Subido por Jorge Cabrera

La mujer que venció el mal - Gabriel Amorth (1)

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La mujer que venció el mal
El evangelio de María
Gabriele Amorth
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Versión electrónica
SAN PABLO 2012
(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: ebooksanpabloes@gmail.com
comunicacion@sanpablo.com
ISBN: 9788428542418
Realizado por
Editorial San Pablo España
Departamento Página Web
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Presentación
E
l beato Juan Pablo II, en su carta apostólica Tertio millennio adveniente, encomendaba al
Espíritu Santo el cometido de conducir a las almas a entrar con las justas disposiciones
en el nuevo milenio. Y continuaba: «Confío esta tarea de toda la Iglesia a la materna
intercesión de María, Madre del Redentor. Ella, la Madre del amor hermoso, será para
los cristianos del tercer milenio la estrella que guía con seguridad sus pasos al encuentro
del Señor. La humilde muchacha de Nazaret, que hace dos mil años ofreció al mundo el
Verbo encarnado, oriente hoy a la humanidad hacia Aquel que es “la luz verdadera que
ilumina a todo hombre” (Jn 1,9)».
Es hermoso pensar en María como en la estrella que nos conduce con seguridad al
Señor. Los Magos siguieron la estrella y encontraron a Jesús con su madre. Pidamos a la
Virgen que nos lleve de la mano y nos guíe.
En estas páginas, que constituyen el quinto libro que escribo sobre María, siguiendo
la estela de la Sagrada Escritura y de la enseñanza eclesiástica, he tratado de recorrer ese
camino que nos hace conocer a la Madre de Jesús y Madre nuestra. El conocimiento de
la Madre nos lleva al conocimiento del Hijo, porque Dios ha dispuesto que la relación
entre María y Jesús fuera mucho más allá de la relación natural, pero que la Virgen fuese
la primera redimida, la primera discípula, la primera colaboradora de su divino Hijo.
Ruego al Señor que bendiga este modesto trabajo para que, si es de su agrado, pueda
hacer algún bien.
P. GABRIELE AMORTH
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Primer día
La mujer nueva
C
uando cada año, el 8 de septiembre, la Iglesia celebra la fiesta litúrgica de la Natividad
de María, el pensamiento más repetido es que surge la aurora, anunciadora del día: la
natividad de la Virgen prefigura el nacimiento de Jesús. El Vaticano II se expresa con
una frase felicísima sobre el nacimiento de la Virgen. El capítulo VIII de la constitución
sobre la Iglesia Lumen gentium (LG), dedicado por entero a la Virgen María, afirma en
el n. 55: «Con ella, excelsa Hija de Sión, tras la larga espera de la promesa, se cumplen
los tiempos y se instaura una nueva economía».
Para comprender el papel de María y cómo su aparición supuso un giro decisivo en
el desenvolvimiento del plan salvífico, conviene adelantar algún concepto sobre el plan
divino en la creación y, por ende, sobre la absoluta centralidad de Cristo. Él es el
primogénito de todas las criaturas: todo ha sido hecho para él y con vistas a él. Él es el
centro de la creación, el que recapitula en sí todas las criaturas: las celestes (ángeles) y
las terrestres (hombres). En cualquier caso, creo que Jesús se habría encarnado y
aparecido triunfante en la tierra, pero es difícil decirlo. La realidad es muy otra. Tras el
pecado de nuestros progenitores, que esclavizó al hombre a Satanás y a las
consecuencias de la culpa (sufrimiento, cansancio, enfermedad, muerte…), Jesús vino
como salvador, para redimir a la humanidad de las consecuencias del pecado y
reconciliar con Dios todas las cosas, en el cielo y en la tierra, por medio de su sangre y
de la cruz.
Todo ha sido creado en vista de Cristo: de este planteamiento cristocéntrico depende
el rol de toda criatura, de cada uno de nosotros, ya presente en el pensamiento divino
desde toda la eternidad. Si la criatura primogénita es el Verbo encarnado, no se podía no
asociar a ella, antes que cualquier otra criatura, en el pensamiento divino, a aquella en la
que se llegaría a efectuar tal encarnación. De aquí la relación única entre María y la
Santísima Trinidad, como se manifiesta claramente en la página de la encarnación.
Centralidad de Cristo y su venida como salvador: así, toda la historia humana está
orientada al nacimiento de Jesús, que es conocida como «plenitud de los tiempos». Los
siglos precedentes son «tiempo de espera»; los siglos siguientes son «los últimos
tiempos». Con el nacimiento de María la historia humana sufre el gran vuelco: cesa el
período de la espera y se inicia el período de la realización. Ella es la Mujer nueva, la
nueva Eva; de ella procede el Redentor y en ella se da inicio al nuevo pueblo de Dios.
Los primeros Padres, como Justino e Ireneo, ya recurren a la comparación Eva-María:
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Eva, madre de los vivos; María, Madre de los redimidos; Eva da al hombre el fruto de la
muerte, María da a Cristo, fruto de la vida, a la humanidad.
En este punto nos gustaría conocer muchos particulares respecto a María, pero
carecemos de datos. Los evangelios no son libros histórico-bibliográficos, sino históricosalvíficos. Son la predicación de la «buena nueva». En ellos no hay lugar para lo que
solo tendría un interés humano, pero ningún valor para la salvación. Por eso faltan tantas
noticias que nos interesarían a nosotros por su valor biográfico, pero que no tienen
importancia alguna con respecto al mensaje que han querido transmitir los evangelistas.
Proponemos algunas de estas preguntas, carentes de respuesta segura, pero a las que
podemos aproximarnos: al menos podemos darnos cuenta de ciertas opciones de los
evangelistas.
¿Cuándo nació la Virgen? Respecto al día, antiguamente se barajaban varias fechas,
sugeridas siempre por motivos de culto y no por motivos históricos. Después se impuso
la fecha del 8 de septiembre, aunque infundada históricamente, y de ella se ha hecho
depender la fecha de la concepción de María, nueve meses antes, fiesta de la Inmaculada
Concepción. En cuanto al año, solo podemos partir de la fecha del nacimiento de Jesús,
también ella incierta pero razonablemente calculable, teniendo en cuenta que las chicas
se casaban a la edad de 12-14 años. Puede resultar sugestivo pensar que la Virgen
naciera en el año 20 a.C., cuando Herodes el Grande comenzó la reconstrucción del
Templo de Jerusalén. Es sugestivo porque así, mientras el hombre construía el templo de
piedra, Dios se preparaba su verdadero templo de carne. Pero es solo probable, aunque
sea una fecha que se aproxima a la real, que no conocemos.
¿Dónde nació la Virgen? Entre las diversas ciudades que se podrían asignar para el
nacimiento de María, las dos más probables que se disputan este honor son Jerusalén y
Nazaret. Ambas gozan de una tradición muy antigua, con pruebas arqueológicas y
culturales. Nos inclinamos por Nazaret, dado que es allí donde encontramos a esta
humilde doncella, rodeada del máximo escondimiento: pueblo de media altura, que
contaba entonces con unos doscientos habitantes que vivían en grutas, a cuya entrada se
podía añadir una habitación. Fuera de las líneas de comunicación, a Nazaret no se la
nombra nunca en el Antiguo Testamento, ni en el Talmud, ni en Flavio Josefo. «¿De
Nazaret puede salir algo bueno?», le preguntará Natanael a Felipe (Jn 1,46).
De María tampoco sabemos a cuál de las doce tribus de Israel o familias pertenecía.
Sin duda a una tribu muy humilde, pues en caso contrario Lucas nos lo habría dicho,
dado que tiene el detalle de recordarnos la familia de Isabel y de la anciana Ana, las otras
dos mujeres de las que se habla en el evangelio de la infancia. Dios aprecia la humildad
y el escondimiento; no sabe qué hacer con las grandezas humanas, con lo que cuenta a
los ojos de los hombres.
Reflexiones
Sobre María – «Más sublime y humilde que criatura alguna», según expresión de
Dante, no poseía ningún título de grandeza humana. Todo su valor depende de
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haber sido elegida por Dios, de haber desempeñado un rol superior a cualquier
exaltación humana (¿quién tiene el poder de elevar a una mujer a la dignidad de
Madre de Dios?) y de haber correspondido siempre plenamente, con inteligencia y
libertad, a las expectativas de su Señor.
Sobre nosotros – También cada uno de nosotros ha sido pensado por Dios desde la
eternidad y debe ganarse ese título de salvación, para sí y para los demás, que Dios
le asigna y hace conocer a través de las circunstancias de la vida, así como a través
de los «talentos» (bienes materiales y personales) que ha recibido de su Señor.
Nuestra grandeza depende de cómo correspondemos y somos a los ojos de Dios.
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Segundo día
María Santísima
D
ios nos ha pensado a cada uno de nosotros desde toda la eternidad y nos ha asignado una
tarea que nos ha hecho nacer en el momento y lugar justos, dándonos las dotes
necesarias para el desarrollo de nuestro rol. Lo mismo hizo con María. Como además
quería confiarle una tarea extraordinaria, la preparó a conciencia. Podemos resumir tal
preparación con tres palabras, que serán objeto de nuestras reflexiones en este capítulo y
en los dos siguientes: Inmaculada, Virgen, Esposa de José.
El primer don, el gran regalo que Dios hizo a María en el instante de su concepción,
fue el hacerla inmaculada, aplicándole anticipadamente los méritos de la redención de
Cristo. Tenía que ser madre de aquel que venía para destruir las obras de Satanás, o sea,
el pecado con todas sus consecuencias. Así, María, concebida inmaculada, muestra su
semejanza con nosotros, porque ella necesitó ser redimida por el sacrificio de la cruz; por
otra parte, su condición de inmaculada la predispone para la altísima misión que se le
confiaría más tarde.
Uno de los títulos marianos más antiguos, muy apreciado por los ortodoxos, es el de
Santísima. Expresa perfectamente los dos aspectos que pretende representar, invocando a
María Inmaculada.
Un primer aspecto es de puro privilegio: la exención del pecado original en vista de la
maternidad divina. Aquí debemos contemplar solo las maravillas realizadas por el Señor.
Pero hay más; hay un segundo aspecto por el que se afirma que María no cometió la
menor culpa actual, aun siendo una criatura inteligente y libre. Contrariamente a lo que
podría parecer, en esto palpamos la imitabilidad de María, que tanto puede influir en la
formación cristiana: vemos en María la belleza de la naturaleza humana impregnada por
la gracia. La Inmaculada es un ideal que nos atrae, sin deslumbrarnos ni alejarnos de la
figura de María, sino que nos impulsa a su imitación con la gracia bautismal, con las
gracias actuales y la lucha contra el pecado.
Una de las faltas más grandes de la mentalidad moderna contra la humanidad es la de
querer abolir el sentido del pecado y de la tremenda presencia de Satanás. Así se ignora
la redención, que es la victoria de Cristo sobre el pecado y el demonio; se deja al hombre
hundido en su miseria y no se le ayuda a levantarse, a hacerse mejor, a recobrar su
belleza original, de criatura hecha a imagen de Dios. La Inmaculada nos dice: yo soy así
por la gracia de Cristo y por mi correspondencia a la misma; también tú,
correspondiendo a la gracia, debes aspirar a vencer el mal y a purificarte cada vez más.
La Inmaculada no es un ideal abstracto, formado simplemente para contemplarlo; es un
modelo que imitar.
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Es hermoso asimismo recorrer el largo camino que llevó a la definición dogmática de
la Inmaculada Concepción en 1854. La sensibilidad de los creyentes intuyó
inmediatamente la santidad completa de María y la ensalzó conforme a su profecía:
«Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48). Nótese que, al proclamar
a María Santísima, se pretendía subrayar sobre todo que nunca había cometido culpas
actuales, y en tal sentido se pronunció el concilio de Trento. Pero ya anteriormente la
reflexión y la convicción del pueblo de Dios habían ido más allá, intuyendo que la
santidad total de María era incompatible con la culpa original, por lo que debía haber
sido excluida de ella.
Era preciso profundizar la reflexión bíblica y teológica acerca de esta verdad.
Sabemos que los dogmas son «puntos firmes», que no bloquean los estudios y
enriquecimientos, sino que los orientan en el sentido justo. Sabemos que la proclamación
dogmática de una verdad significa que está contenida en la Sagrada Escritura. Pero no
todas las verdades están contenidas con la misma claridad: algunas están afirmadas
explícitamente (piénsese, por ejemplo, en la resurrección de Cristo), otras están
contenidas solo implícitamente, y hacen falta tiempo y luz del Espíritu Santo para
ponerlas en evidencia. Por eso no sorprenden las vacilaciones y dificultades. Es sabido
que santo Tomás de Aquino era contrario a la Inmaculada Concepción porque temía que
de este modo la Virgen estuviera excluida de la redención: para ella habría sido una
ofensa, no una exaltación. La duda era real, bien fundada; había que resolverla. Y la
resolvió Duns Scoto, comprendiendo que María debía su exención del pecado original a
los méritos de Cristo, que se le aplicaron preventivamente. Así María es el primero y
más bello fruto de la redención.
Otra pregunta que con frecuencia se ha planteado es esta: si la Virgen fue tentada por
Satanás y si habría podido pecar. La Virgen, como todos nosotros, tenía ciertamente ese
don de la libertad que nos ha dado el Señor y que respeta en todas sus criaturas
superiores. En el pasado, cuando se acostumbraba a exaltar los privilegios, se pensaba
que María tenía una «imposibilidad moral» de pecar. En cuanto a las tentaciones del
demonio, como las tuvo Jesús, así ciertamente, aunque el evangelio no hable de ello, las
tuvo también María, pues tal es la condición de la humanidad incluso antes de la culpa
original. Hoy, que se insiste menos en los dones extraordinarios, se suelen poner de
manifiesto los aspectos más humanos de María: su duro camino de fe y sus continuos
sufrimientos. En esta línea insiste la encíclica Redemptoris Mater, de Juan Pablo II, pero
se formulan también dos consideraciones:
a) La pecabilidad no es necesaria para la libertad; los ángeles y los santos son
plenamente libres, pero impecables.
b) A la Virgen se le aplicó enteramente la redención de modo previo: también en
nuestro caso la redención logrará su pleno cumplimiento cuando, una vez alcanzada
la gloria celestial, aun permaneciendo criaturas inteligentes y libres, ya no
tendremos la posibilidad de pecar.
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Reflexiones
Sobre María: – Correspondió perfectamente a la gracia, que se le concedió en
plenitud. Concebida inmaculada, en vista de la maternidad divina, fue la más fiel
oyente y discípula de su Hijo. La santidad de María, que la aproxima a Jesús lo más
posible para una criatura humana, no la eximió en absoluto del duro camino de la
fe, del sufrimiento y de las cruces más dolorosas.
Sobre nosotros – La Inmaculada Concepción nos estimula a la lucha incesante
contra el pecado, nos exhorta a mejorarnos a nosotros mismos y a hacer de nuestra
vida un camino de conversión y purificación, para tender a esa santidad a la que
Dios nos llama. Jesús nos invita a ser santos como su Padre, perfectos como su
Padre, misericordiosos como su Padre. La Inmaculada nos dice que, con la gracia
divina, es posible conseguir acercarse a la santidad de Dios, en la medida en que se
le consiente a una criatura humana.
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Tercer día
Tres veces virgen
H
ay un libro apócrifo muy autorizado por su antigüedad, puesto que podría remontarse a
los primeros decenios del siglo II: el Protoevangelio de Santiago. Por este libro
conocemos el nombre de los padres de María, Joaquín y Ana; conocemos también otros
episodios, pero han de entenderse como es debido. La clave de lectura de este libro es su
intención de proporcionarnos relatos inventados para decirnos verdades. Es, en algún
modo, como un maestro que instruye a los niños con fábulas de contenido real. Cuando
este antiguo autor nos narra que María fue presentada a los tres años en el Templo para
ser instruida en él, en realidad quiere decirnos que María, desde el comienzo de su uso
de razón, se ofreció como templo de Dios. Así también la celebración del 21 de
noviembre, que lleva el solemne título de «Presentación de la Bienaventurada Virgen
María» y que tuvo su origen el año 543 en recuerdo de la dedicación de Santa María la
Nueva en Jerusalén, en realidad es la fiesta de la virginidad de María.
Asimismo la virginidad es un don de Dios cuando es elegida por quien quiere
pertenecerle solo a Él y ponerse a su total disposición. Es un don que le hizo el Espíritu a
María, como le hiciera el don de la concepción inmaculada. Afirmamos esto porque la
historia de Israel no nos ofrece nada parecido. Tampoco se sabía que la virginidad
consagrada fuera un estado de vida agradable a Dios; en efecto, todas las grandes
mujeres de Israel presentadas como modelo y que en ciertos aspectos prefiguran a la
Virgen (Sara, Débora, Judit, Ester…), eran casadas o viudas. Israel apreciaba solo la
maternidad; la falta de hijos se consideraba una vergüenza, una maldición, un castigo
divino.
¿Cómo puede haber concebido la Virgen, con un valor que no tiene explicación
humana, el propósito de permanecer virgen? Después llegará Jesús a enseñar lo que es
más perfecto, y lo seguirá un puñado de hombres y mujeres que, a lo largo de los siglos,
vivirán enteramente consagrados a Dios. Pero la Virgen no tenía ante sí ningún modelo
de este tipo. Solo el Espíritu Santo puede haberle sugerido una opción tan singular y
dado la fuerza necesaria para cumplirla. Tal vez comprendiera, desde que tuvo uso de
razón, el gran precepto continuamente repetido por los piadosos israelitas: «Amarás al
Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» y quisiera vivirlo
de modo absoluto. Pero es inútil querer buscar una explicación humana a una elección
divina. Creo que también aquí María tuvo una anticipación de las enseñanzas de Jesús y
fue verdaderamente «hija de su Hijo», por usar una expresión de Dante.
Creo, igualmente, que actuó con plena libertad y simplicidad: sin darse cuenta de que
inauguraba o seguía una vida nueva; sin pasión de ánimo sobre cómo vivir esta opción
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que carecía de precedentes, sobre todo cuando los padres se la dieron como esposa a
José. Es propio de María vivir una fe absoluta, sin crearse problemas o pedir
explicaciones, sino abandonándose enteramente en el Señor. Pablo VI subraya otro
aspecto: con la opción de la virginidad, María no renuncia a ningún valor humano;
seguir el camino de la virginidad no supone menospreciar el matrimonio o poner límite a
la santidad a que todos estamos llamados. Es seguir con generosidad una vocación
particular del Señor.
María es tres veces virgen: antes, durante y después del parto. Es necesario exaltar la
virginidad en este mundo donde está tan maltratada, con la consecuencia de que no solo
sufrimos un pavoroso descenso de vocaciones, sino que con mucha frecuencia resulta
destruida la misma unidad de la familia. Parece que viviéramos en un mundo tan sucio,
tan inmerso en el sexo y en la violencia, que el vicio se pasea con la cabeza alta por
nuestras calles, defendido a menudo por leyes permisivas, mientras pareciera que la
virtud tendría que esconderse avergonzada. Pero el juicio de Dios y el bien de la
sociedad se desarrollan en un sentido completamente opuesto.
No hay duda de que la virginidad de María nos remite también a aquella virtud de la
pureza que el Decálogo defiende en dos mandamientos y que san Pablo casi identifica
con la santidad, ilustrando sus motivos de fe, como no había hecho nadie hasta entonces.
Él supera el concepto de simple dominio de sí, importante pero meramente humano,
apreciado por los mismos paganos. Es importante que las mujeres sean respetadas, pero
también es importante que ellas sean las primeras que se respeten. San Pablo nos invita a
dar un salto de calidad. Mientras, reparemos que la impureza está indicada en la Biblia
con la palabra griega «porneia» (la palabra «porno» resulta fácil de entender), derivada
de un verbo que significa «venderse».
San Pablo parte de este punto para sugerirnos tres motivos de fe, que inculcan horror
a la porneia, la impureza: 1) No puedes venderte porque no te perteneces; has sido
rescatado por Jesús a gran precio, por lo que le perteneces a él. Pensemos en lo claro que
se tenía el concepto de rescate de un esclavo en aquellos tiempos. 2) Tú perteneces a
Cristo no como un objeto externo de su propiedad, sino como miembro suyo. ¿Te
atreverías a tomar un pedazo de Cristo, un miembro suyo, entregándolo a la prostitución
o la porneia? 3) El cuerpo es sagrado por ser templo del Espíritu Santo. Pensemos en lo
respetados que son los lugares de culto en todas las religiones. ¿Y tú te atreverías a
profanar el templo del Espíritu? ¿Cometerías este sacrilegio? Debemos reconocer que
ninguna religión ni filosofía respetan tanto el cuerpo humano como el cristianismo:
miembro de Cristo, templo del Espíritu, destinado a la resurrección gloriosa.
«Creo en Jesucristo, pero no creo en la castidad de los curas», me decía una
profesional. «Mi ideal es convertirme en una “pornostar”», me confiaba una joven de
dieciséis años. «Padre, rece por mi hijo, que convive con una mujer casada, veinte años
mayor que él», me rogaba una mujer. «¿Cómo es posible? Nuestra hija, que no salía de
casa ni de la iglesia, ahora convive con un chico drogado y no quiere ni pensar en volver
a casa», se desahogaba un matrimonio. Podría continuar; son hechos de todos los días,
mientras, los periódicos parece que solo hablan de violencia contra las mujeres y los
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niños.
Que nuestra Madre celestial, tres veces virgen, ella que es la Virgen por excelencia,
nos ayude a sanear nuestra sociedad con su pureza inmaculada. En todos los iconos
ortodoxos la triple virginidad de María se expresa con tres estrellas: en la frente y en los
hombros.
Reflexiones
Sobre María – El candor de María nos encanta. Su secreto fue la obediencia a las
solicitudes del Espíritu Santo: se enfrentó con humildad y decisión a la moda
imperante, a los temores de incomprensión y de desprecio, a las dificultades que
podían parecer insuperables. Pero así es como quiso Jesús a su madre. El que se
preocupa por agradar a Dios confía en su ayuda y tiene la gracia de vencer
obstáculos que parecen inquebrantables.
Sobre nosotros – El ejemplo de María es modelo y su presencia es intercesión.
Todos debemos observar la virtud de la castidad según nuestro estado. Que la
invitación de Pablo: «No os acomodéis a este mundo» (Rom 12,2) y los tres
motivos de fe a que hemos aludido nos sirvan de estímulo para ser verdaderos hijos
de la Virgen del mejor modo posible. «Bienaventurados los puros de corazón [la
pureza interior total, no solo formal] porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8).
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Cuarto día
Un matrimonio querido por Dios
intentaremos reflexionar sobre la tercera condición querida por Dios para
A hora
preparar a María a la encarnación del Verbo: era preciso que la Madre elegida,
además de inmaculada y siempre virgen, fuera esposa. Los motivos son tantos y algunos,
evidentísimos: hacía falta una protección, una ayuda, un educador; hacía falta que el
Hijo de Dios, dándonos ejemplo de una vida común y transcurrida en el escondimiento,
viviera en una verdadera familia, ejemplar aunque diversa, conforme al objetivo deseado
por Dios. Pero existía también el designio de dar cumplimiento a las profecías
mesiánicas, según las cuales el Mesías prometido debía ser «hijo de David».
En aquellos tiempos las chicas se casaban muy pronto, a los 12-14 años, y los chicos,
a los 17-18 años. Cuando leemos que la hija de Jairo, resucitada por Jesús, tenía 12 años,
este detalle simplemente nos dice a nosotros que era una niña; en cambio es un dato
importante: estaba en la flor de la edad, cuando un padre se preocupaba por encontrar un
esposo para su hija. Teniendo en cuenta estas costumbres y la temprana edad, eran los
padres los que disponían todo. En el tiempo adecuado, los padres del muchacho
buscaban a la joven idónea para su hijo, y los padres de la muchacha buscaban a la
persona apropiada a la que entregársela como esposa. Comenzaban las negociaciones y
se fijaba el mohar, o sea, la compensación en dinero o en especie que el esposo aspirante
debía dar a los padres de la esposa. Nótese que no era, como en otros pueblos, el precio
de la esposa; era un pequeño patrimonio «de garantía» que guardaban los padres, pero
que pertenecía a la esposa, la cual entraba en posesión del mismo en caso de viudedad o
de divorcio.
Entonces se celebraba el matrimonio, que se desarrollaba en dos tiempos. Primero, en
la casa de la esposa y en presencia de los parientes más cercanos, se hacía la declaración
del matrimonio (llamarlo «noviazgo» se presta a confusión), que surtía todos los efectos
jurídicos. La bendición de los padres confería carácter sagrado a la simple ceremonia. Un
año más tarde, en el que los esposos seguían viviendo con sus respectivos padres y el
esposo preparaba la vivienda para la nueva familia, se llevaban a cabo las nupcias
solemnes, o sea, la introducción de la esposa en la casa del esposo, con amplia presencia
de parientes y amigos, una fiesta que duraba normalmente siete días.
También en el caso de María y José las cosas se desarrollaron conforme a las
costumbres. No creo que María revelara a sus padres su propósito de mantenerse virgen;
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entre los hebreos, cuando se trataba de votos particulares, una mujer debía solicitar el
permiso a sus progenitores o al marido. Pero María solía callar y encomendarse
enteramente al Señor, con una fe heroica que a veces, como vemos en esta ocasión y
como veremos en la anunciación y a los pies de la cruz, desafía la evidencia de los
hechos.
Ocupémonos ahora de José, el esposo elegido por el Señor, con la mediación de sus
padres, para aquella que se convertiría en la Madre de Dios. El nombre mismo ya nos
recuerda a José, el hebreo, que salvó de la carestía a aquel primer núcleo del pueblo
hebreo formado por la numerosa familia de Jacob. De san José el evangelio nos da tres
preciosas informaciones.
Ante todo nos dicen con insistencia, tanto Lucas como Mateo, que pertenecía a la
familia de David. Es un dato muy importante. El episodio más significativo de la vida
del rey David se produce precisamente cuando el Señor le promete una casa que durará
para siempre. La profecía fue entendida muy pronto en sentido mesiánico, entre otras
cosas porque la importancia política de la familia de David, en los tiempos de Jesús,
había desaparecido desde hacía quinientos años, con Zorobabel. Lucas y Mateo, para
darnos la genealogía de Jesús, nos dan la genealogía de José. Está claro que el
matrimonio entre María y José es el anillo de conjunción que realiza la profecía por la
que el Mesías sería un descendiente de David. El verdadero apelativo con el que indicar
a José es «padre putativo», «padre nutricio» u otras expresiones comunes. Es mejor
llamarlo «padre davídico» de Jesús.
El evangelio nos proporciona un segundo dato sobre José, el oficio: era herrerocarpintero. Así nos enteramos de la condición económica de la «sagrada familia», y de
Jesús mismo con María, después de la muerte de José. Un artesano era considerado
socialmente de clase media: pobre, pero no mísero. Vivía de su trabajo cotidiano, que
podía completarse con los productos del huerto, árboles frutales y algún animal
doméstico.
Una tercera información nos la suministra Mateo, calificando a José de hombre
«justo». El significado bíblico de este término es muy rico: indica gran rectitud,
observancia plena de la ley de Dios, apertura y disponibilidad total a la voluntad divina.
No cabe duda de que los padres de ambos esposos buscarían a la persona adecuada para
sus hijos y de que el Espíritu Santo los asistiera en su decisión.
La condición social de José, un honrado y buen artesano, nos hace comprender
también las condiciones económicas de la familia de María. A diferencia de los
fantasiosos relatos de los apócrifos, que hacen de María hija única y rica heredera, está
claro que también la familia de María era de condición modesta. Así mismo la vida de la
santa familia se distinguiría por este carácter de pobreza decorosa, no de miseria. Son,
pues, humildes el pueblo donde viven, el oficio de José y después el de Jesús; pobre la
condición en que se encuentran en Belén y la ofrenda que hacen al Templo con ocasión
de la presentación de Jesús cuarenta días después de su nacimiento.
María y José pertenecían a aquellos «pobres de Yavé» que ensalza la Biblia porque se
abandonan confiados al Señor; el Señor se les revela y los encuentra siempre dispuestos
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a realizar sus grandes planes. La pobreza que el evangelio denomina «bienaventurada»,
hasta proponerla como elección voluntaria, no es exaltación del pauperismo ni de la
miseria. Es reconocimiento de la superioridad de los valores espirituales sobre los
pasajeros, tan perseguidos por los hombres. Es fe en las promesas divinas y constante
apertura a la voluntad de Dios, buscada en sus palabras y en las circunstancias de la vida.
