Revista Planetas prohibidos - N°11

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Planetas Prohibidos© Año 4 Nº 11
Diseño y maquetación:
ÍNDICE
4/EDITORIAL, J. Javier Arnau.
5/EL MUSEO DE LOS HOMBRES INVISIBLES, Gabriel Romero, Ángel García
Alcaraz.
12/DANA, Carlos Paez, Juan Raffo.
20/DÍA DE CIRCO, Irene Comendador, J. Antonio García Burgos.
24/CUANDO EL RÍO SUENA, Natalia Viana, Pedro Belushi.
26/ENTREVISTA A VÍCTOR MONIGOTE.
30/UN NUEVO AMANECER, Silvia Pato, M.C. Carper.
35/JULIA, Alejandro Morales Mariaca, Abel Portillo.
42/EL ÁRBOL DE LA CIENCIA DEL BIEN Y DEL MAL, Heberto de Sysmo, Ángel
García Alcaraz.
48/INTERSTELLAR; CIENCIA Y FICCIÓN, José Antonio Olmedo López-Amor.
57/ALICE, Marta Martínez, Juan Raffo.
63/EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS, Víctor Conde, Azramari.
71/CÓMIC: ONDAS FRAGUIANAS, Fraga.
72/POESÍA, C. Suchowolsky, Aída Albiar, José Antonio Olmedo López Amor.
76/ENTREVISTA LULA LIBÉ.
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EDITORIAL
E
stoy escribiendo este editorial a
pocos días de que aquí, en España, se celebren las elecciones
locales y autonómicas. En realidad, no
tiene nada que ver con el contenido de
la revista, o sí… la situación por la que
hemos pasado estos últimos años (en
realidad, en la que estamos inmersos),
podría pasar por una historia de terror;
es un caso más de los de «la realidad
supera a la ficción». Y algún gobernarte ha puesto como excusa que «la
realidad le ha impedido cumplir su programa electoral»… a lo que nos preguntamos… y hasta ese momento, ¿no estaba viviendo en la misma realidad que
el resto de los ciudadanos?; en fin, lo
dicho, una historia de fantasía y terror.
Bueno, no nos vayamos por las ramas, y centrémonos en lo que durante
mucho tiempo se ha considerado (y,
lamentablemente se sigue considerando) literatura de evasión. En el anterior número comentamos que éste
lo queríamos «escorar» un poco más
a la ciencia ficción, dado que aquel se
nos fue más hacia el terror. Por eso, en
este número la mayoría de relatos son
de ciencia ficción, pero sin abandonar
el resto de literatura fantástica. De ahí
la magnifica portada, creación de Ángel
García Alcaraz.
En el extenso muestrario de los relatos que a continuación podéis leer,
encontraréis clones y batallas espaciales, viajeros en el tiempo y hombres
invisibles, un nuevo génesis, casas de
muñecas… Todo por cortesía de los autores que nos han confiado sus trabajos, y de los excelentes ilustradores que
han puesto imágenes a las palabras de
estos. Entre ellos, Víctor Conde, Gabriel
Romero, Silvia Pato, Marta Martínez, Irene Comendaor, Heberto de Sysmo, Carlos Paez, Natalia Viana, Alejandro Morales, Pedro Belushi, Juan Raffo, Ángel
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García, Abel Portillo, M.C. Carper, Azramari y José Antonio García
También podréis disfrutar de las
viñetas cómicas de Fraga, así como
de las poesías, esta vez a cargo de las
plumas (¡toma anacronismo!) de Carlos
Suchowolsky y Aída Albiar, con estilos
claramente diferenciados y diferentes,
muestrario de los diversos caminos
que la literatura fantástica puede tomar
(por si faltaba algo en los relatos…)
Asimismo, hemos realizado una entrevista a Víctor Monigote, director de
arte, diseñador de personajes, ilustrador,
actor, cantante, etc, que entre sus últimos
trabajos tiene en su haber «Mortadelo y
Filemón contra Jimmy el cachondo», por
la que fue nominado al Goya.
Pero eso no es todo; también tenemos un artículo sobre la ciencia (y la ficción) presentes en la película Interstellar,
por José Antonio Olmedo, que hace poco
nos presentó la reseña de dicha película.
Y ahora sí, despedimos este número,
esperando que sea de vuestro agrado y,
mientras acabamos de confeccionarlo,
nos ponemos a trabajar en el siguiente,
con la confianza (y la esperanza) de
encontraros de nuevo leyéndonos.
J. Javier Arnau
Editor de Planetas Prohibidos
EL MUSEO DE LOS
HOMBRES INVISIBLES
Texto: Gabriel Romero de Ávila
Ilustración: Ángel García Alcaraz
5
(Al final todo este embrollo pudo arreglarse, y de él sólo queda registro en el
Libro del Tiempo que se guarda en el año
802.701, de modo que bien podríamos
decir que se trata de un relato imaginario… aunque ¿acaso no lo son todos?)
S
us amigos le dijeron que era una
estupidez, pero él se empeñó. No
en vano se había convertido en
uno de los autores más influyentes de
la Historia de la Humanidad, y no sólo
en su época, sino a través de los siglos
y hasta un futuro distante, donde apenas quedan hombres en la Tierra. Cuando los pueblos fueron reducidos a masas informes, y volvieron a reunirse en
torno a hogueras. Cuando los esclavos
que trabajaban bajo tierra se acostumbraron tanto a la oscuridad que dejaron
de poder ver la luz del sol, y los señores que vivían en la superficie olvidaron
de dónde provenían, alimentados para
siempre por aquellos topos humanos
como si fueran bestias retenidas en
un zoo. Esclavos unos de otros, dependientes de su mutua cooperación aunque ni siquiera sabían que existían.
La utopía que él había adivinado en
sus sueños, el destino último de la Humanidad, a donde un puñado de hombres habían sido conducidos siguiendo
la estela de la Máquina del Tiempo.
Fue un día sin sol, como tantos
otros, en la Torre del Tiempo que domina los siglos, cuando el Escritor de
Ciencia Ficción tuvo la idea de rescatar a los Hombres Invisibles. El Tercer
Viajero del Tiempo le dijo que aquello
era una tontería, igual que pensaban el
Viajero Americano y la Torre (heredero
de la Familia de Viajeros del Tiempo, de
la época en que vivieron en el Siglo 33).
Todos estaban de acuerdo en que la
idea sólo podía llevar al desastre, pero
el Escritor era terco cuando pensaba
que algo merecía la pena. Discutió, llevó la contraria, les recordó las muchas
ocasiones en que les había salvado la
vida, y el hecho siempre incontestable
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de que habían sido sus novelas las
que condujeron a la mayoría hasta allí,
guiados por los sueños de un utópico
caballero victoriano. O al menos había
sido así con ellos, y también con el Viajero Junior, que tanto crecieron asomados al balcón de la fantasía del Escritor
que de mayores compartieron un poco
de su ilusión y se reunieron con él en
el futuro. Ahora todos formaban parte
del llamado Consejo del Tiempo, y sus
Agentes para la Conservación de la Corriente Temporal (más conocidos como
los Argonautas del Tiempo) se aseguraban que los hechos ocurrieran como
tenían que ocurrir, a salvo de las continuas amenazas que podían llevar la
Historia a desaparecer de un plumazo
(como aquella vez en que evitaron que
unos soldados de Philadelphia le contaran a Colón que nunca llegaría a las
Indias, o cuando eliminaron a un ejército de infinitos adolescentes provenientes de líneas temporales alternativas,
que viajaban por el tiempo en un coche
deportivo con ruedas de fuego).
De forma que cuando el Escritor
echaba mano de su influjo en la sociedad, era porque había que hacerle caso.
Sus amigos se miraron, y no tuvieron
más remedio que asentir.
Yo soy el Hombre Invisible.
Yo soy el Hombre Invisible.
Es increíble cómo puedes ver a través
de mí.
Fue en el año 2397 cuando se inauguró
el llamado Museo de los Quince Hombres Invisibles y las dos Mujeres Invisibles, en la pequeña localidad de Iping,
West Sussex, que a costa de eso se
había hecho célebre en todo el planeta.
El alcalde y los miembros de su equipo
festejaron el evento como si se tratara
de su propia coronación, y un millar de
ciudadanos sonrientes inundaron las
salas. Había ingleses y alemanes, un
montón de franceses que llegaron por
la Línea de Teleportación bajo el Canal
de la Mancha (conocida como Europortation), españoles que aprovecharon la
ocasión para hacer puente, y japoneses
con sus holo–cámaras al hombro. Había generales marcianos presentando
sus respetos, sirenas venusianas con el
cuerpo totalmente desnudo, y tritones
de Neptuno que precisaban de un campo de fuerza con agua para sobrevivir.
Pero lo más crucial del día llegó
con la aparición del Escritor de Ciencia
Ficción, pues con él venía el auténtico
Hombre Invisible al que homenajeaba
el Museo, robado de su época y soltado
en el futuro como ganado.
El desastre como es lógico no se
hizo esperar.
El Primer Hombre Invisible de la
Historia había sido un científico inglés
no demasiado cuerdo que llevó a cabo
un experimento para reducir el índice
de refracción de un cuerpo humano e
igualarlo con el del aire, de forma que
no absorba la luz ni la refleje, con lo
que al probarlo sobre sí mismo consiguió volverse invisible. La única parte
de su cuerpo que aún podía verse sin
ningún problema eran (no penséis mal)
sus retinas (si no, menuda gracia de experimento, que encima quedes ciego,
¿no?), por lo que durante mucho tiempo se postuló que el éxito de sus teorías tenía que ver con el hecho de que
el hombre era albino (algo que después
tuvo que adaptarse para que sirviera
también en individuos con melanina).
Por supuesto, debemos reconocer
que estas investigaciones fueron revolucionarias, un hito sin precedentes en
la Historia de la Humanidad que debía
haberle conseguido un reconocimiento
y una fortuna infinitas, pues realmente
se lo merecía… de no ser por la tendencia tan extendida entre los sabios de
probar sus fórmulas en ellos mismos.
¿Por qué lo hacen? Esto es algo que
siempre me he preguntado (aunque
quizá no sea yo el más indicado para
plantear esta pregunta), pero desde
luego fue lo que le llevó al desastre
(igual que al inventor del coche deportivo con ruedas de fuego y a la mayoría
de Viajeros del Tiempo, que se empeñaron también en probar sus inventos
consigo mismos).
Porque el problema no era que la
fórmula no funcionase, sino que una
vez expuesto a ella, el Hombre Invisible
no encontró manera de hacerse visible
de nuevo, y esa constatación le volvió
loco. Empezó desesperándose, luego
sufrió accesos de rabia que le llevaron
a destrozar su laboratorio, y finalmente
se marchó a lo más profundo del corazón de Inglaterra, al perdido pueblecito
de Iping, en West Sussex, para continuar sus estudios al margen del mundo.
Como es lógico en un Hombre Invisible,
tuvo que envolver todo su cuerpo con
vendas y llevar ropas gruesas que le taparan por completo, con el fin de que
nadie se enterase (e inventar una historia rocambolesca sobre un supuesto
accidente que le dejó terribles cicatrices, tan deformantes que prefería que
nadie las viese). Eso provocó el recelo
de las buenas gentes de Iping (que en
2397 se las daban de civilizados, con
su precioso Museo y las visitas de gente de toda la Galaxia, pero cinco siglos
antes persiguieron al Hombre Invisible
hasta descubrir su secreto y luego matarlo, porque es bien sabido que los aldeanos odian por sistema a cualquier
forastero, lo repudian, lo espían y le
hablan con desagrado hasta echarlo
de allí, más aún si viaja vendado de la
cabeza a los pies y hace experimentos
extraños que no entienden).
El caso es que alguien que pudo
ser un genio y cambiar los destinos del
Universo, acabó perseguido por todo
un pueblo y asesinado a golpes sobre
la nieve, más por el miedo a lo desconocido que por cualquier otra cosa. Cierto
que este ser extraño, en su locura tras
descubrir el poder que había adquirido,
pretendía convertirse en amo del mun-
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do («El Reinado de Terror del Hombre
Invisible», le decía a un antiguo colega
al que reveló sus planes fantasiosos,
y que fue quien le denunció a la Policía), y que secuestró a un vagabundo
para que le sirviera de ayudante en sus
investigaciones para revertir los efectos del suero (que mal gobernante del
mundo sería si no puede dominar su
propio poder). Pero el resultado después de todo fue que el Hombre Invisible murió destrozado a golpes por la
incultura de los hombres, y sólo entonces consiguió volverse visible de nuevo, un cadáver albino llenando la nieve
de sangre, como si la historia entera
hubiese sido una fábula y la dura realidad tomara su lugar en el mundo, una
realidad brillante y roja que se extendía
sobre el inmaculado manto del suelo
de West Sussex y su odio. Una fábula
acerca de las maravillas de la ciencia y
del miedo a lo desconocido, que acabó con un hombre muerto, sin razón. Y
que sólo muerto vio cumplido su deseo
de volverse visible de nuevo, cuando el
sueño se rompió en mil pedazos.
El vagabundo secuestrado se quedó el dinero de su captor y abrió con él
una taberna a la que bautizó «El Hombre Invisible» (y que ahora es una cadena de comida rápida que va desde
Mercurio a Plutón, y cotiza en bolsa), y
también todas sus notas, pero se desilusionó mucho al ver que era incapaz
de entenderlas. Los sabios suelen escribir la mitad de sus ideas en papel y la
otra en su propia cabeza, siempre de la
misma forma caótica e incomprensible.
Por suerte para el vagabundo.
La historia fue recogida de boca
de los testigos (y asesinos) por el propio Escritor de Ciencia Ficción, apodado también El Cronista de lo Extraño, quien publicó ese mismo año su
famosa novela «El hombre invisible»,
con la que ganó una fortuna. Y siempre
pensó que su protagonista había sido
un incomprendido, un hombre de otra
época como él mismo que no tuvo la
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ocasión de despuntar. De modo que en
2397 presentó al mundo a un Hombre
Invisible que acababa de descubrir sus
poderes, antes de que se desquiciara
por el hecho de no revertir los efectos,
cuando todavía era una fuerza del bien.
El alcalde de Iping, un orondo zorro
rojo de mirada perdida que ya había
militado en casi todos los partidos políticos (incluso en el de las plantas inteligentes, aunque sólo como asociado),
quedó petrificado cuando apareció la
Máquina del Tiempo en pleno hall del
Museo, y más aún cuando se bajó de
ella el mismo hombre al que estaban
recordando (o por lo menos un batín
de caballero que parecía moverse solo
y unas zapatillas de felpa). Y detrás la
sonrisa bienintencionada del anciano
Escritor de Ciencia Ficción.
—¡Doctor, qué tremendo honor para
nuestro Museo! —se apresuró a decir
el alcalde mientras buscaba al final de
la manga en busca de una mano que
estrechar—. Debieron avisarme de que
iban a venir a la inauguración, hace mucho que no vemos Viajeros del Tiempo
por aquí (supongo que entre otras cosas porque están prohibidos, y requisaron todas las Máquinas del Tiempo de
las que se tenían noticias, pero eso es
algo que no importa ahora). Me siento
tremendamente orgulloso de recibirle
en Iping, con todos los honores que usted se merece, más allá de la… mala impresión que pudo llevarse de nosotros
la vez anterior.
—¿Qué… qué lugar es éste? —balbuceó el Hombre Invisible en un extraño inglés de finales del XIX que allí les
pareció incomprensible.
—Oh, es la Ciudad Voladora de
Iping, en West Sussex, Inglaterra. Verá
que han cambiado muchas cosas desde su visita anterior, señor mío, como
el hecho de que existan núcleos de
teleportación con casi todas las urbes
industrializadas de la Galaxia, o que
nuestro barrio industrial esté contenido
en un Sub–Universo de Tiempo Dete-
nido (con el ahorro de energía que eso
supone), o el ejemplo de coexistencia
pacífica de nuestro ghetto de Vegetoides (cuya fotosíntesis aporta luz suficiente para mantener a toda la ciudad).
Como puede ver…
—¡Pare, pare, pare! —intervino el Escritor saltando de la Máquina al oírle—.
Mi amigo proviene del año 1897, pero de
un instante anterior a que tuviera siquiera noticias de su pueblo. Imagínese que
mucho menos de la teleportación y de
todas esas cosas que le ha nombrado.
—Oh, lo lamento, señor mío, quizá
me he adelantado. Siéntase como en su
casa, doctor, y espero que descubra por
sí mismo las increíbles maravillas que
puede ofrecer esta ciudad (ciudad, señor
mío, si me lo permite, Iping es una ciudad
desde hace varios siglos, no un pueblo).
El batín y las zapatillas de felpa se
quedaron petrificados en mitad del hall
del Museo, como si de pronto hubieran
perdido la vida que mágicamente les había sido otorgada. Los miembros de la
Comisión del Ayuntamiento observaron
con el corazón en un puño el espacio
inmediatamente por encima del cuello
del batín, tratando de adivinar alguna
expresión en aquel aire vacío, o dónde
estarían sus ojos, o qué pensaría su cerebro transparente. El Escritor, que ya
tenía más experiencia con Hombres Invisibles, parecía encantado con aquella
situación tan surrealista (un caballero
del siglo XIX encontrándose cara a cara
con los descendientes de sus futuros
asesinos, en un pueblito de la Inglaterra
más profunda que no conocía absolutamente de nada… perdón, en una ciudad
de la Inglaterra más profunda), y guardaba silencio con una sonrisa bobalicona
esperando las palabras de su invitado.
Finalmente el batín habló, más confundido todavía que el alcalde, y movió las
mangas con algo de la pretendida flema
británica, tratando de mantener el aplomo.
—¿Me… me están diciendo que esto
es el futuro? ¿Hemos… hemos viajado
en el tiempo?
—Justamente, señor mío —dijo el alcalde hinchado de orgullo, a pesar de
los gestos del pobre Escritor para que
se callara—. Se encuentra usted en el
año 2397, quinientos años justos después de su época. Y para celebrar tan
sonada onomástica, el Ayuntamiento
de Iping ha levantado el impresionante
Museo de los Hombres Invisibles, como
un sentido homenaje a aquéllos que
han convertido la invisibilidad en una
muestra de genio. Podrá ver las salas y
exposiciones que hemos pensado para
el turismo de toda la Galaxia. Ésta en
concreto es la dedicada a usted, doctor.
Y abrió unas puertas tras las que se
hallaba una cumplida reproducción del
antiguo laboratorio del Hombre Invisible,
un enjambre de tubos y probetas dispuestos de forma desordenada en mesas y estantes llenos de polvo, y en cuyo
centro podía verse un traje holográfico
que se movía solo a través de la habitación, simulando tener un cuerpo dentro.
—¿Ése… ése soy yo?
—Precisamente, ése es usted. Espero que le haga justicia. Es una forma de
mostrarle la admiración que…
—¿Me están diciendo que la fórmula
funciona realmente? ¿Que en el futuro han
tenido noticias de mi trabajo, y funciona?
—Oh, por supuesto que funciona,
y su presencia aquí es buena prueba
de ello (sobre todo el hecho de que no
podamos verle). El señor que está a su
lado, escribió una novela acerca de su
historia en el mismo 1897, y se hizo tan
célebre que cada año recibimos miles
de visitas en Iping de turistas que desean repetir su viaje. Ya existe una ruta
guiada a los principales lugares en que
estuvo, pero desde hoy tenemos un
precioso Museo para legar al futuro sus
contribuciones. ¿Le gusta?
—Lo siento… Lo siento de verdad
—decía el batín manchado de sangre
sentado al borde del abismo, mirando
absorto las zapatillas que flotaban sobre el precipicio—. Siento que hayas
puesto tanto esfuerzo para nada.
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—No te preocupes, siempre se
puede arreglar. Tengo unos amigos
que arreglan estas cosas… Lo importante era que tú fueras feliz, yo siempre pensé que merecías una segunda
oportunidad, que todo había sido culpa
del fármaco que inventaste… y que no
era justo que murieras solo en la nieve, como un animal. Lo que intentaba
es que no estuvieras solo. Me parecía
terrible que, siendo el patriarca de una
familia tan numerosa como la de los
Hombres Invisibles, no recibieras ninguna clase de mérito. Y mira que has
influido en nuestra sociedad… El Agente Invisible, que fue crucial en la Segunda Guerra Mundial… O Takemitsu,
el Japonés Invisible… O Kitty, la Mujer
Invisible, que era una delicia… Nada que
ver con ese otro tipo, Wilhelm Storitz, y
el que heredó su compuesto, que eran
unos canallas los dos, y en cambio tus
herederos fueron geniales, y ahora no
vas a poder conocer a ninguno de ellos,
después de lo que has hecho. Me temo
que no ha sido tan buena idea como yo
pensé. Creo que el problema no era sólo
la fórmula, y quizá tendría que haber
estudiado mejor el proyecto, antes de
crear un montón de divergencias temporales y que otros lo arreglen. Creo…
que en el fondo sí que eras un villano, y
como villano eres genial, y por eso utilizaron tu imagen en tantos sitios, porque realmente das muchísimo miedo a
todo el mundo… y tal vez estás más allá
de una posible redención, por mucho
que yo quisiera empeñarme. ¿Sabes?,
durante un tiempo se barajó la posibilidad de que el malo en verdad no fueras
tú, sino ese antiguo colega tuyo que te
había delatado a la Policía, porque en
realidad pretendía manipularte y usar
tus poderes para conquistar el mundo.
