ARTAUD, ESA CRUEL SALUD DE LA ESQUIZOFRENIA Juan Manuel Spinelli “...y se irguieron reencarnados en las fantasmagóricas vestiduras del jazz en la sombra del cuerno dorado de la banda y con él interpretaron el sufrimiento de la mente desnuda de América por amor hasta transformarlo en un grito de saxofón elí elí lamma sabacthaní que estremeció y derribó hasta la última radio de las ciudades...” (Allen Ginsberg, Aullido) “Ya no soporto mi mente” (Allen Ginsberg, América) Acabar con el espíritu como con la literatura1: esa manifestación, esa sublevación incontenible de fuerzas extrañas, esa irrupción abrupta de un magma asignificante en el cual el yo, sorprendido, zozobra y se hunde, es el acontecimiento que cabe designar bajo el nombre de Artaud. O a la inversa: Artaud es el nombre propio de lo Otro, el apellido de un Extranjero que carece por completo de identidad, el devenir-otro de mí mismo que solo merece el nombre de «esquizofrenia» en cuanto experiencia de un abatimiento, una caída, una separación, una destrucción –todas vivencias que Artaud le comunica, desafiante, a un doctor imaginario2; aspectos o ángulos de una serie de fenómenos que la ciencia, al servicio de la normalidad, ha de empeñarse en clasificar y tratar como síntomas inequívocos de enfermedad mental, es decir, como signos sombríos de la locura. La ciencia pretende curar a Artaud, y este le hace frente no ocultándose en algún rincón de una supuesta interioridad -ni replegándose sobre sí, ni procurando sustraerse a su mirada- sino más bien exponiéndose, volcándose una y otra vez en páginas-témpanos, mostrándose3. Y el mostrarse es un proyectarse, un hacerse carne en el sentido de un aflorar o un emerger en el que se suprime toda distinción abstracta entre la vida y la obra –o, en otras palabras, en el que el cuerpo llega a ser obra a la vez que la obra se transforma en cuerpo. La conexión material entre la obra y el cuerpo, la continuidad entre ambos, es algo que podemos hallar ya en cierto modo formulado en la brillante caracterización del yo [self] efectuada por James en sus Principles of Psychology: 1 2 3 Artaud, A. “Allí donde otros...”, en: El ombligo de los limbos (2008). En: Revista Katharsis, Editora Rosario Ramos, p. 4. Artaud, A. “Doctor, hay un asunto...”, en: Ob. cit., p. 6. “Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu” (Artaud, A. “Allí donde otros...”, en: Ob. cit., p. 4). «El cuerpo es la parte más recóndita del Yo material [material Self] en cada uno de nosotros, y algunas partes del cuerpo parecen más íntimamente nuestras que el resto. Luego viene la ropa. El viejo dicho de que la persona humana está compuesta de tres partes -alma, cuerpo y ropa- es más que una broma (…) Luego, nuestra familia inmediata es una parte de nosotros mismos (…) A continuación viene nuestro hogar (…) Un impulso igualmente instintivo [en referencia a aquel otro, ciego, que nos lleva a cuidar de nuestro cuerpo, a engalanarlo, a querer a nuestros familiares y a tener un hogar en el que desarrollar nuestra vida] nos conduce a coleccionar propiedades, y las colecciones así hechas se convierten, con diferentes grados de intimidad, en partes de nuestros yoes [selves] empíricos. Las partes de nuestra riqueza más íntimamente nuestras son aquellas que están saturadas de nuestro trabajo. Hay pocos hombres que no se sentirían personalmente destruidos si una construcción de toda la vida, de sus manos o su cerebro -sea una colección entomológica o una extensa obra manuscrita- fuese súbitamente barrida”4. Aquello que yo me apropio o creo, aquello que es el producto de mi esfuerzo o trabajo, forma –empírica y no metafóricamente– parte de mí. Desde un punto de vista rigurosamente material yo estoy constituido tanto por mi cuerpo –mi cuerpo siempre situado, instalado, puesto en relación con otros que le son familiares y queribles– como por mi obra –ese manuscrito, por ejemplo, esa hoja de papel en la que se han inscripto unos signos en los que me he ido objetivando y en los que, por ende, estoy presente. Soy la mano que ha escrito, que ha empuñado una pluma o una lapicera, que sostiene –más o menos firme, más o menos trémula– la obra finalizada o en vías de serlo, el poema recién concluido o la novela en gestación; pero soy, también, esas palabras que me expresan y me contienen, esa plasmación irrepetible y singular de un estado de ánimo, de una vivencia desbordante, de una manifestación corporal o, incluso –Nietzsche lo tenía muy en claro cuando señalaba que lo único que lo motivaba a la lectura y al estudio de los fragmentos de los presocráticos era su carácter de testimonio de lo que habían sido aquellos grandes hombres5–, de un tipo fisiológico. Soy mi cuerpo, soy mi obra. Pero hacíamos la aclaración de que solo en cierto modo encontrábamos en James la formulación de aquello de lo cual nos habla Artaud, por el simple motivo de que el cuerpo y la obra a los que se refiere James no son, en última instancia, el cuerpo y la obra que nos desvela Artaud. En la teoría psicológica de James, el cuerpo y la obra se vinculan entre sí y participan en la conformación de nuestro yo [self] en el marco de la normalidad distintiva de nuestro mundo de la vida. Se trata del cuerpo y de la obra que inmediatamente reconocemos 4 5 James, W. The principles of Psychology (1890). Edición virtual disponible http://www.des.emory.edu/mfp/james.html#principles, La traducción es nuestra. Cfr. Nietzsche, F. La filosofía en la época trágica de los griegos (1994). Buenos Aires, Los Libros de Orfeo. en: como tales según la lógica del sentido común -la cual es ya siempre imprescindible como condición de posibilidad de la acción y la comprensión a través de la cuales se desenvuelve nuestra vida cotidiana. La concepción jamesiana del yo [self] no ataca -lo cual no ha de serle imputable, dado que escapa al horizonte mismo de su proyecto- sino más bien supone la idea de lo que podríamos llamar un cuerpo social, esto es, una materialidad o, más bien, un todo material organizado6 como tal a partir de los efectos generados por ciertos mecanismos de poder7 y susceptible, sobre esa base, de ser un sujeto en el doble sentido de la palabra. En Artaud, en cambio, como iremos viendo, cuerpo y organismo se enfrentan; y en ese enfrentamiento hay mucho, sin duda, de una rebelión hecha por medio del lenguaje –más estictamente, por medio del ejercicio de lo que se conviene en llamar una contraliteratura– contra el orden social y el régimen despótico del establishment en general: «Dice [Artaud] que las instituciones como la patria, la familia, la sociedad; pero también los conceptos de ciencia, ley, justicia