LA NOCIÓN DE PATRIMONIO, SUS REVISIONES Y AMPLIACIONES: DEL PATRIMONIO HISTÓRICO- ARTÍSTICO A SU SIGNIFICACIÓN ACTUAL A lo largo de la historia el patrimonio colectivo ha sido calificado de diversas maneras. Desde sus orígenes como “patrimonio artístico”, ha pasado a hablarse posteriormente de “patrimonio histórico-artístico” y por último de “patrimonio cultural”. Se trata de tres adjetivos estrechamente relacionados, hasta el punto de que lo “artístico” y lo “histórico” podrían considerarse una manifestación de lo “cultural”. Esta evolución cultural ha originado, según Luis Díaz Viana, que “la legislación sobre el ahora llamado patrimonio cultural constituya, en gran medida, una síntesis de ideas y tópicos sobre la cultura diseminados a lo largo de más de un siglo”. La conexión entre patrimonio y cultura es evidente, ya que el patrimonio inevitablemente se construye dentro de la cultura al mismo tiempo que la representa y actúa directamente sobre ella. Es más, el componente cultural debe ser lo primero dentro de este binomio, ya que el patrimonio se convierte en tal porque se le da un valor cultural a través de un esfuerzo intelectual que tiene un sentido histórico como manifestación de una colectividad. De esta forma, el patrimonio cultural puede ser entendido como una construcción social a partir de una selección de elementos culturales del pasado que expresan la identidad histórico–cultural de una comunidad. El patrimonio se compone por lo tanto, de un conjunto amplio y diverso de bienes procedentes del pasado a los que cada sociedad les atribuye un valor cultural, cuya conceptualización es un proceso reticente en continua evolución. La extensión, la ambigüedad y el carácter polisémico del término “Cultura”, al englobar múltiples acepciones en un mismo concepto, constituyen un problema añadido a la hora de acotar y definir ésta noción, y sobre todo a la hora de aplicarla en la legislación. Las legislaciones contemporáneas se han curado en salud en esta cuestión y definen como integrante del patrimonio cualquier objeto, manifestación o lugar que tenga un interés histórico, artístico, arqueológico, social, científico, técnico o cultural, en sentido amplio. El patrimonio se conforma también como una ciencia social y de acción. La declaración jurídica ya no es el único acto constitutivo de la naturaleza patrimonial, sino que se hace imprescindible la acción social, el reconocimiento. El patrimonio como bien común y social ha conocido también una refuncionalización. Intentar aclarar las transformaciones experimentadas por la noción de patrimonio cultural desde la perspectiva del discurso legislativo es una tarea extremadamente compleja. Cada sociedad tiene una idea propia del mismo, y además cualquier intento de selección de bienes culturales conlleva siempre el riesgo de ser incompleto. Si bien, es cierto que una definición del concepto de patrimonio cultural facilita su protección y tutela desde el punto de vista jurídico, siempre va a permanecer latente el problema sobre cómo establecer cuáles son los parámetros necesarios para incluir un determinado objeto o actividad dentro de la categoría jurídica de Bien Cultural. La palabra “patrimonio” procede del latín patrinomium, pater (padre) y monium (responsabilidad, compromiso). La RAE define patrimonio histórico como el “conjunto de bienes de una nación acumulado a lo largo de los siglos, que, por su significado artístico, arqueológico, etc., son objeto de protección especial por la legislación.” El concepto de patrimonio es una construcción cultural, ya que, en cada momento de la Historia se ha considerado de forma diferente qué tipo de objetos merecían ser conservados. Es decir, cada cultura, cada época, cada mentalidad construye su propio patrimonio. El problema de base es que se trata de un concepto relativo, que se construye mediante un complejo proceso de atribución de valores sometido al devenir de la historia, las modas y el propio dinamismo de las sociedades. Como resultado de ese relativismo, las personas interaccionan de manera distinta con los bienes culturales, favoreciendo su protección en unos casos, y desentendiéndose de su cuidado en otros. Además no hay que olvidar que la función referencial de los bienes culturales influye en la percepción del destino histórico de cada comunidad, en sus sentimientos de identidad nacional, en sus potencialidades de desarrollo, en el sentido de sus relaciones sociales, y en el modo en que interacciona con el medio ambiente. Pero hay unos componentes en este concepto que se repiten a lo largo del tiempo y de la geografía del mundo y es que, cuando un objeto se considera merecedor de ser conservado por aglutinar unos valores únicos e insustituibles, entonces es considerado Bien Patrimonial. Los valores que se encuentran en estos objetos pueden ser de