http://www.eluniversal.com.mx/graficos/confabulario/abril-05-08.htm Confabulario – suplemento cultural de El Universal (México) 05 de Abril de 2008 En el mundo moderno, las relaciones sexuales se programan a partir de las pautas y clichés de la cultura de masas. Aun así, cada lengua, cada pareja o individuo, urde dialectos particulares de deseo y placer, cuya gramática, prácticamente inexplorada, revelaría parcelas ocultas del comportamiento humano. George Steiner rastrea, en el siguiente ensayo, las “partes privadas” del habla. Las lenguas de Eros Por George Steiner ¿Cómo es la vida sexual de un sordomudo? ¿Bajo qué estímulos y con qué ritmo él o ella se masturban? ¿Cómo siente el sordomudo la libido y el orgasmo? Sería extremadamente arduo obtener evidencia confiable. No conozco ninguna investigación sistemática al respecto. No obstante, el asunto es de primordial importancia. Se relaciona con los centros nerviosos de las interrelaciones entre Eros y lenguaje. Lleva a un primer plano desconcertante el tema decisivo de la estructura semántica de la sexualidad, de sus dinámicas lingüísticas. El sexo es hablado y oído, en voz alta o en silencio, externa o internamente, antes, durante y después de la relación sexual. Estas dos corrientes comunicativas, estas dos realizaciones son indisolubles. La eyaculación forma parte de ambas. La retórica del deseo es una categoría del discurso en la cual la generación neurofisiológica del habla y del acto sexual se comprometen entre sí. La puntuación es análoga: el orgasmo masculino es un signo de admiración. Lo que se conoce de la sexualidad de los ciegos demuestra las funciones cardinales de la representación internalizada, de la imaginería verbalizada, en la cual valores lingüísticos y táctiles informan y se refuerzan entre sí. En ninguna otra interfase del tejido humano los componentes neuroquímicos y lo que asumimos como los circuitos de la conciencia y la subconciencia están tan íntimamente fundidos. Aquí la mentalidad y lo orgánico componen una sinapsis unificada. La neurología adscribe los reflejos sexuales al sistema nervioso parasimpático. La psicología aduce impulsos y respuestas voluntarios cuando analiza conductas sexuales humanas. El propio concepto de “instinto”, apenas comprendido, distingue la zona de interacción crucial entre lo carnal y lo cerebral, entre los genitales y el espíritu. Zona que está saturada de lenguaje. Los elementos de esta inmersión lingüística —nos movemos dentro y fuera del habla cuando preparamos, sostenemos y recordamos las relaciones sexuales— son tan numerosos e intrincados, la narrativa se encuentra bajo tales presiones emocionales, que hace imposible cualquier índice comprehensivo o clasificación aceptada. Se supone que el habla es a un tiempo universal y privada, colectiva e individual. Toda mujer u hombre sin defectos echa mano en forma automática del almacén preexistente y disponible de palabras y estructuras gramaticales. Nos movemos dentro del diccionario y la gramática de lo posible. Elaboramos nuestro idioma en relación proporcional con nuestras capacidades mentales, medio social, escolaridad, situación geográfica y herencia histórica. Pero aun cuando se encuentre en el mismo medio étnico, económico y social, y en el mismo ethos colectivo, todos y cada uno de los seres humanos, desde el estúpido y apenas articulado hasta el rico en palabras, desarrolla un “idiolecto” más o menos eficiente, es decir, un código de medios sintácticos y léxicos particulares de cada uno. Apodos, asociaciones fonéticas, referencias encubiertas subrayan tales singularidades. Cuando no se trata de una tautología propositiva, como en la lógica formal y simbólica, el lenguaje, incluso el rudimentario, es polisémico, posee varios niveles y expresa intencionalidades sólo imperfectamente reveladas o articuladas. Encripta. Esta encriptación puede muy bien ser perceptible, partir de recuerdos compartidos, aspiraciones históricas, contextos políticos y sociales. Pero asimismo puede encerrar necesidades y significados esenciales, individuales, intensamente privados. El lenguaje es por sí y para sí políglota. Contiene mundos. Piénsese tan sólo en el lenguaje de los niños. Con mucha frecuencia, la enunciación articulada es la punta del iceberg de significados sumergidos, implícitos. Cuando