III ¿PARA QUÉ DROGAS? DE LA DIALÉCTICA DE LA HUIDA Y BÚSQUEDA DEL MUNDO ¡Ay, quién nos contará la historia completa de los narcóticos! que es casi la historia de la “cultura”, de la denominada cultura superior. Friedrich Nietzche, Die Fröbliche Wissenschaft, 86 1. HISTORIA DE LA CULTURA COMO HISTORIA DE LA ABSTINENCIA. Hace dos mil quinientos años, el Sócrates platónico introdujo una admonición previa contra el entusiasmo, en términos filosóficos, cuyas consecuencias, incluso hoy en día, siguen siendo difíciles de aquilatar. No todo dominio por medio de las denominadas fuerzas divinas puede figurar en el futuro como comprensión adecuada. Sólo de los raros casos de manía filosófica-de la nostalgia, causada por Eros, por el reencuentro con la esfera de las ideas- emanan, según Platón, efectos aún beneficiosos para la verdad. El resto de obsesiones e “influencias” han de ser rechazadas como perturbaciones del alma y de su capacidad de juicio. Partiendo de la admonición previa platónica respecto a la clasificación de la exaltaciones, se llegó en la escuela de Aristóteles y sus discípulos a una prohibición, si bien no formal si fáctica, del entusiasmo. De entonces a esta parte, la filosofía es más ciencia que inspiración, más el avance en el curso seguro de las ideas que el extravío en el bello riesgo del entusiasmo. Desde entonces, para proclamar vindicaciones de la verdad, ya no le basta al profesional remitirse al dios que lo usa como alta voz; ni siquiera un filósofo que empina el codo, pese al in vino veritas, tiene un acceso privilegiado a mejores argumentos. Desde que Sócrates, en el banquete ominoso, desestimó los argumentos de su poético predecesor en la palabra como meros arrebatos entusiastas, el discurso extasiado tiene muy escaso crédito entre filósofos —porque filosofar, aunque se hable de los más alados temas, debe significar, sin excepción, argumentar, y argumentar quiere decir hablar en estado de sobriedad—. El trabajo de la academia ateniense se funda en el designio de teoría higiénica de construir, únicamente con el alma sobria, un puente para la intuición de las últimas razones. Quien no quiera someterse a esta 1 prohibición antientusiasta, tiene que seguir intentándolo con la tradicional mezcla de éxtasis y religión, de escucha confusa y perturbación de conciencia —la academia, en todo caso, se ufana de haberse librado del favor antojadizo del estado anímico excepcional—; pretende atravesar el país de la verdad sin drogas ni otros medios de transporte ilegales. Desde Aristóteles, pertenece al código de honor de la comunidad argumentadora la convicción de que es mejor perder el hilo estando sobrio que expresarse con la más eximia de las inteligencias estando drogado. Tal vez no sea totalmente ociosa esta visión retrospectiva cuando se trata de entender las preocupaciones de la sociedad contemporánea occidental respecto a sus miembros adictos en una perspectiva de amplitud histórica. También las actuales campañas contra la droga, sean con miras terapéuticas, religiosas, policiales o jurídicas, merecen ser interpretadas como parte de un complejo drama psicohistórico. El sentido de esas campañas no queda claro mientras no se tenga en cuenta que son parte de una batalla titánica entre la embriaguez y la sobriedad que, desde hace varios milenios, se ocupa de escandir la historia de las culturas avanzadas. En la lucha por la justa medida de la sobriedad, combina con la justa medida de exaltación o “misión”, se lleva a cabo una especie de guerra mundial de fondo en la cultura, una guerra con frentes confusos y alianzas camufladas por todas partes. En este conflicto de individuos, pueblos y civilizaciones, se dirime el medio de hacer llevadera la vida, demasiado dura, en las escabrosas relaciones de las denominadas culturas avanzadas. En esas descomunales batallas instintivas, los hombres se esfuerzan por manipular el peso del mundo que se ha hecho desproporcionadamente agobiante; y así es como lo comparten y soportan de consuno, lo reducen restringiendo necesidades, se lo cargan a otro, lo olvidan y lo relegan al letargo especialmente con ayuda de estupefacientes. Cierto es que una notable parte de la humanidad sintió y practicó, en todo tiempo, la verdad rebelde de la aseveración de Fichte: “[…] pues el ser racional no está destinado a cargador”1. Es más, el no querer anularse bajo la carga se ha conformado como la columna vertebral de la libertad y la voluntad de autodeterminación. Al mismo tiempo, otra parte seguramente más numerosa de la humanidad empleó todo su raciocinio en doblegarse con resignación bajo el yugo del mundo; el hombre, puesto en razón y sobriedad, se dispuso a dar a la existencia el significado de un ejercicio de obediencia frente a lo inevitable e inalterable2. No hay que caer en el error de ver en esas conductas nada más que una metafísica de sherpa al estilo oriental. El entendimiento dominante del hombre adulto, en latitudes occidentales, también contiene una 1 2 J.G. Fichte, Die Bestimmung des Menschen, Hamburgo, p. 105. Cfr, en este libro, la sección 3, “El cercado, el firme, el deprimido propio Tu”, del primer capitulo, p. 56 y ss. 2 fuerte dosis de esa teoría de la obediencia en la que, hasta hoy, sobrevive la herencia estoica. Allá donde ésta es aún activa, sigue en vigor la convicción de la bondad básica del mundo y de lo razonable de la realidad. Si fuera de otro modo, los miembros de gremios terapéuticos, los drogoterapeutas los primeros, tendrían que cerrar sus consultas. Y es que se encuentran respaldados para explotarlas sólo en tanto pueden figurar como abogados dignos de crédito de un accesible principio de realidad sobrio en un accesible mundo bueno. ¿Cómo, si no, iban a ofrecer sus servicios contra las falsas ascensiones celestiales de las drogas? En general, los filósofos no se han hecho célebres porque hayan tenido mucho que decir en lo tocante a la cuestión de la embriaguez y las drogas. Su reputación estriba en su abstinencia de los dulces venenos de la vida y en su consuelo metódico que desestima todas las convicciones apresuradas. Con toda razón se tiene a los filósofos por gente que considera improcedente toda sujeción exterior del entendimiento. Si reconocieran algo así como un honor profesional, éste procedería de que ellos se complican más a la hora de establecer sus criterios que otra gente3. En cierto modo, filosofar no es otra cosa que la forma procesal de la sobriedad. En semejante perspectiva, los filósofos podrían ser, en todo caso, actores en lucha contra los estados excepcionales de la psique y los extravíos de la razón, pero no interlocutores adecuados para una conversación sobre la constitución adicta del hombre. El dialogo filosófico-terapéutico, sin embargo, promete ser más fértil, si se reconoce en el mismo pensamiento filosófico inicial el equivalente a un fenómeno de embriaguez o adicción. Esto presupone que ciertos estados extasiados e inspirados que, en proporción conocida, aparecen en los más elevados registros de la meditación filosófica, ya no los arrinconamos como místicos, sino que los entendemos como el más íntimo y típico quehacer del pensamiento filosófico clásico. Hecha esa concesión, la reserva contra el entusiasmo aparece bajo otra luz; y, al mismo tiempo, metafísica y teoría de las drogas, ontología y endocrinología, se iluminan mutuamente; teoría del conocimiento y éxtasis ya no son distritos blindados uno frente al otro. Si damos por bueno que la forma básica de la “gran” teoría filosófica debe presentarse, necesariamente, como monísmo metafísico, de eso resulta que la cúspide de la comprensión filosófica, el apex theoriae como ascensión al uno correspondiente, no es accesible sin la dislocación del sujeto en una excepcional situación iluminada. De manera que el “instante de la verdad” sólo podría acontecer —en la medida de un universo interpretado monísticamente— en la medida que el 3 Cicerón hizo notar, al respecto, en De inventione, que se trata de no indagar sobre materia alguna temere atque arroganter, a ciegas y con presunción. 3 sujeto se ha preparado para ir “hasta el fondo” en una visión unitaria. Sin arrobamiento no hay primera filosofía. Una adecuada interpretación teórica de semejante estado está, aun con todo, obligada a un aplazamiento temporal y es natural que no alcance una forma lingüística articulada más que a posteriori. Con esa articulación, se instituye la labor perpetua de la segunda filosofía. Ésta, a su vez, intenta exponer en forma de comprensión lógica lo que in actu está más allá del discurso. La articulación lingüística del monismo místico sería el arrecife donde debe zozobrar, de la antigüedad a esta parte, el entusiasmo filosófico. Así que lo que expendía en la academia y sus seguidoras era, desde el principio, segunda filosofía que habla de la primera. Cuando Platón dijo que antes había auténticos sabios y hoy, en cambio, nada más que aficionados a la sabiduría, no hacía aforismos sino que publicaba el secreto del oficio4. Con eso, evocaba una tradición oral del tiempo de los poderosos maestros extáticos que eran célebres en la antigua Grecia como chamanes o iatromantes5. La filosofía nació cuando los descendientes de los magos se establecieron en la polis y hubieron de acomodarse a las reglas de la intermediación y verborrea urbana. En el momento en que la extática quedó sometida a la retórica, se desarrolló una magia civil cuyos discípulos comenzaron a dedicarse a oficios en apariencia completamente desembriagados como políticos, psicólogos, oradores, educadores y juristas. Así y todo, en la vida de Platón debió haber cinco o seis momentos en los que también él, el distinguido y distante literato y lógico, se encontró, no en la reflexión, sino en la iluminación. Pero, como siempre, las experiencias culminantes de los viejos maestros del pensamiento parecen haber sido encargadas in persona y, visto desde tales premisas, su quehacer discursivo no sería más que, de entrada, el propio etiquetaje y desembriaguez de una iluminación inicialmente inexpresable. Tener que hacerse sobria en la propia elaboración de su formulación sería el destino inmanente que, en sí misma, la filosofía cumple en su progreso. 