Subido por Gerardo Rosales

Lost in Translation Naufragios de la ide

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Lost in traslation:
Naufragios de la identidad posmodema
Kike Mora
Tengo miedo, luego existo
Roland Barthes
Simulacros del viaje
No es necesario remontarse a Homero para advertir que el viaje es uno de los
motivos paradigmáticos de cualquier artefacto narrativo. No se trata sólo del paralelismo estructural entre viaje y diégesis en la temporalidad, la sucesión dramática o la
evolución interior, sino de que acceder a la ficción implica dar un paso hacia territorios desconocidos. El placer del texto es el placer de la extranjería transitoria. Tal vez
por eso la literatura ha visitado con tanta frecuencia los escenarios del viaje: el sentimiento de lejanía del hogar convoca inevitablemente la pregunta por las raíces, por los
orígenes, por la fragilidad de nuestros sentimientos de pertenencia e identidad. El encuentro con la alteridad, con el extraño, permite verificar y reforzar nuestro lugar en
el mundo. El miedo a la pérdida, a la ausencia de hogar, puede exorcizarse en el desierto inexplorado: vivir es neutralizar el terror a la muerte del fundamento. Consciente
de ello, cada época ha forjado sus mitologías del viaje: el viajero clásico es un héroe
que regresa al hogar, el medieval es un peregrino, para el mundo moderno el viaje es
una iniciación individual, una peripecia interior. La cuestión es preguntarse por la figura del viaje en una época que vive después de la muerte del ser, un mundo en el que
el fundamento es inconcebible y no existe un hogar al que volver.
Resulta paradójico plantear la cuestión del viaje en el horizonte político y cultural de la posmoderoidad, un mundo caracterizado por la globalización, la economía
transnacional y las redes de información, donde las distancias han sido abolidas y el
flujo de la vida transcurre en un magma espacio-temporal heterogéneo. La muerte del
fundamento condena al individuo a vagar sin posibilidad de fijar un lugar: el nomadismo es la condición vital posmoderna. No hay que desplazarse porque el otro se ha
instalado en casa. Se trata, por tanto, de un viaje sin hogar y sin destino: el viaje actual
es siempre una fuga, una huida de las determinaciones de la existencia. No persigue
un encuentro con la alteridad: no existen lugares, culturas u objetos, todo ha sido transfigurado en mercancía. En definitiva, podemos afirmar con BAUMAN (2001) que el
arquetipo del viajero actual es el turista, para quien lo importante no es llegar, sino estar en movimiento. El turista no es un viajero, es un consumidor, un recolector de sen-
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saciones. El viaje pos moderno ya no es una metáfora de la vida, sino un diagnóstico
del vacío en la época en que la vida se ha convertido en metáfora y el viaje en un simulacro.
El plano inicial muestra el cuerpo de una joven tumbada en una cama en ropa
interior. Una habitación de hotel, en cualquier ciudad del mundo. Cuando Sofia Coppala se enfrenta al rodaje de Lost in Translation (USA, 2003) no quiere hacer un retrato del Japón actual: se trata de un indiscriminado asalto a la intimidad (identidad)
de dos solitarios. Quien espere del filme un encuentro con la cultura nipona, que busque una agencia de viajes. Bob Harris es un actor en el ocaso de su carrera que, con la
excusa de rodar un spot publicitario, huye por una semana de su mujer. Charlotte es
una joven graduada en Filosofía que viaja con su marido, un fotógrafo que dedica más
tiempo a su cámara que a su chica. El escenario es el hotel de lujo Park Hyatt, un rascacielos que domina desde el cielo la metrópolis de Tokio. Dos turistas que tratan de
escapar a la soledad en un entorno extraño, fragmentario, caótico e incomprensible. La
directora esboza con estas premisas un complejo retrato de los fantasmas que acechan
a la subjetividad actual encorsetada en las proposiciones de la filo sofía de la diferencia. Si lo hace de forma consciente o no, es un problema menor. Lo central es el modo en que plantea una representación de la experiencia del universo posmoderno en
tres parámetros: los modelos de identidad, la vivencia en un espacio no cartografiable
y una temporalidad fragmentaria, y el imperio del mercado de simulacros. Así, además de ofrecer un ejemplo de puesta en escena posmoderna, Sofia Coppola desenmascara las grietas del pensamiento de la diferencia.
