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El estúpido encanto de la violencia- Daniel Gerber

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ERRANCIA
LITORALES
MARZO 2016
EL ESTÚPIDO ENCANTO DE LA VIOLENCIA
DANIEL GERBER
Respeto mucho la estupidez humana. Es lo único que me da una idea de la
eternidad.
Voltaire
Sólo dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana, y en cuanto
al primero no estoy muy seguro.
A. Einstein
El modo de ser de la estupidez es el triunfo. Frente a eso somos impotentes.
Sólo cabe interiorizarla, elaborarla en nuestro interior en dosis homeopáticas;
en cualquier caso, no demasiado.
R. Barthes
Desde sus inicios, el psicoanálisis ha puesto de manifiesto que la violencia se encuentra en
el núcleo mismo de lo humano. Lo está a tal grado, que no puede dejar de provocar una
especial atracción de la que ningún sujeto -al menos en algún momento- puede sustraerse. El
estúpido encanto de la violencia confluye, así, con el violento encanto de la estupidez,
dimensión también eminentemente humana.
Se puede recordar que para Freud, la violencia aparece en un primer momento asociada con
el acontecimiento traumático, del cual el síntoma neurótico será el efecto. En la teoría

Este texto fue publicado en el libro El psicoanálisis ante la violencia, por la Red analítica
lacaniana en Ediciones de la noche, en el 2005., págs. 11-33. Errancia agradece a Daniel Gerber su
escritura y a Ediciones de la noche, su publicación. Daniel Gerber es integrante del Consejo Editorial
de Errancia.
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freudiana del trauma, la sexualidad irrumpe violentamente por la acción "perversa" del adulto
sobre el niño indefenso.
Años después, cuando Freud abandona parcialmente esa teoría, la concepción de una
violencia inherente a la sexualidad no desaparece de sus elaboraciones. En 1905, con Tres
ensayos de teoría sexual, surge el concepto de pulsión, elemento antinatural por excelencia
en tanto Índice de una alteración violentamente radical de la relación del ser humano con su
mundo. Hay violencia en la pulsión porque ésta no asegura una armonía natural del sujeto
con el objeto; al confrontarle más bien con la ausencia de éste último, lo consagra a una
eterna decepción en relación con lo que puede prometer la satisfacción: a un desencuentro
con el objeto buscado que es fuente de constante violencia.
Con sus tesis acerca de la sexualidad, Freud reformula lo que la teoría del trauma indicaba:
en el origen del sujeto como sujeto de deseo está la violencia. Es la violencia del doble crimen
de Edipo, el incesto y el parricidio, parte esencial de la institución subjetiva que tiene como
consecuencia el lazo indisoluble del deseo con la culpa. Con la formulación del complejo de
Edipo, la violencia propia del acto fundante del sujeto se erotiza bajo la forma de un
sentimiento inconsciente de culpa siempre presente, que se manifiesta como necesidad de
castigo y encuentra su satisfacción -el goce- en la obtención del mismo.
Lo desarrollado en Tres ensayos de teoría sexual vinculado con las tesis de Tótem y tabú, el
concepto de narcisismo con su dimensión letal ya anunciada en el mito de Narciso, los
comentarios sobre el carácter inevitable de la repetición y las reflexiones contenidas en el
breve, pero fundamental, texto Los que delinquen por conciencia de culpa,(1) convergen en
1920 para producir un concepto inédito e impactante: la pulsión de muerte. Freud puede dar
cuenta, entonces, de la existencia de lo que el » psicoanálisis considera lo más verdadero de
toda violencia: en su vida el sujeto no busca esencialmente su bien ni el del otro; está regido
más bien por el propósito de alcanzar un goce -"retorno a lo inorgánico" le llama él- más allá
de todo bienestar, armonía o equilibrio.
1
S. Freud, Los que delinquen por conciencia de culpa, en Algunos tipos de carácter dilucidados
por el trabajo psicoanalítico, Obras completas, Volumen XIV, Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p.
338.
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Es así como, a partir de 1920, la cultura deja de ser para Freud la causa de la falta de goce
para convertirse en la organización simbólica de la vida humana que procura lograr una
regulación del mismo, intentando, de un modo hasta cierto punto infructuoso, hacerlo
compatible con el mantenimiento de los lazos sociales. Éstos son regidos por Eros, el amor,
el poder que todo lo une en el mundo y la cultura es el resultado del permanente esfuerzo de
la llamada pulsión de vida; Eros, que exige el sacrificio del goce -letal en su perspectiva
última- en nombre del lazo social, pulsión que no deja de encontrar dificultades insalvables
para cumplir con su cometido.
