Los nuevos escenarios de la cultura en la era digital Los nuevos escenarios de la cultura en la era digital Jordi Busquet Duran (ed.) Director de la colección Manuales (Comunicación): Lluís Pastor Diseño de la colección: Editorial UOC Diseño de la cubierta: Natàlia Serrano Primera edición en lengua castellana: septiembre 2017 Primera edición digital (epub): abril 2018 © Jordi Busquet Duran (ed.), Daniel Aranda, Jordi Baltà, Miquel Calsina, Antoni Castells Talens, Ana Cinthya Uribe, Judith Clarés, Lluís Flaquer, Luis Gilberto Concepción, Alfons Medina, Xavier Pujadas, Jaume Radigales, Miquel Rodrigo, Ricardo Sánchez, Xavi R. Sastre, Enrique Vergara, del texto © Editorial UOC (Oberta UOC Publishing, SL), de esta edición, 2017 Rambla del Poblenou, 156 08018 Barcelona http://www.editorialuoc.com Realización editorial: dâctilos ISBN: 978-84-9116-934-5 Ninguna parte de esta publicación, incluyendo el diseño general y de la cubierta, puede ser copiada, reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, de fotocopia o por otros métodos, sin la autorización previa por escrito de los titulares del copyright. Editor Jordi Busquet Duran Doctor en Sociología y licenciado en Ciencias Económicas (Universidad Autónoma de Barcelona). Profesor de Sociología de la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (Universidad Ramon Llull). Ha publicado recientemente: La investigación en comunicación (2017), La cultura (2015), 150 conceptos clave de sociología (2015), Invitación a la sociología de la comunicación (2014), La violencia en la mirada. Infancia, conflicto y comunicación (2014), Pierre Bourdieu. La vida como combate (2014). Autores Daniel Aranda. Profesor titular en la Universitat Oberta de Catalunya. Jordi Baltà. Profesor asociado en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (URL). Miquel Calsina. Profesor de Sociología en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (URL). Antoni Castells Talens. Catedrático de Comunicación en la Universidad Veracruzana (México). Ana Cinthya Uribe. Profesora asociada en la Universidad Erasmus de Róterdam. Judith Clarés. Profesora asociada en la Universitat Oberta de Catalunya. Lluís Flaquer. Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona. Luis Gilberto Concepción. Doctor en Comunicación. Miembro del grupo de investigación EIDOS (URL). Alfons Medina. Profesor titular de Sociología en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (URL). Xavier Pujadas. Vicedecano de estudios de posgrado e investigación de la Facultad de Psicología, Ciencias de la Educación y del Deporte (FPCEE) Blanquerna ─ URL. IP del grupo de investigación GRIES. Jaume Radigales. Profesor titular en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (URL). Miquel Rodrigo. Catedrático en la Universidad Pompeu Fabra. Ricardo Sánchez. Profesor asociado en la FPCEE (URL). Xavi R. Sastre. Profesor asociado en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (URL). Enrique Vergara. Profesor asociado en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Prólogo Interpretar la cultura El libro Los nuevos escenarios de la cultura en la era digital, de Jordi Busquet y varios colaboradores, afronta el reto de presentar al lector, de manera sistemática, las diversas acepciones de «cultura», entendida en el sentido más amplio. Edward Burnett Tylor, uno de los fundadores de la antropología cultural, ya en 1871 había definido la cultura como aquello que designa un todo complejo que incluye a las ciencias, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las costumbres y otras facultades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad. Esta manera, tan amplia, de interpretar la cultura fue adoptada por la UNESCO cuando en la Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales de 1982 la definió como «este conjunto de rasgos espirituales, materiales, intelectuales y emocionales que caracterizan una sociedad o un grupo social. Un conjunto que incluye el arte y las letras, pero también los sistemas de vida, los derechos fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias». La aparición en el siglo XX de los grandes medios de comunicación, especialmente de la televisión, con la consiguiente aparición de la cultura de masas y de las industrias culturales, no haría sino añadir nuevas dimensiones y retos a los estudios sociales sobre la cultura. Pero estos retos aún se multiplicarían cuando, a finales del siglo XX, comienza el tránsito hacia la era digital, con la aparición de internet y de la telefonía móvil. Estudiar la cultura hoy significa hacer referencia tanto al presente como al pasado, tanto a las culturas aborígenes como a las culturas urbanas, tanto a la inteligencia y a la racionalidad como a las emociones, tanto a las dimensiones creativas e innovadoras como a las rutinas tradicionales, tanto a las formas artísticas clásicas como a la artesanía popular. El libro que el lector tiene en sus manos afronta satisfactoriamente este reto siguiendo dos líneas principales: por un lado revisando las diversas definiciones e interpretaciones teóricas que se han ido sucediendo sobre este temática, y por otro lado analizando, desde un punto de vista fenomenológico, las diversas manifestaciones y prácticas culturales presentes en nuestra sociedad. El libro ofrece una introducción sistemática a los principales conceptos de la cultura, identificando aportaciones procedentes de diferentes disciplinas, como la filosofía, la sociología, la antropología cultural y la semiótica, todas necesarias para comprender la complejidad de este gran fenómeno de la sociedad y la condición humana. En un formato de enciclopedia selectiva, el libro también identifica y relaciona los diversos aspectos y subconjuntos de este fenómeno complejo. Por ejemplo, los diferentes formatos culturales: cultura culta, contracultura, cultura popular, cultura mediática y, más recientemente, cultura digital. También las diferentes prácticas socioculturales, algunas de ellas ampliamente reconocidas, como el arte, la educación y la política, y otras menos reconocidas, como el deporte, la moda, las formas de convivencia de la juventud, la vida urbana y el consumo. Esta amplia visión incorpora al dominio de la cultura unos referentes que tradicionalmente habían sido ignorados por las políticas culturales. Es el caso de las denominadas industrias creativas (publicidad, diseño gráfico, moda), pero también de actividades populares y fiestas, entendidas ahora como patrimonio inmaterial de la humanidad. No se trata únicamente de establecer nuevas tipologías para comprender mejor el papel de la cultura en el mundo actual, sino de comprender mejor ―mediante el análisis cultural― la sociedad de cada momento, «el espíritu del tiempo», en el sentido propuesto por Edgar Morin en su famoso libro de 1962. Desde la antropología, la semiótica y la sociología de la cultura se analizan los valores, los significados que caracterizan a nuestras sociedades, las identidades, las jerarquías, las formas de distinción de los grupos, clase social y género, que se expresan directa o indirectamente en forma de mitos, de iconos, en nuestro consumo cultural cotidiano. Se rompen así algunos moldes respecto de la categorización de la cultura en términos de alta y baja cultura, formulados desde ciertos cánones literarios y artísticos, un debate muy vivo en la era denominada de los medios de comunicación de masas y que ahora se repite en la era digital. Estudios culturales y compromiso político El debate sobre cultura y estudios culturales se plantea no únicamente como un ejercicio intelectual o como un debate puramente epistemológico, sino como algo que afecta directamente a un aspecto fundamental de la política democrática moderna: las políticas culturales. La amplia concepción del fenómeno cultural que se propone en este libro también significa el reconocimiento de los derechos culturales como parte de los derechos humanos en la sociedad global, contra toda forma de apartheid y de discriminación. Esta visión no restrictiva de los fenómenos culturales excluye una concepción aristocratizante y colonialista de la cultura, entendida como aquello que proviene de las élites metropolitanas, identificando la propia cultura (occidental, evidentemente) con la civilización. Estas tendencias homogeneizadoras e impositivas del colonialismo impiden la interpretación de la diversidad cultural. Por el contrario la conceptualización de la cultura en términos de cultura/as, de diferencias culturales en régimen de igualdad y no como subalternas unas de otras, supone un reto fundamental de las sociedades democráticas en la era de la globalización. Interpretar la comunicación y la cultura en la era digital Los estudios culturales, como las ciencias sociales en general, deben interpretarse en su contexto histórico. En el siglo XX estos estudios se vieron interpelados por la colonización y descolonización y, también, por la aparición de los medios de comunicación. Recuérdense, por ejemplo, las aportaciones de la Escuela de Frankfurt o el debate sobre «apocalípticos e integrados» resumido magistralmente en el libro de Umberto Eco de 1968. A finales del siglo XX y principios del siglo XXI la cultura deberá interpretarse en el contexto de una transformación del sistema de comunicaciones que afecta a todo el entramado de las funciones culturales. Con la digitalización se inicia un proceso de mayores sinergias entre la comunicación y la cultura, que derivará en una nueva convergencia entre las políticas de comunicación y las políticas culturales. Así lo reconoció la Convención de la UNESCO de 2005 sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales, legitimando la intervención de los estados en el sector de la comunicación para proteger y promover la diversidad cultural. Las transformaciones se inician con la convergencia entre las telecomunicaciones y la informática (telemática) y siguen con nuevos procesos que integran la escritura, la imprenta, el sonido y las imágenes (multimedia), creando nuevas habilidades, nuevos lenguajes, nuevas formas de acceso a la información y nuevas relaciones entre personas e instituciones. Todo ello en un proceso muy acelerado. Solo hay que recordar algunas fechas: los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 se organizaron sin internet ni teléfonos móviles, al menos tal como hoy los conocemos. Ninguna institución oficial española tenía página web, apenas se podían contar un millar de voluminosos teléfonos portátiles, faltaban seis años para que apareciera Google, nueve para que apareciera Wikipedia, doce para Facebook, catorce para Twitter y quince años para que se presentara el iPhone. Como ya adelantó MacLuhan, las tecnologías de la comunicación influyen estructuralmente en varios aspectos clave de la organización social: economía, política, sociedad, trabajo y, especialmente, en la cultura. Esto se confirma en el siglo XXI con las convergencias que supone la digitalización. La digitalización no se limita a ejercer su influencia sobre las industrias culturales tradicionales heredadas de la sociedad industrial (libro, música, cine) y los medios de comunicación (prensa, radio, televisión), sino que también produce nuevas lógicas y cambios en el paradigma de la comunicación. Con la digitalización se producen algunos fenómenos de gran trascendencia en el orden cultural. Las nuevas dinámicas de comunicación en la era digital influyen en las formas de concebir y vivir el tiempo y el espacio, determinando nuevos flujos e hibridaciones culturales, nuevas relaciones entre la cultura local y la cultura global. La nueva ecología de la comunicación afecta directamente los flujos de información y, por lo tanto, a la globalización y la hibridación cultural. En el nuevo contexto globalizado ninguna cultura es una isla, todas las tradiciones culturales están en contacto, en mayor o menor medida, con otras tradiciones. Autores como Néstor García Canclini mantienen que la cultura moderna es una cultura híbrida, en el sentido de que no son construcciones hechas de identidades aisladas, sino resultado de cruces e influencias, cultas y populares, tradicionales y modernas. Los medios de comunicación, y ahora aún más con internet, facilitan esta hibridación mezclando contenidos, géneros y escenarios, adoptando formatos de origen internacional y contenidos locales, desterritorializando procesos simbólicos. Se observa también que la capacidad de comunicar va dejando de ser exclusiva de las grandes corporaciones (los medios de comunicación y las industrias culturales), dando lugar a la aparición de nuevos actores en la comunicación y favoreciendo nuevas formas de participación. Los medios comparten su influencia con otras instituciones culturales. La producción cultural ya no se distribuye únicamente por los medios convencionales, sino por otras múltiples plataformas. En este nuevo contexto, la producción de contenidos pasa a ocupar el lugar central del paradigma de la comunicación. El poder de la comunicación se desplaza de la capacidad de emisión (propia de la era broadcasting) a la capacidad de producción (propia de la era webcasting). Los canales de comunicación dejan de ser un bien escaso, el bien más escaso pasa a ser el de los contenidos de calidad. En el actual contexto de exceso de oferta informativa, el principal reto, tanto de las políticas de comunicación como de las políticas culturales, será la progresiva pérdida de calidad y credibilidad de la información, limitada ahora a formatos de bajo coste. Dos circunstancias destacan en este escenario: la rápida caducidad de los productos culturales y la concentración del consumo en unas grandes superventas, todo concentrado en nuevos productos transmedia (libros, películas, series televisivas, objetos, cómics, camisetas, canciones, cromos, etc.). En la era digital, la defensa de los espacios culturales y de comunicación ya no puede plantearse como se hacía en la era broadcasting. El poder de la comunicación, con la red de internet plenamente operativa, no consistirá tanto en disponer de canales sino en la capacidad de producción, en la capacidad de almacenar contenidos y ponerlos, finalmente, a disposición de los usuarios en sus búsquedas de información. Nuevos fenómenos transmedia Aunque es demasiado pronto para poder afirmar con seguridad cómo irá evolucionando la ecología de la comunicación y la cultura en el siglo XXI, todo parece indicar que la relación entre cultura y comunicación seguirá experimentando nuevas convergencias, en un nuevo contexto que se puede calificar de transmedia. Una convergencia que irá mucho más allá de la que conocemos entre los diferentes medios (radio, televisión, prensa, fotografía), y que irá difuminando las actuales diferencias entre la esfera de la comunicación interpersonal y la esfera de la comunicación masiva. Las tecnologías de la información abren nuevas formas de mediación cultural, conectando comunicaciones interpersonales, redimensionando la comunicación de grupo, reformulando sus relaciones con los medios de comunicación. Solo un ejemplo: hasta ahora el uso de imágenes quedaba reservada a expertos o especialistas (fotógrafos, pintores, dibujantes, diseñadores, periodistas). Hoy en día el uso de imágenes en la comunicación es ya una práctica generalizada, al alcance de muchos, especialmente de los más jóvenes, que producen vídeos para Twitter o Facebook, hacen fotografías y se comunican por Instagram o, simplemente, se expresan con emoticones en WhatsApp. En este nuevo entorno digital se crearán nuevos lenguajes, nuevos espacios de comunicación, nuevas formas de comunicación interpersonal, nuevas formas multimedia, obligándonos a revisar los paradigmas de la comunicación y de la cultura, buscando ―como dice el título de este libro― «los nuevos escenarios de la cultura en la era digital». Miquel de Moragas Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona Presentación La cultura ha alcanzado una importancia capital en las sociedades avanzadas. De ser un fenómeno casi ignorado o tratado como un aspecto marginal y de carácter secundario ha pasado a ser considerado uno de los aspectos más significativos y destacados de la sociedad actual. La cultura había sido la cenicienta en el campo de las ciencias sociales. Muchos autores habían dado privilegio a los aspectos económicos y políticos e ignoraban sistemáticamente la importancia de la cultura. En las últimas décadas las cosas parece que han cambiado: la revolución digital ha supuesto una profunda mutación en los procesos de creación, circulación y participación cultural. Al mismo tiempo se ha producido un «giro culturalista» y ha nacido una nueva sensibilidad que pone de manifiesto la importancia de los aspectos culturales en la sociedad contemporánea. Nos encontramos en pleno proceso de cambio histórico y asistimos al nacimiento de un nuevo paradigma cultural: la noción misma de cultura necesita reformularse radicalmente para comprender mejor los nuevos retos y desafíos que conlleva el nuevo panorama cultural. Este libro, escrito de forma coral, pretende aclarar la noción de «cultura» y las múltiples acepciones del término. No ha nacido con el fin de elaborar una teoría unitaria y perfectamente acabada. Tampoco se propone hacer un juicio crítico, ni tiene la pretensión de establecer (o restablecer) una nueva jerarquía entre los diversos niveles culturales. Se trata, más bien, de dibujar un mapa conceptual y un marco teórico con el fin de lograr una mejor comprensión de los fenómenos culturales vigentes en la sociedad contemporánea. Por este motivo, aunque los capítulos están articulados entre sí de una manera sistemática y coherente, tienen una cierta autonomía y se pueden leer o consultar como si fueran una unidad relativamente independiente. En definitiva, se trata de iniciar un viaje ―al que invitamos al lector― para ir desgranando el significado del término «cultura», teniendo en cuenta su génesis histórica y la aplicación, más o menos afortunada, en diversos contextos sociales y en diferentes campos de estudio. Este itinerario, prácticamente interminable gracias a la polisemia del término «cultura», nos permite comprender mejor los fenómenos culturales actuales. Agradecimientos La relación de personas que han colaborado directamente en la redacción de los capítulos de esta obra es muy amplia. Quiero agradecerles a todos ellos, especialmente a Miquel de Moragas, autor del prólogo, su valiosa contribución. También quiero agradecer de manera particular a Alfons Medina y Ana Cinthya Uribe la revisión general de la obra y sus indicaciones. A Sonia Ballano la revisión del capítulo sobre educación. A Montserrat Ventura la revisión del capítulo sobre la concepción antropológica de cultura. A Oriol Izquierdo la revisión del capítulo sobre la concepción humanista de cultura y el capítulo sobre el canon cultural. A Lluís Flaquer su revisión sobre el capítulo del consumo cultural. Finalmente, a Antoni Castells-Talens la revisión del capítulo sobre la cultura del espectáculo. Naturalmente como coautor y editor del libro huelga decir que asumo toda la responsabilidad de los posibles errores o carencias de la obra. Parte I Dos concepciones básicas de cultura Capítulo I La concepción humanista de cultura Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull La cultura no es (...) la existencia de lo que se suele llamar «bienes culturales», sino nuestra presencia, ante ellos, nuestra posibilidad ser alguien ante la herencia recibida y, sobre todo, nuestra posibilidad de hacer algo con ella. E. Lledó (1998). Imágenes y palabras La palabra cultura tiene un origen lejano y una larga historia. En este libro invitamos al lector a iniciar un viaje rico y entretenido para comprender su significado y para conocer mejor las diversas expresiones culturales del mundo de hoy. Si nos remontamos al origen etimológico, cultura proviene de la palabra latina colo (de colere) y significa ‘cultivo de la tierra’ (las palabras culto [cultus] y colonización [colonus] comparten la misma raíz latina). Más adelante ―y en un sentido metafórico― la palabra cultura pasó a significar el cultivo de la mente y del espíritu. El hecho de cultivarse es una manera de esforzarse en crecer interiormente. La cultura, pues, hace referencia al resultado del proceso de cultivo del ser humano, es decir, el estado del espíritu cultivado para la instrucción y el refinamiento y la suma de los saberes acumulados por la humanidad a lo largo de la historia. Muy pronto la palabra cultura se equiparó con la palabra educación y comenzó a ir ligada a una concepción normativa e idealista de la condición humana que tuvo en el Renacimiento y la Ilustración una de los hitos históricos más destacados. 1. Tres definiciones de cultura No es fácil hablar de cultura, dado que al hablar de ello nos encontramos con problemas de polisemia y de indeterminación semántica. Es quizás por este motivo que Raymond Williams (1976), en Keywords, nos advierte que el término cultura es una de las dos o tres palabras más complicadas y enrevesadas de la lengua inglesa. El mismo Williams nos propone tres definiciones, a la vez alternativas y complementarias del término cultural, que nos parecen un buen punto de partida para iniciar este recorrido. En la primera definición, el término hace referencia a la obra y a la práctica intelectual, y especialmente a la actividad artística. En otras palabras, a las obras, los textos y las prácticas que tienen como función primordial la creación y la expresión de significados. Pensemos, por ejemplo, en las creaciones artísticas en el campo de la poesía, el teatro, la novela, el ballet, la ópera, las artes plásticas y el cine. En segundo lugar, se puede usar la palabra cultura casi como sinónimo de civilización, en relación con un proceso general de desarrollo espiritual, estético e intelectual propio de un grupo social determinado. Estamos ante una formulación que nos permite hablar, por ejemplo, de la cultura francesa o de la cultura italiana o, incluso, del desarrollo cultural de la Europa occidental, haciendo mención sobre todo a factores de tipo «espiritual». Una tercera acepción, mucho más amplia y extendida, considera la noción de cultura como una forma global de vivir y de encarar la vida, como una manera de ser en el mundo. Es la conocida definición de «cultura como estilo o forma de vida» (véase capítulo X). Las dos primeras definiciones remiten a una concepción humanista y se prestan a una lectura elitista y exigente, ya que vinculan la actividad cultural a la producción intelectual y artística, a los valores espirituales de una época y a la existencia de un canon de excelencia (véase capítulo III). La noción de cultura como estilo de vida es más amplia dado que es una concepción más vinculada a las prácticas cotidianas, los gustos y los habitus culturales de los miembros de los grupos o de las clases sociales. Como hemos visto ―sobre todo en las dos primeras definiciones de cultura― se ha tendido, durante bastante tiempo, a asimilar la cultura (stricto sensu) con la alta cultura o la cultura culta. Desde este punto de vista, la cultura remite a la sensibilidad, a los valores espirituales de una época y su expresión en productos y obras de carácter científico, literario y artístico. Esta concepción de la cultura, muy selectiva y exigente, contrasta con la concepción antropológica que ―como veremos en el próximo capítulo― es mucho más amplia, dado que relaciona la cultura con una determinada forma de vida. Williams señala la estrecha vinculación que existe entre estas dos concepciones que se relacionan con una visión muy exigente que es propia de los artistas, intelectuales y académicos que trabajan en el «campo de la creación cultural» y a menudo convierten las creaciones culturales en «objetos de culto». La cultura se considera, desde esta perspectiva, la máxima expresión del talento: la perfección, la excelencia y la creatividad. Asimismo se piensa que la cultura y la educación tienen un papel esencial en el «proceso de civilización» (Elias, 1989). La cultura, pues, tiene una gran trascendencia en la mejora de la dignidad espiritual y en la salud moral de los hombres y las mujeres de la era moderna. La concepción humanista conecta con la visión de Matthew Arnold (autor británico del siglo XIX) que en la obra Culture and Anarchy (1869) consideró la cultura «lo mejor que se ha pensado y se ha dicho en el mundo». Así, se equipará la cultura con las actividades más nobles de la condición humana y con las obras más importantes que se han hecho en el campo de la literatura, la pintura, la música y los otros ámbitos de creación consagrados. En este sentido se propone hacer un uso extraordinariamente delimitado del término cultura, muy vinculado ahora al mundo de la creación y del disfrute de los bienes simbólicos. Las aportaciones de Arnold fueron muy influyentes, pero es el poeta y crítico literario inglés T. S. Eliot (1948) quien, más adelante, en Notes toward the Definition of Culture, hace una definición plenamente elaborada de los niveles de cultura. Eliot vincula la existencia de estos niveles de cultura con una concepción aristocrática de la sociedad y defiende una jerarquización social y cultural estricta. Cree que, en la sociedad ideal, todas las clases sociales (no solo las clases acomodadas) comparten la misma cultura, pero el grado de participación es muy diferente. Los niveles culturales más elevados alcanzan una cultura más consciente y una especialización cultural más elevada. La tarea de la élite es producir un desarrollo más alto de la cultura en su complejidad orgánica (Eliot, 1948). 2. El arte como expresión cultural La idea de arte está en el centro de una concepción humanista de cultura. La noción de arte, sin embargo, no es universal. El concepto o la definición de arte ha evolucionado y ha variado con el paso del tiempo. En un primer momento, lo que llamamos arte o actividad artística era conocido en la antigua Grecia como tekné, que se puede traducir hoy como capacidad, potencialidad de transformar o construir un objeto. Para los griegos el arte no se podía entender como creación en el sentido estricto de la palabra sino como interpretación, recreación o transformación de la realidad a partir de la imaginación y por medio de la sensibilidad. Esta es, todavía hoy, la principal acepción de la palabra arte entendido como una manera de hacer según unas reglas, habilidad y destreza. La concepción de arte y de artista que profesan los autores románticos difiere notablemente de la concepción clásica. Desde la perspectiva romántica el artista es una especie de Dios, capaz de crear de la nada. Desde la perspectiva platónica, el concepto artístico tenía poco que ver con lo que la tradición romántica ha interpretado como «creación» (ex nihilo), sino que se interpretaba como la capacidad para traducir, mediante la materialización, la preexistencia de la totalidad en el mundo de las ideas. 3. Características de la cultura humanista A continuación, y de forma clara y concisa, apuntamos las características de la concepción humanista de la cultura (Ariño, 1997, págs. 24-25). 1) La cultura es selectiva. Las actividades culturales conllevan el cultivo de las cualidades más nobles y de carácter espiritual de la condición humana. Desde esta perspectiva, solo algunas de estas actividades ―como, por ejemplo, leer o escuchar música― se consideran suficientemente dignas y merecen ser reconocidas como culturales. Esto conlleva que la mayor parte de las actividades realizadas durante la vida ordinaria, relacionadas con el trabajo, el entretenimiento o la diversión, queden excluidas de la definición. 2) La cultura es normativa o canónica. La «cultura humanista» tiene su fundamento en la tradición y se caracteriza por un elevado grado de exigencia a la hora de juzgar las cualidades de la creación cultural. El neoclasicismo, por ejemplo, conlleva una tendencia a idealizar los productos de la tradición cultural, quizá porque del pasado nos llegan las obras selectas que han resistido al paso del tiempo. Pero esto no nos debe hacer perder de vista que la mayor parte de creadores y de las creaciones son y han sido mediocres. El talento y el genio son siempre un hecho extraordinario (es decir, escaso). Del pasado solo recordamos las obras de arte que son consideradas excepcionales. Solo el tiempo permite que una obra pueda ser reconocida, valorada y admitida dentro de la tradición. Esta concepción selectiva va muy ligada a una concepción normativa y canónica de la cultura. La reflexión sobre el canon literario, como veremos a continuación, pone de manifiesto la preocupación por la calidad y la excelencia. 3) La cultura es carismática. Las manifestaciones culturales expresan las cualidades extraordinarias del artista considerado como un creador genial. El carisma es una capacidad excepcional, casi sobrehumana, que los discípulos, seguidores o admiradores de un autor atribuyen a la persona del artista. Se trata de la atribución de un don o de una calidad trascendental que se hace extensible también a las obras de arte que son producto de su trabajo. El carisma es frágil y provisional ya que va ligado a la vitalidad del creador. La concepción carismática hace hincapié en el talento y la inspiración (más que en el trabajo y en el esfuerzo), como si la obra de arte fuera una emanación directa de la personalidad del artista. 4) La cultura se cultiva, y el principal campo de cultivo es la educación. La cultura es el fruto de un proceso iniciático que se alcanza después de un largo y complejo proceso educativo. Es por ello que podemos relacionar el significado originario de la palabra cultura con el cultivo de la mente y de la sensibilidad. El gozo de los bienes estéticos exige una preparación y una sensibilidad muy cuidada. A menudo olvidamos que los procesos de aprendizaje cultural son duros y que están presididos por una actitud de esfuerzo y de autoexigencia. Cabe señalar, como veremos en el capítulo IV, la estrecha conexión que existe entre cultura y educación, y remarcar la gran importancia de los procesos educativos. La sensibilidad y el gusto se cultivan y se educan. El aprendizaje y la formación personal son, pues, posibles gracias a un lento y sofisticado proceso formativo que se da, sobre todo, en el ámbito familiar y en la escuela y que permite a las «personas cultas» disfrutar mejor de las creaciones culturales. 5) La cultura es jerarquizadora. Las personas cultas son las que están en mejor disposición de (re)conocer los valores y de disfrutar de las cualidades de las obras más importantes de la tradición cultural. En algunos momentos históricos este bagaje cultural ―el capital cultural― puede servir para legitimar y reforzar la situación social de privilegio de determinadas élites sociales (Bourdieu, 1979). La cultura puede convertirse en un lujo, un privilegio privativo de determinadas clases o grupos sociales. Efectivamente, las obras de esta tradición cultural tienen un grado de calidad y refinamiento formal que hace que sean objeto de consumo privilegiado por parte de ciertos elementos de las «clases superiores». También son objeto de consumo por parte de intelectuales, artistas y profesionales que son los típicos consumidores ―y ocasionalmente― los creadores de la «cultura culta». La sensibilidad y el gusto, sin embargo, se educan (no son el producto de un don natural). Es gracias a la educación que se puede alcanzar un alto grado de sensibilidad, un refinamiento en el gusto y una ampliación del nivel de conocimientos. Las personas ignorantes, incultas y poco sensibles no disponen de la preparación adecuada para disfrutar de estas formas culturales. Para estas personas la alta cultura es un asunto extraño, lejano y especialmente difícil. Se sienten negados. Esta dificultad refuerza, aún más, el carácter minoritario y exclusivo que a menudo presenta el público culto y explica el fracaso que de las políticas de democratización cultural en algunos países europeos. En un estudio realizado sobre el público de los museos en Europa, titulado L’amour de l’art, Pierre Bourdieu constata el carácter elitista de estas instituciones a mediados de los años sesenta. En determinados países, como Francia y Reino Unido, la alta cultura ha gozado históricamente de una sólida tradición y un gran prestigio social: se ha convertido en un modelo universal y, a pesar de su carácter minoritario, un referente para todas las clases sociales. Sin embargo, a principios de siglo XXI, se constata la hegemonía de este paradigma cultural, basado en la cultura letrada (procedente de la tradición humanista e ilustrada), y la transición hacia un nuevo paradigma digital basado en la cultura audiovisual, vigente en un mundo globalizado y de plena conectividad (véase capítulo VI). 6) La cultura es frágil y vulnerable. La tradición cultural es como un tesoro heredado. Se trata de un valioso legado que debemos conservar. La alta cultura se puede perder o se puede ver terriblemente debilitada, deformada y degradada en manos de personas poco sensibles y sin demasiados escrúpulos. Desafortunadamente, hay muchos ejemplos históricos en los que un legado cultural ha sido destruido por la propia acción de los hombres. La cultura también puede verse amenazada por la reproducción tecnológica, el mercadeo del arte y la banalización que conlleva a menudo la divulgación cultural. Desde una sensibilidad humanista, hay que poner especial atención y preservar los bienes culturales mediante la acción coordinada de una serie de instituciones especializadas que se ocupan de su cuidado y divulgación: museos, bibliotecas, salas de concierto, teatros. Lógicamente la escuela y las instituciones educativas tienen una importancia capital en la difusión y la transmisión de esta tradición con el paso de las generaciones. Lo que procura riqueza y prestigio a la cultura humanista es la existencia de un repertorio basado en una rica tradición y en unos patrones de calidad que son el producto de un largo y complejo proceso histórico de reflexión y depuración. Este repertorio, que se puede renovar constantemente, incluye las «grandes obras» en el terreno de la poesía, la novela, la filosofía, la escultura, la pintura, la música, el teatro, la arquitectura y la artesanía. La grandeza de una obra de arte depende, naturalmente, de que el público la haga suya. Lo que agranda una obra de arte es su poder de interpelar al público, de suscitar en el sujeto (lector, espectador, etc.) una reflexión profunda sobre sí mismo y su circunstancia. Dentro de la tradición humanista ―que hemos terminado de exponer― conviven diferentes sensibilidades. Es por este motivo que no ha sido fácil hacer esta síntesis. Naturalmente sería engañoso o ilusorio pensar que estamos ante una tradición completamente coherente, armónica y estática. La realidad es que se trata de una tradición muy rica y fértil presidida ―no podía ser de otra forma― por debates y controversias. El humanismo también ha suscitado el nacimiento de movimientos heterodoxos que han cuestionado de raíz algunos de sus principios básicos. Como veremos en el próximo apartado, la tradición humanista ha sido contestada por las corrientes modernistas, las vanguardias estéticas de principios del siglo XX y por la contracultura de la segunda mitad de este siglo XX (véase capítulo XI). El arte se ha mitificado extraordinariamente dentro de la tradición cultural del humanismo. Sin embargo, las formas culturales y artísticas también han generado rechazo o resistencias. La controversia se ha producido en el mismo campo artístico y ha generado disputas (más o menos permanentes) entre los partidarios de la ortodoxia y los defensores de posiciones heréticas. La evolución y transformación cultural es, en buena parte, producto de esta tensión constante. Las vanguardias artísticas de principios del siglo XX provocaron una crisis muy importante de la tradición y propiciaron una ruptura radical con los convencionalismos del arte académico y del clasicismo. Gran parte de estos movimientos rechazan también la estética burguesa y el esteticismo, lo que tradicionalmente ha sido denominado «buen gusto», entendido como un conjunto de valores de las clases privilegiadas reforzadas por el academicismo. La crítica promovida por las minorías vanguardistas tuvo un efecto de choque y a menudo fue motivo de escándalo y controversia. Los movimientos de vanguardia ―aunque parecen haber fracasado en sus propósitos explícitos― han propiciado un cambio profundo en la sensibilidad cultural y la estética contemporáneas. Bibliografía Ariño, A. (1998). Sociología de la cultura. La constitución simbólica de la sociedad. Barcelona: Ariel. Ariño, A. (2005). «La concepción de la cultura». En: R. Huerta; R. de la Calle (eds.). La mirada inquieta. Educación artística y museos (págs. 59-86). Valencia: Publicaciones de la Universitat de Valencia. Ariño, A. (2010). Prácticas culturales en España: desde los años sesenta hasta la actualidad. Barcelona: Ariel. Bourdieu, P. (1988). La distinción (Criterio y bases sociales del gusto). Madrid: Taurus. Bourdieu, P.; Darbel, P. (1968). L’amour de l’art: les musées d’art européens et leur public. París: Minuit. Cuche, D. (2000) [1996]. La noción de cultura en las ciencias sociales. Buenos Aires: Nueva Visión. Eagleton, T. (2001). La idea de cultura. Una mirada política sobre los conflictos. Barcelona: Paidós. Elias, N. (1989) [1977]. El proceso de la civilización: investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. México: Fondo de Cultura Económica. Williams, R. (1958). Culture and Society 1780-1950. Harmondsworth: Penguin. Capítulo II La concepción antropológica de cultura Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull No hay una naturaleza humana independiente de la cultura [...] somos animales incompletos o inconclusos que nos completamos por obra de la cultura [...] La frontera que separa lo que está innatamente controlado y lo que está culturalmente controlado en la conducta humana es una línea mal definida y fluctuante. C. Geertz (1973). The Interpretation of Cultures La concepción de cultura que goza de más tradición es, como acabamos de ver, la humanista. Sin embargo, hacia el final del siglo XIX, la naciente antropología otorgó un significado nuevo al concepto de cultura, entendida ahora como el conjunto de expresiones y realizaciones de la vida del hombre en sociedad. Al concepto restringido de alta cultura o de cultura humanista, que recoge uno de los grandes ejes de significación del concepto original (que vinculaba la cultura al arte y a la vida espiritual) añadimos ahora otra noción que contempla y amplía extraordinariamente la significación anterior. El centro de atención de la antropología son las prácticas humanas en general ―no solo las que alcanzan una dimensión espiritual o las prácticas que son calificadas como nobles. Desde esta óptica, se puede hablar de cultura como el conjunto de las manifestaciones y de las producciones específicas de una colectividad en los terrenos intelectuales, moral, folclórico e, incluso, material. Hemos asistido, pues, al paso de una concepción eminentemente normativa de la cultura (vinculada al proyecto ilustrado) a una descriptiva y con fines científicos o seudocientíficos (Cuche, 2000, pág. 9). La nueva concepción antropológica conlleva, también, el paso de una «noción elitista y valorativa» de la cultura a otra más abierta y comprensiva, ya que, a pesar de las diferencias culturales entre los pueblos y las relaciones de dominación o de dependencia existentes, considera que todos los grupos humanos tienen una cultura propia. La antropología nace, en el siglo XIX, como una disciplina de conocimiento científico muy ligada a las potencias coloniales preocupadas por «explorar y comprender» mejor las sociedades colonizadas. La concepción dominante en Occidente hasta el siglo XIX hacía una distinción entre las civilizaciones dominantes y los pueblos periféricos, a quien consideraba que vivían «en estado de naturaleza». A lo largo del siglo XX, sin embargo, la antropología cultural ha generado otra visión: cada cultura estructura su propio corpus de experiencias y conceptos adaptados al medio y a las necesidades de supervivencia del grupo. La antropología, pues, señala un hito en la historia de Occidente que contempla las otras sociedades colonizadas como «objetos dignos de estudio». El largo proceso de hominización, iniciado hace unos quince millones de años, consistió, básicamente, en pasar de una adaptación genética al medio ambiente natural a una adaptación cultural. Durante esta evolución, que finalizó en el Homo sapiens sapiens, el primer hombre, se operó una formidable regresión de los instintos, «reemplazados» progresivamente por la cultura, es decir, por esta adaptación imaginada y controlada por el ser humano, mucho más dúctil, funcional y rápida que la mera adaptación genética. 1. Ensayo para una definición antropológica El ser humano se ha hecho a lo largo de la historia. Dentro del proceso de hominización ―mediante el cual la especie humana se ha desarrollado― es muy difícil separar o discernir los aspectos biológicos de los aspectos culturales. Expresado con una fórmula paradójica: La cultura es algo propio de la naturaleza humana. Somos básicamente seres culturales, pero también somos parte de la naturaleza sobre la que ejercemos nuestra actividad. La concepción funcionalista de cultura En un sentido amplio se puede concebir la cultura como el modo humano de dar respuesta a las exigencias que se derivan de los problemas existenciales y satisfacerlas. Para explicar el carácter funcional de las diferentes culturas, Malinowski elaboró la teoría de las necesidades, que es el fundamento de Una teoría científica de la cultura (1944). La cultura, desde esta perspectiva, incluye los artefactos, los bienes, los procedimientos técnicos, las ideas, los hábitos y los valores heredados. Malinowski ―que nos recuerda que el ser humano es una especie animal― toma su modelo de las ciencias naturales. El individuo experimenta cierta cantidad de necesidades fisiológicas (alimentarse, reproducirse, protegerse, etc.), que determinan imperativos fundamentales (Cuche, 2000, pág. 43). La cultura es el conjunto de soluciones que un mismo colectivo encuentra y aporta para resolver tanto los problemas de tipo material como los de orden espiritual. Formulado de manera más precisa, se puede comprender la cultura como el establecimiento de unas prácticas mediante las cuales los hombres y las mujeres responden activamente a las condiciones específicas de su existencia social y se adaptan a las relaciones sociales que van experimentando en medio de unas formas de vivir, de pensar y de sentir considerablemente variadas y estructuradas. La cultura es la forma de vida de una sociedad. Se trata de una acepción que ha tenido una enorme trascendencia en las ciencias sociales y más allá de estas. Dentro de la tradición antropológica, sin embargo, conviven concepciones muy diferentes de cultura. Hay quien se ha entretenido coleccionándolas y ha recopilado más de trescientas definiciones diferentes. No es el lugar ni el momento de exponer ni discutir todas estas definiciones. Las controversias vividas en el campo de la antropología durante más de un siglo han aportado numerosas matizaciones, críticas y modificaciones a esta definición inicial; sin embargo, una visión panorámica de los diferentes planteamientos muestra que ha existido un alto nivel de consenso (Kuper, 2001, pág. 262). Finalmente, se ha alcanzado una visión bastante coherente de la cultura humana. 2. Las características de la cultura Nos basta, por ahora, con hacer una definición sintética que quiere ser más o menos fiel a las corrientes más representativas de la antropología. Veamos, a continuación, las siete características de la concepción antropológica de cultura (Ariño, 1997, pág. 45). 1) La cultura es constitutiva. Todos los seres humanos, por naturaleza, necesitan formarse y completarse culturalmente. El ser humano es un animal político (zoon politikon), ya que fuera de un entorno social y cultural no puede crecer ni desarrollar su potencial. La sociabilidad es clave para el desarrollo individual, especialmente en los primeros años de la infancia. La ausencia de vida social priva al ser humano del aprendizaje del lenguaje, del desarrollo mental y de las emociones superiores. La versión cinematográfica de L’Enfant Sauvage de Truffaut, basada en un caso real, pone de manifiesto la importancia decisiva de la sociabilidad en los primeros años de vida. El hecho cultural es fundamental, ya que el individuo no posee los medios biológicos necesarios que procuran estabilidad. El hecho de formar parte de un mundo cultural determinado es lo que puede dar orden, estabilidad y sentido a la vida. La concepción antropológica nos procura una concepción universal e inclusiva de cultura, ya que todos los hombres y todas las mujeres están constituidos culturalmente como seres humanos. 2) El ser humano es un ser biológico. A pesar del carácter cultural de la condición humana, no podemos olvidar su condición biológica. El ser humano tiene que satisfacer una serie de «necesidades» y de imperativos que vienen determinados por su naturaleza. El hombre y la mujer están biológicamente predestinados a vivir en un mundo social. Este mundo se convierte para ellos en una realidad omnipresente e insoslayable. Los límites de este mundo los impone la naturaleza; pero, una vez construido, el mundo social se vuelve y también él marca límites a la naturaleza. Es mediante el esfuerzo y el trabajo que el ser humano puede modificar el entorno. «En esta dialéctica entre la naturaleza y el mundo socialmente construido, el mismo organismo humano queda transformado. En esta misma dialéctica, el hombre crea realidad: y, al crear realidad, se crea a sí mismo.» P. Berger y T. Luckmann (1967) 3) Toda la cultura tiene un carácter histórico. El orden cultural surge como un producto de la actividad humana. Los seres humanos hacen la historia, pero la hacen en circunstancias no elegidas, encontradas y heredadas del pasado. La cultura es el fruto de la historia y debe entenderse como un producto del proceso de transformación permanente. Esto puede apreciarse claramente en el caso de las costumbres y de las leyes que inexorablemente evolucionan y se transforman a lo largo del tiempo. 4) Las formas culturales tienden a objetivarse. La cultura presenta una dimensión objetiva que se expresa en formas institucionalizadas y también en la producción de determinadas formas simbólicas como, por ejemplo, el lenguaje. Las instituciones procuran los mecanismos y maneras de hacer mediante las cuales las personas pueden seguir unas pautas de conducta moldeadas socialmente. Las formas culturales y las pautas de comportamiento son compartidas por una comunidad de vida más o menos homogénea. A menudo no les prestamos atención o no les damos mucha importancia dado que lo damos por sentado. 5) La cultura es aprendida. La cultura presenta una dimensión subjetiva que se adquiere mediante el proceso de socialización. Gracias a la educación podemos aprender e interiorizar los valores, las creencias y las normas de comportamiento vigentes en la comunidad. La socialización es un proceso de aprendizaje crucial en la vida de las personas mediante el cual el ser humano interioriza a lo largo de toda la vida, y especialmente durante la infancia, una manera de pensar, de sentir y de actuar propia de su «comunidad de vida». Evidentemente, el aprendizaje del lenguaje tiene una importancia primordial en este proceso (véase capítulo IV). 6) La cultura está integrada por un sistema de símbolos. No se puede entender la cultura sin destacar la importancia que tiene la simbología para la vida humana. Max Weber destacó el carácter significativo de la vida social. En esta misma línea, Clifford Geertz ve la cultura como la red de significados en que se ve rodeada la humanidad (Geertz, 1973, pág. 5). Analizadas desde una perspectiva científica, todas las construcciones simbólicas tienen un carácter arbitrario y convencional. Ahora bien, son vividas a menudo como algo absoluto y tienen un carácter casi indiscutible (véase capítulo V). Se trata de información y conocimiento que se puede transmitir ―por vía oral o escrita― de generación en generación. La cultura, en síntesis, es un marco de referencia complejo hecho de modelos de tradiciones, creencias, valores, normas, símbolos y significados compartidos por los miembros que conviven en una comunidad. El grado de participación y de implicación por parte de todos los miembros de una comunidad puede ser bastante diferente, por lo que las formas culturales no son estrictamente homogéneas. 7) Las formas culturales son esencialmente híbridas. Muchos estudios tienden a buscar una coherencia y una armonía de las formas culturales, pero no hay formas culturales químicamente puras dado que casi todas las sociedades están en contacto con otras sociedades y, al mismo tiempo, sufren importantes transformaciones a lo largo del tiempo. El mestizaje es consustancial a todas las culturas: Todas las culturas están involucradas entre sí; no hay ninguna cultura pura, ni única; todas son híbridas, heterogéneas y extraordinariamente diversas (Said, 1993, pág. 29). Estas son las características esenciales de una concepción integradora de la cultura. Una vez más, sin embargo, hay que tener cuidado y evitar una concepción de la cultura demasiado amplia, que se convierte casi en un sinónimo de sociedad o de civilización. Desde esta perspectiva antropológica, la mayoría de los aspectos relevantes de una sociedad se insertan en la definición de cultura, y el análisis de una cultura se convierte prácticamente en el análisis de un sistema o de una formación social concreta. Se trata de una definición básica que ha tenido una enorme trascendencia, pero que podríamos calificar como excesivamente amplia y ambiciosa para los objetivos que nos hemos marcado en este ensayo, que son más limitados. 3. Identidad y diversidad cultural Las sociedades no son islas. Toda sociedad está en contacto con otras sociedades y, por tanto, toda cultura es susceptible de ser influida por otras formas culturales. Estas no son inmutables, sino que están abiertas a influencias, intercambios, avances y retrocesos, normalización o destrucción. La relación y el contacto intercultural ha sido un factor clave de desarrollo de la humanidad. A pesar del carácter complejo y contradictorio de las diversas realidades culturales, a menudo se intenta presentar la cultura como un sistema relativamente integrado y coherente. «La coherencia, sin embargo, es, en todo caso, producto de un esfuerzo de elaboración y revisión constante que hacen los hombres que integran una comunidad histórica y que quieren dar sentido y coherencia a una existencia común. La elaboración y reelaboración constantes de la cultura por parte de los hombres es la causa de esta coherencia relativa y frágil. Este esfuerzo de definición, por supuesto, no carece de tensiones, contradicciones e incoherencias. Permanencia y cambio, unidad y diversidad, consenso y conflicto son aspectos inherentes a toda realidad cultural. Esta tarea de elaboración permanente de nociones, categorías, símbolos estéticos, signos de identidad, normas, mitos y dogmas, en un esfuerzo de conferir orden en el mundo social, es parte esencial de la actividad cultural.» Giner y otros (1996, pág. 20) A pesar del carácter necesario y universal del hecho cultural, cada cultura es particular y debe ser investigada empíricamente teniendo en cuenta los valores normativos de cada sociedad. Toda cultura se define en referencia a un grupo social que vive en unas circunstancias temporales y espaciales concretas. Hay tantas culturas como grupos humanos. La diversidad es tanto un resultado de la ontología (la forma de ser) como de la fenomenología (en la que todo grupo humano se adapta a las condiciones ambientales y sociohistóricas que le ha tocado vivir). Uno de los enigmas esenciales a los que ha pretendido dar respuesta la antropología es la de comprender la diversidad de las culturas dentro de la universalidad de la cultura humana. A pesar de las diferencias, también hay una serie de rasgos comunes, los universales culturales, que están presentes en todas las sociedades humanas. Por ejemplo, la risa, el llanto, el hecho de comunicarse mediante un lenguaje verbal. A pesar de que la mayor parte de hombres y mujeres tienden a pensar que su cultura es superior y caen en actitudes etnocéntricas, la antropología contemporánea afirma la dignidad equivalente de todas las culturas. La antropología, una vez superada la fase evolucionista, aplica el relativismo cultural como un principio metodológico en sus estudios empíricos (sin embargo hay culturas desterritorializadas, como los gitanos o los inmigrantes, o pueblos que viven en diáspora, dispersos por todo el mundo lejos de su tierra originaria). Esto significa que la única manera de comprender correctamente las culturas es interpretar sus manifestaciones de acuerdo con sus criterios culturales. Esto no implica la eliminación de nuestro juicio crítico, pero sí su suspensión inicial hasta que no hayamos entendido la complejidad simbólica de muchas prácticas culturales. 