Reflexiones
Sobre María – No se sustrajo a las costumbres de su pueblo ni a la obediencia a sus
padres. Supo ver en todo ello la obra de Dios, a pesar de las apariencias. La
evidencia de los hechos, o sea, el matrimonio con José, parecía romper y anular su
propósito de pertenencia total al Señor. No dejó de confiar en que el Señor, si
quería esto de ella, la ayudaría a observar la virginidad incluso en el matrimonio.
Sobre nosotros – Sin duda los padres de José eligieron acertadamente, por lo que
José se sentiría feliz; en un pueblo tan pequeño se conocían todos muy bien. No
buscaron la riqueza o valores efímeros, sino la virtud. No hay verdadero amor sino
en la luz de Dios y con el deseo de cumplir su voluntad, la misión que espera de
nosotros. La disponibilidad para cumplir la voluntad de Dios no deja que nos
sintamos frustrados, aunque los acontecimientos nos obliguen a abandonar nuestros
proyectos y aspiraciones.
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Quinto día
Exulta, alégrate, goza
I
nmaculada, siempre virgen, esposa de José: ahora María está preparada para el gran
anuncio de su misión. El hecho se coloca claramente durante el año de espera de la boda,
cuando ya se había hecho la declaración del matrimonio, por lo que la muchacha ya era
esposa de José a todos los efectos, aunque normalmente, en este período, se abstenía de
las relaciones matrimoniales, aunque fueran legítimas. El mensajero divino irrumpe
poderosamente en la vida de la Virgen, de modo impresionante. Es casi seguro que el
hecho aconteció en su casa, por lo que sería auténtica la inscripción que leemos tanto en
Nazaret como en Loreto, donde se cree que tuvo lugar la anunciación: «Aquí se hizo
carne el Verbo de Dios».
«Chàire, kecharitomène: exulta, o favoritísima de Dios; alégrate, tú que estás repleta
de las gracias divinas; goza, elegida por Dios, que te ha colmado de predilección. Así
podríamos traducir el saludo del ángel. Son palabras ricas en significado y de directa
referencia mesiánica; por eso tienen el poder de turbar a la doncella: comprende que en
ellas hay un extraordinario proyecto de parte de Dios, pero no entiende de qué se trata.
«Chàire» no es el saludo hebreo corriente: «shalòm», la paz contigo; ni el simple «ave»,
o «salve», que desafortunadamente se han impuesto en nuestras traducciones. «Chàire»
(exulta, alégrate, goza) es un saludo particular, usado solo por los profetas Joel, Zacarías
y Sofonías, y únicamente con referencia al Mesías: «Exulta, hija de Sión, porque el
Señor está contigo». Al oír que le dirigían estas palabras mesiánicas, referidas
expresamente a ella, María experimenta una turbación espontánea: reflexiona, sin
entender, pero no pregunta nada, porque ella es la virgen que espera, cree y no hace
preguntas.
Un breve paréntesis. Los biblistas concuerdan en decirnos que todo este relato no
refleja los esquemas bíblicos de los nacimientos milagrosos; por ejemplo, cuando a Sara
se le anuncia el nacimiento de Isaac, o a Ana el nacimiento de Samuel, o a Zacarías el
del Bautista. Eventos suplicados y deseados, imposibles debido a las circunstancias de
vejez y esterilidad, para los que no hacía falta consenso alguno. En cambio la
anunciación sigue los esquemas bíblicos de las misiones especiales o de las vocaciones
extraordinarias: tenemos el saludo inicial, el anuncio de la misión y la espera de la
respuesta.
María reflexiona sobre aquel saludo mesiánico, sobre el hecho evidente de que Dios
le pide algo grande. Ella sabe que el Mesías nacería de una mujer (Protoevangelio) y que
sería concebido por una virgen en el pueblo hebreo; no sabe que la mujer predestinada es
precisamente ella, la humilde y desconocida doncella de Nazaret. Y el ángel le explica:
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«No temas… tendrás un hijo… lo llamarás Jesús… será grande, será Hijo de Dios, será
rey…».
María no duda un solo instante; no pide signos, sino órdenes: ¿cómo debe
comportarse para corresponder plenamente a la voluntad de Dios? Su pregunta: «¿Cómo
será esto, pues no conozco a varón», o sea, no tengo relaciones conyugales, es una
revelación explícita de su propósito de mantenerse virgen. «¿Tengo que seguir así?
¿Debo cambiar?». Ella, que es la esclava del Señor, no pone ninguna condición a Dios;
solo pregunta lo que ha de hacer. La respuesta de Gabriel: «El Espíritu Santo vendrá
sobre ti…», no es solo la explicación de cómo nacerá aquel Hijo, ni el simple anuncio de
que será el verdadero Hijo de Dios; pero sí la confirmación de que su propósito de
mantenerse virgen provenía de Dios y de que lo mantendría incluso en el matrimonio.
En este punto es Dios el que espera una respuesta de su criatura. Nos ha creado
inteligentes y libres, y nos trata como tales. El Señor ofrece incluso sus dones excelsos,
nunca los impone. El Vaticano II dirá: «Quiso el Padre de las misericordias que la
aceptación de la madre predestinada precediera a la encarnación» (LG 56), y añadirá en
el mismo párrafo: «María no fue un instrumento meramente pasivo en las manos de
Dios, sino que cooperó en la salvación del hombre con obediencia y fe libre». Y la
respuesta llega inmediatamente: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1,38). Es difícil imaginar un momento más grande que este en la historia
humana, cuando el Verbo de Dios se hizo carne y vino a vivir entre nosotros. Vino, y no
ha vuelto a abandonarnos: «Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20).
Cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso terrestre, con la perspectiva de la
fatiga y de la muerte, no salieron como unos seres desesperados. Dios les había dicho
una gran palabra, condenando a la serpiente que los había engañado: «Maldita seas… Yo
pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te aplastará la cabeza»
(Gén 3,15). Quedaba una esperanza: aquella mujer y su hijo (su semilla), que derrotarían
a Satanás. Pero, ¿cuándo llegaría aquella mujer? Y, ¿cuándo triunfaría su hijo? La
promesa mesiánica se fue precisando en el largo período de espera. Con Abrahán, Dios
se elige un pueblo del que saldría el Bendito. Entre las diversas tribus de Israel la
predilección cae sobre la tribu de Judá, y entre las familias de Judá la promesa se centra
en la de David. Pero, ¿cuándo y cómo se realizarían las profecías?
Por fin estamos ante la mujer predestinada y bendita. Sus padres la han llamado
María; el ángel Gabriel la define como «colmada de celestes favores»; ella misma se
presenta como «esclava del Señor». Es ella la mujer prometida, la virgen que dará a luz
un hijo. El pueblo hebreo esperaba a un Mesías, a un hombre. Nunca habría podido
pensar que el enviado de Dios fuera su mismo Hijo unigénito. Aquí la página de la
anunciación se hace aún más importante. Por primera vez aparece con toda claridad el
misterio trinitario, del que solo había alguna alusión velada en el Antiguo Testamento: el
Padre envía al ángel Gabriel, que ya se le había aparecido a Daniel para las grandes
profecías mesiánicas, y unos meses antes a Zacarías para anunciarle el nacimiento del
Bautista; el Hijo se encarna en el seno de la Virgen, uniendo así a su naturaleza divina la
naturaleza humana en la única persona del Verbo; el Espíritu Santo desciende sobre
18
María para realizar aquel gran misterio por el cual María, aun permaneciendo virgen, se
convierte en madre, y madre del Hijo de Dios.
Llegados a este punto, solo nos queda contemplar el admirable modo de proceder de
Dios y cómo cumple sus promesas mejor de lo que el hombre habría podido desear o
soñar.
Reflexiones
Sobre María – Su grandeza: es grande por haber sido predestinada; porque cree,
porque está dispuesta a hacer cuanto el Señor le pide, sin condiciones. Los tres
nombres con los que es indicada: María significa «amada por Dios», es el primer
paso hacia lo que Dios quería hacer de ella; «colmada de favores celestiales»
(solemos decir también: «llena de gracia») es lo que el Señor está realizando en
ella; «esclava del Señor» es la respuesta justa de la criatura humana a las solicitudes
divinas. La Trinidad que se revela y obra en ella la maravilla de las maravillas, la
encarnación del Verbo, establece con ella una relación única, irrepetible, superior a
cualquier otra relación con los seres creados.
Sobre nosotros – Estas maravillas de Dios no se realizaron con el objeto de honrar a
María, sino por nuestra salvación. En efecto, descubrimos de inmediato el amor de
la Santísima Trinidad por cada uno de nosotros: Jesús se encarna por nosotros para
salvarnos. Es evidente el rol de María en la realización de este plan divino, su
colaboración con Dios y la gratitud que le debemos.
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Sexto día
Dos madres y dos hijos
tu parienta Isabel ha concebido también un hijo en su ancianidad, y la que se
«M ira,
llamaba estéril está ya de seis meses, porque no hay nada imposible para Dios»
(Lc 1,36). Así le había dicho Gabriel a María, anunciándole que su hijo nacería por obra
del Espíritu Santo, o sea, de un modo totalmente milagroso: Aquel que había hecho
fecundo el seno estéril y viejo de Isabel tenía el mismo poder para hacer fecundo el
joven seno de María, manteniéndola virgen. La Virgen no había pedido ninguna señal o
prueba. Entonces, ¿por qué le dio el ángel una señal, y aquella señal?
La explicación parece fácil. En primer lugar quería reiterar a María que en ella se
operaría algo completamente milagroso, de lo que no existía ningún ejemplo antes ni lo
habría después: que una virgen concibiera por obra del Espíritu Santo, permaneciendo
virgen antes, durante y después del parto, conforme a la opción que María había hecho
por inspiración divina. Pero había también otro motivo, que la jovencísima madre
entendió inmediatamente: al anunciarle la milagrosa concepción del Bautista, Gabriel
quería darle a entender que había una estrecha relación entre aquellos dos niños, nacidos
ambos de modo milagroso, si bien diverso, y de cuyo nacimiento Gabriel mismo había
sido el anunciador enviado por el Padre. María comprende que hay una conexión entre
su niño, Hijo de Dios, y el niño de Isabel; un vínculo de misión, por el cual el Bautista
será el precursor de Jesús, el que le preparará el camino.
Así pues, María se apresura a ir donde el plan de Dios ha comenzado a realizarse. La
ciudad montañosa de Judea, en la que vivía Isabel, se ha venido identificando
comúnmente con Ain-Karim, a unos siete kilómetros de Jerusalén. Era fácil encontrar
caravanas que se dirigían a la Ciudad Santa, a las que solían unirse para hacer el viaje,
ciertamente en compañía de algún pariente. Creemos que no la acompañó José, su
marido, pues en tal caso no habría tardado en descubrir el gran misterio escondido en su
esposa y sería inexplicable su sorpresa a la vuelta de María a Nazaret. Partiendo de
Nazaret, los ciento sesenta kilómetros que la separaban de Ain-Karim le podrían haber
llevado cinco o seis días de camino (caminaban a pie, ya que entonces existía la
costumbre de andar, que nosotros hemos perdido por completo). Y, por fin, se registra el
gran encuentro que solemos indicar con la palabra visitación. Lo llamo «gran encuentro»
porque no se trataba de una visita privada de parientes. En el evangelio no hay cabida
para episodios de carácter personal; el evangelio es la proclamación de la buena nueva,
anuncio de la salvación realizada por Dios, no historiografía.
Aquí nos encontramos con una enseñanza que quiere darnos el evangelista y que tiene
un valor perenne: desde que María concibiera al Hijo de Dios, por obra del Espíritu
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Santo, adondequiera que vaya contamos siempre con la presencia de Jesús y del Espíritu.
Apenas la jovencísima parienta pone el pie en su casa y la saluda, Isabel tiene esta
experiencia. No sé qué timbre tendría la voz de María, pero conozco perfectamente la
eficacia de su presencia. Y no es este el único primado de Isabel; tiene muchos otros: es
la primera que, en presencia de María, está llena del Espíritu Santo, y la primera que
ensalza a María por su maternidad: «Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu
vientre»; la primera que reconoce en María a la Madre de Dios, llamándola «madre de
mi Señor»; es también la primera que anuncia una bienaventuranza evangélica: «Bendita
tú que has creído». Nótese que toda la Biblia está llena de bienaventuranzas: es el libro
de las bienaventuranzas; piénsese solo en los salmos que empiezan con las palabras
«bendito el que…»; lo mismo puede decirse del evangelio, que no contiene solo las ocho
bienaventuranzas del sermón de la montaña, aunque estas tengan un valor programático
particular. En lo tocante a primados, me parece que Isabel tiene unos cuantos.
En este punto está claro que los protagonistas del encuentro son los niños que ambas
madres llevan en su vientre. Juan salta de alegría en presencia de su Señor, realizando la
profecía pronunciada por Gabriel a Zacarías, a saber, que el niño sería santificado desde
el seno de su madre. Y Jesús inicia su gran obra de santificación. Acaba de ser
concebido, pero no es un simple grumo de sangre, como pretenden los modernos
asesinos que han hecho aprobar leyes asesinas: ¡es el Hijo de Dios! Esta es una
enseñanza que debe recordar con claridad toda mujer que concibe un hijo.
Hay otro aspecto que cabe subrayar en este encuentro de gran valor profético y
salvífico: recuerda un episodio bíblico que parece ser una anticipación del mismo.
Cuando el arca de la alianza, de la que Dios había tomado posesión cubriéndola con su
sombra para indicar su presencia, fue devuelta a Jerusalén por el rey David, hizo primero
una parada. El rey tuvo un momento de duda y de terror por la santidad del arca cuando
Uzá murió de improviso solo por haberse atrevido a tocarla. Entonces David la dejó en la
casa de Obed Edom durante tres meses, el mismo tiempo que María pasó con su prima.
Después, cuando se decidió a hacerla transportar definitivamente a Jerusalén, sintió toda
su indignidad y exclamó: «¿Cómo entrará el arca en mi casa?» (2Sam 6,9).
Todo aquel episodio era un signo profético. La verdadera arca de la alianza es María,
a quien dijo el ángel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá
con su sombra». E Isabel, llena de la presencia divina, repite casi a la letra las humildes
palabras de David: «¿Y cómo es que la madre de mi Señor viene a mí?». Es estupendo
este realizarse del plan de Dios, que a través de las anticipaciones veladas del Antiguo
Testamento encuentra sus actuaciones en el Nuevo.
La visitación nos recuerda uno de los episodios más gozosos de la vida de María.
Después de todo, ¡no son muchos! La exultación de Isabel y la exultación del Bautista
nos hablan claramente de la alegría que conlleva la presencia de María adondequiera que
va, dondequiera que es acogida. Porque con ella está siempre tanto la presencia de Jesús,
que da la gracia de la salvación, como la presencia del Espíritu Santo, que ilumina y hace
comprender los grandes misterios de Dios.
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Reflexiones
Sobre María – Es el arca de la alianza verdadera y estable, o sea, la morada de
Dios; es más aún, porque es aquella de la que Dios ha asumido la naturaleza
humana para vivir entre nosotros como hermano nuestro. Acoger a María es el
camino para recibir a Jesús y al Espíritu Santo. La primera bienaventuranza del
evangelio, «Bendita tú que has creído», es la bienaventuranza de la fe; a ella le
corresponde perfectamente la última bienaventuranza proclamada por Cristo
resucitado a Tomás: «Has creído porque has visto. Bienaventurados los que creen
sin haber visto» (Jn 20,29). María es modelo del que cree sin ver antes.
Sobre nosotros – Tal vez no hayamos comprendido aún quién es María; los
diversos primados de Isabel nos sirven de ayuda y de guía. Hacernos la ilusión de
obtener a Jesús y al Espíritu Santo sin pasar a través de María no es conforme al
camino seguido por Dios. La fe, no la sensibilidad, nos dice que la salvación
comienza por acoger a María.
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Séptimo día
El canto de la alegría
N
o transcribo aquí el Magníficat (Lc 1,46-55), pero ruego al lector que lo tenga muy
presente. Al saludo exaltante e inspirado de Isabel, María responde con un cántico de
alabanza a Dios que constituye el himno principal del Nuevo Testamento. Los que tienen
el cometido o la buena costumbre de rezar por la tarde la plegaria de Vísperas no dejan
de repetir nunca a diario el canto de la Virgen. Isabel, iluminada por el Espíritu, dirige a
María un saludo estupendo, que nosotros repetimos continuamente al recitar el
Avemaría; no debe sorprendernos, pues, que la Virgen, más llena que nunca del Espíritu
Santo y templo viviente del Hijo de Dios, responda con un cántico de extraordinaria
riqueza.
Tengamos asimismo en cuenta el estado psicológico de la joven madre en aquel
momento. Ciertamente su corazón, rebosante de alegría por lo que el Señor estaba
haciendo en ella, se encerraría en su discreto silencio, sin poder confiárselo a nadie.
Ahora, por fin, viendo que su secreto había sido revelado a su prima, ya feliz por su parte
debido a la inesperada concepción del Bautista, puede prorrumpir libremente en aquel
himno de alabanza que ciertamente ya se había ido formando en su interior y que
cantaba en su corazón desde la partida del ángel anunciador.
El Magníficat tiene características únicas. Cada una de sus expresiones y cada palabra
son eco del Antiguo Testamento: podríamos enumerar más de ochenta citas. Sin
embargo el resultado no es un centón de textos bíblicos, una especie de antología de
citas, sino un canto nuevo, que revela toda la frescura y espontaneidad del corazón
exultante que lo ha compuesto. María es feliz. Es feliz porque Dios la ha elegido sin
tener en cuenta su nada, porque Jesús está en ella: es el Hijo de Dios, pero es también
plenamente hijo suyo, carne de su carne y sangre de su sangre; ya lo estrecha contra su
corazón y sueña con sus ojos, su sonrisa, con aquel rostro que ciertamente se le asemeja
más que cualquier otro rostro, según Dante. Es feliz porque se encuentra con una
parienta que la comprende y con la que puede desfogar su gozo.
La felicidad de María tiene un solo origen, deriva por entero de lo que Dios ha hecho
en ella. Por eso todas las alabanzas van dirigidas a Dios. Isabel alaba y bendice a María;
María alaba y bendice a Dios. Al comienzo parte del cántico de Ana, otra mujer que
había experimentado el gozo de la maternidad por una gracia extraordinaria del Señor,
siendo estéril, y entona su alabanza a Dios en espera de su hijo Samuel. Después María
recorre, con las referencias de su canto, de algún modo, todos los libros históricos y
proféticos de la Biblia, citando en especial los Salmos. Sin embargo no hay ninguna
pesadez en esta acumulación de referencias, sino toda la espontaneidad de un himno
23
nuevo. ¿Cómo es posible? Un secreto que todos estamos invitados a descubrir es la
belleza de los Salmos: Dios mismo nos enseña las palabras con las que alabarlo, palabras
que con frecuencia reflejan nuestra situación, el estado de ánimo en que nos encontramos
en ese momento. Las plegarias bíblicas no son solo oración; son también escuela de
oración. Quien las usa habitualmente, como sin duda hacía María, aprende también a
dirigirse a Dios con plegarias espontáneas, que reflejan los conceptos o las mismas
palabras de la Biblia. Por eso el Vaticano II recomendó a todos los fieles que rezaran el
Oficio divino, especialmente Laudes y Vísperas, que constituyen su núcleo principal (cf
SC 100).
Por otra parte, si analizamos el Magníficat, descubriremos sin dificultad su división
en tres partes, de desarrollo y contenido completamente distintos. Al comienzo el canto
es estrictamente personal: la Virgen reflexiona sobre lo que el Señor ha hecho en ella;
sin embargo, aunque se refieran a su persona, los conceptos expresan verdades de valor
universal; todo lo que Dios ha hecho en María tiene como fin realizar el plan de
salvación. El Señor ha dirigido su mirada a la nulidad de su esclava. Ella siente que no es
nada, una nada que ha sido objeto de la elección gratuita de Dios, que ha hecho en ella
grandes cosas, porque solo Él es grande, poderoso, santo. Es una invitación clara a no
mirar ni alabarla a ella, sino a mirar y alabar a Dios: lo que ella ha llegado a ser, de una
grandeza excepcional, es obra de Dios.
Y prosigue. Pensemos en el valor de esta jovencita que, en espera de un hijo, se atreve
a hacer sobre sí misma una profecía a la que nadie se habría aventurado: «Desde ahora
me felicitarán todas las generaciones». De no haber tenido la luz de Isabel, la única que
estaba presente, uno pensaría que aquello era el desvarío de una mujer enloquecida. En
cambio, a dos mil años de distancia, nosotros somos testigos de que esta profecía se ha
realizado y se realiza continuamente, con un aumento impresionante.
La segunda parte del Magníficat tiene un desarrollo totalmente distinto. La
humildísima María, reflexionando sobre el comportamiento de Dios, usa un lenguaje
casi violento: los soberbios y sus proyectos se reducen a nada; los poderosos son
derribados de sus tronos y los ricos se precipitan en la miseria. En compensación son
ensalzados los humildes, y los hambrientos son colmados de bienes. Se proclama ya la
revolución del sermón de la montaña, la proclamación de las bienaventuranzas. Es una
revolución totalmente nueva respecto a los cánticos del Antiguo Testamento (pienso en
Débora, en María, la hermana de Moisés, en Judit), en los que se exaltaba a Dios por
victorias militares.
En la tercera parte, María se identifica con su pueblo, el pueblo de la alianza,
depositario de la gran promesa. Cita en particular a Abrahán, el primer elegido, de quien
ella se siente hija. Dios le había jurado: «Por ti serán bendecidas todas las naciones de la
tierra» (Gén 12,3). María ve realizadas en sí todas las promesas hechas por Dios a Israel
por medio de los padres, pero encaminadas a la salvación de toda la humanidad.
El pasado es reevocado en vista del futuro; Israel fue suscitado para ser depositario de
las promesas divinas y se ha desarrollado en vista de la llegada del Mesías. Ahora ha
terminado esta misión, porque se ha realizado en María. De ella provienen el Mesías
24
mismo y el nuevo pueblo de Dios.
Reflexiones
Sobre María – La humildad no es nunca contraria a la verdad. María es consciente
de la grandeza a la que ha sido elevada, así como del hecho de que, personalmente,
no tiene nada de qué vanagloriarse: todo es don de Dios, y a Él solo se ha de alabar.
Es la única vez en que María habla extensamente; tal vez quiera enseñarnos que es
muy importante hablar con Dios, adorarlo, darle gracias y referir a Él todo lo bueno
que tenemos.
Sobre nosotros – Las plegarias bíblicas son oraciones y escuela de oración:
aprendamos a hacerlas nuestras expresándonos con plegarias espontáneas,
inspiradas en conceptos bíblicos. Unámonos al coro de todas las generaciones que
alaban a María; pero sin detenernos en María: a través de ella se llega siempre a
Dios. «Per Mariam ad Jesum»: a través de María se llega a Jesús. Por eso el centro
y el culto de todos los santuarios marianos no es nunca María, sino Jesús
eucarístico.
25
Octavo día
Cómo sufre un justo
nacimiento de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y,
«E lantes
de que vivieran juntos, se encontró encinta por virtud del Espíritu Santo.
José, su marido, que era un hombre justo y no quería denunciarla, decidió dejarla en
secreto. Estaba pensando en esto, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y
le dijo: “José, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu
mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le
pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”» (Mt 1,1821).
Notemos la meticulosidad con que Mateo nos narra estos hechos. Es muy importante
saber con exactitud cómo se desarrollaron las cosas, no para satisfacer nuestro interés
histórico que, como ya hemos dicho, rebasa las intenciones de los evangelistas, sino para
ratificar dos verdades de fundamental importancia salvífica: que Jesús es
verdaderamente Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo, como nos relata
Lucas en la página de la anunciación, y el verdadero Mesías prometido, en quien se han
realizado todas las profecías. En particular: que debía ser un descendiente de David y
que sería concebido por una virgen. Estos son los fines que se propone Mateo, por lo que
parte de un hecho que es cada vez más evidente después de los tres meses que María ha
pasado en casa de Isabel: José se da cuenta de que su mujer está encinta.
¡Qué días tan dramáticos, de dudas atroces, debe haber pasado este joven esposo!
Hombre justo, deseaba celebrar un santo matrimonio conforme a la ley de Moisés; lo
había contraído con la certeza de haber encontrado a la esposa ideal: una muchacha que
conocía desde el nacimiento (lo mismo sucedía con todos en aquel pequeño pueblo), por
la que sentía una estima y un afecto inmensos, tales como para excluir de modo absoluto
que se encontraba ante una traición; si hubiera pensado esto, su deber habría sido
denunciar a su mujer como infiel. Quizá sus padres y los amigos ya se congratulaban con
él por el futuro hijo; pero a José le atormenta algo que no le deja vivir en paz y que crece
de semana en semana junto con una dolorosísima decisión.
Nos asombra el silencio de María; pero si reflexionamos sobre su personalidad, sobre
su modo de comportarse, no nos debería sorprender y entenderíamos que su silencio le
sugirió el comportamiento más razonable que podía adoptarse en aquella ocasión.
También ella debe haber sufrido un dolor tremendo. Leía en el rostro de su esposo, cada
vez más marcados, la duda, el sufrimiento y la incertidumbre sobre lo que había que
hacer, pero estaba convencida de que no le correspondía a ella intervenir. Lo que había
sucedido en ella era extraordinario y la actuación más grande del plan divino. Revelarlo
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y hacerlo comprender no era deber suyo; un hecho tan extraordinario pertenecía al Padre
que le había enviado el ángel, al Hijo que llevaba en su seno y al Espíritu que la había
fecundado. Por eso calla y espera cuando callar y esperar son las dos cosas que más
cuestan. Admiramos el silencio de María, pero el silencio de Dios nos desconcierta. Con
Isabel había bastado el sonido de la voz de María para que el Espíritu le revelase todo.
¡Cuánto habrá sufrido José por el silencio de María! Pero, ¡cuánto habrá sufrido también
María por el silencio de Dios!
Poco a poco José va madurando la decisión más dolorosa de todas: está convencido
de que se halla ante un misterio, un hecho más grande que él. Es mejor romper con todo.
Decide dar a su esposa el libelo de repudio de la forma más delicada posible, «en
secreto», como dice Mateo (bastaba la presencia de dos testigos). Entonces a un hombre
le resultaba muy fácil repudiar a su mujer con cualquier pretexto. El libelo de repudio era
considerado una garantía para la mujer, que así podía casarse de nuevo. Solo entonces,
cuando José había llegado a tomar esta decisión en medio de tanto sufrimiento, llega el
ángel para revelarle la verdad. Seamos sinceros; nosotros nos preguntaríamos: ¿por qué
Dios no ha mandado antes al ángel? ¿Por qué ha permitido que sufrieran tanto aquellos
esposos, amados y predilectos? Creo que eran los mismos motivos por los que el Padre
exigió al Hijo el sacrificio de la cruz. Los caminos del Señor no son nuestros caminos. El
Señor nos pide que hagamos su voluntad, no nos pide que comprendamos sus motivos,
con frecuencia superiores a nuestras facultades terrenas.
En este punto podemos comprender la dicha de José. «No tengas ningún reparo en
recibir en tu casa a María, tu mujer», le ha dicho el ángel. Ya no sentía ningún temor:
acudiría tan rápidamente como le permitieran sus fuerzas donde María para decirle que
ahora sabía todo, que todo estaba claro; se apresuraría a fijar el día de las nupcias
solemnes; después de tanto temor por tener que renunciar a su amadísima esposa, ahora
tenía la certeza de que no se separaría nunca de ella. También para la Virgen sería el fin
de una pesadilla, y daría gracias a Dios, que había premiado así su confianza, su
abandono.
Pero estas son solo consideraciones personales, humanas. Lo que comprendió José era
muy diferente. Comprendió que su esposa era nada menos que la Madre de Dios; que él
era el afortunado descendiente de David por medio del cual se realizarían las profecías
mesiánicas; que su matrimonio con María era algo completamente distinto de lo que se
imaginaba: Dios le confiaba precisamente a él a las personas más queridas y preciosas
que existieron jamás: Jesús y María. Comprendió y aceptó con gratitud su rol, del que se
habría sentido absolutamente indigno. Aquí debemos descubrir verdaderamente el plan
de Dios con relación a la figura de José. Nos ocuparemos de ello en la próxima reflexión.
Como conclusión, nos limitaremos a hacer notar que la profecía de Isaías, «una virgen
concebirá», recibe la explicación exacta solo en Mateo. A menudo las profecías del
Antiguo Testamento contienen acentos velados que solo se aclaran en el momento de la
realización. Tampoco en este caso resultaba clara la expresión. El mismo término usado
por Isaías, almah, podía indicar una muchacha o una joven esposa. Solo con la
extraordinaria maternidad de María y la referencia de Mateo comprendemos su sentido
27
exacto: una virgen.
