Subido por PARROQUIA LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

Apóstoles de la unidad - Pedro Langa Aguilar

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Apóstoles de la unidad
Pedro Langa Aguilar
2
A don Julián García Hernando, amigo y maestro,
de cuyo apostolado en la unidad tanto aprendí.
3
Nota del editor
La Editorial SAN PABLO siente especial satisfacción al poner en manos de los lectores una
obra esencial en el rico patrimonio teológico del agustino Pedro Langa Aguilar, «uno de
los más distinguidos ecumenistas de España». Profesor desde muy joven en
universidades de Roma y Madrid y escritor en no menos de veinticinco revistas, cuenta
en su haber con más de doscientos cincuenta artículos dedicados al tema. Su erudición y
fina sensibilidad por san Agustín y los padres de la Iglesia, las otras facetas de su saber
doctoral, hacen que estas páginas adquieran el valor inestimable de una obra, que, ante la
pulcritud del análisis y la copiosa aportación de datos, acabará por volverse de obligada
consulta para el buen uso de los saberes ecuménicos. Apóstoles de la unidad reúne por
primera vez una treintena larga de insignes figuras comprometidas en el apasionante y
fecundo quehacer evangélico de la reconciliación cristiana. La contextura y rigor del
libro permiten ver con claridad que no solo se trata de un gran elenco de nombres
altamente significativos en el ámbito eclesial sino que es, además, sugerente y fiel reflejo
de vivencias íntimas, contadas a menudo por ahí sin el detalle ni la objetividad que
ofrecen ahora estas páginas gracias a la profunda experiencia y al dilatado conocimiento
del autor.
La Editorial SAN PABLO, dentro de la Colección Monumenta, publicó de Pedro Langa,
ya en 2011, Voces de sabiduría patrística, obra muy bien recibida por la crítica y que
sigue gozando de señalado favor entre los lectores. A ella viene a sumarse con análoga
maestría en lo conciso Apóstoles de la unidad, que ve la luz en reconocido homenaje al
empeño ecuménico de la Iglesia católica por el cincuentenario de la clausura del concilio
Vaticano II, del recíproco levantamiento de los anatemas Roma-Constantinopla, y de la
promulgación de las declaraciones Nostra aetate y Dignitatis humanae, cuya
importancia en estos días de tanta persecución contra los cristianos queda más que
justificada. Del protagonismo que otorguemos al diálogo y a la restauración de la unidad
entre las Iglesias dependen, para el mundo en general, el disfrute de una paz duradera y
bien concertada; y para los humanos todos, en definitiva, la vivencia íntima de nuestra
fe.
EL EDITOR
Octubre de 2015
4
Introducción
Apóstoles de la unidad pretende rendir homenaje a un puñado de hombres y mujeres
cuyas vidas estuvieron marcadas por la solemne plegaria de Jesús al Padre en la última
Cena. El sintagma Ut unum sint de Juan 17,21, santo y seña de los ecumenistas, fue vida
y trabajo frecuente del grupo aquí seleccionado, que supo sacarlo adelante bajo el signo
de la renovación y de la perfección. Ya de forma individual a menudo, ya también de
mancomunado modo alternativo en casos puntuales, el grupo en todo caso acertó a
caminar siempre de la mano de Dios y descorriendo en cada amanecer la cortina de la
esperanza.
Naturalmente que no están todos los que son. ¿Quién podría incluirlos a todos,
cuando tantos y tantos han sido y el hecho mismo de afirmarlo así depende a la postre de
gustos? Como contrapartida, espero que nadie cuestione que sí son todos los que están.
Va de suyo que la lista podría dilatarse, de acuerdo, pero la que en estas páginas se
ofrece discurre condicionada por criterios a los que en todo momento procuré atenerme,
ajenos algunos, bien es cierto, a mi voluntad. Quiero con ello decir que no he procedido
al azar, ni por capricho, ni desconociendo tampoco la carga subjetiva que dicha lista
soporta. Incluso se me alcanza que la mayoría de los Apóstoles de estas páginas todavía
carezcan de biografías rigurosas capaces de ofrecernos la verdadera esencia de su
personalidad. Habrá que dar, pues, tiempo al tiempo.
Cosa cierta y sabida es que el autor de un libro ha de atenerse a un número de páginas
prefijado por los editores, los cuales, a su vez, proceden con arreglo a normas de
marketing. Es decir, que ni ellos son libres por completo para determinar la magnitud del
volumen. Otro de los criterios que guiaron mi pluma lo constituye el obituario: los
hombres y mujeres de este estudio están ya en la casa del Padre, adonde fueron a parar
después de haber trabajado duro y firme, de sol a sol, en esa viña fértil del Señor que es
la causa de la unidad.
Por descontado que en este pequeño retablo de grandes nombres esplenden figuras de
todos los colores eclesiales. No cometeré yo aquí la avilantez de distinguir, como se hace
por ejemplo en manuales de patrología con los padres y doctores de la Iglesia, entre
mayores y menores, orientales y occidentales. Quede un entretenimiento así para el
lector, que yo no curo mucho de ello. Prefiero limitarme a destacar las notas que
distinguen y acuerdan el compromiso ecuménico de cada uno. Con ello habré
conseguido practicar la regla de oro en la causa de la unidad: facilitar lo que une.
A propósito del título, he prescindido del artículo masculino de plural determinado
los. Hubiera sido pretencioso por mi parte, bien lo sé, y craso error por cierto, titular Los
apóstoles de la unidad. El epígrafe estaría indicando, en tal supuesto, que son tales
únicamente los aquí seleccionados, cuando resulta que no es así. Su modus operandi
queda muy lejos de conformar un grupo cerrado de obreros ecumenistas. La gramática
dice que el artículo es, en definitiva, un accidente que transforma el sustantivo
clasificador en sustantivo identificador. La que presento en estas páginas, por tanto, no
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es lista cerrada sino, más bien, abierta a ulteriores enriquecimientos. También aquí cabe
ilustrar con el ecumenismo lo que digo: cuando los que trabajan en él utilizan actitudes
excluyentes, marginadoras, radicales, la conclusión de tal premisa no admite vuelta de
hoja: esos tales tienen más de sectarios que de ecumenistas.
Si algo hay –y hay mucho– que brille con esplendorosa claridad en quienes
conforman la lista de este libro es que su comportamiento en pro de la unión de la Iglesia
resulta en todo momento conciliador y fraternal. No se pelearon, no riñeron, no se
dejaron llevar de la descalificación ni del insulto; al contrario, cada uno a su manera,
desde sus respectivas circunstancias y el afán unionista por bandera, salieron al
encuentro del otro con ánimo cordial y compartido. Y esto que de modo general es
posible decir de quienes integran la lista, se percibe más nítido aún en aquellos que, bien
por moverse en lugares comunes, bien debido a cercanía de los años y de los quehaceres,
llegaron incluso a conocerse personalmente y en algunos casos hasta cartearse.
Apóstoles de la unidad, por otra parte, responde a trabajadores del ecumenismo
moderno, esto es, a figuras cuyo paradigma ecuménico data del espíritu que nace en la
escocesa Edimburgo de 1910, cuando la Conferencia Internacional de Misiones. Parece
lógico que la biografía de algunos pertenezca a fechas inmediatamente anteriores, y que
tampoco falten los que se incorporan en el período de entreguerras, ni, por supuesto,
quienes se vuelcan de lleno por los años del Vaticano II, inclusive durante lustros ya
posconciliares. Pero todos, todos, pese a lo dicho, son obreros entusiastas del llamado
ecumenismo moderno, aquel que al principio tanto le costó admitir a la Iglesia católica y
hoy, en cambio, es por ella considerado camino irreversible.
Las atrocidades perpetradas contra los cristianos en Oriente Medio han inducido al
papa Francisco a pronunciarse repetidas veces, dentro ya del 2015, sobre lo que él
denomina ecumenismo de la sangre. Si no fuera por la virulencia de los recientes
acontecimientos, cabría decir que no estamos ante nada nuevo. Ya durante la II Guerra
mundial, por ejemplo, se dieron, sobre todo en campos de exterminio, circunstancias en
que fue necesario probar lo que representa el ecumenismo de la sangre, del dolor, del
sufrimiento, y llegar a la certidumbre de cuánto bien puede reportar el que los hermanos,
aunque sean de confesiones distintas, vivan unidos.
En Apóstoles de la unidad queda patente que muchos, por no decir todos, soportaron
incomprensiones, críticas, desconfianzas y contratiempos. De ninguno cabe decir que
llegó la sangre de la degollina al río –como no sea del pobre hermano Roger–, es cierto,
pero tampoco se vieron exentos, buena parte por lo menos, del frío garfio de la
persecución intelectual, del envidioso acíbar de las insidias, del turbio desdén
correligionario. La unidad del ecumenismo fue en todos, más en unos que en otros por
supuesto, pero en todos a la postre, causa de sufrimiento. Y de mérito, desde luego. La
beata María Gabriela Sagheddu, pongo por caso, es, desde su enfermedad gozosamente
abrazada en pro de la causa ecuménica, buena prueba de lo que afirmo.
Así como el papa Francisco, ante los veintiún cristianos coptos asesinados por el
Estado Islámico en Libia, recordaba al Moderador de la Iglesia Reformada de Escocia
que «la sangre de nuestros hermanos cristianos es un testimonio que grita –sean
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católicos, ortodoxos, coptos, luteranos, no interesa–: son cristianos. Y la sangre es la
misma, la sangre confiesa a Cristo, pues los mártires son de todos los cristianos»[1], de
igual modo cabe decir que los sufrimientos de estos Apóstoles de la unidad reflejan
actitudes humillantes soportadas con entereza y en silencio, convencidos de que, en el
fondo, eran de la Iglesia. Pienso en la incomprensión de que fue víctima el beato
Newman por defender principios hoy comunes al ecumenismo; en los duros exilios del
cardenal Congar; en las acerbas críticas al patriarca Atenágoras por abrazarse con el
beato Pablo VI. El lector, en fin, tendrá ocasión de espigar más casos leyendo estos
capítulos.
Otro punto a destacar es que todos vivieron la unidad de la Iglesia como una vocación
o especial llamada de Dios, como reto ante el que no caben nunca las medianías. El
ecumenismo, por eso, es sinónimo de conversión permanente. Cuando se vive con
explicitud, plenitud y juventud de corazón, conduce de modo inevitable a quienes así lo
practican a respirar en atmósfera de Iglesia una y única, la que Cristo fundó y por la que
al Padre rogó en la oración sacerdotal de la última Cena. El decreto de ecumenismo lo
proclama de manera inequívoca: «El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y
gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y tan estrechamente
une a todos en Cristo, que es el Principio de la unidad de la Iglesia»[2].
Y claro es que también en este orden de cosas cumple admitir un pluralismo de
actitudes. Unos lo hicieron desde primera hora. Otros, en cambio, después de años
dedicados a distintos menesteres. Los hay que vivieron su vocación de modo preferente.
Y no faltan, por el contrario, quienes la compaginaron con actividades eclesiales de otra
índole. Algunos sintieron su voz meditando profusa y profundamente la oración
sacerdotal de Jesús que recoge Juan 17,21, el cardenal Congar, por ejemplo. Sin que deje
de haber –Juan Bosch, v.gr.–, quien lo hizo leyendo precisamente a Congar. Al cardenal
Bea le llegó con incoercible empuje a través de sus estudios de Sagrada Escritura –donde
están inspirados los textos del Vaticano II sobre el movimiento ecuménico (UR) y la
actitud de la Iglesia en relación con el judaísmo (NA, 4), mientras que en el cardenal
Willebrands, presidente desde muy joven de la Asociación San Willibrordo, dicha
llamada tomó forma definitiva con su nombramiento, por parte de san Juan XXIII, para
secretario del Secretariado de la Unidad. Es más, según propia confesión, fue a partir de
1964, al ser ordenado obispo por el beato Pablo VI con la específica misión de trabajar
por la unidad de los cristianos, cuando él consideró esta actividad «como mi vocación
definitiva»[3]. De nuevo nos echa aquí una mano la definición con que se denomina el
ecumenismo en cuanto movimiento de la unidad en la pluralidad. La vocación
ecuménica es en ellos llamada común a trabajar por la unidad, pero luego, al practicarla,
adquiere en cada uno modos distintos y comportamientos diferentes: católicos,
protestantes, ortodoxos, anglicanos. ¡Y qué verdad es eso de que en la variedad está la
belleza!
Tampoco he de pasar por alto que el dedicarse a la unidad en estos Apóstoles avivó de
manera incesante su amor a la Iglesia. Aunque para algunos –san Juan Pablo II, la beata
Teresa de Calcuta, el cardenal König y la venerable Chiara Lubich pueden servir de
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muestra–, el fervor unionista se hizo extensivo a lo que hoy llamamos diálogo
interreligioso, lo primario, sin embargo, lo primordial de su actuación ecuménica –
escritos, conferencias, discursos, encuentros, diálogos, viajes, etc.– fue siempre su amor
a la Iglesia, la cual es, sin duda, imprescindible pilar del ecumenismo.
Algunos ni siquiera llegaron a los apasionantes aledaños del diálogo teológico, más
que nada por ser tarea de especialistas en materia, y luego también por no haber
alcanzado sus biografías a saborear el tiempo posconciliar de tales coloquios. Ello, sin
embargo, no impide afirmar que en cada uno cundió lo que el metropolita Melitón de
Calcedonia puso de relieve durante su famoso discurso a la Conferencia panortodoxa en
Patras, al arrancarse –genial inspiración la suya, por cierto– con el feliz sintagma diálogo
de la caridad, vía infalible, la mejor, para engolfarse y llegar a vivir según la unidad y
unicidad de la Iglesia. Es más, el comportamiento de estos esforzados obreros de la
unidad resultó a menudo paradigma de conducta en no pocos ecumenistas llegados más
tarde y que hoy, por fortuna, se esfuerzan, y ahí continúan de firme, pisando caminos
rectos en la ruta de ambos diálogos.
Dijo el cardenal Willebrands en 1991 al V Congreso ecuménico europeo en Santiago
de Compostela algo que me parece clave para extraer luz de este pensamiento altamente
dialógico: «Debemos proseguir el diálogo de la caridad y el diálogo teológico. Son
inseparables. El solo hecho de que después de siglos de alienación hayamos comenzado
el diálogo, que estudiemos juntos cuestiones esenciales que tocan a la fe, constituye un
progreso sustancial en nuestras relaciones, un progreso en la comunión. Los
intercambios comunes son nuestro testimonio. No podemos retroceder. El Señor nos
indica el objetivo: para que el mundo crea. Aquí actuamos realmente según su palabra.
Hay que buscar y realizar las posibilidades y no debe asustarnos el que los métodos y los
medios de trabajo sean a menudo diferentes en nuestras Iglesias y Comunidades»[4].
Su ardiente amor a la Iglesia, pues, no podía transigir con el llamado escándalo de la
división. Tampoco el concilio Vaticano II, sin duda. De hecho, ya en el proemio
puntualiza que «esta división contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, es un
escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a
todos los hombres», pero un poco más adelante recuerda que «muchos hombres en todas
partes han sido movidos por esta gracia» [del arrepentimiento y deseo de la unión], para
concluir luego que «este Concilio, por tanto, mira con alegría todas estas aspiraciones; y,
después de haber expuesto la doctrina acerca de la Iglesia, movido por el deseo de
restablecer la unidad entre todos los discípulos de Cristo, quiere proponer a todos los
católicos los medios, los caminos y las formas con los que puedan responder a esta
vocación y gracia divinas»[5]. La relación, por tanto, entre eclesiología y ecumenismo es
evidente. Por de pronto, quien ame de veras a la Iglesia no podrá quedarse desinteresado
ante divisiones tales. Y en Apóstoles de la unidad no podía ser de otra manera.
Muy distinta cuestión es que tal amor tenga que alcanzar en todos idéntica
temperatura, irradiar los mismos resplandores y emitir iguales sonidos. La idiosincrasia,
la cultura, la geografía, las formas expresivas, las costumbres y cien factores más que
pudieran ahora traerse juegan distinto papel en unos y en otros. Cada quien –suele
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decirse– es hijo de su tiempo. Y es verdad. Pero, aunque suene a tópico, eso mismo se
puede afirmar de la cultura, de la teología, de la incidencia de la Sagrada Escritura, de la
liturgia, de los ritos. Aquí, al igual que en casos anteriores, cumple también aplicar el
principio incontestable de la unidad en la pluralidad como elemento explicativo de lo
que expongo. Amantes de la Iglesia unos y otros, sí, pero no todos de la misma manera,
con los mismos argumentos, en iguales circunstancias. Y por amantes de la Iglesia,
todos, asimismo, contrarios a sus divisiones.
Apóstoles de la unidad es obra concebida para ser aplicada directamente al gran
público, ese que, sin estar necesariamente especializado ni familiarizado en el tema, se
profesa, no obstante, sensible a la Iglesia y, en consecuencia, deseoso de conocer mejor
qué implique y qué pueda reportar a quien hoy se lo proponga un conocimiento más
profundo del movimiento ecuménico a través de algunas ilustres figuras de los últimos
tiempos. En modo alguno quiere ser manual del ecumenismo, con las rigideces
académicas de semejante disciplina. Más bien, si acaso, cabría entenderse como una
monografía compuesta al desgaire de la unidad de la Iglesia según fue defendida y vivida
por un montón de ilustres personalidades contemporáneas.
En lo que a normas de redacción incumbe, he procurado seguir un orden estrictamente
alfabético de los apellidos y una extensión análoga de la materia para cada autor.
Comprendo que por importancia, y hasta por el interés que pudieran despertar, exigiría
conceder mayor amplitud a unos que a otros, pero la obra, tal y como está programada,
exige un criterio uniforme, el mismo para todos, máxime teniendo en cuenta que trata de
un solo argumento –el ecumenismo– que demanda dicha uniformidad. De ahí que me
ciña solo al asunto ecuménico, y que los otros posibles dentro de la exposición, de más o
menos holgada envergadura dentro de la biografía o la semblanza, cumplan aquí
únicamente el secundario papel de ayudar a comprender mejor la citada faceta en el
autor objeto de estudio. Para ello he estructurado la obra con idéntica regla metodológica
en cada uno.
Primeramente, pues, adelanto un breve marco biográfico del autor donde tengan
cabida los hitos salientes de su vida, comprendido a veces un circunstancial elenco de
escritos, si los tuviere, relacionados con la unidad de la Iglesia. A este breve apunte
biográfico sigue la exposición –en cuatro epígrafes no más– de aquellas facetas que
tienen directamente que ver con el tema central de la obra, que es siempre la unidad. Es
decir, el objeto base del ecumenismo; no tanto, pues, lo que hoy denominamos diálogo
interreligioso. En aras de la sencillez y la brevedad, sacrifico, como es lógico, muchos
detalles. Porque no se trata de escribir aquí la biografía ecuménica de un autor
determinado, sino de resaltar, de manera sencilla y didáctica, las cualidades ecuménicas
que adornaron a cada uno, y de hacerlo yendo siempre a la base, de modo que lo
publicado cumpla satisfactoriamente con los fines que desde el principio me propuse al
iniciar la redacción.
En cuanto a la bibliografía, he preferido llevarla toda al final, precedida por supuesto
de un amplio aparato de siglas y abreviaturas, que, aparte el ahorro de espacio que ello
supone, puede también evitar el incurrir en monótonas y a veces incluso enojosas
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repeticiones de nombres y títulos, sobre todo en una obra como esta, donde forzosamente
piden ser tenidos en cuenta organismos y publicaciones cuyo solo rótulo puede resultar –
de citarse completo–, extenso en demasía. El repertorio que sigue, en español la mayor
parte, no pretende ser exhaustivo, pero sí tener la capacidad de encuadrar la figura
respectiva dentro de su justa dimensión y, a la vez, de introducir al lector, si se lo
propone, a consultas de mayor alcance. Ello explica que haya echado mano también, en
algunos casos, de la webgrafía y de los portales electrónicos. En cuanto a la escritura, he
procurado, dentro de lo posible desde luego, seguir la Ortografía de la lengua española
de la Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española[6].
Me hago a mar abierta en este 2015 de memorables eventos celebrativos, entre ellos
precisamente el cincuentenario de la NA y de la clausura del concilio Vaticano II.
Obsérvese también que solo el día antes de aquel inolvidable 8 de diciembre de 1965,
tenía lugar a la misma hora en la basílica de San Pedro y en la iglesia patriarcal de San
Jorge en el Fanar la abolición de las excomuniones del 1054, a las que en esta obra se
hace referencia. Pablo VI en Roma con los Padres conciliares, y Atenágoras I en Estambul, escribían así, en efecto, otra página para la historia en ese libro de oro
del ecumenismo que ellos mismos habían abierto meses atrás con el fraterno abrazo en
Jerusalén. Es también 2015 Un año para sentir Taizé[7], por cumplirse el 75º aniversario
de fundación, el centenario natalicio de Roger y el 10º de su asesinato. Dos esclarecidos
miembros suyos surcan las aguas de esta provechosa travesía. Precisamente con más de
cincuenta años en el oficio ecuménico, recuerdo con gusto que ya durante el Concilio
escribía yo ingenuo de Athos y de Taizé[8].
Por último, no me queda sino agradecer a Ediciones San Pablo, prestigiosa editorial
católica al servicio de la comunicación y de la verdad que, fiel al carisma fundacional, ni
en publicaciones ni en ansias difusoras conoce hoy fronteras, la benevolente acogida que
siempre me dispensa. Cuando me puse a redactar este estudio procuré hacer mío el sabio
consejo del beato Pablo VI a monseñor Ramón Torrella, en trance de iniciar su andadura
oficial por el dicasterio del ecumenismo: «Ponga en su nuevo trabajo para la unión de los
cristianos mucho amor y gran dosis de paciencia»[9].
Ojalá el lector pueda, por su parte, hacer también suyas, a propósito del libro que
tiene entre manos, las palabras del ilustre profesor Óscar Cullmann sobre el mismo Papa:
«Cada año la conversación de una media hora con Pablo VI es, para mí, una ayuda en mi
vida cristiana»[10]. Indican, cuando menos, la cordialidad que entre ambos siempre reinó,
viajeros uno y otro en esta fascinante singladura. Hay más, por fortuna y a Dios gracias
muchos más. Forman todos con decisión y entusiasmo, también con mucha armonía y
melodía, un admirable coro polifónico, el cual, por decirlo con frase maestra de san
Agustín, entona al Señor y a la unidad de su Iglesia «con las voces, los corazones, las
bocas, las costumbres, un cántico nuevo»[11].
PEDRO LANGA AGUILAR, OSA
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Siglas y abreviaturas
AAS Acta Apostolicae Sedis (CV).
Aceprensa http://www.aceprensa.com.
ACJ Asociaciones cristianas de jóvenes.
AER American Ecclesiastical Review.
AG CONCILIO VATICANO II, Decreto Ad gentes.
ARCIC I-II Anglican-Roman Catholic International Comission I-II
(Comisión Internacional Anglicano-Católica I-II).
BAC Biblioteca de Autores Cristianos (Madrid).
BAC 345 Al encuentro de la unidad. Documentación de las relaciones entre la Santa Sede y el Patriarcado de Constantinopla 1958-1972 (BAC 345, Madrid
1973).
BEM Documento de Lima 1982, Bautismo, Eucaristía y Ministerio.
C Concilium (ed. española).
CCEE Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa.
CEE Conferencia Episcopal Española.
CEI Consejo Ecuménico de las Iglesias (= CMI; WCC).
CEMU Centro Ecuménico Misioneras de la Unidad (Madrid).
CERI Comisión Episcopal de Relaciones Interconfesionales de la CEE.
CLIE Editorial CLIE, Santandreu Editor.
CNE Città Nuova Editrice (= NC; CN).
CM Congregación de la Misión.
CMF Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, Claretianos.
CMI Consejo Mundial de Iglesias (= CEI; WCC).
CEMU Centro Ecuménico Misioneras de la Unidad (Madrid).
CN Editorial Ciudad Nueva (= NC; CNE).
CSP Congregación de San Pablo.
CTSA Centro Teológico San Agustín (Madrid).
CV Ciudad del Vaticano (= Città del Vaticano).
DE Diálogo Ecuménico (Salamanca).
DH CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae.
DIE BOSCH J., Diccionario de ecumenismo, Ed.Verbo Divino, Estella (Navarra) 1998.
Directorio PCPUC, Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo. Comisión episcopal de relaciones interconfesionales,
Madrid 1993.
DTTC BOSCH J., Diccionario de teólogos/as contemporáneos, Editorial Monte Carmelo, Burgos 2004.
DV CONCILIO VATICANO II, Constitución Dei Verbum.
EES Equipo Ecuménico Sabiñánigo (http://equipoecumenicosabinnanigo.blogspot.com.es/).
EFE Agencia EFE.
Enchiridion GONZÁLEZ MONTES A. (ed.), Enchiridion Oecumenicum, Bibliotheca Oecumenica Salmanticensis 12. Universidad Pontificia de Salamanca 1986 (I);
11
Bibliotheca Oecumenica Salmanticensis 19. Salamanca 1993 (II).
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FLM Federación Luterana Mundial.
FUCI Federación Universitaria Católica Italiana.
FUMEC Federación universal de movimientos estudiantiles cristianos.
GER Gran Enciclopedia Rialp.
GMT Grupo Mixto de Trabajo de la Iglesia Católica Romana y el Consejo Mundial de Iglesias. Octava Relación 1999-2005, WCC Publications Geneva,
Ginebra-Roma 2005.
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ICR Iglesia Católica Romana.
JMJ Jornada Mundial de la Juventud.
KEK Konferenz Europäischer Kirchen (= Conferencia de Iglesias Europeas).
KGB Comité para la Seguridad del Estado (policía secreta de la Unión Soviética).
KLM Koninklijke Luchtvaart Maatschappij, principal aerolínea de Países Bajos.
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LEV Libreria Editrice Vaticana.
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MAS Muslim American Society (= Sociedad Americana musulmana).
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RAE Revista Agustiniana de Espiritualidad (= RA).
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12
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RC Religión y Cultura (Madrid).
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VR Vida Religiosa (Madrid).
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YMCA Young Men’s, Christian Association (Asociación Cristiana de Jóvenes).
Z Zenit.org.
13
ATENÁGORAS I
(1886-1972)
Atenágoras de Constantinopla nació el 25 de marzo de 1886 en Tsaraplanà (Epiro), hoy
Vasilikòn, cerca de Joannina[12]. Matthew, su padre, era médico del lugar. Su madre,
Eleni, murió cuando él tenía solo trece años. Cursada teología en Halki (Turquía), de
donde salió graduado en 1910, recibe en ese año la tonsura de monje, adopta el nombre
de Atenágoras en honor del afamado apologista del siglo II y se ordena de diácono para
Pelagonia, con sede en Monastir (Macedonia). Secretario general en marzo de 1919 del
arzobispo de Atenas, Meletios Metaxakis, el 16 de diciembre de 1922 es ordenado
presbítero en la catedral de Atenas, y el 23 de obispo para la diócesis de Kerkyra y
Paxos.
A principios de 1923 llega como nuevo obispo a Corfú, donde permanece siete años
promoviendo cultura religiosa, intensa acción social y ecumenismo práctico. «La Iglesia,
madre de todos los creyentes –dice al tomar posesión–, ha olvidado a menudo todo esto,
ha emprendido batallas, ha atizado odios, ha abierto abismos y suscitado persecuciones,
ha escandalizado la conciencia de los fieles, ha olvidado a los pobres, ha abandonado a
los enfermos y no ha visitado a quienes estaban en prisión»[13]. Famoso por el gobierno de
aquellas dilatadísimas comunidades, por él elevadas a muy alto nivel disciplinar y
religioso, fue voz común desde entonces su gran apertura fraternal, maduro fruto de la
paterna bondad que de por vida atesoró. Sus viajes, trato con las más diversas
denominaciones cristianas y contactos con la Iglesia católica alentaron en él un sincero
deseo de diálogo entre los cristianos de Oriente y Occidente. Entre finales del 29 y junio
del 30 participa en la conferencia interortodoxa del monte Athos (Vatopedi: 8-30 de
junio de 1930) y en la anglicana en Lambeth.
El 24 de febrero de 1931 llega a los Estados Unidos y dos días más tarde toma
posesión como nuevo arzobispo ortodoxo de Nueva York, con jurisdicción sobre los
ortodoxos griegos de América y rango de metropolita para el entero continente. Con
ciudadanía estadounidense en 1938, pasa allí la II Guerra mundial y los mandatos de
Roosevelt y Truman. El 1 de octubre de 1948 (año de los Derechos Humanos y de la
fundación del CEI) es elegido patriarca de Constantinopla. Para su entronización, enero
del 49, voló desde los Estados Unidos a Estambul en el avión personal de su amigo el
presidente Truman. Activo colaborador con el CEI, mejoró también las relaciones con
14
Roma. Acarició y fomentó la esperanza de llegar a la unión de los cristianos entre las
comunidades bizantino-eslavas: prueba de ello son sus frecuentes contactos con las
jerarquías ortodoxas y la promoción de asambleas panortodoxas[14].
Su amistad con Juan XXIII venía de los años de este en Turquía y Grecia. Saludó su
elección papal como la de un enviado de Dios. Las relaciones entre cristianos no
hicieron desde entonces sino crecer[15]. Se entrevistó con Pablo VI en Jerusalén, Turquía y
Roma, y el 7 de diciembre de 1965, víspera de la clausura del Vaticano II, presidió en el
Fanar (Estambul) –a la misma hora que Pablo VI en Roma con los Padres conciliares–,
la ceremonia de abolición de las excomuniones de 1054, gran paso hacia la comunión
Roma-Constantinopla[16]. No todos los ortodoxos, sin embargo, lo acogieron con alegría:
el metropolita ruso en el exterior, Filaret, por citar solo un nombre, tuvo el atrevimiento
de escribirle una carta descalificando sus esfuerzos unionistas con Roma.
Su actividad patriarcal giró sobre dos polos: uno, que los cristianos separados no lo
están del todo, pues perduran lazos dignos de ulterior desarrollo como vía de retorno a la
unidad; otro, que la realización de esta no es fácil, porque hay implicadas cuestiones no
solo disciplinares sino dogmáticas. Ahora bien, sin desconocer este extremo, se pueden
utilizar gestos y actitudes que faciliten la mutua comprensión[17]. Hospitalizado el 6 de
julio de 1972 por fractura de cadera (¿fémur?), murió, no obstante, de insuficiencia renal
a las 22:00h del día siguiente en Estambul. Contaba 86 años de edad[18]. Fue el 268º
sucesor de san Andrés y Patriarca ecuménico desde 1948 hasta su muerte. Descansa en el
Monasterio de la Madre de Dios Fuente Balikli (en el mismo Estambul)[19].
1. Atenágoras I visto por Pablo VI.
Entre los innumerables elogios, prefiero el de Pablo VI[20] durante el Ángelus del 9 de
julio de 1972, unas horas después del deceso: «Todo el mundo ha hablado de él con la
admiración y la reverencia debidas a los hombres superiores que personifican una idea
que incide en los destinos de la historia y aspira a interpretar el pensamiento de Dios:
Atenágoras; de su figura exterior, majestuosa y sacerdotal, se transparentaba su dignidad
interior, y su conversación grave y sencilla tenía acentos de simple bondad evangélica.
Infundía reverencia y simpatía. También Nos nos encontramos entre los que lo han
admirado y amado en mayor medida; él demostró hacia Nos una amistad y una confianza
que siempre nos han emocionado, y cuyo recuerdo incrementa ahora nuestro llanto y
nuestra esperanza de considerarlo todavía hermano próximo a Nos en la comunión de los
santos». Hecho el retrato del finado, Pablo VI agregaba seguidamente el de su
ecumenismo, un ecumenismo, por cierto, sin fisuras ni medianías:
«Sabéis por qué encomendamos este gran hombre de una Iglesia venerable, pero no totalmente unida a nuestra
Iglesia católica, a vuestro recuerdo y a vuestros sufragios: porque él fue un favorecedor constante y apóstol de
la reunificación de la Iglesia griego-ortodoxa con la Iglesia de Roma, e incluso con otras Iglesias y
comunidades cristianas no integradas todavía en la única comunión del Cuerpo místico de Cristo. En tres
ocasiones tuvimos la suerte de encontrarnos personalmente con él y han sido innumerables las veces que nos
hemos dirigido correspondencia escrita, intercambiando siempre recíprocamente votos y promesas de hacer
15
toda clase de esfuerzos para restablecer entre nosotros una perfecta unidad en la fe y en el amor de Cristo, y
siempre resumía sus sentimientos en una sola y suprema esperanza: la de poder “beber en el mismo cáliz” con
Nos; es decir, poder celebrar juntos el sacrificio eucarístico, síntesis y corona de la común identificación
eclesial con Cristo. Nos también lo hemos deseado ardientemente. Ahora este deseo no logrado debe seguir
siempre su herencia y nuestro compromiso»[21].
La fundadora de los Focolares, Chiara Lubich, muy unida al difunto, con quien llegó
a entrevistarse no menos de 25 veces, escribió en aquellas horas a los jóvenes del
Movimiento: «Desde que supe que falleció, me resuena una pregunta en el alma: “¿Por
qué buscan entre los muertos a Aquel que vive?” (Lc 24,5). Sí, vive y nosotros lo
sentimos»[22]. Y el 13 de enero evocaba en el Avvenire a «una de las personalidades más
grandes del mundo religioso del siglo XX […] que pertenece ya a la historia y a la
Iglesia […]. Fue este interés común el que lo impulsó un día a llamarme a Estambul,
sabiendo que trabajaba con el Movimiento de los Focolares en el ecumenismo. Era el 13
de junio de 1967. Me recibió como si me conociera desde siempre. “¡La esperaba!”,
exclamó, y dijo que le narrara los contactos del Movimiento con los luteranos y con los
anglicanos. “¡Es una gran cosa conocerse –comentó– hemos vivido aislados, sin tener
hermanos, sin tener hermanas, durante muchos siglos, como huérfanos! Los primeros
diez siglos del cristianismo fueron sobre los dogmas y sobre la organización de la
Iglesia. En los diez siguientes hemos sufrido cismas, la división. La tercera época es esta,
es la del amor”»[23].
Precisamente al hilo de otra conversación, citaba también como dicho por Atenágoras
esto: «Los tres encuentros ocurridos con Pablo VI: en Jerusalén el 5 de enero de 1964; el
de aquí en Estambul el 25 de enero de 1967 y el de Roma el 26 de octubre de 1967,
constituyen el signo sorprendente y glorioso del triunfo del amor de Cristo y de la
grandeza del Papa, y estos encuentros nos han puesto definitivamente, con firme fe y
esperanza en el camino bendito para la realización de la voluntad de Cristo, es decir, el
encuentro de nuevo en el mismo cáliz de su sangre y de su cuerpo»[24]. Juicios estos de un
hombre santo, verdadero apóstol de la unidad. No extrañe que Chiara Lubich lo defina
como «un gran carismático, el más grande que yo haya conocido fuera de la Iglesia
católica»[25]. ¡Lástima que ciertos sectores radicales de la Iglesia ortodoxa, empezando
por el Monte Athos, no lo vean así![26].
2. Fuerza de la verdad en el diálogo de la unidad.
«Si la verdad es la verdad, no hay que tener miedo por ella, vamos a darle, a
compartir, a mostrar en su plenitud, la bienvenida a todo lo que hay de luz y amor en la
experiencia de nuestros hermanos. Si continuamos en esta actitud, entonces la verdad se
pondrá de manifiesto por sí misma, será conquistar todas las limitaciones e insuficiencias
desde dentro, sobre la base del misterio común de la Iglesia»[27]. «Dios nos perdona, y nos
permite perdonar, porque Él renueva el tiempo, incluso el pasado. Este es el misterio del
arrepentimiento. En cuanto al futuro, […] sabemos que en nuestra vida, como en la
historia, la Resurrección será la última palabra. Por eso no tenemos miedo, volvemos
16
nuestros ojos a Dios y confiamos plenamente en él para los eventos del futuro […].
Estoy en las manos de Dios. En el sufrimiento y en los problemas, siempre nos queda la
fe desnuda en que Dios nos ama con un amor infinito. Nos queda siempre la sangre de
Cristo, y la ternura de su Madre santísima»[28]. «La unidad de los cristianos debe ser el
fermento de la unidad humana. La unificación de la humanidad es a la vez la expresión y
la búsqueda de nuestra unidad perfecta en Cristo, donde todos somos miembros los unos
de los otros. Hay una sola Iglesia, la Iglesia de Cristo, y solo una teología, el anuncio de
Cristo resucitado de entre los muertos, que nos eleva y nos da la fuerza para amar»[29].
«Dios es quien nos sostiene y nos llena de su presencia en proporción a la humildad y el
amor. Solo por dar y compartir y sacrificarse uno puede glorificar al Dios que, para
salvarnos, se sacrificó y fue a la muerte de cruz»[30].
Al sorprendente anuncio de un concilio ecuménico Atenágoras correspondió, con
gesto insólito, enviando a Roma para reunirse con Juan XXIII al arzobispo Iakovos. El
encuentro tuvo lugar el 17 de marzo de 1959, y fue el primero desde mayo de 1547 entre
un representante del Patriarcado ecuménico y el obispo de Roma[31]. Un mes más tarde, el
Papa correspondía enviando el suyo a Constantinopla[32]. En 1963, el recién elegido Pablo
VI le dirigió una carta manuscrita, la primera desde 1584, cuando Gregorio XIII informó
a Jeremías II de la reforma del calendario. Y a finales de 1963 llegó el anuncio de visitar
Tierra Santa a principios de 1964. Atenágoras declaró que sería un acto de la divina
providencia si los jefes de las Iglesias pudieran reunirse en Jerusalén para rezar juntos en
los Santos Lugares. Y así fue. El 5 de enero de 1964 Atenágoras I y Pablo VI se
abrazaron en el Monte de los Olivos[33]. La foto es histórica.
Juan Pablo II aplaudió a menudo este momento. «Se ha convertido
–dijo, por ejemplo, durante el Ángelus del 40º aniversario– en símbolo de la deseada
reconciliación entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, así como profecía de
esperanza en el camino hacia la plena unidad entre todos los cristianos»[34]. En el
intercambio de regalos incluyó su medalla conmemorativa. Antes, había dicho:
«¡Qué providencial fue para la vida de la Iglesia aquel encuentro, valiente y gozoso al mismo tiempo!
Impulsados por la confianza y por el amor a Dios, nuestros iluminados predecesores supieron superar
prejuicios e incomprensiones seculares y ofrecieron un ejemplo admirable de pastores y guías del pueblo de
Dios»[35].
Camino ya irreversible, pues. Claramente lo dijo también Benedicto XVI:
«Recordando el aniversario del concilio Vaticano II, creo que es justo rememorar la
figura y la actividad del inolvidable patriarca ecuménico Atenágoras [...] que junto con el
beato Juan XXIII y el siervo de Dios Pablo VI, animados por la pasión por la unidad de
la Iglesia, que nace de la fe en Cristo el Señor, promovieron valerosas iniciativas que
allanaron el camino a relaciones renovadas entre el Patriarcado ecuménico y la Iglesia
católica»[36]. Creo que merece la pena insistir un poco más en aquella histórica entrevista
celebrada en los lugares emblemáticos de la pasión del Señor.
17
3. La entrevista de Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén.
Sobre dicho encuentro han corrido ríos de tinta. A raíz de la muerte de Atenágoras en
1972, diversos medios divulgaron la indiscreta grabación de la RAI, convertida andando
el tiempo en verdadero tesoro intereclesial[37]. Convencidos ambos de estar en la
presencia de Dios, viviendo con indecible emoción aquel momento, salta la cortesía del
Papa: «¿Tiene Su Santidad alguna idea, algún deseo, al cual yo pudiera corresponder?».
Y Atenágoras: «Tenemos el mismo deseo. No bien leí en los diarios que Ud. había
decidido visitar este país, inmediatamente se me ocurrió que nos encontrásemos aquí y
estaba seguro que recibiría de Su Santidad la respuesta... (Pablo VI: afirmativa)
afirmativa, ya que confío en Su Santidad. Yo lo veo, sin querer adularlo, en los Hechos
de los apóstoles, yo lo veo en las Cartas de San Pablo, de quien Ud. toma su nombre, yo
lo veo aquí. Sí, yo lo veo».
«Le hablo como hermano –prosigue Pablo VI–: sepa que tengo la misma confianza en
Ud. Pienso que la Providencia lo eligió a Ud. para continuar esta historia». Y
Atenágoras: «Pienso que la Providencia lo eligió a Ud. para abrir el camino de su
predecesor». De nuevo Pablo VI: «La Providencia nos eligió para que nos
entendiésemos». Y nueva réplica de Atenágoras: «Los siglos lo esperaban, para este día,
este gran día... qué alegría... en esta pequeña estancia. Qué alegría había en el Sepulcro,
qué alegría había en el Gólgota, qué alegría en el camino que Ud. hizo ayer [el Vía
crucis]». A lo cual, Pablo VI, en tono confidencial: «Estoy de tal manera rebosante de
impresiones que hará falta mucho tiempo para dejar que se calmen (sonrisa) e interpretar
toda esta riqueza de emociones que tengo en mi espíritu. Pero quiero aprovechar este
momento para expresarle la lealtad absoluta con la cual siempre trataré con Ud.». «Digo
lo mismo», repuso Atenágoras.
La conversación deriva luego al ámbito de Dios: «Nunca le ocultaré la verdad.
Siempre tendré confianza. No tengo ningún deseo de decepcionarlo, de abusar de su
buena voluntad. No deseo otra cosa que seguir el camino de Dios» (P).
«Tengo una confianza absoluta en Su Santidad. Absoluta, absoluta. Siempre tendré
confianza, siempre estaré de su lado. Sepa Su Santidad que rezaré todos los días por ella
y por las intenciones que tenemos en común para el bien de la Iglesia. Dado que tenemos
este gran momento, estaremos juntos. Caminaremos juntos... Ver a Su Santidad, a su
Gran Santidad enviada por Dios, sí, el papa de gran corazón. ¿Ud. sabe cómo lo llamo?
megalo-kardos, el papa de gran corazón» (A).
Avanza luego Pablo VI que ambos son «pequeños instrumentos […] cuanto más
pequeños, mejores instrumentos, es decir, que la acción de Dios debe prevalecer
(Atenágoras: «prevalecer») y ser la dueña de todas nuestras acciones, «por mi parte –
prosigue–, vivo en la docilidad, en el deseo de ser lo más obediente a la voluntad de
Dios, y de ser hacia Ud., Santidad, hacia sus hermanos, hacia su medio, lo más
comprensivo posible […] pero también con una gran rectitud y el deseo de amar a Dios,
de servir a la causa de Jesucristo». A lo que Atenágoras replica: «En esto tengo
confianza, juntos, juntos...».
18
El Papa entonces introduce el discurso eclesial: «Me gustaría conocer cuál es la idea
de Su Santidad, de su Iglesia sobre la constitución de la Iglesia. Es el primer paso».
Atenágoras acto seguido: «Seguiremos sus opiniones». Pablo VI, no obstante,
puntualiza: «Le diré lo que creo, qué es lo exacto, lo que deriva del Evangelio y de la
voluntad de Dios y de la auténtica tradición. Le diré. Si hay puntos que no coinciden con
su idea de la constitución de la Iglesia...». «Lo mismo de mi parte» (A). «Discutiremos,
buscaremos encontrar la verdad» (P). «Lo mismo de nuestra parte y estoy seguro que
siempre estaremos juntos» (A).
El diálogo cobra tonalidades sublimes que, pasados los años, se han revelado de gran
realismo: «Hay dos o tres puntos de doctrina en los que hemos evolucionado ya que se
ha progresado en su estudio y cuyo porqué querría explicar –a su criterio si le parece– a
sus teólogos, sin poner en esto nada de artificial ni accidental sino lo que creemos que es
el pensamiento auténtico (Atenágoras: “en el amor de Jesucristo”). Y otra cosa que
parece secundario pero que tiene su importancia: todo lo referente a la disciplina, los
honores, las prerrogativas, estoy bien dispuesto a escuchar lo que Su Santidad crea lo
mejor». Obtenido el plácet: «Lo mismo de mi parte» (A), el Papa prosigue: «Ninguna
cuestión de prestigio, de primacía que no sea la que ha sido fijada por Cristo; pero en lo
que hace a honores, privilegios, nada de eso. Veamos lo que Cristo nos pide y que cada
uno tome su posición pero no con parámetros humanos de prioridad, de elogios, de
ventajas, sino de servicio». La conclusión de Atenágoras es deliciosa: «¡Cómo me es Ud.
querido en lo más profundo de mi corazón!»[38]. Un encuentro, como se ve, de subida
belleza, de sincera confianza, de gran caridad, de patrística eclesiología de servicio. El
lector dirá si, a la vuelta de cincuenta años, dicha sinceridad se ha visto correspondida.
4. Repercusiones de la entrevista de Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén.
Con el abrazo y la plegaria de Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén se abrió en el tema
de la unidad un camino largo y arduo pero lleno de esperanzas: el del ecumenismo.
Desconocemos cuándo y cómo llegará la unión. Es lo cierto, sin embargo, que hombres
como Juan XXIII, Pablo VI, Atenágoras, o Juan Pablo II emprendieron el rumbo
esperanzador y adecuado al que no hemos de renunciar. Es un camino de cruz, porque
solo levantado de la tierra atraeré a todos los hombres a mí[39]. Lo de Jerusalén trajo cola
y sigue siendo paradigma.
El presidente Lyndon B. Johnson hizo llegar al Fanar el 24 de enero de 1964[40] este
oportuno y breve mensaje: «Los estadounidenses de todas las religiones han quedado
profundamente impresionados por el espíritu de hermandad demostrado en sus reuniones
históricas con el papa Pablo». La respuesta tuvo su desahogo:
«Ha sido de lo más gratificante y alentador comprobar su interés por la reunión entre su santidad el papa Pablo
VI y yo mismo. Creo que puedo decir que nos quedamos ambos igualmente conmovidos por esta reunión y la
aprobación con que la ha recibido todo el mundo. Esto muestra cuán profundamente arraigado está el espíritu
de hermandad, una señal alentadora para todos los que se dedican a la promoción de la moral en las relaciones
entre los hombres y los pueblos»[41].
19
El abrazo de Jerusalén no era bastante. Había que poner fin a los 900 años de cisma[42].
Y llegó, como paso previo, la abolición de las excomuniones por ambas partes, de cuyo
alcance da cuenta este párrafo de la declaración conjunta: «El papa Pablo VI y el
patriarca Atenágoras I con su Sínodo son conscientes de que este gesto de justicia y de
perdón recíproco no basta para poner fin a las diferencias que subsisten […]. Sin
embargo, esperan que este gesto será agradable a Dios, pronto a perdonarnos cuando nos
perdonamos unos a otros, y apreciado por todo el mundo cristiano»[43].
¿Qué diría hoy Atenágoras ante los progresos de la Comisión Mixta Internacional?
Sería el suyo, sin duda, puro gozo al comprobar cuán grande es el amor y cuánto están
dando de sí aquel abrazo y aquella supresión de anatemas[44]. De lo dicho sale que
Atenágoras soñaba –en el mejor sentido de esta sencilla palabra– con llegar más lejos
todavía en la intercomunión. En una de sus últimas cartas a Pablo VI se puede leer: «Os
escribimos desde Oriente poco antes de la pasión del Señor. La mesa está preparada en la
habitación de arriba y nuestro Señor quiere comer la pascua con nosotros.
¿Rehusaremos?»[45]. Más claro, pues, verde y con asas.
Sigue uno, la verdad, echando en falta en el ecumenismo figuras de la talla de este
hombre de Dios. Los testimonios de Pablo VI y Chiara Lubich reflejan el parecer de
tantos, católicos lo mismo que protestantes y ortodoxos, que saben descubrir en el ser y
hacer de aquel venerable anciano con luenga barba bíblica y bondadosa mirada el estilo
mismo del Evangelio, es decir, la raíz de la santidad. Mientras este hombre singular siga
en la penumbra intereclesial, será difícil que el ecumenismo prospere. El día, en cambio,
que los cristianos en general acierten a desterrar prejuicios anti-ecuménicos, se darán
cuenta de la extraordinaria altura moral y religiosa de este dignísimo apóstol de la
unidad.
20
AGUSTÍN BEA
(1881-1968)
El cardenal Agustín Bea nació el 28 de mayo de 1881 en Riedböhringen, pequeña villa
alemana de la región «Baar», altiplano de la Selva Negra, a unos diez kilómetros de las
fuentes del Danubio. El sábado 9 de abril de 1893, ya con doce años, recibe en la iglesia
parroquial de su pueblo la primera comunión. Y en el también sábado 9 de mayo de
1896, la confirmación. Aunque de niño parecía tirarle la vida benedictina, es lo cierto
que en 1902 ingresó en la Compañía de Jesús y el 25 de agosto de 1912 sería ordenado
sacerdote. Desde entonces hasta 1918 completó estudios en teología y Sagrada Escritura.
El 28 de abril de 1913 salía rumbo a Berlín, en cuya Universidad comenzó el aprendizaje
de las lenguas orientales.
Un año después estalla la I Guerra mundial y empieza él a explicar introducción a la
Sagrada Escritura, primero en Valkenburg (Holanda), y desde agosto del 14 hasta enero
del 17 en una residencia de guerra de Aquisgrán. Vuelve en febrero del 17 a Valkenburg,
donde permanece como profesor del Antiguo Testamento hasta el verano del 21. Desde
entonces será superior provincial de la Provincia Alemana del sur hasta que en 1924 pasa
a Roma, donde pronto es nombrado rector de los jesuitas dedicados a estudios
superiores.
Larga y fecunda etapa romana la suya. De total actividad intelectual y espiritual:
rector, director de Bíblica, profesor, estudioso, escritor y pastor, pues también predicaba
retiros y ejercicios espirituales con ayuda siempre de su vasta sabiduría bíblica.
Recuérdese el influjo de la Divino afflante Spiritu en la DV. Y todo ello con ánimo
apostólico. En los primeros meses del 49 cesa de rector y pasa a consultor del Santo
Oficio, donde habría de prestar por años y años su rica experiencia de estudioso,
profesor, y especialista en Sagrada Escritura. Son, por otra parte, los años como confesor
de Pío XII.
Creado cardenal-diácono de san Sabas por Juan XXIII en el consistorio del 14 de
diciembre de 1959, el 19 de abril de 1962, Jueves Santo, sería consagrado obispo por el
mismo Papa junto a otros once cardenales diáconos. Profesor en el Bíblico hasta el 5 de
diciembre de 1959, al día siguiente de la Inmaculada fijó su residencia en el Pontificio
Collegio Pio Brasiliano, donde permaneció hasta la semana de su muerte. Activísimo
como co-presidente –junto al cardenal Ottaviani–, de una comisión mixta, reformada a
21
raíz de quedar varado el Esquema de las Fuentes de la Revelación. Es de veras increíble
que no hubiese figurado en la primera quien por todos era tenido como el autor material
de la Divino afflante Spiritu de Pío XII y durante tantos años profesor de Sagrada
Escritura en el Pontificio Instituto Bíblico. Encauzadas las aguas, desempeñó un papel
eficaz en la redacción final de la DV y sacando adelante el decreto Orientalium
Ecclesiarum. Providencial asimismo resultó en UR; clarividente, en la DH; decisivo, en
la NA; y profético, en fin, para cuanto la Comisión del diálogo con el Pueblo judío puso
entonces en marcha.
El paladín y alma de la NA, como digo, el que hubo de bregar hasta la extenuación
para llevarla a seguro puerto, no fue otro que el cardenal Agustín Bea. Lo atestigua su
eminencia Walter Kasper cuando afirma: «El papa Juan XXIII tuvo la suerte de contar
con un compañero de trabajo muy capaz, un alemán estudioso del Antiguo Testamento,
y que, al mismo tiempo, era una persona que conocía la Curia y cómo manejarse en ella;
un hombre dotado de una sabiduría, prudencia y coraje, con una sensibilidad humana y
una mente muy despierta y espiritual, el cardenal Bea»[46]. De igual modo que en la
Pacem in terris con Pavan, así en la NA con Bea fue primero Juan XXIII el que empezó
abriendo marcha, es verdad. Pero luego, insisto, Bea tuvo que vérselas frente a tirios y
troyanos para sacar a flote la Declaración. Su biógrafo es elocuente citando esta frase de
Su Eminencia, después de promulgado el documento: «Si hubiera sabido antes todas las
dificultades con que me habría de encontrar, no sé si habría tenido el coraje de iniciar
este camino»[47]. Después de una gestión cardenalicia tan corta de cronología como
fecunda de espíritu, en la madrugada del sábado 16 de noviembre de 1968, por fin, con
87 años de edad, se extinguía plácidamente en la clínica romana «Villa Stuart», de las
Esclavas del Espíritu Santo, en el Monte Mario, la preciosa, fecunda y armoniosa vida
del cardenal Agustín Bea, primer presidente del SUC, hoy PCPUC[48].
1. El ecumenismo del Vaticano II y Bea.
Conocidos el 5 de junio de 1960, fiesta de Pentecostés, los secretariados y comisiones
conciliares con el Motu proprio Superno Dei nutu, de Juan XXIII, y sabidos, a las pocas
horas, los nombres de sus respectivos presidentes, el Papa encomendó la guía del SUC a
su eminencia Bea. Líder durante el Concilio, más que Suenens y Montini, del ala
progresista, su actividad no se redujo, bien es cierto, al ecumenismo, aunque este sí
terminó acaparando sus principales energías durante la preparación y luego celebración
del Vaticano II.
Al asumir la presidencia del SUC muchos ecumenistas recelaron de su persona: no
faltaban quienes habían sido repuestos en sus cátedras solo meses antes de abrirse la
magna cumbre, ni tampoco quien llegó a ser nombrado perito, consultor y oficial de la
misma. Notorios son los casos de Karl Rahner, Yves Congar (que había padecido tres
exilios: Oxford, Jerusalén y Roma) y Henri de Lubac. Como del Santo Oficio habían
llegado a menudo a estos y a otros profesores admoniciones, sanciones, censuras de
libros, y entre sus oficiales estaba el jesuita Bea, o sea, uno de los que habrían tenido que
22
ver en tan duras medidas, de ahí la sospecha. Claro que tampoco se les despintaba que
Bea no hubiera pasado de oficial: solo consultor, y las votaciones, secretas siempre,
nunca son de uno solo.
Asumida la presidencia del SUC, probó enseguida a engrasar aquella pesada máquina,
una de cuyas piezas faltaba entonces: el nombramiento de un secretario. Que recayó,
cómo no, en el profesor holandés Willebrands. El biógrafo jesuita Schmidt supone que
este debía de estar al tanto desde semanas antes, pues la vigilia de los santos apóstoles
Pedro y Pablo, mientras Bea y su secretario iban a la función de primeras Vísperas en
San Pedro, les llegó el OR con los nombres de los secretarios de las Comisiones y con el
del profesor Willebrands para el SUC. El 7 de julio Schmidt acudió a recibirle con el
automóvil del Cardenal al aeropuerto de Ciampino, donde Willebrands aterrizó en un
Super Constellation de las líneas holandesas KLM. Los trabajos empezaron al día
siguiente y duraron seis mañanas, entre el 8 y el 20. El nombramiento de Willebrands,
concluye certero Schmidt, fue providencial por todo lo que había venido trabajando en
este campo desde años atrás.
Bea puso alas en su corazón para llegarse a los más apartados rincones del planeta.
Dijérase que se convirtió en trovador del Vaticano II desde que este había sido apenas un
proyecto hasta que, ya celebrado, prosiguió luego como el irrepetible Pentecostés del
siglo XX. Y empezó a ser, sobre todo, el caballero andante de la unidad: conferencias,
artículos, libros, intervenciones radiofónicas, visitas de cortesía a líderes religiosos de
Iglesias y religiones. Se reveló, en la santa causa del ecumenismo, como gran políglota y
hábil conferenciante. Viajó sin darse tregua por casi todos los países orientales, Estados
Unidos, Canadá, Inglaterra, Alemania, Suiza, Francia, España, etc.[49]. Y sirviéndole de
señorial cortejo en todo momento su creciente prestigio entre católicos y acatólicos. Lo
cual contribuyó para hacer, si cabe, menos difícil la senda de UR. Cuando Bea tomaba la
palabra, lo recordó más de una vez el profesor Óscar Cullmann después del Concilio, era
como escuchar hablando a la misma Sagrada Escritura.
Emplazados ya en los años del Concilio, es preciso indagar acerca del protagonismo
de Bea en la organización del SUC. Su conocimiento de los teólogos y primeras figuras
del CEI, y en particular las vías empleadas para conseguirlo, rebasan un espacio como
este. Ya lo reflejé, por lo demás, en un artículo sobre los teólogos y el decreto UR[50]. No
es de extrañar, pues, que empezaran a lloverle infinidad de solicitudes pidiendo
entrevistas, conferencias e intervenciones en radio, televisión y medios escritos de
diversos países. Por descontado que se hacía imposible contentar a todos. Cuenta su
biógrafo que solo en los primeros nueve meses de 1962 concedió 25 entrevistas. Se
comprende que en este ambiente no tardasen en llegar también invitaciones a pronunciar
conferencias públicas sobre problemas ecuménicos: primero, claro es, en tierras italianas,
y luego también fuera, y a menudo incluso en foros habilitados para la pieza oratoria que
terminaban resultando pequeños.
2. Cardenal de la unidad.
23
Entre las más destacables cabe citar la tenida al Congreso de los estudiantes de los
«seminarios menores» franceses, a la que acudieron también belgas, holandeses,
alemanes y suizos. Fueron unos 1.700 y el último día, 22 de septiembre de 1961, les
habló de El sacerdote, ministro de la unión de los cristianos. Todo un reclamo para que
el obispo de Basilea, monseñor Franz von Streng, le invitase a tener dos más, una en la
capital federal Berna, y otra en Basilea. La primera fue el 18 de septiembre y tuvo por
título El Concilio y la unión de los cristianos. El 20 lo hizo ante 2.400 personas en
Berna: primera vez después de cinco siglos que allí tomaba la palabra un cardenal. Tornó
dos meses más tarde a Suiza, esta vez para dictar dos lecciones doctorales, una al selecto
público de la Universidad de Friburgo, y la otra en el Palacio de Congresos de Zurich a
más de 2.300 personas, nuevamente sobre El Concilio y la unión de los cristianos.
Gran manifestación en pro de la unidad constituyó la de París en el marco de la
Semana de oración por la unidad de los cristianos de 1962, año en que estaba prevista la
solemne apertura del Concilio. Disertó sobre su acostumbrado tema delante de un
auditorio de más de 4.000 personas, entre ellas dos de mucho relieve: una, el pastor
Roger Schutz de Taizé; la otra, el pastor Marc Boegner, presidente honorario de la
Federación Protestante de Francia y uno de los presidentes del CEI.
Las invitaciones que fueron llegando más tarde desde Alemania, su patria, no cedían
en importancia, ni por tema ni por lugares. Las dos primeras fueron: una en la
Universidad de Heildelberg y la segunda en Tubinga. De esta suministra detalles
interesantes con su estilo desenfadado Hans Küng[51]. «No fue, ciertamente –dice–, una
conferencia sensacional, pero sí era sensacional el que la pronunciaba: un cardenal de la
Curia Romana, y además no uno cualquiera sino el influyente presidente del SUC, a
quien, como es sabido, escucha el papa y que, aparentemente, tiene el mayor respeto por
la piedad y la búsqueda de la verdad protestantes. Por lo demás, se trata de un príncipe
de la Iglesia que no se presenta hierocráticamente, sino como un erudito modesto,
amablemente sonriente, esbelto y algo encorvado por el peso de los años. Por eso, el
entusiasta aplauso final seguro que es más para el orador que para su discurso»[52].
Siguió la dirigida al gran público en Essen. Especial relieve revistió su encuentro con
el obispo evangélico Otto Dibelius en Berlín-Brandenburgo, y el mantenido con el
presidente de la Iglesia Evangélica de Alemania, Dr. Kurt Scharf, en este caso tratando
ya de cerca el tema de posibles observadores al Concilio. Dos días después, el 24 de
mayo, acude con su tema a la Universidad de Viena. La tercera, tenida el 26 de mayo de
1962 en Innsbruck.
El anciano purpurado jesuita no se daba descanso, insisto, de modo que, llegados los
meses del verano, tocó el turno a Inglaterra. Primero con su participación en el Convenio
ecuménico para sacerdotes de Inglaterra y Gales, organizado por el arzobispo de
Liverpool, monseñor John Carmel Heenan, miembro del SUC. Fue, a sus 81 años, la
primera conferencia en inglés, preludio ella y puerta, digamos, para las que un año más
tarde habría de pronunciar por Estados Unidos. La lista completa sería interminable. Lo
que permite concluir este recuento que antecede no es sino que su eminencia Bea andaba
por los caminos del mundo revestido de una dignidad, de un señorío, de una actividad,
24
de una humildad y de una transparencia en el decir y en el hablar, fruto, claro está, de su
piedad y de su ciencia, que le hacían, si cabe, más cercano y respetado entre católicos y
acatólicos.
Ya en los años 50, por ejemplo, Hans Harms, miembro del personal de la Comisión
FC en Ginebra, había visitado con regularidad en Roma a su compatriota alemán el
jesuita padre Agustín Bea, confesor de Pío XII. Harms vino proporcionando al Secretario
General del CEI confidencial información de cambios curiales. Con el tiempo, pues,
Visser‘t Hooft reaccionó sobre su actitud hacia el Vaticano. Hizo consultas, en holandés,
al encargado del SUC, Johannes Willebrands, compatriota suyo y necesitado ahora de su
asesoramiento para invitar a otras Iglesias a asistir a las reuniones del Concilio. Un aire,
por tanto, de familiaridad y cercanía lo fue envolviendo todo por aquellos meses.
3. Bea y el CEI.
Quedémonos primero con Willem Adolf Visser’t Hooft, primer secretario general del
CEI desde 1948. Cuando Juan XXIII anunció la creación de un «concilio de la unidad»
con objeto de llegar a los «hermanos separados», Visser‘t Hooft pensó al principio que
se estaba repitiendo la invitación a «volver a la Iglesia madre». ¡Tantas veces la Iglesia
católica se había negado a cooperar con el CEI! Pasado un tiempo, sin embargo, cayó en
la cuenta de que el Vaticano II se proponía, más bien, lograr una renovación radical y la
aceptación del ecumenismo. Fuera las alarmas, pues. Además, no todo era negativo
desde 1948 entre católicos y el CEI.
Del primer encuentro entre Bea y Visser’t Hooft, mantenido en secreto durante seis
años, refirió muchos años después Willebrands que el secretario general del CEI le había
informado en su momento y le había dejado esta elogiosa definición del sabio jesuita:
«Verdaderamente, este hombre (Bea) no solo ha leído y estudiado el Antiguo
Testamento, sino que ha hecho suya también la sabiduría de los hombres del Antiguo
Testamento». El ecumenismo y la Sagrada Escritura son, en efecto, las dos alas con las
que Bea voló señorial y majestuoso. Todavía vivimos de su herencia, de lo que hizo e
interpretó y promovió en ambos campos. El Vaticano II no podrá interpretarse
adecuadamente prescindiendo de su figura, y los mencionados documentos, de puro
llevar su impronta, exigirán para el estudioso del futuro un capítulo dedicado a este
hombre que decidió descansar para siempre, junto a sus padres en su amado pueblo
natal, revestido del simple hábito de jesuita.
En cuanto a sus visitas oficiales al CEI en Ginebra, y al Patriarcado ecuménico en
Constantinopla, justo es decir que ambas fueron fundamentales en la construcción de las
nuevas relaciones, por una parte con las Iglesias ortodoxas, y por otra con el CEI,
«concreta encarnación –apostilla el secretario del Cardenal, padre Stjepan Schmidt– del
moderno movimiento ecuménico, en el cual estaban unidas tanto las Iglesias orientales
cuanto las Iglesias y Comunidades eclesiales de la Reforma»[53].
La cumbre de Enugu, Nigeria, fue determinante para conocer la voz de África en el
CEI[54]. En cuanto a la Iglesia católica y el CEI, el Comité central reunido en Enugu
25
avanzó, tras consultar al Vaticano, la propuesta formal de un GMT. Y entre los objetivos
pertinentes, «la actuación de iniciativas prácticas en el sector de la filantropía, y en el de
los asuntos sociales e internacionales»[55]. El Cardenal aceptó complacido la propuesta de
crear ese GMT[56].
Concluye Lukas Vischer: «Desde aquel momento las relaciones entre la cristiandad
católica y el Consejo ecuménico entraron en una fase nueva. Dando vida al GMT,
entrambas partes habían afirmado públicamente su disponibilidad a permanecer en
sostenido contacto y a profundizar, por cuanto les fuera posible, la solidaridad
ecuménica, y ya entonces se podía empezar a actuar. No se hubiera podido llegar a la
oficialidad de las relaciones arriba mencionadas –añade el citado autor, observador del
CEI en el Vaticano II de 1962 a 1965–, si no se hubiesen dado múltiples y simultáneos
contactos entre las dos partes y muchos otros sectores. El primer anuncio del Concilio y
más todavía la efervescencia innovadora de la primera sesión conciliar habían influido
ya lo suyo para la puesta en acto de tales contactos, que llegaron a ser siempre más
numerosos e intensos a medida que se desarrollaba la vicisitud conciliar. El mensaje del
diálogo se había luego difundido tan largamente que muchos católicos no esperaron a la
promulgación del decreto sobre el ecumenismo, sino que lo anticiparon estableciendo
por su cuenta relaciones con los otros hermanos cristianos»[57].
Hasta dónde se haya llegado en la marcha que entonces empezó, puede colegirse por
la historia posconciliar del CEI. Prueba de lo dicho son, por ejemplo, los institutos
ecuménicos de Bossey (junto a Ginebra), y el de Tantur (Jerusalén), cuyo director en su
día, padre Thomas Stransky CSP, resume, con la gratitud de sus componentes, en La
Historia del Grupo Mixto de Trabajo[58]. Solidaridad ecuménica, en fin, imaginativa para
encontrar fórmulas en la misión de revelar a Cristo al mundo haciendo la verdad juntos
para manifestar su luz.
4. El Cardenal del diálogo.
«Era Bea –dice Congar– la simplicidad en persona. Se podía dialogar con él como
con un amigo […] en las reuniones del Secretariado impresionaba siempre por su
claridad perfecta, el orden, la sobriedad y la precisión con la cual, en el latín que parecía
fluir de una fuente, el cardenal pronunciaba –sin leerla– su Prolusio». De sus
intervenciones en el Aula, apostilla de nuevo Congar:
«Se expresaba con calma, con una voz dulce y sin pasión. Este modo de hablar tenía más eficacia que una
palabra apasionada o imperiosa, que produce una reacción de defensa. Lo noté a menudo. Me parecía también
que jugaba un gran papel la confianza en ciertas personas. ¿No fue así en los antiguos concilios? ¿Qué parte
tuvo en Nicea el prestigio de Osio?, ¿en Calcedonia el de León? ¡En el Vaticano II fue incontestablemente Juan
XXIII el que desempeñó este papel, lo mismo ausente que presente! También el cardenal Bea gozaba de
notable estima. Había sido confesor de Pío XII, director del Pontificio Instituto Bíblico (sus intervenciones
contenían observaciones críticas sobre el uso de los textos escriturísticos en textos a debate). Presidía el SUC,
que Juan XXIII había elevado al rango de Comisión, con derecho a presentar esquemas en nombre propio.
Ideas y términos fueron a menudo preferidos o rechazados en el Vaticano II según pudiesen favorecer o ser
contrarios al ecumenismo. Se escuchaba al cardenal Bea. Con Máximos IV y otros de los que se me consentirá
no suministrar un elenco que no podría sino ser subjetivo, incompleto y discutible, fue una de las grandes
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figuras del Concilio»[59].
Por primera vez en la historia el duelo católico a la muerte de un Papa fue compartido
por los judíos durante aquellos inolvidables días de abril de 2005. Estrictamente
hablando no fue, sin embargo, san Juan Pablo II quien empezó a reparar la enconada
herida del antijudaísmo católico. Corresponde el mérito, más bien, a san Juan XXIII,
quien, ya en 1962, encargó al cardenal Bea la redacción de un documento sobre las
«religiones no cristianas», poniendo especial énfasis en la judía. «El problema
bimilenario, tan viejo como la Iglesia misma, de las relaciones de la Iglesia con el pueblo
hebreo, llegó a escribir el purpurado jesuita corriendo 1968 en La Chiesa e il popolo
ebraico, se había vuelto más agudo y reclamaba la atención del concilio ecuménico
Vaticano II, sobre todo a raíz del espantoso exterminio de millones de judíos por parte
del régimen nazi en Alemania». Junto al documento sobre las religiones no cristianas y
el judaísmo, daría juego asimismo, por ejemplo, recordar también cuánto trabajó por
sacar adelante las declaraciones DH y NA, sobre la libertad religiosa y religiones
respectivamente, temas hoy más actuales que nunca[60].
Pero no siempre las aguas fluyeron serenas para el Cardenal de la Unidad, tachado,
igual que san Juan XXIII y el beato Pablo VI, de «hereje modernista»; incluso de
«masón». Ya en el Concilio, durante las reuniones de la Comisión Teológica, el
polémico arzobispo Lefebvre tuvo tiempo para enredar y quejarse por la presencia de
sujetos no católicos e individuos, decía él, de dudosa doctrina, como –y cito su lista–
Hans Küng, Joseph Ratzinger, Karl Rahner, Yves Congar y Edward Schillebeeckx. Por
lo que, junto con los monseñores Casimiro Morcillo González, arzobispo de Madrid;
Antonio de Castro Mayer, obispo de Campos, Río de Janeiro, Brasil; Geraldo de Proença
Sigaud, arzobispo de Diamantina, Minas Gerais, Brasil, y 250 miembros más, integró un
ala tradicionalista en el Concilio –Coetus Internationalis Patrum–, que trató de parar la
influencia del ala renovadora y progresista encabezada por el cardenal Agustín Bea[61].
Como entre los nombres de dudosa doctrina está Joseph Ratzinger, posteriormente
Benedicto XVI, habrá que reconocer en el rebelde prelado francés, graves carencias
proféticas y acusada miopía eclesiológica.
Al cumplirse el 25º de su muerte, Willebrands precisaba: «Numerosos Padres
conciliares, los observadores-delegados y muchos fieles lo consideraban “la conciencia
del Concilio”»[62]. Justamente el mismo día del deceso, tenía que haber sido investido
doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. En 1989 el cardenal Ratzinger,
entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, recibió en Roma el
Premio Agustín Bea. Se dice que las intervenciones de Bea dentro y fuera del Aula
siempre fueron ponderadas, ecuánimes, justas, llenas de caridad. Eso precisamente brilló
en su vida. Sencilla vida la suya, plena, de inicial y responsable ecumenismo conciliar, la
de un verdadero apóstol de la unidad.
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LAMBERT BEAUDUIN
(1873-1960)
Dom Lambert Beauduin, OSB –de pila Octavio–, nació en Rosouxlez-Waremme, cerca
de Lieja, Bélgica, el 5 de agosto de 1873, de familia burguesa, liberal en política y
profundamente católica[63]. Estudió en el seminario mayor de la ciudad, donde tuvo como
profesor de Teología moral a don Pottier, fundador de la democracia cristiana en
Bélgica, y fue ordenado sacerdote el 25 de abril de 1897 por el obispo de Lieja,
monseñor Doutreloux, cuyo comentario a la Rerum novarum de León XIII era por este
considerado el mejor. Docente en el seminario menor de Saint-Trond, en 1899 se ofreció
de voluntario para el servicio de capellán del Trabajo, cuyo objetivo era promover la
doctrina social del Papa. Al cabo de un tiempo, sin embargo, dejó aquello y, tras un
período de reflexión espiritual, entró el 1 de julio de 1906 en el monasterio benedictino
Mont César (Lovaina), donde emitió sus votos monásticos el 5 de octubre de 1907.
Vivió sus primeros años en Mont César bajo la tutela del hoy beato dom Columba
Marmion (1858-1923), prior del monasterio. La doctrina Marmion y la liturgia del
monasterio le abrieron a las auténticas riquezas interiores de la Iglesia, que no cesó de
comunicar de por vida: su intervención a favor del uso del misal por parte de los fieles y
de su activa participación en el culto, según normas de san Pío X, es considerada como
el alumbramiento de una nueva época en el movimiento litúrgico: la de la pastoral[64].
Todas las naciones europeas son más o menos deudoras del movimiento Beauduin.
En diciembre de 1925 funda el monasterio de Amay, cuyo fin y orientación expone de
modo magistral en el opúsculo Una obra monástica para la unión de las Iglesias. Al año
siguiente, toca el turno a Irénikon, única revista católica de ecumenismo durante muchos
años. Amay abrió desde el principio sus puertas no solo a la liturgia oriental y a los
ortodoxos, sino, con no leve escándalo de algunos, a los protestantes todos. Obra e ideas
tan nuevas provocaron suspicacias incluso en los círculos más elevados. De ahí que, a
raíz de un proyecto para reanudar las conferencias de Malinas, Beauduin, denunciado al
Santo Oficio, tuviera que abandonar su monasterio de 1931 a 1951.
El destierro, no obstante, le facilita la difusión de sus ideas. Primero, dos años en la
abadía En-Calcat, Francia (1932-34). Del 34 al 38, capellán de las monjas oblatas de
Corneilles-en-Parisis, futura rama femenina de la actual abadía del Bec-Hellouin, a la
que logra sensibilizar en el ecumenismo. Tras breve permanencia en la comunidad de
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Hermanas en Chalivoy, pasa dos lustros largos (1940-51) como capellán de las
Hermanas del Buen Pastor en Chatou, alrededores de París, lo que le permite participar
con los dominicos en la fundación del Centro de Pastoral Litúrgica de París y entrar en
contacto con célebres centros unionistas: Istina, San Sergio, etc., prodigándose en
numerosas reuniones, conferencias y retiros espirituales. Vuelve, por fin, en 1951 y vive
un retiro activo pese a su artritis reumatoide en Chevetogne, donde fallece el 11 de enero
de 1960.
Con motivo de sus 80 años y del IX Centenario del Cisma de Oriente se le dedican los
dos excelentes volúmenes sobre L’Église et les Églises. Uno de sus últimos consuelos
fue el anuncio del Concilio por Juan XXIII, con quien le unía estrecha amistad y
comunión de ideales. Precursor del movimiento social católico, iniciador del movimiento
de pastoral litúrgica, pionero del ecumenismo católico, llegó a resumir de sí mismo: «He
sido social con León XIII, litúrgico con Pío X, y ecuménico con Pío XI»[65], calificativos
a relacionar respectivamente con la encíclica Rerum novarum de León XIII (1891), el
motu proprio Tra le sollecitudini de Pío X (1903), y la carta apostólica Equidem verba
de Pío XI (1924). Aunque no haya rotura sino más bien continuidad, aquí me limitaré a
su faceta ecuménica. No alcanzó a ver al arzobispo anglicano de Canterbury visitando al
papa ni al patriarca ecuménico en 1960, pero Beauduin, la verdad, fue a la hora de su
muerte, según acertada frase de alguno de sus biógrafos, «un profeta vindicado»[66].
1. En la línea de León XIII.
El Papa de la Rerum novarum impulsó también el ecumenismo de su época,
especialmente con los orientales, cuya reunificación pretendía vivamente. Ahí están, si
no, en 1879 el fin de los cismas caldeo y armenio, en 1880 la encíclica Grande munus
christiani nominis propagandi sobre los apóstoles eslavos Cirilo y Metodio, y en 1881 el
decreto Orientalium ecclesiarum ritus restableciendo en el monasterio de Grottaferrata el
rito bizantino. Piezas literarias, nótese bien, resonantes en el Vaticano II y en la encíclica
Slavorum Apostoli del papa Wojtyla. Pero tal vez sea de más peso aún la carta apostólica
Orientalium dignitas (30-11-1894).
Si la Rerum novarum fue recordada por Pío XI (Quadragesimo anno), san Juan XXIII
(Mater et Magistra), el beato Pablo VI (Octogesima adveniens) y san Juan Pablo II
(Centesimus annus), al centenario de la Orientalium dignitas decidió sumarse de igual
modo este último con la Orientale lumen, cuya remota finalidad es alcanzar la
reconciliación; y la próxima, lo que el subtítulo canta, algo que ya León XIII había
ejercido con los alumnos de colegios y seminarios orientales por él fundados en Roma y
Oriente Próximo. Y la guinda, en fin, el rechazo a identificar unidad con uniformidad de
la Iglesia latina.
Entendió León XIII perfectamente que la unidad a la que la Iglesia debe tender
procede de Jesucristo, verdadero autor de la unidad: lo demostró hasta desterrando de su
vocabulario el apelativo de cismáticos, sustituido por el de hermanos separados o
disidentes. Con los orientales, en suma, se condujo, en acertada frase del cardenal
29
Lercaro, «con una grandeza de alma y una lealtad que honra su clarividencia». Su modo
de ser, su forma de pensar, su actitud con la disidencia insinúan lo que en el actual
ecumenismo se conoce como purificación de la memoria. De ahí su afán por seguir
recorriendo a ritmo creciente este camino de reconciliación y esperanza que es el
ecumenismo.
El 19 de marzo de 1895, en efecto, crea la Comisión cardenalicia encargada de
promover la reconciliación entre los alejados y la Iglesia, medida comparable, en cierta
manera, claro es, a la de san Juan XXIII creando el SUC. Muchos de sus proyectos –el
de San Anselmo de Roma para el retorno de los griegos disidentes, por ejemplo–,
cristalizarán años después: Benedicto XV funda el 15 de octubre de 1917 el Pontificio
Instituto Oriental, confiado a los jesuitas, y nuestro joven benedictino Beauduin,
recalando en Chevetogne con la revista Irénikon, reanuda el proyecto leonino con esta
máxima: «Trabajar por la unión sin pretender latinizar». Dom Lambert sirve así de
providencial eslabón en la cadena que une los tiempos de León XIII y el momento
actual, con ser tan distintos. Influyó mucho en dos hombres famosos el tiempo corriendo,
a saber: Paul Couturier y Angelo Giuseppe Roncalli, futuro Juan XXIII.
No rodaron igual las cosas, es cierto, en lo de las ordenaciones anglicanas. Nunca los
temas del movimiento ecuménico fueron rectilíneos: casi siempre han discurrido en
zigzag. Las relaciones Roma-Canterbury, por eso, están aún menesterosas de estudios
serios donde figuras como el Papa de marras o el beato cardenal Newman, amén de
movimientos como el de Oxford, reciban más luminoso análisis. Algo que avanzó en su
día el cardenal Willebrands. Entre los pontificados de León XIII y san Pío X puede haber
tanta distancia como entre las figuras cardenalicias del beato Newman y Merry del Val.
Pero la esencia del asunto será siempre la unidad de la Iglesia, eso que llamamos
ecumenismo, divina gracia y movimiento saludable por el que tanto trabajó ya en sus
días el genial León XIII, estrella refulgente de la Iglesia, vivo por siempre en la
Historia[67]. Y luego dom Lambert Beauduin.
En 1921 nuestro benemérito monje es nombrado profesor en el Colegio internacional
benedictino de Roma. Allí empieza su vocación ecuménica. Corren los tiempos de la
primera emigración rusa. Beauduin, a quien Mercier ya ha pedido sumarse a las
Conversaciones de Malinas, se hallaba particularmente abierto al mundo oriental por sus
conocimientos litúrgicos. Así que, cuando Pío XI decide confiar a la Orden de san
Benito la acción unionista en favor de los rusos, encuentra en él al hombre que la Divina
Providencia, siempre puntual y pródiga y señaladamente remuneradora, coloca en el
camino para que se entregue sin reservas ni condiciones al nuevo apostolado.
2. La actividad ecuménica de Amay-Chevetogne.
El 21 de marzo de 1924, Pío XI dirige la carta apostólica Equidem verba al Abad
primado de los benedictinos pidiendo que oren y actúen en pro de la unión de las
Iglesias. Dom Lambert –se dice– es el inspirador de dicho documento, aunque sus miras
iban más lejos aún: abarcaban el Oriente todo entero, incluso la atención dada al
30
movimiento de aproximación entre las Iglesias orientales, de una parte, y el
anglicanismo y el protestantismo, de la otra. Los monjes de Amay-Chevetogne vieron en
Equidem verba –con sobrado motivo y no sin discreción– la carta fundacional de su
monasterio. La consigna era «orar a Dios con insistencia» e «iniciar actividades» en vista
de la unidad de las Iglesias. Para ello sería preciso estudiar lengua, historia, instituciones,
psicología, teología y liturgia de los pueblos orientales. Pensaba el Papa especialmente
en los rusos, cuyos refugiados afluían masivamente a Occidente. Comprendía que los
monjes son las personas idóneas para este tipo de trabajo. Incluso se debería elegir en
cada país –era pensamiento común– una abadía para congregar a las personas
competentes encargadas de poner manos a la obra.
De modo que, fundado en noviembre de 1925, ya en abril del 26 Chevetogne tenía
una revista, Irénikon, portadora de un mensaje de paz, que pretendió ser desde el
principio «el órgano de un gran movimiento para la unión de las Iglesias». El eximio
benedictino deja pronto claro que la unión de las Iglesias concierne a todos. Y así
debería discurrir Irénikon. Dicha revista, de hecho, publicó muchos artículos de fondo
sobre historia, eclesiología, liturgia, teología y espiritualidad ya de los católicos, ya de
los ortodoxos, bien de los anglicanos, bien de los protestantes, dado que la información
tenía que ser recíproca. Los nombres de los autores de tales artículos (Arseniew, Congar,
Von Allmen, etc.) reflejan los diversos horizontes confesionales de su procedencia, y
ponen al propio tiempo de relieve la corriente de pensamiento cuya voz Irénikon portaba
dentro del catolicismo.
La tibia acogida del documento pudo beneficiar a dom Lambert Beauduin, el cual
pensó en la fundación de un monasterio cuya organización le había sido encomendada al
inicio de 1925. En su opúsculo Un’opera monastica per l’Unione delle Chiese, figuran
directrices al respecto: quiere ir más lejos de Rusia; aspira a que los monjes de la Unión
vivan firmemente adheridos a la Iglesia, «fruto de una fuerte y sana formación teológica
y patrística». Luego, deberán acostumbrarse a conocer bien «los sentimientos, las
inspiraciones, las esperanzas, los amores y los odios» de los pueblos orientales. Al cabo,
los monjes occidentales «no son extranjeros para el Oriente», y «el monaquismo es una
institución común a las dos Iglesias, anterior a la separación y en posesión de un
patrimonio común». Su lema reza: «Hagámonos bizantinos con los bizantinos y latinos
con los latinos». Doble propósito el suyo: está la obra ecuménica, sí, pero también la
monástica, pues si el monaquismo es el lugar favorable para promover la unión de las
Iglesias, el ecumenismo, de su parte, permite volver a las fuentes comunes del
monaquismo occidental y oriental. Tan es así, que dom Lambert pensará incluso en
liberarse del nombre de benedictino para contentarse con el de monje sin más.
Esta idea fue concebida en el cuadro de las Conversaciones de Malinas, y contribuyó
también a crearle problemas al pobre dom Lambert. La proverbial hospitalidad respecto
de los orientales y el paso de los occidentales por Oriente podrán, en fin, contribuir en
gran manera a un más profundo conocimiento mutuo. «Ningún proselitismo, ni
individual, ni colectivo; ni hoy, ni mañana, ni en modo discreto ni en modo indiscreto, ni
con tal método o con algún otro...». En tal sentido aboga por un conocimiento bilateral
31
cada vez más profundo, más lleno de convivencia y familiaridad, que interese incluso los
ámbitos de la vida de los estudiantes en seminarios y ateneos. Algo que, durante la
última década de san Juan Pablo II sobre todo, intentó, quizá con más voluntad que
resultados, sacar adelante el cardenal Walter Kasper, presidente del PCPUC, abriendo
algunos ateneos de Roma a seminaristas de la Iglesia ortodoxa rusa.
Habrá que retroceder hasta las fuentes comunes, emplear métodos científicos para
dicho análisis, interesarse –y aquí el campo se alarga– por el movimiento de
reacercamiento entre Iglesias separadas entre sí, como los ortodoxos y anglicanos.
Tampoco se trata de beneficencia. Debiera existir interpuesto un muro entre las obras de
beneficencia para sostener a los pobres emigrados, de un lado, y la misma acción de la
unidad, de otro. Y por supuesto, planteamientos imperialistas, ni por asomo.
3. Claves patrísticas en el ecumenismo y monaquismo de dom Beauduin.
En cuanto a las claves del librito Un’opera monastica per l’Unione delle Chiese, no
estará de más destacar su índole patrística. El monje, el liturgista, el teólogo se dieron la
mano para recoger juntos la sapientia cordis de los Padres de la Iglesia y ponerla al
servicio de Cristo, de su Iglesia y, en última instancia, de la unión de su Iglesia, o sea del
ecumenismo. Dom Lambert pone buen cuidado en destacar lo más granado de la
patrología trabajándolo al servicio de la santa causa de la unidad.
En primer lugar la oración, la gran oración de la Iglesia, la liturgia cotidiana, alma de
la vida monástica. Será así eco siempre prolongado de la sacerdotal del divino Maestro:
ut unum sint (Jn 17,21). Los monjes entonces no solo rezarán y harán que los cristianos
se acostumbren a rezar por la unidad, sino que «aprenderán los ritos orientales y serán
capaces de celebrarlos». Habrá que difundir entre el público una vasta información
acerca de los hermanos separados y la obra de la unión, de suerte que se logre crear una
corriente de simpatía y confianza. Los estudios serán de imprescindible ayuda en esta
información: análisis profundo de la teología de las Iglesias separadas, de los escritos de
los Padres orientales, de los textos litúrgicos, de las actas conciliares. «Existe una sola
doctrina según la cual podemos pensar el concepto de unión de las Iglesias, si lo
queremos pensar en toda la profundidad y riqueza que le esperan: se trata de la doctrina
de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Ahí es donde procede adentrarse y actuar».
Tal es justamente el corazón del concepto que dom Lambert tenía respecto de la obra por
la unión de las Iglesias. Era su concepto, el suyo, primero el de Amay, después el de
Chevetogne, y, en resumidas cuentas, el de Amay-Chevetogne. Y cumple decir con gozo
que se mantuvo firme pese a dificultades múltiples.
Claro que semejante amplitud de miras no podía dejar de acarrearle problemas al
autor. De hecho, en ese mismo 1928 sale la encíclica Mortalium animos que acaba con la
participación católica en el movimiento ecuménico, pone fin a la erección canónica de la
comunidad de Amay, y fuerza las dimisiones de su prior. Dom Lambert será de allí a
poco excluido de la propia obra (1931): luego conocerá durante veinte años el exilio
fuera de Bélgica. De allí se le permitirá volver con los suyos, ya en el crepúsculo de su
vida (1951-60). La sonrisa volverá a florecer en sus labios y la alegría iluminará otra vez
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su rostro con el pontificado de Juan XXIII, viejo amigo, su clara y fiel luz, y el jubiloso
anuncio del Vaticano II. Dirá entonces a los monjes de Amay-Chevetogne: «Debemos
por ahora dejar cualquier otro trabajo y concentrarnos en el Concilio».
En frase lapidaria, dom Lambert escribía a dom Olivier Rousseau en 1924: «Único
principio ascético...: ut unum sint: el Cuerpo místico... Y el Cristo triunfante, el gran
Rey». Citaciones, recuérdese, que describen el espíritu con que los monjes de AmayChevetogne tratan de vivir el ut unum sint. El único medio, el cuerpo de Cristo, la
Iglesia: primero su Cabeza, o sea Cristo individual y encarnado, glorioso y resucitado, el
único Cristo cual está ahora y por siempre a la derecha del Padre. Cristo glorioso y
resucitado es, pues, por excelencia el Cristo de Amay. Y después, todos sus miembros,
cuantos son llamados a retornar a la casa del Padre, o sea, la entera nueva humanidad, la
Sociedad de los Santos: en suma, la Iglesia. E inmediatamente el alma, dominada por
esta doctrina, toma la altitud fundamental y característica de los monjes de Amay, una
altura ecuménica. Esta, de hecho, forma parte de esa doctrina donde todo es universal,
católico, ecuménico: universalismo por la unidad que anida en el seno del Padre; a través
de la unidad descubierta en Cristo resucitado; y en resumen, por la unidad hallada en la
nueva humanidad.
Sus contactos con los anglicanos durante la I Guerra mundial despertaron el interés y
la participación, por correspondencia, en las Conversaciones de Malinas. La oposición a
su simpatía por el anglicanismo y a su trabajo en Amay, tanto de los superiores
benedictinos como de los funcionarios de la Curia, no hizo sino redoblar los esfuerzos
unionistas en el incansable Lambert. Pronto la unidad dominó su vida entera. Su
compromiso con la renovación litúrgica fue parte de esta pasión. En la liturgia, los fieles
estaban unidos entre sí, eran la congregación de la Iglesia y de la Iglesia de Cristo. Por
otra parte, Beauduin era consciente de que el propósito de la encarnación, muerte,
resurrección y ascensión de Cristo y la venida del Espíritu se centró en este sublime fin:
conducir a la humanidad hacia el Padre.
4. Conversaciones de Malinas.
Se celebraron en la sede episcopal primada belga de Malinas entre 1921 y 1927, en
gran medida gracias al firme apoyo del cardenal Désiré-Joseph Mercier, pero con el
tácito plácet del Vaticano, del arzobispo de Canterbury y del arzobispo de York. El
número de participantes varió según encuentros. Del lado anglicano participaron el
futuro lord Halifax, los obispos Frere y Gore y Joseph Armitage Robinson (deán de
Wells). Por parte de la Iglesia católica, el mismo cardenal Mercier, Batiffol, Hemmer,
Portal, y el sucesor de Mercier, Van Roey, que en 1927 acabó con ellas. Y bien, de entre
los documentos que sobre tales conversaciones vieron la luz, destaca el artículo de dom
Lambert Beauduin L’église anglicane unie, mais no absorbée (1925)[68].
Menos favorable a la idea de la unidad que su predecesor y, junto a los cardenales
Francis Bourne, arzobispo de Westminster, y Francis Aidan Gasquet, curial, Van Roey
instó al Vaticano a retirar su apoyo en consonancia con la bula de León XIII Apostolicae
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curae (1896), que había negado validez a las ordenaciones anglicanas, y con Mortalium
animos (1928) de Pío XI. Aunque los debates tenían la bendición de Randall Davidson,
arzobispo de Canterbury, muchos de los anglicanos evangélicos se sintieron alarmados
por ellas. En última instancia, provocó su fracaso la firme oposición de los
ultramontanos. Un efecto de estas pudo haber sido el despertar de la oposición a revisar
el libro de oración anglicano. Con todo, y a pesar de su impuesta clausura, algunos
estudiosos entienden que el suyo fue un paso crucial en la historia del ecumenismo
moderno. No pocas de las cuestiones entonces debatidas (primacía de honor, presencia
real, Eucaristía, obispos, etc.) prepararon los debates de más tarde entre anglicanos y
católicos, reinstaurados después del concilio Vaticano II a impulso del beato papa Pablo
VI y del arzobispo de Canterbury Michael Ramsey, y que por fortuna continúan hoy con
los buenos documentos elaborados respectivamente por las comisiones ARCIC-I y
ARCIC-II[69]. Lástima que los últimos pasos de Lambeth con las ordenaciones femeninas
y otras iniciativas unilaterales hayan rebajado el optimismo primero.
La unidad con Cristo en la liturgia, por tanto, sirve para llevar a la humanidad más
cerca de aquel a quien Cristo llamó Abba. La contribución de Beauduin a la vida de la
Iglesia fue sustancial. Varias de las revistas por él fundadas perduran hoy entre los
grandes medios para la investigación y la comunicación. Chevetogne sigue siendo
testigo de la unidad eclesial-Beauduin. Recuérdense también las Semanas de Estudio de
Chevetogne, iniciadas en 1942, y que desde entonces concitan casi todos los años a
teólogos venidos de múltiples procedencias confesionales para estudiar un tema de
actualidad, v.gr. el Concilio, la Iglesia local, la infalibilidad de la Iglesia... en la época
del Vaticano II. O también, en los años 1991-92, las Iglesias orientales y el ecumenismo,
después del renacimiento del así llamado «uniatismo» que siguió a la caída de los
gobiernos comunistas de la ex Unión Soviética. Intercambios tales contribuyeron a
enriquecerse mutuamente dentro de un clima fraterno, y permitieron medir el camino
recorrido, y lo que todavía nos espera. Quería dom Lambert que los monjes aprendieran
a vivir en su vida cotidiana la diversidad, y por ella descubriesen la unidad. Entendía el
ecumenismo como un liberarse de los particularismos locales para subir hasta los
universales, e ir más allá de una diversidad superficial y conseguir así la unidad esencial.
Gustosamente solía repetir con san Pablo: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre;
ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28).
El triple universalismo antes contemplado, vivido y amado redundará en bien de la
unidad. Porque Amay es, sobre todo, obra ecuménica. Equivale a decir dom Beauduin, el
fervoroso monje del apostolado social; el sacerdote de integérrima vida litúrgica; el
obrero de horas sin fin en la viña de la unidad. Benedictino célebre, sufrió en propia
carne, igual que antes y después de él tantos otros, los duros zarpazos de la
incomprensión y del hostigamiento. Fue profeta de la Iglesia del Vaticano II, quizás
quien mejor supo armonizar y complementar monaquismo y ecumenismo[70], hasta
convertir la vida monástica en estratégico trampolín para dar a conocer las excelencias
de la Ecúmene. De ahí su puesto entre los Apóstoles de la unidad.
34
MARC OEGNER
(1881-1970)
El pastor Marc Boegner (1881-1970)[71], figura estelar de la Iglesia Reformada de
Francia, nació el 21 de febrero de 1881 en Épinal, región de Lorena, en el seno de una
familia protestante, republicana y patriota. Hijo de Paul Boegner, prefecto de los Vosgos
–su madre se llamaba Jenny Fallot–, pasó la infancia en el pueblo hasta instalarse con los
suyos en Orleans, donde trabó amistad con Charles Péguy. Terminados los estudios
secundarios en la escuela alsaciana de París, se alistó en la clase preparatoria de Naval en
el liceo Lakanal. Muy marcado por la influencia de su tío el pastor Tommy Fallot (18441904) y tras su renuncia por principio de miopía a la carrera de marino, resolvió, después
de lo que él mismo llamaría «conversión» y una vez obtenida la licenciatura en Derecho,
ingresar en la Facultad de Teología Protestante de París.
Interrumpidos los estudios por el servicio militar (1901-02), defendida en julio de
1905 la tesis doctoral sobre «Los Catecismos de Calvino» –estudio de historia y de
catequética–, es nombrado a raíz de su consagración pastor de Aouste-sur-Sye (Drôme),
parroquia rural donde su tío Tommy Fallot había ejercido de tal nueve años. Inaugura
allí un ministerio basado en la humildad, la escucha y la reunión de los hombres y las
ideas en una misma fe[72]. Deja en 1911 el cargo por una cátedra en la Facultad de
Teología de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, donde repara en la necesidad
de relacionar misión y unidad de la Iglesia. En 1912, conoce a John Mott (1855-1965),
fundador de la Federación Universal de las Asociaciones Estudiantiles Cristianas, futuro
Nobel de la Paz (1946) e iniciador del movimiento ecuménico. Nombrado en octubre de
1918 párroco de la Anunciación París Passy, allí vivirá treinta y seis años entregado a
gente dividida entre distintas sensibilidades teológicas y políticas. Traba contacto en
1934 con el pastor Pierre Maury, hombre cálido, teólogo notable, su amigo, hermano y
confidente de cuantas preocupaciones parroquiales le salieron al camino en su actividad
pastoral.
Todo su afán de 1928 se cifra en lograr la unidad del protestantismo: establecer un
marco donde las Iglesias reformadas, luteranos, evangélicos, puedan compartir la misma
fe, pese a posiciones teológicas y eclesiales diferentes. En 1929 se le llama a presidir la
Federación Protestante de Francia (1929-61). En la Asamblea de Lyon, mayo del 38, la
unidad se consigue sobre la base de una declaración común de fe y Marc Boegner es
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elegido presidente del Consejo nacional de la Iglesia Reformada de Francia. Ensayista y
doctor en teología, desempeña entonces, además, dos de los más altos cargos en el
protestantismo francés. Decisivo papel el suyo, en definitiva, federando las distintas
corrientes del mundo protestante galo.
El Consejo nacional creado por el Mariscal Pétain, donde, según Boegner, había que
practicar «la política de la presencia», le pidió en el 41 su apoyo como representante de
las Iglesias protestantes. Sus intervenciones estuvieron a menudo precedidas de
encuentros con el cardenal Gerlier y el Gran Rabino Schwartz. Miembro de la Academia
de Ciencias Morales y Políticas desde 1946, se asoció a los esfuerzos del movimiento
ecuménico y fue, desde 1948 hasta 1954, el primer presidente del CEI. El patriarca
Atenágoras le impuso en enero del 68 la «Cruz del Milenario del Monte Athos». Elegido
en el 62 para la Academia Francesa, era gran oficial de la Legión de Honor, doctor
honoris causa de siete universidades extranjeras y autor de numerosas obras[73].
Personalidad la más representativa del protestantismo francés, Marc Boegner falleció
en la madrugada del 18 de diciembre de 1970 en París, a la edad de 89 años. Excepcional
pastor carismático, el arzobispo de París, cardenal Marty, llegó a declarar: «Nos ha
dejado el ejemplo de un amplio espíritu ecuménico, que no cesó de manifestarse durante
su ministerio, ya en tiempos de mi predecesor, el cardenal Verdier. Boegner quedará
para nosotros como un gran predicador del Evangelio. Su palabra prestaba especial
atención al drama del hombre, al que no cesaba de aportar el mensaje de Jesucristo»[74].
1. Justo entre las naciones.
En 1940, a raíz del armisticio, la Federación Protestante desea que su presidente fije la
residencia en zona libre. Marc Boegner se instala en Nîmes, donde la tradición
reformada sigue fuerte. No ha de extrañar, por eso, que en enero del 41 se le llame al
Consejo nacional creado por el mariscal Pétain para representar a las Iglesias
protestantes. Boegner es respetado en Vichy como figura de prestigio internacional: sus
palabras no pueden ser ignoradas. Se multiplica el movimiento y las intervenciones del
gobierno de Vichy en favor de los desplazados a los campos de internamiento de Drancy
o Gurs (Pirineos atlánticos), y pronto para los judíos. Interviene, sin éxito, ante Pierre
Laval pidiéndole que renuncie a incluir a los niños judíos menores de 16 años en los
convoyes de deportación.
A menudo estas protestas van precedidas de reuniones con el cardenal Gerlier,
arzobispo de Lyon, e intercambios con el Gran Rabino de Francia, Isaïe Schwartz.
También por cartas dirigidas directamente al mariscal Pétain, leídas casi siempre desde
el púlpito durante el culto dominical. Al Gran Rabino le dice: «Nuestra Iglesia, que ha
conocido el sufrimiento y la persecución en el pasado, tiene una ardiente simpatía por
sus comunidades, que han visto su libertad de adoración comprometida en ciertos
lugares y cuyos miembros han sido tan bruscamente golpeados por la desgracia. Hemos
realizado y seguiremos desplegando esfuerzos para lograr los cambios necesarios en la
ley anti-judía». No era una broma: su oposición a las medidas raciales y a las
36
deportaciones le costó nada menos que ser detenido por los nazis[75].
Todavía en los meses anteriores a la liberación interviene, vez tras vez, pidiendo la
libertad de los pastores Trocmé, Theiss, de Pury, Roulet, prisioneros por resistir o asistir
a judíos perseguidos. Después de la Guerra, con el acuerdo de la Federación Protestante
de Francia, accede a ser llamado por la defensa y declarar en el juicio instruido contra el
mariscal Pétain[76]. Ello explica que entre los muchos nombramientos y cargos –
presidente del Consejo nacional de la Iglesia Reformada de Francia (1938-50); de la
Sociedad de misiones evangélicas de Francia (1945-68); del Movimiento ecuménico de
las Iglesias cristianas (1948-54); miembro de la Academia de Ciencias morales y
políticas (1946); de la Academia Francesa (1962) y Gran oficial de la Legión de honor–
descuelle a mayor mérito y reconocimiento el de Justo entre las naciones (1988).
Promotor en la reunificación de las tres sociedades bíblicas, apoyó la creación de la
Alianza bíblica francesa en 1947 y ocupó su presidencia hasta 1969. Preparó entonces
los espíritus en pro de una colaboración duradera con la Iglesia católica respecto a
traducción y difusión de la Biblia[77]. Convencido de su importancia para el testimonio
común de las Iglesias «en un mundo donde enormes masas humanas no entienden una
sola palabra religiosa, donde el lenguaje de la Biblia, el lenguaje cristiano parece
totalmente incomprensible para hombres cuyos parientes, bisabuelos, han roto por
completo con cualquier forma de convicciones cristianas, las que sea […], allí donde se
pone la Biblia, hay un cartucho de dinamita que, un día, hará estallar lo que debe estallar,
lo mismo en el hombre personal que en la institución eclesiástica»[78]. En las mismas
razones aducidas, así como en la oposición del protestantismo a las disposiciones
antijudías durante la II Guerra mundial, latía de fondo un sentido de herencia bíblica
común con los judíos.
Desde el comienzo de su ministerio sufrió por el escándalo de la competencia
misionera, del que ya se habían hecho eco especialistas de la unidad en Edimburgo 1910,
y sintió suyo el deber de reconciliación entre los cristianos[79]. Era el del ecumenismo, en
él, un sentimiento profundo y como tal se hizo sentir a lo largo de su vida remecida de
merecimientos. De igual manera le llegaba muy adentro el antisemitismo lampante que
por aquellas fechas iba a más y que, presa de mentes enfermizas, acabaría urdiendo en
media Europa los siniestros campos de exterminio. De ahí su interés por salir en defensa
de algunos rabinos cuestionados durante el conflicto. Y de ahí también su gozo cuando
sonó la hora de mantener el histórico encuentro con su eminencia el cardenal Agustín
Bea, providencial arquitecto de la declaración NA y de los subsiguientes pasos de Roma
a favor de los judíos.
2. Adelantado del ecumenismo.
Trabajador infatigable de la causa ecuménica, fue uno de los seis primeros copresidentes del CEI en 1948, cuyas asambleas preparatorias tanto supo cuidar. La
Conferencia de Utrecht, reunida el 9 de mayo de 1938, decidió que la representación en
el Comité central tenía que ser designada con arreglo al sistema regional, a diferencia del
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confesional. Se creó un Comité provisorio de transición antes de Ámsterdam-1948,
cuyos miembros no fueron otros que: el arzobispo Temple de York, presidente; el
arzobispo Germanos de Tiatira, los doctores John R. Polilla y Marc Boegner,
vicepresidentes; el Dr. W. A. Visser’t Hooft, secretario general; y los doctores William
Platon y Henry Smith Leiper, secretarios generales asociados. La segunda reunión de
dicho comité (enero-1939) acordó celebrar la primera asamblea general del CMI en
agosto del 41. En realidad lo fue en Ámsterdam el 22 de agosto de 1948. En las
asambleas generales de Evanston (EE.UU., 1954) y Nueva Delhi (India, 1961), participó
Boegner, siempre a favor de la causa de la unidad entre las Iglesias miembros y de un
mayor intercambio para profundizar en la investigación teológica.
Del 6 al 8 de marzo de 2012 se tuvo el coloquio anual del Instituto Superior de
Estudios ecuménicos, bajo el patrocinio conjunto del Theologicum de l’Institut
catholique, del Instituto protestante de teología –Facultad de París–, y del Instituto de
teología ortodoxa San Sergio, esta vez sobre la evaluación de las diversas recepciones
del último Concilio, no ya solo en la Iglesia que lo había convocado en 1962, sino
también en las otras representadas con delegados. «Lo que hace la ecumenicidad de un
Concilio –dijo en la presentación el director Jacques-Noël Pérès– no es declararse tal,
sino la recepción que de él hagan las Iglesias». De Marc Boegner fue recordada entonces
esta frase: «Juan XXIII comenzó lo que Pablo VI no hubiera jamás comenzado y Pablo
VI concluyó lo que Juan XXIII no hubiera jamás concluido»[80].
Poco antes del Vaticano II escribía sobre los obstáculos de la mariología y del culto
mariano «a una reunión visible de las Iglesias cristianas. Sin embargo –añadía–, la
exigencia de la unidad retumba con una potencia más imperiosa que nunca en el corazón
de un inmenso número de cristianos»[81]. Por otra parte, durante una conferencia sobre La
Chiesa Romana all’avvicinarsi del Concilio del Vaticano, después de haber dicho que
«lo que une a los católicos y los protestante es mucho más importante de lo que los
divide», expresaba la esperanza de ver al Concilio preocuparse de los obstáculos que se
interponen entre protestantes y católicos. En su alabada conferencia de París, el cardenal
Bea puso justamente de relieve que «sin sacrificar nada de la verdad revelada, el
Concilio podría eficazmente ayudar a conocer más claramente la verdad toda entera», y
en cuanto a los prejuicios: «Quien conoce la situación no sabe bien cuán falsas
concepciones de la doctrina católica, cuántos malentendidos obstruyen el camino de la
unidad»[82].
El interés despertado por el famoso coloquio entre el pastor Marc Boegner y el
cardenal Agustín Bea respondía no solo a la natural curiosidad de poder conocer el
contenido de semejante debate, evidentemente coloquio ecuménico, sino al hecho mismo
de ver en directo, en un acto público, a dos personajes de talla mundial. Boegner era
también una personalidad descollante dentro del mundo reformado, presidente
honorario, a la sazón, de la Alianza Reformada de Francia y uno de los fundadores del
CEI. El mismo Visser’t Hooft no duda en colocarlo entre los arquitectos que «buscaron
dar forma más precisa al movimiento ecuménico» junto a los nombres de William
Temple, J. H. Oldham, William Adams Brown, del arzobispo de Tiatira Germán, del
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obispo de Chichester, Goerge Bell, de Alphons Koechlin y de William Paton[83].
Precisamente en una obra suya editada tres años después del citado coloquio, dejó
escrita esta significativa frase autobiográfica: «Hace más de sesenta años, la exigencia
ecuménica se impuso en mi pensamiento y en mi alma con una fuerza que ha repercutido
en toda mi vida»[84]. Ello explica la personalidad soberana de excepcional ecumenista y
esclarecido teólogo del mundo reformado que fue nuestro benemérito Boegner.
