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TERRITORIOS FRAGMENTADOS
TERRITORIOS FRAGMENTADOS
Patricio Rivas Herrera
983.065
R618t
Rivas Herrera, Patricio
Territorios fragmentados / Patricio Rivas Herrera . —
2ª ed. — Quito: Editorial IAEN, 2013
252 p.; 15 X 21 cms.
isbn: 978-9942-950-07-9
1. HISTORIA-CHILE-SIGLO XX 2. ENSAYO POLÍTICO
(SUGERIDO) I. Título
Instituto de Altos Estudios Nacionales
Av. Amazonas N37-271 y Villalengua esq.
Edificio administrativo, 5to. piso
Telf: (593) 02 382 9900, ext. 312
www.iaen.edu.ec
Información: editorial@iaen.edu.ec
Dirección editorial: Juan Guijarro H.
Maqueta y diagramación: César Ortiz A.
Diseño de portada: César Ortiz A.
Corrección: La Caracola Editores
Impresión: Imprenta Mariscal
Quito - Ecuador, 2013
Índice
Presentación
11
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
10.
11.
12.
13.
14.
15.
16.
17.
¿Cómo pensar? ¿Por qué escribir? 15
Gurruchaga y Santa Fe 25
Los hijos de la revuelta
29
Gaspar 31
La última tarde 43
La calle Carmen 75
La sala de embarque
95
Una Academia de Las Condes
103
Setenta y dos horas en Londres 38 119
Una casa amarilla con piscina
125
El Proceso No. 84/74
129
El Patito y la Elo 143
Neltume y Nahuelbuta 179
La Tati 187
La Manue
213
La pertinaz vida
229
Una «N» cuarenta años después 237
Recopilación fotográfica
241
A los míos, a todos los caídos por los golpes.
Cuarenta años después.
Presentación
A cada generación nos ha sido dada una pequeña dosis de esperanza, inherente a la existencia humana, que nos permite continuar caminando y construyendo utopías a pesar de las dificultades e imposibilidades. Esta esperanza es una fuerza, una potencia que nos llama en todo momento a seguir
luchando por nuestros ideales.
Esta esperanza, sin embargo, no es nuestra solamente, ni la hemos inventado:
es una riqueza que heredamos de quienes nos antecedieron en la lucha por
un mundo más digno; de quienes entregaron su tiempo, sus recursos y su
vida entera a causas superiores.
El Gobierno de la Unidad Popular en Chile y el socialismo democrático
inaugurado por las organizaciones, los partidos y los militantes de izquierda es, sin duda, una de esas causas. Y es, todavía, porque sigue presente entre nosotros. Cada discurso, cada reivindicación popular en América Latina desde 1973 tiene un poco de esos tres años de gobierno y de ese proceso
histórico que ha marcado a generaciones y que lo seguirá haciendo por muchos, muchos años más.
Han pasado 40 años desde aquel nefasto golpe de Estado contra nuestro compañero Salvador Allende. Han sido años largos, de profundos cambios en la región, de grandes transformaciones, vueltas de tuerca en esta narrativa que no serían posibles sin la experiencia acumulada de aquellos que,
como nosotros, portaron la esperanza a pesar de todo y contra todo.
Territorios fragmentados va más allá de ser un testimonio personal sobre
aquellos años: es la memoria de toda una generación que no quiere ni puede
ser olvidada, que exige derechos sobre nuestros triunfos y nuestras alegrías,
sobre nuestros aprendizajes y proyectos.
Cada expresión descrita, cada momento de tensión entre la vida y la
muerte narrado fotográficamente, cada nombre de quienes se han ido y de
los que todavía nos acompañan en este largo camino, son una pieza invaluable de nuestra historia. Y digo nuestra porque, a pesar de que miles de quienes hoy luchamos por el socialismo y creemos en él no estuvimos ahí, nos
hemos apropiado de todo: de las palabras, de los gestos, de las pasiones y los
sentimientos generados que recorren este continente década tras década sin
que nada ni nadie pueda detenerlos.