4. La confusión de dos concepciones Más allá del carácter abstracto y vago de la definición de cultura que hemos apuntado anteriormente, uno de los problemas que plantea el estudio de la realidad cultural es la ambigüedad que ha existido en el uso del concepto y la falta de rigor y precisión a la hora de usarlo. A menudo la ambigüedad es fruto de la superposición o la confusión provocada por el uso de las acepciones antropológicas (muy amplias) y las humanistas (muy restrictivas) del término. Debemos ser cautos y evitar la confusión que a menudo se produce entre la concepción normativa y la concepción descriptiva de cultura (véase la tabla siguiente). Tabla 1. Dos concepciones de la cultura La concepción humanista La concepción antropológica Normativa Científica Descriptiva/comprensiva Exclusiva Exigente/Selectiva Jerarquizadora Inclusiva Todos los grupos humanos tienen su cultura Única/Singular Valorativa Plural + Relativista -Valorativa Cultura/naturaleza Separada de la naturaleza Cultura = naturaleza Vinculada a la naturaleza Subjetiva > Objetiva + Espiritual Objetiva > Subjetiva + Material Carismática Importancia del talento → Inspiración Ordinaria Importancia del esfuerzo → Trabajo Relacionada con el arte y las manifestaciones del espíritu Relación con la sociedad o los grupos humanos Fuente: Elaboración propia En esta tabla se destacan las diferencias. Sin embargo, a pesar de estas diferencias, hay que decir que también hay una serie de rasgos que comparten ambas concepciones de la cultura. Es curioso que mientras que los trabajos antropológicos tienden a hacer una definición amplia de la cultura, muchos estudiosos tienden a confundir la cultura con la alta cultura y relacionan la cultura con el arte (como si fuera posible realizar el viejo sueño romántico de fundir el arte con la vida, de convertir el arte en una forma de vida y, incluso, convertir nuestra vida en una obra de arte). Desde esta perspectiva antropológica, la mayor parte de aspectos relevantes de una sociedad se insertan en la definición de cultura, y el análisis de una cultura deviene prácticamente el análisis de un sistema o de una formación social concreta. Es, ciertamente, una concepción demasiado amplia de cultura. Si la cultura es todo, no es fácil especializarse en su estudio. 5. Del etnocentrismo a la interculturalidad Cada sociedad tiene su idiosincrasia y tiende a considerar su cultura como la mejor. Desde la antropología se ha denunciado una tendencia frecuente en todos los pueblos, incluidos, paradójicamente, los pueblos «civilizados», a considerar las otras formas culturales como infracultura o negarles la dignidad. Al negar la dignidad de la cultura también se desprecia la dignidad de los individuos que participan en ella. Claude Lévi-Strauss (1952) sostiene que en los hombres y las mujeres de todas las épocas hay una actitud muy arraigada y persistente, basada en fundamentos psicológicos muy sólidos, que consiste en repudiar las formas culturales ―moral, religiosas, sociales, estéticas― que están alejadas de las propias. Las diversas formas de negación del otro van ligadas, a menudo, a las relaciones de dependencia y de dominación entre varios grupos sociales. Las formas culturales extrañas tienden a ser calificadas de salvajes: «Esto no es cosa nuestra», «esto no debería estar permitido», etcétera, y otras reacciones groseras que traducen la repulsión ante la presencia de formas de vivir, de creer o pensar que son extrañas a la propia» (Lévi-Strauss (1969) [1952]). La forma de vida de cada uno aparece como la norma y, por tanto, no es una «cultura» cualquiera, sino el patrón mediante el cual se contemplan los otros modos de vida y su singularidad. Huelga decir que esta es una actitud etnocéntrica, basada en un punto de vista ingenuo, profundamente arraigada en la mayor parte de las culturas. El etnocentrismo no es una actitud exclusiva de Occidente. En realidad es inherente al ser humano la tendencia a pensar que todos los hombres y las mujeres viven en el único mundo posible; el mejor de los mundos posibles, tal vez. Ni en un caso ni en el otro se quiere admitir el hecho de la diversidad cultural; se prefiere echar, expulsar de la cultura todas aquellas formas y estilos de vida «salvajes» que no se conforman a la norma de los modelos culturales propios. Lévi-Strauss concluye sus reflexiones con una frase lapidaria: «Rechazando la humanidad a quienes aparecen como los más salvajes o bárbaros de sus representantes, no hace sino apropiarse de una de sus actitudes típicas. El bárbaro es, ante todo, un hombre que cree en la barbarie.» Lévi-Strauss (1952) Aquí, el antropólogo francés se refiere a la relación entre culturas y sugiere una aproximación antropológica relativista, que sirve, al menos, para comprender y admitir la dignidad de todas las culturas humanas, sin negar las diferencias. Se trata de una llamada al respeto y la tolerancia entre los individuos de diversas culturas. A pesar de que la antropología nace ligada al colonialismo y con una vocación clasificatoria, la disciplina actual afirma la dignidad equivalente de todas las culturas. Las culturas, pues, no son comparables: son inconmensurables. Se trata de intentar moderar el etnocentrismo inherente al ser humano que conlleva la interpretación de las prácticas culturales ajenas mediante los criterios de la cultura de aquel que interpreta. Como señalan Luis G. Sepúlveda y Miguel Rodrigo en el capítulo VII, el diálogo intercultural solo es posible a partir del respeto y la empatía. Bibliografía Ariño, A. (1997). Sociología de la cultura. La constitución simbólica de la sociedad. Barcelona: Ariel. Benedict, R. (1989) [1939]. El hombre y la cultura. Barcelona: Edhasa. Berger, P. L.; Luckmann, T. (1967). The social construction of reality: A treatise in the sociology of knowledge. Nueva York: Doubleday. Cuche, D. (2000) [1996]. La noción de cultura en las ciencias sociales. Buenos Aires: Nueva Visión. Elias, N. (1989) [1977]. El proceso de la civilización: investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. Madrid: FCE. Giner, S.; Flaquer, L.; Busquet, J.; Bultà, N. (1996). La cultura catalana: el sagrat i el profà. Barcelona: Edicions 62. Kahn, J. S. (ed.) (1975). El concepto de cultura: textos fundamentales. Barcelona: Anagrama. Lévi-Strauss, C. (2002) [1952]. «Raça i cultura». En: C. Frade (ed.). Globalització i identitat cultural. Barcelona: Pòrtic. Tylor, E. (1871). Primitive Culture. Londres: John Murray & Co. Parte II Canon literario, educación y religión Capítulo III El debate sobre el canon Jaume Radigales. Universidad Ramon Llull Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull Carecemos, por tanto, en la actualidad de un paradigma predominante y ello contribuye a que el tema del canon quede abierto y en juego, por decidir. Gonzalo Navajas (2006) De ser un término olvidado y casi obsoleto, la palabra canon ha experimentado en los últimos veinte o veinticinco años un revival sorprendente. Las palabras tienen historia y al observar estos cambios semánticos podemos comprender mejor su significado actual. La palabra canon cayó casi en desuso y, después, de forma más o menos repentina, renació ―como el ave fénix― de las propias cenizas. Creemos que es muy sintomático el (re)surgimiento del término, especialmente en el campo literario. ¿Cuál es la razón de este (re)surgimiento? ¿Qué sentido tiene hacer la propuesta de un canon estético en una sociedad plural y democrática? ¿Cuál es la necesidad del canon en un entorno cultural cambiante, presidido por el caos y el desconcierto? ¿Cuáles son las características que debería tener el canon en el mundo de hoy? Estas son algunas de las preguntas que intentaremos responder en este capítulo. De hecho, nos parece muy sintomático que después de muchas décadas en las que casi no se trataba sobre el canon, ahora este se haya convertido en un tema de máxima actualidad y que esté en el centro de encendidas controversias sobre la literatura y la creación artística en plena posmodernidad. 1. El origen del canon Al buscar el origen etimológico de la palabra canon se puede señalar un doble origen. Por un lado, la palabra canon proviene del griego kanon, que designaba, en un principio, una vara o caña de madera, una especie de regla que los carpinteros usaban para medir. Más adelante, en un sentido figurado, pasó a significar ley o norma de conducta que servía para la apreciación de lo bello, vinculado a la armonía y la simetría. Es cierto que el canon siempre ha tenido relación con el número y las matemáticas y ―ampliando un poco los horizontes― con las formas y las proporciones. Por lo tanto, ya desde su origen, servía como instrumento de medida y, al mismo tiempo, como pauta de comportamiento. El canon siempre ha servido para definir lo que es mejor y por lo tanto preferible (y lo que no lo es) en determinados círculos sociales o institucionales; a menudo ha servido también para «distinguir lo verdadero de lo falso» y eso nos ha llevado a hablar inexorablemente de la experiencia estética más emblemática de todas: la belleza. En la Grecia clásica, se concebía la belleza como lo que nos acercaba a la verdad (y por lo tanto tenía también un vínculo inevitable con las consideraciones éticas). Se atribuía a la belleza la viabilidad del orden, el kosmos, para distinguirlo del desorden, el kaos. La armonía y la simetría ayudaban a aquella distinción y emergencia de la pureza de las formas, de manera que armonía y simetría eran parte de la constante griega del canon. Su aplicación unía la vista (simetría) y el oído (armonía) con las artes que se derivaban, especialmente las que practicaban los hombres libres. Más adelante, la encarnación canónica se plasmó en una obra que representaba el paradigma de la belleza: esta se encarnaba en el Doríforo de Policleto, una escultura vinculada a las proporciones numéricas gracias a su perfección. La obra en cuestión, que muestra un hombre desnudo, mide siete veces el tamaño de su cabeza, referente que a partir de entonces había que tomar para establecer el modelo sobre el cual basar el barómetro de la belleza. Más adelante, se constata la relevancia que la palabra canon alcanzó dentro de la tradición católica. Del sustantivo canon procede el adjetivo «canónico» y de este proviene el verbo «canonizar» (o, incluso, la figura del «canónigo»). Es evidente que existe una analogía entre el canon literario y el canon bíblico. El canon bíblico está constituido por el conjunto de libros que forman el Antiguo y el Nuevo Testamento (Kermode, 1998). Los libros canónicos, considerados sagrados y verdaderos por considerar que habían sido revelados, gozaban de un prestigio y de una serie de privilegios que los distinguían del resto de obras que eran relegadas a la anécdota del apócrifo o eran directamente rechazadas por no ser consideradas auténticas, de origen dudoso y, por tanto, no canónicas ni reconocidas por la autoridad de la Iglesia. La fijación de un listado de obras canónicas podía suscitar encendidas controversias entre facciones rivales en el seno del cristianismo, hasta llegar a procesos cismáticos. Yendo un poco más allá, y a medio camino entre la teocracia medieval y la espiritualidad artística clásica, se puede entender que en pleno mandato del cardenal Richelieu, en la Francia del siglo XVII, naciera la Academia, una institución que personificaba el principio generador y rector de las directrices canónicas y vertebrador del concepto de «gusto», en un intento objetivizador de lo que más adelante sería la facultad de juicio kantiana. La Ilustración, en su afán racionalista y cientificista, buscaba razones específicas que distinguieran la calidad de lo bello en sí mismo (como en el diálogo platónico de Hipias)1 para llegar a la conclusión de que lo bello tiende a su universalización, aunque la experiencia de belleza fuera personal y, por tanto, subjetiva. Sin proponérselo, el racionalismo del siglo XVIII conlleva la superación de las pretensiones «canónicas» del siglo precedente. 2. El canon y la actividad artística A partir del Renacimiento, y tras el paréntesis medieval, el Humanismo vuelve a la espiritualidad griega en el terreno artístico. La tradición humanista hace hincapié, sobre todo, en la calidad artística y en la excelencia, y destaca el talento del artista en relación con su obra y vindicando la firma del autor, es decir el estilo singular y personal, a aquello creado. Especialmente a partir de las biografías (Vite) de Giorgio Vasari, que parecen «cultoralizar», establecer una especie de culto al artífice de la obra artística, del producto cultural. La historia del arte, como disciplina de conocimiento, ha tendido a destacar algunos hitos importantes y a rememorar el nombre de los grandes artistas y de las grandes obras (en algunos casos ha ignorado sistemáticamente a los autores mediocres y las obras «más vulgares» de la tradición cultural. A menudo, también ha obviado las circunstancias y las condiciones de vida que condicionan el trabajo de los creadores). Si el principal propósito de la historia del arte es conocer la sensibilidad creadora de sus artífices, en un principio tendentes a lo bello,2 es esencial, desde esta perspectiva, saber cuáles son los criterios y los mecanismos de selección de las obras artísticas que se consideran excepcionales. Es por ello que la reflexión sobre el canon, aunque parezca anacrónica o intempestiva, deviene oportuna para ilustrar la concepción humanista de cultura y, al mismo tiempo, nos permite reflexionar sobre las dificultades que plantea la selección de las obras artísticas de calidad en un mundo capitalista presidido por el relativismo cultural. 3. El canon y el campo literario Cuando se habla de niveles culturales normalmente se tiende a hablar del grado de calidad de lo que en el terreno artístico se llama creación. De acuerdo con las reivindicaciones de los movimientos de vanguardia, hay que aceptar el principio de autonomía de aquella «creación», principio que prevalece en los diversos campos artísticos (Bourdieu, 1992). Dentro de los ámbitos de la producción cultural, la competencia artística se define como el conocimiento previo de los principios de división propiamente estéticos. Percibir la «obra de arte» en sentido estético significa «percibir la obra de arte como un significante que no significa nada más que a sí mismo». De Ventós (1978 [1963], pág. 24) Significa, básicamente, ser capaz de describir sus rasgos estilísticos distintivos y situar la obra como la creación de un autor dentro de un período, en el marco de un género artístico y de un estilo concreto. Cuanto más autónoma es una obra de arte, más exige ―especialmente a partir de los movimientos de vanguardia― un modo de recepción meramente estético. Esto, sin olvidar que, además de la exigencia, habrá la autoexigencia de la propia «creación», porque cuando es de vanguardia parte de un manifiesto, de una declaración de principios («canónica» en sí misma) a la que deberá dar cuenta en caso de desviación. Dentro de la tradición artística se incluyen una gran riqueza y una diversidad de autores, periodos y géneros que permiten llevar el juego de la distinción hasta el infinito: «De todos los objetos que se ofrecen a la elección de los consumidores, no existen ningunos más enclasantes que las obras de arte legítimas que, globalmente distintivas, permiten la producción de distingos al infinito, gracias al juego de las divisiones y subdivisiones en géneros, épocas, maneras, autores, etc.». Bourdieu (1988, pág. 13) En el mundo de la creación hay una preocupación lógica y fundamental para evaluar la calidad de una obra a partir de los criterios internos del campo en cuestión. Este hecho se ha manifestado especialmente en el debate sobre el canon literario, pero no es un hecho exclusivo de este.3 Se puede aplicar también una especie de canon en el campo de las artes plásticas, en el campo musical o, incluso, en el campo periodístico. Por cierto, el nacimiento de nuevos géneros en algunos campos como la televisión o el cine conlleva un desafío a la existencia de los cánones tradicionales, igual que la hibridación de géneros complica extraordinariamente la aplicación de modelos canónicos. 4. El canon occidental En El canon occidental, Harold Bloom defiende apasionadamente la necesidad del canon. Nacido en 1930, Bloom está considerado como uno de los críticos literarios estadounidenses más reputados. Según el autor, es canónica aquella obra literaria destinada a perdurar y que merece una lectura y una relectura constante. La obra de Bloom es un alegato contra la indiferencia o el relativismo cultural que profesan los partidarios de la posmodernidad. Los autores posmodernos creen que en la sociedad contemporánea las fronteras que separan la alta cultura y la cultura popular han quedado prácticamente desdibujadas, y destacan el carácter plural y fragmentario de la producción cultural en la era digital. Consideran que vivimos un periodo de cambios, un tiempo presidido por el caos. Se trata de una época de mestizaje en el que reina la confusión y en la que, finalmente, se imponen los valores mercantiles y el éxito fácil, y en la que resulta imposible (o casi imposible) establecer criterios definitivos de verdad, de bondad o de belleza. En este contexto de cambio y de confusión, tampoco sería posible restaurar una autoridad única e incuestionable en el campo del arte. Harold Bloom se revela, precisamente, en contra de la sensación de caos y desconcierto característicos de la posmodernidad. El autor se erige en una especie de autoridad solitaria que polemiza con lo que califica como «la escuela del resentimiento». Bloom contradice las corrientes feministas, afroamericanas, marxistas y neohistoricistas que han proliferado en todas partes y que son hegemónicas en muchos departamentos universitarios de los llamados estudios culturales. Es en contra de estas tendencias imperantes que Bloom defiende, por encima de todo, el valor artístico universal de las obras de arte y se muestra escéptico respecto al potencial político del arte. Lo que con tanta pasión defiende el autor norteamericano es: «la lectura estética de la literatura, la lectura del poema como poema, en contra de la conversión de las obras literarias en documentos sociales, culturales e ideológicos, de la sujeción del valor estético a la lucha de clases, géneros o razas, y de la disolución del colectivo con lo individual en el trato con la literatura». Sullà (1998, pág. 13) Bloom cree que la literatura nos puede ayudar a conocer mejor y trascender nuestra soledad, pero duda que sea un instrumento adecuado para la lucha política. El autor estadounidense critica el peligro de que la literatura se convierta en un instrumento de combate y que pierda su valor específico. Se muestra preocupado ante el riesgo de que en Estados Unidos los departamentos de Clásicas sean sustituidos por departamentos de Estudios Culturales, o que el interés por el estudio de la obra de Shakespeare o de Cervantes pueda ser desplazado por el estudio de los cómics de Batman, la televisión o el rock. En el trasfondo de su obra permanece el temor de que la llamada democratización cultural sea una coartada perfecta para la difusión y la vulgarización culturales. Firme partidario de la excelencia cultural y defensor del retorno a un cierto elitismo, Bloom se muestra contrario a cualquier tentativa de democracia cultural, ya que teme que puede terminar sustituyendo a «los placeres difíciles por los placeres universalmente accesibles precisamente porque son más fáciles». Crítico impecable de la mediocridad, Bloom defiende el cultivo de los placeres más difíciles y exigentes, que son los que al final nos procuran más satisfacción. La adhesión al canon equivale a la defensa de un orden y estructuras culturales estables. Bloom es el prototipo de este intento de preservar un statu quo. Para este concepto de la cultura, el canon constituye un edificio conceptual para la protección de unos principios éticos y estéticos considerados eternos e inviolables (Bloom, pág. 30). En definitiva, Bloom se muestra crítico contra el relativismo cultural. Propone un redescubrimiento de los clásicos, de los valores universales de los clásicos canónicos, contra la tentación del relativismo. Considera que la situación actual es demasiado confusa, y seguramente añora el retorno a una autoridad única e incuestionable, capaz de decir lo que es valioso y de fijar la manera correcta de acceder a ello. 5. ¿Un canon posmoderno? Es comprensible que Bloom haga una llamada al orden ante una situación que él considera caótica. Sin embargo, en rigor el establecimiento de un canon nunca puede ser una empresa individual y solitaria. Por otra parte, la propia estructura de la posmodernidad (Lyotard, 2004), con su pulsión hiperfragmentada y la tendencia a la proliferación de diferentes campos sociales regidos por principios diferentes, imposibilita la existencia de un canon único.4 Como se ha dicho, solo tiene sentido hablar de canon en plural y desde una perspectiva pragmática. El canon tiene sentido en el contexto de una tradición determinada y cuando alcanza una finalidad social muy concreta. El canon es el resultado de un proceso de selección en el que han intervenido históricamente una serie de instituciones públicas y de minorías dirigentes. No podemos olvidar que el canon literario lo pueden establecer las personas o las instituciones especializadas y competentes en el campo de los estudios literarios. La razón por la que en el transcurso de la historia el canon ha suscitado ataques (y defensas apasionadas) es su conexión con el poder y la ideología dominantes. Sin embargo, el canon es necesario. Vivimos en un tiempo de cambio y mutación culturales. En este contexto se han puesto en cuestión, inevitablemente, la eficacia y la validez de los criterios de evaluación cultural tradicionales. Incluso ―como diría Bourdieu― se ha puesto en duda la autoridad del Homo academicus. Guste o no el criterio de los expertos ya no es el único, ni el definitivo. Su voz ha pasado a ser una entre otras y, a menudo, ha dejado de ser la más significativa y preponderante. El mundo cultural se ha dislocado y han surgido nuevos focos de definición y orientación de la cultura. Esta es la razón principal de la fuerte emergencia de la discusión en torno al canon. «Cuando el concepto y el contenido del canon son incuestionables no hay necesidad de entrar en su discusión. Es un hecho consumado, más allá de toda duda. Lo que ha ocurrido es que tanto el concepto como lo que incluye y define han entrado en crisis». Navaja (2006) Los textos que componen este canon se han ampliado significativamente y se han tenido que redefinir. Se han introducido nuevos nombres en la lista y se han reformulado los criterios. El experto académico se ha visto obligado a reconsiderar y revisar los criterios de clasificación y redefinición de lo que constituye el hecho canónico y, en algunos casos, se ha visto forzado a reflexionar sobre el sentido y la vigencia del canon. 6. La canonicidad A pesar de la existencia de esta diversidad de cánones (que cumplen diversas funciones), podemos decir que el canon literario reúne una serie de características que pasamos a enunciar a continuación: 1) En la sociedad contemporánea podemos definir el canon literario como una lista o un elenco de obras consideradas valiosas y dignas de ser estudiadas y comentadas. Solo las obras que en un determinado momento son consideradas excepcionales, que evidencian una notable calidad, deben ser conservadas y reconocidas dentro del canon, mientras que se sabe que el resto, tarde o temprano, caerá en el olvido. 2) El término canon presupone la existencia de una tradición. La noción de canon está relacionada con la noción de «clásico». Como señala Oriol Izquierdo (2010), el canon es el poso de obras consideradas clásicas que destila una tradición determinada. También los autores que tienen obras reconocidas ―incluidas dentro del canon― son considerados clásicos. En cualquier sociedad humana hay textos cuya la lectura parece muy actual, a pesar de que se trate de escritos muy antiguos (pensemos, por ejemplo, en la Biblia o, más en general, en los «clásicos»). Los leemos a pesar de la diversidad de situaciones espaciales y temporales de los sucesivos lectores, porque resultan actuales a pesar de la «inactualidad» del contexto en que fueron redactados, porque esconden un potencial de sentido, desconocido e insospechado en el pasado, pero que en la actualidad se hace perceptible, se revela y se muestra eficaz, porque disponen de una dinámica comunicativa que los hace aptos para cambiar el presente del lector, porque permiten el replanteamiento de las «cuestiones fundacionales» del ser humano (Duch, 2000, pág. 76). 3) El canon se convierte en un modelo de referencia. Esta es una de las funciones esenciales de cualquier canon. El canon está compuesto por una serie de textos escogidos por su excelencia (por ejemplo, la calidad literaria o la profundidad filosófica) y que a la vez pueden servir de modelo para los mismos artistas y creadores. 4) En una sociedad democrática el canon debe ser fruto de un proceso de deliberación y producto de un cierto consenso. En este consenso ha intervenido una serie de autoridades o expertos reconocidos que trabajan en el seno de una serie de instituciones especializadas. El canon literario, por ejemplo, lo pueden establecer las élites o las instituciones competentes en el campo de los estudios literarios. Este consenso es difícil de lograr y de mantener y se debe renovar de forma periódica. No puede ser el fruto de una elección arbitraria (más o menos caprichosa), ni es un producto del azar. Sin embargo, hay que decir que en algunas ocasiones los cánones pueden ser elaborados según criterios que no son, necesariamente, los de los expertos en el campo literario. Siempre puede haber problemas de autoridad y competencia a la hora de hacer la elección. Actualmente esta autoridad no se puede dar por sentada, ya que no siempre es fácil, ni entre los mismos expertos, alcanzar un consenso sobre los textos canónicos. 5) El canon a menudo responde a un determinado proyecto político. Mediante el canon una comunidad política define y legitima (o intenta legitimar) su territorio simbólico (Sullà, 1998). El canon aporta orden, estructura y previsibilidad. Tiene, además, una dimensión política destacada en la era de la globalización. El canon procura unos referentes de identidad cultural comunes en un momento en que la hibridez y la indiferenciación ponen en riesgo la sólida homogeneidad de las entidades nacionales. Cabe señalar, pues, la vinculación entre una lengua y la literatura escrita en esta lengua y, por otro lado, la relación entre esta literatura y sus clásicos (véase capítulo XIX). El canon se vincula con la preservación y el mantenimiento de un modelo normativo de cultura y civilización. Según P. Bourdieu, el Homo academicus prototípico y las instituciones universitarias en general se ajustan con preferencia ―aunque no siempre― a este modelo cultural, ya que garantiza la organización lógica y la clasificación y parcelación de las corrientes de los hechos culturales (Bourdieu, 1992). 6) En principio, cuando hablamos de canon literario, se piensa en textos de literatura de ficción o de literatura creativa, pero también se puede hablar del canon haciendo mención, por ejemplo, a los textos escritos con una finalidad científica o educativa (a menudo el canon es una elección de textos que el maestro hace con una finalidad claramente pedagógica). Es evidente, pues, que las reflexiones sobre el canon literario nos permiten pensar en la aplicación del canon en otros campos del conocimiento. 7) El canon existe y ha existido siempre, esté o no esté justificado teóricamente y definido de forma explícita. A menudo, se da por hecha o por descontada su existencia, por lo que ni siquiera es necesario justificar. 8) El canon se presenta siempre a sí mismo como si fuera inmutable e indiscutible. Pero no hacemos otra cosa que discutirlo y actualizarlo. Si no se actualizara correría el riesgo de dejar de ser operativo y reconocido. A pesar de que se tiende a presentar como una lista cerrada de obras perdurables, en una sociedad dinámica y cambiante es susceptible de ser revisado y modificado. Es evidente que el cambio de gustos literarios, incluso la existencia de modos, pueden contribuir a modificar los criterios que se siguen para establecer la excelencia de los textos y, por tanto, el contenido de los cánones. 9) Como ya se ha dicho, el establecimiento de un canon no responde a un único objetivo. Hay una diversidad de cánones que responden a diversos propósitos. Por lo tanto, un canon es un instrumento de selección. Hay que evaluar su pertenencia de acuerdo con su utilidad. Finalmente, al hablar del canon existe el peligro de absolutizar y pretender que solo hay un canon relacionado con una única cultura o una concepción cerrada y unitaria de la misma. En su texto sobre la canonicidad, Wendell V. Harris (1998) se esfuerza por demostrar que no hay un único Canon (en mayúscula) sino que hay varios tipos de canon que responden a diferentes propósitos (el potencial, el accesible, el selectivo, el oficial, el personal, el pedagógico...). Las finalidades del establecimiento de un canon pueden ser diversas. Por ejemplo, compilar una antología de textos, seleccionar los escritos que deben ser objeto de estudio en centros de enseñanza o establecer los textos más representativos de una comunidad lingüística o cultural. No hay duda de que algunos de estos cánones tienen una utilidad indiscutible. Sin embargo, más que centrarse en la discusión de las obras y los autores escogidos, estamos de acuerdo con el autor en que la reflexión y el debate deben versar, sobre todo, en los criterios de selección de estas obras. Por tanto, el reto es explicar qué tipos de mecanismos de selección intervienen en el proceso. Bibliografía Bell, D. (1977). Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid: Alianza universidad. Bloom, H. (1994). The Western Canon. Orlando: Harcourt Brace & Company. Bourdieu, P. (1988). La distinción (Criterio y bases sociales del gusto). Madrid: Taurus. Bourdieu, P. (1992). Les règles de l’art (genèse et structure du champ littéraire). París: Seuil. Busquet, J. (2008). Lo sublime y lo vulgar. La «cultura de masas» o la pervivencia del mito. Barcelona: Editorial UOC. Duch, L. (2000). «Lectura i societat». Enrahonar (n.º 31, págs. 69-79). Harris, V. W. (1998). «La canonicidad». En: E. Sullà (comp.). El canon literario (págs. 37-60). Madrid: Arco Libros. Izquierdo, O. (2010). «Les raons d’un qüestionari». En: El cànon literari i la transmissió de la tradició (n.º 6, págs. 86-103). («Cultura», 5). Kermode, F. (1998). «El control institucional de la interpretación». En: E. Sullà (comp.). El canon literario (págs. 91-112). Madrid: Arco. Lyotard, F. (2006). La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Madrid: Cátedra. Navajas, G. (2006). «El canon y los nuevos paradigmas culturales». Iberoamericana (vol. 22, págs. 87-97). Pozuelo, J. M. (1998). «Lotman y el canon literario». En: E. Sullà (ed.). El canon literario (págs. 223-236). Madrid: Arco. Sullà, E. (comp.) (1998). El canon literario. Madrid: Arco. Wendell V. H. (1998). «La canonicidad». En: E. Sullà (comp.). El canon literario (págs. 37-60). Madrid: Arco. 1. En el diálogo platónico, Hipias no busca la belleza como cualidad sino su dimensión ontológica, lo bello en sí mismo. 2. El subjetivismo romántico se convertiría, a partir de la emergencia de lo sublime, la experiencia estética de la fealdad. Un subjetivismo que también englobarían las vanguardias del siglo XX. 3. Bourdieu (1992) estudia los principios de valoración de los productos culturales dentro del campo literario. Un libro extraordinario en relación con el tema es Les règles de l’art, en el cual trata de las vanguardias de los novelistas franceses de la segunda mitad del siglo XIX y afirma que, pese a cierta autonomía relativa, la actividad artística está circunscrita a los márgenes del campo. 4. Entendemos por posmodernidad una nueva era marcada por una cierta superación de la modernidad. Es el movimiento filosófico que sitúa en su punto de inicio a finales de los años setenta del siglo XX y en el cual se suele situar a Jean-François Lyotard (1979) y su obra La condición postmoderna. La posmodernidad está caracterizada por el desarrollo de las grandes construcciones ideológicas y de los grandes relatos —o metarrelatos— que marcaron la vida de los individuos en las sociedades modernas de los siglos XXI y XX. Capítulo IV Cultura y educación. Educación rota, cultura huérfana Xavi R. Sastre Freixa. Universidad Ramon Llull El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender. Michel Eyquem de Montaigne Cultura y Educación son las dos caras de la misma moneda, del mismo síntoma, quizá el más útil que tenemos para que las nuevas generaciones comprendan creencias, valores y conductas de ancestros, antepasados y coetáneos. Ninguna sociedad puede desarrollarse sin enseñanza o sin aprendizaje, por muy rudimentarias que sean. Como se constata mediante el estudio de los casos extraordinarios de niños salvajes, fuera de un entorno social y cultural el ser humano no puede subsistir como tal ni articular apenas sus habilidades sociales básicas. En el fondo somos entes sociopolíticos, aquel zóon politikon aristotélico según el cual, a diferencia de los animales, somos capaces de relacionarnos políticamente y crear sociedades. Y es que la ausencia de relaciones e interacciones durante los momentos clave de la infancia, especialmente en el momento del aprendizaje del lenguaje, impiden al humano su desarrollo mental y de sus emociones superiores. La cultura, por tanto, se aprende, y por tanto se enseña. Debemos recuperar el significado etimológico de la palabra cultura como el cultivo de la mente, del espíritu y de la sensibilidad. La reproducción cultural será, así, un largo proceso vital mediante el cual nuestro legado se transmite de generación en generación; sin embargo, al mismo tiempo que el mundo se halla en proceso de cambio y transformación, los procesos de aprendizaje parecen estar mutando: escuela y familia, históricamente pilares básicos en los mecanismos de aprendizaje, sufren una crisis de adaptación con los ojos clavados en el retrovisor. En otras palabras, si bien cultura y educación son compatibles, están al borde de dejar de ser complementarias gracias sobre todo a la inestimable ayuda de los tiempos tecnológicos, los actuales, tanto desde la óptica individual como social. No está de más preguntarse, visto lo visto, qué es y qué sentido tiene educar en el mundo moderno, y por qué debemos confiar en que esto sea posible, factible o favorable. 1. Crisis de confianza La mayoría de los jóvenes han vivido la mayor parte de su infancia y adolescencia con falsas promesas.1 De alguna manera han sido engañados. Por un lado, algunos adultos les prometieron un porvenir brillante, se les animó de pequeños a dirigirse a las estrellas, a conquistar cuanto quisieran, cuando quisieran y como quisieran, a sus anchas. No obstante, poco a poco descubrieron la cruda realidad de un mercado laboral demasiado exigente que, sin contemplaciones, les puso los pies en la tierra y les minó de alguna manera la autoestima. Por otro lado, son víctimas de un mundo con acceso ilimitado a la información, casi dependientes de las redes sociales como ventana a la realidad. De hecho, algunos no aprenden a tener relaciones profundas ni sanas con sus iguales sino a base de likes y medidas que nada tienen que ver con las habilidades para lidiar, por ejemplo, contra el estrés, contra los pequeños fracasos diarios, levantarse tras la derrota o luchar para subsanar cada una de las dificultades. Algunos jóvenes han pasado toda su existencia en lo inmediato, lo más fácil, el camino más recto, si acaso lo útil, sin apenas haber percibido nada en lo que se refiere al esfuerzo o a la dedicación por las cosas importantes; simplemente han crecido bajo de la sombra de la recompensa instantánea. Los terrenos «líquidos» de Bauman, desde la duda o la curiosidad al contexto y a lo probable han desaparecido en un formato repleto de apps y otros modelos de mecanismo social de supervivencia que «piensan por ellos» (Gardner y Davis, 2016). Algunos son incapaces ahora de ver la montaña porque se han acostumbrado a contemplar solo la cima, y otros se han convertido en seres impacientes, narcisistas, mártires que ni siquiera distinguen el mérito de la victoria. Alguien ha olvidado rápido aquello de educare como el criar, formar, instruir, conducir hacia fuera, extraer... Acaso alguien olvidó que educar significa implicarse en el acto de «ir adelante mostrando el camino» para que el individuo llegue a su lugar. Educar, ya lo derramaban los poetas griegos, es ante todo violencia y sensibilidad, es un largo proceso de la conciencia en el que se cruza una trayectoria y se requiere de un análisis de la realidad, una prospección, una formación «hacia», una preparación para el futuro. La educación se mueve entre el hoy y el mañana, entre lo real y lo ideal, un itinerario en términos de progreso «hacia adelante». En definitiva, la educación implica una visión idealizada del ser humano y su papel en la sociedad (Ballano, 2012). Y entendemos la socialización como un devenir mediante el cual interiorizamos maneras de pensar, sentir y actuar propias del medio sociocultural al cual pertenecemos. Acaso también se nos ha olvidado que solo con la educación podemos aprender a captar unos valores, unas creencias y unas normas de comportamiento. La educación tiene la exclusiva de hacer que el individuo pueda llegar a tener pleno derecho y pueda con éxito identificarse, mimetizarse —o todo lo contrario— con un modelo contextual que lo habilita, del que se nutre, del que se consagra, del que critica. 2. La comunidad sofisticada Pese a las dudas, somos animales sociales sujetos a una situación de «libertad condicionada» por nuestra trayectoria y por nuestra posición social. Somos teóricamente libres, pero nuestros jóvenes son a la práctica más que esclavos —«yo y mis circunstancias», sostenía Ortega y Gasset. Quizá demasiadas cosas en esta vida se tornan imperativos: circunstancias y elementos decisivos para explicar nuestro presente y nuestro futuro y, a la postre, el de los demás. Jean-Paul Sartre lo presentó de manera magistral con su «soy lo que hago a partir de lo que los demás han hecho de mí». La cultura se consigue a base de un esfuerzo diario y constante. Se puede afirmar que cada persona ha nacido en una determinada comunidad dentro de la que se socializa. La infancia tiene una importancia crucial en este proceso: se trata este de un proceso de aprendizaje crucial en la vida de las personas mediante el cual se interiorizan las maneras de pensar, de sentir y de actuar propias del medio sociocultural al cual pertenece. Dicha interiorización es el resultado del proceso de socialización (Berger y Luckmann, 1966). El individuo asimila los modelos culturales de su entorno y los percibe como propios. Pese a que la socialización es de particular relevancia en los primeros años, se prolonga en el transcurso de toda la vida (al menos mientras el cerebro humano siga en condiciones de seguir aprendiendo). Sin embargo, adaptarnos al entorno no quiere decir necesariamente someternos a él como si fuéramos meros seres pasivos: la socialización procura pautas y maneras de actuar, pensar y sentir que permiten a su vez construir conocimientos críticos y posibilidades de cambio, recambio e innovación. El aprendizaje del lenguaje y la posibilidad de comunicarse tienen una importancia crucial dentro de este proceso. El ser humano se diferencia del resto de los seres vivos por su capacidad de comunicarse por medio de un lenguaje simbólico muy sofisticado. La comunicación, así la educación, debe tratarse como un proceso ad infinitum, durante toda la vida, precisamente porque hablamos de identidad, circunstancia estrechamente ligada a la cultura. La cultura provee del marco de referencia necesario para responder a las dos preguntas quizá más difíciles del ser humano, a saber: «¿quién soy?», y «¿de dónde vengo?». En las sociedades más avanzadas tecnológicamente los medios de comunicación suelen ser apreciados por su responsabilidad educativa. 3. La educación mediática Si bien la familia representa todavía un factor clave para la educación de los hijos, poco a poco la escuela ha adquirido una mayor responsabilidad educativa, y en algunas tareas ha suplantado casi completamente a la institución familiar, algo así como la «abdicación» de las familias. Sin embargo, y paralelamente, los medios de comunicación configuran un nuevo estadio de transmisión de valores e ideas, también de nuevas liturgias y deberes educativos, en detrimento de aquellas instituciones escolares muchas de las cuales están quedando obsoletas como meros remolques de unas enseñanzas ancladas en el pasado. En las sociedades avanzadas, las instituciones mediáticas están asumiendo un protagonismo social creciente. Los media son los llamados «agentes impersonales de socialización» como motores de un proceso vinculado al uso y la interpretación que los ciudadanos atribuyen a los contenidos que aparecen en la pantalla del saber, el conocer y el comunicar. Esa es una buena definición de la cultura colaborativa de Jenkins (2008) o la cultura popular de Buckingham (2008). En la medida que se han diversificado y ampliado las nuevas tecnologías, la responsabilidad educativa —no explícita pero sí tácita— se acrecienta. Desde la teoría del cultivo, por ejemplo, se considera la televisión como agente educativo o socializador (Gerbner y otros, 1996), y es que los medios de comunicación crean un marco social mediante el cual se nos presenta la oportunidad no solo de interpretar nuestro entorno, sino de penetrarlo. La televisión primero, internet después, cultiva actitudes y valores que se expanden socialmente. De alguna manera los mensajes despiertan un gran interés y generan resonancias y convergencias, sobre todo cuando coinciden con las expectativas de amplios sectores de la audiencia. La cultura digital tiene un efecto ambivalente para los más jóvenes: les ofrecen una amplia gama de experiencias culturales compartidas y ejercen una gran influencia no solo sensorial sino intelectual mediante sus modelos de persuasión. Por primera vez los alumnos parecen saber más que sus profesores, por lo menos en los aspectos manipulativos y de prestaciones, y a la postre parecen estar cargados con muchas más expectativas que sus mayores. En otras palabras: por vez primera las nuevas generaciones tienen con qué fantasear su curiosidad, su inventiva, la instrumentalización del futuro que se les avecina. Por tanto, la escuela no es un alumbramiento pedagógico, o como mínimo no es el primero. Sí, el espectáculo está afuera. El yo introspectivo de la cultura letrada ha mutado en el yo espectacularizado de la cultura transmedia: el aprendiz sabe tanto o más que el maestro en una experiencia extraescolar, una especie casi de desencuentro generacional. 4. Una brecha cultural Friedman (1992) llama empowerment o empoderamiento al proceso social mediante el cual los individuos o grupos sociales recuperan e incrementan su capacidad de decisión —y de liderazgo— en relación con su propio desarrollo y devenir. Se trata de un continuum multidimensional en el que intervienen aspectos sociales, psicológicos, económicos y culturales que favorecen que individuos y grupos sociales puedan recuperar su capacidad resolutiva y su dominio existencial. La filosofía del empoderamiento le debe su origen al enfoque de la educación popular de la liberación desarrollada por el pedagogo brasileño Paulo Freire (1968) hace más de 50 años. Aunque sea aplicable a cualquier colectivo oprimido o marginado, su desarrollo teórico en las últimas décadas ha llegado a abastecer todo tipo de análisis. «Empoderamiento» significa toma de conciencia y de poder para la promoción de cambios en la situación personal y social (mayor autoestima, autonomía, acceso a los recursos y participación sociopolítica). Posteriormente dicho concepto se amplió a otros colectivos. Mientras que una perspectiva lo entiende como un proceso progresivo de participación sin cuestionar las estructuras existentes, otra tiende a utilizarlo como estrategia para incrementar el poder del propio colectivo, con un mayor uso y control de los recursos materiales y simbólicos, y más capacidad de influencia en las decisiones políticas. A fin de cuentas, Freire siempre argumentaba que de lo que se trata es de dotarnos de la capacidad de una auténtica transformación social, liberadora, crítica, democrática. Internet y las nuevas tecnologías han revolucionado no solo la escuela y los hogares, sino también a profesores, padres y madres pero a su vez —y aquí lo más importante— al mismo binomio clásico enseñanza-aprendizaje. Por primera vez los jóvenes saben más que los adultos en relación con el uso de una innovación clave dentro de la sociedad informacional. La pluralidad, la velocidad y las habilidades nunca fueron tan poderosas. El mundo ha cambiado a trompicones mediante una oleada de innovaciones tecnológicas sucesivas: escritura primero, imprenta después y, tras el paréntesis de Gutenberg (Piscitelli, 2011), las pantallas ahora. Es verdad que los media contribuyen irremediablemente a hacer que la población juvenil actual, los llamados millennials, se cerciore de que hay algo más allá de lo aprendido y lo heredado; pero en cierta forma lo que ocurre es que educación y cultura, en el sentido convencional, se están separando peligrosamente. Seguramente a muchos se nos ha olvidado enseñar valores como la suspicacia, el arrepentimiento, la inquietud o el perdón. O acaso cultivar las habilidades del futuro, aquellas que se adaptan a los nuevos tiempos: gestión de contenidos, gestión de la incertidumbre o gestión de los límites. Hoy en día, quien más pregunta más respuestas obtiene. Sea como fuere, el contexto clásico ya no funciona, ni en el ámbito escolar ni en el ámbito familiar. Siguiendo a Tapscott (1998) y a Simone (2001), vivimos en una brecha sin precedentes: por primera vez no hay una continuidad entre los valores manifestados en los medios de comunicación y los valores profesados por el sistema educativo o los que conviven en casa. Quizá internet no sea una institución educativa, pero permite compartir identidades y experiencias ciudadanas, con lo cual su responsabilidad social, educativa y cultural es igualmente incontestable. Recomienda Tonucci que debemos aprender a hacer las cosas difíciles porque son las que merecen la pena, «las que dan satisfacción», porque la belleza se alimenta de fallos. Es obvio que la escuela tiene poderes insospechados, como el de seguir jugando un papel fundamental en la educación de las generaciones del futuro. Nadie le puede arrebatar su espacio conversacional, ese lugar donde se dan y se toman las más importantes e íntimas microtransferencias; sin embargo un nuevo educando requiere un nuevo educador. Si la educación se rompe, la cultura queda huérfana. Ver todo esto como una regresión o como una oportunidad depende de cada cual. Bibliografía Ballano, S. (2012). ¿Una pantalla que educa? La pedagogía de los medios de comunicación en la ESO. Tesis doctoral presentada en la Facultad de Comunicación Blanquerna, de la Universidad Ramon Llull de Barcelona. Berger, P. L.; Luckmann, T. (1988) [1966]. La construcció social de la realitat. Un tractat de sociologia del coneixement. Barcelona: Herder. Buckingham, D. (2008). Más allá de la tecnología. Aprendizaje infantil en la era de la cultura digital. Buenos Aires: Manantial. Freire, P. (1968). Pedagogia do oprimido. Río de Janeiro: Paz e Terra. Friedman, J. (1992). Empowerment. The Politics of Alternative Development. Massachusetts: Blackwell. Gardner, H.; Davis, K. (2016). La generación ‘app’. Cómo los jóvenes gestionan su identidad, su privacidad e imaginación en el mundo digital. Barcelona: Paidós. Gerbner, G.; Morgan, M.; Signorieli, N. (1996) [1994]. «Crecer con la televisión: perspectiva de aculturación». En: J. Bryant; D. Zillmann. Los efectos de los medios de comunicación. Barcelona: Paidós. Jenkins, H. (2008). Convergence Culture: la cultura de la convergencia de los medios de comunicación. Barcelona: Paidós. Piscitelli, A. G. (2011). El paréntesis de Gutenberg. La religión digital en la era de las pantallas ubicuas. Buenos Aires: Santillana. Prensky, M. (2001). «Digital Natives, Digital Immigrants». On the Horizon [MCB University Press] (n.º 9 (5), pág. 1-6). Rowlands, J. (1997). Questioning Empowerment. Oxford: Oxfam. Simone, R. (2001). La tercera fase. Formas de saber que estamos perdiendo. Madrid: Taurus. Tapscott, D. (1998). Creciendo en un entorno digital. La Generación Internet. Nueva York: McGraw-Hill. 1. No es nuestra intención ni nuestro deseo generalizar con los jóvenes millennials ni con los adultos inmigrantes digitales. No podemos meter a toda una generación en el mismo saco, por lo cual es importante destacar la diversidad de particularidades y disposiciones en las que viven nuestros jóvenes y no tan jóvenes, algunos por cierto sin apenas crisis de confianza. Capítulo V Cultura y religión Miquel Calsina. Universidad Ramon Llull Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull 1. Cultura y religión En todas las épocas de la historia, y la nuestra no es una excepción, la religión ha tenido una notable incidencia cultural. El ser humano busca respuestas ante el misterio de la vida y de la muerte, pero también busca poder vivir una compenetración y unidad consigo mismo, con los demás y con el entorno. Esta también es una de las razones que le ha llevado a intentar trascender la fragmentación con la que se ve volcado a vivir por la naturaleza misma de la existencia humana y su fragilidad. Sin embargo, pese a que la religiosidad está presente en todas partes y responde a una necesidad humana muy profunda, sus manifestaciones, sus formas de desarrollo y sus procesos de institucionalización a lo largo de la historia de las sociedades han sido extraordinariamente ricas y variadas. Es decir: las grandes tradiciones religiosas son también construcciones sociales que se han desarrollado y han evolucionado —institucionalmente, doctrinariamente, etc.