o lenguaje que se reduce al verbo, al adjetivo, etc., ya no hacen otra cosa que oprimirnos»8. Pero la lucha no se lleva a cabo a partir de una reivindicación sin más de la esfera sometida de la interioridad frente al ámbito, opresor, de la exterioridad. Es, al contrario, la interioridad misma la que ha sido colonizada –o la que, en la línea de El Anti-Edipo, ha pasado a ser el reino del Déspota. En este sentido, el planteo que efectúa Aguilar Rocha tiene el mérito de proporcionarnos una descripción en líneas generales acertada y completa de lo que es el «proyecto» o, más bien, el plan de batalla artaudiano: animado por la desesperación en cuanto energía ambivalente generada por el circuito de la autoconciencia, carga, a través de una palabra que no porta otro sentido que el de la propia escisión, contra las estructuras fraudulentas del mundo moderno. La esquizofrenia, por ende, no consistiría en una enfermedad9 sino más bien en una cura10, o, en otros términos, en una 6 7 8 9 En: “El devenir artaudiano. Lectura de Deleuze sobre Artaud”, Fernández Gonzalo, al ocuparse de la cuestión del teatro, explicita notablemente el hecho de que es a través de las convenciones burguesas como se sujeta a un cuerpo -en este caso, el cuerpo teatral- y se lo constriñe, normalizándolo, a una unidad orgánica: «En el teatro de la crueldad, entonces, todo vale, porque la escena ya no reproduce el espacio pequeño-burgués, no establece la relación familiar del padre que dirige la actividad deseante del niño hacia la norma. Se trata, por decirlo desde la terminología freudiana, de un teatro del Ello, un teatro sin bordes definidos, sin limitaciones espaciales, que no está dirigido desde un órgano-cerebro-director, sino que en él todo habla, todo es acto; una suerte de teatro sin órganos en donde actores, iluminadores, guionistas, directores, escenógrafos y demás participarían de la obra desde una radical falta de unidad, más allá de los convencionalismos que restrigen y limitan la experiencia escénica, que utilizan su poder para hacer de la obra un todo, un “organismo” en lugar de órganos y más órganos que no alcanzan a formar un cuerpo» (2011, A parte rei, v. 75, p. 7, en: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/gonzalo75.pdf). En un artículo de sumo interés sobre Regina José Galindo, una controversial artista de origen guatemalteco, Marina Reyes Franco introduce, en oposición a la de «cuerpo individual», la noción de «cuerpo colectivo» –que se constituye, según la autora, en “reflejo de las experiencias de otros”. La práctica artística de Galindo se encontraría, así, inextricablemente ligada al pensamiento filosófico de Foucault, en cuanto sus performances consistirían en la experimentación, en su propio cuerpo, de aquellos efectos de poder de los que resulta la creación/objetivación de un sujeto; lo que permitiría mostrar que el cuerpo no es en modo alguna una mera entidad biológica sino social en el más estricto sentido foucaultiano, a saber, el de «la materialidad del poder sobre los cuerpos mismos de los individuos» (Reyes Franco, M. “El cuerpo social por/en/de R. J. Galindo. Estudios de poder en el performance”, en: http://www.revistasauna.com.ar/01_09/09.html). Aguilar Rocha, S. “Artaud y la desesperación. (Artaud y Kierkegaard)”, en: A parte Rei, 43, enero de 2006 p. 2 (disponible en: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/artaud43.pdf). De hecho, la contraliteratura artaudiana, como señala Aguilar Rocha, se vuelve contra la enfermedad en su sentido estrategia a la hora de librar el combate contra el organismo con el objetivo de «...conquistar un cuerpo, y un lenguaje propio liberándose de la automatización»11. Y es por esto que la experiencia de la ruptura, del desfondamiento de la propia identidad, de su fragmentación incomponible (esquizofrenia) va de la mano de una escritura que no hace más que comunicar con abismos y socavar el suelo discursivo de la palabra (contraliteratura). Ya Nietzsche nos enseñaba que Dios vive en la gramática; que las cadenas del idealismo son, en principio y también en última instancia, de índole lingüística; que no hay otra forma de convertirse en un espíritu libre que deshacerse de sus vínculos; que, en fin, liberarse de estos, deshacerse de su yugo –y ello en la medida en que, por un lado, la enfermedad es ya siempre «la enfermedad de las cadenas»12, mientras que, por otro lado, las cadenas mismas son ya siempre, en cuanto tales, «cadenas de falsos valores y de palabras ilusas»13– constituye el principio básico de esa curación de sí mismo que solo es posible enunciar años después de efectuada14. Y así es que, en consonancia con la experiencia nietzscheana, es decir, con ese proceso de liberación que bordea las angustias de la locura, de lo que se trata para Artaud es de destruir la argolla del ser15, o, lo que es su equivalente, de poner fin a la tiranía de la representación y, por ende, al reinado del Yo, a esa teocracia que, al servicio de un Dios ávido de sangre y ambicioso de materia, se apodera de un cuerpo al que, bajo su férula, pasa a organizar hasta su última celula volviéndolo extraño a sí: “...es sabido –presume Derrida– que Artaud vivía al día siguiente de una desposesión: su cuerpo propio, la propiedad y la propia limpieza de su cuerpo le habían sido sustraídos en su nacimiento por ese dios ladrón que, a su vez, había nacido «de hacerse pasar / por mí mismo»”16. Pero no hay en todo esto ni un ápice tan solo de «existencialismo» ni nada que se le parezca. Artaud detesta la existencia aun más que el famoso Sileno –pero se cuida muy bien de caer en un quietismo pesimista y autodestructivo, o en la vorágine nihilista de un no future condenado desde el vamos a la contradicción y la inconsecuencia. El hombre, nos revela, ha aceptado mansamente la existencia por el único motivo de que ha sucumbido a la tentación de la mierda; así, prefiere morir 10 11 12 13 14 15 16 más profundo u ontológico. Romper con la esfera de la representación, en este sentido, es la única cura que él cree posible; la única forma de detener la infección que afecta al alma, de contrarrestar la expansión del veneno del ser, de superar una parálisis que torna imposible el pensamiento mismo. La representación nos sujeta mientras se nos inocula –como señalan Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo y como puede apreciarse en The Wall– el fascismo que se hace carne y nos instala en la realidad. “Yo no estaba enfermo, yo reconquistaba la salud siempre por un retorno hacia atrás del cuerpo”. (Artaud, A. “Yo estaba vivo”. Edición virtual disponible en: http://gonzalo423tenerifeyahooes.blogspot.com/2011/01/antoninartaud.html). Aguilar Rocha, S. Art. cit., p. 2. Cfr. “La palabra áurea”, en: Nietzsche, F. El viajero y su sombra (2006) Madrid, Edaf. Nietzsche, F. “De los sacerdotes”, en: Así habló Zaratustra (2005) Madrid, Alianza. Cfr. Cf. Nietzsche, F. “Prefacio de 1886”, a: Humano, demasiado humano (1980) Madrid, Edaf. Cfr. Morey, M. Psiquemáquinas (1990) Barcelona, Montesinos, p. 140. La destrucción de esta argolla implica, básicamente, la liberación del “sistema de coherencias y de renuncias que se organizan en torno al “yo soy”, sus preguntas (quién soy) y sus problemas (identidad, autoestima, representación...)” (GARCÉS, M. “Mi vida que no es mía”, en: Archipiélago (2005), nro. 68, Barcelona,. En: http://nomadant.wordpress.com/biblioteca/textos/mi-vida/.) Derrida, J. “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación” (trad. Patricio Peñalver), en: La escritura y la diferencia (1989) Barcelona, Anthropos, pp. 318-343. En: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/artaud_1.htm. viviendo –no otra cosa, por cierto, es lo que se conviene en llamar “existencia”– a vivir muerto: en vez de vivir en este sentido señalado, simplemente no ha querido renunciar al ser y, con él, a la mierda. El ser huele a mierda, así como la mierda nunca es una simple mierda sino ya siempre y en sí misma la mierda del ser. Hacer del ser el objeto mayor de la existencia, querer ser, es precisamente lo que Artaud expresamente condena –búsqueda del ser, búsqueda de la fecalidad17... Es por esto que, a nuestro juicio, yerra Aguirre Rocha al hacer de él, al igual que Kierkegaard, un explorador de sí mismo, alguien que, adentrándose en su «mundo interior», va en búsqueda de su secreto más insondable, de su identidad última, de lo más recondito y secreto que habría de sustraerse a la opresión de los poderes y al régimen del Fraude por medio de una acción de repliegue de las propias fuerzas en la esfera de la intimidad: «Delante de un mundo donde la vida es simulada –afirma–, Artaud busca en su interior para poder hablar desde la realidad de un ser (…) Así ocurre para Artaud la búsqueda existencial del hombre por encontrarse a sí mismo, quiere encontrarse en el devenir que le produce dolor y que forma parte de él»18. Una empresa semejante no haría más que conducirnos al corazón pétreo de aquellas profundidades de las cuales, por el contrario, nos exhorta Artaud a emerger: «Abandonen las cavernas del ser. Vengan, el espíritu alienta fuera del espíritu. Ya es hora que dejen sus viviendas. De ceder al Omni-Pensamiento. Lo maravilloso está en la raíz del espíritu»19. Más que exhortación, en verdad, y más que un llamado, lo que repercute en ese grito –que, nunca más oportuno, es el clamor visceral de una hartura llevada al hastío que pone en marcha la resistencia– es una orden que, al menos en principio, no está dirigida sino a esa multiplicidad de fuerzas que han sido esclavizadas y sometidas a la producción de sentido y de plusvalía. La orden, en calidad de transmandamiento y, por ende, de instancia transmoral, es dada por Artaud a sí mismo –o, mejor dicho, es el ¡ya basta! de un cuerpo que se niega a seguir organizado y, por ello mismo, pasa a irrumpir y a manifestarse con inesperada violencia en todos aquellos órdenes en que se creía haberlo neutralizado. La orden expresa, por cierto, un Deber –pero sobre este, como le señala Artaud al doctor Ferdière, sería muy factible que nos engañásemos20, en la medida en que viésemos en él la hipóstasis, la inversión, o apenas un 17 18 19 20 «Allí donde huele a mierda / huele a ser. / El hombre hubiera podido muy bien no cagar, / no abrir el bolsillo anal, / pero eligió cagar / como hubiera elegido vivir / en vez de aceptar vivir muerto. / Para no hacer caca, / tendría que haber consentido / no ser, / sin embargo, no se decidió a perder / el ser, / es decir, a morir viviendo. / Hay en la existencia / algo particularmente tentador / para el hombre / y ese algo es / LA CACA (aquí, rugido). / Para existir basta con dejarse ser, / pero para vivir / hay que ser alguien, / hay que tener un HUESO, / hay que atreverse a mostrar el hueso / y a olvidar el alimento». (Artaud, A. “La búsqueda de la fecalidad”, en: Para acabar con el juicio de Dios y otros poemas (1975) Buenos Aires, Caldén, p. 11. Aguilar Rocha, S. Art. cit., p. 1. Artaud, A. “A la mesa”, en: Carta a los poderes. Edición virtual: http://bilboquet.es/documentos/Artaud%20%20Carta%20a%20los%20poderes.pdf. «Yo creo Sr. Ferdière que se ha hecho todo para separarle de mí por los medios de la peor villanía oculta y que al no conseguirlo se han servido de su misma honradez que no puede advertir que una perversidad semejante esté en la base de todas las cosas para hacerle rechazar con horror todas las ideas que yo le manifestaba acerca de las acciones maléficas subterráneas del Mal completamente alrededor de usted, y de ello ha sacado respecto a mí la idea de un Deber que en realidad no existe de esa forma» (Artaud, A. Cartas desde Rodez, III (1980) Madrid, Fundamentos, p. 58). simple caso de lo que es la concepción social del deber–; es, ciertamente, lo que él entiende por el deber del poeta: «“El deber” / digo bien / “EL DEBER” / del escritor, del poeta, no es ir a encerrarse cobardemente en / un texto, un libro, una revista de los que ya nunca más / saldrá, sino al contrario salir afuera / para atacar al espíritu público / si no / ¿para qué sirve? / ¿Y para qué nació?»21. Ese Deber, intrínsecamente sacrílego22, es el que Artaud anuncia, bajo la forma de mensaje radiofónico, como el mandato de acabar con el juicio de Dios. Escribir es expresar pero debe ser salir –salir de la «interioridad», de la cabeza, de la tumba orgánica del espíritu, así como de la «exterioridad», es decir, de los productos culturales en los que el espíritu encierra al espíritu. El Afuera artaudiano suprime de plano la dupla del adentro y el afuera del mismo modo en que, por un lado, el acceso a la superficie nietzscheana vuelve ya irrelevante la distinción entre verdad y apariencia23, y, por otro lado, la experimentación de la Naturaleza como proceso de producción torna insignificante la oposición entre el hombre y la naturaleza24. En otras palabras: el Afuera es el afuera del organismo pero también, y por ello mismo, el afuera de la cultura. Solo hay Afuera cuando por fin el pensamiento logra escapar tanto de esa «mala construcción» que es hoy el hombre25 como de las tumbas en que ese hombre-orgánico suele enterrar lo que él llama sus «pensamientos»26, esto es, cuando estalla de una vez esa trampa del «adentro / afuera» que contraponía «lo