La identidad insomne
Los protagonistas de Lost in Translation viven una fuerte crisis de identidad:
Charlotte no sabe quién es y Bob tiene la sensación de ser demasiadas personas; no
en vano es actor de cine. Ambos se encuentran en un escenario crítico, un lugar donde lo real deviene extraño y por tanto no hay anclajes, nada a lo que agarrarse. Esta
situación de radical indeterminación vendría a ser para un pensamiento como el deleuziano el estadio ideal de la subjetividad, un modelo de identidad discontinua y
fragmentaria cercana al delirio esquizoide. Si, en opinión de DELEUZE, debemos
entender al individuo como una máquina deseante, "la esquizofrenia es el universo
de las máquinas deseantes produrctoras y reproductoras, la universal producción primaria como realidad esencial del hombre y la naturaleza" (1988, 14). Este deseentramiento del yo aparece reflejado en el desconcierto en que Charlotte vive inmersa:
ha ido a un templo budista y no ha sentido nada, no sabe con quién se ha casado y
trata de encontrar un sentido a su vida con un discman. ,Pasea por Tokio sin otro objetivo que confundirse entre la multitud. Viene de Los Angeles que, como Tokio, es
un no-lugar, una ciudad sin centro que se expande en todas direcciones. De ahí su
patético intento de crear un hogar en la habitación del hotel con adornos de papel. El
frágil cuerpo de Charlotte apoyado en la ventana parece aplastado por la inmensidad
de una ciudad que domina desde lo alto y, sin embargo, no puede abarcar. El hotel,
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en cuanto no-hogar, se ha convertido en el símbolo más evidente del nomadismo de
la subjetividad posmoderna.
Hoy en día el problema de la identidad deriva fundamentalmente de la dificultad
de conservar cualquier identidad durante mucho tiempo, de la virtual imposibilidad de encontrar una forma de expresión de la identidad con posibilidades de conservar un reconocimiento que dure toda una vida (oo .). La fuente de confusión y
ansiedad está relacionada con la inestabilidad de la propia identidad y la ausencia
de puntos de referencia duraderos, dignos de confianza y fiables que pudieran ayudar a que la identidad fuese más estable y segura (oo .). Los descontentos posmodemos nacen de la libertad más que de la opresión (BAUMAN 2001 , 155).
Si el descontento de Charlotte deriva de la imposibilidad de crear una identidad estable, el de Bob Harris se sitúa en el extremo opuesto. Se acerca al modelo deleuziano de identidad discontinua y fragmentaria, una personalidad múltiple que le hace vivir en perpetuo estado de desequilibrio: su mundo le obliga a interpretar papeles
diferentes. Es un actor al hablar con su mujer, con su agente, con los representantes de
la marca de whisky, con la prostituta del hotel, durante el rodaje del anuncio, imita a
actores en la sesión fotográfica, se transforma en adolescente en la salida nocturna...
En realidad, actúa como la prostituta: se vende por dinero fácil cuando podría estar haciendo teatro. Vive en perpetua huida de sí mismo: ha venido para escapar de su mujer y ahora quiere fugarse del bar, del hotel, de la ciudad y del país. Sofia Coppola ha
utilizado un excelente recurso para mostrar esa desintegración: Harris contemplándose a sí mismo en los carteles publicitarios, viéndose en una serie de televisión hablando en japonés con un mono, o en un programa de máxima audiencia siguiendo el juego de un presentador estúpido. Esa visión provoca una fuerte sensación de extrañamiento. Algo similar quiso expresar Roland Barthes al afirmar que "la imagen es el advenimiento de uno mismo como otro: una disolución tortuosa de la identidad". Resulta coherente, por tanto, que el modo de representar la salida nocturna de Bob y Charlotte responda más a la lógica del delirio que a las normas de narración clásicas.
Al presentar a dos personajes cuya identidad está en crisis en un contexto de
absoluto extrañamiento y soledad, Lost in Translation ofrece dos interesantes lecturas
que cuestionan los planteamientos tradicionales del pensamiento de la diferencia. Por
un lado, el modelo de la subjetividad discontinua en constante producción de deseos
divergentes se pliega sin dificultad a las exigencias del mercado, convirtiendo al individuo en un consumidor sometido al dominio de la publicidad. Tanto la puesta en escena del filme como la propia actividad de Bob Harris y sus paseos por el Tokio de neón y paneles luminosos subrayan esta simbiosis entre mercado y producción de deseo:
la esquizofrenia al servicio del capital no es un estado subversivo. Por otro, Sofia CoppoIa muestra que dicho modo de vida provoca descontento y una profunda ansiedad.