Reflexiones
Sobre María – La maternidad divina no la libró del sufrimiento. Tal vez, la duda de
José y la incertidumbre sobre sus decisiones constituyeran su gran sufrimiento; pero
mucho más grandes y continuas serán las futuras. Con razón nos hace notar santa
Teresa de Ávila que el Señor envía más cruces a los que más ama. Su elección no le
dio tampoco a la Virgen una comprensión de los planes de Dios que la preservase
de dudas, incertidumbres e interrogantes sin respuesta.
Sobre nosotros – Con frecuencia el camino de nuestra vida sigue un curso del todo
distinto de nuestras previsiones. José es para nosotros un gran modelo de
disponibilidad. El Señor no está obligado a darnos explicaciones sobre su
comportamiento; Él busca al que hace su voluntad, aunque a menudo no nos dice ni
hace comprender sus motivos. Unas veces nos exige una intervención activa; otras
veces nos pide un abandono confiado. Tener paciencia, callar, esperar son virtudes
que generalmente nos cuestan bastante más que actuar.
28
Noveno día
Esposos felices unidos por Dios
tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer»: era el deseo más
«N ogrande
de José, que en medio de aquel sufrimiento personal sobre todo temía el
tener que renunciar a su mujer. Despejada felizmente toda duda, solo faltaba proceder a
las nupcias solemnes, o sea, a la introducción de la esposa en la nueva casa, que el
esposo había ido preparando mientras tanto. También los pobres, para aquella ocasión
única en la vida, con la ayuda de sus parientes, ponían el mayor cuidado para solemnizar
al máximo la fiesta. Es fácil pensar que también las nupcias de José y María tuvieran
carácter festivo, con la numerosa presencia de parientes y amigos, alegradas por músicas
y cantos, durante siete días, como solía hacerse entonces.
Pero entre los dos esposos existía un secreto que solo conocían ellos: la presencia del
Hijo de Dios, el que los había unido y para quien vivirían. Por ello José no podía ignorar
la sacralidad del gesto de introducir a María, la nueva y auténtica arca de Dios, en su
casa. Es muy fácil, habida cuenta del conocimiento que todos los hebreos tienen de la
Biblia, que pensara en el texto sagrado: «David reunió en Jerusalén a todo Israel para
trasladar el arca del Señor… David ordenó a los jefes de los levitas que dispusieran a sus
hermanos los cantores con todos los instrumentos musicales de acompañamiento, arpas,
cítaras y címbalos, e hicieron resonar bellas melodías en señal de regocijo» (1Crón
15,3ss).
Pero esto no bastaba. Había que ocuparse de otro asunto que nos hace comprender la
grandeza de José por el rol que Dios le había confiado y que él aceptó con entusiasmo.
También él quizá dijera, consciente de su poquedad, las palabras de David y de Isabel
sobre el arca de la alianza y a la verdadera arca de Dios: «¿Quién soy yo para que la
madre de mi Señor y el Señor mismo vengan a mi casa?». Y comenzaría a darse cuenta
de los motivos que le hacían entender su rol.
Un motivo seguro por el que él había sido elegido, motivo repetido por el ángel en el
anuncio a María y por el ángel que se le había aparecido en sueños: él era un hijo de
David, un miembro de la casa de David; por medio de él, en virtud de su matrimonio con
María, el Mesías cumpliría la profecía de pertenecer a la familia de David. A nosotros tal
vez nos parezca poco; habríamos preferido que fuera María la que perteneciese al linaje
davídico. En cambio no fue así. Debemos tener en cuenta que a menudo las profecías
mesiánicas son genéricas y que Dios las realiza con gran libertad. Desde el principio,
cuando el profeta Natán promete a David una casa estable (cf 2Sam 7,16), es natural
pensar en una dinastía real de tiempo indeterminado. En cambio la dinastía davídica
terminó con la deportación en Babilonia. A la vuelta del exilio, el único personaje
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importante, entre los descendientes de David, es Zorobabel; pero vivió cerca de
quinientos años antes de Cristo. Después la estirpe de David no volvió a tener ninguna
importancia política, y las palabras de Natán fueron interpretadas cada vez más en
sentido mesiánico. Dios las realizó con el matrimonio entre María y José.
Pero José entendió también algo mucho más importante: comprendió quién era su
esposa y el niño que había concebido. María era la mujer tan esperada, profetizada en el
Génesis; la virgen que alumbraba, preanunciada por Isaías como un signo de salvación;
el hijo, concebido por obra del Espíritu Santo, era el mismo Hijo de Dios y Dios como el
Padre. Comprendió que el silencio de María había tenido un doble fin: salvaguardar el
secreto sobre la identidad de aquel niño, secreto que Jesús mismo irá revelando poco a
poco, con mucha discreción; y el no revelar su identidad personal de Madre de Dios.
Creo que es este el momento en que José reflexionó seriamente sobre sí mismo,
comprendiendo lo que Dios esperaba de él al confiarle a Jesús y María. Si antes tenía
una estima a María como para excluir a toda costa su infidelidad, después esta estima se
transformó en auténtica veneración: José es el auténtico, gran y primer devoto de María
santísima. Pero hay más. En los primeros siglos del cristianismo la figura de José era
más estudiada y conocida que hoy. Pienso, por ejemplo, en el gran arco cubierto de
mosaicos de Santa María la Mayor en Roma, que se remonta al año 432, en recuerdo del
hecho de que el año anterior, en Éfeso, María había sido proclamada Madre de Dios.
Observando las diversas escenas, vemos que José destaca en cuatro de ellas: es visto
como el jefe de la sagrada familia y de la Iglesia, representante del obispo, testigo y
custodio de la virginidad de María, protector y educador de Jesús.
Respecto a Jesús mismo, el secreto que guarda José en su corazón, junto con María,
es la identidad divina de aquel hijo. Pero es también la misión de aquel niño, que el
ángel le había revelado con las palabras: «Le pondrás el nombre de Jesús, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Aquí tenemos delineado el cometido por
el que el Hijo de Dios se hizo hombre: para salvar, redimir del pecado y reabrir así las
puertas del cielo. Precisamente él, José, sería el formador, el educador, en el aspecto
humano, del Hijo de Dios, para prepararlo para su misión.
En este punto no es difícil comprender el «sí» gozoso de José, no menos gozoso que
el fiat de María, al rol que le asignaba el Padre. Su matrimonio sería distinto de lo que él
creía y se proponía, pero era inmensamente más grande. Cuando Dios llama a una
misión extraordinaria, siempre exige renunciar a los proyectos y visiones humanas. Así
obró con Abrahán, cuando le invitó a dejar su casa y su tierra y partir, sin decirle adónde
lo llevaría. Así también con los profetas (basta pensar en Amós), que solo pensaban en
continuar el humilde trabajo de sus padres; lo mismo hizo con los apóstoles, invitándoles
a dejarlo todo para seguirlo. Y así sigue obrando con todo aquel a quien llama a una
dedicación total a Él.
Cuando, el 8 de diciembre de 1870, Pío IX proclamó a san José «patrono de la Iglesia
universal», a muchos les pareció que invocaba a un protector más en el momento en que
estaba para desaparecer el poder temporal de los papas. En cambio se trataba del
reconocimiento de un dato evangélico: confiando a José la persona de Jesús, Dios le
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confió también su cuerpo místico, la Iglesia.
Reflexiones
Sobre María – Su confianza, su abandono en Dios tuvieron plena recompensa, si
bien tras muchos dolores. Desde aquel momento María cuenta con la ayuda de
alguien de la máxima confianza, que compartirá con ella las alegrías y las penas,
como ya comparte con él los secretos de su identidad y de la de Jesús. Las
relaciones entre María y José, desde el momento en que su unión había sido querida
por Dios en función total de Jesús, eran de extremo respeto y colaboración; no
existían las relaciones conyugales corrientes, pero había un amor verdadero, ese
amor que no está en los sentidos.
Sobre nosotros – La disponibilidad a los planes de Dios, expresados por nuestras
dotes y por las circunstancias, a menudo puede inducirnos a renunciar a proyectos y
metas. El plan de Dios sobre cada uno de nosotros es siempre un plan de salvación:
con tal que cumplamos la voluntad de Dios, nuestra vida en todo caso será un éxito.
Y además de la ayuda de María invoquemos la ayuda de José, sintiéndonos
confiados a él como miembros del cuerpo místico.
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Décimo día
Belén, la casa del pan
aquellos días salió un decreto de César Augusto para que se empadronara todo
«P orel mundo».
Así nos introduce Lucas, en 2,1, en el gran evento de la Natividad.
Dios se sirve de las causas segundas, que a nosotros nos parecen completamente
accidentales, para llevar a cabo sus designios. El profeta Miqueas había profetizado que
el Mesías nacería en Belén, y el Señor se sirvió de esta circunstancia para que Jesús
naciera precisamente allí.
Belén, que significa «casa del pan» (reparemos en la referencia eucarística), era una
aldea situada a siete kilómetros de Jerusalén; ahora es una pequeña ciudad en constante
crecimiento, por lo que casi está unida a la gran ciudad. En la Biblia encontramos
mencionada varias veces a Belén. De allí salió Noemí con sus dos hijos casados, que
murieron sin dejar herederos. Entonces Noemí volvió a su casa natal, acompañada por
una de las nueras, la moabita Rut. El relato bíblico, en el libro que debe su nombre a Rut,
nos refiere con admiración la gran opción de esta extranjera. Invitada por Noemí a volver
a su casa, como la otra nuera, Rut hizo una elección arriesgada y de fe: «Tu pueblo será
mi pueblo y tu Dios será mi Dios» (Rut 1,16). Se casará con Booz y merecerá formar
parte de la genealogía del Mesías, convirtiéndose en la bisabuela de David. En Belén
David será ungido rey por Samuel, cuando aún reinaba Saúl, en presencia de sus
hermanos.
Son grandes acontecimientos para un pueblo tan pequeño. Pero el acontecimiento
más grande, que hará a Belén conocida en el mundo, será el nacimiento de Jesús.
Con ocasión del censo, José se hace acompañar por María. Notemos que las mujeres
no estaban obligadas a inscribir su nombre; quizá José no quisiera separarse de María en
la proximidad del parto, o tal vez quería hacer inscribir a María en el censo, entre los
componentes de la familia de David, para que también el niño figurara entre los
miembros de tal familia. «No encontraron sitio en la posada» (Lc 2,7). Creo que la
elección provisional de los santos progenitores fue dictada por la conveniencia, teniendo
en cuenta el evento que estaba para cumplirse en María. Seguramente los habrían
acogido los parientes, tan hospitalarios entre los hebreos. Pero las casas constaban de
una sola habitación, donde se tendían alfombras por la noche para descansar todos
juntos. No era la mejor solución. En la caravanera había habitaciones tranquilas, pero de
pago, y por consiguiente no idóneas para los pobres; se podían cobijar bajo el porticado,
junto con todos los demás, pero tampoco esta solución era satisfactoria. Era preferible
una gruta aislada, donde los pastores y el ganado se albergaban en ciertas ocasiones. Era
un privilegio pobre, pero discreto, tranquilo.
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Y aquí es donde nace Jesús, según nosotros como un chabolista. Y sin embargo,
¡cuánta majestad a su alrededor! Aun hoy, contemplando Belén desde el «campo de los
pastores», especialmente a la hora de la puesta del sol o de noche, uno se queda
encantado ante el paisaje rodeado de colinas, la vegetación y el cielo tersísimo. Sobre
todo, Jesús era acogido por los dos corazones más puros del mundo. Los bizantinos
expresan todo esto con una bella plegaria natalicia: «¿Qué te ofreceremos, oh Cristo, por
haber aparecido en la tierra como hombre? Cada criatura creada por ti te ofrece su
reconocimiento: los ángeles, el canto; los cielos, una estrella; los magos, los dones; los
pastores, su admiración; la tierra, una gruta; el desierto, un pesebre. Pero nosotros te
ofrecemos por madre a la Virgen María».
San Francisco, con su gran sensibilidad, quiso reproducir al natural la escena de la
Natividad; así difundió los belenes que en los días de Navidad contemplamos en las
iglesias, en las casas, con frecuencia en las mismas plazas, en los caminos y en los
escaparates de las tiendas. Nosotros repetimos con confianza, en medio de las
preocupaciones que nos angustian, las consoladoras palabras de Isaías: «Un niño nos ha
nacido, un hijo se nos ha dado» (Is 9,5): el Hijo de Dios.
María brilla más que nunca en Navidad por su máxima elevación: Madre de Dios.
En el evangelio no leemos nunca esta expresión, pero María es considerada y llamada
continuamente «madre de Jesús» y se dice claramente que Jesús es Dios. Por lo tanto,
cuando los primeros escritores cristianos usaron el término Theotokos (engendradora de
Dios) no encontraron ninguna oposición. Fue Nestorio el que se opuso a este título
porque había incurrido en un error cristológico: creía que en Jesús había dos personas, la
divina y la humana, por lo que María era solo madre de la persona humana de Cristo,
madre únicamente de un hombre. Surgió la polémica que determinó el concilio de Éfeso
en el año 431. La preocupación del Concilio fue principalmente cristológica: definió que
en Jesús hay una sola persona, la persona del Verbo, que, encarnándose en María, asoció
la naturaleza humana a la divina. Por consiguiente María es verdadera Madre de Dios, ya
que su hijo es realmente Dios.
Para no incurrir en errores es importante comprender debidamente esta verdad.
Nunca se ha pretendido hacer de María una diosa; ella sigue siendo siempre una humilde
criatura como nosotros, que ha tenido necesidad de ser redimida en Cristo. Y tampoco
ese título significa que Dios necesite una madre que le transmita la divinidad. El título de
«Madre de Dios» es un título cristológico: significa que Jesús, nacido de María, es
verdadero Dios. Con tal título se afirma que Jesús es Dios desde el primer instante de su
concepción. Por ello María es verdaderamente madre de un hijo que es Dios. Por ello la
proclamamos con razón «Madre de Dios».
Para los católicos estos conceptos resultan claros. Pero debemos saber expresarlos
también con exactitud, para responder a las eventuales objeciones. Añadiremos que
tampoco los ortodoxos y los protestantes tienen dudas sobre los dos grandes dogmas
marianos definidos desde la antigüedad, anteriores a cualquier escisión: María, Madre de
Dios, y María siempre virgen. Las dificultades, especialmente para algunas confesiones
de la Reforma protestante, se refieren a los dos últimos dogmas marianos de
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promulgación más reciente, la Inmaculada Concepción y la Asunción. Respecto a estas
verdades tienen posiciones diversificadas; varias confesiones las proponen como
posibilidad en la que uno puede creer o no. Pero quizá la dificultad mayor procede de
otros títulos marianos que nosotros atribuimos a la Virgen, y del culto que la tributamos.
Reflexiones
Sobre María – El día del nacimiento de Jesús fue ciertamente uno de los días más
gozosos de su vida, por lo que no sintió las molestias de la precaria situación. La
grandeza de María, Madre de Dios, no restó nada a su humildad, a su costumbre de
atribuir todo al don gratuito de Dios. Por eso ella se nos ofrece más que nunca con
su materna atracción.
Sobre nosotros – Pensemos en la alegría de la Navidad con sentido religioso para
dar gracias al Padre, adorar al Hijo y abrirnos a la iluminación del Espíritu Santo.
Podemos reflexionar sobre la acogida que dispensamos a un Dios hecho hombre. Es
importante saber ver la humildad de su venida para comprender que ha venido para
salvar y redimir. Cuando vuelva en el esplendor de la gloria, vendrá para juzgar y
dar a cada uno lo que se merezca. Confiémonos a la Madre de Dios para que nos
haga conocer cada vez más al Hijo de Dios e hijo suyo.
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Undécimo día
La fe de los más pequeños
D
ios prefiere decididamente a los pequeños, los pobres, las personas que según la
mentalidad humana no cuentan. Era justo que el primer anuncio del nacimiento del
Mesías se le hiciera al pueblo hebreo, y este es uno de los significados principales de
todo el episodio. Pero después se nos revelan los gustos de Dios en la elección de los
primogénitos. Los pastores no gozaban entonces de buena fama, a pesar de la
importancia que tenía el pastoreo en la economía de Israel. Baste pensar que no podían
ser elegidos jueces ni dar testimonio en los tribunales. Diríamos que no tenían plenos
derechos civiles. Y precisamente a ellos Dios les hace la revelación angélica con estas
palabras: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo. En la ciudad de
David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Esto os servirá de señal:
encontraréis un niño envuelto en pañales acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12).
Isaías ya había profetizado, entre las señales mesiánicas, que el evangelio sería
anunciado a los pobres. Aquí tenemos la primera realización de ello. Y es que los pobres
están siempre dispuestos a creer y a moverse. La señal de reconocimiento es bastante
significativa, no es genérica, como podría parecernos a nosotros. Además de indicar la
pobreza humana de aquel niño, ayuda a encontrarlo. Incluso en las familias más pobres,
cuando una madre esperaba un hijo, se preparaba una canasta, una cuna donde ponerlo.
El hecho de que un niño fuera colocado en un pesebre quería decir no solo que era pobre,
sino que pertenecía a gente de tránsito. Llegados a Belén, no resultaría difícil informarse
si había una mujer que estuviera de paso próxima a la maternidad y conseguir
indicaciones sobre su paradero.
Los pastores ven y creen. Ven a un pequeño dando vagidos y creen que aquel es el
Mesías prometido. Felices por ello, son los primeros que se convierten en pregoneros de
Cristo, anunciando la buena nueva de que ha nacido el Salvador. Dicen con sencillez
cuanto han oído a los ángeles y lo que han visto, sin temor ni respeto humano; no se
plantean el problema de si los creerán o se mofarán de ellos, les basta dar testimonio de
los hechos. Y por ellos conocemos el estupendo canto angélico: «Gloria a Dios en lo más
alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres que él ama» (Lc 2,14); en nuestra
liturgia no dejará de repetirse ese canto, ni tampoco se olvidará a los pastores en las
representaciones del pesebre.
Las palabras angélicas parecen casi programáticas; son ya un compendio de la obra de
Cristo, que viene para dar gloria a Dios y paz a los hombres. Dos objetivos intensos y
estrechamente unidos: solo dando gloria a Dios y observando sus leyes puede haber paz
en el corazón de cada hombre y en la sociedad humana. Cuando los hombres reconozcan
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a Dios por Padre, se darán cuenta de que son hermanos y vivirán como tales.
El episodio de la visita de los pastores termina con una frase un poco misteriosa, que
Lucas repite también como conclusión del hallazgo de un Jesús de doce años en el
templo. Parece querernos decir que el corazón de María es el cofre que conserva aquellos
recuerdos: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su
corazón» (Lc 2,19). Se nos comunica una meditación sapiencial que María hace de los
diversos episodios de la vida de su hijo; pero parece precisamente que el evangelista
quisiera revelarnos la fuente de sus informaciones. No olvidemos que Lucas, al
comienzo de su evangelio, afirma que escribe los acontecimientos «según nos los han
enseñado los mismos que desde el principio fueron testigos oculares» (1,2) de ellos, e
insiste sobre esto añadiendo que se ha decidido a escribir «después de haber investigado
cuidadosamente todo desde los orígenes» (1,3).
Queremos insistir sobre estos pasos, porque es muy importante conocer la fuente de
información de san Lucas, no solo con relación al episodio de los pastores, sino respecto
a toda aquella parte de su libro conocida como «evangelio de la infancia», o sea,
respecto a cuanto hemos dicho. El recuerdo de los testigos oculares (no se contentó con
testimonios indirectos) y de la investigación desde los orígenes da razón a los Padres y
exegetas, que opinan que la fuente de información de Lucas fue la Virgen misma.
Prefiero resumir, a este propósito, lo que escribe un biblista contemporáneo, Aristide
Serra, profesor de la Pontificia Universidad Marianum, el cual afirma:
Dentro de la primera comunidad apostólica, María era la única «testigo ocular»
de la encarnación y de los años de la vida privada de Jesús; mientras que eran
muchos los testigos de su vida pública.
Pentecostés habilitó a todos, no solo a comprender a fondo, sino a «testimoniar»
lo que habían visto y oído, aunque no todos estuvieran llamados a
«evangelizar». Además María demuestra, en el Magníficat, que es plenamente
consciente de las grandes cosas que Dios había obrado en ella. Le incumbía, por
tanto, la obligación, tan inculcada por el Antiguo Testamento, de hacer conocer
de una generación a otra las grandes obras de Dios.
Con estas premisas no parece posible imaginar que la Virgen permaneciera
callada, replegada sobre sí misma, celosa de los misterios divinos de que había
sido protagonista. Es lógico suponer, en cambio, que volcase sobre la Iglesia los
tesoros que guardaba en su corazón y que no le pertenecían. Por ello es justo
imaginar a María siempre pronta a «testimoniar» los hechos a los apóstoles y a
aquellos que, para enseñar o escribir, recurrían a ella como a la única fuente
segura. Sabemos que Lucas formaba parte de ellos.
No debería sorprendernos el que, después de todo lo que Lucas ha escrito sobre la
Virgen, una tradición lo considerara como «el pintor de María». En varias iglesias se
veneran imágenes marianas que se precian del título de «Virgen de san Lucas». Se trata
siempre de iconos del tipo llamado «odigitria» (la que indica el camino). Los más
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antiguos se remontan al siglo VI, y los más famosos, a los siglos XII-XIII. Está claro que
no son obra de san Lucas, que solo fue «pintor» de María en cuanto escritor de los
hechos principales de su vida.
Reflexiones
Sobre María – Es la primera que nombran los pastores cuando se acercan a la gruta.
Parece que ya es ella la que presenta a Jesús, iniciando así su preciosa misión: aquel
niño nacido de ella no es para ella, es para el Padre y para la humanidad. En lugar
de mirarlo con sentido posesivo, lo presenta y ofrece, colaborando desde el
principio a su misión.
Para nosotros – Es necesario que nos hagamos pequeños, «hacerse como niños»,
para comprender los secretos de Dios. Esto significa una apertura de ánimo y una
humildad que todos poseemos. La vida de la Iglesia nos presenta también a muchas
personas de cultura, o con puestos de gran prestigio y responsabilidad (incluso
reyes y princesas), dotados de tal humildad de corazón y disponibilidad para con
Dios que los hacía aptos para comprender y vivir su doctrina. Los pastores ven y
dan testimonio; María conoce y no duda en revelar las grandezas de Dios. Todo
cristiano debe sentirse obligado a dar testimonio de la fe que lo anima.
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Duodécimo día
El nombre de la salvación
«A los ocho
circuncidarlo, le
días,
cuando
debían
pusieron el nombre de Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción»
(Lc 2,21). La circuncisión, practicada asimismo por otros pueblos, se convierte en un rito
sagrado con Abrahán, cuando Dios se la impone como signo de pertenencia al pueblo
elegido. Obligaba a practicar las leyes dadas por Dios y, aunque se tratara de un signo
externo, no era una simple formalidad: cada vez más a menudo los profetas hablaban de
«circuncisión del corazón», o sea, de abrir el ánimo al amor de Dios y del prójimo. Hoy,
para pertenecer al nuevo pueblo de Dios, Jesús instituye el bautismo, en el cual se
pronuncian las promesas que resumen los principales compromisos del cristiano.
También con Jesús se observó aquel rito, que efectuaba en casa el padre u otra
persona práctica; y desde ese momento pasó a formar oficialmente parte del pueblo
hebreo, pertenencia que nadie ha impugnado. Un rito y un nombre: después de aquel
evento la salvación ya no dependía de ese rito, sino del nombre. El nombre tenía gran
importancia para los hebreos por los familiares, que habían llevado el mismo nombre, y
por las figuras bíblicas que recordaba. Por otra parte, cuando el nombre era impuesto por
el Cielo, o cambiado por voluntad divina, adquiría una importancia aún mayor, pues
indicaba la misión que quería el Padre.
Jesús significa «salvador»: «Él salvará a su pueblo de sus pecados», le había dicho el
ángel a José. Es una misión nueva respecto a lo que esperaba el pueblo del Gran Profeta:
esperaba la liberación de los romanos y la grandeza política. Pero supone infinitamente
más. Jesús ha venido para destruir la obra de Satanás, como afirma Juan; para liberar a
todos aquellos que se encuentran bajo el yugo del demonio, según dice san Pedro a
Cornelio. Es el nombre de la salvación y de la gracia. Pensemos solo en algunos textos
evangélicos: «Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá»; «En mi
nombre echaréis demonios y curaréis a los enfermos»; «El que da un solo vaso de agua
en mi nombre no perderá su recompensa». Pedro y Juan, cuando hacen el primer milagro
en el nombre de Jesús, curando al paralítico que mendigaba a la puerta del templo,
proclaman en alta voz: «Sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que este se
encuentra sano entre vosotros en virtud del nombre de Jesucristo. Y no hay salvación en
ningún otro, pues no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo
para salvarnos» (He 3 y 4,10.12).
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Un gran predicador, san Bernardino de Siena, repartía por todas partes placas y
cuadros para que los pusieran en las puertas de las casas, o hacía grabar, en el dintel de la
entrada, un sol radiante en el que figuraban tres letras: JHS (Jesus hominum Salvator,
Jesús Salvador de los hombres). Cuando predicaba en una ciudad, quería que en las
puertas de entrada de las casas de todas las familias hubiera una alusión al nombre que
salva. Tratemos de entenderlo: el nombre de Jesús tiene una fuerza extraordinaria, pero
no es una palabra mágica. La fuerza procede de la fe del que invoca la persona del Señor.
Se le invoca con ese nombre, que indica su misión, habiéndose encarnado «por nosotros
los hombres y por nuestra salvación», como repetimos en el Credo. El que crea que va a
obtener algún efecto invocando el nombre de Jesús mecánicamente, sin una fe profunda
en su persona divina, no conseguirá nada.
Pero el episodio sobre el que estamos reflexionando contiene también otra verdad de
excepcional importancia. Solo en esta ocasión, en que se celebra la circuncisión
(pertenencia al pueblo hebreo) y la imposición del nombre de Jesús (el que salva), se
evidencia una realidad nueva, perturbadora, una auténtica ruptura. Desde ese momento la
salvación ya no depende de la circuncisión, sino del nombre de Jesús. A nosotros hoy
nos cuesta comprender la dificultad casi trágica en que llegaron a encontrarse aquellos
primeros cristianos, que eran hebreos piadosos y muy practicantes. Ellos siguieron
frecuentando el templo cada día como fieles observantes de las leyes que Dios había
dado a sus padres. Pero la dificultad surgió cuando empezaron a convertirse los paganos
y estalló con toda su virulencia cuando Pablo y Bernabé empezaron a predicarles con
tanto éxito. Entonces es cuando se plantea el problema: ¿deben someterse estos a la
circuncisión? Nótese que la circuncisión comportaba asimismo la observancia de todas
las leyes dadas al pueblo elegido.
Fue la primera gran dificultad que se afrontó en el tiempo apostólico. Se diría
posteriormente que el mundo estaba pronto para hacerse cristiano, pero que nunca habría
aceptado hacerse hebreo. Pablo advirtió la gravedad del peligro cuando empezó a
predicar que la circuncisión ya no servía, porque la salvación dependía de la fe en
Jesucristo. Fue impugnado fuertemente por los judeo-cristianos, o sea, por los cristianos
provenientes del judaísmo en todas las localidades adonde iba. Entonces se sometió la
cuestión a los apóstoles, reunidos en Jerusalén: es el llamado primer Concilio. Hubo una
discusión enconadísima. Tengamos en cuenta la mentalidad de aquellos hebreos que se
habían hecho cristianos: vivían en la fe de sus padres las promesas que se habían
realizado en Jesús, hebreo, circuncidado, observante de la ley, atendiendo empero a la
sustancia. Debemos comprender asimismo las dificultades teológicas: si era necesaria la
circuncisión, se negaba que la salvación dependiera de la fe en Jesucristo. Además, se
bloqueaba de golpe la evangelización extendida a todos los pueblos. Los apóstoles,
iluminados por el Espíritu Santo, dieron plena razón a Pablo: basta de circuncisión, ya no
sirve, concluyeron.
