literatura universal - Gobierno de Canarias

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LITERATURA
UNIVERSAL
ANTOLOGÍA
PAU
EPÍGRAFES DEL CURRÍCULO
De
la
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dad
a la
Eda
d
Me
dia
Ren
aci
mie
nto
y
Clas
icis
mo
El
Sigl
o de
las
Luc
es
Nº
1
Breve panorama de las
literaturas bíblica, griega y
latina.
2
3
4
TEXTOS OPCIONALES
a.
b.
La Biblia: «Cantar de los
La Biblia: «Judith».
Cantares».
Homero, La Odisea.
Virgilio, La Eneida.
Safo, «Me parece que es igual a
Horacio, Épodos, II (Beatus ille).
los dioses...»
Sófocles, Antígona.
Plauto, Anfitrión.
La épica medieval y la creación
del ciclo artúrico.
5
Chrétien de Troyes, El caballero
del león.
Las mil y una noches, «Simbad
el marino».
La narración.
6
Boccaccio, Decamerón.
Dante, Divina Comedia.
La lírica del amor: el
petrarquismo.
7
Petrarca, sonetos.
Ronsard, Sonetos para Helena.
Teatro clásico europeo.
8
Shakespeare, Hamlet.
Molière, Tartufo.
Ilustración. Prerromanticismo.
9
Montesquieu, Cartas persas.
Goethe, Werther.
La novela europea en el siglo
XVIII.
10
Jonathan Swift, Los viajes de
Gulliver.
Daniel Defoe, Robinson Crusoe.
RELACIÓN DE TEXTOS
OPCIÓN A
2
OPCIÓN B
EPÍGRAFES DEL CURRÍCULO
El
movimie
nto
románti
co
Poesía romántica.
Novela histórica.
Principales novelistas europeos del
siglo XIX.
La
segunda
mitad
del siglo
XIX
Los
nuevos
enfoque
s de la
literatur
a en el
siglo XX
y las
transfor
macione
s de los
géneros
literario
s
3
Nº
TEXTOS OPCIONALES
a.
11
Lord Byron, Don Juan.
12
Flaubert, Madame Bovary.
Dickens, Oliver Twist.
13
b.
Victor Hugo, Nuestra Señora
de París.
Balzac, Papá Goriot.
Dostoievski, Crimen y castigo.
El nacimiento de la gran literatura
norteamericana (1830-1890).
14
Walt Whitman, “Digo que
el alma no es más que el
cuerpo...”.
Edgar Allan Poe, “El gato
negro”.
El arranque de la modernidad
poética: de Baudelaire al
Simbolismo.
15
Baudelaire, “La cabellera”.
Verlaine, “Arte poética”.
La renovación del teatro europeo.
16
Ibsen, Casa de muñecas.
Alfred Jarry, Ubú Rey.
17
Proust, Por el camino de
Swann.
James Joyce, Ulises.
18
Apollinaire, Caligrama.
Franz Kafka, La metamorfosis.
La culminación de la gran literatura
americana. La generación perdida.
19
Hemingway, El viejo y el
mar.
Dos Passos, Manhattan
Transfer.
El teatro del absurdo y el teatro de
compromiso.
20
Ionesco, La cantante calva.
Bertold Brecht, Madre coraje y
sus hijos.
La culminación de una nueva
forma de escribir en la novela.
Las vanguardias europeas. El
surrealismo.
ANTOLOGÍA1
1. a. La Biblia, «Cantar de los Cantares».
1
La Amada
¡Oh, si él me besara con besos de su boca!
Tus amores mejores son que el vino,
suave es el olor de tus perfumes,
tu nombre es como un bálsamo derramado;
por eso las doncellas te aman.
Atráeme, en pos de ti correremos.
El rey me ha metido en sus cámaras,
nos gozaremos y alegraremos en ti,
nos acordaremos de tus amores más que del vino.
¡Con cuánta razón te aman!
Morena soy, oh hijas de Jerusalén, pero codiciable
como las tiendas de Cedar,
como las cortinas de Salomón.
No reparéis en que soy morena,
porque el sol me miró.
Los hijos de mi madre se airaron contra mí,
me pusieron a guardar las viñas,
y mi viña, que era mía, no guardé.
Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma,
dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía,
pues ¿por qué había de estar yo como errante
junto a los rebaños de tus compañeros?
Coro
Si tú no lo sabes, oh hermosa entre las mujeres,
ve, sigue las huellas del rebaño
y apacienta tus cabritas junto a las cabañas de los pastores.
El Esposo
A yegua de los carros del Faraón
te he comparado, amiga mía.
Hermosas son tus mejillas entre los pendientes,
tu cuello entre los collares.
1 En aquellos fragmentos de nutrido texto se remarca en negrita la parte exclusiva que se considera
factible de entrar en la prueba PAU.
4
Zarcillos de oro te haremos,
tachonados de plata.
La Amada y el Esposo
Mientras el rey estaba en su reclinatorio,
mi nardo dio su olor.
Mi amado es para mí un manojito de mirra
que reposa entre mis pechos.
Racimo de flores de alheña en las viñas de Engadí
es para mí mi amado.
He aquí que tú eres hermosa, amiga mía,
he aquí que eres bella y tus ojos son como palomas.
He aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce.
Nuestro lecho es de flores,
las vigas de nuestra casa son de cedro
y de ciprés los artesonados.
2
Yo soy la rosa de Sarón
y el lirio de los valles.
Como el lirio entre los espinos,
así es mi amiga entre las doncellas.
Como el manzano entre los árboles silvestres,
así es mi amado entre los jóvenes.
Bajo la sombra del deseado me senté,
y su fruto fue dulce a mi paladar.
Me llevó a la casa del banquete
y su bandera sobre mí fue amor.
Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas,
porque estoy enferma de amor.
Su izquierda esté debajo de mi cabeza
y su derecha me abrace.
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
por los corzos y por las ciervas del campo,
que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
La Amada
¡La voz de mi amado! He aquí que él viene
saltando sobre los montes,
brincando sobre los collados.
Mi amado es semejante al corzo,
o al cervatillo.
Helo aquí, está tras nuestra pared,
mirando por las ventanas,
atisbando por las celosías.
5
Mi amado habló, y me dijo:
«Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven.
Porque mira que ya ha pasado el invierno,
y las lluvias han cesado y se han ido,
se han mostrado las flores en la tierra.
El tiempo de la canción ha venido
y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola.
La higuera ha echado sus higos
y las vides en cierne exhalan olor.
Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven.
Paloma mía, que estás en los agujeros de la peña,
en lo escondido de escarpados parajes,
muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz,
porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto».
Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas,
que echan a perder las viñas,
porque nuestras viñas están en cierne.
Mi amado es mío, y yo suya;
él apacienta entre lirios.
Hasta que apunte el día y huyan las sombras,
vuélvete, amado mío;
sé semejante al corzo
o como el cervatillo
sobre los montes de Beter.
3
Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma.
Lo busqué y no lo hallé.
Y dije: «Me levantaré ahora, y recorreré la ciudad,
por las calles y por las plazas
buscaré al que ama mi alma».
Lo busqué y no lo hallé.
Me hallaron los guardas que rondan la ciudad,
y les dije: «¿Habéis visto al que ama mi alma?».
Apenas los hube dejado
cuando hallé al que ama mi alma.
Lo abracé y no soltaré más
hasta que no lo haya hecho entrar en la casa de mi madre,
en la cámara de la que me dio a luz.
El Esposo
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
por los corzos y por las ciervas del campo,
que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
Coro
6
¿Qué es eso que sube del desierto como columna de humo,
sahumado de mirra y de incienso
y de todo polvo aromático?
Es la litera de Salomón.
Sesenta valientes la rodean,
de los fuertes de Israel.
Todos ellos tienen espadas, diestros en la guerra,
cada uno lleva la espada sobre su muslo
por los temores de la noche.
El rey Salomón se hizo un trono
de madera del Líbano.
Hizo sus columnas de plata,
su respaldo de oro,
su asiento de grana,
todo fue bordado con amor
por las doncellas de Jerusalén.
Salid, oh doncellas de Sión, y ved al rey Salomón
con la corona con que le coronó su madre en el día de sus bodas,
el día del gozo de su corazón.
4
El Esposo
He aquí que tú eres hermosa, amiga mía, he aquí que tú eres hermosa.
Tus ojos, entre tus guedejas, son como de paloma.
Tus cabellos, como manada de cabras
que se recuestan en las laderas de Galaad.
Tus dientes, como manadas de ovejas trasquiladas
que suben del lavadero,
todas con crías gemelas,
y ninguna entre ellas estéril.
Tus labios, como hilo de grana
y tu habla hermosa.
Tus mejillas, como trozos de granada detrás de tu velo.
Tu cuello, como la torre de David, edificada para armería,
mil escudos están colgados en ella,
todos escudos de valientes.
Tus dos pechos, como dos crías gemelas de gacela
que se apacientan entre lirios.
Hasta que apunte el día y huyan las sombras
me iré al monte de la mirra
y al collado del incienso.
Toda tú eres hermosa, amiga mía,
y en ti no hay mancha.
Ven conmigo desde el Líbano, oh esposa mía,
ven conmigo desde el Líbano.
Mira desde la cumbre de Amana,
desde la cumbre de Senir y de Hermón,
desde las guaridas de los leones,
7
desde los montes de los leopardos.
Robaste mi corazón, hermana, esposa mía,
has robado mi corazón con una sola mirada tuya,
con una sola perla de tu cuello.
¡Cuán hermosos son tus amores, hermana, esposa mía!
¡Cuánto mejores que el vino tus amores
y el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas!
Como panal de miel destilan tus labios, oh esposa,
miel y leche hay debajo de tu lengua,
y el olor de tus vestidos es como el olor del Líbano.
Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía,
fuente cerrada, fuente sellada.
Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos suaves,
de flores de alheña y nardos,
nardo y azafrán, caña aromática y canela,
con todos los árboles de incienso,
mirra y áloes, con todas las principales especias aromáticas.
Fuente de huertos,
pozo de aguas vivas
que corren del Líbano.
Levántate, Aquilón, y ven, Austro,
soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas,
venga mi amado a su huerto
y coma de su dulce fruta.
5
El Esposo
Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía,
he recogido mi mirra y mis aromas,
he comido mi panal y mi miel,
mi vino y mi leche he bebido.
Comed, amigos, bebed en abundancia, oh amados.
La Amada
Yo dormía, pero mi corazón velaba.
Es la voz de mi amado que llama:
Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía,
porque mi cabeza está llena de rocío,
mis cabellos de las gotas de la noche.
Me he quitado la túnica ¿cómo me he de vestir?
He lavado mis pies, ¿cómo los he de ensuciar?
Mi amado metió su mano por la cerradura de la puerta
y mi corazón se conmovió dentro de mí.
Yo me levanté para abrir a mi amado
y mis manos gotearon mirra,
corrió mirra de mis dedos
sobre la manecilla del cerrojo.
8
Abrí yo a mi amado,
pero mi amado se había ido, había ya pasado
y tras su hablar salió mi alma.
Lo busqué y no lo hallé;
lo llamé y no me respondió.
Me hallaron los guardas que rondan la ciudad,
me golpearon, me hirieron,
me quitaron mi manto de encima los guardas de los muros.
Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, si halláis a mi amado,
que le hagáis saber que estoy enferma de amor.
Coro
¿Qué es tu amado más que otro amado,
oh la más hermosa de todas las mujeres?
¿Qué es tu amado más que otro amado,
que así nos conjuras?
La Amada
Mi amado es blanco y rubio,
señalado entre diez mil.
Su cabeza brilla como oro finísimo.
Sus cabellos, como hojas de palma,
son negros como el cuervo.
Sus ojos, como palomas, junto a los arroyos de las aguas,
que se lavan con leche, y a la perfección colocados.
Sus mejillas, como una era de especias aromáticas, como fragantes flores.
Sus labios, como lirios que destilan mirra fragante.
Sus manos, como anillos de oro engastados de jacintos.
Su cuerpo, como claro marfil cubierto de zafiros.
Sus piernas, como columnas de mármol fundadas sobre basas de oro fino.
Su aspecto, como el Líbano, majestuoso como los cedros.
Su paladar, dulcísimo, y todo él codiciable.
Tal es mi amado, tal es mi amigo,
Oh doncellas de Jerusalén.
6
Coro
¿A dónde se ha ido tu amado, oh la más hermosa de todas las mujeres?
¿A dónde se apartó tu amado, que lo buscaremos contigo?
La Amada
Mi amado descendió a su huerto, a las eras de las especias,
para apacentar en los huertos y para recoger los lirios.
9
Yo soy de mi amado y mi amado es mío.
Él apacienta entre los lirios.
El Esposo
Hermosa eres tú, oh amiga mía, como Tirsa,
encantadora como Jerusalén,
imponente como ejércitos en orden.
Aparta tus ojos de mí
porque me cautivan.
Tu cabello es como manada de cabras
que se recuestan en las laderas de Galaad.
Tus dientes, como manadas de ovejas que suben del lavadero,
todas con crías gemelas,
y ninguna entre ellas estéril.
Tus mejillas, como trozos de granada detrás de tu velo.
Sesenta son las reinas y ochenta las concubinas
y las doncellas sin número.
Mas una es la paloma mía, la perfecta mía.
Ella es la hija única de su madre,
la escogida de la que le dio a luz.
La vieron las doncellas y la llamaron bienaventurada;
las reinas y las concubinas la alabaron.
Coro
¿Quién es ésta que se muestra como el alba,
hermosa como la luna,
radiante como el sol,
imponente como ejércitos en orden?
El Esposo
Al huerto de los nogales descendí
a ver los frutos del valle,
para ver si brotaban las vides,
si florecían los granados.
Antes de que lo supiera, mi alma me puso
sobre los carros de guerra de Aminadab.
Coro
Vuélvete, vuélvete, oh sulamita;
vuélvete, vuélvete, y te contemplaremos.
El Esposo
¿Por qué miran a la sulamita,
como en una danza a dos coros?
10
7
¡Cuán hermosos son tus pies en las sandalias,
oh hija de príncipe!
Los contornos de tus muslos son como joyas,
obra de mano de excelente maestro.
Tu ombligo, como un cántaro
donde no falta el vino con especias.
Tu vientre, como una pila de trigo
cercada de lirios.
Tus dos pechos, como dos crías gemelas de gacela.
Tu cuello, como torre de marfil.
Tus ojos, como los estanques de Hesbón junto a la puerta de Bat-Rablim.
Tu nariz, como la cumbre del Líbano,
centinela que mira hacia Damasco.
Tu cabeza, como el Carmelo
y tu cabellera, como la púrpura.
Un rey se halla preso en esas trenzas.
¡Qué hermosa eres y cuán suave,
oh amor deleitoso!
Tu estatura es semejante a la palmera
y tus pechos a los racimos.
Yo dije: «Subiré a la palmera,
a sacar sus frutos».
Deja que tus pechos sean como racimos de vid
y el olor de tu boca como de manzanas.
Sean tus palabras como vino generoso,
que va derecho hacia el amado
fluyendo de tus labios cuando te duermes.
8
La Amada
¡Oh, si tú fueras como un hermano mío
alimentado por los pechos de mi madre!
Entonces, hallándote fuera, te besaría,
y no me menospreciarían.
Yo te llevaría, te metería en casa de mi madre.
Tú me enseñarías
y yo te daría a beber vino
adobado del mosto de mis granadas.
Su izquierda esté debajo de mi cabeza
y su derecha me abrace.
El Amado
Os conjuro, oh doncellas de Jerusalén,
para que no despertéis ni hagáis velar al amor
hasta que ella quiera.
11
8
Coro
¿Quién es ésta que sube del desierto
apoyada en su amado?
El Esposo
Debajo de un manzano te desperté,
allí mismo donde te concibió tu madre,
donde te concibió la que te dio a luz.
Ponme como un sello sobre tu corazón,
como un tatuaje sobre tu brazo,
porque el amor es fuerte como la muerte
y la pasión, tenaz, como el infierno.
Sus flechas son dardos de fuego como llama divina.
No apagarán el amor ni lo ahogarán océanos ni ríos.
Si alguien lo quisiera comprar con todo lo que posee
solo conseguiría desprecio.
Tenemos una pequeña hermana
que no tiene pechos,
¿Qué haremos a nuestra hermana
cuando se trate de casarla?
Si ella es una muralla,
le construiremos defensas de plata;
si es una puerta,
la guarneceremos con listones de cedro.
Yo soy una muralla,
mis pechos son como torres.
Soy a sus ojos como quien ha hallado la paz.
Salomón tuvo una viña en Baal-Amón.
La entregó a unos guardas
y cada uno le traía mil monedas de plata por su fruto.
Mi viña es solo para mí
y solamente yo la cuido.
Mil monedas para ti, oh Salomón,
y doscientas para los que guardan su fruto.
Oh tú que habitas en los huertos,
los compañeros escuchan tu voz,
házmela oír a mí también.
Huye, amado mío.
12
Sé semejante al corzo o al cervatillo
sobre las montañas de los aromas.
13
1. b. La Biblia, «Judit».
Al cuarto día, dio Holofernes un banquete exclusivamente para sus oficiales; no
invitó a ninguno de los encargados de los servicios. Dijo, pues, a Bagoas, el eunuco que
tenía al frente de sus negocios: «Trata de persuadir a esa mujer hebrea que tienes
contigo, que venga a comer y beber con nosotros. Sería una vergüenza para nosotros
que dejáramos marchar a tal mujer sin habernos entretenido con ella. Si no somos
capaces de atraerla, luego hará burla de nosotros».
Salió Bagoas de la presencia de Holofernes, entró en la tienda de Judit y dijo:
«Que esta bella esclava no se niegue a venir donde mi señor, para ser honrada en su
presencia, para beber vino alegremente con nosotros y ser, en esta ocasión, como una de
las hijas de los asirios que viven en el palacio de Nabucodonosor».
Judit le respondió: «¿Quién soy yo para oponerme a mi señor? Haré prontamente
todo cuanto le agrade y ello será para mí motivo de gozo mientras viva».
Después se levantó y se engalanó con sus vestidos y todos sus ornatos
femeninos. Se adelantó su sierva para extender en tierra, frente a Holofernes, los tapices
que había recibido de Bagoas para el uso cotidiano, con el fin de que pudiera tomar la
comida reclinada sobre ellos. Entrando luego Judit, se reclinó. El corazón de Holofernes
quedó arrebatado por ella, su alma quedó turbada y experimentó un violento deseo de
unirse a ella, pues desde el día en que la vio andaba buscando ocasión de seducirla.
Le dijo Holofernes: «¡Bebe, pues, y comparte la alegría con nosotros!».
Judit respondió: «Beberé señor; pues nunca, desde el día en que nací, nunca
estimé en tanto mi vida como ahora». Y comió y bebió, frente a él, sirviéndose de las
provisiones que su sierva había preparado.
Holofernes, que se hallaba bajo el influjo de su encanto, bebió vino tan
copiosamente como jamás había bebido en todos los días de su vida.
Cuando se hizo tarde, sus oficiales se apresuraron a retirarse y Bagoas cerró
la tienda por el exterior, después de haber apartado de la presencia de su señor a
los que todavía quedaban; y todos se fueron a dormir, fatigados por el exceso de
bebida. Quedaron en la tienda tan sólo Judit y Holofernes, desplomado sobre su
lecho y rezumando vino. Judit había mandado a su sierva que se quedara fuera de
su dormitorio y esperase a que saliera, como los demás días. Porque, en efecto, ella
había dicho que saldría para hacer su oración y en este mismo sentido había
hablado a Bagoas.
Todos se habían retirado; nadie, ni grande ni pequeño, quedó en el
dormitorio. Judit, puesta de pie junto al lecho, dijo en su corazón: «¡Oh Señor,
Dios de toda fuerza! Pon los ojos, en esta hora, en la empresa de mis manos para
exaltación de Jerusalén. Es la ocasión de esforzarse por tu heredad y hacer que mis
decisiones sean la ruina de los enemigos que se alzan contra nosotros».
Avanzó, después, hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de
Holofernes, tomó de allí su cimitarra, y acercándose al lecho, agarró la cabeza de
Holofernes por los cabellos y dijo: «¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este
momento!». Y, con todas sus fuerzas, le descargó dos golpes sobre el cuello y le
cortó la cabeza. Después hizo rodar el tronco fuera del lecho, arrancó las
colgaduras de las columnas y saliendo entregó la cabeza de Holofernes a su sierva,
que la metió en la alforja de las provisiones. Luego salieron las dos juntas a hacer
la oración, como de ordinario. Atravesaron el campamento, contornearon el
barranco, subieron por el monte de Betulia y se presentaron ante las puertas de la
ciudad.
14
Judit gritó desde lejos a los centinelas de las puertas: «¡Abrid, abrid la
puerta! El Señor, nuestro Dios, está con nosotros para hacer todavía hazañas en
Israel y mostrar su poder contra nuestros enemigos, como lo ha hecho hoy mismo».
Cuando los hombres de la ciudad oyeron su voz, se apresuraron a bajar a la
puerta y llamaron a los ancianos. Acudieron todos corriendo, desde el más grande
al más chico, porque no tenían esperanza de que ella volviera. Abrieron, pues, la
puerta, las recibieron, y encendiendo una hoguera para que se pudiera ver,
hicieron corro en torno a ellas.
Judit, con fuerte voz, les dijo: «¡Alabad a Dios, alabadle! Alabad a Dios, que
no ha apartado su misericordia de la casa de Israel, sino que esta noche ha
destrozado a nuestros enemigos por mi mano». Y, sacando de la alforja la cabeza,
se la mostró, diciéndoles: «Mirad la cabeza de Holofernes, jefe supremo del
ejército asirio, y mirad las colgaduras bajo las cuales se acostaba en su
borracheras. ¡El Señor le ha herido por mano de mujer! ¡Vive el Señor! El que me
ha guardado en el camino que emprendí, que fue seducido, para perdición suya,
por mi rostro, no ha cometido conmigo ningún pecado que me manche o me
deshonre».
Todo el pueblo quedó lleno de estupor y postrándose adoraron a Dios y dijeron a
una: «¡Bendito seas, Dios nuestro, que has aniquilado en el día de hoy a los enemigos de
tu pueblo!».
Ozías dijo a Judit: «¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las
mujeres de la tierra! Y bendito sea Dios, el Señor, Creador del cielo y de la tierra, que te
ha guiado para cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos. Jamás tu confianza faltará
en el corazón de los hombres que recordarán la fuerza de Dios eternamente. Que Dios te
conceda, para exaltación perpetua, el ser favorecida con todos los bienes, porque no
vacilaste en exponer tu vida a causa de la humillación de nuestra raza. Detuviste nuestra
ruina procediendo rectamente ante nuestro Dios».
Todo el pueblo respondió: «¡Amén, amén!».
15
2. a. HOMERO: La Odisea, «Canto IX».
Cuando así hube hablado subí a la nave y ordené a los compañeros que me
siguieran y desataran las amarras. Ellos se embarcaron al instante y, sentándose por
orden en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Y tan pronto
como llegamos a dicha tierra, que estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi
tocando al mar una excelsa gruta a la cual daban sombra algunos laureles. En ella
reposaban muchos hatos de ovejas y de cabras y en contorno había una alta cerca
labrada con piedras profundamente hundidas, grandes pinos y encinas de elevada copa.
Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños lejos de
los demás hombres, sin tratarse con nadie, y, apartado de todos, ocupaba su ánimo en
cosas inicuas. Era un monstruo horrible y no se asemejaba a los hombres que viven de
pan, sino a una selvosa cima que entre altos montes se presentase aislada de las demás
cumbres.
……………………………………………
Así le dije. El Cíclope, con ánimo cruel, no me dio respuesta; pero, levantándose
de súbito, echó mano a los compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos los
arrojó a tierra con tamaña violencia que sus sesos se esparcieron por el suelo
empapando la tierra. De contado despedazó los miembros, se aparejó una cena y se puso
a comer como montaraz león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los medulosos
huesos. Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos,
alzando nuestras manos a Zeus, pues la desesperación se había señoreado de nuestro
ánimo. El Cíclope, tan pronto como hubo llenado su enorme vientre, devorando carne
humana y bebiendo encima leche sola, se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las
ovejas.
………………………………………………
Entonces formé en mi magnánimo corazón el propósito de acercarme a él y,
sacando la aguda espada que colgaba de mi muslo, herirle el pecho donde las entrañas
rodean el hígado, palpándolo previamente; mas otra consideración me contuvo.
Habríamos, en efecto, perecido allí de espantosa muerte, a causa de no poder apartar
con nuestras manos la pesada roca que el Cíclope colocó en la alta entrada. Y así, dando
suspiros, aguardamos que apareciera la divina Aurora.
……………………………………..
Cuando se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, el Cíclope
encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo como debe hacerse, y a cada una le
puso su recental. Acabadas con prontitud tales faenas, echó mano a otros dos de los
míos, y con ellos se preparó el desayuno.
……………………………………
En acabando de comer sacó de la cueva los pingües ganados, removiendo con
facilidad la enorme roca de la puerta; pero al instante la volvió a colocar, del mismo
16
modo que si a un carcaj le pusiera su tapa.
………………………………………………
Mientras el Cíclope aguijaba con gran estrépito sus pingües rebaños hacia el
monte, yo me quedé meditando siniestras trazas, por si de algún modo pudiese
vengarme y Atenea me otorgara la victoria.
……………………………………………….
Al fin me pareció que la mejor resolución sería la siguiente. Echada en el suelo
del establo se veía una gran clava de olivo verde que el Cíclope había cortado para
llevarla cuando se secase. Nosotros, al contemplarla, la comparábamos con el mástil de
una negra y ancha nave de veinte bancos de remeros, de una nave de transporte amplia,
de las que recorren el dilatado abismo del mar: tan larga y tan gruesa se nos presentó a
la vista. Me acerqué a ella y corté una estaca como de una braza, que di a los
compañeros, mandándoles que la puliesen. No bien la dejaron lisa, agucé uno de sus
cabos, la endurecí, pasándola por el ardiente fuego y la oculté cuidadosamente debajo
del abundante estiércol esparcido por la gruta. Ordené entonces que se eligieran por
suerte los que conmigo deberían atreverse a levantar la estaca y clavarla en el ojo del
Cíclope cuando el dulce sueño le rindiese. Les cayó la suerte a los cuatro que yo mismo
hubiera escogido en tal ocasión y me junté con ellos formando el quinto.
……………………………………………..
Por la tarde volvió el Cíclope con el rebaño de hermoso vellón, que venía de
pacer, e hizo entrar en la espaciosa gruta a todas las pingües reses, sin dejar a ninguna
fuera del recinto, ya porque sospechase algo, ya porque algún dios se lo aconsejara.
Cerró la puerta con la gran piedra que llevó a pulso, se sentó, ordeñó las ovejas y las
baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su recental.
……………………………………………..
Acabadas con prontitud tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos
se aparejó la cena. Entonces me llegué al Cíclope, y teniendo en la mano una copa de
negro vino, le hablé de esta manera:
—Toma, Cíclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas
qué bebida se guardaba en nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso
de que te apiadases de mí y me enviaras a mi casa, pero tú te enfureces de intolerable
modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los muchos hombres que
existen, si no te portas como debieras?
Así le dije. Tomó el vino y se lo bebió. Y le gustó tanto el dulce licor que me
pidió más:
—Dame de buen grado más vino y hazme saber inmediatamente tu nombre para
que te ofrezca un don hospitalario con el cual huelgues. Pues también a los Cíclopes la
fértil tierra les produce vino en gruesos racimos que crecen con la lluvia enviada por
Zeus; mas esto se compone de ambrosía y néctar.
Así habló, y volví a servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces
bebió incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Cíclope, le
dije con suaves palabras:
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—¡Cíclope! Preguntas cuál es mi nombre ilustre y voy a decírtelo, pero dame el
presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie, y Nadie me
llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.
Así le hablé y enseguida me respondió con ánimo cruel:
—A «Nadie» me lo comeré al último, después de sus compañeros, y a todos los
demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.
Dijo, se tiró hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y
le venció el sueño, que todo lo rinde. Le salía de la garganta el vino con pedazos de
carne humana y eructaba por estar cargado de vino.
Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo para calentarla y
animé con mis palabras a todos los compañeros, no fuera que alguno, poseído de
miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo, con ser verde, estaba a punto de
arder y resplandecía terriblemente, fui y la saqué del fuego, y me rodearon mis
compañeros, pues sin duda una deidad nos infundió gran valor. Ellos, tomando la
estaca de olivo, la clavaron por la aguzada punta en el ojo del Cíclope, y yo,
alzándome y haciendo fuerza desde arriba, la hacía girar. Como cuando un
hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo
con una correa, que asen por ambas extremidades, y aquél da vueltas
continuamente: así nosotros, asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en
el ojo del Cíclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente palo. Al arder la
pupila, el ardoroso vapor le quemó párpados y cejas, y las raíces crepitaban por la
acción del fuego. Así como el broncista, para dar el temple que es la fuerza del
hierro, sumerge en agua fría una gran hacha o la garlopa que rechina
grandemente, de igual manera rechinaba el ojo del Cíclope en torno de la estaca de
olivo. Dio el Cíclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros,
amedrentados, huimos prestamente.