diversa naturaleza, como por ejemplo, históricos, artísticos, etnológicos, y se pueden manifestar en un bien patrimonial material (tangible), o inmaterial (intangible). El patrimonio material es aquel que tiene una percepción en el espacio, que es tangible, y se puede clasificar, en relación a su movilidad, en bienes muebles e inmuebles. Bienes muebles son los que por sus características físicas y por la información que aportan se pueden trasladar sin que eso suponga una pérdida de significado para la pieza, ya sea pintura, escultura…. Bienes inmuebles son aquellos que no se pueden trasladar de su ubicación original ya sea porque físicamente no es posible, como por ejemplo un edificio, o porque si se traslada de su lugar pierde una parte de su significado. El patrimonio inmaterial es aquel que no tiene soporte físico y que existe a partir de manifestaciones efímeras, como por ejemplo las lenguas, la música, costumbres, o tradiciones populares. Cuando se quiere dar un soporte físico a estos eventos sólo se puede hacer sobre papel o con un registro audiovisual. Estos bienes, precisamente por no tener un soporte, son más frágiles y difíciles de conservar que los bienes materiales y necesitan de diferentes medios de preservación. La UNESCO define por primera vez a los bienes culturales en el Convenio para la protección de los Bienes Culturales en caso de conflicto armado, la Haya, 1954: “cualquier objeto, independientemente de su origen y de su propietario, que tenga una gran importancia para el patrimonio cultural de los pueblos, tales como monumentos de arquitectura, conjuntos arqueológicos, obras de arte, manuscritos, libros y otros objetos de interés artístico, histórico o arqueológico.” Según la Ley de Patrimonio Histórico Español (Ley 16/1985) integran el Patrimonio Histórico Español “los inmuebles y objetos muebles de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico, así como conjuntos documentales y bibliográficos, yacimientos y zonas arqueológicas, sitios naturales, jardines y parques que tengan valor artístico, histórico o antropológico. Asimismo, forman parte del Patrimonio Histórico Español los bienes que integren el Patrimonio Cultural Inmaterial, de conformidad con lo que establezca su legislación especial”. Finalmente, las instituciones públicas tanto de ámbito regional como internacional han propuesto sucesivas clasificaciones y denominaciones, recogidas en leyes no siempre coincidentes, para los elementos que se consideran integrantes del patrimonio cultural. La UNESCO volvió a definirlo de la siguiente manera en la Conferencia Mundial de sobre el Patrimonio Cultural, celebrada en México en el año 1982: "El patrimonio cultural de un pueblo comprende las obras de sus artistas, arquitectos, músicos, escritores y sabios, así como las creaciones anónimas, surgidas del alma popular, y el conjunto de valores que dan sentido a la vida, es decir, las obras materiales y no materiales que expresan la creatividad de ese pueblo; la lengua, los ritos, las creencias, los lugares y monumentos históricos, la literatura, las obras de arte y los archivos y bibliotecas." Durante la Antigüedad la noción de patrimonio tiene el significado unívoco de riqueza personal. En forma de botines de guerra se guardaban tanto colecciones de riquezas, como rarezas y antigüedades de carácter extraordinario o de gran valor material, indicadores de poder, lujo y prestigio en los templos o palacios de los monarcas vencedores, para servir de elemento decorativo o ser custodiados en las cámaras de los tesoros como trofeos, pudiéndose utilizar también como ajuares funerarios y ofrendas religiosas. Su carácter era privado, destinado al disfrute individual, siendo inaccesible al público en general. Fueron los reyes de la dinastía Atálida de Pérgamo en el período helenístico, los primeros que se plantearon el almacenamiento de sus tesoros de un modo diferente. Colecciones cuidadosamente seleccionadas y ordenadas, en las que hasta los objetos cotidianos fueron estimados desde una perspectiva esencialmente estética, y a veces también antropológica. Los restos de la civilización griega también atrajeron la atención de los romanos, que acumularon una gran cantidad de obras de arte procedentes de los territorios conquistados, traficaron con ellas ante la creciente demanda cultural de la sociedad, y además encargaron a sus artistas que realizaran miles de copias. Se inició en esta época la ordenación iconográfica, que será muy imitada en los primeros momentos del humanismo renacentista. Estos bienes fueron protegidos mediante algunas medidas legales y acabaron expuestos en los lugares más notables, dignificando con su presencia no sólo palacios y villas imperiales sino también espacios públicos, teniendo muchas veces una finalidad propagandista. A lo largo de la Edad Media, la