— en un contexto temporal y cultural determinado. Como señala Peter Berger, se trata de construcciones humanas sujetas en cierta manera a los vaivenes de la historia y que, incluso, pueden tener fecha de caducidad. Para decirlo de otra forma, si la religión o el sentimiento religioso son perennes, las religiones son hijas de un tiempo y no pueden obviar la necesidad de inculturaciones diversas y transformaciones importantes a lo largo del tiempo (Griera; Clot, 2013, págs. 71-72). Por otro lado, el ser humano necesita crecer y completar su existencia dentro de un entorno social y cultural. El hecho de formar parte de un mundo cultural determinado es lo que puede dar orientación y sentido de pertenencia a nuestra existencia. Clifford Geertz (1973) considera la cultura como aquella red de significados de la que el ser humano se ve rodeado y que lo constituye como un animal simbólico. Los seres humanos necesitamos hacernos una imagen o una noción coherente del mundo social y cósmico del cual formamos parte. Necesitamos crear una especie de mapa significativo que permita situarnos y comprendernos mejor a nosotros mismos. Y a la vez necesitamos profundizar en la dimensión trascendente de la existencia y en los misterios que la ciencia moderna no puede o aún no ha podido desvelar y aclarar. Esta búsqueda permanente de sentido es lo que conecta la noción de cultura con la noción de religión que, para nosotros, forman parte del mismo campo semántico. La religión, en un sentido amplio, tiene una relación directa con la experiencia cultural porque toda cultura, toda civilización, dispone también de una narrativa —de una logomítica, como la llama Lluís Duch— referente a las realidades últimas, a la interioridad, al trascendente o a las grandes cuestiones sobre el sentido de la existencia, de la vida y de la muerte con tal de vivir en un mundo más o menos inteligible y en el que tenga sentido la existencia. La religión, por lo tanto, forma parte de la cultura entendida «como un marco de referencia complejo hecho de modelos de tradiciones, creencias, normas, valores, símbolos y significados compartidos en grados distintos por los miembros que conviven en una misma comunidad». Busquet (2006, pág. 34) En esta línea, autores como Émile Durkheim, Claude Lévi-Strauss, Donald Brown y otros hacen un uso de las nociones universal cultural, universal antropológico o universal humano, para definir aquellos patrones o modelos de conducta existentes de una manera u otra en todas las culturas humanas. De manera conjunta, los universales culturales conforman lo que conocemos como condición humana. La religión es uno de estos universales culturales porque es un fenómeno presente —con diferentes grados de desarrollo institucional y con una gran diversidad de manifestaciones y concepciones teológicas— por todo el mundo y en todas las sociedades humanas a lo largo de la historia. Si nos atenemos a una concepción amplia de cultura, entendiéndola como el conjunto de todo aquello que comparten los seres humanos en una sociedad determinada, la religión es uno de los principales elementos que proporcionan creencias y pautas de conducta individuales y colectivas o, incluso, valores morales que configuran un determinado mundo dado por sentado. Pero se debe evitar circunscribir el fenómeno religioso exclusivamente en sus espacios tradicionales, o de confundir la religión exclusivamente con las expresiones formales más institucionalizadas. Algunos autores mantienen que incluso en el mundo de la racionalidad técnica —el mundo desencantado Entzauberung (der Welt), en palabras de Max Weber— la religiosidad se expresa y se manifiesta en la misma tecnología, que ya no es vista solo como un instrumento que en algunos casos nos puede facilitar la vida, sino que se ha convertido en el marco mental que muchas veces determina nuestra visión del bien y del mal, que modifica nuestra percepción y valoración de la realidad, o que marca nuestros deseos. Algunos autores afirman también que en esta época hipertecnológica, casi sin darnos cuenta, estamos favoreciendo la fabricación de un nuevo dios y de una nueva religiosidad —de un nuevo teísmo tecnológico— en el sentido de que atribuimos a la tecnología atributos propios de la divinidad: nos tiene que salvar de todos los problemas y de todas las carencias; a menudo también se equipara la felicidad a poder utilizar y disponer de determinadas ventajas tecnológicas de manera ilimitada (y al revés: la máxima insatisfacción se produce cuando no podemos acceder a ella) (Pigem, 2016). Incluso la tecnología garantizaría nuestra continuidad después de la muerte mediante la nube informática. O la posibilidad (el milagro, podríamos llamarlo) de superar los límites de nuestra especie por medio de la ingeniería genética y la nanotecnología: lo que se ha llamado el transhumanismo o el poshumanismo. 2. Religión, religiosidad y espiritualidad Existe en ocasiones una cierta confusión en el uso de los términos religión, religiosidad o espiritualidad. Generalmente entendemos por religión el conjunto de creencias relacionadas con aquello trascendente (las realidad últimas, el sentido último de la vida, Dios, etc.), con un grado más o menos desarrollado de organización e institucionalización —lo que se ha dado en llamar de una forma genérica ekklesia (congregación, asamblea, reunión de creyentes). Religiosidad o espiritualidad, en cambio, se refieren más bien a una experiencia personal o colectiva, con explicitaciones y concreciones diversas, que va más allá de unas creencias, de una doctrina o de su grado de institucionalización. Por otro lado, algunas definiciones —sobre todo las provenientes de la teoría sociológica funcionalista y de la teoría crítica— se han centrado en designar el papel que desarrollan las religiones en el mantenimiento y legitimación de un determinado sistema social o en la proporción de un marco de referencia y de orientación en el quehacer de los individuos a lo largo de sus principales etapas vitales. Otro tipo de definiciones, en cambio, se han centrado en designar los contenidos, las diferencias o particularidades teológicas, sus manifestaciones y rituales, etc. Émile Durkheim, en su obra pionera de sociología de la religión, Les Formes élémentaires de la vie religieuse (1912), define la religión como un sistema unificado de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas; creencias y prácticas que unen en una sola comunidad moral llamada iglesia —en un sentido genérico de comunión, reunión, comunidad—, a todos aquellos que se adhieren a ella (Flaquer, 2011). La religión, por lo tanto, es algo eminentemente colectivo que lleva indefectiblemente a desarrollar algún proceso de institucionalización, cosa que nos permite una primera distinción entre religión y espiritualidad. Si entendemos la religión como la canalización institucional del trabajo y la experiencia colectiva de esta dimensión a la que nos hemos referido, aquello espiritual hace referencia al cultivo de la persona y a su deseo más profundo de relación con lo que lo lleva a trascender. Es por esta razón que hoy en día algunas personas se definen a sí mismas como espirituales sin religión. O que en otras etapas históricas la expresión religiosa se haya fomentado sobre todo en el ritualismo y el cumplimiento de unos determinados preceptos y roles sociales, prescindiendo de la dimensión espiritual y de la configuración interior. En términos sociológicos, por lo tanto, se constata una relación ambigua entre la experiencia religiosa y las instituciones religiosas. Por un lado, la experiencia religiosa se convertiría en un fenómeno efímero si no se preservara mediante una institución; la institucionalización de la religión es lo único que permite que perdure y que se transmita de generación en generación (Berger, 1994). Por otro lado, se podría decir que en ocasiones una de las consecuencias de las instituciones religiosas ha sido dejar en segundo plano la experiencia espiritual que les sirve de base. 3. La religión y lo sagrado El sociólogo contemporáneo de la religión, Peter Berger, la define como «la empresa humana por medio de la cual un cosmos sagrado queda establecido» (Berger, 1967, pág. 46). «Para Berger, la religión es fruto de un proceso de construcción social que crea y dota de cualidades sagradas a un cosmos» (Griera, Clot, 2013, pág. 75). Basándose en la obra de Rudolf Otto o Mircea Eliade, Berger considera que una de las aportaciones más significativas de la religión a las relaciones sociales es el establecimiento de una división entre lo sagrado y lo profano. Eliade afirma que «el hombre religioso está sediento de ser, y es en el espacio sagrado donde se encuentra en el corazón de lo real, en el centro del mundo, bien cerca de la apertura que le permite la comunicación con los dioses». Otto, por su lado, en una expresión célebre de su obra La idea de lo sagrado (1917), lo define como aquello numinoso, es decir, como aquella experiencia no racional y no sensorial cuyo objeto primario se sitúa, sin embargo, fuera del individuo. Lo sagrado o numinoso, en definitiva (del latín numen, ‘presencia divina’), es la experiencia de lo que el autor alemán llama mysterium tremendum et fascinants, un poder o una voluntad misteriosa e imponente que genera fascinación y temor a la vez y que las sociedades humanas han atribuido a espacios, seres y objetos. Incluso hoy en día algunos edificios emblemáticos de la arquitectura contemporánea —como la Torre Eiffel o la Sagrada Familia— se han convertido en centros neurálgicos, cargados de simbolismo. La calidad de sagrado también se ha atribuido al tiempo: hablamos, por ejemplo, de festividades o días señalados en el calendario. Lo sagrado, en definitiva, es vivido como algo extraordinario en el sentido literal de la palabra, como una experiencia que se sitúa fuera de nuestra existencia ordinaria y se circunscribe en un ámbito finito de significación (Schütz, 1964, págs. 230-231). La experiencia de lo sagrado nos permite situarnos fuera de la realidad de la vida cotidiana y entrar dentro de un nuevo ámbito de significación, como son los sueños, el mundo del arte (la literatura, la música, el cine, etc.) y, por descontado, el mundo de las experiencias religiosas (Berger, 1997; Griera y Clot, 2013, pág. 76). Esto puede convertir a la religión en un potente elemento desafiador ante lo establecido, y en motor de crítica y de importantes transformaciones sociales, políticas y económicas, tal como ha ocurrido en diversas ocasiones a lo largo de la historia, como fue por ejemplo el luteranismo y la ruptura protestante en el seno de la Iglesia católica a partir de 1517 (Weber, 2012). De tal manera que la religión, a diferencia de lo que mantiene una aproximación marxista que, como ya hemos comentado, la considera un elemento ideológico legitimador de una determinada estructura de dominación política y económica en una sociedad, en ciertas circunstancias puede tener también un poder social transformador de primera magnitud. Pensemos igualmente en el papel que tuvo la teología de la liberación de América Latina de los años setenta y ochenta del siglo XX. Por otro lado, buena parte de los personajes revolucionarios, místicos y reformadores sociales han sido, simultáneamente, personas carismáticas envueltas en una aureola de cierta sacralidad. Pero las religiones —como igualmente hemos comentado— tienden también a desarrollar formas de rutinización y de domesticación de estas experiencias de lo sagrado, como también a la codificación y al establecimiento de un canon —el libro o los libros sagrados—, con lo cual se convierten en elementos de referencia y de orientación en momentos fuertes de la vida de los individuos y de los colectivos. Por otro lado, con la repetición y la memoria continuada —anamnesis— de la experiencia religiosa inicial, por ejemplo —aquella en la que se sustenta de una manera primigenia el origen de la religión—, su eventual carácter subversivo inicial queda establecido como un elemento más de la legitimación de la institución y de su función en el sistema social. Podemos decir en definitiva que, por un lado, las religiones se caracterizan por la construcción de un universo de lo sagrado que mediatiza las relaciones con la trascendencia, con aquello que se sitúa fuera o más allá de la experiencia ordinaria de los individuos y de los colectivos. Al mismo tiempo, podemos añadir que las religiones cumplen diversas funciones: evitan o atenúan la situación de anomia o desamparo que deriva de situaciones traumáticas o de la ausencia de unas guías o valores sólidos a partir de los cuales orientar la existencia, dotar de sentido al mundo, legitimar el orden social existente y dominar la contingencia o las situaciones marginales y excepcionales (no está de más que en este sentido, por ejemplo, después de los atentados del 11S en los Estados Unidos, la asistencia a las celebraciones religiosas de las diferentes iglesias y confesiones presentes en el país experimentara un crecimiento considerable). En segundo lugar, la religión y la religiosidad son fenómenos universales y siguen siendo un componente esencial de la vida cultural contemporánea. Pese a que durante décadas se ha diagnosticado un proceso de secularización y la crisis de la dimensión pública de las creencias religiosas, especialmente en las sociedades avanzadas, hoy se constata de nuevo que la religión o determinadas formas de religiosidad mantienen una extraordinaria vigencia en la sociedad contemporánea. El propio Jürgen Habermas nos habla ya de posecularización y otros, más metafóricamente quizá, hablan de un «retorno de Dios», especialmente en la esfera pública. Si bien es cierto que algunas de las religiones históricas han perdido importancia en contextos como el europeo, con la emergencia de nuevas formas de religiosidad como el fenómeno new age las expresiones religiosas tradicionales no solo no han desaparecido, sino que se encuentran en un proceso de expansión en buena parte de los países de todo el mundo. Bibliografía Berger, P. L. (1967). The sacred canopy: elements of a sociological theory of religion. Nueva York: Anchor Books. Berger, P. L. (1994) [1992]. Una gloria lejana: la búsqueda de la fe en época de credulidad. Barcelona: Herder. Berger, P. L. (1997). La rialla que salva: La dimensió còmica de l’experiència humana. Barcelona: La Campana. Busquet, J. (2006). La cultura. Barcelona: Editorial UOC. Duch, Ll. (2010). Religió i comunicació. Barcelona: Fragmenta Editorial. Eliade, M. (2014). Lo sagrado y lo profano. Barcelona: Paidós. Flaquer, L. (2011). Émile Durkheim. Sociòleg de la moral. Barcelona: Editorial UOC. Griera, M.; Clot, A. (2013). Peter Berger. La sociologia com a forma de consciència. Barcelona: Editorial UOC. Pigem, J. (2016). Àngels i robots. La interioritat humana en la societat hipertecnològica. Barcelona: Viena Editors. Schutz, A. (1973). Collected Papers I. Studies in Social Theory. La Haya: Martinus Nijhoff. Weber, M. (2012). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Madrid: Alianza. Parte III Globalización, interculturalidad y culturas juveniles Capítulo VI La globalización cultural. Retos tecnológicos y nuevas formas de identidad Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull Jordi Baltà. Universidad Ramon Llull 1. El origen de la globalización Para comprender la sociedad y la cultura contemporánea nos tenemos que situar en un «nuevo orden mundial». El término globalización nació en la última década del siglo XX. No es casual, sin embargo, que se haya puesto en circulación dicho término. La globalización es el resultado de un largo proceso histórico que va ligado al mismo proceso de modernización. Estamos ante un proceso irreversible que abarca la mayor parte de las regiones del planeta y que tiene profundas implicaciones para una buena parte de la población mundial. Como ya argumentaron Marx y Engels en El manifiesto comunista, el capitalismo del siglo XIX impulsó extraordinariamente el proceso histórico que hoy llamamos globalización. «Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no solo se consumen en el propio país, sino en todas las partes del globo. En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y naciones, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones». Marx y Engels (1848) La globalización, pues, no es una novedad. Lo que es nuevo es la conciencia de su trascendencia histórica, la encuñación y la popularización del término. No es fácil poner una fecha al nacimiento de la idea de globalización. La caída del muro de Berlín el año 1989 y el nacimiento de la red de Internet son dos hitos cruciales en este proceso. Un hecho muy significativo fue, también, la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) el 1 de enero de 1995, organismo que dio un nuevo impulso a la liberalización del comercio mundial, y favoreció a las políticas de desregulación, privatización y liberalización económica que se han producido a escala internacional (políticas que, en buena parte, están en la base de la crisis económica que se desató a partir del 2007). El nuevo centro neurálgico de las relaciones internacionales se desplaza gradualmente al Pacífico y se generan nuevos polos de poder.1 Las potencias occidentales pierden influencia. De hecho, algunos comportamientos electorales de los últimos años, con decisiones que buscan un retorno a identidades y narrativas tradicionales (como la victoria de Trump o el resultado del referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido), se podrían interpretar en parte como un producto de los miedos que genera la globalización en una parte del electorado. Las ciencias sociales históricamente han centrado sus estudios en el Estado nación. La sociedad se confunde a menudo con los límites del estado nacional. Sin embargo, el mapa conceptual heredado del Estado nación ya no sirve para describir la complejidad de los procesos sociales y culturales del siglo XXI. No podemos continuar pensando únicamente en categorías de Estado nación, como si los problemas del mundo fuesen, solamente, problemas nacionales o problemas entre los estados. Llamamos globalización (o mundialización) a la emergencia de un único sistema mundial que acaba con la existencia de diversas sociedades. Una premisa fundamental, pues, del estudio de la globalización es considerar que el mundo constituye un único orden social. La globalización es una serie compleja de procesos que se producen simultáneamente en el ámbito económico, político, tecnológico, cultural y ecológico (Giddens, 2000). La globalización no es una ideología, es un proceso objetivo que contribuye a estructurar las sociedades contemporáneas (Castells, 2005). Un aspecto que ha contribuido decisivamente a la globalización es la expansión de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). La globalización se ve favorecida por los poderosos cambios que han ocurrido, sobre todo al final de los años setenta, en los sistemas de comunicación. Las TIC han hecho posible un reordenamiento de la distancia en el tiempo y el espacio a escala planetaria. Esto ocurre hasta tal punto que el propio término red se ha convertido en una palabra clave para comprender la sociedad del siglo XXI. En L’era de la informació, Manuel Castells (2003) nos habla, precisamente, de una «sociedad red» en expansión que alcanza unas dimensiones planetarias. La globalización no es una realidad distante, abstracta y extraña. Se trata de una realidad bien presente y que genera efectos (positivos y negativos) en muchos ámbitos de la vida y especialmente en la vida cultural. La globalización ha supuesto la aceleración de las relaciones sociales en todo el planeta y una intensificación de los intercambios. A la vez, se modifican las formas y estilos de vida. En este nuevo orden mundial, aparecen una serie de riesgos inéditos que se añaden a otros riesgos ancestrales en la historia de la humanidad (Beck, 2008). Nuestra vida está influida —cada vez más— por fenómenos producidos en contextos sociales lejanos. Es posible que algunas acciones originadas en nuestro entorno inmediato también tengan repercusiones mucho más allá de nuestras fronteras. Lo que es distante también es próximo, por mucho que pueda parecer paradójico. «La globalización denota la expansión y la profundización de las relaciones sociales y las instituciones a través del espacio y el tiempo, de forma tal que, por un lado, las actividades cotidianas resultan cada vez más influidas por los hechos y acontecimientos que tienen lugar del otro lado del globo y, por el otro, las prácticas y decisiones de los grupos y comunidades locales pueden tener importantes repercusiones globales. En consecuencia, la globalización puede ser considerada ‘acción a distancia’.» Held (1997, pág. 42) Las tecnologías de la relación, información y comunicación favorecen la transmisión de contenidos a escala planetaria y la intensificación de las relaciones personales y sociales a nivel mundial. La revolución en los sistemas de comunicación se vuelve un aspecto primordial para interpretar la sociedad contemporánea (de Moragas, 2011). La revolución digital contribuye a transformar las formas de identificación personal y colectiva. Lejos de las identidades vinculadas a un territorio y a un lugar de origen, la nueva «diversidad transcultural» (Robins, 2006) nace de la superposición de influencias: algunas se basan en el lugar donde se ha nacido o donde se vive, pero otras pueden tener relación con los propios referentes de la cultura mediática y las redes sociales. 2. La revolución en el sistema de transportes y telecomunicaciones Las redes de transportes y las telecomunicaciones han tenido y tienen un papel muy importante en el proceso de globalización (Mattelart, 1998) y configuran las formas de organización del planeta. Por ejemplo, la invención y el desarrollo del tren, del automóvil y de la aviación hicieron posible que el mundo entero estuviera intercomunicado y a nuestro alcance para una comunicación relativamente fácil y rentable. La distancia progresivamente ha dejado de ser un problema insuperable. Esta revolución del transporte es el primer factor que posibilita la mundialización. Las nuevas tecnologías, y especialmente Internet, permiten la desaparición de las distancias y el acercamiento entre los hechos locales y los globales. La existencia de una red hace posible la emergencia de una cultura virtual global y contribuye decisivamente a romper las barreras que históricamente han cerrado a las culturas en espacios limitados, cosa que facilita el intercambio, la hibridación o, incluso, la colonización cultural. La red no solo se convierte en una nueva forma de organizar las telecomunicaciones, las relaciones económicas y empresariales. Se convierte en un nuevo paradigma que condiciona nuestra mirada sobre el mundo. El hecho de tener en cuenta la importancia social que han conseguido las tecnologías de la comunicación nos obliga, más que nunca, a considerar el contexto y la situación internacional donde actualmente se insertan los procesos culturales, y a asumir los retos que representa la introducción de las nuevas tecnologías. 3. La globalización económica, política y cultural 3.1. La globalización económica Una dimensión primordial del proceso de globalización es su faceta económica. Al hablar de un nuevo orden mundial, hay que adoptar una visión sistémica. El colapso de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría hicieron que las relaciones internacionales dejaran de estar presididas por el conflicto entre dos grandes superpotencias en un mundo bipolar y han dado lugar a una hegemonía imperfecta y unilateral de los Estados Unidos de América en un único mundo globalizado. El fracaso de las economías planificadas y dirigidas por el estado ha convertido el mercado en un mecanismo económico común en todas las regiones del planeta. Si adoptamos una perspectiva histórica, vemos que los mercados han ido ampliando sus dimensiones. El mercado se ha convertido en un elemento central en un mundo dominado por la globalización y los procesos de liberalización a escala internacional. Las reglas que regulan el mercado, la oferta y la demanda, son las que, en principio, rigen el sistema económico internacional. Los grandes centros comerciales se convierten en la metáfora de este proceso, ya que en las «catedrales del consumo» podemos encontrar productos originarios de todo el mundo. La MacDonalización de la sociedad es una expresión que utiliza el sociólogo norteamericano George Ritzer. Ritzer (1993) considera que las compañías de comida rápida han devenido el paradigma y el nuevo modelo organizativo de la sociedad contemporánea en todos los países. Los principios que se mueven en esta cadena se están extendiendo al resto de esferas de la vida social. En este sentido, se podría considerar que la cultura, o al menos algunos aspectos que la conforman, también se están MacDonalizando. Al tratar la globalización, es muy importante la dimensión económica. No podemos ignorar, sin embargo, la importancia de otros factores de carácter político y cultural que también inciden en el proceso de globalización. Es por este motivo que Ulrich Beck (1998) nos alerta del peligro de caer en el globalismo. El autor distingue entre la globalización, que es un proceso histórico multidimensional (casi inevitable), y el globalismo, que implica una concepción economicista y determinista de la sociedad mundial. El ámbito de la cultura también vive transformaciones significativas derivadas de la globalización económica. Por un lado, la liberalización del comercio internacional de bienes y servicios que proponen primero el GATT y después el OMC amenaza desde los años noventa con extenderse también al ámbito de los productos culturales. Ante esto, diversos gobiernos, comenzando por Francia y la mayor parte de los estados de la UE, así como Canadá y diversos países de América Latina y otras regiones, han defendido la noción de «excepción cultural», que remarca que los bienes y servicios culturales no pueden ser objeto de libre cambio como los otros productos. Desde finales de siglo, el discurso de la excepción cultural, percibida como ligeramente negativa, abre paso a la noción de «diversidad de las expresiones culturales», con connotaciones más positivas. De aquí surgirá la Convención de la UNESCO sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales (2005), que aporta legitimidad y la adopción de políticas culturales públicas que favorecen el acceso a productos culturales diversos y que afirma la «naturaleza doble» de los bienes y servicios culturales, que son a la vez productos con valor económico y vehículos de símbolos y narrativas que los hacen diferentes al resto de bienes y servicios. El otro ámbito significativo en el que la globalización económica afecta a la cultura es el reconocimiento creciente por parte de diversas organizaciones internacionales del hecho de que el sector cultural, o la llamada «economía creativa», es un ámbito significativo para el desarrollo económico.2 3.2. La globalización política La globalización comporta un cambio importante en las coordenadas (espaciales y temporales) de las sociedades humanas y de los procesos culturales. Comporta, también, un cambio en las dimensiones de la sociedad, que va más allá de los límites convencionales de los estados. Esto comporta el debilitamiento de los estados tradicionales y una pérdida de influencia de la política entendida de manera convencional. La mundialización pone a prueba los ámbitos tradicionales desde los que se piensa y se realiza la política. Como señala Josep Maria Carbonell, la globalización ha hecho saltar las fronteras tradicionales de los estados y ha cuestionado alguna de sus funciones fundamentales en el pasado. «Al mismo tiempo, han aparecido nuevos actores en la escena política: los poderes locales, las ONG, los grupos de interés económico cada vez más organizados y, con más capacidad de incidencia, los gobiernos de carácter regional y continental –me refiero a las organizaciones como la Unión Europea, así como las organizaciones asiáticas, africanas y americanas de cooperación–, que cada vez tienen un papel más activo y decisivo» Carbonell (2008, pág. 41) La globalización comporta, pues, un reto o un desafío en toda regla. La globalización de los problemas no significa, sin embargo, que ahora todas las sociedades sean iguales, sino que tienen problemas relativamente comunes que solo se pueden abordar conjuntamente en el marco de estos nuevos organismos internacionales. El Estado nación tradicional está en crisis y ha cedido parte de su poder. La globalización hace que las dimensiones de la sociedad vayan más allá de los límites convencionales de los estados que han cedido parte de su soberanía. Los estados nacionales han sido concebidos como unidades políticas, económicas y culturales cerradas, y de carácter más o menos homogéneo, asimismo ceden soberanía a instituciones políticas supranacionales, como, por ejemplo, la Unión Europea, que en los últimos tiempos sufre una profunda crisis existencial por la resistencia de los estados a ceder parte de su soberanía.3 Como señala Daniel Bell: el Estado nación es demasiado pequeño para atender los grandes problemas del mundo actual y demasiado grande para hacer frente a los pequeños problemas de la vida cotidiana de los ciudadanos. En este marco de transformación de las estructuras políticas, en el ámbito de la cultura también se articulan algunas redes de ámbito internacional o global que agrupan, según el caso, instituciones públicas, entidades de la sociedad civil o profesionales, alrededor de temas de interés común. Sería el caso de la Federación Internacional de Consejos de las Artes y Agencias Culturales (IFACCA), la Federación Internacional de Coaliciones para la Diversidad Cultural, o las diversas entidades que convergen en la campaña internacional #culture2015goal («El futuro que queremos incluye la cultura») para pedir que la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas incorpore los aspectos culturales.4 Las implicaciones económicas, políticas y culturales de la globalización, que son desiguales y contradictorias, han suscitado un amplio debate social y la aparición de un movimiento alternativo al capitalismo global. 3.3. La globalización cultural La globalización ha hecho posible la irrupción de una cultura popular mediática que ha extendido su influencia a escala internacional. Nos referimos a la influencia de la industria del cine y de la nueva cultura audiovisual que ha penetrado en muchos países y continentes. A menudo se considera que la globalización va asociada a un proyecto de imperialismo cultural. No es cierto, sin embargo, que la globalización comporte necesariamente un proceso de uniformidad social y cultural, ni la destrucción de las culturas de carácter local. En algunos casos coincide precisamente con un revival de las culturas regionales. Peter L. Berger (2002) reconoce la existencia de una cultura global emergente con un fuerte componente norteamericano, pero al mismo tiempo constata la vitalidad de algunas culturas de carácter local que modifican y adaptan sustancialmente el modelo global a sus particularidades. Sería un error presentar la globalización cultural como una nueva forma de cultura con unos rasgos característicos. La globalización no comporta la existencia de un nuevo público mundial uniforme, ni tampoco unos contenidos culturales específicos de cariz universal. Más bien supone un cambio importante en las coordenadas de los procesos culturales, cambio que comporta una intensificación de las relaciones y los intercambios, y que favorece la hibridación cultural. Néstor García Canclini (1999) constata que el proceso de globalización es vivido —y es imaginado— de maneras muy diversas en diferentes regiones del planeta. Como señala el informe de la Unesco World Culture Report (1998), no se pueden continuar examinando las culturas como si fueran las islas de un archipiélago. La Unesco constata la pervivencia de formas de identidad tradicional en pleno proceso de globalización y apuesta por el reconocimiento de la diversidad de las realidades culturales que hay en un mundo profundamente interconectado. El término glocalización fue propuesto por Ronald Robertson (1990) precisamente para referirse a las formas asimétricas de relación e interacción entre los procesos de carácter local (localización) y los procesos de carácter internacional (globalización). Ambos procesos avanzan paralelamente y son a la vez fuerza impulsoras y formas de expresión de una nueva polarización mundial. La globalización progresiva, es decir, la creación de un marco de referencia global, estaría creando la necesidad de referentes concretos y próximos con los que identificarse y volcar los sentimientos. Clubs de fútbol como Barça, Madrid o Juventus son símbolos locales o regionales y, a la vez, han devenido referentes mundiales. El debate sobre la globalización cultural se ha planteado a menudo como un conflicto irreversible entre lo local y lo global. La dialéctica entre lo que es global y lo que es local hace que, al lado del proceso de homogeneización, surjan diferencias culturales que no se pueden contemplar, simplemente, como el producto de una reacción a la globalización misma. Se trata de un fenómeno complejo y contradictorio. Dada la constatación de que la globalización afecta a la continuidad y la configuración de la cultura, en los últimos años también han aumentado las reflexiones sobre de qué manera la calidad de vida y el desarrollo humano y sostenible deben prestar atención a los aspectos culturales (véase capítulo XXI). El informe Nuestra diversidad creativa, elaborado por una comisión internacional de expertos al emparo de la UNESCO a mediados de los años noventa, sirvió para remarcar que el desarrollo tenía que garantizar la continuidad del patrimonio y el fomento de la diversidad y la creatividad (Pérez de Cuellar y otros, 1997). Más tarde, la comunidad internacional ha remarcado la importancia de los derechos culturales, que incluyen el derecho de toda persona a participar en la vida cultural y a definir libremente su identidad, como elemento fundamental de la dignidad humana (Groupe de Fribourg, 2007). Asimismo, se ha reconocido que la llamada «libertad cultural», que incluye el derecho de utilizar la propia lengua, ejercer la religión y afirmar la propia identidad, es un elemento consustancial del llamado desarrollo humano. En el ámbito del desarrollo sostenible, iniciativas como la Agenda 21 de la cultura proponen entender la cultura como uno de los cuatro pilares o dimensiones del desarrollo sostenible, al lado de los aspectos sociales, económicos y medioambientales (Hawkes, 2001; CGLU, 2015). Bibliografía Beck, U. (1998). ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Barcelona: Paidós. Carbonell, J. M. (2008). El primer poder: El nou protagonisme dels mitjans de comunicació. Barcelona: Mina. Castells, M. (2005). «Globalització i identitat». Quaderns de la Mediterrània (núm. 5, págs. 11-20) [en línea]. [Consulta: 29 agosto 2008]. <http://www.iemed.org/publicacions/quaderns/5/ccastells.pdf> CGLU (2015). Cultura 21: Accions. Compromisos sobre el paper de la cultura a les ciutats sostenibles. Barcelona: CGLU. García Canclini, N. (1999). La globalización imaginada. Buenos Aires: Paidós. Giddens, A. (2000). Un mundo desbocado. 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(1990). «Mapping the Global Condition. Globalisation as the Central Concep». Theory, Culture and Society (vol. VII, págs. 15-30). Robins, K. (2006). The challenge of transcultural diversities. Cultural policy and cultural diversity. Estrasburgo: Consejo de Europa. Rosenau, J. N. (2003). Distant Proximities. Dynamics Beyond Globalization. Princeton: Princeton University Press. Schafer, W. (1991). Global History: Conceptual Feasybility and Environmental Reality. Suny: Stony Books. 1. Destaca la emergencia de nuevas potencias económicas y políticas, como la India o Brasil, destinadas a tener un rol protagonista en el nuevo orden (o desorden) mundial. Podemos señalar China, que aparece como la gran potencia del siglo XXI. 2. Un buen ejemplo de este interés son las tres ediciones del Informe sobre la Economía Creativa publicadas entre 2008 y 2013 por la UNESCO y otras agencias de las Naciones Unidas (PNUD y UNCTAD, 2008; PNUD y UNCTAD, 2010; PNUD y UNESCO, 2013). 3. Por otro lado, el Estado nación cede soberanía hacia abajo a instancias de gobierno de carácter local o regional. El principio de subsidiariedad, establecido por el tratado de la Unión Europea, recomiendo que todo aquello que se pueda resolver bien a escala local no se debe hacer a escala estatal. 4. La Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2015, guiará los esfuerzos de la comunidad internacional en el ámbito del desarrollo sostenible durante quince años. Durante el periodo de negociación (2013-2015), diversas redes culturales internacionales hicieron campaña para pedir que hubiera referencias a la importancia de la cultura. El documento final contiene algunas referencies, modestas, a estos aspectos. Capítulo VII Interculturalidad frente a la multiculturalidad Luis Concepción Sepúlveda. Universidad Ramon Llull Miquel Rodrigo-Alsina. Universidad Pompeu Fabra Durante el siglo XX, la hegemonía del sistema capitalista en un nuevo orden global provoca el derrumbe de las economías precapitalistas y sienta las bases de un modelo desequilibrado y todavía muy dependiente de Occidente. Junto a otros factores, la implantación de este sistema económico ha tenido como consecuencia una nueva y creciente migración internacional. En este contexto, se han experimentado cambios sociales profundos en ambos lados, en las excolonias y en los países situados en el centro del poder económico, político y tecnológico. En la primera década del siglo XXI, sociedades como la española, por ejemplo, han visto cómo pasaban de ser emisoras de emigrantes a receptoras de inmigración. Así, con el paso de los años, la sociedad se hace más heterogénea y aumenta el peso demográfico de las minorías étnicas y culturales. Y sin embargo los anfitriones y los medios de comunicación se resisten a aceptar la realidad de una sociedad que todavía se presenta a sí misma como culturalmente homogénea. Los considerados nuevos colectivos habían dejado de ser, únicamente, un fenómeno externo y eventual para formar parte de la sociedad de acogida de manera estable y permanente. La globalización y las nuevas migraciones sirven en bandeja nuevas oportunidades para que se encuentren la sociedad autóctona y otros colectivos. Si la globalización económica es, desde fuera, la que pervierte las fronteras de unas estructuras políticas centenarias, de puertas hacia adentro la inmigración invita a replantearnos conceptos tradicionales que emanaron hace mucho tiempo del Estado nación (Concepción, 2015. pág. 53). Hoy la diversidad cultural pone en cuestión conceptos tradicionales como sociedad, ciudadanía e identidad con los que nos comprendíamos. En este nuevo contexto se da paso, entonces, a la coexistencia de maneras distintas de entender el mundo, así como a formas de vida transnacionales que discurren a caballo entre dos sociedades, la de origen y la de destino. Este transnacionalismo promueve identificaciones múltiples con las naciones y los territorios. Multiculturalidad e interculturalidad son palabras que nacen fruto de esta nueva situación. Cada una de estas voces surge de la necesidad de poner un nombre a esta nueva realidad, el síntoma evidente de una creciente sensibilidad y conciencia social en Occidente. Son definiciones deudoras del esquema de pensamiento de países que juegan el papel de anfitriones de las migraciones internacionales en el lugar de destino. Ni multiculturalidad ni interculturalidad son términos neutrales. Ambos parten de una relación asimétrica de fuerzas entre una sociedad anfitriona, mayoritaria, hegemónica y sedentaria, y una minoría dominada y en permanente movimiento. El uso de cada uno de estos conceptos representa una toma de posición y una actitud frente a la inmigración y las minorías, y busca, de forma directa o indirecta, una repercusión social. 1. Diferencias entre interculturalidad y multiculturalidad No hay duda de que ambos conceptos pugnan por tener el monopolio de la definición de una sociedad diferente. Pese a que todavía se encuentran en «estado embrionario», son categorías en construcción y, en consecuencia, vuelven una y otra vez a la mesa de debate (Dardañá, 2014, págs. 23-24). No obstante, de momento multiculturalidad gana por goleada en la carrera por la implantación social y reúne un mayor consenso alrededor de su significado. Esta palabra se limita a reflejar una situación social, la coexistencia de grupos culturales distintos en un contexto geográfico determinado. Cumple una función constatativa que no va más allá de describir este estado de cosas, pero de una manera rígida, invariable, en la que se obvian las relaciones de poder, las interacciones y dinámicas entre los colectivos. Representa, además, un modelo de sociedad en el que unos se reafirman en una relación de oposición con los otros. Precisamente hace de la comparación entre lo propio y lo ajeno una forma de autocomplacencia que responde a una mirada etnocéntrica muy arraigada en nuestra historia cultural. En la multiculturalidad se defiende la tolerancia con la alteridad, porque se da por supuesta la posición de poder de una sociedad mayoritaria. Se acepta la diferencia, siempre y cuando se mantenga dentro de los límites que acuerdan los anfitriones y esta no se vea como una amenaza para la cultura dominante. No hay que olvidar que los miembros de las minorías étnicas y culturales se encuentran en una situación de desventaja, porque tienen familiares diseminados en varios países por el proceso migratorio y, en consecuencia, no cuentan con todo el capital afectivo de la familia. Lejos de unas tradiciones culturales con las que estaban familiarizadas, bajo los imperativos de un sistema administrativo que dicta la sociedad mayoritaria, las minorías intentan orientarse en un mundo sociolaboral desconocido, en un nuevo entorno. En la mirada multiculturalista, asimismo, existe una tríada de conceptos tradicionales, identidad, territorio y cultura, que marca las fronteras que nos separan, que nos hacen diferentes. Veamos el primer concepto, la identidad. La nación ha sido siempre la «unidad política de referencia» (Rodrigo-Alsina y otros, 2006, pág. 5), el eje de la construcción identitaria. A lo largo de la historia las naciones han ido fabricando comunidades ordenadas, formadas por individuos con identidades ordenadas, y expulsaron fuera de ellas a los portadores de otras formas de identidad (véase capítulo XV). El nacimiento del Estado nación institucionaliza la única definición posible con los elementos esencialistas de la identidad nacional: el sentimiento de pertenencia a un único territorio, la incorporación de tradiciones, hechos históricos y costumbres. Este concepto de identidad entra en el juego de dicotomías o sistemas binarios con los que la sociedad de acogida se comprende a sí misma y a la alteridad. Identidad-alteridad, integración-marginación, sedentarismotransnacionalismo, asimilacionismo-guetización guardan una relación simbiótica que se retroalimenta del antagonismo que existe entre estas parejas de términos. Esto produce un reforzamiento identitario que permanentemente visualiza las identidades como elementos diferenciadores. Otro de los conceptos tradicionales es el de territorio, que también nos asiste en esos muros que construimos para diferenciarnos. Nos ofrece una nueva oportunidad para agruparnos en la unidad bajo una identidad colectiva y cohesionada. Esta colectividad nos abriga en su «familiaridad», siempre y cuando permanezca dentro de los límites de un territorio. Es lo que le da sentido, porque de esta manera la colectividad permanece agrupada. La cultura, en tercer lugar, entra en escena en el multiculturalismo como una fuente inagotable de argumentos que explican cualquier diferencia con otras comunidades por medio de factores atribuibles a ella. Es lo que se denomina culturalismo. En este sentido, los que abogan por el multiculturalismo pueden caer fácilmente en el culturalismo. Por otra parte, el multiculturalismo siente cierto interés por conocer las otras culturas, a menudo fascinación por lo exótico y lo folclórico. Sin embargo, subyace el temor de que los nuevos ciudadanos pongan en riesgo la cohesión social y la homogeneidad cultural de la sociedad de acogida, generando, además, comunidades paralelas. Las representaciones sociales dominantes de la sociedad anfitriona tienen un papel relevante en esta creencia; disponen del privilegio de enunciar a los otros inmigrantes o minorías culturales. Generalmente imponen sus visiones hegemónicas, que pueden interiorizar, incluso, los propios inmigrantes. Desde el mundo académico se ha visto ampliamente cómo los medios generalistas han construido sus discursos mediáticos sobre la base de estas representaciones sociales dominantes. Estereotipos, prejuicios, imágenes lesivas de África y lo africano, por ejemplo, han sido analizadas en El Mundo y El País (Concepción, 2013; Concepción, Medina, 2016). También se ha explorado un lenguaje seudoliterario de un profundo simbolismo, que ha caricaturizado y degradado la figura del inmigrante subsahariano que cruzaba las tristemente famosas vallas de Ceuta y Melilla en 2005 (Concepción y otros, 2008). Y es que la actitud que hay detrás de este enfoque mediático tiene que ver más con la multiculturalidad que con la interculturalidad, con la falta de empatía antes que la apertura hacia los otros. Por eso decimos que en la multiculturalidad hay suficiente con una información superficial y sesgada sobre los otros, una información unidireccional que habla directamente a una audiencia con la que el periodista comparte una cultura y unos prejuicios sociales. En la interculturalidad, en cambio, lo primero que salta a la vista es la dificultad con la que la palabra se abre paso en la sociedad. La resistencia a palabras como interculturalidad tiene que ver, probablemente, con la importancia del lenguaje en la configuración de nuestro mundo. El lenguaje es un ente vivo que refleja la realidad del mundo, pero que al mismo tiempo contribuye a configurarlo. Y es que el lenguaje está hecho de experiencias compartidas dentro del propio grupo y refrendadas con el paso del tiempo. Precisamente algo que recoge la tradición de un colectivo con tanto mimo será poco permeable a abrirse a situaciones nuevas generadas por la fuerza de movimientos como la globalización y las nuevas migraciones internacionales. El lenguaje va asimilando poco a poco los cambios que comportan estos fenómenos socioeconómicos mediante neologismos que recogen la experiencia de otras sociedades, que los han experimentado previamente. La interculturalidad se inscribe en esta nueva etapa. Pero ¿cómo se va depositando el lenguaje poco a poco en nuestra tradicional forma de ver el mundo que nos rodea, en nuestra manera de relacionarnos con los demás y con nosotros mismos? De entrada, es fundamental poner de relieve algo tan obvio y necesario para la formación de un lenguaje que aspire a la continuidad, al sentido y a la autoridad, como una comunidad de «nosotros» que lo sostenga y le dé forma. En otras palabras, la comunidad soporta la construcción del lenguaje. Tres elementos tienen mucho que ver en todo esto: territorio, historia y una experiencia compartida; el territorio que me une a los miembros de mi comunidad, con una geografía bien delimitada por fronteras físicas y conceptuales; una historia que explica el paso del lenguaje de generación en generación, herencia que confiere autoridad al lenguaje; y en tercer lugar una experiencia con las cosas del mundo que nos rodean. En definitiva, estos tres pilares dan cierta unidad al lenguaje para que acabe siendo la expresión de una cultura determinada. Cuando compartimos con los demás un lenguaje es posible vivir bajo un marco común de interpretación (Schütz, Luckman, 2003, pág. 26). Y esto supone significados, orientaciones semánticas que una sociedad ha aprehendido a lo largo de su historia y que se presentan a las personas como si fueran datos objetivos, despojados de su carácter parcial, vinculante, comunitario. Palabras como nosotros, ellos, blanco, negro, extranjero, moro, gitano, inmigración, inmigrante e ilegal, por ejemplo, encierran definiciones hipotecadas tras los barrotes de una determinada experiencia comunitaria. El lenguaje es, así, fruto de un pacto convencional, elaborado y confirmado en el interior de una comunidad. De esta manera, el lenguaje otorga un lugar semántico y sintáctico a cada palabra de nuestro mundo (Schütz, Luckman, 2003, pág. 240). Si la historia de una comunidad que ha vivido dentro de las fronteras de un mismo territorio es tan importante en la formación y en la identidad de un lenguaje, la tradición tendrá un peso significativo. El lenguaje en nuestra cultura también es una herramienta práctica, útil para ponernos de acuerdo. Nos da un espacio seguro en el que sentirnos protegidos (Rodrigo-Alsina y otros, 2013, pág. 15). Cumple, al menos, tres funciones en nuestra vida diaria que explican también las fricciones y repercusiones que puede tener una palabra nueva como interculturalidad en nuestro imaginario colectivo. En primer lugar, el lenguaje cumple una función social que nos garantiza puentes de comunicación con los otros miembros del endogrupo, sobre la base de pautas de interpretación compartidas (Habermas, 1999a; 1999b). En segundo lugar desarrolla una función expresiva, que «canaliza» las emociones y sentimientos más subjetivos de la identidad individual. Y, finalmente, tiene una función representativa, que constata hechos y es la más objetiva de todas. Cada una de estas funciones del lenguaje tiene sus repercusiones a escala individual y colectiva: la función social desencadena actitudes de conformidad con las normas y valores (tradiciones), cruciales para la integración social y la solidaridad grupal; la expresiva es la más genuina porque es la menos cortocircuitada por la influencia del colectivo al que pertenezco y permite presentarme y expresar mi mundo interior; y la función representativa activa la transmisión de saber. En una mirada de conjunto apreciaremos que por definición el lenguaje es tradicional, por naturaleza endogámico en su referencialidad al propio grupo, y funcional porque cumple una importante labor comunicativa en el establecimiento de vínculos sociales entre sus hablantes. Sin embargo, lo que permite avanzar hacia la cohesión del propio grupo es, a la par, uno de los principales escollos en la apertura hacia los «otros». Y es que el lenguaje puede hacer de muro de contención frente a palabras portadoras de experiencias que, supuestamente, ponen en peligro no solo la cohesión del propio grupo, sino también el orden que clasifica mi mundo desde los parámetros de mi comunidad. Y es que no se puede pensar «fuera del territorio que nos marca la historia, el lenguaje, la cultura» (Rodrigo-Alsina y otros, 2013, pág. 19). Por otro lado, la interculturalidad se fija en un aspecto de la multiculturalidad, que no siempre se produce en las situaciones multiculturales. Ahora lo importante deja de ser la diferencia entre culturas que coexistían, para poner en valor los espacios de encuentro y de relación, los mestizajes y los lugares fronterizos. La interculturalidad presupone, así, un examen de conciencia y un punto de partida más humilde y menos jerárquico frente a la alteridad. Representa una voluntad de superación y de ruptura de conceptos que separan, diferencian y sirven de base para sostener una relación de oposición entre nosotros y ellos. Precisamente la tríada de conceptos tradicionales, —identidad, territorio y cultura— alimenta o sostiene este antagonismo entre nosotros y ellos. Moldea, además, la multiculturalidad y pone los límites de su apertura mental hacia los otros. La interculturalidad es una actitud más reflexiva y autoconsciente, que entiende el contacto entre culturas, el dinamismo de sus interacciones con una mirada menos etnocéntrica. Estas características ponen de manifiesto lo que a nuestro entender es la necesidad de interculturalizar la multiculturalidad. Con este verbo se pretende mostrar que la convivencia, que supone mucho más que la coexistencia, está dispuesta a arriesgar más en la asunción de la complejidad de una sociedad diversa. Una complejidad que no rehúye la posibilidad de que uno de los elementos que la definen, la interacción, pueda traer como consecuencia préstamos, hibridaciones y hasta conflictos. Y es que la convivencia puede ser conflictiva en determinadas situaciones, pero el conflicto no es una consecuencia inevitable de las relaciones interculturales. La interculturalidad, así, se maneja dentro de un campo léxico y conceptual diferente al de la multiculturalidad. Se siente cómoda con palabras y verbos que definen una aproximación mucho más comprensiva a otras culturas. «Reconocer» es uno de los verbos que ahora entra en juego. Porque la interculturalidad implica, de esta manera, reconocer las culturas ajenas como paso previo a «naturalizarlas» como una cultura más, ni mejor ni peor, sino diferente. Pero no solo es una mirada que va hacia fuera en la relación con otros colectivos, sino que también es capaz de reconocer las marcas interculturales y culturales que existen en su propia cultura (Rodrigo-Alsina, 2003) (véase capítulo II). Como vemos, la multiculturalidad se basa en la comparación a partir de un punto de referencia que siempre tiene que ver con lo propio, lo autóctono. En cambio, en la interculturalidad se pierde de vista este punto de referencia para afirmar que las culturas son entidades autónomas que únicamente son comprensibles desde sus criterios internos. Tradicionalmente, los estados modernos controlan la diferencia desde una concepción sedentaria de la ciudadanía. De esta manera, la nacionalidad se considera la pertenencia a una sola nación y a un solo territorio (Castles, 2004). No obstante, la mayoría de estados modernos son plurinacionales. Además las minorías étnicas orientan su vida hacia diferentes sociedades y su transnacionalidad no encaja en políticas que tienen una base multicultural. Es el caso de las políticas migratorias desarrolladas en nuestro entorno más cercano. En general, las medidas protectoras de la Secretaría para la inmigración, por ejemplo, aparecen «fundamentadas en el derecho sobre el territorio que otorga el tiempo de permanencia y la natural tendencia, animal y por tanto humana, a defenderlo». Gil (2007, pág. 239) En la interculturalidad, en cambio, las culturas no están irremediablemente ligadas a una identidad territorial. La desterritorialización de las culturas es una nueva clave de interpretación en el contexto de la globalización. La multiculturalidad mira desde una posición de superioridad de lo propio frente a lo ajeno. Refleja una etnicidad contenida. En este desnivel tiene sentido hablar de tolerancia. Sin embargo, la interculturalidad rompe con esta asimetría, con este «diferencialismo tolerante», para apuntar más al reconocimiento y el respeto del otro. Precisamente desde el respeto interpretamos otras culturas a partir de sus propios referentes. Es la vía para entender cómo es vivida por aquellos que son partícipes en ella. En la interculturalidad la cultura no es un estado ni se da de una vez, sino que es un proceso, está abierta al cambio y a nuevas identificaciones (Rodrigo-Alsina y otros, 2013, pág. 19). Así, la cultura es fruto de la interculturalidad, del intercambio entre culturas. De ahí que el mestizaje esté en el trasfondo de cada cultura, en su pasado, presente y futuro. Lo que nos interesa destacar no son las diferentes culturas en sí mismas, sino los contactos que se establecen entre ellas, los espacios relacionales, los puestos fronterizos, los referentes in between (Bhabha, 2002), las hibridaciones, los mestizajes, las apropiaciones culturales, etc. En las relaciones interculturales intervienen elementos multifactoriales con una importancia variable, según los contextos, las circunstancias, factores de clase, de género, de edad, etcétera. La identidad, como una de las ideas fuerza de la multiculturalidad, es sustituida por la identificación, que tiene una mayor movilidad. Así la construcción identitaria no es más que el resultado de un fenómeno complejo de identificaciones que tienen una génesis histórica. Como en la cultura, no se considera la identidad como una entidad estática, rígida, todo lo contrario: los procesos que tienen lugar en su interior pasan a primer plano. En este punto, las construcciones y reconstrucciones identitarias se producen a partir de las identificaciones de los sujetos (Baker, 2003). Tabla 2. Resumen de la comparativa entre interculturalidad y multiculturalidad Multiculturalidad Interculturalidad Información Comunicación Coexistencia Convivencia Conocimiento Reconocimiento Diferencia Diversidad Territorio Desterritorialización Tolerancia Respeto Reforzamiento identitario Mestizaje Culturalismo Mirada multifactorial Identidad Identificaciones Construcción de alteridades Descubrimiento de adscripciones identitarias Fuente: Elaboración propia En conclusión, multiculturalidad e interculturalidad son producto del esquema de pensamiento de la sociedad anfitriona que debe gestionar la diversidad cultural. Sus usos encierran una toma de postura, una actitud ante la inmigración y las minorías, y cada una de ellas quiere dar curso a una acción que encaja en el modelo de acogida y convivencia que representa cada una de estas palabras. El radio de acción de la multiculturalidad se sitúa siempre dentro de los límites que marca la sociedad de acogida, sin buscar cambios en las relaciones de poder entre una sociedad mayoritaria, hegemónica y sedentaria, y unas minorías en inferioridad de condiciones y en permanente cambio y movimiento. Multiculturalidad se coloca dentro del status quo y contribuye a la relación de oposición que el nosotros mantiene con los otros. La identidad, el territorio y la cultura son tres conceptos clave que separan los unos de los otros y conforman un espacio seguro y confortable en el que se mueve la sociedad de acogida. La multiculturalidad define la nueva situación de coexistencia entre diferentes comunidades culturales, pero siempre que no sea más que una constatación, y que no se ponga en riesgo la cohesión social y la hegemonía cultural. La interculturalidad, en cambio, intenta superar este punto de partida tan etnocéntrico de la multiculturalidad. Así aprovecha la oportunidad que trae consigo la entrada de estas nuevas migraciones internacionales y la globalización, para poner en cuestión conceptos tradicionales como identidad, territorio y cultura, que dibujan las fronteras que nos separan con otras comunidades culturales que ahora viven entre nosotros. Está dispuesta, en definitiva, a salir fuera del espacio de confort de estos conceptos tradicionales para asumir la complejidad de la diversidad y definir los espacios de encuentro y de relación. Bibliografía Baker, C. (2003). Televisión, globalización e identidades culturales. Barcelona: Paidós. Bhabha, H. K. (2002). El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial. Castles, S. (2004). «Globalización e inmigración». En: A. Aubarell y R. Zapata. Inmigración y procesos de cambio. Europa y el Mediterráneo en el contexto global. Barcelona: Icaria. Concepción, L. G.; Rodrigo-Alsina, M.; Medina-Bravo, P. 