Con el nuevo dualismo pulsional que establece en 1920, hay una pregunta que reaparece
insistentemente en la obra de Freud: ¿cuál es el destino del goce de la pulsión de muerte que
Eros no puede dominar? La tarea de integrar el goce a las redes simbólicas que organizan la
cultura está condenada al fracaso, lo que motivará el interrogante -que trasluce su enorme
incertidumbre acerca del porvenir del ser humano- con el que Freud concluye su inquietante
análisis de aquélla:
He aquí, a mi entender, la cuestión decisiva para el destino de la especie humana: si
su desarrollo cultural logrará, y en caso afirmativo en qué medida, dominar la
perturbación de la convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de
autoaniquilamiento [...] Y ahora cabe esperar que el otro de los dos "poderes
celestiales", el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse en la lucha contra su
enemigo igualmente inmortal. ¿Pero quién puede prever el desenlace? (2)
Lo que la reflexión de Freud posterior a 1920 muestra es el fracaso del ideal del yo -punto de
la identificación simbólica que establece el sentimiento de "comunidad" entre los sujetospara mantener unidas a las sociedades humanas. El goce de la pulsión de muerte retorna
desde lo real para atentar contra los lazos que se sostienen en ese significante amo encargado
de imponer el orden social. La constatación de este fracaso conduce a Freud a plantear que
la violencia es inherente a la existencia de la cultura, en tanto ésta es la encarnación de la
2
S. Freud, El malestar en la cultura, en Obras completas, Volumen XXI, Amorrortu, Buenos Aires,
1979, p. 140.
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eterna lucha entre Eros y la pulsión de muerte, antagonismo entre el afán del primero por
reunir, ligar, hacer lazos, y la acción disolvente, disgregadora, del segundo.
Ahora bien, este antagonismo es el motor de la vida de los hombres y la historia, de modo
que Eros no podría existir sin la pulsión de muerte, y viceversa. En este sentido, la oposición
entre aquello que junta y organiza con aquello que desintegra y separa es, para Freud, la causa
última del proceso de transformación permanente que caracteriza a la cultura. En ella, la
violencia de este enfrentamiento se manifiesta tanto en las fuerzas destructivas que alberga
como en la innovación y creación que permanentemente están presentes.
Con Lacan será posible advertir de un modo aún más claro que la violencia es inherente a la
existencia de aquello que está en la base misma de la cultura, el símbolo y la ley, causantes
de un trastorno radical, una perturbación esencial sobre lo "natural" por éstos últimos: "con
la ley y el crimen comenzaba el hombre".(3) Ley y violencia que, en última instancia, no se
oponen sino que constituyen dos caras de un mismo fenómeno.
La ley, en efecto, no se halla desligada del crimen, es el "crimen" por excelencia: la alteración
irreversible de toda relación "natural" entre el hombre y su mundo. La ley, en este sentido,
es producto de una violencia constitutiva del mundo humano: la violencia del lenguaje y el
orden simbólico que vienen a fundar la cultura y la historia como un orden esencialmente
anti-natural.
La ley no está, entonces, en oposición frontal al crimen, tiene su lado "oscuro" que es el
crimen y la violencia. Pero este lado no es su "Otro"; es ella misma en su dimensión
irracional, incomprensible, obscena y feroz, es decir, en su verdad a la que Freud llamó superyo. Hay una paradoja en la ley que, al pretender limitar el goce para fundar los lazos sociales,
tiene que nombrarlo como lo "prohibido" y, de este modo, promoverlo.
El goce que la ley pretendería erradicar está, por lo tanto, presente en el lazo social. Lo está
hasta tal punto que se puede constatar que no solamente el ideal del yo compartido como
punto de identificación simbólica es el elemento que mantiene hasta cierto punto unida a una
3
J. Lacan, Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología, en Escritos 1,
Siglo XXI, México, 1995, p. 122.
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comunidad. Hay otra cosa más allá de esta dimensión puramente simbólica: una
identificación común -a la vez más sólida y más silenciosa- con una forma específica de goce,
es decir, con una forma específica de violencia cuyo paradigma fue, de hecho, presentado
por Freud en su mito del asesinato del padre primordial.
Esta forma de violencia consiste en una exclusión: es preciso que haya Otro -identificado con
el mal- que sea segregado. Esta segregación permite la constitución del núcleo real del grupo
social, el núcleo que le da consistencia: "No conozco sino un sólo origen de la fraternidad digo humana, siempre el humus-, es la segregación. [...] Simplemente en la sociedad [...] todo
lo que existe está fundado sobre la segregación y, en un primer tiempo, la fraternidad".(4) La
segregación es el efecto de la fascinación insoportable que ejerce el goce supuesto al Otro,
este Otro encarnado míticamente en Freud por el padre primordial que debe quedar
finalmente segregado del clan de los hijos para fundarlo.
El hecho de que este goce quede "fuera" del campo simbólico —donde se confunde entonces
con "el mar-determina que la única alternativa que tiene la comunidad para ejercer cierto
dominio sobre él es hacerlo factor de unión entre sus miembros. El goce que aglutina a todos
es eso de lo que "no se habla" pero está presente en la complicidad que establecen para
efectuar la segregación violenta de aquél, aquélla o aquéllos a quien o quienes,
paradójicamente, se les atribuye ese goce del cual no se quiere saber pero se realiza en ese
acto de exclusión.
