Philippe Corcuff Los grandes pensadores de la política 'iW. Los grandes pensadores de la política Vías críticas en filosofía política El libro de bolsillo Ciencia política Alianza Editorial T í t u l o o r i g i n a l : Les grands penseurs de la politique T r a d u c t o r a : Elena Bombín Izquierdo, 2008 Diseño de cubierta: Ángel Uñarte Fotografía de cubierta: © Bettmann/CORBIS Reservados todos los derechos. 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Antropologías y filosofías políticas: de «la naturaleza humana» a la ciudad la noción de «naturaleza humana» se opuso a menudo la tesis de un cambio histórico (en función de las épocas) y social (en función de las sociedades) de las figuras de lo humano.jEn este libro entenderemos por «antropolo­ gías» no sólo la definición restrictiva que fija lo humano en una «naturaleza humana», sino también otras concep­ ciones, más históricas, de lo que es lo humano. 1. Platón y las jerarquías «naturales» , Nuestro primer acercamiento a los problemas del pensa­ miento político se orientará a las relaciones, en diferentes autores, entre sus conceptos de lo humano y sus conceptos de la ciudad (polis), es decir, entre sus antropologías y sus filosofías políticas^ La antropología, en su sentido filosófico, remite inclu­ so en su etimología a un pensamiento de lo humano (en griego anthrópos = «hombre» y lógos = «discurso» y/o «ra­ zón»). Esta consideración de lo humano con frecuencia ha sido aprehendida a través del concepto de «naturaleza humana», es decir, de la identificación de propiedades de la especie humana que no varían, que están en la «base» de lo humano y que son por tanto universales y transhistóricas. Por esto precisamente, la noción de «naturaleza humana» se sitúa más del lado de los pensamientos que priman a lo uno respecto a lo múltiple y lo mismo res­ pecto a lo otro. Ciertas filosofías (Fichte y Marx en espe­ cial, y después, de forma más sistemática, las ciencias so­ ciales e históricas) volvieron a cuestionar esta noción. A Nos detendremos aquí en la obra política más cono­ cida de Platón (hacia 428/427-346 a.C.): La Repúbli­ ca^, diálogo en el que hace hablar a su maestro Sócra­ tes (hacia 470/469-399 a.C.). Ahí precisamente se en­ cuentran cruces entre consideraciones antropológicas y pensamiento político. Desde este punto de vista es especialmente intere­ sante el paralelismo establecido entre la jerarquía de las almas y la de las clases en la ciudad ideal, como en este «mito»: Sois, pues, hermanos todos cuantos habitáis en la ciudad [...], pero al formaros los dioses, hicieron entrar oro en la composición de cuantos de vosotros están capacitados para mandar, por lo cual valen más que ninguno; plata en la de los auxiliares, y bronce y hierro en la de los labrado­ res y demás artesanos (libro III, p. 224-225). Se ve que el acceso a las tres grandes clases de la so­ ciedad («los jefes» o «filósofos reyes», «los auxiliares» o guerreros y los artesanos y trabajadores) está unido a las supuestas capacidades «naturales» de los dife­ rentes individuos. Estas capacidades son principal­ mente, aunque no exclusivamente, hereditarias: Aunque por lo general ocurra que cada clase de ciudada­ nos engendre hijos semejantes a ellos, puede darse el caso de que nazca un hijo de plata de un padre de oro o un hijo de oro de un padre de plata o que se produzca cualquier otra combinación semejante entre las demás clases {ihiá., p. 225). De ahí la importancia concedida a la educación en la selección de los miembros de las diferentes clases. Esta concepción de la ciudad ideal está basada en un principio estricto de división del trabajo, tanto en las capacidades propias de cada individuo como en la actividad de las tres grandes clases en el seno de la ciudad. Esta división del trabajo que asigna una ta­ rea concreta y fija a cada individuo dentro de la ciu­ dad, remite a un doble concepto unitario del indivi­ duo y de la ciudad, asegurando el predominio de lo uno sobre lo múltiple para que cada uno deba ser puesto a un trabajo, que ha de ser aquel para el que esté dotado, de modo que, atendiendo a una sola cosa, conserve él también su unidad y no se divida, y así la ciudad entera resulte una sola y no muchas (libro IV, p. 237). Por tanto, es una triple jerarquía la que se encuen­ tra encajada en Platón; jerarquía cognitiva (entre ca­ pacidades intelectuales propias de la naturaleza), je­ rarquía social (entre las tres grandes clases de la socie­ dad) y jerarquía política (son los filósofos los destina­ dos «naturalmente» al gobierno de la ciudad). ¡_Si se aprehenden de m anera positiva las palabras de Platón, puede decirse que éste basa la ciudad (po­ lis) en las diferencias y las jerarquías naturales entre los individuos. Sin embargo, si se las considera des­ de un punto de vista critico, se dirá que justifica las desigualdades sociales y políticas naturalizándolas, es decir, presentando com o «natural» lo que es his­ tórico y socialj 2. Aristóteles: una antropología inmediatamente política Aristóteles (384-322 a.C.), discípulo de Platón, desa­ rrolló sus propios análisis, diferentes de los de su maestro en una serie de puntos. En primer lugar, su particularidad reside en unir desde un principio antropología y política al afirmar en su Política^: «Está claro que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es, por naturaleza, un animal cívico» (libro I, p. 47). Puede decirse que ^en Aristóteles el hombre se constituye como propia­ mente humano, diferente de las demás especies ani­ males, dentro de un conjunto de interrelaciones con otros hombres y precisamente por eso. Estas relacio­ nes son consideradas inmediatamente por Aristóteles como «políticas», unidas a la existencia de la ciudad. La ciudad (polis) aparece como una necesidad que se im pone a los individuos 7 que en consecuencia no depende de su voluntad (lo cual separa a Aristóteles de las problemáticas del «contrato social» como acto voluntario, más cercanas a nosotros)^ jEsta «naturaleza política» del hom bre se enraiza­ ría en propiedades «naturales» del ser hum ano, que sin embargo, para retom ar una categoría aristotéli­ ca, no existen más que en potencia (es decir, como potencialidades que sólo se actualizan en el paso al acto). La prim era de estas capacidades en potencia es el lógos, la palabra dotada de razón: «Sólo el hom bre, entre los animales, posee la palabra» (li­ bro I, p. 48). La palabra constituye el prim er víncu­ lo (podría decirse vinculante) social y político. Es la palabra, por tanto, lo que permite enunciar las ca­ tegorías morales y políticas: «La palabra (lógos) existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto» (ibid.). Pues, a dife­ rencia de los demás animales, el hombre es el único que puede «poseer, de m odo exclusivo el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás .apreciaciones» (ibid.)^i. Partiendo de esta antropología inmediatamente política, Aristóteles va a desarrollar reflexiones éti­ cas y políticas más precisas. Como en Platón, la ciu­ dad obedece a una división del trabajo que se apoya en las capacidades diferentes de los individuos.iLas jerarquías más establecidas naturalmente son la je­ rarquía entre hombres y mujeres, y entre hombres libres y esclavos. Aristóteles no duda en hablar de «lo que por naturaleza dom ina y lo dominado» (li­ bro I, p. 46), y «de tal m odo, por naturaleza están definidos la mujer y el esclavo» (ibid.). Después es­ tablece dentro de los hom bres libres una división de funciones menos dictadas por «la naturaleza», pero que responde a las capacidades desarrolladas por unos y otros en el curso de sus respectivos aprendizajes^jNo obstante, el tener en cuenta la división del, trabajo no conduce a Aristóteles a una visión tan unitaria de la ciudad com o la de Platón, sino a una opinión menos desequilibrada de lo uno y lo miiltiple: «Por su naturaleza la ciudad es una cierta plura­ lidad» (libro II, p. 74). Aristóteles se distingue igualmente de Platón por su mayor preocupación pragm ática y empírica. La República proponía una ciudad ideal gobernada por «la sabiduría» del «filósofo rey» que accede al dom inio superior de las «Ideas» (o de las «Esen­ cias»). La filosofía política de Aristóteles, que quie­ re ser igualmente ciencia de la política, se preocupa de tener en cuenta hechos y no solamente perspec­ tivas ideales: «También en cuanto a los sistemas p o ­ líticos corresponde a la m ism a ciencia examinar el más perfecto [...] y cuál sería el más apropiado para unas personas u otras» (libro IV, p. 158-159). D en­ tro de la categoría de «ciencia» de la política están aquí asociadas preocupaciones directamente norm a­ tivas («el mejor sistema») y más analíticas («cuál h a­ bría de ser el más apropiado para unas personas u otras»). Además, si una parte del pensamiento político de Aristóteles, siguiendo al de Platón, se apoya en ele­ mentos de naturalización de las diferencias entre in­ dividuos y grupos,jSe encuentra en él también una teoría de la acción que des-naturaliza y des-fataliza otros elementos del rompecabezas. Esta visión de la acción se expresa muy particularmente en su Ética a Nicómaco^. Aristóteles distingue ahí (en particular en el libro VI, cap. V) entre la ciencia, que remite a la ne­ cesidad (es decir, lo que no puede ser de otro modo) y la acción, que se refiere a lo contingente (lo que po­ dría ser de otro modo). A diferencia de la ciencia, la acción está entonces asociada a la deliberación, a la conjetura (es decir, al dominio de la hipótesis y de ia incertidumbre), a la habilidad adquirida y a la ex­ periencia. Así pues, Aristóteles extrae aquí el domi­ nio de la acción (y por tanto también de la acción po­ lítica) del orden de la necesidad (y por tanto de «la naturaleza») para introducirlo en el orden de la condngencia.j Otro elemento de des-naturalización aparece en el mismo texto con su acercamiento a la virtud, según íl elemento indispensable de la acción moral y políica. Si las virtudes existen en potencia, no se realizan más que a través del aprendizaje y la educación: Ninguna de las virtudes éticas se produce en nosotros por naturaleza [...] de aquí que las virtudes no se produzcan ni por naturaleza ni contra naturaleza; sino que nuestro na­ tural puede recibirlas y perfeccionarlas mediante la cos­ tumbre [...] practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados, y practicando la virilidad, virñes (libro II, cap. 1). En relación con las formulaciones de Platón, esta dialética de la potencia y el acto nos lleva a dar más importancia a la adquisición (por los*aprendizajes) en comparación con lo innato. Retrospectivamente, transforma los términos del debate actual sobre el m odo de la potencialidad y su actualización en la ac­ ción; este debate opone lo innato y lo adquirido, ya que ambos son pensados necesariamente en relación. Y en el par potencia/acto, potencialidad/actualización o disposiciones/acción, «los actos gobiernan con so­ beranía nuestras disposiciones» (libro II, cap. 2 ). Se puede decir de Aristóteles que tuvo la originali­ dad de afirmar una antropología inmediatamente política y que se debe hacer un balance contrastado de los detaUes de su antropología y su filosofía políti­ ca, que comprende a la vez elementos de naturaliza­ ción y de des-naturalización. 