento del aviador francés, una pequeña joya que publica ahora Sexto Piso para
el lector castellano.
Saint-Exupéry nació en 1900, en un periodo de efervescencia cultural en el que el
mapa de Europa podía construirse con las fantasías escapistas de Jules Verne y la
magia de pioneros del cine como Georges Méliès. Una Europa encantada, en fin, que
soñaba con el impulso tecnológico definitivo para trasladar la fantasía a la
realidad. Clement Ader lo había intentado en 1890 con un prototipo de avión
propulsado a vapor, el Éole, que a duras penas pudo despegar del suelo. Aún
faltaban unos años para que los Hermanos Wright consiguiesen los primeros vuelos
propulsados, en 1903 y 1908, y para que el pequeño Antoine se topase con uno de
sus inventos durante sus paseos con bici y sintiese ese momento fundacional,
primigenio, que lo ligaría inevitablemente al arte de volar. La infancia pasó
también para Europa, que se vio sumergida en la Primera Guerra Mundial, y como en
una larga elipsis se volvió a detener en 1921, durante el servicio militar de
Saint-Exupéry. Un 9 de junio de ese mismo año, el entonces joven Antoine llevaría
a cabo su primer vuelo en solitario. Una diminuta conquista que prendería la mecha
de su inquietud exploradora.
La aviación perdió su romanticismo cuando la guerra dirigió sus opciones
estratégicas hacia la utilización de aquellos pájaros de madera y metal. Sin
embargo, el final de la contienda devolvió a las aerolíneas la posibilidad de
continuar su exploración del mundo con nuevas rutas y nuevos servicios. Una de
esas novedades fue el correo aéreo, que sedujo a algunos de los primeros pilotos
de aeronaves para sus aventuras transatlánticas. Saint-Exupéry pasó de mecánico de
aviones a piloto de pruebas, y de ahí a ser uno de los miembros del grupo de
correo. De esa experiencia nacería Vuelo nocturno y el primer momento de éxtasis
en la cabina de un biplano. El mundo cambió, en efecto, pero lo hizo a toda
velocidad; pronto las naves sustituyeron las cabinas abiertas por las cerradas, el
fuselaje se fue forrando de metal y se impuso la utilización de las máscaras de
oxígeno para pilotar. Atrás, pues, quedaba la amenaza de la hipotermia cuando la
noche mecía a sus pilotos nocturnos en la calma de un cielo estrellado.
Para alguien como Saint-Exupéry, que había pasado más tiempo en el cielo que en la
tierra, el inicio de la Segunda Guerra Mundial resultó un golpe devastador. De
pronto, el avión se convirtió en una máquina de matar y las carlingas se
reforzaron con un puesto para artillería; los viejos amigos de Antoine
desaparecieron en algún punto de la batalla y la aviación aumentó su nivel de
competitividad para responder al enésimo arreón de Alemania. Aquella noche
deslumbrante en el África colonial, aquellas rutas primerizas por Sudamérica,
todos ellos eran recuerdos de un pasado emborronado. Paralizado por las
turbulencias del periodo, Saint-Exupéry alumbró algunas de sus obras cumbres y
paseó su relieve como figura popular antes de enrolarse, una vez más, en el
ejército como miembro de un grupo de reconocimiento de las fuerzas aliadas. En
1944 todo había cambiado, desde el complejo cuadro de mandos de su nave hasta el
paisaje mediterráneo que tantas veces cruzara durante su juventud. Un 31 de julio
de ese mismo año, a primera hora de la mañana, despegó de Córcega para una misión
de reconocimiento de la que nunca regresó.
En El piloto y el principito, Peter Sís hace de biógrafo y de intérprete. Aunque
el libro está surcado de datos, las ilustraciones se esfuerzan en plasmar esa
honda impresión que marcó el estremecimiento de la vida de Saint-Exupéry. Cómo
olvidar el primer consejo que recibe Antoine para su primer vuelo comercial,
«guíate por el rostro del paisaje», que el lápiz de Sís transforma en una cadena
montañosa repleta de caras que humanizan ese territorio hostil para el advenedizo;
cómo olvidar la noche tranquila en la que cada estrella es como una diminuta
partícula que arropa con su hálito aventurero al cuerpo congelado de Saint-Exupéry
mientras completa su ruta; cómo olvidar su aparatoso accidente al Norte de África
cuando trataba de romper un récord, ese inmenso cuerpo hecho con los desperfectos
del avión que Sís pinta como si reflejase la metamorfosis de su protagonista,
definitivamente absorbido por el viento de los aventureros. Las ilustraciones del
autor checo se sostienen, precisamente, en sus formas sencillas, en ese trazo
anguloso, nunca firme ni rotundo, que dibuja lo justo para que el lector lo
complete con un arranque de fantasía. Porque Sís no busca tanto relatar la vida
del piloto como evocarla, concluirla con un último plano forzoso del cielo
desnudo, a falta de conocer el paradero de su protagonista. De ahí que se entregue
a una ilustración siempre bonita, con la suficiente dosis de ingenuidad, propia de
esos primeros dibujos infantiles que se aproximan a una idea, a una palabra o a un
hecho, sin consumirla, sin terminarla, como si se tratase de algo fluido que en
algún momento podremos retomar. Como ese espíritu explorador del que nunca se
olvida Antoine, aunque en mitad de su aventura explote el horror de la guerra.
Hay quien definiría el relato de Saint-Exupéry como una historia de aplomo y
coraje, casi una obligación moral en tiempos en los que el romanticismo había
declinado en favor de la muerte. Pierre Bergounioux escribió un bellísimo libro a
propósito de ese sentimiento huérfano durante la Segunda Guerra Mundial y James
Salter hizo lo propio con su retrato de la Guerra de Corea. Ambos, de una o de
otra manera, se refirieron a Saint-Exupéry en sus textos. A aquel piloto de
reconocimiento que se desvaneció en algún lugar de Europa entre Córcega y Lyon.
Aquel que, como Beryl Markham, respiró el aire de la noche en la solitaria cabina
de un biplano, aislado del mundo, entre el cielo y la tierra, y se reconoció como
un explorador incansable en busca de su siguiente aventura. Alguien que sintió la
vida estremecerse.
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