3. En el concilio Vaticano II.
Asistió al Vaticano II como invitado personal de Juan XXIII y fue recibido por Pablo
VI en junio de 1967, ocasión aprovechada para declararse convencido de que «el camino
de la unidad es irreversible». Participó en calidad de observador en las sesiones III y IV.
El considerable trabajo de los teólogos de las religiones se verá compartido por todos
como exigencia cristiana ecuménica para la que se trabaja tan duro[85]. Admirador del
Concilio y de Juan XXIII, quiso hacer de él una cumplida alabanza en el acto de
recepción en la Academia Francesa. Su discurso de entrada estuvo lógicamente dedicado
al ecumenismo. Una vez expuesto el ambiente de luchas religiosas en Francia, así
proseguía: «Será necesario intensificar el movimiento ecuménico y su inspiración
profética en todas las Iglesias cristianas primero, y después en la Iglesia católica –bajo el
decisivo impulso del papa Juan XXIII– para que la fidelidad a la verdad esté en adelante
unida indisolublemente al amor que los cristianos, de la confesión que sean, han recibido
como mandato de su común Señor: la exigencia de amarse unos a otros»[86].
Presente más de medio siglo en iniciativas francesas de unión intercristiana y
personalidad ilustre del protestantismo transpirenaico, la Academia Francesa le abrió sus
puertas en 1962. Sucedió entre los inmortales a Albert François Buisson, antiguo
canciller del Instituto. Elegido por unanimidad en primera votación, el cardenal
Tisserant, también académico, dejó por unas horas las sesiones conciliares para estar
presente en la votación y posterior recepción, detalle que Boegner comentó con gratitud:
«Sigo con inmenso interés los trabajos del Concilio. Está naciendo una gran esperanza en cuanto al nacimiento
de un clima totalmente nuevo entre la Iglesia católica y las Iglesias cristianas. Acaso algunos de mis nuevos
colegas, al darme su voto, han pensado particularmente en mi actividad ecuménica de medio siglo a esta
parte».
El ecumenismo fue, en verdad, la gran pasión de su vida[87]. Dice Congar que «se
imponía con autoridad indiscutible: la que venía de su nobleza natural, de la dignidad de
su porte, de su palabra, de su rostro (mezcla de los rasgos del mariscal Pétain y de Juan
Rostand…), de su decisión equilibrada y lúcida, pero sobre todo de aquella fe en forma
de esperanza que lo habitaba». Y prosigue luego: «Representó a su Iglesia en el
movimiento ecuménico. Minoritario, aunque vivo e importante, el protestantismo francés
se hizo oír en las instancias ecuménicas gracias a hombres como Wilfred Monod al
principio, Pierre Maury y sus hijos después de él, Roger Mehl, Suzanne de Dietrich y
Madeleine Barot, pero sobre todo gracias a Marc Boegner»[88].
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Ya en 1894-95 un jovencísimo Boegner escribía:
«Es justamente la vieja Iglesia católica la que se renovará para recibir a sus hijos desde hace mucho tiempo
separados, y es sobre ella donde desde ahora en adelante debe proyectarse nuestro afecto. Su evolución nos
concierne[89]. Si no podemos actuar sobre ella directamente, ayudémosla al menos con toda la energía de
nuestra simpatía a apresurar el día en que nuestros hijos adorarán delante de sus altares».
Y esto: «Me considero al presente como un católico evangélico separado de la
voluntad del Jefe al servicio de la Iglesia Reformada de Francia»[90]. Y, en fin, este
parecido con Karl Rahner sobre el futuro del cristianismo místico: «La Iglesia será
católica o no será. El cristianismo será protestante o no será»[91].
Voz calvinista la suya que testimoniaba por una libertad onerosamente mantenida a
través de los dramas de la historia. Voz francesa, elocuente y lógica, elegante y sobria,
entusiasta y mesurada. En el seno de la comunidad protestante francesa Marc Boegner
fue un artífice de unidad. Amó y sostuvo Taizé, «profecía de la unidad restaurada»,
conferenciante convencido de la Semana de oración por la unidad de los cristianos.
Congar y Boegner dialogaron largo y tendido durante el Concilio (sesiones III y IV).
Pablo VI dejó dicho en su mensaje de condolencia que probaba una simpatía espontánea
por la «vida ejemplar de este pionero de la unidad de los cristianos». Era la suya, en San
Pedro, figura erecta y digna, sensible a todos los acontecimientos del procedimiento
conciliar, ya penosos, ya alegres, ya oscuros, ya luminosos. La de un auténtico apóstol
de la unidad acogido también al regazo de estas páginas.
4. En diálogo con el cardenal Bea.
El «coloquio» público entre el cardenal Bea, de visita al CEI en Ginebra, y el pastor
Boegner, presidente otrora del mismo CEI, se desarrolló –muy significativo– en la «Sala
de la Reforma», que no bastó para contener a tanto asistente[92]. Había sido construida en
el siglo XIX pero en Ginebra, llamada en su tiempo «la Roma de la Reforma». El marco
del coloquio estuvo preparado muy cuidadosamente: cantos, primero separados, después
unidos, de dos coros, uno protestante y otro católico, y conclusión con el rezo del
padrenuestro. Abrió marcha Bea dando los resultados obtenidos en el movimiento
ecuménico desde la institución del Secretariado en adelante, y sobre todo en el Concilio.
Delineó los principales temas del futuro diálogo: de una parte, el problema de la Iglesia,
a estudiar a la luz de la Sagrada Escritura, de los Padres y de la liturgia; de otra, varios
problemas prácticos. Tras la postura del interlocutor, el Cardenal replicó más en
particular con las cuestiones de la diferencia entre la Tradición apostólica y la
subapostólica, los problemas concernientes a la mariología y el de la unidad de la
Iglesia[93].
Merece la pena conocer al respecto dos declaraciones de los protagonistas. Decía Bea
introduciendo el coloquio: «¿Quién hubiera osado, solo dos o tres años atrás, imaginar
este coloquio público del cardenal presidente del SUC, aquí en Ginebra, con el
presidente honorario de la Alianza Reformada de Francia y expresidente del CEI? Por
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siglos hemos hablado los unos de los otros no de modo fraterno, más aún, demasiado a
menudo los unos contra los otros»[94]. Las palabras de Boegner fueron también emotivas y
memorables, dignas del bronce:
«Grandes son estas horas que vivimos no solo usted y yo, sino aquellos que pudieron asistir a los momentos de
ayer en el Consejo ecuménico, tan desconcertantes –quiero repetirlo–, a causa de la expectativa que sentimos
presente en esta multitud venida para escuchar a usted y también a mí, que soy por muchos aspectos un poco
ginebrino. Qué alegría dar gracias juntos a Dios por el acontecimiento que nos ha concedido vivir, por la gracia
que nos viene dada»[95].
Algunos círculos católicos llegaron a decir que la prensa había ofrecido el acto como
una derrota del Cardenal. Su secretario Schmidt, con abundantísimo material a mano en
el archivo de Su Eminencia, puntualiza no haber encontrado nada del género.
«Naturalmente –agrega–, Boegner brillaba más porque hablaba en su propia lengua,
mientras el Cardenal debía expresarse fatigosamente en una lengua no propia y a
menudo teniendo que improvisar»[96]. «En verdad que si no creyese en el milagro del
Espíritu Santo –precisó Boegner–, diría que estoy soñando, porque el viejo un poco más
anciano que usted, Eminencia, o un poco menos joven (tres meses, si no me equivoco),
el viejo que se dirige a usted, hoy, y a esta asamblea, puede decir que en el curso de los
sesenta años en que ha estudiado el problema ecuménico y, de modo especial, la cuestión
de las relaciones entre el catolicismo y el protestantismo, el Espíritu Santo no ha cesado
jamás de actuar en nuestras diversas Confesiones, en nuestras diversas Iglesias»[97]. La
verdad es que volvió a insistir en que la visita «marcaba casi el inicio de una nueva
época de la historia contemporánea del ecumenismo»[98].
El Cardenal, por su parte, declaraba días más tarde:
«Puedo decir sobre todo que la importancia del encuentro estriba en primer lugar en el hecho de que este marca
el notable punto de llegada de un largo camino, desde los primeros inicios que se remontan a casi medio siglo
atrás, hasta toda una serie de contactos de orden privado y confidencial tenidos después de la providencial
institución del Secretariado por parte de Juan XXIII»[99].
No es un encuentro momentáneo, sino del «inicio importante y prometedor de una
cooperación entre dos máximos organismos en el campo ecuménico, y constituye, en
consecuencia, una importantísima etapa en el camino de los cristianos hacia la hora
escondida en los secretos designios de Dios, cuando todos los creyentes en Cristo serán
uno, como Cristo es uno con el Padre y el Padre con él»[100]. Marc Boegner, en fin, todo
un incansable apóstol de la unidad.
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JUAN BOSCH NAVARRO
(1939-2006)
El ecumenista Juan Bosch Navarro nace en Valencia (España) el 1 de abril de 1939.
Estudia en el Colegio de los Dominicos de la localidad y allí mismo ingresa en la Orden
de Frailes Predicadores, emitiendo su primera profesión religiosa el 10 de octubre de
1956. Completada la formación eclesiástica en el Estudio General de Valencia, se ordena
de sacerdote el 30 de junio de 1963, y unos meses más tarde marcha destinado a Suiza
(1964), desde donde años después pasará a Francia (1971-72). Licenciado en teología
por la Universidad de Friburgo y diplomado en ecumenismo en el Instituto Católico de
París, obtiene el doctorado en teología por la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de
Valencia. Profesor varios años del seminario menor dominicano en Manacor (Baleares:
1965-67), recibe seguidamente destino para el Colegio San Vicente Ferrer de Valencia,
desde donde, a partir del 15 de septiembre de 1975, se incorpora al convento de
Predicadores de la ciudad.
Impartió clases de Ecumenismo, Teología protestante, Historia de la teología
contemporánea y Teología de los ministerios en la Facultad de Teología de Valencia.
También, durante el segundo semestre de varios cursos, de Ecumenismo y Nuevos
movimientos religiosos en el Centro Teológico Santo Tomás (Santo Domingo-República
Dominicana). Y de Teología, en fin, en Guatemala, Puerto Rico, Cuba y Colombia, así
como en numerosas ciudades españolas. Desde 1975 trabajó pastoralmente durante
bastantes veranos europeos en la Parroquia Our Lady of Lourdes, de Nueva York.
Delegado episcopal de Ecumenismo de la archidiócesis de Valencia (1981-92),
promotor de Formación permanente de su Provincia dominicana de la Antigua Corona
de Aragón (1991-95), titular igualmente de diversas responsabilidades en las
comunidades a las que estuvo asignado, dirigió las revistas Cultura Religiosa y Teología
Espiritual (1996-2002), animó la asociación Amistad judeo-cristiana de Valencia, y
fundó-dirigió en los duros años del apartheid en Sudáfrica el Grupo Soweto Antiapartheid de Valencia (1987-92). También fundó y dirigió el Centro Padre Congar de
Documentación Ecuménica de Valencia en 1988, y el Centre P. Congar de
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Documentació Ecuménica de Barcelona en 2002[101]. Fue de igual modo uno de los
impulsores de la Cátedra Tres Religiones, de la Universitad civil de Valencia, amén de
Miembro del Consejo Asesor del IV Parlamento mundial de las Religiones (Barcelona
2004). Asignado al Convento de Santa Catalina (Barcelona), ejerció desde julio de 2002
como profesor invitado en la Facultat de Teologia de Catalunya y miembro de la Junta
del Centre Ecuménic de Catalunya. Teólogo de proyección internacional, sus focos de
interés apuntaron al ecumenismo, las sectas, los nuevos movimientos religiosos, la vida
y obra del también dominico y cardenal Congar, y el diálogo interreligioso, temas todos
ellos fronterizos, como se ve. De ahí que desde la Santa Sede se le vigilase de cerca, algo
que él supo aceptar porque amaba profundamente a la Iglesia. Le gustaba la música de
jazz, los black spirituals[102] y el cine. Dominico a carta cabal, gran comunicador, amigo
de sus amigos, era sobremanera hermano de todos.
Colaborador habitual en Vida Nueva, Saó, Cultura Religiosa y Pastoral Ecuménica,
publicó numerosos artículos también en otras revistas españolas y extranjeras. Entre sus
libros –algunos con varias ediciones y traducidos a otros idiomas–, sobresalen Iglesias,
sectas y nuevos cultos (1981), James H. Cone, teólogo de la negritud (1985), La Iglesia
Negra. Eclesiología militante de James H. Cone (1986), Para comprender el
Ecumenismo (1991), Para conocer las sectas (1993), A la escucha del cardenal Congar
(1994), Diccionario de Ecumenismo (1998), Panorama de la Teología Española (1999),
Nuestras iglesias hermanas (2003), y Diccionario de Teólogos/as contemporáneos
(2004). También fue coordinador de Hacia el Tercer Milenio (1996), Culturas y
religiones (1997), Dominicos que dejaron huella (2000), Panorama de la Teología
Latinoamericana (2001), y 100 fichas sobre Ecumenismo (2004)[103]. Falleció en
Barcelona el 7 de abril de 2006, recién cumplidos los 67. Según propia confesión, de su
padre había heredado el amor a la verdad; de su madre, el calor de la fe.
1. El teólogo.
Sintió desde muy joven la vocación teológica, que habría de constituir su vida toda y
en la que llegó a brillar con luz propia. Vocación de servicio a la teología, a la Iglesia, al
ser humano, al Reino, a Dios. Vocación, por otra parte, que había nacido a la sombra de
la Suma de santo Tomás de Aquino –años del Concilio– en las aulas del Estudio General
Dominicano de Valencia, escuchando absorto las explicaciones del maestro Sauras.
Fomentada luego en Friburgo, cuando aún se oían los ecos de Marín Sola y Santiago
Ramírez, siguió creciendo más tarde en el Instituto Católico de París a la escucha del
padre Congar, el maestro por excelencia que marcaría su vida en teología ecuménica.
Decantado por la teología de la negritud, fue, en efecto, uno de los primeros teólogos
españoles que se acercó a la teología negra de la liberación elaborada entre las minorías
negras de EE.UU. contra la discriminación racial, y en Suráfrica contra el apartheid,
especialmente sensible en todo momento a sus desafíos: superar el eurocentrismo
cultural e ideológico y construir teologías y comunidades cristianas en clave intercultural
e interétnica. Su mayor imperativo se pintó siempre tendente al reconocimiento de la
43
diferencia cultural y religiosa como riqueza de la humanidad y de las religiones. Una de
sus obras más representativas de esta nueva sensibilidad es La Iglesia Negra.
Eclesiología militante de James H. Cone (1986).
Maduro teólogo sin fronteras, la muerte, sin embargo, vino a cortar su creciente
proyección internacional en el heteróclito mundo del ecumenismo, de las sectas y de los
nuevos movimientos. Vocación teológica la suya, por cierto, con ventanas abiertas a
Friburgo, París y Nueva York, pero a la vez esclareciéndose más y más «a través de esas
conversaciones que son más ricas que cien Departamentos de cualquier Facultad» con
colegas entrañables, empezando por los más cercanos para él en Valencia: Sebastián
Fuster, Roberto Ortuño, Juan A. Tudela, Antonio Sanchís, Gerardo Sánchez y Ximo
García Roca. «Ellos han significado –puntualiza en un texto que se me hace puramente
autobiográfico– la apuesta decidida por una teología que queriendo ser rigurosa, leal y
“servidora”, se quiere, a la vez, alejada de los “centros de poder”, donde la pequeñez
humana –que a todos nos tienta– ofrece mil razones (¡mil sinrazones!) para buscar el
aplauso, los primeros puestos, la escalada en una carrera que no tiene sentido alguno
desde el evangelio de Jesús y (por la) que, además, hay que pagar un precio demasiado
caro: la pleitesía, el doble lenguaje, el equilibrio imposible en el que al final se pierde lo
más importante de uno mismo: la propia dignidad»[104].
Juan Bosch cita otros dos focos de influencia en su quehacer teológico. Uno, el
«alumnado –digo bien, un alumnado– durante mi docencia en el Centro Teológico de
Santo Tomás en la ciudad de Santo Domingo, República Dominicana. Aquellos
alumnos, especialmente aquellas alumnas caribeñas, me hicieron ver más claro que hasta
entonces, la necesidad de que la teología sea significativa para el hombre y la mujer
marginados y oprimidos»[105]. Otro, su nueva tierra Cataluña, y de modo particular la
Facultat de Teologia de Catalunya, que oportunamente le cursó invitación para
enriquecerse con su magisterio entre licenciandos y doctorandos, de la mano de Joan
Busquets y Evangelista Vilanova, sus amigos.
Salta a la vista que su teología, que vivió y practicó sin renuncia ninguna, por
supuesto, a las bases hondas y sólidas de santo Tomás y de la Tradición, estuvo imbuida
de frescura, solidez y exigencias marcadas por el magisterio del Vaticano II, durante
cuya celebración había dado él los primeros pasos en tan difícil y apasionante disciplina,
pero al propio tiempo, sobre todo ya en época posconciliar, por los grandes nombres
teológicos del posconcilio, bien los de primera hora, aquellos que se arrancaron con la
revista Concilium –Rahner, Congar, Schillebeeckx, Hans Küng, etc.–, bien igualmente
los de primera hora, pero con un giro a la línea de los anteriores en la revista Communio:
los Von Balthasar, Henri de Lubac, Joseph Ratzinger, Jerôme Hamer, y tantos otros. La
de Juan Bosch, a la postre, no fue sino teología rigurosa y a la vez sencilla, puesta
siempre al servicio y aprendizaje del pueblo cristiano. El suyo por eso, lejos de ser
ecumenismo del montón, brilló más bien por el cultivo de una causa de la unidad basada
siempre en las hondas raíces de la teología más sana y actual, fiel lectora y siempre
consonante con los signos de los tiempos. De ahí su amor a Congar.
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2. Especialista y seguidor de Congar.
Él mismo solía confesar los dos encuentros decisivos en su caso. El primero con
Tomás de Aquino, el segundo con Yves Congar. Ambos maestros –tan distantes en el
tiempo y tan cercanos en su manera inquisitiva de mirar la realidad humana y divina–,
«me acercaron a la teología y me hicieron quererla. Tuve la suerte de estudiar a santo
Tomás en sus mismos textos y aunque todavía mis maestros del Estudio General
Dominicano de Valencia no se habían abierto al método tomista de Le Saulchoir, el
estudio directo de la Summa, artículo tras artículo, desentrañando el rigor de su
pensamiento y el contenido de su arquitectura, me abrieron al gusto por llegar a la
verdad»[106].
En Tomás de Aquino aprendió, además del rigor de las ideas, sus ansias de búsqueda
del aspecto formal de cada cuestión. Más todavía: su inquebrantable servidumbre a la
verdad, estuviese donde estuviese, la presentase quien la presentase. Tal vez su
producción teológica hubiera sido de recorrido corto si en vez de estudiar a Tomás de
Aquino, hubiese tenido que meterse en los clásicos manuales de teología, tan en boga
por los años de sus estudios institucionales. Tomás se había hecho traducir textos de
autores judíos, musulmanes, averroístas, agustinianos, etcétera. «¡Y con qué respeto trata
a esos autores, aunque no esté, en ocasiones, de acuerdo con ellos! Tomás de Aquino,
¡qué distinto al que quisieron meter en las 24 tesis tomistas y qué lejano del juramento
anti-modernista posterior!», declara él mismo[107].
El encuentro con Yves Congar se inicia en los lejanos años del estudiantado con la
lectura de sus libros Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia y Cristianos desunidos.
Precisa:
«La lectura de ambos, con el expreso permiso del Regente de estudios me dirigió decisivamente a la teología
ecuménica. En Congar encontré al maestro de hoy. Hombre enraizado en la Tradición y hombre abierto al
mundo de los “otros”. Antes de llegar a París, donde todavía pude escucharlo en clases del Instituto Católico, y
encontrarme con él en Le Saulchoir, ya había saboreado buena parte de sus libros y me había identificado con
su “existencia teológica”. Su amor al trabajo era un programa de vida para muchos de nosotros, sus estudios de
las tradiciones ortodoxas, protestantes y anglicanas eran caminos hechos y transitados por él y que para
nosotros eran ya caminos cómodos. Pero reconociendo que era Congar quien primero había transitado por
ellos, “haciendo camino al andar”. Pionero del ecumenismo doctrinal, de él recibía ahora lo que ya había
bebido en Tomás de Aquino: el amor a la verdad, pero no a la verdad abstracta, sino a esa a la que solo los
humanos podemos acceder, la verdad metida en la historia y que se transmite muchas veces a través del “otro”,
y que no está encerrada exclusivamente en ninguna tradición eclesial»[108].
De Congar aprendió que decir la verdad, incluso dentro de la Iglesia, es siempre un
riesgo, que la comunidad eclesial –nuestra Madre y Maestra– no siempre es amable con
sus hijos, y que solo el evangelio de Jesucristo invita a la conversión y a la reforma no
solo de los individuos sino sobre todo de las Iglesias. Su contribución al Concilio, tan
decisiva, fue también invitación a leer en profundidad los textos conciliares que iban a
reportarle un cambio en su comprensión de la eclesiología y en el mirar a los «otros».
Textos conciliares en línea divergente de lo que él había estudiado en sus años de
formación.
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La más reciente lectura de Congar, Diario de un teólogo (1946-56), acabó
definitivamente con el vendaje en los ojos, que le impedía ver a dónde puede llegar la
perversidad del viejo (y nuevo) sistema romano de arreglar las cosas. Es triste –decía–
comprobar que el poder, el honor y la dignidad de la Curia Romana se ponen muchas
veces, según el dominico francés, por encima de todos aquellos valores que brotan del
evangelio de Jesús. Su homenaje a Congar se tradujo en libro: A la escucha del cardenal
Congar (Madrid 1994). Y su gratitud, en la creación del Centro P. Congar de
Documentación Ecuménica, vinculado a la Facultad de Teología de Valencia, con el
propósito no solo de ofrecer un servicio ecuménico a pastores, teólogos y laicos
interesados en cuestiones ecuménicas, sino de dar a conocer mejor la vida y obra de un
teólogo apasionado por la verdad y que sufrió injustamente por presiones de la
institución eclesiástica.
3. Ecumenista de vocación y de acción.
Juan Bosch fue ante todo un teólogo ecuménico que tomó pronto conciencia de lo que
se jugaba el cristianismo con la división y el enfrentamiento entre las Iglesias, esto es, un
ecumenista leal y consecuente con lo que Juan 17,21 entraña. De seguir por los caminos
de la separación de los hermanos y hermanas cristianos –decía–, Cristo no puede ser «luz
de las gentes», ni la Iglesia «sacramento de la unidad del género humano». Todo lo
contrario: serán anti-signo. Acierta de lleno, pues, José Luis Díez al afirmar en su
necrológica de Pastoral Ecuménica que «el P. Juan Bosch fue un hombre para el
ecumenismo. Un ecumenismo –añade– lleno de frescor como toda su teología, profundo,
comprometido, seguro, fértil»[109].
No buscaba el ecumenismo de nuestro inquieto Juan Bosch la uniformidad doctrinal o
la eliminación de las diferencias ideológicas. Tan crédulo como para defender la
consecución de tales metas a corto plazo no era. Él aspiraba, más bien, a la unidad dentro
de un escrupuloso respeto al pluralismo, entendido como valor en sí, y en cuanto riqueza
de las comunidades y de las Iglesias cristianas. Se trata, por eso, de un ecumenismo que
tiene su lugar de encuentro en la praxis liberadora. Juan Bosch contribuyó a que las
Iglesias cristianas pasaran –según el título del libro de Roger Garaudy–, del «anatema al
diálogo», o por decirlo con los actuales jugadores de cartas: del as de bastos al de oros.
Predicó con el ejemplo, pues era dialogante y tolerante; era cristiano ecuménico. Sus
libros más representativos al respecto son: Para comprender el Ecumenismo y
Diccionario de ecumenismo. En mis encuentros con él, amigos como éramos, nunca
descubrí el más leve atisbo de rencor.
Tampoco se paraba en barras, sin embargo. De ahí que su esfuerzo teológico
pretendiese ante todo avizorar en el horizonte la riqueza inabarcable del diálogo
interreligioso. Es esta, después de todo, la deriva lógica del itinerario teológico de
Bosch, quien tomó buena nota de la oportuna observación de Raimon Panikkar: «Sin
diálogo el ser humano se asfixia y las religiones se anquilosan»[110]. De nuevo aparece
aquí una teología múltiplemente inculturada, que comprende el movimiento ecuménico,
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el movimiento antirracista, el diálogo interreligioso, las teologías feministas y la
sensibilidad ecológica. La ética interreligiosa común al análisis y reflexión de Bosch
registra estas cuatro prioridades: trabajo por la paz, lucha por la justicia, defensa de la
naturaleza e igualdad entre los hombres y las mujeres. Un libro-referencia de esta nueva
perspectiva ético-teológica es Culturas y religiones, escrito en colaboración con Juan
Antonio Tudela.
Ni siquiera le fue ajeno el mundo de las sectas. Recurrente, más bien, en sus
investigaciones, fue prioritario de su reflexión teológica y sociológica durante los tres
últimos lustros. Se le hacía uno de los fenómenos más preocupantes por sus negativas
consecuencias para la psique y para la convivencia. Un mundo, el sectario, que él
estudiaba desde la racionalidad y siempre al margen de la visceralidad. Ahí están para
corroborarlo su libro Para comprender las sectas, manual de similar formato al
homólogo Para comprender el Ecumenismo, editados uno y otro en Verbo Divino, y
clara prueba los dos del rico legado ecuménico que su vida y trayectoria nos dejan.
«¿Cómo ve el ecumenismo hoy?». Es la pregunta que Narcís de Batlle le hizo en el
curso de una entrevista para Cristianismo Protestante, ya casi un año antes de su muerte.
La respuesta no admite dudas: «He de ser sincero, no lo veo con optimismo ingenuo,
pero sí con esperanza cristiana. Si el ecumenismo fuera cosa de los hombres no tendría
futuro; pero como es cosa de Dios, tiene futuro. Todo comenzó con Juan 17,21 y ese
imperativo de Jesús es la raíz y la meta del movimiento ecuménico. Está clara la razón
de mi esperanza. Hay diferentes niveles en el movimiento ecuménico. Creo mucho en el
ecumenismo de base, creo mucho en la labor de los teólogos; tengo mis suspicacias en
que los jerarcas de todas las Iglesias apuesten claramente por el movimiento ecuménico.
Espero con ilusión que se vayan resolviendo problemas como la aceptación mutua de
ministerios, la hospitalidad eucarística, el problema del ministerio de la unidad, etc.»[111].
El ecumenismo para él, en definitiva, empezaba siendo aventura del Espíritu[112]. Las
suspicacias, ya se ve dónde las colocaba sin perderlas nunca de vista.
4. Autor del Diccionario de teólogos/as contemporáneos.
Salió a las librerías en la primavera de 2004. Desde el primer momento se reveló una
de sus obras emblemáticas por múltiples razones. El autor del prólogo, Evangelista
Vilanova, monje de Montserrat, también ya en la casa del Padre, era uno de los
historiadores más relevantes de la teología cristiana. Su conclusión del prólogo se pinta
sumamente reveladora, porque habla de cómo las teologías son el inicio de una aventura
de resultado incierto, un viaje para descubrir ideas y acciones, en el ámbito de un
misterio que nos invita. Y a continuación esto: «La condición de teólogo es la humildad,
fecundada por la curiosidad y la fantasía hacia el reino de Dios. Ojalá, el Diccionario de
teólogos/as contemporáneos de Juan Bosch, el primero en lengua castellana de su
género, ayude a seguir los pasos de esos hombres y mujeres que se empeñaron en dar
razón de su esperanza…»[113].
Este lúcido planteamiento viene a coincidir con el no menos clarividente y
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esperanzador del propio Bosch, que, en un segundo prólogo, asegura de los teólogos y
teólogas actuales, «que están dedicando lo mejor de sus vidas a dar razón de su
esperanza y a proclamar la racionalidad de la fe cristiana a nuestros contemporáneos».
También se refiere nuestro joven dominico a esa teología «que se quiere alejada de los
centros de poder». Y recuerda a tantos alumnos que le hicieron ver más claro «la
necesidad de que la teología sea significativa para el hombre y la mujer marginados y
oprimidos»[114].
Su prematura desaparición hace que este diccionario, llamado a tener ulteriores
reediciones, quede como denso y apretado libro que él mismo se habría encargado, a
buen seguro, de continuar y enriquecer. Lo mismo que el segundo Centro ecuménico P.
Congar, en Barcelona, y hasta un tercero incluso en las Islas Baleares. Es de esperar, así
y todo, que «este inolvidable ecumenista y teólogo del ecumenismo se convertirá en uno
de los principales referentes de la labor teológica y práctica de la búsqueda de la unión
de los cristianos en España»[115]. Merecimientos para ello le sobran.
En la citada entrevista desvela un poco la génesis de la obra y lo que le costó:
«Fue una invitación de la editorial Monte Carmelo de Burgos y esta invitación significó tres años de mi vida a
tiempo completo. Soy profesor de Teología Contemporánea en Valencia y yo ya tenía material. Es un
diccionario que recoge las grandes figuras teológicas del siglo XX. En él están teólogos católicos, ortodoxos,
anglicanos y protestantes. Creo, según me dicen, que tiene buena aceptación. He intentado ser muy objetivo y
ecuménico. Son 241 teólogos que aparecen y el diccionario tiene 1.014 páginas. Es una obra de consulta para
estudiantes de teología en los seminarios y facultades».
Al hilo de lo cual, me place recordar que esa fue exactamente la meta que se propuso,
según propia confidencia, con tales páginas. Y es que el hecho de incluir mi nombre
entre los 241 teólogos implicó el lógico intercambio de correos que, aparte del
suministro de matices esclarecedores, me permitieron conocer todavía mejor al
«incondicional amigo», amén de no pocos detalles del diccionario.
«Mi única intención, lo he dicho ya varias veces, ha sido y es proporcionar una ayuda a quienes se inician hoy
en una de las dimensiones más bellas de la Iglesia: dar razón de nuestra esperanza, es decir, ofrecer el servicio
de la teología. He trabajado duro, con rigor, durante más de dos años, intentando que cada teólogo de los 241
que aparecen en el diccionario estuviese correctamente presentado. Esta fue la razón de ponerme en contacto
con muchos de vosotros para perfilar, para escucharos, para que las bibliografías fuesen lo más exhaustivas
posibles […]. Creo que ahí hay un servicio que hasta ahora no existía, sobre todo pensando en teólogos
españoles. ¿Sabes, Pedro, lo que he intentado también? Reivindicar la tarea del teólogo, devolverle su puesto
en nuestra sociedad. Y es que, como el teólogo no es figura mediática en la sociedad consumista de hoy, no
aparece en TV, luego “no existe”. Ojalá volvamos a sentirnos orgullosos de este don que Dios nos ha
dado»[116].
Apóstoles de la unidad, por supuesto, se honra en contar con la juvenil figura
teológico-ecuménica de Juan Bosch, llamado a ocupar con pleno merecimiento un
puesto de honor en ese gran retablo de elegidos, seguramente contentos de tenerlo junto
a sí.
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CHARLES BRENT
(1862-1929)
Charles Henry Brent nace en Newcastle, Ontario, Canadá, el 9 de abril de 1862 y muere
en Lausana, Suiza, el 27 de marzo de 1929. Licenciado brillantemente en estudios
clásicos en el Trinity College de la Universidad de Toronto (1884), desde el 85 hasta el
87 desempeñó las funciones de Undermaster en el Trinity College School, de Port Hope.
La ordenación de diácono llega con el 86, y la de sacerdote al año siguiente. Corren los
meses del 91 y él, ciudadano americano, se va a una parroquia de un barrio pobre de
Boston, donde sirve durante una década como asistente del rector de St. Stephen. En
1902, después de que las Filipinas fueran adquiridas por los Estados Unidos a raíz de la
Guerra hispano-estadounidense, la Iglesia episcopal designó a Brent primer obispo
misionero de Filipinas, a donde llegó en el mismo barco que el gobernador William
Howard Taft portando consigo el prestigio, no oficial, no, pero sí muy real, del
establishment norteamericano[117].
Vigoroso ministerio evangelizador el suyo entre la población no cristiana, de modo
particular gente china de Manila, igorrotes incivilizados de Luzón, y moros hostiles del
archipiélago de Sulu. Fundó varias escuelas y un hospital de caridad en la capital
filipina. Ante la devastación moral y física de los adictos al opio, Brent se convierte en
inquebrantable defensor de una lucha sin cuartel contra las drogas, llegando a formar
parte de varias comisiones internacionales para detener el narcotráfico. Nombrado por el
Gobierno filipino para investigar el uso de opio, sirvió desde 1902 al 14 como miembro
de un comité ejecutivo a tales efectos. También de comisario jefe para EE.UU. y
presidente de la Comisión del Opio internacional en Shanghai (1908-19) y, presidente de
la delegación de EE.UU. para la Conferencia del Opio en La Haya (1911-12), cuya
presidencia ocupó en 1912. De entonces data su publicación de tres libros importantes.
Fue durante la I Guerra mundial capellán superior de las Fuerzas Armadas
estadounidenses en Europa. En 1919, por fin, acepta su elección para obispo de la
Diócesis del Oeste de Nueva York: tres designaciones anteriores había declinado durante
su tiempo en el Archipiélago.
Ya en 1926 se le encomienda el ministerio pastoral de las iglesias episcopales
estadounidenses en Europa (dos en París, y las de Niza, Florencia, Roma, Dresde,
Múnich, Ginebra y Lucerna), cargo en el que se mantiene hasta que es hospitalizado de
un mal grave en noviembre de 1927. Durante su última aparición pública representó a la
Iglesia Episcopal en los EE.UU. Uno de los hitos importantes de su fecunda biografía
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tiene lugar en Lausana, Suiza, cuya primera Conferencia mundial sobre FC organizó y
presidió en 1927. De su protagonismo en dicha cumbre William Temple llegó a escribir:
«Era claro que constituía el fulcro de la conferencia y que su dirección de las
discusiones, tranquila, firme y a menudo veteada de humor, fue la más eficiente
posible»[118].
Brilló en Lausana con él todo un líder mundial: mermadas ya las fuerzas físicas, es
cierto, su alma, no obstante, parecía más radiante. Persuasivo de principio a fin, logró
que las rivalidades cedieran, las disputas se olvidaran, y cundiese por doquier el amor
fraternal. Alcanzó así su ansiada meta, pues aquel encuentro registró el mayor avance de
las Iglesias, en el sentido de mejor comprensión y de un espíritu más fino de la cortesía y
de la buena voluntad.
Sus restos descansan en el Cementerio de Bois de Vaux. Parte de su legado se puede
ver hoy en el CEI y en la Iglesia Episcopal de Filipinas. El historiador James Thayer
Addison lo calificó como «un santo de vigor mental disciplinado, a quien los soldados se
sentían orgullosos de saludar y con quien los niños eran felices de jugar, que podría
dominar a un parlamento. Sacerdote y obispo, se vanagloriaba de la herencia de su
Iglesia y, sin embargo, estaba de pie entre los hermanos cristianos como el que sirve. En
todas partes, embajador de Cristo»[119]. Su conmemoración en la Iglesia Episcopal
recurrió por un tiempo el 27 de marzo. Sin embargo, como ese día suele caer en
Cuaresma o Semana Santa, la diócesis central de Filipinas de la Iglesia Episcopal de
Filipinas, en su convención diocesana del 2008, aprobó para celebrarla el 25 de agosto,
fecha de su llegada al Archipiélago[120].
1. Brent y el movimiento ecuménico.
Aunque firme en su cruzada contra las drogas asistiendo a conferencias y desde su
nombramiento por el presidente Warren G. Harding en 1923 para la Comisión
Consultiva de Estupefacientes de la Liga de las Naciones, Brent giró su atención
preferente hacia el movimiento ecuménico. La verdad es que podría haberse reducido al
funcionariado estadounidense y otras destacadas personas en las Islas, incluso a convertir
a católicos romanos tanto de españoles como de ascendencia filipina, a quienes el
Gobierno anterior había dejado atrás. Sus experiencias en el Archipiélago filipino, sin
embargo, acabaron por despertar en él una fuerte preocupación por la causa de la unidad
visible de los cristianos.
El mundo va a ir cojeando mientras la oración de Cristo pidiendo al Padre que todos
sean una cosa se vea contestada. Debemos tener unidad no a cualquier precio, por
supuesto, sino pese a todos los riesgos. La siguiente oración, por él escrita, es
ampliamente utilizada hoy en día. Se trata de una oración por la misión de la Iglesia, que
ha sido incluida en el Libro de Oración Común y dice así:
«Señor Jesucristo, tú extendiste tus brazos amorosos sobre la dura madera de la cruz, que todo el mundo pueda
estar al alcance de tu abrazo amoroso. Así nos vestimos con tu Espíritu para que nosotros, extendiendo nuestras
manos en amor, llevemos a los que no te conocen al conocimiento y amor de ti, por el honor de tu
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Nombre»[121].
No menos rica de aroma ecuménico resulta esta otra de su entorno, que incluye al
mismo Charles Brent:
«Padre Celestial, tu Hijo oró para que todos sean uno. Líbranos, te suplicamos, de la arrogancia y del prejuicio,
y danos la sabiduría y la paciencia, que, según tu siervo Charles Henry Brent, haga que podamos estar unidos
en una familia con todos los que confiesan el nombre de tu Hijo Cristo Jesús, que vive y reina contigo y el
Espíritu Santo, un solo Dios, ahora y por siempre»[122].
Su poema La nave expresa no pocos de sus íntimos sentimientos al respecto[123]. Entre
sus oraciones, esta vez eucarísticas, he aquí otra:
«Cristo de la Pasión, que en la última Cena nos has legado a la Iglesia un memorial perpetuo del sacrificio de
la cruz, ayúdanos en este santo sacramento espiritual a contemplar tu amor redentor, que nunca podrá tener en
cuenta el precio con el cual tú nos has comprado, que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo, siempre
un solo Dios sin fin. Amén»[124].
Brent fue también hombre de oración. Al trabajar para la reunión de la cristiandad
resolvió no tolerar atajos que, en todo caso, impedirían el logro de lo que vivamente él
anhelaba. La paciencia debe existir en medio de cualesquiera desalientos y desilusiones,
sin duda, aunque también la paciencia tenga un precio. Insistió en que la plataforma
original del movimiento se debe mantener; en particular, dos puntos de vista bien
concretos. Uno: lo que realmente debe tener como objetivo el movimiento ecuménico es
la reconciliación de toda la cristiandad, sin exclusiones de ningún género y admitiendo
siempre la soberanía y jefatura viva de Jesucristo. Dos: el trabajo inmediato de sus
promotores y de las reuniones en su nombre, es la Conferencia, mediante la apertura
franca y explicando las dificultades, no las diferencias. Las relaciones amistosas deben
preceder y preparar para la unión. De ahí que la paciencia y firmeza en la presentación
de las verdades y reclamaciones sea siempre necesaria. Como lo es también la caridad.
Después de asistir a la escocesa Conferencia Misionera mundial de Edimburgo-1910,
Brent estuvo en vanguardia de los esfuerzos ecuménicos de la Iglesia Episcopal. El
movimiento culminaría con la primera Conferencia mundial de FC, celebrada en
Lausana, Suiza, por él presidida. Este significativo encuentro ecuménico, por lo demás,
ayudó a sentar las bases para el CEI. Ningún problema era demasiado grande, ningún
muro divisorio lo bastante alto, ningún lenguaje, en fin, tan desconocido, de fondo tan
confuso y oscuro, como para impedirle o detenerle a él en su afanosa búsqueda de una
mejor comprensión y realización de los fines de la unidad y de la paz. Ni una sola vez en
todos sus contactos con diversas escuelas de pensamiento olvidó su trabajo y su oficio.
Tampoco, desde luego, menguaron su devoción, ni su amor, ni su lealtad a la Iglesia.
2. Apremiante necesidad de la unidad cristiana.
La unidad cristiana no es un hermoso sueño ni un lujo, sino apremiante requisito para
el despertar de la pasión de Cristo. En algunos países la Iglesia es poco más que un
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vasallo del Estado en vez de un poder de conversión. Mientras las Iglesias no se unan,
seremos incapaces de persuadir a las gentes a que anden bajo la luz del reino de Dios.
Hay una alegría austera en estar a solas con la verdad. Los que miran lo suficientemente
lejos saben discurrir con alma profética y no con el confuso vaivén del ecumenista
nefelibata. Bajo la disciplina de la soledad hay libertad y exuberancia de alegría junto a
la cual todos los premios menores son nada[125].
«San Pablo –llegó a escribir el propio Brent– golpea en la cara al sectarismo de todo
tiempo calificando de carnales a las divisiones. La división, según este hombre
profundamente serio, es fatal para la vida de la Iglesia»[126]. Pero es que Brent se reveló
siempre hombre profundamente serio y, a la vez, de inflamada personalidad. No en vano
llegó a ser, de hecho, figura destacada de la Iglesia Episcopal en la escena mundial
durante dos décadas. Había sentido muy hondo la sacudida de la gran conferencia
mundial misionera de Edimburgo 1910. De ahí que el foco central de su vida y de su
ministerio fuese la causa de la unidad cristiana. Condujo a la Iglesia Episcopal, ya digo,
por el movimiento unionista que culminó en la primera Conferencia mundial de FC,
celebrada en Lausana, Suiza, en 1927, y que él presidió[127].
Discurrir ecuménicamente según el espíritu que tantas veces el obispo Brent
demostró, implicará un cierto estudio y mucha oración. Lo mismo que, por lo que a su
influencia concierne, insistir en que el movimiento se mantenga firme, con generoso
corazón y leal reconocimiento de la labor de otras comuniones, así como en sus
dificultades, pero sin ningún tipo de pérdida de los principios de la fe y proponiéndonos,
como meta, llegar a una Iglesia reunificada. Difícil sería decir aquí y ahora en cuál de los
tres aspectos del ministerio cristiano sobresalió más. Tan variadas eran sus espléndidas
cualidades de mente y corazón que, en todo lo que hacía, una inteligencia fina, un celo
absorbente y una plena consagración hicieron de su oficio ministerial un magnífico
paradigma. Probablemente a nadie de nuestra generación se le hayan dado más variadas
tareas que las impuestas a este hijo fiel de la Iglesia llamado Brent. El suyo era, en el
mejor sentido, un ministerio católico, es decir, universal. No podía pensarlo en términos
de algún área restringida. Tampoco podía entender la vida, ya del Occidente, ya del
Oriente, como algo ajeno a su amor y servicio. Con el poeta latino Terencio podía
gustosamente repetir: «Hombre soy; nada humano me es ajeno»[128]. Y es que jamás
ambicionó la alabanza y el honor de los hombres. Sabía de aquel lugar secreto donde la
virtud es su propia recompensa, y comprendía que el trabajo bien hecho obtiene allí su
más profunda satisfacción y su compensación más duradera.
Entre los múltiples aspectos de su ministerio destacaban dos: uno, su insistente y
urgente apelación a una mejor comprensión del mundo, para el logro del orden mundial
armónico y de la paz universal y duradera; otro, su inagotable y tenaz esfuerzo por
acabar con la babel de confusas y contradictorias y alborotadoras voces, implantando en
su lugar esa unidad que debe cumplir el anhelo de quien dio su vida en rescate por
muchos. Estos son los supremos fines por los que apostó y luchó siempre sin bajar la
guardia.
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La unidad cristiana centró por décadas su vida y su ministerio. Debemos tener unidad
–era su lema predilecto–, no a cualquier precio, desde luego, sino pese a todos los
riesgos posibles. El éxito de las misiones está inextricablemente ligado a la unidad. En el
futuro, el progreso misionero va a depender sobremanera de la unidad de la Iglesia: las
conversiones nacionales pueden llevarse a cabo sin ninguna otra influencia. Incluso
pudiera darse el caso de que hasta el presente una Iglesia dividida haya sido usada por
Dios para la extensión de su Reino entre los hombres, mas no tenemos garantía ninguna
de que vaya a continuar haciéndolo. De hecho, existen indicios de que la Iglesia dividida
haya llegado y rebasado el cenit del poder tal como lo ha tenido, y que a partir de ese
punto esté disminuyendo hacia la desolación.
3. Fe y Constitución.
Ocupó en este organismo un lugar de indiscutible poder e influencia. Podrán los
hombres diferir por sus métodos; no, sin embargo, cuando se trata de resistir con su
espíritu. Aparte de lo que hizo y dijo, emanaba de su persona una sutil influencia capaz
de mover a los hombres a seguirlo pese a sus propias conclusiones. Obispo de las
Filipinas y de la Diócesis del Oeste de Nueva York, fue bien aceptado por el público en
general, lo mismo de Oriente que de Occidente, como defensor de todo lo bueno y noble
y de laudable nombre. Lo cual, así dicho, es más que mucho si se tiene en cuenta que
acabó por hacer de la suya una eminente personalidad, a colocar hoy con todo
merecimiento entre los líderes cristianos de todo el orbe.
El espíritu de Brent está llamando a la acción en la santa causa de la unidad: ninguna
concesión ha de hacerse, ningún retiro abrir, hasta que el Crucificado haya sido exaltado
y reconocido como emblema poderoso en el mundo de la salvación y de la paz. Indigno
y cobarde ante su Maestro se hará quien pretenda seguirlo sin ser capaz de adelantar la
causa que consumió su alma con pasión. Con igual celo y determinación, con renovado
ardor y entusiasmo, debemos actuar frente a nosotros mismos en la gran tarea de
presionar las altas demandas de la unidad.
La Iglesia cristiana, en definitiva, tiene que admitir la locura de sus polémicas, la
esterilidad de sus rivalidades y el sinsentido de sus divisiones. Como quiera que la paz
de la Iglesia y la del mundo van juntas, nuestras infelices divisiones deben acabar cuanto
antes. Los que tenemos fe cristiana y creemos en el Hijo de Dios, debemos alcanzar un
punto de acuerdo, como requisito necesario para la concordia. La comunidad de los
bienaventurados implica confianza mutua y compañerismo de las personas que se
arrodillan de modo humilde ante el Salvador de la humanidad. Para acelerar el
cumplimiento glorioso de aquel anhelo de la oración de Cristo por su Iglesia, Brent
trabajó de manera incansable y multiplicó a diario sus esfuerzos unionistas, sintió al
vivo, y en verdad, el tirón de la unidad[129].
El desorden en la Iglesia es, a su juicio, más terrible que las peleas en la familia y que
la guerra civil en el Estado. Si la guerra es un mal en la vida nacional, mil veces peor lo
es en la de la Iglesia. Desaparecida de nuestro alcance la unidad, ello es falta común del
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cristianismo. Recuperarla, pues, ha de ser la acción concertada, provechosa más que otra
ninguna, de la cristiandad bien avenida. Cada sección ha cooperado en demoler o atacar
la unidad. Cada sección, en consecuencia, debe participar también en el esfuerzo por su
restauración.
Es ridículo pensar en una predicación de la Iglesia metida en guerra de guerrillas
cuando lo que necesitamos es un mundo en paz. Y no hay una lección que las Iglesias
estén aprendiendo, y sea ella mucho más importante, que la de la impotencia de nuestro
cristianismo dividido. Es, además, absurdo aspirar a una humanidad unida, incluso a una
civilización cristiana unida, y a la vez contentarse con la Iglesia dividida. Una Iglesia
confundidora, o sea, dividida, será un poderoso factor en el mantenimiento y
prosecución de un mundo confuso[130]. Charles Henry Brent fue convencido paladín del
movimiento ecuménico moderno. Su mayor logro no fue sino vivir la unidad de la
Iglesia. Por eso inspiró y fundó el movimiento FC y presidió la primera Conferencia
mundial en Lausana, Suiza, en 1927[131], grandes méritos ambos en su haber.
Para hacerse una idea de la copiosa cosecha de FC, con cuya fundación y primeros
pasos tanto tuvo que ver –según acabo de decir– nuestro eclesiástico personaje Brent,
podría valer la consulta, a título meramente informativo, de las Relaciones 1999-2005,
relaciones bilaterales entre el CEI y el PCPUC, que se recogen en el Grupo Mixto de
Trabajo de la ICR y el CMI[132]. Bien estará recordar que la Iglesia católica, aunque no es
oficialmente miembro del CMI, está, no obstante, representada en la Comisión FC con
doce miembros de pleno derecho, provenientes de diferentes regiones del mundo. Ese
importante dato puede que baste, incluso que sobre, para probar por qué a estas alturas
Brent debe figurar con paladina aceptación en el austero retablo de los Apóstoles de la
unidad elencados en este libro.
4. La unidad es la base de todo el pensamiento cristiano.
Notoria cosa es que FC surgió a comienzos del siglo XX como uno de tantos otros
movimientos entonces propuestos para promover el restablecimiento de la unidad entre
las comunidades cristianas divididas. La intervención de nuestro bienamado obispo
protestante episcopal y misionero en Filipinas, Charles Brent, en la Conferencia
misionera mundial de Edimburgo en 1910, suele considerarse como el principio de este
movimiento. Su propósito se centró en sacar a flote dicha cumbre para tomar conciencia
de las cuestiones de fe y constitución relativas a la unidad de los cristianos. Su propuesta
acabaría por cuajar un tiempo después, en la Conferencia de Lausana, celebrada del 2 al
21 de agosto de 1927. Este magno encuentro adoptó por unanimidad un informe titulado
La llamada a la unidad, y tomó el pulso a otras seis relaciones referidas principalmente a
la Iglesia, su mensaje, su naturaleza, sus sacramentos y su ministerio. En 1937 la
segunda Conferencia mundial de FC puso mayor énfasis en temas de la Reforma: v.gr.,
«La gracia de nuestro Señor Jesucristo» y «Fidelidad a Cristo». Decidió entonces unirse
al movimiento Vida y Acción, promotor de la acción cristiana común por la paz y la
justicia, formando así el CEI.
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Entre los éxitos más resonantes de FC destaca la clarificación gradual del objetivo del
movimiento ecuménico. Las declaraciones sobre la unidad orgánica de la Iglesia
(adoptadas por la asamblea general del CEI en Nueva Delhi en 1961) y sobre la misma
Iglesia en cuanto unión conciliar de Iglesias (adoptadas en la Asamblea General del CEI
en Nairobi en 1975) se han convertido con el paso de los años en puntos referenciales
para las discusiones ecuménicas sobre unidad. El más saludable fruto de FC no es otro
que el famoso documento de Lima de 1982: BEM. Provocó una respuesta oficial de casi
doscientas Iglesias y en él intervino también la Iglesia católica. FC es el ejemplo más
elocuente de diálogo internacional y multilateral. La V Conferencia mundial de FC
celebrada en Santiago de Compostela en 1993, resumió la tarea de sus últimos treinta
años bajo el tema Hacia la koinonía en la fe, en la vida y en el testimonio[133].
El ecumenismo se define como la tendencia o movimiento que intenta la restauración
de la unidad entre todas las Iglesias cristianas. Se trata, pues, de un movimiento
específico del mundo cristiano y nace en el momento preciso en que las Sociedades
misioneras, especialmente inglesas y francesas, fundan la Alianza Bíblica, al darse
cuenta de que malgastan energías compitiendo entre ellas al ir tras los ejércitos
colonizadores europeos.
Surgieron movimientos en muchas regiones. Según la idea que se hacían de la meta
por alcanzar, se preguntaban si era preciso invitar a la Iglesia católica, dado que esta
mantenía su propia idea de la unidad, muy diferente en tantos aspectos a la de las otras
Iglesias. A fin de cuentas, más que reintegrarse, a lo que aspiraban era a servir al pueblo
de Dios conjuntamente. La encíclica Mortalium animos de Pío XI acabó por confirmar
que, en efecto, era absurdo esperarse entonces cualquier cooperación entre Roma y el
movimiento ecuménico. Celebrada la Conferencia mundial de misiones en Edimburgo
(1910), sonó en 1914 la hora de fundar el movimiento FC, entre cuyas principales
figuras destacan Charles Brent y Robert Gardiner[134].
Cuando Brent llegó a Edimburgo en 1910, la unidad cristiana ya era un interés
dominante en su espíritu. «No puedo entender –así dijo él entonces– a la gente que se
muestra indiferente o desganada en la causa (ecuménica): esta es la base de toda la vida
y de todo el pensamiento cristiano»[135]. Sus experiencias misioneras habían determinado
que la unidad de la Iglesia cristiana tuviese el primer puesto en su pensamiento, porque
«nosotros, misioneros –son de nuevo sus palabras–, tenemos momentos de profunda
depresión cuando nos sacude la reflexión de que es más bien absurdo querer portar en la
Iglesia de Cristo las grandes naciones del Extremo Oriente, hasta tanto no consigamos
presentar un frente sin divisiones»[136]. Pero él no cejó en el empeño. De ahí que sus
esfuerzos sean hoy sus mejores cartas credenciales para ocupar un puesto relevante entre
los Apóstoles de la unidad agrupados en este libro.
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YVES CONGAR
(1904-1995)
Yves Marie-Joseph Congar nació en Sedán (Francia) el 13 de abril de 1904 y murió en
París el 22 de junio de 1995. Densa biografía teológica y apóstol insigne de la unidad,
fue discípulo del filósofo del personalismo, Jacques Maritain, y estudió en el Instituto
Católico de París (1921-24). Entre 1924-25 hace el servicio militar en Sant-Cyr y en
Birgelen (Alemania). Aquí le asalta la duda de si hacerse monje benedictino o fraile
dominico, pese a conocer ya la obra de santo Tomás de Aquino y la Vida de santo
Domingo, del padre Lacordaire. Toma en 1925, por fin, el hábito dominicano en el
noviciado de Amiens (1925-26) y cursa teología en el Estudio General de Le Saulchoir
(Kain-la-Tombe; Bélgica: 1926-30). Ordenado sacerdote en 1930, su tesis de lector en
teología un año más tarde versará sobre La unidad de la Iglesia.
Largo y doloroso cautiverio el suyo durante la II Guerra mundial en los campos de
concentración nazis de Mainz, Berlín, Colditz y Lübeck (1939-45). Su oposición al
nacionalsocialismo le acarreó especial dureza de trato, lo que no fue óbice para desplegar
en tan lóbregos lugares, peores que otro ninguno, cierta actividad intelectual mediante
conferencias ante sus camaradas. Entre la publicación de Cristianos desunidos en 1937,
año en que comienza a dirigir la colección Unam Sanctam, y Verdadera y falsa Reforma
en la Iglesia (1950), se convierte para Francia, junto con M. D. Chenu, J. Daniélou y H.
de Lubac, «en la encarnación […] de una nueva teología» (nouvelle théologie) que busca
«volver a las fuentes del pensamiento contemporáneo».
No menos duro fue el acoso de tipo, digamos, doctrinal a que se vio sometido en su
dilatada y fecunda carrera teológica. Solía recordarlo al término de su vida. En este
párrafo, por ejemplo: «Desde los primeros días de 1947 hasta fines de 1956 fui objeto o
sujeto de una serie ininterrumpida de denuncias, avisos, medidas restrictivas o
discriminatorias, de intervenciones cargadas de desconfianza»[137]. Y todo, que ya es
deplorable, por malentendidos sobre sus libros en general, en especial Cristianos
desunidos (1937), Verdadera y falsa reforma en la Iglesia (1950), y Jalones para una
teología del laicado (1953). En adelante, deberá someter a Roma cuanto publique. Y en
lo relativo a relaciones pancristianas, el Santo Oficio se opondrá en redondo a que asista
en Ámsterdam a la fundación del CEI (1948), acto para el que había sido invitado
expresamente. Peor aún: a partir de 1954, él y otros colegas son destituidos de sus
cátedras y deben salir de Le Saulchoir.
Pasada la guerra, y después de haber sufrido no uno sino tres exilios (Jerusalén56
Roma-Cambridge), san Juan XXIII requiere sus servicios para consultor de la Comisión
preparatoria del Vaticano II (1959-62), miembro de la Comisión teológica, y experto de
monseñor Garrone durante las tres últimas sesiones conciliares (1963-65). Fruto de su
magnífica labor allí, serán los dos volúmenes póstumos de su Diario del concilio, los
cuales libros, unidos a Diario de un teólogo, forman actualmente una trilogía
imprescindible para quien pretenda conocer los avances teológico-patrísticos del siglo
XX.
Nombrado maestro en teología por la Orden de Predicadores (1964), miembro de la
Comisión católica para el Diálogo con la FLM (1965), y de la Comisión Teológica
Internacional (1969-74-79), a partir de 1984 pasa el resto de su vida, aquejado de una
enfermedad neuronal, físicamente impedido –con parálisis progresiva, si bien muy
lúcido de cabeza–, en el Hospital de los Inválidos de París. El 26 de noviembre de 1994
es creado cardenal de la Iglesia en reconocimiento a su teología y a su aportación en el
Vaticano II. C’est trop tard, trop tard, dicen que exclamó al conocer la noticia[138]. Él
mismo quiso puntualizar que, según su fuente [P. Tucci, también cardenal andando el
tiempo], ya Pablo VI había barajado el nombramiento, «pero su propuesta suscitó
[entonces] tales discusiones que se le aconsejó sobreseerla»[139]. Le acercó la birreta hasta
el hospital parisino su gran amigo y colega en lides ecuménicas cardenal Johannes
Willebrands. Pleno de sabiduría y prestigio en todo el mundo, como envuelto por el aura
mística del misterio y rodeado de una enorme dignidad, fallece el 22 de junio de 1995.
No faltan quienes han querido ver en su caso un reflejo del hoy beato cardenal John
Henry Newman[140].
1. Pionero del ecumenismo.
Precoz vocación ecuménica la suya. Se le afianza y consolida al ordenarse de
sacerdote en 1930. «Nació –son sus palabras– prácticamente en 1928 o 1929. En esta
época, me apareció con toda claridad el hecho de que tal vocación se había preparado
desde mi niñez. Tuve muy pronto amigos protestantes y judíos, hijos de amigos de mis
padres…»[141]. Era su ecumenismo de entonces, por otra parte, un poco el fruto, si se
quiere, de la controversia, bien que amistosa ella, irénica sobre todo. Durante los
preparativos para la ordenación sacerdotal, dicha llamada, como digo, tomó de veras
cuerpo. Eligió al efecto una serie de lecturas que facilitaron el proceso: «El evangelio de
san Juan que había estudiado con el P. Lagrange, el comentario de santo Tomás. Fue
meditando particularmente el capítulo 17 de san Juan cuando me fue claramente revelada
mi vocación ecuménica»[142].
Contribuyó lo suyo también el cercano trato a diferentes profesores: W. Monod, A.
Lecerf, L. Bouyer, J. de Saussure, N. Bardiev, S. Bulgákov, K. Barth, entre otros.
Asimismo a personalidades que desde la Iglesia católica iniciarían antes o después un
caminar ecuménico algo silencioso tal vez y sin respaldo jerárquico, pero firme, como A.
Gratieux, L. Beauduin, C. Lialine, P. Couturier, etc. Tampoco son de omitir, en fin, sus
visitas a lugares luteranos en Alemania, su predicación en semanas de la unidad, sus
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frecuentes misas votivas por la unidad cristiana y, ante todo, aquel deseo suyo de ofrecer
un servicio doctrinal a dicha causa en forma de verdadera teología ecuménica.
Respondiendo a Giancarlo Zizola en la que será una de sus últimas entrevistas, aclaró
de su primera publicación cuanto sigue:
«He de precisar que mi primer libro sobre ecumenismo, publicado en 1937 con el título Cristianos desunidos,
no fue a parar al Índice. Solo en OR se publicó una crítica del P. Cordovani, dominico como yo. Pero de
prohibiciones, nada. Este libro lo escribí en 1930. El texto de Jn 17,21 que todos sean uno, me hizo sentir la
necesidad de trabajar más por la unidad de los cristianos. Mis superiores, lejos de objetarme nada, me
permitieron continuar los cursos en la Facultad protestante de París»[143].
Las siete páginas manuscritas de su retiro en Downside, re-copiadas en Diario de un
teólogo, recogen al respecto un testimonio muy útil para entender lo de su vocación
ecuménica. Afirma él al respecto que esta quedó sacudida por su actitud antinazi, su
cansancio ante las mismas cosas que había que decir una y otra vez y, sobre todo, «el
obstáculo sistemático y total –precisa– con el que me encontré, después de la Guerra, por
parte de Roma y de todo lo que afecta a sus pretensiones en materia ecuménica. Llegué a
la idea de que la mejor manera de servir al ecumenismo era, para mí, no hablar de él, no
hacer nada». Ya es triste verse sometido a semejante acoso.
Y un poco más adelante, insiste: «Pero el inmenso problema de la desunión y de la
llamada a la unidad sigue en pie. Lo que yo he dicho a este respecto es lo que creo. Creo
que el gran movimiento actual responde a una voluntad de Dios y a una moción de su
Espíritu Santo. Es algo inmenso. Una causa inmensa. […] Tendría que rezar mucho más
de lo que lo he hecho desde veinte años atrás por las inmensas necesidades de la causa
ecuménica. Misa; breviario; oraciones ocasionales. Llevar estos pesos en mi alma y en
mi cuerpo. Entrar en esta parte de la redención»[144]. Autor material de tantos números en
el decreto UR, a fe que lo consiguió cumplidamente.
Relativo al mismo asunto, he aquí el largo texto con que abre Diario de un teólogo:
«Mi vocación eclesiológica y ecuménica surgió en 1929 y 1930, durante el año de mi
preparación al sacerdocio. En la medida en que lo puedo precisar ahora, a partir de 1929.
Leyendo el evangelio de san Juan en la perspectiva de mi preparación al sacerdocio,
concebí un gran amor por la unidad de la Iglesia y de los cristianos. Al meditar el
capítulo 17 de san Juan, recibí o concebí esta vocación de consagrarme a la unidad y a la
reunificación. Desde el invierno 1929-30, tal vez incluso antes, mi espiritualidad estaba
ya orientada en este sentido; había surgido en mí una gran devoción a los capítulos de la
oración sacerdotal»[145]. No hace falta, en fin, insistir con más citas para comprender la
firmeza de sus convicciones ecuménicas en la viña del Señor, de cuya realidad dan
cumplida cuenta su vida y sus escritos de ecumenista insigne y de eclesiólogo genial.
2. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia.
Publicado en 1950, este libro desencadenó la tormenta y acarreó al autor críticas muy
severas. Habían pasado pocos meses desde la encíclica Humani generis de Pío XII, «una
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especie de Syllabus moderno». La Iglesia francesa se hallaba en el ojo del huracán a
causa de los sacerdotes obreros, de los cuales Congar –con Chenu– era consejero, y,
sobre todo, por el reformismo que alentaba en aquella Iglesia piloto a la que este libro
del ilustre dominico prestaba su voz. Era entonces nuncio en Francia monseñor Roncalli,
futuro Juan XXIII.
A la vuelta de tantos años, anciano él en París, su memoria seguía intacta:
«Me prohibieron reeditar ese libro y traducirlo a otras lenguas. Esto ocasionó algunas dificultades al editor que
había firmado ya algunos contratos. A partir de 1952, se me sometió a una censura previa y las medidas se
hicieron drásticas en 1954. El grupo de teólogos de la escuela dominicana de Le Saulchoir fue dispersado. El
P. Chenu fue a parar a Rouen, yo a Israel –Jerusalén– y después a Gran Bretaña – Cambridge–. Fíjese: cada
sufrimiento tiene su lado positivo: en Jerusalén, la explanada del templo me sugirió el libro El misterio del
templo, en el que evocaba el misterio de la presencia de Dios desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Para este
libro, se nombró a siete censores y se me acusó de negar la importancia de la jerarquía. He aquí por qué la obra
no se publicó sino cuatro años más tarde, en 1958»[146].
A la pregunta sobre cómo veía él aquellos sufrimientos desde la airosa cumbre de su
magisterio teológico al término de sus días, el director de Unam Sanctam y autor de una
de las mejores eclesiologías modernas de san Agustín no pudo por menos de enfatizar
que la Iglesia es santa, no en sí misma, pues su santidad no es una cualidad propia de
cada uno de sus miembros, sino que deriva de ser, en medio del pecado, ámbito de la
presencia de Dios que se acerca a la miseria humana presente en la comunidad eclesial.
En la Iglesia se participa de la vida divina de modo gratuito (gracia) y no por mérito por
parte de la jerarquía o de los fieles que gozan de ella. En lo que a catolicidad concierne,
ha de consistir esta en la capacidad de la Iglesia de asimilar y desarrollar los valores
auténticamente humanos y la diversidad cultural de la humanidad. Busca hacer hincapié
en el papel de los laicos. Estos, a juicio del autor de Jalones para una teología del
laicado, tienen una vocación de compromiso con las causas justas de la humanidad. La
salvación cristiana asume y engloba la liberación social, política, económica, cultural y
personal, dándole profundidad y plenitud en la trascendencia. El compromiso se asume y
acomete desde la vivencia de la fe que conduce a un imperativo nítidamente cristiano,
orientador y radical, pero este rumbo permite que las opciones del creyente sean
opinables y falibles y, consiguientemente, que haya de respetarse el pluralismo.
Le preocupa el papel de la jerarquía en la Iglesia y no escatima críticas sinceras, y
severas. Entiende que los obispos están por completo encorvados, serviles a Roma.
Defiende, frente a ello, un concepto radical y profundo de obediencia que nada tiene que
ver con el consabido e insincero simplismo autoridad-súbdito. Aunque nunca llegó a
escribir el tratado de eclesiología total soñado de joven, fue Congar siempre, en realidad,
un eclesiólogo de la mejor escuela, capaz de revalorizar carismas y ministerios, de
apostar por el papel del magisterio en cuanto servicio (san Agustín), y no como poder,
amén de la colegialidad episcopal. Y todo ello antes incluso de que llegara el Vaticano
II.
Sobre las reacciones a raíz de la muerte de esta primerísima figura teológica del siglo
XX ha corrido mucha tinta. Qué hubiera dicho de sí mismo, ni se sabe. Quizás algo
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similar a cuanto comentó sobre el final de su gran amigo el P. Chenu, otra figura
relevante de la teología del siglo XX metida en la negra lista del Santo Oficio. «Cuando
supe que el opúsculo del P. Chenu, Le Saulchoir, una escuela de teología, había sido
incluido en el Índice, yo me encontraba prisionero en Alemania. La cosa me pareció
estúpida. Cuando el P. Chenu murió (11-2-1990), se celebraron unos funerales en NôtreDame de París a los que asistieron el cardenal, numerosos obispos y centenares de
sacerdotes. El Papa [Juan Pablo II] envió un telegrama de quince o veinte líneas.
¡Increíble!»[147]. Palabras, como se ve, de premonitoria carga autobiográfica[148]. Porque a
la muerte del cardenal Congar tampoco faltaron homenajes y ponderaciones en las más
altas instancias de la Iglesia. Pasa siempre.
3. Uno de los artífices intelectuales del Vaticano II.
Por imprevisto y extraño que parezca, Juan XXIII le encomendó trabajar en los
documentos más importantes del Vaticano II, junto a otros teólogos entonces
considerados avanzados, como Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) o Henri de Lubac, o
en avanzadilla siempre, como Karl Rahner, Edward Schillebeeckx y Hans Küng.
Hombre, sin duda, del Vaticano II, sus palabras no admiten vuelta de hoja: «en primer
lugar, he participado en los trabajos de la Comisión teológica, cuya labor fue sumamente
seria. A ella se deben las dos importantísimas Constituciones, la LG, sobre la Iglesia, y
la DV, sobre la divina revelación y la tradición. Después, he trabajado en la comisión del
clero para la redacción de PO, sobre los sacerdotes. Luego he trabajado en la secretaría
para la libertad religiosa y para el decreto sobre el ecumenismo; también mucho sobre el
tema de las misiones para la redacción del decreto AG y en torno al esquema trece, que
terminó siendo la famosa Constitución pastoral GS, sobre la Iglesia en el mundo actual.
En resumen, he trabajado en muchas cosas y creo que durante las cuatro sesiones del
Concilio no he tenido más de diez a doce horas de vacaciones durante todos los períodos
puestos conjuntamente»[149].
Es significativa la respuesta a Giancarlo Zizola cuando este le pregunta qué recuerda
de cuando Juan XXIII lo nombró experto del Concilio. «De entrada –dice–, dudé de si
aceptar o no. Me preguntaba si no me convertiría un poco en rehén de la Curia. Después
me dije que, bien mirado, no arriesgaba nada y que en el caso de que la situación se
hiciese inaguantable, siempre podía dimitir. En realidad, la cosa fue muy bien. Participé
en cinco comisiones, incluida la doctrinal, la más importante, en la que colaboré con
Ratzinger, con el que era muy agradable trabajar». En cuanto a si cree que el teólogo del
Concilio Josef Ratzinger era distinto del cardenal Ratzinger, prefecto del ex-Santo Oficio
y teórico de la restauración, tampoco le va a la zaga: «Muy distinto. Y es normal:
llamado a otras responsabilidades adopta otras posiciones». De Pablo VI aclara: «Nos
teníamos un profundo afecto. Tres veces me recibió en audiencia privada en su
despacho. Creo que en su vida alentaba una santidad auténtica». Y sobre Juan Pablo II
matiza:
«En su discurso inaugural afirmó que su política era el Concilio. Después tal vez ha tenido una posición más
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autoritaria, pues lo es todo en la Iglesia. Creo que hay que dejar constancia de una marcha atrás por el hecho de
que el movimiento conciliar ha sido sustituido por la centralización. Esto puede ser muy grave. Juan Pablo II
habla a menudo de la próxima unión con los ortodoxos. Pero esta resulta del todo imposible si el Pontífice
romano no respeta completamente las Iglesias particulares, las instituciones patriarcales, con todos sus
derechos. El poder del Papa se sitúa en la comunión de la Iglesia. Esto hay que entenderlo bien»[150].
La víspera de la clausura del Vaticano II Congar se hubiera quedado en casa de no
haber tenido lugar esa mañana la ceremonia de abolición de las excomuniones entre
Roma y Constantinopla. Tan fuerte impulso no se podía desaprovechar. ¡Y acudió! Sus
comentarios en Diario del concilio son sabrosísimos. Gran prudencia la suya, por cierto,
ordenando publicarlos después del 2000, por lo que dice y por cómo lo dice: «Viendo las
cosas objetivamente, yo hice mucho por preparar el concilio, elaborar, razonar las ideas
que el concilio ha consagrado. En el mismo concilio, yo trabajé mucho. Casi podría
decir. Plus ómnibus laboravi [he trabajado más que todos ellos] (1Cor 15,10), pero no
sería sin duda verdad: piénsese en Philips, por ejemplo. Al principio, fui demasiado
tímido. Salía de un largo período de sospecha y de dificultades». Suyos son: de la LG, la
primera redacción de los números del c.1: 9, 13, 16, 17; y del 2, algunos pasajes
particulares. Del De Revelatione: en el c. 2, el n. 21. En UR, proemium y conclusión. En
la Declaración sobre las religiones no cristianas, ídem. Del Esquema trece, c.1, IV. De
las Misiones, c.1, con préstamos de Ratzinger para el n. 8. De la libertad religiosa,
cooperó en todo, y muy particularmente en la parte teológica, y en el proemium, «que es
de mi mano». De Presbyteris, es redacción a tres bandas Lécuyer-Onclin-Congar:
números 2-3 del proemium, primera redacción de 4-6, así como revisión de 7-9, 12-14, y
aliños en la conclusión. El final de esta página es típico del ilustre dominico: Servi
inutiles sumus [somos siervos inútiles] (Lc 17,10)[151]. Reparos aparte, hay que reconocer
que su nombre brilla con especial refulgencia en lo que se refiere a la eclesiología
conciliar y posconciliar del siglo XX.
4. De tres exilios a cardenal de la santa Iglesia.
En febrero de 1954, Congar es apartado de la enseñanza y enviado a Jerusalén, exilio
al que seguirá el de Roma, adonde se le convoca urgentemente a las pocas semanas de su
regreso de la Ciudad Santa. Todavía tendrá que pasar, en 1956, una estancia de casi un
año en Cambridge, que no es propiamente convento, sino simple casa con efectivos más
reducidos. Durante diez años, en resumen, vive lejos de la enseñanza, sancionado,
marginado de toda actividad pública y víctima de tres exilios, él, cuya obra teológica,
que se cuenta entre las más señaladas del siglo XX, estará dedicada a la eclesiología y el
ecumenismo.
En Le Saulchoir recibe influencias del reformador alemán Lutero, siente predilección
por Karl Barth, cree haber recibido mucho de las obras anglicanas de exégesis o de
historia. También la Ortodoxia influye en su pensamiento teológico y en su ecumenismo.
Impresiona su comentario al provincial que le comunica el traslado a Cambridge:
«Le vuelvo a decir lo que ya le había dicho: que un hombre, ay, puede ser destruido, y que están a punto de
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destruirme así; porque, digo, un hombre no se reduce a la superficie de su piel; está hecho de sus actividades,
de sus afectos, relaciones, compromisos, y también de su reputación. Todo esto, sin embargo, se está triturando
en mí por tercera vez y, además, sin que pueda adivinarse el fin. Porque el único fin posible es la muerte»[152].
Con las matizaciones que se quiera, frases de este cariz dan fe, en todo caso, de
cuánto tuvo que sufrir por la Iglesia, madre amantísima, un religioso que había
consagrado existencia y estudio teológico precisamente a ella, a la Iglesia. La carta a su
madre desde Cambridge (10 de septiembre de 1956) en el 80º aniversario de esta,
contándole cuitas y problemas, sobrecoge por su carga dolorosa y por su fuerza
emocional. Perseguido, acosado, incomprendido, al teólogo dominico no le queda más
alternativa que refugiarse en el cálido regazo de su madre terrenal, quizás para mejor
entender el de la Madre del cielo. Le dice en confidencia:
«Tú eres con mucho la que has comprendido mejor lo que podía representar para mí mi exilio actual. Yo no he
dicho casi nada, pero tú has adivinado mucho. Mucho más que un buen número de mis hermanos y amigos,
menos habitados por el sufrimiento y por el amor. Muchas veces, tus cartas han respondido, con una precisión
sorprendente, a la profundidad y casi a los matices exactos de mi dolor. También esto me ha sostenido: haber
sido adivinado, comprendido y amado de esta manera. Muchos otros, muchos, han pasado a mi lado,
comenzando por mis superiores, Provincial y General, de los que he recibido signos exteriores de bondad, pero
nada más; y, en cualquier caso, nunca justicia»[153].
Poco antes, sobre la decisión de Roma en su exilio, le ha dicho:
«Me han destruido prácticamente. En la medida de su capacidad, me han destruido. Se me ha desprovisto de
todo aquello en lo que he creído y a lo que me he entregado: ecumenismo, enseñanza, conferencias, actividad
con los sacerdotes […]. No han tocado mi cuerpo; en principio, no han tocado mi alma; nada se me ha pedido.
Pero la persona de un hombre no se limita a su piel y a su alma. Sobre todo, cuando este hombre es un apóstol
doctrinal, él es su actividad, es su amigo, sus relaciones, es su irradiación normal»[154].
El reconocimiento de los errores y el arrepentimiento son, según Tertio millennio
adveniente, las condiciones de la reforma de la Iglesia. Al nombrar cardenal a Yves
Congar, esta reconoció el error que con él se había cometido en los años cincuenta. Su
caso, por lo demás, prueba también esta vez que nada grande se hace en la vida sin dolor.
Tampoco habrá ecumenismo de mucho recorrido si no median primero terribles y
conturbadoras pruebas como las que Congar refiere en tantas páginas de sus Diarios.
En el fondo, todo apóstol de la unidad, antes o después, acaba experimentando en
carne propia la cercanía entre el ut unum sint del Cenáculo y el por qué me has
abandonado del Gólgota. Había pasado con Newman y volvió a suceder con él. Alejada
y alojada ya la tormenta en la historia, Congar es hoy, sin duda, estrella de primera
magnitud en la teología del siglo XX, pieza clave en la eclesiología del Vaticano II y
personalidad la más eminente de la Iglesia católica en el ecumenismo internacional.
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PAUL COUTURIER
(1881-1953)
Pablo Francisco Mario «Ireneo» Couturier nació en Lyon el 29 de julio de 1881 y allí
mismo falleció el 24 de marzo de 1953. Biografía, pues, de 72 años la de este profeta de
la unidad y genial inspirador del ecumenismo espiritual[155], cuya infancia discurre en el
barrio de la Guillotière, hace su primera comunión en la iglesia Saint-Nizier, junio de
1893, y estudia con los lazaristas. Familia la suya, por otra parte, cristiana y burguesa, de
orígenes hebreos. Creció entre la población musulmana de Argelia. De vuelta en Francia,
abrazó a los 19 años la Sociedad de los Sacerdotes de San Ireneo.
Con sólida formación científica en su haber, fue ordenado sacerdote el 9 de junio de
1906. Entre ese año y el siguiente los superiores disponen que prepare una licencia de
ciencias físicas en las Facultades católicas de Lyon, y corriendo octubre de 1907 accede
a profesor de ciencias en la Institución des Chartreux, Cruz Roja, donde va a ejercer
hasta 1946. En 1923 se le pide que vaya en ayuda de los refugiados políticos huidos de
Rusia después de la Revolución de 1917, cuyo cercano trato le va a permitir el
descubrimiento del cristianismo ortodoxo. Así es como, conocidas su vida y su fe, no
tardó en convencerse de la profunda unidad que ya existía con los cristianos de Oriente.
A mediados de julio de 1932 hace un retiro espiritual en los benedictinos de Amaysur-Meuse (Bélgica), providencial circunstancia, sin duda, pues de allí, una vez tocado
por los escritos del cardenal Mercier y de dom Lambert Beauduin, sale con la inquietud
de prodigarse en la unidad de los cristianos. A su vuelta, convoca el primer encuentro
unionista en Lyon –enero de 1933–, antecedente de la «Semana de oración por la unidad
cristiana», convencido de que el corazón del ecumenismo es la misma oración ut unum
sint de Jesús. El 14 de octubre de 1934 se encuentra con el metropolita ruso Eulogio y
dos años después organiza el primer encuentro espiritual interconfesional en Erlenbach,
Suiza alemana, entre pastores protestantes y sacerdotes católicos: nace así el «Grupo des
Dombes», para promover un mejor conocimiento entre católicos y protestantes
franceses, que luego va a concitar cada año a cuarenta teólogos/as católicos y
protestantes con el fin de dialogar sobre temas de reflexión comunes a las dos Iglesias.
Entre 1937-38 visita Inglaterra, lo que le permite saludar a responsables de la Iglesia
anglicana. En noviembre-diciembre del 37 escribe varios artículos sobre «La Oración
universal de los Cristianos por la Unidad Cristiana» (L’universelle Prière des Chrétiens
pour l’Unité Chrétienne) en Revue Apologétique. Conoce en el 39 al pastor Visser’t
Hooft, futuro secretario general del CEI en Ginebra y por el otoño del 40, en Lyon, al
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pastor Roger Schutz, dispuesto a fundar Taizé, una comunidad monástica dentro del
protestantismo. Sale en 1942 el primer número de Pages Documentaires, antecedente de
la revista Unité chrétienne, donde evocará la idea del Monasterio invisible.
El 12 de abril de 1942 es arrestado por la Gestapo, debido sin duda a sus amistades
con los anglicanos, y vive prisionero en el fuerte Montluc hasta el 12 de junio de 1944.
Tres años después colabora en la revista Catholicité con el artículo «Cristianos ante el
Ecumenismo» (Chrétiens devant l’Œcuménisme), y en el 50 (también colaborando)
escribe «Unidad Cristiana y Tolerancia Religiosa» (Unité Chrétienne et Tolérance
Religieuse) y «Diálogo sobre la Virgen» (Dialogue sur la Vierge). El patriarca ortodoxo
melquita de Antioquía, Máximos IV Saigh, a la vista de su entrega en la promoción de la
unidad de los cristianos, le extiende el 11 de abril de 1952 el nombramiento de
archimandrita (título honorífico de ciertos eclesiásticos, mayormente superiores de
monasterio). En la noche del 23 al 24 de marzo de 1953, en fin, y en su domicilio lionés
(5, rue du Plat), una nueva crisis cardíaca acaba con su vida[156]. Las condolencias
acatólicas llegadas al obispo de Lyon prueban el reconocimiento unánime por el
compromiso evangélico de un hombre que había sabido dar alma al ecumenismo. De un
tiempo a esta parte, es objeto de conmemoración el 24 de marzo, fecha de su muerte, en
el calendario de los santos de la Iglesia anglicana de Australia.
1. La Semana de oración por la unidad.
Es, sin duda, la figura de mayor relieve internacional en este recurrente punto del
ecumenismo, ya que lo celebramos cada año, bien a mediados de enero, bien por
Pentecostés. Fue en julio de 1932 cuando el antedicho retiro espiritual de Couturier con
los benedictinos de Amay, en Bélgica. Aquellas horas de apacible recogimiento son
propicias para descubrir el testamento espiritual del cardenal Mercier y los valiosos
trabajos de dom Beauduin, fundador de Chevetogne, precursores uno y otro del
ecumenismo católico.
Dichas lecturas avivan su interés por el ecumenismo y se van a sentir en su ánimo no
bien regrese a su ciudad natal. Así que, de vuelta en 1933, organiza en Lyon un triduo de
oración por la unidad cristiana. Triduo que un año más tarde se transforma en octavario
de oración del 18 al 25 de enero dentro del introducido en 1908 por el padre Paul
Wattson, fundador de una comunidad anglicana que luego acabaría entrando en la Iglesia
católica. La iniciativa recibió la bendición de san Pío X y fue promovida por el sucesor
Benedicto XV, que alentó su celebración en toda la Iglesia católica con el breve
Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.
Exclusivamente católico al principio, Couturier reconduce este octavario a partir de
1935 hacia la unidad de los bautizados cristianos, católicos, ortodoxos, anglicanos, y
sobre todo reformados. Lo hace en unión con miembros de diversas Iglesias. Desde 1939
será la conocida «Semana de oración por la unidad cristiana», para pedir «la unidad que
Dios quiera, por los medios que él quiera». En lo sucesivo, además, adquiere carácter
común a todas las confesiones cristianas y se propaga por el mundo entero.
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El dicho «la unidad que Dios quiera, por los medios que él quiera», tan cuestionado al
principio, acabó imponiéndose cual fórmula exacta, repetida como eslogan ecuménico
por antonomasia en boca de muchísimos cristianos. Así lo reconocía el 18 de enero de
2012 Benedicto XVI:
«El octavario de oración fue desarrollado y perfeccionado en los años treinta del siglo pasado por el padre Paul
Couturier de Lyon, que apoyó la oración “por la unidad de la Iglesia como quiere Cristo y conforme a los
instrumentos que Él quiere”. En sus últimos escritos, el padre Couturier ve tal Semana como un medio que
permite a la oración universal de Cristo “entrar y penetrar dentro del Cuerpo cristiano”; debe crecer hasta
convertirse en “un inmenso, unánime grito de todo el Pueblo de Dios”, que pide a Dios este gran don. Y
precisamente en la Semana de Oración por la unidad de los cristianos, el impulso del concilio Vaticano II a la
búsqueda de la plena comunión entre todos los discípulos de Cristo encuentra cada año una de sus más eficaces
expresiones. Esta cita espiritual, que une a cristianos de todas las tradiciones, acrecienta nuestra conciencia del
hecho que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser solo el resultado de nuestros esfuerzos, sino que más
bien será un don recibido de lo alto, que hay que pedir siempre»[157].
Desde 1968 preparan conjuntamente dicha semana un Comité de FC en nombre del
CEI junto a representantes del PCPUC. En su pertinente opúsculo La Semana de la
Unidad en España, don Julián García Hernando escribe de los «precursores que,
previendo los signos de los tiempos, fueron por delante de la historia indicando el rumbo
a seguir»[158]. Así es, en efecto, pero cumple hacer notar asimismo una larga lista de
personalidades eminentes, entre las que resplandece con luz propia nuestro inolvidable y
admirado Abbé Paul Couturier.
Es mérito suyo, además, haber convertido el octavario en «oración universal de los
cristianos», gracias a la fórmula que nadie podía rehusar: «La unidad que Dios quiera,
cuando quiera y con los medios que quiera». Él entendía que esa era la base de todo
ecumenismo. No ya solo porque dicha oración podía ser universal y común y unánime,
además de sincrónica, sino ante todo por ser la oración de Jesús mismo reactualizada en
nosotros sobre la tierra mientras él la prolonga en la eternidad. En su testamento
espiritual afirma: «La unidad cristiana visible será alcanzada cuando Cristo orante haya
encontrado bastantes almas cristianas en todas las confesiones para orar, él mismo,
libremente a su Padre por la unidad»[159]. Actualmente el octavario viene celebrado en
todo el mundo no ya únicamente con celebraciones litúrgicas de la Palabra, sino también
con ayuda de conferencias y publicaciones al efecto.
2. El ecumenismo espiritual.
Tocado en lo vivo por la oración de Jesús durante la última Cena, a Couturier no le
costó advertir que la unidad de los cristianos era, por tanto, una realidad celeste, en Dios
mismo, y que la superación de las divisiones de la Iglesia a través de la penitencia y la
caridad podría brindar al mundo entero una fe renovada. Porque los esfuerzos meramente
humanos, no bastan, claro. Es sobremanera preciso un ecumenismo espiritual, o sea,
rezar por la unidad de los cristianos de acuerdo a su voluntad, según su medio.
Comprendió asimismo nuestro lazarista lionés que el poder de la oración para superar
las divisiones residía en el corazón de todos los grupos de creyentes cristianos, los
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cuales, siendo así, podrían crecer en la santidad dentro de sus diferentes tradiciones:
bastaba con acercarse más a Cristo. A todos se les haría fácil conocer mejor la historia de
los demás, su espiritualidad, sus tradiciones de fe, su adoración, sus heridas y sus glorias.
Serían capaces sencillamente de crecer unos junto a otros.
Las bases para esto no podían ser sino la humildad, la reparación y no poco
sufrimiento. Imitándose mutuamente, conociendo su respectiva espiritualidad y
tradiciones, el camino a la santidad en una Iglesia podría ser adoptado y mejorar también
el camino de la santidad en los otros. Depuesta toda rivalidad hostil, la carrera que
aguardaba no era sino animarse mutuamente más allá de los pequeños mundos propios
hacia la nueva conciencia de Cristo y su Iglesia.
Son muchos los especialistas que, al analizar UR, detectan en el capítulo 2, titulado
La práctica del ecumenismo, indubitables vestigios, clara influencia, presencia en
definitiva, del ecumenismo espiritual del padre Couturier. Es en tal sentido elocuente
este jugoso párrafo del Decreto, repetido, por lo demás, en el nuevo Directorio de 1993:
«Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y
privadas por la unidad de los cristianos, han de considerarse como alma de todo el
movimiento ecuménico y con toda verdad pueden llamarse ecumenismo espiritual»[160].
Dimensión espiritual, por cierto, que de unos años a esta parte viene ganando presencia
en el ecumenismo de renombrados teólogos de la unidad.
Una magnífica expresión de este ecumenismo espiritual resulta no pocas veces la
Semana de la Unidad, con la que, según antes dije, tanto tuvo que ver Couturier. La
pluma y la voz del cardenal Kasper se enseñan especialmente significativas: por
ejemplo, en la conferencia pronunciada en el Palacio de la Música de Barcelona, el 27 de
febrero de 2007, cuando así dijo: «Ya desde los inicios, el movimiento ecuménico se ha
nutrido en gran parte por un movimiento espiritual, que ha encontrado su expresión
sobre todo en la Semana de Oración por la unidad de los cristianos, puesta en marcha en
1933 por el Abbé Paul Couturier, y que para nosotros es siempre el centro ecuménico del
año litúrgico»[161]. En realidad, no podría ser de otra manera.
El posconcilio después ha venido a reconocer que Couturier acertó: los cristianos
pueden rezar juntos el Padrenuestro. Los católicos han adoptado himnos protestantes,
anglicanos y corales. Anglicanos y católicos romanos han asumido el alcance de los
iconos en la Ortodoxia. Y esta se ha convertido en miembro cada vez más influyente del
CEI. Todos ahora compartimos un renovado amor hacia las Escrituras. Son los frutos de
la emulación espiritual. El ecumenismo espiritual aquí contemplado, por tanto, no es
utopía. Es una realidad. Si debemos a Congar las bases de un ecumenismo teológico,
cabe decir lo propio de Couturier y su ecumenismo espiritual: con él podemos dilatar
más aún la ciencia teológica mediante la oración ferviente[162].
Justo es añadir, además, las sabias directrices impartidas en este campo por el
PCPUC, cuya asamblea plenaria en el año 2003 tuvo de tema el «Ecumenismo
espiritual», que es, según sabiamente matiza otra vez el cardenal Walter Kasper, «la
palanca para todo esfuerzo que tiende a reunir y juntar de nuevo a los cristianos
divididos». Fruto de aquella importante asamblea fue, por cierto, un Vademécum
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«dirigido a animar a los que detentan una especial responsabilidad en la promoción de la
unidad de los cristianos; a profundizar en las raíces espirituales del ecumenismo; y a
ofrecer sugerencias con este fin»[163]. El ecumenismo se fragua al fin y al cabo en el
corazón.
3. El Grupo de Dombes.
Arriba recuerdo cómo todo empezó en 1936, cuando Couturier organizó en Erlenbach
(Suiza) el primer encuentro espiritual interconfesional denominado «Groupe des
Dombes»: va a reunir cada año una cuarentena de teólogos, católicos y protestantes, para
un diálogo teológico ecuménico. Sus viajes del 37 y 38 a Inglaterra le permitieron
descubrir el anglicanismo. La suya había de ser luego una vida de calurosa amistad con
los pastores Bremond y Boegner, con el P. Congar y con Máximos IV, determinantes
para un Vaticano II cuya reflexión y trabajos ecuménicos él anticipó. Desde 1941 visitó
a Roger Schutz en Taizé. Remató también en 1944 Oración y unidad cristiana, su
testamento espiritual en definitiva. Y todavía un año antes de morir, repito, recibe del
Patriarcado de Antioquía el título de archimandrita en reconocimiento a su compromiso
por la unidad.
Las condolencias llegadas a Lyon por su muerte permitieron ponderar el deber
evangélico de un hombre que había sabido durante su colmada existencia dar alma y luz
al ecumenismo. «Es inútil –solía repetir él– pensar que se realice primero la unidad de
los espíritus en la verdad y después la unión de los corazones en la caridad. La verdad no
es acogida sino por el alma dispuesta a recibirla». Ahora bien, «practicada y vivida en el
seno del Grupo, la oración va estructurando poco a poco esa fraternidad de hombres
continuadores de la unidad con la oración y los intercambios de puntos de vista»[164].
«La clave de Couturier con Dombes radica en la invocación al Espíritu Santo en pro
de la unidad. Todos sus esfuerzos tenderán a una plegaria común de los cristianos
separados sobre la unidad que solo Dios concederá y restaurará»[165]. Nace Dombes,
siendo así, de un voluntarioso y tesonero Paul Couturier, «convencido de que el diálogo
ecuménico podía permitir el redescubrimiento de convergencias entre protestantes y
católicos»[166]. Y el Grupo siguió creciendo con aquel espíritu del ya fallecido sacerdote
lionés. Era preciso mantener vivo ese fuego sagrado por él encendido. De ahí que
durante su jubileo en 1987, el Grupo dijera que se debía «precisar bien cómo sus
miembros habían servido a un método, el Dombes, ligado al ecumenismo espiritual de
Couturier… En efecto, su método de funcionamiento e insistencia sobre la oración,
añadidos al clima de amistad, despertaron la fraternidad soñada por el P. Couturier»[167].
Dombes acumula un montón de primorosos documentos ecuménicos que ahí están, para
que los expertos disfruten y la gente los utilice al promover la santa causa de la unidad.
Huelga traerlos aquí por ser materia de especialistas y de obras destinadas a la
investigación profesoral y doctoral. Pero es indudable que, bien mirado, algo y aún
mucho de tan abundante doctrina, se debe al quehacer ecuménico de nuestro bondadoso
Couturier.
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Es este Grupo referencia internacional en el diálogo ecuménico y sus trabajos
inspiraron el concilio Vaticano II y el CEI. En realidad, sus principios, muy modestos,
provienen de un encuentro entre el sacerdote lionés Laurent Remillieux, estimulado por
su obispo, y el pastor bernés Baümlin, iniciativa que reúne otra de Couturier, también
lionés y promotor del ecumenismo espiritual. El Grupo se extendió a continuación,
después de la II Guerra mundial. Contemplaba una «continuación del diálogo entre
católicos y protestantes: no de manera oficial e institucional, sino con la libertad
responsable de poner en práctica un trabajo ecuménico original». A partir de los años 70,
el Grupo comenzó a publicar mayormente bajo la influencia de Max Thurian, hermano
de la Comunidad de Taizé, obras que sintetizan sus puntos de vista y sus
recomendaciones en materia ecuménica sobre diferentes asuntos objeto de debate
católico-protestante.
A partir de 1948 el Grupo había resuelto ya reunirse cada año a principios de
septiembre en un clima fraterno de oración y trabajo conjuntos. Integrado por sacerdotes
y pastores, luteranos y reformados, franceses o suizos y, desde el 98, por algunas
mujeres, durante mucho tiempo se reunió en la Abadía cisterciense Notre Dame des
Dombes, de ahí el nombre del Grupo. Desde 1998 lo hace en la Abadía benedictina de
Pradines-Loira. En un proyecto-objetivo de diálogo ecuménico en teología, el Grupo ha
retomado, colocando su articulación en el centro de la fe, los grandes argumentos en
proceso de clarificación o de consenso entre las diversas confesiones cristianas.
4. El Monasterio invisible.
El 16 de julio de 1932 Couturier descubre en Amay-sur-Meuse, luego Chevetogne,
«lo que yo –dice– venía soñando: una clara e inquebrantable adhesión a la causa de la
unidad»[168], el lugar insustituible de la oración de los monjes y de las monjas en la tarea
ecuménica. Nace así, poco a poco, la idea del Monasterio invisible, «constituido por el
conjunto de almas a las que el Espíritu ha hecho comprender con un conocimiento
íntimo el doloroso estado de las separaciones entre cristianos […]. Quienes lo integran
forman una red de puntos luminosos perfectamente independientes, como las luces de las
estrellas. También, como ellas, crean estos una atmósfera de beneficiosa claridad. No
pueden ignorarse por completo. No pueden menos de amarse»[169].
Couturier lanzó lo del Monasterio invisible en perspectiva de oración. Según Congar,
la expresión es un aspecto de la espiritualidad y acción ecuménicas del lazarista. Su
lealtad católica era total, pero en varios campos acarició también sensibilidad y
vocabulario protestantes. Términos como plegaria universal, la unidad que Dios quiera
con los medios que quiera, Monasterio invisible, en cuanto inatacables, tenían, sin turbar
a nadie por ello, resonancia protestante. La traducían muy bien. Y debió de influir lo
suyo en la acogida extraordinaria que tuvo entre protestantes y anglicanos.
«El corazón del ecumenismo no son los papeles y documentos. Estos también son importantes, sin lugar a
dudas; pero a veces no puede uno evitar la sensación de que en la Iglesia de hoy existe demasiado papel
impreso. En Pentecostés, el Espíritu Santo no apareció en forma de papel, sino en forma de lenguas de fuego;
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y, por fortuna, el fuego consume el papel inútil. Lo que ante todo importa es el ecumenismo espiritual. El
ecumenismo empezó, antes del Concilio, con círculos de amigos; y hoy puede recibir otra vez nuevos impulsos
sobre todo de círculos de amigos, comunidades y centros donde se comparta la vida»[170].
La caridad, vínculo de unidad, se ha enfriado. La unidad está rota. Y las rupturas
persisten porque en los corazones la caridad aún está fría. Es preciso que se reavive la
llama de caridad en el dolor, en la humildad, en el arrepentimiento, en la oración, en la
súplica, en el ardor y en la perseverancia de la oración. No hay más que un camino
donde brilla la luz de la reconciliación: el de nuestra oración en la oración de Cristo; el
de la oración de Cristo en nuestra pobre oración de pecadores.
Admirable sería la idea del Monasterio invisible: si cada jueves por la tarde,
conmemoración hebdomadaria del Jueves Santo, una multitud creciente de cristianos de
todas las confesiones formaran como un vasto Monasterio invisible donde todos fueran
absorbidos en la oración de Cristo por la unidad. Para conformarlo, ninguna inscripción,
ningún boletín, ninguna cotización, ninguna de las cosas a menudo pedidas: simplemente
esto: releer cada jueves por la tarde el capítulo 17 del evangelio de Juan contemplando a
Cristo rodeado de sus apóstoles: la cumbre donde el Calvario en todas sus dimensiones
toma su verdadero rostro, recibe toda su luz. Acaba la santa Cena, empieza la Pasión:
«Él los amará hasta el fin». Al término de su vida terrestre, en el umbral del Calvario, de
la tumba y de su Resurrección, el fondo de su alma revela el fondo de su obra. Su
oración engloba todo, resume todo: la unidad, «Tú en mí, yo en ellos, a fin de que sean
consumados en la unidad».
El Abbé Paul Couturier, concluyendo, inspira hoy la línea unionista de famosos
centros ecuménicos en el mundo entero. Por vocación providencial heroicamente vivida,
por indeclinable entrega a lo sacrosanto y sublime de la oración sacerdotal de Cristo en
la última Cena, oración por excelencia de la santa causa de la unidad, fue iniciador del
ecumenismo espiritual, al que se sumó de lleno el Concilio[171]. De vivir hoy, daría gracias
a Dios por lo mucho que se ha logrado. Tal vez lamentase que nos preocupamos en
exceso del cómo y no lo suficiente de los porqués más profundos. Nos recordaría sobre
todo que nada vive sin alma y que el alma del ecumenismo está en la oración que Jesús
actualiza en cada corazón que se abre humildemente al Espíritu. Exactamente lo que con
su vida toda supo él hacer, precisamente él, Paul Irenée Couturier, infatigable y
aplaciente apóstol de la unidad, viajero también en esta singladura del libro Apóstoles de
la unidad.
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ÓSCAR CULLMANN
(1902-1999)
Nacido el 25 de febrero de 1902 en Estrasburgo, el profesor Óscar Cullmann estudió
teología e historia del arte en la capital alsaciana y en La Sorbona de París.
Posteriormente llevó su enseñanza a Basilea, Estrasburgo y algunas universidades
parisienses. Aunque se le hicieron tentadoras ofertas para establecer su cátedra en el
extranjero, prefirió quedarse para siempre en la Universidad de Basilea, de la que llegó a
ser rector en 1968. En adelante, por tanto, deberá figurar sobre la tersa y fina piedra
blanca de la teología junto a los no menos eminentes Karl Barth, Rudolf Bultmann,
Jürgen Moltmann y Wolfhart Pannenberg, por citar no más que algunos de los muchos
nombres que la extensa lista protestante brinda.
Fue Óscar Cullmann teólogo luterano laico, especialista en teología bíblica, precursor
del actual ecumenismo, relevante personalidad del mundo evangélico y escritor de
obligada referencia entre profesores, estudiosos, amigos de las letras, autoridades
académicas y miembros de federaciones, semanas, congresos y comités ejecutivos de la
religión y de la cultura. No solo influyentes organismos internacionales como el CEI, o
la misma FLM, sino también la Iglesia católica, la Comunión anglicana y hasta la Iglesia
ortodoxa quedarán por siempre reconocidos al insigne profesor y hombre de bien que
Cullmann fue.
Su dilatada y fecunda docencia[172], de igual modo que la pluma y la cátedra siempre al
servicio de la verdad, difundieron el incansable hacer del maestro en libros, revistas y
conferencias al sonoro vuelo de su nombre y apellido juntos, como dos inconfundibles
alas heráldicas, y más a menudo aún, si cabe, formando terna con el resonante prefijo de
su vinculación a la cátedra: Profesor Óscar Cullmann. Ya en 1920 había obtenido el
bachillerato en literatura gracias a sus escritos sobre filología clásica. Entre 1925-26
enseñó griego y alemán en una escuela secundaria de París. Todavía con 28 años,
alcanzaba en 1930 el doctorado en teología defendiendo una tesis sobre los escritos
pseudo-clementinos. A partir de entonces, y hasta 1938, regentó la cátedra de Nuevo
Testamento e Historia de la Iglesia antigua en la Universidad de Estrasburgo.
Su breve y denso libro Dieu et César (París 1956) orienta partiendo del Nuevo
Testamento sobre los criterios de toda reflexión cristiana en torno al Estado y al uso que
este puede hacer, en determinados casos, de la violencia. Profesor de los orígenes
cristianos y de la Iglesia antigua en la Universidad de Basilea (1938), desde 1930 hasta
1972 alternó la docencia en Estrasburgo, la Escuela de Altos Estudios de Francia y la
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Sorbona de París, acudiendo también durante años al seminario valdense de Roma.
Cofundador con el beato Pablo VI del Instituto ecuménico Tantur, de Jerusalén, desde
1972 fue miembro titular del Institut de France y académico de Ciencias Morales y
Políticas. En los últimos tiempos dirigía con su hermana –Cullmann nunca se casó– una
residencia de estudiantes de teología en Basilea.
La teología católica, preconciliar sobre todo, caminó en general sobre la pista y a la
zaga de la teología y hermenéutica protestantes. Baste aludir a la rica literatura del
catolicismo sobre la obra y significado de autores de la Reforma. Sirvan de prueba los
estudios de R. Marle sobre R. Bultmann y D. Bonhoeffer; los de H. Bouillard y H. Küng
sobre K. Barth; y los del mismo J. Frisque, que nos introduce en el pensamiento
cullmanniano, de cuyo quehacer intelectual P. Schoonenberg confesó haber aprendido
mucho para su cristología.
Entrado al fin en años –96 a las espaldas–, más joven aún de espíritu, el Padre lo
llamaba junto a sí aquel lunes 18 de enero de 1999 en su propiedad francesa de
Chamonix, solo meses después de que el Consejo de la FLM reunido en el Centro
ecuménico de Ginebra hubiera adoptado por unanimidad la Declaración común
luterano-católica sobre la doctrina de la Justificación (16 de junio de 1998), argumento
favorito de su pluma; a pocas semanas de haberse celebrado en Harare (Zimbabue) la
VIII Asamblea general del CEI; y cuando las Iglesias abrían la Semana de Oración por la
unidad de los cristianos, cuyo lema ese año fue Habitará con ellos, ellos serán su pueblo
y él será el Dios con ellos (Ap 21,3). Justificado en la Verdad (como dice san Agustín en
el Gaudium de veritate), este siervo bueno y fiel supo andar a vueltas con la
Justificación. Ahora el Señor empezaba a ser su premio y su corona, el dulce Emmanuel
de tantos desvelos ecuménicos suyos: los que le reportaron ese glorioso puesto al que
ahora es acreedor en el insigne grupo de Apóstoles de la unidad.
1. «Siervo bueno y fiel».
Así definió al egregio teólogo protestante y ecumenista de resonancia mundial muerto
pocas horas antes san Juan Pablo II en el mensaje de condolencia enviado al profesor
Marcos Lienhard, presidente de la Iglesia luterana de Alsacia. «Su fe inquebrantable y su
compromiso teológico y ecuménico durante este siglo –agregaba luego el Papa en el
telegrama– quedarán para todos los cristianos como camino a proseguir. Guardo el
recuerdo vivo de su participación activa en el concilio Vaticano II, en cuyo decurso él
permitió una primavera del diálogo ecuménico y de las relaciones fraternas entre las
comunidades cristianas»[173].
Del cardenal Ratzinger, con quien mantuvo larga correspondencia epistolar, llegó a
decir que era «gran teólogo, con frecuencia incomprendido, pero nunca reaccionario».
Pese a no compartir del todo el Primado del Papa, tampoco se arrugó al matizar que «los
protestantes necesitarían un magisterio pontificio». Observación hecha –dijo– «a la luz
de los problemas que trae consigo la secularización de las confesiones protestantes», las
cuales seguirán perdiendo fieles «si se limitan a repetir lo que ya dice el mundo»[174]. Un
71
modo más, si se quiere, de oponer su robusto y doctoral magisterio al secularismo.
El profesor de Dogmática y disciplinas afines en la Facultad Valdense de Teología de
Roma, docente invitado en el Instituto de Estudios ecuménicos San Bernardino de
Venecia y director de la revista ecuménica de la Facultad Valdense Protestantismo,
Fulvio Ferrario, incluye a Cullmann «entre los teólogos protestantes más apreciados en
campo católico». Menos famoso tal vez que Barth, Bultmann y Bonhoeffer, Cullmann,
sin embargo, dejó una huella indeleble. Acuñó la fórmula –hoy de uso universal– del «ya
y aún no» para expresar la dialéctica entre la salvación ya realizada por Cristo y la espera
del cumplimiento final. Y sobre todo, fue él quien insistió en cada una de sus obras –
desde Cristo y el tiempo hasta La cristología del Nuevo Testamento– en la continuidad
entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. Era Cullmann, ante todo, lo repetiré, gran
exegeta de las Sagradas Escrituras, pero sabiendo siempre conjugar la búsqueda
filológica e historiográfica con la reflexión teológica. Y «en la búsqueda de este difícil
equilibrio –matiza Ferrario– él constituye un modelo, en una época en la cual la
dificultad de comunicación entre las dos disciplinas alcanza niveles peligrosos»[175].
Su presencia en el concilio Vaticano II dejó en él una grata y profunda impresión.
Dedicó comentarios muy positivos a dicha experiencia, dentro del marco de numerosos
contactos junto a Congar en Estrasburgo, con Von Balthasar en Basilea y el cardenal Bea
en Roma. «De este Concilio –afirma– hemos de aprender dos cosas: que al catolicismo
se le imponen límites en su renovación por causa de sus dogmas fundamentales, pero
que él se ha transformado en esos límites y se nos ha aproximado». Y claro es que de
aquella imborrable experiencia deduce consecuencias relativas a la forma de proceder en
el itinerario ecuménico: «Nosotros no queremos efectuar un salto hacia Roma, sino que
es juntos, mano sobre mano con la Iglesia romana, como queremos marchar hacia el
mismo fin, y este fin común se llama Cristo; el camino que conduce a él: el Espíritu
Santo. He aquí la vía de la unidad»[176].
