Juan Antonio PÉREZ MILLÁN Cine, enseñanza y enseñanza del cine De la autodefensa al disfrute Director de la colección: José Gimeno Sacristán EDICIONES MORATA, S. L. Fundada por Javier Morata, Editor, en 1920 C/ Mejía Lequerica, 12. 28004 - MADRID morata@edmorata.es - www.edmorata.es 2 Nota de la editorial En Ediciones Morata estamos comprometidos con la innovación y tenemos el compromiso de ofrecer cada vez mayor número de títulos de nuestro catálogo en formato digital. Consideramos fundamental ofrecerle un producto de calidad y que su experiencia de lectura sea agradable así como que el proceso de compra sea sencillo. Una vez pulse al enlace que acompaña este correo, podrá descargar el libro en todos los dispositivos que desee, imprimirlo y usarlo sin ningún tipo de limitación. Confiamos en que de esta manera disfrutará del contenido tanto como nosotros durante su preparación. Por eso le pedimos que sea responsable, somos una editorial independiente que lleva desde 1920 en el sector y busca poder continuar su tarea en un futuro. Para ello dependemos de que gente como usted respete nuestros contenidos y haga un buen uso de los mismos. Bienvenido a nuestro universo digital, ¡ayúdenos a construirlo juntos! Si quiere hacernos alguna sugerencia o comentario, estaremos encantados de atenderle en comercial@edmorata.es o por teléfono en el 91 4480926 3 COLECCIÓN RAZONES Y PROPUESTAS EDUCATIVAS Director: José Gimeno Sacristán Es una serie de obras de divulgación dirigida al profesorado, a quienes se inician en los estudios sobre la educación, así como a aquellas personas que, sin estar relacionadas profesionalmente con el ámbito educativo, tienen interés por uno de los sistemas que construyen el presente y determinan el futuro de las sociedades modernas. La complejidad de la vida en el mundo actual dificulta la participación en las discusiones, en el planteamiento de iniciativas y en la toma de decisiones sobre temas y problemas que afectan a todos. La educación en una sociedad democrática —como actividad esencial de ésta, que implica a tantos sujetos y que concita sobre sí intereses tan diversos— corre el riesgo de ser sustraída del debate público por diversas razones. Una de ellas es la distancia que se establece entre las formas de ver, de entender y hasta de nombrar los problemas. Los lenguajes “expertos” se alejan inevitablemente, aunque más de lo deseable, del sentido común de la gran mayoría de la población; un distanciamiento que dificulta la posibilidad de establecer consensos sociales amplios para entender las realidades, dirimir los conflictos y apoyar la empresa colectiva que es el sistema educativo. A través de lenguajes simplificados, pero sin renunciar al rigor, Razones y propuestas educativas quiere colaborar en la creación de un público interesado, cada vez más amplio, que debata razones y genere propuestas. Se van a ofrecer síntesis que recojan las diferentes tradiciones de pensamiento con estilos asequibles, tratando de sobrepasar las fronteras a la comprensión que establece el lenguaje especializado. Se abordarán temas y quehaceres esenciales en la práctica educativa, intentando romper el marco de la clasificación de los saberes para acercarse a quienes ven los problemas desde la práctica. Se recordarán tradiciones del pensamiento y del buen hacer que pueden contribuir a lograr una educación de calidad. Esta colección, abierta a colaboraciones diversas, quiere hacer de la educación algo más transparente, ofreciendo argumentos a la reflexión personal para entender y dialogar sobre las funciones y las prácticas que asumen los sistemas educativos y sobre las esperanzas que “imaginamos” se podrían cumplir. Títulos publicados 1. José GIMENO S ACRISTÁN, La educación obligatoria: su sentido educativo y social, (3ª ed.). 2. Juan DELVAL, Aprender en la vida y en la escuela, (3ª ed.). 3. Francisco BELTRÁN y Ángel S AN MARTÍN, Diseñar la coherencia escolar, (2ª ed.). 4. Miguel Ángel S ANTOS GUERRA , La escuela que aprende, (5ª ed.). 5. Luis GÓMEZ LLORENTE, Educación pública, (3ª ed.). 6. Juan Manuel ÁLVAREZ MÉNDEZ, Evaluar para conocer, examinar para excluir, (5ª ed.). 7. Jaume CARBONELL, La aventura de innovar, (5ª ed.). 8. Mariano FERNÁNDEZ ENGUITA , Educar en tiempos inciertos, (4ª ed.). 9. Jaume MARTÍNEZ BONAFÉ, Políticas del libro de texto escolar. 10. Antonio VIÑAO, Sistemas educativos, culturas escolares y reformas, (2ª ed.). 11. María Clemente LINUESA , Lectura y cultura escrita. 12. Juan Bautista MARTÍNEZ RODRÍGUEZ, Educación para la ciudadanía. 13. Jurjo T ORRES S ANTOMÉ, La desmotivación del profesorado. 14. Jaume CARBONELL y Antoni T ORT, La educación y su representación en los medios. 15. Manuel de PUELLES BENÍTEZ, Problemas actuales de política educativa. 16. Susana CALVO y José GUTIÉRREZ, El espejismo de la Educación Ambiental. 17. Félix LÓPEZ S ÁNCHEZ, Las emociones en la educación. 18. Rafael FEITO, Los retos de la participación escolar. 19. Carmen RODRÍGUEZ MARTÍNEZ, Género y cultura escolar. 20. Rosa VÁZQUEZ RECIO, La dirección de Centros: Gestión, ética y política. 21. Antonio VIÑAO, Religión en las aulas: Una materia controvertida. 22. Juan Antonio PÉREZ MILLÁN, Cine, enseñanza y enseñanza del cine. 4 © Juan Antonio PÉREZ MILLÁN Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salv o excepción prev ista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org y www.conlicencia.com) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. Todas las direcciones de Internet que se dan en este libro son v álidas en el momento en que fueron consultadas. Sin embargo, debido a la naturaleza dinámica de la red, algunas direcciones o páginas pueden haber cambiado o no existir. El autor y la editorial sienten los inconv enientes que esto pueda acarrear a los lectores pero, no asumen ninguna responsabilidad por tales cambios. © EDICIONES MORATA, S. L. (2014) Mejía Lequerica, 12. 28004 - Madrid www.edmorata.es-morata@edmorata.es Derechos reservados ISBNpapel: 978-84-7112-786-0 ISBNebook: 978-84-7112-787-7 Compuesto por: M. C. Casco Simancas Diseño de la cubierta: Equipo Táramo 5 Contenido SOBRE EL AUTOR INTRODUCCIÓN CAPÍTULO PRIMERO. De la linterna mágica al teléfono móvil. Realidad y representación cinematográfica 1.1. Documental y ficción 1.2. Verdad, mentira y fascinación 1.3. La incorporación del sonido 1.4. El doblaje y sus consecuencias 1.5. El color y los grandes formatos 1.6. La televisión 1.7. Del cine y el vídeo domésticos a la Red CAPÍTULO II. Los rudimentos de un lenguaje 2.1. Compartir códigos para poder comunicarse 2.2. El analfabetismo audiovisual 2.3. Desmontar la analogía 2.3.1. El espacio 2.3.2. El tiempo 2.3.3. El movimiento 2.3.4. El montaje 2.3.5. El sonido CAPÍTULO III. Un método para el análisis crítico 3.1. Cronometraje 3.2. Separación de las bandas 3.3. Recuento de planos 3.4. Descripción del contenido visual 3.5. Elementos de montaje 3.6. Descripción del contenido sonoro 3.7. Recomposición argumental 3.8. Lectura de sentido 3.9. Análisis de motivaciones 3.10. Determinación del universo de valores 6 CAPÍTULO IV. Hacia una visión integral de la obra 4.1. Visionado en continuidad 4.2. Reconocimiento de signos 4.3. Determinación de la estructura 4.4. Lectura argumental 4.5. Contextualización 4.5.1. Conceptual 4.5.2. Histórica 4.5.3. Política 4.6. Información complementaria 4.6.1. Sobre las condiciones de producción 4.6.2. Sobre los autores 4.6.3. Sobre la historia del medio 4.6.4. Sobre las fuentes 4.6.5. Sobre la recepción crítica 4.7. Lectura de sentido 4.8. Contrastación CAPÍTULO V. Las dificultades de la alfabetización audiovisual 5.1. Individuales 5.2. Profesionales 5.3. Institucionales 5.4. El problema fundamental CAPÍTULO VI. Consideraciones finales 6.1. Sobre el cine 6.2. La televisión 6.3. La publicidad 6.4. Otras modalidades 6.5. Una situación de emergencia ÍNDICE DE PELÍCULAS CITADAS BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA EN ESPAÑOL 7 La civilización democrática se salvará únicamente si hace del lenguaje de la imagen una provocación a la reflexión crítica, no una invitación a la hipnosis. UMBERTO ECO (Apocalípticos e integrados, 1965) 8 Sobre el autor Juan Antonio PÉREZ MILLÁN (Algeciras, 1948). Crítico y escritor cinematográfico. Licenciado en Historia y Diplomado en Psicología. Actualmente director de la Filmoteca de Castilla y León desde su creación en 1990 y profesor de Lenguaje Audiovisual en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca. Técnico Superior de Cultura del Ayuntamiento de Salamanca, creó en 1980 la Escuela Municipal de Cine de esa ciudad y fue director de la Casa Municipal de Cultura. Ha sido director general de Promoción Cultural de la Junta de Andalucía (1982), director de la Filmoteca Española (1983-1986), Consejero de Educación y Cultura de la Junta de Castilla y León (1986-1987) y ha formado parte del equipo de dirección de la Semana Internacional de Cine de Valladolid (Seminci), en calidad de editor de publicaciones, desde 1989 a 2005. Empezó a publicar críticas de cine en los años setenta y en revistas como “Triunfo”, “La Calle” y “Tiempo de Historia” mientras dirigía la colección de libros de cine “Zoom” en la Editorial Sígueme, de Salamanca. Ha realizado numerosas traducciones de libros de cine, pedagogía, filosofía y literatura y entre sus obras figuran: Eisenstein: La huelga (Sigueme. Salamanca, 1978), Nikita Mikhalkov. En busca de la armonía (Seminci. Valladolid, 1988), Pilar miró, directora de cine (Seminci. Valladolid, 1992; ed. corregida y aumentada: Festival de Huesca y Ed. Caimán, 2007), Pasqualino de Santis. El resplandor en la penumbra (Seminci. Valladolid, 1993), La memoria de los sentimientos: Basilio Martín Patino y su obra audiovisual (Seminci. Valladolid, 2002), Jerzy Kawalerowicz. Un cineasta entre el poder y la gloria (Festival de Huesca, 2003), Breaking the Code. Películas que burlaron la censura en España (Junta de Castilla y León. Valladolid, 2007), Cien médicos en el cine de ayer y de hoy (Ed. Universidad de Salamanca, 2008) y Cien abogados en el cine de ayer y de hoy (Ed. Universidad de Salamanca, 2010), estos últimos en colaboración con Ernesto Pérez Morán. 9 Introducción Hace ciento veinte años, si damos por buena la fecha del 28 de diciembre de 1895 —celebración de los inocentes por el calendario eclesiástico, en curiosa e involuntaria premonición— los hermanos Lumière realizaron en París la primera proyección pública con un aparato que llamaban cinematógrafo. Desde entonces, el cine y los medios de expresión de algún modo derivados de él —la televisión, el vídeo, las imágenes digitales— se han convertido en la más formidable, masiva e influyente de las formas de comunicación inventadas por la humanidad a lo largo de su historia, además de en la base de unas industrias muy poderosas, y no solo desde el punto de vista económico. No hay en la actualidad esfera de la vida pública ni privada que escape a la influencia de esos medios, cuya evolución tanto técnica como expresiva ha sido, además, rápida y profunda. Sin necesidad de recurrir a encuestas u otro tipo de estudios generalmente interesados, cabe afirmar que cualquier persona está hoy expuesta, desde su primera infancia, al influjo determinante de unos medios que se caracterizan, ante todo, por su inmediatez, su eficacia comunicativa, su atractivo para quien los contempla y su capacidad de penetración en todos los niveles de la personalidad individual y de los comportamientos colectivos. Sin embargo, salvo experiencias muy concretas, basadas generalmente en el voluntarismo de quienes las emprenden contra viento y marea o en el afán pasajeramente innovador de algún organismo aislado, el cine y su lenguaje siguen estando fuera del ámbito fundamental de la enseñanza. Tras muchos años de resistencia tenaz, relacionada seguramente con la suspicacia cuando no la abierta hostilidad de las distintas religiones frente al universo de las imágenes en movimiento —“estimuladoras de las bajas pasiones, de la imaginación”, “peligrosas”, “muestrario de malos ejemplos y conductas inmorales”, entre otras expresiones por el estilo, que no les impidieron aprender a utilizarlas pronto como forma de adoctrinamiento, allí donde tuvieron poder para ello—, la institución escolar permitió la entrada esporádica de algunas películas instructivas, acompañadas casi siempre por la oportuna explicación de un enseñante que ayudase al alumnado a extraer los valores positivos y neutralizar los aspectos perniciosos de lo expuesto en el argumento del filme en cuestión. Incluso cuando algunos movimientos de renovación pedagógica batallaron en su momento en pro de la introducción de la imagen cinematográfica en la 10 escuela, la mayoría de las veces sus voluntariosos logros se tradujeron en esa práctica consistente en comentar películas, en aplicar a determinadas materias curriculares los ejemplos positivos o negativos que podían extraerse de ellas, cuando no en emplearlas lisa y llanamente para ilustrar esos temas, dado que resultaban más atractivas, entretenidas y cómodas que las clásicas explicaciones verbales o apoyadas con imágenes fijas de distintos tipos. Por no hablar de la maniobra que consistió en admitir ciertas materias relacionadas con el cine y lo audiovisual a través de asignaturas optativas o bien transversales, que a la postre y en términos objetivos pareció más destinada a neutralizarlas que a afrontarlas con la seriedad necesaria. Independientemente de la buena voluntad y los esfuerzos de quienes se dedicaron a ello con entusiasmo, se trataba casi siempre de acercarse al contenido de las películas en cuestión, no de modo sistemático a las formas de expresión que proponían, no a su lenguaje —vocablo que emplearemos aquí en su sentido más amplio, sin entrar en disquisiciones terminológicas—, no a los elementos específicos de la comunicación audiovisual, y mucho menos a los posibles efectos sobre quienes contemplan sus creaciones. Dejando por el momento a un lado los motivos por los que tales esfuerzos han tenido que hacerse siempre a contracorriente, lo más llamativo es que tampoco había una demanda especial de ese tipo de conocimientos. Trataremos de explicar más adelante por qué nadie en nuestras sociedades actuales, inundadas por formas audiovisuales de comunicación —todas ellas hasta hace poco unidireccionales, por cierto—, se siente audiovisualmente analfabeto. Y no nos referimos, claro está, ni al manejo de datos —fechas, títulos, autores— que hoy están al alcance de cualquiera, ni al de ese peculiar vocabulario —travelling, flash-back, voz en off u over— que durante mucho tiempo constituyeron las dudosas señas de identidad de la llamada cinefilia. Hablamos del dominio de los procedimientos expresivos del cine y sus derivados, como forma de asegurar lo que llamaremos comprensión del significado o significados de cada obra concreta, que nos parece condición imprescindible tanto para poder adoptar una actitud personal ante ella como para alcanzar un verdadero disfrute de la misma, más allá de la simple aceptación pasiva, el gusto superficial o el tan manido como engañoso entretenimiento. Porque creemos que el acceso a esos mecanismos es hoy absolutamente necesario para personas de cualquier edad que viven inmersas en un mundo de pantallas que vomitan constantemente todo tipo de mensajes palmarios o encubiertos, es por lo que nos proponemos hilvanar en estas páginas una serie de reflexiones sobre la comunicación cinematográfica y audiovisual. Unos apuntes que, partiendo de su desarrollo histórico a grandes rasgos y tratando de desentrañar sus características fundamentales, desemboquen en la propuesta de unos métodos de análisis, sencillos pero desde nuestro punto de vista eficaces, que puedan ayudar en esa tarea, sea cual sea el nivel en el que vaya a llevarse a 11 cabo. Ni que decir tiene que, después de muchos intentos fallidos y dadas las circunstancias actuales, no nos atrevemos a imaginar siquiera que los poderes públicos de nuestro país pudieran asumir de una vez la enseñanza del lenguaje audiovisual entre las materias que deberían integrar el equipamiento básico de cualquier ciudadano desde una edad muy temprana. Y decimos básico puesto que, antes todavía, éste se habrá visto expuesto ya, y de forma intensiva, a la influencia de la televisión, por ejemplo. Aparte de que hay motivos sobrados para dudar de que unas instituciones obsesionadas con la educación como simple engranaje de los sacrosantos conceptos de productividad y competitividad fuesen capaces de admitir unos planteamientos que llevan consigo, de modo inevitable, el aprendizaje y la práctica de unas actitudes sustancialmente críticas. Al formular esas ideas, hemos intentado evitar toda pretensión teoricista y huir en lo posible de los tecnicismos. Una y otros han contribuido en gran medida a aumentar la brecha que separa a los creadores de imágenes y a sus espectadores, quizá porque quienes desde la crítica y otras instancias similares se han erigido en mediadores entre unos y otros han acabado convirtiéndose muchas veces más en obstáculos difíciles de superar por su hermetismo y subjetividad que en puentes capaces de facilitar la reflexión como un servicio colectivo. Renunciando a los habituales aparatos de citas bibliográficas y referencias eruditas —al final del volumen figura una bibliografía cuya consulta y contrastación será sin duda de gran provecho—, intentamos dirigirnos, no al especialista, sino al profesional de cualquier rama y al particular aficionado al cine que quieran adentrarse en el mundo de las imágenes para su propio beneficio o para ayudar a otros. Y ofrecemos como único aval, que tampoco tiene por qué ser una garantía, varias experiencias que abarcan desde la puesta en marcha de una escuela municipal de cine infantil y juvenil, en la Salamanca de los primeros años ochenta, hasta un par de décadas de enseñanza de Lenguaje Audiovisual y Teoría de la Comunicación Audiovisual en la Facultad de Bellas Artes de esa Universidad, pasando por cuantas oportunidades de experimentar con cursos, cursillos, seminarios, cineclubes y prácticas muy diferentes se nos han presentado a lo largo de todo ese tiempo. Lo que sigue es, pues, resultado de una trayectoria que no se traduce en autoridad alguna, sino solo en el deseo de ser útil, siquiera parcialmente, siquiera en forma de destello ocasional, a quienes deseen pensar por libre sobre esas imágenes que nos asaltan en nuestra vida cotidiana, haciéndonos disfrutar en muchas ocasiones pero condicionando también nuestras mentalidades y comportamientos quizá bastante más de lo que nos gustaría admitir. Habría que desterrar de una vez por todas el tópico de que “una imagen vale más que mil palabras”. Eso solo puede ser cierto para quien no sepa leer… o no quiera reflexionar a partir de las imágenes, limitándose a consumirlas de forma acrítica. 12 Al presentar estas ideas por escrito, debo dar las gracias a los profesores María Clemente Linuesa y José Gimeno Sacristán, director de la colección “Razones y propuestas educativas”, así como a Ediciones Morata, que me han dado la oportunidad de hacerlo, y a cuantas personas —familiares, amigos, maestros, alumnos, compañeras y compañeros de trabajo— han estado a mi lado y me han ayudado tanto en ese ya largo recorrido. Muy especialmente a Ernesto Pérez Morán, de cuya tesis doctoral, citada en la bibliografía, me he permito tomar, con su autorización, varias formulaciones esclarecedoras. 13 CAPÍTULO PRIMERO De la linterna mágica al teléfono móvil. Realidad y representación cinematográfica Cuando los Lumière en Francia —o los hermanos Skladanowsky en Alemania o Thomas A. Edison en Estados Unidos, que esa cuestión importa poco a efectos prácticos— pusieron a punto sus artilugios de rodaje y proyección, lo primero que hicieron fue colocarlos delante de algo real. Se trataba, en síntesis, de máquinas capaces de simultanear, mediante una manivela, el arrastre de una cinta de celuloide recubierta con una emulsión fotosensible, en la que se impresionan muchas imágenes fijas y sucesivas, con la acción de un obturador intermitente que al proyectarlas impide detectar el desplazamiento entre ellas, de modo que lo que se percibe como imagen en movimiento es una sucesión de imágenes fijas que adquieren en nuestro cerebro sensación de movimiento, sea por el fenómeno de la persistencia retiniana, por el llamado efecto phi o por cualquier otro de los descritos en Psicología a través de la llamada teoría de la Gestalt o de la Forma y escuelas similares. Dicen las crónicas que los espectadores de aquellas primeras proyecciones se sintieron fascinados, ante todo por la sorpresa del hecho en sí, y después por la impresión de estar asistiendo a algo que no habían podido contemplar en realidad, al no haberse encontrado en el lugar y en el momento en que se produjo lo que ahora veían sobre una pantalla. Había nacido eso que años después se conocería como cine documental y que con el paso del tiempo y los avances tecnológicos iba a estar también en la base de los programas informativos de televisión y en la de las imágenes que hoy envían a través de la Red tanto profesionales de la noticia como aficionados que tuvieron la oportunidad de presenciar algún hecho que les pareció relevante. Aunque algunos de los pioneros no fueron conscientes de ello, surgió así un nuevo tipo de espectáculo, capaz de congregar en una sala oscura a numeroso público dispuesto a pagar unas monedas por ver prácticamente cualquier cosa que se le ofreciera, espoleado por la curiosidad que despertaba el hecho pero también por el placer de contemplar lugares, personas y acontecimientos que hasta entonces no habían visto nunca. Estaba en marcha, de forma aún 14 incipiente, el negocio del cine como industria. Sería equivocado pensar, sin embargo, que ese nuevo espectáculo había brotado de la nada. Además de tener detrás una larga serie de experimentos técnicos de todo tipo, en campos como la óptica, la física recreativa, la cronofotografía, la estereoscopía y sus derivados, la mayoría de ellos orientados a la contemplación individual de imágenes llamativas, poseía un antecedente inmediato de carácter colectivo: la linterna mágica. Lo que andando el tiempo se llamaría proyector de diapositivas y más recientemente power-point, para entendernos. Un sistema de proyección de imágenes fijas sobre una pantalla plana, dotado de una fuente de luz encerrada en una cámara oscura, un juego de lentes que primero condensan esa luz y después la difunden, permitiendo lanzarla a cierta distancia, y un soporte en el que se instalan las imágenes, generalmente dibujadas o impresas sobre un cristal transparente. Pronto, y a lo largo de los siglos XVIII y XIX (CERAM, 1965; FRUTOS , 1996 y 1999), los linternistas ambulantes empezaron a combinar el efecto de varias linternas, la distancia de éstas a la pantalla —usando la retroproyección—, el giro de una imagen sobre otra y muchos procedimientos ingeniosos más, en busca de la ansiada sensación de movimiento1, todavía rudimentaria, a la vez que completaban el espectáculo con su voz, con diversos instrumentos musicales y con ruidos que aumentasen el realismo de lo contemplado. Esas sesiones, previamente anunciadas y de frecuencia más o menos periódica —las fiestas locales, algunas fechas señaladas de la vida ciudadana, etcétera— habían acostumbrado ya al público a acudir a una sala oscura para dejarse encantar por lo que allí se le ofrecía. Vistas de viajes, lugares o etnias exóticas, historias mínimas —dadas las limitaciones físicas y narrativas del procedimiento —, gags sencillos y ocurrentes, incluso demostraciones de fenómenos naturales y otras aplicaciones didácticas… No en vano entre los creadores de ese artilugio figura el jesuita Athanasius Kircher, que lo utilizó a partir de mediados del siglo XVII en sus clases magistrales del Centro de Estudios Superiores de Roma. En cualquier caso, el cinematógrafo supuso una novedad solo relativa en cuanto espectáculo público y colectivo. Pero se daba ya entonces una dicotomía que precedió asimismo en más de dos siglos a otra que ha reaparecido en la actualidad y que conviene tener también en cuenta: las personas cultivadas, de clase media y alta, solían contemplar con desprecio aquella diversión de barraca de feria, considerándola vulgar y populachera; sin embargo, algunas de ellas se procuraban una linterna mágica para uso privado, de aspecto más refinado y diseño elegante —parecida a un quinqué, pero pedantemente llamada lampadoscopio—, con la que sorprender y divertir a sus amistades en veladas galantes, mostrándoles las últimas novedades en materia de imágenes, que solían llegarles de forma periódica, mediante suscripción servida por el propio fabricante del aparato. Cuando hoy se debate sobre el futuro del cine como espectáculo colectivo, 15 frente al auge de los home-cinemas o el individualismo de la pantalla del ordenador y otros artefactos, convendría recordar que antes incluso de su implantación como tal espectáculo existió esa misma distinción, basada entonces en diferencias de clase social. Porque el desdén manifestado por las élites cultas hacia las sesiones populares tuvo su reflejo en numerosas expresiones de literatos, pensadores e intelectuales en general, que durante años mantuvieron una actitud combativa contra lo que consideraban basto y degradante para el gusto, la imaginación y hasta la moral de las multitudes, que pronto habían hecho del cine una de sus distracciones favoritas. Ese fenómeno, cuyas proporciones nos asombran todavía hoy, provocó a su vez en los fabricantes de los nuevos productos llamados películas un afán de legitimarlas social y culturalmente, relacionando sus argumentos con temas o espectáculos ya reconocidos, filmando representaciones de obras de teatro respetables o adaptando al nuevo medio novelas y relatos de prestigio. Entre ellos, muchos de origen bíblico, situados por encima de toda sospecha y suficientemente conocidos para la mayoría de los espectadores, que sin embargo nunca había podido verlos con sensación de movimiento. 1.1. Documental y ficción Si los pioneros habían empezado colocando su cámara ante la realidad, muy pronto la emplazaron también ante espectáculos preexistentes, escénicos y similares, como si fuese un espectador más, que los filmaba para que pudiesen contemplarlos quienes no habían asistido a ellos. Y algunos de esos pioneros, como Georges Méliès, por ejemplo, que procedía del mundo de la magia blanca y las variedades, comprendió enseguida que podía servirse del nuevo artilugio para mostrar en una pantalla trucos, escamoteos y otros efectos sorprendentes que era imposible realizar en vivo. Un terreno en el que alcanzaría también muy pronto brillantes resultados el aragonés Segundo de Chomón, entre otros animosos experimentadores. Estaba surgiendo el cine de ficción, incorporando además componentes imaginativos que abrían horizontes insospechados al nuevo medio. No solo se podía ver con sensación de movimiento real lo que había ocurrido lejos de la presencia del espectador, sino también contar historias cada vez más complejas, inventadas expresamente y que incluían aspectos muy variados, desde lo más cotidiano hasta lo puramente imaginario, fantástico u onírico. Esas dos líneas, la documental y la de ficción, iban a seguir trayectorias paralelas hasta hoy, entrecruzándose en numerosas ocasiones, prestándose recursos una a otra y, con demasiada frecuencia, confundiéndose voluntaria o involuntariamente, en perjuicio del espectador, que influido por una costumbre irreflexiva o equivocado por ciertas teorías que estuvieron muy en boga hace años, tiende a conceder más credibilidad a lo que se le presenta como 16 documental que a la ficción sin más; con las graves consecuencias que más adelante veremos. Pero detengámonos un momento en esa diferencia. No se puede discutir que el origen material de los documentales y de las películas de ficción es distinto. Para abreviar podríamos llamar documental a la obra surgida de la filmación de algo que seguiría existiendo aunque no lo filmáramos, y ficción a la que supone la creación de algo —decorados, personajes, situaciones, diálogos— expresamente para ser filmado, y que de lo contrario no existiría. O, como ha formulado con sintética nitidez PÉREZ MORÁN en la tesis citada (2011, pág. 19), por lo que se refiere a ese origen material, “hacer documental es poner una cámara delante de algo, y hacer ficción, poner algo delante de una cámara”. Pues bien, a partir de esa diferencia evidente, todo lo demás es espectáculo, creación, con esos materiales de tan distinta procedencia, de un producto capaz de llegar a un espectador, atraer su atención, satisfacer su curiosidad, despertar en él ciertas emociones, transmitirle quizás unos conocimientos nuevos y, desde luego, una determinada visión de las cosas filmadas y del contexto al que pertenecen. Algún ejemplo servirá para apuntalar tan tajantes afirmaciones: los famosos documentales de naturaleza, que alcanzaron su máxima expresión con los trabajos del comandante Jacques-Yves Cousteau, los de National Geographic y en España los de Félix Rodríguez de la Fuente, están sin duda tomados de la realidad. Los animales que aparecen en ellos no son actores y, aunque estuvieran domesticados, difícilmente podrían seguir las indicaciones de un guión. Pero, ¿algún espectador resistiría ante el televisor contemplando las parsimoniosas evoluciones de un delfín si, en vez de cincuenta minutos, el documental durase lo que realmente tarda ese animal en realizar las acciones que se nos muestran? O dicho de modo más brusco, ¿a alguien que se dispone a ver ese documental le interesa lo que hace un delfín a lo largo de toda su vida, que es sin duda aburridísimo para un espectador acostumbrado a ver imágenes con sensación de movimiento y un determinado ritmo selectivo? Bastará recordar el experimento realizado por Andy Warhol en los años sesenta, colocando una cámara ante el Empire State Building de Nueva York y filmando durante ocho horas ininterrumpidas (Empire, 1964), para comprobar que, aparte de su excentricidad, el resultado solo puede tener interés para algunos teóricos y son contadas las personas que lo han soportado entero. También los equipos de producción de esos documentales de los que hablábamos han captado de la realidad una gran cantidad de material en bruto, pero han construido con él —en eso reside su mayor mérito— un relato capaz de atraer la atención del espectador medio. Han antropomorfizado las acciones espontáneas del delfín, mediante esa operación llamada montaje y con la ayuda de una banda sonora explicativa, hasta hacer que un macho y una hembra que quizá no se hayan encontrado jamás, y que pueden haber vivido de hecho en 17 océanos muy distantes, interpreten en la pantalla una tierna peripecia de cortejo que emocionará a quien la contempla tanto como alguna escena de una película con personajes humanos. Lo mismo puede decirse de la búsqueda de alimento, el cuidado de las crías y cualquier otro aspecto de su existencia, siempre que se nos presente con el carácter de síntesis y la cadencia adecuada para mantener nuestra atención. Y no hay fraude en esas operaciones, que son auténticamente creativas aunque partan de imágenes captadas de la realidad. Hay, como en las películas de ficción, elaboración de un espectáculo, según unas convenciones establecidas y que el espectador acepta cómodamente, sin ir más allá. El fraude residiría en presentar esas imágenes asegurando o dando a entender que son reales, y no en el sentido hiperbólico que la gran industria del cine dio a la expresión “real como la vida misma”, a modo de aval máximo para sus productos de ficción, sino queriendo decir subrepticiamente que son verdaderas2. Si se piensa en las repercusiones de este planteamiento sobre las imágenes supuestamente reales que se nos proporcionan a diario en cualquier programa informativo de televisión, se comprenderá la magnitud del asunto. Es ejemplar en este terreno el caso de Las Hurdes, tierra sin pan (1933), de Luis Buñuel, con la colaboración de Pierre Unik, Eli Lotar, Ramón Acín y Rafael Sánchez Ventura en distintos cometidos3. El cineasta no ocultó (GUBERN y HAMMOND, 2009. pág. 182) que había hecho interpretar a los habitantes de aquella comarca deprimida las actividades que desarrollaban en su vida real, tras ensayar cuidadosamente para que se ajustaran lo más posible a lo previsto. Es muy conocida la escena de la cabra: al saber que los hurdanos rara vez comían carne, solo cuando se despeñaba de los elevados riscos circundantes alguno de esos animales, Buñuel hizo que dispararan a uno de ellos desde fuera del encuadre, pero no le importó que se viera fugazmente, en el borde derecho de éste, el humo del disparo… Aunque hubiera sido un descuido, producto de las penosas condiciones materiales en que se realizó el montaje, es que el plano siguiente muestra la caída vista desde arriba del risco, con lo que tenemos que deducir que se trata de tomas diferentes de dos cabras distintas, dado que la cámara no habría podido ocupar la segunda posición, que era donde debía de estar el animal. Algo parecido ocurre con el burro muerto tras ser atacado por las abejas escapadas de la colmena que transportaba, o con el niño cuyo entierro se realiza aguas arriba de un arroyo, con la niña que llevaba tres días enferma abandonada en la calle y con tantos otros pasajes de la película, cuidadosamente reconstruidos. E insistimos en que no hay la menor voluntad de engaño en todo ello, entre otras razones porque el comentario sonoro, escrito tiempo después del primer montaje, está redactado en primera persona del plural, con lo que cuando un niño escribe en la pizarra de la escuela una frase tan chocante en ese contexto como “Respetad los bienes ajenos”, la voz se encarga de subrayar que 18 lo hace, no por su propia iniciativa ni la del maestro, sino “a instancias nuestras”; es decir, de los autores del filme, que establecen así la necesaria distancia mediadora entre la realidad, su representación y el espectador que contempla ésta. A pesar de todo eso, la primera versión francesa de la película se iniciaba con el rótulo “Un documentaire de Luis Bunuel” y Las Hurdes, tierra sin pan ha quedado para la posteridad como uno de los grandes hitos de ese género, cuando se trata de una reconstrucción inventada expresamente para transmitir la sensación de lo que era la vida en aquella zona. Y la confusión a que ello induce ha llevado, por ejemplo, a muchos habitantes de Las Hurdes a denostar al cineasta aragonés por la mala imagen que proyectó sobre la comarca, cuando todo indica que su intención fue precisamente denunciar el abandono en que se encontraba por parte del gobierno republicano del llamado bienio negro —que prohibió la difusión de la película alegando los mismos motivos— y más adelante, cuando en 1937 se redactó el rótulo final que exhibe hoy la copia recuperada por la Filmoteca Española, alertar contra el levantamiento militar de julio de 1936. La clave del problema de fondo se manifiesta, y tendremos que volver sobre ello, en esa expresión que se ha introducido a sangre y fuego y desde hace décadas en la mentalidad de cualquier ciudadano, que ni siquiera se cuestiona su significado: eso que me muestran debe ser verdad “porque lo he visto con mis propios ojos”… Como si entre los propios ojos y la supuesta realidad que se le presenta no existieran el objetivo de una cámara, la elección —o aceptación obligada— de un punto de vista por quien la maneja, el tamaño del encuadre y de las personas y objetos que aparecen en él, la incalculable importancia de lo que queda fuera, también de forma voluntaria o involuntaria, y tantos otros elementos a los que nos iremos refiriendo poco a poco. Para explicarlo, se ha dicho con sorna que si en la primera película conocida de los hermanos Lumière, Salida de los obreros de la fábrica Lumière (La sortie des usines Lumière, 1895), la cámara la hubieran tenido los trabajadores en vez del patrón, el resultado habría sido probablemente diferente4. Pero la confusión, deliberada o no, entre lo real y lo representado no es el primer engaño que acepta de buen grado cualquier espectador de cine, televisión, vídeo, etcétera. Antes ha sido, como apuntábamos, la sensación de estar contemplando imágenes en movimiento, cuando cualquier persona sabe o puede saber fácilmente que son fijas pero proyectadas con una cadencia determinada (24 por segundo en el cine sonoro convencional, 25 en televisión y sus derivados) para engañar a nuestro imperfecto sentido de la vista y hacer que envíe señales equívocas al cerebro. Hay más. Cuando cuentan las leyendas fundacionales que los asistentes a las primeras sesiones públicas se levantaban espantados de sus asientos al ver acercarse en la pantalla un tren a toda velocidad, tenemos que aceptar que, 19 junto a su ingenuidad, estaban confiriendo sensación de profundidad, de lejanía y cercanía, además de materialidad, a unas luces y sombras proyectadas sobre una especie de sábana que al entrar en la sala habían podido comprobar que no tenía más de un milímetro de espesor y posiblemente estuviera adosada a la pared, con lo que no cabían trucos a ese respecto5. Habría que pensar en ello cuando los fabricantes de películas actuales se empeñan en vendernos como la última novedad cualquier artefacto que se supone que aumenta el realismo de las imágenes, a costa de perjudicar nuestros sentidos con unas molestas anteojeras y unos ruidos ensordecedores. Pero tendremos que revisar antes otros avances técnicos mucho más útiles, como fueron la incorporación del sonido sincrónico, el color, los grandes formatos de pantalla, etcétera. Avances que, al mismo tiempo que añadían atractivo a los productos, ampliaban el abanico de posibilidades expresivas del medio e incrementaban la sensación de realidad para un espectador que desde el principio se había mostrado dispuesto a aceptar como real casi cualquier cosa que se le ofreciera en la pantalla, por rudimentarios que fuesen el procedimiento de proyección e incluso la calidad de las imágenes mismas. El hecho de asignar profundidad —una forma de relieve, al fin y al cabo— a ese juego de luces y sombras sobre un plano responde en el fondo al mismo efecto que se producía en las grandes salas provistas de anfiteatro y con la cabina detrás de éste cuando algún gracioso situado cerca de la ventanilla jugaba a proyectar sombras chinescas con sus manos: ni los más agudos teóricos de la comunicación audiovisual serían capaces de contener el impulso reflejo consistente en mover la cabeza para seguir viendo por detrás de esa sombra, en vez de reaccionar con sensatez y mirar hacia atrás para descubrir quién estaba interceptando el recorrido del haz de luz desde el proyector a la pantalla… O el efecto que podemos comprobar todavía hoy, cuando entramos en la pequeña sala de unos multicines una vez comenzada la proyección y, en lugar de esperar razonablemente unos instantes a que nuestras pupilas se acostumbren a la oscuridad y a que algún plano más luminoso nos ayude a localizar una butaca libre —algo no tan difícil últimamente, por desgracia—, nos precipitamos vacilantes por el pasillo, con la vista fija en la pantalla para no perdernos nada de lo que desfile por ella, empujando y pisando cualquier obstáculo que se interponga en nuestro camino hasta llegar a la butaca en cuestión, habiendo perdido bastante más tiempo y padecido y creado más incomodidades que por el otro procedimiento. 