Lucía García García-Valdecasas ¿Quién? Sin género. Género no identificado. Asexual gramatical = Andrógino existencial. “Yo voy a ser lo que yo quiera ser, no lo que los demás quieren que sea” “((Yo) vivo en el siglo XXI con mucha gente a mi alrededor) y (pocas personas)” Que levante la mano quien esté exento de culpa. Que cierre los ojos quien no ha deseado jamás volver atrás. Mirarse al espejo y contemplar a un extraño; verte reflejado en un trozo de cristal y sentirte perdido. Ese momento en el que lo que uno ve enfrente de sí no se corresponde con la imagen que uno tiene de sí mismo. Ese vértigo que se crea en nosotros cuando nos vamos despojando de la infancia y por ende, de la inocencia, y nos adentramos en una vorágine de emociones conocidas como “hormonas revolucionadas” que se apodera de nosotros y nos llevan a quién sabe dónde. ¿Quién no se ha sentido alguna vez así, como una palabra sin género dentro de un texto ilegible donde las comas suponen un punto de irreflexión, donde las tildes jerarquizan a las sílabas, donde los puntos seguidos parecen no llegar jamás en frases largas y desbocadas? Por no hablar ya de los puntos suspensivos que nos desequilibran y nos hacen perder el norte. En ese caso, ¿qué brújula nos valdría a la hora de encontrar la senda a seguir? La respuesta reside, pues, en ser fiel a las convicciones de uno mismo, aunque tengas que morir por ellas en un caso extremo al más puro estilo Sócrates. Lo importante es evitar traicionarse a uno mismo y no dejarse arrastrar por las corrientes de gente que, como el agua, se agolpan en las orillas de nuestras vidas y, en esos momentos de vulnerabilidad, nos intentan arrancar los últimos retazos de humanidad que quedan de nosotros. En definitiva, lo esencial es: Ser/tener persona-lidad. Y en torno a este tema girará el resto de la redacción, pues desde hace varios años llevo observando a mi alrededor la cantidad de individuos que actúan en masa, sin aportar una idea nueva o expresar su opinión acerca de un tema determinado por temor a que el medio en el que se encuentra lo rechace por no mostrar su conformidad. ¡Y todo eso me resulta tan irritante! Estamos tan acostumbrados a escuchar típicos comentarios como por ejemplo “Es que tengo miedo de lo que Fulano o Mengano puedan pensar de mí” que ya consideramos lo más normal del mundo callar a nuestro valioso pensamiento, fingir que todo nos va de maravilla y pregonarlo a los cuatro vientos a través Twitter, Facebook o Instagram, donde todos nos creemos la versión moderna de Platón y filosofamos sin ton ni son. Como consecuencia, nos convertimos en unos conformistas que no aspiran a nada en la vida. Ah, bueno, perdonen mi descuido e imprudencia puesto que se me Lucía García García-Valdecasas olvidaba la importancia de tener tropecientos “me gusta” en tus fotos a la par que cientos de seguidores y comentarios en tu muro. Eso que no falte. Además, con las enormes facilidades que nos ofrece la tecnología y su infinito espacio virtual, las cuales deberíamos aprender a emplear de forma razonable y sin abusar, resulta irónico que la sumisión y apatía de la sociedad del siglo XXI se vea acrecentada por el mal uso de las redes sociales donde parece que quien no cuelga un “selfie” o escribe “tweets” a diario no existe o tiene cabida dentro del mundo actual y es condenado ser llamado “bicho raro” o “friki”. No obstante, las redes sociales no son el único escenario donde se manifiestan estas tendencias ya que no tenemos más que ver la moda o el canon de belleza establecido en la actualidad para percatarnos de lo que impera en estos momentos. Además, el miedo al “qué dirán” ha existido prácticamente a lo largo de la Historia, de hecho, me atrevería a decir que la sociedad del siglo XXI es una de las que menos tiene ese pánico, rozando a veces el exhibicionismo. Es más, la gracia está ahí, en cómo según cambian los tiempos, cambian con ellos las distintas formas del miedo al “qué dirán”, a la imagen exterior. En la Edad Media, por ejemplo, ¡ay de quien no fuera un buen católico! o todavía en el siglo XX cuando la homosexualidad se consideraba una enfermedad. ¡Igualito que ahora! Asimismo, la capacidad de argumentar respetando a aquellos que no se muestran de acuerdo con nuestro raciocinio, el hecho de justificar nuestros actos y exponer ideas en voz alta siendo analíticos y justos, se ven en peligro de extinción, porque ¿cómo podemos explorar y ampliar horizontes si en algunas redes sociales te limitan los caracteres a