TESIS DE DOCTORADO EL NACIMIENTO DE LA LITERATURA ARGENTINA EN LAS REVISTAS LITERARIAS 1896­1913 Tesista: Verónica Delgado – Defendida en 2006 Institución: Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria – Facultad de Humanidades ­ UNLP Director: Dr. Miguel A. Dalmaroni Fragmento correspondiente al apartado 3 del capítulo I, “La Biblioteca, El Mercurio de América y La Montaña. Las formas de una demanda compartida” Índice del capítulo Capítulo I: La Biblioteca, El Mercurio de América y La Montaña. Las formas de una demanda compartida 1. Presentación pp. 17­19 1.1. La Biblioteca: las limitaciones de la voluntad autonómica pp. 19­31 2. El mundo intelectual: entre el Estado y la política pp. 31­36 2.1. Los intelectuales de la cultura letrada y el progreso: ganancias y pérdidas pp. 37­40 2.2. Miguel Cané y Carlos Rodríguez Larreta: defensa de la propiedad en cuestión pp. 41­ 48 2.3. Las condenas selectivas de Groussac pp. 49­61 2.4. Políticos, literatos, poetas, escritores­periodistas pp. 61­77 3. La lección de Groussac: la organización cultural pp. 78­84 3.1. La discusión con el modernismo pp. 84­91 3.2. La construcción de la literatura argentina pp. 91­92 3.2.1 En contra del criollismo pp. 92­96 3.3. Joaquín V. González y Recuerdos de la tierra. La tradición inventada pp. 97­105 4. El Mercurio de América y La Biblioteca: la continuidad en la diferencia pp. 105­108 4.1. Alianza institucional y afiliación estética: lazos con La Biblioteca y con La Revista de América pp. 108­118 4.2. El Mercurio y las revistas. La ejemplaridad del caso francés pp. 118­127 4.3. Las ideologías de artistas: el sacerdocio del arte pp. 127­137 5. Entre La Biblioteca y El Mercurio, La Montaña. Un episodio de política literaria pp. 138­140 5.1. Intelectuales y artistas en La Montaña pp. 140­141 5.1.2. Ingenieros: la crisis del 90 como conspiración moral pp. 141­145 5.1.3. Lugones: el poeta anarquista salvador pp. 145­148 Anexos correspondientes a este capítulo: índice general e índice onomástico de La Biblioteca (LB), transcripciones de El Mercurio de América, sumarios de La Montaña 3. La lección de Groussac: la organización cultural En 1929, año de la muerte de Paul Groussac, la revista Nosotros publicó un número de homenaje. En el artículo “Reflexiones sobre Pablo Groussac”, Alberto Gerchunoff observaba dos cuestiones de carácter general que servían, sin embargo, para pensar la significación de la tarea de Groussac desde las páginas de La Biblioteca y su condición diferencial con respecto a otros escritores que le eran contemporáneos. Afirmaba Gerchunoff: “(...) en un país mentalmente desorganizado, realizó como el humanista del siglo XV, una misión pedagógica de ordenamiento y regulación” (Gerchunoff, 1929: 67). 1 Por otra parte explicaba: “En una época en que la literatura era un desdoblamiento de la acción política, o un empeño fugaz de aficionados, Pablo Groussac pudo consagrarse, en casi todas las circunstancias de su vida, a la tarea de escritor. El destino le fue favorable” (Gerchunoff, 1929: 63). Algunas otras notas publicadas en ese volumen de Nosotros fueron coincidentes en pensar a Groussac bajo esta imagen del organizador que ellas mismas contribuyeron a forjar, principalmente en ámbito de los estudios históricos. 2 En ese campo se lo reconocía como maestro y verdadero iniciador de una forma de hacer historia fundada en el análisis riguroso de los documentos que se distinguía de la impresión y del mero acopio de datos. José Bianco, quien se quejaba de la condición argentina de “pueblo remolcado” y consideraba a Groussac como actor extremo de tal situación, sostenía que “le ha incumbido a un extranjero la tarea de organizar nuestra vida intelectual e iniciar una revisión amplia y minuciosa de nuestros valores, comenzando por los históricos” (Bianco, 1929: 81­89). Bianco señalaba además la labor de “terrible 1 Cursivas nuestras. Cf. en el tomo de homenaje de Nosotros, “Paul Groussac” de Ramón J. Cárcano (22­ 25),”Groussac historiador y crítico” de Enrique Ruiz Guiñazú (57­62), “Reflexiones sobre Pablo Groussac” de Alberto Gerchunoff (63­67),”Dos lecciones de Pablo Groussac” de José María Monner Sans (75­78), “Los hombres y la historia en Groussac” de José Luis Romero (107­112). Es importante señalar que también había críticas a la perspectiva elitista con que encaró la historia. José Luis Romero observaba: “Groussac, aunque él mismo se contradiga en la teoría, aunque él mismo niegue en parte la posibilidad de medir con igual medida alas masa y a las personalidades aisladas, ha conseguido encontrar la relación y el sentido en que los individuos se mueven en el devenir histórico y ha orientado su historia en sentido manifiestamente minoritario: una historia general hubiera sido para él una serie de pequeños renunciamientos” (Romero, 1929: 110). 2 fiscalización” que en tanto crítico había desarrollado Groussac, 3 para destacar así el invariable carácter polémico y no condescendiente de sus escritos. Esta misma figura del organizador tuvo su descendencia en estudios críticos posteriores. Entre ellos, Luis Alberto Romero en el prólogo a la edición de Los que pasaban, se refiere a Groussac como “organizador de la cultura y verdadero mentor y maestro de varias generaciones intelectuales argentinas” (Romero, Luis Alberto, 1980: I­ VI); Alejandro Eujanián, por su parte, le asigna un “rol de guía intelectual de una nación que consideraba culturalmente atrasada” (Eujanián, 2003); Paula Bruno, en la “Introducción” de su libro, sostiene para Groussac la función de “articulador del espacio cultural argentino durante el cambio de siglo” [pasado] (Bruno, 2005: 18). “Ordenamiento y regulación”, dos ideas a partir de las cuales interpretar y describir las acciones de Groussac a finales del siglo XIX y que remitían, por una parte al reconocimiento objetivo de la necesidad de encauzar los esfuerzos de la intelectualidad de Buenos Aires, y por otra, al gesto voluntarista que caracterizaba sus intervenciones desde La Biblioteca. Groussac se imaginaba a sí mismo como legislador y organizador de la forma de la política cultural y en ese sentido debía pensarse el pacto entre empresas culturales y Estado, así como las relaciones entre intelectuales y Estado, tal como aparecen en “El Centenario”. 4 Verdaderas consignas para la acción intelectual, dichas ideas se actualizaban en la diferenciación clara que, en tanto desideratum, prescribía Groussac entre los intelectuales y los escritores con respecto a los políticos, y en la atribución de una serie de obligaciones para la crítica, que resultaban novedosas. A partir de la construcción de su figura como la de un crítico experto, se leía la intención del reconocimiento de la literatura como la posesión de un saber específico, de una técnica. Para Groussac los escritores se distinguían por una parte, por una cierta especificidad de saberes y formaciones, y por otra, junto con los intelectuales, por el modo de participación que ambas figuras sociales deberían tener en el campo político. Los políticos aparecían como la contracara negativa de 3 4 Beatriz Colombi retoma y desarrolla esta idea de Bianco. Cf. Colombi, 2004: 71 y ss. La Biblioteca, Año II, Tomo V, agosto, 1897, pp. 287­305. intelectuales y escritores y se recortaban de ellos en función de su oportunismo. El político era definido como hombre que “piensa y obra al día”, y comparable con el hombre de negocios, en la medida en que “no es otra cosa que un especulador de hombres, para quien la ley de la oferta y la demanda rige también esta mercancía” (173). El campo político no debía ser para Groussac la arena en que se consagraran y se realizaran los intelectuales. Sus reclamos en ese sentido se volvieron explícitos, por ejemplo, en la segunda entrega de “La Biblioteca de Buenos Aires”, 5 en la cual describía la trayectoria de aquellos a quienes él considera miembros de la “superioridad intelectual”. El escrito enunciaba la relación presente y dominante de los intelectuales, ­y también de algunos escritores­, con respecto a la política. Decía Groussac, explicando la renuncia de Tejedor a la dirección de la Biblioteca Nacional. En estas repúblicas, es imposible que cualquiera superioridad intelectual no remate en la política, como en la encrucijada central a la que conducen todas las avenidas. No vivirían aquí impunemente Pasteur o Darwin, sin habérselas con algún ministerio o presidencia de cámara, como el poeta Mármol, que era estadista como un zorzal. Nuestra máquina política es tan perfecta, que contiene en sí misma su principio y su fin. (173). También y en el mismo artículo, Groussac señalaba la aberración de que un poeta, Mármol, ocupara otras funciones para las que, desde su mirada de erudito y especialista, no estaba preparado. Pero lo disculpaba: dado que era la “situación social”, traducida en un ordenamiento sociopolítico embrionario, defectuoso, e incompleto la que producía esa colocación desajustada en virtud de la cual los intelectuales invariablemente desempeñaban cargos políticos. La culpa mayor en sus dislates críticos y oratorios pertenece a la organización social, incompleta y provisoria, de que antes hablé, y según la cual la vida pública es el fin y la 5 “La biblioteca de Buenos Aires”, Año I, Tomo I, julio, 1896, pp. 161­193. consagración de todas las notoriedades. Mármol fue escritor y orador político, diputado, senador, casi ministro, lanzándose a las discusiones más especiales y técnicas, ten­ diéndose a fondo en el asunto más extraño a sus aficiones, con admirable intrepidez. Su falta de preparación era enciclopédica! (179) Más allá de la descalificación de Mármol en tanto poeta y más aún, poeta puesto a político, se subrayaba el lugar desviado de la consagración en ausencia de un espacio propio de circulación para la producción literaria, dentro de la lógica de funcionamiento de ese enmarañado espacio. Así, Mármol se consagraba en su tiempo como escritor ­aunque para Groussac fuera un pésimo novelista y peor poeta­ en el espacio del ejercicio de un mandato político. Contra ese estatuto de los intelectuales asentado en la diversificación de funciones en dominios diferentes, Groussac esgrimió la necesidad del conocimiento especializado y la demanda de autonomía para los productos intelectuales. El director de La Biblioteca asumió para el circuito de la alta cultura letrada funciones similares a las de un “estratega cultural” y a la vez las de un “experto literario”. 