1.2. Verdad, mentira y fascinación Son las consecuencias, anecdóticas pero muy significativas, de otro de los fenómenos claves: la fascinación. Esa especie de encantamiento que nos permite seguir con atención el discurrir de las imágenes, reconocer lo que representan, 20 hacernos la ilusión de que entendemos lo que significan y emocionarnos hasta el llanto o la carcajada, sin plantearnos preguntas incómodas que interrumpirían el flujo de la comunicación en la que hemos aceptado intervenir como puros receptores pasivos. Con razón dice el Diccionario de la Real Academia que fascinar es, ante todo, “engañar, ofuscar”, pero que fascinante es lo “sumamente atractivo” y que fascinación es a la vez “engaño o alucinación” y “atracción irresistible”. En esos dos aspectos en apariencia tan distintos radican el éxito arrollador del espectáculo cinematográfico desde sus orígenes y, al mismo tiempo, el riesgo de manipulación —sensorial, emocional, intelectual e ideológica— que corre el espectador no avisado. Si el aspecto positivo de la fascinación nos permite disfrutar de un espectáculo atractivo e incluso colaborar activamente para que cualquier situación ficticia adquiera para nosotros un sentido determinado, el negativo neutraliza al menos de forma momentánea nuestra capacidad crítica, dejándonos prácticamente indefensos frente al significado de esos mensajes —sean del tipo que sean— y, sobre todo, frente a la visión del mundo, de las relaciones humanas y de otros muchos fenómenos de primera importancia que, queriendo o sin querer, nos transmiten. También volveremos más adelante sobre este asunto decisivo. Retengamos por ahora la afirmación de Hans, protagonista de la película Madrid (1987), de Basilio Martín Patino, que representa en ella a un documentalista enviado a España por una televisión alemana para reflejar los cambios producidos en la ciudad desde la Guerra Civil, y que tras varias jornadas agotadoras de trabajo, reflexiona con lucidez, basada en su larga experiencia: “Las cámaras nunca transmiten la verdad entera. Su sustancia no es la verdad o la mentira, sino la fascinación” (PÉREZ MILLÁN, 2002, pág. 249). Esa aseveración tan simple y de consecuencias tan trascendentales, ha sido eludida —por ignorancia o de forma interesada— durante mucho tiempo por aquellos teóricos y críticos de la especialidad que no iban más allá de la distinción entre verdad y verosimilitud6, en el sentido de credibilidad, y se comprueba con dos ejemplos contrapuestos pero coincidentes en su sentido. Por un lado, el hecho de que, aunque no lo pensemos expresamente, cuando pagamos una entrada para ver una película esperamos que se nos engañe bien durante el tiempo que dure ésta. Seguimos la acción como si estuviera ocurriendo para nosotros y nos irritamos si un anacronismo ostensible —un soldado romano con un reloj de pulsera, un indio sioux con unas zapatillas deportivas—, algún decorado defectuoso y cualquier otro fallo de producción visible, o bien el ruido o conversación de un vecino de butaca o una interrupción inesperada de la proyección, nos arrancan bruscamente de nuestro estado de voluntario embobamiento, recordándonos que estamos asistiendo a un espectáculo prefabricado. Y si la interrupción, muy frecuente en otros tiempos, iba acompañada, como era preceptivo, por el encendido de las luces de la sala, 21 merecía la pena observar las expresiones de estupor de muchos espectadores, visiblemente molestos al tener que admitir de pronto que estaban inmersos en una colectividad anónima cuya presencia habían olvidado por completo7. En el extremo contrario, el sorprendente y tozudo candor con el que una tarde tras otra nos sentamos ante el televisor a la hora de las noticias con la idea, expresa o tácita, de que “vamos a ver qué ha pasado hoy”. Como si no supiéramos que solo alcanzaremos a contemplar lo que la cadena en cuestión quiera mostrarnos de entre aquello que haya podido captar o le hayan facilitado las agencias de las que depende, en el orden que hayan decidido sus gestores y durante el tiempo de que dispongan, en función de sus intereses y compromisos informativos, publicitarios o de cualquier otro orden, y sin relación alguna con la importancia de los hechos en sí. Desde luego, lo que haya pasado hoy queda muy lejos, físicamente pero también desde el punto de vista del significado. Como ocurre, en realidad, con cualquier medio de comunicación, pero con la diferencia del engañoso verismo que añade lo audiovisual. Solo nos corresponde el conocido y útil remedio de contrastar el contenido de varias cadenas, con el consiguiente empleo de tiempo libre y siempre que seamos capaces de mantener viva la convicción de que todas ellas responden a idéntico mecanismo comunicativo, aunque sea con fines diferentes. Pero no se trata solo de esos intereses concretos que puedan condicionar la forma y contenido de la información que nos llega so pretexto de mostrarnos lo que ha ocurrido un día cualquiera, y que sería factible desacreditar por su palpable intención manipuladora. El fondo del asunto consiste en que la imagen cinematográfica y audiovisual, por su naturaleza y sus características específicas, no puede ser objetiva —no es materia de verdad o de mentira, en palabras del documentalista de la película citada—, aunque lo parezca. Y se trata simplemente de que el espectador, tanto da si de ficción o de noticiarios, sea consciente de ello, relativice su sentido, intente reflexionar siquiera brevemente después de la contemplación en el primer caso, y de decantar los datos que le interesan para una posible comparación en el segundo, convencido —como deberíamos estar todos al cabo de ciento veinte años de existencia del medio— de su inevitable parcialidad involuntaria, además de las voluntarias que se le añadan por parte de cuantos intervienen en la producción. Hay que tener en cuenta que durante la visión de una película o un programa de televisión recibimos miles de estímulos visuales y sonoros de manera simultánea, a una determinada velocidad que no podemos controlar, sino que nos viene impuesta por el ritmo de la obra misma —a diferencia de la lectura de un libro, que manejamos a nuestro antojo— y con la tensión añadida que supone no perder el hilo de la narración, reconociendo rápidamente las figuras que consideramos importantes y sin querer que se nos escape nada de lo que en ese instante creemos de más interés… Sería incalculable el número de detalles y matices que nos pasan inadvertidos, que no somos conscientes de haber 22 percibido siquiera, y que sin embargo han llegado a nuestros terminales sensoriales y han circulado hasta el cerebro, sin superar el nivel mínimo de lo que llamamos consciencia. Y nos estamos refiriendo a algo mucho más amplio, frecuente y pernicioso que lo que técnicamente se llamó percepción subliminal, o recepción de estímulos sensoriales que penetran en el cerebro por debajo del umbral de intensidad o frecuencia que nos permitiría detectarlos, y de los que, por tanto, no llegamos a ser conscientes pero nos afectarían igualmente, o más si cabe, y podrían acabar determinando algunas actitudes nuestras sin que conociéramos el motivo8. Fueran ciertos o no los controvertidos experimentos que en los años cincuenta del pasado siglo dieron pie a la formulación de esa hipótesis, semejante forma de comunicación, radicalmente manipuladora, fue prohibida por las leyes de diversos países y podría ser denunciada si llegara a detectarse. Pero hay que hacer dos precisiones. La primera es que aquellas pruebas se habrían realizado superponiendo la imagen o leyenda subrepticias durante un tiempo tan breve, que sería prácticamente imposible utilizar ese sistema a la cadencia normal con la que vemos el cine, el vídeo o la televisión sin que advirtiésemos por lo menos un salto o alteración susceptible de ponernos en guardia. Y la segunda es que, ante la creencia común de que ese tipo de comunicación es ilegal, el espectador suele quedarse tranquilo al respecto, sintiéndose protegido, mientras acepta sin rechistar ni incomodarse todas las formas de transmisión, sugerencia o imposición suficientemente sutiles a las que venimos refiriéndonos y que, a nuestro juicio, deberían considerarse tan subliminales como aquéllas, dado que escapan por completo al control de quien las recibe. La diferencia estriba en que mientras las imágenes consideradas subliminales en sentido estricto serían objetivamente imperceptibles para un espectador normal, los detalles y otros elementos visuales a los que nos referimos pasan desapercibidos pero aparecen de hecho en la pantalla durante el tiempo suficiente como para detectarlos. Solo que no nos fijamos en ellos. No se trata, desde luego, de pedir su prohibición ni nada parecido, que además sería imposible si, como venimos sosteniendo, forman parte sustancial de la comunicación audiovisual y de su relación con quien la recibe. Solo podemos aspirar a neutralizar sus efectos mediante los conocimientos y la práctica necesarios por parte del espectador, que debería adiestrarse en la captación e interpretación de los estímulos que recibe y necesitaría apoyo externo y regular para ello. Es decir, un motivo más para defender a toda costa la necesidad de una auténtica enseñanza audiovisual integral, y no solo sobre el contenido de sus producciones. Cuanto apuntamos a propósito de las imágenes vale igualmente para los sonidos, y para la combinación constante de unas y otros, presente en la mayoría de las obras que contemplamos hoy. En la vertiente visual cabe afirmar que todo lo que aparece dentro de los límites de cada encuadre —las figuras y su 23 tamaño proporcional, pero también el escenario o decorado en que se sitúan, el punto de vista desde el que están tomadas, los posibles movimientos de cámara y otros muchos elementos que revisaremos siquiera someramente— nos entra por los ojos y produce un determinado efecto o combinación de efectos, aunque no nos demos cuenta. Pero además, en una película o programa sonoros, que son los más frecuentes, recibimos al mismo tiempo por los menos tres tipos de estímulos de esa naturaleza —música, ruidos y voces, o su ausencia en determinados momentos, que también puede ser significativa—, con un número casi infinito de variantes de volumen, tono, intensidad, ritmo y demás posibilidades combinatorias. Quiere esto decir que contemplar una película es una operación mucho más compleja de lo que parece. Que aunque nos dé la impresión de estar recibiendo pasivamente una serie de estímulos más o menos agradables, sorprendentes o interesantes, en realidad estamos procesando una enorme cantidad de datos visuales y sonoros. Fijamos nuestra atención en unos, desechamos otros —sin tiempo para hacerlo deliberadamente—, establecemos relaciones entre varios y almacenamos los más, que permanecerán en estado latente, contribuyendo a que nos formemos una determinada opinión, no solo sobre la obra en sí, ni sobre lo que cuenta en primera instancia, sino sobre lo que representa y puede significar. Todo ello sin que en realidad hayamos tenido la menor posibilidad de hacerlo voluntariamente y ni siquiera seamos conscientes de haberlo hecho. Esto, que puede parecer tan rebuscado, se comprueba también con suma facilidad por nuestra propia experiencia de espectadores. Con la mayor naturalidad del mundo somos capaces de establecer relaciones que exigen un cierto nivel de generalización a partir de las sugerencias contenidas en una imagen cualquiera. Si vemos en la pantalla, por ejemplo, a una mujer relativamente joven con un bebé en brazos, establecemos de forma instantánea unas relaciones y conceptos abstractos, como los de maternidad y filiación. Nada importa que podamos suponer o incluso sepamos que se trata de una actriz y un niño contratados para representar algo, y que no existe la menor vinculación familiar entre ellos. En ese momento, para nosotros son una madre y su hijo. Lo importante es que si esa figura adulta se dirige a nosotros, proponiéndonos que compremos un determinado producto de alimentación infantil, pongamos por caso, nuestra reacción es pensar —o mejor, sentir— que nos habla la madre, no la actriz, ni siquiera el personaje. De ahí que su aspecto físico, el tono de su voz e incluso la actitud del bebé en sus brazos resulten especialmente persuasivos y nos impulsen a adquirir y usar algo de lo que en realidad no sabemos nada y que probablemente no nos haga ninguna falta. Otro ejemplo frecuente en el cine y no solo en la publicidad, sobre la que reflexionaremos con más detalle: si presenciamos una conversación entre dos personajes teóricamente situados frente a frente y que hablan de forma 24 alternativa, cada uno en su plano propio y mirando a la cámara —lo que técnicamente se llama plano/contraplano—, no tenemos inconveniente alguno en aceptar esas supuestas posiciones en el espacio. Por mucho que debamos darnos cuenta de que en cada caso se dirigen, no al interlocutor, sino a la cámara misma, que ha debido ser desplazada, junto con los focos y demás instrumentos de rodaje, en cada plano. Y que se trata, por tanto, de un artificio laboriosamente construido mediante el montaje. No pensamos que lo más lógico es que, por razones de producción, se hayan filmado primero todos los planos correspondientes a uno de los personajes y después los del otro, o mejor aún, aunque ello entrañe más dificultades para los intérpretes: todas las intervenciones de cada uno en una sola toma, que después se fracciona y alterna con las de la otra para crear la impresión de confrontación. Y lo más probable será que, embebidos en ese juego visual y sonoro al mismo tiempo, cualquier matiz de la iluminación, del decorado de fondo, de la posición de la cámara y, por supuesto, de la entonación y textura de la voz de cada uno de los interlocutores, acabe influyendo en nuestra adopción de una postura favorable o contraria a uno u otro, tanto o más que el contenido material de sus palabras. 1.3. La incorporación del sonido Por eso fue tan importante para la evolución del medio el advenimiento en 1927 del cine llamado sonoro, que técnicamente consistió en la incorporación de las señales portadoras del sonido en la misma cinta de celuloide de las imágenes, asegurando así la sincronía. La verdad es que, aparte de algunos experimentos previos, como el sistema Vitaphone y otros, hasta ese momento las proyecciones solían ir acompañadas, como vimos ya en los espectáculos de linterna mágica, por ruidos, música en directo o grabada y voces de narradores presentes en la sala, que o bien pronunciaban lo que se suponía estaban diciendo los personajes o bien leían los intertítulos, dados los elevados índices de analfabetismo imperantes en la época, o explicaban determinados detalles de lo que se veía en la pantalla9. El primer cambio sustancial que aportó la incorporación del sonido a la cinta de celuloide consistió en garantizar que todas las copias que se proyectasen tuvieran la misma banda sonora, que no fue poco avance. Pero hubo otros: ante todo, la necesidad de fijar la velocidad de paso de la cinta necesariamente a 24 fotogramas por segundo, para garantizar la perfecta grabación y reproducción de los sonidos, toda vez que una mínima variación resulta imperceptible para el ojo humano, pero no para el oído, que capta un aumento de los sonidos graves si la velocidad es menor, y de los agudos si es mayor. Se produjo con ello una enorme transformación industrial —muy similar en muchos aspectos a la que se está produciendo actualmente en torno a los 25 procedimientos digitales— que afectó tanto a los estudios, los equipos y las técnicas de rodaje como a los laboratorios que procesaban las cintas de celuloide y en especial a los proyectores y las salas de todo el mundo. Los primeros tuvieron que ser sustituidos en su integridad, y las segundas acondicionadas, por lo que muchos pequeños y medianos propietarios, incapaces de hacer frente a esos gastos, se vieron forzados a vender sus cines o alquilar la explotación a las cadenas de exhibición, cada vez más poderosas y que acabarían teniendo una importancia decisiva en la vida comercial de las películas e incluso en su existencia o no, dada su capacidad para imponer gustos y preferencias a gran escala. En otro orden de cosas, el sonido sincrónico añadió nuevas posibilidades expresivas al lenguaje, que se había desarrollado ya grandemente sin contar con él. Tanto, que algunos destacados creadores, como Charles Chaplin10, y no pocos teóricos expresaron su convencimiento de que el sonido iba a restar expresividad al cine, cuyos autores, técnicos e intérpretes se habían esforzado al máximo por transmitir hasta las emociones más tenues sin ayuda de la palabra, y hubo quienes llegaron a expresar el temor de que la incorporación de diálogos —no así la de ruidos y música, menos limitadores de la expresividad gestual— representase la muerte del cinematógrafo11. Se equivocaban, desde luego. Aunque algo de razón tendrían si, al revisar buena parte de las producciones que se hicieron con el nuevo sistema y en casi todos los rincones del mundo durante los primeros años treinta, comprobamos que están recargadas de palabras, son tediosamente discursivas y la mayoría de sus imágenes resultan planas y convencionales: era mucho más fácil pedirle a un intérprete que verbalizase sus estados de ánimo que conseguir que los manifestara con el gesto u otros recursos visuales, y describir con palabras las características de un conflicto o acción cualquiera que mostrarlas con todos sus matices a través de la cámara y el montaje. Tuvo que pasar cierto tiempo para que productores y creadores comprendiesen que no se trataba de que ahora dispusieran de un recurso más que añadir a la ya amplia panoplia de posibilidades expresivas, sino que la palabra exigía una elaboración de diálogos específicamente cinematográfica, no teatral, redundante ni ampulosa, y que su utilización debía modificar también de forma relevante el tratamiento mismo de las imágenes. Una nueva forma de hacer cine, en suma. Se ha dicho a este respecto que los cineastas estadounidenses, menos condicionados por el peso de siglos de cultura escrita, fueron siempre más proclives a privilegiar la acción sobre la palabra, a mostrar los hechos en vez de explicarlos. De ahí que los guiones fueran para muchos de ellos una simple herramienta de trabajo con la que coordinar la participación de numerosas personas en un rodaje, mientras que los europeos tendían a escribirlos como si fueran relatos, teniendo que buscar después la forma de traducirlos en imágenes, lo que puede explicar su tendencia a lo discursivo y demasiado literario, en el 26 sentido negativo del término. Evitando generalizaciones siempre inexactas por abusivas, algo de verdad debe de haber en ello si nos atenemos a las mejores obras creadas por unos y otros a lo largo de la historia del cine. Otra de las consecuencias inmediatas de la implantación del sonoro fue el hundimiento de las carreras profesionales de actores y actrices que, después de superar una primera etapa en la que habían tenido que desprenderse progresivamente y a veces con gran dificultad de las expresiones faciales y los gestos grandilocuentes propios del teatro, poseían un timbre de voz, una entonación o una falta de dominio del lenguaje verbal que les impidieron adaptarse a las nuevas exigencias del medio. Merece la pena recordar ahora aquel comentario según el cual ni la mejor actriz de teatro del mundo, que tenía que actuar siempre en plano general y fijo frente al espectador instalado en su butaca —y no digamos en el segundo o tercer anfiteatro—, habría podido competir en capacidad de seducción con cualquier starlette cinematográfica sonriendo en primer plano, con el maquillaje y la iluminación adecuados, a un tamaño tal que el citado espectador, además de creerse por un momento destinatario directo y exclusivo de esa sonrisa, no tiene más remedio que sentirse fascinado. 1.4. El doblaje y sus consecuencias Aunque hoy resulte difícil de entender, la invención del doblaje, operación técnica que consiste en alterar la pista correspondiente a los diálogos en la banda sonora y que entre otras cosas permite sustituir las voces defectuosas por otras anónimas, ya que la mayoría de los espectadores acepta la suplantación sin advertirla siquiera, no fue instantánea. Hubo antes un período en que las grandes productoras estadounidenses atrajeron a un cierto número de escritores, guionistas e intérpretes de las áreas idiomáticas más nutridas, para rodar varias versiones de una misma película y asegurarse así su distribución en los países correspondientes, con un coste añadido y unos problemas de producción fáciles de imaginar12. Sin embargo, el doblaje traería consigo otras importantes consecuencias de todo tipo. Por lo pronto, hace posible que instancias ajenas a la producción intervengan en las películas modificando sus diálogos por distintos motivos, y la triste historia de la censura en bastantes países, en particular en España, está llena de ejemplos que parecerían grotescos si no hubieran sido tan graves (ÁVILA, 1997). Es significativo el hecho de que el doblaje fuera impuesto como obligatorio en España por una orden del gobierno franquista de abril de 1941, paralela a otras que prohibían, por ejemplo, el uso de idiomas extranjeros en los nombres de establecimientos públicos y similares, y pretendían hacerlo con la peregrina intención de “conservar la pureza del idioma en todos los ámbitos del Imperio Hispano”. 27 Esa norma acostumbró de hecho a un par de generaciones de españoles a ver las películas extranjeras siempre dobladas, y la reintroducción de otros métodos que respeten más la integridad de la obra original ha resultado prácticamente imposible hasta ahora. Durante algunos años, la existencia de salas especiales llamadas “de arte y ensayo”, en las que se autorizaba la proyección de películas en versión original subtitulada, además de contar con una censura algo menos rígida —por ese convencimiento común a los regímenes autoritarios de que lo restringido a pequeños círculos selectos es menos peligroso para el orden establecido que lo que llega a conocimiento de las masas—, hizo pensar que se recuperaría un sistema habitual en muchos países, pero a la larga, las cifras comparativas entre espectadores de una misma película en versión original o doblada resultan desoladoras y desaniman a los distribuidores, impulsándolos a mantener esta segunda opción como forma de exhibición prácticamente exclusiva. Por otro lado, la extensión del hábito consistente en oír hablar a las grandes estrellas de la pantalla en el idioma del espectador iba a tener unas repercusiones nefastas sobre las cinematografías de los países más débiles en ese terreno. En una industria tan competitiva como desigual a escala planetaria —donde toda empresa distribuidora intenta que se vean sus películas y no las de las demás, dado que el público suele acudir al cine un determinado número de veces, cada vez menor por cierto, y no siempre en función de lo que ofrezca la cartelera—, y dominada de forma avasalladora por la producción estadounidense, el doblaje de las películas en un país como España significa entregar sin más a la competencia un arma formidable: el idioma del espectador, que verá con gusto habladas en él las grandes superproducciones y los éxitos publicitados a escala mundial, en detrimento de las películas que se refieren a su entorno más cercano, a la sociedad en la que vive, a la realidad cotidiana… Una política proteccionista —que siempre sería moderada en comparación con la que aplican a sus productos los propios Estados Unidos— consistente en gravar la importación de películas para su exhibición doblada y destinar el dinero resultante a las siempre controvertidas ayudas al cine hecho en España, sobre las que habría mucho que debatir aunque no en este lugar, podría haber paliado el problema, pero ha sido imposible aplicarla por las rígidas normas de la llamada economía de mercado y la tenaz resistencia de los diversos sectores implicados, en los que naturalmente tienen también preponderancia los vinculados al capital estadounidense. Si nos hemos detenido en este asunto es por sus evidentes repercusiones sobre cualquier planteamiento relacionado con la enseñanza del cine, que es el tema que aquí nos interesa. 1.5. El color y los grandes formatos Con la incorporación del sonido sincrónico y con la del color, producida muy 28 poco después —a mediados de los años treinta—, también extraordinariamente compleja desde el punto de vista técnico y que, aparte de su indudable vistosidad, aportó a algunos cineastas nuevas posibilidades expresivas, aunque la mayoría se limitaron y continúan limitándose a emplearlo de forma simplemente decorativa, acabaron en realidad las grandes innovaciones técnicas del cinematógrafo. De hecho, fue la última que incrementó efectivamente la sensación de realismo del cine: es indiscutible que una película en color parece más real que otra en blanco y negro, pero sería erróneo pensar, como se ha dicho en ocasiones, que a ésta le falta algo sustancial. Basta volver sobre los grandes títulos clásicos para constatar que su hipotético realismo no es en modo alguno limitado, y por otra parte, sigue habiendo en la actualidad creadores que consideran que para la comunicación que pretenden proponer con alguna de sus obras es mejor el blanco y negro que el color13. A partir de la implantación de éste, la mayoría de las novedades que se han presentado como capaces de incrementar el realismo de la imagen cinematográfica —y en particular la reciente moda/manía/maniobra de las llamadas tres dimensiones— no hacen otra cosa que potenciar su espectacularidad, que es algo muy diferente. La modificación de los formatos de rodaje y proyección —es decir, de la razón aritmética existente entre las medidas de la base y la altura del fotograma, y por tanto de su reflejo en la pantalla, tomando como unidad la altura y siendo el formato tradicional mudo 1:1,33, el sonoro 1:1,37 y el cinemascope, por ejemplo, 1:2,66 o bien 1:2,35— ofreció nuevas posibilidades narrativas y estéticas, al proporcionar más horizontalidad al encuadre y permitir formas de composición hasta entonces desconocidas. Pero no variaron sustancialmente los elementos que configuran la expresividad cinematográfica. Algo parecido puede decirse de otros ensayos técnicos que se sucedieron casi tumultuosamente. Como la ampliación del ancho del soporte de celuloide desde los 35 milímetros clásicos hasta los 70 mm, operación que fracasó después de presentar varias producciones, entre otros motivos porque su extensión habría exigido una nueva sustitución de los proyectores de todas las cabinas, aparte de sus elevados costes de producción y distribución. Nuevos sistemas de rodaje y proyección que permitían una imagen más amplia, como la VistaVisión, el ToddAo, etcétera. O el complejísimo procedimiento llamado Cinerama, que pretendía obtener la sensación de que se cubría todo el campo visual a base de rodar y proyectar con tres cámaras simultáneamente. Varios intentos verdaderamente pintorescos y por supuesto fracasados de conseguir el cine con olor. Así hasta las más recientes pantallas curvas de la marca comercial Imax, las de leds electrónicos y similares u otras innovaciones aportadas por los sistemas digitales de proyección, continuadoras de la ya larga tradición de los efectos especiales como forma de incrementar la sensación de realismo, además de las que sin 29 duda vendrán, en una carrera desaforada y en el fondo suicida para impresionar al espectador, que se cansa pronto de tales novedades. Este frenesí de ingeniería industrial aplicada al espectáculo —y aquí empleamos el término en el sentido de su tercera acepción en el diccionario de la Real Academia: “Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”— tuvo su origen inmediato en la necesidad de competir contra un rival surgido a finales de los años treinta pero que no se difundió suficientemente hasta después de la Segunda Guerra Mundial: la televisión. Con el agravante de que la disyuntiva planteada en la definición académica se desequilibra enseguida y los nuevos sistemas se inclinan decididamente por dirigirse a la vista en detrimento de la contemplación intelectual. De entre los ejemplos citados, el más explícito es el de las pantallas semiesféricas, capaces de asombrar al espectador que se ve de pronto inmerso en un universo envolvente de imágenes y sonidos, pero que apenas pueden sostener una mínima narración coherente. Su utilización queda reducida a servir de complemento aparatoso a otras instalaciones, sean éstas museísticas, didácticas o de mera diversión14. Se diría que la industria audiovisual se esfuerza en ofrecer —vender por todos los medios— baratijas cada vez más atractivas a cambio de la capacidad de discriminar, analizar, criticar y en resumen reflexionar que constituye el más valioso patrimonio del espectador en cualquier sociedad contemporánea. 1.6. La televisión Es asimismo indudable que la televisión, como instrumento para introducir en la intimidad de los hogares películas pero también una variada programación de nuevo cuño, representó un cambio trascendente en las formas de expresión audiovisual. Su evolución técnica siguió caminos paralelos, aunque progresivamente acelerados: del blanco y negro inicial al color, de las pantallas de formato equivalente al 1:1,33 clásico del cine —ahora conocido como 4/3— a las panorámicas —16/9— y a los diversos intentos de proporcionar sensación de relieve. Pero su penetración en la sociedad fue mucho más intensa y eficaz. Aunque al principio pareció que constituía una amenaza para el cine, a la larga no resultó tan grave como habían previsto los agoreros y pronto se convirtió en una aliada, actuando después como un parásito poco rentable. El gran público no dejó de acudir a las salas en cantidades significativas porque tuviera la oportunidad de contemplar películas en casa, junto a los nuevos telefilmes y otros géneros específicos. Hubo un período intermedio en el que pareció que la explotación de películas a la vez en taquillas y en televisión, publicidad mediante y con el perjuicio para el espectador de los temibles cortes para introducir anuncios, representaba una coexistencia hasta cierto punto civilizada. Al mismo 30 tiempo pudo observarse que numerosas cadenas utilizaban de forma masiva el cine —y no siempre de calidad siquiera aceptable— para rellenar sus parrillas de programación con películas de bajo coste. En determinados países, las empresas de televisión funcionaron al menos parcialmente —y de grado o por la fuerza de las correspondientes normas proteccionistas— como productoras cinematográficas. Más recientemente, cine y televisión parecen destinados a ceder el paso al huracán de imágenes digitales vía Red y similares, aunque es cierto que para la televisión la amenaza quizá resulte algo menos grave o inminente que para el cine, que da la impresión de estar abocado hoy a la desaparición, o al menos a una nueva y profunda reconversión, como espectáculo público y de carácter colectivo15. Sin olvidar un fenómeno sobre el que parece existir acuerdo generalizado: son algunas productoras de televisión, a través de un impresionante renacimiento de las series —herederas lejanas de los viejos seriales cinematográficos que llegaban a las salas en los años diez del pasado siglo, descendientes a su vez de los folletines literarios por entregas decimonónicos— las que están ofreciendo actualmente productos audiovisuales de más calidad. Y resulta curioso comprobar las similitudes existentes entre esos dos fenómenos, separados por tantos años de distancia: los folletines por entregas y las series de televisión empezaron siendo productos populares, construidos con lenguajes muy accesibles y con unos recursos narrativos sorprendentemente parecidos; en sus comienzos fueron despreciados por las élites cultas, pero acabarían imponiéndose por su indiscutible validez. Bastará recordar que obras de tanta importancia literaria como Crimen y castigo, por ejemplo, fueron en su origen novelas por entregas. Pero cuando se habla de la posible extinción de las salas de exhibición no debe entenderse con ello que ha llegado la tantas veces anunciada “muerte del cine”, sino solo la de una forma concreta de comercializarlo, que hizo fortuna desde los orígenes, alcanzó a vivir una época dorada y ha venido sufriendo en los últimos tiempos una serie de duras competencias que, al mismo tiempo, han propiciado no pocos cambios en su forma específica de expresión. A los fines que aquí nos interesan, deberíamos retener dos fenómenos fundamentales: esa modificación de la expresividad cinematográfica bajo la influencia de los géneros televisivos, con su consiguiente repercusión sobre los hábitos de los espectadores y, de modo muy especial, el hecho hasta entonces insólito de que, con la extensión de la televisión —y la posterior implantación masiva de los artefactos y soportes digitales—, los niños tienen a su alcance las imágenes audiovisuales prácticamente desde su nacimiento y de forma constante e inmediata. Por lo que se refiere al primero, nos limitaremos a sugerir que también la televisión se apuntó pronto a la loca carrera por el supuesto mayor realismo. Junto a un período particularmente fecundo para lo que hemos llamado 31 documental en su sentido convencional, género que el público no parecía dispuesto a ver en salas, previo pago de la entrada, pero de enorme interés informativo, estético y didáctico —aun con todas las reservas que formulamos más arriba—, surgió la gran novedad específicamente televisiva, que es la transmisión de imágenes de acontecimientos de muy diversos tipos en directo, con las vicisitudes y salvedades que ahora repasaremos brevemente. Mientras tanto, la obsesión, de raíz a todas luces comercial, por aumentar esa impresión de realismo inmediato ha desembocado en dos engendros igualmente abominables: los programas centrados en discusiones desaforadas sobre asuntos irrelevantes que constituyen la llamada televisión-basura y la moda de las trasmisiones continuas de experiencias vividas por grupos preseleccionados en situaciones cerradas o extremas, que reciben el sospechoso nombre de realityshows y con frecuencia, además, realimentan a los primeros, en una simbiosis letal. Ni unos ni otros merecerían la menor atención si no fuera porque están modelando actitudes de las audiencias a una velocidad hasta ahora desconocida y que los conecta directamente, además, con el segundo de los fenómenos que sugeríamos y sobre el que debemos detenernos algo más. Por expresarlo primero frontalmente y después de forma más matizada: ¿alguien pondría en cuestión que un niño —y perdónesenos la incorrección política de usar el genérico y no caer en el recargado e innecesario “niños y niñas”— que haya visto uno de esos demenciales aquelarres que son los espacios llamados del corazón puede dudar de que tener razón significa gritar más que los demás y acallar al discrepante con continuos berridos o con insultos cada vez más sórdidos? La primera prueba palpable de ello es que, de forma significativa, las tertulias sobre temas políticos y de actualidad, que tienen ilustres precedentes y son una de las variantes más respetables de géneros específicamente televisivos, se les asemejan cada vez más: no se trata de argumentar mejor, sino de salirse con la suya a cualquier precio, incluidas las descalificaciones más groseras y los golpes bajos que en cualquier taberna darían lugar a una escaramuza solventada a navajazos. Entrando de lleno en la materia: los recién llegados a este mundo van a tener primero una visión televisada del entorno que les espera y después la auténtica, que deberán ir descubriendo poco a poco, a base de desengaños la mayoría de las veces. Piénsese que a los integrantes de generaciones mayores la televisión les salió al paso en la infancia o primera adolescencia, cuando ya tenían una mínima experiencia de lo que los rodeaba, por limitado que fuera. Y les encantó el nuevo medio, sobre todo, porque sus imágenes —aun en blanco y negro, llenas de nieve y con frecuentes interferencias e interrupciones— se parecían a lo poco que conocían de su pequeño universo cotidiano: una vaca se parecía a una vaca, un coche a un coche, etcétera. Y le dieron un sobresaliente al nuevo medio, 32 precisamente por ese rudimentario parecido con lo real. Pues bien, la mayoría de los miembros de las generaciones posteriores —las crecidas a partir de los años sesenta— han tenido la experiencia exactamente contraria: con la televisión en casa o muy cerca, creían conocer realidades remotas o simplemente alejadas, como una playa para un niño del interior peninsular, por haberlas visto ya mil veces, depuradas y embellecidas además por motivos generalmente publicitarios. Hasta que les tocaba descubrir las playas de verdad, más o menos sucias de algas, plásticos o alquitrán, llenas de obstáculos que impiden jugar con libertad y de adultos que vociferan órdenes y prohibiciones… La conclusión es inevitable: lo normal es que esos niños den un suspenso al mundo real, por lo poco que se parece al imaginario e idealizado que las imágenes de televisión les habían presentado desde tan pronto, haciéndoles creer que era así de verdad. Habría que analizar en profundidad las repercusiones de este sencillo mecanismo sobre la insatisfacción e incluso la agresividad —no, desde luego, las protestas y rebeldías producto de una indignación más que justificada— de muchos jóvenes ante esa decepción frente al mundo ideal que irresponsablemente habían puesto ante sus ojos, sin proporcionarles al mismo tiempo los instrumentos necesarios para distinguir lo audiovisual de lo real. Como sería necesario estudiar también las consecuencias que una percepción mayoritariamente audiovisual tiene sobre la formación y desarrollo de las estructuras fundamentales del pensamiento, en la línea de lo que psicólogos como Lev Vigotsky, Jean Piaget y otros investigaron hace ya tantos años a partir del lenguaje verbal16. Otra anécdota, no por conocida menos significativa: la del pequeño aficionado al fútbol que acude con su padre por primera vez a un gran estadio, en una especie de ritual de iniciación no exento de componentes mágicos. Espectador habitual de retransmisiones en directo y de todos los programas futbolísticos habidos y por haber, jugador empedernido en su consola, la primera sorpresa consistirá en descubrir que, desde el segundo o tercer anfiteatro, el campo de juego se parece más a un viejo futbolín que a otra cosa. Vendrá después el probable agobio de verse sumido en una multitud que grita sin parar, junto con la dificultad para concentrar la mirada en las incidencias del juego. Si se produce un gol, seguramente inesperado para nuestro protagonista, la desazón se convierte en sobrecogimiento ante la algarabía desencadenada. Cuando las masas circundantes se calman poco a poco, el niño pregunta a su padre: “¿No lo repiten?”. Y como no hay repetición, decide de forma natural y refleja que el mundo real no vale nada en comparación con su mundo audiovisual, que él creía verdadero. Hasta a un adulto poco avisado, y aficionado en este caso al ciclismo, podrá ocurrirle algo parecido si un día se deja llevar por su pasión y decide acudir a contemplar en vivo una etapa decisiva de una prueba importante. Tras madrugar 33 para ocupar un sitio privilegiado en primera fila, buscar con dificultad un aparcamiento cercano, abrirse paso entre una muchedumbre poco amistosa, ocupar por fin el lugar deseado y esperar un buen rato… verá pasar fugazmente unas figuras de las que apenas alcanzará a vislumbrar el color de los equipos a los que pertenecen y con más dificultad la identidad de los corredores en cuestión. Y si ha sido tan sagaz como para situarse —con bastante más trabajo, desde luego— tras la línea de meta, podrá disfrutar durante más tiempo de un disputado sprint, pero apenas percibirá otra cosa que un compacto grupo de muñequitos que agitan agónicamente las piernas y forcejean con los codos, sin que ninguna referencia perpendicular a la carrera le permita saber en qué orden vienen y qué distancia exacta los separa. Con lo bien que se ve el ciclismo de carretera en televisión, gracias a varias cámaras que captan lo fundamental desde muy cerca, algunas de ellas situadas en motos para seguir a los principales corredores o en helicópteros para ofrecer planos impresionantes, con comentaristas que dan cuenta de las diferencias entre aquéllos y un realizador experto seleccionando al instante lo que mejor puede satisfacer la curiosidad de los espectadores. Y no es que el ciclismo sea algo televisivo en sí mismo. De hecho existía y tenía acérrimos partidarios bastante antes de la televisión. Es que ésta hace de él, como de tantos otros deportes, un espectáculo inigualable. Volviendo a nuestra argumentación sobre lo real y su representación audiovisual, deberemos matizar que, aunque el documental es la filmación de algo que existiría con independencia de que fuese filmado o no, también es cierto que cada vez más, y por intereses de carácter comercial y de lucha despiadada por las audiencias, la presencia de las cámaras y sus portadores tiende a interferir en la realidad que se supone iban a reflejar. Aludimos a fenómenos como el tv-time, o pausa en el desarrollo de un partido, especialmente de baloncesto, además de las que reglamentariamente tienen derecho a solicitar los entrenadores de los dos equipos en liza, pero ésta impuesta por la necesidad de incluir anuncios de las empresas que patrocinan o financian la transmisión y que interrumpen con ello el normal desarrollo del juego. Hay también otros ejemplos más cercanos, como cuando un cámara y un reportero intrépidos acosan a un jugador para captar, lo más en vivo posible, sus reacciones por haber fallado un penalti, por ejemplo; o lo esperan al borde del terreno de juego al final del partido o en el descanso, si no lo invaden en cuanto suena el pitido del árbitro, con el fin de obtener una declaración lo más caliente posible y hasta algún exabrupto que dé lugar a la polémica, alimentada después artificialmente durante días y semanas de inagotable programación deportiva. Por no hablar ya de circunstancias extremas, pero no inventadas, en que las citadas motos o los helicópteros que portan cámaras empujan o derriban a corredores que peleaban ajenos a su presencia. 34 Por eso resulta sorprendente que todavía hoy haya deportistas —y políticos y figuras públicas en general— que olvidan momentáneamente que están siendo escrutados por las cámaras y se permiten gestos o expresiones que serán utilizados de forma reiterada y jocosa en su contra. Esto nos llevaría a otra digresión sobre el carácter de intérpretes de un determinado espectáculo que adquieren de modo inevitable los protagonistas de una acción en principio real e independiente de su filmación o no. Y que vendría a conectar directamente con las reflexiones ya clásicas en fotografía sobre la condición de actor que adquiere cualquier persona captada con una cámara y que, sin poder remediarlo, posa por el simple hecho de ser consciente de estar siendo fotografiada. Aunque no lo fuera: recordemos aquel género tan en boga hace unos años que se conocía como cámara oculta y que ha vuelto a aparecer recientemente bajo el pretexto de ese sucedáneo autocalificado como periodismo de investigación, en el fondo igualmente fraudulento. Las televisiones presentan tales programas, o bien algunas ráfagas esporádicas de palpitante actualidad, como lo más realista del universo audiovisual. Se supone que es cuestión de capturar una declaración impertinente de un personaje desprevenido, para denunciar con ella algún problema o circunstancia de supuesto interés mediático o simplemente para burlarse de él. Es mentira: si el personaje en cuestión no llega a formular lo que se espera que diga, el resultado no se incluye en el programa o la ráfaga no se emite, y en paz. Es decir, la pretendida ausencia de guión y consiguiente improvisación de ese tipo de productos esconde una condición previa: o el resultado se ajusta a lo que quieren sus productores —es decir, al guión ideal establecido previamente— o no llega a tomar forma, a existir como tal documento. Algo parecido ocurre también con los reality-shows, presentados como el colmo del verismo y que muchas veces responden a un esquema previamente establecido, muy similar a un guión, cuando no son meros remontajes de lo obtenido por las cámaras durante un período de tiempo más o menos largo, aplicando ahora una especie de guión a posteriori para seleccionar los fragmentos más picantes, morbosos o agresivos e incluso dedicándose a provocar de forma artificial entre los participantes unos enfrentamientos tanto más rentables cuanto más violentos… Y habrá que recordar que los primeros de esos ejemplos supremos de telebasura fueron presentados desvergonzadamente como “experimentos sociológicos”. Nada menos. De todo lo cual debemos concluir que el documental y sus variantes —y las transmisiones en directo lo son en grado sumo— no solo no se limitan a reflejar de modo más o menos objetivo una realidad preexistente, sino que con gran frecuencia la modifican, e incluso la crean, aun pretendiendo presentarla como real. 1.7. Del cine y el vídeo domésticos a la Red 35 Mientras la televisión desplegaba esa variedad de géneros y subgéneros habían ido surgiendo otras formas de expresión audiovisual. La popularización del vídeo magnético, instrumento técnico ya empleado por las cadenas en su trabajo ordinario, supuso para el espectador, ante todo, la posibilidad de grabar, reproducir, repetir e incluso fragmentar a voluntad aquellos programas o emisiones que le interesaban. Una forma rudimentaria de intervención, pero que al menos permitía salir de la pasividad absoluta a la que estaba condenado como tal espectador, más allá del socorrido zapping o elección sobre la marcha entre un número limitado de posibilidades… de seguir siendo solo espectador. Es decir, según la Real Academia de la Lengua, alguien “que mira con atención” o “que asiste a un espectáculo”, pero nada más. Y anotemos de pasada que opciones como la pausa y el avance o retroceso de la cinta de vídeo a distintas velocidades abrieron unas posibilidades para el análisis didáctico que no siempre fueron bien aprovechadas. La aparición progresiva de cámaras cada vez más ligeras y asequibles llevó mucho más lejos esa oportunidad de intervenir, convirtiendo al eterno receptor de imágenes y sonidos en emisor, aunque fuera para círculos muy reducidos. En realidad, eso había ocurrido ya en la época del celuloide, con aparatos y soportes como las cámaras y películas de 28 mm o 16 mm, de uso semiprofesional pero que estaban también al alcance de los bolsillos pudientes y dieron pie a unas primeras promociones de cineastas aficionados, multiplicadas y democratizadas después por las de 8 y Super-8 mm, mudas o con sonido incorporado, por procedimientos magnéticos u ópticos. Pero el coste relativamente alto de los equipos necesarios —cámara, proyector y pequeña moviola-empalmadora manual o electrificada, aparte de antorchas de luz, pantallas reflectantes y otros refinamientos opcionales—, la dificultad que representaba llevar a revelar a un establecimiento especializado bobinas de hasta un máximo de tres minutos, esperar el resultado —si lo había, porque con relativa frecuencia el material se velaba, deterioraba o extraviaba en alguna de las fases del proceso—, unirlas, eliminando las colas y otros fragmentos defectuosos, etcétera, desanimaban a muchos de los creadores en potencia y más aún a los posibles destinatarios de sus esfuerzos, generalmente familiares y amigos incautos o demasiado tímidos como para negarse a ver el resultado de tan laboriosas operaciones. ¿Quién no ha sufrido alguna vez la afectuosa tortura infligida por ese amigo entusiasta que al volver de unas vacaciones te invita a merendar para mostrarte la película que ha rodado en ellas y que, una vez comenzado el suplicio, se ve y se oye con dificultad, dura mucho más de lo deseable y, sobre todo, necesita de las constantes explicaciones en vivo por parte del autor, que intenta justificar cada uno de los planos exponiendo atropelladamente lo que pretendió mostrar pero de hecho no aparece y lo que quiso decir en cada momento, que no se entiende casi nada? 36 Por no hablar siquiera del peligro que representaban esos mismos aspirantes a reporteros audaces cuando se erigían en maestros de ceremonias de cualquier rito o celebración familiar —las famosas y mundialmente conocidas BBC: bodas, bautizos y comuniones—, intentando distribuir a los asistentes en función de las tomas que querían efectuar e incluso provocar repeticiones de ciertos pasajes para que “quedaran bien”, y al final se empeñaban en mostrar a todos el resultado, más martirizador aún que las ceremonias mismas. Todos esos vicios y riesgos se verían multiplicados hasta el infinito con la irrupción de las cámaras domésticas de vídeo, primero, y de las digitales después, hasta llegar al momento en que es posible disponer de ellas prácticamente en todos los teléfonos móviles y, como anfiteatro, el universo, merced a los prodigios de la Red. Quién iba a decirles a los jerarcas del viejo y obligatorio No-Do franquista que su pretencioso y falaz eslogan, “El mundo entero al alcance de todos los españoles”, iba a acabar siendo verdad, aunque apenas sirviera para nada interesante. Porque la inmensa mayoría de los equipos de cine en formatos sub-estándar y de vídeo en sus diferentes modalidades acabaron durmiendo en un armario casi al terminar el viaje de novios, el bautizo del primer hijo o el último cumpleaños de la abuela. Mientras que las cámaras digitales de última generación y el fácil acceso a la Red han convertido ese universo audiovisual en un maremágnum inabarcable donde casi todo el mundo puede colgar sus creaciones y cualquiera puede perder media vida contemplándolas, sin que se entiendan mucho más que aquellos reportajes de primera comunión proyectados sobre una pantalla casi siempre mal tensada y oblicua. Admitamos que la mayoría de esos vídeos consultables en la Red se parecen sobre todo a los alaridos inarticulados de un Tarzán de la jungla electrónica, carentes de toda organización racional o efectiva, basados en el chispazo de ingenio o el gag involuntario captado por azar y de cualquier manera. Es decir, carecen de los atributos que reconocemos hasta en el más elemental de los lenguajes, y son simples aullidos, impactantes quizá pero muy poco expresivos en términos de comunicación. Llegamos así a uno de los puntos centrales de nuestra reflexión: esos voluntariosos emisores de nuevo cuño no son conscientes de que, aunque el aparato que han conseguido para producir sus obras sea tan asequible, y colgarlas en la Red tan fácil, están utilizando un procedimiento de comunicación cuyas formas de funcionamiento desconocen por completo. Aunque digan lo contrario, aspiran seguramente a llegar al número de destinatarios lo más amplio posible, y quién sabe si a utilizar la Red como plataforma de lanzamiento hacia una hipotética dedicación profesional, pero… 37 1 Habría que aludir, a modo de simple curiosidad, a la discutida hipótesis según la cual en algunas pinturas rupestres se observan cuadrúpedos con más de cuatro patas, en un intento de los autores por reflejar la velocidad que hacía tan difícil su captura para alimentarse con ellos y vestirse con sus pieles. Métodos de representación del movimiento muy similares adoptaría y perfeccionaría siglos después la historieta gráfica o cómic, cuya aparición fue prácticamente contemporánea de la del cine. 2 De ahí la ironía de un veterano documentalista que cuando empezó a oír hablar de falsos documentales apostillaba siempre: “Y perdón por la redundancia”. Sobre este subgénero, que ha producido hasta ahora tantas obras de interés como confusión conceptual en sus destinatarios, puede verse, entre otros, SÁNCHEZ-NAVARRO e HISPANO (2001). Y para el caso singular del cineasta Basilio Martín Patino, que lo ha cultivado con particular maestría, GARCÍA MARTÍNEZ (2008), BELLIDO (1996), UTRERA (2006) y el capítulo titulado La verdad de las mentiras en PÉREZ MILLÁN (2002, págs. 291-331). 