Iglesia retoma la finalidad propagandista de los romanos utilizando sus bienes esta vez para adoctrinar en la fe, y de paso mostrar también su fuerza. A su vez se convierte en uno de los mayores coleccionistas de objetos antiguos. La moda se extendió también a las clases privilegiadas y empezaron a hacerse relativamente frecuentes las denominadas Cámaras de las Maravillas, que almacenaban rarezas y cosas preciosas en las zonas más inaccesibles de los castillos y palacios. Podemos afirmar que ya en esas épocas, a los vestigios de una civilización considerada superior y por ello norma y modelo a imitar, se les otorga una valoración estética y herencia cultural de interés pedagógico. Se comienzan a realizar excavaciones arqueológicas, para dar rienda suelta a un coleccionismo selectivo y con ello al tráfico de obras de arte. Se inician las exposiciones públicas con intención propagandística. Con el Renacimiento el concepto de patrimonio comienza a tener un valor histórico. Son los primeros que se esfuerzan en recuperar el patrimonio con una voluntad de conservar, establecen leyes para protegerlo y se le da un valor total, ya que se podría decir que tiene un objetivo o interés social, querer hacer mejor al hombre, y sin olvidar su valor artístico. En estos siglos existe verdadera devoción por el Arte Clásico y su canon de belleza. La especialización artística del coleccionismo se produjo en el Renacimiento, reorientándose hacia el mecenazgo y adquisición de pinturas y esculturas, principalmente. Ningún monarca que se preciara renunció a la idea de formar una vasta colección de pintura para hacerse valer ante el mundo como hombre culto y protector de las artes. Es ahora que se toma plena consciencia de la distancia histórica que separaba la Antigüedad de la Edad Moderna, gracias a la consideración del Medioevo como un largo intervalo de tiempo sucedido entre ambos momentos. De resultas, los monumentos del pasado empezaron a ser apreciados como testimonios de la Historia, que explicitaban visualmente el paso de los siglos, y además avalaban la información adquirida de los textos escritos provenientes de las culturas antiguas. Las reuniones literarias y las tertulias de los humanistas, que desde la segunda mitad del siglo XV se desarrollaron bajo el nombre de academias, potenciaron el enaltecimiento de la cultura clásica. Así pues, el papel de las academias durante la Edad Moderna fue muy determinante para la protección, estudio, catalogación y difusión pedagógica de los monumentos grecorromanos, precisamente por su estimación como modelos estéticos sin parangón. También en el siglo XV las Cámaras de Maravillas, o Wünder Kammer, comienzan a tener cierto orden, sistematización y un sentido científico, para a lo largo del XVI y XVII especializarse y ser contenedoras de grandes colecciones de historia natural en forma de gabinetes. Esta especialización coincide con el nacimiento de la Ciencia Moderna. La limitación del concepto de patrimonio a los vestigios de la cultura clásica se mantuvo en toda Europa, prácticamente hasta la llegada de la Edad Contemporánea, momento en que por fin se amplió el abanico espacio-temporal para la valoración de los bienes culturales. Algunas excepciones al respecto fueron protagonizadas por Carlos I de España, quien dictó sucesivas normas para proteger los monumentos precolombinos de América, y por los anticuarios franceses de los siglos XVII y XVIII, que accedieron a incluir numerosos edificios medievales en sus repertorios de "antigüedades nacionales". Con ello, el relativismo cultural y la distancia histórica empezaron a considerarse dos criterios fundamentales para aproximarse al estudio del patrimonio artístico. La Revolución Francesa trajo consigo una nueva valoración del patrimonio histórico, como conjunto de bienes culturales de carácter público, cuya conservación había que institucionalizar técnica y jurídicamente en beneficio del interés general. Esto provocó un importante cambio de actitud hacia las obras de arte en toda Europa: se pasó del coleccionismo de antigüedades realizado de manera egoísta y lucrativa por unos pocos eruditos, a la nacionalización de tales objetos con el fin de ponerlos al servicio de la colectividad, surgiendo los museos públicos en la segunda mitad del siglo XVIII. En ocasiones este proceso se hizo de manera altruista gracias a las donaciones de algunos mecenas generosos, pero otras veces fue forzado mediante decisiones políticas expropiadoras, como las que trajo consigo la expulsión de los Jesuitas, la desamortización de los bienes de la Iglesia. A partir de entonces los bienes culturales se consideraron elementos significativos del acervo cultural de toda la nación. La recuperación y valorización del patrimonio histórico se desarrolló en el siglo XIX por medio de tres cauces: a) Una