6 Como estratega cultural consideraba central la función de cierta prensa y de las revistas para la construcción y consolidación de un público culto, se encargaba del comentario bibliográfico de las novedades que consideraba relevantes del “mundo literario” de Buenos Aires, y como mediador de la cultura europea, fundamentalmente francesa, reseñaba también libros de interés diverso. Como experto literario, desde La Biblioteca, su figura se proyectaba en la vida cultural de Buenos Aires de fin del siglo XIX, como la del 6 Tomo estos dos conceptos de Terry Eagleton en su The Function of Criticism. From The Spectator to Post­Structuralism, London, Verso, 1992. Para Eagleton, la función del crítico como estratega cultural en la Inglaterra del siglo XVIII es la de comentarista, informador, mediador, intérprete y popularizador y su deber es consolidar y reflejar la opinión pública, al mismo tiempo que conducir la discusión general frente a su público El crítico como experto literario, se define, por contraposición, como el exponente de una competencia intelectual especializada (Eagleton, 1992). He desarrollado una versión preliminar de estas hipótesis en un artículo “La lección de Groussac en La Biblioteca: la organización cultural”, aparecido en 1999 en la revista Tramas para leer la literatura, vol. v, nº 10, pp. 97­105. El libro de reciente publicación Paul Groussac un estratega intelectual (2005) de Paula Bruno retoma –sin citarlas­ estas hipótesis de lectura y estas vinculaciones, aunque solo consigna mi trabajo, al final, en la bibliografía. casi único crítico especializado, 7 y los casos en que esta práctica se ejercitaba, constituían un episodio en el que se ostentaban las características observables en un campo literario constituido. 8 En ese sentido, si la revista mostraba una intención inclusiva en relación con lo nuevo en general, 9 cuando se diera la ocasión de emitir un juicio, Groussac no escatimaría las más feroces y certeras observaciones, a la vez que prodigaría consejos útiles a los jóvenes y no tan jóvenes, construyendo para sí mismo el lugar del maestro. Groussac ‘olvidaba’ en estos casos la precariedad del mundo literario argentino, para enseñar con el ejemplo, en qué debía consistir y cuáles debían ser las reglas del debate estético, y al exigir su observancia, era también su juez. 10 La sección en que este tipo de crítica se localizaba era ‘Boletín bibliográfico’. Si bien como ya observamos, en esta sección se publicaron notas sobre libros de distinta clase, nos detendremos en el análisis de aquellas que consideramos significativas en relación con las posturas de Groussac en cuanto al modernismo y al criollismo, para señalar su vinculación con la posibilidad de construir una literatura nacional tal como ésta se formulaba en la revista, con mayor o menor grado de explicitación. Dar cuenta de estas intervenciones permite mostrar las afiliaciones de su lectura con una poética determinada, pero, sobre todo, los criterios generales del juicio estético en los que se basaría una crítica que 7 A excepción de Martín García Mérou, quien, sin embargo, no había intervenido en el mismo sentido y de la misma forma que el director de La Biblioteca. 8 Sonia Contardi, a partir de su consideración del circuito de la cultura letrada de Buenos Aires entre 1880 y 1910, como un espacio más cerrado y menos permeable, sostiene que el mismo podría ser pensado como “una biblioteca o recinto, administrado culturalmente por el General Mitre, el periódico La Nación y por Paul Groussac” al que califica como guardián del sector más ilustrado y cuyo órgano reconoce en la revista La Biblioteca. Contardi afirma que el ingreso (irrupción) de Darío en ese circuito produce una alteración, cuya respuesta debe ser leída en la nota de Groussac sobre Los raros. [en cursivas en el original] Cf. Contardi, 1994: 7­36. Creemos, sin embargo, que las nociones de estratega cultural y crítico experto son preferibles a la de guardián, dado que aunque ésta última sirve para dar cuenta de la oposición que la nueva sensibilidad despertaba en no pocos miembros de aquel circuito, desdibuja el interés cierto y la amplitud ­de Groussac, entre otros­, por las nuevas figuras, con las cuales compartieron espacios de sociabilidad literaria. 9 En la nota referida a Prosas profanas de Darío, se leía este deseo de inclusión en la amplitud de criterios, aunque fundada en su condición de superioridad intelectual: “yo soy un griego de Focea, amante de la luz y bebedor de vino; de ningún modo un fumador de opio ‘podeoroso y sutil’: pero mi cabaña tiene galería abierta hacia los cuatro vientos y está construida ante un vasto horizonte, sobre un promontorio que domina el mar”, Año II, Tomo III, enero, 1897, pp. 152­158. Cursivas nuestras. 10 Rodolfo Borello califica a Groussac de “juez por excelencia en cuestiones literarias” dentro de un variante de la crítica la que denomina dogmática o magistral. (Borello,1967) se quiere especializada. Escritos como el dedicado a Los raros de Rubén Darío promovieron la admiración de los jóvenes escritores de fin de siglo y abrieron el espacio a réplicas no menos contundentes, 11 en un juego que oscilaba entre el reconocimiento de la autoridad intelectual de unos y la proclamación del talento de otros, y en el que desde la prensa como sitio privilegiado se cuestionaba fuertemente el control oligárquico del aparato cultural. Como se sabe, el autor de Azul respondió los ataques del director de la revista a Los raros con un artículo, “Los colores del estandarte”, que era además parte de su campaña a favor del movimiento modernista en Buenos Aires. 12 Por otro lado, y como parte de aquella función de ordenamiento del mundo cultural, es posible leer en La Biblioteca el esbozo de una programa de literatura nacional en el que adquiría una importancia efectiva la función de la crítica, en tanto modo de discriminar las obras genuinas de las carentes de valor, seleccionando aquellas que podrían ingresar en una tradición que ella misma propondría y construiría. En un contexto de especialización e institucionalización de la literatura, de la que era una prueba la creación de la Facultad de Filosofía y Letras, una crítica como la que Groussac ejerció puede ser pensada también desde el punto de vista de la organización de una literatura argentina, como afirmación 11 Además de la polémica que ocasionó el cierre de la revista, en La Biblioteca se dio otra, con Mitre, también vinculada con la labor de Groussac como historiador, sobre las invasiones inglesas a Buenos Aires. Mitre había publicado en La Nación ciertas críticas a las notas de Groussac sobre Liniers que habían aparecido en la revista, en las entregas de septiembre de 1896, enero, febrero y marzo de 1897. Groussac le respondió con un artículo “Liniers. Digresión polémica, por Paul Groussac”, en el que además, para que el lector tuviera presentes los argumentos que intentaba rebatir, aparecían las objeciones de Mitre. Cf. La Biblioteca, Año II, Tomo IV, junio, 1897, pp. 436­480. Así lo explicaba: “El señor Mitre, cuya Historia de Belgrano necesita consultar muy a menudo todo aquel que de estas materias argentinas se ocupe, ha dignádose prestar atención a ciertas críticas menudas que de pasada hemos creído útil apuntar. A decir verdad, hubiéramos preferido que el ilustre historiador se diese espera hasta la conclusión de este trabajo antes de salir, a la defensa de sus opiniones. A no haberse abierto el ingrato paréntesis, esta sería la hora en que, sin duda para solaz de nuestros lectores, terminaríamos nuestro bosquejo del virreynato de Liniers y el trágico alborear de la Independencia. Pero, iniciado el debate en la forma que más reproducimos, y dada la calidad excepcional de su autor, nadie extrañará que, nuestra costumbre de guardar silencio ante objeciones casi siempre superficiales y desinteresadas, interrumpamos el relato para acudir a la brecha. La forma de esta réplica habrá de ser forzosamente minuciosa y pedestre, teniendo que seguir paso a paso el itinerario marcado por nuestro respetable impugnador. Para no acrecentar lo árido de la discusión, ­y también evitar las citas truncas que sirven de pretexto para eternizar las polémicas, ­juzgamos conveniente transcribir in extenso el interesante trabajo del Señor Mitre (el cual, digámoslo entre paréntesis, tenía en la Revista que se honra con tan valiosa y asidua colaboración). Así el lector tendrá a la vista todo el expediente y podrá sin esfuerzo escoger entre las dos versiones contradictorias” (236­237). 