La realización visible de la unidad en la pluralidad es viable de dos maneras: por una
colaboración ecuménica en ámbitos concretos, sin organización y sin superestructuras, o
bien mediante una estructura especial que, llegado el caso, dé figura a las Iglesias unidas
en especial superestructura. Cullmann aduce diversos ejemplos de colaboración
ecuménica: diálogos para elaborar textos consensuados, trabajo bíblico común,
actividades sociales. Los grandes progresos ecuménicos se han dado –esa por lo menos
era su opinión– en el terreno de las ciencias bíblicas. Si católicos y protestantes
concuerdan en que la Eucaristía y la comunidad eucarística deben ser la expresión
visible de la comunidad eclesial, por ejemplo, es de lamentar que todavía no sea posible
esta intercomunión de carácter general. Óscar Cullmann, cuyo nombre y apellido
brillaron al unísono, con luz propia en el firmamento de las ciencias sagradas del siglo
XX, se ganó a pulso, pues, el apelativo de siervo bueno y fiel del Evangelio, según la
acertada definición de san Juan Pablo II en el citado telegrama de condolencia.
2. Un clásico de la teología y de la cátedra[177].
72
El afamado profesor de Estrasburgo consagró buena parte de su investigación a las
relaciones entre historia y salvación. Sus escritos sobre historia de la salvación, categoría
de «tiempo» (donde analiza como pocos han sabido hacer la dialéctica entre el ya y el
todavía no) y cristología han dejado huella indeleble lo mismo en la teología protestante
que en la católica. Todavía con Cristo y el tiempo (1946) bajo el brazo, obra hoy clásica,
quiso reivindicar para Cristo el puesto central de la historia de la salvación
(Heilsgeschichte), y en fechas más recientes repitió con la doctrina del Jesús profeta
escatológico. Mérito suyo es también, entre otros, haber probado que las circunstancias
motivadoras del nacimiento y desarrollo del símbolo –presentable como regla de fe– son
muy variadas, sin que por ello deba aceptarse una simplificación tal que lleguemos a
decir que el símbolo primitivo, sobremanera en su forma cristológica (económica),
corresponde a la predicación entre los judíos y a la polémica con ellos.
De su fértil cosecha literaria, traducida en gran escala a varias lenguas, tampoco
deben omitirse, aparte de momento el incontable número de artículos y colaboraciones
misceláneas[178], versiones españolas de indudable valor y universal reconocimiento como
Cristo y el tiempo (1946); San Pedro, discípulo, apóstol y mártir (1952); Cristología del
Nuevo Testamento (1957); La historia de la salvación (1965); El diálogo está abierto.
Las tres primeras sesiones del concilio Vaticano II (1967); Verdadero y falso
ecumenismo (1970); La fe y el culto en la Iglesia primitiva (1971); Estudios de teología
bíblica (1973); La unidad por la diversidad. Su fundamento y el problema de su
realización (1986); La oración en el Nuevo Testamento (1999). La mayoría produjo
copioso caudal bibliográfico, fruto de comentarios, glosas y estudios de teólogos y
alumnos que a ellos acudieron y siguen consultando a día de hoy, bien unas veces para
matizar, bien otras para profundizar, ya, en fin, y siempre, por coincidir o discrepar, lo
que refleja la talla de nuestro eximio autor, así como el grande y vivo interés que su
nombre y obra despiertan siempre en el campo internacional de la teología.
Su doctrina registra claras influencias de Albert Schweitzer, así como de la escuela de
la historia de las formas de Rudolf Karl Bultmann, Martin Dibelius, Barth y Karl Ludwig
Schmidt. Integra las teorías de la escatología realizada de Charles Harold Dodd, la
vertical de Karl Barth, la futura de Geerhardus Vos y la existencialista de Bultmann.
Propone la idea de la historia de la salvación: Dios actúa en la historia del hombre a
través de una serie de hechos salvíficos: encarnación, muerte y resurrección de
Jesucristo.
Ningún teólogo de su cuerda brilla hoy con tanto esplendor en la teología bíblica
reformada del siglo XX. Sus estudios sobre el Nuevo Testamento, la escatología y la
cristología le llevaron a proponer una tercera posición por delante de los puestos
populares de Charles Harold Dodd y Albert Schweitzer. Con la vida, muerte y
resurrección de Cristo el éschaton ya ha comenzado; de igual suerte que la presencia de
la congregación de gloria se define por el poder de la redención. La consumación
absoluta-cósmica de la redención, sin embargo, está todavía en el futuro. La tensión que
resulta entre el «ya cumplió» y el «todavía no consumado» encierra y es, para Cullmann,
como el factor crítico y decisivo, el único, la superposición «de una dimensión
73
escatológica entre el tiempo que comienza con Cristo y termina con su parusía».
Entre el 45 y el 65 dictó un sinfín de cursos y conferencias en prestigiosas
universidades por todo el mundo. De su palabra y de su pluma se beneficiaron sobre todo
las de Uppsala, Copenhague, Lund, Helsinki, Oxford, Cambridge, Manchester,
Edimburgo, Heildelberg, Roma y tantas otras en Estados Unidos. De ahí la concesión de
doctorados honoris causa por Lausana (1945), Manchester (1949), Edimburgo (1952),
Lund (1953). De ahí también los nombramientos de Caballero de la Legión de Honor
(1951), y de «Burkitt Medal» de la Academia Británica (1956). Y de ahí, en suma, la
concesión en 1994 del Premio Pablo VI, cuya entrega por parte del cardenal Martini fue
todo un acontecimiento. Con los dos monjes blancos de Taizé, Roger Schutz y Max
Thurian –Apóstoles de la unidad de este libro también ellos, igual que Martini–, fue uno
de los renombrados personajes no católicos a los que llegó la invitación ad personam
para observador del concilio Vaticano II: en su larga vida había buscado el diálogo con
las Iglesias católica y ortodoxa. Era el reconocimiento.
3. Ecumenista.
Donde nuestro insigne profesor resulta especialmente sugestivo, excepcional,
paradigmático diríase, es en el movimiento ecuménico. Se le conoce sobre todo por su
trabajo en este campo, y de especial modo por haber sido uno de los responsables del
diálogo luterano-católico. Docente en la Universidad de Basilea (Suiza) del 38 al 72, era
y ha quedado para siempre como uno de los grandes promotores de la unidad cristiana en
todo el mundo. Nada fácil, por cierto. Él empezó en 1920, mucho antes de que el
ecumenismo fuese asunto oficial en las agendas de las Iglesias occidentales. Esta
apertura, por lo demás, hizo de la Universidad de Basilea donde él enseñaba un centro
ecuménico de teología único en su género. Con sus publicaciones promovió
decisivamente el diálogo teológico católico-reformado y propició esa primavera
ecuménica de la que cabe esperar copiosos frutos, algunos todavía en granazón y a la
espera del ramalazo de vida.
Su libro-programa La unidad por la diversidad (1986), fruto de largos decenios
consagrados a la investigación exegético-teológica y de no pocos encuentros
ecuménicos, en lo relativo a proponer modelos unionistas de la Iglesia es básico. Las
numerosas y diversas reacciones que produjo animaron al autor a publicar Les Voies de
l’unité chrétienne (1992), buena síntesis de sus estudios ecuménicos a partir de 1986.
Pero antes, en 1952, había salido a las librerías con San Pedro, discípulo, apóstol,
mártir, un florilegio de páginas estremecidas, entre las más célebres del magisterio
cullmanniano quizás, donde el titular de cátedra, además de conceder plena autenticidad
e historicidad al texto de Mateo 16,18-19, admite que «Tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia» significa un verdadero primado del Apóstol, aunque solo sea
temporal y restringido a la persona de san Pedro: sin que pase, pues, a los sucesores.
Fueron las suyas de entonces apreciaciones muy dignas de consideración, a pesar de
reducir el alcance a la historia y misión personal de Pedro en su vida mortal. Causaron
sensación en el movimiento ecuménico por la sinceridad y nobleza del análisis. Excepto
74
en el predicho límite, la interpretación por él trabajada concuerda con la de Roma: de ahí
el vivo interés de católicos y protestantes. Solo entre 1953-55 provocó una bibliografía
de cuarenta notas o recensiones de teólogos católicos, muy amplias algunas, y no menos
de dieciocho de protestantes u ortodoxos. Por extensión y claridad, sobresale entre las
primeras, la de Ch. Journet [que andando el tiempo sería cardenal], La primauté de
Pierre dans la perspective protestante et dans la perspective catholique (París 1953).
En otro orden de cosas, el Vaticano II introdujo la expresión jerarquía de verdades
(UR 11) a instancias del cardenal König, quien, presentando su propuesta en el Aula
conciliar, explicaba que «las verdades de la fe no se suman de modo cuantitativo, sino
que existe un orden cualitativo entre ellas, según su relación con el centro o fundamento
de la fe cristiana». Centro o fundamento que –como señalaron los relatores– es
Jesucristo. Cuando se pronunciaron estas palabras, Óscar Cullmann estaba presente en el
Aula. Su contribución al ecumenismo antes, en y después del Concilio fue de las más
relevantes. En el asunto aquí traído, tras reconocer la paternidad católica de la idea de
jerarquía de verdades, pone de relieve toda la potencialidad ecuménica que dicha
expresión contiene[179].
Católicos y acatólicos han visto en esta frase una extraordinaria bendición. Primero,
porque todas las verdades apuntan así a un único centro y se cierra el camino al
sincretismo, peligro que los protestantes denuncian a menudo. Toda reforma hecha en
una confesión cristiana puede ser fructuosa para el diálogo ecuménico. San Juan XXIII
lo retuvo de esta manera precisamente como consecuencia de la renovación católica
propiciada por el Vaticano II. Pero es que la explicitación de una gradación de verdades
favorece al ecumenismo también directamente, ya que algunas discusiones sobre ciertas
fórmulas de fe pierden acritud, al quedar incluidas en la jerarquía de verdades, aunque
no ocupen ya el más alto rango. Y claro es que para ello es preciso, no ya que la Iglesia
católica reflexione sobre dicho sintagma, sino que las otras Iglesias establezcan también
una jerarquización de verdades para sí mismas. Dígase lo propio de los carismas: «hay
diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu» (1Cor 12,4), cierto, como también
existe diversidad en la jerarquización de verdades reveladas, aunque solo una misma
fuente de Revelación.
4. Cofundador del Instituto ecuménico Tantur de Jerusalén.
Dada la estrecha amistad entre Óscar Cullmann y el beato Pablo VI, no ha de extrañar
que este tuviera con él un gesto de especial aprecio cuando decidió invitarle a comer el
domingo siguiente a la clausura del Concilio junto con H. de Lubac y J. Guitton. Cuando
Margherita Guarducci publicó en Pietro ritrovato sus conclusiones sobre los grafitos de
las Grutas vaticanas y la más que probable coincidencia de aquellos huesos con los de
san Pedro, se dice que el papa Montini, siempre detallista –sucedía igual con el
metropolita Nikodim– invitó al amigo Cullmann para que, desde su reconocida autoridad
teológica en el Primado, pusiera a la estudiosa italiana cuantas objeciones creyese
oportunas.
75
Es voz común la calurosa acogida que el teólogo de Basilea dispensó al Vaticano II,
del que fue observador, así como la pública admiración –también alguna vez la crítica–
por determinadas afirmaciones y conclusiones en la magna Asamblea. De sus rigurosos
matices en torno al, en su juicio, mal uso de la Escritura en los documentos
conciliares[180], da cuenta B. Rigaux[181]. Pero frente a este y otros reparos mayores o
menores, cumple señalar que son muchos más los subidos elogios cullmannianos al
extraordinario Pentecostés de la Iglesia católica en el siglo XX: llegó, por ejemplo, a
calificar la citada expresión jerarquía de verdades (UR 11) como «el pasaje más
revolucionario, no solo del Decreto, sino de todos los documentos del Concilio»[182].
Benévolo y cordial con él supo mostrarse asimismo san Juan Pablo II al recibirlo en
su biblioteca privada cuando, de paso por Roma, volvía de Milán, donde el cardenal
Martini, en el curso de un solemne acto en el Instituto Pablo VI, al que asistieron
personalidades del PCPUC, le había hecho entrega del Premio Internacional Pablo VI de
Teología 1994[183]. Pudo en esta ocasión el Papa intercambiar impresiones sobre teología,
eclesiología y ecumenismo con esta primera figura mundial de la Reforma. Óscar
Cullmann, ya con 90 largos años en su esqueleto, pero lúcido aún de mente, emocionado
de corazón y rodeado de amigos, no desaprovechó el momento para evocar las
entrevistas allí tenidas tiempo atrás con Pablo VI, cuando uno y otro habían podido
conversar largo y tendido, como amigos, sobre la marcha de la Iglesia católica y las
Comunidades protestantes. A Juan Pablo II le avanzó en tono confidencial los trabajos
en que andaba metido pese a los años: un magnífico libro sobre la oración (atrás se cita)
y la santa causa ecuménica, entre otros.
Esta cercanía y amistad con los últimos papas determinó que un bromista Karl Barth
diese al amigo de Basilea el consejo para el epitafio de su tumba: consejero de tres
papas. Influyente según queda ya dicho en la apertura y el establecimiento de un diálogo
católico-luterano mucho antes de la época de los movimientos populares en el
ecumenismo, presidió y participó en semanas y congresos del ramo poniendo siempre
una nota de dignidad y distinción. Sin comprometer su herencia luterana, fue capaz de
abrir líneas dialógicas de clarividente análisis donde la malicia y los malentendidos
habían puesto durante siglos llave y candado. Personalidad atractiva la suya y orador
carismático sin tregua, fue admirable y digno de gratitud el empleo de su teología y de
sus dones para el bien de la Iglesia[184].
El cardenal Congar dejó constancia de la inteligencia y bondad que adornaban a este
hombre, dentro de aquel selecto coro de «hermanos separados» como entonces se decía,
a quienes el ecumenista dominico solía saludar cada mañana, antes de empezar la sesión
conciliar. Y el biógrafo del cardenal Bea informa de la clara simpatía del profesor
evangélico, teólogo y exégeta por el antiguo rector del Pontificio Instituto Bíblico, luego
presidente del SUC: «Cada vez que se nos anunciaba una intervención del cardenal Bea
–palabras textuales–, se sabía que íbamos a escuchar la voz de la Biblia, y en tales
momentos parecía que el muro de separación entre los observadores protestantes y los
Padres conciliares hubiese desaparecido»[185]. Análogas impresiones sobre Cullmann es
76
posible agavillar también en escritos dispersos de su amigo el cardenal Willebrands y de
otros ecumenistas de solera, honrados ahora, sin duda, de que figure entre tantos
Apóstoles de la unidad.
77
MELITÓN DE CALCEDONIA
(1913-1989)
El metropolita Melitón de Calcedonia (1913-89), de nombre secular Sotirios Hacis,
padre espiritual de Bartolomé I, no podría ser entendido sin el patriarca Atenágoras[186].
Natural de Estambul (1913) y alumno en la Escuela Teológica de Halki, trabajó más de
medio siglo en el Patriarcado ecuménico, primero de diácono (1934-41), secretario
asistente del Santo Sínodo (1938-41), sacerdote después (1941-50) y vicario general de
Maximos V (1947-48), y hasta el final como obispo del patriarcado (1950-89). Ya en
marzo del 49, a solo meses de la entronización de Atenágoras, se llegó a Estambul un
obispo americano para visitar la parroquia anglicana del Bósforo, y el nuevo inquilino
del Fanar, dada su feliz estancia en Estados Unidos, quiso a su vicario Melitón,
archimandrita de 36 años, en la celebración litúrgica. Tanto más de valorar cuanto que el
inicio patriarcal de Atenágoras suscitó las suspicacias del Santo Sínodo: siete
metropolitas empezaron punto menos que hostiles, comprendido su vicario Melitón, el
cual llegó a participar en las rebeliones sinodales del 54 y 59[187].
El nuevo Patriarca, no obstante, pasados los meses lograría ver revertida la situación.
El estudioso del tema, Konstantinidis, desvela que al principio alejó del Fanar a su
vicario, nombrándolo metropolita de Imbros y Tenedos (1950-63), donde Melitón, pese a
ello, brilló por su acendrada pastoral de caridad. Candidato de la mayoría sinodal para la
archidiócesis de América –contaba con nueve votos seguros del Santo Sínodo–,
Atenágoras, sin embargo, prefirió a Iakovos, elegido por un sínodo de ¡solo cinco
miembros![188]. Pero la sintonía terminó abriéndose paso. De modo que Melitón, durante
el Vaticano II, será ya el designado hombre de confianza, incluso para sucesor. El 26 de
septiembre de 1963, solo tres días antes de reabrirse el Concilio, inicia sus sesiones la II
Conferencia panortodoxa de Rodas, por él presidida de principio a fin. Durante su
memorable discurso de apertura (27-9-1963), además de señalar el decisivo papel del
Patriarca, no le dolieron prendas en avanzar que la Iglesia ortodoxa tenía que hacerse
promotora del diálogo con la Iglesia católica romana, como, por lo demás, ya lo había
sido con otras confesiones.
Tampoco la preparación del encuentro entre Pablo VI y Atenágoras I en Jerusalén se
vio exenta de dificultades: por de pronto, el Gobierno turco le impidió viajar a Roma
cuando los preparativos así lo requerían. Pero él y Crisóstomo de Mira sí podrían hacerlo
el 16 de febrero de 1965 con la bendita y agradable misión de informar del tercer
78
encuentro panortodoxo de Rodas y hacer entrega al Papa de una carta de Atenágoras,
asegurándole que «nuestro Oriente ortodoxo, con el deseo de restablecer la antigua
unidad, la belleza y la gloria de la Iglesia, no ha cesado jamás de rogar por la unidad de
todos y colaborar con los demás cristianos para desarrollar el espíritu ecuménico de
reconciliación»[189]. Vuelve a Roma el 24 de enero de 1972 para entregar a Pablo VI el
Tomos Agapis «que os llega procedente de las fraternales manos del obispo de
Constantinopla»[190]: momento, por cierto, que presenció la Tercera Roma gracias al
metropolita Nikodim, que allí estaba. Melitón resolvió luego rendir visita a las Iglesias
autocéfalas con el propósito de explicarles de primera mano la trascendencia del paso
dado por Roma y Constantinopla.
También acompañó a su amado Patriarca de visita a Roma cuando Pablo VI dispuso
para su huésped la Torre de Juan XXIII. La estancia resultó harto más distendida que la
del papa Montini en Estambul: ni siquiera faltaron momentos de familiaridad, como la
comida final, cuando el Papa sentó a la mesa, además del Patriarca, solo al cardenal Bea
y al metropolita Melitón. Pablo VI escribe el 8 de febrero de 1971, a raíz de una visita de
nuestro personaje, sobre el desarrollo de las relaciones entre ambas Iglesias. El venerable
Atenágoras, en fin, muere el 7 de julio de 1972 en Estambul al término de una liturgia
celebrada desde la cama junto a su inseparable Melitón. El 22 de junio de 1972, había
escrito por última vez a Pablo VI[191]. Melitón siguió hasta su muerte en Estambul (27-121989) como alter ego de Dimitrios I, y llegó en esos años a enriquecer su personalidad,
ya de suyo rica y de auténtico apóstol de la unidad. Aún lo recuerdo durante la
concurrida vigilia de oración en la plaza de San Pedro (14-5-1981), cuando el atentado a
Juan Pablo II, representando a Dimitrios I, con su vibrante y arterial Kyrie eléison por el
ilustre enfermo del Gemelli[192].
1. Alma mater de las conferencias panortodoxas.
Mérito de Atenágoras es, sin duda, el haber convocado las conferencias panortodoxas
para poner a punto la doctrina y disciplina ortodoxas[193]. Las celebradas entre 1961, 1963
y 1964 conforman una cronología sinodal en el fomento de intercambios fraternos de
dichas Iglesias, antes aisladas entre sí. Las dos primeras estudiaron también el envío de
observadores al Concilio. En la de septiembre de 1963 se aceptó el principio de un
«diálogo en pie de igualdad» con la Iglesia católica romana. La de noviembre de 1964
renovó el compromiso, con la añadidura, no obstante, de que antes «sería precisa una
preparación y la creación de condiciones apropiadas». Hoy Melitón es considerado a
justo título artífice de la reconciliación y de la unidad de aquellos encuentros.
Alma mater de tales cumbres, supo en todo momento ser la voz de su amo, fidelísimo
portavoz y diligente ejecutor de la voluntad unionista que este alimentaba. Valoró muy
positivamente durante su presidencia en la tercera el encuentro que Pablo VI y
Atenágoras habían tenido meses atrás en Jerusalén. Fruto del mismo, por cierto, había
sido luego la restitución de la preciosa reliquia de la cabeza de san Andrés, que el
cardenal König interpretó como un gesto de caridad. De llevarla en nombre del Papa
79
hasta la Iglesia de Patras se había encargado una delegación presidida por el cardenal
Bea. Patras conoció días después masiva afluencia de fieles de toda Grecia, para venerar
la reliquia recién llegada. Dejó escrito Bea:
«El gran significado de este gesto para el acercamiento entre la Iglesia católica y el Oriente ortodoxo lo
subrayó de manera particularmente elocuente el hecho de que, algunas semanas más tarde, todos los miembros
de la III Conferencia panortodoxa de Rodas, al final de los trabajos, se acercaron en peregrinación a Patras. En
esta ocasión monseñor Melitón, metropolita de Heliópolis y de Theira (aún no de Calcedonia), vino a decir que
esta restitución era un ejemplo de cuanto puede hacer la caridad»[194].
Discurso memorable, en efecto, el de Melitón entonces. A él pertenecen estos
pensamientos: «Justo es reconocer que la venerable Iglesia católica romana, por su parte,
ha hecho mucho por promover la unión con nuestra Iglesia ortodoxa, creando un clima
favorable a un desarrollo, más rápido de cuanto se pudiera esperar, del reacercamiento
entre las Iglesias de la antigua y de la nueva Roma en vista de la unidad cristiana»[195]. La
primera vez que hubo intercambio de visitas oficiales entre Constantinopla y Roma
después de nueve siglos, fue precisamente cuando la delegación oficial del Patriarcado
ecuménico viajó a Roma con el fin de dar cumplimiento a lo deliberado en esta tercera
cumbre, la cual había encargado al titular del Santo Trono comunicar las decisiones al
«Obispo de Roma». Melitón de Heliópolis y Theira, y Crisóstomo de Mira, presidente y
secretario respectivamente de la misma, fueron los encargados de hacer entrega al Papa
no solo del documento con las deliberaciones de Rodas, sino también de una carta
personal de Atenágoras. Tan cordial y propicio a la confianza fue el ambiente respirado
en aquellas horas que, a la partida de Roma, Melitón confió al cardenal Bea:
«Eminencia, nos vamos con el sentimiento de dejar nuestra propia casa»[196].
El monje de Solesmes, Patrice Mahieu, al referir los acercamientos ortodoxo-católicos
–donde trata incluso del abortado proyecto de concelebración eucarística de Pablo VI y
Atenágoras– dedica un capítulo a los gestos proféticos de Pablo VI, sobre todo al del 14
de diciembre de 1975, cuando se arrodilló ante el metropolita Melitón para besarle los
pies –a él volveré luego–, concluye que si «en el lenguaje montiniano quedan todavía
expresiones que reflejan una visión romanocéntrica de la Iglesia», se esfuman ellas, no
obstante, con los años, hasta terminar Pablo VI por entender el ministerio del obispo de
Roma «de un modo más místico que jurisdiccional»[197]. El obispo –a juicio de Melitón–
ha de consultar al pueblo que se le ha confiado antes de tomar sus decisiones, no solo por
sabiduría práctica, sino sobre todo por no ignorar la conciliaridad y la «conciencia
eclesial». «Es este un mensaje absolutamente propio en la Ortodoxia: nada se debe decir
ex cathedra y por autoridad, sin tener en cuenta la voluntad y la conciencia del
pleroma». Melitón hizo de la caridad –sus discursos y libros lo prueban– un paradigma
de conducta eclesial, de reconciliación y de reconocimiento ecuménico. En suma, el
corazón de su vida.
2. Con Pablo VI.
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Las relaciones entre Melitón y Pablo VI fueron frecuentes, fluidas, muy cordiales. De
especial relevancia las propiciadas en este capítulo por la abrogación de las
excomuniones y el recuerdo de esta diez años después. El 7 de diciembre de 1965, en
efecto, presentes la delegación de Constantinopla y el Concilio en pleno, Pablo VI y
Melitón se abrazaron en medio «del más entusiasta y el más largo aplauso de todo el
Concilio»[198]. Aunque de aquello no tenía por qué dar cuenta a las Iglesias autocéfalas –
era, estrictamente, relativo solo a Roma y Constantinopla–, el Patriarca dispuso que
Melitón emprendiese un viaje con este fin por Moscú, Belgrado, Bucarest, Sofía y
Atenas: el patriarca serbio Germán se había adelantado con una carta de aprobación
dirigida días antes al Patriarca. Este cálido ambiente presidió a menudo las citas,
encuentros, diálogos y comunicaciones de aquellos meses. Por ejemplo, con los
representantes de las otras Iglesias y Comunidades cristianas presentes en la basílica de
San Pedro el 19 de noviembre de 1968, a las 10.00h, durante las exequias del cardenal
Bea. Pablo VI quiso recibirlos en la Sala del Tronetto a las 13:00h del mismo día, y fue
Melitón de Calcedonia el encargado de dirigirle en nombre de todos los presentes un
cordial saludo de homenaje, además de expresar también un reverente pensamiento a la
pía memoria del difunto, de cuyo recuerdo acertó a destacar las vivas y constantes
diligencias por la unión de los cristianos[199].
El caritativo gesto de suprimir recíprocamente las excomuniones, con el doble marco
de Constantinopla y Roma el 7 de diciembre de 1965 tuvo, por voluntad de las partes,
solemne conmemoración diez años después. Lo de 1965 había dejado para la posteridad
una de las más bellas estampas del ecumenismo moderno, tantas veces recordada cuantas
poco comprendida[200]. Hay, no obstante, otro momento de no menor belleza y
trascendencia tal vez en el que Melitón se vio involucrado: aludo al acto del 14 de
diciembre de 1975 –Año Santo de la Reconciliación– en la Capilla Sixtina[201]. Ya
Atenágoras en la casa del Padre, vivían aún, sin embargo, los demás protagonistas del
65. Así que representando a Dimitrios I, Melitón voló a Roma y ocupó un trono especial
en la Sixtina. Lo vivido al final de la ceremonia es ya historia, bellísima historia por
cierto: Pablo VI se arrodilló y besó los pies a su ilustre huésped haciendo suyo así el
principio de Lacordaire: «No se trata de convencer al otro de error, sino de unirme a él
en una verdad más alta»[202]. La bibliografía sobre aquel gesto sigue siendo inmensa.
Quedan, por fortuna, para el recuerdo las reacciones de Melitón, Dimitrios I, y Pablo VI.
No repuesto del susto, comentaba Melitón: tremendum. Ya con sosiego, añadía más
tarde: «solo un santo». Y en Fiumicino al día siguiente: «Gesto de santidad,
reconciliación y mortificación, generador de intensa espiritualidad»[203]. Dimitrios I, por
su lado: «Nadie, sea cristiano o no, y mucho menos el Patriarca ecuménico, puede dejar
de apreciar profundísimamente la manifestación y el acto espontáneo de su santidad el
papa de Roma Pablo VI –acto sin precedentes en la historia de la Iglesia– de arrodillarse
al final de la celebración de la misa y besar los pies de nuestro representante el
metropolita de Calcedonia Melitón, quien en aquel momento representaba a la Ortodoxia
entera. Este supremo acto de Su Santidad lo calificamos como continuación de la
81
tradición de los obispos padres de la Iglesia indivisa, los cuales edificaron cosas
sublimes por medio de la humildad. Con esta manifestación, el papa de Roma, Pablo VI,
se ha superado a sí mismo y ha mostrado a la Iglesia y al mundo quién es y puede ser
[…] sobre todo el primer obispo de la cristiandad, como fuerza de reconciliación y de
unificación de la Iglesia y del mundo»[204].
La de Pablo VI me la refirió monseñor Ramón Torrella en 1991. Creyendo que había
sido un gesto espontáneo –así lo calificó ante el obispo ortodoxo rumano Antonie
Plamadeala que le había preguntado al respecto–, resulta que una semana más tarde,
cuando se lo estaba contando al propio Pablo VI añadiendo detalles de la escena vivida
junto al prelado ortodoxo, notó de pronto que la mano amiga del papa Montini
descansaba en su antebrazo mientras le atajaba con esta ráfaga de luz: «Monseñor
Torrella, usted se equivocó. Aquel gesto era la teología del evangelio. El Señor Jesús
hizo lo mismo con sus apóstoles»[205].
3. El diálogo de la caridad.
A Melitón, en fin, se debe este bellísimo título durante la peregrinación de la III
Conferencia panortodoxa a Patras (19-11-1964). Cierto es que hizo pronto fortuna[206], a
veces sin apurar mucho el sentido. Observadores occidentales había, en efecto, proclives
a interpretar las manifestaciones y visitas mutuas de tiempo atrás como gestos puramente
protocolarios, en sí «no muy serios». Actos tales, a juicio de tan escépticos intérpretes,
quedarían para siempre sin valor de no abordar de lleno y contemporáneamente el
ámbito de la teología. Otros, en cambio, ortodoxos muchos para más señas, llegaron a
temer que el diálogo de la caridad saliese airoso a costa del diálogo de la verdad, dando
así con ello en un vago e ilusorio sentimentalismo que no haría justicia a las exigencias
del dogma[207]. Uno, por eso, comprende que el metropolita Timiadis, otrora secretario de
Atenágoras, le aclarase allá en Auschwitz que ciertos medios ortodoxos tradicionalistas
habían llegado a reprochar al Patriarca su ecumenismo[208].
El diálogo de la caridad es un impulso activo a la obra de la restauración de la
unidad. Atenágoras solía decir que, por una experiencia positiva, las Iglesias de Oriente
y de Occidente habían sido llamadas a rehacer en sentido inverso el camino que llevó
antes a la división. Ello significa, pues, que también él veía el origen de la división en la
falta de caridad entre ambas Iglesias. Melitón puntualizó bien el timbre teológico de
semejante expresión en su discurso de apertura de la IV Conferencia panortodoxa,
celebrada en Chambésy corriendo junio de 1968, cuando dijo, entre otras cosas:
«Profundizando las dimensiones de este diálogo de la caridad, descubrimos que la caridad ha actuado al
respecto, no solo y simplemente como un factor sentimental y psicológico, creador de un clima conveniente a
la apertura de un diálogo puramente teológico, sino que puesto que ella es realmente una virtud teologal, ella
actúa como un elemento teologal, cimentando la edificación teológica ulterior de un diálogo entre las dos
Iglesias. El plan de Dios ha conducido la caridad a reacciones profundas y a actos eclesiásticos llenos de
incidencias constructivas en el plan teológico y también eclesiológico»[209].
82
Una consecuencia de la experiencia adquirida hasta la fecha por el diálogo de la
caridad es que no existe división clara, definitiva, categórica, entre el diálogo de la
caridad y el teológico. Amándonos los unos a los otros y dialogando en la caridad,
hacemos teología, o más bien, construimos teológicamente. Ello nos conduce a la
constatación de que, yendo a la substancia, hemos entrado ya, en el diálogo teológico.
Pablo VI abundó en dicha idea no ya únicamente al recibir de Melitón el Tomos Agapis
(24-1-1972), sino en otras muchas ocasiones. Se le alcanzaba que la recomposición de la
unidad exigiría, en los cristianos, por decirlo con san Agustín, a él tan querido, «una
dilatación de la caridad: Dilatentur spatia caritatis, alárguense los confines del amor»[210].
Dilatación de la caridad que nos consienta vivir hermanados en una misma Iglesia,
miembros de un mismo cuerpo de Cristo. Añadiremos entonces al Tomos Agapis una
nueva, última y espléndida página: la de la unidad.
El metropolita Melitón, presidente con tanta destreza de dos conferencias
panortodoxas, acompañado del metropolita Crisóstomo de Mira, excelente secretario de
tres conferencias panortodoxas (los calificativos son de Pablo VI), al informar al Papa
del resultado de la III Conferencia panortodoxa de Rodas, había dicho refiriéndose al
encuentro de Jerusalén (16-2-1965): «Vosotros abristeis la vía de la reconciliación,
iniciasteis el diálogo de la caridad y presentasteis a los ojos del mundo la gran realidad y
el alto nombre de la Iglesia indivisa de Cristo»[211]. Y puestos los ojos ya en un próximo
diálogo teológico, añadía: «Con este espíritu y en la convicción, reforzada por Vuestra
Santidad de varias formas, de que vuestra venerable Iglesia está animada de este mismo
santo deseo de ver empezar, después de la preparación general y en tiempo oportuno, un
diálogo teológico fructífero entre nuestras Iglesias, os proponemos, de acuerdo con la
decisión unánime de la III Conferencia panortodoxa de Rodas […] esta decisión de
entablar un diálogo»[212]. Y ese mismo 16 de febrero, respondía Pablo VI: «No podemos
saber lo que nos reserva el futuro ni hasta dónde llegará el diálogo de la caridad abierto
ya desde ahora entre las dos Iglesias»[213].
4. El diálogo de la caridad según Melitón de Calcedonia.
Vuelve Pablo VI a la expresión el 31 de marzo de 1965: «Para dar un nuevo paso en
este camino del diálogo de la caridad decidido hoy por ambas partes»[214]. La repite Bea
el 3 de abril de 1965 durante una alocución ante Atenágoras: «En ello (la caridad de la
que trata 1Cor 13,4-7) quedan enunciadas cuantas riquezas puede aportar y aporta en
nuestras relaciones fraternales el diálogo de caridad que hemos entablado»[215].
Melitón[216], ya metropolita de Calcedonia, afina más aún la teología de este diálogo,
como se ha dicho antes, abriendo en junio del 68 la IV Conferencia panortodoxa en
Chambésy[217].
La declaración de Juan Pablo II y Dimitrios I describe este diálogo de la caridad en
términos muy parecidos: «Esta purificación del recuerdo colectivo de nuestras Iglesias
constituye un importante fruto del diálogo de la caridad y una condición indispensable
83
del progreso futuro» (30-11-1979). En el discurso del mismo día de su visita al Fanar,
Juan Pablo II utilizó una frase muy expresiva: «Es preciso –dijo él entonces– rehacer el
contexto antes de probar a rehacer juntos los textos». Y Dimitrios I, para no ser menos,
al aire de leguas andadas: «Dialogando en la caridad, hemos recorrido ya, en un tiempo
relativamente breve, un largo camino y hemos llegado a la situación actual». Más aún, es
de relevancia que uno y otro hicieran notar en la declaración común cómo aquel diálogo
emprendido bajo el signo de la caridad (cf Jn 13,34; Ef 4,1-7), preludio de otros a seguir,
debía «continuar intensificándose en la compleja situación que hemos heredado del
pasado y que constituye la realidad en la que debe desenvolverse hoy nuestro
esfuerzo»[218].
Clara prueba de la experiencia adquirida hasta la fecha por el diálogo de la caridad –y
vuelvo así a Melitón en Chambésy– es que no existe división clara, definitiva,
categórica, entre el diálogo de la caridad y el diálogo teológico. El amor recíproco,
fraterno, dulce y provechoso más que otro ninguno, hace teología, y esta, a su vez,
apunta directamente al amor, porque la teología, al cabo, se sustancia en amor. De ahí,
según nuestro Metropolita «la constatación de que, sustancialmente, hemos entrado ya
en el diálogo teológico»[219]. De donde resulta que el de la caridad es como la fuente, la
energía, el motor del teológico. Si hablamos del arte de saber escuchar y hablar en el
ecumenismo, habrá que admitir que cuanto conforma tan bendito diálogo, bien a pesar
de que a menudo sean gestos y ceremonias y saludos más que propiamente palabras, es
arte elevado a la máxima expresión, sublime belleza de la gracia, que es la caridad. Así
se comprende que las comisiones mixtas hayan podido superar obstáculos a veces muy
serios interpuestos por el camino y que, cuando todo parecía oscurecerse, haya vuelto a
lucir el sol.
Melitón habría cumplido en 2013 los cien años. Promotor infatigable de la unidad
panortodoxa y de la reconciliación ecuménica, según el profesor de teología de los
dogmas en el Instituto de Teología Ortodoxa San Sergio, de París, investigador asociado
además en el Centro de Historia y Civilización de Bizancio, Michel Stavrou, en un
lúcido estudio de la revista Contacts. Precisa este que Su Eminencia hubo de enfrentarse
en vida a insidiosas presiones de un poder turco resuelto a marginar a las minorías
cristianas que, en su diversidad, escapan a la depuración nacionalista de la Turquía
moderna. Chocó también, es cierto, contra la hostilidad de círculos fundamentalistas de
la Iglesia de Grecia, los cuales, llevados de un celo mal enfocado –¡lástima!–, denuncian
todavía hoy la apertura ecuménica de su santidad Atenágoras.
Pero no pudieron abatir la firme voluntad del intrépido Melitón, que actuaba siempre
al aire de la paz y la unidad cristianas, en fidelísima referencia al Evangelio, sin presión
de moda alguna. Hombre de profunda fe, supo saltar, cuando hizo falta, por encima de
las barreras del conservadurismo bien-pensante o del moralismo hipócrita, consecuente
con su divisa predilecta: «Dios no es el orden establecido. Él es aventura»[220]. Excelente
disponibilidad la suya para la adecuada exégesis de los signos de los tiempos, la propia
de un cabal apóstol de la unidad llamado, sí, hoy y siempre, Melitón de Calcedonia.
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BEATA TERESA DE CALCUTA
(1910-1997)
Agnes Gonxha Bojaxhiu, nombre de pila de la beata Teresa de Calcuta (1910-97)[221],
nació en Uskub, entonces parte del Imperio otomano y hoy Skopje, República de
Macedonia, el 26 de agosto de 1910. Pero solía considerar como fecha natalicia el 27 de
agosto, ya que ese día fue bautizada. Menor de los hijos del acomodado matrimonio
Nikollë (1878-1919) y Dranafile Bojaxhiu (1889-1972), su familia pertenecía a la
población albanesa proveniente de Kosovo y asentada en Shkodër. A los cinco años y
medio hizo su primera comunión, y desde entonces su fervor religioso no hizo sino
crecer y afinarse como una lira. En 1928 ingresó en las Hermanas de Nuestra Señora de
Loreto, Dublín, desde donde fue enviada a la India para el noviciado. Cambió su nombre
por el de Teresa en honor de Teresa Martin, canonizada un año antes como santa Teresa
de Lisieux.
Residente desde 1931 en Calcuta, profesó en el 37 y empezó a llamarse Teresa de
Calcuta, en cuyo Colegio Santa María enseñó por veinte años. El 10 de septiembre de
1946 recibe otra llamada de Dios para servir a los más pobres. Pío XII le concede en el
48 ejercer su apostolado como religiosa independiente y empieza a compartir su vida en
las calles de Calcuta con los más pobres, enfermos y hambrientos. Funda las Misioneras
de la Caridad, una de las instituciones caritativas para pobres y necesitados más grande
del mundo, cuyo inicial trabajo consiste en enseñar a leer a los niños pobres de la calle.
Su ayuda a leprosos data de 1950.
En 1965 Pablo VI autoriza que la Congregación rebase fronteras: se abren por doquier
centros de atención a leprosos, ancianos, ciegos y personas que padecen del SIDA, amén
de escuelas y orfanatos para pobres y niños abandonados. Llegan en cadena los
galardones: 1971: Premio Kennedy, y primer Premio Juan XXIII de la Paz (concedido
por Pablo VI); 1972: el Nehru; 1973: el Templeton; 1975: el Internacional Albert
Schweitzer; 1976: el Pacem in terris; 1978: el Balzan a la humanidad, paz y hermandad
entre los pueblos; 1979: el Orden del Libertador (Venezuela), y el Nobel de la Paz; 1985:
la Medalla Presidencial de la Libertad Estados Unidos; 1994: la Medalla de Oro del
Congreso (EE.UU.); y 1996: Ciudadana de honor de los EE.UU.
A los 87 de edad, aquella vida llena de méritos se apagó en Calcuta el 5 de septiembre
de 1997. Cerca de un millón de personas le dieron el último adiós en un solemne funeral
del que, sin embargo, fueron excluidos los más «pobres entre los pobres», a quienes
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había ella consagrado su vida durante medio siglo. Acudieron a la cita católicos,
budistas, musulmanes e hindúes en una muestra de acto interreligioso y de cumbre
multirracial: se permitió, de hecho, que sacerdotes y fieles católicos, musulmanes,
budistas, sijs, parsis e hindúes rezaran y elevaran plegarias por su alma. «La madre
Teresa de Calcuta –dijo Juan Pablo II en el mensaje leído por el Secretario de Estado,
Angelo Sodano– prendió una llama de amor [...]. El mundo necesita la luz de esa llama».
Enviado especial del Papa al funeral de aquel inolvidable 13 de septiembre de 1997 fue
el cardenal Simon Lourdusamy. El féretro descansaba sobre un estrado blanco cubierto
por la bandera tricolor india en el estadio Netaji de Calcuta, ante 15.000 personas,
adonde había llegado en lenta procesión desde la iglesia de Santo Tomás sobre la misma
cureña utilizada en las exequias del Mahatma Gandhi, en 1948, y de Jawaharlal Nehru,
en 1964.
Abarrotaban el recinto personalidades del mundo entero: reinas de Jordania, Bélgica y
España, esposa del Presidente estadounidense, Hillary Clinton, y la del Mandatario
francés, Bernadette Chirac. Los pobres y mendigos, sin embargo, ya digo, se lamentarían
luego de que no se les hubiera permitido la entrada. El arzobispo de Calcuta, Henry
D’Souza, declaró que la madre Teresa había dado al mundo un mensaje «del valor y la
dignidad humana». Y el de Bombay, Simón Pimento, leyó en inglés un texto del
evangelio según san Mateo, especialmente apropiado a la circunstancia. Tras la
ceremonia, de unas tres horas, el cadáver de la difunta fue conducido, de nuevo en
procesión y esta vez bajo la lluvia, hasta su última morada, lugar desde entonces de
incesantes y multitudinarias peregrinaciones[222].
1. Ecumenista del amor.
Las estadísticas informaron a su muerte que dejaba 4.000 Misioneras de la Caridad, y
comunidades repartidas en 610 fundaciones por 123 países del mundo. Su vida toda
estuvo presidida por la caridad, la consagración a Jesús y la alegría. El Papa y sus
biógrafos repitieron estas palabras suyas harto elocuentes: «De sangre soy albanesa. De
ciudadanía, hindú. En lo referente a la fe, soy una monja católica. Por mi vocación,
pertenezco al mundo. En lo que se refiere a mí, pertenezco totalmente al Corazón de
Jesús». Fue claro signo de los tiempos y pasó por el mundo, como Jesús, haciendo el
bien. «Hagamos juntos –era su lema– algo bello para el Señor». Más que sus palabras, en
realidad, llegaban al corazón su testimonio y sus actitudes. San Juan Pablo II la beatificó
el 19 de octubre de 2003[223].
La beata Teresa de Calcuta pertenece a todos y marca por doquier una vía de unidad.
Llegó a definirse como «un pequeño lápiz en la mano de Dios, con el cual el
Todopoderoso escribe su carta de amor al mundo». Nunca buscó sustraerse, pues, a su
divina voluntad. Quiso, en cambio, un día sí y otro también, reclinar su corazón en el
divino amor, sin fronteras ideológicas ni religiosas. Cuesta por eso admitir que siga
incomprendida de quienes rehúsan aceptar lo que supo ella combinar y complementar
maravillosamente de por vida. Leía el Evangelio, digámoslo abiertamente, sin notas al
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pie de página. El resultado, en consecuencia, no podía ser otro que dejar a la palabra de
Dios de protagonista principal en el alma. «Orando –solía decir ella–, Dios pone su
Amor en mi corazón, y así…». Así, claro es, nada hay que se resista.
Compromiso de caridad el suyo consistente en proporcionar –por lo menos– una
muerte digna a quienes ni eso quisiera darles el destino. Aspiraba sobre todo a ser un
granito de arena, como «una gota de agua en el océano; sin ella, el océano no está
completo». Eso dijo con sencillez respondiendo a un periodista que un buen día le soltó
esta impertinencia: «Madre, usted tiene ahora setenta años. Cuando muera, el mundo
será como antes. ¿Qué habrá cambiado después de tanta fatiga?». Madre Teresa hubiera
podido reaccionar justamente indignada, pero no. Lo hizo más bien con abierta sonrisa,
como si le hubieran dado un beso afectuosísimo: «Mire, ¡yo jamás he pensado poder
cambiar el mundo! Solo he buscado ser una gota de agua clara, en la que pueda brillar el
amor de Dios. ¿Le parece poco?». El periodista enmudeció. Pero la cosa no quedó ahí,
claro. Mientras se adensaban el silencio y la emoción en el entorno, retomó ella la
palabra y preguntó al atolondrado periodista: «Busque ser también usted una gota limpia
y así seremos dos. ¿Está casado?». «Sí, Madre». «Dígaselo entonces también a su esposa
y así seremos tres. ¿Tiene hijos?». «Tres hijos, Madre». «Pues dígaselo también a sus
hijos y así seremos seis…». Era, en fin –concluye el cardenal Comastri, que refiere la
anécdota–, como un límpido río de fe desembocando en actos de caridad: la fe, y
solamente la fe, estaba en la fuente de su obrar»[224].
Viene esto a cuento de que su ilusión era colaborar de forma visible y por el bien de
los creyentes a la unidad en la comunidad cristiana católica. Porque, pocos que somos en
la viña, ¿no sería mejor ir todos a una?[225]. El mismo Papa llamó a la religiosa
«inolvidable testigo de un amor hecho servicio concreto e incesante a los hermanos más
pobres y marginados. En el rostro de la miseria supo ella descubrir el de la Misericordia:
a Jesús, que desde lo alto de la Cruz implora: «Tengo sed». Amor el suyo muy concreto
y que tenía por destinatarios a hombres sin límites de raza o credo. En realidad, insisto,
la madre Teresa enseñó, con su vida más que con su palabra, el «ecumenismo del
amor»[226]. Así lo recordaba un anciano Juan Pablo II: «Esta religiosa universalmente
conocida como madre de los pobres, deja un ejemplo elocuente para todos, creyentes y
no creyentes. Nos deja el testimonio del amor de Dios que, acogido por ella, transformó
su vida en una entrega total a sus hermanos. Nos deja el testimonio de la contemplación,
que se hace amor, y del amor, que se hace contemplación. Las obras que realizó hablan
por sí mismas y manifiestan a los hombres de nuestro tiempo el alto significado de la
vida que, por desgracia, a menudo parece que se pierde»[227]. Al cerrar esta semblanza,
salta la noticia de que ha muerto en India la sucesora de Madre Teresa, hermana
Nirmala[228].
2. Vivía con Cristo y para Cristo.
Gran hoguera de amor la de su vida interior. Lo prueba magníficamente la oración
Irradiar a Cristo del beato Newman, otro gran apóstol de la unidad, que ella rezaba con
87
frecuencia y que mandó rezar a sus Misioneras:
«Jesús mío, ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que yo vaya, inunda mi alma de tu Espíritu y tu Vida;
penetra en todo mi ser y toma posesión de tal manera, que mi vida no sea en adelante sino una irradiación de la
tuya. Quédate en mi corazón con una unión tan íntima, que las almas que tengan contacto con la mía, puedan
sentir en mí tu presencia y que, al mirarme, olviden que yo existo y no piensen sino en ti. Quédate conmigo.
Así podré convertirme en luz para los otros. Esa luz, oh Jesús, vendrá de ti; ni uno solo de sus rayos será mío:
yo te serviré apenas de instrumento para que tú ilumines a las almas a través de mí. Déjame alabarte en la
forma que es más agradable, llevando mi lámpara encendida para disipar las sombras en el camino de otras
almas. Déjame predicar tu Nombre con palabra o sin ellas… con mi ejemplo, con la fuerza de tu atracción, con
la sobrenatural influencia evidentemente del amor que mi corazón siente por ti»[229].
Católicos de medio mundo pidieron durante el undécimo aniversario de su muerte paz
para la India, zarandeada esos días de violencia contra los cristianos. La Iglesia italiana
le rindió tributo con una jornada de oración y ayuno por los fieles indios, quienes habían
sufrido en las últimas semanas ataques de extremistas del credo hindú, los cuales, en la
región de Orissa, desataron una brutal persecución religiosa, incluidos saqueos y quema
de instituciones cristianas además de conversiones forzadas. Miles de peregrinos se
llegaron hasta la tumba organizando un encuentro de oración por la paz, en el que las
religiosas, junto a otros fieles católicos y también fieles de religión hindú, no cesaron de
invocar la intercesión de madre Teresa «para que el amor triunfe sobre el odio, y puedan
volver a reinar la justicia y la paz»[230].
La beata Teresa de Calcuta vivió en la India, donde el nivel de pobreza llega al
extremo de hombres muriendo en las calles. Por allí pululan muchísimas religiones y el
grupo católico es realmente muy pequeño. Ella recogía a todos, de todos se ocupaba
cuanto podía, en todos veía a Jesucristo sufriendo y a todos brindaba inmenso amor. Por
eso mismo, cuando murió se concitaron junto a ella gentes de un sinfín de razas y
religiones y todos supieron llorarla con inconsolable cariño y muestras de sincero dolor.
Habían encontrado en su débil cuerpo un alma de gigante, un ser extraordinario, de esos
cuyo molde –según suele decirse– parece que se hubiera roto al nacer: capaz de amar sin
fronteras ni condicionamientos de raza o religión, y de vivir con los más pobres entre los
pobres siempre en la verdad, porque ella vivía con Cristo y para Cristo. ¿Se puede pedir
más? Sí: que así ocurra con el ecumenismo. Porque eso es justamente el ecumenismo. La
palabra «ecuménico» no es un adjetivo despectivo como algunos suponen por
ignorancia. Al contrario, el esfuerzo por abrirse a las Iglesias de los hermanos acatólicos
buscando intensificar lo que nos une y no hurgar en cuanto nos separa, es algo querido y
buscado por todo buen católico. Se dice a menudo que Dios es verdad y es amor. Madre
Teresa demostró con su vida que también es unidad. Más todavía: que en la caridad están
la verdad y la unidad juntas. O mejor aún, que los tres conceptos –verdad, amor y
unidad– se reclaman. El más agradable rostro del ecumenismo, en suma, es la caridad.
De ahí que hacerse caridad equivalga a engolfarse en la unidad. Y que todo ello no
exima de dificultades.
Su beatificación congregó en Roma a delegaciones de católicos, ortodoxos y
musulmanes. Idéntico sentimiento de alegría compartieron los líderes religiosos
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albaneses presentes en el acto. Jefes religiosos provenientes de Albania, responsables de
la comunidad católica, ortodoxa y musulmana, participaron en la ceremonia en una visita
concertada con el Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso. Formaron parte de la
delegación monseñor Angelo Massafra, obispo de Scutari, y monseñor Dode Gjergji,
secretario de la Conferencia episcopal albanesa y responsable de la Comisión para el
diálogo interreligioso. Reshat Bardhi, jefe de la confraternidad musulmana Bektashi,
presente en Turquía y Albania, reconoció ante la agencia Fides:
«Estamos muy contentos de haber participado en esta solemne celebración. La madre Teresa es una hija de
Albania, pero ahora pertenece a todo el mundo. Ha obtenido el título que merecía y es un gran honor para
nosotros que le haya sido reconocido. Lo agradezco de corazón al papa Wojtyla».
3. Icono de la caridad y de la compasión.
En el libro Madre Teresa, Ven, sé mi luz, luce un retrato íntimo de su alma. El
canadiense Brian Kolodiejchuck, MC, postulador para la causa de canonización y actual
director del Centro Madre Teresa de Calcuta, la conoció en 1977 y con ella colaboró
hasta su muerte en 1997. Ha sabido captar las profundidades de aquella vida interior,
vista desde sí misma. «Si alguna vez llego a ser santa –seguramente seré una santa de la
oscuridad [continuamente ausente del Cielo]–, será para encender la luz de aquellos que
en la tierra están en la oscuridad», solía ella decir. Icono de la caridad y de la compasión,
poco se conocía de su fervor íntimo, y sobre todo de sus luchas internas. Este libro
recoge las cartas –en su mayoría inéditas– que escribió a sus más cercanos confidentes
durante sesenta años. Por ellas el lector podrá asomarse a la desolación de sentirse
rechazada por Dios y a las reflexiones acerca de su propio cometido en esta vida.
Publicado para coincidir con el décimo aniversario de su muerte, este libro es el más
vivo retrato de la madre Teresa de Calcuta, cuya vida y trabajo siguen admirando y
ensalzando millones y millones de personas[231].
Apena por eso saber que también esta vez, por no faltar a la cita las mentes obtusas,
ha cundido el despropósito de tergiversar sus pruebas interiores, conocidas a raíz de la
publicación de las cartas. Como si los santos, precisamente por tales, fueran inmunes a la
sequedad espiritual de la «noche oscura». Es lo cierto, nótese bien, que dicha oscuridad
interior dio pie a que millones de pobres pudieran salir de sus tugurios y ver el lado
menos oscuro de la vida. El heroísmo de aquella bendita mujer logró que aprendieran a
usar el tenedor. Y es que Dios visita a sus mejores hijos con la cruz, es cierto, pero esa
cruz acaba siempre, gracias a la caridad, irradiando sin cesar y por doquier luz pascual,
la misma precisamente que los ecumenistas necesitan, la que mistéricamente provoca
que la unidad de la Iglesia resulte luminosa y, por ende, alegre de puro sublime[232].
Entre los ilustres Apóstoles de la unidad de este libro brillan con luz propia cuatro
mujeres excepcionales: la beata María Gabriela, la venerable Chiara Lubich, la beata
Teresa de Calcuta –se dice que santa en el 2016– y sor Minke de Vries. Quehacer
ecuménico sublime y paradigmático el de las cuatro, ciertamente, aunque cada una lo
ejerciese a su manera. El ecumenismo, no obstante, resplandece en la que recorrió las
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calles de Calcuta con especial reclamo interreligioso. Diríase que no arranca
directamente del Ut unum sint, sino que deriva reflejo y fluye raudo por las cristalinas
aguas del Deus caritas est. Esta pequeña gran mujer irradiaba ella sola todo el esplendor
de las cumbres interreligiosas de Asís. Agnes Gonxha Bojaxhiu –en albanés «gonxha»
significa «capullo de rosa» o «pequeña flor»– inunda hoy de fragancia ecuménica los
cuadrantes del orbe desde su florido jardín de la caridad.
Un exponente de la comunidad musulmana, miembro de la delegación, añadió por su
parte: «Es un gran día para toda Albania. El evento ha servido para reunir a delegaciones
de líderes religiosos católicos, ortodoxos y musulmanes y animar las relaciones de
comunión. Esto nos da mucha alegría. Hemos apreciado mucho las palabras del Papa.
Estar aquí es muy importante. La madre Teresa nos enseña el respeto, el amor, el
servicio y el sacrificio hacia el prójimo. Es para todos nosotros un gran ejemplo; nos
muestra cómo dedicar la vida a Dios y al servicio de los hermanos. Agradecemos a la
Iglesia católica que nos haya invitado». En cuanto al líder de la Iglesia ortodoxa
albanesa, Joan Pelushi, constató que «la beatificación ha sido un gran evento para
Albania. Esperamos que no se quede solo en la ceremonia, sino que haya una reflexión
profunda que reúna a las comunidades religiosas y nos enseñe a amarnos más los unos a
los otros. De la pequeña religiosa albanesa, que es nuestro orgullo, queremos aprender a
trabajar por el diálogo, la tolerancia, el respeto para servir a la humanidad». Monseñor
Robert Sarah, secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos,
manifestó finalmente su deseo de que la beatificación «traiga grandes bendiciones para
Albania y sirva para mejorar cada vez más las relaciones islámico-cristianas»[233].
Verdadero plebiscito, como se ve, de fraternidad ecuménica hecha luz de incesante vida.
4. Incansable bienhechora de la humanidad.
Juan Pablo II invitó a toda la Iglesia, en la mañana de aquel domingo de la
beatificación en la plaza de San Pedro, a entonar alabanzas a esta pequeña mujer
enamorada de Dios, a la humilde mensajera del Evangelio e incansable bienhechora de la
humanidad, a la madre Teresa de Calcuta. «La misión evangelizadora de la Iglesia pasa
por medio de la caridad»: era el mensaje central de su vida. En esta jornada misionera la
beata albanesa se convertía de este modo en «emblema del estilo misionero de la
Iglesia». Una solemne celebración litúrgica para subir al honor de los altares a la gran
sierva de los pobres: «a la madre de los pobres».
La homilía, que fue leída por el sustituto de la Secretaría de Estado, Leonardo Sandri,
y por el arzobispo de Calcuta, Lucas Sirkar, estuvo centrada en el itinerario de madre
Teresa hacia la santidad. «Un itinerario de amor, entrega y servicio –tenía en ella escrito
el Papa– que da la vuelta a toda lógica humana: ¡Ser el siervo de todos! Siguiendo el
camino que el mismo Jesucristo recorrió hasta la Cruz». «Por esta lógica –proseguía más
adelante– se ha dejado conducir la madre Teresa de Calcuta, que tengo hoy el gozo de
inscribir en el libro de los beatos. Estoy personalmente agradecido a esta mujer atrevida,
que he sentido siempre junto a mí. Icono del buen Samaritano, ella iba a todas partes
90
para servir a Cristo, en los más pobres entre los pobres. Ni tan siquiera los conflictos y
las guerras lograron pararla». El santo Padre explicó que de vez en cuando la madre
Teresa vino a hablarle de sus experiencias al servicio de los valores evangélicos. Y
recordó con emoción lo que le dijo, por ejemplo, recibiendo el Nobel de la paz en 1979:
«Si oís que alguna mujer no quiere tener a su criatura y desea abortar, tratad de
convencerla para que me traiga el recién nacido. Yo lo querré, viendo en él el signo del
amor de Dios».
En la entrega total de sí misma a Dios y al prójimo, madre Teresa encontró su más
grande cumplimiento y vivió así las cualidades de su feminidad. Quiso ella ser «un signo
del amor de Dios, de la presencia de Dios, de la compasión de Dios, y así nos recuerda
todo el valor y la dignidad de cada una de las criaturas de Dios, creadas para amar y ser
amadas». La madre Teresa ha compartido la pasión del Crucificado, de modo especial
durante los largos años de «oscuridad interior». Le gustaba repetir que la pobreza más
grande es no ser deseados, no tener a nadie que se cuide de ti. «Honramos en ella,
humilde mensajera del Evangelio e incansable bienhechora de la humanidad, una de las
personalidades más relevantes de nuestra época».
Después de recitar la oración mariana y al final de la celebración, los 2.000 pobres
que habían acudido al rito litúrgico junto a las religiosas de madre Teresa de Calcuta,
fueron invitados –¡esta vez sí!–, al Aula Pablo VI para un almuerzo, ofrecido por el
santo Padre con motivo de esta beatificación. Beatificación que se convirtió en la 1.314
de Juan Pablo II durante sus –¡hasta entonces!– 25 años de pontificado. A pesar del
cansancio por su avanzada edad y a causa de sus achaques, quiso todavía saludar durante
breves minutos a algunas de las personalidades asistentes al acto: entre ellas, a la Reina
Fabiola de Bélgica y al presidente de Albania. La representación española estuvo
encabezada por el ministro Michavila.
Entre las decenas de delegaciones presentes en la beatificación de la madre Teresa se
encontraba también –merece la pena subrayarlo de nuevo– un par de representaciones
musulmanas: la Comunidad sunnita de Albania y la comunidad musulmana de
Bectascian, también de Albania, patria de la nueva beata. Acudieron asimismo y
estuvieron presentes una delegación de la Iglesia ortodoxa albanesa y otra de la Iglesia
católica de Albania. Tampoco se perdió la cita el hermano Roger de Taizé, gran amigo
de la nueva beata. La misa de Juan Pablo II fue retransmitida a 48 países por 77
televisiones de todo el mundo. Se esperaba la asistencia a la ceremonia litúrgica de miles
de fieles de los cinco continentes, en uno de los eventos más multitudinarios de la era
moderna en el Vaticano, y lo cierto es que la realidad no defraudó. Prueba del
profundísimo afecto que Juan Pablo II nutría por esta ecumenista de la caridad es su
deseo de haber hecho coincidir la beatificación con las celebraciones de sus 25 años de
pontificado[234]. Fue el más claro ejemplo de que tampoco la caridad y el ecumenismo
juntos conocen fronteras.
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NIKODIM DE LENINGRADO
(1929-1978)
Boris Ghéorguiévitch Rotov nace en la Rusia bolchevique de 1929. A los quince años
abraza la fe cristiana, y a los dieciocho se hace monje ortodoxo con el nombre de
Nikodim, en homenaje al gran magistrado judío Nicodemo que se llegó hasta Jesús «de
noche» (Jn 3,1-36). Ordenado sacerdote dos años después, acaba en 1955 unos estudios
por correspondencia con la Academia Eclesiástica de Leningrado. En vista de lo cual, y
ya que la tesina versaba sobre La historia de la Misión rusa de Jerusalén, se le
encomienda la directa responsabilidad de la presencia ruso-ortodoxa en la Ciudad Santa,
adonde marcha el 25 de febrero del 56. Allí precisamente le sorprende en la tarde del 28
de octubre del 58 el repique de campanas de los templos católicos de la ciudad. Apenas
enciende el transistor, se entera de la noticia: en Roma, el cardenal Canali acaba de
anunciar al mundo que el cardenal Roncalli, patriarca de Venecia, es nuevo papa de la
Iglesia católica y se llamará Juan XXIII, personaje sobre quien, años más tarde, tiempos
ya de Pablo VI, va a centrar él su tesis doctoral. Reclamado de Moscú en 1959, asume en
marzo de ese mismo año la jefatura de la Cancillería patriarcal y la vicepresidencia del
Departamento para las relaciones con el exterior[235].
Entre 1960 y 1975 llegan los nombramientos más salientes de su fulgurante carrera
eclesiástica. Así, el 31 de mayo del 60 asume la presidencia del citado departamento y es
consagrado obispo de Podolie. Transferido como arzobispo a Iaroslav el 16 de marzo del
61, entra a formar parte de los miembros permanentes del Santo Sínodo. El 3 de agosto
del 63 se le encomienda presidir la recién nombrada Comisión Sinodal para la unidad de
los cristianos, con el título adjunto de metropolita de Minks y de la Rusia Blanca. Dos
meses más tarde, a dichas responsabilidades vienen a sumarse las de metropolita de
Leningrado y, a partir del 74, también la de exarca para Europa occidental. Desde 1975
en adelante, será copresidente del CEI.
Sus contactos con Roma, comprendidas las visitas a Pablo VI, quien llegó a permitirle
celebrar en el altar de la Confesión de la basílica de San Pedro [con harto escándalo de
no pocos monseñores de la Curia], explican que hiciera caso omiso de los médicos
cuando estos, en vista de su delicada salud, le recomendaron abstenerse de viajes. Él, en
cambio, resolvió por su cuenta y riesgo tomar el avión para asistir en Roma a las
exequias del papa Montini, su amigo. Concluidas las cuales, optó por aguardar a que
eligieran al sucesor y tener con él una primera audiencia. En Via Cavalletti primero y en
el Russicum luego, aprovechó para llegarse a Turín y venerar allí la Sábana Santa.
92
Pero su maltrecho corazón, cansado de infartos, dejó de latir aquella mañana del 5 de
septiembre de 1978 mientras conversaba con Juan Pablo I ante el cardenal Willebrands y
el jesuita Miguel Arranz. Había sabido compaginar riqueza e intuición de ideas, tan
necesarias en la Iglesia, con firmeza y perseverancia en su puesta a punto. Venciendo
dificultades, prosiguió en el aperturismo eclesial con su célebre intransigencia frente al
tradicionalismo, que le hacía la guerra sorda por dentro y por fuera. Los contactos
exteriores revestían especial interés en aquella época de persecuciones. A él le valieron,
por de pronto, para impedir a las autoridades –o por lo menos ponérselo difícil– el cierre
o destrucción de iglesias y monasterios. Es más: consiguió nombrar a un buen número de
jóvenes obispos para las cátedras extranjeras, favoreciendo así el rejuvenecimiento y la
libertad del episcopado ruso ortodoxo.
Nadie podía prever que la muerte repentina en aquella fría mañana acabaría de allí a
poco llevándose también por delante al papa Luciani. Frenéticos momentos aquellos, que
pillaron a más de un católico con el pie cambiado: la confidencia pontificia al abrir la
audiencia general del miércoles siguiente, por ejemplo, no acabó recogida en AAS. Y las
mismas horas de capilla ardiente en la Parroquia de Santa Ana, dentro del Vaticano,
provocaron en más de un ecumenista católico de pacotilla declaraciones capaces de
ruborizar al más templado. Pusieron con ello de relieve que ciertos ecumenismos del
Vaticano II, mal digeridos, aún no estaban hechos a tales emergencias.
1. «Hombre de corazón universal».
Juan Pablo I, de todos modos, sí dio la talla, desde su definición del momento
–«devoto servidor de su Iglesia y artífice del estrechamiento de relaciones entre nuestras
Iglesias»– hasta las breves palabras en la audiencia del miércoles siguiente:
«Hace dos días ha muerto entre mis brazos el metropolita Nikodim de Leningrado. Estaba yo respondiendo a
su saludo. Os aseguro que jamás en mi vida había escuchado palabras tan bellas sobre la Iglesia como las
pronunciadas por él. No puedo repetirlas; es un secreto. Verdaderamente quedé impresionado: ¡Ortodoxo, pero
cómo ha amado a la Iglesia! Y creo que ha debido sufrir mucho por la Iglesia, haciendo muchísimo por la
unión»[236].
Fina, la definición del hermano Roger: «Hombre de corazón universal». Y la de su
amigo del alma, padre Arrupe, por Radio Vaticano, tampoco le fue a la zaga: «Tenía una
profunda fe religiosa y yo lo veía verdaderamente como un hombre de Dios; era un
verdadero pastor y también un amante de Dios, de Cristo y de la Virgen». El
comunicado del SUC salió con el sello inconfundible del cardenal Willebrands: «El
difunto metropolita Nikodim ha mantenido estrechas relaciones con este Secretariado, al
objeto de intensificar los contactos entre la Iglesia católica y la ruso-ortodoxa. El envío
de observadores al concilio Vaticano II en 1962 y la primera visita del Metropolita a
Roma en 1963 han dado luz verde a frecuentes contactos entre las dos Iglesias y al inicio
de los coloquios teológicos que desde 1967 prosiguen todavía hoy en medida siempre
creciente. Se interesó siempre y de muchos modos por la renovación interna de la Iglesia
católica. Se las ingenió para presentarla de modo inteligible a su Iglesia y, al mismo
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tiempo, se esforzó por entreabrir a los católicos la riqueza de la vida religiosa de la
Iglesia ortodoxa en Rusia. Hallamos siempre en él al hombre consagrado enteramente al
servicio de su Iglesia y de su pueblo, fiel a las tradiciones más auténticas, pero abierto
también al esfuerzo por un conocimiento más profundo de la revelación cristiana, con el
fin de prestar una válida contribución a la total unificación de las Iglesias»[237].
Pocos casos se habrán dado como el suyo: defender, ya de metropolita –equivalente a
cardenal en la Iglesia católica–, una tesis doctoral de tema genuinamente ecuménico. Por
otra parte, el personaje estudiado, Juan XXIII, era todo lo simpático que se quiera, sí,
pero, en sus circunstancias, incómodo para una tesis doctoral. De hecho, el manuscrito
ruso no pudo entonces ver la luz. Nikodim solo llegó a manejar las pruebas de la edición
alemana, de la que luego saldría la versión italiana: «Uno scomodo ottimista. Giovanni
XXIII», cuya larga introducción firman el cardenal Franz König y el padre Robert Hotz,
SJ. Afirma justamente König que «el libro de un obispo ruso-ortodoxo sobre un Papa de
la Iglesia romana, escrito con tanto calor, con tanto amor, con tanta penetración, incluso
pocos años antes hubiera sido impensable».
El carismático Nikodim pudo conseguirlo a cambio, eso sí, de sufrir el veto para
patriarca de Moscú y de todas las Rusias y de aguantar presiones del Régimen soviético,
una de las causas, sin duda, de su primer infarto allá en 1972. Hoy, no obstante, la crema
de la jerarquía ortodoxa rusa está mayormente compuesta de obispos nikodimianos,
empezando por el propio patriarca Kirill. Quien esto escribe recuerda todavía su visita al
Monasterio Uspenskij, en Via della Pisana (fundación de monjas católicas italianas y
rusas de rito oriental a iniciativa del cardenal Tisserant), y su conversación con sor María
Donadeo, la especialista en los iconos[238].
Tuve en mis manos el manuscrito de estudios teológicos allí dejado a la monja por el
Metropolita, y escuché esta confidencia suya memorable: «El metropolita Nikodim solía
visitarnos cuando pasaba por Roma y, dentro de este pequeño iconostasio que usted ve,
celebraba la Divina Liturgia. Le diré más: ¿Observa usted desde esta ventana el pequeño
repecho de subida al monasterio? Pues bien, allí, junto a Via della Pisana solían verse
aparcados, casi siempre que él estaba con nosotras, dos coches negros. Él ya ni se curaba
de ello. Pero recuerdo que en cierta ocasión nos aclaró que se trataba de agentes del
KGB, los cuales no le dejaban ni a sol ni a sombra cuantas veces salía de la Unión
Soviética». La gran inteligencia de Nikodim, sin embargo, solía librar más que airosa de
estos molestos lances. De hecho, burlando la vigilancia, logró sacar el manuscrito de la
tesis para que Herder lo imprimiese en alemán.
2. «Mi vida toda entera pertenece a la Iglesia». En el número 11 del Messager de
l’Église orthodoxe russe (sept.-oct. 2008), dedicado a evocar su figura a los treinta años
de su muerte, el patriarca Kirill colabora con un artículo cuyo solo epígrafe delata cuánto
sigue amando, a fecha de hoy, el otrora secretario a su maestro y cuánto amaba su
añorado maestro a la Iglesia. El título reza: «Ma vie toute entière appartient à l’Église».
Sinfonía, la de estas palabras en francés, muy similar a la de las italianas que el también
llorado Juan Pablo I pronunció en la audiencia general del miércoles siguiente a la
muerte del jerarca ruso, y que tanto dieron que hablar entonces y luego, el tiempo
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andando.
Estamos, valga insistir, ante una de esas historias que, envueltas de curiosidad y
misterio, nunca terminan de ocultarse por el dorado poniente de los recuerdos vivos.
Aquellas palabras, por de pronto, fueron improvisadas, es cierto, pero salieron con la
sencillez de la confidencia, con el encanto de la novedad y con la hermosura del estilo
catequético tan propio del llorado Papa de la sonrisa. Interesante hubiera sido que,
armándose de valor –empezaba entonces su pontificado y eso lo explica todo–, Juan
Pablo I hubiese optado por desvelar aquella deliciosa confidencia eclesiológica, aquel
desahogo de un Nikodim emocionado y gozoso, momentos antes de partir hacia la casa
del Padre.
Horas después tendría tiempo de referir algo, al menos, al primo del difunto, el
metropolita Juvenaly de Krutitsy y Kolomna, expresamente llegado con su séquito desde
Moscú para recoger el cadáver. Entre los componentes de aquella delegación estaba el
entonces joven arzobispo de Wyborg y rector de la Academia Teológica de Leningrado,
es decir, Kirill, el actual patriarca de Moscú[239]. Las razones para incorporarse a la
delegación eran más que sobradas: el difunto le había conferido el 3 de abril de 1969 la
tonsura con el nombre monástico de Kirill (Cirilo), en homenaje al apóstol y
evangelizador de los pueblos eslavos; y el 7 de abril, el diaconado; y el 1 de junio del 69
la ordenación de presbítero. Secretario personal suyo desde el 30 de agosto del 70, como
profesor en la Academia y junto a su amado maestro dedicó entonces gran parte del
tiempo a la actividad exterior del patriarcado de Moscú[240].
Los años de Nikodim al frente del Departamento coinciden, de puertas adentro, con
los de Kruschev, un Kruschev que llegaría a felicitar a Juan XXIII accediendo incluso a
su petición de excarcelar y devolverle la libertad al metropolita y más tarde cardenal
Josyf Slipyj, rocambolesca operación aquella en la que jugó un decisivo papel el propio
Nikodim[241]; y, de puertas afuera, con los años del Vaticano II, los primeros pasos del
SUC, el envío de observadores rusos al Concilio, la defensa de la tesis doctoral del
propio Nikodim, y la entrada de la Iglesia ortodoxa rusa en el CEI: durante su gestión al
frente del Departamento fueron celebradas las asambleas generales de Nueva Delhi
(1961) y Uppsala (1968). Con Nikodim, en suma, el citado organismo ganó muchos
enteros y funcionó a buen ritmo y por aquellos años llegó a ser, sin duda, el rostro
amable de la Iglesia ortodoxa rusa y de su patriarca Alexis I en el mundo exterior.
Los esfuerzos unionistas de Nikodim estuvieron, en definitiva, estrechamente ligados
a la actividad ecuménica de la Iglesia ortodoxa rusa de su tiempo. De ahí que su muerte
hiciera temerse al principio lo peor, no solo a causa del Gobierno soviético, sino también
de sectores en la misma Iglesia ortodoxa rusa reticentes a tanta apertura. Hubo quienes se
preguntaron incluso si Nikodim no habría estado equivocado desde el principio al
marcarse metas punto menos que utópicas. Porque llegó a nombrar profesor en la
Academia Teológica de Leningrado al citado padre Miguel Arranz, su intérprete en
Italia, y más de una vez invitó al cardenal Willebrands a bendecir con él a sus fieles
ortodoxos rusos. El curso de relaciones así con Roma hizo vacilar a muchos seguidores,
que vieron cómo los tiempos dorados de Pablo VI se desvanecían con Juan Pablo II,
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cuya actitud no entendió bien Alexis II. Menos mal que las aguas volvieron a su cauce
con Benedicto XVI y el antiguo secretario nikodimiano Kirill. Los partidarios de nuestro
difunto Metropolita ocupan hoy, insisto, puestos directivos relevantes en la Iglesia
ortodoxa rusa. Obsérvese que el nikodimismo sigue abierto a la investigación y
menesteroso de claridad en puntos aún por estudiar. Pero ahí sigue, sugeridor y
deslumbrante.
3. Su ecumenismo.
El inicio de la apertura ecuménica de la Iglesia ortodoxa rusa tiene fecha fija: el 21 de
junio de 1960. Aquel día el jovencísimo Nikodim –tenía 31 años– fue llamado a sustituir
al metropolita Nicolás Krutitsy, superior suyo en calidad de presidente del Departamento
para las relaciones exteriores del Patriarcado de Moscú[242]. En brevísimo tiempo el nuevo
timonel sacó la navecilla de la Iglesia ortodoxa rusa a mar abierta del ecumenismo. El
cardenal Willebrands, que acompañó en todo momento a la delegación venida de Moscú
y viajó con el cadáver, dijo en su discurso del funeral en Leningrado que «fue su amor a
Cristo y a la Iglesia lo que lo empujó a la unidad».
Sus escritos, y esta es otra, revelan que su pensamiento ecuménico pasa por una
verdadera conversión a Cristo y a la Iglesia. Una auténtica conversión, por tanto,
consiente superar los factores que parecen constituir la base más profunda de la fractura.
División que, según nuestro ilustre personaje, tuvo dos causas decisivas: la
desobediencia a la verdad y la insuficiencia del amor. De esta suerte, sale también, en
consecuencia, que para restablecer la unidad de la Iglesia es asimismo preciso que se
den, ante todo, dos cosas: la obediencia a la verdad y el sincero amor fraterno (cf Ef
4,15).
Digamos en resumen que la unión eclesial entre Oriente y Occidente es posible, y lo
es porque, pese a eventuales disensos, la Iglesia oriental y la occidental continúan siendo
miembros de la única Iglesia invisible de Cristo. El tan cacareado retorno, pues, no
significaba para Nikodim la vía del retorno de una Iglesia a otra (el ecumenismo,
digamos, de defensa o de rendición), ya recorrida en el pasado y revelada deficiente, sino
que era sobremanera un reclamo al ecumenismo en cuanto búsqueda activa de la base de
la fe común, que conduce a un encuentro de comunión entre el Oriente y el Occidente.
No hay por qué temer al ecumenismo, pues, ya que no existe en él contraste entre el
camino ecuménico y la fidelidad de cada Iglesia a sí misma. Se trata de caminar juntos
hacia un reconocimiento mutuo, cuyo proceso puede ser facilitado por doble vía, esto es:
1) eliminación de inexactitudes terminológicas; 2) atenta delimitación entre dogmas
universales, obligatorios, necesarios, y las otras verdades de la enseñanza de la fe,
relativas a la serie de verdades dudosas. Es decir, se hace necesario distinguir bien entre
dogmas y opiniones teológicas discordes, fruto acaso de la debilidad del entendimiento
humano.
De ahí la importancia del diálogo teológico, que deberá realizarse en clima de
fraterno amor. Se le atribuye, por eso, a Nikodim este juicio a menudo repetido en
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encuentros o entrevistas con representantes de la Iglesia católica romana: «La mayor
parte del pueblo ruso no acepta el restablecimiento de la unión de la Iglesia, porque no
conoce a la Iglesia católica […]. Haceos, pues conocer, y haceos amar». Esta actitud de
apertura y de superación de los prejuicios del pasado halló su expresión práctica no solo
en varios discursos del Metropolita, sino sobre todo en los numerosos contactos
ecuménicos por él mantenidos a diestro y siniestro y por doquier.
Este fue justamente el motivo más profundo de sus numerosas visitas y encuentros
con jefes y representantes de las otras Iglesias. La actividad ecuménica de Nikodim halló
su inspiración en el ideal de una única Iglesia universal del Oriente y del Occidente. El
restablecimiento de la unidad cristiana no significaba para él solamente un
reacercamiento entre las Iglesias, como gozoso resultado de una cualquier «política de
distensión», sino que implicaba sobremanera un vínculo mucho más exigente que pasa
por la cristología; en suma: una más radical y comprometida unión de todos, en Cristo,
Dios-Hombre.
A su entender, pues, el único camino adecuado para entrar en el misterio de la unidad
pasa necesariamente por una auténtica conversión a Cristo, pero conversión a la vez
personal y comunitaria. Justamente esta «segunda conversión» personal fue lo que
nuestro bienamado Nikodim experimentó. A ella seguirá, en su caso, un compromiso
hacia la reconciliación conjunta del pueblo cristiano. Los escritos del prematuramente
desaparecido metropolita de Leningrado permiten comprobar la excelente aportación de
la Iglesia ortodoxa rusa a la causa del ecumenismo.
4. Promotor de la unidad de la Iglesia.
No tardó el inolvidable eclesiástico ruso pronto desaparecido en comprender que la
unidad cristiana querida por Cristo y refleja en el Ut unum sint (Jn 17,21) ha sido a
menudo lacerada en la historia por lamentables disensos y divisiones. Lo que no fue ni
deja de ser, a fin de cuentas, sino un pecado, como lo es también el no hacer algo por
superar la división, ya que semejante postura significa resignarse a tal orden de cosas,
que nunca deja de ser anómalo. Es por tanto preciso tomar en serio la voluntad del Señor
y apostar por el restablecimiento de la unidad. Más aún, si el pecado engendró las
divisiones, solo una conversión interior permitirá pasar de una situación de pecado y
desorden a una nueva condición de comunión con Dios y conformidad a su voluntad. La
unión de los cristianos, en consecuencia, puede ser llevada, según Nikodim, a su visible
plenitud solo mediante profunda conversión, personal y comunitaria, a Cristo y a la fe
evangélica.
Era, por otra parte, nuestro Metropolita sabedor también de que el problema de la
unidad eclesial no atañe solo a expertos, sino a todos los cristianos, comprendidos hasta
los ignorantes. Y también se mostraba contrario, desde luego, a toda unidad impuesta
desde arriba. Debe más bien resultar de un descubrimiento libre del pueblo cristiano.
Unidad a descubrir por la exigente senda de la caridad vivida y del conocimiento mutuo.
De ahí que tratase de promover, más allá de las otras Iglesias, un espíritu ecuménico
dentro de la misma Iglesia ortodoxa rusa, sin cuyo concurso el pueblo cristiano habría
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encontrado difícil aceptar los resultados positivos en los diversos diálogos. Nikodim
atribuyó siempre una función decisiva de obispos y sacerdotes en el quehacer de educar
ecuménicamente a los cristianos.
Otra línea pastoral nikodimiana es la relativa a la unidad de la Iglesia y su misión,
entre ecumenismo y evangelización. A su juicio las divisiones son un hecho que no solo
contradice abiertamente a la voluntad de Cristo, sino que también impide a la Iglesia
asumir su misión de servicio en favor de la humanidad y acaba minando en parte la
autoridad moral del cristianismo. Es más, esta situación de las divisiones, de no ser
superada, acabará con el tiempo por correr el peligro de agravarse más y más. De ahí la
urgencia por trabajar en la solución de este problema.
Tampoco se ha de pasar por alto, en fin, su metodología ecuménica, la cual consiste
en una búsqueda colectiva de la unidad o, si se prefiere, en el principio de la unicidad del
movimiento ecuménico. Hubo en el pasado, es cierto, uniones parciales que la historia se
encargaría luego de ver poco fecundas para el restablecimiento total de la unidad entre
Oriente y Occidente. La nueva prospectiva del diálogo ecuménico alcanzada por el
ecumenismo mundial, que buscó la recomposición de la unidad en el ámbito de un solo
movimiento ecuménico, y tuvo presente la situación panortodoxa, encontró sitio
también, y relevante por cierto, en el programa ecuménico de Nikodim. Era sin duda
sabedor de que esto, a veces, no hacía sino retardar las relaciones, hacerlas más lentas
incluso, pero, a la vez, parecía estar plenamente convencido de que fuera este el único
método, o al menos el mejor, para restablecer la unidad de los cristianos y evitar así las
consecuencias negativas del pasado. Y era consciente asimismo de que, a pesar de los
esfuerzos emprendidos, el restablecimiento de la plena unidad de la Iglesia de Cristo es
cometido difícil que se podrá conseguir solo con ayuda de Dios. De ahí que, en todo su
programa ecuménico, él atribuyese un rol importante a la oración común por la unidad
de los cristianos. En tal orden de cosas, y a pesar de las dificultades, consiguió conservar
gran entusiasmo y optimismo. Su apuesta era la gracia.
En julio de 1990 me honré en presidir un viaje ecuménico a Leningrado, hoy San
Petersburgo. Nos cupo la suerte de visitar el cementerio donde reposan los restos del
Metropolita y elevar cánticos ante su tumba, más bien humilde, sencilla, rodeada de otras
muchas de monjes. Quien nos atendió, padre Boris, profesor de catequesis y vicario
encargado del culto en la iglesia de la gran Laura, explicó que debía su sacerdocio a la
diligencia pastoral del personaje allí enterrado, el cual no tuvo reparo –y está ya dicho
cómo andaba de salud…– en hacerse un viaje en tren desde Moscú a Leningrado para
intentar convencer a las autoridades soviéticas, opuestas a la ordenación[243]. Su
ecumenismo, en resumen, fue total, muy digno de apoyo y seguimiento. Como su
corazón… Por eso Nikodim quedará para siempre inscrito con letras de oro en el gran
libro de los mejores Apóstoles de la unidad.
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SOR MINKE DE VRIES
(1929-2013)
Sor Minke –el bello nombre propio de la hermana Minke de Vries– nació en Wassenaar
(Países Bajos), a menos de una decena de kilómetros al nordeste de La Haya, en la
provincia de Holanda-Meridional, el 16 de junio de 1929[244]. Pasadas infancia y juventud
en los Países Bajos, se doctoró en lenguas clásicas e historia de la Iglesia. A sus 27
primaveras ingresó en Grandchamp, según ella el sitio idóneo para su vocación de
servicio a Dios y al mundo. Una Comunidad aquella –conviene precisarlo–, cuyos
inicios datan de 1940, cuando cuatro –alguna fuente dice tres– mujeres de la Iglesia
Reformada (madre Geneviève, sor Marguerite, sor Marthe y sor Irène) se fueron a vivir a
una antigua casa de dicho distrito, a orillas del lago Neuchâtel, en Suiza. Querían iniciar
allí una vida en común de oración y acogida. De aquel proyecto monástico llegó a
escribir con delicado acento una de las primeras hermanas: «En Grandchamp está todo
por crear, todo por vivir». Y allá que se fue sor Minke, en 1958, atraída por la utopía del
proyecto.
Emitida la profesión, parte hacia Líbano, donde vive una profunda experiencia
reconciliadora. De vuelta, ejerce desde 1964 el oficio de maestra de novicias, también
asistente de la responsable –madre Geneviève–, hasta que en 1970 es elegida priora, en
cuyo servicio permanece hasta 1999. La vinculación de Grandchamp a la Iglesia
Evangélica Reformada del cantón de Neuchâtel y, por esta, a la Federación de Iglesias
Protestantes Suizas, al tiempo que asegura su unión al CEI de Ginebra pone de relieve
que Grandchamp quiso desde el principio pertenecer a una Iglesia; no ser realidad
independiente. Pero Grandchamp, cuyo discurrir monástico empezó concebido de modo
análogo al de Taizé, conoció un desarrollo muy significativo, sorprendente apogeo
diríase, gracias sobre todo a la gestión prioral de sor Minke. Hoy este género de vida se
revela copiosamente fructífero: reúne a más de cincuenta hermanas y es para las Iglesias
un signo fuerte de vida y de unidad. Reconocida por la Iglesia Reformada Evangélica del
Cantón de Neuchâtel, la Comunidad responde en su génesis a las Iglesias de la Reforma.
Cumplidos los 70, sor Minke dejó a un lado su compromiso de priora para darse con
mayor libertad de espíritu a la animación de retiros en comunidades evangélicas y
católicas, y para estar disponible en encuentros ecuménicos a nivel europeo y mundial.
Estrella refulgente del protestantismo suizo, del ecumenismo y del diálogo interreligioso
durante más de cincuenta años, con su instinto reconciliador entre Iglesias se las arregló
para organizar múltiples citas ecuménicas en Grandchamp. Conocido su nombre allende
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las fronteras helvéticas, san Juan Pablo II la invitó a participar en el Sínodo de los
Obispos de 1994, aquella memorable cumbre sobre la Vida Consagrada, y en 1995 le
confió también la preparación de los textos para el Vía Crucis del Viernes Santo en el
Coliseo de Roma[245]. Fue incansable promotora del ecumenismo hasta el fin de sus días,
esa es la verdad.
Falleció el 19 de octubre de 2013 a sus ya colmados 84 años. Era el Shabbath abierto
sobre la Resurrección. Se apagaba con ello una lámpara votiva siempre ardiendo en
honor de la plegaria de Jesús al Padre (Jn 17,21). Por decirlo con sus propias palabras:
«El tiempo de lo que se ha cumplido se entrelaza con el tiempo de lo que ha de nacer»[246].
Con profundo reconocimiento por el don de su vida, a las 14:00h del miércoles 23 de
octubre de 2013 la comunidad de Grandchamp, sus hermanos de sangre Jan de Vries,
Joan Rike Pieter y Georgina de Vries y respectivas familias se sumaron al culto de
resurrección celebrado en el Arco, capilla de Grandchamp (Areuse), en presencia de una
gran asamblea multirreligiosa. Ana Goslin, que representó en las exequias a las
Misioneras de la Unidad, de Madrid, describe la estampa de la capilla ardiente con estilo
periodístico, síntesis ecuménica y hasta cierto deje poético de Pascua presentida: «Estaba
–dice– con hábito blanco y una rosa en las manos, su rostro con una paz y una gran
sonrisa en los labios, que solo inspiraba paz…, al cementerio fueron archimandritas,
sacerdotes, pastores, religiosas, una gran comitiva»[247], en fin. Su entierro tuvo lugar en el
camposanto comunal de Boudry (cantón de Neuchâtel, Suiza) a las 16:00h.
1. Fascinada por Cristo.
El 23 de noviembre de 2011 Bonne Nouvelle, la publicación mensual suiza de la
Iglesia Evangélica Reformada del cantón de Vaud, publicó una entrevista a sor Minke,
«joven» entonces de 82 años, sobre su consagración en Grandchamp. Ya la primera
pregunta da en la diana al inquirir por qué, siendo ella protestante, ha podido llegar a ser
religiosa. He aquí su respuesta, toda de cristalina claridad:
«Los reformadores rechazaron esta forma de vida. Pero el Espíritu ha sabido suscitar, durante las guerras
mundiales y después, comunidades de inspiración monástica en las Iglesias de la Reforma. Trastocada por un
encuentro importante con la realidad de Dios, yo quise entregarle mi vida. A través de una amiga, encontré la
comunidad de Grandchamp: allí me fui, allí continúo y no lamento mi elección. Otras personas, con el mismo
deseo de entregar su vida a Dios, se comprometieron en la misión o estudiaron teología. Para mí era esta, vida
de oración, de comunidad y de acogida».
De todos modos sor Minke, como para remachar bien el argumento, lo deja claro al
contestar la segunda pregunta: «¿Qué le atrajo hacia la vida monástica?». «Cristo, sin
duda. De estudiante era activa, estaba comprometida entre los estudiantes cristianos. Al
descubrir Grandchamp y Taizé lo supe: “Ahí tengo que ir”. Me gustaron la oración en
común de la comunidad y su apertura. Deseaba ser un lugar de la Iglesia abierto al
mundo»[248].
Cuenta esta ilustre religiosa los primeros pasos de Granchamp al aire de las
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fraternidades en Argelia por la llamada de los hermanos de Taizé, amén de otros
vínculos reveladores de un crecimiento alcanzado en el mismo terreno de la Iglesia
preparado gracias al movimiento ecuménico por doquier emergente, bien a través de
grupos, bien mediante personalidades destacadas, la mayoría en este libro. «Nos
abrasaba –dice– el mismo deseo de unidad, de un mundo fraterno, más justo, y de una
Iglesia reconciliada. Nutríamos el deseo de una Iglesia visiblemente “una”… y
seguimos nutriéndolo cada uno según su gracia, según su carisma»[249]. «A partir de
noviembre de 1953 las tres comunidades de lengua francesa (Grandchamp, Pomeyrol,
Taizé) expresan por escrito «vocación común al servicio de Cristo, en la unidad de su
testimonio dentro de las Iglesias de la Reforma y del mundo: y la misma Regla, el
mismo oficio con algunas variantes, la enseñanza de los hermanos y, entre las hermanas,
estancias frecuentes y ayuda recíproca. Pero diez años después, este camino se revela
impracticable, porque cada comunidad femenina debe respetar su contexto de vida, su
propia identidad eclesial y su carisma particular»[250].
La causa ecuménica preside desde el principio en Grandchamp, según desvela sor
Minke al describir a las cuatro primeras mujeres ya citadas: «tan distintas –matiza– y, sin
embargo, tan semejantes en el deseo de seguir al Señor y de servir a la Iglesia “una”,
abren el camino a las que seguirán, con su diversidad y con el corazón ardiente por la
unidad». Y añade:
«Fielmente, desde hace más de sesenta años, varias veces a la semana, rezamos, durante el Oficio: “Señor,
concede a los cristianos que encuentren la unidad visible: Que sean uno para que el mundo crea (Jn 17,21)”.
Esta oración, pronunciada en comunidad tantas y tantas veces, ha subrayado nuestro deseo de unidad hasta
inspirar a sor Pierrette, nuestra priora, una oración renovada, profundizada, que recitamos actualmente: “Señor,
concede a los cristianos que manifiesten la comunión que hay en ti”. Vivir con esta comunión de amor y de
vida que es en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y manifestarla, ser sus testigos»[251].
Así describe la naturaleza del incuestionable ecumenismo de Grand-champ: «Nuestra
vocación a un ecumenismo vivido en lo cotidiano es una gran riqueza, además de un
desafío que nos afecta en profundidad a cada una de nosotras. Cualquiera que sea
nuestro origen eclesial, nos esforzamos por respetarlo. Por medio de esta diversidad,
tendemos a la Iglesia de mañana, y miramos nada menos que al Reino… Contrariamente
al espíritu del mundo, que quiere dividir y separar, pero también absorber y fundir,
procuramos aceptar cada vez mejor y en verdad nuestras diversas sensibilidades
eclesiales y culturales, en lugar de renegarlas. Hemos decidido caminar así de forma
evangélica y no violenta hacia la unidad. El cometido que nos espera es inmenso, y exige
toda nuestra creatividad de amor»[252].
2. Semilla de comunión, de unidad, de reconciliación.
Es el de la comunidad de Grandchamp un ecumenismo que comienza entre sus
mismas hermanas en 1952, época de las primeras profesiones. Y no sin dificultades, por
cierto: como las más son francófonas, las dos holandesas tienen obviamente que
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aprender el francés. Pero obstáculos así serán poco a poco vencidos. Algunas se
establecieron en Sonnenhof, la casa para los retiros espirituales en la Suiza de lengua
alemana, y en las distintas fraternidades: desde 1955 en Argelia, en París (periferia
obrera), en Líbano, luego en Israel, etc., lo cual dio como resultado que sus amigos y
amigas –musulmanes y musulmanas, judíos y judías– terminaran por llegarse a
Grandchamp.
Sor Minke atina de lleno cuando describe el procedimiento a seguir en la superación
de estos y otros obstáculos. «Más allá de nuestras peculiaridades –afirma–, quisiéramos
ser juntas semillas de comunión, de unidad, de reconciliación en nuestra Iglesia, en el
mundo […], manifestar juntas ese amor de comunión que está en Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo, esa compasión que llega a dar la vida misma. Nos consideramos cada vez
más una comunidad de tipo monástico: el silencio y la soledad son para nosotras
esenciales, para que la semilla de la comunión pueda crecer»[253].
Y todas, unas más otras menos, se sienten penetradas por el amor de Cristo, amor de
todo amor. La llama con que Jesús las invita a seguirlo, les permite descubrir cada vez
más la fuerza del bautismo. Y es que «nuestro bautismo, la Pascua y nuestra profesión
están estrechamente ligados. Durante estas fiestas llevamos todo el día el hábito blanco,
en memoria del misterio pascual; lo mismo haremos el día de nuestra muerte –de nuestro
nacimiento al cielo– y seremos sepultadas así, vestidas de blanco en la esperanza de la
resurrección, porque Cristo nos llevará consigo en su vida»[254]. La muerte, pues, camino
hacia la Pascua, partida hacia la Luz, encuentro de la unidad en la Verdad.
El espíritu ecuménico en Grandchamp es vivencia íntima de la predicha tríada
bautismo-Pacua-profesión. Sor Minke resulta deliciosa explicando que la unidad es
consecuencia de tan sublimes verdades. Así, aunque las hermanas hayan venido de
confesiones, de espiritualidades tan diversas, día tras día, experimentan que «cuanto más
nos arraigamos en Cristo, más podemos vivir una acogida recíproca sin condiciones,
abriéndonos a Cristo, nuestro único amor»[255]. La koinonía –o sea el ser un solo corazón
y una sola alma, en el único ministerio de comunión que Dios nos confía– es fruto de
Pentecostés, un don del Espíritu Santo. «Una verdadera vida común, un testimonio
coherente es posible solo cuando nuestro individualismo innato y subjetivo se abre a la
orientación comunitaria, recibida juntas a la luz del Espíritu Santo y sintetizada por
aquella que preside y que lo recuerda, la priora»[256].
La comunidad de Grandchamp vive ya el ecumenismo dentro de sí, con hermanas
bautistas, metodistas, luteranas y reformadas. Pero hay aún otra peculiaridad que las abre
a la universalidad de la Iglesia, y es que su inserción eclesial local depende de su
asentamiento territorial, además, naturalmente, de la región de la Iglesia circundante. Así
se explica que en la Suiza francófona y en la alemana, la comunidad esté inserta en las
Iglesias reformadas; en Argelia, en las Iglesias metodista y reformada, que procuran
cuidar de la pequeña Iglesia protestante de Argelia, y en Jerusalén, la fraternidad de
Santa Isabel (de Grandchamp) se vea ligada a la Iglesia luterana.
Todavía más, Grandchamp ha rendido con su liturgia un importante servicio a
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muchos fieles y ministros protestantes, que –en este tiempo– han logrado descubrir el
lugar imprescindible que la Eucaristía ocupa en la vida de cualquier comunidad cristiana.
Grandchamp, además, hizo suyas al año de publicadas las Liturgias pascuales que los
hermanos de Taizé editaron en 1962. Y a nivel local, los vínculos de esta comunidad
monástica con la Facultad de Teología de Neuchâtel han sido muy fuertes. Por los
cincuenta y hasta el principio de los ochenta, esta Facultad fue muy renombrada, incluso
fuera de Europa, por sus enseñanzas abiertas al ecumenismo: se estableció una relación
personal de la comunidad con los famosos profesores Philippe Menoud, Jean-Jacques
von Allmen, Jean Louis Leuba: cada uno de ellos, según su propio estilo, estrechó un
vínculo con madre Geneviève y la Comunidad[257].
3. Grandchamp o la catolicidad del corazón.
Es el título que sor Minke antepuso a una preciosa colaboración suya en la revista
Pastoral Ecuménica[258]. En breves páginas, su tierna y delicada pluma va desarrollando
con una sensibilidad admirable la vocación ecuménica de la fundación, enraizada en lo
local. De hecho, las primeras hermanas se beneficiaron de la acogida y del interés de los
pastores de Suiza, motivados por la renovación bíblica (Karl Barth), ecuménica (FC en
Lausana: 1927) y litúrgica: «Grandchamp ha tenido, a través de los años, un mayor
significado: en nuestra vida cotidiana estamos presentes en la realidad de la vida local,
atentas también a lo que se vive en Europa y en el mundo hoy, con todos sus cambios
bruscos: cambios de civilización, perturbaciones climáticas…»[259].
Le gusta honrar los orígenes suizos de su Comunidad, hoy muy internacional; se
siente agradecida por haber encontrado su inserción eclesial en la Iglesia Reformada
Evangélica del Cantón de Neuchâtel, y para ella y sus hermanas dice que es «un gozo el
poder contar con la disponibilidad y la fidelidad de numerosos pastores que vienen
regularmente a celebrar la Eucaristía en Grandchamp». Desvela el decisivo encuentro
con l’Abbé Couturier, primero, y más tarde con el hermano Roger de Taizé. Las
hermanas adoptan la Regla de Taizé, publicada en 1954, su Oficio llamado Oficio de
Taizé, la Alabanza de cada día, y, siguiendo la apertura de nuevas perspectivas con el
concilio Vaticano II, se prodigan en los encuentros monásticos «interconfesionales» e
internacionales ideados por el metropolita Emilianos y don Julián.
Describe la vida diaria de la Comunidad en 2011, compuesta por unas cincuenta
hermanas sobre todo «cristianas católicas de tradición reformada y luterana, pero
también metodistas y bautistas»[260]. La suya es una hospitalidad no privada de la
diversidad: cuando está redactando el artículo, acogen en su casa a un grupo de pastores
del norte de Alemania en horas de retiro espiritual con el antiguo obispo, gran amigo de
la Comunidad; aunque hay huéspedes de los alrededores, también los hay del Congo,
Canadá y Guatemala.
En 1980 arreglaron las capillas escogiendo el Icono de la Trinidad, que indica la
orientación profunda de su vida. La mesa de comunión se mantiene baja durante el
tiempo de oración, y se eleva solamente durante las eucaristías. En cuanto a los iconos,
103
permiten marcar los diferentes tiempos litúrgicos; algunos, pintados por hermanas; otros,
por amigos de la Comunidad. Huéspedes individuales, grupos y hermanas que les
acompañan se saben sostenidos por la oración de todos. Se pregunta sor Minke para
responder con sencillez y sinceridad:
«¿Qué sería de nosotras sin ellos?: La vida litúrgica es una fuerza y sabemos que es una vida; cada una de
nosotras tiene la responsabilidad de una atención permanente para que no se estabilice sino que permanezca
bella, viviente, formando parte de la alabanza de siglos de la Iglesia de toda la tierra, en la comunión de los
santos. Nuestra propia orientación litúrgica está muy simplificada. Se ha transformado en una gracia de
pobreza que nos permite recibir a otros y gozar de lo que le ha sido dado a través de los siglos […]. La
alabanza comunitaria y la acogida son dominios expuestos. Nosotras estamos juntas a causa de Cristo y del
Evangelio para adorar, interceder y manifestar el amor de comunión de la Trinidad Santa»[261].
Y luego de elevar un cántico a la gracia del perdón, a la acogida y a la apertura, que
no tienen sentido más que en nombre de Cristo, este revelador párrafo con el genuino
espíritu de Taizé: «En nuestra realidad de vida, en la medida que lo podemos, deseamos
acoger como Comunidad el gran dolor que el mundo vive en el nacimiento de lo nuevo.
Desde la profundidad del dolor de los hombres surge una palabra. El mundo tiene
necesidad de seres excepcionales que realicen la caridad… (por la atención de su
caridad). Estas palabras del hermano Roger –confiesa sor Minke– arden en mi corazón
desde que las leí, hace mucho tiempo. ¡Y la creación… que grita su desesperación, es
hoy muy audible!»[262]. Lo dice concluyendo que «la vida es semilla del amor de
comunión, oasis de agua viva en el desierto que es nuestro mundo, oasis donde el
desierto florece y donde la creación reencuentra su belleza»[263]. La sintonía entre Taizé y
Grandchamp, pues, se percibe a menudo.
4. La oración personal como fuente de comunión.
Sor Minke y su Comunidad, basadas en las últimas palabras de la Regla de Taizé que
invitan a vivir junto a las hermanas la parábola de comunión según el Evangelio en el
espíritu de Betania, se esforzaron por hacer de Grandchamp un lugar solidario gracias a
su vínculo con la reciente historia europea. Un lugar destinado a convertirse, como
Betania, en signo de resurrección personal y universal. Betania fue un pueblo pobre e
insignificante, lugar sin importancia donde a Cristo le gustaba ir a descansar, a dejarse
acoger, a ser amado gratuitamente, humildemente, suavemente; a ser festejado, en fin.
Así debía ser Grandchamp, casa de la comunión fraterna, célula de Iglesia, donde cada
uno tiene su valor individual.
Las órdenes diaconales femeninas comenzaron entre los protestantes por los años 30
del XX (v.gr., diaconisas de Kaiserswerth en Renania) y se difundieron luego
rápidamente. Su vida en común tiene finalidades asistenciales. No hacen votos
perpetuos. Las órdenes de tipo monástico surgieron en Alemania, dentro de la Iglesia
luterana, después de la I Guerra mundial. El promotor de este movimiento fue el teólogo
Federico Heiler, seguidor de la Alta Iglesia. A diferencia de las comunidades religiosas
anglicanas, las protestantes intentan justificarse frente a la Reforma y pueden encontrar
104
en Lutero argumentos en defensa de su opción. Después de la II Guerra mundial
surgieron numerosos centros de vida comunitaria tanto contemplativos como
asistenciales y sociales. La pujanza de la vida religiosa en el protestantismo es creciente
por doquier.
Sobresalen, entre los más conocidos, la Comunidad de Taizé (junto a Cluny) con la
rama femenina de Grandchamp en la Suiza francesa, y la de las Hermanas de María,
fundada por Basilea Schlink en Darmstadt. En contra del parecer de Lutero, estas y otras
comunidades religiosas protestantes observan los votos perpetuos. De ordinario son
tradicionales: pobreza, castidad y obediencia. A veces se advierte la preocupación de
conciliar su observancia con la libertad cristiana. La Regla de Taizé busca una relación
justa entre la norma de vida (ley) y la libertad de la gracia que predica la Reforma.
Afirma expresamente que la salvación no se obtiene por medio de los votos y de la
observancia de la Regla, sino solo por gracia. El objetivo de la comunidad es ser un
signo de Dios en el mundo: «Sé entre los hombres un signo de amor fraterno y de
alegría... Ábrete a lo que es humano y verás cómo se desvanece todo vano deseo de
huida del mundo». La liturgia tiene que permanecer en constante relación con la vida
activa de la Comunidad. En cuanto a las comidas, deben ser ágapes, «donde se realice
nuestro amor fraterno en la alegría y la sencillez de corazón».
Afirma sor Minke y desvela que «las personas que Dios manda a Grandchamp nos
acercan mucho a la miseria y a la esperanza de hoy: mujeres solas, abandonadas, jóvenes
y menos jóvenes desorientados, destrozados… pero también personas que buscan
comprometerse, profundizar junto a nosotras su propia fe. Para ellos, nosotras somos un
pequeño signo precursor del Reino que viene. No estamos aquí solo para nosotras
mismas, sino para que la comunidad sea un signo de la koinonía»[264].
Que la preciosa vida de sor Minke fue un canto de alabanza a Dios por el
incomparable don de la mujer en el mundo, lo reflejan sus escritos. Hay en ellos
sensibilidad, unción, hermosura y un aire de rendida gratitud al Padre por la gracia de lo
femenino en la creación. Buena prueba pueden ser, a lo que creo, sus meditaciones para
el Vía Crucis del Coliseo, concretamente la de la IX estación titulada Jesús encuentra a
las mujeres en Jerusalén:
«Tú las habías conocido y respetado –medita reconocida sor Minke–, las habías amado y nunca despreciado,
en su ser de mujeres. Les habías hablado del Reino. […] Tú acoges en ti las lágrimas de las mujeres, las de
Raquel y las de todas las madres del mundo, las lágrimas de María, la Madre de los dolores. Tú las acogerás en
tu muerte, para que nuestras lágrimas puedan correr libremente, y convertirse en el lugar mismo de nuestro
encuentro contigo, el Resucitado»[265].
Marcada por la «audacia inaudita del encuentro interreligioso de Asís», sor Minke
concluye exhortando a custodiar la Ecúmene, a conocer, meditar y promover la Carta
Ecuménica, sin miedo a compartir junto a otros los tesoros especiales que Dios ha dado a
cada una de nuestras Iglesias, saliendo a su encuentro con las manos abiertas, «no con la
fuerza, ni con el poder, sino con el Espíritu del Señor» (Zac 4,6)[266], el que tuvieron estos
Apóstoles de la unidad.