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Detrás del término juventud se esconde una serie de imágenes estereotipadas de lo que son los jóvenes. Históricamente se han utilizado, por ejemplo, expresiones como «qué grande es ser joven» o «juventud, divino tesoro». Eslóganes como estos implican una visión distante, ideológica o engañosa de la juventud. Se mitifica la juventud de forma interesada y con fines comerciales, pero el mito encubre la realidad. 1. La idea de juventud La primera duda sobre la juventud es cuándo empieza y cuándo termina. En las sociedades tradicionales existían una serie de rituales iniciáticos que señalaban con bastante precisión el tránsito de la niñez a la etapa adulta. En el caso de los chicos, estos ritos de iniciación consistían en una serie de pruebas que debían superar para demostrar su valor y su destreza como soldados o guerreros de la tribu. En el caso de las chicas, generalmente era la menstruación (y el tratamiento que reciben después de ese momento como mujeres casaderas o en edad fértil) la que señalaba este tránsito. Entendemos la juventud como la etapa de la vida de una persona que abarca desde el final de la infancia hasta el comienzo de la madurez. Se trata de una etapa de tránsito que es universal. Sin embargo, como señala Carles Feixa, la duración de este periodo y su intensidad han variado sustancialmente en el tiempo y en el espacio: «Entendida como la fase de la vida individual comprendida entre la pubertad fisiológica (una condición ‘natural’) y el reconocimiento del estatus adulto (una condición ‘cultural’), la juventud ha sido vista como una condición universal, una fase del desarrollo humano que se encontraría en todas las sociedades y momentos históricos.» Feixa (1998, pág. 16) En un contexto social sometido a convulsas transformaciones es imprescindible llevar a cabo un esfuerzo de aproximación y comprensión de la noción actual de juventud. Solo así es posible lograr una mayor comprensión de las nuevas tendencias en la red que están liderando las nuevas generaciones. «Hay claramente una cultura joven emergente, en la que los usos lúdicos, exploratorios y de sociabilidad son más importantes que los usos instrumentales. (...) Así pues, los jóvenes utilizan Internet sobre todo para lo que les motiva personalmente: su sociabilidad, sus intereses personales y sus preferencias relacionadas con en el ocio.» Castells y otros (2007, pág. 112) En la sociedad actual se ha prolongado el período de escolarización y se ha retrasado significativamente la inserción sociolaboral de los jóvenes. Algunos estudios constatan que la infancia termina antes (tanto en los niños como en las niñas), pero la juventud se prolonga mucho más allá de la mayoría de edad. Se confirma un proceso de extensión (forzosa) de la juventud provocado por la extensión del período formativo y educativo y la existencia de fuertes barreras de acceso al mundo del trabajo. Convencionalmente, se creía que la juventud era un interreino entre la infancia y el mundo de los adultos. La juventud estaba considerada como un estado de conversión, un camino más o menos tortuoso hacia la adultez. Dicho de otro modo, la juventud había sido concebida como una especie de «sala de espera» para acceder al mundo adulto. La transición de la infancia a la madurez constituye un complejo proceso de desarrollo del carácter físico y cognitivo en que cada momento presenta necesidades y características diferenciadas. Así pues, podemos tener en cuenta las diferentes «edades de la juventud». Javier Elzo (2000) propone la siguiente tipología: preadolescencia (12 a 14 años), adolescencia (15 a 17 años), juventud (18 a 24 años) y juventud prolongada (25 a 29 años). El joven, en un principio, se preparaba para el futuro, su identidad se concebía como una «identidad de proyecto». Sin embargo, en los últimos tiempos la juventud ha dejado de entenderse como una «sala de espera» y se ha convertido en una «sala de estar» (Griera y Urgell, 2002). La juventud deja de ser un lugar de paso y comienza a ser un punto de llegada o un referente último. Ser joven, pues, ya no es solo residir en una fase intermedia entre infancia y adultez, al contrario. Hoy se ha llenado de significados y prácticas sociales específicas que la dotan de valor y de identidad propia (Merino, 2010, págs. 38-39). Al fin y al cabo, hoy todo el mundo quiere ser joven; la juventud es un referente, un modelo a seguir. 2. La juventud como sujeto histórico La juventud como actor social y también como objeto de estudio hace su aparición en la segunda mitad del siglo XX. A partir de entonces deja de ser un simple adjetivo y se convierte en un sujeto activo. La generación del 68 rompió con el mundo heredado de sus padres y se erigió en un nuevo actor social de pleno derecho. Se trataba de un nuevo sujeto político y cultural que reclamaba más participación en la vida pública. A lo largo de los años sesenta y setenta, los jóvenes toman la palabra y ocupan el escenario público. El retraso que se produce en el ingreso en el mundo laboral hace que muchos jóvenes se queden mucho tiempo en casa de los padres y adopten unas pautas de identidad más fundamentadas en el ocio que en el trabajo. Si entendemos la juventud, básicamente, como un periodo de formación, al joven le «toca» estudiar y prepararse para el futuro (tanto si opta por el acceso a la educación universitaria como para la formación profesional). Aunque a menudo hablamos de la juventud como si se tratara de un grupo social uniforme, se constata también la existencia de una gran diversidad de situaciones. En función del origen familiar, el nivel educativo y las circunstancias laborales, podemos hablar de diferentes estatus de jóvenes y de una gran pluralidad de formas culturales características de los jóvenes. Los estudiantes universitarios, por ejemplo, viven una situación singular. Se trata de un tipo de «ser anómico» que sufre la controversia de la identidad como un problema vital (Bourdieu y Passeron, 1970). La identidad personal se pone a prueba a un nivel simbólico, especialmente en el tiempo de ocio y rodeado de sus iguales. El ocio se ha convertido en una instancia privilegiada y cargada de significado dentro de la experiencia vital de los individuos y ha pasado a ser considerado un tiempo protagonizado por los propios jóvenes y cargado de significación propia, desvinculado del tiempo de trabajo y del tiempo de estudio. El ocio es aprehendido como el tiempo privado por excelencia, percibido como tiempo propio, fuera del control adulto. Se trata de un tiempo desnormativizado y opuesto al de las «obligaciones sociales» que determina la familia o la escuela (Cardús y Estruch, 1984). Así pues, en las últimas décadas el consumo ha ganado importancia y significación respecto al trabajo, lo que ha favorecido el nacimiento de una mentalidad radicalmente nueva con respecto a la manera en que los individuos entienden la relación entre ocio y trabajo. En la mayor parte de sociedades desarrolladas, los adolescentes crean y recrean sus formas de identidad. Los jóvenes se dotan de espacios y tiempos específicos en los que pueden ensayar y poner a prueba sus identidades provisionales y prácticas propias. La cultura juvenil incorpora unos rasgos específicos como, por ejemplo, un lenguaje propio (jerga), unos estilos y gustos culturales (músicas), una indumentaria o lenguaje corporal distintivo (moda), etc. 3. Jóvenes y cultura creativa Desde los años ochenta y noventa del siglo pasado, la expansión de los medios de comunicación de masas, y particularmente la televisión, ha contribuido a la creación de una «cultura mediática juvenil» de carácter global, que ha favorecido la articulación de un lenguaje universal para jóvenes en todo el mundo mediante los mass media y las industrias culturales. Este proceso se ha acentuado en los últimos años con los procesos de expansión de las TIC. La progresiva globalización de los medios de comunicación y la ruptura de la dicotomía clásica espacio-tiempo ha provocado una llegada masiva y compartida entre muchos jóvenes de una serie de valores compartidos. Por otro lado, el nacimiento de un youth market o teenage market ha comportado la creación de un espacio de consumo específicamente destinado a la juventud, que se ha convertido en un grupo de capacidad adquisitiva creciente. Aparecen nuevos productos de carácter global (videojuegos, smartphones, películas, conciertos o ropa deportiva) dirigidos a los jóvenes que, a pesar de la crisis, disponen de ocio y dinero. Muchas marcas han pensado en el diseño y los precios ajustados de unos productos dirigidos exclusivamente a los jóvenes; incluso se han articulado marcas enteras en función de un consumo continuo low cost de bienes y servicios (incluidos los servicios tecnológicos). Lo que define el estilo asociado a una cultura juvenil es el uso y la forma activa de organizar los bienes simbólicos y culturales. Lo que hacen las industrias culturales o las manifestaciones de la cultura popular es procurar recursos simbólicos a partir de los cuales la experiencia, la identidad y la expresión juveniles se adaptan creativamente y se generan nuevas actividades culturales. Debemos tomar en consideración el uso y las formas de apropiación social de la cultura y el papel que estas pueden desempeñar en la conformación de las identidades juveniles. En Cultura viva, Willis (1998) destaca las diversas formas de ser joven y la extraordinaria creatividad cultural asociadas a la gente joven. Es importante centrarse en sus prácticas socioculturales como sujetos sociales y como consumidores proactivos, los llamados prosumers o prosumidores, consumidores al tiempo que productores sociales. De alguna manera el joven adquiere un papel activo en la definición de su propia identidad que se expresará de diferentes maneras y en diversas situaciones. 4. Jóvenes enredados y nuevas tendencias La juventud actual tiene muchas oportunidades de relacionarse y hacer actividades mediante las redes sociales. Lo que anteriormente se refería a redes sociales en el «mundo real», ahora también se ha trasladado al mundo digital por medio de las redes sociales online. Las redes sociales son comunidades que reúnen a varios agrupados por simpatía, afinidades o intereses. En pocos años, las nuevas redes se han consolidado y se ha multiplicado el número de usuarios y de aplicaciones, que cada vez son más sofisticadas y eficientes. La mayoría de los jóvenes que forman parte lo hacen con fines lúdicos: consideran las redes sociales como una herramienta para relacionarse con los amigos y para expresar públicamente sus opiniones y sus intereses. En buena parte gracias a las nuevas tecnologías los jóvenes pueden crear sus propios espacios y tiempos compartidos, en los que tienen la oportunidad de expresar su condición de jóvenes: moda, música, cine, ocio, etc. Las tecnologías de la relación, la información y la comunicación abren la posibilidad de explorar mundos diversos y de establecer relaciones entre ellos mismos (Merino, 2010, pág. 57). La Revolución Digital que vivimos y la cultura disruptiva conllevan un cambio notable en los parámetros socioculturales. Como ya se ha dicho, hay una cultura joven emergente, en la que los usos lúdicos, exploratorios y de sociabilidad son más importantes que los usos instrumentales. Así pues, los jóvenes se sirven de internet y participan en las redes sociales sobre todo en función de lo que los motiva a nivel personal: hacer actividades de ocio, potenciar las relaciones personales y explorar la sociabilidad. En un principio, se constata que este uso que hacen los jóvenes contrasta con la disposición de la mayor parte de los adultos. Sin embargo, este uso más lúdico puede ser debido a que la sociabilidad está justamente en el centro de las actividades de los jóvenes. Los jóvenes priorizan un determinado uso de las redes sociales muy orientado a relacionarse y forjar una identidad personal propia. Sin embargo, los adultos que inicialmente se acercan a la tecnología más bien por las ventajas laborales que ofrecen aprenden rápidamente (aunque quizás un poco más tarde) que la herramienta no solo sirve para trabajar sino también para disfrutar. Y la realidad se enriquece mucho más con las llamadas nuevas pantallas. En menos de veinte años, la revolución que han provocado las TIC conlleva un cambio radical en las posibilidades de creación, difusión y participación cultural de los jóvenes y adolescentes. También hay que destacar que estas tecnologías contribuyen a modificar las relaciones interpersonales entre los propios jóvenes, y que no todos los jóvenes hacen el mismo tipo de uso de la tecnología. Jane Hart (2008) propone la distinción de tres niveles de compromiso en cuanto a medios y redes sociales que tienen una equivalencia en tres tipologías de usuarios: usuarios lectores, usuarios participantes y usuarios creadores (Ballano y otros, 2014). Los usuarios lectores o consumidores pasivos son aquellos que limitan su actividad en la red a consultar o navegar: leen páginas web, blogs, wikis, miran vídeos y sitios web especializados, escuchan podcasts, visitan webs contenedores de presentaciones de powerpoint, quedan suscritos a RSS, etc. Son usuarios que se limitan a leer y consumir información sin que ello comporte una participación activa en cualquiera de los foros de internet a los que se acogen. Una segunda categoría es la de usuarios participantes o colaboradores activos, entendidos como aquellos que se conectan, contribuyen y comparten. Estos usuarios contribuyen a evaluar o comentar información disponible en la red y a hacer difusión, o bien participar en blogs, editar wikis y otros documentos compartidos. Estos usuarios no solo consultan contenidos sino que los movilizan mediante herramientas de enlaces, redes sociales o RSS; se conectan al utilizar mensajerías instantáneas, correos electrónicos, servicios de microblogging o redes sociales. Finalmente, la de los usuarios creadores, aquellos que combinan las dos actividades anteriores y además crean y comparten su propio contenido, es el grupo que protagoniza la «cultura participativa» de Jenkins (véase el capítulo XIV). Henry Jenkins (2008), detalla cómo los jóvenes, mediante el uso de tecnologías digitales, se mantienen en contacto con lo que denomina una cultura participativa: «un tipo de participación que conlleva pocas barreras hacia la expresión artística y la participación ciudadana, con un gran apoyo a la expresión y el intercambio de creaciones propias y cierto tipo de enseñanza donde lo que saben los más experimentados se transmite a los noveles. Una cultura participativa se caracteriza también porque los miembros creen que su contribución vale la pena y sienten cierto grado de conexión social.» Jenkins (2008, pág. 3)1 A partir de esta tipología, Hart define el perfil de un nuevo aprendiz o, dicho de otro modo, de un e-learner que, independientemente de su edad, está conectado a la red la mayor parte del tiempo y está altamente comprometido con un uso diario de las herramientas propias de los social media. Es decir, está inmerso en los procesos de la red y su nivel de compromiso tiende a crecer con los mismos. Estas tecnologías ciertamente hacen posible una participación y creatividad más altas por parte de los jóvenes, a pesar del peligro de pensar que todos ellos son creativos por naturaleza. Lo que sí parece obvio es que el uso de la tecnología les permite generar espacios de apoyo, sociabilidad y reconocimiento que son a la vez rincones de aprendizaje colaborativo no formal, sustentados en círculos sociales cotidianos en los que existen amplias posibilidades de desarrollar competencias sociales, culturales, profesionales o técnicas (Aranda, Sánchez-Navarro y Tabernero, 2009). La habilidad para relacionarse con sus iguales y hacer amistades es para los jóvenes un componente fundamental en el desarrollo como seres humanos competentes (Ito, 2009, pág. 104). Los espacios en línea ofrecen oportunidades para mostrar cuestiones relacionadas con la moda, el gusto, el cotilleo, etc. Estos contextos se utilizan, en definitiva, como instrumentos de socialización y crecimiento personal. El chisme o la conversación informal nos pueden parecer actividades intrascendentes, pero son esenciales para reafirmar relaciones y mostrar alianzas o jerarquías entre los jóvenes y adolescentes. Curiosear, en definitiva, pone de manifiesto cierta disposición hacia la sociabilidad, lo que permite gestionar mejor la imagen y la posición en relación con los demás (Busquet y otros, 2012). Los jóvenes conectados son sin duda los que tienen unos hábitos compartidos y marcan a menudo la pauta en la participación en la nueva sociedad informacional. Como no podía ser de otra manera, los segmentos de población más madura se contagian de las ventajas de las TIC. Este proceso de rápida adopción por parte de los sectores más jóvenes de la población y posterior aceptación por parte de los adultos es un patrón que parece repetirse en el tiempo y nos hace pensar que las actividades que ahora parecen comunes entre los jóvenes probablemente serán habituales para el resto de la sociedad en los próximos años, como ha pasado ya con la extensión de redes inicialmente universitarias como fue el caso de Facebook. Bibliografía Aranda, D.; Sánchez-Navarro, J.; Tabernero, C. (2009). Jóvenes y ocio digital. Informe sobre el uso de herramientas digitales por parte de adolescentes en España. Barcelona: UOC. Ballano, S.; Uribe, A. C.; Munté-Ramos, R. A. (2014). «Young users and the digital divide: readers, participants or creators on Internet?». Comunicación y sociedad (vol. 27, núm. 4, págs. 147-156). Baricco, A. (2008). Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Barcelona: Anagrama. Boschma, J. (2008). Generación Einstein. Más listos, más rápidos y más sociables. Comunicar con los jóvenes en el siglo XXI. Barcelona: Gestión 2000. Bourdieu, P.; Passeron, J. C. (1970). La reproduction. Eléments pour une théorie du système d’enseignement. París: Minuit. Busquet, J.; Ballano, S.; Medina, A.; Uribe, C. (2012). «La dinámica de la brecha digital entre jóvenes, padres y profesores en España». En: A. García (ed.). Comunicación, Infancia y Juventud. Situación e investigación en España (págs. 39-55). Barcelona: UOC. Cardús, S.; Estruch, J. (1984). 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Las catedrales del capitalismo1 Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull Enrique Vergara. Pontificia Universidad Católica de Chile Vivimos en una economía basada en el intercambio y donde el consumidor está en el centro de muchas actividades sociales. Sin embargo, la palabra consumo arrastra connotaciones negativas. En el lenguaje ordinario, consumir suele asociarse a gastos inútiles y a comportamientos compulsivos y de tipo irracional. Etimológicamente, el verbo consumir es sinónimo de destruir, extinguir y gastar. El lastre de un cierto «puritanismo» ha impedido considerar la profunda carga simbólica que conlleva el consumo. El consumo no siempre es un «hecho pecaminoso» (como se ve dentro de la tradición cristiana), ni una forma de alienación dentro del mundo capitalista (como se considera desde el marxismo). El consumo fue menospreciado por la economía política de los siglos XVIII y XIX y, hasta la segunda mitad del siglo XX, la ciencia económica no la había contemplado como una variable independiente. El consumo se había considerado como una actividad ordinaria ligada, solo, a la satisfacción de las necesidades básicas, percibidas como «naturales». La lógica del consumo, sin embargo, no se puede reducir a una simple lógica de satisfacciones y necesidades. Es urgente dejar de pensar en el consumo en un sentido exclusivamente económico. La sociología hace hincapié en las funciones simbólicas del consumo. R. Bocock (1995) considera que el consumo es el uso de mercancías y servicios para la satisfacción de necesidades y deseos. Los actos de consumo —más allá de su utilidad— tienen una profunda significación cultural, permiten expresar gustos y preferencias. El consumo no se puede contemplar como un hecho pasivo. En algunos casos los consumidores se dejan llevar por las tendencias dominantes, pero en otros casos el consumidor quiere sentirse especial, singularizarse, ser diferente. Como sostiene Morley (1996, pág. 315), el consumo constituye un proceso activo, donde «se comunica a los demás algo sobre uno mismo». El consumo tiene una dimensión cultural indiscutible y va ligado a la identidad, al estilo de vida e, incluso, a las celebraciones y los pequeños rituales que dan sentido a la vida colectiva. Como señala E. Alonso, las prácticas de consumo y su representación «se han convertido centrales para la construcción social de la identidad, dado que esta identidad se expresa en términos de estilo de vida y no solo en la dimensión de la ocupación material». Alonso (2005, pág. 211) 1. El advenimiento de la sociedad de consumo En la segunda mitad del siglo XX se considera el consumo como una dimensión fundamental de la sociedad. De una sociedad de carácter productivista centrada en el trabajo, hemos pasado a una sociedad posfordista donde el consumo y el tiempo de ocio alcanzan una mayor trascendencia social. Zigmunt Bauman (2007) considera que hemos asistido al tránsito de una comunidad de productores propia de una sociedad industrial moderna a una sociedad de consumidores propia de la era posindustrial. Hemos pasado del predominio del homo faber a la hegemonía del homo ludens (Huizinga, 1954). El advenimiento de la sociedad de consumo ha sido posible gracias a la mejora generalizada en las condiciones de vida, un sistema productivo eficiente, el desarrollo de la industria de la publicidad y la difusión de la compra a plazos (Bell, 1997). La sociedad de consumo es posible también gracias a la sustitución de la moral puritana tradicional (que fomentaba los valores del trabajo y el ahorro) por una nueva moral romántica y hedonista proclive al consumo por el consumo (Campbell, 1990). En las primeras décadas el capitalismo tradicional, frío y calculador, ha mutado hacia un capitalismo lúdico y sentimental (Lipovetsky y Serroy, 2015). El capitalismo de principios del siglo XXI esconde su rostro detrás de un disfraz estético y artístico. Mediante un consumismo diverso, y cada vez más sofisticado, la esfera artística se fusiona con la económica y se produce una estetización de lo cotidiano. El estudio del consumo nos da algunas claves para la comprensión de la sociedad contemporánea: «La idea misma del consumo debe ser colocada en la base del proceso social, y no considerarla simplemente como un resultado o un objetivo del trabajo. El consumo debe ser reconocido como parte integral del sistema social que explica el impulso para trabajar, el cual forma parte de la necesidad social de relacionarse con otras personas y disponer de objetos de mediación para conseguirlo. Los alimentos, las bebidas, [...], todo ello forma parte del repertorio de objetos de mediación.» Douglas y Isherwood (1996, pág. 18) El consumo se relaciona con la producción en la medida de que su finalización implica una apropiación singular de los bienes de consumo. Los objetos de consumo, sin embargo, a menudo tienen una vida azarosa y errática. Pueden cambiar su utilidad y su significado en función del contexto histórico y cultural. Hoy, por ejemplo, un cántaro de cerámica ha pasado de ser considerado una herramienta que permite conservar el agua fresca en el campo a convertirse en un apreciado objeto decorativo en ciertos hogares burgueses. Lo que caracteriza la llamada sociedad de consumo es que el consumo se ha generalizado y ha llegado a la mayor parte de la población. La democratización del consumo ha comportado que lo que antaño era considerado un lujo privativo de la clase alta se haya convertido en una forma de comportamiento que se ha extendido a amplias capas de la sociedad. En este proceso, ciertos lujos del pasado han sido redefinidos como necesidades imprescindibles del mundo actual (Brändle, 2008). Como veremos más adelante, los grandes centros comerciales están abiertos a personas de toda condición (aunque, en algunos casos, su poder adquisitivo sea escaso). El objeto de ir al centro comercial no siempre es, necesariamente, el de consumir, sino pasear o divertirse. Los países económicamente más avanzados —como, por ejemplo, Alemania— priorizan, cada vez más, los aspectos relacionados con la calidad de vida más que el hecho de consumir por consumir. Ronald Inglehart (1998) defiende la hipótesis según la cual en un régimen de escasez los individuos tienden a sobrevalorar los bienes materiales, mientras que en régimen de abundancia los individuos priorizan más los valores «posmaterialistas» como la autorrealización personal, la participación cívica y política o la defensa del medio ambiente. Según el autor norteamericano, con el advenimiento del estado del bienestar en los países occidentales, se ha producido una «revolución silenciosa» que ha supuesto una mutación en el sistema de valores. Esta revolución ha incidido especialmente en los jóvenes. 2. Tres miradas sobre el consumo 2.1. Una mirada elitista Podemos estudiar el consumo como un ámbito de diferenciación y distinción entre las clases y los grupos. Como veremos en el próximo capítulo, Thorstein Veblen (1899) habla del consumo ostentoso relacionado con el afán de presunción y de distinción social. Se trata de un tipo de consumo movido por las aspiraciones. Los objetos de consumo —sobre todo los objetos raros— pueden alcanzar un valor simbólico diferenciador. La lógica que rige la apropiación de los bienes como objetos de distinción no es, exclusivamente, la de la satisfacción de necesidades, sino la de la escasez de estos bienes y la de la imposibilidad de que otros lo disfruten. Veblen hace hincapié en los procesos de diferenciación social en las sociedades modernas. La principal limitación de este enfoque es que privilegia una mirada conflictivista que considera que las formas de consumo solo sirven para separar o dividir a los individuos y a los grupos (Garcia Canclini, 2005). Sin embargo, si los individuos no compartieran un mismo sistema de valores y no compartieran, al mismo tiempo, unos ciertos criterios de evaluación, no sería posible la distinción cultural. Así, por ejemplo, un coche de lujo distingue a sus escasos poseedores en la medida en que, incluso, aquellos que no pueden permitirse este lujo también reconocen su significado sociocultural. El consumo, sin embargo, no sirve solo para distinguirse, también sirve para comunicarse. 2.2. Una mirada posmoderna Los autores posmodernistas destacan el carácter plural y fragmentario de las formas de consumo y los estilos de vida. Los cambios constantes en el mundo de la moda y las nuevas tendencias crean un entorno cultural de carácter incierto e inestable donde, sin embargo, prevalecen ciertas actitudes consumistas. Fredric Jameson (1991) argumenta que en las sociedades contemporáneas hay una proliferación de códigos culturales nuevos que, de alguna manera, entran en competencia con los códigos tradicionales. Se constata una cierta dispersión de los signos, así como también una dificultad extraordinaria de establecer códigos de comportamiento compartidos y establecer un canon de referencia (véase capítulo III). Desde esta perspectiva, se cree que vivimos en el contexto de una realidad social cambiante y caótica, casi imposible de analizar. Es paradójico, sin embargo, que el discurso posmoderno haya triunfado justamente en plena era de la globalización. Justo en el mismo momento en que algunas corporaciones trasnacionales ejercen un control creciente de los mercados culturales y mantienen una influencia notable en la creación de tendencias dominantes (mainstream) a escala planetaria (Martel, 2011). Tabla 3. Las miradas sobre el consumo Teorías sobre el consumo Indicadores Autores Perspectiva económica clásica Valor de cambio Karl Marx y otros El precio en el mercado Mirada económica Teoría del valor Valor de uso La utilidad del objeto para satisfacer necesidades Perspectiva de la distinción social Mirada sociológica valor simbólico diferencial Es un objeto escaso: rareza Es más caro Hay una sensibilidad especial (habitus) Thorstein Veblen (1899) Theory of the Leisure Class Pierre Bourdieu (1979) La distinction, critique sociale du jugement Teoría sociocultural del consumo Mirada antropológica Valor simbólico y cultural La significación cultural del objeto M. Douglas; B. Isherwood, (1996) The World of Goods: towards an Antrophology of Consumption Perspectiva posmoderna Concepción filosófica Valor simbólico plural Fragmentación Desconcierto Fredric Jameson (1991) Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism Mike Featherstone (1991) Consumer Culture & Postmodernism Fuente: Elaboración propia a partir del texto elaborado por Néstor García Canclini (1995) en «El consumo sirve para pensar» en Ciudadanos y consumidoras. 3. La dimensión simbólica del consumo Hemos constatado las grandes limitaciones de una perspectiva meramente económica sobre el consumo y queremos ir más allá de un análisis en términos de distinción social. Podemos aceptar el reto que propone García-Canclini de elaborar una teoría sociocultural del consumo de carácter interdisciplinario. Según el autor de origen argentino, el consumo «es el conjunto de procesos socioculturales en que se realiza la apropiación y los usos de los productos». Los patrones de consumo no son entonces la expresión pura de una elección individual, sino que responden a una presión social y la permanencia de determinadas tradiciones. Los patrones de elección de bienes y servicios en el proceso de consumo están vinculados a un determinado entorno cultural. Mary Douglas considera al consumidor como un animal social que compra objetos para darles y compartir con los demás (Douglas y Isherwood, 1996).2 Pone el ejemplo del estudio de la ingesta de alimentos y de bebidas que a menudo se produce en el contexto de un determinado ceremonial doméstico. Los actos ceremoniales en la mesa ponen de manifiesto la estructura jerárquica de la sociedad. García Canclini señala la necesidad de unas sólidas estructuras mentales que nos permitan pensar y ordenar nuestros deseos: «Mediante los rituales, los grupos seleccionan y fijan —gracias a acuerdos colectivos— los significados que regulan sume vida. Los rituales sirven para contener el curso de los significados y acero explícitas las definiciones públicas de lo que el consenso general Juzgo valioso. Son rituales eficaces aquellos que utilizan objetos materiales para establecer los sentidos y las prácticas que los preservan. Cuanto más costosos sean esos bienes, más fuerte será la inversión afectiva y la ritualización que fija los significados que arroja.» García Canclini (1995, pág. 49) En definitiva, el consumo tiene una profunda dimensión sociocultural y contribuye a hacer más inteligible el mundo social. A menudo el principal escenario de este tipo de rituales de consumo es el hogar familiar, pero el hecho de ir de compra a los grandes almacenes comerciales alcanza una dimensión pública y un carácter ritual. 4. Los templos del consumo Al buscar el origen de los modernos centros comerciales nos debemos situar en las grandes ciudades europeas en la segunda mitad del XIX. Los grandes almacenes pretendían dar respuesta a una demanda creciente por parte de una burguesía ansiosa por lograr un nuevo protagonismo social. El desarrollo posterior de estos grandes almacenes —como el Corte Inglés o las Galerías Lafayette— derivó en las tiendas departamentales (o shopping centers) que eran el lugar al que se iba a hacer una compra excepcional. En la segunda mitad del siglo XX se crea en Estados Unidos lo que actualmente se conoce como mall. El mall es un recinto singular y perfectamente planificado. Se trata de establecimientos construidos arquitectónicamente de manera unificada, dirigidos y diseñados para una gerencia única que generalmente cuenta, al menos, con un establecimiento que hace de locomotora (un gran centro o un hipermercado) que ejerce un fuerte poder de atracción de los consumidores hacia el centro, y varios establecimientos pequeños (Escudero, 2008, pág. 30). Existe la presencia de determinados focos de atracción en su interior y su doble especialización como áreas de consumo y de ocio. El mall contribuye a la noción del consumo como una actividad de ocio. Ante la falta de parques públicos, los comerciantes crean «espacios públicos» donde satisfacer necesidad de ocio. El mall, inicialmente, es una respuesta a las necesidades también de los habitantes de los barrios que no tienen comercios en el entorno. En muchas sociedades avanzadas el mall es el centro de muchas controversias. Sus detractores consideran que destruyen el tejido comercial de la ciudad y fomenta un consumismo individualista y anómico. Sus defensores consideran que el mall se ha convertido en una parte constitutiva de un proceso de integración social, el cual se articula tanto a nivel espacial como arquitectónico. Estos centros comerciales abiertos a todos son una expresión de la democratización del consumo (Vergara y otros, 2017). Paradójicamente, estos espacios de consumo, que se extendieron por Estados Unidos y, más adelante, en todo el mundo, fueron ideados por el arquitecto austriaco Victor Gruen, que quería fomentar el socialismo mediante una experiencia comunitaria en torno al consumo. En su origen se pretendía desarrollar ciudades (no desmantelarlas); unir las comunidades (no fragmentarlas); crear espacios para estrechar las relaciones sociales (y no fomentar un consumo individualista) (Tironi, 2015: 126; Salcedo y De Simone, 2013). El mall como representación simulada de la ciudad se puede entender como un dispositivo fundamental para la comprensión de la cultura contemporánea (De Simone, 2015, pág. 65). En los centros comerciales es posible ver una síntesis de la combinación entre consumo, recreo y paseo público. Esta síntesis, que se traduce en una experiencia singular por los individuos, convierte el mall en uno de los centros neurálgicos de la vida urbana. El mall fomenta un nuevo tipo de sociabilidad y articula un conjunto de nuevas experiencias, entre las que destaca la introducción de un nuevo tipo de mediación entre el consumo segmentado (a menudo de objetos de lujo) y la masificación del consumo. El mall ofrece un tipo de experiencia determinada por un control minucioso del espacio y por la obsesión de la seguridad. También se da el control de un conjunto de variables ambientales, lo que se expresa en un hábitat limpio, transparente y claramente separado de la ciudad exterior. Finalmente, el mall es uno de los principales espacios exhibitorios por el individuo moderno convertido en homo ludens: un lugar para ir de compras, pasear y centro de recreo para disfrutar del tiempo libre. Bibliografía Alonso, L. (2005). La era del consumo. Madrid: Siglo XXI. Bauman, Z. (2007). Vida de consumo. Madrid: Fondo de Cultura Económica. Bell, D. (1977). Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid: Alianza (2004). Bocock, R. (1995). El consumo. Madrid: Talasa. Bourdieu, P. (1988). La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus. Brändle, G. (2008). «Producción para el deseo: la importancia del diseño y los centros comerciales». Bienestar doméstico y cambio social en la sociedad de consumo española: El valor de los objetos en la vida cotidiana. Tesis doctoral (págs. 45-51). Campbell, Colin (1990). The Romantic Ethic and the Spirit of Modern Consumerism. Oxford: Blackwell. Douglas, M.; Isherwood, B. (1996). The World of Goods: Towards an Antrophology of Consumption. Londres: Routledge. Escudero, L. A. (2008). Los centros comerciales. Espacios postmodernos de ocio y consumo. Un estudio geográfico. Cuenca: ediciones de la Universidad de Castilla La Mancha. Featherstone, M. (1991). Consumer Culture and Postmodernism. Londres: Sage. Galbraith, John Kenneth (1969). La sociedad opulenta. Barcelona: Ariel. Garcia Canclini, N. (1995). «El consumo sirve para pensar». Consumidores y ciudadanos. 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Salcedo, R.; Simone, L. de (2013). «Una crítica estática para un espacio en constante renovación: El caso del mall en Chile» [artículo en línea]. Atenea (Concepción) (507, págs. 117-132). <https://dx.doi.org/10.4067/S0718-04622013000100008> Simone, l. de (2015). Metamall: espacio urbano y consumo en la ciudad neoliberal. Santiago de Chile: EURE UC y RIL. Tironi, E. (2015). La nueva plaza. Mall Plaza. 25 años de transformaciones. Santiago de Chile: Tironi Asociados/Mall Plaza. Veblen, T. (1944). Teoría de la clase ociosa. México: Fondo de Cultura Económica. Vergara, E.; Garrido, C.; Simone, L. de; Rayén, R.; Pino, B. (2017). «Visualidad y espacios de consumo: el discurso publicitario del mall como expresión posmoderna». Trípodos (extra, en prensa). 1. El presente trabajo forma parte del proyecto Fondecyt Regular n. 1160839: «Visualidad y consumo en los años ochenta. Una aproximación a las campañas publicitarias del Mall Parque Arauco». 2. Mary Douglas se muestra muy crítica, obviamente con la teoría de la elección racional del consumidor que defiende la teoría neoclásica. Capítulo X Gustos culturales y estilos de vida Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull Alfons Medina. Universidad Ramon Llull «El gusto, propensión y aptitud para la apropiación (material y/o simbólica) de una clase determinada de objetos o de prácticas enclasadas y enclasantes, es la fórmula generadora que se encuentra en la base del estilo de vida, conjunto unitario de preferencias distintivas que expresan, en la lógica específica de cada uno de los subespacios simbólicos —mobiliarios, vestidos, lenguaje o hexis corporal— la misma intención expresiva». P. Bourdieu (1988 [1979], págs. 172-173). La distinción 1. Los estilos de vida En sintonía con la concepción antropológica se puede considerar la cultura como una manera de vivir y de afrontar la vida. La noción de cultura como «estilo de vida» es una concepción vinculada a las prácticas cotidianas, los gustos y los hábitos de los miembros de los grupos o de las clases sociales y nos permite tratar fenómenos básicos como el consumo, la moda o las culturas juveniles. Los jóvenes, por ejemplo, otorgan una gran importancia a los elementos estéticos y formales en la ropa, el peinado y las actividades de ocio (que tienen una gran trascendencia simbólica). La irrupción de las llamadas «culturas juveniles» o «tribus urbanas» se hace patente mediante determinadas pautas de consumo. La noción de estilo de vida actualmente disfruta de un uso amplio y variado, tanto en el campo de la sociología como, principalmente, en la investigación sobre la estratificación social o en la investigación de mercados, donde se ha utilizado en los estudios sobre consumo. Es un concepto elaborado por autores clásicos de la sociología, como Gabriel Tarde y George Simmel y Max Weber. Weber habló de los estilos de vida cuando —en un diálogo tácito con Marx— afrontó la existencia de las clases sociales en las sociedades capitalistas. Desde una perspectiva marxista la propiedad es el principal criterio convencional para la definición de la posición de clase. Para Max Weber, la clase social se puede definir como un grupo de individuos que comparten un rol profesional y unas mismas condiciones de trabajo, pero destaca, también, la importancia que tienen o pueden tener los factores culturales (extraeconómicos y extralaborales) en la definición de la clase, ya que las clases sociales son grupos humanos con unos rasgos de identidad comunes, lo que puede influir fuertemente en su estilo de vida particular. Weber acepta la noción de clase social, pero considera que la descripción de la estratificación social se complica por la existencia de los grupos de estatus. Propone hacer una distinción estricta entre clase y grupos de estatus: Por lo tanto, podemos decir —arriesgándonos a simplificar— que las clases se estratifican de acuerdo con sus relaciones con la producción y la adquisición de bienes, mientras que los grupos de estatus se estratifican según los principios del consumo de bienes, tal como viene representado por estilos de vida particulares (Weber, 1969). El estilo de vida permite identificar la forma de ser, de hacer y de sentir de los miembros de determinados grupos. Este está vinculado a los gustos, a las preferencias y al nivel de vida de los grupos sociales. Según esta concepción, el estilo de vida equivale a las maneras de hacer. La forma no se refiere solo a la mera apariencia o al aspecto exterior de las acciones o de los comportamientos, sino su registro entero, minucioso y completo. La cultura es contemplada como una forma global de vivir y de encarar la vida, como una manera de ser en el mundo (Williams, 1976). Podemos mencionar los hábitos gastronómicos, la moda en el vestido, la decoración de la casa, las actividades que se realizan durante las vacaciones, etc. El estilo de vida incluye todas estas manifestaciones y el modo particular de llevarlas a cabo, que pueden alcanzar un alto nivel de sofisticación y una alta carga simbólica. Por ejemplo, el vestido y las formas de comportamiento externo transparentan, con más o menos claridad, la condición social de las personas: la edad, el sexo, la clase y el origen social y la profesión. Los miembros de un grupo se pueden reconocer fácilmente entre ellos por su aspecto externo (y distinguirse de los otros grupos). El vestido es, quizás, el elemento de identificación principal, que generalmente se corresponde con unos hábitos, unas formas de comportamiento y un lenguaje corporal. La ropa, pues, no sirve solamente para tapar y proteger al individuo, sino que también sirve para adornarlo y distinguirlo. El vestido tiene esencialmente una función de reconocimiento, tanto dentro del grupo como de cara a los extraños, de tal manera que mediante el tipo de ropa es relativamente fácil —sobre todo en las sociedades tradicionales— (re)conocer la clase e, incluso, la profesión que ejerce un individuo. El estilo de vida está muy condicionado a las actividades que se realizan en el tiempo libre y se refleja, por ejemplo, en el tipo y en la estructura del gasto familiar. Generalmente nuestros hábitos de consumo y de gasto están en cierta correspondencia con nuestra posición en la estructura de clases sociales. También depende de la situación económica y de las expectativas de futuro. Por ejemplo, en un contexto de crisis las personas adoptan generalmente comportamientos más prudentes y austeros. La visita a determinados comercios o el consumo de productos de marca blanca, por ejemplo, puede indicar con bastante precisión el estatus social que tenemos o la posición a la que aspiramos. El estilo de vida se conforma especialmente durante los años de la infancia y está muy vinculado a un determinado habitus familiar. Sin embargo, el estilo de vida evoluciona y se transforma a lo largo de todo el ciclo vital. En algunos casos de manera más intensa que en otros. De manera más o menos consciente. Hacer un estudio de los estilos de vida en nuestra sociedad no es sencillo. A pesar de la importancia notable que mantiene el factor «clase social», se constata un cierto eclecticismo y una mezcla notable de estilos. La heterogeneidad es muy grande y solo a partir de un proceso de observación muy minucioso podemos diseccionar los diferentes estilos de vida. 2. Consumo ostentoso y clase ociosa En las sociedades capitalistas es difícil conseguir una buena reputación y, más difícil aún, mantenerla durante toda una vida. Alain de Botton (2004) habla de la angustia por el estatus. Aunque aparentemente vivamos obsesionados por la riqueza o el poder, lo que realmente nos preocupa es perder el aprecio y el reconocimiento de los demás. Si nuestra posición en la escala social nos inquieta es que la idea que nos hacemos de nosotros mismos depende también de cómo nos ven los demás. El estatus va ligado al respeto y la consideración social de un individuo. Es habitual decir que una persona que ocupa un estatus o una posición social destacada es «alguien» y que quien está en la situación contraria no es nadie (en castellano diríamos que es un «don nadie»); también podemos castigar a una persona mediante el desprecio o la indiferencia (en castellano llamaríamos «ningunear»). La opinión de los demás es importante. Detrás del hecho de querer significarse hay el afán y el deseo de lograr la aceptación. En los círculos íntimos nos angustia la posibilidad de perder el apoyo de las personas más cercanas y más significativas. En la vida pública nos inquieta más bien la posibilidad de perder la reputación. El peor castigo que puede recibir un individuo es la ignorancia y el ostracismo social. Como señala William James (1890): «Si fuera posible físicamente, no se podría concebir castigo más diabólico que dejar que una persona pasara absolutamente desapercibida para todos». Los miembros de la burguesía no tienen, al nacer, ningún carácter esencialmente diferenciado. En las sociedades liberales prevalece el principio de igualdad de oportunidades. ¿Qué permite, sin embargo, a los burgueses distinguirse socialmente? Thorstein Veblen fue el primer economista que, más allá del análisis económico convencional, habló del consumo relacionado con el afán de presunción y de distinción social por parte de los miembros de esta clase privilegiada. Hasta entonces, los economistas relacionaban el consumo solo con la satisfacción de las necesidades materiales básicas para vivir (el consumo estaba subordinado a la producción). En The Theory of the Leisure Class (1899), Veblen considera que el consumo responde a una profunda inquietud social y psicológica. La pregunta es: ¿qué puedo hacer yo para mejorar mi imagen y reputación social? La teoría de la clase ociosa es un retrato histórico de las formas de vida de ciertas familias de la alta burguesía norteamericana a finales del siglo XIX. Veblen explica magistralmente las formas de ostentación y presunción social, y pone de manifiesto la sutileza y complejidad del tema. Veblen subraya la importancia de algunos factores particulares que inciden en el fenómeno de la distinción. Cualquier gasto que contribuya de manera efectiva a la buena fama del individuo generalmente se debe hacer en cosas caras y superfluas. La fama se fundamenta principalmente en la propiedad y la riqueza, y se expresa mediante la ostentación de tiempo (la ociosidad) y las formas de consumo (consumo conspicuo). El consumo no ha sido nunca solo al servicio de la satisfacción de las «auténticas» necesidades humanas, sino que también sirve para incrementar el estatus y el prestigio social. Veblen considera que a finales del siglo XIX la clase ociosa estaba en condiciones de imponer las formas de comportamiento que la caracterizan, sus gustos y, en definitiva, todo lo que constituye el estilo de vida como un modelo de referencia a seguir o a respetar por parte del resto de las clases sociales. Las observaciones de Veblen son muy pertinentes para analizar el comportamiento de los individuos en una sociedad de consumo y son especialmente adecuados para explicar el comportamiento de los nuevos ricos, que es un comportamiento universal: lo encontramos en todos los países avanzados y, de manera singular, en los llamados países emergentes (como Brasil, Rusia, India, China, etc.). El consumo de objetos de lujo, que no tienen ninguna utilidad aparente, deviene socialmente honorable, como signo de proeza y prenda de dignidad humana. El consumo llega a ser honorable por sí mismo, especialmente cuando se refiere a las cosas más caras y más deseadas. Es en la medida en que los bienes son costosos que consumir se considera un hecho noble y honorífico; inversamente, la imposibilidad de disponer de ellos en la cantidad y calidad necesarias puede convertirse en un signo de inferioridad y de demérito. Como señala Veblen: un traje barato es lo que hace un hombre barato. Para ganar y conservar la estima de los hombres no es suficiente con tener poder y disponer de riqueza. Es necesario que esta riqueza sea exhibida y puesta de manifiesto, porque la estima social solo es otorgada ante su evidencia, y la demostración de la riqueza no solamente sirve para impresionar a los demás, sino que es útil, lógicamente, para mantener la autoestima. La lógica que rige la apropiación de los bienes como objetos de distinción no es solo la de la satisfacción de necesidades, sino la de la escasez de estos bienes y la imposibilidad de que otros los tengan. Se trata —como más adelante diría el economista británico Fred Hirsch (1977)— de bienes posicionales que no todo el mundo puede consumir al mismo tiempo y que colocan a sus consumidores en una posición de ventaja relativa. Son bienes, como las propiedades especialmente bien situadas, por los que hay una fuerte competencia, lo que hace que aumente el precio. Las formas más llamativas de ostentación social tienen que ver con un proceso más o menos artificioso de creación o recreación de la identidad en el que se hacen destacar unos atributos considerados positivos. Esta situación se produce, sobre todo, cuando hay una situación de incongruencia de estatus. Es decir, cuando hay (o se cree que hay) un desequilibrio entre la posición social que alguien ocupa y el respeto y la consideración social que ese alguien merece, cuando menos, en determinados ámbitos. El nuevo rico es objeto de burla o de escarnio social. Se ve despreciado y ridiculizado por parte de los sectores populares que, a menudo, tienen un sentimiento ambivalente de desdén y de envidia hacia los hombres de éxito. El desprecio existe también entre los mismos burgueses y, sobre todo, entre los miembros de la burguesía tradicional, la que a menudo adopta formas de comportamiento más austeras y más discretas. 