11
12
Presentación
Tiene razón Patricio cuando dice que los jóvenes debemos inventar
nuestra propia manera de ser en el mundo, y hoy lo estamos haciendo; desde distintos espacios de responsabilidad, de resistencia en otros casos, pero
ha resultado que en esa reinvención siempre nos encontramos con los símbolos del pasado que no se quieren ir y que no queremos que se vayan, porque nos marcan el paso, la ruta y nos permiten definir rumbo, darle dirección a nuestros sueños. ¿Qué sería de nosotros, jóvenes de izquierda de toda
América Latina, sin la experiencia del MIR, sin la figura de Allende, sin las
advertencias que nos lanza aquel 11 de septiembre de 1973?
Y eso Patricio lo sabe, y por eso no nos deja huérfanos, sin memoria. Escribe para sí mismo, para recordar, para decirse que todo ha valido la pena,
pero nos lo dice a nosotras y nosotros también. Alimenta la convicción con
el recuerdo de las calles de Santiago, la añoranza de sus barrios, con el eco
de las palabras de Miguel Enríquez, las discusiones literarias, filosóficas y la
remembranza de esa época en la que los «cafés, las plazas y las playas eran
territorios anónimos» donde intercambiaba mensajes en clave con sus compañeros y compañeras de lucha.
La organización y la reorganización de la resistencia ante la dictadura,
el exilio, los viajes, los amores, las vidas que llegan, las que se van, la pérdida de un pedazo de existencia propia cuando un amigo es torturado o asesinado, son pasajes dedicados de alguna manera para nosotras y nosotros. La
historia quiso que tuvieran nuestro nombre.
La publicación de Territorios fragmentados y la insistencia del Pato en recordar y hacer recordar es más que oportuna, sobre todo en estos momentos que vivimos en Ecuador y en distintos países de la región, en donde las
y los jóvenes hemos visto triunfar a las fuerzas progresistas por encima del
conservadurismo, y donde estamos teniendo un papel central en los procesos de cambio.
Tenemos que ser conscientes de que no siempre ha sido así, que estos
momentos son producto de miles de batallas, unas más grandes que otras,
algunas públicas, otras anónimas, colectivas, subjetivas, ganadas y perdidas.
Una de las tareas de las juventudes de izquierda en toda América Latina es recordar permanentemente qué pasó con todos los muertos, qué pasó con las torturas, qué nos han dejado esas lecciones. Nosotros ahora tenemos en la mayoría de nuestros países procesos pacíficos, pero eso no quiere
decir que olvidemos una historia que nos reta a seguir militando, que nos
reta a seguir haciendo activismo político, que nos reta a seguir trabajando
en los procesos revolucionarios.
Presentación
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Nos toca edificar, ladrillo por ladrillo, el socialismo en el siglo XXI; y es
una tarea a la que nos entregaremos sin condiciones, sin reservas, sin dudas
ni vacilaciones, como lo hicieron tantos antes de nosotros. El testimonio de
Patricio, la memoria de aquella generación, la indignación y la esperanza
que se desprenden de aquellas experiencias son y serán herramientas fundamentales para seguir en esta construcción libertaria.
Gabriela Rivadeneira Burbano
Presidenta de la Asamblea Nacional del Ecuador
capítulo primero
¿Cómo pensar? ¿Por qué escribir?
La pregunta surge desde este texto mismo. ¿Es necesario regresar a las tragedias, es pertinente histórica e intelectualmente narrar lo que ya otros han hecho? ¿Se debe dar por terminado el recuerdo? Los procesos revolucionarios
reales no tienen amnesia.
Cuando en las primeras décadas del siglo XX arribó la noticia de la Revolución de Octubre, la perplejidad y el alcance del hecho se confundieron
en una sola matriz. Nadie sabía quiénes estaban detrás de esos pseudónimos clandestinos que encabezaban un proceso abismal de transformación
de la historia humana. Cuando este primer intento de tomar el cielo por
asalto se derrumbó a fines de los ochenta del siglo pasado, el fenómeno dejó perplejos a detractores y a comentaristas en todas partes del mundo. Las
experiencias subversivas de los procesos sociales son hasta ahora, en el pensamiento social, un crucigrama de frondosa complejidad, que no tienen leyes rígidas que los sitúen sino grupos de revolucionarios que ponen sus diferencias en segundo plano y se deciden a hacer parir una nueva sociedad.
Lo mismo sucedió con la Revolución Cubana encabezada por el Movimiento 26 de Julio en 1959 y con la Sandinista treinta años después.
