EL DIARIO VASCO – 14 de febrero de 2.010 La cama más baja en la tercera galería Vida cotidiana en la cárcel de Martutene, un centro pensado para 105 presos donde conviven 342 JAVIER GUILLENEA «Te dices a ti mismo que hay que ir a tu bola. Intentas pasar desapercibido». En la tercera y cuarta galerías están las celdas para seis personas, con literas de tres pisos «Hay bichos y ratones por todas partes. En los cuartos hacen agujeros para poner sus nidos» Un porro pequeño cuesta un paquete de Chester o Marlboro «Se hacen armas en el taller con latas de Coca Cola. También se hacen pinchos con palos de fregona o hierros» La mejor cama en las galerías tercera y cuarta de la prisión de Martutene es la de abajo, la que conserva algo de calor. La peor es la de arriba. Se nota mucho más el frío y su ocupante no puede evitar despertar a sus compañeros si tiene que descender al suelo. Las noches no son fáciles en esas celdas, donde duermen seis presos en dos literas de tres alturas. «Alguien siempre ronca, otros se llevan mal, lo mejor que se puede hacer es ver, oír y callar», dice un recluso con la experiencia que le dan años de estancia en la prisión. El centro penitenciario, un viejo y húmedo edificio construido en 1948, está preparado para albergar a un máximo de 105 presos. Sin embargo, en las galerías de la prisión de Martutene hay 342 internos, de los que 63 viven en un edificio separado, en la sección abierta de la cárcel. Muchos de ellos se encuentran en situación preventiva, en un estado permanente de angustia mientras esperan juicio. La creciente masificación, que afecta a todo el sistema penitenciario español, es fruto de una serie de reformas legales que han limitado la redención de penas, han endurecido las condenas por delitos como los de violencia machista y han tipificado más actos delictivos. Si a este panorama se le añade la tradicional lentitud del sistema judicial, el resultado es evidente: cada vez hay más presos y menos lugar para ellos. Un día en la vida de las 342 personas que el jueves vieron nevar desde las ventanas de la cárcel de Martutene es parecido a cualquier otra jornada de la condena que cumplen o la que les toque cumplir. Lo importante es llegar hasta la noche sin que haya ocurrido nada. Se trata de pasar lo más desapercibido posible, de ser invisible. Una condena es lo que intenta describir este reportaje, realizado a través de datos y testimonios de reclusos del centro y de trabajadores sociales o voluntarios que acuden a la cárcel para hacer más llevadera la estancia de quienes viven hacinados dentro. Ninguno de ellos quiere dar su identidad por miedo a las consecuencias. Los nombres que aparecerán son ficticios. Lo primero que siente un detenido al atravesar la puerta de la prisión es un miedo que se convierte en pánico absoluto cuando llega a la celda que le han asignado. La primera persona que habla con él es un trabajador social que le explica el funcionamiento del centro, aunque sabe que sus instrucciones no tendrán mucho éxito. «Muchos no se enteran porque sólo están pendientes de lo que va a ser de ellos y de lo que dejan fuera», afirma un voluntario. Alberto recuerda lo que pensó cuando entró preso en Martutene. «Sabes que dentro hay tanta gente que en cualquier momento habrá un conflicto y pueden salir los pinchos. Te dices a ti mismo que hay que ir a tu bola, intentas pasar desapercibido y relacionarte con pocos, lo mejor es no tener ningún problema». Si es hombre, es posible que el nuevo interno pase varios años en un departamento que se divide en cinco galerías. La primera está destinada a presos de ETA o de su entorno y a los reclusos más jóvenes. En la segunda hay dos literas por celda. En la tercera y cuarta galerías es donde se hallan las celdas para seis personas, con literas de tres pisos. «En estos chabolos -explica un recluso- hay tres armarios, otros dos más pequeños y búscate la vida». Los trabajadores -internos que se dedican a tareas como las de mantenimientoocupan la quinta galería, donde cada celda tiene dos camas. Algunos chabolos tienen duchas dentro, pero en los más pequeños son exteriores. Si es mujer permanecerá en una sola zona, lo que supone un desahogo porque las reclusas no encuentran demasiados problemas de hacinamiento. Pero si tiene un hijo deberá enfrentarse a un dilema. Todas las mujeres presas tienen el derecho de permanecer en un centro penitenciario con su hijo hasta que cumpla tres años, siempre que la cárcel cuente con una unidad de madres, lo que no ocurre en Martutene, Basauri y Nanclares. Esta carencia hará que la reclusa deba elegir entre trasladarse con su hijo a Ávila como muy cerca o permanecer en Gipuzkoa y dejar a su pequeño en manos de sus familiares, si es que los tiene. Bueno, sólo el pan El día en la cárcel de Martutene empieza con el recuento de las 8.00 horas. Treinta minutos después se abren las puertas de las celdas, que se cerrarán a las 9.00, cuando todos ya están desayunando. A las 10.00 empieza el colegio, al que acuden hombres y mujeres para cursar asignaturas como euskera, castellano, inglés o carreras universitarias. La comida se sirve a las 13.00. «Lo único bueno es el pan porque es fresco». El menú es estacional, lo que significa que sólo se modifica con el cambio de estaciones. Entre una y otra temporada, básicamente es el mismo. Un día pueden ser alubias y chóped de pavo. Otro, espaguetis con carne. «Siempre se repite», asegura Ana, que ha visto ratones en la cocina y los ha perseguido con una escoba que después le servía para barrer los excrementos de los roedores. «Hay bichos por todas partes, en los cuartos hacen agujeros para poner sus nidos». El tiempo pasa en Martutene. De las 14.00 a las 16.30, regreso a las