4 También, en última instancia, se trasluce algo del secreto de esa diferencia en el idealismo alemán que cultiva metódicamente el antagonismo entre conciencia iluminada y secuencia argumentativa. 5 En griego, médico que cura mediante la adivinación. “Iatromántis” era uno de los calificativos de Apolo (Nota del traductor). Iatromantis es una palabra griega cuyo significado literal es más simplemente traducida como “médico–vidente” o “curandero”. El iatromantis era una forma griega de chamán, que se relaciona con otras figuras semimiticas como Abaris, Aristeas, Epiméndes y Hermótimo. En la época clásica, Esquilo usa la palabra para referirse a Apolo y a Asclepio, hijo de Apolo. Según Peter Kingsley, los iatromantis eran figuras griegas que pertenecían a una tradición chamánica con orígenes en Asía Central. Una de las principales prácticas de éxtasis, meditativa de estos curanderos profetas era la incubación (ἐγκοίµησις, enkoimesis), ritual que consiste en dormir en un lugar sagrado para adquirir un estado de conciencia especial. Más que una técnica médica, la incubación permite que un ser humano experimente un cuarto estado de conciencia diferente al dormir, soñar ó al ordinario de vigilia: un estado que Kingsley describe como “la conciencia misma” y que compara con la turiya o samadhi de la tradición yoguica de la India. Kingsley identifica al filósofo presocrático Parménides como a un iatromantis. Esta identificación ha sido descrita como “fascinante”, sino también como “muy difícil de evaluar su veracidad”. Se puede consultar: Kingsley, Peter. En los lugares oscuros de la Sabiduría. Inverness, Golden Sufi Center, 1999. 4 Esa labor de desembriaguez progresa grosso modo en dos grandes fases. En la primera, el éxtasis razonable se crea una interpretación propia con ayuda de la metafísica como ontología teológica: al mismo tiempo, desarrolla una rutina de grandes pensamientos que se reproducen en formas en buena medida reconocibles desde Aristóteles a Leibniz; así y todo, el escepticismo académico de los antiguos tiende, ya en la Baja Antigüedad, a restar su fuerza a las grandes tesis, prefiere estar suspendido en una distancia neutral entre las opiniones académicas. En la segunda fase, la razón, aún más desembriagada, deshace sus metafísicas construcciones cimerianas y desemboca, por fin en una total abstinencia de tesis elevadas —ahora pretende no diferenciarse ya de un pensamiento cotidiano ilustrado—. Solo así es posible que algo que empezó en Parménides acabe en Wittgenstein. Parece que el entusiasmo filosófico no pudiera, en su edad temprana, entrar en escena de otro modo que no fuera como teología o doctrina de las primeras cosas. El primer descubrimiento del espíritu —por asumir la bella fórmula de Bruno Snells— se consumó en el idioma de un idealismo epifánico que se recreaba haciendo notar que, al abrigo de las palabras humanas, obraban, en última instancia, irradiaciones divinas. A una teoría completamente desembriagada ya no se le permiten semejantes patas de banco. Los individuos que filosofan en el presente deberían, antes que nada y aun cuando quisieran articular estados místicos en causa propia, aprender a hablar sobrios sobre el éxtais, y eso quiere decir llevar adelante una biología de los estados excepcionales en el marco de una física común del conocimiento. Puesto que vivimos en la época del segundo descubrimiento del espíritu, ahora mismo sería el momento adecuado para la iniciación de un endomorfinismo especulativo de los estados excepcionales de la psique observados científicamente. Se debería llamar algún día por su nombre químico a las sustancias transmisoras que guían los estados de lo vivido como unidad absoluta; es más, se registraría ese mismo conocimiento de los nombres como una capacidad del cerebro, o del universo creador, o de la totalidad holográfica —una investigación que conduciría a una especie de brahmanismo bioquímico. Hoy no se necesita poseer ningún especial conocimiento en materia de escuela o investigación de movimientos de filosofía actual para saber que, en ella, se habla de todo, nos sólo del endomorfismo de la especulación; y es que , ciertamente, quiere entender algo de todo, no sólo de la elaboración y supresión de la diferencia entre el propio Yo y el ser por medio de mecanismos endocrinos o quimioéticos. Ninguna época estuvo tan lejos de considerar, y mucho menos asentir, que el monismo místico sea la tarea pendiente del pensamiento filosófico. Antes bien, los teóricos contemporáneos se jactan de exterminar en sí los últimos vestigios del éxtasis y sus destellos teológicos. Disfrutan contribuyendo a la victoria del espíritu de la desembriaguez propia. El gremio en pleno se presenta hoy en completa y consciente ausencia de embriaguez, como si fuera el sujeto tratado en una cura de desintoxicación que 5 ha transcendido épocas. Incluso ha conseguido olvidar la misma cura, de manera que ya no tiene ningún sentido, para la gente de la corporación, hablar de unidad universal, epifanía, autocontemplación de lo divino y cosas por el estilo de un modo que no sea el de la perspectiva histórica. El oficio se previene del entusiasmo con ironía o entrecomillados. Casi se puede decir ya, a modo de definición, que un filósofo es alguien que no sabe qué son estados elevados en la contemplación. La empresa teórica contemporánea ha perdido el olfato para percatarse de que, entre sentimiento elevado y autopercepción, hubo un tiempo en que se observó una honda correspondencia. Cuando Aristóteles —quién no era, precisamente, un exaltado entre las cabezas antiguas— habló del pensamiento pensante de por sí, aún había, cuando menos, un eco en el espacio de una remota experiencia cumbre; aún no estaban lógica y éxtasis completamente alejadas entre sí —un cielo común, aun cuando fuera el de Eleusis y sus drogas iniciáticas, se tendía sobre ambos polos—. Si se vuelve la vista hacia el factor entusiasta de las filosofías antiguas, se puede extraer una conclusión altamente instructiva del diagnóstico de las modernas. Se muestra que psicohistóricamente, tampoco la filosofía, entendida como disciplina, va contra corriente y que también ella, con sus medios obedece la tendencia global del proceso de civilización. Bajo esa óptica, la civilización al estilo occidental se interpreta como el proceso de imposición de drogas sustitutorias —con la anulación de la consciencia de que se trate de drogas sustitutorias—. De modo que tanto más indefensa aparecerá una sociedad ante la irrupción de drogas “duras”, cuanto más adelantada sea. Tal vez no esté ya lejos el momento en que se pueda contar la historia de la cultura humana bajo el título de una teoría de las drogas sustitutorias: al principio era abstinencia. 2. DROGAS SANTAS Para empezar cualquier reflexión crítica sobre los orígenes del consumo humano de drogas debería sacrificarse un moderno hábito de pensamiento. La investigación histórica de las drogas proporciona la que para los hombres contemporáneos resulta asombrosa lección de que la asociación de droga y adicción representa, esencialmente, una vinculación moderna. Para comprender la antigua realidad del consumo de drogas, sería preciso romper la profana alianza predominante de droga y adicción, y concebir ambas como magnitudes básicamente diversas. El desafío de la cuestión a los investigadores actuales estriba en retrotraerse, con ayuda de la fuerza imaginativa histórica, a una época en que las drogas actuaban, sobre todo, como vehículos de un tráfico fronterizo metafísico y ritualizado. El uso ritualmente acotado de drogas forma parte, desde el punto de vista psicológico, de la desaparecida era universal del Antiguo 6 Mediumismo 6. En este se concibe el interior humano en la medida en que está ya delimitado, no tanto como esfera anímica, cerrada y autónoma 7 , sino como espacio de manifestación y escenario para lo que ha de llegar, acontecer y consumarse. De manera diversa a la actual percepción de la individualidad en el homo clausus, subjetividad significa, en la era antigua de las drogas sacras, una disponibilidad o accesibilidad elevada para lo no-siempre-manifiesto y, sin embargo, más supremamente real, que acostumbra a descubrirse en estados psíquicos excepcionales. El “interior” humano se abre y ofrece en la medida en que es orquesta y pantalla para la epifanía de fuerzas sobre y extrahumanas cuyos representantes sacros podrían ser cualesquiera de las sustancias que, en la moderna jerga farmacéutica, se llaman drogas. Pero la palabra droga seguirá siendo una designación