Así se operó la ruptura definitiva entre Sinagoga e Iglesia: somos salvados por la fe
en Jesucristo, aquel que reconcilia en sí al pueblo de la antigua alianza y al nuevo pueblo
de Dios. Posteriormente la Iglesia sufrió problemas análogos, si bien no tan trágicos
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como aquel primer dilema; problemas en cualquier caso que, mal comprendidos y
resueltos, bloquearon el evangelio. Piénsese, por ejemplo, en la incomprensión de los
ritos chinos y malabares en tiempos de Benedicto XIV. Hubo tiempos en los que parecía
que fuera necesario occidentalizarse para ser cristiano. La apertura decisiva, aunque
todavía sin aplicar totalmente, se operó con el Vaticano II, especialmente en la
constitución pastoral Gaudium et spes, donde se proclama el respeto de las culturas, en
las que es preciso valorar todo lo que es compatible con el cristianismo.
Reflexiones
Sobre María – La Virgen vio la primera sangre derramada por su Hijo y sus
sufrimientos; tal vez viera en ello algo profético. La alegría de llamar a Jesús por su
nombre, significativo de aquella misión de la que ella ya se había beneficiado con
antelación: comprendió que aquel nombre sería una bendición para toda la tierra.
Sobre nosotros – Reflexionemos sobre el bautismo, dado por voluntad de Jesús en
nombre de la Trinidad, que nos hace miembros del nuevo pueblo de Dios,
partícipes de la naturaleza divina, miembros de Cristo, unidos a su misión
sacerdotal, profética y real, y nos confiere el Espíritu Santo. Invoquemos con fe el
nombre de Jesús, profundizando su fuerza.
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Decimotercer día
Jesús ofrecido al Padre
D
ios había ordenado a Moisés que todos los primogénitos fueran rescatados porque le
pertenecían a Él. Era un recuerdo de aquella décima y definitiva plaga de Egipto que
había exterminado a todos los primogénitos de los egipcios, respetando a los
primogénitos de los hebreos. Fue el episodio culminante que indujo al faraón a dejar
salir al pueblo elegido.
En los tiempos de Cristo bastaba enviar al templo la ofrenda de cinco siclos de plata,
correspondiente más o menos al salario de dos meses de trabajo; debía ir acompañada de
dos animales (los pobres daban dos pichones), uno para el holocausto y el otro para la
purificación que debía hacer la madre. Cuando el primogénito era varón, todo esto se
efectuaba cuarenta días después del nacimiento.
Lucas quiere subrayar que los dos jóvenes esposos hicieron todo en cumplimiento de
la ley dada a Moisés; pero en realidad describe el comportamiento de María y de José
con particularidades únicas, que dejan entrever que ellos realizaron escrupulosamente
aquel rito, ordenado de una forma que velaba la realidad, solo cumplida con Jesús.
Ante todo no estaba prescrito que los esposos fueran al templo. La iniciativa, aunque
la proximidad entre Belén y Jerusalén hacía fácil este homenaje no exigido, nos dice que
se hizo más de lo debido. En la Biblia no encontramos ningún otro ejemplo parecido.
Después Lucas habla de «su purificación», incluyendo a José. También este detalle
revela un fin profundo. Los santos cónyuges, por indudable inspiración divina,
ofrecieron realmente a aquel hijo al Padre, al que era el verdadero Padre desde todos los
puntos de vista. Pero ya resulta evidente que es ofrecido por los pecados, que es su
misión. Por eso Lucas ha aunado a José y María: los dos esposos se convierten en los
representantes de todo el pueblo, a fin de que la ofrenda de Jesús se hiciese en un
contexto de purificación.
El valor de este episodio resulta profético. No olvidemos que Lucas ve siempre a
Jerusalén como la ciudad de la pasión. A nuestro entender, el rito de purificación de la
madre no tiene aquí importancia alguna; en cambio tiene enorme importancia la ofrenda
del hijo, verdadera ofrenda sacrificial. María se asocia a ella comprendiendo su
significado, aunque intuya solo vagamente que se trataba de un presagio y de una
anticipación de una ofrenda muy diversa, la de la cruz. La cruz será la salvación de toda
la humanidad, y Jesús ya es proclamado «luz de los pueblos».
En efecto, en este punto se inserta un hecho que completa y explica plenamente la
ofrenda sacrificial que acaban de hacer: el encuentro con el anciano Simeón. Este
piadoso israelita había recibido una promesa del Espíritu: «No morirás sin haber visto
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antes al Mesías» (cf Lc 2,27). Es el Espíritu el que lo impulsa a acudir al templo ese día
y es asimismo el Espíritu el que, en medio del acostumbrado ir y venir del lugar sagrado,
lo conduce hasta los jóvenes esposos. Se dirige a la madre sorprendida para pedir un
favor: quiere tener al niño entre sus brazos, quiere mirarlo bien, para pronunciar una
plegaria estupenda, que hace comprender a los santos cónyuges que el Señor le ha
revelado la verdadera identidad de aquel niño. Es una plegaria que se repite todas las
noches en las Completas, y que podría resumirse así: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu
siervo se vaya en paz, según tu palabra, porque mis propios ojos han visto tu
salvación…»; y al niño lo llama «luz de los pueblos y gloria de Israel» (cf Lc 2,29-32).
Pero en este punto el encuentro con el santo anciano adquiere otro sesgo. Tal vez se
ensombreció el rostro de Simeón mientras se dirigía a su madre, la verdadera madre,
para enunciar una doble y dolorosa profecía sobre el niño y sobre ella misma, tan
plenamente asociada a la misión de su hijo. Quién sabe lo dolorosas que resultarían
aquellas palabras para el corazón de María: «Este niño está destinado en Israel para que
unos caigan y otros se levanten; será signo de contradicción»: palabras tremendas, que
pesarán sobre cada uno de nosotros cuando seamos juzgados en base a nuestra acogida o
a nuestro rechazo de Jesús y de sus enseñanzas. De nuestra respuesta y de nuestro
comportamiento dependerá el que Jesús sea para nosotros salvación o ruina. No son
menos duras las palabras proféticas que dirige a la madre: «Y a ti una espada te
traspasará el corazón para que sean descubiertos los pensamientos de todos» (cf Lc 2,3435).
La profecía sobre Jesús muestra claramente que nadie puede permanecer indiferente
frente a su persona. Él mismo llegará a decir: «El que no está conmigo está contra mí».
Aquí en la tierra muchos se hacen la ilusión de poder adoptar más o menos este
comportamiento: «Señor, no tengo nada contra ti, pero déjame en paz; así estaremos los
dos perfectamente». Como si no dependiéramos totalmente de Dios, en quien «vivimos,
nos movemos y existimos», según la expresión de Pablo en el discurso dirigido a los
atenienses (cf He 17,28). Como si no hubiéramos sido creados por Dios en vista de
Cristo y para Cristo; por consiguiente, si el Señor no nos sostuviese, nos hundiríamos en
la nada. Como si pudiéramos tratar con Dios de igual a igual, imponiendo nuestras
condiciones.
La profecía de María es más difícil de explicar: ¿por qué es necesario que una espada
le traspase el alma, o sea, atraviese toda su vida, para desvelar los pensamientos
recónditos de los corazones humanos? En estas palabras podríamos ver una unión de los
sufrimientos de María a los sufrimientos de su Hijo, y una alusión a la separación final
del juicio.
En este punto, estando María y José estupefactos, les serviría de bálsamo la presencia
de la anciana Ana, también ella llena del Espíritu Santo, que demuestra haber recibido
una revelación plena sobre la auténtica identidad de Jesús, por lo que alaba al Señor y
habla de aquel niño señalándolo como el Salvador a aquellos que esperaban la redención
de Jerusalén (cf Lc 2,36-38); o sea, se dirige a los pequeños, a cuantos tienen el corazón
dispuesto a aceptar los planes de Dios y esperan con confianza su desenvolvimiento.
42
Reflexiones
Sobre María – La vemos más que nunca en actitud de ofrenda: se ofrece no solo a sí
misma, sino que ofrece a aquel hijo que es suyo, y sin embargo no es para ella. Se
lo ofrece al Padre para salvar a los hombres de sus pecados. La admiración con que,
junto con José, asiste a estos hechos, nos dice cómo el Señor la iba preparando poco
a poco, a través de un duro camino de fe. La profecía sobre Jesús es bivalente: de
alegría y de dolor. Pero la profecía sobre ella es solo una promesa de sufrimiento
constante.
Sobre nosotros – Ofrecerse al Padre para que cumpla en nosotros sus designios.
Tomar decididamente posición con relación a Cristo. ¿Quién es Jesús para mí?
¿Cómo trato de conocerlo para poder obedecerle? ¿Me doy cuenta de que su
ofrenda sacrificial es por mi salvación, pero que depende de mí para que me sea
aplicada como redención? La figura de José parece quedar en la sombra en este
episodio; sin embargo, si nos fijamos en los protagonistas, es José el que mejor nos
representa: participa y recibe los frutos de la redención.
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Decimocuarto día
El homenaje de los paganos
M
ateo nos cuenta la visita de los Magos al niño (cf Mt 2,1-12). Estos sabios, llegados de
Oriente, con mucha probabilidad de Arabia, eran expertos en astronomía, ciencia muy
estudiada desde tiempos antiguos. Dios se adapta a las diversas costumbres y
mentalidades: para anunciar a los pastores que ha nacido Jesús, tratándose de hebreos
que conocen perfectamente por la Biblia la existencia de los ángeles, se sirve de esos
mensajeros celestes; en cambio, para advertir a estos sabios paganos, se sirve de un signo
conforme a sus conocimientos: una estrella extraordinaria, seguramente milagrosa, hasta
el punto de indicar un evento portentoso y que los condujera a la casa de la sagrada
familia. Por consiguiente no se la puede identificar con un cometa o con los astros
celestes que nosotros conocemos.
Podemos situar este episodio aproximadamente un año antes del nacimiento de Jesús:
lo deducimos del hecho de que Herodes, calculando el tiempo de la aparición de la
estrella, hace matar a los niños de dos años para abajo con un cierto margen de
seguridad. Nosotros estamos acostumbrados a colocar las figuras de los Magos en los
belenes, porque la Epifanía cae cerca de Navidad y nos resulta cómodo utilizar el
nacimiento preparado anteriormente. Pero el evangelio dice que los Magos encontraron
al niño y a su madre «en una casa». Es muy probable que el alojamiento provisional en
la gruta durara poco, tal vez solo los cuarenta días en los que una madre no podía salir de
casa después del parto. Mientras tanto José habría buscado un albergue adecuado,
retomando su trabajo; así le ahorraría al recién nacido las molestias del viaje de vuelta a
Nazaret. Es de suponer que se cobijara de un modo satisfactorio, tanto por lo que
respecta a la casa como al trabajo, ya que, de vuelta de Egipto, su primera intención será
regresar a Belén.
En este hecho se ha reconocido desde siempre la importancia salvífica de esta visita:
como Jesús se había revelado a los hebreos en la persona de los pastores, ahora se revela
a los paganos en la persona de los Magos. Los dones tienen un valor simbólico que la
tradición ha explicado así: con el oro se reconoce la realeza de Cristo; con el incienso se
rinde homenaje a su divinidad; la mirra preanuncia su sepultura. Merced a los tres dones
se ha llegado a la conclusión de que los Magos fueran tres, aunque la antigüedad nos
transmita números dispares.
También este homenaje de los paganos fue ciertamente gozoso: una alegre sorpresa
para la familia, que interrumpe por un día su escondimiento habitual. Pero también en
esta ocasión, a la alegría por el reconocimiento tributado al niño, por los dones y por la
festiva acogida, no tarda en asociarse el dolor. El final es decididamente trágico. Los
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Magos son advertidos en sueños de que no vuelvan a Herodes, y a José le comunican,
también en sueños, que huya en seguida a Egipto, o sea, al extranjero, porque «Herodes
anda buscando al niño para matarlo» (Mt 2,13).
La historia nos habla de Herodes el Grande como un genial constructor de edificios
grandiosos, además de reconstructor del templo de Jerusalén; pero nos informa asimismo
de su excepcional crueldad, especialmente contra los rivales políticos o presuntamente
tales. Entre sus muchas masacres recordamos que mandó matar a tres hijos y dos
mujeres. Celosísimo del poder, había logrado que los romanos le dieran el título de rey y
no le pasaba ni por el pensamiento la existencia de posibles rivales. Por eso se turba ante
la pregunta de los Magos: «¿Dónde ha nacido el rey de los judíos?». Para un soberano
tan cruel era una nonada matar a los niños del poblado de Belén de dos años para abajo
(cf Mt 2,16-18). Se calcula que su número oscilara entre veinte y treinta. No dudó en
cometer este horrible crimen apenas se percató de haber sido burlado por los Magos, que
habían vuelto a sus países sin pasar por donde él y comunicarle dónde estaba el niño,
futuro rey. Fue un infanticidio atroz, como la supresión de cualquier vida humana. Pero
esto no evita el horror por el horrible asesinato de seres inocentes que, con la aprobación
de leyes aberrantes, son eliminados en nuestros países considerados civilizados.
La profecía de Simeón empezó pronto, demasiado pronto, a verificarse: Jesús será
signo de contradicción y a María la traspasará una espada. Los pastores y los Magos
fueron en busca de un niño para adorarlo; Herodes lo busca para matarlo. La presencia
de Jesús, aunque ha venido por nuestra salvación, a algunos les resulta incómoda.
Podemos imaginar que el anuncio hecho por el ángel del peligro inminente que
amenazaba al niño pusiera alas en los pies de los miembros de la sagrada familia (cf Mt
2,13-15). Huyen inmediatamente, compartiendo de este modo la suerte de los prófugos,
de los perseguidos políticos, de aquellos que se ven obligados por la perfidia humana a
dejar todo y a todos para afrontar lo desconocido en tierra extranjera.
Sabemos que el evangelista Mateo escribió su relato teniendo presentes sobre todo las
exigencias de los judeocristianos, por lo que procura subrayar la realización de las
profecías. Al referirnos la presencia de Jesús en Belén, recuerda tres profecías. La
primera es precisamente que el Mesías nacería en Belén, conforme a la indicación
preanunciada por Miqueas (cf Miq 5,1). Después, como comentario de la matanza de los
inocentes, se remite a lo que escribe Jeremías sobre el llanto de Raquel (31,15):
rememora así el llanto de las madres a quienes les matan el hijo. Por fin cita la profecía
de Oseas (11,1): «De Egipto llamé a mi hijo», para decirnos que también habían sido
profetizados el exilio de Jesús y su posterior regreso. Especialmente, en los dos últimos
casos, notamos una cierta libertad de interpretación y adaptación: es muy significativa
para hacernos comprender que la Sagrada Escritura abunda en significados. Con
frecuencia nos presenta figuras o episodios que se prestan a múltiples interpretaciones. A
veces ciertas referencias que a nosotros se nos pasarían por alto, son iluminadas por el
Espíritu Santo, que es el autor principal de la Biblia.
En el episodio que acabamos de considerar, de la piadosa visita de los Magos a la
cruel matanza de Herodes, hay una sucesión de hechos, comportamientos y estados de
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ánimo que merecen la máxima atención. El centro de todo es la persona de Jesús y es él
quien suscita reacciones tan diversas, según acojamos o rechacemos su presencia.
Reflexiones
Sobre María – Vemos en ella una rápida alternancia de alegrías y dolores: alegrías
cuando el hijo es reconocido, amado, adorado; y dolor cuando no le comprenden o
persiguen. Es justo pensar también en la pena que sentiría por la matanza de los
inocentes: ¿qué culpa habían cometido? ¿Es posible que precisamente su hijo, el
Hijo de Dios, fuera ocasión para que se desencadenase tanta perfidia? Tal vez
también en esta ocasión la fe de María se viera sometida a una dura prueba: el Hijo
de Dios se veía obligado a huir por causa de un pérfido y mísero hombre.
Sobre nosotros – También este episodio nos invita a reflexionar sobre nuestras
posiciones: con los Magos o con Herodes. Ser cristianos y vivir como cristianos
puede resultar a veces muy incómodo y suscitar la inquina de los demás. ¡Cuántas
persecuciones se han sufrido a lo largo de la historia pasada y contemporánea! Por
nuestra parte cabe la tentación de unirnos al más fuerte o a la moda, o bien secundar
las pasiones o los intereses. Hasta nuestra misma fe puede entrar en crisis por el
comportamiento de Dios, que no interviene según nuestros modos de ver.
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Decimoquinto día
Vuelta a casa
en Egipto hasta que yo te avise», le había dicho el ángel a José (cf Mt 2,13).
«E state
El cielo velaba sin duda por aquella santa familia. La fuga había sido precipitada
por temor de que los persiguieran y alcanzaran antes de llegar a la frontera. Es muy
probable que la pequeña familia tomara la ruta de la caravanera que desde Berseba
llevaba al mar, pasando cerca de Gaza; otra ruta costeaba el Mediterráneo hasta
Alejandría. Era la famosa via maris (camino del mar), que seguramente José conocería
por los relatos de los comerciantes y beduinos: un recorrido de cerca de cuatrocientos
kilómetros, que requeriría unos veinte días de camino.
¿Dónde se establecerían? Las tradiciones que ponen la residencia de la sagrada
familia en las cercanías de El Cairo, probablemente junto a un grupo de familias hebreas,
que no era difícil encontrar en Egipto, son bastante unánimes. A pocos kilómetros de El
Cairo, en una localidad llamada Matarieh, hay un sicómoro plurisecular vallado,
conocido como «árbol de la Virgen». Pero no sabemos nada preciso, salvo el hecho de
que su estancia en Egipto se prolongó hasta nuevo aviso. Se alojarían lo mejor posible,
dentro de la precariedad propia de los exiliados o de los temporeros, que viven animados
por la esperanza de poder regresar pronto a su tierra. Es razonable pensar que José
practicara su oficio, comenzando todo desde el principio: el esfuerzo por ganarse el
aprecio y la confianza, y, naturalmente, una nueva clientela.
Se cree que el exilio no duraría mucho. Cuando ordena la matanza de los inocentes,
Herodes estaba próximo a la muerte. Finalmente es de nuevo un ángel el que, siempre en
sueños, le dice a José: «Levántate, toma al niño y a su madre y vuelve a la tierra de
Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño» (Mt 2,20). Por fin
recibe el ansiado anuncio para poder volver a la patria. No solo ha muerto Herodes, sino
«los que…»; tal vez el ángel quisiera tranquilizar totalmente a José de que ya no
quedaba nadie que pudiera atentar contra la vida de Jesús; o pretendió repetir las
palabras que Dios le había dicho a Moisés cuando huyó de Egipto para salvarse de las
manos del faraón: «Han muerto los que atentaban contra tu vida» (Éx 4,19).
De nuevo la minúscula familia se ponía en camino, siguiendo más o menos el
itinerario de la ida, pero con muy diverso talante: ya no había ningún peligro y no se
dirigían hacia lo desconocido, hacia un país extranjero, sino que volvían a su tierra, a su
pueblo, con los parientes y amigos. A lo largo del viaje, antes de llegar a Belén, donde
José había pensado quedarse, se entera por los compañeros de viaje y los viandantes de
la situación que iba a encontrar. Herodes había hecho un testamento, ratificado por los
romanos, según el cual repartía Palestina entre sus dos hijos. Judea y Samaría pasaban al
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dominio de Arquelao; Galilea y Perea, al de Herodes Antipas. Era un verdadero
problema, porque Belén, situado en Judea, quedaba en manos de Arquelao. Era este uno
de los peores hijos de Herodes: de su padre no había heredado la grandeza, sino solo la
crueldad y la vida disoluta, tanto que Augusto lo destituyó y le exilió a Galia el año 6
d.C., por sus vicios y masacres.
Con razón, pues, José tiene un momento de vacilación al volver a un lugar en donde
reinaba un hombre tan perverso. Una vez más un ángel en sueños le confirma lo fundado
de sus temores, por lo que decide volver a Nazaret, su pueblo natal. Al llegar aquí,
podemos imaginarnos la festiva acogida que recibiría por parte de los parientes y
amigos. Recuérdese también una peculiaridad de los hebreos: toda propiedad, casa o
terreno, por pobre que fuera, era conservada con gran respeto al legítimo propietario,
aunque este se ausentara por mucho tiempo. Podemos pensar en la alegría de volver a su
propia casita, por modesta que fuese. El pequeño Jesús, que tendría unos tres o cuatro
años, se presentaba en Nazaret por vez primera y sería el centro de la alegre acogida.
En este punto Mateo, tan escrupuloso a la hora de no pasar por alto ninguna
actuación profética, presenta un verdadero rompecabezas para los pobres biblistas:
afirma que la elección de Nazaret la hizo para que «se cumpliera el dicho del profeta:
“Lo llamarán Nazareno”» (2,23). Es una referencia vaga, de la que no tenemos
confirmación. Marcos y Lucas hablan con más simplicidad y claridad de Jesús
«nazareno», o sea, habitante de Nazaret. Sabemos que los primeros cristianos eran
llamados «nazarenos», o sea, seguidores de una persona procedente del oscuro poblado
de Nazaret, con un deje de desprecio. Solo en la ciudad cosmopolita de Antioquía, donde
se efectúan las primeras conversiones en masa de paganos, empieza a usarse el nombre
de «cristianos» atribuyéndoselo a los seguidores de Cristo, nombre que será definitivo.
Por los usos y costumbres del tiempo podemos hacernos una idea de la vida cotidiana
de la pequeña familia. Jesús, hacia los cinco años, empieza a frecuentar regularmente la
sinagoga y a iniciarse en el oficio de su padre. María cuida la casa y el huerto y va todos
los días a buscar agua a la fuente, reviviendo los días de su infancia. Toda la jornada está
jalonada por la oración; para los hebreos no hay distinción entre tiempos sagrados y
profanos: toda acción se vuelve sagrada por la bendición que la acompaña, algo parecido
a las oraciones que se recitan antes de las comidas. Conocemos un centenar de estas
bendiciones que le ofrecían a Dios cada una de las acciones. La vida modesta, humilde,
en apariencia casi insignificante del Hijo de Dios y de sus santos padres nos enseña el
gran valor de las acciones comunes hechas con amor y ofrecidas a Dios. La santidad no
consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en realizar santamente los quehaceres de
cada día.
Reflexiones
Sobre María – Su tranquila permanencia en el país extranjero: lo quiere el Padre y
yo también. La alegría del regreso a la patria, alegría de ver crecer al hijo y de
educarlo en el ambiente hebreo. Su confianza plena en José y la satisfacción de
saber que estaba iluminado por Dios. El humilde desarrollo de la vida cotidiana,
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que escondía a todos la grandeza real del hijo y la suya. La fatigosa vida de
entonces: la casa, el huerto (es seguro que María tenía las manos callosas, como la
trabajadora del campo), el cuidado de los animales domésticos, la molienda del
trigo para hacer el pan…
Sobre nosotros – Saber esperar los planes de Dios con plena disponibilidad y
confianza. Los caminos de Dios son a menudo los más costosos. La dedicación al
trabajo cotidiano para ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, la monotonía
de la vida de cada día; hacer todo con amor, ofreciéndoselo a Dios: este es el
camino normal en el que nos santificamos.
49
Decimosexto día
Un niño desconcertante
S
olemos indicar este episodio como «la pérdida y el hallazgo de Jesús en el templo» (cf
Lc 2,41-51). En realidad el hecho nos induce a reflexionar sobre la misión de Jesús
maestro, sobre su consciencia de ser el Hijo de Dios y sobre la redención por medio de la
cruz. Un acontecimiento de gran importancia profética, el único que nos narran los
evangelios, interrumpiendo casi el largo silencio sobre los años pasados por Jesús en
Nazaret.
Un estudio pormenorizado, al que aquí nos limitaremos a aludir, nos habla del
alcance real del episodio. Jerusalén, para san Lucas, como ya hemos dicho, es la ciudad
de la crucifixión; su relato evangélico se desarrolla como un único itinerario de Jesús
hacia Jerusalén, donde sufre la pasión. También las otras dos veces en las que Lucas
habla de la presencia de Jesús en la Ciudad Santa hacen referencia directa al Calvario.
Ya lo vimos cuando Jesús fue presentado en el templo: la profecía de Simeón sobre el
niño y sobre la madre contienen una referencia preciosa. También en este episodio del
niño de doce años, aunque no aparezca a primera vista, está implícita la referencia al
misterio pascual y confiere al hecho un significado de preanuncio y preparación.
Este es su profundo valor. La pérdida de Jesús y su desaparición son un indicio de lo
que será su muerte. Los tres días de búsqueda con la ansiedad de volverlo a ver guardan
relación con los tres días que pasó en el sepulcro. El feliz hallazgo es un preanuncio de
su gloriosa resurrección.
Tenemos, pues, un vislumbre del drama de la cruz, con su aspecto de atroz
sufrimiento orientado a la gloriosa conclusión. Por eso el hecho es visto como
anticipación profética y preparación para el misterio pascual, misterio de muerte y de
resurrección, de dolor que se transforma en gozo, de derrota convertida en victoria.
Detengámonos en algún detalle. Los escribas y fariseos se mostraban muy
acogedores, en los locales contiguos al templo, con los jóvenes que acudían a Jerusalén
con ocasión de la Pascua. Era un momento precioso para tratar con aquellos grandes
expertos de Sagrada Escritura, que dedicaban la vida a su estudio y a la predicación. Con
frecuencia se trataba de personajes famosos, cuyas sentencias eran referidas incluso en
las aldeas más remotas. En familia era el padre el que leía y explicaba la Biblia; después
se contaba con la instrucción en las sinagogas, donde podía intervenir cualquiera de los
presentes. Pero en Jerusalén se encontraban aquellos a quienes nosotros llamaríamos
teólogos famosos o profesores universitarios.
La inteligencia de Jesús y sus respuestas causan estupor. No hay que pensar en su
enseñanza, «hecha con autoridad». Es más probable que los doctores se admiraran al ver
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que aquel niño venido de Nazaret, o sea, de un pueblo sin importancia alguna y carente
de escuelas rabínicas, tuviera tanto celo y tanto conocimiento de la palabra de Dios, y
supiera responder tan sabiamente a las preguntas que se le hacían. Tampoco cabe pensar
que demostrara originalidad; más bien habría despertado admiración por su amor a la
palabra de Dios y por su celo al interpretarla de un modo más conforme al espíritu que a
la letra.
El hecho de que se quedara en la ciudad sin que sus padres se percataran se explica
fácilmente si pensamos en cómo se efectuaban los viajes en caravana: partían en grupos,
hacia la primera etapa establecida; los chicos podían ir con quien quisieran. Solo al
llegar al destino se recomponían las familias, y cuando llegaban los últimos contingentes
se descubría quién faltaba. Así, después del primer día de la partida y el segundo día del
regreso, con otra caravana, finalmente el tercer día los padres encontraron a su hijo
donde sin duda habían pensado que estuviera.
No hay duda de que la importancia del episodio se incrementa con la pregunta de
María, puesta una vez más en primer plano, y la misteriosa respuesta de Jesús: «Hijo,
¿por qué nos has hecho esto?». Tal vez, dado el conocimiento que la madre tenía del
hijo, el interrogante incluía muchas posibles explicaciones: «¿Has tomado alguna
decisión particular, en vísperas de alcanzar la mayoría de edad, a los 13 años? ¿Ya estás
realizando un programa propio? ¿Nos hemos equivocado quizá en algo? ¿Hay un viraje
en tu vida?». Explota con amabilidad el dolor que han sufrido aquellos días. «Tu padre y
yo te buscábamos angustiados». Angustiados, destrozados…: Lucas usa el mismo
término del que se servirá para indicar las penas del infierno. Y para aquellos santos
padres fueron exactamente tres días de infierno.
Entonces se oyen las primeras palabras de Jesús que refieren los evangelios: «¿Por
qué me buscabais?». No es fácil comprender una pregunta que responde a otra pregunta.
Tal vez fuera una referencia a cuando los padres le habían ofrecido al Padre, con una
oblación a la que María se había asociado plenamente. Aún más misterioso resulta el
otro interrogante: «¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas [o de la casa] de mi
Padre?». Aquí se aprecian claramente tres contraposiciones: la casa del Padre y la casa
de los progenitores; la obediencia al Padre y la obediencia a los progenitores; la persona
del verdadero Padre respecto al padre davídico, que no es humillado sino reconducido a
su rol.
Es una respuesta oscura tanto para María como para José, puesto que el evangelio
afirma: «Ellos no comprendieron». Están gozando del hallazgo, que es un preludio del
gozo pascual. Pero viene espontáneo pensar en la observación de Isaías: «Tú eres un
Dios misterioso» (Is 45,15). Es quizá una velada preparación a los muchos sufrimientos
que María sufrirá sin entenderlos de inmediato. También para ella hay porqués que no
tienen respuesta en esta tierra, como los habrá para el mismo Jesús cuando gritará desde
la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). La respuesta
solo llegará más tarde, y la dará Jesús mismo a los discípulos de Emaús: «¿No era
necesario que Cristo sufriera todo esto para entrar en su gloria?» (Lc 24,26). La
respuesta no viene ni de la cruz ni de la muerte, sino de la resurrección.