interior” a “lo exterior» –y, al mismo tiempo, el «yo» al «noyo», la «subjetividad» a la «objetividad», lo «inmanente» a lo «trascendente». El Afuera es el allá donde hay otro orden, que ignoramos27; es ese “infinito exterior” que la humanidad ha desechado 21 22 23 24 25 26 27 Artaud, Antonin “Al Señor René Guilly”, en: Para acabar con el juicio de Dios y otros poemas Ob. cit, p. 55. Cfr. Guerrero, T. “Artaud, el sagrado deber del sacrilegio” (2000). Edición virtual disponible en: http://www.dramared.com/ArtaudTeofiloGuerrero.pdf. La supresión del «mundo verdadero», afirma Nietzsche en la “Historia de un error”, conlleva necesariamente la supresión del «mundo aparente». Se instaura así una superficialidad que, muy lejos de constituir la reivindicación de «lo superficial» («aparente») frente a «lo profundo» («verdadero»), se presenta como la dimensión profunda por excelencia. Cragnolini lo expresa admirablemente en un artículo sobre la experiencia del caminante y el nomadismo: «En Más allá del bien y del mal se hace presente una de las cuestiones paradojales en la temática de la máscara: la relación entre profundidad y superficialidad. “Los griegos fueron profundos por ser superficiales...”, señala, por su parte, el “Prólogo” a La ciencia jovial. Si lo profundo es la superficie, que “todo lo que es profundo, ama la máscara” no implica que un “rostro fundante” necesita de una apariencia de superficie, sino que el hombre más profundo es el que tiene más máscaras: el más profundo, es el más superficial. En el Zarathustra aparece más de una vez la imagen de los que quieren ser profundos, aquellos que están sentados en el pantano y que sólo logran pescar sapos, bestias del pantano, y viejos dioses. La imagen del profundo, del que se cree profundo, es la del que piensa que capta el fondo verdadero, cazando grandes verdades, cuando en realidad sólo encuentra criaturas del pantano. El que quiere hacerse el profundo suele ser oscuro –como dice Nietzsche-, suele preferir la oscuridad como efecto de su supuesta profundidad, es aquel que está buscando fondos últimos, un rostro verdadero. Esos, dice Nietzsche, no logran otra cosa, cuando echan el anzuelo a su supuesta profundidad, que pescar sapos. En cambio, el profundo en sentido nietzscheano es el que se mantiene en la superficie. Por eso los griegos supieron ser profundos: cuando se enfrentaron con el abismo de la existencia no buscaron un fondo, supieron “sostenerse” en el ámbito de la superficie, de los pliegues, de la piel». (Cragnolini, Mónica “La metáfora del caminante en Nietzsche. De Ulises al lector nómade de las múltiples máscaras”, en: Ideas y valores (2000), Universidad Nacional de Bogotá, Colombia, Número 114, pp. 51-64. En: http://www.nietzscheana.com.ar/comentarios/nietzsche_viajero.htm. Cfr. Deleuze, G.; Guattari, F. El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia (1973). Barcelona, Barral Editores. Cfr. Artaud, A. “Conclusión”, en: Para acabar con el juicio de Dios y otros poemas Ob. cit., pp. 23-24. «Los libros, los textos, las revistas son / tumbas, Sr. René Guilly, tumbas como para / vomitar» (Ob. cit., p. 45). «Es grave advertir / que después del orden / de este mundo / hay otro orden. / ¿Cuál es? / No lo sabemos. / El número y el orden de las suposiciones posibles / en ese ámbito / es justamente / ¡el infinito! / ¿Y qué es el infinito? / en favor de ese «ínfimo interior» en el cual no deja de ser estrujada: «Se le ofrecían [al hombre] dos caminos: / el infinito exterior, / el ínfimo interior. / Y eligió el ínfimo interior, / donde solo hay que estrujar / el bazo / la lengua / el ano / o el glande. Y dios, dios mismo aceleró el / movimiento». Y si la experiencia del Afuera acaba por completo con esa partición entre el «adentro» y el «afuera»28, es en la medida en que libera aquello que se hallaba estrujado o comprimido –lo que se da a partir de una «afirmación explosiva» que procura hacerle lugar al cuerpo, que quiere salir, y es expulsado como un gas29. El estrujamiento, nos recuerda Artaud, es efectuado por el ser30. Si hay una vivencia genérica, si hay una sensación universal, es esta: que el ser estruja al cuerpo –que lo aplasta, que lo ahoga, que lo asfixia. Y la palabra, arrebatada a la ciencia y a su uso naturalizado, que designa el acontecimiento de la opresión en todos los sentidos asignables a este término, es una que ya hemos adelantado –a saber, «organismo». El cuerpo se halla, efectivamente, por debajo del organismo: «...el cuerpo tiene una respiración y un grito –constata Artaud– por los cuales puede asirse en los bajos fondos descompuestos del organismo y transportarse visiblemente hasta esos altos planos deslumbrantes donde el cuerpo superior lo espera»31. Lo que hace el organismo, por ende, es impedir el ascenso –o, si se quiere, la ascensión– del cuerpo, coartar su elevación, aprisionarlo en una dimensión subterránea32. El organismo impera sobre el cuerpo –y es por esto que hablar de 28 29 30 31 32 No lo sabemos con precisión. / Es una palabra / de la que nos servimos / para indicar / la apertura / de nuestra conciencia / a la posibilidad / desmesurada / inagotable y desmesurada» (Artaud, A. “El problema que se plantea es que...”, en: Ob. cit., p. 21. Es así como leemos en Fragmentaciones: «No hay un interior, no hay espíritu, afuera o conciencia, nada más que el cuerpo tal como se lo ve, un cuerpo que no deja de ser, ni siquiera cuando cae el ojo que lo ve. Y ese cuerpo es un hecho. Yo». (En: Ob. cit., p. 81). «Entonces / un día / el espacio de la posibilidad / se me presentó / como si me hubiera tirado / un gran pedo; / pero no sabía con exactitud qué eran / ni el espacio, / ni la posibilidad, / y no experimentaba la necesidad de pensarlo; / eran palabras / inventadas para definir cosas / que existían / o no existían / frente a / la urgencia apremiante / de una necesidad: / suprimir la idea, / la idea y su mito / y hacer reinar en su lugar / la manifestación tonante / de esa explosiva necesidad: dilatar el cuerpo de mi noche interna, / de la nada interna / de mi yo / que es noche / nada, / irreflexión, / y que, sin embargo, es una afirmación explosiva: / hay que dejarle lugar / a algo, / a mi cuerpo. / Pero, / ¿reducir mi cuerpo / a un gas hediondo? / ¿Decir que tengo un cuerpo / porque tengo un gas hediondo / que se forma dentro mío? / No lo sé / sin embargo / sé que / el espacio, / el tiempo, / la dimensión, / el devenir, / el futuro, / el porvenir, / el ser, / el no ser, / el yo, / el no yo, / no son nada para mí; / en cambio hay una cosa / que significa algo, / una sola cosa / que debe significar algo, / y que siento / porque quiere / SALIR: / la presencia / de mi dolor / de cuerpo, / la presencia / amenazadora / infatigable /de mi cuerpo...» (Artaud, A. Ob. cit., pp. 17-19). «Pues, un día, ni bien perdí / mi teta matriz, me encontré con los / seres que devoraron el clavo de vida, / el ser me estrujó debajo suyo, / y Dios me devolvió a ella. / (EL MUY COCHINO)» (Artaud, A. “Aquí yace”, en: Ob. cit., p. 59). Artaud, A. “El teatro y la ciencia”, en: Ob. cit., p. 74. Si hay algo a lo que un organismo se resiste en cuanto tal, un estado al que pocura no llegar jamás, es esa suspensión solitaria –casi como una suerte de versión moderna, urbana, del hombre volante de Avicena– en la cual los lugares se tornan porosos, se agujerean, se convierten en grietas a través de las cuales el cuerpo que el organismo encierra podría llegar a salir: «Ningún lugar de hecho es bueno / cuando nadie está, / es solo grietas para huir...» (Spinetta, L. A. “Organismo en el aire”, en: Téster de violencia, Del Cielito Records, 1988). Es eso, la posibilidad de la fuga, lo que la suspensión abre: «no sé si voy y vengo, si acaso estoy –afirma el cuerpo–, / ni sé si me podría fugar». (Ob. cit.). La fuga del cuerpo vendría a constituir así la más pura Epifanía material, la manifestación gloriosa del cuerpo sin órganos, el encuentro al que refiere Artaud entre el cuerpo estrujado, liberado de sus cadenas orgánicas, y el cuerpo superior. Es una instancia de pura autorreflexión en la cual la vida, puesta entre paréntesis, adquiere el carácter brumoso (y a la vez monstruoso) del recuerdo: «recuerdo la bruma de la ciudad, / como un monstruo sobre el amanecer» (Ob. cit). La soledad es vértigo, altura real en el espacio abierto de una terraza o elevación inmóvil en organismo, en última instancia, no es más que referir a una organización sombría que, por un lado, se monta a partir de la encarnación de Dios y, por otro lado, se instituye sobre la base de un acuerdo metafísico entre Dios y el yo33. Dios es el que organiza la maquinaria, esto es, el que ordena, coacciona y explota, a través de su Ley, el trabajo de las máquinas y la producción de sus flujos; el yo, en cambio, siempre subordinado al Señor, siempre su virrey y servidor, siempre el fiel administrador de la propiedad del Altísimo, es esa nada con que la religión –afecta al ser y, por lo tanto, a la mierda– se propone sodomizarnos: «Los sacerdotes son culos sin yo que hablan sin cesar en el culo de los otros para implantar en ellos su yo»34 Singular acto de sodomía, desde ya, mas no violación35, que se lleva a cabo exclusivamente por medio de la palabra. Discreta y pudorosa forma que encuentra Artaud de decir que la religión es una mentira, de sumarse a la cruzada nietzscheana contra el cristianismo –que nos corrompe, que nos invade, que se expande en nuestra sangre, que nos enferma: «Si es lícito definir al ser corrompido como aquel que hace lo que es desventajoso –afirma Lefèbvre en sus palabras introductorias al Anticristo–, el cristianismo representa la corrupción esencial. Ha erigido en tipo ideal al hombre débil, la “bestezuela de rebaño”, al animal humano domesticado y enfermo, que practica sistemáticamente el autocastigo»36. El culo sacerdotal no tiene yo, pero lo implanta, verbalmente, en otro culo –en el nuestro. ¿Qué quiere decir esto? Transcribámoslo, por lo pronto, en código nietzscheano: «Para justificar esta moral de esclavos –prosigue Lefèbvre– los teólogos han construido 33 34 35 36 el seno de la multitud. En ambos casos, la intuición de sí mismo no se deshace del cuerpo sino de los órganos, o, mejor dicho, de los órganos en su conjunto –esto es, del organismo. Puesto el organismo a flotar, la intuición es autointuición del cuerpo sin órganos y, al ir hasta sus últimas consecuencias, no solo epojé del organismo sino además del alma (en su carácter de «principio de operación de un cuerpo organizado», señalado por López Farjeat en su artículo: “Avicena”) y, por consiguiente, del yo (desde el momento en que: «La centralidad del alma es tal – según observa López Farjeat– que Avicena llega a afirmar que el “yo” es el alma»). Damos de esta manera un paso más allá con respecto a Avicena: la suspensión del organismo conlleva la suspensión de la actividad del alma, la supresión del yo («Pero, ¿qué pasaría si nos dejáramos romper y arrasar? –se pregunta Alberto Drazul en el “Apéndice” a Para acabar con el juicio de Dios y otros poemas, Ob. cit., p. 99–. Seamos simples: esa es la imposibilidad del yo (ese «gendarme», ese «general», ese «capitalista» investido con todos los atributos del sistema), porque si suprimimos el yo ¿qué queda? El lenguaje hablando solo, la risa riéndose sola, el cuerpo devastado con descargas eléctricas hasta pulverizarlo, Artaud loco»). A esa pura habla y esa pura risa hay que añadirles –o ellas lo son, en definitiva– el puro pensar que ya no piensa mediante representaciones, pensar huérfano y absolutamente vuelto sobre sí que tiene lugar en una oquedad incolmable en la cual «el pensar es pensado por el pensar» (Drazul, A., Ob. cit.), y al que, gracias al levantamiento de la escisión entre el yo y el no-yo, o, si cabe expresarlo así, entre lo Mismo y lo Otro, todo se acerca tanto que ya no hay nada que no pueda ser pensado: «Ansié un abismo –confiesa Spinetta– / y todo, todo, todo se acercó (…) ya no hay algo que no pueda pensar» (Ob. cit.) En suma: se hace posible el pensar absoluto, que, tal como observa Cacciari con respecto a la música, solo adviene tal en la medida en que renuncia a ser de lo absoluto –es decir, en la medida en que se deshace de la carne y, con ella, de toda la podredumbre, de toda la mierda de la metafísica. Pensamiento absoluto como pensamiento descarnado. «Pues Dios bramó la metafísica, y yo me aferró, yo, al meta de lo físico, del cuerpo físico de mi yo». (Artaud, A. Ob. cit.., p. 87). Artaud, A. Fragmentaciones, en: Ob. cit,, p. 82. «No fue una violación, / Se prestó a la obscena comida. / Le encontró sabor, / aprendió por sí mismo / a hacerse el tonto / y a comer carroña / delicadamente» (Artaud, A. “La búsqueda de la fecalidad”, en: Ob. cit., p. 12). Lefèbvre, H. “Sobre el asesinato de Dios”. Introducción a: Nietzsche, F. El Anticristo (1999). Edición virtual de www.elaleph.com, p. 5. un inmenso sistema de “piadosas mentiras”, de interpretaciones pérfidas. Se ha emponzoñado el corazón de los hombres con el resentimiento y la idea del pecado; y después se les ha explicado por el pecado original o actual su decadencia. Abominable círculo vicioso. Apenas si se elevan por encima de este odioso rebaño algunos tipos, odiosos ellos mismos, pero