3. Moro o el diálogo del pragmatismo y la utopía Sir Thomas Moro (1478-1535) ejerció diversas fu n ­ ciones de «consejero político». Su Utopia'^ aparece en 1516. La palabra latina tiene una etimología griega: ou {«no»)-tópos («lugar»), «en ningún lugar». Los comentaristas han dudado en la interpretación: ¿compartía Moro las posiciones «utópicas» de su via­ jero imaginario, Rafael Hitlodeo, al volver de la Isla de la Utopía?, ¿o tenía una visión crítica de esta Re­ pública sin jerarquía social, ni propiedad privada, ni dinero? Se olvida a menudo que la obra está basada en un diálogo entre el propio M oro y Hitlodeo. La estructu­ ra dialogada del libro orienta nuestra mirada a la diná­ mica del cambio de argumentos. ¿No sería la postura de Moro la de un diálogo permanente entre el conseje­ ro del príncipe que él era, y el utopista, entre el prag­ matismo y la utopía, en una tensión sin fin entre las presiones de lo real y la búsqueda de lo imposible^ Moro defiende el realismo del compromiso con las instituciones existentes con el objeto de mejorar la si­ tuación: Me parece que sería digno de un espíritu tan magnánimo, y de un verdadero filósofo como tú, si te decidieras, aun a pesar de tus repugnancias y sacrificios personales, a dedi­ car tu talento y actividades a la política^. Hitlodeo responde rechazando compromissions que legitiman la corrupción de los medios dirigentes: ¿Sabéis lo que me sucedería de obrar así? Pues queriendo curar la locura de los demás me volvería tan loco como ellos [...] No hay, pues, modo de ser útil para unos hom­ bres así. Su solo trato deprava [...] El más limpio y ho­ nesto terminaría como encubridor de la maldad y estu­ pidez ajenas (pp. 105-106). Guardando una distancia irónica frente alas preten­ siones utópicas de su interlocutor («no sabía, por otra parte, si aguantaría que opinásemos en contra de sus teorías», libro II, p. 209), Moro concluye la obra ator­ mentado y descolocado po r el diálogo i^naginado: Entre tanto tengo que confesar que no puedo asentir a todo cuanto me expuso este docto varón [...] También diré que existen en la república de los utopianos muchas cosas que quisiera ver impuestas en nuestras ciudades (p. 210). ^ 1 diálogo entre M oro y Hitlodeo se presenta también como debate antropológico. Moro acentúa los defectos de «la naturaleza humana» para justifi­ car su prudencia política^jj Y te has de ingeniar por presentarlo con tal tino que, si no puedes conseguir todo el bien, resulte el menor mal posi­ ble. Para que todo saliera bien, deberían ser buenos todos, cosa que no espero ver hasta dentro de muchos años (li­ bro I, p. 103). ^En cuanto al optimismo antropológico de H itlo­ deo respecto al triunfo de «la virtud», no es total, ya que supone ciertas condiciones sociales. Según él, se trata de combatir «nuestra soberbia, bestia maligna» (libro II, p. 208), creando condiciones de igualdad que ahoguen esta tentación^en Utopía, «la costumbre ha eliminado la avaricia y el dinero» (p. 207). El histo­ riador del pensamiento jQuentin Skinner comenta: Es la desigualdad en la distribución del dinero y la propie­ dad privada lo que permite a algunas personas dominar a las demás, alimentando con eUo su orgullo y reservando el respeto no a la virtud, sino sólo al rango y a la riqueza»^. ^ ¿Acaso no se deduce de tal diálogo una visión plura­ lista de las potencialidades de la condición humana? 4. Maquiavelo: un pensador de la inquietud ética en política En El Príncipe (escrito en 1513 y publicado en 1532)^, Nicolás Maquiavelo (1469-1527), que ejerció la polí­ tica en Florencia, propone una teoría de la acción con consideraciones antropológicas y consecuencias en el plano tanto de la ética como de la filosofía política.jLa leyenda del «maquiavelismo»^ tiende a hacer de Ma­ quiavelo 1 ) un apologista de la omnipotencia de la voluntad del príncipe, y 2 ) un autor cínico e inmoral. Nosotros veremos más en él un pensador de dos as­ pectos: la fragilidad de la acción hum ana y la inquie­ tud ética en política. ^ jjMaquiavelo aprehende la cuestión de la acción a través de los juegos de la fortuna y la virtü. La fortuna remite a las condiciones objetivas de la acción, tanto del lado de las circunstancias independientes de nuestra acción (naturales o históricas) como de los recursos acumulados en tal o cual campo. La virtii se orienta a la habilidad, la capacidad subjetiva para ha­ cer fructificar la fortuna, apoyarse en las circunstan­ cias favorables (aprovechar la oportunidad) o salir al paso de las circunstancias desfavorables. Para Ma­ quiavelo, el encuentro entre ambas es lo que va a ex­ plicar el curso de la acción y la producción de la his­ toria. Ahí tenemos una dialéctica de lo objetivo y lo subjetivo, de las circunstancias independientes de la voluntad y de las opciones unidas al libre albedrío. Hay así márgenes de maniobra para una acción hu­ mana que resulta frágil, que no es omnipotente^Sim­ bólicamente, Maquiavelo parte en dos la diferencia: Para que nuestra libre voluntad no quede anulada, pienso que puede ser cierto que la fortuna sea árbitro de la mitad de las acciones nuestras, [pero que] la otra mitad, o casi, nos es dejada, induso por ella, a nuestro controP. I Maquiavelo enuncia así una hipótesis pre-sociológica: las circunstancias independientes de nuestra vo­ luntad serían «árbitro de la mitad de la acciones nuestras» y tenderían p o r tanto a desplazar en mayor o m enor medida nuestras intenciones iniciales^ Esta cuasi-sociología maquiavelista tendrá algunos ecos en Max Weber (1864-1920): «El resultado final de la actividad política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuentemente incluso paradójica, con su sentido originario»^®. Esta hipótesis, que debi­ lita el lugar de las intenciones humanas en el curso de la historia, altera una cierta continuidad moral entre los medios y los fines a la que a menudo nos tenían habituados los filósofos. Maquiavelo nos da pistas más inquietantes: «Porque, si se considera todo como es debido, se encontrará alguna cosa que parecerá virtud, pero si se la sigue, traería consigo su ruina, y alguna otra que parecerá vicio y si se la sigue garanti­ za la seguridad y el bienestar suyo»^^ ¿Cómo admitir, sin rechazo ni cinismo, que con fi*ecuencia el mal pueda situarse en el camino del bien? La confiisión introducida por Maquiavelo en la relación entre los medios y los fines de la acción es re­ forzada por su pesimismo antropológico: «la maldad humana», escribe^^. Jean-Louis Fournel y Jean-Claude Zancarini prefieren hablar «de una hipótesis pruden­ cial»^^ más que de una antropología pesimista. ^En cualquier caso se puede detectar en Maquiavelo un imperativo de prudencia antropológica en cuanto al orden de la acción política, prefiriendo que esta ac­ ción esté apoyada más en una hipótesis de «maldad» del hombre que de «bondad».j La lectura de Maquiavelo propuesta por Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) ayuda a apartarnos de las simplificaciones del «maquiavelismo»^^. Nos pone so­ bre la pista de la inquietud maquiaveliana en cuanto al ajuste incierto, en una situación concreta, de medios y fines heterogéneos en parte. «Maquiavelo tenía ra­ zón; hay que tener valores, pero eso no basta», señala Merleau-Ponty^^. Hay muchos fines justos en la polí­ tica de Maquiavelo, como la búsqueda por el príncipe «prudente y virtuoso» de una forma política «que le haga reportar a él honor y bien a la totalidad de los hombres» Pero para llegar a esos fines legítimos a través de circunstancias que se nos van de las manos puede uno verse llevado a recurrir a medios en discon­ tinuidad con esos fines: no «alejarse del bien, si puede, pero saber entrar en el mal si se ve ob%ado» (XVIII, p. 105). Cuando en 1947 Merleau-Ponty se enfrenta a una cuestión de actualidad política como «el problema comunista», la inspiración maquiavelista se convierte en uno de sus hüos conductores: «Una dialéctica cuyo curso no es enteramente previsible puede transformar las intenciones del hombre en lo contrario, y sin em­ bargo, hay que tomar partido inmediatamente»^^. En consecuencia, hay que actuar en una relativa incertidumbre, con el riesgo de equivocarse. Por lo demás, ese será el caso de Merleau-Ponty, que hará prevalecer la «política de espera» sobre la crítica a la URSS estalinista. Rectificará años después en Las aventuras de la dialéctica^^y con el inicio de una postura llamada «acomunista» (ni comunista ni anticomunista). 5. La Boétie: de la servidumbre voluntaria a la emancipación Al escribir Le Discours de la servitude volontaire^^ ha­ cia 1548, aunque publicado póstumamente, Étienne de La Boétie (1530-1563) nos dejó un texto muy ori­ ginal en la historia de la filosofía, escrito a sus diecio­ cho años. Su concepción de la emancipación política se apo­ ya en reflexiones antropológicas. Una antropología que se puede calificar en principio de humanista, es decir, defensora del principio de una humanidad co­ mún (según la cual, todos los humanos lo son con el mismo rango). Así escribe: «Pero este amo no tiene sino dos ojos, dos manos, un cuerpo y nada más que el último de los habitantes del infinito número de nuestras ciudades» (p. 181).^Estos humanos dotados de igual dignidad, tanto gobernantes como goberna­ dos, tienen a su disposición una propiedad natural: la libertad. Humanidad y libertad comunes constituyen por tanto las dos dimensiones principales de «la na­ turaleza humana» en La Boétie. La tiranía, aunque tan extendida, le parece una verdadera des-naturalización._\ J!.a servidumbre es «voluntaria» para La Boétie, en el sentido en el que los gobernados abandonan su li­ bertad natural. Al hacerlo, los dominados aceptan su dominación, participan de su propia dominación. Escribe refiriéndose al tirano: «¿Tiene algún poder sobre vosotros que no sea el que vosotros mismos le habéis dado?»|(p. 182). Pues ¿Cómo puede ser que tantos hombres, tantas ciudades, tantas naciones soporten a veces todo a un solo Tirano, que no tiene más poder que el que se le da, que no tiene poder para perjudicarles más que lo que quieran tolerar­ le y que no podría hacerles ningún daño si no prefirieran sufrirlo todo de él antes que contradecirle? (p. 174). «La costumbre» consolida esta situación de do­ minación en la medida en que «todas las cosas a las que el hombre se hace y habitúa se convierten en naturales para él» (pp. 195-196), se naturalizan, di­ ríamos hoy. * La libertad, si bien tiene para La Boétie una base natural, no es ineluctable; siguiendo a Aristóteles, po­ dría decirse que se trata de una potencialidad que puede ser o no actualizada.