La Revolución Ciudadana ecuatoriana, como todo proceso generado en
su singularidad histórica, abre nuevos espacios de originalidad popular y
gesta iniciativa que desabrochan con constante recurrencia el pensamiento
formalizado de cátedras y visiones formuladas desde la rutina. Arriesgo estas páginas en el contexto de un país que posiblemente está viviendo el proceso más original de su historia, y en un clima político e intelectual que me
alude e implica, y por ello hace posible y dota de sentido la narrativa de otra
experiencia revolucionaria que quiso llegar al poder por la vía democrática,
es decir la chilena, comandada, en parte, por los personajes que fluyen a lo
largo de este texto.
El 15 de agosto de 1965 se fundó el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en Chile, en una pequeña calle tipificada como «nido de
anarquistas», todos ellos tipógrafos, trabajadores independientes, dirigentes de trabajadores e inmigrantes. Vía de casas bajas del Santiago que ya no
15
16
Patricio Rivas
existe, de esquinas sociales y de lugares bohemios. La tarea a la cual se abocó rebasaba sus condiciones de poder y fuerza, pero no de su imaginación.
Hay conglomerados políticos en todo relato de cada historia, que se
conforman con hacerla posible; pero cuando lo improbable es programa, se
alteran las condiciones de adscripción de cada cual y el pensamiento colectivo. Puede ser que hoy vivamos tiempos en que la mejor opción sea sobrevivir
como se pueda, pero serán tiempos cortos. Vendrán nuevamente las oleadas
donde el ímpetu no se deje atrapar en la cotidianidad y el sentido común sea
solo una banalidad para explicar trivialidades.
Cuando las personas deciden por diferentes motivos alterar el orden de
sus vidas y lo hacen colectivamente, se ingresa en un ciclo de revolución social, como hoy podemos ver en diversas ciudades del mundo y observar en el
rechazo de múltiples facciones sociales, a esta terrible desigualdad a la cual
llamamos sin pudor siglo XXI.
La sensación que recorre mi palabra no emana de un pensamiento literario ni mucho menos epopéyico. Los míos, es decir los que estuvieron en mi
mundo que relato en estas páginas, lucharon solo porque no había otra opción, porque de pronto, y sin saberlo, toca asumir decisiones que escapan a
cualquier plan de voluntad individual. Pero esto es determinante en la vida
de las personas, luchamos abandonando nuestra temprana juventud y nos
quedamos en esa lucha hasta que el tiempo de la historia agote sus rutinas.
Trajimos la democracia aunque no era la que nosotros queríamos —pero
era mejor que todo lo vivido durante 19 años para millones de chilenos—, reclamamos que no era eso ni lo otro, y así efectivamente la historia lo demostró; pero nos batimos, rompiendo vidas y amores, genialidades individuales
y colectivas, individuos fuertemente literarios y rigurosamente materialistas, pero algunos de ellos quedaron en campos de exterminio con sus huesos al sol. Nuestro amor no es solo un reconocimiento, tampoco un homenaje como el que se describe en los protocolos; es la emoción de la amistad
y el respeto que nunca, ni en los peores momentos, la bestia parda pudo borrar. Quizás su única prueba seamos los que al pasar podamos seguir escribiendo con torpeza en la palabra y una gran turbación en los sentimientos.
Somos los luchadores de la república que hasta ahora no nace, y seguiremos siendo los disidentes de toda idea de poder que apañe la inteligencia
y la vida de cada cual.
Nuestras luchas se configuraron como un mapa y atraparon, desde la
bondad, a miles de jóvenes de la región que mezclaban a Salvador Allende
con Miguel Enríquez, y emergen en personajes como Estela Ortiz de Parada,
como Jécar Neghme, sujetos que no pensaron en ser revolucionarios porque
¿Cómo pensar? ¿Por qué escribir?
17
eso no se actúa; pero algunos dieron su sangre y su vida por otros. Todavía
suena su voz con esa frase que con fuerza —y nunca con rutina— persistió
durante años: «Vamos Chile, carajo, Chile no se rinde, carajo».
Quizás Chile sea demasiado insular, un pequeño país en el fin del mundo repleto de extremos en sí mismo, entre pobreza y riqueza, entre su norte
y su sur, entre su cordillera y sus islas de Pascua. Pero su historia social ha
parido una cierta idea de la historia y de la vida misma. Mejicanos del extremo norte de nuestro sur, ecuatorianos desde el centro de nuestra tierra, brasileños de un subcontinente que mira a África, pero todos ellos y muchos
otros sintieron, no un mensaje, porque los revolucionarios no los dan, sino
solo una actitud, una manera de vivir.