defectuosa en tanto la entendamos sólo con un interés en su identificación químico-farmacéutica y policiaco-cultural. En el orden del mundo antiguo mediumiano, las “drogas” poseían un status fármaco-teológico —ellas mismas son elementos, actores y fuerza del cosmos ordenado en donde los sujetos intentan integrarse con miras a su superviviencia—. Las ayudas farmacéuticas son especialmente requeridas en tiempos en que los individuos se sienten enfermos y extraños. En ellas buscan asilo los hombres cuando están persuadidos, por sí o como cuerpo social, de que se presenta una interrupción de la armonía global. De manera que las sustancias psicotrópicas no se utilizan para la embriaguez privada sinoque actúan como reactivos de los santo, como abrepuertas de los dioses. Ernst Jünger ha formulado un significativo aspecto de remotos usos de drogas cuando, mediante la embriaguez inducida por ellas, quiso conocer un “desfile triunfal de plantas a través de la psique”8. La expresión trae muy bien a colación el principio de permeabilidad medial que formaba parte de la constitución arcaica y preautonómica del sujeto. Pero, con su acento en la calidad de “triunfal”, distorsiona la esencia del mismo paso; hierbas sagradas, hongos y extractos no tienen nada que ganar ni que perder de la parte humana; se trata de una magia de reposición que propicia la embriaguez custodiada por las plantas a fin de recobrar la participación humana en la integridad del mundo. Al escribirlo con mayúscula, quisiera hacer notar que, aquí, se trata de un concepto temporal psicohistórico, como Edad de Piedra o Antiguo Régimen. Presentar la historia de lo psíquico como historia del mediumismo o como transformación estructural de la obsesión en general sería, en este momento, el desiderátum capital de una historia de la cultura en perspectiva filosófica. Una historia tal debería destacar, ante todo, que la llamada cultura avanzada, es decir, el período de la formación del Yo monoteísta, debe ser entendido como la era del Mediumismo Medio; la época en que los hombres tan solo debían dejarse poseer por uno. De la ruina de esa estructura nace el Neomediumismo posmoderno. Cfr. También en este volumen la sección “El determinado, elegido, entusiasmado propio Yo”, p. 37 y ss. 7 Cfr., referente a su génesis, las observaciones sobre la doctrina socrático platónica y el perfectivismo físico, en este volumen, p. 37 y ss. 8 Ernst Jünger, Annäberungen, Stuttgart 1978, p. 44. 6 7 Con la palabra integridad se denota algo de una evidencia tan palmaria para hombres de la antigüedad como abstrusa para nosotros: una reivindicación de concordancia entre curación y culto. Incluso en pleno renacimiento actual de medicinas mágicas alternativas, esa mutua correspondencia sigue siendo tan enigmática como siempre. Hasta qué punto imperaba en la antigüedad la idea de los fármacos divinos y qué religiosamente se podía pensar de la curación, podría mostrarlo un himno sacrificial del Rigveda, una de las más antiguas recopilaciones de himnos hindúes sagrados. He degustado cabalmente el dulce elixir vital, Que sugiere buenos pensamientos y ahuyenta la necesidad, Y en el que se regocijan dioses y mortales, Que llaman “miel” a dulce alimento […] Hemos bebido Soma, nos hemos hecho inmortales. Hemos llegado a la luz, hemos encontrado a los dioses. ¿Qué nos podrá hacer la malquerencia? ¿Qué, oh inmortal (bebida), el designio de un hombre mortal? El custodio de nuestro cuerpo eres tú, oh Soma. Has entrado en cada miembro como guardián […] Se alejan sufrimientos, desaparecen enfermedades, Las fuerzas de la tiniebla están espantadas. Soma ha surgido en nosotros con su poder; Hemos alcanzado el principio donde se rejuvenece la vida de los hombres Unido a los padres, oh Soma, Te extiendes sobre el cielo y la tierra, A ti queremos honrar con sacrificios Que nos harán señores de toda riqueza9. Aunque no estemos iniciados en los arcanos profesionales de los sancritólogos, en una lectura profana podemos, cuando menos, captar una notable alusión del texto sagrado: es patente que forma parte de la lógica de esta invocación a la bebida que, entre embriagadora bebida divina y la misma divinidad, no se hace distinción alguna —al menos, no con la agudeza propia de la diferenciación aristotélica entre sustancia y atributo o esencia y efecto—. Justamente esa no distinción muestra cómo la llamada droga está englobada, sin resto alguno, en la esfera sacra 10 . En consecuencia, apenas podría hacerse un deslinde entre la relación con ella y el contacto con la divinidad. Por otra parte, el mito hindú no tiene el mínimo interés en disimular que el dios Indra hace ostensiblemente un 9 Citado de Mircea Eliade, Geschichte der relgiösen Ideen. Quellentexto. Traducción y edición de Günter Lanczkowski, Friburgo/Basilea/Viena, 1981, p. 208 y ss. 10 Cfr. Charles Malamoud, Cuire le monde. Rite et pensée dans l’Inde ancienne, París 1984, p. 55 y ss. 8 consumo enorme de soma, hasta el extremo de que, en todo caso el dios y no el pequeño consumidor brahmánico, parece afectado por síntomas de un problema de adicción. Lo que, a primera vista, parece ser un problema lógico implica una diferencia psicológica radical entre antigua y moderna experiencia de éxtasis y embriaguez. La bebida, que conlleva la cualidad de la inmortalidad, la participa a sus bebedores, igual si son dioses que hombres, en virtud de una intervención mágica incorporada. De tales indicios se desprende que la fantasía histórica no bastaría para trasladarse a un mundo donde está en vigor semejante lógica. Salvo que una cierta proporción de aventura espiritual entre en juego, este campo paleopsicológico seguirá vedado al pensamiento contemporáneo. Nos hemos topado por casualidad con el nombre de Ernst Jünger entre aquellos que se han sentido capaces de una aproximación a los misterios toxicológicos de culturas pretéritas. Cito un pasaje de su trabajo sobre embriaguez y drogas en el que Jünger, al arrimo de las investigaciones del germanista Wilhelm Grönbech, pone a prueba el conjuro de un festín nórdico. “Se sentaron, pues, juntos a esperar a Wod o Wotan [...] “La cuerna fue ‘el corazón del festín’; era parte de él, como la espada lo es de las joyas. La bebida tenía un hondo propósito como recuerdo de los hechos de los padres y antepasados, incluso como conjuro del mundo mítico. Todo iba a ser abandonado; debía quedar fuera junto con afecto y desafecto, fortuna e infortunio, mientras ellos se sentaban juntos y bebían como en el corazón de una nave de madera donde el silencio y el sosiego fueran cada vez mayores, al tiempo que crecía la agitación interior. “Entonces, también el mundo exterior se hace mántico, perceptible. Ruidos que vienen de fuera suenan como avisos y presagios. El oído escucha tras los sonidos: el ladrido de los perros y el grito de las aves adquieren fuerza admonitoria. La vista se transforma; atraviesa los muros, también los de los sucesos, hasta más allá del futuro […] La cuerna ‘gira en torno al fuego’; los hombres se saturan de fuerza, pero no de aquella que presta la irresistible furia guerrera. No reluce de dentro a fuera y no se hace escandalosa ni violenta en las espadas. Más bien es calmada y apacible, aunque también agobiante. El tiempo se dilata de manera insoportable. Eso no quiere decir que se prolongue, sino que se tensa hasta la rotura. Pierde la duración y gana peso. Se hace cortante y opresivo, se hace tiempo de sino, se hace tiempo de Nornas11. 11 Diosas escandinavas del destino. (Nota del traductor) 9 “Así se declara el silencio que, de vez en cuando, rasga mi suspiro, un quejido. Se hace inminente lo que es aún más fuerte que ejército y armas […] cierne el destino efectivo. Son contracciones de parto. “No terminan de golpe. Las voces de afuera se hacen más quedas, hasta enmudecen. El fuego, en torno al que giraba la cuerna, arde sin vibraciones en la luz apacible que se ocultaba en el corazón de las llamas abrasadoras. Ahora es cuando han entrado en función; cada cual lo siente, cada cual lo sabe, lo mismo si las percibe en su traza que en el resplandor que irradian. Ahora ya no hay tiempo. “Se hace sentir aún más rato en los rostros, los cabellos, las armas y atuendos. También en los ojos que escrutan el porvenir en lontananza. “Eso explica la ausencia de temor. Quien compartió la mesa una vez con ellas conserva la serenidad hasta la sala ardiente. Seguirá adelante a través de las llamas […] ” 12 Pueden juzgarse las cualidades de esta prosa como se prefiera; en todo caso, es patente que tenemos ante nosotros un intento de derribar la ontología de la trivialidad mediante la que las interpretaciones del mundo desprovistas de embriaguez se dispensan una constitución dogmática. Aquellos mundos desaparecidos donde, en cada esquina, en cada tienda, bajo cada árbol mágico, podía “darse” lleno de misterio lo viniente, compareciente o recurrente de la manera descrita u otra, no se diferencian especialmente de los actuales y nuestros en que conozcan un uso elaborado de la droga, sino en que no conocen problema alguno de droga. Podían presentarse las más extremadas formas de embriaguez; sin embargo, por lo que sabemos, en aquellos tiempos, no se habla de adicción. Para esos mundos, casi se podría proclamar la regla empírica: cuanto más profunda la experiencia de droga, más imposible la adicción. Lo que la tendencia a la adicción excluye, ya de entrada, es la forma ritual del éxtasis y la definición sacramental de las realidades manifestadas mediante la sustancia embriagadora. Uso la expresión sacramental en un sentido fuertemente impregnado de magia que excede a todo; algo que los europeos, aun cuando fueran católicos, aún entienden de su experiencia cotidiana religiosa. Lo dicho se puede imaginar por medio de un experimento mental. Supongamos que la hostia consagrada del ritual católico se preparara con una gota de dietilamina de ácido lisérgico, la famosa criatura de Albert Hofmann, la toma de la comunión cristiana tendría entonces derecho a ser nombrada con el mismo título que el soma o el peyote. Menudearían apariciones de Cristo y visiones del Padre en la misma proporción que las alucinaciones divinas eleusinas; el cristianismo sería, entonces, una religión sintética de trance, como el xango brasileño o el candomblé, ampliada con los componentes de la teología griega. Con eso finaliza el 12 Ernst Jünger, Annäherungen, Stuttgart 1978, pp. 156-157. 