12 Los colores del estandarte apareció en el La Nación el 27 de noviembre de 1896. de un concepto más especializado de literatura, en tanto sus prescripciones apuntaron, además del asunto, aspectos relativos a los recursos y la lengua utilizados. 13 En ese sentido, y sin dejar de tener presente que el cumplimiento de la tarea asignada a los escritores, críticos e intelectuales puede inscribirse en términos de Eric Hobsbawm como una “necesidad” de los Estados, 14 ­lo que impide olvidar el carácter heterónomo de la escritura­, revisaremos una intervención como la de Joaquín V. González publicada en la sexta entrega de la revista; su lectura permite ver que el servicio de construcción de la nación como comunidad imaginaria y la especialización, como una forma de la autonomía, no necesariamente fueron pensados, desde la perspectiva de un funcionario estatal, como condiciones de enunciación excluyentes para los escritores, en tanto estos últimos eran considerados expertos, conocedores y sistematizadores de la materia de la futura tradición nacional. 15 3.1. La discusión con el modernismo 13 Raymond Williams, en Marxismo y literatura, repasa la historia europea del concepto literatura, y señala que durante el proceso de su especialización en el sentido de trabajos creativos e imaginativos la crítica tomó una nueva y efectiva importancia en tanto era la que podía validar dicho concepto especializado, discriminando las obras auténticas de las menores. Observa a su vez que este desarrollo del término dependía de una elaboración del concepto de tradición al que se asociaba, desde el Renacimiento, la idea de una literatura nacional. Esta, por su parte –explica Williams­ “dejó de ser historia para convertirse en tradición”, en tanto se trataba de una “selección que culminó, de un modo circular definido, en los ‘valores literarios’ que estaba afirmando la ‘crítica’ ” (Williams, 1980: 66­67) 14 Eric Hobsbawm ha observado que entre 1880 y 1914 la declinación de las comunidades reales ­como la familia, la aldea, la parroquia, el barrio, o los gremios, entre otras­ se produjo porque las mismas ya no podían abarcar como anteriormente lo habían hecho, la “mayor parte de los acontecimientos de la vida de la gente [y] sus miembros sintieron la necesidad de algo que ocupara su lugar“. Para Hobsbawm fue la nación, entendida como comunidad imaginaria, la que colmó ese vacío y se vinculó inherentemente con el estado­nación, fenómeno típico del siglo XIX. Afirma que “El estado no solo creaba la nación, sino que necesitaba crear la nación (…) [que] era la nueva religión cívica de los estados. Constituía un nexo que unía a todos los ciudadanos con el estado, una forma de conseguir que el estado­nación llegara directamente a cada ciudadano, y era al mismo tiempo un contrapeso frente a todos aquellos que apelaban a otras lealtades por encima de la lealtad del estado: a la religión, la nacionalidad o a un elemento étnico no identificado con el estado, tal vez sobre todo a la clase”. (158­159). Cf. Hobsbawm 1991: 152­174. 15 En cuanto a la relación de los intelectuales –no solo escritores­ con el Estado, Leticia Prislei ha observado cómo Joaquín V. González “habilita” a los intelectuales para solucionar la cuestión social y reconoce en ese gesto la convicción del poder político acerca de la necesidad de crear una esfera pública vinculada al pensamiento, las artes y las ciencias. (Prislei, 1999) En La Biblioteca la presencia del modernismo como poética epocal, 16 la de Rubén Darío, su más alto exponente, así como las de Leopoldo Lugones, Leopoldo Díaz, 17 Luis Berisso ­y a través de este último, la de Manuel Gutiérrez Nájera­, es relevante porque funciona como uno de los conectores principales con las revistas que componen el corpus de la investigación. En ese sentido, prefigura y habilita el mecanismo que definimos como posta intelectual en tanto el modernismo y el conjunto de problemáticas y tópicos asociados a él se harán presentes, con modulaciones distintas, en El Mercurio de América, La Montaña, Ideas y Nosotros. Así, por ejemplo, la definición del artista o del intelectual como aristos, en un contexto social marcado por una masificación creciente y la consecuente demanda de autonomía para el arte, serán puntos de coincidencia; igualmente, la ambición de construir un público de pares o ampliado, según el caso, aparecería también como punto de articulación entre estos órganos. La figura de Darío, constituiría para los jóvenes de El Mercurio de América la referencia más fuerte de su inscripción en la escena literaria: a él y al boliviano Ricardo Jaimes Freyre pedirían prestadas sus palabras de apertura. La Montaña publicará “Metempsicosis”, alabaría la calidad moral de su autor, y tendría por momentos, en las colaboraciones de Lugones, una impronta de filiación fuertemente decadentista; algunas notas de Alberto Gerchunoff en Ideas pensarían la literatura argentina a partir de la experiencia modernista; Nosotros se abriría con la publicación conjunta de un fragmento de una obra de Payró y la crítica que Darío escribiera para La Nación. En lo que sigue veremos cómo la inclusión del modernismo en la revista de Groussac ameritó un debate estético más específico a partir de las reseñas de Los raros y Prosas profanas, y casi por contraposición, dio pie para formular los lineamientos de un programa de literatura nacional. 16 Rama sostiene que en Darío la palabra “modernismo”, desde Azul (1888) hasta El canto errante (1907), no definió una estética sino una poética epocal en la que podían incluirse distintas poéticas individuales (Rama, 1985: 64) 17 En la última parte de la entrega de mayo de 1897 de ‘Boletín Bibliográfico’, Groussac se ocupó de las Traducciones de Leopoldo Díaz (327­328), atacando no solo las traducciones sino el ejercicio mismo de la traducción: “La traducción en verso, como todos los géneros literarios, tiene sus leyes propias: la primera de todas es que no se debe intentar.” Año II, Tomo IV, mayo de 1897. Los autores vertidos al español, eran, entre otros, Horacio, Leconte de Lisle, Poe. (327) La publicación de La Biblioteca entre 1896 y 1898 coincidió con tres de los cinco años durante los que Rubén Darío vivió en la Argentina. 18 Desde mediados de agosto de 1893 hasta principios de diciembre de 1898, el escritor nicaragüense desarrolló una intensa actividad literaria que se desplegó en la edición de dos de los libros más importantes de su campaña de legitimación del modernismo, a saber, Los raros y Prosas profanas; en la frecuentación de variados espacios donde se encontraban escritores e intelectuales, como lo fueron cafés, restaurantes, redacciones de diarios; en su múltiple colaboración en el periódico de Mitre; luego en La Tribuna dirigida por Mariano de Vedia y El Tiempo de Carlos Vega Belgrano; como partícipe de las reuniones y actividades que llevaba adelante el Ateneo de Buenos Aires, en el cual dictó una conferencia sobre Eugenio de Castro, y donde trabó alianzas con los artistas plásticos de entonces. 19 Desde su llegada a Buenos Aires funcionó como el poeta faro de los escritores jóvenes modernistas, no solo desde el punto de vista escriturario, sino también, por su experiencia de 1894 con La Revista de América, que había dirigido junto a Jaimes Freyre, otra de las figuras centrales del movimiento literario hispanoamericano. Si bien La Biblioteca no fue una publicación estrictamente literaria, y su director no fue nunca partidario de la nueva estética promovida por Darío y sus adeptos, sus páginas dieron a conocer, y en ese sentido, respaldaron a aquellos jóvenes en quienes el director reconocía la presencia de talento y originalidad. Esto era posible no solo por una búsqueda indeclinable y tenaz de lo nuevo por parte Groussac, 20 que lo definía como crítico moderno, sino también porque la sociabilidad literaria de entonces, aún en el disenso, priorizaba el establecimiento y fomento de vínculos con representantes de posiciones estéticas divergentes y antagónicas, incluso en el caso de los que aspiraban a la renovación. Las reuniones del Ateneo en las que se dieron cita escritores, intelectuales y artistas de 18 Como ya observamos en nota, en el parágrafo 2.4 de este capítulo, Rubén Darío llegó a nuestro país el 13 de agosto de 1893, en el vapor francés Diolibah y dejó la Argentina el 8 de diciembre de 1898. 19 Cf. Malosetti Costa, 2001. 20 Así lo expresaba: “Pido a la Justicia ­que espero sea la suprema Lógica­, que, al llegar alguna vez la inevitable decadencia, me ahorre el dolor de verla producirse, en lo físico por la sordera, en lo intelectual, por el odio a la novedad” (...) me doy el testimonio , en mi esfera limitada, de no haber dejado pasar hasta ahora una innovación artística, desde Wagner hasta Ruskin y Moréas, una tentativa científica” La Biblioteca, Año I, T2, noviembre, 1896, p. 476. procedencia y edades variadas, eran prueba de ello. Si bien el Ateneo mantenía un efectivo carácter elitista, era un tipo de institución que con sus propios cambios, dejaba atrás la práctica de las reuniones privadas, para abrirse a una participación más amplia, aunque no popular. 21 Además, el prestigio intelectual de Groussac en el mundo cultural de entonces, que José Bianco identificó con la “posición de Summus Magister que aquí espontáneamente se le acordó” (Bianco, 1929: 84), hacía de la revista un espacio de difusión y consagración altamente valorado. En ella se publicaron “El coloquio de los centauros”, “Folklore de la América Central. Representaciones sus bailes populares de Nicaragua”; bajo el título “Poemas de América”, un poema sin nombre y “Tutecotzimi”; “El hombre de oro” (en tres entregas) de Darío; de Lugones, “La voz contra la roca”, “Táctica” y “Un estreno; de Berisso, “Manuel Gutiérrez Nájera”; de Enrique Rodríguez Larreta, “Artemis”. 