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JULIÁN GARCÍA HERNANDO
(1920-2008)
El reverendo Julián García Hernando –podría decirse monseñor, pues estaba en posesión
de tan pomposo título aunque nunca se animó a utilizarlo– y mejor aún don Julián,
cordial y sencillo nombre con que se le conocía, vino a este mundo en el vallisoletano
Campaspero un 16 de marzo de 1920 y lo dejó en el madrileño Centro ecuménico
Misioneras de la Unidad avanzada la noche del lunes 30 de junio de 2008: pocas horas
después de haber yo celebrado la misa en su habitación de enfermo, última por él
seguida en estado aún consciente. La suya resulta biografía más cercana y dilatada, por
ejemplo, que la del Abbé Couturier, quien solo llegó en 1939 a vislumbrar «un inmenso
Concilio ecuménico, como jamás la cristiandad habría conocido antes». Don Julián, en
cambio, pudo vivir ecuménicamente de principio a fin aquel providencial Pentecostés del
siglo XX que fue el Vaticano II[267].
El mismo año de su ordenación sacerdotal (1943) ingresó en la Hermandad de
Sacerdotes Operarios Diocesanos siendo luego destinado al Aspirantado Maestro Ávila
de Salamanca, donde ejerció como formador y profesor de latines y de Historia con los
alumnos del seminario menor. En 1945 pasa de vicerrector al de Valladolid, desde cuyas
aulas, a la vez que imparte clases del Griego y de Historia de la Hispanidad, despliega un
incansable trabajo pastoral, sobremanera el del fomento de vocaciones sacerdotales. Se
le designa en 1950 para rector del seminario de Segovia, cargo en que, salvo el curso 5253 –aprovechado para sacarse la Licenciatura en Teología por la Pontificia Universidad
de Salamanca–, estuvo al frente hasta 1965.
Tras la clausura del Vaticano II y una vez puesto en marcha el Secretariado Nacional
de Ecumenismo, de la CEE, don Julián acude a Madrid para tomar las riendas de este
organismo, que mantiene con indeclinable entrega y sabia competencia hasta su
jubilación: son los años del primer posconcilio, que él procura vivir sobre todo en clave
unionista. La causa de la unidad centra su vida y guía los pasos de su quehacer para
recorrerse la geografía nacional, especialmente desde dos plataformas: la del
Secretariado Nacional y la del CEMU, institución esta segunda que data, en cuanto a las
Misioneras, desde sus años vallisoletanos, y respecto al Centro, desde 1967, ya en
Madrid.
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Dicta lecciones y pronuncia conferencias de su especialidad a lo largo y ancho de las
diócesis españolas. Organiza las Jornadas Nacionales de Ecumenismo y dirige el Boletín
Informativo del Secretariado de la CERI. Mantiene a la vez contactos y tampoco se
cansa de promover en España encuentros conjuntos con líderes y miembros de las
distintas confesiones cristianas, comprendidos judíos y musulmanes dentro y fuera de
nuestras fronteras. Como director del CEMU imparte desde 1972 hasta su muerte los
cursos interconfesionales de formación bíblico-ecuménica, así como los dirigidos por
correspondencia[268].
Junto al metropolita Emilianos Timiadis puso en marcha, allá en 1970, los Encuentros
Internacionales e Interconfesionales de Religiosas, feliz iniciativa esta que, a Dios
gracias, sigue vigente[269]. Son muy dignos de señalamiento, en este mismo sentido, los
encuentros de los delegados de ecumenismo y las jornadas organizadas con motivo de
las semanas de la unidad, durante cuya celebración solía él salir a provincias y recorrerse
el territorio nacional como incansable conferenciante. Este fervor unionista le impulsó a
levantar el vuelo y abrirse a las grandes citas ecuménicas internacionales. Tomó parte
activa, sin perderse una, en las asambleas generales del CEI, desde Uppsala (1968) hasta
Porto Alegre (2006)[270]. Por otra parte, contribuyó de manera eficaz a difundir en versión
española los documentos ecuménicos del Concilio y de los papas del posconcilio. En
concreto la versión española del nuevo Directorio para la aplicación de los principios y
normas sobre el ecumenismo (1993), la Ut unum sint, la Orientale Lumen, el Documento
de Lima o BEM, así como los producidos por las asambleas conjuntas KEK-CCEE.
Decisivas fueron también sus gestiones para traer a España la Conferencia de FC en
Santiago de Compostela (1993)[271]. Ya jubilado, vivió sus últimos años con sus
Misioneras de la Unidad en el Centro ecuménico de Madrid, desde donde seguía muy de
cerca el devenir de la Iglesia y del mismo ecumenismo internacional.
1. En la senda del Abbé Couturier.
Lo escribió el padre Michalón al ponderar «con qué infatigable actividad ha puesto a
punto y ha desarrollado la tarea del Secretariado Español para el Ecumenismo […] en el
clima del ecumenismo espiritual heredado del P. Couturier»[272]. Y José Luis Díez: «Es al
menos como el Couturier español»[273]. Y tácitamente su mismo libro La unidad es la
meta, la oración el camino (1996), transparente y fina publicación y, a la hora de la
verdad, donde más cabalmente quedan definidas su persona y su obra. Sirvan de prueba
estos juicios agavillados al desgaire: «La unidad no debe plantearse como problema sino
como misterio. Esta es la expresión favorita del P. Couturier. Misterio en el cual
solamente podemos entrar de rodillas. […] ¿Por qué estamos lejos hallándonos tan
cerca? ¿Por qué estando tan cerca continuamos alejados? […]. No hallo respuesta a esta
pregunta. Ante ella no hago pie. La luz se me apaga. Me invade la oscuridad y me hundo
en el misterio. Verdaderamente el de la unidad es un misterio de la Iglesia. Y la Iglesia
entera, toda ella, es puro misterio». No una sino muchas veces le oí yo mismo repetir
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esta idea en diversos foros y en confidencias conmigo.
El ecumenismo posconciliar en España, pues, no podrá escribirse sin la figura menuda
de este gran hombre, que, según el dicho paulino, se gastó y desgastó siempre por una
fraternidad a campo abierto, sin fronteras, domiciliado en la Ecúmene, hecho a tocar la
delicada piel del misterio y, acaso por ello, a bregar también, siempre que hiciera falta,
en los momentos difíciles que la unidad deparaba por un sitio y por otro. Cuando a las
pocas horas de su muerte Vida Nueva me pidió un juicio de urgencia, no me tembló el
pulso al titular: Divinamente dotado para el diálogo ecuménico. Esto, claro es, no
hubiera sido posible sin aquel porte suyo de sencillez y bondad, sin su ecumenismo
espiritual a lo Couturier, sin el Evangelio que siempre irradiaba y le hacía ser y sentirse
optimista y soñador, lleno de intuiciones proféticas, habitado de sabiduría. De ahí el
elogio de Emilio Castro, secretario que fue del CEI: «Se mueve entre nosotros como pez
en el agua, siempre con una palabra de cariño y de aliento para todos los que trabajamos
en la búsqueda de la unidad de la Iglesia». Igual ocurría en la CEE, aunque aquí –todo
hay que decirlo– no rodasen las cosas con la fluidez y el aprecio que los obispos
franceses dispensaron a su bienamado Couturier.
Tal vez porque tampoco el episcopado español brillaba como el francés en
sensibilidad ecuménica, ya que «su ecumenismo –el de España, se entiende– difiere del
que se practica en países centroeuropeos con inferior mayoría católica […] complejo
asunto al que concurren factores múltiples que pueden variar con arreglo a personas,
latitudes, costumbres y mentalidades»[274]. De esto don Julián sabía un montón, pero lo
disimulaba con elegancia. Tuvo siempre muy claro que en el ecumenismo se necesita
algo más que diplomacia eclesial, diálogo académico, compromiso social y colaboración
pastoral. En dicha causa, como san Juan XXIII dijo y él no se cansaba de repetir: «es
mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos divide». Este principio acabó siendo
como la brújula cada vez que, mochila al hombro, recorría kilómetros.
Pero también tuvo clara conciencia del estrecho vínculo entre oración y ecumenismo.
Se atraen mutuamente, se relacionan, se interinfluencian. Dejó escrito que el
ecumenismo había nacido de rodillas cuando los misioneros protestantes, reunidos en
Edimburgo, allá en 1910, para solucionar los problemas en la misión reconocieron el
escándalo que causaban sus divisiones, se arrepintieron de las mismas y acudieron al
Señor en demanda de luz para tratar de solucionarlas. «Por eso el ecumenismo aspira,
según el pensamiento del P. Couturier –alegaba también don Julián–, a construir a lo
largo de toda la tierra un inmenso monasterio invisible de almas que oren por la unidad;
una gigantesca catedral, donde resuene constantemente la oración de Cristo al Padre:
Que todos sean uno»[275]. De ahí que si fundamental es la oración por la unidad, no menos
importantísimo resulta que, siempre que sea ello posible, esta oración se haga en común
con hermanos de otras confesiones. Por su medio la plegaria de Jesús, que todos sean
uno adquiere una nueva dimensión. Puesto que el Espíritu de Cristo ruega en nosotros
(Rom 8,26), hacemos juntos la experiencia de nuestra vida común
en Él.
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2. Fundador de las Misioneras de la Unidad.
El 6 de enero de 1962 –nótese que faltan solo meses para que se abra el Concilio–,
nacía en Segovia la Institución Misioneras de la Unidad con propósito de consagrarse de
por vida al ecumenismo. La cosa venía, en realidad, del lejano 1959, y en concreto del
día de marzo en que nuestro aplaciente ecumenista vallisoletano, celebrada la misa para
los alumnos del seminario mayor, se dispuso, como de costumbre, a dar gracias en la
iglesia. De pronto, cruzó su mente como una ráfaga de luz la idea fundacional; como
delicada voz interior jamás oída. Remitió y volvió y tornó a remitir y a volver con más
brío que antes pidiendo reflexión, oración, consulta. Tres años duró aquel forcejeo hasta
que terminó por imponerse: como tantas veces ocurre en las obras de Dios hasta que se
aceptan.
Tal vez fuera la convocatoria del Concilio lo que hizo aflorar con inesperada
prontitud este proyecto, latente durante décadas y germinal en nuestro profesor de
Historia de la Iglesia, disciplina donde ya se sabe que destacan con fuerza las
separaciones y los cismas a lo largo de los siglos. Habría que añadir, por qué no, el
espíritu misionero que lo acompañó desde joven y que él se encargó de sembrar
generoso y a mano abierta en los seminarios de Valladolid y de Segovia, sedes donde
surgieron numerosas vocaciones que acabarían de madurar en lejanas tierras. Siempre
tuvo don Julián, por lo demás, un profundo sentido eclesial. No es de extrañar, por eso,
que sus Misioneras aspiren a la unidad de los cristianos en la única Iglesia de Cristo. Su
lema (Todo por la unidad) es un canto al ecumenismo.
La espiritualidad ecuménica –matizó un buen día nuestro ecumenista– no está
perfilada. Se está haciendo. Es cosa joven, inacabada, igual que el movimiento
ecuménico del que procede y hacia el que tiende con renovado impulso y recrecido
vigor. Ha de tener como centro y eje, objetivo y fin, fuente y desembocadura, a la
unidad. Unidad y espiritualidad ecuménicas son correlativas. La una define a la otra. La
espiritualidad ecuménica tiene sus fuentes y estas se hallan en las vivencias íntimas y en
la praxis respectiva de las distintas Iglesias. Lo específico le viene de su
interconfesionalidad. Quizá sea esto lo que mejor define su razón de ser. En todo caso, es
la vocación que el Señor inspiró un buen día al fundador para sus Misioneras y creo que
lo determinante hasta el final de sus días.
Responde todo ello, en el fondo, al denominado ecumenismo espiritual, en cuyo
florido jardín suelen reproducirse de cuando en cuando estos maravillosos esquejes
eclesiales. Mientras don Julián vivió, su fundación de las Misioneras de la Unidad se
mantuvo, si no excesivamente numerosa, sí saliendo a flote por lo menos con no poco
sacrificio de sus miembros y puntual y generosa ayuda de la gracia, en todo momento al
cobijo y amparo de la presencia rectora y orientadora del fundador. La crisis vocacional
luego, no obstante, empezó a causar también en ella estragos múltiples, como en tantas
congregaciones religiosas, por lo demás. De modo que su desafío ahora mismo pasa por
tener que afrontar un futuro incierto, cargado de promesas y a la vez no exento de
riesgos. Deberán hacerlo sin miedo al porvenir, dado que su partida de nacimiento está
determinada por el protagonismo de la gracia y por el temple abierto y optimista y lleno
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de bondad que don Julián tenía.
Las Misioneras de la Unidad nacieron en el seno de la Iglesia católica como respuesta
a una necesidad eclesial, y los dos sustantivos del epígrafe no pueden ser más actuales.
La nueva evangelización –lo confirma el papa Francisco en la Evangelii gaudium– está
pidiendo a gritos nuevo vigor, nuevo entusiasmo, y nuevos horizontes también al
quehacer misionero. Por otro lado, la unidad es hoy, tal vez con más plurales valores que
nunca, uno de los primeros y más urgentes objetivos de la misionología.
Las Misioneras de la Unidad, en consecuencia, no solo es que vayan a caballo de
ambos conceptos. Es que, debido precisamente a ello, y porque dichos términos
atraviesan horas de bonanza, diré más, de singular esplendor en esta época de
globalización, cabe pensar que sigan abriéndose camino. Entiendo, por otra parte, que
don Julián desde el cielo, desde la Pascua eterna de la unidad, no cejará en el empeño ni
dejará tampoco de insistirle al divino Maestro por ellas, para que así sea. La gracia tiene
su hora, su momento, ese instante gozoso que ni se adelanta ni se retrasa, porque
depende directamente de Dios, que ni ha sido ni será, sino que ¡es! Tiene también, en fin,
el Ut unum sint de Jesús al Padre, que no puede fallar.
3. Cofundador de los Encuentros Interconfesionales de Religiosas[276].
Comprometido con sus Misioneras en el ecumenismo y profundamente convencido,
pues, del poder soberano de la oración en esta obra de Dios, presintió la particular
aportación que a dicha causa podrían aportar esas profesionales de la oración que son las
religiosas. Ello le resultó más evidente a raíz de una visita a la comunidad protestante de
Pomeyrol. Aquello espoleó a su corazón inquieto para llegarse a Ginebra y someter la
iniciativa al amigo del alma monseñor Emilianos Timiadis, representante por entonces
del Patriarcado ecuménico en el CEI. Siendo él mismo monje, como la mayor parte de
los obispos ortodoxos, monseñor Emilianos acogió el proyecto del amigo con verdadero
entusiasmo, y no dudó en calificarlo de «una inspiración divina»[277].
El propio Emilianos, cofundador de dichos encuentros, describiría más tarde a don
Julián como:
«Pragmático, realista, visionario, pero con una admirable capacidad de adaptación […]. Le estamos
profundamente agradecidos por cuanto ha hecho por nosotros. Tal es la personalidad de este “pequeño
hombre”, pero gran ecumenista que ha sacrificado su vida al servicio de la Iglesia y de Cristo para que la
oración, “que todos sean uno” (Jn 17,21), tenga cumplimiento en la eternidad de su Reino […]. La regla del
cristianismo en su perfección constituía para don Julián la sinopsis de sus visiones para ver todo el mundo
religioso en su conjunto, con la misma finalidad»[278].
Llevado de este ecumenismo espiritual, don Julián abrió el Centro ecuménico por él
fundado a la formación bíblico-ecuménica, impartida no solo de viva voz gracias a un
plantel de profesores dispuestos a echarle una mano en tan laudable tarea, sino también a
base de cursos por correspondencia, cuyas notas sus Misioneras probablemente guarden
todavía. De igual modo que las cartas escritas en cuanto director del Secretariado de
Ecumenismo de la CEE a las religiosas y monjas, en un intento que, bien se ve, discurría
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por los cauces del ecumenismo espiritual aquí contemplado. Queda, en fin, el último
punto de mi exposición, relativo, por lo demás, al asunto antes aludido. Es decir, a las
fundaciones en cuanto reflejo de su espiritualidad ecuménica. «Su voluntad de continuar
la ingrata tarea del ecumenismo –llegó a decir el metropolita Melitón de Filadelfia,
secretario jefe del Santo Sínodo de Constantinopla– se funda en la roca de su fe y en las
virtudes de la paciencia, el amor y la comprensión»[279].
Cuando decidimos rendirle un homenaje a su quehacer ecuménico publicando Al
servicio de la unidad, libro miscelánea que yo mismo me honré en coordinar y dirigir,
llegaron colaboraciones preciosas del campo que expongo en este epígrafe, es decir, de
religiosas interconfesionales. No me resisto a silenciar un largo texto del que mandó sor
Minke, entonces priora de Granchamp, por su alto contenido espiritual, en consonancia
todo él con el nexo entre ecumenismo y vida religiosa. Dice así:
«La vocación ecuménica se sitúa en el corazón del misterio de la fe y de la oración de Cristo. Debería
encontrarse, pues, en el centro de la vida de la Iglesia, la mayor preocupación de los creyentes, el “trabajo”
principal de cada comunidad de oración. Esta vocación ecuménica hunde sus raíces en la muerte y la
resurrección de Cristo. Ella se abre a la dimensión global, universal de la fe cristiana. Ella invita a un
arrepentimiento profundo y muy humilde, a la toma de conciencia de las numerosas actitudes de exclusión de
la mayor parte de las confesiones cristianas en el curso de los siglos, con respecto al pueblo judío, por ejemplo.
Ella concierne a cada creyente, pero está confiada de manera muy especial a las mujeres y a los hombres
consagrados […]. Las fuerzas del mal y de la muerte, de la no-comunión no han podido llevar ventaja. Por su
muerte en la cruz, por su entrega total a la voluntad del Padre, Jesucristo nos ha dado una nueva capacidad de
estar en comunión unos con otros»[280].
Y sor Mariangela della Valle, otra mujer consagrada, católica en este caso, recordaba
los inicios del proyecto: «Al comienzo de este camino emprendido “sin saber dónde nos
llevaría”, don Julián García Hernando nos había dicho: “No somos más que una gota
para la causa de la unidad” […]. La “pequeña gota de agua” inmersa en la gran oración
de Cristo se vuelve fecunda […]. Cada gota, cada oración, puede ser en el plan divino la
última: la que hará desbordar la copa de la gracia»[281].
4. Fundador de Pastoral Ecuménica.
Don Julián acometió en 1984 una de sus iniciativas más gratificantes: la revista
Pastoral Ecuménica «como prolongación de la formación del Centro». «Exigida por la
necesidad imperiosa que tiene el pueblo de Dios de una catequesis ecuménica», ya que
«la formación ecuménica de los cristianos es parte integral de su vivencia de la fe»,
«atender a esta necesidad y cumplir ese ministerio fue el propósito de la revista»[282]. Del
ecumenismo espiritual cabe decir, igual que de la caridad, que es difusivo de suyo.
Quien lo tiene, lo transmite; quien lo vive, lo contagia; quien lo asume, lo promueve.
Convencido de la importancia que la pastoral ecuménica revestía dentro de lo que hoy
denominamos nueva evangelización, impulsó desde 1968 en su Centro ecuménico una
serie de peregrinaciones en tres direcciones con el propósito más que nada de dar a
conocer en el ambiente católico español las realidades cristianas de otras confesiones de
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allende nuestras fronteras, a saber: las dirigidas a Taizé, las organizadas por tierras de la
Ortodoxia y las orientadas a países de mayoría luterana, anglicana y reformada. A su
infatigable dinamismo, en fin, y sobre todo al apostolado de su pluma –fecunda en
verdad, pues son muchas las publicaciones puestas por él en marcha, ya en forma de
libros sobre el ecumenismo, ya mediante artículos en revistas de alta tirada nacional–
responde a fin de cuentas la aparición en 1984 de la revista Pastoral Ecuménica,
posiblemente una de sus fundaciones más sólidas. Veamos algunas líneas maestras de su
ecumenismo, que a un lector perspicaz se le alcanzan con facilidad aplicándose con
detenimiento a una lectura reposada de sus editoriales en la revista.
Vivió, transmitió y promovió con generosa entrega este proyecto. Declaró que salía
en tiempos recios –obsérvese la palabra, tan teresiana–; recios, sí, que no malos –
matizaba–, justamente cuando el movimiento ecuménico daba «señales de cansancio» y
las Iglesias, lejos de arredrarse, sentían «la santa tentación de acelerar la marcha […]
porque está por medio su propia vocación, la oración de Jesús en favor de la unidad y la
acción del Espíritu Santo». Pastoral Ecuménica, por otra parte, se reveló desde el
principio magnífico trampolín expansivo no solo para el caudaloso ecumenismo
espiritual que don Julián acumulaba, sino también para tantos colaboradores por él
cuidadosamente elegidos. Consiguió así dilatar dicho ecumenismo, que era mucho, hasta
límites que de otro modo no hubiese podio conseguir. Lo que Unité Chrétienne es al
Abbé Couturier, Pastoral Ecuménica es a don Julián.
El ecumenismo en España, por eso, debe agradecerle que diese a conocer más allá de
nuestras fronteras sentimientos ecuménicos, que no son los únicos de nuestro suelo,
ciertamente, pero que en su caso respondían al genuino don del ecumenismo espiritual.
Acaso no tengan ni el rigor académico de la teología universitaria, ni tampoco, por
fortuna, la frivolidad de tebeos y pasquines. Como contrapartida, me place anotarlo,
clama desde sus páginas un ecumenismo espiritual de altura, digno de la mejor escuela
conciliar y evangélica.
Sus editoriales de la revista dejan traslucir al hombre que sabe estar ahí, pendiente del
magisterio eclesial, muy atento a cuanto el Espíritu inspire, y muy dado a leer los signos
de los tiempos. Por ellos se asoma un autor que demuestra estar al día en los palpitantes
acontecimientos de la Iglesia. Reflejan asimismo la tupida red de amistades que por el
ancho mundo don Julián tenía, y un considerable suministro de manantiales en los que
nuestro benemérito amigo había procurado abrevar. Los editoriales, en suma, ponen
también al descubierto que existió en su autor un perfecto seguimiento de la noticia, y
una trabajada elaboración de la misma antes de ser comentada o analizada. Su presencia
en los actos interconfesionales, mayormente en los cultos de las semanas de oración por
la unidad de los cristianos, le permitieron atesorar unos conocimientos de los que fue
tirando al final de sus días con la prudencia de lo vivido y la sabiduría de lo meditado,
confiados a su pluma sin acrimonia ni desaprensivos apresuramientos. Y de vez en
cuando regala testimonios como este: «Cuando un cristiano es consciente de que la falta
de comunión plena no se corresponde con los deseos de Cristo, siente pasión por la
unidad… y se convierte entonces en “un apasionado por la unidad”»[283]. Don Julián y el
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padre Couturier parecen almas gemelas. Ambos, en todo caso, merecen a justo título
subir al retablo de nuestros Apóstoles de la unidad.
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LORD HALIFAX
(1839-1934)
Charles Lindley Wood, segundo vizconde de Halifax, más conocido popularmente como
lord Halifax, es una de las figuras ecuménicas de mayor relieve en la Inglaterra
victoriana del primer cuarto del siglo XX europeo. Nacido en Londres el 7 de julio de
1839, murió el 19 de enero de 1934 en Hickleton, donde cuatro días más tarde se le dio
cristiana sepultura. Formaba parte de los íntimos del Príncipe de Gales: su familia
participó en el gobierno del Reino Unido, el abuelo había sido primer ministro y su
padre, canciller del Echiquier (ministro de Hacienda). Discípulo del viejo Pusey, uno de
los promotores del Movimiento de Oxford –y un hermano suyo, íntimo de Newman–,
sus amistades cubrían un largo espectro de la política británica: de muy joven, fue
presentado al duque de Wellington; congenió asimismo con Gladstone y prodigó fiel
amistad a Eduardo VII, incluso por expreso deseo de la reina Victoria.
Hacia 1870, tras una experiencia con la Cruz Roja para ayudar a los heridos franceses
de la guerra, cambia de rumbo, margina la vida palaciega y abraza la política
eclesiástica. Ya dos años antes, en realidad, se había consagrado al servicio de la Iglesia
de Inglaterra dejando a un lado una brillante carrera como secretario de su primo, el
ministro del Interior. Cree profundamente que la unidad cristiana europea podrá hacer
por la paz lo que no han hecho ni hacen ni harán los hombres de la política. Desde ese
momento, va a dirigir el movimiento English Church Union. Entregado a la oración y al
conocimiento de la vida de su Iglesia de Inglaterra, se le presentan de pronto las dos
ocasiones de su vida ligadas a dos hombres de la Iglesia católico-romana: el padre
Portal, lazarista francés, y el cardenal Mercier, arzobispo de Malinas[284].
Su servicio al anglicanismo pasaba por el llamado Movimiento de Oxford[285], aquel
grupo de cristianos, laicos y sacerdotes que, en el interior de dicha Iglesia, volvía a
descubrir la realidad eclesial como institución fundada por Cristo y confirmada por la fe
de los Padres de los primeros siglos, los de la Iglesia indivisa, así como por los siete
primeros concilios ecuménicos. Al mismo tiempo, estos cristianos habían vuelto a
descubrir la herencia de los apóstoles por la ininterrumpida sucesión de los obispos: es
de notar que la Iglesia de Inglaterra fue siempre episcopaliana. El Movimiento de
Oxford, por lo demás, contaba con teólogos de la talla de Newman, antes de su
conversión al catolicismo romano, Keble o Pusey.
Las ideas de dicho movimiento tomaron también forma más popular con el
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Movimiento llamado «ritualista». Se trataba así de hacer pasar las ideas de Oxford a una
liturgia centrada sobremanera en la Eucaristía, que recobra el primer lugar en la Iglesia
de Inglaterra. Pero el Movimiento «ritualista» no había sido solo de orden litúrgico.
También hubo en él la puesta en marcha de organismos de caridad muy activos y de
comunidades religiosas como la Sociedad de San Juan Evangelista. El Movimiento
«ritualista» se estructuró, mayormente a partir de 1859, en torno a la English Church
Union, de la que lord Halifax llegó a ser presidente en 1868. La Iglesia de Inglaterra
conocía, pues, una verdadera renovación teológica, litúrgica y pastoral, lo equivalente a
un verdadero y nuevo despertar, el que marca periódicamente a los países anglosajones.
Era, por tanto, un hombre importante y de profunda fe aquel a quien el padre Portal
encontró en octubre-diciembre de 1889 en la isla de Madera. Porque lord Halifax viajó a
tan apartado lugar en compañía de su esposa y de su hijo enfermo a la búsqueda de
mejor clima. Brotó al punto entre ambos gran amistad, crecedera con el paso de los años
en aras de la unión de sus respectivas Iglesias. Portal propone a Halifax en 1890, a raíz
de un viaje, la conversión al catolicismo romano, pero este declina la sugerencia sin que
por ello su amistad, ya saludable entre ambos como lozana y bella flor, se mustie ni se
deteriore. Uno y otro, eso sí, comprendieron que, conversiones aparte, era llegada la hora
de dialogar en pie de igualdad, haciendo posible, de un mismo golpe, un mejor
conocimiento mutuo de ambas Iglesias. De este fraterno y respetuoso diálogo nació el
deseo de trabajar por la unión entre la Iglesia católica romana y la Comunión anglicana.
Igualmente van a salir de aquí sus mejores años al servicio de la unidad. Que giran, por
cierto, sobre las ordenaciones anglicanas y las Conversaciones de Malinas.
1. Lord Halifax y sus encuentros con el padre Fernand Portal.
Lord Halifax hace saber a Portal, ya en 1889, tres grandes ideas sobre las que basar el
proyecto unionista: 1) La Iglesia de Inglaterra no es protestante, sino que está, más bien,
apartada de la católica, con la cual, dado que comparte sus raíces, deberá volver a
reunirse. 2) Dicha reunión ha de ser corporativa y no de conversaciones ni de
conversiones individuales. 3) El método apropiado para conseguirlo podría ser persuadir
a una personalidad con fuerza moral dentro de la cristiandad a que invitase a formar
equipos eclesiales de diálogo capaces de llevar la nave de la reunión a buen puerto.
Pensaba Halifax en un papa de Roma que pudiese despertar el interés por ese
proyecto. La validez o invalidez de las ordenaciones anglicanas iba a ser, por de pronto,
la prueba de fuego. Se explica, siendo así, que tras la carta Apostolicae curae (13-91896) de León XIII, cundiera la impresión de que todo se había venido abajo. Lord
Halifax y el padre Portal, no obstante, prosiguieron calladamente su labor y, tras la
Guerra de 1914, reemprendieron el proyecto de celebrar diálogos semioficiales entre
católicos y anglicanos. El encuentro en octubre de 1921con el cardenal Mercier fue
providencial: las Conversaciones de Malinas no se hicieron esperar. Desdichadamente,
pese a todo, tampoco estas dieron el resultado apetecido. En cuanto a las ordenaciones
anglicanas: Halifax organizó una campaña de reuniones: durante la más importante de
todas –Bristol (14-2-1895)– pronunció un largo discurso sobre la Iglesia –estaba
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habituado a la Cámara Alta y era hombre de tribuna– que levantó una ola de reacciones,
las cuales permitieron detectar el estado del unionismo anglicano como consecuencia de
las primeras iniciativas de León XIII.
Las ordenaciones anglicanas se pusieron de moda, y Halifax no ocultó al cardenal
Rampolla que aquel ruido dificultaba su trabajo. Tampoco Portal tardó en acudir al quite.
A últimos de marzo, de hecho, se llegó a la casa de los lazaristas romanos (Via della
Croce). Iglesias, ruinas, monumentos de la Urbe vieron así pasar/pasear a un trío
extraño: Portal, Halifax y el cardenal Vaughan, arzobispo este de Westminster. Hubo
asistencia a los oficios de Semana Santa, y entre los dos amigos entregados uno a otro,
«deliciosas charlas» en el Pincio y en San Pietro en Montorio, refugios favoritos de
Portal. Hubo sobre todo la audiencia privada del 21 de marzo en que Halifax sugirió al
Papa no actuar antes de 1897, cuando los obispos anglicanos reunidos en Lambeth
celebrasen el XIII Centenario de la llegada de san Agustín a Canterbury. Dos años de
respiro es cuanto pidió: «es preciso que no se impacienten en Roma –decía–. Se necesita
tiempo para trabajar las mentes». En la del 17 de abril, León XIII bendijo a Halifax y a
Portal varias veces, y les dijo «que no se inquietaran por las dificultades, que
perseverasen en la tarea». Los dos amigos dejaron Roma temerosos de que el plazo no
les fuese concedido. Y así fue.
Todavía de regreso, les llegó la noticia: había visto la luz una encíclica «a los ingleses
que buscan el reino de Cristo en la unidad de la fe» (Carta Ad Anglos). Nueva
impaciencia pontificia, pues[286]. No solo no habla el Papa en ella de la validez de las
ordenaciones anglicanas, sino que en ninguna parte menciona a la Iglesia de Inglaterra.
Lo novedoso del documento estriba en la forma: tono sereno, acentos generosos,
apreciaciones caritativas, ni anatemas ni recriminaciones, neutral evocación de los
acontecimientos del XVI y, sobre todo, ninguna llamada directa a la sumisión o incluso
al regreso.
Lord Halifax, claro es, temió que una carta recomendando el rosario resultase
provocadora, pero el estilo, digamos, lo venció todo. Por primera vez desde la Reforma,
sin embargo, un primado anglicano sugirió solemnemente que una llamada del papa no
debía quedar sin respuesta. Resumió su concepto de la unidad en una fórmula que se
hizo célebre:
«Cuando suene la hora de la reconciliación entre Roma e Inglaterra, no seremos nosotros quienes iremos a ella
ni ella a nosotros, sino que seremos ella y nosotros quienes iremos a Dios».
Un papa eminente del siglo pasado había declarado que sus predecesores eran
responsables de la pérdida de Inglaterra. ¡Nosotros podemos esperar con razón que
llegará el día en que otro papa tenga la gloria y el honor de reconciliar a estas dos
grandes ramas de la Iglesia católica![287]. La gracia, pues, iba haciendo calladamente, poco
a poco, y pese a todo, su obra.
2. Lord Halifax y las Conversaciones de Malinas.
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Portal y Halifax querían a toda costa proseguir el diálogo, aunque fuera esperando
años el plácet del eminente purpurado de Malinas[288]. La primera conferencia fue los días
6, 7 y 8 de diciembre de 1921. Su sencillez brilló por la falta de plan general y la
variedad de temas. Lord Halifax había preparado un esquema para el debate; pero
contenía muchos argumentos. Ninguno se trató a fondo. El resultado confirmó al
Cardenal en la idea de que dichas conversaciones contribuirían, ya a esclarecer el
espíritu, ya a fortalecer el celo de cada uno por la unión.
La segunda se celebró los días 13, 14 y 15 de marzo de 1923. Aunque la conversación
continuase en privado, católicos y anglicanos se reunieron con la aprobación formal de
sus autoridades respectivas. Se siguió paso a paso, en este debate, un borrador de los
anglicanos, para ponerse de acuerdo sobre sus reclamaciones. A lord Halifax, tercer
anglicano que tomó parte en todas las conversaciones, su amigo el arzobispo de
Canterbury no lo hubiera elegido tal vez para una discusión como la de Malinas, pero,
dada su lealtad, no puso reparos en tomarle por confidente de sus inquietudes.
La tercera tuvo lugar asimismo en Malinas los días 7 y 8 de noviembre de 1923. Los
participantes fueron, de uno y otro lado, más numerosos. Corrobora su importancia que
el doctor Dandalt Davidson, arzobispo de Canterbury, dirigiese a los obispos en
comunión con él una carta alusiva al evento. La cuarta discurrió de nuevo en Malinas el
19 y 20 de mayo de 1925. Van Roey leyó un informe sobre los poderes del papa y del
episcopado desde el punto de vista teológico. El 19 por la tarde Hemmer hizo lo propio
con el suyo sobre las relaciones entre el poder pontificio y el episcopal en el decurso de
los siglos. Los anglicanos consideraban que no podían discutir acto seguido un informe
de tal envergadura; y los católicos, sorprendidos por haber procedido a leer un informe
que no se les había comunicado de antemano, pidieron, y lo consiguieron, que no fuera
tenido como documento de las «Conversaciones de Malinas». Una vez más, se adveraba
así el dicho de que el ecumenismo avanza tantas veces en zigzag y no en línea recta.
En el congreso de Albert-Hall (9-7-1925), lord Halifax pronunció un discurso sobre
las relaciones anglicanas con Roma puntualizando que era «cuestión a encarar con todo
lo que lleve consigo». Su eminencia Mercier le confidenciaba a Portal: «¡Qué admirable
es este querido Halifax! A su edad una iniciativa como la de Albert-Hall es hermosísima.
Tengo la firme confianza de que el buen Dios bendecirá un valor semejante, ya que solo
la fe puede inspirarlo»[289]. Presente Portal en Lovaina el 19 de noviembre con Halifax
para hablar a la juventud belga de la unión de las Iglesias, «quiero hablar –les dijo– de la
amistad». Y por convencer al auditorio, adujo dos ejemplos: la amistad de Enrique Lorin
y Wladimir Soloviev, quien contribuyó a darnos «La Rusia universal». Y su propia
intimidad con lord Halifax. Tened confianza, jóvenes –vino a decir– abordáis la vida en
una época que verá grandes cosas, sobre todo en el mundo religioso. En particular veréis,
sin duda, la unión de la Iglesia de Inglaterra y de Roma. Así definía Mercier, por su
parte, el espíritu de las conversaciones: «El simple hecho notorio de la existencia y de la
renovación periódica de nuestras reuniones es, para el gran público, una exhortación
constante a la reflexión religiosa, y a la oración colectiva por la unidad»[290].
Quinta conversación: redacción de los informes. A decir verdad, de las personas que
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habían tomado parte en las conversaciones, de 1923 a 1925, no quedaban más que el
padre Portal y lord Halifax que creyeran en la posibilidad de una reunión, en sentido
reconciliador, del anglicanismo y del catolicismo. El 11 de octubre de 1926, Van Roey,
ya arzobispo de Malinas, se reunió con monseñor Batiffol y el abate Hemmer, con lord
Halifax y con los reverendos Frère y Kidd en Malinas. Trabajaron durante dos días en la
redacción de dos informes sumarios, uno anglicano y otro católico. Su cotejo esclarece
suficientemente la opinión; y en la Inglaterra católica en particular tranquiliza
oportunamente a los espíritus sobre la obra del cardenal Mercier, de grande y santa
memoria[291]. Las Conversaciones de Malinas, salta bien a la vista, siguen encerrando
circunstancias difíciles de entender si se las contempla fuera del misterio. Haciéndolo
dentro, arrojan, en cambio, grandes haces de luz.
3. El abrazo final de dos grandes ecumenistas.
El año 25 acabó ensombrecido por la irreversible enfermedad del cardenal Mercier[292].
Los miembros de las Conversaciones la siguieron con dolor; y cuando vislumbraron
cercana la muerte, acudieron a darle el último adiós[293]. «De todas las visitas que recibió
el santo arzobispo –puntualiza su sobrino–, las de lord Halifax y su amigo Portal (estos
dos servidores de la gran causa de la unión de las Iglesias), fueron ciertamente las más
agradables a su corazón de apóstol. El encuentro giró en torno al porvenir de las
Conversaciones. Mercier hizo públicas las últimas disposiciones en previsión de su
muerte; dio algunas directrices y preciosos consejos y, «al día siguiente Su Eminencia
hacía saber que se sentiría muy feliz si lord Halifax y su amigo querían hacerle la gracia
de asistir a la santa misa que se celebraría en su aposento el jueves 21 a las 7».
Profundamente emocionado, lord Halifax aceptó con gratitud. A la hora fijada el noble
anciano y su fiel amigo se encaminaron hacia la clínica de la calle des Cendres. En esto
el canónigo Dessain se acercó para celebrar la Misa.
Era la fiesta de santa Inés. Al Agnus Dei, el venerado enfermo se revistió de la estola,
símbolo de las virtudes pastorales, para recibir la sagrada comunión, la última antes de
su muerte. Y mientras que a ejemplo de su divino Maestro, este buen pastor ofrecía su
vida por todas las ovejas, un ilustre representante de la Iglesia anglicana, hundido en la
oración, se unía enteramente a esta comunión de los fieles en Jesucristo. Terminada la
misa, después de la recitación en común de las letanías de la santísima Virgen, los
piadosos visitantes quisieron dejar al enfermo en su acción de gracias. Este se dio cuenta,
y enderezándose, abrió los brazos a lord Halifax. Los dos apóstoles de la unión se
estrecharon en silencio. Las supremas Conversaciones de Malinas se tuvieron este 21 de
enero. Los médicos insistían para que se suspendieran las audiencias; todo esfuerzo
prolongado podía ser de consecuencias fatales. «¿Qué importa? –respondió el Cardenal–;
es preciso». Su Eminencia habló durante veinte minutos, con voz alta y clara,
visiblemente preocupado en comunicar todo su pensamiento a su noble interlocutor.
Halifax y Portal se retiraron luego para dejar descansar al venerable enfermo. Este
tiempo se aprovechó para redactar ciertas proposiciones, sobre las que hubo pleno
118
acuerdo en el segundo encuentro, a cuyo término Mercier «quiso manifestar al
magnánimo arzobispo de Canterbury toda su gratitud por los nobles sentimientos en su
nombre por su amigo común. Ut unum sint es el deseo supremo de Cristo, es el deseo del
soberano Pontífice, es el mío, es también el vuestro. ¡Ojalá se pueda realizar en su
plenitud!».
Y llegó el momento del adiós. «El Cardenal invita al santo anciano a sentarse junto a
su cabecera; le toma las dos manos y las retiene en las suyas. Hacia el final de este
coloquio íntimo, ya se ha quitado de su dedo el anillo pastoral, y enseñándolo a su
amigo: “¿Veis este anillo? Lleva grabados a san Désiré y a san José, mis patronos, y a
san Rombaut, patrón de nuestra metrópoli. Me lo dio mi familia cuando fui nombrado
obispo. Lo he llevado siempre, aunque tuviera otros. ¡Bueno! Si llego a desaparecer, os
ruego que lo recibáis”. Y como el venerable Lord iniciaba un gesto, temblando de
emoción: “¡Sí, sí, sí –dijo el abate Portal, apóstol de la unión–, para vos y para
Eduardo!”». «El ilustre prelado bendijo por última vez a lord Halifax y a su familia;
bendijo al abate Portal y a sus amigos de París. Después, asociando en un mismo
sentimiento al sirviente y al dueño: “¿Y James? (fiel ayuda de cámara de Halifax),
¿dónde está James?”. Y mandaron subir a James para recibir una última bendición».
Cuarenta y ocho horas más tarde, antes de lo imaginado, el Cardenal entregaba su
alma a Dios. A sugerencia del confesor, padre van den Steen, había ofrecido su vida por
la causa más querida: la unión de las Iglesias. Se volvieron a encontrar con lord Halifax
el 27. Estaba acompañado del doctor Kidd, presidente de Kebbe College, miembro de las
Conversaciones de Malinas. Representaban al arzobispo de Canterbury en las exequias
del Cardenal. Por la tarde del día de exequias en Malinas, 29, fiesta de san Francisco de
Sales, la señora Mercier, cuñada del difunto, fue con su familia a casa del canónigo
Dessain, para hacer entrega a lord Halifax del anillo pastoral que le había legado el
cardenal Mercier. Lord Halifax conservó este anillo como una reliquia. Hizo ejecutar una
copia exacta que con exquisito pensamiento ofreció al sucesor del cardenal en la sede de
Malinas, monseñor Van Roey.
4. El incumplido sueño ecuménico de lord Halifax.
El sucesor de Mercier en la histórica sede de Malinas, monseñor Jozef-Ernest van
Roey, no probó entusiasmo alguno en continuar las Conversaciones, lo que, por
contraste comparativo, pone más de relieve aún la singular importancia del protagonismo
que Mercier, alma de aquel hermoso proyecto, había ejercido. Menos mal que a Van
Roey, le sucedió el cardenal Suenens, cuya personalidad ecuménica no solo nadie
discute sino que todos ponderan. Así que dos años después de haberse muerto Mercier,
Pío XI publicó Mortalium animos, encíclica que acabó clausurando cualquier posibilidad
de apertura desde la Iglesia católica. Habría que esperar al concilio Vaticano II para ser
testigos de nuevos intentos[294].
Lord Halifax murió con un sueño por cumplir: el encuentro del papa de Roma y del
arzobispo de Canterbury. Las Conversaciones de Malinas, con todo, habían dejado
119
mucha semilla suelta, y todo ello no hizo sino contribuir a que el sueño de Halifax se
hiciera realidad cuarenta años más tarde, cuando Juan XXIII recibió al doctor Fisher,
entonces arzobispo de Canterbury, relativizando incluso las ideas teológicas ante la
voluntad de unión. En los años siguientes los teólogos anglicanos y romanos
descubrieron, esta vez sí, y con sorpresa, que, dejadas aparte anécdotas políticas,
polémicas y palinodias del pasado, la doctrina del anglicanismo y del catolicismo
romano coincidían esencialmente por encima de expresiones históricas. Esto ha ocurrido
a propósito de la Eucaristía, por ejemplo, y otro tanto acerca de la primacía papal, así
como de la sede de Pedro y Pablo en Roma[295].
Nunca dejó Portal de pensar en la unión de anglicanos y católicos. Sus conversaciones
con lord Halifax habrían sido suficientes, pero dentro de sí llevaba el remordimiento de
no haber logrado poner en contacto a teólogos católicos autorizados con teólogos
verdaderamente representativos de la Iglesia anglicana. ¿Cómo se le ocurrió, al cabo de
treinta y cinco años, la idea de acudir al cardenal Mercier, para colocar su idea favorita
bajo el amparo de una autoridad moral de primer rango? De ello habló, a buen seguro,
con lord Halifax, su confidente más íntimo. Y decidieron ambos informar y consultar al
Cardenal: «¿Por qué no se dirigen ustedes a las autoridades católicas inglesas?»,
preguntó a lord Halifax. «Porque el estado de los espíritus se opone a ello», fue la
respuesta. Y el inglés justificó su aserto con hechos y experiencias personales. El
Cardenal entonces, por su parte, se avino a razones, mas no sin antes proponer que estas
Conversaciones preliminares fueran como de pura documentación. De ahí el no
publicarlas.
Muerto el Cardenal, los miembros de aquellos diálogos pensaron que, si se tenían que
proseguir, no era menos necesario poner punto final a esta obra particular, que debía una
parte de su carácter a la personalidad de Mercier. Había que hacer público, pues, un
informe de ellas. Hasta entonces solo habían trascendido noticias fragmentarias. Trabajo,
por lo demás, ya previsto por el propio Cardenal en una hermosa carta al arzobispo de
Canterbury (25-10-1925): «Nuestras reuniones no solo han acercado los corazones (lo
que es de por sí resultado muy apreciable), sino que han armonizado los pensamientos
sobre puntos notables, y realizado un progreso»[296]. Todos buscaban ahora confrontar sus
tesis, y el modo de ajustarlas. Así salió adelante, entre 1923 y 1925, un borrador de
discusión cuyo resultado no siempre se constató en el acto. Pero los católicos romanos,
cuando tuvieron ante los ojos el texto de la recapitulación redactado por los anglicanos a
la vista de la reunión, se llevaron la sorpresa de confirmar que era más decisivo de lo
esperado. Las palabras de Pablo VI, por lo demás, en buena ley y recta conducta colocan
también a lord Halifax en lo más alto de esta memorable cúspide dialógica: «¿Cómo no
evocar al lado de estas dos grandes figuras católicas (Mercier y Portal) otra figura, no
menos digna de recordar, anglicana ella, lord Halifax? Sus tres nombres están
indisolublemente unidos»[297]. Y los tres, indudablemente, merecen ocupar un puesto de
honor en Apóstoles de la unidad. El recuerdo fue siempre algo a cuidar con mimo.
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SAN JUAN XXIII
(1881-1963)
Ángel José Roncalli nació el 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, al norte de
Italia, y murió el 3 de junio de 1963 en Roma[298]. Ingresó a los 17 años en el seminario de
Bérgamo y dos más tarde ganó una beca que le permitió estudiar teología en el Instituto
San Apolinar de Roma. Ordenado de presbítero en 1904, celebró su primera misa en la
basílica de San Pedro. Vuelto a su diócesis bergamasca, trabajó como secretario de su
obispo Radini-Tedeschi (1905-14) y como profesor de Historia de la Iglesia y
Apologética en el seminario. Tiempos duros aquellos, cuando la envidia y el ambiente
enrarecido a causa de la represión modernista se encargaban de abrir expedientes a todo
lo que se moviese en el entorno. Durante la I Guerra mundial fue incorporado a filas
como capellán militar. Acabado el conflicto, volvió a sus antiguos cargos y, en 1921,
Benedicto XV lo llamó a Roma para trabajar en la Congregación de Propaganda Fide.
Nombrado en 1925 visitador apostólico y delegado apostólico en Bulgaria, es
consagrado obispo el 19 de marzo de ese año en Roma, y nueve después nombrado
delegado apostólico en Grecia y Turquía con residencia en Atenas y Estambul. Su
estancia en el Oriente Cercano le permite contactar con las Iglesias orientales y fomentar
las relaciones de estas con Roma. Su buena vecindad con los ortodoxos, en cambio, le
acarreó más de un disgusto, del que solía librar gracias a su fe granítica y a su gran
bondad.
Pío XII lo envió como nuncio a Francia en diciembre de 1944, donde medió ante el
general De Gaulle a favor de los obispos del Gobierno de Vichy. En 1953 le llega el
nombramiento de cardenal patriarca de Venecia, desde donde, a sus 76 (casi 77) años, el
28 de octubre de 1958, el Cónclave lo elige para ocupar la Cátedra de san Pedro.
Asumido el nombre del Precursor y del Apóstol Juan, el discípulo amado, y en signo de
humildad, eligió llamarse Juan XXIII. Pese a ser considerado papa «de transición»,
afrontó el reto de convocar el concilio Vaticano II. Su muerte casi al medio año de
acabada la I Sesión conciliar causó profunda tristeza en el mundo entero. Pero su
extraordinario corazón y su contagiosa simpatía le merecieron el justo calificativo de Il
Papa buono.
Apenas dos meses antes había publicado la Pacem in terris (11-4-1963), encíclica
posiblemente la más importante del siglo XX. A los ecumenistas de ley no escapó en el
inolvidable abril de 1963 ni la importancia del documento fijando la actitud (agustiniana,
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por cierto) de todo católico hacia los que están fuera de la Iglesia o en el error[299], ni
tampoco el alcance de la Asamblea Panafricana de Iglesias en Kampala. Pablo VI se
encargaría de referirle al venerable Atenágoras la dolorosa agonía del antecesor ofrecida
por la unidad, y el mismo Atenágoras de poner de manifiesto que, pese a su breve
duración, había trazado «una nueva vía para el diálogo ecuménico, que representa para la
Iglesia el prólogo de la realización de la oración sacerdotal de Cristo [...]. Al convocar el
Vaticano II, demostró, con respecto a la Iglesia ortodoxa y a las demás Iglesias, que la
católica está imbuida del amor y la paz de Cristo»[300]. Subido elogio este viniendo del
titular del Santo Trono, a quien se unieron pronto personalidades acatólicas que
reconocieron los extraordinarios cambios en el catolicismo gracias al Papa Bueno. Tanto
más de valorar cuanto que, por contraste, tampoco faltaron profetas de calamidades y
nostálgicos del pasado culpando al difunto Pontífice, y al Concilio, de lo que entonces,
ahora y siempre no pasa de ser el fruto ácido de la mezquindad humana. ¡La página
evangélica de los que viendo no ven y oyendo no entienden sigue, por desgracia, repleta
de nombres!
Roger Schutz, por su parte, supo captar maravillosamente la faceta ecuménica de
nuestro santo protagonista Juan XXIII al escribir: «Es probablemente el hombre que más
he venerado sobre la tierra. Le amé como a un padre. Sin darse cuenta, levantó para
nosotros el velo de una parte del misterio de la Iglesia. Tenía la pasión de la comunión.
Comprendimos, mediante su vida, lo que significaba el ministerio de un pastor universal.
Este ministerio, ¿no es ante todo el de la reconciliación? Un pastor universal es aquel
que une, que estimula la reconciliación en aquellos que estaban habituados a vivir
separados»[301]. Al abrirse la II Sesión del Concilio se alzaron voces pidiendo su
beatificación. Lo haría Juan Pablo II en el Año del Gran Jubileo 2000. Y el 27 de abril de
2014, en fin, fue canonizado junto a Juan Pablo II por el papa Francisco.
1. El Papa que convocó el concilio ecuménico Vaticano II.
La noticia eclesial por antonomasia para los católicos del siglo XX, incluso para
tantos y tantos seguidores de otras Iglesias y de otras religiones, saltaba a los teletipos en
la mañana del 25 de enero de 1959: al término de una ceremonia en San Pablo
Extramuros, el papa Roncalli había convocado un concilio del que pronto se alcanzaría a
conocer su faceta ecuménica. Era el primero después de Edimburgo, y las reacciones,
veloces por cierto y abundantes, fueron de general sorpresa y de complaciente acogida.
Déjese a un lado, pues, esos pretendidos intentos o pseudo-intentos adjudicados a sus
predecesores que, pudiendo –más o menos–, a la hora de la verdad no lo hicieron. Fue
Juan XXIII quien convocó el Vaticano II y con él, y por él, metió a la Iglesia católica en
el ecumenismo.
El propio CEI a través de su Comité central emitió desde París un comunicado en el
que reconocía la importancia del proyecto romano para una vasta parte de la cristiandad,
aparte del buen número de implicaciones con el alto organismo de Ginebra. Lo indicaba
la misma frase latina usada en el texto: nostra res agitur. La Reforma de Lutero, pues,
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consideraba la iniciativa roncalliana cosa suya. La Ortodoxia, por el contrario, pese a la
buena voluntad de Atenágoras y a su cercanía doctrinal con el catolicismo, se opuso a
enviar observadores. Solo a última hora cedió por su cuenta y riesgo la Iglesia ortodoxa
rusa, después de la famosa entrevista entre el metropolita Nikodim y monseñor
Willebrands –no, como algunos quieren, con el cardenal Tisserant–. Aquel gesto tardó
poco en ser interpretado por la misma Ortodoxia como un desaire del patriarcado ruso al
de Constantinopla; llegó incluso a provocar tensiones entre Roma y el Fanar, solo
superadas con el abrazo de Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén[302].
Un aire de fraterna cercanía se impuso al del anterior distanciamiento romano: visitas
de jefes no católicos al Papa; envío de representantes anglicanos y luteranos a Roma para
el Concilio; presencia de católicos del Secretariado en la Asamblea de Nueva Delhi;
encuentro de personalidades romanas con patriarcas y metropolitas del Oriente. Y todo
gracias al Secretariado querido por la mente abierta y el paterno corazón del papa Juan,
que estaba siempre detrás. «Nosotros, que desde casi dos años trabajamos en este
Secretariado –palabras de Bea en presencia del Papa– hemos podido mejor que nadie
constatar de cuánta utilidad sea y cuántos frutos haya producido tan feliz iniciativa»[303].
Cuando se habla del ecumenismo, el primer hecho a recordar es que Juan XXIII
anunció la convocatoria del Vaticano II en un culto ecuménico: clausura de la Semana de
Oración por la unidad de los cristianos, en la basílica de San Pablo Extramuros. Su deseo
parecía ser el de un Concilio que fuese ecuménico, en el sentido tradicional de reunir a
todos los obispos católicos del mundo, además de lugar de diálogo con representantes de
las diversas confesiones cristianas. El Papa dijo claramente que el objetivo del Concilio
sería abrir un nuevo camino para la unidad visible de las Iglesias. Hasta hubo quien
pensó que se retomaría los fracasados esfuerzos del II Concilio de Lyon (1274) y de
Florencia (1438) de alcanzar, por medio de las sesiones conciliares y también en el
ambiente del Concilio, una inmediata unidad de las Iglesias. Pronto, sin embargo,
comprendieron que el camino era más bien largo y arduo.
El Papa, por otra parte, se encontró con mucha resistencia en los ambientes curiales y
del mundo. Todavía dos años antes de abrirse el Concilio, un debate entre Giorgio La
Pira, entonces alcalde de Florencia, y su beatitud Máximo IV Saigh, patriarca melquita,
dejó claro que el Papa estaba siendo presionado sobre la cuestión ecuménica. El
Patriarca zanjaba: «Esperamos que el Concilio sea un segundo Pentecostés que reúna a
los hermanos de idiomas (teológicos) diferentes y pueda suscitar una recreación de
nuestra mentalidad cristiana»[304]. También hoy parece casi un milagro que Juan XXIII
avanzase tanto. Está claro que lo consiguió porque, desde décadas anteriores al Concilio,
aun en el contexto de un catolicismo muy cerrado, principalmente desde los años 40, se
había difundido en varios lugares del mundo un ambiente propicio para nuevas
relaciones ecuménicas. El Papa, en todo caso, ayudó cuanto pudo, que fue mucho, a que
la corriente de los teólogos abiertos y vanguardistas –algunos, por cierto, apartados de
sus cátedras en el pontificado anterior y ahora llamados como asesores– acabara
llegando de lleno al Concilio.
123
2. El Papa que instituyó el Secretariado para la unidad de los cristianos.
Intensa y eficiente, febril diríase, fue la actividad del SUC, creado por Juan XXIII con
el motu proprio Superno Dei nutu (5-6-1960), para que los hermanos no católicos
pudieran seguir mejor el desarrollo del Concilio y encontrar más fácilmente la vía de la
unidad querida por Cristo. El Papa nombró presidente de este organismo al cardenal Bea,
y secretario a monseñor Willebrands[305]. Algunos comentaristas posconciliares de años
hace no afinaron mucho al respecto. Les pasó inadvertida, por ejemplo, su importancia
real, porque era, en efecto, la única de las comisiones preparatorias que, por naturaleza y
objeto, estaba enteramente vuelta hacia el futuro. Libre, por una parte, de todo
compromiso, es cierto; mas, por otra, peligrosamente expuesto a críticas y cuestiones de
los oficiales curiales amigos de seguir en el pasado. Lo curioso es que la teología
inspiradora del SUC no era pequeña, sino impresionante, solo que resultaba de reciente
implantación y novedosa contextura.
La responsabilidad del SUC respecto a la unidad era enteramente nueva en la Iglesia.
Y no obstante, desde la apertura del Concilio el Secretariado estaba pronto a la actuación
y a la reacción. Su modus operandi consistía en mirar la situación con ojos nuevos, libres
de posiciones negativas del pasado. Actuaba, pues, durante, y entre, las sesiones del
Concilio: obraba en esperanza. Procuraba mirar al horizonte de la catolicidad, y trazar el
camino hacia un futuro enteramente abierto. Su aggiornamento no pretendió solo
mejorar la organización institucional (lo que, desdichadamente, va quedando en los
análisis), sino efectuar antes que nada una verdadera renovación a fin de poner a la
Iglesia en estado de misión y de diálogo con el mundo moderno (a lo que todavía hoy
parece que no hayamos llegado). Renovación que pasaba por un recurso en profundidad
y en extensión a la Escritura y a la Tradición.
Tan al vivo se metió la Iglesia católica con Juan XXIII en el movimiento ecuménico
que, a partir de entonces, este no debía ser una disciplina particular, sino dimensión de
todo lo que se hace en la Iglesia. Y llegaron los observadores. Recibidos por el Papa el
13 de octubre de 1962, no podían tomar la palabra, cierto, pero sí elevar observaciones
por escrito. El SUC, además, organizaba semanalmente sesiones durante las cuales estos
podían dialogar, intercambiar impresiones y puntos de vista con los expertos del
Concilio. Brillaron entonces personalidades teológicas como Max Thurian, Óscar
Cullmann, Schlink y otras cuyo peso, desde sus respectivas opiniones, fue considerable
durante el discurrir de las sesiones conciliares.
Debía tener en cuenta el SUC dos circunstancias contradictorias. De una parte, Juan
XXIII pretendía introducir el ecumenismo en la práctica católica. De otra, había entre los
obispos gran ignorancia ecuménica. Sin quererlo, la decisión papal de los observadores
hacía temer en algunos que el papel de SUC fuera a limitarse a la hospitalidad. La lista
de miembros y consultores, no obstante, dejaba claro que allí había más que un simple
comité receptor. Durante los preparativos, el SUC discutió, de hecho, varios decretos
conciliares –palabra de Dios, octavario, naturaleza del movimiento ecuménico, libertad
de conciencia, significación del judaísmo para los cristianos– esperanzado en que el
124
Concilio pudiera adoptarlos uno u otro, o más. Pensó desde el principio en el
posconcilio, cuando una guía o directorio debiera asistir a las actividades ecuménicas de
las diócesis. Su reflexión bastante extendida sobre la cuestión ecuménica central
anticipó ya lo que después del Concilio sería necesario.
La descripción, en fin, que el Motu Proprio fundacional hacía del SUC era tan
genérica, que dio más de un quebradero de cabeza con la Comisión Teológica. Y menos
mal que Juan XXIII –siempre Juan XXIII–, estuvo al quite y lo equiparó a las
Comisiones (19-10-1962). Numerosos conciliares, perspicaces ellos, comprendieron que
la medida venía a confirmar el prestigio logrado por el organismo en tan poco tiempo: a
sus servicios, de hecho, recurrieron a menudo muchos Padres del Vaticano II. Su hacer
se notó sobre todo en la elaboración de los borradores (schemata), a cuyo propósito, en
efecto, hubo entre él y dicha Comisión sus más y sus menos. El SUC empezó a funcionar
a partir del 1 de agosto de 1961 bajo la presidencia del cardenal Bea[306]. Juan XXIII,
pues, triunfaba.
3. El Papa que abrió la Iglesia católica al ecumenismo moderno.
San Juan XXIII abrió la Iglesia católica al ecumenismo moderno.
Extraordinariamente sensibilizado con tan santa causa desde los años diplomáticos en
Sofía y Estambul, supo exteriorizar su inquietud ya en el mensaje navideño de 1958, con
apenas tres meses en el Vaticano, siendo él «tan conocido, amado y respetado en
nuestras regiones», por decirlo con Atenágoras en el saludo de año nuevo a las Iglesias
ortodoxas auspiciando que con él empezase el alba de un verdadero año nuevo en
Jesucristo[307]. Ecumenistas católicos cuando se abrió el Concilio, la verdad, había muy
pocos. La mayoría, en cambio, miraban al ecumenismo con recelo. Pero los teólogos
católicos de la Nouvelle théologie venían rompiendo lanzas desde tiempo atrás: era
inútil, pues, empeñarse en detener las manecillas del reloj en la eclesiología; el
ecumenismo llamaba a las puertas soplando fuerte desde los signos de los tiempos. Juan
XXIII visitó el SUC reunido en sesión plenaria (8-3-1962), circunstancia aprovechada
por Bea: «En seis sesiones plenarias –cada una de cerca de una semana– hemos podido
elaborar no pocas relaciones y esquemas de decretos». Y Willebrands concluye: «El
Secretariado tuvo la fortuna de poder disponer de colaboradores de primer orden que en
parte habían estado ya comprometidos desde años atrás en el movimiento ecuménico»[308].
Fue el movimiento ecuménico iniciado en Edimburgo-1910 lo que permitió dar pasos
decisivos hacia el Vaticano II. Antes he citado el de los observadores fraternos, más de
un centenar de autoridades eclesiásticas representando a todas las grandes tradiciones
cristianas. Al recordar aquello, monseñor Helder Cámara solía insistir en que el hecho
más formador de su sensibilidad ecuménica, había sido la convivencia fraterna y
amistosa en la sala conciliar y en los pasillos, en reuniones informales y cenas fraternas
con personas como Roger Schutz, de la comunidad de Taizé, Michel Ramsey, arzobispo
anglicano, Phillip Potter, secretario del CMI y varios hermanos y hermanas de otras
confesiones. Hasta hoy, la experiencia lo confirma: el primer paso es el establecimiento
125
de una relación mutua que genere confianza y verdadera cercanía humana entre las
personas, antes de los pasos más institucionales. Debía el Vaticano II, pues, ocuparse del
ecumenismo, entonces balbuciente dentro del mundo católico. Lo prueban la famosa
intervención conciliar de monseñor De Smedt abogando por una catarsis en tal sentido; y
estas palabras de Willebrands: «No hemos de olvidar –dice– que antes del Concilio, una
gran mayoría de los Padres conciliares no había tenido contacto alguno ni experiencia de
tipo ecuménico, por no hablar de las experiencias negativas, prevalecientes en muchos
Países»[309].
La presencia de observadores respondió mayormente al papa Juan, quien, desde la
primera audiencia, dejó entrever cómo concebía el trabajo ecuménico:
«Nunca, que yo recuerde, hubo entre nosotros confusión en los principios, o desavenencia en el plano de la
caridad sobre el trabajo común que las circunstancias imponían para asistir a los que sufrían. No hemos
parlamentado, sino hablado; no hemos discutido, sino que nos hemos amado. Un día ya lejano di a un
venerable anciano, prelado de una Iglesia oriental que no estaba en comunión con Roma, una medalla del
pontificado de Pío XI. Este gesto quería ser –y fue– un sencillo acto de amable cortesía. Poco tiempo después,
aquel anciano, a punto de cerrar los ojos a la luz de este mundo, quiso que, a su muerte, se le pusiera la medalla
sobre el corazón. Lo vi en persona, y el recuerdo me enternece todavía. He aludido deliberadamente a este
episodio porque, en su conmovedora sencillez, es comparable a una flor del campo, que el renovarse de las
estaciones permite recoger y ofrecer»[310].
Lo ecuménico de UR llegó al Concilio desde la I Sesión (1962) por tres frentes
distintos, improcedencia metodológica que saltó pronto a la vista. El debate de los días
26-29 de noviembre de 1962 dejó también claro que el ecumenismo caía dentro de la
eclesiología, su fuente inspiradora. No era cosa, pues, de dos eclesiologías: una con las
Iglesias orientales, y otra con la protestante: hubiera llevado a un ecumenismo de niveles
discriminantes. Se acabó, pues, pidiendo al SUC la redacción de un solo esquema con
explícito carácter ecuménico. Se valoraba positivamente, por tanto, el patrimonio común
con los no católicos.
4. Su ecumenismo y su discurso inaugural del concilio Vaticano II.
A este nuevo talante apuntó Juan XXIII en el discurso inaugural Gaudet Mater
Ecclesia y en la audiencia a los observadores dos días después:
«Arde en mi ánimo el propósito de trabajar y de sufrir, para que se acerque la hora en la cual se cumplirá para
todos la oración de Jesús en la última Cena. Pero la virtud cristiana de la paciencia no separa la otra también
fundamental de la prudencia. Sí, lo repito: Benedictus Deus per singulos dies. Por hoy, por consiguiente, basta
así. La Iglesia católica a su trabajo, sereno y generoso; vosotros a observar con atención nueva y buena. Sobre
todos y sobre todo la gracia celeste que inspira, mueve los corazones y corona los méritos»[311].
No era el suyo, cierto, un ecumenismo de capitulación. Tampoco el actual. El
Concilio empezó cuando en Roma primaba todavía la esperanza de la «vuelta de los
hermanos separados». Costó superar esta visión. El cambio no llegó a partir del trabajo
propiamente ecuménico, sino debido a la elaboración de una nueva visión eclesiológica.
En la LG 8 el Concilio distingue la Iglesia católica romana de la «verdadera Iglesia de
126
Cristo» y define que esta subsiste en la Iglesia católica, pero no se agota en ella. Se pudo
entonces comprender que el camino de la unidad no sería ya solo de retorno a la
estructura católico-romana, sino de conversión en la dirección de Cristo.
Habló el Concilio de «restauración de la unidad». Era como suponer que algún día
esta unidad hubiese sido alcanzada y, en una fecha determinada, la Iglesia de Cristo se
hubiese dividido. En tal sentido, el CEI habla de la «diversidad reconciliada». Otra gran
contribución fue superar el viejo esquema dogmático que hablaba de dos fuentes de la
revelación divina: la Biblia y la Tradición. El documento sobre ambas fuentes de la
revelación fue oportunamente retirado de los debates por Juan XXIII en la primera
sesión del Concilio (1962). Dispuso que se rehiciese por completo. Sin su intervención
quizás el Concilio hubiera quedado con esta teología que mantenía uno de los motivos
más fuertes de la división entre las Iglesias. Una de las tesis fundamentales de Lutero era
justamente la Sola Scriptura. Fueron al menos dos años de trabajo y debates, hasta que la
casi unanimidad de los padres conciliares aprobó la DV sobre la Revelación divina. Para
el desarrollo posterior de la relación ecuménica entre católicos y evangélicos, fue hasta
más importante que el mismo UR sobre ecumenismo. En cuanto al diálogo
interreligioso, el Concilio hubo de superar todavía mayores obstáculos, lo mismo
dogmáticos que históricos, en las relaciones intereclesiales. Al comienzo, reflexiones y
debates se centraban en la relación de la Iglesia católica con los judíos. También un
grupo de obispos pidió un documento que definiese una nueva posición de la Iglesia
católica sobre la libertad religiosa, antes tan combatida por diversos papas y sínodos.
Solo en 1965, la última sesión, los obispos conseguirían aprobar dos documentosdeclaraciones: sobre la libertad religiosa (DH), una; y otra sobre la relación de la Iglesia
con las otras religiones (NA): Bea fue su principal inspirador y esto conviene ponérselo
en su haber.
Al abrir el Concilio san Juan XXIII continuaba todavía considerando la unidad como
retorno de los acatólicos a la casa que abandonaron. La escisión intercristiana era
interpretada como separación de la Iglesia católica. Solo se podía resolver con la vuelta
de los que se fueron: ecumenismo de capitulación. Esta fuerte idea, bien que suavizada
por la bondad de Roncalli, flota en sus discursos y escritos ecuménicos hasta 1961.
Desde entonces apenas aparece, quizás debido a posibles y hasta más que probables
sugerencias del cardenal Bea y del SUC, cuya actividad resulta fundamental para
comprender su postura ecuménica. Por otra parte, su firme apoyo al SUC, incluso su
claro entusiasmo por él, creció con el paso del tiempo junto a su progresivo
conocimiento del tema ecuménico. Las relaciones con los hermanos separados –
apelativo de aquellos años– quedaron sustraídas para siempre de la exclusiva
competencia del Santo Oficio[312]. Schmidt, pese a todo, aporta datos que ilustran no solo
el influjo de Bea en Juan XXIII, sino a la inversa: cuando el purpurado jesuita llegó a
desanimarse por tanta oposición de la Curia, el Papa, luego de haber hablado con
algunos cardenales y ante la sorprendente noticia de la visita del arzobispo de
Canterbury, Geoffrey Fisher, saludó a Bea en la Capilla Sixtina comentando por lo bajo:
«L’orizzonte comincia a rischiararsi. Coraggio»[313]. Dos ecumenistas convencidos, pues;
127
dos apóstoles de la unidad hablando en la misma clave.
128
SAN JUAN PABLO II
(1920-2005)
Karol Józef Wojtyla –san Juan Pablo II– nació en Wadowice (Polonia) el 18 de mayo de
1920. Ordenado sacerdote el 1 de noviembre del 46 por el cardenal Sapieha, completó a
mediados de junio del 48 su primer doctorado en Roma, y el 26 de diciembre la Facultad
de Teología de la Universidad Jagelloniana le extendió el segundo. Pío XII lo eleva el 4
de julio de 1958 a obispo auxiliar de Cracovia, y el 28 de septiembre es consagrado por
el Administrador Apostólico Eugeniusz Baziak.
El 13 de enero de 1964 accede a metropolitano de la ciudad, y el 26 de junio de 1967
Pablo VI lo eleva a cardenal presbítero de San Cesáreo in Palatio. Presente en los
cónclaves de 1978, el 16 de octubre es elegido para suceder al recién fallecido Juan
Pablo I (cardenal Luciani)[314]. Su pontificado es uno de los más largos en la historia de la
Iglesia: solo seis papas, incluido san Pedro, habrían ocupado más tiempo el solio
pontificio. Visiblemente deteriorada en los últimos años su salud, falleció en el Vaticano
el 2 de abril de 2005, siendo beatificado por Benedicto XVI el 1 de mayo de 2011 y
canonizado junto a san Juan XXIII por Francisco el 27 de abril de 2014.
Polonia respiraba más diálogo interreligioso que ecumenismo cuando el cardenal
Wojtyla subió a la Cátedra de san Pedro. De modo que tampoco a raíz de su elección
faltaron suspicacias: «¿Cómo va a interesarse un papa polaco por el ecumenismo cuando
procede de un país tradicionalmente católico y con la fama de un catolicismo
monolítico?»[315]. Este y otros interrogantes, sin embargo, se disiparon pronto. Su empeño
al principio, bien es cierto, se centró en hacer funcionar a la Iglesia con los dos pulmones
(Oriente-Occidente). Más que de vivencia, el suyo parecía un ecumenismo de herencia
recibida y asumida con incondicional y saludable disposición. De ahí que no tardase en
considerarlo «pastoral prioritaria», y en él se involucrase como afanoso trabajador con
identidad propia.
Si en el beato Pablo VI puede verse al Papa del decreto UR, no tanto porque sea
factura suya, que no lo es puesto que más bien se trata de un documento del Vaticano II
–aunque también es cierto que por él fue aprobado y que avanzó siempre bajo el impulso
y la cautelosa vigilancia de un papa Montini siempre dispuesto y disponible a
sugerencias, enmiendas, añadiduras del SUC–, en san Juan Pablo II, por el contrario, es
preciso distinguir al Papa de la UUS, lo cual basta para eximirle a uno de mayores
comentarios.
129
Pero es que san Juan Pablo II tiene otros documentos altamente ecuménicos. No
hemos de olvidar su encíclica Slavorum Apostoli (2-6-1985), sobre los santos Cirilo y
Metodio, evangelizadores de los pueblos eslavos y, por ende, copatronos de Europa, con
san Benito: el papa Wojtyla recordó por entonces que Europa no se limita solo a la parte
occidental; también tiene otra oriental, a veces bastante olvidada. Al hilo de lo dicho,
justo es reconocerle, pues, el mérito de haber publicado la Carta apostólica Orientale
lumen (2-5-1995), todo un canto al Oriente en general y a las Iglesias orientales en
concreto, al cumplirse el centenario de la Orientalium dignitas, de León XIII.
En cuanto a su propuesta de reinterpretar el Primado, preciso es aclarar, y bien
haremos con ello, que, una vez celebrado el Jubileo, empezaron a fraguarse los
excelentes resultados que el horizonte hoy nos depara gracias a los copiosos frutos de la
Comisión Mixta Internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la
Iglesia ortodoxa en su conjunto. A los copresidentes de la misma en Rávena, por
ejemplo, metropolita de Pérgamo, Ian Zizioulas (ortodoxo), y el cardenal Walter Kasper
(católico, al que ha sucedido el actual cardenal Kurt Koch), el avance en este complejo
asunto del Primado debe mucho, sin duda. Pero, a la postre y bien miradas las cosas,
nunca dejará de ser argumento propuesto como inesperada iniciativa de san Juan Pablo II
en la UUS, un papa que al subir a la Cátedra de san Pedro recibió el ecumenismo con
admirables éxitos en el diálogo de la caridad, que luego él se encargaría de ir
enriqueciendo con tesón, brillantez y elegancia, y de hacerlo además extensivo al diálogo
teológico. Un papa eslavo, en fin, dotado él también de mucha paciencia y sentido del
equilibrio, y merecedor a justo título de figurar en el grandioso retablo de Apóstoles de la
unidad.
1. Un Papa con vivo interés ecuménico.
Pablo VI había bordado las cosas en el diálogo de la caridad, pero Juan Pablo II no
tardó en dar rienda suelta al teológico sin desmerecer. La siguiente anécdota del entonces
vicepresidente del SUC, monseñor Ramón Torrella, lo prueba: «En septiembre del año
1979 –dice–, estando Juan Pablo II en su residencia de Castel Gandolfo, el secretario don
Estanislao invitó en nombre del Papa a una audiencia al cardenal Willebrands, al padre
Duprey y a un servidor. Juan Pablo II centró inmediatamente la conversación en torno al
diálogo teológico de la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas. Se habían tenido varias
reuniones de la Comisión preparatoria pero el Papa tenía la impresión (de) que las cosas
no avanzaban. De repente nos dice: díganme ustedes qué puedo yo hacer. Y añadió:
personalmente estoy dispuesto a hacer una visita al patriarca de Constantinopla si
ustedes creen que sería una iniciativa oportuna»[316]. Lo era, y la hizo. Que asumió de
lleno, pues, el compromiso lo revelan también sus discursos y documentos: nadie antes
había hablado tanto de ecumenismo, ni contaba tampoco en su haber con un material
escrito tan copioso.
Por otra parte, dentro de un pontificado que desde el principio se quiso itinerante
merece relieve la voluntad de incluir en los viajes, como acicate y estímulo, la causa
130
ecuménica. El capítulo relativo a los judíos, por ejemplo, dado que, al fin y al cabo,
cristianos y judíos tienen que ver entre sí, puede ser buen índice. Al cardenal Walter
Kasper, presidente del PCPUC y, por ende, también de la Comisión sobre las Relaciones
Religiosas con el Judaísmo, no se le hizo costoso ni fuera de sitio el recordar que «con
gran coherencia y perseverancia, Juan Pablo II ha implementado lo que el Vaticano II
trató de hacer parte de la conciencia católica y la vida de la Iglesia. No ha habido otro
periodo en la vida de la Iglesia con un diálogo tan intenso con los judíos como los
últimos 23 años –era el Jubileo–. Juan Pablo II ha sido el primer Papa en visitar una
sinagoga». Y el primero en entrar a una mezquita. Lo que principió novedoso –viajes
específicamente ecuménicos de Constantinopla, Alemania, Suecia–, terminó pronto,
pues, convertido en costumbre: viajes a Grecia, Siria, Malta, Tierra Santa, Rumanía,
Armenia, Kasajstán, etc.
En otro orden de cosas: parece a primera vista –al decir de algunos exigentes
biógrafos– que Juan Pablo II no hubiera brillado en gestos. Dependerá, claro está, de qué
se entienda por gestos. Tal vez fueran más espectaculares los de Pablo VI. Pase. Pero él
también los tuvo formidables en sus viajes, y ello pese a que algunos fueran de suyo,
porque lo fueron, ecuménicos hasta el fondo: así los que lo acercaron a Constantinopla
(noviembre de 1979), Bari (febrero de 1984), Alemania (1980), y Asís (1986). Claro que
gestos ecuménicos presidieron su repleta agenda biográfica incluso al margen de los
viajes.
Sirvan de prueba por quedar más a mano los relativos al gran Jubileo del año 2000. El
primero que me viene a la memoria lo constituye la apertura de la Puerta santa en San
Pablo Extramuros: acto aquel, por cierto, que cabría definir como apertura a tres manos
(18-1-2000). O el celebrativo de los mártires en el Coliseo (7-5-2000). Y nada se diga ya
del que tuvo lugar el 12 de marzo del 2000, en pleno Jubileo pues, en la basílica de San
Pedro sobre Memoria, Reconciliación y Ecumenismo[317]. Pero incluso fuera del gran
evento jubilar no sobrará recordar la nueva hermenéutica en el entendimiento del
Primado, propuesta, según veremos luego, con la encíclica UUS (1995).
El movimiento ecuménico, en resumen, está en deuda con san Juan Pablo II por no
haberse parado en barras a la hora de fomentar el diálogo interreligioso como tal, y
estimular al mismo tiempo en cuanto ecumenismo el diálogo teológico. Certifican su
interés por este segundo las comisiones mixtas; los acuerdos bilaterales suscritos, como
el Católico-Nestoriano; el de la Justificación, y el de la Autoridad; y sobre todo, según
diré a continuación, sus documentos para la Iglesia católica. Y ello bien a pesar de las
dificultades que suponía el poder hegemónico de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, el documento sobre las conferencias episcopales (recorte de la colegialidad); el
mismo Dominus Iesus, que suscitó comentarios para todos los gustos; y la Nota emitida
sobre la expresión Iglesias hermanas. Un Papa ecumenista, dígase lo que se diga, en
hechos y palabras.
2. El Papa de la UUS.
131
De las catorce encíclicas que san Juan
Pablo II publicó durante su dilatado y fértil pontificado, dos son estrictamente
ecuménicas, a saber: Slavorum Apostoli (2-6-1985) y UUS (25-5-1995). Luego resulta
que tampoco se debe omitir la Exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-6-2003);
ni las Cartas apostólicas Tertio millennio adveniente (1994) y Orientale Lumen (1995), a
los cien años de la Orientalium dignitas de León XIII, ni la Novo millennio ineunte
(2001). El papa Wojtyla puso mucho empeño, sí señor, en la dimensión ecuménica del
gran Jubileo, y no ahorró esfuerzos ni se dio tregua para que las celebraciones del evento
brillaran con ese colorido. Tenemos asimismo el nuevo Directorio para la aplicación de
los principios y normas sobre el Ecuménico (1993): había pasado un tiempo desde la
clausura del Concilio y era conveniente poner al día las iniciativas emprendidas cuando
la redacción del primer Directorio. Y la Dimensión ecuménica de quienes trabajan en el
ministerio pastoral (1997). Claro que, una vez aquí, tampoco sobrará recordar discursos
y homilías, bien durante sus viajes, bien mientras la celebración del octavario, ya, en fin,
a las plenarias del PCPUC.
La actividad ecuménica de san Juan Pablo II siguió la ruta marcada por el Concilio en
LG y UR: la Iglesia católica debía preocuparse de todos los cristianos a ella unidos a
través del sacramento del bautismo. Dejadas al margen sus opiniones eclesiales, esta los
consideraba hermanos y hermanas en Cristo. Y aunque para otras comunidades cristianas
el ecumenismo fuese cuestión tangencial, inclusive opcional, el Vaticano II se había
declarado irrevocablemente comprometido con él por su misma y propia esencia. Así
que a quienes por esos años estudiábamos en Roma, nos llegó pronto el signo y viento de
la hora: supimos luego de noticias, anécdotas, indicios por donde colegir que el Papa
tenía las manos en la masa de una nueva encíclica, muy importante esta vez, y acerca del
ecumenismo para más señas. La curiosidad fue creciendo, habida cuenta sobre todo de
que en la Curia todavía trabajaban, bien que peinando canas ya, ciertamente, admirables
obreros con muchas horas del Concilio a las espaldas y mucha pluma en los talleres de
UR. Era comprensible, pues, suponer que estuvieran siendo consultados.
Por fin, el 25 de mayo de 1995 salió a la luz la esperada UUS. Ya su título, «Que sean
una sola cosa» (Jn 17,21), iba directo al corazón mismo de la última Cena. Eran, por lo
demás, las últimas palabras de san Juan XXIII en su agonía. Palabras, según consta, que
habían impresionado mucho a Juan Pablo II, el cual las había citado textualmente el 8 de
octubre de 1983: «Ofrezco mi vida por la Iglesia, por la continuación del Concilio
ecuménico, por la paz en el mundo y por la unión de los cristianos. Mis días en este
mundo han llegado a su fin, pero Cristo vive y la Iglesia debe continuar con su tarea.
Almas, almas, ut unum sint, ut unum sint»[318].
¿Quedaba por añadir algo todavía? Pues ahí estaba, florida y saludable, la nueva
encíclica UUS, documento que, según el cardenal Edward Cassidy, presidente a la sazón
del PCPUC, el Papa había escrito de motu proprio[319]. En ella reflexiona sobre el
concepto católico del ecumenismo, a la vez que hace el llamamiento más atrevido a las
Iglesias ortodoxas y al protestantismo desde las escisiones de 1054 y del siglo XVI. Su
primera novedad es el cúmulo de mensajes a los católicos, todos tendentes a conformar
132
el reto católico y a concluir que el compromiso ecuménico del catolicismo es
irreversible. Era también un estímulo para todos los que se habían hecho a la rutina del
diálogo ecuménico posconciliar. El Papa por eso empuja a los profesionales de la santa
causa de la unidad para que recuperen el sentido urgente de su tarea. La desunión entre
los cristianos hace sin duda más difícil proclamar el Evangelio y construir puentes que
superen las diferencias raciales y étnicas, así como los nacionalismos que dividen a un
mundo conflictivo y peligroso. Si el cristianismo no consigue reunificar la Iglesia, no
podrá contribuir a la causa de la unidad de la especie humana. Pide por eso a los
católicos de todo el mundo que renueven el compromiso del ecumenismo de los años
inmediatamente posteriores al Vaticano II, más fresco y genuino entonces, pero por
desdicha diluido y poco a poco medio desvanecido años más tarde. Algo había que hacer
por salir de aquel impasse.
3. Los cinco puntos a profundizar en el ecumenismo.
Tal y como figuran en la Encíclica son ellos la Tradición, la Eucaristía, la
Ordenación, el Magisterio y la Mariología. El Papa entiende que se trata de verdades, de
las que depende la unidad visible de los cristianos, todavía menesterosa de mayor
estudio. Si la Tradición hace que la Biblia no quede sujeta a personales interpretaciones,
la fe eucarística también es necesaria, igual que lo es el reconocimiento de un mismo
ministerio representando al único de Cristo Profeta, Sacerdote y Pastor, el solo «Pastor
de los pastores», según san Agustín[320], en cuya unidad todos son uno. Este Magisterio
fue encomendado a Pedro y los apóstoles, es decir, al papa y los obispos, sus sucesores,
encargados de asegurar la fidelidad y continuidad de la fe. La mariología, en fin, sobre
cuya piedad son posibles las divergencias, necesita en cambio ser comprendida desde
una misma fe. Afirmar que la Virgen María es la Madre de Dios, el Icono de la Iglesia,
es indispensable para que los cristianos lo consigan.
Grandes progresos habían conocido ya los cinco temas cuando el documento
wojtyliano vio la luz, es cierto, pero tampoco era menudencia lo que todavía reclamaba
esclarecimiento. El autor empieza en el documento por hacer la generosa oferta de
buscar entre todos las formas con que su ministerio «pueda realizar un servicio de fe y de
amor reconocido por unos y otros»[321], a fin de que «la barca –hermoso símbolo que el
CEI eligió como emblema– no sea sacudida por las tempestades y pueda llegar un día a
(seguro) puerto»[322]. Es por eso ineludible continuar el valiente camino ecuménico con
lucidez y prudencia en la fe, sí, mas sin tibieza ni oposición preconcebida en las
costumbres, sin el derrotismo que tiende a verlo todo como negativo. Habrá que tener en
cuenta todas las exigencias doctrinales sin poner límite a ninguna, para que, de ese
modo, la unidad cristiana de que se viene hablando llegue a ser algún día un logro
perdurable.
Ofrece la encíclica de marras en la segunda parte cumplida respuesta a críticos y
objetores al destacar que el diálogo teológico cuenta ya con positivos, tangibles frutos
que animan precisamente a seguir adelante. Cinco temas para el futuro del ecumenismo,
133
pues; cinco llamadas del Espíritu reclamando nueva luz y acuerdo pleno; cinco puntos
que señalan el futuro ecuménico. Especial énfasis, si se quiere, con la Iglesia ortodoxa.
Se acercaba el gran Jubileo y el Papa pretendía empezar juntos un nuevo milenio,
recuperada en lo posible la plena comunión del primero: ¿Qué impedía a la Iglesia
católica y a la ortodoxa regresar al statu quo de antes de 1054? Aunque se daba por
supuesto que no quedaban ya cuestiones doctrinales pendientes entre Roma y Oriente, ni
en católicos ni en ortodoxos faltaba quien sostenía lo contrario.
También aborda la UUS buscar la unidad cristiana con las comunidades reformadas,
si bien con menor amplitud y menos expectativas que en el llamamiento a la Iglesia
ortodoxa. Por supuesto que alaba el progreso realizado en los diálogos teológicos
bilaterales mantenidos desde el concilio Vaticano II, pero la lista de cuestiones
irresueltas evidencia la magnitud del empeño, en especial por lo que atañe a los temas
básicos de la relación entre las Escrituras y la Tradición, la naturaleza de la Eucaristía, el
ministerio apostólico y sacerdotal, la autoridad de la doctrina de la Iglesia y la figura de
María como símbolo de esta. La justificación de la fe, a menudo considerado el escollo
mayor entre las Iglesias católica y reformadas, no se menciona en la encíclica, quizá
como anticipo del anunciado acuerdo común sobre la justificación de la Iglesia católica y
la FLM.
Ello es que el protestantismo había experimentado un cambio radical desde el
Vaticano II. El entendimiento que había presidido los diálogos bilaterales se había
debilitado poco a poco y empezaba a declinar en el mundo desarrollado. La expansión
del protestantismo entre los evangélicos y los pentecostales empezó a plantear al
ecumenismo entre católicos y protestantes cuestiones completamente nuevas. Asuntos,
por otra parte, no reflejados con claridad en UUS. De modo que muchos evangélicos de
EE.UU. que, entusiasmados con la Evangelium vitae, habían introducido dicha encíclica
en sus comunidades, ahora, por el contrario, se sentían de pronto en la UUS punto menos
que ignorados, lo que dejaba en su mundo de relaciones con la Iglesia católica un sabor
agridulce, por no decir abierta decepción.
4. El Papa de la nueva hermenéutica del Primado.
Es sin duda la iniciativa más audaz de la UUS, cuyo autor comprende que para
algunos cristianos el nombre del pontificado esté «salpicado de amargos recuerdos.
Acepto nuestra parte de responsabilidad y me uno a mi predecesor, Pablo VI, suplicando
perdón»[323]. Pese a ello, siente «una particular responsabilidad» de avanzar «teniendo en
cuenta la petición de hallar la forma de ejercer la primacía que, sin renunciar a su misión
esencial, esté abierta a una nueva situación»[324]. Gran tarea digna de ser compartida:
«¿No sería posible, pues, que la auténtica, aunque imperfecta, comunión entre nosotros»
se convirtiera en la base sobre la que líderes cristianos y teólogos empezasen a trabajar
para determinar la clase de pontificado capaz de socorrer todas nuestras necesidades?[325].
Abandonen ortodoxos, protestantes y católicos la búsqueda de la unidad cristiana como
si fuera un negociado sindical. La unidad de la Iglesia tal y como Cristo la concibió ya
134
existe: es el don que Cristo le otorgó. La tarea ecuménica consiste en dar mayor
expresión teológica a esa unidad, así como una forma eclesiástica más completa entre la
diversidad legítima[326]. Es Cristo quien crea la unidad de la Iglesia, y misión del
ecumenismo es el expresarla en la historia.
No obtuvo respuestas creativas inmediatas la Encíclica. Primero Konrad Raiser,
secretario general del CEI, hablando el 4 de abril de 1995 en el Centro Pro Unione
(Roma) de «cambio de paradigma» en ecumenismo. Había que «olvidar las luchas
pasadas y dedicar todas las energías a tratar de forma conjunta las cuestiones sobre la
vida y la supervivencia del presente y el futuro a la luz del Evangelio de Cristo».
Edimburgo-1910 había llegado a su fin. La misión de la Iglesia ya no era debatir cómo
nos justificamos ante Dios, sino combatir las ideologías políticas que amenazan la
integridad del ser humano. Redistribuir los ingresos internacionales era, a su juicio, más
importante para la Iglesia que recordar juntos la última Cena. Puesto que esta opinión era
compartida por los representantes de las comunidades inscritas en el CEI, la conferencia
de Konrad Raiser parecía estar marcando, desde los cerros del protestantismo, el final del
antiguo ecumenismo.
Un mes después, Bartolomé I, durante la festividad de san Pedro y san Pablo, dejó
entrever ante Juan Pablo II que no estaba preparado para comprometerse públicamente
en la propuesta de que la única cuestión que separa a la Iglesia ortodoxa y a la «antigua
Roma» tiene que ver con temas de jurisdicción, como UUS parece sugerir. La
declaración conjunta firmada por ambos decía ser «particularmente apropiado hablar de
un testigo de fe común en los albores del tercer milenio», sí, pero el deseo papal de un
Gran Jubileo hacia la unidad total Oriente-Occidente no podría llevarse a cabo según el
calendario previsto.
También trabajó duro san Juan Pablo II para erradicar las animadversiones seculares
en el Centro y el Este de Europa. Los protestantes checos se habían opuesto, mayo de
1995, a la canonización de Jan Sarkander, mártir católico en las guerras religiosas de
principios del XVII en Moravia. Durante su visita a Bohemia y Moravia, replicó ante los
jóvenes que el martirio de Sarkander «es de una extraordinaria elocuencia ecuménica», y
habló a los cristianos divididos de su mutua «responsabilidad por el pecado de la
división». «Estamos en deuda los unos con los otros», concluyó el Papa reconociendo
que esta deuda suponía el principio de la reconciliación.
El estancamiento en el diálogo entre anglicanismo y catolicismo, la incapacidad de
los ortodoxos para responder unánimemente a las súplicas papales sobre una
reconciliación al final del milenio y el abandono de un ecumenismo basado en
cuestiones teológicas, según la conferencia de Raiser en 1995, así como el hecho de que
muy pocos católicos hubieran interiorizado el mensaje de un catolicismo
ecuménicamente comprometido con todo el mundo, según la LG, llevan a concluir que
UUS refleja una visión que trasciende su propia época: propone un recorrido a completar
a lo largo de la historia. San Juan Pablo II reconoce que cierto romanticismo marcó la
idea de una posible reconciliación total entre Oriente y Occidente durante los años
posconciliares. Su Encíclica, sin embargo, exige al catolicismo romano perseguir ese
135
objetivo con fe y dedicación, convencidos de que esta es la voluntad de Cristo para su
Iglesia. Aunque no era tarea fácil, san Juan Pablo II declaró que había llegado el
momento de emprender dicho camino. He aquí el gran mérito del papa Wojtyla, llegado
del Este resuelto completamente a ser apóstol de la unidad.
136
FRANZ KÖNIG
(1905-2004)
El cardenal Franz König es una de las figuras más brillantes de la Iglesia católica del
siglo XX. Su categoría de pastor, intelectual y ecumenista ha marcado profunda huella
en la religiosidad y en la cultura de nuestro tiempo. Mayor de nueve hermanos, nació un
3 de agosto de 1905 en Wart bei Rabenstein (Baja Austria, Imperio austrohúngaro).
Sacerdote el 29 de octubre de 1933 y obispo de Sankt Pölten el 31 de agosto de 1952,
Pío XII lo nombró arzobispo de Viena para suceder al cardenal Innitzer en 1956, y san
Juan XXIII lo elevó al Colegio cardenalicio el 15 de diciembre de 1958 con el título de
san Eusebio. Falleció con casi 99 años de lograda plenitud en su Viena pontifical, ya
bien entrada la madrugada del 13 de marzo de 2004.
Había hecho sus primeros estudios en un colegio católico de Melk. La filosofía y la
teología luego, en la Pontificia Universidad Gregoriana. Para las cuestiones religiosas y
lingüísticas de la antigua Persia, en cambio, frecuentó el Bíblico. Doctor en filosofía
(1930) y en teología (1936), accede en 1938 a capellán de la catedral de St. Pölten y se
licencia mientras tanto en ciencias sociales por la Universidad de Lille. Profesor de
religión en Krems (Danubio) durante 1945, obtiene al año siguiente el título de
Privatdozent para Ciencia de las religiones (especialidad de Estudios Bíblicos) en la
Facultad católica de la Universidad de Viena, y corriendo el 48 va de profesor
extraordinario de Teología Moral a Salzburgo, ciudad de la música, del inmortal
Wolfgang Amadeus Mozart y de Herbert von Karajan.
Miembro de la Comisión teológica en la I Sesión del concilio Vaticano II, dirigió
desde 1965 hasta 1981 el Secretariado para los No Creyentes. En 1966 formó parte de la
American Academy of Arts and Science, y durante los años 70 trabajó junto al canciller
federal austríaco Bruno Kreisky en un intento por conciliar socialismo e Iglesia católica,
si bien opuesto en redondo a la introducción del aborto legalizado por aquel Gobierno.
Dentro de la Iglesia, cultivó a fondo el ecumenismo, por cuya razón viene aquí.
Determinante, al parecer, en la elección de Juan Pablo II –también, según algunos, en la
de Pablo VI–, permaneció activo en Viena hasta su muerte, sobrevenida mientras dormía
plácidamente en la madrugada del día que arriba se dice. Las reacciones internacionales
ensalzaron su figura con subidos elogios dentro y fuera de la Iglesia católica y desde los
múltiples y variados frentes de la política, la cultura, la teología, las religiones y el
ecumenismo.
El Vaticano II le enseñó la importancia crucial de las relaciones humanas para superar
137
prejuicios y tender puentes y, por tanto, el papel determinante del diálogo, aunque dicho
espíritu dialogante le venía de la niñez y no cesó de presidir su preciosa existencia. En
todos los grandes diálogos que cultivó durante su dilatada vida, desde el mantenido
dentro de la Iglesia, y el ecuménico propiamente dicho, hasta el judeocristiano, el
católico-musulmán, el interreligioso y el abierto con los no creyentes, para rematar con
el más importante de todos, el diálogo con Dios, en todos ellos brilló siempre su,
digamos, innata tendencia a dialogar. «Haciendo frente a un frío viento de resistencia –
decía en 1999 aludiendo a la crisis de la posmodernidad y al vendaval globalizador–, la
comunidad cristiana, ecuménicamente unida, está volviendo a convertirse en la sal de la
tierra y la luz puesta en lo alto de los montes»[327]. Todo un ecumenista de raza que supo
ser a la vez hombre de Iglesia de los pies a la cabeza y, en definitiva, gran apóstol de la
unidad.
Este espíritu de unidad es el que puso alas en su corazón para volar desde Moscú
hasta la Armenia soviética, donde fue recibido afectuosamente por Vasken I, patriarca de
la Iglesia apostólica armenia. Naturalmente que Su Eminencia formó parte de la
imponente delegación cardenalicia que la Iglesia católica desplazó a Moscú en 1988 para
celebrar el milenio del bautismo de la Rus’ de Kiev, o sea, el Milenario de la
cristianización de Rusia. Pro Oriente, su fundación, canalizó a menudo, según veremos
luego, sus esfuerzos, sobre todo con la Ortodoxia. Pronto empezó a ser considerada la
avanzadilla de la extensión del Vaticano hasta las Iglesias hermanas del Este que había
empezado bajo san Juan XXIII. Era, por así decir, el barómetro para medir el clima
ecuménico y, dado que las décadas de 1960-70 fueron los días felices del ecumenismo,
Viena se convirtió luego en puente de tránsito entre países del Este y del Oeste de
Europa.
1. El cardenal rojo.
Ilustre protagonista del diálogo entre la Iglesia católica y la socialdemocracia
austríaca, König fue llamado por algunos el cardenal rojo, debido más que nada a su
papel intermediador entre el Este y el Oeste de la Europa de entonces. La proximidad de
Austria con la Yugoslavia de Tito hacía que Viena fuera la ciudad de tránsito ideal entre
el Occidente libre y lo que durante la Guerra Fría se llamó el Telón de Acero, detrás de
cuyas alambradas aguardaba una impenetrable Unión Soviética. Sobrada razón la suya
para desanimarse a solicitar el visado de entrada y asistir al funeral del cardenal y hoy
beato Luis Stepinac de Zagreb (10-2-1960), aunque el hecho de haber sido compañero de
estudios en el Germanicum de Roma, y sobre todo su carácter dialogante, acabó
ganándole la voluntad, siquiera fuese solo para demostrar públicamente que había
querido ir.
Lo curioso del asunto –hasta él mismo se quedó sorprendido– es que de modo
inesperado el visado llegó. De modo que había que ponerse en camino[328].
Desdichadamente, las cosas distaron luego de rodar según lo previsto, y su asistencia a
las exequias no pudo ser a causa del aparatoso accidente sufrido por su secretario, su
138
conductor (muerto en el acto) y él mismo, cuando, apenas pasada la pequeña ciudad de
Varasdin en Croacia, el coche patinó y chocó frontalmente con un vehículo que circulaba
en sentido contrario. La noticia fue tema de teletipos y prensa internacionales por
aquellos días: trending topic como ahora se dice en Twitter.
Fue König, en verdad, gran reconciliador de culturas, confesiones cristianas y
naciones. Durante veintinueve años contribuyó como arzobispo de Viena –una de las
mayores archidiócesis del mundo–, a la reconciliación entre grupos opuestos en la
sociedad austríaca, sí, pero también, insisto, al diálogo entre el Vaticano y el Este de
Europa, que habría de culminar con la Ostpolitik gracias a Pablo VI y el cardenal
Casaroli. Precisamente en una de sus primeras audiencias con el papa Roncalli, este le
sugirió visitar al cardenal Mindszenty en Budapest. Era un deber esencial y principal del
arzobispo de Viena mostrar a los cristianos de los países comunistas que sus hermanos
cristianos de Occidente se preocupaban por ellos. De ahí que al presentar sus
condolencias, Juan Pablo II dijese de él que había sido un constructor de puentes hacia el
Este europeo[329]. A König sobre todo se deben, en efecto, las buenas relaciones entre la
Iglesia católica y los países comunistas cuando la llamada Guerra Fría.
Fueron numerosas, ya digo, sus visitas al cardenal Mindszenty: una o dos veces al año
durante los once siguientes a la primera vez que, por sugerencia papal, lo había hecho en
la Embajada de los Estados Unidos en Budapest. Conviene, sin embargo, tener en cuenta
estos matices suyos:
«Aunque fue el papa Juan quien me envió primero a los países del Este de Europa cuando me pidió que visitara
al cardenal Mindszenty, nunca fui, como creen muchas personas erróneamente, y como he explicado en
repetidas ocasiones (lamentablemente, según parece, en vano) un diplomático del Vaticano ni participé en la
Ostpolitik del Vaticano. Nunca negocié con miembros de los gobiernos ni con sus representantes. Esta fue una
tarea exclusiva del Secretario de Estado del Vaticano. La razón por la que me correspondió visitar a
Mindszenty es sencilla: yo era el arzobispo que, tanto por razones geográficas como históricas, era el más
indicado para la tarea. Por lo demás, una vez que comprendí que podía, como arzobispo de Viena, cruzar el
Telón de Acero, descubrí que estaba en condiciones de poner en práctica la resolución que había tomado
después de mi accidente en Yugoslavia, a saber, entrar personalmente en contacto con los creyentes
perseguidos en la Europa del Este y hacer todo lo que estuviera en mi mano por ayudarlos»[330].
Al principio fue muy criticado, claro. Casi siempre ocurre. Pero, gracias a hombres
así, la Unión Soviética terminó por caer y el comunismo dejó de oprimir a la humanidad.
«En cada uno de mis viajes fui testigo –comenta– de cuán agradecidos estaban los
cristianos porque no habían sido olvidados, porque no los considerábamos perdidos»[331].
Revelador de veras. Y claro es que su espíritu de diálogo no se agota aquí. También lo
ejerció en otros campos dignos de señalamiento y, si cabe, más importantes.
2. Protagonista en el Vaticano II.
El propio König llegó a decir del Vaticano II que había sido «el momento culminante
de mi vida»[332]. Desde el primer momento su preocupación no fue sino saber cómo se
desarrollaría este, si abordando solo la reforma dentro de la Iglesia o también los
139
problemas concernientes a toda la humanidad. Tuvo en él como perito o teólogo experto
nada menos que a Karl Rahner, «un jesuita y profesor de teología dogmática a quien
conocía bien»[333]. Preguntado muchas veces por cuáles eran, a su entender, los logros más
importantes de aquella magna cumbre, solía señalar cuatro impulsos realmente pioneros,
creativos y duraderos, a saber: la universalidad de la Iglesia, el apoyo al ecumenismo, la
insistencia en la importancia del apostolado de los laicos y la renovación de la liturgia.
Intervino varias veces sobre el ministerio y la colegialidad episcopal, la reforma
litúrgica, el derecho canónico, los laicos, y María. Ofreció una significativa ayuda al
diálogo con los no creyentes y con las Iglesias ortodoxas del Este de Europa mediante
numerosas misiones realizadas a esos países que gravitaban en torno a la Unión
Soviética. Hombre de gran cultura, fue autor de importantes publicaciones científicas.
Obsérvese que había dirigido en 1951 la obra en tres volúmenes Christus und die
Religionen der Erde («Cristo y las religiones de la tierra», y en 1956 había salido a las
librerías su Religionswissenschaftliches Wörterbuch («Diccionario de historia religiosa»)
[334]
.
Lo primero que salta a la vista leyendo a König, sobre todo cuando alude a sus
recuerdos del Vaticano II, es que, además de inteligencia y corazón, destaca en él un
extraordinario sentido común del pragmatismo. Lejos del prelado de laboratorio,
heredero de teologías aprendidas en el Germanicum o en la Gregoriana, cuando habla o
escribe, sabe muy bien de qué va la cosa. Entiende que, si por una parte el cristianismo
siempre es el mismo, por otra, debe adaptarse a los tiempos. En una entrevista –una de
las muchas que durante su larga vida concedió– declaraba allá en 1995 lo siguiente, por
ejemplo, sobre el fenómeno interreligioso: «He estudiado mucho las religiones y estoy
convencido de que la religión es un fenómeno cada vez más importante. De dónde
vengo, a dónde voy… son preguntas cada vez más persistentes. En este sentido se abre
un camino fascinante, totalmente nuevo. Muchos han sostenido que el hecho religioso se
ha desarrollado como un factor externo. Ahora sabemos que es un elemento esencial.
Puedo marginarlo, pero aparecen siempre las mismas preguntas: de dónde vengo, a
dónde voy… El misterio del hombre»[335]. No ha de extrañar, pues, que fuese calificado
como «uno de los grandes testigos de la Iglesia del siglo XX»[336].
Adentrados en el segundo cambio radical que, a su entender, se produjo con el
Concilio, o sea el ecumenismo –campo preferente de este libro–, König dejó dicho que
fue el propio papa Juan quien animosamente asumió el delicado tema del ecumenismo,
quien tomó la decisión inicial de invitar al Concilio a observadores no católicos, y quien
dio el significativo paso de fundar el SUC, que confió al cardenal Bea, de cuya gestión
apostilla: «El papel del cardenal Bea en el Concilio nunca será bastante estimado»[337].
Y del Secretariado y los observadores, añade:
«Bea y el Secretariado asumieron la responsabilidad de invitar y acompañar a los observadores, que no fueron
en modo alguno pasivos, como su nombre podría sugerir, sino que desempeñaron un papel cada vez más
influyente en el Concilio […]. Desde el primer momento tuvieron una influencia positiva en el clima
ecuménico y su papel se fue haciendo mayor a medida que el Concilio avanzaba […]. También fueron capaces
de clarificar malentendidos e introducir nuevos aspectos, y sus opiniones se plasmaron en varios decretos
140
conciliares. Esto era ya un ecumenismo puesto en práctica, y hay que agradecérselo sobre todo al cardenal Bea.
Yo mantuve debates frecuentes con algunos de los observadores, y a menudo estábamos de acuerdo en
cuestiones de fe fundamentales, aunque la formulación literal fuera diferente»[338].
Queda claro, pues, el motivo más que sobrado de su presencia en Apóstoles de la
unidad.
3. Pro Oriente.
Nadie mejor que él mismo para decirnos qué pretendió, cuándo lo intentó y cuáles
eran sus aspiraciones al poner en marcha la Fundación Pro Oriente: «Dos semanas antes
de la conclusión del tercer periodo de sesiones del concilio Vaticano II con la aprobación
del decreto sobre ecumenismo –precisa–, decidí fundar Pro Oriente, una institución local
de la diócesis de Viena destinada a promover las relaciones ecuménicas entre la Iglesia
católica romana y las Iglesias ortodoxas y orientales ortodoxas y reanudar un diálogo
que se había interrumpido hacía varios siglos. Desde el principio se decidió que Pro
Oriente no tendría ningún contacto oficial con las Iglesias greco-católicas, que están en
plena comunión con Roma. Quería evitar toda forma de implicación con resentimientos
multiseculares que solo habrían dificultado el diálogo con las Iglesias ortodoxas; de
todos modos, las Iglesias greco-católicas estaban bajo la jurisdicción directa de la
Congregación para las Iglesias Orientales»[339].