Entonces él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, la arrojó furioso
lejos de sí y se puso a llamar con altos gritos a los Cíclopes que habitaban a su
alrededor, dentro de cuevas, en los ventosos promontorios. En oyendo sus voces,
acudieron muchos, quién por un lado y quién por otro, y parándose junto a la
cueva, le preguntaron qué le angustiaba:
—¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina
noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún mortal se lleva tus ovejas mal de tu
grado o, por ventura, alguien te está matando con engaño o con fuerza?
Y les respondió desde la cueva el robusto Polifemo:
—¡Oh, amigos! «Nadie» me mata con engaño, no con fuerza.
Y ellos le contestaron con estas aladas palabras:
—Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la
enfermedad que envía el gran Zeus, pero al menos ruega a tu padre, el soberano
Poseidón.
Apenas acabaron de hablar se fueron todos, y yo me reí en mi corazón de
cómo mi nombre y mi excelente artificio les había engañado. El Cíclope, gimiendo
por los grandes dolores que padecía, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta
y se sentó a la entrada, tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien
que saliera con las ovejas. ¡Tan estúpido esperaba que yo fuese!
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2. b. VIRGILIO: La Eneida, «Canto IV».
«[…] Pero he aquí que Apolo Grineo a la grande Italia,
a Italia las suertes licias me ordenaron marchar;
ése es mi amor, ésa mi patria. Si a ti, fenicia, las murallas
te retienen de Cartago y la vista de una ciudad líbica,
¿por qué, di, te parece mal que los teucros se establezcan
en tierra ausonia? También nosotros podemos buscar reinos lejanos.
A mí la turbia imagen de mi padre Anquises, cada vez que la noche
cubre la tierra con sus húmedas sombras, cada vez que se alzan
los astros de fuego, en sueños me advierte y me asusta;
y mi hijo Ascanio y el daño que hago a su preciosa vida,
a quien dejo sin reino en Hesperia y sin las tierras del hado.
Ahora, además, el mensajero de los dioses mandado por el propio Jove
(lo juro por tu cabeza y la mía) me trajo por las auras veloces
sus mandatos: yo mismo vi al dios bajo una clara luz
entrar en estos muros y bebí su voz con sus propios oídos.
Deja ya de encenderme a mí y a ti con tus quejas;
que no por mi voluntad voy a Italia.»
Hace rato le mira mientras habla con malos ojos,
los revuelve aquí y allá, y todo lo recorre
con silenciosa mirada y así estalla por último:
«Ni una diosa fue el origen de tu raza ni desciendes de Dárdano,
pérfido, que fue el Cáucaso erizado de duros peñascos
quien te engendró y las tigresas de Hircania te ofrecieron sus ubres.
Pues, ¿por qué disimulo o a qué faltas mayores me reservo?
¿Es que se ablandó con mi llanto? ¿Bajó acaso la mirada?
¿Se rindió a las lágrimas o tuvo piedad de quien tanto le ama?
¿Qué pondré por delante? ¡Si ya ni la gran Juno
ni el padre Saturnio contemplan esto con ojos justos!
No hay lugar seguro para la lealtad. Arrojado en la costa,
lo recogí indigente y compartí, loca, mi reino con él.
Su flota perdida y a sus compañeros salvé de la muerte
(¡ ay, las furias encendidas me tienen!), y ahora el augur Apolo
y las suertes licias y hasta enviado por el propio Jove
el mensajero de los dioses le trae por las auras las horribles órdenes.
Es, sin duda, éste un trabajo para los dioses, este cuidado inquieta
su calma. Ni te retengo ni he de desmentir tus palabras:
vete, que los vientos te lleven a Italia, busca tu reino por las olas.
Espero confiada, si algo pueden las divinidades piadosas,
que suplicio hallarás entre los peñascos y que repetirás entonces
el nombre de Dido. De lejos te perseguiré con negras llamas
y, cuando la fría muerte prive a estos miembros de la vida,
sombra a tu lado estaré por todas partes. Pagarás tu culpa, malvado.
Lo sabré y esta noticia me llegará hasta los Manes profundos.»
Con estas palabras da la conversación por terminada y, afligida,
se aparta de las auras y se aleja, y se esconde de todas las miradas,
dejando a quien mucho dudaba de miedo y mucho se disponía
a decir. La recogen sus sirvientes y su cuerpo sin sentido
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levantan del lecho marmóreo y lo colocan en su cama.
Y el piadoso Eneas, aunque quiere con palabras de consuelo
mitigar su dolor y disipar sus cuitas,
entre grandes suspiros quebrado su ánimo por un amor tan grande,
cumple sin embargo con los mandatos de los dioses y revisa la flota.
Se esfuerzan entonces los teucros y arrastran al mar por toda
la costa las altas naves. Nada la quilla embreada,
traen de los bosques hojosos remos y maderos
toscos en su afán por huir.
Se les ve de un lado para otro y bajar de toda la ciudad,
como cuando arramplan las hormigas con su carga de farro
pensando en el invierno y la ponen en su refugio;
avanza por los campos el negro batallón y en angosto sendero
arrastra su botín entre las hierbas; unas los granos mayores
empujan con los hombros, otras cuidan la formación
y azuzan a las retrasadas, hierve el camino entero con su trabajo.
¡Qué sentías entonces, Dido, al contemplar todo eso!
¡Qué gemidos no dabas al ver de lo alto de la muralla
hervir el litoral entero y animarse
ante tus ojos la llanura con tanto griterío!
¡Ímprobo Amor, a qué no obligas a los mortales pechos!
De nuevo a recurrir a las lágrimas, a intentarlo de nuevo con ruegos
y, suplicante, se ve obligada a domeñar sus ánimos ante el amor,
que no ha de dejar nada sin probar en vano la que va a morir.
«Ana, ves cómo por toda la costa se apresuran,
de todas partes acuden; que la vela solicita ya las brisas
y hasta gozosos los marinos colocaron guirnaldas sobre sus popas.
Yo, si pude aguardar a este dolor tan grande,
también, hermana mía, podré aguantarlo. Sólo esto en mi desgracia
concédeme, Ana. Que sólo a ti te respetaba aquel pérfido,
y a ti te confiaba también sus secretos sentimientos;
sólo tú conocías sus momentos mejores y su disposición.
Ve, hermana mía, y habla suplicante a un enemigo orgulloso:
no juré yo con los dánaos en Áulide la destrucción
del pueblo troyano, ni envié contra Pérgamo mi flota,
ni he violado las cenizas de su padre Anquises, ni sus Manes.
¿Por qué no deja que lleguen mis palabras a sus duros oídos?
¿Hacia dónde corre? Que al menos dé un último presente a la amante desgraciada:
que espere una huida fácil y unos vientos propicios.
No reclamo ya el compromiso aquel que ha traicionado,
ni que se quede sin su hermoso Lacio o abandone su reino;
pido un tiempo muerto, descanso y tregua para mi locura,
mientras mi suerte me enseña a soportar el dolor de la derrota.
Éste es el último favor que pido (ten piedad de tu hermana)
y, si me lo concede, con creces se lo pagaré con mi muerte.»
De esta manera suplicaba y tales llantos la desgraciada
hermana lleva y vuelve a llevar. Mas a él no hay lágrima
que lo conmueva ni quiere escuchar palabra alguna:
los hados se lo impiden y un dios le tapa los oídos imperturbables.
Y como cuando de un lado y de otro los Bóreas alpinos
20
se pelean por arrancar la robusta encina de añoso tronco
con sus soplidos; braman, y las altas ramas
caen a tierra desde la copa golpeada;
ella, sin embargo, a las rocas se clava y tanto su punta eleva
a las auras etéreas como llega hasta el Tártaro con la raíz:
no de otro modo se ve batido el héroe de una y otra parte
con insistencia, y en lo hondo de su noble pecho siente las cuitas;
firme sigue su propósito, las lágrimas ruedan inanes.
Entonces, aterrorizada por su sino, la infeliz Dido
busca la muerte; odia contemplar ya la bóveda del cielo.
Y para más animarse a sacar adelante su plan y abandonar la luz,
vio (horrible presagio), al dejar sus ofrendas sobre las aras
donde arde el incienso, que negros se ponían los líquidos sagrados
y sangre impura volverse los vinos libados;
y a nadie contó lo que había visto, ni a su hermana siquiera.
Además, había en su casa de mármol un templo
del antiguo esposo, que honraba con honor admirable,
adornado de níveos vellones y fronda festiva;
de aquí le pareció oír sus voces y palabras,
que la llamaba, cuando la oscura noche se apoderaba de la tierra,
y que por los tejados un búho solitario con fúnebre canto
se lamentaba a menudo hasta convertir su larga voz en llanto.
Y muchas predicciones además de antiguos vates
la aterrorizan con terrible advertencia. La persigue fiero Eneas
en persona en sus sueños de loca y siempre se ve a sí misma
sola, abandonada, siempre sin compañía marchando
por un largo camino y en una tierra desierta buscar a los tirios,
como Penteo ve en su locura de las Euménides la tropa
y aparecer dos soles gemelos y una doble Tebas,
como aparece Orestes en la escena, hijo de Agamenón,
cuando huye de su madre armada de antorchas y negras
serpientes y en el umbral están sentadas las Furias vengadoras.
Así que cuando, vencida por la pena, la invadió la locura
y decretó su propia muerte, el momento y la forma planea
en su interior, y dirigiéndose a su afligida hermana
oculta en su rostro la decisión y serena la esperanza en su frente:
«He encontrado, hermana, el camino (felicítame)
que me lo ha de devolver o me librará de este amor.
Junto a los confines del Océano y al sol que muere
está la región postrera de los etíopes, donde el gran Atlante
hace girar sobre su hombro el eje tachonado de estrellas:
de aquí me han hablado de una sacerdotisa del pueblo masilo,
guardiana del templo de las Hespérides, la que daba al dragón
su comida y cuidaba en el árbol las ramas sagradas,
rociando húmedas mieles y soporífera adormidera.
Ella asegura liberar con sus encantamientos cuantos corazones
desea, infundir por el contrario a otros graves cuitas,
detener el agua de los ríos y hacer retroceder a los astros,
y conjura a los Manes de la noche. Mugir verás
la tierra bajo sus pies y bajar los olmos de los montes.
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A ti, querida hermana, y a los dioses pongo por testigos
y a tu dulce cabeza, de que a disgusto me someto a la magia.
Tú levanta en secreto una pira dentro del palacio,
al aire, y sus armas, las que dejó el impío colgadas
en el tálamo y todas sus prendas y el lecho conyugal
en el que perecí, ponlos encima: todos los recuerdos
de un hombre nefando quiero destruir, y lo indica la sacerdotisa».
Dice esto y se calla, e inunda la palidez su rostro.
Ana no advierte, sin embargo, que su hermana bajo ritos extraños
oculta su propio funeral, ni imagina en su mente locura
tan grande o teme desgracia mayor que la muerte de Siqueo.
Así que obedece sus órdenes.
La reina al fin, levantada la enorme pira al aire
en lugar apartado con teas de pino y de encina,
adorna el lugar con guirnaldas y lo corona de ramas
funerales; encima las prendas y la espada dejada
y un retrato sobre el lecho coloca sin ignorar el futuro.
Altares se alzan alrededor y la sacerdotisa, suelto el cabello,
invoca con voz de trueno a sus trescientos dioses, y a Érebo y Caos
y Hécate trigémina, los tres rostros de la virgen Diana.
Y había asperjado líquidos fingidos de la fuente del Averno,
y se buscan hierbas segadas con hoces de bronce
a la luz de la luna, húmedas de la leche del negro veneno;
se busca asimismo el filtro arrancado de la frente del potrillo
mientras nacía, quitándoselo a su madre.
La propia reina junto a los altares, con uno de sus pies desatado,
la harina sagrada en las piadosas manos y el vestido suelto,
pone por testigos a los dioses de que va a morir y a las estrellas
sabedoras del destino, y reza entonces al numen justo y memorioso,
si es que lo hay, que cuida de los amores no correspondidos.
La noche era, y gozaban del plácido sopor los cuerpos
fatigados por las tierras, y habían callado los bosques y las feroces
llanuras, cuando giran los astros en mitad de su caída,
cuando enmudece todo campo, los ganados y las pintadas aves,
cuanto los líquidos lagos y cuanto los campos erizados
de zarzas habita, entregado al sueño bajo la noche callada.
Mas no la fenicia de infeliz corazón, en ningún momento
se abandona al sueño o acoge en sus ojos o en su pecho
a la noche: se le doblan las penas y alzándose de nuevo
amor la mortifica y fluctúa en gran tormenta de ira.
Así vuelve a insistir y así da vueltas consigo en su corazón:
«¡Qué hago, ay! ¿He de servir de burla a mis antiguos
pretendientes? ¿Buscaré matrimonio suplicante entre los númidas,
a quienes ya tantas veces desdeñé como maridos?
¿He de seguir si no a las naves de Ilión y las orgullosas
órdenes de los teucros? ¿Tal vez por la ayuda con la que les salvé
aún permanece en su memoria el agradecimiento por mi acción?
Mas aun si así lo quiero, ¿quién lo permitirá y odiosa
me acogerá en las naves soberbias? ¿Acaso no lo sabes, pobre de ti,
y no conoces aún los perjuicios del pueblo de Laomedonte?
22
¿Qué, entonces? ¿Acompañaré sola en su huida a los victoriosos marinos
o con los tirios y todo el apretado grupo de los míos
me dejaré llevar lanzando de nuevo a las aguas a cuantos a la fuerza
arranqué de la ciudad sidonia y ordenaré dar velas al viento?
No, no. Muere, te lo has ganado, y aleja tu sufrir con la espada.
Tú vencida por mis lágrimas; tú, hermana mía, mi locura
cargas la primera de desgracias y me ofreces al enemigo.
No he podido pasar mi vida sin bodas y sin culpa,
como las fieras salvajes, sin probar cuitas tales;
no he mantenido la palabra dada a las cenizas de Siqueo».
Lamentos tan grandes rompía ella en su pecho:
Eneas, decidido a partir, en lo alto de su popa
gozaba sus sueños tras disponerlo todo según el rito.
En sueños se le presentó la imagen del dios que volvía
con el mismo rostro y así de nuevo le pareció decir,
en todo semejante a Mercurio, en la voz y el color,
así como los rubios cabellos y el cuerpo de juventud adornado:
«Hijo de la diosa, ¿puedes dormir en una hora como ésta,
por más que ves el peligro acechar a tu alrededor,
inconsciente, y no oyes cómo los Céfiros su favor te brindan?
Mira que esa mujer trama en su pecho engaños y un horrendo crimen,
dispuesta a morir, y suscita diversas tempestades de ira.
¿No te marchas al punto de aquí, ahora que puedes escapar?
Has de ver el mar enturbiarse de maderos, y crueles antorchas
encenderse, el litoral hervir en llamas,
si la Aurora te sorprende entretenido aún por estas tierras.
Ea, ánimo. Date prisa, que cosa varia es siempre y mudable
la mujer.» Tras así decir se confundió con la negra noche.
Entonces, por fin, Eneas, asustado por las sombras repentinas,
saca su cuerpo del sueño y a sus compañeros fatiga
presurosos: «¡Atentos, amigos, y a los remos!
¡Soltad las velas, rápido! Que un dios ha llegado del alto cielo
a precipitar la marcha y las retorcidas amarras nos anima
de nuevo a desatar. Vamos tras de ti, santo dios,
quienquiera que seas, y gozosos te obedecemos de nuevo.
Asístenos favorable y ayúdanos y ponnos los astros
propicios en el cielo», dijo, y saca la espada de la vaina
relampagueante y corta con golpe preciso las sogas.
El mismo ardor se apodera de todos, y se lanzan y corren;
dejan las playas, se esconde el mar bajo las naves,
se esfuerzan en agitar la espuma y barren las olas azules.
Y ya la Aurora primera regaba las tierras con nueva claridad,
abandonando el lecho azafrán de Titono.
La reina cuando desde su atalaya vio blanquear la luz
primera y a la flota avanzar con las velas en línea,
y notó playas y puertos vacíos y sin remeros,
golpeando tres y cuatro veces con la mano su hermoso pecho
y mesándose el rubio cabello: « ¡Por Júpiter! ¿Se va a marchar
éste?», dice. «¿Se burlará un extranjero de mi poder?
¿No tomarán los míos las armas y bajarán de la ciudad entera,
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no arrancarán las naves de sus diques? ¡Id,
volad presurosos con el fuego, disparad las flechas, impulsad los remos!
¿Qué estoy diciendo? ¿Dónde estoy? ¿Qué locura agita mi mente?
Pobre Dido, ¿ahora te afectan las impías acciones?
Debiste hacerlo al tiempo de entregarle tu cetro. ¡Ay, diestra y promesa!
¡Y dicen que lleva consigo los patrios Penates,
que ofreció sus hombros a un padre vencido por la edad!
¿Es que no pude destrozar su cuerpo y esparcir por las olas
sus pedazos? ¿Ni pasar por la espada a sus compañeros
y al propio Ascanio, y servirlo luego en la mesa de su padre?
Mas incierta habría sido la fortuna del combate. ¡Igual daba!
¿A quién temer, si iba ya a morir? Antorchas habría lanzado contra su campamento
y habría llenado de fuego todas sus esquinas, y al hijo y al padre
habría liquidado con su pueblo, y yo misma me habría lanzado a la hoguera.
¡Oh, Sol, que todos los afanes de la tierra iluminas con tus rayos!
¡Y tú, Juno, intérprete y sabedora de mis cuitas,
y Hécate, ululada de noche en los cruces de las ciudades,
y Furias de la venganza y dioses de Elisa que se muere!
Aceptad esto, caed sobre los malvados con justo numen
y escuchad nuestras plegarias. Si es preciso que arribe
a puerto este ser infando y navegue hasta tierra,
y así lo exigen los hados de Jove y está determinado este final,
que al menos perseguido por la guerra y las armas de un pueblo audaz,
expulsado de sus territorios, arrancado del abrazo de Julo
implore auxilio y contemple las muertes indignas
de los suyos, y que, cuando se haya colocado bajo una ley
inicua, ni disfrute del reino ni de la luz ansiada,
sino que caiga antes de tiempo y quede insepulto en la arena.
Esto pido, esta voz mía derramo la última junto con mi sangre.
Luego vosotros, tirios, perseguid con odio a su estirpe
y a la raza que venga, y dedicad este presente
a mis cenizas. No haya ni amor ni pactos entre los pueblos.
Y que surja algún vengador de mis huesos
que persiga a hierro y fuego a los colonos dardanios
ahora o más tarde, cuando se presenten las fuerzas.
Costas enfrentadas a sus costas, olas contra sus aguas
imploro, armas contra sus armas: peleen éllos mismos y sus nietos».
Esto dice, y a todas partes dirigía su ánimo,
buscando romper cuanto antes una luz odiada.
Y entonces habló brevemente a Barce, nodriza que fue de Siqueo,
que a la suya negra ceniza tenía en su antigua patria:
«A Ana, mi querida nodriza, llama aquí a mi hermana.
Dile que se apresure a lavar su cuerpo con agua del río,
y que traiga consigo los animales y las víctimas prescritas.
Que venga así, y tú misma ciñe tus sienes con las ínfulas santas.
El sacrificio a Júpiter Estigio que comencé y dispuse según el rito,
tengo intención de cumplirlo y acabar así con mis cuitas
entregando a las llamas la pira del dardanio».
Así dice. Y ya apresuraba la otra el paso con senil afán.
Mas Dido, enfurecida y trémula por su empresa tremenda,
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volviendo sus ojos en sangre y cubriendo de manchas
sus temblorosas mejillas y pálida ante la muerte cercana,
irrumpe en las habitaciones de la casa y sube furibunda
a la pira elevada y la espada desenvaina
dardania, regalo que no era para este uso.
En ese momento, cuando las ropas de Ilión y el lecho conocido
contempló, en breve pausa de lágrimas y recuerdos,
se recostó en el diván y profirió sus últimas palabras:
«Dulces prendas, mientras los hados y el dios lo permitían,
acoged a esta alma y libradme de estas angustias.
He vivido, y he cumplido el curso que Fortuna me había marcado,
y es hora de que marche bajo tierra mi gran imagen.
He fundado una ciudad ilustre, he visto mis propias murallas,
castigo impuse a un hermano enemigo tras vengar a mi esposo:
feliz, ¡ah!, demasiado feliz habría sido si sólo nuestra costa
nunca hubiesen tocado los barcos dardanios»,
dijo, y, la boca pegada al lecho: «Moriremos sin venganza,
mas muramos», añade. «Así, así me place bajar a las sombras.
Que devore este fuego con sus ojos desde alta mar el troyano
cruel y se lleve consigo la maldición de mi muerte»,
había dicho, y entre tales palabras la ven las siervas
vencida por la espada, y el hierro espumante
de sangre y las manos salpicadas. Se llenan de gritos los altos
atrios: enloquece la Fama por una ciudad sacudida.
De lamentos resuenan los techos y de los gemidos
y el ulular de las mujeres, el éter de gritos horribles,
no de otro modo que si Cartago entera o la antigua Tiro
cayeran ante el acoso del enemigo y llamas enloquecidas
se agitasen por igual en los tejados de los dioses y de los hombres.
Lo oyó su hermana sin aliento y en temblorosa carrera
asustada, hiriéndose la cara con las uñas y el pecho con los puños,
se abalanza y llama por su nombre a la agonizante:
«¿Así que esto era, hermana mía? ¿Con trampas me requerías?
¿Esto esa pira, estos fuegos y altares me reservaban?
¿Qué lamentaré primero en mi abandono? ¿Desprecias en tu muerte
la compañía de tu hermana? Me hubieras convocado a un sino igual,
que el mismo dolor y la misma hora nos habrían llevado a ambas.
¿He levantado esto con mis manos y con mi voz he invocado
a los dioses patrios para faltarte, cruel, en tu muerte?
Has acabado contigo y conmigo, hermana, con el pueblo y los padres
sidonios y con tu propia ciudad. Dejadme, lavaré sus heridas
con agua y si anda errante aún su último aliento
con mi boca lo he de recoger». Dicho esto había subido los altos escalones,
y daba calor a su hermana medio muerta con el abrazo de su pecho
entre lamento y con su vestido secaba la negra sangre.
Cayó aquélla tratando de alzar sus pesados ojos
de nuevo; gimió la herida en lo más hondo de su pecho.
Tres veces apoyada en el codo intentó levantarse,
tres veces desfalleció en el lecho y buscó con la mirada perdida
la luz en lo alto del cielo y gimió profundamente al encontrarla.
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Entonces Juno todopoderosa, apiadada de un dolor tan largo
y de una muerte difícil a Iris envió desde el Olimpo
a quebrar un alma luchadora y sus atados miembros.
Que, como no reclamada por su sino ni par la muerte se marchaba
la desgraciada antes de hora y presa de repentina locura,
aún no le había cortado Prosérpina el rubio cabello
de su cabeza, ni la había encomendado al Orco Estigio.
Iris por eso con sus alas de azafrán cubiertas de rocío
vuela por los cielos arrastrando contra el sol mil colores
diversos y se detuvo sobre su cabeza. «Esta ofrenda a Dite
recojo como se me ordena y te libero de este cuerpo».
Esto dice y corta un mechón con la diestra: al tiempo todo
calor desaparece, y en los vientos se perdió su vida.
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3. a. SAFO DE LESBOS: «Me parece que es igual a los dioses…».
Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes. Lo que a mí
el corazón en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz.
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3. b. HORACIO: «Épodo II».
«Dichoso aquél que alejado de los negocios,
como la primitiva raza de los mortales,
trabaja en el campo paterno con sus bueyes,
libre de toda usura,
y no se despierta como el soldado con la fiera trompeta
ni teme al mar embravecido,
y evita el foro y las orgullosas puertas
de las ciudades demasiado poderosas.
Marida él, en cambio, los altos álamos
con los tallos adultos de la vid,
o vigila sus errantes rebaños de mugientes reses
en un valle recoleto,
o, podando con su hoz las ramas inútiles,
injerta las más pujantes,
o pone la miel extraída en limpias ánforas,
o esquila a las asustadizas ovejas.
Y cuando el Otoño en los campos ha alzado su cabeza
ornada de dulces frutos,
¡cómo disfruta recogiendo las injertadas peras
y la uva que compite con la púrpura
con que poder obsequiarte a ti, Príapo,
y a ti, padre Silvano, protector de sus términos!
Le gusta yacer, ora bajo la vieja encina,
ora sobre un tupido prado,
mientras corren las aguas por los ríos profundos
y se lamentan las aves en los bosques
y las fuentes murmuran en sus límpidos manantiales,
lo que invita a un plácido sueño.
Pero cuando el tiempo invernal del tonante Júpiter
amontona nieves y lluvias,
con una gran jauría acosa de aquí para allá fieros jabalíes
hacia las interpuestas trampas,
o extiende con una ligera horquilla las claras redes,
o, preciada recompensa, apresa con el lazo a una tímida liebre
o a una ocasional grulla.
Entre tales cosas ¿quién no olvida
la amargura de las penas que causa el amor?
Y si una honesta mujer le ayuda en parte de la casa
y con dulces hijos,
o si, como una sabina o como la esposa de un ágil apulio
tostada por el sol,
enciende con viejos troncos el fuego sagrado
a la llegada del cansado marido
y, encerrando el lustroso ganado en trenzados apriscos,
ordeña las henchidas ubres
o, sacando vino del año de un buen tonel,
prepara no comprados manjares,
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entonces no me agradarán más las ostras de Lucrino,
ni el rodaballo, ni los escaros
—si una tempestuosa tormenta los arrojase
a este mar desde los orientales mares—,
ni descenderá a mi estómago el ave africana
ni el francolín de Jonia
más gustosamente que la oliva cogida
de las cargadísimas ramas de los árboles
o que los tallos de acedera que crece en los prados
y las malvas, beneficiosas para el cuerpo enfermo,
o que los corderos sacrificados en las fiestas Terminales,
o que un cabrito arrebatado al lobo.
¡En medio de estos manjares, cómo me alegra ver
las ovejas apacentadas dirigiéndose hacia la casa;
ver los cansados bueyes arrastrando con su lánguido cuello
el arado invertido,
y a los sirvientes, indicio de casa rica,
colocados alrededor de los resplandecientes Lares!».
Cuando el usurero Alfio, casi un futuro campesino,
hubo dicho esto,
recogió todo el dinero pagado en los Idus
y ya busca colocarlo en las Kalendas.
29
4. a. SÓFOCLES: Antígona.
«ACTO I, Escena 1»
La escena, frente al palacio real de Tebas con escalinata. Al fondo, la montaña. Cruza
la escena Antígona, para entrar en palacio. Al cabo de unos instantes, vuelve a salir,
llevando del brazo a su hermana Ismene, a la que hace bajar las escaleras y aparta de
palacio.
ANTÍGONA
Hermana de mi misma sangre, Ismene querida, tú que conoces las desgracias de la casa
de Edipo, ¿sabes de alguna de ellas que Zeus no haya cumplido después de nacer
nosotras dos? No, no hay vergüenza ni infamia, no hay cosa insufrible ni nada que se
aparte de la mala suerte, que no vea yo entre nuestras desgracias, tuyas y mías. Y hoy,
encima, ¿qué sabes de este edicto que dicen que el estratego acaba de imponer a todos
los ciudadanos? ¿Te has enterado ya o no sabes los males inminentes que los enemigos
tramaron contra seres queridos?
ISMENE
No, Antígona, a mí no me ha llegado noticia alguna de seres queridos, ni dulce ni
dolorosa, desde que nos vimos las dos privadas de nuestros dos hermanos, por doble y
recíproco golpe fallecidos en un solo día. Después de partir el ejército argivo, esta
misma noche, no sé ya nada que pueda hacerme ni más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA
No me cabía duda, y por esto te traje aquí, superado el umbral de palacio, para que me
escucharas, tú sola.
ISMENE
¿Qué pasa? Se ve que lo que vas a decirme te ensombrece.
ANTÍGONA
Y, ¿cómo no, pues? ¿No ha juzgado Creonte digno de honores sepulcrales a uno de
nuestros hermanos, y al otro tiene en cambio deshonrado? Es lo que dicen: a Etéocles le
ha parecido justo tributarle las justas, acostumbradas honras, y le ha hecho enterrar de
forma que en honor le reciban los muertos, bajo tierra. En cambio, dicen que un edicto
dio a los ciudadanos prohibiendo que nadie dé sepultura al pobre cadáver de Polinices,
que nadie le llore, incluso, que se le deje allí, sin duelo, insepulto, dulce tesoro a merced
de las aves que busquen donde cebarse. Esto dicen que es lo que el buen Creonte tiene
decretado también para ti y para mí, sí, también para mí, y que viene hacia aquí, para
anunciarlo con toda claridad a los que no lo saben todavía, que no es asunto de poca
monta ni puede así considerarse, porque el que transgreda alguna de estas órdenes será
reo de muerte, públicamente lapidado en la ciudad. Estos son los términos de la
cuestión: ya no te queda sino mostrar si haces honor a tu linaje o si eres indigna de tus
ilustres antepasados.