3. Cazadores de estatus El estatus social hace referencia a la posición social que ocupa un individuo y que puede conllevar un determinado reconocimiento social. El término estatus proviene de la palabra latina statumen, ‘posición’ (participio pasado del verbo stare, ‘estar de pie’). En sentido estricto, la palabra hace referencia a la posición jurídica o profesional que un individuo ocupa dentro de un grupo social; en un sentido más amplio, se refiere al valor o la importancia que tiene un individuo ante los demás. Max Weber definió la posición de estatus (Ständische Lage) como la posición que se ocupa dentro de la estructura social. Esta posición implica una cierta consideración —o desconsideración— en términos de reputación y de estima social. El reconocimiento social, sin embargo, es muy relativo, dado que depende de unas circunstancias cambiantes y de un sistema de valores culturales que evolucionan históricamente. Dentro de la tradición sociológica, el concepto de estatus tiene una importancia indiscutible. Sin embargo, debe considerarse con cierta cautela, ya que es un concepto ambivalente que no siempre se entiende de la misma manera. Para algunos estudiosos el estatus se identifica con la posición social del individuo; para otros, en cambio, el estatus se relaciona con el prestigio y el reconocimiento social. A menudo se confunden ambos significados. Actualmente, el estatus social de un individuo depende, sobre todo, de su empleo. ¿Qué criterios, sin embargo, se deben tener en cuenta para evaluar la importancia social de un empleo? Los criterios pueden variar de un país a otro, pero los más importantes para evaluar un empleo son los siguientes: la importancia de la tarea profesional; los conocimientos y la inteligencia necesarios para ejercerla; la autoridad y la responsabilidad inherente al trabajo; la dignidad o prestigio asociados a una profesión, y los ingresos obtenidos por el empleo (Packard, 1965). Es cierto que a menudo la posición social se expresa y se acredita mediante un determinado nivel de consumo y lo que podríamos considerar un estilo de vida apropiado, pero este solo se puede mantener a lo largo del tiempo gracias a una posición económica sólida y una fuente de ingresos estable. Existe el peligro de hacer una lectura muy reduccionista o utilitarista de la obra de Veblen. El mismo Veblen era consciente de que para alcanzar un alto nivel de distinción no bastaba con hacer ostentación de la riqueza material. También era importante la educación, la sensibilidad, las formas de comportamiento y, en definitiva, las buenas maneras. El refinamiento de los gustos y este cultivo de la sensibilidad estética, que acompañan al comportamiento, requieren mucho tiempo y dedicación y, al mismo tiempo, no son accesibles a las personas que tienen que destinar buena parte de su esfuerzo y su energía al trabajo. Veblen fue el primer economista que, más allá de la teoría económica convencional, habló del consumo ostentoso relacionado con el afán de presunción y de distinción social. Los gustos, el comportamiento y las formas de comportamiento han sido un importante vehículo de comunicación social. Mediante el consumo de determinados bienes de lujo las clases altas pueden comunicar y reafirmar su situación social. Sin embargo, la exhibición de la riqueza es una actitud característica del nuevo rico, que necesita afirmarse (y compensar su origen social humilde) mostrándola como si se tratara de un trofeo. 4. Habitus cultural Los gustos se encuentran en el corazón del estilo de vida de un grupo particular. Bourdieu considera que los gustos y las formas de comportamiento externo pueden actuar como un buen indicador para ubicar a las personas en su grupo social o la clase social de procedencia. Bourdieu considera que la persona distinguida es la que sigue de manera escrupulosa y de forma digna las formas y los modelos arquetípicos de conducta vigentes en su grupo de pertenencia. Las manifestaciones culturales y las afirmaciones del gusto no son, generalmente, el producto de una elección consciente y estratégica del individuo. El comportamiento cultural es el producto del habitus, que es una disposición «desinteresada» que impregna y da una coherencia formal a todas las formas de comportamiento, y orienta las decisiones que organizan la vida cotidiana de las personas. Habitus La noción de habitus surge en el contexto de una teoría general de la práctica y se convierte en un concepto clave para comprender las reflexiones de Bourdieu sobre la cultura. Bourdieu desafía la concepción humanista que —como se ha dicho— deviene demasiado restrictiva. Desde la perspectiva del autor francés, «cultura», en sentido amplio, comprende todo lo que se hace relacionado con un determinado habitus de clase y que engloba formas y estilos de vida. El habitus es como una segunda naturaleza de origen cultural que orienta las elecciones que uno hace relativas a la comida, al vestido, al mobiliario, los espectáculos de que goza el individuo. Asimismo el habitus impregna la manera de moverse, la manera de hablar y el gesto. Así pues, el fenómeno de la distinción no se refiere solamente al campo de las bellas artes y al de los gustos estéticos de tipo más refinado, sino que se extiende en un sentido amplio e impregna las formas de consumo y los estilos de vida de las diversas clases sociales. El habitus constituye un conjunto de disposiciones que inclinan a los agentes a obrar y reaccionar de una manera determinada. Así, el habitus (el gusto) se refiere al mismo tiempo a cierta capacidad de discernimiento y a una determinada manera de hacer las cosas con una gracia especial. Se puede definir el habitus, al modo de Bourdieu, como el sistema de disposiciones adquiridas (marca incorporada de la biografía social), que es a la vez principio generador de prácticas objetivamente clasificables y sistema de clasificación de estas prácticas. Las disposiciones que constituyen el habitus son inculcadas, estructuradas, durables, generativas y transponibles. Con este concepto, Bourdieu quiere conectar las estructuras sociales objetivas con los individuos sociales concretos como sujetos (Bourdieu, 1987). Estas disposiciones generan prácticas que son regulares, pero que no tienen por qué ser, necesariamente, el producto de acciones conscientes o gobernadas por una «regla». El habitus es el conjunto de esquemas de percepción, de apreciación y de acción inculcados por el medio social en un momento y en un lugar determinados; es decir, es un conjunto de disposiciones socialmente adquiridas mediante el aprendizaje. Es una manera de ser interiorizada según la posición que se ocupa en el espacio social y que acaba organizando tanto la percepción como la generación de las prácticas culturales. Bibliografía Botton, A. de (2004). Ansiedad por el estatus. Madrid: Taurus. Bourdieu, P. (1988). La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus. Heath, J.; Potter, A. (2005). Rebelarse vende. El negocio de la contracultura. Madrid: Taurus. Hirsch, F. (1977). The Social Limits to Growth. Londres: Routledge & Kegan. James, W. (1989). Principios de psicología. México: Fondo de Cultura Económica. Packard, V. (1965). Los buscadores de prestigio. Buenos Aires: Eudeba. Sombart W. (1979). Lujo y capitalismo. Madrid: Alianza. Veblen, T. (1944). Teoría de la clase ociosa. México: Fondo de Cultura Económica. Weber, M. (1969). Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica. Capítulo XI De la contracultura a las culturas creativas Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull La palabra «contracultura» presenta una relación de familiaridad con otros términos como «subcultura», «underground», «cultura alternativa», «vanguardia», etc., que forman parte del mismo campo semántico. El objetivo de este capítulo es conocer las raíces históricas de esta cultura contestataria que se forjó en los años sesenta y que ha incidido fuertemente en la configuración de las «culturas creativas» de principios del siglo XXI. Se trata de una cultura protagonizada por los bobos (bourgeois y bohemian) que son el producto de una curiosa mezcla entre los valores burgueses y la bohemia contestataria de finales de los sesenta. Al hablar de «contracultura» la memoria nos traslada a las revueltas juveniles y los movimientos de protesta que marcaron la segunda mitad de la década de los sesenta. Hay que interpretar estas protestas como un movimiento de ruptura contra los valores y principios que fundamentaban el mundo industrial de los «tiempos modernos». Las revueltas del año 68 pusieron de manifiesto la crisis de legitimidad del sistema capitalista. El mismo año 1968, el filósofo norteamericano Theodore Roszak publicó The Making of a Counter Culture, libro que se convirtió en un manifiesto generacional que otorgaba un protagonismo a la juventud como creadora de una cultura alternativa y que con el tiempo se convirtió en la obra de referencia sobre el tema. El Mayo del 68 fue, en buena parte, producto de un conflicto generacional que puso de manifiesto una crisis muy profunda en los sistemas de valores. A pesar de la diversidad de situaciones, las revueltas del 68 se produjeron de manera diversa y simultáneamente en las principales capitales del mundo industrial: París, San Francisco, México, Berlín, Praga, Barcelona, Tokio, etc. Estas revueltas fueron procedidas por la eclosión del movimiento hippy en la costa Oeste de Estados Unidos. Los conflictos más vivos fueron protagonizados por jóvenes universitarios. La juventud emerge como un nuevo actor histórico que toma el relevo, en buena medida, de la clase trabajadora como sujeto revolucionario en la primera mitad del siglo XX (Feixa, 2001, pág. 39). 1. La juventud como nuevo sujeto revolucionario El movimiento hippy fue protagonizado, sobre todo, por jóvenes de origen burgués que propugnaba un rechazo radical de los valores y principios del mundo industrial. La forma de vida hippy proponía una «definición de la situación» diferente y opuesta a la que se había mantenido como legítima en la sociedad de clase media norteamericana: «una isla de significados desviacionistas en el mar de la propia sociedad» (Hall, 1970, pág. 11). El movimiento hippy repudiaba los valores burgueses: una forma de vida orientada a conseguir el éxito, el poder y el dinero. Los miembros de la comunidad hippy propugnaban una «fuga» de la sociedad convencional, una mitificación de los valores espirituales (a menudo de origen oriental), el culto al amor y a la unidad fraternal. La parte más consciente y comprometida de la juventud rechazaba el legado cultural y el mundo heredado de sus padres. La atmósfera hippy se convirtió en un referente, un modelo, una vanguardia consciente para una juventud inquieta y contestataria. Sin embargo, la perspectiva del tiempo nos hace ver que algunos principios y actitudes rebeldes, y sobre todo algunos elementos estéticos del movimiento han sido plenamente asimilados por la sociedad capitalista. La contracultura es contraria a las convenciones burguesas oficiales y se declara abiertamente anticonvencional y anticonsumista. En Rebelarse vende, Heath y Potter constatan que junto a los procesos de masificación y estandarización de determinados productos y pautas de consumo, hay procesos que van en el sentido inverso y buscan la diferenciación mediante determinados productos singulares. La contracultura en contra del conformismo típico de la «sociedad masa» y ha estimulado formas de consumo y de comportamiento plenamente diferenciado: «Por lo tanto, la rebeldía contracultural que rechazaba las normas de la sociedad ‘tradicional’ se convirtió en un importante símbolo de distinción. Ser un ‘rebelde’ constituía una nueva categoría transicional. ‘Atrévete a ser diferente’, nos dice constantemente la publicidad.» Heath, J.; Potter, A. (2005) En una sociedad que premia el individualismo y desprecia el conformismo, el movimiento contracultural y la estética underground han inspirado muchas campañas publicitarias.1 Paradójicamente, esto ha estimulado un nuevo tipo de consumismo individualista que, a menudo, raya el esnobismo social. 2. La dialéctica entre ortodoxia y heterodoxia El término contracultura es relativamente reciente, pero en todas las épocas de la historia se han producido movimientos «heterodoxos» de respuesta y de rechazo contra las creencias, los valores y las normas imperantes. Así, la palabra contracultura va asociada a los movimientos de revuelta de mayo del 68, pero las corrientes de carácter subversivo y los conflictos entre ortodoxos y heterodoxos han sido una constante a lo largo de la historia. La importancia de los movimientos heréticos o heterodoxos se hace patente, de una manera muy clara, en el campo del arte. Las vanguardias artísticas de principios del siglo XX provocaron una ruptura radical con la tradición heredada. Las controversias que hay en el mundo del arte han generado una tensión (más o menos permanente) entre los partidarios de la ortodoxia oficial y los que plantean posiciones heréticas. La evolución y transformación cultural es, en buena parte, producto de esta tensión constante. Los movimientos de vanguardia comportaron una rotura de los convencionalismos del arte académico y del clasicismo. Gran parte de estos movimientos rechazan también la estética burguesa y el esteticismo, lo que tradicionalmente se ha llamado buen gusto, entendido como conjunto de valores de las clases privilegiadas reforzados por el sistema educativo y la llamada alta cultura. También ha supuesto un menosprecio de los gustos populares y de la tentación del kitsch. La crítica hecha por las minorías vanguardistas han tenido un efecto de choque y menudo ha sido motivo de escándalo y controversia. El espíritu de las vanguardias artísticas incide, en buena parte, en el espíritu contracultural de la segunda mitad de siglo. La contracultura se puede manifestar de maneras diferentes en todas las sociedades y especialmente en momentos convulsos en los que se anuncian cambios profundos. La contracultura propone un discurso de crítica del poder. Sin embargo, en el momento en que se acepta una propuesta que proviene de la contracultura, esta entra a formar parte de la cultura compartida (lo que Berger llama «un mundo dado por supuesto») y pierde, en buena parte, su carácter subversivo. 3. La contracultura: una cultura a la contra La contracultura hace referencia a movimientos culturales que surgen como un subproducto o como la respuesta a una cultura dominante. Los términos usados para describir la contracultura son bastante significativos: protesta, contestación, rebelión, revolución, conflicto generacional, marginalidad, etc. La contracultura se caracteriza por el rechazo del mundo actual.2 El rechazo a la cultura dominante, sin embargo, se acompaña generalmente de una propuesta de un modelo alternativo. La contracultura no es de hecho un movimiento contrario a la cultura, tal vez sería más apropiado definirla como «una cultura a la contra». Es decir, se trata de un movimiento sociocultural que va a contracorriente y que también expresa a menudo unos valores afirmativos. Los partidarios de la contracultura sienten una profunda necesidad de reafirmarse en contra de los valores dominantes. Es por ello que estos grupos elaboran una serie de señales de distinción y de diferenciación social. En este proceso los elementos simbólicos y las formas de tipo ritual alcanzan una importancia extraordinaria. La mayor parte de las contraculturas tienden a dramatizar, mediante el gesto y la palabra, la brecha que existe entre el mundo propio y el mundo de los otros (Hall, 1970, pág. 15). Es la manera que tienen las comunidades de celebrar los momentos álgidos de una vida en común. 4. La subcultura: una cultura alternativa La subcultura y la contracultura son términos afines. La frontera que los separa es muy delgada y a menudo queda desdibujada, por lo que si bien es fácil hacer la distinción a nivel teórico, a menudo en la práctica se confunden. Así, mientras que las subculturas pretenden afirmar la autonomía cultural (al margen de la cultura oficial), los movimientos contraculturales se afirman negando el derecho de la cultura oficial a existir. Por ejemplo, dentro de la tradición de los estudios culturales británicos se considera que la contracultura está protagonizada por jóvenes procedentes de la clase media que rechazan la cultura burguesa de sus padres. Las subculturas, en cambio, son los estilos de vida y las formas culturales encarnadas por los jóvenes procedentes de la clase trabajadora. Destaca, dentro de esta tradición, el estudio Subculture. The Maining of Style, de Dick Hebdige (1979), sobre las subculturas británicas de los años sesenta y setenta. Según Hebdige, los jóvenes de origen obrero se rebelaban contra el pudor luterano de los padres y exhibían un afán consumista y un profundo sentido de libertad. Entonces se produjo una gran eclosión de grupos juveniles, como los teds, los mods, los rastas, los punks, que tenían en la moda y la música la principal seña de identidad.3 La juventud británica de origen obrero convirtió ciertos símbolos y estilos de vida, importados de Estados Unidos, en un referente o un modelo a seguir para amplios sectores de la juventud. Hebdige compara las subculturas juveniles con los movimientos vanguardistas de principios del siglo XX, sobre todo el dadaísmo. Los grupos mencionados aparecen como movimientos estéticos innovadores y anticonvencionales, y profesan como valor esencial «la vida como arte». La subcultura se sustenta en la existencia de comunidades autónomas, con una fuerte personalidad y que conforman una cultura aparte (con un sistema propio y valores, normas y creencias). Las comunidades que provienen de la subcultura no necesitan contraponerse constantemente a una cultura oficial. Las subculturas pueden constituirse de forma relativamente fácil en las sociedades plurales y diferenciadas, y llevar una vida independiente. Contribuyen al pluralismo de la sociedad y en algunas ocasiones pueden llegar a erosionar la cohesión social. La pervivencia de estas comunidades alternativas depende de la capacidad de mantener unas formas de vida relativamente independientes del sistema económico capitalista. Esto significa, al mismo tiempo, crear organizaciones autogestionadas y de economía autosuficiente que sean viables a medio y largo plazo. Finalmente, la subcultura entendida como una cultura marginal enlaza con la cultura underground (con la que comparte el mismo origen histórico). El término underground nació a principios de los años sesenta y hace referencia a un conjunto de fenómenos comunicativos que tienen por objeto promover un cambio radical de sensibilidad: el nuevo periodismo de Tom Wolf (1976), las publicaciones alternativas, las películas, etc. Sugiere una forma cultural clandestina y subterránea que tiene el objetivo de efectuar una especie de conspiración lenta y, al mismo tiempo, radical en contra de la cultura oficial y dar paso a una nueva cultura (Maffi, 1972). 5. Las culturas creativas. Fusión entre burguesía y bohemia En la década de los setenta y del noventa se produjo una espectacular transformación cultural en la sociedad norteamericana. La vieja oligarquía de raíz protestante empezó a decaer. Irrumpieron con fuerza los miembros del baby boom que, al terminar la universidad, accedieron a puestos de trabajo importantes. Al llegar la década de 1990, cuando este grupo ya había alcanzado la hegemonía, lograron transformar la sociedad (Heath y Potter, 2004). El mejor retrato periodístico de esta nueva clase emergente lo ha hecho el escritor norteamericano David Brooks. En su libro Bobos in Paradise (2001) describe la forma de ser y el estilo de vida de estos nuevos yuppies (a caballo entre los informales hippies de los años sesenta y los ambiciosos yuppies de los años ochenta). Más adelante, Richard Florida trata el tema de las «clases creativas» mencionando al mismo grupo social.4 Brooks reconoce que en el pasado era bastante sencillo distinguir entre el mundo burgués capitalista y la contracultura bohemia. Eran dos mundos diferentes y contrapuestos. Los burgueses trabajaban para grandes empresas, vestían de gris y a menudo iban a la iglesia. Los bobos, en cambio, aparecen como una nueva clase social híbrida, producto de la fusión entre la antigua burguesía conservadora (bourgeois) y la bohemia (bohemian) que protagonizó la revuelta libertaria y contracultural de los años sesenta. Los bobos se han convertido en un referente para las nuevas clases dominantes. A los bobos les gustan las cosas refinadas, pero rechazan el consumo de objetos de lujo y cualquier forma de ostentación banal. Dedican el tiempo de ocio a cuidarse a sí mismos y hacer «cosas útiles». Su estilo de vida se caracteriza por la simplicidad y la exigencia. Visten con ropa de calidad, pero de manera informal. Son un tipo de «intelectuales del consumo» y prefieren comprar en los mercados más exquisitos de la ciudad: «Tienen dinero sin ser avariciosos; se llevan bien con sus padres sin ser unos conformistas; han llegado arriba sin menospreciar descaradamente a los de abajo; han logrado el éxito sin atacar con actitudes rancias el ideal de la igualdad social; llevan una vida holgada sin caer en los viejos tópicos del consumo conspicuo». Es el caso, por ejemplo, de los «jóvenes» multimillonarios como Bill Gates, procedentes del mundo de la informática, que nunca llevan traje y corbata. Los bobos están plenamente integrados en la sociedad de la información, pero tienen una debilidad por los objetos tradicionales. Dan mucha importancia a los pequeños detalles. Los gustos de los bobos van muy ligados a la satisfacción de las necesidades diarias: dan una importancia especial a la comida, al vestir y al mobiliario. Les gusta vivir en lofts ubicados en barrios residenciales cerca de espacios naturales o de zonas verdes. Hacen de sus cocinas grandes y bien equipadas el centro del hogar. Les gusta escoger escrupulosamente la calidad de los alimentos. Les encantan, por ejemplo, los productos orgánicos, de cultivos biológicos y animales de cría. En cuanto a la decoración, buscan siempre piezas únicas, casi de coleccionista, portadas de cualquier rincón del mundo. Y cada objeto de decoración expuesto en su casa corresponde «un hallazgo» personal y único, que ayuda a reflejar su personalidad y un sabor un poco excéntrico, pero refinado. Los bobos constituyen una élite global originaria de los Estados Unidos de América, pero que se ha extendido a todos los países del mundo occidental. Según Brooks a principios de siglo XXI había cerca de diez millones de hogares estadounidenses que ingresaban más de cien mil dólares anuales. Esta es la base social de los bobos. La capacidad de seducción de esta nueva burguesía radica en su espíritu aparentemente contradictorio: son a la vez rebeldes y conservadores, contraculturales y tradicionales, bohemios y burgueses. Los bobos sintetizan la ambición y el éxito económico de la burguesía convencional y la creatividad, el inconformismo y los valores de la bohemia. Producto de esta fusión ha creado una bohemia ilustrada, hedonista, burguesa, basada paradójicamente en el trabajo y el talento. Se trata de una nueva clase híbrida que ha sabido integrar los valores de dos grupos culturalmente contrapuestos y que Daniel Bell (1978) supo describir magistralmente en su obra Las contradicciones culturales del capitalismo. El retrato del bobo Prioriza el trabajo y el éxito profesional y, al mismo tiempo, presume de mantener un espíritu inconformista e insumiso. Es un profesional altamente cualificado (que goza de un alto nivel de ingresos), pero que, paradójicamente, parece que no da demasiada importancia al dinero. Le gustan las cosas refinadas, pero rechaza el consumo de objetos de lujo y cualquier forma de ostentación que considera banal. Como señala Vicente Verdú (2002), «el amor al lujo es vulgar, mientras que la atención a la necesidad es elegante». Brooks hace un retrato preciso del estilo de vida de este grupo en un momento determinado del tiempo, pero no tiene suficientemente en cuenta las bases económicas que explican su importancia. La obra de Richard Florida sobre las clases creativas nos ayuda a completar el retrato que Brooks hace de los bobos. Las clases creativas A partir de los años ochenta del siglo XX aparece una «clase social» emergente, formada por personas asalariadas de características muy diversas, pero que a diferencia de la antigua clase trabajadora —que debía limitarse a recibir y a ejecutar órdenes— destacan por la iniciativa y la capacidad creativa. Las clases creativas están formadas por individuos talentosos que trabajan en ámbitos muy diversos y que tienen como principal reto resolver problemas utilizando la imaginación y el ingenio. Las clases creativas constituyen una nueva élite dirigente. Mientras que la antigua clase acomodada estadounidense estaba formada básicamente por blancos, anglosajones y protestantes (los famosos WASP), los jóvenes rompedores conforman una «clase culta», de origen universitario, que ha conseguido su poder ascendente gracias al talento. El prestigio y el poder ya no lo acapara la vieja burguesía de raíces protestantes, sino los jóvenes informales, creativos y que mantienen vivo el espíritu inconformista y contestatario de la bohemia. Son de talante liberal en los asuntos políticos, pero conservadores en cuestiones económicas. Por instinto los bobos son contrarios al establisment, pero actualmente conforman el nuevo establishment. La clase creativa es una nueva clase socioeconómica que —según Richard Florida (2002)— se ha convertido en uno de los principales motores del desarrollo regional y del crecimiento económico en los países más avanzados. La clave del desarrollo económico en un mundo globalizado no se encuentra en los recursos naturales, ni en la disponibilidad de mano de obra, ni siquiera en los recursos financieros, ni en el patrimonio heredado o en el hecho de tener acceso a las últimas tecnologías, sino en los recursos creativos de los territorios. En aquellas ciudades o regiones donde se concentra la creatividad es donde se observa un fuerte auge de las «industrias creativas». Los miembros de este colectivo emergente eligen el lugar de residencia en función de las oportunidades de ocio y de trabajo. En la actualidad un código postal nos dice mucho más sobre el estatus social de una persona que su linaje o el árbol genealógico. Las industrias creativas incluyen: «La publicidad, la arquitectura, el arte y las antigüedades, el diseño, la moda, el cine, los videojuegos, la música, las artes expresivas, la edición, el software, la televisión y la radio». El gobierno del Reino Unido, en el documento Creative Industries Mapping Document, define las industrias creativas como aquellas industrias que tienen su origen en la creatividad, las habilidades y el talento individuales, y que tienen un potencial para la creación de riqueza y puestos de trabajo mediante la generación y la explotación de la propiedad intelectual. Dentro de este grupo social hay profesionales de perfiles muy diferentes que provienen de sectores de actividad diversos, como son —por ejemplo— la sanidad, la investigación científica, la ingeniería, la informática, los negocios y las finanzas. Se trata de científicos, ingenieros, profesores universitarios, músicos, diseñadores o arquitectos, cuya función económica es desarrollar nuevas ideas, nuevas tecnologías o nuevos contenidos culturales. Se considera que en los Estados Unidos esta clase puede llegar a representar cerca de un tercio de la población activa y su nivel de productividad es alto o muy alto. El sector creativo ha transformado el entorno cultural y económico en los últimos veinte años (Heath y Potter, 2005). Como sucedió con la oligarquía de décadas pasadas, este poderoso grupo marca la pauta al conjunto de la sociedad. En una economía capitalista moderna, el talento —vinculado a la cultura y a la educación— es más importante que el estatus y los contactos sociales. Entre los miembros de las clases creativas se hace difícil distinguir entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio, dado que, a menudo, los miembros de las clases creativas aprovechan el tiempo libre para reflexionar y encontrar solución a sus retos y preocupaciones profesionales o, simplemente, para hacer deportes o esparcimiento que les permita liberarse del estrés en el trabajo. Constituyen una especie de clase activa y dinámica que contrasta con la clase ociosa tal como la había descrito Veblen. No hacen nada para pasar el rato o para matar el tiempo. Las élites económicas del siglo XXI comparten gustos y un estilo de vida bastante austero que los alejan de los hábitos de consumo más ostentosos de las élites tradicionales. La discreción es un rasgo de identidad definitorio. Además, el estatus y la identidad de estas personas proceden de una vida rica en experiencias y no en el goce de los bienes materiales. En muchos aspectos, el estilo de la clase creativa se puede resumir en una búsqueda apasionada de experiencias. Y el tipo de experiencias que buscan refleja y refuerza sus identidades como personas creativas. Lo ideal es «vivir la vida», una existencia plena, intensa y de gran calidad. «Les gusta la cultura de la calle, una mezcla vibrante de cafeterías, músicos, pequeñas galerías de arte y restaurantes, donde cuesta distinguir los participantes de los observadores, la creatividad de los creadores.» Florida (2009) La transformación en el sistema de valores se expresa en el mundo profesional. Los miembros más dinámicos del mundo profesional ya no aspiran a lograr una profesión para toda la vida. La nueva bohemia acomodada aspira a tener un trabajo cool. Las oficinas de las empresas tecnológicas sugieren una nueva concepción del espacio. Los horarios son flexibles y la manera de vestir informal. Es la expresión de un nuevo talante y de un estilo de vida característico. Los «creativos» exigen un entorno laboral way y acogedor y no están dispuestos a trabajar en una ciudad gris y ordinaria. Aspiran a vivir en lo que se denominan comunidades cool, rodeados de personas afines. Capitalismo y tendencias cool La palabra cool es difícil de definir. Algunos autores prefieren no traducirla a la lengua castellana justamente porque al hacerlo perdería toda la gracia. Parecería algo guai. Además, su uso recurrente hace que todo el mundo la utilice para definir o identificar la práctica del uso cotidiano de miles de cosas diferentes. Malcolm Gladwell (1997) puntualiza que lo cool es abstracto e indefinido. No nos dice nada de las características concretas de lo cool (estas pueden cambiar en cualquier momento), pero sí que señala su trascendencia desde el punto de vista de la distinción social. La naturaleza escurridiza demuestra el carácter abstracto del concepto: «El truco es localizar primero a las personas cool y luego los productos cool, pero nunca al revés. Como la moda cambia continuamente, uno nunca sabe muy bien qué buscar». Por medio de las marcas expresamos quiénes somos y qué es lo que valoramos. Al consumir las marcas que están de moda, nos consideramos más cool. Se hace servir habitualmente para señalar actitud cultural vanguardista, alternativa y sofisticada. La persona cool es un esnob que se aparta deliberadamente de los miembros de la masa. Es único y no quiere que lo equiparen con los demás. En un artículo que se publicó en el New Yorker en 1997 titulado The coolhunter, Gladwell enumeraba las tres normas básicas asociadas al fenómeno cool. En primer lugar, «lo cool no corre, vuela». Es decir, en cuanto creemos que lo hemos descubierto, se nos escapa de las manos. En segundo lugar, «lo cool no sale de debajo de las piedras». Una empresa puede estar al tanto cuando sale una moda nueva, pero no puede iniciarse por sí misma. Finalmente, «hay que ser cool para saber distinguir lo cool». La difusión de cool sucede de la misma manera. Comienza con un pequeño grupo de individuos «innovadores» que son unos inconformistas congénitos, siempre pendientes de lo que hace, dice, se pone o utiliza una diminuta minoría de personas. A los innovadores los imita un grupo ligeramente mayor formado por los «primeros seguidores», que son lo que podríamos llamar los expertos en el cool. Y aunque el término suele aplicarse a personajes y objetos «culturales» (actores, escritores, músicos; zapatos, ropa, aparatos electrónicos), los partidarios de lo cool siempre han catalogado su propia conducta como un acto profundamente político. Los nuevos bohemios buscaban la creatividad, la rebeldía, la novedad, la capacidad de expresión, la generosidad espiritual y la experimentación. Ciudades como Austin, San Francisco, Seattle o Boston —por ejemplo— son ciudades creativas. Según Florida (2005), la ciudad creativa —donde los homosexuales, los inmigrantes y los bohemios se sienten como en casa— son los espacios más propicios para la creatividad. Es una ciudad abierta, dinámica y tolerante, motor de desarrollo y prosperidad. La fórmula del éxito económico de estas ciudades se resume en la triple T: tolerancia, talento y tecnología. Para atraer a los profesionales con talento ya no es suficiente que las empresas se instalen en contornos urbanos seguros, con una buena red de transporte, un entorno saludable (con aire puro y agua potable) y una amplia oferta de museos y galerías de arte. Para atraer al sector creativo es necesario, también, disponer de un buen sistema de reciclaje de residuos, una oferta diversa de cafeterías modernas, restaurantes vegetarianos y tiendas bien provistas de productos orgánicos. Por último, las principales críticas a la teoría de las clases creativas de Richard Florida apuntan, sobre todo, al carácter elitista de este «reducido» número de personas escogidas, que aparentemente tienen la clave del progreso y del futuro de las ciudades y de las regiones. Por otra parte, la noción de clases creativas es una especie de cajón de sastre donde conviven personas de toda condición. Desde una perspectiva sociológica, la clase creativa no es una clase social en sentido estricto. Bibliografía Barbieri, N. (2016). «El concepte indústries creatives i el seu impacte en les polítiques culturals i de comunicació». En: N. Barbieri; J. Clares y otros. Polítiques culturals i de comunicació. Barcelona: Edicions UOC. Bell, D. (1976). Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid: Alianza Universidad. Brooks, D. (2002). Bobos en el paraíso. Barcelona: Mondadori. Carrier, H. (1994) [1992]. «Contracultura». Diccionario de la cultura (págs. 173-175). Navarra: Verbo Divino. Feixa, C. (2001). Generació @. La joventut al segle XXI. Barcelona: Secretaría General de Juventud. Florida, R. (2002). The Rise of the Creative Class. Nueva York: Basic Books. Florida, R. (2005). Cities and the Creative Class. Londres: Routledge. Gladwell, M. (1997, marzo). «The Coolhunt». The New Yorker. Graña, C. (1964). Bohemian Versus Bourgeois: French Society and the French Man of Letters in the Nineteenth Century. Nueva York: Basic Books. Hall, S. (1970) [1969]. Los hippies: una contracultura. Barcelona: Anagrama. Heath, J.; Potter, A. (2005). Rebelarse vende. El negocio de la contracultura. Madrid: Taurus. Hebdige, D. (1979). Subculture: the Meaning of Style. Methuen: Open University. Maffi, M. (1972). La cultura underground. Barcelona: Anagrama. Savater, F.; Villena, L. A. de (1982). Heterodoxias y contracultura. Barcelona: Montesinos. Verdú, V. (2002) En: Brooks, D., (2002). Bobos en el paraíso. Barcelona: Mondadori. Williams, R. (1976). Keywords. Middlesex: Pelican. 1. La misma industria cultural ha tratado de apropiarse de los discursos contraculturales, de lucrarse con sus creaciones y de convertirlos en elementos de consumo generalizado, con lo cual ha neutralizado, en parte, el matiz contestatario. 2. Hervé Carrier (1994) considera que traer el programa de la contracultura hasta las últimas consecuencias tendría resultados funestos y podría comportar el fin de la civilización. 3. Hay que mencionar las aportaciones que hizo la sociología norteamericana al investigar la subcultura protagonizada por bandas juveniles relacionadas con el crimen y el delito. Como demuestran los estudiosos de la Escuela de Chicago, las bandas juveniles comparten algunos valores de la cultura dominante: el culto al dinero, el afán de consumo o la obsesión por el éxito. Intentan conseguir estos objetivos «legítimos» mediante una serie de instrumentos «ilegítimos» (Cohen, 1955). Sin embargo, los miembros de estas bandas comparten unos valores comunes, un profundo sentido de identidad y un manifiesto orgullo de pertenencia. 4. Cabe decir que las tesis principales de las obras de Richard Florida y David Brooks se basan en un libro clásico (y poco conocido), Bohemian Versus Bourgeois, de César Graña (1964), sociólogo estadounidense de origen peruano. Parte V De la cultura popular a la cultura digital Capítulo XII La cultura popular Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull La cultura popular se encuentra en el centro de muchas controversias sobre el conjunto de la cultura contemporánea. En Europa, tendemos a definir la cultura popular en contraposición a la llamada cultura de masas, que comprende la mayor parte de las formas de producción y consumo culturales de carácter industrial. Dentro de la cultura popular podemos destacar las celebraciones religiosas y las fiestas que en algunos casos tienen una vigencia extraordinaria en muchos pueblos y ciudades. Las manifestaciones deportivas —que forman parte de una nueva cultura popular mediatizada— también han adquirido una especial relevancia en las sociedades avanzadas (véase capítulo XVII). Paradójicamente, mientras que en Estados Unidos se relaciona la cultura popular con el mundo del cine, la radio y la televisión, en los países europeos, en cambio, se vincula con el folclore y la tradición: las fiestas y celebraciones, la música en vivo, las danzas tradicionales, los cuentos. La idea de que la cultura popular es una cultura de masas de origen norteamericano tiene un fuerte arraigo dentro de la tradición de los estudios culturales.1 1) Dualidad cultural. A lo largo de la historia se constata la existencia de dos culturas diferenciadas: una cultura de las élites (la cultura culta) y una cultura del pueblo. La cultura popular ha evolucionado a lo largo del tiempo y se ha transformado tanto desde el punto de vista de las formas como de los contenidos y medios de expresión. La cultura popular tiene un origen muy lejano. Según Batjin (1974), la cultura popular fue creada por el pueblo no ilustrado en la época medieval y de forma «autónoma» sin la tutela de las élites ilustradas. Surgió fuera de la corte y en el exterior de los muros de los monasterios y universidades. Peter Burke considera que es preferible definir, inicialmente, la cultura popular en un sentido negativo: «como una cultura no oficial», como la cultura de los grupos que no formaban parte de la élite. La cultura popular sería —en términos «gramscianos»— la cultura de las clases «subalternas». En su trabajo clásico Popular Culture in Early Modern Europe, Burke (1978) nos propone la siguiente definición: «La cultura es un sistema de significados, actitudes y valores compartidos, así como de formas simbólicas a través de las cuales se expresa o encarna una forma de vida». La cultura, en este sentido, forma parte de una manera de vivir, pero no es plenamente identificable con ella. La cultura popular incluye la cultura tradicional, de carácter agrario y propia de las clases populares anteriores a la era industrial. También se ha utilizado el mismo término para indicar la cultura de las clases populares urbanas de las primeras etapas de la Revolución Industrial. Estas clases estaban compuestas, a principios de la modernidad, por una multitud de grupos sociales más o menos definidos, de los cuales los más destacados eran los artesanos y los campesinos. Entonces eran los grupos que encarnaban y protagonizaban las formas de cultura popular. En las sociedades industriales era la clase trabajadora la principal protagonista de las manifestaciones de cultura popular, pero la «posmodernidad» ha supuesto una mayor complejidad de la estructura social, una fragmentación notable de la clase obrera y una pérdida notable de su sentido de identidad. No es sencillo hacer una definición de cultura popular sin caer en posiciones esencialistas. Al hablar de cultura popular es importante identificar los grupos que son protagonistas. Naturalmente la cultura popular ha evolucionado a lo largo del tiempo: han cambiado los actores protagonistas y se ha transformado tanto desde el punto de vista de las formas como de los contenidos y de los medios de expresión y comunicación. A pesar de estos cambios y transformaciones, la cultura popular es vigente, conecta con las formas de vida y está protagonizada por la gente. Cabe señalar la dificultad que conlleva etiquetar como «populares» determinados objetos y prácticas culturales dado que estos objetos pueden cambiar de significado y de importancia a lo largo del tiempo. El romanticismo contribuyó a dignificar la cultura popular y difundió, a la vez, una concepción idealizada de la misma: «La idea de cultura popular o Volkskultur surgió en el mismo momento y en el mismo lugar que la “historia cultural” en la Alemania de finales del siglo XVIII. Los intelectuales de clase media de esta época descubrieron las canciones y los cuentos populares, los bailes y los rituales, las artes y los oficios. Sin embargo, la historia de esta cultura popular se dejó en manos de anticuarios, folcloristas y antropólogos.» Burke (2006, pág. 32) Mientras que la tradición ilustrada (que se identificaba con un cierto humanismo y mantenía una actitud elitista) tendía a negar las posibilidades culturales del pueblo y rechazar los productos originarios de esta tradición, la concepción romántica, y la tarea de los primeros folcloristas, permitió (re)conocer por primera vez la importancia de todo lo que proviene del pueblo (Martín Barbero, 1987, pág. 15). El filósofo y crítico literario alemán Johann Gottfried Herder creía que la cultura proviene del alma del pueblo (Volksgeist). Fruto de la tradición romántica, se creó una especie de relato mítico que considera que la cultura popular surge del pueblo como expresión auténtica de sus modos de vida y de las inquietudes de un grupo, y, por tanto, radica en el corazón de los grupos sociales. Desde entonces, la idea de cultura adopta el significado moderno de una forma o un estilo de vida particular. 2) La gran ignorada. Aunque la cultura popular ha tenido un papel importante en la creación del Estado nación, ha sido la gran ignorada en los debates y las reflexiones realizados sobre la realidad cultural contemporánea. Este olvido no es casual. Está motivado, en parte, debido a que algunas formas o manifestaciones de la cultura popular han perdido vigencia. Por otro lado, la emergencia de los medios de comunicación social y la llamada «cultura digital» han eclipsado y colocado en un segundo plano algunas manifestaciones típicas de la cultura popular. Pero eso no es todo, también destaca la incapacidad de reconocer la realidad o la visibilidad de determinadas expresiones culturales. La visibilidad de la cultura popular viene dada, en todo caso, por la presencia de estas formas culturales en los medios de comunicación social o en el ciberespacio. En determinados círculos intelectuales existe cierta dificultad para reconocer el valor que tiene nuestro legado cultural y para recuperar la tradición. Por otra parte, hay una concepción romántica (idealizada y tradicionalista) de la cultura popular que impide entender y aceptar sus manifestaciones actuales. A continuación se expone la crítica a la noción de cultura popular tradicional. 3) Una cultura menor. En muchas ocasiones, como ya hemos indicado, se define la cultura popular en contraposición a la cultura culta. Se puede concebir la cultura popular en negativo, por defecto, como aquella cultura que no se deja meter fácilmente en lo que hemos definido como alta cultura (por ejemplo, se dice que la producción cultural propia de la cultura popular es anónima y se transmite mediante la oralidad, mientras que la alta cultura es una cultura escrita y de autor). Las obras y las prácticas culturales que no alcanzan los estándares mínimos de calidad requeridos para ser calificadas de alta cultura a menudo se incluyen en la cultura popular. En tal caso, la cultura popular sería una especie de cajón de sastre y una cultura en minúsculas. Se trata de una categoría teórica residual que hace referencia a una realidad cultural menor. En definitiva, el defecto de muchas definiciones de cultura popular es la tendencia a negar la dignidad de las formas culturales de origen popular: «En realidad, con el término impreciso de cultura popular, la gente “culta” de Occidente margina por mucho tiempo —y con frecuencia continúa haciéndolo— aquellas manifestaciones que escapaban a los criterios de su élite intelectual, a la historia oficial de la cultura y, en general, en el mundo de los libros, a los autores y la crítica. La identificación del libro con la cultura ha llegado a ser tan absoluta en países como el nuestro que “culto” equivale a “ser leído”, por lo que se considera “sin cultura” al no letrado e, incluso, aquel que sabe leer y escribir, pero que no ha accedido a los centros oficiales del saber». L. Díaz, G. Viana (2001, pág. 64) El defecto, pues, de muchas de estas definiciones es la tendencia a negar la dignidad de las formas culturales de origen popular. Huelga decir que las diversas formas de cultura popular tienen su carácter específico y merecen toda la atención como objeto de estudio científico (lo que no significa que deban mitificar o sobrevalorar sus contenidos). 4) Un pueblo plural. El sujeto de la cultura popular es el pueblo, aunque no es fácil precisar qué comprende la noción de «pueblo». ¿La cultura popular es una cultura común a todos? Desde una perspectiva histórica se constata un protagonismo creciente de la ciudadanía en la vida social y cultural. Sin embargo, es evidente que la noción de pueblo es un concepto abstracto y genérico que incluye o engloba diversos sectores de la población. En todo caso, al utilizar la noción de «cultura popular» debemos ser conscientes de que el pueblo no es una unidad culturalmente homogénea. Se constata la existencia de una realidad cultural plural y contradictoria, ya que el pueblo es también diverso y contradictorio. Así, pues, hay muchas culturas populares o muchas variedades de la cultura popular. 