En su primer acercamiento al psicoanálisis, Lacan se interroga sobre lo que puede empujar a
un sujeto al acto de violencia criminal. Los pasajes al acto de Aimée -Marguerite Anzieuque intenta asesinar a una actriz, y de las hermanas Papin que cometen un doble crimen
asesinando a su patrona y a la hija de ésta, son el tema de una reflexión que conducirá,
cuarenta años después, a vincular estrechamente la violencia con el goce. Estos actos
criminales que se inscriben dentro de la lógica de las psicosis, en especial de la paranoia,
permiten a Lacan sentar las bases para la elaboración, en primer lugar, de una teoría del yo
que reformulará posteriormente cuando desarrolle una concepción del sujeto entendido como
4
J. Lacan-, Le Séminaire, Livre XVII, L'envers de la psychanalyse, Seuil, Paris, 1991, p. 132.
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efecto del lenguaje que va a constituirse en la medida en que asume una posición singular
respecto del deseo, el goce y la muerte.
En su primera elaboración de una explicación teórica sobre la paranoia, Lacan plantea la
existencia de ciertas "tensiones sociales", que encarnan en "el mal de ser dos": el otro como
semejante provoca una tensión insoportable que puede llevar al acto asesino. En éste se
conjugan dos vertientes opuestas: eliminar su presencia que invade y despoja - "o tú o yo" y, simultáneamente, confundirse plenamente con él porque su imagen es "yo mismo", el
objrto del amor narcisista con quien hay que hacerse uno.
Con esta reflexión surgida del análisis de la paranoia, Lacan inicia un largo camino para
teorizar el modo específico que caracteriza la relación yo-otro, modo que será llamado,
después, imaginario. En este proceso se Inscribe la formulación del estadio del espejo, que
da origen a la noción de una tensión erótica-agresiva como lo propio de la relación entre el
yo y su imagen, tensión correlativa al narcisismo inherente al yo. Así, Lacan puede hacer
extensiva esta tensión que descubre en el campo de la psicosis a la relación humana en
general, donde aparecerá como un rasgo estructural del sujeto humano que siempre está
involucrado por la identificación narcisista en la dialéctica imaginaria con el semejante.
En este contexto hay un mal que amenaza al yo: es el otro, el semejante cuyo paradigma es
la imagen especular. El otro se percibe como el mal en la medida en que es, y a la vez no es,
yo: sea porque es semejante y por esto puede ser yo, sea porque no es "idéntico" y hace
presente esa "pequeña diferencia" que exacerba la rivalidad narcisista, rivalidad que tenderá
a resolverse en la agresión que es simultáneamente autoagresión. La tensión imaginaria que
caracteriza la relación entre el yo y el otro -éste último intercambiable con la imagen de
aquél- puede acabar en la violencia extrema como resolución del enfrentamiento especular,
violencia extrema que conduce hacia la destrucción de la imagen fascinante que, al mismo
tiempo, constituye una amenaza. Pero esta agresión dirigida aparentemente al otro tiene un
carácter suicida, pues al atacar esa imagen que se confunde con el yo, éste mismo se asesta
la agresión.
Este modo imaginario de relación es, para Lacan, lo propio de lo que denomina conocimiento
paranoico, caracterizado por el desconocimiento -sí correlativo del reconocimiento en una
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imagen - de que percibe en el otro la causa del desorden del mundo y por la acción suicida
con la que se pretende eliminar el mal que está en el otro golpeando la propia imagen. El
desconocimiento de sí lleva a ubicar en el otro el kakon, es decir, el mal que no puede percibir
en si mismo: "lo que el alienado trata de alcanzar en el objeto al que golpea no es otra cosa
que el kakor de su propio ser".(5)
El yo coloca el mal en el otro de modo que el punto de resolución de la tensión es la acción
suicida, actuar atacando el mal objeto sobre esa imagen de yo mismo que I es el otro: "ese
imbécil de su rival se le presenta como su propia imagen en el espejo. Las palabras de furia
que lanza entonces dejan traslucir patentemente que busca golpearse a sí mismo".(6)
La agresividad, que puede desencadenarse en agresión, es correlativa al yo narcisista que
solamente existe en la medida en que se ve en el otro, pero por lo mismo este otro le arrebata
la existencia. Con esta característica del modo imaginario de la relación yo-otro, ¿existe
alguna posibilidad de coexistencia más o menos pacífica de ambos?
En los años cincuenta Lacan responde afirmativamente al señalar que esa coexistencia es
posible por la puesta en juego de la función simbólica que se concreta en el pacto como
prenda de paz. Lacan se basa en la etimología misma de símbolo que es el symbálleín griego
(literalmente "arrojar juntos"(7). Símbolo significa la conjunción (sym) de dos piezas
fragmentadas que pertenecen a una unidad originaria (una medalla o una moneda) que servían
para sellar un pacto o una alianza entre dos grupos o personas. Cada una de ellas disponía de
una mitad y en ocasión de un reencuentro, lanzaban (bálleín) los fragmentos y advertían su
posible conjunción; arrojaban ambos fragmentos y se advertía su posible encaje.
El símbolo media entre dos partes y posibilita el reconocimiento. Al destacar su importancia,
Lacan hace hincapié en este papel mediador, papel que caracteriza ante todo a la palabra
como el símbolo por excelencia que Instituye el acuerdo que puede evitar el enfrentamiento
a muerte. Al símbolo le corresponde un función pacificante como tercero entre dos partes:
"en las proposiciones por las cuales abro con él (el otro) una negociación de paz, es en un
5
J. Lacan, Acerca de la causalidad psíquica, en Escritos 1, Siglo XXI, México, 1995, p. 165.
J. Lacan, Op. cit., p. 165.
7
G. Gómez de Silva, Breve diccionario etimológico de la lengua española, F.C.E., México, 1988,
p. 640.