|A partir de esta potencia­ lidad considerada natural, la tiranía puede ser critica­ da y la antropología desemboca en una crítica de la dominación política. La relación entre antropología y filosofía política es aquí asegurada en primer lugar por la crítica. En el esquema de La Boétie, existe pri­ mero la libertad natural y luego el paréntesis históri­ co de la dominación política, que precisamente abre la posibüidad de emanciparse. Por tanto, la dom ina­ ción puede ponerse en tela de juicio si los dominados manifiestan una voluntad de liberación: «Resolveos a no servir más y seréis libres», escribe (p. 183). Como señala el etnólogo contemporáneo Fierre Clastres (1934-1977) al comentar a La Boétie^°: «Lo que des­ cubre [...] es precisamente que la sociedad en la que el pueblo quiere servir al tirano es histórica, que no es eterna y que no siempre h a existido»^ Si el pensamiento de La Boétie tiene un com po­ nente naturalista (una cierta concepción de «la n a­ turaleza humana»), tam bién lleva implícitamente a una concepción histórica (una variabilidad históri­ ca de los com portam ientos hum anos). Y justam en­ te J a libertad concebida como propiedad natural asocia naturaleza e historia, pues se trata de una potencialidad que puede utilizarse o no según se tenga o no la voluntad de ser libre^Para La Boétie, la tom a de conciencia de la dominación y la expre­ sión de la voluntad de ser libre bastan para que la tiranía se hunda. Por tanto es contrario al recurso a la violencia contra el tirano. De m anera implícita se encuentra en su texto la búsqueda de una cierta congruencia entre los fines pretendidos (la emanci­ pación) y los medios utilizados, que no deben ir en contra de esos fines. De otro modo se correría el riesgo de «expulsar al tirano» pero «mantener la ti­ ranía» (p. 198).^Aquí está diseñada una de las pri­ meras versiones de lo que hoy se llama «desobe­ diencia civil» y que se teorizará mucho más tardcj en el marco americano de la lucha contra la esclavi­ tud por el escritor Henry David Thoreau (1817- ) . 1 8 6 2 21 El punto de vista de La Boétie tiene una dimensión pionera en el análisis de la dominación política. Por una parte, anticipa los desarrollos de la sociología moderna^^. Puede decirse que su filosofía política, nutrida de una antropología humanista y libertaria, es esencialmente crítica, al mismo tiempo que abre un horizonte de emancipación política. Apoyándose en la sociología de Pierre Bourdieu, el sociólogo Alain Accardo^^ nos hizo reparar hace poco en la paradoja de la dimensión «involuntaria» de nuestra «adhesión» a la opresión. 6. La antropo-lógica de Hobbes En el Leviatán (1651)^^, subtitulado <0 la materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil», el in­ glés Thomas Hobbes (1588-1679) propone una vi­ sión constrictiva del pacto político, justificada por una antropología pesimista. Hobbes dintingue un «estado de naturaleza» y un or­ den poKtico que le sucede, pensando en el paso del imo al otro. En «el estado de naturaleza» domina «la guerra de cada hombre contra cada hombre» (cap. XIII), lo cual estaría ligado a ciertos rasgos de «la naturaleza humana». Escribe así: «En la naturaleza del hombre, encontramos tres causas principales de disensión. La primera es la competencia; en segundo lugar, la des­ confianza; y en tercer lugar, la gloria (glory)» (p. 115). Estas características están en concordancia con una de las inclinaciones más generales de la humanidad, identificada por Hobbes en el capítulo XI: «Un perpe­ tuo e incansable deseo de conseguir poder tras po­ der» (p. 93). «La libertad natural», de la que también están provistos los hombres, aparece entonces muy frágil y amenazada de continuo, desembocando en «un constante miedo y u n constante peligro de pere­ cer con muerte violenta» (p. 115). i_Si bien ciertas propiedades de «la naturaleza hu­ mana» conducirían a la guerra, otras dos cualidades «naturales» llevarían por el contrario a haUar un acuerdo pacífico: algunas pasiones (como «el miedo a la muerte» y «el deseo de las cosas necesarias para una vida grata») y la razón^Frente a los estragos de «la guerra de cada hombre contra cada hombre», és­ tas harían posible un orden político. Este orden polí­ tico es convencional y contractual: La única manera de crear un poder común, apto para de­ fender a las gentes del ataque de los extranjeros y de los agravios que podrían infringirse unos a otros [...] se le da a un hombre o a una asamblea de hombres, por mayoría, el derecho de personificar a todos, es decir, de representarlos (p . 1 5 9 ). I_E1 nacimiento del orden político tiene, pues, un componente voluntario, pero al mismo tiempo la vo­ luntad está limitada por el carácter casi necesario del pacto que se presenta en cierto modo bajo la forma de esta alternativa: «El caos o el Leviatán»jj El pacto implica en primer lugar el paso desde una dispersión de la fuerza y las armas entre distintos hombres a la concentración de la fuerza en las manos del soberano (persona individual o colectiva). Unici­ dad del soberano y cesión a éste de la libertad natural de los súbditos constituyen otras dos características centrales del orden político. Con todo, Hobbes reco­ noce a la libertad cierto lugar dentro de la república, pues hay derechos naturales inalienables, como el derecho a defender la propia vida frente a un ataque (p. 127). Sigue habiendo u n a fuerte disimetría entre el soberano y los súbditos: «El soberano de una repú­ blica (ya se trate de una asamblea o de un individuo) no está sujeto a las leyes civiles» (p. 276). ^La antropología pesimista de Hobbes (su concep­ ción pesimista de «la naturaleza humana») justificará el carácter casi absoluto del poder del soberano y el abandono de la libertad natural a cambio de la segu­ ridad de personas y bienes. Pero en Hobbes hay lími­ tes al absolutismo: el sacrificio de la libertad natural se hace en aras de la seguridad de personas y bienes (frente a la violencia exterior e interior). Es lo que fundamenta su legitimidad. Esta legitimidad del pac­ to social viene a poner ciertos límites al poder abso­ luto del soberano. Hay que observar aquí cómo se desplaza de manera importante el pensamiento de Hobbes en comparación con las teorías teológico-políticas tan presentes en su época: no es en referencia a un poder divino como se legitima el poder del Leviatán, sino por un pacto voluntario basado en la razórL( J.a dicotomía estado natural/estado político no debe considerarse como u n análisis del curso históri­ co de la humanidad, sino entenderse como una he­ rramienta metodológica, u n acercamiento deductivo que permite pensar la realidad existente a partir de un como si, esforzándose p o r dar cuenta lógicamente de la situación del momentOjAsí es como Hobbes ex­ plícita lo que llama su «método» en su prefacio de De cive, 1642^^: Todo se entiende mejor estudiándolo a través de sus _ constitutivas [...] no pueden conocerse bien si no ‘bausas montados para examinar sus partes, así también para lizar una investigación más cuidadosa acerca de los chos de los Estados y deberes de los súbditos es neces no digo que separarlos, pero sí considerarlos como si est viesen separados; es decir, es necesario que entenda a derechas cuál es la cualidad de la naturaleza hun-.^ (p . 4 3 ). J3esde esta perspectiva, «la guerra de cada hor^^j. contra cada hombre» no ha de considerarse coi^q pasado real de la humanidad. Se trataría de üna bilidad lógica e incluso antropológica (por apoy^j.^ en determinadas características humanas) que amena za de continuo el vínculo social y que justifica por eso mismo un poder soberano fuerte^ Hay que insistir en la disociación establecida pop Hobbes entre una antropología (en el doble sentido de concepción de lo humano y de posibiHdad lógj ca que amenaza el orden social) m uy pesimista v una filosofía política cuasi absolutista o al menos muy constrictiva. Observamos tam bién que Hob bes aparece como uno de los iniciadores de un pen­ samiento de la representación política, expresando el o los representantes la convergencia en una uni dad política de las voluntades de los representados Pero, una vez establecida, esta entidad política se emancipa de los representados y los domina. Iden­ tifica entonces dos aspectos en tensión -existencia política de los representados gracias a los represen­ tantes/cesión de los representados en provecho de los representantes- que serán desarrollados en las críticas sociológicas de la representación política^^. 7. Locke o el precursor del liberalismo político En sus dos Tratado(s) sobre el gobierno ^civil (1690)^^, John Locke (1632-1704) desarrollará también una filosofía política contractualista con ramificaciones antropológicas. Pero en relación con su compatriota Hobbes efectuará ciertos desplazamientos. Tenemos un punto de partida cercano a Hobbes: Si en el estado de naturaleza la libertad de un hombre es tan grande[...]; si él es señor absoluto de su propia perso­ na y de sus posesiones [...] ¿Por qué renuncia a su impe­ rio y se somete al dominio y control de otro poder? La respuesta a estas preguntas es obvia. Contesto diciendo que, aunque en el estado de naturaleza tiene el hombre esos derechos [...] está expuesto constantemente a la incertidumbre y a la amenaza de ser invadido por otros (Segundo Tratado, capítulo IX, 123, p. 134). De ahí, com o en Hobbes, el paso al estado civil, a fin de «unirse en sociedad con otros que ya están unidos o que tienen intención de estarlo con el fin d e preservar sus vidas, sus libertades y sus posesio­ nes» (ibid., p. 134). PerOj^a diferencia de Hobbes, la libertad es u n a de las dimensiones centrales que el p a c to social debe proteger. La libertad natural, en singular (pero amenazada), se transforma en el estado civil en libertades garantizadas, en plural^Por otra par­ te, J.ocke tiene un punto de vista menos unitario del soberano que Hobbes, distinguiendo un «poder legis­ lativo» y un «poder ejecutivo», considerando, pues, una pluralidad de poderes. Hay que decir que, al con­ trario que Hobbes, advierte frente a una patología propia del pacto social: «la tiranía», entendida como «el ejercicio de un poder que viola lo que es de dere­ cho; y un poder así nadie puede tenerlo legalmente» (cap. XVIII, 199, p. 196). Tiranía que requiere un dere­ cho a «que ofrecieran resistencia si una fuerza üegal así friese ejercida sobre eUos» (ibid., 209, p. 204), pudiendo llegar hasta «la disolución de los gobiernos» y a re­ tomar el pueblo la autoridad legislativa para constituir ana nueva forma de gobierno (cap. XIX).j jSi bien Locke prolonga los análisis de Hobbes, pue­ de decirse que esboza, en el seno de las problemáticas del contrato social, una teoría del liberalismo político, con la doble preocupación por las libertades y la plu­ ralidad de poderes frente al peligro de la tiranía^ 8. Montesquieu: del poder al equilibrio de poderes En Del espíritu de las leyes (1748)^®, Charles de Secondat, barón de La Bréde y de Montesquieu (16891755), asocia una antropología del poder y una filo­ sofía política de los poderes, en la que pueden identi­ ficarse temas liberales que recuerdan a los de Locke. A veces se dicen despropósitos sobre la filosofía política de Montesquieu. Algunos juristas, bastante posteriores a él (de fines del xix y principios del xx), lanzaron la idea de que había inventado «la separa­ ción de poderes». Sin embargo, la fórmula no existe en él como principio, aunque el verbo «separar» esté presente para indicar la dimensión de distinción de poderes. LComo ha señalado entre otros el filósofo francés Louis Althusser (1918-1990), hay en Montes­ quieu tanto «interferencias de poderes» como «pre­ tendida pureza de su separación»^^. Por eUo, la expre­ sión «separación de poderes», entendida en un senti­ do demasiado estricto, corre el riesgo de hacernos obviar un aspecto más im portante de los análisis de Montesquieu: lo que puede llamarse la limitación re­ cíproca de los poderes (es decir, que los