22 La sección ‘Boletín bibliográfico’ estuvo a cargo de Groussac y apareció en once de las veinticuatro entregas de la revista. 23 En general, no se reseñaron obras literarias en el sentido estricto del término, 24 salvo en cuatro ocasiones; dos de ellas estuvieron dedicadas a las obras de Darío ya citadas, otra, a Recuerdos de la tierra de Martiniano Leguizamón; la última, se ocupaba brevemente de Traducciones de Leopoldo Díaz. La nota con que se inauguró la sección fue la crítica a Los raros; se publicó en la entrega de noviembre de 1896, 25 y doce días más tarde, traspasaría las páginas de la revista, para ser publicada en el diario La Nación, el 27 de ese mismo mes. Este dato, no era ocioso, dado que mostraba la percepción clara de Groussac en reconocer al periódico, y no a su revista estatal, 21 Para ver el cambio en las formas de relación entre escritores, cf. Rama, 1985: 41. Es importante observar que Rodríguez Larreta reemplazaría brevemente a Groussac en la dirección de la revista, unos meses antes de su cierre. Éste era un gesto de confianza que obedecía a la posición del joven en tanto hijo de una familia de la elite pero, también al respaldo de su talento por el director. El ‘Boletín bibliográfico’ de febrero de 1898, se explicaba: “Habiendo el director de La Biblioteca resuelto tomar algunas semanas de descanso, el doctor Enrique Rodríguez Larreta ha aceptado gentilmente la dirección interina de la revista.” Año II, Tomo VII, febrero, 1898, p. 320. 23 ‘Boletín bibliográfico’ se publicó en: noviembre y diciembre de 1896, enero, marzo, abril, mayo, julio, agosto de 1897, enero, febrero, abril – mayo de 1897 (esta última entrega corresponde al número doble 23­24, que constituye el octavo tomo, con que se cierra la revista; en el recuento de las apariciones de la sección, es contada como una sola). 24 Cf. el anexo LB. 25 La Biblioteca, Año I, Tomo II, noviembre, 1896, 474­ 480. La revista se publicaba el 15 de cada mes. 22 como el espacio más adecuado para un debate, cuya repercusión podría tener un alcance público más amplio y una respuesta polémica del autor del libro, que era colaborador principal del diario. Además, terciaba en una disputa que, anticipada en el suelto del diario de Mitre para promocionar la inminente salida del libro a la venta, se había producido, en efecto, a través de una serie de intervenciones, algunas muy favorables y otras no tanto. 26 En efecto, “Los colores del estandarte”, salió en el mismo medio, dos días después de que Groussac publicara su nota. Aunque apenas empezada la reseña de Los raros, su autor expresaba el reconocimiento por el “talento tan indiscutible” del escritor, alababa su modestia y la dedicación exclusiva al arte, inmediatamente después condenaba la obra por considerarla un despilfarro de las dotes artísticas del poeta. La objeción fundamental, que en Groussac alcanzaba no solo al nicaragüense sino prácticamente a toda Latinoamérica, apuntaba al peligro de la imitación. Ese enunciado remitía a la visión particularmente europea del literato francés en la cual, a su vez, era posible leer las propias determinaciones del proceso de modernización en Argentina y el resto del continente, marcadas por la dependencia de las metrópolis como lo fue principalmente París para el caso de los modernistas. 27 Con un tono ostensiblemente irónico, se refería a Darío como “heraldo de pseudotalentos decantes, simbólicos, estetas”, importador e imitador del decadentismo francés en Buenos Aires. 28 Este derroche de talento que tenía su motivo, según Groussac, en una posición desventajosa del poeta frente a la lectura 26 El libro salió el 12 octubre. Luis Berisso escribió a los pocos días un artículo para La Nación (16/10/1896); Miguel Escalada, redactó una biobibliográfica sobre Darío que apareció en ese mismo periódico el 29 de octubre; Paul Corti, en La Nación intervino con “El movimiento literario. Fenómeno raro originado en Los raros” (6/11/1896). Lugones en El Tiempo, y a favor de Léon Bloy, que había sido calificado de raté por Groussac, publicó “Desagravio de un raté” (25/11/1896), y ya había escrito sobre Los raros en el periódico de Vega Belgrano (26/10/1896). Manuel Ugarte, en su Revista Literaria sacó una breve nota. Cf. Colombi, 2004; Barcia, 1965; Contardi, 1994:7­36. 27 Miguel Dalmaroni ha señalado que: “Cuando hablamos de la modernización de la literatura argentina estamos, así, frente a un problema de relaciones de subordinación respecto de la metrópoli europea (para el período que nos interesa, sobre todo París y Madrid). El estudio de esas relaciones deberían conducirnos, por supuesto, no a describir los procesos latinoamericanos como cumplimientos defectuosos de los modelos adoptados, sino a notar cómo aquella subordinación se cuenta entre las determinaciones de las formas históricamente específicas que tuvo el proceso de modernización en América Latina”. (Dalmaroni, 2006: 29) 28 Decía Groussac: “El autor de esta hagiografía literaria es un joven poeta hace tres años (...), trayéndonos, viâ Panamá, la buena nueva del ‘decadentismo francés’ (474) de Verlaine, hacía de Los raros un intento fallido. Tal situación desfavorable – dominada­ se originaba en dos carencias, a saber: Darío era ante todo un poeta, no un crítico, y no era francés. 29 Estas faltas de Darío constituían posesiones para Groussac, haciendo del crítico un mediador necesario entre la literatura francesa y la americana, es decir, colocándolo en un lugar privilegiado. En la descripción de Groussac, el “autor de esta hagiografía”, en la que se emparentaba a artistas consumados con verdaderos ratés, mostraba los signos de extravío en una lengua y en una cultura que no conocía ni le eran propias: Vagaba, pues, el señor Darío por esas libres veredas del arte, cuando por mala fortuna vínole a las manos un tomo de Verlaine, probablemente el más peligroso, el más exquisito: Sagesse. Mordió en esa fruta prohibida, que por cierto, tiene en su parte buena el sabor delicioso y único de esos pocos granos de uva que se conservan sanos, en medio de un racimo podrido. El filtro operó plenamente, en quien no tenía la inmunidad relativa de la raza ni la vacuna de la crítica [cursivas nuestras] (475) Groussac insistía en la calidad y especificidad del saber literario que poseía, y que autorizaban su palabra, para fundar un discurso crítico de carácter polémico. “No me meto de rondón en estas teologías” (479), decía, para advertir a Darío sobre los peligros de la adaptación al castellano del metro francés usado por los decadentes. Groussac definía la crítica como una vacuna y la ubicaba, entonces, en el mismo rango que otros discursos, si no científicos, al menos especializados. Además, en su mirada eurocéntrica, exhibía y machacaba la condición de superioridad de Francia, frente a una cultura joven como la de Latinoamérica, donde la inexperiencia y el desconocimiento resultaban inevitablemente en la “remedada cavatina de un histrión” (480). 29 Groussac, en la noticia biográfica de ‘Redactores’ correspondiente a la entrega de julio de 1896, que era la segunda, había anunciado que el poeta tenía en prensa un libro de crítica llamado Los raros. Groussac analizaba y atacaba el simbolismo y el decadentismo franceses y los consideraba renovaciones incompletas por “no tener los jóvenes escritores franceses ideas exactas acerca de la rítmica” (478); a su vez, la prosa decadente no tenía, a sus ojos, ningún valor estético: “no existe como manifestación perceptible para los contemporáneos y admiradores de Flaubert y Taine, de Renan y Veuillot (…) de France y Maupassant, y hasta de Barrès” (480). Así, en tanto el modernismo era considerado por Groussac como una “inoculación” del decadentismo y del simbolismo en la poesía americana, resultaba entonces, como innovación también incompleta, una “mezquina reacción de estilo y sobre todo métrica” contra el naturalismo y el parnaso. Aunque estas observaciones literarias fueran atinadas o pasibles de rectificación, lo cierto era que el director de La Biblioteca mostraba que el volumen, más allá de presentarse como un obra de crítica, implicaba básicamente una estrategia de autolegitimación por parte de Darío mismo y a favor de la renovación del arte americano, capitalizando la experiencia de la poesía gala. En ese sentido, atacaba, por superfluos, los recursos que el nicaragüense usaba para distinguirse, convertido en anunciante de la buena nueva del decadentismo francés, y principalmente, criticaba el libro en su factura material. 30 Con respecto a la misma, el retrato del autor, obra de Eduardo Schiaffino, mostraba un nuevo tipo de alianza estética, entre literatura y bellas artes cuyo objetivo básico era promocionar y legitimar ambas prácticas, y que reaparecería en El Mercurio de América y en La Montaña bajo la formulación común en el colectivo “artistas”. El autor de la nota apuntaba también uno de los problemas que, como ya observamos, sería básico en ese contexto social, cual es el de la separación del artista de la vulgaridad de las muchedumbres, y que llevaría a la enunciación de situaciones paradójicas y extremas, como las que en ocasiones se dieron en El Mercurio de América. 