3 Utilizamos con preferencia ejemplos de películas clásicas o no demasiado recientes con el fin de facilitar el acceso a lectores de diferentes edades, a la vez que se anima a los más jóvenes a recuperar títulos de interés, quizá menos citados en la actualidad. 4 Con el tiempo se ha sabido que hasta esa toma aparentemente tan espontánea fue objeto de varios ensayos. Y será oportuno recordar, aunque solo sea para marcar territorios y diferencias, que el equivalente español de aquel intento primerizo no iba a tener como escenario una instalación industrial, sino la Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza, filmada por Eduardo Jimeno en 1897. 5 Experiencias similares describió un cineasta ruso (MEDVEDKIN, 1973) que en los años veinte recorrió, con un tren en el que llevaba una cámara de cine y un pequeño laboratorio de revelado y positivado, varios lugares remotos cuyos habitantes no habían visto jamás imágenes con sensación de movimiento, ni posiblemente tampoco fotográficas. 6 Pueden verse al respecto las sugerentes reflexiones contenidas en el volumen ya clásico de DELLA VOLPE (1967). 7 Por desgracia, ese efecto ha quedado pulverizado, en el ámbito privado, por la monstruosa costumbre de trocear una película introduciendo bloques de anuncios en sus pases por televisión. Tras años de firmes protestas encabezadas por conocidos cineastas en defensa de la integridad de sus obras, la costumbre se ha generalizado y una vez más los intereses de aquéllos y el derecho de los espectadores al disfrute de éstas quedan sometidos a la voraz arbitrariedad del libre mercado, publicitario en este caso. 8 Entre las numerosas publicaciones destinadas a explicar, discutir o rechazar las experiencias que dieron lugar a la descripción de ese efecto, puede verse la muy didáctica Subliminal: escrito en nuestro cerebro (GARCÍA MATILLA, 1990). Quizá convenga recordar, en síntesis, que en tales ensayos se incluyeron imágenes o rótulos fugaces en el transcurso de una proyección normal, de manera que el espectador no era consciente de haberlos percibido pero reaccionaba obedeciendo de algún modo a lo que sugerían. 9 Fue muy celebrada la anécdota de aquel explicador tan puntilloso que, al comentar un plano en el que aparecían un personaje y un perro, añadía: “El de la izquierda es el perro”. 10 De hecho, Chaplin, que había basado buena parte de su comicidad en una exuberante gestualidad corporal, siguió negándose a utilizar la palabra cuando rodó Tiempos modernos (Modern Times, 1935), y no la incorporaría hasta El gran dictador (The Great Dictator, 1940), culminada en cambio, como es sabido, con un largo discurso humanista del personaje del barbero judío disfrazado de Hitler. Y en la primera de esas películas llevó su hostilidad hacia lo verbal hasta el punto de que las pocas palabras que se oyen proceden de artefactos —gramófonos, radios, un rudimentario interfono— que les dan un tono metálico y artificial, mientras el baile con el que el protagonista triunfa en un café cantante tiene una letra absolutamente ininteligible, compuesta con palabras de diversos idiomas. 11 Puntos de vista diferentes, tanto sobre esa transformación técnica y sus consecuencias como sobre otros muchos avances, movimientos y tendencias de interés para la evolución del medio, pueden verse en los documentos recogidos por ROMAGUERA I RAMIÓ y ALSINA THEVENET (1988) en Textos y manifiestos del cine. Por lo que a la implantación del sonoro en España se refiere, ofrece abundante información DE LA ESCALERA, 1971. 12 Para el caso español, véase la documentación y los testimonios de todo tipo recogidos por GARCÍA DE DUEÑAS (1993) y ARMERO (1995), así como en el documental dirigido por Óscar Pérez y Mia de Ribot, Hollywood Talkies (2011). 13 De Woody Allen en Manhattan (1979) a Pablo Berger en Blancanieves (2012) y Fernando Trueba en El artista y la modelo (2012), pasando por Michael Haneke en La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), por citar solo algunos ejemplos muy conocidos. 14 Que nos hacen volver a los tiempos de las barracas de feria o a aquellos otros, de infeliz memoria, en que conquistadores llegados de lejos embaucaban a los aborígenes de las tierras invadidas ofreciéndoles vistosas bagatelas a cambio de sus riquezas. 15 De hecho, las últimas cifras barajadas al respecto reflejan con claridad un descenso del número de horas dedicadas a la televisión por los niños más pequeños, en beneficio del uso intensivo de otros artilugios audiovisuales, mientras el público juvenil, último contingente que se había mantenido relativamente fiel a la 38 asistencia a las salas, se reserva cada vez más para los grandes estrenos de superproducciones que es preciso ver cuanto antes para estar al día. 16 De su abundante y variada bibliografía pueden consultarse, entre otros, PIAGET (1999, 2000, 2008); PIAGET E INHELDER (2007); VIGOTSKY (1996). En síntesis, nuestra propuesta consistiría en averiguar, suponiendo que la adquisición del lenguaje verbal en el entorno familiar influye en el desarrollo y estructura de la inteligencia en los niños, qué ocurre cuando éstos están en contacto frecuente, no solo con las palabras de los adultos, sino sobre todo con las imágenes y los sonidos que brotan de unas pantallas omnipresentes en el hogar. 39 CAPÍTULO II Los rudimentos de un lenguaje 2.1. Compartir códigos para poder comunicarse …Pero la clave está en que pretenden comunicarse con unos hipotéticos destinatarios que no pueden compartir los códigos —o los sistemas de signos, o como prefiramos llamarlos— que emplean para dirigirse a ellos, simplemente porque en sus producciones no existe nada parecido a un código, por abierto que pudiera ser. El más sencillo de los esquemas que suelen utilizarse para explicar en qué consiste la comunicación audiovisual —o cualquier otra forma de comunicación, en realidad— habla de la existencia de un emisor que lanza un mensaje a través de un canal y sobre un soporte determinados, pretendiendo que llegue a un receptor que sepa extraer su significado. Sin entrar en una prolija definición de cada uno de esos términos, explicados y divulgados hasta la saciedad por comunicólogos de muy diferentes orientaciones (por ejemplo, MATTELART, 1997), quedémonos con dos operaciones que son imprescindibles para que el mecanismo funcione adecuadamente. Para que el emisor consiga transmitir el mensaje que desea, y con independencia del carácter predominante en éste —sensorial, emocional, intelectual o, en términos de las funciones básicas de la imagen audiovisual, de las que hablaremos: descriptiva, narrativa, dramática y estética—, es preciso que sepa elegir los signos en los que va a traducirlo, por llamar así a lo que los especialistas denominan codificación. Y esa labor dependerá de su dominio de las distintas posibilidades de que dispone, en función del canal o canales que ha decidido utilizar. En nuestro caso, el audiovisual: imágenes con sensación de movimiento y sonidos sincrónicos captados con los equipos de grabación adecuados y combinados de mil formas diferentes, mediante la ya citada operación de montaje o edición, en una continuidad temporal de la duración elegida. La segunda condición necesaria es que el destinatario o destinatarios potenciales del mensaje así construido compartan los mínimos conocimientos imprescindibles sobre ese tipo de comunicación y sobre los signos que utiliza como para poder re-traducir —descodificar— los estímulos sensoriales que le llegan a través de la vista y el oído simultáneamente. Si lo que recibe no 40 responde a un mínimo sistema de signos que pueda descifrar, la comunicación es imposible, por arbitraria o caótica. De ahí que resulte tan desoladora la ignorancia existente sobre las posibilidades expresivas del lenguaje audiovisual, tanto por parte de quienes reciben constantemente mensajes directos o indirectos a través de él como por la de muchos de los que aspiran a utilizarlo para expresarse. Otro enfoque que nos conduce de nuevo a subrayar la necesidad inaplazable de la enseñanza del audiovisual, incluso para poder hacer uso consciente y fructífero del audiovisual en la enseñanza, precisamente. Conste que no estamos proponiendo nada parecido a una preceptiva dogmática o a un conjunto de normas de obligado cumplimiento. Por fortuna, la interpretación de una determinada combinación de signos visuales y sonoros es tan abierta, que evita cualquier tentación de establecer supuestas ortodoxias y heterodoxias también en este campo. Sugerimos, simplemente, que el aspirante a emisor haga un esfuerzo por organizar los signos de forma accesible, y el receptor procure conocer al menos las variables más frecuentes, para no quedar a expensas de la absoluta subjetividad o sentirse perdido ante cualquier mensaje. En el extremo opuesto, no valen las coartadas fáciles. Hay profesores de esta disciplina relativamente nueva que se empeñan en decir a sus alumnos, por quedar bien, por ganarse su beneplácito o por parecer modernos, que se expresen con absoluta libertad, que no hagan caso a normas ni convenciones de ningún tipo, que creen productos originales. Y así salen éstos. Porque resulta que, cuando se dominan esas convenciones, es posible tratar de forzar y ampliar sus límites establecidos, ensayar nuevas posibilidades, innovar, pero no antes. El llamado cine experimental, en su ya larga historia —tan larga como la del cine mismo—, que por el momento se concreta en especialidades como el videoarte y similares, ha realizado constantes aportaciones a esa ampliación de las posibilidades expresivas del audiovisual, que se han ido incorporando poco a poco al acervo común, o bien han sido desechadas al comprobar su ineficacia comunicativa. Pero nos parece un fraude intelectual animar a quienes empiezan a utilizar el lenguaje a que hagan cine experimental, cuando de lo que se trata, y a lo que tienen perfecto derecho, es a experimentar con el cine, a aprender a expresarse, a probar, aceptar o rechazar determinadas formas, hasta llegar a ese dominio medianamente aceptable que hace posible la comunicación. La admiración bobalicona e indiscriminada por lo que a primera vista parece o se vende como experimental —que cuando lo es de verdad resulta impagable— ha generado infinidad de equívocos, modas absurdas que no conducen a ningún sitio y extravíos delirantes, hasta desembocar en la más absoluta arbitrariedad, que desanima a los bienintencionados, por lo que cabe suponer que quizá obedezca a algún interés oculto que habría que desvelar. En el terreno de la mediación cultural, el todo vale, como la idea de que lo más reciente es bueno por el mero hecho de ser reciente, solo beneficia a quienes nadan en la 41 mediocridad tratando de ocultar su falta de rigor. 2.2. El analfabetismo audiovisual Tratemos de entender ahora por qué la inmensa mayoría de consumidores cotidianos de imágenes no sienten ninguna necesidad de aprender a traducir — descifrar, descodificar— por lo menos algunos de los miles de mensajes que reciben por esa vía. Cuando cualquier persona se enfrenta a un texto escrito en un idioma que desconoce por completo, es perfectamente consciente de su ignorancia, el texto en cuestión le resulta hermético y solo tiene dos opciones: desistir o, si ese tipo de mensajes le parece necesario para su profesión o su afición, tratar de aprender el idioma del que se trate. Nada de eso ocurre cuando nos enfrentamos a un spot, un programa de televisión, un cortometraje o un largometraje, documental o de ficción. Porque la mayoría de los signos que contienen se parecen materialmente a lo que representan, algo que no sucede en los lenguajes verbales, tanto en su versión oral como escrita. En éstos, los signos y sus combinaciones son el resultado de una larga evolución sometida a muy diversos condicionamientos e influencias que conocen y explican bien los lingüistas, filólogos, semiólogos y otros especialistas. El resultado para quien se acerca a ellos es que son convencionales —salvo aquellos términos llamados onomatopeyas, cuyo sonido trata de parecerse lo más posible al original al que imitan— y, en consecuencia, es preciso llegar a conocer sus reglas y variantes con la mayor profundidad posible, a través del aprendizaje, para traducir sus textos y expresarse en ellos. En el audiovisual, en cambio, es la analogía la que domina casi por completo la relación entre los signos y lo que representan, con excepciones que son producto de la evolución del propio lenguaje, adquisiciones debidas a la experimentación, al uso y la difusión de su capacidad comunicativa entre los receptores habituales. Volveremos también sobre este aspecto, pero se ha discutido mucho, por ejemplo, sobre si un fundido en negro equivale a un parpadeo, a cerrar los ojos, o bien a un final de frase, de párrafo o de cualquier otro elemento comparativo, cuando probablemente se trate de una convención cuya utilidad se descubre a base de reiteraciones y costumbre. Por aclararlo un poco más, con un ejemplo de sobra conocido: para un lector, la palabra s-i-l-l-a no se parece materialmente en nada a un asiento provisto de patas y respaldo. Y la prueba es que puede escribirse también chair, chaisse, sedia, Stuhl y de otras muchas formas, según el contexto idiomático en que aparezca la correspondiente combinación de letras. Para un espectador, en cambio, la imagen de una silla resulta inconfundible con su sola presencia, aunque aquél tuviera libertad de imaginarse la silla que quisiera una vez descifrado el conjunto de caracteres en cuestión y éste no tenga más remedio que conformarse con la silla que aparece en la imagen, situada, además, en un entorno determinado: un suelo, un fondo, unas paredes, una habitación, una 42 iluminación, etcétera. Esa diferencia sustancial, que a nuestro entender ha sido obviada o minusvalorada por quienes trataron de exponer el funcionamiento del audiovisual aplicando a su estudio conceptos y técnicas extraídas del análisis y aprendizaje de otras formas de comunicación, y sin duda muy útiles en éstas1, es la que explica que seamos conscientes de nuestra ignorancia de idiomas, pero no del lenguaje audiovisual: casi todos los objetos y figuras que aparecen en una pantalla se parecen a otros que conocemos, ya sea a partir de la realidad o de otras producciones. Casi nadie ha estado nunca en una nave espacial o un submarino, por ejemplo, pero la mayoría ha visto tantas películas en las que aparecen unos decorados que los configuran, que puede sentirse como en casa ya desde la primera escena. Todo esto hace que nos parezca que la forma más eficaz, directa y fructífera de enseñanza del audiovisual, tanto para receptores habituales como para posibles emisores, es a partir de esa idea central de la analogía. Mucho más, desde luego, que con los diversos métodos ensayados desde concepciones teóricas seguramente más elevadas pero que obligan a dominar antes un complejo aparato terminológico y conceptual. Siempre, claro está, que el sujeto en cuestión esté dispuesto a aceptar por fin que necesitaría aprender algo de ese lenguaje, tanto para defenderse de posibles manipulaciones como para disfrutar de lo que le apetezca. Porque la cuestión fundamental radica en que el espectador habitual y no avisado confunde reconocer los signos con interpretar su significado, captar lo que a primera vista le parece esencial en cada imagen o conjunto de imágenes y sonidos con ser consciente de la cantidad de estímulos que ha recibido por esos dos sentidos y de la influencia que pueden tener sobre la impresión o idea que extraiga de ellos. Y que quizá le lleven a adoptar una postura —no solo sobre lo que se ve en esas imágenes, sino sobre las realidades que de algún modo representan— que rechazaría si se le hubiera formulado con palabras, pero que penetra en él envuelta en la fascinación propia del audiovisual y lo persuade sin necesidad de convencerlo. Un pequeño matiz más: cuando una persona lee un texto en un idioma en el que ha sido alfabetizada, sabe, aunque no necesite pensarlo constantemente, que está descifrando un conjunto de signos convencionales —por no decir abstractos—, combinados de determinadas formas que ella ha llegado a dominar gracias a un arduo proceso de aprendizaje, realizado de forma natural si es su idioma materno, y por voluntad propia o bien por necesidad si es otro distinto. En consecuencia, sabe que entre esa combinación de signos y las cosas que representan ha existido un mediador, conocido o anónimo, que los ha elegido y articulado de forma que expresen con la mayor precisión posible lo que ha querido decir. Aunque el citado aprendizaje y la práctica permitan realizar esas complejas operaciones mentales de forma casi automática, existe la consciencia 43 siquiera difusa de que las palabras escritas no son la realidad que representan. Además, esa automatización, producto del aprendizaje y la práctica, hace posible que lleguemos a simultanear el reconocimiento de los signos y de su articulación con la interpretación de su significado o significados y con la opinión o juicio que nos merecen. Basta leer por encima, al pasar delante de un quiosco de prensa, los titulares con los que distintos periódicos anuncian o califican una noticia, para que nos dé tiempo de decidir con cuáles estamos o no de acuerdo, cuáles nos sorprenden o nos irritan y toda una variada gama de reacciones que consideramos espontáneas. Nada de esto es así en lo que estamos llamando lenguaje audiovisual: ni hay consciencia de mediador, ni de articulación más o menos compleja de una serie de signos, ni de procesos mentales de interpretación de significado, ni de juicio más o menos instantáneo. Las cosas están ahí, o lo parece, y basta. Son así, y decidir si estamos de acuerdo o no con lo que puedan significar exige de nosotros un esfuerzo particular, unos mínimos conocimientos sobre las características fundamentales de esa forma de comunicación y una cierta práctica. De lo contrario estaremos siempre expuestos a la manipulación de nuestras emociones y pensamientos, de nuestra visión del mundo, sin darnos cuenta, porque han tomado cuerpo en nosotros de un modo que llamaríamos genuinamente subliminal, aunque no se ajuste a la acepción legal del término. 2.3. Desmontar la analogía Si hay algo de cierto en todo esto, podríamos proponer una forma de acercarnos al análisis y la enseñanza del lenguaje audiovisual basándonos en su carácter básicamente analógico y no convencional. Es decir, desmontando los parecidos entre lo que vemos y oímos en una sesión audiovisual y las figuras, objetos, personas y sonidos a los que representan tan eficazmente. Porque así, además de ser mucho más conscientes de todo o casi todo lo que percibimos por esos dos sentidos a la vez, neutralizamos siquiera durante un momento su capacidad de fascinación y podemos acercarnos a su significado, detectar al menos a grandes rasgos la concepción del mundo a la que responde, situarlo en el contexto de nuestras propias convicciones y decidir si coincide, si las modifica productivamente —puesto que muchas imágenes pueden enseñarnos y hacernos descubrir algo que desconocíamos, desde luego— o si va contra ellas, de modo frontal o subrepticio, hasta un punto que nos resulta inaceptable. Para ello recurriremos, por lo que a las imágenes se refiere, a tres conceptos o coordenadas básicas de la cosmología tradicional, dado que al fin y al cabo se trata de interpretar unas determinadas re-presentaciones del mundo: el espacio, el tiempo y el movimiento2. En cuanto a los sonidos, cuya estructura es muy diferente, atenderemos a las tres pistas ya citadas que integran cualquier banda sonora: la música, los ruidos y las voces, además del silencio y la ausencia 44 significativa de alguna de aquéllas en un momento concreto. En síntesis, la propuesta consiste en ir comparando sistemáticamente las características materiales de lo que vemos y oímos en cada momento con las de esos mismos fenómenos en la realidad que conocemos por experiencia. En cada caso iremos hablando, por ejemplo, de espacio real y espacio cinematográfico o audiovisual, tiempo real y tiempo cinematográfico, movimiento real y movimiento cinematográfico, aprovechando para enumerar las nociones básicas3 de cada uno de esos componentes de la imagen y el sonido. 2.3.1. El espacio Frente a nuestra percepción del espacio real en que nos movemos, forjada por una larga experiencia que se inició en el momento mismo del nacimiento, podemos advertir que la representación cinematográfica posee unas características muy diferentes, sin romper por ello el parecido o la analogía sustancial que la hace eficaz desde el punto de vista comunicativo. Para empezar, el espacio físico se nos presenta a base de unidades sueltas, que llamamos planos, generalmente fragmentarios y que se organizan en la película contando con que nuestro cerebro construirá a partir de esos fragmentos un espacio cinematográfico determinado, a imagen y semejanza del real pero radicalmente diferente desde el punto de vista de su materialidad. El plano, sucesión de imágenes rodadas y ofrecidas en continuidad, sin corte de filmación ni de montaje, se considera la unidad mínima de significación audiovisual, toda vez que al fotograma —cuadro o frame, si se trata de televisión y derivados—, que es aún menor y se diría que más germinal, le falta un elemento imprescindible en este tipo de comunicación: la capacidad de transmitir sensación de movimiento. En cualquier plano que analicemos someramente vamos a poder detectar por lo menos los siguientes elementos: el encuadre; el tamaño proporcional de los objetos dentro de ese encuadre, o escala; el punto de vista desde el que ha sido tomado, o ángulo; la distribución de las figuras representadas dentro de ese encuadre, o composición; la sensación de profundidad, determinada por el enfoque, y el tipo específico de iluminación, que nos interesará sobre todo si difiere de la que podríamos considerar natural. 2.3.1.1. El encuadre es el rectángulo compuesto por los cuatro bordes de la pantalla, dentro de los que se desarrolla la acción y que puede variar de proporciones en función de lo que vimos respecto de los formatos. Su mayor problema, por lo que aquí más nos importa, es que da la casi irresistible impresión de que esa acción, o por lo menos su escenario, continúan más allá de los límites del encuadre mismo, como si éste fuera un fragmento escogido dentro de una realidad más amplia. Y aunque hubiera sido así a la hora del rodaje, desde el momento en que el plano al que pertenece ese encuadre se introduce 45 en la continuidad del espectáculo cinematográfico, deja de ser real. La vieja teoría idealista del cine como “ventana abierta al mundo”, que tanto ha distorsionado las aproximaciones críticas posteriores, es un error, si no una falsedad4. Aunque el espectador imagine que más allá de los límites del encuadre —su único campo de visión, al fin y al cabo— prosigue la acción que está contemplando, tiene que saber que no es así, que seguramente habrá un técnico sosteniendo un foco o un micrófono, que al salir de él los actores han respirado hondo, relajado el gesto y retocado o retirado el maquillaje, etcétera. Es preciso romper esa ilusión, necesaria cuando se está siguiendo el espectáculo como tal pero perniciosa para el análisis, por lo que supone de aceptación de un engaño material comprobable con toda facilidad. La prueba es que el director de la película en cuestión ha elegido con cuidado no solo los límites de cada encuadre al rodar, sino el tiempo exacto que va a mantenerse en pantalla —a través del montaje—, para conseguir el efecto que pretende sobre un espectador cómplice, de grado o por la fuerza, y contando también con la influencia de lo que queda fuera de campo, que en realidad solo existe en la mente de éste y debe ser neutralizada para poder analizar su posible significación. Entre las consecuencias de ese juego entre lo material y su apariencia para el espectador figura, por ejemplo, como veremos al hablar de la escala, el hecho de que cuando contemplamos un rostro en pantalla tendemos a pensar en una persona completa, aunque debamos imaginarnos el resto del cuerpo, que no se nos muestra. Citaremos, como caso más evidente, el presentador de televisión que, si sabe que va a ser tomado durante todo el tiempo solo de cintura para arriba, se ahorra el trabajo de ponerse unos pantalones y unos zapatos acordes con la camisa, la chaqueta y la corbata que sí se van a ver. Podría estar tranquilamente en vaqueros y zapatillas deportivas, o incluso desnudo, porque el espectador se encarga de imaginarlo entero y adecuadamente vestido. Llegó a ser muy conocida la anécdota de un famoso meteorólogo también televisivo que presumía de ser capaz de dar patadas sin que se notara en absoluto de cintura para arriba, mientras hablaba en plano medio de isobaras y borrascas. Porque sus compañeros del estudio, sabiendo que la cámara no iba a tomarlo con más amplitud, se divertían quitándole el cinturón y los pantalones. Nunca pudieron imaginarlo los espectadores, hasta que por lo visto lo contó él mismo. De hecho, la capacidad de la imaginación del espectador para ver lo que no se le muestra es prácticamente ilimitada, si se estimula de forma adecuada. Dos ejemplos relativamente recientes, entre otros muchos clásicos, lo acreditan. En Dogville (2003), de Lars von Trier, la ciudad a la que se refiere el título no es más que un conjunto de rayas de tiza sobre una especie de inmensa pizarra, que simulan las paredes sin techo, las aceras, setos y demás: al cabo de pocos 46 minutos, el espectador se olvida de ese recurso extremo y sigue la acción como si ocurriera en una ciudad de verdad. Y en Enterrado (Buried, 2010), de Rodrigo Cortés, el único personaje permanece durante toda la película recluido en un ataúd bajo tierra. Usando varios trucos obvios para filmar una situación imposible, el cineasta se las ingenia para que el espectador prescinda pronto de la materialidad física del enclaustramiento, se concentre en el intenso drama que vive el protagonista e incluso llegue a conferir una determinada personalidad a las distintas personas con las que habla brevemente por su teléfono móvil. 2.3.1.2. Tras el encuadre y sus casi infinitas posibilidades de mostrar algo dando a entender que es solo una parte de una realidad más amplia, e imponiendo límites a nuestra mirada de una forma que podríamos considerar autoritaria5, tenemos la escala, o tamaño de las figuras que aparecen dentro de un encuadre determinado. Es siempre, como su nombre sugiere, una relación proporcional, porque el hecho de que se puedan proyectar imágenes sobre pantallas de dimensiones muy variadas o contemplarlas en televisores, ordenadores e incluso teléfonos móviles y otros aparatos, obliga a expresarla siempre en términos comparativos. Y por tradición se ha considerado que la base más práctica e inteligible de la escala cinematográfica es la figura humana de estatura media. Así, un plano entero (PE) sería aquél en el que una persona cualquiera rozase con los pies el borde inferior del encuadre y el superior con la cabeza, dejando por tanto a un lado y a otro una cantidad de espacio variable en función del formato que se esté utilizando, pero sin perder en ningún caso el protagonismo. Se trata de un tamaño más útil para explicar la propia escala que funcional para su uso, porque da una molesta sensación de enclaustramiento del personaje entre unos límites horizontales, inferior y superior, que parecen aprisionarlo. A partir de ahí, cada paso gradual de la escala obedece a una regla fácil de entender: cuanto menor resulte la figura humana en el conjunto del plano, más cantidad de información visual cabrá en él, y a la inversa, cuanto mayor nos parezca el fragmento de figura humana que cabe en el encuadre, menos cantidad de información tendremos, pero con más detalle. Así, el plano tres/cuartos o plano americano (PA), que debe su nombre a la frecuencia y eficacia descriptiva con que se utilizó en el western, toma a la persona un poco por encima o por debajo de la rodilla —a su altura exacta produciría un efecto de incomodidad parecido al del plano entero— y generalmente dejando algo de aire sobre la cabeza. Incrementa el protagonismo y ofrece menos espacio a los lados, aunque todavía permite apuntar la presencia de otros personajes junto a ella, o bien en escorzo. Será éste el momento oportuno para insistir en la idea de desmontar analíticamente la impresión de realidad que producen las imágenes, llamando la atención sobre un hecho curioso que con frecuencia pasa inadvertido: si en un plano de estas o parecidas características se esboza esa presencia de otro 47 personaje que no sea el protagonista, sería absurdo que los productores abonasen los honorarios de este segundo intérprete por intervenir en el rodaje de ese plano. Porque con tal de que el peinado, el perfil o lo que se alcance a ver del vestuario sean suficientemente parecidos, el espectador se encargará de imaginar que se trata de él. Igual que cuando se recurre a los llamados dobles, no solo para ensayar la iluminación, la composición o las posiciones de cámara, sino para suplantar determinadas partes del cuerpo, o incluso el cuerpo entero del intérprete en cuestión, por otras más atractivas u otro más dispuesto a correr riesgos por menos dinero, según el tipo de escenas. El plano medio (PM) y el medio corto (PMC) —que durante algún tiempo se llamó preferentemente plano de busto (PB) hasta que empezaron a proliferar las bromas de dudoso ingenio cuando se aplicaba a casos protagonizados por actrices exuberantes— constituyen otras tantas aproximaciones al personaje principal, eliminando elementos del contexto en que se sitúa y contribuyendo a aislarlo, con el consiguiente aumento de detalles sobre su figura. Así llegamos al primer plano (PP), cinematográfico por excelencia, porque al mostrar todo y solo el rostro del personaje en cuestión estimula sustancialmente el fenómeno de la identificación —si bien, tratándose de un antagonista, también puede subrayar el rechazo—, permite captar el máximo de matices sobre el estado de ánimo que trata de expresar el intérprete y aumenta sobremanera la ilusión de realismo de las imágenes, aunque paradójicamente en la vida real estemos muy pocas veces tan cerca de una persona como da a entender este plano. Todavía quedaría, hacia este extremo de la escala, el primerísimo primer plano (PPP), que muestra solo un pequeño fragmento del cuerpo humano —la boca, los ojos, una mano— y que cuando se trata de objetos suele recibir la denominación de plano de detalle (PD), necesitando del concurso de otros planos de escalas más amplias para adquirir significación e intensificarla. Hacia el otro extremo de la escala, el plano de conjunto (PC) es aquél en el que cabe un grupo de personas no demasiado nutrido, y que por eso mismo permite mostrar de cerca determinadas acciones, teniendo una extraordinaria utilidad tanto narrativa, sin privilegiar a ningún personaje en particular, como descriptiva de los espacios donde van a desarrollarse aquéllas. En el plano general (PG), que da cabida a decorados o exteriores bastante más amplios, la figura humana individual pierde relevancia, pudiendo facilitar información sobre poco más que su situación en ese escenario, dominado por otros muchos elementos, o su integración en grupos muy numerosos. Y, naturalmente, en el gran plano general (GPG), empleado sobre todo para captar paisajes rurales o urbanos, marítimos, etcétera, la figura individual es insignificante como presencia física, si bien el plano como tal puede tener enorme fuerza expresiva a propósito del estado de ánimo que experimenta frente a él un personaje con el que previamente se nos ha impulsado a identificarnos, 48 por ejemplo: para un preso que abandona la oscuridad y pequeñez de su celda, la contemplación de un paisaje inmenso puede ser la mejor forma de expresar la sensación de libertad que experimenta, mientras que para otro extraviado en un desierto, ese mismo paisaje transmitirá abandono o desolación. Antes de continuar desgranando denominaciones más o menos técnicas, aclaremos algunos puntos o insistamos sobre otros. En primer lugar, que el uso de tales denominaciones no responde a ningún fetichismo terminológico por nuestra parte ni al afán de imponer una determinada jerga cinéfila. Se trata solo de facilitar, con las palabras que consideramos de uso más frecuente —aunque no exclusivo—, además de nuestro ulterior análisis, el trabajo en grupo, tanto para discutir a propósito de una producción audiovisual como para emprender una posible labor creativa, preparando guiones o planes de trabajo en los que deban intervenir varias personas. En segundo lugar, y aunque se ha hablado y escrito mucho de ello, afortunadamente no es posible ofrecer nada parecido a una tabla de equivalencias sobre la utilidad de cada uno de los planos de la escala. Es obvio que en primer plano podemos advertir la lágrima que brota entre los párpados de un personaje, o el mohín de fastidio o cualquier otro gesto mínimo pero muy significativo, que en plano de conjunto y no digamos ya general pasarían completamente desapercibidos. Pero, salvando aspectos tan extremos como evidentes, de los que ya hemos apuntado algunos, no cabe pensar en un catálogo cerrado de utilidades, al estilo de “el primer plano sirve para esto, el plano medio para esto otro y el general para lo de más allá”. Porque, en tercer lugar, el sentido que adquiere cualquier imagen, plano o sucesión de ellos sobre un espectador no es nunca previsible en términos objetivos. Por una parte, dependerá del lugar que ocupen en el conjunto, que ese espectador percibe sucesivamente y que puede producirle impresiones muy diferentes. Y por otra —aclaración que sirve para muchas de las cuestiones que abordamos—, el sentido de una imagen y su sonido en la mente del espectador no puede ser unívoco, sino que dependerá, en cierta medida al menos, de la síntesis resultante del choque entre esos estímulos sensoriales y las preferencias, conocimientos y estados de ánimo de cada receptor. Este hecho, que contribuye a eliminar por completo cualquier tentación de dogmatismo interpretativo y a fomentar la más saludable modestia por parte de cada analista, no suprime ni mucho menos la necesidad y utilidad del análisis que venimos proponiendo, basado más en la correcta detección de los signos que en una supuesta ortodoxia de su interpretación. Y en cuarto lugar, expliquemos los términos que estamos utilizando para describir las cuatro funciones básicas de cualquier imagen o conjunto de ellas: la puramente descriptiva sería la consistente en limitarse a mostrar algo, sin más connotaciones que las inevitables; la narrativa sería la que permite contar algo, más allá de la pura descripción o mostración de sus elementos; la dramática, la 49 de transmitir y provocar determinadas emociones, del más amplio espectro, a partir de lo mostrado y lo narrado; y la estética, que en realidad formaría parte de la anterior pero se refiere específicamente a lo relacionado con el placer de la contemplación y, por tanto, a una posible dimensión artística de las imágenes de las que se trate. Huelga decir que esas funciones no son excluyentes entre sí, sino que pueden y de hecho suelen acumularse en distintas proporciones en la mayoría de las imágenes, pero conviene distinguirlas en cada caso para evitar errores de interpretación que no dependen tanto de la subjetividad del analista cuanto de su capacidad para detectar e integrar el valor de los distintos signos. 2.3.1.3. Por lo que se refiere al punto de vista o ángulo, se trata de establecer el lugar del espacio físico en que se ha situado la cámara durante el rodaje de un plano determinado, en relación con las figuras u objetos que ha filmado y que son los que veremos en la pantalla. Ante todo, quizá sea preciso recordar que el punto de vista del espectador será siempre y solo el de la cámara, aunque haya efectos que puedan hacerle creer lo contrario. En este aspecto no hay posibilidad de elección, con independencia de que ese punto de vista que es inevitablemente el nuestro simule ser el de uno de los personajes de la acción —cámara subjetiva, con todas sus posibles implicaciones psicológicas de refuerzo de la identificación, etcétera— o pretenda ser neutro, y por tanto susceptible de resultar aún más engañoso, por lo que llevamos dicho hasta ahora. De lo que se trata en este apartado es de determinar si la cámara está situada a una altura media frente a lo filmado, de modo que el eje óptico ideal que va desde el centro del objetivo a la figura u objeto en cuestión sea paralelo al suelo, como cuando nos dirigimos a una persona de estatura similar a la nuestra, mirando a los ojos, en cuyo caso hablamos, también por analogía, de ángulo natural (An) y lo consideramos el más neutral o menos condicionante de todos. Si se sitúa por encima, de modo que el eje óptico describa una diagonal descendente en diversos grados, que convendría precisar lo más posible, se denomina picado (Pc), y si por el contrario se coloca por debajo, el eje óptico traza una diagonal ascendente y lo llamamos contrapicado (Cp), con sus correspondientes extremos, que serían el ángulo cenital (Ac) o vista de pájaro, cuando el eje es perpendicular al suelo en sentido descendente, y nadir (An), que otros llaman vista de gusano, cuando la perpendicular es ascendente. También puede ocurrir que la cámara adopte una cierta inclinación respecto al horizonte o suelo ideales: se habla entonces de ángulos aberrantes y conviene determinar el grado de desviación y su orientación en el espacio. O incluso que simule estar situada en una posición físicamente inviable —dentro de un armario estrecho o de un buzón de correos, por ejemplo—, recibiendo entonces la denominación de ángulo imposible, que en ocasiones se convierte en ángulos insólitos por su misma imposibilidad, como cuando la cámara simulaba estar situada en la punta de una flecha en Robin Hood, príncipe de los ladrones (Robin 50 Hood: Prince of Thieves, 1991), de Kevin Reynolds, o trataba de representar la visión subjetiva de algún animal, como pretendió Julio Médem en Vacas (1991) y La ardilla roja (1992), con el mismo afán efectista. En otro sentido, y por influencia de la fotografía y sus técnicas específicas, suele llamarse también aberración a la deformación visual producida en la imagen por efecto del uso de algunas lentes, de gran angular, por ejemplo. Con todas las salvedades que ya formulamos a propósito de la escala, es indudable que el ángulo picado tiende a empequeñecer lo filmado y, por tanto, a proporcionar al espectador cierta sensación de superioridad sobre ello, y el contrapicado a engrandecer lo filmado y dar impresión de inferioridad a quien lo contempla, aun con numerosas variantes en función del contexto. Así, por ejemplo, si en un duelo clásico de western la cámara nos hace ver por entre las piernas —casi colosales— del protagonista, la imagen lejana y minimizada del antagonista, tendremos impresión de dominio y fuerza, mientras que si es al revés, podremos sentir que el malo abusa de su poderío desconsideradamente. En cuanto a los ángulos extremos, son tan poco habituales en nuestra realidad cotidiana que su representación cinematográfica llama demasiado la atención y suelen utilizarse a modo de ráfagas o insertos excepcionales, para no alterar en exceso la percepción del espectador ni agotarlo ante unas perspectivas tan infrecuentes. Aunque por eso mismo se abusa de ellos en las películas, cada vez más abundantes, que solo pretenden impresionar, y no transmitir ideas o emociones justificadas, por más que en el fondo acaben proponiendo o queriendo imponer concepciones ideológicas más o menos disimuladas. 2.3.1.4. La composición, o distribución de las figuras dentro del encuadre, reviste gran interés en la medida en que condiciona la percepción que tiene el espectador de ese conjunto, proporcionándole una sensación de equilibrio o desequilibrio, privilegiando un determinado personaje u objeto en detrimento de otros y orientando voluntaria o involuntariamente su mirada, aunque deba ser de modo muy rápido, toda vez que éste sabe o intuye que va a poder contemplar esa determinada configuración durante muy poco tiempo, ya sea por cambio de plano o por desplazamiento de las figuras dentro del encuadre, como veremos al hablar del movimiento. Aunque en principio podría parecer aplicable a la composición audiovisual cuanto se ha estudiado sobre este fenómeno en los numerosos tratados de estética y similares a propósito de la pintura o la fotografía, es necesario subrayar que el elemento dinámico, la continuidad, altera profundamente las condiciones de percepción, hasta anular cualquier supuesta norma vigente en el campo de la imagen estática. De hecho, algunas películas que han pretendido adaptarse en todo o en parte a ciertas preceptivas de composición pictórica han resultado difíciles de soportar, tediosas y grandilocuentes. El espectador espera el cambio de plano, la acción, y difícilmente se detiene a contemplar con calma una composición determinada. Como apuntábamos al 51 hablar del desciframiento de signos, una persona está ante un cuadro o una fotografía el tiempo que desee, y recorre sus figuras en el orden que prefiera o incluso en varios distintos sucesivamente, además del que le propone la obra en sí. Ante una película proyectada en condiciones normales, en cambio, solo podrá estar el tiempo que haya decidido su autor, y de ahí la sensación de urgencia que produce la continuidad de las imágenes, que forma parte de su sustancia misma. Y que incrementa la indefensión del espectador, dejándolo de nuevo a expensas del ritmo impuesto, a merced también en este terreno de esos puros impactos compositivos que impresionan sensorialmente, aunque no parezcan transmitir un contenido concreto. La llamada profundidad de campo es el resultado de la utilización de unas lentes en el objetivo de la cámara que permitan ver con nitidez lo que aparece en primer término y lo del fondo, siempre teniendo en cuenta que éstas son apreciaciones añadidas por nuestro cerebro, en función de la perspectiva y otros fenómenos perceptivos, a lo que en realidad no son sino luces y sombras planas sobre una pantalla de solo dos dimensiones. Pero las diversas variantes posibles —desenfocar unas zonas, enfocar otras o variar los enfoques durante un mismo plano— adquieren relevancia en la medida en que dirigen la mirada del espectador dentro de un encuadre, privilegian unas zonas u otras, modifican las composiciones, alteran el valor de las funciones descriptiva, narrativa, dramática y estética, o expresan el estado físico o mental de un personaje al desenfocar todo el encuadre desde un punto de vista subjetivo. 