ISMENE
No seas atrevida: Si las cosas están así, ate yo o desate en ellas, ¿qué podría ganarse?
30
ANTÍGONA
¿Puedo contar con tu esfuerzo, con tu ayuda? Piénsalo.
ISMENE
¿Qué arriesgada empresa tramas? ¿Adónde va tu pensamiento?
ANTÍGONA
Quiero saber si vas a ayudar a mi mano a alzar al muerto.
ISMENE
Pero, ¿es que piensas darle sepultura, sabiendo que públicamente se ha prohibido?
ANTÍGONA
Es mi hermano —y también tuyo, aunque tú no quieras—. Cuando me prendan, nadie
podrá llamarme traidora.
ISMENE
¡Y contra lo ordenado por Creonte, ay, audacísima!
ANTÍGONA
Él no tiene potestad para apartarme de los míos.
ISMENE
Ay, reflexiona, hermana, piensa: nuestro padre, cómo murió, aborrecido, deshonrado,
después de cegarse él mismo sus dos ojos, enfrentado a faltas que él mismo tuvo que
descubrir. Y después, su madre y esposa —que las dos palabras le cuadran—, pone fin a
su vida en infame, entrelazada soga. En tercer lugar, nuestros dos hermanos, en un solo
día, consuman, desgraciados, su destino, el uno por mano del otro asesinados. Y ahora,
que solas nosotras dos quedamos, piensa que ignominioso fin tendremos si violamos lo
prescrito y transgredimos la voluntad o el poder de los que mandan. No, hay que aceptar
los hechos: que somos dos mujeres, incapaces de luchar contra hombres; y que tienen el
poder los que dan órdenes y hay que obedecerlas—éstas y todavía otras más dolorosas.
Yo, por mi parte, pido, a los que yacen bajo tierra su perdón, pues que obro forzada,
pero pienso obedecer a las autoridades: esforzarse en no obrar como todos carece de
sentido, totalmente.
ANTÍGONA
Aunque ahora quisieras ayudarme, ya no te lo pediría: tu ayuda no sería de mi agrado.
En fin, reflexiona sobre tus convicciones: yo voy a enterrarle, y, en habiendo yo así
obrado bien, que venga la muerte. Amiga yaceré con él, con un amigo, convicta de un
delito piadoso; por más tiempo debe mi conducta agradar a los de abajo que a los de
aquí, pues mi descanso entre ellos ha de durar siempre. En cuanto a ti, si es lo que crees,
deshonra lo que los dioses honran.
«ACTO II, Escena 1»
CREONTE
(A Antígona)
Y tú, tú que inclinas al suelo tu rostro, ¿confirmas o desmientes haber hecho esto?
31
ANTÍGONA
Lo confirmo. Sí; yo lo hice, y no lo niego.
CREONTE
(Al guardián, que se va enseguida.)
Tú puedes irte a dónde quieras, ya del peso de mi inculpación.
(A Antígona)
Pero tú, dime brevemente, sin extenderte; ¿sabías que estaba decretado no hacer esto?
ANTÍGONA
Sí, lo sabía: ¿cómo no iba a saberlo? Todo el mundo lo sabe.
CREONTE
Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?
ANTÍGONA
No era Zeus quien me la había decretado, ni la Justicia, compañera de los dioses
subterráneos; no son de ese tipo las leyes que a los humanos dictan. No creía yo
que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que solo un hombre
pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su
vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que
aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que
pudiera pensar alguien. Ya veía, ya, mi muerte aunque tú no hubieses decretado
nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia. Quien, como yo, entre
tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es desgracia
para mí tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre
estuviera insepulto y yo lo soportara, entonces, eso sí me sería doloroso; mas no lo
que me aguarda. Puede que a ti te parezca que obré como una loca, pero, poco más
o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi locura.
CORIFEO
Muestra la joven fiera audacia, hija de un padre fiero: no sabe ceder al infortunio.
CREONTE
(Al coro.)
Pues sabe que los más inflexibles pensamientos son los más prestos a caer. El hierro
que, una vez cocido, el fuego hace fortísimo y muy duro, a menudo verás cómo se
resquebraja, lleno de hendiduras. Sé de fogosos caballos que una pequeña brida ha
domado. No cuadra la arrogancia al que es esclavo del vecino. Ella se daba
perfecta cuenta de la suya, al transgredir las leyes establecidas; y, después de
hacerlo, vino otra nueva arrogancia: ufanarse y mostrar alegría por haberlo hecho.
En verdad que el hombre no sería yo, que el hombre sería ella si ante esto no siente
el peso de mi autoridad. Pero, por muy de sangre de mi hermana que sea, aunque
sea más de mi sangre que todo el Zeus que preside mi hogar, ni ella ni su hermana
podrán escapar de muerte infamante, porque a su hermana también la acuso de
haber tenido parte en la decisión de sepultarle.
(A los esclavos.)
Llamadla.
(Al coro.)
32
Sí, la he visto dentro hace poco, fuera de sí, incapaz de dominar su razón; porque,
generalmente, el corazón de los que traman en la sombra acciones no rectas, antes
de que realicen su acción, ya resulta convicto de su artería. Pero, sobre todo, mi
odio es para la que, cogida en pleno delito, quiere después presumir de ello.
ANTÍGONA
Ya me tienes: ¿buscas aún algo más que mi muerte?
CREONTE
Por mi parte, nada más; con tener esto, lo tengo ya todo.
ANTÍGONA
¿Qué esperas, pues? A mí tus palabras ni me placen ni podrían nunca llegar a
complacerme, y las mías también a ti te son desagradables. De todos modos, ¿cómo
podía alcanzar más gloriosa gloria que enterrando a mi hermano? Todos estos te dirían
que mi acción les agrada si el miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene,
entre otras muchas ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.
CREONTE
De entre todos los cadmeos, este punto de vista es solo tuyo.
ANTÍGONA
No, es el de todos: pero ante ti cierran la boca.
CREONTE
¿Y a ti no te avergüenza, distinguirte así de ellos?
ANTÍGONA
Nada hay vergonzoso en honrar a los hermanos.
CREONTE
¿Y no era acaso tu hermano el que murió frente a él?
ANTÍGONA
Mi hermano era, del mismo padre y de la misma madre.
CREONTE
Y, siendo así, ¿cómo tributas al uno honores impíos para el otro?
ANTÍGONA
No sería a ésta la opinión del muerto.
CREONTE
Sí, si tú le honras igual que al impío.
ANTÍGONA
Cuando murió no era su esclavo: era su hermano.
CREONTE
Que había venido a arrasar el país; y el otro se opuso en su defensa.
33
ANTÍGONA
Con todo, Hades requiere leyes iguales.
CREONTE
Pero no que el que obró bien tenga la misma suerte que el malvado.
ANTÍGONA
¿Quién sabe si allí abajo mi acción es elogiable?
CREONTE
No, en verdad no, que el enemigo, aun muerto, será jamás amigo.
ANTÍGONA
Yo no nací para el odio, sino para el amor.
CREONTE
Pues vete abajo y, si te quedan ganas de amar, ama a los muertos que, a mí, mientras
viva, no ha de mandarme una mujer.
Se acerca Ismene entre dos esclavos.
CORIFEO
Mas he aquí, ante las puertas, a Ismene. Lágrimas vierte, de amor por su hermana. Una
nube sobre sus cejas su sonrosado rostro afea y sus bellas mejillas en llanto están
bañadas.
CREONTE
(A Ismene)
Y tú, que te movías por palacio en silencio, como una víbora, apurando mi sangre... Sin
darme cuenta, alimentaba dos desgracias que querían arruinar mi trono. Venga, habla:
¿vas a decirme también tú que tuviste tu parte en lo de la tumba, o jurarás no saber
nada?
ISMENE
Si ella está de acuerdo, yo lo he hecho: acepto mi responsabilidad; con ella cargo.
ANTÍGONA
No, que no te lo permite la justicia; ni tú quisiste ni te di yo parte en ello.
ISMENE
Ante tu desgracia, me avergonzaría no ser tu socorro en el remo, por el mar de tu dolor.
ANTÍGONA
De quién fue obra bien lo saben Hades y los de allí abajo. Por mi parte, no quiero a la
amiga que lo es tan solo de palabra.
ISMENE
No, hermana, no me niegues el honor de morir contigo y el de haberte ayudado a
cumplir los ritos debidos al muerto.
34
ANTÍGONA
No quiero que mueras tú conmigo ni que hagas tuyo algo en lo que no tuviste parte:
bastará con mi muerte.
ISMENE
¿Y cómo podré vivir, si tú me dejas?
ANTÍGONA
Pregúntale a Creonte, ya que tanto te preocupas por él.
ISMENE
¿Por qué me atormentas así, sin sacar con ello nada?
ANTÍGONA
Con dolor en verdad lo hago, si me estoy riendo de ti.
ISMENE
Y yo, ahora, ¿en qué otra cosa podría serte útil?
ANTÍGONA
Sálvate: yo no he de envidiarte si sales de esta.
ISMENE
¡Ay de mí, desgraciada, y no poder acompañarte en tu destino!
ANTÍGONA
Tú escogiste vivir, y yo la muerte.
ISMENE
Pero no sin que mis palabras, al menos, te advirtieran.
ANTÍGONA
Para unos, tú pensabas bien..., yo para otros.
ISMENE
Sin embargo, las dos hemos faltado igualmente.
ANTÍGONA
Ánimo, deja eso ya. A ti te toca vivir; en cuanto a mí, mi vida se acabó hace tiempo, por
salir en ayuda de los muertos.
CREONTE
(Al coro.)
De estas dos muchachas, la una os digo que acaba de enloquecer y la otra que está loca
desde que nació.
35
4. b. PLAUTO: Anfitrión.
«Acto II, Escena 1»
ANFITRIÓN: ¿Cómo diablos puede ser —reflexiona conmigo— que tú estés aquí y en
casa. Esto quiero que se me explique.
SOSIA: En verdad que estoy aquí y allí. Asómbrese quienquiera, que ello no te parece
más admirable a ti que a mí.
ANFITRIÓN: ¿Cómo?
SOSIA: Digo que no te parece más admirable a ti que a mí; yo mismo, así los dioses me
valgan, no podía darme crédito a mí mismo, Sosia, hasta que el otro Sosia, yo mismo,
me forzó a creer. Explicó detalladamente todo lo que ocurrió allá cuando nos
enfrentábamos con los enemigos. Me ha robado la figura y el nombre, y ni la leche es
más parecida a la leche de lo que él se parece a mí, pues cuando hace poco, antes del
alba, me has enviado del puerto a casa…
ANFITRIÓN: ¿Qué?
SOSIA: Hacía ya mucho tiempo que estaba en la puerta antes de llegar.
ANFITRIÓN: ¡Malvado! ¿Qué farsa es ésta? ¿Estás en tus cabales?
SOSIA: Ya lo ves.
ANFITRIÓN: No sé qué maleficio habrán echado a este hombre, con mano aviesa,
desde que se apartó de mí.
SOSIA: Cierto: me han machacado con golpes de manera extremada.
ANFITRIÓN: ¿Quién?
SOSIA: Yo mismo, yo que estoy en casa ahora mismo.
ANFIRIÓN: Ten cuidado de no responder más que a lo que te pregunte. Ante todo
quiero que me expliques quién es este Sosia.
SOSIA: Tu esclavo.
ANFITRIÓN: Contigo tengo ya de sobra, y desde que nací no he tenido otro esclavo
Sosia que tú.
SOSIA: Y yo, Anfitrión, te digo esto: Al llegar haré que encuentres en tu casa, te lo
aseguro, otro Sosia, que es hijo de Davo, mi mismo padre, que tiene mi misma traza y
mi misma edad. ¿Para qué hablar más? Te ha nacido un gemelo de Sosia.
36
5. a. CHRÉTIEN DE TROYES: El caballero del león.
Mi señor Yvain caminaba pensativo por un espeso bosque; de repente oyó entre
la maleza un grito muy doloroso y agudo. Se dirigió hacia donde había oído que
provenía el grito y, cuando llegó, vio en un claro a un león, al que una serpiente
agarraba por la cola mientras le quemaba los lomos con una llama ardiente. Mi señor
Yvain no se detuvo mucho rato contemplando esta maravilla, y deliberó consigo mismo
a quién de los dos ayudaría. Entonces dijo que socorrerá al león, porque a los seres
venenosos y a los traidores sólo se les debe hacer mal, y la serpiente es venenosa y echa
fuego por la boca, tan llena de felonía está. Mi señor Yvain decidió que primero la
mataría a ella; desenvainó la espada, avanzó, y se puso el escudo ante el rostro para que
la llama que arrojaba la garganta, más ancha que una olla, no le abrasara. Si luego el
león le ataca, no le faltará combate. Pero, pase lo que pase después, ahora quiere
ayudarle, pues Piedad le ruega y aconseja que socorra y ayude a la bestia gentil y franca.
Ataca a la traidora serpiente con su espada, que corta sutilmente y la parte hasta el
suelo, y la corta en dos mitades, la golpea y vuelve a golpear, hasta que la desmenuza y
la hace pedazos. Pero le ha sido preciso cortar el extremo de la cola del león, porque
estaba agarrado a la cabeza de la traidora serpiente: sólo lo cortó lo necesario; menos no
pudo.
Cuando hubo liberado al león, pensó que ahora tendría que luchar con él, pues se
le echaría encima: no podía pensar otra cosa. Oíd lo que hizo entonces el león, cómo
actuó noblemente y con generosidad, cómo se puso a demostrar que se le sometía: le
tendió sus dos patas juntas e inclinó la cabeza hasta el suelo; se levantó sobre las patas
traseras, se arrodilló y humildemente bañó de lágrimas su cara. Bien supo entonces mi
señor Yvain que el león le daba gracias y que se humillaba ante él porque le había
librado de la muerte matando a la serpiente, y esta aventura le llenó de alegría. Limpió
la espada del veneno y de la suciedad de la serpiente, la metió en la vaina y reemprendió
el camino. Y el león caminó a su lado, pues nunca lo abandonará: siempre irá con él,
porque le quiere servir y proteger.
El león caminaba delante de él y olió en el viento a algún animal salvaje que
estaba paciendo; el hambre y la naturaleza le indujeron a buscar la presa y cazarla para
procurarse su comida: esto es lo que ordena la naturaleza que haga. Siguió un instante el
rastro y mostró a su señor que había olido y percibido el viento y el olor de una bestia
salvaje. Se paró y le miró, pues le quería servir a su gusto: no quería ir a ninguna parte
en contra de su deseo. Y él comprendió en su mirada que el león le dice que le espera;
no duda de que si se detiene el león se detendrá también, y si le sigue, apresará la caza
que ha olfateado. Entonces le incita y le grita como si fuera un perro de caza y el león al
momento alza la nariz al viento que había olfateado, y que no le había engañado, pues
apenas ha caminado un tiro de arco vio en un valle a un corzo solitario paciendo.
Deseando atraparlo, lo consiguió al primer asalto y luego se bebió la sangre aún
caliente. Una vez lo hubo muerto, se lo echó a la espalda y lo llevó ante su señor, que
desde entonces le tuvo gran cariño y lo llevó en su compañía todos los días de su vida,
por el amor tan grande que le había demostrado.
37
5. b. Las mil y una noches: «Simbad el marino».
Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdad vivía un joven
llamado Simbad. Era muy pobre y para ganarse la vida se veía obligado a
transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador.
—¡Pobre de mí! —se lamentaba— ¡qué triste suerte la mía!
Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa
casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven. A través de
maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una
sala de grandes dimensiones. En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más
exóticas viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había sentadas varias
personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera:
—Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que
lo comprendas, te voy a contar mis aventuras... Aunque mi padre me dejó al morir
una fortuna considerable, fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y
miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos
mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra
el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una
enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las
corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una
vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdad.
Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al
muchacho cien monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente. Así lo hizo
Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas.
—Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y,
cuando desperté, el barco se había marchado sin mí. Llegué hasta un profundo valle
sembrado de diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de
carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a
su nido, sacándome así de aquel lugar.
Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven cien monedas de
oro, con el ruego de que volviera al día siguiente.
—Hubiera podido quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida,
pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran
tormenta y el barco naufragó. Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos
terribles que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que
tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la
oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y escapamos de aquel
espantoso lugar. De vuelta a Bagdad, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero
esto te lo contaré mañana.
Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven cien piezas de oro.
—Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar.
Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey,
con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino:
que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré
escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas.
Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de
sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre cien monedas de oro a Simbad el Cargador. De
este modo el muchacho supo cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había
llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.
38
El anciano Simbad le contó que en el último de sus viajes había sido vendido
como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día,
huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco
con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el
lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había
marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes.
Simbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría
encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la
libertad y le hizo muchos y valiosos regalos.
—Regresé a Bagdad y ya no he vuelto a embarcarme —continuó hablando el
anciano—. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de
todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos.
Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara
quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado y ya nunca más tuvo que
soportar el peso de ningún fardo.
39
6. a. GIOVANNI BOCCACCIO: Decamerón, fragmento, «Quinta jornada, novela
octava».
Había en Rávena, antigua ciudad de la Romaña, muchos gentiles hombres entre
los que se hallaba un mozo de nombre Anastasio degli Onesti, muy rico por herencia de
su padre y de su tío. Y estando sin mujer, se enamoró de una hija de micer Pablo
Traversari. Era la joven más noble que él, mas él esperaba con su conducta atraerla para
que lo amase. Pero esas obras, por hermosas que eran, sólo lograban enojar a la joven,
porque ella solía manifestarse tosca, huraña y dura, aunque tal vez esto se debía a que
ella poseía una belleza singular o a su altiva nobleza. En resumen, a ella nada de él la
complacía lo que para Anastasio resultaba doloroso de soportar, y cuando le dolía
demasiado pensaba en matarse. Otras veces, cuando reflexionaba, se hacía a la idea de
dejarla tranquila y aun de odiarla tanto como ella a él. Pero todo resultaba en vano:
cuanto más se lo proponía más se multiplicaba su amor.
Perseverando, pues, el joven en amarla sin medida, a sus familiares y amigos les
pareció que él y su hacienda iban a agotarse de consumo, por lo cual, muchas veces le
rogaron que se fuese de Rávena a morar en otro lugar por algún tiempo, para ver si
lograba disminuir su amor y sus impulsos. Anastasio se burló de aquel consejo, pero
ellos insistían en su solicitud y al fin decidió complacerles y mandó organizar tantas
maletas como si se fuese a España o a Francia o a cualquier otro lugar remoto; montó en
su caballo y, en compañía de sus amigos, partió de Rávena y se fue a un sitio que dista
de Rávena tres millas y se llama Chiassi. Una vez hubo llegado, mandó armar las
tiendas y dijo a quienes le acompañaban que se volviesen, pues pensaba quedarse donde
estaba. Y ellos regresaron a Rávena. Se quedó Anastasio y empezó a hacer la más
magnífica vida que jamás se conociera, invitando a tales o cuales a comer o cenar como
era su costumbre.
Y sucedió que, llegando primeros de mayo y haciendo buenísimo tiempo, y él
siempre pensando en su cruel amada, mandó a todos lo suyos que le dejasen solo para
poder meditar más a sus anchas, y a pie se trasladó, reflexionando, hasta el pinar. Pasaba
la quinta hora del día y ya se había adentrado en el pinar como una media milla, sin
acordarse de comer ni de nada, entonces súbitamente le pareció oír un grandísimo llanto
y quejas de una mujer. Interrumpido así en sus dulces pensamientos, alzó la cabeza para
ver lo que fuese, y se extrañó de hallarse en pleno pinar. Y, además, mirando ante sí, vio
venir, saliendo de un bosquecillo muy denso de zarzas y realezas y corriendo hacia
donde él se hallaba, una bellísima mujer desnuda, toda arañada de las zarzas y
matorrales, que lloraba y pedía piedad a gritos. Tras ella corrían dos grandes y fieros
mastines, que cuando la alcanzaban la mordían. Venía detrás sobre un negro corcel un
caballero moreno de muy airado rostro y con un estoque en la mano, amenazando de
muerte a la joven con terribles y ofensivas palabras.
Esta visión puso a la vez maravilla y espanto en el ánimo del joven y sintió
compasión de la desventurada, por lo que se resolvió, si podía, librarla de la muerte y de
tal angustia. Pero, hallándose sin armas, recurrió a coger una rama de árbol a guisa de
garrote y fue a hacer frente a los canes y al caballero, el cual, reparando en ello, le gritó
de lejos:
—No intervengas, Anastasio, y déjanos a los perros y a mi hacer lo que esa mala
hembra ha merecido.
En esto, los perros, aferrando con fuerza por las caderas a la mujer, la detuvieron
y el caballero se apeó del corcel. Y Anastasio, acercándose, le dijo:
40
—No sé quién eres que así me conoces, pero te digo que es gran vileza que un
caballero armado quiera matar a una mujer desnuda y echarle los perros detrás como a
una bestia del bosque. Ten por cierto que la defenderé.
El caballero respondió entonces:
—Anastasio, de tu misma tierra fui, y aún eras rapaz pequeño cuando yo, a
quien llamaban micer Guido degli Anastagi, me enamoré tanto de esa mujer como
tú ahora de la Traversari. Y su fiereza y crueldad de tal modo causaron mi
desgracia, que un día con el estoque que ves en mi mano, desesperado me maté y
fui condenado a penas infernales No pasó mucho tiempo sin que ésta, que de mi
muerte se sintió desmedidamente contenta, muriese, y por el pecado de su crueldad
y no habiéndose arrepentido de la alegría que le causó mi final fue también
condenada a las penas del infierno. Mas cuando a él bajó por castigo a los dos nos
fue dado el huir siempre ella ante mí, mientras yo, que tanto la amé, habría de
perseguirla como a mortal enemiga, no como a mujer amada. Y siempre que la
alcanzo, con este estoque que me maté, la mato y la abro en canal, y ese corazón
duro y frío en el que nunca amor ni piedad pudieron entrar, le arranco con las
demás vísceras, como verás pronto, y lo doy a comer a estos perros. Y, según
voluntad de la justicia y potencia de Dios, no pasa mucho tiempo sin que, como si
muerta no estuviera, resucite, y otra vez comience su dolorosa fuga de los perros y
de mí. Y cada viernes, sobre esta hora, aquí la alcanzo y hago en ella el estrago que
verás. Mas no creas que descansamos los demás días, pues entonces también la sigo
y la alcanzo en otros parajes donde cruelmente pensó y obró contra mí. Así,
convertido de amante en enemigo, como ves, he de seguirla así durante tantos años
como ella se portó rigurosamente conmigo. Dejemos, pues, ejecutar la divina
justicia, y no te opongas a lo que no puedes evitar.
Anastasio, al oír tales palabras, quedó tímido y suspenso, con todos los
cabellos erizados y, retrocediendo y mirando a la mísera joven, comenzó, temeroso,
a esperar lo que hiciere el caballero, el cual acabado su razonamiento, como un can
rabioso corrió, estoque en mano, hacia la mujer (que, arrodillada y sostenida con
fuerza por los dos mastines, le pedía perdón) y con todas sus fuerzas le atravesó el
pecho de parte a parte. Cuando la mujer recibió el golpe, cayó de bruces, siempre
llorando y gritando, y el caballero, poniendo mano a un cuchillo, le abrió los
riñones y le sacó el corazón con cuanto lo circuía, y lo echó a los dos mastines, que
lo devoraron afanosamente. Casi en el acto, la joven, como si ninguna de aquellas
cosas hubiere sucedido, se levantó y huyó hacia el mar, perseguida y desgarrada
por los perros. Y el caballero, volviendo a montar a caballo y a requerir su estoque,
la comenzó a seguir y en poco rato tanto se distanciaron, que ya Anastasio no les
pudo ver.
Y habiendo contemplado tales cosas, gran rato estuvo entre complacido y
temeroso; pero después le vino a la memoria la idea de que el suceso podría valerle
de mucho, ya que acontecía todos los viernes. Y, así, señalando bien aquel paraje,
se volvió con su gente y cuando le pareció hizo llamar a los más de sus parientes y
amigos y les dijo:
—Durante largo tiempo me habéis incitado a que deje de amar a mi
enemiga y ceje en mis gastos. Estoy dispuesto a hacerlo, siempre que una gracia me
concedáis. Y es que hagáis que el viernes venidero micer Pablo Traversari, con su
mujer e hija y todas las mujeres de su parentela y las demás que os plazcan,
vengan a almorzar conmigo. Entonces veréis por qué quiero esto.
Les pareció a sus amigos que no era cosa difícil de hacer y al regresar a Rávena,
cuando llegó el momento, invitaron a los que Anastasio deseaba. Aunque mucho costó
41
convencer a la mujer a quien amaba Anastasio, al fin ella acudió con las otras. Hizo
Anastasio que se aderezase un magnífico banquete y dispuso que se colocasen las mesas
bajo los pinos, junto al lugar donde presenció la agonía de la cruel mujer. Y una vez que
hizo sentarse a todas las mesas hombre y mujeres, mandó que su amada fuese puesta
frente al sitio donde debía acontecer el hecho.
Y habiendo llegado ya el último manjar, el desesperado clamor de la joven
perseguida se empezó a oír. Mucho se maravillaron todos y preguntaron qué era, y no lo
supo decir nadie. Levantándose, pues, para averiguar qué sería, vieron a la doliente
mujer, al caballero y los canes, y en un momento todos estuvieron a su lado. Se alzó
gran vocerío contra los perros y el caballero y muchos se adelantaron para ayudar a la
joven, pero el caballero, hablándoles como habló a Anastasio, no sólo les forzó a
retroceder, sino que les espantó y les llenó de pasmo. Como hizo lo que la otra vez
hiciera, las mujeres presentes allí (muchas de las cuales, parientes de la joven o del
caballero, no habían olvidado su amor y la muerte de él) míseramente lloraron, como si
ellas mismas hubieran sufrido lo mismo.
Acabó, en fin, el lance, y desaparecieron mujer y caballero, y los que aquello
habían visto se entregaron a muchos y variados razonamientos. Pero entre los que más
espanto tuvieron figuró la cruel joven amada por Anastasio, porque, habiéndolo visto y
oído todo muy claramente, y conociendo que a ella más que a nadie tales cosas atañían,
ya le parecía estar huyendo de la ira de él y tener los perros a los talones. Y tanto miedo
de esto le sobrevino que, para no incurrir en lo mismo, en breve ocurrió (tan en breve
que aquella misma tarde fue) que, mudado su odio en amor, secretamente mandó a la
estancia de Anastasio una camarera de su confianza, rogándole que fuese a verla, porque
estaba dispuesta a complacerle en todo. Resolvió Anastasio que ello le satisfacía mucho,
y que, si a ella le placía, haría con ella lo que le rogase, pero, para honor de la dama,
tomándola por mujer.
La joven, sabedora que sólo por su culpa no era ya esposa de Anastasio, mandó
contestar que estaba acorde. Y luego, sirviéndose de mensajera a sí misma, dijo a sus
padres que quería ser mujer de Anastasio, lo que mucho les contentó. Al domingo
siguiente casó Anastasio con ella, y celebradas las bodas, mucho tiempo jubilosamente
convivió con ella. Y no sólo el temor de la dama fue causa de aquel bien para ambos,
sino que todas las mujeres altivas se tornaron medrosas, y en lo sucesivo mucho más
dóciles que antes se mostraron en complacer a los hombres.
42
6. b. DANTE ALIGHIERI: Divina Comedia, «Infierno», «Canto V».
Yo comencé: «Poeta, muy gustoso
hablaría a esos dos que vienen juntos
y parecen al viento tan ligeros»2.
Y él a mí: «Los verás cuando ya estén
más cerca de nosotros; si les ruegas
en nombre de su amor, ellos vendrán».
Tan pronto como el viento allí los trajo
alcé la voz: «Oh almas afanadas,
hablad, si no os lo impiden, con nosotros».
Tal palomas llamadas del deseo,
al dulce nido con el ala alzada,
van por el viento del querer llevadas,
ambos dejaron el grupo de Dido3
y en el aire malsano se acercaron,
tan fuerte fue mi grito afectuoso:
«Oh criatura graciosa y compasiva
que nos visitas por el aire perso4
a nosotras que el mundo ensangrentamos;
si el Rey del Mundo fuese nuestro amigo
rogaríamos de él tu salvación,
ya que te apiada nuestro mal perverso.
De lo que oír o lo que hablar os guste,
nosotros oiremos y hablaremos
mientras que el viento, como ahora, calle.