La Fundación Pro Oriente, pues, vio la luz en 1964. König la quiso para mejorar las
relaciones entre Roma y las Iglesias ortodoxas y orientales ortodoxas. Pro Oriente está
en Viena, Graz, Salzburgo y Linz. Experimentó una crisis en el 98 con la muerte de su
líder y presidente de muchos años, Alfred Stirnemann[340]. Y ya con brillantísimo historial
en las alforjas, estableció en 1972 la fórmula cristológica vienesa (Wiener
Christologische Formel) como interpretación común de la nueva cristología de
Calcedonia en las Iglesias orientales ortodoxas e Iglesia católica. Basada en una
recomendación de la Iglesia copta en Viena, es uno de los frutos más importantes de la
Fundación. Dice:
«Creemos que nuestro Señor y Salvador, Jesucristo, es Dios el Hijo encarnado, perfecto en su divinidad y
perfecto en su humanidad. Su divinidad no fue separada de su humanidad por un solo instante, no por un abrir
y cerrar de ojos. Su humanidad es uno con la divinidad sin commixtión, sin confusión, sin división, sin
separación. Nosotros, en nuestra fe común en el único Señor Jesucristo, consideramos su misterio inagotable e
inefable y para la mente humana nunca totalmente comprensible o expresable»[341].
Ya desde el comienzo Pro Oriente se distinguió por ser generosa y a la vez apropiada
respuesta de la Iglesia local de Viena a la llamada ecuménica del concilio Vaticano II,
«especialmente a aquellos que se quieran dedicar al restablecimiento pleno de la unidad
entre las Iglesias orientales y a la Iglesia católica, a que tengan la debida consideración
de esta peculiar condición de las Iglesias que nacen y crecen en Oriente y de la índole de
las relaciones que entre estas y la Sede romana existían antes de la separación, y a que se
formen una recta opinión de todas estas materias (UR,14)»[342].
141
Realizó una labor vanguardista para el diálogo entre cristianos católicos y ortodoxos
así como con las Iglesias orientales antiguas, separadas del catolicismo desde el concilio
de Calcedonia (451). Junto a renombrados consejeros como Karl Rahner, König influyó
de modo decisivo en el Vaticano II y en sus impulsos a una Iglesia del siglo XX. Se le
llamó «conciencia de la nación» de Austria, puesto que hasta los últimos días de su vida
tomaba postura ante cuestiones de la actualidad y defendía su papel como «obispo de
todos los católicos» sin mostrar afinidad hacia ningún partido político[343]. Devolver un
alma a Europa fue lema del Encuentro europeo de cultura cristiana organizado por el
Consejo Pontificio para la Cultura y por el Departamento de Asuntos Exteriores del
Patriarcado de Moscú y celebrado en Viena del 3 al 5 de mayo de 2006, ya desaparecido
König, por supuesto. Un encuentro hecho posible gracias al apoyo de la Fundación Pro
Oriente, y al que Benedicto XVI envió un Mensaje donde reconocía el apoyo de esta
fundación y animaba y saludaba «a los participantes en el importante Simposio, que
reúne a representantes católicos y ortodoxos, comprometidos en la elaboración de un
común análisis de los desafíos que Europa vive en este momento de su historia»[344].
Personalidades de la talla de Kirill, hoy patriarca de Moscú y de todas las Rusias, o del
cardenal Paul Poupard, y desde luego del actual sucesor de König, su eminencia
Christoph Schönborn, tomaron parte en aquellas jornadas.
4. Precursor del ecumenismo.
Hoy König es considerado una de las estrellas del ecumenismo a escala mundial. Su
visita en 1961 a Constantinopla supuso el primer contacto oficial ortodoxo-católico
desde 1054. Contribuyó lo suyo al histórico encuentro en enero del 64 entre Pablo VI y
Atenágoras, que llevó a la supresión mutua en el 65 de las excomuniones entre Roma y
Constantinopla de nueve siglos antes. Pudo así König visitar en 1967 Rumanía a
invitación de Justiniano, patriarca de la Iglesia ortodoxa rumana, con quien acordó
intercambiar teólogos y conseguir su visita a Viena un año después: König invitó a su
huésped a pronunciar el 29 de junio la homilía en la fiesta de san Pedro y san Pablo, día
tradicional de las ordenaciones sacerdotales en Viena. Fue por ello muy criticado, claro
es, pero el gesto cundió.
Con la Iglesia ortodoxa rusa mantuvo cercanía desde los años del Concilio: uno de sus
observadores, Vitali Borovoi, se haría de los fijos en las reuniones vienesas de Pro
Oriente, cuyas delegaciones viajaron luego a Leningrado, Kiev, Zagorsk y Moscú y los
teólogos ortodoxos rusos a Viena para participar en debates sobre primado, eclesiología
y conciliaridad. En 1974, Pro Oriente empleó sus contactos no oficiales con teólogos
que representaban a sus Iglesias en las conferencias panortodoxas para invitarlos
individualmente a un «coloquio ecuménico no oficial» llamado «Koinonía» en Viena.
König acompañó a una delegación de Pro Oriente a la Unión Soviética en 1980. No se
entrevistó, desde luego, con las autoridades soviéticas, sino con los sufridos cristianos
para hacerles ver que no habían sido olvidados. Sus visitas a la Europa del Este en los
quince años anteriores le habían confirmado en su «convencimiento de que los contactos
142
personales tenían una importancia primordial desde el punto de vista ecuménico»[345].
Cuidó también su trato con las Iglesias orientales ortodoxas. Solo entre 1971 y 1988
hubo en Viena cinco consultas ecuménicas no oficiales gracias a Pro Oriente: se trataron
cuestiones teológicas causantes del cisma a raíz de Calcedonia y se echaron las bases de
la denominada «Fórmula cristológica de Viena», que definía las dos naturalezas de
Cristo de un modo aceptable por ambas partes. De hecho, fue admitida oficialmente en
1973 por las Iglesias católica y ortodoxa copta e incorporada a la Declaración Común
suscrita oficialmente en el Vaticano por Pablo VI y Shenouda III, el cual invitó en 1975
a visitar El Cairo a una delegación de Pro Oriente con Franz König a la cabeza, quien
llegó a predicar en la catedral copta durante la celebración vespertina.
El ecumenismo de König no se agota en la ortodoxia. Abarca también a los
protestantes: a él mayormente se debe que el Vaticano II terminase por calificarlos de
Comunidades eclesiales[346]. Estimuló también el trato entre cristianos y judíos, que «ha
dado pasos de gigante desde el concilio Vaticano II en el nivel más alto, el intelectual»,
aunque todavía quede mucho por hacer a nivel popular[347]. NA debe su existencia, según
König, a tres personas, sin cuya determinación, dedicación y paciencia «esta declaración,
la más breve de todas, no habría visto nunca la luz. Fueron el propio papa Juan, el
cardenal Bea y el prelado Johannes Österreicher […]. Muy pronto –comenta– me
invitaron a formar parte de este pequeño círculo y de este modo experimenté de primera
mano las numerosas crisis y continuos altibajos que atravesó esta breve declaración. En
realidad, es un milagro que viera finalmente la luz»[348].
Su interés por el islam llevó a König a entrevistarse con musulmanes practicantes, lo
que se incrementó, una vez él de arzobispo. Durante su visita a Beirut en 1958 habló con
dirigentes musulmanes y visitó sus mezquitas. Incluso recibió cuando andaba
preparándose la NA numerosas cartas de protesta de hombres de Estado árabes,
pidiéndole que impidiera a todo trance la declaración del Concilio sobre la cuestión
judía. Pero él estuvo siempre por encima de miramientos políticos y, desde el diálogo,
supo ganarse también a los musulmanes. En Egipto se le invitó a pronunciar una
conferencia en la Universidad de Al Azhar sobre la importancia del monoteísmo. Su
conclusión entonces en lo relativo a los peligros fundamentalistas fue que el único
camino a seguir no es otro que el diálogo personal, teniendo bien entendido que tampoco
se puede obligar a nadie a entablar un diálogo.
143
CHIARA LUBICH
(1920-2008)
Nacida en Trento (Italia) el 22 de enero de 1920, Silvia Lubich –nombre de pila que
cambiará por el de Chiara en homenaje a santa Clara de Asís–, colmó una vida de
plenitud al servicio de la unidad de la Iglesia. Por sus ideas políticas, su padre, socialista,
pronto sin trabajo, ve a toda la familia sumida en graves estrecheces económicas.
Matriculada en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Venecia, pues desea llegar a
la verdad más profunda de las cosas y de la vida, Chiara tiene que ponerse a trabajar para
costearse los estudios universitarios. Desde muy joven, empieza a enseñar en Trento
como maestra de alumnos de primaria y allí sufre los bombardeos de la II Guerra
mundial y, precisamente en ese contexto tan aterrador, apenas veinteañera, experimenta
el encuentro con Dios y, casi a la vez, la transformación de su vida. Siente por dentro el
deseo de ser toda suya. Lo cual cristaliza cuando el 7 de diciembre de 1943, en soledad
sonora y en una capilla de su ciudad, a Él se consagra de por vida. Esta fecha marca el
inicio del Movimiento de los Focolares, cuyo nombre oficial es Obra de María.
Destruida su casa el 13 de mayo de 1944 durante uno de los más violentos
bombardeos de Trento, su familia busca amparo en las montañas cercanas. Ella, en
cambio, decide quedarse en la ciudad. Mientras abraza entre los escombros a una madre
fuera de sí por la muerte de sus cuatro hijos, siente que debe hacer otro tanto con el dolor
de la humanidad. De ahí que, entre los pobres de aquel castigado sitio, junto a otras
compañeras que secundan su decisión, trate de vivir el Evangelio en cuanto Palabra
vivida. Al hacerlo, experimenta que ha descubierto la más poderosa revolución social,
capaz de incendiarlo todo con un solo fuego: el Amor[349]. Comprende que Dios es el
único ideal que vale la pena vivir, el único que no se derrumba. Y les muestra el sentido
de sus vidas: trabajar conjuntamente para el cumplimiento de la unidad, según Ut unum
sint (Jn 17,21). A partir de la experiencia del Evangelio vivido a diario, la espiritualidad
de la unidad llega a su Movimiento focolarino, el cual, además de ungir su vida para el
Amor[350], hará de ella una de las figuras femeninas más importantes del cristianismo en el
siglo XX.
El viernes 14 de marzo de 2008 fallece en su residencia de Rocca di Papa, cerca de
Roma, a los 88 años. En realidad, ya a primeros de 2007 había permanecido internada
más de dos meses en el Policlínico Gemelli de Roma por insuficiencia respiratoria y
luego, el 2 de noviembre, en el Departamento de Terapia Intensiva del mismo centro. De
144
nuevo a primeros de marzo de 2008 con insuficiencia respiratoria grave en el Gemelli,
recibió la visita del patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I. Días después,
agravado su estado, regresó por expreso deseo suyo a su residencia habitual de Rocca di
Papa, donde acompañada por sus hijos espirituales de todo el mundo, falleció
serenamente a las 2 de la madrugada de la citada fecha. En el telegrama a don Oreste
Basso, copresidente del Movimiento, el papa Benedicto XVI mostraba su cercanía con
«los que han apreciado su compromiso constante por la comunión en la Iglesia, el
diálogo ecuménico y la hermandad entre todos los pueblos»[351]. Su fama de santidad no
ha hecho sino crecer a lo largo de estos últimos años.
De modo que con una misa celebrada por la tarde del martes 27 de enero de 2015, el
obispo Raffaello Martinelli procedió en la catedral de Frascati a la apertura oficial de su
causa de beatificación. Maria Voce, presidenta del Movimiento, había hecho pública días
antes la noticia con una carta dirigida a todos los miembros del Movimiento. En ella
invitaba a quienes viven la espiritualidad de la unidad a ser testimonio vivo de cuanto
Chiara vivió, anunció y compartió en el empeño de hacernos santos juntos. Durante la
ceremonia se leyó un mensaje del papa Francisco. Asistieron cuatro cardenales y
numerosos obispos, y hubo, como no podía ser menos, presencia ecuménica en la
ceremonia. María Voce declaró luego que «nuestro sentimiento es de gratitud a la
Iglesia, porque desea mostrar la belleza de una vida como la de Chiara».
Asimismo, indicó que quienes la conocieron –autoridades de la Iglesia, presidentes,
fundadores de otros movimientos– sienten el inicio de la causa de beatificación como un
«particular momento de gracia»[352].
1. Compromiso ecuménico.
La agencia Apcom desvelaba unas horas después de la muerte de Chiara su carteo
inédito con Juan Pablo II: más de veinte misivas autógrafas en torno al diálogo
interreligioso, la dimensión ecuménica, el papel de los creyentes en los desafíos del
siglo, la fuerza de los movimientos eclesiales, y el miedo a que el «continente europeo
corra el riesgo de encontrarse sin alma por haber perdido los propios valores de
referencia». El saludo papal es siempre: Gentile signorina. La del 4 de diciembre de
2003 afronta «el diálogo dentro de la Iglesia, diálogo ecuménico, diálogo con los no
creyentes». Y en la del 13 de enero de 2000, con motivo del octogésimo cumpleaños, le
dice: «Dios ha querido llamarla para ser mensajera de unidad y de misericordia entre
tantos hermanos y hermanas, en cualquier ángulo del mundo».
No extrañe, por tanto, que su relación con san Juan Pablo II –según confidencia suya
a la revista Città Nuova– fuese creciendo con el paso de los años de manera «siempre
más profunda». Particular interés despierta la carta del 23 de septiembre de 1985: «al
término de la audiencia, ya en la puerta, mirando al futuro –refiere ella misma–, me
arranqué pidiendo al Papa: “¿Estima posible que el presidente de Movimiento de los
Focolares, de esta Obra que es de María, sea siempre una mujer?”. “¡Sí –respondió el
Papa–, ojalá!”. “Se las encuentra en la Iglesia naciente –había dicho poco antes citando
145
al teólogo Von Balthasar– y deben permanecer”».
De las muchas audiencias papales privadas y públicas, destaca por histórica la de la
visita que el Pontífice polaco realizó el 19 de agosto de 1984 al actual Centro
internacional del Movimiento. Dijo entonces san Juan Pablo II:
«El amor es la chispa inspiradora de cuanto se hace con el nombre Focolares, de todo aquello que sois, de todo
lo que hacéis en el mundo. Ha habido en la historia de la Iglesia tantos radicalismos del amor. También está
vuestro radicalismo del amor, de Chiara, de los focolarinos: un radicalismo que descubre la profundidad del
amor y su simplicidad. Y busca el hacer vencer siempre este amor en toda circunstancia, en toda dificultad»[353].
Presentar aquí únicamente la faceta ecuménica de Chiara Lubich, dadas su
polifacética personalidad y la de su Movimiento, pudiera antojarse reductivo. No lo es,
sin embargo, pues en toda su obra diríase que aletea el Ut unum sint, aparte, por
supuesto, que a estas páginas venga no más que por esa sola faceta. Que el ecumenismo
es camino difícil, cierto. Pero su intuición profética le hizo reparar en la exigencia de la
espiritualidad como camino privilegiado hacia la plena comunión visible. El del
ecumenismo es diálogo donde pueden participar los cristianos, pero diálogo de la
caridad, del servicio común, de la oración, y diálogo teológico, por descontado, y
diálogo de la vida, en fin.
Su máxima era, como en san Juan XXIII: lo que nos une es más grande que lo que
nos divide. Esto no significa disminuir u ocultar las divergencias –entonces sí que
estaríamos ante una especie de antiecumenismo, quizás la peor–, sino comprometerse de
lleno a superarlas en un proceso a menudo largo y trabajoso, hecho de pequeños pasos, y
sin prisas, que si en la vida nunca fueron buenas, en la causa de la unidad se han
enseñado siempre pésimas. La unidad tampoco puede forjarse a base de actividades
meramente humanas. Es don del Espíritu, su verdadero iniciador y promotor; su divino
Artífice.
El ecumenismo es fundamentalmente un proceso espiritual en el que viene a ser
básica la promesa evangélica de que se nos otorgará lo que pidamos en nombre de Jesús.
¿Y qué más importante pedir en nombre de Jesús que la unidad de sus discípulos? El
diálogo ecuménico exige, ante todo, atenta escucha, profunda comprensión y resuelta
diligencia en practicar la fraternidad eclesial. A veces llega todo por un diálogo de
amistad. Amistades Chiara las tuvo incluso fuera del catolicismo[354]. Prolijo sería detallar
aquí visitas, encuentros, intercambios con ecumenistas ortodoxos y protestantes, hasta
con patriarcas, metropolitas, obispos, teólogos del Oriente cristiano; desde exponentes de
las Iglesias orientales ortodoxas, a autoridades de las Iglesias y comunidades eclesiales
de Occidente. No fueron superficiales. Más bien los distinguió siempre una
espiritualidad evangélica, viva, respetuosa, sencilla y cordial con los interlocutores.
2. La hora de Dios.
Así definió Chiara al día en que nació su Movimiento. En 1948 se encuentra por
primera vez en el Parlamento italiano con Igino Giordani, prestigioso político, diputado,
146
escritor, periodista y padre de cuatro hijos. Él fue quien ayudó a Chiara a encarnar en la
sociedad la espiritualidad de la unidad. De ahí que hoy sea visto como cofundador del
Movimiento y la Iglesia católica haya incoado su causa de beatificación. En 1949 se
encuentra también con Pasquale Foresi, joven seminarista deseoso de conjugar
Evangelio y vida en la Iglesia. Ordenado presbítero en 1954, don Foresi es el primer
focolarino sacerdote. Siempre al lado de la fundadora, contribuyó a dar vida a los
estudios teológicos del Movimiento desde la Editorial Città Nuova[355].
Frente a la dramática invasión soviética de Hungría en 1956, Chiara Lubich consideró
urgente meter de nuevo a Dios en la sociedad, para que la humanidad lo pudiera
reconocer como su fuente de libertad y fraternidad. Esto marca el nacimiento de los
«Voluntarios de Dios», nueva rama del Movimiento, constituida por personas adultas
comprometidas en los más diversos campos sociales de política, economía, justicia,
salud, docencia, arte, industria, etc. Acabaron convirtiéndose en los animadores del
Movimiento Humanidad Nueva.
Propone Chiara a los jóvenes en 1966 la radicalidad del Evangelio y surge así el
«Movimiento Gen» (Generación Nueva). Un año más tarde, como respuesta a la
creciente crisis familiar en la sociedad, funda el Movimiento Familias Nuevas. En 1968,
los jóvenes del mundo andan de protesta, y Chiara pide a los Focolares jóvenes vivir
según la radicalidad del Evangelio en respuesta a la voluntad de cambio que la juventud
reclama. En 1977 recibe en Londres el premio Templeton por el Progreso de la Religión:
su actividad cobra notoriedad pública, pese a la máxima del Movimiento: «amar a fondo
y hablar poco» para «ser» más que «parecer». No cesan desde entonces las distinciones.
Brasil la recibe en 1991: se siente impresionada por el contraste social y la miseria de las
«favelas», y pone en marcha la «Economía de Comunión en la Libertad», entonces solo
proyecto y hoy realidad creciente. Salen a la luz sobre su persona y su obra tesis y
trabajos de investigación en las universidades de todo el mundo, y centenares de
empresas siguen sus principios. Corre 1996 y la Unesco le otorga el Premio por la
Educación para la Paz-1996.
Entre el 1997 y el 1998 la oratoria ecuménica de Chiara es frecuente: Gran Bretaña
(Consejo ecuménico de West Yorkshire), Alemania (Iglesia Evangélica de la
Recordación en Berlín) y Austria (Segunda Asamblea ecuménica europea, en Graz). Se
abre incluso a las nuevas perspectivas del diálogo interreligioso: en enero del 97 habla de
su experiencia interior en Tailandia a ochocientos monjes y monjas budistas –primera
cristiana que lo hace–; en mayo, a tres mil musulmanes negros afroamericanos Malcolm,
en la Mezquita de Shabazz en Harlem, Nueva York. Ya en abril del 98 lo hace a la
comunidad hebrea de Buenos Aires[356]: primera vez a cargo de una mujer católica. Se
llega en septiembre de 1998 a Estrasburgo, donde recibe del Consejo europeo el Premio
Derechos Humanos-1998 por su «defensa de los derechos individuales y sociales».
Cuenta con la Cruz de Oro de san Agustín de Canterbury, impuesta por el doctor George
Carey, primado de la Comunión anglicana; y la Cruz bizantina, por el patriarca
ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I.
En Naciones Unidas, dirige el simposio titulado «Hacia una unidad de las naciones y
147
una unidad de los pueblos». Regresa en el 2000 a los EE.UU. para recibir el doctorado
honoris causa en Educación por la Universidad Católica de América: ceremonia ante
cuatro mil personas en la Basílica del Santuario de la Inmaculada Concepción. Dirige el
12 de noviembre, el evento interreligioso «Fe conjunta a las comunidades», que señala
siete mil a la Convención de Washington Center. El Imán Warith Deen Mohammed,
líder de los dos millones de musulmanes MAS, había pedido a Chiara abordar «Una
espiritualidad de la unidad para la vida armoniosa de la familia humana». El cardenal
William
Keeler, arzobispo de Baltimore, promotor de la creciente relación entre la MAS y los
Focolares, leyó a la asamblea un mensaje de Juan Pablo II a través del Cardenal Sodano,
Secretario de Estado del Vaticano.
3. Hitos de una vocación ecuménica.
Licenciada honoris causa en Teología por la Liverpool Hope University, única
universidad ecuménica que existía en Europa, aquel 23 de enero de 2008 recordó su
primera visita a Liverpool el 17 de noviembre de 1965, en la Catedral anglicana, primera
vez que una católica romana había hablado en aquel foro. Escribió entonces: «Esta
mañana hemos atravesado Liverpool. Las dos catedrales: una, anglicana, ya terminada,
la otra, católica, en construcción, están ligadas entre sí por Hope Street, la calle de la
Esperanza». También hoy, prosiguió volviendo a la investidura, es la Esperanza la que
nos acoge, nos abraza y abre horizontes nuevos para un futuro de unidad y de paz para
todos». No pasó por alto la coincidencia con el octavario ni la proximidad a Edimburgo2010.
Subrayó gozosa que la vida ecuménica del Movimiento en esos años había sido
bendecida por las autoridades católicas y alentada por los responsables de otras Iglesias:
había conocido a los arzobispos de Canterbury, desde Michael Ramsey a Rowan
Williams, y se había reunido con los cardenales Hume y Murphy-O’Connor. Del
encuentro londinense de 1996 ante más de mil personas del Movimiento de Gran
Bretaña e Irlanda, recordó que, a pesar de la falta de comunión plena entre las Iglesias, lo
que nos unía era más fuerte que las diferencias. «Es mi deseo –añadió– que desde ahora
podamos colaborar para llevar adelante juntos esta misión que nos acomuna: contribuir a
la realización del Testamento de Jesús: Que todos sean uno»[357]. Láureas y ciudadanías
honoris causa recibió muchas en Italia (Roma, Milán, Turín, Palermo, Génova,
Florencia, La Spezia, Rímini, Rocca di Papa, etc.) y fuera.
Lo más notable de su actividad ecuménica en los últimos lustros de vida registra el
encuentro ecuménico de los obispos amigos de los Focolares en el Centro Mariápolis de
Cadine (Trento: 11-16 de noviembre de 1995); la audiencia en Lambeth Palace con el
arzobispo de Canterbury, George Carey, quien le confiere la susodicha Cruz en atención
a cuanto hace «por la Iglesia anglicana y por el mundo» (11-11-1996); el encuentro con
el Consejo ecuménico del West Yorkshire (13-11-1996); y el viaje a Gran Bretaña y
encuentro ecuménico internacional de obispos de varias Iglesias en el Centro Mariápolis
148
de Welwyn Garden City (Londres: 16-21 de noviembre de 1996). Del 15-17 de abril de
1997, el primer Congreso ecuménico Internacional sobre «El diálogo de la vida», en el
Centro Mariápolis de Castelgandolfo: mil doscientos participantes de setenta Iglesias,
cincuenta y seis países de los cinco continentes y diecisiete idiomas evidencian un
«ecumenismo del pueblo»[358]. Del 23 al 29 de junio de 1997 traza en Austria las líneas de
una espiritualidad ecuménica para la reconciliación entre cristianos, durante la II
Asamblea de Graz, presentes el patriarca de Moscú, Alexis II, el primado de la Iglesia
Anglicana, Dr. Carey, y Karekin I de la Iglesia armenia.
De 1998 datan su viaje a Alemania y las citas en la iglesia luterana de Berlín Kaiser
Wilhelm Gedächtnis Kirche, invitada por el Consejo ecuménico Berlín Brandenburgo; el
Encuentro ecuménico de los obispos amigos de los Focolares en la ciudadela de
Ottmaring; y la Oración ecuménica de Adviento en la histórica Iglesia luterana de Santa
Ana en Augsburgo. En 1999 se firma la Declaración Conjunta de evangélico-luteranos y
católicos sobre la Justificación (Augsburgo): Chiara Lubich habla de la espiritualidad
ecuménica ante el Comité ejecutivo de la FLM, presidido por Christian Krause. Y al
Encuentro de personalidades del mundo ecuménico en Jerusalén, en el Instituto
ecuménico de Tantur. Del 2000 podemos citar varios encuentros ecuménicos: el de
obispos en el Centro Mariápolis de Castelgandolfo (Roma). En Rothenburg (Alemania),
el de los focolares con representantes de cincuenta movimientos, comunidades y grupos
luteranos. En 2001, primero de movimientos, comunidades y grupos católicos y
evangélicos, con más de cinco mil participantes, en la catedral de Múnich. El pastor
Ruedi Reich, presidente del Consejo de la Iglesia evangélico-reformada del cantón de
Zúrich, acoge a Chiara Lubich, que diserta sobre la espiritualidad de la unidad ante más
de mil trescientas personas de toda Suiza. Dos días después, en el Centro «Unidad» de
Baar, se da cita con otras treinta y dos personalidades ecuménicas de varias Iglesias y
Comunidades eclesiales. Y en el II Congreso ecuménico Internacional en el Centro
Mariápolis de Castelgandolfo, con mil participantes de unas setenta Iglesias y cincuenta
países[359].
4. La ecumenista Chiara Lubich vista por Benedicto XVI y Samuel Kobia.
Sus actuaciones del último decenio podrían resumirlas: «El misterio de Jesús
crucificado y abandonado, llave para la unidad entre las Iglesias» (CEI, 28-10-2002); y
«La radicalidad del amor para renovar las Iglesias y responder a la actual situación
mundial», en la catedral protestante de St. Pierre y en el Instituto ecuménico de Bossey
(26-27 de octubre de 2002). Durante las exequias, el cardenal Bertone definió la vida de
Chiara Lubich «un canto al amor de Dios»[360]. Y Benedicto XVI, a propósito de su
fidelidad al magisterio de los papas, decía: «Hay muchos motivos para dar gracias al
Señor por el don que ha hecho a la Iglesia en esta mujer de fe intrépida, mansa mensajera
de esperanza y de paz, fundadora de una gran familia espiritual que abarca campos
múltiples de evangelización». Y a renglón seguido: «Quisiera sobre todo dar gracias a
Dios por el servicio que Chiara ha ofrecido a la Iglesia: un servicio silencioso e incisivo,
149
siempre en sintonía con el magisterio de la Iglesia: “Los papas –solía decir– siempre nos
han comprendido”. Porque Chiara y la Obra de María siempre trataron de responder con
dócil fidelidad a cada uno de sus llamamientos y deseos». El pensamiento del Papa era
para ella una guía segura de orientación. Es más, a la vista de sus iniciativas, se podría
incluso afirmar que tenía casi la profética capacidad de intuirlo y de actuarlo por
anticipado. Concelebraron dieciséis cardenales[361].
El secretario general del CMI, Samuel Kobia recordó, por su parte, el carisma de
Chiara como «un don de Dios para el movimiento ecuménico». La había visitado en
Rocca di Papa semanas antes y de nuevo le había impresionado su enorme fortaleza
espiritual a pesar de su debilidad física:
«Chiara Lubich ejerció un profundo impacto en el movimiento ecuménico y contribuyó notablemente a
fortalecer relaciones viables entre Iglesias de diferentes tradiciones cristianas. Llegó también a un
convencimiento cada vez mayor de que el diálogo y la cooperación interreligiosos, en pleno respeto de las
convicciones religiosas de los demás, son expresiones del amor cristiano. Estos impulsos encontraron respuesta
en una cooperación creciente entre el Movimiento de los Focolares y diferentes programas del CMI».
Trajo a la memoria palabras de Chiara en 2002 al personal del CEI que trabajaba en
Ginebra: «Podemos dar testimonio de que ese amor a Jesús abandonado ha vencido toda
batalla dentro y fuera de nosotros mismos, incluso la más terrible. Pero ciertamente,
tuvimos que ser totalmente suyos, tuvimos que entregarnos a él totalmente. Fue
únicamente el amor a él lo que nos permitió construir una obra tan rica, tan variada, tan
extendida, encaminada al objetivo único que todos conocemos ya: la unidad, con cuanto
implica esta divina palabra». Chiara mantuvo estrecha relación con el CMI desde su
primera visita a Ginebra en 1967. Citando Romanos, declaraba: «Nada ha tenido el
poder de separar a Chiara Lubich del amor de Dios en Cristo Jesús y, en la medida en
que nuestras hermanas y hermanos del Movimiento de los Focolares continúen centrados
en la presencia de Jesucristo en medio de ellos, experimentarán la energía del carisma
del que los dotó Chiara». Esperanzado, concluía: «Nuestro amor a Chiara, y la inmensa
gratitud por el don de Dios que ella ha representado para el movimiento ecuménico,
continuarán motivándonos e inspirándonos en nuestro trabajo en favor de la unidad
visible de la Iglesia»[362].
Participó en varios sínodos: para el vigésimo aniversario del Vaticano II (1985); sobre
vocación y misión del laicado (1987); y sobre Europa (1990;1999). Consultora del
Pontificio Consejo para los laicos (1985), escribió incansable a las distintas secciones del
Movimiento por ella fundado. En español, las edita CN. Solo su lista de corte ecuménico
desbordaría este espacio[363]. El PCPUC, en fin, no puede dejar de recordar con gratitud la
colaboración sincera y eficaz que siempre halló en esta excepcional mujer y en su
Movimiento de los Focolares. Amó tan apasionada y fielmente a la Iglesia que se me
hace a justo título merecedora de figurar entre los grandes Apóstoles de la unidad[364].
Con su muerte el ecumenismo perdió enteros, ciertamente, pero con su vida llena de
amor y de luz la causa de la unidad ganó en delicadeza y ternura, en perfume
sobrenatural y en gracia soñadora.
150
CARLO MARIA MARTINI
(1927-2012)
La esbelta y carismática figura del cardenal Martini comparece aquí no más que por la
faceta ecuménica de su fecunda biografía. Nacido el 15 de febrero de 1927 en el
piamontés Orbassano (Italia), ingresa el 25 de septiembre del 44 en la Compañía de
Jesús y el 13 de julio del 52 es ordenado sacerdote en Chieri, Turín. Cursa estudios
filosóficos y teológicos en la Gregoriana, de la que sale doctorado en teología en el 58
con Il problema storico della Risurrezione negli studi recenti. Amplía conocimientos en
el Pontificio Instituto Bíblico, del cual sale también doctor con El problema de la
recensionalidad del códice B a la luz del papiro Bodmer XIV. De su rectorado allí por
estudioso de las Sagradas Escrituras y especialista de la crítica paleográfica del Nuevo
Testamento, el 18 de julio de 1978 pasa a dirigir la Pontificia Universidad Gregoriana.
Juan Pablo II lo nombra un año más tarde titular de la archidiócesis de Milán, la más
grande de Europa y entre las mayores del mundo.
Creado cardenal presbítero de santa Cecilia el 2 de febrero de 1983, el 15 de otro
febrero, el de 2002, cumplidos los 75, presenta su dimisión del cargo. En 1989 es
investido doctor honoris causa por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma. Experto
en lenguas semíticas, conocía el arameo, el caldeo, así como griego, latín y hebreo.
Además del materno italiano, hablaba inglés, alemán, francés, portugués, griego
moderno y árabe. Exponente del ala progresista de la Iglesia católica, fue el eterno
papable hasta que su salud dijo basta. Aquejado de parkinson desde 1996, vive el ocaso
sus días en el Instituto Filosófico Aloisianum, centro europeo de formación de la
Compañía de Jesús, sito en la localidad lombarda de Gallarate, donde fallece a los 85
años el 31 de agosto de 2012. Allí había ido a parar después de su regreso a Italia en
2008, tras haber pasado seis años en Jerusalén, corazón de la Escritura, donde se dedicó
sobre todo a estudios bíblicos. Sus exequias constituyeron una imponente manifestación
de duelo. El entierro en la catedral, en cambio, fue ceremonia privada: por delante de su
féretro habían desfilado antes más de doscientas mil personas[365].
De La regla pastoral del Padre y doctor de la Iglesia san Gregorio Magno extrajo
Martini con fina intuición su lema episcopal: Pro veritate adversa diligere: «Por amor a
la verdad, abrazar la adversidad» (II, 3,3). Y como epitafio para su tumba, este del salmo
119 [118]: «Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi camino». En ambos
tenemos la llave con que interpretar su existencia y su ministerio[366]. También su
151
ecumenismo, por supuesto.
No dejó testamento espiritual en el sentido explícito de la palabra, es cierto, pero su
herencia cabe toda entera en su vida y en su magisterio. El ya citado Pro veritate
adversa diligere de su escudo brilla con destellos ignacianos y resume admirablemente
la tendencia al discernimiento y a la purificación en cuanto requisito ascético para
hacerle espacio a Dios y, de ese modo, aprender aquel desprendimiento garante del
verdadero bien de las personas y de las cosas. La diversidad de temperamento y
sensibilidad, así como las múltiples lecturas de las urgencias del tiempo, expresan en la
Iglesia la ley de la comunión pluriforme en la unidad. «Esta ley parte de una actitud
agustiniana muy querida por el Cardenal: quien ha encontrado a Cristo, justamente
porque está seguro de Su presencia, sigue, indómito, buscando»[367].
Carlo Maria Martini, como su hermano de hábito Karl Rahner, de quien se sentía
discípulo y ferviente admirador, sostuvo que la misión de la Iglesia es abrir la puerta de
la salvación a todos, comprendiendo a aquellos que se apartan de la fe y de la moral
católica. El mismo Martini instituyó en Milán una «cátedra de los no creyentes», con el
fin de conocer su contribución para la salvación del mundo. El sucesor de san Carlos
Borromeo «renunciaba» así al encargo de llevar a Cristo a quienes no creen, para
confiar, en cambio, a declarados ateos como el célebre Umberto Eco la misión de
«evangelizar» a los fieles de la diócesis ambrosiana. Y en junio de 2008 afirmó en una
entrevista que conocía a varias parejas homosexuales, «algunos de ellos hombres muy
sociales», añadiendo: «jamás se me ocurriría condenarlos». A cualquier observador
perspicaz se le alcanza que el espíritu aperturista del cardenal Martini merodee por el
magisterio del papa Francisco.
1. Hombre de Biblia.
Desde Milán, pues, potenció el diálogo entre ateos y creyentes. Benedicto XVI
recordaba en su telegrama de condolencia «su intensa obra apostólica como acérrimo
religioso hijo espiritual de san Ignacio, experto docente, acreditado biblista y apreciado
rector de la Universidad Pontificia Gregoriana y del Pontificio Instituto Bíblico, e,
igualmente […] el competente y ferviente servicio que rindió a la palabra de Dios,
abriendo cada vez más a la comunidad eclesial los tesoros de la Sagrada Escritura,
especialmente mediante la promoción de la lectio divina»[368].
Llegó a ser al final de su vida el único purpurado vecino de Jerusalén, santo lugar por
él definido como «la ciudad más cargada de memoria religiosa de todo el mundo, la
ciudad donde murió Jesús para la salvación del mundo y donde se venera su sepulcro
vacío y se hace memoria de su resurrección». Sus libros sobre los ejercicios espirituales
siguen siendo muy apreciados por la originalidad del enfoque, pues combina la lealtad
tradicional al modelo ignaciano con una nueva luz sobre las Escrituras. Dignos de cita,
entre otros, los Ejercicios ignacianos, a la luz de san Juan; El viaje espiritual de los
Doce en el evangelio de san Marcos; Ejercicios ignacianos, a la luz de san Mateo; Los
ejercicios espirituales a la luz de san Lucas; y La vida de Moisés, la vida de Jesús,
152
existencia pascual.
El emotivo mensaje de Benedicto XVI para antes de la misa funeral añadía:
«Fue un hombre de Dios, que no solo estudió la Sagrada Escritura, sino que la amó intensamente, e hizo de ella
la luz de su vida, para que todo fuera ad maiorem Dei gloriam […] precisamente por ello fue capaz de enseñar
a los creyentes y a los que están en búsqueda de la verdad, que la única Palabra digna de ser escuchada,
acogida y seguida es la de Dios, porque indica a todos el camino de la verdad y del amor».
Y tirando de sabiduría bíblica, recordaba: «En una homilía de su largo ministerio oró
de este modo: “Te pedimos, Señor, que hagas de nosotros agua de manantial que brota
para los demás, pan partido para los hermanos, luz para los que caminan en las tinieblas,
vida para los que andan a tientas entre las sombras de la muerte. Señor, sé la vida del
mundo. Señor, guíanos hacia tu Pascua. Juntos caminaremos hacia ti, llevaremos tu cruz,
gustaremos la comunión con tu resurrección. Contigo caminaremos hacia la Jerusalén
celestial, hacia el Padre” (Homilía del 29 de marzo de 1980)»[369]. Fue de veras un
incansable servidor eclesial del Evangelio.
Preguntado sobre qué remedios aconsejaría contra el cansancio de la Iglesia,
respondió que, entre otros, la palabra de Dios. «El concilio Vaticano II ha restituido la
Biblia a los católicos [...]. Solo quien percibe en su corazón esta Palabra puede formar
parte de quienes ayudarán a la renovación de la Iglesia y sabrán responder a las
preguntas personales con una justa elección. La palabra de Dios es simple y busca como
compañero a un corazón que escuche»[370]. Precisamente «su escucha del otro –desvela el
arzobispo de Chieti-Vasto, Bruno Forte, ilustre discípulo suyo– nacía desde la escucha
profunda y enamorada de la palabra de Dios: he aquí la otra gran enseñanza que recibí de
él. Un amor apasionado, fiel, siempre en búsqueda, a la Sagrada Escritura. Un nutrirse
continuamente, en el estupor ante la novedad siempre nueva de Dios que habla […]. Del
cardenal Martini, recibí el estímulo a hacer de la Escritura el viático cotidiano, a
frecuentar con todos los instrumentos disponibles para mejor entenderla, y sobre todo
con una lectio que se hiciera cada vez más meditación, diálogo con Dios y acción
contemplativa. En este don, personalmente experimentado, leo la causa más profunda de
la vida del biblista y pastor, que fue Martini»[371].
Todo conforme con este enamorado de la Palabra. Gran actividad académica e
investigadora, en fin, la de su eminencia Martini: publicó numerosos libros y escribió
infinidad de artículos (fue, de hecho, el único miembro católico del comité ecuménico
que preparó la edición griega del Nuevo Testamento). Muchos de sus más de cincuenta
libros fueron best-sellers, como el escrito con el semiólogo Umberto Eco. Y no pocos,
redactados enteramente al calor de la Sagrada Escritura, que fue siempre su gran amor y
su gran pasión como estudioso.
2. Promotor del Vaticano II y del diálogo fe y cultura.
Desde sus veintidós años en Milán como hombre de Dios y de un servicial e
ininterrumpido dialogar con todos, fomentó asimismo el encuentro
153
interreligioso y fue viajero incansable por los caminos del mundo. En 2010 promovió,
junto al purpurado Roberto Tucci, el portal de internet www.vivailconcilio.it para
relanzar y dar a conocer a los jóvenes el Vaticano II. Porque solo renovando la fidelidad
y la verdad de aquella magna cumbre espiritual podrá la Iglesia católica disponer de los
dones a través de ella recibidos y mantenerlos vivos en su memoria. De ahí que la página
quiere ser una «acción de gracias» a la actuación del Espíritu en la historia de la Iglesia.
En 1998 la Universidad Pontificia de Salamanca presentó su libro Comunicar a Cristo
hoy, una serie de cartas pastorales sobre los medios de comunicación y el diálogo entre
la fe y la cultura, su fuerte pastoral.
Nombrado en noviembre de 2000 Académico de Honor de la Academia Pontificia de
las Ciencias, así como Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales[372], participó en
numerosas asambleas sinodales y fue ponente en la VI de 1983 sobre «Reconciliación y
penitencia en la misión de la Iglesia», y miembro de la Secretaría del Sínodo de los
Obispos por muchos mandatos. Apostilla de nuevo el arzobispo Bruno Forte:
«Es esto lo primero que creo haber aprendido de él […]: buscar complacer solo a Dios. Esta libertad me
parecía tan luminosa en Martini, que muchas veces la ejercí también respecto a él, hablándole siempre con
absoluta franqueza, también cuando nuestras ideas no coincidían. Siempre me impresionó la humildad de su
escucha y la serenidad con que presentaba su posición, sopesando los argumentos. Era un hombre siempre
atento a captar las razones del otro, generoso en el dar la interpretación más benévola de las posiciones
diversas de la suya. Hombre de verdadero diálogo (sin ninguna exclusión: desde los no creyentes hasta los
hermanos en la fe, desde el amadísimo pueblo de Israel, al diálogo ecuménico e interreligioso), promotor de
corresponsabilidades y participación de todos, respetuoso de la dignidad de cada uno, cualesquiera que fueran
las ideas y opciones de vida de la persona»[373].
Defendió el espíritu de apertura del Vaticano II, y hasta propuso convocar un nuevo
concilio para abordar el gobierno colegial de la Iglesia, el papel de la mujer, la doctrina
sexual y la escasez de vocaciones, actitud que le granjeó una aureola de «antipapa»
frente al conservadurismo de la Curia Romana. De todos modos, empezó a verse en él al
faro de los sectores progresistas de la sociedad, algo que en el Vaticano algunos, los
conservadores por supuesto, interpretaban como una forma interesada de atacar a la
Iglesia. ¡Ya son ganas de malinterpretar los juicios ajenos! Esta fricción de fondo se
pudo ver también en la iniciativa que seguía desde el 2009 en el Corriere: responder en
una página dominical a cartas de lectores con dudas de fe y preguntas de todo tipo.
El director del diario desvelaría a raíz de su muerte que la idea «disgustó en Roma».
Lo mismo que la entrevista póstuma publicada con este sorprendente titular: «La Iglesia
lleva doscientos años de retraso». Y no digamos ya su modo de morir –rechazando la
alimentación artificial– o la evocación de sus propuestas críticas con la línea oficial. El
decir general a su muerte fue, por eso, que Martini representaba la Iglesia «del diálogo»,
y no dividía el mundo, como algunos sostenían, resbalando, entre creyentes y no
creyentes sino, más bien, entre «pensantes y no pensantes», al margen de su fe. De ahí
titulares de esos días en las redes como «La incómoda muerte del cardenal Martini».
Es difícil establecer un parangón entre los cardenales Bea y Martini. Existen
obviamente afinidades, dejada aparte su condición de jesuitas, incluso su amor a la
154
investigación bíblica. Pero también diferencias muy notables, porque si Bea era alemán,
entregado pacientemente a la investigación proverbial del numen teutónico, Martini era
italiano, es decir, mediterráneo, y dotado de la chispa latina. Y si ambos fueron romanos,
el uno, Martini, por raigambre patria y exigencia cultural, y el otro, Bea, por haber
vivido gran parte de su vida en la Urbe, y metido hasta los huesos en el organigrama de
la Santa Sede, entre uno y otro mediaban distancias abismales. Como ecumenistas, pican
alto los dos, pero posiblemente Martini lleve ventaja al haber vivido un ecumenismo
teñido ya de los vientos del diálogo interreligioso. Tampoco faltará quien diga que Bea
fue el arquitecto de la NA. Y quien cierre la tienda concluyendo que Martini acabó
siendo mucho más mediático. Para gustos están los colores.
3. Presidente del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE).
Lo fue desde 1986 a 1993. Preguntado Monseñor Aldo Giordano, observador
permanente entonces de la Santa Sede ante el Consejo de Europa y luego nuncio en
Caracas, por la dimensión europea y ecuménica del Cardenal, respondió sobre la
participación de este en los sínodos que «la agenda del purpurado jesuita presidente del
CCEE fue muy rica. Fueron aquellos los años de la gran vuelta europea ligada a la caída
del muro de Berlín en 1989.
Del 30 de abril al 2 de mayo de 1990 Martini presidió un primer encuentro de los
obispos de la Europa central y oriental, en Viena, bajo el lema «Cristo nos liberó para
que permaneciésemos libres» (Il Cristo ci ha liberati perché restassimo liberi). Histórico
momento, aquel. Había que profundizar el conocimiento, superar las sospechas,
encontrar caminos de comunión y de colaboración entre Iglesias y Comunidades antes
obligadas a vivir separadas. Llegaría la tragedia de los Balcanes y Martini supo
mostrarse especialmente activo en la búsqueda de reconciliación y de paz, sobre todo a
nivel ecuménico. En noviembre de 1991, asimismo, presidió en Santiago de Compostela
el V Encuentro ecuménico europeo, dedicado a problemas de referencia teológica,
bíblica, y de la misión y evangelización en Europa.
Los temas pastorales relativos al existir de las personas terminaban ganándole el
corazón. Presidió en 1989 un Simposio de obispos europeos sobre «La actitud actual
frente al nacimiento y la muerte» (L’atteggiamento odierno di fronte la nascita e la
morte). La relación de sus intervenciones, en fin, sería prolija de venir completa.
Digamos que fueron innumerables los encuentros europeos en que ejerció de guía y
maestro sobre múltiples y variados asuntos pastorales: catequesis, medios de
comunicación, vocaciones, migraciones, diálogo entre las religiones, papel de los laicos
en la Iglesia y por ahí seguido. Buscó siempre, dicho sea en síntesis, colaboración con
los episcopados de los otros continentes, convencido de la importancia de la
«catolicidad» de la Iglesia. El 15 de abril de 1993 abandonó la presidencia del CCEE a
resultas de las reformas introducidas en el citado organismo. En cuanto arzobispo de
Milán, le cupo el honor de abrir oficialmente el 28 de febrero de 1994 la parte diocesana
del proceso de canonización de Pablo VI.
Sus ideas sobre la forja de la nueva Europa abogaban por un continente capaz de
155
presentarse, interpretarse y realizarse como familia de naciones abierto a los otros
continentes y comprometido en el actual proceso de globalización mundial. Hablaba
luego también, y sobre todo, de una Europa del espíritu[374], en la que vengan
redescubiertos y re-propuestos para hoy los valores que la modelaron durante toda su
historia: la dignidad de la persona humana; el carácter sagrado de la familia; la
importancia de la enseñanza; la libertad de pensamiento, de palabra y de profesión de las
propias convicciones o de la propia religión; la tutela legal de los individuos y de los
grupos; la colaboración de todos por el bien común. Un nuevo y serio careo, en fin, de
Europa con el Evangelio y con los valores por este propuestos –decía– es la carta a jugar
con determinación y holgada confianza.
Amó y tuvo siempre metido muy dentro el ecumenismo. Junto al metropolita Alexis –
luego Alexis II, patriarca de Moscú y de todas las Rusias–, co-presidió la primera
Asamblea ecuménica europea tenida del 15 al 21 de mayo de 1989 en Basilea con el
título: Paz en la justicia, organizada por el CCEE y por la KEK, organismo este que
comprende a más de 120 Iglesias ortodoxas y Comunidades eclesiales nacidas de la
Reforma. La Asamblea de Basilea, con setecientos delegados oficiales de todo país y de
toda tradición cristiana, fue un signo profético en el camino de las Iglesias y de Europa:
después de siglos, era la primera cita de las Iglesias europeas reunidas con fraternal
confianza para comprender la propia común vocación frente a los escenarios del mundo
contemporáneo. Otras dos asambleas ecuménicas europeas seguirían luego: en Graz
(Austria 1997) y en Sibiu (Rumanía 2007). También a Graz acudieron Alexis II y
Martini, testimoniando su amistad personal, que venía de cuando el purpurado jesuita
había formado parte de la imponente delegación vaticana desplazada a la todavía Unión
Soviética durante el Milenario de Rusia. En cuanto a ecumenismo, Martini creyó en las
relaciones personales y en el volver a la base común de la Sagrada Escritura para
encontrar ahí la unidad[375]. Al ecumenismo por la Biblia y a la Biblia por el ecumenismo,
cabría resumir.
4. El ecumenismo, un amor a la verdad.
Coincidiendo con el día exacto de su nacimiento (Turín, 15-2-1927), la Archidiócesis
de Milán instituyó el Premio Carlo Maria Martini International Award, para rendir
homenaje a la memoria del arzobispo que la había guiado desde 1980 hasta 2002. El
cardenal Scola, sucesor en Milán, explicó así los motivos:
«La luz de la palabra de Dios, abundantemente difundida por el Cardenal sobre todos los hombres y las
mujeres –y no solo de la tierra ambrosiana– es Jesús mismo que acoge a quienquiera que decide seguirle.
Estamos llamados a custodiar la herencia de fe de quien fue arzobispo de nuestra Iglesia […]. Por esto, la
Archidiócesis de Milán instituye la primera edición del Premio Martini: para que la memoria del queridísimo
obispo Carlo Maria no se reduzca a recuerdos parciales, sino que sea cada vez más acogida y vivida en todo su
valor: un extraordinario testimonio de Cristo Resucitado, Verbo eterno del Padre»[376].
No se arredró a la hora de pedir mayor colegialidad en el gobierno de la Iglesia. Instó
a continuar con la reflexión sobre la estructura y el ejercicio de la autoridad eclesiástica.
156
Deseó mayor investigación teológica sobre las cuestiones relativas a la sexualidad
humana y el papel de la mujer en la Iglesia. Expresó también su apoyo a la ordenación
de mujeres diáconos. Y sobre todo, habló largo y tendido de libertad interior, escucha del
otro y escucha de Dios. De ahí la inmensa gratitud de quienes hoy se sienten sus
discípulos, compartida seguramente por cada creyente consciente y honesto. Ahora que
este gran Padre de la Iglesia de nuestro tiempo, que este maestro de vida y de fe, ha
entrado en la luz y en la belleza de la vida sin fin en Dios, sea el Señor la mejor
recompensa de sus esfuerzos eclesiales y ecuménicos.
La entrevista póstuma a la que antes me referí no ha cesado de suscitar comentarios
para todos los gustos.
«La Iglesia está cansada en la Europa del bienestar y en América –sentenció–. Nuestra cultura está envejecida.
Nuestras Iglesias son grandes, nuestras casas religiosas están vacías y el aparato burocrático de la Iglesia
levadura, nuestros ritos y nuestros hábitos son pomposos. Ahora bien, ¿expresan estas cosas lo que nosotros
somos hoy? […]. El bienestar pesa. Nosotros nos encontramos ahí como el joven rico que se marchó triste
cuando Jesús lo llamó para convertirlo en su discípulo. Sé que no podemos dejarlo todo con facilidad. Pero
cuando menos podremos buscar hombres que sean libres y más cercanos al prójimo. El amor es gracia. El amor
es un don. La pregunta de si los divorciados pueden hacer la comunión debería ser vuelta del revés. ¿Cómo
puede la Iglesia ayudar con la fuerza de los sacramentos a quien tiene situaciones familiares complejas?»[377].
La capacidad de Martini para entablar relación con todos le infundía pavor a
interrumpir cualquier atisbo de verdad en toda persona con la que entramos en contacto.
Quienes han encontrado a Cristo no pueden dejar de tener esta pasión ecuménica. La que
él tuvo y sostuvo. Son no pocos los que ven llamativo cómo el Cardenal respondía a
quienes le preguntaban cuál era el momento culminante de la vida de Jesús
(¿Bienaventuranzas, última Cena, oración en Getsemaní?): «No –era su conmovedora
respuesta–. Fue la Resurrección, cuando levantó la piedra del sepulcro y se apareció a
María y a la Magdalena». Es esta certeza que introduce la resurrección de Cristo, lo que
abre de par en par la mirada del cristiano. El antiguo término oikumene subraya que la
mirada cristiana vibra con un ímpetu capaz de exaltar todo el bien que existe en cuanto
nos rodea.
No es el ecumenismo entonces tolerancia genérica ni puro talante irénico, sino, más
bien, amor a la verdad que se encuentra en cualquiera, aunque solo sea un fragmento.
Nada está excluido de esta mirada positiva. «Por ecumenismo, siendo así, debemos
entender, por supuesto más allá del significado estrictamente confesional, la comunión y
la mutua ayuda entre los que creen en Cristo, para vivir la fe en las actuales
circunstancias. Entrando en materia más técnica, entendemos por ecumenismo la tensión
hacia la unidad de la fe, los sacramentos, la disciplina entre las diversas confesiones y
comunidades cristianas dentro de Europa»[378]. He aquí el nervio eclesial del cardenal
Carlo María Martini, aquel hombre de Dios, a justo título y por los cuatro costados
apóstol de la unidad.
157
DÉSIRÉ MERCIER
(1851-1926)
Désiré Felicien-François-Joseph Mercier, cardenal arzobispo, filósofo, teólogo y
académico belga, vio la luz de este mundo el 21 de noviembre de 1851 en el castillo de
Castegier, Braine-l’Alleud, archidiócesis de Malinas-Bruselas. Pablo-León Mercier y
Anne-Marie Barbe Croquet, sus padres, eran familia de gran abolengo. Cursada la
enseñanza secundaria en el colegio de San Rombaut de Malinas, ingresó en el seminario
conciliar de allí, donde sobresalió pronto por su aguda inteligencia. Ordenado presbítero
el 4 de abril de 1874 y obtenida en el 77 la licenciatura en teología, enseñó filosofía en el
seminario de Malinas y más tarde (julio 1882) en la Universidad de Lovaina, donde se
había doctorado y, el tiempo andando, llegaría a ser rector. Su enseñanza universitaria
fue pródiga en iniciativas y resultados.
Gracias a su espíritu creativo, tampoco tardó en verse reconocido como el mejor
intérprete de la Aeterni Patris, fomentando además la restauración de un tomismo
abierto a las corrientes del mundo moderno. Dilató los horizontes neoescolásticos hasta
límites que ni el mismo autor de la Encíclica hubiera podido sospechar. Consciente de la
trascendencia que para el futuro podía tener la creación de un Instituto Superior de
Filosofía en la propia Universidad lovaniense, consiguió ganarse a León XIII, que acogió
el proyecto y ordenó al Primado belga ejecutarlo (1880). Tales planes, sin embargo, se
vieron truncados por la oposición de ambientes romanos y belgas.
Fueron estos los años en que sus cualidades de promotor y gestor empezaron a
sobresalir con la puesta en marcha de importantes escritos, punto de arranque de la
ciencia neotomista. Publicó entonces Logique, Methaphisique generale, Criteriologie
generale, etc., y a partir de 1894 editó la Révue neoscolastique de Philosophie, órgano
de expresión de la escuela filosófica de Lovaina. Amigo del benedictino irlandés y hoy
beato Columba Marmion, también este seguidor de santo Tomás de Aquino, procuró
acercar la filosofía kantiana a la tomista –intento conocido como realismo crítico– y
sostuvo la obra del jesuita Joseph Maréchal, que proponía un puente entre el tomismo y
la fenomenología de Martin Heidegger.
Preconizado arzobispo de Malinas el 21 de febrero de 1906, recibió allí mismo la
consagración episcopal el 25 de marzo de ese año por la imposición de manos del
arzobispo titular de Filipos y nuncio en Bélgica, monseñor Antonio Vico. San Pío X lo
crea cardenal de la Santa Romana Iglesia el 15 de abril de 1907: tres días después le
asigna el título de Cardenal-Presbítero de San Pietro in Vincoli. Participó en el cónclave
158
de 1914, del que salió elegido Benedicto XV, y en el de 1922, el del papa Ratti, o sea Pío
XI.
Fiel colaborador de san Pío X contra el modernismo, ninguna faceta de la amplia
catequesis abierta a la catolicidad de comienzos de siglo dejó de oír su voz. Su fama
entre compatriotas alcanzó la cima durante la I Guerra mundial, cuando se erigió en
paladín de los derechos de su pueblo. La infancia, sobre todo la de las naciones
beligerantes, atrajo su pastoral solicitud. Buena prueba de ello podría ser, por ejemplo, la
acogida que dispensó en su diócesis, corriendo el año 1924, a dos mil seiscientos niños
húngaros. Sus caritativos cuidados no le impidieron, gracias a una prodigiosa capacidad
de trabajo, presidir la Unión Internacional de Estudios Sociales.
Con todo y con eso, donde brilló, sobremanera ya en los últimos años de su vida, fue
en la santa causa de la unidad –argumento que lo trae a este libro–, de suerte que
podemos ver en él a uno de los promotores del diálogo ecuménico, en particular con la
Iglesia anglicana. A su abierta disponibilidad se debe la experiencia de las
Conversaciones de Malinas tenidas en su palacio episcopal de 1921 a 1926: en ellas se
dieron cita y tomaron parte activa teólogos católicos y anglicanos. Él fue, sin duda, quien
–tras cuatro siglos de silencio– abrió el diálogo ecuménico con la Iglesia anglicana de la
manera dicha, despertando análoga vocación en el entonces joven estudiante romano y
más tarde cardenal y sucesor suyo, Leo Jozef Suenens, el cual, gracias a su valimiento,
vio cómo después del Vaticano II se le abrían las puertas en Gran Bretaña y en EE.UU.
[379]
. El cardenal Mercier falleció el 23 de enero de 1926 en Bruselas, y fue enterrado en la
catedral de San Rumoldo de Malinas[380].
1. Una máxima de Mercier para el ecumenismo.
En el prefacio al estudio titulado Orientaciones teológicas y pastorales sobre la
Renovación Carismática Católica (1974), conocido con el nombre de «Documento de
Malinas 2», el cardenal Suenens empieza por recordar brevemente cuál es el alcance y la
finalidad del movimiento ecuménico como tal. A continuación explica de qué modo y
hasta qué punto la Renovación Carismática puede ayudar a promover el movimiento
ecuménico. Y aquí se alza la primera pregunta: ¿Qué es la corriente ecuménica? En
pocas palabras, el insigne discípulo y sucesor de Mercier contesta que, a su entender, no
es sino la confluencia de los esfuerzos convergentes de cristianos que, bajo el impulso
del Espíritu, desean restaurar la unidad visible de la Iglesia de Jesucristo.
«El ecumenismo –continúa más adelante– solo es viable en un clima de respeto
mutuo; a cada uno de nosotros nos pide que sepamos reconocer la identidad personal de
nuestros compañeros. Su ley suprema –añade aferrado a la máxima de Mercier repetida
en los foros ecuménicos del orbe– sigue siendo la misma que formuló mi ilustre
predecesor, el cardenal Mercier, que con ocasión de las célebres Conversaciones de
Malinas (1921-26), escribió»[381]: «Tenemos que encontrarnos para conocernos,
conocernos para amarnos, amarnos para unirnos». La máxima sigue a fecha de hoy en
artículos, libros, conferencias y sermones. Nadie mejor que Suenens para dejarnos su
159
punto de vista al respecto. Por de pronto, afirma consecuente:
«Los católicos debemos reconocer que nuestra apertura “ecuménica” ha sido lenta y que nuestra apertura
“carismática”, todavía no plenamente lograda, también ha venido “de afuera” de nuestras filas. Creemos que la
Renovación Carismática está llamada a realizar una vocación ecuménica, y que el ecumenismo encontrará en
aquella una gracia de profundización espiritual y, en caso de necesidad, un complemento o un correctivo.
Sentimos que el Espíritu Santo nos invita a comprender el vínculo profundo que une las dos corrientes, como si
fueran dos brazos de un mismo río que nacen de una misma fuente, y riegan las mismas riberas, para dirigirse
hacia el mismo mar»[382].
«Es normal que la acción multiforme del Espíritu no se manifieste al principio en toda su profunda
simplicidad. Retrocediendo en el tiempo nos damos cuenta que la corriente ecuménica y la corriente
carismática, consideradas en sus aguas profundas, se refuerzan mutuamente y que en realidad se trata de una
misma acción, de un mismo impulso de Dios, de una misma lógica interior. La Iglesia no puede estar
plenamente “en estado de misión” sin estar “en estado de unidad”, y no puede estar en estado de unidad si no
está “en estado de renovación”. Misión evangélica, ecumenismo, renovación en el Espíritu, todo ello es una
sola cosa, y solamente los ángulos de visión son diferentes. En pura lógica, y como condición previa, la
renovación espiritual debería preceder al ecumenismo. Esta fue la intuición de Juan XXIII al convocar el
Concilio»[383].
«Se ha dicho con mucha razón que el ecumenismo es el movimiento de los cristianos hacia la unidad por
medio de la misión y de la renovación espiritual»[384].
Comentando esta afirmación, escribe el Padre J. G. Hernando, del Secretariado
Español para los Asuntos ecuménicos:
«Las prioridades son: renovación, unidad cristiana, misión. Evidentemente se trata de una actividad simultánea
con una relación causal más bien que de momentos cronológicamente distintos. No esperamos a haber
terminado la renovación para trabajar por la unidad. A la vez que trabajamos en renovarnos, trabajamos en
unirnos. Y mientras hacemos esto, debemos al mismo tiempo colaborar en la misión. Se trata de labores que
hemos de realizar simultáneamente, si bien es cierto que la eficacia de la misión dependerá de la unidad que
antes se haya obtenido, y esta última, de la renovación eclesial previamente lograda. Todo esto quiere decir que
las prioridades antes señaladas dependen unas de otras. Pero no dejan de ser prioridades»[385].
Suenens, sin embargo, antes de este fino análisis al que incorpora la oportuna cita de
don Julián García Hernando, nos ha desvelado por de pronto el marco de la tan traída y
llevada máxima de Mercier, es a saber: las Conversaciones de Malinas. Bueno será
tenerlo en cuenta para no citar el texto sin el contexto.
2. Las Conversaciones de Malinas.
Empezaron estas en diciembre de 1921. Mercier respondió amablemente al Appeal to
all Christian People de la Conferencia de Lambeth y prometió a lord Halifax y al padre
Fernand Portal apoyarlas. Fueron debates informales entre teólogos católicos y
anglicanos que buscaban las posibilidades de encuentro entre la Iglesia católica y la
Iglesia de Inglaterra. Prontos a proseguir el diálogo, Portal y Halifax tuvieron que
esperar todavía unos años hasta dar con su eminencia Mercier. Se celebraron en la sede
episcopal primada belga de Malinas entre los años 1921 y 1926, gracias en gran medida,
valga insistir, a la iniciativa y valimiento del Cardenal, aunque también, todo hay que
160
decirlo, con el apoyo tácito del Vaticano, así como del arzobispo de Canterbury y del
arzobispo de York.
El número de participantes fue variando en cada uno de los encuentros: de parte
anglicana, se debe citar la presencia del futuro lord Halifax, de los obispos Frere y Gore,
así como de Joseph Armitage Robinson (Deán de Wells). De la católica, en cambio,
además del mismo cardenal Mercier, se han de tener en cuenta Portal, Batiffol, Hemmer,
el sucesor de Mercier, Jozef Ernest van Roey, y el entonces joven filósofo Jean Guitton.
De entre los documentos surgidos al compás de las Conversaciones, destaca el artículo
que publicó en 1925 dom Lambert Beauduin, «La Iglesia anglicana unida, no absorbida»
(L’église anglicane unie, mais non absorbée)[386]. Mercier lo leyó e hizo suyo en las
Conversaciones, pese a que entonces resultaba expresión algo atrevida. A partir del
Vaticano II, sin embargo, se puede afirmar que la distinción de dom Beauduin es ya
clásica.
Desdichadamente el cardenal Mercier murió el 23 de enero de 1926; y en junio,
Portal. Van Roey ni tenía la talla ecuménica ni llegaba a la idea de unidad de su
predecesor. De modo que, junto a los cardenales Francis Bourne, arzobispo de
Westminster, y Francis Aidan Gasquet, curial, instó al Vaticano para que retirase su
apoyo a dicha iniciativa, en consonancia con la bula de León XIII Apostolicae curae
(1896), que había negado validez a las órdenes anglicanas. Es decir, que se pretendió
arreglar las cosas tirando a la baja.
Aunque los debates tenían la bendición de Randall Davidson, arzobispo de
Canterbury, en muchos anglicanos evangélicos se encendieron también las alarmas. Así
que las Conversaciones fracasaron, en último término, por la firme oposición de los
ultramontanos. Un efecto de estas pudo haber sido el despertar de la oposición a la
revisión del libro de oración anglicano. Se trataba de simples intercambios de puntos de
vista, claro. Pero no era poco si se piensa en el clima de esa época a raíz de la crisis
modernista.
Se vio así que, una vez más, la esperanza había sido prematura. Por si fuera poco, ya
he dicho que Van Roy carecía del entusiasmo de su predecesor por continuar el diálogo.
Así que dos años más tarde, en fin, Pío XI, con su encíclica Mortalium animos (1928) las
clausuró –alguien ha dicho que las condenó– definitivamente. Sería necesario esperar
hasta el concilio Vaticano II para ser testigos de un nuevo y tímido florecimiento
ecuménico anglicano-católico.
A pesar de aquel final tan lamentable, algunos estudiosos entienden que, dadas sus
circunstancias y pese a su pretendida condena, las Conversaciones pueden interpretarse,
en realidad, como un paso crucial en la historia del moderno movimiento ecuménico.
Tuvieron su resonancia internacional y encontraron eco en muchos periódicos del
mundo. En su edición de la mañana del viernes 28 de diciembre de 1923 el ABC de
Madrid, por ejemplo, y sin salirnos más allá de los muros de la patria nuestra, decía: «El
Daily Mail publica la noticia de que los obispos católicos y anglicanos se han reunido en
Malinas (Bélgica), bajo la presidencia del cardenal Mercier. Esta reunión va encaminada
a buscar los medios de llegar a una inteligencia entre la Iglesia católica y la Iglesia
161
anglicana»[387]. Una amplia gama de las cuestiones allí tratadas (primacía de honor,
presencia real, Eucaristía, los obispos...) sirvieron de preparativo, como de prólogo
podríamos decir, para las posteriores discusiones entre anglicanos y católicos, las que se
reinstauraron pasado ya el concilio Vaticano II gracias al impulso del beato Pablo VI y
del arzobispo de Canterbury Michael Ramsey, las cuales hoy, afortunadamente,
continúan con buen aire pese a dificultades que siempre surgen, a través de la Comisión
Internacional Anglicana-Católica Romana ARCIC-I y ARCIC-II.
3. «Si la verdad tiene sus derechos, la caridad tiene sus deberes».
Poco antes de morir, nuestro benemérito cardenal belga Mercier invitó a lord Halifax,
anglicano, a asistir a la misa que cada día se celebraba en su habitación, en una clínica de
Bruselas. Al término de la misa, abrazó a su amigo anglicano y le regaló su anillo
episcopal… «Si la verdad tiene sus derechos, la caridad tiene sus deberes», fue uno de
los principios de su conducta. El cardenal Mercier era quien había presidido hasta
entonces la delegación católica y lord Halifax, la anglicana, en aquellos cordiales
encuentros entre representantes de ambas Iglesias, conocidos, está ya dicho, como las
Conversaciones de Malinas (1921-26), cuando el ecumenismo comenzaba a dar los
primeros pasos[388].
Es obvio que un eclesiástico de su talla intelectual y religiosa no podía tener
reacciones de tal índole sin una profunda vida interior materializada en aquella vocación
ecuménica del ocaso de su existencia. Prueba de lo cual podría ser su famosa oración al
Espíritu Santo. Es una sencilla, breve y maravillosa plegaria en que se detecta, cuando en
ella se repara, de dónde sacaba él la fuerza para vencer las dificultades que iba
encontrando por el camino unionista y el fervor y la bondad propios de su amor a la
unidad. Dice así: «Voy a revelaros un secreto de felicidad y santidad. Si cada día,
durante cinco minutos, sabéis callar a vuestra imaginación, cerrar los ojos a las cosas
sensibles y los oídos a las cosas de la tierra para entrar dentro de vosotros mismos, y allí,
en el santuario de vuestra alma bautizada, que es el templo de Espíritu Santo, habláis a
ese divino Espíritu diciéndole: “¡Oh, Espíritu Santo, alma de mi alma! Yo te adoro,
ilumíname, guíame, consuélame, fortaléceme, dime qué debo hacer, dame tus órdenes.
Te prometo someterme a todo lo que quieras de mí y aceptar todo lo que permitas que
me suceda; solamente te pido conocer tu voluntad”. Si hacéis esto, vuestra vida se
deslizará feliz, serena y llena de consuelo, aún en medio de las penas, porque la gracia
será proporcionada a la prueba dándoos fuerza para soportarla, y llegaréis a las puertas
del paraíso cargados de méritos. Esta sumisión al Espíritu es el secreto de la santidad»[389].
Se intuye, pues, al Espíritu Santo siendo armonía de su alma y fortaleza de su corazón,
luz de sus ojos y compañía dulce de su ser.
«Lazos de deferente admiración Nos unían a su gran cardenal Mercier, de venerada
memoria, cuyo recuerdo personal ocupaba un lugar de honor en nuestra mesa de
despacho durante todo nuestro servicio como sustituto de la Secretaría de Estado»[390].
Pablo VI, por cierto, no cita a Van Roey. Es más, corría 1976, quincuagésimo
162
aniversario de la muerte de aquellos dos esforzados paladines del ecumenismo que
fueron Mercier y Portal, y el cardenal Suenens, que había conocido y había sido
protegido y se había entregado a la causa ecuménica a la sombra de su admirado maestro
Mercier, queriendo celebrar la efeméride y, a la vez, y en la misma ocasión, deseoso de
recordar la última de las «Conversaciones» tenidas en Malinas-Bruselas (1921-26), y
sabedor también de la entraña ecuménica de su amigo Montini, escribió a Pablo VI
recabando la bendición de los eventos a celebrar conmemorativos de lo que, a día de
hoy, y pasados los años, se revela cada vez más y más como verdadero don de Dios a las
Iglesias católica y anglicana. El Papa contestó con una emotiva carta en la que dice:
«El cardenal Mercier y el padre Portal emprendieron, con clarividencia, asentar los jalones de una
reconciliación, en un tiempo de discordia, en un tiempo en el que muchos aceptaban la división entre cristianos
y tomaban su parte en ello, bien que, desde 1923, nuestro predecesor Pío XI hubiera aprobado y alentado la
segunda Conversación de Malinas»[391].
«Esta conmemoración, venerable hermano –sigue diciendo–, es, pues, una invitación a continuar sobre las
huellas de tales predecesores, y con ocasión de esta celebración no podemos olvidar la contribución que
Bélgica, después de tantos años, ha dado al movimiento ecuménico. De corazón, pues, enviamos a usted,
venerable hermano, al episcopado belga reunido junto a usted y a todos nuestros hijos de la Iglesia católica
presentes en esta celebración, una particular Bendición apostólica, y que imploramos sobre las autoridades los
hijos de la Iglesia anglicana y las otras Iglesias que participen en estas ceremonias, los dones del Espíritu
Santo»[392].
4. Iglesia anglicana unida, no absorbida.
Cuando Pablo VI, animado de exquisita sensibilidad, se despidió de los observadores
al clausurar el Concilio, les dijo: «Déjennos llamarlos por el nombre que ha tomado vida
en estos cuatro años del Concilio ecuménico: hermanos, hermanos y amigos en Cristo.
El Concilio se acaba… Esta partida produce en nosotros una soledad que antes del
Concilio no conocíamos y que hoy nos entristece. ¡Querríamos tenerlos siempre con
nosotros!». Estas palabras resumen magníficamente lo que ha sido el caminar de estos
cincuenta años posconciliares: «no podemos avanzar solos, sin reconocer y sentir la
necesidad del hermano»[393].
Reticente al principio por temor a un relativismo dogmático, la Iglesia católica acabó
entrando poco a poco en la corriente ecuménica gracias a la clarividencia de insignes
hijos suyos que supieron leer con verdadero sentido de eclesial anticipación los signos de
los tiempos. Entre tan egregios precursores descuella con toda justicia la señera figura
del cardenal Mercier. En él encontraron benevolente acogida las otras dos que también
sobresalieron en las Conferencias de Malinas, a saber: por parte anglicana, lord Halifax,
presidente de la English Church Union, de la Alta Iglesia; y por parte católica, el padre
Fernand Portal, volcado de lleno en tan laudable iniciativa. Pero el cardenal Mercier
supo, a su vez, dejarse asesorar del inolvidable benedictino dom Beauduin, a quien se
debe el famoso informe sobre La Iglesia Anglicana unida, pero no absorbida. Lo
preparó precisamente para el cardenal Mercier, y este lo leyó, lo asumió y lo propuso
como consigna en dichas Conversaciones. Repito que en aquel tiempo el dicho resultaba
163
un tanto atrevido: Iglesia unida, no absorbida. En tiempos ya más recientes, en cambio,
el cardenal Willebrands hizo alusión más de una vez a esta célebre consigna, que el
propio Pablo VI evocó en su discurso de bienvenida al arzobispo de Canterbury, Dr.
Coggan, en abril de 1977[394].
¿Qué se debe entender por unidad? Unidad y no uniformidad. Desde un principio
importa distinguir unidad «dogmática» y unidad «histórica». La primera se asienta en la
fe, la segunda en los condicionamientos históricos de una época. No resulta fácil separar
a la unidad «en estado puro» de sus envolturas accidentales. Ni debe confundirse
tampoco unidad esencial con uniformidad[395]. Después del Vaticano II, la distinción es ya
clásica. De ahí que Pablo VI, en su carta al cardenal Suenens, reconociese este cambio
«que nos hace constatar que vivimos en el presente días más propicios». Y rindiese
homenaje a las tres grandes figuras y al propio movimiento ecuménico, «del que el
cardenal Mercier y el padre Portal fueron precursores, es ahora una realidad que ha
entrado en la vida de los cristianos […]. La semilla de reconciliación, arrojada por ellos,
y, con y después de ellos, por muchos otros aún, portó sus frutos. ¿Cómo no evocar al
lado de estas dos grandes figuras católicas otra figura, no menos digna de recuerdo,
anglicana ella, lord Halifax? Sus tres nombres están indisolublemente unidos»[396].
Admirable visión pragmática de la unidad ecuménica en hombres de Dios como Pablo
VI y los autores aquí dichos.
A esta iniciativa que tan sagazmente supo liderar el cardenal Mercier podrían
responder en algunos de sus extremos el movimiento de Les Dombes y, sobre todo, la
Constitución apostólica de Benedicto XVI Anglicanorum coetibus[397]. Semejante
inspiración ha presidido la andadura del diálogo oficial entre la Iglesia católica y la
Comunión anglicana, a fines de los años 60, cuando también se hablaba de «unión
corporativa». En ese marco, el cardenal Willebrands señalaba la existencia de diversos
typos eclesiales, delineando, en cierto modo, cómo se podía concebir la futura unidad
entre la Iglesia anglicana y la Iglesia católica (que pasaba obviamente por esta fórmula
de dom Beauduin asumida por el cardenal Mercier). En este sentido, es posible afirmar
que la solución que propone la Constitución apostólica expresa de algún modo una
visión y una sensibilidad que son el fruto del diálogo ecuménico de las últimas décadas.
Y, sobremanera, de aquel espíritu de las Conversaciones de Malinas. El cardenal
Mercier, en fin, por su prestigio intelectual, su laudable ejecutoria ecuménica de los
últimos años de vida, y de modo especial su clarividencia en interpretar los signos de los
tiempos, merece tener voz en el coro polifónico de estos Apóstoles de la unidad.
164
BEATO JOHN HENRY NEWMAN
(1801-1890)
El 21 de febrero de 1801 nacía en la calle Old Broad, de Londres, John Henry Newman,
gran profeta de los tiempos modernos, anglicano insigne primero y católico convertido
después, famoso cardenal del siglo XIX, hoy en los altares y puede que en un mañana no
lejano doctor de la Iglesia[398]. Desde niño se le educó en el gusto por la Biblia, sin que
hasta los quince años tuviera convicciones religiosas definidas. El 8 de junio de 1817,
fija su residencia en Oxford, Trinity College, donde alcanza, uno tras otro, y sin mayor
relieve, los grados académicos en diciembre de 1820. Diácono el 13 de junio de 1824, la
ordenación sacerdotal en el anglicanismo llega el 29 de mayo de 1825.
A invitación de su amigo Hurrell Froude, se une a este y a su padre el archidiácono
Froude en un viaje por el Mediterráneo (diciembre de 1832-julio de 1833),
protagonizando en esos meses un importante episodio para la marcha de su espíritu,
según revela esta frase suya: «Porque eres tú quien apaciguas el corazón, tú, Iglesia de
Roma». Newman no contactó más que con un pequeño número de católicos, sea en el
curso de este viaje, sea más tarde. Es en tal sentido como pudo escribir en 1860: «No son
los católicos quienes nos han hecho católicos». Y añadía: «Es Oxford el que nos ha
hecho católicos».
Autor de unos veintiocho de los noventa Tracts for the Times, muy breves los
primeros y reveladores de su espíritu católico –se les reprocha su «papismo» (popery):
falsa interpretación contra la que él mismo previene–, Newman aborda la sucesión
apostólica, el bautismo y la Eucaristía, el pecado de cisma, la independencia de la Iglesia
de un parlamento semi-cristiano y de obispos serviles, su liturgia, dogmas, disciplina y
gobierno, la penitencia y el ayuno y la continuidad de la fe: en resumen, la Via media,
teoría que dominó su pensamiento hasta 1839, en que, a raíz del artículo de Wiseman
sobre los donatistas en la Dublin Review, hubo de reemplazarla por la de las ramas
(branch theory), que Oxford descartó al rechazar el Tract 90, con el que Newman había
procurado «desprotestantizar» los Treinta y nueve Artículos. Su personalidad había
escalado ya entonces cumbres nada comunes.
Tras fatigosa marcha espiritual, los santos Padres –san Agustín sobre todo– llevan a
John Henry el 8 de octubre de 1845 hasta el pasionista Domenico Barbieri, hoy beato,
con quien empieza por la noche su confesión, que acaba al día siguiente con su entrada
165
en la Iglesia católica. Una vez en ella, cursa seis meses de teología en Roma donde se
ordena de sacerdote católico el 30 de mayo de 1847. Considera entonces las
ordenaciones anglicanas como válidas, pero se le asegura que su reordenación es hecha
bajo condición. Más tarde pondrá en duda su ordenación anglicana por considerar
insuficiente el respeto de la Iglesia de Inglaterra hacia la Eucaristía. Luego de madura
deliberación, elige entrar en la congregación del Oratorio y recibe un breve papal para
instaurarlo en Inglaterra, cosa que hace el 1 de febrero de 1848, después de un corto
noviciado en los oratorianos de la Urbe.
A finales de 1863 escribe Apología pro vita sua, cuyas tesis no solo en la mayoría de
los católicos, sino también en muchos protestantes de Inglaterra obtienen tan favorable
acogida que estos hacen a Newman un sitio en su corazón. Ayudan a ello los versos de
1833, Lead, kindly Light, convertidos mientras tanto en himno protestante popular. De
natural optimista, la oposición ensombreció algunos años su existencia, hasta que el 12
de mayo de 1879 fue creado cardenal por León XIII. En los asuntos públicos, pedía
consejos, que procuraba seguir de buen grado. Para cuestiones ya más personales,
careció a menudo de buenos consejeros.
Aislado por sus talentos y la amplitud de su ciencia, apreciaba, no obstante, a sus
amigos por el estímulo y la colaboración que estos aportaban. Como su popularidad no
cesaba de crecer, llegó a ser calificado de «más inglés que los ingleses». Pero apenas
once años pudo lucir la púrpura, pues falleció en Birmingham el 11 de agosto de 1890 a
consecuencia de una neumonía. Como epitafio había elegido Ex umbris et imaginibus in
veritatem («Desde las sombras y las apariencias hacia la verdad»). Incoado su proceso de
beatificación en 1958, el 22 de enero de 1991 Roma aprobaba la heroicidad de sus
virtudes y el 19 de septiembre de 2010 fue beatificado en solemne y multitudinaria Misa
presidida por el papa Benedicto XVI en el Cofton Park de Birmingham, como último
acto de su viaje apostólico a Inglaterra y Gales.
1. Newman en el concilio Vaticano II.
La directa o indirecta influencia de su pensamiento en el concilio Vaticano II es
innegable, aunque resulte luego difícil medir en términos precisos[399]. Pero es verdad y
muy verdad que sus directrices fueron moneda común por el Aula durante las sesiones
conciliares, de manera especial en temas como la santidad de la Iglesia, la Tradición y la
Escritura, la función del laicado en cuanto guardián de la misma Tradición, la evolución
de los dogmas, las relaciones con el mundo y la cultura, la libertad de conciencia, el
ecumenismo, la dimensión histórica en teología, el retorno a la Biblia, el respeto de las
personas, el ejercicio más flexible de la autoridad –la irreductibilidad del Pueblo de Dios
a la Iglesia y a solo los bautizados–. De él, en fin, cabe decir que fue inspirador del
Vaticano II, como santo Tomás lo había sido de Trento.
Los estudiosos que intentaron probar madrugadoramente todo esto no podían disponer
entonces de la perspectiva cronológica de hoy, ni tampoco, por supuesto, de todas las
fuentes, ya que los diversos archivos conciliares fueron abriéndose al público más tarde.
166
El investigador sabe que para trabajos así no basta con tener entre las manos los
documentos y hasta los esquemas sometidos a discusión. Es preciso además contar,
dentro de lo posible, con las enmiendas, proposiciones, objeciones y oportunas
añadiduras; sencillamente, con las intervenciones orales y escritas de los Padres dentro
del Aula.
El balance canta solo. Newman «acude» al Aula no menos de veinte veces, unas por
la viva voz de los oradores, otras en la revisada prosa de las relaciones o inclusive de los
informes escritos. Sin contabilizar la primera comparecencia, por anterior a las sesiones
propiamente dichas, Newman fue llamado hasta siete veces en el esquema de Ecclesia y
tres, respectivamente, en los de Ecclesia in mundo huius temporis, revelación y
ecumenismo. Por el contrario, solo una en los de liturgia –fue para solicitar la
canonización–, obispos, misiones y laicos. Estos datos dejan entrever el rumbo que iba
tomando entonces la doctrina del aristócrata de Oxford.
La nacionalidad, el idioma y sobre todo el contenido de los discursos no eran cosa
baladí. Obispos angloamericanos y asiáticos la mayoría, de habla inglesa casi todos,
también francesa, destaca sobremanera el cardenal arzobispo de Bombay, Valeriano
Gracias, a quien le parecía incomprensible que se citase dentro del Concilio solo
antiguos Padres y documentos pontificios, y no autores modernos. De ahí su fácil
recurso a Newman. Buen botón de muestra puede ser el esquema de misiones, para el
que hizo ver la necesidad de que se impartiese al clero autóctono doctrina sólida en
filosofía y teología tradicional, pues la ofrecida en categorías exclusivamente
escolástico-tomistas no era de ningún modo apta para la mentalidad india. Pidió, pues,
que los clérigos de su país fueran también formados en mentalidad agustiniana y
newmaniana[400].
Quien fuera llamado el perito invisible del Vaticano II sigue teniendo mucho que
decirnos hoy. El siglo XXI podría ser el que nos permita afirmar que el valor de las
batallas dadas por Newman y la originalidad de sus aportaciones a la Iglesia se han visto
plenamente reconocidas y han fructificado. Los creyentes tuvieron que enfrentarse, por
una parte, a la amenaza del racionalismo, y, por otra, a la del fideísmo. El racionalismo
acarreó un rechazo de la autoridad y de la trascendencia, mientras que el fideísmo dio la
espalda a los retos de la historia y a los asuntos de este mundo, entregándose a una
distorsionada dependencia de la autoridad y de lo sobrenatural. Los quince sermones de
Newman en la Universidad de Oxford entre 1826 y 1843, hasta dos años antes de su
conversión abordan el binomio fe-razón, asunto central de su entera obra, desarrollada de
modo sistemático en la Gramática del Asentimiento (1870), donde el autor replantea y
resuelve en el siglo XIX el gran tema del conocimiento religioso, y con lucidez
argumenta el principio de que la falta de evidencia de la fe cristiana no implica
sentimentalismo ni mucho menos irracionalidad. El horizonte del misterio cristiano
confiere fundamento, sentido y dirección a la religiosidad individual, receptiva y libre en
su ámbito de experiencia. El creyente es un ser abierto a lo absoluto. Su vida espiritual,
como su conciencia, no posee luz propia, la recibe de lo alto. Figura cimera, pues, y
adelantada a las tesis luego propuestas por el concilio Vaticano II.
167
2. Newman y el ecumenismo.
«Su vida y su testimonio –escribió san Juan Pablo II cuando el centenario de la
muerte de Newman– nos facilitan hoy un recurso vital para comprender y hacer que
progrese el movimiento ecuménico que se ha desarrollado tan fuertemente en el siglo
posterior a su muerte»[401]. De alguna manera, en sus escritos se advierte ya la denuncia
del Vaticano II contra el escándalo de la división: «Aquel inmenso cuerpo católico, la
santa Iglesia extendida por todo el mundo –confiesa dolorido–, ha quedado roto en
pedazos por el poder del diablo»[402]. Desde su conversión cuando los años juveniles, la
restauración de la unidad fue una de sus preocupaciones más sentidas y de sus plegarias
más fervorosas.
De 1834 a 1836 resolvió clarificar antiguas ideas eclesiológicas con unas conferencias
en Santa María. Basado en ellas, publicó en 1837 Conferencias sobre la función
profética de la Iglesia, un libro de forma polémica y contenido ecuménico a cuya
introducción llevó este juicio de Bramhall, teólogo anglicano del siglo XVII: «Si en algo
he sido parcial, debe ser en mis deseos de aquella paz que nuestro común Salvador dejó
en herencia a su Iglesia, de que pueda ver en mis años de vida la reunión de la
cristiandad, para lo cual no dejaré nunca de doblar las rodillas de mi corazón ante el
Padre de nuestro Señor Jesucristo»[403]. Con sus Conferencias sobre la doctrina de la
justificación, editadas en 1838, estamos de nuevo ante un escrito con el fin ecuménico de
probar que la enseñanza de los teólogos católicos y protestantes sobre la gracia podía
reconciliarse. Ecuménico pretendió ser también desde el Tract 90, fuente de extrañas
incomprensiones y verdadero experimentum crucis. Hasta la suerte quiso volverle las
espaldas en el movimiento tractariano. Apenas fallecido –ocurre a menudo–, el Deán
Richard William Church mandaba a The Guardian esta nota: «Difícilmente podemos
adivinar lo que hubiese sido de la Iglesia anglicana sin el movimiento tractariano, y
Newman fue el alma viva y el genio inspirador del movimiento tractariano»[404]. Había
orado desde pequeño por la restauración de la unidad cristiana y eso procuró con el
tractarianismo.
Su envidiable visión ecuménica alcanzó también a lo que hoy se denomina
cooperación interconfesional. Bien lo refleja su favorable actitud a que los jóvenes
católicos, frente a la intransigencia de Manning, pudieran acudir a Oxford, o su
consabida fórmula elevar el nivel, así entendida por él en 1863: «La Iglesia debe estar
preparada para los convertidos, tanto como los convertidos deben estar preparados para
la Iglesia»[405]. Recordó Juan Pablo II:
«Como atrayente figura del Movimiento de Oxford y promotor luego de una auténtica renovación en la Iglesia
católica, Newman parece tener una especial vocación ecuménica no solo para el propio país, sino la Iglesia
entera [...]. Con su vasta visión teológica anticipó, en cierta medida, uno de los temas fundamentales y de las
orientaciones del concilio Vaticano II»[406].
Ecumenista lo fue por temperamento y legado biográfico y doctrinal. A base de la
pedagogía ecuménica en el corazón de puro llevarla asimilada por la vida, estaba más
168
que sobrado para comprender y hacerse comprender. Pero llegó de igual modo a ser,
insisto, ecumenista que diríamos profesional, resuelto siempre y disponible a propiciar
encuentros, abrir caminos y promover cualquier iniciativa que pudiese redundar en bien
de la unidad. Los contratiempos de la vida, por lo demás, tan crueles a veces, le
ayudaron a confiar, esperar y amar, esos tres verbos típicamente ecuménicos de puro
teologales. Su ecumenismo, en resumen, resplandece por la transparente ejecutoria de su
vida, marcada de acontecimientos que todo buen manual debe señalar, y en el blando
regazo de su corazón. Sirva para corroborarlo esta bella frase suya del lejano 4 de junio
de 1846: «Mientras los cristianos no busquen la unidad y la paz interior en sus propios
corazones, la Iglesia jamás tendrá unidad y paz en el mundo que los rodea»[407]. En el
encuentro del arzobispo Ramsey con Pablo VI, 23-24 de marzo de 1966, el papa Montini
aprovechó un momento para expresar a su egregio huésped el deseo de que la obra de
Newman fuese publicada en su totalidad. Newman era respetado por anglicanos y
católico-romanos, y ambos lo sabían: merecía la pena conocer a fondo su pensamiento.
3. La Iglesia en unidad de comunión.
Dicho que la Iglesia es el centro de su vida y obra, me cumple añadir que se trata de
una Iglesia en clave de comunión. La controversia donatista le había desvelado el
espíritu agustiniano de conciliación y concordia. Discutamos, si queréis, pero siempre
dentro de la Iglesia una: era el grito de Agustín a los cismáticos del Partido que tanto
impresionó a nuestro Augustinus redivivus. Su intenso despliegue intelectual, primero
como jefe del Movimiento de Oxford, cuando su conversión, y luego, ya católico,
superando diatribas del anglicanismo e insidias del catolicismo, representa un espléndido
paradigma en su ejecutoria ecuménica.
Estuvo suficientemente interesado en la Iglesia oriental como para traducir en la
Carta a Pusey numerosos textos trasladados a los libros de oración (Euchologion,
Pentecostarion) utilizados en la Iglesia ortodoxa, y para editar a los 81 años la gruesa
obra de William Palmer, Notas sobre una visita a la Iglesia Rusa (1882). La publicación
de su epistolario ha puesto de relieve que para el Newman esencial la Iglesia debía ser
entendida y vista como comunidad de comunión, justamente a lo que el ecumenismo hoy
aspira.
La primera propuesta de mancomunadas plegarias unionistas llegó en 1840 de Ignacio
Spenser, otro anglicano convertido más tarde al catolicismo: durante su visita a Oxford
se le ocurrió pedir a Newman y Pusey que sacaran adelante el proyecto. Pusey puso
reparos. No así Newman, que aplaudió la idea y llegó a barajar su viabilidad dentro de la
misma Iglesia de Inglaterra. Solo el desinterés entonces mostrado por los obispos del
anglicanismo a su ambicioso plan hizo fracasar el proyecto. No es de extrañar, por tanto,
que Juan Pablo II recordase su «especial vocación ecuménica»[408]. «La Iglesia –decía
Newman–, es una, y esto no solo en fe y en moral, pues los cismáticos pueden profesar
lo mismo, sino una, dondequiera se encuentre, en todo el mundo; y no solo una, sino una
y la misma, unida por el mismo régimen y disciplina, que es uno solo, los mismos ritos,
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los mismos sacramentos, las mismas costumbres, y el mismo único pastor»[409].
Sencillo de alma, cordial de espíritu, profundo de ideas, abierto de carácter, sensible a
inquietudes ajenas, con la pedagogía ecuménica en el corazón de puro llevarla como
grímpola por la vida, Newman alimentó una eclesiología cimentada en la unidad y la paz
interior, principio que fluye raudo por las serenas aguas del decreto UR, donde se puede
leer: «El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior. Porque es de la
renovación interior, de la abnegación propia y de la libérrima efusión de la caridad de
donde brotan y maduran los deseos de la unidad»[410]. Las relaciones Roma-Canterbury,
por eso, están aún menesterosas de serios estudios donde figuras como el cardenal
Newman, o movimientos como el de Oxford, reciban más luminoso tratamiento. Algo
que avanzó en su día el cardenal Willebrands.
El personalismo de Newman y su sentido de la Iglesia en cuanto cuerpo que existe en
la historia determinaron que la considerase, sobre todo, repito, como una comunión. Son
Iglesia los miembros todos que la integran. Ya en su día mantuvo, pues, la que hoy
denominamos colegialidad episcopal, y se significó como un teólogo partidario de la
Iglesia en cuanto pueblo de Dios. Insistió en que la Iglesia cristiana es una reunión o
sociedad instituida por Cristo, simple y literalmente. Nos ha reunido él a todos por igual.
De ahí la exigencia de una fraternidad en que todos, obispos y laicos, vivan en
comunidad de comunión. Él siempre tiró por un laicado instruido, consciente de la fe
profesada.
De ahí que apostase igualmente por la libertad de discusión dentro de la Iglesia, ya
que la comunión en modo alguno ha de entenderse como carencia de intercambio de
opiniones y debate. Antes al contrario, el inteligente y libre discutir debe desembocar en
un mancomunado enriquecimiento de las virtualidades comunitarias de la Iglesia. Esto,
defendido en tiempos como los suyos, hace de nuestro personaje ese verdadero profeta
de los tiempos actuales. Por aquellas fechas, y para tranquilizar a espíritus turbados,
escribía: «La Iglesia avanza como un todo; no es una filosofía, sino una comunión; no
solo investiga, sino que enseña; ha de preocuparse de la caridad igual que de la fe»[411].
4. Apóstol de la verdad.
Dicen sus biógrafos que la vida de Newman fue un sacrificio por la verdad. El hecho
mismo de su conversión permite atisbarlo. En los Sermones universitarios adelanta lo
que podríamos denominar el método teológico, herramienta clave de su itinerario hacia
la verdad, cuyo deseo, distintivo del teólogo, condujo a nuestro beato, por decirlo con
san Agustín, a buscar incesantemente la voz de quien habla para que se le busque, y de
quien se deja buscar para que se le encuentre, o sea Cristo. Como el de Hipona siglos
antes, el Agustín redivivo de Oxford ahora encontraba porque buscaba y buscaba porque
amaba con inquietud de profeta y pasión de enamorado.
En Apología (1864) proclama indirectamente la grandeza divina, la debilidad humana
y el misterio de la vocación personal. Se vuelve hacia los hombres, es decir, hacia su
acusador, hacia sus jueces, que forman parte de la opinión pública inglesa, hacia los
170
amigos y adversarios de otro tiempo, y hacia lectores nuevos y desconocidos que se han
asomado a la discusión. Su indudable carga apologética responde al elocuente mensaje
de credibilidad. En cuanto a los Sermones parroquiales, probablemente sean la parte más
importante de su próvida cosecha literaria. En un mundo agitado por racionalismo o por
fideísmo, estableció la formidable síntesis fe-razón, o sea, «las dos alas con las que el
espíritu se eleva hacia la contemplación de la verdad»[412].
Pocos especialistas habrá que no admitan en su doctrina una ejemplar lección
eclesiológica, un espléndido paradigma de conducta ecuménica y un encendido cántico a
la verdad. La clave de tan prodigiosa difusión hemos de buscarla en la incondicional
fidelidad de aquel aristócrata del espíritu a los valores evangélicos y en su afectiva y
efectiva obediencia, a menudo forjada entre enormes sacrificios, los mismos que
hicieron de la suya una trayectoria «la más sublime, la más llena de sentido, la más
convincente que haya recorrido el pensamiento humano [...] durante la edad moderna,
para llegar a la plenitud de la sabiduría y de la paz»[413].
Un campo donde todavía no está dicha, ni de lejos, la última palabra es el que atañe a
las relaciones de Newman con los Padres de la Iglesia. Al superficial y poco experto en
Newman puede que le parezca un juego de azar que el auge actual del gran converso
inglés coincida con el florecimiento de los Padres. Para un conocedor riguroso y
perspicaz no. Y esta puede ser, ya, una de las claves ideales para dar con el enfoque que
necesita el que fue nada menos que un adelantado de la teología patrística de nuestros
días. No es que en los posteriores carecieran ellos de influencia, pero es lo cierto que
habrá que esperar al Vaticano II para escuchar otra vez, limpio y sin interferencias, el
timbre de su voz autorizada. Ahora bien, ¿a quién atribuir este redescubrimiento
patrístico? Sin ningún género de dudas a los componentes de ese movimiento de retorno
a las disciplinas históricas –en el que brilla con luz propia John Henry Newman–, cuyos
principios arrancan de la segunda mitad del XIX y que, andando el tiempo, propiciarán
la llamada nouvelle théologie.
Que el Vaticano II apostó por los Padres de la Iglesia lo revela, por de pronto, el
subido número de citas: unas 325, de las cuales 130 corresponden a los griegos, y unas
55 a san Agustín. Pero es que no se trata solo de citas, con ser dato de por sí tan
insinuante, o cuando menos revelador. Es, ante todo, cuestión de estilo, de orientación,
de rumbo. Diferentes pasos de los mismos documentos indican, bien explícita, bien
implícitamente, los distintos motivos que indujeron al Vaticano II a sancionar esta nueva
consagración patrística. El mismo Pablo VI aseguraba durante la inauguración del
Instituto Patrístico Augustinianum, en Roma, fruto de esta esplendorosa renovación
conciliar, que sin ellos resulta muy difícil, por no decir imposible, entender el Concilio.
En ecumenismo de igual modo serían punto menos que falsos, y por ende inútiles, los
pasos que se dieran prescindiendo del valiosísimo apoyo patrístico. Ellos, los Padres,
deben ayudar a la reconciliación entre Oriente y Occidente; ellos deben poner
entendimiento y armonía entre ortodoxos, protestantes y católicos; ellos, en fin, quienes
destierren para siempre el gran escándalo de la desunión. Precisamente aquí también
alcanza Newman singular relieve. Su limpio quehacer y su santo vivir hicieron de su
171
figura profética un auténtico adelantado del ecumenismo actual y, en consecuencia, y a
justo título, un admirable apóstol de la unidad, con luz y timbre fácilmente reconocibles
en el esclarecido coro de este libro.
172
BEATO PABLO VI
(1897-1978)
Juan Bautista Enrique Antonio María Montini –beato Pablo VI– nació en Concesio,
localidad de la región italiana de Lombardía próxima a Brescia, el 26 de septiembre de
1897 y falleció en Castelgandolfo al atardecer del 6 de agosto de 1978, Transfiguración
del Señor[414]. Ordenado sacerdote el 29 de mayo de 1920, celebró al día siguiente la
primera misa en el Santuario Santa María de las Gracias, de Brescia. Transferido a
Roma, entre 1920 y 1922 frecuenta cursos de Derecho civil y Derecho canónico en la
Universidad Gregoriana, y de Letras y Filosofía en la estatal. En mayo de 1923 inicia la
carrera diplomática en la Secretaría de Estado, siendo enviado a Varsovia como
agregado a la Nunciatura apostólica. De vuelta en Italia por octubre del mismo año, pasa
en 1924 a ser asistente eclesiástico del Círculo romano de la FUCI y en 1925 asistente
eclesiástico nacional de la misma, cargo que deja en 1933. El 13 de diciembre de 1937
sube a sustituto de la Secretaría de Estado, y el 29 de noviembre de 1952 a pro-secretario
de Estado para los Asuntos Extraordinarios.
Pío XII lo elige el 1 de noviembre de 1954 arzobispo de Milán y el 12 de diciembre es
consagrado obispo por el cardenal Tisserant en la basílica de San Pedro. Creado por san
Juan XXIII el 15 de diciembre del 58 cardenal presbítero de los santos Silvestre y Martín
in Montibus, el 21 de junio de 1963 es elegido papa con el nombre de Pablo VI, y el 29
de septiembre abre el segundo período del concilio Vaticano II, cuya conclusión al final
del cuarto será el 8 de diciembre de 1965. El 1 de enero de 1968 celebró la primera
Jornada mundial de la paz y el 24 de diciembre de 1974 abría la Puerta Santa en la
basílica de San Pedro, inaugurando así el Año Santo (de la Reconciliación) de 1975. El
16 de abril de 1978 escribió a las Brigadas Rojas implorando la liberación de Aldo Moro
y el 13 de mayo en la basílica de San Juan de Letrán asistió a la misa en sufragio del
estadista asesinado pronunciando una solemne oración fúnebre. A las 21:40h del 6 de
agosto de 1978, rendía su alma a Dios en la residencia estival de los papas en Castel
Gandolfo, y el 19 de octubre de 2014 fue beatificado en Roma por el papa Francisco.
Tras la clausura del Concilio, Pablo VI puso pronto en marcha sus primeras reformas
y propició enseguida la práctica del ecumenismo y del diálogo interreligioso, más, si
cabe, el primero que el segundo. Entre sus grandes interlocutores figuran, en 1963: J. F.
Kennedy, S. U. Thant, A. Segni; en 1964: el patriarca Atenágoras, el Rey Hussein de
Jordania, Sukarno; en 1965: G. Saragat; en 1966: M. Ramsey, arzobispo de Canterbury;
en 1967: N. V. Podgornyj, dos veces el patriarca Atenágoras, L. B. Johnson, Ch. de
173
Gaulle; en 1968: S. S. Mobutu, el arzobispo Makarios III; en 1969: R. Nixon, Hailé
Selassié; en 1971: Tito, el cardenal J. Mindszenty; en 1972: G. Leone, Suharto; en 1973:
N. van Thieu, Golda Meir, N. Ceausescu, el Dalai Lama; en 1975: G. R. Ford; en 1977:
D. Coggan, arzobispo de Canterbury, J. Kadar, K. Waldheim, E. Gierek; y en 1978: S.
Pertini.
A sus iniciativas ecuménicas responden el Secretariado para los no cristianos (19 de
mayo de 1964); el Secretariado para los no creyentes (9 de abril de 1965); el Sínodo de
los Obispos (15 de septiembre de 1965); la reforma del Santo Oficio (7 de diciembre de
1965); la Jornada mundial de la paz (8 de diciembre de 1967), y la Comisión teológica
internacional (11 de abril de 1969). También, por supuesto, el Instituto ecuménico de
Estudios Teológicos de Tantur en Jerusalén: Pablo VI pidió en 1971 a la abadía de
Montserrat que enviara una pequeña comunidad de monjes a Tantur, para poner en
marcha el Instituto, integrado por católicos y cristianos de otras confesiones. Antes de
viajar, los monjes, con el P. Adalbert Franquesa al frente, fueron recibidos por Pablo VI,
quien les dio el cáliz y la patena para las Eucaristías de todas las confesiones cristianas
que allí habrían de convivir.
Su talla ecuménica fue siempre excepcional. Todavía un año y medio antes de su
muerte, confesaba ante la Plenaria del SUC: Ci siamo riscoperti fratelli, para prevenir en
seguida contra el falso irenismo y constatar que en los últimos años se habían
consolidado convergencias y conseguido acuerdos sobre el bautismo, la Eucaristía y el
misterio de la unidad eclesial que estimulaban a seguir trabajando desde una puesta al
día de UR según las directrices que sucesivamente hemos dado –dijo– y las
orientaciones, en fin, del mismo Secretariado. Nunca el ecumenismo había estado tan
presente y pendiente como en sus funerales. Hasta el propio Nikodim, pese a su precaria
salud, voló desde Leningrado a Roma para asistir a ellos.
1. El Papa del diálogo.
Hombre espiritual e inteligente, de gran corazón y fina sensibilidad, el beato Pablo VI
fue todo un hombre de Dios, portó a feliz término el Concilio y estableció puentes
dialógicos con el mundo moderno. Supo dialogar a favor de la paz y la unidad con todas
las Iglesias cristianas. Decir Papa del diálogo y decir Papa de la Ecclesiam suam es lo
mismo, pues este primoroso documento quedará para siempre en la historia como digno
de ser escrito en piedra blanca por el decisivo apoyo –era en definitiva de la Iglesia– en
pro del diálogo[415].
Su figura, sus modales, su hablar y escribir se grabaron en mi retina, estudiante
universitario yo entonces en Roma, con los inconfundibles trazos de una litografía bella
y única, que podrían resumirla los siguientes trazos:
«Era sencillo, delicado, reflexivo. Con vista de lince agazapado. Inteligente, sensible y sosegado. Austero,
detallista, muy sincero. Señor de la palabra, orfebre de la pluma, poeta de la idea. Diplomático de yunque y
forja en fragua vaticana, los suyos eran gestos armoniosos, de porte señorial y distinguido. Un corazón en
celestial bondad bañado, un asceta de mirada limpia y sufridora, un anciano de artrósico andar al fin de sus
días. Eclesiástico de los pies a la cabeza, siervo bueno y fiel del Evangelio, dulce amigo de los pobres, solía
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reclinar su ministerio al calor del divino regazo»[416].
Y esa tendencia a lo espiritual, ese ferviente apoyo al diálogo, a todo diálogo que se
pintase armónico y sereno, es justamente lo que le llevó también a viajar. En cuanto a
viajes ecuménicos –fue el primer papa en usar el avión para numerosos desplazamientos
fuera y dentro de Italia–, destacan los efectuados a Tierra Santa (4-6 de enero de 1964),
en el curso del cual se encontró con el patriarca Atenágoras; a Turquía: Estambul-ÉfesoEsmirna (25-26 de julio de 1967), volviendo a encontrarse nuevamente con Atenágoras
en Estambul; y a Ginebra (10 de junio de 1969), cuya Oficina Internacional del Trabajo
visitó, así como la sede del CEI[417].
Y claro es que no solo viajó, dialogó y mantuvo estrecha relación con cualificados
exponentes de otras Iglesias y confesiones. Diseñó también en su magisterio la estructura
social, religiosa y teológica del diálogo. Porque fue gran apóstol del diálogo y del
acercamiento a la cultura contemporánea. Digna de señalamiento, entre sus siete
encíclicas, la Ecclesiam suam, publicada el 6 de agosto de 1964, sobre el diálogo interno
de la Iglesia y de la Iglesia con el mundo. Fueron sobre todo numerosas sus cartas
apostólicas, exhortaciones y constituciones. La más emblemática tal vez sea, ya que
sigue siendo Carta magna de la evangelización en el mundo moderno, la famosa
Exhortación apostólica possinodal Evangelii nuntiandi sobre la evangelización, con
fecha del 8 de diciembre de 1975, casi al final ya de aquel inolvidable Año Santo de la
Reconciliación, durante el cual protagonizó uno de los gestos más bellos de su
pontificado ante el metropolita Melitón de Calcedonia.
El número 77 de la Evangelii nuntiandi es, sin duda, el más rico en ecumenismo, y
uno de los mejores y más autorizados comentarios al capítulo primero del decreto UR:
desde la constatación del mal de las divisiones hasta el convencimiento de que el
ecumenismo lo exige el deber de predicar y dar testimonio del Evangelio. En cuanto a la
Ecclesiam suam, suelen ser muy citadas sus palabras acerca del diálogo con Dios, con el
mundo y con los hombres y, entre estos, con los agnósticos, ateos y hermanos acatólicos,
para culminar con el diálogo de la paz.
