La reflexión de los Dadores Escribe: RICARDO A. FAERMAN La dramaturga Lois Lowry escribió su obra sobre una sociedad falsamente utópica llamada EL DADOR en el año 1993, más tarde conocida también como “El Dador de Recuerdos”. El relato muestra una sociedad idílica e igualitaria, sin dolores, rivalidades ni sentimientos. Donde un Consejo de Ancianos toma todas las decisiones, incluyendo quien vive y quien muere, la educación que se recibirá, el trabajo que se asigna a cada quien y distribuye los hijos entre las familias dedicadas a la crianza que no son las mismas que las asignadas a otras labores. Quienes no se ajustan al modelo o se diferencian son enviados a “otro lugar”, eufemismo utilizado con el propósito de evitar establecer que son eliminados. Solo una persona, seleccionada por el CONSEJO DE ANCIANOS mantiene la memoria histórica de la sociedad. Especializado en el pasado, es el único que sabe de la libertad, las elecciones y los sentimientos y esa sola persona tiene la responsabilidad de guardar el tesoro de ese conocimiento para aportarlo a los ancianos. El Consejo de Ancianos selecciona en su juventud al dueño de la memoria, a quien le asigna ese trabajo el mismo día que todos los de su generación son consignados a sus respectivas tareas. Ya mayor, el dueño anterior de la memoria, entrena a su sucesor y se lo denomina, EL DADOR. El DADOR y el receptor solo tienen una frontera vedada, no deben salir del perímetro donde se desarrolla la comunidad. Si lo hicieran, la barrera intangible que los separa del mundo real se desvanecería y todos conocerían intempestivamente de la libertad, el amor, el odio, el deseo de progreso y la identidad personal. Es una sociedad distopica donde el consejo de ancianos mantiene el poder gracias a que sus dirigidos han sido disciplinados y privados de sentimientos, iniciativas, personalidad o memoria. Es interesante observar que el libro se conecta con la realidad, quienes eventualmente viven fuera de su país, mutan metafóricamente en dueños de la memoria, cuando regresan o cuando se contactan se convierten siempre en DADORES ya que la nueva memoria les es ajena, todavía no hay inserción remota. Si el estado de las cosas al salir era tal que abundaba el trabajo, la seguridad era un bien dado, la educación motivo de orgullo y el progreso una constante esa será su memoria, asi como la del recuerdo del sabor del dulce de leche, el chipa, el buen vino o el café en ciertos bares. Cuando actúan de DADORES y recitan frente a los demás la letanía de los “viejos tiempos” son mirados con recelo, porque si hace una década que el orgullo de trabajar fue sustituido por la viveza de un subsidio, la sola mención del trabajo como virtud enciende en los gerontes – versión figurada por gobernantes – el deseo de verlos partir hacia “otro lado”. Ni hablar del concepto de seguridad, ¿Qué alejado no ha dicho – con genuino orgullo – “solo me siento seguro en mi ciudad”? y cuando esa seguridad ha sido reemplazada en la memoria colectiva por el delito naturalizado, solo obtendrá como respuesta “por suerte a mí no me paso nada y me robaron varias veces” porque sucede que en la memoria corregida, la victima solo se considera tal, si es objeto de violencia física. La memoria influye sobre la semiótica, hasta el punto tal que no haber sido víctima de la violencia solo equivale a no haber sido herido, no a no haber sido robado. Los dadores se asombran de la firmeza con que se implanta la nueva memoria, sus interlocutores no parecen tener certeza de que alguna vez hubiera habido trabajo de calidad, seguridad ciudadana, estabilidad de precios o educación de alto nivel, y no pueden evitar las referencias anacrónicas, “en tal o cual lugar están peor, los problemas son mundiales y hay una conspiración…” musitan como autómatas, la memoria implantada se acciona sola, es ajena a la voluntad del sujeto portador. La nueva memoria se expresa a través de la agresión o el balbuceo, no admite la elaboración, un valor que le es ajeno. El DADOR regresa a su retiro. Piensa en el libro de Lois Lowry y se pregunta si queda aún la posibilidad de que su sociedad de pertenencia decida trasuntar la barrera intangible que la separa de su memoria genuina, aquella que le permitía sentir orgullo sobre ciertos valores que hoy no recuerda haber tenido o quizás, solamente no quiere recordar.