5) Una cultura viva. Al intentar situar la cultura popular en el tiempo y en el espacio, se tiende siempre a mirar hacia el pasado. Se tacha a la cultura popular de «tradicional» y se buscan sus orígenes en modos de vida arcaicos. Sin embargo, la cultura popular es una realidad vigente, en pleno proceso de transformación, que adopta múltiples fórmulas y que tiene su repercusión en los medios de comunicación convencionales y hace acto de presencia también en el ciberespacio. En realidad, la cultura popular no tiene la exclusiva de la tradición. Todas las sociedades crean sus tradiciones, que son un elemento inherente a todas las formas culturales. También la cultura mediática y la cultura digital generan sus rituales, ceremonias y conmemoraciones. El cine, por ejemplo, ha cumplido más de cien años de historia y nos ha dejado un legado de obras importantes. Por lo tanto, cuando hablamos de cultura popular no hacemos mención a una cultura «muerta». Se trata de un cultura viva y que conecta con las formas de vida de la gente. Lo que no es posible es que se mantenga como una realidad autónoma, pura y no contaminada, y que conserve intactas sus formas ancestrales. Es una realidad cultural que se transforma y evoluciona de acuerdo con el espíritu de los tiempos y está en contacto con otras formas de expresión cultural. Desde mi perspectiva, el principal defecto que presentan las concepciones tradicionalistas y mistificadoras de la cultura popular es que ignoran sistemáticamente la trascendencia social que tienen actualmente los medios de comunicación y de la cultura digital. Así, parece que la cultura de masas y la cultura popular sean dos realidades diferentes, independientes y completamente contrapuestas. Mientras que se considera que la cultura popular «arraiga en las formas de vida tradicional y crece —desde abajo— como la expresión y como producto autóctono forjado por el pueblo para satisfacer sus propias exigencias» (MacDonald, 1969, pág. 80), en cambio se considera que la cultura de masas es «artificial e impuesta desde arriba». Veamos ahora una definición actualizada de cultura popular dividida en siete puntos: 1) Se puede hacer referencia a la cultura popular como una cultura que tiene como actor protagonista al «pueblo». Al hablar de pueblo, sin embargo, debemos ser cautos y evitar una concepción mistificadora del mismo.2 2) En las fiestas y celebraciones de acceso libre «todos» están llamados a participar, ya sea como actores o como espectadores. El hecho de que no todo el mundo participe, no resta carácter público a las celebraciones. 3) Es una cultura que conecta con las formas de vida de la gente y que sirve, en muchas ocasiones, para solemnizar los momentos álgidos de una vida en común. El calendario festivo, por ejemplo, va unido a las celebraciones populares vinculadas tradicionalmente a los ciclos de la naturaleza. Sin embargo, no siempre tiene este carácter de solemnidad. También puede ser una cultura del espectáculo y el entretenimiento que tiene por objeto la diversión. En muchos países del mundo el carnaval, con su carácter transgresor, es la fiesta popular por excelencia. 4) La cultura popular se basa, generalmente, en la memoria de la gente y en la transmisión oral. No podemos olvidar, sin embargo, que en la sociedad actual normalmente tenemos memoria escrita (y también memoria digital) de la tradición cultural. A pesar del carácter tradicional de muchas de sus manifestaciones, la cultura popular también conecta a menudo con el mundo actual y está sujeta al cambio y la innovación. Por lo tanto, la cultura popular también se (re)inventa y evoluciona a lo largo del tiempo. 5) A menudo se contrapone la cultura popular en la alta cultura como si fueran dos realidades diferentes e incompatibles. No hay razones para pensar que la cultura popular no pueda ser en ciertas ocasiones una «cultura culta» (como sucede, obviamente, con la alta cultura) ya que también hay mecanismos de reconocimiento y de consagración de sus creadores y artistas. 6) Gran parte de los actos y celebraciones de la cultura popular se llevan a cabo, normalmente, en un espacio público abierto y tienen un carácter presencial. Mijail Batjin (1974), por ejemplo, sitúa el carnaval —la fiesta popular por excelencia— en la plaza del pueblo. Sin embargo, en ciertas ocasiones, los actos de la cultura popular son retransmitidos por los medios de comunicación o emitidos en directo por internet. Es necesario señalar que los medios de comunicación y las redes sociales tienen un protagonismo importante y configuran, en parte, la esfera pública en las sociedades avanzadas, por lo que la cultura popular es también a menudo una cultura mediática o mediatizada. 7) En la organización de estas fiestas y celebraciones participan diversos sectores de la ciudadanía. La iniciativa proviene generalmente de la propia ciudadanía o de instituciones (públicas o privadas), pero en la actualidad hay una serie de empresas o instituciones especializadas que se dedican a la preparación y promoción de celebraciones populares. Uno de los aspectos más característicos de la cultura popular es la participación y el protagonismo del público. La audiencia «tradicional» tiene un carácter presencial: está formada por el conjunto de los espectadores que llenan los estadios deportivos, los espectáculos y todo tipo de representaciones. La audiencia está localizada en el espacio y el tiempo. En este tipo de celebraciones, la coincidencia y el contacto entre «actores» y «espectadores» es muy vivo y constante. Este tipo de escenarios y situaciones persisten en la sociedad actual. Tradicionalmente, el concepto de audiencia se ha identificado con la (co)presencia de varias personas en un mismo lugar al mismo tiempo. Muchas representaciones o actuaciones artísticas —por ejemplo, los recitales de música— implican este carácter (co)presencial. Son manifestaciones de cultura viva en las que los intérpretes y los espectadores comparten un momento irrepetible. Por ejemplo, en el teatro las nociones de tiempo y de espacio son absolutamente determinantes. Los componentes de la compañía teatral convocan al público a que asista a un espacio concreto a una hora determinada. En el paradigma teatral, la coincidencia entre los actores y el público es absoluta. Si algún componente del público se ausenta en un momento de la representación a la que ha ido y vuelve al día siguiente no disfrutará exactamente del mismo espectáculo. Finalmente, la cultura popular persiste y persistirá dado que responde a necesidades muy profundas de la condición humana. Pueden cambiar algunos aspectos formales o de contenido, pero sobrevivirá adaptándose a los tiempos y las circunstancias. Bibliografía Bajtin, M. M. (1974). La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rebelais. Madrid: Alianza. Burke, P. (1991). La cultura popular en la Europa Moderna. Madrid: Alianza. Burke, P. (2006) ¿Qué es la historia cultural? Barcelona: Paidós. Díaz G.; Viana, L.; Sánchez Carretero, C. (2001). «Presentació del dossier: Cultura popular en la societat de masses». Revista d’Etnologia de Catalunya (núm. 19, págs. 6-17). Eco, U. (1988) [1965]. Apocalípticos e integrados. Barcelona: Lumen (V. O.: Apocalittici e integrati. Milano: Bompiani). Fiske, J. (1987). Television Culture. Londres: Routledge. Giddens, A. (2000). Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas. Madrid: Taurus. Hobsbawm, E.; Ranger. T. O. (1992). The Invention of Tradition. Cambridge: Front Cover. Cambridge University Press. Marín, E.; Tresserras, J. M. (1994). Cultura de masses i postmodernitat. Valencia: Edicions 3 i 4. Martín-Barbero, J. (1987). De los medios a las mediaciones (Comunicación, cultura y hegemonía). México: Gustavo Gili. Passeron, J. C.; Grignon, C. (1992) [1989]. Lo culto y lo popular (miserabilismo y populismo en sociología y literatura). Madrid: La Piqueta Storey, J. (ed.) (1994). Cultural Theory and Popular Culture: A reader. Hemel Hempstead: Harvester Wheatsheaf. 1. Los estudios culturales se centran prioritariamente en los usos de los medios de comunicación convencionales y las formas de recepción y apropiación social de la cultura. John Fiske (1987), sociólogo británico experto en medios de comunicación, en Television Culture, sostiene que la cultura popular «es aquello que hace la gente con los productos provenientes de la industria cultural». La cultura de masas sería, en cambio, el repertorio de productos culturales que se ofrece al gran público. 2. Al usar el término «popular» se debe rehuir la noción romántica del «pueblo». A menudo se utiliza como una realidad vaporosa, de dudosa demarcación y que se presta a un uso ideológico. Esta fragmentación social contribuye, sin duda, a diversificar aún más las expresiones de la cultura popular contemporánea. Se puede decir que, en realidad, hay muchas «culturas populares» o muchas variantes de «la cultura popular». La cultura popular, pues, es una realidad plural, compleja y contradictoria. Capítulo XIII La cultura mediática Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull «Las enormes mutaciones que la imprenta, es decir, la reproductibilidad técnica de la escritura, ha suscitado en la literatura son bien conocidas. Pero constituyen solamente un caso, aunque sin duda especialmente importante, del fenómeno que aquí consideramos a escala de la historia mundial.» Walter Benjamin (1937). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica La cultura de masas ha sido la forma característica de producción y de consumo cultural en las sociedades avanzadas. No es, sin embargo, la única cultura existente. La cultura de masas convive y rivaliza con las culturas de carácter tradicional, como la cultura popular, las culturas nacionales o la cultura humanista. Como ya apuntaron los autores de la escuela de Fráncfort, más allá de su trascendencia económica, la cultura de masas ha tenido una notable repercusión en el conjunto de la cultura: en el modo de producirla y de distribuirla, y ha facilitado nuevas formas de acceso y de participación ciudadana. La producción cultural moderna tiene, en último término, una especificidad propia que intentaremos aclarar más adelante. A pesar de que se tiende a situar el origen de la mal llamada cultura de masas1 en Estados Unidos a comienzos del siglo XX,2 tal vez sea más riguroso situarlo — como afirma John B. Thompson— en la invención de la imprenta en Europa y la posterior invención y desarrollo de la prensa, la fotografía, el cine, la radio, la televisión y el ordenador personal. Estos cambios acompañan al proceso modernizador y una serie de innovaciones que han sacudido el mundo de la cultura y han hecho que el vínculo entre cultura y comunicación sea cada vez más estrecho. 1. El «desanclaje» cultural La revolución tecnológica que se ha dado en la era industrial ha trastornado el mundo de la producción y la difusión cultural; ha contribuido a liberar la cultura de su servidumbre en un tiempo y un espacio concretos y ha hecho posible el nacimiento de nuevos espacios y, por tanto, de nuevas formas y nuevas oportunidades de participación y de acceso a la cultura. También ha hecho posible el nacimiento de nuevos públicos más o menos heterogéneos. Los medios de comunicación social a menudo vehiculan productos originarios de la alta cultura o de la cultura popular y contribuyen a su difusión o divulgación. Esto significa que los antiguos ámbitos públicos de participación cultural, de carácter más o menos restringido, se hayan visto desbordados y que una gran parte de la población pueda acceder a ellos mediante un consumo más discreto y muchas veces desde el propio hogar. También la emergencia de la cultura digital ciberespacio ha incrementado notablemente las posibilidades de acceso y de participación cultural. La revolución digital ha hecho que nos alejemos de la era de la «reproductibilidad técnica» y nos acerquemos a la época de la «simulación electrónica». La tecnología —por ejemplo— hace posible el disfrute de canales de televisión y de radio en cualquier territorio, y rompe lo que Benjamin llamaba el «paradigma teatral». Por ejemplo, personas físicamente muy distantes de Cataluña pueden escuchar la emisión en directo de un canal de radio emitido en catalán utilizando un ordenador conectado a internet. También muchas personas inmigrantes que viven en Cataluña pueden sentirse muy vinculadas a sus culturas de origen gracias a la televisión por satélite o internet. La experiencia sensible que proponen e implementan los new media representa, así, un movimiento de eliminación de las distancias y las fronteras convencionales. También favorecen un proceso de desterritorialización de las formas culturales. Se puede decir, pues, que las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) favorecen un proceso histórico de desanclaje cultural, iniciado ya hace muchas décadas y descrito como un proceso que consiste en «desvincular las relaciones sociales de sus contextos locales de interacción y reestructurarlas en intervalos espaciotemporales indefinidos». Giddens (2000, pág. 32) La cultura mediática es el resultado lógico de la introducción histórica de los medios tecnológicos de producción y de difusión cultural, así como de las nuevas formas de organización social del trabajo en la producción y difusión de los bienes simbólicos. Este hecho ha supuesto un paso decisivo que hizo posible reproducir los bienes simbólicos a una escala y una velocidad muy alta y con unos costes extraordinariamente bajos. La cultura mediática ofrece unas grandes posibilidades tecnológicas. Sin embargo, desde el punto de vista de los contenidos, no rompe con las culturas literarias anteriores. Como señala Edgar Morin (1966, págs. 33-34): «Los contenidos de la cultura impresa del siglo XIX confluyen en la cultura de masas del siglo XX» y, podemos añadir hoy, en la cultura digital del siglo XXI. Las novelas de folletín del siglo XIX dieron paso a las radionovelas de la primera mitad del siglo XX, en las teleseries de las últimas décadas del siglo XX y en las webs actuales (Briggs y Burke, 2002, pág. 12). Sin lugar a dudas, internet es un espacio apropiado para la (re)creación y difusión de estos contenidos culturales en el siglo XXI. Es lícito considerar que la cultura mediática ha sido la cultura popular global del siglo XX en los países avanzados. Es posiblemente la primera cultura «interclasista» que ha existido nunca, dado que no se trata de la cultura de una clase o de un grupo social específico, sino de una cultura que, en principio, se dirige a todos. La cultura mediática define un espacio de comunión y de consenso entre individuos de diversa categoría y procedencia social. Se trata de una cultura «global» que, en cierto modo, desafía las fronteras que delimitan los públicos locales o nacionales. Sin embargo, la cultura de masas no comporta solo un innumerable público común, sino que implica el desarrollo de muchos tipos de público, que —según la edad, el sexo, la clase, el nivel cultural— tienen gustos e intereses afines que la industria cultural pretende «colonizar». 2. La mirada de Walter Benjamin Las geniales intuiciones de Walter Benjamin recogidas en La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica (1937) constituyen un buen punto de partida para reflexionar sobre las nuevas formas de comunicación y cultura. Las técnicas de reproducción cultural posibilitan una creación destinada a un consumo masivo; los bienes culturales son reproducciones o copias de un original (aunque en ocasiones, como sucede en el caso del cine, no es correcto hablar propiamente de una copia original). Benjamin estudia la trascendencia de la revolución industrial en el campo de la producción y el consumo cultural. Analiza de qué manera las tecnologías de la comunicación contribuyen a transformar radicalmente la función social del arte y la cultura. La posibilidad de reproducir masivamente los bienes simbólicos mediante la técnica ha hecho posible que las cosas sean más cercanas y, al mismo tiempo, provoca una decadencia radical del «aura». Así, la aplicación de las nuevas tecnologías ha contribuido a cambiar profundamente la misma naturaleza de los productos culturales y de la experiencia estética. Ya la fotografía y el cine representaron cambios importantes en la naturaleza de la obra de arte. Actualmente todo está al alcance de nuestra sensibilidad, tantas veces como queramos y sin esfuerzo aparente (Berrio, 1993, pág. 26). Los nuevos medios técnicos de difusión y reproducción implican la ruptura de las antiguas coordenadas espacio-tiempo que configuraban unos ámbitos de consumo plenamente separados de los ámbitos de la vida cotidiana. El desarrollo de los sistemas de escritura y los medios técnicos como el pergamino y el papel aumentaron significativamente la reproducibilidad de las formas simbólicas y posibilitaron su almacenaje y perdurabilidad. La invención de la imprenta por Gutenberg en 1456 —que supuso el nacimiento de la era mediática— jugó un papel decisivo en este aspecto al hacer posible la repetición de mensajes escritos a una escala y una velocidad extraordinarias. Posteriormente, la introducción de una serie de inventos como, por ejemplo, la litografía, la fotografía, el gramófono y las grabadoras de casetes permitió fijar una serie de contenidos en unos soportes que hacían posible su reproducción. La imprenta cilíndrica a vapor de la década de 1830 hizo posible la edición de material impreso barato, principalmente periódicos y revistas, que satisficieron la demanda de la creciente población alfabetizada de las sociedades industrializadas. A partir de la década de 1920, los impresos fueron acompañados por el cine (1896), la radio (1922) y la televisión (1936) y supusieron una transformación radical de estas potencialidades. Ni que decir tiene, al iniciarse el siglo XXI, que las tecnologías de comunicación mediante nuevos medios (cable, satélite) y nuevas formas de codificación digital conllevan un incremento extraordinario de las posibilidades de grabación y de reproducibilidad culturales. 3. Cinco rasgos característicos de la cultura mediática La producción típica de la cultura mediática tiene, tal como expone John B. Thompson (1998, págs. 36-43), unas características determinadas. 1) La cultura mediática implica el uso de ciertos medios tecnológicos de producción y difusión cultural que hacen posible un cierto grado de fijación de las formas simbólicas sobre un determinado soporte material. Es decir, permiten registrar las formas simbólicas en un soporte material más o menos resistente. El grado de fijación de un mensaje en un determinado soporte depende de los medios específicos empleados (un mensaje grabado en piedra, por ejemplo, será mucho más duradero que uno escrito en un papel de fumar). 2) La cultura mediática implica la existencia de empresas o entidades que usan, por regla general, un soporte o medio tecnológico (technical medium) para producir formas simbólicas y transmitirlas al gran público. Los sistemas industriales de producción a gran escala permiten una producción de bienes destinados a un público «masivo». La cultura mediática es también el resultado evidente de la introducción de las nuevas formas de organización social del trabajo en la producción y difusión de los bienes simbólicos. 3) Los medios técnicos permiten un alto grado de «reproducibilidad» de los productos culturales; es decir, la posibilidad de crear múltiples copias de una obra cultural a partir de un diseño previo o de un original. 4) La reproducibilidad de las formas simbólicas constituye un requisito para la explotación comercial de los bienes simbólicos a gran escala. Las formas simbólicas pueden convertirse en bienes de consumo: es decir, en bienes susceptibles de ser vendidos y comprados en un mercado. Esto sucede, especialmente, cuando se trata de la reproducción de bienes tangibles. La existencia de bienes intangibles —o de productos típicos de la cultura digital— complica los sistemas de comercialización y las formas de pago de estos bienes y servicios. Debemos recordar que, desde una perspectiva histórica, las principales innovaciones en la industria mediática dependen, generalmente, del incremento de la capacidad reproductiva con propósitos comerciales. La viabilidad empresarial de las instituciones mediáticas depende de que puedan ejercer un control efectivo sobre la capacidad de reproducción de un producto. Por ello se considera que la protección del copyright, o los derechos de reproducción, licencia y distribución del trabajo intelectual son de vital importancia. Los dirigentes de las industrias culturales pretenden colonizar un mercado lo más amplio posible para maximizar los beneficios, por eso parece inevitable la tendencia a buscar una audiencia muy amplia, sobre todo en un sector económico poco automatizado y con unos costes fijos considerables. 5) Finalmente, en la medida en que el control de la reproducción pasó a ser más importante que el control sobre el mismo proceso de producción, las nociones de originalidad y autenticidad pasan a ser poco atractivas y serán gradualmente sustituidas por la idea de exclusividad. Por eso, por ejemplo en el caso del libro, convierten en objeto de coleccionismo tanto los productos únicos (el manuscrito original), como los ejemplares mejor conservados de la primera edición, sobre todo si la obra está agotada. En cambio, las películas y las grabaciones musicales son siempre producidas de forma masiva, y todas las copias tienen, en principio, un mismo estatus (mientras conserven la misma calidad), aunque pueda existir un cierto fetichismo por las ediciones piratas. 4. Las formas de recepción cultural Cuando se hace referencia a la cultura mediática a menudo se ponen de relieve únicamente los procesos técnicos de producción y difusión culturales, pero es necesario destacar también los procesos de apropiación y recepción, ya que tienen una importancia primordial desde la perspectiva de la comunicación. Dentro del ámbito de la comunicación mediática destaca el protagonismo de la audiencia en los procesos de recepción cultural. Desde este punto de vista, los miembros de la audiencias no son simples consumidores pasivos, sino productores activos de sentido, dado que decodifican los textos mediáticos en función de unas circunstancias sociales y culturales muy particulares. Así, por ejemplo, un mismo programa de televisión puede tener una incidencia muy desigual al poder ser «leído» o «interpretado» de maneras diversas en función de las características y la disposición del público. Como afirma Umberto Eco (1962), en Obra abierta, el texto es polisémico y, por tanto, abierto a diferentes lecturas o interpretaciones. El significado lo otorgan los receptores en el acto de la recepción. La objetividad de los textos, fijados y encuadrados en el momento de su redacción, necesita la subjetividad de unos lectores que, en el acto de leer, les otorgan una nueva vida, un contenido de sentido que no ha sido sospechado ni en el tiempo de su redacción ni en las sucesivas lecturas que se han hecho. La premisa de este punto de vista es que la interpretación es un proceso activo y creativo. Así, la recepción de los productos culturales en general (y de los productos mediáticos en particular) se entiende básicamente como un proceso hermenéutico que consigue una profunda significación simbólica (véase el capítulo XVI). Las formas de comportamiento características que definen los nuevos públicos de la comunicación mediática son muy diferentes a los del público presencial. 1) Los bienes culturales son bienes públicos que —en principio— son accesibles a todo el mundo y pueden ser consumidos por muchas personas al mismo tiempo. Por ejemplo, la televisión abierta de carácter generalista puede ser observada de forma «gratuita» para múltiples individuos dispersos en el espacio. 2) Junto con estos «bienes públicos» y gratuitos encontramos una serie de servicios de acceso restringido. Nos referimos al nacimiento de los canales temáticos y de las nuevas fórmulas de televisión de pago. En estos casos, la cultura mediática se convierte en una especie de «cultura de peaje» que puede reforzar las barreras culturales existentes. 3) En todos los tipos de comunicación mediática el contexto de producción está generalmente separado de la de recepción. Los bienes simbólicos se producen en un contexto y se transmiten a destinatarios localizados en otros lejanos y diversos. La consolidación de los medios de comunicación, especialmente los audiovisuales, contribuyó a la crisis del «paradigma teatral» haciendo posible la transformación radical de los públicos y la generación de nuevos espacios de participación y consumo culturales. La comunicación mediática es pública pero, generalmente, se consume en el ámbito privado del hogar. La reproducción técnica permite que el hogar pase a ser el principal ámbito de recepción y de consumo cultural (aunque no el único). 4) La mayoría de las veces se crea un distanciamiento entre producción y consumo y, también, entre los consumidores al momento de disfrutarla. En este sentido, cabe destacar que la distancia espacial y temporal ha sido uno de los rasgos distintivos de la «comunicación mediática» de la segunda mitad del siglo XX. En el campo de la radio y la televisión, los profesionales no están en contacto directo con el público. Esta característica de la comunicación social tiene implicaciones importantes para los procesos de producción y recepción culturales. 5) El flujo de mensajes circula en una sola dirección. El contexto de producción no es el contexto de recepción. Por eso los procesos de producción y transmisión se caracterizan por una cierta indeterminación, debido a que tienen lugar en ausencia de las pistas que ofrecen los receptores. Desde el punto de vista de la recepción cultural, esto supone que los receptores están en desigualdad de condiciones. El público mediático tiene relativamente poca capacidad para determinar los temas y los contenidos de la comunicación. Esto no significa que sea simplemente testigo «pasivo» de un espectáculo sobre el que falta control. Como veremos en el próximo capítulo, estas características cambian sustancialmente en un entorno informacional en que el poder del público crece exponencialmente y los papeles de creador y de consumidor cultural son intercambiables. 6) Los receptores de los mensajes mediáticos son relativamente libres. Los receptores de un mensaje pueden hacer más o menos lo que quieran y el productor no se encuentra presente para explicar o corregir las «malas» prácticas e interpretaciones. El sistema de recepción se refiere, precisamente, a la manera como los individuos, insertos en un sistema social, se apropian de los contenidos de los medios. 7) Los medios de comunicación extienden la disponibilidad de los bienes simbólicos en el espacio y el tiempo. La cultura de masas, generalmente, no tiene una vinculación territorial muy estricta, por lo que a menudo sus contenidos configuran los referentes de una cultura «global». Finalmente, para profundizar en los rasgos de la producción mediática quizás sea bueno poner algunos ejemplos concretos que nos permitan ver los cambios que se han producido en las obras culturales del ámbito tradicional. En la tabla siguiente se pueden constatar las características de los productos mediáticos comparadas con las de los productos artesanales típicos de la cultura popular tradicional (como, por ejemplo, una escultura). Tabla 4. Productos artesanales y productos industriales Cultura tradicional Cultura mediática e industrial Productos Artesanales Productos Industriales Economía preindustrial Economía industrial Técnica Tecnología Autor Anónima Creación artesana Reconocida Creación artística Anónima Diseño industrial Reconocida Diseño artístico Carácter del objeto Producto Pieza única Reproducción seriada Forma única Volumen fijo Forma única / forma variable Volumen variable Noble o múltiples materiales Múltiples materiales Tangible Tangible Circulación de productos Desplazamiento de objetos físicos Desplazamiento de objetos físicos y de simbólicos Ubicación Presencia rígida en el espacio físico Presencia rígida en el espacio físico Espacio Museos, palacios, templos, hogares Entorno variable Tiempo Permanencia en el tiempo / efímero Carácter efímero / carácter permanente Formas de producción Material Fuente: Elaboración propia Bibliografía Benjamin, W. (1989). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Buenos Aires: Taurus. Briggs, A.; Burke, P. (2003). De Gutenberg a Internet. Una historia social de los medios de la comunicació. Madrid: Taurus. Eco, U. (1988) [1965]. Apocalípticos e integrados. Barcelona: Lumen. Macdonald, D. (1969) [1960]. «Masscult & Midcult». En: D. Bell y otros. La industria de la cultura. Madrid: Alberto Corazón. Marín, E.; Tresserras, J. M. (1994). Cultura de masses i postmodernitat. Valencia: Edicions 3 i 4. Martín-Barbero, J. (1987). De los medios a las mediaciones (Comunicación, cultura y hegemonía). México: Gustavo Gili. Morin, E. (1966) [1962]. El espíritu del tiempo (Ensayo sobre la cultura de masas). Madrid: Taurus. Thompson, J. B. (1998) [1997]. Los media y la modernidad: una teoría de los medios de comunicación. Barcelona: Paidós. 1. En nuestro caso, preferimos utilizar el término cultura mediática en lugar de la expresión mucho más utilizada y más gastada de cultura de masas. En otros capítulos del libro utilizaremos la noción de cultura de masas por respeto a la terminología original que utilizan otros autores. 2. Sin embargo, es en los Estados Unidos de América, a finales del siglo XIX y a lo largo del siglo donde la cultura de masas alcanza el máximo desarrollo. XX, Capítulo XIV La cultura digital. La creación en tiempos de mutación Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull Ana Cinthya Uribe. Erasmus University Rotterdam «Me gustaría examinar la mutación que veo a mi alrededor no para explicar su origen (eso está fuera de mi alcance) sino para conseguir, aunque sea de lejos, dibujarla.» Alesandro Baricco (2008) En las últimas décadas hemos sido testigos de una profunda transformación social. Como señala Alessandro Baricco (2008), nos encontramos inmersos en plena mutación histórica con cambios culturales muy profundos. Nosotros mismos nos hemos convertido en una especie de especie mutante que tiene que hacer frente a retos y cambios continuos. La rapidez y la intensidad de los cambios a los que asistimos nos impiden, a menudo, tener una idea precisa de su alcance. Nos falta perspectiva. Tan solo en un intervalo de veinte años (una generación), la revolución digital ha supuesto un cambio acelerado en las formas de participación cultural y de relación interpersonal. Como apunta Antonio Ariño (2010), hemos pasado de un paradigma cultural hegemónico basado en la cultura letrada (procedente de la tradición humanista e ilustrada) a un nuevo paradigma digital basado en la cultura audiovisual, plenamente vigente en un mundo globalizado y de plena conectividad. La hegemonía del paradigma digital modifica no solo los procesos de producción y de participación simbólica, sino también los patrones dominantes de legitimidad cultural. La revolución digital socava el nexo histórico, casi inseparable, que había entre cultura y cultura letrada. Internet y la proliferación de las redes sociales ha hecho posible la emergencia de la cultura digital (o cibercultura), y el nacimiento de un nuevo entorno virtual que ha contribuido a superar el paradigma teatral (más propio de una concepción tradicional de la cultura). Este cambio ha contribuido, también, a romper las barreras que históricamente han confinado las culturas en determinados espacios cerrados y ha facilitado el intercambio y la hibridación cultural. El desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación ha resucitado la vieja idea del village universal de McLuhan y ha dado un fuerte impulso a la globalización. 1. La etimología de la cibercultura Para entender los procesos culturales debemos recuperar el sentido de las palabras que hemos utilizado para describir este evento histórico. Cibercultura es un neologismo que combina el prefijo ciber- y la palabra cultura. Ciber viene del griego antiguo y se refiere a kyber (pilotar). Una de sus antecesoras ideológicas, la cibernética, nació en 1942 de la mano del matemático Norbert Wiener y está asociada a la idea de conducción y gobernabilidad. De hecho, la cibernética, que estudia la comunicación y el gobierno de las máquinas, los animales y las organizaciones (permite, por ejemplo, la creación de autómatas) proviene, a su vez, de la palabra griega kybernetes (timonel). La etimología del término ciber subraya el peso que las prácticas de las personas y el espacio tienen en la cibercultura. Aunque, en este caso, la etimología no ayuda a desentrañar el entramado del concepto. ¿Cuáles son los límites o confines del ciberespacio? ¿Cuáles son sus criterios de ordenación? No es fácil averiguarlo dado que el ciberespacio se ha convertido en un mundo caótico que crece de forma descontrolada, con contenidos heterogéneos. Se trata de un mundo exuberante y laberíntico. A día de hoy se hace difícil establecer límites y encontrar puntos de referencia para orientarse. En 1984 William Gibson vaticinó en la novela Neuromante la aparición de una realidad virtual, el ciberespacio, sus propiedades topológicas y métricas estaban llamadas a revolucionar no solo el mundo de la comunicación y la interacción entre las personas sino también la forma de estar en el mundo, de percibir la realidad; es decir, a (re)definir lo que es real. La ciencia ficción ha sido capaz de imaginar algunos aspectos de esta nueva realidad, pero en determinadas ocasiones «la realidad ha superado la ficción». Los escritores de ciencia ficción ponen a prueba la capacidad del ser humano de «pilotar» la tecnología e intentar resolver problemas que les parecen comprensibles. Este nuevo espacio social, el ciberespacio emerge con el nacimiento de la red de internet y conlleva la aparición de un nuevo contexto para la creación cultural y la interacción humana que pretende superar la vieja racionalidad, la que emana de la lógica aristotélica, las divisiones cartesianas y el determinismo newtoniano. El ciberespacio conlleva la creación de un nuevo entorno en el que poder (re)situar las actividades propias del mundo económico, social y cultural; pero también incide en el nacimiento de un nuevo sistema de comunicación descentralizado que implica la posibilidad de que los usuarios puedan interactuar entre ellos y no solo con la información que reciben, lo que a menudo contribuye a crear nuevas experiencias culturales. En este nuevo entorno, los ciudadanos, como señala Alvin Toffler (1964), se convierten en prosumidores: productores y, al mismo tiempo, consumidores culturales. 2. La gran transformación Las tecnologías de la información y la comunicación configuran un nuevo entorno que favorece las diversas formas de creación, apropiación y participación cultural. Pese a llamarla cultura digital, no es una forma de cultura más (como puede ser, por ejemplo, la cultura popular o la alta cultura). Se trata más bien de un entorno en el que conviven y rivalizan contenidos de origen y procedencia diversa y en el que participan individuos o grupos de toda condición. Como señala Manuel Castells se trata de una cultura de la virtualidad real: la cultura de la sociedad-red global es una «cultura de protocolos» que permite la comunicación entre diferentes culturas no necesariamente sobre la base de valores compartidos, sino de compartir el valor de la comunicación (Castells, 2006). Esto significa que la cultura digital no se basa en los contenidos simbólicos, sino en los procesos de comunicación. Asimismo el usuario puede pilotar el proceso informacional: nos hemos convertido en editores potenciales de todo tipo de contenidos. Siguiendo a Pippa Norris (2001), es posible establecer de forma muy concisa las principales consecuencias de la revolución digital (Norris, 2001): 1) Las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) permiten transformar las nociones y la experiencia del espacio y el tiempo. Los ciudadanos pueden estar conectados y pueden intercambiar contenidos simbólicos en cualquier momento del día y desde cualquier lugar de la tierra (siempre que haya conexión y se disponga de los conocimientos y habilidades necesarias para hacerlo). 2) Las TIC hacen posible la interactividad; es decir, la comunicación bidireccional o multidireccional que permite al receptor dar respuesta al emisor (realimentación). Por tanto, en este nuevo entorno los roles de emisor y receptor son intercambiables de forma continua. 3) Las TIC posibilitan el establecimiento de un nuevo tipo de relaciones mediadas: de uno a uno, de uno a muchos y de muchos a muchos. Es lo que Manuel Castells (2009) llama autocomunicación de masas donde el individuo tiene la capacidad de interactuar con muchos otros sin necesidad de intermediarios. 4) La digitalización reduce extraordinariamente los costes de distribución de los contenidos simbólicos. Las TIC facilitan la creación, circulación y consumo (y el disfrute) de todo tipo de recursos culturales. 5) Las TIC contribuyen a democratizar la comunicación y la cultura. Fomentan el carácter igualitario y horizontal de la conversación, y el intercambio de contenidos simbólicos: rompen con el flujo vertical de la información que caracterizaba a los medios convencionales. Aun así, también pueden crear una barrera invisible que excluye a todos aquellos que no tienen acceso a la red o no consiguen el grado de dominio necesario de la tecnología. 3. Las tres dimensiones básicas Si bien no es fácil explicar qué es la cultura digital, David Bell (2001) afirma que una manera eficaz de surcar y comprender este nuevo entorno es observarla desde tres dimensiones distintas (y plenamente relacionadas): la dimensión tecnológica, la dimensión simbólica y la dimensión sociocultural. La dimensión tecnológica se refiere a los nuevos instrumentos que hacen posible las conexiones e interrelaciones humanas. Hay que mencionar el surgimiento y desarrollo del ordenador personal y las tablets, la extensión de internet y la telefonía móvil, y las múltiples aplicaciones y gadgets permanentemente conectados a la red (el llamado internet de las cosas), que modifican los hábitos y costumbres de la ciudadanía. La tecnología móvil, por ejemplo, se impone como un elemento consustancial de nuestra cotidianidad. Es un instrumento fundamental para nuestra vida en sociedad. El teléfono móvil es un computador de bolsillo que nos capacita para conectarnos permanentemente con el exterior. El entramado tecnológico que conforma el ciberespacio es descrito por David Bell —en términos de maquinaria (hardware)— como una red global de ordenadores y aparatos informáticos de todo tipo conectados por medio de una infraestructura de telecomunicaciones que facilitan la interacción remota entre individuos (o máquinas). La misma noción de red es central en la teoría sociológica de Manuel Castells. En el momento en que la revolución digital lo ha hecho posible, las redes se han desarrollado de manera exponencial. La potencialidad de las redes radica en su conectividad, flexibilidad y capacidad de adaptación y, también, en su capacidad de reconfigurarse con la llegada de nuevos elementos (Castells, 2009). Esta red, como ya hemos comentado, hace posible la creación y distribución de contenidos simbólicos por todo el mundo. La distribución se puede realizar mediante diferentes canales (como el cable, el satélite, la red o los discos). La creación y recepción de contenidos se lleva a cabo desde una multiplicidad de pantallas o ventanas: televisión, radio, ordenador, videoconsola y, por supuesto, el teléfono móvil. En cuanto a la dimensión social, la revolución digital afecta también la vida cotidiana. Modifica nuestras experiencias, las formas de relación e interacción y la producción de sentido existencial. Las TIC transforman la organización espacial y temporal de la vida social, permitiendo la gestación de nuevas formas de acción e interacción y de nuevas expresiones culturales. Usamos estas herramientas para multitud de actividades, con el riesgo que alteren nuestros hábitos y costumbres, y creen nuevas formas de dependencia. Además, conllevan un fuerte riesgo de exclusión para todos aquellos que no saben (o no pueden) utilizarlas. Internet, por ejemplo, ofrece la posibilidad de desarrollar una red de relaciones sociales con personas con las que no se comparte el espacio ni el tiempo. Internet facilita la creación e intercambio de nuevos contenidos simbólicos y hace posible que la interacción social sea mucho más viva, intensa y continuada en el tiempo. Puede favorecer el nacimiento de un tipo de comunidad en la que los individuos pueden sentirse profundamente implicados a nivel personal y emocional. Sin embargo, quizás en parte por su novedad, las comunidades virtuales en internet generan en general una sensación ambivalente sobre todo referente a las formas de relación que pueden generarse dentro de ellas y las consecuencias que tienen sobre las comunidades en el «mundo real». Es innegable que se trata de comunidades similares a las comunidades del mundo analógico, con la ventaja de que la distancia física ya no es una barrera para comunicarse. Además, las fronteras entre los medios de masas y conexión cada vez están más difuminadas. Con la Web 2.0 aparecen nuevas formas de relacionarse y de interactuar. La participación activa de los ciudadanos mediante las redes sociales y las comunidades virtuales hace posible la generación de conocimiento colectivo mediante la colaboración y la deliberación conjunta: la inteligencia colectiva. Llamamos inteligencia colectiva a una forma de conocimiento que surge a partir de la concurrencia de muchos individuos que interactúan y comparten sus saberes y sus habilidades para resolver problemas comunes. La Wikipedia, por ejemplo, es un producto de la inteligencia colectiva: sus usuarios pueden ser usuarios pasivos que solo leen, pero pueden ser también productores potenciales de conocimiento y aportar nuevos contenidos en la red, colaborando entre ellos, compartiendo información, revisando, corrigiendo o ampliando contenidos ya existentes. La dimensión simbólica se centra en la extraordinaria diversidad de contenidos presentes en el ciberespacio. Incluye la elaboración digital de datos, gráficos, sueños, imágenes y textos. La revolución digital, junto con la expansión de la red de redes, ha creado un nicho que es un tipo de repositorio infinito donde se acumulan casi todos los bienes simbólicos de las sociedades humanas. La cultura digital comprende las formas culturales heredadas de la tradición —la alta cultura, la cultura popular o la cultura mediática—, que aprovechan el ciberespacio como medio de expresión. El ciberespacio hace posible, también, el surgimiento de nuevos géneros artísticos y culturales. La característica más importante del entorno multimedia es que comprende dentro de sus dominios la mayor parte de las expresiones culturales en toda su diversidad. Su advenimiento conlleva el fin de la separación, e incluso de la distinción, entre medios audiovisuales e impresos, cultura popular y erudita, entretenimiento e información, educación y persuasión. Incluye tanto las expresiones más refinadas de la alta cultura como las múltiples manifestaciones de la cultura popular. La cibercultura comprende toda expresión cultural, de la peor a la mejor, de la más elitista a la más popular. Todas se reúnen en este universo digital, que conecta las manifestaciones pasadas, presentes y futuras de la mente comunicativa. Al hacerlo construye un nuevo entorno simbólico: hace de la virtualidad nuestra realidad (Castells, 1997). En el ciberespacio, al ser un entorno democratizador en principio, las fronteras que separan la cultura culta, la cultura popular y la cultura mediática se diluyen, y estas expresiones culturales tienden a situarse a un mismo nivel de acceso que dificulta el establecimiento de jerarquías y provoca una confusión extraordinaria, dado que no hay criterios claros de selección ni de ordenación (o, tal vez, los criterios todavía están en fase de construcción). Tabla 5. Comparación entre la producción analógica y la producción digital Formas de Producción Autor Productos Mediáticos Analógicos Productos Mediáticos Digitales Economía industrial Economía informacional Tecnología analógica Tecnología digital Autor anónimo Diseño industrial Autor anónimo Diseño industrial Autor reconocido Diseño artístico Autoría reconocida Diseño artístico Copia Reproducción seriada limitada Copia = Original Reproducción seriada limitada Reproducción seriada ilimitada Puede ser una reproducción seriada (programas, cedés, etc.) o bien una creación única con consumo ilimitado. Forma variable Versatilidad Volumen variable Versatilidad Manipulable Material Inmaterial Tangible Intangible Mediación soportes Técnicos Mediación de múltiples soportes tecnológicos Mediación de un único soporte tecnológico: Ordenador + aparato de lectura Acceso abierto (siempre que tengamos acceso al aparato de lectura, también necesitamos una formación adecuada para leer la información) Nivel de interactividad Interactividad elemental Interactividad alta Circulación de productos Desplazamiento de objetos físicos mediante otros procedimientos (p. ej. ondas hertzianas) Movimiento de bits Carácter objetual Producto Material Fuente: Elaboración propia 4. Nativos digitales y cultura participativa Una de las características esenciales de esta cultura digital es que, al estar al alcance de más personas, fomenta también la participación. Las nuevas redes de comunicación propician un individuo mucho más activo en el uso de las tecnologías que podríamos llamar homo digitalis, un ser activo, competente y plenamente adaptado a los retos que representa la sociedad informacional. Estas tecnologías hacen posible una mayor participación y creatividad. Como señala Henry Jenkins (2008), todos los individuos pueden —mediante el uso de las tecnologías digitales— integrarse en una cultura participativa. Es un tipo de participación que presenta relativamente pocas barreras hacia la expresión artística y la participación ciudadana. Un ejemplo de participación activa son las comunidades de fans. A pesar del tópico que vincula «fan» a «consumidor pasivo», los miembros de las comunidades de fans son actores protagonistas de sus actividades de ocio; el fan también es un creador. Lucha para imponer su criterio de calidad y en algunos casos puede destacar y convertirse en una celebridad dentro de la propia comunidad. Su influencia personal y la repercusión social a la hora de marcar tendencias es cada vez mayor. En el mundo digital, las comunidades de fans consiguen un nuevo protagonismo dado que son pioneras en el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación: crearon los primeros foros online y abrazan con entusiasmo las potencialidades comunicativas y creativas de la red. En la actualidad existen infinidad de espacios dedicados a comunidades y creadores de producciones relacionadas con el universo de los fans (Roig, 2009). Dado que las formas de participación son infinitas, se corre el peligro de pensar que todos los individuos son creativos por naturaleza, lo cual no es del todo cierto. Solo una minoría responde a este perfil. El homo digitalis es más bien un arquetipo teórico. A menudo se tiende a mitificar las condiciones y aptitudes de los nativos digitales, los que han nacido y han crecido en un entorno digital y que tienen una facilidad extraordinaria para aprender nuevas aplicaciones. Sin embargo, deberíamos ser cautos y pensar que no todos son iguales y nadie nace enseñado. La presencia de contenidos culturales generados por este tipo de fans permite una mayor difusión y una presencia continuada de la cultura en la red. En los últimos años con la extensión de las redes sociales se ha producido una mayor visibilidad de la cultura de los de dentro, de los aficionados. Es cierto que muchas de estas aficiones tenían inicialmente un carácter bastante marginal, pero con el tiempo han conseguido un protagonismo cultural creciente. Es un síntoma más de los cambios extraordinarios que ha supuesto la revolución digital. Bibliografía Ariño, A. (2010). Prácticas culturales en España: desde los años sesenta hasta la actualidad. Barcelona: Ariel. Baricco, A. (2008). Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Barcelona: Anagrama. Castells, M. (ed.) (2006). La sociedad red: una visión global. Madrid: Alianza. Castells, M. (2009). Comunicación y poder. Madrid: Alianza. Jenkins, H.; Clinton, K.; Purushotma, R.; Robinson, A.; Weigel, M. (2008). Confronting the challenges of Participatory Culture: Media Education for the 21st Century. Chicago: The MacArthur Foundation. Norris, P. (2001). Digital Divide. Civic Engagement, Information Poverty, and the Internet Wolrdwide. Cambridge: Cambridge University Press. Roig, A. (2009). Cine en Conexión: Producción industrial y social en la era ‘cross-media’. Barcelona: UOC Press. Toffler, A. (1964). The Culture Consumers. Nueva York: St. Martin’s Press. Parte VI El espectáculo cultural: ídolos mediáticos y cultura fan Capítulo XV Los ídolos mediáticos. Del Olimpo al show televisivo Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull Antoni Castells-Talens. Universidad Veracruzana Los mitos son narraciones que pretenden recrear el origen del universo y dotar de sentido a la existencia humana. Mientras en la mitología egipcia los dioses eran representados mediante formas animales, los dioses de la antigua Grecia ya tenían forma humana. Los dioses de la mitología griega eran inmortales, pero tenían un carácter antropomórfico. Eran seres extraordinarios y con poderes sobrenaturales, pero estaban cargados de defectos y se dejaban llevar por las bajas pasiones. Los dioses de la mitología griega eran creaciones humanas y proyectaban una cierta idea de la humanidad. Los héroes contemporáneos —que de alguna manera rivalizan en notoriedad con los antiguos dioses— también tienen un aspecto humanizado. Superman, por ejemplo, es un personaje originario del mundo del cómic que fue llevado a la gran pantalla y que fue analizado magistralmente por Umberto Eco. El personaje de Superman tiene una doble personalidad: es un individuo normal que lleva una vida monótona y gris y de repente se transforma en un superhéroe. «Una imagen simbólica que reviste especial interés es la de Superman. El héroe dotado con poderes superiores a los del hombre común es una constante de la imaginación popular, desde Hércules a Sigfrido, desde Orlando a Pantagruel y a Peter Pan. A veces las virtudes del héroe se humanizan, y sus poderes, más que sobrenaturales, constituyen la más alta realización de un poder natural, la astucia, la rapidez, la habilidad bélica, o incluso la inteligencia silogística y el simple espíritu de observación, como en el caso de Sherlock Holmes.» Eco (1984, págs. 232-233) El ser humano se refleja en estos personajes extraordinarios. Ahora bien, como veremos más adelante, con el paso del tiempo, la figura del héroe se humaniza y sus poderes son cada vez más de carácter terrenal propios de una persona «normal». 1. Los héroes en el nacionalismo En la sociedad moderna, uno de los espacios donde los héroes y los mitos adquieren un carácter más prominente es en los discursos nacionalistas de finales del siglo XVIII y, sobre todo, durante todo el siglo XIX. Los héroes son elementos fundamentales en la construcción de la nación (Smith 1999, 2001; Hutchinson 1987, 2004) que se hacen presentes en la sociedad por diversos medios. Museos, monumentos, edificios, nombres de calles o de ciudades enteras, efigies en monedas y billetes, sellos de correo y libros de texto contribuyen a construir y popularizar los ídolos de la nación (véase capítulo XIX). Estos héroes marcan la identidad colectiva y contribuyen a idealizar cuáles deben ser los grupos de referencia (Porpora, 1996). Los héroes nacionales encarnan las características arquetípicas de perfección, desempeño y belleza que merecen ser admiradas o incluso imitadas por los ciudadanos de la nación (Gutiérrez Chong, 1998). En la época romántica de los grandes nacionalismos europeos, los héroes eran vistos como «la clave de la supervivencia nacional y el progreso» (Hutchinson, 2004, pág. 115). El coraje, la nobleza y el altruismo contribuían a la noción del sacrificio que era presentado como necesario para el beneficio de la nación (Hutchinson, 2004). Según Anthony Smith (1986), los héroes nacionales no son personas solitarias, sino líderes carismáticos que tienen a toda una comunidad detrás. Cuando se les recuerda y se les rinde homenaje, se honra a toda la comunidad. Como miembros de la comunidad, los ídolos nacionales generalmente combinan características extraordinarias con vidas normales. Si bien son personas que cumplen metas excepcionales gracias a su fuerza, valor, honestidad y generosidad, también suelen tener vidas mundanas, a menudo con orígenes humildes, sienten la opresión cotidiana como el resto de la comunidad. 