Pero ahora sabemos que no fue así,
porque ese tipo trabaja para nosotros
solucionando asuntos como éste que
amenazan la corriente temporal, y nos
ha contado cómo eras… Y aun así yo
creí que podría hacer que cambiaras,
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y que todo sería maravilloso, y que te
convertirías en el héroe que fueron muchos de los Hombres Invisibles, excepto tú, y unos pocos, y que mejoraría la
Historia de la Humanidad. Pero ahora
sé que no va a ser así, y que no puedo
tener más esperanzas. Que a veces los
villanos son villanos, y a veces morimos
solos sin que a nadie le importe. Todos,
todos morimos solos un día u otro, y al
final a nadie le importa.
—Ya… Sé a lo que te refieres.
—Dios, ¿qué voy a hacer contigo
ahora? Tengo que intentar deshacerlo,
pero no sé cómo. Los Argonautas deben
estar llegando, y ellos no tienen piedad
con los que agreden la Historia de esta
forma. Y mi jefe, para qué contarte… Es
una bellísima persona, fue el primer Viajero del Tiempo, mi amigo Moses, del
que aprendí cómo construir una máquina y con el que vivo en el año 802.701…
pero suele enfadarse con frecuencia
cuando hago cosas como ésta. Y creo
que tiene razón. A veces no mido las
consecuencias, y me dejo llevar por mi
entusiasmo, y me convenzo a mí mismo
de que puedo cambiar el mundo aunque
nadie me deje… Dios, me va a matar en
cuanto se entere. Esto va a ser un desastre. Me va a matar… Me va a matar…
—Tranquilo, hombre, ¿qué importa
que te mate? ¿No dices que eso también se puede arreglar?
Yo soy el Hombre Invisible.
Yo soy el Hombre Invisible.
Es criminal cómo puedo ver a través de ti.
Mírame, mírame.
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12
DANA
Texto: Carlos Paez
ILustración: Juan Raffo
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E
lla es casi perfecta, ella es hermosa
más allá de cualquier noción normal, ella es más bella de lo que uno
podría esperar de un ser humano.
Ella esta muriendo.
Y yo no puedo hacer nada.
Solo estar junto a ella en la oscuridad y recordar.
Conocí a Dana la primera vez que pise
la cubierta del «Harlock»; en ese entonces, el destructor espacial nave insignia de la flota del gran almirante, ella
fue el primer clon que conocí… técnicamente no era un clon, los «Agnates»
no son copias de ningún humano en
especial. De hecho, salvo contadas excepciones, son todos específicamente
únicos. Comparten características relativamente similares, por supuesto, la
mezcla de genes creados para justamente potenciar muchas cualidades
humanas, tienden a producir individuos
de aspecto mestizo; los de rasgos mas
puros (arios, negroides, asiáticos, etc)
son muy escasos y, normalmente, solo
fruto de exacerbaciones de fenotipos
muy puntuales.
Cada clon (perdón, «Agnate»), al
menos desde la segunda generación,
es creado cuidando de que sea absolutamente único, un ser humano ejemplar, más fuerte, hábil e inteligente que
los normales, pero especial en sí mismo; los genetistas Elohim desde siempre tuvieron un cuidado detallista en
ello. Lo único en genética y aprendizaje
es lo que hizo a los agnates seres humanos en vez de muñecos biológicos.
Y con ello la humanidad tuvo su
ejército oculto.
Ella fue el primer «Agnate» que conocí en mi vida. Fue cuando la rampa
del transporte que me había llevado
desde mi apacible vida a la vorágine de
la guerra Kheraban bajó sobre uno de
los hangares del Destructor. Ella me esperaba con esa actitud de marcial respeto y a la vez infantil curiosidad.
Dana Sterling.
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Un nombre que para muchos poco
podría significar, pero para un chileno
criado en los 80s pegado a una pantalla de TV viendo «Robotech» tenía algo
muy especial.
Uno puede despotricar con que el
gran almirante no era particularmente
inédito para los nombres, pero debo
mencionar que nunca, en todos mis
años como su amigo, pude decir que
no era exacto,
Alta y delgada, de proporcionado
cuerpo aunque lejos de la voluptuosidad, rostro fino y una desordenada y
corta cabellera rubia, algunas pecas
casi invisibles y profundos ojos claros,
ojos que mostraban una mente sana y
activa, con un toque de picardía.
Dana era, en efecto, Dana.
Ella fue mi enlace, mi «edecán» si quisiera darle un nombre mas común, fue
ella quien me presento a mi primer alien,
mi primer Elohim, esos que solían ser
llamados popularmente como «grises»,
término que aún algunas facciones fundamentalistas usan peyorativamente.
Ella se transformó en mi sombra,
mi mentora y también mi estudiante. Aunque mis conversaciones con el
gran almirante eran comunes, era ella
el nexo primario que tuve con mi nueva
condición; yo, en cambio, fui su primer
acercamiento a un ser humano común,
criado en una familia, alguien que creció con pocas expectativas ancladas a
un único planeta claustrofóbico.
Será difícil para las generaciones
mas jóvenes, acostumbradas a la noción de la alianza estelar, a los «mil
mundos del hombre», o a la interacción
con agnates y alienígenas, el poder
imaginar lo que significaba para quienes solo conocíamos la cotidianeidad
de la vida en la tierra, el enfrentarnos a
la revelación de que no estábamos solos en nuestra azul prisión ancestral.
Mas en las circunstancias difíciles
en las que nos enteramos.
Ese primer encuentro con un Elohim
casi me provoca un aneurisma. Cono-
cía a lo que me enfrentaría, por supuesto, desde esa bizarra conversación en
el living de mi departamento en la benditamente ignorante Santiago antes
del contacto, una conversación imposible con el hombre que secretamente
cambiaria mi historia y la de la especie,
el «Gran almirante». Serenamente me
había contado sobre los Elohim, sobre
su difícil momento, sobre la guerra que
libraba en solitario. Sobre lo que necesitaba de mí.
«Cavieres, eres corresponsal de guerra, te ofrezco la exclusiva mas grande
de tu vida, la mayor guerra de todas».
Acepté por curiosidad. Aún escéptico,
tomé el transporte unas horas después
y al abandonar secretamente el planeta
que me vio nacer, una pequeña parte de
mi mente siguió aferrándose a la incredulidad aún frente a las moles gigantescas de las naves espaciales en órbita.
Pero estando parado en ese hangar,
junto a la hermosa chica rubia, ante un
alienígena real, un pequeño ser pardo, de
grandes ojos almendrados, saludándome con calmada voz en perfecto español,
tuve que reconocerme un creyente.
El resto es, humildemente, historia.
Ella toma mi mano, tiembla ligeramente, deslizo su cabello delicadamente a un lado, con mi garganta anudada
hasta casi la asfixia. La cabina de la corbeta espacial esta casi en penumbras,
el soporte vital se mantiene en pie casi
por milagro, solo por la robustez del
diseño de la nave misma, en el panel
de control, la luz ámbar titila despacio
como marcando cada latido.
Meses después de iniciar mi viaje
a Eloh, estando aún inmerso en toneladas de dudas y revelaciones, recibí la
llamada que temía. Dana estaba a mi
lado como siempre, habíamos estado
conversando sobre cine y música, algo
que para muchos serian nimiedades.
Para los agnates nunca lo eran.
Cada fragmento de información de la
Tierra que llegaba a los clones era cuidadosamente tratada por el Gran Almi-
rante y los Elohim que vigilaban el desarrollo de los agnates; no se trataba de
censura, solo la dosificación necesaria
para que no hubiera una sobrecarga (si
le pudiera llamar así) de información en
sus mentes juveniles.
Los clones no crecen como un niño
humano normal, son producidos y criados a ritmos de crecimiento acelerados,
en cápsulas que estimulan sus cuerpos
y mentes según programas de alta velocidad. De esta forma, los Elohim habían
podido crear humanos combatientes en
una fracción de lo necesario para que
un normal pudiera nacer y convertirse
en un guerrero eficiente. Es de común
conocimiento lo que le pasó a la primera
generación, esos inviables seres torturados; por lo mismo, cuando el Gran Almirante activó a los nuevos, esas veinte
mil almas congeladas en un experimento fallido, fue muy específico en como
debían ser criados, en la necesidad de
que fueran seres con propósito, recuerdos y experiencias lo más cercanas posibles a las de un normal, una tarea que
tomó personalmente y en la que estoy
orgulloso de haber participado.
Cada nueva canción, cada nuevo
libro, cada nueva película, era un
acontecimiento en si mismo para los
clones, una nueva inyección de vida,
de normalidad, un nuevo nexo con ese
mundo que defendían sin haber respirado
nunca su aire.
Desde los filmes de Disney a Errol
Flynn, de Tom Sawyer a los Beatles,
partículas de humanidad, colores y sonidos que acercaban la Tierra, que los
volvía más humanos.
Y ellos agradecían cada nuevo regalo.
Dana y los demás acababan de
ver «Roman Holiday», un clásico en
blanco y negro. Se había desatado una
locura, una nueva, toda la monstruosa
base «Santuario», el secreto núcleo
de las esperanzas de dos especies,
comentaba las peripecias de la
princesa; ellos querían ser Gregory
Peck, ellas Aubrey Hepburn. Dana tenía
15
cierto parecido, con el cabello corto y la
sonrisa inocente.
Hepburn había ganado el oscar con
ese papel, le dije, y el Tony ese mismo
año, el año que debutó en Hollywood y
en Broadway. Pasé un par de horas explicándole que era todo eso. Pasé diez
minutos explicándole porqué Audrey
había sido la mujer más maravillosa de
mundo. No le dije que pensaba que ella
era también maravillosa.
La llamada interrumpió nuestro momento, mi madre agonizaba en la Tierra.
La luz ámbar en el tablero comienza
a titilar mas despacio, la energía escapa
de las baterías de reserva, los reactores
silentes hace horas que se han congelado, con gran parte del casco expuesto, la corbeta es ahora un pontón sin
rumbo, otro asteroide más del cinturón.
Su corazón también late más lento,
la vida se apaga inexorablemente.
La guerra Kheraban estaba en un
punto crucial, no lo sabíamos entonces,
pero aunque los triunfos del Gran Almirante habían inclinado la balanza hacia
la alianza entre humanos y Elohim, la
victoria final pendía de un hilo. De hecho una nave nodriza Kheraban se encontraba en su fase final de viaje a la
tierra, lo que ponía en peligro no solo
a la humanidad, sino también podría
desenmascarar el elaborado engaño
del que dependía el triunfo.
Si los Kheraban tomaban la Tierra, la
inmensa inteligencia a la que nos enfrentábamos descubriría al Gran Almirante.
Pero desconocíamos esto. Dana y
yo viajamos desde la aún en construcción fortaleza de Iserlohn a la Tierra en
una corbeta de alta velocidad. Apremiado por el tiempo, no acepté viajar en
algo mayor o con más escolta. Tuve mi
recompensa, mi madre aún vivía, la tecnología médica Elohim había logrado
retrasar lo inevitable pero no era suficiente sin el estímulo propio; ella había
perdido su voluntad y solo el ver a su
hijo podría cambiar su destino y, de hecho, así fue.
16
Días después, ya más tranquilo y
apremiado por la inminente puesta en
marcha de una nueva ofensiva, accedí
a volver al espacio Elohim.
No llegaría a tiempo.
A pocos sistemas, desde el hiperespacio, detectamos la presencia de
señales Kheraban, muy dentro del espacio humano, muy cerca de la Tierra.
Debíamos investigar.
Emergimos casi frente a ellos, una
pequeña flotilla de navíos enemigos,
Dana desesperada trató de evadirlos,
por angustiosos segundos lo logramos; no reaccionaban, incrédulos ante
nuestra presencia.
De pronto se desató el infierno.
Eran tres destructores de línea, erizados
de cañones de plasma, y todos nos
escupían sendas rondas de disparos. Los
escudos resistieron al principio, pero no
durarían, nuestra pequeña corbeta era un
liliputiense frente a feroces cíclopes.
Dana usó cada puñado de energía
para alimentar los escudos traseros y
los motores en una loca carrera de giros y saltos, tratando de esquivar los
impactos que metódicamente mermaban nuestras defensas, con los nudillos blancos aferrados a los controles,
la boca entreabierta clamando por aire,
la concentración total.
Se veía tan hermosa.
Los instrumentos se quejaron y
los reflejos rojizos llenaron la cabina.
Ella tomó una decisión; enfiló hacia
un campo de asteroides cercanos; eso
eliminaba la posibilidad deque saltáramos de vuelta al hiperespacio, pero
dudé que tuviéramos chance en el futuro inmediato.
Los navíos alienígenas comenzaron a soltar a sus escoltas, docenas de
cazas de combate fueron expulsados
desde sus bahías de atraque.
Casi llegando al conjunto de rocas
nuestras defensas cedieron, los impactos nos sacudieron, nos estaban demoliendo. Entonces el hiper impulsor falleció
con un agónico chillido de los instrumen-
tos; estábamos atrapados en el sistema,
y pronto estaríamos rodeados.
Su respiración está muy espaciada,
su mirada perdida.
Mis últimas esperanzas se diluyen.
La corbeta entró en el campo de asteroides en un ángulo casi suicida, detrás nuestro, el bombardeo hacia añicos
las añosas rocas. Dana maniobró audazmente usando cada byte de su entrenamiento, pero más de algún desecho nos
golpeo, gran parte de los controles no
funcionaban, la nave se caía a pedazos.
Con los cazas casi entrando en el
mar de rocas, usamos nuestra última
carta desesperada, lanzamos el inestable reactor del hiper impulsor al vacío.
La explosión resultante casi nos desbarató, pero la nave, al menos en su
mayor parte, se mantuvo en una pieza.
Escondidos en el fondo de un cráter de
un asteroide sin nombre, vimos como los
Kheraban mordían el anzuelo, barriendo las
cercanías de la explosión con sus sensores,
y milagrosamente no fuimos detectados.
Los minutos pasaban y comprendíamos que no se darían por vencidos tan fácil.
Estábamos atrapados, los reactores
muertos, la energía de reserva agotándose, mudos y helados.
Muriendo lentamente.
Mi tobillo estaba roto, al igual que
algunas costillas, mi conciencia iba y
venía, lo que me convertía en aún más
inútil, si eso era posible. Ella, en cambio,
si sufría por alguna herida simplemente
no lo demostró nunca.
Nuestra situación era desesperada,
aún sin entenderlo a cabalidad me daba
cuenta, el soporte vital desconectado
no aseguraba mas de unos minutos de
aire y, sin energía, tampoco podíamos
comunicarnos con la flota, a pesar de
nuestra urgencia.
Los Kheraban no dominaban el hiperespacio como los Elohim (y, por asociación, nosotros los humanos). Sabíamos
que la presencia de tres destructores en
ese sistema solo podía significar una
cosa: una nave nodriza, con su flota escol-
ta completa, estaba en rumbo a la Tierra,
y nosotros no podíamos avisar del peligro, ni siquiera podríamos vivir por mucho
tiempo más. A menos que alguien pudiera reparar la conexión de la energía auxiliar en el espacio con un traje inadecuado,
ganar algunas horas de soporte vital y lanzar el mensaje al hiperespacio.
Por supuesto, tal como yo, en mi
periodística ignorancia, no podía saber eso, tampoco podía intuir que eso
significaría la muerte para quien lo intentara. Si no, habría sabido que ella lo
haría. Y habría sabido que no habría podido detenerla.
Ella se calzó el traje, uno demasiado delgado para un sistema con un sol
tan radiactivo, y abrió la compuerta. Por
largos minutos trabajó sobre el destrozado fuselaje, hasta lograr conectar la
energía auxiliar. En mi sopor sentí el
aire fluir y en el tablero una pequeña luz
ámbar se encendió continua.
Para cuando ella volvió era muy
tarde, la radiación le había dejado
incluso marcas visibles, su cuello y
supongo que todo el resto de su cuerpo
se llenaba de pústulas, solo su rostro
protegido por el casco parecía incólume
aunque ceniciento.
Logró mandar el mensaje antes de
sufrir su primer desmayo. Con mi tobillo
incendiándose de dolor pude tomarla y
derrumbarme con ella en el piso de la
cabina. Ahí, con el sonido sutil del aire
circulando lentamente, y la parpadeante luminosidad ámbar del comunicador
hiper espacial por únicas sensaciones
externas, le hablé de casa.
Le hablé de los juegos infantiles, de
los amores de verano, de la música y el
baile, del colegio y sus sinsabores, de
la universidad y sus locuras, de las guerras, de la paz, le hablé de una vida que
nunca había vivido, y que nunca viviría.
Una vida que tampoco sonaba demasiado a la mía.
Pero no le hablé de lo que sentía,
ni de las esperanzas y sueños con ella,
fantasías de un veterano reportero in-
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maduro incapaz de ser padre, enamorado de una chiquilla, de un ángel que
nunca seria suyo.
En cambio solo atiné a reprocharle
su sacrificio. Ella se había condenado,
sin una palabra de duda, sin una frase
heroica, simple honor, simple responsabilidad, había ofrecido su existencia
misma a cambio de la vida de millones
de seres que no conocía en un mundo
que nunca había visto.
Y a cambio también de unos minutos más de la mía.
Ella como siempre había hecho lo
que debía hacer un clon, seres puros
que podrían haber desaparecido sin que
nadie lo hubiera sabido nunca, si el Gran
Almirante hubiera perdido la guerra.
Sollozo sordamente, mis lágrimas
resbalan por sus mejillas, sus ojos apagados me buscan sin verme, solo le queda aliento para una última despedida.
«Usted es quien escribe la historia,
usted es quien nos hace inmortales, si
usted muere, nadie les hablará de nosotros, nadie les contará que amamos
la Tierra, nadie les dirá que también fuimos humanos…»
Ella muere en mis brazos. Con ella
algo de mí también se va, algo que
siempre escondí, que siempre estuvo
a salvo, incluso en el terror de Irak, en
la locura de Afganistán o la miseria de
Haití, algo que había atesorado en mis
bodas y en mis divorcios, en mis heridas, en mis miedos. Pierdo la inocencia,
la que creía que había muerto, después
de años de ver la porquería del mundo y
la crueldad de la guerra; la había vuelto
a encontrar en la sonrisa de esa chiquilla, y ahora la perdía para siempre.
El soporte vital casi se agota, pero los
destellos entre los asteroides me dicen
que la ayuda ha llegado. Pronto me rescatarán, volveré a mi puesto, reporteando detrás de la cámara, en el puente de
mando junto al Gran Almirante, llevando
el registro de una guerra que nadie sabe
que existe, del drama que nadie conoce.
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19
DÍA DE CIRCO
Texto: Irene Comendador
Ilustración: Jose Antonio García Burgos
20
21
—B
ienvenidos niñas y niños
a este día de circo, donde
todo puede pasar. ¡Abrid
bien los ojos y agudizar vuestros oídos para no perder detalle, porque el
siguiente espectáculo será inolvidable!
Todos los estudiantes del colegio
Cervantes aplaudían al unísono mientras
el presentador voceaba su rayado discurso a pleno pulmón. Con los brazos extendidos, miraba al público desde el centro
de la pista, regalando a los pequeños espectadores una sonrisa sobreactuada.
En el patio de butacas semicircular
estaban sentados todos los alumnos,
con la peculiaridad de que la mitad de
ellos tan solo tenían cinco años, mientras que la otra mitad eran ya adolescentes de catorce. Al parecer, los justificantes de las clases intermedias
habían desaparecido misteriosamente,
y los profesores encargados de la supervisión de la excursión optaron posponer para otro día al resto de cursos.
La función iba según lo previsto.
Primero saldrían a escena los payasos
para caldear el ambiente y provocar
que la muchedumbre riera ante tanta
filigrana y acrobacia mal sincronizada.
Un payaso de pelo afro y azul chillón,
hacía las veces de paso de cebra, mientras que el resto de cómicos paseaban
sobre su abdomen, y cada vez que ocurría, el hombre chupa-chups azulado
despedía una fuente de agua verdosa
de su boca, cayéndole de nuevo en la
cara al descender.
De repente, un fuerte estruendo sonó
tras las bambalinas. Algunos payasos
absortos en su número no apreciaron
el sonido, otros, en cambio, se miraron
extrañados, preguntándose qué habría
pasado tras el telón de fondo.
Al ver que el jefe de pista no parecía
preocupado, supusieron que todo estaría
en orden. La función debía continuar.
Los trapecistas fueron los siguientes
en mostrar su impresionante habilidad
sobre la cuerda floja. Saltaban sin red al
vacío para caer en manos de algún com-
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pañero, mostrando convicción y seguridad en sus movimientos acrobáticos.
Algunos de los chicos de mayor edad
del grupo estudiantil, repetidores la mayoría, silbaban y gritaban impertinencias
a las acróbatas escasas de ropa, al tiempo que los profesores a su cuidado les
reprendían sin conseguir resultados.
Había llegado el turno de los animales
más feroces. Una jaula inmensa y de aspecto robusto bajó de las alturas, colgada
de cables muy gruesos. Nadie entendía
cómo no habían visto aquel gigantesco
artilugio con anterioridad, era como si se
hubiese materializado en el aire.
Los niños más pequeños empezaron a chillar con sus vocecillas agudas
y molestas; gritaban al contemplar la
jaula que bajaba del techo de lona, dentro de ella se encontraba un animal de
gran envergadura y peligroso, pero no
había ninguna puerta o reja que mantuviera al bicho dentro de su cárcel.
Incluso, los cuidadores de la excursión quedaron estupefactos ante tamaña locura. Si aquella bestia lograba
saltar a las gradas, que estaban a pie
de pista con total accesibilidad, ocurriría una catástrofe.