seleccionados y después de todo superiores: el prelado maquiavélico, el contemplativo, el santo»37. La relación entre veneno y pecado –o, más exactamente, entre veneno y sexualidad– está presente también en Artaud, en sugerente proximidad a la perspectiva de Nietzsche. En principio, da la receta de la tortilla venenosa que acabaría con él, que lo desarticularía; y la cual, convenientemente elaborada, bien batida, vendría a constituir una especie de punto gelatinoso que habría tratado de evitar y que, por ese acto, se restablecería en él38. Pero lo interesante es que la cuestión del veneno parece girar siempre en torno de un punto como de su centro de gravedad –en ello reside, puede decirse, la clave metafísica (o ponzoñosa, en la estela de Nietzsche) de la decadencia humana. Punto gelatinoso de la tortilla cósmica, punto negro de la sexualidad humana39. De uno a otro, así como de Artaud a la humanidad, hay una continuidad. Porque lo que Artaud experimenta, de algún modo, nos recuerda la suprema declaración de Nietzsche –el colmo de la esquizofrenia, la de ser todos los nombres de la historia40. Lo que él siente –y procura 37 38 39 40 Ob. cit., p. 5. El detalle es el que sigue: «ustedes no sabían / que el estado / HUEVO / era el estado / anti-artaud / por excelencia / y que envenenar a Artaud / no hay nada / mejor que batir / una buena tortilla / en los espacios / persiguiendo / el punto / gelatinoso / que Artaud / mientras buscaba el hombre por hacer evitó / como a una peste horrible / y es ese punto / el que restablecen en él, / nada mejor que una buena tortilla / rellena de veneno, cianuro, alcaparra / transmitida por el aire a su catastro, / para desarticular a Artaud / en el anatema de sus huesos / COLGADO SOBRE EL CADÁVER / INTERNO» (Artaud, A. Aquí yace, en: Para acabar con el juicio de dios y otros poemas Ob. cit., p. 61). Cfr. Ob. cit., p. 75. Sobre este, considerado como «el pensamiento más abismal» de Nietzsche, cuyo centellear se produce, precisamente, bajo la apariencia de un hundimiento o una pérdida de la razón, O. Barragán observa que es el perspectivismo –en modo alguno la adopción de diferentes puntos de vista por parte de un mismo individuo–, en cuanto consecuencia directa e inmediata del eterno retorno, el que genera esa multiplicidad de individuos que alguien llamado Nietzsche dice ser: «El círculo sin centro del eterno retorno al girar como tiovivo cósmico engendra un perspectivismo del que nacen los individuos. El círculo es vicioso por su recirculación, ¿no sería esta viciosidad la que entrega un mundo con todos sus individuos conformados por el entrechoque de las fuerzas?» (Barragán, O. “Nietzsche y las fuerzas telúricas” (2002), en: Economía y desarrollo, Vol. 1, Nro. 1, p. 218. Edición virtual disponible en: http://www.fuac.edu.co/revista/M/once.pdf). Deleuze, por su parte, pone énfasis en la noción de intensidad; y, al hacerlo, abre una puerta teórica que permite comunicar los procesos delirantes de Nietzsche y Artaud: los «estados vividos» –que no deben ser reducidos ni a la esfera de lo subjetivo ni al orden de lo individual– no son más que los flujos y cortes de flujos que los nombres propios, precisamente, designan. En este sentido, la intensidad –o la vivencia de la intensidad, inseparable de un sufrimiento que la torna a la vez gloriosa e insoportable– es el principio mismo de lo trágico en cuanto tal. Hay un nomadismo de esas cargas intensas que tienen, cada una de ellas, su nombre propio, y cuyo desplazamiento no es más que una sucesión o alternación de máscaras: no se es más que (en) el pasaje de ser «este» a «aquel», no se es más que (en) el devenir que, en última instancia, se define como la búsqueda de una salida (recuérdese la tematización efectuada por Deleuze y Guattari del devenir-animal en Kafka) o, en clave artaudiana, como la fuga hacia ese Afuera que alucinamos en términos de un «infinito exterior»: «Esos estados vividos de los que hablaba hace un momento -puntualiza Deleuze-, cuando decía que no es necesario traducirlos en representaciones o en fantasías, que no hay que someterlos a los códigos de la ley, del contrato o de la institución, que no hay que canjearlos sino, al contrario, hacer de ellos fluidos que nos lleven siempre un poco más lejos, más al exterior, eso es exactamente la intensidad, las intensidades» (Deleuze, G. verbalizar en ese lenguaje roto, que va despedazándose y fragmentándose, como coágulos o ideastémpanos en las que ya no hay un significante y un significado, una materia y una forma, sino el abrupto desprendimiento de pedazos de ser, o más bien, la materialidad de unas palabras que salen violentamente disparadas como proyectiles de un cuerpo a otro–, lo que él ha devorado y lo envena, es ese punto negro o, quizá con mayor exactitud, agujero negro de la sexualidad humana. Paradoja central de la esquizofrenia: lo que Artaud engulle –lo que es en cierto modo forzado a engullir, la tortilla cósmica cual punto gelatinoso– es ese mismo punto que a su vez engulle el deseo sexual y, con él, la condición de posibilidad de toda metamorfosis –o, en clave material aunque no dialéctica, de toda revolución41. 41 “Pensamiento nómada (Sobre Nietzsche)”, en: La isla desierta y otros textos (2005) Barcelona, PreTextos, pp. 321332. Edición virtual en: http://filosofianews.blogspot.com/2011/09/gilles-deleuze-pensamiento-nomada-sobre.html). Esquizofrenia y tragedia se identifican en el nomadismo. La esquizofrenia como sustitución de una máscara por otra, como reemplazo de un nombre por otro, como «pasaje» de una vivencia a otra, es el pathos nómade que pugna –ya infructuosa y frustradamente, ya fugazmente exitoso– por irrumpir allá, en la Exterioridad absoluta. Pero, además, otro punto de contacto entre Nietzsche y Artaud es que la esquizofrenia no es un fenómeno meramente psicológico sino –sea cual fuere la interpretación o la maquinación lectora al respecto– cosmológico. La conciencia, como la entiende Artaud, no nos remite a la actividad de aprehensión / apropiación de sensaciones o percepciones por parte del yo ni al conjunto o sistema de ellas sobre la base de un yo pienso fundante; todo eso se transforma en una nada al producirse esa apertura, a la que ya nos hemos referido, entre el yo y el no-yo, o, más exactamente, la experimentación alucinante de la disolución de ambos polos en su mutua remisión o enfrentamiento. El yo y la conciencia –a saber: la vida del yo– se anulan o se disuelven en cuanto tales. No hay adentro ni afuera. Y este era el efecto que Artaud esperaba, de acuerdo con su carta a Wladimir Porché, que su mensaje radiofónico contribuyera a