Fuimos y somos el lugar de la república socialista de los cien días de
Marmaduke Grove, de Salvador Allende, de Miguel Enríquez, de Luciano
Cruz, un pequeño país al borde del mar. Siempre en el extremo de todo. Repleto de terremotos políticos y telúricos, de un Neruda que hace palabra de
la pasión, de una Gabriela que no cesa de susurrar la ternura de la poética,
de unos jóvenes (sean resistentes o pingüinos) que alzan la voz por esa república soñada; pero también, y desde la distancia de manera inesperada,
de una izquierda italiana que raya las calles de Roma, diciendo armas para el
MIR, o de un Portugal subversivo que nos indica «Estamos con ustedes», de
una República Española que compartió nuestras entrañas con anarquistas a
republicanos, admirando una saga que era también la de ellos, la que combatió en El Ebro.
No podemos desencajarnos de esta estrella universal que es parte de
nuestra historia local. Del vasco que fundó un partido de trabajadores antes de que existiera el partido bolchevique, de sindicalistas que lucharon por
el derecho de los trabajadores por el salario de una vida digna. De mapuches indómitos que nos indicaron —por encima de nuestras formalizaciones— que la nación es pluriétnica, aunque no nos diéramos cuenta. De mujeres que se batieron como todos los otros, señalando que los así llamados
«temas de género» no establecen diferencias cuando hay que enfrentar a los
enemigos de la especie.
El MIR, por oportunidad histórica y un poco antes de que en Europa y
en otras partes del mundo se declararan las distancias con el estalinismo soviético, señaló no sus diferencias, sino su animadversión con el poder de las
burocracias. El MIR indicaba, si se quiere de manera ingenua, su «No, a Checoeslovaquia no se le invade», porque el mundo que imaginamos, por el que
luchamos y nos levantamos cada día, es libre, imaginario y creativo. Algunos han indicado que las causas del golpe militar fue el «ultrismo» del MIR;
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Patricio Rivas
tendemos a pensar que serán los mismos que dirían que Fidel Castro se excedió o que Lenin es la pura voluntad. La res-pública será siempre la del debate, y por ello postulamos este recurso como el espacio de la conducción y
la inteligencia social, condición de realidad como potencia abierta.
Cometimos errores a cinco años de nuestra fundación, pero ellos son
parte de la historia social de la humanidad, y en ningún caso argumentalmente pueden fundamentar el genocidio. No tenemos rencor, solo dolor.
Mas esta noción no implica arrepentimiento, sino solo observación sobre
los hechos históricos. Nuestro gran error fue no haber hecho mejor lo que
se hizo, también no haber construido la fuerza social y revolucionaria que
postulamos. No se puede señalar como extraño argumento las muertes. Los
que cayeron lo hicieron en nombre del MIR, y fueron revolucionarios hasta
el último instante de sus vidas. Luego vinieron las diferencias y las divisiones dolorosas e incomprensibles, pero incluso estas resultan un hecho episódico en una de las historias más grandes de la juventud del continente, y
solo desde ellas se puede debatir con justicia y rigor. Vendrán otros países
de nuestra querida América Latina, otras generaciones encamadas de reformadores y revolucionarios, pero esta historia en el sentido del cual está dotada, y del cual solo puede conocerse desde el habla y la mirada de quienes
lucharon, continúa.
Miguel Enríquez Espinosa, médico, revolucionario y organizador, vivió
su último sábado un 5 de octubre de 1974 en una pequeña casa proletaria del
obrero barrio rojo de San Miguel; ahí se enfrentó en desigual combate, con su
compañera y compañeros, al ataque de los grupos operacionales de Pinochet.
No podemos saber cuáles fueron sus últimos pensamientos ni imágenes, ni mucho menos ilusiones en un Santiago ocupado y en un día que
el calendario vaticinaba como ritual cósmico. Ahí, el sueño mirista sufrió
un golpe profundo, pero también en ese momento el secretario general del
MIR indicaba con su lucha el nivel que una y otra vez les pedía a cada cual.
No se debe hacer leyenda de lo que no lo es, pero sí, por motivos básicos de
la humanidad, se debe reconocer lo que es. Chile murió un poco, Chile también renació en ese combate.