celdas para echar la siesta. Tras el descanso y hasta las 19.00 horas, las mujeres pasan al patio de los hombres, donde se hacen actividades mixtas. A partir de las siete de la tarde cada grupo regresa a su patio y se dispone a cenar hasta las 20.45, hora en la que cada uno vuelve a su celda. Sobre todo durante las horas en el exterior es cuando se distinguen los distintos grupos que componen el universo de la cárcel de Martutene. No hay bandas, pero sí grupos claramente definidos por su procedencia geográfica. Alberto hace el recuento: «Están los musulmanes y los gitanos, que no se pueden ni ver, los latinos -entre los que hay muchos dominicanos y también colombianos y ecuatorianos-, los etarras y los españoles. No puedes tocar a uno porque van todos los demás detrás de ti». Lo mejor, asegura un preso, es «intentar meterte en un grupo para que nadie te acose y no acabes fregando los calzoncillos y las zapatillas de alguien». Quien termina así se ha convertido en un machaca, en un recluso que hace tareas para un tercero. A veces lo hace por unos cigarrillos, un café o algo de droga; otras, a cambio de nada, simplemente por supervivencia. Ochenta euros Cada preso, si no es uno de los que hacen trabajos remunerados, cobra ochenta euros a la semana. Recibe esa cantidad a través de una tarjeta que le permite comprar en el economato de la prisión. Tabaco, charcutería, bollería, chocolate y galletas son los productos más vendidos a una clientela en la que los toxicómanos comen lo que sea para calmar su ansiedad. Técnicamente no hay dinero físico, pero en el interior de Martutene hay un intenso intercambio comercial. Un porro pequeño vale un paquete de Chester o Marlboro, pero sólo de esas marcas, no de Ducados. Una hueva (bola de hachís) se cotiza a unos cien euros. Para apostar a las cartas o al parchís se utilizan como moneda cartones de tabaco. Los teléfonos móviles, prohibidos en el centro, son uno de los bienes más preciados entre los reclusos, al igual que las zapatillas o ropa de marca que visten los presos más adinerados. «Cada vez que hay un' vis a vis' la gente pasa todo lo que puede, el chaval se empeta y, cuando se sabe que ha tenido visita, la gente va a por él para quitarle lo que tiene o comprarle cosas», explica Alberto. «En los 'vis a vis' se pasa droga o se trae dinero con el que trapichean los colombianos y los moros. Por ejemplo, -dice otro preso- yo le puedo ofrecer a alguien veinte euros a cambio de que me deje comprar con su tarjeta en el economato por esa cantidad». La existencia de droga en la cárcel es una realidad que las autoridades penitenciarias no tienen más remedio que admitir, por eso han puesto en marcha un programa de intercambio de jeringuillas. Quizá sea difícil huir de Martutene, pero lo que es meter objetos dentro no parece muy complicado. Hace años, el dueño de uno de los muchos bares que hay en el barrio donostiarra comentó a unos clientes que trabajaban en la prisión que le extrañaba el hecho de que mucha gente que entraba en su bar le pedía aceite y luego se iba al baño. No tardó en saber que esas personas usaban el aceite para introducirse en el cuerpo bolas de droga antes de visitar a alguien en la cárcel. La droga y los llamados intercambios comerciales suelen ser motivo de incidentes para los que los presos implicados procuran estar preparados. La señal general de que algo ocurre es un grito de alarma: «¡Funcionario, pelea en el patio!». Habitualmente, las disputas se zanjan con puñetazos o golpes, pero las armas siempre están listas. Alberto cuenta cómo funciona la violencia en Martutene. «Se hacen armas en el taller con latas de Coca Cola, también se hacen pinchos con palos de fregona o hierros que la gente se encuentra por ahí. Todo se afila poco a poco en el suelo. Los musulmanes se meten en la boca cuchillas de afeitar y cuando van a por alguien aprietan la cuchilla entre los dientes, la sacan fuera, se le acercan y le dan un corte en la cara». Temor a la salida En el otro lado están algunos funcionarios. Los presos de este reportaje dicen que algunos, no todos, han llegado a golpear a reclusos. «Te esposan y te llevan al aislamiento, desde el patio se oye llorar a los chavales. El que entra allí con la cara alta sale con la cara baja», asegura Alberto, que insiste en que los golpes se dan «con la mano y con guantes». Ana tiene otra historia que contar. Afirma que una vez vio a varios funcionarios estrellar a un preso contra unos barrotes. «Pero si no te metes con nadie, te dejan en paz». Pese a todos sus achaques, Martutene está considerada como un buen destino. Es una de las prisiones bien vistas por los presos porque recibe la visita de muchos voluntarios y desarrolla numerosas actividades, lo que permite no pensar en el tiempo. En un lugar donde apenas hay espacio para estar solo, hay zonas en las que es posible alcanzar la soledad. «Lo menos conflictivo es la biblioteca porque hay silencio. También están el cuarto de pintura, las clases y donde se hace el barro. Ahí hay un pequeño respeto». El trabajo de voluntarios y trabajadores sociales es indispensable para paliar las deficiencias de Martutene. Ellos atienden todas las semanas a presos que aguardan ese instante para romper a llorar. «Esperan a estar con nosotros para hablar y liberarse». Lloran como lo hizo Ana, que ya siente cómo se acerca un nuevo miedo que acecha a todos los presos. «Se piensa que el mundo que espera fuera es peor que el de dentro. Es temor a salir, a no encontrar trabajo, muchos piensan que no están curados de verdad y temen volver». A veces lo primero que siente un detenido al entrar en Martutene es pánico al encierro. Y muchas veces lo primero que siente al salir es miedo a la libertad.