desencadenar: «quería una obra nueva, que apresara / algunos puntos orgánicos de vida, / una obra / en la que uno sienta todo el sistema nervioso / iluminado como en el fotóforo / con vibraciones / consonancias / que inviten / al hombre / a salir / con / su cuerpo / para perseguir en el cielo a esta nueva, insólita / y radiante / Epifanía» (Artaud, A. Al señor Wladimir Porché, en: Para acabar con el juicio de Dios y otros poemas, Ob. cit., p. 39). Epifanía material, en absoluto espiritual, que tiene lugar bajo la forma de una cancelación del espacio y un contacto real, más próximo que cualquier proximidad imaginable, con los otros: «Al que le duelen los huesos como a mí / solo tiene que pensar en mí / no me alcanzará en espíritu por el camino / de los espacios / ¿de qué sirve unirse con un ser en espíritu / si no nos unimos en el cuerpo? / Reunirse con un ser en espíritu / es alejarse aún más de alcanzarlo en cuerpo / algún día. / Pero al que le duelen los huesos como a mí /y que piensa en mí intensamente /no ve / qué casa cae, / qué arbol arde / en su camino / sin embargo la casa cae, / y el árbol arde / y un día él se dará cuenta; / al que le duelen las encías como a mí / y que piensa en mí / pulveriza el espacio que nos separaba, / este adelgaza y se vuelve más pequeño, / y es él / el espacio / quien se vuelve ciego / y no yo...» (Artaud, A. “Primer proyecto”, en: Ob. cit., p. 26). Esta reunión en cuerpo de la que habla Artaud, en caso de que les demos crédito a Enguita y Quesada, guardaría estrecha relación con la experiencia dionisíaca nietzscheana tal como se la concibe desde El nacimiento de la tragedia hasta la precipitación en la locura: “La tragedia es incomprensible sin la entrega al cosmos, en el cual, el yo se funde con los otros. Esta fusión es, asimismo, el punto de partida que permite a Nietzsche afirmar mucho más tarde «yo soy todos los nombres de la historia»...” (Enguita, J. E. E.; Quesada, J. Política, historia y verdad en la obra de F. Nietzsche (2000) Madrid, Huerga y Fierro, p. 130). La esquizofrenia como hecho trasciende la esfera psicológica; es el acontecimiento inefablemente trágico que rompe, literalmente, con las barreras espaciotemporales, y genera, a través de la fuga intensa a la que Artaud y Nietzsche, cada uno a su manera y en su lenguaje, nos remiten, un contacto o fusión real en un cuerpo material infinito –el Afuera, el cosmos... Por nuestra parte, aunque lejana y bretonianamente más próximos a Merleau-Ponty que a Artaud en lo que respecta a la concepción de la carne, alguna vez escribimos: La carne es una, una y sola, y nos une de hecho, sin que lo advirtamos, a la distancia, gracias a secretas prolongaciones, cables, hilos de luz sintéticos, especiales, aptos para resistir el peso de los ángeles y el roce de la escoria, últimos, acaso nuevos en un universo que, para los dioses, entre bostezo y bostezo, se estira rodeándonos. «Si en algunos sitios y para algunas razas la sexualidad humana / humana ha llegado al punto negro, / y si esta sexualidad destila influencias infectas, / aterradores venenos corporales, que actualmente paralizan / todo esfuerzo de voluntad y de sensibilidad, / y vuelven imposible toda tentativa de metamorfosis / y de revolución definitiva / e / integral. / Es que desde hace ya siglos / fue abandonada cierta operación de transmutación fisiológica, / y de metamorfosis orgánica verdadera del cuerpo humano / la cual por su atrocidad, / por su ferocidad material / y su amplitud / arroja a las tinieblas de una noche psíquica tibia / todos los dramas psicológicos, lógicos o dialécticos del corazón humano» (Artaud, A. “El teatro y la ciencia”, en: Para acabar con el juicio de dios y otros poemas Ob. cit., p. 75. Restablecer la salud, entonces, al igual que en Nietzsche, es aquello que tiene lugar en la medida en que sea posible deshacerse de Dios42, esto es, en la medida en que se ponga fin a su reinado en ese cuerpo que cada uno de nosotros es. La salud sin Dios de Artaud es algo así como un avatar de la gran salud nietzscheana, la cual, en su carácter de «presupuesto fisiológico del superhombre», es un pleno estado fisiológico resultante de la supresión de ese ideal ascético que habita en cada organismo –gobernando sus órganos, vampirizando sus flujos, socavándolo y carcomiéndolo43. Esa supresión –bajo la forma de un aborto de los órganos y una barrida de los microbios– es el acontecimiento que tiene lugar en lo que Artaud entiende por teatro de la crueldad44; en cuyo marco dionisíaco de baile y de gritos se produce, en un sentido mucho más hipocrático que aristotélico, la catarsis –esto es, la expulsión de los humores nocivos, la purificación del espíritu, la curación. En palabras de Derrida: «La teatralidad tiene que atravesar y restaurar de parte a parte la “existencia” y la “carne”. Habrá que decir, pues, del teatro lo que se dice del cuerpo»45. Oficiando de medium, invocándolos y acogiéndolos en su propia letra, el padre de la gramatología logra poner en conexión a Nietzsche y a Artaud; y ello, estableciendo una articulación entre el carácter afirmador y futuro de la crueldad artaudiana con el acontecimiento – siempre demorado, siempre por venir46– de la muerte de Dios en cuanto expulsión de lo Absoluto de la escena. 42 43 44 45 46 Cfr. Artaud, A. “Fragmentaciones”, en: Ob. cit., p. 78. Del fracaso de esta lucha por abrirse paso hacia un Afuera absoluto, y de la consiguiente condena a permanecer encerrado en el círculo pétreo de una interioridad en cuyo seno el yo, tras rebelarse, no hace más que sucumbir y, en última instancia, devenir fascista, trata The Wall (1979, Harvest Records), la obra maestra de Pink Floyd. En “Hey you” se lo afirma de manera explícita: «But it was only fantasy / The wall was too high, as you can see. / No matter how he tried, he could not break free / and the worms ate into his brain». « – – entonze pensé en un teatro de la / crueldad que baile y que grite / para abortar órganos / y barrer con todos los microbios / y en la anatomía sin grietas del hombre / donde se abortó todo lo que está cuarteado / hacer reinar la salud sin dios» (Artaud, A.Para acabar con el juicio de Dios y otros poemas, Ob. cit., p. 40). Artaud bosqueja una suerte de genealogía de Dios que establece una línea de continuidad o de filiación entre la representación mitológica de los indios americanos (el «espíritu») y el estudio científico de las enfermedades (que gira en torno de «los microbios». Esa genealogía que va de lo «irracional» a lo «racional» acaba con uno y otro en cuanto tales: naturaleza microbiana del espíritu; naturaleza espiritual de los