1 UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE ZACATECAS UNIDAD ACADÉMICA PREPARATORIA TEORÍA LITERARIA ANTOLOGÍA QUINTO SEMESTRE Agosto 2019 2 Universidad Autónoma de Zacatecas “Francisco García Salinas” Unidad Académica Preparatoria Academia de Lectura y Redacción Colaboradores: Andrade Haro Norma Angélica Cervantes Ramírez Carmen Alicia Hernández Martínez Alba Amaranta Llamas Piña Karina Macías Madero Mayra Melanie Martínez Díaz Hesby Medellín García Araceli Moncada León Mauricio Morones Muñoz Raúl Pichardo Solís Marisol Rivera Galván Cándida Azucena Ruiz Muñoz Hilda Coordinación y revisión: Marisol Pichardo Solís Ilustraciones de portada e interiores: Anael Díaz Impresión y diseño de portada : Copy Panda Zac Zacatecas, Zac. agosto 2019 3 PRIMERA UNIDAD 4 5 SOPORTES DEL RELATO1* Roland Barthes Innumerables son los relatos existentes. Hay, en primer lugar, una variedad prodigiosa de géneros, ellos mismos distribuidos entre sustancias diferentes como si toda materia le fuera buena al hombre para confiarle sus relatos: el relato puede ser soportado por el lenguaje articulado, oral o escrito, por la imagen, fija o móvil, por el gesto y por la combinación ordenada de todas estas sustancias; está presente en el mito, la leyenda, la fábula, el cuento, la novela, la epopeya, la historia, la tragedia, el drama, la comedia, la pantomima, el cuadro pintado (piénsese en la Santa Úrsula de Carpaccio), el vitral, el cine, las tiras cómicas, las noticias policiales, la conversación. Además, en estas formas casi infinitas, el relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades; el relato comienza con la historia misma de la humanidad; no hay ni ha habido jamás, en parte alguna, un pueblo sin relatos; todas las clases, todos los grupos humanos, tienen sus relatos y muy a menudo estos relatos son saboreados en común por hombres de cultura diversa e incluso opuesta: el relato se burla de la buena y de la mala literatura: internacional, transhistórico, transcultural, el relato está allí, como la vida. 1 Barthes, R.(1982) “Introducción al Análisis estructural del relato en Análisis estructural del relato”, México, Premiá, p. 7. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 6 EL ECLIPSE2* Cuento huave Un día mató a su hermanito y lo comió. Después cuando lo vio su mamá ya mató a su hermanito y lo está comiendo, la mamá corrió a ver y busca un palo para pegarle. Se corrió, se subió a un árbol y está arriba. Su mamá buscó la manera de bajarlo, pero el chamaco se fue más arriba. La mamá busca un palo más largo, y el chamaco se fue más arriba, en la punta arriba. La mamá busca un palo más largo, y él se brincó, se fue de una vez a la luna, ya no volvió. Allá se escondió, se quedó allí de una vez. Por eso ahora, cuando tiene hambre se come a la luna y se puede ver, es cuando hay eclipse. Por eso se pone colorada la luna, por la sangre. Por eso tocan la campana, para que corren a ése, hasta que aclara la luna, hasta que ya lo soltó. Está sentado dentro de la luna ese muchacho, el que se dice xawealeat. 2 ANÓNIMO. (1973) «El eclipse» en Revista de la Universidad de México, México, UNAM, Núm. 3, noviembre, p. 29. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 7 DISTANCIAMIENTOS Y APROXIMACIONES3* Jaime Valdivieso Las relaciones entre la narrativa y la realidad se caracterizan por un juego sutil de distanciamientos y aproximaciones. «Ni muy cerca que te quemes ni muy lejos que te hieles», dice por ahí un refrán que vale igualmente para la literatura con respecto a la realidad. El escritor en el acto de la creación debe operar con un especial equilibrio, de manera que la ficción resulte siempre verosímil, tanto si se sitúa en el plano de la realidad histórica como en el de la pura imaginación. En el caso de que la narración se despliegue en un espacio y un tiempo históricos, es mayor el peligro de que la obra se malogre por un exceso de proximidad, por una insuficiente recreación. Fue el caso de muchas novelas latinoamericanas en las que el escritor confundió la realidad de la novela con la realidad de la historia, en la que debió denunciar un mundo con el objeto de crear uno nuevo, tanto para la sociedad como para la literatura: fueron las novelasreportajes del ciclo de la selva, de la pampa, de la cordillera y del suburbio proletario, légamos fecundos, sin embargo, sobre las cuales crecerá la fabulación posterior, la novela-literatura. Todos sabemos que muchas veces la novela contradice la realidad, sin descalificarse a sí misma: un esquimal puede hablar en francés, y los personajes pueden expresarse por boca del autor, sin afectar la convención imaginativa. Las posibilidades de la obra literaria son enormes, siempre que el autor se mantenga fiel a sus premisas; y en este sentido es igualmente creador el novelista llamado «realista», en la acepción corriente del término, como el que necesita para expresarse de un mundo imaginario pues ésa es su «auténtica realidad». De ambas maneras el escritor puede encantarnos o desquiciarnos: sólo debe tratar de convencernos dentro del territorio elegido, cualquiera sea el régimen de su arbitrariedad. Aunque la obra se juegue dentro de la realidad más cotidiana y reconocible, aun cuando se describa el hecho más prosaico, éste funcionará como ficción y el lector permanecerá atrapado por la obra como si se tratase de la narración más fantástica. Esto sucede también con la poesía donde un lugar común, un disparate, una frase callejera puede adquirir una insólita fuerza poética, pues ese «exceso de 3 Valdivieso, J. (1975). “Realidad y ficción en Latinoamérica” México, Joaquín Mortíz, , pp. 20-21. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 8 realidad» por relación con el contexto se vuelve curiosamente «poético» e «irreal»: es la misteriosa e inexplicable relación entre arte y realidad, entre los distanciamientos y las aproximaciones. 9 EL ECLIPSE4 Augusto Monterroso Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora. Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en el que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo. Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas. Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida. —Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura. Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén. Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles. 4 Monterroso. A, (sf) “ El eclipse” en Lectura Básica II, Zacatecas, UAPUAZ. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 10 LA FUNCIÓN POÉTICA DEL LENGUAJE5 Vítor Manuel de Aguiar e Silva La función poética del lenguaje se caracteriza primaria y esencialmente por el hecho de que el mensaje crea imaginariamente su propia realidad, por el hecho de que la palabra literaria, a través de un proceso intencional, crea un universo de ficción que no se identifica con la realidad empírica, de suerte que la frase literaria significa de modo inmanente su propia situación comunicativa, sin estar determinada inmediatamente por referentes reales o por un contexto de situación externa. En el lenguaje usual, un acto de habla depende siempre de un contexto extraverbal y una situación efectivamente existentes, que proceden y son exteriores a ese mismo acto de habla. En el lenguaje literario, en cambio, el contexto extraverbal y la situación dependen del lenguaje mismo, pues el lector no conoce nada acerca de ese contexto ni de esa situación antes de leer el texto literario. El lenguaje histórico, filosófico y científico es un lenguaje heterónomo desde el punto de vista semántico, ya que siempre presupone seres, cosas y hechos reales sobre los que transmite algún conocimiento. El lenguaje literario es semánticamente autónomo, “porque tiene poder suficiente para organizar y estructurar (…) mundos expresivos enteros”: “la verdad de ciertas densas londinenses nieblas dickensianas inolvidables (por tomar en este punto un caso de ‘prosa’ de novela) se debe exclusivamente a la palabra de Dickens, la cual se basta a sí misma (pero, ¿qué palabra de geógrafo, historiador, o científico en general, se basta a sí misma, es verdadera por sí misma?)”. Por eso precisamente el lenguaje literario puede ser explicado, pero no verificado: este lenguaje constituye un discurso contextualmente cerrado y semánticamente orgánico, que instituye una verdad propia. Cuando se lee en un libro de historia: “A primera hora de la mañana, Bonaparte había dejado Albenga y alcanzado, junto con Berthier y el comisario Saliceti, la colina de Cabianca, desde donde había vigilado la operación de Montenotte”, sabemos que esta frase expresa una sucesión de hechos realmente acontecidos, en un tiempo y en un espacio reales, implicando a personajes que efectivamente existieron. En cambio, cuando leemos al comienzo de Os Maias: La casa que los Maias habían venido a habitar en Lisboa, el otoño de 1875, era conocida en las cercanías de la Rua de San Francisco de Paula, y en todo el barrio de las Janelas Verdes, por el nombre de “casa del Ramalhete”, o simplemente “el Ramalhete”, no nos hallamos ante hechos realmente acontecidos e históricamente verídicos, pues ni existió la familia 5 Aguiar e Silva,V.M. (1986) “ Teoría de la literatura” Madrid, Gredos, pp. 16-18. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 11 de los Maias, ni el Ramalhete, ni, por consiguiente, los Maias se mudaron, en el otoño de 1875, a este palacio. Todo esto, sin embargo, es verdad en el mundo imaginario creado por la obra literaria. Cuando alguien escribe en un diario donde registra minuciosamente los momentos de su vida: “Hoy fui en tren a Évora”, tenemos que admitir que ese alguien, situado en un tiempo y en un espacio reales, ha viajado efectivamente en tren, y ha estado de verdad en Évora; pero cuando leemos en un poema de Álvaro de Campos: “Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra, / con luz de luna y con sueño, en la carretera desierta, / conduzco sólo, conduzco casi despacio…”, no podemos concluir que el poeta, en su realidad personal, sepa conducir, que conducía despacio un Chevrolet, que iba solo hacia Sintra: todo eso sólo es verdad en la ficción del lenguaje poético, es verdad únicamente en relación con el Yo de la poesía, no en relación con la persona física y social del autor. Entre el punto imaginario creado por el lenguaje literario y el mundo real, hay siempre vínculos, pues la ficción literaria no se puede desprender jamás de la realidad empírica. El mundo real es la matriz primordial inmediata de la obra literaria; pero el lenguaje literario no se refiere directamente a ese mundo, no lo denota: instituye, efectivamente, una realidad propia, un heterocosmos, de estructura y dimensiones específicas. No se trata de una deformación del mundo real, pero sí de la creación de una realidad nueva, que mantiene siempre una relación de significado con la realidad objetiva. 12 UN JUSTO ACUERDO6 Barbara Jacobs Por diferentes delitos, la condenaron a cadena perpetua más noventa y seis años de estricta prisión. Como era joven, los primeros cincuenta los pasó viva. Al principio no faltó quien la visitara; en varias ocasiones concedió ser entrevistada, hasta que dejó de ser noticia. Su rutina sólo se vio interrumpida cuando durante sus últimos años, y a pesar de que las autoridades la consideraron siempre una mujer sensata, fue confinada en el pabellón de psiquiatría. Ahí aprendió cómo entretenerse sin necesidad de leer ni escribir; acaso ni de pensar. Para entonces ya había prescindido del habla, y no tardó en acostumbrarse a la inmovilidad. Al final parecía dominar el arte de no sentir. Cuando murió la llevaron, en un ataúd sencillo, a una celda iluminada y con bastante ventilación, en donde cumplió buena parte de su condena; a lo largo de este periodo, el celador en turno rara vez olvidó llevarle flores, aunque marchitas, obedeciendo la orden, transmitida de sexenio en sexenio, de mantenerla aislada, si bien no por completo. Hace poco, debido a razones de espacio, las autoridades decidieron enterrarla; pero con el fin de no transgredir la ley y de no conceder a esa reo ningún privilegio, acordaron que el tiempo que le faltaba purgar fuera distribuido entre dos o tres presas desconocidas que todavía tenían muchos años por vivir. 6 Jacob, B. “Un Justo Acuerdo” Lectura Básica II, Zacatecas, UAPUAZ. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 13 EL ARTE DE MENTIR7 Mario Vargas Llosa Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía «era verdad». Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el centro del blanco. Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos —es decir, mentirosos— podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos sólo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos años y la primera novela que, con tal nombre, se publicó en América española apareció sólo después de la independencia (en México, en 1816). Al prohibir no unas obras determinadas sino un género literario en abstracto, el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas ellas ofrecen una visión falaz de la vida. Hace años escribí un trabajo ridiculizando a esos fanáticos arbitrarios, capaces de una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores españoles fueron los primeros en entender —antes que los críticos y que los propios novelistas— la naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas. En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa—, pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el aire de un galimatías. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos —ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros— quisieran una vida distinta de la que llevan. Para aplacar —tramposamente— ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela hay una inconformidad y un deseo. 7 Vargas Llosa, M. (1984) “El arte de mentir” en Revista de la Universidad de México, Núm. 42, México, UNAM, pp. 2-4. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 14 ¿Significa esto que novela es sinónimo de irrealidad? ¿Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos castigados por la adversidad de Kafka y los eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan o nos conmueven porque no tienen nada que ver con nosotros, porque nos es imposible identificar sus experiencias con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado, pues este camino —el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficción— está sembrado de trampas y los invitadores oasis suelen ser espejismos. ¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde –en apariencia, al menos— sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acusándome de calumnioso a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que, sintiéndose incorrectamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que he escrito, partí de algunas experiencias aún vivas en mi memoria y estimulantes para mi imaginación y fantasee algo que refleja de manera muy infiel esos materiales de trabajo. No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas del francés Restif de La Bretonne la realidad no puede ser más fotográfica, ellas son un catálogo de las costumbres del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay sin embargo algo diferente, mínimo y revolucionario. Que en ese mundo los hombres no se enamoran de las damas por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo, sus prendas espirituales, etc. sino, exclusivamente, por la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, «bretonismo» al fetichismo del botín). De una manera menos cruda y explícita, y también menos consciente, todas las novelas rehacen la realidad — embelleciéndola o empeorándola— como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la vida —en los que el novelista materializa sus obsesiones— reside la originalidad de una ficción. Ella es más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuantos más sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos? Ciertamente. Pero aún si hubiera conseguido esa proeza aburrida de sólo narrar hechos ciertos y describir personajes cuyas biografías se ajustaban como 15 un guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido, por eso, menos mentirosas o más verdaderas de lo que son. Porque no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella no sea vivida sino escrita, que esté hecha de palabras y no experiencias vivas. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una modificación profunda. El hecho real —la sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé— es uno, en tanto que los signos que pueden describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la que pertenezco cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a través de su propia experiencia de la realidad? Parecería, en efecto, que para el novelista de estirpe fantástica, que describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la ficción. En realidad, sí se plantea, pero de otra manera. La «irrealidad» de la literatura fantástica se vuelve, para el lector, símbolo o alegoría, es decir representación de realidades, de experiencias que sí puede identificar como posibles en la vida. Lo importante es esto: no es el carácter «realista» o «fantástico» de una anécdota lo que traza la línea fronteriza entre verdad y mentira en la ficción. A esta primera modificación —la que imprimen las palabras a los hechos— se entrevera una segunda, no menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas las historias y por lo mismo no empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro en el que aquel vertiginoso desorden se torna orden: organización, causa y efecto, fin y principio. La soberanía de una novela no está dada sólo por el lenguaje en que está escrita. También, por su sistema temporal, la manera como discurre en ella la existencia: cuándo se detiene y cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica del narrador para describir ese tiempo narrado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficción hay siempre un abismo. El tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicológicos. En él el pasado puede ser posterior al presente —el efecto preceder a la causa— como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que comienza con la muerte de un hombre anciano y continúa hasta su gestación, en el claustro materno; o ser sólo pasado remoto que nunca llega a disolverse en el pasado próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin pasado ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beckett; o un laberinto en que 16 pasado, presente y futuro coexisten, anulándose, como en The Sound and the Fury, de Faulkner. Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, no nos da jamás. Ese orden es invención, un añadido del novelista, ese simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente, la ficción traiciona la vida, encapsulándola en una trampa de palabras que la reducen de escala y la ponen al alcance del lector. Este puede, así, juzgarla, entenderla y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no le consiente. ¿Qué diferencia hay, entonces, entre una ficción y un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿No están compuestos ellos de palabras? ¿No encarcelan acaso en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? Se trata de sistemas opuestos de aproximación a lo real: en tanto que la novela se rebela y trasgrede la vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus esclavos. La noción de verdad o mentira funciona de manera distinta en ambos casos. Para el periodismo o la historia depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira: a más cercanía más verdad y a más distancia más mentira. Decir que la Historia de la Revolución Francesa de Michelet o la Historia de la conquista del Perú de Prescott son «novelescas» es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. Documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería una pérdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De qué, entonces? De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente. Porque «decir la verdad» para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y «mentir» ser incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un género, amoral, o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente estéticos. Arte «enajenante», es de constitución anti-brechtiana: si no hay «ilusión» no hay novela. De lo que llevo dicho, parecería desprenderse que la ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como la describen. Los libros de caballería queman el seso al Quijote y lo lanzan a los caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no hubiera ocurrido si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las heroínas de las novelitas románticas que lee. Por creer que la realidad es como las ficciones, 17 Alonso Quijano y Emma sufren terribles quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible de vivir la ficción nos parece personificar una actitud idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto de lo que se es aspiración humana por excelencia. De ella ha nacido lo mejor y lo peor que registra la historia. De ella han nacido también las ficciones. Cuando leemos novelas no somos el que somos sino también los seres hechizos entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y la facultad de desear mil. Ese espacio entre la vida real y los deseos y fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones. En el corazón de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ¿Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas sino los demonios que las soliviantan, los sueños en que se embriagan para que la vida que vivían fuera más llevadera. Una época no está poblada sólo de seres de carne y hueso; también de los fantasmas en que estos se mudan para romper las barreras que los limitan. Las mentiras de las novelas no son gratuitas: llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo justifica y absorbe, los hombres se conforman con su destino, las novelas no cumplen servicio alguno. Las culturas religiosas producen poesía, teatro, no novelas. La ficción es un arte de sociedades donde la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre sobre el mundo en que se vive y el trasmundo. Además de amoralidad, en las entrañas de las novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas, dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve caos: ése es el momento privilegiado para la ficción. Sus órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y en ellos se despliegan, libremente, aquellos 18 apetitos y temores que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar. La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan, espoleando la imaginación. Los inquisidores españoles entendieron el peligro. Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía, actitud frente a lo establecido. Es comprensible que los regímenes que aspiran a controlar totalmente la vida, desconfíen de las ficciones y las sometan a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad. Londres, junio, 1984. 19 NOCHE DE VERANO8 Bradbury Ray La gente se agrupaba en las galerías de piedra o se movía entre las sombras, por las colinas azules. Las lejanas estrellas y las mellizas y luminosas lunas de Marte derramaban una pálida luz de atardecer. Más allá del anfiteatro de mármol, en la oscuridad y la lejanía, se levantaban las aldeas y las quintas. El agua plateada yacía inmóvil en los charcos, y los canales relucían de horizonte a horizonte. Era una noche de verano en el templado y apacible planeta Marte. Las embarcaciones, delicadas como flores de bronce, se entrecruzaban en los canales de vino verde, y en las largas, interminables viviendas que se curvaban como serpientes tranquilas entre las lomas, murmuraban perezosamente los amantes, tendidos en los frescos lechos de la noche. Algunos niños corrían aún por las avenidas, a la luz de las antorchas, y con las arañas de oro que llevaban en la mano lanzaban al aire finos hilos de seda. Aquí Y allá, en las mesas donde burbujeaba la lava de plata, se preparaba alguna cena tardía. En un centenar de pueblos del hemisferio oscuro del planeta, los marcianos, seres morenos, de ojos rasgados y amarillos, se congregaban indolentemente en los anfiteatros. Desde los escenarios una música serena se elevaba en el aire tranquilo, como el aroma de una flor. En uno de los escenarios cantó una mujer. El público se sobresaltó. La mujer dejó de cantar. Se llevó una mano a la garganta. Inclinó la cabeza mirando a los músicos, y comenzaron otra vez. Los músicos tocaron y la mujer cantó, y esta vez el público suspiró y se inclinó hacia delante en los asientos; unos pocos se pusieron de pie, sorprendidos, y una ráfaga helada atravesó el anfiteatro. La mujer cantaba una canción terrible y extraña. Trataba de impedir que las palabras le brotaran de la boca pero éstas eran las palabras: Avanza envuelta en belleza, como la noche de regiones sin nubes y cielos estrellados; y todo lo mejor de lo oscuro y lo brillante se une en su rostro y en sus ojos.... La cantante se tapó la boca con las manos, y así permaneció unos instantes, inmóvil, perpleja. ~¿Qué significan esas palabras? -preguntaron los músicos. -¿De dónde viene esa canción? -¿Qué idioma es ése? 8 Bradbury R. (2008) “Cronicas Marcianas”.Solo ciencia ficción. Recuperado el 6 de agosto del 2019 de https://solocienciaficcion.blogspot.com/2008/08/noche-de-verano-cronicasmarcianas.html 20 Y cuando los músicos soplaron en los cuernos dorados, la extraña melodía pasó otra vez lentamente por encima del público que ahora estaba de pie y hablaba en voz alta. -¿Qué te pasa? -se preguntaron los músicos. -¿Por qué tocabas esa música? -Y tú, ¿qué tocabas? La mujer se echo a llorar y huyó del escenario. El público abandonó el anfiteatro. Y en todos los trastornados pueblos marcianos ocurrió algo semejante. Una ola de frío cayó sobre ellos, como una nieve blanca. En las avenidas sombrías, bajo las antorchas, los niños cantaban: ... y cuando ella llegó, el aparador estaba vacío, y su pobre perro no tuvo nada... -¡Niños! -gritaron los adultos~. ¿Qué canción es ésa? ¿Dónde la aprendisteis? -Se nos ha ocurrido de pronto. Son sólo palabras, palabras que no se entienden. Las puertas se cerraron. Las calles quedaron desiertas. Sobre las colinas azules se elevó una estrella verde. En el hemisferio nocturno de Marte los amantes despertaron y escucharon a sus amadas, que cantaban en la oscuridad. -¿Qué canción es ésa? Y en mil casas, en medio de la noche, las mujeres se despertaron gritando. Las lágrimas les rodaban por las mejillas y los hombres trataban de calmarlas. -Vamos, vamos. Duerme. ¿Qué te pasa? ¿Alguna pesadilla? -Algo terrible va a ocurrir por la mañana. -Nada puede ocurrir. Todo está muy bien. Un sollozo histérico: -¡Se acerca, se acerca! ¡Se acerca cada vez más! -Nada puede sucedernos. ¿Qué podría sucedernos? Vamos, duerme, duerme. El alba de Marte fue tranquila, tan tranquila como un pozo fresco y negro, con estrellas que brillaban en las aguas de los canales, y respirando en todos los cuartos, niños que dormían encogidos con arañas en las manos cerradas, y amantes abrazados, y un cielo sin lunas, y antorchas frías, y desiertos anfiteatros de piedra. Sólo rompió el silencio, poco antes de amanecer, un sereno que caminaba por una calle distante, solitaria y oscura, entonando una canción muy extraña. 21 SEGUNDA UNIDAD 22 LAS VOCES NARRATIVAS9 Óscar de la Borbolla Uno de los rasgos que mejor distingue a la narrativa contemporánea de lo escrito en el pasado es la variedad de voces y distancias desde las que se aborda la materia narrativa. Así, mientras que el narrador omnisciente, en tercera persona, era, junto con la primera persona, las estrategias que se empleaban en el pasado, ahora las obras pueden ser un dechado de personas y de distancias. Por ejemplo, no sólo se cuenta en tercera y primera personas, sino también en segunda como lo demuestra la novela Aura de Carlos Fuentes e innumerables obras que vinieron después, y el narrador puede ser autodiegético, intradiegético, extradiegético y metadiegético según la distancia a que se encuentre de lo narrado. El narrador autodiegético es aquel que cuenta su propia historia. Normalmente se escribe en primera persona y, para que la historia sea consistente con la perspectiva adoptada, queda de manifiesto que el narrador tiene una conciencia parcial de los hechos. El narrador intradiegético es aquel que cuenta desde dentro de la historia, como testigo o personaje secundario, la vida del grupo de personajes a los que pertenece. Aquí la persona adoptada puede ser la primera, la segunda o la tercera. El narrador extradiegético es ajeno a la historia y habla desde el limbo como si fuese un dios. Este narrador es el que mejor se presta a la tercera persona pues, por lo general, puede pasear por los recovecos más secretos de los personajes, estar enterado de todo el conflicto que los une, y por ello es también por regla general el tradicional narrador omnisciente. Finalmente uno de los recursos que ha hecho una verdadera eclosión en nuestro tiempo es el narrador metadiegético, pues si bien ya en don Quijote aparecen juegos autorreferenciales en los que Sancho y el Quijote son denunciados como personajes de novela (recuérdese el segundo libro donde los personajes platican de una obra llamada el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en la que viene la historia de ellos. O las distintas novelas que están intercaladas como segundo plano de ficción en esta misma obra), la verdadera explotación de este recurso ha llegado a su máxima dimensión en nuestro tiempo. Encadenar dos planos de ficción es ahora familiar no sólo en la literatura sino en el cine, la televisión o los anuncios comerciales. Decimos familiaridad porque tratándose de una estrategia complicada —proponer desde un plano de ficción 9 Borbolla, O. (2006). “Manual de creación literaria”, México, Nueva Imagen, , pp. 55-58. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 23 otro plano de ficción— nadie se confunde: nos hemos acostumbrado. A veces incluso, como ocurre en cualquier noticiario, los planos se suceden uno a otro hasta colocar la noticia en la perspectiva más honda de la dimensión informativa: cuando el conductor de un noticiario cede la palabra a un reportero que no se halla presente más que por la magia electrónica de aparecer en la pantalla del fondo, se cambia de una dimensión a otra. Cuando este reportero muestra un video en el que entrevistó a alguien vuelve a traspasarse la dimensión. Y cuando en ese video se muestra como prueba de la noticia que se está dando la voz que sale de una grabadora estamos asistiendo a otra dimensión. La metadiégesis se ha vuelto tan corriente que figura incluso en anuncios comerciales como la etiqueta del whisky Cutty Sark. El narrador metadiegético permite dos posibilidades: una simple: cuando desde un plano de ficción se pasa a otro, como ocurre en la mayoría de los cuentos que integran El libro de las mil y una noches o en el llamado teatro en el teatro, cuya muestra más conocida es la escena de Hamlet en la que unos actores representan el asesinato de un rey. La otra variante del narrador metadiegético, que a mi gusto resulta la más llamativa, es la denominada metadiégesis con construcción en abismo o construcción abismada. En este caso los personajes de un plano de ficción son alcanzados por los personajes del otro plano de ficción. El ejemplo que suele aludirse es el ya citado cuento de Cortázar: «Continuidad de los parques». Existen numerosos ejemplos de construcciones abismadas dentro y fuera de la literatura. En este sentido vale la pena mencionar la película de Woody Allen La rosa púrpura del Cairo y la Historia interminable de Michael Ende. 24 MACARIO10 Juan Rulfo Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos… Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda hacer las cosas… Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso… Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarrará mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por no más. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte 10 Rulfo J. Lectura Básica II, Zacatecas, UAPUAZ. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 25 de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba, me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa, Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero… La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; peo no, no es igual de buena que la leche de Felipa… Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos… Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua… Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacía cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche… A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida… Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le contará al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto… Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor… Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es 26 porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura…: «El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro». Eso dice el señor cura… Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor, aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa… Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija… Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mis remedios, 27 en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude… De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo… Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá, que es allí donde están… Mejor seguiré platicando… De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco… 28 CÓMO SE CARACTERIZA UN PERSONAJE11 Enrique Anderson Imbert No hay cuento sin acción, y la acción tiene como agente a un personaje más o menos caracterizado. La caracterización consiste en hacernos creer que ese personaje ficticio recibe, como una persona real, estímulos de su medio y que responde a ellos, se lanza por un camino y tropieza con obstáculos, quiere esto y rechaza aquello, existe, vive. El personaje, en un cuento, es un ente formado con palabras; la persona, en cambio, está hecha de carne, hueso y alma, no de palabras. Con procedimientos verbales el cuentista se empeña en darnos la ilusión de una realidad no verbal. Esta magia es posible en parte porque entre el cuentista y el lector hay sobreentendidos: por ejemplo, si se describen solamente unos ojos, el lector sabe muy bien que esos ojos no se mueven sueltos por el aire, como mariposas, sino que hay que imaginarse la figura completa del rostro y el cuerpo, aunque no se los describa. O sea, que la caracterización de un personaje presupone selectividad. Los procedimientos selectivos son innumerables. Ningún procedimiento es superior a otro. Con cualquiera de ellos se puede lograr o malograr un cuento. Una clasificación de procedimientos caracterizadores no presupone juicios de valor. Mencionemos dos tipos de caracterización. Caracterización resumida es la que consiste en decirnos, de una vez por todas, qué clase de persona es el personaje. El narrador es quien nos lo dice. Dice, no muestra. Es una exposición explícita. Caracterización escenificada o implícita es la que muestra los rasgos del personaje en acción; el lector ve lo que el narrador quiso que se viera. El narrador sugiere; el lector imagina y saca sus propias conclusiones sobre la personalidad del personaje. Ambos modos de caracterizar se mezclan cuando el narrador no dice directamente qué es lo que el personaje siente pero con el aire de no estar escrutándola deja caer observaciones casuales mientras lo acompaña a lo largo de sus acciones. Entonces el revoloteo de la mirada del narrador compone poco a poco la imagen de un carácter; imagen que se completa en la memoria del lector. Con estos procedimientos más o menos resumidos, más o menos escenificados es posible delinear un carácter cualquiera: se dice algo sobre un personaje; se describe su aspecto y el círculo en que vive; se muestra su comportamiento; se le oye dialogar con otros y monologar a solas; se considera la 11 Anderson Imbert, E. (1992) “Teoría y técnica del cuento”, Barcelona, Ariel, 1992, pp. 242-244. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 29 reputación de que goza en su comunidad; se indica cuáles son sus preferencias. Detengámonos en algunos de estos recursos: a) Apariencia del personaje. Esto es, su figura física, su vestimenta, sus movimientos, sus rasgos repetidos. A propósito de esto último, la anotación de habituales poses, posturas, dichos, comportamientos que el personaje repite muchas veces a lo largo del cuento puede caracterizarlo con eficacia (en exceso, lo tipifica). b) Influencia del escenario y el ambiente. Según cómo reaccione ante el mundillo que lo emplaza surgirá el carácter distintivo de un personaje con sus esperanzas y desesperanzas. De aquí la importancia en la elección del “espacio vital”. Sin duda un personaje hogareño conservará su personalidad aun en un trasatlántico pero lo comprenderemos mejor cuando lo vemos rodeado de su familia (a menos que el narrador se proponga deliberadamente analizar, por contraste, un carácter arrancado de su medio). c) El carácter mostrado en acción. La conducta del personaje, sea que esté solo o acompañado, y sus reacciones a una situación dada, lo caracterizan inmediatamente: tal conducta es la del avaro, tal reacción es la de un militar. Nos convencen los impulsos psicológicos de un personaje cuando se realizan en acciones consecuentes. El personaje, mientras actúa, va haciendo visible su carácter en gestos, ademanes, reacciones físicas y síntomas emotivos. Las emociones reprimidas no son menos reveladoras que las delatadas abiertamente: el reaccionar contra las propias tendencias hasta formarse una personalidad opuesta a la auténtica, el proyectar sobre los demás las faltas y culpas propias, el golpear una mesa para no golpear un rostro odioso, el olvidarse de lo desagradable en amnesias reales o fingidas, etcétera. d) Modo de hablar. Una de las funciones del diálogo es la de caracterizar al personaje haciéndolo hablar. Oímos cómo usa la lengua de su comunidad, los modismos que prefiere, el tono de su voz y no necesitamos más para comprender su carácter. e) Un personaje visto por otros. El narrador consigue que veamos a su personaje con los ojos de otras personas. Puede hacerlo de varias maneras: mediante conversaciones en las que se manifiestan opiniones sobe un personaje ausente; o echando mano al recurso de que un personaje lea una carta ajena en la que se describe al personaje en cuestión. La reputación pública es, pues, índice de un carácter. 30 EL ANIVERSARIO DE LINA12 María Esther Ortuño de Aguiñaga Mariana extendió sobre su falda la tela que bordaba y la contempló satisfecha. Lina, sentada enfrente, dejó de limarse las uñas y miró hacia la prenda. —El trabajo es perfecto, mamá; las crisantemas parecen reales, se verán magníficas sobre la colcha de raso. Mariana se puso en pie y extendió el bordado ante sus ojos. —¡Crisantemas… su flor predilecta! Otra vez, como todos los años llenaremos la casa de crisantemas, tengo encargados cuatro cestos llenos — mientras doblaba la tela continuó añorante—. También le gustaban los jazmines, se prendía un manojo en el pelo y por donde pasaba todo olía a jazmín. —Se volvió a medias hacia Lina para comentar:— Tu perfume predilecto no tiene la delicadeza que tenía el de tu hermana. Lina suspiró: —Nunca seré para ti tan perfecta como ella. Cuando yo muera, mamá, no dejaré el rastro que mi hermana dejó. —No digas eso, el parecido que tienen es sorprendente, lindas las dos, es verdad que la mitad de mi vida quedó aprisionada en su recuerdo, pero la otra mitad te pertenece a ti. —En la parte que me pertenece no cupo mi nombre verdadero y tuve que responder al suyo en cuanto ella faltó. —Jamás pensé que eso te lastimara. ¡Eras tan pequeña!, y yo imaginé que nombrándola en ti, las tendría a las dos. —Perdona mi reproche, no me molesta llamarme Lina como ella, el nombre es hermoso y me has enseñado a quererla y añorarla, como si de verdad hubiésemos vivido juntas mucho tiempo. —Entonces, ¿pasado mañana estarás conmigo desde primera hora? Lina guardó silencio unos segundos, luego dijo en voz baja, como si en esta forma entristeciese menos a la madre: —Creí que Eduardo te había confirmado lo de sus vacaciones. Él y yo saldremos de viaje precisamente pasado mañana a primera hora. Mariana tardó en contestar. Era cierto y lo había olvidado. Debería mostrarse serena. Hizo un esfuerzo para que el acento no la traicionara. 12 Ortuño de Aguiñaga, M.(1993) “Páginas escogidas”, México. Universidad Autónoma de San Luis Potosí (Cactus, 11).Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 31 —¡Qué memoria! ¡Claro!, Eduardo me lo dijo. Será para ustedes una segunda luna de miel. —Y será el primer aniversario de Lina que conmemores sin mí. —Ahora te debes a Eduardo —dijo sin poder evitar cierto tono de amargura—. Tu hermana comprenderá… —Lo lamento de veras mamá —después de una pausa continuó—, aunque es posible que el viaje no se realice. Hay un problema entre Eduardo y yo. —Hija, ¿a los seis meses de matrimonio? —Bueno, nada grave, es sólo que Eduardo desea complacer a su tía Susana; quiere que vayamos a visitarla a la hacienda, y yo estoy decidida a pasar estos días en la playa. —Eduardo quiere a esa tía como a una segunda madre. —Pero ella no me quiere, tenía otros planes para Eduardo, tú lo sabes. Si él insiste en visitarla, que vaya sin mí. Lina se puso en pie y fue a recoger su bolso para marcharse. —Hija, sé prudente, convéncelo en buena forma. Lina dio un beso a su madre y dijo mientras salía: —Espero hacerlo; si eso no sucediera, aquí me tendrás desde temprano. Mariana despertó antes de la hora habitual. Por la noche había tardado en dormirse. Le angustiaba la falta de Lina para celebrar unidas el aniversario de la Lina ausente. Mas ahora no tuvo tiempo de lamentarse: antes de abrir los ojos escuchó un toque de nudillos y la voz de la hija del otro lado de la puerta. —Madre, estoy aquí. —¡Qué sorpresa, Lina! ¡De veras no te esperaba! —¡Cómo iba a dejarte sola en este aniversario! Mariana comenzó a levantarse. —Mientras estoy lista prepárate, ve a cambiarte —y levantó la voz para que Lina no perdiera palabra—, puse el vestido en el sillón de tu hermana, y encima el collar y los aretes. —Bien, mamá. —Hija —Mariana levantó la voz— te espero en el comedor. No olvides peinarte como ella. —Todo como siempre —contestó Lina risueña desde el pasillo. Cuando Mariana entró al comedor quedó impresionada, era como si la primera Lina estuviera ahí y no la pequeña. La semejanza era completa. Mariana le sonrió agradecida. —Tú y ella son dos rayos de la misma luna. Tu expresión, tu voz, tus modales son los mismos de tu hermana. ¿Cómo lo has logrado, hija? 32 —Somos hermanas. ¿No?, o quizá obra tu imaginación, tu ardiente deseo de que seamos la misma. Mariana recordó que su primer impulso, cuando llegó Lina minutos antes, fue el de preguntarle por lo sucedido con Eduardo; ahora iba a hacerlo, pero se contuvo a tiempo. ¿Para qué ocupar la mente de Lina en asuntos desagradables? Este día se debían ambas al recuerdo de la otra Lina. Mariana acabó de preparar el desayuno mientras la hija arreglaba la mesa. Luego se dispusieron a desayunar entre el consabido ritornello de la madre. —Las tostadas le gustaban así, doraditas, la fruta fresca, el café como éste, no muy cargado. Lina, bondadosa y complaciente, escuchaba a la madre. Al terminar, ambas fueron a la recámara de la festejada. Tendieron en la cama la nueva colcha y los cojines apenas terminados la víspera. —Todo quedó bellísimo. —Tal y como a ella le agradaría. Ahora tú colocarás las flores mientras yo enciendo la lámpara votiva. Recuerda que las crisantemas deben conservar el tallo largo y no quedar apretujadas en los floreros. —Para que proyecten lozanía —completó Lina sonriente—. Ya ves, lo recuerdo muy bien. —Sí, esas eran sus palabras: «Para que proyecten lozanía». ¡Todo su ser la proyectaba! ¡Oh, mi Lina ausente y adorada! Por la tarde fueron a sentarse en la terraza en donde la primera Lina hubo pasado tardes enteras, ocupada en labores de aguja, o en la lectura de algún libro. Era parte del ritual. —¿Qué libro prefieres, madre? —Cualquiera, todos se los oí leer. Lina entró en la recámara y luego regresó con el libro. Mariana se había acomodado en la mecedora. Complacida primero, luego embelesada, escuchó la voz dulce y convincente de la hija… Cerró los ojos y quedó inmersa en el clima feliz de una vida sin tropiezos, anterior a la muerte de la hija mayor. Abstraídas por completo en la atmósfera alucinante de la lectura no sintieron el paso de las horas. De pronto Mariana se percató. —Hija, empieza a oscurecer. Saquemos las flores a la terraza. Mañana habrá que llevarlas a la iglesia y no deben marchitarse. Mientras realizaban la tarea, la hija preguntó: —¿Has pasado el día feliz, madre? 33 —Más de lo que imaginas. En todo momento creí sentir la presencia de tu hermana muerta, como si hubiera querido conmemorar con nosotras su aniversario. Cuando Lina sacaba el último jarrón, la campanilla del teléfono sonó extraña en el ambiente litúrgico que envolvía a las dos mujeres. —Yo contesto —dijo Mariana—. Cámbiate. Deja el vestido y las joyas sobre el sillón. —Ya junto al teléfono se volvió a ver a Lina ahora de pie bajo el dintel de entrada de la habitación. Mariana le sonrió mientras decía: —Debe ser Eduardo para hacer las paces contigo. —¿Eres tú, Eduardo? Del otro lado del espacio llegó una voz inesperada. —No, mamá, soy Lina. Eduardo y yo nos detuvimos todo el día en la playa antes de llegar al hotel. Mariana, con desconcierto, fijó la mirada en Lina… en Lina… en su sonrisa estimulante y serena de despedida. El receptor del teléfono se le fue de las manos. Estupefacta contemplaba la increíble verdad: Lina se iba desvaneciendo paso a paso en la penumbra. Mariana abría y entornaba los ojos en su afán de retener la imagen. Con el asombro estancado empezó a caminar hacia la recámara. ¿Lina estaba ahí?, ¿no estaba ahí? Mientras, el auricular colgante repetía con apremio: —Mamá, mamá, contesta, soy Lina, mamá. Mariana se detuvo en el centro de la alcoba saturada de olor a jazmín, y ahí sobre el sillón, amorosamente colocados, sólo encontró el vestido vacío, el collar y los aretes de la otra Lina. 34 NOMBRE Y ATRIBUTOS DE UN PERSONAJE13 Luz Aurora Pimentel Punto de partida para la individuación y la permanencia de un personaje a lo largo del relato es el nombre. El nombre es el centro de imantación semántica de todos sus atributos, el referente de todos sus actos, y el principio de identidad que permite reconocerlo a través de todas sus transformaciones. Las formas de denominación de los personajes cubren un espectro semántico muy amplio: desde la «plenitud» referencial que puede tener un nombre histórico (Napoleón), hasta el alto grado de abstracción de un papel temático –«el rey»– o de una idea, como los nombres de ciertos personajes alegóricos –«la Pereza», «la Lujuria», etc.