2.3.1.5. Respecto de la iluminación, que tiene evidentemente grandes potencialidades expresivas, dado que en el fondo estamos hablando siempre de imágenes creadas mediante el juego con la luz sobre determinados objetos y su efecto en una película virgen o un soporte digital, nos limitaremos a llamar la atención cuando el tipo de iluminación difiera considerablemente de lo que podríamos entender como natural: la más parecida a la que percibimos en nuestra realidad cotidiana. Pero con cautela, puesto que también en esto lo que parece realista no suele serlo en absoluto. Piénsese en el tipo de luz habitual en un aula, por ejemplo, con tubos de neón instalados en el techo y las ventanas cerradas. Nadie se siente extraño en ese ambiente, pero si lo filmamos, a quien vea el resultado le parecerá horrible el aire espectral que presentan los personajes, con grandes sombras bajo los ojos y en la boca, proyectadas por los arcos superciliares y la nariz, que en vivo no percibimos porque sabemos el medio lumínico en que estamos inmersos, pero que al re-presentarlo fuera de él resulta muy llamativo y seguramente distorsionador. En cualquier película un poco cuidada se habría eliminado ese efecto por medio de focos compensadores, de relleno, eliminadores de las sombras pronunciadas, capaces de ofrecernos una imagen uniformemente iluminada, con independencia 52 de los puntos de luz que aparezcan o se suponga que intervienen en el encuadre. Del mismo modo que en planos cercanos de una persona suele iluminarse tenuemente por detrás, sin que se vea la fuente, para despegar su figura del fondo y que no parezca aplastada contra éste, y muchos otros recursos que los especialistas utilizan para aumentar la sensación de realismo… forzándola de manera artificial, una vez más. Desde el punto de vista analítico bastará con localizar los principales puntos de luz que iluminan el encuadre desde fuera del mismo y prestar, eso sí, especial atención a los estilos que modifican explícitamente esa supuesta iluminación natural. Las corrientes expresionistas que se han sucedido bajo distintas denominaciones a lo largo de la historia del cine, el uso de virados a diferentes colores, las imágenes que parecen quemadas o lavadas y otras muchas variantes, producto de la amplia gama de posibilidades que manejan los responsables de la fotografía en función de las preferencias o decisiones de los directores, han dado lugar a numerosos tratados tanto técnicos como estéticos. Sobresale, por ejemplo, la distinción establecida —y profusamente utilizada por su eficacia expresiva— entre los colores dominantes de carácter cálido, capaces de transmitir emociones muy sutiles, y los fríos, adecuados para la escenas de acción, violencia o desolación psicológica. Pero nuestro interés tiene que limitarse necesariamente aquí a destacar las variaciones que se produzcan respecto de lo que consideraríamos una luz adecuada a lo que estamos contemplando y, en tal caso, a detectar los artificios que han dado lugar a esa apariencia de naturalidad. Por lo demás, los estudiosos de este aspecto concreto suelen referirse, siguiendo lo establecido en el campo de la fotografía, a técnicas que llaman de manchas, de zonas o de masas y que permiten analizar el tipo dominante de iluminación empleado en cada caso y sus posibles efectos. 2.3.2. El tiempo Por el mismo procedimiento consistente en comparar nuestra experiencia del tiempo físico —lineal, unidireccional, irreversible, homogéneo desde que existen máquinas para medir su transcurso, etcétera— con lo que vemos en una pantalla, podemos destacar en el tratamiento del tiempo cinematográfico tres fenómenos específicos. 2.3.2.1. Llamaremos adecuación al hecho de que la representación de una acción cualquiera dure en pantalla lo mismo que duraría en la realidad. A nadie se le oculta que, aunque existen experimentos como el ya citado de Andy Warhol y otros, sería prácticamente imposible contar en audiovisual nada que durase mucho más de lo habitual en una película, programa o serie de televisión. Es tan infrecuente, que utilizar la adecuación en algún pasaje o secuencia concretos puede adquirir el carácter de efecto, dado que lo normal es lo 53 contrario. Como es bien sabido, Alfred Hitchcock ensayó ese más difícil todavía en la primera película producida por él mismo y realizada en color, La soga (Rope, 1948), pretendiendo que su acción criminal y de suspense —el asesinato de un joven por dos compañeros que solo tratan de mostrar con ello su superioridad, y la ocultación de su cadáver en un arcón situado a la vista de todos durante una reunión con familiares y un antiguo profesor— durase exactamente los 80 minutos del filme (TRUFFAUT, 1974, pág. 152), pero tuvo que disimular con procedimientos ingeniosos varios cortes y sus correspondientes empalmes, porque las bobinas de película virgen disponibles en la época tenían una duración máxima limitada a entre diez y doce minutos6. 2.3.2.2. Un resultado parecido pero aún más llamativo que la adecuación produce la distensión, que consiste en alargar la representación de una acción de modo que dure más que la acción misma. Para ello pueden utilizarse recursos como el ralentí o cámara lenta, del que hablaremos, pero también introducir en el transcurso de una acción elementos procedentes de otra u otras, mediante el impropio pero significativamente conocido como montaje paralelo, que no es tal, sino sucesivo. El espectador percibe los fragmentos de las distintas acciones uno detrás de otro —salvo en el improbable caso de una sobreimpresión de varias imágenes, que funciona como recurso aislado y resulta molesta si se prolonga—, pero los asimila como si fueran simultáneos, en un ejemplo particularmente expresivo de los efectos de la fascinación, combinada aquí con el hábito de ver películas, puesto que esta variante de la distensión apenas encuentra equivalente en la vida real. 2.3.2.3. La forma de tratamiento del tiempo más frecuente es desde luego la condensación, o reducción de la representación respecto de la duración real de lo representado. Mediante la cámara acelerada, ante todo, pero que una vez más funciona como recurso aislado. Y habría que estudiar, por cierto, si el efecto cómico que suele producir ésta es espontáneo o bien resultado de la contemplación de muchas películas mudas de humor, que no la usaban de manera voluntaria, sino que ese fenómeno es la consecuencia de proyectar hoy a 24 ó 25 imágenes por segundo lo rodado en su época a 18, 20 o 22, o incluso a una velocidad aleatoria, en función de la habilidad del operador. Con lo que estaríamos ante un signo no analógico, sino puramente convencional, producto de la costumbre, que sin embargo afecta de forma directa a nuestra psicología como espectadores habituales. Pero la condensación se consigue, sobre todo, a través de ese procedimiento tan característico del cine que llamamos elipsis. Es la supresión de todo aquello que el autor no considera narrativamente necesario, y está presente prácticamente en todas las producciones audiovisuales que podemos ver a diario. Nadie contemplaría una película biográfica que durase lo que duró la vida de su protagonista, y sería imposible contar historias que hubiesen ocupado en la 54 realidad más tiempo que el del largometraje, programa o serie convencionales. Además, la elipsis ofrece otras muchas posibilidades, porque puede utilizarse para ocultar momentáneamente datos que resultan fundamentales a la hora de resolver lo planteado en el relato, para que un personaje ignore algo que los demás conocen, y el espectador con ellos, y otros muchos mecanismos que hacen de este procedimiento de condensación temporal una de las claves fundamentales de la narración audiovisual. 2.3.2.4. Sobre esos tres ejes básicos que afectan a la duración, están los que se refieren al orden de presentación de las imágenes. Puede ocurrir que éstas transcurran, como en nuestra experiencia cotidiana, de forma lineal, unos hechos detrás de otros, que, aunque sincopados por las oportunas elipsis, mantienen una sucesión realista. Pero también caben los saltos atrás, o flash-backs, bien porque el narrador lo imponga así o bien porque se trate del recuerdo de algún personaje. Éste es precisamente uno de los fenómenos convencionales que necesitó ayuda externa hasta que la mayoría de los espectadores aprendieron a captarlo sin más: muchas películas clásicas ostentan rótulos del tipo “unos años antes” y similares, otras introducen signos indicativos a modo de desenfoque, sobreimpresión de imágenes y otros muchos efectos, porque para que el relato funcione es imprescindible que quien lo contempla acepte ese retroceso y lo integre en el devenir narrativo. En pura lógica, cabe también la posibilidad del salto adelante o flash-forward, anticipando acciones que tendrían su lugar en un momento posterior del relato. Pero creemos que la actitud que mantiene el espectador ante lo que sucede en una pantalla hace prácticamente imposible ese recurso: siempre lo vemos todo en presente —incluso películas históricas referidas a épocas muy anteriores— y si bien podemos aceptar con naturalidad un retroceso momentáneo, por analogía con nuestros propios recuerdos, en el salto adelante tendemos a situar automáticamente su contenido en presente, con lo que todo lo demás quedaría convertido en flash-back. Anotemos de pasada que hay estudiosos que, en vez de los anglicismos ya asentados flash-back y flash-forward, prefieren recuperar términos clásicos extraídos del griego —analepsis y prolepsis—, de honda raigambre en la teoría y la crítica literarias, en una curiosa vuelta a los tiempos en que, para dar lustre a los artilugios precinematográficos surgidos de la física recreativa, se les asignaban nombres tan rimbombantes como zoótropo, praxinoscopio, fenaquistiscopio y otros, que acabarían dando lugar al propio kinematógrafo, literalmente “registro del movimiento”. Aunque tampoco es de ahora la adopción de una palabra como sinopsis para referirse al resumen argumental de una película. 2.3.2.5. Debe entenderse que hablábamos de la comparación entre el tiempo 55 físico y el cinematográfico o audiovisual. Otra cosa muy distinta, aunque afecte también a éste, es el llamado tiempo psicológico, o percepción subjetiva del paso del tiempo en determinadas circunstancias. Todos conocemos el hecho de que los períodos de tiempo empleados en actividades placenteras se nos hacen cortos, y los que debemos dejar pasar en circunstancias penosas nos resultan largos. El cine, al jugar libremente con la presentación de acciones o figuras en la pantalla, encuentra aquí un filón expresivo de primera categoría. El caso más obvio es el ya citado suspense, que en su sentido genuino consiste en anunciar que va a ocurrir algo importante y hacer que el tiempo que transcurre hasta entonces se haga largo al espectador por pura tensión, pero sin falsear la duración real de la representación. Hay sin embargo en el cine mucho falso suspense conseguido mediante un alargamiento efectivo de la acción representada, que resulta fraudulento además de arriesgado, porque el espectador puede desentenderse emocionalmente si siente que el hecho esperado tarda demasiado. Como hay también trucos demasiado aparatosos y muy conocidos: el de jugar mediante el montaje con el tiempo y el movimiento para añadir espectacularidad a una persecución, así tenemos el ejemplo de la expresión popular “más lento que el caballo del malo”, porque resultan tan evidentes las diferencias espaciotemporales introducidas con el fin de incrementar la tensión, que ésta se diluye por completo y provoca la burla cuando el espectador advierte la tosquedad del efecto. En un estudio más amplio sobre el tratamiento del tiempo en el cine cabrían casos especiales como la presentación sucesiva o alternada de los puntos de vista de distintos personajes sobre un mismo hecho —el conocido efecto Rashomon (1950), aunque no fuera esa película de Akira Kurosawa la primera ni la única en ponerlo en práctica—, los relatos con estructura circular o bien en espiral y otras variadas formas cuya descripción y comentario superan los límites de este ensayo introductorio. 2.3.3. El movimiento 2.3.3.1. Tres tipos fundamentales de movimiento hacen posible la existencia misma y la capacidad comunicativa del cine. El primero, puramente mecánico, es el que facilita el arrastre de la película de celuloide y la cinta de vídeo o el giro del disco digital tanto en la fase de rodaje como en la de proyección. Pero sirve también para expresar algo, como hemos sugerido al hablar del tiempo: basta alterar la velocidad de rodaje, sabiendo que la de proyección será de 24 o 25 imágenes por segundo, para conseguir el efecto de cámara lenta o ralentí —si se rueda a más de esos fotogramas por segundo—, rápida o acelerada —si se rueda a menos— e incluso de imagen congelada al repetir un mismo fotograma durante 56 el tiempo deseado. Si la cámara acelerada tiende a provocar la hilaridad del espectador, la lenta suele adquirir connotaciones unas veces líricas y otras dramáticas. En el primero de estos casos bordea el romanticismo fácil, y su abuso en determinadas películas la ha teñido de cursilería —cuando no de un supuesto carácter de feminidad a todas luces sexista—, mientras que en el segundo es obligado citar, a modo de ejemplo, la aportación realizada por el cineasta estadounidense Sam Peckinpah, que popularizó en sus westerns crepusculares las muertes a cámara lenta, en una especie de coreografía trágica. Aunque se dijo que pretendía responder al hecho de que a un individuo que se sabe herido de muerte el último instante de vida se le hace eterno, lo cierto es que acabó convirtiéndose en una especie de discutible embellecimiento de la violencia. Como ocurre en el espectacular desenlace de Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969): más de cuatro minutos de espantosa carnicería a ritmo de ballet. En el extremo opuesto en cuanto a significación, Cotton Club (The Cotton Club, 1984), de Francis F. Coppola, contiene una muestra suprema del talento del autor de El Padrino (The Godfather, 1972, 1974 y 1990) y otras obras maestras cuando sincroniza en cuatro minutos exactos los disparos que provocan la muerte del gangster Dutch Schultz y sus secuaces con el frenético baile de claqué de Sandman Williams en el escenario del local que da título a la película. Un lugar donde solo artistas de raza negra entretienen a un público solo de raza blanca, porque los primeros tienen vedado el acceso, salvo para trabajar en régimen de máxima explotación. Coppola utiliza ese espacio como metáfora de la sociedad estadounidense, a través de una suerte de espectáculo dentro del espectáculo, hasta fundir de modo irrepetible las representaciones que tienen lugar sobre el escenario con lo que ocurre en una realidad exterior a él, también de ficción pero directamente emparentada con el mundo del que habla la película, a través de ese doble filtro. Recuérdense los momentos finales, en los que el espectador no sabe bien si asiste a un nuevo y apoteósico número del Cotton Club o a la despedida de su antiguo dueño en la Grand Central Station neoyorquina, camino de la cárcel, con el traslado del cadáver de Dutch y la separación de la pareja protagonista compuesta por Dixie Dwyer y Vera Cicero, en una síntesis perfecta tanto del argumento como del sentido global del filme. En cuanto a la imagen congelada, de la que tampoco se debe abusar porque pierde todo su efecto con la reiteración, adquiere un tono de clímax dramático, de máxima intensidad emocional o bien de recuerdo que se quiere imperecedero, por lo que suele utilizarse sobre todo al final de la obra o de determinadas secuencias clave. 2.3.3.2. El segundo tipo de movimiento es el interior al encuadre, donde éste a su vez, como veremos enseguida, puede permanecer fijo o ser también móvil. Al tratarse de un desplazamiento de las figuras en la pantalla, atrae la mirada del 57 espectador, altera su percepción del conjunto, condiciona la actitud que pueda adoptar frente a su sentido y tiene que ver con cuanto apuntamos a propósito de la composición dinámica. 2.3.3.3. El tercer tipo agrupa a todos los movimientos de cámara realizados sin interrumpir el plano y que modifican por tanto sustancialmente los límites del encuadre. Son básicamente tres, y conviene distinguirlos también por sus posibles efectos sobre el espectador, aunque una vez más no exista ni pueda existir una tabla de equivalencias exactas, sino aproximaciones a su uso en términos de frecuencia. 2.3.3.3.1. El movimiento en panorámica es el resultado de hacer girar la cabeza de la cámara, donde está instalado el objetivo, en alguno de los ejes del espacio sin desplazar su base, por lo que el punto de vista del espectador que contempla el resultado no varía, sino solo la dirección de su mirada. Puede ser ascendente, descendente o diagonal y conviene anotar la dirección precisa, porque será determinante en el montaje, para localizar los llamados saltos de eje, o alteraciones de la línea imaginaria que une a dos personajes, sus miradas o incluso dos objetos previamente situados en un escenario. Así, si la cámara sigue a un personaje que corre de derecha a izquierda y después a otro que lo hace en la misma dirección, aunque nunca se vean juntos en el mismo encuadre darán la impresión de que se persiguen uno a otro. Si por el contrario corre cada uno en una dirección, habrá que determinar con otros planos de enlace si huyen uno del otro, si van al encuentro… o si simplemente se trata de un error de montaje. Por lo que se refiere a la percepción del espectador, es obvio que irá ganando información visual por el lado del encuadre al que se dirige el movimiento, y perdiéndola por el contrario, sin poder evitarlo, de modo que este desplazamiento se presta a sutiles juegos psicológicos que pueden ser muy eficaces aunque muchas veces pasen inadvertidos. 2.3.3.3.2. En el travelling, en cambio, es toda la cámara la que se desplaza7, sin necesidad de que lo haga el objetivo —que puede hacerlo también, adquiriendo notable complejidad sin perder analogía por ello: una persona es capaz de andar en una dirección mientras mueve la cabeza y la vista hacia la contraria o hacia los lados—, modificando así el punto de vista espacial del espectador y dándole la impresión de que se mueve por el decorado o escenario filmado. Puede ser de profundidad en avance o retroceso, acercándose o alejándose de lo filmado en perpendicular o bien en diagonal, y tiene esos mismos efectos directos sobre la percepción del espectador, que siente cómo se introduce o se distancia de la acción que está contemplando. Cuando ese desplazamiento se realiza siguiendo o precediendo a un personaje en el mismo sentido de su marcha suele llamarse travelling de acompañamiento, posee una particular capacidad dramática, generalmente mayor que la del 58 travelling paralelo, tan frecuente en las cabalgadas del western clásico, por ejemplo, en el que ese efecto parece más neutral, más descriptivo, y se asemeja a la panorámica horizontal, si bien el espectador suele sentirse más implicado en la acción que con ésta. Una variante especial es el travelling óptico o zoom, que logra un resultado similar al de profundidad en avance o retroceso mediante el juego con las lentes de un objetivo de distancia focal variable, dando la impresión de acercamiento — e incluso de obligar al espectador a fijar su mirada en el punto concreto al que se dirige el zoom— o bien de alejamiento de las figuras, sin que en realidad se haya desplazado físicamente el punto de vista. Aparte de sus notables diferencias en términos de producción, dado que éste es mucho más económico y sencillo de realizar, por lo que se tiende a abusar de él8, también producen efectos distintos, aunque se necesita cierta práctica para distinguir en la pantalla el travelling físico del óptico, a partir del hecho de que en el primero se modifican la relación especial y la perspectiva entre los objetos que aparecen en primer término y los del fondo, mientras en el segundo permanecen constantes. 2.3.3.3.3. Por último, deberíamos hablar de los movimientos complejos, que se consiguen instalando la cámara, no sobre raíles como en el caso anterior, sino sobre una grúa que hace posible su desplazamiento prácticamente en todas las direcciones y sentidos del espacio, además de trazar curvas o seguir recorridos aún más alambicados. Y que se han diversificado y complicado notablemente gracias a la aparición de instrumentos como las steady-cameras, las llamadas cabezas calientes y otros, en constante evolución técnica, hasta el punto de que se pueden desplegar, combinar y aun simular todos los movimientos imaginables. En la actualidad, además, tanto la popularización del rodaje con la cámara al hombro como los efectos generados por ordenador, cada vez más frecuentes —y que en buena medida han venido a sustituir y superar a los antiguos trucos con transparencias, maquetas, espejos y demás—, añaden a este esquema clásico de los movimientos de cámara una extraordinaria versatilidad, y en algunas circunstancias resulta muy difícil determinar la dirección y sentido precisos de los movimientos, aunque lo importante es detectarlos para poder averiguar su potencialidad expresiva. Estos nuevos efectos, creados tanto para facilitar los rodajes como para aumentar la espectacularidad de los resultados, y que se habían ensayado originariamente en el cine de animación, han acabado invadiendo las pantallas en casi todos los géneros. No habrá nada que objetar si mientras aumentan la espectacularidad permiten la circulación de significados y no se limitan a acumular unos impactos que, unidos a un sonido avasallador, embotan los sentidos y bloquean las emociones del espectador. Por no hablar siquiera, porque no es el lugar más adecuado, de inventos tan absurdos como el del sonido envolvente de las salas mejor equipadas: todo el mundo está acostumbrado a oír los ruidos, la música y las voces procedentes de 59 la pantalla, o como mucho de sus laterales, dado que existe también el fuera de campo sonoro. Pero con esas nuevas modalidades de sonido pretenden hacer creer que cuando se acerca un caballo, por ejemplo, sin que se vea aún, sus cascos deben oírse como si surgieran también del fondo de la sala, con lo que la impresión real es que el acomodador —si lo hubiere— ha decidido cabalgar hacia nosotros con no se sabe qué intenciones. En este terreno de los superefectos visuales y sonoros, cuando hasta los intérpretes empiezan a ser sustituidos por figuras generadas por ordenador en películas que no son de animación, conviene recordar el grotesco resultado de aquellos anuncios de televisión que presentaban unas muñecas tan modernas que podían andar solas. Para demostrarlo, se veía a uno de esos engendros haciendo algo parecido a caminar como el monstruo de Frankenstein, seguido por una niña de verdad que acompasaba sus andares a los del juguete, de manera que en vez de una muñeca que andaba como una niña veíamos a una niña, sujeto de identificación de las espectadoras, caminando como un pequeño robot. No cabe duda de que la técnica conseguirá la mayor perfección en sus innovaciones, y esos avances no tendrán por qué ser rechazados. Solo es de desear que tanta parafernalia tecnológica no ahogue la capacidad expresiva de un medio que ha demostrado poseerla en plenitud con instrumentos mucho menos sofisticados. Pero asusta comprobar que las recientes campañas de promoción de superproducciones multimillonarias gastan más tiempo y dinero en informar del coste y las horas empleadas en construir un decorado, unos personajes y unos efectos especiales que en explicar de qué van, qué se cuenta en ellas y qué interés pueden tener. Recuerdan inevitablemente a aquel individuo tan paciente que era capaz de construir la torre Eiffel a escala con palillos de dientes, y creía que lo suyo era arte, simplemente por la cantidad de esfuerzo desplegado. Había quienes lo jaleaban por ello, deshaciéndose en elogios, como ocurre actualmente con no pocas experimentaciones gratuitas pero muy trabajadas. Entre tanto, una obra ya clásica como El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972), de Bernardo Bertolucci con la colaboración de Franco Arcalli en el guión, ofrece un ejemplo deslumbrante del uso del espacio cinematográfico en sí mismo como sustancia dramática del relato. Más allá de las absurdas acusaciones de pornografía que surgieron con ocasión de su estreno y dieron lugar a prohibiciones y secuestros fulminantes en distintos países9, la película es una auténtica tragedia contemporánea en la que un hombre ya mayor, Paul, apátrida vencido por su pasado, y una jovencita, Jane, llena de curiosidad y de futuro pero aferrada a sus todavía escasos recuerdos, acuerdan encontrarse en un piso vacío y mantener una relación puramente sexual, sin otras implicaciones y sin decirse sus nombres siquiera. Para ella se trata de un simple experimento sugestivo, mientras que para él, autor de la iniciativa, es consecuencia de la 60 terrible desesperación que siente al no poder explicarse el suicidio de su esposa, con la que ha compartido varios años de su vida y a la que creía conocer suficientemente. Pues bien, Bertolucci logra que ese drama se desarrolle fundamentalmente en términos de espacio, físico y cinematográfico: el espacio propio de Jane está compuesto por la casa de su madre, viuda de un militar francés del ejército colonial, y la finca donde transcurrió su infancia; el de Paul es un sórdido hotelucho propiedad de su mujer, donde siempre se ha sentido tan extraño como cualquier huésped; París se presenta como un desierto gélido y gris, salpicado de ventanas doradas donde se intuyen, aunque no se vean, unas vidas más cálidas que las de los protagonistas; y el apartamento vacío es el espacio neutral, la tierra de nadie donde tendrán lugar sus encuentros, en los que Jane soportará estoicamente las humillaciones infligidas por un hombre que ya no cree en nada… hasta que descubre que, a pesar de todo, se ha enamorado y necesita a su joven amante. Ese descubrimiento se produce en un local donde se celebra un exótico concurso de tangos: el baile más pasional, interpretado ahora como un ritual vacío por unas parejas que parecen muñecos mecánicos. Jane tratará de huir asustada, porque las repentinas pretensiones de Paul rompen la ilusión de una aventura fantasiosa, convirtiéndose en una vulgar historia de pareja convencional. Y él la perseguirá por las calles del inhóspito desierto parisino. Cuando se atreva a violar el espacio de ella, adentrándose en su casa familiar e invistiéndose con la figura del padre ausente, al ponerse su gorra militar en son de burla, Jane lo matará, usando precisamente la pistola de aquél para dispararle en los testículos, al tiempo que pronuncia —dispara también— su propio nombre por primera vez. Y el macho herido saldrá al balcón helado, lamentando la pérdida de los hijos que no tendrán, para morir en posición fetal mientras ella llama a la policía, acusándolo de haber querido violarla y aduciendo en su propia defensa que ni siquiera sabe su nombre. Un prodigio de expresividad y densidad a la vez conceptual y estética, que daría pie a multitud de análisis desde muy diversas perspectivas pero que aquí hemos querido utilizar solo como muestra de aprovechamiento exhaustivo del hecho espacial como fenómeno genuinamente cinematográfico o audiovisual. 2.3.4. El montaje Una vez descritos siquiera someramente los recursos visuales de que dispone un creador en términos de espacio, tiempo y movimiento —que el espectador percibirá después en forma de signos susceptibles de transmitir significados, tanto por sí mismos como en su articulación dentro del conjunto que es la película—, y antes de acercarnos a los sonoros, detengámonos un momento en el montaje, que en principio es la operación que consiste en unir físicamente o 61 empalmar un plano con el siguiente, hasta organizar la obra completa. También sobre el montaje —término que, como los de rodaje o filmación, solía reservarse hasta ahora para los trabajos en celuloide, dejando los de grabación y edición para los soportes videográficos y digitales— se han realizado notables estudios desde épocas muy tempranas, dada su importancia decisiva para la construcción de un relato y su expresividad en términos sensoriales, emocionales e intelectuales. En la bibliografía se relacionan algunos de los que nos parecen más recomendables para profundizar en el asunto10; mientras, nos limitamos a reseñar los aspectos materiales fáciles de detectar. 2.3.4.1. La forma básica y más frecuente es el montaje por corte directo: el último fotograma de un plano se une al primero del siguiente sin elemento alguno de conexión visual. Aporta agilidad, es la más neutra de todas, hasta el punto de acabar pasando prácticamente desapercibida por la costumbre, aunque con frecuencia sirva para introducir grandes saltos y bruscos cambios de puntos de vista. Los problemas que el espectador puede observar como una perturbación de esa fluidez son el ya citado salto de eje y la falta de continuidad o raccord: en un plano se ve, por ejemplo, un cigarrillo a medio consumir, y en el siguiente, que se pretende continuación inmediata, el cigarrillo está casi acabado o, peor aún, más entero que antes. Una incoherencia de ese tipo, como los anacronismos a los que ya nos referimos, rompe de pronto la fascinación que mantenía al espectador absorto en la narración y lo devuelve a la realidad: está contemplando un artificio, que se parece a la vida real, pero no lo es. Porque, aunque resulte extraño, mantenemos una especial percepción del transcurso del tiempo incluso en las elipsis y en los cambios de plano que representan un mínimo intervalo: si vemos a un personaje saliendo por una puerta, el plano siguiente, tomado desde el otro lado, debe dar por supuesto un pequeño avance entre tanto, porque si el personaje aparece exactamente en la misma posición dará la impresión de haberse detenido o incluso retrocedido un instante. 2.3.4.2. Sin demorarnos en otros muchos efectos curiosos y trucos relacionados con el montaje y su percepción física y psicológica, citemos las formas en las que interviene algún elemento visual entre un plano y otro. Ante todo, el fundido, por el que la imagen de un plano va desapareciendo, como disolviéndose, hasta que la pantalla queda en negro, blanco o cualquier otro color, antes de dar paso al plano siguiente, ya sea por corte directo o bien por otro fundido de sentido contrario, en cuyo caso el primero recibe el nombre de cierre y el segundo el de apertura. Si la unión se produce no por un elemento añadido, sino porque mientras el plano inicial va desapareciendo surge superpuesto a él y de manera gradual el siguiente, tendremos el fundido encadenado. Buscando analogías, no demasiado sólidas, se ha dicho que el fundido en 62 negro equivale al hecho físico de cerrar los ojos momentáneamente o para dormir, el de apertura al de abrirlos o salir del sueño y el encadenado a recuperar algo en la memoria o combinar dos ideas en el pensamiento. También se han buscado comparaciones con la literatura, asimilando el cierre a un punto y aparte o quizás a un final de párrafo o incluso de capítulo, según su intensidad y duración. Nada que objetar tampoco, salvo la ya citada prevención ante cualquier comparación entre el lenguaje verbal, esencialmente convencional, y el audiovisual, analógico en su mayoría. 2.3.4.3. Fueron asimismo muy frecuentes las uniones de planos mediante cortinillas, giros o inversiones de la imagen en la pantalla, una forma especial de cierre, a modo de espiral hacia el centro o iris —así llamado por su similitud con la contracción de esa parte del ojo humano ante un impacto luminoso, que fue copiado en fotografía y cine con los mecanismos de obturación graduable llamados diafragmas— y otros elementos cuya principal función consistía en señalar el paso de una fase de la acción a otra, con o sin elipsis, o entre dos acciones o temas diferentes y hasta contrapuestos. En cualquier caso, formas de representar materialmente el paso del tiempo. Muchos de esos recursos remiten al cine mudo, pero han cobrado actualidad y adquirido infinita variedad de formas con la profusión de los efectos electrónicos y digitales, hasta el punto de que a veces se usan simplemente porque llaman la atención, o quedan bien, pero están desprovistos de toda capacidad comunicativa. Y precisamente lo que interesa al detectar los diferentes efectos de montaje es determinar si añaden significación o no, y de qué tipo, al conjunto en el que se insertan. A este respecto, es ineludible la referencia a los experimentos del cineasta ruso Lev Kuleshov (1899-1970), que ya a finales de los años diez del siglo pasado consiguió demostrar la eficacia expresiva de la vinculación entre distintas imágenes uniendo sucesivamente un mismo primer plano bastante neutro del actor Ivan Mosjukin con otros de un plato de comida, del (supuesto) cadáver de una niña en un ataúd y de una dama joven lánguidamente tendida en un sofá… Los espectadores a quienes se mostraron esos planos seguidos creyeron advertir en el rostro del actor unas expresiones de hambre, tristeza y deseo que éste no había interpretado, sino que eran producto de la unión de las distintas imágenes en el cerebro de quien las contemplaba. En una línea similar, su discípulo, el director y teórico letón Sergei M. Eisenstein (1898-1948) puso en práctica numerosos ejemplos de generación de conceptos abstractos en la mente del espectador mediante el montaje de choque entre diversas imágenes, que posteriormente perfeccionaría él mismo, definiéndolo como montaje intelectual. Antes de crear sus obras más conocidas, El acorazado Potemkim (Bronenosetzs Potiomkin, 1925) y Octubre (Oktiabr, 1927), Eisenstein había ofrecido ya notables muestras de esa idea del montaje en su primera película larga, La huelga (Stashka, 1924). Destaca, entre otras, la unión de un 63 plano en el que el presidente de la empresa cuyos obreros se niegan a trabajar enseña a sus socios un lujoso aparato recién importado de Occidente, que no es sino un mueble bar provisto de un exprimidor de fruta: cuando el personaje muestra su funcionamiento oprimiendo un limón, el montaje salta a otro plano en el que se ve a la policía a caballo, haciendo ademán de caer sobre los trabajadores en huelga, pacíficamente sentados en pleno campo, con lo que del choque entre ambas imágenes surgen los conceptos de explotación y represión. Más atrevidos y sugerentes todavía resultan otros saltos, ya hacia el final de la misma cinta, en los que la aniquilación de los obreros por el ejército zarista se vincula con la acción de un matarife —que en este caso no mantiene ninguna relación con el argumento, por lo que podría decirse que se trata de una metáfora pura— que degüella a un buey en el matadero, poco después de que el jefe de la policía se haya enfrentado a uno de los líderes de la huelga, derramando de un puñetazo un tintero sobre el plano del barrio de los trabajadores, invadido de pronto por la tinta negra, en una clara advertencia de la matanza que se avecina11. Muchos años más tarde, entre otros ejemplos concluyentes, Basilio Martín Patino demostraría la capacidad expresiva del montaje haciendo que en su película Canciones para después de una guerra (1971), para la que apenas rodó unos pocos planos, limitándose a unir los realizados por otros con intenciones muy diferentes y aun contrarias, el conjunto adquiriera tal capacidad provocadora de ideas consideradas subversivas por el régimen dictatorial, que los censores acabaron prohibiéndola, después de haber estado a punto de seleccionarla para representar a España en un festival internacional si el cineasta realizaba en ella nada menos que diecisiete cortes o modificaciones. Patino había engarzado —con clara voluntad irónica, pero sin esperar una reacción tan drástica— un total de treinta y ocho canciones muy populares en los primeros años cuarenta, con imágenes oficiales obtenidas en los archivos de la Filmoteca entonces llamada Nacional, el noticiario No-Do y fragmentos de películas de éxito aprobadas en su día por la censura e incluso premiadas por el propio régimen. Era justamente la combinación intencionada y precisa de imágenes y sonidos convencionales lo que confería al nuevo conjunto un extraordinario potencial crítico, mostrando a las claras la capacidad expresiva — creativa, en su sentido más genuino— de esa unión o montaje, con independencia del origen y la intencionalidad con que hubieran sido captados aquéllos en su primera versión. Posteriormente, Martín Patino emplearía un procedimiento muy similar, pero notablemente más agresivo, en otro largometraje, Caudillo (1974), éste ya con nítida voluntad de ajuste de cuentas con la figura del dictador y que no podría estrenarse hasta después de la muerte de éste. De la experiencia obtenida con estos trabajos surgirían los lúcidos ensayos de falso documental a los que ya hemos aludido12. 64 2.3.5. El sonido Volviendo a nuestro esquema expositivo y refiriéndonos ahora a la banda sonora, que hoy forma parte sustancial de cualquier producción audiovisual, ya adelantamos que lo principal desde el punto de vista analítico es distinguir en ella tres aspectos o pistas diferentes, convenientemente mezcladas y sincronizadas: la correspondiente a los ruidos, la de la música y la de las voces. 2.3.5.1. De los ruidos conviene aclarar, ante todo, que la mayoría de ellos se obtienen por procedimientos artificiales, algunos rudimentarios y otros muy avanzados, electrónicos. Si se graban los de verdad en directo, por perfectos que sean los equipos, no suelen dar la misma impresión, hasta el punto de que cabe preguntarse si cuando oímos un ruido en cine esperamos que se parezca al que se produce en la realidad o bien al que el propio cine nos ha acostumbrado a percibir como característico. El ejemplo más socorrido es el de los cascos de un caballo al trotar o galopar: nunca nos parecerá tan real como cuando un especialista en este tipo de trucos lo imita con cáscaras de nuez o mitades de cocos sobre una superficie adecuada13. Por eso no interesa tanto el procedimiento por el que ha sido creado sino lo que representa cada ruido concreto. Y distinguimos los ruidos ambientales, es decir, los que pertenecen al ambiente físico que estamos contemplando en la imagen —una puerta que se cierra, la lluvia que cae mansa o violentamente— de los de efecto, que no forman parte de ese contexto visual sino que han sido añadidos precisamente para producir un efecto determinado. Siempre se cita a este respecto la escena de la ducha de Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, en la que, además del agua que cae, el desplazamiento de la cortina, las anillas y los gritos de la mujer apuñalada, junto a la irrupción de una música potente y a todas luces extradiegética, se oye un sonido agudísimo que no puede proceder de nada de lo existente en ese cuarto de baño, sino que fue añadido por el maestro del suspense para aumentar aún más la tensión de una escena tan dramática. Si ese falseamiento puede ser en cine un recurso tan legítimo como cualquier otro —como lo es el de doblar el sonido en estudio si no se puede o no se desea utilizar el grabado en directo—, en publicidad televisual, donde se emplea de modo intensivo, llega a ser en ocasiones claramente fraudulento, porque busca el engaño más descarado. Muchos anuncios de juguetes, por ejemplo, simulan ruidos que en modo alguno corresponden a éstos, sino que se han trucado, cambiándolos por los de verdad, para dar una impresión muy diferente de la que tendrá el niño cuando consiga el producto, con la consiguiente frustración14. Piénsese, entre otros, en cochecitos que rugen como motores de Fórmula 1, en muñecos situados en decorados naturales donde se oyen ruidos inexistentes o en videojuegos dotados de una banda sonora que en nada se parece a la que se oye al manejar el 65 aparato. 2.3.5.2. La música. Solo unas líneas para aludir a un tema tan inabarcable como el del valor y las características de la música en el cine, que, como hemos señalado, no nació con el sonoro, sino que desde mucho antes era interpretada en vivo por solistas, grupos y hasta orquestas en las salas donde se proyectaban las películas silentes. La inserción, por procedimientos fotoquímicos, de las señales acústicas en uno de los lados de la cinta de celuloide en la que están impresos los fotogramas permitió la más perfecta sincronización y garantizó su audición homogénea en todas las proyecciones. Con vistas a nuestro objetivo concreto interesa distinguir, como en el caso anterior, si la música que acompaña a una escena determinada procede de algún instrumento o aparato presente en la escena —diegética—, y por tanto se supone que los personajes la oyen, o por el contrario es extradiegética o incidental y ha sido incorporada expresamente como acompañamiento, subrayado o contrapunto de la acción que contemplamos. Por otra parte, puede ocurrir que la música de una obra audiovisual existiera previamente a la creación de ésta, lo que proporciona valiosas pistas sobre los motivos de su elección, o bien haya sido compuesta para ella, y aquí entraría todo un estudio musicológico de sus características y de su vinculación con las imágenes a las que, más que acompañar —como se ha creído con frecuencia y como todavía se usa de forma superficial—, se incorpora como un elemento más, y de pleno derecho, de la expresión audiovisual15. Es fácil comprobar, por lo pronto, que todavía sigue vigente ese tópico tan extendido que consiste en reservar la utilización de la música clásica, culta, para producciones dirigidas a públicos adultos, mientras que las orientadas a los jóvenes buscan las formas más actuales, comerciales o de moda. Una dicotomía de preferencias que la realidad desmiente en más de un caso, pero que ese uso intensivo viene a reforzar, por desgracia. En cuanto a las mezclas, operación que funde y combina música, ruidos y voces, puede llegar a ser tan creativa como cualquier otra de las que estamos revisando. Y también es cierto que los silencios, o ausencia de uno o más de esos tres elementos en una escena que por algún motivo parezca requerirlos, puede tener asimismo un significado que debe ser tenido en cuenta. 