36 RETRO Las luces y sombras de Sergio Larraín Una retrospectiva de su obra en el Museo de Bellas Artes trae de vuelta al más reconocido de los fotógrafos chilenos. Aquí, su hija Gregoria, su sobrino Sebastián Donoso y su amigo Luis Poirot recuerdan a este hombre que un día decidió dejar el éxito para retirarse en el norte de Chile. sergio larraín / magnum photos Por Carla Ruiz Pereira. luis poirot Esta foto de 1952 forma parte de la serie que Sergio Larraín hizo en Valparaíso, uno de sus trabajos más famosos y que dio la vuelta al mundo. Se llama “Niñitas” y fue tomada en el Pasaje Bavestrello. Luego de volver a Chile y retirarse de la vida pública, Sergio Larraín se recluyó en su casa de Ovalle. Allá le tomó este retrato su amigo, el fotógrafo Luis Poirot. Conocida es ya la anécdota de cuando la prestigiosa agencia francesa Magnum le encargó al fotógrafo Sergio Larraín una misión imposible: retratar al conocido y temido jefe de la mafia siciliana Giuseppe Russo. Su misión era infiltrarse en ese submundo. Sin embargo, pocos saben la trastienda de esta hazaña, que elevó a Larraín al sitial de los fotógrafos “de prestigio”. Menos, que cómo llegó a esta misión fue algo casual más que preparado, más espontáneo que estudiado. La historia la recuerda ahora el fotógrafo Luis Poirot, uno de los amigos más cercanos del fotógrafo. Corría el año 1959 y Sergio Larraín se encontraba en las oficinas de Magnum, mirando, revoloteando, esperando que llegara una oportunidad para demostrar de lo que era capaz. En una de las salas, uno de los encargados de la agencia discutía acaloradamente con un fotógrafo, cuando de repente vio a Larraín, se acercó y le preguntó si había estado en Sicilia y si le gustaría ir. Larraín aceptó de inmediato. No sabía ni qué era lo que debía hacer, ni cómo, pero tampoco le importaba. –Te vas a ir a Roma y alguien te va a contactar. Acá hay dinero y te tienes que alojar en este hotel –le dijo el encargado de Magnum. El fotógrafo llegó a Roma, se hospedó en el hotel y al cabo de unos días apareció un hombre que le pidió que preparara su maleta porque se iban a Sicilia. No le dijo nada más, ni siquiera de qué se trataba. La palabra “mafia”, por supuesto, nadie la mencionó. Al llegar a Sicilia, Larraín se quedó en una pensión y ahí esperó a que alguien, nuevamente, lo contactara. De a poco, el fotógrafo chileno fue atando los cabos y se dio cuenta del encargo que le habían pedido. Sin embargo, cuando le preguntaban a qué había venido, su respuesta era siempre la misma: “a fotografiar las ruinas romanas”. De Giuseppe Ruso, ni hablar. –Cuando hablé con él, me contó cómo había sido todo. “A medida que pasaba el tiempo fui entendiendo de qué se trataba y lo peligroso que era todo. Cuando logré sacarle esa foto a Russo tomé el primer tren de vuelta a Roma y luego a París. Me arranqué, porque a esa altura ya me había dado cuenta del lío en el que estaba metido”. Eso fue lo que me dijo el Queco –recuerda Poirot–. Todo lo demás vino después: que se publicó en todas partes y que eso le significó entrar a Magnum. A partir de entonces, la agencia quiso que el Queco siguiera haciendo cosas tipo Sicilia, pero todo se había dado de otra manera. A él se le vinieron las cosas encima –cuenta. La fotografía del capo de la mafia siciliana –Giuseppe Russo durmiendo siesta en un diván– y otras 70 imágenes dieron la vuelta al mundo, y con ellas el nombre del chileno Sergio Larraín Echenique por todas partes. Pero la historia comienza antes, en 1931, cuando Sergio Larraín Echenique llega al mundo al alero de una familia aristócrata que siempre estuvo rodeada por el arte y y las actividades sociales. Su padre, Sergio Larraín García-Moreno –destacado arquitecto, decano de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica y uno de los fundadores del Museo de Arte Precolombino– y su