– nombres estos últimos que no sólo tienen un alto grado de abstracción sino que son esencialmente no figurativos, a diferencia de un rol temático que ya acusa un primer investimiento figurativo. Algunos personajes se caracterizan a partir de códigos fijados por la convención, social y/o literaria. Éste es el caso de los personajes que Hamon llama referenciales: históricos (Napoleón), mitológicos (Apolo), alegóricos («el Odio»), tipos sociales («el obrero», «el pícaro», «el caballero», entre otros). A estos habría que añadir otros: nombres de personajes asociados con ciertos géneros narrativos, como la novela pastoril (Amarylis, Filis), o bien nombres de personajes literarios célebres (Don Juan, Fausto). Todos ellos remiten «a un sentido pleno y fijo, inmovilizado por la cultura, a roles, programas y usos estereotipados, y su legibilidad depende del grado de participación y conocimiento del lector (deben ser aprendidos y reconocidos)». No todos los personajes, sin embargo, tienen estos distintos grados de referencialidad –aunque, como lo afirma Greimas, el solo nombre en el proceso de «actorialización» del discurso «permite un anclaje histórico que tiene por objeto constituir el simulacro de un referente externo y de producir el efecto de sentido ‘realidad’». En cambio, aquellos personajes que ostentan un nombre no referencial se presentan, en un primer momento, como recipientes vacíos. Su nombre constituye una especie de «blanco» semántico que el relato se encargará de ir llenando progresivamente. «En una narración clásica se llena rápidamente gracias a un ‘retrato’ bastante completo. En textos modernos el retrato es discontinuo y se extiende a lo largo de muchas páginas». Ahora bien, ese blanco semántico es relativo y puede estar motivado en mayor o menor medida. Se puede pensar en toda clase de motivaciones para el 13 Pimentel, L.A. (1998).“Relato en perspectiva” México, Siglo XXI / UNAM, 1998, pp. 63-66. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 35 nombre de un personaje: etimológica, como en Bovary; social, como en aquellas partículas que connotan origen noble –«de», «von», «Sir»–, o estado civil, Madame Bovary; semántica, como El Caballero del Verde Gabán, o Sancho Panza; semánticonarrativa, como Lady Dedlock. Estas formas de motivación son interesantes porque en muchas de ellas –en especial la histórica y la semántico-narrativa– el nombre en sí funge al mismo tiempo como una especie de «resumen» de la historia y como orientación temática del relato; casi podríamos decir que, en algunos casos, el nombre constituye un anuncio o una premonición. Por ejemplo, Lady Dedlock, un personaje importante en Casa desolada de Dickens, se nos irá revelando poco a poco como una mujer metida en un «callejón sin salida» debido a un «error de juventud», pero ese impase diegético es una significación contenida ya en el nombre, aunque su ortografía haya sido modificada para disimular su origen léxico-semántico (Dedlock / deadlock = atolladero, callejón sin salida). En verdad, a decir de Roland Barthes. Uno «‘despliega’ un nombre propio exactamente como lo hace con un recuerdo». Con los nombres referenciales la «historia» ya está contada, y gran parte de la actividad de lectura consistirá en seguir las transformaciones, adecuaciones o rupturas que el nuevo relato opera en el despliegue conocido. Como diría Hamon los personajes referenciales deben ser aprendidos y reconocidos; mas a través del reconocimiento se accede a un nuevo conocimiento, pues esos personajes «llenos» generalmente sufren importantes transformaciones por la presión del nuevo contexto narrativo en el que están inscritos. De tal manera que si el nombre referencial es un nombre relativamente «pleno» al inicio del relato, las formas acumulativas de significación van matizando, incluso modificando esa plenitud. En los personajes no referenciales, cuyos nombres están inicialmente «vacíos», el proceso acumulativo por medio del cual se van llenando es también, y con mucho, de naturaleza narrativa: el nombre se colma de historia y no meramente de atributos de personalidad, pues, como dice Barthes, en el ensayo sobre «Proust y los nombres», «si el Nombre (…) es un signo, es un signo voluminoso, un signo siempre cargado de un espesor pleno de sentido que ningún uso puede reducir». Así pues, los nombres referenciales, desde el inicio, son síntesis de una «historia» ya leída, que el relato modifica al tiempo que la despliega; en cambio, la «historia» se repliega en el nombre no referencial, convirtiéndose éste, al final, en su formulación sintética. 36 LANCHITAS14 José María Roa Bárcenas El título puesto a la presente narración no es el diminutivo de lanchas, como a primera vista ha podido figurarse el lector, sino —por más que de pronto se resista a creerlo— el diminutivo del apellido «Lanzas», que a principios de este siglo llevaba en México un sacerdote muy conocido en casi todos los círculos de nuestra sociedad. Nombrábasele con tal derivado, no sabemos si simplemente en señal de cariño y confianza, o si también en parte por lo pequeño de su estatura; mas sea que militaran entrambas causas juntas, o aislada alguna de ellas, casi seguro es que las dominaba la sencillez pueril del personaje, a quien, por su carácter, se aplicaba generalmente la frase vulgar de «no ha perdido la gracia del bautismo». Y, como por algún defecto de la organización de su lengua, daba a la t y a la c, en ciertos casos, el sonido de la ch, convinieron sus amigos y conocidos en llamarle «Lanchitas», a ciencia y paciencia suya; exponiéndose de allí a poco los que quisieran designarle con su verdadero nombre, a malgastar tiempo y saliva. ¿Quién no ha oído alguno de tantos cuentos, más o menos salados, que la tradición oral va transmitiendo a la nueva generación? Algunos me hicieron reír más de veinte años ha cuando acaso aun vivía el personaje, sin que las preocupaciones y agitaciones de mi malhadada carrera de periodista me dejaran tiempo ni humor de procurar su conocimiento. Hoy, que, por dicha, no tengo que ilustrar o rectificar o lisonjear a la opinión pública, y que por desdicha voy envejeciendo a grandes pasos, qué de veces al seguir en el humo de mi cigarro, en el silencio de mi alcoba, el curso de las ideas y de los sucesos que me visitaron en la juventud, se me ha presentado en la especie de linterna mágica de la imaginación, Lanchitas, tal como me lo describieron sus coetáneos, limpio, manso y sencillo de corazón, envuelto en sus hábitos clericales, avanzando por esas calles de Dios, con la cabeza siempre descubierta y los ojos en el suelo; no dejando asomar en sus pláticas y exhortaciones la erudición de Fenelón ni la elocuencia de Bossuet, pero pronto a todas horas del día y de la noche a socorrer una necesidad, a prodigar los auxilios de su ministerio a los moribundos, y a enjugar las lágrimas de la viuda y el huérfano; y en materia de humildad, sin término de comparación, pues no le hay, ciertamente, para la humildad de Lanchitas. 14 Erasto Cortés, J.(1978) “Antología de cuentos mexicanos del siglo XIX”. (selección), México, Ateneo. pp. 55-64. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 37 Y, sin embargo, me dicen que no siempre fue así; que si no recibió del cielo un talento de primera orden, ni una voluntad firme y altiva, era hombre medianamente resuelto y despejado, y por de más estudioso e investigador. En una época en que la fe y el culto católico no se hallaban a discusión en estas comarcas, y en que el ejercicio del sacerdocio era relativamente fácil y tranquilo, bastaba la pureza de costumbre, la observancia de la disciplina eclesiástica, el ordinario conocimiento de las ciencias sagradas y morales, y un juicio recto, para captarse el aprecio del clero y el respeto y la estimación de la sociedad. Pero Lanzas, ávido de saber, no se había dado por satisfecho con la instrucción seminarista; y en los ratos que el desempeño de sus obligaciones de capellán le dejaba libres, profundizaba las investigaciones teológicas y, con autorización de sus prelados, seguía curiosamente las controversias entabladas en Europa, entre adversarios y defensores del catolicismo, no siéndole extrañas ni las burlas de Voltaire, ni las aberraciones de Rousseau, ni las abstracciones de Spinoza, ni las refutaciones victoriosas que provocaron en su tiempo. Quizá hasta se haya dedicado al estudio de las ciencias naturales, después de ejercitarse en el de las lenguas antiguas y modernas; todo en el límite que la escasez de maestros y libros permitía aquí a principios del siglo. Y este hombre, superior en conocimientos a la mayor parte de los clérigos de su tiempo, consultados a veces por obispos y oidores y considerados, acaso, como un pozo de ciencia por el vulgo, cierra o quema repentinamente sus libros; responde a las consultas con la risa de la infancia o del idiotismo; no vuelve a cubrirse la cabeza ni a levantar del suelo sus ojos, y se convierte en personaje de broma para los chicos y para los desocupados. Por rara y peregrina que haya sido la transformación, fue real y efectiva; y he aquí cómo del respetable Lanzas resultó Lanchitas, el pobre clérigo que se me aparece entre nubes de humo de mi cigarro. No ha muchos meses, pedía yo noticias de él a una persona ilustrada y formal, que le trató con cierta intimidad; y como acababa de figurar en nuestra conversación el tema del espiritismo, hoy en boga, mi interlocutor me tomó del brazo y, sacándome de la reunión de amigos en que estábamos, me refirió una anécdota más rara todavía que la transformación de Lanchitas, y que acaso la explique. Para dejar consignada tal anécdota, trazo estas líneas, sin meterme a calificarla. Al cabo, si es absurda, vivimos bajo el pleno reinado de lo absurdo. No recuerdo el día, el mes ni el año del suceso, ni si mi interlocutor los señaló; sólo entiendo que se refería a la época de 1820 a 30; y en lo que no me cabe duda es en que se trataba del principio de una noche oscura, fría y lluviosa, como suelen ser las de invierno. El Padre Lanzas tenía ajustada una partida de malilla o tresillo con algunos amigos suyos, por el rumbo de Santa Catalina mártir; y, terminados sus quehaceres del día, iba del centro de la ciudad a reunírseles esa noche, cuando 38 a corta distancia de la casa en que tenía lugar la modesta tertulia, alcanzóle una mujer del pueblo, ya entrada en años y miserablemente vestida quien, besándole la mano, le dijo: —¡Padrecito! ¡Una confesión! Por amor de Dios, véngase conmigo Su Merced, pues el caso no admite espera. Trató de informarse el Padre de si se había o no acudido previamente a la parroquia respectiva en solicitud de los auxilios espirituales que se le pedían; pero la mujer, con frase breve y enérgica, le contestó que el interesado pretendía que él precisamente le confesara, y que si se malograba el momento, pesaría sobre la conciencia del sacerdote; a lo cual éste no dio más respuesta que echar a andar detrás de la vieja. Recorrieron en toda su longitud una calle de Poniente a Oriente, mal alumbrada y fangosa, yendo a salir cerca del Apartado, y de allí tomaron hacia el Norte, hasta torcer a mano derecha y detenerse en una miserable accesoria del callejón del Padre Lecuona. La puerta del cuartucho estaba nada más que entornada, y empujándola simplemente, la mujer penetró en la habitación llevando al padre Lanzas de una de las extremidades del manteo. En el rincón más amplio y sobre una estera sucia y medio desbaratada, estaba el paciente, cubierto con una frazada; a corta distancia, una vela de sebo puesta sobre un jarro boca abajo en el suelo, daba su escasa luz a toda la pieza, enteramente desamueblada y con las paredes llenas de telarañas. Por terrible que sea el cuadro más acabado de la indigencia, no daría idea del desmantelamiento, desaseo y lobreguez de tal habitación, en que la voz humana parecía apagarse antes de sonar, y cuyo piso de tierra exhalaba el hedor especial de los sitios que carecen de la menor ventilación. Cuando el Padre, tomando la vela, se acercó al paciente y levantó con suavidad la frazada que le ocultaba por completo, descubrióse una cabeza huesosa y enjuta, amarrada con un pañuelo amarillento y a trechos roto. Los ojos del hombre estaban cerrados y notablemente hundidos, y la piel de su rostro y de sus manos, cruzadas sobre el pecho, aparentaba la sequedad y rigidez de la de las momias. —¡Pero este hombre está muerto! —exclamó el Padre Lanzas dirigiéndose a la vieja. —Se va a confesar, Padrecito —respondió la mujer, quitándole la vela, que fue a poner en el rincón más distante de la pieza, quedando casi a oscuras el resto de ella; y al mismo tiempo el hombre, como si quisiera demostrar la verdad de las palabras de la mujer, se incorporó en su petate, y comenzó a recitar en voz cavernosa, pero suficientemente inteligible, el Confiteor Deo. 39 Tengo que abrir aquí un paréntesis a mi narración, pues el digno sacerdote jamás a alma nacida refirió la extraña y probablemente horrible confesión que aquella noche le hicieron. De algunas alusiones y medias palabras suyas, se infiere que al comenzar su relato el penitente se refería a fechas tan remotas, que el Padre creyéndole difuso y divagado, y comprendiendo que no había tiempo que perder, le excitó a concretarse a lo que importaba; que a poco entendió que aquél se daba por muerto de muchos años atrás, en circunstancias violentas que no le habían permitido descargar su conciencia como había acostumbrado pedirlo diariamente a Dios, aun en el olvido casi total de sus deberes y en el seno de los vicios, y quizá hasta el crimen; y que por permisión divina lo hacía en aquel momento, viniendo de la eternidad para volver a ella inmediatamente. Acostumbrado Lanzas, en el largo ejercicio de su ministerio, a los delirios y extravagancias de los febricitantes y de los locos, no hizo mayor aprecio de tales declaraciones, juzgándolas efecto del extravío anormal o inveterado de la razón del enfermo; contentándose con exhortarle al arrepentimiento y explicarle lo grave del trance a que estaba orillado, y con absolverle bajo las condiciones necesarias, supuesta la perturbación mental de que le consideraba dominado. Al pronunciar las últimas palabras del rezo, notó que el hombre había vuelto a acostarse; que la vieja no estaba ya en el cuarto, y que la vela a punto de consumirse por completo, despedía sus últimas luces. Llegado él a la puerta, que permanecía entornada, quedó la pieza en profunda oscuridad; y aunque al salir atrajo con suavidad la hoja entreabierta, cerróse ésta de firme como si de adentro la hubieran empujado. El Padre, que contaba con hallar a la mujer de la parte de afuera, y con recomendarle el cuidado del moribundo y que volviera a llamarle a él mismo, aun a deshora, si advertía que recobraba aquél la razón, desconcertóse al no verla; esperóla en vano durante algunos minutos; quiso volver a entrar en la accesoria, sin conseguirlo, por haber quedado cerrada como de firme, la puerta; y, apretando en la calle la oscuridad y la lluvia, decidióse, al fin, a alejarse, proponiéndose efectuar, al siguiente día muy temprano, nueva visita. Sus compañeros de malilla o tresillo le recibieron amistosa y cordialmente, aunque no sin reprocharle su tardanza. La hora de la cita había, en efecto, pasado ya con mucho, y Lanzas, sabiéndolo o sospechándolo, había venido a prisa y estaba sudando. Echó mano al bolsillo en busca del pañuelo para limpiarse la frente, y no le halló. No se trataba de un pañuelo cualquiera, sino de la obra acabadísima de alguna de sus hijas espirituales más consideradas de él; finísima batista con las iniciales del Padre, primorosamente bordadas en blanco, entre laureles y trinitarias de gusto más o menos monjil. Prevalido de su confianza en la casa, llamó al criado, le dio las señas de la accesoria en que seguramente había dejado el pañuelo, y le despachó en su busca, satisfecho de que se le presentara así ocasión de tener nuevas 40 noticias del enfermo, y de aplacar la inquietud en que él mismo había quedado a su respecto. Y con la fruición que produce en una noche fría y lluviosa, llegar de la calle a una pieza abrigada y bien alumbrada, y hallarse en amistosa compañía cerca de una mesa espaciosa, a punto de comenzar el juego que por espacio de más de veinte años nos ha entretenido una o dos horas cada noche, repantigóse nuestro Lanzas en uno de esos sillones de banqueta que se hallaban frecuentemente en las celdas de los monjes, y que yo prefiero al más pulido asiento de brocatel o terciopelo; y encendiendo un buen cigarro habano, y arrojando bocanadas de humo aromático, al colocar sus cartas en la mano izquierda en forma de abanico, y como si no hiciera más que continuar en voz alta el hilo de sus reflexiones relativas al penitente a quien acababa de oír, dijo a sus compañeros de tresillo: —¿Han leído ustedes la comedia de don Pedro Calderón de la Barca intitulada «La devoción de la Cruz»? Alguno de los comensales la conocía, y