2.3.5.3. Las voces. Queda aún por ver el papel que desempeñan las voces. Ante todo, según su procedencia o estatuto: de narrador externo a la acción, de diálogo entre personajes, de monólogo de alguno de ellos en forma de soliloquio o bien dirigido hacia la cámara, y por tanto directamente al espectador, u otros posibles. En el caso de una voz de narrador, es preciso determinar si se trata de un trasunto del propio autor o autores de la obra, si pretende ser neutra o si se supone encomendada a alguna instancia superior que por principio sabe más que 66 el espectador y puede aconsejarle u orientarlo sobre el sentido de lo que ve, porque cada una de esas variantes añade significación a lo que diga la voz en cuestión. Interesan también otros aspectos, fácilmente detectables en películas de ficción o documentales pero que desempeñan un papel de primera importancia en publicidad: el género, por ejemplo, dado que no es lo mismo que una determinada frase publicitaria la diga un hombre o una mujer. Y el reparto de funciones entre unos y otras figura entre los filones más fructíferos y casi irreductibles del sexismo todavía imperante en muchos medios audiovisuales de comunicación. La edad —niños y niñas comparten esa misión sutilmente aleccionadora sobre sus papeles respectivos en la sociedad—, el tono — autoritario, sugerente o presuntamente cómplice, según que los autores del mensaje crean que es más eficaz para anclarlo en la mente de quien lo recibe—, la cadencia y otros matices son capaces de transmitir mucho más de lo que el público medio estaría dispuesto a aceptar. Algo parecido puede decirse respecto de los monólogos de distintos tipos y de los diálogos que mantienen los personajes, estando en pantalla o, merced al montaje, respondiendo desde fuera del encuadre sin que al espectador le moleste tan evidente artificio. Como no suele molestarle, salvo graves errores de sincronización, que las voces que oye hayan sido tomadas en directo o bien dobladas posteriormente en estudio, por los mismos intérpretes, por otros con una dicción más adecuada o, como ya comentamos, en otro idioma diferente del original. Puede ser éste el momento oportuno para aclarar varios términos de uso frecuente pero que suelen dar lugar a equívocos. Si un personaje habla sin que se le vea en ese momento, se dice que está fuera de campo, como aquellos espacios no visibles a los que aludimos al hablar de los límites del encuadre. Y su voz nos llega en off, mientras que si ésta no procede de ningún lugar reconocible, o es la del narrador, superpuesta a las imágenes que contemplamos, se dice que es una voz over, usando una vez más anglicismos impuestos al lenguaje común por el poderío de la industria cinematográfica estadounidense. Por último, si dos tomas sucesivas muestran alternativamente a los interlocutores, o bien dos perspectivas opuestas de un mismo escenario, se habla, como ya dijimos, de plano/contraplano o, en otros casos, refiriéndose sobre todo a la posición de la cámara, de campo/contracampo. Por supuesto, es preciso prestar atención al contenido semántico de las frases que se oyen en una película, además de a los aspectos también significativos que venimos señalando. Y en este terreno, junto a los ya aludidos problemas del doblaje a otros idiomas distintos del original —que en ocasiones incurre en el error de traducir y pronunciar de forma correcta expresiones dichas por personajes que por su situación social u otras circunstancias no es probable que dominen su propia lengua de forma tan idealizada—, adquieren importancia las 67 frases o palabras de doble sentido y otros juegos indicativos de determinadas connotaciones añadidas al sentido literal de la frase en cuestión, que deben ser analizados escrupulosamente. Si el doble sentido ofrece un sinfín de posibilidades expresivas en el lenguaje verbal, éstas aumentan de forma exponencial al conjugarlo con el entorno visual en el que se utiliza. Con todas estas nociones elementales y aclaraciones terminológicas hemos pretendido poner a punto el instrumental básico para acercarnos críticamente a las obras audiovisuales con un método de análisis que expondremos a continuación y que, una vez más, no aspira a desplegar refinamientos teóricos ni matices rebuscados, sino a ayudar a adentrarse en la comprensión de ese tipo de producciones, de forma sencilla pero con un mínimo rigor, tan necesario hoy, cuando invaden nuestra vida cotidiana desde frentes muy distintos. Al hacerlo, somos conscientes también de que los avances que constantemente están propiciando las innovaciones técnicas en este campo, así como su capacidad para combinar gran cantidad de elementos visuales y sonoros ajenos ya por completo a cualquier naturalismo y quizás a toda posible analogía, amenazan con dejar fuera de uso algunos de estos conceptos y los procedimientos a que hacen referencia. Aunque todavía no pueda hablarse en propiedad de un nuevo lenguaje audiovisual, como tal conjunto orgánico. En todo caso, confiamos en que estas indicaciones sirvan de base para la adecuada intelección de las nuevas incorporaciones expresivas. No hará falta repetir que sobre todos y cada uno de los conceptos a los que aquí nos referimos sintéticamente hay estudios muy amplios, contrastados o bien contradictorios, elaborados a lo largo de casi cien años de reflexión sobre el cine. La teoría cinematográfica tuvo un doble origen, a partir de la primera década del siglo pasado, cuando algunos estudiosos de otras artes se aplicaron al análisis de la nueva expresión cinematográfica y, en especial, cuando determinados realizadores —que entonces, salvo contadas excepciones, no disfrutaban de la consideración de autores, que les sería reconocida sobre todo a partir de los años cincuenta, y eran en su mayoría poco más que piezas artesanales en un engranaje industrial incipiente— empezaron a reflexionar de forma más o menos sistemática sobre su propia actividad, formulando por escrito sus hallazgos, hipótesis y fracasos. De la labor de unos y otros queda constancia en la bibliografía final. 68 1 Christian METZ, por ejemplo, uno de los máximos representantes de esa tendencia, tituló precisamente “Más allá de la analogía, la imagen” su aportación introductoria al número 15 de la revista Communications, editado en 1970 y traducido al español como Análisis de las imágenes (METZ y otros, 1972). 2 STAEHLIN (1966), aunque dentro de una concepción global de matriz religiosa e inspiración aristotélica a través de la filosofía escolástica, acertó a trazar pronto entre nosotros un esquema que, desprovisto en lo posible de aquellas connotaciones, resulta de indudable utilidad. 3 Nos limitaremos a las que nos parecen imprescindibles para la aplicación del método de análisis que vamos a proponer. Por lo demás, existen manuales ya clásicos que describen todos los conceptos y términos de uso común en este campo (AGEL, 1962; LAFFAY, 1966; LAMET y otros, 1968; BORRÁS y COLOMER,1977; ROMERO, 1997, entre otros muchos) y de un tiempo a esta parte abundan en la Red los textos y apuntes de asignaturas de diversas carreras, blogs con comentarios cinéfilos y otros documentos profusamente ilustrados con ejemplos explicativos que permitirán contrastar y ampliar conocimientos de interés. 4 Defendida por los representantes de la crítica francesa de los años cincuenta y sesenta, encabezada por André BAZIN (1991, publicado originalmente en cuatro volúmenes entre 1958 y 1963), que iba a inspirar a un amplio contingente de seguidores y a experimentar notables variaciones, reflejadas sobre todo en la evolución de la revista francesa Cahiers du Cinéma. En su descargo podría alegarse el comprensible entusiasmo despertado en su momento, tras la Segunda Guerra Mundial, por movimientos cinematográficos como el neorrealismo italiano, decididos a recuperar el contacto con la realidad y cansados de los artificios establecidos en la industria cinematográfica como el culmen del refinamiento y la belleza. Reconociéndole toda su honradez intelectual y su voluntad transformadora, lo mejor que se puede decir hoy del neorrealismo es que contribuyó decisivamente a demostrar, a contrario, que su aspiración de reflejar la realidad tal como es, resulta inalcanzable. 5 Deberemos repetir una y otra vez que, aunque nuestra sensación como espectadores sea diferente, solo podemos ver lo que la cámara nos muestra, y en las condiciones en que los autores han decidido que nos lo muestre: queramos o no, vemos como a través de la lente. Todo lo demás es, objetivamente, producto de nuestra imaginación. 6 La vieja aspiración de Hitchcock la vería cumplida muchos años más tarde Alexander Sokurov al rodar El arca rusa (Russkij kovcheg, 2002) en un solo plano de 95 minutos de duración, gracias a los avances técnicos experimentados en materia de rodaje. 7 Por su relativa similitud con los movimientos de los planetas, se ha hablado de movimientos de rotación y traslación para referirse a las panorámicas y los travellings. Hubo intentos de sustituir el término inglés por el de traslación o desplazamiento, pero no prosperaron. Tampoco han tenido aceptación las propuestas de la Real Academia de la Lengua de utilizar travelín en vez de travelling y zum en lugar de zoom, entre otras. 8 Durante algún tiempo se despreció su uso en cine, precisamente por ese empleo reiterado hasta la extenuación y por puro efectismo en programas televisivos, sobre todo musicales. Fueron muy duras, por ejemplo, las críticas recibidas por el cineasta italiano Luchino Visconti, que había evolucionado desde el neorrealismo inicial hacia el clasicismo más depurado, por utilizarlo en una de sus obras maestras, Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1971), contra el criterio de su director de fotografía y estrecho colaborador, Pasqualino de Santis (PÉREZ MILLÁN, 1993, pág. 21). 9 Convendrá recordar la distinción atribuida al cineasta Luis G. Berlanga, según la cual el erotismo es la pornografía de los ricos y la pornografía el erotismo de los pobres. 10 Desde recopilaciones de textos de S. M. Eisenstein (GLENNY y TAYLOR, 2001) y manuales clásicos (DEL AMO, 1972; REISZ, 1990) hasta los estudios monográficos más difundidos o recientes (SÁNCHEZ-BIOSCA, 1996; SIETY, 2004; MONLEÓN, 2007). 11 Sobre el efecto Kuleshov y otros ensayos realizados por los cineastas rusos a partir de la revolución de 1917 puede verse entre otros, SCHNITZER y MARTIN (1975). El desglose plano a plano del guión de La huelga se publicó en español en GRASSO y PÉREZ MILLÁN (1978). 12 Tanto la producción unitaria para Televisión Española titulada La seducción del caos (1991) como la serie en siete capítulos Andalucía, un siglo de fascinación (1995-1996), encargada por Canal Sur Televisión. Sobre todas ellas, y en especial sobre el contenido y el conflicto censorial suscitado a raíz de Canciones para después de una guerra, pueden verse detalles y declaraciones del autor en PÉREZ MILLÁN (2002). 13 Algo parecido sucede también con la imagen: acostumbrados a ver morirse bien a tantos personajes en la pantalla, las muertes auténticas —por ejemplo, las recogidas por los informativos de televisión— pueden parecernos demasiado toscas, imperfectas… Un caso especial, y de importantes consecuencias por su relación con el debatido problema del realismo, es el de la comparación con el teatro. Somos tan conscientes de la materialidad física de los actores en un escenario, que no se nos ocurre que puedan ser heridos o caer atravesados por una espada de verdad, por lo que aceptamos de buen grado casi cualquier truco para simularlo, pero no toleramos lo mismo en el cine, precisamente porque en el fondo sabemos que es ficción pero no queremos que nada de eso nos los recuerde, rompiendo bruscamente la fascinación. 14 Por supuesto, la imagen provoca asimismo notables frustraciones: un grupo de niños llevaba toda la campaña prenavideña solicitando con insistencia el regalo de uno de aquellos muñecos articulados que en los 69 anuncios se movían libremente y en la realidad había que accionar con la mano; al abrir la caja del juguete, el pequeño comentó: “¡El mío está muerto!”. No dijo estropeado ni roto, sino que mostró con claridad las expectativas emocionales que había depositado en la figura del guerrero o aventurero de marras. 15 A modo de síntesis ilustrativa pueden verse las reflexiones de uno de los más brillantes compositores cinematográficos españoles, José Nieto, con amplia experiencia didáctica también en ese campo (NIETO, 2003), y el volumen La armonía que rompe el silencio: Conversaciones con José Nieto (ALVARES y ARCE, 1996). 70 CAPÍTULO III Un método para el análisis crítico Proponemos afrontar cualquier pieza audiovisual que nos interese por algún motivo descomponiéndola mediante diez pasos sucesivos que nos permitan llegar desde su materialidad visual y sonora hasta lo que creamos que constituye la visión del mundo —la ideología— subyacente a ella. Sin llegar al envidiable rigor desarrollado por PÉREZ MORÁN (2011) en su tesis ya citada, donde extrae de cada plano hasta veinte tipos de datos diferentes, enumeraremos los diez pasos, exponiendo lo fundamental de cada uno y remitiéndonos a los conceptos ya explicados. Como es lógico, el método puede aplicarse con diferentes grados de profundidad según la edad de las personas con las que trabajemos —en la enseñanza, por ejemplo— y a obras de distintas magnitudes, desde anuncios y cortometrajes a largometrajes documentales o de ficción y series televisivas. Recomendamos empezar por los spots publicitarios, por varias razones. Ante todo, su duración permite un trabajo exhaustivo y detallado, gratificante en la medida en que da cuenta acabada del análisis y no necesita contextualización argumental alguna. Pero también porque ofrecen ya resuelta una de las cuestiones más espinosas que desde los albores de la crítica y la era dorada de los cineclubes han martirizado a los analistas: ¿Qué ha querido decir el autor? En el caso de los anuncios, la respuesta es transparente: que compremos el producto que venden o adoptemos la actitud que proponen. Lo cual nos ahorra disquisiciones farragosas y no siempre fértiles ni acertadas. Pero es que, además, el spot publicitario es el primer producto audiovisual que conocen los niños en su vida, el primero que les llama la atención —más aún que los dibujos animados, como se creyó durante mucho tiempo— y el primero con el que empiezan a vincular la contemplación de un mensaje con el deseo de su contenido. Más adelante nos extenderemos algo más a propósito de la influencia de la publicidad audiovisual en nuestras sociedades, pero aquí nos interesa subrayar la utilidad del método para tomar conciencia de todo lo que se nos ofrece visual y auditivamente en un anuncio, el contexto de analogía con la realidad en el que se sitúan sus ficciones, los procedimientos por los que pretende modificar nuestra conducta a favor de un producto o actitud concreta y la visión del 71 mundo que ofrece —y refuerza— voluntaria o involuntariamente mientras desarrolla una anécdota cualquiera. Como sería materialmente imposible, por problemas de tiempo entre otros, aplicar los diez pasos del método a producciones de larga duración, después propondremos una variante más sintética y generalista, aunque sugerimos utilizar esta más amplia también con cortometrajes y con fragmentos seleccionados de las obras más largas. Vayamos, pues, paso a paso. 3.1. Cronometraje Se trata de medir, en minutos y segundos, la duración de la obra o fragmento que vamos a analizar. Esta primera operación ayuda a establecer con nitidez los límites físicos de la pieza objeto de estudio. Entre otros motivos, porque a los adultos nos resulta hasta cierto punto fácil distinguir el estatuto de diferentes producciones —programas informativos, dramáticos, concursos, publicidad, etcétera— recurriendo a estas denominaciones, cuyo carácter relativamente abstracto escapa a los niños, para quienes la imagen televisiva es un continuum donde tienen que aprender a practicar cortes en cierto modo conceptuales para diferenciar unos programas de otros1. Aunque hay que decir también que, por extraño que pueda parecer, todavía existen adultos que confunden los eslóganes publicitarios con información y se sienten engañados cuando no se cumple lo que tan alegremente les habían prometido. En cuanto a los niños, creemos que lo primero que aprenden a aislar son precisamente los anuncios, por más que ignoren su sentido y finalidad. Habrá que ayudarles a descubrirlos, porque los mensajes publicitarios tienden a ocultar, entre otros extremos, no solo el precio de lo que ofrecen, sino el hecho mismo de que existe algo llamado precio que es preciso abonar para hacerse con el objeto anunciado. No estará de más recordar que hace años se libró una dura batalla para lograr que los anuncios de juguetes incluyesen de forma obligatoria esa especificación del precio, y muy poco después se comprobó que no era tan útil como se había imaginado: al descubrir que un determinado juguete tenía algo llamado precio, que había que pagar por él, muchos niños se preguntaban si cuando sus padres se negaban a comprarlo era porque carecían de ese dinero o, peor aún, porque no los querían lo suficiente como para emplear esa cantidad en satisfacer sus deseos. Con las consecuencias fácilmente deducibles para la relación familiar. Ese interés protector de la infancia fue más decidido en algunos países nórdicos, donde se planteó prohibir legalmente que los niños tuvieran nada que ver con los anuncios de televisión, ni como destinatarios —dado que carecen de capacidad de decisión sobre una posible compra— ni como intérpretes, ya que su presencia puede condicionar emocionalmente a los adultos, impulsándolos a adquirir para ellos productos innecesarios, incluidos aquellos que se anuncian recurriendo a la ambigua etiqueta de educativos, o bien otros de uso familiar. 72 Piénsese, por ejemplo, en los spots de vehículos de alta gama que hacen hincapié en la seguridad física de los niños para forzar desde el punto de vista psicológico la decisión de los adultos en el sentido de adquirirlos, por miedo a un accidente y a la posible culpabilidad derivada de éste si manejan otro menos seguro. Sin embargo, la llegada de las emisiones primero vía satélite y después por la Red, que superan las fronteras nacionales, dio al traste con aquellos razonables intentos. En todo caso, dado que es imposible poner puertas al campo de la capacidad de sugerencia del lenguaje audiovisual, e impensable recuperar viejas prohibiciones legales en este y otros aspectos, la única defensa razonable sigue siendo la difusión masiva de la enseñanza crítica de ese lenguaje. Por otra parte, el cronometraje de la obra que vayamos a analizar permitirá establecer después una noción tan relativa pero importante como la de ritmo, relacionando la duración con el número de planos contenidos en ese lapso de tiempo. Tampoco en este caso es posible establecer criterios fijos, sino solo comparativos, para determinar cuándo una determinada obra es lenta o rápida, pero se comprueba con facilidad que las dirigidas a públicos adultos suelen tener un ritmo inferior al de las orientadas preferentemente a destinatarios juveniles o infantiles. Con la consecuencia indeseable de que éstos tienden a identificar lo rápido con lo bueno y lo lento con lo pesado. En los últimos tiempos se ha producido una especie de aceleración expositiva, sobre todo en las grandes superproducciones comerciales que, tomando quizá ejemplo de los anuncios y otros géneros televisuales, acumulan planos fugaces en un tiempo récord, acompañados por lo general con una música y unos ruidos atronadores, con lo que obtienen un gran impacto sensorial y probablemente emocional, pero reduciendo al mínimo o anulando por completo la capacidad del espectador para enjuiciar el sentido de lo que está contemplando. Por supuesto, no se trata de negar el valor de una planificación rápida y sintética, ni de pretender que lo lento es mejor en sí mismo, sino de comprender que el uso de un estilo u otro debe estar en consonancia con el tipo de mensajes a los que sirve y de alertar sobre el peligro que representa condicionar al público infantil y juvenil para que rechace lo lento. Porque eso supone en la práctica negar cualquier posibilidad de una exposición pausada, reflexiva o estéticamente contemplativa, que son valores que el cine ha sabido cultivar con mimo — produciendo numerosas obras maestras, tanto clásicas como contemporáneas— y que hoy parecen condenados a caer en desuso, por intereses fácilmente imaginables. 3.2. Separación de las bandas Una vez establecida la duración, hay que separar el análisis de la banda visual y el de la sonora, entre otras razones porque el cerebro humano tiene grandes dificultades para operar críticamente en los dos terrenos de manera simultánea. 73 Pero esa separación es un paso puramente metodológico, ya que no se puede perder de vista en ningún momento que el efecto comunicativo de cualquier mensaje audiovisual sobre quien lo recibe no sería nunca la simple suma o añadido de lo visual y lo sonoro, sino la síntesis plena entre ambas dimensiones. Cuando se hayan estudiado por separado las dos bandas, habrá que refundir por tanto lo obtenido en cada una de ellas para no establecer conclusiones erróneas. 3.3. Recuento de planos Ya en el terreno visual, se trata ahora de contar el número de planos que se suceden en ese período de tiempo que hemos establecido como objeto de estudio, numerándolos con el fin de facilitar posteriores referencias y determinando la duración de cada uno, en segundos. Con ello tendremos el ritmo, al que ya nos hemos referido y que es la proporción resultante de relacionar el número de planos con los segundos empleados en ellos, que deberá compararse después con otros para hacernos una idea aproximada de la velocidad o lentitud del conjunto. A estos efectos, los fundidos encadenados suelen contarse como dos planos, los que en realidad los componen, y los cierres y aperturas como uno, salvo que el color de éstos dure el tiempo suficiente como para considerarlo significativo por sí mismo, y no solo como elemento de pura conexión. Lo mismo puede decirse de cualquier otro signo que, además de unir dos planos, aporte alguna información complementaria. La regla clásica según la cual un plano debería permanecer en pantalla un tiempo proporcional a la cantidad de información nueva que contiene respecto de los anteriores, para permitir que el espectador pueda captarla, está cayendo también en desuso por la ya aludida tendencia a acortar la duración de los planos con el fin de privilegiar su capacidad de impacto sobre la de asimilación o intelección por parte de quien los contempla. No hará falta decir que para la realización de este paso como de los siguientes es necesario revisar una y otra vez nuestro objeto de estudio, de forma íntegra o fragmentada. La idea de que una producción audiovisual solo necesita ser vista una vez es otro de los engaños inducidos por una interesada tendencia industrial al usar y tirar. Nadie pide que quiten una música agradable por el simple hecho de que ya la ha oído, ni se niega a mirar de nuevo un cuadro porque ya lo conoce… La complejidad oculta en el audiovisual bajo su aparente naturalidad sería un motivo más para recurrir a la contemplación de una obra tantas veces como fuera necesario para entenderla bien o para disfrutarla más a fondo, si nos complace. Y una prueba indirecta de todo ello es que la publicidad confía buena parte de su eficacia a la repetición de un spot hasta la saciedad, para grabar a fuego su contenido, sus eslóganes y melodías en la mente de los destinatarios, por muy distraídos que estén cuando se emiten o por poca atención que hayan decidido 74 prestarles. Muchos adultos que se consideran refractarios a los efectos de la publicidad audiovisual se sorprenderían al descubrir cuántos de esos eslóganes, melodías y argumentos conocen y pueden recordar de manera casi automática. Lo demuestra el hecho de que cuando tienen que decidir de improviso la compra o consumo de un determinado producto cuya marca les es en principio indiferente, varias de ellas surgen de su memoria, pugnando por imponerse. 3.4. Descripción del contenido visual Es la fase más laboriosa del método, porque se trata, en síntesis, de tomar conciencia —anotándolo, si ello facilita la tarea— de todo lo que se ve en cada plano (contenido del encuadre), en qué tamaño proporcional se ve (escala) y desde qué punto del espacio se ve (ángulo). Además de los aspectos más llamativos de la composición, la iluminación y, desde luego, los movimientos tanto internos como de cámara que se produzcan dentro del plano. Es imposible aspirar a la exhaustividad, pero el simple ejercicio de atender a todos esos datos procurando que no se nos escape nada mínimamente importante constituye una práctica muy saludable a la hora de tomar distancia respecto de la obra y romper la fascinación que suele producirnos. Como apuntamos en su momento, todo lo que aparece dentro de un encuadre es susceptible de impresionar los sentidos del espectador e influir en su percepción y comprensión de la imagen, con independencia de la voluntad del autor y de que éste haya cuidado o no todos los detalles. Hay autores extraordinariamente rigurosos a la hora de componer cada plano y otros que improvisan o descuidan ese aspecto, pero quien contempla el resultado recibe esos estímulos por igual. Anotemos de pasada que ahí reside una de las grandes dificultades materiales de las llamadas adaptaciones literarias, por fieles que pretendan ser al texto original. Un escritor puede muy bien decir de su protagonista que “se levantó del sofá y se acercó a la ventana”. El lector aceptará esa frase sin la menor dificultad. Pero el director artístico o el decorador de la película en cuestión asaltarán al realizador con multitud de preguntas: ¿Qué forma tiene el sofá?, ¿y la ventana?, ¿a qué distancia están uno de otra?, ¿se ve algo a través de ésta?, ¿tiene cortinas?, ¿de qué forma y color? Aparte, claro está, del aspecto físico, vestuario, maquillaje y otros datos de atrezo correspondientes al personaje. De hecho, el espectador, que frente al texto había podido imaginar esos elementos a su albedrío, o no tenerlos en cuenta, recibirá el estímulo de todo lo que aparezca en pantalla, haya sido elaborado o no. 3.5. Elementos de montaje Cuando se ha levantado acta de todo lo que vemos en cada plano, llega el momento de hacer lo propio con las formas de unión entre unos y otros. Desde el simple corte directo hasta los más rebuscados efectos gráficos, pasando por 75 las distintas modalidades que enumeramos en su momento, tratando de detectar si añaden o no algún tipo de significación a lo narrado. A la vez, anotaremos los saltos que el montaje haya podido introducir en el curso del relato —elipsis, flash-backs, acciones paralelas que en realidad son sucesivas, etcétera—, de modo que al final tendremos una idea muy precisa de la estructura narrativa de la obra o fragmento estudiados. 3.6. Descripción del contenido sonoro Mientras la banda de imágenes permite por su propia naturaleza practicar en ella cortes transversales, descomponiéndola en planos, la sonora, cuyos elementos mantienen o pueden mantener una continuidad que pasa por encima de aquéllos, exige un tratamiento analítico diferente, longitudinal, por capas o pistas, en función del contenido material de cada una: ruidos, música y voces, combinados mediante las mezclas e incorporados a la banda de imágenes previamente montadas. Ya explicamos sintéticamente las variantes que pueden producirse en esas tres pistas, y se trata ahora de anotarlas con detalle, precisando en lo posible a qué plano corresponde cada uno de los signos sonoros que hemos encontrado o si se extiende a varios de ellos. Especial relieve adquieren los silencios, por su capacidad expresiva preferentemente dramática, o las ausencias de alguno de esos elementos cuando en función del conjunto parecerían necesarios, porque pueden transmitir una significación concreta. 3.7. Recomposición argumental Hasta aquí llegaría la fase de detección de signos de todo tipo, que en realidad equivale a una descomposición o despiece minucioso de la obra, necesario para reconocer todo lo que hemos visto y oído. En principio, esa labor debe tener un resultado objetivo, de manera que si se producen discrepancias entre dos o más analistas sobre el número de planos, la posición de la cámara en alguno de ellos o cualquier otra variable, no vale creer que se trata de un asunto de opinión particular y respetable, sino que una nueva revisión mostraría con facilidad quién tiene razón y quién estaba equivocado, puesto que son datos comprobables. A partir de ahora, los distintos pasos del método irán dando entrada a un grado cada vez mayor de subjetividad, dado que se trata de interpretaciones, en las que intervienen otros muchos elementos además de los datos de partida. Lo que llamamos recomposición o reconstrucción argumental consiste en sintetizar con palabras lo que entendemos que se nos ha contado a través de ese cúmulo de signos visuales y sonoros, sincronizados y organizados de una forma determinada a través del montaje y las mezclas, y que ya hemos analizado. En principio, debería ser también relativamente objetiva, y por tanto coincidente, pero el hecho mismo de tener que elegir los términos verbales con 76 los que resumir el argumento apunta ya a una variabilidad producto de las preferencias, los gustos o los conocimientos de cada uno: es prácticamente imposible que las reconstrucciones argumentales de dos analistas diferentes coincidan en sus términos, aunque ambas hayan partido de una lectura correcta de los signos. Queda así de manifiesto otra de las grandes diferencias entre los lenguajes verbales y el audiovisual, que nunca podría ser traducido en palabras con exactitud, y no solo por su complejidad visual y sonora, sino porque deja un amplio margen de maniobra a las características personales de cada analista, sin que pueda acusarse de errónea más que a aquella reconstrucción argumental que se apoye en una lectura equivocada o fallida de los datos. 3.8. Lectura de sentido Ya en el terreno de la interpretación pura, aunque sin forzar arbitrariamente los elementos en que debe basarse, trataremos de dar un paso más. Después de tomar conciencia de lo que cuenta una obra determinada, y habiendo partido de sus componentes —por lo que sabemos también cómo lo cuenta—, nos acercamos ahora al espinoso terreno de dilucidar qué quiere decir eso que se nos ha contado. Y no es cuestión de adivinar las hipotéticas intenciones del autor, irrelevantes a este respecto, sino de establecer el sentido que adquiere ese conjunto de signos proyectados en una pantalla. Hay, pues, un salto importante desde la materialidad de los signos y su organización hasta la abstracción de su posible sentido o sentidos, que por lo demás tampoco tienen que ser algo unívoco, sino que se abren a distintas interpretaciones, válidas siempre que se respete la vinculación entre los signos y sus significados. En cualquier caso, se trata de un acercamiento útil al hecho de que las imágenes audiovisuales, tras su aparente sencillez, su analogía con situaciones cotidianas o por lo menos muy conocidas y su engañosa transparencia, ocultan un enorme caudal de significación que el espectador puede desaprovechar o bien aceptar acríticamente si no se preocupa de atravesar la superficie para ir más allá. 3.9. Análisis de motivaciones Aunque funciona también en el terreno cinematográfico, es especialmente en el de la publicidad audiovisual donde podemos llevar a cabo con más facilidad un análisis de las motivaciones que cada mensaje pretende estimular en la psicología de quien lo recibe y de los procedimientos que se utilizan para conseguirlo. Si partimos de la base de que el objetivo de todo spot publicitario consiste en modificar la actitud del destinatario, haciéndolo pasar de la pasividad o indiferencia inicial del puro espectador a una postura favorable hacia el producto, o más exactamente la marca y —en los anuncios llamados institucionales— la 77 conducta que se le propone como objeto de deseo o como modelo a imitar, será de vital importancia determinar qué resortes psicológicos se activan para lograrlo. Se abre así un amplio abanico de posibilidades, tanto positivas como negativas, aunque entre las más utilizadas figuran el erotismo, la competitividad o afán de emulación y aun de liderazgo, el miedo de muy diversos tipos, la culpabilidad, el instinto gregario o temor a destacar por algo, y su opuesto, el interés por distinguirse de los demás, entre otras. Llama la atención, por ejemplo, el hecho de que cuando cualquier punto de venta de publicaciones y desde luego la Red ofrecen sexo a raudales y fácilmente accesible, la publicidad siga empleando la sugestión erótica más o menos velada para atraer el interés o despertar la simpatía de aquéllos a quienes se dirige con sus mensajes… O de alguien cercano, porque es conocido lo que algunos publicitarios llaman efecto triangular: una mujer, por ejemplo, puede pensar en adquirir una determinada prenda o producto de belleza sutilmente estimulada por la mirada que su pareja dirige a la despampanante modelo que los utiliza en un spot. Y lo mismo podría decirse del interés de un hombre por un vehículo de determinada potencia si descubre en su pareja una mirada de admiración o deseo hacia éste, porque en este campo sigue existiendo desgraciadamente, además de resultar muy rentable, la diferencia de papeles de género marcados a fuego en la mentalidad colectiva. En cuanto al miedo y la culpabilidad, son también muy populares esos anuncios de automóviles de alta gama, potentes y seguros, que apelan a la responsabilidad del destinatario —generalmente masculino, por cierto— si su familia sufre un accidente por tener otro más barato. O los que, dirigiéndose en este caso a las mujeres —lo que también es significativo—, las acusan veladamente de poner en peligro la salud de su bebé por negarse a alimentarlo con el producto anunciado, que suele ser de los más caros del mercado en su especialidad. Bordean el ridículo, pero sobreviven y por lo visto funcionan, los anuncios que intentan estimular el afán de destacar en un contexto social determinado, proponiéndole al destinatario que “entre en el círculo de los elegidos”, o alguna fórmula similar, como si le ofreciera una información reservada o exclusiva, cuando en realidad se está dirigiendo a todos los telespectadores, que se supone serán quienes admiren o envidien al que finalmente luzca el producto en cuestión. No sería disparatado relacionar con este asunto, entre otras aplicaciones posibles, las consecuencias del tipo de publicidad que inmediatamente antes de la crisis económica desatada a escala internacional en 2008, e incluso cuando ya estaba en su apogeo, despertó en muchos ciudadanos el interés por obtener un crédito, suscribir una hipoteca o adquirir alguno de esos productos financieros que en muy poco tiempo acabarían llevando a bastantes de ellos a la ruina. Merecería la pena efectuar un estudio sistemático de todos aquellos anuncios y 78 analizar las motivaciones que animaron a adoptar unas decisiones tan perjudiciales, para comprender con más exactitud cómo maneja la publicidad audiovisual la psicología de sus receptores. El problema se complica cuando se trata de los niños. No solo porque los anuncios constituyen muchas veces la primera visión que reciben de unas realidades que todavía desconocen, sino porque en los pequeños es más intenso, casi automático, el nexo que une la contemplación de algo atractivo con el deseo imperioso de poseerlo, lo que los hace particularmente vulnerables a los impactos publicitarios. Pero es que, además, y reforzados por esa vinculación entre contemplación y deseo, los anuncios suelen funcionar para ellos como modelos de comportamiento en las situaciones que reflejan, por lo que su capacidad para estimular sus motivaciones primarias, al tiempo que los adiestran en las convenciones dominantes, es extraordinaria. Así, si una niña observa a las pequeñas intérpretes que poseen los juguetes anunciados desenvolviéndose en situaciones domésticas y adoptando actitudes contemplativas o imitativas de las conductas de las mayores, acabará creyendo que su espacio natural es el hogar, o la cocina, y que su tarea —en principio lúdica, pero profundamente condicionadora— consiste en reproducir las que desempeñan las mujeres de los anuncios. El niño, por su parte, verá estimulada de mil maneras su capacidad competitiva, la búsqueda del éxito a cualquier precio y otras muchas actitudes cuando menos discutibles, pero aceptadas con naturalidad, sin cuestionar su sentido último en la vida real. Un caso particularmente perverso de estimulación de motivaciones contradictorias es el de los anuncios que animan a los niños a poseer lo que casi todos en su ambiente tienen ya —tendencia gregaria y miedo a llamar la atención por una carencia—, y al mismo tiempo fomentan el ansia de conseguir algo de lo que nadie más pueda presumir: afán de destacar y sentirse único. Con magníficos resultados comerciales, sin duda, pero a riesgo de producir alteraciones en consumidores precoces que se ven zarandeados simultáneamente en direcciones opuestas, y en sus familiares si deciden satisfacer sus distintos requerimientos. Un breve apunte, probablemente superfluo: mientras hay adultos que disponen del tiempo y la voluntad necesarios para acompañar a sus hijos hasta una juguetería próxima, con el fin de que comprueben por ellos mismos las dimensiones y demás características de un objeto que en la pantalla les ha resultado irresistible, existen todavía otros que optan por no permitir que vean la televisión, e incluso presumen de ello. Nos parece un intento vano —dada la omnipresencia de los medios audiovisuales— y hasta peligroso, puesto que se les priva de lo que, guste o no a los mayores, constituye tema básico de conversación en su tribu escolar y entre sus amigos, aparte de acrecentar con la prohibición los deseos de contemplarla a escondidas. Creemos que la única solución razonable reside precisamente en enseñarles a 79 ver la televisión, a defenderse de sus mensajes engañosos o interesados y a disfrutar más y mejor de lo que les complace. Incluidos los propios anuncios, una vez que han sido despojados de su carga perniciosa y pueden convertirse en objeto de disfrute, dada la factura impecable e ingeniosa de muchos de ellos. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que dado que el niño carece de capacidad de adquirir por sí mismo los juguetes que desea, como ya se ha comentado, la publicidad a él dirigida lo convierte en una especie de agente comercial del producto, que dedica sus esfuerzos en el hogar a persuadir a sus mayores de la necesidad de comprarlo, aunque sea por puro agotamiento, con nuevas consecuencias negativas para las relaciones familiares. Volviendo ahora sobre las actitudes sexistas ya aludidas, conviene precisar que no se fomentan solo por el contenido argumental de los anuncios, sino —y especialmente— por otros elementos más sutiles y por tanto difíciles de neutralizar. Aunque parezca anacrónico, todavía los colores dominantes en los anuncios dirigidos a niños son los primarios y contrastados, mientras que en los de las niñas imperan los tonos pastel; en cuanto a ritmo, aquéllos son más rápidos y dinámicos —la duración de los planos es mucho menor y su sucesión más sincopada— y éstos más pausados y dados a la contemplación admirativa o el mimetismo irreflexivo. Esos y otros muchos resortes acaban configurando, ante la indiferencia general de unos adultos que sin embargo reaccionarían críticamente frente a una formulación verbal sexista, unos estereotipos de lo masculino y lo femenino altamente peligrosos y más difíciles de desmontar que aquélla, puesto que han entrado por los sentidos, vinculados a objetos deseados, y su arraigo se sitúa más allá de lo accesible mediante la palabra y el razonamiento. En el cine, donde las intenciones y objetivos de las obras son menos evidentes, salvo por la adscripción genérica de algunas de ellas —comedia, drama, terror—, la estimulación de esas y otras muchas motivaciones posibles debe llevarnos a analizar además por qué obtienen o no en nosotros el resultado que buscan: cómo y por qué consigue hacernos reír una situación cómica, o emocionarnos hasta el llanto un conflicto determinado, o asustarnos un hecho cualquiera, presentados de forma adecuada a los fines que persiguen. En eso radica precisamente buena parte del disfrute al que aspiramos cuando nos disponemos a contemplar determinadas producciones audiovisuales: en saber cómo y con qué procedimientos logran provocar en nosotros esas reacciones. Y en poder determinarlo con la mayor precisión posible consiste, en el fondo, el auténtico saber de cine, productivo de verdad y no simplemente erudito, que es en sí mismo estéril. Por otra parte, la respuesta del espectador a los estímulos que recibe suele concentrarse en dos actitudes fundamentales: la identificación con un personaje o grupo determinado, o bien su rechazo, por lo general viscerales, acríticos y no razonados, pero muy potentes. Y que, además, por un fenómeno característico 80 de la comunicación audiovisual como es la generalización, la elevación casi automática desde lo concreto que contemplamos hasta la abstracción de lo que representa, acaba traduciéndose en una identificación o rechazo de cuanto significan los personajes en cuestión. La historia del cine ofrece un caso ejemplar de este tipo de mecanismo —la dicotomía fundamental entre el protagonista y el antagonista, el héroe y el villano, el bueno y el malo— en un género hoy en decadencia pero que gozó de una popularidad extraordinaria y contribuyó sin duda grandemente a la evolución del lenguaje audiovisual: el cine del Oeste o, por decirlo con la terminología dominante, el western. Generaciones enteras de casi todo el mundo se identificaron con los grandes héroes del Oeste de los Estados Unidos, antes de que el abuso en la emisión de subproductos por parte de las televisiones durante las tardes de los fines de semana lo hicieran insufrible para la mayoría de los jóvenes. Eran héroes presentados como prototipos de casi todas las virtudes humanas, cuando en realidad debían su cualidad de tales sobre todo al uso de la fuerza física o al hábil empleo de las armas. Las aventuras de los pioneros a la conquista de un territorio desconocido y poblado por indígenas que, lógicamente, se oponían a esa invasión; los posteriores enfrentamientos entre agricultores que aspiraban al asentamiento y ganaderos que pretendían mantener los territorios abiertos y sin parcelar; los conflictos entre quienes se situaban al margen de un nuevo orden y los que se empeñaban en implantarlo en beneficio propio, recurriendo a todos los medios disponibles, y otros muchos argumentos similares, llenaban las pantallas, basculando siempre entre los polos de un bien y un mal indiscutibles, que — como suele ocurrir a lo largo de la Historia— venían definidos e impuestos en cada caso por los vencedores. De tal modo que, en tiempo extraordinariamente breve, el cine convirtió en una leyenda heroica, conocida y celebrada en los rincones más apartados del planeta, lo que en realidad había sido un genocidio repugnante, una feroz guerra de exterminio contra los habitantes naturales de un espacio codiciado por individuos llegados de muy lejos, en curiosa mezcolanza de delincuentes y puritanos. De la brevedad de ese momento da idea el hecho de que uno de esos grandes héroes reales, Búffalo Bill (1845-1917), que en 1883 había presentado ya en Nebraska un espectáculo de tipo circense basado en sus hazañas, titulado Buffalo Bill Wild West, alcanzó a intervenir, representándose a sí mismo y acompañado por figuras míticas como Sitting Bull y otros indígenas, en por lo menos dos películas producidas por la compañía Essanay y hoy desaparecidas: The Indians Wars (1914), dirigida por Vernon Day y Theodore Wharton, y el documental coordinado por Charles A. King, The Adventures of Buffalo Bill (1917), estrenado pocos días antes de la muerte de su protagonista2. 81 Para el público que contempla esas películas, la razón o la verdad tienden a identificarse con la fuerza o la habilidad, e incluso con la belleza: el sheriff era el prototipo de la justicia solo porque disparaba más rápido, el pionero era un valiente porque eliminaba más indios que nadie —como si fueran búfalos o serpientes, otros de los enemigos que obstaculizaban la conquista del territorio—, pero además lo hacía sin despeinarse apenas y siendo siempre el más atractivo de los contornos o de la caravana, mientras que los aborígenes solían ser greñudos, estaban pintarrajeados, bizqueaban dando alaridos, hablaban mal — aspecto más exagerado aún en los doblajes españoles— y hasta montaban unos caballos raros, llenos de manchas de colores frente al impoluto alazán del bueno. Corresponderá al espectador aficionado al género desmontar cuidadosamente esa serie de engañosas asimilaciones para poder seguir disfrutando de tales películas —muchas de ellas excelentes en el aspecto narrativo y en su construcción dramática—, sin verse enredado en una maraña de falsedades que seguramente rechazaría de plano si no le llegaran envueltas en la extraordinaria capacidad de fascinar característica de las imágenes. De hecho, salvo honrosas excepciones, entre ellas El gran combate (Cheyenne Autumn, 1964), de John Ford, hubo que esperar hasta finales de los años sesenta para que directores como Ralph Nelson o Arthur Penn se plantearan el rodaje de Soldado Azul (Blue Soldier, 1970) y Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970), respectivamente, películas que se esforzaban por presentar la otra cara de la supuesta epopeya. Porque incluso en aquella espléndida crítica y autocrítica de los tópicos del género que había sido la obra maestra del propio Ford, El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), donde un periodista pronuncia la famosa y lúcida frase de que “en el Oeste, cuando la leyenda se materializa en hechos, hay que imprimir la leyenda” —que era precisamente lo que había hecho el propio Ford a lo largo de su carrera como cineasta—, se observa con toda claridad la simpatía que siente éste por Tom Doniphon, el pionero noble pero apegado a su rifle que interpreta John Wayne, frente a la nueva legalidad representada por el abogado Ransom Stoddard (James Stewart) y que conducirá a una supuesta democracia, más moderna pero llena de enredos y trapisondas. 