madre, Mercedes Echenique Correa, tenían una casa que, más que un hogar, parecía un museo que la élite tanto económica como cultural deseaba visitar. Era esa frivolidad, ese submundo alejado de una realidad que Sergio Larraín podía ver a través de sus nanas o sus hayas –las mujeres que lo educaban– lo que más le molestaba. Por eso siempre deseó escapar de ahí. La figura del padre de Sergio Larraín Echenique y su relación con él siempre fue compleja y difícil de manejar. Los dos parecían ser completamente opuestos. Mientras su padre era un hombre de figura imponente y personalidad extrovertida, el fotógrafo era todo lo contrario: de apariencia física más bien menuda, de baja estatura, tímido y muy introvertido. A esa difícil relación se sumaba ese mundo de actividades sociales, eventos y fiestas en el que Sergio Larraín no se sentía cómodo. Menos estando siempre a la sombra de su padre. La primera biografía de Sergio Larraín, llamada “Sergio Larraín: biografía, estética, fotografía” fue escrita en 2012 por Gonzalo Leiva, académico de la con los retratos del famoso capo de la mafia siciliana, en 1959, larraín se hizo un espacio privilegiado en la agencia magnum. Universidad Católica. En ella aborda la complicada relación entre el hijo y el padre, y explica que la constante tensión entre ellos se debía, entre otras cosas, a la presión que sentía Sergio Larraín por tener que comportarse como todos los de su clase, por encajar en el mundo aristócrata que lo rodeaba. “Sus padres eran de una fuerte carga de sociabilidad, de estar en reuniones, en eventos exteriores a la familia, y por eso Sergio Larraín se sentía náufrago en este mundo donde además todos le exigían ser como su padre”, dice Leiva. Por eso Larraín comenzó a alejarse de ese ambiente y de su familia. Según Gonzalo Leiva, una de las metáforas que ilustra la personalidad del fotógrafo y su incesante búsqueda de un camino que lo llevara a ser feliz tiene lugar cuando cursaba sexto de humanidades en el Colegio Saint George. En un paseo a Tagua-Tagua, al fundo de su abuela, Sergio Larraín se tiró a un tranque. Un piquero en un orificio que no tenía más de 20 centímetros de profundidad. El resultado: terminó enyesado casi entero y tuvo que concluir el año escolar con exámenes libres. “Pesa esa imagen de alguien que se tira, que tiene el atrevimiento, pero que cae mal. Para mí es muy paralela a una fotografía que él saca de un niño en el río Mapocho que está na- En los últimos años, el fotógrafo se volvió muy cercano a su hija, la pintora Gregoria Larraín (fruto de su primer matrimonio con Francisca Truel, con quien se casó en 1960). Ella lo iba a visitar al norte, y escribió un libro con estas experiencias, llamado “Mi padre, la pintura y yo”. Henri cartier-bresson, quien reclutó a sergio larraín en la agencia magnum, fue más que un modelo para él: fue como el padre que siempre quiso tener, dice luis poirot. dando en aguas pútridas, contra la miseria de Santiago. Hay un atrevimiento, pero resulta que no hay una medición de las consecuencias”, explica Leiva. Para Luis Poirot, la relación de Sergio Larraín padre con su hijo fue especialmente difícil, e incluso dañina. A pesar de que el reconocido arquitecto era un hombre brillante, dice Poirot, nunca supo cómo comunicarse con su hijo y eso generó permanentes desencuentros. “Si se hubiesen comunicado bien, quizás el Queco no habría necesitado la fotografía”, reflexiona Poirot. A los 18 años, Sergio Larraín decidió irse a Estados Unidos a estudiar Ingeniería Forestal a la Universidad de California, para cambiar de aire y salirse del mundo que lo rodeaba a él y a su familia. Ese viaje, de manera fortuita, lo empezó a acercar a la fotografía. En medio de la psicodelia que se vivía, la revolución hippie y aquella vida llena de estímulos, lo que buscaba Larraín era darle sentido a su vida, aunque