La tierra en que nací está situada
en la Marina donde el Po desciende
y con sus afluentes se reúne.
2 Francesca, hija de Guido da Polenta, señor de Rávena, y amigo de Dante; y Paolo Malatesta, hermano
del marido de ésta, el feroz Gianciotto Malatesta, señor de Rímini, con quien Francesca había sido casada
por motivos políticos alrededor de 1275. Como veremos, la propia Francesca narrará a Dante el amor
desdichado que les ha condenado en uno de los pasajes más bellos y conocidos de toda la Comedia. Toda
la historia parece ser un ejemplo vivo de la teoría amorosa del «Dolce stil novo».
3 Es decir, como apuntamos antes, del grupo de pecadores arrastrados por la pasión amorosa, no por la
sensualidad a otras razones.
4 El perso es un color mezcla de púrpura y negro.
43
Amor, que al noble corazón se agarra,
a éste prendió de la bella persona
que me quitaron; aún me ofende el modo.
Amor, que a todo amado a amar le obliga,
prendió por éste en mí pasión tan fuerte5
que, como ves, aún no me abandona.
El Amor nos condujo a morir juntos,
y a aquel que nos mató Caína espera»6.
Estas palabras ellos nos dijeron.
Cuando escuché a las almas doloridas
bajé el rostro y tan bajo lo tenía,
que el poeta me dijo al fin: «¿Qué
piensas?»
Al responderle comencé: «Qué pena,
cuánto dulce pensar, cuánto deseo,
a éstos condujo a paso tan dañoso».
Después me volví a ellos y les dije,
y comencé: «Francesca, tus pesares
llorar me hacen triste y compasivo;
dime, en la edad de los dulces suspiros
¿cómo o por qué el Amor os concedió
que conocieses tan turbios deseos?»
Y repuso: «Ningún dolor más grande
que el de acordarse del tiempo dichoso
en la desgracia; y tu guía lo sabe7.
Mas si saber la primera raíz
de nuestro amor deseas de tal modo,
hablaré como aquel que llora y habla:
Leíamos un día por deleite,
5 A Paolo.
6 Descubierta, en efecto, su pasión amorosa, los amantes fueron muertos alrededor de 1285 por el marido
burlado, que será condenado en la Caína, zona del círculo noveno donde se castiga a los asesinos de
consanguíneos (Infierno, XXXII).
7 Pues fue un famosísimo poeta en el mundo, y ahora una sombra más en el Limbo, sin esperanza de
salvación.
44
cómo hería el amor a Lanzarote8;
solos los dos y sin recelo alguno.
Muchas veces los ojos suspendieron
la lectura, y el rostro emblanquecía,
pero tan sólo nos venció un pasaje.
Al leer que la risa deseada9
era besada por tan gran amante,
éste, que de mí nunca ha de apartarse,
la boca me besó, todo él temblando.
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
no seguimos leyendo ya ese día».
Y mientras un espíritu así hablaba,
lloraba el otro, tal que de piedad
desfallecí como si me muriese;
y caí como un cuerpo muerto cae.
8 Se trata de una de las novelas escritas en francés que tan famosas fueron en toda Europa a partir del
siglo XII.
9 Junto con la de Tristán e Iseo, la de Lancelot y la reina Ginebra, es la historia de amor más conocida del
ciclo artúrico popularizada por la novela. El pasaje aquí aludido es aquel en que el caballero Gallehault, o
Galeotto, sin saber su secreto amor, condujo a uno a la presencia del otro, e indujo a la reina a que besara
al caballero.
45
7. a. FRANCESCO PETRARCA: Tres sonetos.
1
Bendito sea el año, el punto, el día,
la estación, el lugar, el mes, la hora
y el país, en el cual su encantadora
mirada encadenóse al alma mía.
Bendita la dulcísima porfía
de entregarme a ese amor que en mi alma mora,
y el arco y las saetas, de que ahora
las llagas siento abiertas todavía.
Benditas las palabras con que canto
el nombre de mi amada; y mi tormento,
mis ansias, mis suspiros y mi llanto.
Y benditos mis versos y mi arte
pues la ensalzan, y, en fin, mi pensamiento,
puesto que ella tan sólo lo comparte.
2
¿Dónde cogió el Amor, o de qué vena,
el oro fino de tu trenza hermosa?
¿En qué espinas halló la tierna rosa
del rostro, o en qué prados la azucena?
¿Dónde las blancas perlas con que enfrena
la voz suave, honesta y amorosa?
¿Dónde la frente bella y espaciosa,
más que al primer albor pura y serena?
¿De cuál esfera en la celeste cumbre
eligió el dulce canto, que destila
al pecho ansioso regalada llama?
Y ¿de qué sol tomó la ardiente lumbre
de aquellos ojos, que la paz tranquila
para siempre arrojaron de mi alma?
46
3
Paz no encuentro ni puedo hacer la guerra,
y ardo y soy hielo; y temo y todo aplazo;
y vuelo sobre el cielo y yazgo en tierra;
y nada aprieto y todo el mundo abrazo.
Quien me tiene en prisión, ni abre ni cierra,
ni me retiene ni me suelta el lazo;
y no me mata Amor ni me deshierra,
ni me quiere ni quita mi embarazo.
Veo sin ojos y sin lengua grito;
y pido ayuda y parecer anhelo;
a otros amo y por mí me siento odiado.
Llorando grito y el dolor transito;
muerte y vida me dan igual desvelo;
por vos estoy, Señora, en este estado.
47
7. b. PIERRE DE RONSARD: Sonetos para Helena, Libro II, 42.
Cuando seas muy vieja, a la luz de una vela
y al amor de la lumbre, devanando e hilando,
cantarás estos versos y dirás deslumbrada:
«Me los hizo Ronsard cuando yo era más bella».
No habrá entonces sirvienta que al oír tus palabras,
aunque ya doblegada por el peso del sueño,
cuando suene mi nombre la cabeza no yerga
y bendiga tu nombre, inmortal por la gloria.
Yo seré bajo tierra descarnado fantasma
y a la sombra de mirtos tendré ya mi reposo;
para entonces serás una vieja encorvada,
añorando mi amor, tus desdenes llorando.
Vive ahora; no aguardes a que llegue el mañana:
coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida.
48
8. a. WILLIAM SHAKESPEARE: Hamlet, «Acto III».
Escena I
CLAUDIO, POLONIO, OFELIA
POLONIO.- Paséate por aquí, Ofelia. Si Vuestra Majestad gusta, podemos ya
ocultarnos. (A Ofelia.) Haz que lees en este libro; esta ocupación disculpará la soledad
del sitio... ¡Materia es, por cierto, en que tenemos mucho de que acusarnos! ¡Cuántas
veces con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas engañamos
al diablo mismo!
CLAUDIO.- Demasiado cierto es... ¡Qué cruelmente ha herido esa reflexión mi
conciencia! El rostro de la meretriz, hermoseada con el arte, no es más feo despojado de
los afeites que lo es mi delito disimulado en palabras traidoras. ¡Oh! ¡Qué pesada carga
me oprime!
POLONIO.- Ya le siento llegar; señor, conviene retirarnos.
Escena IV
HAMLET, OFELIA
HAMLET.- Ser o no ser, ésta es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo:
sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta u oponer los brazos a este torrente
de calamidades y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más?
¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número,
patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos
solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el gran
obstáculo, porque el considerar qué sueños podrán ocurrir en el silencio del
sepulcro cuando hayamos abandonado este despojo mortal es razón harto
poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad
tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la
insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los
hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y
quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios?
Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién
podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta
si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país
desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y
nos hace sufrir los males que nos cercan, antes que ir a buscar otros de que no
tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la
natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las
empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se
ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña,
espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.
OFELIA.- ¿Cómo os habéis sentido, señor, en todos estos días?
HAMLET.- Muchas gracias. Bien.
OFELIA.- Conservo en mi poder algunos presentes vuestros que deseo restituiros
mucho tiempo ha y os pido que ahora los toméis.
HAMLET.- No, yo nunca te di nada.
OFELIA.- Bien sabéis, señor, que os digo verdad. Y con ellas me disteis palabras, de tan
suave aliento compuestas que aumentaron con extremo su valor, pero, ya disipado aquel
49
perfume, recibidlas, que un alma generosa considera como viles los más opulentos
dones, si llega a entibiarse el afecto de quien los dio. Vedlos aquí.
HAMLET.- ¡Oh! ¡Oh! ¿Eres honesta?
OFELIA.- Señor...
HAMLET.- ¿Eres hermosa?
OFELIA.- ¿Qué pretendéis decir con eso?
HAMLET.- Que si eres honesta y hermosa no debes consentir que tu honestidad trate
con tu belleza.
OFELIA.- ¿Puede, acaso, tener la hermosura mejor compañera que la honestidad?
HAMLET.- Sin duda ninguna. El poder de la hermosura convertirá a la honestidad en
una alcahueta, antes que la honestidad logre dar a la hermosura su semejanza. En otro
tiempo se tenía esto por una paradoja; pero en la edad presente es cosa probada... Yo te
quería antes, Ofelia.
OFELIA.- Así me lo dabais a entender.
HAMLET.- Y tú no debieras haberme creído, porque nunca puede la virtud ingerirse tan
perfectamente en nuestro endurecido tronco que nos quite aquel resquemor original...
Yo no te he querido nunca.
OFELIA.- Muy engañada estuve.
HAMLET.- Mira, vete a un convento, ¿para qué te has de exponer a ser madre de hijos
pecadores? Yo soy medianamente bueno; pero al considerar algunas cosas de que puedo
acusarme sería mejor que mi madre no me hubiese parido. Yo soy muy soberbio,
vengativo, ambicioso; con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para
explicarlos, fantasía para darles forma o tiempo para llevarlos a ejecución. ¿A qué fin
los miserables como yo han de existir arrastrados entre el cielo y la tierra? Todos somos
insignes malvados; no creas a ninguno de nosotros, vete, vete a un convento... ¿En
dónde está tu padre?
OFELIA.- En casa está, señor.
HAMLET.- Sí, pues que cierren bien todas las puertas, para que si quiere hacer locuras
las haga dentro de su casa. Adiós.
OFELIA.- ¡Oh! ¡Mi buen Dios! Favorecedle.
HAMLET.- Si te casas quiero darte esta maldición en dote. Aunque seas un hielo en la
castidad, aunque seas tan pura como la nieve, no podrás librarte de la calumnia. Vete a
un convento. Adiós. Pero... escucha: si tienes necesidad de casarte, cásate con un tonto,
porque los hombres avisados saben muy bien que vosotras los convertís en fieras... Al
convento y pronto. Adiós.
OFELIA.- ¡El Cielo, con su poder, le alivie!
HAMLET.- He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La naturaleza
os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito
corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y convertís en gracia vuestros
defectos mismos. Pero, no hablemos más de esta materia, que me ha hecho perder
la razón... Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más casamientos; los que ya
están casados (exceptuando uno) permanecerán así; los otros se quedarán
solteros... Vete al convento, vete.
Escena V
OFELIA sola
OFELIA.- ¡Oh! ¡Qué trastorno ha padecido esa alma generosa! La penetración del
cortesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la esperanza y delicias del
Estado, el espejo de la cultura, el modelo de la gentileza, que estudian los más
50
advertidos: todo, todo se ha aniquilado. Y yo, la más desconsolada e infeliz de las
mujeres, que gusté algún día la miel de sus promesas suaves, veo ahora aquel noble
y sublime entendimiento desacordado, como la campana sonora que se hiende.
Aquella incomparable presencia, aquel semblante de florida juventud alterado con
el frenesí. ¡Oh! ¡Cuánta, cuánta es mi desdicha, de haber visto lo que vi, para ver
ahora lo que veo!
51
8. b. MOLIÈRE: Tartufo, «Acto III».
«Escena séptima»
ORGÓN: ¡Ofender así a una santa persona!...
TARTUFO: ¡Oh, Cielo, perdónale el dolor que me causa! (A ORGÓN.) Si pudierais
saber con qué disgusto veo que intentan difamarme ante mi hermano…
ORGÓN: ¡Ay!
TARTUFO: El solo pensamiento de esta ingratitud hace sufrir a mi alma un suplicio tan
duro… El horror que siento por ello… Tengo el corazón tan encogido que no puedo
hablar, y creo incluso que todo esto ha de matarme.
ORGÓN: (Arrasado en lágrimas, corre a la puerta por donde ha echado a su hijo.)
¡Bribón! Me arrepiento de haber contenido mi mano y de no haberte ahogado aquí
mismo. Sosegaos, hermano mío, y no os enojéis.
TARTUFO: Cortemos, cortemos el curso de estas molestas disputas. Veo que es grande
la discordia que causo en esta casa, y creo necesario, hermano mío, irme de ella.
ORGÓN: ¿Cómo? ¿Os burláis?
TARTUFO: Me odian, y veo que intentan provocar en vos sospechas de mi lealtad.
ORGÓN: ¿Qué importa? ¿Veis acaso que mi corazón les escuche?
TARTUFO: Indudablemente no dejarán de insistir; y estos mismos chismes que ahora
rechazáis, tal vez sean atendidos en otro momento.
ORGÓN: No, hermano mío; eso nunca.
TARTUFO: ¡Ay, hermano, una mujer puede sorprender fácilmente el alma de un
marido!
ORGÓN: No; eso no.
TARTUFO: Permitidme que, alejándome de aquí, les quite toda ocasión de atacarme
como hacen.
ORGÓN: No, os quedaréis; en ello va mi vida.
TARTUFO: En tal caso, habré de mortificarme. Sin embargo, si quisierais…
ORGÓN: ¡Ah!
TARTUFO: Sea, no hablemos más del asunto, que ya sé cómo hay que actuar en casos
como éste. El honor es cosa delicada, y la amistad me obliga a prevenir las habladurías
y los motivos de sospecha. Rehuiré a vuestra esposa y vos no me veréis…
ORGÓN: No, a despecho de todos seguiréis frecuentándola. Mi mayor alegría es que
todos rabien, y quiero que os vean con ella a todas horas. Y no basta con eso: para mejor
desafiarlos, no quiero tener más heredero que vos, y ahora mismo he de haceros
legalmente donación entera de mis bienes. Un amigo bueno y sincero, al que tomo por
yerno, es para mí más querido que un hijo, que una esposa y que unos padres. ¿No
aceptareis lo que os propongo?
TARTUFO: Hágase en todo la voluntad del Cielo.
ORGÓN: ¡Pobre hombre! Vayamos deprisa a redactar un escrito, y que los envidiosos
revienten de despecho.
52
9. a. MONTESQUIEU, Cartas persas, «Carta LXXVIII: Rica a Usbek».
Te envío copia de una carta que ha escrito a aquí un francés que está en España:
creo que te gustará verla.
»Recorro hace seis meses España y Portugal, y vivo entre pueblos que,
despreciando a todos los demás, hacen sólo a los franceses el honor de odiarlos.
»La gravedad es el carácter sobresaliente de las dos naciones; se manifiesta
principalmente de dos maneras: por los lentes y por el mostacho.
»Los lentes hacen ver demostrativamente que quien los lleva es un hombre
consumado en las ciencias y sepultado en profundas lecturas, hasta tal punto que se le
ha debilitado la vista; y toda nariz que esté adornada o cargada con ellos puede pasar,
sin contradicción, por la nariz de un sabio.
»En cuanto al mostacho, es respetable por sí mismo e independientemente de las
consecuencias, aunque no se deje a veces de sacar de él grandes utilidades para el
servicio del príncipe y el honor de la nación, como hizo ver bien un famoso general
portugués en las Indias, pues, encontrándose con necesidad de dinero, se cortó uno de
los mostachos y mandó pedir a los habitantes de Goa veinte mil pistolas sobre esa
prenda. Se las prestaron enseguida, y más adelante recobró su mostacho con honor.
»Se concibe fácilmente que pueblos graves y flemáticos como éstos puedan
tener orgullo; y sí que lo tienen. Ordinariamente los aúna dos cosas muy importantes.
Los que viven en el territorio de España y Portugal sienten su corazón extremadamente
elevado cuando son lo que llaman cristianos viejos, es decir, no descienden de aquellos
a quienes la Inquisición ha persuadido en estos últimos siglos a abrazar la religión
cristiana. Los que están en las Indias no se sienten menos halagados cuando consideran
que tienen el sublime mérito de ser, como dicen, hombres de carne blanca. Nunca ha
habido en el serrallo del Gran Señor una sultana tan orgullosa de su belleza, como de la
blancura olivácea de su piel el más viejo y el más desgraciado villano, cuando está en
una ciudad de México, sentado a su puerta, con los brazos cruzados. Un hombre de tanta
importancia, una criatura tan perfecta, no trabajaría nunca ni por todos los tesoros del
mundo, ni se resolvería nunca por una industria mecánica y vil a comprometer el honor
y la dignidad de su piel.
»Pues es de saber que cuando un hombre tiene cierto mérito en España —
como, por ejemplo, cuando puede añadir a las cualidades de las que acabo de
hablar la de ser propietario de una gran espada, o haber aprendido de su padre el
arte de hacer jurar a una discordante guitarra— ya no trabaja: su honor se
interesa por el reposo de sus miembros. El que permanece sentado diez horas al día
obtiene exactamente el doble de consideración que otro que sólo permanece cinco,
pues es en las sillas donde se requiere la nobleza.
»Pero aunque estos invencibles enemigos del trabajo ostenten una
tranquilidad filosófica, no la tienen en el corazón, pues siempre están enamorados.
Son los primeros del mundo para morir de languidez bajo las ventanas de sus
amadas, y un español que no esté resfriado no podría pasar por galante.
»Son, en primer lugar, devotos, y, en segundo lugar, celosos. Se guardan
muy bien de exponer a sus mujeres a las iniciativas de un soldado acribillado de
heridas o de un magistrado decrépito; pero las encerrarán con un ferviente
novicio, que baja los ojos, o un robusto franciscano, que los eleva.
»Permiten a sus mujeres aparecer con el seno descubierto, pero no quieren
que se les vea el talón ni que se las sorprenda por la punta del pie.
53
»Se dice en todas partes que los rigores del amor son crueles. Lo son aún
más para los españoles: las mujeres los curan de sus penas, pero no hacen sino
cambiárselas, y a menudo les queda un largo y enojoso recuerdo de una pasión
extinguida.
»Tienen pequeñas cortesías, que en Francia parecería mal situadas: por
ejemplo, un capitán no pega nunca un soldado sin pedirle permiso, y la Inquisición
nunca hace quemar a un judío sin presentarle sus excusas.
»Los españoles a quienes no quema parecen tan unidos a la Inquisición, que
les causaría mal humor si se les quitara. Yo querría solamente que se estableciera
otra, no contra los herejes, sino contra los heresiarcas que atribuyen a pequeñas
prácticas monacales la misma eficacia que a los siete sacramentos, que adoran todo
lo que veneran y que son tan devotos que apenas son cristianos.
»Podréis encontrar ingenio y buen sentido entre los españoles, pero no lo
busquéis en sus libros. Ved una de sus bibliotecas: las novelas, a un lado; las
escolásticas, al otro. Diríais que las partes han sido hechas y el conjunto reunido
por algún enemigo secreto de la razón humana.
»El único de sus libros que es bueno [el Quijote] es el que ha hecho ver el
ridículo de todos los demás.
»Han hecho descubrimientos inmensos en el Nuevo Mundo y no conocen
todavía su propio territorio: hay en sus orillas algún puerto que todavía no ha sido
descubierto, y en sus montañas, algunas razas que les son desconocidas.
»Dicen que el sol no se pone en su país, pero hay que decir también que
siguiendo su curso no encuentra sino campos echados a perder y comarcas
desiertas.
No me parecería mal, Usbek, de una carta escrita a Madrid por un español que
viajará por Francia: creo que vengaría bien a su nación. ¡Qué vasto campo para un
hombre flemático y pensativo! Me imagino que empezaría así la descripción de París:
«Aquí hay una casa donde meten a los locos. Se creería, para empezar, que es la
más grande de la ciudad. ¡No! El remedio es muy pequeño para el mal. Sin duda que los
franceses, extremadamente criticados entre sus vecinos, encierran algunos locos en una
casa para persuadir de que los que están fuera no lo son».
Dejó ahí a mi español.
Adiós, mi querido Usbek.
París, 17 de la luna de Saphar, 1715.
54
9. b. GOETHE: Los sufrimientos del joven Werther.
LIBRO III
14 de diciembre
«¿Qué es esto, amigo mío? ¡Me asusto de mí mismo! Mi amor por ella, ¿no es el
amor más santo, más puro, más fraternal? ¿He tenido jamás en mi culpa un deseo
culpable? No lo aseguraré… Y ahora ¡oh sueños! ¡Qué bien pensaban los hombres que
atribuían a poderes extraños tan contradictorios efectos! ¡Esta noche! Tiemblo al
decirlo: la tenía en mis brazos, oprimida fuertemente contra mi pecho, y cubría con
besos interminables los susurros amorosos de su boca: mis ojos se sumergían en la
ebriedad de los suyos. ¡Dios mío! ¿Soy culpable al sentir todavía una dicha cuando
evoco esos gozos encendidos con toda emoción? ¡Carlota, Carlota! Se acabó conmigo:
mis sentidos están confundidos; hace ya ocho días que ya no tengo dominio en mi
ánimo; mis ojos están llenos de lágrimas. Nunca estoy bien y en todas partes estoy bien.
No deseo nada, no exijo nada. Sería mejor que me fuera».
La decisión de dejar este mundo había tomado cada vez más fuerza en el alma de
Werther, por ese tiempo y en tales circunstancias. Desde que regresó junto a Carlota, esa
había sido siempre su intención y esperanza últimas; pero se había dicho que no debía
apresurarse, que no debía ser una acción precipitada: con la mejor convicción, quería
dar ese paso en la más tranquila resolución que pudiera.
55
10. a. JONATHAN SWIFT: Los viajes de Gulliver, «Capítulo III».
Mi dulzura y buen comportamiento habían influido tanto en el Emperador y su
corte, y sin duda en el ejército y el pueblo en general, que empecé a concebir esperanzas
de lograr mi libertad en plazo breve. Yo recurría a todos los métodos para cultivar esta
favorable disposición. Gradualmente, los naturales fueron dejando de temer daño alguno
de mí. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailasen en mi mano, y, por
último, los chicos y las chicas se arriesgaron a jugar al escondite entre mi cabello. A la
sazón había progresado bastante en el conocimiento y habla de su lengua. Un día el
Emperador tuvo la ocurrencia de agasajarme con varios espectáculos del país, materia
esta en que superan a cualquier otra nación de las que conozco, tanto en destreza como
en esplendor. Nada me divirtió tanto como el número de los funámbulos, ejecutado
sobre una fina hebra blanca de unos sesenta centímetros y a treinta del suelo. Sobre esto
pediré permiso y la paciencia del lector para explayarme un poco.
Este pasatiempo lo practican solamente aquellos que procuran alcanzar altos
cargos y favores en la Corte. Se los instruye en este arte desde que son jóvenes y no se
trata siempre de hidalgos e intelectuales. Cuando un puesto importante queda vacante,
sea por fallecimiento o por mudanza (que sucede a menudo), cinco o seis de estos
candidatos solicitan del Emperador permiso para divertir a Su Majestad y a la Corte con
unos equilibrios sobre la cuerda, y quienquiera que salte más alto sin caerse consigue el
cargo. Muy a menudo incluso los principales ministros reciben la orden de mostrar su
habilidad y convencer así al Emperador de que no han perdido facultades. A Flimnap,
Ministro de Hacienda, se le permite hacer una pirueta sobre la cuerda tensa al menos un
centímetro y medio más alta que a cualquier otro noble del imperio entero. Yo le he
visto dar varios saltos mortales seguidos sobre un tajadero asegurado en la cuerda, que
no es más ancha que el bramante corriente usado en Inglaterra. Mi amigo Reldresal,
Primer Secretario de Asuntos Secretos, es en mi opinión, si soy imparcial, el segundo
después del Ministro de Hacienda. El resto de los altos funcionarios se llevan muy poco.
Estos entretenimientos van a menudo acompañados de fatales accidentes, de
gran número de los cuales hay constancia. Yo mismo he visto a dos o tres candidatos
romperse un hueso; pero el peligro es mucho mayor cuando los ministros mismos
reciben órdenes de mostrar su destreza, pues, al luchar por superarse a sí mismos y a sus
colegas, van tan lejos en sus esfuerzos, que no hay apenas uno de ellos que no haya
sufrido una caída, y algunos dos o tres. Se me aseguró que uno o dos años antes de mi
llegada, Flimnap se habría desnucado indefectiblemente si una de las almohadilla del
Rey, que por casualidad se encontraba tirada en el suelo, no hubiera amortiguado la
fuerza de la caída.
56
10. b. DANIEL DEFOE: Robinson Crusoe, «Capítulo VII».
Había llegado la estación lluviosa del equinoccio de otoño y, con la misma
solemnidad, observé el 30 de septiembre, fecha de mi llegada a la isla, donde, después
de transcurrido dos años, no tenía más perspectivas de salvación que las del primer día.
Dediqué el día entero a dar humildes gracias al cielo por los innumerables y
maravillosos beneficios que había aliviado mi existencia solitaria, y sin los cuales me
hubiese sentido infinitamente más desgraciado. Di humildes y fervientes gracias a Dios
por haberme concedido la capacidad de descubrir que acaso podía sentirme más feliz en
esta situación solitaria que gozando de la libertad de la vida social, rodeado de todos los
placeres del mundo. Le agradecí también que hubiese compensado las deficiencias de
mi soledad y la necesidad de compañía humana con su presencia y la comunicación de
su Gracia, asistiéndome, reconfortándome y alentándome a descansar aquí en la tierra,
bajo su Providencia, en la esperanza de gozar de su eterna presencia en la otra vida.
Fue entonces cuando comencé a darme cuenta de que más feliz era mi vida
actual, pese a todas las lamentables circunstancias, que la existencia sórdida,
perversa y abominable que había llevado en el pasado. Ahora se había modificado
la índole de mis penas y alegrías, se habían alterado mis deseos, mis afectos
cambiaron su sentido y mis deleites eran absolutamente nuevos, comparados con
los que sentí a mi llegada o en el curso de los últimos dos años.
Antes, cuando salía a cazar o explorar la isla, la angustia que me provocaba
la situación irrumpía súbitamente en mi alma. Sentía entonces que desfallecía mi
corazón dentro de mi pecho al pensar en los bosques, montañas y desiertos en los
que me encontraba, y en mi condición de prisionero, encerrado tras los barrotes y
cerrojos del océano, en una isla desierta y sin posibilidades de evasión. Estos
pensamientos me asaltaban de golpe, como una tempestad que se abatía sobre mí,
en los momentos de mayor serenidad espiritual, haciéndome retorcer las manos y
sollozar como un niño. A veces me sorprendía en medio del trabajo y me sentaba
inmediatamente suspirando con los ojos bajos durante una o dos horas, y esto era
aún peor, pues si hubiese podido irrumpir en lágrimas o expresarme en palabras,
habría podido desahogarme, y el dolor se hubiera diluido por sí solo.
Pero ahora comenzaba a ejercitarme con nuevos pensamientos. Todos los
días leía la palabra de Dios y aplicaba su consuelo a mi situación. Una mañana,
sintiéndome muy triste, abrí la Biblia y mis ojos recayeron sobre estas palabras:
«Nunca jamás te dejaré, ni te abandonaré». Inmediatamente pensé que ellas se
dirigían a mí, ¿a quién si no podían referirse en forma tan pertinente, en el preciso
instante en que me sentía tan triste y abandonado por Dios y por los hombres?
—Pues bien —me dije— si Dios no me abandona, ¿qué importancia tiene el
que todo el mundo me haya abandonado, teniendo en cuenta que, si contase con el
mundo y perdiese el favor y la bendición de Dios, mi pérdida sería incomparable?
Desde ese momento comencé a convencerme de que era posible que fuese
más feliz en esta situación solitaria y abandonada de lo que hubiese sido en
cualquier otra circunstancia particular y con este pensamiento iba a darle las
gracias a Dios por haberme conducido a este sitio. Pero no sé qué ocurrió, que de
pronto me sentí turbado por un sentimiento que me impidió pronunciar las
palabras de agradecimiento.
—¿Cómo puedes ser tan hipócrita —me dije en voz alta— y fingir que estás
agradecido por una situación de la cual deseas ser liberado de todo corazón, por
grandes que sean tus esfuerzos para resignarte a ella?
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Allí me detuve, y si no puedo decir que me sentía agradecido a Dios por
estar allí, sinceramente le daba las gracias por haberme abierto los ojos —aunque
las providencias de las cuales se había servido eran muy dolorosas— induciéndome
a considerar mi vida anterior bajo otra luz y a purgar la vileza con mi
arrepentimiento. No abrí ni cerré nunca la Biblia sin bendecir a Dios desde lo más
profundo de mi alma, por haber inspirado a mi amigo de Inglaterra a incluirla
entre mis cosas, sin que yo se lo hubiese pedido, y por haberme ayudado luego
rescatarla del barco.