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Como conclusión del episodio vemos que los santos esposos no preguntan más; se
fían de Dios y vuelven a casa, donde Jesús se porta como un hijo obedientísimo.
Reflexiones
Sobre María – El Señor no la libró ni del dolor ni del tormento de no entender. Para
una madre siempre es penoso no comprender a su propio hijo. María se fio siempre
de Dios a ojos cerrados, sin pretender explicación alguna. La ocasión de este gran
dolor fue la visita ritual a Jerusalén. A veces el Señor nos pide los sacrificios más
grandes precisamente en los momentos que menos los esperamos. Sin embargo esta
prueba fue para María justamente un don, una preparación necesaria.
Sobre nosotros – No nos sorprendamos cuando la vida nos presenta tantos porqués
a los que no podemos dar respuesta. El niño que sufre el síndrome de Down, los
esposos que desean tener hijos y no lo consiguen… todo el vasto campo del mal y
del dolor. Debemos fiarnos de Dios; las explicaciones llegarán más tarde, y solo se
comprenderán en la otra vida. Conformarse con la voluntad de Dios es verdadera
sabiduría, aunque no comprendamos los motivos que la provocan. Este episodio
reitera el primado absoluto de Dios, incluso con relación a las personas más
autorizadas y queridas. Los deberes para con Dios se imponen a cualquier otro tipo
de deber.
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Decimoséptimo día
Un silencio precioso
T
ras el episodio de la estancia en el templo, a los doce años, los evangelios no vuelven a
hablarnos de Jesús hasta que empieza la vida pública: guardan silencio sobre un período
de cerca de veinte años, o sea, sobre el tiempo más largo de su vida terrena. Y sin
embargo este tiempo que vive obedeciendo a sus padres y dedicado al trabajo, este lapso
de maduración humana y espiritual, en el que Jesús «crecía en sabiduría, edad y gracia
ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52), tiene mucho que enseñarnos si nos esforzamos
un poco por penetrar en aquel silencio. Hemos dicho que María conservaba y meditaba
en su corazón todo lo que se refería a su hijo divino; también hemos recordado que,
conforme al uso hebreo, no se substraería nunca a la obligación de dar testimonio cuando
se presentaba la ocasión. ¿No habrá hablado nunca de estos veinte años? Es posible; pero
en este caso son los evangelistas los que han guardado silencio porque, como no nos
cansaremos de repetir, su finalidad no era histórico-biográfica, sino de anuncio del
mensaje de la salvación.
Sin embargo nosotros tratamos de penetrar en aquel silencio, porque Jesús vivió
también este período por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Jesús es siempre
el gran y único maestro: cuando habla, cuando actúa y cuando calla. Tal vez sea esta
monotonía cotidiana la que tanto tiene que enseñarnos por parecerse mucho al
desenvolvimiento normal de nuestras jornadas.
Un escritor contemporáneo, un hebreo tan abierto y respetuoso con los católicos, no
duda en afirmar que estos fueron los años más «hebreos» de la vida de Jesús, o sea, los
años en los que vivió y fue educado como un hebreo piadoso, conforme a la ley dada por
Dios al pueblo elegido, sin particularidades, siguiendo solo los usos generalizados en
aquellos lugares y en aquella época. Me refiero al escritor Robert Aron, que ha tratado de
profundizar su investigación valiéndose del gran conocimiento que ha ido adquiriendo
sobre aquellos tiempos. A él le debemos dos libros interesantes y útiles: Los años
oscuros de Jesús y Así oraba el hebreo Jesús.
También Pablo insiste en el hebraísmo de Jesús y en los méritos del pueblo hebreo.
«Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la
ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la
condición de hijos adoptivos» (Gál 4,4-5). Y añade: «De ellos [los israelitas] procede
Cristo en cuanto hombre, el que está por encima de todas las cosas y es Dios bendito por
los siglos» (Rom 9,4-5).
No podemos silenciar el vuelco radical que el Vaticano II imprimió al modo de
mirar al mundo hebreo: una mirada de reconocimiento por la manera como se fue
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preparando en el pueblo elegido la venida del Mesías; por eso el nombre más justo y
bello con el que podemos llamar a los hebreos es el que les diera Juan Pablo II cuando
visitó la sinagoga de Roma: «nuestros hermanos mayores».
Pero el hecho principal sobre el que creo quisiera adoctrinarnos el Hijo de Dios es
que la santidad no consiste en hacer grandes obras, sino en vivir con rectitud cada día.
Serían años tranquilos, pero no idílicos. La vida pueblerina de entonces era dura y llena
de fatiga, sostenida por la plegaria constante y el amor recíproco. No parece
precisamente que el comportamiento de Jesús llamara la atención por alguna
peculiaridad, puesto que sus compaisanos, cuando inicie su vida pública, se admirarán al
enterarse de los milagros que hacía. También esto parece un signo de que, en aquellos
años, Jesús no hizo nunca nada de extraordinario. Si alguna vez tomó la palabra para
explicar la Sagrada Escritura en la sinagoga, cosa fácil de pensar en un pueblo tan
pequeño, lo haría con mucho celo, pero sin la autoridad que mostrará en la vida pública.
¿Podía hacer más y mejor? ¿Es posible que el Hijo de Dios desperdiciara sus talentos
durante tanto tiempo en el escondimiento? También en esto hay una gran enseñanza: no
existe nada más perfecto que hacer la voluntad de Dios, y Jesús esperaba serenamente las
indicaciones del Padre.
Pero hay un episodio que ciertamente sucede estos años, aunque los evangelios no
hablen de él, por ser de valor privado: la muerte de José. Durante la vida pública no
volverá a aparecer, y María tendrá que vivir con los parientes, según la costumbre de las
mujeres solas. Además, cuando los sinópticos refieren la admiración de los nazarenos
por lo que Jesús ha empezado a hacer, Lucas se expresa con estas palabras: «¿No es este
el hijo de José»; en cambio, y extrañamente, Mateo y Marcos dicen: «¿No es este el hijo
de María?». Parece una señal de que sus compaisanos ya se habían habituado hacía
tiempo a ver a Jesús solo con su madre.
Entre María y José, con un objetivo y unas vicisitudes comunes, se debe haber
desarrollado un amor cada vez más intenso. Creo que se puede decir que nunca un
esposo ha sido amado como José ni una esposa como María. Tal vez solo un amor tan
casto, debido a un fin sublime, puede alcanzar delicadezas y afinidades de ánimo tan
profundas. María irá descubriendo cada vez más el tesoro del esposo, apoyo y amigo que
le había dado el Señor.
Por otra parte, para Jesús, que fue el primero que llamó abbá (papá) a José, él fue
realmente la imagen del Padre. José le dio todo lo mejor que un padre puede darle a un
hijo: la educación humana, un nombre respetado, el conocimiento de Dios, y le enseñó a
rezar y trabajar con un constante ejemplo de vida recta. Por eso me parecen reductivos
ciertos nombres acomodaticios atribuidos a José, como padre putativo, padre nutricio,
etc. José es el padre davídico de Jesús: ante todo le dio la pertenencia a la casa de David,
conforme a las profecías.
Solemos invocar a José como padre de la buena muerte, porque ciertamente expiró
atendido amorosamente por Jesús y María; es imposible pensar en una asistencia mejor.
¿Rogarían ellos por su curación al Padre? Sin duda; pero, como hará después Jesús en el
huerto de los Olivos, subordinando su petición a la voluntad de Dios. El hombre justo
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había terminado su misión y estaba maduro para el Cielo.
Jesús no lloró solo por el amigo Lázaro y por la ciudad de Jerusalén. Y María,
independientemente de su gran dolor, dio inicio a una nueva misión, común a tantas
mujeres: la de ser un modelo para las viudas.
Reflexiones
Sobre María – Más que nunca vemos cómo se santificó en la vida de ama de casa,
una vida muy dura en aquellos tiempos para la gente pobre. Las fatigas comunes de
cada día hacen que la sintamos más que nunca nuestra hermana. Cada jornada,
jalonada por la oración y el trabajo, era un don de Dios: se desvivía por el Hijo de
Dios; pero todas las madres y padres se desviven por los hijos de Dios, ya que Jesús
dijo que lo que hacemos a los demás se lo hacemos a él.
Sobre nosotros – La reflexión principal gira en torno a la comprensión del valor de
la vida común, escondida, monótona, si se le ofrece al Señor y se vive en gracia.
Por eso es necesario que esté entretejida de oración. También la vida del que es
viudo, de quien está solo, de quien no ha realizado el sueño, quizá, de un amor o de
una familia es preciosa si se vive en gracia. Y, como dice la Biblia, la muerte de los
justos es preciosa a los ojos de Dios.
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Decimoctavo día
Las bodas de Caná
E
l evangelio de Juan es el último en orden de tiempo. No repite lo que ya se encuentra en
los sinópticos, sino que nos dice cosas que no hallamos en los otros evangelios. Respecto
a María, el apóstol predilecto nos narra dos intervenciones en exclusiva: en Caná y junto
a la cruz.
El marco del episodio salvífico de Caná es una gozosa fiesta nupcial. Nos
encontramos en los comienzos de la vida pública de Jesús, cuando, tras dejar Nazaret, se
había hecho bautizar por Juan en el Jordán; después, durante cuarenta días de ayuno en
el desierto, se había enfrentado cara a cara con Satanás, el adversario. Reunidos los
primeros discípulos, participa en las bodas de Caná, un poblado próximo a Nazaret.
María llega antes que él. El evangelista pone de relieve esta presencia, como para
insinuar que donde está María está Jesús; o quizá fue ella misma la que hizo invitar a su
hijo, que llega cuando ya han empezado aquellas bodas que, según hemos dicho, duraban
normalmente siete días.
La fiesta nupcial es solo el marco de hechos mucho más importantes; baste pensar
que no se concede ninguna relevancia a los esposos, protagonistas de la fiesta. La
importancia es otra. Tengamos en cuenta, por de pronto, uno de los objetivos del relato,
que resalta a primera vista: la consecuencia de este milagro de Jesús, llamado justamente
«signo», consiste en manifestar su divinidad, aunque se la irá descubriendo poco a poco,
de modo que suscitará en sus primeros seguidores la fe en él. En efecto, el relato termina
con las palabras: «Y sus discípulos creyeron en él» (cf Jn 2,1-11).
Pero hay también otros significados, sobre los cuales el evangelista se detiene más
largamente. Provienen de la presencia de María, de su iniciativa y del breve diálogo que
mantiene con Jesús y después con los sirvientes. Hay una ocasión: la madre de Jesús
(como la llama siempre Juan, que no usa nunca su nombre), probablemente parienta de
los esposos, como era costumbre en tales ocasiones, pronta a echar una mano en el
desarrollo de la fiesta, se percata de un grave inconveniente que habría dejado en mal
lugar a los esposos y aguado el festivo encuentro. No pide nada explícitamente: Dios no
necesita nuestros consejos. Dice simplemente: «No tienen vino».
La respuesta del hijo, que para algunos exegetas resulta difícil de interpretar, ha de
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entenderse en el conjunto del contexto: «Mujer, ¿qué quieres de mí? Aún no ha llegado
mi hora». Las primeras palabras las encontramos otras veces en la Sagrada Escritura para
indicar un rechazo. Aquí el significado es claramente otro, y ha de entenderse a la luz de
todo el episodio.
También el apelativo «mujer», si bien respetuoso, podría parecer que rebajara en
cierto modo el nombre de «madre», que cabría esperar. En cambio contiene una
referencia bíblica precisa, que jalona el rol de María en cinco momentos fundamentales
de la historia humana:
1) «Pongo enemistad entre ti y la mujer» (Gén 3,15): es el primer anuncio de María,
que coincide con el primer anuncio de la salvación.
2) «Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer» (Gál
4,4). Pablo expresa de este modo la humanidad plena de Cristo.
3) Aquí en Caná, la palabra mujer resuena como un vuelco, y lo veremos en seguida,
porque Jesús se apresta a dar la nueva ley.
4) En la cruz, la misma palabra, mujer, conferirá a María una nueva maternidad.
5) Al final del mundo aparecerá la mujer vestida de sol, como gran signo de salvación.
Entonces Jesús le confirma a María: tú eres esa mujer que tiene un papel tan
fundamental en la historia humana.
«Mi hora todavía no ha llegado». En el evangelio de Juan, la hora de Jesús indica
siempre el misterio pascual. Aquí quizá fija una cita, cuando, tras un período de
separación, llegue la hora y se encuentren de nuevo en el Calvario. La respuesta de Jesús
no es ni viene entendida como un rechazo, pues después hace el milagro. Tiene, por el
contrario, un significado muy profundo, según el cual María, inserta como hemos visto
en todo el plan de la redención, aquí desempeña un rol de mediación que conviene
descubrir. En efecto, dirige a los sirvientes esta invitación: «Haced todo lo que él os
diga», que no es solo el testamento de María (las últimas palabras que nos refiere de ella
la Biblia), ni tampoco lo que, a través de los siglos, irá repitiendo cada vez que deje oír
su voz en las apariciones extraordinarias: aquí el significado es aún más profundo.
Según los biblistas, Juan sigue en esta narración el gran esquema de las alianzas
bíblicas, la primera de las cuales es la del Sinaí, renovada después varias veces a lo largo
de la historia de Israel. En las alianzas hay siempre un mediador. En el Sinaí es Moisés;
en Caná, María. Se repite siempre una frase que indica la acogida de las palabras de
Dios. En el Sinaí el pueblo dice: «Haremos lo que Dios nos diga»; en Caná es la Virgen
la que dice: «Haced todo lo que él os diga». En el Sinaí Dios responde a esta
disponibilidad dando las normas de la antigua alianza, el Decálogo; en Caná, Jesús
responde a la disponibilidad de los sirvientes dando el vino nuevo. El vino viejo, que se
ha terminado, representa la antigua alianza; el vino nuevo, que es mejor y es puesto a
disposición en abundancia, indica la nueva alianza, la doctrina nueva del evangelio que
Jesús se apresta a predicar y en la cual los discípulos ya creen, alentados por aquel
primer signo.
57
Ahora descubrimos el valor del marco gozoso que ofrece la fiesta nupcial; a menudo
las bodas son recordadas por el evangelio como un signo del reino de los cielos, de las
bodas eternas con el Cordero; o sea, la felicidad eterna del paraíso. Este es, pues, el
sentido general de todo este episodio. En el marco festivo de las bodas, Jesús pone en
marcha la nueva alianza dando el vino nuevo, es decir, su doctrina. El rol de María está
bien subrayado, y ese primer milagro es importante para reforzar la fe de los discípulos.
Reflexiones
Sobre María – «Per Mariam ad Jesum»: cuando se recurre a María se encuentra a
Jesús. Su poder de intercesión no está nunca en contraste con los planes divinos,
sino que es un coeficiente para llevarlos a cabo. No les pide a los sirvientes que le
obedezcan a ella, sino a Jesús. Sus últimas palabras, «Haced todo lo que él os
diga», compendian perfectamente sus deseos, sus sugerencias, lo que nos
encomienda a cada uno de nosotros.
Sobre nosotros – No hacen falta milagros para tener fe; nos basta la palabra de
Dios. Renovemos nuestra fe en la persona de Jesús, verdadero Dios y verdadero
hombre, como comprendieron y creyeron los apóstoles. Renovemos nuestro pacto
de alianza con el Maestro divino: los votos bautismales, la adhesión a todas las
enseñanzas del evangelio. Y confiemos en la poderosa intercesión de María, a
quien Dios siempre escucha. Pensemos en la bondad de Jesús, bondad pendiente
incluso de las exigencias humanas: es hermoso que cumpliera su primer milagro
para amenizar una fiesta nupcial. Que nunca falte su presencia entre los esposos y
en las familias.
58
Decimonoveno día
En el escondimiento de Nazaret
[del milagro de Caná] fue a Cafarnaún con su madre y sus discípulos; pero
«D espués
estuvieron allí solo unos días» (Jn 2,12). Son los únicos días en que María tiene la
satisfacción de acompañar a su hijo durante la vida pública. Así puede ver el pequeño
centro del lago de Genesaret, elegido por Jesús como punto de apoyo para su predicación
en Galilea. Después María vuelve a Nazaret, donde permanece durante la vida pública de
su hijo.
En aquel tiempo no existía seguridad social, pero no había espacio para la soledad.
Baste pensar en las muchas veces que la Biblia alienta y elogia a quien se cuida del
huérfano y de la viuda. Cuando una mujer viuda se quedaba sola, se iba a vivir con sus
parientes. Yo creo que María procedería también así todo el resto de su vida. Entre la
parentela de Jesús, rica como todas las parentelas orientales, cabían todas las actitudes
posibles respecto a la misión emprendida por el Hijo de Dios: estaban sus seguidores,
que permanecerán fieles a él incluso después de la muerte, en Jerusalén, y es fácil pensar
que la Virgen fuera a vivir con ellos; estaban los adversarios, que lo tenían por loco, y
que intentaron interrumpir su ministerio; y estaba ciertamente la gran masa de los
indiferentes.
Para comprender mejor la posición de Jesús durante su vida pública debemos
remitirnos a los usos hebreos. El trabajo era muy estimado como medio necesario y
obligatorio de subsistencia. También Jesús, mientras vivió privadamente en Nazaret, se
mantuvo con su trabajo. Pero cuando uno se dedicaba a la misión de rabbi, o sea, a
predicar a tiempo pleno la Sagrada Escritura, dejaba de trabajar y vivía de limosna, tanto
él como sus discípulos; así podía moverse libremente de un lugar a otro. Por poner un
ejemplo afín a nosotros, pensemos en el comportamiento de las órdenes mendicantes
hasta la última guerra. Siempre había alguien encargado de hacer la colecta: se consumía
lo que servía al convento, lo demás se distribuía entre los pobres. Lo mismo hacían Jesús
y los apóstoles: vivían de limosna y daban las sobras a los pobres.
También en este punto san Pablo rompió con los esquemas del hebraísmo. Mientras
predicó en ambiente pagano, donde este uso no era conocido ni tampoco habría sido
apreciado, renunció a este derecho hebreo y continuó ejerciendo su oficio. Varias veces
repite, no sin cierto orgullo, que proveyó con el trabajo de sus manos a su mantenimiento
y al de sus colaboradores.
Pero volvamos a la vida de María en Nazaret. ¡Qué distinta era de cuando vivía en su
casa, con las personas que más amaba y la amaban! Alguno podrá sorprenderse porque
la Virgen, que estaba sola, no formara parte de las mujeres que seguían a Jesús. El
59
motivo es evidente. El pequeño grupo apostólico no tenía necesidad, como podríamos
pensar nosotros, de que le lavaran la ropa o le hicieran la comida. Todo hebreo sabía
hacer frente a sus necesidades personales. Solo necesitaba ayuda en dinero o en especie.
El evangelio afirma claramente, enumerando a las mujeres que seguían a Jesús y a los
apóstoles, que «los asistían con sus bienes». También María Magdalena, que no tiene
nada que ver con la pecadora innominada ni tampoco con María de Betania, debía ser
una persona acomodada. En cambio la Virgen, siendo pobre, no habría podido contribuir
a los gastos; por eso no sigue a su hijo.
Ciertamente llegaría a sus oídos el eco de sus discursos o sus milagros, así como las
diatribas con los escribas y fariseos. Unos se alegrarían con ella por un hijo como aquel
y otros la criticarían por el mismo motivo. Es muy probable que siguiera acudiendo al
templo en ocasión de la Pascua (Juan nos habla de tres pascuas pasadas por Jesús en
Jerusalén durante la vida pública; de esta información deducimos que la vida pública de
Jesús duró tres años); entonces escucharía directamente a su hijo. Como lo escucharía en
la desafortunada visita a Nazaret, que provocó en Jesús el decepcionante juicio: «Nadie
es profeta en su tierra». Incluso sus queridos paisanos lo querían matar arrojándolo por
un precipicio. Todavía hoy existe en Nazaret una pequeña iglesia dedicada a Santa María
del Temblor, para recordar la angustia de María en aquella ocasión.
Los sinópticos refieren una excepción, que más bien parece debida a la voluntad de
los parientes que a una iniciativa de María. «Llegaron la madre y los hermanos de Jesús,
pero no podían acercarse a él porque había mucha gente. Se lo anunciaron: “Tu madre y
tus hermanos están ahí fuera y quieren verte”. Él respondió: “Mi madre y mis hermanos
son los que oyen la palabra de Dios y la cumplen”» (Lc 8,19-21).
Es una respuesta breve, que tiene doble valor. En primer lugar Jesús anuncia un
nuevo parentesco con él, que no se basa en lazos naturales, sino en la escucha de la
palabra. En segundo lugar nos indica la verdadera grandeza de María: es grande, más
que por su maternidad, porque escucha al hijo y cumple su palabra: es su discípula más
fiel.
¿Habrá habido otros encuentros entre Jesús y María, no consignados en los
evangelios? Es probable, pero en este caso los evangelistas les atribuyeron un valor
privado. Ciertamente que el corazón de María, sus pensamientos y preocupaciones
estaban constantemente pendientes del hijo y de su actividad. Creemos que el Señor
quiso ofrecernos una gran enseñanza en este período de la vida de María: cómo se puede
colaborar eficazmente en la acción apostólica incluso en el escondimiento de una vida
común ofrecida con amor a Dios, en la aceptación de su voluntad cotidiana y ofreciendo
a tal fin las oraciones, fatigas y sufrimientos que la vida presenta. Por esto, volviendo a
nuestros tiempos, vemos asociados como patronos de las misiones a san Francisco
Javier, el gran predicador del Oriente, y a santa Teresa de Lisieux, que nunca se movió
de su convento.
Reflexiones
Sobre María – Sin duda que le costaría inmensamente que la dejaran de lado.
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Después de haber dedicado su vida y su actividad directamente a la persona del
hijo, se veía arrinconada, pero aceptó con generosidad total el querer del Padre.
Habrá comprendido que este escondimiento no resultaría inútil, en espera del gran
trato recibido en Caná, cuando llegara la hora de Jesús. A su vez es un ejemplo para
nosotros con la oración y con la vida conforme a las enseñanzas del hijo, modelo
para todo seguidor suyo.
Sobre nosotros – El verdadero parentesco e intimidad con Jesús se adquiere
escuchando y cumpliendo sus palabras; lo que importa es la vida conforme a las
enseñanzas de Cristo, no sirven las veleidades de seguirlo: «No quien dice: “Señor,
Señor”, sino el que hace…». Cuando la espera escondida cuesta más que la acción
directa, pensemos que lo que importa siempre es cumplir la voluntad de Dios.
61
Vigésimo día
Mujer, ahí tienes a tu hijo
de pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su
«E staban
madre, y María Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo
preferido, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí
tienes a tu madre”. Y desde aquel momento el discípulo se la llevó con él» (Jn 19,25-27).
Es la hora de Jesús, la hora por la que se ha encarnado. Y María vuelve a ocupar el
primer plano: para ella es la segunda anunciación, en la que viene proclamada madre de
todos los hombres.
Según su costumbre, Juan no la llama por su nombre, sino conforme a su rol. Aquí el
rol de María está bien recalcado por una palabra que hemos evidenciado, porque se
repite cinco veces en tan solo tres versículos: «madre». Desde aquella hora la madre de
Jesús es proclamada también madre nuestra: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Para Jesús,
este es el cumplimiento de su acción mesiánica terrena; la muerte sobrevendrá muy
pronto. Para María es el inicio de una nueva maternidad: ¡cómo le hubiera gustado morir
con su hijo! Pero su misión no había acabado ni está acabada aún. Jesús no tiene ninguna
preocupación por confiar a María a alguien: ya está con los parientes y seguirá con ellos.
Somos nosotros los que necesitamos una madre.
«Ahí tienes a tu madre». En este punto el discípulo preferido de Jesús realiza un
gesto muy significativo, un gesto que indica comprensión y aceptación de la nueva
relación creada por Cristo. Esta vez no se necesitaba el consenso de María: ella estaba ya
completamente consagrada a su obra; su consenso pleno y definitivo, sin condiciones ni
límites, ya había sido pronunciado con el fiat dado al ángel Gabriel. En este punto era el
creyente en Cristo, el discípulo amado, el que debía expresar la aceptación: «Y desde
aquel momento el discípulo se la llevó con él… con sus bienes». Hemos añadido: con
sus bienes de creyente, porque Juan representa a los discípulos que han creído en Jesús y
han recibido los bienes necesarios para salvarse: la fe, la eucaristía, el Espíritu Santo,
María.
Juan comprende que María es un bien necesario para la salvación y la acoge como
tal. «¿Se puede ser cristiano sin ser mariano?», se preguntará Pablo VI en el santuario de
Nostra Signora di Bonaria (Cágliari), el 24 de abril de 1970. Dios ha querido darnos a
Jesús por medio de María: no se puede prescindir nunca de esta elección hecha por el
Padre. Si no comprendemos el rol de María con Jesús, nunca comprenderemos el rol de
María con relación a cada uno de nosotros. Volveremos a insistir sobre esta acogida,
base de la consagración a María y de la maternidad de María sobre la Iglesia.
Pero en este punto nos apremia detenernos en un argumento que, a nuestro parecer,
62
tiene gran importancia y sobre el cual en general se pasa de largo: los sentimientos de
María en aquel momento. Es evidente su inmenso dolor. La liturgia aplica a la Virgen el
paso de las Lamentaciones (1,12): «Vosotros todos, los que pasáis por el camino, mirad
y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta»; como si quisiera decirnos que
nunca ha habido un dolor como aquel. Los poetas nos han transmitido el Stabat Mater,
las diversas «lamentaciones» de María sobre el hijo muerto, el Llanto de Jacopone da
Todi; pintores y escultores han reproducido Piedades y Dolorosas ante las cuales el
pueblo reza con fervor. Todo esto es verdad; pero hay otros sentimientos sobre los que
conviene reflexionar, porque nos dan la medida de la fe heroica de María.
Ante todo en el ánimo de María no hay lugar para ninguna forma de rencor, de
rebelión o de resentimiento o cosas semejantes. Veía en torno a sí solo a personas que
Jesús acababa de confiarle como hijos. El Vaticano II nos dice que en aquel momento
ella se asociaba con ánimo materno al sacrificio de Jesús, «consintiendo amorosamente
en la inmolación de la víctima engendrada por ella» (LG 58). Consintiendo: es la palabra
más fuerte y más nueva de ese gran documento mariano. No consentía sin duda en el
mal, en la muerte, en las blasfemias, en los desafíos verbales. Consentía en la voluntad
de Dios, en aquella voluntad que Jesús había aceptado plenamente. Una voluntad
tremenda que le hace sangrar el corazón más que el martirio. Y sin embargo lo acepta
con adhesión total: así lo ha querido el Padre, así lo ha querido Jesús, y a esta voluntad
ha dado su dolorosa adhesión también María.
Hay otro aspecto no menos importante que nos hace comprender de qué fuente, de
qué luz le venía a María una fuerza tan heroica, una adhesión de fe tan total a la muerte
del hijo. Ella comprendió, y en aquel momento ella sola, el valor de lo que estaba
sucediendo, el valor de aquella muerte. Tal vez la Virgen, en todo el discurrir de su vida,
sobre todo durante la actividad pública de Jesús, habrá sentido resonar en su interior
continuamente las emocionantes palabras proféticas de Gabriel: «Será grande y el Señor
le dará el trono de David, su padre: reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino
no tendrá fin» (cf Lc 1,32-33). Palabras halagadoras, que dejaban presagiar un porvenir
glorioso, un éxito sin precedentes.
Pues bien, esta es la fe heroica de María que desafía a la evidencia más clara de los
ojos: mientras observa a Jesús que agoniza y muere, María comprende que se están
cumpliendo las palabras proféticas de Gabriel. Es verdad que se realizan del modo más
impensado y atroz, pero se realizan. Para los demás, aquella muerte es un fracaso, el fin
de un sueño, de una gran esperanza, como dirán desconsolados los dos discípulos de
Emaús. Para María no es así, porque comprende que precisamente en ese momento,
contrario a toda expectativa humana y tanto más a toda expectativa materna, se están
realizando el triunfo de Cristo, su victoria sobre el pecado y sobre la muerte, la
redención de la humanidad.
