Diseño de procesos infalibles Autor: Jorge Carrizo Moyano Estrategia y dirección estratégica | Inteligencia emocional 20-05-2011 El conocido imperativo “¡Ponga más atención en lo que hace!”, tantas veces motivado por algún error humano, constituye una triste evidencia de la falta de comprensión sobre cómo funciona nuestro “centro de control”. Si creemos que la prevención de los errores depende solo de cómo o cuánto enfoquemos nuestra atención consciente en el momento de ejecutar el trabajo, vamos por el camino equivocado. Una cultura de la excelencia solo puede edificarse a partir de una comprensión de las características psicobiológicas que condicionan nuestro desempeño. Muchas veces damos órdenes e imponemos procedimientos cuya lógica mental pone a nuestro equipo al borde del fracaso, porque no advertimos que el cerebro sigue principios operativos propios, desarrollados a través de una larga evolución, que no van a cambiar solo porque algún jefe lo decide. Es necesario que los comprendamos hasta donde sea posible y que diseñemos las tareas de acuerdo con sus características, a fin de asegurar los resultados deseados. Por ejemplo, desde el año 1956 se sabe, gracias al aporte del psicólogo estadounidense George Miller, que nuestra capacidad de atención consciente se limita a un total de siete trozos (“chunks”) de información en promedio. Estos elementos pueden estar constituidos por las variables de un problema que estamos analizando, por los datos sensoriales de una tarea que estamos realizando y por otros estímulos que inciden sobre nosotros, como la conversación de un compañero, el ruido de un accidente en la calle o la taza de café caliente que tenemos en la mano. Pero hay algunas otras razones por las cuales la utilización de la atención consciente, sostenida por la memoria de trabajo o de corto plazo, es muy ineficiente para realizar tareas repetitivas que deben completarse rápidamente y sin errores. Entre ellas destaco: • mantener nuestra atención enfocada en los elementos que nos permiten realizar correctamente la tarea, consume una importante cantidad de energía. • el cansancio produce una relajación de la tensión energética que permite la incidencia de estímulos sensoriales indeseados, que desplazan los elementos informacionales útiles, generando olvidos y errores. • si la tarea exige considerar una cantidad de datos que supera la capacidad de nuestra memoria de corto plazo, el cerebro aplica una selectividad aleatoria que elimina la cantidad sobrante en forma indiscriminada. • el procesamiento racional de la información es varias veces más lento que el subliminal, debido a la mayor cantidad de circuitos neuronales que involucra. Se trata de la función más joven del cerebro, aun inmadura y sin posibilidades ciertas de competir con las más antiguas, que casi siempre llevan la delantera. Una herramienta con este restringido alcance y tan elevado costo energético, merece ser destinada a tareas muy específicas que realmente la requieran, tales como actividades de planificación, análisis o diagnóstico, por nombrar solo algunas. Para las demás, es necesario procurar alternativas que no se conviertan en el cuello de botella de la organización, de las cuales por fortuna tenemos varias. La memoria implícita o procedural es la que deseo presentar en este momento. Y si hablamos de esta memoria debemos, necesariamente, referirnos al proceso de aprendizaje—aquél mediante el cual transitamos desde la ignorancia inconsciente (no sabemos que no sabemos), a través de la ignorancia consciente (advertimos que no sabemos), el conocimiento consciente (comprendemos y hacemos solo desde la memoria de trabajo y, por tanto, en forma lenta y torpe), para llegar finalmente al conocimiento inconsciente, ese estado en el cual las habilidades han sido automatizadas hasta el punto en que ya no tenemos que pensar en lo que hacemos. En él, por consiguiente, se ha liberado la capacidad consciente para atender posibles anomalías del proceso que requieran una intervención no programada o la ejecución de planes de contingencia previamente acordados. Para que esto ocurra es necesario asegurarnos que: 1. el diseño del proceso es lógico y ergonómico, de tal manera que las acciones pueden realizarse de manera continua, fluída y con el mínimo cansancio posible. 2. se han analizado los riesgos y los puntos críticos de control, a fin de diseñar apropiados planes de contingencia. 3. los ensayos demuestran que es posible ejecutar el proceso de principio a fin tal cual está diseñado y que los resultados obtenidos son conformes. 4. el proceso se ha documentado de manera clara y comprensible para quienes deben ejecutarlo, utilizando preferentemente simbología no lingüística (flujogramas, colores, formas, imágenes, video) que facilitan la comprensión intuitiva de las instrucciones y comprometen al mínimo posible la memoria de trabajo. 5. el entrenamiento respeta estrictamente lo documentado y se controla en forma sistemática, para permitir una grabación precisa de los surcos neurales que automatizan la conducta y la transforman en habitual. Es preciso que el Biolíder incorpore a su caja estas herramientas tan injustamente condenadas como burocráticas y que promueva su utilización para aquellos procesos que las requieran, porque el exceso de documentalismo es tan ineficiente como su inexistencia absoluta. Contaremos, entonces, con operaciones tan infalibles como es humanamente viable.