Tenemos una deuda quienes luchamos en ese momento, desde campos
de concentración y desde calles del país, con el gesto que las legitimadas figuras de jefes dignos y consecuentes indicaron una orientación que podría
perderse entre tanto escrito, deuda y jefe. Palabras demasiado fuertes para
mis intenciones. Jefe, porque era sin lugar a dudas la síntesis de muchas décadas de lucha obrera que no sucumbía al formalismo de las democracias
partidarias, que era un jefe revolucionario en el sentido de alterar los términos de la realidad factual.
¿Cómo pensar? ¿Por qué escribir?
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Dignidad, porque es un concepto que alude a los pobres, a los desprovistos de los recursos del poder, a los que de distinta manera deben señalar
la diferencia radical con el mundo en que viven, mezcla subversiva de aquellos que en toda la región latinoamericana se han batido por sus ideas. Seguramente la lista posible es demasiado amplia, pero en cada una de sus
vidas hay renuncias al placer de lo inmediato, a la cotidianeidad de un mundo tranquilo; vidas de personas que han optado por un universo diferente,
donde un hombre y una mujer valgan igual a otro hombre y a otra mujer.
Eso, que es elemental desde el ángulo retórico, hasta ahora ha sido imposible desde el plano histórico, y de ahí siguen los muchachos en esas alamedas de todo Chile.
Seguramente tenemos dolores que solo los próximos saben, pero tenemos más dignidades colectivas de lo que se puede suponer. Los dolores no
solo son las muertes, sino la abrumadora cantidad de ilusiones hechas a medias o definitivamente incumplidas. No nos entusiasmamos con cualquier
mensaje, porque ya tuvimos un continente que nos dotó de la ilusión; solo
podríamos decir, quizás, como palabra para los anales del historiador de esta región que comienza en México y termina en la Patagonia, que jamás dejamos de poner el cuerpo en las ideas. Los emigrantes, con sus profundos
dolores y humillaciones, son parte de nuestra vida, sea en Barcelona o Texas,
o el centro de Europa: ahí estamos todos.
¿Cómo recordar y cómo hacer el relato de esta gran historia que se nos
escapa y se hace, por ello mismo, cuestionadora? ¿Cómo saber dónde comenzó en un sentido visible y contemporáneo la relación entre ese Miguel
Enríquez revolucionario y la revolución pendiente?
Quizás fue como un día cualquiera del otoño de 1642, cuando Oliver
Cromwell desafió al poder. No era de los campesinos en la Corona, era una
fractura de la realeza inglesa y de su oligarquía, que implicaría a los de abajo,
dando lugar a uno de los primeros experimentos republicanos, una alianza
entre reformadores y propietarios burgueses. Quizás su sueño fue más oligárquico que burgués, pero en todo caso alimentó como referencia imaginaria a plebeyos de todo el mundo y de todos los siglos siguientes. Los ironsides cabalgaron por un mundo que parecía no tener límites y descubrieron
que la geografía humana, desde el poder, solo hacía de cada territorio un lugar de fronteras raciales, culturales y religiosas, un espacio de la acumulación del capital. Esa caballería pesada fue uno de los poderes materiales de
una revolución que terminaría equilibrando en el Parlamento el poder de
los lores y los comunes.
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Patricio Rivas
Tendríamos que esperar primero a Rousseau y a Robespierre para ver
esa imagen ambigua entre radicalismo y presión plebeya con pensamiento laico de racionalidad filosófica. Lenin en Zúrich le señalaba a un grupo
de estudiantes suizos:«no veremos la revolución»; y en octubre de 1917, por
primera vez, intenta conscientemente dirigirla, con una abrumadora voluntad que nos recuerda al Maquiavelo que todas las noches se cambiaba la ropa para platicar con los clásicos del pensamiento sobre sueños y deseos que
establecen condiciones de realidad.
Salvador Allende imagina un Chile socialista en medio de la Guerra Fría
con un Kissinger extraído de la academia estadounidense, que odia en el
sentido filosófico la frase en sí misma. El Che muere en Ñancahuazú, pidiéndole al soldado que lo asesina que no tema del disparo. Miguel Enríquez muere defendiendo la dignidad del MIR y lleva al extremo «el MIR
combate». ¿Cómo entender y establecer este aparente desencaje entre historia y realidad? ¿Cómo situarse desde la historia que no ha muerto? Porque
jamás se ha reconciliado con el ser la antinomia entre posibilidad y realidad.
