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ESTRATEGIA Y FINES DE LOS CARTELES CONTRA
LA TUBERCULOSIS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XX
Jorge Molero Mesa
Historia de la Ciencia. Universidad Autónoma de Barcelona
Una de las peores consecuencias que tuvo el proceso de industrialización sobre la
sociedad occidental fue la aparición de graves enfermedades que de forma selectiva
atacaron los cuerpos pauperizados de las masas trabajadoras. Entre todas ellas, la
tuberculosis representó desde el último tercio del siglo XIX hasta la mitad del XX, la
más importante por su frecuencia y gravedad. Su etiología social estaba ligada a una
alimentación insuficiente y adulterada, excesivas horas de trabajo en talleres y fábricas
antihigiénicas, viviendas inmundas, faltas de espacio, aire y luz dónde las familias
vivían hacinadas. Su estrecha relación con la miseria le confirió a la tuberculosis el
título de “enfermedad social por excelencia”, es decir, una patología que se gestaba
en la propia estructura desigual e injusta de la sociedad capitalista.
Los estudios epidemiológicos que mostraban la distribución de la mortalidad por
tuberculosis sobre el mapa urbano, mostraban las fronteras que se levantaban entre la
opulencia de los barrios ricos, donde la enfermedad apenas existía, y la miseria de los
barrios pobres, dónde se daba la inmensa mayoría de muertes por tisis. Estos trabajos
epidemiológicos, conocidos como estudios médico-sociales, no pasaron inadvertidos
para los trabajadores organizados que de forma inmediata, los blandieron como arma
revolucionaria frente al capital. La consigna quedaba establecida como consecuencia
del axioma higiénico: si la miseria es la causa de la enfermedad, sólo la emancipación
económica del trabajador acabaría con ella.
El hallazgo de un microorganismo específico en las lesiones tuberculosas, realizado
por Robert Koch en 1882, no cambió de forma inmediata la consideración social
de la tuberculosis. Las dudas sobre su infalibilidad contagiosa y el hecho de que
existieran personas infectadas que no desarrollaban la enfermedad, favorecieron
que una parte de los médicos de la época consideraran al bacilo de Koch como
una consecuencia de la debilidad orgánica extrema y no la causa exclusiva de la
tuberculosis. Se comenzó a hablar entonces de “germen” para referirse al bacilo, y
“terreno” para describir el organismo humano. Las malas condiciones sociales y la
herencia de una constitución débil “abonaría” el “terreno” para que el “germen”
floreciera en el individuo.
Frente a estas concepciones mantenidas por el pensamiento ambientalista radical
y cercano a los grupos obreros, el pensamiento científico hegemónico, de la mano
de la medicina social, se aferró a la doctrina bacteriológica de la monocausalidad.
Una circular de la Dirección General de Sanidad publicada en la Gaceta de Madrid
de 6 de octubre de 1901 oficializaba el inicio de la campaña contagionista con
unas Instrucciones populares sobre la tuberculosis en las que se sancionaba que:
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“Es un error creer que la tuberculosis representa la última extrema manifestación
de la debilidad orgánica. La enfermedad se debe exclusivamente a la infección por
el bacilo de Koch. Toda tuberculosis supone un contagio, sin el cual no se habría
desarrollado”.
Aunque el bacilo podía colonizar cualquier órgano de la economía humana, el
tuberculoso pulmonar representaba para los contagionistas, el principal foco de
contagio por la capacidad que tenía de arrojar al exterior “millones de gérmenes”
cada vez que tosía y expectoraba. El esputo infectado que se arrojaba sobre el suelo
podía, una vez desecado, ser arrastrado por el viento o por el barrido junto con el
polvo y ser aspirado por una persona sana en cuyos pulmones anidaría el bacilo
con suma facilidad. Esta era, de forma esquemática, como funcionaba la cadena
epidemiológica de la transmisión de la tuberculosis y su interrupción se convirtió
en el objetivo de la llamada “guerra al esputo” base fundamental de las campañas
contagionistas en el mundo occidental. La segunda vía en importancia de contagio
era la digestiva a través de alimentos contaminados con el bacilo, sobre todo la leche
cruda procedente de vacas tuberculosas. Esta forma de adquisición era más frecuente
en los niños que desarrollaban tuberculosis ganglionares (escrófulas) y articulares, así
como el cuadro más temido por su gravedad: la meningitis tuberculosa.