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11. a. LORD BYRON: Don Juan, «Canto IV».
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El joven Juan y su amante estaban abandonados
a la comunidad dulcísima de sus sentimientos.
Hasta el Tiempo despiadado hendía sus pechos
gentiles en la tristeza con su ruda guadaña.
Ansiaba verles privados de aquel solaz,
reacio al amor. Y sin embargo, no era lo suyo
envejecer, sino morir en tan dichosa primavera,
antes de que el hechizo o esperanza se hubieran dado al vuelo.
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Sus rostros no estaban hechos para la arruga;
su sangre pura para el pasmo ni para morir su gran corazón.
El blanco gris no estaba para devastar sus cabellos
y, cual clima que ignora la nieve y el hielo,
eran todo verano. Los relámpagos podían acometer
y convertirles en ceniza, pero arrastrar una vida
larga y reptil, una decadencia penosa, no era
para ellos: carecían de sustancia idónea.
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Haideé y Juan no pensaban en la muerte.
Cielos, aire y tierra parecían hechos para ellos
y no encontraban al Tiempo otro defecto que la rapidez.
No hallaban en sí materia de condena;
cada uno era un espejo del otro y leían sólo
la dicha centelleando en sus ojos oscuros como una gema,
sabiendo que tal claridad era reflexión
de sus miradas de amor intercambiadas.
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La opresión gentil y el contacto emocionado,
la más mínima ojeada comprendía mejor uno a otro
que palabras que, aunque lo digan todo, nada revelan:
era todo un lenguaje que, como el de las aves,
sólo de ellos conocido, al menos se presentaba
deparando a los enamorados un inequívoco significado,
frases dulces y cariñosas que parecerían absurdas
a quienes ya no las escuchan o nunca las han oído.
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11. b. VICTOR HUGO: Nuestra Señora de París, Libro IV, «Capítulo I».
«Las buenas almas»
Dieciséis años antes de la época en que tiene lugar esta historia, en una hermosa
mañana del domingo de Quasimodo depositaron una criatura viva, terminada la misa, en
la iglesia de Nuestra Señora, sobre la tabla elevada en el atrio, a mano izquierda, frente
a la gigantesca imagen de San Cristóbal, que la estatua esculpida en piedra por Essarts
contemplaba de rodillas, desde el año 1413, hasta que fueron derribados de los sitios
que ocupaban. Sobre aquel tablado, era costumbre ofrecer a la caridad pública los niños
expósitos, y de allí los tomaba el que quería. Delante del tablado había una bandeja de
cobre para recibir las limosnas.
La criatura que yacía en el indicado sitio en la mañana de Quasimodo, en el año
de gracia de 1467, excitaba la curiosidad del grupo, bastante considerable, que se había
reunido alrededor del tablado; formaban ese grupo en su mayoría personas del bello
sexo y casi todas ancianas.
En primera línea, y entre las más inclinadas sobre el tablado, veíanse cuatro,
cuyos monjiles grises denotaban pertenecer a alguna devota cofradía. No veo motivo
para que no transmita la historia a la posteridad los nombres de las cuatro discretas y
venerables mujeres. Nombrábanse Inés de la Herme, Juana de la Tarme, Enriqueta la
Gaultiere y Gauchére la Violette, las cuatro viudas, honestas, las cuatro de la Capilla
Ettiene-Haudry, que salieron del establecimiento con permiso de la superiora
cumpliendo los estatutos de Pedro de Ailly, para ir a oír el sermón.
Si tan dignas ancianas observaban los estatutos de Pedro de Ailly, violaban en
cambio alegremente los de Miguel de Brache y los del cardenal de Pisa, que
inhumanamente les prescribían el silencio.
—¿Por qué lo habrán dejado? —preguntaba Inés a Gauchére, contemplando al
niño expósito, que berreaba y se retorcía sobre el tablado, asustado sin duda de ver
tantas caras.
—¿Qué es lo que va a suceder si esto hacen los niños que nacen ahora? —
exclamó Juana.
—No entiendo de chiquillos, pero creo que ha de ser pecado mirar a este.
—Esto no es un niño, Inés.
—Más parece un mono contrahecho —observaba Gauchére.
—Cosa de un milagro —repuso Enriqueta.
—Entonces este ya es el tercero desde el domingo de Laetare, porque hace ocho
días que se realizó el del que se burla de los peregrinos y fue castigado por Nuestra
Señora de Aubervilliers, y era ya el segundo del mes actual.
—Este chico es un verdadero monstruo de abominación —añadió Juana.
—Sus berridos son capaces de dejar sordo a un chantre. ¡Cómo chilla!
—El señor obispo de Reims envía esta enormidad al de París.
—Yo sospecho —dijo Inés— que es un avechucho, un animal, el producto de un
judío y de una marrana, algo, en fin, que no es cristiano y que es preciso arrojar al agua
o al fuego.
—Estoy segura de que nadie querrá recogerlo.
—¡Ay Dios mío! —murmuró Inés— ¡No faltaba más que se lo entregasen a las
nodrizas de la Inclusa para que criasen a semejante monstruo! Mejor daría yo de mamar
a un vampiro.
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—¡Qué inocente es Inés! —repuso Juana— ¿Pues no veis que este monstruo
debe de tener cuatro años lo menos y que mejor se cogería a un cabrito que a una teta?
…
No era, en efecto, recién nacido aquel monstruo (no podemos calificarlo de
otra manera). Era una pequeña masa, muy angulosa y movediza, aprisionada en
un saco de lienzo, dirigido a nombre del señor Guillermo Chartier, obispo de París,
con una cabeza que salía de dicho saco. Era deforme esa cabeza, sólo se veían en
ella un bosquecillo de pelos rojos, un ojo, una boca y dientes: el ojo lloraba, la boca
gritaba y los dientes deseaban morder; y el conjunto se revolvía dentro del saco,
con asombro de los curiosos, que se renovaban sin cesar alrededor del tablado.
[…]
Llegó poco después el grave y erudito Roberto Mistricolle, protonotario del
rey, con su enorme misal debajo de un brazo y llevando apoyada a su esposa en el
otro, y consiguiendo tener de este modo a sus dos lados sus dos reguladores, el
espiritual y el temporal.
—Vamos a ver a ese expósito —dijo a su cónyuge, aproximándose con ella al
tablado.
—No se le ve más que un ojo —observó aquella—, sobre el otro tiene una
verruga.
—No parece verruga —le contestó Mistricolle—, parece un huevo que
encierra otro demonio semejante al que estamos mirando, el cual contiene otro
huevecillo que debe de encerrar otro diablo, y así sucesivamente.
—¿Cómo lo sabes?
—Me consta —volvió a decir el protonotario.
—Señor protonotario —interrogó Gauchére—, ¿qué pronosticáis de esta
especie de niño expósito?
—Las mayores desgracias —respondió Mistricolle.
—¡Ay Dios mío! —murmuró una vieja asustada— Por eso hubo peste el año
pasado, y por eso se asegura que los ingleses van a desembarcar en Harefleu.
—Puede que eso impida que venga la reina a París en el mes de septiembre
—añadió otra vieja.
—Me parece —repuso Juana—, que para los vecinos de París valdría más
que ese pequeñuelo brujo estuviese tendido sobre una hoguera que sobre un
tablado.
—Sobre una buena hoguera —añadió la vieja.
—Eso sería lo mejor —dijo Mistricolle.
Escuchaba ya hacía algunos momentos los dichos de las viejas y las
sentencias del protonotario un sacerdote joven, de semblante severo, ancha frente y
mirada profunda. Se hizo paso entre el gentío, sin hablar examinó al pequeño
brujo y tendió la mano sobre él. Llegó a tiempo, porque ya todas las devotas se
relamían de gusto pensando en la buena hoguera.
—Yo adopto a este niño —dijo el sacerdote.
Lo tomó en brazos y se lo llevó. Atónitos los asistentes, le siguieron con la
vista hasta perderle, un instante después desapareció por la Puerta Roja que
conducía por entonces desde la iglesia al claustro.
Pasada la sorpresa, Juana se inclinó al oído de la Gauchére y le dijo:
—Ya veis que no me equivocaba: Claudio Frollo es hechicero.
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12. a. GUSTAVE FLAUBERT: Madame Bovary.
Parte I, «Capítulo IX»
París, más vago que el Océano, resplandecía, pues, a los ojos de Emma entre
encendidos fulgores. La vida multiforme que se agitaba en aquel tumulto estaba,
sin embargo, compartimentada, clasificada en cuadros distintos. Emma no
percibía más que dos o tres, que le ocultaban todos los demás, y representaban por
sí solos la humanidad entera. El mundo de los embajadores caminaba sobre
pavimentos relucientes, en salones revestidos de espejos, alrededor de mesas ovales,
cubiertas de un tapete de terciopelo con franjas doradas. Allí había trajes de cola,
grandes misterios, angustias disimuladas bajo sonrisas. Venía luego la sociedad de
las duquesas, ¡estaban pálidas!; se levantaban a las cuatro; las mujeres, ¡pobres
ángeles!, llevaban encaje inglés en las enaguas, y los hombres, capacidades
ignoradas bajo apariencias fútiles, reventaban sus caballos en diversiones, iban a
pasar el verano a Baden, y, por fin, hacia la cuarentena, se casaban con las
herederas. En los reservados de restaurantes donde se cena después de medianoche
veía a la luz de las velas la muchedumbre abigarrada de la gente de letras y las
actrices. Aquéllos eran pródigos como reyes llenos de ambiciones ideales y de
delirios fantásticos. Era una existencia por encima de las demás, entre cielo y
tierra, en las tempestades, algo sublime. El resto de la gente estaba perdido, sin
lugar preciso, y como si no existiera. Por otra parte, cuanto más cercanas estaban
las cosas más se apartaba el pensamiento de ellas. Todo lo que la rodeaba
inmediatamente, ambiente rural aburrido, pequeños burgueses imbéciles,
mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar
particular en que se encontraba presa; mientras que más allá se extendía hasta
perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo
confundía las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las
costumbres, con las delicadezas del sentimiento. ¿No necesitaba el amor como las
plantas tropicales unos terrenos preparados, una temperatura particular? Los
suspiros a la luz de la luna, los largos abrazos, las lágrimas que corren sobre las
manos que se abandonan, todas las fiebres de la carne y las languideces de la
ternura no se separaban del balcón de los grandes castillos que están llenos de
distracciones, de un saloncito con cortinillas de seda con una alfombra muy gorda,
con maceteros bien llenos de flores, una cama montada sobre un estrado ni del
destello de las piedras preciosas y de los galones de la librea.
Parte II, «Capítulo IX»
—¡Oh!, un poco más —dijo Rodolfo—. ¡No nos vayamos!, ¡quédese!
La llevó más lejos, alrededor de un pequeño estanque, donde las lentejas de agua
formaban una capa verde sobre las ondas. Unos nenúfares marchitos se mantenían
inmóviles entre los juncos. Al ruido de sus pasos en la hierba, unas ranas saltaban para
esconderse.
—Hago mal, hago mal —decía ella—. Soy una loca haciéndole caso.
—¿Por qué?... ¡Emma! ¡Emma!
—¡Oh, Rodolfo!... —dijo lentamente la joven mujer apoyándose en su hombro.
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La tela de su vestido se prendía en el terciopelo de la levita de Rodolfo; inclinó
hacia atrás su blanco cuello, que dilataba con un suspiro; y desfallecida, deshecha en
llanto, con un largo estremecimiento y tapándose la cara, se entregó.
[…]
Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de
esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la
fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y
realizaba el largo sueño de su juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que
tanto había deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza.
¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido,
brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin
preocupación, sin turbación alguna.
Parte III, «Capítulo VI»
La señora estaba en su habitación. No subían a ella. Permanecía todo el día
abotargada, a medio vestir y, de vez en cuando, quemando pastillas del serrallo que
había comprado en Rouen en la tienda de un argelino. Para no tener de noche a su lado a
aquel hombre que dormía, acabó, a fuerza de muecas, por relegarlo al segundo piso; y se
quedaba hasta la madrugada leyendo libros extravagantes donde había escenas de orgías
con situaciones sangrientas. A menudo le asaltaba el terror y lanzaba un grito. Carlos
acudía.
—¡Ah!, ¡vete! —le decía.
Otras veces, quemada más fuertemente por aquella llama íntima avivada por el
adulterio, jadeante, conmovida, ardiente de deseos, abría la ventana, aspiraba el aire
frío, soltaba al viento su cabellera demasiado pesada, y, mirando a las estrellas, anhelaba
amores de príncipe. Pensaba en él, en León. Entonces habría dado todo por una sola de
aquellas citas que la saciaban.
[…]
Un día sacó del bolso seis cucharillas de plata dorada (era el regalo de boda del
señor Rouault), rogándole que fuese inmediatamente a llevar aquello, a nombre de ella,
al Monte de Piedad; y León obedeció, aunque esta gestión le desgarraba. Temía
comprometerse.
Después, reflexionando, advirtió León que su amante adoptaba unas actitudes
extrañas, y que quizás no estuvieran equivocados los que querían separarle de ella.
En efecto, alguien había enviado a su madre una larga carta anónima, para avisarla
de que su hijo se estaba perdiendo con una mujer casada; y enseguida la buena señora,
entreviendo el eterno fantasma de las familias, es decir, la vaga criatura perniciosa, la
sirena, el monstruo que habitaba fantásticamente en las profundidades del amor, escribió
al notario Dubocage, su patrón, el cual estuvo muy acertado en este asunto.
[…]
Se conocían demasiado para gozar de aquellos embelesos de la posesión que
centuplican su gozo. Ella estaba tan hastiada de él como él cansado de ella. Emma
volvía a encontrar en el adulterio todas las soserías del matrimonio.
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12. b. HONORÉ DE BALZAC: Papá Goriot, «Capítulo I».
Una reunión así tenía que presentar, y presentaba en pequeño, los elementos de
una sociedad cumplida. Entre los dieciocho comensales había, como en los colegios,
como en el mundo, una pobre criatura a la que todos daban de lado, un hazmerreír sobre
el que llovían las bromas. A principios del segundo año aquel tipo se convirtió para
Eugenio de Rastignac en la figura más saliente de todas aquellas entre las cuales estaba
condenado a vivir todavía dos años más. Aquel Juan Lanas era el fabricante de fideos,
Papá Goriot, sobre cuya cabeza habría vertido un pintor, lo mismo que el historiador,
toda la luz del cuadro. ¿A qué casualidad se debería que aquel desprecio
semirrencoroso, aquella persecución entreverada de piedad, aquella falta de respeto a la
desgracia, hubiesen recaído sobre el huésped más antiguo de la pensión? ¿Habría dado
pie para ello con algunas de esas ridiculeces o esas rarezas que se perdonan menos que
vicios? Tales interrogaciones guardan relación muy estrecha con muchas injusticias
sociales. Puede que esté en la humana naturaleza eso de hacérselo tragar todo a quien
todo lo sufre por humildad verdadera, por debilidad o por indiferencia. ¿No gustamos
todos de probar nuestra fuerza a costa de alguien o de algo? El ser más débil, el golfillo
de la calle llama a todas las puertas cuando está helando o se empina para garrapatear su
nombre en un monumento virgen.
Papá Goriot, un viejo de unos sesenta y nueve años, se había retirado a vivir en
la pensión de madame Vauquer en 1813, fecha en que dejara los negocios. Ocupó al
principio las habitaciones usadas luego por madame Couture y abonaba mil doscientos
francos de pensión, a fuer de hombre para el que cinco luises más o menos eran una
bagatela. Remozara madame Vauquer los tres cuartos de aquel departamento mediante
una indemnización previa que pagó, según dicen, el valor de un pésimo moblaje,
consistente en cortinas de indiana amarilla, sillones de madera barnizada, forrados de
terciopelo de Utrecht, unas cuantas pinturas a la cola y un empapelado que no habrían
querido en las tabernas del extrarradio. Puede que la despreocupada generosidad con
que se dejara timar Papá Goriot, al que por aquel entonces todos llamaban
respetuosamente Monsieur Goriot, diera pie para que lo mirase como a un imbécil que
no entendía jota de negocios. Se presentó allí Goriot provisto de un surtido guardarropa,
ese magnífico ajuar del comerciante que al retirarse de los negocios no se desprende de
nada. Admiró madame Vauquer dieciocho camisas de semiholanda, cuya finura
resultaba tanto más notable cuanto que el exfabricante de fideos lucía en su pechera dos
imperdibles unidos por una cadenilla, cada uno con su correspondiente grueso brillante
montado. Habitualmente vestido de un frac azul de aciano, se ponía a diario un chaleco
de piqué blanco, bajo el cual se bamboleaba su barriga piriforme y prominente, que
hacía dar brincos a una pesada cadena de oro guarnecida de dijes. Su tabaquera, también
de oro, contenía un medallón lleno de cabellos que lo hacían culpable, en apariencia, de
algunas conquistas. Como su patrona lo acusase de ser un tenorio, dejó vagar por sus
labios esa alegre sonrisa del burgués al que halagan en su flaco. Sus armarios (vocablo
que pronunciaba a la manera del pueblo bajo) se llenaron con la abundante plata de su
casa. Se le encandilaron los ojos a la viuda en tanto le ayudaba amablemente a
desempaquetar y colocar los cucharones, las cucharas para el Tagaut, los cubiertos, las
aceiteras, las salseras, varios platos, los servicios para el almuerzo, de plata
sobredorada; en fin, una porción de piezas más o menos lindas que pesaban cierto
número de onzas y de las que no quería deshacerse. Aquellos regalos le recordaban las
solemnidades de su vida doméstica.
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—Este —le dijo a madame Vauquer, apretando un plato y una escudilla en cuya
tapa figuraban dos tortolillas dándose el pico— fue el primer regalo que me hizo mi
mujer el día de nuestro aniversario. ¡Qué buena era la pobre!... En eso invirtió sus
ahorrillos de soltera...Vea usted, madame: ¡antes preferiría yo escarbar la tierra con mis
uñas que separarme de esto! A Dios gracias, podré tomar en esta escudilla mi café por
las mañanas todo el tiempo que me quede de vida. No soy digno de lástima; tengo pan
en el horno para mucho tiempo.
Finalmente, madame Vauquer vio muy bien con sus ojos de urraca varios
títulos de la Deuda que, sumados por encima, podían producirle a aquel excelente
Goriot de ocho mil a diez mil francos de renta. Desde aquel día, madame Vauquer,
De Conflans por su casa, que contaba a la sazón cuarenta y ocho años efectivos,
aunque no confesara sino treinta y nueve, se hizo sus ilusiones. Por más que Goriot
tuviese los lagrimales de sus ojos vueltos, tumefactos y colgantes, lo que le obligaba
a secárselos con harta frecuencia, lo encontró de aspecto agradable y como es
debido. Además, sus pantorrillas carnosas, abultadas, pronosticaban, así como
también su larga nariz cuadrada, cualidades morales a las que la viuda parecía
conceder mucha importancia y que corroboraba la cara lunar y candorosamente
ñoña del buen hombre. Debía de ser un animal de sólida armazón, capaz de gastar
toda su inteligencia en sentimiento. Su pelo, partido en alas de pichón, que el
barbero de la Escuela Politécnica iba a empolvarle todas las mañanas, dibujaba
cinco puntas sobre su frente roma y decoraba bastante su rostro. Aunque un tanto
palurdo, iba siempre tan de tiros largos, tomaba tan ricamente su rapé, lo
husmaba como hombre tan seguro de tener siempre su tabaquera llena de
macuba10, que el día que monsieur Goriot se instaló en su casa se acostó madame
Vauquer aquella noche asándose como una perdiz entre sus lonchas de tocino en el
fuego del deseo que le entrara de dejar el sudario de Vauquer para renacer en
Goriot. Casarse, vender su pensión, cogerse del brazo de aquella fina flor de
burguesía, convertirse en una señora notable del barrio, postular para los
menesterosos, hacer los domingos sus excursioncitas a Choisy, Soissy, Gentilly; ir al
teatro cuando se le antojase, a palco, sin aguardar a los vales que le daban algunos
de sus huéspedes en julio; es decir, que soñó con todo el Eldorado de los modestos
hogares parisienses. Nunca le confesara a nadie que poseía cuarenta mil francos,
juntados uno a uno. Seguramente se consideraba un buen partido tocante a bienes
de fortuna.
—En cuanto a lo demás, no tengo nada que envidiarle al buen hombre —se
dijo, revolviéndose en la cama, como para probarse a sí misma que poseía encantos
que la obesa Silvia encontraba todas las mañanas dibujados en bajorrelieve.
A partir de aquel día, durante unos tres meses, madame Vauquer se
aprovechó del peluquero de monsieur Goriot e hizo algunos gastos de toilette,
disculpables por la necesidad de infundirle a su casa cierto decoro en armonía con
las honorables personas que la frecuentaban. Se ingenió la mar para cambiar el
personal de sus huéspedes, declarando públicamente su pretensión de no admitir
en adelante sino personas de lo más distinguido por dos conceptos. Cuando se
presentaba allí algún extraño, le ponderaba la preferencia que monsieur Goriot,
uno de los más notables y respetables comerciantes de París, le otorgara. Repartió
prospectos cuyo encabezamiento rezaba: MAISON VAUQUER.
10 Tabaco de la Isla Martinica.
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13. a. CHARLES DICKENS: Óliver Twist, «Capítulo X».
Acababan de salir de un estrecho pasaje a poca distancia de Clerkenwell, que
aún se llama por abuso de expresión la plaza Verde, cuando el Perillán se paró en seco,
se llevó un dedo a los labios e hizo retroceder a sus compañeros con la mayor
circunspección.
—¿Qué pasa? —preguntó Óliver.
—¡Chist! —hizo el Perillán— ¿Ves aquel viejo parado ante el escaparate de
libros?
—¿Aquel señor de la otra acera? —dijo Óliver— Sí que lo veo.
—Se va a hacer con él lo que se pueda —dijo el truhán.
—¡Famoso hallazgo! —añadió Carlos Bates.
Óliver los miró a uno tras otro con asombro, pero la pregunta que tenía en los
labios allí se le quedó, porque sus compañeros cruzaron la calle con pasos de lobo y se
plantaron detrás del anciano objeto de su atención. Óliver los siguió titubeando, sin
atreverse a avanzar ni a retroceder, y por fin se quedó inmóvil con los ojos muy abiertos
y pasmados.
El anciano en cuestión era un señor respetable, de cabeza empolvada y gafas de
oro. Vestía una casaca verde botella con cuello de terciopelo negro, pantalón blanco, y
sujetaba una caña de bambú debajo del brazo. En pie ante el escaparate había cogido un
libro en sus manos y lo hojeaba con la misma atención y tranquilidad que si estuviera
sentado ante su mesa de estudio. Es probable que de un modo subconsciente se creyera
en efecto instalado en un sillón, pues, a juzgar por lo absorto de su actitud, para él no
existía ni librería, ni calle, ni muchachos, ni nada que no fuera el libro que, palabra por
palabra y línea por línea, iba cautivando su interés, y leía hasta el final de una página
para continuar en la primera línea de la siguiente con creciente curiosidad.
Júzguese el espanto y horror de Óliver, situado algunos pasos detrás, con el alma
puesta en los ojos, al ver que Perillán hundía su mano en el bolsillo del señor y sacaba
un pañuelo que pasó a Carlos; luego, reunirse en la esquina de la calle con su camarada
y huir los dos a toda velocidad.
Todo el misterio de la abundancia de pañuelos, de relojes, de alhajas, de la
misma existencia del judío, se convirtió en claridad en la mente del aterrado niño.
Permaneció inmóvil, paralizado de horror, concentró en las piernas toda su energía y
echó a correr alocado, sin saber lo que hacía.
Como quisiera la casualidad que, en el preciso momento de emprender Óliver su
temeraria carrera, se le ocurriera al señor buscar maquinalmente su pañuelo en el
bolsillo sin hallarlo, recayó su atención en aquel chiquillo que huía y pensó
naturalmente que era el ladrón. Así lo gritó echando a correr tras Óliver sin soltar su
libro:
—¡Ladrón, ladrón!
No tardaron sus gritos en hallar eco. El Perillán y el señor Bates, para no llamar
la atención corriendo, se habían refugiado entretanto por la primera bocacalle y así que
oyeron gritar: «¡Al ladrón!», y vieron a Óliver, adivinaron cuanto había sucedido y
salieron apresurados de su escondite, a fuer de buenos ciudadanos, para lanzarse en
persecución del ladrón.
Aunque presidieron la educación de Óliver profundos filósofos, no conocía éste
el admirable axioma: La propia conservación es la primera ley de Natura. De conocerlo,
tal vez hubiera sabido defenderse, pero su ignorancia aumentaba con su espanto y así lo
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único que supo hacer fue correr como el viento, siempre seguido del caballero y los dos
pilluelos.
«¡Al ladrón, al ladrón!».
Tiene este grito algo de conjuro mágico; el hortera abandona su mostrador y el
carretero su recua. Suelta el carnicero su cuchillo y el panadero su cesta, y el lechero su
lata; deja sus paquetes el recadero, sus libros el escolar, el pavero su pértiga y el niño su
raqueta. Todo se precipita mezclado e impetuoso con un solo afán, con un mismo
desorden, gritando, aullando, reclutando calles, plazas, pasajes, todo resuena a poco y se
confunde en un grito: «¡Al ladrón!». Cien voces lo repiten y la turba aumenta al
revolver de cada esquina, precipitándose en su marcha, chapoteando en el fango o
haciendo retumbar sus pasos en las aceras. Se abren ventanas, se sale a las puertas y se
incorporan unos a otros, siempre adelante.
Polichinela se queda sin auditorio en lo mejor de su representación, pues va
a juntarse a la muchedumbre, reforzando con nueva y dramática fuerza este grito:
«¡Al ladrón! ¡Al ladrón!». El hombre tiene arraigada en el fondo de su alma la
pasión primitiva de la caza. El caso es perseguir. Un desgraciado niño extenuado
de fatiga, agotado el aliento, medio muerto de miedo, bañado en sudor, redobla sus
esfuerzos para conservar la distancia de ventaja sobre sus perseguidores; se le
sigue de cerca ganando terreno a cada instante, y a medida que sus fuerzas
decrecen, los gritos se redoblan, aumentan los aullidos: «¡A él! ¡Prendedle!
¡Detenedle!», se dice ya con júbilo: «¡Ah, sí! Detenedle por amor de Dios. Por
piedad, detenedle ya».
Se le detiene al fin. ¡Brava hazaña! El mísero está tendido en el suelo y la
turba se estrecha con ardor en torno suyo, empujándose, luchando unos con otros
para ver al criminal.
—¡Apartad!
—¡Dadle aire!
—¡Tonterías! No vale la pena.
—¿Dónde está el señor?
—Aquí.
—Dejad paso al señor.
—¿Es éste el chico, señor?
—Sí.
Óliver, tendido en el suelo, cubierto de fango, echando sangre por la boca,
miraba con ojos extraviados aquella muchedumbre que le cercaba, cuando el
caballero logró penetrar en el círculo y respondió a las preguntas ansiosas que le
dirigían.
—Sí —dijo con acento bondadoso—, pero no creo que él sea quien…
—No lo creo —coreó la turba—. El buen señor…
—¡Pobre chico! —murmuró el caballero— Está herido.
—No, señor, he sido yo que le di una morrada y me he hecho sangre en la
mano al chocar contra sus dientes —dijo un zopenco muy grande que se adelantó
sombrero en mano sonriendo estúpidamente—. He sido yo el que lo ha prendido,
señor.
El caballero, lejos de ceder a la demanda de propina expresada por la
actitud del gayón, midió a éste con una mirada despectiva y no debió de juzgar
muy tranquilizadora su vecindad , pues se dispuso a huir y lo hubiera realizado,
provocando con ello una segunda persecución, si un agente de la autoridad, última
persona que suele hacer aparición en casos semejantes, no hubiera llegado en el
mismo instante abriendo brecha en el grupo para coger a Óliver por el cuello.
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—¡Vamos! ¡Arriba! —le ordenó con rudeza.
—No he sido yo, señor, puede creerlo, no he sido yo —decía Óliver
retorciéndose las manos con desesperación—, han sido esos dos chicos, por ahí
deben de estar.
—Sí, sí, échales un galgo —dijo el guardia, muy ajeno a que con aquella
burla decía la verdad, porque el Perillán y Carlos Bates se escurrieron por el
primer callejón que encontraron, poniéndose a salvo—. ¡Vamos, arriba!
—No le haga daño —dijo el caballero compasivamente.
—¡Oh, no! No le hago daño —dijo el guardia, y en prueba de ello desgarró el
traje de Óliver hasta media espalda—. ¡Arriba, que yo te conozco, a mí no me engañas
tú! ¿Quieres ponerte de una vez sobre los talones, granuja?