El hombre encargado de presentar el
show salió corriendo como alma que lleva
el diablo, y se encaramó a la jaula, intentando cerrar la puerta corredera de la misma.
—¡Subidla de nuevo! —Gritaba el presentador encolerizado y tratando que su mano
no terminara dentro de la boca del animal.
Los payasos intentaban que la gente no se moviera de sus asientos, advirtiéndoles de que si corrían pondrían
más nerviosa a la bestia.
Dos domadores armados con un
látigo y una fusta entre las manos, se
acercaron con sigilo a la jaula colgante.
La enorme criatura de más de dos metros de altura saltó fuera de su prisión, y
mirando a los domadores como si fuesen
comida, se lanzó contra ellos, devorándoles la cabeza en un solo movimiento.
Los payasos, ahora convertidos en
estatuas de piedra, seguían con los
brazos alzados pidiendo calma, postura en la que se habían quedado cuando
el animal mató a aquellos hombres.
Los profesores aferraban fuertemente los cuerpecitos de los niños mas
próximos a ellos, intentando inútilmente protegerles de lo que vendría a continuación. La masacre era inminente.
Una preciosa niña de cabellos cobrizos y piel clara, se puso de pie entre
el público aterrorizado. Con una amplia
sonrisa empezó a bajar por las escaleras, ignorando las voces a su espalda y
esquivando el agarre de los compañeros junto a los que pasaba.
El terrible monstruo se giró sobre
sí mismo y encaró al presentador, que
terminó con idéntica suerte que los dos
domadores descabezados.
Aún viendo aquello, la pequeña pelirroja continuaba su avance hacia la
criatura asesina con las manos extendidas como si quisiese dar un amistoso
abrazo al animal.
El payaso de pelo añil agarró a la
muchacha por la cintura e intentó llevarla de nuevo junto con sus tutores,
pero al parecer a ella no le hacía gracia que aquel hombre la tocara. Puso
las tiernas manitas en sus maquilladas
mejillas y lo obligó a torcer la cabeza
hasta encontrarse con sus ojos.
—Bájame, yo puedo solucionar esto
—dijo la pequeña con seguridad.
Por algún extraño motivo, o a causa
de lo caótico de la situación, el payaso
creyó las palabras de la niña y, como si
estuviese hipnotizado, la puso de nuevo en el suelo, dejándola libre.
Dirigía sus cortos pasos hacía la
bestia, teniendo que saltar por encima
del cuerpo de uno de los domadores
que reposaba sobre un gran charco de
sangre. Al llegar junto al bicho en cuestión, le tocó la cola. Esperó a que el animal se diera la vuelta, con las manos
cogidas a la espalda, poniéndose de
puntillas y sacando pecho.
—No te preocupes, ya ha pasado
todo, no tienes que ponerte nervioso.
El animal la miró por un instante con
ojos hambrientos, y amenazante, abrió
las fauces frente a ella. Intimidándola.
—He cerrado todas las salidas y nadie podrá escapar de aquí. Traje a los
más mayores para ti. A los pequeños
me los quedo yo. Por si no lo recuerdas,
ese era el trato. Te dije que no sería tan
difícil conseguir gran cantidad de comida y he cumplido con mi cometido,
ahora me debes un viaje, recuérdalo.
El dragón desplegó sus alas, escondidas hasta el momento entre las escamas,
y sonrió de lado a la pequeña maquinadora del plan. Tenía la seguridad de que por
lo de hoy tendría que hacer multitud de favores a la dichosa y caprichosa demonio.
El dragón sacó su bífida lengua a modo
de burla y ella se carcajeó en respuesta.
«Las próximas semanas serán muy
divertidas», pensó la pelirroja.
Al menos, esta vez, el reptil comería
un verdadero festín de cumpleaños.
23
CUANDO EL RÍO SUENA...
Texto: Natalia Viana
Ilustración: Pedro Belushi
—C
oge el teléfono. Coge el teléfono ¡Coge el maldito teléfono!
No, cariño, mamá no
está enfadada.
¿Dónde estará? ¿Dónde se habrá
metido con la que está cayendo?
Tranquila, Carmina. Tranquilízate.
Intenta arrancar de nuevo el coche.
Venga, vamos allá.
Nada, que no arranca.
De aquí no nos movemos. Con la
que está cayendo.
—No llores, cariño. No llores. Pronto dejará de llover y saldremos del coche. Iremos
a ver a los abuelitos. ¿Te gusta la idea?
Claro, claro que te gusta .Es ahí donde tendría que haber ido. Coger la general y en unos minutos, allí. Habríamos
llegado mucho antes de que empezara
a llover. Con lo que odio que llueva. No
lo soporto. Es que no lo soporto. Y sigue cayendo.
Voy a volver a llamar a Manolo. Y
como no me lo coja…
—No chilles, que no ha sido nada,
cielo. El agua, que quería pasar y como
el coche no le dejaba, nos ha empujado
un poquito.
¿Recuerdas cuando fuimos a la
feria, lo que se movía el tren dragón?
Pues ahora, lo mismo.
Cabrón, cógeme el teléfono o te
vas a arrepentir. Si no me hubieses
amenazado…
Nada. No lo coge. Y sigue lloviendo.
¿Por qué no parará?
¡Que pare ya!¡Quiero que deje de
llover!
—Otro empujoncito. El río, que
quiere jugar.
Cielo, vamos a decir: «Deseo que
deje de llover, deseo que deje de llover», muchas veces. ¿Vale, cariño?
¡Huy, este ha sido fuerte!
—Ahora te cojo. Ahora te cojo, cariño,
pero no llores. No llores, por favor.
Se acabó.
Carmina, coge a tu niña y sal del coche. Un poco de lluvia en el cuerpo no
te hará daño.
Piensa en tu hija. Si te rindes, tu marido cumplirá su amenaza de ingresarte
en un sanatorio.
Vale, Vamos allá.
¡No puedo abrir!¡ No puedo abrir la
puerta! El agua me lo impide.
Pues llama a tus padres.¡Llámalos!
Que pidan ayuda a los bomberos.
—¿Mamá? ¡Gracias a Dios! Estoy en
el camino del río seco. Sí, si, ya sé que
habían avisado de fuertes lluvias pero…
Ya lo sé. ¡No me grites!
Avisa a los bomberos o vete a la
mierda, lo que prefieras.
¡Adiós!
—La abuelita, que es una pesada.
Que si me había tomado la medicación.
Que cómo se me ocurre salir con este
tiempo…
Tú no te preocupes. Ahora mismo te
quito el cinturón y te sientas aquí delante conmigo, a esperar.
Diario de …
Sucesos
Las fuertes lluvias que azotan
la región se cobraron anoche
su primera víctima. Una mujer,
de unos cuarenta años que responde a las iniciales C. M. C. fue
rescatada por los bomberos del
interior de un Opel Corsa (modelo antiguo) Yacía abrazada a lo
que en un principio se pensó que
era una niña, pero que resultó ser
una muñeca.
La mujer, vecina de Toledo,
conducía imprudentemente por
las proximidades del lecho del
río seco.
No se ha podido localizar a
ningún familiar…
25
VM.- Un dibujante de storyboard siempre interviene en el
guión en mayor o menor medida.
En todos los proyectos que hago
con Javi siempre le gusta redondear cosas de guión conmigo,
formamos buen equipo. En este
caso, Javier venía con un guión preliminar que tuvo que cambiarse varias veces a lo largo del storyboard y tenía partes que venían sin estar muy claras, ahí
es donde yo intervengo y aporto todo
lo que pueda, sugiero nuevas líneas
argumentales y soluciones ya usando
mi visión artística de la cosa. Javier y yo
formamos un buen dueto a la hora de
parir gags y marcianadas varias.
ENTREVISTA:
Víctor Monigote
(Por J. Javier Arnau)
Músico, ilustrador, cantante, actor, escultor, director de arte, conferenciante,
escritor… en este número entrevistamos a Víctor Monigote, cuya labor podemos ver en, entre otras, «Mortadelo
y Filemón contra Jimmy el cachondo»,
«Cándida», «Camino», etc, además de
en publicidad y diversos campos más.
Ex cantante de los Petersellers, actualmente en MARYLOU&CIA, Víctor
«vale para un roto y un descosido»
Podéis visitar su web para ver sus
trabajos y acceder a su biografía en
http://www.monigote.es/
J. Arnau- A veces, en las películas, no
sabemos muy bien la función más allá
de director, guionistas, actores y poco
más. Y animadores, en las de animación,
claro está. Dicho esto, ¿Cuál ha sido tu
función en «Mortadelo y Filemón contre
Jimmy el cachondo»?
Víctor Monigote- En este caso especial tuve la suerte de encargarme
de varias labores a la vez: Dirección de
arte (o diseño de producción, como lo
llaman en EEUU), diseño de personajes, diseño de props principales y storyboard y animatic completo… además de
escribir las letras de las canciones y poner mi voz a Tronchamulas reversizado.
Normalmente, esto lo hacen distintas
personas en distintos departamentos,
pero javier Fesser, que me conoce muy
bien y sabe de mi velocidad con el lápiz/mente y capacidad de abarcar, me
puso al mando de estas labores e hizo
que la producción fuera más ligera y directa.
JA- ¿Interviniste, además, en el guión?
26
JA- Director de arte, diseñador de
personajes, ilustrador… ¿qué otras películas tienes en tu «haber»?
VM- Pues hice storyboard y arte en
«Cándida», además de actuar en el papel de Julián, hijo de Cándida, storyboard
y arte en «Camino» de Javier Fesser, con
otro papelito como profesor de teatro,
storyboard y arte en «Lope», storyboard
en «Amigos de Borja Manso».
JA- Además de películas, también
has trabajado en publicidad, ¿podrías
comentarnos un poco en qué, y tus funciones en ella?
VM- En publicidad he trabajado haciendo casi lo mismo que en cine. Me
encargo de dibujar los storyboards para
agencias y presentaciones de proyecto
y los shootings para rodaje, también
me he encargado muchas veces de diseñar decorados y también ha actuado
en varios de ellos.
Tengo un truco buenísimo: me dibujo a mi mismo en el storyboard y
después me presento al casting y tanto el director como el cliente y agencia
alucinan de que en el casting haya un
actor clavado al del storyboard y claro…
me dan el papel, si es que lo he hecho
bien, por supuesto… otras muchas no
me lo dan, por mucho que sea clavado
al dibujo. Que también hay que valer y
hacerlo bien.
JA- También, por supuesto, ilustración, diseño, etc. Desde aquellos tiempos en Peter Sellers… ¿Un resumen de
tus trabajos sería posible?
VM- Pffffff, bastante complicado por
falta de memoria, pero veamos: cantante de los «Petersellers», ilustrador para
Disney, técnico en FX, escultor y maquillador de efectos especiales, portadista
editorial, decorador de clubs, dibujante
de cómic, dibujante de storyboard, ilustrador para presentaciones, actor de cine
y publicidad escultor, ilustrador de cuentos infantiles, diseño gráfico en general
(logotipos, imagen corporativa), director
de arte de Gomaespuma (Juan Luis Cano
y Guillermo Fesser) en sus proyectos
aparte de la radio, actor de improvisación
para cámaras ocultas, doy charlas, conferencias, etc, espectáculos de improvi-
27
sación en teatro en los que voy creando
distintos escenarios dibujando mientras
fluye la obra… en fin. No recuerdo bien, la
verdad. Mi vida es un lío.
JA- Sabemos que utilizas (o te acoplas) a diferentes técnicas. Coméntanoslas, por favor.
VA- Hombre, me muevo bien en cualquier disciplina mientras sea artística, lápiz, carboncillo, acuarela, acrílico, graffiti,
tinta china, barro, talla de madera…
El fútbol y la escalada se me dan fatal,
por ejemplo… pero me encantaría que se
me diesen bien.
JA-¿En cual de ellas te sientes más
cómodo?
VM-Sin duda, en donde estoy como
pez en el agua es con un lápiz de grafito
HB y un buen taco de papeles en blanco.
Ese mi hábitat en el 75 % de mis trabajos
gráficos, dibujar, diseñar, crear, parir… etc.
El lápiz es una verdadera prolongación
de mi cerebro que pasa por mi mano.
JA-Actor, cantante, además de todo
lo comentado anteriormente… y ¿para
«relajarte»?
VM- Relajarme?? Que es eso?... por
relax no me viene nada…
Mmmmmm pues veamos; desocupo el cerebro principalmente jugando
unos 2 ò 3 partidos semanales de frontón (vivo en la sierra madrileña y por
esta zona se trabaja mucho ese asunto).
También juego mínimo una vez a la semana al pingpong (reto a quien quiera).
Se supone que también me relajo
con mi grupo de música MARYLOU&CIA
(buscándolo en internet, AR!!! y viniendo a
conciertos AR!!)- https://www.facebook.
com/marylouandcia -, porque aunque ya
no milite en los Petersellers (mucha tralla
ya para mis edades con posibilidad de migraña a cada berrido), no puedo dejar de
escribir, componer y cantar, me sale sólo
y además lo necesito para vaciar cerebro.
Cuando canto, sólo canto… y me sienta de maravilla que mi cerebro se tranquilice dedicándose exclusivamente a una
tarea, que pocas veces pasa.
Y para descansar de todo lo anterior
necesito salir a curvear en solitario con
mi vieja moto BMW de 37 añitos (The
Big Machine), irme lejos a la montaña, a
un lago, pantano, río o charca, bañarme
en pelota picada, incluirme en el cuerpo
un bocata y una cerveza al sol y una
siesta de hombre a la sombra… y vuelta
curveando a casita.
Esto es lo ideal, pero casi siempre
me llevo un guión que me tengo que
leer, un cuaderno para abocetar ideas
de trabajos o arte personal, guitarrita
para componer canciones para mi banda… en fin, que no hay manera.
Y claro, luego está el cine, exposiciones, teatro, cenas, juergas,… el amor!! (y
el sexo, que ese si que relaja bastante).
Pues esto ha sido, de momento, todo.
Como comentábamos más arriba, podéis visitar sus trabajos en su web, así
como conocer un poco más de este
«hombre moderno del renacimiento»,
que igual que sonoriza una película,
que te decora un escenario, que hace
los efectos de una película disney…
UN NUEVO AMANECER
Texto: Silvia Pato
Ilustración: M. C. Carper
30
I
Y
a no queda nada. Lo han destrozado todo. Sólo la inmensidad del
silencio inunda los fueros de mi
existencia. Sólo la densidad del vacío
ocupa el espacio de una vida que antaño, sé bien, fue plena.
Ya no importa nada. Para qué las peleas. Nadie queda para defender ideales
que pudieran borrar del recuerdo los reflejos del pasado. Nadie queda para luchar por la justicia que, en su día, unos
y otros se apropiaron; nada más baldío
que aquellas palabras barridas hace siglos por el viento; solo su eco permanece. Nadie hay ya para escucharlas.
De poco importó la Historia. En vano
fueron las lecciones aprendidas. Nadie
recuerda el nombre de aquel por el que
lucharon. Nadie atesora la esencia de
aquello por lo que se enfrentaron. Escasa importancia confiere el ahora a los
ideales que se encomendaron.
Atrás queda el Olimpo, atrás yace
el Sinaí. Nadie pronuncia el nombre de
los lugares sagrados; lugares que algunos juraron proteger, lugares que otros
aspiraron alcanzar, lugares que estos
y aquellos dejaron atrás, reposando
en las sombras que dibuja el árbol del
olvido en los jardines de la memoria.
Nadie recuerda ninguno de los sacros
parajes; poco importa cómo fueron,
poco importa si existieron. Ahora, la brisa sopla y el viento barre las inmensas
exaltaciones de un terreno desierto; las
montañas desoladas de todos los rincones del mundo.
Vinieron unos, y otros se fueron,
completando el eterno ciclo de la vida.
Y cuando miro hacia atrás, las preguntas se agolpan en mi cuerpo deshecho.
¿Quién iba a pensar que olvidarían
todo lo que les hizo únicos? ¿Quién iba
a creer que osarían enarbolar las banderas de la verdad absoluta? ¿Quién iba a
imaginar que la soberbia de su condición fuera a arrastrarles a los precipicios
de sus más materialistas existencias?
¿Dónde están ahora los filósofos?;
¿dónde se encuentran los agoreros?;
¿dónde los trágicos profetas o los enardecidos optimistas?; ¿en qué lugar yacen postrados los ilusos?; ¿en qué paraísos han desembarcado unos y otros
cuerpos? Ni huríes, ni ángeles, ni copas
rebosantes de ambrosía aguardaron ni
a unos ni a otros después de semejantes sucesos.
Ya no queda agua en la clepsidra. Ya
se detuvo el deslizar de su tiempo. Ya
no queda nada.
II
No sé por qué me preocupo. No sé por
qué me inquieto sumida en este paraíso desierto. Y, sin embargo, inevitablemente, lo hago, esperando que en otra
vida, en otra época, en otro lugar, en
otro tiempo, las lecciones sean aprendidas y las responsabilidades sean
asumidas por aquellos que deban hacerlo. Todavía anhelo que el respeto y la
libertad perduren, y que se establezca
un nexo entre todos los seres que me
habitan, entre todas las vidas, entre todos los universos.
Hubo una época, o tal vez no la
hubo, en que un brillo de esperanza se
asomaba a través de los ojos del humanismo, de las artes, de las ansias del
renacimiento. Su refulgir cegó a aquellos que se negaron a creer en utopías
y que, sin dudar, cerraron las puertas y
prohibieron hacer realidad los sueños.
Tristeza siento al recordar las ilusiones
rotas; amargura padezco al evocar las
verdes esperanzas pisoteadas en el
suelo por sujetos ególatras y egocéntricos, por los abanderados de un mundo
que no les pertenecía, porque el mundo
no pertenece a nadie.
No fue suficiente el pragmatismo
del raciocinio más puro, tampoco bastó
el temor al más allá; de poco sirvió la
evidencia absoluta ante los ojos de todos. La ceguera voluntaria los arrastró
por completo.
31
Pobres de aquellos que observaban,
silenciosos, el principio del fin; pobres de
aquellos que osaron hablar y fueron mancillados; lástima de aquellos que oyeron
pero no escucharon; lástima de aquellos
que prometieron y nada más cumplieron
el perfil perfecto de la hipocresía.
He sido testigo de todas las épocas.
He conformado la audiencia silenciosa
de todos los lamentos guerreros. He
sido espectadora de todas las sociedades nacientes y extinguidas y, no obstante, jamás habría osado predecir el
final que acometieron.
Me avergüenza confesar que no
esperaba tal desenlace. Había soñado
con risas cristalinas, inmensos mares,
verdes campos, frondosos setos; con el
suelo fértil pletórico de gozo, enormes
cosechas y jugosos frutos. Había imaginado, torpe ilusa, que su evolución
avanzaría unida a mi respeto. No fue
así. En ese momento quedó establecido el fatídico desenlace. Antes o después llegaría.
No importa ya quién tenía razón o
quién estaba equivocado. No importa
ya quién osara adorarme o quién me
menospreciara. No importa qué iluminados deseaban poseer el tesoro absoluto de la existencia. No importa, porque ahora solo hay silencio.
III
Ya no queda nada. El individuo condenado al fracaso por su propio despego
a la humanidad congénita ha llegado a
esto. A veces me siento culpable, pero
sé que hice lo correcto.
Ellos nunca entendieron que siempre hay que pagar un precio; se olvidaron de la humildad ante un cielo
infinito; ignoraron su pequeñez ante
un universo que jamás abordarían por
completo. Sus teorías, sustentadas en
meras hipótesis, se convirtieron en certezas absolutas que no toleraban, en
ninguna de sus formas, la sana idea
de la incertidumbre; y por tanto olvidar,
32
hasta olvidaron el propio palpitar del
suelo que pisaban.
Nada ni nadie se detuvo ante sus
deseos. Nada puso freno a su anhelo
de alcanzar la esencia misma del poder
supremo. Así pretendieron controlar el
tiempo, así anhelaron saltarse las leyes
de la física y romper la sabiduría de la
naturaleza que adoraban sus ancestros. El sendero a seguir era lógico, aunque no evidente. Muchos creían locura
pero, en este instante, sé que tenían razón los que emitían juicios descabellados sobre los verdaderos deseos y aspiraciones de poderosos y gobiernos:
eterna juventud, máquinas del tiempo,
inmortalidad, armas perfectas, letales
venenos… La ambición absoluta de un
simple ser humano. El afán por ir más
allá no les abandonaría nunca, tal y
como nunca les había abandonado.
Todavía me pregunto cómo no fue
previsto entonces. Quizás algunos ingenuos creyeron en una parte mágica
del ser, esa zona inexplicable donde no
tienen cabida las teorías y las explicaciones de los más sesudos cerebros
de su época. Pero para la mayoría únicamente había tecnicismo, únicamente era puro el materialismo; mejor era
despreciar la magia, fuera del tipo que
fuera; mejor era olvidarse de la incertidumbre, al amparo de todo aquello que
llegó a considerarse ciencia.
Por el camino quedaron postergados los sueños, y los fieles seguidores
de la fantasía, los sinceros que asumieron los límites de su sabiduría, se vieron
abocados a sentirse parte de una ingenua minoría. Los otros aborrecieron
la inspiración, despreciaron lo maravilloso, renegaron de cualquier tipo de
ética en aras de una libertad arrolladora
que destrozaba la del otro. Esa ciencia
fue la nueva religión; los científicos, su
nuevo clero. Y la imagen se adueñó del
culto. Y todo cambió.