10 experimento. Ahora entendemos por qué no podemos exigir del sacramento clave antiguo europeo, la última cena, más de lo que nuestra civilización, en definitiva, es capaz de dar. Como aquí se encarna una tendencia mundial a las relaciones sobrias, la última cena es un sacramento de participación sin alucinaciones. Hay, pues, buenas razones para ofrecer pan poco nutritivo a los laicos y exquisito vino de celebrar al clero; se ofrece sucedáneo protestante piadoso bajo ambas especies. Eso habla con suficiente elocuencia de la dirección que nuestra civilización ha introducido toto genere en la cuestión de la participación en la sustancia divina. A quien se fije con atención no se le escapará que la “racionalidad occidental” se materializa ejemplarmente en un sacramento de la privación. Esto, nota bene, ya lo captaron los teólogos antes de que viniera la Ilustración a despejar el ritual. Tras la victoria, en el debate eucarístico del siglo XVI, de los teóricos simbolistas protestantes sobre los católicos místicos de la presencia real, quedó bien evidente cómo el alma moderna es expulsada del paraíso de la participación embriagadora. La modernidad calvinista sólo reconocerá los misterios de la droga sustitutoria: el culto del dinero y del éxito intramundano. Quien no pueda acceder a esas drogas sustitutorias es arrojado, de hecho, a las llamadas drogas duras. No son por casualidad los Estados Unidos la nación de la tierra más reconcomida por problemas de droga. Son el país que vive como ningún otro de drogas sustitutorias. Quien no puede drogarse con éxito o dinero simplemente tiene que consolarse con los “sustitutos de gracia química” —como llamó Aldous Huxley a las drogas “reales”—. Heroína es la droga sustitutoria americana para las drogas sustitutorias éxito y triunfo. Del fármaco divino que procuraba la participación en la esencia de lo inmortal, se ha hecho, en el mundo protestante, un veneno narcisista que corrompe las almas con alucinaciones de misión y predestinación. 3. LA IRRUPCIÓN DE LAS ADICCIONES. DE LA FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU PROPENSO A LA ADDICCIÓN. Tras este repaso, por fuerza muy rapsódico, a las dimensiones religiosas y paleopsicológicas del uso de drogas, naturalmente se impone a la conciencia moderna la pregunta de cómo pudo originarse la que nos parece tan espontánea unión de droga y adicción. ¿Cómo fue posible que la adicción diera con la droga? ¿Por qué medio adquieren las sustancias psicotrópicas la reputación de ser “drogas” y hacer adictos? ¿Cómo pudo nacer la certificación objetiva de que hay sustancias que, como tales, son esclavizadoras del ánimo y productoras de adicción? ¿Cómo pudo generalizarse la certificación psicológica de que, por naturaleza, haya individuos “propensos” a la adicción? No se esperará que estas 11 preguntas encuentren aquí una respuesta satisfactoria; dudo que las competencias de los filósofos y psicohistoriadores actuales alcancen como para plantearse problemas de este orden y magnitud con perspectivas de éxito. Lo que quiero intentar a continuación no puede tener más significado que el de un sondeo provisional del terreno que una investigación venidera debe proponerse para su estudio detallado. Para que la típica asociación moderna de droga y adicción pudiera tener lugar, tuvieron que actuar de consuno, tal y como lo pienso, tres grandes hechos notables en la historia de la subjetividad, cada uno de los cuales ha requerido para sí un periodo de desarrollo de varios milenios. La enormidad e inconclusión de ese proceso conlleva el inconveniente de que no podamos dotarnos de distancia ante él ni elaborar un enfoque en perspectiva. A despecho del riesgo de ser víctima de una titulación especulativa de las relaciones, quisiera, a continuación, nombrar tres grandes tendencias de la historia de la subjetividad de las que nuestras reflexiones adicto y drogo-teóricas podrían obtener vías de prospección. A. El enmudecimiento de los dioses; B. La desrritualización de la sujeción; C. La formación explícita de la voluntad de no-ser. Quiero intentar bosquejar la interdependencia de estas magnitudes psicohistóricas y dar a conocer sus consecuencias adicto dinámicas. Con ello, ha de quedar claro cómo las tres tendencias se fusionan en una descripción del surgimiento de la conciencia individual humana en un mundo neutral, prosaico, abierto y, a la postre, sin sentido. Al propio tiempo, se daría con ello lugar a una historia que trataría de la formación de la inconsistencia de los sujetos y de la falta de albergue metafísico del carácter humano moderno. A. El enmudecimiento de los dioses. Bajo este título se oculta una de las más significativas cesuras de la historia de la conciencia. Pero nos encontramos en la situación de no poder rendir cuentas de ella, porque nosotros mismos somos miembros de una civilización marcada desde hace mucho tiempo por el silencio divino 13. Los hombres modernos son gente que se han puesto a resguardo de revelaciones —esta observación también puede usarse definitoriamente—. Tenemos a nuestra homogénea y prosaica versión de la realidad y a nuestro estado interior cotidiano y sobrio por algo tan normal y normativo que todo el resto sólo es considerado como ilusión y desvarío. Nada habría para nosotros 13 Cfr. Klaus Schneider, Die schweigenden Götter. Eine Studie zur Gottesvorstellung des religiösen Platonismus, Hildesheim 1966. (Los dioses silenciosos. Un estudio sobre la concepción de Dios en el platonismo religioso) 12 más perturbador que la irrupción de nuevas manifestaciones de un más allá que reclamara derechos de validez como cultura oficial. Mediante una premiosamente graduada serie de normas e instituciones de naturaleza lingüística, psicológica, jurídica, medicinal y política hemos asegurado el anatema psiquiátrico de los cortocircuitos epifánicos entre Dios y el individuo. Concedemos sin extremada dificultad que los sujetos sanos pueden, en cierta maneta, “creer en Dios”; pero estamos absolutamente seguros de que sólo Dios o dioses enfermos ven y oyen. Para ilustrar convincentemente cómo se ha llegado a este status quo antiepifánico, habría que poder reproducir la evolución de las formas de concepto del mundo y de las estructuras mentales a lo largo de los últimos dos o tres mil años de manera continuada, un quehacer cuya culminación parece inabordable en la actual situación del conocimiento filosófico e histórico. Pero, como quiera que se vaya a inducir a semejante gran narración, sea continuando la especulación audaz de Julián Jayne sobre el cerebro bicameral 14, sea orientándose a las sagaces tentativas de Ulrich Sonnemann y Thomas H. Macho de una reformulación psicoacústica de la filosofía de la conciencia 15, sea inspirándose por propuestas de transformar la metafísica en conocimiento metafórico antropológico 16; en cualquier caso, se hace preciso apartarse del actual estado de conciencia del hombre occidental. Y ese estado es inequívoco si se trata de establecer que los dioses están definitivamente excluidos del “sumario de experiencias” admisibles y posibles 17. Damos por concluido que lo divino, si se ha de hablar de alguna manera de su “existencia’’, no es, por principio, susceptible de manifestación 18. Toda afirmación de una epifanía directa sólo puede ser motivada, en consecuencia, por una autoafección patológica de un dispositivo de conciencia que, él mismo, se engaña y usa impropiamente. La soledad del desvarío religioso está suspendida sobre manifestaciones directas. En tales convicciones se resume un proceso civilizador de tan alto poder de caracterización, tan consumada coherencia y omnímoda autoridad, que ningún Cfr. J. J., Der Ursprung des Bewuβtseíns durch den Zusammenbruch der bikameralen Psyche, Hamburgo 1988. (El origen de la conciencia a través del colapso de la psique bicameral) 15 Cfr. Ulrich Sonnemann, “Zeit ist Anhörungsform Über Wesen und Wirkung einer kantischen Verkennung des Ohrs”, en: Tunnelstiche. Reden. Aufzeichnungen und Essays, Frankfurt a. M. 1987. Thomas H. Macho, “Musik und Politik in der Moderne”, en: Die Wiener Schule und das Hakenkreuz, Viena/Graz 1990; del mismo, “Was denkt? Einige Überiegungen zu den philosophiehistorischen Wurzeln der Psychoanalyse”, en: Philosophie und Psychoanalyse, Frankfurt a. M. 1990. 