31 Para sobresalir entre la muchedumbre, al gigante le basta erguirse; los enanos han 30 La primera edición del libro había sido impresa en los talleres gráficos de la Tipografía La Vasconia. Barcia señala que su publicación había sido anunciada en un suelto de La Nación el 6 de octubre de 1896, y que en la misma se lo describía como un “elegante volumen de 200 páginas impreso en rico papel satinado y llevará al frente un retrato del autor, hecho por el pintor Schiaffino” [tomado de la nota 61 de la “Segunda parte. Darío en la Argentina (1893­ 1898) del estudio preliminar de Barcia a Escritos dispersos de Rubén Darío)” (53) 31 Damos cuenta de esto en el parágrafo 4.2. de este capítulo. menester abigarrarse y prodigar gestos estrepitosos. Por eso ostentan la originalidad ausente de la idea, en las tapas de sus delgados libritos, procurando efectos de iluminación y tipografía, a manera de los cigarreros y perfumistas, y que bastarían a caracterizar lo frívolo e infantil de la pretendida evolución. ­ A este propósito, séame lícito reprochar al señor Darío las pequeñas ‘rarezas’ tipográficas de su volumen, indignas de su inteligencia. Aquel rebuscamiento en el tipo y la carátula es tanto más displicente, cuanto que contrasta con el abandono real de la impresión: abundan las incorrecciones, las citas cojas, ­hasta del caro Verlaine­ las erratas chocantes, sobre todo en francés. Créame el distinguido escritor: lo raro de un libro americano no es estar impreso en bastardilla, sino traer un texto irreprochable (475­476) 32 Groussac calificaba de vano el intento de Darío en Los Raros por tres motivos: por su tema, por la lengua en que estaba escrito, y por el público al que apuntaba. Los reproches del final de la reseña indicaban la posibilidad de un arte americano cuya originalidad debía pensarse en relación con el mundo virgen que América constituía. 33 Esta poética de lo propio es la que para el caso de la literatura argentina defendería Groussac, al referirse a Recuerdos de la tierra. Como se dijo en el apartado anterior, Groussac construyó su figura como la de un crítico experto, esto es que ejercía su práctica en base a un determinado saber especializado. Si es cierto que la revista mostraba una intención inclusiva en relación con lo nuevo en general y, privilegiaba las relaciones de fraternidad entre los nuevos y los que pertenecían a generaciones anteriores, señalando la necesidad de aunar los esfuerzos de todos aquellos posibles miembros de un campo intelectual, también lo era el hecho de que en la sección ‘Boletín Bibliográfico’ Groussac suspendiera esos criterios dominantes de inclusión y ejerciera una crítica 32 Groussac, veía en esto una imitación de publicaciones francesas como la Revue Blanche, el Mercure de France, La Plume. 33 Decía Groussac: “El arte americano será original ­o no será. ¿Piensa el señor Darío que su literatura alcanzará dicha virtud con ser el eco servil de rapsodias parisienses, y tomar por divisa la pregunta ingenua de un personaje de Coppée: Qui pourrais­je imiter pour être original?”, p. 480. belicosa. En ese sentido, se adelantaba comportándose como miembro de un campo literario constituido donde campearan el “espíritu de secta” 34 y la polémica como modalidades definitorias de participación. De este modo, las opiniones de Groussac en tanto crítico postulaban la existencia de un campo literario que juzgaba las obras según valores y criterios estéticos. Estos criterios específicos se manifestaban como una poética crítica, entre cuyos puntos centrales se hallaban el combate contra la imitación, el estudio riguroso, la capacidad de reconocer la calidad y el talento, la búsqueda de lo nuevo entendido como valor estético. 3.2. La construcción de la literatura argentina En la entrega de enero de 1897 de ‘Boletín Bibliográfico’ Groussac reseñaba dos libros cuya aparición podía ser tomada como motivo de festejo en el panorama casi desierto del circuito de la cultura letrada. El hecho de que en la sección solo se trataran cuatro obras literarias confirmaba dicha escasez. 35 Estas obras fueron Recuerdos de la tierra de Martiniano Leguizamón y Prosas profanas de Rubén Darío, y los juicios sobre ellas deben pensarse de manera conjunta. A partir de las afirmaciones de Groussac se podía leer la declaración más explícita del programa de literatura nacional que se insinuaba en La Biblioteca. En este programa, basado en una determinada elección de lengua y de tema, se inscribían otros textos literarios publicados en la revista como “El cacui” de Rafael Obligado (en la primera entrega), “Un estreno” y “Táctica” de Leopoldo Lugones, más tarde incluidos en La guerra gaucha. 36 Los tres textos respondían a ese doble requerimiento temático y de lengua literaria. “El cacui” que formaba parte de Héroes y tradiciones, contaba la leyenda de una mujer que no había sido buena 34 La frase corresponde a Eugenio Díaz Romero, poeta y director de El Mercurio de América. Más adelante nos referimos a la sección “Las revistas” del nº 1 de El Mercurio, en que aparece. 35 Adolfo Prieto, en la introducción de su libro sobre el criollismo, señala esta escasez, que era percibida casi como una queja por los miembros de la alta cultura letrada: “Desde las punzantes citas de Navarro Viola en el Anuario Bibliográfico a las quejosas memorias de Manuel Gálvez; desde las referencias más o menos casuales de Cané, Groussac y Darío hasta los más ponderados informes de Alberto Martínez y Roberto F. Giusti, un único tema obsesiona a los observadores y testigos del circuito de la cultura letrada: la escasez de títulos provistos por los miembros de ese circuito y la limitación del consumo” (Prieto, 1988: 15) 36 ”Un estreno” fue publicado en la entrega de febrero de 1898, “Táctica”, en la última entrega de la revista, en abril de 1898. hermana y que se convertía en un pájaro que lloraba esa culpa. 37 “Un estreno” y “Táctica” eran relatos de tema histórico en los que Lugones construía una épica nacional. Este programa de literatura argentina era otra de las ocasiones en que se exponía la tensión entre una funcionalidad de la literatura con relación a las políticas estatales y su necesidad de autonomía. 3.2.1. En contra del criollismo En el comienzo de la crítica de Recuerdos de la tierra Groussac exponía un estado de la cuestión estética. Por una parte, festejaba la aparición del libro porque podía proponerlo como una alternativa viable al decadentismo, y por otra, desconfiaba del éxito que la obra había tenido entre aquellos a quienes apodaba “amantes del argentinismo de circo”. Así, el modernismo/decadentismo y el criollismo aparecían como las dos vertientes para una polémica; de ellas el director de la revista rescataría algo para su propuesta de programa de literatura nacional: 38 La han saboreado, sobre todo, los amantes del argentinismo de circo, que respiran en Juan Moreira o Calandria la infinita melancolía de la pampa y el sano perfume del monte virgen! El señor Leguizamón triunfa sin esfuerzo: no hay exageración en decir que llega a la raya revoleando el talero y golpeando la boca al decadentismo. Puede descansar satisfecho el vencedor y desatarse el pañuelo de la frente De la cita se desprendía la aprobación del intento de Leguizamón, e inmediatamente se aclaraba los motivos de ese triunfo: Leguizamón se imponía por haber elegido una materia apropiada para su literatura. Sin embargo, Groussac circunscribía la validez de esos recuerdos, porque la restringía a la elección de la materia narrativa, y dejaba de lado su resolución defectuosa. Condenaba, del mismo 37 En el poema, se compara esos hermanos con el nosotros argentino, fruto de cuya no­ hermandad, es el sufrimiento de la patria: "Y mientras sufra la patria/ tanto martirio, paisanos, / y nuestros ranchos no sean/ algo más que pobres ranchos, / ¡Ay! porque nunca supimos, / a nuestra vez, ser hermanos, / se oirá ese grito, ese lloro, / Ese clamor desgarrado!" pp. 119­20. 38 El otro enemigo estético para Groussac es el naturalismo, y lo crítica en “La educación por el folletín”. modo, al público que había valorado o valoraría positivamente la obra, identificándolo con la concurrencia de las representaciones del circo y del teatro criollista. El desprecio hacia los “amantes del argentinismo de circo”, leído desde otro ángulo, no era otra cosa que la preocupación por el éxito de que gozaba esa corriente de la literatura y la cultura nacionales, en el fecundo circuito del consumo más popular. 