Todo tenía explicación. Todo tenía coartada. El amor fue analizado,
la magia desestimada, la inspiración
abofeteada por un mundo donde la
producción imperaba por completo. Se
olvidaron de la vida, se olvidaron de la
esencia, se olvidaron de todo aquello
que nadie jamás podría analizar por
completo. Se olvidaron de reconocer
humildemente que no lo sabían todo,
que apenas habían vislumbrado un ápice de su conocimiento. Se olvidaron de
sentir; se olvidaron de soñar; se olvidaron de contemplar.
Porque si lo hubieran hecho habrían
visto que todo a su alrededor se rodeaba de podredumbre, que todo se estaba
muriendo; que los cielos azules y los
campos abiertos de olorosas flores solo
aparecían en las pantallas de sus aparatos eléctricos; que el inmenso océano
que, una vez, había sido considerado un
dios, se ahogaba bajo el peso de tanta
pudrición. Y tal vez, y solo tal vez, de tanto observar aquella belleza en esas imágenes, y no por sus ventanales, creyeron
real lo que estaba dejando de serlo, y no
pudieron comprender que se iba, poco a
poco, consumiendo.
Pobre Humanidad, merecedora de
ser salvada por los sueños de muchos
y arruinada, al fin, por la ambición de
unos pocos. Por eso lo sé. Por eso puedo hablar en consecuencia.
IV
Algunos pensarán que me comporté de
forma inconsciente. Otros creerán que
mi enojo fue descargado en exceso.
Nadie defenderá mis intereses; nadie
se pondrá de mi lado si, en algún rincón
de la galaxia, se narra mi historia. Esa
es la causa, y no otra, por la que hablo a
la oscuridad del universo, donde todavía se pueden pedir deseos a las estrellas fugaces.
Tal vez me excedí con los mares, y
puede que me enardeciera con los grises nubarrones del cielo, pero no me
escucharon; siguieron sumidos en sus
propias luchas, en sus propias peleas,
sin advertir que todo se venía abajo al-
rededor de ellos. Por eso no pude parar.
Y por eso alego el perdón de la Historia.
Los huracanes podrán parecer excesivos, los ciclones demasiado fieros,
los incendios y tornados, de seguro,
asemejarán crueles, pero debía hacerme oír. Tenía que hacerme escuchar.
Estaba enojada, furiosa y herida. Lo
único que podía desear era salvar al ser
humano de su propia miopía y salvarme a mí a su vez. Gritar, exhortar, movilizar a todos y cada uno de ellos para
que unos segundos de reflexión les
llevaran a pensar: «¿Qué estamos haciendo?». Pero todos mis intentos fueron en vano, por eso no tuve elección.
Lo siento, yo no tuve elección.
Desde luego, había algunos que
me querían. No puedo negarlo. Todavía
podía encontrar a alguien que apreciara más el vuelo de una mariposa que
el sonido de las monedas tintineantes
sobre el tablero. Todavía había alguien
que se emocionaba al sumergir su mirada en el frío amanecer de una mañana de invierno. Todavía existía alguien
que, gracias al deslizar de las nubes,
podía viajar a Ítaca de regreso. Pero
todos ellos no fueron suficientes. Las
gotas de un vaso no hacen un océano.
Hubiera podido ser de otra forma; por
eso lo lamento, por eso me lamento.
V
Yo sigo aquí o aquí sigue lo que de mí
queda. La lluvia continúa mojando mi
rostro. No os engañéis. No me causa
placer. Añoro aquel agua fresca y límpida, su dulce deslizar por lo extenso de
mi cuerpo, el hondo respirar que exhalaban mis entrañas. Este ácido no es lo
mismo, solo me corroe y me consume,
solo me permite recordar quién fue el
causante de ello. Mientras yo avisaba,
ellos seguían jugando a ser dioses.
Yo sigo aquí; después de todo, no
han podido conmigo. Cuando todos se
han ido, aquí permanezco. Cuando ya
nadie está, mi ser sobrevive.
33
Algún día, tal vez, vuelva a alumbrar
en mi seno la grandeza de la vida. Si
todo sale bien, si me recupero, si vuelvo
a ser una paleta de azules y verdes, si
vuelvo a serlo, quizás vuelva a escuchar
el crepitar de los pinos, quizás vuelva a
oír las risas de los niños.
No sé cómo crecerán sobre mí. Desconozco si los crearán de una costilla,
si los moldearán con barro, si emergerán de las aguas. Desconozco si la evolución los traerá de vuelta, si recorrerán
el camino correcto. Desconozco el futuro, pero recuerdo el pasado, y por eso
mismo espero que, cuando ocurra, si es
que ocurre algún día, en alguna época,
dentro de millones de años tal vez, o tal
vez mañana, exista todavía un hueco
para la esperanza y la vida. Y rezo porque en sus almas, si es que tienen almas, subsistan almacenados los ecos
de aquel tiempo en el que los errores
los condujeron al odioso limbo de la
nada, en el que me obligaron a destruir
la creación y hacer que todo, de una u
otra forma, empezara de nuevo. Por eso
espero. Por eso sigo aquí.
Llueve afuera. Parece que no va a
parar nunca. Parará. Sé que parará. Todavía espero un nuevo amanecer.
34
JULIA
Texto: Alejandro Morales Mariaca
ilustración: Abel Portillo
35
E
l tren arribó a la pequeña estación
al poco de caer la noche. Su gran
maquinaria se detuvo con un pequeño tirón, emitiendo un silbido mecánico similar a una exhalación, que al
poco se convirtió en una densa nube de
vapor que lo envolvió todo. Justo cuando
parecía que nadie descendería de él, una
delgada figura, medio difuminada por la
bruma, bajó por la escalerilla metálica,
haciendo sonar el tacón de sus botines.
La joven, a la que no podrían calculársele más de veinticinco años,
avanzó por el solitario andén, llevando
con ambas manos un abultado maletín
de tweed que contenía absolutamente
todas sus pertenencias.
Por lo que pudo ver, nadie se había
acercado a recibirla; de hecho, fuera
de ella misma y del conductor del tren,
quien en ese momento volvía a poner
en funcionamiento la locomotora, no
pudo encontrar una sola alma rondando por la estación. Si no fuera por la
ausencia de polvo y las lámparas de
queroseno, el lugar parecería del todo
abandonado, nada más que un cascarón de hierro y madera. Pronto decidió
no esperar más y abandonó la terminal, dispuesta a embarcarse en aquella
nueva aventura.
Tras caminar algunos metros, siguiendo un pequeño sendero de piedras,
pudo llegar sin dificultades hasta el pequeño poblado, encontrándolo silencioso y tranquilo. Tal como había ocurrido
antes, el único inicio de vida que pudo
hallar fueron las farolas de gas que iluminaban las calles. Aquella quietud pronto
comenzó a antojársele antinatural, y no
pudo evitar pensar que alguien le estaba
jugado una mala pasada.
Pensando en aquella posibilidad,
apenas si se percató de que no todas
las construcciones se encontraban
a oscuras, pues al lado de la avenida
principal se levantaba un edificio de
ladrillo de dos plantas sin decorados,
cuyas ventanas estaban parcialmente
iluminadas desde el interior.
36
Como no tuvo una idea mejor, se
encaminó hacia esa estructura, pensando que tal vez ahí encontrase a
alguien que pudiera indicarle dónde
conseguir hospedaje y algo de comer.
Al acercarse un poco más pudo ver que
su suerte mejoraba un poco, pues se
trataba nada menos que de la taberna
del poblado, cuyo nombre, grabado sobre una tabla de madera con adornos
de hierro forjado, resultaba ilegible por
la acción del tiempo y los elementos.
Agotada y un tanto molesta, la joven entró con decisión en el edificio, en
donde lo primero que hizo fue liberarse de la pesada maleta sobre la mesa
más próxima, sólo entonces se atrevió
a dar un vistazo al lugar. Con auténtico
alivio descubrió a dos personas allí, el
tabernero, quien en ese momento se
daba a la tarea de limpiar un tarro de
cerveza, y cuyas facciones permanecían ocultas bajo una ensortijada melena; le acompañaba un caballero ya
entrado en años que, sentado en una
de las mesas del rincón, devoraba con
fruición un humeante estofado, sin que
al parecer nada más le importase en el
mundo entero.
La joven se aclaró la garganta intentando llamar la atención del dependiente, pero éste no pareció darse por aludido. Un tanto indignada, pero intentando
mantener la compostura, dio da dos pasos en dirección a tan grosero sujeto.
—No lo tome personal —dijo el otro
hombre, sin soltar la cuchara—, el pobre
Esteban sufre de sordera desde hace
varios años.
Antes de que ella tuviera oportunidad de disculparse por el exabrupto, el
comensal retomó la palabra:
—¡Esteban, trae un plato de estofado y un vaso de tu cerveza para esta
bella dama!
El tabernero no respondió nada,
pero desapareció tras una puerta que
la visitante supuso conducía a la cocina del lugar.
—Le agradezco.
—No es nada —exclamó el anciano
con una amplia sonrisa—. ¿Le gustaría
compartir la mesa conmigo? En realidad nunca me ha gustado comer solo.
—Encantada —respondió la joven.
Antes de que tuviera tiempo de tomar
asiento, el viejo se incorporó como impulsado por un resorte.
—Pero qué modales los míos —se
excusó—, permítame ayudarle con su
silla. ¿Cómoda?
—Sí, es usted muy amable, señor…
—Abel, puede llamarme Abel.
—Encantada, mi nombre es Julia.
—Y dígame, jovencita, ¿se encuentra
de paso por nuestro pequeño poblado?
—No realmente. Hace una semana
recibí una carta del alcalde de esta localidad, en la cual me ofrecía un trabajo
como maestra —acompañado estas palabras, Julia sacó de entre sus ropas una
hoja de papel que extendió al anciano.
—Lamento ser yo quien se lo informe
—soltó Abel, tras leer el documento—, pero
nuestro alcalde falleció la pasada noche.
Julia se llevó una mano a su boca,
incapaz de ahogar un gritito de sorpresa y frustración, pues todas las esperanzas que había depositado en ese
empleo se desvanecieron de un plumazo, lo que era más de lo que podía soportar en ese momento.
—Pero no se preocupe, que aún necesitamos de una profesora. Estoy del todo
seguro que el nuevo alcalde la considerará para el puesto, y antes de que se percate de ello, será una de nosotros —la última frase del anciano fue acompañada
por una ampliación en su sonrisa, gesto
que no fue del todo del agrado de Julia.
No muy segura de cómo responder
a ello, la futura maestra sonrió a su vez,
asintiendo suavemente con la cabeza.
En ese momento, e interrumpiendo el
incómodo momento, el tabernero se
acercó a la mesa, portando un tazón
de comida y una jarra con más espuma
que líquido. Como no pudo hacerlo al
llegar, Julia aprovechó la repentina cercanía para ver mejor al sordo. Le bastó
una breve mirada para maldecir su curiosidad, pues tanto el rostro como las
manos del tabernero no existían como
tal, sino que eran representaciones hechas con un material muy similar a la
cerámica. El hombre no dijo nada ni
hizo amago de mirarlos con sus ojos
muertos, limitándose a regresar en silencio a su posición detrás de la barra.
Notando su turbación, Abel comenzó
una explicación que consideró necesaria.
—Esteban luchó en la guerra y,
como podrá ver, sufrió severas heridas.
Ya que la medicina no podía hacer nada
para aliviar sus sufrimientos, vino a mí
por ayuda. No resultó sencillo, pero tras
muchos meses de trabajo logré reconstruir sus manos. Por desgracia, lo único
que pude hacer por su rostro fue fabricarle esa máscara, con la cual parece
bastante conforme, ¿no lo cree así?
—¿Usted construyó…? ¿Es alguna
clase de médico o ingeniero?
—¿Yo? Oh no, no. No soy más que
un simple juguetero. Mi taller queda a
unos cuantos pasos de aquí.
—Pero lo que ha hecho por ese pobre
hombre… no me parece que un juguetero cualquiera pueda realizar algo así.
—Admito que en ocasiones llevo
algo lejos mi trabajo. En realidad nuestros cuerpos no son tan diferentes a los
mecanismos internos de los juguetes
de cuerda. Sí, son algo más complejos,
pero funcionan siguiendo leyes similares. Verá, si uno es capaz…
El resto de la cena transcurrió a
partes iguales entre las complicadas
explicaciones del viejo juguetero y las
exclamaciones de admiración de la muchacha, quien aunque no comprendía
la mayor parte de lo que se decía, intuía
que se trataba de cosas muy importantes. Finalmente, fue ella quien decidió
poner fin a la conversación, excusándose en el cansancio que en realidad sentía en ese momento.
—Es verdad, el viaje debió resultarle
agotador —concedió el juguetero, asintiendo para sí.
37
—Un poco —admitió Julia, al tiempo
que se le escapaba un bostezo—. ¿Podría ser tan amable de indicarme un lugar donde pueda hospedarme?
—De hecho, Esteban tiene un par de
habitaciones disponibles en el piso superior. Estoy seguro de que no le importará que ocupe una de ellas, al menos
hasta que pueda conseguir un hospedaje más permanente. Si me lo permite,
puedo escoltarla hasta allí y ayudarle
con su equipaje.
—Le agradezco la gentileza, pero no
será necesario. Ya mucho ha hecho por mí.
—En ese caso le deseo buena noche. Y no se preocupe por la cuenta,
que en esta ocasión invito yo.
Agradeciendo de nuevo tanta atención hacia su persona, Julia tomó su
maletín, dirigiéndose a las escaleras
ubicadas al lado derecho de la barra, en
donde el mutilado Esteban continuaba
entregado a su labor de limpieza.
Una vez en la segunda planta, Julia
se topó con un pequeño pasillo con dos
puertas cerradas, una a cada lado. Decidió probar suerte con la de la izquierda, encontrándola sin llave, así que la
atravesó, cerrándola de nuevo tras de
sí. La habitación que se reveló ante sus
ojos era pequeña y no del todo cómoda, pero al menos lucía limpia, lo que ya
era de agradecer.
Sin gran ceremonia se despojó de
su atuendo, cubriendo su desnudez
con un ajado camisón que había conocido tiempos mejores. Se encontraba tan cansada que no se molestó en
apartar las sábanas, acostándose sobre ellas sin pensarlo, y en cuanto su
cabeza tocó la almohada, cayó en un
profundo sueño.
La sensación de algo anormal la
obligó a abrir los ojos. La habitación todavía se mantenía a oscuras, por lo que
a tientas tuvo que buscar la clavija que
accionaba la lámpara de gas. Pero la
luz no bastó para alejar esa agobiante
sensación, así que decidió incorporarse
y, sin saber muy bien porqué, se acercó
38
al espejo que colgaba de la pared. De
súbito, la sensación del camisón sobre
su cuerpo se le antojó insoportable,
viéndose obligada a arrancárselo, para
después mirar de nuevo su reflejo. En él
vio que su piel se había vuelto similar a
la porcelana y que en su pecho, en el lugar donde deberían de estar su corazón
y pulmones, se desplegaba un complejo grupo de engranes, bielas y fuelles.
Aterrada, Julia despertó. El sol ya
entraba en el lugar y la ropa aún cubría
su delgado cuerpo. Con urgencia puso
una mano sobre su pecho, sintiendo las
rítmicas palpitaciones de su corazón y
no el pausado ritmo de una maquinaria
de relojería.
Todavía permaneció sobre la cama
unos minutos más, hasta que su respiración se regularizó y las brumas del
sueño abandonaron su mente. Pronto
comenzó a sentir hambre, así que se
vistió y bajó a la taberna. No encontró
rastro alguno del dueño del lugar, pero
sí descubrió un plato de alimento y una
taza de té con leche sobre una de las
mesas. Con mucho apetito devoró su
desayuno, permitiéndose entre bocado
y bocado pensar en su situación.
Ella, al igual que muchos, huía de la
guerra, y hasta donde sabía, ya no tenía
un hogar al cual regresar. Tampoco tenía dinero, lo último de sus ahorros lo
había gastado en el boleto de tren que
la llevó hasta ese aislado y olvidado poblado, lo que de pronto le pareció una
mala decisión. Tal vez hubiese sido mejor utilizar ese dinero para abordar un
dirigible y viajar a otra nación, tal vez a
Inglaterra, o quizá Francia. Pero ya era
tarde para lamentarse.
Sumergida en sus cavilaciones,
Julia se había acercado, sin ser consciente de ello, a uno de los muros de la
taberna, en el cual se encontraba una
gran cantidad de retratos de personas
de ambos sexos y diferentes edades.
Todos parecían haber sido capturados
en momentos y actividades cotidianas.
Todos tenían rostros felices.
Por más que lo buscó, no fue capaz
de encontrar en aquella galería una fotografía del juguetero o del siniestro
hombre reconstruido.
Cuando al fin abandonó la taberna,
decidió que lo mejor que podía hacer
era familiarizarse con el pueblo, y de
paso presentarse ante sus habitantes,
pues como el viejo Abel le dijera la noche anterior, pronto sería uno de ellos.
Bajo la luz del sol aquel lugar lucía
muy distinto, incluso se podría decir
que agradable, aunque un tanto descuidado, como si nadie en las últimas
semanas se hubiese tomado la molestia de barrer las hojas muertas, cambiar
un vidrio fracturado o de retirar las incipientes telarañas de los rincones.
Tal como sucediera durante su llegada, no se encontró con nadie en el
exterior, aunque en ocasiones alcanzó a
distinguir siluetas detrás de las ventanas
de algunas de las viviendas. De no ser
porque no conocía a esa gente, casi podría haber asegurado que los pobladores
se ocultaban de ella. Pero como eso no
podía ser, decidió tomar el control de la
situación y fue directo a una de las puertas con la intención de darse a conocer.
Casi estaba a punto de hacerlo, cuando
una idea todavía mejor vino a su mente.
El taller de Abel quedaba cerca, así
que bien podría ir hacía allí, conversar con
él y solicitarle su ayuda para introducirse
en la comunidad. Con este nuevo plan y
más segura de sí misma, Julia tomó rumbo al taller del juguetero, el cual no le fue
nada difícil localizar, pues en su fachada
se encontraba una gran vitrina en la que
se exhibían juguetes de diverso tipo.
Le bastó una sola mirada para poder
ver la innegable maestría en la ejecución
de cada una de esas piezas, que demostraban más allá de cualquier duda la habilidad de aquel hombre y su capacidad
para realizar prodigios que la ciencia
médica no era capaz siquiera de imitar.
A diferencia de la mayoría de las
construcciones en el pueblo, el taller
del juguetero era un edificio de tres pi-
sos, el último de los cuales se encontraba coronado por dos gruesas chimeneas, a través de las cuales brotaban
gruesas nubes de humo negro y vapor
de agua. Julia notó otras peculiaridades
en aquella estructura, como un exagerado número de tuberías de cobre y válvulas de presión que se enroscaban y
retorcían caprichosas alrededor de su
fachada, dándole un aspecto extraño y
casi perturbador.
No tardó en restarle importancia a
aquella impresión. Después de todo,
ella no sabía lo más mínimo del oficio
de juguetero, mucho menos cómo debía lucir su taller. Así que sin posponerlo más tiró de la campanilla, a la que
nadie respondió.
Lejos de desanimarse por ello, intentó abrir la puerta, descubriendo para
su sorpresa que esta se abría sin oponer la menor resistencia, permitiéndole
la entrada. El interior del lugar, el cual
parecía bastante más grande de lo que
aparentaba en el exterior, se repartía a
partes iguales entre una tienda de juguetes y una caótica factoría, de modo
que no era raro que los osos de peluche, las muñecas de trapo y los ratones
de cuerda compartieran espacio con
engranes, resortes y otros componentes mecánicos menos identificables.
Si había alguna clase de orden en
aquel enmarañado conjunto de elementos, la joven no fue capaz de verlo,
aunque le parecía natural, pues sabía
que las mentes de los genios, y para ella
no cabía la menor duda de que Abel era
un genio, tendían a ser un tanto desordenadas, lo mismo que los espacios en
los que estos se desenvolvían.
Aunque ya no era ninguna niña, Julia no pudo dejar de sorprenderse por
las maravillosas creaciones del juguetero, cada una de ellas más fabulosa
que la anterior. Pero de todo aquel grupo de prodigios, nada se comparaba a
lo que sin duda tenían que ser las máximas creaciones de Abel. Se trataba de
no menos de tres docenas de marione-
39
tas de aproximadamente un metro de
alto, construidas con gran maestría en
madera tallada y recubiertos con placas de cerámica. La joven observó con
asombro aquel conjunto de obras, sintiendo especial atracción por las más
pequeñas, aquellas que representaban
niños de ambos sexos y de una edad
que no podía superar los doce años.
Apenas consciente de ello, esas
figuras hicieron saltar algo dentro de
su mente. En el tiempo que llevaba en
aquel pueblo no había visto a ningún
niño por los alrededores, algo que aún
en tiempos de guerra era bastante insólito. Concentrada como se encontraba en esa peculiaridad, tardó un poco
en notar otra extrañeza que le resultó
aún más chocante, el que varias de
aquellas facciones representadas a la
perfección le eran muy familiares.
Tras darle varias vueltas en su cabeza, al final relacionó esos rostros con los
de los retratos de los habitantes del poblado que viera colgados más temprano
en la taberna. No, ya no le cabían dudas
de que en aquellos estantes se encontraban personificados todos los pobladores. Sin embargo, tal como sucedió
con las fotografías, Julia no pudo hallar
una figura del tabernero o el juguetero.