hablamos, oímos “entre líneas”. Comprender, entender, son actos de desciframiento intencional, de decodificación. En ningún otro lado esta “interlinearidad” es más predominante, más formativa que en las cámaras de eco de lo erótico. Es un lugar común que la retórica y la administración verbal de la seducción están repletas de medias verdades, de clichés contrabandeados y de falsedades rotundas que a su vez deben ser glosados por el objeto del deseo. Los sonidos que acompañan al orgasmo, situados con frecuencia en el umbral de la verbalización, en ocasiones como si hicieran reverberar la prehistoria del lenguaje, pueden ser mendaces a voluntad. Poseen brutales poéticas de la hipocresía tal y como sucede con las sinceridades floridas y dramáticas de la elocuencia erótica. Monólogo y diálogo, o con mayor precisión: monólogo en tándem, pueden alternar, pueden combinarse en una miríada de cadencias y matices virtualmente imposibles de analizar de modo sistemático. Uno intuye que durante la masturbación, palabra e imagen están más vinculadas, más “dialécticamente” potenciadas que en ningún otro proceso comunicativo humano. Las cartas de Joyce a Nora aportan un testigo tumescente a esta interacción. Aun por sí sola una palabra, un conjunto de sonidos pueden detonar una excitación intensa (la celebrada faire catleya de Proust). La imagen se despliega por sí sola dentro del sonido. En consecuencia, la masturbación tiene su gramática muda. No obstante, dentro de sus secretos, en las profundidades de lo íntimo, agentes públicos se ponen a trabajar. La fraseología erótica y sexual de los medios, la jerga amorosa del cine y la televisión, la declamación torrencial de la publicidad y el mercado de masas, estilizan, convencionalizan el ritmo, la velocidad, los componentes discursivos de millones de parejas. En el mundo desarrollado, con su pornografía corrosiva, innumerables amantes, sobre todo jóvenes, “programan” sus relaciones sexuales, consciente o inconscientemente, conforme a líneas semióticas prefabricadas. Lo que debería ser el encuentro humano más espontáneo y anárquico, más individualmente exploratorio e inventivo, sigue un guión en una proporción mucho más amplia de lo que se piensa. La última libertad, la autenticidad final puede muy bien ser la del sordomudo. No lo sabemos. En Después de Babel (1975) he planteado que las miles de lenguas incomprensibles entre sí que alguna vez se hablaron en esta tierra — muchas de ellas ahora extinguidas o en peligro de desaparecer— no son, tal y como las mitologías y alegorías del desastre quisieran, una maldición. Por el contrario, son una bendición y una alegría. Todas y cada una de las lenguas humanas son una ventana al ser, una ventana a la creación. Una ventana única. No existen lenguajes “pequeños”, por reducidas que sean sus áreas demográficas o ambientales. Ciertas lenguas habladas en el desierto de Kalahari poseen más ramificaciones del subjuntivo, y más sutiles, de las que tuvo a la mano Aristóteles. Las gramáticas hopi tienen matices de temporalidad y movimiento más conformes con la física de la relatividad y de la incertidumbre que nuestros propios recursos indoeuropeos y anglosajones. En virtud de las raíces psicoculturales y del desarrollo que las acompaña, raíces que en el sentido etimológico también se hunden en el subconsciente, cada lengua le da voz a la identidad y la experiencia en su propio modo irreductiblemente particular. Divide el tiempo en múltiples unidades distintas. Muchas gramáticas no dividen de manera formal los tiempos en presente, pasado y futuro. La “stasis” de las formas verbales hebraicas trae consigo un modelo de historia metafísico y sin duda teológico. Hay lenguajes de los Andes, por ejemplo, en los que, de la manera más razonable, el futuro permanece detrás del hablante, invisible, en tanto los horizontes del pasado se extienden ante su mirada (aquí hay analogías intrigantes con la ontología de Heidegger). El espacio, que es una estructura social no menos que neurofisiológica, está lingüísticamente cartografiado y declinado. Los lenguajes lo habitan de formas diferentes. A través de su “cartografía” y nominaciones, las comunidades lingüísticas importantes subrayan o borran contornos y funciones variables. El espectro de las diferencias precisas