39 Para el crítico los relatos del entrerriano eran simples “bocetos criollos”, 40 a los que no vacilaba en vincular, por los detalles de edición, con los textos de las colecciones criollistas. El análisis de la “ejecución” se concentraba en el problema de la lengua literaria de esas narraciones. Contrario de la artificiosidad en el arte y, a su vez, enemigo de la transcripción llana de “las incorrecciones y giros gauchescos que, desde Hidalgo y Ascasubi, se repite servilmente” (153), se oponía así a la lengua literaria de los “criollizantes” que, a su entender, era centralmente imitativa. Afirmaba: “El arte es la dificultad: jóvenes, desconfiad de los recursos fáciles!” (153) Las reflexiones de Groussac se organizaban en torno de una frase que aludía al atuendo estrafalario de una lengua marcada por la impertinencia de la mezcla, en la que la variante culta se usaba de manera ridícula y artificiosa (“la pompa gerundiana”): “(P)odríamos pedirle que su estilo no vistiera el smoking arriba del chiripá”, se quejaba (154). La lengua cimarrona de Recuerdos de la tierra era producto del artificio que convertía a la lengua culta de pacotilla en criollizante, dando por resultado una hibridez que para Groussac resultaba 39 Cabe aclarar que Calandria. Costumbres camperas, también de Leguizamón no era, en realidad, equiparable con Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez. La pieza, estrenada en mayo de 1896, en el teatro de la Victoria por la compañía Podestá­Scotti, presentaba un personaje bastante distinto del de Gutiérrez. Puede decirse que se trataba de la reescritura correctiva de la vida de Moreira. Juan Carlos Ghiano ha señalado e insistido en las diferencias entre ambos personajes: “El prontuario policial que fue el origen del folletín de Gutiérrez se había acomodado a la condena de injusticias policiales que ensuciaban al país, y al respeto a los hombres de campo unidos por la hombría rebelde del héroe. En sus líneas fundamentales era la misma suerte de Servando Cardoso, aunque Leguizamón ­atento a las modulaciones de su leyenda­ evitase el robo de chinas y la matanza de comisarios, como escamoteó el final trágico del matrero, salvándolo para el progreso que se asentaba en campos ayer escenario de luchas cerriles. Los subtítulos de los diversos cuadros de la comedia señalan el itinerario esperanzado que habrá de redimir al simpático matrero, en evolución que parece el contrapunto de los puestos por Gutiérrez a los capítulos de su novela. Si Leguizamón comienza por la prisión de Calandria, termina con la redención” p. 19 Cf. Ghiano, 1961:7­25. La obra fue publicada por Ivaldi & Checchi, con ilustraciones de A. Del Nido, en Buenos Aires, en 1898. 40 En ese sentido, Leguizamón aparecería, en el final de la reseña, como un mal escritor, “aprendiz de pintor [que] borronea zurdamente su ensayo” (155). imposible, y que no debía ser la norma de una literatura nacional. Sin embargo, al mismo tiempo, se trataba de un movimiento inverso, por el cual se sobreimprimía –se tatuaba­ la referencia hiperculta sobre una “locución de la tierra”, de la que derivaba un efecto ridículo, remedo del “lloriqueo en falsete de nuestros payadores de arrabal” (153). Explicaba Groussac: No esperábamos que el señor Leguizamón resolviese de entrada un problema tan superior a sus fuerzas, pero podíamos pedirle que su estilo no vistiera el smoking arriba del chiripá, y no hiciera codearse en la misma página las pompas gerundianas, con las agachadas rastreras de un tabear que de tan criollo resulta cimarrón. Citaré un ejemplo de ese tatuaje, entre ciento que tengo señalados (154) El uso de las cursivas que hacía Groussac era significativo, puesto que si bien se trataba de tres casos distintos, el tipo de error era el mismo. Smoking, tabear y tatuaje eran para Groussac palabras extrañas o extranjeras en relación con la lengua en que era necesario escribir, y por eso en la reseña se marcaba la distancia. En el final de la crítica, mientras reforzaba el acierto de la elección del tema, Groussac insistía también en la constatación alarmada con que había comenzado la reseña: el éxito seguro y “plausible” del libro de Leguizamón. De esta forma reintroducía la advertencia inicial de no equiparar el éxito con la calidad de las obras, y por lo tanto retomaba el imperativo de trazar líneas divisorias entre los públicos, que ya había aparecido en otras colaboraciones suyas, como “La educación por el folletín”. Así, reiteraba sus críticas al circuito de consumo popular perseverando en su diferencia con el de la alta cultura letrada, e insistía en la identificación entre mercado, cultura popular y mala realización estética. En la misma línea, el crítico sugería que Leguizamón había triunfado en esa franja de público, por el tema elegido, pero también por la “ejecución deficiente” del libro. La fórmula propuesta por Groussac para una literatura argentina sería entonces la doble obligación del tema (nacional) y de la lengua (culta). En el párrafo final de la reseña de Recuerdos de la tierra, Groussac resumía las prescripciones en que debía fundarse dicha literatura, anticipando en ello su juicio a Prosas profanas, pero también poniendo en primer plano la cuestión de la realización y del talento del poeta nicaragüense: Vamos a ver el ejemplo contrario de un escritor cuyo talento se malogra en gran parte por lo inconsistente de su materia. El señor Leguizamón labra monigotes en el oro nativo de la substancia nacional; el señor Darío cincela ninfas en un bloque de hielo artificial, bajo los trópicos, sin oír el gotear siniestro que llora la destrucción de la obra apenas concluida: Lequel vaut mieux, Seigneur?...(160) De esta manera, la sustancia de la literatura debería asentarse en la exploración y explotación del mundo virgen de la vida rural argentina. Es importante remarcar que Groussac centraba su lectura en el problema de la lengua y relacionaba este aspecto con la capacidad de la literatura de poner en escena, modelar y finalmente representar una identidad colectiva. De ese modo, el programa de literatura nacional que el crítico esbozaba en ese punto y como contraejemplo de Recuerdos de la tierra, se emparentaba directamente con una operación de construcción o invención de la nación, entendida como totalidad imaginaria. En un contexto cultural en el que “el espacio de la cultura letrada aparecía como replegado en sí mismo” (Prieto, 1988:19) y en una sociedad urbana en proceso de modernización creciente y marcada por la presencia de extranjeros ­problema este último con respecto al cual Cané ya había intervenido en la revista­, la literatura pudo ser pensada como el instrumento de una política cultural entre cuyos objetivos se encontraba la construcción imaginaria de la nación, o, al menos, de una lengua entendida como lengua común. María Teresa Gramuglio ha observado que, si como sostiene Ernest Gellner, es posible considerar el nacionalismo como un principio político basado en la congruencia entre la unidad política y la unidad nacional, en “situaciones de malestar o de alarma en que se supone la desarticulación de una congruencia antes existente” se presentan, incluso por fuera del aparato estatal, movimientos y sentimientos nacionalistas (Gramuglio, 1994: 23­27). En ese sentido, la nota de Groussac, se ocupaba de un texto cuyo título exponía una de las respuestas a la alarma que provocaban los cambios acarreados por la modernización social, cultural y política. La nación de los recuerdos de Leguizamón se localizaba en el pasado y un espacio rural no siempre calmo, cuyo suelo, según el narrador, era desgarrado por el paso del tren. Esta perspectiva en que se enrolaban con motivaciones distintas tanto la reseña como el libro reseñado, implicaba para la literatura una tensión entre su autonomía y una funcionalidad con respecto a las necesidades imaginarias del Estado. En el parágrafo siguiente nos detendremos en una lectura particular de Recuerdos…a cargo de Joaquín V. González, un letrado perteneciente a la dirigencia política; la misma, publicada en La Biblioteca algunos meses antes de la reseña de Groussac, puede ser pensada como una intervención intelectual de signo incorporador 41 ante la desarticulación del nacionalismo entendido como aquella congruencia entre el ordenamiento político y la nación, a la vez que recorta a la literatura como una práctica especializada, más allá de la función o servicio que se le asigna. 3.3. Joaquín V. González y Recuerdos de la tierra. La tradición inventada El libro de Leguizamón fue criticado dos veces en La Biblioteca. Antes de la nota de Groussac en ‘Boletín bibliográfico” se había publicado un escrito de González en la entrega de la revista de noviembre 1896, 42 que más tarde aparecería como “Introducción” a la edición de los Recuerdos de 1957. 43 Esta lectura se vinculaba con la de Groussac, en virtud de ciertas elecciones compartidas cuales eran la necesidad del mismo tema y el mismo registro de lengua literaria. Sin embargo, exponía la mirada de un funcionario 44 y de un diseñador de políticas 41 En el contexto de descontento que expresaron algunos miembros de la fracción intelectual de la elite frente a las nuevas teorías y movimientos sociales y a la presencia de extranjeros, la propuesta de González revestía un carácter progresista para incluir a todos y alinearlos imaginariamente como los ciudadanos del estado­nación. 42 Año II, Tomo II, noviembre, 1896, pp. 384­400. 43 La primera edición del libro fue realizada por Félix Lajouane, editor también de la revista de Groussac. La segunda edición, sesenta y un años más tarde, estuvo a cargo de Mar Océano. 44 En la noticia de ‘Redactores’ Groussac refiere que ese año de 1896 Joaquín V. González es diputado. culturales sesgadas por las urgencias del Estado, no de un crítico literario. De este modo, si Groussac anteponía aspectos literarios tales como la técnica, el asunto, la ejecución, y se trataba ante todo de un programa estético, en este caso se pensaba en una tarea que el autor de La Tradición nacional asignaba a la literatura, en el marco de una operación típica de lo que autores como Benedict Anderson entienden por nacionalismo. 45 Es así que la literatura se presentaba en la lectura de González como un discurso inclusivo, capaz de convocar aquellos elementos del pasado que afirmaran no solo una temática sino principalmente un conjunto de valores y creencias potencial y efectivamente compartibles. Asimismo el texto debe leerse como el deseo (la necesidad imaginaria) de una institucionalización determinada de la literatura, es decir, de la función que se prescribía para ella, 46 directamente relacionada con el interés de fundar un pasado común, que podía transmitirse a través de una “narrativa de la nación” (Dalmaroni, 2006: 34). 