Surge entonces espontáneo otro pensamiento: María comprende que el mundo es
salvado y ella misma redimida por aquella muerte. Precisamente en fuerza de la muerte
terrible ella es todo aquello que es: inmaculada, siempre virgen, Madre de Dios…
Debido a aquella muerte la felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha
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hecho grandes obras en ella. Nunca es tan grande María como en ese momento del fiat
doloroso; nunca había podido demostrar hasta tal punto una fe tan profunda. Así es como
Cristo reina y salva. El corazón sangra, pero ella pronuncia su «gracias». Da gracias por
sí misma y por todos nosotros: ella está salva y nosotros también. El sentimiento
culminante de María, a los pies de la cruz, es una profunda gratitud.
Reflexiones
Sobre María – Jesús perdona desde la cruz; María recibe ese perdón dado a cada
uno de nosotros aunque pequemos. Nos enseña a saber ver la mano de Dios
también en el dolor y en las esperanzas truncadas. Nos enseña lo que es la
verdadera fe, que cree incluso contra lo que no parece evidente. Nos enseña a dar
gracias a Jesús por su sacrificio.
Sobre nosotros – Un examen profundo sobre el valor del sacrificio de Cristo, sobre
su poder redentor, sobre nuestra gratitud y correspondencia, para que no resulte
vano en nosotros. ¿Hemos acogido a María como verdadera madre en el plano de la
salvación? ¿Hemos aprendido a creer, a esperar, a perdonar de corazón, a dar
gracias incluso cuando sufrimos? La obediencia de Cristo rescata la desobediencia
de Adán; la participación de María rescata la participación de Eva. Pero nuestra
obediencia es indispensable para recibir los frutos de la redención.
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Vigesimoprimer día
El sábado, día de María
S
e diría que, en el gran triduo pascual, casi existe un vacío, una pausa de espera y de
silencio, entre la crucifixión y la resurrección. Pero ese vacío es colmado por una
persona que tiene el corazón lleno de esperanza y de certeza, porque su fe, y solo su fe,
no se ha venido abajo. Cuando Dios la preanuncia en el Génesis, es ella el signo de que
vendrá el Salvador; su nacimiento es saludado como el surgir de la aurora que anuncia el
sol, Cristo. El sábado santo es el día típico de María, y se está difundiendo cada vez más
la costumbre de celebrar ese día «la hora de María». El mundo únicamente espera en
ella, porque solo ella espera la hora del triunfo.
Los demás, no. Para los demás ese sábado sigue siendo un día angustioso, del que
solo quedan recuerdos dolorosos, incógnitas y tinieblas. Los pensamientos de los
principales testigos solo podían abrigar recuerdos tristes: la muerte atroz de Jesús, con su
entorno humillante, aún más indigno por el comportamiento de sus amigos. Se había
consumado la traición de Judas, que había puesto fin a su vida de apóstol ahorcándose a
causa de la desesperación: Satanás había entrado realmente en él. Pedro, impulsivo y
generoso, tras su triple negación, no tenía otra alternativa que derramar lágrimas amargas
de arrepentimiento. Los demás apóstoles no habían sabido hacer cosa mejor que huir; no
lograban superar el miedo de que los descubrieran, por lo que se mantenían en casa con
las puertas bien cerradas. También las mujeres, las seguidoras fidelísimas de Jesús, en
medio del llanto solo tienen una preocupación práctica: llevar a cabo el
embalsamamiento del cuerpo muerto de Cristo, dado que aquel viernes por la tarde
tuvieron que sepultarlo deprisa por la llegada del «gran sábado».
Era evidente en todos el derrumbe de toda esperanza, la impresión de que «todo
estaba acabado». No les pasaba por la cabeza que «todo estaba para empezar». Nadie
pensaba que aquella sangre derramada por la nueva alianza abría el camino del nuevo
pueblo de Dios. La resurrección llegará como una de esas sorpresas en las que cuesta
creer, sufragadas por pruebas que se subseguirán en cadena. Primero el sepulcro vacío, y
los ángeles que proclaman: «No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,6). Después, las
diversas apariciones a particulares, a grupos, a un contingente de cerca de quinientos
fieles (cf 1Cor 15,6-8). La liturgia pascual se caracterizará por el gozoso canto dirigido a
la Virgen: «Reina del cielo, alégrate, porque tu hijo ha resucitado, como había
prometido».
Pero mientras, en aquel sábado de silencio, la única antorcha de la fe de la
humanidad que permanece encendida es la de María. Para ella habría supuesto una gran
liberación poder morir con su hijo; pero tenía que iniciar la nueva misión de madre
65
nuestra, recibida precisamente allí del hijo agonizante. También a esto ha dicho su fiat.
Su misión comienza justamente ese sábado, cuando ofrece a Dios algo precioso, de lo
que nadie se percata: una fe inquebrantable. Solo ella cree y piensa en lo que ninguno
cree ni piensa; solo ella está preparada para el gran evento, que ningún otro espera.
Habrá reflexionado quizá en aquel tercer día en que había encontrado a Jesús en el
templo, o repensado en un tercer día, cuando su hijo se reunió con ella en Caná y
transformó el agua en vino; después, el día de jueves santo, él había transformado el vino
en sangre. O volvería a recordar las palabras que probablemente le contaron, cuando
Jesús, preanunciando la pasión, concluía siempre con una frase que los apóstoles no
lograban entender: «Y el tercer día resucitaré». Es seguro que su corazón estaba lleno de
esperanza, de certeza.
Sin embargo aquel sábado discurría de una manera extraña. Los guardias se turnaban
para vigilar un sepulcro sellado, que tenía un cadáver dentro, como si el hombre pudiera
poner límites a la omnipotencia de Dios. Todo el pueblo que había ido a la ciudad estaba
en fiesta porque celebraba la Pascua; no se daba cuenta de que aquella Pascua era el
signo profético de una gran realidad, que ya se había realizado en el dolor y estaba para
convertirse en la alegría. Un sepulcro objeto de estrecha vigilancia, la celebración de un
rito que había dejado de tener sentido: son dos entre los muchos anacronismos de aquella
jornada en la que solo se mantiene firme la fe de María, la certeza de lo que está para
suceder y que trastocará definitivamente las perspectivas de la vida humana.
Así, el sábado se convertirá en el día de María, el día de preparación para el
domingo de resurrección, que suplantará el sábado hebreo como día festivo para los
cristianos. Se operará una lenta profundización cultual y litúrgica para llegar, en el siglo
IX, a una oficialización del sábado dedicado a María, con misa y oficio propios de la
Virgen. Pero el primer arranque, el punto de partida, será precisamente la importancia
que tuvo la Virgen aquel sábado santo.
Surge finalmente el alba del domingo. Un pequeño grupo de mujeres se dirige de
madrugada al sepulcro. Son las mismas que habíamos visto a los pies de la cruz; pero
falta una, la más importante. ¿Cómo es que no está María con ellas? Es una ausencia
significativa. Tal vez se le haya aparecido ya el Señor resucitado, aunque el evangelio no
lo diga. O quizá está tan segura de su resurrección que no comete el error de las otras
mujeres, de buscar al Viviente entre los muertos. Podemos imaginarla como nos parezca,
pero es seguro que ella no va al sepulcro porque la retiene un motivo consistente.
Las mujeres, admirables por su celo y fidelidad, se encontrarán con una sorpresa: el
sepulcro está vacío. Este evento hace que las mudas piedras adquieran una importancia
particular: por el hecho de estar vacías se convierten en los primeros testigos de la
resurrección de Cristo. Por eso el santo sepulcro se convertirá en el lugar más venerado,
amado y visitado por los cristianos.
Después vendrán las diversas apariciones del Resucitado, por lo que los discípulos
de Jesús se transmitirán uno a otro el grito gozoso: «¡Jesucristo está vivo!». Aún hoy,
después de dos mil años, la tarea de los cristianos consiste en gritar a todos los hombres:
«¡Jesucristo está vivo!». Esta es la buena nueva que los puede salvar.
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Reflexiones
Sobre María – Su fe es heroica, pero no cabe duda de que tenía unas bases que la
sostenían, las mismas bases sobre las que se asienta también nuestra fe: la oración
incesante y la meditación profunda de las palabras y de las obras realizadas por el
hijo. Sin estas ayudas tampoco se habría sostenido su fe. Cuando la Biblia nos
habla de la fe de Abrahán, nos dice que creyó contra toda esperanza, o sea, contra
toda evidencia de los hechos. Juan Pablo II llegó a decir que la fe de María fue más
grande que la de Abrahán. Abrahán no vio morir al hijo; María, sí. Y a pesar de ello
creyó.
Sobre nosotros – Las promesas de Dios nunca fallan, como tampoco fallan su amor
y su ayuda. Cuando las cosas marchan bien, es fácil tener fe; pero la fe se prueba en
las contrariedades. Sirve para todos la observación de que los grandes dolores y
sufrimientos ponen a prueba nuestra fe: o se fortalece o se pierde. También
nosotros tenemos necesidad de recurrir a la doble ayuda de la oración y de la
palabra de Dios.
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Vigesimosegundo día
Fuego del cielo
P
entecostés le ofrece a san Lucas la ocasión para resaltar una vez más la presencia de
María en el nacimiento de la Iglesia. El texto sagrado nombra a los once apóstoles
reunidos y añade: «Todos ellos hacían constantemente oración en común con las
mujeres, la madre de Jesús, y sus hermanos» (He 1,14). Vemos de inmediato la
importancia que se da a la presencia de María que, además de los apóstoles, es la única
persona cuyo nombre se indica, con la precisión de la gloriosa calificación de Madre del
Señor.
No muchos días antes había tenido lugar un episodio importante, en el que
ciertamente tomaron parte todas las personas mencionadas arriba, aunque no se diga
expresamente: la ascensión de Jesús al cielo (cf Mt 16,19; Lc 24,51; He 1,9-10). Es un
episodio importante y gozoso: con su resurrección se subraya la glorificación del cuerpo
humano de Cristo y la entrada de su naturaleza humana en su gloria, como dice Jesús
mismo a los discípulos de Emaús. Con la ascensión también la humanidad de Cristo
adquiere ese poder de intercesión que usa inmediatamente para enviar al Espíritu y sigue
usando en favor nuestro. Antes de subir al cielo, Jesús hace una última recomendación a
los suyos: que no se alejen de Jerusalén hasta que sean bautizados con el Espíritu Santo;
precisamente del Espíritu Santo recibirían la fuerza para ser sus testigos en Jerusalén y
en toda Judea y Samaría, hasta los confines de la tierra.
Podemos suponer con cuánta alegría asistiría también la Virgen a esta ascensión del
Hijo al Padre, preludio de cuando vendría a tomarla de modo definitivo para no volverse
a separar. Mientras tanto, en un acto de obediencia al hijo, ora invocando la venida del
Espíritu. Es preciosa esta presencia suya, afirmada expresamente, porque es el comienzo
de aquella presencia y asistencia que María no cesará de ejercer sobre la Iglesia y sobre
cada uno de sus hijos. Nos gusta verla así, como se nos describe en esta última mención
que el Nuevo Testamento hace de ella: presente y en actitud de oración. Por ello no nos
cansaremos nunca de invocarla: «Ruega por nosotros, pecadores…». El Vaticano II
subraya la función de María en Pentecostés, para implorar sobre los apóstoles «el don
del Espíritu, que ya la había cubierto en la anunciación con su sombra» (LG 59).
El Espíritu, descendiendo en forma de lenguas de fuego, hace una referencia
inmediata a la Palabra: aquella Palabra divina que el Espíritu tiene la misión de recordar
y profundizar, y los apóstoles el deber de predicar. Inician los primeros sucesos con los
discursos de san Pedro: tres mil, cinco mil personas piden el bautismo… (cf He 2,41).
Tal vez solo entonces san Pedro comprendiera el significado de las palabras de Jesús:
«En adelante serás pescador de hombres» (cf Mc 1,17); precisamente él, el pescador que
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se había quedado atónito al recoger, en una sola redada, ciento cincuenta y tres peces
grandes. Ahora es la Iglesia la que comienza su camino con una explosión inicial que
recuerda la profecía de Isaías: «¿Se puede dar a luz a un país en solo un día? ¿Un pueblo
puede ser alumbrado de una vez?... Yo, que abro el seno materno, ¿lo voy a cerrar?» (Is
66,8-9). Y María es miembro y madre de este nuevo pueblo.
Tendemos a preguntarnos qué frutos habrá derramado sobre María esta nueva
efusión del Espíritu Santo. Es fácil suponer que, además de un aumento de unión con
Dios y de paz, más luz para comprender las palabras y la vida del hijo: aquellos mismos
episodios que la habían asombrado o no había comprendido le resultarían cada vez más
claros. Es verdad que ya había descendido muchas veces el Espíritu sobre ella con
efectos particulares: para sugerirle el camino de la virginidad total; para cubrirla con su
sombra a fin de hacerla fecunda; para guiarla y sostenerla en las diversas etapas de la
vida; sobre todo para iluminarla a los pies de la cruz. Es fácil pensar que la nueva
efusión de Pentecostés, además de iluminarla cada vez más sobre la vida de su hijo, le
diera con profusión las gracias necesarias para cumplir su nueva misión de madre
nuestra y madre de la Iglesia.
Conviene reflexionar sobre esta particularidad: el Espíritu Santo puede ser recibido
varias veces, sin límites, con creciente aumento de frutos. Desciende sobre nosotros en el
bautismo y con más fuerza aún en la confirmación; y después, todas las veces que lo
invocamos, porque el Señor ha dicho: «Vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a
quienes se lo piden» (Lc 11,13). Por eso no debemos cansarnos nunca de invocarlo, para
poder escuchar y seguir su voz cada vez con mayor claridad, una voz muy diversa de la
voz de la carne y del mundo, y para llegar a esa plena imitación de Cristo que el Señor
espera de nosotros.
La vida de la Virgen termina en el escondimiento. Es el momento de los apóstoles,
de los evangelistas, de los diáconos. Se alternan éxitos y persecuciones, pero la buena
nueva se va abriendo camino. María santísima seguiría todo, alentando y participando.
Se registraron también los primeros martirios: el diácono Esteban y después el apóstol
Santiago, hermano de Juan. La presencia de María les serviría a todos de consuelo,
mientras su testimonio iluminaba a los escritores sagrados sobre cuanto solo ella
conocía, especialmente acerca del nacimiento y de la infancia de Jesús.
¿Dónde pasaría sus últimos años? Creo que no volvería a moverse de Jerusalén.
Según la tradición, los pasó en Éfeso con el apóstol Juan; pero esta tradición es tardía y
se presta a interpretaciones diversas, en su origen, por los documentos descubiertos
recientemente. Un obispo de Éfeso, en el siglo IX, Eutimio, lamenta que los ataques de
los bandoleros hicieran casi imposible que los peregrinos fueran a Jerusalén a rezar en el
sepulcro de la «Dormición de María» para celebrar la fiesta de la Asunción. Esto
explicaría por qué se construyó entonces en Éfeso la pequeña iglesia de la Dormición. Si
contáramos con más pruebas históricas sobre el desenvolvimiento de los hechos,
resultaría que la iglesia-recuerdo de Éfeso habría sido construida no por la presencia de
María en aquella ciudad, sino por motivos de culto. En cualquier caso, cuando el Señor
quiso, la Virgen fue asaltada por la «hermana muerte», a la que dijo su último fiat.
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Reflexiones
Sobre María – La alegría de contemplar, con la fe, la presencia de Jesús a la
derecha del Padre, después de la ascensión, y la espera de su vuelta. Su oración
junto con los apóstoles, que ella continúa con la Iglesia y con cada uno de nosotros.
El efecto sobre ella de la venida del Espíritu Santo. El consuelo que da en los
tiempos de persecución: todos estos sufrimientos habían sido preanunciados por el
Señor. Su serena vuelta a la casa del Padre.
Sobre nosotros – Confiar plenamente en la oración hecha en nombre de Jesús,
porque él intercede incesantemente por nosotros. Invocar continuamente al Espíritu
Santo, especialmente en los momentos de mayor necesidad de luz, para vivir según
la voluntad de Dios y crecer en nuestra conformación con Cristo. Fiarnos de la
presencia de María junto a nosotros por haber recibido la misión de ser madre.
Pensar en la muerte con serenidad: ella nos hace alcanzar la meta definitiva de
nuestra existencia.
70
Vigesimotercer día
Enteramente glorificada
fue la participación de María en la resurrección de Cristo? Nosotros
¿C uál
querríamos saber siempre todo e inmediatamente, pero el tiempo, a los ojos de
Dios, tiene un valor muy diverso. Creemos que la verdadera participación de María en el
evento pascual fue su asunción. San Pablo nos recuerda lo que nos sucederá a cada uno
de nosotros, en la resurrección de la carne, conseguida gracias a la resurrección de
Cristo, cuando también nuestros cuerpos resucitarán incorruptibles e inmortales. Todo
esto sucedió con María inmediatamente después de la muerte. Aún permanece vivo en el
recuerdo de muchos lo que sucedió el 1 de noviembre de 1950, cuando Pío XII proclamó
solemnemente el dogma de la Asunción en la Plaza de San Pedro. Fue en verdad el día
culminante de aquel Año Santo. Se trataba, por tanto, de una verdad contenida en la
Biblia, pero de modo implícito; para que emergiese con toda claridad se necesitó una
larga profundización.
Es interesante el procedimiento seguido por el papa, que recalcó lo que hiciera Pío
IX para llegar a la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.
Anteriormente, en 1940, Pío XII había instituido una comisión para interpelar al pueblo
de Dios, a través de todos los obispos del orbe, y enterarse de lo que creían y deseaban
los fieles. Tengamos presente un principio que expresó el Vaticano II así: «La
universalidad de los fieles no puede equivocarse cuando, desde los obispos hasta los
fieles laicos, presta su consentimiento en materia de fe y de moral» (LG 12). Es un caso
de verdadera y propia infalibilidad.
El resultado fue sustancialmente unánime. Así Pío XII «confirmó la fe de los
hermanos», como recomendara Jesús a san Pedro, afirmando: «Al final de su vida
terrena la Inmaculada Madre de Dios, María siempre virgen, fue asunta en cuerpo y alma
a la gloria celestial» (Munificentissimus Deus). Como se ve, es declarada la asunción de
María. No se quiso recargar el texto con un pronunciamiento acerca de si María había
muerto o no. Era una cuestión que se había debatido en el pasado, teniendo en cuenta
que en María no existía la culpa original, culpa que sometió a la humanidad a la muerte.
Hoy los estudiosos están de acuerdo en que, así como Jesús se sometió a la muerte,
también moriría María. Juan Pablo II lo afirmó como convicción personal. Pero creemos
que hoy la cuestión no provoca polémica.
Nos interesa más bien observar cómo las definiciones dogmáticas son provocadas o
por disputas y errores, por lo que exigen una respuesta oficial precisa, o por el deseo de
afirmar solemnemente una verdad en la que se cree desde siglos y que celebra la liturgia,
aunque no esté contenida explícitamente en la Sagrada Escritura. Primero, pues, se
71
precisan los términos y dirimen las dificultades, e incluso después de la definición
dogmática se siguen estudiando los fundamentos y las consecuencias de la aserción de
fe.
En el pasado se insistía sobre todo en la grandeza de una persona poniendo de
relieve sus privilegios; hoy se prefiere destacar los servicios prestados por ella en el plan
de la salvación; son dos aspectos que no están en contraste, sino que se integran, siendo
ambos verdaderos. Por eso, en el pasado, en la Asunción se propendía a resaltar el
cumplimiento de la redención, siendo María glorificada en cuerpo y alma, lo cual se
expresaba en Teología con la expresión: enteramente redimida. Se ponía de manifiesto
la conformidad de María con el Hijo: era justo que fuera asociada a su glorificación,
habiendo sido asociada a toda la obra de la redención, especialmente al misterio pascual.
Se insistía en la conveniencia de que fuera glorificada aquella carne de la cual Jesús
había recibido su carne, y se añadía: así como, por los méritos de Cristo, se le aplicó
preventivamente la exención de la culpa original, así es justo que se le aplique
preventivamente el fruto de la resurrección.
Son todos argumentos válidos, que se siguen defendiendo en nuestros días. Pero se
prefiere añadir otros motivos. Todos los privilegios se le han otorgado a María en vista
de una finalidad que supera la esfera personal; tampoco la asunción escapa a este
criterio. Por ello no se le concedió a María solo para honrar su persona, sino en vista de
un evento salvífico. María recibió de Jesús una nueva misión, que durará hasta el fin del
mundo: la maternidad sobre todos los hombres en orden a la salvación. Su misión sobre
la tierra no ha acabado, como ha acabado para los demás hombres, que solo podrán
contribuir con la plegaria en la comunión de los santos. Para María no es así. Era, pues,
necesario que se encontrase en la entereza de su persona, hecha de alma y cuerpo, para
cumplir con esta misión con respecto a nosotros.
Ahora el cuerpo de María, como el cuerpo de Jesús, ya no está ligado a los vínculos
del espacio y del tiempo. Por eso es incesante su presencia junto a cada uno de nosotros.
Para ofrecer un ejemplo de ello me remitiré a las apariciones de Jesús resucitado. Daba
la impresión de llegar o de irse, aunque las puertas estaban cerradas. Por eso los teólogos
se esforzaban por entender las propiedades de un cuerpo resucitado, entre ellas la
sutileza… La realidad es otra. Jesús dijo claramente que permanecería siempre con
nosotros hasta el final de los tiempos, por lo que siempre está presente. Cuando quiere
aparecerse, hace visible esta presencia; después, acabada la finalidad, la hace de nuevo
no perceptible por los sentidos humanos, pero esta presencia continúa.
Lo mismo sucede con María. Además, su presencia ya no tiene las limitaciones de
espacio y de tiempo, por lo que en la tierra vivía solo en un lugar y con las limitaciones
temporales que todos tenemos; por eso también su actividad solo podía estar limitada por
las horas que pasan y no vuelven. Ahora ya no es así. Su atención materna hacia nosotros
no tiene límites y, como dice el Vaticano II, es una obra que continúa hasta que todos los
hombres sean conducidos a la patria bienaventurada (cf LG 62).
De este modo nos resulta fácil comprender los motivos y las consecuencias de la
asunción de María: asunta al cielo, está viva, es nuestra verdadera madre que continúa
72
siempre junto a nosotros con una presencia de lo más activa, aunque no la veamos; pero
es una presencia constante y plena, porque ya no está ligada a los límites del espacio y
del tiempo, que también ella tenía en la vida terrena. Es una presencia materna y eficaz
en orden a la salvación, presencia que nosotros comprendemos a través de los títulos con
los que nos dirigimos a ella: mediadora de todas las gracias, refugio de los pecadores,
abogada, auxiliadora…
Reflexiones
Sobre María – La contemplamos, plenamente redimida, en la felicidad de toda la
persona humana, alma y cuerpo, a la cual aspiran los mismos santos y a la que
tendemos todos: verdadera primicia de la humanidad glorificada por los méritos y
en dependencia del Cristo glorioso. Reparemos en los dones que Dios le ha hecho,
entre ellos el de haberla ascendido al cielo en alma y cuerpo para beneficio nuestro.
Por eso la vemos ocupándose de cada uno de nosotros.
Sobre nosotros – Creer que María está siempre a nuestro lado, sentirla cercana,
aunque no la veamos. De aquí el continuo y confiado recurso a ella. Solo en el cielo
sabremos cuánto le hemos costado y lo que ha hecho por nosotros, los peligros de
que nos ha librado, las sugerencias que nos ha hecho, las fuerzas que nos ha
infundido, las gracias obtenidas; y todo esto sin que ni siquiera nos diéramos
cuenta. El que reflexione seriamente sobre estas verdades de la constante presencia
junto a nosotros de Jesús y María vivirá con confianza y nunca se sentirá solo.
73
Vigesimocuarto día
Apareció una gran señal en el cielo
S
olo Dios es eterno. Por ello antes del tiempo solamente existía Dios en el dinamismo de
amor ínsito en las tres personas unidas en la única naturaleza divina. Después la creación
–ángeles, cosmos, hombres y animales– vio expresarse externamente este amor, dando
vida solo a las criaturas bellas y buenas, en las que se complació el Creador. Pero el don
más hermoso, que constituye la grandeza de las criaturas superiores (la inteligencia y la
libertad), indujo a la soberbia y a la rebelión primero a una parte de los ángeles y
después, por instigación de estos, a los progenitores. Así entraron en el mundo el pecado,
el mal, el dolor, la muerte y el infierno, cuando Dios había creado a todos para ser
eternamente felices.
El odio de Satanás contra Dios lo llevó y lleva a incitar al hombre a la rebelión y al
pecado. Pero la misericordia infinita de Dios preanuncia la salvación contra las
consecuencias de la culpa original: enviará a su mismo Hijo, que vendrá como redentor.
Será hijo de una mujer. Esta mujer, anunciada en seguida, es puesta por Dios mismo
como la enemiga de Satanás. Es el primer anuncio de María, en los albores de la vida
humana. Este es el texto del protoevangelio, o primer anuncio de la redención: «Pongo
enemistad entre ti y la mujer [es Dios el que crea esta inconciliable rivalidad], entre tu
linaje y el suyo; esta [o sea, el hijo de esa mujer] te aplastará la cabeza y tú solo tocarás
su calcañal» (Gén 3,15).
María es ya preanunciada como signo de salvación y como enemiga de Satanás en
un texto que debe profundizarse en su auténtico significado. Reproducimos la traducción
de la Conferencia Episcopal Italiana. La traducción griega, llamada de los Setenta,
introducía un pronombre masculino, esto es, una referencia precisa al Mesías: «Él te
aplastará la cabeza». Mientras que la traducción latina de san Jerónimo, llamada Vulgata,
traducía con un pronombre femenino: «Ella te aplastará la cabeza», propendiendo a una
interpretación totalmente mariana, preferida por los Padres más antiguos, desde Ireneo
en adelante.
Está claro que quien vence a Satanás es Jesús; la acción de María depende solo y
siempre de la del Hijo. El Vaticano II precisa con exactitud: «La Virgen se consagró
totalmente a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con
él y bajo él» (LG 56). Por eso son legítimas todas las efigies que presentan a María en
trance de aplastar la cabeza de la serpiente, siempre que este texto sea visto como
cooperación a la obra del Hijo, que ha venido para destruir las obras de Satanás.
Al final de la historia humana vemos en la Biblia la repetición de la misma escena:
vuelve a aparecer la mujer como signo de salvación y reaparece en actitud de lucha
74
contra Satanás. Leamos el texto: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida
de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en la cabeza… Otra señal
apareció en el cielo: un dragón color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos… la
serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el seductor del mundo entero» (Ap
12,1ss). ¿Quién es esa mujer? Con frecuencia en la Biblia una misma figura puede
representar una multiplicidad de sujetos. Esa mujer puede representar a la Iglesia o al
pueblo hebreo; seguramente representa a María, dado que su hijo es Jesús.
Así, María es el signo de la salvación desde el principio al fin de la humanidad. A
san Bernardo le gustaba decir y escribir: «María es toda la razón de mi esperanza». Una
curiosidad: esta frase estaba escrita en la puerta del Padre Pío; quién sabe las veces que
el santo religioso la repetiría. Pero en este punto se nos invita a reflexionar sobre el papel
de María al fin del mundo.
Conocemos perfectamente la parte fundamental que desempeñó en la primera venida
de Cristo. Pero después, cuando Cristo subió al cielo y los apóstoles siguen mirando con
María en esa dirección, vienen dos ángeles a interrumpir el encanto y a declarar: «Este
Jesús, que acaba de subir al cielo, volverá tal como lo habéis visto irse al cielo» (He
1,11). El Señor vendrá; el Señor volverá: Maranathá: Ven, Señor Jesús. La tensión
escatológica, la espera de la parusía (vuelta gloriosa de Cristo), es típica de los tiempos
de fe viva, aunque no sepamos su fecha, por lo que el evangelio nos invita a estar
siempre preparados, como debemos estar siempre preparados para la llegada de la
«hermana muerte».
Pero, ¿cuál será el rol de María en esa ocasión? Los santos, especialmente san Luis
Grignion de Montfort, piensan que la Virgen jugará un papel importantísimo y patente.
El libre «sí» de María, por voluntad divina, precedió a la encarnación del Verbo. María,
en la primera venida de Cristo, fue madre y colaboradora del Redentor, pero del modo
más discreto posible. Para la segunda venida del Señor, que será una vuelta gloriosa, el
rol de María sigue en pie: será ella la que preparará a «los apóstoles de los últimos
tiempos», como le gusta decir a Montfort, y la que liderará la lucha contra el dragón
rojo. Este es el motivo de la señal que aparece en el cielo, la mujer vestida de sol.