no sabía cómo. Un día, al pasar por fuera de la vitrina de una tienda vio lo que sería, al menos por un tiempo, la extensión de su mano. La Leica IIIc le pareció un objeto atractivo, y se la compró porque le gustó la cámara. A partir de ahí en adelante la Leica –que después colgaría de su cuello gracias a un cordón de zapatos y que guardaba en una bolsa de pan– uniría su vida a la fotografía. Cuando regresó a Chile realizó uno de sus trabajos más conocidos: la serie de los niños en el río Mapocho. Sergio Larraín ingresó a un mundo que todos en Santiago sabían que existía pero que, sin embargo, nadie quería ver. Está con los niños, duerme con ellos; no es un simple observador, y esa se convierte, entonces, en una de sus principales características como fotógrafo: ser capaz de ser invisible, de no estorbar en el ambiente, de transformarse en una silla si era necesario para captar lo que realmente estaba pasando. A principio de los 50, Sergio Larraín llegó a Valparaíso en compañía de sus dos grandes amigas: Carmen Silva, la pintora, y Rebeca Yáñez, una fotógrafa también perteneciente a la elite san- Sergio Larraín, Retrospectiva Del 28 de marzo al 15 de julio de 2014, el Museo Nacional de Bellas Artes, junto a la curadora francesa Agnès Sire, presentarán esta muestra organizada en Chile por Verónica Besnier y Luis Weinstein con la colaboración de la Agencia Magnum. Se exhibirán 157 fotografías, 7 satoris y 11 dibujos. Además, se realizarán actividades de exposición en Concepción y Punta Arenas. www.exposicionsergiolarrain.cl A finales de la década del 40, dos de los fotógrafos más afamados y talentosos –Henri Cartier-Bresson y Robert Capa– fundaron la agencia Magnum, que en poco tiempo se convertiría en el paradigma de la fotografía y del reportaje documental. Desde su creación hasta hoy, Magnum ha tenido poco más de 80 miembros entre sus filas. Una verdadera elite donde cualquier fotógrafo soñaría con llegar. Por esta razón, que Cartier-Bresson reclutara a finales de los 50 a Sergio Larraín era un verdadero hito. Con los retratos del famoso capo de la mafia siciliana, Larraín se hizo un espacio en la agencia y fue sumando más y más encargos. Primero fueron los retratos del matrimonio del Sha de Irán con la emperatriz Farah Diba, y luego las imágenes de los guerrilleros en Argelia. Las fotografías dieron vuelta al mundo en medios como The New York Times, Paris Match y Life. Pero mientras la fama del fotógrafo chileno crecía, sus ganas de escapar eran más grandes. Sebastián Donoso, fotógrafo y sobrino de Sergio Larraín, fue una de las personas más cercanas a su tío. Fue Larraín quien le ayudó a iniciarse en el mundo de las imágenes, las cámaras y los negativos, pero dice que aunque a su tío le gustaba sacar fotos, no era como un fotógrafo convencional: no sentía esa necesidad de capturar con el lente todo lo que lo rodeaba. –Al Queco, como le decíamos, le gustaba sacar fotos, pero cuando él quería y en la forma que él quería. Nada de encargos, nada comercial. Entonces por eso se alejó de ese tipo de fotografía. Aunque yo creo que él podría haber pasado seis meses sin una cámara sin ningún problema –cuenta Sebastián. –Lo que pasa es que Sergio estaba en una bús- en los 80 Sergio larraín compró una casa en ovalle para retirarse. queda, y llegó un momento en que la fotografía no significaba nada para él. ¿Qué habría pasado si Sergio Larraín no entra a Magnum? Ya Valparaíso lo tiene hecho, ya los niños del Mapocho lo tiene hecho, sus grandes trabajos están hechos. Magnum le aporta plata que no necesita, fama que no le interesa –explica el fotógrafo Luis Poirot. –A Queco le preocupaban más otras cosas. Los problemas de su entorno, los problemas del mundo, la sobrepoblación, la naturaleza. Él también escribía sus libritos y ahí no hablaba de fotografía –reflexiona Sebastián. De a