autor : Fabián O. Iriarte Criaturas y escrituras híbridas La muerte de la polilla y otros ensayos, de Virginia Woolf, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2012. Que un libro de ensayos comience con un relato de cuatro páginas sobre la muerte de una polilla diurna resulta, por lo menos, desconcertante. Una mañana de septiembre, las vueltas de una polilla que danza con energía conmovedora en el reducido espacio entre la ventana y la cortina de la sala distraen por un momento a una lectora, hasta que la criatura cae y no puede volver a levantarse. La idea rectora del ensayo no es original: la muerte es más poderosa que la voluntad de vivir. En el pequeño drama, era inútil intentar algo, ya que -concluye la observadora, melancólica pero resignada- “nada tenía ninguna oportunidad contra la muerte”. Si pensamos que un año antes de la publicación de este libro (1942) su autora se había suicidado arrojándose al río Ouse, dejándole a su viudo, Leonard Woolf, la tarea de recopilar, editar y publicar estos escritos, no podemos dejar de pensar en la analogía: Virginia Woolf era la polilla. El ensayo fue quizás su meditación sobre, y su preparación para, la propia muerte: “Había algo a la vez maravilloso y patético en ella”. Lo que llama la atención es elpoder descriptivo de la escritora, que complementa el poder meditativo y crítico de sus ensayos y el más conocido y admirado poder narrativo de sus novelas. El detallismo y la precisión en la observación son sus rasgos distintivos: “Las cornejas también celebraban una de sus festividades anuales; sobrevolaban en círculos las copas de los árboles hasta dar la impresión de componer una vasta red con millares de nudos negros que había sido arrojada al aire y que, después de unos instantes, descendía lentamente sobre los árboles hasta que cada rama parecía tener un nudo en la punta. Luego, de improviso, la red volvía a ser arrojada al aire, esta vez formando un círculo más amplio, entre el clamor y la vocinglería más extremos, como si ser lanzada al aire y descender despacio sobre las copas de los árboles fuera una experiencia tremendamente excitante”. Este libro recopila veintiséis ensayos, supongo que en orden cronológico, a pesar de que no todos han sido fechados. El primero fechado data de 1929 y el último, de agosto de 1940. Muchos son sobre biografías, autobiografías, memorias y colecciones de cartas. Pasando revista a cada libro, citando pasajes, eligiendo detalles, omitiendo otros, elogiando o censurando modos e ideas, Woolf va definiendo su propio gusto en la escritura y construyendo su arte poética. Comencemos con las reseñas de biografías y memorias. Una de ellas, “El arte de la biografía”, funciona como un pequeño tratado. Repasando los tres volúmenes de su amigo Lytton Strachey (que formaba parte del “grupo de Bloombury”),Victorianos eminentes,La reina Victoria eIsabel y Essex, Woolf disecciona este tipo de género relativamente nuevo, surgido cuando se desarrolló en Europa el interés por el yo. La reseña de lasMemorias de Tate Wilkinson (1790) se lee como un ejercicio de viñetas ficcionales, ya que ninguno de ambos personajes, el reverendo Wilkinson y el capitán James Jones, es conocido (que yo sepa) entre nosotros. Luego, el ensayo sobre el poeta y crítico Samuel Taylor Coleridge se complementa con una reseña de la biografía de su hija:Coleridge Fille: A Biography of Sara Coleridge, editada por E. L. Griggs. No se puede evitar ver un paralelismo entre Sara Coleridge y la autora, ya que Virginia era hija de otro célebre crítico, Sir Leslie Stephen. Muchos rasgos en común se hacen evidentes: la dedicación al estudio, por ejemplo, y el rechazo a la idea de que tanto estudio sólo sirviera, en una mujer, para trabajar como gobernanta. Cuando Woolf queda intrigada por los puntos suspensivos con que Sara termina las veintiséis páginas de su autobiografía, nosotros observamos que ella usa esa misma “técnica” en su carta al joven poeta. ¿Coincidencia? La sensación de no sentirse parte de la sociedad mayoritaria es una constante en los personajes elegidos por Woolf. “No era uno de nosotros” es la reseña de otra biografía más (entre las muchas que se han escrito, casi se queja) del poeta romántico Percy Bysshe Shelley, por W. E. Peck. También a él lo llama una “criatura híbrida”. Uno de los rasgos de Shelley que más fuertemente le atraen