escribir? Sin embargo, si de algo estoy convencida es de lo siguiente: esa minoría que no está al tanto de las últimas tendencias, esas “criaturillas inmundas”, como las he oído llamar en alguna ocasión, que deciden preservar su intimidad y refugiarse en un buen libro o en la música tienen mucho que aportar a todos y cada uno de nosotros y se merecen nuestra admiración por no limitarse a ser uno más. Y en realidad, eso mismo lo podríamos aplicar al campo de la Filosofía. ¿Por qué, si no, la quieren quitar de los colegios e institutos? Porque no interesa hacer pensar a un rebaño cada vez más irracional que no sabe argumentar y tiene miedo a la crítica, cuando ésta, si es objetiva, nos es muy útil de cara al crecimiento personal y espiritual. ¿Acaso soy la única que siente que se halla en medio de una sociedad repleta de gente, pero de pocas personas? Porque podremos conocer lo que hace un individuo a través de Internet, pero ¿dónde está la intimidad del ser humano? Y lo más desolador de todo es que a veces por el miedo al qué dirán terminamos haciendo exactamente lo que ellos esperan de nosotros. Qué triste es acabar siendo como quieren que seas, ¿no creen? Al fin y al cabo, tú eliges si vas a ser sujeto o si por el contrario prefieres formar parte del predicado y ser un complemento más, un accesorio superfluo. Obviamente, de ti depende ser un Lucía García García-Valdecasas sujeto expreso, es decir explícito, o limitarte a permanecer en la oscuridad que envuelve a las sombras convirtiéndote en un sujeto elíptico. ¿El verbo? Por supuesto que importa, el verbo deja en nuestros corazones y memoria la huella de las llamadas acciones y sus consiguientes “elecciones”, las cuales nos cierran infinitas puertas y nos condicionan de por vida, ésas que nos hacen ser personas y nos diferencian del resto de individuos que incorporamos al sustantivo colectivo “gente”. Incluso el no tomar una decisión implica evolución, crecimiento personal porque todos y cada uno de nosotros somos dueños de nuestras vidas en la medida en que sepamos emplear responsablemente la libertad que nos viene dada por nuestra “razón, divino tesoro” al más puro estilo del gran Rubén Darío.. En la oración planteada al comienzo de la primera página, “Yo” es un sujeto que conlleva subjetividad, sentimientos, opiniones. Asimismo, nos ayuda a conocer su psicología interna y qué quiere expresar. Es un pronombre que se quiere distinguir y nos asegura que vive rodeado de mucha gente a su alrededor y pocas personas. En cambio, si se omitiera ese sujeto, todo el protagonismo recaería en el verbo y en sus connotaciones. Como consecuencia, delegaría su función de la misma forma en que vivimos rodeados de una sociedad que por lo general se siente oprimida aunque no lo transmita, y que tiene miedo del qué dirán y de la opinión de los demás. En ese caso, su existencia se encuentra regida por los cánones de un consorcio que no debe vivir por nosotros y cuya palabra no tiene por qué situarse por encima de la nuestra. ¿Qué democracia es esa? ¿Cómo vamos a dejar nuestra felicidad en mano de los demás? Pero cuidado, que con esto no quiero invitar a nadie vivir conforme al nihilismo o anarquismo. Como diría Aristóteles: la virtud consiste en saber dar con el término medio entre dos extremos, esto es, ni ser un sujeto más carente de personalidad ni convertirnos en una “falacia” del consecuente. Respecto al título inicial y sus connotaciones, aquél que es un asexual gramatical exento de personalidad y no tiene clara su función dentro la oración, desconoce el sentido de la vida y por ende, es un andrógino sexual. Esto último significa que ante las bifurcaciones que se les presente a lo largo de sus vacías existencias jamás terminarán de escoger una forma de vida concreta. Como consecuencia, esa gratificación personal y autosuficiencia que uno siente cuando es consciente de que ha obrado correctamente conforme a sus principios, independientemente de que coincidan o no con los del resto, y esa calma y armonía que emana nuestra conciencia cuando está tranquila, les serán unas perfectas desconocidas. Actuarán, pues, como unos genuinos “Don Juanes” de la vida, errando por masas repletas de gente, pero, desgraciadamente, se perderán la oportunidad de conocer a auténticas personas y por supuesto, conquistarán y arrasarán cuanto esté a su paso sin regar su sello de identidad y su condición de ser humano, olvidándose por completo de cultivar esa semilla que les lleve a alcanzar la ansiada felicidad.