poco Sergio Larraín se fue dando cuenta de que la fotografía que él quería hacer no encontraba un espacio. Aunque muestre a los niños en el Mapocho, aunque muestre la pobreza o el dolor, la gente va a seguir comiendo caviar, pensaba. Él quería transformar a las personas a través de la fotografía. Quería conmover y transformar, pero se dio cuenta de que los medios en los que sus imágenes circulaban eran revistas ilustradas que solo significaban un objeto de consumo más. Nada iba a ser afectado por una fotografía. –Yo una vez escuché que el Queco había dicho: “Yo saqué un montón de fotos de los niños pobres del río Mapocho, y ahora hay muchos más niños pobres que antes. La fotografía no sirve de nada”. Quizás en algún momento el Queco pensó que él podía cooperar, pero se dio cuenta de que no funcionaba –dice su sobrino. Henri Cartier-Bresson, el mismo hombre que había reclutado a Larraín para integrar Magnum, se convirtió no solo en un modelo a seguir o en una referencia para el chileno. De una u otra manera, según Luis Poirot, Cartier-Bresson fue el padre que nunca había tenido y a quien no quería defraudar. La carta con la que años sergio larraín / magnum photos tiaguina, pero que deseaba vivir otras experiencias. En el puerto el fotógrafo conoció la bohemia, los excesos y descubrió bares y prostíbulos, como la famosa Casa de los Siete Espejos. El reflejo de una realidad desconocida en aquellos grandes espejos señoriales dejó prendado a Larraín. Luis Poirot recuerda un diálogo que tuvo con él a propósito de su trabajo en el conocido prostíbulo de Valparaíso, y cómo fue capaz de adentrarse en esa realidad. –Y cuando fuiste a los bares, ¿cómo te las arreglabas para que no hubiera resistencia? –preguntó Poirot. –Pedía una cerveza y miraba. Miraba media hora, y si ya no pasaba nada alrededor mío y era como un mueble, sacaba la cámara de la bolsa y la dejaba en la mesa. Esperaba otra media hora, tres cuartos de hora. Cuando notaba que no le llamaba la atención a nadie, sacaba fotos desde mi lugar. Si había resistencia, guardaba la cámara y volvía otro día. No había que crear violencia. Así trabajé Valparaíso. Pero esas imágenes las saqué porque tenían resonancia en mí. Tú aprietas el disparador cuando eso que estás viendo tiene repercusión con alguna parte de tu memoria emocional –respondió Larraín. La serie de fotos de Valparaíso demoró casi 10 años en hacerla. No solo retrató los bares y prostíbulos; los perros vagos y los niños también fueron parte de las fotografías que sacó no para mostrar la vida en el puerto, sino porque en esas imágenes buscaba cosas que lo movieran, que le hicieran sentido. Pero Sergio Larraín no buscaba retratar Valparaíso con sus fotografías. De hecho, el libro que recopila este trabajo recién fue editado en 1991. Fue su trabajo en Sicilia, intentando retratar al capo de la mafia Giussepe Russo, el que llevó a Sergio Larraín a ocupar un sitial importante dentro de la Agencia Magnum. Esta fotografía captada en Palermo, en 1959, forma parte del registro. después Sergio Larraín se despide de Magnum, y en la cual le explica a Cartier-Bresson que no puede seguir adelante, es desgarradora y dolorosa. “Querido Henri, Gracias por tu notita. Siempre me alegra oírte. Aquí estoy, sobre todo escribiendo … hago pocas fotografías. Estoy desconcertado … Amo la fotografía como arte visual … igual que un pintor ama pintar, y me gusta practicarla de esa manera … el trabajo para vender (fácil de vender) para mí es una adaptación. Es como los pintores cuando hacen carteles … cuando menos siento que pierdo mi tiempo. Hacer buenas fotografías es difícil y lleva mucho tiempo. Desde que entré en vuestro grupo trato de adaptarme para aprender y publicar … pero quiero ser serio de nuevo … está el problema de los mercados … de publicar, de ganar dinero … Estoy desconcertado a medida