diferentes po­ deres se limitan entre sí). Esto supone relaciones en­ tre tales poderes (precisamente para ínter-limitarse y equilibrarse). M ontesquieu distingue tres poderes (libro XI, cap. VI): «El poder legislativo [...] el poder ejecutivo que depende del derecho de gentes» -e n parte lo que hoy se llama «poder ejecutivo», siendo el derecho de gentes el que regula las relaciones entre estados- [y] «el poder ejecutivo que depende del de­ recho civil», lo que hoy se llamaría «poder judicial»^] Contra los riesgos de despotismo que amenaza «la libertad política», Montesquieu aboga por la plurali­ dad de poderes y la moderación de los gobiernos. El derecho, las constituciones moderadas y la limitación recíproca de los poderes son justamente dispositivos que favorecen la libertad política.jLa noción de disposi­ tivos es muy importante aquí para aprehender una parte de las aportaciones de Montesquieu. Una de sus frases clave, posiblemente de fuertes resonancias ac­ tuales, dice así; «Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder firene al poder» (libro XI, cap. IV, p. 205). Montesquieu no confía excesivamente en las disposiciones interiores de las personas (a diferencia de las reflexiones que hace Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, sobre las virtudes como disposiciones interiores que se actualizan en un aprendizaje), ni en su buena voluntad, y prefiere insis­ tir en dispositivos exteriores a las personas (inscritos en las «cosas») que les impidan abusar del poder^ j_El reforzar los dispositivos de limitación recíproca de los poderes va a basarse en una antropología pesi­ mista del poder. El ser humano estaría provisto de una inclinación «natural» que le conduce a abusar del po­ der: «Pero es una experiencia eterna, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites» (ibid.). Las incli­ naciones interiores que amenazan con favorecer el des­ potismo deben ser contrarrestadas por dispositivos ex­ ternos y constrictivos, que vienen a poner límites a un deseo humano de poder potencialmente ilimitado^ En el ensamblaje realizado por Montesquieu entre pesimismo antropológico, por una parte, y pluralis­ m o político y limitación recíproca de los poderes, por otra, tenemos probablemente uno de los puntos fuertes de la galaxia llamada «liberalismo político». Una antropología más optimista, al ver a priori en el hombre inclinaciones a la virtud desviadas por las condiciones sociales, conduciría a prestar mínima atención a este problema, con riesgo de estar bastan­ te desarmada frente a él. ¿No se trata de considerar que una concepción pesimista de la «naturaleza hu­ mana» sería más auténtica que otras más optimistas. Las ciencias sociales e históricas contemporáneas en su crítica de la noción m ism a de «naturaleza humana»^° nos hacen más prudentes.^Pero señalemos sólo que^a menudo las antropologías pesimistas de los li­ beralismos políticos les proporcionan más defensas frente a los procesos de capitalización del poder en provecho de ciertas personas o gruposj 9. Rousseau: de la desigualdad al contrato social En Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) tenemos a la vez diferencias y convergencias respecto a los puntos de vista hasta ahora desarrollados; los expone en sus dos grandes textos políticos, el Segundo discurso y el Contrato social. jEn el Discurso sobre el origen y losfundamentos de la desigualdad entre los hombres (llamado Segundo dis­ curso y escrito en 1754)^^ Rousseau considera tres es­ tados: 1 ) estado de naturaleza marcado por una desi­ gualdad limitada, Uamada «desigualdad natural o físi­ ca»; 2 ) el nacimiento de u n estado social caracterizado por la invención de la propiedad y el desarrollo a par­ tir de ahí de la «desigualdad natural o política» y de la guerra de cada hombre contra cada hombre; 3 ) un es­ tado social estabilizado, donde la fuerza de los propie­ tarios es legitimada por el derecho^, JEn cambio, en Del contrato social (1762)^^ Rous­ seau retoma la división binaria entre «estado de natu­ raleza» (asociando libertad natural y desigualdades naturales) y «pacto social». Este pacto social remite a la vez a un contrato voluntario y a una forma de nece­ sidad, pues Rousseau escribe: Supongo a los hombres Uegados a ese punto en que los obs­ táculos que se oponen a su conservación en el estado de na­ turaleza superan con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado (pp. 37-38)^ acto voluntario, a la vez individual y colectivo, viene a prolongar de algún modo la necesidad de dar­ le una forma aceptable. Pero los dos estados sociales descritos en el Segundo discurso (la guerra de todos contra todos por la apropiación privada y luego la le­ gitimación de la desigualdad social por el derecho) no están del todo ausentes del Contrato social: 1 ) a di­ ferencia de Aristóteles, considera al mismo tiempo el carácter no natural de la esclavitud y su reproducción social («Si hay esclavos por naturaleza es porque hubo esclavos contra naturaleza. La fuerza hizo los prime­ ros esclavos, su cobardía los ha perpetuado», p. 29); y 2 ) reconoce más ampliamente la existencia de «la fuerza» y su institucionalización («El más fuerte ^1 nunca es bastante fíierte para ser siempre el amo si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí el derecho del más fuerte», p. 29). El «contrato social» constituye para Rousseau más lo que debería existir que lo que existe realmente, más un ideal regulador que una figura histórica; expresa la vi­ sión que Rousseau tiene de la legitimidad: «Convenga­ mos, pues, que fuerza no hace derecho y,que sólo se está obligado a obedecer a los poderes legítimos» (p. 30); esto puede servir de punto de apoyo a la crítica a lo ile­ gítimo existente. Para Rousseau, el contrato social apa­ rece como un punto de referencia ideal que lograría combinar: 1 ) el preservar la libertad en el estado social Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan li­ bre como antes (p. 38), y 2 ) limitar la desigualdad En lugar de destruir la igualdad natural, el pacto funda­ mental, sustituye, por el contrario, por una igualdad legal y legítima lo que la naturaleza pudo poner de desigualdad física entre los hombres y que, pudiendo ser desiguales en fuerza o en genio, se vuelven todos iguales por convención y de derecho (p. 48)^ La visión que Rousseau tiene de la ciudad legítima (su filosofía política) se basa en una antropología (una visión de «la naturaleza humana»). Esta antro­ pología aparece contrastada, cosa que tiene conse­ cuencias en su filosofía política. ,La antropología de Rousseau no es únicamente optimista, contra lo que dan a entender ciertos comentaristas. Esta antropolo­ gía tiene al menos dos dimensiones: 1) Rousseau hace de la libertad una característica natural, que debe pre­ servar el pacto social legítimo; y 2 ) hace de la igualdad un producto del contrato social, siempre amenazado^ («Precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad es por lo que la fuerza de la legislación debe tender siempre a mantenerla», p. 76): de ahí su admiración teñida de escepticismo en cuanto a la democracia («Si hubiera un pueblo de dio­ ses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres», p. 94). Este segundo punto indica que ha heredado de Hobbes y Montesquieu un componente pesimista en su antro­ pología y por tanto en su filosofía política, que acom­ paña a su componente más optimista.,Su antropología de la libertad y su visión del «contrato social» ideal contienen una crítica social y política de la ilegitimidad y la injusticia existentes, tras los pasos de La Boétiej 10. Smith: economía política y filosofía moral El filósofo escocés Adam Smith (1723-1790) está considerado como uno de los fíjndadores de la eco­ nomía política moderna. En lo concerniente a las re­ laciones entre antropología y filosofía política, vere­ mos que en sus escritos evidencia dos aspectos. Ten­ dremos así una lectura m uy diferente, si se considera sobre todo su libro más célebre, La riqueza de las na­ ciones (1776)^^, o si nos interesamos prioritariamen­ te por su Teoría de los sentimientos morales (1759, edi­ ción revisada en 1790)^^^. Smith y el homo oeconomicus Leer La riqueza de las naciones con independencia da pie fácilmente a las lecturas dominantes que se hicie­ ron de Smith, las del liberalismo económico, de la gloria del homo ceconomicus y del mercado. La antro­ pología está marcada ahí por la constante de «una cierta propensión de la naturaleza hum ana [...]: es la propensión a trocar, perm utar y cambiar una cosa por otra» (p. 44). Una antropología del trueque y de la búsqueda del «interés» individual desemboca, por la vía del mecanismo de «la mano invisible», en el mercado como regulador principal del orden econó­ mico: «No buscando más que el interés personal, trabaja a menudo mucho más eficazmente por el in­ terés de la sociedad que si en realidad tuviera la fina­ lidad de trabajar por ella» (p. 248). El propio interés («No nos dirigimos a su humanidad, sino a su p ro ­ pio interés», p. 46), justamente por «la mano invisi­ ble» propia del mercado, sería más útil socialmente que el altruismo. En este marco, el Estado debe inter­ venir lo menos posible y dejar el lugar más amplio a la expresión del juego de intereses y en consecuencia al mercado. La antropología que emerge de esta lectura clásica de La riqueza de las naciones fue cuestionada por el historiador de la economía, de origen austrohiingaro, Karl Polanyi (1886-1964), sobre todo en La gran transformación (1944)^^. Basándose en los materiales etnológicos e históricos disponibles de las socieda­ des del pasado, m uestra cómo el mercado, el bene­ ficio y el provecho son novedades históricas, unidas al proceso histórico de independización de la eco­ nomía de mercado en relación a las demás activida­ des sociales. En muchas de las que precedieron a nuestras sociedades modernas, las relaciones que se clasificarían hoy como relaciones «económicas», «familiares», «políticas» o «religiosas» están encaja­ das (emhedded) unas en otras. En esas sociedades pueden estar más valorados que la búsqueda del in­ terés individual comportamientos como «la genero­ sidad» o «el honor». La antropología de Smith ha­ bría tendido a naturalizar, a considerar «naturales» e intemporales, conductas propias en exclusiva de ciertos momentos históricos y de ciertas sociedades. Partiendo de las ciencias sociales e históricas, esta crítica de la antropología del homo ceconomicus lleva a una crítica de la filosofía política del liberalismo económico: Polanyi es un socialista no marxista que otorga al Estado un papel im portante de regulación social y económica. Smith y la simpatía i^La atención que en estos últimos años ha tenido en Francia La teoría de los sentimientos morales, hasta ahora poco leída, nos Ueva a considerar más compleja la antropología de Smith, que se nos muestra en esta obra como una de las grandes figuras de la filosofía moral. El texto desarrolla una antropología de «la simpatía» (cap. I), un sentimiento que conduce a los hombres a buscar la aprobación de los demás seres humanos, asociado a un «placer de la simpatía recí­ proca» (cap. II). Esta simpatía aparece antropológica­ mente antes que el egoísmo, pues «tanto el placer como el dolor son experimentados siempre de forma