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tercer lugar, que no es ni mi palabra ni mi Interlocutor, donde lo que ésta le propone se sitúa.
Este lugar no es otra cosa que el lugar de la convención significante".(8)
Pero esto no será tan sencillo porque el símbolo, más allá de esta función "pacificante", tiene,
por otro lado, un estrecho vínculo con la muerte, vínculo que Lacan no dejó de señalar desde
un primer momento al mostrar que, a la vez que funda la vida, el símbolo introduce la muerte.
Hay entonces una violencia que le es inherente: "el símbolo se manifiesta en primer lugar
como asesinato de la cosa".(9) La palabra que nos introduce en la vida nos "mata" de alguna
manera al inscribirnos en el orden simbólico y nos condena, por otra parte, a un destino
mortal que, por la existencia de ella, sabemos. El sujeto se hace sujeto por efecto del filo
mortal del lenguaje, lo que tiene como consecuencia el dolor de existir -de ek-sistir, estar
fuera- en la medida en que algo está forzosamente excluido por el significante que nombra,
bautiza, inscribe al sujeto; el ser, solamente representado y, por esto mismo, ausente.
La existencia, posibilitada solamente por el lenguaje, tiene, entonces, una doble característica
que Lacan señala en 1957: "inefable y estúpida".(10) El primer calificativo corresponde al
hecho de que, por sus características, el significante sólo puede representar al sujeto; ningún
significante puede significarlo, decir lo que el sujeto es. La raíz etimológica de inefable está
en el verbo latino fari, hablar. Así, inefable es "lo que no se puede expresar con palabras".(11)
La existencia es inefable, entonces, porque el ser, como tal, es innombrable; sólo puede ser
representado.
Por otra parte, hay un derivado de fari particularmente importante por su relación con la
violencia, la voz pública u opinión pública se dice en latín fama, que proviene del
indoeuropeo bhama: "habla, lo que se dice, discurso".(12) Por negación de este término
8
J. Lacan, La instancia de la letra en el inconsciente o la razón después de Freud, en Escritos 1,
Op. cit., p. 505.
9
J. Lacan, Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis, en Escritos 1, Op. cit.,
p. 307.
10
J. Lacan, De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis, en Escritos 2,
Siglo XXI, México, 1994, p.531.
11
G. Gómez Silva, Op. cit., p. 375.
12
lbid., p. 295.
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tenemos infamia e infame: "quien carece de crédito, estimación",(13) aunque básicamente,
infamia quiere decir "fuera de la palabra".(14)
Lo infame, pues, es la ex-sistencia definida como fuera de la palabra. Ahora bien, este fuerade-la-palabra de la existencia, esta infamia, ocupa un lugar nuclear en la historia. En 1935
Jorge Luis Borges publicó un libro que contiene la historia de una serie de personajes de
ficción; lo tituló Historia universal de la infamia, expresión que en realidad es pleonástica:
la historia universal es la historia de la infamia. Con esta idea coincidirá Lacan en 1972, al
cabo de largos años de reflexión:
Esta cosa que yo detesto, por las mejores razones, es decir la Historia. La Historia
está precisamente hecha para darnos la idea de que tiene un sentido cualquiera. Al
contrario, la primera de las cosas que tenemos que hacer es partir de esto, que estamos
ahí frente a un decir que es el decir de otro, que nos cuenta sus tonterías, sus
embrollos, sus obstáculos, sus emociones, y que es ahí que se trata de leer qué -nada
más que los efectos de estos decires.(15)
La Historia -deliberadamente con mayúscula- concebida como el gran argumento escrito
desde siempre y para siempre, donde no cabe lo inesperado, lo sorpresivo, lo imprevisto, ha
sido, a lo largo de los siglos, fuente de justificación de los crímenes más atroces cometidos
en nombre de ella. Lacan impugna radicalmente esta manera de concebirla como el
despliegue de un sentido que lo explica y justifica todo. En este aspecto coincide con lo que
afirmaba en el siglo XIX Alexander Herzen: "la historia carece de libreto". Todas las
concepciones de la historia que le atribuyen a ésta un sentido han conducido a las más
violentas acciones de segregación -por los métodos de eliminación más diversos- de aquellos
que, desde ese esquema, han sido y son quienes están en "el error", opuestos a la "verdad"
dominante, señalados, por lo tanto, como los "traidores", los "herejes", los "enemigos" del
"inexorable curso de la historia" cuyo futuro siempre aparece asegurado, pues ella avanza
presuntamente hacia aquellas metas que el sentido asignado de antemano considera las únicas
13
14
15
lbid., p. 376.
ldem.
J. Lacan, Le Séminaire, Livre XX, Encoré, Seuil, Paris, 1975, p. 45.
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válidas. Esos "enemigos" tienen que ser enviados al así llamado "basurero de la historia".
Curiosamente, esta última expresión sería aceptable en otro contexto si se tomara el genitivo
de en su sentido subjetivo, es decir, si se admitiera que la historia misma es un "basurero",
en la medida en que su único "motor" es ese desecho real excluido de lo simbólico que todo
discurso dominante intenta negar.