recordó al vuelo las principales peripecias del galán noble y valiente, al par que corrompido, especie de Tenorio de su época, que, muerto a hierro, obtiene por efecto de su constante devoción a la sagrada insignia del cristiano, el raro privilegio de confesarse momentos u horas después de haber cesado de vivir. Recordado lo cual Lanzas prosiguió diciendo, en tono entre grave y festivo: —No se puede negar que el pensamiento del drama de Calderón es altamente religioso, no obstante que algunas de sus escenas causarían positivo escándalo hasta en los tristes días que alcanzamos. Mas, para que se vea que las obras de imaginación suelen causar daño efectivo aun con lo poco de bueno que contengan, les diré que acabo de confesar a un infeliz que no pasó de artesano en sus buenos tiempos; que apenas sabía leer; y que, indudablemente, había leído o visto «La devoción de la Cruz», puesto que, en las divagaciones de su razón, creía reproducido en sí mismo el milagro del drama… —¿Cómo? ¿Cómo? —exclamaron los comensales de Lanzas, mostrando repentino interés. —Como ustedes lo oyen, amigos míos. Uno de los mayores obstáculos con que, en los tiempos de ilustración que corren, se tropieza en el confesionario, es el deplorable efecto de las lecturas, aun de aquéllas que a primera vista no es posible calificar de nocivas. No pocas veces me he encontrado, bajo la piel de beatas compungidas y feas, con animosas Casandras y tiernas y remilgadas Atalas; algunos Delincuentes Honrados, a la manera de los de Jovellanos, han recibido de mi mano la absolución; y en el carácter de muchos hombres sesudos, he advertido fuertes conatos de imitación de las fechorías del «Periquillo» de Lizardi. Pero ninguno tan preocupado ni porfiado como mi último penitente; loco, loco de remate. ¡Lástima 41 del alma, que a vueltas de un verdadero arrepentimiento, se está en sus trece de que hace quién sabe cuántos años dejó el mundo, y que por altos juicios de Dios… ¡Vamos! ¡Lo del protagonista del drama consabido! Juego… En estos momentos se presentó el criado de la casa, diciendo al Padre que en vano había llamado durante media hora en la puerta de la accesoria; habiéndose acercado al fin, el sereno, a avisarle caritativamente que la tal pieza y las contiguas llevaban mucho tiempo de estar vacías, lo cual le constaba perfectamente, por razones de su oficio y de vivir en la misma calle. Con extrañeza oyó esto el Padre; y los comensales que, según he dicho, habían ya tomado interés en su aventura, dirigiéronle nuevas preguntas, mirándose unos a otros. Daba la casualidad de hallarse entre ellos nada menos que el dueño de las accesorias, quien declaró que, efectivamente, así éstas como la casa toda a que pertenecían llevaba cuatro años de vacías y cerradas, a consecuencia de estar pendiente en los tribunales un pleito en que se le disputaba la propiedad de la finca, y no haber querido él, entretanto, hacer las reparaciones indispensables para arrendarla. Indudablemente Lanzas se había equivocado respecto de la localidad por él visitada, y cuyas señas, sin embargo, correspondían con toda exactitud a la finca cerrada y en pleito; a menos que, a excusas del propietario, se hubiera cometido el abuso de abrir y ocupar la accesoria defraudándole su renta. Interesados igualmente aunque por motivos diversos, el dueño de la casa y el Padre, en salir de dudas, convinieron esa noche en reunirse al otro día temprano, para ir juntos a reconocer la accesoria. Aún no eran las ocho de la mañana siguiente, cuando llegaron a su puerta, no sólo bien cerrada, sino mostrando entre las hojas y el marco y en el ojo de la llave, telarañas y polvo que daba la seguridad material de no haber sido abierta en algunos años. El propietario llamó sobre esto la atención del Padre, quien retrocedió hasta el principio del callejón, volviendo a recorrer cuidadosamente, y guiándose por sus recuerdos de la noche anterior, la distancia que mediaba desde la esquina hasta el cuartucho, a cuya puerta se detuvo nuevamente, asegurando con toda formalidad ser la misma por donde había entrado a confesar al enfermo, a menos que, como éste, no hubiera perdido el juicio. A creerlo así se iba inclinando el propietario, al ver la inquietud y hasta la angustia con que Lanzas examinaba la puerta y la calle, ratificándose en sus afirmaciones y suplicándole hiciese abrir la accesoria a fin de registrarla por dentro. Llevaron allí un manojo de llaves viejas tomadas de orín, y probando algunas, después de haber sido necesario desembarazar de tierra y telarañas, por medio de clavo o estaca, el agujero de la cerradura, se abrió al fin la puerta, saliendo por ella el aire malsano y apestoso a humedad que Lanzas había aspirado allí la noche 42 anterior. Penetraron en el cuarto nuestro clérigo y el dueño de la finca, y a pesar de su oscuridad, pudieron notar, desde luego, que estaba enteramente deshabitado y sin muebles, ni rastro alguno de inquilinos. Disponíase el dueño a salir, invitando a Lanzas a seguirle o precederle, cuando éste, renuente a convencerse de que había simplemente soñado lo de la confesión, se dirigió al ángulo del cuarto que recordaba haber estado el enfermo, y halló en el suelo y cerca del rincón, su pañuelo, que la escasísima luz de la pieza no le había dejado ver antes. Recogiólo con profunda ansiedad, y corrió hacia la puerta para examinarle a toda la claridad del día. Era el suyo, y las marcas bordadas no le dejaban duda alguna. Inundados en sudor su semblante y sus manos, clavó en el propietario de la finca los ojos, que el terror parecía hacer salir de sus órbitas; se guardó el pañuelo en el bolsillo, descubrióse la cabeza, y salió a la calle con el sombrero en la mano, delante del propietario, quien, después de haber cerrado la puerta y entregado a su dependiente el manojo de llaves, echó a andar al lado del Padre preguntándole con cierta impaciencia: —Pero, ¿y cómo se explica usted lo acaecido? Lanzas le vio con señales de extrañeza, como si no hubiera comprendido la pregunta; y siguió caminando con la cabeza descubierta a sombra y a sol, y no se la volvió a cubrir desde aquel punto. Cuando alguien le interrogaba sobre semejante rareza, contestaba con risa como de idiota, y llevándose la diestra al bolsillo, para cerciorarse de que tenía consigo el pañuelo. Con infatigable constancia siguió desempeñando las tareas más modestas del ministerio sacerdotal, dando señalada preferencia a las que más en contacto le ponían con los pobres y con los niños, a quienes mucho se asemejaba en sus conversaciones y en sus gustos. ¿Tenía, acaso, presente el pasaje de la Sagrada Escritura relativo a los párvulos? Jamás se le vio volver a dar el menor indicio de enojo o de impaciencia; y si en las calles era casual o intencionalmente atropellado o vejado, continuaba su camino con la vista en el suelo y moviendo sus labios como si orara. Así le suelo contemplar todavía en el silencio de mi alcoba, entre las nubes de humo de mi cigarro; y me pregunto si a los ojos de Dios no era Lanchitas más sabio que Lanzas, y si los que nos reímos con la narración de sus excentricidades y simplezas, no estamos, en realidad, más trascordados que el pobre clérigo. Diré, por vía de apéndice, que poco después de su muerte, al reconstruir alguna de las casas del callejón del Padre Lecuona, extrajeron del muro más grueso de una pieza, que ignoro si sería la consabida accesoria, el esqueleto de un hombre que parecía haber sido emparedado mucho tiempo antes, y a cuyo esqueleto se dio sepultura con las debidas formalidades. 43 TEMÁTICA15 B. Tomashevski LA ELECCIÓN DEL TEMA En el curso del proceso artístico las frases individuales se combinan entre sí según su sentido, realizando una cierta construcción en la que se hallan unidas por una idea o tema común. Las significaciones de los elementos particulares de la obra constituyen una unidad que es la trama (aquello de lo que se habla). Es tan lícito hablar del tema de una obra completa como del tema de sus partes. Toda obra escrita en un lenguaje provisto de sentido posee un tema; sólo las obras transracionales carecen de tema, y por eso son consideradas por ciertas escuelas poéticas como meros ejercicios experimentales. La obra literaria está dotada de unidad cuando ha sido construida a partir del tema único que se va manifestando a lo largo de la misma. Por consiguiente, el proceso literario se organiza en torno a dos momentos importantes: la elección del tema y su elaboración. La elección del tema depende estrechamente de la acogida que le dispense el lector. La palabra «lector» designa en general un círculo mal definido de personas, de quienes muy frecuentemente el propio escritor no tiene un conocimiento preciso. La imagen del lector está siempre presente en la conciencia del escritor aunque sólo sea abstracta o reclame del autor el esfuerzo de convertirse en el lector de su obra. Esta imagen del lector puede expresarse en una fórmula clásica, como la que encontramos en una de las últimas estrofas de Eugenio Oneguin: Quienquiera seas tú que me lees, amigo o enemigo, quiero despedirme cordialmente de ti. Adiós. Ya no sé si de estos mis versos indolentes esperas acaso el recuerdo de una emoción, una distracción después del trabajo, escenas vivientes, palabras ingeniosas, o errores de gramática; ojalá en este libro encuentres aunque sólo sea una migaja para tu corazón o para tus ensueños, para tu distracción o para la polémica. Y ahora, separémonos; adiós, lector mío! 15 Todorov, T.(1978) “Teoría de la literatura de los formalistas ruso”. México, Siglo XXI, pp. 199-204. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. 44 Esta preocupación por un lector abstracto se expresa en la noción de «interés». La obra debe ser interesante. La noción de interés orienta ya al autor en la elección del tema; pero ese interés puede revestir formas muy diversas. Las preocupaciones de orden técnico son familiares para el escritor y para sus lectores más cercanos. Ellas se cuentan entre los móviles más poderosos del desarrollo literario. La aspiración a una novedad profesional, a una nueva maestría, ha sido siempre el rasgo distintivo de los movimientos literarios más avanzados. La experiencia literaria, la tradición a la que se remite el escritor, se le manifiestan como una tarea legada por sus predecesores, tarea cuya realización absorbe toda su atención. Por otra parte, el interés de un lector neutro, ajeno a los problemas del oficio, puede asumir diferentes formas, que van desde la exigencia de mero entretenimiento (satisfecha por la literatura «de andén», de Nat Pinkerton a Tarzán) hasta la combinación de intereses literarios con asuntos de interés general. En tal sentido el tema de actualidad, es decir el que se ocupa de los problemas culturales del momento, satisface al lector. Así, ocurre que una inmensa literatura periodística se ha acumulado alrededor de cada novela de Turgueniev, literatura que se interesa menos por la obra de arte que por los problemas de la cultura en general y, sobre todo, por los problemas sociales. Esta literatura periodística era perfectamente legítima como respuesta al tema elegido por el novelista. Los temas vinculados con la Revolución y con la vida revolucionaria son hoy muy actuales; impregnan la obra entera de Pilniak, de Ehrenbnurg y de otros prosistas, como también la de los poetas Maiakovski, Tijonov, Aseiev, etc. La forma elemental de la actualidad nos está dada por las circunstancias de cada día. Pero las obras de actualidad no sobreviven el interés temporario que las ha suscitado. La importancia de estos temas es reducida porque no se adaptan a la variabilidad de los intereses cotidianos del público. Inversamente, cuanto más importante sea el tema y más duradero su interés, tanto más estará asegurada la vigencia de la obra. Haciendo retroceder de este modo los límites de la actualidad, podemos llegar a los intereses universales (los problemas del amor, de la muerte) que en el fondo siguen siendo los mismos a lo largo de la historia humana. Pero estos temas universales deben nutrirse de una materia concreta, y si esta materia no está vinculada con la actualidad, plantearse esos problemas pierde todo interés. No hay que considerar la actualidad como una representación de la vida contemporánea. Los temas históricos, aun cuando se refieren a una época distante, pueden ser actuales y llegar a suscitar mayor interés que el que podría despertar la representación de la vida contemporánea. Además, hay que saber cuáles son los 45 aspectos de esta vida que deben representarse; no todo lo contemporáneo es actual o evoca el mismo interés. Las particularidades de la época en que se crea la obra literaria son determinantes en lo concerniente al interés por el tema. Añadiremos que la tradición literaria y las tareas que ella impone tienen una función preponderante entre esas condiciones históricas. No basta elegir un tema interesante; hay que mantener el interés estimulando la atención del lector. El interés atrae, pero la atención retiene. El elemento emocional contribuye en gran medida a captar la atención. No es sin razón que las piezas destinadas a obrar directamente sobre un gran público eran catalogadas como comedias o tragedias según sus características emocionales. Suscitar una emoción es el modo mejor de retener la atención. No basta el tono frío del relator que constata las etapas del movimiento revolucionario: hay que simpatizar, indignarse, alegrarse o rebelarse. De esta manera la obra se hace actual, en el sentido más preciso del término, porque actúa sobre el lector suscitando emociones que dirigen su voluntad. La mayoría de las obras poéticas han sido construidas sobre la base de la simpatía o antipatía sentidas por el autor y de un juicio de valor consiguiente acerca del material propuesto a nuestra atención. El personaje virtuoso (positivo) y el malvado (negativo) representan una expresión directa de este elemento valorativo de la obra literaria. El lector debe ser orientado en su simpatía y en sus emociones. Por eso, el tema de la obra literaria está habitualmente impregnado de emoción; suscita así un sentimiento de indignación o de simpatía y evocará siempre un juicio de valor. Además, no hay que olvidar que el elemento emocional se encuentra en la obra y no es introducido por el lector. No se puede discutir acerca del carácter positivo o negativo de un personaje. Es preciso descubrir el contenido emocional de la obra (que puede no corresponder a la opinión personal del autor). Este matiz emocional, manifiesto en los géneros literarios primitivos –por ejemplo en la novela de aventuras, donde la virtud es premiada y el vicio castigado–, puede ser muy fino y complejo en las obras más elaboradas; a veces llega a ser tan complicado que resulta imposible expresarlo en una simple fórmula. A grandes rasgos, empero, es el elemento de la simpatía lo que orienta el interés y mantiene la atención, incitando al lector a participar en el desarrollo del tema. TRAMA Y ARGUMENTO Hay dos tipos principales de disposición de los elementos temáticos: o bien se inscriben en una cierta cronología, respetando así el principio de causalidad; o 46 bien se presentan fuera del orden temporal, es decir, en una sucesión que no toma en cuenta ninguna causalidad interna. Llamamos trama al conjunto de acontecimientos vinculados entre sí que nos son comunicados a lo largo de la obra. La trama podría exponerse de una manera pragmática, siguiendo el orden natural, o sea el orden cronológico y causal de los acontecimientos, independientemente del modo en que han sido dispuestos e introducidos en la obra. La trama se opone al argumento, el cual, aunque está constituido por los mismos acontecimientos, respeta en cambio su orden de aparición en la obra y las secuencias de las informaciones que nos los representan.16 La noción de tema es una categoría sumaria que une el material verbal de la obra. Ésta posee un tema, y al mismo tiempo cada una de sus partes tiene el suyo. La descomposición de la obra consiste en aislar las partes caracterizadas por una unidad temática específica. Mediante este análisis de la obra en unidades temáticas arribamos finalmente a las partes no analizables, esto es, a las partículas más pequeñas del material temático: «Ha caído la tarde”, «Rascolnikov asesinó a la vieja”, «El héroe ha muerto”, «Llegó una carta”, etc. El tema de una de las partes no analizables de la obra se llama un motivo. En realidad, cada proposición posee su propio motivo. Los motivos combinados entre sí constituyen la armazón temática de la obra. En esta perspectiva, la trama se muestra como el conjunto de los motivos considerados en su sucesión cronológica y en sus relaciones de causa a efecto; el argumento es el conjunto de esos mismos motivos pero dispuestos con arreglo al orden que observan en la obra. Con respecto a la trama, poco importa que el lector se entere de un acontecimiento en cierta parte de la obra más bien que en otra, y que tal acontecimiento le sea comunicado directamente por el autor o a través del relato de un personaje, o aún por medio de alusiones marginales. Por el contrario, sólo la presentación de los motivos cuentan en el argumento. Un incidente de la vida real puede servir de trama al autor. El argumento, en cambio, es una construcción enteramente artística. Los motivos de una obra son heterogéneos. Una simple exposición de la trama nos revela que ciertos motivos pueden ser omitidos sin destruir por eso la continuidad de la narración, mientras que otros no pueden dejarse de lado sin alterar el nexo de causalidad que une los acontecimientos. Llamamos motivos 16 En una palabra: la trama es lo que ha ocurrido efectivamente; el argumento es el modo en que el lector se ha enterado de lo sucedido. 