Óliver, que no podía sostenerse, hizo un esfuerzo vano por levantarse y entonces
el guardia lo arrastró cogido del cuello por las calles con rápido paso. El caballero los
acompañó caminando al lado del guardia. Muchos de entre la turba trataban de
adelantárseles y se volvían para mirar a Óliver mientras la chiquillería entusiasmada
acompañaba el cortejo con gritos de júbilo.
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13. b. FEDOR DOSTOIESVSKI: Crimen y castigo, «Primera parte», «Capítulo
VII».
Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en
la estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con desconfianza
desde la sombra. En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una
imprudencia que estuvo a punto de echarlo todo a perder.
Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un hombre
cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la puerta, Raskolnikof lo
impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó paralizada, pero no soltó el pestillo
aunque poco faltó para que cayera de bruces. Después, viendo que la vieja permanecía
obstinadamente en el umbral para no dejarle el paso libre, se fue derecho a ella. Alena
Ivanovna, aterrada, dio un paso atrás e intentó decir algo, pero no pudo pronunciar una
sola palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy abiertos.
—Buenas tardes, Alena Ivanovna —empezó a decir en el tono más indiferente
que le fue posible adoptar. Sin embargo, sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz
entrecortada, le temblaban las manos—. Le traigo..., le traigo... una cosa para empeñar...
Pero entremos: quiero que la vea a la luz.
Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando
rienda suelta a su lengua.
—¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
—Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof... Tenga, aquí tiene
aquello de que le hablé el otro día.
Le ofreció el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero
inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo observó
con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación. Pasó un minuto.
Raskolnikof incluso
creyó descubrir un chispazo de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese
adivinado todo. Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto que habría huido si
aquel mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.
—¿Por qué me mira así, como si no me conociera? —exclamó Raskolnikof de
pronto, indignado también—. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me dirigiré a
otra parte. No tengo por qué perder el tiempo.
Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció
ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.
—¡Es que lo has presentado de un modo!
Y, mirando el paquetito, preguntó:
—¿Qué me traes?
—Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
Alena Ivanovna tendió la mano.
—Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos te tiemblan. ¿Estás enfermo?
—Tengo fiebre —repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y con un visible
esfuerzo añadió—: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?
Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La
usurera le quitó el paquetito de las manos.
—Pero ¿qué es esto? —volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo
nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.
—Una pitillera... de plata... Véala.
—Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
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Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor
asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a Raskolnikof y
olvidándose de él momentáneamente.
Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la
mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía
una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba de que el hacha
se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.
—Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! —exclamó la vieja,
volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.
No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la
levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la
dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero
notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos,
grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía
pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la
nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la
cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo
tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el
paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el
mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera
volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof
retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía.
Sus ojos estaban tan abiertos que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su
frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la
agonía.
Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar,
procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él
había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba
plenamente la lucidez, no estaba aturdido, no sentía vértigos. Más adelante recordó
que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia, que
incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de
sangre...
Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya
había visto. Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas
dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro,
un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada
confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra
pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas
empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una
sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas
vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder.
Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro
pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se
dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí... Dejó las llaves
y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no
llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta. Se inclinó sobre el
cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el cráneo abierto. Iba a
70
tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión, esta prueba era innecesaria. Sobre el
entarimado se había formado un charco de sangre.
En esto, Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de
él, pero era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo,
impregnado de sangre... Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo
consiguió, se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó utilizar el
hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver. Pero no se decidió a
cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de tanteos, logró cortarlo, manchándose
las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta. Un instante después, el
cordón estaba en sus manos. Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del
cuello de la vieja. También colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces,
una de madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello, rezumaba
grasa y estaba repleta de dinero. Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin abrirla.
Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el hacha, volvió
precipitadamente al dormitorio.
Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero
sus tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del temblor de
sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía, por ejemplo, que una llave
no se adaptaba a una cerradura y se obstinaba en introducirla. De pronto se dijo que
aquella gran llave dentada que estaba con las otras pequeñas en el llavero no podía ser
de la cómoda (se acordaba de que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de
algún cofrecillo, donde tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la
cama, pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En efecto, vio
un arca bastante grande de más de un metro de longitud, tapizada de tafilete rojo. La
llave dentada se ajustaba perfectamente a la cerradura. Abierta el arca, apareció un paño
blanco que cubría todo el contenido. Debajo del paño había una pelliza de piel de liebre
con forro rojo. Bajo la piel, un vestido de seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo
había, al parecer, trozos de tela. Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo». Súbitamente cambió de
expresión y se dijo, aterrado: «¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?».
Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de
oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron joyas,
objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados todavía: pulseras, cadenas,
pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas joyas estaban en sus estuches; otras,
cuidadosamente envueltas en papel de periódico en doble y el envoltorio bien atado. No
vaciló ni un segundo, introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y
de su gabán sin abrir los paquetes ni los estuches.
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14. a. WALT WHITMAN: Canto a mí mismo, «Digo que el alma no es más que el
cuerpo…».
Digo que el alma no es más que el cuerpo,
Digo que el cuerpo no es más que el alma.
Nada, ni el mismo Dios, es más grande para cada cual que su propio ser,
Digo que quienquiera que anda doscientos metros sin simpatía,
marcha envuelto en un sudario a sus propios funerales,
Y yo, vosotros, sin tener un céntimo en el bolsillo
podemos adquirir lo más precioso de la tierra,
Y mirar con los ojos u observar una habichuela
en su vaina confunde la ciencia de todos los tiempos,
Digo que no existe oficio ni empleo en cuyo desempeño
el que se obstina no pueda convertirse en un héroe,
Ni objeto, por vil o endeble que parezca, que no pueda trocarse
en eje de la rueda universal;
Y digo a cualquier hombre, a cualquier mujer:
«¡Que vuestra alma conserve su serenidad, el dominio de sí misma ante
un millón de universos!».
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14. b. E. A. POE: El gato negro.
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me
dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia
evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a
morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de
manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos.
Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin,
me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros
resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya
inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más
lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que
temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La
ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de
burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me
permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás
me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi
carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis
principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia
un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la
intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un
animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la
falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias.
Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme
los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso
perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro
y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo
era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que
todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera
seriamente y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi
camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba
mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales —enrojezco al
confesarlo— mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del
demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e
indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a
mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está,
sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a
hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para
abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro
cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi
enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?
—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo,
empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
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Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de
mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en
brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se
apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi
alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por
la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un
cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y,
deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo
tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los
vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante
el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar
al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los
recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el
ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba,
como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al
verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado
por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e
irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a
este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la
perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las
facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que
cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No
hay en nosotros una tendencia permanente que enfrenta descaradamente al buen sentido,
una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este
espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable
anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de
hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio
que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un
lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las
lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón;
lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me
había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un
pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera
posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y
más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron
gritos de: «¡Incendio!». Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa
estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un
sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese
momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el
desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero
dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas.
Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique
divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba
antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego,
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cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre se había reunido
frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran
atención y detalle. Las palabras «¡extraño!», «¡curioso!» y otras similares excitaron mi
curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un
bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya que no podía considerarla otra cosa— me sentí
dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé
que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del
incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la
soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de
despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la
víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción
de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre
el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante
muchos meses no pude librarme del fantasma del gato y en todo ese tiempo dominó mi
espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al
punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que
infame reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de
ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había
estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la
mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy
grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no
tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque
indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó
contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el
animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al
tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes
ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal
pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra
vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de
inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era
exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni
por qué— su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el
sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba
encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de
antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de
hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente —muy gradualmente—
llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia,
como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana
siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta
circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije,
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poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi
rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión.
Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas,
prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies,
amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas,
para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un
solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo
—quiero confesarlo ahora mismo— por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me
sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí,
aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el
espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas
quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la
atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado y que constituía la
única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará
que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida;
pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo
tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de
rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello
odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de
atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del
patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la
muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que
una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de
producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios!
¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella
criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más
horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible
peso —pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado
eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me
quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad, los más
tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció
hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera
humanidad, y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente
víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja
casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta
la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta
entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado
instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su
trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me
zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a
mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a
la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como
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de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos
cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los
pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si
no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara
de una mercadería común y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa.
Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver
en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus
víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco
resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la
atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía el saliente
de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al
resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte,
introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada
pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de
una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo
mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma
original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se
distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la
tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de
haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en
torno, triunfante, y me dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano».
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia,
pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido
ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado
por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no
cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio
que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche,
y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y
tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más
respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre!
¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad y la culpa de mi negra
acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no
me costó mucho responder. Incluso hubo un registro en la casa; pero, naturalmente, no
se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó
inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que
mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me
pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar.
Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara
un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en
la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos
sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban
completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón
era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos,
una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me alegro
mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de
77
cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi
frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de
mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes...
¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el
bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se
hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas
había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la
tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un
niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo
alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de
horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la
garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la
condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la
escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos
atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y
manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores.
Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba
agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya
voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la
tumba!
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15. a. CHARLES BAUDELAIRE: «La cabellera», en verso y en prosa.
«La cabellera»
¡Oh vellón que te encrespas hasta encima del cuello!
¡Oh bucles! ¡Oh perfume de indolencia cargado!
Para llenar, ¡oh, éxtasis!, hoy esta alcoba oscura
de recuerdos que duermen en esta cabellera,
¡como un pañuelo quiero yo agitarla en el aire!
La languidez de Asia, los ardores de África,
todo un mundo lejano, ausente, casi muerto,
vive, ¡bosque aromático!, en tus profundidades.
Igual que otros espíritus en la música bogan,
el mío, ¡oh dulce amor!, en tu perfume nada.
Me iré lejos, a donde, llenos de savia, el árbol
y el hombre se extasían, bajo climas ardientes;
¡oh fuertes trenzas, sed la ola que me lleve!
Contiene tú, mar de ébano, un deslumbrante sueño
de velas, de remeros, de oriflamas, de mástiles:
Un puerto rumoroso en que bebe mi alma
a oleadas aromas, sonidos y colores;
y en donde los bajeles, flotando en muaré y oro,
abren sus vastos brazos para abrazar la gloria
de un cielo puro donde vibra el calor eterno.
Hundiré mi cabeza, de embriaguez amorosa
en este negro océano donde el otro se encierra;
y mi sutil espíritu que mece el balanceo
sabrá cómo encontraros, ¡oh pereza fecunda!
¡Infinitos arrullos del ocio embalsamado!
Pelo azul, pabellón de extendidas tinieblas,
del cielo inmenso y curvo, el azur me devuelves;
sobre la pelusilla de tus mechas rizadas
me embriago ardientemente con el mezclado aroma
del aceite de coco, del almizcle y la brea.
¡Largo tiempo! ¡Por siempre! Mi mano en tu melena
sembrará los rubíes, las perlas, los zafiros,
para que nunca sorda tú seas a mis ansias!
Pues, ¿no eres tú el oasis en que sueño, y el odre
del que aspiro a oleadas el vino del recuerdo?
79
XVII
Un hemisferio en una cabellera
Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo, el olor de tus cabellos;
sumergir en ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y
agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo lo que siento! ¡Todo lo que oigo en
tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los demás hombres en la
música.
Tus cabellos contienen todo un ensueño, lleno de velámenes y de mástiles;
contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan a climas de encanto, en que el
espacio es más azul y más profundo, en que la atmósfera está perfumada por los
frutos, por las hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que pululan cantares
melancólicos, hombres vigorosos de toda nación y navíos de toda forma, que
recortan sus arquitecturas finas y complicadas en un cielo inmenso en que se
repantiga el eterno calor.
En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las
largas horas pasadas en un diván, en la cámara de un hermoso navío, mecidas por
el balanceo imperceptible del puerto, entre macetas y jarros refrescantes.
En el ardiente hogar de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con
opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer lo infinito del azul
tropical; en las orillas vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores
combinados del algodón, del almizcle y del aceite de coco.
Déjame morder mucho tiempo tus trenzas, pesadas y negras. Cuando
mordisqueo tus cabellos elásticos y rebeldes, me parece que como recuerdos.
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15. b. PAUL VERLAINE: «Arte poética».
¡Ante todo la música, con
primacía del verso impar,
más suelto y más libre en su vuelo,
sin ningún peso o afectación.
Precisas elegir palabras
con su corona de vaguedad:
hermosa es la canción gris
que junta lo Ambiguo y lo Preciso.
Es como hermosos ojos tras un velo,
con la luz temblante del mediodía,
como un cielo de suave otoño
con aleteo azul de estrellas claras!
Ansiamos además Matices,
¡no el Color sino lo Matizado!
¡Sólo así se armonizan sueños con sueños
y flautas con caracolas!
¡Huye siempre de chistes torpes,
de Burlas crueles y de Risas impuras
que al mismo Azur hacen llorar,
huye del aderezo en la bazofia!
¡Estrangula a la elocuencia!
Y bien harías, con energía,
en aplacar la Rima,
si la descuidas, ¿adónde te llevará?
¿Quién dirá el daño de la Rima?
¿Qué niño sordo o qué negro alocado
nos forjaron esa bisutería
tan falsa y hueca bajo la lima?
¡Música, ahora y siempre!
Preocúpate del verso y de sus alas,
y que se les vea irse desde su alma
hacia otros cielos, a otros amores.
Que en los crispados vientos del día
sea tu canto la buena nueva esparcida,
que a menta y a tomillo huela…
Lo demás es sólo literatura.
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16. a. HENRIK IBSEN: Casa de muñecas, «Escena final».
NORA: […] (Helmer saca unas llaves del bolsillo y pasa al recibidor). ¿Qué vas a
hacer, Torvaldo?
HELMER: Desocupar el buzón; está atestado y no van a caber los periódicos mañana
por la mañana...
NORA: ¿Vas a trabajar esta noche?
HELMER: De ningún modo... ¿Qué es esto? Han andado en la cerradura.
NORA: ¿En la cerradura?
HELMER: Sin duda. ¿Qué significa esto? No puedo creer que las muchachas... Aquí
hay un trozo de aguja de cabello. Nora, es una de las tuyas.
NORA (Con viveza): Quizá los niños...
HELMER: Es preciso que les quites esa costumbre. ¡Hum! Vamos, ya está abierto de
todos modos. (Saca el contenido del buzón y llama). ¡Elena!... ¡Elena! Apague usted la
luz de la entrada. (Entra con las cartas en la mano y cierra la puerta del recibidor).
Mira, ¿ves cuántas? (Examina los sobres). ¿Qué es esto?
NORA (En la ventana): ¡Esa carta! ¡No, no, Torvaldo!
HELMER: Dos tarjetas de visita.... de Rank.
NORA: ¿Del doctor?
HELMER (Mirándolas): Rank, doctor en medicina. Estaban sobre las cartas.... Las
habrá depositado en el buzón al salir.
NORA: ¿Tienen algo escrito?
HELMER: Hay una cruz grande encima del nombre. Mira. ¡Qué broma de tan mal
gusto! Es como si diera parte de su muerte.
NORA: Es lo que hace efectivamente.
HELMER: ¿Qué? ¿Qué sabes? ¿Te ha dicho algo?
NORA: Sí. Las tarjetas significan que se ha despedido de nosotros para siempre. Va a
encerrarse a morir.
HELMER: ¡Pobre amigo mío! Ya sabía que no había de vivir mucho tiempo, pero tan
pronto... Y va a ocultarse como un animal herido.
NORA: Si ha de ocurrir, vale más que sea en silencio. ¿Verdad, Torvaldo?
HELMER (Paseando): Era como de la familia. No puedo aceptar la idea de su pérdida.
Con sus padecimientos y su genio retraído, constituía como el fondo de sombra en el
cuadro soleado de nuestra felicidad.... En fin, quizá sea preferible... Al menos para él.
(Se detiene). Y acaso también para nosotros, Nora. Ahora estamos consagrados
exclusivamente el uno al otro. (La abraza). ¡Ah! Mujercita adorada. Nunca te estrecharé
bastante. Mira, Nora.... quisiera que te amenazara algún peligro para poder exponer mi
vida, para dar mi sangre, para arriesgarlo todo, todo por protegerte.
NORA (Desprendiéndose, con voz firme y resuelta): Lee las cartas, Torvaldo.
HELMER: No, no, esta noche no... Deseo quedarme contigo, con mi idolatrada
mujercita.
NORA: ¿Con la idea de la muerte de tu amigo?...
HELMER: Tienes razón. A los dos nos ha afectado. Se ha interpuesto entre nosotros la
idea de la muerte y de la disolución. Tenemos que hacer algo por olvidarla. Hasta
entonces... Nos retiraremos cada uno a nuestro aposento.
NORA (Arrojándose a su cuello): ¡Buenas noches, Torvaldo...., buenas noches!
HELMER (Besándola en la frente): ¡Buenas noches, avecilla cantora! Duerme en paz.
Voy a leer las cartas. (Pasa a su habitación llevándose las cartas y cierra la puerta).
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NORA (Tanteando alrededor de sí, con ojos extraviados, toma el dominó de Helmer y
se cubre con él, diciendo con voz breve, incoherente v sacudida): ¡No volver a verlo
jamás! ¡Jamás, jamás, jamás! ¡Y los niños..., no volver a verlos tampoco!... ¡Oh!
Aquella agua helada negra..., aquel abismo..., aquel abismo sin fondo... ¡Ah! ¡Si
siquiera hubiese pasado ya!... Ahora la toma, la lee. No, no, todavía no. ¡Adiós,
Torvaldo!... ¡Adiós, hijos! (Se precipita hacia la puerta; pero, en el mismo momento,
Helmer abre violentamente la de su habitación y aparece con una carta en la mano).
HELMER: ¡Nora!
NORA (Lanzando un grito penetrante): ¡Ah!
HELMER: ¿Qué significa?... ¿Sabes lo que dice esta carta?
NORA: Sí, lo sé. ¡Deja que me vaya! ¡Déjame salir!
HELMER (Deteniéndola): ¿Dónde vas?
NORA (Tratando de desasirse): No debes salvarme, Torvaldo.
HELMER (Retrocediendo): ¡Entonces, es cierto! ¿Dice la verdad esta carta? ¡Qué
horror! No, no es posible, no puede ser.
NORA: Es la verdad. Te he amado por sobre todas las cosas en el mundo.
HELMER: ¡Eh! Dejémonos de tonterías.
NORA (Dando un paso hacia él): ¡Torvaldo!...
HELMER: ¡Desgraciada! ¿Qué has tenido valor de hacer?
NORA: Déjame salir. Tú no has de llevar el peso de mi falta, tú no has de responder por
mí.
HELMER: ¡Basta de comedias! (Cierra la puerta del recibidor). Te quedarás ahí, y me
darás cuenta de tus actos. ¿Comprendes lo que has hecho? Di, ¿lo comprendes?
NORA (Le mira con expresión creciente de rigidez y dice con voz opaca): Sí, ahora
empiezo a comprender la gravedad de las cosas.
HELMER (Paseándose agitado): ¡Oh! Terrible despertar. ¡Durante ocho años.... ella, mi
alegría y mi orgullo..., una hipócrita, una embustera!... Todavía peor: ¡una criminal!
¡Qué abismo de deformidad! ¡Qué horror! (Deteniéndose ante Nora, que continúa
muda, la mira fijamente). Yo habría debido presentir que iba a ocurrir alguna cosa de
esta índole. Habría debido preverlo. Con la ligereza de principios de tu padre...; tú has
heredado esos principios. ¡Falta de religión, falta de moral, falta de todo sentimiento del
deber!... ¡Oh! Bien castigado estoy por haber tendido un velo sobre su conducta. Lo hice
por ti, y éste es el pago que me das.
NORA: Sí, así es.
HELMER: Has destruido mi felicidad, aniquilado mi porvenir. No puedo pensarlo sin
estremecerme. Te has puesto a merced de un hombre sin escrúpulos, que puede hacer de
mí cuanto le plazca, pedirme lo que quiera, disponer y mandar lo que guste sin que me
atreva a respirar. Así quedaré reducido a la impotencia, echado a pique por la ligereza de
una mujer.
NORA: Cuando yo haya abandonado este mundo, estarás libre.
HELMER: ¡Ah! Déjate de expresiones huecas. Tu padre tenía también una lista de ellas.
¿Qué ganaría yo con que tú abandonaras el mundo, como dices? Nada. A pesar de eso,
podría trascender el caso, y quizá se sospechara que yo había sido cómplice de tu
criminal acción. Podría creerse que fui el instigador, el que te indujo a hacerlo. Y esto te
lo debo a ti; a ti, a quien he llevado en brazos a través de toda nuestra vida conyugal.
¿Comprendes ahora la gravedad de lo que has hecho?
NORA (Tranquila y fría): Sí.
HELMER: Esto es tan increíble, que no vuelvo de mi asombro; pero hay que tomar un
partido. (Pausa). Quítate ese dominó. ¡Que te lo quites, digo! (Pausa). Tengo que
complacerlo de una o de otra manera. Se trata de ahogar el asunto a todo trance. Y, en
83
cuanto a nosotros, como si nada hubiese cambiado. Por supuesto, hablo sólo de las
apariencias, y, por consiguiente, seguirás viviendo aquí, lógicamente; pero te está
prohibido educar a los niños..., no me atrevo a confiártelos. ¡Ah! Tener que hablar de
este modo a quien tanto he amado y a quien todavía... En fin, todo pasó, no hay más
remedio. En lo sucesivo no hay que pensar ya en la felicidad, sino sólo en salvar restos,
ruinas, apariencias... (Llaman a la puerta. Helmer se estremece). ¿Qué es esto? ¡Tan
tarde! ¿Será ya...? ¿Habrá ese hombre...? ¡Escóndete, Nora! Di que estás enferma.
(Nora no se mueve. Helmer va a abrir la puerta).
ELENA (A medio vestir en el recibidor): Una carta para la señora.
HELMER: Démela. (Toma la carta y cierra la puerta). Sí, es de él; pero no la tendrás.
Quiero leerla yo.
NORA: Léela.
HELMER (Aproximándose a la lámpara): Apenas me atrevo. Quizá seamos víctimas
uno y otro. No, es preciso que yo sepa. (Abre apresuradamente la carta, recorre
algunas líneas, examina un papel adjunto y lanza una exclamación de alegría). ¡Nora!
(Nora interroga con la mirada). ¡Nora!... ¡No, tengo que leerlo otra vez! ... ¡Sí, eso!
¡Estoy salvado! ¡Nora, estoy salvado!
NORA: ¿Y yo?
HELMER: Tú también, naturalmente. Nos hemos salvado los dos. Mira. Te devuelve el
recibo. Dice que lamenta, que se arrepiente..., un suceso feliz que acaba de cambiar su
existencia... ¡Eh! Poco importa lo que escribe. ¡Estamos salvados, Nora! Ya nadie puede
inferirte el menor daño. ¡Ah! Nora, Nora.... no, destruyamos ante todo estas
abominaciones. Déjame ver... (Dirige una mirada al recibidor). No, no quiero ya ver
nada; supondré que he tenido una pesadilla, y se acabó. (Rompe las dos cartas y el
recibo, lo arroja todo a la chimenea y contempla cómo arden los pedazos). ¡Ya! Todo
ha desaparecido. Decía que desde las vísperas de Navidad tú... ¡Oh! ¡Qué tres días de
prueba has debido pasar, Nora!
NORA: Durante estos tres días he sostenido una lucha violenta.
HELMER: Y te has desesperado; no veías más camino que... Olvidaremos por completo
todos estos sinsabores. Vamos a celebrar nuestra liberación repitiendo continuamente: se
ha concluido, se ha concluido. Pero óyeme, Nora, parece que no comprendes: se ha
concluido. ¡Vamos! ¿Qué significa esa seriedad? ¡Oh! Pobrecilla Nora, ya comprendo...
No aciertas a creer que te perdono. Pues créelo, Nora, te lo juro; estás completamente
perdonada. Sé bien que todo lo hiciste por amor a mí
NORA: Es verdad.
HELMER: Me has amado como una buena esposa debe amar a su marido, pero
flaqueabas en la elección de los medios. ¿Crees tú que yo te quiero menos porque no
puedas guiarte a ti misma? No, no, confía en mí: no te faltará ayuda y dirección. No
sería yo hombre si tu capacidad de mujer no te hiciera doblemente seductora a mis ojos.
Olvida los reproches que te dirigí en los primeros momentos de terror, cuando creía que
todo iba a desplomarse sobre mí. Te he perdonado, Nora, te juro que te he perdonado.
NORA: ¡Gracias por el perdón! (Se va por la puerta de la derecha).
HELMER: No, quédate aquí... (La sigue con los ojos). ¿Por qué te diriges a la alcoba?
NORA (Dentro): Voy a quitarme el traje de máscaras.
HELMER (Cerca de la puerta, que ha quedado abierta): Bien, descansa, procura
tranquilizarte, reponerte de esta alarma, pajarillo alborotado. Reposa en paz, yo tengo
grandes alas para cobijarte. (Andando sin alejarse de la puerta). ¡Oh! Qué tranquilo y
delicioso hogar el nuestro, Nora. Aquí estás segura; te guardaré como si fueras una
paloma recogida por mí después de sacarla sana y salva de las garras del buitre. Sabré
tranquilizar tu pobre corazón palpitante. Lo conseguiré poco a poco; créeme, Nora.
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Mañana verás todo de otra manera. Todo seguirá como antes. No necesitaré decirte a
cada momento que te he perdonado, porque tú misma lo comprenderás indudablemente.
¿Cómo puedes creer que vaya a rechazarte ni a hacer cargos siquiera? ¡Ah! Tú no sabes
lo que es un corazón que ama, Nora. ¡Es tan dulce, es tan grato para la conciencia de un
hombre perdonar sinceramente! No es ya a su esposa lo único que ve en el ser
perdonado, sino también a su hija. Así te trataré en el porvenir, criatura extraviada, sin
brújula. No te preocupes por nada, Nora, sé franca conmigo nada más, y yo seré tu
voluntad y tu conciencia. ¡Calla! ¿No te has acostado? ¿Te has vuelto a vestir?
NORA (Con su ropa habitual): Sí, Torvaldo, he vuelto a vestirme.
HELMER: ¿Y para qué?
NORA: No pienso dormir esta noche.
HELMER: Pero, querida Nora...
NORA (Mirando el reloj): No es tarde todavía. Siéntate, Torvaldo, tenemos que hablar
(Se sienta junto a la mesa).
HELMER: Nora..., ¿qué significa esto? ¿Por qué estás tan seria?
NORA: Siéntate. La conversación será larga. Tenemos mucho que decirnos.
HELMER (Sentándose frente a ella): Me tienes intranquilo, Nora. No te comprendo.
NORA: Dices bien; no me comprendes. Ni yo tampoco te he comprendido a ti hasta...
esta noche. No me interrumpas. Oye lo que te digo... Tenemos que ajustar nuestras
cuentas.
HELMER: ¿En qué sentido?
NORA (Después de una pausa): Estamos uno frente al otro. ¿No te llama la atención
una cosa?
HELMER: ¿Qué quieres decir?
NORA: Hace ocho años que nos casamos. Piensa un momento: ¿no es ahora la primera
vez que nosotros dos, marido y mujer, hablamos a solas seriamente?
HELMER: Seriamente, sí..., pero ¿qué?
NORA: Ocho años han pasado.... y más todavía desde que nos conocemos, y jamás se
ha cruzado entre nosotros una palabra seria respecto de un asunto grave.
HELMER: ¿Iba a hacerte partícipe de mis preocupaciones, sabiendo que no podías
quitármelas?
NORA: No hablo de preocupaciones. Lo que quiero decir es que jamás hemos tratado
de mirar en común al fondo de las cosas.
HELMER: Pero veamos, querida Nora, ¿era esa preocupación apropiada para ti?
NORA: ¡Este es precisamente el caso! Tú no me has comprendido nunca... Han sido
muy injustos conmigo, papá primero, y tú después.
HELMER: ¿Qué? ¡Nosotros dos!... Pero ¿hay alguien que te haya amado más que
nosotros?
NORA (Moviendo la cabeza): Jamás me amaron. Les parecía agradable estar en
adoración delante de mí, ni más ni menos.
HELMER: Vamos a ver, Nora, ¿qué significa este lenguaje?
NORA: Lo que te digo, Torvaldo. Cuando estaba al lado de papá, él me exponía sus
ideas, y yo las seguía. Si tenía otras distintas, las ocultaba; porque no le hubiera gustado.
Me llamaba su muñequita, y jugaba conmigo como yo con mis muñecas. Después vine a
tu casa.
HELMER: Empleas una frase singular para hablar de nuestro matrimonio.