Lo que el discurso de Lacan impugna es la tradicional apelación a la historia como el gran
Otro que está para dar sentido a todas nuestras acciones en nombre de la realización final del
gran proyecto; Otro desde el cual se pretende enviar al "basurero" a quienes no son
absorbidos por él. Su reflexión coincide en este aspecto con la del gran crítico de las ilusiones
que llevan a consecuencias siempre letales, quien también, al criticar esa historia, la escribe
con mayúscula:
Que la Historia no tenga ningún sentido es algo que debería alegrarnos. ¿Nos
atormentaríamos acaso por una solución feliz del porvenir, por una fiesta final en la que
nuestros sudores y desastres corriesen con todos los gastos? ¿A favor de idiotas futuros,
exultando sobre nuestras penas y bailoteando sobre nuestras cenizas? La visión de un
desenlace paradisíaco supera, por su absurdo, las peores divagaciones de la esperanza.(16)
El otro calificativo que define la existencia -estúpida-converge en cierto modo con el
anterior, si se toma en cuenta que estúpido proviene de stupere, "admirarse, quedar inmóvil,
asombrarse, pasmarse".(17) De aquí el derivado estupendo, de stupendus, "asombroso".(18) La
existencia es estúpida por su carácter inefable: la falta de significante que la signifique
determina que la primera reacción ante ella sea la de estupor, asombro, sorpresa. Es
interesante advertir que asombrarse es "asustarse por la aparición de una sombra",(19) palabra
esta última cuyo origen es el indoeuropeo ondh-ro, variante de and-ho: ciego, oscuro. Esa
sombra, punto ciego, oscuro, ¿a qué otra cosa puede aludir sino a lo real, segregado de lo
simbólico?
16
E. Cioran, Breviario de podredumbre, Taurus, Barcelona, 1988, p. 171.
G. Gómez de Silva, Op. cit., p. 283.
18
lbid., p. 283.
19
lbid., p. 86
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Inefable y estúpida, la existencia es asombrosa y, por esto mismo, inmunda. Esto último
significa la negación de mundus, que en latín quiere decir "adornos de tocador, atavíos,
vestido de mujer",(20) y es el equivalente del griego kósmos, con el mismo significado pero
que además alude al "orden, el todo ordenado o armonioso".(21) La dimensión eminentemente
violenta de la existencia es resultado del carácter inmundo que la define, tanto porque lo
inmundo retorna una y otra vez para trastornar el orden establecido que pretende preservar
una presunta armonía como por el hecho de que este mismo orden, amenazado siempre por
el posible retorno de lo inmundo, ejerce una encarnizada violencia para evitarlo.
Consecuencia inevitable de la ex-sistencia de lo real que puede definirse como lo Otro de lo
simbólico -fascinante y horroroso- violencia nos azora y a la vez nos atrae con su estúpido
encanto del que es imposible sustraerse. De modo que la célebre caracterización que hacía
Sófocles, “nada que sea más asombroso que el hombre",(22) puede equivaler, desde la
perspectiva psicoanalítica, a "nada que sea más real que el hombre" y, por lo tanto, más
violento y más estúpido. La estupidez, presencia inevitable y violenta de lo real en lo
simbólico, es así inherente a la condición humana. Con Roland Barthes se puede decir
entonces:
... la estupidez podría ser un centro duro e insecable, un primitivo: nada se puede
hacer para descomponerla científicamente. ¿Qué es? ¿Un espectáculo, una ficción
estética, un fantasma tal vez? ¿Quizá tenemos ganas de meternos en el cuadro? Es
hermoso, sofocante, extraño; y de la estupidez sólo tendría el derecho de decir, en
suma, lo siguiente: me fascina...(23)
Con la introducción del orden simbólico "mediador" y su consecuencia específica, la exsistencia de lo real que se confunde con el ser, la perspectiva de Lacan se modifica: ya no es
posible que el mal sea el de "ser dos"; el mal está más bien en la ex-sistencia misma, inmunda
por depender del orden simbólico, existencia que se confunde con un real que siempre
retorna. Formulación esencial para la elaboración posterior del concepto el cual va a dar
20
lbid., p. 472.
lbid., p. 192.
22
Sófocles, Antígona, Eudeba, Buenos Aires, 1983, p.77. Las cursivas son del autor.
23
R. Barthes, Roland Barthes por Roland Barthes, Kairós, Barcelona, 1978, p. 57.
21
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cuenta del objeto que encarna el núcleo del ser del sujeto, más allá de la representación
significante con la cual éste se identifica, el objeto excluido a la vez que núcleo oscuro de la
trama simbólica que define la "identidad" del sujeto, el objeto a.
Este objeto es aquello que se localiza en el lugar de la respuesta a la pregunta que no puede
faltar por el hecho de que el sujeto se define como lo que el significante representa, solamente
para otro significante, sin tener la posibilidad de decir lo que él, como sujeto, es. Esta
pregunta simplemente cuestionará "¿qué soy Yo?"(24) Excluido el sujeto por el significante,
sólo cabe aqui una respuesta: "Soy en el lugar desde donde se vocifera que el universo es un
defecto en la pureza del no-ser [...] ese lugar [...] se llama Goce y es aquello cuya falta haría
vano el universo. (25) El goce es así el ser inaprehensible por el significante, la respuesta a la
pregunta que inquiere por qué es el ser y no más bien la nada, el núcleo éxtimo y, en tanto
indecible, la dimensión traumática fundamental del ser que el sujeto no puede reconocer
plenamente, integrar en el universo simbólico.