es que ayudó a debilitar “la garra de las convenciones sobre la vida privada”. No queda duda acerca de cuánto admira Woolf a todos aquellos que contribuyeron (en palabra y obra) a efectuar cambios en la moral y la ideología de Inglaterra, liberando a la sociedad de los prejuicios victorianos. A menudo Woolf se concentra en algún rasgo específico de los escritores que reseña, y se hace evidente que admira esos rasgos. George Moore, por ejemplo, responde a su ideal del “escritor nato”: “un hombre que detesta las comidas, los sirvientes, la comodidad, la respetabilidad o cualquier cosa que se interponga entre su arte y él; que ha conservado su libertad cuando la mayoría de sus contemporáneos ha perdido la suya hace tiempo; que no se avergüenza de nada, excepto de avergonzarse; que dice lo que se le antoja, y que ha creado un acento, una cadencia, por cierto un lenguaje”. En el caso de Madame de Sévigné, autora de catorce volúmenes de cartas, anota que la escritora francesa acaso por un hábito inconsciente de absorber las leyes aprendidas de memoria acerca de todo lo racional y equilibrado- escribía del mismo modo en que hablaba: ¿Woolf admira esa habilidad? ¿Debemos suponer que la lectura de esas cartas le ha sugerido un programa de escritura? Es evidente que Woolf era lectora ávida de la literatura epistolar. Hay tres capítulos sobre Horace Walpole y William Cole: reseñas, como muchos de los otros ensayos. Quien no haya leído los volúmenes correspondientes (epistolario de Walpole en 16 volúmenes, edición de Paget Toynbee; cartas de Walpole a Cole, edición de Yale) quizás se pregunte qué interés puedan tener. El interés surge, Woolf sugiere, cuando uno aprende el modo como deben leerse las cartas: de manera “estereoscópica”, con mucha curiosidad, y deleitándose en las notas al pie de página y los chismes que proveen tanto los escritores como los editores. En el ensayo sobre Coleridge, la autora parece tener en cuenta tanto los volúmenes de cartas del poeta como una entonces reciente antología de comentarios de sus amigos y conocidos,Coleridge the Talker, preparada por los norteamericanos Richard Armour y Raymond Howes. Afirma sobre el estilo del crítico: “Las grandes frases colmadas de paréntesis, expandidas con una seguidilla de guiones, rompen sus límites en la tensión de incluir, calificar y sugerir todo lo que Coleridge siente, teme y vislumbra”. Igualmente, usa símiles precisos para describir el efecto de tal estilo: “Las oraciones ruedan como gotas sobre el cristal de una ventana; cada gota arrastra a la siguiente, pero cuando llegan abajo, el cristal está marcado”. ¿No parece que estuviera describiendo sus propias frases? De las páginas consagradas a Henry James, el tercer ensayo repasa la correspondencia del escritor, editada por Percy Lubbock. Considera las páginas tempranas como “experimentos en el arte de la escritura”, destacando lo que el propio James dijo acerca de las cartas: “la esencia misma de una buena carta reside en poder ser mostrada”. La vida y obra del escritor norteamericano radicado en Inglaterra ilustran el dilema del artista en su época: “para el artista es imposible no hacer concesiones o bien […], si persiste en su lealtad, casi inevitablemente deberá vivir alejado, para siempre ajeno, y perecer con lentitud en el aislamiento. La historia de la literatura está sembrada de ejemplos de ambos desastres”. Varias páginas de esta recopilación tocan temas misceláneos. Un “Atardecer sobre Sussex”, un lugar simbólico de Inglaterra (sitio de la conquista normanda, en 1066) despierta reflexiones en la autora mientras pasea en automóvil: sobre el pasado, la belleza y el futuro. Hay además unateoría sobre el yo (que se repetirá y ampliará en otras páginas de este libro): el yo puede descomponerse en varios aspectos; cada uno contempla una posibilidad diferente de un solo tema o asunto, incluso de un paisaje. Pero también hay una teoría melancólica sobre la belleza y el tiempo: Woolf lamenta la fugacidad de los instantes de belleza, que son como globos que un alfiler siempre está por pinchar: el “alfiler” es una metáfora de la falta de dominio sobre el tiempo. En alguna región de la percepción misma de la belleza yace el propio descontento sobre la experiencia: sólo la autora de textos tan elegíacos comoThe Waves yMrs. Dalloway es capaz de revelarnos esta introspección. En “Tres