NORA (Sin variar de tono): Quiero decir que de manos de papá pasé a las tuyas. Tú lo
arreglaste todo a tu gusto, y yo participaba de tu gusto, o lo daba a entender; no puedo
asegurarlo, quizá lo uno y lo otro. Ahora, mirando hacia atrás, me parece que he vivido
aquí como los pobres.... al día. He vivido de las piruetas que hacía para recrearte,
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Torvaldo. Eso entraba en tus fines. Tú y papá han sido muy culpables conmigo, y
ustedes tienen la culpa de que yo no sirva para nada.
HELMER: Eres incomprensible e ingrata, Nora. ¿No has sido feliz a mi lado?
NORA: ¡No! Creía serlo, pero no lo he sido jamás.
HELMER: ¡Que no..., que no has sido feliz!
NORA: No, estaba alegre y nada más. Eras amable conmigo.... pero nuestra casa
sólo era un salón de recreo. He sido una muñeca grande en tu casa, como fui
muñeca en casa de papá. Y nuestros hijos, a su vez, han sido mis muñecas. A mí me
hacía gracia verte jugar conmigo, como a los niños les divertía verme jugar con
ellos. Esto es lo que ha sido nuestra unión, Torvaldo.
HELMER: Hay algo de cierto en lo que dices... aunque exageras mucho. Pero, en
lo sucesivo, cambiará todo. Ha pasado el tiempo de recreo; ahora viene el de la
educación.
NORA: ¿La educación de quién? ¿La mía o la de los niños?
HELMER: La tuya y la de los niños, querida Nora.
NORA: ¡Ay! Torvaldo. No eres capaz de educarme, de hacer de mí la verdadera
esposa que necesitas.
HELMER: ¿Y eres tú quien lo dice?
NORA: Y en cuanto a mí.... ¿qué preparación tengo para educar a los niños?
HELMER: ¡Nora!
NORA: ¿No lo has dicho tú hace poco?... ¿No has dicho que es una tarea que no te
atreves a confiarme?
HELMER: Lo he dicho en un momento de irritación. ¿Ahora vas a insistir en eso?
NORA: ¡Dios mío! Lo dijiste bien claramente. Es una tarea superior a mis fuerzas.
Hay otra que debo atender desde luego, y quiero pensar, ante todo, en educarme a
mí misma. Tú no eres hombre capaz de facilitarme este trabajo y necesito
emprenderlo yo sola. Por eso voy a dejarte.
HELMER (Levantándose de un salto.): ¡Qué! ¿Qué dices?
NORA: Necesito estar sola para estudiarme a mí misma y a cuanto me rodea; así
es que no puedo permanecer a tu lado.
HELMER: ¡Nora! ¡Nora!
NORA: Quiero marcharme en seguida. No me faltará albergue para esta noche en
casa de Cristina.
HELMER: ¡Has perdido el juicio! No tienes derecho a marcharte. Te lo prohíbo.
NORA: Tú no puedes prohibirme nada de aquí en adelante. Me llevo todo lo mío.
De ti no quiero recibir nada ahora ni nunca.
HELMER: Pero ¿qué locura es ésta?
NORA: Mañana salgo para mi país... Allí podré vivir mejor.
HELMER: ¡Qué ciega estás, pobre criatura sin experiencia!
NORA: Ya procuraré adquirir experiencia, Torvaldo.
HELMER: ¡Abandonar tu hogar, tu esposo, tus hijos!... ¿No piensas en lo que se
dirá?
NORA: No puedo pensar en esas pequeñeces. Sólo sé que para mí es indispensable.
HELMER: ¡Ah! ¡Es irritante! ¿De modo que traicionarás los deberes más
sagrados?
NORA: ¿A qué llamas tú mis deberes más sagrados?
HELMER: ¿Necesitas que te lo diga? ¿No son tus deberes para con tu marido y tus
hijos?
NORA: Tengo otros no menos sagrados.
HELMER: No los tienes. ¿Qué deberes son ésos?
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NORA: Mis deberes para conmigo misma.
HELMER: Antes que nada, eres esposa y madre.
NORA: No creo ya en eso. Ante todo soy un ser humano con los mismos títulos que
tú..., o, por lo menos, debo tratar de serlo. Sé que la mayoría de los hombres te
darán la razón, Torvaldo, y que esas ideas están impresas en los libros; pero ahora
no puedo pensar en lo que dicen los hombres y en lo que se imprime en los libros.
Necesito formarme mi idea respecto de esto y procurar darme cuenta de todo.
HELMER: ¡Qué! ¿No comprendes cuál es tu puesto en el hogar? ¿No tienes un guía
infalible en estas cuestiones? ¿No tienes la religión?
NORA: ¡Ay! Torvaldo. No sé exactamente qué es la religión.
HELMER: ¿Que no sabes qué es?
NORA: Sólo sé lo que me dijo el pastor Hansen al prepararme para la confirmación. La
religión es esto, aquello y lo de más allá. Cuando esté sola y libre, examinaré esa
cuestión como una de tantas, y veré si el pastor decía la verdad, o, por lo menos, si lo
que me dijo era verdad respecto de mí.
HELMER: ¡Oh! ¡Es inaudito en una mujer tan joven! Pero si no puede guiarte la
religión, déjame al menos sondear tu conciencia. Porque ¿supongo que tendrás al menos
sentido moral? ¿O es que tampoco tienes eso? Responde.
NORA: ¿Qué quieres, Torvaldo? Me es difícil contestarte. Lo ignoro. No veo claro nada
de eso. No sé más que una cosa y es que mis ideas son completamente distintas de las
tuyas, que las leyes no son las que yo creía, y, en cuanto a que esas leyes sean justas, no
me cabe en la cabeza. ¡No tener derecho una mujer a evitar una preocupación a su padre
anciano y moribundo, ni a salvar la vida a su esposo! ¡Eso no es posible!
HELMER: Hablas como una chiquilla. No comprendes nada de la sociedad de que
formas parte.
NORA: No, no comprendo nada; pero quiero comprenderlo y averiguar de parte de
quién está la razón: si de la sociedad o de mí.
HELMER: Tú estás enferma, Nora, tienes fiebre, y hasta casi creo que no estás en tu
juicio.
NORA: Por lo contrario, esta noche estoy más despejada y segura de mí que nunca.
HELMER: ¿Y con esa seguridad y esa lucidez abandonas a tu marido y a tus hijos?
NORA: Sí.
HELMER: Eso no tiene más que una explicación.
NORA: ¿Qué explicación?
HELMER: ¡Ya no me amas!
NORA: Así es; en efecto, ésa es la razón de todo.
HELMER: ¡Nora!... ¿Y me lo dices?
NORA: Lo siento, Torvaldo, porque has sido siempre muy bueno conmigo... Pero ¿qué
he de hacerle? No te amo ya.
HELMER (Esforzándose por permanecer sereno): De eso, por supuesto, ¿también estás
completamente convencida?
NORA: Absolutamente. Y por eso no quiero estar más aquí.
HELMER: ¿Y puedes explicarme cómo he perdido tu amor?
NORA: Muy sencillo. Ha sido esta misma noche, al ver que no se realizaba el prodigio
esperado. Entonces he comprendido que no eras el hombre que yo creía.
HELMER: Explícate. No entiendo....
NORA: Durante ocho años he esperado con paciencia, porque sabía de sobra, Dios mío,
que los prodigios no son cosas que ocurren diariamente. Llegó al fin el momento de
angustia y me dije con certidumbre: ahora va a realizarse el prodigio. Mientras la carta
de Krogstad estuvo en el buzón, no creí ni por un momento que pudieras doblegarte a
87
las exigencias de ese hombre, sino que, por lo contrario, le dirías: «Dígaselo a todo el
mundo». Y cuando eso hubiera ocurrido...
HELMER: ¡Ah, sí!... ¿Cuando yo hubiera entregado a mi esposa a la vergüenza y al
menosprecio...?
NORA: Cuando eso hubiera ocurrido, yo estaba completamente segura de que
responderías a todo diciendo: «Yo soy culpable».
HELMER: ¡Nora!
NORA: Vas a decir que yo no hubiera aceptado semejante sacrificio. Es cierto. Pero ¿de
qué hubiese servido mi afirmación al lado de la tuya?... ¡Pues bien!, ése era el prodigio
que esperaba con terror, y, para evitarlo, iba a morir.
HELMER: Nora, con placer hubiese trabajado por ti día y noche, y hubiese soportado
toda clase de privaciones y de penalidades; pero no hay nadie que sacrifique su honor
por el ser amado.
NORA: Lo han hecho millares de mujeres.
HELMER: ¡Eh! Piensas como una niña, y hablas del mismo modo.
NORA: Es posible, pero tú no piensas ni hablas como el hombre a quien yo puedo
seguir. Ya tranquilizado, no en cuanto al peligro que me amenazaba, sino al que corrías
tú..., todo lo olvidaste, y vuelvo a ser tu avecilla cantora, la muñequita que estabas
dispuesto a llevar en brazos como antes, y con más precauciones que nunca al descubrir
que soy más frágil. (Levantándose). Escucha, Torvaldo: en aquel momento me pareció
que había vivido ocho años en esta casa con un extraño, y que había tenido tres hijos
con él... ¡Ah! ¡No quiero pensarlo siquiera! Tengo tentación de desgarrarme a mí misma
en mil pedazos.
HELMER (Sordamente): Lo comprendo, el hecho es indudable. Se ha abierto entre
nosotros un abismo. Pero di si no puede repararse, Nora.
NORA: Como yo soy ahora, no puedo ser tu esposa.
HELMER: Yo puedo transformarme.
NORA: Quizá..., si te quitan tu muñeca.
HELMER: ¡Separarse..., separarse de ti! No, no, Nora, no puedo resignarme a la
separación.
NORA (Dirigiéndose hacia la puerta de la derecha): Razón de más para concluir. (Se
va y vuelve con el abrigo, el sombrero y una pequeña maleta de viaje, que deja sobre
una silla cerca de la mesa).
HELMER: Nora, todavía no, todavía no. Espera a mañana.
NORA (Poniéndose el abrigo): No puedo pasar la noche bajo el techo de un extraño.
HELMER: ¿Pero no podemos seguir viviendo juntos como hermanos?
NORA (Poniéndose el sombrero): Semejante tipo de vida no duraría mucho.
(Poniéndose el chal sobre los hombros). Adiós, Torvaldo. No quiero ver a los niños. Sé
que están en mejores manos que las mías. En mi situación actual... no puedo ser una
madre para ellos.
HELMER: Pero ¿algún día, Nora..., un día?
NORA: Nada puedo decirte, porque ignoro lo que será de mí.
HELMER: Pero sea como sea, eres mi esposa.
NORA: Cuando una mujer abandona el domicilio conyugal, como yo lo abandono, las
leyes, según dicen, eximen al marido de toda obligación con respecto a ella. De
cualquier modo te eximo, porque no es justo que tú quedes encadenado, no estándolo
yo. Absoluta libertad por ambas partes. Toma, aquí tienes tu anillo. Devuélveme el mío.
HELMER: ¿También eso?
NORA: Sí.
HELMER: Toma.
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NORA: Gracias. Ahora todo ha concluido. Ahí dejo las llaves. En lo que respecta a la
casa, la doncella está enterada de todo... mejor que yo. Mañana, después de mi marcha,
vendrá Cristina a guardar en un baúl cuanto traje al venir aquí, pues deseo que se me
envíe.
HELMER: ¡Todo ha concluido! ¿No pensarás en mí jamás, Nora?
NORA: Seguramente que pensaré con frecuencia en ti y en los niños y en la casa.
HELMER: ¿Puedo escribirte, Nora?
NORA: ¡No, jamás! Te lo prohíbo.
HELMER: ¡Oh! Pero puedo enviarte...
NORA: Nada, nada.
HELMER: Ayudarte, si lo necesitas.
NORA: ¡No! No puedo aceptar nada de un extraño.
HELMER: Nora..., ¿ya no seré más que un extraño para ti?
NORA (Tomando la maleta de viaje): ¡Ah! Torvaldo. Se necesitaría que se realizara el
mayor de los milagros.
HELMER: Di cuál.
NORA: Necesitaríamos transformarnos los dos hasta el extremo de... ¡Ay! Torvaldo. No
creo ya en milagros.
HELMER: Pues yo sí quiero creer. Di: ¿deberíamos transformarnos los dos hasta el
extremo de ...?
NORA: Hasta el extremo de que nuestra unión fuera un verdadero matrimonio. ¡Adiós!
(Se oye cerrar la puerta de la casa).
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HELMER (Dejándose caer en una silla cerca de la puerta y ocultándose el rostro con
las manos): ¡Nora, Nora! (Levanta la cabeza y mira en derredor suyo). ¡Se ha ido! ¡No
verla más!... (Con vislumbre de esperanza.). ¡El mayor de los milagros! (Se va).16. b.
ALFRED JARRY: Ubú rey, «Acto II».
ESCENA VI
(PADRE UBÚ, MADRE UBÚ, CAPITÁN BORDURA)
En el palacio del REY.
PADRE UBÚ: ¡No, no quiero! ¿Deseas que me arruine por esos torpes?
CAPITÁN BORDURA: Comportaos, Padre Ubú. ¿No veis que el pueblo espera las
dádivas de la fausta entronización?
MADRE UBÚ: Si no ordenas distribuir alimentos y oro, estarás derrocado antes de dos
horas.
PADRE UBÚ: ¡Alimentos sí, oro no! Sacrificad tres caballos viejos. Será suficiente
para esos marranos.
MADRE UBÚ: ¡Marrano tú! ¿De dónde habrá salido animal como éste?
PADRE UBÚ: Te lo repetiré. Quiero hacerme rico. No soltaré ni un céntimo.
MADRE UBÚ: Pero si tienes en las manos todos los tesoros de Polonia…
CAPITÁN BORDURA: Sí. En la capilla, por ejemplo, se guarda un inmenso tesoro.
Repartámoslo.
PADRE UBÚ: ¡Miserable! ¡Pobre de ti si se te ocurre…!
CAPITÁN BORDURA: ¡Pero, Padre Ubú! Si no distribuyes algo, el pueblo se negará a
pagar impuestos.
PADRE UBÚ: ¿Es cierto eso?
MADRE UBÚ: ¡Sí! ¡Sí!
PADRE UBÚ: En ese caso, consiento. Repartid tres millones y cocinad ciento cincuenta
bueyes y corderos. Después de todo, a mí también me tocará algo… (Salen.)
ESCENA VII
(PADRE UBÚ CORONADO, MADRE UBÚ, CAPITÁN BORDURA, LACAYOS)
El patio de palacio, repleto de gente. Los lacayos aparecen cargados de carne.
EL PUEBLO: ¡Viva el rey! ¡Viva el rey! ¡Hurra!
PADRE UBÚ: (Arrojando oro.) Tomad para vosotros. La idea no me agradaba
mucho, ¿sabéis?, pero la Madre Ubú se ha empeñado. Prometedme, al menos,
pagar los impuestos sin demora.
TODOS: ¡Sí, sí!
CAPITÁN BORDURA: Mira, Madre Ubú, cómo se disputan el oro. ¡Menuda
rebatiña!
MADRE UBÚ: Verdaderamente horrible. ¡Aggg! ¡A uno le han partido el cráneo!
PADRE UBÚ: Bonito espectáculo… ¡Que me traigan más cajas de oro!
CAPITÁN BORDURA: ¿Y si organizamos una carrera?
PADRE UBÚ: ¡Buena idea…! (Al pueblo.) ¿Veis esta caja, amigos míos? Contiene
trescientos mil francos de oro en moneda polaca de buena ley. Los que quieran
participar, que se coloquen en el extremo del patio. Echaréis a correr cuando agite
mi pañuelo, y el que llegue primero hasta aquí, se la llevará. Entre los demás
participantes repartiremos, como consolación, el contenido de esta otra caja.
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TODOS: ¡Bravo! ¡Viva el Padre Ubú! ¡Qué magnífico rey! ¡No se veían estas cosas
en tiempos de Venceslao!
PADRE UBÚ: (A la MADRE UBÚ, con alegría.) ¿Oyes lo que dicen?
La multitud va a colocarse en el punto de partida, en un extremo del patio.
PADRE UBÚ: ¿Preparados…?
TODOS: ¡Sí! ¡Sí!
PADRE UBÚ: A la una, a las dos y… ¡a las tres! ¡A correr! (Se ponen en marcha
atropellándose unos a otros. Gran griterío y tumulto.)
CAPITÁN BORDURA: ¡Ya llegan! ¡Ya llegan!
PADRE UBÚ: ¡Eh! ¡El primero pierde terreno!
MADRE UBÚ: ¡No! ¡Lo ha recuperado!
CAPITÁN BORDURA: ¡Oh! ¡Le alcanzan! ¡Le alcanzan! ¡Le están pasando! (El
que venía en segundo lugar llega el primero.)
TODOS: ¡Viva Miguel Federovitch! ¡Viva Miguel Federovitch!
MIGUEL FEDEROVITCH: Sire, verdaderamente no sé cómo agradecer a Vuestra
Majestad…
PADRE UBÚ: ¡Os invito a comer, amigos míos! ¡Las puertas de palacio se abren
hoy para vosotros! ¡Haced los honores a mi mesa!
EL PUEBLO: ¡Adentro, adentro! ¡Viva el Padre Ubú, el más señorial de todos los
soberanos!
Entran en palacio. Se escucha el ruido de una orgía que se prolonga hasta el día
siguiente. Cae el telón.
91
17 .a. MARCEL PROUST: Por el camino de Swann.
Parte I, «Uno»
[…] Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de
otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había
echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las
migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario
que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo
que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres
en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor,
llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera
en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De
dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al
sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma
naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un
segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un
poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya
se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí.
[…]
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena
que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los
domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de
misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había
recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin
comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray
para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo
abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va disgregando!; las
formas externas —también aquélla tan grasamente sensual de la concha, con sus
dobleces severos y devotos—, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de
expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un
pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más
frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y
el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de
todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
92
17. b. JAMES JOYCE: Ulises, final del monólogo de Molly Bloom11.
[…] estábamos tumbados entre los rododendros en Howth Head con su traje gris tweed
y su sombrero de paja yo le hice que se me declarara sí primero le di el pedazo de
galleta de anís sacándomelo de la boca y era año bisiesto como ahora sí hace 16 años
Dios mío después de ese beso largo casi perdí el aliento sí dijo que yo era una flor de la
montaña sí eso somos todas flores un cuerpo de mujer sí ésa fue la única verdad que
dijo en su vida y el sol brilla para ti hoy sí eso fue lo que me gustó porque vi que
entendía o sentía lo que es una mujer y yo sabía que siempre haría de él lo que quisiera
y le di todo el gusto que pude animándole hasta que me lo pidió para decir sí y al
principio yo no quise contestar sólo miré a lo lejos al mar y al cielo estaba pensando en
tantas cosas que él no sabía que Mulvey y el señor Stanhope y Hester y papá y el viejo
capitán Groves y los marineros jugando a los pájaros volando y a la pidola como lo
llamaban ellos en el muelle y el centinela delante de la casa del gobernador con la cosa
alrededor del casco blando pobre diablo medio asado y las chicas españolas riéndose
con sus mantillas y sus peinetas altas y las subastas por la mañana los griegos y los
judíos y los árabes y no sé quién demonios más de todos los extremos de Europa y Duke
Street y el mercado de aves todas cacareando junto a Larby Sharon y los pobres burros
resbalando medio dormidos y los vagos con sus capas dormidos a la sombra de las
escaleras y las grandes ruedas de los carros de los toros y el viejo castillo de miles de
años sí y esos moros tan guapos todos de blanco y los turbantes como reyes pidiéndote
que te sentaras en su poco de tienda y Ronda con las viejas ventanas de las posadas 2
ojos atisbando una celosía escondidos para que su amante besara las rejas y las tabernas
medio abiertas de noche y las castañuelas y la noche que perdimos el barco en Algeciras
el vigilante dando vueltas por ahí sereno con su farol y ah ese tremendo torrente allá en
lo hondo ah y el mar el mar carmesí a veces como el fuego y las estupendas puestas de
sol y las higueras en los jardines de la Alameda sí y todas esas callejuelas raras y casas
rosas y azules y amarillas y las rosaledas y el jazmín y los geranios y los cactus y
Gibraltar de niña donde yo era una Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa en el
pelo como las chicas andaluzas o me pongo una roja sí y cómo me besó al pie de la
muralla mora y yo pensé bueno igual da él que otro y luego le pedí con los ojos que lo
volviera a pedir sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y
primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir
los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí.
11 Esquematización del fragmento según José María Valverde (editorial Lumen): «primera unión con
Bloom, en el monte Howth [Irlanda], recordando Gibraltar, pero abrazándole, aceptándole, diciéndole sí».
93
18. a. GUILLAUME APOLLINAIRE: «Caligrama».
94
18. b. FRANZ KAFKA: La Metamorfosis.
«Capítulo I»
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño
intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba
tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza,
veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre
cuya protuberancia apenas podía mantenerse la colcha, a punto ya de resbalar al suelo.
Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le
vibraban desamparadas ante los ojos.
—¿Qué me ha ocurrido? —pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo
pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de
la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados
—Samsa era viajante de comercio— estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había
recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a
una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy
erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había
desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso
—se oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana— lo ponía muy
melancólico.
—¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las
chifladuras?
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a
dormir del lado derecho y en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se
lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear
sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas
que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un
dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.
—¡Dios mío! —pensó— ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro
también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo
almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al
tanto de las conexiones de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana
constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya
todo al diablo!
Sintió sobre el vientre un leve picor. Con la espalda se deslizó lentamente más
cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con
que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos
que no sabía a qué se debían. Quiso palpar esa parte con una pata, pero inmediatamente
la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de nuevo a su posición
inicial.
—Esto de levantarse pronto —pensó— hace a uno desvariar. El hombre tiene
que dormir. Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la
mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos
señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi jefe,
pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no sería lo
mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido
95
hace tiempo. Me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi
alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre
la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa
de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está
perdida del todo. Si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis
padres tienen con él —puedo tardar todavía entre cinco y seis años— lo hago con toda
seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que
levantarme porque el tren sale a las cinco.
Miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.
—¡Dios del cielo! —pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya
había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. ¿Es que no habría sonado
el despertador? Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro,
seguro que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo
con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo,
pero quizá tanto más profundamente. ¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a
las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca. El muestrario todavía no
estaba empaquetado y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil.
Incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque
el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que
habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué
pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y
sospechoso, porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco
años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría
reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones
remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos,
aunque con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón?
Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del largo sueño, se
encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a
abandonar la cama —en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto
—, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
—Gregorio —dijo la voz de su madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a
salir de viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz
que, evidentemente, era la suya, pero salía mezclada con un doloroso e irreprimible
silbido, en el cual, las palabras, al principio claras, luego se trababan, resonando de
modo que no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio querría haber contestado
detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
—Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto.
Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el
cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se
marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se
habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en
casa. Llegó el padre a su vez, y golpeando ligeramente a la puerta, llamó:
—¡Gregorio, Gregorio! —gritó— ¿Qué ocurre? —Tras unos instantes insistió de
nuevo con voz más grave—: ¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
—Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
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—Ya estoy preparado —contestó Gregorio a ambos a un tiempo con una
pronunciación lo más cuidadosa posible. Haciendo largas pausas entre las palabras, se
esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió
a su desayuno, pero la hermana susurró:
—Gregorio, abre, te lo suplico —pero Gregorio no tenía ni la menor intención
de abrir, más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante
sus viajes y esto incluso en casa.
Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente, sin ser molestado,
vestirse y, sobre todo, desayunar. Después pensaría en todo lo demás, porque en la
cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó
que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido
por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su
imaginación y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus
fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el
síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.
Tirar la colcha era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí
sola, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera
necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que,
sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no
podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que se
estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las
demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.
—No hay que permanecer en la cama inútilmente —se decía Gregorio.
Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero
esta parte inferior —que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar
exactamente— demostró ser difícil de mover. El movimiento se producía muy despacio
y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su fuerza sin pensar
en las consecuencias, calculó mal la dirección. Se golpeó fuertemente con la pata trasera
de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de
su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible. Así pues, intentó en primer
lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia
el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo
siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero al verse con ésta colgando en el
aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de ese modo porque, si se
dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza
no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza.
Antes prefería quedarse en la cama.
Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual
que antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no
encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que
de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo,
si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo
tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente,
es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más
agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se
podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la
estrecha calle.
—Las siete ya —se dijo cuando sonó de nuevo el despertador—, las siete ya y
todavía semejante niebla.
97
Durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente,
como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero
después pensó:
—Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo,
como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar
por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.
Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan
largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que
pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda
parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más
difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que
posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos
preocupación. En todo caso había que intentarlo.
Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama —el nuevo método era más
un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones— se le ocurrió lo
fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes —pensaba en su
padre y en la criada— hubiesen sido más que suficientes. Sólo tendrían que introducir
sus brazos por debajo de su abombada espalda, desenfundarlo así de la cama, agacharse
con el peso y después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado
una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su
razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir
ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales
pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía
guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de
cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la puerta de la
calle.
—Seguro que es alguien del almacén —se dijo, y casi se quedó petrificado
mientras sus patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en
silencio.
—No abren—pensó Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.
Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso
firme, hacia la puerta y abrió. Gregorio solamente necesitó escuchar el primer saludo
del visitante y ya sabía quién era: el apoderado en persona. ¿Por qué había sido
condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo
descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados,
sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto
a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de horas
de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en
condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a
preguntar a un aprendiz si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el
apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la
investigación de este sospechoso asunto únicamente podía ser confiada al juicio del
apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos
pensamientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama
con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída
fue amortiguada un poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de lo que
Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no
había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la
restregó contra la alfombra de rabia y dolor.
98
—Ahí dentro se ha caído algo —dijo el apoderado en la habitación contigua de
la izquierda.
Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al
apoderado algo parecido a lo que le ocurría hoy a él. Había al menos que admitir la
posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par
de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la
habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:
—Gregorio, el apoderado está aquí.
—Ya lo sé —se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz
tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.
—Gregorio —dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha—, el
señor apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer
tren. No sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente
contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar el
desorden en la habitación.
—Buenos días, señor Samsa —interrumpió el apoderado amablemente.
—No se encuentra bien —dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba
ante la puerta—. No se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba
Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí
casi me disgusta que nunca salga por la tarde. Ahora, por ejemplo, ha estado ocho días
en la ciudad; pues bien, ni una sola noche ha salido de casa. Se sienta con nosotros a la
mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una
distracción hacer trabajos de carpintería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un
pequeño marco. Se asombrará usted de lo bonito que es. Está colgado ahí dentro, en la
habitación. En cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro
de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que
Gregorio abriese la puerta. Es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar
de que lo ha negado esta mañana.
—Voy enseguida —dijo Gregorio, lentamente y con precaución, sin moverse
para no perderse una palabra de la conversación.
—De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo —dijo el apoderado—.
Espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que
nosotros, los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos
sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los
negocios.
—Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? —preguntó impaciente el
padre.
—No —dijo Gregorio.
En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la
derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse
de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se
levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y
entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de
momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y no pensaba de
ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la alfombra y nadie que
hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que dejase
entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se
encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido
inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho más sensato dejarlo tranquilo
99
en lugar de molestarlo con lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la
incertidumbre la que empujaba a los otros a perdonar su comportamiento.
—Señor Samsa —exclamó entonces el apoderado levantando la voz—, ¿qué
ocurre? Se atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa
usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de
una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe y
le exijo seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy
asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato y ahora, de repente,
parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me
insinuó esta mañana una posible explicación a su demora. Se refería al cobro que se le
ha confiado desde hace poco tiempo. Yo realmente di casi mi palabra de honor de que
esta explicación no podía ser cierta. Pero en este momento veo su incomprensible
obstinación y pierdo todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted. Su
posición no es, en absoluto, la más segura. En principio tenía la intención de decirle
todo esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la
razón de que no se enteren también sus señores padres. Su rendimiento en los últimos
tiempos ha sido muy poco satisfactorio, cierto que no es la época del año apropiada para
hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del año para no hacer
negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.
—Señor apoderado —gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo
lo demás—, abriré inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me
han impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez
despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Un poco de paciencia! Todavía no me
encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona
una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres lo saben o,
mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve un pequeño presentimiento, tendría que
habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cierto es que siempre se
piensa que se superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga
consideración con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me
hace usted. Nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos
pedidos que he enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas
de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado, yo mismo
estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi
parte al jefe.
Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que
decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del
ejercicio ya practicado en la cama e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de
verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el apoderado.
Estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían ante su
presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad alguna y podría estar
tranquilo, pero si se quedaban tan tranquilos tampoco tendría motivo para excitarse y, de
hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló
varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y
permaneció erguido. Ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque
eran muy agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos
bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio
sobre sí y enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
—¿Han entendido ustedes una sola palabra? —preguntó el apoderado a los
padres— ¿O es que nos toma por tontos?
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—¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre entre sollozos— Quizá esté
gravemente enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! —gritó después.
