ARGENTINITA “En el cielo, las estrellas, en el campo, las espinas y en el medio de mi pecho, la República Argentina” A mediados de los sesenta, cuando en una mano me cabían todos los años vividos, inflaba el pecho y exhalaba de corrido, con énfasis en “República”, para solaz indulgente de los mayores circundante. Justamente de esos padres que vinieron de un lugar que durante nuestra guerra por la Independencia producía realistas a derrotar y que, caído su imperio, producía emigrantes para sus promisorias ex colonias y mano de obra barata para la Europa próspera. Unos padres que amaban su tierra tanto como la de sus hijos, que los cobijaba de las desventuras de un lugar que no era República, para desgracia de mi madre y que no generaba un alto grado de pertenencia, para dolor de mi padre. “Argentina Potencia” Despuntaba la adolescencia, el viejo líder había vuelto al poder. Parecía que ya no había razones para no dar ese despegue definitivo hacia el liderazgo mundial, ese camino truncado por diversas cuestiones esotéricas, para las que el “first worker from Wolves” ya tenía un antídoto con forma de ex cabo. Teníamos petróleo, aunque no podíamos ver tele de 20 a 23, alimentos excedentarios (aunque pagáramos por ellos algo más que los precios máximos), dos vacas por habitante, salvo los viernes, que gracias a la veda, nos congraciábamos con las sociedades protectoras de animales y el Brahmanismo, todo ello en un vergel despoblado (salvo algunos hacinamientos humanos en unos predios denominados “villas miseria”) y donde no existían conflictos religiosos ni raciales, salvo algún entuerto con la secta de los jóvenes imberbes. En fin, condenados al éxito como decía el guardavidas de la pileta de Lomas y como marcaba el eslogan oficial con una altisonancia similar al versito infantil, aunque ya se había perdido el énfasis en “República”. “Argentinos, a vencer” Habíamos perdido unas cuantas oportunidades de la mano de los uniformados, que habían devenido en salvadores de la Patria por imperio del Destino: sus “revoluciones” del 30, del 43 (con matices), la Fusiladora y la Azulargentina, habían fenecido derrotadas y el Proceso de Descomposición Nacional yacía exangüe. Era hora de aglutinarnos contra un enemigo externo, como los griegos encontraron a los persas, en torno de nuestro General Empédocles, numen de la Estrategia en la Escuela de las Américas, para conducirnos a una revolución nacional y cristiana necesaria para el despegue final. Despegue que no incluía unos cuantos colimbas muertos de hambre y frío, que emularían a los trescientos espartanos de las Termópilas. Tampoco era el turno de la Argentina que no fabricaba acero ni caramelos, menos de la República, guardada con las urnas en una lata de sardinas, ni de los Argentinos, que no pudieron con la pérfida Albión. “Wilson al paísito” Recuperada la democracia, gracias en parte al Movimiento Gurkha de Liberación, asistimos a una nueva instancia fundacional. Omitiré deliberadamente el austral, el desagio, el Tercer Movimiento Histórico y el traslado de la Capital al sur, al mar y al frío. Me centraré en esa sensación de engañosa superioridad ética sobre nuestros vecinos que recién comenzaban a sacudirse sus dictaduras. Sensación que se incrementaban con el Juicio a las Juntas y el sueño de un Mercosur democrático a la usanza de la Unión Europea. En esos días vivía cerca de la Federación de Box, lugar donde se organizaban distintos tipos de mitin de baja intensidad. En una de esas convocatorias, exiliados de la República Oriental del Uruguay embanderados tras el Partido Blanco, proponían a un ciudadano de nombre muy uruguayo para conducir los destinos no de “una nueva y gloriosa Nación”, sino de un “paísito”. Como sería resignarse a pertenecer a un país sin aires de grandeza. Lo mismo que me preguntaba de mis padres en mi infancia, me preguntaba de estos seres en mi juventud. El tiempo se encargó de responderme. “La Argentina de Tato” Sobrevolando los instantes “eufórico-fundacionales” que nos deparó el menemato de la Revolución Productiva, el dólar uno a uno y la jueza Burú Budú Budía, nos encontramos con este hallazgo del Actor Cómico de la Nación que imaginó un Indiana Jones de la calle Pasteur indagando sobre una civilización desarrollada en un país inexistente. Algo que luego un aburrido incapaz, un profeta gangoso del abandono, un brujo de la economía pelada, un macrocéfalo guardavidas golpista sadomasoquista, un pingüino autoritario y una retahíla de cómplices por acción u omisión nos encargamos de confirmar: la República Argentina ésa, la de los próceres y los versos infantiles, ya no existía. Quedó, como en la película Sexto Sentido, muerta y sin darse cuenta, hablándole a quien le quería, su gente, que, no obstante añorarla, no la escucha. Es esa gente que comienza a resignarse, a buscar nuevos horizontes más prosaicos o, mejor dicho, a creer que el horizonte no existe, que ve mutar la gloria pasada, con la que juramos morir en los partidos de Los Pumas, en una apatía cómplice de la mediocridad gobernante. Gente que ya renunció a alcanzar a los EEUU, como se soñaba en el primer cuarto del siglo pasado, a asistir con impotencia a que nos pasen como alambre caído Brasil y Chile. Gente que vive en un país que pidió “que se vayan todos” y se quedaron los mismos, que pasó de procesos políticos polarizados y apasionantes, a un polo dominante y adormecedor, de instituciones de vanguardia a “unikatos” vergonzantes. De soñar a zafar... De República Argentina a Argentinita. Y menos mal que nos quedan Los Pumas.