interpretación ideológica o espiritualista que dotó a los monumentos del pasado de una fuerte carga emocional y simbólica, según la cual empezaron a ser considerados como manifestaciones gloriosas de la cultura nacional. b) Un progresivo interés turístico por conocer el Patrimonio Cultural de cada país, que se difundió gracias a la moda de los viajes pintorescos y a la publicación de numerosos libros, revistas y enciclopedias ilustrados, que presentaron a los monumentos artísticos como objetos de estudio literario, histórico e iconográfico. c) El desarrollo de la Historia del Arte como disciplina científica para el estudio de los monumentos y las obras de arte del pasado, tanto en sus aspectos estéticos como testimoniales, ideológicos, culturales, etc. El siglo XIX supone la institucionalización del patrimonio. En el siglo XIX y principios del XX se considera patrimonio al conjunto de expresiones materiales o inmateriales que explican históricamente la identidad sociocultural de una nación y, por su condición de símbolos, deben conservarse y restaurarse. La conciencia historicista viene unida, con frecuencia, a un sentimiento de revivificación nacionalista, que tiene gran importancia para la difusión de una determinada sensibilidad hacia los bienes culturales. El Romanticismo da nuevos valores al patrimonio, articulado a través del Museo y el Estado. Aparte del discurso histórico-nacional, lo musealiza, utilizándolo como un paisaje pictórico de un pasado que fue mejor. Se comienzan a desarrollar verdaderas investigaciones históricas-artísticas, arqueológicas y etnológicas, dando una gran importancia al folklore como símbolo de identidad cultural. Y es ahora cuando se dan los primeros pasos para una Educación Popular, una legislación protectora y se inician trabajos de conservación selectiva y restauraciones de tipo monumental. Un rasgo claramente distintivo de la Edad Contemporánea fue el creciente interés de los Estados nacionales por organizar diversas estrategias de gestión de las políticas culturales. El objetivo último de facilitar un mayor acceso a la cultura para todos los sectores de la población, incrementar los niveles educativos de la civilización, y promover la identificación social con determinados valores, se ha intentado llevar a cabo desde metodologías muy diversas, que han promovido a su vez actitudes distintas hacia el cuidado y valoración del patrimonio histórico. El término Patrimonio se precisa ya con bastante acierto en 1926, en el Decreto Ley sobre el Tesoro Artístico Nacional, considerándolo como “el conjunto de bienes dignos de ser conservados para la nación por razones de arte y cultura. Se apuesta por una actuación integradora respecto a lo que debe ser considerado digno de conservación, en una línea que ha continuado hasta el presente y en la que el término aumenta progresivamente en sus contenidos. A mediados del siglo XX, el Patrimonio es considerado elemento esencial para la emancipación intelectual, el desarrollo cultural y la mejora de la calidad de vida de las personas. Se empieza a considerar su potencial socioeducativo y económico, además de su valor cultural por lo que se comienza a reconstruir el patrimonio destruido. Se da inicio a políticas de gestión educativa, con exposiciones y ciclos de actos culturales para dar a conocer el patrimonio a toda la población. Pero en detrimento, la difusión icónica y publicitaria de los bienes culturales provoca un consumo superficial del Patrimonio y el irremediable turismo de masas atraído por dichos iconos. Hoy, el Patrimonio Cultural es considerado una riqueza colectiva de importancia crucial para la democracia cultural y pieza clave en las estrategias de desarrollo sostenible, por encima de su efecto estético estimado individualmente, ya que los criterios de belleza siempre son cambiantes. Este planteamiento concede al patrimonio un valor de seña de identidad colectiva, que constituye un marco adecuado para la integración del hombre en la sociedad, y exige el compromiso ético y la cooperación de toda la población para garantizar tanto su conservación como su adecuada explotación. Es el conjunto de manifestaciones u objetos nacidos de la producción humana, que una sociedad ha recibido como herencia histórica, y que constituyen elementos significativos de su identidad como pueblo. Tales manifestaciones u objetos constituyen testimonios importantes del progreso de la civilización y ejercen una función modélica o referencial para toda la sociedad, de ahí su consideración como bienes culturales. El valor que se les atribuye va más allá de su antigüedad o su estética, puesto que se consideran bienes culturales los que son de carácter histórico y artístico, pero también los de carácter archivístico, documental, bibliográfico, material y etnográfico, junto con las creaciones y