16 Cfr. Hans Blumenberg, Paradigmen zu einer Metaphorologie, Bonn 1960. Ernesto Grassi, Die Machi der Phantasie, Munich 1979. 17 Por otra parte, es evidente que las actuales escaramuzas en el frente de la investigación paranormal contribuyen a un reblandecimiento del concepto restrictivo de realidad; eso podría conducir a una relativización del, por ahora, imperante antiepifanismo. Con todo, la idea de que la teología podría ascender al rango de una ciencia empírica mediante un paranormalismo asignado, me parece sectaria. 18 De manera que la teología se encuentra presionada para positivar la no-manifestación de Dios. Cfr. Raimon Pannikar, Gottes Schweigen. Die Antwort des Buddha für unsere Zeit, Munich 1992; también Martin Buber, Gottesfinsternis, Zurich 1953. 14 13 solitario, por más disidente que sea, puede, sin concesiones autodestructivas al irracionalismo, tomarse la libertad de poner en cuestión la necesidad de su decurso completo. Incluso en el caso de que, como algunos creen, en todo ese proceso, visto en su totalidad, se haya entremezclado algo perjudicial o funesto para la especie, no podríamos menos que asentir que se haya tratado de una fatalidad coherente consigo misma. La misma lógica de la evolución de la experiencia humana sanciona el resultado de los sucesos que, hasta hoy, podemos abarcar. No podríamos echar de menos, por eso, una organización de conciencia en la que los dioses o sus delegados anduvieran entrando y saliendo de nuestro interior sin condiciones. Esa imposibilidad sigue en vigor por más que pudiéramos persuadirnos de que una elevada disponibilidad para Dios o los dioses significase una inmunidad contra adicciones. Incluso aunque lo deseáramos, ya no podríamos canjear propensiones a la adicción por visitas divinas y epifanías privadas. La orientación del proceso de civilización hacia la potenciación del Yo-conciencia, la institución de la subjetividad de control y la supresión de las tendencias mediales son, en su conjunto y prescindiendo de resistencias subculturales, irreversibles. Ciertamente, forma parte de los enigmas no resueltos de la historia de la conciencia la pregunta de cómo es que el sujeto, en la medida en que su impermeabilidad aumenta respecto a Dios y los dioses, se vuelve más susceptible para la sujeción mediante drogas. B. Al par que los dioses callan, sale a la luz una tendencia a la descodificación del éxtasis. No se puede dar en suponer que el uso de drogas sacras haya desaparecido del mundo, de golpe, hace dos o tres mil años. Sin embargo, lo que se observó por doquier, de entonces a esta parte, fue un impulso hacia la formación no específica de los estados de embriaguez. Incluso en éxtasis, desaprendían los hombres más y más el dialecto de sus dioses; y tampoco en el estar-fuera-de-sí de los medios encontraban los dioses el camino para regresar a su antigua seguridad de manifestación. Un autor como Plutarco tenía, en efecto, buenas razones para deplorar la decadencia de los oráculos. Embriaguez y culto se separan. Aún se toman drogas —ahora se llaman así a justo título—. Aún se abren puertas a estados interiores desacostumbrados; pero, a través de ellas, ningún informante accede ya a un más allá. Ahora se abre el camino al consumo privado y profano de drogas y, en cuanto se pone el pie en él, se va a caer, casi irremisiblemente, en el agujero de la adicción. Individuos que antes hubieran servido para médiums, en lo sucesivo tienen un riesgo agravado de ser víctimas de éxtasis no informativos. Siempre quedará como algo memorable el hecho de que justamente civilizaciones con conocimiento y trato muy antiguo y elaborado de sustancias psicotrópicas se hayan arruinado, tras el derrumbe de su integridad cultural y en el más reducido lapso de tiempo, a causa del alcoholismo. 14 A medida que los éxtasis se hacen no-informativos, porque los dioses están cansados de manifestarse y las imágenes de embriaguez pierden la nitidez de su perfil, se impone un trato llano y desrritualizado con las poderosas sustancias. En cuanto desaparecen los asideros rituales que, en el consumo de drogas sacras, protegen al sujeto, éste se halla en una relación directa y sin protección alguna con aquello que, según toda experiencia, es más fuerte que el propio Yo profano. Una de las lecciones trágicas de la droga es que prohíbe al hombre una relación privada con aquello que sojuzga. Y es que, en condiciones de consumo privado, toda sustancia psicotrópica acaba por cumplir, tarde o temprano, la definición de lo demoníaco. En la relación con el demonio, pierde el sujeto su voluntad en favor de su más poderoso socio. En verdad, todo individuo que no quiera perecer de prosaica consunción debe llevar una consabida relación con aquello que sabe que es más fuerte que él mismo. El sentido de las instituciones religiosas descansaba, en especial, en el cuidado de esa percepción de fuerza superior; mediante participación ritualizada y codificación de las relaciones de lealtad entre dioses y mortales, se unía el elemento más débil con el más fuerte de una manera cautelar y provechosa. Ahora bien, si el sujeto des codifica sus incursiones en el éxtasis y cae en la corriente del consumo privado y desrritualizado con su maligna coerción repetitiva, una tendencia degenerativa se abre camino. A veces, espíritus familiares protectores se interponen y rescatan a los adictos de su enajenación química devolviéndolos a una esfera común; el conocido título de película Madres contra la Mafia nombra una significante constelación a ese respecto. Pero, donde eso no tiene lugar, la participación privada en lo más fuerte se convierte en una maligna sujeción. El camino a la actuación de tensiones desde el campo de fuerza del masoquismo primario está abierto; el sujeto se hace dependiente de elevados deseos de aniquilación y del sentimiento embriagador de combustión acelerada. (Incluso se podría decir que, en la modernidad, los adictos se diferencian de los sobrios sólo en que aquéllos se han decidido por una alta velocidad de autodestrucción.) Ése es el caso, en cuanto se es participante débil de una relación de sujeción. Su legítima exigencia de participación en una fuente de energía y elevación conduce, en el consumo privado de tóxicos embriagadores, a un canje demoníaco de situación. En lugar de absorber de la fuente de energía, él mismo se convierte en absorbido; se vacía en favor de lo avasallador, de aquello de lo que se quería llenar. Esa inversión-de-absorción pertenece a los rasgos peculiares de la adicción, en los que se puede comprobar del modo más patente su procedencia de metafísica fallida 19. Los comentaristas más dispares coinciden con notable unanimidad en observaciones de este estilo, Jacques Derrida señala: “En cuanto el ciclo de la transcendencia se queda despoblado, una retórica fatal invade esa plaza vacante y ésa es la del fetichismo toxicómano” (“The Rhetoric of Drugs”, en l-800-Magazine, No. 2, Spring/Summer 1991, p. 36). El cardenal Ratzinger escribe: “La droga proviene de la desesperación en un mundo que es sentido como la cárcel de los hechos, en donde el hombre, a la larga, no puede resistir […] La droga es la pseudomística de un mundo que no cree, pero que no puede deshacerse del ansia vehemente del paraíso que 19 15 Con ello se hace evidente que cada caso de adicción contiene un testimonio sobre las dificultades de construcción del mundo en los tiempos modernos. Justo ahí donde los sujetos tienen que saldar su cuenta con lo que los sojuzga, es donde las tendencias modernas culturales hacia la desrritualización de las formas de vida y hacia el individualismo consumidor dejan abierta una puerta de entrada para todas las posibles tendencias de adicción. En lo tocante a todo aquello que es más fuerte que ellos, los individuos modernos están tendencialmente solos —a lo sumo, cierran un pacto posterior entre “afectados” de la misma manera—. Así que son víctimas predestinadas de las innumerables formas del cambio de sujeto y de la inversión de absorción. Eso lo han entendido mejor los jefes de la mafia y los cabecillas de las sectas políticas que los psicólogos sociales y los terapeutas. Tal y como, en una ocasión, observó el psiquiatra Harold Searles que cada loco es uno que ha sido vuelto loco por alguien, se podría, en este caso, dar cabida a la conclusión análoga de que cada fanático es un fanatizado y cada adicto es uno que ha sido absorbido por alguien. En cada adicción opera la causa de que el sujeto ha perdido la soberanía sobre aquello que satisface. Sobre el adicto se cierne una fuerza que, en modo alguno, consiente en ser sustituida por nada: soy tu señora y tu satisfacción, no tendrás ninguna otra satisfacción ante mí. Charles Baudelaire, el poeta versado en drogas, ha dejado constancia, hace más de cien años, del sentimiento “de que él era fumado por la pipa”, una aseveración que, notoriamente, se mantiene en oscilación entre el consentimiento y el pánico. Suena, al mismo tiempo, aterrada y satisfecha, como si Baudelaire no pudiera decidir si la mayor fatalidad para el hombre civilizado es el mantenimiento o el abandono de sí mismo. C. El surgimiento de la voluntad de no ser —me temo que seguirá siendo una empresa precaria articular explícitamente la tercera de las grandes tendencias de la subjetividad histórica mencionadas más arriba—. Incluso para una disciplina etérea y ejercitada con negatividades como la filosofía moderna no es nada sencillo hablar de cosas como ésas, porque se trata claramente de una zona prohibida de la reflexión. Además, siempre es delicado señalar con el dedo, a lo basto, por decirlo así, la dimensión de la existencia humana que se “extiende” del ser al no ser 20. tiene el alma […] ”. En: Joseph Kardinal Ratzinger, Wend zeit für Europa. Diagnosen und Prognosen zur Lage von Kirche und Welt, Friburgo 1991, pp. 14-15. 