tan instantánea, y a m enudo bajo circunstancias tan frívolas, que parece evidente que no pueden derivar­ se de tales consideraciones sobre el propio interés» (p. 57)^, La lectura que propone el filósofo Jean-Pierre Dupuy de la Teoría es esclarecedora^^. Para él, la simpa­ tía smithiana lleva una dinámica potencialmente in­ finita, dotada de dimensiones desestabilizadoras: El actor sabe (por experiencia propia) las dificultades que hay para ponerse en el lugar del otro. Se pone en el lugar del espectador al ponerse en su propio lugar [...] Este operador al cuadrado es el de la simpatía activa: cualquiera que bus­ ca activamente la simpatía de los demás, simpatiza con el hecho de simpatizar con él. El actor [...] desea la simpatía del espectador: adapta sus propios sentimientos a los de su espectador tal como él los concibe (p. 88). En una doble lógica de imitación y de contagio, el sujeto smithiano viviría «constantemente bajo la m i­ rada del prójimo» (p. 90). Sería «un ser fundamental­ mente mimético, siempre proclive a perderse en los espejos que le tienden los demás» (ihid.). No tendría nada que ver con la figura ulterior del homo ceconomicus, inventada por los economistas. Esta figura remite a «un ser aislado, autosuficiente, capaz de autodeterminación» (pp. 89-90). En tal antropolo­ gía, los intereses no son los primeros en relación con las pasiones, sino que ambos están asociados en el mecanismo de la simpatía, que inserta al individuo inmediatamente en una dinámica de relaciones so­ ciales. Quedan hechas trizas las certidumbres de las formas antropológicamente más simplistas del libe­ ralismo económico, formas calificadas de «degenera­ das» por Jean-Pierre Dupuy (p. 29), en defensa de otra tradición liberal más compleja^ 11. Kant: hacia la República cosmopolita No se trata de pretender dar aquí una visión de con­ junto de los escritos de Emmanuel Kant (1724-1804), que abordan una gama muy amplia de problemas filo­ sóficos, sino de detenerse de forma más localizada en cómo se cruzan líneas antropológicas y líneas políti­ cas, muy en particular en uno de sus últimos textos, ti­ tulado Anfropo/o^/a en sentido pragmático (1798)^^. En este texto, Kant sitúa al hombre en el centro: Una ciencia del conocimiento del hombre sistemáticamen­ te desarrollada (Antropología), puede hacerse en sentido fi­ siológico o en sentido pragmático. El conocimiento fisiológi­ co del hombre trata de investigar lo que la naturaleza hace del hombre; el pragmático, lo que él mismo, como ser que obra libremente, hace, o puede y debe hacer, de sí mismo (p . 17). La antropología pragmática de Kaijt está en ten­ sión entre lo natural y lo histórico, por la doble dis­ posición natural de los humanos a la libertad y a la razón, que son de algún m odo elementos mediadores entre la naturaleza y la historia. Se trata de explorar un hacer humano a partir de disposiciones e impedi­ mentos naturales. Hacer humano que entra como tendencia en un progreso de la especie humana. En Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1784)^®, Kant había precisado que «La naturaleza ha querido que el hombre saque por completo de sí mis­ mo todo lo que va más allá de la ordenación mecáni­ ca de su existencia animal», pues la naturaleza habría dotado al hombre «de la razón y la libertad de la vo­ luntad que se funda en esta razón», conduciendo a que el hombre «no debería estar gobernado por el instinto» (pp. 72-73). JPara Kant, el hombre no estaría marcado única­ mente por la razón y la libertad, sino también, de m a­ nera ambivalente, por una disposición moral. Estaría caracterizado a la vez por disposiciones innatas a la bondad y al mal («una propensión al m a l » Si Kant, como muchos autores optimistas del Siglo de las Lu­ ces, se inscribe en la perspectiva de un progreso, tai progreso nunca es ineluctable por completo. Y si es­ cribe que «El hombre está destinado por su razón a estar en una sociedad con hombres y en ella, y por medio de las artes y las ciencias, a cultivarse, civilizarse y a moralizarse», señala también «la constante desvia­ ción de la ruta de su destino» (p. 270-271), Esta posi­ ble vuelta del mal se manifiesta en especial porque «la voluntad propia está siempre en actitud de estallar en aversión contra el prójimo» (p. 274). En la Idea ya ha­ bía identificado tal ambivalencia humana, lo que lla­ maba «la insociable sociabilidad de los hombres»^®^ Estas reflexiones antropológicas llevan a puntos de vista políticos. Así, y a pesar de su ambivalencia m o­ ral, el hombre va a tender a estabilizar sociedades ci­ viles y a orientarse hacia la forma política más logra­ da según Kant: la República. En este sentido escribe; Son hombres, esto es, seres racionales sin duda de mala ín­ dole, pero, sin embargo, dotados de capacidad inventiva, al par que de una capacidad moral, quienes con el progreso de la cultura no harán sino sentir tanto más intensamente los males que se infieren por egoísmo unos a otros y, al mismo tiempo que no ven ante sí otro medio contra ellos que someter, aun cuando a disgusto, el interés privado (de los individuos aislados) al interés común (de todos jun­ tos), a una disciplina (de coacción civil), a la que sólo se someten, empero, según leyes, dadas por ellos mismo^^ JEl mejor marco político sería el que equilibra li­ bertad, ley y poder. Así, «la anarquía» consistiría en ley y libertad sin poder; «el despotismo», en ley y po­ der sin libertad; «la barbarie», en poder sin libertad ni ley; y «la República» asociaría justamente los tres (p. 278). Para Kant, la vocación de esta construcción política sería una sociedad civil universal, lo que Uama cosmopolitismo, «con vistas a alcanzar una socie­ dad de ciudadanos del m undo», «como destino de la especie humana» (p. 279)_^En el siglo» xix, el m ovi­ miento obrero recogerá la inspiración kantiana a tra­ vés del internacionalismo, proclamando su canto más simbólico. La Internacional (1871)'^^: «El género humano es la Internacional». Para concluir, se ve aquí cómo Kant se sitúa en la prolongación crítica de Rousseau, de quien fue un gran lector. Como Rousseau, desarrolla un ensamblaje de antropología y filosofía política de componentes op­ timistas y pesimistas, lo que da a ambos autores un tono avanzado en comparación con los representantes al uso de «la filosofía del Siglo de las Luces», que ofrecen una visión del mundo demasiado exclusivamente opti­ mista. 12. Enfoques cruzados sobre la historia: Fichte, TocqueviQe y Benjamín Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) es un filósofo idealista alemán que en u n principio criticó mucho a Rousseau y a Kant para después evolucionar hacia las opiniones de Maquiavelo. Nos ha parecido interesan­ te confrontar su visión de la historia con las de Alexis de Tocqueville 7 Walter Benjamin Fichte y la Revolución Francesa En Contribuciones para rectificar el juicio del público sobre la Revolución Francesa (1793-1794)“^^, el joven Fichte asume la defensa de la Revolución Francesa frente a los ataques de los conservadores alemanes. En este texto,¿u antropología tiene componentes a la vez naturalistas e históricos. Naturalistas porque Fichte dota a «la naturaleza humana» de dos potencialida­ des: la libertad y la voluntad. Pero, a la manera del par potencia/acto de Aristóteles, estas potencialidades van a realizarse a través de un proceso. Este proceso es his­ tórico; y en las categorías de los filósofos de las Luces, la historia se ve como un progreso. Caracterizaría a la humanidad precisamente un movimiento hacia su perfectibilidad, hacia el por hacer más que hacia el ya hecho: «Tu promesa es contraria al derecho y en con­ secuencia no conforme» (p. 126). La definición de la humanidad propuesta por Fichte probablemente sea una de las más radicales de la historia de la filosofía contra cualquier forma de conservadurismo social y político. La humanidad dei hombre constituiría una promesa, algo que constantemente está por hacer: esto le daría su especificidad respecto a los demás anima­ les. Se opondría necesariamente a todo lo que puede tratar de fijar las sociedades humanas en una eterni­ dad inmóvil: «el derecho», en sentido de «derecho po­ sitivo», que existe. Y como justamente el movimiento perpetuo está siempre por venir, esta promesa siempre está ante nosotros. El ser humano sería entonces fiindamentalmente histórico, no fijado, metido en un movimiento de autoconstrucción. Como señala el fi­ lósofo francés Alexis Philonenko, en Fichte la tarea del hombre emancipado es «crear y crearse^"^^ (como más tarde también en Marx, lector de Fichte)^ Esta línea antropológica tiene^consecuencias en el plano de la filosofía política: «La cláusula que decla­ rara inamovible el contrato social estaría en flagrante contradicción con el espíritu mismo de la hum ani­ dad» (p. 126), pues «ninguna constitución política es inamovible; en la naturaleza de todas está modificar­ se» (p. 125). En el plano político, Fichte condena así los discursos conservadores que reducen el presente y el porvenir al pasado, y lo posible a lo que existe. Tan­ to las potencialidades naturales (libertad y voluntad), de las que dota a los humanos, como su humanismo histórico (la humanidad entendida como autoproducción histórica) alimentan una crítica social radi­ cal de toda naturalización del orden social existente, es decir, de cualquier tentativa de hacer pasar un or­ den social dado por «natural» o eterno^j jSin duda el idealismo y el voluntarismo son excesi­ vos en el joven Fichte, calculando mal lo que resiste al movimiento emancipador, en el hombre y fuera de él. Sin embargo, dan armas a nuestra lucidez contra los conservadurismos vergonzosos, los que nos dicen ■que sí, que habría que cambiar «esta sociedad injus­ ta», pero que numerosos «obstáculos» hacen imposi­ ble el cam bioj Fichte: de Rousseau a Maquiavelo Con el correr de los años, el pensamiento de Fichte evolucionó hacia una antropología más pesimista. Entonces es cuando descubre a Maquiavelo. En la obra titulada Sobre Maquiavelo como escritor y pasajes de sus obras (1807)^^ Fichte no resuelve definitiva­ mente sobre la bondad o maldad del hombre, pero ya no quiere apoyar una política en su eventual bondad. Según un Fichte convertido en maquiavelista, ya no es posible para el príncipe presentarse diciendo: «He creído en la humanidad, he creído en la fidelidad y la honradez». Eso puede decirlo un ciudadano particu­ lar, si de ese modo va a su ruina, es su ruina la que causa; pero un príncipe no puede decirlo, pues él no pierde personal­ mente y no es él solo quien va al fracaso [...] que no expon­ ga a la nación, fiándose de tal creencia, pues no es justo que esta nación y con ella tal vez otros pueblos, y con ellos tal vez los bienes más nobles que la humanidad logró en una lucha milenaria, se pongan en peligro, únicamente para que pueda decirse de él que ha creído en la humanidad (p. 62). ^ a consideración del bien público impondría una prudencia antropológica. Esta evolución más pesi­ mista le conducirá a juicios políticos más conservado­ res, perdiendo su radicalismo emancipador^ ¿Pero no se podría pretender hacer coexistir en un mismo pensamiento y una misma praxis al Fichte de 1793 y al de 1807, a una apertura y una prudencia an­ tropológicas, a un radicalismo utópico y un