De repente, en el lapso de sólo unos
cuantos segundos, sucedieron varias
cosas. En primer lugar, desde el fondo
de la habitación en la que se encontraba, probablemente detrás de unas de
las dos puertas que conectaban esa
sala con otras áreas del taller, la joven
escuchó el sonido de un potente silbato de vapor, seguido por el característico arranque de una maquinaria de
engranes. Aquel inesperado estruendo
le ocasionó un sobresalto, que se vio
incrementado cuando tuvo consciencia
de que muchos de esos ojos de vidrio
comenzaron a mirarla con una intensidad que en modo alguno podía ser natural en un objeto inanimado.
Aunque allí no había ningún peligro real, o al menos ninguno que fuera
40
evidente, el lugar se tornó de pronto insoportable para Julia, quien sólo pudo
pensar en lanzarse a la puerta y largarse de allí. Antes de que tuviera tiempo
de dar un solo paso, la habitación y el
taller entero comenzaron a llenarse de
un algodonoso vapor purpúreo que no
le permitió respirar. Intentando no dejarse perder en la desesperación y la
asfixia, hizo un gran esfuerzo por arrastrarse hasta la salida. Pero esa bruma, que ahora se había tornado negra
como la pez, hizo cosas con su cabeza,
privándola del poco control que todavía
tenía sobre sus miembros.
Antes de que su conciencia se extinguiera, todo dejó de importarle, la
guerra, la falta de dinero, el tabernero
de porcelana, el genio del juguetero y
su pueblo de siluetas y simulaciones.
Cuando Julia recobró el conocimiento, lo primero que notó fue que no quedaban rastros del asfixiante vapor y que
los objetos a su alrededor lucían como
si los viera a través de un vidrio recién
entintado. Había bastante luz en el lugar
donde se encontraba, pero no se trataba
de la alegre luz del sol, sino de aquella
iluminación amarillenta y enfermiza de
las lámparas de gas. Pronto reconoció,
no sin cierta alarma, que se encontraba
todavía en la tienda-taller del juguetero.
Como no deseaba pasar un solo instante más en ese lugar, ordenó a sus piernas que la sacaran de allí, pero para su
sorpresa, estas no le respondieron, lo
mismo que los brazos o el cuello o cualquier otra parte de su cuerpo, incluyendo
los ojos, los cuales permanecían dolorosamente fijos e incapaces de pestañear.
Presa de un gran miedo, Julia comenzó a escuchar gemidos y susurros
cercanos que parecían provenir de todas direcciones. Sin importar cuánto
lo intentara, no logró entender lo que
aquellas vocecillas intentaban comunicar, pero por su tono dedujo que se
trataban de súplicas y amenazas.
Aquellos murmullos pronto perdieron todo significado, pues frente a su li-
mitado e inamovible campo de visión se
presentó la familiar figura del juguetero,
quien sonriendo de manera maliciosa
se aproximaba a ella, sosteniendo entre
sus manos una impecable copia en miniatura del sombrero que la joven portaba al momento de entrar al taller, el cual
ajustaba a la perfección sobre su cabeza, provocando que sus ojos de vidrio
lloraran por primera y última vez.
41
El Árbol de la Ciencia
del Bien y del Mal
texto: Heberto de Sysmo
ilustración: Ángel García Alcáraz
42
Relato inédito, ganador del 1º premio del III certamen literario organizado por la institución valenciana Ateneo Blasco Ibáñez en la modalidad de narrativa (2011).
«Continuamos siendo imperfectos,
peligrosos y terribles, y también
maravillosos y fantásticos.
Pero estamos aprendiendo
a cambiar»
Ray Bradbury
C
omo la rutilante grandeza del microscópico átomo de la materia,
el Hombre siempre se ha creído el
orgulloso gobernante de las razas y los
mundos, pero si de una vez alzara su
mirada al Espacio y contemplara y sintiera en su carne toda su insignificancia, cambiaría toda esa soberbia ingente con aires de grandeza por la humilde
ingenuidad con la que un niño juega
con un juguete que no sabe de dónde
ha salido, y no sabe porqué juega, ni
hasta cuando, ni por qué.
En alguna región insospechada del
gigantesco Universo, tenía lugar una conversación telepática entre dos entidades,
conversación sostenida en el interior de
lo que conocemos por «nave espacial»…
—¿Están listos los niños?
—Sí, claro, es la enésima vez que me
lo preguntas, ¿no crees que les das demasiada importancia?
—Simplemente quiero hacer bien
mi trabajo.
—¿Trabajo? ¿Acaso nos pagan por
hacer algo así?
—Oye, está claro que tú y yo somos
muy diferentes, así que limítate a llevar a
cabo tu parte y no acabes con mi paciencia.
—Pero si sabes que aunque no lo hiciéramos tampoco pasaría nada, tarde
o temprano terminan aniquilándose.
—Esta vez será diferente, el programa está más desarrollado.
—Pero si sabes que son primarios, violentos, instintivos y sólo saben utilizar el
diez por ciento de su capacidad cerebral.
—Mientras haya planetas donde
ellos puedan prosperar y tener una
nueva oportunidad lo seguiré intentando, seguiré colaborando con la causa.
—Lo que tú digas, está terminando
la proyección de los valores humanos.
—Perfecto, en cuanto crucemos las
coordenadas de los corales afrisales
empezaremos con los preparativos.
Mientras tanto, en un aula especial
de la aeronave, dos niños de corta edad;
Rebeca y Abraham visualizaban imágenes en movimiento que eran proyectadas por las paredes del recinto, paredes
formadas de algún material parecido al
cristal que tenían multitud de usos y uno
de ellos era ser pantalla panorámica.
Los muchachos fueron reclutados
de diferentes partes de la Tierra, no se
conocían ni hablaban la misma lengua,
pero reunían los requisitos necesarios
para llevar a cabo con ellos los planes
de las entidades y después de pasar
por varios trámites de procesos científicos, podrían relacionarse y comprenderse el uno al otro.
Mientras la lluvia exterior de láminas de coral se arremolinaba en torno
al bólido espacial envolviéndolo en nubes multicolores, en varios laboratorios
de la nave se terminaba de codificar un
antiguo proyecto de varias fases que
había sido restaurado para perfeccionarlo, el proyecto «Empedócles». Se
trataba de dos «microchips» de tecnología vanguardista, que más tarde se
insertarían en los cerebros de los niños,
precisamente en una cavidad parietal,
lugar donde, una vez hubieran realizado su trabajo, podrían ser extraídos sin
problemas ni secuelas.
La segunda fase del proyecto incluía
un árbol de cualidades asombrosas, un
híbrido entre tecnología y naturaleza,
un ramificado mastodonte que contaba
con una parcela de vida propia y otra de
inteligencia artificial manipulada.
Los «microchips» eran llamados «eslabones», y al árbol se referían por «emisario».
43
El emisario ya había sido instalado en
la zona precisa del planeta que pretendían colonizar, muy pronto se procedería
a la inserción de los eslabones y con ello
a garantizar la supervivencia de una raza
que, debido a su propia ambición e ignorancia tenía los días contados.
Las entidades que habían organizado tan estudiado plan, provenían de latitudes remotas del Universo, poseían una
tecnología nunca vista y más avanzada
de lo que ningún mortal podía imaginar,
pero se sabía muy poco acerca de ellos,
eran muy discretos, y nada hostiles, pues
además de avanzar en sus conocimientos tecnológicos acerca de la aeronáutica,
manipulación de la materia y aprovechamiento de las energías naturales, habían
desarrollado conceptos inverosímiles
para la comunicación, así como el transporte, pero si hay algo que cabe destacar
verdaderamente de estas entidades misteriosas, era su moralidad. Habían desarrollado una capacidad equitativa y equilibrada envidiable, profesaban dogmas de
respeto y armonía con el Cosmos, se desconocía si eran mortales o inmortales, lo
cierto es que gracias a ellos la Humanidad
volvería a gozar de otra oportunidad.
Aunque pareciesen semidioses comparándolos con los humanos, no lo eran,
también tenían sus limitaciones en casi
todos los ámbitos y rendían culto a una
supuesta entidad superior a la que denominaban Fátum.
La aeronave ya había superado las
coordenadas de los corales afrisales y
Abraham ya estaba siendo intervenido
quirúrgicamente, Rebeca esperaría su
turno, el programa establecido estaba
siendo todo un éxito.
La nave de las entidades no se
propulsaba mediante ningún motor a
combustión, ni utilizaba combustible
orgánico ni nada parecido, lo hacía
mediante un sistema muy avanzado
de navegación por radiaciones. Las radiaciones en el Universo permanecían
por doquier, unas en movimiento, otras
estáticas, un voluminoso aparato las
44
detectaba y decodificaba para emplearlas en fusiones con elementos desconocidos. El resultado de esas fusiones
se condensaba en rayos invisibles
propulsados a través de catalizadores
naturales y les servía para desplazarse. Un programa matemático aplicado
por computadoras vivas les ayudaba
a ir desglosando vectores del espacio,
de esa manera veían qué clase de energías poblaban la zona analizada y las
catalogaba para su uso. Disponían de
una fabulosa materia maleable, blanca
y fría llamada «Verso» que era extraída sin descanso del único lugar donde
se encontraba, un planeta-cometa del
mismo nombre. Esa materia era disparada en chorros contra los agujeros
negros, tenía la cualidad de hacer visible la materia oscura y además de eso,
de configurar las fluctuaciones de materia desorden caótico de los agujeros
negros de manera que, si se atravesaban en el mismo momento en que eran
disparados por rayos Verso, servían de
puertas dimensionales.
Rebeca estaba siendo coronada
con su eslabón, Abraham seguía recibiendo proyecciones visuales y comenzaba a notar la presencia de nuevos estímulos cerebrales.
Los eslabones debían garantizar
la existencia de los niños, debía inspirarles ante los problemas para llegar a
su solución, debía instarles a procrear
entre ellos y orientarlos en el campo
incultivado de su inmadurez así como
garantizar su supremacía ante las demás criaturas que encontraran, pero
sobre todo, motivar su evolución. Mediante descargas de mensajes a través
de los sueños o intuiciones tomadas
como personales, debían encontrar el
camino hacia su supervivencia, instaurarse como los pobladores de un nuevo
mundo, ser los protagonistas de una
gran historia pero ajenos a todo el proyecto que los apadrinaba.
Las entidades podían borrarles recuerdos, e introducirles otros recuerdos
diferentes, podían dejarlos sin memoria
o atribuirles una memoria sin precedentes de caudal insospechado, podían otorgarles cualidades milagrosas,
por las cuales serían tomados por dioses por los demás seres inferiores, pero
esa no era la misiva de sus poderosos
protectores. Gozarían de la solidaridad
de una raza superior pero sólo hasta el
momento en que dejaran de merecerla.
Sabiendo tan sólo unas pocas de
las cualidades de estos seres sin nombre, resultaba inconcebible pensar en
la magnitud de la entidad que ellos
mismos veneraban. ¿Acaso sería Fátum el verdadero creador de lo visible
e invisible? ¿O por el contrario hasta el
mismo Fátum adoraba a otros dioses
más superiores que él?
El planeta del que provenían los niños, la Tierra, estaba siendo amenazado por una global guerra nuclear, era de
inminente estallido, un efecto dominó
desencadenante que produciría la mayor de las tragedias, la que impedía la
vida humana y su sustento. Una guerra
provocada por el animalismo humano,
la ambición, el interés, la poca inteligencia aplicada a administrar los recursos
naturales y por supuesto, la codicia, tan
arraigada en las personas de ese planeta, tan arraigada como su ignorancia.
Las entidades superiores, conscientes del panorama de la sociedad en la
Tierra, urdieron el plan de secuestrar a
los niños para evitar la extinción de su
raza. Habían vaticinado el descalabro
económico mundial y de valores humanos debido a sus múltiples visitas a través de los siglos, habían estudiado al ser
humano sin que él lo supiera, sabían de
su arrogancia, así que movidos por un
sentimiento altruista decidieron dar vida
al proyecto Empedócles, ellos se encargarían de controlarlo todo, de mantener
el contacto con los niños, de manipular
el comportamiento del emisario, por lo
menos, hasta que fuera estrictamente
necesario. Después de cumplidos los
objetivos deberían retirar los eslabones
sin rastro alguno, así como desconectar
la parte artificial del emisario para que
pudiera seguir creciendo y viviendo de
manera natural y sin vestigio alguno de
sus ocultas funciones.
Su filosofía se limitaba a ayudar a
los demás y evitar influir negativamente
en todo aquello que les rodeaba, era importante mantener el equilibrio de vida
en el Universo, las generaciones debían
seguir su curso, incluso utilizaban su
capacidad para viajar en el Tiempo de
manera casi imperceptible, todo un ejercicio de honestidad y principios.
Tan sólo a simple vista, tenían estos
seres algo en común con los humanos, y era que, aunque habían escalado cientos de peldaños en la escala
evolutiva, no habían podido deshacerse completamente de la maldad. Una
ambigüedad congénita convivía en sus
genes, ambigüedad a la que trataban
de dominar mediante tratamientos casi
mágicos, frecuentaban ciertas regiones del espacio donde proliferaba un
ingrediente escaso, el material con el
que fabricaban medicinas para intentar paliar su mala conciencia. La misma
volubilidad humana que hacía pasar de
lo correcto a lo incorrecto recorría sus
moléculas y les hacía vulnerables.
Rebeca y Abraham estaban siendo
deslumbrados por los eslabones, sus
sistemas nerviosos ya recibían órdenes precisas, la astronave se adentraba en la atmósfera del planeta elegido,
unas sacudidas lo anunciaban, a estas
alturas en el lugar exacto donde se debía ubicar el planeta Tierra debía haber
una tormenta de piedra y gases, la terrible guerra atómica había amenazado
siempre con destruirlo todo y finalmente se cumplieron los oscuros designios
de las profecías.
A pesar de la corta edad de los
niños, tenían que sobrevivir hasta en
las peores condiciones, de cualquier
manera, una vez abandonados a su
suerte en el desconocido planeta, la
figura del emisario cobraba mayor
45
relevancia. Su función primera y vital era
la de abastecer de frutos comestibles
a los pequeños, una protección ante
cualquier bestia amenazadora puesto
que podían subir por sus ramas a
una altura considerable, un cobijo,
ya que existían partes huecas dentro
de la enorme envergadura donde se
podían ocultar para guarecerse del
frío u otras calamidades. Su capacidad
de dar frutos era inextinguible y
rápida, podía volverse luminiscente
en la oscuridad, serviría de transmisor
acústico si hiciera falta, estaba
plagado de sensores informativos: de
temperatura, de movimiento, de sonido,
de densidad…etc, todo un prodigio de la
bioquimirobótica. Si resultara dañado,
él mismo podría repararse; a través
de unas articulaciones ocultas podía
incurrir en movimientos, mediante unas
membranas holotemporales podía
representar figuras físicas y sobre todo,
haría la función de centinela comedido,
enviando informes de cada incidencia
o hasta pidiendo ayuda si por cualquier
circunstancia los eventos le superaran
en magnitud o importancia.
Los sistemas de aterrizaje de la
nave ya se desplegaban para dar por
finalizado el trayecto, comenzaban las
maniobras pertinentes para tocar suelo, mientras, en una de las habitaciones
permanecían los niños, sentados en
sillones de seguridad, juntos, amordazados, de repente sus miradas se cruzaron y como si se hubiesen visto por
primera vez, comenzaron a hablar entre
susurros y en una lengua que ambos
comprendían…
—Hola, me llamo Rebeca.
—Hola, yo soy Abraham.
—Dame la mano.
—Me gustan tus ojos.
—A mí me gusta tu sonrisa.
—Gracias.
—Estás temblando.
—Tengo frío y miedo.
—Descuida, estoy contigo.
—Creo que van a abandonarnos.
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—No te preocupes yo me encargaré
de protegerte.
—Pero nos moriremos de hambre.
—Eso jamás ocurrirá, yo cazaré para ti.
—No me sueltes.
—Tienes la piel muy suave.
—Quédate siempre conmigo.
—Tranquila, nunca te abandonaré.
Los roles de los niños-colonos estaban dispuestos, la amistad nacería
entre ellos, después el cariño y así sucesivamente en una escala de afectos
hasta llegar al Amor. Debían consumar
toda su atracción y perpetuar la especie
con el rito del sexo, ingenuos y asustados niños de inocencia adulterada.
Los eslabones corrompían el librepensamiento con sus mandatos,
el albedrío azaroso era sustituido por
certeras directrices, todos los géneros
representados en la comedia de la vida,
eran mejorados en este guión estudiado, en esta pantomima esperanzadora,
sólo quedaba saber qué papel habría
de coger la Maldad, el Azar, o la Muerte. Pero ¿hasta qué punto obedecería
la mente humana las recomendaciones de los eslabones? ¿Sería capaz de
obedecer siempre o tarde o temprano
se dejaría llevar por los instintos?
Gran parte de los sensacionales atributos internos del emisario, eran posibles gracias a unas ramificaciones venosas de material carnoso y umbilical.
Esos canales le unían con la naturaleza
y una vez recibida la señal que anunciase el fin de su misión se desintegrarían
y fundirían con la tierra sin dejar rastro.
El planeta donde pretendían desembarcar a los niños se encontraba a millones de años luz de la Tierra, de tamaño aproximadamente tres veces más
grande, y con mucha más extensión de
tierra y menos de agua. La atmósfera
era en su mayor parte de oxígeno, pero
de mucha más pureza que el terrícola.
Los paisajes naturales, de insultante
belleza: ríos púrpura y valles de texturas metálicas, montañas de minerales
exóticos y nuevos, razas de animales
desconocidas, espesura de plantas y
flores, luz y color; todo un paraíso de
fragancias y delicadezas tornasoladas.
Era un planeta con movimiento de traslación alrededor de su sol pero sin movimiento de rotación sobre su eje, por lo
que no existían las noches ni los días.
Una franja meridional del planeta se
encontraba en la linde de las dos mitades, donde los niños debían vivir, en las
otras dos partes reinaban la oscuridad
y la luz, noche y día perpetuos separados por un anillo de penumbra. Parajes
vírgenes y fecundos, ricos y dadivosos,
el lugar que toda la Humanidad soñaba.
En la cabina de control de la nave
las entidades dialogaban ultimando la
descarga de sus huéspedes y su inminente viaje de regreso…
—Aquí es, perfecto, tal y como calculamos, en el tiempo estimado.
—Esta es la zona indicada, está el
manantial bastante cerca, los campos
de cultivo, las cuevas, el emisario.
—Tienen todo cuanto necesitan.
—Aquí echarán de menos la lluvia,
porque no hay nubes.
—Sí, pero detestarán las tormentas
de partículas que se forman, porque el
viento es muy potente e inestable aquí.
—Es lo más parecido que hemos
encontrado.
—Vamos, acabemos con esto.
—A mi señal desconecta todos los
sistemas de seguridad y abre las compuertas exteriores.
—De acuerdo.
Estos chicos tenían por delante una
de las mayores aventuras que se puede
vivir: descubrir un nuevo mundo, descubrirse a sí mismos y ser los protagonistas
y padres de una raza. La templanza habitaba sus ojos, pero también la rebeldía,
¡tenían tanto por hacer! Que empezarían
por jugar con lo primero que encontraran.
La astronave tocó tierra, todo se silenció, unas compuertas gigantescas
se abrieron y mostraron el interior, Rebeca y Abraham cogidos de la mano y
desnudos caminaban despacio hacia
el exterior. Un aire perfumado azotó
sus cabellos y les hizo sonreír, sus pies
descalzos ya se hundían en la espesa
yerba, sus ojos se llenaron de lágrimas,
sus corazones de tranquilidad, y en el
mismo momento en que la nave se elevó nuevamente ellos corrieron desaforados en dirección a un árbol gigante
que destacaba en el fondo del paisaje.
Un árbol de ramas plateadas, soberbio, lleno de frutas y vigor, un árbol del
que parecía emanar música. Al mismo
tiempo que los niños se acercaban al
árbol también lo hacía una serpiente
de lastimoso aspecto, un reptil que no
figuraba en el programa, quizá los chicos tuvieran miedo al verla, quizá ambos intentaran devorarse el uno al otro,
¿quién sabe? Tal vez no se volviesen a
ver nunca más.
47
INTERSTELLAR,
EN CLAVE CIENTÍFICA
Texto: José Antonio Olmedo López-Amor
CONTIENE SPOILERS
T
odavía no ha transcurrido un año
desde su estreno aquí en España,
y sin embargo, la cinta de Christopher Nolan sigue y sigue dando que
hablar, desde al mero aficionado al cine,
hasta el crítico más experimentado, pasando por la comunidad científica, bien
para ser elogiada o criticada —aunque
desde mi punto de vista son muchos
más aquellos que se pronuncian públicamente para defenderla—. Y no es
fácil contentar a una mayoría de espec-
por tierra una escena en la que hay invertidos millones de dólares, meses de
trabajo y muchas páginas de aventura
científica con base real, tan sólo sentenciando: «es que eso no puede ser posible» es hacer una lectura bastante pobre
de algo que quizá nos sobrepasa.
Nolan no está obligado a ser realista en sus planteamientos, pero asumió ese reto, precisamente porque ese
desafío conlleva una mayor dificultad,
pero también credibilidad, y eso es algo
tadores, ya no por la formación científica o paciencia de que dispongan para
valorar una obra, sino por las pretensiones, el mensaje y lenguaje de esta.