3.10. Determinación del universo de valores Esa digresión a propósito de uno de los géneros más genuinamente cinematográficos, pero que podría aplicarse también, mutatis mutandis, a otros muchos, viene al hilo de lo que proponemos como último paso del método de análisis de producciones audiovisuales. Si nuestra hipótesis de trabajo es cierta, y el espectador re-conoce lo que se le presenta en una pantalla por su analogía con lo que conoce a partir de la vida real o de otras producciones vistas anteriormente, es razonable pensar que cuanto le llega a través de la fascinación 82 y estimulación emotiva de las imágenes y los argumentos podrá repercutir de manera directa o indirecta sobre su visión de esos hechos o de otros similares, de sus interrelaciones y posibles conflictos en la realidad. Con otras palabras, el cine y sus derivados poseen una enorme capacidad de configurar subrepticiamente mentalidades, transmitiendo visiones del mundo — ideologías— y puntos de vista sobre los hechos más dispares, porque presentan como ficciones o juegos unos simulacros que en el fondo extraen su poder de persuasión de su parecido con la realidad e impulsan a verter sus consecuencias sobre ésta. Sin necesidad de remitirnos a las producciones directamente propagandísticas que los gobiernos de todo el mundo —autoritarios, pero también considerados democráticos: piénsese en las películas de exaltación bélica de la Segunda Guerra Mundial, transmutadas luego en las de la llamada guerra fría y que extendieron sus tentáculos hasta Vietnam, por no hablar de otros conflictos más cercanos en el tiempo— fabricaron con entusiasmo en la medida de sus posibilidades, cualquier producción audiovisual refleja necesariamente, y transmite, aun al margen de la voluntad de sus creadores, una determinada concepción del mundo, de las relaciones humanas, de los estados de cosas existentes en cada momento. Lo que llamamos universo de valores, tanto en general como en cada circunstancia concreta. Es el espectador el que, conociendo ya los entresijos de la obra que ha analizado y después de haber desentrañado su posible sentido, debe comparar esos valores con los suyos, con sus convicciones al respecto, y decidir si coinciden, si las modifican porque le han enseñado o animado a reflexionar sobre algo que desconocía, o si le parecen rechazables y no está dispuesto a aceptarlos por muy atractivo o apasionante que sea el vehículo con el que se los han transmitido. Si dijimos que hasta el sexto paso del método era posible una cierta objetividad contrastable, y que a partir de éste iban introduciéndose cada vez más en el análisis elementos subjetivos, no habrá que subrayar que este décimo paso es absolutamente personal y nadie está autorizado a imponer pautas sobre él, porque sería lo mismo que hacerlo dogmáticamente sobre el mundo que nos rodea. Cada adulto aportará sus puntos de vista y extraerá sus propias conclusiones. Es posible, sin embargo, que con los espectadores más jóvenes se pueda ejercer cierta labor pedagógica, empleando el universo de valores detectado en una producción audiovisual determinada como elemento comparativo con los que están empezando a forjarse ellos o incluso con los que se les puede proponer que adopten como propios. Porque hemos indicado ya que, pese a su aparente complejidad, el método propuesto podrá ponerse en práctica con personas de edades muy diferentes, siempre que se adapten los distintos pasos a la capacidad de comprensión de cada uno. Por experiencia sabemos que con niños pequeños es posible jugar a 83 desmontar anuncios, por ejemplo, con la misma fruición con que descomponen pieza a pieza los juguetes que más les gustan, para saber cómo están hechos. Precisamente el concepto de truco es el más útil y el que mejor suscita su complicidad: el plano, la iluminación, los movimientos de cámara y todos los demás elementos pueden ser presentados como trucos que simulan una apariencia de realidad que es preciso desvelar, en la seguridad de que muy pronto el niño —acostumbrado a contemplar audiovisuales desde muy pequeño, a través de la televisión, el ordenador, los videojuegos y los dispositivos móviles, y particularmente intuitivo en este campo— desbordará la gradación de ideas que pensábamos proponerle para pedir más y avanzar con más rapidez, seguridad y placer de lo que en principio imaginamos. El simple hecho de explicar a un niño qué es un plano y pedirle que localice entre los anuncios que va a ver durante un fin de semana, por ejemplo, aquél que tenga mayor número de ellos, hará que adopte una actitud radicalmente distinta de la del puro espectador pasivo: habrá empezado a desarrollar una postura crítica, distanciada del contenido seductor de los anuncios, y a disfrutar con ella, disponiéndose a dar los nuevos pasos que le propongamos. En el caso de los jóvenes y adultos, aparte de dosificar de distintas maneras la complejidad de casa paso y el encadenamiento de unos y otros, podrá ser de utilidad ampliar el campo de visión analítica y enmarcar los diez pasos del método ya expuesto en un esquema que abarca también otros aspectos y que describimos a continuación. 1 Lo demostró muy bien una niña que miraba distraídamente la televisión mientras jugaba. En la pantalla, dos conocidos presentadores de informativos anunciaban algún obtuso producto financiero. Cuando acabaron, la niña comentó sorprendida: “¡Qué telediario más cortito!”. 2 Frente a esa simultaneidad histórica y a la extensión planetaria de sus producciones audiovisuales, resultan parciales, si no abiertamente manipuladoras, las quejas de quienes lamentan que una cinematografía como la española vuelva la vista con cierta regularidad y a través de diferentes géneros hacia un pasado propio tan reciente y decisivo como, por ejemplo, la Guerra Civil y sus consecuencias sobre la vida actual de los espectadores. 84 CAPÍTULO IV Hacia una visión integral de la obra Hasta ahora hemos fijado nuestra atención en los aspectos más técnicos del análisis audiovisual, tratando siempre de escrutar y desmontar las analogías para descubrir el sentido de lo que transmiten. Pero con ello se ha subrayado el carácter defensivo de ese análisis, su utilidad para ponernos a cubierto, en la medida de lo posible, de manipulaciones emocionales, intelectuales e ideológicas. Y es evidente que la comunicación audiovisual tiene también una dimensión placentera, gratificante, estética —con independencia de que la vieja denominación del cine como séptimo arte sea adecuada o no—, que no se debe ignorar, sino todo lo contrario. De ahí que ofrezcamos ahora un esquema de trabajo que, incorporando siquiera sintéticamente todo lo anterior, se abra a otros elementos y operaciones susceptibles de ayudar a la autodefensa, pero sobre todo útiles para propiciar e intensificar el disfrute al que todo espectador tiene derecho cuando se dispone a contemplar una producción audiovisual. 4.1. Visionado en continuidad Los soportes digitales permiten saltar rápidamente y a voluntad de un momento de la obra a otro, evitando los inconvenientes del arrastre de las viejas cintas de vídeo magnético o de las moviolas y los proyectores, profesionales o domésticos. Hay estudiosos que sugieren aprovechar esa ventaja para proponer análisis de fragmentos previamente seleccionados de una producción audiovisual determinada (BERGALA, 2007). Creemos, por el contrario, que el primer paso de cualquier estudio ha de ser la contemplación íntegra, sin interrupciones y en las mejores condiciones técnicas —silencio, oscuridad, buen sonido, pantalla del mayor tamaño posible—, de la obra en cuestión. Para conocerla tal cual es; para dejarnos llevar, en una primera inmersión, por su potencial fascinador; para que afloren unas intuiciones que pueden ser de gran utilidad en una fase posterior, y para decidir con autonomía si nos merece la pena adentrarnos en un análisis más profundo. Porque en este campo no hay planteamiento menos pedagógico que obligar a alguien a estudiar una película que le desagrada o no le interesa en absoluto, como se hizo a veces con la literatura o la música, proponiendo obras alejadas de los centros de atención de los alumnos, con lo que solo se conseguía 85 enemistarlos con ellas quizá para siempre. Por eso mismo es recomendable enfrentarse a una película con la menor cantidad de prejuicios, ni positivos ni negativos. Una cosa es explicar previamente, de modo somero, los motivos por los que proponemos la contemplación de una obra, y otra muy distinta despedazarla de antemano, destrozar su argumento, anticipar cuestiones que solo tendrán sentido una vez vista y otras prácticas heredadas de la vieja tradición cineclubista. Hay que defender a ultranza el derecho del espectador a sumergirse limpiamente en la obra, que tiempo habrá de estudiar a fondo sus características. Si la propuesta de un método de análisis implica de algún modo enfrentar al destinatario con la comunicación audiovisual, hacer de su aplicación un trabajo frío y árido que acabe distanciándolo de esa forma de expresión, poco se habrá conseguido. Muy diferente es la discusión sobre si el hecho de desmenuzar una obra, aislar sus componentes, buscar las razones por las que nos produce unos efectos determinados y demás procesos que venimos exponiendo impide el disfrute posterior de la misma. Hay quienes sostienen que una vez que conocen los entresijos de la construcción de una película les resulta imposible olvidar esa especie de carpintería interior y gozar de ella en profundidad. Opinión respetable, sin duda, y difícil de rebatir, pero que a nuestro juicio se basa en una actitud pasiva y demasiado ingenua ante la comunicación audiovisual: se acepta la fascinación que produce, con todas sus ventajas y satisfacciones, pero se rechaza salir de ella para adoptar una actitud reflexiva y crítica, manteniendo la ilusión del engaño más allá del acto de la contemplación. Por el contrario, entre las personas acostumbradas a analizar de algún modo lo que ven, abundan las que consideran que es posible beneficiarse de los dos procesos: contemplar con placer, reflexionar con la mayor precisión que se pueda, para luego olvidar momentáneamente y a voluntad lo que se ha aprendido, sumergirse de nuevo en la obra ya conocida y disfrutar de ella aún más intensamente, puesto que se sabe cómo está construida y se admiran más y mejor los momentos que nos hacen reír, las situaciones que nos emocionan, etcétera. 4.2. Reconocimiento de signos Aquí entraría en acción todo lo que hemos expuesto sobre la primera parte del método de análisis, aislando previamente —ahora sí— el fragmento o fragmentos que nos parezcan más interesantes, más representativos del conjunto o más estimulantes para proceder a su desmontaje sistemático y tan exhaustivo como sea posible, en función del grupo de personas con el que trabajemos. Al hacerlo así, permitimos además que todos los participantes intervengan en la selección, implicándose más en la tarea, en vez de imponerles desde fuera y casi con carácter autoritario el fragmento que previamente hemos decidido analizar. Una 86 vía intermedia puede consistir en proponer alguno que consideramos más interesante y abrir la posibilidad de hacer lo mismo con los que sugiera el grupo. Dado que resulta materialmente imposible la aplicación del método completo al conjunto de una película de largometraje o de una serie, conviene en cualquier caso que la selección sea tan ajustada como para poder utilizar los fragmentos elegidos a modo de modelos reducidos del conjunto de la obra, y extrapolar a ésta las conclusiones que hayamos obtenido en la detección de signos. Ni que decir tiene que esta operación exigirá el visionado del fragmento y hasta del conjunto cuantas veces sean necesarias para dominarlos al máximo. 4.3. Determinación de la estructura Reconocidos los signos, establecida su función significativa y su articulación a través del montaje y las mezclas, es posible estudiar ahora su organización interna en términos de sucesión temporal, tratando de distinguir en ella grandes bloques narrativos o partes, secuencias y escenas, para mejor comprender su estructura. Aquí cobran sentido, y es preciso determinarlo, las elipsis, los saltos adelante o atrás, las acciones supuestamente paralelas y otros recursos que contribuyen a dar a la obra su forma definitiva, que es de nuevo algo más que la simple suma de los elementos que la componen. A efectos terminológicos, aunque no siempre hay acuerdo entre distintos autores o escuelas, suele llamarse escena al conjunto de planos que mantienen una continuidad temporal dentro de un mismo espacio, y secuencia al conjunto de escenas con unidad dramática de acción, sin interrupciones narrativas ni temáticas. Aunque también es cierto que se suele llamar plano secuencia a aquél que contiene, sin cortes y a veces con diversos movimientos de cámara, una situación completa, desarrollada en un escenario único. Y que adopta el nombre de plano máster cuando se introducen en él otros de menor escala para explicitar determinados detalles dentro de la misma secuencia. Esas distinciones, que se utilizan preferentemente al elaborar el guión técnico —en especial las de secuencia, escena y plano—, son útiles a la hora de seleccionar los fragmentos más adecuados para el análisis en profundidad, pero también para hacerse una idea precisa del conjunto al que nos enfrentamos. Aunque se han publicado estudios muy valiosos sobre el asunto (BALLÓ y PÉREZ, 1997, entre otros), no nos parece posible determinar cuántas estructuras diferentes pueden existir. Las más extendidas son las que se apoyan en los conceptos clásicos de planteamiento, nudo y desenlace; en los cinco actos característicos de la tragedia griega; en la narración en gradación ascendente hasta un punto de máxima tensión o clímax, y la posterior descendente, por lo general más rápida y breve, o anticlímax, que a su vez puede hacer volver el relato a una situación similar a la inicial, con lo que se tendrá una estructura circular; en el esquema igualmente conocido de un protagonista o héroe que 87 recibe o se traza a sí mismo una misión como objetivo y para llegar a él ha de resolver conflictos y superar obstáculos enfrentándose a distintos adversarios y pudiendo contar en ocasiones con la ayuda de aliados, y otras muchas variantes siempre abiertas a modificaciones y rupturas. Se trata, no obstante, de detectar la organización interna de la obra que estamos estudiando para mejorar nuestra comprensión de la misma, y no de empeñarse en encajarla de grado o por la fuerza en alguno de los esquemas existentes, productos muchas veces de una obsesión categorizadora puramente formalista y de escasa utilidad práctica en términos de conocimiento1. Más allá de los grandes títulos mil veces analizados desde esta perspectiva, un caso particularmente ilustrativo de la idea de organización material del relato es la película de Nikita Mihalkov, Ojos negros (Oci ciorne, 1987), con guión del propio director, en colaboración con Alexander Adabashian y Suso Cecchi d’Amico, inspirado en algunos relatos cortos de Anton Chejov, entre ellos La dama del perrito. En ella, Romano Patroni, un arquitecto italiano de principios del siglo XX, casado con una mujer rica y agobiado por los constantes reproches de su suegra debido a su indolencia y sus mentiras, decide partir de viaje hacia la remota aldea rusa de Sisoiev, en busca del amor que cree sentir por Anna, una joven a la que ha conocido en un sanatorio donde él se había refugiado pretextando una enfermedad inexistente y que se muestra especialmente crédula ante sus historias. Romano está tan acostumbrado a mentir con tal de salir adelante, que cuando supera los enormes obstáculos que se oponen a la consecución de su objetivo —con la ayuda de pequeños aliados en su mayoría inesperados—, encuentra por fin a la muchacha y ella le reconoce que también está enamorada de él, es incapaz de confesarle la verdad a su esposa y lo echa todo por la borda en un instante de indecisión. Acabará de camarero a punto de ser despedido en un barco que realiza cruceros de placer por el Mediterráneo y donde al principio del argumento había conocido a un viajero ya mayor y muy modesto, cuya tenacidad le ha permitido conquistar a la mujer de sus sueños… que resulta ser precisamente Anna. Esa aventura anti-heroica, que es a la vez una película de viajes con final infeliz, una historia de amor inconclusa y un relato circular que acaba exactamente donde había comenzado, se constituye al mismo tiempo en formidable reflexión sobre los estragos de la mentira como forma de convivencia social y, por ende, en lúcida crítica del ambiente imperante en la Unión Soviética muy poco antes del derrumbe de un régimen que había prometido la igualdad universal y acabó inventando, mentira tras mentira, unas maldades tan monstruosas como las de su eterno enemigo, el capitalismo. El filme de Mihalkov, hermoso en sus formas y de muy fácil seguimiento y comprensión, puede servir de modelo, entre otros muchos posibles, para un análisis que pretenda remontarse desde la materialidad de los signos a la amplitud de sus significados más estimulantes. 88 Igualmente esclarecedoras y más explícitas aún son aquellas estructuras narrativas en las que el protagonista emprende una compleja tarea de búsqueda de una verdad determinada y acaba descubriendo exactamente lo contrario de lo que creía al principio, con la consiguiente y dramática transformación de sus convicciones. Son ejemplares en este sentido películas como las del cineasta greco-francés Costa-Gavras, Desaparecido (Missing, 1981) y La caja de música (Music Box, 1989). En la primera, un ciudadano estadounidense notablemente conservador, cuyo hijo ha desaparecido en Chile tras el golpe de Estado de Pinochet, se traslada a aquel país y tras una incansable investigación tiene que admitir que ha sido asesinado por los golpistas y que éstos han contado, además, con el asesoramiento y apoyo de los Estados Unidos, en cuya limpieza democrática había creído sinceramente hasta entonces. En La caja de música es una hija abogada, también estadounidense, la que emprende con pasión la defensa de su padre, otro ciudadano normal y ya anciano a quien se acusa de pronto de haber cometido grandes atrocidades en su Hungría natal bajo el régimen nazi. La joven estudiará todos los documentos y testimonios disponibles, convencida de su inocencia, se desplazará a aquel país para entrevistarse con algunos supervivientes… y tendrá que admitir finalmente, destrozada por el dolor, la culpabilidad de su progenitor. Muy ilustrativas del papel ejemplificador de las estructuras narrativas como forma de proponer al espectador un aumento del conocimiento de determinadas realidades sociales e incluso una modificación de sus convicciones al respecto, empleando para ello estilos muy diferentes, pueden ser asimismo obras como las que componen las filmografías del británico Ken Loach, los belgas Luc y JeanPierre Dardenne, los italianos Paolo y Vittorio Taviani o los españoles Montxo Armendáriz, Iciar Bollaín y Patricia Ferreira, entre otros muchos. Esta última, por ejemplo, propuso en Sé quién eres (2000), su primer largometraje cinematográfico tras una larga carrera como documentalista en televisión, una experiencia muy sugestiva: la de una profesional de la medicina que debe tratar a un enfermo, afectado por un síndrome que le impide recordar hechos recientes y que parece consecuencia de un trauma violento. Cuando tras una paciente y tenaz investigación descubre —y descubrimos con ella— que la causa fue su participación en uno de los atentados con los que la ultraderecha española trató de abortar la transición a la democracia, Sé quién eres se convierte al mismo tiempo en una reflexión sobre ese período de nuestra historia reciente, cuyos aspectos más oscuros tienden a ser olvidados consciente o inconscientemente. Y así, los espectadores llegamos a saber un poco más quiénes somos. La misma directora volvería años después, con igual inteligencia y sensibilidad —esta vez sobre un guión escrito con Virginia Yagüe en lugar de Inés París y Daniela Féjerman, coautoras del anterior— sobre la memoria histórica de nuestro país en Para que no me olvides (2005), donde un anciano reconoce haber vivido 89 siempre bajo la presión de los acontecimientos de la Guerra Civil y trata de traspasar su legado emocional e intelectual a un nieto particularmente receptivo pero a quien el destino reserva un final cruel e inesperado. Películas como éstas son las que hacen comprender lo dramática que es la situación de las cinematografías que, como la española, no podrán sobrevivir sin una protección que cada vez se les niega con más encono. 4.4. Lectura argumental Al tiempo que se establece la estructura de la obra analizada se puede llevar a cabo la lectura argumental de la misma, puesto que aquella operación no es sino la formalización o abstracción generalizadora de ésta. Pero conviene tener en cuenta los datos precisos que integran el relato, para llegar desde el qué ocurre hasta una primera aproximación al qué dice y cómo lo dice, sin perder de vista que sería erróneo y daría lugar a equívocos el afán de aislar entre sí y por completo cada uno de esos vectores. En síntesis, este paso es equivalente al número 6 del método general expuesto en el capítulo anterior. 4.5. Contextualización Dada la analogía existente entre las imágenes y los sonidos cinematográficos y las realidades que representan o pueden representar, es necesario poner de nuevo en relación la obra que hemos contemplado con las situaciones reales que se le asemejan, tanto en términos argumentales como sobre todo conceptuales. Y a estos efectos, tanto da que tales analogías, manifiestas o latentes, sean o nos parezcan voluntarias o involuntarias por parte de quien las ha creado, siempre que no forcemos la interpretación de los signos hasta hacer que coincidan con nuestras pretensiones. 4.5.1. Conceptual Cuando en una película contemplamos, por ejemplo, una lucha por el poder, deberemos preguntarnos si se está refiriendo argumentalmente a un conflicto real, y en ese caso, qué postura adopta ante él, pero también cuál es la actitud general que se desprende de ella ante los enfrentamientos por el poder en general y ante el hecho mismo del poder, para decidir si coincide con nuestra opinión, la modifica o debemos rechazarla, al margen de que la película en sí nos interese más o menos desde cualquier otro punto de vista. Esa triple referencia —a la realidad a la que se remite la obra, en su caso, a los conceptos contenidos en ésta y a su significación política e ideológica— nos permitirá situarnos con autonomía ante la película en cuestión, superando las fascinación inicial que podría llevarnos a asumir ideas con las que no estamos de acuerdo, y nos ayudará a evitar cualquier tipo de manipulación —insistamos: 90 pretendida o no— a este respecto. Hemos utilizado el ejemplo del poder, pero es obvio que lo mismo debe aplicarse a cualquier otro tipo de relaciones humanas cuyas circunstancias resulten relevantes para nosotros: las de género, sociales, de explotación económica, laboral o de otro carácter, familiares, raciales, bélicas y violentas en general, y un largo etcétera que, con las prioridades que establezca cada uno, conformarán eso que llamamos ideología, visión o concepción del mundo y que, se quiera o no, está inevitablemente presente en cualquier representación audiovisual que asuma formas reconocibles. Y siempre teniendo muy en cuenta que ésta no es, no puede ser jamás, una reproducción fidedigna de lo real, aunque lo parezca, sino siempre una re-creación y por lo general una interpretación, desde una perspectiva y unos intereses que el espectador debe poder detectar. Sobre el problema de la intencionalidad o no de un autor al plantear una ficción determinada que al final acaba remitiendo, por ejemplo, a una estructura de relato de carácter universal, hay un caso particularmente curioso y muy conocido, que merece ser citado aquí. Es el de E.T. (E.T. The Extraterrestrial, 1982), de Steven Spielberg. La historia de un ser de otro mundo que baja a éste, aparece en una especie de cobertizo/portal, es bien recibido por los niños y con desconfianza u hostilidad por los adultos, realiza varios milagros, sufre persecución, muere, resucita y acaba subiendo al cielo, no sin antes decir a sus fieles: “Sed buenos… Me voy, pero estaré aquí”, mientras signa con su dedo iluminado la frente del niño protagonista. Éste le pide que se quede, sus amigos se resignan como él a observar compungidos la ascensión en una nave espacial, y los mayores tienen que admitir que se habían equivocado al no acoger a tan enigmático personaje como merecía. No hemos podido constatar si Spielberg fue consciente o no de estar realizando una versión futurista y galáctica de los relatos evangélicos, pero sería sin duda preferible lo segundo. En cualquier caso, esa similitud de fondo, estructural, podría explicar al menos en parte el inmenso éxito de la película en medios culturales donde el cristianismo ha marcado su impronta durante siglos. Y ello a pesar de que uno de los grandes retos asumidos por el cineasta de modo voluntario y hasta con cierta arrogancia consistió en hacer que una figura construida expresamente con la forma más repulsiva posible para cualquier ser humano —viscosa, asimétrica, desproporcionada, retráctil— fuese adorada por niños y mayores de casi todo el mundo2. 4.5.2. Histórica Mención aparte merece también, y es de especial interés para la enseñanza, el caso específico de las películas llamadas históricas. Aquéllas que pretenden recoger en términos de ficción acontecimientos realmente ocurridos o ambientes 91 de épocas pasadas de los que tenemos noticia por otras fuentes no audiovisuales. Sometidas a análisis como los que estamos proponiendo, pueden ser de gran utilidad en el aula y en muy diferentes niveles, siempre que los alumnos tengan claro de qué tipo de obra se trata. Sin una aproximación previa como tal producción audiovisual, su uso dará lugar a equívocos y a una comprensión muy limitada y aun distorsionada del hecho, figura o período de que se trate. Y esto, no solo porque su materialización en imágenes y sonidos suele depender sobre todo de factores como la espectacularidad, comercialidad o en el mejor de los casos autoría personal, más que de supuesta fidelidad, sino porque la comprobación de ésta depende en gran medida de la comparación con otras fuentes cuya validez absoluta suelen poner en cuestión, por lo demás, los propios historiadores. Nadie sostiene ya que un documento determinado, unas actas o cualquier otro escrito, sean infalibles. Pero, como apuntábamos al principio, en éstos es notoria la existencia de un mediador, unos procedimientos y unos códigos concretos, mientras que el audiovisual da una falsa impresión de realidad y tiende a confundir al espectador. Además, según las características de cada obra, los responsables de la decoración, ambientación y dirección artística en general harán más hincapié en la suntuosidad o, por el contrario, en la sobriedad de los escenarios que presentan, guiándose por parámetros y opciones estéticas que poco o nada tienen que ver con esa hipotética realidad a la que dice estar refiriéndose el espectáculo en cuestión. Ejemplos sobrados hay de lo uno y lo otro a lo largo de la historia del cine como para no asombrarnos al contemplar que de un mismo hecho o personaje histórico existen versiones radicalmente contrapuestas en películas que aseguran estar basadas en ellos y haber contado con prestigiosos asesores en la materia. Como muestra, citaremos el caso de Juana de Arco, figura controvertida donde las haya, inspiradora de movimientos ultranacionalistas y modelo también de compromisos revolucionarios hasta la inmolación, víctima de la intransigencia eclesiástica y rebelde creyente de buena fe, guerrera feroz contra los invasores de su tierra y adalid mesiánica empeñada en proclamar, en nombre de su dios, a un rey que no lo merecía… De ella se han conservado las actas del siniestro proceso que la envió a la hoguera en 1431, así como del que supuso su rehabilitación veinticinco años más tarde y casi cinco siglos antes de que la misma Iglesia que la condenó la proclamara santa. A partir de esos documentos y de otros datos en principio también fidedignos, se han realizado hasta ahora en cine más de doce largometrajes —algunos, de directores tan célebres como Cecil B. DeMille, Carl Th. Dreyer, Victor Fleming, Roberto Rossellini, Robert Bresson, Otto Preminger o Jacques Rivette—, amén de un sinfín de cortometrajes, series y otras producciones para televisión. Un estudio pormenorizado de esas películas, y no solo de cómo están tratados en 92 ellas los datos de partida, sino también y sobre todo de la manera de abordar la figura y su período histórico en el terreno estrictamente audiovisual, arrojaría constataciones muy útiles sobre cuanto venimos exponiendo y de manera especial para el uso del cine de carácter histórico en la enseñanza. Salta a la vista, por ejemplo, el brutal contraste que existe entre el absoluto ascetismo visual con el que se acercaron a esa figura y a su tiempo Dreyer y Bresson —uno en la época muda (La pasión de Juana de Arco [La passion de Jeanne d’Arc], 1928) y otro dando una importancia capital a los diálogos (El proceso de Juana de Arco [Procès de Jeanne d’Arc], 1961), en una línea que ya había ensayado Preminger en Santa Juana (Saint Joan, 1957), apoyándose en la pieza teatral homónima de Bernard Shaw— y el espectáculo colorista y relamido que organizó Victor Fleming en torno a una protagonista interpretada por Ingrid Bergman (Juana de Arco [Joan of Arc], 1948). Antes de llegar al desenfreno exhibido más recientemente por Luc Besson, que convierte a la doncella de Orleans en poco menos que una histérica vociferante entre absurdos alardes efectistas, en la coproducción franco-estadounidense Juana de Arco (Jean d’Arc / The Messenger. The Story of Joan of Arc, 1999). Pero es que, además, cuando la propia Ingrid Bergman encarnó dos veces seguidas al mismo personaje —la ya citada de Fleming y otra dirigida por Roberto Rossellini, Juana de Arco en la hoguera (Giovanna d’Arco al rogo, 1954) —, los resultados no pudieron ser más dispares, pasando en solo unos años de la heroicidad simplista de la producción hollywoodiense al misticismo exacerbado del maestro del neorrealismo, que previamente había puesto en escena teatral el oratorio del mismo título de Paul Claudel, con música de Arthur Honegger, y lo llevó a la pantalla ante la insistencia de la actriz, que entonces era su pareja. Por si faltaba algo para demostrar la extraordinaria versatilidad del cine al hacer prácticamente cualquier cosa a partir de un hecho o figura histórica documentados —no digamos ya cuando la falta de referencias precisas permite que vuele la imaginación de guionistas y directores, que parecen presentar como acontecimientos más o menos auténticos lo que no son sino legítimos productos de su invención—, en 1935 el director alemán Gustav Ucicky realizó una versión de la vida y muerte de la joven, Juana la doncella (Das Mädchen Johanna), de inconfundible inspiración nazi, aprovechando las aspiraciones alemanas a ocupar la región de Lorena y poniendo la lucha y el sacrificio de la protagonista al servicio de una concepción política contemporánea y fuera por completo de su contexto histórico. Y en 1970, todavía bajo régimen soviético, el cineasta ruso Gleb Panfilov utilizó esa figura histórica como referente del empeño de una joven trabajadora por escapar de tal condición haciéndose actriz, en El debut (Natchalo). Nada extraño, por otra parte, ya que el primer cineasta que se había acercado a su figura en términos de largometraje, Cecil B. DeMille, situó el arranque y el desenlace de su Juana, la mujer (Joan the Woman, 1916) en plena Primera 93 Guerra Mundial, es decir, en un conflicto rigurosamente contemporáneo con la producción de la película, que se convertía así, bajo la forma de un gran flashback, en una especie de banderín de enganche bélico o cuando menos en una exaltación del heroísmo de quienes combatían en unas trincheras reales, a partir de una manipulación interesada de la Historia. Como es lógico, las creaciones de corte documental pueden arrojar mucha luz sobre el momento o período histórico al que se refieran. Contempladas con las cautelas que venimos formulando a propósito de su veracidad, y sin olvidar que constituyen siempre una interpretación, no una reproducción fidedigna, son de gran utilidad para el análisis del contexto en que se han creado o al que se refieren. Y no necesariamente de forma aislada, sino también estudiadas por conjuntos, aunque en origen no tuvieran relación entre sí. En otro lugar3 hemos intentado conectar —que no comparar, lo cual sería absurdo—, como acercamiento a la transición española a la democracia, tres documentales excepcionales, realizados antes, durante y después de la muerte del dictador: Queridísimos verdugos (1973), de Basilio Martín Patino; El desencanto (1976), de Jaime Chávarri, y Función de noche (1981), de Josefina Molina. Sin hacer alusión expresa a ese momento histórico, y utilizando procedimientos y estilos muy diferentes, esos tres análisis de la pena de muerte, la desmitificación de la familia tradicional y la situación de la mujer bajo el franquismo, respectivamente, parten de situaciones y personajes realmente existentes para, con sus testimonios, iluminar de manera extraordinaria el tránsito colectivo desde una forma de sociedad dictatorial a otra que se soñaba democrática sin saber todavía muy bien en qué podía consistir tal cosa. Esa extraordinaria variedad de enfoques y resultados nos impulsa a referirnos siquiera brevemente a la posible utilidad del cine para el estudio de esa disciplina. Tras mucho tiempo de desdén académico frente a la validez de las películas como fuente de información, o al menos de interpretación, de unos años a esta parte han empezado a proliferar las tesis doctorales y otras investigaciones que cuentan con ellas —así como con la fotografía, valorada por fin también como documento de carácter histórico—, aun con todas las cautelas necesarias, a tenor de lo que venimos exponiendo sobre la inevitable subjetividad de la toma y la organización de imágenes con sensación de movimiento. No cabe duda de que, enfocado en sus justos términos y relativizando siempre cualquier aparente objetividad, el cine tanto documental como de ficción puede aportar puntos de vista y reflexiones de interés para el estudio de la Historia, ya sea en su conjunto o bien a propósito de determinados períodos, figuras o acontecimientos. Siempre que al utilizarlo, y muy especialmente al hacerlo en términos de divulgación o complemento de otro tipo de documentación, se subrayen los aspectos relativos al lenguaje, más que los que se refieren al contenido informativo en sí. Y no solo a efectos didácticos sobre las características de la forma de expresión audiovisual, sino como precaución frente 94 a la tantas veces aludida capacidad de fascinación que poseen las imágenes. 4.5.3. Política En cuanto a la posible significación política de una producción audiovisual determinada, se ha llegado a decir, a modo de exageración retórica pero no exenta de razón, que las películas de ficción realizadas en España durante la dictadura franquista, y de modo especial las de carácter popular o comercial, aportan más información —si se leen adecuadamente— sobre la realidad de aquellos años que muchos documentales o programas informativos y sobre todo que el noticiario oficial, Noticiarios y Documentales (No-Do), con el que el propio régimen trató de vender, hacia dentro y hacia fuera del país, una imagen a todas luces interesada, parcial y propagandística. La comparación detallada entre los títulos más representativos de aquel cine de ficción y la visión ofrecida por el No-Do arroja luz, no solo sobre la sociedad a la que se refieren unos y otro de tan distintas maneras, sino sobre el papel de la imagen misma como conformadora de la mentalidad dominante. Máxime si se tiene en cuenta que la llegada de la televisión a España, en 1956, vendría a prolongar durante muchos años aquella visión oficial, y que hasta entonces, las únicas imágenes móviles que los españoles habían podido contemplar sobre ellos mismos habían sido precisamente las ofrecidas por un organismo como el NoDo, creado por el régimen a imitación del noticiario UFA (Universum Film AG) de la Alemania hitleriana o el del Istituto LUCE (L’Unione Cinematografica Educativa) de la Italia de Mussolini, y con unas intenciones y objetivos muy similares4. En un contexto diferente, pero esclarecedor también sobre el sentido que puede adquirir una película histórica según el contexto en que se sitúe su producción, merece la pena aludir al conflicto suscitado en torno a la obra de Pilar Miró, El crimen de Cuenca (1979). Centrado en las consecuencias de un grave error judicial producido en el término de Osa de la Vega en 1910, perfectamente documentado y reconocido años más tarde por una sentencia de aquella Audiencia Provincial, el filme fue denunciado por el Ministerio de Cultura en plena transición a la democracia —cuando la censura franquista había sido ya abolida por la Constitución de 1978—, secuestrado y su directora procesada por un tribunal militar, bajo la acusación de injurias a la Guardia Civil, por las que se le pidieron hasta seis años de cárcel. El detonante de tales actuaciones represivas —anuladas después, como era previsible, pero no sin mediar una amplia movilización informativa y social— fueron unas escenas en las que se veía a integrantes de ese cuerpo armado torturando a dos campesinos para hacerles confesar un asesinato que no habían cometido. Lo más llamativo es que, en las condiciones políticas dominantes en España cuando se presentó la película, y la crispación provocada por diversas acusaciones sobre casos de tortura contemporáneos, tuvieron más peso esas 95 imágenes concretas —muy explícitas y de gran verismo, pero breves y realizadas, naturalmente, a base de efectos de maquillaje y otros trucos sencillos— que las duras acusaciones que se desprendían del conjunto contra las actuaciones de la judicatura, la Iglesia católica o el caciquismo imperante en amplias zonas del país a principios de siglo y cuya influencia no había desaparecido por completo. Un nuevo ejemplo del impacto emocional que puede producir el cine, mucho más allá de lo que parecería razonable, y que acabó reduciendo la película de Pilar Miró a la categoría de una anécdota provocadora y desdibujando quizá para siempre sus innegables valores como tal creación cinematográfica. La propia directora se quejaba entonces del efecto negativo de aquellos acontecimientos irracionales sobre su obra: “Mi miedo es que ya la han destrozado, que todo el mundo irá a verla con los ojos manipulados, irán a ver la película del escándalo, la película de las torturas”. Y muchos años después seguía lamentándose en el mismo sentido: “Lo que ocurrió con El crimen de Cuenca es como si tienes un niño, y le dan una paliza y te lo dejan sentado en un silloncito para toda la vida. Y después te preguntan: “Oiga, este niño, ¿estaba sano?”. Y tú sabes que estaba sanísimo, pero ya no puedes hacer nada”5. 4.6. Información complementaria En este momento del estudio, y para nuestros fines específicos, es de gran utilidad dar entrada asimismo a una serie de datos externos a la obra, que antes habrían podido condicionar en exceso el análisis pero que ahora contribuyen a profundizarlo, a esclarecer aspectos oscuros o ambiguos, siempre que se valoren adecuadamente y no se les conceda un valor dogmático que no poseen. Entre las fuentes de información externa que pueden resultar útiles figuran, además de las referidas al contexto real, de las que ya hemos hablado, las que tienen que ver con el proceso de producción de la película, con la trayectoria de su autor o autores, con la evolución del cine mismo y sus diferentes géneros, con la recepción que ha tenido la obra en distintos ámbitos y, en general, con cuanto ayude a comprender mejor su sentido y captar sus posibles valores. 4.6.1. Sobre las condiciones de producción Se ha discutido con frecuencia si los datos relacionados con la producción de una película deben influir o no a la hora de contemplarla, y hay expertos que proponen comenzar por ellos cualquier estudio riguroso. Evidentemente, la película es tal como aparece en pantalla y nada más, con independencia de los factores internos o externos que hayan influido en su realización. No tendría sentido justificar sus carencias por problemas presupuestarios o por conflictos surgidos durante el rodaje, por ejemplo, ya que lo único que podemos evaluar es su resultado como tal obra acabada y autónoma. Salvo en casos de cortes de 96 censura o de montaje final impuesto al autor contra su voluntad, en los que habría que recuperar si fuera posible la integridad perdida, lo demás son justificaciones quizá bienintencionadas, pero que no pueden modificar ya el estado definitivo, que es al que se enfrenta el espectador. Además, muchas informaciones relacionadas con el proceso de producción, tanto durante el rodaje como en el momento del estreno, responden a operaciones publicitarias de gran alcance, en las que las empresas cinematográficas tienen amplia experiencia y que en la mayoría de las ocasiones solo contribuyen a distorsionar la recepción de la obra. Tanto por exceso como por defecto: la ostentación de gastos multimillonarios es tan falaz como la de una hipotética economía de medios, que intenta hacer de cualquier ensayo de aficionados una pequeña joya de austeridad presuntamente independiente. El espectador hará bien en prescindir en lo posible de esas maniobras al enfrentarse a la película, aunque después puedan resultarle útiles para aclarar algún aspecto. 