realismo maquiavelista? Es un desafío intelectual y político aún de actualidad. Tocqueville y la Revolución Francesa Otro autor que viene a lastrar los excesos idealistas y voluntaristas de Fichte a propósito del caso de la Re­ volución Francesa es Alexis de Tocqueville (18051859). En £/ Antiguo Régimen y la Revolución^^, Toc­ queville, considerado con fi*ecuencia uno de los grandes pensadores del liberalismo político, esboza lo que hoy se llamaría u n a sociología histórica de la Revolución Francesa, inscrita en la historia. Escribe así: «La Revolución Francesa no será más que tinie­ blas para aquellos que la consideren aisladamente; es en los tiempos que la precedieron donde hay que buscar la única luz que puede iluminarla» (p. 243). JJn acontecimiento no parte de la nada, sino de lo que le precede y por eso lo antiguo tiende a im po­ ner su signo a lo nuevo^ «Del pasado hay que hacer añicos», proclamará algún tiempo después La Inter­ nacional, el canto revolucionario del movimiento obrero (1871). Cualesquiera que sean los juicios que se hagan sobre los presupuestos liberales que la sustentan (a base de un par antagónico igualdad/li­ bertad, donde el prim er polo, sospechoso, amenaza de continuo al segundo, el privilegiado), el análisis de Tocqueville tenía el mérito de atacar el mito de la tabula rasa. «Piensa la Revolución en términos de balance, no en térm inos de acontecimiento; como un proceso, no como una ruptura», señala el historiador Fran^ois Fuiet (1927-1997)^^. Pues J a voluntad de los actores sería desplazada por proce­ sos socio-históricos más profundos y menos direc­ tam ente visibles: j«Tocqueville no cesa de cuestio­ nar la distancia que sospecha entre las intenciones de los actores y el papel histórico que desempeñan», añade Furet (p. 35). En comparación con Fichte, su ver concierne al m odo en que el peso del pasado im prim e su sello al suceso presente, desvía las vo­ luntades a pesar suyo y se resiste a la acción em an­ cipadora. Pero sus límites, su no-ver, dan acceso al ver propio de Fichte; las lógicas de ruptura y de in­ vención y por tanto el surgir del suceso en su singu­ laridad. Benjamin o la historia forzada O tro filósofo supo asociar en una combinación muy particular elementos dispersos e incluso opuestos en Fichte y en Tocqueville; el peso del pasado y la irreductibilidad de ciertos sucesos, el enraizamiento en una tradición histórica y la capacidad de apertura a un por-venir inédito^ Se trata del filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940). En su Tesis sobre la f i ­ losofía de la historia'^^y en la encrucijada del judaismo y el marxismo, invita a buscar en el pasado las voces ahogadas y olvidadas de los vencidos, de los posibles emancipadores perdidos en el camino. Forzando las sucesiones bien lisas entre pasado, presente y futuro, que operan en las visiones lineales de la historia («se­ gún un tiempo homogéneo y vacío», XIV, p. 439), «oponía a la pesada mecánica del progreso el débil destello de la redención mesiánica», comenta hoy el filósofo Daniel Bensaid^^, pues en la versión laiciza­ da del mesianismo que traza Benjamin, «existe un encuentro tácito entre las generaciones pasadas y la nuestra»^®. Por ello «en cada época hay que volver a tratar de arrancar la tradición del conformismo que está a punto de subyugarla» (VI, p. 431). La in ten ­ ción emancipadora, cepillando «la historia a con­ trapelo» (VII, p. 433), se esfuerza por «arrancar una época determinada al curso homogéneo de la historia» (XVII, p. 441). Se trata de uno de los re­ cursos para liberar el porvenir a partir de la acción presente. Sin embargo, J a selección de un pasado' emancipador no sucede sin la intuición de la aper­ tura del porvenir, un sentido de la posibilidad del todo de otro modo. Ahí es donde Benjamin puede sumarse a la apuesta fichteana por una hum anidad siempre por venir. Benjamin delimita un nuevo es­ pacio para las reflexiones sobre la emancipación;. u na dialéctica sin cesar retom ada entre un nuevo cuestionamiento de las tradiciones emancipadoras desaparecidas y la intuición de un horizonte por ve­ nir radicalmente diferente, unidos ambos por «pre­ sentes» frágiles, «cristalizaciones efímeras de los posibles» y «momentos de libertad virtual» que hay que saber atrapar^^ Esta filosofía de «un nostálgico del pasado que sueña con el porvenir» reviste una tonahdad melancólica en esas discordancias tem po­ rales.} jBenjamin no reemplaza ni «supera» las aportacio­ nes de Fichte y Tocqueville sobre las relaciones entre pasado, presente y porvenir en las acciones tendentes a la emancipación humana. Señala otra dirección que nos permite aprehender tales relaciones bajo una luz no habitual^ 13. Antropologías y acción en Marx Para pensar las relaciones entre dimensiones antro­ pológicas y políticas en Karl Marx (1818-1883), hay que emprender en principio, pero luego descartar, una lectura cientificista de sus escritos. Juicios de hecho y juicios de valor En la década de 1960 tuvo cierto eco en los medios in­ telectuales una lectura con tentaciones cientificistas. representada en especial por el filósofo comunista Louis Althusser en Pour Mary^^. En sus primeros tra­ bajos de los sesenta, Althusser trató de asociar dos oposiciones: la oposición M arx joven/Marx maduro y un «corte epistemológico» ideología/ciencia. El joven Marx (el de los Manuscritos de 1844) habría estado aiín muy marcado por «las falsas evidencias de los conceptos ideológicos», no científicos {p. 31), inspira­ dos en una «antropología y (un) humanismo filosófi­ cos», esto es, por «la filosofía idealista anterior (“bur­ guesa”)» (p. 234), mientras que el Marx más maduro (el de El Capital, 1867) se habría situado en una pers­ pectiva científica, rompiendo con «la ideología domi­ nante, la de la clase dominante». Desde finales de la década de los cincuenta, especia­ listas en Marx como Maximilian Rubel (1905-1996, inventor de una «marxología» libertaria y crítica res­ pecto al «marxismo», traductor de Marx)^"^, han ido en contra de lecturas cientificistas. Lo mismo ocurrió des­ pués en los años setenta, con la lectura fenomenológica de Marx (tampoco ésta «marxista»), propuesta por el filósofo Michel Henry^^, o las interpretaciones in­ dividualistas de Marx (o «marxismo analítico») pro­ puestas en los ochenta en el mundo anglosajón, como la de Jon Elster^®. En el caso de Rubel, de Henry y de Elster, se pone en evidencia, en direcciones diferentes, cómo los análisis con intención científica de Marx se apoyan en fundamentos normativos {o juicios de valor) en el sentido amplio del término, y no sólo enjuicias de hecho (u observaciones empíricas). Estos autores nos muestran así qué tomas de posición habría en Marx (de manera más o menos explícita) sobre lo que son las características del ser (ontología) o de lo humano (antropología), o sobre lo que debían de ser la moral y la justicia; estos posicionamientos desbordaban el aná­ lisis propiamente científico de la realidad, e incluso la nutrían y le daban fuerza. En una lógica althusseriana, los juicios de valor no serían sólo «un obstáculo episte­ mológico», sino también un carburante cognitivo para la actividad científica. Una filosofía de la acción política Pero una vez que se ha posibilitado el tener en cuen­ ta dimensiones propiamente normativas de los escri­ tos de Marx, y en particular sus aspectos antropológi­ cos, ¿qué hay de una filosofía política en él? En pri­ mer lugar, ¿Marx no era un fabricante de ciudades ideales. Sobre todo describe un horizonte de emanci­ pación humana, pero precisa poco su contenido. Nos dice: a) que terminará entonces «la prehistoria» de la humanidad (ciertos marxistas, en una lectura inspi­ rada en Hegel, entendieron un «fin de la historia») y b) que prevé entonces una sociedad de abundancia (sin decirnos claramente si se trata de una abundan­ cia absoluta -todas las necesidades de todos pueden ser satisfechas y reinar así el principio «a cada uno se­ gún sus necesidades»- o de una abundancia relativa -volviéndose las necesidades del hombre hacia activi­ dades de realización individual o colectiva, de creati­ vidad, y no de consumo de bienes materiales). En todo caso, y dentro de la sociedad comunista ideal, esta idea de abundancia le conduce a subestimar la cuestión de instancias políticas de regulación de con­ flictos (en especial en el reparto de los bienes), lo que le hará hablar de «desaparición del Estado»^En esta temática de la «desaparición del Estadoí>, el politólogo marxista Antoine Artous señala una ambigüedad entre el cuestionamiento radical de la opresión polí­ tica a través de las instituciones estatales y el «fin de la política»^^. jLa segunda entrada de M arx en la filosofía política concierne al proceso considerado para llegar a esta sociedad emancipada, sin clases y sin Estado. Se trata de una vía calificada de «revolucionaria», que pasa principalmente por «una dictadura del proletaria­ do». El ejemplo de esta «dictadura del proletariado» es para Marx la Comuna de París en 187P®. Hay que precisar la terminología de Marx: para él, «dictadura» no es necesariamente opuesto a «democracia»; se trata de un poder colectivo y democrático de «la clase más numerosa», que firente al poder y a la reacción de la burguesía se ve Uevada a utUizar medios coercitivos (so­ cialización de los medios de producción, ejército popu­ lar frente a ejército regular, etc.). Además, al final de su vida Marx consideró que el sufragio universal podría transformarse «del instrumento de engaño que ha sido hasta ahora en instrumento de emancipación»^^ y por tanto que el proceso pasara por las urnas j Jornalmente, en tercer lugar, se encuentra en Marx sobre todo una filosofía de la acción política: «Los fi­ lósofos no han hecho sino interpretar el mundo de diversas maneras; lo que importa es transformarlo», escribe en la 11.