Apunta BAUMAN que "vivir perpetuamente con el problema de la identidad sin resolver constituye la condición general de los hombres y las mujeres contemporáneos
en nuestro tipo de sociedad" (2001, 37). Pero es evidente que esa deslocalizaci ón, el
nomadismo radical, resultan inviables. Necesitamos encontrar seguridades, frágiles pero estables, algo en lo que podamos creer, el relieve más allá del imperio de simula-
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eros. Y la película busca esos apoyos en el encuentro con el otro, el establecimiento de
puentes que permiten superar el archipiélago lyotardiano, esa concepción ilusoria de
una sociedad formada por un conjunto de islas sin conexión posible. La pregunta a la
que se enfrenta la directora es saber si es posible el encuentro con el otro en un universo poblado por turistas solitarios.
Espacio y tiempo en la era del fragmento
El desmembramiento de los grandes relatos de la modernidad y la proliferación
de los media por todas las esferas de la vida social genera una nueva percepción de los
sintagmas de espacio y tiempo. Vivimos en un mundo heterogéneo y fragmentario; las
connivencias entre lo real y lo virtual no permiten elaborar un mapa de la contemporaneidad. A la vez, la sensación del cambio permanente se ha instalado en nuestra noción del tiempo; la existencia es ahora un devenir discontinuo. En un universo de productos desechables y comida rápida, la identidad humana ha perdido solidez y consistencia. No es extraño por tanto que el cine contemporáneo haya abandonado las férreas estructuras narrativas del pasado para optar por un modelo en el que el valor de la
imagen es mayor que el del relato. Esta preeminencia del valor icónico de la imagen
frente a su valor diegético está muy relacionada con formatos audiovisuales como la
publicidad, el video-clip o internet. Lost in Translation se inscribe en esta tendencia.
De ahí que la excusa argumental y las peripecias de los protagonistas vayan perdiendo relevancia de forma progresiva, hasta el momento en que ya no importa tanto construir un relato lineal como proyectar imágenes que revelen sus impresiones, sensaciones, emociones o intensidades.
Por tanto, lo interesante es que la crisis de identidad que transitan los protagonistas no aparece sólo a nivel del relato, sino que además toma cuerpo en la construcción de imágenes, la puesta en escena y el montaje audiovisual. Desde la habitación
de su hotel, Charlotte puede ver Tokio desde lo alto, pero la sensación no es de dominio sino de aplastamiento. Lo que se ofrece a su vista es un espacio no comprensible,
un mapa no cartografiable, un espacio en el que no encuentra coordenadas porque los
signos carecen de significado. Los paneles de neón con ideogramas japoneses que encuentra en sus paseos son signos absolutamente opacos. La traducción es imposible y
por tanto la sensación de pérdida, de desorientación, inevitable. Los reflejos y los espejos tienen gran importancia: las luces nocturnas se multiplican en los cristales porque son sólo imágenes que remiten sucesivamente a otras imágenes. Los paneles de
tráfico son en realidad laberintos indescifrables. La soledad en la gran ciudad era ya
un tópico moderno, pero la opacidad del lenguaje es un rasgo típico de nuestra época.
La joven y el actor viven en un espacio que no logran comprender: no son capaces de
trazar un mapa. Por eso Harris confiesa a su mujer que está perdido. El espacio no cartografiable jamesoniano ha encontrado representación (JAMESON 1996).