Algunas personas juzgan a Interstellar como si se tratara de un documental, algo injusto, no podemos exigirle a
una pera las características de una barra
de pan. Interstellar, por más realista que
sea o fidedigna a bases científicas es, y
será siempre, una obra cinematográfica
y el cine, no lo olvidemos, es ficción. Tirar
a valorar. Su genio creador llevó al cineasta a escribir situaciones que, en
ocasiones, se instalaban en la fantasía,
como por ejemplo una de las escenas,
ya una vez superado el horizonte de
sucesos de Gargantúa, donde el protagonista no sólo alcanzaba, sino superaba, la velocidad de la luz. Por suerte,
Kip Thorne, uno de los científicos más
reputados de la actualidad, estaba detrás en todo momento e insistió a Nolan para que desistiera en su empeño
49
por rodar esa escena. A decir verdad, la
sola representación de esa idea pone
los pelos de punta, ya que fue el sueño
obsesivo que tuvo Albert Einstein cuando era un adolescente de dieciséis años
y fue precisamente esa circunstancia,
la de un hombre alcanzando un rayo de
luz, la idea que lo llevó a culminar su famosa Teoría de la Relatividad General.
Llegados a este punto cabe destacar la
cláusula que exigió Thorne para participar como asesor de la película, y fue
que ninguna de las hipótesis expuestas
en el argumento se alejara de principios
científicos reales; es decir, que por más
inverosímiles que pareciesen las propuestas, siempre hubiese algún científico capaz de creer en ellas. Y así fue, Kip
Thorne certifica que todas y cada una de
las escenas de Interstellar parten de una
base científica real, algo difícil de creer
desde la perspectiva del profano.
Tal fue la implicación de Thorne en
el proyecto, que se puso a trabajar con
todo su equipo para tratar de representar
un agujero negro en rotación, como lo
es Gargantúa, de forma tan real como
jamás había sido vista en el cine. En
mayo de 2013, se decidió que los gráficos
por ordenador de Interstellar serían
desarrollados por la empresa Double
Negative, propiedad de Paul Franklin. Los
responsables de que los gráficos fueran
físicamente correctos fueron Oliver James
y Eugénie von Tunzelmann. A partir de un
código en Mathematica escrito por Kip se
obtuvieron los gráficos fotorrealistas que
fueron renderizados con calidad IMAX y
que propiciaron la morfología icónica que
aparece en el film. Esta idea le llevó varios
meses de ecuaciones, así como largas
jornadas de procesos informáticos que no
sólo consiguieron su propósito, sino que
provocaron nuevos hallazgos científicos
que culminaron en dos artículos que
Kip publicó en dos de las revistas más
importantes en su género.
Y más todavía; Thorne escribió un
libro titulado The Science of Interstellar (W. W. Norton & Company, 2014), un
libro que lo salva de la quema inquisitoria por sus detractores, ya que en él
explica, punto por punto, cuándo hay
física de manual en la película, cuándo
dicha física se acerca a los límites establecidos y cuándo los rebasa, siempre
de manera factible. Aunque por sí sólo,
el libro sería insuficiente para el espectador científico y debería leer también
los artículos que Thorne ha escrito en
revistas especializadas durante cuarenta años.
En la propia película se manifiestan
ciertos factores que ayudarían a sortear ciertas críticas sin despeinarse. Por
ejemplo, algunas críticas manifiestan
que los planetas de Miller y Mann están iluminados como la Tierra, es decir,
como si tuviese relativamente cerca un
Sol como el nuestro. Cuando los perso-
najes de la película barajan la idea de
aterrizar en ellos hablan de una estrella
de neutrones «cercana», lo que podría
justificar esa luz ambiental; de hecho,
en el planeta de Miller el propio agujero
negro con su disco de acreción podría
ser una importante fuente lumínica,
y en el planeta de Mann, tanto el día
como la noche duran 67 horas y hace
frío, lo que explicaría una mayor órbita
y una mayor distancia a dicha fuente,
como también —en su caso— una menor velocidad de rotación..
También he leído que algunos tildan de imposible la cercanía de un planeta a un agujero negro, tal es el caso
del planeta de Miller. Por supuesto que
los planos de Nolan son muy cinematográficos y ello puede motivar el
equívoco. Es obvio que si la órbita del
planeta lo llevara en algún momento
a atravesar su disco de acreción, este
sería bombardeado violentamente por
una enorme energía desatada en varias
direcciones y la vida en él sería imposible, por tanto obviamos que su órbita lo
aleja de la situación vista en el famoso
plano. Por supuesto, con el tiempo, un
planeta en esas circunstancias estaría
condenado a ser absorbido por el agujero negro, además de no ser el lugar
más recomendable para vivir; pero estaríamos hablando posiblemente de
mucho tiempo, puesto que Gargantúa
es un cuerpo celeste en rotación.
Hay quien cree que los agujeros de
gusano existen realmente, pero la verdad es que de momento son entidades
hipotéticas, lo mismo que el taquión,
predichas en la Teoría de la Relatividad.
La idea de poder aparecer en un punto
lejano del Universo sin perder la vida recorriendo el camino, es sin duda aventurera y romántica, pero nada más lejos
de la realidad. Sería posible provocar un
agujero de gusano deformando el espacio-tiempo en una zona concreta, más
todavía ahora, que desde el año 2012 los
científicos del CERN descubrieron el Bosón de Higgs, la llamada «Partícula de
Dios» que podría explicar el proceso de
formación de la masa. Quizá esa posibilidad explique por qué aparece el agujero de gusano en la película justo cuando
las gentes de la Tierra lo necesitan. Y no
es casualidad que, una vez atravesado
el túnel de gusano o Bulk, lo que vendría
a suponer una gigantesca grieta que
une dos edificios diferentes, aparezcan
los personajes demasiado cerca de Gargantúa, ya que parece ser que los datos
y la información que necesitan en la Tierra se encuentran en la Singularidad que
existe en el corazón del agujero negro.
El tiempo que los personajes tardan
el llegar a Marte y después a Saturno es
también un tiempo basado en nuestra
tecnología real, aunque en el presente se
estén calculando y proyectando motores
cuánticos de propulsión que disminuirán
radicalmente esos tiempos de llegada.
¿Y qué decir de la coyuntura social
descrita en Interstellar? Donde los ingenieros son reconvertidos en granjeros
por la necesidad de alimento del mundo.
Un mundo que hace diez años colapsó y
en el que la propia Tierra se rebela contra el ser humano. Poco a poco van quedando menos alimentos que cultivar, tormentas de polvo, plagas, superpoblación,
las fuerzas de la naturaleza nos obligan
—por nuestra obstinación material por
tenerlo todo— a regresar a los tiempos
de las cavernas. Esta circunstancia no
es que sea posible, es que está predicha por el propio Hawking; en menos de
cien años no habrá recursos para todos,
los combustibles fósiles, los minerales,
el alimento, todo escaseará y debido a
«soluciones» ridículas como el fracking,
la situación empeorará drásticamente.
Por tanto, la idea de abandonar el planeta Tierra para perpetuar la especia no es
ningún disparate.
Hay un momento en la película, en
que se cuenta que, tras el colapso económico, social y moral del mundo, el gobierno de los Estados Unidos ordena a
la NASA bombardear pueblos hambrientos desde la estratosfera, algo a lo que la
51
NASA se niega y para evitar que la gente
se subleve contra la inversión económica
que su funcionamiento supone, deciden
seguir trabajando en secreto, clandestinamente, en un lugar alejado e inhóspito.
Nuestro presente es un caldo de cultivo
ideal para la conspiración, ya nadie confía
en nadie y toda traición es posible, incluso
sería viable que jamás hubiésemos pisado la Luna, pero los americanos lo hubiesen fingido con filmaciones para arrastrar
a sus competidores, los rusos, a la ruina.
Algo que narran en la película como argumento para reescribir los libros de historia.
Cuando las circunstancias se complican y uno se encuentra en apuros, nadie
duda que cualquiera pondría en marcha
todos los recursos a su alcance. En caso
de hecatombe mundial, las personas pobres y sin recursos son las primeras en
caer, lo cual no es ninguna novedad.
Otro de los aspectos de la película
que ha sido comentado con escepticismo, es el comportamiento psicótico del
doctor Mann interpretado por Matt Damon. Pocos justifican su drástico cambio
52
de conducta, a pesar de comprender sus
motivos de supervivencia, ya que parece transformarse en un perfecto villano
sin escrúpulos. Es tema de actualidad
el proyecto «Mars One» que pretende
llevar humanos a Marte a fin de arraigar
una colonia de 25 personas, sacrificando
para ello las primeras remesas, voluntarios condenados a morir en un periodo
de cinco años, ya que el ser humano no
es capaz de soportar la cantidad de radiación a la que estaría expuesto en tierras marcianas. Dicha radiación no sólo
puede ser mortal, sino que puede alterar
el genoma humano, puede reconfigurar
nuestra conducta y aptitudes desencadenando con ello trastornos de actividad
en distintas zonas del cerebro (cambio
de conciencia). Nadie sabe qué tipo de
radiación puede hacer mella en un ser
humano si este habita un planeta desconocido, ni cuáles podrían ser los cambios
derivados de esa exposición, por tanto, el
rol del doctor Mann también transita terrenos probables.
Einstein y Thorne en el Teseracto
Si podemos decir que Interstellar puede dividirse en tres partes, vida en la
tierra, vida en el espacio y viaje místico, la tercera es sin duda la que más ha
dado que hablar. El momento en que
Cooper decide separarse de la Endurance y arrojarse al interior del agujero
negro «acompañado» del robot dotado
con inteligencia artificial, es sin duda el
momento culminante de la película, ya
que todo lo que ocurre a partir de ahí
desata las dudas, la polémica e incluso
la incomprensión del espectador.
Para acercarnos a comprender lo
que proponen Nolan y Thorne, tenemos que considerar la Teoría de la Relatividad y la Física Cuántica; la primera
se hizo para analizar lo gigantesco, y la
segunda —por decirlo de algún modo—
fue concebida para estudiar lo más pequeño. Aunque cada una en su campo
funcione de forma independiente, todavía no se ha encontrado el vínculo que
las una; del resultado de esa pretensión
nace la Teoría de Supercuerdas.
La Teoría de Cuerdas postula que la
materia es un estado vibracional de la
energía; por tanto, no existe la materia,
sólo la energía, la cual va adquiriendo
una apariencia en una función adaptativa de la que se desconoce su pretensión. Esto es algo fácil de intuir si pensamos que en el momento de formación
del Universo no había más que energía,
es decir, no existía la madera, el hierro,
la carne. Por tanto, podemos sospechar
que seres, entidades, conciencias más
desarrolladas que nosotros, o simplemente que habiten otra coordenada
de este Universo —o de otro— podrían
ser incorpóreos, deformes o invisibles.
La geometría que conocemos es tal
debido a las fuerzas de la naturaleza ,
que en nuestro caso son cuatro: fuerza nuclear, fuerzas electromagnéticas
fuerte y débil y la gravedad; si dichas
fuerzas cambiasen de potencial, si se
añadieran otras fuerzas o se suprimiesen otras, «todo» tal y como lo conocemos, sería distinto. La gravedad es para
nosotros la fuerza más desconocida. Y,
según el argumento de Interstellar, la
gravedad es la única fuerza capaz de
atravesar dimensiones. Tomemos el espacio-tiempo de Einstein como la típica
representación de una manta cuadriculada; los cuerpos que pongamos sobre
dicha manta la deformarán hundiéndola según su peso y, por tanto, cualquier
cuerpo cercano que caiga en esa zona
hundida tenderá a acercarse al cuerpo
mayor. Ahora imaginemos que las fuerzas se componen de microcuerdas que
vagan de acá para allá, cuerdas abiertas, digamos, con forma de C; el concepto sencillo y fácil de comprender, es
que todas las fuerzas tienen esa forma
de microcuerda a escala cuántica, por
eso, en su discurrir, llega un momento en que quedan enganchadas en la
53
cuadrícula del espacio-tiempo, todas,
excepto la gravedad, cuya microcuerda
es cerrada y vaga libremente, incluso
cruzando dimensiones. Pero para poder viajar a otra dimensión deben existir otras dimensiones, y esa es otra de
las hipótesis que pronostica la Teoría
de Cuerdas, hasta un total de once dimensiones se prevé en sus ecuaciones.
Además de las cuatro dimensiones
conocidas, dicha teoría argumenta la
posibilidad real de la existencia de conceptos como Bulk (espacio más allá de
las tres dimensiones), el multiverso, los
universos brana o el llamado espacio
de Calabi-Yau.
Supuestamente tras el Big Bang, y
por causa de esa explosión (supuesto
contacto entre dos universos diferentes en paralelo), zonas del espacio en
tres dimensiones físicas, más el tiempo, solaparon otras zonas espaciales
que contienen esas seis dimensiones
desconocidas. Es decir, zonas del espacio se enrollaron y escondieron para
siempre esta maravilla de la naturaleza a la espera de que algún fenómeno,
como un agujero de gusano, permita
vislumbrar ese escenario. La existencia de universos en paralelo podría dar
sentido a la llamada «radiación de fondo», así como justificar la existencia de
los viajeros del tiempo.
Durante la película se insinúa en
varias ocasiones la posibilidad de que
unos seres que habitan más allá de
las dimensiones conocidas, son los
que de alguna manera están guiando
y ayudando a la raza humana. Por ello
las anomalías gravitacionales, por ello
aparece el agujero de gusano. P ero,
sobre todo, esta teoría culmina con la
escena del protagonista en el interior
del teseracto.
En teoría, aquello que sucede más
allá del horizonte de sucesos de cualquier agujero negro, nadie lo sabe, es
un misterio, por tanto nadie podría refutar cualquier afirmación en ese sentido.
Más allá de un horizonte de sucesos
54
se extiende un amplio limbo científico
que toda inteligencia intenta conocer.
Lo que parece claro es que, debido a la
cantidad de energía colapsada en ese
punto, las fuerzas de marea y velocidades que la materia puede alcanzar en
él (recordemos que los agujeros negros
son enormes aceleradores de partículas naturales) nada vivo puede sobrevivir a su absorción. El término espaguetización es utilizado en ciertos círculos
para representar ese despedazamiento
que sufriría algo físico sometido a tales
fuerzas. Por tanto, decir a secas que el
protagonista de Interstellar entra en un
agujero negro, sobrevive y sale, sería
algo más que fantástico.
Las supuestas entidades superiores quieren enseñar a Cooper que la
gravedad es manipulable y evitar con
ello la extinción de la raza humana.
Para ello, además del vínculo emocional que Cooper tiene con Murphy, su
hija, es necesaria una clase avanzada
de tecnología interdimensional. Es por
esto que antes de que el protagonista sea descuartizado en el interior del
agujero negro, es necesario que entre
en un recinto habilitado para su masterclass, un lugar llamado teseracto.
¿Por qué un teseracto? Además de
ser conocida esta figura por los amantes el universo Marvel en particular y
los enamorados de la ciencia ficción en
general, teseracto es un término acuñado en el Siglo XIX que posee cierto
uso en la geometría donde también es
conocido como hipercubo, figura que
se forma a partir de dos cubos tridimensionales unidos en uno sólo que
se desplaza en un cuarto eje dimensional, donde podemos catalogar al
primero «longitud», por otro lado al segundo «altura», y finalmente al tercero,
«profundidad». El teseracto, en un dado
espacio tetradimensional, es un cubo
de cuatro dimensiones espaciales, integrándose de 8 celdas cúbicas, de 24
caras cuadradas,16 vértices y 32 aristas.
Claro está, tomando en cuenta el desa-
rrollo del polinomio (x+2)n, donde el valor de «n» es equivalente al número de
dimensiones, que en este caso seria 4,
y «x» es el largo, ancho, alto, entre otros,
de la figura polidimensional, equilátera.
El teseracto es elegido por considerarse una figura geométrica desfasada en
el tiempo, en la que pueden confluir
varios tiempos simultáneamente; así,
Nolan concibe su analogía del mítico
monolito de Kubrick en la morfología
de una onírica biblioteca de babel. Si
Borges levantara la cabeza, encontraría
en esta puesta en escena que el imaginario ideal para representar esa hipotética bilblioteca eterna donde todo
libro susceptible de ser escrito existe,
otro aspecto que correlaciona la Biblioteca de Babel, con la Geometría, la
Teoría de Cuerdas y la Ley de Murphy,
tan mencionada en la película. Un simple cuadrado sería la representación de
un teseracto en dos dimensiones, su
evolución a una tercera dimensión sería el cubo, y así llegamos a una cuarta
dimensión física representada en la figura del teseracto.
Es incluso lógico incluir la figura del
teseracto una vez traspasado el horizonte
de sucesos, ya que tras esa hipotética barrera se esconden muchos de los secretos
mejor guardados de la naturaleza. Las leyes de la física se rompen en el interior de
un agujero negro, quizá por ello es la zona
adecuada para que los seres supradimensionales influyan sobre el protagonista.
Quizá sólo esa tesitura inestable de fuerzas y espacio-tiempo distorsionado sea la
más propicia para el contacto.
Nolan no explica qué ocurre exactamente con Cooper, si antes de llegar a la
Singularidad desnuda entra en el teseracto,
si atraviesa por completo el agujero negro
y es expulsado por su supuesto lado de expulsión, lo que entroncaría con la teoría de
los agujeros blancos, o si en todo momen-
55
to el protagonista es conducido por entidades superiores que salvan milagrosamente su vida justo al traspasar el horizonte de
sucesos e introduciéndolo en el teseracto.
Si las entidades superiores llegan a
apiadarse de su existencia, o son benévolas por algún motivo, subraya dicho hecho
la afirmación que hay en la película sobre el
amor como vínculo análogo a la gravedad.
Neo-romántica es la idea de Nolan,
volver al código MORSE, a los relojes
analógicos, al sencillo clasicismo de lo
primordial; los drones terminan siendo
estériles y ser granjero es lo único que garantiza el sustento alimenticio. Con toda
claridad, ese es otro de los mensajes de
esta película, ese regreso anacrónico a la
humildad ante la grandeza y peligrosidad
de cosas que nos superan, aunque quizá
sea cuestión de tiempo estar a la altura.
56
Sin duda, Nolan ha marcado un antes y un después en la ciencia ficción
con esta película.La perspectiva del
tiempo la colocará donde merece, quién
sabe si la velada historia de amor entre
Cooper y la doctora Brand pueda continuar en una segunda entrega, La colonia de seres humanos criogenizados en
el planeta de Edmunds invita a ello.
ALICE
TEXTO: MARTA MARTÍNEZ VELASCO
ILUSTRACIÓN: JUAN RAFFO
A
lice ocupaba sonriente su sitio en
el metrotren que la llevaba hasta su puesto de trabajo. Siempre
sentada en el mismo sitio. Siempre rodeada de la misma gente. Todos sonreían, pues era la primera norma «para
ser un Ciudadano Pleno».
Pero ese día era diferente. No había
nadie sentado frente a ella. Normalmente iba el señor Peter, un hombre
mayor, con el pelo blanco y sonrisa afable que la saludaba con una inclinación
de cabeza, antes de continuar mirando
por la ventana.
«¿Dónde estaba el señor Peter?» se
preguntó Alice, perdiendo la concentración y la sonrisa.
Por primera vez el «Vigilante-Sonrisa» le dio una advertencia: «Recuerda,
Ciudadana Plena Alice, un trabajador feliz es más productivo». Su sonrisa volvió
a ser plena, amplia y redonda. Pero cada
vez que miraba el asiento vacío del señor
Peter notaba que las comisuras de los
labios perdían fuerza, así que se puso a
mirar por la ventana; si volvían a amonestarla la impondrían 3h de trabajo extra.
Alice trabajaba en el sector alimentario, convirtiendo un montón de moléculas en algo que parecía comida. El sabor, el olor, la forma, todo era mentira; un
cúmulo de química orgánica (¿?). Ella se
encargaba de que los filetes de carne tuvieran el aspecto que se suponía debían
tener, aunque, claro, ella nunca había
visto un filete autentico. Sólo los ciudadanos de primer nivel tenían acceso a la
carne de verdad (y aún así ella tenía sus
dudas de que fuera «de verdad»).
Se suponía que había granjas lejos
de las «Polix» donde se criaban los animales y se plantaban las verduras y frutas que comían los Ciudadanos de Primer Nivel. Los transportistas llevaban
camiones cargados a los centros de
distribución, pero nunca tenían acceso
a nada y allí era todo automático. Por
un lado entraba la carga y los animales
vivos y por otro salía todo perfectamente embalado. Las partes más nobles de
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los animales se mandaban a las casas
de los Ciudadanos de Primer Nivel (políticos, ricos, etc) y las menos nobles a
los cuarteles para el rancho de los soldados. «Nuestros soldados nos defienden, deben estar fuertes para contener
al enemigo» decían las agencias propagandísticas. De lo que nadie estaba
seguro es «quién era el enemigo».
Alice estaba diseñando una nueva
forma para los filetes, pues las encuestas decían que el «Filete S64» no era
tan atractivo para el consumidor como
su versión anterior.
«¿Cómo diablos voy a diseñar un
filete con una forma más atractiva?»
pensaba Alice con el lápiz digital en la
mano mientras miraba una foto de una
cordillera montañosa que había detrás
de su monitor.
—¿Algún problema ciudadana Alice? —preguntó el señor Whitenor poniéndole una mano en el hombro. Aquello hizo que Alice se envarase
—No señor Whitenor, estaba buscando algo de inspiración par la nueva
forma del filete de vacuno.
—Bien, bien, siga así.
Whitenor rozó deliberadamente con
su pulgar la parte desnuda de la nuca
de Alice, que de se levantó de un salto
y se fue, sin mirarle, al baño.
Coria, la mejor amiga (o lo más parecido) de Alice, había visto lo ocurrido y un par
de minutos después ella también se fue al
baño, donde encontró a Alice vomitando.