^ tesis sobre Feuerbach^°. Su filosofía política es ante todo una llamada a la acción, a la ac­ ción emancipadora^ Antropologías Pero ¿qué pasa más concretamente con los hilos an­ tropológicos que alimentan esta filosofía de la acción política revolucionaria? ^Se pueden distinguir al m e­ nos dos elementos más o menos divergentes: una an­ tropología de la autoproducción humana y una antro­ pología del hombre completo. La antropología de la autoproducción es histórica (o constructivista), como por ejemplo la de Fichte, esto es, una antropología que hace de la historicidad (del carácter histórico) una característica central de lo humano. Se subraya el trabajo de la historia, por los humanos y sobre los humanos. Así se expresa claramente en un célebre pasaje del 18 brumario de Luis Bonaparte (1S52): «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, en las condiciones elegidas por ellos, sino en las condiciones directamente dadas y heredadas del pasado»^^j Pero este pasaje nos indica también una divergen­ cia con el Fichte joven. No se trata en Marx de una historicidad centrada únicamente en la voluntad hu­ mana. Para él no hay m ás que voluntad en el trabajo histórico, pero también algo de no-voluntario, de noconsciente, y de circunstancias que se imponen a los hombres y a partir de las cuales éstos pueden trabajar. JEl cuadro intelectual trazado por Marx hacía posible la unión de concepciones habitualmente opuestas, como la de Fichte y la de Tocqueville, ea una perspec­ tiva convergente con Maquiavelo^ La antropología constructivista de la autopro­ ducción del hom bre es u n punto de apoyo para la filosofía de la acción revolucionaria de Marx, orien­ tada a un proceso de destrucción del orden existen­ te, donde la emancipación hum ana es un hacer y donde las figuras de lo hum ano deseables hay que hacerlas a partir de lo ya hecho. ¡Se comprende mejor por qué el contenido de la sociedad fiitura no está pre­ cisado, por qué la emancipación puede pensarse como un horizonte que invita a un trabajo permanente. Tal perspectiva -a partir de Marx, pero más allá de él- es la propuesta más recientemente ofi'ecida por el filósofo Jacques Derrida^^^, para quien se trata de un horizonte emancipador nunca alcanzado. Un horizonte que avanza, como todo horizonte, al tiempo que nosotros, pero que nos invita justamente a mejorar y a transfor­ mar lo que existe con referencia a este horizonte ideal. Tal horizonte implica que el cambio, al no estar nunca alcanzado por completo, n o puede fijarse ni dogmati­ zarse porque precisamente el movimiento perpetuo es lo que prim a^ Una segunda antropología reconocible en Marx aparece más naturalista y menos constructivista: se trata de la antropología del «hombre completo». Parte implícitamente del ideal de un hombre completo, es decir, no dividido, no segmentado, abierto a múltiples dimensiones y a múltiples actividades, y que va preci­ samente a ser «alienado», troceado 1 ) por la domina­ ción del dinero y lo mercantil («En el lugar de todos los sentidos físicos e intelectuales ha aparecido la aliena­ ción pura y simple de los sentidos, el sentido del tener»^^) y 2 ) por la división capitalista del trabajo que le reduce a funciones técnicas empobrecedoras. Así, en la fábrica capitalista «es el propio individuo quien está escindido y metamorfoseado en resorte automático de un trabajo exclusivo»^"^. La antropología del hombre completo nutre una crítica del capitalismo en nombre de la individualidad, cuyas capacidades creadoras es­ tán doblemente atrofiadas por la mercantüización del mundo y por la división industrial del trabajo®\j ^Esta antropología del hombre completo puede si­ tuarse en una línea naturalista más o menos fuerte (es variable según los escritos de Marx): 1) Marx pue­ de parecer que parte de un hombre natural completo -e n una lógica próxima a las teorías del derecho na­ tural- existente al principio de las sociedades, pero destruido por el capitalismo; o 2) Marx puede partir de potencialidades humanas naturales, en una lógica próxima al par potencia/acto de Aristóteles^^, que no logran actualizarse en sociedades como las capitalis,tas. Este segundo naturalismo, atenuado, es más fácil­ mente susceptible de encontrar relaciones con la an­ tropología constructivista de la autoproducción h u ­ mana. Pues, en este caso, es el trabajo histórico del hombre lo que va a permitir (o no) actualizar las p o ­ tencialidades del hombre completo^ La sociedad comunista y sus contradiccisknes JVÍarx considera al comunismo, en la prolongación política de la antropología del hombre completo, como una forma social que permite a cada indivi­ dualidad desarrollar múltiples actividades creadoras en el marco de una «asociación de productores» En la sociedad comunista [...] nadie está encerrado en un círculo exclusivo de actividades [...] que me permite así ha­ cer un día tal cosa, mañana tal otra, cazar por la mañana, pescar a mediodía, ocuparme de la cría por la tarde y dar­ me a la crítica después de la comida, según mi apetencia, sin convertirme en cazador, pescador, pastor o crítico^^. ^Pero el optimismo de Marx le impide contar con el m a­ nejo de las contradicciones y por tanto con el lugar de instancias propiamente políticas de regulación de con­ flictos en tal sociedad ideal (de ahí su temática de la «desaparición del Estado») y especialmente con 1 ) las contradicciones y las rivalidades entre individuos y gru­ pos unidos al mantenimiento de formas (al menos re­ lativas) de escasez de bienes (la escasez, no-ver de Marx, que constituye uno de los ver propios de la economía neoclásica), pero también de escasez del espacio y del tiempo, y de ahí el problema del reparto de los bienes, del espacio y del tiempo; 2 ) las contradicciones entre los sistemas de valores diferentes de individuos y gru­ pos, y por tanto entre concepciones diferentes de las ac­ tividades «creativas» a desarrollar, y 3) los conflictos en el interior mismo de cada individuo entre varias posibi­ lidades de desarrollo de sus actividades creadoras o las interrogaciones en cuanto al reparto de su tiempo entre actividades consumidoras y actividades creadoras. Es­ tos problemas y estas limitaciones del pensamiento de Marx hacen más creíble el uso de su antropología del hombre creador completo como un horizonte emanci­ pador, según las perspectivas reabiertas por Derrida: como un horizonte que nos conduzca a transformar y mejorar las sociedades existentes sin hacer de eMas un absoluto ya inherente a una «naturaleza humana» y que podría realizarse tal cual^ Como conclusión a este punto puede decirse que Marx aparece más útil hoy como invitación a la crí­ tica de las sociedades existentes y a la acción para trans­ formarlas que como fabricante de sociedades idealés.j 14. Las ciencias sociales y la crítica de «la naturaleza humana» ¡La noción de «naturaleza humana» -es decir, de ca­ racterísticas comunes, permanentes e invariantes para el conjunto de los hum anos- no es evidente, aunque esté presente a m enudo, más o menos explí­ citamente, en los autores que hemos visto hasta aho­ ra. En las ciencias sociales es donde los ataques han sido más vivos. Con la sociología, la etnología o la historia, las interrogaciones críticas sobre la noción de «naturaleza humana» ponen en marcha con la mayor frecuencia un método diferente de muchas de las antropologías filosóficas consideradas. Los aná­ lisis de las ciencias sociales pasan en general por el estudio empírico de sociedades concretas, mientras que las antropologías filosóficas se presentaban con frecuencia como ficciones teóricas (del tipo de un «estado de naturaleza» imaginado)^ Jalones sociológicos y etnológicos Ya se encuentran elementos críticos en uno de los fundadores de la sociología francesa, Émile Durkheim (1858-1917). Se refieren sobre todo a la cues­ tión de la variación social e histórica de los senti­ mientos: Así se ha considerado como innato al hombre un cierto sentimiento de religiosidad, un cierto minimum de celos sexuales, de piedad filial y de amor paternal, y es a partir de eUos como se ha querido explicar la religión, el matrimo­ nio y la familia. Pero la historia nos muestra que, lejos de ser inherentes a la naturaleza humana, esas inclinaciones o bien están totalmente ausentes en ciertas circunstancias sociales o de una sociedad a otra presentan tales variacio­ nes que el residuo que se obtiene eliminando todas estas diferencias [...] se reduce a algo impreciso y esquemático®®. Otro predecesor importante de la sociología, Marx, había indicado en una de sus formulaciones menos naturalistas que «la esencia hum ana [...] es en su rea­ lidad el conjunto de las relaciones sociales» (6 .^ tesis sobre Feuerbach)^^. Al contrario que la antropología del homo c^conomicus de Adam Smith, el historiador de la economía Karl Polanyi^° iba en una dirección convergente, apoyándose en materiales etnológicos concernientes al funcionamiento de las sociedades llamadas «primitivas». En etnología (disciplina originalmente consagra­ da a la observación de las sociedades más lejanas, llamadas «primitivas») tenemos una prolongación de los enfoques iniciados por Marx y Durkheim. Es el caso especialmente de la americana Margaret Mead (1901-1978) en su estudio clásico sobre Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas (1935)^^ Estudia ahí tres sociedades de Nueva Guinea (los arapesh, m undugum or y chambuli) en cuanto a las relaciones entre los sexos. Entre los arapesh muestra a hombres tan «maternales» y «femeninos» (en nuestro sentido occidental) como las mujeres. Los m undugum or, por el contrario, manifestaron un temperamento «brutal» o «agresivo», más occiden­ talmente «masculinos» con independencia del sexo al que pertenecieran. Los chambuli dan una imagen opuesta de lo que ocurre en nuestras sociedades, pues la mujer es el miem bro dom inante en la pare­ ja y el hombre aparece com o el más «emotivo». En lo referente al supuesto carácter «natural» en las sociedades humanas de u n poder considerado como coerción, basado en una relación orden/obediencia, el etnólogo francés Fierre Clastres lo ha criticado basán­ dose en el análisis de sociedades indígenas de Améri­ ca (en particular los indios guaraníesguayakis de Sudamérica), que üustrarían la existencia de un poder colectivo de la sociedad sobre sí misma y de una figu­ ra asombrosa para nosotros, la de «un jefe sin poder»^^. Más recientemente, el etnólogo Cal Hua^^ re­ paró en una sociedad igualmente extraña en compa­ ración con nuestras sociedades occidentales: los na, una etnia minoritaria en China (alrededor de 30.000 personas), habitantes del área del Himalaya. ¿Su es­ pecificidad? La mayoría de sus miembros no siempre conocen al «padre» y al «marido», siendo tanto la fi­ delidad como los celos actitudes que la sociedad no alienta. En convergencia con este tipo de análisis etnológi­ cos hay que señalar la sociología histórica de Norbert Élias (1897-1990). En su libro El proceso déla civiliza­ ción'^'^, partiendo esta vez del análisis de materiales históricos, identifica variaciones según las épocas en los comportamientos cotidianos (como comer, be­ ber, estar en público, etc.) y las formas de sensibilidad (lo soportado por el olfato, el sentimiento de males­ tar o de vergüenza en público, etc.). En psicología so­ cial es la experiencia de los «niños salvajes», es decir, los niños que han vivido los primeros años de su vida aislados de una colectividad, la que ha llevado a Lu­ d e n Malson^^ a poner en entredicho la tesis de una «naturaleza humana» independiente de los aprendi­ zajes en una sociedad dada. Para concluir, nuede decirse que las ciencias socia­ les han tratado de contextualizar histórica y social­ mente las formas de ser, de hacer, de percibir o pen­ sar de los humanos. Lo cual ha tenido por efecto ten­ der a anular la noción de «naturaleza humana», pensada como algo invariante^ Frente a los riesgos del relativismo ético Pero ¿acaso las aportaciones de las ciencias sociales no llevan en este movimiento el peligro de un relati­ vismo ético, para el que la noción de humanidad ya no tendría gran consistencia, y no contribuyen así a confundir un poco más las referencias morales de nuestras sociedades? Este riesgo ha llevado a ciertos filósofos políticos a preconizar una «vuelta» al con­ cepto de «derecho natural» en contra de los análisis sociológicos. En Derecho natural e historia^^, Leo Strauss (1899-1973), filósofo judío alemán emigra­ do a los Estados Unidos y marcado en especial por la experiencia traumática del triunfo de lo inhumano en la barbarie nazi, se opuso a la sociología histórica déTViax Weber. «El abandono actual del derecho na­ tural conduce al nihilismo», escribía (p. 17). Tras sus