47 En el contexto de descontento que expresaron algunos miembros de la fracción intelectual de la elite frente a las nuevas teorías y movimientos sociales y a la presencia de extranjeros, la propuesta de González revestía un carácter progresista para incluir a todos y alinearlos imaginariamente como los ciudadanos del estado­nación. En el comienzo de su artículo y bajo el pretexto de una explicación autorreferencial, González colocaba en el centro la temática de la memoria y del pasado que ésta convocaba. Se refería a sí mismo como un sujeto atento a la “memoria y sus evocaciones de tiempos felices” [cursivas nuestras], ya fueran personales, de su región o de la patria común, y manifestaba su sorpresa ante la 45 En su libro Comunidades imaginadas, Benedict Anderson sostiene que la nacionalidad o la calidad de nación, lo mismo que el nacionalismo, son artefactos culturales de una clase particular. No clasifica al nacionalismo como una ideología. Para Anderson la creación de estos artefactos fue la destilación espontánea de un 'cruce' complejo de fuerzas históricas discretas. Una vez creados, se volvieron 'modulares', capaces de ser transplantados. Anderson define luego a la Nación: comunidad política imaginada como inherente limitada y como soberana. (1993: 17­26) 46 Tomamos el concepto de ‘institución’ de Peter Bürger quien entiende por tal no establecimientos como editoriales, comercio de libros, el teatro, los museos, todos mediadores entre la obra y el público, sino las definiciones de la función del arte en su contingencia social y los cambios de dicha función de período en período”. (Bürger, 1985­1986: 5­33) 47 Es interesante apuntar el contraste entre las respuestas de González y Cané a la cuestión nacional escritas contemporáneamente y publicadas en la revista con diferencia de pocos meses. aparición de un libro como el del entrerriano “en esta época en la cual creyérase que nadie se ocupara de cosas pasadas.” 48 Al margen de la premeditación de su autor, el libro tenía, según el articulista, la cualidad de sobrepasar la dimensión pretérita de los recuerdos, para dejar entrever la existencia de un conjunto de elementos del pasado situados a una distancia precisa por la cual eran accesibles al narrador y revestían un carácter legendario para el lector: más allá de esos ‘recuerdos’ viven, como mal ocultos tras de un velo transparente y movible, sucesos, personajes, leyendas, panoramas y cuadros, ni tan remotos que escapen a la impresión personal del narrador, ni tan cercanos que pierdan para nosotros ese dulce y fantástico prestigio de los días que pasaron (384­385). El rasgo casi mitológico de esa constelación de elementos que la literatura desocultaría y traería a un presente atemporal (“viven”), resultaba decisivo para la dimensión incorporadora que guiaba la posición del literato riojano. En ese mismo sentido, era relevante que, si bien el libro se ocupaba de una región, podía ser considerado como la “expresión del alma y la fisonomía de sociedades hermanas”; éstas eran las diversas zonas geográficas, cuyas agrupaciones humanas estarían vinculadas por una “marcha histórica común” antes que por el componente étnico, que, en muchos casos, era idéntico. Es por esto que González no vacilaba en considerar Recuerdos de la tierra como representativo de la grandeza de la patria, al ver en el libro la misma cualidad que en ella, esto es, la de “no permitir que por un solo signo se retrate o califique toda su extensión” (386) para asentar dicho carácter representativo en la diversidad regional. A su entender, la obra daba cuenta de tres elementos fundamentales, como lo eran el descriptivo de lugares, costumbres y tipos de la Mesopotamia; el tradicional e histórico que comprendía “tiempos de heroísmo y miserias comunes”; el folklore que aparecía, en cierto modo, como una amalgama de la que participaban los dos 48 Todas las citas corresponden al texto de González aparecido en La Biblioteca con el título de la obra de Leguizamón en la entrega de noviembre de 1896. Año I, Tomo II, noviembre, 1896, pp. 384­400. primeros, 49 y que constituía la “exposición de esas creencias y usos locales, que dan a conocer los caracteres ingénitos de las agrupaciones humanas” propias de aquellos espacios descriptos. De esos tres elementos, González privilegiaría el histórico, al que redefiniría en otro tramo del escrito, en dos “divisiones” mezclando el ordenamiento anterior. Una de ellas se relacionaba con “los episodios relativos a acciones o impulsos patrióticos, a personajes y sucesos de la vida política”; la otra, remitía a lo tradicional renombrado como “folklórico”. Este último y nuevo sentido de “tradicional” por el que si inclinaba, se distinguía de la primera acepción porque despojado de su anterior dimensión heroica, aludía a las creencias y costumbres de los pobladores, las que también tenían su historia. La preocupación por organizar el pasado en una historia futura conectaba la literatura con la fundación misma de la nación, en tanto funcionaba ­y este libro era el ejemplo­ como discurso preparatorio y gestador de “los elementos de la futura historia nacional, la historia verdadera, la que sigue a una Nación como organismo fisiológico y como personalidad humana, sin desprenderla de sus orígenes, de sus adherencias fatales hacia la tierra que habita” (386). La nación se presentaba como algo natural y recién engendrado en la elaboración de cuya historia era indispensable el trabajo de una “literatura nacional folklórica” que debería iluminar y dar a conocer a cada una de las provincias del país, y que se desempeñaría como factor de cohesión de los elementos dispersos de la historia literaria y geográfica. La literatura, desde esta perspectiva que la ligaba directamente con el espacio, era una forma de cartografiar el alma nacional, en sus aspectos físico (territorial) e histórico (folklórico), a través de un discurso escrito sobre la base de un rescate arqueológico. 50 Como la de los relatos de Leguizamón, la lengua de este discurso debía pertenecer al registro culto, y a diferencia de aquella –parece sugerir González­ debía evadir la tendencia a 49 Reunía a los primeros elementos en tanto incluía a las creencias como propias de lugares y comunidades humanas particulares. 50 González considera que “puede construirse un sistema o un mapa de las cualidades y costumbres, creencias, supersticiones, modismos, variantes de lenguaje, y que las diferencias constitutivas de cada zona se hallan determinadas por los caracteres del suelo correspondiente y de su historia, comprendidas en ésta la de las razas primitivas y la del establecimiento y desarrollo de la nación conquistadora”. Esta literatura deberá ser regional, en tanto pretenda expresar correctamente “el espíritu y cualidades de la nación que la habita”, La Biblioteca, Año I, Tomo II, noviembre, 1896, p. 388 mezclar “las graves enseñanzas de la biblioteca con la sencillez conmovedora” de lo narrado. Esta caracterización era similar a la posterior descripción descalificadora de Groussac: la biblioteca y el smoking eran los modos de nombrar a la cultura letrada y urbana; la sencillez y el chiripá hacían referencia a la materia del relato en su procedencia regional y a la experiencia de la vida rural que las dos lecturas aprobaban. Tanto el riojano como el francés indicaban que la obra de esta literatura nacional debía ser realizada por los letrados/ escritores, y el propio González ya había desplegado este programa casi diez años antes, en La tradición nacional (1888) y lo prolongaría en Ideales y caracteres (1903). El que esa responsabilidad estuviera en manos de los intelectuales, quienes de ese modo venían a cumplir con una demanda imaginaria del Estado, era un dato relevante en tanto los señalaba como especialistas o conocedores de los elementos diversos “del espíritu y cualidades de la nación” y por tanto capaces de sistematizarlos. Así, los relatos de la tierra se ofrecían para González no solo como obras “de experiencia directa”, sino también como forma de exhumación del pasado, por parte de un sujeto que a la manera de un sabio positivista debía “deducir” (…) “leyes permanentes para incorporarlas al caudal de la historia común” (388) en la observación y descripción de las cosas pretéritas de la naturaleza patria, “tesoro todavía oculto, reservado a los tiempos venideros”. 51 González hacía explícita la historicidad de la nación como forma de organización de las sociedades, y enunciaba a la vez una de las paradojas que Benedict Anderson señala en relación con el nacionalismo: 52 No hemos nacido viejos, ciertamente, como quisiéramos creerlo a veces en nuestra vanidad, cuando en el dominio de la vida intelectual, de las labores del espíritu, sólo 51 Al referirse a la naturaleza en esos términos, González trasladaba a ella un rasgo cultural, esto es, su calidad de nación, La Biblioteca, Año I, Tomo II, noviembre, 1896, p. 392. 