pinturas”, sugiere que a medida que observamos cualquier hecho, las escenas sucesivas revelan cada vez más profundamente lo que a primera vista produce una impresión superficial. ¿Se trata de una teoría de la escritura? ¿De la técnica perspectivista, esta vez en la mirada de autor, no en las múltiples miradas de los personajes? A esta altura (junio de 1929), Woolf ya había publicadoNoche y día (1919),El cuarto de Jacob (1922),La señora Dalloway (1925),Al faro (1927) yOrlando (1928), en la que perfeccionó la técnica de la perspectiva en ficción; sólo que esta vez no se trataba de escenas sucesivas sino de la repetición con variaciones de la misma escena relatada por personajes diferentes. La idea que subyace es la de una realidad prismática, no acabada sino construida. En el ensayo sobre Coleridge esta técnica se explica mediante una imagen metafórica: la verdad como la suma de las astillas dispersas de espejos rotos. De pronto, un “Merodeo callejero” (1930) nos sorprende con otra imagen de la señora Woolf: ¿flâneur londinense? Creíamos que se trataba de una ocupación parisina. Pero entonces recordamos que en algunos pasajes deMrs. Dalloway hay ejemplos deflânerie a través de Londres. Woolf da recomendaciones para pasear en su ciudad: lo ideal es en invierno y al atardecer. Nos deja saber su deleite en lamirada superficial de quien deambula sin rumbo (o con una mala excusa), al revés de la mirada en el cuarto propio, que debe ser profunda y está acompañada de recuerdos. Como en una sinécdoque, la paseante se convierte en un ojo: sigue a la gente y observa la “danza grotesca” de la calle. Es también el ojo del burgués que compra o imagina comprar, en la época de las grandes tiendas como Harrod’s. En una librería de segunda mano, encuentra crónicas de viajeros y viajeras ingleses, que la representan simbólicamente en su deambular. El espectáculo de tantos libros desparramados le sugiere una reflexión a la paseante: “Pensar, anotar y exponer continúan en prodigiosa escala a nuestro alrededor”. Acaso esa frase resuma el propósito de la autora: contribuir con esa tarea silenciosa, de siglos, que ha sido el pensar la existencia humana a través del registro escrito. Tema y estilo se complementan magistralmente: el ensayo mismo merodea de un tema al otro. El deambular la lleva al teatro Old Vic. Luego de asistir a una representación deNoche de Reyes, de Shakespeare, evalúa la puesta, comparándola con la experiencia de la mera lectura de la obra. La conclusión es que la obra gana en robustez y solidez al ser actuada, aunque la actuación no conforme demasiado. Como “Shakespeare escribió simultáneamente para el cuerpo y para la mente”, concluye, sólo en el teatro las palabras adquieren un cuerpo y un alma. Si la escritura dramática es el objeto de este ensayo, la historiografía ocupa su atención en los dos siguientes, dedicados a Edgard Gibbon. Igual que en otras ocasiones, parece que Woolf estudiara el estilo de otros para aprender a escribir su propia ficción. Es como si cada juicio que emite sobre un historiador, un cronista o un escritor de cartas fuera una decisión sobre lo que ella misma quería hacer en su práctica. Así, en sendos capítulos, prosigue examinando con minucia la obra de dos escritores mayores de la literatura inglesa: Henry James y Edgar Morgan Forster. Comienza comentando Within the Rim (1919), los ensayos que Henry James escribió contra la guerra, práctica que ella misma imitará al final de este mismo volumen. Continúa, en “El viejo orden” (1917), agradeciendo el detallismo de las novelas de James, en especial por las memorias de Londres y de la cultura inglesa, que ha cambiado radicalmente. En cuanto a Forster, Woolf evalúa cada uno de los seis libros que había publicado, expresando cierta desilusión al no comprobar el desarrollo de su técnica entre Howards End y Pasaje ala India, pero dejando abierta la pregunta: “¿Qué escribirá después?” Quizás fuera la pregunta que ella misma se forzaba a hacerse. Cinco de los últimos ensayos configuran, cada uno a su manera, cada uno explorando diversos aspectos del oficio de escribir, unarte poética que define las pautas principales de Virginia Woolf como novelista e intelectual. Son los ensayos más personales, en los que se siente que uno está más cerca de Virginia, como si se estableciera una conversación íntima con ella. En primer