Mientras, la enemistad perdura y es una lucha sin tregua. Pablo es muy claro al
respecto: «Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las tentaciones del
diablo. Porque nuestra lucha no es contra gente de carne y hueso, sino contra los
principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los
espíritus del mal, que moran en los espacios celestes» (Ef 6,11-12).
María sale victoriosa, gracias a su Hijo, y nos ayuda en esta lucha. ¿Cuál es su
secreto? Un día, un exorcista de Brescia, interrogó al demonio: «¿Por qué sientes tanto
terror cuando invoco a la Virgen María?». Y oyó que le respondía con una estupenda
apología: «Porque es la más humilde de todas las criaturas, y yo soy el más soberbio; es
la más obediente, y yo soy el más rebelde; es la más pura, y yo soy el más sucio». Otro
exorcista, al enterarse de esta respuesta, a distancia de muchos años pregunta a Satanás:
«Has elogiado a María porque es la más humilde, la más obediente y la más pura de
todas las criaturas. ¿Cuál es la virtud de la Virgen que más te hace temblar?». Y la
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respuesta fue inmediata: «Es la única criatura que puede vencerme por completo, porque
no la ha rozado ni la menor sombra de pecado».
La lucha de cada uno es fuerte; nos jugamos nada menos que la salvación eterna.
Pero no hay que temer: contamos con la gracia que nos mereció Jesús y con la ayuda de
la Virgen María.
Reflexiones
Sobre María – El papel de María, sin duda, ha ido profundizándose y
descubriéndose cada vez más a lo largo de la historia de la Iglesia. A la vez ha
aumentado progresivamente su culto tanto litúrgico como popular. Su fuerza contra
Satanás, debida a las cuatro virtudes enumeradas, es también un modelo para
nosotros. Desconocemos los planes de Dios sobre María para preparar la parusía;
pero conocemos la ayuda que nos presta ahora, como madre nuestra, en orden a la
salvación y, por ende, en particular, en orden a la lucha contra el pecado.
Sobre nosotros – Reexaminar nuestro compromiso de conversión y purificación
continua, nuestra preparación. El evangelio nos recomienda que estemos vigilantes,
siempre prontos para la venida del Señor: la muerte puede sorprendernos en
cualquier momento. Recurrir a la ayuda de María, a sus invocaciones, a sus
plegarias, especialmente en la lucha contra las tentaciones. Y confiar en el poder de
María de interceder por nosotros.
76
Vigesimoquinto día
Madre de la Iglesia
T
ras una larga elaboración, precedida de dos disensos, el concilio ecuménico Vaticano II
aprobó, el 21 de noviembre de 1964, la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia, que
contenía un capítulo, el octavo, enteramente dedicado a la Virgen María. Como
culminación de ese capítulo, Pablo VI promulgó, ante todo el Concilio, el título atribuido
a María de «madre de la Iglesia», con la finalidad de reconocer una verdad ampliamente
contenida en el documento mariano aprobado y que en parte compensaba otros títulos,
deseados por gran parte de los padres conciliares, sobre los que se había preferido no
hacer declaraciones oficiales. El primer título fue el de mediadora universal de gracias.
Estas son las palabras del papa: «Nos proclamamos a María santísima madre de la
Iglesia, es decir, de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores, que
la llaman madre amorosísima… En efecto, así como la divina maternidad es el
fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la
salvación operada por Cristo Jesús, también constituye el fundamento principal de las
relaciones de María con la Iglesia, por ser la madre de aquel que, desde el primer
instante de la encarnación en su seno virginal, se constituyó en cabeza de su cuerpo
místico, que es la Iglesia. María, pues, como madre de Cristo, es también madre de todos
los fieles y de los pastores, esto es, de la Iglesia».
Es un título con gran contenido. Aunque la proclamación solemne se hizo solo en
1964, ya lo encontramos sustancialmente comprendido en la maternidad de María para
con todos nosotros, como es ilustrada por los padres Ireneo, Epifanio, Ambrosio,
Agustín… El Vaticano II había tenido dudas sobre este título, que proclama a María no
solo madre de los individuos sino también de la comunidad eclesial. Y sin embargo ya
había incluido en el documento mariano la expresión usada por Benedicto XIV en 1748:
«La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera a María como madre
amadísima con afecto de piedad filial» (LG 53).
Los motivos de la vacilación eran dos. Ante todo, se quería hacer resaltar que María
es también miembro de la Iglesia, y como tal aparece su presencia en Pentecostés y su
participación sucesiva en la comunidad de Jerusalén. Es verdad que María es miembro
de la Iglesia; pero también es verdad que María es igualmente tipo y modelo de la Iglesia
misma: entrambas vírgenes y madres, engendran a los hijos de Dios por obra del Espíritu
Santo. Pablo VI, citando a Cromacio de Aquilea, dirá: «No se puede hablar de Iglesia si
no está presente María» (Marialis cultus, 28).
Un segundo temor era este: que el título «madre de la Iglesia» se prestase a
equívocos, como si la Iglesia hubiera nacido de María y no de Cristo. También este
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temor es justo, pero basta explicar las cosas. Ya hemos visto que el título de «madre de
la Iglesia» se podía prestar a equívocos mucho mayores sin una explicación adecuada. El
título «madre de la Iglesia» subraya la cooperación de María en el nacimiento de la
Iglesia y en toda su obra. Es una cooperación subordinada y dependiente de la acción de
Cristo; pero es una cooperación evidente, desde la encarnación a Pentecostés y desde
Pentecostés a la parusía. Por ello subraya perfectamente el rol que desempeñó y sigue
desempeñando María por voluntad del Señor: la Iglesia ha sido querida por Cristo, no
por los hombres. Es el nuevo pueblo de Dios, ya que «Dios quiso santificar y salvar a los
hombres no individualmente y sin conexión alguna entre sí, sino que quiso constituir un
pueblo que lo reconociera en verdad y lo sirviese fielmente» (LG 9). Aunque
inmediatamente antes se afirma que «en todo tiempo y nación es acepto a Dios todo el
que lo teme y practica la justicia»; afirmación sumamente importante, porque es verdad
que el camino real de la salvación es indicado por el Señor con las palabras: «El que crea
y sea bautizado se salvará, el que no crea será condenado» (Mc 16,16); pero es
igualmente verdad que Dios quiere la salvación de todos. Jesús murió por todos, por lo
que Dios se reserva también otros caminos para salvarnos que nosotros desconocemos.
Es preciso insistir en el hecho de que la Iglesia fue fundada por Cristo, que él la
quiso para prolongar su misión, que la ama y la dirige con su gracia y le ha dado como
alma al mismo Espíritu Santo; que María es su madre y como tal la asiste…: todas estas
verdades importantes y que se han de tener muy presentes, porque hoy, en general, no es
amada la Iglesia. Los mismos cristianos la ven como algo exterior a ellos («La Iglesia
son los curas», afirma cierta mentalidad corriente); los errores más perniciosos de
nuestros días versan sobre las falsas concepciones que se tienen sobre la Iglesia.
Ciertamente, la Iglesia refleja, de forma analógica, el misterio de Cristo, por lo que
se habla con razón de «misterio de la Iglesia». El misterio de Cristo consiste en que es
Dios y hombre: sus contemporáneos veían a un hombre como los demás, que tenía
necesidad de comer, dormir y descansar; sin embargo aquellas apariencias humanas,
limitadas y débiles, encubrían la realidad de su persona divina, en la que se unían las
naturalezas humana y divina. Era un misterio difícil y tremendo; por lo que Jesús cada
vez que actuaba como Dios (perdonando los pecados o afirmando: «Antes de que
existiese Abrahán existo yo»), inmediatamente era tachado de blasfemo. También en la
Iglesia late un misterio: está formada por hombres débiles y pecadores como los demás,
pero a estos hombres se les han dado poderes divinos: predicar con la eficacia del
Espíritu la palabra divina, perdonar o no los pecados, consagrar la Eucaristía… Es el
misterio de la Iglesia: santa y humana.
Un aspecto particular, que merecería una profundización muy distinta, es que la
maternidad de María sobre la Iglesia no concierne solo a católicos o cristianos, sino a
todos los hombres, puesto que la Iglesia ha sido constituida para la salvación de todos.
Así se expresaron los obispos latinoamericanos en los documentos de Puebla (1979):
«María tiene un corazón grande como el mundo e implora al Señor de la historia en
favor de todos los pueblos». Jesús dijo a Pedro: «Apacienta mis corderos…, apacienta
mis ovejas» (Jn 21,15-17), o sea, a toda la humanidad. Creo que la atracción irresistible
78
que el beato Juan Pablo II ejerció sobre todos los pueblos fue un signo de esta
universalidad. En sus viajes, como en Tailandia, donde hay pocos cristianos, reunió a
multitudes; asimismo a su funeral acudieron jefes de Estado de las más diversas
creencias. No podía tratarse de simple atención al representante de los católicos.
Creemos que, a impulsos del Espíritu Santo, todos intuyeron una relación personal con
aquel blanco padre llegado de Roma.
San Cipriano afirmaba: «No puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia
por madre». Que María, madre de la Iglesia, nos haga comprender y amar esta verdad.
Reflexiones
Sobre María – Es significativa la presencia de María en la ascensión, en
Pentecostés, en la primera vida de la Iglesia. Más significativa aún es su presencia
en estos dos milenios de vida de la Iglesia. El pueblo de Dios es sensibilísimo a esta
presencia, como atestiguan su culto, sus santuarios, su invocación continua. María
lleva a Jesús; Jesús nos ha dado la Iglesia: si no seguimos este itinerario de gracia,
el cuidado que dispensa la Virgen al pueblo de Dios resultará vano.
Sobre nosotros – Comprender el misterio de Cristo, Dios y hombre; comprender el
misterio de la Iglesia en sus aspectos humanos y divinos. El título de María «madre
de la Iglesia» nos manifiesta su amor y su cuidado por esta obra del Hijo. A
ejemplo de María, es necesario que sepamos conocer y amar a la Iglesia, si
queremos agradar al Señor y participar de los frutos de la redención.
79
Vigesimosexto día
El corazón inmaculado de María
E
n la Biblia el corazón expresa todo el compendio de la vida interior del hombre, por lo
que con frecuencia Dios se dirige al corazón para actuar en profundidad sobre la persona
entera; y cuando, con el profeta Ezequiel, promete dar un corazón nuevo, indica una
conversión total a Él por parte de su pueblo, que se había desbandado por completo. Por
ello, hablar del corazón de María significa penetrar en su interioridad, en su relación con
Dios y con los hombres. La frase, repetida por Lucas, de que María guardaba los hechos
meditándolos en su corazón, hace mención directa del corazón de María; pero es solo el
arranque inicial de todo un desarrollo que ha ido creciendo a lo largo de los siglos y que
ha explotado sobre todo en los últimos tiempos.
La reflexión patrística sobre el corazón de María ha insistido, especialmente con
Agustín, en ver en ello «el cofre de todos los misterios», en particular del misterio de la
encarnación, llegando a la afirmación de que «María concibió en el corazón antes que en
el vientre». En la Edad Media se desarrolló cada vez más la devoción al corazón de
María que más tarde, con san Juan Eudes (muerto en 1680), adquirirá una rigurosa
explicación teológica y recibirá oficialmente un culto litúrgico. De aquí cobraron
impulso los desarrollos más recientes, que podemos individualizar en tres
acontecimientos. En 1830, la Virgen se le apareció a santa Catalina Labouré y le pidió
que acuñase la famosa «medalla milagrosa», que se difundió por el mundo en millones
de ejemplares, e hizo reproducir en el reverso los dos corazones de Jesús y María,
aunándolos por tanto en la devoción de los fieles.
Un segundo acontecimiento significativo fue la repercusión que tuvo en el campo
mariano cuando, a caballo de ambos siglos, exactamente en 1899, León XIII consagró el
mundo al Sagrado Corazón de Jesús. Ya entonces se pensaba que el tiempo para
proceder también a la consagración del mundo al corazón de María estaba maduro,
puesto que el Señor quiso asociar a la Virgen madre a toda la obra de la salvación. No se
llegó a esta realización, pero se produjo igualmente un impulso a la devoción al corazón
de María y a los estudios sobre esta devoción.
No cabe duda de que el mayor desarrollo se registró con las apariciones de la Virgen
en Fátima, en 1917. Se puede decir que, así como para la devoción al Sagrado Corazón
de Jesús sirvieron de gran estímulo las apariciones a santa Margarita María Alacoque, las
apariciones a los tres pastorcillos de Fátima dieron un impulso decisivo a la devoción al
corazón de María. Hacía tiempo que se había generalizado un apelativo nuevo. En el
pasado se hablaba solo de «corazón purísimo» o «corazón santísimo» de María, y otras
expresiones parecidas. Después de 1854, o sea, tras la proclamación del dogma de la
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Inmaculada Concepción, se empezó a difundir la expresión «corazón inmaculado de
María», que significa «corazón de la Inmaculada». En la aparición del 13 de junio en
Fátima, la Virgen dijo: «Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi corazón
inmaculado». Después pidió que se consagrara Rusia a su corazón inmaculado; a la beata
Alessandrina Maria da Costa (1904-1955) le había pedido que se le consagrara el
mundo. Desde entonces no se pueden contar los santuarios, parroquias, comunidades
religiosas y asociaciones que surgieron con este título.
¿Cuál es el valor de esta devoción, encaminada sobre todo a invocar la intercesión de
María sobre nosotros? En primer lugar debemos tener en cuenta lo que nos dice el
concilio Vaticano II: «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni
disminuye en modo alguno la mediación única de Cristo, sino que más bien sirve para
demostrar su eficacia. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los
hombres no proviene de una necesidad ineludible, sino del beneplácito divino y de la
superioridad de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de este, depende
absolutamente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, no solo no impide la unión
inmediata de los creyentes con Cristo, sino que la fomenta (LG 60)».
Todo esto es muy importante para comprender lo que significa María para nuestra
vida de creyentes. Es Dios quien quiso servirse libremente de María para encarnarse; se
quiso someter a ella en su vida mortal; quiso asociar a sí a María en la obra de la
salvación; quiso continuar la redención de todos los hombres con María, para transmitir
a cada creyente la vida divina; quiso unir a sí a María en la gloria celestial, haciéndola
partícipe de su realeza. No debe, pues, sorprendernos, como dijo la Virgen misma, que el
Señor quiera que el corazón de María sea honrado junto con el corazón de Jesús. No se
trata de sentimentalismo, sino de un compromiso profundo, que abarca todo el ser. Lo
contrario de esta devoción es el formalismo, ese formalismo que llegó a arrancar a Jesús
el lamento: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt
15,8).
En la historia de las escuelas de espiritualidad, la devoción al corazón de María ha
demostrado ser una fuente inestimable de vida interior. Así se deduce de la espiritualidad
de Helfta, de las benedictina, franciscana y dominicana. Más tarde, es interesante notar
cómo san Francisco de Sales ve, en el corazón de la Virgen, el lugar de encuentro de las
almas con el Espíritu Santo; es importante ponerlo de manifiesto frente a aquellos que
temen que los devotos de María le atribuyan a ella el rol específico del Espíritu Santo.
Por una parte, el corazón de María comprende todo el misterio de María, visto como
misterio de gracia, de amor, de plena correspondencia y de don total que María ha hecho
de sí misma a Dios y a la humanidad. Por la otra, no podemos pasar en silencio esos
llamamientos marianos que han sido ocasión para que se desarrollara esta devoción.
Baste pensar en Fátima: además de la invitación a la conversión y a la plegaria, además
del recuerdo de las grandes verdades como los novísimos, se da un relieve particular a la
Eucaristía (piénsese en la comunión reparadora de los primeros sábados de mes) y al
impulso a una generosa reparación. Baste citar, a este propósito, el aliciente expresado
con las palabras: «Rezad, rezad mucho por los pecadores… Puesto que muchas almas
81
van al infierno porque no hay quien se sacrifique y rece por ellas» (Fátima, 19 de agosto
de 1917).
Parece que volviéramos a oír el eco de las palabras de Pío XII: «Misterio
verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de
muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del
cuerpo místico de Jesucristo dirigidas a este objeto, y de la cooperación que pastores y
fieles, singularmente los padres y madres de familia, han de ofrecer a nuestro divino
Salvador» (Mystici corporis, 42). ¡Cooperación con el Salvador! Este misterio tremendo
nos muestra que la devoción al corazón inmaculado de María subraya un amor que salva
y que nos invita a participar en el mismo amor salvífico, colaborando con Jesús a la
salvación eterna de los hermanos.
Reflexiones
Sobre María – El corazón de María simboliza su amor total, de todo su ser, a Jesús
y a los hermanos de Jesús, esto es, de modo diverso, a todos sus hijos. El corazón
de una madre invita y convence con fuerza y dulzura. Honrar el corazón de la
Inmaculada significa honrar un corazón totalmente puro: del pecado y de todo
condicionamiento humano. Por lo que impulsa a la confianza y a la imitación.
Sobre nosotros – Mirando al corazón de María, no se siente solo una atracción que
impulsa a la confianza; debe darse también una disponibilidad a la imitación, a
abrirse a Dios con todo el corazón, a seguir las amonestaciones maternas de María.
Y, ¿cómo no recordar el corazón sufriente de María, el corazón traspasado de
María, a causa de nuestros pecados?
82
Vigesimoséptimo día
Las apariciones marianas
L
as apariciones en general, y particularmente las apariciones marianas, tan frecuentes en
estos últimos siglos, nos interpelan sobre su valor y sobre la actitud que adoptar con
relación a las mismas. Lógicamente, aquí pretendemos hablar solo de las apariciones con
garantía de seriedad, no de ese pulular de pseudovidentes, pseudocristianos, etc., de los
que el mundo está lleno en nuestros días, que dicen y escriben ríos de mensajes a
menudo catastróficos (esto es ya un indicio seguro de falsedad), y que por tanto no serán
objeto de nuestra consideración. Pero existen las apariciones auténticas, a cuyo respecto
es condenable una actitud previa de descrédito que no tiene nada que ver con la virtud de
la prudencia, y que pueden revelarse como auténticas intervenciones queridas por Dios.
No solo la historia de la Iglesia, sino toda la historia sagrada está salpicada de
apariciones. Conviene, pues, tener presente una primera distinción entre apariciones
bíblicas y extrabíblicas. Las apariciones referidas en la Biblia, por ejemplo a Abrahán, a
Moisés, a los profetas, a san José (incluso en sueños puede enviar Dios sus mensajes), a
san Pedro, a san Pablo…, forman todas parte integrante de la revelación divina y tienen
el valor inspirado de la Sagrada Escritura.
Las apariciones extrabíblicas, aunque estén oficialmente aprobadas por la autoridad
eclesiástica, siguen siendo apariciones privadas que no añaden nada al patrimonio de la
fe, y cuya importancia es muy diversificada: para un individuo, para una ciudad, para
una situación pasajera. Pero pueden tener también gran importancia desde el punto de
vista pastoral. Pensemos, por ejemplo, en las apariciones de Guadalupe, de Lourdes, de
Fátima. Conviene sin embargo reiterar, respecto a todas las apariciones privadas, que no
añaden nada a la revelación pública. El concilio Vaticano II afirma con decisión esta
realidad: «No cabe esperar otra revelación pública antes de la manifestación gloriosa de
nuestro Señor Jesucristo» (DV 4). No hay espacio para la denominada «venida
intermedia de Jesucristo», de la que tanto hablan ciertos sedicentes videntes modernos.
Algunos ejemplos. Tienen una importancia personal el crucifijo que habló a san
Francisco, y muchas apariciones a santos, que inspiraron su vocación y misión. Tuvo
importancia para la ciudad de Vicenza (Italia), atacada por la peste, la aparición de la
Virgen a Vincenza Pasini, en 1476, aunque diera lugar a la construcción del santuario de
Monte Berico, que sigue siendo el santuario más frecuentado del Véneto. Tuvo
importancia para una región la aparición de la Virgen en La Salette, en 1846, donde la
Virgen recordó a sus habitantes el deber de santificar las fiestas, observar los viernes y
no blasfemar; aunque posteriormente el santuario ha adquirido una importancia
supranacional.
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Pero ha habido apariciones marianas de importancia pastoral inmensa, hasta marcar
una época y perdurar en el transcurso de los siglos. Si tuviéramos que decir cuáles han
sido, a nuestro entender, hasta ahora las apariciones marianas más importantes en la
historia de la Iglesia, no dudaríamos en recordar las de Guadalupe, en Ciudad de Méjico,
donde al parecer los conquistadores pretendían imponer el cristianismo a la fuerza. La
Virgen, apareciéndose en la semblanza de una niña azteca del lugar, mostró a aquellas
poblaciones, especialmente en América Latina, la fe cristiana como una religión revelada
también directamente para ellas.
Recordemos después las apariciones de Lourdes, de 1858, a cuatro años de la
definición del dogma de la Inmaculada Concepción. En este caso el valor fue
grandísimo. Ante todo el hecho extraordinario de la aparición y los milagros que se
sucedieron tuvieron la importancia de una respuesta del Cielo al racionalismo imperante:
fue precisamente Dios el que confundió la sabiduría de los sabios con la necedad de una
niña casi analfabeta, pero embajadora de la Virgen. La importancia pastoral es todavía
evidente; cabe incluso preguntarse a qué se habría reducido la fe en Francia de no haber
sido por Lourdes.
Por fin Fátima, que es la gran aparición mariana querida por Dios para iluminar
nuestro oscuro siglo, ensombrecido por el ateísmo y las guerras. El aspecto religioso es
predominante: la invitación a la oración y a la conversión, el recuerdo de las tres grandes
verdades del paraíso, del infierno y del purgatorio, todo esto da a estas apariciones una
gran importancia pastoral, pero que repercute en la vida pública. El 13 de julio de 1917
dijo la Virgen: «La guerra está para acabar [la I Guerra mundial]. Pero si no dejan de
ofender a Dios, en el pontificado de Pío XI empezará otra peor». Está claro que la
Virgen no viene a predicar desgracias, sino a enseñarnos cómo evitarlas; y la II Guerra
mundial pudo evitarse. Nótese también que no es Dios el que castiga: son los hombres
quienes, al alejarse de Dios, se castigan a sí mismos.
El gran mensaje continúa: «Si escuchan mis peticiones, Rusia se convertirá y habrá
paz. Si no, extenderá sus errores por el mundo, suscitando guerras y persecuciones a la
Iglesia… Al final mi corazón inmaculado triunfará, el Santo Padre me consagrará Rusia,
que se convertirá [piénsese en lo que sucedió en el Este europeo tras la consagración del
mundo al Corazón Inmaculado de María, por obra de Juan Pablo II, el 25 de marzo de
1984], y se le concederá al mundo algún tiempo de paz». Es un mensaje de importancia
excepcional, que preanuncia todo el futuro del siglo que estaba para terminar. «Las
guerras son causadas por los pecados de los hombres», repetía la pequeña Jacinta por
sugerencia de su gran Mamá.
¿Qué valor tienen estas apariciones? Me parece que resulta claro: están en conexión
directa con el plan de la salvación dado para la humanidad y en relación directa con la
vida humana, incluso social, política y económica. Es inútil crear falsas barreras para
relegar la fe a las sacristías. En un mundo en el que parece dominar el sexo, la violencia
y el error (basta hojear las páginas de los periódicos y escuchar los telediarios), la Virgen
invita apenadamente a sus hijos a la plegaria y a la conversión. Como Jesús, que en su
agonía del Getsemaní decía: «Vigilad y orad para no caer en la tentación» (Mt 26,41).
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También el mensaje mariano de Fátima termina con las doloridas palabras: «Que no
ofendan más a Dios, nuestro Señor, que ya está muy ofendido».
Reflexiones
Sobre María – No cabe duda de que las apariciones de María a todos los niveles,
bien sean de valor personal o cósmico, forman parte de su misión de madre nuestra,
que Jesús le confió desde la cruz. Sería un error no ponerlas siempre en relación
con las palabras reveladas, de las que son fiel eco y aplicación a la actualidad. Pero
no sería menos equivocado minusvalorar su importancia y, con frecuencia, su
urgencia.
Sobre nosotros – Es seguramente una equivocación la actitud de quien corre de una
aparición a otra en busca del último mensaje. Es una curiosidad inútil. Debemos
escuchar las palabras de la Virgen como recuerdo de su testamento: «Haced lo que
él os diga», o sea, como un urgente recuerdo de las palabras de Cristo: «Si no os
convertís, todos pereceréis» (Lc 13,5).
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Vigesimoctavo día
Me consagro a ti
a María enaltece una historia muy antigua, aunque en los últimos
L aañosconsagración
se ha ido desarrollando cada vez más. Resulta espontáneo, como punto de
partida, remitirse a algunos textos bíblicos. Hay muchos, pero elegiré dos. San Pablo:
«Os ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio
vivo, consagrado, agradable a Dios; este es el culto que debéis ofrecer» (Rom 21,1). San
Pedro: «Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su
propiedad, para anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz
maravillosa» (1Pe 2,9). Un pueblo que participa de la función real, profética, sacerdotal
de Cristo, es por su naturaleza un pueblo de consagrados. Entonces, ¿por qué
consagrarse a María, o sea, a Dios por medio de María? La respuesta es obvia: para
comprender y vivir la consagración bautismal.
Juan Pablo II, el 25 de marzo de 1984, renovó la consagración del mundo al Corazón
Inmaculado de María en unión con todos los obispos del orbe, que el día anterior habían
pronunciado las mismas palabras de consagración en sus diócesis. La fórmula elegida
comienza con las palabras de la plegaria mariana más antigua, que se remonta al siglo
III: «Bajo tu amparo nos acogemos…». Es interesante recordar que tal plegaria ya es un
acto de confianza en María por parte del pueblo. En efecto, las consagraciones colectivas
son antiquísimas y anteriores a las consagraciones individuales.
He aquí un botón de muestra. Es bellísima la consagración de san Ildefonso de
Toledo (muerto en 667), aunque el primero que usó la expresión «consagración a María»
fue posteriormente san Juan Damasceno (muerto en 749). En toda la Edad Media hay
una competición de ciudades y municipios que «se ofrecen» a María, entregándole a
menudo las llaves de la ciudad en sugestivas ceremonias. Pero es en el siglo XVII
cuando se inician las grandes consagraciones nacionales: Francia en 1638, Portugal en
1641, Austria en 1647, Polonia en 1656. Italia llegó tarde, en 1959, porque no había
conseguido aún la unidad nacional y porque las propuestas anteriores no se habían
llevado a cabo. Tras las apariciones de Fátima, las consagraciones se multiplicaron cada
vez más: recordemos la consagración del mundo, pronunciada por Pío XII en 1942,
seguida en 1952 por la consagración de los pueblos rusos, siempre por el mismo
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pontífice. Las imitaron muchas otras y casi siempre, como conclusión de la Peregrinatio
Mariae, se terminaba con la consagración a su Corazón Inmaculado.
La consagración es un acto complejo, que se diversifica en cada caso: una cosa es
cuando un fiel se consagra personalmente, asumiendo precisos compromisos, y otra
cuando se consagra un pueblo, toda una nación o incluso la humanidad; es justo
expresarse en estos casos de diversas maneras, como hizo Pío XII al final de la primera
consagración del mundo, para la cual usó tres verbos: consagro, entrego, ofrezco.
Como no se puede decir todo, me limitaré a algún pensamiento sobre la
consagración individual, bien explicada teológicamente por san Luis María Grignion de
Montfort, de quien el beato Juan Pablo II fue un ardiente modelo, con su lema Totus
tuus, deducido del mismo Montfort, que a su vez lo había tomado de san Buenaventura.
Recordaremos dos motivos. El primero nos lo ofrece el ejemplo del Padre, que nos
dio a Jesús por medio de María, confiándoselo a ella. De ello se infiere que la
consagración consiste en reconocer que la divina maternidad de la Virgen, a ejemplo de
esta elección del Padre, es el primer motivo que nos impulsa a la consagración.
El segundo motivo es el ejemplo del mismo Jesús, Sabiduría encarnada. Él se
encomendó a María no solo para recibir la carne y sangre, sino para ser criado, educado
y crecer bajo su mirada en sabiduría, edad y gracia. ¿Podríamos encontrar una formadora
mejor que la que eligió Jesús?
Añadamos algunas consecuencias, o sea, los compromisos que se asumen.
1) El compromiso de imitar a María, que no es solo la madre del Señor, sino también
su discípula más fiel, la que siempre le dijo que sí, sin condiciones. Es necesario
comprender cada vez más a María para poderla imitar en sus virtudes, tan gratas a
Dios.