52 Anderson observa tres paradojas respecto de la nación, a las que se enfrentan sus teóricos y críticos: a) Modernidad objetiva de las naciones ante el historiador vs. la antigüedad subjetiva de las mismas a la vista de los nacionalistas. b) Universalidad formal de la nacionalidad ­tener una es como tener un sexo­ vs. la particularidad inevitable de sus manifestaciones concretas. Se es argentino, persa o francés y c) Poder político de los nacionalismos frente a su pobreza y aun in­ coherencia filosófica (Anderson, 1993: 22­25). contemplamos un inmenso vacío y la vasta soledad inexplorada.” (387) Llenar ese vacío recogiendo y seleccionando las tradiciones, leyendas, personajes o costumbres constituía el modo de forjar un pasado nacional portador de valores compartidos. A sus ojos, los personajes del libro de Leguizamón eran tipos y como tales comunicaban el mensaje de fraternidad entre las regiones distintas, a través de los cuales se cumpliría en este libro con la función cohesiva que González asignaba a la literatura. Si la nación podía ser definida, a su juicio, como el sentimiento de fraternidad por el cual “vendrían a confundir sus almas [las regiones], a comunicarse sus fantasías del pasado y sus ensueños informes aún del futuro” (391), la literatura ejecutaba por escrito esa “fantasía”. Debemos señalar que Joaquín V. González leía el libro de Leguizamón alineándolo junto a la literatura de Rafael Obligado, autor de Santos Vega, obra considerada como modelo deseable tanto por el tema como por la realización. En ese sentido, y en términos de Raymond Williams se trataba de operar con el pasado de manera selectiva, priorizando algunas de sus zonas y descartando otras, en el intento de construir una versión del pasado intencionalmente seleccionado a través de la cual incorporar y ratificar una serie de valores y significaciones centrales para la organización social y cultural contemporánea (Williams, 1980: 137­142). En su análisis de Recuerdos… el futuro ministro de Roca generalizaba el sentimiento sobre las cosas pretéritas e indicaba que la exhumación era el procedimiento habitual por el que los pueblos habían fundado las religiones y epopeyas que los singularizaban. Asimismo y como ya había explicado, dicha exhumación debía centrarse de modo particular en los elementos del pasado que definía dentro de lo histórico, como folklóricos, y excluyendo aquellos relacionados con las miserias comunes, en favor de la memoria de “los tiempos felices”. En efecto, había para González una epopeya de las cosas de la tierra argentina, de la que Leguizamón y él mismo habían escrito una parte, y a la cual había contribuido Obligado reestableciendo en la leyenda del payador un linaje poético que tenía su origen en los incas. 53 El interés por la obra de Obligado radicaba en la preferencia de su autor, al menos durante casi todo el texto, por la versión sobrenatural de la leyenda despojada de alusiones a un presente evaluado como negativo. 54 También Mis Montañas de González se inscribía en el mismo género y así lo proclamaba Groussac en la nota de ‘Redactores’ dedicada a su autor: Con mayor abundancia y menos preocupación de la forma, González casi representa en prosa lo que Obligado en poesía. Es un gran elogio para ambos (260) De esta forma se trazaba en La Biblioteca un circuito de literatura de tema nacional en lengua culta constituido en prosa por Leguizamón, González y Lugones (con su epopeya de los relatos de La Guerra Gaucha) y en poesía por Rafael Obligado (con el rescate de héroes y tradiciones también relacionadas con la tierra). Esta línea se distinguía doblemente de la gauchesca y del criollismo, para asegurar una lengua nacional y un conjunto de tradiciones en la afirmación de una porción del pasado exenta de conflictos, capaz de generar una continuidad imaginaria con el presente. 55 Por último, la cuestión de la nacionalidad y de la participación de los intelectuales y escritores en la construcción de una identidad nacional atravesó la cultura y la literatura argentinas de los siglos XIX y XX. En La Biblioteca la temática estuvo presente desde el comienzo en las funciones civilizatorias asignadas a las instituciones estatales, en la lectura de Groussac sobre la historia nacional, en el diseño imaginario de las relaciones entre intelectuales y Estado, en 53 Cf. Obligado, R. “Independencia literaria” (publicado 9/7/1876, La Ondina del Plata). (Obligado, 1976: 64). 54 En relación con esta cuestión Prieto señala que esta preferencia bien marcada del comienzo, cambia en final: “Pero con últimos versos de Vega, el poema deja de ser, bruscamente tributario de la tradición. El diablo [Juan sin Ropa, el payador con quien Vega compite] deja de ser el diablo de la cosmovisión cristiana para presentarse como expresión del progreso y la ciencia que construyen ciudades en el desierto” (Prieto, 1988: 119). 55 Fabio Espósito ha observado que a diferencia de las historias de Bartolomé Mitre Y Vicente F. López, La tradición nacional, construye en el pasado tradicional “un lugar donde los conflictos políticos se desvanecen, o mejor dicho, una zona propicia para que desde el poder político se instrumente una operación fundada en la ficción de la mezcla cultural” (28) Cf. Elite letrada, estado y mercado (tesina de licenciatura), Biblioteca de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UNLP. el esbozo de un programa de literatura argentina, así como también en las respuestas de miembros de la fracción intelectual de la elite liberal (Cané, el propio Groussac, C. Rodríguez Larreta) y en funcionarios representantes más progresistas de la dirigencia política (González) ante los efectos culturales y sociales de la modernización. Así en La Biblioteca, se organiza y a la vez se abren los términos de un debate que constituirá uno de los tópicos más relevantes en algunas otras revistas del corpus. En Ideas, por ejemplo, a través de la formulación de una tradición para la novela inscripta en la línea iniciada por Martín García Mérou en Libros y autores, en el intento de construir un teatro con preocupaciones “sociológicas”, y en la afirmación de la juventud como reserva espiritual necesaria a la nación; en Nosotros y con una hegemonía ascendente entre 1908 y alrededor del Centenario de la Revolución de mayo, esta problemática hará de la revista un escenario de disputas entre ficciones identitarias divergentes, y será fundamental en secciones como ‘Letras argentinas’ y ‘Teatro nacional’. En ambos casos el tema mismo formará parte de las estrategias de autorización de los colectivos intelectuales y artísticos que llevarán adelante estas publicaciones juvenilistas, en un medio al que declaraban casi invariablemente hostil frente al arte y a los productos intelectuales. Desde una mirada histórica que intenta precisar las formas que adquirieron los reclamos de independencia de intelectuales y escritores, en un mundo en el que las intersecciones entre la política y la práctica de la escritura seguían siendo dominantes, La Biblioteca desempeñó un papel fundamental. En primer término, y atendiendo justamente a esa imbricación todavía importante entre el orden político y el orden cultural, su director imaginó un pacto con el Estado basado en una estrategia de compensación, por el cual aquél debía alentar y proteger las empresas culturales que, como La Biblioteca, contribuían en la tarea civilizatoria e inherente al Estado de construcción de la nación. Más allá del episodio del cierre, que indicaba la condición subordinada de los intelectuales y de la cultura, Paul Groussac pudo mostrarse, a lo largo de las veinticuatro entregas, como ejemplo del ejercicio de una función intelectual independiente, tanto en el terreno de la literatura como en la práctica de la disciplina histórica. Compartieron ese ejemplo otros colaboradores de la revista quienes como Miguel Cané, Carlos Rodríguez Larreta o Joaquín V. González, mostraron modos específicos de la acción intelectual, algunos de los cuales señalaron a la cultura como una práctica (“cultivo”) en el que cimentar la identidad patria. Sin pasar por alto el carácter orgánico con respecto a las ideas de la elite, reconocible en las problemáticas presentes en sus páginas, La Biblioteca se ocupó de la literatura, mostrando una amplitud únicamente condicionada por los valores de la calidad y la novedad. Ese espíritu amplio y liberal se ratificó con la publicación de los textos de los miembros más representativos de la juventud modernista en Buenos Aires, y mediante la defensa de criterios de valoración literaria fundados en la posesión de saberes particulares. En la inclusión de los poetas y escritores más jóvenes, la revista puso en escena la emergencia de una subjetividad que no era posible deslindar de las nuevas profesiones literarias asociadas al periodismo y que apuntaba una diferencia fundamental con otras figuras, tales la del literato o el doctor en leyes. Como se verá, la lección de Groussac sería retomada casi reverencialmente por El Mercurio de América ­en especial por los críticos­ , órgano juvenil que insistiría en el lazo productivo entre publicaciones y conocimiento, y que inauguraba el mecanismo de sucesiones que definimos como posta intelectual. Desde una esfera de participación más acotada, El Mercurio abundaría en el discurso de un espiritualismo antiburgués que, en contraste con el que estaría presente más tarde tanto en Ideas como en Nosotros, no pondría su acento en la salud y en la normalidad, y establecería algunos lazos con ciertos rasgos del decadentismo francés, también reconocibles en ciertos textos de La Montaña. Asimismo, las páginas de El Mercurio sumarían a la figura del crítico experto encarnada por Groussac, la del crítico artista, y antepondrían, a la edificación de la literatura nacional, la de una hermandad o comunidad artística hispanoamericana.