Por este carácter absolutamente extraño al sujeto, el goce determina lo que se llama el
fantasma fundamental. Éste, más que una escenificación específica donde el sujeto satisface
algún anhelo, se define como una entidad eminentemente traumática en tanto articula de un
modo singular la relación del sujeto con el goce como eso real de lo que no puede sustraerse,
su relación con ese núcleo indecible del ser. El fantasma "fundamental" es la forma singular
en la que un sujeto es capturado por una modalidad de goce "inconfesable" por ser
eminentemente real, forma que organiza la serie de las repeticiones que escanden su historia.
Por esto el goce es, ante todo, goce del Uno ajeno al lazo social, "autoerótico"; pero la función
del fantasma es proponer un objeto "externo" en el lugar de lo real para hacer posible, de este
modo, algún tipo de relación, aunque no la relación sexual.
Esta última -la relación en la que el goce de cada Uno podría complementarse con el goce
del Otro- no existe, pues el goce será siempre el del Uno. De tal manera que la estructura del
llamado acto sexual "real" con una pareja es intrínsecamente fantasmática. El cuerpo "real"
24
J. Lacan, Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano, en
Escritos 2, Op. cit., p. 799.
25
lbid., p. 800.
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del otro sólo sirve como soporte para las proyecciones fantasmáticas de cada uno de los
participantes, lo que significa que siempre se ejercerá algún tipo de violencia sobre el Otro,
pues para que éste sea deseado o amado será preciso que sea introducido en la escena del
fantasma Y en el caso de que esto no fuera posible, podría ser forzado hasta el extremo para
caber allí o rechazado violentamente para convertirse en el desecho que posibilita seguir
sosteniendo el fantasma.
A partir de los años sesenta Lacan denominará a ese objeto, residuo de lo simbólico que
encarna el goce, objeto a. Desde la óptica de los tres registros articulados, a el heredero de
lo que en los años cuarenta Lacan denominaba el kakon. En aquel entonces el pasaje al acto
violento era interpretado como el intento por eliminar ese mal; ahora podrá decirse que se
trata, por parte del sujeto, de la búsqueda de liberarse de un goce que amenaza su satisfacción
fantasmática que es su manera singular de "elaborar" el goce que lo determina, de integrar siempre de manera más o menos fallida- el núcleo de su ser. Amenazado, intentará por la vía
de la violencia restablecer la diferencia significante allí donde la presencia del goce
insoportable del Otro pone en riesgo su "estabilidad" y puede enfrentarlo al terror de su
desaparición en el orden simbólico.
Si para todo sujeto es necesaria la constitución del fantasma que permite una relación más o
menos "estable" con el goce que es núcleo de su ser, la realidad se organiza, entonces, a partir
de una pérdida: la caída del objeto a. El acceso a ella exige que el goce sea evacuado como
condición para que el mundo pueda "ingresar" en el fantasma. El cuerpo tiene que ser
"vaciado" de su goce, esencialmente autoerótico, para ser capturado en la red del orden
simbólico. El fantasma es, así, la manera de mantener cierta distancia con lo real, distancia
necesaria para evitar ser aniquilado por el goce que retorna desde allí. La posibilidad de que
a, el objeto perdido que encarna el goce, se haga demasiado presente, amenaza con socavar
las ficciones simbólicas que ocupan el lugar de ese objeto para así organizar la realidad.
Cuando a ya no funciona como el vacío que da el marco de la realidad porque se hace presente
como un goce contenido en ella, la violencia puede entrar en escena: el pasaje al acto violento
busca eliminarlo para lograr una restitución, es el intento desesperado de expulsarlo del
mundo para recuperar la "estabilidad" que se ha perdido por efecto de la pérdida de la pérdida.
Paradójicamente, la violencia no estalla cuando algo se pierde en la realidad sino cuando
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"hay" demasiado. Las manifestaciones verbales que la desencadenan y la justifican a
posterioh aluden precisamente a ese "haber": hay (o había) demasiado de "eso", de eso que
se define precisamente como lo inmundo. Condición para la descarga de la violencia será que
eso sea sustancializado. Esto explica que habitualmente sea designado por algún sustantivo,
sustantivo con el que lo real que irrumpe para trastornar el mundo recibe un nombre, de tal
forma que la violencia se descargará con el propósito último de eliminar al objeto que
responde a él y realizar, así, la necesaria catarsis que permitirá restituir la falta indispensable.