Más llamativo aún resulta el modo de expresar la fragmentariedad temporal, la
dificultad de construir un relato continuo y homogéneo de la existencia. Paul Ricoeur
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señalaba que en nuestra época sufrimos una hipertrofia de los medios y una atrofia de
los fines. En efecto, en la medida en que hemos deconstruido los orígenes y no podemos dar un sentido a las acciones, el relato vital se desintegra y sólo quedan pedazos,
restos, fragmentos de tiempo. En esta película la sucesión de secuencias y de planos
no responde a la continuidad habitual, sino que la directora ha tratado de romper la
transparencia narrativa con saltos de eje, rupturas del raccord, discontinuidad en las
acciones, bruscas elipsis temporales... Esta planificación resulta evidente en las secuencias filmadas en la habitación de hotel, donde tras un plano de Charlotte tumbada en la cama pasamos a otro que nos la muestra junto a la ventana, o sentada en el
suelo escuchando el discman. Muy significativa es la elipsis en la que la cantante del
bar se sienta junto a Harris, pide champán, saluda y la película corta a un plano de Bob
en la cama por la mañana. A su lado, vemos la huella del cuerpo de la mujer en las sábanas. Junto a la ventana, dos copas con champán. Un salto temporal tan brusco nos
hace ver con un recurso cinematográfico el escaso valor que la cantante ha tenido en
su vida. A diferencia de lo que ocurre con Charlotte, ahí no existe un encuentro, tan
sólo el contacto entre cuerpos.
Esta fragmentación temporal se ve acompañada de una riquísima gama de recursos de planificación y montaje que acentúan las rupturas dentro del plano: desenfoques, reencuadres, saltos sobre el mismo eje, una iluminación descompensada, rápidos movimientos de cámara, composiciones desequilibradas... Una puesta en escena que rompe la continuidad del tiempo y la homogeneidad del espacio para reflejar
el estado emocional de los protagonistas. Se trata de una película sin planos de situación, sin progresión narrativa coherente, sin coordenadas espaciales fij as, sin desarrollo dramático de los personajes en sentido clásico. Tokio es una ciudad ruidosa: la banda sonora inunda las imágenes urbanas con melodías electrónicas y se confunde con
un sonido ambiente saturado e incomprensible. En el centro de la ciudad, como un islote, el silencio de los templos resulta indescifrable para Charlotte. La estética videoclip, donde la imagen-intensidad prevalece sobre la imagen-relato, logra transmitir las
sensaciones del delirio. La conclusión de Sofía Coppola parece evidente: la imposibilidad de construir el relato existencial sobre un fundamento, con coordenadas espaciotemporales representables, deriva en una situación insatisfactoria. No podemos cartografiar el vacío.
Tokio como ciudad-simulacro
Incorporada vertiginosamente a los parámetros del capitalismo tardío, Tokio
viene a ser una ciudad virtual donde todo es susceptible
de
transformarse
en
mercan,
cía. Se extiende en magnitudes equivalentes a Los Angeles, como ciudad sin centro,
travistiéndose de la brillante superficialidad de Las Vegas y manteniendo su fisonomía
artesanal tradicional. De este modo, Tokio es a la vez parodia de oriente y occidente,
un no-lugar donde todo objeto, tecnológico o manufacturado, virtual o tradicional, deviene simulacro. Un paraíso para turistas, dramáticos recolectores de sensaciones. Lost
in Translation se articula desde esta premisa y propone un interesante juego sobre las
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mentiras: Tokio es una ciudad oriental disfrazada de Las Vegas, el vaso de whisky sólo contiene té, Bob Harris es un actor que se prostituye haciendo publicidad banal,
miente a su mujer y a su agente, el set del anuncio muestra un mobiliario occidental
para una marca japonesa, el grupo de rack disfrazado para la sesión fotográfica, el karaoke es un simulacro musical, el discman una vía (mercantilizada) de acceso al sentido, la alarma nocturna es falsa, la actriz norteamericana interpreta un papel-de-actriz-en-el-mundo-real, la prostituta que envían a la habitación de Harris es simulación
tragicómica, Evelyn Waugh es un nombre de mujer, Charlotte con una imposible peluca rosa, un árbol parece dar flores de papel...
De forma coherente, la superficie del filme es invadida por imágenes-simulacro, aquellas que han perdido toda conexión con el referente real y sólo remiten a sí
mismas. Lo virtual y lo real son indiscernibles, aumentando el desconcierto y la confusión. Es el caso del dinosaurio que se proyecta sobre un edificio, las pantallas de videojuegos, los anuncios publicitarios que ofrecen té en lugar de whisky mientras hablan de un momento relax que nunca existirá, series dobladas al japonés, programas
de máxima audiencia donde infografía y escenografía crean un entorno disparatado y
virtual, fotos de Charlotte y su marido aparentemente unidos, camiones con un Bob
Harris luminoso y sereno paseando por Tokio ... Y, mientras tanto, la cámara de la joven directora tratando de atrapar una imagen-verdad. El imperio de los simulacros, en
el que la identidad esquizofrénica deleuziana se inmiscuye a la perfección, convierte
todo objeto, sensación, emoción o imagen en mercancía del sistema económico del capitali smo informático. Por eso Sofia Coppola presta atención a los objetos, sabiendo
con Lévinas que "el otro es el hecho decisivo por el cual se iluminan las cosas". Y toda la película se dirige obsesivamente al encuentro con el otro. Porque sólo una imagen-verdad puede ser auténticamente subversiva.