lugar, necesita definirse y establecer su posición. No enojada, pero quizás cansada de que la etiquetaran de acuerdo con su clase social, y de que ese prejuicio nublara el juicio sobre sus novelas, Woolf dedica un irónico ensayo a la definición de tres adjetivos corrientes en la época, que definían el saber adquirido desde lo más alto a lo más bajo: “highbrow”, “middlebrow” y “lowbrow”, declarando sin vergüenza y de modo desafiante ser un espécimen de “highbrow”. Hay más cosas en común entre los “lowbrows” y los “highbrows” que en cualquier otra combinación. Los verdaderos enemigos de la cultura son los “middlebrows”, que siempre buscan la convención de lo que está “bien”. Una vez declarada la guerra, hay que buscar las armas: el lenguaje y las ideas. En “Gajes del oficio” (1927), da una lección magistral sobre el arte de manejar las palabras: “Intentar establecer alguna clase de ley para estas vagabundas incorregibles es peor que inútil. El único límite que podemos ponerles son unas pocas e insignificantes reglas gramaticales y ortográficas. Lo único que podemos decir de ellas […] es que al parecer les gusta que la gente piense y sienta antes de emplearlas; pero que piense y sienta no respecto de ellas, sino de alguna otra cosa diferente. Son extremadamente sensibles y se ofenden con suma facilidad. O les gusta que se discuta su pureza o su impureza. […] Las palabras también son extremadamente democráticas; creen que cualquier palabra es igual de buena que otra, que las palabras incultas son tan buenas como las cultas y las no educadas como las educadas […] Tampoco les gusta que las levanten con la punta de la pluma y las examinen por separado. Andan juntas, en oraciones, en párrafos, a veces durante muchas páginas seguidas. Odian ser útiles; odian ganar dinero; odian que se hable de ellas en público. En suma, odian todo aquello que les imponga un significado único o las confine a una sola actitud, porque su naturaleza es el cambio.” En esta empresa contra la fosilización del lenguaje y las ideas, tanto los novelistas como los poetas deberían aliarse, a pesar de la incomprensión acerca del oficio de uno y otro que existe entre las filas de ambos bandos. Woolf redacta la “Carta a un joven poeta” (1932) para tratar de clarificar las tareas a seguir. En su biografía de la autora, John Lehmann asegura que Woolf tenía ciertas reservas acerca de la nueva generación de poetas, sobre todo los llamados “Pylon poets” (W H. Auden, Stephen Spender, Cecil Day Lewis) y que esta epístola era, aunque muy cortés, un “ataque” o una expresión de descontento. Pero Woolf no era exigente sólo con los demás. “¿Por qué?” es una especie de meta-comentario, punzante y lúcido, acerca de su propia actividad como divulgadora y conferencista. Plantea (y responde) dos preguntas esenciales: “¿Por qué dar conferencias, por qué asistir a conferencias?” y “¿Por qué estudiar la literatura inglesa en las universidades si podemos leerla en los libros?” Yo creo que si encerráramos entre paréntesis la palabra “inglesa”, podríamos abrir un gran interrogante digno de reflexión para todos quienes estamos involucrados en estas dos ocupaciones. ¿Cuál es la función y el valor de nuestras profesiones? En la ponencia “Profesiones para mujeres”, dirigida a The Women’s Service League, Woolf repasa y resume su propia “biografía” como escritora, en un momento de la historia en que se abrían caminos laborales para las mujeres hasta entonces inéditos. Advierte que, a pesar de esa amplitud de horizontes, todavía hay fantasmas que combatir. Estos fantasmas difieren según la profesión elegida. Para la mujer escritora, se trata de dos tareas principales: la primera, matar al “Ángel de la Casa” (imagen extraída del famoso poema escrito por Coventry Patmore en 1854, en el que elogiaba a su esposa Emily, que representa el típico ideal victoriano de la mujer, esposa fiel, madre sacrificada, ama de casa perfecta); y la segunda, decir la verdad acerca de las experiencias en tanto cuerpo femenino. Así como sus ensayos son “criaturas híbridas”, que danzan de aquí para allá, merodeando, posándose en cualquier objeto curioso que encuentren en su vuelo, la imagen de Woolf que emerge de su escritura también lo es. Como esas polillas que describe, “ni alegres como las mariposas ni sombrías como su propia especie”. (Actualización julio-agosto 2012/ BazarAmericano)