Actuar violentamente es, entonces, asestar un golpe al insoportable plus de gozar, el objeto
a que es supuesto al Otro. La violencia es así expresión del odio pues éste apunta al núcleo
real, a eso que, en el Otro, es más que él mismo; más que él mismo en tanto excedente que
hace del Otro un Otro que la palabra no puede nombrar enteramente: "el odio es ciertamente
lo que más se aproxima al ser, lo que llamo el ex-sistir. Nada concentra más odio que este
decir donde se sitúa la ex-sistencia".(26)
El odio se dirige a este a indecible por definición. Por esto, el objeto del odio es, en sentido
estricto, indestructible: entre más se pretende destruirlo en la realidad, más intensamente
surge como el núcleo real que le da consistencia. Ahora bien, el objeto a plus de gozar plus
de gozar que concita el odio es exterior al campo simbólico, de tal manera que el
encarnizamiento hacia él tiene un efecto paradójico: lo hace aparecer con mayor intensidad
aun. En este sentido el objeto del odio es, en alguna medida, indestructible. Así, la violencia
buscará más exhibir al sujeto en su dimensión radical de objeto real -en su inefable y estúpida
existencia- que aniquilarlo completamente.
Una de las violencias más extremas que se pueden ejercer sobre un sujeto es develar
públicamente, sin su consentimiento, el núcleo fantasmático de su goce. Esto le provocará
un sentimiento de vergüenza insoportable que corresponde a su afánisis, su desaparición
como sujeto, manifestada en el anhelo que lo invade en ese momento: "que me trague la
tierra", expresión clara de ese sentimiento que es provocado cuando la radical estupidez del
plus de gozar es expuesta abiertamente. Tal es precisamente la intención que alienta la puesta
en escena realizada por el torturador sádico quien encarna la voluntad de goce con el
26
J. Lacan, Le Séminaire, Livre XX, Encoré, Seuil, Paris, 1975, p. 110.
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propósito último de obtener el "sujeto puro del placer", es decir, ése que obtendría placer al
gozar. Primo Levy describe con precisión esta faceta radical de la violencia:
Quien está desnudo, con la piel al aire y tupidamente sembrada de terminaciones nerviosas,
sin una coraza que lo proteja ni ropas que lo defiendan y enmascaren, es vulnerable e irritable.
Es ésta una condición a la cual, en nuestra complicada sociedad, raramente nos encontramos
expuestos, y, sin embargo, son pocas las vidas en las que no llegue el momento del
desnudamiento. Entonces sufrimos por la desnudez a la que no estamos adaptados. (27)
Ser objeto de esa violencia implica revivir, despojado de las vestiduras fantasmáticas, el
carácter siempre traumático de la relación con ese núcleo exterior y sustento del orden
significante que es el plus de gozar. Por otra parte, cuando este objeto traumático es
localizado en el Otro pueden organizarse los fantasmas que le dan sentido a la vez que lo
repudian y convocan a la violencia. Se trata de fantasmas como los de la perversidad del
Otro, de sus "extrañas" prácticas sexuales, de su omnipotencia, de sus "horrorosas
costumbres". Así es como una de las mayores manifestaciones de la estupidez que nos ha
acompañado eternamente es la instauración de estos fantasmas que nos alejan de nuestro
núcleo real y cuyo denominador común es la atribución al Otro de ese objeto plus de gozar.
Esto lleva a considerarlo como un "usurpador", el injusto poseedor de un goce que nos ha
arrebatado de manera ilegítima. Será necesario, entonces, "hacer justicia", incluso yendo a la
guerra contra él. Así toda guerra, aun cuando enfrenta ejércitos entre sí, es siempre y ante
todo una guerra de fantasmas. Para comprenderlo se puede apelar, una vez más, a la lucidez
del filósofo escéptico:
En lo más íntimo de los individuos, como de las colectividades, habita una energía
destructora que les permite desplomarse con cierto brío: ¡exaltación acida, euforia del
aniquilamiento! Entregándose a él, esperan, sin duda, curarse de esa enfermedad que
es la conciencia. De hecho, todo estado consciente nos desazona, nos extenúa,
conspira en nuestro desgaste; cuanto más dominio adquiere sobre nosotros, más nos
27
P. Levy, L'altrui mestiere, en Opere III, Einaudi, Turin, 1996, p. 54.
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gustaría reintegrarnos a la noche que precedía nuestras vigilias, hundirnos en la
modorra que precedía a las maquinaciones, al atentado del Yo.(28)
La violencia es consecuencia inevitable de la presencia de lo in-mundo en el mundo. El
psicoanálisis ha revelado que uno de los nombres que ha tomado este in-mundo tiene cierta
relación con aquello a lo que el mundus latino remite: la mujer. Si la mujer requiere de atavíos
para ser en el mundo, ¿será porque en sí misma ella es lo real, in-mundo por excelencia? Esto
permite entender por qué ella ha sido a lo largo de la historia un objeto "elegido" como
destinatario fundamental de la violencia. El odio a la mujer -no sólo experimentado por los
hombres, sino también por las mujeres- es consecuencia de la imposibilidad de decirla toda.