Con estas premisas, la campaña contra la tuberculosis se organizó en España
dentro del régimen de asistencia benéfico-liberal y por tanto, a instancias de la
tradicional iniciativa privada de caridad donde la iglesia, la burguesía y la aristocracia
acaparaban la responsabilidad de asistir al pobre con limosnas y, a partir de entonces,
difundir a través de la propaganda los medios de evitar el contagio tuberculoso. Ligas
y patronatos benéficos actualizaron su actividad con la asistencia a los tuberculosos
pobres a los que, por medio de una estrategia basada en el dispensario, trataron
de recuperar para que siguieran desarrollando su actividad como productores
industriales, campesinos, soldados, criadas, costureras o amas de casa.
Si las damas de la burguesía y la aristocracia acapararon las labores organizativas
de los dispensarios antituberculosos, los aspectos clínicos quedaron en manos de
médicos colaboradores que, de forma gratuita, pasaban consulta en estos centros
benéficos. Estos médicos destacaron el peligro que representaba para la paz social
el problema tuberculoso para concienciar a los poderes públicos de la necesidad de
dotar generosamente una campaña antituberculosa que aplacase la virulencia de la
lucha de clases. De esta forma los médicos antituberculosos se presentaban como
elementos imprescindibles para la pervivencia del sistema social establecido al ofrecer
las soluciones técnicas que ofrecía la nueva higiene social basada en la bacteriología
y las nuevas ciencias sociales al mismo tiempo que reclamaban la monopolización de
esta parcela del saber, la tisiología.
La estrategia de la campaña contra la tuberculosis se caracterizó por negar
la importancia de la etiología social y responsabilizar al propio enfermo de la
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adquisición de la enfermedad culpándole de la existencia de la misma. Para ello,
desde la medicina oficial, se destacaron los factores tisiógenos que dependían de las
conductas individuales de la clase trabajadora como los principales favorecedores del
contagio y mantenedores de la enfermedad. Entre estas conductas se encontraban
la promiscuidad sexual, el alcoholismo, la falta de higiene personal, el hábito de
escupir, el analfabetismo, la superstición y el fatalismo, entre otros. Para cambiar
estas costumbres “populares” se desplegó una campaña propagandística que utilizó
todos los medios habituales de la época entre los que destacaban las conferencias
organizadas en cines, teatros y centros obreros (los llamados mítines sanitarios) y los
concursos organizados por las “damas visitadoras del pobre” que, como renovadas
administradoras antituberculosas, premiaban en metálico a las familias obreras que
demostraran más habilidades higiénicas. Para la divulgación de las normas higiénicas
se utilizaron todos los soportes existentes en la época como la prensa, volantes,
folletos o incluso, cualquier envoltorio de productos que pudieran llegar a manos de
los obreros como los “caramelos antituberculosos” que algún médico repartía en las
charlas antituberculosas. Pero los mensajes escritos suponían un gran problema dado
el alto índice de analfabetismo existente entre supuestos receptores de estos mensajes.
En 1912, un asistente al tercer congreso español de tuberculosis que se celebró en
San Sebastián, afirmó en unas de sus sesiones que en España había 13 millones de
personas mayores de edad que no sabían leer y añadió: “Id a esos con cartelitos de
prohibido escupir”. De aquí la importancia que alcanzaría en las campañas sanitarias
el cartelismo gráfico, el teatro, la radio o el cine.
Todos los carteles que se ofrecen en esta recopilación proceden de medios
institucionales que asumieron la estrategia anticontagionista y persuasiva del
pensamiento médico hegemónico a lo largo del siglo XX español. El hecho de
reconocer al bacilo de Koch como el único responsable de la enfermedad tuberculosa
eximía a la organización social de ser el origen del mal, limitando la implicación
de los poderes públicos a la responsabilidad de apoyar con medios materiales el
desarrollo de la campaña sanitaria. Desde esta perspectiva, la teoría bacteriológica
entendía las enfermedades infecciosas como “evitables” ya que se conocía la cadena
epidemiológica de transmisión y, por tanto, la manera de evitar el contagio.
La primera consecuencia de esta idea en pos de la despolitización de la “enfermedad
social por excelencia”, fue la inversión del axioma higiénico que responsabilizaba a
la estructura clasista del origen de la enfermedad. La miseria no sería la causa de la
ruina orgánica del productor sino, por el contrario, la consecuencia de la enfermedad
producida por un microorganismo y favorecida por la forma de vida antihigiénica del
proletariado tal y como refleja el cartel (45) que Ramón Casas realizó para el Servicio
antituberculoso catalán en 1929, dónde, a pesar de su realismo social, se advierte que
la pobreza y ruina de la familia, la industria y el país es provocada por la tuberculosis.