47 asociados a los que no pueden ser excluidos; los que pueden extirparse sin lesionar la sucesión cronológica y causal de los acontecimientos son motivos libres. Para la trama sólo cuentan los motivos asociados; son sobre todo los motivos libres, en cambio, los que desempeñan el papel dominante en el argumento y determinan la construcción de la obra. Estos motivos marginales (detalles, etc.) son introducidos en razón de la construcción artística de la obra y cumplen diversas funciones. 48 CORTÍSIMO METRAJE17 Julio Cortázar Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del autostop, tímidamente pregunta si dirección Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en ese oficio no hay que descuidarse. 17 Cortázar, J. (1974) “Último Round”. Tomo II, México, Siglo XXI. pp. 56-57. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 49 LA NOCHE DE LOS FEOS18 Mario Benedetti I Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos llenos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendedura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca, bien formada. Era la oreja de su lado normal. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro, y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso 18 Benedetti, M. (1978) “ La muerte y otras sorpresas”. México, Siglo XXI. pp. 75-79. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 50 hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolsillo su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. «¿Qué está pensando?», pregunté. Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma. «Un lugar común», dijo. «Tal para cual». Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo. «Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?» «Sí», dijo, todavía mirándome. «Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida». «Sí». Por primera vez no pudo sostener mi mirada. «Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo». «¿Algo como qué?» «Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad». Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. 51 «Prométame no tomarme por un chiflado». «Prometo». «La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?» «No». «¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?» Se sonrojó, y la hendedura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. «Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca». Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. «Vamos», dijo. II No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse. Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me trasmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad, mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté, y descorrí la cortina doble. 52 EL QUE VINO A SALVARME19 Virgilio Piñera Siempre tuve un gran miedo; no saber cuándo moriría. Mi mujer afirmaba que la culpa era de mi padre; mi madre estaba agonizando, él me puso frente a ella y me obligó a besarla. Por esa época yo tenía diez años y ya sabemos todo eso de que la presencia de la muerte deja una profunda huella en los niños… No digo que la aseveración sea falsa, pero en mi caso, es distinto. Lo que mi mujer ignora es que yo vi ajusticiar a un hombre, y lo vi por pura casualidad. Justicia irregular, es decir dos hombres le tienden un lazo a otro hombre en el servicio sanitario de un cine y lo degüellan. ¿Cómo? Yo estaba encerrado haciendo caca y ellos no podían verme; estaba en los mingitorios. Yo hacía caca plácidamente y de pronto oí: «Pero no van a matarme…» Miré por el enrejillado, y entonces vi una navaja cortando un pescuezo, sentí un alarido, sangre a borbotones y piernas que se alejaban a toda prisa. Cuando la policía llegó al lugar del hecho me encontró desmayado, casi muerto, con eso que le dicen «shock nervioso». Estuve un mes entre la vida y la muerte. Bueno, no vayan a pensar que, en lo sucesivo, iba a tener miedo de ser degollado. Bueno, pueden pensarlo, están en su derecho. Si alguien ve degollar a un hombre, es lógico que piensen que también puede ocurrirle lo mismo a él, pero también es lógico pensar que no va a dar la maldita casualidad de que el destino, o lo que sea, lo haya escogido a uno para que tenga la misma suerte del hombre que degollaron en el servicio sanitario del cine. No, no era ese mi miedo; el que yo sentí, justo en el momento en que degollaban al tipo, se podría expresar con esta frase: ¿Cuál es la hora? Imaginemos a un viejo de ochenta años, listo ya para enfrentarse a la muerte; pienso que su idea fija no puede ser otra que preguntarse: ¿será de noche…? ¿Será a las tres de la madrugada de pasado mañana? ¿Va a ser ahora mismo en que estoy pensando que será pasado mañana a las tres de la madrugada…? Como sabe y siente que el tiempo de vida que le queda es muy reducido, estima que sus cálculos sobre la «hora fatal» son bastante precisos, pero, al mismo tiempo, la impotencia en que se encuentra para fijar «el momento» los reduce a cero. En cambio, el tipo asesinado en el servicio sanitario supo, así de pronto, cuál sería su hora. En el momento de proferir: «Pero no van a matarme…», ya sabía que le llegaba su hora. Entre su exclamación desesperada y la mano que accionaba la navaja para cercenarle el 19 Edmundo Valadés (1979). “Los grandes cuentos del siglo XX” México, Promexa. pp. 87-90. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 53 cuello, supo el minuto exacto de su muerte. Es decir que si la exclamación se produjo, por ejemplo, a las nueve horas, cuatro minutos y cinco segundos de la noche y la degollación a las nueve, cuatro minutos y ocho segundos, él supo exactamente su hora de morir con una anticipación de tres segundos. En cambio, aquí, echado en la cama, solo (mi mujer murió el año pasado y, por otra parte, no sé la pobre en qué podría ayudarme en lo que se refiere a lo de la hora de mi muerte), estoy devanándome los pocos sesos que me quedan. Es sabido que cuando se tiene noventa años (y es esa mi edad) se está, como el viajero, pendiente de la hora, con la diferencia de que el viajero la sabe y uno la ignora. Pero no anticipemos. Cuando lo del tipo degollado en el servicio sanitario yo tenía apenas veinte años. El hecho de estar «lleno» de vida en ese entonces y además, tenerla por delante casi como una eternidad, borró pronto aquel cuadro sangriento y aquella pregunta angustiosa. Cuando se está lleno de vida sólo se tiene tiempo para vivir y «vivirse». Uno «se vive» y se dice: «¡Qué saludable estoy, respiro salud por todos mis poros, soy capaz de comerme un buey, copular cinco veces por día, trabajar sin desfallecer veinte horas seguidas…», y entonces uno no puede tener noción de lo que es morir y «morirse». Cuando a los veintidós años me casé, mi mujer, viendo mis «ardores» me dijo una noche: «¿Vas a ser conmigo el mismo cuando seas un viejito?» Y le contesté: «¿Qué es un viejito? ¿Acaso tú lo sabes?» Ella, naturalmente, tampoco lo sabía. Y como ni ella ni yo podíamos, por el momento, configurar a un viejito, pues nos echamos a reír y fornicamos de lo lindo. Pero recién cumplidos los cincuenta, empecé a vislumbrar lo de ser un viejito, y también empecé a pensar en eso de la hora… Por supuesto, proseguía viviendo pero, al mismo tiempo empezaba a morirme, y una curiosidad, enfermiza y devoradora, me ponía por delante el momento fatal. Ya que tenía que morir, al menos saber en qué instante sobrevendría mi muerte, como sé, por ejemplo, el instante preciso en que me lavo los dientes… Y a medida que me hacía más viejo, este pensamiento se fue haciendo más obsesivo hasta llegar a lo que llamamos fijación. Allá por los setenta hice, de modo inesperado, mi primer viaje en avión. Recibí un cablegrama de la mujer de mi único hermano avisándome que éste se moría. Tomé pues el avión. A las dos horas de vuelo se produjo mal tiempo. El avión era una pluma en la tempestad, y todo eso que se dice de los aviones bajo los efectos de una tormenta: pasajeros aterrados, idas y venidas de las aeromozas, objetos que se vienen a suelo, gritos de mujeres y de niños mezclados con padrenuestros y avemarías, en fin ese «memento mori» que es más «memento» a cuarenta mil pies de altura. 54 —Gracias a Dios —me dije— gracias a Dios que por vez primera me acerco a una cierta precisión en lo que se refiere al momento de mi muerte. Al menos, en esta nave en peligro de estrellarse, ya puedo ir calculando el momento. ¿Diez, quince, treinta y ocho minutos…? No importa, estoy cerca, y tú, muerte, no lograrás sorprenderme. Confieso que gocé salvajemente. Ni por un instante se me ocurrió rezar, pasar revista a mi vida, hacer acto de contricción o simplemente esa función fisiológica que es vomitar. No, sólo estaba atento a la inminente caída del avión para saber, mientras nos íbamos estrellando, que ese era el momento de mi muerte. Pasado el peligro, una pasajera me dijo: «Oiga, lo estuve viendo mientras estábamos por caernos, y usted como si nada…» Me sonreí, no le contesté: ella, con su angustia aún reflejada en su cara, ignoraba «mi angustia» que, por una sola vez en mi vida, se había transformado a esos cuarenta mil pies de altura en un estado de gracia comparable al de los santos más calificados de la Iglesia. Pero a cuarenta mil pies de altura en un avión azotado por la tormenta — único paraíso entrevisto en mi larga vida— no se está todos los días; por el contrario se habita el infierno que cada cual se construye: sus paredes son pensamientos, su techo terrores y sus ventanas abismos… Y dentro, uno helándose a fuego lento, quiero decir perdiendo vida en medio de llamas que adoptan formas singulares, «a que hora», «un martes o un sábado», «en el otoño o en la primavera…» Y yo, me hielo y me quemo cada vez más. Me he convertido en un acabado espécimen de un museo de teratología y al mismo tiempo soy la viva imagen de la desnutrición. Tengo por seguro que por mis venas no corre sangre sino pus; hay que ver mis escaras —purulentas, cárdenas— y mis huesos, que parecen haberle conferido a mi cuerpo otra anatomía. Los de las caderas, como un río, se han salido de madre; las clavículas, al descarnarme, parecen anclas pendiendo del costado de un barco; los occipitales hacen de mi cabeza un coco aplastado de un mazazo. Sin embargo, lo que la cabeza contiene sigue pensando, y pensando en su idea fija; ahora mismo, en este instante, en mi cuarto, tirado en la cama, con la muerte encima, con la muerte, que puede ser esa foto de mi padre muerto, que me mira y me dice: «Te voy a sorprender, no podrás saber, me estás viendo pero ignoras cuándo te asestaré el golpe…» Por mi parte, miré más fijamente la foto de mi padre y le dije: «no te vas a salir con la tuya, sabré el momento en que me echarás el guante y antes gritaré: ¡Es ahora! Y no te quedará otro remedio que confesarte vencida». Y justo en ese momento, en ese momento que participa de la realidad y de la irrealidad, sentí unos pasos que, a su vez, participaban de esa misma realidad e 55 irrealidad. Desvié la vista de la foto e inconscientemente la puse en el espejo del ropero que está frente a mi cama. En él vi reflejada la cara de un hombre joven, sólo su cara ya que el resto del cuerpo se sustraía a mi vista debido a un biombo colocado entre los pies de la cama y el espejo. Pero no le di mayor importancia; sería incomprensible que no se la diera teniendo otra edad, es decir, la edad en que uno está realmente vivo y la inopinada presencia de un extraño en nuestro cuarto nos causaría desde sorpresa hasta terror. Pero a mi edad y en el estado de languidez en que me hallaba, un extraño y su rostro es sólo parte de la realidad-irrealidad que se padece. Es decir, que ese extrañó y su cara era, o un objeto más de los muchos que pueblan mi cuarto o un fantasma de los muchos que pueblan mi cabeza. En consecuencia volví a poner la vista en la foto de mi padre, y cuando volví a mirar el espejo la cara del extraño había desaparecido. Volví de nuevo a mirar la foto y creí advertir que la cara de mi padre estaba como enfurruñada, es decir la cara de mi padre por ser la de él, pero al mismo tiempo con una cara que no era la suya, sino como si se la hubiera maquillado para hacer un personaje de tragedia. Pero vaya usted a saber… En ese linde entre la realidad e irrealidad todo es posible, y más importante, todo ocurre y no ocurre. Entonces cerré los ojos y empecé a decir en voz alta: ahora, ahora… De pronto sentí ruido de pisadas muy cerca del respaldar de la cama; abrí los ojos y allí estaba, frente a mí, el extraño, con todo su cuerpo largo como un kilómetro. Pensé: «Bah, lo mismo del espejo…» y volví a mirar la foto de mi padre. Pero algo me decía que volviera a mirar al extraño. No desobedecí mi voz interior y lo miré. Ahora esgrimía una navaja e iba inclinando lentamente el cuerpo mientras me miraba fijamente. Entonces comprendí que ese extraño era el que venía a salvarme. Supe con una anticipación de varios segundos el momento exacto de mi muerte. Cuando la navaja se hundió en mi yugular, miré a mi salvador y, entre borbotones de sangre le dije: «Gracias por haber venido». 56 ALGUNAS PECULIARIDADES DE LOS OJOS Philip K. Dick Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté bajo control. Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando me topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato. Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía: …sus ojos se pasearon lentamente por la habitación. Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión de que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban. …sus ojos se movieron de una persona a otra. Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie. ¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía: …a continuación, sus ojos acariciaron a Julia. 57 Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba: …sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven. ¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados. -¿Qué pasa, querido? -preguntó mi mujer. No podía decírselo. Revelaciones como esta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el secreto. -Nada -respondí, con voz estrangulada. Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa. Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza: …su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato, sonriente. No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual; en cualquier caso, el significado era diáfano. Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos… y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo. Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo: …nos dividimos ante el cine. Una parte entró y la otra se dirigió al restaurante para cenar. Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad de que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo: …temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza. Al cual seguía: …y Bob dice que no tiene entrañas. Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Este, no obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como: …carente por completo de cerebro. 58 El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal, se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar al resto: …con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven. No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos. …a continuación le dio la mano. Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas. …tomó su brazo. Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Con el rostro enrojecido, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio: …sus ojos lo siguieron por la carretera y a través del prado. Salí del garaje de prisa y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban. Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en este asunto. No tengo estómago para esas cosas. 59 TERCERA UNIDAD 60 LA LECTURA20 Enrique Villada Hay un sentimiento apenas tangible al asomarse a un salón de clase: la negativa a toda forma de trabajo, al ejercicio de la razón y al desarrollo de las habilidades creadoras. La abulia es un signo que rige a las nuevas generaciones, pues la omnipresencia de la televisión y la carrera a ciegas hacia el confort marcan con saña a los jóvenes, que no aspiran a otra cosa más que a una tibia comodidad; la conciencia y la razón duermen en un espeso limbo. Estudiar es un vocablo que se pronuncia con excesiva facilidad, tanto que ha perecido junto a las demás ocupaciones del espíritu. Hoy no se concibe la escuela como culminación y síntesis de respuesta a las dudas de la vida cotidiana, no es lugar de intercambio y de discusión de ideas, sino alineación a la masa, disposición para el uniforme que constriñe el carácter y las costumbres. Ante tal panorama mucho tienen por hacer los profesores, en especial los que enseñan las propiedades de la lengua y la literatura. En preparatoria, con frecuencia, los jóvenes no han leído más que por obligación. Desperdician gran parte de su vida sin degustar el alimento que los haría más plenos, más sensibles, más libres. ¿Qué se puede hacer por personas que no han sido estimuladas por la palabra y que dicen con orgullo no necesitar de libros? Lo que comúnmente se hace es vaciar el índice de programas en cerebros condicionados para la memoria momentánea. Y el análisis y la reflexión esperan ser tocados alguna vez. Los programas no son pobres: la escasez viene de las condiciones en las que se enseña. El nivel de lectura se agota en las primeras tentativas de acercamiento al texto y la atención languidece a los cinco minutos de lectura en voz alta. Algunos opinan que ya nada se puede hacer por generaciones que no nacieron bajo el influjo de los libros. Los programas de preparatoria están diseñados para alumnos que han tenido proximidad con textos de distinta índole. Sin embargo, los hipotéticos lectores de Rulfo, Sabines, Fuentes, Kafka o Proust repiten una palabra que señorea en sus bocas: aburrimiento; les aburre leer, por lo tanto, pensar. Para jóvenes que sí leen quedan algunas alternativas. Una de ellas, el canon de Harold Bloom. Este maestro de la Universidad de Nueva York propone, a través de un intenso amor por la lectura, el puro goce intelectual, prescindiendo de la escuela del resentimiento. Así, plantea una división de la literatura occidental en las siguientes edades: teocrática, aristocrática, democrática y caótica. 20 Villada, E.(2001) “La Lectura”. Corre, Conejo, No. 16, 15 de febrero, pp. 3-4. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 61 ¿Cuántos de los autores capitales que sugiere se leen en la actualidad? Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Montaigne, Milton, Goethe, Wordsworth, Whitman, Dickens, Eliot, Tolstoi, Ibsen, Freud, Proust, Joyce, Austen, Woolf, Borges, Neruda, Pessoa, Becket. Por otra parte, hay un profundo aislamiento entre las materias. Aislamiento que se vuelve hermetismo en el caso de las referidas a lengua y a literatura. ¿Se puede vincular ética y literatura? ¿Se puede provocar en quien lee la fascinación por una vida en el presente, de profunda reflexión y libertad? Alejandro Jodorowsky promulga el efecto curativo del arte: al contacto con el objeto propicio, de las palabras exactas, se obra una magia que insidia en la psique de las personas y se efectúa la psicología, embrujo que ejerce efectos positivos. Esta posibilidad requiere una selección de textos ordenados en secuencia: de lo más accesible a lo más complicado. El trabajo de la academia es formar el hábito de la lectura, descubriendo desde los textos más elementales el placer que subyace en ellos y que se vuelve fuente de sabiduría. II El libro es un objeto y descansa en los estantes como las papas en la bodega. Tenemos los objetos y parecen baratijas. ¿Qué puede asombrar si, entre viejos prematuros, el color, los sonidos, los olores, los sabores, los signos han perdido sustancia, peso, carne? Que nos hablen de lugares comunes, que llenen nuestros días de frases huecas y de balbuceos. Pero libros, no. La maravilla, la conmoción, la poesía es locura. La normalidad rige: pone los ingredientes necesarios en el recipiente exacto. Cuando descubramos el sentido del libro mucho haremos por él. Lo tendremos como lo más precioso, como Garcín, personaje de Rubén Darío que sonreía al ver los escaparates llenos de joyas y de elegantes vestidos, pero se entristecía cuando pasaba frente a los libros finamente encuadernados. Su padre le escribía que si abandonaba sus manuscritos de tonterías –porque Garcín era poeta– tendría dinero. Él contestaba: «Sí, seré siempre un gandul,/ lo cual aplaudo y celebro,/ mientras sea mi cerebro,/ jaula del pájaro azul». Garcín terminó, por supuesto, liberando en plena primavera al pájaro azul que tenía dentro de su cerebro. III Escribe Roland Barthes: «Se diría que la idea de placer ya no halaga a nadie. Nuestra sociedad parece a la vez tranquila y violenta, pero sin lugar a dudas es frígida». Asombra que la gente no lea, asombra que nuestra sociedad se prive de 62 tantos placeres. Ante el ruido, el amontonamiento, la pobreza y el peligro, el hombre se refugia en sí mismo, haciéndose la ilusión de que comparte algo con los otros. Sin embargo, ni para sí mismo existe. Ninguneado, el hombre es hoy el primer eslabón en la escala zoológica. Otras voces comparadas con la suya, diferentes, opuestas, le son peligrosas, como las voces de una novela. Vivimos en la domesticación y en la fortaleza de la ideología. Los jóvenes no leen porque ya no creen, ni sueñan, ni viven en otras realidades; no sienten placer, jamás gozan. Al respecto dice Mario Benedetti: ¿Qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de paciencia y asco?/ ¿sólo grafitti?, ¿rock?, ¿escepticismo?/ también les queda no decir amén/ no dejar que les maten el amor/ recuperar el habla y la utopía/ ser jóvenes sin prisa y con memoria/ situarse en una historia que es la suya/ no convertirse en viejos prematuros/ ¿qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de rutina y ruina?/ ¿cocaína?, ¿cerveza?, ¿barras bravas?/ les queda respirar/ abrir los ojos/ descubrir las raíces del horror/ inventar paz así sea a ponchazos/ entenderse con la naturaleza/ y con la lluvia y los relámpagos/ y con el sentimiento y con la muerte/ esa loca de atar y desatar/ ¿qué les queda por probar a los jóvenes/ en este mundo de consumo y humo?/ ¿vértigo?, ¿asalto?, ¿discotecas?/ también les queda discutir con dios/ tanto si existe como si no existe/ tender manos que ayuden/ abrir puertas entre el corazón propio y ajeno/ sobre todo les queda hacer futuro/ a pesar de los ruines del pasado/ y los sabios granujas del presente. IV Los jóvenes no leen porque ignoran que si se lee más se conoce más, y el que sabe más gana más dinero, y el que gana más dinero más tiempo dedica al estudio, y el que más tiempo dedica al estudio puede dar a sus hijos mejores oportunidades para estudiar. Pero la cadena de la lectura está rota. Son pocos los maestros que enseñan a los alumnos que con los libros se llega a todas partes, que la universidad no está en los edificios y que la lectura es cosa ética. Leyendo, los jóvenes modificarían su conducta sin necesidad de coacción, sin vigilancia. Pero obligar a alguien a leer es pensar que existen placeres obligatorios. Los alumnos deben tener próximas las herramientas, aunque de ellos depende si las desechan o las utilizan. No es raro que sean pocos quienes encuentren el sentido y la inteligencia del lugar donde están viviendo. Dice Mi Camar Udinn Mast: «Recorro fugazmente las regiones del mundo espiritual sin moverme de mi asiento, tal ventaja he tenido con los libros. Embriagarme con un solo vaso de vino, placer como ése he experimentado al beber el licor de las doctrinas esotéricas». 63 La de los lectores es una clase dentro de las clases, un privilegio. Toda reflexión acerca del tema debe plantearse también en términos económicos, pero la cadena de los lectores está rota también en este eslabón: hemos cambiado la calidad por los nuevos títulos nobiliarios, el saber por los créditos, y rige la idea de que a la escuela se va a obtener calificaciones. La formación de nuevos lectores es una empresa cuyos resultados no pueden ser a corto plazo: el cambio de conciencias antes que de formas no se hace evidente sólo porque los alumnos tengan un libro en la mano. Si se les pregunta, la mayoría dirá que sabe leer y que lee cuando tiene que cumplir con sus tareas escolares. Pero de ahí a leer como hábito o disciplina hay una distancia enorme. En este caso, la lectura se convierte en una necesidad permanente y el cerebro, acostumbrado a cierto ritmo, no quiere abandonar su droga. Por otra parte, aun cuando los alumnos leyeran asiduamente, los niveles de comprensión del texto son variables. A menudo se lee lo más superficial, se realizan lecturas deficientes, sólo se decodifica: se reconocen palabras, signos, frases. En la preparatoria algunos alumnos todavía deletrean. ¿Cómo pasar entonces a la lectura crítica, a la lectura creativa, a la lectura eficiente? En las redes de relaciones contextuales y cotextuales muchos hallan pantanos insondables y prefieren no pensar. Por mi parte, practico en clase el comentario de textos, busco lo que Garibay llama «paraderos literarios», o lo que Barthes identifica como desgarradura: «No devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar minuciosamente. Para leer a los autores de hoy es necesario reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos». 64 UN SABIO ITALIANO21 Alexandre Dumas —¿Y vos? —replicó Faria—. ¿Cómo es que no habéis dejado sin sentido a vuestro carcelero con una de las patas de la mesa, para disfrazaros con sus ropas y tratar de huir? —La verdad es que no se me había ocurrido —repuso Dantès—. —Porque semejante crimen os inspira también un horror instintivo. Por eso, no se os ha ocurrido tal barbaridad —continúo el anciano—. En las cosas sencillas y que no están permitidas, nuestros apetitos naturales nos advierten para que no nos desviemos de la línea de nuestro deber. El tigre, que derrama sangre como algo natural, porque tal es la forma de su comportamiento y para ello fue creado, sólo necesita que su olfato le avise de que hay una presa a su alcance, y se abalanza sobre ella de un salto y la devora. Es su instinto y lo sigue. Pero, por el contrario, al hombre le repugna la sangre. No son leyes sociales las que condenan el asesinato, son leyes que emanan del derecho natural. Dantès se quedó confundido. Pues aquélla era, precisamente, la explicación de lo que, sin saberlo a ciencia cierta, había pasado por su cabeza, o mejor, por su alma: hay pensamientos que surgen del cerebro y otras ideas que brotan del corazón. —Además —prosiguió Faria—, en los doce años que llevo en prisión, he tratado de repasar todas las fugas célebres. Pocas son las que han llegado a coronarse con éxito. Las evasiones con final feliz, que han culminado con bien son aquéllas que han sido cuidadosamente meditadas y preparadas con lentitud. No de otra forma se escaparon el duque de Beaufort, del castillo de Vincennes; el abate de Bucquoy, de Fort-L’Éveque, y Latude, de la Bastilla. Ha habido otras que han sido fruto del azar, y ésas son las mejores. Hacedme caso. Esperemos una ocasión propicia y, si ésta se presenta, saquémosle partido. —Vos habéis sido capaz de esperar —dijo Dantès, con un suspiro—, porque ese largo trabajo os mantenía ocupado en todo momento; y cuando no contabais con vuestra tarea para distraeros, siempre os quedaba la esperanza como consuelo. —Pero no me dedicaba sólo a eso —comentó el abate—. —¿Qué hacíais, pues? —Escribir o estudiar. —¿Os proporcionan papel, plumas y tinta? 21 Dumas, A. (2005) “El conde de Montecristo”, Buenos Aires, Losada, pp. 124-126. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 65 —No; pero yo los fabrico. —¿Que hacéis papel, plumas y tinta? —exclamó Dantès—. —Así es. Dantès contempló a aquel hombre con admiración, pero le costaba creer lo que le contaba. Faria se dio cuenta de sus dudas y le dijo: —Cuando os paséis a por mi calabozo, os mostraré mi obra completa, que es el resultado de los pensamientos, investigaciones y reflexiones de toda mi vida. Medité sobre ella, a la sombra del Coliseo, en Roma; a los pies de la columna de San Marcos, en Venecia, y a orillas del Arno, en Florencia. Nunca hubiera imaginado que, un día, mis carceleros me permitirían escribirla entre las cuatro paredes del castillo de If. Es un Tratado sobre la posibilidad de una monarquía única en Italia, un volumen que, en cuarto, será abultado. —¿Y dónde la habéis escrito? —En dos camisas. He inventado una preparación que deja el lino tan liso y firme como un pergamino. —¿De modo que también sois químico? —Un poco. Conocí a Lavoisier, y tuve algún trato con Cabanis. —Pero, para escribir semejante obra, habréis llevado a cabo investigaciones históricas. ¿Teníais libros? —En Roma, disponía de una biblioteca de cerca de cinco mil volúmenes. A fuerza de leerlos y releerlos, descubrí que, con ciento cincuenta obras bien seleccionadas, uno cuenta, si no con un resumen exhaustivo del conocimiento humano, sí al menos con todo el saber que puede serle útil a un hombre. Consagré tres años a leer y releer aquellos ciento cincuenta volúmenes, de forma que, cuando dejé de hacerlo, casi me los sabía de memoria. Tras un pequeño esfuerzo de memoria, en mi celda me he vuelto a acordar de casi todos. Y podría recitaros a Tucídides, Jenofonte, Plutarco, Tito Livio, Tácito, Strada, Jornandès, Dante, Montaigne, Shakespeare, Spinoza, Maquiavelo o Bossuet. Y sólo cito a los más importantes. —Lo que quiere decir que sabéis varias lenguas. —Hablo cinco lenguas vivas: alemán, francés, italiano, inglés y español; gracias al griego clásico, capaz soy de comprender el griego moderno; como lo hablo mal he vuelto a estudiarlo ahora. —¿Que lo estudiáis? —preguntó Dantès. —Así es. Me he confeccionado un vocabulario de las palabras que sé, y las he colocado, combinado, torcido y retorcido hasta que han llegado a bastarme para ilustrar mi pensamiento. Sé unas mil palabras, y no me hacen falta más en verdad, aunque yo sé que los diccionarios recogen hasta cien mil. El único inconveniente 66 es que carezco de elocuencia, pero sería capaz de lograr que cualquier griego me entendiese, y con eso me basta. Cada vez más maravillado, Edmundo comenzaba a pensar que aquel extraño ser estaba dotado de facultades sobrenaturales. Dispuesto a pillarle en falta en alguna cosa, se decidió a continuar. —Si nadie os ha proporcionado plumas —preguntó—, ¿cómo habéis podido escribir un tratado tan voluminoso? —Me he fabricado algunas cuantas plumas excelentes, mejores que las normales si se supiese del material en que están fabricadas, con las espinas de la cabeza de esas enormes pescadillas que nos dan, a veces, en los días de abstinencia. De modo que espero siempre a que lleguen los miércoles, viernes y sábados, porque en esos días aumenta mi esperanza de aumentar mi provisión de plumas. Mis trabajos históricos son para mí la ocupación más agradable. Al mirar hacia el pasado olvido el presente y, como ando por la Historia, libre e independiente, ni siquiera me acuerdo de que estoy prisionero. —¿Y la tinta? —quiso saber Dantès—. ¿Cómo habéis conseguido fabricar tinta? —Antiguamente había una chimenea en mi calabozo, la cual fue cegada, sin duda, poco antes de mi llegada. Pero, durante mucho tiempo, allí se había encendido lumbre, puesto que todo el cañón está cubierto de hollín. Disuelvo el hollín con un poco del vino que nos dan todos los domingos, y obtengo una excelente tinta. Para las anotaciones especiales, aquellas que han de atraer poderosamente la atención de los lectores, me pincho en los dedos y escribo con sangre. —¿Cuándo podré ver todas esas cosas? —preguntó Dantès—. —Cuando queráis —respondió Faria—. —¡Ahora mismo! —exclamó el joven—. —Venid conmigo, pues —dijo Faria, y se internó por el corredor subterráneo hasta desaparecer por él; Dantès le siguió—. 