Ella es el paradigma del ser que no es, y precisamente porque no es se la difama.(29)
Aquí es importante señalar que "difamar" es otro derivado de fari - "hablar" - y significa
"hablar mal de alguien". Todo intento de decir "la mujer" llevará irremediablemente a "mal
decir"; la falta del significante del sexo de la mujer es, entonces, causa de un odio que la hace
simultáneamente objeto para la adoración y la violencia "difamadora". El odio a la mujer es
el modo de manifestarse del odio del ser en la medida en que éste, como tal, está "fuera del
significante". De ahí la posibilidad de asimilar il hait (él odia) con il est (él es),(30) porque "un
odio, un odio sólido, eso se dirige al ser".(31) De este odio al ser, a la violencia, no hay más
que un paso: se trata siempre de dominar y, por el estado de impotencia a que conduce la
imposibilidad de lograrlo, eliminar a ese Otro que encarna el goce insoportable, goce que
remite al propio ser, a ese "yo soy" más allá del significante que no se puede decir.
Si se parte del hecho de que ex-siste lo real, la violencia en sus diferentes manifestaciones y
modalidades es inevitable. Así lo estima el psicoanálisis, que revela su presencia como
inherente al mundo humano en el cual tiene un lazo indisoluble con la estupidez: en el sujeto
como efecto del lenguaje
se
conjugan estupidez encantadora de la violencia con la
encantadora violencia de la estupidez. Pero el psicoanálisis no se limita a señalar que el
28
E. Cioran, Op. cit., p. 70.
29
J. Lacan, "on la dit-femme" ("se la dice mujer", homofónico con "se la difama"), Le Séminaire,
Livre XX, Encoré, Op. cit., p 79.
30
J. Lacan, Le Séminaire, Livre XX, Encoré, Op. cit., p. 91.
31
lbid., p. 91.
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fenómeno existe y a explicar sus razones; lo fundamental es que exige la adopción de una
posición que, más allá de la resignación impotente o la condena moral siempre ineficaz, se
define como una ética.
Para pensar esta ética es preciso cuestionar la reacción habitual que provoca la violencia cada
vez que se presenta: sentimientos en los que se mezclan la indignación, la impotencia, la
vergüenza ante los extremos "a que podemos llegar". Un breve relato hasídico dice: "Cuando
venga el Mesías no ocurrirá nada. Salvo esto: los hombres se avergonzarán de su estupidez".
El problema está en que avergonzarse es lo que los hombres no han dejado de hacer a lo largo
de los tiempos, sin que esto haya modificado en nada las cosas. Avergonzarse sume a los
sujetos en la impotencia, en una especie de estupor paralizado ante la estupidez.
¿Es posible una posición diferente? Se puede responder que sí en la media en que se recuerde
que el psicoanálisis se inscribe en una tradición que puede remontarse a la postura socrática,
postura que en una de sus facetas más importantes es revelada por uno de los diálogos de
Platón, el Teetetes o de la ciencia.(32) Aquí, Sócrates y el joven cuyo nombre da título al
diálogo discuten acerca del nacimiento de la filosofía y Teetetes describe su estupor frente al
mundo: "¡Por todos los dioses, Sócrates! Estoy absolutamente sorprendido con todo esto; y
algunas veces cuando echo una mirada adelante, mi vista se turba enteramente". (33) Sócrates
le responde: "Mi querido amigo, me parece que Teodoro no ha formado un juicio falso sobre
el carácter de tu espíritu. La turbación es un sentimiento propio del filósofo, y el primero que
ha dicho que Iris era hija de Taumas no explicó mal la genealogía".(34) Es necesario señalar
aquí que el nombre de Taumas -madre de Iris, que lo sabe todo y representa la ciencia y la
filosofía- viene del griego Táumoso, que significa asombrarse.
El estupor, esa violencia propia del asombro ante la existencia, es lo que da inicio a la
filosofía, pero es también el fundamento de la vida misma. Una violencia que se manifestará,
sea directamente en cualquier modalidad de destrucción o de otras maneras, en el mudo
maravillarse por el "ser-en-el-mundo" que impondrá buscar sin cesar las palabras para tratar
de alcanzar lo indecible. Por esto, lo esencial es transformar la extrañeza que provoca la
32
Platón, Diálogos, Concepto, México, 1978.
Ibid., p. 39.
34
Ibid., p. 40. Las cursivas son del autor.
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violencia en reconocimiento de que ella es manifestación de lo humano por excelencia; no
con el propósito de exaltarla sino como expresión de una postura ética basada en la exigencia
de no olvidar ese origen que es simultáneamente el residuo mudo imposible de eliminar del
campo simbólico. No olvido del origen porque es la raíz de toda elaboración creadora: "En
los valles de la estupidez crece siempre más hierba para los filósofos que en las desnudas
alturas de la inteligencia".(35) Se trata de no olvidar ese origen porque es el olvido de la
estupidez que está en el fundamento lo que conduce a llevarla al acto del modo más atroz.
Es preciso esbozar una ética ante la violencia y ella tendrá que inscribirse en la tradición
socrática de los pensadores estupefactos ante su propio estupor. Sólo esta condición de estar
doblemente estupefactos permite retornar sobre el estupor originario para hacerlo objeto de
re-flexión. Se podría entonces pensar en una paráfrasis del célebre apotegma freudiano para
afirmar: "donde eso -ese estupor- estaba, yo debo advenir". O también se lo podría formular
con las palabras de otro de los que no renunciaron a pensar desde el estupor: "Lo que quiero
enseñar es: cómo pasar de un sinsentido no evidente a uno evidente".(36)
35
36
L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 1988, p. 357.
Ibid., p. 464
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