Con seguridad, la voluntad humana traspasa sus propias limitaciones,
la de sus opciones matemáticas y de lo que puede ser. ¿Qué sería de la humanidad si no existieran sujetos colectivos que atrapan su esencia para decir «esto no puede seguir pasando»? La humanidad sin revolucionarios no
solo no conocería revoluciones, sino que la propia idea de progreso civilizatorio perdería dignidad. Ninguna revolución podrá ser lo que desea y jamás
será perfecta, pero la voluntad de alterar los términos del dominio cotidiano alimenta las posibilidades de toda la especie por lograr un poco más de
justicia y dignidad.
Cuando se habla del exterminio y la tortura en el Cono Sur de América Latina, el epítome es la Escuela de Mecánica de la Armada en esa Argentina amada, pero también es el anciano y noble Pepe Mujica, que en su determinación constructiva nos da pistas respecto de las posibles respuestas a la
pregunta. Quizás lo que importa es una mezcla simple, transformativa entre
voluntad y posibilidad, donde al final, y después de muchas pláticas, predomina la voluntad. Estamos viviendo momentos en que los jóvenes vuelven
a levantarse sin las viejas partituras que de distinta manera configuramos, y
eso es un signo de progreso. Hay muchas cosas que cada cual haría de diferente manera; pero al final el juego no solo es complejo, sino que además exige humildad, y nunca sumisión de quienes somos parte de él.
Desde que los estandartes del León de Judá flamearon en los grupos de
caballería de Oliver Cromwell, y desde que se gestaba sin conciencia de sí
misma la primera gran revolución política y social en los albores de la mo-
¿Cómo pensar? ¿Por qué escribir?
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dernidad, la sinuosa relación entre revolución y revolucionarios no ha cesado de amplificar el significado de sus hebras.
La pasión y las capacidades de esos hombres y mujeres que piensan la
desmesura de revolucionar el mundo —logrando a veces grandes saltos en
la calidad de vida de la especie humana, en otras horrorosos fracasos, y en
no pocas frustraciones y decepciones que no abandonan el alma del luchador, ni siquiera en sus momentos más luminosos— nos dejan ver que jamás
ha existido una verdadera conciliación entre revolución y revolucionario.
El revolucionario desea y acaricia una idea que es programa, pero cuya
ontología interna jamás se sabe exactamente. Él vive y piensa la revolución, en
ella se realiza parte de su ser. De cada fragmento de todas las vidas anteriores de la humanidad, arropa en su memoria imágenes, frases, textos y sujetos para alimentar esa visión que es una utopía real en tanto promueve el
afán de su vida diaria; y que es también una utopía abstracta, pero nunca
ilusa, ya que los perfiles y el significado que esa idea tiene para la totalidad
de los seres para quienes emprende su desarrollo siempre le estará negado como opción. Cada uno de estos seres traducirá hasta el infinito lo que el revolucionario y su grupo explican, a veces con afán pedagógico y en otras, con
desatado encantamiento.
De las jornadas de 1848, de esa primavera de los pueblos que renacería
en 1968 solo que esta vez a nivel mundial, el perfil del revolucionario moderno antecedió a victorias y a derrotas, y pervivió después de las frustraciones. Vivir ese instante con seguridad única en la vida de los sujetos al declarar fundada la República de los Soviets, ingresar a Pekín después de décadas
de lucha, sentir el vaho de La Habana enardeciendo los rostros del Che, Fidel y Camilo, o estar en esa Managua de 1979, se asemeja al sentido del espíritu hegeliano que seduce a la historia.
El que quiere revolucionar la realidad, a pesar de la fuerza del proyecto colectivo, contiene en él su propia geometría; por ello, en medio de grandes triunfos, cuando los hombres y las mujeres han sido forjados en las luchas, se tejen diferencias de cómo hacer esto o lo otro. Y en los momentos
de grandes derrotas, siguen intentando vivir como soñaron, aunque el proyecto colectivo haya sido avasallado por la fuerza de la bestialidad. Ser revolucionario en periodos conservadores o de regresión histórica implica el
ejercicio de construir tus propias fuerzas morales con los próximos, y transformar el recuerdo en sugerencia y acción política. En los momentos de victoria, el afán individual jamás desaparece, pero se contamina de muchos
otros, se redefine, cambia su ortografía y su pronunciación. En los momentos de reflujo, el recuerdo es una de las fuerzas de la vida y el rigor sobre ese
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Patricio Rivas
recuerdo es, con certidumbre, una de las principales dignidades para seguir
enfrentando la injusticia.