entre varios tonos y texturas de la nieve en los lenguajes esquimales, las tablas de colores que diferencian las pelambres de los caballos en la lengua de los gauchos argentinos son ejemplos aceptados. Los ejes del cuerpo humano por los cuales nos orientamos en nuestros espacios locales están etiquetados lingüísticamente y cumplidos. Los dialectos británicos tienen más de cien palabras y frases para referirse a los zurdos. La ecuación entre el hecho de ser zurdo y el mal (sinistra) está encerrada en las culturas mediterráneas. La antropología estructural nos ha enseñado que los conceptos e identificaciones de parentesco son lingüísticos. Incluso nociones básicas como la paternidad o el incesto dependen de taxonomías, de codificaciones léxicas y gramaticales inseparables de las opciones — colectivas, económicas, históricas, rituales— expuestas en el habla. Nosotros verbalizamos, “fraseamos” tal y como lo hace la música, nuestras relaciones con nosotros mismos y con los demás. “Yo” y “tú” son hechos sintácticos. Hay vestigios lingüísticos en los cuales esta distinción es borrosa, por ejemplo en el número dual del griego arcaico. Aunque puede ser abordada en formas “surrealistas”, la gramatología de nuestros sueños está organizada y diversificada lingüísticamente mucho más allá de las provincias histórica y socialmente circunscritas de lo psicoanalítico. Cuán enriquecedor podría ser tener pesadillas o sueños húmedos en albanés, por ejemplo. La consecuencia es una riqueza de posibilidades ilimitada. Cada lengua humana desafía a la realidad en su propia manera única. Hay tantas constelaciones de porvenir, de esperanza, de proyección religiosa, metafísica, política, “sueños hacia delante”, como hay formas verbales optativas y contrafactuales. La esperanza es fortalecida por la sintaxis. He conjeturado, sin ser capaz de ofrecer una prueba, que la justificación generativa de la cantidad “enloquecida” y fragmentaria de las lenguas —más de cuatrocientas tan sólo en la India—, es análoga al modelo darwiniano de los nichos adaptativos. Cada lenguaje explota y transmite distintos aspectos, diferentes potencialidades de la circunstancia humana. Cada lenguaje posee sus propias estrategias de negación e imaginación. Esto le hace posible decir “No” a las obligaciones físicas y materiales de nuestra existencia. A causa del lenguaje, a causa de los lenguajes, podemos desafiar o atenuar la monocromía de la mortalidad predestinada. Cada negación posee su propia trascendencia inflexible. Es la escandalosamente indestructible “esperanza contra la esperanza” la que nos hace capaces de resistir, de recobrarnos del perenne y sanguinario absurdo de nuestra condición histórica y material. Esta abundancia de lenguajes, sólo en apariencia dilapidadora, es la que nos permite articular alternativas a la realidad, darle voz a la libertad dentro de la servidumbre, plantearnos la plenitud dentro del desamparo. Sin la gran octava de las gramáticas posibles, tal negación, tal “alteridad”, esta apuesta por el mañana serían inasequibles. De ello se sigue la inconmensurable pérdida, la disminución en las oportunidades del hombre que trae consigo la muerte de un lenguaje. Con una desaparición de este tipo, no sólo se pierde una línea vital del recuerdo —tiempos pasados o su equivalente—, un horizonte realista o mítico, un calendario, sino las mismísimas configuraciones de un futuro concebible. Una ventana se cierra en cero. La extinción de los lenguajes que atestiguamos en la actualidad —docenas pasan año tras año a un silencio irreparable—, es paralela a la devastación de la fauna y la flora, pero de consecuencias mucho más graves. Los árboles pueden volverse a plantar, el DNA de las especies animales puede, al menos en parte, conservarse y tal vez reactivarse. Un lenguaje muerto permanece muerto o sobrevive como una reliquia pedagógica en el zoológico académico. La consecuencia es un empobrecimiento drástico en la ecología de la psique humana. La verdadera catástrofe de Babel no es la fragmentación de las lenguas, sino la reducción del habla humana a un puñado de lenguas planetarias, “multinacionales”. En la actualidad, esta reducción, impulsada por el mercado global y la tecnología de la información, está redibujando el globo. La megalomanía militar-tecnocrática, los