Hacia una traducción del encuentro
Tumbados en la cama, Charlotte y Harris ven en el televisor la famosa escena
de La dolee vita (Fellini, 1959), cuando Anita Ekberg y Marcello Mastroianni, perdidos en la noche romana, llegan a la Fontana di Trevi. Marcello habla en italiano, Anita en inglés, el filme está subtitulado en japonés. Más allá de los paralelismos sobre el
encuentro imposible con Lost in Translation, podemos confirmar que la película de la
hija de Coppola trata sobre problemas de traducción. El tema central es la imposibilidad de traducir la relación con nuestra identidad, con el mundo y con los demás en términos comprensibles. Cuando el signo y la imagen son opacos, la realidad es inaccesible y la desorientación inevitable: estamos perdidos. Decía Paul Valery que poesía
es aquello que se pierde en un poema al traducirlo a otro idioma. En efecto, para encontrar esa imagen-verdad hemos de despojarnos del lenguaje para acceder a aquello
que es intraducible, aquello que no podemos escuchar porque pertenece al reino del
secreto. Siguiendo con Levinas, "10 otro en tanto que otro no es aquí un objeto que pasa a ser nuestro o que pasa a ser nosotros; por el contrario, se retira en su misterio"
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(LEVINAS 2000, 58). El encuentro no sigue la estructura del conoci miento, sino el
desvelamiento del rostro.
A primera vista, el filme se aj usta a los parámetros formales y estilísticos de esa
quimera que la crítica académica ha denominado cine posmoderno. La imagen pierde
carácter indicial para convertirse en texto autorreferencial: los significantes carecen de
significado, las imágenes sólo remiten a otras imágenes acum uladas en el capital audiovisual contemporáneo. Si todas las imágenes tienen un mismo valor, el arte posmoderno as ume la cultura de masas mediante las técnicas apropiacioni stas: los lenguajes, géneros y discursos se vuelven inextricables en una eterna rueda intertextu al.
La crisis de los grandes relatos conduce a fragmentar la narrativa, desintegrando nuestras percepciones del tiempo y el espacio en un universo no cartografiable. Si la novedad vanguardista ha sido enterrada en favor del parasitaje de la tradición, la ironía
se convierte en la única actitud creativa y la deconstrucción en la metodología por excelencia. Un cine que se dirige a un nuevo modelo de espectador, capaz de enfrentarse a un complejo sistema de descodificación de significados en función de las prácticas intertextuales y las narrativas no clásicas, educado en la discontinuidad gracias a
la gramática televisiva y los juegos de realidad y ficción instaurados por la imagen digital. Por último, una industria cinematográfica integrada en los mecanismos del mercado en la era del capitalismo tardío.
Todas estas características pueden rastrearse sin dificultad en un filme como
Lost in Translation; Sofia Coppola pertenece a una generación crec ida al amparo del
audiovisual y conoce bien la naturaleza de la imagen posmoderna. Sin embargo, el dispositivo que pone en funcionamiento trata de subvertir paradójicamente muchos de los
dogmas canonizados por el pensamiento de la diferencia. Apunta Bauman que "el mundo posmoderno se prepara para soportar una vida bajo un estado de incertidumbre que
es permanente e irreductible" (200 1, 32). Pues bien, la joven directora afirma que tal
condición no sólo no es emancipadora sino que introduce al individuo en una situación alienante, opresiva y deshumani zadora. El proyecto posmoderno de reducir la
identidad a una máscara, el espacio a fragmentos, el tiempo a pura discontinuidad, la
realidad a simulacro y la imagen a texto autorreferencial fracasa debido a su imposibilidad fáctica. Se trata, al fin y al cabo, de un mundo virtual de solitarios celosos de
una autonomía absoluta que, por lo demás, resulta inviable. La diferencia es el último
reducto de un idealismo que sigue preso del dilema kantiano entre naturaleza y cultura: si el pensamiento decimonónico qui so someter la realidad a las leyes naturales, el
siglo XX interpretó la realidad como producto de un momento cultural. Pero nada resiste el asedio constante de lo real.