4.6.2. Sobre los autores Algo similar puede decirse de las entrevistas concedidas por los directores e intérpretes a diferentes medios, los documentos que figuran como extras en las ediciones en dvd, los conocidos making-of y otros materiales complementarios. Aparte de su carácter muchas veces promocional, es indudable que pueden aportar información de interés, pero no deben condicionar la interpretación del resultado. Está bien conocer las intenciones de aquéllos sobre el conjunto de la película o a propósito de algún pasaje, pero lo que podemos estudiar es lo que aparece de hecho en la pantalla, con independencia de la voluntad de quienes lo han creado. Un cierto fetichismo hacia la figura del autor —concepto difundido con gran fortuna por cierta crítica especializada a partir de los años cincuenta—, que en bastantes ocasiones no pasa de ser el coordinador técnico y artístico de un amplio equipo de profesionales, ha llevado en muchas ocasiones a mitificar sus declaraciones, convirtiéndolas casi en criterio de interpretación, cuando en realidad son poco más que eso, pura formulación de intenciones, que pueden materializarse o no en lo que al final contemplamos en la pantalla. Distinto es el caso del conocimiento previo de la filmografía de un director. Y no nos referimos a la simple enumeración de sus obras, ni pretendemos que una de ellas no se entienda sin las demás, ni renunciamos a creer que una película es lo que es: un producto acabado y autosuficiente, con independencia de las que la hayan precedido. Pero nos parece indiscutible que cuando un espectador ha analizado, o por lo menos contemplado con interés esas producciones anteriores, está en mejores condiciones para reconocer los rasgos generales que conforman la obra de ese creador, su manera de utilizar unos recursos u otros, de afrontar el hecho audiovisual, las posibles constantes temáticas o estilísticas, que permiten 97 profundizar más en cada nueva obra. 4.6.3. Sobre la historia del medio En estrecha relación con ello están las informaciones relativas al papel que desempeña una película determinada, no ya en la trayectoria de sus autores, sino en la evolución global de la cinematografía. Con especial referencia a su hipotético carácter innovador, en general o en algún aspecto concreto. Pero también por su adscripción a un género que sirva de marco de referencia —ya sea porque asuma sus códigos o porque intente modificarlos—, y sobre todo porque se plantea aquí uno de los grandes problemas que en su momento dejamos abiertos: la utilización de signos no estrictamente analógicos sino convencionales, producto de la evolución misma del lenguaje cinematográfico. Unos signos que al principio pudieron desconcertar a los destinatarios, pero que con el tiempo y el uso se han ido incorporando a un acervo de recursos y posibilidades expresivas prácticamente inagotable, en constante evolución y nunca cerrado del todo, que conviene conocer para aprovecharlo mejor. Ésta es, a nuestro juicio, la mayor utilidad práctica del estudio de la historia del cine. Frente a la mera erudición vacía o a la acumulación memorística e indiscriminada de datos que hoy están al alcance de cualquiera, se trata de comprender en profundidad la extraordinaria evolución que ha experimentado esta forma de comunicación en ciento veinte años de existencia, incorporando sin cesar nuevos signos y experimentando nuevas formas. Si se puede situar adecuadamente una película en el contexto histórico, como en el geográfico, social y político en que se ha desarrollado su producción, estaremos sin duda en mejores condiciones de valorarla como merece, de obtener de ella nuevas oportunidades de conocimiento y placer, así como de evitar todos esos engaños comerciales que con tanta frecuencia se esconden tras la presentación de cualquier obra reciente como la más moderna, renovadora o incluso rompedora de cuantas se han estrenado en los últimos tiempos. No estará de más, tampoco, revisar con frecuencia esa perspectiva histórica global para deshacer o por lo menos no dejarse influir por demasiados supuestos mitos que en su momento se presumía iban a revolucionar la forma de expresión cinematográfica y pasados algunos años quedaron en agua de borrajas. La relación de ellos sería prolija, interminable y poco práctica para el análisis actual, pero sería significativo volver a este respecto, por ejemplo, sobre la valoración de algunas películas y aun del conjunto del cine realizado en España durante la Segunda República o en el bando leal al gobierno legítimo ya durante la Guerra Civil, que a finales del franquismo fueron exaltadas por una parte de la crítica progresista, hastiada de la visión exclusiva ofrecida por los vencedores, pero que al contemplarlas hoy muestran considerables limitaciones, son abiertamente populistas —en el peor sentido— o demasiado sentimentales. 98 4.6.4. Sobre las fuentes Otros datos de interés surgen de la procedencia material de la película que se va a analizar: si se trata de un guión original, si es del propio director o de un profesional que ha colaborado o no con él en otras ocasiones, o que posee una trayectoria reconocible como escritor cinematográfico, o si estamos ante una adaptación al cine de un texto anterior, novela, pieza teatral o de cualquier otra naturaleza. En este último caso, bastante frecuente, porque no se puede negar que el cine ha bebido abundantemente de esas formas de expresión anteriores, ya prestigiadas desde el punto de vista cultural o prometedoras de un éxito comercial, conviene distinguir al menos tres variantes muy diferentes, que llamaremos ilustración, adaptación y versión. No para comparar la película con el texto original, operación absurda además de estéril, porque se trata de dos lenguajes sustancialmente distintos, sino para enriquecer nuestro estudio de la primera con el conocimiento de la fuente de la que surgió. 4.6.4.1. Entendemos como ilustración el resultado de limitarse a poner imágenes a un escrito preexistente, por afán de fidelidad mal entendida, por exceso de respeto formal o simplemente por beneficiarse de su popularidad sin demasiado esfuerzo. Empeño inútil, condenado al fracaso de antemano por la imposibilidad de mantener una correspondencia creíble y fluida entre las palabras y las imágenes que deben materializarlas, y sin embargo repetido con demasiada frecuencia, sobre todo en producciones convencionales para televisión. 4.6.4.2. La adaptación cinematográfica sería una auténtica traducción en profundidad al lenguaje audiovisual de lo que se supone que es el sentido genuino del original literario. Se trata, en síntesis, de que la película diga con sus términos específicos lo que la obra previa decía con palabras, que es la máxima fidelidad a la que el cine puede aspirar. Requiere, por supuesto, un dominio excepcional de los dos lenguajes y no poca modestia de parte de los autores, que aceptan difuminarse tras el resultado, renunciando en parte a su impronta personal para convertirse en transmisores de algo previo por otros medios. A pesar de ello, esta técnica ha dado lugar a bastantes películas de gran interés, entre las que nos atreveríamos a citar, como un ejemplo entre otros, la adaptación realizada en 1984 por el director Mario Camus y sus coguionistas Manuel Matji y Antonio Larreta de la novela de Miguel Delibes, Los santos inocentes. Aun teniendo que condensar varios personajes y capítulos —libros, los llama el escritor—, la película conserva admirablemente lo sustancial del texto, y a la vez contiene varios hallazgos cinematográficos muy notables que aportan extraordinaria visibilidad a aquél. Destaca la inserción intercalada de cinco momentos posteriores a la acción central, cuando los dos personajes jóvenes han abandonado ya la tierra donde se ha desarrollado la tragedia, de modo que lo 99 que podría haber sido algo parecido a un dramón rural como los que proliferaron en el cine español de los años cuarenta y cincuenta adquiere una sorprendente contemporaneidad, muestra las consecuencias inmediatas de una situación social terrible sobre los citados jóvenes y permite que se acerquen a la película generaciones que en su mayoría no han conocido tan patéticas circunstancias, convertidas así en intemporales. Además, detalles como la utilización en los títulos de crédito de una fotografía del grupo familiar que, en una especie de proceso de revelado, se va quemando y ennegreciendo, anuncia mejor que ningún otro signo el hecho de que no va a tratarse de una película de alambicados equilibrios sociológicos y supuesta neutralidad, sino de un planteamiento tan drástico y duro como señala el título original: si los protagonistas son santos inocentes, es porque hay unos malditos culpables, que son los amos de la finca y sus ayudantes-vicarios. En una de las secuencias más brillantes, el personaje de Azarías, disminuido psíquico, es observado con repugnancia por la marquesa dueña del cortijo mientras abona torpemente unas plantas; cuando Régula, hermana de aquél, le pide que se levante, el hombre queda enmarcado por la reja de la cancela que separa la casa de los señoritos de la choza de los campesinos, como si estuviera enjaulado, que es precisamente lo que desearía o podría imaginar la señora. Esa cancela, que en el libro se cita de pasada, aparece en numerosas ocasiones en el filme, con funciones muy diferentes, que hacen de ella casi un personaje más en el contexto argumental. Lo mismo puede decirse de las distancias físicas entre personajes, que materializan la jerarquía imperante: los inocentes nunca se acercan demasiado a los amos; cuando Paco el Bajo acude a quejarse al patrón de su cuñado Azarías porque lo ha despedido, éste marca el territorio desde arriba, con su mirada desdeñosa y autoritaria, y Paco queda como hundido en la pendiente oscura de la ladera, aceptando con total sumisión su derrota. Y de manera muy especial, cuando el despótico señorito Iván exige a Paco que se desplace hasta donde está él, pese a hallarse imposibilitado porque se ha roto una pierna por su culpa, y después lo deja plantado sin más, ante la mirada atónita, lúcida y resignada de Régula, el espectador vive la enorme tensión del momento gracias a esa sabia utilización del espacio y las distancias. Ejemplos similares podrían citarse casi indefinidamente, porque se trata de una obra magistral por muchos conceptos. En cambio, cuando Mario Camus decide respetar al máximo algunas descripciones del texto, el resultado es desconcertante y parece poco verosímil. El lector no tiene ningún problema en admitir el extraordinario sentido del olfato de Paco, capaz de detectar la presencia de su cuñado antes de que aparezca, o de seguir a cuatro patas el rastro de un pájaro herido por la escopeta de su señorito. Aunque la metáfora del perro es en sí misma muy potente y efectiva, se hace sin embargo muy difícil aceptar las grandes distancias físicas con que la película refleja esas habilidades. Una nueva muestra de que la fidelidad literal no 100 es garantía de eficacia. 4.6.4.3. En cuanto a la versión personal, tiene lugar cuando un cineasta toma los elementos que le resultan más atractivos de una obra preexistente, y suele reconocerlo en los títulos de crédito con fórmulas como inspirada en o similares, pero los traslada a su universo creativo, sin preocuparse tanto por la fidelidad como por construir una obra propia, más allá de las posibles similitudes o diferencias. También este filón, perfectamente legítimo, ha sido fructífero a lo largo de la historia del cine, ofreciendo muestras tan diferentes como la Tristana (1970) de Luis Buñuel, a partir de la novela de Benito Pérez Galdós, o la Muerte en Venecia (1971) de Luchino Visconti, sobre la obra homónima de Thomas Mann. Aunque en este último caso podría haber ocurrido también que las coincidencias de todo tipo existentes entre escritor y cineasta hicieran de la película una creación genuinamente viscontiniana y a la vez una notable adaptación del original. En su particular versión de Tristana, con un guión escrito en colaboración con Julio Alejandro, Buñuel prescinde de la estructura epistolar de la novela, pero acepta el planteamiento, aunque trasladando la acción a Toledo por motivos personales y de producción, al tiempo que consigue que Fernando Rey sea el perfecto Don Lope Garrido. Sin embargo, modifica drásticamente el desenlace, haciendo que la Triste Ana, que en el texto había aceptado resignadamente la convivencia con el hombre que la mancilló, reaccione en la película con gran virulencia ante su desgracia y contribuya a matarlo, abriendo a la noche de intensa nevada la ventana de la habitación donde agoniza sin asistencia médica, porque ella ha simulado una llamada telefónica a un doctor, que no ha llegado a realizar. Vengándose con ello, por cierto, de la cantidad de veces en que don Lope le expuso sentenciosamente frases hermosas, que luego contradecía de modo palmario con sus actitudes. Buñuel lleva con claridad a un terreno muy distinto el desarrollo de la novela y lo integra en su propio universo visual y mental. Piénsese, por ejemplo, en el extraordinario partido que obtiene de la amputación de la pierna de la protagonista, para hacer girar en torno a ella todo un abanico de alusiones fetichistas relacionadas con el pie y los zapatos, y otros guiños de parecida índole, sin alterar por ello el tono en general naturalista de su película. Algo que sin duda había aprendido durante su etapa mexicana, en la que debió rodar por razones de supervivencia numerosos melodramas de aspecto superficial, que él supo cargar de matices y detalles de su cosecha, permitiendo una segunda lectura más suculenta, sin perder por eso el carácter popular de cada obra. Hay, además, momentos deslumbrantes desde el punto de vista cinematográfico. Si uno de los ejes del relato es, como hemos apuntado, la profunda hipocresía de Don Lope, que blasona de caballero de grandes principios y es un vulgar acosador de jovencitas y aun de mujeres casadas, Buñuel lo desnuda desde el comienzo, usando para ello la continuidad del plano, sin 101 montaje. Así, cuando piropea a una modistilla que lo desprecia6, y tras un ligero movimiento de cámara lo vemos saludar con exagerada cortesía a una dama respetable. O cuando entra en casa y sorprende a Tristana arrodillada limpiando de manera compulsiva la mancha que ella misma ha provocado, al dejar caer un líquido blanco, en un acto fallido nítidamente freudiano, y le exige que se levante, argumentando que ella no está allí para servir… Lo que no obsta para que, instantes después y de nuevo en el mismo plano, acepte complacido que se ponga de rodillas ante él para cambiarle los zapatos de calle por unas zapatillas cargadas también de significación. Estamos por tanto, a partir de Pérez Galdós, en un mundo inconfundiblemente buñueliano, aunque se trate de una de sus películas más naturalistas y lineales, sobre cuyos méritos cinematográficos podríamos extendernos también indefinidamente. Por lo que se refiere a Luchino Visconti y su Muerte en Venecia, en la que colaboró como guionista Nicola Badalucco, el primer cambio notable es el de la profesión del protagonista, de escritor a compositor, lo que permite dar entrada a la música de Gustav Mahler como un elemento constitutivo y esencial de la película. A la vez que se suprime la narración en primera persona, objetivándola y sustituyendo lo imprescindible de ella por varias exclamaciones solitarias y desesperadas de Gustav von Aschenbach y por las discusiones de éste con su amigo Alfried, presentadas mediante varios flash-backs que fueron en su momento objeto de ásperos reproches. Es cierto que su contenido resulta demasiado esquemático en la caracterización de dos formas opuestas de entender el arte, pero cabe preguntarse si, sin esas conversaciones, el espectador podría llegar a comprender que ése es precisamente el núcleo temático de la película. Por lo demás, Visconti hace plenamente suyo el planteamiento de Thomas Mann al narrar la destrucción psicológica, moral y hasta física de un artista que ha consagrado su vida a la búsqueda de la belleza y tropieza de pronto con ella, pero bajo una forma —la de un adolescente enigmático— que la hace absolutamente inaccesible por razones muy diferentes. De ahí el uso de largos y suntuosos movimientos de cámara para mostrar el desconcierto del personaje en el extraño ambiente al que ha ido a parar, o la ya citada utilización del zoom para captar los matices de su rostro en momentos decisivos, o bien presentarlo aislado entre el bullicio que lo rodea. Un prodigio de expresividad con un gran despliegue de recursos visuales y sonoros al servicio de un conflicto de profundidad casi metafísica. Y que el cineasta, utilizando una obra ajena, hace suyo y lo integra en perfecta continuidad con otras creaciones de su etapa de madurez, desde El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), también sobre un texto previo, en este caso de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969), hasta El inocente (L’innocente, 1976), basado en Gabriele d’Annunzio7, pasando por 102 aquella otra maravilla, quizá menos celebrada, que fue Confidencias (Gruppo di famiglia in un interno, 1974), con un guión original, elaborado con dos de sus colaboradores habituales, Enrico Medioli y Suso Cecchi d’Amico. Años de investigaciones sobre las relaciones entre el cine y la literatura arrojan material más que suficiente como para reflexionar con provecho sobre este aspecto concreto, del que aquí nos interesa especialmente el análisis de los procedimientos por los que un cineasta convierte en imágenes y sonidos lo expresado por otro creador con palabras. 4.6.5. Sobre la recepción crítica Por lo que se refiere tanto a los datos materiales de recepción de cada película como a los juicios que emite sobre ella la crítica especializada, el punto de vista que mantenemos es parecido: resultan útiles para situarnos ante lo que vamos a ver, pero también pueden distorsionar gravemente nuestra percepción. A nadie se le oculta la función publicitaria que desempeña la difusión de los datos de rendimientos en taquilla, los premios obtenidos u otras circunstancias favorables, como tampoco la dimensión inevitablemente promocional que adquieren los comentarios positivos emitidos por especialistas, sobre todo si gozan de cierto prestigio y de la confianza previa de sus destinatarios. Desgraciadamente, la crítica de cine, que siempre tuvo que hacer frente a la presión de los intereses comerciales por muy diferentes procedimientos, ha iniciado en los últimos tiempos una doble deriva que le resta credibilidad e importancia cultural. Por una parte, la creciente tendencia de los medios de comunicación a la brevedad y el impacto inmediato —al parecer porque cada vez se lee menos, pero también porque cada vez se ofrece menos que leer— convierte sus intervenciones en poco más que simples gacetillas favorables o no a la obra comentada, y tampoco demasiado informativas, cuando no a la simple asignación de unas calificaciones numéricas, como si de ejercicios de gimnasia rítmica o saltos de trampolín se tratase. Por otra parte, la mayoría de los especialistas en el análisis con fundamento se han refugiado en publicaciones de muy escasa difusión, y sobre todo en el uso de un lenguaje críptico y autorreferente que cada vez los aleja más de un público que en principio podría estar interesado en sus aportaciones reflexivas sobre una película de interés. Algo que ocurre también con otras formas de expresión cultural, como las artes plásticas contemporáneas, pero que, como trataremos de demostrar más adelante, en el caso del cine adquiere una relevancia muy particular. Hubo un tiempo en que el distribuidor de una película a escala nacional o el exhibidor local compraban literalmente la opinión del crítico que publicaba sus comentarios en un medio sometido ya de por sí a la inversión publicitaria de aquéllos. Tales métodos, no exclusivos del cine, ni muchos menos, han dado 103 paso a otros nuevos y más refinados. Entre ellos destacan la emisión de supuestas informaciones televisuales sobre estrenos, que en realidad son publicidad encubierta, o la curiosa forma de distribuir las críticas en los consejos de redacción de algunas revistas más o menos vinculadas a algún grupo productor o distribuidor: si la película en cuestión es de la casa, se encomienda el comentario al crítico que tenga una opinión más favorable; si es de la competencia, el encargo va a parar al más opuesto a ella. Así queda formalmente salvaguardada la honestidad del profesional, pero el lector sufrirá de nuevo las consecuencias del complejo entramado de intereses que pesa sobre el espectáculo cinematográfico, que en la actualidad parece abocado, además, a una crisis de proporciones desconocidas: caída en picado de la asistencia a las salas y, en consecuencia, de la dimensión colectiva en la recepción del espectáculo cinematográfico, a la vez que aumenta en progresión geométrica el descontrol de la difusión de películas a través de la Red, lo que atomiza su contemplación, descontextualizándolas por completo y fomentando aún más la ausencia de confrontación o debate. Aparte, claro está, del daño económico generado a las empresas productoras y en especial a las de pequeño o mediano tamaño, que encuentran cada vez más dificultades para amortizar sus obras y poder emprender nuevos proyectos. 4.7. Lectura de sentido Con la información recabada a través de todas esas fuentes y con los sucesivos desmontajes y recomposiciones que venimos proponiendo, estaremos en las mejores condiciones para determinar el sentido o sentidos que a nuestro juicio adquiere la obra objeto de análisis. Y para valorar su coherencia interna, que es uno de los criterios más fiables a la hora de calificar una producción audiovisual, su capacidad comunicativa, sus aportaciones innovadoras, su validez, en suma, como tal creación. Sin olvidar que lo que llamamos sentido será siempre una síntesis de lo que la propia obra contiene y de las circunstancias que condicionan su recepción por quien la contempla. Y que corresponde a éste el derecho irrenunciable de someterlo al juicio de sus propias convicciones, en los términos que ya hemos expuesto. También es posible, desde luego, que la parte objetiva de ese sentido varíe con el tiempo, con el cambio de las circunstancias exteriores o con la evolución del medio mismo, por lo que títulos considerados fundamentales en su momento pierdan cualquier otro interés que el puramente historicista y películas que en su día pasaron desapercibidas sean objeto de uno de esos redescubrimientos que tanto gustan a cierta crítica. Sea como fuere, el espectador debe ser capaz de evaluar por sí mismo la importancia que para él tienen unas producciones audiovisuales determinadas, dejándose ilustrar pero no condicionar por esas fuentes de información complementaria y otras posibles. Por fortuna, la Red permite acceder hoy con 104 relativa facilidad a documentos, estudios y opiniones que antes resultaban ilocalizables, aunque también es cierto que el frenesí interesado por hacernos consumir nuevos productos de manera constante limita considerablemente las posibilidades de reflexión serena y está reduciendo el audiovisual —televisivo, desde luego, pero también cinematográfico— a la categoría de un producto comercial más de usar y tirar. Para contrarrestar esa tendencia absurda, y pensando de nuevo en una posible aplicación pedagógica del cine, puede ser muy útil recuperar ciertos títulos clásicos y ofrecerlos a la contemplación de grupos de espectadores jóvenes, que encontrarán en ellos aspectos insospechados, podrán someterlos a lecturas frescas, alejadas del fetichismo cinéfilo tradicional, a la vez que se les ayuda a descubrir la continuidad y progresión constante que alientan en el seno de un medio de expresión con una ya larga historia detrás, aunque para muchos de ellos represente el colmo de la novedad recién inventada. Si la elección de los títulos es acertada y la contextualización correcta, se producirán hallazgos muy significativos. Citaremos, a título de ejemplo, la experiencia realizada hace ya algunos años al proyectar la famosa comedia de Billy Wilder Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1958) a espectadores de entre doce y catorce años. Aparte de comprobar que se reían con frecuencia y de buen grado, resultó que les parecía plenamente actual, salvo tres elementos que la mayoría de ellos coincidieron en afirmar que la hacían parecer más vieja y que cambiarían si pudieran: el blanco y negro por el color, la música de jazz por otra más moderna, y la prohibición de consumir alcohol por la de las drogas. En lo demás, la peripecia de esos dos pobres diablos, Joe y Jerry —Tony Curtis y Jack Lemmon—, músicos de poca monta que se ven obligados a simular lo que no son para poder sobrevivir, primero al paro y después a la violencia gangsteril del Chicago de finales de los años veinte, introduciéndose en una espiral de fingimientos disparatados hasta llegar al desenlace más lúcidamente absurdo de la historia del cine (“No puedo casarme contigo: ¡Soy un hombre!”, le grita Jerry, desesperado, al rico heredero Osgood Fielding III. “Bueno”, responde éste sin inmutarse, “nadie es perfecto”), fue para los jóvenes espectadores muy estimulante y digna de análisis. Porque, aparte de la sorpresa que representó para ellos el que una película tan antigua abordase con sencillez y sin aspavientos un tema relacionado con el travestismo, resultó que el fantástico argumento urdido por Wilder con su coguionista I.A.L. Diamond les pareció perfecto para reflexionar críticamente sobre la simulación como forma de aparentar lo que no se es en la vida cotidiana. O para ver en la relación entre los personajes de Curtis y Lemmon los defectos de una pareja convencional, en el que el primero ejerce de macho dominante y egoísta y el segundo de esposa sumisa y sacrificada. En dura competencia, además, por atraer la atención de una Sugar Kane Kowalski — Marilyn Monroe— que ejemplifica como nadie el papel de la perdedora, 105 marginada pero decidida a salir adelante a toda costa, empleando si hiciera falta los mismos trucos dudosos que sus compañeros de aventuras, aunque sin su malicia y con la mayor ingenuidad. La prodigiosa secuencia en que Joe trata de seducir a Sugar en un yate que pretende que es suyo después de haberle endosado a Jerry la penosa misión de entretener amorosamente al propietario, secuencia que contiene unos diálogos espléndidos y no pocas alusiones de doble sentido, dio pie, aparte de a grandes carcajadas, a interesantes apuntes sobre temas muy diversos. Entre ellos, la comparación de un humor lúcido, mordaz, que respeta la inteligencia del espectador invitándolo a pensar mientras ríe, con la degradación actual de un género que suele considerar comicidad la mera acumulación de bromas elementales, burdas cuando no soeces e indignas de cualquier espectáculo público, por rentable que pueda llegar a ser. Con lo que quedaba demostrado, además, que para este tipo de ejercicios de pensamiento más allá de la superficie de las imágenes no es imprescindible ni siquiera necesario recurrir a películas serias, sesudas, dramáticas. El humor al que nos venimos refiriendo —ese del que Billy Wilder decía, siguiendo las enseñanzas de su maestro Ernst Lubitsch, que consiste en mostrar al espectador dos y dos y dejar que sea él quien efectúe la suma— suele ser más eficaz para provocar intervenciones espontáneas y cambios de impresiones fructíferos, sin necesidad de aparentar trascendencia ni alejar así sin querer a un público para el que, guste o no, el cine y los medios audiovisuales son con frecuencia solo materia de entretenimiento. 4.8. Contrastación Precisamente por todo eso es de gran importancia que el análisis de un anuncio, un programa de televisión, una película o serie, tenga una dimensión colectiva. La posibilidad de extraer de una misma obra varias interpretaciones diferentes, tanto por lo que de subjetivo tiene esa tarea como por el carácter abierto de la mayoría de los signos que integran el objeto de estudio, anima a realizar análisis en grupo, compuesto a ser posible por personas con intereses, conocimientos y actitudes comunes, del que sin duda saldrán aportaciones enriquecedoras. Empezando por el hecho mismo de discutir a propósito de una producción audiovisual, y no ya de su argumento, sino de sus características como tal creación, que es algo muy poco frecuente a pesar de las horas que buena parte de los ciudadanos emplean cada día en recibir mensajes por ese medio. El debate fomentará saludablemente, por otra parte, el hábito de la crítica personal y, una vez más, no solo de los contenidos, sino también y sobre todo de las formas específicas de transmitirlos y del sentido que adquieren como resultado de una serie de operaciones imaginativas y técnicas cuya descripción y 106 funcionamiento suelen resultar atractivos para la mayoría de los interesados por estos medios. Por último, la apertura de sentido que venimos reconociendo a las producciones audiovisuales pone al analista a cubierto de toda tentación dogmática o excluyente, tan habitual en los juicios de valor que se hacen públicos a propósito de cualquier expresión cultural. La práctica del análisis compartido, que por sí misma aumenta las posibilidades de conocimiento individual, promueve actitudes de intercambio de puntos de vista y fomenta la tolerancia, ausente de tantos programas televisivos y, quizá por influencia de éstos, hasta en las conversaciones más informales, sean de niños, de adultos o entre unos y otros. 1 Esos esquemas narrativos admiten, por otra parte, un número casi infinito de variantes. En el del viaje, por ejemplo, caben desde la clásica road-movie hasta la que desarrollan Chema de la Peña y Gabriel Velázquez en la delicada Sud Express (2005), donde el tren que une Lisboa y París sirve de pretexto para engarzar hasta seis historias diferentes, de hondo contenido humano y social, cuyo conjunto adquiere, además, una significación más amplia y representativa. 2 De hecho, pudimos comprobar que era una de las pocas películas que los adultos aceptaban ver más de una vez, acudiendo repetidamente a una sala con el pretexto de que “a los niños les encanta”…, como si hicieran lo mismo con tantos otros títulos del gusto de los pequeños pero que a ellos no les dicen nada. 3 Volumen conmemorativo del 50º Aniversario de la Cátedra de Historia y Estética de la Universidad de Valladolid, en preparación. 4 Tanto sobre el cine popular del franquismo (HUERTA y PÉREZ MORÁN, 2012) como sobre el propio No-Do (RODRÍGUEZ TRANCHE y SÁNCHEZ-BIOSCA, 2000, entre otros) existen estudios pormenorizados que facilitan tan sugerente comparación. 5 Pueden verse una descripción y comentario tanto de la película como del conflicto provocado por aquella forma peculiar de censura en PÉREZ MILLÁN (2007, págs. 93-119). Y con abundante documentación y especial incidencia en los aspectos procesales y otros conexos, si bien con un enfoque diferente, en DÍEZ PUERTAS (2012). 6 Y que da pie a uno de esos guiños eróticos que citábamos: la muchacha le dice que es muy viejo y él replica ofendido con un enigmático “no tanto, no tanto que esté muerto al diablo”, que no se entenderá del todo hasta que él mismo intente tranquilizar a Tristana, que en una pesadilla ha visto su cabeza colgada como badajo de una campana, diciéndole: “Chillabas como si hubieras visto al diablo”. Que era exactamente lo que había ocurrido. 7 Para explicar la relación de su película con la obra original, Visconti hace constar en los títulos de crédito que es una libera riduzione del texto homónimo, mientras vemos cómo una mano, que por fuentes externas sabremos que es la suya, abre y hojea un viejo ejemplar de aquélla. 107 CAPÍTULO V Las dificultades de la alfabetización audiovisual Aunque laborioso sin duda, y exigente de tiempo y paciencia, el método más técnico que proponemos, ya que el segundo es una especie de ampliación del mismo para dar entrada a elementos ajenos a la obra en sí, puede convertirse con facilidad en una especie de juguete en manos de los niños, si se adapta a sus niveles de atención y comprensión, y de herramienta que se irá perfeccionando poco a poco en las de jóvenes y adultos. Es importante no empezar por la enumeración y aprendizaje de la terminología y los conceptos abstractos, que por sí mismos conforman una especie de jerga abstrusa que lastra el juego sin beneficio alguno, sino por el descubrimiento práctico de cada uno de los elementos que buscamos, antes de darles nombre y encajarlos en el esquema conceptual al que pertenecen. Y su aplicación es desde luego más fácil si se empieza por los anuncios y otras producciones de muy corta duración, para ir abordando poco a poco obras de mayores dimensiones, o fragmentos de las mismas seleccionados en función del interés común. 5.1. Individuales Queda dicho, sin embargo, que la primera dificultad a la que tiene que enfrentarse cualquier intento serio de alfabetización audiovisual consiste en que sus posibles destinatarios no sienten la necesidad de introducirse en ella, puesto que creen comprender los mensajes audiovisuales, cuando en realidad se limitan a reconocer lo que representan materialmente los signos que los constituyen. De ahí que propongamos la idea de truco como introductora a la tarea con los más pequeños, como forma divertida de desvelar lo que hay detrás de algo que parece otra cosa, y la forma en que está hecho en realidad. En cuanto a los mayores, el simple descubrimiento de las posibilidades expresivas que ofrece cada elemento suele ser acicate suficiente para aceptar una tarea en la que muy pronto adquirirán protagonismo, buscando nuevas formas y posibilidades, sin necesidad de estímulos exteriores por parte de quien empieza a actuar más como animador, como colaborador en una tarea atractiva, como compañero de juego y cómplice en el caso de los niños, que como profesor en 108 sentido estricto. 5.2. Profesionales La siguiente dificultad tiene que ver precisamente con la preparación previa de los docentes para abordar una tarea que hasta ahora ha sido marginada de los estudios regulares. Y que presenta dos vertientes indisociables, una objetiva y otra subjetiva. La primera es esa carencia de cauces normales para hacerse con unos conocimientos que, sin ser demasiado complejos, requieren una mínima sistematización y cierta práctica para conferir seguridad a quien ha de trabajar con personas que, especialmente en el caso de los niños, tienden a considerar el mundo audiovisual como algo propio, con el que están en contacto cotidiano desde que nacieron, y no siempre admiten de buen grado la injerencia de un adulto en ese ámbito1. Ahí reside el aspecto subjetivo de la dificultad: una cosa es enseñarles matemáticas o geografía, materias que en principio desconocen por completo y en las que el profesor trasvasa sus saberes hacia ellos con mayor o menor destreza, hasta conseguir su implicación en el proceso educativo, y otra muy distinta introducirse en este terreno resbaladizo, donde la mayoría de los niños han visto más películas y programas de televisión que el propio adulto, manejan los ordenadores, las consolas y otros artilugios con bastante más soltura y esperan, en todo caso, que éste les aporte diversión complementaria y no aridez académica. Justamente por eso, en este ensayo hemos renunciado de manera consciente a reflejar los numerosos debates teóricos sobre el lenguaje audiovisual y sus distintas alternativas, las terminologías más depuradas y las derivaciones de todo tipo que a lo largo de años de investigación y difusión se han ido añadiendo desde muy diversos puntos de vista. A riesgo de simplificar en exceso, hemos optado por desplegar lo que nos parece el instrumental básico para poner en marcha una alfabetización cada vez más necesaria, cuyas perspectivas podrán ir ampliándose sin límites a medida que se vayan dominando las fases elementales del proceso. Porque una de las causas de esta dificultad a la que venimos aludiendo radica probablemente en el hecho de que la teoría y la crítica de cine, como instancias más propicias para facilitar al enseñante el abordaje de una tarea relativamente nueva como es la alfabetización audiovisual, han ido alejando poco a poco su aparato conceptual y su terminología respecto de la vida cotidiana, de ese ras de tierra en el que tiene lugar la contemplación casi constante de películas, programas de televisión, imágenes digitales, etcétera. Si el cine sufrió en sus orígenes un indudable complejo de inferioridad frente a otras formas de expresión cultural con más tradición y prestigio, la reflexión sobre sus características y la crítica más ambiciosa experimentaron algo muy 109 parecido años más tarde y, en consecuencia, trataron de validarse hacia el exterior adoptando unos procedimientos de trabajo y unas formas de expresión demasiado alambicadas para el espectador medio, que las percibe como extraños conjuntos de saberes a los que es arduo y quizá estéril acercarse. Hay quien sostiene que la transposición, preferentemente en ámbitos académicos, de la metodología propia de la ya acreditada crítica literaria a la cinematográfica respondió en buena medida a ese afán de prestigiarse, de obtener un estatus de disciplina respetable entre tantas otras que la aventajaban en antigüedad y solidez. Por no hablar siquiera de las pretensiones apuntadas en distintos medios a lo largo de los años sesenta de alcanzar una crítica supuestamente científica, nada menos. Ni de las dificultades añadidas, en el caso español, por unas traducciones en algunos casos muy deficientes y obsesionadas con acuñar neologismos innecesarios en los textos fundacionales de las citadas teorías y en las discusiones entre las distintas tendencias. Sin negar las valiosas aportaciones producto de aquellas operaciones de maridaje interdisciplinar, como de otras tantas procedentes de la sociología, la estética o la filosofía, en su sentido más amplio, intentaremos demostrar que, porque el audiovisual y sus formas de consumo son en primera instancia materias sustancialmente diferentes de las que componen el corpus específico de aquéllas, la consecuencia más inmediata ha sido un alejamiento prácticamente absoluto de los espectadores respecto de esas instancias que podrían ayudarles a comprender mejor lo que consumen y a disfrutarlo sin sometimientos ni manipulaciones. 5.3. Institucionales Con todo, creemos que la mayor dificultad a la que tiene que enfrentarse, y con escasas posibilidades de éxito, la alfabetización audiovisual en nuestras sociedades es de carácter político. Ningún gobierno del mundo, con independencia de su orientación ideológica, negará la importancia de la alfabetización clásica, literaria, aunque en la práctica no haga lo necesario para implantarla. El motivo es claro: un ciudadano alfabetizado es mucho más útil desde diversos puntos de vista que otro analfabeto. En cambio, prácticamente ningún gobierno del mundo, sea del signo que sea, se propondrá la tarea de la alfabetización audiovisual tal como la proponemos, precisamente porque el ciudadano analfabeto en este campo, que además suele ignorar esa carencia, no es menos útil, sino más manejable y más fácil de manipular. Alfabetizarlo de verdad comporta el riesgo de despertar o aguzar su espíritu crítico frente al medio que más consume, por el que le llegan desde las noticias diarias hasta los modelos de comportamiento social, y es muy probable que después tienda a extender esa actitud a otras esferas de la vida cotidiana, con el consiguiente peligro para el poder establecido. 110 Es cierto que ha habido intentos de llevar el lenguaje audiovisual al ámbito escolar en distintos niveles. Ya a finales de los años sesenta se planteó en España la posibilidad de introducirlo en las últimas etapas del bachillerato e incluso llegó a publicarse algún libro sobre lenguaje del cine con un planteamiento específicamente didáctico (LAMET y otros, 1968). La iniciativa no fructificó y los sucesivos ministerios de Educación o de Cultura se limitaron a organizar esporádicamente cursos y otras actividades que se proponían acercar esos temas a los profesionales que lo desearan, sin otro soporte que la buena voluntad y sin proponerse, que sepamos, ir más allá de la pura actuación extraescolar o complementaria. En alguna de las innumerables reformas y contrarreformas educativas que se han sucedido incansablemente desde la recuperación de la democracia, llegó a experimentarse con la autorización de ciertas asignaturas relacionadas con la comunicación audiovisual, pero sin otro carácter que el puramente optativo, más como adorno de actualidad que como cuestión de fondo, y que serían eliminadas después con la misma facilidad2. En 2002, la colaboración entre los dos ministerios citados y Radiotelevisión Española dio pie a la creación de la serie documental Amar el cine, concebida como recurso didáctico y donde, con declaraciones de numerosos profesionales de las distintas especialidades —incluidos críticos e historiadores— y secuencias seleccionadas de películas importantes, se abordaban diversos aspectos de interés, pero siempre desde una perspectiva extraescolar y más atenta a satisfacer la curiosidad de los destinatarios por aspectos a la postre secundarios o epidérmicos que a profundizar en el sentido de los distintos procedimientos expresivos. En una línea parecida, el actual Ministerio de Educación, Cultura y Deporte ha creado en 2013 un premio a la “Alfabetización audiovisual” dirigido a centros docentes que impartan alguna de las enseñanzas oficiales desde primaria al grado medio de formación profesional y encaminado, según la convocatoria, a estimular la realización de actividades educativas en ese campo específico. No parece, sin embargo, que se trate de un primer paso hacia la implantación definitiva de la materia como parte básica del currículum escolar, que es lo que estamos proponiendo. Como no lo será, a tenor de las informaciones publicadas hasta el momento, la creación de una nueva asignatura llamada “Cultura artística, visual y audiovisual”, anunciada pocos meses después a bombo y platillo por el ministro del ramo en el marco de un festival de cine. Por lo pronto, lo de “audiovisual” suena a añadido oportunista, toda vez que hay que suponer que la cultura artística y visual venía impartiéndose en las aulas y bajo diversas formas desde tiempo inmemorial. Y si el objetivo es, como se ha afirmado, “que los chicos aprendan a amar las artes, desarrollen el gusto por el cine y no solo quieran ver películas en el ordenador […], que es bueno que aprendan la cultura audiovisual clásica”, queda claro que no se trata de proporcionar instrumentos para la lectura crítica de esos medios. 111 Algo parecido puede afirmarse a partir de lo tratado en la “Sesión informativa sobre políticas comunitarias de apoyo en el campo de la alfabetización mediática”, celebrada en el propio Ministerio en noviembre del mismo año y donde pudieron constatarse tanto la atomización de las experiencias en este campo como el voluntarismo de los enseñantes que las llevan a cabo, al mismo tiempo que la inanidad habitual de las comisiones de expertos de ámbito europeo, en materia de cultura al menos, burocratizadas al extremo y especializadas en gastar fondos públicos en estudios abstractos y recomendaciones vagas y en su mayoría inaplicables, o por lo menos ignoradas por las mismas autoridades que las encargaron. Una vez más, parece que se pretende incorporar al conjunto de conocimientos culturales más o menos superficiales algo relativamente nuevo, que dé impresión de modernidad, aunque con tanto retraso, y transmita la sensación de que el gobierno se interesa por un sector de la cultura y de las industrias culturales al que está castigando duramente con sus decisiones o su inactividad. En el mejor de los casos, esa iniciativa seguiría la senda de una de las experiencias más conocidas en este campo a escala internacional: la puesta en marcha en el año 2000 por los ministerios franceses de Educación y Cultura, cuyos titulares eran entonces Catherine Tasca y Jack Lang, de la llamada “Misión de la educación artística y la acción cultural”, o “Plan de cinco años”, donde el cine y su historia ocupaban una posición relevante. En los documentos que se han publicado a partir de ese ensayo (BERGALA, 2007), sus promotores se muestran razonablemente satisfechos, y no cabe duda de que se trata de una iniciativa de interés, que a nuestro juicio adolece, sin embargo, del mismo problema de partida que detectamos en prácticamente todos los proyectos similares, y que trataremos de exponer de forma sintética. 