2. La fama en la sociedad mediática En las sociedades contemporáneas de signo democrático, los héroes han cedido su lugar a los famosos. En la era de la televisión todo el mundo puede aspirar en un momento de su vida a ser un personaje popular o una celebridad y soñar en sus minutos de gloria. Ahora bien, aunque sean muchos los que se sienten llamados a ser «importantes», muy pocos son los escogidos para entrar a formar parte de un nuevo olimpo mediático. En la sociedad actual, la fama ya no es un rasgo exclusivo de los miembros de las élites dirigentes. La fama es un tipo de indumentaria vital que es consustancial con la existencia individual (Rivière, 2009a). La fama, al mismo tiempo, permite distinguir a ciertos individuos como relevantes entre sus semejantes. La fama será, pues, un elemento comunicativo básico, una «tarjeta de presentación» y un elemento definitorio de lo que representa un individuo para los demás. Se trata de un fenómeno bien estructurado. La fama es un instrumento imprescindible para entender la dinámica de los individuos socialmente sobresalientes que hoy compiten en el «mercado del interés público» creado por la realidad mediática. Ahora bien, la fama es frágil dado que, a menudo, es el producto de los rumores, los comentarios y las opiniones de los demás. Y, en un entorno donde las noticias y los acontecimientos se suceden muy rápidamente, la fama es aún más evanescente. Seguidamente y, de forma esquemática, exponemos tres tipos de fama presentes en la sociedad mediática. En primer lugar, las personalidades que destacan son las que ocupan cargos de responsabilidad relevantes y que configuran la élite del poder (Mills, 1956). Se trata de una categoría de personajes que influyen o pueden influir decisivamente en la vida de la comunidad. (Curiosamente muchos de estos personajes influyentes en el ámbito de la economía y la política tienden a alejarse de la primera línea de la vida pública y ceden, como veremos a continuación, el protagonismo a una nueva «élite de la fama y del éxito social»). Nos referimos a dirigentes políticos, empresariales y religiosos, entre otros, que tienen en sus manos la capacidad de tomar decisiones que pueden incidir significativamente en las condiciones de existencia de millones de personas. En segundo lugar, hay una serie de personajes notorios que destacan en el campo del arte, la ciencia, el deporte y el espectáculo que, pese a no disponer de mucho poder real, alcanzan un protagonismo mediático creciente y pueden convertirse en un modelo referencial por parte de la ciudadanía. Se trata, como señala Francesco Alberoni (1963), de la élite sin poder. Nos referimos a los deportistas, los artistas, los actores: no tienen poder para cambiar las vidas de los demás, pero sí tienen un lugar privilegiado en el imaginario colectivo y se convierten en modelos y referentes de comportamiento colectivo. Finalmente, en la sociedad contemporánea aparece, junto a la fama de los personajes notorios mencionados, otro tipo de fama asociada a personas «normales» o relativamente normales que son (re)conocidos simplemente por su presencia más o menos continuada en los medios de comunicación. Es lo que podemos llamar la «fama igualitaria» que expresa un tipo de fama que tiene muy poco que ver con la idea clásica de excelencia, basada en el talento y el mérito. Cualquier individuo, sea de la condición que sea, puede convertirse en famoso sin haber hecho, necesariamente, nada extraordinario. Algunos programas de televisión como, por ejemplo, Gran Hermano, han creado o contribuido a crear una nueva élite social (sin riqueza, sin poder y sin prestigio) que son conocidos y (re)conocidos simplemente por su presencia más o menos continuada en determinados espacios de televisión y, de rebote, en el mundo de la prensa, la radio e internet. Se trata de una fama efímera que afecta a individuos que el único mérito que tienen es haber participado en los medios de comunicación. Para ser famoso en nuestro tiempo es suficiente concitar la atención de los medios de comunicación social y, especialmente, de la televisión. Es cierto que internet empieza a tener cierta relevancia en la creación de celebridades dado que algunas personas «anónimas» consiguen, mediante su participación en vídeos colgados en YouTube, páginas web, blogs personales, etc., llamar la atención de una parte de la ciudadanía. Algunos youtubers han conseguido en relativamente poco tiempo una fama extraordinaria especialmente entre los adolescentes. Se han convertido en referentes e, incluso, marcan tendencia. La webcelebrity puede entenderse como una persona famosa principalmente por crear o aparecer en contenidos divulgados mediante internet, así como por ser reconocido ampliamente por las audiencias de la web (Pérez; Gómez, 2009). Ahora bien, aún hoy, la consagración de las estrellas del ciberespacio (las webcelebrities) llega, sobre todo, en el momento que trascienden el ciberespacio y son reconocidas por la televisión y los medios tradicionales. Los casos más claros suceden con por ejemplo artistas en el área musical, incluyendo el fenómeno de Justin Bieber o de otros similares. 3. La fábrica de las estrellas El star system fue un invento de origen europeo, pero fue la potente industria cinematográfica estadounidense la que explotó la fama y la popularidad de sus astros para atraer la atención y fidelizar la afluencia de los espectadores a las salas de cine y de asegurar el éxito comercial de los filmes en todo el mundo. Algunas estrellas del mundo del cine pueden ser una especie de producto de laboratorio. Sin embargo, su ascensión y consagración depende del reconocimiento del público. Su culto se basa en su capacidad de seducción y de atracción. Esta no se puede imponer. La estrella, objeto de culto y de admiración, fue promocionada por la naciente industria cinematográfica como instrumento de atracción del público. En la época dorada de Hollywood las primeras heroínas del star system, extraordinariamente bien pagadas, fueron producto de un proceso de creación muy sofisticado que respondía a un diseño claro para satisfacer ciertas expectativas del público. Una vez ha nacido una estrella existe un sistema complejo formado por profesionales y expertos en comunicación que se dedican a su promoción. La fugacidad de la fama en el mundo del celuloide supone para la estrella una exigencia constante de renovación y reinvención. Productores, directores, estilistas, diseñadores y agentes artísticos colaboran en la creación de una imagen o de un modelo identificable de lo que podríamos denominar «industria de la individualidad». Las estrellas más cotizadas de la época dorada de Hollywood llevaban una vida de ocio basada en el lujo y la ostentación. En el momento álgido de su carrera mantenían un estilo de vida que reproducía el modelo de la vida aristocrático o, incluso, de la realeza. Grace Kelly hizo realidad el sueño de muchas estrellas de formar parte de la realeza de verdad. «Casándose con el Príncipe de Mónaco, Grace Kelly hizo realidad, cincuenta años más tarde, lo que las divas de Hollywood habían soñado.» Alberoni (1983, XII) Y no solo lo habían soñado las estrellas: lo había soñado la mayor parte de la población americana. La obligación de la estrella, más allá de las interpretaciones profesionales, era asistir a las fiestas, las celebraciones y en las galas de entrega de premios. El estilo de vida que lleva la estrella en la vida real y la imagen que proyecta (y que difunden las revistas) la acerca a menudo al tipo de vida que llevan los personajes imaginarios que interpreta en las películas. Marilyn Monroe o James Dean se convirtieron en las estrellas más luminosas de la constelación: su desaparición prematura y las circunstancias extrañas de su muerte convirtieron estas celebridades en auténticos mitos del siglo XX. La pérdida de estos dos astros anuncia el crepúsculo del star system de la época dorada del cine. A principios de los años sesenta la industria cinematográfica entra en crisis ante la irrupción de la televisión y de otras alternativas para el tiempo de ocio familiar. La crisis del cine conlleva una transformación drástica del star system tradicional que conlleva una profunda desmitificación de las estrellas. Se produce, como señala Dyer, un proceso de creciente «humanización de los astros del cine». «En los inicios, las estrellas eran dioses y diosas, héroes, modelos, encarnaciones de los ideales de comportamiento. En los últimos tiempos, las estrellas son figuras de identificación, gente como nosotros mismos, encarnaciones de los modos típicos de proceder.» Dyer (2001, pág. 39) Curiosamente, en el momento que se supera la época dorada del cine de Hollywood, la fábrica del star system se traslada a otros sectores de actividad. La estrategia seguida por la industria de Hollywood fue, en buena parte, imitada posteriormente por los otros sectores de la actividad del espectáculo. Así, el mismo fenómeno que se había producido en el caso de las estrellas del cine se trasladó al mundo de la música, muy especialmente a los intérpretes musicales. Por lo tanto, los Beatles o los Rolling Stones lograron una extraordinaria notoriedad en todo el mundo y motivaron la creación de grupos de fans en muchos países occidentales. Ahora bien, en este proceso las estrellas no son todas de la misma categoría. La mayor parte son cada vez menos iconos y cada vez más personajes de carne y hueso. Los iconos del mundo del espectáculo rivalizan con los iconos del mundo del deporte que también están extraordinariamente bien pagados. Muchas de estas estrellas se han convertido en un reclamo imprescindible para la industria de la publicidad, que recurre a estos personajes paradigmáticos para anunciar las marcas y los productos comerciales. Ahora ya no son «divinidades», héroes que cambian el destino de la nación, ni astros luminosos; se presentan como personajes bastante normales. En 2010, como ejemplo indicativo de esta normalidad, un anuncio televisivo del FC Barcelona llegó a promover jugadores profesionales del equipo — como, por ejemplo, Messi, Iniesta y Xavi— con el lema: «Volver a la gente normal» y enseñando imágenes de cuando eran niños, antes de alcanzar la fama. Parte de la importancia o del misterio de las primeras estrellas radicaba en la capacidad que ellos mismos o que los estudios tenían para controlar su vida privada y la exposición de la misma a los medios de comunicación. En el momento en que bajo el argumento de que son «personas públicas» expuestas permanentemente al foco mediático, dejan de ser tan deseados. Pierden no solo parte de su glamour, sino también parte de su misterio. Son humanos. 4. La fama televisiva En la segunda mitad del siglo XX la televisión se convirtió en el principal escenario y, al mismo tiempo, la fábrica de creación de famosos y, ha favorecido la creación de comunidades de fans que siguen algunos seriales televisivos, programas concursos y los llamados reality shows. Como señala Margarita Rivière (2009a), el personaje mediático, transformado en icono y celebridad, actúa como símbolo, embajador de valores y modelos sociales y creador de opinión en todos los terrenos (desde la estética hasta la ética). También es impulsor de cambios sociales. La televisión muestra una serie de personajes que la audiencia percibe como relevantes y dignos de atención por el simple hecho de aparecer en televisión. El medio es su principal avalador. Gracias a la televisión los personajes que provienen de otros mundos —como el cine, el teatro, el arte, la literatura, la música, el diseño, la moda y el deporte— se han convertido en figuras (re)conocidas y admiradas. Ahora bien, la televisión también ha generado a sus propios famosos estrictamente televisivos. A pesar de eso, la hegemonía televisiva ha sido un factor destructivo del carisma y el misterio que acompañaba a los grandes personajes en las sociedades tradicionales. La presencia constante, casi cotidiana, de algunas figuras tiene un carácter desmitificador. Los actores y actrices, presentadores de noticias y de los shows televisivos, estrellas de cine y otros se convierten en figuras familiares que sorprenden cada vez menos. Son, de alguna manera, «parte de la casa». La fama se entiende, mediáticamente, como el mérito capaz de atraer audiencias y los consiguientes beneficios que esto conlleva. Así, como veremos a continuación, la televisión se ha propuesto como objetivo la creación y difusión de famosos profesionales. 5. Los reality shows como nueva fábrica de famosos Los programas de telerrealidad, como Gran Hermano u Operación Triunfo han aportado un nuevo tipo de formatos televisivos. Este nuevo género (o hipergénero) televisivo comporta una nueva forma de hacer televisión y, lógicamente, una nueva manera de mirarla. El éxito de este tipo de programas pone de manifiesto que «la televisión es la principal fábrica de relatos de la cultura popular de la época contemporánea». La neotelevisión ha traspasado la frontera de la misma televisión y se ha convertido en un auténtico «fenómeno social». La televisión se refiere cada vez menos a la realidad extratelevisiva y crea una realidad propia protagonizada por personajes televisivos: es un espectáculo que, como la novela, tiene la verosimilitud como principal valor narrativo (Sáez, 2002, pág. 15). Muchos famosos actuales son productos televisivos, su fama puede ser muy intensa, pero se desvanece fácilmente el día que dejan de aparecer en la pequeña pantalla. Bibliografía Alberoni, F. (1973). L’èlite senza potere. Milán: Bompiani. Alberoni, F. (1983). «Introduzione». En: C. Sartori. La fabbrica delle stelle. Milán: Mondadori. Dyer, R. (2001). Las estrellas cinematográficas. Barcelona: Paidós. Eco, U. (1978). Il superuomo di massa. Milán: Bompiani. Eco, U. (1988) [1965]. Apocalípticos e integrados. Barcelona: Lumen. Gutiérrez-Chong, N. (1998). «Arquetipos y estereotipos en la construcción de la identidad nacional de México». Revista Mexicana de Sociología (núm. 60 (1), págs. 81-89). Hutchinson, J. (1987). The Dynamics of Cultural Nationalism: The Gaelic Revival and the Creation of the Irish Nation State. Londres: Allen and Unwin. Hutchinson, J. (2004). «Myth against myth: The nation as ethnic overlay». En: M. Guibernau y J. Hutchinson (eds.). 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El término fan se utiliza cuando hablamos de seguidores incondicionales de determinados grupos musicales, equipos deportivos y, especialmente, de los admiradores entusiastas de las figuras o estrellas más destacadas. Su forma abreviada, fan, apareció por primera vez en Estados Unidos a finales del siglo XIX en descripciones periodísticas que retrataban a los seguidores de equipos de deporte profesionales (especialmente de baloncesto) en una época en la que el deporte empezaba a dejar de ser una actividad predominantemente participativa para convertirse en un espectáculo (Jenkins, 1992). 1. Una mirada estigmatizadora Desde sus orígenes la palabra fan arrastra una serie de connotaciones negativas, lo que hace que los miembros de las diversas comunidades de fans puedan sentirse incómodos. La cultura fan, el fandom, a menudo va acompañada de la marca de un estigma social y el comportamiento de los fans «es visto como un comportamiento excesivo, desmesurado o que pasa de la raya» (Jenson, 1992, pág. 9). Como señala Henry Henkins, fan es una forma abreviada de la palabra fanático, que tiene su raíz en el vocablo latino fanaticus. En el sentido literal, fanaticus procede de fanus, que significa básicamente ‘perteneciente al templo, un servidor del templo, un devoto’, pero más adelante alcanzó unas connotaciones más negativas: «Relativo a personas inspiradas por ritos orgiásticos y delirios entusiastas» (Oxford Latin Dictionary) (Jenkins, 2010, pág. 23). Afortunadamente esta percepción está cambiando: algunos grupos de fans han adquirido un mayor protagonismo y visibilidad social gracias a las redes sociales, y son cada vez más respetados, especialmente, en el sector de las industrias culturales. Al hablar de fans, el tópico nos lleva a pensar en jóvenes o adolescentes, seguidores incondicionales y apasionados de las estrellas del mundo de la música, el cine, la moda, el cosplay o los cómics: «Se describe a los fans como unos “excéntricos”, obsesionados por las trivialidades, los famosos y los coleccionables; como unos inadaptados y “chiflados”; como “muchas mujeres con sobrepeso, muchas mujeres divorciadas o solteras”; como adultos infantiles; en resumen, como personas con poca o casi ninguna “vida propia”, aparte de su fascinación por este programa concreto». Jenkins (2010, pág. 23) La visión negativa de los fans ha sido llevada al cine por parte de algunos directores que tratan el fandom como la manifestación de una nueva patología social. Encontramos representaciones similares de peligrosos fans en películas como Big Fan (2009), Fanboys (2009), The fall of the Essex box (1990), que retratan a los fans como personas aisladas, inmaduras e incapaces de encontrar su lugar en la sociedad. Algunos casos de acoso y la presión a que se ven sometidas las grandes figuras del mundo del deporte o del espectáculo contribuyen a mantener el estigma que afecta a la imagen de los fans. A menudo se presenta al fan como un psicópata peligroso (como es el caso del asesino de John Lennon). Tenemos que pensar, sin embargo, que estas situaciones tan lamentables son excepcionales. Los casos de violencia son muy poco habituales (aunque su tratamiento mediático nos pueda inducir a pensar lo contrario). La noción de los fans como individuos obsesivos y solitarios nos remite a una imagen de alienación del individuo dentro de la «masa», así como la imagen del fan que vive entre las multitudes y que es víctima de la irracionalidad y de la persuasión de los medios de comunicación. La ausencia y la pérdida constante del valor comunitario tradicional y el poder atribuido a los medios de comunicación son las causas principales de la preocupación de este tipo de crítica sociocultural contemporánea. La mayor parte de investigadores a finales de siglo XX tampoco se habían tomado muy en serio el estudio de una realidad considerada, como mínimo, excéntrica. Como señala Joli Jensen (1992), el fenómeno fan se produce ante la mirada distante y crítica de los mismos estudiosos: la literatura sobre el fandom ha utilizado imágenes propias de desviación y estigmatización social. El fan es definido —como sugiere la palabra original— como un fanático potencial. El fenómeno fan ha sido descuidado por parte de los académicos e intelectuales. A las personas «cultas» les cuesta admitir que dentro de los confines de la Cultura (con mayúscula) se pueda aceptar una de las manifestaciones culturales «más vulgares», ligadas a la baja cultura. Se trata de una cultura (con minúscula) de una calidad discutible y protagonizada por los llamados «fans», movidos por actitudes «exaltadas» y de carácter «irracional». La cultura fan surge como una cultura desde los márgenes que se contrapone abiertamente a la alta cultura. En definitiva, el «fan(atismo)» ha sido presentado como un hecho apasionado, irracional y caótico. Este, sin embargo, es claramente un planteamiento poco apropiado para la comprensión del fenómeno. Al tratar el tema en la actualidad desde una perspectiva sociológica se deben evitar una serie de prejuicios y tópicos que envenenan la cuestión. No se trata, necesariamente, de formas culturales minoritarias, ni de grupos sociales marginales (Brojakowski y otros, 2015, pág. 31). 2. Una mirada sociológica sobre el fandom John B. Thompson considera que el fenómeno fan (el fandom) debe entenderse como un hecho social normal surgido en el contexto ordinario de la vida cotidiana de muchas personas, que, en determinados momentos, viven de forma apasionada y obsesiva su afección y que organizan buena parte de su actividad diaria en función de ella. Los estudiosos británicos usan una expresión afortunada, el fandom, en relación con el dominio o el reino de los fans. Los fans no necesariamente son los «otros». Todos podemos serlo en un momento u otro de nuestra vida (aunque sea algo pasajero). Según J. B. Thompson (1998), los fans en general dedican una parte sustancial de su tiempo de ocio a multitud de actividades sociales rutinarias, tales como coleccionar fotos, discos, casetes, vídeos, etc. Los fans organizan la vida en función del seguimiento habitual de una determinada afición (por ejemplo, ser seguidor de un equipo de fútbol, de una estrella de cine, de un conjunto musical o una serie de televisión), o el cultivo de una relación con determinados productos mediáticos o géneros musicales. Huelga decir que estas actividades compensan con creces a los miembros de la comunidad. El hecho de ser fan se fundamenta «en relaciones de familiaridad [no recíprocas] con personajes famosos», y esta relación es lo que da sentido y propósito a las actividades que se realizan dentro de la comunidad fan. «De una forma o de otra, la mayoría de los individuos en las sociedades modernas establecen y mantienen relaciones no recíprocas de familiaridad con otros distantes. Los actores y actrices, presentadores de noticias y de los shows televisivos, estrellas de cine y otros se convierten en figuras familiares y reconocibles que con frecuencia forman parte de las discusiones de la vida cotidiana de los individuos.» Thompson (1998, pág. 285) Obviamente, la actividad de los fans va mucho más allá del culto a las grandes estrellas del mundo del cine o de la televisión. Muchos fans del mundo del deporte, por ejemplo, desarrollan vínculos de lealtad muy estrechos respecto a los colores de su equipo, más allá de la admiración que sienten por determinados jugadores. El fandom es un hecho social complejo, profundamente estructurado y regido por una serie de pautas y normas convencionales. Según este autor británico (de origen estadounidense), ser fan conlleva una forma de organizar reflexivamente el «yo» y sirve para dirigir una parte significativa de la propia actividad y de establecer un tipo de interacción con los demás: «Ser un fan es organizar la vida diaria de uno mismo de tal manera que el seguimiento de una determinada actividad (tal como ser un espectador de deportes), o el cultivo de una relación con determinados productos mediáticos o géneros, llega a constituirse como una preocupación central del yo y sirve para dirigir una parte significativa de la propia actividad e interacción con los otros. Ser un fan es una forma de organizar reflexivamente el yo y su conducta diaria. Visto de esta manera, no existe una clara división entre un fan y un no-fan. Se trata sólo de una cuestión de grado, del grado en que un individuo se orienta a sí mismo hacia ciertas actividades, productos o géneros y empieza a reformular su vida en consonancia.» Thompson (1998, pág. 287) El proceso de formación del «yo» depende cada vez más del acceso a las formas mediáticas. El fandom tiene una trascendencia especial en la época de la adolescencia dado que el joven pasa una etapa de transición especialmente intensa y necesita (re)afirmarse y, a menudo, convierte a sus ídolos mediáticos en un referente constante en la propia vida (véase capítulo VIII). El fenómeno fan, pues, es un hecho relativamente normal. A pesar de que algunos sectores de la opinión pública y de la intelectualidad tienen tendencia a considerar el fenómeno como una especie de lacra social, solo se puede hablar de enfermedad en casos excepcionales, cuando el individuo sufre una especie de adicción compulsiva que le hace perder el control sobre su vida. Se trata, evidentemente, de hechos y de situaciones extremas y muy ocasionales. Tabla 6. Tres miradas sobre la cultura fan Estereotipo social La mirada sociológica Los estudios culturales Perspectiva de sentido común J. B. Thompson H. Jenkins Término despectivo Estudio del fenómeno fan con una vocación descriptiva y comprensiva Estudio del fenómeno des de una perspectiva hermenéutica. Implicación personal dentro de la comunidad Movimiento excepcional → Forma de conducta irracional y caótica Comportamiento habitual Hecho social complejo, profundamente estructurado Regido por pautas y normas convencionales Las comunidades organizan su tiempo de forma significativa Los fans son «cazadores furtivos» Inteligencia colectiva Se trata de un comportamiento patológico Solamente en casos excepcionales se puede hablar de patología Se trata de una actividad sana Protagonizada por chicas jóvenes adolescentes Protagonizado por distintos grupos de edad Protagonizado por distintos grupos de edad Comportamiento más bien individual Seguidoras incondicionales y apasionadas de les estrellas del mundo del cine, la música, la moda o el deporte Comportamiento grupal Comunidades integradas por miembros que comparten una misma afinidad Las comunidades no están localizadas en el espacio ni en el tiempo No son necesariamente grupos minoritarios Comportamiento grupal Comunidades integradas por miembros que comparten una misma afinidad Las comunidades no están localizadas en el espacio ni en el tiempo No son necesariamente grupos minoritarios Relacionada con la cultura de masas Relacionada con la cultura mediática, la cultura popular y también determinadas expresiones de alta cultura Relacionado con todo tipo de manifestaciones culturales Encuentra en las «redes sociales» un terreno de expresión óptimo. Fenómeno actual Fenómeno histórico Fenómeno histórico Signo de decadencia cultural Signo de riqueza y rivalidad cultural Signo de riqueza y rivalidad cultural Fuente: Elaboración propia 3. Estudios culturales y fans Los estudios culturales han hecho aportaciones significativas al estudio de las comunidades de fans y reivindican el protagonismo de la audiencia en los procesos de consumo y participación cultural. Desde esta óptica, los miembros de la audiencia no son simples consumidores pasivos, sino que son productores activos de sentido, dado que descodifican los textos mediáticos en función de unas circunstancias sociales y culturales muy particulares. «El estudio de los fans, aun siendo objeto de importantes polémicas, es el ámbito teórico desde donde más claramente se ha cuestionado la noción tradicional de receptor pasivo con relación a los media, subrayando la complejidad y diversidad de las actividades en las cuales pueden formar parte.» Roig (2009, pág. 221) Las empresas de comunicación están creando nuevos formatos televisivos orientados exclusivamente al movimiento fan. Un ejemplo claro es Talking Dead, un talkshows (aftershow) que tiene como función exclusiva comentar y aportar más información sobre cada capítulo de Walking Dead o Talking Bad, el aftershow de Breaking Bad. Los estudios culturales quieren rehuir el determinismo textual (Hall, 1973). Desde esta óptica, el receptor (de)codifica los mensajes en función de su bagaje cultural, haciendo una lectura singular, diferente y propia. Nadie tiene la certeza de que la apropiación final coincida con el mensaje cifrado por el emisor. Desde esta óptica, la palabra, en el discurso, adquiere el significado definitivo cuando lo interpreta el receptor, que es quien tiene la última palabra. Así, por ejemplo, un mismo programa de televisión puede tener una incidencia muy desigual y puede ser leído o interpretado de maneras muy diferentes en función de las características y la disposición del público. Todo texto es polisémico y, por tanto, abierto a diferentes lecturas o interpretaciones: el significado lo otorgan los receptores en el acto de la recepción. La premisa de este punto de vista es que la interpretación —como diría Gadamer — es un proceso, activo y creativo. Así, se entiende la recepción de los productos culturales básicamente como un proceso hermenéutico que logra una profunda significación cultural. El estudio de las comunidades fans es muy adecuado dado que los fans son productores activos y manipuladores de significados. Son concebidos como lectores que se apropian de los textos y los releen de una manera sui generis en función de sus intereses. El análisis de la recepción destaca el protagonismo de la audiencia a la hora de interpretar los mensajes que provienen de los medios de comunicación. Los miembros de la audiencia a menudo constituyen comunidades interpretativas y se convierten en auténticos protagonistas que hacen una lectura muy particular de los materiales o textos disponibles. Mientras que la «lectura», convencionalmente, es una práctica solitaria y privada, los fans consumen textos en el seno de la comunidad propia. No se limitan a leer textos, los releen continuamente, lo que hace cambiar profundamente la naturaleza de la relación entre el texto y el lector. En este proceso, los fans dejan de ser simplemente una audiencia para los textos populares y se convierten participantes activos y protagonistas en la construcción y circulación de sentido. 4. Yo (también) soy fan Jenkins es uno de los estudiosos más sólidos y más reputados de las comunidades de fans. Jenkins confiesa abiertamente su admiración y su implicación personal en la comunidad que estudia: él mismo se considera un aca/fan, un académico y, al mismo tiempo, un fan. Según Jenkins, las comunidades de fans a menudo se caracterizan por el rechazo de los valores y de las prácticas mundanas y de tipo consumista. El fandom en el ámbito de la ciencia ficción ha existido durante casi cien años y es producto de una larga tradición. Ya formaban una red social (off line) mucho antes de que nadie se planteara su estudio. La obra de Jenkins (2010), que lleva más de veinticinco años profundizando en el estudio de las comunidades de fans, es extensa y clarividente. Podemos destacar, entre otros, el estudio realizado en 1992 en Estados Unidos sobre los fans de la serie de ciencia ficción StarTrek. El autor demuestra que la mayor parte de los miembros de esta comunidad, los trekkies, son chicos adolescentes con una profunda inquietud cultural y una disposición muy abierta. Los trekkies constituyen una de las manifestaciones más sólidas de la cultura fan. En los estudios de Jenkins los fans aparecen como «lectores» que hacen una interpretación sui generis de los relatos televisivos. No se trataría —como dice el tópico— de un acto de recepción pasiva, ni un mero acto de consumismo compulsivo. El elemento central de esta aproximación es la tesis de que la audiencia, lejos de adoptar una posición pasiva respecto el sentido de un mensaje que reciben, adoptan una activa, por lo que construyen su propio sentido del «texto», que puede situarse más lejos o más cerca de la «lectura preferida» del emisor. Inspirándose en textos de De Certeau (1999), Jenkins utiliza la analogía de la piratería o de la caza furtiva para describir las relaciones entre lectores y escritores que establecen una especie de lucha por apropiarse del texto y el control de los significados. En este caso, lo que es específico de la cultura fan es que los miembros del público son como una especie de cazadores furtivos que «cazan» determinados fragmentos de texto y hacen una lectura particular e, incluso en algunos casos, hacen una (re)escritura al servicio de los intereses de la comunidad. Los miembros de las comunidades fans aprovechan los «bienes saqueados» como base para la construcción de una comunidad cultural alternativa. 5. Los fans en la era digital En el pasado los fans constituían una especie de comunidades dispersas que, solo ocasionalmente, se reunían para celebrar algunas efemérides y por compartir su pasión. Se trataba de un tipo de actividades que, a pesar de su interés, tenían una escasa o nula incidencia social y cultural. Internet ofrece la posibilidad de desarrollar una red de relaciones sociales con personas que no se encuentran, necesariamente, localizadas en el tiempo y el espacio. Internet facilita la creación y el intercambio de nuevos contenidos culturales y hace posible que la interacción social sea mucho más viva, intensa y continuada en el tiempo. Se trata de un tipo de comunidad en la que los individuos pueden sentirse profundamente implicados a nivel personal y emocional. A partir de los años noventa los fans alcanzan un nuevo protagonismo dado que se convierten en pioneros en el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación. Crean los primeros foros de fans online y abrazan con entusiasmo las potencialidades comunicativas y creativas de la red. En la actualidad existen infinidad de espacios dedicados a comunidades y creadores de producciones relacionadas con el universo de los fans (Roig, 2009, pág. 230). La presencia de contenidos culturales generados por los fans permite una mayor difusión y una presencia continuada de la cultura hacen en la red. Como señala Jenkins, lo que ha producido en los últimos años con la extensión de las redes sociales es una mayor visibilidad de la cultura de los fans. «La red proporciona un nuevo y poderoso canal de distribución para la producción cultural aficionada. Los aficionados llevan décadas haciendo películas domésticas; estas películas ahora se están haciendo públicas.» Jenkins (2008, pág. 37) Es cierto que muchas de estas aficiones tenían inicialmente un carácter bastante extraño y marginal, pero con el tiempo han logrado un protagonismo cultural creciente. La red, con los YouTubers, los gamers (videojugadores) o los e-sports (competiciones online de videojugadores profesionales), no solo forman la mayor comunidad de fans actual sino que económicamente están al frente de las industrias culturales tradicionales como la televisión o el cine. 1 En la sociedad actual los fans forman comunidades integradas por miembros que comparten la misma afinidad y que pueden conseguir una notable difusión de sus actividades. De ser un fenómeno minoritario y, a menudo, estigmatizado, se ha convertido en una de las partes más visibles de los públicos contemporáneos. Efectivamente, estos seguidores entusiastas y apasionados configuran un sector del público muy dinámico y cada vez más atractivo para las industrias creativas. En algunos casos se desdibuja la frontera que separa la creación de la recepción. Este es un hecho extraordinariamente significativo. El fan, a pesar de la idea tópica que le vincula con un consumidor pasivo, se convierte en un actor protagonista de sus actividades de ocio. El fan también es un creador. Lucha para imponer su criterio de calidad y en algunos casos puede destacar y convertirse en una celebridad dentro de la propia comunidad. Su influencia personal y la repercusión social a la hora de marcar tendencias es cada vez mayor. Los fans no solo son consumidores y creadores activos, la cultura fan, el fandom, posibilita establecer prácticas interpersonales, lazos sociales más amplios activando emociones y sentimientos desde la cotidianidad cultural y que tiene como objetivo situar el centro de nuestra capacidad o incapacidad para encontrar sentido al mundo en que vivimos. Bibliografía Ang, I. (1985). Watching Dallas: Soap Opera and the Melodramatic Imagination. Londres: Methuen. Aranda, D.; Sánchez-Navarro, J.; Roig, A. (coord.) (2013). Fanáticos. La cultura fan. Barcelona: UOC. Brojakowski, B.; Slade, A.; Narro, A.; Givens-Carrol, D. (2015). Television, social media, and fan culture. Nueva York: Lexington Books. Certeau, M. de (1999). La invención de lo cotidiano. México: Universidad Iberoamericana. Hall, S. (1973). Encoding and Decoding in the Television Discourse. Birmingham: Centro de Estudios Culturales Contemporáneos. Jenkins, H. (2010). Piratas de textos. Fans, cultura participativa y televisión. 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La aparición del deporte espectáculo y la cultura deportiva popular Xavier Pujadas. Universidad Ramon Llull Ricardo Sánchez. Universidad Ramon Llull La concepción de deporte espectáculo vinculado al mundo contemporáneo es inseparable de la misma aparición del deporte moderno en la sociedad industrial. Las características originales de estas actividades deportivas emergentes en la sociedad británica entre 1750 y 1840, tales como la reglamentación, la competición, la identificación en grupos o asociaciones y la especialización de los jugadores, facilitaron la existencia de algunos elementos esenciales para la producción del espectáculo deportivo. La mejora en el rendimiento y la competición, el conocimiento universal de las reglas de juego, la incertidumbre en el resultado y la emergencia de individuos, asociaciones o colectivos deportivos facilitadores de identidades son algunos de los aspectos fundamentales para que la competición deportiva deviniera un entretenimiento público en pocos decenios. Siguiendo a Leigh Robinson en The Business of Sport (2016), debemos tener en cuenta tres aspectos principales para entender la existencia del deporte como espectáculo. En primer lugar, la noción de «competición», en la que el enfrentamiento y la emoción derivada de la incertidumbre del desenlace son considerados elementos clave del entretenimiento deportivo. En segundo lugar, el propio espectáculo asociado al acto deportivo, como por ejemplo las ceremonias olímpicas. Finalmente, la existencia de un escenario social —el estadio o el palacio de deportes— donde las personas pueden ir de manera colectiva, no solo para ver una competición y un espectáculo, sino también con objetivos sociales. En este sentido, el deporte se convierte en un espectáculo a partir del momento en que es capaz de «proporcionar un conjunto de actividades más deseables que la competición deportiva en sí misma» (Robinson, 2016, pág. 280). 1. La especialización del atleta frente al espectador y el inicio de una cultura deportiva mercantilizada Teniendo en cuenta las características apuntadas en relación a la existencia de un espectáculo deportivo, la aparición moderna de una cultura deportiva mercantilizada, basada en la oferta de un espectáculo de competición y vinculada a una estructura organizada con el objetivo de obtener un beneficio dinerario, debe situarse en Inglaterra a finales del siglo XVIII (Harvey, 2004). En este contexto, la reglamentación e institucionalización de los deportes atléticos en las escuelas privadas inglesas, tales como el fútbol o el rugby, o de otras prácticas de origen aristocrático como el críquet, incidió claramente en la especialización de jugadores —que entrenaban y mejoraban su rendimiento y eficacia en el juego— respecto a espectadores —que seguían el juego sin intervenir en él—, e impulsó su difusión a partir de la década de 1850. En este periodo se desarrolló la comercialización del fútbol como espectáculo por medio de diferentes factores tales como el cercado de los campos de juego, el cobro de una entrada a los espectadores, el pago de una suma de dinero a los jugadores y la creación de empresas de accionistas dedicadas al mantenimiento de los equipos. El rápido crecimiento del fútbol profesionalizado desde 1881 convirtió este deporte por primera vez en un entretenimiento de la clase obrera industrial inglesa. Este fenómeno no fue ajeno a la influencia de la prensa deportiva ya existente en Gran Bretaña en la década de 1870, que doblaría sus tiradas a finales del siglo, y a otros factores como la mejora en las infraestructuras deportivas y el papel del espectáculo futbolístico como vehículo de las rivalidades locales. Todo ello daría como resultado la creación de la primera Liga de Fútbol en 1888. Otros deportes como las carreras de caballos y el críquet contribuyeron a la popularización del deporte como objeto de consumo y entretenimiento para sectores sociales diversos. En el caso del críquet, su espectacularización llegó con la aparición de los touring teams de jugadores profesionales y pagados por empresarios, que hacían giras de demostración aprovechando la creación de la nueva red de ferrocarriles de Inglaterra (Hill, 2002, pág. 33). El primer país industrial del planeta dio paso, por lo tanto, a la primera cultura deportiva industrial basada en la oferta de un espectáculo popular (Walton, 2012, pág. 137). 2. Los factores de la industria deportiva como producto de la cultura de masas Tras la Primera Guerra Mundial, en las décadas de 1920 y 1930, la difusión del deporte experimentó un crecimiento muy importante en los países de Europa occidental y en América. Sin duda, este incremento repercutió en su popularización como pasatiempo de las clases populares, pero la transformación más significativa se dio en su versión espectacular. De la misma manera que sucedió con otras manifestaciones de la cultura popular mediática como por ejemplo en el caso del cinematógrafo, durante los años de entreguerras la incipiente cultura deportiva mercantilizada aparecida en Gran Bretaña antes de 1914 vivió una expansión sin precedentes. En realidad, sobre todo en los años anteriores al colapso económico acaecido en 1929, los países occidentales asistieron a un periodo de emergencia de la cultura del consumo en el que la cultura deportiva se transformó y se masificó (Wiggins, 1995, pág. 207). En este contexto, el fenómeno deportivo encontró algunos elementos facilitadores —como por ejemplo la expansión de los medios de comunicación de masas— para la construcción de un nuevo universo simbólico popular vinculado al espectáculo deportivo emergente. La rápida difusión de la imagen de los ídolos deportivos mediante la prensa gráfica, la publicidad y el cine darían lugar a la masificación de una nueva iconografía deportiva sin precedentes. Este nuevo fenómeno cultural fue fundamentalmente urbano y —sin duda— tuvo un impacto: social, dada su repercusión interclasista e intergeneracional; territorial, con la aparición de los estadios como elementos urbanísticos que cambiarían en parte la apariencia de las ciudades, y económico, como nuevo vector en la industria del consumo popular. Sin embargo, la masificación de la cultura deportiva vinculada al entretenimiento superó por primera vez, en la década de 1920, el escenario estrictamente urbano gracias a la irrupción de los medios de comunicación de masas (véase capítulo sobre la cultura de masas). Este impulso sin precedentes del deporte espectáculo fue consecuencia de diferentes factores. Por un lado debemos tener en cuenta aquellos que contribuyeron a lo que Ángel Bahamonde (2011) ha venido a denominar como «factores para la modernización del deporte» y que pueden resumirse en siete aspectos: el incremento y extensión de las entidades deportivas, la consolidación del deporte como fenómeno público, una creciente institucionalización deportiva en órganos federativos, la mercantilización y profesionalización de los deportes más populares, el efecto emulador entre los practicantes, la creación de espacios específicos para el espectáculo y la extensión del movimiento olímpico internacional. Sin embargo, la extensión de la cultura deportiva popular debe vincularse a partir de las décadas 1920 y 1930 a las profundas transformaciones tecnológicas sufridas por los medios de comunicación tras el final de la Gran Guerra. En este sentido, la masificación del deporte espectáculo debe su existencia en buena medida a cinco factores como son: a) la modernización del fotoperiodismo, gracias a la aparición de las nuevas cámaras portátiles con visor telemétrico, que facilitaron la difícil tarea de seguir con mayor rapidez y autonomía a los atletas; b) las mejoras en la calidad y crecimiento de la prensa gráfica especializada, vinculadas al incremento de la velocidad en la impresión, y un elemento clave en la difusión de la iconografía simbólica deportiva; c) la aparición de la radiodifusión y de las retransmisiones deportivas; d) la aparición del cine sonoro y su incidencia en el desarrollo de películas, documentales y noticiarios de índole deportiva, y e) el desarrollo de la industria publicitaria vinculada a los espectáculos deportivos y a sus protagonistas convertidos en auténticos ídolos o mitos populares (véase capítulo sobre ídolos mediáticos). Tras la Segunda Guerra Mundial, la gran expansión de la industria del espectáculo deportivo de la segunda mitad del siglo XX debe relacionarse, sin duda, al desarrollo de la televisión a partir de la década de 1960 y al incremento de la actividad deportiva. Las nuevas posibilidades comunicativas que ofrecía, por primera vez, la retransmisión de las competiciones deportivas internacionales —tales como los Juegos Olímpicos— permitieron desarrollar una nueva industria basada en la profesionalización del espectáculo del deporte sin precedentes, la comercialización de las competiciones, la «esponsorización» y la mercantilización de las entidades deportivas generadoras de este espectáculo. En buena medida, las ceremonias de inauguración y de clausura de los Juegos Olímpicos —como se constató en Barcelona 92, Atlanta 96 o Sídney 2000— son concebidas básicamente como espectáculos televisivos desde el último tercio del siglo XX. A finales del siglo XX, los cambios tecnológicos y socioculturales han dado lugar a nuevas tendencias y escenarios asociados al deporte espectáculo. 3. Los nuevos escenarios del deporte espectáculo 3.1. El espectáculo deportivo como ritual Tal y como hemos visto anteriormente, es imposible entender el deporte moderno sin su vertiente espectacular. Conviene recordar aquí que el deporte se ha convertido en una ceremonia de la modernidad que permite escenificar los grandes ejes simbólicos de nuestro mundo: celebra el mérito, el rendimiento y la competitividad entre iguales; polariza lo particular y lo universal; da al grupo la oportunidad de celebrarse a sí mismo; y está abierto a una pluralidad de lecturas por su carácter polifacético y polisémico (Bromberger, 2000). En este sentido ritual, el espacio del deporte moderno es el estadio deportivo, lugar donde la sociedad se concentra en multitudes y se celebra a sí misma en torno a un foco de atención compartido, la competición deportiva, que refuerza la identidad y la conciencia colectiva gracias a la efervescencia emocional y a la construcción de una base moral edénica común. Así pues, el deporte, que sacraliza las singularidades de la modernidad en una época secularizada, ha hecho de los espacios deportivos sus nuevos templos y de los medios de comunicación un instrumento difusor de identidades compartidas y de los valores normativos de la sociedad. Ahora bien, si desde finales del siglo XX las prácticas fisicodeportivas se han globalizado, como nos dice Perelman (2008), también, a su vez, el propio deporte globaliza. En efecto, el espectáculo deportivo, por medio de los medios de comunicación, ha acompañado los procesos de modernización como una metacultura de la modernidad que ha generado un «hábitat de significado global». De hecho, deporte, medios de comunicación y patrocinadores forman lo que algunos autores denominan el complejo mediático deportivo global y otros el triángulo SMS (Sport, Media y Sponsor) (Rowe, 2011). Las audiencias son, en última instancia, el elemento central del dinamismo demostrado por esta estructura social de comunicación: el círculo virtuoso del deporte moderno. Las interrelaciones entre estos tres agentes establecen dependencias y provocan adaptaciones en cada uno de ellos. Las modificaciones en calendarios, horarios y normativas de diferentes deportes espectáculo, el incremento de los canales y medios de comunicación especializados, así como las cifras que mueve el patrocinio deportivo, son una prueba de ello (véase el capítulo sobre globalización). 3.2. Nuevas tendencias deportivas, nuevas tecnologías de la comunicación y pluralización del imaginario deportivo en el siglo XXI Con referencia a las transformaciones socioculturales ocurridas desde finales del siglo XX en las sociedades occidentales, Nicola Porro (2001) traza las nuevas características del deporte, que, en su opinión, reflejan y reelaboran algunos de los aspectos más novedosos y representativos de las sociedades contemporáneas. Porro, por tanto, nos muestra las tendencias deportivas que, de forma similar a las socioculturales, diversifican la complejidad del sistema deportivo actual: globalización, personalización, multiplicación del sistema de valores, policulturalismo, socialidades blandas, tecnologización, ecologización, desburocratización y desinstitucionalización, deslocalización, tribalización de las redes sociales e hibridación. En consecuencia, vemos cómo tanto en las formas como en los contenidos, a principios del siglo XXI asistimos a la pluralización del fenómeno deportivo, que emerge como elemento de comunicación para la representación social. Una ampliación y diversificación de las prácticas deportivas, de los espacios para el deporte, de sus contenidos y narrativas, así como de los medios de comunicación implementados, que permiten la formación de microrepresentaciones colectivas diferenciadas. Al mismo tiempo, estamos asistiendo a una reconfiguración significativa en la relación entre deporte espectáculo y medios de comunicación. Lo vemos, por ejemplo, en la reducción de la programación deportiva de los canales generalistas que se ha desplazado hacia nuevos canales temáticos especializados, también por parte de los clubes deportivos. Sin embargo, donde el cambio ha tenido mayor incidencia es en el desarrollo de las vías de comunicación mediante internet: medios de comunicación online, webs de clubes, entidades oficiales, seguidores; además de foros, redes sociales, blogs, canales de YouTube, aplicaciones y demás medios de comunicación interactivos e inmediatos, que van haciéndose con un porcentaje de la audiencia que, aunque menor, es cualitativamente significativo. De hecho, la lógica de la «remediación» que caracteriza la comunicación interactiva online lleva al consumidor deportivo a convertirse a su vez en un potencial productor de comentarios e informaciones en un ciclo participativo sin límites. Esta situación obliga a interrogarse sobre el futuro del triángulo existente entre deporte, medios de comunicación y patrocinadores, ya que parece desestructurarse el triángulo SMS con los avances tecnológicos aplicados a la comunicación deportiva, especialmente con la tecnología portátil (wearable tech) y los teléfonos inteligentes (smartphones). La «complejización» sociodeportiva generada por el incremento en la personalización y diferenciación de los agentes comunicadores y de los medios, así como por la diversidad de prácticas deportivas, espacios y microidentidades colectivas de referencia, hace que el deporte pierda referentes unívocos y se convierta en una polifonía de mensajes simbólicos difíciles de armonizar. Es por ello que la socialización deportiva se abre a un proceso de «videosocialización múltiple» caracterizado por la autosocialización individualizada, la heterosocialización diferenciada y una socialización «de baja definición» o poco estructurada (Martelli y Porro, 2013). Se desdibuja así la transmisión de unos valores normativos rígidos y homogéneos, al tiempo que se pluraliza y se personaliza la comunicación deportiva y social. Es interesante destacar el papel que están jugando las aplicaciones móviles data trackers que permiten compartir los progresos y las hazañas deportivas personales con cientos de miles de usuarios de forma inmediata. El espectáculo deportivo se ha personalizado mientras la proeza deportiva se ha democratizado. Es por ello oportuno considerar el deporte como un espacio de luchas simbólicas de las representaciones sociales y de los imaginarios colectivos. En efecto, el deporte es un terreno privilegiado para representar los debates sobre cuestiones sociales fundamentales. Señalan Llopis, Martín y González (2017) que los temas más tratados por las investigaciones que analizan cómo aparece representado el deporte en los medios de comunicación son: la representación mediática del deporte femenino, el papel de los medios en la legitimación de la masculinidad hegemónica, la representación racial en los medios de comunicación deportivos y el papel que desempeñan los medios de comunicación en la construcción y refuerzo de las identidades nacionales. No podemos olvidar que fue en el contexto olímpico —uno de los ámbitos más representativos del deporte como espectáculo— que se construyó el cuerpo imaginario del atleta moderno como concreción del potencial del ser humano. Potencial que, en el orden simbólico, tenía que dar legitimidad al estatus del varón, blanco, adulto, heterosexual, de clase alta, válido y originario de las naciones avanzadas, al naturalizar su supremacía atlética como un hecho dado (Moreno, 2013). Una representación del cuerpo del atleta moderno que se funda en el antropocentrismo, el racionalismo, la innovación tecnológica y el progreso; y que encuentra en el deporte un poderoso medio de difusión simbólicamente generalizado. Citius, altius, fortius (más rápido, más alto y más fuerte), el famoso lema pronunciado por el barón de Coubertin en la inauguración de los primeros juegos olímpicos de la era moderna en Atenas (1896), pero también máxima incorporada, hecha cuerpo, de una manera de entender la modernidad y el progreso humano. En efecto, todo parece indicar que es en el imaginario deportivo donde se representan y se dirimen simbólicamente cuestiones fundamentales de la vida sociocultural. Así, por ejemplo, la arena deportiva acaba incorporando, representando y quizás configurando el debate social sobre las dificultades en la clasificación de los sexos. En el caso del deporte, donde se impone una política de género, el control del sexo impone «lo normal» a «lo natural» contribuyendo a la biopolítica de una «sociedad de normalización». No obstante, también es en el deporte donde se suscitan los debates sobre las políticas del Comité Internacional Olímpico con los/las atletas transexuales; o se reinterpreta el caso de la atleta sudafricana Caster Semenya desde un poshumanismo que pretende redefinir el deporte y la propia sociedad (Sánchez, 2010). En resumen, debates sobre deporte e intersexualidad que cuestionan el orden deportivo y social abriendo las puertas a una multiplicidad de novedosos imaginarios sociales. Otro tanto sucede con la aplicación de las nuevas biotecnologías, hecho que nos obliga a replantearnos nuestra relación con el cuerpo deportivo como anclaje simbólico de lo social (Sibilia, 2006). Las innovaciones tecnológicas aplicadas a mejorar el rendimiento de los deportistas no dejan de crecer y de generalizarse en beneficio de un espectáculo cada vez más ambicioso. El resultado es la existencia de un «tecnobiopoder» que rompe con el tradicional imaginario humanista, para anunciar nuevos horizontes transhumanistas o poshumanistas. Se trata de una representación social que articula la profunda asociación de todos los sujetos humanos con los artefactos biotecnológicos, que se entienden, a partir de ahora, como agentes mediadores activos. En efecto, el deportista ya no utiliza implementos, sino que se construye junto a ellos. Un cyborg deportista en el sentido que le podría dar Haraway (2016): la íntima unión entre la tecnología y el ser humano. Se anuncia, por tanto, un futuro deportivo y social donde esta nueva asociación biotecnológica y panhumana seguirá simbólicamente representada en el cuerpo del atleta mejorado. En conclusión, los nuevos escenarios del deporte espectáculo vienen marcados por la pluralidad de escenarios deportivos y sociales; por los avances en las nuevas tecnologías de la comunicación que hacen del consumidor deportivo también un productor potencial de representaciones compartidas, y por la pérdida del control institucional sobre los aspectos normativos de las representaciones simbólicas del deporte moderno. La desviación simbólica se pluraliza, el espectáculo deportivo se abre a una pluralidad de agentes sociales y, en definitiva, el imaginario social del deporte se democratiza. Bibliografía Bahamonde, A. (2011). «La escalada del deporte en España en los orígenes de la sociedad de masas. 