que te lo cuento, y me gustaría hallar la manera de trabajar a un nivel vital para mí … Ya no me puedo adaptar más … así que escribo … Así que pienso y medito … a la espera de que dentro de mí surja una dirección clara … Adiós, te mando mi cariño, Sergio”. • Sergio Larraín, biografía/ estética/fotografía (2012): Es el primer libro realizado en Chile sobre el fotógrafo, escrito por el profesor de Estética de la UC Gonzalo Leiva. Se divide en tres partes: la vida de Larraín, su trabajo fotográfico y las publicaciones que realizó. Disponible en librerías Feria Chilena del Libro, Metales Pesados y Antártica. • Sergio Larraín (2013): Editado por Agnès Sire, directora de la Fundación Cartier-Bresson, y Gonzalo Leiva, esta obra contiene más de 400 fotos de Larraín, un ensayo biográfico, dibujos y las famosas cartas que le enviaba a su sobrino, Sebastián Donoso. En Librería Antártica, Contrapunto y también en Amazon.com • Mi padre, la pintura y yo (2013): Gregoria Larraín, hija del fotógrafo, cuenta la experiencia de reencontrarse con su padre ya en Ovalle. Disponible en la Librería Altamira, en el Museo de Bellas Artes y en el Museo de Arte Precolombino. “A queco le preocupaban más otras cosas (que la fotografía). Los problemas de su entorno, del mundo, la sobrepoblación, la naturaleza”, dice su sobrino sebastián donoso. LSD. Desde ese momento adoptó un estilo de vida volcado hacia su interior, que reafirmó desligándose de todo lo material. El movimiento Arica significó para Larraín lo que había comenzado a buscar con la fotografía: la conexión consigo mismo, el momento de gracia. –Yo creo que el Queco con su fotografía buscaba un equilibrio, que se reflejara un momento de equilibrio de él. “Yo estoy conectado con el mundo y eso tiene que pasar a mi fotografía”, eso es lo que decía. “Para que yo saque una foto que sea un satori –una foto que es un momento de gracia–, tengo yo que estar en gracia, tengo que estar conectado”. Eso es lo que él al final buscaba –cuenta su sobrino Sebastián. Pero en esa búsqueda se alejó de todos: de su familia, de sus amigos y de Gregoria, la hija que tuvo con la que fue su primera mujer, la peruano-francesa Francisca Truel, con quien se casó en 1960. Necesitaba estar solo porque sus más cercanos parecían no comprenderlo y la única manera de encontrar esa paz interior era alejándose de todos ellos. –Mi abuelo trató por muchos caminos de entender al Queco. El Queco se metió al movmiento Arica, y mi abuelo, para entenderlo, también se metió. Encuentro que es una muestra de cariño bastante importante. También lo hizo una de mis tías. Todo para tratar de entenderlo a él –cuenta Sebastián. –El movimiento Arica es un misterio para mí, como todas las sectas mantiene un hermetismo total. No sé hasta qué punto el “gurú principal” le hizo daño a mi padre, pero el Queco fue rebelde desde mucho antes –agrega Gregoria Larraín. En el Arica, Sergio Larraín no solo conoció a Ichazo y al psiquiatra chileno Claudio Naranjo. También conoció a su segunda mujer, Paz Huneeus. Con ella tuvo un hijo, Juan José, quien, luego de que se rompiera la relación con Paz, se quedaría con su padre y lo acompañaría a vivir en su soledad en Ovalle y Tulahuén. sergio larraín/Magnum photos. Para conocer a Larraín sergio larraín/Magnum photos. búsqueda por la que había luchado toda su vida: encontrar el sentido a la vida, la paz, la felicidad. Por eso, qué camino tomara –como fotógrafo o alejado de aquello– no importaba si al final podía encontrar eso que tanto anhelaba. El año 60 Sergio Larraín vuelve a Chile y trabaja en Revista Paula. Incluso forma una agencia de publicidad, pero esta fracasa. En 1970 retoma su búsqueda y se une al Movimiento Arica, dirigido por el boliviano Óscar Ichazo, quien años después se convertiría en uno de los tres referentes que Larraín reconocería: Henri Cartier-Bresson, Óscar Ichazo y Adolfo Couve, con quien tomó clases de pintura. El yoga y la meditación se transformaron en sus principales herramientas para comenzar esta búsqueda espiritual que había marcado toda su vida. También estuvieron presentes las drogas, el sergio larraín / magnum photos La renuncia a Magnum de Sergio Larraín significó seguir con la 1. Esta foto forma parte de una serie que Larraín realizó en 1957 en la isla de Chiloé. 