Angustia Tienes 15 años, sos una de las 4 personas más inteligentes de la clase (o eso te quien hacer creer tus padres, los números y las figuras de autoridad, esos malditos). No te aplicas porque tu experiencia te ha enseñado que estudiar a último momento y trabajar durante el año, solo marcan la diferencia entre un 9 y un 10. No tienes amigos (el mismo concepto de “amigo” que manejan tus pares te parece ridículo (tus pares te ridiculizan por la forma en la que hablas, como decirle “pares” a tus pares), prefieres no tener nada que ver con todo el asunto), por lo que solo te concentras en intentar no dormirte durante la primera hora, copiar todo lo que te ponen en frente y terminar las tareas de la próxima hora antes del recreo. Repites esta rutina prácticamente todo el año escolar. Como no hablas con nadie, tus compañeros se empeñan en molestarte como sea. Sabes que los hombres son fuertes, no lloran, se la bancan, pelean; y es así como recibes tu primera golpiza, aprendes “que el agua no se mastica”. Lo único que queda es ignorar y aguantar, esconder las lágrimas tras la punta del lápiz y una mirada de 90° a la superficie del pupitre. Y las burlas continúan. Si no hay un “defecto” físico o actitudinal notable, te inventan uno y lo repiten incansablemente. No es un evento aislado, no es una vez por semana, no se va al ignorarlo, no se va al luchar contra él. Son todos los putos días desde la formación hasta que te suena el último timbre. Sin embargo, no te va tan mal. Tus padres te quieren, hay comida en la mesa, vas a un colegio privado (y católico) y sales de vacaciones casi todos los años. A menudo tus padres (quienes se comportan como cuidadores más que como guías de vida) te dan cosas sin que las pidas (“regalos”, les llaman) y te obligan a dar las gracias aunque no estés agradecido. Hay gente de tu edad que la tiene peor, hay chicos que mueren de hambre en la calle, y es por eso que tus genes judeocristianos comienzan a bombearte la culpa al cerebro. Te sientes mal por sentirte mal, por sentir que no puedes respirar en la escuela ni exhalar en casa. Entonces entierras todo, haces como que estudias y dices que todo está bien detrás de esa sonrisa muerta. Te levantas un nuevo día con la esperanza ingenua de que todo sea distinto, pero el primer timbre del día te devuelve a la monótona realidad. Al pasar los días, las semanas y los meses, el único momento de escape, en el que te sientes realmente despierto, es al tener esos sueños vívidos y hermosos de la adolescencia, esos que nunca vas a volver a tener. No siempre fuiste recluido y tímido, comenzaste siendo rechazado por tus compañeros de juego, luego por la mirada fría de tu maestra, luego por la incompetencia de tu preceptor y finalmente por la indiferencia de tu directora. Después de un tiempo te mandaban con tus quejas y problemas a la psicopedagoga (esa sociópata con título), la cual te hace reflexionar sobre por qué es tu culpa lo que te hacen los demás. Rompes en llanto, y ella logra un orgasmo freudiano. No hay respuestas satisfactorias en tu hogar. Tu madre te dice que los ignores, que te tienen envidia (cosa que no te crees ni por un segundo), que las respuestas agresivas agravan el problema. Tu padre, por otro lado, te lleva a tu habitación y cierra la puerta, su mirada de fuego te quema la nuca mientras te ordena que dejes de llorar (otra vez llorando sin poder evitarlo, como si tuvieras un fogón en el diafragma que hace hervir las lágrimas fuera de tus ojos), que no seas maricón, que si alguien te insulta le devuelvas un insulto peor (en este punto divaga sobre sus nostálgicos días en la secundaria) y que no dudes en bajarles los dientes al menor indicio de agresión física. En resumen, si se juntasen los consejos de tus padres en un solo cuerpo, sería el de un psicópata bipolar antisocial. No tienes miedo de ir a la escuela, ahora es ansiedad, estrés, rechinar de dientes, estimulación negativa durante 6 horas, y te sientes como un maldito ratón en un experimento de mierda. No estás seguro de cómo responder a los estímulos de los constituyentes de la microsociedad que es el alumnado, y por lo tanto no estás seguro de cuándo va a llegar el día en que tengas que pelearte con alguien que ha estado en 80 peleas más que vos. “¿Vos sos loco? ¡Yo soy más loco que vos!” te grita el peor de los alumnos y tu cara desfigurada se fusiona con el piso.