Los peligros del moralismo Por ALEJANDRA FIERRO VALBUENA (*) Tenemos la ética de los mirones. Una ética que juzga sin reflexionar y que se regodea al fisgonear en la vida ajena sin hacer un autoexamen de sus propios actos. En Colombia pasan muchas cosas malas. Eso todo el mundo lo sabe y lo repite. Cosas tan malas como desviar los fondos destinados a la alimentación infantil, para pagar cuentas de celulares; o como falsificar los resultados financieros para encubrir robos multimillonarios; o como excederse en la asignación de privilegios para los senadores. Eso pasa todos los días en Colombia y todo el mundo lo sabe y lo repite. Pero pocas veces estos hechos alcanzan el nivel del escándalo social. No hay una sanción colectiva frente a este tipo de prácticas. Los colombianos nos hacemos los de la vista gorda con tanta facilidad, tal vez porque en el fondo estamos esperando que nos toque algo de la tajada. Así de podrido está el corazón de la manzana. Lo que en cambio toca nuestras fibras más profundas son los escándalos que de alguna manera exponen la vida privada de los implicados, ya sea por que delatan aspectos que tienen que ver con su vida sexual o con algún suceso que vincula su alcurnia y apellido. Revisar las noticias más vistas en los diarios delata el punto débil de los colombianos. Hay juicio social cuando hay amarillismo de por medio. Hay castigo social cuando se puede hacer alarde de un moralismo trasnochado que puede salir a relucir frente a la víctima de turno. Los escándalos de la policía, los del defensor del pueblo, los de las contrataciones multimillonarias de la fiscalía, fueron siempre noticia en la medida en que se ponía en la palestra pública no la gravedad de los delitos cometidos y la corrupción implícita en ellos, sino las cuestiones personales y “morales” de los protagonistas. Se trataron de un modo frívolo, al mejor estilo de la sección final de los noticieros. Como eventos de moda, como chismes de poca monta. Este comportamiento social delata la contextura ética de nuestro país. Reposamos plácidamente sobre unos supuestos “morales” que poco o nada tienen que ver con la moralidad humana constitutiva de la ética. Somos permisivos con aspectos que tocan los principios del orden social y excesivamente críticos y escrupulosos con cuestiones que pertenecen al ámbito de la vida privada y que, si bien, no por ello quedan excluidos de juicio, no le corresponde a la colectividad hacerse cargo de ellos. Para ser más exactos, le corresponde pero antes, en los ámbitos de la educación y la familia, y no en el ejercicio de la ley y el juicio mediático. Las voces colectivas en contra de la corrupción no se oyen. Parece que hemos hecho como país un pacto de silencio, un pacto para desviar la vista frente a los abusos de poder. Desde esta perspectiva, los pataleos sociales que enjuician comportamientos morales que implican la vida privada, delatan la fragilidad ética de nuestra nación. Tenemos la ética de los mirones. Una ética que juzga sin reflexionar y que se regodea al fisgonear en la vida ajena sin hacer un autoexamen de sus propios actos. Esta ética impregna la vida social en su totalidad. La ausencia de autoevaluación y autoconocimiento se pone en evidencia con nuestro modo de proceder. Así, la política se limita a ser un espacio en el que se mide la astucia para no ser descubierto y la creatividad para aprovechar el cuarto de hora. Si algún ingenuo se acerca con la esperanza de trabajar por el bien común, quedará despojado rápidamente de esa “trampa” y será iniciado en el bajo mundo de la corrupción para que su “gestión” sea reconocida. Sin embargo, deberá mantener un discurso moral que, cara al pueblo, le conceda una buena reputación. El pueblo por su parte, jamás cuestionará su papel, siempre y cuando no de papaya y sea tan tonto de mostrar quien realmente es en el plano público. Con ese moralismo es imposible hablar de ética. * Antropóloga. Doctora en Filosofía. Docente e investigadora. Consultora para personas, grupos e instituciones.