20 Que hay tantos tipos de revocación de la realidad como tipos de orden de realidad cultural es algo que Vilém Flusser ha visto con toda nitidez: “Siempre y en todas partes, han reflejado los estupefacientes la estructura cultural para cuya negación servían. Así reflejan los opiatas del lejano Oriente la estructura del budismo, a saber, iluminación negativa. Un análisis del hecho de que el Islam permita el hachís y prohíba el alcohol, mientras entre nosotros se da el caso contrario, daría a la luz un reflejo semejante. Lo mismo sirve para los hongos mexicanos, aunque en México, por lo que hemos podido averiguar, la embriaguez juega un papel diferente al del resto de las 16 En la actualidad, según la reglamentación lingüística de la interpretación filosófica oficial de la existencia, los hombres son seres de los que hay que decir que están en-el-mundo. ¿En que sentido tenemos que entender aquí la preposición “en”? ¿Qué quiere decir la expresión “en” cuando se presenta como parte de la gran formulación estar-en el-mundo? ¿Es que estamos en el mundo lo mismo que estamos en esta habitación, la cual está en esta ciudad, que está en este planeta, el cual está en este universo? Evidentemente, para nosotros es sencillo situarnos espacialmente e imaginarnos localizados en recipientes cada vez mayores, en envolturas progresivamente amplias que nos encierran y contienen. Con ese juego, permanecemos acurrucados como la muñeca en la muñeca en una clasificación espacial de nosotros mismos en continentes cada vez mayores. Hasta ahí, todos somos “físicos”. Pero, ¿dónde vamos a colocar la suma de todos los continentes, el universo, si no es en algo que, ello mismo, no puede ser continente alguno: en nuestra imaginación, nuestra noción de él?. Porque, ¿dónde estaría el universo sino en nosotros, en nuestra existencia que, después de todo, esta dispuesta para la asimilación de la gran relación? De ahí en adelante, no avanzamos más como “físicos” y tenemos que hacernos teóricos del mundo interior, sea como psicólogos, teóricos del conocimiento o neurocosmólogos. En cuanto utilizamos el “en” como preposición absoluta, reparamos en la posición abismal del hombre. Si queremos localizarnos en un sentido absoluto, nos encontramos en lo inmenso. No estamos en el mundo como el anillo en el estuche o la mosca en el cristal; figuramos en él al mismo título que el salto en el vacío, la flecha en el azar, o la imagen en el aparato de proyección. El “en” usado como preposición absoluta implica un índice de movimientos que, literalmente, indica “entrando”; si no fuera contra el sentido de la lengua, Heidegger habría debido hablar del ser-entrando-en-el-mundo y no del ser-en-el mundo. Con ello es aludida la forma de ser de una entidad que, en la misma medida en que está en el mundo, está en el salto al mundo —o en la caída al mundo, si se prefiere esta original metáfora gnóstica de movimiento. Partiendo de reflexiones de este estilo, he empezado a recomponer, hace algunos años, determinados impulsos de la filosofía existencial en una especie de psicología filosófica y ontocinética que yo llamo “analítica del venir-al mundo” 21. Ésta proviene del pensamiento de que también debemos abandonar el resto culturas que nos son conocidas. El objetivo de la cultura mexicana —y quizá el de las culturas indias occidentales en general— parece ser la negación propia mediante la embriaguez. Por eso nos fascinan esas culturas en la actualidad”. En: V. F., Nachgeschichten. Essays, Vortrdge, Glossen, Dusseldorf 1990, pp. 146-147. 21 Introducciones a ella se encuentran, primeramente, en el “Tractatus psychologico-philosophicus”, de Der Zauberbaum, Frankfurt a. M. 1985, pp. 281-292; la idea es desarrollada explícitamente en los dos libros: Zur Welt kommen Zur Sprache kommen, Frankfurter Vorlestungen, Frankfurt a. M. 1988; y Euro taoismus - Zur Kritik des politischen Kinetik, Frankfurt a. M. 1989. 17 positivista que queda adherido en la manera de hablar del ser-en-el-mundo. Sólo entonces podremos, sin sucumbir a la adicción metafísica por lo inmóvil, comprender adecuadamente la movilidad del ser “existente” en su ser-viniendo, su instalarse y su ser yendo; como seres de movimiento, los hombres se entienden en un cambio de elemento22 que atraviesa el mundo, lo que implica tanto un éxodo como un regreso, con una zona de estancia y posición entre ambos. Existir es, en consecuencia, no sólo el avance irreversible desde una noexistencia (o preexistencia) hacia la existencia, sino que incluye en sí un movimiento contrario desde la existencia hacia la no-existencia. Si se concibe al hombre como un ser entendido necesariamente en marcha, se hace evidente cómo una y otra vez toma y deja su estar contenido en la tensión de la carga universal. De ese modo, podemos evitar hablar del hombre en una lengua que lo condena de antemano al establecimiento en un ser siempre positivo. El existencialismo seguirá tuerto y patético en tanto no consiga reflejarse en un inexistencialismo como equivalente necesario. Existencialismo e inexistencialismo permiten, sólo juntos, una visión estereoscópica de la ambigua morada humana en el mundo que se ajusta a las investigaciones de una psicología profunda filosófica. Ésta toma buena nota de que no sólo lo consciente se corresponde con un inconsciente, sino que también el estar presente abocado hacia el mundo se correlaciona con un estar ausente falto de mundo y vuelto del mundo. A partir de aquí es más hacedero señalar la importancia que tienen los éxtasis privados y no-informativos de los embriagadictos. En la adicción nos acoge una rebelión individualizada, es decir, separada del conocimiento de los congozantes de la cultura, contra la exigencia excesiva de la existencia. Por medio de consumo privado y desrritualizado de drogas, los sujetos se abren una vía de retorno salvaje, por decirlo así, a la inexistencia. A menudo creen tener expresamente un derecho a semejante salida, como si estuvieran penetrados, en un rincón de su conciencia, por la convicción de que son demasiado soberanos para tener que cargar con la pesadez de la existencia. Es verdad que nada ofrece tanta superioridad como el pensarse fuera del atolladero de determinadas circunstancias; nada hace tan libre como el suspenderse sobre la oposición entre querer y deber; apenas nada conforta tanto como la certeza de poder escapar de la esclavitud del propio instinto de conservación. Pienso que no es por casualidad que algunos drogoterapeutas constaten ocasionalmente en sus clientes un comportamiento que describen como una coquetería de la incurabilidad. Algunos adictos se alían con las drogas para, con ellas, hacerse con algo que, por sus propias fuerzas, no podrían procurarse: la decisión de 22 Para el concepto cambio de elemento, cfr. en este volumen la sección Metoikesis - Cambio de morada del alma”, p. 69 y ss., así como la sección “Uterodicea como enseñanza de las cosas postreras”, p. 152 y ss. 18 interrumpir el continuum obligatorio de una realidad indeseable. En casi todas las adicciones, un motivo ontológico abandonado juega un papel: la adicción significa a menudo un experimento parametafísico sobre la negación global en la que, con objeto de crítica universal, se pone entre paréntesis todo lo que viene al caso. Mediante la alianza con la droga, el sujeto adicto deroga su existencia con la que se mantendría en las tensiones de la apertura al mundo, con todas las consecuencias que eso conlleve en forma de preocupaciones, luchas, quehaceres y obligaciones sociales. Con todo, sería totalmente erróneo ver en la droga sólo un medio de huida del mundo. Desde el punto de vista de la sociedad, el adicto es un desertor que se aleja sin permiso del ejército de la realidad. Y aún más alejado está de su propio Yo que, en virtud de su existencialidad, lo enviaría “adelante”, a una disposición anímica en vela, resistente, responsable y productiva; desea evitar el estado en que él sería mantenido en vigilia por la llamada de las cosas y sus semejantes; da una contraorden a la existencia en el espacio de vela de la realidad común 23. Se ve en todo esto que existencia es una especie de exigencia ontológica a los hombres para la que no hay ninguna ejecución forzosa. No se puede mostrar a nadie una orden donde resulte que el afectado quede, en lo sucesivo, obligado a la autoaceptación. La droga no obtiene, en ningún caso, su poder de sojuzgar la psique sólo de sus efectos químicos; la coacción de repetición que manda al sistema nervioso adicto puede volverse irresistible sólo en la misma medida en que la droga pueda hacerse imprescindible a una desgana de ser. La droga se enseñorea del alma sólo como servidora privada e íntima de la tendencia a no ser. Tocamos aquí una dimensión de hondura de la historia de la conciencia que, en buena medida, se ha sustraído a la indagación psicológica. Bajo los secretos de la inexistencialidad yace un anatema que causa