microbios. DERRIDA, Jacques “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, en: Ob. cit. El hecho de que, como observa Derrida, esa «cruel afirmación» en que consiste el teatro de la crueldad aún esté por nacer, constituye la contracara de que la noticia de la muerte del Emperador (Kafka) o de la muerte de Dios (Nietzsche) esté por llegar –inminente y, a la vez, indefinidamente demorada. Primera paradoja: la muerte de Dios no termina de producirse porque el teatro de la crueldad , que será quien lo expulse o eche de la escena, aún no ha nacido; pero este aún no ha nacido porque la muerte de Dios aún no es, y quizá nunca lo sea, un hecho. Segunda paradoja: el teatro de la crueldad no nace porque está naciendo, del mismo modo que Dios no muere porque está muriendo y el mensaje no llega porque está llegando. Tercera paradoja: mientras que la muerte es la condición de la vida o, más exactamente, del acceso «...a una vida anterior al nacimiento y posterior a la muerte» (Ob. cit.); la demora infinita del mensajero de Kafka, por un lado, constituye la condición misma de la llegada del mensaje; y el anuncio de la muerte de Dios efectuado por el loco nietzscheano, por otro lado, constituye la condición de que alguna vez ese anuncio sea posible. Cuarta paradoja: para que haya teatro de la crueldad, en Artaud, es preciso que no haya público; análogamente, para que haya mensaje, en Kafka, es necesario que no haya nunca un receptor, y para que haya anuncio, en Nietzsche, es imprescindible que no haya aún un oyente (el mensajero kafkiano y el loco nietzscheano se cruzan, están cruzándose una y otra vez, en ese punto o puerta que comunica al pasado con el futuro y al futuro con el pasado; futuro, el anuncio del loco lo es en cuanto ya ha sido, demasiado pronto, anunciado; consumada, la misión del mensajero imperial lo es en cuanto todavía , no lo ha sido). Solo hay, en suma, un único problema: «que Dios se vaya o se quede»47 –es decir, «el problema de la partida de Dios / o de su permanencia»48. El teatro de la crueldad aporta la solución, y esta consiste en una desespiritualización radical del cuerpo que ponga fin al asedio de Dios 49, es decir, en una «fisiología de la liberación» de los órganos o, más radicalmente, en una liberación del cuerpo de los órganos mismos y, por consiguiente, en una «des-organización del cuerpo». Si los órganos, inútiles, son ya siempre de Dios50; si el imperio de Dios se da necesariamente bajo la forma de esa «nauseabunda / coagulación de la vida / infecciosa del ser / que el cuerpo puro / rechaza»51 y que llamamos «organismo»; si el organismo, por último, es esa «mala construcción» que constituye la causa de la enfermedad en sentido ontológico52, entonces es preciso proceder a la extirpación de Dios53 a fin de que efectivamente solo haya cuerpo y no espíritu54 –o, en otras palabras, a fin de que el cuerpo –curado de su enfermedad espiritual– sea un hecho55. Que el cuerpo sea un hecho significa, básicamente, que se trata de un cuerpo sin Dios o –como se pone claramente de manifiesto sobre la base de lo antedicho– de un cuerpo sin órganos; y la afirmación de que es un hecho no apunta a una «positividad» en el sentido comtiano sino a su condición de cuerpo pleno, vale decir, en la medida en que elimina al vacío –pues Dios, si existe, «solo existe / como el vacío que avanza con todas / sus formas»56– y, con él, la condición de posibilidad de toda distinción entre el Adentro y el Afuera57. Crueldad, en definitiva, es el nombre artaudiano de la salud –o, más bien, de la operación que hace posible la salud, del proceso mismo de la curación, del reestablecimiento del cuerpo. Sanar –deshacerse de Dios y el Estado-organismo, doblegar a sus esbirros– significa también y ante todo poner fin al yo –poder ser todos los yo58, y, por ende, poder ser «todos los nombres de la historia». El camino que Artaud abriera por y en sí mismo, condujo, tiempo después, a Deleuze y a Guattari, a la exploración de esa singular región donde donde no hay fronteras que separen la «historia» de la «naturaleza» ni el «yo» del «no-yo», esto es, al descubrimiento del «universo de las máquinas deseantes productoras y reproductoras, la universal producción primaria como 'realidad esencial del hombre y de la naturaleza'»59. No estoy loco –decía, gritaba, difundía a los cuatro 47 48 49 50 51 52 53 54 55 56 57 58 59 Artaud, A. Para acabar con el juicio de Dios y otros poemas Ob. cit., p. 37. Artaud, A. Ob. cit., p. 38. Sobre el asedio de «Dios el espíritu» cfr. Artaud, A. Ob. cit.., p. 98. Artaud, A. Ob. cit.., p. 31. Artaud, A. Ob. cit., p. 61. «El hombre está enfermo porque está mal / construido» (Artaud, A. Ob. cit., p. 23). «La crueldad consiste en extirpar por la / sangre y hasta la sangre a Dios...» (Artaud, A. Ob. cit., p. 22). Así, Artaud se refiere a sí mismo en los siguientes términos: «Artaud / que sabía que no hay espíritu / sino un cuerpo / que se rehace como el engranaje del / cadáver con dientes...» (Ob. cit., p. 74). Cfr. Artaud, A. Ob. cit., p. 98. Artaud, A. Ob. cit.., p. 20. «No hay un interior, no hay espíritu, afuera o conciencia, nada más que el cuerpo tal como se lo ve, un cuerpo que no deja de ser, ni siquiera cuando cae el ojo que lo ve» (Artaud, A. Ob. cit., p. 98). Cfr. Artaud, A. Ob. cit., p. 83. Deleuze, G.; Guattari, F. Ob. cit., p. 14. vientos Artaud, en un parlamento tan lúcido como sincero; pero una sociedad insalvablemente enferma de cordura, suicidante, signada por la alianza entre el capitalismo y el estiércol60, distaba mucho de escucharlo. Y, en efecto, no lo estaba. Haría falta volverse contra la maquinaria edípica, contra el Déspota interior, en el marco de una praxis esquizoanalítica liberadora de los flujos deseantes, para comprender –lo que para nosotros ha de significar lo mismo que experimentar– que solo de la esquizofrenia, tal como había sido vivida y sufrida pero al mismo tiempo gozada por Artaud, era posible esperar la «reconstrucción» del ser humano y la supresión de la enfermedad. Estaba en manos de ellos, los cuerdos, atarlo o seguir sus consejos. Y, ya lo sabemos, decidieron atarlo. Referencias bibliográficas: Aguilar Rocha, S. “Artaud y la desesperación. (Artaud y Kierkegaard)” (2006), en: A parte Rei, 43. Edición virtual: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/artaud43.pdf). Artaud, A. Cartas desde Rodez, III (1980) Madrid, Fundamentos. Artaud, A. El ombligo de los limbos (2008). En: Revista Katharsis, Editora Rosario Ramos. Artaud, A. Para acabar con el juicio de Dios y otros poemas (1975) Buenos Aires, Caldén. 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