Dos escenas certifican el acoso a esa corriente de pensamiento que de una forma u otra recorre el subsuelo de las imágenes del filme. La conversación que Charlotte y Bob mantienen tumbados en la cama tras una n oche de marcha y película de Fellini está subrayada por un largo plano cenital. Es tal vez la única secuencia de la película en la que el diálogo se impone a la imagen. Ella habla de su incertidumbre ante
el futuro: no sabe qué qui ere ser y tiene miedo. La vida se ha convertido en una aven-
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tura arriesgada: inestabilidad emocional e inseguridad en su breve matrimonio. Parece como si el estado vital del adolescente, con su indeterminación absoluta y la ausencia de responsabilidad, se convirtiese en modelo existencial. Bob reconoce que las
cosas son difíciles: el día más aterrador de tu vida es cuando nace el primer hijo. Sofia Coppola se suma en ese instante a una de las corrientes subterráneas del cine contemporáneo. La diferencia propone una identidad fragmentaria y una sociedad archipielágica donde el otro es un extraño inalcanzable, un escenario donde todas las elecciones permanecen abiertas. Esto garantiza una absoluta autonomía... hasta el momento
en que el rostro del otro apela a nuestra responsabilidad moral. Y la paternidad-maternidad establece un vínculo permanente y real con el otro-hijo. Por eso nada vuelve
a ser igual cuando nace tu primer hijo. EAGLETON apuntaba que "el liberalismo ético deriva en un formalismo extremo: lo que importa es menos lo que elija que el hecho de que yo elija; resumiendo, una especie de ética adolescente" (1998). Por eso la
huida de Harris es una fuga hacia la adolescencia. La paternidad ofrece las "personas
más encantadoras que has conocido en tu vida", pero a la vez crea un encuentro con el
otro que esquiva todos los abi smos abiertos por el pensamiento de la diferencia. Y por
eso se convierte en un punto de encuentro de numerosos cineastas contemporáneos, de
Egoyan a Tarantino.
Si esta escena enuncia la responsabilidad ante el otro irrenunciable heredando
una línea de pensamiento señalada por Levinas, los momentos finales de la película se
centran en otro concepto acuñado por el pensador francés, el encuentro con el rostro.
Lost in Translation es un filme de soledad e incomunicación ambientado paradójicamente en un mundo saturado de medios de comunicación (móvil, fax, televisión, publicidad) y de falsos encuentros (cantante del hotel, la prostituta, el peep-show, la acriz
norteamericana, el presentador de televisión, la noche de marcha...). La gran pregunta de esta película, que coincide con el agujero negro del pensamiento de la diferencia, es constatar las condiciones de posibilidad del encuentro entre dos subjetividades
irreductibles en un mundo incomprensible, indescifrable, intraducible. Es en este punto donde la propuesta de Sofia Coppola resulta inapelable, ya que toda la puesta en escena del filme está pensada en función del encuentro final. La crítica ha revelado la
cercanía de esta película con historias como Breve encuentro (David Lean, 1946) o In
the mood for love (Wong Kar-Wai, 2000). Sin embargo, la coincidencia es sólo argumental: se reduce a la peripecia de dos personajes comprometidos que comparten unos
momentos de soledad. En realidad, el dispositivo fílmico que crea Lost in Translation
se emparenta de forma evidente, a partir de la secuencia final , con Viaggio in Italia
(1953), la película de Rossellini que abrió el campo de batalla de la modernidad cinematográfica. Con la excusa narrativa del viaje al sur de Italia de un matrimonio inglés
en crisis (nuevamente, el tema de la traducción), el director ponía en escena un desesperado intento por encontrar una imagen-verdad.