huellas, la francesa Blandine Kriegel considera hoy que «la filosofía de los derechos del hombre» es ne­ cesariamente «una filosofía de la naturaleza hum a­ na sometida a la ley de la naturaleza», asegurando bien «por qué debe ser así y no podría ser de otro modo»^^. j^e han considerado tres alternativas a esta vuelta' discutible a «la naturaleza», aunque dando im por­ tancia a las desviaciones relativistas que apunta. Con la noción de «condición humana», opuesta a la de «naturaleza humana», Hannah Arendt (1906-1975) proporcionó una primera estabilidad a la noción de humano, en su libro La condición humana^^. Avanza que «nada nos autoriza a suponer que el hombre tie­ ne una naturaleza o una esencia como la tienen los demás objetos». Según ella, sólo está dotado de una «condición», cuyas coerciones más generales son «la vida y la muerte, la natalidad y la mortalidad». En una perspectiva convergente, el investigador actual en ciencias de la educación Bernard Charlot indica: «El hombre crea su personalidad social gracias a la mediación del prójimo, en condiciones sociales de­ terminadas y a partir de datos biológicos que están en sí mismos investidos de una significación social»^^. Quedan sólo una serie de coerciones y potencialida­ des naturales tratadas de manera diferente según las épocas y las sociedades. En segundo lugar, lo que se llama «la humanidad» puede también ser considerado como algo proceden­ te de un patrimonio histórico, dotado de una estabi-. lidad relativa y manipulada en direcciones más o me­ nos diferentes a través de la historia de los diversos gru­ pos humanos. Identificando una serie de situaciones de la vida ordinaria, donde el sentido de la humanidad más o menos estabilizado en nuestras sociedades ac­ tuales se experimenta concretamente, se orienta en esta dirección la sociología de la justicia propia de Luc Boltanski y Laurent Thévenot, sobre la cual nos extendere­ mos en el punto siguiente. Finalmente, en tercer lugar, siguiendo las intuiciones de la primera época de Fichte, la humanidad puede concebirse como un horizonte y una apuesta ética renovada sin cesar, y que en conse_cuencia siempre está, en cierto modo, por-venir.j Asociando las trabas y las potencialidades biológi­ cas, las herencias presentes del pasado y las posibili­ dades del porvenir en una configuración ética, tal vez podrían evitarse a la vez los vértigos relativistas y las vanas pretensiones naturalistas/universalistas. Sin embargo, les queda a las ciencias sociales dar más im­ portancia a los componentes éticos de sus trabajos, emancipándose de una definición demasiado cientificista de su estatuto. 15. Una reubicación de las antropologías filosóficas: la sociología de los regímenes de acción A finales de la década de 1980, Luc Boltanski y Lau­ rent Thévenot, ambos directores de estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, abrie­ ron una nueva vía a las ciencias sociales etiquetada como «sociología de los regímenes de acción»^®, constituyendo un enfoque renovador de las relacio­ nes entre sociología y filosofías políticas y morales. ^En la sociología de los regímenes de acción, la ac­ ción es aprehendida a través del bagaje mental y gestual de las personas, en la dinámica de ajuste de las personas entre sí y con las cosas. Esta sociología pro­ pone conceptos diferentes para dar cuenta de los di­ versos tipos de situaciones y de los modos de com ­ promiso con el mundo que les están asociados. Por ello, en este tipo de sociología los actores están dota­ dos de identidades plurales y no carece de sentido que un mismo individuo apele a un sentimiento de justi­ cia en una situación, que esté enamorado en otra, que sea violento en una tercera y calculador en una cuar­ ta, lo cual tiene consecuencias en cuanto a las relacio­ nes con las diferentes filosofías disponibles. Con la so­ ciología de los regímenes de acción no habrá que ele­ gir definitivamente entre las diversas antropologías filosóficas con pretensiones universalistas, por ejem­ plo la de Hobbes, que parte de «la guerra de cada hombre contra cada hombre», o la de Lévinas (19061995)^^ que en cambio parte de «la responsabilidad con el prójimo». Desde esta perspectiva sociológica, se dirá que el aspecto «guerra de cada hombre contra cada hombre» de nuestro bagaje mental y gestual es el que se activa en ciertas situaciones, y el aspecto «responsabilidad con el prójimo» en otras; y esto su­ cede en la misma persona. El considerar tal persona como plural permite reuhicar las antropologías filo­ sóficas con pretensiones universalistas, hacer de algu­ nas de ellas una porción sólo de nuestra experiencia, _no exclusiva de otras porciones^|Hasta el momento se han explorado varios regímenes de acción, entre otros los siguientes: El régimen de justicia-justificación pública^^.— Se trata de un modelo de análisis de los sentidos corrientes de la justicia en una sociedad como la nuestra. Se orien­ ta en particular más al trabajo efectuado por los acto­ res para criticar a los demás actores o justificarse firente a sus críticas, en situaciones de controversias públicas, potencialmente visibles para el conjunto de los miembros de la colectividad, donde se puede re­ currir a argumentos más generales que en escenas «privadas» u «oficiosas». En estas situaciones públi­ cas se estabiliza cotidianamente una cierta concep­ ción de la humanidad (ya que se trata de justicia en­ tre humanos dotados en teoría de igual dignidad), heredada del pasado de nuestras sociedades^ Para Boltanski y Thévenot, en ellas existen diferentes m o­ delos de argumentaciones generales, apoyados en concepciones diferentes del bien común o de la justi­ cia en una ciudad compuesta por humanos. Habría una relación entre justificación pública y sentido de la justicia. Se utiliza entonces como «gramáticos de la relación política» a autores clásicos de filosofía políti­ ca (como Rousseau o Smith). A la manera de los gra­ máticos que codifican las reglas del lenguaje, serán considerados como codificadores de concepciones de la justicia que aparecen de forma más implícita en si­ tuaciones cotidianas. Esta sociología de bs sentidos habituales de justicia, movilizados empíricamente por las personas en nuestras sociedades, abre una vía filosófica original en el debate clásico, que enfrenta a los partidarios del relativismo y a los del universalis­ mo, ya que llega a lo que Thévenot llainó «un plura­ lismo sin relativismo»^^. Más tarde, Claudette Lafaye y Laurent Thévenot^^ exploraron la posibilidad de ernergencia de una «ciu­ dad verde» en torno a argumentaciones ecológicas, que a menudo suponen un replanteamiento sustan­ cial de las relaciones entre los hum anos y los no-hu­ manos (animales, vegetales, etc.) estabilizadas en las concepciones de la justicia más clásicamente hum a­ nistas. En una dirección diferente, Luc Boltanski y Éve Chiapello^^ se interesaron por la aparición, p rin ­ cipalmente en las décadas de 1980 y 1990, de una «ciudad por proyectos», asociada al ascenso de un nuevo capitalismo «de red», flexible y mundializado. Cyrü Lemieux examinó los sentidos de lo justo y lo injusto activados en las prácticas periodísticas*®. ^El régimen de ágape- Esta figura de u n amor alejado de cualquier cálculo (de un am or «des-mesurado» que procede de una lógica de la mesura entre las per­ sonas, por lo tanto de las diferentes clases de justicia disponibles) ha sido modelado por Luc Boltanski partiendo de la teología cristiana®^, El régimen de violencia- La violencia es considerada por Luc Boltanski (ihid.) en su concepto límite de de­ sencadenamiento de las fuerzas presentes, más allá de toda medida (y por tanto de toda justicia)^ régimen de interpelación ética en el cara a cara (o de compasión).- Esta forma de compromiso en el m un­ do ha sido modelada por Phüippe Corcuff y Nathalie Depraz a partir de la «ética del rostro» [éthique du visage] de la responsabilidad con el prójimo de Emmanuel Lévinas®^. Se dirige a un cierto tipo de experien­ cia activada especialmente en nuestras sociedades: el hecho de ser «preso», en la práctica y de manera no ne­ cesariamente reflexiva, de un sentimiento de responsa­ bilidad frente al desamparo del prójimo, en el cara a cara y la proximidad de los cuerpos^i El régimen táctico-estratégico (o maquiavelista).- Esta modalidad de la acción ha sido elaborada por Philippe Corcuff a partir del Príncipe de Maquiavelo. Pre­ tende captar mejor el dominio de validez en nuestras sociedades de los comportamientos estratégicos (procedentes de un cálculo fines/medios) que hoy han alcanzado a menudo una extensión infinita e in­ definida en las ciencias sociales en general, y en la ciencia política en particular. Este régimen se interesa en particular por el modo en que los actores pueden recurrir a medios que no son justos en escenas más «oficiosas» para llegar a fines que sí consideran jus­ tos. El régimen «maquiavelista», conectado con una orientación al bien común, se distingue del régimen <maquiavélico», únicamente orientado a éxitos personales®^_^ jEsta nueva sociología en desarrollo hace posibles nuevas relaciones entre ciencias sociales y filosofías políticas y morales: 1 ) se utilizan recursos filosóficos para construir modelos sociológicos y, a la vez, 2) a partir de encuestas de campo, las ciencias sociales han realizado una reubicación de las antropologías filosóficas con pretensiones universalistas, recono­ ciendo que hay en ellas implicaciones antropológi­ cas, pues se desprende de estos trabajos una figura de lo hum ano a la vez pluralista (los humanos están dotados de diversas capacidades) e histórica (esta fi­ gura está orientada en diferentes direcciones en el seno de una variedad de contextos históricos), aun­ que emerja en cada ocasión un sentido de lo que es lo humano dotado de una validez general más o menos estabilizada, dentro de una orientación por tanto no relativista._¡ Como conclusión a este primer capítulo, puede re­ cordarse que la tradición filosófica -d e la que no se ha dado más que un pequeño resum en- ha desarro­ llado antropologías y filosofías políticas bastante di­ versas como modos de relación entre ellas. Unos eran más optimistas (La Boétie o el Fichte joven), otros más pesimitas (Hobbes o Montesquieu); algunos de­ sarrollaban fuertes componentes naturalistas (Platón y Aristóteles) y otros hacían intervenir elementos his- tóricos más o menos radicales, combinándolos de al­ guna manera con la naturaleza (como Fichte y Marx). En cualquier caso, esta pluralidad de concepciones de lo hum ano y de la ciudad es un elemento de la histo­ ria de la filosofía que, en su modesto nivel (el de las producciones eruditas), ha contribuido a la diversi­ dad efectiva de las figuras de lo humano y de la ciu­ dad en los diferentes períodos y sociedades. En consecuencia, comienza a iluminarse una di­ mensión importante de las filosofías políticas: los la­ zos más o menos implícitos que mantienen con un componente más externo a su horizonte político más explícito, es decir, sus conceptos de lo humano. En el segundo capítulo podremos centrar nuestra atención en un problema que los agita más directamente des­ de el interior: las relaciones entre las críticas que diri­ gen al orden político y su exploración de los aspectos positivos y/o deseables de este orden.