—¿Alice, te encuentras bien? —Preguntó Coria
—Dame un minuto, quieres… Para
que se me serene un poco el estómago.
Unos segundos después Alice salía
del cubículo y abría el grifo para lavarse
la cara.
—¿Por qué no pides el traslado?
—Ya lo he hecho —respondió Alice—,
cinco veces, pero él no deja que me vaya.
—Denúnciale
—¿Por darme una palmadita en el
hombro? Porque eso es lo que él dirá.
No serviría de nada.
Coria decidió guardar silencio mientras su amiga terminaba de asearse y salieron del baño para volver a sus mesas.
El señor Whitenor observaba a Alice
desde su despacho, siempre la miraba
trabajar. Era un hombre alto de unos 50
años y con el pelo canoso, pero se cuidaba mucho y le encantaba el sushi de
atún sintético (aunque, bien pensado,
todo lo era).
Siempre la estaba controlando; al
entrar, al salir, a la hora de la comida,
como una serpiente que estudia a su
presa antes de enroscarse y devorarla.
Él deseaba que fuera suya, pero el Estado ya le había adjudicado una esposa.
«El Estado vela por ti» decía el Estatuto del Ciudadano Pleno; lo que no
decía es que también velaba por sí.
El Estado buscaba las mejores
uniones según sus necesidades. Cuando necesitaba soldados, unía a la gente
por sus características físicas; cuando
necesitaba cerebros, los unía por sus
características mentales, pero en general todo estaba bien equilibrado.
Las escasas uniones «extra estatales» acababan con la muerte de los
cónyuges o con la auto expulsión de
las «Polix». Se convertían en parias.
Alice sabía que el señor Whitenor
la deseaba; con frecuencia la invitaba
a un local de intercambio donde era
«permitido» el adulterio y la homosexualidad (femenina y masculina), pero
ella siempre declinaba la invitación, primero porque aún no se le había asignado marido (y no estaba permitido entrar
sin pareja asignada) y segundo porque
el simple hecho de que aquel hombre la
tocara, le producía nauseas.
Se rumoreaba que el señor Whitenor era el hijo de un político caído en
desgracia y que por eso no había llegado a ser Ciudadano de Primer Nivel.
Pero gracias a ello había obtenido un
alto cargo en la Empresa del Estado.
La vuelta a casa en el metrotren no
fue mucho mejor. El asiento del señor
Peter volvía a estar vacío. Intentó no
volver a pensar en él hasta que llegó a
casa, donde se pudo relajar.
Se suponía que la vivienda era un
«entorno privado», pero todo el mundo
sabía que no era así. Se miró en el espejo de la entrada, donde cada mañana ponía su mejor sonrisa, se preguntó
quien estaría observándola en aquel
momento y comenzó a llorar, porque
sabía lo que le había pasado al señor
Peter. Era muy mayor y con toda seguridad le habían jubilado; cuando no puedes producir (porque eres demasiado
joven o demasiado viejo) significa que
eres un Ciudadano de Tercer Nivel y
que de poco sirves y eso también le pasaría a ella, cuando el Estado le hubiera arrebatado todo su potencial como
trabajadora, cuando ya no pudiera procrear más hijos, cuando fuera un trasto
roto y viejo para almacenarlo en viejos
edificios decrépitos. Y siguió llorando
un rato sin siquiera quitarse el abrigo.
Cuando se calmó decidió salir a dar
un paseo. Desde su bloque de apartamentos fue a la Zona de Ocio de su barrio y al rato llegó al «BarHaya», un bar
donde solía ir, se sentó en un taburete y
pidió una cerveza de arroz (sintético, evidentemente; en aquella cerveza no había ni un solo grano de arroz de verdad).
—Hola ciudadana Alice, ¿qué te trae
de nuevo por mi bar? —Preguntó Clem,
el camarero siempre sonriente, poniendo la cerveza delante de ella.
Había pocos trabajos que se pudieran hacer fuera de la Empresa del
Estado. Uno de ellos era tener un bar.
Los bares de las «Polix» pagaban al
Estado, compraban sus productos y le
daban algo de «libertad» a la gente que
estaba en ellos, en el fondo eran como
pequeños coladeros de cosas ilegales;
mantenían vivo, por así decirlo, el tejido
sintético de la sociedad.
En la holovisión había un partido de
futbol (cada barrio de las «Polix» tenía
su propio equipo) y un grupo de obreros bebían y animaban a su equipo. Alice les miró durante un instante y deseó
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no preocuparse tanto por las cosas que
la rodeaban.
—Necesito algo fuerte —le dijo a
Clem volviéndose para mirarle.
—Hum… ¿has estado llorando? —
Preguntó él muy serio. Echó un vistazo
a su alrededor y apoyó el codo en la barra, aproximándose a Alice, para que la
conversación fuera más privada.
—Alice, recuerda que la última vez
que «tomaste algo fuerte» perdiste 4
días de memoria.
—Sólo necesito perder uno. Hoy ha
sido un día de perros y llevo todo el día con
algo metido en la cabeza. Necesito sacarlo.
—¿No te vendría mejor contármelo?
—El hombre que se sienta frente a mí
en el metrotren ha debido ser jubilado
—¿Y? —Preguntó el camarero con
cara de sorpresa— Jubilan a gente todos los días
El grupo de obreros empezó a gritar. Su
equipo había marcado un gol y un par de
ellos fueron a la barra a por más cerveza.
—Continúa cariño. —Dijo Clem
cuando se hubieron sentando.
—Me he puesto a pensar qué habrá
sido del señor Peter.
—¿El hombre del tren?
Alice asintió.
—Y luego Whitenor ha vuelto a ponerse «cariñoso»… —Continuó Alice— Necesito olvidar toda la mierda de hoy, volver
a ser feliz con mi trabajo, mi casa, mi girasol de plástico, ahora no dejo de preguntarme qué me acecha detrás del espejo.
—Mientras no persigas conejos
blancos…
Alice le miró con cara de no entender
—Olvídalo, un cuento de cuando era
niño. Estas bien jodida amiga, a todos
nos pasa tarde o temprano. Mira —dijo
acercándose aún más a Alice y pasando la mano ahuecada por la barra— voy
a darte lo que necesitas.
Clem levantó ligeramente la mano y
Alice pudo ver que tenía un frasquito verde brillante. Con toda la calma del mundo
puso su mano sobre la de Clem, que rápidamente soltó el frasquito y quitó la mano.
60
—Vete a casa y acuéstate temprano.
—¿Qué te debo Clem?
—Pequeña, casi, me conformaría
con que supieses volver.
Aquello asustó a Alice, pero Clem
cambió de tema antes de que ella tuviera tiempo de replicarle
—¿Aún no te han asignado compañero?
—No, pero creo que no tardaran mucho en notificármelo. —Respondió Alice.
—Espero que tengas suerte. Te evitarías muchos problemas —dijo guiñándole un ojo.
Alice le dio un beso en la mejilla y
se bajó del taburete. Salió del bar en
dirección a su casa. Estaba decidida a
olvidar todo aquello que la estaba haciendo sufrir. Al señor Peter, al Estatuto del Ciudadano Pleno, al «Vigilante-Sonrisa», al señor Whitenor… Pronto
aquella desagradable comezón que
sentía detrás de los ojos desaparecería.
Cuando llegó a casa se puso ropa cómoda, oscureció los cristales y preparó la
CASONE (Cadena de Sonido Neuronal)
cerca de la cama. Se colocó las agujas en
los receptores y enchufó el cable detrás
de su oreja derecha. Según el temporizador había 20 minutos de música líquida
en el frasco. Debía ser muy potente si duraba tan poco. Se tumbó en la cama, le
dio al play y cerró los ojos.
Todo se volvió negro y silencioso, se
sentía ingrávida; pensó que quizás el
aparato se hubiera estropeado. Intentó
moverse para apagar el aparato, pero
no pudo, eso significaba que el CASONE estaba funcionando bien.
Y un pequeño punto de luz empezó
a parpadear lentamente, pero cada vez
con más intensidad. También fue consciente de una vibración que resonaba
por todo su cuerpo cada vez más fuerte,
al mismo ritmo que crecía la intensidad
del punto. Cada vez más y más intenso,
hasta que estalló. Su cuerpo se rompió
en mil pedazos, como pequeños destellos que caían con un ligero tintineo.
Alice se vio tendida boca arriba, a
merced de las chispas que poco a poco
se posaban sobre ella, rozándole la piel,
produciendo como una breve descarga
que la hacían estremecer con un momento de dolor-placer.
Más y más chispas caían sobre ella,
al mismo tiempo que las descargas,
haciendo que su cuerpo empezara a
derretirse y gotear, como la cera de una
vela. Hasta la última gota.
Cada gota formaba pequeñas ondas, que poco a poco se transformaban
en olas gigantescas. Y entre aquellas
olas un barquito de papel, con Alice
fuertemente agarrada de su vela-triángulo. Cada subida ejercía una fuerte
presión sobre ella, haciendo su cuerpo
más pesado; con cada bajada un escalofrío le recorría de abajo hacia arriba,
haciendo que se volviera ligera como
una pluma. Las olas aumentaron en
cantidad e intensidad, hasta que casi
se sintió desfallecer... Y como vinieron,
se fueron, dejándola varada en una especie de playa luminosa.
Se bajó del barquito, que rápidamente volvió a hacerse a la mar. Unas huellas llamaron la atención de Alice, que
comenzó a seguirlas. Un poco más a
delante, una misteriosa figura caminaba
a buen ritmo. Alice tuvo que correr para
alcanzarlo y en el momento en el que le
rozó, estalló en una burbuja de luz.
Volvía a estar en su casa, pero a la
vez no lo era. No había colores, todo era
gris, hasta su piel lo era. Tocó la mesa y
le supo amargo; dio unos pasos y olió
jazmín. Con una mano rozó la otra y
oyó cascabeles. Se desvistió creando
una sinfonía de olores, sabores y sonidos que sus sentidos a penas podían
asimilar... pero no había colores. Abrió
la nevera y encontró una pequeña ciruela verde, que también emitía un leve
destello. La cogió entre sus manos y
olió a rosas; suavemente la mordió y
todo se volvió un éxtasis para los sentidos, colores, olores, sabores, sonidos y
sensaciones de todo tipo, como nunca
antes... Y el hombre de la playa apareció
ante ella.
Ahora podía verle bien; era alto,
con el pelo negro y corto, sus ojos eran
de un potente verde y muy cálidos; su
mandíbula era cuadrada, pero su rostro
no resultaba duro. Todo él era atlético,
sin parecer un saco de músculos.
Levantó sus manos y delicadamente cogió el rostro de Alice, acercándolo
al suyo hasta unos pocos centímetros.
En ese momento pronunció una única
palabra con una voz profunda que hizo
que sus entrañas se estremecieran.
—Recuerdame.
Y la besó...
20 minutos después de encender
el programa, Alice se desconectó del
CASONE, casi como una autómata;
apenas podía abrir los ojos, se sentía
agotada. No se molestó en guardar las
agujas y los cables; apartó hacia un
lado toda la parafernalia, atenuó la oscuridad de las ventanas y apagó la luz.
Fuera llovía. A través de la ventana se
veían las ráfagas de lluvia, cuyo susurro
la amodorraron aún más.
La ropa comenzó a molestarla y se la
quitó, aquello solía pasarle después de
la sesión con el CASONE. En el fondo a
Alice le gustaba dormir desnuda. El tacto de su piel era lo más real que poseía y,
aún así, no estaba del todo segura.
En la calle comenzó a llover más
fuerte. Sin darse cuenta comenzó a
acariciarse el vientre; sentía su piel
suave y caliente. Siguió subiendo hasta sus pechos, acariciando los pezones
hasta que se le pusieron duros y después bajó hasta su sexo que ya estaba
húmedo. Normalmente la gente usaba
estimuladores externos o vibradores,
pero ella no, aquello era puramente
suyo. El orgasmo vino rápidamente y
tras ese breve, pero intenso momento
de conexión con el universo, cayó en un
sueño profundo y tranquilo.
A la mañana siguiente se despertó
muy relajada. Se dio una ducha rápida
y se fue a trabajar. En el metrotren no le
costó mantener la sonrisa; ahora delante de ella se sentaba una chica pelirroja,
61
con la cara llena de pecas, que leía una
revista rosa. Ni siquiera se inmutó con
un comentario de su jefe; simplemente
lo ignoró y siguió con sus filetes.
A la hora de la comida se sentó sola
en una mesa hasta que Coria se sentó
con ella.
—Hola, ¿qué tal estás hoy?
Alice se giró a mirarla, pero no le
respondió, simplemente sonrió y volvió
a mirar a ninguna parte en concreto.
—Alice, ¿estás bien?
Alice asintió mientras observaba
una nube pintada en el techo. Coria la
miró extrañada hasta que se dio cuenta
de lo que pasaba.
—¿Qué has tomado? —preguntó
acercándose tanto como pudo.
—No lo sé… y ahora que lo pienso
tampoco se quién eres tú…
—Soy tu amiga Coria —Respondió
automáticamente, como si aquello fuera lo más normal del mundo. —Acompáñame Alice, vamos al examinador.
—Estoy bien Coria, me siento bien.
Sólo recuerdo que necesitaba olvidar.
«Ciudadana Alice —chilló el altavoz
de la cantina— acuda a la entrada sur»
Alice se levantó pesadamente e
hizo lo que se le ordenó. Un agente del
gobierno le esperaba sonriente y ella le
estrechó con poco entusiasmo la mano
que él le tendió.
—Felicidades ciudadana Alice, le
hemos asignado un compañero. Le
presento al ciudadano Liam.
Alice miró donde le señalaba el funcionario y le vio. Era el hombre de su visión, hasta los ojos verde intenso.
—Hola ciudadana Alice. —Hasta la
voz de Liam era como en su visión, produciéndole el mismo efecto.
—Yo... —empezó a decir Alice— sólo
necesitaba olvidar.
62
EMPALME EN LA
CINTA DE MOEBIUS
Texto: Víctor Conde
Ilustración: Azramari
63
E
l panel con el mensaje electrónico
titilaba como una aurora primero roja, luego verde, luego azul. El
mensaje se repetía en cuatro idiomas,
pero era siempre el mismo:
CONTROL DE LA CINTA ACTIVADO
MÁQUINA DE TRASLADO TEMPORAL
EN FUNCIONAMIENTO
NO CRUZAR LA LÍNEA AMARILLA
No cruzar la línea. Para Tradi Lebenev el
aviso llegaba cuatro años tarde, los mismos que había pasado encerrada en el
corredor de la muerte. Contando los minutos que faltaban hasta que un juez
anónimo decidiera suministrarle una
dosis de radiación letal, o la mandara a
través de la cinta a otro lugar y tiempo
desconocido, lo que venía a ser lo mismo.
Tradi era una mujer circunspecta.
Los orígenes y los primeros pasos de
su vida sólo los conocía ella, y tal vez
una cantidad no demasiado elevada de
amantes que, cada uno a su tiempo y
en su forma particular, le habían roto el
corazón. La Tradi que ahora avanzaba
por el pasillo de la agencia temporal,
encadenada, vestida con un mono a
cuadros que la identificaba como recién salida del postoperatorio, se parecía muy poco a la amazona rebelde
que había abandonado el orfanato para
coger la vida por los cuernos. Y cuando
decía que la diferencia era grande, se
refería a algo radical.
Se miró las manos. Su preciosa tez
negra, ese tono con aire a café tostado
que casi desprendía un aroma, había
mudado en un blanco pálido, enfermizo, muy norteño. Su extraordinaria
melena rizada, que muchos hombres
habían aferrado mientras la poseían
como a una esclava, se había metamorfoseado en tirabuzones largos y crespos, tan endebles que se desprendían
con el mero hecho de sacudir la cabeza.
Ni siquiera su peso correspondía: la habían hecho engordar quince kilos, y lo
notaba al andar.
64
Anadeando como un pato, llegó
hasta la oficina del inspector, su última
escala antes de la máquina. Antes de lo
desconocido.
Su escolta tamborileó con los dedos en la puerta. Un parco adelante los
invitó a pasar.
Era la segunda (y última) vez que
vería al inspector Martin Katzchaturian.
Se trataba de un hombre seguro de sí
mismo, satisfecho de su trabajo y de su
posición en el mundo; sin duda némesis en otra vida de la propia Tradi. Tenía
la cabeza en forma de melón aplastado,
con una barbilla que se apoyaba en el
pecho al parecer sin necesidad de cuello. En cuanto vio entrar a la convicta,
despidió al guardia y la saludó con una
sonrisa de vendedor de enciclopedias.
—Prisionera dos nueve seis uno.
Eso es lo que pone su historial. Pero yo
prefiero llamarla por su nombre de pila,
si no la molesta. ¿Puedo tutearla?
Tradi permaneció de pie junto a la
silla. El inspector la invitó a sentarse,
pero ella no hizo ningún movimiento.
—Dice la Ley que ahora debo leerle su carta de derechos, incluidos los
que le han sido negados por el Tratado de Nazareth y bla bla bla, pero sería
un procedimiento largo y aburrido. —
Amontonó sus papeles en una esquina
de la mesa y se encendió un pitillo—.
Bien, Tradi. Sabes lo que te espera ahí
fuera, ¿verdad?
—No.
La respuesta fue sólo un susurro,
una fuga de aire por el cerco de los
dientes. Martin frunció el ceño.
—¿No? ¿Ni siquiera te han dicho a
quién has de suplantar? —Sacudió la
cabeza—. Estas cosas son las que me
ponen enfermo. Los de la sección tres
ni siquiera tienen la delicadeza de hacer bien su trabajo.
Rebuscó entre sus papeles. Tradi
miró de reojo la silla: su revestimiento
acolchado prometía relajación infinita
para el dolor de sus piernas, pero no
quería darle el gusto a aquel funciona-
rio de verla disfrutar de su hospitalidad.
Katzchaturian localizó un documento con la foto de una mujer a la que
Tradi no había visto nunca, pero que
ahora era virtualmente idéntica a ella.
—¿Has oído hablar alguna vez de
Augusta Ada Byron, chiquilla?
La prisionera negó con la cabeza.
—Desarrolló hace siglos los procedimientos lógicos en los que se basaron los primeros ordenadores, y por
extrapolación los que usamos hoy en
día en toda nuestra tecnología. Tenía
un cerebro brillante y un cargo social
a la altura: una condesa, nada menos.
—Acercó la foto a su cara para distinguir mejor los detalles—. Fue una gran
mujer, pero lo fue por poco tiempo. Murió con el apellido Lovelace en 1852, a
los treinta y seis años, después de que
el cáncer le hiciera padecer una larga
agonía. Demasiado joven, o eso opina
el comité.
—A Dios le gusta llevarse rápido a
algunas personas.
—Es cierto. En mi tierra tenemos mil
aforismos populares para eso. ¿Sabías
que hay mucha gente que aún sigue
pensando que el tiempo y el espacio
son propiedad de las divinidades, y que
deberíamos pagar de alguna manera por su uso? —Encogió sus peludas
cejas—. Lo dicen porque no son ellos
quienes tienen el poder para alterar la
cinta, claro.
—¿Puedo preguntar algo, señor?
—Adelante; y por favor, deja a un lado
las formalidades. Estamos entre amigos.
Los ojos de Tradi chispearon de coraje.
—¿Por qué van a recuperar a esa
mujer? ¿Tan importante es que merece
la pena sacrificarme a mí por ella?
—Sí —contestó el inspector, y no
lo dijo con malicia ni con actitud despreciativa, sino como quien constata
una verdad que está más allá de toda
discusión—. Usted no es nadie, señora
Lebenev. Una asesina convicta sin pasado ni futuro. Un desecho social. Ada
Byron posee uno de los cerebros más
brillantes que ha dado la humanidad, y
es nuestro deber protegerlo. La traeremos para que viva cómodamente hasta
haber cumplido el siglo, como hemos
hecho con Einstein, Kepler, Mozart y
otros grandes de la Historia.
—No sé quiénes son esos señores.
Pero usted habla de ella en presente,
como si ya estuviera aquí.
Martin suavizó el tono de voz.
—En lo que a ti respecta, Tradi, eso
es exactamente lo que está sucediendo.
La hizo firmar unos papeles y abandonaron el despacho. El panel electrónico volvió a cambiar. Esta vez su mensaje era más técnico. Mostraba datos
sobre el complejo proceso de alteración temporal que los científicos estaban a punto de llevar a cabo:
Alineación del segmento de la cinta
en curso. Coordenadas del periápside
(extremo cercano): laboratorio Gersen /
Wielman. Coordenadas del apoápside
(extremo lejano): posición de la Tierra
en agosto de 1852, a 224.900.571 kilómetros del periápside.
Prisionera entrando en área de seguridad. Por favor, permanezcan en sus
puestos.
La puerta blindada se abrió con un
chasquido. Tradi iba escoltada por cuatro guardias armados más el inspector.
Cuando entraron en el recinto, muchos
cuellos se giraron.
La joven contuvo la respiración.
Allí estaba la máquina, alzada en
toda su majestuosidad como un mamut
de seis patas. Era un engendro que la
gente admiraba por lo que podía hacer,
más que por su aspecto real. Tradi sintió
un escalofrío al pensar en la cantidad de
desdichados que habían cruzado sus
arcos de titanio, sus luces estroboscópicas, sus paneles de abejas tallados
en una materia cristalina desconocida,
para viajar en su vientre a lugares remotos; un dragón que surcaba una y otra
vez los océanos del tiempo llevando
hombres en sus células de metal. Con
un sencillo gesto de su operador, aque-
65
lla monstruosidad detendría la caída del
sol en el cielo, haría que los pájaros aleteasen al revés, retornaría los conejos
a sus chisteras; revertiría el flujo de las
mareas hasta vaciar los océanos, y no
se detendría hasta depositarla en otro
tiempo más oscuro y terrible. Más despiadado si cabe que aquel en el que los
hombres condenaban a sus semejantes
a nunca haber existido.