aportaciones del momento presente y el denominado legado inmaterial. En los últimos tiempos el bien patrimonial ha sufrido una conversión en producto cultural, lo cual lleva implícita su mercantilización como artículo consumible, asociado ante todo a las estrategias del turismo o a las demandas de la sociedad del ocio, donde se desentienden los criterios de autenticidad en pro de las reglas economicistas del mercado. Frente a esta tendencia existen aún actuaciones políticas honestas, aunque no exentas del riesgo que supone la construcción o el reforzamiento de las identidades culturales y de las ideologías. El nuevo producto patrimonial requiere el arrope de los instrumentos mediáticos de la didáctica, la interpretación y la comunicación, porque el bien patrimonial puede permanecer pero su significado siempre será cambiante. El patrimonio es algo que nos es dado, pero que también construimos y aparece cargado de potencialidades. Por tanto ha dejado de entenderse como algo finito, cerrado o concluso, así lo constata la declaración en 1997 por parte de la UNESCO del genoma humano como Patrimonio de la Humanidad. Además, esta nueva dimensión icónica o mediática del bien cultural demanda de la propia sociedad, un desentrañamiento del mensaje de los bienes culturales, que ha de ser comprendido y no quedar reducido al grupo selecto de los especialistas. El objeto patrimonial ha dejado de ser la meta y el objetivo de las actuaciones públicas, para convertirse en su medio. La propia UNESCO en sus programas, al igual que otros organismos internacionales, ha dejado de prestar una atención concreta al patrimonio para focalizar su atención preferente en las nuevas políticas estructurantes. El interés del objeto y el bien se encuentra subordinado a la necesidad de elaborar líneas estratégicas y planificaciones capaces de alcanzar fines más altos: la mejora de la calidad de vida, la preservación del medio ambiente y del planeta, la integración, la igualdad o la paz. El objetivo dejó hace tiempo de enfocar el objeto y el bien a favor de las personas, en su dimensión colectiva: la humanidad, eso sí, con sus particularismos y diversidades culturales. Los métodos han pasado necesariamente también por una reformulación desde la tutela tradicional a la gestión y planificación estratégica. La coyuntura propia del mundo contemporáneo globalizado, con la continua reformulación de las fronteras físicas, políticas y económicas ha generado realidades que están incidiendo de una forma decisiva en la modificación de los viejos conceptos clásicos de monumentalidad, arte, belleza, originalidad, o incluso autenticidad. Así surge un nuevo patrimonio cultural, abierto, generalista, que incluye los bienes inmateriales y naturales asumiendo su pasado y todo el peso de la historia. La idea de patrimonio ha ido evolucionando a lo largo de los siglos desde un planteamiento particularista, centrado en la propiedad privada y el disfrute individual, hacia una creciente difusión de los bienes culturales como ejemplos modélicos de la cultura nacional y símbolos de la identidad colectiva. Si sabemos apreciar esta evolución, aunque sea sólo a grandes rasgos, podremos diferenciar qué tipo de manifestaciones culturales producidas por las sociedades humanas son dignas de conocerse y conservarse por su importancia antropológica; podremos comprender los criterios histórico artísticos manejados en cada época y en cada sociedad para medir el valor de los objetos patrimoniales; podremos explicar cómo se han originado las leyes dirigidas a garantizar la conservación de los bienes culturales; y podremos justificar la intencionalidad educativa latente en los procesos de enseñanza-aprendizaje, que han buscado instruir en el conocimiento y la valoración de determinados bienes culturales como signos de identidad y referentes de una civilización. Del mismo modo, comprobamos cómo la noción de bien cultural se ha ido ampliando progresivamente para incluir no sólo monumentos históricos y obras de arte, sino también elementos folklóricos, bibliográficos, documentales, materiales, etc., cuya significación no tiene por qué ser sólo histórica o estética, sino que son valiosos por tratarse de manifestaciones de la actividad humana en general, aunque sean muy recientes. El concepto de patrimonio fundamenta teóricamente y marca el verdadero alcance de nuestro pensamiento y nuestros actos. BIBLIOGRAFÍA -ALONSO IBÁÑEZ, Mª. R.; El patrimonio histórico. Destino público y valor cultural. Editorial Civitas -Universidad de Oviedo, Madrid, 1992. - ALONSO HIERRO, J. y MARTÍN FERNÁNDEZ, J.; Un análisis económico en la conservación del patrimonio histórico en España, En La Economía del Patrimonio Cultural, Patrimonio Cultural de España 3: 77-88, Madrid, IPCE, 2010. -ÁLVAREZ, J. 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