imperativos de la codicia comercial, hacen de las gramáticas y los vocabularios angloamericanos estandarizados un esperanto. A causa de su dificultad inherente, el chino no puede usurpar esta triste hegemonía. Cuando la India lo intente, su lenguaje será una variante del angloamericano. De este modo, existe un nauseabundo pero inocultable simulacro del misterio de Babel en el colapso de las torres gemelas del World Trade Center el 11 de septiembre. La bendición de la variedad creativa se obtiene no sólo entre lenguajes diferentes, es decir “interlingüísticamente”. Resulta mucho más operativa dentro de cualquier lengua, “intralingüísticamente”. El diccionario más compendioso no es más que una taquigrafía abreviada, obsoleto desde el mismo instante de su publicación. El uso léxico y gramatical dentro de cualquier lengua hablada o escrita se encuentra en perpetuo movimiento y fisión. Convive con dialectos locales y regionales. Las acciones de diferenciación actúan lo mismo entre las clases sociales que entre las ideologías explícitas o subterráneas, las fes y las profesiones. La forma de hablar puede variar de uno a otro distrito urbano, de un pueblo a otro. De maneras dilucidadas sólo en parte, el habla es moldeada por el género. Con frecuencia, las mujeres y los hombres no plantean ni quieren decir la misma cosa cuando pronuncian o escriben la misma palabra. No tomar un “No” por respuesta es un indicador simbólico. Giros tanto en el sentido como en la intención, dentro y a través de las generaciones, son constantes. En ciertos momentos de la historia social, de la conciencia familiar, de los reflejos del reconocimiento mutuo, estos giros pueden volverse dramáticos. Esto parece ser así en nuestro presente acelerado entre grupos de generaciones distintas separados por las propias mecánicas de la información. De esta forma, diferentes niveles sociales, diferentes localidades, géneros, generaciones pueden alcanzar una incomprensión mutua. La pluma fuente no le habla al iPod. La fragmentación lingüística sirve tanto a necesidades agresivas como defensivas. Hablamos “por” nosotros mismos, y en atención, subversión o desafío de los otros. Aun la más urbana, gramaticalmente educada de las formas de hablar, contendrá partículas de caló calculadas para subrayar la intimidad o la exclusión. El niño de la escuela elitista, el estudiante de primer año, el cadete de nuevo ingreso están destinados a memorizar estos matices cuando se reúnen con sus pares. El caló de la pandilla callejera, del hooligan, no es menos presuntuoso ni menos ritualístico. Y en consecuencia, todos y cada uno de los intercambios semánticos, ya sea en el mismo lenguaje e incluso entre íntimos —tal vez con más claridad en este último caso—, conlleva un más o menos consciente, un más o menos elaborado proceso de traducción. No hay mensaje ni arco de comunicación entre la fuente y la recepción que no tenga que ser decodificado. La inmediatez de la comprensión es una idealización del silencio. Por lo general, dicha decodificación es instantánea y pasa desapercibida. Pero cuando surgen las tensiones, privadas o públicas, cuando la desconfianza, la ironía o algún elemento de falsedad hacen sonar su ruido de fondo, la interpretación recíproca, el acto hermenéutico, puede volverse arduo e incierto. Signos auxiliares se ponen en juego. El volumen, la inflexión, la entonación, el lenguaje corporal pueden aclarar lo mismo que obscurecer. Lo que no se dice es lo más ruidoso. En los lenguajes de Eros y del sexo estos atributos y opacidades alcanzan su más alto grado de intrincada intensidad. Como lo he sugerido, no hay otra área de la conducta humana en la que la fisiología urja con tal fuerza a la mentalidad (demarcación problemática en sí misma, debatida). Durante el acto sexual, el subconsciente se abre paso, insistente, por el interior de cada fibra del impulso nervioso y la sensibilidad. La imaginación se hace carne, “bodies forth”, en el fraseo consumado de Shakespeare. Por su parte, la carne imagina y exclama. Aquí tiene lugar la encarnación, si alguna vez la hubo. La concordancia etimológica es artificial, pero “semen” y “semántico” se aparean en eyaculaciones corpóreas y lingüísticas. He aludido a las “partes privadas” del habla. Éstas activan tanto el monólogo como el