Así, Sofia Coppola hace que, tras una película de falsos encuentros, incomunicación, disfraces y máscaras, imágenes virtuales y objetos-simulacro, se abra la posibilidad epifánica de la imagen desterrada por la posmodernidad, aquella en que el referente recupera el estatuto de verdad. Tras despedirse de Chariotte en el hotel, Bob se
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dirige al aeropuerto para regresar a un hogar hostil. Durante el trayecto, observa desde el coche los mismos edificios opacos, los carteles intraducibles y la multitud de soledades irreductibles que hemos visto a lo largo de la película. Durante un instante, en
ese escenario de desintegración radical de lo real, cree ver a Charlotte y detiene el coche. Mientras se acerca a ella, el montaje se vuelve fluido, la música desaparece, el
juego de la fragmentación se detiene. La cámara no quiere subrayar nada. Sólo filma
el encuentro de dos rostros, dos soledades para las que el otro da un fugaz significado
a las cosas, al mundo, a sus vidas. El encuentro es efímero, no resuelve sus problemas,
pero a diferencia de todo lo demás, es real. La imagen-simulacro ha devenido imagenverdad. Harris susurra al oído de Charlotte unas palabras que permanecen ocultas al
espectador. Si el plano inicial del filme nos colocaba en situación de acoso a la intimidad a la joven, ahora su universo interior, su secreto, se retira en el misterio. Parecen resonar las palabras de LEVINAS, "frente a la responsabilidad con la verdad de
Husserl o la autenticidad de Heidegger, la responsabilidad moral es la estructura esencial, primera, fundamental de la subjetividad, y es la responsabilidad hacia el otro, que
me concierne como rostro" (2000). Entre la caótica multitud de Tokio, una ciudad sin
mapas, sin centros, sin coordenadas, se ha producido el encuentro imposible de las diferencias. En eso Deleuze acertó plenamente: el arte ha arrebatado a la filosofía el privilegio de acceso a esa entelequia que llamábamos verdad y que ahora denominamos
lo humano.
Bibliografía citada
BAUMAN, Z., La posmodernidad y sus descontentos, 1997, Madrid, Akal, 2001.
DELEUZE, G., Diferencia y repetición, Madrid, Júcar, 1988.
EAGLETON, T., Las ilusiones del posmodernismo, 1996, Barcelona, Paidós, 1998.
JAMESON,
F,
Teoría
de
la
postmodernidad,
1991,
Madrid,
Trotta,
1996.
,
,
LEVINAS , E., Etica e Infinito , 1982, Madrid, Antonio Machado Libros, 2000.
LYOTARD, J. F , La posmodernidad (explicada a los niños), 1986, Barcelona, Gedisa, 1990.
Lost in Translation (USA-Japón, 2003). Directora: Sofia Coppola. Productores: Ross Katz y Sofia
Coppola. Guión: Sofia Coppola. Fotografía : Lance Accord, color. Diseño de p roducción : Anne Ross y K.
K. Barrett. Música : Kevin Shields, Brian Reitzell, Roger Joseph Manning jr. y William Storkson.
Duración: 102 m. Intérpretes: Bill Murray (Bob Harris), Scarlett Johansson (Charlotte), Giovanni Ribisi
(John), Anna Faris (Kelly), Fuhimiro Hayashi (Charlie), Catherine Lambert (cantante), Akiko Takeshita
(Sra. Kawasaki) .
·SUMARIO·
5 Carta a los lectores
LECTURAS
7 A propósito de la bioética: 1. Sábada ,
por José Luis Velázquez Jordana
14 Del amor y la guerra, por Raul Femández Vítores
18 Escritores cubanos entre resistencia, exilio y reconciliación,
por Danilo Manera
25 Enrique Yilas-Mata pierde pie,
por David Mayor
31 El poeta cronista, por Víctor Angula
37 Geopolítica de las tinieblas, por Nacho Duque García
41 Mujeres y su rrealismo: la radical diferencia de Claude Cahun,
por Cristina Ballestín Cucala
51 Marxismoficción dominicano, por Sergio Callau Gonzalvo
56 Subversiones gays, por Pablo Lópiz Cantó
63 Lost in traslation: Naufragios de la identidad posmoderna,
por Kike Mora
CONTACTOS
73 Pilar Rubio Montaner
CUADERNOS
Arte y política
79 Crisis de presentación: sobre giros y caídas, por Alicia García Ruiz
99 Política del comp romiso, por José Antonio Forte
107 El confl itco y la escena: arte y política en Piscator; por Juan Pedro García del Campo
116 El conflicto estético (tesis para pensar un a rte político),
por César de Vicente Hemando
PASAJES
Martin Heidegger
125 M. Heidegger: La esencia del hombre
Introducción, traducción y notas de Luisa Paz Rodríguez Suárez
RIFF-RAFF
Revista de Pensamiento y Cultura
N." 26 - 2.' ÉPOCA
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