espanto al pensamiento en gestos del positivismo desamparado. Ante la Medusa de la negatividad, hasta el pensamiento filosófico se hace apenas diverso del cotidiano, estrecho y envarado. Lo que haría falta, para disolver ese bloque positivista, sería un concepto de nirvana occidental que nos proporcionara una nada amigable. Pero, ¿dónde hallamos principios para una idea de la inexistencialidad? ¿Cómo liberamos al sujeto del stress de la existencia permanente y a las sustancias de la coacción a la presencia duradera? ¿Podemos constatar en la tradición occidental vestigios de una conciencia nirvanológica o inexistencialista? Los historiadores de las ideas no han de saber dar respuestas seguras a estas preguntas. Se podría, en todo caso, señalar la aparición de las religiones de 23 Cfr., en este libro, la parte final: “¿Cómo tocamos al sueño del mundo?”, especialmente para la teoría del espacio de vela, p. 268 y ss. 19 salvación próximo-orientales y mediterráneas que comenzaron a revolucionar, hace más de dos mil años, la familia de las ideas y motivaciones de la humanidad. La irrupción de las ideas de salvación constituyen, sin duda, uno de los hechos más explosivos de la historia de la conciencia. Desde que la idea de la salvación se impuso en determinadas tradiciones, arde sin llama un radical destello de crítica universal en la conciencia del mundo de los pueblos de cultura avanzada. Allá donde la salvación es tenida por posible y viable, gana fuerza, al mismo tiempo, el pensamiento de que todos los esquemas de la existencia natural pueden y deben ser invertidos. La diferencia entre vida y muerte pierde terreno a partir de que la mayor de todas las subversiones enseña que es preferible una verdadera muerte a una falsa vida. Con la exigencia de salvación, entra en el mundo la posibilidad de la negación del mundo y la vida —una negación, entiéndase bien, que intenta desprenderse del engaño de la existencia profana— . Ahora se apodera el vértigo del espíritu frente a la inversión de todos los esquemas —hasta la sospecha de que el mundo, en su totalidad, sea invertido en su status quo o puesto de cabeza, se concreta en doctrinas de paraísos allendistas— . El espíritu en busca de salvación empieza a invalidar “este mundo” en su totalidad como una falsa premisa. Quien juega con fuego de salvación no es nunca del todo extraño al grandioso intento de dar la espalda a la construcción del mundo y abandonarlo a su ruina —la apocalíptica va incluso tan lejos como para predicar su destrucción y, si ello fuera posible, darle fuego con su propia mano. En perspectiva psicoanalítica, es natural la observación de que, con la irrupción de las ideas de liberación cristianas y gnósticas, se han evocado los espíritus de la negación primitiva. También la piedad de la creación cristiana oficial parece haberse esforzado intensamente en el intento de defender la bondad del mundo, consecuencia de la bondad de su creador, contra el levantamiento de la negatividad; ya que, una vez despertadas violentamente las fuerzas de crítica universal del arquetipo masoquista y sádico, no debían dejarse adormecer de nuevo. De modo que el perfecto ajuste del sujeto en la buena totalidad queda interrumpido para siempre. El alma se descubre como la magnitud desajustada, como lo diverso en todo y frente a todo. Los más grandes conocedores de la psique humana han de hacer concesiones sin cesar a las sabidurías sugestivas del dualismo. Desde la escisión nuclear gnóstico-maniquea de la divinidad hasta la teoría freudiana del instinto de muerte, nada se ha dejado sin intentar en la tradición occidental para sustanciar la gran negación del mundo, el cuerpo y el propio Yo, metafísica o metapsicológicamente. En nuestro contexto, importa señalar que las corrientes gnósticas de la Baja Antigüedad —aliadas con tendencias de psicología anacoreta y teología 20 negativa— significan el primer destello de un impulso nirvanológico en suelo occidental. El anticosmismo gnóstico —la doctrina de la no pertenencia de las almas al mundo de la materia y de los demonios astrales— fue un esfuerzo de la psique de la Baja Antigüedad para desacoplarse autoterapéuticamente de “este mundo”24 grotesco y causante de maldad; era, una vez más, un precario intento de hacer apátridas a los pneumata o almas del espíritu para abrirles una perspectiva de salvación interior por medio de una autorreintiegración celestial. El alma, que aquí se entiende a sí misma como transeúnte extraviada en su regreso a casa, desde el momento de la anamnesis 25 y el regreso a la sabiduría goza de que su posexistencia será semejante a su preexistencia: ambas significan el ser sumergido en una esfera inundada de luz y arrobamiento. En perspectiva de fenomenología religiosa, aquí salta a la vista un cierto parentesco entre gnosis y budismo26 . Cuando la sapiencia gnóstica da de baja del cosmos al sujeto para repatriarlo a una falta de mundo originaria y, por ende, en un ser en-Dios, resulta un equivalente de toda evidencia con la transición del budista por la falta de hogar. Ambos son gestos de un cambio de morada ontológico27 que debe conducir a una especie de huida o deshábito del mundo. Con la ayuda de la gran negación ascética, se cura la añoranza mundana, el mecanismo causante de sufrimiento, y se alivia el ansia de poder en lo real. Mediante el desprendimiento de la residencia mundana el sujeto apegado a sí mismo y las cosas como poseedor se reorienta hacia el contacto con las verdades de la vida nómada: como mejor viajan los seres que atraviesan el mundo es ligeros de equipaje. Como libre espíritu gnóstico, como sannoyasin hindú, como monje budista o como profano meditabundo, el solitario puede liberarse de la obsesión por la posesión mundana; un nomadismo metafórico disuelve el bloque de las formas del Yo asentadas y obsesionadas por el mundo. La nirvanología budista y la cosmología gnóstica producen efectos de una índole asombrosamente análoga que desatinan el realismo oficial. Con rigor suave, liberan al sujeto de la positividad inexorable del ser-en-el-mundo-o-en ninguna-otra-parte. Gracias a un gesto sin parangón de magnanimidad empalica, las enseñanzas de Buda y de la serena gnosis ofrecen al hombre agobiado y vulnerado por la realidad insoportable la doble ciudadanía del ser y del no-ser. Desbloquean así el acceso a la falta de mundo y a la inexistencialidad; de igual manera, pueden contribuir a regenerar las energías cosmopolitas del sujeto en 24 Para la problemática del pronombre demostrativo en la forma de hablar “este mundo”, cfr. la sección “Conceptos con la punta del dedo” en el capítulo ¿es el mundo negable?, p. 169 y ss. 25 En griego, recuerdo. (Nota del traductor) 26 Que nosotros sepamos, éste fue tratarlo por primera vez por el teólogo de Tubinga y discípulo de Hegel Ferdinand Christian Baur en su libro, que hizo época. Die Christliche Gnosis oder die Christliche Religionsphilosophie, Tubinga (Oslander) 1835, pp. 56-64; la posición decisiva está reproducida en: Weltrevolution der Seele. Ein Lese- und Arbeitsbuch der Gnosis von der Spätantike bis zur Gegenwart, edición de P. Sloterdijk y Thomas H. Macho, Munich/Zürich 1991, p. 308 y ss. 27 Para el concepto cambio de morada, en griego metoikesis, cfr. en este volumen p. 69 y ss. 21 cuanto no vuelven a hacer de la negatividad una posición rígida o “fundamentalista”. Son grandes episodios de la historia de la conciencia que, en su alcance, siguen superando nuestra interpretación trivial de vida, mundo y realidad. Tampoco los filósofos y psicólogos modernos están inmunizados contra esa trivialidad, en cuanto son víctimas, casi sin excepción, del dogmatismo de la existencia. A decir verdad, lo que se espera de los filósofos es que sean capaces de reflexionar con afinidad sobre los campos oscuros de la condition humame—, incluso debiera ser una obligación profesional para los psicólogos que defendieran, si preciso fuera, requisitos de integridad psíquica contra las normas ofensivas de la cultura oficial. Lo que se ve, al menos de facto, es un existencialismo dogmático a santo del que, con pleno sentimiento de la propia capacidad de realidad, remitirnos a los demás justamente a los frentes de lo real donde, según toda experiencia, sólo pueden fracasar. Lo hacemos con la buena conciencia de existentes exitosos y lo hacemos aun cuando debiéramos saber que nuestros clientes eran incluso menos dichosos que nosotros mismos; de otro modo, ¿por qué habrían tenido que retirarse a sus embriagueces y cuartos oscuros? ¿Qué habrían perdido en la nada de una enferma falta de mundo de tipo neurosis y adicción? ¿Por qué habrían emprendido la huida a la apelación psicótica contra su previa condena inmerecida a un existir y tener que soportar en la superficialidad letal de sus mundos? Si queremos estar a la altura de los grandes episodios de la historia de la conciencia que surgieron en las ontologías negativas del budismo y la gnosis, sería muy de desear para los cómplices filosóficos y terapéuticos del hombre que se despidieran del existencialismo dogmático que, con su positivismo creador y su consentimiento coercitivo, fundamenta a nuestra ontología oficial en la institución “realidad”. Para la ética terapéutica, sólo queda todavía abierta la vía de la complicidad y del sentimiento afín con las tendencias inexistenciales de la vida humana. En esa vía, se destapan