El aire puro y los baños de sol, junto con el reposo y la alimentación proteínica,
constituían el llamado tratamiento “higiénico-dietético” de la tuberculosis y trataba
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de invertir los factores que causaban la enfermedad. Del mismo modo, estos
factores también podían prevenir la enfermedad y, consecuentemente, la campaña
incidió en aquellos factores que eran asequibles para la clase trabajadora (50, 51).
Estos carteles se complementan con los que hacen referencia a la contagiosidad de
la tuberculosis (47, 48, 49, 52), todos ellos, editados por la Dirección General de
Sanidad republicana entre 1931 y 1939. En ellos se condensan todos los principios
de la campaña contagionista basada en la responsabilidad individual. La “guerra al
esputo” (52), quizás el objetivo más importante de la campaña, fue la responsable
de que proliferaran escupideras por doquier, incluidas las portátiles llamadas “de
bolsillo”. El bacilo de Koch, presente en los esputos desecados es levantado por
el barrido en seco y, junto con la advertencia, se nos muestra ampliado (49). El
peligro de contagio que el obrero tuberculoso significaba para su familia (48),
legitimaba cualquier actuación sanitaria que sobre la misma se realizara. Por último,
la tuberculosis bovina era fácilmente evitable hirviendo metódicamente la leche (47).
Como se puede ver en la mayoría de estos carteles, la infancia aparece como uno de
los grupos más vulnerables a la acción del bacilo ya que la preocupación poblacionista
también fue uno de los objetivos perseguidos por las campañas sanitarias. Otro cartel
(46) nos muestra un niño “estigmatizado” con la enfermedad como reclamo a la
cuestación antituberculosa, forma principal de financiación de las organizaciones
benéficas del régimen de asistencia liberal. Como fondo de este cartel apreciamos
la Cruz de Lorena, símbolo de la lucha internacional contra esta enfermedad que
fue adoptado, en 1902, por ser el emblema utilizado en la Primera Cruzada. Esta
equiparación intencionada otorgaba a la tuberculosis el rango de principal enemigo
de la civilización occidental y asumía la necesidad de realizar los sacrificios necesarios
para terminar con ella. En España, esta cruz fue utilizada por primera vez en 1906
por la entonces recién creada, Asociación Antituberculosa Española.
Este símbolo, todavía vigente en la actualidad, fue ampliamente utilizado por el
Patronato Nacional Antituberculoso (PNA), creado por el bando franquista a los
pocos meses de iniciarse la Guerra Civil. En este caso, la “cruzada antituberculosa”
compartía argumentos simbólicos con la “cruzada contra el comunismo” a la hora
de definir cuáles eran los dos grandes enemigos de la humanidad para el régimen
franquista. El cartel realizado por el PNA para conmemorar su reorganización de
1939, refuerza aún más la metáfora belicista de la campaña al representar a un
soldado utilizando la Cruz de Lorena como espada (54).
Finalmente, podemos entender la importancia política que adquirió la asistencia
al obrero tuberculoso en ambos bandos contendientes en la Guerra Civil (53).
Este cartel, de 1938, refuerza la idea de justicia social que perseguía el Ministerio
de Sanidad republicano mostrando el ascenso vertiginoso del número de camas
sanatoriales en el bando leal durante la Guerra Civil. Previamente, durante la
República, la construcción de sanatorios fue una de las propuestas constantes en las
campañas electorales de todos los partidos políticos.
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45
LA TUBERCULOSI AMENAÇA LA VIDA I LA RIQUESA DE CATALUNYA
Ramón Casas i Carbó
[1929]
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46
JUNTA PROVINCIAL DE LUCHA ANTITUBERCULOSA.VALENCIA
Vicent Canet Cabellón
1932
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LAS VACAS PUEDEN PADECER TUBERCULOSIS Y SU LECHE CONTAMINARLA A LOS NIÑOS
Desconocido
1931-1939
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¿Y LOS DEMÁS?
Desconocido
1931-1939
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BARRER EN SECO NO ES LIMPIAR, ES LEVANTAR POLVO
Desconocido
1931-1939
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50
DORMID CON LAS VENTANAS ABIERTAS
Riquer
1932
51
EL SOL Y EL AIRE PURO SON ENEMIGOS DE LA TUBERCULOSIS
Riquer
1932
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52
NO ESCUPÁIS EN EL SUELO
Desconocido
1931-1939
53
PROGRESIÓN DE CAMAS PARA ENFERMOS TUBERCULOSOS
Desconocido
1938
69
54
PATRONATO NACIONAL ANTITUBERCULOSO
Desconocido.
1939
70
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