—Por Dios... —murmuró Tradi—.
¿Eso es la cinta?
El inspector la liberó de sus grilletes.
—La cinta no es la máquina, Tradi.
Así es como llamamos al sumatorio
de todas las líneas temporales que podrían ser alteradas por lo que estamos
haciendo. Es demasiado complejo para
ti, así que no intentes entenderlo. —Señaló al dragón—. Piensa en ese cacharro como el cadillac que va a llevarte a
un lugar donde serás útil para la humanidad, por primera vez en tu vida.
Ante la mirada de docenas de desconocidos, mudaron su ropa por otra de
época, despeinaron su cabellera, quemaron su dedo índice para simular una cicatriz de infancia, y la condujeron al gran
arco de titanio. El umbral de una puerta
que sólo podía ser cruzada en un sentido.
Martin se ocupó de colocar un brillante aro de plata en la cabeza de la
mujer. Era el paso final, el lavado de
cerebro que la sumiría en un estado de
amnesia, imposibilitándola para comunicar nada que pudiera alterar la historia a las personas que habitaban el
siglo diecinueve. La amnesia era pasajera, o eso decían algunos, pero ella no
dispondría de tiempo para que pasasen
los efectos: la iban a trasladar a un momento concienzudamente estudiado
para que no pudiera causar problemas,
horas o minutos antes del fallecimiento
de la Ada real.
—Adiós, Tradi. Nuestra conversación
ha sido grata —se despidió Martin—.
Dale saludos a la historia de mi parte.
—Que te jodan —fue la respuesta de
Tradi, y el aro funcionó.
66
La noche había caído sobre Heywood
Hills; una noche oscura y aterciopelada,
sin luna. El lago colindante a la mansión
despedía una irisación ambarina muy sutil. Por todas partes se apreciaba una suave luz sin sombras, enriquecida por mudos
matices de colores fantasmales. Procedía
de los faroles que custodiaban el cenador
donde reposaba Ada Byron Lovelace, pálida y demacrada, un fantasma en espera
de un milagro que se resistía en llegar.
Su médico, un hombre de generosa
circunferencia, no entendía sus caprichos de mujer enferma: Ada se había
vestido con un fantástico traje bordado
por su prima Carol, adornado con incontables adminículos metálicos.
—Las estrellas brillan, Charles —susurró la mujer—. ¿O soy yo? ¿Brillo yo
en su lugar?
—Sois como una constelación llena
de hermosura, lady Lovelace. No hay
nada en el cielo esta noche que amortigüe vuestro fulgor.
—Qué adulador —sonrió de mala
gana—. Pero las estrellas despiden
una luz que no basta para iluminarme.
Quiero leer, Charles.
—Vuestros ojos ya no soportan ese
esfuerzo, milady.
—¡Al cuerno con mis ojos! —estalló Ada, arrojándole una polvera que
el hombre esquivó con facilidad—. Yo
decidiré a qué tienen que dedicarse en
mi última hora. ¿Para qué los voy a reservar? Debo decirles lo que tienen que
ver, y cuándo. Ahora, por ejemplo...
Ada se levantó. El médico intentó
convencerla para que volviera al diván,
pero fue inútil. La mujer se separó de él
e hizo un gesto hacia los árboles que
bordeaban el lago.
—Allí —decretó—. Allí quiero ver
ahora... un bajel celestial. Un barco que
me llevará por encima de las nubes,
hasta los reinos sin mácula poblados
de ángeles y... —La frenó una idea repentina—: ¡Charles! Acabo de descubrir
una cosa terrible. Un secreto que los
seres humanos tenemos prohibido conocer sobre el más allá.
El doctor asintió perezosamente.
—Lo que vos digáis, señora, pero ahora...
—¿Cuál debe ser el año cero, Charles?
—¿Cómo?
Ada levantó los brazos y Orión apareció en sus axilas.
—¿No crees que el dogma sin sustancia de un culto religioso resulta inapropiado para fijar el calendario? Debemos constituir una nueva cronología
del hombre moderno. En lugar de un
hecho histórico, el pistoletazo de salida
lo dará un cálculo matemático. —Hizo
cuentas con los dedos—. A ver... si dividimos la distancia a la que se encuentra el horizonte de un observador dado,
por la temperatura a la que los elementos pierden su magnetismo... uhm.
—Madame, por favor, vuelva a la silla antes de que se caiga. Me está poniendo nervioso.
—¡3019! ¡Ésa es la nueva fecha cero!
El médico se armó de paciencia.
—Está bien. Dejaré escrita una carta
a la sociedad astronómica para que, en
cuanto llegue el tres mil diecinueve, lo
decreten año cero de la nueva era.
—No seas ingenuo, Charlie. —Ada
rió distendidamente, sus pies descalzos rozando el agua—. Podemos usar
el calendario chino como punto de partida. Siempre me ha parecido más elegante que el cristiano, con todos esos
evos con nombres de animales...
De repente, Ada se paralizó. Un acceso de terror sacudió el pecho de su médico, quien por un instante pensó que iba a
caer fulminada. Pero tras unos segundos,
la mujer se volvió y declaró solemne:
—Van a venir a buscarme, Charles.
—¿Quiénes, señora?
Ada hizo un gesto con sus brazos
llenos de reflejos. Osa menor y Perseo.
—Ellos. Y yo les voy a legar algo,
para que puedan hacerlo. Voy a escribir
un teorema en un papel, para que sea la
barca que los traiga de vuelta hasta mí.
—Estáis delirando, señora...
—¿Recuerdas el primer tratado sobre la bóveda celeste? Se llamaba Uranometría, y lo escribió un tipo llamado
Hevelius. Siempre me cayó bien. Tenía
un apellido curioso.
Danzó aproximándose al bosque.
La isla de luz del cenador quedaba más
lejos a cada paso, y las sombras aterciopeladas lo cubrían todo.
De repente, Ada se acuclilló y se
echó a llorar.
—¡Por Dios! ¡He tenido una pesadilla!
Charles se alongó hacia ella, tratando
de no hundir sus zapatos en el lago, pero
no la alcanzaba. En su tono de voz cada
vez se hacía más patente el disgusto.
—¿Con qué habéis soñado, milady?
—Creo que los hombres del futuro
son malos, Charlie.
—Hay hombres malos en todas las
épocas.
Ada sintió un escalofrío.
—Pero no como estos. Estos vienen
a por mí. He soñado con un lazo, un círculo de seda que se empalma sobre sí
mismo, porque alguien hace un nudo
donde no debería.
Alzó la vista hacia el bosque. Su
oscuridad contenía algo que no sabía
explicar, como si poseyera ojos que la
mirasen desde dentro.
—Estoy a punto de morir, Charles.
Y dicho esto se desplomó.
Vencido su temor al agua, el médico hundió su elegante calzado hasta
los tobillos y sacó a la mujer. La llevó en
brazos hasta el cenador tras comprobar
que sólo se había desmayado. De todos
modos, su pulso era casi inexistente.
Iba siendo hora de avisar al sacerdote. Ya no había nada que la ciencia
pudiera hacer por ella.
Ada expulsó aire. Quería hablar, pronunciar sus últimas palabras. Charles trató de convencerla de que las ahorrara para
la religión, pero ella se mostró inflexible.
Atrayéndolo hasta que la oreja del
médico rozó su boca, le susurró imágenes que había visto en sueños.
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Minutos después, lo único que quedaba de la condesa era una carcasa vacía. Su espíritu había partido con destino
incierto, pese a los esfuerzos de los hombres de ciencia y de fe por encauzarlo.
Charles habló con la familia y soportó muchos lloros. Estuvo toda la noche
velando el cuerpo junto a la presumida
de Carol y la engreída de la criada, el sabiondo de su mentor y sus extravagantes camaradas, una cosecha de amistades que ninguna familia decente habría
dejado pasar del recibidor.
Terminada la ceremonia, y una vez
el alba comenzaba a radiar sus primeras luces, el cansado doctor se aproximó al lago. No quedaba nadie en el
jardín, pero él se sintió impelido a dedicarle unos minutos a las últimas palabras de Ada. Sus delirios de muerte.
¿A qué venían aquellos desvaríos
sobre el futuro? ¿Eran acaso las personas que según ella vendrían a buscarla
una metáfora sobre la mitología cristiana? ¿Esperaba realmente Ada que los
cielos se abrieran y los ángeles bajaran
en persona a por ella, para llevársela a
un mundo más feliz?
Charles sabía que Ada no había
incluido sus notas en su testamento.
Tenía docenas de libros garabateados
en su buhardilla, llenos de fórmulas
matemáticas y anotaciones sin sentido. Tienen lógica, afirmaba ella con
rotundidad, pero ni Charles ni sus allegados supieron verla. De todas formas,
aquellos garabatos constituían el testamento de una mujer sin lugar a dudas
brillante, así que él en persona se encargaría de llevarlos a alguna imprenta
que pusiera un poco de orden y pulcritud en su legado.
Pero había una cosa que no entendía.
Ada le había dicho algo sobre un aro.
Una máquina que no había llegado a
funcionar del todo. Sueños de una mente enferma, desde luego, pero la intensidad con que lo había advertido bastó
para ponerle nervioso: alguien había cometido un error, un terrible error, y ella
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se lo iba a hacer pagar. Un simple signo cambiado de lugar, había dicho. Una
corrección de última hora en las notas
de ese lenguaje lógico que había inventado, una bomba camuflada que viajaría
hasta el futuro en manos de sus cronistas. Ese signo que había cambiado de
polaridad en el último minuto provocaría
un efecto en cascada que traería consecuencias imprevisibles.
La propia Ada no supo en ningún
momento por qué lo había hecho, pero
algo en su subconsciente lo sabía: le
habían hecho algo malo, sólo que no
podía recordarlo. Por eso, antes de morir les gastaría una pequeña broma.
Una broma inocente, tan solo un dígito colocado erróneamente que alguien
sin duda se encargaría de rectificar. Al
fin y al cabo, ella no era la única que entendía sus propias ecuaciones.
Charles tiró el cigarro a medio consumir al lago. No le gustaba el sabor que tenía el tabaco esa noche. Incluso su humo
se elevaba oblicuo en un aire inmóvil, culebreando en signos de interrogación.
Una máquina que no llegó a funcionar bien. Un lazo infinito empalmado
sobre sí mismo.
Encogido de hombros, decidió olvidar tan escabroso asunto. Volvería a la
casa, a ese bourbon tan milagroso que...
Un ruido provino de la foresta. Un
tronar suave, reverberante, como la pisada de algo muy pesado que hubiese
aplastado la madriguera de un topo.
Charles observó a la escasa claridad
de la aurora los árboles que se erguían
a apenas diez metros de su posición.
Le había parecido ver algo moviéndose
entre ellos, pero no estaba seguro de
qué podía...
Otro golpe. Otra pisada.
La figura se hizo visible sólo durante un segundo, pero bastó para provocar un ataque cardíaco en el extenuado
pecho del doctor. Realmente, la cosa ni
siquiera le miró, pero bastó que perfilase su enorme corpachón de diez metros entre los árboles para que su cere-
bro captara los detalles: un ser masivo,
antinatural, de toneladas de peso y piel
escamosa como la de las serpientes.
Un dragón de cuatro extremidades, dos
pequeñas y atrofiadas, las otras fuertes
y musculadas como titánicas piernas.
Una cola capaz de partir robles con su
poderoso basculamiento. Una cabeza
con forma de tanque blindado partida
en dos por una boca llena de espadas.
Charles se desplomó con un gesto
gracioso. La sombra del dragón se deshizo, como si en realidad no hubiese
estado allí, sino que por un segundo
se hubiera abierto una ventana a otra
realidad. En la casa, el cuerpo de Ada
Lovelace se revolvió en su ataúd.
Alguien había atado un lazo de seda
en torno a su muñeca.
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Poesía
Textos: C. Suchowolsky y Aída Albiar
Ilustración: José Antonio Olmedo
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El eterno retorno
Carlos Suchowolsky
Retorna la manada.
Son mil cuatro-pezuñas
Resuena el tic-tac-tic-tac
de mil cuatro-pezuñas.
Buscan pastos hinchados,
a través de espejismos,
en una vieja senda
sembrada de señales.
Influjo
Carlos Suchowolsky
Hoy dejé marchitar un poema.
Que no lloré.
Apenas una pincelada
de un Otoño,
de un clamor de hojarasca,
que quizás recuerde,
hasta el que quizás...
llegue un murmullo.
El camino es el mismo,
de padres, de abuelos, de...;
de los años pasados,
de los siglos pasados.
Hollan los sedimentos
de hedor y polvareda,
donde hay huesos que alertan,
y silencios que ignoran.
Riega el camino seco,
lo seco y lo olvidado,
sudor y orines frescos,
que beben los fantasmas.
Se aleja la manada,
hollando los entierros,
bramando en los infiernos
con mil cuatro-pezuñas.
No escuchan nada.
Ni es necesario.
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Del caballero y su
enamorada
Aída Albiar
Hubo una vez un caballero
que alzaba brillante espada,
en su honor iban grabadas
unas siglas en letras doradas.
Hubo una vez una doncella
que en sus ojos el paraíso reflejaba,
y en sus bordados había escrito
unas palabras de luna plateada.
Por el puro y azul cielo
unas gaviotas volaban,
y por el verde de los montes
los amantes paseaban.
Ella era morena
y sus ojos verdes brillaban,
más que la luna del cielo
más que el lucero del alba.
Él, de pelo claro
y dulce sonrisa en la cara
con ojos de dicha la miraban.
Todas las noches del mundo
cuando el caballero se marchaba,
le dejaba aquella espada
con aquellas letras doradas.
Y la pobre enamorada
enjugaba su pena en un paño
le daba el bordado al caballero
¡Dios, por qué te querré tanto!
Pero en esta bella historia
no podían faltar los fantasmas,
el fantasma de una vendida
que al caballero también amaba.
Fue expandiendo falso testimonio
contra nuestra chica bienamada,
y mientras levantaba las mentiras
la otra con su caballero soñaba.
Pero llegó la guerra
la maldita y triste encrucijada,
y el caballero se marchó
con lágrimas, paño y espada.
La joven desolada lloraba.
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Pasaron muchos días
y también muchas semanas,
pero él no regresaba,
y la mentira de la otra
llegó a los oídos de la honrada
y llenaron sus ojos de lágrimas
y vivió por mucho tiempo amargada.
Pero la mentira quedó olvidada
ya nadie en la aldea se acordaba
y acabada la barbarie
el caballero regresaba.
La perdida y deshonrada
con dos niños ya contaba,
pero con lo que no lo hacía
era con un marido que la ayudara.
La doncella de nuestra historia
aguardaba pura y casta
a que volviera su enamorado
para que la amara en su cama.
Se casaron, solo eso les faltaba,
fueron todos felices
por que su amor no se acababa.
Y todos nos preguntamos
¿Qué decía aquella espada?
Al igual nos preguntamos
por las letras de ella bordadas.
La primera decía así:
«A mi amada:
Guarda cada noche esta espada
como dulce recuerdo de un adiós,
que se vuelve hola por la mañana»
y lo que ella bordó:
«Guarda este pañuelo con tu vida,
porque en él está mi alma».
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ENTREVISTA
A: LULA LIBÉ
(Por La Redacción)
cha frustración. La política sí cabe en
la mente infantil, desde que tenemos
consciencia para posicionarnos en
conflictos somos seres políticos.
LR.-¿Por qué has elegido ambientar
tu libro en otro planeta? ¿No te gusta
éste, o te quedaste enamorada del Principito?
LL.-Ya que los miedos infantiles están en el imaginario de los niños, me
pareció buena idea que un lugar que
intenta acabar con ellos también.
LIBRO: EL PLANETA LILAVERDÍA. Editorial Origami. 2015.
FECHA: JUNIO 2015
Eres libre para emplear el espacio y
el lenguaje que creas pertinente. Aquí
no se censura nada.
La Redacción.- Una mujer que escribe para niños. Incluso Ana Botella
se atrevió (en fin) ¿Es un tópico? ¿Eres
como una madre que quiere explicarle
el mundo a un niño a través de la fantasía?
Lula Libé.-No, en Lilaverdía los
monstruos son buenos, y ya quisieran los de la vida real. Es un poemario
que intenta personalizar en monstruos
bondadosos los típicos miedos de los
niños.
LR.-¿En qué se diferencia el mundo real del infantil? ¿Cabe la política
en la mente infantil? ¿Y el amor o la
atracción? Muchos cuentos para niños
se basan en relaciones amorosas y en
desengaños…
LL.-Casi todos los clásicos de Disney se basan en una idea de amor
romántico irreal que luego causa mu-
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LR.-La literatura fantástica está llena de mensajes, de escritores que quisieron transmitir una idea o una visión
del mundo. Pienso en Fritz Leiber y el
Ratonero Gris, o en Terry Prachett y su
Mundodisco. ¿Qué mensaje quieres
dar tú?
LL.-He intentado que el mensaje se
base en ser solidarios y valientes.
LR.-García Casado escribió que la
poesía vive en Twitter. Imagino que conoces los maratones de twitteratura y
los premios. Rosa del Blanco fue la única escritora española que participó en
Twitterfiction en 2014. ¿Crees que se
pueden contar historias para niños en
140 caracteres? ¿Lo has hecho como
Lula Libé o con otro seudónimo?
LL.-Claro que se pueden contar en
140 y menos! Tanto poesías como microrrelatos, que pueden llegar a decir
mucho más que un libro de mil páginas.
LR.-Un escritor conocido (omito el
nombre por si acaso), nos decía que
ahora hay mucho «juntaletras» para
hacer negocio. Pero sabemos que no
se puede vivir de la pluma. Suele ser
un complemento. Anima un poco a los
principiantes y háblanos de tu profesión principal, y de cómo la combinas
con las letras.
LL.-Bueno, ahora mismo sí que vivo
de esto, pero no sólo de este poemario, sino de colaboraciones medios, revistas, etc. Llevo poco así, dentro de un
año te digo a ver qué tal me va.
LR.-«La vocación, idiotas, la vocación», decía el personaje del película de
Jean-Luc Godard. ¿Por qué escribes?
¿Cuándo empezaste a escribir y dónde? Cuéntanos tu trayectoria.
la literatura infantil, les mandé el poemario que tenía escrito, en principio,
para un concurso literario.
LR.-Y ahora, lo que estabas esperando: dinos algo más que anime a la
gente a dejarse la pasta en tu libro.
LL.-Buf, no te creas, para eso soy
malísima, al igual que para las entrevistas de trabajo, así mejor no digo nada
y que lo anterior ya sirva para animar a
quien le apetezca.
LL.-Pues desde muy pequeña, mis
padres aún tienen cuentos de entonces. Me gustaba crear personajes e historias, y ellos me lo fomentaban bastante, siempre me animaban a escribir los
cuentos que me inventaba en voz alta.
Yo era en casa la que contaba cuentos
a los demás para irme yo a dormir, jajaj!
LR.-J.K.Rowling, la autora de Harry
Potter, escribe con seudónimo. ¿Cuál
es para ti la magia del seudónimo?
¿Por qué Lula Libé? Hemos oído que
vas a presentar el libro y saldrás a la luz
perdiendo la erótica del misterio (ay,
qué pena). ¿Es verdad? ¿Tendremos la
suerte de verte pronto? Nosotros estamos en Valencia y Madrid.
LL.-No, no es verdad, no tengo intención de salir del aninomato. Además
de cuentos infantiles escribo sobre política y feminismo, no tan bien recibido
y con amenazas en redes sociales que
me quitan todas las ganas.
LR.-Toca la pregunta adecuada para
que hagas la pelota a la Editorial Origami: ¿Has publicado con ellos por amistad, afinidad geográfica, tenían la cerveza más fría que los demás…? Cuenta,
cuenta.
LL.-Pues no los conocía, se pusieron
en contacto conmigo para una novela,
pero ya había firmado con otra editorial.
Al decirme que se dedicaban mucho a
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Nos vemos EN EL PRÓXIMO NÚMERO...
«Este número de Planetas Prohibidos©
Año 4, se terminó de editar el dia 07 de
agosto de 2015».
CONSEJO DE DIRECCIÓN
Jorge Vilches, Lino Moinelo, Guillermo de la Peña
y Marta Martínez
EDITOR
J. Javier Arnau
William E. Fleming
CORRECCIÓN
J. Javier Arnau
William E. Fleming
MAQUETACIÓN
James Crawford Publishing
COLABORAN EN ESTE NÚMERO:
ILUSTRADOR DE PORTADA
Ángel García Alcaraz
DISEÑO Y MAQUETACIÓN DE PORTADA
Marta Martínez
EDITORIAL
J. Javier Arnau
RESTO DE ILUSTRACIONES
M.C. Carper, Juan Raffo, Fraga, José Antonio
Olmedo, Ángel García, Abel Portillo, Azramari,
Pedro Belushi, José Antonio García Burgos,
ESCRITORES
Carlos Suchowolsky, Aída Albiar, J. Javier Arnau,
José Antonio Olmedo, Heberto de Sysmo, Víctor
Conde, Carlos Paez, Gabriel Romero de Ávila,
Irene Comendador, Natalia Viana, Silvia Pato,
Alejandro Morales, Marta Martínez Velasco.
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