Suena ya casi a paradigma su famosa frase del número 27: «La Iglesia debe ir hacia el
diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace
mensaje; la Iglesia se hace coloquio». Efectivamente, palabra, mensaje, coloquio: puro
ecumenismo, como se ve. Nadie ha desarrollado mejor que Pablo VI el apasionante
mensaje de unidad avanzado por san Juan XXIII en su programático Gaudet Mater
Ecclesia. Por lo demás, el decreto UR debe también lo suyo a la encíclica Ecclesiam
suam. Y en todo caso, al apoyo montiniano pese a las reticencias de la llamada Semana
negra del Concilio. Sus frecuentes contactos con el cardenal Bea mientras este vivía, y
luego con el sucesor, cardenal Willebrands, fueron decisivos a la hora de pronunciarse
sobre pequeñas y grandes cuestiones del ecumenismo.
2. Sus grandes gestos ecuménicos.
Verdadero arquitecto del Vaticano II, al día siguiente de su elección declaraba en el
175
radiomensaje a la entera familia humana su empeño por la causa de la unidad: «Nuestro
servicio pontifical querrá, en fin, proseguir con todo empeño la gran obra, puesta en
marcha con tanta esperanza y con feliz auspicio por nuestro predecesor Juan XXIII: la
realización de aquel ut unum sint (Jn 17,21), tan esperada de todos, y por la cual ha
ofrecido su vida»[418]. Pocos días más tarde, durante la fiesta de coronación en concreto,
confirmaba su fidelidad a la herencia dejada por el papa Juan: «Recogemos con
emoción, en este punto, la herencia de nuestro inolvidable predecesor, papa Juan XXIII,
el cual, bajo la inspiración del Espíritu, hizo nacer en este campo inmensas esperanzas,
que nos consideramos como un deber el no decepcionar»[419].
Un paso ecuménico adelante llega a las pocas semanas. Su santidad Alexis I, patriarca
de Moscú, iba a celebrar su quincuagésimo de episcopado y el Santo Sínodo de la Iglesia
ortodoxa rusa había expresado el deseo de que acudiese también una delegación de la
Iglesia católica: la invitación fue inmediatamente aceptada[420]. Otro más llegó el 15 de
septiembre con su audiencia al metropolita Nikodim, entonces de Minks y Bielorrusia y
ministro de las relaciones exteriores del patriarcado ruso: volvía de una reunión
ecuménica en EE.UU., se entretuvo con Bea también y luego bajó a las criptas vaticanas
a depositar un ramo de flores en la tumba de Juan XXIII, donde permaneció un rato
cantando una oración por los difuntos propia de la liturgia ortodoxa (Panijida): no en
vano había defendido, ya él metropolita, la tesis doctoral sobre su figura. Pablo VI le
autorizó celebrar la Divina Liturgia en el Altar de la Confesión, entonces reservado al
Papa. Este ecumenismo lleno de gestos lo supo agradecer Nikodim con su presencia en
los funerales por el amigo.
Y es que Pablo VI cultivó intensamente el lenguaje de los gestos, tanto por lo menos
como el de los escritos, si no más. Sus mismos viajes, según Congar, «eran gestos»[421].
Ahí están, por ejemplo, los encuentros con Atenágoras; el envío de reliquias
estimadísimas a las Iglesias ortodoxas: el cráneo de san Andrés a Patras, los huesos de
san Tito a Creta, y de san Marcos a Alejandría. La celebración común en San Pablo
Extramuros con el Dr. Ramsey (25 de marzo de 1966) permitió verle pidiendo a su
huésped bendecir con él a los fieles y luego introduciendo en su dedo el anillo pastoral
que le habían regalado los milaneses, y que él tanto quería. En este mismo libro están los
encuentros con Melitón de Calcedonia, particularmente el del 14 de diciembre de 1975
en la Capilla Sixtina, al arrodillarse y besarle los pies al Metropolita[422].
Durante el VII Coloquio Internacional de Estudio, desarrollado del 25 al 27 de
septiembre de 1997 en Brescia (Italia), y promovido por el Instituto Pablo VI como
conclusión al centenario de su nacimiento se trató precisamente este lema de estudio: «El
Ecumenismo y Pablo VI». El segundo día del coloquio fue una jornada emotiva dedicada
a reflexionar sobre «Los gestos de Pablo VI»[423]. Monseñor Pasquale Macchi, arzobispo
de Loreto y antiguo secretario particular del Pontífice, dio a conocer algunos leyendo
pasajes de cartas a él dirigidas por el patriarca Atenágoras, y que, como él mismo se
preocupó de subrayar, van más allá de lo común. Así, en la del 30 de marzo de 1968 le
dice: «Estimado Padre Macchi, usted está cerca de la más grande personalidad no solo
176
de nuestra Iglesia cristiana sino también de toda la humanidad, personalidad que
constituye el gran tesoro del mundo; el nuevo profeta que prevé, predica y prepara todo
aquello que ha de venir en el futuro por la afirmación del gran bien de la paz, de la unión
del reino de Dios sobre la tierra. En consecuencia, el cuidado y el celo con que vigila la
salud del Papa son de un valor incalculable». Unos renglones más adelante añade: sé que
el Papa «no sale a los jardines vaticanos a hacer un paseo recreativo (…), trabaja mucho
y se alimenta poco». La carta concluye con este consejo: «Un breve paseo, un poco de
reposo, un poco más de alimento y algunas horas de sueño. Querido Macchi, soy de edad
avanzada y un viejo debe ser escuchado algunas veces». Tres años después, el 15 de
julio de 1971, vuelve a la carga: «Querido Macchi: ¿Come Su Santidad un poco más?
¿Trabaja un poco menos? ¿Sale a los jardines para dar un pequeño paseo?».
Efectivamente, es algo especial.
3. Ecumenismo de reconciliación y abrogación de las excomuniones.
El 7 de diciembre de 1965, víspera de la clausura del Vaticano II, las Iglesias
hermanas de Roma y Constantinopla suprimieron simultáneamente las mutuas
excomuniones del 1054. Tras haberse abrazado Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén
carecían de sentido, si es que alguna vez llegaron a tenerlo. Pablo VI, había expresado al
abrir la segunda sesión conciliar (29 de septiembre de 1963) el deseo de una
reconciliación fraterna:
«Si alguna culpa se nos puede imputar por esta separación, nosotros pedimos perdón a Dios humildemente y
rogamos también a los hermanos que se sientan ofendidos por nosotros que nos excusen. Por nuestra parte
estamos dispuestos a perdonar las ofensas de las que la Iglesia católica ha sido objeto y a olvidar el dolor que le
ha producido la larga serie de disensiones y separaciones»[424].
La abrogación recíproca de las excomuniones era, pues, consecuencia lógica de una
premisa reconciliadora.
Fue muy comentado entonces el alcance de un acto así, más que nada por el sentido
de autoridad dentro de la Ortodoxia: el Patriarcado ecuménico no tiene, en definitiva,
más que una primacía honorífica, y el citado acto, así discurriendo las cosas, tampoco
ponía punto y final al cisma de 1054, ya que una lejanía de siglos no puede salvarse en
horas, ni en semanas, ni en meses, ni acaso en años. Pero que arraigó es indudable. Que
lo digan, si no, el acuerdo hecho pronto costumbre de intercambiarse delegaciones en las
fiestas de san Pedro y san Andrés, la fundación Pro Oriente del cardenal König, o la
socorrida expresión diálogo de la caridad para significar el dinamismo de los encuentros
entre la Iglesias ortodoxa y católica, y cuya autoría corresponde al metropolita Melitón
entonces de Heliópolis y más tarde de Calcedonia[425]. Ambas Iglesias acordaron
rememorarlo solemnemente diez años después (14 de diciembre de 1975), según arriba
dejo dicho, con la hermosa elocuencia, como se ve, del diálogo de la caridad perceptible
también en esas fotos ya clásicas con Atenágoras, Dimitrios I, Ramsey, o arrodillado en
Santa Sofía –con la subsiguiente protesta, por cierto, del gobierno turco– que adornan
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hoy los manuales de ecumenismo. Todo un alarde fotográfico revelador del adelanto
ecuménico en aquellos años.
Tampoco se olvidó Pablo VI del mundo protestante. Durante su visita a la sede
ginebrina del CEI (10 de junio de 1969), habló ante el anfitrión y secretario general, Dr.
Eugenio Carson Blake, de su misión como sucesor de Pedro, de la orientación que para
su pontificado significaba el nombre de Pablo, y del progreso y dificultades en el
movimiento ecuménico, inspirado por el Espíritu Santo. Recordó asimismo las
iniciativas puestas conjuntamente en marcha y que iban tomando cuerpo, como la
reflexión teológica sobre la unidad de la Iglesia, la búsqueda de una mejor comprensión
del significado de cultura cristiana, la formación profunda del laicado, la toma de
conciencia de responsabilidades y coordinación de esfuerzos para un progreso social y
económico, y así. Entre la Iglesia católica y el CEI, organismos muy diferentes por
naturaleza, la colaboración –dijo– s’est avérée fructueuse. Su matizada respuesta
negativa sobre la entrada o no de la Iglesia católica en el CEI defraudó a cuantos
esperaban aquel día luz verde, y en cambio solo pudieron apreciar un tímido y
parpadeante color ámbar en el semáforo. Pero ello no fue impedimento para añadir que
miraba al CEI avec grand respect et profonde affection[426].
El balance con el anglicanismo es, si cabe, más positivo. Solo seis años habían
transcurrido desde la histórica visita del primado anglicano Fisher a Juan XXIII (2 de
diciembre de 1960), cuando la nueva Mitra de Canterbury, su gracia Michael Ramsey,
acudió a encontrarse con Pablo VI en el Vaticano: suscribieron ambos en San Pablo
Extramuros la declaración con la que se iniciaba el ininterrumpido e inacabado diálogo
anglicano-católico (24 de marzo de 1966). Fue entonces cuando Pablo VI, en un gesto de
aquellos suyos, tan generadores de unidad, se quitó de pronto el anillo y se lo puso en el
dedo al huésped anglicano[427]. De allí saldría luego ARCIC-I. También Donald Coggan,
sucesor de Ramsey, visitó a Pablo VI en el Vaticano (29 de abril de 1977) corroborando
el buen ambiente en las relaciones católico-anglicanas de aquellos años. Las cuales
recibían con ello un nuevo empuje, ciertamente, tanto más esperanzador cuanto que las
primeras declaraciones de ARCIC-I habían resultado positivas de todo en todo y hacían
presagiar la buena marcha de los años venideros.
4. Apóstol del ecumenismo de comunión.
Dijo un día Pablo VI que el ecumenismo era la parte más misteriosa de su
pontificado. De ahí su compromiso con la unidad en la verdad. Desde que asumió el
ministerio petrino dispuso que el tema central del Concilio fuese la eclesiología de
comunión, requisito previo –según Tillard– en todo diálogo fecundo sobre diferencias
confesionales[428]. Su ecumenismo está más conseguido, es más consonante con el que
hoy se lleva, que el de san Juan XXIII. Una vez al menos Pablo VI desveló el fondo de
su alma ecuménica, fue durante la audiencia general del 24 de enero de 1968:
«Os diremos que este movimiento ecuménico ha sido para Nos un estímulo muy fuerte y, esperamos, muy
benéfico para la caridad […]. Nadie puede jamás decir que ama a Jesucristo bastante; y menos de todos lo
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puede decir quien más que todos ha sido por Él invitado, estimulado, con misterioso tormento, a amarlo. He
aquí por qué creemos alabar al Señor diciendo que ha parecido a Nos crecer en la caridad estudiando y
experimentando un poco el ecumenismo, según el reciente Concilio nos ha enseñado»[429].
«Objetivamente, fríamente –comenta Congar–, el balance ecuménico del pontificado
de Pablo VI es impresionante. Él dio cuerpo, vida, movimiento, eficacia al compromiso
ecuménico por el ecumenismo. El Vaticano II era de por sí un Concilio ecuménico, pero
la identidad misma del término aplicada a dos realidades diversas denunciaba el enorme
problema»[430]. Pablo VI prolongó el Concilio hasta los confines del mundo cristiano y no
cristiano, con impresionante coherencia, con prudencia y valor, y Congar, tras aportar los
cuatro adverbios del propio Pablo VI –a saber: lentamente, gradualmente, lealmente,
generosamente–, se pregunta con expresivo realismo: «¿Quién, en este siglo (XX), ha
hecho más (por el ecumenismo)? ¿John Mott? ¿Visser’t Hooft? ¿L’abbé Couturier? Otro
tanto (si se quiere), pero no más»[431].
Solía Pablo VI recibir todos los años al SUC en asamblea plenaria. Era un oportuno
momento para conjurar peligros, acechanzas y hasta desánimos en algunos trabajadores
de esa viña del Señor. He aquí un fragmento de 1968:
«El camino del ecumenismo es largo y difícil. Lo cual depende del hecho mismo que no puede evitar la vida de
la verdad teológica y las exigencias propias del aspecto visible y comunitario de la asamblea de los creyentes.
Nosotros debemos, en espíritu de fidelidad a la palabra del Señor –y también de penitencia–, aceptar esta
lentitud en el tiempo y esta honestidad en el método, para no caer en una fácil confusión de ideas
aproximativas y en la engañosa ilusión de resultados inmediatos. La hora de la unidad llegará, así lo
esperamos, como coronación de los esfuerzos incesantes desplegados por una y otra parte, pero será Dios quien
la señale, y no una prisa malentendida de un irenismo de baja ley»[432].
En enero de 1965 insistía: «A medida que la conciencia de la cristiandad se vuelve a
este gran ideal de unión y de caridad, crecen también las dificultades, vienen en
evidencia los obstáculos, comprensibles pero tan penosos y, sin embargo, superables.
Debemos renovar nuestra adhesión a Cristo, al Evangelio, a la gracia, a las inspiraciones
del Espíritu Santo; orar, esperar que el Señor volverá a dar al mundo y a la Iglesia la
gran alegría, la gran fortuna, de ver reunidos en la unidad de fe, disciplina y caridad
todos aquellos que quieren bien a Cristo»[433]. Sus observaciones al De Oecumenismo –40,
reducidas luego a 19 por la pequeña comisión–, más que freno al entusiasmo, eran
estímulo hacia la claridad y apoyo al bajo número de malentendidos doctrinales. Quería
más consenso en temas de la Iglesia comunión, así como en lo relativo a su catolicidad y
apertura al mundo[434]. Pablo VI, en fin, nos dejó tal vez la mejor síntesis de UR al
precisar:
«Este texto dice claro que la acción ecuménica comienza con la renovación de la Iglesia, en la que todo
miembro debe participar. La acción y el diálogo ecuménicos no constituyen tanto una actividad aparte cuanto
más bien una dimensión de las otras actividades. De ahí que se haya estado atentos en referencia a este decreto
para que los otros textos conciliares presentasen efectivamente esta dimensión ecuménica»[435].
Sutil y laudable matiz de todo un apóstol de la unidad en gestos y palabras, sagaz
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arquitecto y experto timonel del concilio Vaticano II.
180
FERNAND PORTAL
(1855-1926)
Fernand Etienne Portal nace el 14 de agosto de 1855 en Laroque (Hérault), diócesis de
Montpellier, Basses-Cévennes a orillas del Hérault, en país protestante. Su padre, Pedro
Portal, era zapatero y trabajaba duro porque la economía no era muy boyante. La madre
se llamaba Luisa Lafabrie y la abuela, Rosa Albus, apellido que le inspirará, llegado el
momento, el pseudónimo de Fernando Dalbus para firmar ciertos artículos en revistas.
Tuvo dos hermanos, muertos a juvenil edad y una hermana, María. Cursados estudios
seminarísticos entre 1868 y 1874, el 14 de agosto de ese año, ingresa en la Congregación
de la Misión. El 22 de mayo de 1880 recibe la ordenación sacerdotal y el nombramiento
de profesor de filosofía en el seminario mayor de Orán. A partir de 1882 enseña teología
en el seminario mayor de Cahors hasta que en 1886 una hemoptisis da con él en Lisboa,
donde ha de guardar reposo.
Para su convalecencia se va en octubre de 1889 a Madera, en cuyo asilo de Funchal,
que llevan las Hijas de la Caridad, tiene lugar el primer encuentro con lord Halifax,
llegado a la isla con su esposa para que el hijo, afectado de tuberculosis, reciba
asistencia: «Este seglar anglicano –dirá luego– tenía un alma de apóstol, repleta de amor
a nuestro Señor Jesucristo y ansioso de promover la gloria de su Maestro». Comienzan
entonces las Conversaciones de Madera, preludio de las de Malinas. Al menos una vez a
la semana van adonde el camino lleve, disertos en coloquio del corazón. Hablan de todo,
de lo que salga, pero siempre terminan devueltos al centro, nuestro Señor, a su Iglesia, a
las desdichadas divisiones de la cristiandad. Como Portal tenía vaga idea del
anglicanismo, lord Halifax iba a ser su maestro incomparable.
El 14 de julio de 1896 pronuncia en Londres una conferencia durante cuya exposición
dice resueltamente: «La unificación corporativa es posible. Es necesaria para contribuir
al acercamiento de los grandes núcleos religioso formados por Inglaterra, Rusia y
Roma». En 1904 sale el primer número de la Revue Catholique des Églises, por él
fundada tras haberse visto obligado a dejar la dirección de la Revue Anglo-Romaine,
creada en diciembre de 1895. Portal sufre de lleno en 1905 la borrasca modernista y
tiene que abandonar en 1908 el Seminario de Saint-Vicent. Llega en 1910 la Conferencia
de las Sociedades protestantes de Misiones en Edimburgo, donde un participante asiático
dice a los occidentales: «Vosotros trajisteis vuestras divisiones. Nosotros os pedimos que
prediquéis el Evangelio y dejéis que Jesucristo suscite mediante el Espíritu Santo una
Iglesia libre de todos los ismos con los que mezcláis la predicación del Evangelio entre
181
nosotros».
Las Conversaciones de Malinas, y antes las de Madera, como he dicho, y la misma
Campaña Anglo-Romana serán hitos de su biografía. El 17 de junio de 1924 escribe
Mercier a sus diocesanos: «Por nada del mundo quisiera yo dar pie a que uno de nuestros
hermanos separados dijera que ha llamado confiadamente a la puerta de un obispo
católico romano y que este obispo se negó a abrirle». Entre el 18-19 de mayo de 1925
replica a dom Lambert Beauduin: «La Iglesia anglicana es una realidad histórica y
católica que constituye un todo homogéneo: no puede ser absorbida ni fusionarse sin
perder el carácter propio de su historia. Y de otro lado esta Iglesia está fuertemente
vinculada a la Sede de Pedro desde sus orígenes… Hay que decir con toda verdad que
una Iglesia anglicana separada de Roma es una herejía histórica tan inadmisible como
una Iglesia anglicana absorbida por Roma».
La muerte de sus promotores, por supuesto, dio pie a que las Conversaciones de
Malinas fueran clausuradas: el 23 de enero de 1926 fallecía Mercier; y el 19 de junio,
Fernand Portal –desde el año siguiente sepultado en la cripta de la iglesia de Cristo
Redentor de Corbiéres (Diócesis de Chambéry)–; ya el 19 de enero de 1934 se extinguía
también lord Halifax. La víspera de su partida no más, había dicho: «¡Ojalá viniera un
gran papa que dijese: olvidemos el pasado…, pongamos proa a alta mar!». El 25 de
enero de 1959 san Juan XXIII anunciaba el concilio Vaticano II, en cuyo decreto UR,
promulgado el 21 de noviembre de 1964, se dice: «Promover la restauración de la unidad
entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del Concilio»[436].
1. Entre las Conversaciones de Madera y las de Malinas.
Unas y otras corren directamente relacionadas con las ordenaciones anglicanas y el
Movimiento de Oxford[437]. La vocación ecuménica de Portal empezó por un fortuito
encuentro con el anglicano lord Halifax en Madera, adonde este se había trasladado en
diciembre de 1889 con su hijo mayor Carlos, aquejado de tuberculosis. Portal venía
desde septiembre sustituyendo allí a uno de los capellanes enfermos del Hospicio de
Funchal. Pero pronto se vio desocupado. De modo que un buen día llegó de visita por
allí lord Halifax, desocupado como él. Buscaba compañía para sus paseos por la isla.
Dieron muchos, la verdad, debatiendo sobre problemas religiosos. Un buen día, Portal
tuvo la osadía de proponer al amigo la conversión al catolicismo. Este declinó el tema
sin acrimonia. Pese a lo cual, empezó pronto a florecer entre ambos una profunda y
respetuosa amistad.
Del 2 al 7 de abril de 1892 Halifax visitó al amigo Portal en su nuevo destino:
Seminario de Cahors, con sorpresa, por cierto, de los seminaristas. Monseñor Juan
Calvet, uno de ellos, así lo dice:
«Nuestro estupor fue grande viendo (a lord Halifax) en el refectorio, tomando su comida al lado del señor
Rector (Portal), escuchando, como él, la lectura de Monjes de Occidente, de Montalembert… Pero nuestro
estupor fue mayor todavía cuando le vimos, en la capilla, en el sitial próximo al del Rector, siguiendo la
ceremonia en un misal –evidentemente romano– arrodillándose y haciendo la señal de la cruz. Aquello
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alborotaba en gran manera nuestros cerebros. Al fin, ¡aquel hombre era un hereje!… Asistía a la misa con
evidente fervor; ¡creía, por consiguiente, en la misa! Las discusiones continuaban su marcha»[438].
La verdad es que la Apostolicae curae (1896) decepcionó al anglicanismo, quizá
porque se habían generado falsas expectativas. Luego, el 19 de febrero de 1897, los
arzobispos de Canterbury y York respondieron a León XIII con la encíclica Saepius
officio rebatiendo los argumentos históricos y teológicos de la bula papal. Meses más
tarde, la Conferencia de Lambeth decidió dejar las puertas abiertas a un diálogo. Hoy, a
poco más de cien años de aquellos hechos, y con la experiencia que estos cincuenta de
ecumenismo posconciliar han dado de sí, se podría decir que el límite de Portal y Halifax
estuvo en plantear de entrada uno de los temas más difíciles del diálogo ecuménico, a
saber: los ministerios, argumento al que solo es posible llegar después de un largo
recorrido.
El revés de la Apostolicae curae, con todo, no impidió al cardenal Rampolla seguir
con sus visitas informales a los anglicanos, pidiéndoles perseverar en sus «simpatías
positivas hacia la Iglesia de Roma». También Halifax dijo que el diálogo debía
proseguir: «hemos fracasado por el momento… pero Dios puede hacer el trabajo él
mismo… el asunto es tan seguro como siempre lo fue»[439]. Las etapas siguientes fueron
Saepius officio, documento de considerable resonancia por dirigido en nombre de la
Comunión anglicana a todos los obispos de la cristiandad. Los obispos anglicanos
sostenían en él que la Iglesia anglicana deja claro que pretende conferir el oficio del
sacerdocio instituido por Cristo y todo lo que implica. Es también importante el tono
general, porque asume que los obispos de la Comunión anglicana están comprometidos
en un continuo debate con «nuestro venerable hermano» el Papa. El Vaticano respondió
reafirmándose en sus conclusiones de 1896, pero invitando a un estudio permanente de
los problemas doctrinales entre las dos Iglesias.
Junto a Mercier y Halifax, Fernand Portal representa, pues, una de las tríadas más
apasionantes en el intento de superar las divisiones anglicano-católicas. Alma él también
de las Conversaciones de Malinas, es, sin duda, de los grandes precursores del
ecumenismo en la Iglesia católica. Visitó varias veces conventos anglicanos,
especialmente el de Betania, en Londres, donde cobró especial cariño a los ambientes de
la Alta Iglesia (High Church). Creó grupos de jóvenes seminaristas y estudiantes que
mantuvieron regulares encuentros con anglicanos, protestantes e incluso no creyentes.
Fundó la Revue catholique des Églises, y se relacionó con personajes de la vida
intelectual parisina: Paul Boyer, alma de la Escuela de lenguas orientales, y P.
Laberthonnière, pioneros ellos también del ecumenismo católico, entre otros.
2. Apóstol de la unidad de las Iglesias.
Así reza la inscripción grabada sobre la losa sepulcral de Portal en Corbiéres (diócesis
de Chambéry). El testimonio de los testigos no hace sino corroborarlo: Pierre-Henri
Simon dice: «Este asombroso paúl militaba desde 1890 en pro de la unificación de las
Iglesias y del ecumenismo que sería, setenta años más tarde, gloria del pontificado de
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Juan XXIII»[440]. Por su parte, Jean Guitton afirma: «La segunda etapa de mi iniciación
ecuménica se produjo a través del padre Portal, quien, hacia 1925, me dio a conocer a
lord Halifax. Curioso personaje, este padre paúl, que no parecía en absoluto escogido
para el papel que Dios le reservaba: la dirección espiritual en una gran escuela y el
trabajo por la unión de las Iglesias. No era intelectual, ni teólogo, ni diplomático, ni
historiador, ni políglota. Pues este hombre, que tan bien sabía hacer charlar a otros,
recuerdo que por lo general permanecía callado. Lo que había de peculiar en él era, junto
a un tesón constante, un alma abierta al porvenir»[441]. Yves Congar dice que «el
unionismo del padre Portal era un aspecto de la misión de la Iglesia […] y esta es la
razón por la cual este hombre tiene todavía hoy algo que decirnos»[442]. «Portal –escribe el
historiador Régis Ladous– contribuyó a dar a las tentativas unionistas una fuerza de la
que hasta entonces habían carecido, mostrando que no eran sino aspectos particulares,
pero de una gran riqueza, de esta creciente exigencia de testimonio y de transparencia
que transformaría la Iglesia del siglo XIX»[443]. Aunque la decepción entre los anglicanos
fue grande, Portal no se dejó vencer por la rebelión. «El futuro es de los pacíficos
–escribe a su amigo Halifax–. Lo que ha hecho Vd. y los suyos por la reunión de la
cristiandad será la eterna gloria de la Iglesia anglicana. Habéis sido de una lealtad y
generosidad perfectas. No todos pueden decir lo mismo»[444].
Las consecuencias no se hicieron esperar. La aparición de la Revue Anglo-Romaine
fue inmediatamente suspendida y él tuvo que partir, por orden del Superior General, para
el seminario mayor de Chalons-sur-Marne. Después de la campaña anglo-romana su vida
volvió a la calma. Estuvo dos años de superior en el seminario mayor de Niza hasta que
fue llamado a París para dirigir jóvenes en la enseñanza universitaria. Decididamente, no
era hombre para dejarse encerrar así como así. La Iglesia, según él, ¡no podía tener
fronteras! De modo que no era raro que los seminaristas pudieran codearse con
anglicanos, protestantes o no creyentes. A fin de dar a conocer los trabajos de su círculo
de estudios, fundó la Revue Catholique des Églises.
Pero el golpe descargó de nuevo: en la primavera de 1908, el cardenal Merry del Val,
Secretario de Estado de san Pío X, notificó al padre Fiat, Superior General, que el padre
Portal debía dimitir de sus funciones con interdicción definitiva de publicar y de hablar
en público. El capítulo de acusación era grave para la época. Portal, sospechoso de
modernismo, dentro de un espíritu de obediencia y de amor a la Iglesia, dejó su puesto
de superior. Después de seis meses de destierro forzoso volvió a París y se instaló en un
apartamento, de la calle de Grenelle. Durante toda esta segunda prueba fue sostenido
siempre por el nuevo Superior General, su amigo el padre Verdier. Muy pronto la calle
de Grenelle vino a ser un lugar de encuentros y debates entre algunos alumnos de la
Escuela Normal Superior, sacerdotes y protestantes.
Una convicción fundamental le animaba: nada es imposible para Dios. Cristo quiso la
unidad; murió para reunir en la unidad a todos los hijos de Dios dispersos. «Obstinado en
Dios», como dice Jean Guitton, el padre Portal seguirá la ruta de la unidad a toda costa.
Presentía que el mundo iba a entrar en una época terrible y que las guerras que
184
desgarrarían a los pueblos y a las sociedades tenían una significación que era preciso
buscar en el designio de la unidad solicitada por Jesús de su Padre. Así que ya el 5 de
junio de 1893 escribe a lord Halifax: «Creo que ha llegado el momento de obrar. Por
todas partes se apodera de los espíritus esta idea de la unidad. Es el Espíritu que sopla, o
más bien, que comienza suavemente a alzarse. Hay que aprovecharlo…». Adelantándose
ochenta años, enseña, practica y promueve las recomendaciones del futuro decreto UR
(cap. II, principalmente). En lugar de partir de lo que nos divide, en el diálogo
ecuménico hay que arrancar de lo que nos une. Será la consigna de oro de san Juan
XXIII a los ecumenistas.
3. «Un día se verá que teníamos razón».
Escribía Portal el 12 de enero de 1892: «La luz llegará tal vez un día. En todo caso,
que el Señor bendiga nuestros esfuerzos. Que por su gracia la semillita que la amistad
echa en el campo de la Iglesia produzca frutos de unión». Hay que dejar que el Espíritu
Santo convierta nuestro corazón y nos conduzca, por la renovación de la Iglesia, a la
unidad de Cristo. La unión, según idea de su gusto, debía ser el fruto de la reforma.
Mientras más cordialmente emprendan las Iglesias el acercamiento a Cristo, más se
acercarán también entre sí. La vida cristiana, llevada a su perfección, debiera terminar
necesariamente en unión. Todos los cristianos en todas las comuniones han de estar
formados y preparados para la unidad. «La unión, si algún día Dios la permite, no puede
producirse de modo brusco: es necesaria una preparación en las diferentes comuniones.
¿Por qué no trabajamos, pues, con todas las fuerzas en la preparación de este glorioso
acontecimiento, echando una semillita por aquí y otra por allí y dejando a Dios el
cuidado de hacerlas germinar, si lo ve oportuno?»[445].
Por otra parte, entre las virtudes del artesano de la unidad está igualmente la
paciencia. Jean Guitton afirma que Portal no solía extrañarse de los contratiempos, ni se
irritaba tampoco por las dilaciones. Lo aceptaba todo de buen grado, sabiendo empezar
de nuevo. Portal y Halifax jamás dejaron de reconocerse obreros de un lejano porvenir.
Cuando la autoridad superior le obligó a retirarse, él siempre obedeció sin
recriminaciones; sin protestas: tenía la vocación de desaparecer. El ecumenismo no
podrá ser bilateral, decía, sino que deberá ser global. El historiador Régis Ladous
subraya a este propósito que la Revue Catholique des Églises, fundada por el lazarista
después que desapareciera su primera publicación, la Revue Anglo-Romaine, no se
acantonó en el anglicanismo, sino que emprendió el estudio de la ortodoxia oriental, del
protestantismo, del veterocatolicismo y sobre todo del catolicismo romano, para avizorar
en cada una de estas Iglesias y Comunidades los signos precursores de esa reforma
general que llevará hacia la unidad[446].
Jean Bernad, en su libro Vers ceux de l’autre bord, expresa un lamento evocando los
encuentros entre Juan XXIII y el arzobispo Fisher, entre Pablo VI y el Dr. Ramsey: «Es
una pena –dice– que la memoria de esos antiguos caminantes (Portal, Halifax, Mercier y
los demás) no se haya destacado en el momento de los reencuentros por ellos tan
185
deseados, preparados y acelerados, del Patriarca de Occidente y del Primado de
Canterbury». Después de su encuentro en marzo de 1966, Pablo VI y el Dr. Ramsey
decidieron crear oficialmente una comisión internacional bilateral, la célebre ARCIC-I,
seguida más tarde por la no menos importante ARCIC-II, ambas con importantes
declaraciones comunes en su haber, v.gr., entre otras, la relativas a la eucarística y el
ministerio[447]. En Francia, el Comité Episcopal para la unidad de los cristianos y los
obispos de la Comisión anglicana que tienen jurisdicción en ese país, han creado un
grupo mixto anglicano-católico romano, dado principalmente a cuestiones pastorales
(v.gr.: auxilio espiritual y sacramental a los anglicanos aislados en Francia, etc). A la
vista de tales acontecimientos piénsese en lo que Halifax escribía a su buen amigo Portal
inmediatamente después de la Apostólicae curae: «Todo pasa menos el amor y la
amistad. Un día se verá que teníamos razón»[448].
Predicando a seminaristas carmelitas en París, decía en 1946 dom Lambert Beauduin,
compañero de Portal, de cuando las Conversaciones de Malinas, con dieciocho años de
exilio en Francia: «No llegaré a ver la unión de los cristianos. Puede que vosotros la
veáis. Si la veis, venid a nuestras tumbas y contádnoslo. Et exultabunt ossa humiliata».
El padre Portal había dicho casi lo mismo a un auditorio de jóvenes londinenses en 1925:
«Veréis, no lo dudo, la unión de la Iglesia de Inglaterra y la de Roma. Permitidme
pediros para ese día un recuerdo de los dos amigos que trabajaron y sufrieron un poco
con objeto de que vosotros pudierais cosechar»[449]. Fina y premonitoria intuición que
ojalá se cumpla enteramente. En todo caso no deja de ser aviso profético sobre los
nuevos tiempos que el horizonte nos depara.
4. «El papel de la amistad en la unión de las Iglesias».
El 24 de septiembre de 2005 se abría en la iglesia de Trévignin en presencia de los
grupos ecuménicos de Savoie, el Año Portal, cuya clausura tuvo lugar el 10 de junio de
2006, aniversario de su muerte, en la iglesia de Pugny-Chatenod. Y todo para
conmemorar el 150º aniversario del nacimiento y el 80º de su muerte. El 4 de marzo de
2006, por ejemplo, fue la cita ecuménica en la catedral de Chambéry para evocar su
figura bajo el lema «El papel de la amistad en la unión de las Iglesias» («Le rôle de
l’amitié dans l’union des Églises»). En ambiente acogedor y orante duró el acto unas dos
horas, con momentos conmovedores como el del intercambio del gesto de unión[450].
A pesar de las dificultades y condenas romanas, nada, en efecto, consiguió alterar su
amistad con lord Halifax. El clima, por eso, volvió a ser favorable para una reanudación
del diálogo anglicano-católico. La última conferencia anglicana de Lambeth había sido
una llamada a todas las Iglesias, especialmente a la ortodoxa, a fin de crear la unión de
las Iglesias. ¿Iban los católicos a seguir sordos? Portal y Halifax querían aprovechar
cuantas oportunidades se diesen a fin de proseguir el diálogo oficial, interrumpido desde
1896. Así que, pedido a Roma el consentimiento, se organizó lo de Malinas gracias a la
iniciativa del cardenal Mercier, Halifax y Portal. La cosa no pasaría de simples
intercambios de puntos de vista, pero el diálogo estaba restablecido. Era ya mucho, tras
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las heridas de la crisis modernista. Todas las esperanzas estaban permitidas. Mercier
llegó a creer asimismo en la próxima convocatoria de ¡un concilio ecuménico! «Habrá
allí, espero, ocasión de trabajar en la unión de las Iglesias», escribía Portal el 10 de enero
de 1925.
Una vez más, sin embargo, era mucho pedir. La muerte acabó llevándose por delante,
en 1926, a Mercier y a Portal, quedando así el diálogo ecuménico reducido de nuevo a
tenue lamparilla. Estaban por llegar el Vaticano II, los encuentros entre Pablo VI y
Michael Ramsay y, sobre todo, el viaje de san Juan Pablo II a Inglaterra, en 1982, para
ver realizado uno de los sueños de Halifax y Portal. Y, no obstante, cuando estas cosas
llegaron, nada era ya como antes. El abate anglicano Hemmer pudo escribir: «El
cardenal Mercier ha cambiado la atmósfera religiosa de Inglaterra –y añadía–: del padre
Portal, tal vez deberíamos decir que ha cambiado algo de la atmósfera religiosa del
mundo»[451]. La unión de las Iglesias fue el sueño y el motor de la vida del lazarista
francés. A ello consagró su energía toda, pese a dificultades y condenas. La Iglesia es
Cuerpo Místico de Cristo sin fronteras, solo con linderos continuamente dilatados para
acoger siempre nuevos miembros, siempre misionera. De ahí su amor a la unidad
eclesial: «La unión de las Iglesias no puede, en efecto, obtenerse sino por verdaderos
apóstoles, por hombres de fe, empleando, sobre todo, los medios sobrenaturales […]. He
aquí, me parece, los elementos esenciales de toda acción a favor de la unión»[452].
No es por eso extraño el ferviente homenaje del beato Pablo VI a la memoria de los
tres de Malinas en la carta al cardenal Suenens. Precisa:
«Una mirada al pasado, cincuenta años después nos hace constatar que vivimos hoy días más propicios. El
movimiento ecuménico, del que Mercier y Portal fueron precursores, es ahora una realidad que ha entrado ya
en la vida de los cristianos. El concilio Vaticano II ha impulsado a la Iglesia católica a participar plenamente en
el trabajo y la oración por la restauración de la unidad (Unitatis redintegratio). De ahí que recordemos con
gratitud la memoria de estas dos personalidades […]. Este reconocimiento no debe traducirse solo en
evocaciones retrospectivas […]. ¿Cómo no pensar en la visita que Nos hizo en Roma, hace diez años, quien era
entonces arzobispo de Canterbury, Michael Ramsey?»[453].
Fernand Portal, en resumen, gastó su preciosa vida al servicio de la unidad y se
adelantó al concilio Vaticano II en la noble causa del ecumenismo, por él vivido siempre
en la fe, en la esperanza y en el amor que Cristo donó a su Iglesia. De ahí que evocar su
memoria sea, por eso, como rendir homenaje al Ut unum sint (Jn 17,21) de Jesús en la
última Cena. Y seguir sus huellas, tanto como gastarse y desgastarse por Cristo y por la
Iglesia. Pese a vicisitudes y contratiempos, la suya fue una figura que hoy brilla por
gracia del Espíritu con singular esplendor entre los grandes Apóstoles de la unidad.
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MICHAEL RAMSEY
(1904-1988)
Arthur Michael Ramsey, centésimo arzobispo de Canterbury, nació en Cambridge el 14
de noviembre de 1904 y murió en Oxford el 23 de abril de 1988. Eran sus padres Arthur
Stanley Ramsey (1867-1954), congregacionalista y matemático, y María Inés Ramsey
(1875-1927), socialista y sufragista. Educado en la escuela de Repton, cuyo director era
el futuro arzobispo de Canterbury: Geoffrey Francis Fisher, su apoyo al Partido Liberal
le valió elogios de su presidente y primer ministro del Reino Unido, Herbert Henry
Asquith. Su hermano mayor, Frank P. Ramsey (1903-1930), matemático y filósofo
prodigioso, ateo él, tradujo al inglés con 19 años el Wittgenstein’s Tractatus.
Al salir de Repton en 1922, ganó una beca para Cambridge y al otoño siguiente entró
en el Magdalene College. Establecido como brillante orador en el centro de estudiantes y
presidente en 1926 de la Cambridge Union, su lectura de William Temple y las
conferencias del Nuevo Testamento le impresionaron mucho. Superado en 1925 el
examen final de clásicas –ya tenía decidido abrazar el sacerdocio en el anglicanismo–,
tras un año de estudios de posgrado recibió calificación de primera clase en el examen
final de ciencias teológicas.
Ordenado presbítero en 1928, ejerce de cura de Liverpool y en diciembre de 1938 es
nombrado vicario de la iglesia cantuariense de San Benito, donde pasa un año antes de
irse a Durham como canónigo de la catedral y profesor de teología en aquella
Universidad. Contrae matrimonio en abril de 1942 con Joan Ramsey Hamilton, y en el
44 publica su segundo libro, La Resurrección de Cristo; el primero había visto la luz en
1936. Durante la permanencia en Durham (1940-50) su interés por la Iglesia ortodoxa
oriental no hace sino crecer, así como el apoyo a los anglo-católicos en la Iglesia de
Inglaterra[454].
Regius Profesor de Teología en Cambridge y miembro del Colegio Magdalena
(1950), cuando allí se le creía con cuerda para rato salta de pronto la noticia: cumplidas
las formalidades de la solicitud al primer ministro Winston Churchill para presentar su
nombre a la Reina, ha sido nombrado obispo de Durham. Con la consagración en la
catedral de York el 29 de septiembre de 1952, le llega, por prerrogativa de la mitra de
Durham, un escaño en la Cámara de los Lores. A Durhan (1952-56), seguirán más
adelante los arzobispados de York (1956-61) y el cantuariense como primado de
Inglaterra (1961-74)[455].
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Tras su jubilación en 1974 –le sucedió Donald Coggan–, pasó un tiempo de su retiro
en el seminario anglo-católico Nashotah House, de la Iglesia Episcopal en Wisconsin,
donde llegó a ser muy querido de los estudiantes. Para él y su esposa se habilitó en el
primer piso –Lambeth Oeste– un apartamento, cuya Capilla todavía lleva su imagen y la
inscripción de su lápida en una ventana de cristal de colores. Se puede apreciar también
una imagen en miniatura del obispo con su amada esposa Joan en la capilla de la clase de
1976, cuando allí estaba ella entre sus primeros alumnos en Nashotah.
Murió el 23 de abril de 1988 y las exequias tuvieron lugar en la catedral de
Canterbury[456]. Fue incinerado y sus cenizas enterradas en los claustros, no lejos de la
tumba de William Temple. Su lápida contiene esta frase de san Ireneo: «La gloria de
Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios»[457]. Teólogo, educador
y defensor de la unidad de los cristianos, su encuentro con Pablo VI en marzo de 1966
fue histórico: el primero entre los líderes de la Iglesia católica romana y la Comunión
anglicana desde su separación en 1534. Cierto es que en junio de 1961, su predecesor
Geoffrey Francis Fisher, se había llegado al Vaticano a la vuelta de Tierra Santa para
rendir a san Juan XXIII una visita de cortesía, pero aquella entrevista no tuvo, dígase lo
que se diga, ni el alcance, ni la resonancia, ni tampoco el esplendor de este encuentro de
ahora entre Michael Ramsey y Pablo VI en la Capilla Sixtina y en San Pablo
Extramuros[458]. Algo se había avanzado mientras tanto en el Vaticano en modales y en
cortesía, porque los historiadores del futuro, cuando afronten los entresijos de la visita de
Fisher se lo van a pasar divertido. Ya entonces san Juan XXIII demostró ir poder delante
de la Curia Romana.
1. Arzobispo de Canterbury.
El 25 de abril de 1956, Michael Ramsey fue entronizado como nonagésimo segundo
arzobispo de York, sede la más alta después de Canterbury, notable promoción para un
hombre justo como él. Durante su arzobispado en York fue viajero incansable por la
Unión Soviética, Estados Unidos y África. Asumió, a la vez, grandes responsabilidades
en la Conferencia Anglicana de Lambeth (1958). Al margen de sus muchos viajes, en el
subsiguiente arzobispado cantuariense vio cómo se creaba el Sínodo General y era
introducida la edad de jubilación para el clero. Su entronización como el centésimo
arzobispo de Canterbury fue el 27 de junio de 1961, unas tres semanas después de haber
sido formalmente elegido por el Capítulo de la catedral de Canterbury. Al igual que sus
predecesores, se instaló con su esposa en el palacio londinense de Lambeth, y unos
meses más tarde asistía a la tercera asamblea del CMI en Nueva Delhi, India, donde
volvió a mostrarse muy activo al recaer en él una de las presidencias del CMI, cargo en
el que permaneció desde 1961 hasta 1968.
La figura de Ramsey impresionaba, sobre todo cuando lucía sus galas de arzobispo.
Era alto, robusto, al par que suave y jovial. A simple vista daba más años de los que en
realidad tenía. Se prestaba, sin querer, a la caricatura del personaje eclesiástico grande.
Un escritor llegó a comentar que ante Ramsey «todo el poder y autoridad de la
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cristiandad se concentra en su presencia (al) agacharse. La sabiduría de los tiempos
parece sepultada en su cabeza escarpada». Las cadencias del discurso, lentas y sonoras,
tenían un efecto musical, incluso místico, acordes ellas con el ritual de la Alta Iglesia y
en consonancia igualmente con un hombre de su posición eclesiástica.
Su primacía introdujo cambios en las relaciones Iglesia-Estado. Dio su apoyo a
muchas causas en la Cámara de los Lores, a sabiendas de la enemistad que ello le podía
ocasionar. El Sínodo General, uno de sus mayores logros, vino a sustituir a la llamada
Asamblea de la Iglesia. Precisamente a través del Sínodo promovió medidas que
permitieron a la Iglesia proporcionar formularios revisados y alternativas de culto. Su
trabajo en el ecumenismo fue también excepcional, incluida la primera reunión, desde la
Reforma, de un Arzobispo de Canterbury con el Papa. En cambio, el voto a favor de la
unidad anglicano-metodista le decepcionó. Sus dotes pedagógicas y su fina
espiritualidad se atisban por sus escritos, que expresan una profunda fe en la resurrección
de Cristo y en el papel de la Iglesia en el mundo. Cabe añadir, en cambio, que le
disgustaba profundamente el poder del gobierno sobre la Iglesia. La liberalización de las
leyes contra la homosexualidad contó con su apoyo, lo que le acarreó enemigos en la
Cámara de los Lores. Fue crítico con Pinochet, y se opuso a las ayudas económicas del
CMI a grupos guerrilleros.
Pasó también a la historia como el primer arzobispo cantuariense cuya entronización
fue televisada; el primero en visitar Moscú y entrevistarse con el patriarca Alexis I
(1962); y el primero también en aceptar la invitación a hablar en una universidad católica
(Lovaina-Bélgica:1963). El gobierno sinodal sería inaugurado en la Iglesia de Inglaterra
corriendo 1970[459]. Una de sus más urgentes misiones al ceñir la Mitra cantuariense fue
evangelizar Inglaterra y lograr más relevancia para la Iglesia de su país. Con todo, la
preocupación fundamental de su corazón desde mucho antes de acceder a Canterbury
venía siendo, sin embargo, proseguir la reconstrucción de la unidad de los cristianos.
Además de brillante orador, fue prolífico escritor de obras con timbre teológico.
Destacan El Evangelio y la Iglesia católica (1936), su primer libro, ampliamente
aclamado, por cierto, y que le dio una relevante posición en la Iglesia de Inglaterra; La
resurrección de Cristo (1944); La Gloria de Dios y la Transfiguración de Cristo (1949);
FD Maurice y los Conflictos de la Teología Moderna (1951); Durham Essays and
Addresses (1956); De Gore a Temple (1960); Introducción a la fe cristiana (1961);
Imagen Antiguo y Nuevo (SPCK 1963); Canterbury Essays and Addresses (1964);
Sagrado y Profano (1965); Dios, Cristo y el Mundo (1969); El sacerdote cristiano de
hoy (1972); Canterbury Pilgrim (1974); Santo Espíritu (1977); Jesús y el pasado vivo
(1980); Aun así se sabe (1982). Con el cardenal Suenens: El futuro de la Iglesia
Cristiana (1971), tema del encuentro mantenido por ambos en Nueva York para tratar
del futuro de la Iglesia cristiana y del control de la natalidad[460]. Ramsey mantuvo buenas
relaciones con personalidades de la Iglesia católica.
2. Su teología.
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Inconformista en el fondo, Ramsey era, no obstante, de amplia perspectiva religiosa.
Prestaba particular atención a la ortodoxia oriental desde su libro favorito de 1949 La
Gloria de Dios y la Transfiguración de Cristo. Consciente siempre del ateísmo en la
corta existencia de su hermano Frank, mantuvo de por vida comprensiva
correspondencia con la incredulidad, y consideró que esta no tenía por qué ser
automáticamente un obstáculo para la salvación. No puso reparos en visitar descalzo la
tumba de Mahatma Gandhi. Y quizás por análoga razón, tampoco quiso negarse de plano
a participar en algunas actividades interreligiosas. La teología de Paul Tillich encontraba
el rechazo en aquella cabeza suya de patricio romano. Y en cuanto a Karl Barth, aunque
no terminaba de estar conforme con muchos de sus planteamientos, sus relaciones con
él, pese a todo, fueron cálidas.
A raíz de las observaciones de una misión religiosa en Cambridge, empezó a probar
aversión a ciertos principios de los evangelistas y a los mítines de masas, a los que temía
por su facilidad para las emociones. Esto le llevó a ser crítico con Billy Graham, aunque
más tarde llegaron a ser amigos y Ramsey incluso se arrancó a subir con él al escenario
durante un mitin en Río de Janeiro. Michael Ramsey ofrece en El Espíritu Santo (1979),
uno de sus últimos libros, una visión del Espíritu tal y como fue percibido por la
comunidad primitiva, y lo hace siguiendo líneas de pensamiento acordes con la doctrina
católica. Ningún argumento teológico decisivo había, según él, contra el sacerdocio de
las mujeres, es cierto, pero tampoco estaba del todo cómodo desarrollando dicho tema.
Las primeras mujeres sacerdotes en la Comunión anglicana fueron ordenadas durante su
arzobispado cantuariense, y se dice que, una vez jubilado, llegó incluso a recibir la
comunión de una mujer sacerdote en los Estados Unidos.
En el Lincoln Theological College, seminario anglicano en la ciudad catedralicia,
Ramsey dio a la luz su primer libro: El Evangelio y la Iglesia católica (1936). La obra
cosechó elogios y le reportó una posición de cierto relieve en la Iglesia de Inglaterra.
Llegado el otoño de 1936 se trasladó a la Boston Iglesia Parroquial, para ejercer de
conferenciante y predicador. Su sexto libro De Gore a Temple (1960) ofrece una
interpretación de medio siglo de teología anglicana desde 1880 hasta la II Guerra
mundial. Por el ensayo se vislumbran predilecciones católicas de Ramsey así como su
desaprobación de la teología modernista que había ganado muchos seguidores en la
Iglesia de Inglaterra de los primeros años del XX. Nunca disimuló Ramsey su
cordialidad hacia el catolicismo ni ocultó sus preocupaciones ecuménicas. Prueba de ello
es que en 1960 apareció en televisión con John Carmel Heenan, el arzobispo católico de
Liverpool, para discutir juntos la reciente reunión entre el arzobispo de Canterbury
(Fisher) y el papa Juan XXIII en Roma. Más tarde, pudo reunirse con el patriarca
Benedictos de Jerusalén.
Y sobre todo, el 5 de agosto de 1962 con el cardenal Agustín Bea, presidente del
SUC, a quien recibió con estas palabras: «Eminencia, este es un momento histórico:
desde los tiempos de la reina María y el cardenal Pole, ningún cardenal había puesto el
pie en el Lambeth Palace»[461]. Luego, ya en la capilla: «Eminencia, aquí todos los días
celebramos la santa Eucaristía»[462]. Ramsey era esencialmente un teólogo liberal, pero no
191
reaccionario. Dijo que solo podía ser feliz en el anglicanismo porque «en el
anglicanismo existe religión católica y la libertad intelectual». Sus puntos de vista
teológico-liberales afloran en sus comentarios sobre el nacimiento virginal y el infierno.
Del primero, afirmaba: «Es posible creer que Jesús es divino sin creer en el nacimiento
virginal, aunque, si yo creo lo de divino después del nacimiento virginal, la conclusión
es congruente». Y del infierno, decía: «Ciertamente no es un lugar físico, es un estado de
aquellos que hacen un infierno para ellos mismos, negando a Dios un lugar en sus
vidas». Opuesto a la emotividad y al fundamentalismo evangélico en la Iglesia, «no creía
que hubiera tranquilidad suficiente en el mundo. Para terminar acogiéndose uno a Dios –
decía– es necesario el silencio. De ahí que alentase la práctica de los ejercicios
espirituales y fuese un experto conductor e inspirador de retiros. Pensó en las
comunidades religiosas como paraísos de tranquilidad dispersos en toda la sociedad»[463].
3. Actividades ecuménicas.
Gran actividad, crítica por cierto, la que Ramsey desplegó en las deliberaciones del
CMI en Evanston, Illinois (1954). En 1962 fue, como adelanté ya, uno de los seis
presidentes del CEI. Había encabezado en 1956 una delegación de teólogos a Moscú y
diez años más tarde fue huésped de Pablo VI[464]. Trabajó con incansable dedicación por
la causa ecuménica, tanto respecto a la Ortodoxia, visitando al patriarca Atenágoras en
Constantinopla (1962) y recibiendo al patriarca Alexis I en Canterbury (1964), como con
la Iglesia católico-romana: es histórica en las relaciones anglicano-católicas, está ya
dicho, su visita al Vaticano en 1966. Y la de Bea en Lambeth.
Fue muy eficiente con el movimiento ecuménico. Ya como arzobispo de Canterbury
quiso visitar a Juan XXIII. Lo consiguió con Pablo VI, quien le haría entrega del anillo
episcopal que había llevado como arzobispo de Milán. Su obsequio al Papa fue un
precioso pectoral. Estas afectuosas relaciones y estos cercanos gestos con Roma
provocaron a los protestantes, de modo particular al polémico Ian Paisley. Al saludo
dirigido a Pablo VI en el Vaticano pertenecen estas palabras suyas: «He venido con el
vivo deseo en el corazón, deseo que –estoy seguro– también está en vuestro corazón, de
ayudar con nuestro encuentro a la realización de la oración de nuestro divino Señor a fin
de que todos sus discípulos lleguen a la unidad en la verdad»[465]. También cultivó
amistad con Atenágoras, y con el patriarca ruso Alexis I. Cabalmente su disposición a
dialogar con las Iglesias oficialmente sancionadas en el bloque del Este le acarreó las
críticas del pastor evangélico luterano de origen judío Richard Wurmbrand. Se mostró
bien dispuesto a la unión entre la Iglesia de Inglaterra y la metodista, proyecto que
finalmente acabaría en fracaso[466]. Siempre subrayó la tradición católica de la Iglesia
anglicana y la necesidad del ecumenismo, por cuya causa se gastó y desgastó al modo
paulino. Sus dotes pedagógicas y elevada altura espiritual se reflejan en sus escritos, por
donde discurre con fe inquebrantable, firme en la resurrección de Cristo y en el
indispensable papel de la Iglesia en el mundo.
En octubre de 1962 predicó varios sermones en San Juan el Divino, iglesia de Nueva
192
York. Precisamente para el Sermón II se valió de los Hechos de los apóstoles, allí donde
san Lucas dice: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a
la fracción del pan y a las oraciones» (He 2,42). Comentando tales palabras, precisó que
cuantas veces los cristianos buscan la renovación en su vida cristiana, nada mejor pueden
hacer que mirar hacia atrás, a los primeros días de la Iglesia, e inspirarse en lo que allí
encuentren. San Lucas nos dice que la Iglesia naciente en Jerusalén se distingue de todas
las otras sociedades que existían en el mundo por cuatro grandes señales: la enseñanza
apostólica, la comunión, la fracción del pan y las oraciones.
En lo relativo a la oración, todos los miembros de la Iglesia acusan el pinchazo de la
conciencia diciendo que hay que orar mejor de lo que nunca se haya hecho. Para lo cual
se debiera buscar, en primer lugar, un sitio tranquilo, esperar en Dios y elevar hacia él
nuestras almas. Todo cristiano debe, en medio de esta vida ruidosa, encontrar cada día
tiempo de sosiego y tranquilidad bastante para dirigir el alma a Dios. Ramsey citó luego
a un escritor cristiano temprano –Diogneto, sin duda–, quien decía: «Así como el alma
es en el cuerpo, están también los cristianos en el mundo»[467]. Vivimos en un mundo que
ha perdido su alma y a menudo está fuera de contacto con su creador. Cuando los
cristianos elevan el alma a Dios, ayudan a que el alma se aleje del mundo y encuentre su
camino de regreso al Creador, porque –y aquí el citado era san Agustín de Hipona,
aunque de nuevo sin decir su nombre– cada corazón humano está inquieto hasta que
descanse en él[468]. Ramsey exhortaba al concluir el sermón a renovar el alma con los
grandes dones divinos a la Iglesia de los primeros tiempos, para conseguir entre todos, a
través de la obediencia a Cristo nuestro Señor, ser miembros de su familia –la Iglesia–
difundida por todo el mundo. Era indudablemente un reclamo más a vivir la gracia de la
unidad plasmando los divinos dones de la primera Iglesia[469].
4. Su legado.
Del 31 de mayo al 1 de junio de 1977 se celebró en Salamanca el Congreso
anglicano-católico romano, con la asistencia de su Gracia el ya ex arzobispo de
Canterbury, nuestro benemérito doctor Arthur Michael Ramsey. El tema tratado fue «La
Autoridad de la Iglesia». Se abordó la Declaración conjunta publicada por la Comisión
Internacional de Teólogos de ambas Iglesias después de las reuniones de Venecia en
1976. El colofón de aquellos actos tuvo lugar en el Aula Magna de la Universidad
Pontificia de Salamanca: no fue otro que la investidura como doctor honoris causa del
ex arzobispo cantuariense Ramsey, en el curso de una brillante ceremonia presidida por
el Gran Canciller de la misma Universidad, cardenal Vicente Enrique y Tarancón,
acompañado del rector del Centro, del arzobispo de Valladolid, y de los obispos de
Salamanca, Astorga, Ávila, Ciudad Rodrigo y Zamora. También acudieron a la cita el
presidente del Patronato de la Universidad, don Antonio Garrigues, así como las
primeras autoridades de Salamanca y todo el Claustro doctoral[470].
Al hilo de lo que antecede, cumple admitir dentro de la herencia ecuménica su
especial protagonismo en el denominado diálogo anglicano-católico. Con la Declaración
193
común al término de su visita como arzobispo de Canterbury a la Santa Sede, Pablo VI y
Ramsey expresaban aquel mismo 24 de marzo de 1966 la intención de instaurar cuanto
antes diálogos bilaterales entre la Iglesia católica romana y la Comunión anglicana
conducentes a la unidad por la que Cristo oró. A la vista de tal declaración, ambas
Iglesias procedieron a crear una comisión mixta anglicano-católica, compuesta de 25
miembros y preparatoria de los diálogos. Después de tres sesiones fue sometida al
parecer del Papa y del Arzobispo la hoy conocida como Relación de Malta, donde
resulta apreciable una serie de cuestiones teológicas importantes, tales como la teología
del matrimonio y el problema de los matrimonios mixtos, la intercomunión, el
reconocimiento de los ministerios, la autoridad en la Iglesia, temas todos de un próximo
diálogo que habría de afrontarse en el marco de una comisión mixta permanente[471].
Pablo VI en junio de 1968 y la Conferencia de Lambeth en agosto del mismo año
aprobaron la propuesta y se dio paso a dicha comisión, luego conocida como Comisión
Mixta Internacional anglicana-católico romana (ARCIC, según las siglas de la
designación en inglés). Durante el arzobispado cantuariense de Ramsey, y luego de
varias sesiones previas, esta produjo dos famosos documentos: la Declaración de
Windsor (1971), sobre la doctrina acerca de la Eucaristía; y la no menos célebre
Declaración de Canterbury (1973), sobre el Ministerio y la Ordenación.
A pesar de su retiro a los 70 años, se mantuvo terne, activo y lleno de vida hasta su
muerte en 1988. Prueba de ello son, por ejemplo, sus cuatro libros, amén de numerosos
compromisos adicionales de este tiempo. Recibió multitud de honores y
condecoraciones: Miembro honorario del Colegio Magdalena y Selwyn College
(Cambridge); del Merton College, Colegio Keble, y St. Cross College (Oxford), fue
maestro de honor de la banca, Inner Temple (1962); fideicomisario del Museo Británico
(1963-69), y miembro honorario asimismo de la Academia Británica (1983). Tampoco le
faltaron títulos honoríficos de Durham, Leeds, Edimburgo, Cambridge, Hull,
Manchester, Londres, Oxford, Kent, y Keele, así como de varias universidades
extranjeras.
Fue Arthur Michael Ramsey, en fin, uno de los cristianos verdaderamente grandes de
los tiempos modernos. Aunque no sea oficialmente santo en la Iglesia de Inglaterra,
muchos son, sin embargo, los anglicanos de bien que lo tienen por tal y siguen
recordando sus consejos y pensamientos sobre el más allá: «Tenemos que pensar mucho
y con frecuencia sobre nuestro destino final, nosotros que hemos sido creados a imagen
de Dios, pues Él nos llama a la gloria eterna en Cristo»[472]. Con nuestro inolvidable y
benemérito Ramsey estamos, sin duda, ante uno de los más distinguidos ecumenistas del
siglo XX; un hombre de Iglesia tierno y sensible a la vez, que supo –paulinamente
hablando–, gastarse y desgastarse por la gloria de Dios y la unidad reconciliada de los
cristianos todos; promotor entusiasta del diálogo teológico entre la Comunión Anglicana
y la Iglesia católica. Su memoria, en consecuencia, quedará para siempre, y a justo título,
inscrita en el libro de oro del ecumenismo. De ahí su grata presencia en Apóstoles de la
unidad.
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BEATA MARÍA GABRIELA SAGHEDDU
(1914-1939)
María Sagheddu (1914-39), hoy beata María Gabriela de la Unidad, monja cisterciense
de Grottaferrata, en las inmediaciones de Frascati, cerca de Roma, ofreció su vida por la
unión de los cristianos y por ella murió a la corta edad de veinticinco años[473]. Había
nacido de familia humilde el 17 de marzo de 1914 en Dorgali, provincia de Nuoro, isla
de Cerdeña (Italia). Sus padres se llamaban Marcoantonio Sagheddu, pastor de ovejas
para un rico propietario de la isla, y Catalina Cucca, de familia tradicional y virtuosa.
Dos hermanos y dos hermanas eran mayores que ella, y tres –dos mujeres y un varón–
más jóvenes.
Inflexible con la mediocridad, le bastaba convencerse del valor de una cosa para darse
a ella por entero. Rechazado por dos veces el matrimonio, decidió ingresar en
Grottaferrata el 30 de septiembre de 1935 y a primeros de octubre comenzar la vida
monástica como hermana María Gabriela para consagrarse a Dios en la oración y la
ofrenda de sí misma. Era entonces abadesa de aquella Comunidad, pobre de medios
económicos y de cultura, la madre María Pía Gullini, persona de gran altura moral y
fuerte deseo ecuménico que, una vez asumido, lo había comunicado también a las
hermanas. El día en que, a ruego del padre Couturier, les fue propuesta a dichas monjas
la demanda de oraciones y sacrificios por la unión de los cristianos, Gabriela notó
rápidamente que era como empujada a ofrecerse: «siento que el Señor me lo pide –confía
a la abadesa– me siento impulsada incluso cuando no quiero pensar en ello».
Fue su toma de hábito el 13 de abril de 1936, lunes siguiente a la Pascua, y su
profesión según la Regla de san Benito el 31 de octubre de 1937, fiesta de Cristo Rey.
Que ya tenía el ánimo dispuesto para el sacrificio, lo refleja su ofrecimiento de aquel día:
«En la simplicidad de mi corazón te ofrezco todo alegremente, oh Señor. Tú te has dignado llamarme y yo
vengo con arrojo a postrarme a tus pies. Tú en el día de tu fiesta real quieres hacer de esta mísera creatura la
reina. Te agradezco con toda la efusión del alma y al pronunciar los santos votos me abandono enteramente a
ti. Haz Jesús que me mantenga siempre fiel a mis promesas y no quiera más volver a tomar lo que te ofrezco en
este día. Ven y reina en mi alma como Rey de amor […]. ¡Oh Jesús!, yo me ofrezco contigo a tu Sacrificio y,
si bien soy indigna y nada, espero firmemente que el divino Padre mire con ojos de complacencia mi pequeña
ofrenda porque estoy unida a ti, y del resto, he dado todo aquello que estaba en mi poder. ¡Oh Jesús!,
consúmame como una pequeña hostia de amor por tu Gloria y por la salvación de las almas. Padre eterno,
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mostrad que en este día vuestro Hijo va a las Bodas y establece su reino en todos los corazones, donde todos lo
amen y lo sirvan conforme a vuestra divina voluntad. A mí dadme lo que necesito para ser una verdadera
esposa de Jesús. Amén»[474].
A Dios ofrecida para consumirse como pequeña oblación de amor, tres meses
después, 25 de enero de 1938, durante la Semana de la Unidad, hace firme su ofrenda
con dicho propósito. Nunca había estado enferma, la verdad, y gozaba de buena salud,
pero de pronto empezó a sentirse débil y agotada. Los médicos diagnosticaron en Roma
tuberculosis. Una comunidad anglicana –monjes de Nashdom– conocido el gesto de la
enferma, hicieron llegar a su monasterio este mensaje: «Una caridad como la suya
destruye todos los prejuicios que muchos anglicanos tienen contra Roma. Si todos
sintiesen su caridad, el muro de la separación dejaría de existir».
Al cabo de meses de enfermedad santamente aceptada y cuidadosamente atendida por
una reverenda madre María Pía Gullini siempre a su lado, falleció en Grottaferrata el 23
de abril de 1939. Las campanas del monasterio en ese momento rompieron a tocar a
gloria. El tránsito había sido al acabar las vísperas del domingo del Buen Pastor cuyo
evangelio proclama conclusivo: «Y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16).
Juan Pablo II la beatificó el 25 de enero de 1983, presentes en la solemne ceremonia,
junto a la gran comunidad católica, numerosas delegaciones de las Iglesias ortodoxas,
del anglicanismo y de varias comunidades eclesiales[475].
1. Modelo de preocupación por el ecumenismo.
A los doce años de beatificada por él mismo, san Juan Pablo II volvía a proponerla en
su hermosa encíclica Ut unum sint como «un modelo [de oración y entrega por la
unidad] que me parece ejemplar». He aquí el significativo texto papal:
«Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos.
En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración, no puede
excluirse la preocupación por la unidad. En efecto, solo de este modo esta formará parte plenamente de la
realidad de nuestra vida y de los compromisos que hayamos asumido en la Iglesia. Para poner de relieve esta
exigencia he querido proponer a los fieles de la Iglesia católica un modelo que me parece ejemplar, el de una
religiosa trapense, María Gabriela de la Unidad, que proclamé beata el 25 de enero de 1983. Sor María
Gabriela, llamada por su vocación a vivir alejada del mundo, dedicó su existencia a la meditación y a la
oración centrada en el capítulo 17 del Evangelio de san Juan y la ofreció por la unidad de los cristianos. Este es
el soporte de toda oración: la entrega total y sin reservas de la propia vida al Padre, por medio del Hijo, en el
Espíritu Santo. El ejemplo de sor María Gabriela nos enseña, nos hace comprender cómo no existen tiempos,
situaciones o lugares particulares para rezar por la unidad. La oración de Cristo al Padre es modelo para todos,
siempre y en todo lugar»[476].
Su cuerpo, hallado intacto cuando el reconocimiento en 1957, reposa ahora en una
capilla adyacente en el monasterio de Vitorchiano, adonde la Comunidad de
Grottaferrata, o Grotta como se dice en lenguaje corriente, se transfirió. Cuando la
noticia de su muerte llegó por telegrama a la Comunidad de Nashdom, hoy Elmore, el
abad, dom Martin Collet, adelantaba en su respuesta del 25 de abril: «Esta mañana he
ofrecido la misa por ella. A mis oraciones personales en mi misa y en la misa
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conventual, que se ofrece cada martes por la unidad de los cristianos, se mezclaba una
profunda gratitud hacia María Gabriela, que tan generosamente ha ofrecido su sacrificio,
y hacia Dios, que lo ha aceptado. Estas oraciones y sacrificios deben acelerar el día de la
reunión»[477]. Y el maestro de novicios dom Benedicto Ley, ausente a la llegada del
telegrama, respondía también el 29 de abril: «Me alegro con usted de que Dios haya
aceptado el sacrificio. Es un signo, creo, de la importancia de la causa. Una causa por la
cual murió él, nuestro Buen Pastor. ¡Y la ha llamado a sí en ese domingo del Buen
Pastor! [...]. Era también la fiesta de san Jorge, patrón de Inglaterra. Coincidencia que
me hace pensar que ella recordará especialmente a nuestra Comunidad y su trabajo por la
unidad»[478].
Madre Pía Gullini había empezado con el ecumenismo a mediados de los 30, gracias
a Henriette Ferrari, laica francesa. En 1936 su contacto con l’Abbé Paul Couturier era ya
frecuente, gracias a lo cual inició un activo intercambio de cartas con el benedictino
anglicano dom Benedicto Ley. En los 50 anotará: «Estoy en estrecho contacto con los
hermanos de Taizé, cuyo joven fundador, junto con su madre y el hermano Max
[Thurian] vinieron a Grotta en 1950. Bajaron todos a la tumba de sor María Gabriela».
La amistad entre madre Pía y la señora Schutz (madre del hermano Roger) duró hasta la
muerte de esta última. En carta de madre Pía a la madre de María Gabriela para
anunciarle la muerte de su hija se pueden conocer al detalle las últimas horas de la beata
María Gabriela de la Unidad en la tierra:
«Aunque agravándose, incluso así, sufriendo mucho –precisa madre María Pía– , era siempre dulce, modesta y
llena de dignidad [...] sonreía como podía y besaba el crucifijo cuando se lo ofrecíamos. A las 4 de la tarde
fuimos todas a rezar vísperas quedando con ella solo la enfermera, entonces entró en agonía [...]. Después de
vísperas fuimos a la enfermería con toda la Comunidad, vino el padre Capellán [...]. Tenemos la costumbre de
tocar las campanas para la agonía con cierto sonido pero se equivocaron y escuché las dos campanas del
monasterio tocar a fiesta, era una fiesta de bodas. A las cinco y media tranquilamente no respiró más, bajó los
párpados como cuando, no pudiendo hablar hacía el mismo gesto para decir que sí, ya estaba con su Señor que
amó tanto hasta ofrecer el sacrificio de su joven vida por la unidad de la Iglesia»[479].
Era el final de un sacrificio supremo, el de la vida, ofrecido al Padre a base de una
identificación con el Cristo de la oración sacerdotal, ungida toda ella del suave olor del
Ut unum sint (Jn 17,21), cuyos detalles merece la pena conocer.
2. Su ofrecimiento por la unidad de los cristianos.
El momento decisivo de su vida, pues, se produjo con motivo de la Semana de
Oración por la unidad de los cristianos en 1937. La historia de lo que entonces se
llamaba el octavario dice que la iniciativa de oración universal, recibida por la Iglesia,
empezó siendo idea del converso sacerdote Francis Watson, iluminada luego según el
padre Paul Couturier, su gran promotor en Europa. Estos ideales calaron hondo en
Grottaferrata, pues la madre Pía Gullini, mantenía comunicación frecuente con el padre
Couturier y estaba firmemente imbuida en el apostolado de la penitencia de las últimas
apariciones de la Virgen en la Rue du Bac, en Lourdes y en La Salette. Resolvió, pues,
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aplicar esta espiritualidad a las laceraciones infligidas por las divisiones entre cristianos
a la túnica inconsútil de Cristo. Y así fue cómo en octubre de 1937 propuso a sus
hermanas la gran intención de rezar por la unidad. En los papeles del padre Couturier se
decía que algunas personas, laicas y religiosas, habían llegado incluso a ofrecer su vida
por la causa de la unidad. Leído apenas aquello, una monja anciana, Inmaculada
Scalvini, tomó el exhorto unionista como dicho para sí. Y, hecho el ofrecimiento, moría
unos meses después.
En diciembre de 1937 el correo acercó de nuevo a Grottaferrata el opúsculo del
octavario para 1938. Para contextualizarlo adecuadamente, la madre Pía tuvo la
ocurrencia de invitar al Capítulo monástico de aquellos días de enero del 38 al mismo
padre Couturier, quien expuso ante dicho auditorio que «La oración permanecerá el
centro luminoso y vivo del ecumenismo, rico de una espléndida irradiación de
universalidad y de simultaneidad visible a través de la cristiandad destrozada [...]. La
enseñanza irénica de búsquedas que nos unan, nos arroja de rodillas ante el corazón de
Cristo para repetir todos juntos en un acto de amor único e inmenso: «venga, ¡Oh Señor!,
aquella unidad que tú has pedido para todos aquellos que te aman. Congregavit nos in
unum Christi amor».
Cuenta la madre Tecla Fontana, sucesora de la madre Pía en el gobierno de la
Comunidad, el impacto que aquello produjo en sor María Gabriela: «Este hombre
[Couturier] llegó al monasterio en enero de aquel año, con ocasión del octavario por la
unidad. Habló de algunas vidas ofrecidas al fin de la unidad. En aquellos días sor
Gabriela me hizo la confidencia de cuanto el Señor le pedía: y que también ella quería
ofrecer su vida por la unidad de la Iglesia [...]. Le dije que debía hablar a la madre
Abadesa y atenerse a su decisión. Sor Gabriela se dirigió rápidamente a la Madre, se
arrodilló delante de ella y con humildad y dulzura le suplicó que le concediese la gracia
de ofrecer su vida por la unidad de la Iglesia [...]». «¿Me deja ofrecer mi vida? En tanto,
¿qué valor tiene? Yo no hago nada, jamás he hecho nada. Usted ha dicho que se puede
hacer con el debido permiso». La Abadesa, pensando que fuese un ímpetu juvenil,
respondió fríamente. Pero a los pocos días Gabriela volvió a decirle tímida y resuelta:
«Me parece que el Señor lo quiere, me siento apremiada y esto sin querer pensarlo», a lo
que la Madre repuso: «Yo no digo ni sí ni no, pero antes debes hablar con el padre
Capellán y luego el Señor decidirá lo que debas hacer». Sor Gabriela salió radiante de
alegría de aquel encuentro, tomó consejo del padre Capellán, y el ofrecimiento fue hecho
en aquel mismo momento: «Yo me ofrecí enteramente a mi Jesús y no retiro la palabra»,
dirá más tarde.
Mientras el pancristianismo se esforzaba por encontrar las vías de la paz, sor María
Gabriela entendió lo que tantos no alcanzaban a ver ni comprender: que las grandes
gracias tienen un precio de oblación que alguien debe pagar en unión con la Víctima
divina. Y para saldar esta deuda se eligió a sí misma. Si la santidad es imitación de
Jesucristo, difícilmente se puede encontrar una mayor consonancia e imitación que este
sencillo y radical ofrecimiento de la propia vida. Jesucristo, en el momento supremo de
la despedida, antes de su inmolación, rezó por la unidad de sus discípulos y de todos los
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hombres. Después se ofreció a sí mismo. La beata María Gabriela de la Unidad, joven y
de corazón ardiente, tuvo la gracia de acertar a transformarse en víctima del mismo ideal
que Jesús. De modo que por la generosidad de su entrega se transformó en la protectora
y protagonista de esta gran causa de la unidad que hoy conocemos. Toda una cima en el
camino de la unidad[480]. De nuevo venían así a cumplirse plenamente las palabras del
Magníficat: «Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,52). Y el
toque íntimo del ecumenismo: para impetrar el milagro de la unidad no es preciso tener
muchos conocimientos. Basta el generoso ofrecimiento de la oración.
3. Sacrificio consumado.
Sus desahogos al respecto eran frecuentes: «El Señor, como sabéis, me ha favorecido
siempre con gracias especiales, pero ahora, con esta enfermedad me ha hecho la más
grande de todas. Me he abandonado totalmente a las manos del Señor y he ganado
muchísimo». El tiempo en el hospital se prolongó por cuarenta días. Un calvario para
ella, ciertamente. Al cabo de los cuales, viendo el médico la inutilidad de aquellas
curaciones, autorizó su retorno al monasterio, en cuya pequeña enfermería, con su
paciencia, su sonrisa y su adhesión al querer de Dios, por todo el tiempo que duró su
vida fue de gran edificación para la Comunidad. Su continuo estado de aridez no le
impedía el ejercicio de la virtud y el recitado de largas oraciones vocales. Entonces fue
cuando se le ocurrió escribir este bello pensamiento a su madre: «¡Cómo es bueno el
Señor! Mi felicidad es grande y ninguno me la puede quitar. Si es hermoso vivir en la
casa del Señor, también es hermoso en ella morir [...]. Soy feliz de sufrir algo por amor
de Jesús. Siento amar a mi Señor con todo el corazón, pero quisiera amarlo todavía más.
Quisiera amarlo por aquellos que no lo aman, por aquellos que lo desprecian, por
aquellos que lo ofenden, en fin, mi deseo no es otro que amar». Así fue subiendo la
empinada senda del ofrecimiento hasta el domingo 23 de abril, en que consumó su
sacrificio mientras la liturgia de la Iglesia celebraba el Buen Pastor, y el evangelio de
aquel día proclamaba el Ut unum sint.
Lo que santa Teresa de Lisieux fue y es para las misiones –así piensan y sostienen ya
no pocos especialistas de nuestra heroína cisterciense–, eso mismo está llamada a ser la
beata María Gabriela de la Unidad en el ecumenismo. También podría decirse que su
vida ofrecida con absoluto acatamiento al divino amor, es cabal resonancia del
ecumenismo espiritual que Paul Couturier puso en marcha y el Vaticano II sancionó en
Unitatis redintegratio, comprendida la bella doctrina del Monasterio invisible[481]. Su
ofrecimiento, incluso antes de la consumación, fue recibido, como ya se ha dicho, por los
hermanos anglicanos y encontró eco en el corazón de muchos creyentes de otras
confesiones. El flujo de vocaciones hoy, por otra parte, es, sin duda, el más precioso don
de esta beata trapense a su Comunidad.
Supo san Juan Pablo II resaltar esto maravillosamente el día de la beatificación, al
decir:
«La conversión, la cruz y la oración son esencialmente los elementos sobre los que se basa el movimiento para
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reconstruir la unidad de los cristianos. Toda la vivencia de la beata María Gabriela, a través de la vocación
trapense primero y la ofrenda de su vida por la unidad de los cristianos después, se destaca sobre tres valores
esenciales: conversión, inmolación por los hermanos, oración. No podía ser de otro modo […]. Así lo confirma
el concilio Vaticano II con estos términos: “No puede haber verdadero ecumenismo sin conversión interior,
porque el deseo de la unidad nace y madura por la renovación del espíritu, de la abnegación de sí mismo y del
pleno ejercicio de la caridad. Por eso debemos implorar del espíritu divino la gracia de una sincera abnegación,
de la humildad, de la mansedumbre en el servicio y de la fraterna generosidad de ánimo hacia los demás [...].
Esta conversión del corazón y esta santidad de vida, unida a la oración privada y pública por la unidad de los
cristianos, se debe tener como el alma de todo el movimiento ecuménico y se puede justamente llamar
ecumenismo espiritual”. El ofrecimiento de su vida por la unidad, que el Señor le inspiró durante la Semana de
oración en esos días de 1938 y que él aceptó como agradable holocausto de amor, no es el inicio sino la
cumbre de la carrera espiritual de la joven atleta. La beata María Gabriela Sagheddu, que une graciosamente al
nombre del Ángel de la anunciación el de la Virgen de la escucha, se convierte en signo de los tiempos y
modelo del ecumenismo espiritual al cual ha llamado el Concilio. Ella nos alienta a mirar con optimismo más
allá de las dificultades propias del hombre, las maravillosas prospectivas de la unidad eclesial, cuyo progresivo
afirmarse está unido siempre al profundo deseo de convertirnos a Cristo, para hacer operante y eficaz el anhelo
de Cristo: Ut omnes unum sint!»[482].
El papa san Juan Pablo II, como se puede apreciar, construyó la homilía sobre dos
columnas literarias de la máxima importancia, a saber: el decreto de ecumenismo del
Vaticano II y su propia encíclica UUS, que es, sin duda, el comentario más autorizado y
más ajustado al decreto conciliar.
4. Resonancia ecuménica de su vida.
A la beatificación de sor María Gabriela el 25 de enero de 1983 en la basílica de San
Pablo Extramuros acudieron, según he dicho, numerosos hermanos de otras confesiones.
Allí estuvo también el hermano Roger, prior de Taizé, cuya madre terminó siendo amiga
íntima de la madre Pía Gullini. Había empezado todo, en realidad, a raíz de su muerte,
cuando Pía Gullini, la afortunada abadesa que pudo seguir de cerca los últimos meses de
esta vida consumida al servicio de la unidad, quiso que se conservara para su monasterio
el recuerdo de aquella joven consagrada. De redactar el escrito se encargó luego una
religiosa benedictina, María Giovanna Dore, llegada a Grotta para un ensayo de vida
cisterciense. El resultado fue de veras espectacular, pues la editorial Morcelliana, de
Brescia, que había ya publicado algunos escritos a la hermana benedictina Dore,
accediendo de modo favorable a los deseos de tanta gente, y hasta de la misma Abadesa,
que terminó por ceder a requerimientos de una y otra parte, sacó a la luz aquellas
cuartillas cuyas ediciones empezaron a sucederse con inusitada rapidez. Al término de la
guerra, en 1946, salía ya la sexta.
Grotta se quedó mientras tanto pequeño para las muchas vocaciones que afluían a sus
claustros y optó por cerrar para trasladarse en 1957 a Vitorchiano, cerca de Viterbo,
donde fue construido un monasterio para sesenta monjas. Dos años más tarde eran ya
noventa y cinco. Contemporáneamente a tan inesperado crecimiento vocacional, pues
Vitorchiano abrió las puertas a nuevos monasterios en Valserena, cerca de Pisa,
Argentina y Chile, incluso Angola, llegó también la renovación de la vida monástica a
las Iglesias protestantes, luteranas y calvinistas: Grandchamp (Suiza: 1936), Pomeyrol
(Francia: 1937-39); Taizé (Francia: 1939-40), Inhausen (Hesse: 1941); Darmstadt
200
(Alemania: 1944), y no pocas otras en Suecia, Dinamarca y Baviera[483].
En 1947 el benedictino anglicano dom Benedicto Ley hizo, por fin, la primera visita a
Grotta. Alojado en los aposentos del capellán, transcurrió muchísimo tiempo ante la
tumba de sor María Gabriela. Durante su permanencia allí tuvo la oportunidad de
entrevistarse con monseñor Montini, de la Secretaría de Estado, para dialogar sobre
posibles relaciones entre anglicanos y católicos en Inglaterra; con monseñor Penitenti, el
padre Charles Boyer, el honorable Giordani y otros autores del ecumenismo. La visita se
concluyó con una audiencia especial del papa en Castelgandolfo. En los siguientes diez
años, dom Benedicto visitó Grotta otras dos veces. A raíz de sus referencias, una
cincuentena de anglicanos, ortodoxos y protestantes de Inglaterra, visitaron Grotta entre
1948 y 1951[484]. Todos quedaron gratamente impresionados por la calurosa y fraterna
acogida de la madre Pía y de las otras monjas. «No puedo deciros cuán buenas han sido
con nosotros las trapenses de Grotta –escribió un visitante anglicano en 1949–.
Prepararon una magnífica cena en mi honor, un verdadero ágape, y hasta me hicieron
regalos»[485].
El entusiasmo ecuménico de Grotta, en fin, tardó poco en llegar hasta las altas esferas
de la Orden cisterciense, preocupadas por el cariz que iban tomando los acontecimientos
ecuménicos allí. Obsérvese que Roma había prohibido en 1948 asistir a la fundación del
CEI en Ámsterdam. El efecto de aquello fue un rápido, prematuro, forzado abandono del
cargo abacial por parte de la madre Pía en 1951 y su inmediato exilio en la abadía de la
Fille-Dieu, en Suiza. Pero madre Pía, dotada de visión profética, había sabido
adelantarse a los tiempos que llegarían imparables no muchos años después. «Mis años
de experiencia en esto –fue su confidencia al editor francés del libro de la entonces sor
María Gabriela– me ha llevado a comprender que el éxito de su libro depende del hecho
de no existir absolutamente nada en la vida de María Gabriela que se pueda usar como
punto de apoyo para la controversia […]. Quienes ignoran el problema llegarán a
comprenderlo, gracias al ejemplo de sor María Gabriela. Aquellos que son de los
expertos en el ecumenismo encontrarán en ella un sosiego que jamás han conocido antes,
una luz pacificante, un horizonte nuevo capaz de disponerlos a amar más bien que a
discutir»[486]. Grande y clarividente figura esta de la madre Pía Gullini, capaz de conducir
y sostener en la serena oblación a la beata María Gabriela, la del sitio propio, merecido,
luminoso, entre nuestros Apóstoles de la unidad.
201
ROGER SCHUTZ
(1915-2005)
Con el famoso cántico Confitemini Domino de su repertorio, la comunidad de Taizé y
asistentes a las exequias, unos diez mil, despedían el 23 de agosto de 2005, durante la
conducción del cadáver camino del cementerio comunal, a su entrañable prior Roger
Schutz-Marsauche, el hombre que había levantado casi de la nada la comunidad de
oración más importante del mundo. Su cuerpo frágil había sido unas horas antes
apuñalado, en plena oración vespertina, por la perturbada joven rumana Luminita
Solcan, que, para más inri, se despacharía luego declarando ante la policía que nunca lo
quiso hacer.
A la mañana siguiente, desde la iglesia de la Reconciliación, lugar del crimen, subía
derecha al cielo esta plegaria: «Cristo de compasión, ponemos en tus manos a nuestro
hermano Roger. Él ya está contemplando lo invisible. Tras él, tú nos preparas para
acoger un resplandor de tu claridad»[487]. Tampoco faltó entre las reacciones la autorizada
voz de Benedicto XVI recordando la carta que el finado le había dirigido días antes para
la JMJ en Colonia. Manifestaba en ella que Taizé «quiere caminar en comunión con el
santo Padre», y cerraba de su puño y letra: «le aseguro mis sentimientos de profunda
comunión. Frère Roger de Taizé». Conmovedor el comentario papal durante la audiencia
general en San Pedro: «Frère Schutz está en las manos de la bondad eterna, del amor
eterno, ha llegado a la alegría eterna. Nos invita y exhorta a ser fieles trabajadores en la
viña del Señor»[488]. Se había ido a la hora del crepúsculo en Taizé, cuando el sol se
acuesta por las nubes del poniente recogiendo en plenitud orbital su dorada cabellera.
Nacido el 12 de mayo de 1915 en Provenza, cantón de Vaud (Suiza), Roger heredó
del padre, pastor reformado suizo, y sobre todo de la abuela, el empeño ecuménico.
Cursada teología en Lausana y Estrasburgo, se vio durante años inmovilizado por una
tuberculosis pulmonar que le permitió ir madurando la llamada a crear una comunidad
donde sencillez y bondad del corazón se viviesen como realidades esenciales del
Evangelio: intuición de una nueva forma de vida, comunidad monástica sin barreras
confesionales. Así empezó todo. Con un pequeño grupo de compañeros, Roger Schutz –
ya, para todos, hermano Roger– se afincó en la villa que daría nombre al proyecto. Era
1940. Mientras la humanidad se hundía en un abismo de horror, sobre las colinas de
Borgoña, no lejos de Cluny y de Vézelay –donde san Bernardo había predicado la
segunda cruzada–, se arrojaban siembras reconciliadoras y se preparaba lo que Juan
202
XXIII definiría más tarde como «la pequeña primavera de Taizé». Difíciles inicios
aquellos: aún se dudaba del ideal ecuménico. «Queríamos ser no más de quince –desveló
una vez el hermano Roger–, testigos de un vivir alternativo, contestadores silenciosos de
las lógicas mundanas que amenazaban con sofocar el viento del Espíritu». Sesenta y
cinco años después pasaban del centenar: católicos y protestantes, de veinticinco
naciones diversas. Presentes en Asia, África, América Latina, junto a los pobres, niños
de la calle, encarcelados, moribundos.
Todo había empezado, joven él de veinticinco, al dejar su país natal, Suiza, para irse a
vivir a Francia, patria de su madre. Se instaló en Taizé de Borgoña a raíz de la llamada
de una anciana mujer del lugar, a quien él encontró un 25 de agosto de 1940: «¡Quédese,
pues, aquí, estamos tan solos y el invierno es tan largo!». Desde los primeros años de
soledad y de ayuda a judíos y refugiados políticos, empezó a florecer la pequeña
primavera de Taizé. Su abuela materna, protestante evangélica, se acercaba a menudo a
una iglesia católica para rezar, sin renegar en nada de la fe heredada de sus ancestros.
Roger le confiará a su amigo el papa Juan Pablo II, corriendo 1980 en Roma, la
señalada influencia de aquel ejemplo: «Marcado por el testimonio de su vida [la de su
abuela, se entiende], yo encontré como consecuencia suya mi propia identidad de
cristiano, reconciliando en mí mismo la fe de mis orígenes con el misterio de la fe
católica, sin ruptura de comunión con nadie». Y esto es lo que él contagiará a los más de
cien mil jóvenes llegados cada año desde Francia, Alemania, Polonia, Rumanía, Croacia,
Rusia y países escandinavos hasta la colina de Borgoña para «ir a las fuentes de Cristo
por la oración y el silencio». Sin perder la calma ni descomponer la figura, este humilde
monje blanco se dará buena mano sembrando en aquellas almas juveniles el rostro de
Dios.
1. Amigo de Dios.
El mismo 16 de agosto por la noche, horas después de la tragedia, el hermano
François, uno de los más antiguos de la Comunidad, manifestaba lleno de sabiduría:
«Fue con seguridad amigo de Dios. Desde un principio trabajó para que
comprendiéramos hasta qué punto Dios nos ama con un amor que nunca acabará, que no
excluye a nadie, que nos acepta tal como somos»[489]. Y el sucesor, hermano Alois Löser,
con idéntico rumbo: «Repetía con frecuencia que Dios está unido sin excepción a cada
ser humano, y volvía una y otra vez a la bondad del corazón. No son las suyas palabras
vacías, sino fuerza capaz de transformar al mundo porque, gracias a ella, Dios realiza su
obra»[490].
El cardenal Kasper en las exequias fue más al vivo de la dimensión ecuménica:
«El abandono ante la voluntad de Dios y el humilde don de sí mismo se habían convertido en el hermano
Roger en una fuente de paz interior, esperanza e, incluso, felicidad. La primera escisión que dolía al hermano
Roger era la de la división entre cristianos […]. Quería vivir la fe de una Iglesia sin divisiones, sin romper con
nadie, dentro de una gran fraternidad. Creía, sobre todo, en el ecumenismo de la santidad, la que cambia lo más
profundo del alma y que, por sí sola, lleva hacia la comunión plena […]. La segunda escisión que [le dolía] era
la división entre pueblos y naciones, entre países ricos y países pobres. Toda forma de injusticia y abandono lo
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entristecían profundamente. Quería que algunos hermanos de la Comunidad se fueran a vivir a otros países con
los más pobres de entre los pobres, en pequeños grupos, como un símbolo sencillo de amor y comunión. Era
contemplativo, un hombre de oración al que el Señor había llamado al silencio y la soledad de la vida
monástica. Sin embargo, quería abrir el corazón de los monjes y de la Comunidad de Taizé a los jóvenes de
todo el mundo, a su búsqueda y su esperanza, a su alegría y su sufrimiento, a sus caminos de fe y de vida […].
Más allá de ser un guía o un padre espiritual, el hermano Roger fue, para muchos, un padre, un reflejo del
Padre eterno y de la universalidad de su amor»[491].
Cabe sumar a dichas reacciones numerosas otras de responsables religiosos y de
conocidos políticos[492]. A los primeros, crema de la Jerarquía católica y de la Federación
protestante de Francia, del CEI, de la Conferencia de los obispos suizos, en fin, los
adjetivos se les quedaban cortos. Y en cuanto a los segundos, se significaron desde
Jacques Chirac, Nicolás Sarkozy o René Van der Linden al canciller alemán Gerhard
Schröder y el presidente Horst Köhler, pasando por Angela Merkel, entonces candidata a
la cancillería. Según Vaclav Havel, expresidente checo, el hermano Roger había sido
«sobre todo uno de los pilares espirituales de la Europa que se une». Y para el primer
ministro irlandés Bertie Ahern, el fundador de «esta notable Comunidad religiosa [de
Taizé] cuya contribución para la reconciliación y la comprensión (entre católicos y
protestantes) era muy largamente apreciada». Tampoco faltó a la cita de los elogios
Nelson Mandela. Logró el hermano Roger, valga de resumen, conciliar en torno a su
recuerdo incluso a personajes tan enfrentados como lo eran entonces Nicolás Sarkozy y
Dominique de Villepin.
La verdad es que el ecumenismo tenía entre sus celestiales valedores a la beata María
Gabriela de la Unidad, pero en el coro de mártires carecía de una figura estelar como el
hermano Roger, cuyo trágico final determinó que desde entonces luzca dichoso para
siempre junto a líderes de la talla de Mohandas Karamchand Gandhi, o del reverendo
Martin Luther King. Y no es descabellado suponer que este capítulo martirial crezca
pasados los años.
En el fondo Roger Schutz seguía siendo aquel muchacho suizo que, recién ordenado
pastor protestante, iba en bicicleta de pueblo en pueblo por la Francia ocupada de 1940
en pos de una misión a la que dedicar su vida. El que una noche llegó a una pequeña
aldea muy cercana a Cluny y allí una viejecita le pidió quedarse a pasar el invierno:
«¡Estamos tan solos...!». Quién sabe si viendo en sus ojos los de su abuela, Roger
determinó alquilar una casa –que pagaba cultivando su huerto y ordeñando una solitaria
vaca– y se quedó a vivir allí hasta el fin de sus días. La guerra se encargaría pronto de
empujar hasta la colina a judíos, refugiados, disidentes políticos y desertores nazis.
2. Fundador de la Comunidad de Taizé.
El hermano Roger trataba a todos por igual, aun a riesgo de su propia vida, ya que su
quehacer no pasó inadvertido, por cierto, a la Gestapo, que en más de una ocasión estuvo
a punto de echarle mano. Pero lo que había empezado como casa de acogida pronto se
convirtió en algo muy diferente. Acababa de nacer una especie de orden monástica tan
novedosa y sugeridora como atípica. La única jamás fundada por un protestante y
204
también la única compuesta por religiosos de distintas Iglesias. Era una comunidad
aquella enteramente ecuménica.
Taizé no posee oficinas ni bienes materiales. De nadie acepta donaciones ni herencias.
Al morir, cada monje deja sus pertenencias a los más pobres. Vive dicha comunidad solo
de labores agrícolas y de trabajos de artesanía que los monjes realizan al modo medieval
en talleres de barro, pintura, cristal o esmalte. Al término de cada año, destruyen
minuciosamente sus documentos «para no caer –según el fundador– en la tentación de
celebrar un día nuestra propia historia». Precisamente una de sus máximas, frase de
hondo acento machadiano por lo demás, exhorta en estos términos: «Si existe un camino,
comienza por ti mismo, comprométete personalmente tú mismo». De aquí al «caminante
no hay camino, se hace camino al andar» hay solo un paso.
De realidad marginal, la Comunidad se transformó en institución reconocida y
apreciada también fuera de los confines eclesiales. Y si el carisma de los orígenes pudo
perder carga revolucionaria, Taizé permaneció referente seguro para el buscador de lo
esencial: acogida a los visitantes con las palabras «Cristo ha resucitado»; compartir
bienes espirituales y materiales; respetar el celibato y vivir con austeridad. La mayoría
son católicos, aunque también hay evangélicos, ortodoxos y reformados o luteranos.
Sin más resonancia que la del atractivo de su magnetismo personal, Roger Schutz
levantó una comunidad abierta a miembros de todas las Iglesias cristianas. Nunca hizo
distingos entre jóvenes de religiones diversas: luteranos, calvinistas, evangélicos,
ortodoxos o católicos, todos acudían a él atraídos por su bondad y dulzura, y conscientes
además de que siempre es más lo que une a los hombres que lo que los separa. Solo tres
meses antes de partir hacia la casa del Padre, quien llegó a convertir Taizé en una
parábola de comunión, festejó su 90º aniversario desde el discreto recogimiento de la
Comunidad.
No es Taizé un movimiento, sino un umbral, una llamada, un ideal de reconciliación
que los obispos suizos supieron subrayar en carta escrita un 11 de mayo:
«Comprometiéndose por la coexistencia pacífica de todos los hombres, el hermano
Roger es la imagen misma del ideal cristiano, del ecumenismo vivido y un ejemplo para
todos nosotros». De ahí, pues, los numerosos premios recibidos, notablemente en 1988 el
de la Unesco por la educación a favor de la paz.
El destino del hermano Roger estuvo marcado de principio a fin por mujeres. Primero
por su abuela, que transformó la casa en lugar de acogida para refugiados durante la
tormenta de los años 1914-18. De ella también heredará, dicho queda, la intuición del
ecumenismo. Luego, agosto de 1940, por la anciana del lugar que le rogó quedarse en
aquel rincón francés sembrado de iglesias romanas, a dos pasos de los restos de la
prestigiosa abadía de Cluny, para fundar en dicho paraje un nuevo monasterio. En todo
momento por Geneviève, su abnegada hermana y siempre colaboradora en hacer el bien.
Y en fin, por la joven rumana, de cuya paranoia Dios se sirvió para el trágico final de
cruz.
Barquero en la guerra escondiendo a refugiados políticos y judíos
–Taizé quedaba a dos kilómetros de la línea que partía entonces a Francia en dos–.
205
Barquero luego entre religiones reuniendo en su Comunidad a hermanos de confesiones
cristianas diferentes. Barquero entre el Este y el Oeste acogiendo a europeos cuando la
cortina de hierro escindía a Europa durante los difíciles y conturbadores años de la
Guerra Fría. Barquero entre el Norte y el Sur instalando pequeñas comunidades en los
países en desarrollo con el propósito de hacer frente al traído y llevado diálogo NorteSur, suplicando al opulento Norte ablandar sus duras entrañas ante la pobreza, y
compadeciendo desde la puesta en común y el trabajo diario al impecune y misérrimo
Sur. Barquero, por último, entre las generaciones a fuerza de convertir a Taizé en un
lugar donde, lejos de toda forma de militancia, han podido emerger nuevas esperanzas
después del hundimiento de las ideologías y del desencanto de la modernidad.
3. Taizé y los jóvenes.
Muchas obras escribió Roger en su dilatada vida, páginas todas de oraciones y
reflexión invitando a los jóvenes al compromiso y a la confianza. En los últimos años,
debido a su edad, se fatigaba mucho, claro. De ahí sus desplazamientos en silla de
ruedas. Hombre de reconciliación, vivía su vida al calor de la oración. Taizé lanzó en
1974 lo del Concilio de los jóvenes y cuatro años después la Peregrinación de fe sobre la
tierra, encuentros itinerantes que anticipan la actual Jornada mundial de la juventud, cita
fija para miles de personas. Meditaciones bíblicas breves, cantos simples, en latín y en
otras muchas lenguas, con ese estilo tan de Taizé, mezcla de interioridad y sobriedad a la
vez. Lengua, en resumen, fácilmente comprensible pese al origen geográfico y a la
formación cultural, a veces tan diversa, de los participantes en los encuentros.
Desde finales de los cincuenta, empezaron a frecuentar la colina jóvenes orantes.
Entre principios de primavera y finales de otoño, cada semana, chicos y chicas de
diversos continentes y confesiones cristianas se llegaban a millares al lugar con ese fin
religioso. Algunas semanas de verano podían registrarse más de cinco mil jóvenes de
setenta y cinco países. Al cabo del año, Taizé organizaba también en una ciudad
diferente un encuentro europeo de jóvenes, nueva etapa de la Peregrinación de fe sobre
la tierra.
Acudían fascinados por este hombre singular, cuyo irresistible encanto, fruto de su
misticismo, quedó pródigamente desparramado en muchas de sus obras[493]. Y hasta en su
mirada. Era la suya –dicen– una mirada limpia, llena de bondad, de la que parecía salir
serenidad y sosiego. Mirada, por otra parte, de invencible fuerza interior. Y luego estaba
su voz, clara y fascinante; voz de profeta, pero sin furores ideológicos. Por aquella
mirada y aquella voz afloraba la utopía de Taizé, el sueño de una Comunidad ecuménica
surgida en los años de la II Guerra mundial, después de siglos de incomprensión.
Fue la de Roger, en resumen, vida de reconciliación entre cristianos. «Dios no creó ni
el miedo ni la inquietud, Dios no puede sino darnos su amor»: así escribió al encuentro
europeo de jóvenes de Lisboa (28 de diciembre de 2004 - 1 de enero de 2005)[494]. La
Comunidad prosigue actualmente para que los jóvenes conserven la esperanza del
fundador[495]. Gran misterio, este final trágico de quien hizo de su vida entera un remanso
206
de paz y un puerto en quietud. Supo darse hasta el último encuentro. Un grupo de
peregrinos italianos, de Rímini en concreto, camino de la JMJ de Colonia, se detuvieron
tres días en Taizé y pudieron conocerlo en persona: les estrechó la mano a cada uno y les
dio la bendición. Un gesto reconocido por enteras generaciones que nunca lo podrán
olvidar.
Jamás Taizé aspiró a una teología propia. Contribuye, eso, sí, a que las teologías sean
de comunión. Tampoco a una liturgia propia, sino que permite a los cristianos de todas
las confesiones orar juntos. Ni enseñó una ética propia, pero fomenta la comprensión de
una verdadera humanización del hombre basada en paz y justicia. Sin pastoral juvenil
alguna, en suma, sabe, pese a ello, hablar a los jóvenes con mensaje simple, limpio,
transparente como los títulos de sus primeros libros: Unanimidad en el pluralismo,
Dinámica de lo provisional, Lucha y contemplación, Vivir el hoy de Dios..., etc. Más que
fórmulas estereotipadas, mensaje creíble, bien se ve, porque su autor buscó vivirlo día
tras día, personal y comunitariamente.
Fue el hermano Roger un puente de unidad entre pueblos, entre creyentes, entre
generaciones. No faltarán jóvenes católicos que lo invoquen como a santo desde el bello
himno de Taizé: «Donde hay caridad y amor, allí está Dios»[496]. Tal vez sorprenda en una
Iglesia negada todavía hoy a compartir la comunión con cristianos acatólicos. Será gesto
al menos por donde intuir que el fundador de Taizé tampoco se dejaba encerrar en
ninguna institución ni estructura. Sobre su posible conversión al catolicismo, el cardenal
Kasper aseguró a los tres años de la muerte que «sería preferible no aplicar a su persona
categorías que él mismo juzgaba inapropiadas para su experiencia y que además la
Iglesia católica no ha querido nunca imponerle»[497].
4. Su amistad con los Papas.
Solía san Juan Pablo II hacerse presente con un mensaje de aliento en los encuentros
juveniles del hermano Roger, a quien recibía todos los años en el Vaticano. Su visita a
Taizé el 5 de octubre de 1986 le permitió afirmar: «Se pasa por Taizé como se pasa junto
a una fuente. El viajero se detiene, apaga la sed, y continúa su camino». También acogía
en Roma a los encuentros europeos de fin de año. Como arzobispo de Cracovia había
visitado Taizé en 1964 y 1968: se habían conocido en 1962, durante el Vaticano II,
donde Roger fue observador gracias a sus relaciones con san Juan XXIII, luego
proseguidas con su amigo del alma el beato Pablo VI.
El hermano Roger no quiso perderse el funeral de Juan Pablo II. Quedará para la
historia una de sus últimas imágenes en público: al acudir en silla de ruedas a comulgar
de manos del todavía cardenal Ratzinger[498]. Mucho se habló entonces –¡qué fácil!– de su
conversión al catolicismo, sin reparar en la sencilla grandeza del gesto: que un pastor
protestante rindiera homenaje a un Papa al que no debía obediencia comulgando en la
misma plaza de San Pedro. El hecho extrañó más porque Roma excluye a los
protestantes de la comunión eucarística. Hijo de pastor evangélico y teólogo evangélico
él, Roger estaba muy cercano al catolicismo, aunque oficialmente no convertido. En nota
207
pública a primeros de julio de 2005 Joaquín Navarro-Valls, portavoz de la Santa Sede,
volvió a la carga: el gesto debía interpretarse como excepción: no había, pues, que
deducir de ahí conclusión alguna sobre la práctica sacramental católico-romana de la
intercomunión. Roger compartía de lleno la doctrina católica romana sobre la Eucaristía
y era personalmente contrario a la práctica de la intercomunión (en Taizé
cuidadosamente evitada). Queriendo aclarar las cosas, el portavoz vaticano lo enredó
más afirmando que no estaba prevista: por circunstancias, el Hermano se habría
encontrado de pronto entre el grupo de personas ante el celebrante. «En tal situación no
habría sido posible evitar el darle la comunión a Shutz» (¡sic!). Más tarde, pudo saberse
que el hermano Roger, amigo de san Juan Pablo II, había recibido de este, no una sino
varias veces la Eucaristía, en misas papales privadas e incluso desde que Wojtyla era
cardenal de Cracovia. Aunque protestante, compartía la fe católica en la Eucaristía y
estaba, pues, también ahora en condiciones de recibirla.
Prefería hacer la oración él solo en su habitación, más que nada por respeto a quienes
eran de otra religión o no creyentes. A menudo inclusive se alejaba de casa o se iba al
bosque, lo cual en los primeros años de la Guerra revestía un peligro. De hecho, sus
padres llegaron a pedir a un oficial francés retirado no perder de vista a sus dos hijos.
Aún así, Roger y Geneviève tuvieron que abandonar Taizé en 1942. Volvieron en 1944
con los primeros refuerzos apoyando la idea de una vida en común. Acabada la Guerra,
empezaron a cuidar a los niños huérfanos: Geneviève se convirtió en madre de aquellos
pobres muchachos. Llegaban también los domingos a Taizé prisioneros de guerra
alemanes. De modo que, poco a poco, se iba cumpliendo el milagro: hermanos que se
unían a hermanos: católicos, evangélicos de diversos orígenes y provenientes de más de
veinticinco naciones. Roger sacó en 1952 la primera edición de su Regla de Taizé,
referente desde entonces para miles de jóvenes, y para numerosos hombres de Iglesia y
de diversas confesiones.
Su pasión ecuménica consiguió crear la principal red de diálogo interreligioso del
mundo. Hizo realidad la tan ansiada unidad entre las distintas confesiones cristianas, de
suerte que Taizé es hoy Comunidad reconocida por los diversos patriarcados ortodoxos,
la Iglesia anglicana y la propia Roma. «Conociendo a las personas –asegura Kasper–,
tengo plena confianza en el futuro de la Comunidad de Taizé y en su compromiso con la
unidad de los cristianos. Esta confianza me viene igualmente del Espíritu Santo, que no
suscita carismas para abandonarlos a las primeras de cambio. El Espíritu de Dios, que es
siempre nuevo, trabaja en la continuidad de una vocación y de una misión. Él es el que
va a ayudar a la Comunidad a desarrollar su vocación, en fidelidad al ejemplo que el
hermano Roger le dejó. Las generaciones pasan, el carisma permanece, porque es don y
obra del Espíritu. Me gustaría terminar repitiendo al hermano Alois y a toda la
Comunidad de Taizé mi gran estima por su amistad, su vida de oración y su deseo de
unidad. Gracias a ellos, el dulce rostro del hermano Roger nos sigue siendo familiar»[499].