67 EL ENCANTAMIENTO22 Mónica Lavín Apunta Vargas Llosa en sus Cartas a un joven novelista, y en muchos de sus artículos sobre la novela, que el escritor tiene que crear la ilusión de realidad. Es decir, tiene que construir ese mundo ficticio de tal manera que embarque al lector, que lo haga transitar por él como si fuera la vida misma. El mundo de papel debe tener olores, sangre, sudar, explotar, quejarse, correr, esconderse. Ese es el reto del que escribe: encantar, seducir, atrapar en la historia que narra para que quien lee no dude que aquello está sucediendo. No importa si se trata de una historia fantástica, de ciencia ficción, de lo sobrenatural, en el código del papel cualquier buen texto nos hará sentirlo como real. ¿Quién duda cuando lee en la novela portentosa de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, que cuando Úrsula Amaranta sacudía las sábanas, efectivamente empezaba a flotar por la habitación? En los términos del realismo mágico el autor nos ha convencido que ese es el código del mundo narrado y que aquello puede suceder. Pero ¿por qué leer un cuento o una novela para conocer nuestras actitudes, reacciones, luchas, abismos, si en términos prácticos podemos leer un tratado sobre la honestidad, el odio, las actitudes criminales, el amor, la muerte? Además de que la ficción nos entretiene —porque sin duda apela al muy antiguo apetito por las historias contadas oralmente—, un cuento o una novela no da cátedra, no tiene una postura moralizante. La literatura muestra un mundo —desde luego ese mundo está expuesto por la mirada, la experiencia y la sensibilidad del autor— que no es un mundo donde el blanco y negro se pueden definir de manera tajante, es un mundo que expone las grandezas y abismos de la condición humana, los semitonos, los grises: nuestros límites. Las atrocidades de las que somos capaces y las cimas que podemos alcanzar. Cuando leemos, participamos en el texto. A pesar de nuestra postura corporal —sentados, acostados, silenciosos— somos el complemento de la historia que está en el papel. Somos la otra orilla cuya complicidad busca el escritor. Somos quienes imaginamos, nos enojamos con la conducta de alguien, aprobamos, nos reímos, lloramos, descalificamos o aplaudimos el texto. La lectura, en tanto experiencia de la cual nos apropiamos, nos permite sacar conclusiones propias. Para redondear la pregunta de la utilidad de la lectura (además del placer, del entretenimiento, de que nos permitirá expresar por escrito 22 Lavín,M. (2003) “Leo, luego escribo”, México, Lectorum. pp. 25-26. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 68 u oralmente nuestras ideas), habría que subrayar que en la medida que ensanchamos nuestro mundo aceptamos puntos de vista distintos, comprendemos, conocemos aristas de la materia fascinante que somos los humanos y esto inevitablemente lleva a ser más tolerantes. El mundo siempre ha necesitado de la tolerancia. 69 UNA MUJER AMAESTRADA23 Juan José Arreola Hoy me detuve a contemplar este curioso espectáculo: en una plaza de las afueras, un saltimbanqui polvoriento exhibía una mujer amaestrada. Aunque la función se daba a ras del suelo y en plena calle, el hombre concedía la mayor importancia al círculo de tiza previamente trazado, según él, con permiso de las autoridades. Una y otra vez hizo retroceder a los espectadores que rebasaban los límites de esa pista improvisada. La cadena que iba de su mano izquierda al cuello de la mujer, no pasaba de ser un símbolo, ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla. Mucho más impresionante resultaba el látigo de seda floja que el saltimbanqui sacudía por los aires, orgulloso, pero sin lograr un chasquido. Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamboril daba fondo musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar en posición erecta, a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental. Cada vez que una moneda rodaba por el suelo, había un breve paréntesis teatral a cargo del público. “¡Besos!”, ordenaba el saltimbanqui. “No. A ése no. Al caballero que arrojó la moneda.” La mujer no acertaba, y una media docena de individuos se dejaba besar, con los pelos de punta, entre risas y aplausos. Un guardia se acercó diciendo que aquello estaba prohibido. El domador le tendió un papel mugriento con sellos oficiales, y el policía se fue malhumorado, encogiéndose de hombros. A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero acusaban una paciencia infinita, francamente anormal, por parte del hombre. Y el público sabe agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo mismo he quedado largo rato viendo con admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos podrían hacer con las manos. Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse toda mi atención en el hombre. No cabe duda de que el tipo sufría. Mientras más difíciles eran las suertes, más trabajo le costaba disimular y reír. Cada vez que ella cometía una torpeza, el hombre temblaba angustiado. Yo comprendí que la mujer no le era del todo indiferente, y que se había encariñado con ella, tal vez en los años de su tedioso aprendizaje. Entre ambos existía una relación, íntima y 23 Arreola, J. J. (2010) “Una Mujer Amaestrada”. El humor niega, Antología de textos, Losada. Buenos Aires, Argentina, 2010. Pág. 239. 70 degradante, que iba más allá del domador y la fiera. Quien profundice en ella, llegará indudablemente a una conclusión obscena. El público, inocente por naturaleza, no se da cuenta de nada y pierde los pormenores que saltan a la vista del observador destacado. Admira al autor de un prodigio, pero no le importan sus dolores de cabeza ni los detalles monstruosos que puede haber en su vida privada. Se atiene simplemente a los resultados, y cuando se le da gusto, no escatima su aplauso. Lo único que yo puedo decir con certeza es que el saltimbanqui, a juzgar por sus reacciones, se sentía orgulloso y culpable. Evidentemente, nadie podría negarle el mérito de haber amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atenuar la idea de su propia vileza. (En este punto de mi meditación, la mujer daba vueltas de carnero en una angosta alfombra de terciopelo desvaído.) El guardián del orden público se acercó nuevamente a hostilizar al saltimbanqui. Según él, estábamos entorpeciendo la circulación, el ritmo casi, de la vida normal. “¿Una mujer amaestrada? Váyanse todos ustedes al circo.” El acusado respondió otra vez con argumentos de papel sucio, que el policía leyó de lejos con asco. (La mujer, entre tanto, recogía monedas en su gorra le lentejuelas. Algunos héroes se dejaban besar; otros se apartaban modestamente, entre dignos y avergonzados.) El representante de las autoridades se fue para siempre, mediante la suscripción popular de un soborno. El saltimbanqui, fingiendo la mayor felicidad, ordenó al enano del tamboril que tocara un ritmo tropical. La mujer, que estaba preparándose para un número matemático, sacudía como pandero el ábaco de colores. Empezó a bailar con descompuestos ademanes difícilmente procaces. Su director se sentía defraudado a más no poder, ya que en el fondo de su corazón cifraba todas sus esperanzas en la cárcel. Abatido y furioso, increpaba la lentitud de la bailarina con adjetivos sangrientos. El público empezó a contagiarse de su falso entusiasmo, y quien más, quien menos, todos batían palmas y meneaban el cuerpo. Para completar el efecto, y queriendo sacar de la situación el mejor partido posible, el hombre se puso a golpear a la mujer con su látigo de mentiras. Entonces me di cuenta del error que yo estaba cometiendo. Puse mis ojos en ella, sencillamente, como todos los demás. Dejé de mirarlo a él, cualquiera que fuese su tragedia. (En ese momento, las lágrimas surcaban su rostro en-harineado). 71 Resuelto a desmentir ante todos mis ideas de compasión y de crítica, buscando en vano con los ojos la venia del saltimbanqui, y antes de que otro arrepentido me tomara la delantera, salté por encima de la línea de tiza al círculo de contorsiones y cabriolas. Azuzado por su padre, el enano del tamboril dio rienda suelta a su instrumento, en un crescendo de percusiones increíbles. Alentada por tan espontánea compañía, la mujer se superó a sí misma y obtuvo un éxito estruendoso. Yo acompasé mi ritmo con el suyo y no perdí pie ni pisada de aquel improvisado movimiento perpetuo, hasta que el niño dejó de tocar. Como actitud final, nada me pareció más adecuado que caer bruscamente de rodillas. 72 LEER O NO LEER24 Daniel Pennac Mucho más inconcebible, esta aversión por la lectura, si pertenecemos a una generación, a una época, a un medio, a una familia en los que la tendencia era más bien la de impedirnos leer. —¡Venga, deja de leer, que te vas a quedar sin vista! —Más vale que salgas a jugar, hace un tiempo estupendo. —¡Apaga la luz! ¡Es tarde! Sí, siempre hacía demasiado buen tiempo para leer, y de noche estaba demasiado oscuro. Fijémonos en que se trata de leer o no leer, el verbo ya era conjugado en imperativo. En el pasado ocurría lo mismo. De manera que leer era entonces un acto subversivo. Al descubrimiento de la novela se añadía la excitación de la desobediencia familiar. ¡Doble esplendor! ¡Oh, el recuerdo de aquellas horas de lectura clandestinas debajo de las mantas a la luz de la linterna eléctrica! ¡Qué veloz galopaba Ana Karenina hacia su Vronski a aquellas horas de la noche! ¡Ya era hermoso que aquellos dos se amaran, pero que se amaran en contra de la prohibición de leer todavía era más hermoso! Se amaban en contra de papá y mamá, se amaban en contra del deber de mates por terminar, en contra de la “redacción” que entregar, en contra de la habitación por ordenar, se amaban en lugar de sentarse a la mesa, se amaban antes del postre, se preferían al partido de fútbol y a la búsqueda de setas…, se habían elegido y se preferían a todo… ¡Dios mío, qué gran amor! Y qué corta era la novela 24 Pennac, D.(2003) “Como una novela”, Barcelona. Anagrama. pp. 13-14. Tomado de Báez, Barboza y Bermúdez (2011). Teoría Literaria- Antología del Quinto Semestre. UAPUAZ 73 Referencias Aguiar e Silva,V.M. (1986) “ Teoría de la literatura” Madrid, Gredos, pp. 1618. Anderson Imbert, E. (1992) “Teoría y técnica del cuento”, Barcelona, Ariel, 1992, pp. 242-244. ANÓNIMO. (1973) «El eclipse» en Revista de la Universidad de México, México, UNAM, Núm. 3, noviembre, p. 29 Arreola, J. J. (2010) “Una Mujer Amaestrada”. El humor niega, Antología de textos, Losada. Buenos Aires, Argentina, 2010. Pág. 239 Barthes, R.y otros (1982) “Introducción al Análisis estructural del relato en Análisis estructural del relato”, México, Premiá, p. 7 Benedetti, M. (1978) “ La muerte y otras sorpresas”. México, Siglo XXI. pp. 75-79. Borbolla, O. (2006). “Manual de creación literaria”, México, Nueva Imagen, , pp. 55-58. Bradbury R. (2008) “Cronicas Marcianas”.Solo ciencia ficción. Recuperado el 6 de agosto del 2019 de https://solocienciaficcion.blogspot.com/2008/08/noche-de-veranocronicas-marcianas.html Cortázar, J. (1974) “Último Round”. 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Corre, Conejo, No. 16, 15 de febrero 74 Contenido PRIMERA UNIDAD ............................................................................................................. 3 SOPORTES DEL RELATO ................................................................................................... 5 EL ECLIPSE........................................................................................................................... 6 DISTANCIAMIENTOS Y APROXIMACIONES ................................................................ 7 EL ECLIPSE........................................................................................................................... 9 LA FUNCIÓN POÉTICA DEL LENGUAJE ...................................................................... 10 UN JUSTO ACUERDO ....................................................................................................... 12 EL ARTE DE MENTIR ....................................................................................................... 13 NOCHE DE VERANO ........................................................................................................ 19 SEGUNDA UNIDAD .......................................................................................................... 21 LAS VOCES NARRATIVAS .............................................................................................. 22 MACARIO ........................................................................................................................... 24 CÓMO SE CARACTERIZA UN PERSONAJE.................................................................. 28 EL ANIVERSARIO DE LINA ............................................................................................ 30 NOMBRE Y ATRIBUTOS DE UN PERSONAJE ............................................................. 34 LANCHITAS........................................................................................................................ 36 TEMÁTICA.......................................................................................................................... 43 CORTÍSIMO METRAJE ..................................................................................................... 48 LA NOCHE DE LOS FEOS ................................................................................................ 49 EL QUE VINO A SALVARME .......................................................................................... 52 ALGUNAS PECULIARIDADES DE LOS OJOS .............................................................. 56 TERCERA UNIDAD ........................................................................................................... 59 LA LECTURA ..................................................................................................................... 60 UN SABIO ITALIANO ....................................................................................................... 64 EL ENCANTAMIENTO ...................................................................................................... 67 UNA MUJER AMAESTRADA ........................................................................................... 69 LEER O NO LEER............................................................................................................... 72 Referencias ........................................................................................................................... 73 75