Miguel Delibes (1950): El camino, Madrid, Real Academia Española-Alfaguara, 2014, pp. 22-24. “El valle... Aquel valle significaba mucho para Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera. A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura, y el maestro, tenían razón, que su valle era como una gran olla independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin embargo, no era así; el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que lo vitalizaba al mismo tiempo que lo maleaba: la vía férrea y la carretera. Ambas vías atravesaban el valle de sur a norte, provenían de la parda y reseca llanura de Castilla y buscaban la llanura azul del mar. Constituían, pues, el enlace de dos inmensos mundos contrapuestos. En su trayecto por el valle, la vía, la carretera y el río -que se unía a ellas después de lanzarse en un frenesí de rápidos y torrentes desde lo alto del Pico Rando- se entrecruzaban una y mil veces, creando una inquieta topografía de puentes, túneles, pasos a nivel y viaductos. En primavera y verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, solían sentarse, al caer la tarde, en cualquier leve prominencia y desde allí contemplaban, agobiados por una unción casi religiosa, la lánguida e ininterrumpida vitalidad del valle. La vía del tren y la carretera dibujaban, en la hondonada, violentos y frecuentes zigzags; a veces se buscaban, otras se repelían, pero siempre, en la perspectiva, eran como dos blancas estelas abiertas entre el verdor compacto de los prados y los maizales. En la distancia, los trenes, los automóviles y los blancos caseríos tomaban proporciones de diminutas figuras de «nacimiento» increíblemente lejanas y, al propio tiempo, incomprensiblemente próximas y manejables. En ocasiones se divisaban dos y tres trenes simultáneamente, cada cual con su negro penacho de humo colgado de la atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad vegetal de la pradera. ¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de los túneles! Surgían como los grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta anegarlas, en las huras del campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir de sus agujeros, una misma expresión de jadeo, amedrentamiento y ahogo. Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en parcelas y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que, según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros. Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá, también, porque no conocía otra cosa. Le agradaba constatar el paralizado estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de ruido y velocidad que la civilización enviaba de cuando en vez, con una exactitud casi cronométrica. Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo, se sobrecogía bajo una especie de pánico astral”. Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha carmín. Con timbre sonoro y hueco truena el maestro, un anciano mal vestido, enjuto y seco, que lleva un libro en la mano. Y todo un coro infantil va cantando la lección: «mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón». Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de la lluvia en los cristales. 1) «Los hombres y los jóvenes aprenden todo tipo de oficios, pero no cómo convertirse en hombres. Aprenden a levantar casas, pero no están bien alojados, no son felices en sus casas, como lo es una marmota en su hoyo. ¿De qué sirve una casa si no dispones de un planeta decente donde levantarla, si no soportas el planeta en el que está?». (Cartas a un buscador de sí mismo, 1860). 2) «¿Cuáles son los elementos naturales que hacen que una comarca sea hermosa? Un río, con sus cascadas y sus praderas, un lago, una colina, una peña o rocas sueltas, un bosque y viejos árboles en pie. Esas cosas son bellas; tienen un uso elevado que los dólares y centavos no representan jamás. Si los habitantes de una ciudad fueran sabios, tratarían de conservar esas cosas, aunque fuera a un coste considerable; porque tales cosas enseñan mucho más que cualquier predicador o profesor que se contrate o que cualquier sistema educativo reconocido en la actualidad». (Diarios, 1861). 3) «La mañana llega cuando amanecer». (Walden, 1854). estoy despierto y hay en mí un 4) «Ver salir o ponerse el sol cada día debería mantenernos cuerdos para siempre, al ponernos en relación, por nuestra buena salud mental y física, con un hecho universal». (Diarios, 1852). 5) «A algunos hombres les entusiasma el olor de la pólvora ardiendo, pero yo anoche soñé cuánto más sensato sería entusiasmarse por el olor del pan recién hecho». (Diarios, 1851). 6) «Independientemente de mis propias costumbres, estoy convencido de que dejar de comer animales es parte del destino de la raza humana y de su mejora progresiva, al igual que las tribus salvajes abandonaron la mutua antropofagia cuando entraron en contacto con otras más civilizadas» (Walden, 1854). 7) «Nada es tan bello como las copas de los árboles». (Diarios, 1851) 8) «Creo que si no pasara al menos cuatro horas al día -aunque por lo general son más- deambulando por los bosques, las colinas y los campos, absolutamente libre de toda atadura mundana, no podría conservar ni la salud ni el ánimo». (Caminar, 1861). 9) «Debo caminar más con los sentidos libres». (Diarios, 1852) 10) «Nada puede resultarle más útil a un hombre que la determinación de no ir apresurado». (Diarios, 1842).