2. Al fotógrafo le gustaba especialmente captar momentos de la cotidianeidad de los lugares, como esta imagen tomada en el café “Seven Mirrors” en el año 1963. 3. Una de las ciudades favoritas de Larraín para hacer fotos era Valparaíso, de donde salió el material de uno de sus más conocidos libros de fotografía. Las relaciones personales de Sergio Larraín siempre fueron complicadas. Los libros de Sergio Larraín • El rectángulo en la mano (1963): es su primer libro, donde expone sus percepciones sobre la fotografía y la filosofía del lente. • In the 20th Century (1965): a través de 32 fotografías en blanco y negro, Larraín recoge la realidad social de la calle. • Valparaíso (1991): una de las obras más importantes, en la cual se muestran las fotografías de Larraín en el puerto. • London (1998): es un reportaje de la vida en las frenéticas calles de Londres, entre sombreros de copas y la bohemia de la capital inglesa. Primero con su padre, luego con sus hijos, posteriormente con sus amigos. El deseo de estar tranquilo y en paz parecía ser perturbado por las personas que deseaban estar a su alrededor. Por eso decidió irse lo más lejos que pudo. En los 80 compró una casa en Ovalle y un campo enclavado en la montaña para meditar, pintar, escribir y pensar en la más absoluta tranquilidad. La casa de Sergio Larraín en Ovalle era un reflejo de todo lo que había aprendido en Arica y con Ichazo: austeridad. Ahí vivía entre cajas y colchonetas, entre los libros que escribía, las pinturas que realizaba y las clases de yoga que impartía a sus seguidores. Era con ellos con quienes hablaba de los problemas del planeta, de la sobrepoblación, de la tala de bosques. Las cosas que realmente le importaban. En Ovalle, dice su hija Gregoria, fue donde el Queco finalmente encontró la paz. Gregoria Larraín vivió hasta los 3 años junto a sus dos padres, Sergio Larraín y Francisca Truel, ya que luego el matrimonio se separó y Gregoria se fue a vivir con su madre a Francia. Aunque se comunicaban por cartas y a veces realizaban viajes juntos, como en el que se embarcaron cuando ella tenía 9 años y llegaron a Egipto, para la hija de Sergio Larraín volver a acercarse a su padre no fue una tarea fácil. –Mi padre siempre me buscó, a través de cartas y de visitas. La lucha fue más bien conmigo misma, de acercarme a él a pesar de mis miedos. Él me necesitaba para reencontrarse también con su pasado y con su familia. Para el Queco nuestro reencuentro significó poder despedirse en paz, y para mí, retomar la vida con un padre real a mi lado –cuenta Gregoria. El comienzo de esta nueva relación entre el padre y la hija se daría justamente en la Cuarta Región, cuando Larraín había decidido refugiarse en su pequeña casa de Ovalle. Una de las principales actividades que los unió fue la pintura. En el pasado, Sergio Larraín había comenzado a acercarse a las telas y los óleos cuando tomó clases con el artista Adolfo Couve. La pintura, según Gregoria, era una alegría para su padre, quien incluso hacía excursiones en el campo con su hijo Juan José para ir a pintar paisajes al óleo. Sergio Larraín se sentía libre. –Reconocernos como dos adultos fue un trabajo lento, pero maravilloso. Después de su muerte, conté esta experiencia en el libro “Mi padre, la pintura y yo”. Sergio Larraín pintor, curiosamente, me dio la libertad de expresarme en la tela como yo quería, al opuesto de su estilo