208
NATHAN SÖDERBLOM
(1866-1931)
Lars Olof Jonathan Söderblom (Nathan para el ecumenismo), teólogo y obispo luterano
sueco y uno de los fundadores del moderno movimiento ecuménico protestante, nació en
el Trönö, provincia sueca de Hälsingland, a unos doscientos kilómetros de Uppsala, el 15
de enero de 1866 y murió en Uppsala el 12 de julio de 1931[500]. Hijo de Jonas Söderblom,
pastor de sólida fe, y de Sophia (Blume) Söderblom, descendiente de un obispo de Oslo,
su perfecto conocimiento de cuatro lenguas y su firme afición a los viajes iban a hacer de
él una personalidad internacional.
Matriculado en Uppsala (1883) y licenciado brillantemente tres años después en
griego, hebreo, árabe y latín, trabó pronto contacto con las corrientes liberales de la
teología alemana (Ritschl). Una vez graduado, ingresó en la Escuela de Teología de
Uppsala para cursar Teología e Historia de la religión y desde 1888 editó la revista
Meddelanden. Dos años más tarde viaja a la Conferencia Estudiantil Cristiana de
EE.UU., decisiva para su ecumenismo. Se ordena de sacerdote en 1893 y contrae
matrimonio con Anna Forsell, joven estudiante de filosofía. Vicepresidente primero y
presidente luego de la Unión de Estudiantes de Uppsala, pasa como capellán de la
Embajada sueca a París, donde permanece desde 1894 hasta 1901. Allí también prepara
su tesis doctoral, en estrecha relación con la Escuela símbolo-fideísta (Augusto Sebatier
y Eugenio Menégoz). Defendida en 1901 bajo el título de La vida futura según el
Mazdeísmo, quedó inscrito así entre los mejores especialistas en el estudio de las
religiones comparadas, y el primer extranjero en obtener un doctorado teológico en la
Facultad protestante de la Sorbona.
De vuelta en Suecia (1901), es nombrado profesor de religiones comparadas en la
Universidad de Uppsala, cátedra que, del 12 al 14, ocupa también en la Universidad de
Leipzig. Su influencia en Uppsala, ciudad universitaria sueca por excelencia, es
profunda. Escribe mucho de psicología religiosa, filosofía, historia y religiones
comparadas. El 20 de mayo de 1914, pese a la oposición de los medios tradicionalistas,
es nombrado arzobispo de Uppsala por el rey Gustavo V. La Guerra estalla poco más
tarde, y él se esfuerza por reunir a los representantes del cristianismo de los países
beligerantes para acelerar su conclusión con la paz. Ya antes, acabada la contienda, su
principal deseo será la unidad eclesial. En sus últimos diecisiete años, gobernó
activamente a la Iglesia sueca y promovió con entusiasmo las relaciones ecuménicas
entre la Iglesia luterana de Suecia y la Iglesia anglicana, invitando al obispo de
209
Peterborough a participar en la consagración de los obispos suecos en 1920. Su
primordial deseo tiró por la unificación de las Iglesias cristianas. En 1925, los cristianos
episcopales, de la Iglesia reformada, así como luteranos y ortodoxos se reunieron en
Estocolmo al objeto de fijar el rumbo de las futuras relaciones ecuménicas entre estos
diferentes grupos.
Su ecumenismo sostiene que el mismo Dios se da a conocer en todas las confesiones
cristianas: los cristianos, pues, ya están unidos en lo más profundo de sus corazones. Y
como el amor a Dios debe manifestarse en la vida, los cristianos todos pueden juntos
mostrar su unión, ya adquirida en lo más profundo de sí mismos. Idea esta precisamente
del movimiento Vida y Acción. Su entusiasmo por Suecia y el mundo todo, fue
ampliamente reconocido: elección a la Academia Sueca (1925), Premio Nobel de la Paz
(1930) y su llamada a la entrega de las Gifford Lectures (1931). Pese a tener previstas
para 1931-32 dos series de conferencias, fue capaz de cumplir solo con la primera: dictó
diez entre el 19 de mayo y el 8 de junio de 1931, y murió el 12 de julio de 1931, poco
después de su regreso a Suecia. Se dice que sus últimas palabras fueron: «Hay un Dios
vivo, puedo probarlo por la historia de la religión».
Dejó cincuenta y cinco mil cartas recibidas o escritas a personalidades eclesiásticas y
hombres de Estado del mundo entero, sin omitir, por supuesto, la administración de su
diócesis, la reforma litúrgica y la reconstrucción de numerosos templos. Objeto de
muchísimas condecoraciones –catorce doctorados honoris causa, por ejemplo–, su
inagotable actividad siguió mismamente hasta su muerte. Sus restos reposan junto a los
de su esposa Anna en la catedral de Uppsala, debajo de uno de los pilares del coro.
1. Adelantado al actual boom de las religiones.
El estudio comparado de las religiones, usado por primera vez como concepto por el
indólogo e historiador oxoniense de la religión Federico Max Müller (1823-1900),
designa una disciplina científica cuyo cometido es la investigación empírica de las
religiones, tanto de las pertenecientes a culturas elevadas como de las no escritas, en la
totalidad de sus formas actuales e históricas de aparición, y en sus relaciones con la
cultura, el país, el pueblo, la sociedad, la política y la economía. La fenomenología de la
religión estudia las diversas formas de aparición de la religión, así como, verbigracia, los
objetos, espacios y tiempos sagrados, la palabra, los hombres y la sociedad que tienen un
carácter sagrado. Para llegar a comprender la esencia de la religión, es preciso tener en
cuenta que esta disciplina compara los mencionados fenómenos dentro de las distintas
religiones, eliminando los datos históricos accidentales. Una disciplina parcial
relativamente reciente es la sociología de la religión, la cual investiga los aspectos
sociales de la religión en el ámbito de las instituciones religiosas y en las relaciones
recíprocas entre religión y sociedad.
La necesidad de tomar a pecho los resultados del estudio comparado de las religiones
para resolver problemas de teología de la religión introduce un estadio nuevo en la
consonancia entre la teología y este estudio, vínculo que hasta ahora se ha caracterizado
por cierta ambivalencia. Pues, por un lado, tal estudio se había realizado en clima
210
independiente de la teología, y, por otro, se conservó una estrecha correspondencia entre
ambas disciplinas por la sencilla razón de que dicho análisis debía sus métodos a las
formas de investigación de la teología histórica y, por ello, con frecuencia se han
abordado los fenómenos de religiones extrañas con categorías procedentes de la teología.
Pero los conocimientos teológicos no son el único presupuesto para la investigación
del estudio comparado de las religiones. Esta ciencia, como cualquier otra disciplina
científica, es incapaz de desarrollar su trabajo en un aislamiento absoluto. Necesita de
otras ramas de la ciencia, que para las tareas de tal estudio tienen el carácter de ciencias
auxiliares. Entre ellas se da extraordinario relieve a las especialidades filológicas, puesto
que ofrecen el presupuesto para entender en los idiomas básicos los textos que sirven de
fuente para conocer a fondo las religiones. También son importantes la historia del arte y
la arqueología, la historia política, cultural y económica, la filosofía, la geografía, la
psicología, la etnología y la sociología. Al poderse descifrar los antiguos sistemas
orientales de escritura, y contar con hallazgos arqueológicos de textos, objetos y
edificios cultuales, el material para dicho estudio se multiplica. En las universidades se
cultivó primeramente por representantes de disciplinas teológicas y filológicas, los
cuales dieron, de forma ocasional, cursos sobre el tema. En 1873 Suiza erigió la primera
cátedra al respecto en Ginebra y la universidad de Boston (EE.UU.) introdujo también
esta especialidad. Los holandeses fundaron en 1876 cátedras en Groninga, Ámsterdam,
Leiden y Utrecht. Siguió Francia en 1879 con una en París; y Bélgica en 1884 con otra
en Bruselas. El teólogo clásico Sam Wide introdujo en 1893 la ciencia de la religión en
Uppsala con nuestro protagonista Nathan, de feliz memoria, que allí enseñó esta
disciplina desde 1901 hasta el 14. El estudio comparado de las religiones adquirió en
Suecia, pues, prestigio internacional.
Ya desde 1886 se dieron lecciones en Roma sobre dicho estudio comparado. Fue, sin
embargo, Rafael Petazzoni (1883-1959), profesor de esta materia en Roma en 1924, el
primero que con empuje y aliento dio a la investigación italiana importancia
internacional. Tal disciplina se había introducido también en Asia (Japón) en 1903. Y
Lord Adam Griffith (1820-87) había fundado en Inglaterra –universidades escocesas de
Aberdeen, Edimburgo, Glasgow y St. Andrew–, cátedras de Natural Theology; la
primera cátedra para Natural and Comparative Religion se creó en Oxford corriendo
1908. En cuanto disciplina académica llegó a Berlín en 1910 y a Leipzig en 1912.
Dinamarca erigió en 1914 una cátedra en Copenhague; y Noruega otra en Oslo en 1915.
Hoy este estudio comparado tiene que ver, por fortuna, con gran número de
universidades, mayormente conectado a la filosofía de la religión, la teología del
Antiguo Testamento y la misionología. El auge que, los años andando, han tomado el
estudio del hecho religioso y la misma teología de las religiones agiganta más aún, si
cabe, la figura estelar de Nathan Söderblom, haciendo de él un verdadero adelantado a
estos tiempos de posmodernidad, sobre todo en lo relativo a la primera etapa de su vida,
por él dedicada al estudio y a la enseñanza de la historia de las religiones, principalmente
en Leipzig y Uppsala.
211
2. Cofundador del movimiento «Life and Work» (Vida y Acción).
La Iglesia luterana sueca figura entre las pioneras del ecumenismo, y dispone de
buena nómina de hijos ilustres viviendo a tope dicha vocación. Pertenecen a ella
hombres insignes como nuestro arzobispo luterano Nathan, incansable y diligente
arquitecto del ecumenismo moderno merced sobre todo a sus célebres convocatorias
para los grandes encuentros de Uppsala durante su ministerio arzobispal. Extraordinaria
importancia la suya, en efecto, para la causa de la unidad de la Iglesia luterana sueca.
Procuró destacarlo así san Juan Pablo II durante su visita al país.
La gira del papa polaco por los países escandinavos Noruega, Islandia, Finlandia,
Dinamarca y Suecia tuvo lugar, en efecto, del 1 al 10 de junio de 1989. En Suecia estuvo
concretamente del 8 al 10. La trascendencia de aquel viaje, al menos en lo relativo a
Suecia, deriva, por una parte, de ser este el país donde la historia de la Reforma registró
en su día inusitada violencia. Y por otra, de ser Suecia en aquellos tiempos país con la
triste fama del más ateo y materialista-práctico del mundo. Aunque lo parezca, no es
igual que lo que acontecía en los países entonces socialistas, puesto que la concepción
que estos tenían de la realidad era un ateísmo materialista-dialéctico.
Uno de los puntos de más relieve dentro de la visita de san Juan Pablo II a Suecia fue
precisamente la ciudad de Uppsala. El 9 de junio de 1989 tuvo lugar allí, de hecho, un
oficio ecuménico dentro de la catedral medieval, para, una vez acabado este, dirigirse a
la casa arzobispal luterana. Cierto y notorio se hace que Uppsala es el corazón religioso
de Suecia, y un sitio de especial relevancia ecuménica. Su historia, por lo demás, guarda
íntima relación con la llegada del cristianismo a las tierras nórdicas.
En un artículo aparecido en el diario Nya Tidningen, de Uppsala, el 8 de junio de
2009, Jonas Jonson, obispo otrora de la diócesis luterana de Strägnäs, valoró la visita
papal de Juan Pablo II y sus consecuencias para el ecumenismo en Suecia. Hubo un
hecho histórico, resalta Jonson refiriéndose al servicio ecuménico que el citado 9 de
junio de 1989 se desarrolló en la catedral de Uppsala: destaca particularmente el
momento en que san Juan Pablo II se inclinó ante la tumba de Nathan Söderblom. Diez
años atrás nadie hubiera podido imaginarse algo así, la Iglesia católica estaba dispuesta a
encontrarse con la Iglesia luterana sueca para una unión visible en Cristo.
Prosigue Jonas Jonson explicando que la visita del papa Wojtyla constituyó un
importante estímulo para el movimiento ecuménico en el país, aunque tampoco faltaron
dificultades que llegarían a debilitar luego ese proceso. Una de las causas del fenómeno
podría ser, a juicio de Jonson, la llegada a la Curia Romana de prelados conservadores:
en medios eclesiásticos de la Iglesia católica se discutía entonces sobre el preservativo y
la homosexualidad, temas en los que la Iglesia luterana sueca se muestra muy permisiva.
Esto, junto a los escándalos de pedofilia que luego fueron apareciendo, hizo que, poco a
poco, se aparcase a la Iglesia católica como conservadora y, por tanto, que se fuera
enfriando el calor ecuménico inicial. Aunque a nivel de dirigentes la Iglesia luterana
sueca haya puesto tierra por medio con algunas Iglesias evangélicas y casi todas las
apostólicas, en el parroquial mantiene mucho de la obra caritativa y hasta pastoral que
comparte con otras Iglesias. De ahí que se entablen contactos ecuménicos, por más que
212
luego la situación varíe de parroquia a parroquia, según la ideología de quienes las
dirijan.
Nathan Söderblom sugería ya en carta abierta de 1919 la creación de un CEI: añadía
que el camino para llegar a la unidad era la colaboración en acciones prácticas. A
resultas de lo cual, se celebró en 1920 la Conferencia Vida y Acción a la que acudieron
delegados de la Iglesia ortodoxa. A Nathan Söderblom, por lo demás, le fue otorgado en
1930, según he dicho, el Nobel de la Paz. En 1925 se reúne en Estocolmo la Conferencia
del cristianismo práctico, y también allí tiene lugar y se da cita el Comité de
Continuación de la Conferencia Misionera mundial, para programar la Conferencia
mundial de FC que en el año 1927 concurrió por primera vez a Lausana con el objetivo
de lograr la unificación en la doctrina. En esta etapa del camino hacia la unidad, pues,
los movimientos Vida y Acción y Fe y Constitución se encargaron de emprender, por
distintas vías desde luego, el camino hacia la unidad de las Iglesias. Hoy tales
movimientos son entidades destacadas del ecumenismo protestante y, a fin de cuentas,
como sendos paradigmas del sincero apoyo de las Iglesias nórdicas a la unidad.
3. Reconocimiento de su obra ecuménica.
«Me uno a vosotros en dar gracias por los muchos modos en que el Espíritu Santo ha
acompañado el movimiento ecuménico en Suecia en el curso de los años y ha
reavecinado a los cristianos. Pensemos solamente en la vida y la obra de personas como
el gran arzobispo de Uppsala, Nathan Söderblom, que está sepultado en esta catedral y
cuyos esfuerzos por la unidad de los cristianos y por la paz mundial son bien conocidos.
Recuerdo con gran placer los intercambios verbales y epistolares con mi compatriota
Úrsula Ledóchowoska, aquella excepcional mujer que vivió por diversos años en Suecia
durante la I Guerra mundial y cuyo nombre ha sido inscrito y enumerado entre los
beatos»[501].
A nivel internacional, Nathan Söderblom es, efectivamente, el más conocido.
Inclusive, ya digo, considerado como el arquitecto del movimiento ecuménico del siglo
XX[502]. La verdad es que había empezado a moverse hacia la intercomunión entre la
Iglesia de Suecia y la Iglesia de Inglaterra ya en 1909, y en 1920 dispuso que el obispo
Woods de Peterborough, Inglaterra, participara en la consagración de dos obispos
suecos. En los años siguientes dio la bienvenida a Vida y Acción, movimiento de
Peterborough. Pero entregado al movimiento ecuménico tropezó, por diversas razones,
con algunos obstáculos durante este período: los funcionarios franceses; las Iglesias
alemanas y estadounidenses, conservadoras ellas; el arzobispo de Canterbury, cauteloso;
los patriarcas de las Iglesias ortodoxas del Este, terminando de salir de su forzado
aislamiento; la Iglesia católica romana, decididamente opuesta; y, en suma, los
promotores de la causa, que no tenían el gancho de los grandes líderes. Por supuesto que
Nathan Söderblom sí estaba, sin embargo, revestido de un poder capaz de sacar las cosas
adelante, pues era el jefe de una Iglesia nacional y, por si ello fuera poco, poseía también
otras cualidades de indiscutible brillo, como el prestigio académico alcanzado con sus
213
escritos y el encanto personal para persuadir al interlocutor. Tenía todas las cualidades
para salir airosamente al encuentro de los demás, es decir, para el ecumenismo que
pudiéramos definir como dialógico.
En 1920, el Patriarcado ecuménico de Constantinopla fue el primero que abogó
públicamente por un órgano permanente de comunión y cooperación de «todas las
Iglesias»: una «Sociedad de Iglesias» (Koinonía ton Ekklesion) similar a la Sociedad de
Naciones (Koinonía ton Ethnon), propuesta hecha después de la I Guerra mundial. Lo
mismo propugnaban en los años veinte dirigentes eclesiásticos como el sagaz y activo
arzobispo Nathan Söderblom (Suecia), fundador de Vida y Acción (1925) y J. H. Oldham
(Reino Unido), fundador del Consejo Misionero Internacional (1921).
Nuestro incansable Nathan, luterano él en una Iglesia que había conservado el
episcopado histórico, valoró la liturgia y tradición devocional del culto católico
tradicional, que llegó a estimar en mucho los escritos de los eruditos liberales
protestantes. Él creía que su deber consistía en trabajar, tanto católicos como
evangélicos, por una cristiandad unida, y consideró la cooperación práctica en cuestiones
sociales como un prometedor primer paso. Durante la I Guerra mundial, trabajó sin darse
tregua para aliviar las condiciones de los prisioneros de guerra y los refugiados. Por esto,
y por su obra posterior de unidad de la Iglesia y la paz mundial, recibiría en 1930 el
Premio Nobel de la Paz.
Otra tendencia que después de la I Guerra mundial alcanzó las proporciones de una
especie de movimiento, es la que propugnaba la paz o reconciliación con las Iglesias
separadas. Las Iglesias orientales cismáticas fueron objeto de comprensión y simpatía
crecientes, a lo que contribuyó mucho también el movimiento litúrgico. No solo se
estudiaba la Teología oriental, introducida desde 1931 en los seminarios como disciplina
obligatoria, sino que muchos sacerdotes y clérigos adoptaron voluntariamente el rito
bizantino para trabajar con mayor eficacia en pro de la unión. Especialmente intenso y
vivo se enseñó el deseo de entrar en más íntimo contacto con los protestantes de
cualesquiera denominaciones. Cuanto más se agravaban los síntomas de una progresiva
descristianización de la vida pública, más deseable se hacía a los ojos de la mayoría la
unión de todos los que, en uno u otro sentido, se consideraban todavía cristianos. Dentro
de sus copiosos escritos, sobresalen: Las religiones de la Tierra (1905); Teología natural
e historia general de las religiones (1913); e Introducción a la historia de las religiones
(1920).
4. La Conferencia de Estocolmo (1925).
Se dieron cita en ella protestantes, anglicanos y ortodoxos, y fue el evento que vino a
coronar los esfuerzos ecuménicos de Söderblom. Roma no se dejó ver, y en su discurso
de apertura el arzobispo Nathan lamentó la ausencia del «Apóstol Pedro». La
Conferencia, que se describe al detalle en el libro Söderblom de Estocolmo (1925)[503],
sentó las bases de un credo ecuménico futuro, hizo hincapié en la necesidad de conciliar
las filosofías rivales de espiritualidad subjetiva y objetiva de la acción social, y trató de
214
encontrar la unidad en un llamamiento para la paz mundial.
Organizó Nathan en Estocolmo, corriendo 1925, el Consejo Universal Cristiano de
Vida y Acción. Mientras, un grupo sobre todo anglicano había formado una conferencia
interdenominacional de FC. Ambos grupos acabarían en 1948 fusionándose para formar
el CMI. Dentro del ámbito protestante, se celebraron gran número de conferencias y
congresos para conseguir al menos una más estrecha colaboración de los protestantes
entre sí y, a ser posible, entre estos y la Iglesia oriental. La organización Vida y Acción,
cuya alma era, ya digo, Nathan Söderblom, celebró conferencias en Estocolmo (1925) y
Oxford (1937). El propósito de Vida y Acción se centraba, sobre todo, en coordinar los
esfuerzos dirigidos a un fin común, sin distinción de confesiones en lo social, económico
y político.
FC, en cambio, pretendía la concordia teológica de las distintas confesiones sobre la
base de la Sagrada Escritura. También este movimiento celebró asambleas en Lausana
(1927) y Edimburgo (1937). Fruto de aquel clima de cooperación, ambas organizaciones
constituyeron en 1938 un Comité provisional, con sede en Utrecht, que en 1946 creaba el
que sería CEI, cuya primera asamblea general se abrió en Ámsterdam (1948), a la que
siguieron luego las de Evanston (1954), Nueva Delhi (1961), donde ya hubo cinco
católicos, Uppsala (1968); Nairobi (1975); Vancouver (1983), Canberra (1992), Harare
(1998), Porto Alegre (2006), y la 10ª y por ahora la última, en Busan (Corea del Sur),
2013.
En julio de 1937, vísperas de las conferencias mundiales de Vida y Acción en Oxford
y de FC en Edimburgo, representantes de ambos movimientos acudieron a Londres y
decidieron unirse y constituir una asamblea plenamente representativa de las Iglesias. La
nueva organización propuesta no tendría «poder para legislar en nombre de las Iglesias
ni para comprometerlas a la acción sin su consentimiento; pero, si ha de ser eficaz –se
decía–, tendrá que merecer y ganarse el respeto de las Iglesias hasta el punto de que las
personas más influyentes en la vida de las Iglesias estén dispuestas a dedicar tiempo y
reflexión al trabajo de la organización». Deberían participar también los laicos ocupando
«puestos de responsabilidad e influencia en el mundo secular», y «un personal
competente». S. McCrea Cavert (EE.UU. de América) propuso el nombre de Consejo
mundial de Iglesias (CMI = CEI).
La propuesta fue acogida con calor lo mismo en Oxford que en Edimburgo, y en cada
conferencia fueron designadas siete personas para un comité de catorce miembros
reunidos en Utrecht, mayo de 1938, que creó a su vez un comité provisional del CMI «en
proceso de formación». William Temple, arzobispo de York, y después de Canterbury,
asumió la presidencia, y W. A. Visser’t Hooft (Países Bajos), la secretaría general. El
comité provisional sentó las bases del CMI, resolviendo cuestiones constitucionales por
lo que respecta a su fundamento, su autoridad y su estructura. En octubre-noviembre de
1938, el comité cursó invitaciones formales a ciento noventa y seis Iglesias, y Temple
escribió una carta personal al Secretario de Estado del Vaticano.
La memoria de Nathan Söderblom, en fin, se celebra en el calendario de los santos de
la Iglesia luterana y en el litúrgico de la Iglesia episcopal de EE.UU. el 12 de julio, día
215
de su muerte. Por si lo dicho no basta, tal vez la oración que sigue justifique por qué
figura con derecho propio en el retablo de Apóstoles de la unidad:
«Dios todopoderoso, que diste a tu siervo Nathan Söderblom una preocupación especial por la unidad de tu
Iglesia y el bien de tu pueblo: haz que por el poder de tu Espíritu Santo podamos ser movidos a buscar el fin de
las barreras que dividen a los cristianos, y manifestar tu amor a todo el mundo en actos de generosidad, por
medio de Jesucristo Señor nuestro, que contigo y el mismo Espíritu vive y reina, un solo Dios, ahora y por
siempre. Amén».
216
WILLIAM TEMPLE
(1881-1944)
Segundo hijo del nonagésimo quinto arzobispo de Canterbury Frederick Temple,
William nació el 15 de octubre de 1881 en Exeter, Inglaterra, y murió el 26 de octubre
de 1944 en Westgate-on-Sea, noroeste de Kent[504]. Educado en el colegio Rugby y el
Balliol College de la Universidad de Oxford, tras la ordenación de diácono (1909) y de
presbítero (1910), asume la dirección de la Repton School, y poco después el rectorado
de la parroquia St. James Church de Picadilly (Londres: 1914-19). Canónigo en
Westminster (1919-21), obispo de Manchester (1921-29), arzobispo de York (1929-42) y
nonagésimo octavo arzobispo de Canterbury (1942-44), destacó por ecuanimidad y
liderazgo en el ecumenismo. Cofundador y director del Christian Social Council, fue
presidente de la Comisión provisional de lo que más tarde habría de ser el CEI.
Era William hombre de temple que sabía templar. Escritor de considerable capacidad
intelectual, en la noche antes de casarse dio remate a Mens Creatrix (1917), su obra
filosófica más grande. Su apoyo sindical le indujo a afiliarse al Partido Laborista (191825), cuando la Iglesia de Inglaterra se identificaba tanto con los conservadores.
Presidente de la Asociación educativa de obreros (1908-24) y de la Conferencia
internacional sobre política, economía y ciudadanía cristiana (1924), trabajó a fondo en
el creciente movimiento de la unidad. Pese a su activismo en los más dispares
menesteres eclesiásticos y a su incansable dedicación al trabajo, encontró por fin
consuelo cuando el 24 de junio 1916 se casó, por fin, con Frances Gertrude Acland
Anson (1890-1984), hija de Frederick Anson y nieta de Sir Thomas Acland, amigo del
padre de Temple. Entre su nombramiento episcopal para Manchester y su promoción al
arzobispado de York acabó por convertirse en figura cada vez más distinguida en la
santa y novedosa causa de la unidad.
Considerado el candidato ideal para presidir una mesa de diálogo, pues con su aguda
inteligencia lograba el acuerdo en reuniones que parecían destinadas a un punto muerto,
fue delegado de la Iglesia anglicana en las conferencias de Lausana (1927) y Jerusalén
(1928). Apoyó resuelto los preparativos de la Conferencia mundial de Iglesias en
Edimburgo (1937), impulsó con eficacia la reunión de las diversas Iglesias del país en
pro de la Ley de Educación (1944), influyó de lleno en la formación del Consejo
Británico de Iglesias y afianzó decidido la voluntad de quienes en 1948 acabarían por
fundar el CEI.
Con hondas preocupaciones por la justicia económica y social, sin ser teólogo
217
creativo en el genuino sentido del término, sobrepasa con mucho a la inmensa mayoría
de profesores de teología ingleses de su tiempo, hasta el punto de ser visto por algún
biógrafo como uno de los cuatro grandes doctores de la Comunión anglicana, junto a
Richard Hooker, Joseph Butler y Frederick Denison Maurice. También como «Primado
el más ilustre de la Iglesia de Inglaterra desde los tiempos de la Reforma inglesa». En
1924 publicó Christus Veritas, tal vez el volumen donde mejor explica su teoría de la
Encarnación, muy afín, por cierto, a Calcedonia pese al sabor neo-nestoriano. En
Naturaleza, Hombre y Dios (1934), expondrá su posición definitiva: realismo dialéctico.
La influencia de sus maestros Platón, san Juan evangelista y Robert Browning se dejó
sentir siendo él todavía estudiante oxoniense: liberal entonces, llegó a ser presa de dudas
sobre el nacimiento virginal y la resurrección corporal de Jesús, lo que, ante el obispo de
Oxford, le ocasionó serios problemas a la hora de su ordenación.
Desde temprana edad sufría de gota y de una catarata que lo dejó ciego del ojo
derecho a los cuarenta años. Las presiones durante la II Guerra mundial no hicieron sino
ir agravando el mal, hasta que a principios de octubre de 1944 tuvo que ser trasladado en
ambulancia de Canterbury al Hotel Corte Rowena en Westgate-on-Sea, donde murió el
26 de octubre. Conducido al crematorio de Charing, Kent –primer primado anglicano en
ser incinerado, lo que impresionó mucho entonces a la opinión pública de la Iglesia no
solo de su país, sino también de la entera comunidad anglicana–, sus cenizas acabaron
cinco días más tarde en la catedral de Canterbury, lado sur de la Corona, junto a la tumba
de su padre. Hoy es honrado el 6 de noviembre en el calendario de la Iglesia de
Inglaterra y en la Iglesia Episcopal (EE.UU.). Pertenece por derecho propio, pues, a la
gloriosa nómina de Apóstoles de la unidad.
1. De incansable actividad intelectual y literaria.
William Temple se trasladó a los cuatro años al palacio episcopal de Fulham, donde
residió hasta los quince, para mudarse luego al palacio arzobispal de Lambeth. Su
infancia y adolescencia, por tanto, transcurrieron de palacio en palacio junto a lo mejor
de la sociedad británica y al aire de la más esmerada educación que su privilegiado
puesto le ofrecía. Con tan desahogada vida por delante, bien que estrictamente sujeta a la
disciplina religiosa de oración temprana y lectura bíblica diaria, lejos entonces de la
penuria obrera, difícilmente cabría esperar que un hombre así llegase a ser un día, por la
fuerza de su propio corazón cristiano, quien involucrase a la Iglesia de Inglaterra en la
problemática social como parte constitutiva e inherente de la misión cristiana en la tierra.
Porque su lema fue siempre «identificar la religión con la vida». Coherente con ese
principio, Temple se afilió al Partido Laborista inglés y en él militó durante muchos
años, de suerte que, incluso cuando en razón de su cargo arzobispal tuvo que cesar, entre
no pocos críticos era conocido como el «Arzobispo rojo». Durante la Guerra, su
dedicación al país y su constante restricción moral se ajustaron de lleno a las necesidades
eclesiales y sociales en aquel tiempo turbulento. Ello explica, pues, que en 1942, cuando
Cosmo Gordon Lang (1864-1945) se retiró del ministerio primacial como nonagésimo
séptimo arzobispo de Canterbury, no se viera mejor alternativa sucesoria que la de
218
Temple, entronizado en Canterbury el 23 de abril de 1942. Aprovechó el sermón de
aquella ceremonia para insistir en que la Iglesia tenía que participar con visión de futuro
en lo relativo a una comunidad cristiana extendida por todo el mundo. La unidad de la
Iglesia, junto con el deseo de ver a la Iglesia extenderse más allá del Occidente de la
opulencia, hasta los países orientales en proceso de desarrollo, fue lo más significativo
de dicha pieza oratoria, luego ampliada en su único libro de Canterbury, La Iglesia mira
al futuro (1944).
Inclusive frente a un conflicto mundial como el de la Guerra, Temple, lleno de
esperanza, supo destacar para toda la comunidad cristiana internacional los méritos que
podían reportar la sufrida realidad de una Iglesia perseguida y el don del ecumenismo
entre los hombres del planeta. La verdad es que viajó entonces mucho por el país
alentando a la ciudadanía con mensajes de orgullo nacional y de esperanza cristiana. A
pesar de su apretada agenda, de sus frecuentes sermones, de su incansable actividad
oratoria en conferencias y arengas, amén de los continuos viajes; pese a tanta actividad
como el creciente movimiento ecuménico internacional por doquier imponía, en suma, él
se las arregló para encontrar tiempo y ganas de escribir obras, algunas de mucho
fundamento. De tan incesante actividad intelectual dan fe sus 34 libros y 70 folletos, por
donde se aprecia la esencia de sus ideas. Baste citar, entre los de mayor relieve, Christus
Veritas (1924); Naturaleza, Hombre y Dios (1934), compilado a partir del Gifford
Lectures en Glasgow (1932-34); El cristianismo y el pensamiento y la práctica (1936);
Lecturas en el evangelio de san Juan (1939-40); La esperanza de un mundo nuevo
(1941); El cristianismo y el orden social (1942); y La Iglesia mira al futuro (1944).
Según M. W. DeLashmutt, donde Temple resulta mejor conocido es en El
cristianismo y el orden social, cuyas páginas reflejan a un anglicano sensibilizado por la
teología social y por una justa sociedad de posguerra. En 1942 Temple, además de llegar
a la Mitra de Canterbury, publicó este libro, su más fina e importante aportación al
pensamiento cristiano del siglo XX: breve y claro, es un clásico desde que vio la luz. En
pocas semanas se vendieron no menos de ciento cuarenta mil ejemplares, y treinta años
después sería reimpreso con prefacio de Edward Heath. Ardiente defensor de la igualdad
de oportunidades a través de un sistema educativo al alcance de todos, acuñó en 1941
para una entera generación de cristianos británicos la expresión Estado de bienestar
(Welfare state), opuesta a la del Estado de guerra (Warfare state) de la Alemania nazi:
por describir la emergencia de las políticas keynesianas de posguerra. Defendió el
movimiento obrero y apoyó las reformas económicas y sociales. De ahí el acento social
de su legado: la escuela secundaria Temple High School en Fulwood, Preston; el primer
William Temple College en Manchester y la William Temple Escuela Primaria del
Consejo de Europa, en Hull. A su nombre también está dedicado el templo en Abbey
Wood, Londres, una de las tres iglesias que conforman el Equipo del Ministerio
Thamesmead, que integra la Iglesia de Inglaterra. Y la William Temple House, residencia
internacional de estudiantes en Londres. Digna de nota es asimismo, en fin, la
Organización William Temple, en Portland (Oregón: EE.UU.).
219
2. Temple y los judíos.
Naturalmente que Temple también es conocido por haber sido uno de los fundadores
del Consejo de los Cristianos y Judíos (1942). En el contexto de la persecución antijudía
durante la II Guerra mundial, en efecto, fundó conjuntamente con el Gran Rabino Joseph
Hertz dicho Consejo para combatir las formas de antisemitismo y otros prejuicios
raciales en Gran Bretaña. Temple llegó a dirigirse a la Cámara de los Lores en 1943
proponiendo las medidas que debían tomarse contra las atrocidades perpetradas por la
Alemania nazi. Los campos de exterminio de judíos, opuestos a los campos de
concentración para todos los indeseables, fueron establecidos por los nazis en marzo de
1942. Nueve meses más tarde, 17 de diciembre de 1942, los Aliados condenaron por fin
el exterminio de judíos y prometieron castigar a los ejecutores en la victoria. Pero no fue
hasta el 19 de abril de 1943, cuando se celebró la controvertida Conferencia de
Bermudas para continuar con las infructuosas discusiones entre delegados de EE.UU. y
británicos acerca del rescate de víctimas de los nazis, y solo después –todo hay que
decirlo– de que el arzobispo cantuariense William Temple, puesto en pie en la Cámara
de los Lores de Londres el 23 de marzo de 1943, suplicase al Gobierno británico ayuda
para los judíos de Europa.
Dijo él entonces, entre otras cosas: «Los judíos vienen siendo masacrados durante
mucho tiempo por decenas de miles de personas al día […]. El sacerdote y el levita de la
parábola no eran en absoluto responsables de las heridas del viajero mientras yacía allí
en el camino y, sin duda, tenían muchas cosas más urgentes que atender; pero se erigen
como la imagen de quienes son condenados por dejar de lado la oportunidad de mostrar
misericordia. Sobre nosotros, en este momento, pesa una responsabilidad tremenda.
Nosotros estamos de pie en la barra de la historia, de la humanidad, y de Dios». También
apoyó públicamente una paz negociada, al contrario de la rendición incondicional que
los líderes aliados exigían. A Wiston Churchill –lógico– le disgustaba la política de
Temple, pero acabó aceptando el consejo de Cosmo Lang: «Temple es la figura más
destacada y nadie más (que él) puede ser considerado seriamente». En el verano de 1944
Temple hizo incluso una visita a Normandía durante la Operación Overlord,
convirtiéndose así en el primer arzobispo cantuariense que, desde la Edad media, acudía
a un campo de batalla. La posición teológica de Temple ha sido descrita como un
idealismo hegeliano, afirmando los lazos entre el Estado y la Iglesia, lo que facilita los
pronunciamientos cristianos sobre problemas sociales y económicos. Hay que reconocer,
eso también, que supo elevar la voz cuando lo más fácil para él hubiera sido el silencio.
Al estallar la II Guerra mundial, mucha gente no tomó conciencia de la amenaza que
representaban los nazis, y algunos líderes cristianos, en el colmo de la osadía, los
apoyaron. Otros líderes cristianos, en cambio, empezaron a denunciar el antisemitismo
nazi, reconociendo al mismo tiempo la necesidad general de mejorar las relaciones entre
cristianos y judíos. Nuestro arzobispo cantuariense, por otra parte, convocó en marzo de
1942 una reunión, cuyo resultado fue el Consejo de los Cristianos y Judíos, uno de cuyos
objetivos era, precisamente, combatir todas las formas de intolerancia racial y religiosa.
Especial énfasis puso en afirmar los valores morales compartidos por judíos y cristianos,
220
y de modo particular en el trabajo educativo entre jóvenes. William W. Simpson, un
ministro metodista que había intervenido en la asistencia a los refugiados, fue nombrado
secretario, cargo que ocuparía hasta 1974.
Durante los primeros años a raíz de la II Guerra mundial, salieron importantes
declaraciones y documentos. El CEI declaró ya en su primera asamblea (1948) que el
antisemitismo, «sea cual fuere su origen, [es] absolutamente inconciliable con la
profesión y la práctica de la fe cristianas […]. Es un pecado contra Dios y el hombre».
Declaración enérgica y certera, en la línea del embrionario Consejo de los Cristianos y
Judíos, al que, por cierto, tanto había contribuido años atrás William Temple.
Comprometido desde joven en buscar «las cosas que pertenecen al reino de Dios», la
Encarnación daba, a su entender, valor y sentido no solo a los individuos sino a toda la
vida. De ahí que en 1940 llegase a convocar la gran Conferencia de Malvern con el fin
de reflexionar sobre la reconstrucción social que haría falta una vez acabada la
contienda. «Necesitamos hombres que busquen la dirección del Espíritu de Cristo para
determinar lo que es correcto y se entreguen a ello en cuerpo y alma. Aventura y lealtad
a Cristo es lo que queremos». He ahí la orientación cristocéntrica de todo su quehacer
teológico y ecuménico.
3. Ecumenista[505].
El desafío de la Iglesia de Inglaterra en el nuevo paisaje del ecumenismo mundial fue,
para Temple, especialmente notable en el crucial momento de la Guerra. Pero él, dicho
sea en su haber, se implicó de lleno en la primera Conferencia mundial de FC (Lausana,
1927) y en la del Consejo Misionero Internacional (Jerusalén, Pascua de 1928). Su
interés por el ecumenismo continuaría durante el resto de su vida, llegando a ser para
muchos el sello distintivo de su legado. En este sentido, sus trece años como arzobispo
de York fueron tal vez los más importantes y eficaces.
Las Iglesias integrantes de la Comunión anglicana se caracterizaron siempre por su
empeño y su abierto apoyo al movimiento ecuménico. Miembros del CMI desde su
fundación (1948), algunas estuvieron entre las pioneras de las corrientes fundadoras del
Consejo. El puro dato histórico dice que años después de Edimburgo-1910, el
episcopaliano canadiense y experto misionero en Filipinas, Charles Brent (1862-1929)
[506]
, de la Iglesia episcopal de EE.UU., fue el inspirador de FC, rama fundacional del
ecumenismo doctrinal. Él concitó en Lausana (1927) una conferencia de la que salió
dicho movimiento. Era la primera vez que casi ochenta Iglesias intercambiaban puntos
de vista sobre unidad cristiana y creaban un comité internacional e interconfesional de
continuidad, promotor de la segunda cita mundial del movimiento en Edimburgo (1937),
adonde acudieron más de cuatrocientos participantes representando a ciento veintidós
Iglesias, esta vez bajo la presidencia de William Temple, a quien se considera también
entre los primeros animadores del movimiento Vida y Acción o ecumenismo práctico.
Esa apertura ecuménica fue, sin duda, favorecida por las características de una Iglesia
que se considera a sí misma como «no dogmática» y, al mismo tiempo, como una «vía
221
media» entre el catolicismo y el protestantismo. No obstante la tímida y tenue oposición
inicial, acabó por abrirse camino la propuesta de unir FC con Vida y Acción «para formar
un consejo de Iglesias», proyecto hecho realidad con la formación del CMI en
Ámsterdam el año 1948[507]. El reconocido mérito de Temple, pues, va a discurrir
emparejado al realce y la importancia que se dé a FC y Vida y Acción.
Los primeros acercamientos católico-anglicanos, anteriores a lo que hoy se denomina
movimiento ecuménico moderno, se dieron con Ferdinand Portal y lord Halifax, ambos
en este libro. De hecho, la Iglesia de Inglaterra, a diferencia de otras comunidades
surgidas de la Reforma, había conservado su estructura episcopal. Las ideas del
Movimiento de Oxford asumieron una forma más popular en el movimiento llamado
«ritualista», que trataba de traducir las ideas teológicas en una liturgia centrada sobre
todo en la Eucaristía. Junto a esos dos movimientos, se desarrollaron nuevas iniciativas
al servicio de la caridad y fundaciones de comunidades religiosas. La Iglesia de
Inglaterra conseguía conocer así, pues, una verdadera renovación teológica, litúrgica y
pastoral, según la impronta de la Alta Iglesia (High Church).
La idea de una Asamblea de Iglesias quería unir esfuerzos y crear espacios de diálogo
entre las diferentes Iglesias alrededor del mundo y, a la vez, que estas pudieran dar
testimonio común de unión y servicio. Otra aspiración era pedir no solo pastores
reunidos, sino líderes laicos involucrados en puestos de liderazgo. Sería McCrea Cavert
de EE.UU., insisto, quien habría de sugerir el nombre de Consejo/Concilio mundial de
Iglesias (en inglés World Council of Churches). Ambos grupos, el de Oxford y el de
Edimburgo, aceptaron el reto y convocaron a siete Iglesias para conformar un comité de
catorce miembros con el fin de fundar el CMI. En la reunión de Utrecht, mayo del 38, se
creó un comité provisional responsable a tal efecto. William Temple fue nombrado
presidente; y W. A. Visser’t Hooft (Holanda) secretario general. El comité provisional se
encargó de avanzar las bases de la participación de las Iglesias en el CMI, teniendo en
cuenta sus fundamentos, organización y autoridad. En octubre-noviembre de 1938,
fueron cursadas invitaciones a ciento noventa y seis Iglesias. El propio Temple se
encargó de escribir al Secretario de Estado del Vaticano. La dimensión cristológica, por
lo demás, le hacía ver las cosas en actitud orante y adorante. «Adoración –solía repetir–
es el sometimiento de todo nuestro ser a Dios. Es tomar conciencia de su santidad. Es el
sustento de la mente con su verdad. Es la purificación de la imaginación por su belleza.
Es la apertura del corazón a su amor. Es la rendición de la voluntad a sus propósitos. Y
todo esto se traduce en alabanza, la más íntima emoción, el mejor remedio para el
egoísmo que es el pecado original».
4. Últimos esfuerzos ecuménicos de Temple.
La II Guerra mundial retrasó la formación del CEI. Entre 1940-46, pues, el Comité
provisional no pudo cumplir de manera regular sus responsabilidades, pero muchas de
sus Iglesias miembros y otros grupos cristianos organizaron encuentros en EE.UU.,
Inglaterra y Suiza. Bajo el liderazgo de su secretario general Visser’t Hooft en Ginebra
222
durante la Guerra, se hicieron gestiones que contribuyeron a dar un testimonio
supranacional de las Iglesias realizando servicios de culto, trabajo pastoral con los
prisioneros, asistencia a judíos y otros grupos de refugiados, información permanente a
todas las Iglesias de lo que ocurría. Acabado el conflicto, se reanudaron contactos con
los líderes religiosos de todo el mundo en pro de una labor de reconciliación y ayuda
intereclesiales al objeto de remover los escombros dejados por la metralla.
William Temple llamó al movimiento ecuménico «el gran acontecimiento nuevo de
nuestra era»[508]. No le faltaba razón. Lo que después vino, el empuje del Vaticano II y
subsiguientes desarrollos no son sino la consecuencia de aquellos apóstoles de la unidad
de primera hora, comprometidos y generosos ellos con el movimiento, como Temple.
Durante el proceso formativo del movimiento ecuménico, la Iglesia católica romana se
mantuvo fuera y, en general, hostil hacia el CMI. En realidad, hubo severas advertencias
tanto del Papa como del Santo Oficio con respecto a las relaciones ecuménicas.
Afortunadamente las cosas cambiaron con san Juan XXIII y el Concilio, del que saldrían
documentos tan decisivos para la causa de la unidad como el decreto sobre el
ecumenismo, UR, y la declaración sobre la libertad religiosa, DH. Estas dos radicales
modificaciones de las reglas pasadas se relacionan entre sí. Es difícil visualizar el
ecumenismo sin por lo menos alguna forma de libertad religiosa. Roma hoy juega un
papel primordial dentro del movimiento ecuménico y es la Iglesia que está, quizá, más
involucrada en los diálogos interconfesionales, los institutos ecuménicos, y los esfuerzos
intereclesiales por conseguir libertad religiosa.
FC, por su parte, se reúne cada tres o cuatro años, y es el foro teológico más
representativo del mundo. Pretende «proclamar la unidad de la Iglesia de Jesucristo y
llamar a las Iglesias a obrar por la unidad visible de una sola fe y una sola comunión
eucarística expresada en el culto y en la vida común en Cristo, para que el mundo pueda
creer». El reducido porcentaje de ortodoxos y representantes de las Iglesias de África,
Asia y América Latina ha subido del 20 y 40 por ciento respectivamente. Las mujeres,
antes ausentes, representan ahora, en cambio, casi el 30 por ciento. Desde el 68
representan oficialmente a la Iglesia católica doce miembros activos. A partir de la
fundación, sus objetivos no han sido sino cuestiones teológicas: comprensión y práctica
del bautismo; la Eucaristía y el ministerio ordenado; la Iglesia y conceptos de su unidad;
la Escritura y la Tradición; función y significado de los credos y confesiones; influencia
de los llamados factores no teológicos en los esfuerzos en pro de la unidad de la Iglesia.
Desde 1968, además, prepara con el PCPUC el material del octavario[509].
Grave pérdida la del movimiento ecuménico con la prematura muerte de Temple.
Estaba tan familiarizado con él que, cuantas veces se tratase de elegir un presidente, su
nombre era el que antes que ningún otro venía a la pluma. Tenía, de hecho, las
cualidades que adornan al verdadero líder: habilidad de altísimo nivel, rapidez de
entendimiento, singular claridad de exposición, gran apertura de espíritu, paciencia
invencible, rapidez de reflejos y una buena dosis de humor. En 1942 había sido elegido
arzobispo de Canterbury, pero la muerte llegó solo dos años después, 1944, dejando al
entero mundo cristiano lamentar la pérdida de un hombre conocido y amado en todas las
223
Iglesias[510]. En la extendida y grandiosa Comunidad anglicana, se eleva hoy a nuestro
intrépido pastor y ecumenista esta sencilla oración:
«Oh Dios de luz y de amor, que iluminaste a la Iglesia con el testimonio de tu siervo William Temple: Te
rogamos que nos inspires con su enseñanza y ejemplo para que nos alegremos con valentía, confianza y fe en
la Palabra hecha carne, y seamos conducidos a establecer aquella ciudad que tiene por fundamento la justicia y
por ley el amor; por Jesucristo, luz del mundo, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios, por
los siglos de los siglos. Amén».
224
MAX THURIAN
(1921-1996)
En la tarde del 15 de agosto de 1996, solemnidad de la Asunción de la Virgen María,
fallecía en Ginebra, donde estaba hospitalizado, el teólogo y ecumenista Max Thurian,
preciosa vida gastada al servicio de la unidad. El rotativo vaticano en versión francesa
tituló: Il a vu le ciel sur la terre avant de voir le ciel dans le ciel. El funeral se desarrolló
el 20 de agosto en la ginebrina iglesia de la Casa de ejercicios «El Cenáculo», donde el
antiguo monje de Taizé solía hospedarse cuando visitaba la patria chica de Calvino.
Presidió las exequias el arzobispo de Nápoles, cardenal Michele Giordano, de cuyo
cabildo Thurian era canónigo desde 1987, fecha en que, tras su conversión a la Iglesia
católica, había sido ordenado sacerdote en aquella catedral por el purpurado antecesor
Corrado Ursi.
Concelebraron el nuncio apostólico en Suiza, monseñor Karl-Josef Rauber y el obispo
de Lausana, Ginebra y Friburgo, monseñor Amédée Grab, quien, al principio del acto,
recordó la obra ecuménica del infatigable paladín de la unidad que se había ido a la casa
del Padre. Había entre los presentes, portadores ellos de la condolencia del prior y
cofundador Roger, muchos hermanos de Taizé; numerosos sacerdotes, religiosos y
religiosas; miembros focolarinos, así como numerosos amigos y conocidos de Ginebra y
del CEI. La unidad del Cuerpo de Cristo, apasionadamente amado y servido por el
finado, centró la homilía del presidente de la asamblea.
«Hombre de Dios», «buen servidor del Evangelio», «incansable buscador de la
verdad», «hombre de fe profunda, esperanza inquebrantable y ardiente caridad», «gran
discípulo de Cristo», son, en resumen, las principales gemas con que san Juan Pablo II
adornó su telegrama al hermano Roger en el tránsito del entrañable amigo «cuya
fidelidad –añadía– se tradujo durante más de cincuenta años en compromiso teológico de
alta calidad». Tuvo que ser en su Ginebra natal en vísperas de los 75 de edad, justamente
en la tarde de la Asunta, cosas del destino, cuando rindiera su alma al Dios
misericordioso este siervo bueno y fiel[511], por tantos años de corazón entregado a la
divina Señora, cuyas grandezas había sabido cantar –alma la suya de trovador– textos
bíblicos y doctrina patrística en mano, hasta presentarla como figura de la Iglesia.
Nacido en Ginebra el 16 de agosto de 1921, recibió la fe cristiana en la Iglesia
Reformada y cursó estudios en la ginebrina Facultad de teología protestante, de cuyas
aulas sale graduado como bachiller en teología y, con apenas veinte años, estudiante aún
de teología reformada, une su vida a la de Roger Schutz en una vocación común:
225
restaurar entre los protestantes el monacato, prácticamente abolido por Lutero y los
reformadores. Emprende una vida de consagración monástica en aras del ecumenismo,
aventura que san Juan XXIII calificará de «pequeña primavera de la Iglesia». Pastor de
confesión reformada en 1946, en 1948-49 se compromete de por vida con la Comunidad
de Taizé, donde, como viceprior, le da de firme al estudio de la liturgia procurando
recuperar los elementos católicos de la teología sacramental. Sus rigurosos y ponderados
estudios de teología, liturgia y ecumenismo no tardan en acreditar su nombre
internacionalmente. Ambos a una, Roger Schutz y Max Thurian, constituyen a partir de
ahí un referente obligado para los ecumenistas. Thurian persigue con sus escritos una
aproximación a las tradiciones llamadas «católicas» de la Ortodoxia y de la Iglesia de
Roma, lo que le merece del papa Roncalli ser llamado, junto a Roger, como observador
del Concilio.
Acudieron los dos al Vaticano II, en efecto, poniendo aquella inolvidable nota de
color blanco en el nutrido coro de los que entonces se llamaban Hermanos separados, a
quienes Yves Congar saludaba por las mañanas con fraterno afecto. De los cerca de
ciento cincuenta en total, unos asistieron solo a una sesión; otros a varias; y los hubo que
siguieron el curso completo de los trabajos conciliares. Allí estaban, por ejemplo, los
rusos, profesor Vitali Borovoi y el entonces archimandrita Vladimir Kotljarov, desde
1995 metropolita de San Petersburgo y Ladoga. La verdad es que poco antes de su
apertura el número creció notablemente al ser invitados ad personam algunos
exponentes no católicos, entre ellos Óscar Cullmann y nuestros simpáticos monjes, los
cuales, por cierto, iban a dar mucho juego. No hay más que repasar las crónicas[512].
1. Cofundador de Taizé y observador en el Concilio.
Max Thurian resultaría ininteligible desligado de Taizé. El duro trabajo de los años
cincuenta empezó pronto a dar frutos dentro de la misma Iglesia católica: en el plano
doctrinal gracias a los escritos de Geisemann, De Vooght, y Tavard; sobre el apóstol san
Pedro, a causa del libro de Cullman; y para la vida religiosa, merced a Grandchamp y a
Taizé. Antes de que en las comunidades religiosas se produjese el aggiornamento que
tanto daría luego que hablar, esta de Borgoña se había convertido ya en signo profético.
Al publicarse en 1962 el Oficio de Taizé, llamó poderosamente la atención de tantos
como entonces se aprestaban a la renovación del culto cristiano, comprendidos futuros
redactores de la SC y del PC, el equilibrio entre lo antiguo y lo nuevo que presidía sus
páginas. Pronto se comprobó que Taizé no era fruto de improvisación ni de
circunstanciales entusiasmos. Empezó a brillar en Schutz el maestro de espiritualidad, y
en Thurian el agudo teólogo que sabía llevar lo nuevo a tantos problemas viejos de la
vida eclesial contemporánea (celibato, confesión, crisma, intercomunión, Eucaristía,
devoción a la Virgen) y, sobre todo, que lo hacía con rigor, respeto, estilo bíblicopatrístico, actitud dialógica con católicos y protestantes y, por decirlo de una vez,
ecuménicamente. El tirón de Taizé probablemente responde a que, partiendo de la
Comunidad de sus ginebrinas raíces calvinistas, supo abrirse, no obstante, hacia la
226
Iglesia católica, lo que al principio no dejó de sorprender. También, quizá, al hecho de
ser masculina. Porque análogas experiencias se habían dado ya, pero solo en
comunidades femeninas: baste recordar a las diaconisas calvinistas de Reully, cerca de
París, fundadas en 1841, y a otras después, como Grandchamp[513].
No por ello Taizé dejó de tropezarse al principio con dificultades. Algunos círculos
protestantes, también católicos, empezaron a ver todo aquello con escepticismo,
considerándolo experiencia un tanto rara y punto menos que sospechosa por indefinida,
ya que parecía quedarse a medio camino entre Catolicismo y Reforma. Todo cambió,
como antes había sucedido y volvería a ocurrir después en otras instancias y con otras
personas, cuando Juan XXIII recibió en audiencia al hermano Roger allá por los últimos
meses de 1958, primeros de su pontificado. A nadie medianamente conocedor del papa
Juan se le escapa que monseñor Roncalli estuvo de nuncio en París de 1945 a 1953, o
sea, en los mismos difíciles años de posguerra en que los primeros hermanos calvinistas
habían recalado en la región borgoñona. Empezó a florecer con ellos una «primavera»,
avance, por decirlo con palabras del papa Juan, de la que no mucho después habría de
llegar también a la Iglesia católica.
Alojados un grupo en Roma durante los años conciliares, se pasaban horas y horas en
el piso meditando la divina Palabra y pidiendo por los trabajos del Aula, donde tenían a
sus observadores. Aquel espíritu a la vez limpio y sencillo, carismático y renovador, fue
ganándose a la gente. En la Pascua de 1970 se abrió con aire de fiesta el «Concilio de los
jóvenes» provenientes de más de cien países. A partir de entonces, la multitudinaria cita
juvenil en el lugar fue incesante de Pascua a Pascua. Junto al carismático Roger, el
teólogo Max Thurian se reveló siempre, mientras vivió, alma teológica de aquel
movimiento profético. Uno y otro formaban la inconfundible y dinámica pareja de
esforzados ecumenistas que solo la muerte pudo romper[514].
Sería prolijo ahora ofrecer una lista completa de títulos sobre liturgia, Eucaristía,
ecumenismo, su célebre María en la Biblia y en la Iglesia (1950), y tantos más[515].
Maduro teólogo ya en los años del Concilio, por el que supo amar y rezar, pronto sus
libros y artículos de revista fueron abriéndole camino entre estudiosos católicos, que
leían aquellas páginas con gratificante sensación de cercanía y transparencia, serenidad y
plenitud. «¡Lástima que sea protestante!», oí decir más de una vez. Los actuales avances
ecuménicos sonaban entonces raros, utópicos. La verdad es que aquel hombre
extraordinariamente sencillo y sencillamente extraordinario escribía ya entonces
maravillas de la Virgen. Lo que tampoco le dejó exento de sospechas en ambientes
católicos conservadores, claro. Hoy produce sonrojo recordar que algún prelado de
España, de cuyo nombre no quiero acordarme, llegó a cerrar las puertas de su seminario
a varios hermanos de Taizé, conferenciantes invitados aquellos días precisamente por
otros obispos de nuestro país.
2. De calvinista a católico.
En 1987 Max Thurian pedía el ingreso en la Iglesia católica y poco después era
227
ordenado presbítero católico. Más de uno ha escrito por ahí que no se trató de
conversión, pues convertido a Cristo lo estaba desde tantos años, siempre fiel a su
palabra, pero lo cierto es que afirmaciones así deben matizarse para no confundir,
porque, puestos a ello, tampoco san Agustín, contra lo que algunos repiten y escriben a
veces, se convirtió a Cristo, de quien nunca llegó a separarse por la fe de catecúmeno
desde su tierna infancia, sino a la Iglesia católica (y no a la donatista ni a la arriana). En
un afán de llevar el agua al propio molino, los hay proselitistas a ultranza empeñados en
enfocar el asunto como si el ecumenismo fuera propiciar conversiones individuales a la
Iglesia católica romana. Desde otro ángulo se ha querido asimismo comparar el hecho
con la conversión de Newman, cuando ni Thurian fue un beato Newman, ni el
ecumenismo practicado en tiempos del Convertido de Oxford y Augustinus redivivus era
el que afortunadamente hoy se lleva, que es donde procede emplazar el análisis.
A quien primero se le debe dar la palabra en casos así es al protagonista. San Agustín
dejó explicada su conversión en las Confesiones, Newman en Apología pro vita sua y
Max Thurian en Mi conversión al catolicismo. Pero luego, junto al interesado, y además
del texto, ha de contar el contexto, donde hallamos, por de pronto, que el ecumenismo no
persigue en modo alguno conversiones de esta índole; la suya es, más bien, conversión
de todos (incluida la misma Iglesia católica) a Cristo, no de una Iglesia a otra Iglesia.
Claro es que no pretendo con ello decir que tales conversiones individuales no puedan
darse y, de hecho, se den, en cuyo caso deberán ser admitidas y valoradas. La regla de
oro del ecumenismo se llama libertad de conciencia, ese sagrario íntimo donde la
persona debe ser más respetada y respetuosa. Todo lo que así no fuere, equivaldría, en el
caso de la Iglesia católica, a negar cuanto su declaración conciliar sobre la libertad
religiosa dice.
Por eso mismo Thurian, sin ser molesto a nadie, sin romper su comunión con el
presbiterio católico napolitano ni con la Iglesia católica romana, siguió pasando a la vez
largas temporadas en su queridísima Comunidad de Taizé. Nada se había roto, todo
siguió en pie de serenidad y calma y armonía. El temor a herir el diálogo ecuménico y,
más que nada, la casi certidumbre de que su caso podría ser manipulado con fines
triunfalistas le indujo a mantener un prudente silencio, del que salió a instancias de
benévolos amigos[516]. Desde algunos lustros la Comunidad de Taizé venía contando con
sacerdotes católicos entre sus miembros. Ser sacerdote, pues, no modificaba la
pertenencia, según señaló un comunicado de prensa de la propia Comunidad. «Al pedir
libremente la ordenación al arzobispo de Nápoles, estaba claro que no abandonaba a
nadie, que no renegaba de nada de cuanto había recibido como cristiano anteriormente:
se trataba solo –dice– del cumplimiento de mi bautismo, de mi ministerio y de mi
profesión religiosa en el reconocimiento y la fidelidad a la Comunidad de Taizé»[517].
«Mantengo un profundo respeto por la tradición reformada que me comunicó con
fuerza la palabra de Dios», y añade: «Hace mucho tiempo que me siento profundamente
católico». Que influyera en él una madurez teológica más amplia que las simples
relaciones católico-protestantes lo insinúa en cuanto sigue: «He sentido la necesidad
irresistible de poner mi vida de ministro de Cristo en sintonía con mi pensamiento,
228
expresado muchas veces en el diálogo ecuménico»[518].
En cuanto al influjo del ecumenismo en esta conversión, Max Thurian aclara que
venía madurando la decisión desde años atrás, que discurrió siempre en contexto
ecuménico, nunca al margen, y que mediaron otras causas y concausas al socaire de lo
ecuménico: «De manera particular pienso en el concilio Vaticano II, en el Consilium de
liturgia, en el trabajo en torno al documento BEM, en el grupo Dombes. De este
conjunto puedo discernir aún algunos elementos decisivos». Y más adelante: «El diálogo
ecuménico sobre el ministerio, según la palabra de Dios, así como la vida litúrgica y
pastoral me han convencido del carácter sacramental de la ordenación por la imposición
de las manos y la epíclesis del Espíritu Santo»[519].
3. Teólogo del Absoluto.
La vida de Max Thurian, resumida en una suerte de verbum abbreviatum, podría
evocarse con este vocablo: unidad. Él mismo –lo desvelaba el cardenal Michele
Giordano el día del funeral– vino a reconocerlo con estas palabras: «Todo mi trabajo
tiene como meta iluminar un poco el camino que nos conduce a la reconciliación de los
cristianos y a la unidad visible de las Iglesias». La pasión por la unidad, pues, inspiró
vida y pensamiento del monje de Taizé, del teólogo riguroso, del ecumenista siempre
dispuesto y disponible a tejer pacientes y motivados lazos de comunión. La unidad que
buscaba proviene de arriba y hacia arriba vuelve, en la densidad de los tiempos de la
historia: es la unidad del origen, de lo provisional, del presente «entre los tiempos»; la
unidad del cielo, en fin; del Absoluto. En cuanto gracia oriens ex alto, es don, sin duda, a
recibir/acoger con espíritu de acción de gracias, en incesante sucesión de festivas
alabanzas.
Su teología, por eso, es celebración, confiere a la palabra esa alegría del cielo en la
tierra que la liturgia procura al abrirnos los ojos para ver el cielo en la tierra antes de ver
el cielo en el cielo. Pero a la vez que celebrativa es doxológica, o sea, que nutre la
elevación de la alabanza hacia el cielo, y que gana la paz y experiencia de la oración en
la tierra. En resumen, exulta y se goza por el movimiento del cielo hacia la tierra a la vez
que endereza y suscita el de la tierra hacia el cielo. Teología, en suma, de la alianza,
nacida al aire de un cántico de alabanza y de un arrebato de adoración al Dios viviente
para abrirse solidaria hacia los sentimientos íntimos de la experiencia humana.
Contemplativo al fin, Max Thurian procura reflejar el hondo sentido de la historia
entre el origen pascual de la fe cristiana y el presente. Se interroga sobre los
acontecimientos y formas a través de los cuales, en nuestros días, la historia del
Evangelio y del Espíritu nos congrega en la historia de la Iglesia. La unidad en lo
provisional jamás está pensada como excluyente de sus aspectos visibles, incluso de
aquellos, y quizás de ellos más que de otros, que portan la señal de lo inacabado y la
tensión hacia un todavía no. Y esto aun en el caso de que la plena unidad en la misma fe,
en el mismo sacramento, en el mismo ministerio, alrededor de la misma mesa del Señor,
viva todavía a la espera del mañana; incluso así, es preciso marchar hacia ella mediante
229
gestos concretos, iniciativas valientes, signos proféticos y pasos adelante responsables.
«La Iglesia, esencialmente, es y continúa siendo una, porque es don de Dios. A partir de
ahí, los cristianos que la forman deben manifestar tal unidad, realizarla existencial e
históricamente»[520].
Uno de tales signos fue, sin duda, su conversión y posterior ordenación presbiteral en
la Iglesia de Nápoles, en plena koinonía con su obispo y toda la Iglesia católica, pero a la
vez sin perder un ápice de su tierno amor a la Iglesia que le diera un día el bautismo y la
fe en Cristo Salvador. Aquí su teología se pinta total en su vida, con el misterio de su
persona. En sí misma profética, su obra resulta, en realidad, anticipación militante de lo
nuevo que esperamos y signo –costosamente pagado, justo es decirlo– de un mañana que
solo la esperanza alcanza. Teología del origen, del Absoluto, de la unidad del «entretiempo», es la de Max Thurian también teología de la unidad esperada y alcanzada y en
lo celeste presentida. Teología mariana «en la certeza de que la Virgen María, Madre de
Dios, representó por la gracia un papel decisivo en la historia de la salvación, y mediante
su intercesión maternal, sigue sosteniendo en su combate espiritual a todos los discípulos
de Cristo que forman la Iglesia. La piedad mariana nos lleva a la escucha de la palabra
de Dios, al amor de Cristo y a la renovación del Espíritu en la Iglesia, Madre de los
fieles»[521].
Colaborador de la Comisión FC desde 1976, prosiguió resuelto con sus monografías
sobre la Eucaristía, la Virgen María, la liturgia, los sacramentos y el sacerdocio. Fue
también consultor de la Comisión Teológica Internacional, de la Congregación para el
culto divino y la disciplina de los Sacramentos, y de la Congregación para el clero.
Mérito suyo es, como consultor de dicha comisión, haber coordinado y dirigido la
reflexión teológica del famoso BEM o Documento de Lima 1982, con miras al mutuo
reconocimiento de estos sacramentos por parte de todas las confesiones cristianas.
Significativa andadura de un teólogo que, a lo anterior, añade el haber sido cofundador
del Grupo de la Trapa des Dombes (Francia), uno de los foros de diálogo teológico más
prestigiosos de Europa.
4. Obrero de la UUS.
A primeros de junio de 1995, recién publicada la Ut unum sint, Max Thurian llevó su
pluma al OR para comentarla. «¡Qué gran acontecimiento esta nueva y duodécima
encíclica del papa Juan Pablo II, que ha hecho del ecumenismo una de las
preocupaciones mayores de su ministerio! De ágil lectura por su alternancia entre la
reflexión doctrinal, la meditación espiritual, la narración de los eventos significativos de
nuestros encuentros entre cristianos y de los momentos que han impresionado
particularmente al Papa en sus coloquios con los responsables de las Iglesias»[522]. Los
tres temas que, en su opinión, jalonan la Encíclica, son: conversión, comunión y alegría
del encuentro intercristiano. En cuanto a «la oferta nueva y generosa» de diálogo
fraterno para encontrar una mejor forma de ejercicio del ministerio de unidad del Obispo
de Roma, «revela bien –dice– cómo Juan Pablo II sea el Papa del ecumenismo, siervo de
230
los siervos de la unidad visible de todos los cristianos»[523].
Las primeras reacciones, precisa luego, «subrayaron justamente la gran apertura de
este documento que marca una nueva etapa en el camino hacia la unidad visible de todos
los cristianos». Pero es a propósito de los cinco temas cuyo riguroso análisis podría
acercarnos a la unidad visible (Tradición, Eucaristía, Ordenación, Magisterio y Virgen
María) cuando se explaya con detenimiento y regusto. El motivo es claro: glosa
documentos ecuménicos de FC, el de Lima –BEM– (en cuya elaboración tanto trabajó
Thurian) y otros donde también arrimó el hombro. Por otra parte, los cinco mencionados
temas constituyen, a decir verdad, la espina dorsal de su teología. ¡Cómo no subrayar
con gozo las constataciones papales del sensible avance que dichos diálogos han
reportado al ecumenismo! De ahí también su convencimiento de que «para que un día la
unidad visible de los cristianos sea una realidad estable y sólida, la exigencia de la
verdad debe andar a fondo en el diálogo fraterno y claro entre las Iglesias, acompañada
de la oración ferviente del Pueblo de Dios unida a la de Cristo: Ut unum sint!»[524].
A medida que la fecha de su muerte se aleja, Max Thurian se agiganta como faro para
católicos, protestantes y ortodoxos en la búsqueda de la unidad. Reconforta, pues,
presentar a este ecumenista de los nuevos tiempos, a este teólogo del Absoluto, cumplida
su misión en la tierra, testigo elocuente de aquel Pentecostés del siglo XX que fue el
Vaticano II, comprensivo y fraterno, cordial y tolerante, sencillo y bondadoso,
conocedor como pocos de esta vieja Europa flagelada de guerras y divisiones
intereclesiales, por cuya unidad trabajó mientras hubo sol en las bardas.
Miembro de la Academia Internacional de Ciencias Religiosas, no le faltaron
homenajes y condecoraciones por su buen hacer de teólogo y ecumenista. El 22 de mayo
de 1987 dio el paso la Universidad Pontificia de Salamanca[525]. Discurso el suyo –se dijo
entonces–, de admirable eclesiología ecuménica. Los motivos de la candidatura fueron,
en síntesis, haber contribuido a restaurar el monacato entre los protestantes; su
infatigable esfuerzo, junto al entrañable hermano Roger, por formar a la Comunidad de
Taizé desde sus obras ecuménicas y haber dirigido el vuelo de su pluma sobre todo a
reconstruir la sacramentalidad de la Iglesia, en especial la Eucaristía. Con lenguaje
renovado, destacó desde el protestantismo el sentido sacrificial de la misa y ayudó a
recuperar, desde una hermosa aproximación a la Virgen María, el verdadero enfoque
cristológico-eclesial de la mariología. Él mismo dice que llegó a los problemas de la
teología de la Iglesia desde la mariología.
Rica de pensamiento, sugestiva de inquietud y ancha de creatividad, su obra
comprende el casi medio centenar de monografías específicamente teológicas o relativas
al análisis de la conciencia espiritual de nuestra época y a la práctica del ecumenismo
moderno, sin contar, claro es, los numerosísimos artículos y ensayos de revista, fruto de
una espléndida trayectoria en la diaria dedicación a la inteligencia de la fe. Desde la
clausura del Vaticano II, prefirió centrar la investigación en tres tareas fundamentales:
comentar la dimensión ecuménica del Concilio, abundar en el misterio de la Iglesia y
responder a las necesidades pastorales y litúrgicas de nuestro tiempo. Estrella de primera
magnitud en el ecumenismo, le sobran méritos para figurar en Apóstoles de la unidad.
231
EMILIANOS TIMIADIS
(1916-1985)
Nació Emilianos Timiadis[526] el 10 de marzo de 1916 en Atenas[527], cuya Escuela
comercial empezó a frecuentar a partir de 1930. Cinco años después cursa en la Escuela
teológica de Halki, la cual le extiende en el 41 el diploma en teología. Diácono y
presbítero en el 42, ejerce hasta el 47 en una parroquia greco-ortodoxa de lengua turca en
Makrochorion (Estambul). Y del 47 al 52 como vicario general de Germanos, arzobispo
de Tiatira de Europa con sede en Londres (Patriarcado ecuménico), a quien acompaña en
1948 a la conferencia de Lambeth y a la fundación del CEI en Ámsterdam. Conocida, en
efecto, su espiritualidad ecuménica, Atenágoras I, su padre espiritual, decidió incluirlo
en la delegación oficial del patriarcado de Constantinopla para el histórico evento del 48
en Ámsterdam, quedando así ligado desde entonces al ecumenismo del CEl. Ampliados
estudios teológico-patrísticos en Oxford y Tesalónica, obtiene aquí en 1951 el título de
doctor en teología.
Por los años de 1950 la Iglesia ortodoxa irrumpe en Bélgica y Holanda con la masiva
emigración griega, lo que hace que su culto sea reconocido por el Estado: en el 52 ejerce
en las parroquias greco-ortodoxas de Anversa (residencia) y Charleroi, comunidad esta
la más importante y mejor organizada entonces, sobre cuyos diligentes sacerdotes
descuellan Emilianos Timiadis y Panteleimon Kontoyiannis. El primero será, de hecho,
pionero del ecumenismo en Bélgica. Emerge por entonces con pujanza su vocación
ecuménica, y sobresalen entre los cometidos pastorales a él asignados la asistencia
espiritual a los marineros ortodoxos embarcados en los puertos holandeses: no tarda en
comprender que sus preocupaciones son las de sus homólogos católicos y protestantes.
Atenágoras designa al padre Emilianos en 1959 representante permanente del
Patriarcado ecuménico en el CEI (Ginebra), donde permanece hasta 1984: «Años –
precisa Bianchi– de diálogo paciente, fervientes esperanzas, difíciles impasses, grandes
expectativas y dolorosos enfriamientos en el camino ecuménico, pero vividos siempre
con el Evangelio como guía y medida del propio ser y del propio obrar, años en los
cuales pudo calibrar los problemas de las Iglesias de toda la oikumene»[528].
Preconizado en 1960 obispo de Meloa y auxiliar de Atenágoras, el 16 de diciembre de
ese año [alguna fuente –no Wyrwoll– da el 6] tiene lugar su consagración en la parisina
catedral de San Esteban. Dos nombramientos llegan con 1965: el de metropolita de
Calabria y el de representante oficial del Patriarcado ecuménico en la IV Sesión del
232
concilio Vaticano II, cuyos gozos y esperanzas serán, así, también suyos. Experiencia
imborrable aquella, dirá luego, enriquecida por el trato directo a centenares de obispos,
teólogos, religiosos, bautizados de distintas confesiones que pudieron saborear en dicha
última fase la bondad y belleza de «vivir juntos como hermanos». Allí consolidó viejas
amistades, como la de monseñor Willebrands, y nacieron otras, como la del arzobispo de
Turín y luego cardenal, Michele Pellegrino, estudioso él también de la radicalidad
evangélica de los Padres de la Iglesia. Todo ello le ayudó a crecer por dentro en el
agustiniano sentire cum ecclesia, en la sensibilidad episcopal y monástica y en el
ecumenismo del corazón.
Elevado en 1977 a metropolita de Silyvría, se le ve cada vez más dado al movimiento
ecuménico, al ministerio de la enseñanza, a la predicación y a la paternidad espiritual.
Docente tres años en la Facultad de teología Holy Cross de Boston, en la Joensuu de
Finlandia, en el Instituto ecuménico de Bossey, Suiza, y visiting professor en Facultades
ortodoxas, católicas y protestantes de Europa y América, siguió ayudando a raíz de su
jubilación en el CEI, 1984, al Centro ortodoxo de Chambésy. Investido en el 93 doctor
honoris causa por la Holy Cross de Boston, en octubre del 95 abraza la vida monástica
de Bose, alternándola con temporadas en la diócesis griega de Eghion, donde fallece con
profunda paz interior el 22 de febrero de 2008. Ya en el más allá, podrá saborear la
inmortal frase de Agustín de Hipona: «la felicidad es el gozo de la verdad (gaudium de
veritate), es decir, el gozo de ti, que eres la Verdad, oh Dios, mi luz y la salvación de mi
rostro, Dios mío»[529].
1. Metropolita de Sylivría.
Primer copresidente de la Comisión teológica oficial de diálogo entre la Iglesia
ortodoxa y la FLM, y autor de un sinfín de obras y artículos en diversas lenguas, fue
gran amigo de algunos monasterios católicos, en particular el de Bose, Italia, donde pasó
largas temporadas. Trabó asimismo estrecha y tierna amistad con otro apóstol viajero él
también en la singladura de este libro: el reverendo don Julián García Hernando, con
quien puso en marcha y promovió durante varios fértiles decenios los Encuentros
Interconfesionales e Internacionales de Religiosas. Tenía, sí, muchos amigos en el
espacioso campo del ecumenismo internacional.
Su amistad con Enzo Bianchi, prior del Monasterio de Bose, por ejemplo, venía del
Concilio y aquel vivir de monje entre monjes, como uno más, a partir de 1995, no hizo
sino afianzarla. Bose le ayudó a crecer y «pensar» en forma eclesialmente catholica (=
«según el todo»), en armonía con la unidad que está en el corazón y la mente de Dios, y
que Dios espera de sus discípulos. Un paso, por cierto, al que contribuyó lo suyo el
catolicismo italiano de los años conciliares, que vio también nacer a la Comunidad de
San Egidio. Magníficos coloquios de apertura ecuménica, por lo demás, los de
primavera-otoño en Bose: hubieran hecho las delicias del Abbé Couturier o de la beata
Gabriela.
Abrazar aquella vida monástica ya en el otoño de sus días, suponía para el metropolita
233
Emilianos «continuar testimoniando que es posible que católicos, ortodoxos y
protestantes vivan juntos. Esta ha sido mi búsqueda y mi preocupación durante toda mi
vida, y aquí puedo continuar viviendo esta fraterna amistad como expresión del hecho de
que somos todos miembros del único cuerpo de Cristo […]. En Grecia vivo sobre todo
mi pertenencia a mi Iglesia y comparto las solicitudes pastorales del obispo con el que
vivo»[530]. Aparecidos los síntomas del mal que acabaría con su existencia terrena,
resolvió volverse a Grecia para rendir allí la vida. Tan grande, sin embargo, era su amor
a la Comunidad de Bose, que, a pesar de habérselo desaconsejado los médicos, quiso
ponerse en camino para compartir con ella las Navidades de 2007. Su despedida fue el
invariable Efcharistò! Mil, mil, mil gracias[531].
Al aire siempre del dicho mirémonos a los ojos, de su padre y maestro el patriarca
Atenágoras, tuvo para cuantos le iban a visitar un gesto de cariño y una palabra de
consuelo, no menos que a cuantos se interesaban a menudo por él, vía teléfono, como el
metropolita de Pérgamo, Ioannis Zizioulas; de Italia, Gennadios Limouris; de Francia,
Emmanuel; o su hijo espiritual el metropolita Amvrosios. El mismo patriarca Bartolomé
I, en su nombre y en el de toda la Iglesia, le hizo llegar una carta de amor fraterno y de
afectuosa cercanía en la enfermedad. Había dejado escrito antes de morir: «La fe tiene
ojos que nos permiten ver y tener la certeza de que la muerte nos lleva a la unión con
Cristo y con todos aquellos que hemos amado»[532].
No bien la Comunidad de Bose tuvo noticia del fallecimiento, emitió un comunicado
en el que se podía leer:
«El prior fr. Enzo Bianchi y la Comunidad de Bose entran en un silencio pleno de alabanza y de gratitud ante
la muerte de este hombre de Dios, que sienten como una epíclesis en el camino de la unidad de todos los
cristianos. Pedimos al Señor que continúe mandando profetas a su Comunidad, y al amado metropolita
Emilianos que interceda incansablemente en los cielos por todos los hijos de Dios»[533].
La Fraternidad San Elías, un Carmelo que celebra en rito bizantino y mantiene
estrechos lazos con numerosos ortodoxos, había editado en el 2005 un libro-mélanges en
homenaje a su persona y su obra[534]. Y en septiembre de 2005, por su parte, dedicó el
XIII Congreso ecuménico internacional de espiritualidad ortodoxa, consagrado, en sus
dos secciones bizantina y rusa, a san Juan Damasceno, bajo el lema Jean de Damas: un
pére al’aube del’Islam y André Roublev et l’icóne russe. Entre las personalidades
asistentes se pudo ver a monseñor Emilianos. Igual cabe decir del XV Coloquio
ecuménico internacional de espiritualidad ortodoxa dedicado al misterio de la
Transfiguración de Cristo, celebrado del 16 al 19 de septiembre de 2007 y promovido
conjuntamente por los patriarcados de Constantinopla y de Moscú.
2. Hijo espiritual, obispo auxiliar y confidente de su santidad Atenágoras I.
La vida de monseñor Emilianos discurrió junto al patriarca Atenágoras, sobremanera
en los años de obispo auxiliar, secretario y hombre de confianza. Fidelísimo defensor y
leal ejecutor de sus consignas, nunca se dejó minar por atisbos de traición a Su Santidad.
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De ahí que, dada su talla intelectual y espiritual, el venerable anciano se fijara en él para
confiarle delicadísimas funciones eclesiales. Lo que, por otra parte, conlleva que sus
informes, escritos y notas archivísticas deban ser objeto de consulta por parte de quienes
se adentren en las interioridades del entonces titular del Santo Trono.
Cuando Atenágoras convocó la primera Conferencia panortodoxa de Rodas (24 de
septiembre-1 de octubre de 1961), se armó dentro de la Ortodoxia gran revuelo. Estalló
una de las más agudas crisis entre el Santo Sínodo de Constantinopla y la Iglesia
ortodoxa griega autocéfala, opuesta en redondo al proyecto y, por ello mismo, decidida a
no asistir. Con todo y con eso, las cosas acabarían en avenencia. Conocido, pues, el
copioso elenco de problemas a debatir, Emilianos, siempre diligente con su padre
espiritual, llevó a las páginas de Apóstolos Andreas, entonces órgano oficial del Fanar,
una serie de artículos bajo el rótulo común En vista del Prosínodo, donde repropuso
temas muy queridos al Patriarca. Era por entonces voz común que en Timiadis había que
ver la mano derecha y el alter ego del titular de Constantinopla. Así que fue sacando a la
luz, uno tras otro, temas como: la necesidad de poner al día la vida de la Iglesia ortodoxa
mediante innovaciones relativas a la formación del clero y al papel del laicado. En este
contexto procede colocar el envío de observadores ortodoxos al Vaticano II. Emilianos
mantuvo una comunicación escrita de varios años con Visser’t Hooft, secretario general
del CEI. De ahí, repito, su importancia para conocer los móviles de Atenágoras sobre el
ecumenismo en general y, en concreto, con Roma y el Vaticano II. Sabido es el inicial
rechazo de la Ortodoxia al envío de observadores[535]. Emilianos jugó un extraordinario
papel a la hora de cambiar de táctica en este capítulo, y de modo muy particular
defendiendo la buena voluntad de su amado Patriarca.
Hoy sabemos que Atenágoras era, de hecho, partidario del envío, pero hubo de
atenerse a lo dispuesto en Rodas. Su delicadeza consistió en comunicárselo por escrito al
papa Juan antes de informar a la prensa. Y el portador de aquella carta no fue otro que el
diligentísimo Emilianos. Cuando le pregunté por estos detalles, sorprendido de que yo lo
supiera me confesó lo que ya tengo escrito en Ecclesia: «Aquello fue muy penoso» (très
pénible)». No podía él entonces prever, claro es, que muy pronto acudiría de observador
a la IV Sesión. Anota Congar el martes 14 de septiembre de 1965: «Saludo a Boegner,
Cullmann, Roux, los hermanos de Taizé, Evdokimov, etc. Son nuevos monseñor
Emilianos, ya encontrado ayer en el avión y un metropolita rumano»[536].
Todo fue a raíz de la entrevista del metropolita Nikodim con monseñor Willebrands
primero y luego con el cardenal Tisserant. El hecho, naturalmente, vino a saberse y
tampoco escapó al avispado Emilianos, ya que, cuando Willebrands estaba, como suele
decirse, con un pie en la escalerilla del avión Roma-Viena-Moscú, se apresuró a señalar
telegráficamente al Patriarca que este viaje preludiaba un probable cambio de actitud en
la Iglesia ortodoxa rusa. El telegrama es del 26 de septiembre de 1962 y dice así:
«Willebrands parte mañana en avión para visitar a Alexis. Bien podría significar esto un
cambio de actitud de Alexis respecto al hecho de mandar observadores.
Respetuosamente espero instrucciones. Emilianos Timiadis»[537].
El emperador Hailé Selassié invitó en 1964 al patriarca Atenágoras a visitar Addis
235
Abeba. El invitado envió en su lugar a su dilecto Emilianos, ya obispo de Meloa. Es de
igual modo sabido que Emilianos, autor de un memorándum a Visser’t Hooft (6-5-1966),
informa a este de la crisis por la que atraviesa esos años el Patriarcado ecuménico con el
Gobierno turco a propósito de lo que Ankara entendía por aquellas fechas un número
desproporcionado de griegos en Estambul. El delicado y bondadoso secretario Emilianos
se revela muy fino estratega solicitando la solidaridad internacional, para, entre todos,
inducir a las autoridades turcas a la moderación. Su fiel servicio a su santidad
Atenágoras, pues, no registró fisura de ningún género.
3. Teólogo, escritor y ecumenista.
El 17 de enero de 2004 el Instituto de Teología ecuménico-patrística greco-bizantina
de Bari distingue a Emilianos y a fr. Timothy Radcliffe, maestro general emérito de la
Orden de Predicadores, con el Premio San Nicola. El galardón, cuya Laudatio corrió a
cargo de fr. Enzo Bianchi, quería ser un reconocimiento a las tres facetas del epígrafe.
Con las tres fue de caballero andante por la vida, siempre azacanado de inquietud.
Ninguna hizo en él de meta. Todas, más bien, de camino para elevarse a Dios. Teólogo
lo fue de categoría, hondura y nombre propio. Sus estudios oxonienses y tesalonicenses,
lejos de quedar varados en el lejano ayer de unas aulas solo recordables por el retrovisor
de la memoria, fueron antes que nada objeto de renovadas investigaciones que muy
pronto llegaron a cristalizar en revistas y monografías con radio de acción no ya
únicamente europeo, sino también americano.
Distó mucho, pues, de limitarse a rezos y liturgia. Más bien supo ser fecundo de voz y
de pluma; con su elegante decir, austero vivir e incansable escribir, sugestivo y vibrátil,
siempre en aras del aticismo de los Padres ecuménicos, Basilio, el Niseno y el
Nacianceno. No hay intervención suya en que no aparezca, de manera tácita o expresa, la
más brillante escudería de la Patrística oriental desfilando en común o en singular y con
la grímpola de las oportunas citas escriturarias. Esto, como es natural, hacía las delicias
de las comunidades religiosas o del público afecto a la más rica teología de los tiempos
modernos. Vista su mano junto al sonotone (hay fotos en que aparece con esa típica
postura), cabría suponer que no se enterase de nada. Su gracejo y mirada punto menos
que pícara, sin embargo, delataba lo contrario.
Su ecumenismo fue genuinamente paulino, con la desenvoltura y el arrojo y la
valentía del Apóstol de los Gentiles. Su corazón latía con fuerza y puesto al servicio de
Cristo en y desde la Ortodoxia, aunque sin jamás recurrir a la visceralidad de unos
argumentos aguerridamente defendidos. Todo el énfasis de su análisis y de su disertación
teológica discurría por los serenos cauces de una pura y contagiosa sencillez. Monseñor
Emilianos nunca intentaba vencer; convencía más bien, que es muy distinto. Y ello
porque cuanto hablaba o expresaba negro sobre blanco le iba saliendo de su alegre y
sencillo corazón.
Es de sobra conocido que el patriarca Atenágoras I era partidario de la intercomunión.
Pues bien, este hijo suyo espiritual, sin embargo, no dejó pese a todo de mostrarse
reservado en dicha materia, a la que repetidas veces acudió pluma en ristre, y de la que
236
llegó a concluir en parecidos términos a los de N. Losskij: «Para nosotros ortodoxos la
communicatio in sacris debe ser la coronación y el epílogo de un acuerdo sobre la
doctrina». Cuando apareció la encíclica de Pablo VI, Mysterium fidei, no dejó de
alabarla, pero tampoco le dolieron prendas a la hora de mostrar su punto de vista crítico
con algunas prácticas católicas, a su juicio fuera de la sintonía del Vaticano II. Dado que
todo acto de la Iglesia contemporánea es de suyo ecuménico, la revista Concilium tuvo la
buena idea de recabar el parecer a dos hermanos de Iglesias no católicas: uno, Vilmos
Vajta, de Estrasburgo (Francia), director del Departamento teológico de la FLM; el otro,
nuestro metropolita Emilianos, representante a la sazón del Patriarcado ecuménico ante
el CEI en Ginebra.
Monseñor Emilianos expuso desde su gran formación patrística «algunas reflexiones
sobre la insistencia injustificada en dos prácticas desconocidas por la antigüedad,
inconciliables de suyo con los principios proclamados de una renovación sacramental y
de la participación activa de la comunidad eucarística en el gran misterio de nuestra
salvación. Estos dos puntos –decía– son, a nuestro modo de ver, esenciales, ya que no
cabe justificar la costumbre de las misas «privadas ni la devoción al Santísimo
Sacramento reservado en el tabernáculo». La trabazón del breve artículo es sólida y
rigurosa, tanto bíblica como patrísticamente, y sus conclusiones tampoco carecen de
lógica: «Una enseñanza sobre la liturgia que descuidara este aspecto vital (= el medio de
comprender una verdad es vivirla, «veritatem facere») y se limitase a los puntos externos
de la descripción del orden, de la historia, del origen arqueológico, sin referencia
suficiente al aspecto didáctico y catequético, se alejaría del auténtico mensaje y del fin
principal del Sacramento. Para comprender y celebrar bien la liturgia se requiere una
enseñanza sistemática y bien desarrollada»[538]. Hubiera sido interesante habernos referido
si este punto de vista lo había él contrastado antes con algunos teólogos católicos
conocidos durante el Concilio.
4. Cofundador de los Encuentros Interconfesionales de Religiosas.
«Iniciados por don Julián García Hernando y por mí, han tenido, desde sus
comienzos, el coraje de superar los obstáculos y hostilidades del pasado, originados por
las divisiones entre las Iglesias, y de buscar, dentro de un espíritu fraternal, una
colaboración común con vistas a la realización de la unidad de la Iglesia»[539]. «Tal vez
sean un desafío lanzado a los ecumenistas para discernir y convencerse de que no son
suficientes los interminables diálogos teológicos para avanzar por el camino de la unidad
tan deseada por Cristo, sino que necesitamos la ascesis profunda del Evangelio hecho
vida que contiene síndromes capaces de acompañamos paralelamente […]. Todos los
que han participado en él vuelven en seguida a sus casas sabiendo que hay un espacio
espiritual, disponible y abierto en el que podemos dialogar, orar juntos y sentirnos como
verdaderos hermanos. Es el monaquismo»[540].
Sus intervenciones reflejaban siempre al hombre sereno y sabio en quien la sencillez
corría pareja con la depurada espiritualidad. He aquí un fragmento de la homilía
237
pronunciada en Auschwitz, que yo mismo pude grabar: «La mayor parte de nuestros
fieles católicos, ortodoxos, reformados son de la idea que la cristiana es una religión de
tristeza, de pesimismo, de estar siempre de mal humor. Repasad, en cambio, los prólogos
de san Pablo, cuando él escribe las cartas enviadas a los corintios, a los tesalonicenses, y
veréis cómo empieza siempre con alegraos (jáirete-jáirete), dos o tres veces. Mas él no
entiende este alegrarse, esta alegría, debido al posible bienestar de los corintios ni porque
los asuntos vayan bien. Está seguro de estar alegre, más bien, porque conoce a Cristo
como liberador». Y tras recordar su encuentro con Solzhenitsyn, concluía: «Os he
hablado ya, durante la conferencia sobre la koinonía, acerca de la comunión, muy bella
palabra. Lo repito ahora: atended también a cómo aplicar cada una la koinonía sobre sí
misma»[541]. Insiste monseñor Emilianos:
«Estamos comprometidos en la misma disciplina, que consiste en seguir la voluntad de Dios. Me resulta difícil
aceptar que haya una espiritualidad ortodoxa, una católica y una protestante. El combate es el mismo [...].
Llega de nuevo la era de Cirilo y Metodio. Había que volver a sembrar Europa de monasterios según el espíritu
ecuménico y no sectario, como ocurre en la mayor parte de los casos. Con tales inspiraciones nos hemos
metido de lleno en esta gran aventura»[542].
La primera vez que vi al metropolita Emilianos fue en septiembre de 1995, durante el
XXIV Encuentro Interconfesional e Internacional de Religiosas[543]. Alojados en el Centro
de diálogo, oración y encuentro padre Kolbe, ocupábamos habitaciones contiguas. Don
Julián García Hernando se encargó de presentarnos. Vivimos aquellas visitas al cercano
campo de Auschwitz-Birkenau juntos muchas veces los dos, igual que la efectuada a
Cracovia: catedral, plazas adyacentes e iglesias. Incluso cuando bajamos hasta unos 140
metros de profundidad para admirar las célebres minas de sal de Vieliczka. Desde
nuestra primera conversación, percibí su fineza de trato. Se hacía querer de puro intentar
pasar desapercibido.
Las cosas rodaron aún mejor en el XXIX Encuentro de Tebas (Grecia). Todo allí me
acabó de ganar la voluntad: conocimiento de la patrística oriental, vivencias conciliares y
su sitio al lado de Atenágoras. De aquellas conversaciones precisamente salió –a petición
suya– mi artículo «La Iglesia ortodoxa y la beatificación de Atenágoras»[544]. Siguen
resonando dolorosas sus aclaraciones sobre la inviabilidad de una beatificación de
Atenágoras por la Iglesia ortodoxa: «¡Imposible!». Y sobre todo su respuesta a mi
porqué: «Por ecumenista. Haber sido ecumenista es su mayor defecto [y tras un breve y
embarazoso silencio... él mismo...], que para mí es una virtud». Edificante y fervorosa
su presencia en la Divina Liturgia del metropolita Hyeronimos –hoy Gran arzobispo de
Atenas y de toda Grecia– y la visita al monasterio femenino de la Exaltación de la Santa
Cruz. Seguía él muy atento siempre las explicaciones durante el recorrido, como
guardándolo todo dentro de aquel corazón suyo hecho al suave trato con Atenágoras, el
propio, en fin, de un gran apóstol de la unidad.
238
W. A. VISSER’T HOOFT
(1900-1985)
Willem Adolf Visser’t Hooft[545] vio las primeras luces de este mundo el 20 de septiembre
de 1900 en Haarlem (Holanda) y murió el 4 de julio de 1985 en Ginebra (Suiza).
Miembro de la Iglesia Reformada holandesa, se ordenó ministro de la Iglesia protestante
nacional de Ginebra y vivió al servicio de los grandes organismos cristianos
internacionales. Había llegado a la vida familiar en el seno de la burguesía: su padre,
abogado; su abuelo paterno, juez; y el materno, pastor Remonstrat, miembro del
parlamento holandés. Ingresa con doce años en el Haarlem Gymnasium y se apunta al
aprendizaje de idiomas. Alumno de teología el año 1918 en la Universidad de Leiden, se
adhiere tres años más tarde al Movimiento estudiantil cristiano.
Su conciencia social se agudiza por la visita en 1919 o 1920 al Centro de Quaker
Woodbrooke cerca de Birmingham, Inglaterra, donde conoce a Henrietta, con quien se
casará en 1924. Por octubre del mismo año el matrimonio se instala en Ginebra para
formar parte del personal de la Alianza mundial de estudiantes cristianos. Tuvieron una
hija y dos hijos: Henrietta falleció en 1968. Delegado suplente de YMCA en la
Conferencia cristiana universal sobre Vida y Acción (Estocolmo 1925), fue asistente
personal de John R. Mott durante la Conferencia mundial de las asociaciones cristianas
de jóvenes, en Helsinki (1926), y trabajó su tesis doctoral en Leiden sobre el movimiento
norteamericano del «evangelio social», del Movimiento estudiantil cristiano (1928), por
el que había probado mucho interés ya en 1925, durante su primer viaje a los Estados
Unidos junto a John R. Mott. Viaja por el continente asiático (1933), y asiste a las
conferencias de Vida y Acción (Oxford 1937) y de FC (Edimburgo 1937). Nombrado en
la reunión de Utrecht (1938) secretario general del Comité provisional del CEI, preside
el Comité directivo de la Conferencia mundial de la juventud cristiana (Ámsterdam
1939). Elegido en la primera gran Asamblea secretario general del CEI (Ámsterdam
1948), permaneció en el cargo hasta su jubilación en 1966, siempre con porte distinguido
y mostrándose a unos y otros como un referente inestimable a la hora de consulta y del
planteamiento de los problemas.
Desde octubre de 1929 hasta el tercer trimestre de 1939 ejerció como editor de El
Universal de Movimientos estudiantiles, revista trimestral publicada en Ginebra por la
Federación de estudiantes del mundo cristiano, cuyo lema era Ut unum sint omnes. Su
firme resistencia contra el nazismo hizo de su apartamento ginebrino entre marzo y abril
de 1944 ansiado punto de encuentro para los miembros de la resistencia alemana contra
239
el Tercer Reich. Al igual que no pocos primeros líderes de la causa unionista, tuvo su
experiencia de formación ecuménica en el Movimiento estudiantil cristiano.
Además de su lengua materna, el holandés, aprendió latín, griego, francés, alemán e
inglés, y en el último año de escuela secundaria tomó de un rabino clases privadas de
hebreo. Estuvo de joven a un paso del sincretismo religioso. Probaba enorme respeto,
eso sí, por la integridad intelectual del abuelo materno, aunque la influencia de los
campos del Movimiento estudiantil cristiano fuera otra cosa. Años antes del 48 este… –
al decir de ciertos expertos– Dag Hammarskjöld del internacionalismo espiritual anduvo
a la búsqueda de caminos ecuménicos y se esforzó más que nadie por dar forma y tono a
la organización. Sus escritos de los años veinte dicen que aún conservaba el evangelismo
y alcance internacional de su propia juventud, pero la perspectiva de Barth le llevó a ser
cada vez más partidario del liberalismo de su propia Iglesia y del liderazgo de los
Estados Unidos en la YMCA. Halló contexto teológico más agradable en la Federación
mundial de estudiantes cristianos, a cuya secretaría general accedió en 1931, posición
que resultó providencial para su participación en todas las conferencias importantes del
movimiento ecuménico joven, donde pudo conocer de cerca a los que iban a ser sus
arquitectos y constructores.
Elegido presidente honorífico en Uppsala-68, decide quedarse en Ginebra, donde será
nombrado «ciudadano de honor». De portentosa actividad ecuménica, viaja por
numerosos países del mundo y escala las más altas cumbres del protestantismo
internacional. Desde su retiro en 1966, se dio a escribir y actuar como oficial «estadista»
del CMI hasta su muerte, el 4 de julio de 1985, a los tres días de haber terminado el
segundo borrador de un largo estudio sobre las relaciones entre la Iglesia católica
romana y el CMI desde los remotos años veinte hasta la década terminal de los ochenta
del siglo XX.
1. Influencias en su iniciación ecuménica.
Muy sensible la de Karl Barth con Epístola a los Romanos, «libro terriblemente
difícil» –explicaría más tarde– ante el que «todos los diferentes elementos en mi
desarrollo religioso ahora podrían caer en su lugar». También, por otra parte, la del arte
de Rembrandt acabó ayudándole a comprender mejor la Biblia. Mientras, su conciencia
social se vio, según he dicho, estimulada por las visitas a Woodbrooke, y sus contactos
ecuménicos salieron enriquecidos gracias a su relación con el Movimiento estudiantil
cristiano británico.
Él y los otros pioneros del ecumenismo se las arreglaron desde un principio para que
las Iglesias más jóvenes llegaran a tener voz y espacio y poder. Nadie podía prever
entonces los cambios que la influencia de las Iglesias del Tercer Mundo habría de traer
luego al Movimiento, desagradables para no pocos, es posible, sobre todo para los
teólogos partidarios de cierta hegemonía continental de tradición reformada. El hecho,
sin embargo, de que en el CMI, como en pocos lugares ocurre, los cristianos –o
cualquiera en definitiva– pueda venir a través de las fronteras de Oriente y de Occidente,
del Norte y del Sur, son signos de su visión.
240
Ya por 1920-30 se le ve infatigable viajero de la causa ecuménica. Asiste en el 26 a la
Conferencia mundial de la YMCA en Helsinki como asistente personal de uno de los
fundadores del movimiento ecuménico moderno, secretario general, por más señas, de la
Federación universal de movimientos estudiantiles cristianos (FUMEC), John R. Mott.
Mantiene muy buenas relaciones con los teólogos más influyentes del momento,
verbigracia K. Barth, R. Niebhur, P. Tillich, W. Temple. Y su estancia en Helsinki le
permite escribir sobre aquella cumbre un estudio crítico del que ha de salir, en 1928, su
tesis doctoral por la Universidad de Leiden. Viaja en el 33 como secretario general de la
FUMEC a tierras de Asia para ayudar a organizar allí a los estudiantes cristianos. Asiste
igualmente en el 37 a las conferencias mundiales ecuménicas en las que se acordó crear
un Consejo mundial de Iglesias: en Oxford formando parte del grupo de dirección Vida y
Acción; y en la conferencia de Edimburgo a título de miembro del Comité ejecutivo de
FC. Su personalidad, como se ve, fue cobrando cuerpo y una solidez definida pese a sus
juveniles años.
La iniciación de más holgura dentro del movimiento ecuménico data de 1925, cuando
se le nombró delegado suplente de las ACJ en la Conferencia cristiana universal sobre
Vida y Acción, habida en Estocolmo (Suecia). Pero fue un año más tarde, durante su
estancia en Helsinki con John R. Mott, cuando «se formó en el arte de organizar una
complicada conferencia mundial». Aquello, pues, le sirvió de pauta para que, a partir de
1932, en cuanto secretario general de la FUMEC, y luego con el citado primer viaje
asiático del 33, pudiese ayudar a los estudiantes cristianos de esa región a organizarse, y
él mismo a enriquecerse en cuanto diligente organizador y dinámico líder del
movimiento de la unidad por todo el mundo. Doctor honoris causa por Oxford (1955), y
editor de la revista The Ecumenical Review, entre sus primeras obras más representativas
del ecumenismo sobresalen Las exigencias de nuestra común vocación (1959) y La
Iglesia frente al sincretismo (1964).
Su producción literaria es impresionante: nada menos que unas cincuenta mil cartas.
Entre sus más de mil quinientas publicaciones impresas, se destacan quince libros
traducidos a varios idiomas. Una bibliografía completa de sus obras figura en Ningún
hombre le es ajeno: Ensayos sobre la unidad del género humano, editado por J. Robert
Nelson (Leiden, 1971). El único tratamiento serio de su pensamiento está en François
Gerard, El futuro de la Iglesia: La Teología de la Renovación de Willem Adolf Visser’t
Hooft (1974), mientras que amigos y antiguos colegas han aportado apreciaciones
personales en Voces de la Unidad: Ensayos en honor de Willem Adolf Visser’t Hooft con
motivo de su 80 cumpleaños, editado por J. Ans van der Bent (Ginebra, 1981). Con todo
y con eso, la obra más conocida, y quizá la más citada, son sus Memorias, Ginebra:
Publicaciones del CMI (1987)[546], sobre cuya edición francesa de 1975 se pronunció
Congar en un breve y lúcido estudio haciendo ver, ya al principio del mismo, que «a
través de sus páginas el lector descubre no solo una personalidad de primerísimo orden,
sino que revive cuarenta años de ecumenismo», para seguir afirmando más adelante que
«estas Memorias son las memorias del nacimiento del CEI, de su formación y de su
actividad»[547].
241
2. Alma del movimiento ecuménico.
Estudió desde muy joven muchos de los principales problemas abordados en la
temprana historia del movimiento ecuménico: por ejemplo, Anglo-Catolicismo y
Ortodoxia (1933), y se preocupó de trabar contacto con los elementos ecuménicos de la
Iglesia católica romana más influyentes en el concilio Vaticano II. Bien estará traer a la
memoria el distinguido protagonismo ecuménico de los Países Bajos al que pertenece
también la egregia figura, católica, del cardenal Johannes Willebrands, con quien solía
entrevistarse a menudo. Y nada se diga ya del trato dispensado al cardenal Bea, del que
guardaba inmejorables impresiones y al que cita con frecuencia y muy elogiosamente en
sus escritos.
Cuando la creación del CEI, acontecimiento al que el Vaticano prohibió asistir a
teólogos católicos, tuvo la gentileza, no obstante, de prestarse a informar por la tarde de
aquellos días al jesuita Charles Boyer, acudiendo a donde este se alojaba. Cierto es que
su nombramiento para secretario general del CEI había despertado reticencias:
¡demasiado joven con solo 38 años! Pero no es menos verdad que, corriendo 1939, había
presidido ya en Ámsterdam el comité directivo de la Conferencia mundial de la juventud
cristiana, último gran acontecimiento ecuménico internacional antes de la guerra.
Tras el estallido del conflicto, se prodigó en ayudar desde Ginebra a los refugiados de
la Alemania nazi y en mantener enlaces entre las Iglesias de los territorios ocupados y el
mundo exterior. Su capacidad lingüística –dominio de cuatro idiomas– y su
conocimiento profundo, íntimo, de los problemas juveniles contemporáneos fueron
motivos adicionales por los que el comité encargado de promover el CMI acordó elegir a
Visser’t Hooft primer secretario general de la nueva organización. Y la razón también,
por supuesto, de que haya pasado a la historia como uno de los creadores del
movimiento ecuménico moderno y, a juicio de no pocos, alma y desinteresado promotor
del mismo.
Corrió con la responsabilidad de la organización y la política del CMI mientras este se
encontraba en proceso formativo, y en particular para gestionar la apertura de su oficina
en Ginebra durante la II Guerra mundial. La rica experiencia en estos menesteres le
permitió mantener el contacto entre las Iglesias de los países del Eje y Occidente. Fue
asimismo responsable a la hora de organizar la Asamblea general de Ámsterdam-1948,
donde se constituyó formalmente el CMI, así como en la estructura inicial y forma del
CMI durante el período de sus tres primeras asambleas. En la reunión de Utrecht, 1938,
se habían puesto las bases del CMI, y él fue nombrado secretario general de su comité
provisional pese a su excesiva juventud. De suerte que, celebrada en 1948 la primera
Asamblea del CMI en Ámsterdam, el cargo de secretario general del CMI recayó en su
persona, la cual, por cierto, acertó a desempeñarlo hasta su jubilación en 1966.
A cualquiera que domine la historia no le será difícil reconocer el pensamiento de
Visser’t Hooft detrás de todas sus políticas. Animó y apoyó la inclusión de los
eclesiásticos de la Ortodoxia oriental, promovió mejores relaciones con el Vaticano y
acogió con agrado la creciente participación de los eclesiásticos del Tercer Mundo. Para
él, la palabra oikoumene significaba «toda la tierra habitada»: la Iglesia siempre apunta
242
hacia el Reino, decía explicativo. Un ex colega suyo (Stephen Neill) señala que era
mejor en el análisis de la gestión y que nunca tuvo la responsabilidad pastoral en una
congregación local, pero dentro de Visser’t Hooft –añade– «yace una fe tranquila y firme
en Jesucristo, por lo restringido de la expresión que los observadores casuales podrían no
darse cuenta de lo que es la fuerza impulsora detrás de todo lo que el hombre hace». Sus
preocupaciones sociales liberales no eran una agenda política, antes al contrario,
surgieron directamente de su visión de la verdad bíblica y de la centralidad de Jesucristo
en su vida y en su pensamiento.