5.4. El problema fundamental Después de muchos años de dura pugna por abrirse un espacio propio entre las disciplinas culturalmente respetables, el cine parece venir disfrutando de ese reconocimiento desde hace varias décadas. Con mayor intensidad, por cierto, desde que la difusión masiva de la televisión hizo que ésta cargara con el sambenito de medio de comunicación vulgar y populachero —otra vez la dinámica eternamente recurrente desde la época de la linterna mágica— y aquél se beneficiara de la comparación adquiriendo un estatus más elevado y consolidando la antigua aspiración a verse tratado como un arte. Pudo ser casual, pero resulta significativo que cuando en España empezaba a extenderse la televisión se creara la primera institución universitaria dedicada al cine, aunque al margen de las carreras oficiales y con una orientación complementaria de otros estudios superiores: la Cátedra de Historia y Estética de la Cinematografía de la Universidad de Valladolid dio sus primeros pasos en 1962 112 y permanecería durante muchos años como un islote solitario en el panorama académico. Aparte, claro está, de las enseñanzas profesionales impartidas sucesivamente por el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, la Escuela Oficial de Cinematografía, el Instituto Oficial de Radio y Televisión, las facultades de Ciencias de la Información y más tarde las de Comunicación Audiovisual, así como distintas escuelas públicas entre las que sobresalen la de la Comunidad de Madrid (ECAM) o la de Cine y Audiovisual de Cataluña (ESCAC), diferentes centros de formación profesional en Imagen y Sonido y escuelas privadas de preparación para los oficios del cine y otros medios. Pero aquel logro indudable en la valoración social del cine se alcanzó a costa de un equívoco que ha alimentado la mayoría de los intentos más serios de extender su conocimiento entre los ciudadanos que contemplan de forma intensiva sus productos: pese a quien pese, el cine podrá ser o no un arte, pero desde luego no será un arte como las demás. Intentaremos explicarlo sin provocar la irritación de cuantos defienden, con razón, la importancia cultural de cada una de esas artes universalmente admitidas como tales. El desconocimiento del valor y las características de la música, por ejemplo, o de la pintura o de cualquiera de las demás especialidades consagradas, es sin duda una carencia grave, que priva a quien la padece del disfrute de las más altas conquistas estéticas de la humanidad en cada uno de esos campos. Y debe ser subsanada por todos los medios… Pero nada más, aunque no sea poco. En cambio, la ignorancia del funcionamiento, las formas de expresión y demás elementos constitutivos del lenguaje audiovisual, no solo limita el goce de la contemplación de sus productos, sino que deja al ciudadano completamente indefenso frente a esa formidable máquina de manipular ideas y emociones que es la imagen dotada de sensación de movimiento y que día a día recibimos por los más diversos canales. No ya acudiendo a una sala de cine —que era lo habitual cuando se acuñaron las expresiones del cine como arte, el séptimo arte o el arte total, a modo de compendio de las demás—, del mismo modo que se visita un museo o se acude a un concierto, sino en el ámbito doméstico, en el núcleo mismo de la vida cotidiana, desde el momento del nacimiento, y a muy temprana edad también en plena calle y en cualquier otro lugar, merced a los teléfonos llamados inteligentes, las tabletas y otros aparatos en constante evolución. Así, los programas educativos de distinto nivel a los que hemos aludido, y sospechamos que la mayoría de las valiosas iniciativas individuales y de grupos que se han atrevido a introducir el cine en el aula por cualquier vía a su alcance, comparten el problema de hacer hincapié en el placer de la contemplación de las obras —cuando no se limitan a aportar un cierto barniz cultural equiparable al que pueden proporcionar la música, la literatura o las artes plásticas tomadas 113 como simples complementos—, en la sugestiva historia del medio, en sus diferentes etapas, movimientos y escuelas, en sus autores más conocidos y creaciones más famosas. Desde el subtítulo de este trabajo hemos admitido sin ambages que el cine comparte con esas artes un objetivo que es el disfrute de sus creaciones, sean de aspecto documental o de ficción, que al mismo tiempo aportan determinados conocimientos y una visión del mundo que puede ser innovadora, original, crítica y provocadora de nuevos planteamientos. Pero tratándose de un medio que afecta a todas las esferas de la vida de los ciudadanos, ese disfrute no podría ser pleno si no ha pasado antes por el dominio de los mecanismos de autodefensa que esas mismas producciones exigen del destinatario, dada su capacidad de sugerir e imponer planteamientos ajenos a la voluntad de éste. Aun en los casos, o seguramente más aún en los casos, en que se presentan como espectáculos intrascendentes, puros productos de entretenimiento y de evasión de las realidades de la vida cotidiana. Quizá nadie haya reflejado con más lúcido sarcasmo el papel conformador de ese cine de entretenimiento frente a una realidad adversa que Woody Allen en una de sus mejores obras, La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985). En medio de una gran depresión económica y social, Cecilia, su protagonista, trata de conservar a duras penas un trabajo precario del que finalmente será despedida; lava ropa ajena para poder subsistir; tiene un marido en paro que la maltrata de distintas formas y en el fondo la desprecia; lleva una vida triste y gris que solo se ilumina cuando se adentra en la calidez de una sala de cine y contempla una y otra vez la misma película, observando embobada al actor que interpreta el papel de aventurero romántico. Hasta que, de pronto, éste abandona la pantalla y va a reunirse con su admiradora, acompañándola a la calle y proponiéndole un romance que desborda las expectativas y trastorna las convicciones morales de la mujer, animándola a romper por fin con su indeseable marido. Pero entonces aparece también el actor real que da vida al aventurero, se enfrenta con él para proteger su carrera, y éste vuelve al celuloide, donde la propia Cecilia descubrirá, asombrada, las falsedades en que se apoya la ficción cinematográfica3. Al final, engañada a un lado y otro de la pantalla, volverá a refugiarse sola en la vieja sala de cine y esbozará una enigmática sonrisa cuando Ginger Rogers y Fred Astaire bailen al compás del Cheek to Cheek en el musical de Mark Sandrich, Sombrero de copa (Top Hat, 1935). Por todos los argumentos que venimos esbozando nos parece de vital importancia el aprendizaje del lenguaje audiovisual como garantía mínima de poder adoptar actitudes autónomas frente a los mensajes de todo tipo que nos llegan por esa vía, sin dejar por eso de disfrutar con la contemplación y el conocimiento de películas y programas que nos resultan atractivos aunque no estemos de acuerdo con los puntos de vista que sustentan. Y conviene insistir en que ese aprendizaje no debe presentarse como el de una disciplina 114 particularmente compleja, llena de matizaciones y autorreferencias y provista de un aparato conceptual difícil de abarcar por cualquiera. No discutiremos el interés de las auténticas investigaciones, en este campo como en otros, ni negaremos la validez de sus conclusiones y la necesidad de sus constantes avances, que dotarán cada vez de más medios de comprensión y análisis a quienes opten por adentrarse en esos caminos desde cualquier perspectiva personal o profesional. Pero la situación actual es, a nuestro juicio, tan aguda, el analfabetismo audiovisual tan extendido y tan poco combatido, y la indefensión de los ciudadanos frente al uso intensivo de las imágenes por parte de todas las esferas del poder tan absoluta, que bastaría con poner en pie un proceso regular de difusión y discusión sistemática de los elementos básicos que configuran ese lenguaje para que se hubiera dado un paso de gigante en un territorio hasta ahora solo explorado por grupos entusiastas, prácticamente sin medios y sin el apoyo institucional que merecen. Exigir la entrada del lenguaje audiovisual en el currículum escolar de los alumnos españoles y en todas sus etapas es, en las circunstancias actuales, otra de esas utopías cuya inaccesibilidad llena de melancolía o de frustración a quienes se atreven a soñar con ellas. No solo porque los implacables recortes aplicados a la educación en estos últimos tiempos hacen impensable que se pueda dar esa entrada regular y sistemática a una nueva materia, sino porque exigiría una planificación a largo o por lo menos medio plazo que permitiera asegurar la necesaria preparación de los docentes que quisieran asumirla. Pero, sobre todo, porque dada la orientación casi exclusivamente utilitarista, por no decir mercantilista, que está adoptando la política educativa vigente en nuestro país, atenta solo a satisfacer las exigencias de ese Moloch implacable que llaman mercado, sería ilusorio pensar en la implantación de una disciplina cuyo primer resultado consiste en dotar a los ciudadanos de unos instrumentos críticos que le permitan defenderse de la manipulación instrumentalizada a través de los medios audiovisuales de comunicación. No obstante, debemos dejar constancia una vez más de la necesidad absoluta de llegar a disponer de una enseñanza regular del lenguaje audiovisual, al menos para que permanezca como una reivindicación largamente insatisfecha. Entre tanto, no tendremos más remedio que confiar en que sigan existiendo grupos dispuestos a iniciarse colectivamente en ese lenguaje, personas decididas a colaborar con ellos, ámbitos familiares en los que los mayores aprendan por sí mismos y estén en condiciones de ayudar a los más pequeños a avanzar, individuos que se animen a prepararse de modo autodidacta… A todos ellos quisiéramos que estas reflexiones les resultaran de alguna utilidad. Porque hoy se da otra circunstancia que puede ayudar en esas tareas. Si la lengua materna suele aprenderse en el seno de la familia y por el método del tanteo y el error —el niño se equivoca al reproducir algo que ha oído, quienes lo rodean corrigen sus fallos y él va perfeccionando progresivamente el dominio de 115 las palabras—, hasta ahora el lenguaje audiovisual no había podido aprenderse por una vía parecida, dado que el destinatario de los mensajes estaba condenado a ser eternamente receptor, solo espectador. No disponía del equipamiento necesario para convertirse en emisor ni siquiera a título privado o de prueba. Podía saber algo de los procedimientos expresivos, pero el alto coste de los equipos y otras dificultades técnicas le impedían comprobar por sí mismo la validez de lo que había aprendido. No necesariamente para llegar a ser emisor profesional, desde luego, pero sí para contrastar por la práctica lo intuido en teoría y mejorar sustancialmente su dominio de aquéllos. El audiovisual seguía siendo para la inmensa mayoría un lenguaje unidireccional, sin más feed-back que la información procedente de los resultados en taquilla o las mediciones de audiencia, las críticas y otras expresiones verbales aisladas, y sin posibilidad de ensayar alternativas, ni siquiera a efectos de aprendizaje. Pues bien, la popularización de dispositivos asequibles que permiten grabar imágenes y sonidos, editarlos y difundirlos por distintas vías, empezando por el propio grupo de convivencia, ha abierto un horizonte casi infinito de posibilidades en este campo. No para la profesionalización, insistimos, ni siquiera para dedicar a esa amena tarea más tiempo del razonable, sino para comprobar cómo se realizan las imágenes que nos fascinan, cómo se puede asimilar mejor los conocimientos adquiridos en esa materia, cómo se va estando poco a poco en condiciones de imitar primero, incorporar después al acervo propio e incluso modificar a voluntad elementos expresivos que han atraído nuestra atención al verlos en una pantalla. Un lenguaje cuyos rudimentos prácticos están por fin al alcance de la mano y son susceptibles de un desarrollo ilimitado. Una de las experiencias más apasionantes en las que hemos podido participar en este campo consistió en proponer a grupos de niños de entre diez y doce años que ideasen y realizasen en vídeo doméstico pequeños anuncios para promocionar la venta de objetos en sí mismos invendibles: piedrecitas de la orilla del río, hierbas silvestres o cualquier otro que se les pudiera ocurrir. Porque se trataba, entre otras cosas, de impedir el mimetismo que los impulsaría a repetir esquemas mil veces observados en los spots convencionales. El ingenio desplegado en cada equipo, primero para inventar motivos por los que vender el producto y después formas audiovisuales de hacerlo atractivo, deseable e incluso necesario para los posibles destinatarios, fue extraordinario, además de divertido y creativo. Pero, sobre todo, tuvo la consecuencia de inmunizar a los participantes frente a cualquier influencia publicitaria: nunca más darían credibilidad a ninguna proposición de ese tipo, porque ellos sabían muy bien cómo se las habían arreglado para estimular el deseo de adquirir cosas que podían conseguirse gratis sin el menor esfuerzo. 116 1 Recordando los tiempos en que una de las tareas características de la llamada animación a la lectura consistía en proponer a los niños que ilustrasen con dibujos el relato o fragmento que habían leído, hoy sería más útil el procedimiento inverso: describir con palabras lo que han visto y oído en un anuncio o secuencia breve, dado que parece cada vez más necesario fomentar la expresión verbal, al tiempo que se les anima a formalizar sus percepciones audiovisuales. 2 A pesar de lo limitado de esos estímulos, o al margen de ellos, han sido numerosas las experiencias emprendidas en centros de distinto nivel por grupos de profesores dispuestos a sacar adelante programas de iniciación al lenguaje cinematográfico y audiovisual. Basta teclear en cualquier buscador de la Red las palabras cine y escuela o cine y enseñanza, por ejemplo, para tener acceso a todo un arsenal de descripciones, materiales y esquemas de trabajo, resúmenes de resultados y otros documentos de gran utilidad. 3 Inolvidable, y a la vez extraordinariamente significativo, el momento en que Cecilia prueba una copa de champán dentro de la película y advierte a su amigo de que, aunque le cobren mucho por él, se trata de gaseosa; y aquel otro en que, después de ensayar un primer beso apasionado en la realidad, el aventurero pregunta a su pareja cuándo aparecerá el fundido en negro que oculte pudorosamente el resto de la escena. 117 CAPÍTULO VI Consideraciones finales Con el cine en declive como espectáculo colectivo y también como industria de producción en la mayoría de los países dependientes a estos efectos —que son casi todos—, la televisión haciendo frente como puede a la omnipresencia invasiva de la Red, y ésta transformando aceleradamente los hábitos de los espectadores/consumidores, el panorama audiovisual está inmerso en un proceso de cambio cuyos resultados son hoy imprevisibles. Pero que no disminuye, sino todo lo contrario, la urgencia de la alfabetización en este campo. 6.1. Sobre el cine Por lo que se refiere a la industria cinematográfica, el predominio abrumador de la estadounidense, más fuerte y combativa que nunca a la hora de imponer sus productos, y con ellos unos determinados gustos y preferencias a escala planetaria, está acorralando de forma quizás irreversible a las cinematografías nacionales que hasta ahora habían resistido a duras penas y a base de mecanismos proteccionistas más o menos discutidos, activados en función de lo que se ha llamado con acierto excepción cultural de las creaciones de esta índole frente a los productos puramente comerciales. Porque lo que está a punto de desaparecer con ellas no es una mera competencia mercantil, sino la posibilidad de que distintas colectividades nacionales o de otro tipo puedan ver proyectadas en una pantalla variadas expresiones de sus peculiaridades culturales, sociales, históricas y estéticas, o cuando menos situaciones que recojan algo cercano, no universal/homogéneo. El tan manido y controvertido concepto de globalización recupera aquí una denominación que nunca debió perder: la de imperialismo, cultural en este caso, pero reflejo nítido y representativo de todos los demás. Todas las cinematografías del mundo, incluida la estadounidense desde luego, pueden abordar de forma válida prácticamente cualquier tema, pero qué duda cabe de que entre nosotros interesarán mucho más, por diversos conceptos pero ante todo por su proximidad humana y social, películas que traten los problemas de la violencia de género, los abusos sexuales en el ámbito doméstico o la trata de blancas, por ejemplo, con la solvencia y precisión con que lo han hecho Icíar Bollaín, Montxo Armendáriz e Isabel de Ocampo en Te doy mis ojos (2003), No 118 tengas miedo (2011) y Evelyn (2011), respectivamente. Dos cineastas con unas trayectorias cuajadas de obras importantes y una casi debutante dotada de una singular fuerza expresiva, pero que tropiezan con unas dificultades económicas a todas luces injustas a la hora de reflejar sus sugestivas visiones de la sociedad en que vivimos. Desde hace décadas es evidente que la industria cinematográfica estadounidense tiene entre sus objetivos estratégicos eliminar la competencia que las pequeñas pueden hacerle en sus países de origen o a través de unas exportaciones generalmente minúsculas. Y todo indica que lo está consiguiendo, ante la pasividad culpable de quienes podrían tratar de regular ese mercado supuestamente libre pero en realidad salvaje, para moderarlo en alguna medida al menos. Hay datos para pensar que el futuro en este terreno consistirá en un drástica reducción del número de salas, concentradas en los grandes núcleos de población o en sus alrededores, controladas por unas cuantas empresas transnacionales y utilizadas para estrenos universales y simultáneos de superproducciones emitidas por vías digitales a un alto coste de alquiler por pase, lo que encarecerá aún más el precio de las entradas —ya gravadas con impuestos irracionales— y convertirá esos estrenos en acontecimientos sociales en el peor sentido del término, tratando de explotar el afán de novedad, de estar a la última, que siempre ha caracterizado a ciertos aficionados. Por otra parte, cabe la posibilidad —porque ha habido precedentes en el campo de la informática— de que una vez que la competencia desleal que supone la difusión incontrolada de películas por la Red contribuya también a la extinción de las pequeñas cinematografías nacionales, los magnates del negocio y los dueños de esos canales encuentren las fórmulas y filtros necesarios para impedir la circulación indiscriminada, constante y sin coste, imponiendo entonces altos precios por visionado, con lo que la actual piratería, de la que tanto se quejan, habría sido un instrumento privilegiado para lograr el oligopolio al que aspiran. Mientras, continúa asentándose, en cuanto a contenidos y en paralelo con la industria de los videojuegos, la tendencia a multiplicar los grandes productos ultraviolentos, reiterativos en su maniqueísmo elemental, o supuestamente fantasiosos, cuajados de efectos impresionantes pero vacuos, aunque nunca inocentes. Y, como se ha detectado en otros momentos históricos de crisis económica y social, dedicados a fomentar en el espectador un miedo difuso e incluso un terror centrado en figuras de nuevo cuño pero que responden a un arquetipo amenazador y que, sea cual sea su forma externa, contribuye a reconciliarlo, por comparación refleja, con la calamitosa situación que se vive en la realidad. No puede ser casual el retorno simultáneo de tantos zombies, androides, monstruos cibernéticos, robots exterminadores y otros engendros, que vienen a unirse a los tradicionales, muchos de los cuales parecían olvidados 119 en épocas de prosperidad al menos aparente. 6.2. La televisión En cuanto a la televisión, nos hemos venido refiriendo a ella en términos muy críticos. Quizá sea preciso aclarar a estas alturas que, igual que la mayoría de los adelantos técnicos alcanzados por la humanidad a lo largo de su historia —con excepción de los bélicos y similares—, los audiovisuales no son medios intrínsecamente perversos, como se llegó a afirmar alguna vez desde instancias a la vez políticas y religiosas. La perversidad procede de la utilización que de ellos hacen los poderes económicos —y los demás a su servicio—, detentadores de la inmensa mayoría de los instrumentos de producción también en ese campo, para adormecer a los ciudadanos, distrayéndolos con atractivas bagatelas cuando no engañándolos directamente mediante informaciones tendenciosas y otros subproductos. Aunque pueda parecer demagógico, al ver en algunos programas informativos a niños hambrientos de Somalia, por ejemplo, vistiendo camisetas del Real Madrid o del F.C. Barcelona, es difícil no vincular ese síntoma de globalización audiovisual con la mucho más terrible realidad de las pateras cruzando el Estrecho de Gibraltar o el de Sicilia, cargadas de personas que asumen el riesgo de morir ahogadas con tal de alcanzar el paraíso. Falso paraíso prometido por unas imágenes que, cuando menos, ocultan la inaccesibilidad o el alto coste de ese estatus soñado, y desde luego se cuidan muy bien de no ayudar a comprender si la miseria de la que huyen tiene su origen en la voracidad de los dueños del territorio al que acuden, esperanzados o desesperados. Salvando las distancias, algo de eso ha ocurrido en nuestra propia sociedad, donde la abundancia de spots que daban a entender que vivíamos en el mejor de los mundos y lo teníamos todo al alcance de la mano —quizá a costa de un pequeño esfuerzo o de la consabida y falaz meritocracia— ha servido para adormecer la sensibilidad social de muchos ciudadanos, persuadiéndolos para que no protesten ni exijan derechos elementales, a cambio de la ilusión de ese bienestar material que la publicidad promete a manos llenas, muchas veces con consecuencias dramáticas. Habría que analizar con rigor si ese papel lenitivo que desempeñan los medios audiovisuales en una sociedad en profunda transformación negativa no está encubriendo y dilatando temporalmente lo que puede acabar siendo un estallido social sin precedentes, a la vista del rumbo que adopta la crisis más injusta que ha experimentado la sociedad global en la época contemporánea. En el mismo sentido, el hecho de que un delincuente pueda acceder a la presidencia del gobierno de una república europea, mantenerse e incluso volver a ella entre la indiferencia, cuando no el entusiasmo, de sus conciudadanos, tiene sin duda bastante que ver —y debería ser investigado más a fondo de lo que se ha hecho hasta ahora— con su dominio casi absoluto de las cadenas de 120 televisión públicas y privadas, gracias al cual está en situación privilegiada para condicionar las conductas, aspiraciones y hasta fantasías de aquéllos sobre los que impera en su exclusivo beneficio. Y no vale tranquilizarse pensando que ese caso nos queda lejos, porque sus tentáculos se extienden hasta las cadenas que contemplamos a diario y que fueron las protagonistas de la italianización que acabó con los ingenuos sueños de mayor calidad que se nos vendieron hace años como saludable efecto de la tan irresponsablemente elogiada privatización. No ejerceremos aquí, desde luego, una defensa a ultranza de las televisiones públicas de carácter monopolista —que acabarían dependiendo de los intereses del poder, al fin y al cabo—, pero indigna recordar que cuando en España se abrió el camino a las privadas, a instancias de las instituciones y normas europeas, se argumentó hasta la saciedad, como en tantas ocasiones, que la competencia iba a provocar un aumento de la calidad. Es evidente que, en este como en otros campos, la pugna por las audiencias/clientelas previamente condicionadas solo ha conducido a un incremento enloquecido de la zafiedad, a una degradación progresiva de los gustos dominantes y a un embrutecimiento quizá irreversible de la población que asiste —atónita al principio, resignada después, enganchada finalmente en muchos casos— a esa orgía soez de vulgaridades sin límite, encubridoras y al mismo tiempo difusoras de las más reaccionarias concepciones de la convivencia. Basta contemplar, con una buena dosis de paciencia, cualquiera de los programas llamados del corazón, más o menos disfrazados de tertulias de actualidad, que copan las programaciones de mañana, tarde y muchas veces noche en las cadenas de mayor audiencia. Se comprobará que se están extendiendo vertiginosamente unas actitudes y formas de confrontación que desafían, no ya las más elementales normas de lo que en tiempos se llamaba urbanidad, sino los límites de la salud mental de sus protagonistas. Unos personajes supuestamente populares, algunos de los cuales presumen de periodistas y cuya única habilidad conocida consiste en que se ofrecen a dejarse despellejar por sus congéneres hasta extremos insospechados, a cambio de un puñado de euros exhibidos después impúdicamente, como si esa fuera una forma tan digna como cualquier otra de ganarse la vida. Y que, dada su extensión, reiteración y agresividad visual y sonora, encierran el peligro de acabar transmitiendo tal insania mental y tal indigencia intelectual y moral a sus amplias audiencias. También es cierto que, después de un breve período de relativa independencia, asistimos a una paulatina pero visible degradación de la televisión pública de cobertura nacional —las autonómicas nacieron lastradas por el inefable designio de servir de correas de transmisión a los gobiernos regionales de turno—, abocada a competir con las privadas a base de imitarlas, en una absurda e inútil guerra por las audiencias, y que, junto con una instrumentalización política en línea con la de aquéllas, parece preludio de su desmantelamiento o reducción al 121 ostracismo, en aras de la concepción neoliberal del papel de los medios de comunicación. Entre tanto, recupera algunos de los peores vicios de los medios de comunicación de masas en los años de la dictadura, degradando por ejemplo el noble concepto de solidaridad y reduciéndolo a la más rancia caridad, que trata de disimular las injusticias retrasando su solución merced a dádivas particulares que remedian provisionalmente problemas individuales. Es el caso de un programa que ocupa tardes enteras de la televisión pública y recuerda inevitablemente a aquel otro, radiofónico, llamado Ustedes son formidables, que alcanzó extraordinario éxito en los años sesenta del siglo pasado, así como a tantos rastrillos que han inventado las clases dominantes para sentirse buenas, además de poderosas. Se trata, en síntesis, de ofrecer consuelo a cambio de exponer a los destinatarios —como en los denostados programas del corazón— a la exhibición pública de sus intimidades y carencias, dando a entender a los espectadores que todo tiene remedio a base de buena voluntad y reforzando por la vía sentimental el estado de cosas existente, mientras se explota la generosidad de los donantes. Aunque los llamados índices de audiencia —criterios inapelables tanto para el mantenimiento en antena de un programa determinado como para establecer los precios de la publicidad que lo acompaña en las cadenas privadas— están experimentando un notable descenso en beneficio de otras formas de visionado de producciones televisuales menos controlables por ahora, sigue existiendo un alto grado de adicción en no pocos espectadores. Ese tipo de trastorno o dependencia patológica que fue estudiado con precisión en los tiempos de mayor auge del medio, pero que se refleja con más frescura en la anécdota relatada entonces por un abogado especialista en separaciones matrimoniales: una pareja ya mayor y de pocos recursos, que había conseguido pactar pacíficamente el reparto de sus escasos bienes materiales, hasta que llegó la hora de adjudicar el televisor. Cuando uno de los cónyuges afirmó tajante que le correspondía, el otro respondió: “¡Sí, hombre! Y yo, ¿pa dónde miro?”. Eran los tiempos en que, según otras crónicas costumbristas, en los suburbios de las grandes ciudades solía ocurrir que una familia adquiriese la antena y la hiciese instalar en el tejado de su vivienda antes de poder comprar —a plazos, por supuesto— el televisor mismo, con tal de aparentar prosperidad y por miedo al qué dirán los vecinos que ya lo tenían, seguramente en condiciones similares. Las circunstancias han cambiado, sin duda, y los dispositivos para ver la televisión se han diversificado extraordinariamente, pero la dependencia respecto de la imagen audiovisual no ha hecho más que crecer, multiplicada hoy por la posibilidad de acceder a otras fuentes distintas de las convencionales. 6.3. La publicidad Mención aparte debe hacerse en esta recopilación final a la publicidad 122 televisual, como género específico de especial penetración por sus características materiales y formales. Entendida como el conjunto de técnicas empleadas para conseguir una modificación de la conducta del destinatario en sentido favorable al producto anunciado, pero por motivos ajenos al producto mismo —ya que si fuera por los relacionados con éste se trataría de información, más o menos elaborada y veraz, pero en cualquier caso contrastable—, la publicidad no suele informar de las características específicas de lo que anuncia, ni siquiera de su precio muchas veces, salvo para presumir de él, en un sentido o en otro. Se dedica preferentemente a emplazar el producto en una situación llamativa, de aspecto realista o fantástico, que sugiere un estado idílico si se adquiere y una inferioridad manifiesta si se desprecia o no se puede alcanzar. Es de esa presentación embellecida de un mundo cotidiano o soñado, vinculando el objeto anunciado a la necesidad o el deseo de alcanzarlo, o bien al miedo de verse desprovisto de él, de donde extrae la publicidad audiovisual su extraordinario poder de conformar las mentalidades de quienes la contemplan, especialmente los niños, más allá de su hipotética eficacia como tal instrumento de promoción y venta. Debe quedar claro también que ni la televisión ni la publicidad son las causantes de esos males que provocan, sino solo su principal vehículo, como reflejo e instrumentos privilegiados del sistema que los produce. Y no es válido el recurso, tan socorrido como utilizado por profesionales de esos medios, al “¿qué fue antes, el huevo o la gallina?”, porque desde que los niños tienen la televisión en casa ya al nacer, es evidente que pedirán lo que se les proponga que pidan, disfrutarán con lo que se les ofrezca para disfrutar y mimetizarán conductas estereotipadas aunque sean perjudiciales para su desarrollo. Un argumento parecido puede aplicarse a los adultos cuando las televisiones más zafias alardean de dar al público lo que éste pide: ¿qué va a pedir, si apenas se le oferta más que un muestrario de basura de la peor especie, reiterada hasta la saciedad y cada vez más desvergonzada en sus planteamientos, en una loca carrera hacia el disparate individual y social, reflejo quizás involuntario del absurdo económico y político en que se asientan? Nunca a lo largo de la Historia hubo padres y madres, maestras y maestros, curas y monjas, y hasta sargentos chusqueros y monitoras de los lejanos tiempos en que el servicio militar y el social eran obligatorios, que dispusiesen de un poder persuasivo, a la postre coactivo y siempre profundamente condicionador equiparable al que ejercen hoy sobre los niños los medios audiovisuales, y en especial el género publicitario, por los motivos que ya esbozamos más atrás. Consiguientemente, en vano se esforzarán hoy padres, profesores y adultos en general por contrarrestar esa influencia si no es desmontando pacientemente la fascinación de las imágenes mediante una introducción serena y cómplice a las características propias de esa forma de expresión. Aunque para ello tengan que 123 prepararse antes, al menos de forma somera, y aceptar que si aciertan con el método dejarán de ser imprescindibles muy pronto y se verán superados por la habilidad de los más jóvenes para vérselas con lo audiovisual cuando se les facilitan las claves necesarias. Se ha dicho que Karl Marx, cuyo diagnóstico de la sociedad de clases sigue vigente, aunque su pronóstico y tratamiento resultaran fallidos, habría elaborado su teoría de la ideología con más exactitud o incluso de una forma diferente si hubiera llegado a conocer los medios audiovisuales de comunicación y cultura. Uno de los renovadores más polémicos de su pensamiento a lo largo del siglo XX, el filósofo francés Louis Althusser, alcanzó a incluir la televisión entre los llamados “aparatos ideológicos del Estado” en su texto programático de 1970 (ALTHUSSER, 2003), después de que otros pensadores como Edgar Morin, Herbert Marcuse o Umberto Eco apuntaran ciertas reflexiones críticas a propósito de la función del cine ya en 1956 (MORIN, 2001), en los prolegómenos a las convulsiones de mayo del 68 (MARCUSE, 2010) o referidas al lenguaje audiovisual en general, como se refleja en la cita de Umberto Eco que encabeza estas páginas, formulada hace ya la friolera de cincuenta años (ECO, 1993 y otros escritos). Más recientemente y desde una perspectiva actualizada, pueden leerse con provecho textos como los de Joan FERRÉS (1996), Pierre BOURDIEU (1997) y Mariola CUBELLS (2003 y 2013), referidos a la televisión. Con independencia del marco teórico global en que se desee inscribir el trabajo pedagógico al que venimos refiriéndonos, nuestra modesta aportación consiste en afirmar que, más allá, o por lo menos a la par de la crítica de contenidos, que sería inabordable caso por caso y difícilmente podría dar pie a una materia en sí misma, se trata precisamente de enseñar el uso, las características y posibilidades del lenguaje que se emplea para transmitir esos contenidos deformadores. Sin perder de vista, por supuesto, que ese mismo lenguaje sirve también para crear obras mucho más valiosas desde todos los puntos de vista, aunque por desgracia sean minoritarias, tanto en número de producciones como en cantidad de destinatarios, y corran hoy más que nunca el riesgo de quedar reducidas a la categoría de material de resistencia. 6.4. Otras modalidades Por lo que se refiere a otras utilizaciones de lo audiovisual, es inevitable hacer alusión a los videojuegos, ya sea mediante máquinas individuales, interconectadas o bien on line, que han alcanzado una difusión planetaria y tan intensa que es difícil encontrar a niños y jóvenes que no mantengan contacto frecuente con ellos, llegando a la adicción en no pocos casos. Aunque no podamos profundizar en su sentido y sus mecanismos de funcionamiento, porque nuestros conocimientos en este campo concreto son más bien limitados. Pero puede afirmarse que tradicionalmente los videojuegos y sus variantes se 124 implicaron en una doble carrera que parece no tener fin. Por un lado, hacia la consolidación de un nuevo tipo de realismo artificial y vinculado a la animación clásica pero trufada ahora con efectos informáticos de nuevo cuño y que, aunque suelen apoyarse en un guión y poseer estructura narrativa, apenas mantienen ya relación alguna con cualquier concepto de verosimilitud, puesto que en su mayoría se amparan en la socorrida idea de una fantasía sin límites, por más que siga siendo válido el argumento de que para resultar mínimamente reconocibles han de contener un cierto grado de analogía. Por otro lado, hacia la intensificación, como uno de sus mayores atractivos, del concepto de interactividad, que en la mayoría de los casos no es tal, sino la simple posibilidad de elegir entre varias opciones previamente trazadas por diseñadores, guionistas y programadores de los juegos. No incidiremos a este respecto en la vieja discusión sobre si la representación audiovisual de escenas y situaciones de sexo y/o violencia, por ejemplo, puede provocar un efecto perturbador o bien mimético en quienes las contemplan. Las primeras, porque, implicaciones psicoanalíticas al margen, parece probado que los niños no se interesan demasiado por ellas hasta un momento concreto de su desarrollo, salvo que la prohibición, ocultamiento o secretismo moralizantes por parte de los adultos los impulsen a mirar más, por la atracción añadida que ejerce lo vedado. En cambio, a propósito de las segundas, nos resulta difícil creer que esa insistencia de muchos videojuegos en plantear escenarios de luchas, confrontaciones extremas, eliminación sistemática de enemigos y otros asuntos por el estilo no acabe generando una especie de placer de matar, o al menos de familiaridad con el asesinato, que no puede tener efectos positivos1. Aparte, claro está, de que habría que determinar qué características concretas revisten esos enemigos, qué representan y qué esquema de valores se está poniendo en juego, con la misma eficacia o más aún que en el cine clásico. En cualquier caso, queda en pie la vivencia de la muerte ajena como éxito propio, como autoafirmación mediante la eliminación de un semejante previamente demonizado, que no parece un fenómeno muy educativo, ni siquiera saludable. 6.5. Una situación de emergencia De otro lado, no habrá que insistir en que en el cine, en la televisión y sus derivados hay un enorme potencial estético, obras maestras en muchos sentidos diferentes, placer en la contemplación y capacidad de comunicación profunda y liberadora; que a lo largo de su historia han surgido teorías que iluminan sus elementos más sutiles con un rigor y una profundidad envidiables, a las que quizá deberíamos haber dedicado más espacio. Pero cuando la situación es la que hemos tratado de describir aquí y esos medios se emplean preferentemente para amaestrarnos desde niños y 125 persuadirnos —nunca podrán convencernos— de que tenemos que aceptar este mundo radicalmente injusto en el que vivimos y congraciarnos con él; cuando cunde la sospecha de que no estamos ante una más de las crisis cíclicas del capitalismo, sino ante un auténtico cambio de modelo económico y social, orientado a la explotación pura y simple de la inmensa mayoría por una minoría depredadora, que usa los medios audiovisuales como una singular forma de anestesia masiva, no será una herejía —y pedimos disculpas si lo pareciera, porque quiere ser más un homenaje que una utilización grosera— culminar nuestras reflexiones con la seca y dramática protesta con la que el gran poeta chileno Pablo Neruda respondía en su estremecedor poema Madrid (1936) a los exquisitos que esperaban de él una poesía más refinada: “Preguntaréis, ¿y dónde están las lilas? / ¿y la metafísica cubierta de amapolas? / ¿y la lluvia que a menudo golpeaba sus palabras / llenándolas de agujeros y pájaros? / Preguntaréis, ¿por qué su poesía no nos habla del sueño, / de las hojas, de los grandes volcanes de su país natal?: / Venid a ver la sangre por las calles, / venid a ver la sangre por las calles, / ¡Venid a ver la sangre por las calles!”. 1 A modo de muestra aleatoria, en el catálogo de videojuegos impreso por unos conocidos grandes almacenes con motivo de la última campaña navideña de regalos figuraban 68 títulos diferentes. Llama la atención la ausencia absoluta de explicaciones sobre el contenido y las características de cada juego, lo que da a entender que se supone el conocimiento previo de ellos por parte de los posibles usuarios. La información que se ofrece queda limitada al nombre, generalmente en inglés, la consola o plataforma a la que corresponde y la carátula, presidida por una imagen que se supone representativa del tipo de juego en cuestión. Y exactamente la mitad de los relacionados muestran acciones presididas por la violencia. Incluso en algunos de carácter deportivo se subrayan gestos de abierta hostilidad en los competidores. Y se pretende que esa descarada exaltación de la violencia queda amparada por la simple mención numérica a la edad para la que la organización europea PEGI considera adecuado cada juego. 126 Índice de películas citadas Acorazado Potemkin, El (S. M. Eisenstein, 1925), 66 Adventures of Buffalo Bill, The (C. A. King, 1917), 83 Andalucía, un siglo de fascinación (B. Martín Patino,1995-96), 67n12 Arca rusa, El (A. Sokurov, 2002), 56n6 Ardilla roja, La (J. Médem, 1992), 53 Artista y la modelo, El (F. Trueba, 2012), 31n13 Blancanieves (P. Berger, 2012), 31n13 Caída de los dioses, La (L. Visconti, 1969), 105 Caja de música, La (Costa-Gavras, 1989), 90 Canciones para después de una guerra (B. Martín Patino, 1971), 67, 67n12 Caudillo (B. Martín Patino, 1974), 67 Cinta blanca, La (M. Haneke, 2009), 31n13 Con faldas y a lo loco (B. Wilder, 1958), 107 Confidencias (L. Visconti, 1974), 105 Cotton Club (F. F. Coppola, 1984), 59 Crimen de Cuenca, El (P. Miró, 1979), 97, 98 Debut, El (G. Panfilov, 1970), 95 Desaparecido (Costa-Gavras, 1981), 90 Desencanto, El (J. Chávarri, 1976), 96 Dogville (L. Von Trier, 2003), 48 E. T. El extraterrestre (S. Spielberg, 1982), 92 Empire (A. Warhol, 1964), 19 Enterrado (R. Cortés, 2010), 48 Evelyn (I. de Ocampo, 2011), 121 Función de noche (J. Molina, 1981), 96 Gatopardo, El (L. Visconti, 1963), 105 Gran combate, El (J. Ford, 1964), 83 Gran dictador, El (C. Chaplin, 1940), 28n10 Grupo salvaje (S. Peckinpah, 1969),59 Hollywood Talkies (O. Pérez y M. de Ribot, 2011), 30n12 Hombre que mató a Liberty Valance, El (J. Ford, 1962), 84 Huelga, La (S. M. Eisenstein, 1924), 10, 66, 66n11 Indians Wars, The (V. Day y T. Wharton, 1914), 83 Inocente, El (L. Visconti, 1976), 105 127 Juana de Arco (L. Besson, 1999), 94 Juana de Arco (V. Fleming, 1948), 94 Juana de Arco en la hoguera (R. Rossellini, 1954), 95 Juana la doncella (G. Ucicky, 1935), 95 Juana, la mujer (C. B. DeMille, 1916), 95 Las Hurdes, tierra sin pan (L. Buñuel, 1933), 19, 20 Madrid (B. Martín Patino, 1987), 23 Manhattan (W. Allen, 1979), 31n13 Muerte en Venecia (L. Visconti, 1971), 61n8, 103, 104 No tengas miedo (M. Armendáriz, 2011), 121 Octubre (S. M. Eisenstein, 1927), 66 Ojos negros (N. Mihalkov, 1987), 89 Padrino, El (F. F. Coppola, 1972, 1974 y 1990), 59 Para que no me olvides (P. Ferreira, 2005), 91 Pasión de Juana de Arco, La (C. Th. Dreyer, 1928), 94 Pequeño gran hombre (A. Penn, 1970), 83 Proceso de Juana de Arco, El (R. Bresson, 1961), 94 Psicosis (A. Hitchcock, 1960), 68 Queridísimos verdugos (B. Martín Patino, 1973), 96 Rashomon (A. Kurosawa, 1950), 58 Robin Hood, príncipe de los ladrones (K. Reynolds, 1991), 53 Rosa púrpura de El Cairo, La (W. Allen, 1985), 116 Salida de los obreros de la fábrica Lumière (L. Lumière, 1895), 21 Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza (E. Jimeno, 1897), 21n4 Santa Juana (O. Preminger, 1957), 94 Santos inocentes, Los (M. Camus, 1984), 102 Sé quién eres (P. Ferreira, 2000), 91 Seducción del caos, La (B. Martín Patino, 1991), 67n12 Soga, La (A. Hitchcock, 1948), 56 Soldado azul (R. Nelson, 1970), 83 Sombrero de copa (M. Sandrich, 1935), 117 Sud Express (Ch. De la Peña y G. Velázquez, 2005), 89n1 Te doy mis ojos (I. Bollaín, 2003), 121 Tiempos modernos (C. Chaplin, 1935), 28n10 Tristana (L. Buñuel, 1970), 103 Último tango en París, El (B. Bertolucci, 1972), 63 Vacas (J. Médem), 53 Nota: Las páginas corresponden a la edición impresa. 128 129 Bibliografía seleccionada en español Se relacionan todas las obras citadas en el texto, por la edición que hemos manejado, más otras a las que se alude indirectamente, para no hacer la exposición más farragosa, así como una amplia antología de títulos, clásicos y recientes, que hemos considerado importantes por su aportaciones a la concepción actual del hecho cinematográfico y audiovisual, con independencia de que hayan podido quedar total o parcialmente superadas o desmentidas por otras posteriores. ABRUZZESSE, A. (1978). La imagen fílmica. Barcelona, Gustavo Gili. AGEL, H. y G. (1962). Manual de iniciación cinematográfica. Madrid, Rialp. ALMACELLAS, M. A. (2004). Educar con el cine. 22 películas. Madrid, Ediciones Internacionales. ALONSO, M. y MATILLA , L. (1980). Imágenes en libertad: Comunicación visual para la escuela activa. Madrid, Nuestra Cultura. — (1990). 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Un método para el análisis crítico 3.1. 3.2. 3.3. 3.4. Cronometraje Separación de las bandas Recuento de planos Descripción del contenido visual 2 3 4 5 6 8 9 10 14 16 20 25 27 28 30 35 40 40 42 44 45 53 56 61 65 71 72 73 74 75 135 3.5. Elementos de montaje 3.6. Descripción del contenido sonoro 3.7. Recomposición argumental 3.8. Lectura de sentido 3.9. Análisis de motivaciones 3.10. Determinación del universo de valores CAPÍTULO IV. Hacia una visión integral de la obra 4.1. 4.2. 4.3. 4.4. 4.5. Visionado en continuidad Reconocimiento de signos Determinación de la estructura Lectura argumental Contextualización 4.5.1. Conceptual 4.5.2. Histórica 4.5.3. Política 4.6. Información complementaria 4.6.1. Sobre las condiciones de producción 4.6.2. Sobre los autores 4.6.3. Sobre la historia del medio 4.6.4. Sobre las fuentes 4.6.5. Sobre la recepción crítica 4.7. Lectura de sentido 4.8. Contrastación CAPÍTULO V. Las dificultades de la alfabetización audiovisual 5.1. 5.2. 5.3. 5.4. Individuales Profesionales Institucionales El problema fundamental 85 85 86 87 90 90 90 91 95 96 96 97 98 99 103 104 106 108 108 109 110 112 CAPÍTULO VI. Consideraciones finales 6.1. 6.2. 6.3. 6.4. 6.5. 75 76 76 77 77 82 Sobre el cine La televisión La publicidad Otras modalidades Una situación de emergencia 118 118 120 122 124 125 Índice de películas citadas 127 136 Bibliografía seleccionada en español Contracubierta 137 130 134