clásico; él me aceptó y abrió esa puerta para mí. Sergio Larraín padre me enseñó una rigurosidad y disciplina extremas, y también me hizo ver que todo era posible –reflexiona Gregoria. Una de las relaciones más conocidas de Sergio Larraín fue la que cultivó con su sobrino Sebastián Donoso, a quien le escribía cartas dándole consejos de fotografía y la vida en general. Durante dos años tuvieron el trato de tío y sobrino, maestro y discípulo. Se juntaban en el Museo de Bellas Artes y salían a sacar fotografías. Larraín le pasaba su cámara –que en ese tiempo era una Nikon F– a su sobrino y le decía: “Ya, saca la foto tú”. Sebastián tiritaba. A Sebastián no solo le mostró cómo sacar fotogra- fías o cómo ocupar la cámara; también le enseñó a contemplar y dejarse llevar. Además le daba tareas: en un panel Sebastián debía poner sus fotos, pero de cabeza, y si no le molestaban era porque iba mejorando. Las fotos debían sustentarse por sí solas. –En una carta me dijo algo muy lindo. Era una analogía con el arponero de Moby Dick. “El arponero se afeita con el filo de su arpón. Esa es la relación que uno debe tener con la cámara fotográfica. Es esa la confianza y la cercanía. Tú tienes que ser uno con tu instrumento y tener solo lo justo”. Por eso el Queco siempre ocupaba lo mínimo posible, para que no lo distrajeran de lo esencial, eso era muy bonito de él –cuenta Sebastián. Pero Sergio Larraín era impredecible. Podía ser cariñoso, cercano y empático, y de la nada, cambiar. También podía ser defensivo, crítico e incluso agresivo. Se le notaba en la cara, dice Sebastián, en los ojos: se transformaba. Para él las cosas eran blanco o negro, no medias aguas. No solo era exigente con la fotografía; también lo era con sus principios, y por lo mismo, alejó a su sobrino de su vida cuando él tuvo a su tercera hija. Larraín era de las cosas mínimas, y eso para él era ser sobre-poblador. Inconcebible. Ahí se cortó la relación entre el maestro y el discípulo. –Como amigo el Queco era muy difícil. Yo le decía: “Te aguanto porque te quiero, pero pucha que eres jodido, descargas toda tu agresividad con la gente que te quiere”. Te decía cosas tremendas de repente, y yo le decía “¿para qué te sirve el yoga y la meditación si te descargas con uno, con la gente que te tiene afecto?”. La respuesta siempre era la misma: “No, es que me van a perturbar y no tengo paz, y quieren que haga fotografía”. Pero al mismo tiempo, cuando yo fui a Ovalle él me hizo un kuchen. Tenía detalles de ese tipo –cuenta Luis Poirot. Sergio Larraín murió el 7 de febrero de 2012, a los 81 años, en su cama y en paz. Aunque muchos dicen que luego de Magnum nunca más volvió a tomar una cámara de fotos, la verdad es que incluso en su casa de Ovalle tenía un cuarto oscuro. Allí revelaba los rollos en los que había capturado las fotografías que le interesaban. Las fotos sencillas, las fotos de la nada, las fotos de las hojas que caían del árbol, de la naturaleza que lo rodeaba. Su entorno más cercano, que para él, eran 20 centímetros. Eran los detalles. Pero cada vez se exigía menos en esa área y sacaba fotos solo cuando deseaba, por gusto. Larraín le dedicó mucho más tiempo de su vida a la meditación que a la fotografía. En un momento, decidió que este arte era un camino ya recorrido y superado. –Era un poeta, y la fotografía es una fase de su poesía. El Queco era una persona que escribía, una persona que meditaba, que sacaba fotos. Esas son las áreas donde se desenvolvía. Una de las áreas era la fotografía, pero no es la única. Siempre lo han dicho: él es el primer fotógrafo poeta –dice su sobrino Sebastián. –Mi papá era sobre todo un místico. Buscaba la manera de salvar al mundo, al planeta, buscaba la iluminación, el “satori”, para él y para todos. Y el formato de la fotografía era demasiado estrecho para eso –reflexiona Gregoria . aviso