Su capacidad de hablar con elocuencia en cuatro idiomas y su profundo saber de las
cuestiones juveniles contemporáneas son, ya lo he dicho antes, razones adicionales por
las que el comité encargado de promover el CMI puso los ojos en él y acordó su elección
para primer secretario general de la nueva organización. La Federación mundial de
estudiantes cristianos (1929), o sea la FUMEC, es, pues, en definitiva, el movimiento
que está en el origen mismo del CMI, órgano del que fue secretario general de 1938 a
1948. Con posterioridad, el CMI se habría de convertir en el CEI, del que también llegó
a ser y en él hubo de permanecer, insisto, de secretario general entre 1948 y 1966.
3. Primer secretario general del CEI.
Algunos se han empeñado en ver al CMI como un agente del comunismo. Otros, una
herramienta del capitalismo estadounidense. Cualquiera que conozca bien la historia de
tal organismo, deberá admitir, sin embargo, que el pensamiento y el propósito de
Visser’t Hooft estaba detrás de todas sus políticas y de todos sus movimientos y no iba
precisamente por ahí. Era la suya, más bien, espiritualidad ecuménica traducida en
promover la inclusión de los clérigos de la Ortodoxia oriental, mejorar las relaciones con
Roma y estimular la participación creciente de los eclesiásticos del Tercer Mundo. La
Ecúmene para él era «toda la tierra habitada», una especie de catolicidad sin fronteras, y
concebía a la Iglesia caminando siempre hacia el Reino. Que nunca llegase a tener
responsabilidad pastoral en una congregación local no impide afirmar:
«En cuestiones básicas de la fe, Visser’t Hooft supo mantener posiciones sin ambigüedad alguna y que
afectaban al núcleo central del movimiento ecuménico como es el tema de la unidad de la Iglesia. “La principal
finalidad del movimiento –solía decir– no es el diálogo, sino la verdadera unidad. Nuestro Señor no rezó para
que todos entrasen en conversación, unos con otros; oró, por el contrario, para que todos fuesen uno”. Y es que
todo ecumenismo digno de ese nombre es un movimiento de concentración, un retorno al centro. El
movimiento ecuménico es cristocéntrico, de lo contrario no existe»[548].
Desde luego que sus preocupaciones sociales liberales no eran, por tanto, activismo
político, sino pragmatismo urgido directamente por su visión de la verdad bíblica y de la
centralidad de Jesucristo en su vida y pensamiento. Estar al frente del CMI diríase que
fue la inevitable consecuencia de sus habilidades naturales, su trasfondo cultural, su
percepción teológica, y la amplitud de sus contactos ecuménicos y simpatías por doquier.
Bajo su dirección, el CMI pasó de una membresía de 147 iglesias en 44 países a un
consejo de nada menos que 300 iglesias en más de 100 países. A partir de 1948, el
243
horizonte de su influencia se agrandó considerablemente a base de numerosos contactos
personales, bien dando conferencias y hablando en nombre del Consejo, bien asistiendo
a cientos de reuniones grandes y pequeñas. Él mismo describe la tarea de secretario
general como la de administración, formulación de políticas, enlace, interpretación y
servicio en cuanto jefe de un gran equipo de hombres y mujeres de diferentes
confesiones y nacionalidades. Elegido presidente honorario del CMI por su cuarta
asamblea en Uppsala (1968), permaneció en Ginebra disponible y siempre activo hasta
la década de 1980, lo que le permitió seguir interviniendo en los debates de casi todas las
reuniones de los comités Central y Ejecutivo. Murió en julio de 1985. Desde 1948 había
sido un viajero incansable de la causa de la unidad, en su privilegiada condición de
secretario general del CMI. Pero tan importante como esas actividades, repito, fue
siempre su firme quehacer a favor de la unidad de la Iglesia.
Cierto es que nunca se consideró teólogo en el pleno sentido de la palabra. Ni siquiera
lo fue de cátedra: decía que se limitaba a difundir las ideas recibidas de otros (Karl Barth
el que más, indudablemente). Pero no es menos verdad que acertó a unir, a una cultura
dilatada y profunda, una claridad y un vigor que muchos teólogos quisieran para sí. Sus
reflexiones eclesiológicas, su casi ininterrumpido contacto con prácticamente la totalidad
de Iglesias cristianas y el continuo intercambio con grandes teólogos protestantes y
anglicanos, también católicos, colocan a Visser’t Hooft en una posición privilegiada a la
hora de pensar la teología ecuménica y su repercusión en las relaciones entre las Iglesias
miembros del organismo ginebrino.
Nunca sus actividades burocráticas le impidieron seguir firme y en pos de la fe en la
unidad de la Iglesia. De ahí sus afirmaciones al respecto, que en él eran indeclinables: la
principal finalidad del movimiento no es el diálogo, con ser él tan dado a dialogar,
viajero incansable por el ancho mundo. Él era consciente del protagonismo singular,
básico, único de Jesucristo en las relaciones ecuménicas. Dialogar, pues, salta a la vista
que está bien. Pero sería insuficiente si no tendiese a conseguir juntos, los interlocutores,
las Iglesias todas, la unión en Jesucristo. El cristocentrismo del movimiento ecuménico
es algo incuestionable, de lo contrario no podrá llamarse tal[549]. En el fondo, es la
diferencia sustancial entre ecumenismo y diálogo interreligioso. No advertirlo así sería
como condenarse a no ser ni una cosa ni otra.
4. La Fundación Visser’t Hooft para el Liderazgo ecuménico.
Creada para fomentar la unidad entre Iglesias en un mundo desgarrado por los
conflictos, nació como entidad legal independiente y para proporcionar recursos nuevos
al desarrollo del futuro liderazgo ecuménico. Durante su vida, Visser’t Hooft fue
plenamente consciente de la necesidad de mujeres y hombres que pudieran afrontar la
situación de un cambio radical en el mundo y en la Iglesia. Él encarna hoy la pasión por
la claridad teológica e intelectual y el compromiso con la visión ecuménica. Insistió en la
necesidad de un análisis exhaustivo de los problemas que enfrenta la Iglesia y su
testimonio en la sociedad. Instó a teólogos y laicos de cualesquiera sectores sociales a
244
que aceptasen sus responsabilidades y plantasen cara a las fuerzas de la destrucción y la
desesperación. Pretende también la Fundación, por eso, apoyar iniciativas de futuro,
trabajos interdisciplinares y análisis tendentes a estudiar el papel de las Iglesias. No
extrañe, pues, que esté registrada en Ginebra con el epígrafe de este apartado y sin ánimo
de lucro.
La Fundación, por lo demás, inició en 1993 consultas sobre los principales temas de
actualidad en cooperación con el Instituto ecuménico de Bossey, creado por Visser’t
Hooft para que las personas puedan experimentar vida ecuménica y construir relaciones
a través de la superación de las barreras que dividen a la humanidad. Sostiene también
que la investigación interdisciplinaria y el debate sobre temas mundiales cruciales que
las instituciones religiosas y las comunidades afrontan hoy en día es una parte esencial a
la hora de cubrir esta necesidad. La decisión de la Junta de patrocinar una primera
consulta en 1993 pretendía dar a conocer sus objetivos. Para asegurar resultados
concretos, resolvió concentrarse en un tema básico, aparte de importante y oportuno: las
complejas cuestiones que rodean el «crecimiento sostenible». Se abordó esta idea a la luz
de la tensión entre la sostenibilidad ambiental y el crecimiento económico. Si Visser’t
Hooft hubiera nacido en el 2000, ¿cuál sería hoy su visión de futuro para este siglo XXI?
Cabría imaginarlo, casi seguro, metido ecuménicamente de hoz y coz en el mundo de los
jóvenes y en los movimientos por la justicia y la paz sostenible[550].
Solo un movimiento ecuménico que reconoce el empuje de su vocación puede lograr
algo en este mundo. Tal vez lo «internacional» y «ecuménico» hayan discurrido a
menudo juntos. Sea como fuere, no hemos de olvidar que el ecumenismo prevaleció en
momentos en que el internacionalismo llegó a romperse: v.gr., período nazi durante la II
Guerra mundial. Donde los cristianos sufren, el ecumenismo se hace más fuerte. Hoy
tenemos muchísimos cristianos sufriendo, pero también, por desdicha, una vocación
ecuménica debilitada, siendo así que el ecumenismo debiera estimular nuestra relación
con el sufrimiento de los cristianos en tantas partes del mundo. No hay comunión sin
compasión. Nuestra relación con los cristianos que sufren tiene que ver no solo con
protestar o poner en marcha acciones para los derechos humanos, buenas y necesarias,
desde luego, sino sobre todo en vivir y orar con estas personas a base de orar-con, de
sufrir-con: he ahí el corazón del ecumenismo.
Así lo entendió en su día, sin duda, el famoso arzobispo Nathan Söderblom de Suecia.
Y así Visser’t Hooft, muy solidario con su pensamiento. El hermano Alois de Taizé
decía en una entrevista reciente: «Cuando juntos nos enfrentamos a situaciones de
sufrimiento, se vive una armonía muy honda», pero pedía un ecumenismo más
ambicioso[551]. A pesar de que los médicos le habían prohibido viajar, Visser’t Hooft, no
obstante, siguió siendo el guardián vigilante de la unidad por el amor de Cristo. Y allí, en
su tranquilo retiro ginebrino, prosiguió incansable y tenaz, visto por los ecumenistas de
aquella hora final como la conciencia constante de la Iglesia, como el testimonio
inquebrantable de la gran visión que nunca debía ser traicionada[552]. «Quien ama a Dios –
dijo Congar–, quien se esfuerza en amar a los hombres con el corazón de Dios, no podrá
por menos de sentir una afectuosa admiración por el hombre que supo ser fiel a su papel
245
de instrumento privilegiado de la misericordia divina a su pueblo en un siglo que pasará,
en la historia, como el de la incredulidad, desdichadamente, pero también, y lo primero
de todo, del ecumenismo»[553]. Willem Adolf Visser‘t Hooft, por tanto, puede engrosar
también con todas las de la ley el coro de los grandes Apóstoles de la unidad.
246
JOHANNES WILLEBRANDS
(1909-2006)
Johannes Gerardus Maria Willebrands[554] nace el 4 de septiembre de 1909 en
Bovenkarspel, diócesis holandesa de Haarlem. Cursadas filosofía y teología en
Warmond y ordenado presbítero el 26 de mayo de 1934, durante los tres años siguientes
frecuenta el Angelicum, de cuyas aulas sale doctorado en teología con una tesis sobre
John Henry Newman. «En 1946 –recuerda– fui llamado a abandonar los estudios y la
enseñanza de la filosofía para dedicarme al restablecimiento de la unidad entre los
cristianos, una “llamada” que en el curso de los años se ha revelado verdadera y propia
vocación que el Señor me ha inspirado desde lo alto»[555]. Pronto, en efecto, empezó a
presidir la Asociación Willibrordo, promotora de esta causa en Holanda. En 1951, de
hecho, organiza la Conferencia Católica para las cuestiones ecuménicas, a la que acuden
un grupo de teólogos empeñados por la unión de las Iglesias. Y en 1958, el episcopado
holandés dispone que se ocupe de este campo.
Corre 1960 y Juan XXIII nombra a Willebrands secretario del recién constituido
SUC, en cuya condición trabaja durante el Vaticano II a la sombra del cardenal Bea
sobre Unitatis redintegratio, Dignitatis humanae, Nostra aetate y Dei Verbum.
Preconizado para la Iglesia titular episcopal de Mauriana el 4 de junio de 1964, Pablo VI
le confiere el 28 la consagración. Fallecido Bea el 16 de noviembre de 1968, llegan al
año siguiente, 12 de mayo, la presidencia del SUC, hoy PCPUC, y en el Consistorio del
28 de abril el nombramiento de cardenal diácono de los Santos Cosme y Damián. El 6 de
diciembre de 1975 –tras la renuncia del cardenal Alfrink– es promovido al arzobispado
de Utrecht y primado de Holanda, donde será también presidente de la Conferencia
episcopal holandesa y vicario castrense de los Países Bajos, que alterna con la
presidencia del SUC.
Entró en las quinielas de papables en los cónclaves de 1978, y desde el 24 de
noviembre hasta el 8 de diciembre de 1985 copresidió con los cardenales Malula y Krol
la II Asamblea general extraordinaria del Sínodo de los Obispos. Camarlengo del Sacro
Colegio entre 1988 y 1993, el 3 de diciembre de 1983 había presentado su renuncia a
Utrecht, y desde el 1 de diciembre de 1989 hasta su muerte, en fin, fue presidente
emérito del PCPUC. Frisaba los 97 al partir hacia la casa del Padre en la madrugada del
2 de agosto de 2006 desde Saint Nicolaasstichting, convento de las Hermanas
Franciscanas en Denekamp, noroeste de Holanda, su domicilio esos años finales.
247
Desaparecía con él uno de los Padres conciliares de mayor peso específico en el concilio
Vaticano II.
Benedicto XVI destacó su trabajo en las relaciones ecuménicas, «de las que fue
ardiente promotor al servicio del Pueblo de Dios». También llegaron de Ginebra
condolencias por el «servidor honorable y devoto del Evangelio y de la causa de la
unidad entre cristianos» y «su estrecho y fecundo compromiso de colaboración con el
CMI». «No era hombre de muchas palabras, pero tuvo muchos amigos», comentaba el
cardenal Kasper el 8 de agosto durante las exequias en la catedral metropolitana de Santa
Catalina, de Utrecht, concluidas por el obispo griego del Patriarcado ecuménico,
Máximos de Evmenia. Se le dio sepultura en el cementerio de Santa Bárbara, junto a las
tumbas de sus predecesores, los cardenales Jan de Jong y Bernard Alfrink[556].
En los escritos de Willebrands resplandece el luminoso testimonio de la pasión por la
unidad, y se puede añadir que él mismo fue un testigo apasionado, porque de esta luz
ecuménica hizo una vocación; y autorizado también, pues durante tantos años al frente
del PCPUC y en comunión con el Papa, vivió y provocó acontecimientos en la aventura
ecuménica de la Iglesia. Al fin, el ecumenismo no reviste ni tiene finalidades propias, ni
es tampoco un camino paralelo a la Iglesia; es, más bien, la misma Iglesia que, en el
ecumenismo, se encuentra a sí misma y consigue presentarse en su autenticidad. Solía
Willebrans repetir al respecto palabras de san Juan Pablo II poniendo de relieve que el
ecumenismo es prioridad pastoral, más aún: dimensión de Iglesia. Si los cambios en
Europa constituyen un desafío para los políticos, otro tanto, y hasta puede que más, es
posible decir sobre la Iglesia. El cardenal Willebrands llegó aquí muy lejos: reconstruir
la unidad eclesial es Evangelio puesto al servicio de la unidad de Europa.
1. Vocación ecuménica.
«Empezó con la Asociación San Willibrordo en los Países Bajos, fundada después de
la II Guerra mundial y sucesora de la Asociación apologética San Pedro Canisio. […]
Era su objetivo la reconciliación en la unidad y la cristianización; la unidad entendida en
su dimensión ecuménica. En los Países Bajos, después de los católicos, los cristianos
reformados forman la más numerosa comunidad eclesial. Durante y después de la última
Guerra hubo contactos y diálogos ecuménicos entre responsables de Iglesias y teólogos
de ambas partes»[557]. Prosigue:
«A partir de 1964, año en el que Pablo VI me ordenó obispo con la específica misión de actuar por la unidad
de los cristianos, consideré esta actividad como mi vocación definitiva. Desde el inicio de mi implicación en el
trabajo ecuménico, pero de modo especial desde cuando el papa Pablo VI, con ocasión de mi ordenación
episcopal, me dijo: “Esta ordenación estará al servicio divino para la unidad entre los cristianos”, entendí esta
misión como una llamada del Señor, a mí encomendada por la Iglesia. He tratado de profundizar esta vocación,
participar en la pasión de Cristo por la unidad de sus fieles, conocer mejor el misterio de la comunión con
Cristo en la Iglesia»[558].
En 1989 desvelaba al Programa alemán de RV la máxima de su vida: «El amor que
Cristo ha requerido de Pedro, no se circunscribe a un grupo, ni siquiera a la Iglesia
248
católica: todos son ovejas suyas. Y por ello, el amor va dirigido a todos los cristianos, y
este amor exige ante todo la unidad, porque hay mucho sufrimiento cuando una familia
está dividida. En este espíritu he concebido mi nueva tarea y la he desarrollado con todo
el corazón y con todas las fuerzas –espirituales y materiales– que Dios me ha dado; el
Señor me ha bendecido y yo le agradezco profundamente por haberse servido tanto
tiempo de mi trabajo a favor de su Iglesia».
La relación Congar-Willebrands –este llevó al eminente dominico la birreta
cardenalicia en nombre de Juan Pablo II– salta a la vista en muchas páginas de Mon
Journal du Concile y de Diario de un teólogo (1946-56). Dígase lo propio sobre las
Memorias de H. Küng. «Frans Thijssen y Jan Willebrands –recuerda de 1952 el de
Sedán– son los artífices de la inflexión hacia el ecumenismo de la principal organización
de conversión de los Países Bajos, la San Willibrordo. Este éxito convirtió a ambos en
los apóstoles de una colaboración internacional entre ecumenistas; ellos cogieron su
bastón de peregrino y convencieron a la mayoría de sus interlocutores, incluyendo a los
romanos, de la viabilidad de la empresa»[559]. Más explícito aún, acaso el suizo Küng, que
añade:
«Estos holandeses han hecho la obra de arte de tejer, desde el comienzo de los 50, una red internacional de
teólogos con sensibilidad ecuménica (con apoyo episcopal). En entrevistas personales en Roma empiezan
convenciendo a los influyentes jesuitas Bea, Tromp y Leiber, y al final incluso al cardenal Alfredo Ottaviani,
cuyo “Santo Oficio”, de acuerdo con la instrucción antiecuménica Ecclesia catholica de 1950, tiene sometidas
a estricta vigilancia todas las operaciones ecuménicas que se producen en la Iglesia católica»[560].
Willebrands escribe a Küng –cuya tesis había versado precisamente sobre la
Justificación en Karl Barth– en torno a una posible visita de Barth al Concilio: «Después
de comentar a Su Eminencia (Bea) la posibilidad de invitar a Karl Barth por parte del
SUC, él se ha mostrado de acuerdo en principio. Querría pedirte, por eso, que hables con
Barth sobre esa posibilidad. Tan pronto como hayas hablado con él sobre la posibilidad
de su invitación, dímelo. No se trata, por supuesto, de “conquistarlo”; debes exponerle
las cosas con total libertad y descartar cualquier motivación egoísta por nuestra parte.
Agradecido por tu servicio y con la esperanza de verte de nuevo en Roma pronto. Tuyo.
Johannes»[561]. Remata Congar (24-9-1966): «Willebrands me ha contado la estancia de
Barth, actualmente en Roma y que debe ser recibido por el Papa el lunes. Barth ha
estudiado los textos del Concilio durante un mes. Ha redactado cuestiones sobre cada
uno y viene a la fuente, a Roma, para obtener la respuesta. Ayer, ha examinado el De
oecumenismo y el De libertate religiosa. El De libertate no le gusta. Se ha alineado
sobre la moderna idea de dignidad de la persona humana. El mejor texto, a los ojos de
Barth, es Ad gentes»[562].
2. Ecumenista en ejercicio.
El primer eclesiástico en viajar a la Unión Soviética después de 1917 no fue Casaroli,
como tantos escriben, sino Willebrands. Llegó a Moscú el 27 de septiembre de 1962 para
249
gestionar el envío de observadores de la Iglesia ortodoxa rusa al Concilio. «El Secretario
de Estado lo había autorizado –dice–, pero declarándome que lo hacía bajo mi directa
responsabilidad. Tenía, sin embargo, el pleno apoyo del cardenal Agustín Bea,
presidente del SUC. No fui, pues, “enviado por la Santa Sede”. Solo autorizado a
emprender el viaje, que caía enteramente bajo mi responsabilidad».
Semanas antes, «en 1962 –precisa–, durante una reunión del Comité central del CMI,
tenido en París, me entrevisté con el metropolita Nikodim, responsable del patriarcado
de Moscú para las relaciones internacionales y hablé largo con él […]. Oídas mis
explicaciones, él observó: “Todo lo que me está diciendo es muy interesante e
importante también para nuestra Iglesia, la cual, sin embargo, está en Moscú, no en
París”. Yo repliqué: “¿Es una invitación a ir a Moscú?”. Él se limitó a repetir: “Nuestra
Iglesia está allí, y sería interesante que también allí escuchasen lo que me acaba de
decir”. Sí, era una invitación indirecta pero clara. Quisiera notar que tal encuentro fue
anterior a aquel, ahora bastante publicitado, entre el cardenal Tisserant y el metropolita
Nikodim»[563].
El lunes 6 de diciembre de 1965 Bea invita a comer a los que han trabajado en el
Secretariado. Son los últimos días del Concilio y Congar detalla –nótese el trajín de
aquellas horas– que Bea está ausente y «Willebrands llega tarde a nuestra comida porque
ha estado a recibir en Fiumicino a monseñor Nikodim, que llega de Moscú para asistir a
la clausura». Y al día siguiente, esto: «Willebrands lee, en francés, el texto de abolición
de las excomuniones mutuas entre Roma y Constantinopla»[564]. Tampoco sobrará
recordar el reportaje de 30Días al cumplirse los 28 años de la repentina muerte del
Metropolita ortodoxo en brazos de Juan Pablo I. «Recuerdo un pequeño episodio –tercia
el P. Miguel Arranz aludiendo primero a la rápida elección del papa Luciani–. Íbamos
hacia la plaza de san Pedro en el momento en el que a lo largo de la vía de la
Conciliación pasaban los coches de los conclavistas que aquella noche se habían
quedado en el Vaticano, y en un momento dado uno de aquellos coches se detuvo frente
a nosotros. Era el del cardenal Willebrands, entonces presidente del SUC. Willebrands
bajó del coche y dirigiéndose al metropolitano Nikodim exclamó: «¡Ha sido el Espíritu
Santo! ¡El Espíritu Santo!…». Imagínese, un hombre racional, frío como el mármol,
como el cardenal Willebrands bajando del coche y exclamando de aquel modo. Nikodim
se quedó inmóvil… Me miró con expresión interrogativa. Seguimos andando y una vez
llegados a la plaza de San Pedro nos colocamos casi justo debajo del balcón».
Ninguna frase mejor para definir su papel en la liberación de Slipyj que esta del
cardenal Capovilla, secretario de san Juan XXIII: «Monseñor Willebrands ha prestado
un óptimo servicio desde todos los puntos de vista»[565]. Fueron horas aquellas en verdad
históricas por el alcance de un hecho al fin y al cabo fruto de las buenas relaciones del
momento entre Juan XXIII y Kruschev: se estaban echando las bases de la futura
Ostpolitik. La operación salió redonda gracias al profético Juan XXIII, prácticamente
solo en esas horas, excepción hecha de los cardenales Cicognani, Testa, Bea y,
naturalmente, monseñor Willebrands, viejo amigo de Nikodim y de los observadores
rusos en el Concilio. Debidamente informada, la Santa Sede autorizó a finales de enero
250
de 1963 el viaje de Willebrands a Moscú con el fin de llevar aquella nave a buen puerto:
«esta vez, matiza en la entrevista, fui como enviado del Papa». Esta vez, más que
información, era facilitar una liberación, ¡y qué liberación! Durante mis años de profesor
en Roma, trabé amistad con monseñor Iván Choma, secretario y albacea del cardenal
Slipyj, con quien más de una vez pude conversar en los jardines vaticanos. La
descripción que nuestro holandés hace del ucraniano se me antoja de absoluta precisión:
«figura austera –dice–, alta, majestuosa, con larga barba gris que le definía el rostro
marcado por largos años de cautiverio, mirada humilde e indómita en aquellos luminosos
y penetrantes ojos azules». Nunca los viajes de Willebrands al Este tuvieron carácter
diplomático, competencia de Casaroli, sino solo «religioso, teológico y ecuménico»[566].
3. Willebrands y el Concilio.
Congar da buena cuenta del título: «Esta tarde (19-2-1965) Willebrands habla de los
retoques hechos al De oecumenismo. Hubo tres intervenciones del Papa. Los 19 retoques
vienen de la segunda […]. En cuanto a la tercera […] el Papa pide que nuestro texto
sobre la libertad religiosa se le comunique y explique antes incluso de dárselo a los
obispos del Secretariado. Dijo a Willebrands: “me lo mandáis con dos o tres de vuestros
peritos y allí, en torno a una mesa, yo plantearé cuestiones, ellos me explicarán, yo veré
si es satisfactorio”»[567]. Vuelve el sábado (30-10-1965) sobre los votos de los últimos
días: «Me dice [Willebrands] que la víspera de la promulgación de la Declaración sobre
las religiones no cristianas hay todavía una marcha hasta el Papa para que esta
promulgación no tenga lugar […]. Se habla también del De Revelatione: este título, dice
Willebrands, viene de Juan XXIII, que lo empleó (en lugar del De fontibus Revelationis)
cuando instituyó la Comisión mixta»[568]. Congar y Willebrands, salta bien a la vista, se
cruzaban, pues, comentarios conciliares de gran valor testimonial.
Su amistad con Bea provenía de los remotos tiempos en que este había sido rector del
Pontificio Instituto Bíblico. Sus frecuentes viajes a Roma lo acercaban invariablemente
hasta la celda del jesuita, donde hablaban ambos sobre mil y una historias del
ecumenismo, cuando este término no se podía casi ni pronunciar a orillas del Tíber.
Desde entonces nunca se apartó de la huella bíblica de Bea, a quien asistió en los
momentos finales y cuyos restos acompañó hasta la sepultura en su pueblo natal
Riedböhringen (Alemania). Viajes, entrevistas, documentos conciliares fueron en uno y
otro siempre de la mano. De modo que hoy sería imposible comprenderlos por separado.
A las pinceladas sobre lo que Pablo VI supuso en nuestro purpurado, y lo que este le
ayudó en cuestiones ecuménicas, cumple añadir la preparación de encuentros históricos
como el de Atenágoras en Jerusalén, la entronización de Shenouda III en Alejandría, el
viaje de Dimitrios I a Roma, la visita de Ramsey al Vaticano, y a menudo su amistad con
Melitón de Calcedonia[569]. En cuanto a Juan Pablo II, se sabe que poco después de su
elección, le encargó el organizar una visita papal a Constantinopla y poner rumbo
también hacia Canterbury. En su respuesta al arzobispo Runcie, por ejemplo, dijo que la
ruptura unilateral por Iglesias anglicanas divididas lleva a la grave pregunta de hasta qué
251
punto entiende el anglicanismo la naturaleza de la Iglesia y su relación con una tradición
autoritativa. Porque alterar la tradición implica una «innovación radical» que pone en
peligro un concepto sacramental del sacerdocio como signo visible del sacerdocio
perdurable de Cristo en la Iglesia.
De no menor alcance fueron sus declaraciones sobre Lutero en la V Asamblea
plenaria de la Alianza Luterana mundial en Evian, 1970, comprobando con gozo que «en
los últimos años ha surgido entre los estudiosos católicos una visión más exacta
científicamente de la figura y la teología de Martín Lutero», palabras que provocaron
indignación entre las personalidades más influyentes de la Curia Romana. Desde la
distancia, sin embargo, comprueba uno que, si por un lado pudo reconocer en nombre de
la Santa Sede que Lutero fue «una personalidad profundamente religiosa y que había
buscado sinceramente y con abnegación el mensaje del Evangelio», por otro, la sencillez
de las intenciones y franqueza de la explicación teológica no dejan escapar ninguna
concesión.
La Santa Sede acudió al Milenario de Rusia (1988) con dos delegaciones: la de
Casaroli, compuesta igualmente por Willebrands, Etchegaray y tres expertos; y la del
episcopado católico con los cardenales arzobispos de Viena, Hanoi, Milán, Varsovia,
Múnich y Nueva York. El Gobierno soviético había empezado a desbloquear, con harto
pesar del patriarcado ruso, la situación de la Iglesia grecocatólica en Ucrania. Así que el
10 de junio de 1988 Willebrands y Casaroli se entrevistaron en el hotel Sovietskaia con
dos obispos ucranianos, Filemon Kurchaba y Pavlo Vasilik. Las autoridades rusoortodoxas nada podían hacer para impedirlo. Y en fin, a resultas de la visita de
Gorbachov al Vaticano (diciembre del 89), tuvo lugar en Moscú del 12 al 17 de enero de
1990 una conferencia de católicos romanos y ortodoxos rusos sobre la Iglesia
grecocatólica en Ucrania. Encabezó la delegación una vez más Willebrands, y la
ortodoxa el metropolita Filaret de Kiev, acérrimo enemigo de los católicos ucranianos[570].
4. Su relación con los judíos.
Según el cardenal Cassidy, resultó «fundamental». Para el rabino Israel Singer, «la
estrecha colaboración del cardenal Willebrands con el Congreso judío mundial y con el
Comité judío internacional sobre consultas interreligiosas, ilumina la evolución
alcanzada por las relaciones judeo-cristianas tras dos milenios de encono. Fue pionero y
arquitecto de la reconciliación por parte de la Iglesia católica, en lo que atañe a la
vinculación de la misma con los judíos, que tuvo un progreso histórico durante el
pontificado de Juan Pablo II. A casi medio siglo después, somos beneficiarios de aquella
visión y de esos esfuerzos».
En Roma hubo que esperar a la NA, negada en redondo –idea de Willebrands– a la
acusación de deicidio que algunos cristianos venían haciendo a los judíos. En 1986, un
Papa visitó por primera vez la sinagoga de Roma, hecho sin precedentes, y el 31 de
agosto de 1987 Willebrands anunció durante un encuentro con el Comité judío
internacional su intención de escribir un documento sobre la Shoah, que Juan Pablo II
252
respaldó inmediatamente y cuya publicación, pese a los buenos propósitos y a la
indudable honestidad intelectual e histórica del documento, desencadenó un alboroto.
También muchísimas reacciones positivas, todo hay que decirlo. Sobre el incidente
Weiss (rabino de Nueva York y líder de los asaltantes al convento carmelitano de
Auschwitz para forzar su abandono), y luego de haber empeorado las cosas con
desafortunadas intervenciones los cardenales Macharski, de Cracovia, y Glemp, de
Varsovia –este por un polémico sermón en Czestochowa–, el Vaticano hubo de terciar
mediante una declaración pública de Willebrands, que resultó definitiva en la solución
de los incidentes. Apagafuegos en toda regla…
Figura clave la suya, pues, en la Iglesia católica, para dialogar con acatólicos y judíos.
En el Vaticano se le conocía como el «holandés errante» debido a sus viajes por el
mundo promoviendo la unidad cristiana. Fue un lujo de la Iglesia católica y sus obras
prueban que del oficio hizo virtud[571]. Puede que algún día tan brillante gestión pase a los
manuales como el esplendor ecuménico de la era Willebrands[572]. «En verdad que sus
escritos, al decir de monseñor Ablondi, tienen la prueba luminosa de la pasión por la
comunión»[573]: era un testigo apasionado porque de esta luz ecuménica supo hacer él una
vocación. «Prelado de manual», define Küng, precisando:
«Sin el trabajo previo sobre todo del animoso ecumenista católico Willebrands –amigo del gran ecumenista
protestante holandés doctor Visser’t Hooft, secretario general del CMI fundado en 1948– hubiera sido
imposible llegar tan rápidamente a un SUC, cuyo espíritu rector, con el cardenal Bea al frente, no será otro que
el de Willebrands»[574].
Un aire de sencillez y simpatía, donosura y compostura; un toque, diríase, de
sensibilidad eclesial y fineza de espíritu irradiaba siempre su presencia. Los vistosos y
espaciosos corredores del Palacio Apostólico no encerraban secretos para él. Y menos
aún la proverbial diplomacia de sus monseñores, a quienes conocía de largo y de cerca,
que ya es conocer. Personaje de la clásica escuela holandesa revestido de cortesía
vaticana, cordiales modos y finas maneras, lo recuerdo, ya él jubilado, caminando
algunas tardes, lento pero señorial, en clergyman, tocado con el típico sombrero negro de
monseñor, alto y elegante, por la inmensa plaza de San Pedro.
Me viene a la mente una tarde romana en el Centro Pro Unione durante una
conferencia en inglés a la que amablemente se me invitó. Detrás de sus gafas blancas
danzaba la llama viva de unos ojos hechos a tanta luz ecuménica, esos que al despuntar
el 2 de agosto del 2006 se cerraron para siempre llevándose consigo hasta el buen Padre
Dios las inconfundibles y tantas veces cálidas imágenes del ecumenismo
contemporáneo. Corta y pobre saldrá la historia del ecumenismo moderno que prescinda
de los servicios que este católico monseñor holandés prestó. El esbelto porte de su
extraordinaria figura, sus finos ademanes, el incansable dinamismo de sus pasos viajeros
consiguieron llevar a las plazas ecuménicas del universo mundo una nota de señorío y
distinción, y los foros de la unidad cristiana salieron siempre enriquecidos con su
dialógica presencia, la típicamente suya, la tantas veces compuesta de oportuna palabra,
fecunda pluma y sabio silencio. Enamorado del ecumenismo y siempre disponible,
253
rompió moldes y cruzó fronteras sin fin a la hora de servir a la Iglesia y amar al Cristo
del Ut unum sint.
254
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Rodríguez Garrapucho F., En la estela de Paul Couturier, en PE 29 (2012) 37-55.
Romeu L. V., Diálogos de la Cristiandad, Sígueme, Salamanca 1964.
Rouquette R., L’archevêque de Cantorbéry a Rome, en Etudes 324 (1966) 609-629.
Rouse R.-Neill S. C., Storia del movimiento ecuménico dal 1517 al 1948. II. Dagli inizi dell’800 alla Conferenza di Edimburgo, Il Mulino, Bolonia 1973.
Roussin A., Elogio de P. H. Simon en la Academia Francesa el 2 de mayo de 1974 (somos.vicencianos.org/.../fernando-portal-1855-1926-sacerdote-de-la-c...).
Sáez R., Juan XXIII y la Ortodoxia, en PE 31 (2014) 45-55.
Sánchez Vaquero J., La unidad de los cristianos (1950-2000), BAC, Madrid 2001.
Santachiara M. P., ocso, Md. M. Pia Gullini e Sr. Maria Gabriella, Conferencia: Vitorchiano 29/4/2009» (http://www. trappistevitorchiano. it/).
259
Índice
Nota del editor
Introducción
Siglas y abreviaturas
ATENÁGORAS I (1886-1972)
1. Atenágoras I visto por Pablo VI.
2. Fuerza de la verdad en el diálogo de la unidad.
3. La entrevista de Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén.
4. Repercusiones de la entrevista de Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén.
AGUSTÍN BEA (1881-1968)
1. El ecumenismo del Vaticano II y Bea.
2. Cardenal de la unidad.
3. Bea y el CEI.
4. El Cardenal del diálogo.
LAMBERT BEAUDUIN (1873-1960)
1. En la línea de León XIII.
2. La actividad ecuménica de Amay-Chevetogne.
3. Claves patrísticas en el ecumenismo y monaquismo de dom Beauduin.
4. Conversaciones de Malinas.
MARC OEGNER (1881-1970)
1. Justo entre las naciones.
2. Adelantado del ecumenismo.
3. En el concilio Vaticano II.
4. En diálogo con el cardenal Bea.
JUAN BOSCH NAVARRO (1939-2006)
1. El teólogo.
2. Especialista y seguidor de Congar.
3. Ecumenista de vocación y de acción.
4. Autor del Diccionario de teólogos/as contemporáneos.
CHARLES BRENT (1862-1929)
1. Brent y el movimiento ecuménico.
2. Apremiante necesidad de la unidad cristiana.
3. Fe y Constitución.
4. La unidad es la base de todo el pensamiento cristiano.
YVES CONGAR (1904-1995)
1. Pionero del ecumenismo.
2. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia.
3. Uno de los artífices intelectuales del Vaticano II.
4. De tres exilios a cardenal de la santa Iglesia.
PAUL COUTURIER (1881-1953)
1. La Semana de oración por la unidad.
2. El ecumenismo espiritual.
3. El Grupo de Dombes.
4. El Monasterio invisible.
ÓSCAR CULLMANN (1902-1999)
1. «Siervo bueno y fiel».
2. Un clásico de la teología y de la cátedra[177].
3. Ecumenista.
4. Cofundador del Instituto ecuménico Tantur de Jerusalén.
MELITÓN DE CALCEDONIA (1913-1989)
1. Alma mater de las conferencias panortodoxas.
2. Con Pablo VI.
3. El diálogo de la caridad.
260
4. El diálogo de la caridad según Melitón de Calcedonia.
BEATA TERESA DE CALCUTA (1910-1997)
1. Ecumenista del amor.
2. Vivía con Cristo y para Cristo.
3. Icono de la caridad y de la compasión.
4. Incansable bienhechora de la humanidad.
NIKODIM DE LENINGRADO (1929-1978)
1. «Hombre de corazón universal».
3. Su ecumenismo.
4. Promotor de la unidad de la Iglesia.
SOR MINKE DE VRIES (1929-2013)
1. Fascinada por Cristo.
2. Semilla de comunión, de unidad, de reconciliación.
3. Grandchamp o la catolicidad del corazón.
4. La oración personal como fuente de comunión.
JULIÁN GARCÍA HERNANDO (1920-2008)
1. En la senda del Abbé Couturier.
2. Fundador de las Misioneras de la Unidad.
3. Cofundador de los Encuentros Interconfesionales de Religiosas[276].
4. Fundador de Pastoral Ecuménica.
LORD HALIFAX (1839-1934)
1. Lord Halifax y sus encuentros con el padre Fernand Portal.
2. Lord Halifax y las Conversaciones de Malinas.
3. El abrazo final de dos grandes ecumenistas.
4. El incumplido sueño ecuménico de lord Halifax.
SAN JUAN XXIII (1881-1963)
1. El Papa que convocó el concilio ecuménico Vaticano II.
2. El Papa que instituyó el Secretariado para la unidad de los cristianos.
3. El Papa que abrió la Iglesia católica al ecumenismo moderno.
4. Su ecumenismo y su discurso inaugural del concilio Vaticano II.
SAN JUAN PABLO II (1920-2005)
1. Un Papa con vivo interés ecuménico.
2. El Papa de la UUS.
3. Los cinco puntos a profundizar en el ecumenismo.
4. El Papa de la nueva hermenéutica del Primado.
FRANZ KÖNIG (1905-2004)
1. El cardenal rojo.
2. Protagonista en el Vaticano II.
3. Pro Oriente.
4. Precursor del ecumenismo.
CHIARA LUBICH (1920-2008)
1. Compromiso ecuménico.
2. La hora de Dios.
3. Hitos de una vocación ecuménica.
4. La ecumenista Chiara Lubich vista por Benedicto XVI y Samuel Kobia.
CARLO MARIA MARTINI (1927-2012)
1. Hombre de Biblia.
2. Promotor del Vaticano II y del diálogo fe y cultura.
3. Presidente del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE).
4. El ecumenismo, un amor a la verdad.
DÉSIRÉ MERCIER (1851-1926)
1. Una máxima de Mercier para el ecumenismo.
2. Las Conversaciones de Malinas.
3. «Si la verdad tiene sus derechos, la caridad tiene sus deberes».
4. Iglesia anglicana unida, no absorbida.
BEATO JOHN HENRY NEWMAN (1801-1890)
261
1. Newman en el concilio Vaticano II.
2. Newman y el ecumenismo.
3. La Iglesia en unidad de comunión.
4. Apóstol de la verdad.
BEATO PABLO VI (1897-1978)
1. El Papa del diálogo.
2. Sus grandes gestos ecuménicos.
3. Ecumenismo de reconciliación y abrogación de las excomuniones.
4. Apóstol del ecumenismo de comunión.
FERNAND PORTAL (1855-1926)
1. Entre las Conversaciones de Madera y las de Malinas.
2. Apóstol de la unidad de las Iglesias.
3. «Un día se verá que teníamos razón».
4. «El papel de la amistad en la unión de las Iglesias».
MICHAEL RAMSEY (1904-1988)
1. Arzobispo de Canterbury.
2. Su teología.
3. Actividades ecuménicas.
4. Su legado.
BEATA MARÍA GABRIELA SAGHEDDU (1914-1939)
1. Modelo de preocupación por el ecumenismo.
2. Su ofrecimiento por la unidad de los cristianos.
3. Sacrificio consumado.
4. Resonancia ecuménica de su vida.
ROGER SCHUTZ (1915-2005)
1. Amigo de Dios.
2. Fundador de la Comunidad de Taizé.
3. Taizé y los jóvenes.
4. Su amistad con los Papas.
NATHAN SÖDERBLOM (1866-1931)
1. Adelantado al actual boom de las religiones.
2. Cofundador del movimiento «Life and Work» (Vida y Acción).
3. Reconocimiento de su obra ecuménica.
4. La Conferencia de Estocolmo (1925).
WILLIAM TEMPLE (1881-1944)
1. De incansable actividad intelectual y literaria.
2. Temple y los judíos.
3. Ecumenista[505].
4. Últimos esfuerzos ecuménicos de Temple.
MAX THURIAN (1921-1996)
1. Cofundador de Taizé y observador en el Concilio.
2. De calvinista a católico.
3. Teólogo del Absoluto.
4. Obrero de la UUS.
EMILIANOS TIMIADIS (1916-1985)
1. Metropolita de Sylivría.
2. Hijo espiritual, obispo auxiliar y confidente de su santidad Atenágoras I.
3. Teólogo, escritor y ecumenista.
4. Cofundador de los Encuentros Interconfesionales de Religiosas.
W. A. VISSER’T HOOFT (1900-1985)
1. Influencias en su iniciación ecuménica.
2. Alma del movimiento ecuménico.
3. Primer secretario general del CEI.
4. La Fundación Visser’t Hooft para el Liderazgo ecuménico.
JOHANNES WILLEBRANDS (1909-2006)
1. Vocación ecuménica.
262
2. Ecumenista en ejercicio.
3. Willebrands y el Concilio.
4. Su relación con los judíos.
Bibliografía
263
[1]
RV, 16/2/2015.
UR, 2.
[3]
WILLEBRANDS, Una sfida ecumenica, 17.
[4]
PE 9 (1992) 32.
[5]
UR, 1.
[6]
Edición Espasa Libros, S.L.U., 2010.
[7]
VN 2.939 (2-8/5/2015).
[8]
Cf Cor unum, 24/164 (1963) 12-14.17; 25/165 (1964) 3-5.
[9]
TORRELLA, 269.
[10]
Ib, 270.
[11]
Serm. 34,1.6 (cf Sal 145,2).
[12]
En griego: Αθηναγόρας Α’, de civil Aristocles Spyrou (Αριστοκλής Σπύρου). Joannina, entonces Imperio
otomano, pasó a Grecia después de 1912, tras la resolución fronteriza posterior a la I Guerra mundial.
[13]
MARTANO, 66.
[14]
I-II de Rodas (1961-1963: para tratar el envío de observadores al concilio Vaticano II); y III de Rodas en 1964.
También la IV de Chambésy (Ginebra) en 1968.
[15]
Cf CASTAÑOS DE MEDICIS, 35-45.
[16]
Cf BAC 345, p. 116-122.
[17]
Cf http://www.ecclesia.com.br/biblioteca/hagiografia/athenagoras_patriarca_de_constantinopla.html.
[18]
Murió en el hospital tras una liturgia celebrada en su lecho de enfermo junto a Melitón (MARTANO, 529).
[19]
«Balikli» o «Baloukli», del turco «balik» que significaría «pez». Los patriarcas de Constantinopla son
enterrados allí desde 1824 (www.findagrave. com/ cgi-bin/fg.cgi?page=gr&GRid=6379709).
[20]
Ya en el telegrama del 7/7/72 remitido tras el anuncio de la muerte al santo Sínodo del Patriarcado ecuménico,
se puede leer: «Rogamos al Señor que reciba en su reino al protagonista de la reconciliación de todos los
cristianos y de nuestras dos Iglesias en particular» (BAC 345, n. 295, p. 256).
[21]
BAC 345, n. 296, p. 256-257.
[22]
Athenágoras I y Chiara Lubich (www.focolare.org/wp-content/uploads/ 2012/07/20120704-02.jpg).
[23]
Athenágoras I y Chiara Lubich (ib). Cf MARTANO, 523, con bibliografía.
[24]
Athenágoras I y Chiara Lubich (ib).
[25]
«Y, como tal –prosigue–, era también un profeta, por lo que veía el porvenir y le dolía que el presente fuera
solo espera. Me decía: “Llegará el día en que… el sol ascenderá alto, los ángeles cantarán y danzarán y todos
nosotros, obispos y patriarcas, en torno al Papa, celebraremos en el único cáliz”» (LUBICH: El grito, 107-108).
[26]
Cf LANGA, La Iglesia ortodoxa y la beatificación de Atenágoras, 6-7.
[27]
CLEMENT, Dialogues, París 1969.
[28]
Ib.
[29]
Ib.
[30]
Ib.
[31]
Cf MARTANO, 405-408. Para la reconstrucción del encuentro, PANOTIS, 42-43.
[32]
Cf VRAME, Patriarca Atenágoras.
[33]
Cf HERA, La noche transfigurada, 547-557; Timonel de la Unidad, 363-366, esp. n. 134.
[34]
En estas cuatro décadas las Iglesias católica y ortodoxa «han vivido ocasiones importantes de contacto que han
favorecido el espíritu de recíproca reconciliación», tales como «el intercambio de visitas entre el papa Pablo VI
y el patriarca Atenágoras I en 1967», la visita del propio Juan Pablo II al Fanar en 1979, el anuncio –con el
patriarca Demetrio I– del inicio teológico, la visita de Demetrio I a Roma en 1987 y la de Bartolomé I en 1995
son «signos
–reconoció Juan Pablo II– del común empeño de continuar recorriendo el camino emprendido, a fin de que se
realice cuanto antes la voluntad de Cristo: ut unum sint!».
[35]
www.alexlib.com/vozcatolica/73/apremia.htm; CV, 29/6/2004 (VIS).
[2]
264
[36]
El Papa recuerda las iniciativas ecuménicas del patriarca Atenágoras y de los pontífices Juan XXIII y Pablo
VI: CV, 28/6/2012 (VIS). Cf www.news.va/pt/news/el-papa-recuerda-las-iniciativas-ecumenicas- del-2. Como
es tradición, con motivo de la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, Benedicto XVI recibió en el
Vaticano a una delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla, enviada por el patriarca Bartolomé I.
[37]
El texto del encuentro «secreto» fue publicado por WENGER, 141-150. Cf MARTANO, 474ss. De él salieron
referencias en La Croix y otros medios. Cf Archivo: Entrevista 0.jpg|300px|thumb|left. El Patriarca comienza la
entrevista en inglés. El Papa dice: «Entiendo el inglés pero no lo hablo fluidamente». Y Atenágoras: «Entonces
hablemos francés». «Así será más fácil para mí», repuso Pablo VI, que prosiguió: «Quiero comunicarle toda mi
alegría, mi emoción. Verdaderamente pienso que es un momento en que vivimos en presencia de Dios».
[38]
http://usuarios.advance.com.ar/pfernando/DocsIglMed/PabloVI_AtenagorasI.htm (selección y revisión: José
Gálvez Krüger). Cf http://ec.aciprensa.com/wiki/Entrevista_Pablo_VI_-_Aten%C3%A1goras_I.
[39]
JIMÉNEZ RAMÍREZ, Ecumenismo, diálogo en la caridad, diálogo para la verdad.
[40]
Cuando se hizo público, aunque le fue entregado en persona al Patriarca el 11 de enero, es decir, a los pocos
días de la vuelta de Tierra Santa.
[41]
www.presidency.ucsb.edu/ws/index.php?pid=26029.
[42]
Las delegaciones de ambas partes llegaron a la conclusión de que los anatemas de 1054 habían sido, más que a
Iglesias, a individuos. Podían ser revocados, «eliminarlos de la memoria de la Iglesia».
[43]
BAC 345, n. 127, p. 115.
[44]
Cf VRAME, Patriarca Atenágoras.
[45]
BAC 345, n. 284, p. 239-241.
[46]
KASPER, Buenos Aires 2004, 97. Cf MADRIGAL, RF 266 (2012), esp. 148-154.
[47]
SCHMIDT, 564, n. 2; KASPER, Buenos Aires 2004, 97; LANGA, EES, 25/2/2015.
[48]
Le sucedió en 1968 el cardenal Willebrands, y a este, en 1989, el cardenal Edward Idris Cassidy, de quien
heredó el testigo en 2001 el cardenal Walter Kasper, y de este el cardenal Kurt Koch. Interesantes detalles sobre
su muerte en HERA, La noche transfigurada, 701-705. En torno a este libro, cf LANGA, El fulgor de la noche
transfigurada, 699-710.
[49]
Destacamos entre sus obras: De Pentateucho, De veritate historica Evangeliorum, Nueva traducción de los
salmos, Cursos de introducción a la Sagrada Escritura, Eucaristía y Unidad, Teología de la unión, Unión de las
Iglesias, Posición de la Iglesia ante las religiones no cristianas, etc. Fue miembro de cuatro Congregaciones
Romanas y de cuatro Comisiones.
[50]
Cf LANGA, Participación de los teólogos…, 315-356.
[51]
Cf Libertad conquistada, esp. Un cardenal de la Curia en la universidad: Agustín Bea, 322-325.
[52]
Libertad conquistada, 324.
[53]
SCHMIDT, 488. Fidelísimo secretario, St. Schmidt († 6/11/2006) escribió esta magna obra (950 páginas) sobre su
cardenal: la más completa biografía y bibliografía del purpurado jesuita. Cf DTTC, 115-118.
[54]
Cf TER 17 (1965) 171-173. La traducción italiana: «26. Dichiarazione del Comitato Centrale del Consiglio
Mondiale delle Chiese sui rapporti con la Chiesa Cattolica Romana»: Unità cristiana, 134-137.
[55]
NOLDE, 590.
[56]
GMT, APÉNDICE B. La historia del Grupo Mixto de Trabajo ICR/CMI, 40-47.
[57]
VISCHER, 696.
[58]
Cf STRANSKY, 40-47.
[59]
CONGAR, Saggi ecumenici, 139s.
[60]
Cf LANGA, Retos ecuménicos de la DH, 123-152; Cincuentenario de la NA, en EES, 25/2/2015.
[61]
Para este controvertido Coetus Internationalis Patrum y sus nombres, cf MARCHETTO, pássim.
[62]
Una sfida ecuménica, 31.
[63]
Cf DIE, 49. Algunas fuentes, como Wikipedia, dan el 4 y no el 5.
[64]
Se consagra por completo a esta misión. Crea las Semanas litúrgicas de Lovaina, funda la revista Questions
liturgiques et paroissiales, ejerce una influencia decisiva en la formación litúrgica de la clerecía, y sintetiza sus
geniales intuiciones sobre la piedad de la Iglesia en un maravilloso librito que, traducido a casi todas las lenguas
de Europa, todavía no ha envejecido.
265
[65]
VOS, 24/01/2011. Cf CARPINELLO, 4.
BOUYER, Madrid 1966; CAPPUYNS, RHE 61 (1966) 424-454; 761-807; cf MD 40 bis (1954) 128-131. FRANQUESA,
GER, 1991.
[67]
Cf LANGA, En el centenario de la muerte de León XIII, 6-8.
[68]
TURNER BRANDRETH, 166; BRUNI, 86, n. 42.
[69]
DENAUX-DICK (ed.), From Malines to ARCIC, 1997, recensión de LANNE, Irenikon, 69/1 (1996) 5-45. Cf MILLER,
Malines Conversations, en NCE, citado por STANLEY, The Malines Conversations, 2002.
[70]
Cf BRUNI, 86, n. 42 (bibl.).
[71]
Cf DIE, 406-407.
[72]
Contrae matrimonio el 24/7/1905 con Jeanna (que muere a los 48 años: en 1933), de la que tiene 4 hijos:
Denyse, Etienne, Philippe y Jean-Marc. En 1935, convencido de que un ministerio pastoral debe ser asumido
por el pastor y su esposa, contrae segundas nupcias con Mary Thurneysen (www.ajpn.org/juste-Marc-Boegner301.html).
[73]
Entre las más destacadas: L’Église et les questions du temps present (1932), L’Evangile et le racisme (1939),
Le problème de l’unité chrétienne (1947), Le chrétien et la souffrance (1956), Notre vocation á la sainteté
(1958) y L’Exigence oecuménique des Églises. Souvenirs et perspectives (1968).
[74]
Cf EFE (http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1970/12/20/pagina-27/34312282/pdf.html).
[75]
Cf BÉDARIDA, Hachette, 1998.
[76]
RITTNER C.- SMITH St. D.-STEINFELDT I., El Holocausto y el mundo cristiano, Yad Vashem, 88-91.
[77]
Cf AMORION J. (Kallos) de, Un esbozo histórico del movimiento ecuménico.
[78]
Conférence européenne de l’Alliance biblique universelle à Nancy, 1951 (www.la-bible.net/ page. php?ref=abfhistoire-boegner). Cf NOLDE, 545.
[79]
Cf CONGAR Y.-BOEGNER M., París 1967; DANIELOU J.-BOEGNER M., París 1965.
[80]
LIPP, La réception de Vatican II.
[81]
BALIĆ, Verso il Concilio. Preoccupazione ecuménica. Die 10 maii 1962, aludiendo al pastor Boegner.
[82]
Cf Unitas, Notiziario (marzo 1962) 97. Sobre Bea, cf Informations catholiques internationales, n.162,
15/2/1962, 20.
[83]
VISERT’ HOOFT, Panorama…, en FEY, 20.
[84]
Cf BOEGNER, París 1968. Obra imprescindible para conocer los orígenes del ecumenismo moderno.
[85]
www.museeprotestant.org/Pages/Notices.php?scatid=149&notice.
[86]
http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1970/12/20/pagina-27/34312282/pdf.html.
[87]
En L’exigence oecuménique, recoge sus actividades en este campo durante sus últimos 62 años.
[88]
CONGAR, Saggi ecumenici, 131.
[89]
Nostra res agitur!, escribirá Visser’t Hooft en vísperas del Vaticano II, mientras comunica al Vaticano la
disponibilidad del CEI/CMI hacia el magno evento de la Iglesia católica.
[90]
En esta frase tan sutil puede verse entendida la actitud del pastor Roger Schutz sobre la intercomunión,
comprendido su caso al comulgar del cardenal Ratzinger durante el funeral por san Juan Pablo II.
[91]
Frases bien recogidas por Congar en Saggi ecumenici, 129.
[92]
Hasta un millar de oyentes se quedó fuera por falta de lugar. Cf SCHMIDT, 488, n. 164, remitiendo para todos los
discursos y textos del «coloquio» al libro en que fueron publicados: BEA, Rencontre.
[93]
BEA, Rencontre, 47-52.63-68.77-85.
[94]
BEA, Rencontre, 47; SCHMIDT, 541.
[95]
BEA, Rencontre, 54.
[96]
SCHMIDT, 541, n. 210.
[97]
BEA, Rencontre, 39; SCHMIDT, 542, n. 206.
[98]
BEA, Rencontre, 69s.
[99]
SCHMIDT, 542.
[100]
SCHMIDT, 542, n. 214, aportando más datos sobre nuevas entrevistas en las que Bea repetía la idea con ayuda de
textos conciliares de UR.
[66]
266
[101]
Cf BOSCH, «El Centro ecuménico Interconfesional de Valencia», 53-57; «Significado del Centro ecuménico»,
205-216; DÍEZ, Historia del ecumenismo en España, 477s.
[102]
Cf BOSCH, «Una lectura teológica de los “Black Spirituals”», 185-199.
[103]
www.quedelibros.com/autor/22383/Bosch-Y-Tudela.html; DÍEZ, Un teólogo del Ecumenismo, 259-264.
[104]
DTTC, 19-20.
[105]
DTTC, 20.
[106]
Juan Bosch habla de su teología, 169.
[107]
Ib.
[108]
Ib.
[109]
«Un teólogo del Ecumenismo»: esp. Ecumenismo fresco y comprometido, 261.
[110]
TAMAYO, en El País, 28 /8 /2010, y 16 /4 / 2006.
[111]
Cf n 35 (I-III, 2005); www.centroecumenico.org/ INFOEKUMENE/ entrevistas/ Juan Bosch 2005. htm.
[112]
«Significado del Centro ecuménico»: LANGA, Al servicio de la unidad, 205.
[113]
DTTC, 18.
[114]
DTTC, 19-25.
[115]
DÍEZ, Historia del ecumenismo en España, 478.
[116]
Correo del 1/6/2004.
[117]
La Biblioteca del Congreso tiene un poco de material de Brent, incluida la correspondencia que mantuvo con
muchas figuras conocidas, como Taft: Calvin Coolidge, Herbert Hoover, Philander Chase, Knox, J. Pierpont
Morgan, John J. Pershing, Theodore Roosevelt, y Elihu Root.
[118]
ZABRISKIE, 189. Asimismo, TATLOW, 418.
[119]
ALLAGREE, 2009.
[120]
Alma máter del Trinity College (http://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Henry_Brent). Cf DIE, 61-62.
[121]
http://liturgyandmusic.wordpress.com/2011/03/27/march-27-charles-henry-brent-bishop-of-the-philippinesand-of-western-new-york-1929/.
[122]
http://justus.anglican.org/resources/bio/116.html.
[123]
BRENT, Poema La nave, publicado 27/4/2009 por Hilary F., http://hilaryfraser. blogspot. com.es/2009/04/
poem-ship-by-charles-henry-brent.html.
[124]
BRENT, Con Dios en la oración, 2012.
[125]
www.bestsermons.net/1926/The_Authority_of_Christ.html.
[126]
BRENT, The Call…, 6.
[127]
HANDSPICKER, 305s. 353.
[128]
Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Frase de Publio Terencio Africano en su comedia Heauton
Timoroumenos (El enemigo de sí mismo), del año 165 a.C.: la pronuncia el personaje Cremes para justificar su
intromisión. El filósofo y escritor español Miguel de Unamuno comienza el primer ensayo de su obra Del
sentimiento trágico de la vida mencionando esta locución latina.
[129]
Cf http://anglicanhistory.org/asia/brent/memorial_sermons1929.html; HANDSPICKER, 305s. 353.
[130]
http://creedalchristian.blogspot.com.es/2012/03/charles-henry-brent-we-must-have-unity.html.
[131]
BIANCHI, El pensamiento ecuménico del obispo Charles Henry Brent.
[132]
Cf II. Relaciones 1999-2005, en GMT, 2-9.
[133]
HENN, Fe y Constitución; Enchiridion, Salamanca I y II; BOSCH, Para comprender el ecumenismo, Estella 1991;
VISCHER, A Documentary History, Bethany, St. Louis 1963; GASSHANN, Ginebra 1993.
[134]
Cf Ecumenismo: www.palabracubana.org/Ecumenismo/ecumenismo-wikipedia.htm.
[135]
Citado en TATLOW, 417.
[136]
Ib.
[137]
DTTC, 234, con selecta y abundante bibliografía en 238s; BOSCH, En el centenario del nacimiento del padre
Congar, 23-30 (pliego).
[138]
Cf www.lasalle.es/catequesis2/C/Congar%20Yves.html. Era ya el sexto consistorio de Juan Pablo II.
267
[139]
ZIZOLA, 183-185.
Cf DTTC, 231-239.
[141]
DTTC, 237.
[142]
Ib.
[143]
ZIZOLA, 183-185.
[144]
CONGAR, Diario de un teólogo, 484s.
[145]
Ib, 25.
[146]
ZIZOLA, 183-185.
[147]
Ib.
[148]
Cardenal diácono de San Sebastián al Palatino, Congar murió a los 91 años y fue sepultado en la tumba de los
Padres Dominicos en el Cementerio Montparnasse en París.
[149]
MAESTRO, Fr. Yves Congar op, profeta y testigo de la unidad.
[150]
ZIZOLA, 183-185.
[151]
CONGAR, Mon Journal du Concile, vol. II, 511.
[152]
CONGAR, Diario de un teólogo, 445.
[153]
Ib, 477.
[154]
Ib, 473s.
[155]
Cf COUTURIER, Cerf, 2003; CASTERMAN, 1963; MICHALON, 2003; VILLAIN, 1957; CONGAR, Saggi ecumenici, 122127; RODRÍGUEZ GARRAPUCHO, 37-55; LANGA, La espiritualidad ecuménica en Paul Couturier, 303-314.
[156]
Los funerales fueron el 27 en la iglesia de San Bruno des Chartreux, en presencia del cardenal Gerlier.
[157]
BENEDICTO XVI, Esperamos el día glorioso, en Z, 18/1/2012.
[158]
Madrid 2003, p. 8.
[159]
CONGAR, L’abbé Paul Couturier, le sue intuizioni ventisette anni dopo, en Saggi ecumenici,123.
[160]
UR, 8; cf Directorio, n. 63, p. 40.
[161]
Ecumenismo espiritual. Una guía práctica, 105.
[162]
Cf GOUTAGNY, 343.
[163]
Ecumenismo espiritual. Una guía práctica, 11.
[164]
GOUTAGNY, 343.
[165]
Ib.
[166]
Ib, 346.
[167]
Ib, 348.
[168]
Ib, 339.
[169]
Ib.
[170]
KASPER, Sacramento de la unidad, 63.
[171]
Cf UR, 8.
[172]
Cf DTTC, 243-248.
[173]
OR, 20/1/1999; LANGA, Ecumenistas que se van…, en PE 15 (1998) 378-382.
[174]
Aceprensa, 3/3/1993; Il Sabato, 20/2/1993.
[175]
FERRARIO, Roma 2011.
[176]
http://dc308.4shared.com/doc/RMWjYFg0/preview.html.
[177]
ALEMANY, en DE 34 (1999) 7-20.
[178]
Cf DTTC, 247-248.
[179]
MÜHLEN, 205-215; KÖNIG, 63-131; CULLMANN, en ST 31/46, resumiendo su artículo publicado en homenaje a
Karl Rahner.
[180]
LINDBECK, 138-140.
[181]
RIGAUX, 149-177.
[182]
CULLMANN, en TER 17, p. 94.
[140]
268
[183]
Entre los galardonados figuran también: H. U. von Balthasar (1984); Olivier Messiaen (1988); Jean Vanier
(1997); Paul Ricœur (2003); y Casimir Swiatek, cardenal de Minsk (Bielorrusia) (2004). Cf
http://es.wikipedia.org/wiki/Premio_Pablo_VI.
[184]
Cf http://two-age.biblicaltheology.org/redemptive_historians/cullmann%20bio.htm.
[185]
SCHMIDT, 653.
[186]
Cf MELITON, Athènes, 1976; Charistéria, 1977; «Chalkidonia», 449-453; FAHEY, 446-485; STAVROU, 683-696;
KALLIS, Brill Online, 2015; RODRÍGUEZ, pássim.
[187]
Cf MARTANO, 179, 226.
[188]
Cf MARTANO, 382, n. 138, donde cita la nota autógrafa de C. Konstantinidis, cit. 33.
[189]
Cf MARTANO, 460s. 471. 479, n. 146 ofreciendo bibliografía. BAC 345, nn. 86, 87.
[190]
BAC 345, nn. 288, 289: esp. 288.
[191]
BAC 345, n. 87. Cf MARTANO, 481, n. 154; 506, 516, que remite a Tomos, n. 283; 526s, 529.
[192]
LANGA, Lecciones del atentado contra el Papa, 433.
[193]
SÁNCHEZ VAQUERO, 26s.
[194]
Un gesto di fraternità cristiana (settembre 1964), en SCHMIDT, 526-530, 529, n. 153.
[195]
SCHMIDT, 530-532.
[196]
Ib, 544.
[197]
MAHIEU, París 2012 (rec. Franck LEMAÎTRE).
[198]
SCHMIDT, 553s; FAHEY, 455.
[199]
Cf SCHMIDT, 835.
[200]
Cf HERA, Timonel, 393, n. 29.
[201]
LANGA, Bello gesto ecuménico, 66s.
[202]
Cf citado en GUITTON, Aprender a vivir, 90.
[203]
LANGA, Bello gesto ecuménico, 67.
[204]
OR del 21 y 28/12/1975; y del 4/1/1976.
[205]
LANGA, Al servicio de la unidad, 495, n. 56. Cf p. 133 donde abunda al respecto el P. Pierre Duprey.
[206]
Así se desprende del Tomos Agapis, BAC 345, nn. 87, 88, 92, 93, 94, pássim.
[207]
LANGA, Al servicio de la unidad, 494, n. 51.
[208]
Cf los pormenores en LANGA, La Iglesia ortodoxa y la beatificación de Atenágoras, 6-7 (886-887).
[209]
Texto en francés en POC 18 (1968) 359-361.
[210]
Serm. 69,1.
[211]
BAC 345, p. 68.
[212]
Ib, 69.
[213]
Ib, 70.
[214]
Ib, 75.
[215]
Ib, 77.
[216]
Admirable su gesto el día de la abrogación de las excomuniones: se acercó a orar ante la tumba de Juan XXIII
y depositó sobre la del papa León IX (el de la excomunión de 1054) nueve rosas en recuerdo de los nueve siglos
de separación (SCHMIDT, 555, n. 263).
[217]
Texto en francés en POC 18 (1968) 359-361.
[218]
JUAN PABLO II, Nuevo paso hacia la unidad, 99, 83.
[219]
Texto en francés en POC 18 (1968) 359-361.
[220]
STAVROU, 683-696.
[221]
De la copiosa bibliografía, cf por ejemplo, MADRE TERESA, 2009, y LE JOLY, 2006.
[222]
http://wvw.nacion.com/ln_ee/teresa/siempre.html.
[223]
http://www.umbrales.edu.uy/umbrales/rev195/PAG30-33.HTM.
[224]
COMASTRI, Io la ricordo così… (www.vatican.va/jubilee).
269
[225]
www.calcuta.org/teresa-de-calcuta-y-el-ecumenismo-eclesial/.
www.revistacriterio.com.ar/iglesia/teresa-de-calcuta/.
[227]
Castelgandolfo, 7/9/1997, en LEV (www.vatican.va/).
[228]
EFENUEVA DELHI, Muere en India la sucesora de la Madre Teresa de Calcuta, la hermana Nirmala (23/06/2015).
[229]
LANGA, Beato Juan E. Newman, 253-254, n. 261.
[230]
www.calcuta.org/recuerdan-a-madre-teresa-de-calcuta-en-india/.
[231]
www.calcuta.org/category/madre-teresa-de-calcuta/. Cf MADRE TERESA, 2009.
[232]
Cf Madre Teresa de Calcuta, a los quince años de su muerte: un lápiz en las manos de Dios: www.
revistaecclesia.com/madre-teresa-de-calcuta-a-los-quince-anos-de-su-muerte.
[233]
http://es.catholic.net/ecumenismoydialogointerreligioso/392/63/articulo.php?id=13358.
[234]
www.radiovaticana.org/spagnolo/archiviospa/2003/03octubre/20octubre.htm#ELPAP.
[235]
LANGA, Hacia un nuevo estilo…; primera parte, en PE 28 (2011) 235s.
[236]
LANGA, A propósito de un libro sobre Juan XXIII, 411; KALUZNY, 65.
[237]
Citado en LANGA, A propósito de un libro sobre Juan XXIII, 411-412.
[238]
En eslavo litúrgico, Uspenskij significa «Dormición de la Santísima Virgen María», que se celebra el 15 de
agosto. Es un monasterio católico de rito bizantino (Via della Pisana, 342, 00163 Roma).
[239]
KALUZNY, 124, n. 118, donde informa de los componentes de la Delegación.
[240]
He aquí un buen dato sobre preparativos para ocupar la presidencia del Departamento en un futuro.
[241]
Cf CHOMA, Roma 1997. El propio monseñor Iván Choma, secretario particular y albacea del cardenal Slipyj,
me contó más de una vez en Roma (Via Boccea, 478) cómo el metropolita Nikodim, cuando pasaba por Roma,
solía llegarse hasta la iglesia de los ucranios para visitar al cardenal metropolita Slipyj.
[242]
LANGA, Hacia un nuevo estilo…; primera parte, en PE 28 (2011) 233-236.
[243]
LANGA, Cruciales fechas del ecumenismo en Rusia…, en PE 7 (1990) 307-325, 317ss.
[244]
Según datos míos recabados de la Comunidad de Grandchamp, pero que no figuran en las biografías. Cf DE
VRIES, Hacia una gratuidad fecunda, pássim; GARCÍA DE ANTONIO , 319-322; CORNUZ, 2011.
[245]
Vía Crucis en el Coliseo. Oficio de Celebraciones litúrgicas del Sumo Pontífice, Roma 1995.
[246]
Hacia una gratuidad fecunda, 144.
[247]
Cf GARCÍA DE ANTONIO , 322.
[248]
Testimonio recogido en GARCÍA DE ANTONIO , In memoriam, 319s.
[249]
DE VRIES, 55.
[250]
Ib, 57.
[251]
Ib, 80-81.
[252]
Ib, 81-82.
[253]
Ib, 82.
[254]
Ib, 83-84.
[255]
Ib, 85-87.
[256]
Ib, 86.
[257]
Cf Ib, 93-95.
[258]
Cf PE 28 (2011) 262-266.
[259]
DE VRIES, en PE 28 (2011) 262.
[260]
Ib, 263.
[261]
Ib, 264-265.
[262]
Ib, 265.
[263]
Ib, 266.
[264]
DE VRIES, 163-164.
[265]
Vía Crucis en el Coliseo, 59-60 (= cf DE VRIES, 75).
[266]
DE VRIES, 274.
[226]
270
[267]
Cf estudios recogidos en LANGA, Al servicio de la unidad. Y el reciente de RODENAS, Madrid 2012.
Cf PERRÓN M., Fundador y director del CEMU, en LANGA, Al servicio de la unidad, 115-118.
[269]
Cf TIMIADIS, Cofundador de los Encuentros…, 227-235 (más estudios en 236-251).
[270]
Cf RODENAS, esp. c. 5. Don Julián con el CMI, 293-385.
[271]
Cf RODENAS, 367-374.
[272]
Cf LANGA, Al servicio de la unidad, 175-177; esp. Centros ecuménicos en Europa, 175.
[273]
El motor de todo el ecumenismo en España: D. Julián García Hernando, en PE 25 (2008) 223; Don Julián
García Hernando y el movimiento ecuménico, en PE 26 (2009) 88-94; Historia del ecumenismo en España,
pássim.
[274]
LANGA, Las relaciones ecuménicas en España, en RC 51 (2005) 643s.
[275]
La unidad es la meta. La oración el camino, 26.
[276]
TIMIADIS, Cofundador de los Encuentros…, 227-235.
[277]
DELLA VALLE, 240s.
[278]
TIMIADIS, Cofundador de los Encuentros…, 228, 235.
[279]
Cf LANGA, Al servicio de la unidad, 5.
[280]
Cf Ib, 251.
[281]
Cf Ib, 249s.
[282]
LANGA, Los primeros pasos de «Pastoral Ecuménica», 21.
[283]
La Semana de la Unidad en España, 41.
[284]
Cf DIE, 193-195; TURNER BRANDRETH, 162-168 (bibl., 457-466, pássim); LOCKHART, 1935s., pássim. En este
mismo libro, Desirée Mercier y Fernand Portal.
[285]
Cf en este libro Beato John Henry Newman.
[286]
Halifax y Portal en el Vaticano: primero ganar tiempo; http://somos.vicencianos.org/blog/el-senor-portal-ylos-suyos-1855-1926-07/.
[287]
Ib.
[288]
PORTAL, Capítulo XI: Las Conversaciones de Malinas. Preliminares y primera conversación (7/6/2012).
[289]
Carta del 20/7/1925.
[290]
PORTAL, Cap. XI: Las Conversaciones de Malinas (7/6/2012).
[291]
Cf Ib.
[292]
Ib.
[293]
Carlos Mercier, sobrino del moribundo, redactó aquellas escenas últimas con una viveza que luego han sido
copiadas por numerosos escritores. Aquí me atengo básicamente a dicho relato.
[294]
SCAMPINI, 2009; HALIFAX, 1930.
[295]
JIMÉNEZ LOZANO, 1977.
[296]
Cf Fernando Portal, sacerdote de la Misión (Capítulo XI); Capítulo XI: Las Conversaciones de Malinas.
Muerte del cardenal Mercier (7/6/2012).
[297]
Carta al Cardenal Leo Giuseppe Suenens (7/7/1976) (www.vatican.va).
[298]
HEBBLETHWAITE, pássim; MARÍN, 13-30; ID, CN, Madrid 2014, pássim; LANGA, Al servicio de la unidad, 487490.
[299]
LANGA, Al servicio de la unidad, 489, n. 37; «San Agustín en la Pacem in terris», 739-759.
[300]
LANGA, Al servicio de la unidad, 489, n. 38-39; SÁEZ, 45-55.
[301]
HARO SÁNCHEZ, 41.
[302]
LANGA, Peregrinación de Pablo VI a Tierra Santa, 56-85.
[303]
LANGA, Al servicio de la unidad, 488, n. 34.
[304]
Cf Inf.CathInt 124 (15/07/1960)7.
[305]
LANGA, Al servicio de la unidad, 488, n. 33 (bibl.); Decreto UR. De su elaboración a su promulgación, 36ss.;
Participación de los teólogos en la elaboración de UR, 332ss.
[306]
Cf SCHMIDT, 349; THILS, 299.
[268]
271
[307]
Cf LANGA, Al servicio de la unidad, 487.
Cf SCHMIDT, 372-373. En 374-375 se pueden ver los esquemas elaborados por el SUC.
[309]
Cf LANGA, Decreto UR. De su elaboración a su promulgación, 34-38.
[310]
AAS 54 (1962) 815. Cf al respecto MARÍN, 27, n. 48.
[311]
BAC 252, 994s. Cf LANGA, Al servicio de la unidad, 488s.
[312]
Atinadas, pues, las reflexiones de MARÍN, 25-27.
[313]
SCHMIDT, 366.
[314]
Cf WEIGEL, pássim.
[315]
TORRELLA, 271.
[316]
TORRELLA, 271.
[317]
LANGA, en PE, 17/51 (2000) 39-56; Perfil ecuménico del Gran Jubileo, Córdoba 2000.
[318]
JUAN PABLO II, Conmigo día tras día, 213; el texto original es de OR del 9/10/1983, 1, 5.
[319]
Pasó un borrador al PCPUC para que fuera revisado. Había sido redactado personalmente por él en
polaco, a través del nuevo sistema de dictado y edición, y después había sido traducido al italiano. A pesar de las
especulaciones y opiniones contrarias, por tanto, UUS no era un borrador de la Curia al que Juan Pablo II
hubiera añadido unas cuantas reflexiones personales (Me lo refirió personalmente el cardenal Edward Cassidy,
durante la entrevista que con él mantuve el 5 de septiembre de 1996).
[320]
Serm.138, 4-5. Cf LANGA, Temas ecuménicos (III), 266.
[321]
UUS, 95.
[322]
UUS, 97.
[323]
UUS, 88.
[324]
UUS, 95.2.
[325]
UUS, 96.
[326]
Cf UUS, 54.2; 57.1.
[327]
KÖNIG, 172 (conferencia pronuncia en The Tablet Open Day).
[328]
KÖNIG, 64. Cf Sábado, 20/3/2004/ - Internet time @538 by Franz König, el ‘cardenal rojo’ / EFE.
[329]
El «cardenal rojo» tendió puentes hacia la Europa del Este. AGENCIAS 14/3/2004. www.
diariocordoba.com/noticias/sociedad/muere-cardenal-franz-konig-conciliador-del-cristianismo_111659. html.
[330]
KÖNIG, 71.
[331]
Ib, 72.
[332]
Ib, 27-42; 27.
[333]
Ib, 30s.
[334]
Fallece el cardenal König, arzobispo de Viena, figura importante del Concilio. Cf http://catinfor.com/
catholicnet2000/?p=7767. Cf CV, 4/3/2004 (Z).
[335]
STRAZZARI, 27.
[336]
Ib, 26.
[337]
KÖNIG, 33.
[338]
Ib.
[339]
Ib, 72s.
[340]
Cf STIRNEMANN-WILFLINGER, Innsbruck, 1998.
[341]
Cf www.pro-oriente.at/index.php?site=gl20050201095749. Cf http://en.wikipedia.org/wiki/ Pro_Oriente.
[342]
Discurso del santo Padre Juan Pablo II a los miembros de la Fundación «Pro Oriente», jueves 29/3/1979
(LEV).
[343]
www.elmundo.es/elmundo/2004/03/13/obituarios/1079172914.html.
[344]
www.fides.org/aree/news/newsdet.php?idnews=7906&lan=spa.
[345]
KÖNIG, 79.
[346]
UR, 19.
[347]
KÖNIG, 96.
[308]
272
[348]
Ib, 106.
Cf LUBICH, Madrid 2012.
[350]
Cf GILLET, Madrid 2009.
[351]
BENEDICTO XVI, Telegrama por la muerte de Chiara Lubich (VIS). Cf TORNO-ZAMBONINI-LUBICH, Que todos
sean uno, en AA.VV, La unidad es nuestra aventura; LUBICH, Chiara Lubich en España, 2003.
[352]
CERNUZIO, 26/1/2015 (Z).
[353]
SARTINI, 15/3/2008.
[354]
CN Principal, Revista nº 488 (1/5/2008): Ecumenismo / Diálogo de la vida / Aquella intuición profética / El
aporte ecuménico del carisma de la unidad.
[355]
Cf REDACCIÓN, Fallece el cofundador del Movimiento de los Focolares, en Z, 15/6/2015 (†14/6/15).
[356]
www.focolare.org. Cf ZAMBONINI, La scomparsa di Chiara Lubich, fondatrice del Movimento dei Focolari, en
Famiglia Cristiana, n. 12 (2008).
[357]
Uno de los últimos mensajes de Chiara Lubich, Roma, 15/3/2008 (Z). En traducción distribuida por el
Movimiento de los Focolares.
[358]
Lo afronta en su libro GILLET, Madrid 2009.
[359]
http://focolare.org/Es/2dia3_es.html.
[360]
BERTONE, En el funeral de Chiara Lubich, Roma, 18/3/2008 (Z).
[361]
BENEDICTO XVI, No solo fue fiel al Magisterio de los Papas, sino que incluso lo anticipó, 18/3/2008 (Z); Carta
de Benedicto XVI en el funeral de Chiara Lubich, 18/3/2008 (Z).
[349]
[362]
KOBIA, Homenaje del CMI a Chiara Lubich, Ginebra, 21/3/2008 (Z).
http://es.wikipedia.org/wiki/Chiara_Lubich.
[364]
www.ciudadnueva.org.ar/revista/488/ecumenismo/aquella-intuicion-profetica.
[365]
Cf BENEDICTO XVI, Pastor generoso y fiel de la Iglesia, en CV, 3/9/2012 (Z); GARCÍA PAREDES, 17-19 (353355); VALERO, 873-876.
[366]
Cf Homilía íntegra del cardenal Scola, 4/9/2012 (Z).
[367]
Ib.
[368]
Cardenal Martini: servidor fiel e insigne pastor, en CV, 1/9/2012 (VIS).
[369]
Benedicto XVI, Pastor generoso y fiel de la Iglesia, en CV, 3/9/2012 (Z).
[370]
MARTINI, L’ultima intervista, en Corriere della Sera, 1/9/2012.
[371]
FORTE, La fuerza de la libertad, 2/9/2012 (Z).
[372]
Martini fue reconocido en el año 2000 con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, EFE. Cf CV,
31/8/2012.
[373]
FORTE, La fuerza de la libertad, 2/9/2012 (Z).
[374]
MARTINI, Sueño una Europa del espíritu, pássim.
[375]
Cf Un maestro e una guida per l’Europa. Monsignor Aldo Giordano ricorda il ruolo del cardinal Martini nel
dialogo ecuménico, Chiesa di Milano. Il portale della Diocesi Ambrosiana, 31/8/2012.
[376]
REDACCIÓN, Premio Internacional Carlo Maria Martini. La Diócesis de Milán instituye el galardón para
recordar su memoria, Roma, 16/2/2013 (Z). Para noticias concernientes: www.martiniaward.it.
[377]
MARTINI, L’ultima intervista, en Corriere della Sera, 1/9/2012.
[378]
MARTINI, Sueño una Europa del espíritu, 36.
[379]
Cf MADRIGAL, 179; SUENENS, Recuerdos y esperanzas, 25.
[380]
BEAUDUIN, Tournai 1966; BOILEAU, Lovaina 1996.
[381]
Cf SUENENS, Ed. Roma, Barcelona 1979; LANGA (ed.), Al servicio de la unidad, 81 y 339.
[382]
SUENENS, Barcelona 1979.
[383]
Ib.
[384]
Ib.
[385]
Renouveau Charismatique et Oecuménisme, 53. Cf Julián García Hernando en este libro.
[386]
Cf Dom Lambert Beauduin en este libro.
[363]
273
[387]
ABC (Madrid), 28/12/1923, p. 26.
Datos en BURGGRAF, Madrid 2011. Cf Lord Halifax en este mismo libro.
[389]
La Oración del cardenal Mercier al Espíritu Santo está reproducida en multitud de portales de la Red.
[390]
Discurso de Su Santidad Pablo VI a Sus Majestades el rey Balduino de Bélgica y la reina Fabiola: 1/ 7/1963:
www.vatican.va/).
[391]
Carta del papa Pablo VI al Cardenal Leo Giuseppe Suenens (7/7/1976) (www.vatican.va).
[392]
Ib.
[393]
Célébration pour implorer l’unité des chrétiens, 4/12/1965 (www.vatican.va).
[394]
OR, 29/4/1977.
[395]
Para demostrar que diversidad no es división, el distinguido teólogo anglicano de Oxford, John Macquarrie,
publicó en 1975 su libro Christian Unity and Christian Diversity.
[396]
Carta al Cardenal Leo Giuseppe Suenens (7/7/1976) (www.vatican.va).
[397]
Cf SCAMPINI, Iglesia Anglicana unida, no absorbida.
[398]
Cf LANGA, Beato Juan E. Newman, Madrid 2010, pássim (ab. bibl.).
[399]
Cf Ib.
[400]
Cf LANGA, Beato Juan E. Newman, 110, n. 128; RC 25 (1979) 529-566.
[401]
Cf LANGA, Beato Juan E. Newman, 111, n. 129.
[402]
DESSAIN, Vida y pensamiento, 55.
[403]
Ib, 69.
[404]
Ib, 226; LANGA, Beato Juan E. Newman, 113, n. 133.
[405]
STROLZ, 159, n. 286.
[406]
JUAN PABLO II, Carta a Mons. George Patrick Dwyer…, Vaticano, 7/4/1979.
[407]
STROLZ, 54, n. 98.
[408]
JUAN PABLO II, Carta a Mons. George Patrick Dwyer…, Vaticano, 7/4/1979.
[409]
STROLZ, 51, n. 91.
[410]
UR, 7.
[411]
DESSAIN, El cardenal Newman como profeta, 94.
[412]
JUAN PABLO II, Fides et ratio (14/9/98), Introducción.
[413]
PABLO VI refiriéndose a Newman en la beatificación del P. Domingo Barberi, AAS 55 (1963) 1023.
[414]
HERA, Pablo VI. Timonel de la Unidad, 327-455; La noche transfigurada. Biografía de Pablo VI, pássim;
CONGAR, L’ecumenismo di Paolo VI, en Saggi ecumenici, 141-154.
[415]
LANGA, La encíclica Ecclesiam suam, en PE 31 (2014) 229-256. Cf Ecclesia, 3.749 (2014) 1503-1539.
[416]
LANGA, Evocación de Pablo VI, en EES, 19/10/2014.
[417]
LANGA, Peregrinación de Pablo VI a Tierra Santa, 56-85; HERA, Pablo VI. Timonel de la Unidad, 377s.
[418]
SCHMIDT, 508. Cf Messaggio di Paolo VI all’intera famiglia umana. Qui fausto die (22/6/1963).
[419]
SCHMIDT, 508.
[420]
Ib, 309.
[421]
CONGAR, L’ecumenismo di Paolo VI, en Saggi ecumenici, 151.
[422]
Cf Melitón de Calcedonia en esta obra.
[423]
El Patriarca Atenágoras tenía gran consideración hacia Pablo VI, Roma, 28/9/1997 (ACI).
[424]
BAC 252, p. 1010.
[425]
LANGA, Al servicio de la unidad, 493-498. Cf Melitón de Calcedonia en este libro.
[426]
LANGA, Al servicio de la unidad, 495, nn. 57-58.
[427]
Cf Michael Ramsey en este mismo libro.
[428]
LANGA, Al servicio de la unidad, 494.
[429]
Cf www.vatican.va.
[430]
CONGAR, L’ecumenismo di Paolo VI, en Saggi ecumenici, 153.
[388]
274
[431]
Ib.
Pablo VI a los miembros del SUC (13/11/68: www.atican.va).
[433]
www.vatican.va.
[434]
LANGA, Decreto UR. De su elaboración a su promulgación, 45s.
[435]
Síntesis de los documentos conciliares (8/12/1965) (www.vatican.va).
[432]
[436]
UR, 1. Cf CALVET, París 1959; LADOUS, París 1985. Fernando Portal, Lazarista (1855-1926), en Unités des
Chrétiens, n. 22, abril 1976; CONGAR, Il padre Portal tra Vaticano I e Vaticano II, en Saggi ecumenici, 114-121;
SCAMPINI, Vida pastoral, 280 (2009).
[437]
GURTNER (http: //cmglobal.org/vincentiana/cgi-bin/library.cgi?).
[438]
CALVET, 11-12.
[439]
DIÁLOGO ANGLICANO-CATÓLICO. CONSULTA ANGLICANA/CATÓLICO ROMANA DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA , Las
órdenes anglicanas. Relación sobre el contexto del desarrollo de su evaluación en la Iglesia católica (1990),
Enchiridion II, 576-603; 586, n. 7, donde ofrece cartas del Cardenal Rampolla y bibliografía sobre lo que arriba
se afirma, comprendido lord Halifax.
[440]
ROUSSIN, (somos.vicencianos.org/.../fernando-portal-1855-1926-sacerdote-de-la-c...).
[441]
Dialogue avec les précurseurs, 13.
[442]
Il padre Portal tra Vaticano I e Vaticano II, en Saggi ecumenici, 119.
[443]
LADOUS, París 1985.
[444]
Carta del 4/10/1896.
[445]
Carta del 28/11/1890.
[446]
Cf PORTAL F., (1855-1926). Sacerdote de la CM, Apóstol de la Unidad de las Iglesias.
[447]
Cf Enchiridion, I, XXIX-XXXI.
[448]
Cf PORTAL F., (1855-1926). Sacerdote de la CM, Apóstol de la Unidad de las Iglesias.
[449]
Cf PORTAL F., (1855-1926). Sacerdote de la CM, Apóstol de la Unidad de las Iglesias: ¡Somos vicentianos!IV. Un día se verá que teníamos razón.
[450]
Biographie donnée par le Site diocésain de Chambéry.
[451]
Un pionero del diálogo ecuménico contemporáneo: Fernando Portal.
[452]
Un pionero del diálogo ecuménico contemporáneo. 6. A manera de conclusión.
[453]
Carta del papa Pablo VI al Cardenal Leo Giuseppe Suenens (7/7/1976) (www.vatican.va).
[454]
Cf
www.bookrags.com/biography/arthur-michael-ramsey/;www.biografiasyvidas.com/biografia/
r/
ramsey_arthur.htm; CHADWICK, 1991.
[455]
Cf DIE, 343s; HERA, Pablo VI. Timonel de la Unidad, 407-416; La noche transfigurada, 636-640.
[456]
Cf www.kershaw.org.uk/song/michael_ramsey.html.
[457]
Adv. haer. 4, 20, 5-7.
[458]
Cf SCHMIDT, 367.
[459]
Cf www.archbishopofcanterbury.org/pages/michael-ramsey-100th-archbishop-of-canterbury.html.
[460]
Cf ABC, 11/3/1970, p. 39.
[461]
SCHMIDT, 371s.
[462]
Ib, 372.
[463]
Cf ROMEU, 235-242.
[464]
Cf ROUQUETTE, 609ss; LONG, 108ss; HERA, Pablo VI. Timonel de la Unidad, 407s; La noche transfigurada,
636s.
[465]
ROUSE-NEILL, 187 (n. 38. 1. Dal saluto del Primate al Papa). Cf OR, 24-26/3/1966.
[466]
http://jamieparsley.blogspot.com.es/2008/04/arthur-michael-ramsey.html.
[467]
La Epístola a Diogneto dice en el c. 6: «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»
(Patrología, I: BAC 206, p. 247).
[468]
Confesiones, 1,1,1: «Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
[469]
Cf RAMSEY, Sermones predicados… en Nueva York, octubre de 1962.
275
[470]
Cf www.terra.es/personal/iere.es/tercera.htm
Cf Enchiridion I: Diálogo anglicano-católico. Introducción histórica, 1s.
[472]
Cf http://jamieparsley.blogspot.com.es/2008/04/arthur-michael-ramsey.html.
[473]
Cf KERVINGANT, 71-138; UN MONJE DEL CISTER, Madrid 1966; DELLA VOLPE, 1987; BELTRAME, 1980; PASCUAL,
489-493; www.trappistevitorchiano.it/; Fraternidad Maria Gabriella: patrick.balland@bluewin.ch.
[474]
KERVINGANT, 91-93.
[475]
Conclusione della settimana di preghiera… Omelia, n. 3-5; KERVINGANT, 114-121.
[476]
UUS, 27, n. 50.
[477]
KERVINGANT, 134.
[478]
Ib.
[479]
www.monasteriosdechile.cl/biografia_m_gabriela.html. Cf SANTACHIARA, Vitorchiano 29/4/2009.
[480]
www.ive.org/mediooriente01.org/pag_res.asp?id=24.
[481]
Cf TESCARI, L’Ecumenismo spirituale, 2007.
[482]
Conclusione della settimana di preghiera…Omelia, n. 3. Cf UR, II, 7.8.
[483]
KERVINGANT, 136-137, remitiendo en la n. 1 a PERCHENET, 352-354.
[484]
TESCARI, Madre M. Pia Gullini e il movimento ecuménico…
[485]
SCOTT, Ottenere tutto…; SPREAFICO, Non potrò mai ringraziare abbastanza…
[486]
SCOTT, Ottenere tutto…
[487]
Frère Roger est entré dans la vie d’éternité, en Taizé, 17/8/2005 (www.taize.fr/). LANGA, De evocación y
aniversarios, 5-9.
[488]
El Papa asegura que Frère Roger «ha llegado a la alegría eterna», Castelgandolfo,17/8/2005 (Z).
[489]
«Mucho le cuesta a los ojos de Dios la muerte de sus amigos» (www.taizé.fr.es [español], 18/8/2005).
[490]
Palabras del hermano Alois (www.taizé.fr.es [español], 30/8/2005).
[491]
Alocución de apertura del cardenal Kasper (www.taizé. fr.es [español]).
[492]
Cf La Croix, 17/8/2005.
[493]
Además de las cartas escritas con ocasión de los grandes encuentros ecuménicos europeos, el hermano Roger
es autor de numerosos libros en los cuales comparte su confianza en Dios y su deseo de paz. En ediciones de
Taizé, y en otras. LANGA, En la trágica muerte de un místico, 130-133.
[494]
TAIZÉ, miércoles, 17/8/2005 (Z).
[495]
Cf D’ERSU, 2005.
[496]
Ubi caritas et amor, ubi caritas Deus ibi est. El conocido «Canto de Taizé» (Francia) de Jacques Berthier
(1978) utiliza solo las palabras del estribillo, con versos tomados de 1Cor 13,2-8.
[497]
El hermano Roger nunca hubiera tomado una iniciativa…, en OR, 15/8/2008.
[498]
Cf Vaticano: eccezione la comunione a Schutz, 25/7/2005 (www.voceevangelica.ch/news/news.cfm? id=
3140).
[499]
El hermano Roger nunca hubiera tomado una iniciativa…, en OR, 15/8/2008.
[500]
Cf DTTC, 886-889; ROUSE-NEILL, Indice analítico (Söderblom), Bolonia 1973; SUNDKLER, Londres 1968;
KATZ, 1949.
[471]
[501]
Peregrinación apostólica en Noruega, Islandia, Finlandia, Dinamarca y Suecia. Discorso di Giovanni Paolo II
durante l’incontro ecuménico nella cattedrale luterana, Uppsala (Suecia) 9/6/1989, n. 5; CURTIS, 1-9.
[502]
Cf HOFFMANN, Ginebra 1948.
[503]
CEI (Sala de Prensa), Nathan Söderblom inauguró un nuevo capítulo en la historia de las iglesias
(12/11/2014).
[504]
Cf DTTC, 918-920; LANGA, Centenario de una buena causa, 821-931.
[505]
Cf SCAMPINI, Vida pastoral, 280 (2009).
[506]
Cf Charles Brent en este libro.
[507]
Cf LANGA, Centenario de una buena causa, 821-831.
[508]
Cf BEACH, El ecumenismo en el nuevo milenio.
276
[509]
Cf LANGA, Centenario de una buena causa, 821-831.
Cf TATLOW, 436.
[511]
DIEZ, Siervo bueno y fiel: Max Thurian de Taizé, 207-210; LANGA, El ecumenista Max Thurian o el teólogo del
Absoluto, 59-72.
[512]
Cf VISCHER, 673.
[513]
EDWARDS, 770-773s.
[514]
Ib, 774-778.
[515]
MARTÍNEZ COMPADRE, 180, donde aporta una exhaustiva lista.
[516]
LUENGO, 1666; LANGA, El ecumenista Max Thurian o el teólogo del Absoluto, 66-69.
[517]
THURIAN, Mi conversión, 1667.
[518]
Ib.
[519]
Ib.
[520]
MARTÍNEZ COMPADRE, 165; LANGA, El ecumenista Max Thurian o el teólogo del Absoluto, 69-70.
[521]
THURIAN, Mi conversión, 1667.
[522]
THURIAN, L’Enciclica UUS. 5. L’esigenza della verità, en OR, 6.1995.
[523]
Ib; LANGA, El ecumenista Max Thurian o el teólogo del Absoluto, 70-72.
[524]
THURIAN, L’Enciclica UUS. 5. L’esigenza della verità, en OR, 6.1995.
[525]
GONZÁLEZ MONTES, Max Thurian: Doctor honoris causa, 200-202.
[526]
LANGA, Su Eminencia Emilianos Timiadis…, 79-100; 81-83.
[527]
Alguna fuente da Iconio, Asia Menor. Enzo Bianchi pone Constantinopla. Wyrwoll, editor del Nomenclátor
oficial de la Iglesia ortodoxa –Orthodoxia 2007–, pone Atenas (p. 113).
[528]
Laudatio.
[529]
Conf. 10, 23,33. Sus funerales se celebraron el sábado 23 de febrero de 2008, a las 11 horas en Eghion (GreciaPeloponeso, a 180 kilómetros de Atenas).
[530]
EMILIANOS, Chiamati alla libertà, 149s.
[531]
LANGA, Su Eminencia Emilianos Timiadis…, 80.
[532]
EMILIANOS, Chiamati alla libertà, 152.
[533]
La morte e gli ultimi giorni del Metropolita… cf en LANGA, Su Eminencia Emilianos Timiadis, 80.
[534]
«Que tous soient un!» (= Ut unum sint!: Jn 17,21).
[535]
Emilianos escribe a Visser’t Hooft el 13/3/1962 diciéndole que solo hay «débiles señales» de que Atenágoras
mande observadores al Vaticano II. Cf Apostolos Andreas 7/11/1962. Y 14/11/1962; MARTANO, 448.
[536]
Mon Journal II, 387.
[537]
MARTANO, 450. Hablamos, evidentemente, de Alexis I.
[538]
C 14, 641s.
[539]
TIMIADIS, Cofundador de los Encuentros, en Amigo infatigable, 227.
[540]
Ib, 228.
[541]
PE 12 (1995), 358s.
[542]
TIMIADIS, Cofundador de los Encuentros, 227s.
[543]
LANGA, PE 12 (1995) 347-356.
[544]
Ecclesia, 3.053 pp. 6-7 (886-887).
[545]
DTTC, 991-993; DIE, 406s; CONGAR, Saggi ecumenici, 133-136; VISSER’T HOOFT, Mémoires, París 1975.
[546]
www.answers.com/topic/willem-adolf-visser-t-hooft.
[547]
CONGAR, Saggi ecumenici, 133.
[548]
DTTC, 993.
[549]
Cf CONGAR, Saggi ecumenici, 134; DTTC, 992s.
[550]
www.jaysquare.com/resources/aboutus.htm. Hubiera sido gozoso para él ver recogidas estas ideas de la
Fundación en la reciente encíclica de Francisco, Laudato si.
[510]
277
[551]
HARO SÁNCHEZ, (Entrevista) Es urgente ir más lejos en el ecumenismo, en VN 2.939 (2015).
www.religion-online.org/showarticle.asp?title=1374.
[553]
Cf CONGAR, Saggi ecumenici, 136.
[554]
Cf LANGA, PE 23 (2006) 293-306.
[555]
WILLEBRANDS, Una sfida ecuménica, 17.
[556]
Cf Entierran al cardenal holandés Johannes Willebrands en Utrecht: www.cardinalrating.com/
cardinal_127__article_4660.htm.
[557]
WILLEBRANDS, Una sfida ecuménica, 17.
[558]
Ib.
[559]
Diario de un teólogo, 243, n. 169.
[560]
Libertad conquistada. Memorias, 244.
[561]
Ib, 440s.
[562]
Mon Journal du Concile, II, 533; LANGA, Willebrands, un lujo de la Iglesia católica, 42.
[563]
Cf LANGA, El ecumenismo en los conflictos del Este de Europa, 87-115.
[564]
Mon Journal du Concile, II, 506. 508 (remitiendo a las Actas).
[565]
Cf CHOMA, 131.
[566]
LANGA, Willebrands, un lujo de la Iglesia católica, 42.
[567]
Mon Journal du Concile, II, 331.
[568]
Ib, II, 458.
[569]
LANGA, La jubilación de un gran ecumenista, 69.
[570]
Cf WILLEBRANDS, La unidad de Europa…, 27-41; Una sfida ecuménica. La nuova Europa, pássim.
[571]
LANGA, Willebrands, un lujo de la Iglesia católica, 42.
[572]
LANGA, La jubilación de un gran ecumenista, 70.
[573]
Cf Introduzione, a WILLEBRANDS, Una sfida ecuménica, 9.
[574]
Libertad conquistada. Memorias, 244-245.
[552]
278
Índice
Nota del editor
Introducción
Siglas y abreviaturas
ATENÁGORAS I (1886-1972)
4
5
11
14
1. Atenágoras I visto por Pablo VI.
2. Fuerza de la verdad en el diálogo de la unidad.
3. La entrevista de Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén.
4. Repercusiones de la entrevista de Pablo VI y Atenágoras en Jerusalén.
AGUSTÍN BEA (1881-1968)
15
16
18
19
21
1. El ecumenismo del Vaticano II y Bea.
2. Cardenal de la unidad.
3. Bea y el CEI.
4. El Cardenal del diálogo.
LAMBERT BEAUDUIN (1873-1960)
1. En la línea de León XIII.
2. La actividad ecuménica de Amay-Chevetogne.
3. Claves patrísticas en el ecumenismo y monaquismo de dom Beauduin.
4. Conversaciones de Malinas.
22
23
25
26
28
29
30
32
33
MARC OEGNER (1881-1970)
35
1. Justo entre las naciones.
2. Adelantado del ecumenismo.
3. En el concilio Vaticano II.
4. En diálogo con el cardenal Bea.
36
37
39
40
JUAN BOSCH NAVARRO (1939-2006)
1. El teólogo.
2. Especialista y seguidor de Congar.
3. Ecumenista de vocación y de acción.
4. Autor del Diccionario de teólogos/as contemporáneos.
CHARLES BRENT (1862-1929)
42
43
45
46
47
49
1. Brent y el movimiento ecuménico.
2. Apremiante necesidad de la unidad cristiana.
3. Fe y Constitución.
279
50
51
53
4. La unidad es la base de todo el pensamiento cristiano.
YVES CONGAR (1904-1995)
54
56
1. Pionero del ecumenismo.
2. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia.
3. Uno de los artífices intelectuales del Vaticano II.
4. De tres exilios a cardenal de la santa Iglesia.
57
58
60
61
PAUL COUTURIER (1881-1953)
63
1. La Semana de oración por la unidad.
2. El ecumenismo espiritual.
3. El Grupo de Dombes.
4. El Monasterio invisible.
64
65
67
68
ÓSCAR CULLMANN (1902-1999)
70
1. «Siervo bueno y fiel».
2. Un clásico de la teología y de la cátedra[177].
3. Ecumenista.
4. Cofundador del Instituto ecuménico Tantur de Jerusalén.
MELITÓN DE CALCEDONIA (1913-1989)
71
72
74
75
78
1. Alma mater de las conferencias panortodoxas.
2. Con Pablo VI.
3. El diálogo de la caridad.
4. El diálogo de la caridad según Melitón de Calcedonia.
79
80
82
83
BEATA TERESA DE CALCUTA (1910-1997)
85
1. Ecumenista del amor.
2. Vivía con Cristo y para Cristo.
3. Icono de la caridad y de la compasión.
4. Incansable bienhechora de la humanidad.
NIKODIM DE LENINGRADO (1929-1978)
1. «Hombre de corazón universal».
3. Su ecumenismo.
4. Promotor de la unidad de la Iglesia.
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SOR MINKE DE VRIES (1929-2013)
1. Fascinada por Cristo.
2. Semilla de comunión, de unidad, de reconciliación.
3. Grandchamp o la catolicidad del corazón.
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4. La oración personal como fuente de comunión.
JULIÁN GARCÍA HERNANDO (1920-2008)
1. En la senda del Abbé Couturier.
2. Fundador de las Misioneras de la Unidad.
3. Cofundador de los Encuentros Interconfesionales de Religiosas[276].
4. Fundador de Pastoral Ecuménica.
LORD HALIFAX (1839-1934)
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1. Lord Halifax y sus encuentros con el padre Fernand Portal.
2. Lord Halifax y las Conversaciones de Malinas.
3. El abrazo final de dos grandes ecumenistas.
4. El incumplido sueño ecuménico de lord Halifax.
SAN JUAN XXIII (1881-1963)
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1. El Papa que convocó el concilio ecuménico Vaticano II.
2. El Papa que instituyó el Secretariado para la unidad de los cristianos.
3. El Papa que abrió la Iglesia católica al ecumenismo moderno.
4. Su ecumenismo y su discurso inaugural del concilio Vaticano II.
SAN JUAN PABLO II (1920-2005)
1. Un Papa con vivo interés ecuménico.
2. El Papa de la UUS.
3. Los cinco puntos a profundizar en el ecumenismo.
4. El Papa de la nueva hermenéutica del Primado.
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FRANZ KÖNIG (1905-2004)
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1. El cardenal rojo.
2. Protagonista en el Vaticano II.
3. Pro Oriente.
4. Precursor del ecumenismo.
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CHIARA LUBICH (1920-2008)
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1. Compromiso ecuménico.
2. La hora de Dios.
3. Hitos de una vocación ecuménica.
4. La ecumenista Chiara Lubich vista por Benedicto XVI y Samuel Kobia.
CARLO MARIA MARTINI (1927-2012)
1. Hombre de Biblia.
2. Promotor del Vaticano II y del diálogo fe y cultura.
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3. Presidente del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE).
4. El ecumenismo, un amor a la verdad.
DÉSIRÉ MERCIER (1851-1926)
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1. Una máxima de Mercier para el ecumenismo.
2. Las Conversaciones de Malinas.
3. «Si la verdad tiene sus derechos, la caridad tiene sus deberes».
4. Iglesia anglicana unida, no absorbida.
BEATO JOHN HENRY NEWMAN (1801-1890)
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1. Newman en el concilio Vaticano II.
2. Newman y el ecumenismo.
3. La Iglesia en unidad de comunión.
4. Apóstol de la verdad.
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BEATO PABLO VI (1897-1978)
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1. El Papa del diálogo.
2. Sus grandes gestos ecuménicos.
3. Ecumenismo de reconciliación y abrogación de las excomuniones.
4. Apóstol del ecumenismo de comunión.
FERNAND PORTAL (1855-1926)
1. Entre las Conversaciones de Madera y las de Malinas.
2. Apóstol de la unidad de las Iglesias.
3. «Un día se verá que teníamos razón».
4. «El papel de la amistad en la unión de las Iglesias».
MICHAEL RAMSEY (1904-1988)
1. Arzobispo de Canterbury.
2. Su teología.
3. Actividades ecuménicas.
4. Su legado.
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BEATA MARÍA GABRIELA SAGHEDDU (1914-1939)
1. Modelo de preocupación por el ecumenismo.
2. Su ofrecimiento por la unidad de los cristianos.
3. Sacrificio consumado.
4. Resonancia ecuménica de su vida.
ROGER SCHUTZ (1915-2005)
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1. Amigo de Dios.
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2. Fundador de la Comunidad de Taizé.
3. Taizé y los jóvenes.
4. Su amistad con los Papas.
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NATHAN SÖDERBLOM (1866-1931)
1. Adelantado al actual boom de las religiones.
2. Cofundador del movimiento «Life and Work» (Vida y Acción).
3. Reconocimiento de su obra ecuménica.
4. La Conferencia de Estocolmo (1925).
WILLIAM TEMPLE (1881-1944)
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1. De incansable actividad intelectual y literaria.
2. Temple y los judíos.
3. Ecumenista[505].
4. Últimos esfuerzos ecuménicos de Temple.
MAX THURIAN (1921-1996)
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1. Cofundador de Taizé y observador en el Concilio.
2. De calvinista a católico.
3. Teólogo del Absoluto.
4. Obrero de la UUS.
EMILIANOS TIMIADIS (1916-1985)
1. Metropolita de Sylivría.
2. Hijo espiritual, obispo auxiliar y confidente de su santidad Atenágoras I.
3. Teólogo, escritor y ecumenista.
4. Cofundador de los Encuentros Interconfesionales de Religiosas.
W. A. VISSER’T HOOFT (1900-1985)
1. Influencias en su iniciación ecuménica.
2. Alma del movimiento ecuménico.
3. Primer secretario general del CEI.
4. La Fundación Visser’t Hooft para el Liderazgo ecuménico.
JOHANNES WILLEBRANDS (1909-2006)
1. Vocación ecuménica.
2. Ecumenista en ejercicio.
3. Willebrands y el Concilio.
4. Su relación con los judíos.
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Bibliografía
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