diálogo. El lenguaje corriente en el onanismo lo mismo que en la cópula compartida, ella misma un término de la comunicación, alterna entre contrarios diacrónicos y sociales por un lado, y referencias personales, encubiertas, singulares, por el otro. Aquí es donde los “lenguajes privados” florecen. El giro más gastado, más gris y coloquial, puede adquirir una riqueza de provocación secreta, de incitación hermética. La masturbación actúa las paradojas del soliloquio. Sorda o a tambor batiente, la corriente verbal hace implosionar voces, sonidos, metáforas, recuerdos y anticipaciones. Nos oímos sin que nosotros mismos nos demos cuenta en un complicado proceso de voyeurismo auditivo. En el caso de los analfabetos funcionales, este paquete se encuentra con mayor posibilidad algo gastado y es repetitivo. Mientras más generoso sea nuestro inventario de palabras y gramatical, más inventiva será nuestra orquestación íntima. Vuelvo a llamar la atención sobre el virtuosismo deslumbrante del erotismo autodirigido en las cartas y el Ulises de Joyce; pero John Cowper Powys, “un masturbador de inspiración desatada”, no está menos dotado. Cuando dos o más partes están en juego —la masturbación compartida es un tema perenne del erotismo y la pornografía—, las variantes son tan numerosas y tienen tantos matices que no se les puede enlistar (aunque Sade intenta precisamente realizar este índice exhaustivo en una parodia obsesiva de las enciclopedias de la Ilustración). Las parejas urden sus dialectos particulares del deseo y el placer. El idioma de su recámara se deriva la mayor parte de las veces de fuentes públicas, de los medios gráficos e impresos. Pero dados los recursos imaginativos, puede asumir modos esotéricos, neológicos, por completo privados. Las novelas de Updike tienen un oído atento para estos secretos e invenciones compulsivos del intercambio sexual. Los amantes se entregan uno al otro regalos de significados ocultos. Le dan nombre a los objetos, a las circunstancias que amueblan sus espacios eróticos en un impulso adánico de recreación. Bautizan al pie de la letra partes de sus cuerpos, posiciones sexuales, las intimidades que preceden la desnudez. Nabokov celebra estas entregas palpitantes, sobre todo entre compañeros cuyas lenguas maternas son distintas. El amante le pedirá a la amada que diga estas palabras para alimentar la excitación. Hay una narración embriagadora de este ritual en un texto de ficción de Edna O'Brien. Cuando el congreso sexual, designación antigua pero significativa, se convierte en lo que los físicos llaman el irresuelto “problema de los tres cuerpos”, la confluencia del discurso privado y público, del lugar común y la novedad, puede crecer casi hasta lo indescifrable. En el vocabulario y la sintaxis entretejidos y polisémicos de los sonetos de Shakespeare hay niveles donde una tercera voz parece irrumpir, enriqueciendo pero también deconstruyendo la voz de la pareja. Este juego se hace aún más polifónico por el notable enmascaramiento o ambigüedades del género. Vemos ante nuestros ojos el pas de deux y de trois de palabras clave tales como spend, expend y expense, a lo largo del tejido del verso. En consecuencia, cada lenguaje y subgrupo dentro de ese lenguaje potencia, narra, recuerda el sexo en su propia clave específica. Este proceso está en movimiento perpetuo, cambia sin cesar. Hay incluso distintas numerologías de Eros. Considérese el significado de “69” en su moderna alusión occidental. Estas variables informan cada elemento del acto y la verbalización sexual, sea privado o público, solitario o combinatorio. La seducción, los preliminares, el coito, el epílogo después del orgasmo, la narrativa subsecuente, internalizada o articulada, difieren tanto entre sí como los propios vocabularios y gramáticas. Cada lengua y estrato dentro de esa lengua trazará sus propios límites entre las expresiones propias y prohibidas, entre las palabras nocturnas y su empleo lícito. De maneras sutiles pero no menos imperativas segmentan, ritman y acompasan el acto sexual, el cronómetro de la excitación y la liberación masturbatorias o en conjunto. Distintos lenguajes y lenguajes dentro de lenguajes delinean, simbolizan, evalúan eróticamente diferentes partes y funciones del cuerpo desde su propia perspectiva. Nombran