—¿Qué, madre? —dijo la hermana desde el otro lado, comunicándose a través
de la habitación de Gregorio.
—Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo. Rápido, a
buscar al médico. ¿Has oído cómo hablaba ahora?
—Es una voz de animal —dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente
bajo comparado con los gritos de la madre.
—¡Ana! ¡Ana! —llamó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala y
dando palmadas—. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!
Ya se sentía el rumor de las faldas de las dos muchachas que salían corriendo —
¿cómo se habría vestido su hermana tan deprisa?— y ya se oía abrir de golpe la puerta
del piso. No se oyó cerrar, seguramente habían dejado la puerta abierta como suele
ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregorio ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus
palabras a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que
antes, sin duda, como consecuencia de que el oído se le iba acostumbrando. En todo
caso ya creían los demás en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y
estaban dispuestos a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas
las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo
humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre
sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara
posible en las decisivas conversaciones que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose,
sin embargo, por hacerlo con mucha moderación, porque posiblemente incluso ese ruido
sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él
mismo. Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres
estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban
arrimados a la puerta y escuchaban.
Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se
arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella —las callosidades de sus patitas
estaban provistas de una sustancia pegajosa— y descansó así durante un momento del
esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba
dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos —
¿con qué iba a agarrar la llave?—, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde
luego, muy poderosas. Sirviéndose de ellas pudo hacer girar la llave sin darse cuenta de
que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la
boca, chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
—Escuchen ustedes —dijo el apoderado en la habitación contigua—. Está
girando la llave.
Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle
animado, incluso el padre y la madre: «¡Vamos, Gregorio! —debían haber aclamado—.
¡Duro con ello, duro con la cerradura!». Y ante la idea de que todos seguían con
expectación sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue
capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a
la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba
de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido
agudo de la cerradura, que se abrió por fin, lo volvió completamente en sí. Respirando
profundamente dijo para sus adentros:
—No he necesitado al cerrajero—. Y apoyó la cabeza sobre el picaporte para
abrir la puerta del todo.
101
Este modo de hacerlo fue la causa de que, aunque libre ya la entrada, todavía no
se lo viese. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo,
alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente
de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Aún estaba absorto en llevar a cabo
aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando
escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento,
y en ese momento vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba
con la mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza
invisible que actuaba regularmente. La madre —a pesar de la presencia del apoderado,
estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia arriba— miró en primer
lugar al padre con las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con
el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que
quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora,
como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su
alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal
forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.
Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte
intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo
podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la
cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado. Al otro lado de la calle
se distinguía claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable —
era un hospital—, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada.
Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo
aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran
cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida principal del día,
que prolongaba durante horas con la lectura de diversos periódicos. Justamente en la
pared de enfrente había una fotografía de Gregorio, de la época de su servicio militar,
que le representaba con uniforme de teniente, con la mano sobre la espada, sonriendo
despreocupadamente, como exigiendo respeto para su actitud y su uniforme. La puerta
del vestíbulo estaba abierta y se podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la
misma, que conducía hacia abajo.
—Bueno —dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el
único que había conservado la tranquilidad—, me vestiré inmediatamente,
empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno,
señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar. Viajar es
fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al
almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento
dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de
acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el
obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo le
debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis
padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él, aunque no me lo
haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé
que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da
la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre
este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de
las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal. Sí, en confianza,
incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de
empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado. También sabe
usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede
102
convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas
infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque
la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha
terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas
consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se marche
usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una
pequeña parte, me da usted la razón.
Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de
Gregorio, y lo miraba por encima del hombro, convulsivamente agitado y con un
gesto de asco en los labios. Mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un
momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, muy
lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación.
Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que
sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa
de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en
dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación
sobrenatural.
Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en
este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en
el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos
largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este
almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían
tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión.
El apoderado tenía que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El
futuro de Gregorio y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana!
Ella era lista. Ya había llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su
espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado
llevar por ella. Ella habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese
disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía
que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento y
que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían sido entendidas,
abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse
hacia el apoderado que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la
barandilla del rellano. Pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente
sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió
por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por
debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría. Incluso intentaban
transportarle hacia donde él quería, dándole la sensación a Gregorio de que el alivio
definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance. Pero en el mismo momento en
que, a causa del movimiento reprimido, se balanceaba a ras de suelo, no lejos de su
madre, ésta, a pesar de que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos,
dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre
sí, y exclamó:
—¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio; pero, en
contradicción con ello, se desplomó hacia atrás, cayendo inerte sobre la mesa, y no
habiendo recordado que estaba aún puesta, quedó sentada en ella, sin darse cuenta de
que el café chorreaba de la cafetera volcada, derramándose en un punto fijo de la
alfombra.
103
—¡Madre, madre! —murmuró Gregorio mirándola de abajo a arriba. Por un
momento había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar,
a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre,
que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El
apoderado se encontraba ya en la escalera y, con la barbilla sobre la barandilla, dirigía
una última mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la
mayor rapidez posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios
escalones y desapareció, lanzando aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera.
Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que
hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al
apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró con la
mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el
sombrero y el gabán, tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la
mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su
habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de
Gregorio, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza,
el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par
una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las
manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas
de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas
sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos
como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia atrás, lo
hacía realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la vuelta, enseguida
hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su
lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en
la espalda o la cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió
con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y
así, mirando con temor constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta
con la mayor rapidez posible, aunque en realidad lo hacía con una gran lentitud. Quizá
advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño,
sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su
movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su
culpa Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo
cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su
vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo
era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual
estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la
puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en
que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible. Tampoco
hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregorio para
incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia delante a
Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Gregorio sentía
tras de sí una voz que parecía imposible fuese la de su padre; ahora ya no había que
andarse con bromas. Gregorio, pasase lo que pasase, se apretujó en el marco de la
puerta. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el umbral, con su
costado completamente deshecho. En la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas
desagradables. Pronto se quedó allí atascado, totalmente incapaz por sí solo de realizar
104
cualquier movimiento. Las patitas de uno de los lados estaban colgadas en el aire y
temblaban, las del otro permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le
produjo un auténtico alivio y que lo precipitó dentro del cuarto, sangrando en
abundancia. Luego, la puerta fue cerrada con el bastón, y todo retornó por fin a la
calma.
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19. a. ERNEST HEMINGWAY: El viejo y el mar.
«Capítulo I»
Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía
ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había
tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado,
los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y
rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de
sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la
primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con
su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero
y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de
harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del
cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus
reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de
su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la
manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas
cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y
eran alegres e invictos.
—Santiago —le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba
varado el bote—. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
—No —dijo el viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con
ellos.
—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego
cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses
perdido la esperanza.
—Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerle.
—Lo sé —dijo el viejo—. Es completamente normal.
—Papá no tiene mucha fe.
—No. Pero nosotros sí, ¿verdad?
—Sí —dijo el muchacho— ¿Me permite invitarle a una cerveza en la Terraza?
Luego llevaremos las cosas a casa.
—¿ Por qué no? —dijo el viejo—. Entre pescadores.
Se sentaron en la terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero él
no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo
manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde habían
tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a lo que habían visto. Los pescadores
que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las
llevaban tendidas sobre dos tablas, dos hombres tambaleándose al extremo de cada
tabla, a la pescadería, donde esperaba a que el camión del hielo las llevara al mercado,
a La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de
tiburones, al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea; les
sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en
trozos para salarla.
106
19. b. JOHN DOS PASSOS: Manhattan Transfer, «II. METRÓPOLI».
Los faroles de gas oscilan un momento en las calles moradas de frío, luego se
apagan en un amanecer lívido. Gus McNiel, con los ojos todavía pegados de sueño,
marcha al lado de su carro, balanceando una cesta de rejilla, llena de botes de leche.
Para en las puertas, recoge las botellas vacías, sube las escaleras heladas, deja los
cuartillos de leche, calidad A o calidad B, mientras tras las cornisas, los tanques de agua,
los caballetes de los tejados, las chimeneas, el cielo se tiñe de rosa y amarillo. Las
pisadas comienzan a oscurecer el pavimento escarchado. Un camión de cerveza retumba
calle abajo.
—¿Cómo va, Moike? Vaya fresquito, ¿eh? —grita Gus McNiel a un guardia que
se frota los brazos en la esquina de la Octava Avenida.
—¿Qué hay, Gus? ¿Siguen las vacas dando leche?
Ya es completamente de día cuando al fin, golpeando con las riendas el raído
trasero de su caballo capón, emprende el regreso a la lechería. A sus espaldas brincan en
el carro las botellas vacías. En la Novena Avenida un tren pasa disparado por lo alto, en
dirección al centro, arrastrado por una maquinilla verde que lanza burbujas blancas,
densas como algodón, a disolverse en el aire crudo, entre rígidas casas de negras
ventanas. Los primeros rayos del sol hacen resaltar el dorado letrero de
DANIEL McGILLYCUDDY, VINOS Y LICORES
en la esquina de la Décima Avenida. Gus McNiel tiene la lengua seca, y el alba le da un
gusto salado. Un buen vaso de cerveza le entona a uno en una mañana como ésta.
Enrolla las riendas al látigo y salta por encima de la rueda. Sus pies ateridos le duelen al
chocar contra el pavimento.
Pateando para que le vuelva la sangre a los dedos, franquea la portezuela.
—Que el diablo me lleve si no es el lechero que nos trae una pinta de crema para
el café.
Gus escupe en la recién lustrada escupidera, junto al mostrador.
—Chico, tengo sed…
—Apuesto que has bebido mucha leche otra vez, Gus —rugió el dueño del bar
con su cara cuadrada de filete.
El local huele a lustre y a serrín fresco. A través de una ventana abierta un rojo
rayo de sol acaricia las nalgas de una mujer desnuda, que quieta como un huevo duro
sobre un plato de espinacas, aparece reclinada en un cuadro de marco dorado, detrás del
mostrador.
—Bueno, Gus, ¿qué te apetece una mañana fría como ésta?
—Cerveza basta, Mac.
La espuma sube en el vaso, tiembla, se derrama. El dueño roza los bordes con
una paleta de madera, deja que la espuma se asiente un instante, luego pone otra vez el
vaso bajo la espita poco abierta. Gus se instala confortablemente apoyando los talones
en la barra de latón.
—¿Y cómo va el trabajo?
Gus despacha su vaso de cerveza y levanta hasta el cuello la mano, antes de
limpiarse la boca con ella.
—Estoy hasta aquí… Lo que voy a hacer es irme al Oeste, comprar un terreno
en North Dakota, o en cualquier sitio por allá, y plantar trigo… Yo me las arreglo bien
en una granja… Esta vida de las ciudades no vale para nada.
—¿Cómo lo tomará Nellie?
107
—No se avendrá muy bien al principio, le gustarán las comodidades de la casa,
sus costumbres, pero creo que en cuanto se vea allá… Ésta no es vida ni para ella ni
para mí.
—Tienes razón. Esta ciudad está acabada… Yo y la señora venderemos esto
el mejor día; pronto, me parece. Si pudiéramos comprar un «restaurante chique»
en el centro o un merendero, eso sí que nos vendría al pelo. Ya le he echado el ojo a
una finquita por cerca de Bronxville, a distancia razonable. —Apretando
meditativamente la barbilla en un puño como un mazo, prosiguió—: Yo estoy harto
de tener que andar a porrazos con esos malditos borrachos todas las noches. ¡Qué
caramba, yo no he dejado el ring para seguir boxeando! Justamente anoche, dos
tíos empezaron a darse golpes y yo tuve que habérmelas con ellos para despejar el
local… Ya estoy cansado de pelear con todos los beodos de la Décima Avenida…
Toma algo por cuenta de la casa.
—Temo que Nellie me lo va a notar por el olor.
—Bah, no te preocupes… Nellie debe estar acostumbrada a que se beba un
poquito. A su padre bien le gusta.
—En serio, Mac, no me he emborrachado desde que me casé.
—Haces bien. Es realmente un encanto de mujer, Nellie; vaya si lo es.
Aquellos ricitos suyos son para volver loco a cualquiera.
La segunda cerveza lleva un acre torrente de espuma hasta las puntas de
sus dedos. Gus, riendo, se da una palmada en el muslo.
—Es una perla, eso es lo que es, Gus; tan señorita y demás.
—Bueno, creo que me voy a verla.
—Qué tío de suerte, volverte a casa a acostarte con tu mujer, cuando todos
empezamos a trabajar.
La cara de Gus se puso más roja. Los oídos le palpitaban.
—A veces me la encuentro en la cama aún… Hasta la vista, Mac.
Gus sale a la calle. La mañana está triste y fría. Nubes de plomo pesan sobre
la ciudad.
—Arre, saco de huesos —dice Gus dando un tirón de la rienda.
La Undécima Avenida está cubierta de un polvo helado. Chirrían las
ruedas, martillean los cascos en los adoquines. Por la vía férrea llega el tin-tan de
la campana de la locomotora de un tren de mercancías que entra en agujas. Gus
está en la cama con su mujer, hablándole dulcemente: «Mira, Nellie, no te
importará que nos vayamos al Oeste, ¿verdad? He hecho una instancia pidiendo
un terreno en North Dakota, tierra negra donde podremos hacer un montón de
dinero con el trigo. Hay tipos que se han hecho ricos con cinco buenas cosechas…
Y es mejor para los dos porque también…» «Hola, Moike.» Aún está ahí el pobre
Moike, en su puesto. Mal negocio ser guardia con este frío. Más vale cultivar trigo
y tener una buena granja, con graneros, y cerdos, y caballos, y vacas, y gallinas…
Nellie tan bonita con su pelo rizado, dando de comer a las gallinas a la puerta de la
cocina…
—¡Eh, caramba!... —le grita uno desde la acera—. ¡Cuidado con el tren!
Una boca que grita bajo una gorra de visera, una bandera verde que ondea.
«¡Dios mío, estoy en la vía!» De un brusco tirón hace volver la cabeza al caballo.
Un topetazo destroza el carro. Los vagones, el caballo, la bandera verde, las casas
rojas, todo voltejea y se hunde en las tinieblas.
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20 .a. EUGÈNE IONESCO: La cantante calva, «Escena I».
Interior burgués inglés, con sillones ingleses. Velada inglesa. El SEÑOR
SMITH, inglés, en su sillón y con sus zapatillas inglesas, fuma su pipa inglesa y
lee un diario inglés, junto a una chimenea inglesa. Tiene anteojos ingleses y un
bigotito gris inglés. A su lado, en otro sillón inglés, la SEÑORA SMITH, inglesa,
remienda unos calcetines ingleses. Un largo momento de silencio inglés. El reloj
de chimenea inglés hace oír diecisiete toques ingleses.
SRA. SMITH: ¡Vaya, son las nueve! Hemos comido sopa, pescado, patatas con tocino,
y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien esta noche.
Eso es porque vivimos en los suburbios de Londres y nos apellidamos Smith.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Las patatas están muy bien con tocino, y el aceite de la ensalada no
estaba rancio. El aceite del almacenero de la esquina es de mucho mejor calidad que el
aceite del almacenero de enfrente, y también mejor que el aceite del almacenero del
final de la cuesta. Pero con ello no quiero decir que el aceite de aquéllos sea malo.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Sin embargo, el aceite del almacenero de la esquina sigue siendo el
mejor.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Esta vez Mary ha cocido bien las patatas. La vez anterior no las había
cocido bien. A mí no me gustan sino cuando están bien cocidas.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: El pescado era fresco. Me he chupado los dedos. Lo he repetido dos
veces. No, tres veces. Eso me hace ir al retrete. Tú también has comido tres raciones.
Sin embargo, la tercera vez has tomado menos que las dos primeras, en tanto que yo he
tomado mucho más. Esta noche he comido mejor que tú. ¿Cómo es eso?
Ordinariamente eres tú quien come más. No es el apetito lo que te falta.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: No obstante, la sopa estaba quizás un poco demasiado salada. Tenía más
sal que tú. ¡Ja, ja! Tenía también demasiados puerros y no las cebollas suficientes.
Lamento no haberle aconsejado a Mary que le añadiera un poco de anís estrellado. La
próxima vez me ocuparé de ello.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Nuestro rapazuelo habría querido beber cerveza, le gustaría beberla a
grandes tragos, pues se te parece. ¿Has visto cómo en la mesa tenía la vista fija en la
botella? Pero yo vertí en su vaso agua de la garrafa. Tenía sed y la bebió. Elena se
parece a mí: es buena mujer de su casa, económica, y toca el piano. Nunca pide de beber
cerveza inglesa. Es como nuestra hijita, que sólo bebe leche y no come más que gachas.
Se ve que sólo tiene dos años. Se llama Peggy. La tarta de membrillo y de fríjoles estaba
formidable. Tal vez habría estado bien beber, en el postre, un vasito de vino de Borgoña
australiano, pero no he llevado el vino a la mesa para no dar a los niños un mal ejemplo
de gula. Hay que enseñarles a ser sobrios y mesurados en la vida.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: La señora Parker conoce un almacenero rumano, llamado Popesco
Rosenfeld, que acaba de llegar de Constantinopla. Es un gran especialista en yogurt.
Posee diploma de la escuela de fabricantes de yogurt de Andrinópolis. Mañana iré a
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comprarle una gran olla de yogurt rumano folklórico. No hay con frecuencia cosas
como ésa aquí, en los alrededores de Londres.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: El yogurt es excelente para el estómago, los riñones, el apéndice y la
apoteosis. Eso es lo que me dijo el doctor Mackenzie-King, que atiende a los niños de
nuestros vecinos, los Johns. Es un buen médico. Se puede tener confianza en él. Nunca
recomienda más medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de
operar a Parker se hizo operar el hígado sin estar enfermo.
SR. SMITH: Pero, entonces, ¿cómo es posible que el doctor saliera bien de la operación
y Parker muriera a consecuencia de ella?
SRA. SMITH: Porque la operación dio buen resultado en el caso del doctor y no en el
de Parker.
SR. SMITH: Entonces Mackenzie no es un buen médico. La operación habría debido
dar buen resultado en los dos o los dos habrían debido morir.
SRA. SMITH:¿Por qué?
SR. SMITH: Un médico concienzudo debe morir con el enfermo si no pueden curarse
juntos. El capitán de un barco perece con el barco, en el agua. No le sobrevive.
SRA. SMITH: No se puede comparar a un enfermo con un barco.
SR. SMITH: ¿Por qué no? El barco tiene también sus enfermedades; además tu doctor
es tan sano como un barco; también por eso debía perecer al mismo tiempo que el
enfermo, como el doctor y su barco.
SRA. SMITH: ¡Ah! ¡No había pensado en eso!... Tal vez sea justo... Entonces, ¿cuál es
tu conclusión?
SR. SMITH: Que todos los doctores no son más que charlatanes. Y también todos los
enfermos. Sólo la marina es honrada en Inglaterra.
SRA. SMITH: Pero no los marinos.
SR. SMITH: Naturalmente.
(Pausa.)
SR. SMITH: (Sigue leyendo el diario.) Hay algo que no comprendo. ¿Por qué en la
sección del registro civil del diario dan siempre la edad de las personas muertas y
nunca la de los recién nacidos? Es absurdo.
SRA. SMITH: ¡Nunca me lo había preguntado!
(Otro momento de silencio. El reloj suena siete veces. Silencio. El reloj suena tres
veces. Silencio. El reloj no suena ninguna vez.)
SR. SMITH: (Siempre absorto en su diario.) Mira, aquí dice que Bobby Watson ha
muerto.
SRA. SMITH: ¡Oh, Dios mío! ¡Pobre! ¿Cuándo ha muerto?
SR. SMITH: ¿Por qué pones esa cara de asombro? Lo sabías muy bien. Murió
hace dos años. Recuerda que asistimos a su entierro hace año y medio.
SRA. SMITH: Claro está que lo recuerdo. Lo recordé en seguida, pero no
comprendo por qué te has mostrado tan sorprendido al ver eso en el diario.
SR. SMITH: Eso no estaba en el diario. Hace ya tres años que hablaron de su
muerte. ¡Lo he recordado por asociación de ideas!
SRA. SMITH: ¡Qué lástima! Se conservaba tan bien.
SR. SMITH: Era el cadáver más lindo de Gran Bretaña. No representaba la edad
que tenía. Pobre Bobby, llevaba cuatro años muerto y estaba todavía caliente. Era
un verdadero cadáver viviente. ¡Y qué alegre era!
SRA. SMITH: La pobre Bobby.
SR. SMITH: Querrás decir el pobre Bobby.
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SRA. SMITH: No, me refiero a su mujer. Se llama Bobby como él, Bobby Watson.
Como tenían el mismo nombre no se les podía distinguir cuando se les veía juntos.
Sólo después de la muerte de él se pudo saber con seguridad quién era el uno y
quién la otra. Sin embargo, todavía al presente hay personas que la confunden con
el muerto y le dan el pésame. ¿La conoces?
SR. SMITH: Sólo la he visto una vez, por casualidad, en el entierro de Bobby.
SRA. SMITH: Yo no la he visto nunca. ¿Es bella?
SR. SMITH: Tiene facciones regulares, pero no se puede decir que sea bella. Es
demasiado grande y demasiado fuerte. Sus facciones no son regulares, pero se
puede decir que es muy bella. Es un poco excesivamente pequeña y delgada y
profesora de canto.
(El reloj suena cinco veces. Pausa larga.)
SRA. SMITH: ¿Y cuándo van a casarse los dos?
SR. SMITH: En la primavera próxima lo más tarde.
SRA. SMITH: Sin duda habrá que ir a su casamiento.
SR. SMITH: Habrá que hacerles un regalo de boda. Me pregunto cuál.
SRA. SMITH: ¿Por qué no hemos de regalarles una de las siete bandejas de plata que
nos regalaron cuando nos casamos y nunca nos han servido para nada?... Es triste para
ella haberse quedado viuda tan joven.
SR. SMITH: Por suerte no han tenido hijos.
SRA. SMITH: ¡Sólo les falta eso! ¡Hijos! ¡Pobre mujer, qué habría hecho con ellos!
SR. SMITH: Es todavía joven. Muy bien puede volver a casarse. El luto le sienta bien.
SRA. SMITH: ¿Pero quién cuidará de sus hijos? Sabes muy bien que tienen un
muchacho y una muchacha. ¿Cómo se llaman?
SR. SMITH: Bobby y Bobby, como sus padres. El tío de Bobby Watson, el viejo Bobby
Watson, es rico y quiere al muchacho. Muy bien podría encargarse de la educación de
Bobby.
SRA. SMITH: Sería natural. Y la tía de Bobby Watson, la vieja Bobby Watson, podría
muy bien, a su vez, encargarse de la educación de Bobby Watson, la hija de Bobby
Watson. Así la mamá de Bobby Watson, Bobby, podría volver a casarse. ¿Tiene a
alguien en vista?
SR. SMITH: Sí, a un primo de Bobby Watson.
SRA. SMITH: ¿Quién? ¿Bobby Watson?
SR. SMITH: ¿De qué Bobby Watson hablas?
SRA. SMITH: De Bobby Watson, el hijo del viejo Bobby Watson, el otro tío de Bobby
Watson, el muerto.
SR. SMITH: No, no es ése, es otro. Es Bobby Watson, el hijo de la vieja Bobby Watson,
la tía de Bobby Watson, el muerto.
SRA. SMITH: ¿Te refieres a Bobby Watson el viajante de comercio?
SR. SMITH: Todos los Bobby Watson son viajantes de comercio.
SRA. SMITH: ¡Qué oficio duro! Sin embargo, se hacen buenos negocios.
SR. SMITH: Sí, cuando no hay competencia.
SRA. SMITH: ¿Y cuándo no hay competencia?
SR. SMITH: Los martes, jueves y martes.
SRA. SMITH: ¿Tres días por semana? ¿Y qué hace Bobby Watson durante ese tiempo?
SR. SMITH: Descansa, duerme.
SRA. SMITH: ¿Pero por qué no trabaja durante esos tres días si no hay competencia?
SR. SMITH: No puedo saberlo todo. ¡No puedo responder a todas tus preguntas idiotas!
SRA. SMITH: (Ofendida.) ¿Dices eso para humillarme?
SR. SMITH: (Sonriente) Sabes muy bien que no.
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SRA. SMITH: ¡Todos los hombres son iguales! Os quedáis ahí durante todo el día, con
el cigarrillo en la boca, o bien armáis un escándalo y ponéis morros cincuenta veces al
día, si no os dedicáis a beber sin interrupción.
SR. SMITH: ¿Pero qué dirías si vieses a los hombres hacer como las mujeres, fumar
durante todo el día, empolvarse, ponerse rouge en los labios, beber whisky?
SRA. SMITH: Yo me río de todo eso. Pero si lo dices para molestarme, entonces...
¡sabes bien que no me gustan las bromas de esa clase! (Arroja muy lejos los calcetines y
muestra los dientes. Se levanta.).
SR. SMITH: (Se levanta también y se acerca su esposa, tiernamente.) ¡Oh, mi gallinita
asada! ¿Por qué escupes fuego? Sabes muy bien que lo digo por reír. (La toma por la
cintura y la abraza.) ¡Qué ridícula pareja de viejos enamorados formamos! Ven, vamos
a apaciguarnos y acostarnos.
112
20. b. BERTOLT BRECHT: Madre coraje y sus hijos, 3.
EL PREDICADOR: [...] Hemos sido derrotados.
MADRE CORAJE: ¿Quién ha sido derrotado? Las victorias y derrotas de los peces
gordos de arriba y las de los de abajo no siempre coinciden, en absoluto. Hay casos
incluso en que, para los de abajo, la derrota se ha traducido en un beneficio. Se ha
perdido el honor, pero nada más. Recuerdo que una vez, en Livonia, nuestro capitán
recibió tal paliza del enemigo que, en la confusión, conseguí un caballo blanco del
bagaje, que tiró de mi carro durante siete meses. Hasta que vencimos y me lo
requisaron. En general, se puede decir que a nosotros, la gente corriente, la victoria y la
derrota nos salen caras. Lo mejor para nosotros es que la política no se agite mucho. (A
SCHWEIZERCAS). ¡Come!
SCHWEIZERCAS: No tengo ganas. ¿Cómo va a pagar el sargento mayor a los
soldados?
MADRE CORAJE: Cuando se huye, no se cobra nada.
SCHWEIZERCAS: Claro que sí, tienen derecho. Si no hay paga no tienen por qué huir.
Ni un solo paso.
MADRE CORAJE: Schweizercas, tus escrúpulos me dan casi miedo. Te he enseñado a
ser honrado porque no eres listo, pero todo tiene sus límites. Ahora me voy a ir con el
predicador a comprar una bandera católica y carne. Nadie sabe elegir la carne como él,
lo hace como un sonámbulo. Yo creo que nota que se trata de un gran pedazo porque,
sin quererlo, se le hace la boca agua. Menos mal que me dejan comerciar. A un
comerciante no se le pregunta en qué cree sino cuál es el precio. Y los calzones
protestantes abrigan también.
EL PREDICADOR: Como dijo aquel fraile mendicante, cuando oyó que los luteranos lo
ponían todo patas arriba, en la ciudad y en el campo: siempre harán falta mendigos.
(MADRE CORAJE desaparece dentro del carromato). Le preocupa la caja. Hasta ahora
hemos pasado inadvertidos, como si todos fuéramos del carro, pero ¿por cuánto tiempo?
SCHWEIZERCAS: Puedo hacerla desaparecer.
EL PREDICADOR: Eso sería casi más peligroso. ¡Si alguien te viera! Tienen chivatos.
Ayer salió uno de una zanja, delante de mí, mientras hacía mis necesidades. Me asusté
tanto que apenas pude reprimir una jaculatoria, lo que me hubiera traicionado. Yo creo
que están dispuestos hasta a olisquear nuestra mierda para saber si es protestante. El
chivato era uno de esos desgarramantas con una venda en un ojo.
MADRE CORAJE: (Bajando del carromato con un cesto. A KATTRIN) ¿Y qué me
encuentro aquí, desvergonzada? (Levanta, triunfante, los zapatos de tacón rojo). ¡Los
zapatos rojos de Yvette! Ha arramblado tranquilamente con ellos. Porque usted le metió
en la cabeza que era seductora. (Los deja en el cesto). Se los devolveré. ¡Robarle los
zapatos a Yvette! Ésa se pierde por dinero, y lo comprendo. Pero a ti te gustaría hacerlo
de balde, por el gusto. Ya te he dicho que tienes que esperar a que haya paz. ¡Sobre
todo, nada de soldados! ¡Espera a la paz para coquetear!
EL PREDICADOR: Yo no la encuentro coqueta.
MADRE CORAJE: Demasiado. Preferiría que fuera como una piedra de Dalarna, en
donde no hay otra cosa, y que la gente dijera que la lisiada no llamaba la atención.
Entonces no le pasaría nada.
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