Las hablas que recorrieron Chile desde fines de los cuarenta hasta fines
del golpe militar en 1973 recurrían a la imagen teórica y política de la revolución chilena. Revolución que recorrió todo el siglo XX, desde un agudo
republicanismo, hasta un marxismo internacional y militante. Nacimos en
esas conversaciones, y observamos a sus protagonistas jugarse la historia, la
palabra y la vida.
El proyecto revolucionario de Salvador Allende, que difícilmente alguien que no fuese él podía expresar, de esa revolución «a la chilena» de uno
de los países más de izquierda del todo el mundo en la primera mitad del siglo XX, hasta parte de la segunda mitad del mismo siglo, articulaba programas democráticos, con horizontes socialistas y, por ello, a diversos personajes, desde los más pobres del campo y la ciudad, hasta núcleos fraccionales
de las élites desprendidas de sus orígenes.
Al producirse la derrota de este programa en 1973, los seres que eran
parte de la vivencia de este gran proyecto fueron lanzados a un universo de
distintos campos opcionales. Algunos murieron junto a su presidente, como debía ser, otros sobrevivieron por fortuna y por virtud. Otros tantos
fueron apresados en campos de concentración o fusilados. Y otros, los más
próximos a mí durante toda mi vida, que fueron muchos, clandestinizaron sus existencias y pasaron a conformar la resistencia. Resistencia, concepto defensivo que supone defender a los nuestros, y crecer así sea molecularmente. Resistencia que también significa «no acepto su dominio, me
opongo, y el tiempo largo juega a mi favor». Resistencia, porque la humanidad, la mía y la de los míos, no soporta el arbitrio ni el asesinato. Es muy
fuerte el recuerdo.
Ser revolucionario, en el sentido sensible, en tiempos de clandestinidad,
cuando el horror se abanica en cada segundo, no exige nada, pero sí implica un apego a la utopía abstracta y concreta que con seguridad ha configurado su psicología más profunda. Se puede ser muy reaccionario, apelando a la
materialidad de las exigencias de la resistencia, quedándose atrapado en el rigor del contacto o de los sistemas de comunicación clandestinos y de alguna
forma sinuosa; perder las grandes cualidades de cuando estás defendiéndote. Ser revolucionario es seguir pensando que el mundo puede ser mejor, aun
cuando tus compañeros son desaparecidos y asesinados. No es un esfuerzo
de abstracción, es llevar hasta sus últimas consecuencias un ethos que perfila
la especie posible. Por ello, llegas a la casa donde te ocultas y crees en quien
llevará el mensaje. Así, también te enardeces y abjuras, o te seduce y te con-
¿Cómo pensar? ¿Por qué escribir?
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vences. No tiene que ver con una conciencia abstracta sino muy concreta; es
salvar a tu compañero, y enfrentar el último momento con la frente en alto,
no por heroísmo sino, y al final, porque se encuentra la idea que te has forjado
de cómo son, con el destino de lo que te pueda ocurrir. No hay heroísmo epopéyico, solo hay solvencia del alma frente al instante de tu propio destino.
Retornando a Ernest Bloch, decir que la esperanza es un principio y que la
única victoria posible viene de reproducir inteligencia y humor, en medio de la
maldad parda, no constituye un afán libresco; sino solo reconocer en generaciones anteriores el mismo reiterativo y gran drama de la lucha por la libertad.
La inteligencia abstracta y el humor. Se puede señalar con formal razón:
¿qué humor se puede tener en medio del horror? La risa es el sentido desproporcionado de la lucha, la pequeña pistola que te acompaña como certificado de coherencia frente a aparatos colectivos del terror. Si te ríes primero
de ti mismo y luego descubres en el laberinto de la vida que tu razón saltó en
el Portugal de 1974 y en la Nicaragua de 1979 inesperadamente, y que vendrán otros hombres y mujeres—que seguramente no sabrán de todo lo que
te ocurrió, pero interpretarán tus sentimientos de manera noble—, no hay
mucho más después de ello, para quien quiera saber si tu vida tuvo sentido.