o disfrazan de conformidad con esto. La poesía renacentista detalla la constitución sexual humana; piensa, escribe, habla de les blasons du corps. Lo que en un sistema de actos de habla es una designación y una desnudez permitidas, está oculto y aun es sacramental en otros. En el centro incandescente de este laberinto se encuentran las asociaciones representativas entre la oralidad semántica y las abigarradas prácticas del sexo oral. Las “lenguas” están en la esencia de ambos repertorios, el discursivo y el fisiológico. Los labios son instrumentales para los dos. Los epigramas de Marcial son una guía para este meollo híbrido. Apenas veladas, referencias cruzadas entre la elocuencia y la felación o el cunnilingus brillan en las sensaciones subterráneas de la poesía barroca y libertina. Existe un generoso número de monografías sobre los términos sexuales, las palabras de lo erótico, los glosarios de la pornografía. Por lo general aparecen de modo inopinado bajo el rubro de curiosidades etnográficas. La obscenidad de escritores como Shakespeare o Rabelais ha sido analizada. Existen estudios sobre las insinuaciones sexuales y el doble sentido en la comedia de la Restauración y la ficción semiclandestina de la Ilustración (en Rochester, por ejemplo, pero también en Crébillon y Diderot). Desde la antigüedad clásica hasta la época edwardiana, las diferentes jergas, el caló de la prostitución, han sido catalogados. Lo mismo que varios registros de la dicción sexual entre distintos grupos étnicos y los bajos fondos. Hay guías de orientación para las ricas connotaciones sexuales de las letras del jazz afroamericano (por sí misma una palabra sexual), el hip-hop y el heavy metal. Sin lugar a dudas, en algún lugar alguien investiga las cargas eróticas tácitas en Jane Austen. La teoría legal y la práctica judicial han luchado, las más de las veces en vano, con el dilema de la obscenidad verbal y pictórica. El problema es inabordable porque las demarcaciones importantes son siempre móviles y las clasificaciones, impulsadas ideológicamente. Los puntos de vista judiciales acerca de la pornografía y sus medios de expresión constituyen un género en sí mismo, género más que incierto. (¿Qué se aproxima más a la obscenidad que ciertos pasajes de Cimbelino?) El tsunami de lo pornográfico en nuestros medios de comunicación, la función siempre cambiante del habla sexual entre los jóvenes y los libertinos se ha vuelto objeto de una atención nerviosa y con frecuencia morbosa. Tal vez la permisividad sea el único sentido común. Lo que falta es una fenomenología metódica, histórica y psicológicamente responsable del juego entre la sexualidad y las palabras, entre la libido y la enunciación, lo mismo internalizada que vocal. No tenemos una retórica o poética sistemática de Eros, de cómo hacer el amor es un quehacer de palabras y sintaxis. Ningún Aristóteles ni Saussure han asumido este reto fundamental. Más específicamente carecemos, hasta donde sé, de un estudio, incluso elemental, de cómo se vive el sexo, de cómo se hace el amor en diferentes lenguajes y diferentes subgrupos de lenguajes (étnico, económico, social, local). Por sí misma, la condición políglota en varios niveles de proximidad y efectividad no resulta tan singular. Se encuentra en varias comunidades, tales como Suecia, Suiza, Malasia. Una multitud de hombres y mujeres disponen de más de una lengua “materna” desde su más temprana edad. Y no obstante carecemos de una relación válida, de un registro introspectivo o socializado de lo que deben ser sus metamórficas vidas eróticas, de la manera en que hacer el amor en vasco o ruso se distingue de la forma en que se hace en flamenco o coreano. ¿Qué inhibiciones o privilegios asoman entre amantes con lenguas maternas distintas? ¿El coito es también, y tal vez de modo fundamental, traducción? Por lo que sé, ningún hombre o mujer políglota ha dejado un informe de su sexualidad dentro y entre sus lenguajes. A pesar de que en teoría resulta posible, el amor pocas veces se hace en silencio o en esperanto. Steiner. Entre sus libros destacan: Lecciones de los maestros, La idea de Europa y La muerte de la tragedia, entre otros. Traducción: Alberto Román Este ensayo pertenece al libro My Unwritten Books (New Directions, 2008), de próxima aparición en español.