2) Tenemos que obedecerla, porque ella nos anima continuamente a obedecer a Jesús.
Por eso la consagración a María forma parte del plan para vivir como cristianos.
Montfort la identifica con una renovación de los votos bautismales; por ello es una
renovación de nuestra fidelidad a Dios, a ejemplo y con la ayuda de la Virgen.
3) Consagrarse es acoger a María en nuestra vida, a ejemplo de Juan. María se tomó
muy en serio su maternidad sobre nosotros: nos trata como hijos, nos ama como
hijos, provee a todos como a hijos. A nosotros nos corresponde reconocer esta
maternidad espiritual, acoger a María en nuestra vida de creyentes, hacer operante
esta presencia, favoreciendo su acción sobre nosotros.
4) No se puede acoger a María si no acogemos a los hermanos, que también son hijos
de María. No se puede acoger a María y sentirse hijos suyos sin acoger a la Iglesia
y sentirse hijos de la Iglesia. Ciertas frases tan difundidas como: «Creo en Dios,
pero no creo en los curas», «Acepto a Cristo, pero no a la Iglesia», no tienen
sentido sobre todo en quien se consagra a María, madre de la Iglesia. El
mandamiento nuevo no se limita a prescribir que amemos al prójimo como a
nosotros mismos, sino que exige: «Amaos como yo os he amado» (Jn 15,12). No se
ama a la madre si no se ama a todos sus hijos.
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5) Y un pensamiento conclusivo: nos consagramos a María entre otras cosas porque
confiamos en su poderosa intercesión. Es Dios quien la ha hecho tan grande y
poderosa en beneficio nuestro. Sabemos lo débiles que somos: encomendémonos
entonces a María para que rece por nosotros «ahora y en la hora de nuestra
muerte»: los dos momentos más importantes de la vida.
Por lo dicho vemos, pues, que la devoción a María no consiste solo, como
desafortunadamente sucede con muchos, en recurrir a ella cuando pasamos por una
necesidad. No se ama a una persona si solo vamos donde ella cuando queremos pedirle
algo.
Me parece que esta breve panorámica puede servirnos de ayuda. Empecemos,
siguiendo los consejos de Montfort, por vivir aunque solo sea el primer paso de la
consagración: hacer todo con María. Veremos que nuestra vida cambiará totalmente en
pocos días.
Reflexiones
Sobre María – Todos los títulos de María y las relaciones con ella tienen el centro
en su maternidad para con Jesús y con nosotros. Si ha pedido expresamente que se
le consagren el mundo, Rusia y los pueblos, es porque así lo quiere el Señor:
consagrados a ella, nos conduce a amar a Jesús, a observar sus palabras. Vemos en
esto un gran bien tanto para los individuos como para la sociedad humana.
Sobre nosotros – No pensemos que somos más inteligentes que el Padre, que confió
su Hijo unigénito a María. Es un claro ejemplo del camino a seguir. Reflexionemos
sobre los motivos y los compromisos de la consagración para renovarla y vivirla
plenamente. Por su naturaleza la consagración no es un acto aislado, sino una tarea
que se ha de vivir un día tras otro.
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Vigesimonoveno día
Una cadena de Avemarías
a hablar del rosario, el pensamiento
A lseempezar
dirige inmediatamente a la definición que del mismo dio Pablo VI: «Compendio
de todo el evangelio». La característica fundamental de esta oración es la de ser, al
mismo tiempo, oración y meditación de los principales misterios cristianos. Por eso la
Virgen propone en Fátima el rosario como antídoto contra el ateísmo: el hombre actual
tiene más necesidad que nunca de rezar y meditar las grandes verdades reveladas. No nos
sorprendamos, por consiguiente, ante la insistencia de los pontífices en recomendar esta
oración (piénsese, por ejemplo, en las doce encíclicas sobre el rosario de León XIII) y en
que se insista tanto sobre esta oración en las apariciones de Lourdes o Fátima. Juan
XXIII, con su actuar afable y tan simpático, afirmaba: «Hijitos, la jornada del papa no ha
terminado si no ha recitado los quince misterios del rosario».
El rosario no nació de golpe; es fruto de una lenta evolución, y lo comprenderemos
mejor si recorremos su larga historia de cinco siglos, desde el XII al XVII. Se parte del
siglo XII, cuando se difunde el Avemaría, limitada a la primera parte. Anteriormente se
recitaba solo el saludo angélico (tenemos testimonio de ello en una antífona del siglo
VI), pero no con la repetitividad que tuvo después. Por su parte los monjes recitaban los
ciento cincuenta salmos de la Biblia, tal como se sigue haciendo en la Liturgia de las
Horas. Los cohermanos laicos, que a menudo no sabían ni siquiera leer, rezaban ciento
cincuenta Padrenuestros en lugar de los salmos, y para ayudarlos, por comodidad de
conteo, se usaban coronas con ciento cincuenta cuentas. Nótese que el uso de coronas
para contar las oraciones ya estaba en boga entre los cristianos y en otras religiones
incluso muchos siglos antes de Cristo. Cuando, en la segunda mitad del siglo XII, se
sustituyeron los Padrenuestros por las Avemarías, nació el Salterio mariano.
Solo al final del siglo XV entró en uso la segunda parte del Avemaría; además el
cartujo Enrique de Kalkar tuvo la feliz idea de subdividir las ciento cincuenta Avemarías
en quince decenas, intercaladas por un Padrenuestro. Esta plegaria se fue difundiendo
cada vez más y se multiplicaron las cofradías del rosario. Poco después se empezó a
acompañar el rezo del rosario con la meditación de episodios evangélicos. Corresponde
al dominico Alano de La Roche (muerto en 1478) el mérito de haber llamado al Salterio
de la Virgen «Rosario de la Bienaventurada Virgen María», nombre con el que se quedó.
Fue asimismo mérito suyo la subdivisión en tres partes de cinco decenas cada una; y fue
él asimismo quien sugirió que se reflexionara sobre los misterios de la encarnación,
pasión y glorificación de Cristo y de María. Por fin san Pío V, en 1569, escribió el
primer documento pontificio que dio reconocimiento oficial al rosario.
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Así es como, a través de esta evolución de cinco siglos, se llegó a sintetizar en el
rosario plegaria y meditación. Nosotros nos distraemos mucho, especialmente cuando
rezamos. Corremos así el riesgo de reducir el rosario a una repetición mecánica de
Avemarías, mientras la mente divaga por cuenta propia, absorta en pensamientos muy
distintos de los misterios enunciados. Por ello debemos proponernos un serio
compromiso para devolver al rosario su dignidad y eficacia. Cuando lo recitamos en
grupo, debemos seguir un ritmo único, sin correr ni ralentizar, como se hace en un canto
colectivo. Pero, cuando lo recitamos solos, es aconsejable un ritmo lento, contemplativo.
Es verdad que las décimas se subsiguen con un sistema repetitivo; es esto precisamente
lo que hace más necesaria la meditación de los misterios.
Bernardita se sentía feliz cuando, al recitar el rosario en la gruta los días de las
apariciones, veía que la Virgen pasaba con ella las gruesas cuentas de su rosario. Pero,
aunque no la veamos, pensemos que la Virgen está siempre delante de nosotros. El
rosario, por otra parte, es una plegaria tan humilde, que se adapta a todas las
posibilidades. Lo mejor es cuando podemos rezarlo con tranquilidad en la iglesia o en
casa. Pero puede llenar también nuestros retazos de tiempo en el autobús, paseando por
la calle, conduciendo el coche o esperando nuestro turno en una tienda. Rezándolo solos,
rezamos por todos; si estamos en grupo, el rosario mismo, formado por cuentas
mantenidas juntas por un solo hilo, nos invita a la unión de ánimos.
El ritmo de la vida actual ha roto la unidad de la familia: se está poco tiempo juntos y
a veces, incluso en esos momentos, ni siquiera nos hablamos, porque es el televisor el
que dicta su ley… Pío XII insistía en el restablecimiento del rosario en familia: «Si
rezáis el rosario todos unidos, disfrutaréis de paz en vuestras familias y tendréis la
concordia en vuestras casas». «La familia que reza unida permanece unida», repetía en
todas partes el americano Patrick Peyton, el infatigable apóstol del rosario en familia. Y
el beato Juan Pablo II nos recuerda: «Nuestro corazón puede encerrar, en estas decenas
del rosario, los hechos que acompañan a la vida de la familia, de la nación, de la Iglesia,
de la humanidad. El rosario marca el ritmo de la vida humana».
Es también la oración de la paz, la oración que abraza a todo el mundo. Otro gran
apóstol del rosario de nuestro tiempo, el obispo Fulton Sheen, había ideado una corona
de cinco colores, que sigue usándose mucho: una decena de cuentas verdes para recordar
a África, famosa por su verdes bosques; una decena para la roja América, habitada un
tiempo por los pieles rojas; una decena blanca para Europa, en homenaje a la vestidura
del papa; una decena azul para Oceanía, inmersa en el azul del Pacífico; una decena
amarilla para el inmenso continente asiático. Así, al fin de la corona del rosario, se ha
abrazado al mundo.
El hombre de hoy tiene más necesidad que nunca de pausas de silencio y reflexión.
En este mundo archirruidoso necesitamos silencio para orar. Si además creemos en el
poder de la oración, estamos convencidos de que el rosario es más fuerte que la bomba
atómica. Es una plegaria que compromete y requiere cierto tiempo, no podemos negarlo;
mientras que nosotros estamos habituados a hacer las cosas deprisa, especialmente
cuando tratamos con Dios… El rosario podría ayudarnos a superar ese riesgo contra el
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que Jesús prevenía a Marta, la hermana de Lázaro: «Te afanas por muchas cosas, y solo
una es necesaria». También nosotros corremos el mismo peligro: nos preocupamos y
apuramos por tantas cosas contingentes, olvidando lo único necesario, que es nuestra
relación con Dios. El fundador de la Familia Paulina, el beato Padre Santiago Alberione,
solía repetir a sus hijos e hijas: «Nos pueden sustituir en todo, salvo en una cosa: en
salvarnos el alma, en santificarnos. O piensas tú en esto o ningún otro puede suplirte».
Es hora de abrir los ojos.
Reflexiones
Sobre María – En el rosario, afirmaba Pablo VI, meditamos los misterios de Jesús
en compañía de aquella que más reflexionó sobre ellos y los compartió. La
formación de esta plegaria ha contribuido a su riqueza. Meditemos alguna vez el
Avemaría, palabra por palabra, dirigiéndonos a María con amor de hijos y
haciéndole experimentar de nuevo la alegría que sintió al oír las palabras de Gabriel
o Isabel, y que la estimulan a ayudarnos en la súplica añadida por la Iglesia.
Sobre nosotros – Preguntémonos si hemos comprendido la importancia y la riqueza
del rosario. ¿Con qué empeño y frecuencia lo rezamos? Ha llegado quizá el
momento de hacer un propósito concreto. Para el Padre Pío, como para muchos
otros santos, la corona del rosario era el arma (así la llamaba) para derrotar al
enemigo.
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Trigésimo día
Mediadora de todas las gracias
E
n la fase previa al Vaticano II, que terminó en la primavera de 1960, casi quinientos
obispos y prelados habían pedido que se definiera la mediación universal de María, pero
prevaleció la decisión de no promulgar ningún dogma nuevo. Ya en 1921 el cardenal
Mercier había presentado al papa una petición en tal sentido, obteniendo inmediatamente
una misa y oficios propios para las diócesis de Bélgica. El último llamamiento oficial lo
hizo el cardenal Confalonieri, en nombre del capítulo de Santa María la Mayor, el 2 de
marzo de 1984. La respuesta del cardenal Ratzinger, después Benedicto XVI, en el
sentido de que no se creía necesaria una pronunciación tan solemne, es interesante por su
motivación: «La doctrina sobre la mediación universal de María santísima ya se
encuentra propuesta adecuadamente en los diversos documentos de la Iglesia». O sea, es
doctrina segura y enseñada oficialmente.
Con estas premisas no pretendemos defender una causa ya superada, sino ilustrar
este título mariano. Toda la historia de la Iglesia nos muestra que el recurso a la
intercesión de María ha sido constante en todas las circunstancias de la vida, desde la
más antigua plegaria mariana de la que ya hemos hablado, Bajo tu amparo, hasta las
antífonas e invocaciones de la liturgia y los populares testimonios de los exvotos, hoy
tan revaluados.
El título de «mediadora» dado a María se remonta al menos al siglo VI y se difundió
sobre todo en el siglo XII. Es conocida la enseñanza de san Bernardo: «Veneramos a
María con todo el ímpetu de nuestro corazón, de nuestros afectos y de nuestros deseos.
Así lo quiere Aquel que estableció que nosotros recibiéramos todo por medio de María».
No hay duda de que el único mediador entre el hombre y Dios es Jesús y que «…
nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Pero debemos entender el sentido exacto de las
palabras para no ser fetichistas. Cada vez que usamos un adjetivo atribuyéndoselo a Dios
y a un hombre, aunque la palabra suene lo mismo, es usado con significado diverso.
Pongamos un ejemplo. El típico atributo divino, exclusivo de Dios, es la santidad:
solo tú eres santo, solo Dios es santo. Esto no impide llamar santos a Pablo, Pedro,
Francisco… Pero la palabra adquiere otro significado. Dios es santo en sentido absoluto,
originario, perfecto; podríamos decir también que Dios es la santidad. Pablo es santo en
sentido relativo, limitado, derivado, dependiente de la santidad de Dios, de la que se hace
partícipe por don divino. Nunca podremos decir que Pablo es la santidad. Comprendida
esta diferencia, podremos seguir diciendo que solo Dios es santo y que Pablo es santo: el
significado es diverso, por lo que no existe ninguna contradicción.
Podemos hacer la misma aplicación a propósito de la perfección de Dios y de su
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misericordia, dado que el Señor nos invita a ser santos, perfectos y misericordiosos como
el Padre. En referencia a Dios, se trata de atributos absolutos y originarios, por lo que
podríamos decir que Dios es la perfección o la misericordia. Referidos al hombre, estos
mismos atributos tienen un valor limitado, dependiente: son una participación de los
atributos divinos concedida por la gracia de Dios. El mismo concepto vale también para
el atributo «mediador»: referido a Jesús tiene un valor absoluto, originario, exclusivo.
Referido a un hombre tiene un valor limitado, subordinado, participado. Entonces la
palabra «mediadora» atribuida a María deja de asustarnos: tiene un sentido relativo y
subordinado, como participación en la única mediación de Cristo. Ciertamente, debido a
la misión universal de María, tiene una extensión que no alcanza en ninguna otra criatura
humana.
A la luz de estos conceptos, no solo no dudamos en llamar a María «mediadora de
todas las gracias», sino que llamamos mediadores también a los apóstoles, a los
misioneros, a cuantos predican o dan testimonio del evangelio. Son mediadores los
párrocos, los padres que educan a sus hijos en la fe cristiana y los catequistas. Es
mediador todo el que ejerce cualquier clase de apostolado, incluso en esa forma preciosa
y escondida que es el apostolado de la oración y del sufrimiento. Está claro, en todos los
casos, que se trata de una forma de mediación subordinada y dependiente de la de Cristo,
que no deja de ser único mediador por el hecho de hacer a otros partícipes de esta
prerrogativa suya.
Son conceptos que el Vaticano II expone con claridad precisamente a propósito de
María, por lo que se puede decir que, aunque ese Concilio no proclamó el dogma de la
mediación universal de María, expresó todos los principios sobre los cuales se funda. En
efecto, dice: «La mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las
criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente. La Iglesia no
duda en confesar abiertamente esta función subordinada de María, la experimenta de
continuo y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección
maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador» (LG 62).
La extensión de esta participación de María a la mediación de Cristo es
proporcionada a la participación que ella tuvo en la obra del Redentor y a la misión de
madre nuestra que sigue desempeñando. Santos y teólogos insisten en que por María
hemos tenido a Cristo, fuente de toda gracia; por eso recibimos también todas las gracias
que nos vienen a través de ella. La maternidad divina, conviene recordarlo, es la fuente
principal de toda la obra de María y, por tanto, también de su mediación.
La misión que ahora está desempeñando María para con la humanidad es sintetizada
así por el concilio Vaticano II: «Asunta al cielo, no ha dejado esta función salvadora,
sino que con su múltiple intercesión sigue obteniéndonos las gracias de la salvación
eterna». Y prosigue: «Se cuida de los hermanos de su Hijo… hasta que sean conducidos
a la patria bienaventurada» (LG 62). Son expresiones muy claras, que hacen legítimo el
que llamemos a María «mediadora de todas las gracias», cuando se ha llegado a
comprender su significado de dependencia y participación en la única mediación de
Cristo. Justamente por eso el pueblo cristiano ha recurrido siempre a María en todas sus
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necesidades.
Reflexiones
Sobre María – Está claro que los títulos marianos no ofuscan, sino que ponen de
manifiesto la misión de salvación y de gracia que nos viene de Cristo. Los textos
oficiales de la Iglesia contienen con claridad los fundamentos por los que llamamos
a María «mediadora de todas las gracias». Además de las citas del Vaticano II que
hemos referido, recordemos: Adiutricem populi, de León XIII (1895); Ad diem
illum, de san Pío X (1904); Miserentissimus, de Pío XI (1928), y el radiomensaje de
Pío XII del 13 de mayo de 1946.
Sobre nosotros – Comprender la extensión y los límites de los títulos marianos. No
temer nunca que, al alabar a María, le sustraigamos algo a Jesús; todo lo contrario:
se glorifica la fuente de todos los dones recibidos de María. Invocar a la Virgen con
confianza; el hecho de que ella intervenga en todas las gracias no es una dificultad
mayor, sino una ayuda superior para obtenerla.
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Trigésimo primer día
Madre que reúne a la familia
soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas… Tengo otras
«Y oovejas
que no son de este redil. También a ellas tengo que apacentarlas. Ellas
escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,11-16). Es el gran
sueño de Jesús: un solo rebaño, como hay un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo.
Hoy el problema del ecumenismo, de la unidad de los cristianos, es un motivo que sigue
vivo, aunque lejos de solucionarse. El Señor rezó para que seamos una sola cosa, como
él y el Padre, y que esta unión sea el motivo para hacer que el mundo crea en Jesucristo
(cf Jn 17,21). En cambio los cristianos se presentan escandalosamente divididos. ¿Cómo
ha sido posible?
En el tiempo de Nestorio se registró una primera escisión: el concilio de Éfeso se
pronunció sobre la persona de Jesús y de María en el año 431, pero los nestorianos
siguen existiendo en nuestros días. En 1054 se dio la gran escisión del Oriente ortodoxo
por motivos que hoy nos cuesta comprender. Después de casi quinientos años se llegó a
la gran escisión de la Reforma protestante en 1517, seguida poco después, en 1534, por
la escisión de los anglicanos. Desde entonces los fraccionamientos son incontables,
creando surcos cada vez más profundos, agravados por guerras, persecuciones y
discriminaciones. Una babel frente a la cual nos preguntamos: pero, ¿son estos los
cristianos, los verdaderos seguidores de Cristo?
Hoy se busca el acercamiento, el diálogo. Es famoso el encuentro del papa Pablo VI
con el patriarca Atenágoras, después con el primado de la Iglesia anglicana y por último
con el Consejo ecuménico de las Iglesias. Parece que solo el papa pide perdón a todos
por las equivocaciones del pasado. Recordemos las innumerables excusas expresadas por
el beato Juan Pablo II. Es un hecho que solo él, Juan Pablo II, con su ascendiente
espiritual, pudo reunir a todas las religiones en Asís. Lo mismo ha seguido haciendo y
fomentando Benedicto XVI.
Pero sin mucha oración y conversión por parte de todos, como indica el Vaticano II,
no se llegará nunca a la unidad, por lo que la Octava de oración por la unidad, que se ha
ido imponiendo cada año del 18 al 25 de enero, nos parece una de las iniciativas más
bellas y fructuosas. Pero incluso cuando hay encuentros siguen doliendo las divisiones.
Recuerdo, en el ya lejano 1984, una peregrinación de anglicanos a Lourdes: se hizo la
oración en común, pero después, durante la celebración eucarística, los anglicanos se
limitaron a asistir con compostura al rito de los católicos sin participar en él. ¡Qué
tristeza!
¿Qué rol tiene María en el movimiento ecuménico? ¿Es madre de unidad o motivo
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de división? León XIII no dudaba en afirmar: «La causa de la unión de los cristianos
pertenece específicamente al oficio de la maternidad espiritual de María». Pero, ¿es así?
En apariencia se notan agarrotamientos y concepciones tan distantes que parece que no
tengan solución. Si además se va un poco al fondo se ve que las verdaderas diferencias
conciernen no tanto a María sino a la concepción de la Iglesia, al rol del papado y a la
interpretación de la Sagrada Escritura que, dejada a la libertad individual, puede
transformarse en instrumento de perdición, como advierte san Pedro (cf 2Pe 3,16).
Es un hecho que todo el mundo protestante, frente a un pontificado tan
marcadamente mariano como el de Juan Pablo II, se sintió obligado a reestudiar la figura
de María. Para muchos fue un feliz redescubrimiento el comentario de Lutero al
Magníficat. Sobre todo pesa en el mundo protestante la barrera del silencio acerca de la
figura de María. Lo afirmaba claramente un calvinista tan abierto como el hermano
Roger Schutz, fundador de Taizé: «Tras cuatro siglos de división, la conspiración del
silencio mantenido en torno a María hace imposible todo encuentro. Al comienzo de la
Reforma no existía esta conspiración de silencio». Es un silencio que se está superando
lentamente, sobre la base común de la Biblia. Pero el camino es largo. No es como
cuando varios partidos políticos se ponen de acuerdo para formar un gobierno: cede un
poco el uno y otro poco el otro, para llegar a un programa común. En este caso se trata
de algo muy distinto y las tácticas no cuentan.
La vía de la unión parte de la certeza de que es Cristo el que la quiere. Los coloquios
permiten muchas aclaraciones porque, tras siglos de separación, cada uno está cargado
de prejuicios sobre los otros, atribuyéndoles ideas que no tienen e ignorando realidades
que sí existen. Cuando, hablando a católicos, les decíamos que entre los protestantes hay
monasterios de monjas (por ejemplo, «Las Hermanas de María») y monasterios
benedictinos y franciscanos, los oyentes miraban estupefactos, sintiendo cosas que nunca
hubieran imaginado. Lo mismo pasa cuando se habla de María a los protestantes,
naturalmente sobre la base de la Sagrada Escritura. A pesar de ello, cada vez se
encuentran familias de protestantes rezando en santuarios marianos.
La posición de los protestantes con relación a María está muy diferenciada. Ya hay
diferencias desde los primeros tiempos entre Lutero, Calvino y Zwinglio. Podemos
repetir que, en línea de máxima, no existen dificultades respecto a los primeros grandes
dogmas marianos anteriores a cualquier escisión: María, Madre de Dios y siempre
Virgen. Los dogmas más recientes o son negados o dejados a la libre interpretación. Pero
donde la diferencia es mayor es respecto al culto, que los protestantes han abandonado
desde hace demasiados siglos. Y confesemos también que, incluso de la parte católica, el
culto a la Virgen debe ser depurado cada vez más de elementos que deterioran, que a
veces lo han desfigurado: fanatismo, integrismo.
Concluimos con las optimistas palabras de Pablo VI: «La piedad hacia la Madre del
Señor se hace sensible a las inquietudes y a las finalidades del movimiento ecuménico,
es decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos. En
primer lugar porque los fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas,
entre las cuales la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda
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doctrina al venerar con particular amor a la gloriosa Theotokos y al aclamarla
«Esperanza de los cristianos»; se unen a los anglicanos, cuyos teólogos clásicos pusieron
ya de relieve la sólida base escriturística del culto a la Madre de nuestro Señor, y cuyos
teólogos contemporáneos subrayan mayormente la importancia del puesto que ocupa
María en la vida cristiana; se unen también a los hermanos de las Iglesias de la Reforma,
dentro de las cuales florece vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras,
glorificando a Dios con las mismas palabras de la Virgen» (Marialis cultus, 32). El
documento de Pablo VI termina afirmando que el culto a la Virgen es vía que conduce a
Cristo, fuente y centro de la comunión eclesial.
Reflexiones
Sobre María – El verdadero conocimiento de María lleva a la unidad; toda madre es
fuente de unión entre los miembros de una misma familia. La unidad es un don de
Dios que ha de impetrarse con mucha oración; y para esto hay que pedir
incesantemente la intercesión de María.
Sobre nosotros – Hay que sentir este problema a nivel general, no dejarlo como
prerrogativa de los peritos. Por parte de los fieles será útil rezar con este fin,
informarse sobre los pasos que se van dando, participar lo más intensamente que se
pueda en la Octava anual de oración y mirar con amor a todos los seguidores de
Cristo, compartiendo su anhelo: que se haga un solo rebaño bajo un solo pastor.
Invitamos, por fin, a repetir la hermosa plegaria del hermano Schutz: «Oh Dios,
tú has querido hacer de la Virgen María la figura de la Iglesia. Ella recibió a Cristo
y lo ha dado al mundo. Envía sobre nosotros a tu Espíritu Santo para que, muy
pronto, estemos unidos visiblemente en un solo cuerpo y difundamos a Cristo entre
los hombres que no pueden creer».
97
Índice
Presentación
Primer día
La mujer nueva
Segundo día
María Santísima
Tercer día
Tres veces virgen
Cuarto día
Un matrimonio querido por Dios
Quinto día
Exulta, alégrate, goza
Sexto día
Dos madres y dos hijos
Séptimo día
El canto de la alegría
Octavo día
Cómo sufre un justo
Noveno día
Esposos felices unidos por Dios
Décimo día
98
Belén, la casa del pan
Undécimo día
La fe de los más pequeños
Duodécimo día
El nombre de la salvación
Decimotercer día
Jesús ofrecido al Padre
Decimocuarto día
El homenaje de los paganos
Decimoquinto día
Vuelta a casa
Decimosexto día
Un niño desconcertante
Decimoséptimo día
Un silencio precioso
Decimoctavo día
Las bodas de Caná
Decimonoveno día
En el escondimiento de Nazaret
Vigésimo día
Mujer, ahí tienes a tu hijo
Vigesimoprimer día
El sábado, día de María
Vigesimosegundo día
Fuego del cielo
Vigesimotercer día
Enteramente glorificada
Vigesimocuarto día
Apareció una gran señal en el cielo
Vigesimoquinto día
Madre de la Iglesia
Vigesimosexto día
El corazón inmaculado de María
Vigesimoséptimo día
Las apariciones marianas
Vigesimoctavo día
Me consagro a ti
99
Vigesimonoveno día
Una cadena de Avemarías
Trigésimo día
Mediadora de todas las gracias
Trigésimo primer día
Madre que reúne a la familia
100
Índice
Presentación
Primer día
La mujer nueva
Segundo día
María Santísima
Tercer día
Tres veces virgen
Cuarto día
Un matrimonio querido por Dios
Quinto día
Exulta, alégrate, goza
Sexto día
Dos madres y dos hijos
Séptimo día
El canto de la alegría
Octavo día
Cómo sufre un justo
Noveno día
Esposos felices unidos por Dios
Décimo día
Belén, la casa del pan
Undécimo día
La fe de los más pequeños
Duodécimo día
El nombre de la salvación
Decimotercer día
Jesús ofrecido al Padre
Decimocuarto día
El homenaje de los paganos
4
5
5
8
8
11
11
14
14
17
17
20
20
23
23
26
26
29
29
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32
35
35
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38
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41
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44
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Decimoquinto día
Vuelta a casa
Decimosexto día
Un niño desconcertante
Decimoséptimo día
Un silencio precioso
Decimoctavo día
Las bodas de Caná
Decimonoveno día
En el escondimiento de Nazaret
Vigésimo día
Mujer, ahí tienes a tu hijo
Vigesimoprimer día
El sábado, día de María
Vigesimosegundo día
Fuego del cielo
Vigesimotercer día
Enteramente glorificada
Vigesimocuarto día
Apareció una gran señal en el cielo
Vigesimoquinto día
Madre de la Iglesia
Vigesimosexto día
El corazón inmaculado de María
Vigesimoséptimo día
Las apariciones marianas
Vigesimoctavo día
Me consagro a ti
Vigesimonoveno día
Una cadena de Avemarías
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47
47
50
50
53
53
56
56
59
59
62
62
65
65
68
68
71
71
74
74
77
77
80
80
83
83
86
86
89
89
Trigésimo día
Mediadora de todas las gracias
Trigésimo primer día
Madre que reúne a la familia
92
92
95
95
103
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