En estos tiempos, de un siglo XXI que se acorta y comprime, y en que de
distintas formas nuevos revolucionarios y antiguos sobrevivientes se conjugan en proyectos que tienen como cualidad sustantiva el agrupar, un tema
esencial es recuperar la historia no como drama o tragedia sino como ironía,
frente a la cual quienes postulamos a la revolución como forma de vida y no
solo como proyecto victorioso seguimos sin pausa, buscando atajos (y anchas alamedas) porque de alguna forma fuimos comprendiendo, no siempre con consistencia, que la revolución está tanto en el camino como en la
meta; y que quizás, si hubiera que hacer el balance desde la Revolución Inglesa hasta hoy y a pesar de los dolores confesables e inconfesables, seguimos progresando con nuevas generaciones que afortunadamente nos cuestionan y con antiguas ideas que no pierden el vigor cortante que tuvieron
desde que salieron de antiguas imprentas.
Hoy recaigo en el texto que mantuvo durante mucho tiempo una N en
su portada, en la narrativa de Germán y Paula, en los ecos de una Santiago ocupada. Puede ser que muchos de nosotros hayamos aprendido que no
hay nada irreversible, que jamás puedes decir «esto se ganó» porque puede
ser que pasado mañana todo intente regresar al eje del poder, avasallando lo
conquistado por pueblos dignos, por seres anónimos que quieren una vida
mejor. Nadie puede señalar en este extraño siglo que el bienestar es un objeto logrado, porque a pesar de todo habrá fuerzas que querrán revertir el
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Patricio Rivas
reloj de la historia. Si esto no se ve, no será ya por ingenuidad, sino por incomprensión de por qué se lucha; y quienes se oponen al deseo justo de la
igualdad podrán ganar la partida simplemente y de manera rápida, porque
los otros, los más, no han comprendido que la lucha por la libertad, hasta el
fin de los tiempos, será siempre difícil y provisional, y se repetirá matemáticamente a la n.
La Revolución Ciudadana en Ecuador es el pretexto de este texto y será el pretexto de otros más. El susurro que nos conmueve desde el progreso y nos alerta desde el riesgo. La unidad de los revolucionarios, por encima
de diferencias que la historia se encarga de desechar, es condición de victoria, pero más que nada de inteligencia colectiva. Han sido las calles de Quito
desde un 2 de Agosto de 1810, y sus luchas sociales y políticas en un Ecuador que siempre ha sido un centro, no solo geográfico sino referencial, el
que me ha implicado en mi propia escritura, solo para decir y jamás señalar
que la historia de la humanidad solo avanza con la voluntad colectiva de los
más humildes; sin ellos, el resto es una apuesta absurda en escena, de tesis y
opiniones que se diluyen muy rápidamente con el tiempo y con las vidas de
quienes desean un mundo mejor.
El grupo fundador del MIR chileno murió como vivió: luchando. Se
puede examinar cada vida de ellos al amparo de una taxonomía litúrgica,
pero quizás ningún examen pueda develar eso que se escapa a la razón positivista y que tiene que ver desde hace muchos siglos con la voluntad subversiva; sin esto último, todo se transforma en un ejercicio formalista.
El grupo fundador del MIR nació como revolucionario. Es difícil «transformarse» en revolucionario, mucho más difícil entender y asumir sus implicaciones; solo postulamos un mundo igualitario pero sabemos, por la
historia de América Latina y del mundo, que quizás uno de los tantos rasgos configurantes que deseas lograr es criticarte a ti mismo, es observarte en
el gran laboratorio de la historia universal, no para ser el mejor, sino solo
para ser el mejor posible. Y eso siempre será colectivo, tendrá que ver con tu
capacidad, con reconocer el habla de la mujer humilde, del compañero herido, del pensador que cuestiona tu hipótesis; serás siempre un migrante de
tus propios sueños y serás siempre la voluntad de cumplirlos.
Revolucionario. Puede ser que jamás lo logres, pero en las cortas vidas
que nos corresponde existir, lo que vale la pena es cambiar, un poco siempre
con mayor justicia, la existencia de todos. Al final, el texto no se explica por
sí mismo, sino solo por el afecto de quienes lo leen y de quienes compartieron los espacios y los tiempos.
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