conocimientos de las más ocultas disposiciones de adicción de nuestra civilización. También se entendería así el desarrollo explosivo de adicciones difusas y no narcóticas en las que actividades mundanas y realistas toman la función de quebrantaduras de la existencia y disolventes del Yo. Como, después de todo, en el existencialismo no se trata de la huida del mundo sino de la negación de tensiones de individualidad, el modo de conducta más mundano y adecuado a la realidad que tiene el hombre, el trabajo, puede adoptar una función de droga. La forma de adicción de nuestros días más conforme a la actualidad, el 22 workaholismo28, con sus derivados en la cultura de la distracción y el hobby, ilustra a la perfección la dinámica de un inexistencialismo descuidado e inadvertido. El sujeto sobrecargado con su propia existencialidad es, hoy más que nunca, menos fugitivo del mundo que adicto del mismo —donde la misma plenitud de la interioridad mediante materia mundana adopta un fundamental carácter de negación—. En la más extremada actividad los miembros de la especie a la que más se exige vuelven a introducirse subrepticiamente en la falta de mundo del animal activo. Esto lo han puesto de relieve, en primer lugar, las psicologías monacales budistas y cristianas con suma agudeza. Se suplanta el ser-en-el mundo igual que el venir-al-mundo mediante un permanente atiborrarse de “temas”, “proyectos” y commilments. ¿Para qué existir una vez que se ha descubierto que se puede instituir el mismo mundo como medio contra el ser-en-él y ser-en-si? Terapia filosófica es una escuela del ser-y-no-ser. Se plantea el quehacer de acoger la más irresuelta añoranza de solución y de mostrar a la más oculta y gran negación la ruta hacia lo libre, lo solidario y lo transformable. Si se supone a la cultura en general como manera teórica y humanamente creíble de la inexistencialidad, acaso puedan los individuos resistir conscientemente también al escapismo farmacéutico. 4. DE LA POSIBILIDAD HUMANA DE LA PRIVACIÓN. Después de lo dicho, me parece posible proponer un concepto religiosofilosófico de la adicción. Adicción es un ansia descodificada, es decir, oscurecida y desprovista de articulación lingüística, de liberación de la obligación de la existencia. Es el caso extremo de la religión privada. En sus más peligrosas variantes, se origina mediante una frecuentación frívola, o sea privada desritualizada e inconsciente de potentes sustancias psicotropicas. Estas dejan, tras de sí, al cabo de éxtasis no informativos, impresiones de continuación repetitiva en la retentiva de deseos de los sujetos. Una negación primigenia informe se introduce en la frivolidad del probar. Los inicios de la adicción yacen en el propósito de los sujetos de reposar en una relación privada con lo que intercede y avasalla; es consumismo en lo absoluto. De facto, raramente se quebrantaría el sujeto sólo por la sustancia adictiva. La gran perturbación procede del efecto de cambio de drogas y crisis de privación. El horror crónico de la privación en el punto álgido de la demanda de repetición promueve una desintegración de proceso primario. Conduce a una persona, es decir, un ser que puede afirmar su relativo ser vacío, a la imposibilidad de ser. El curso del proceso 28 Híbrido work (trabajo, en Inglés) y alcoholismo. (Nota del traductor) 23 es el de una enfermedad aguda hasta la muerte. La enfermedad obtiene su enorme poder mediante la sinergia entra inversión de la absorción e inexistencialismo. Igual que supo Baudelaire que él era fumado por su pipa, sabe el drogado típico que él es tomado por su droga. Lo sabe porque la toma para ser tomado por ella. La adicción sería así vista como la aprobación coercitiva de la absorción como querer ser tomado. No yerran los representantes de la orientación severa y el tono rudo en la drogoterapia cuando dicen que hay que respetar en los adictos, en primer lugar, a los autodestructivos libres. De ello se deduce que hay que constatar, entre los adictos y sus auxiliadores, una configuración extraordinaria de las conciencias: están uno frente a otro, como sujetos que saben, el uno del otro, que a la postre no pueden hacer nada el uno por el otro. El que se droga sabe que no puede dejar de ser adicto en atención a su auxiliador; el auxiliador sabe que ninguna donación maternal quitará al adicto su hambre de sujeción. La situación básica de la terapia de adicción no es la simple cita para atención entre auxiliador y cliente, sino el duelo entre dos conciencias que se dejan mutuamente sin recursos. La falta de recursos de uno frente al otro es idéntica al poder de mostrar al otro su impotencia. Con todo, en algún momento dará a entender el auxiliador al adicto que lo puede dejar irse a pique, lo mismo que el adicto, evidente buscador de ayuda, dará a entender a su auxiliador, en un momento, la verdad de que él difícilmente lo puede persuadir para una vida bajo condiciones de sobriedad media. Con ese hallazgo, se alcanza una trágica frontera que no es sobrepasable por ninguna terapia. En esa frontera se separan los espíritus; los unos a dejar tras de sí la situación humana en su totalidad, los otros al afirmar la incómoda humanidad de la privación. No siempre tiene la tragedia la última palabra. También las almas estimuladas por la gran negación conocen el cambio de conducta frente a la realidad; alguna vez ponen a mal tiempo buena cara; practican el ulterior decir sí al hecho de la vida adulta; se conforman con la propia existencia y aprenden a apreciar el espíritu de los compromisos29. Cierto, existir siempre quiere decir el inconveniente de haber nacido, de tener que cargar consigo. Pero también quiere decir poder buscar modos de transformar esa desventaja básica en la ventaja del descubrimiento del mundo. Contra el avasallamiento mediante la falta de mundo sólo sirve la inspiración mediante el brillo del mundo; en esto es también psicológicamente cabal la polémica de Plotino contra el desamparo onírico de los gnósticos vulgares. El antídoto eficaz contra las oscuras formas del extrañamiento del mundo es la afectuosidad del mundo que se palpa de antemano al hilo de la simpatía. Quien ha venido al mundo pone de manifiesto mediante ese acto que él 29 La figura de pensamiento “autoaceptación” como ulterior aprobación del hecho de la propia vida la he desarrollado más detalladamente. Cfr. la sección “¿Que quiere decir asumirse? en este volumen, p. 209 y ss. 24 o ella quiso aventurarse a cambiar la droga de la perfecta nada por la droga sustitutoria del existir. Quien está “en el mundo”, eo ipso, se ha aventurado en una zona donde uno se contenta con algo menos de oscuridad, de distensión, de suspensión temporal que en la constitución embrional premundana. De modo que existir implica siempre una incursión en un territorio mas pobremente embriagado; una expedición a lo sobrio, lo neutral. Allá nos iluminan las cosas en su ser en sí y nos oponen su resistencia. Quien existe está siempre, en cierta medida, “afuera”, en lo extraño, lo pesado, lo refractario. Para los moradores en latitudes medias, la temperatura exterior es, las más de las veces, más fría que antes en el gran interior. El aire que respiramos significa, en comparación con el confort de la común circulación de madre e hijo, un permanente suplicio de privación de endorfinas. Ahora es sabido que, para el feto, el medio materno es una orquesta que se ocupa del continum tanto rítmico como opioide. Pero, desde que los individuos practican la existencia, música y opio son bondades infrecuentes. En su lugar, pululan sacerdotes, traficantes y terapeutas que cobran elevados precios por servicios sospechosos. ¿No somos todos nosotros, los que fuimos tan imprudentes como para venir a la libertad, desconcertados inquilinos de un establecimiento de privación —si bien tampoco casos sin remedio, en tanto nos mantenemos en el mercado como intermediarios de la droga sustitutoria: saber vivir?— Pasamos nuestros días, manteniendo nuestro standard de droga al más bajo nivel soportable, lo cual define lo que, en nuestra región, debe considerarse realidad. Lo que ahora importa es no tener más cuitas que licor, pero tampoco más licor que cuitas. Mientras es exitosa la observación de esta regla, la tragedia se mantiene a distancia. Con la reserva de los extremos que la bienvenida sobriedad y la voluntad de examen de realidad nos conceden, obtenemos la libertad de participar en el mundo humano. Allá donde los abismos saben de complicidad abisal, pues sólo desde lo profundo de la complicidad se alían los hombres para la vida común. Es parte de la característica de nuestra era que tales alianzas hoy no son ya posibles sin el conocimiento de la profunda guerra mundial de los sistemas de cultura y delirio y de los riesgos de las manipulaciones técnicas de la naturaleza. Tras una historia de casi tres mil años de gran negación mundana y viviendo en medio de la fase álgida de la transformación constructivista del mundo, estamos obligados a hacernos un nuevo concepto de la aplicación de una ontología positiva y negativa. En el mundo humano importa, no sólo a filósofos y terapeutas, probarse como cómplice de la existencia y de su contrario; compartimos con nuestros semejantes la perplejidad de ser. 25 FICHA: SLOTERDIJK, Peter. Extrañamiento del mundo. Editorial Pre-textos, Valencia, 2001, pp. 123-139. 26