19001936». En: X. Pujadas (coord.) Atletas y ciudadanos. Historia social del deporte en España 1870-2010. Madrid: Alianza. Bromberger, C. (2000). «El fútbol como visión del mundo y como ritual». En: M. A. Roque (ed.). Nueva antropología de las sociedades mediterráneas. Barcelona: Icaria – ICM. Elias, N.; Dunning, E. (1992). Deporte y ocio en el proceso de la civilización. México DF: Fondo de Cultura Económica. Haraway, D. (2016). Manifiesto para cyborgs. Ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX. Barcelona: Puente aéreo ediciones. Harvey, A. (2004). The beginnings of a commercial sporting culture in Britain. 1793-1850. Alderhot: Ashgate Publishing. Hill, J. (2002). Sport, leisure & Culture in Twentieth century Britain. Nueva York: Palgrave. Llopis, R.; Martín, M.; González, M. (2017). «Medios de comunicación, deporte y sociedad». En: M. García, N. Puig, F. Lagardera, R. Llopis y A. Vilanova. Sociología del deporte. Madrid: Alianza. Martelli, S.; Porro, N. (2013). Manuale di sociología dello sport e dell’attività física. Milano: FrancoAngeli. Moreno, H. (2013). «La invención del cuerpo atlético». En: AIBR. Revista de Antropología Iberoamericana (vol. 8. núm. 1, págs. 49-81). Perelman, M. (2008). Le sport barbare. Critique d’un fléau mondial. París: Éditions Michalon. Porro, N. (2001). Lineamenti di sociología dello sport. Roma: Carocci. Robinson, L. (2016). The Business of Sport. En: Houlihan, B. y D. Malcolm (eds.). Sport and Society. Londres: Sage. Rowe, D. (2011). Global Media Sport: Flows, Froms and Futures. Londres: Bloomsbury. Sánchez, R. (2010). «Post-humanismo en la pista olímpica: casos Pistorius/Semenya y la re-definición del deporte». En: Atenea Digital (núm. 19, págs. 51-67). Sibilia, P. (2006). El hombre postorgánico: cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales. Buenos Aires: FCE. Walton, J. K. (2012). «The origins of working-class spectator sport: Lancashire, England, 1870-1914». En: Historia y Comunicación Social (vol. 17, págs. 125-140). Parte VII Cultura y política Capítulo XVIII La cultura como ideología Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull Muchos autores utilizan la noción de ideología como un concepto sinónimo, prácticamente intercambiable, con la noción de cultura. Para Raymond Williams ideología es una de las palabras clave de las ciencias sociales en el siglo XX. Es uno de los términos más usados y, todo hay que decirlo, más gastados. Sin embargo, la noción de ideología puede jugar un papel importante en el análisis de las formas simbólicas actuales, sobre todo si somos capaces de desnudar el término de algunas de las connotaciones negativas que la han marcado en un pasado reciente (J. B. Thompson, 1998). 1. La ideología como «ciencia de las ideas» El término ideología proviene de la palabra francesa ideologie. Se usó probablemente por primera vez en el campo intelectual por Destutt de Tracy (1753-1836), filósofo y oficial de caballería, que en sus Éléments d’ideologie (4 vols., 1801-1815) describe la ideología como una «ciencia de las ideas». En un sentido similar aparece la noción de ideología en los escritos contemporáneos de algunos autores norteamericanos sobre ciencia política. Definen la noción de ideología (sinónimo de cultura) como un cuerpo de creencias de notable coherencia interna organizada en torno a unos cuantos principios y valores fundamentales. Por ejemplo, George L. Mosse, en la magna obra La cultura europea del siglo XIX y XX (1997), define la noción de cultura como un «estado de la mente». Habla de cultura haciendo referencia a las principales corrientes ideológicas —como, por ejemplo, el marxismo y el liberalismo— que toman cuerpo en la Europa del siglo XIX y marcan profundamente la historia del siglo XX. Para Mosse, la realidad social se filtra por medio de nuestras percepciones: nuestras ideas y nuestros ideales determinan nuestra mirada sobre el mundo y la percepción que tenemos de nosotros mismos. Esta noción de ideología conecta con las nociones de sentido común que entienden la ideología como un sistema de pensamiento o como un conjunto de creencias sobre el mundo que orientan la organización política de una sociedad. Esta es una visión respetable, pero se aleja de nuestra perspectiva. ¿Cuáles son, pues, las principales acepciones, que desde un punto de vista sociológico, tenemos del concepto ideología? Seguidamente exponemos dos: 1) La ideología como un sistema de representaciones falsas e ilusorias. La ideología se entiende como una especie de velo destinado a ocultar o enmascarar las intenciones y los intereses que mueven la conducta de los grupos y los individuos. En este sentido, podemos relacionar la noción de ideología con la noción marxista de «falsa conciencia» (y también con la noción freudiana de «autoengaño»). Marx equipara la ideología con la falsa conciencia, es decir, la imagen distorsionada que un grupo social en particular se hace de la realidad que vive en un momento histórico determinado. Para Marx, el concepto de ideología posee un sentido fundamentalmente peyorativo.1 La ideología alemana, y de manera muy particular la filosofía de Hegel, genera una visión invertida del mundo: confunde las ideas con los hechos sociales. Las ideologías son, entonces, falsas ilusiones, visiones quiméricas del mundo que ocultan a la conciencia de los hombres la causa verdadera de su miseria terrenal. Desde una perspectiva marxista, la ideología es el conjunto de creencias falsas de las que se han servido las clases dominantes para mantener su situación de privilegio. Marx sitúa este hecho en el marco de las llamadas relaciones base/superestructura: los productos culturales son considerados ideológicos en el sentido de que son portadores —de forma implícita o explícita de los intereses de los grupos dominantes, los que tienen una posición privilegiada y obtienen beneficios políticos, socioeconómicos y culturales derivados de la organización socioeconómica de la sociedad. También podemos hablar de ideología en relación a un sistema de ideas articuladas por un colectivo de personas. Podemos hablar de la ideología profesional en relación con las ideas que orientan la práctica de un grupo profesional particular. Los periodistas, por ejemplo, nos pueden ofrecer una visión parcial y sesgada de su rol social. La visión de estos profesionales es ideológica en la medida que nos ofrece una perspectiva marcada por sus intereses particulares y mantiene una percepción distorsionada del mundo social. La ideología, pues, va ligada a la posición y los intereses de los individuos o de un grupo social concreto. 2) La ideología como reafirmación del status quo. Hay una segunda acepción de ideología, muy influyente en los años setenta y principios de los ochenta, desarrollada por Louis Althusser, que fue más allá de la visión convencional de ideología que lo entiende como un cuerpo de ideas y creencias. Como ya se ha dicho, las ideologías cumplen la función de ser concepciones del mundo (Weltanschauungen) que penetran en la vida práctica de los hombres y son capaces de animar e inspirar su praxis social. La cultura es el conocimiento implícito del mundo, un conocimiento mediante el cual se establece formas apropiadas de actuar en determinados contextos. Como la phoronesis de Aristóteles, la cultura consiste en una habilidad o destreza y no en un conocimiento teórico. Las imágenes, los conceptos y las representaciones que se imponen a los hombres conforman un sistema de creencias que a menudo se alcanzan de forma inconsciente. La función de la ideología, pues, no es meramente teórica. La ideología tiene también una función de carácter practicosocial ya que pretende orientar la conducta de los individuos desde una perspectiva «positiva». Desde este punto de vista, las ideologías procuran a los hombres un horizonte simbólico para comprender el mundo y una regla de conducta moral para guiar las prácticas. Althusser destaca que ciertos rituales y costumbres sociales tienen un papel muy importante en nuestras vidas y nos permiten volver al orden y la «normalidad»; un orden y una normalidad marcados por relaciones de poder y por profundas desigualdades sociales. Por ejemplo, las vacaciones en la costa y la celebración consumista de la Navidad se pueden contemplar como prácticas ideológicas en la medida que nos procuran satisfacciones y nos hacen olvidar la injusticia estructural del mundo actual. 2. De la dominación a la hegemonía cultural El pensador marxista italiano Antonio Gramsci nos alertó del peligro de sobrevalorar, como habían hecho algunas corrientes importantes dentro de la tradición marxista, los mecanismos de poder de las clases dominantes y de despreciar sistemáticamente las formas culturales y los mecanismos de resistencia cultural de las clases subalternas (tampoco sería razonable sobrevalorar la capacidad de resistencia del «pueblo»). La concepción contra la que Gramsci se rebeló casi instintivamente, puede sintetizarse con la conocida frase de Marx y Engels: «Las ideas de la clase dominante son, en cada época, las ideas dominantes; es decir, la clase que es la fuerza social dominante de la sociedad resulta, al mismo tiempo, la potencia espiritual dominante. La clase que controla los medios de producción material controla al mismo tiempo los medios de producción intelectual.» Marx K.; Engels F. (1969, pág. 54) Como señala Jesús Martín Barbero (1987), esta perspectiva ha hecho mucho daño al estudio de la cultura y la comunicación contemporáneas. Se trata de un esquema de análisis determinista, cuyo éxito radica en su simplicidad y en que nos «ahorra» el trabajo de hacer investigación empírica. No sería necesario describir los mecanismos de la dominación social, ya que los damos por descontados. Gramsci utiliza el término de hegemonía en relación con la manera en que los grupos dominantes de la sociedad ganan influencia mediante un proceso de «liderazgo moral e intelectual» que conlleva el consentimiento y el respeto de los grupos subordinados. La noción de hegemonía es especialmente apropiada para describir las formas de dominación características de las sociedades complejas que ejercen mediante el control de las ideas y solo, de forma excepcional, mediante el uso de la fuerza. La cultura popular no debe entenderse solo como una cultura impuesta desde arriba. Tampoco es una cultura que provenga de abajo como una cultura de resistencia del «pueblo» (véase capítulo XII). Más bien es un campo de batalla, un territorio de intercambio: un terreno marcado por la integración y la resistencia. Desde una perspectiva neogramsciana, podemos contemplar la cultura popular como una arena de contienda ideológica entre las clases dominantes y las clases subordinadas, entre culturas dominantes y culturas subordinadas. Efectivamente, se contempla la cultura popular como un ámbito de lucha entre las fuerzas de «resistencia» de los grupos sociales subordinados, y las fuerzas de «integración» de los grupos sociales dominantes. En consonancia con la concepción gramsciana de hegemonía, J. B. Thompson propone una concepción más dinámica y pragmática de ideología, centrada en el análisis de cómo los sistemas y las formas simbólicas pueden servir para establecer y mantener relaciones de poder y dominación (Thompson, 1990). Así, pues, las formas simbólicas específicas no son intrínsecamente ideológicas: lo son en la medida en que sirven, en determinadas circunstancias, para establecer y sostener de manera sistemática relaciones de poder asimétricas. Si entendemos la ideología de este modo, se constata que el desarrollo de los medios de comunicación aumenta en gran medida la capacidad de transmitir mensajes potencialmente ideológicos a través del espacio y del tiempo, y de reincorporar estos mensajes a una multiplicidad de lugares concretos; en otras palabras, crea las condiciones para la invasión mediática de mensajes ideológicos en los contextos habituales de la vida cotidiana. Sin embargo, es crucial enfatizar el carácter contextual de la ideología: los mensajes mediáticos son ideológicos en la medida en que son elegidos y apropiados para los individuos que los reciben y los incorporan reflexivamente a su vida. Esto tiene importantes consecuencias desde el punto de vista de la influencia ideológica que tienen (o pueden tener) los contenidos culturales y mediáticos sobre la ciudadanía. También tiene claras implicaciones metodológicas: el tradicional análisis del contenido debe complementarse, necesariamente, con el análisis de la recepción. 3. La importancia de la recepción cultural La historia de la investigación comunicativa ha sido dominada, desde los orígenes, por una concepción lineal de la comunicación. Una concepción que hace de la persuasión la actividad más relevante de los medios de comunicación. La investigación en comunicación ha tenido como objetivo central la voluntad de conocer las influencias de los medios de comunicación sobre los ciudadanos. Este modelo lineal, basado en el paradigma de Lasswell, ha fundamentado la investigación dominante desde los años treinta hasta los años setenta y parte del paradigma conductista basado en el estudio de cómo un comunicador (que elabora determinados estímulos) impacta sobre un receptor (que es considerado como sujeto estimulado) con el fin de conseguir determinados efectos a corto o medio plazo. El análisis de las influencias de los medios de comunicación social ha sido el objeto de estudio por excelencia en el ámbito de la investigación comunicativa, especialmente en los inicios de la llamada Mass Communication Research y también desde la perspectiva marxista. Desde estas tradiciones se ha tendido a considerar la audiencia como una entidad pasiva, expectante e influenciable. Los efectos o las influencias de los medios de comunicación se dan por supuesto (Busquet, Medina, 2014). Desde los estudios culturales británicos —como hemos visto anteriormente— se propone una nueva mirada para estudiar el rol de los medios de comunicación social y de reivindicar el protagonismo de la audiencia en los procesos de recepción cultural. Desde esta óptica, las audiencias no son simples consumidores pasivos, sino que son productores activos de sentido, dado que decodifican los textos mediáticos en función de unas circunstancias sociales y culturales muy particulares. Así, por ejemplo, un mismo programa de televisión puede tener una incidencia muy desigual al poder ser leído o interpretado de maneras muy diferentes en función de las características y la disposición del público. El elemento central de esta aproximación es la tesis que la audiencia, lejos de adoptar una posición pasiva respecto el sentido de un mensaje que reciben, adopta una posición activa, por lo que construyen su propio sentido del texto. Bibliografía Ariño, A. (1997). Sociología de la cultura. La constitución simbólica de la sociedad. Barcelona: Ariel. Busquet, J; Medina, A. (2014). Invitación a la sociología de la comunicación. Barcelona: Editorial UOC. Martín-Barbero, J. (1987). De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. México: Gustavo Gili. Lamo de Espinosa, E.; González García, J. M.; Torres Albero, C. (1994). La sociología del conocimiento y de la ciencia. Madrid: Alianza. Thompson, J. B. (1990). Ideology and Modern Culture: Critical Social Theory in the Era of Mass Communications. Cambridge: Polity Press. Turner B. S.; Abercrombie, N.; Hill, S. (1987) [1980]. La tesis de la ideología dominante, México: Siglo XXI. 1. Hay que decir que hay una continuidad histórica entre el sentido peyorativo que el autor alemán utiliza de la noción de ideología con la noción despectiva que utilizaban los pensadores conservadores a principios del siglo XIX. Capítulo XIX La cultura nacional. El nacionalismo como religión de la modernidad Lluís Flaquer. Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull La cultura puede devenir un elemento crucial de la existencia de un país. Con el advenimiento de la modernidad es este elemento, y no otro, el que ha venido a ocupar un lugar primordial en el imaginario colectivo que sostiene la identidad de un país, lo que para muchos legitima un gobierno propio y justifica, al mismo tiempo, nación y nacionalismo. Salvador Giner y otros (1996) 1. La bipolaridad entre estado y nación en la era moderna La cuestión nacional es uno de los temas sobre los que más se ha escrito en los últimos años y que sigue siendo objeto permanente de controversia pública. Desde los inicios de la era moderna se ha convertido en un elemento clave de los sistemas políticos y buena parte de los estudiosos del nacionalismo coinciden en que se trata de un fenómeno propio de la modernidad. De hecho, no podemos explicar la eclosión del nacionalismo sin la centralidad de la nación ni sin el protagonismo del estado en la edad moderna. A pesar de que en la actualidad, como consecuencia de la globalización, la mayoría de los estados están viendo erosionada su soberanía, cerca de la totalidad de la superficie terrestre está bajo el dominio de los casi doscientos estados que integran las Naciones Unidas y el binomio Estado nación se ha consolidado como uno de los resortes más dinámicos en la generación de cambio político y social. Según Max Weber, el estado contemporáneo es una comunidad humana que, en los límites de un territorio determinado, reivindica con éxito a favor suyo el monopolio de la violencia legítima. El estado consiste en una relación de dominación del hombre sobre el hombre basada en el instrumento de la violencia legítima (La política como vocación, 1919). Esta definición tan clara y contundente se ha convertido en una de las más ampliamente difundidas y famosas de la ciencia política. Para Weber, desde un punto de vista histórico, el progreso hacia el estado burocrático aparece muy estrechamente unido al desarrollo capitalista moderno. Existen afinidades electivas entre el estado y el capitalismo modernos en la medida en que ambos elementos se basan en la organización racional ya sea de la justicia o de la burocracia, en el caso del estado, o bien en el cálculo de costes de producción o en la racionalización del trabajo, en el caso de la empresa capitalista (Weber, 1981). Se dan numerosas influencias mutuas entre el desempeño del estado en forma de políticas públicas y la conformación gradual de una identidad y de una cultura nacionales. Por una parte, es obvio que un conjunto de condicionantes estructurales, tanto de índole demográfica como tecnológica, económica o productiva, marcan unos límites a la acción del estado. Pero también los rasgos más prominentes de la cultura nacional modelan en gran parte las orientaciones de las medidas de las administraciones públicas. Es cierto que la creación, reproducción y revitalización de la cultura nacional a lo largo del tiempo depende de la defensa sostenida de valores acordes con los contenidos de dicha cultura, de la afirmación de derechos de ciudadanía congruentes con ella y del despliegue continuado de determinadas políticas públicas que los fomenten. Si aceptamos la existencia de diversos modelos de políticas sociales o de regímenes de bienestar, por poner un solo ejemplo, es a causa de sus singularidades en términos de cultura nacional y ello permite que podamos descubrir en su evolución trayectorias consolidadas y coherentes (Esping-Andersen, 1990; Castles, 1993). 2. La dicotomía entre nacionalismo étnico y cívico Con objeto de ahondar en la comprensión de la cultura nacional proponemos examinar las características y el desarrollo de una de las tipologías polares que han gozado de mejor aceptación y han mostrado un buen rendimiento analítico en este campo. La bipolaridad que hemos estado examinando entre nación y estado se expresa también en la dicotomía del nacionalismo étnico y cívico como tipos ideales opuestos y como polos extremos de un continuum. El origen de esta oposición, aunque a menudo utilizando otros términos, se remonta a los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Mientras que el nacionalismo étnico presenta la pertenencia a la comunidad nacional como algo que se da o es atribuible, el cívico considera que los individuos se constituyen voluntariamente en colectividad (Keating, 1996). Uno de los autores que, hace un par de décadas, más contribuyó a consolidar la distinción entre el nacionalismo étnico y el cívico fue Michael Ignatieff (Ignatieff, 1994). Para él, el lenguaje clave de nuestra época es el nacionalismo étnico y en su contribución al tema emite un toque de alerta ante su retorno y exacerbación en el contexto del colapso del imperio soviético y la desintegración de la antigua Yugoslavia. El nacionalismo como doctrina política constituye la creencia de que los pueblos del mundo se dividen en naciones y que cada una de esas naciones tiene el derecho de autodeterminación, ya sea como unidades dotadas de autogobierno dentro de estados nación existentes o como estados nación soberanos. Para perfilar mejor la figura del nacionalismo étnico conviene contrastarlo con su contrario, el nacionalismo cívico. Este mantiene que la nación está compuesta por todos aquellos —sea cual sea su raza, color de piel, credo, género, lengua o etnia— que abrazan el credo político de la nación. Si dicho tipo de nacionalismo recibe el nombre de cívico es porque concibe a la nación como una comunidad de ciudadanos iguales y titulares de derechos, unidos en una adhesión patriótica a un conjunto de prácticas y valores políticos compartidos. Este tipo de nacionalismo es necesariamente democrático, ya que otorga la soberanía al conjunto del pueblo. Según el credo del nacionalismo cívico, lo que mantiene unida la sociedad no son unas raíces comunes sino la ley. Al suscribir un conjunto de procedimientos y valores los individuos pueden conciliar su derecho a modelar sus propias vidas con su necesidad de pertenecer a una comunidad. A su vez, ello da por supuesto que la pertenencia nacional puede constituir una forma de apego racional. En contraste, el nacionalismo étnico sostiene que los afectos más profundos de los individuos son heredados, no elegidos. Es la comunidad nacional la que define al individuo y no los individuos los que definen a la comunidad nacional. Es posible que esta psicología de la pertenencia tenga una mayor profundidad que la del nacionalismo cívico, pero la sociología que la acompaña es mucho menos realista. Esta es una de las razones por las cuales los regímenes nacionalistas étnicos son más autoritarios que democráticos (Ignatieff, 1994). Frente al nacionalismo étnico, el cívico es fruto de la empresa colectiva de sus miembros, pero hunde sus raíces en la aquiescencia o consentimiento individual antes que en la identidad atribuible o adscrita. Se basa en valores e instituciones comunes así como en pautas de interacción social. Cualquiera puede entrar a formar parte de la nación con independencia de su cuna o de sus orígenes étnicos, aunque el coste de la adaptación pueda variar. La cultura nacional proporciona símbolos de identidad para la comunidad. Sustenta una serie de valores sociales que pueden promover el consenso, así como fijar los límites del debate y de la división política. Facilita un medio de comunicación además de un medio de interpretar la realidad social. Asimismo puede servir de mecanismo de integración social. De los diversos aspectos de la cultura, la lengua ha sido generalmente el más importante en lo que respecta a la consolidación de la identidad nacional. Lo que determina que un nacionalismo sea étnico o cívico no es la existencia de una lengua y una política cultural, sino los usos que se hacen de la lengua y la cultura, ya sea para construir una nación cívica o para practicar la exclusión étnica (Keating, 1996). Además, la dicotomía del nacionalismo étnico frente al cívico debe considerarse como un tipo ideal y en este sentido es posible que en la realidad empírica se dé una gradación de variados entornos que pueden situarse a lo largo de un continuum. Así, el análisis empírico muestra que el argumento tradicional según el cual los países del este de Europa tenderían a ostentar identidades más bien étnicas frente a las mayoritariamente cívicas de las naciones de Europa occidental constituye una simplificación excesiva. Los datos no avalan dicho contraste en un sentido fuerte, además de revelar una interesante tensión entre las políticas adoptadas por muchos de los estados y las identidades de sus habitantes. Finalmente, cabría interrogarse sobre las posibles contradicciones existentes entre las identidades que manifiestan las élites y las que exhibe el conjunto de la población (Shulman, 2002). 3. La idea romántica de cultura Desde una perspectiva romántica existe una concepción particularista de cultura que se vincula con la idea de nación. Johann Gottfried Herder creía que la cultura proviene del alma del pueblo (Volkgeist). Desde esta óptica, la «nación cultural» precede a la «nación política» (Cuche, 2000). La idea de cultura de Herder conlleva un ataque deliberado a la pretensión universalista y uniformizadora inherente al pensamiento ilustrado. Como señala Antonio Ariño: «Frente a la visión abstracta, uniformizadora y expansionista del racionalismo ilustrado, [Herder] propuso el reconocimiento de la diversidad de caminos que siguen los diferentes pueblos. Cada nación tiene su propia cultura (Volkgeist), su propio destino, y en esta diversidad radica lo que es propio de la humanidad». Ariño (2005) En contraste con una concepción ilustrada de la historia, Herder introdujo la idea de «cultura nacional» y conjugó la cultura en plural. Más que hablar de cultura (en singular) sugiere hablar en términos de la cultura particular de cada pueblo. El romanticismo reivindica la importancia de la cultura popular y contribuye a difundir la idea de cultura como una «forma particular de vida». El romanticismo y los movimientos nacionalistas de la Europa del siglo XIX utilizaron el término cultura en relación con los productos de tipo literario y artístico (y, a la vez, hicieron mención de una nueva idea: la de personalidad o espíritu nacional). La cultura, entendida como «alta cultura», y el folclore (o la cultura popular tradicional) serían expresiones diversas y parciales de una misma «identidad nacional». La cultura es entendida como un conjunto de conquistas artísticas, intelectuales y morales que constituyen el patrimonio de una nación. La cultura, concluye Herder, no consiste en una historia unilineal de una humanidad universal, sino una diversidad de formas de vida específicas, cada una de ellas con sus peculiares leyes de evolución (Eagleton, 2001). Los románticos alemanes oponían la cultura (Kultur), expresión del alma profunda de un pueblo, a la noción de civilización, que en aquella época se definía como el progreso material relacionado con el desarrollo económico y técnico (Cuche, 2000). El romanticismo presupone que cada nación tiene una cultura propia y que a cada nación le corresponde un estado. Aquí encuentra su fundamento la «santísima trinidad» —nación, cultura y estado— de la teoría social moderna. En esta tríada quizás se pueda añadir un cuarto elemento: la lengua (que, en ocasiones, es el idioma oficial de un país). Los movimientos nacionales otorgan a la identidad cultural y, en determinados casos, a la lengua una significación y una trascendencia políticas extraordinarias. La identidad lingüística puede ser clave para definir una «cultura nacional». Entendemos la lengua como un producto social que configura una determinada percepción de la realidad y una concepción del mundo (Weltanschauung). Según la hipótesis de Sapir y Whorf (o principio de relatividad lingüística), se da una cierta relación entre la estructura y las categorías gramaticales de la lengua que una persona habla y la forma en que dicha persona entiende y conceptualiza el mundo y, por consiguiente, lo que delimita una cultura de las otras, es, sobre todo, la lengua en que se expresa esa misma cultura. 4. La politización de la cultura y la invención de la tradición A menudo se habla de la cultura —de la cultura nacional— sin definir ni concretar su significado. No queda muy claro el contenido de la cultura (que puede variar según las circunstancias), pero se hace hincapié en su enorme trascendencia política. La tentación de instrumentalizar el hecho cultural es una constante a lo largo de la historia. Tanto los estados nacionales como las naciones «sin estado» han intentado vertebrar una cultura nacional y han construido un relato sobre los orígenes de la nación. En la formación de los estados nación europeos a lo largo de los siglos XVIII y XIX adquiere una gran transcendencia la identidad cultural y lingüística. La unificación italiana, por ejemplo, se forjó, en parte, mediante un proceso de construcción de una nueva identidad cultural homogénea y un proceso de estandarización lingüística. Por otra parte, Hobsbawn sostiene que algunas fiestas y celebraciones nacionales se inventaron o (re)inventaron para legitimar un determinado proyecto político de carácter nacional. Por tradición inventada entiende un conjunto de prácticas, normalmente reguladas por reglas abierta o tácitamente aceptadas y de naturaleza simbólica o ritual, que tratan de inculcar ciertos valores y normas de conducta a base de repetición, que automáticamente implica continuidad con el pasado (Hobsbawn,1983). 5. La cultura popular de masas y la formación de los estados nación La «cultura de masas» ha contribuido a la construcción del estado nación a nivel ideológico. Un ejemplo paradigmático es el papel que tuvieron la prensa popular y, más tarde, el cine en la construcción imaginaria de la cultura norteamericana, especialmente después de la Guerra de Secesión finalizada en 1865. Los Estados Unidos de América son un país joven. Los medios de comunicación y, sobre todo el cine, han representado un papel importante en la configuración de unos referentes culturales comunes. Según Daniel Bell (1965), gracias a estos medios: «por primera vez en la historia hay una serie de imágenes comunes, de ideas y de posibilidades de ocio que se presentan a un público nacional único». En esta etapa de formación como estado nación, los Estados Unidos tuvieron que afrontar el reto de aglutinar una multitud de individuos provenientes de culturas nacionales europeas diversas y de orígenes geográficos tan alejados como el África negra (ignoraron, paradójicamente, a las poblaciones nativas, que casi fueron exterminadas). Según Bell, era necesaria la creación de una nueva cultura común que dotara de coherencia a la amalgama de estados. La cultura de masas jugó este papel clave y, aunada al interés económico y las ganas de progresar, forjó un espíritu nacional común: «El elemento que [...] ha cohesionado internamente la sociedad nacional, además de nuestros escasos héroes políticos como Roosevelt, Eisenhower o Kennedy, ha sido la cultura popular. Con el incremento de películas, radio y televisión, con la posibilidad de imprimir simultáneamente en diferentes ciudades varias revistas semanales con el fin de conseguir en un mismo día una distribución nacional uniforme, por primera vez en la historia se dan una serie de imágenes comunes, de ideas y de posibilidades de ocio que se presentan simultáneamente a un público nacional. La sociedad, que carece de instituciones nacionales conscientes de su papel, queda cohesionada mediante los medios de comunicación de masas.» Bell (1965) Este proceso también se ha dado históricamente en algunos países latinoamericanos —por ejemplo, en México— con un estado relativamente débil y unas fronteras móviles y arbitrarias. El proceso de formación de los estados ha estado relacionado con la creación de una cultura nacional más o menos uniforme en todo el territorio. 6. La nación como comunidad imaginada Según el historiador de origen alemán George L. Mosse (1975), en el período nazi los festivales y celebraciones públicas eran creaciones colectivas que servían para la glorificación de la nación y de sus dirigentes. Mosse sitúa el nacimiento de los festivales contemporáneos en la Revolución Francesa y destaca que estos festivales y sus símbolos —las banderas, las canciones, los monumentos— pretenden transformar todos los ciudadanos en participantes activos. Para Mosse, la belleza y la estética constituyen las atracciones principales de los festivales; los símbolos crean la fiesta y hacen aparecer «otro mundo, el de la integridad, la cohesión y, sobre todo, la belleza» (Mosse, 1975). Mosse se refiere a la pasión de los nazis por los rituales y los símbolos como un medio propagandístico destinado a movilizar a las masas. Estas celebraciones son ocasiones excepcionales que transportan al individuo por encima de la vida cotidiana y facilitan un repertorio de símbolos y mitos por medio de una liturgia con que la nación se representa a sí misma. Se trata de una forma de expresar ideales trascendentales y de penetrar en el inconsciente de las personas y, por tanto, de actuar a nivel emocional. Mosse destaca también la función de los festivales como una de las herramientas de cohesión social y de elevación del espíritu nacional más utilizadas en los estados nación. Para explicar el significado de la identidad nacional también podemos hacer mención del concepto de «comunidad imaginada» de Benedict Anderson (1996). En su célebre volumen Imagined Communities: Reflections on the Origins and Spread of Nationalism, Anderson señala que todas las naciones son construcciones sociales con la intención de representar una comunidad de la mejor manera posible. La nación es imaginada porque las personas pertenecientes a esta comunidad no se conocen entre sí, pero en la mente de cada uno persiste la imagen que los identifica a todos como miembros de la misma comunidad (una comunidad que establece fronteras y reconoce la existencia de otras comunidades de las que se diferencia). Precisamente la definición andersoniana es muy sugerente, dado que, en determinados momentos históricos que tienen una potencialidad indudable desde el punto de vista identitario, toda la nación se reúne simbólicamente ante las pantallas del televisor. 7. El nacionalismo como valor sagrado y como religión de la modernidad Una de las tesis más fascinantes defendidas por los analistas sociales es considerar el nacionalismo como la religión de la modernidad. Cuando Émile Durkheim, en la conclusión de su obra de madurez Las formas elementales de la vida religiosa exclama: «¿qué diferencia hay entre una asamblea de cristianos celebrando las principales efemérides de la vida de Cristo, o de judíos festejando ya sea la salida de Egipto o bien la promulgación del decálogo y una reunión de ciudadanos conmemorando la institución de un nuevo código moral o algún otro gran acontecimiento de la vida nacional?», está justamente señalando el carácter religioso del nacionalismo, teniendo en cuenta que para él «La religión es, en definitiva, el sistema de símbolos a través de los cuales la sociedad toma conciencia de sí misma; es la manera de pensar propia del ser colectivo». Flaquer (2015) Aquí la liturgia y el ritual, evocados anteriormente por Mosse, más allá de sus valores estéticos, adquieren directamente una dimensión religiosa. En esa misma línea de interpretación abunda uno de los analistas más agudos del fenómeno al titular su libro sobre el desarrollo del nacionalismo en Europa occidental como El dios de la modernidad: «La nación, como comunidad culturalmente definida, constituye el valor simbólico más elevado de la modernidad; le ha sido otorgado un carácter cuasi sagrado sólo igualado por la religión. De hecho, este carácter cuasi sagrado deriva de la religión. En la práctica, la nación se ha convertido bien en el sustituto moderno y secular de la religión, bien en su aliado más poderoso. En los tiempos modernos los sentimientos comunitarios generados por la nación son altamente estimados y perseguidos como base de la lealtad del grupo. Como valor simbólico la nación es una liza donde se libran complejas luchas ideológicas en que participan diversos grupos […] En última instancia, el éxito del nacionalismo en la modernidad debe atribuirse en gran medida al carácter sagrado que la nación ha heredado de la religión. En esencia, el nacionalismo es el dios secularizado de nuestro tiempo.» Llobera (1994) Bibliografía Anderson, B. (1996). Imagined Communities. A Reflection on the Origin and Spread of Nationalism. Nueva York: Verso. Ariño, A. (2005). «La concepción de la cultura». En: R. Huerta, R. de la Calle (eds.). La mirada inquieta. Educación artística y museos (págs. 59-86). Valencia: Publicaciones de la Universidad de Valencia. Bell, D. (1965) [1953]. «Los Estados Unidos, una sociedad de masas». En: El fin de las ideologías (págs. 21-47). Madrid: Tecnos. Castles, F. (1993). «Introduction». En: F. Castles (ed.). Families of Nations: Patterns of Public Policy in Western Democracies. Aldershot: Darmouth, XIII-XXIII. Cuche, D. (2000) [1996]. La noción de cultura en las ciencias sociales. Buenos Aires: Nueva Visión. (V. O.: La notion de culture dans les sciences sociales. París: La Découverte). Eagleton, T. (2001). La idea de cultura. Una mirada política sobre los conflictos culturales. Barcelona: Paidós. Esping-Andersen, G. (1990). The Three Worlds of Welfare Capitalism. Princeton, N. J.: Princeton University Press. Flaquer, L. (2015). Émile Durkheim. Sociólogo de la moral. Barcelona: Editorial UOC. Giner, S.; Flaquer, L.; Busquet, J.; Bultà, N. (1996). La cultura catalana: El sagrat i el profà. Barcelona: Edicions 62. Hobsbawm, E. (1983). «Introduction: Inventing the tradition». En: E. Hobsbawm; T. O. Ranger (eds.). The Invention of Tradition. Cambridge: Cambridge University Press. Ignatieff, M. (1994). Blood and Belonging: Journeys into the New Nationalism. Londres: Vintage. Keating, M. (2001). Nations against the State: The New Politics of Nationalism in Quebec, Catalonia and Scotland. Houndmills [etc.]: palgrave [1.ª ed., 1996]. Traducción castellana: Naciones contra el estado: el nacionalismo de Cataluña, Quebec y Escocia (1996). Barcelona: Ariel. Llobera, J. R. (1994). The God of Modernity: The Development of Nationalism in Western Europe. Oxford: Berg. Traducción castellana: El Dios de la modernidad: El desarrollo del nacionalismo en Europa occidental (1996). Barcelona: Anagrama. Mosse, G. L. (1975). The Nationalization of the Masses: Political Symbolism and Mass Movements in Germany from the Napoleonic Wars through the Third Reich. Nueva York: Fertig. Shulman, S. (2002). «Challenging the Civic/Ethnic and West/East Dichotomies in the Study of Nationalism». Comparative Political Studies (núm. 35 (5), págs. 554-585). Weber, M. (1981). «Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada: Una crítica política de la burocracia y de los partidos (1918)». En: Max Weber. Escritos políticos (págs. 129-130). Madrid: Alianza. Capítulo XX Las políticas culturales Judith Clares-Gavilán. UOC 1. La noción de política cultural El concepto cultural policy se empieza a utilizar con frecuencia a partir de que fuera empleado y difundido en los años cincuenta por organismos internacionales como la UNESCO o el Consejo de Europa, abarcando todo el abanico de actividades que podemos incorporar bajo el paraguas de industrias culturales. Como apuntan George Yúdice y Toby Miller (2004, pág. 103): «muchos estudios de política cultural excluyen la música, el cine y la televisión debido a sus relaciones con el lucro y a que tienden a caer bajo el título de comunicaciones y no de cultura (lo cual es, en sí mismo, un índice de la importancia que tienen estos medios audiovisuales por el gobierno y el capital). Pero es justamente debido al dominio de estas industrias del entretenimiento que las naciones instituyen políticas culturales». En este sentido, nosotros entenderemos el concepto de política cultural como un todo que integra y aglutina el conjunto de las actividades y expresiones ubicadas bajo el paraguas de las industrias culturales siguiendo la definición propuesta por la UNESCO, que entiende la política cultural como aquellas «políticas y medidas relativas a la cultura, ya sean estas locales, nacionales, regionales o internacionales, que están centradas en la cultura como tal, o cuya finalidad es ejercer un efecto directo en las expresiones culturales de las personas, grupos o sociedades, en particular la creación, producción, difusión y distribución de las actividades y los bienes y servicios culturales y el acceso a ellos». 1 Estas medidas pueden clasificarse principalmente en base a dos grandes objetivos orientados por una parte a regular el sector cultural y del otro a protegerlo o fomentar su producción y distribución. Por otra parte contemplarían un tercer objetivo que incluiría medidas de censura llamadas también dirigistas o de control. Esta última medida, contemplaría también la llamada censura moral, aquella que prohíbe o aconseja y que se fundamenta en normas morales o éticas (Domínguez, 1989).2 Como veremos en los próximos puntos el concepto política cultural está estrechamente relacionado con los países europeos y con el concepto de industria cultural, a la que, como hemos visto, se le atribuye un doble valor cultural y económico. 2. Los modelos o paradigmas de política cultural El concepto de política cultural y la relación entre el Estado y la Cultura ha ido cambiando y evolucionando con el tiempo. Convencionalmente se establecen cinco paradigmas de política cultural que nos pueden ayudar a comprender la evolución del término y su relación entre el Estado y la sociedad (Zallo, 2003 y 2011). 2.1. El modelo o paradigma del mecenazgo Para conocer los orígenes de la relación entre el Estado y la Cultura deberíamos remontarnos hasta mediados del siglo XVII (véase capítulo XIX). El modelo llamado de mecenazgo corresponde a un primer estadio de la relación entre el poder y la cultura en Europa dominante desde el Renacimiento, pasando por la Ilustración y hasta bien entrado el siglo XIX. Durante este período, hay una relación directa entre el poder y los creadores. De hecho a cambio de protección, seguridad y una pequeña renta, se elaboran obras destinadas directamente a las élites dominantes. Si bien el mecenazgo es un modelo propio de épocas pasadas, en la actualidad podemos observar comportamientos similares protagonizados por actores sociales diferentes. El mecenazgo moderno se ha convertido en la función propia de diferentes instituciones públicas y privadas que se dedican a financiar, patrocinar u organizar actividades de carácter cultural como podrían ser las fundaciones (Domínguez, 1989, pág. 179). Incluso podemos encontrar normativa específica que procura regular y fomentar iniciativas de mecenazgo. Sería el caso de la Ley 49/2002 de régimen fiscal de las entidades sin fines lucrativos y de los incentivos fiscales al mecenazgo en España. 2.2. El modelo o paradigma de la democratización de la cultura o extensión cultural (años cincuenta) El modelo de democratización de la cultura se da en el período comprendido entre el final de la Segunda Guerra Mundial (1945) y principios de los años setenta. Un periodo marcado por la necesidad de reconstruir un mundo que quedó devastado por la Segunda Guerra Mundial. En un tiempo convulso se plantea como fundamental buscar mecanismos para garantizar, desde los estamentos políticos, la protección de los derechos humanos y con ellos los derechos básicos de los ciudadanos de acceso a la educación, la salud, el trabajo y también a la cultura. De hecho es en este periodo donde podríamos situar el origen del concepto política cultural, coincidiendo con la explosión de la industrialización de la cultura y con el nacimiento del llamado estado del bienestar en Europa. En este contexto nació la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 24 de octubre de 1945, y se redactó la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) por medio de la cual se reconoce, en el artículo 22, el derecho a la cultura como un derecho inalienable del individuo: «Toda persona, como miembro de la comunidad [...], tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional [...], la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad. El acceso a la cultura y la participación cultural de todos los ciudadanos del país es considerado un derecho esencial del hombre por las Naciones Unidas, comparable a los otros derechos económicos y políticos. Se considera igualmente la educación universal y el acceso de todos los ciudadanos en el mundo de la cultura como un gran bien, como un signo inequívoco del proceso de civilización. Con el acceso del pueblo a la educación y la cultura se pide, implícitamente, el reconocimiento y la equiparación de la dignidad de todos los individuos. Las mejoras económicas y sociales, junto con el acceso general al ocio, deben ser complementados con una oferta cultural diversa y de calidad, que les dé a la ciudadanía más posibilidades de adquirir conocimientos, ilustración o sabiduría, que les permita acceder a un estadio cualitativamente superior de civilización o de mejora individual y colectiva, y que los acerque a lo que hasta hace poco era concebido como el privilegio de una minoría.» Busquet (2010, pág. 176) La década de los cincuenta estuvo marcada también por la creación de los organismos públicos audiovisuales, que nacieron como organismos de servicio público bajo el monopolio estatal. En este contexto, muchos investigadores sitúan el surgimiento y la evolución del concepto política cultural estrechamente relacionado con el de política de comunicación, planteando líneas de investigación conjunta (Bustamante, 2003). De hecho podemos ver cómo la propuesta de paradigmas ligada a las políticas de comunicación de autores como Jan van Cuilenburg y Denis McQuail (2003; 2008) están estrechamente relacionadas con las propuestas hechas en el ámbito de la política cultural. Las políticas culturales de los estados democráticos europeos de aquel periodo, concebían el arte como la máxima expresión de la cultura y pretendían acercarla a la sociedad, aprovechando las posibilidades de difusión que ofrecían los medios de comunicación de masas. Nos encontramos ante un modelo tradicional en que «el Estado es sobre todo el protector de la excelencia artística» y en que el ciudadano común es «contemplado como un receptor que debe ser educado para una cultura cuidadosamente seleccionada y depurada para un criterio ilustrado» (Fernández, 1991, pág. 195). Un modelo del cual fue un claro exponente la acción cultural del estado francés en la época de André Malraux al frente del Ministerio de Asuntos Culturales y que se propuso ampliar la excelencia artística al gran público. De este período datan las primeras propuestas de acción llevadas a cabo en el marco del Consejo de Europa: las primeras declaraciones fundamentales o la aplicación del Tratado de Roma en el sector cultural, en relación a la libre circulación de bienes y trabajadores de la cultura. 2.3. El modelo o paradigma de la democracia cultural (años setenta y ochenta) En los años setenta se pasa de una concepción humanista de la cultura a una interpretación más amplia que reconoce la capacidad de crear a todos los individuos (Domínguez, 1989, pág. 185). Se reconoce el derecho de todos los ciudadanos tanto a disfrutar de los bienes culturales creados por los artistas como a considerar bienes culturales también a las creaciones de los propios ciudadanos. Esta nueva orientación surgió bajo la influencia de la explosión crítica de Mayo del 68, marcado por el idealismo de la época. Evocando una cultura no elitista, en cambio constante, y en la que participa todo el mundo (Fernández, 1991, pág. 195). El cambio hacia el modelo de democracia cultural fue objeto de debate en conferencias de organismos internacionales como la UNESCO.3 Pasamos de un modelo en que uno de los principales objetivos de las instituciones públicas consiste en asegurar una adecuada difusión de estos bienes, a otro modelo que se propone fomentar la creatividad, garantizar y reconocer la pluralidad y la diversidad de todo tipo de actividad y expresión creativa, con el propósito de contrarrestar la fuerte influencia que habían adoptado las industrias culturales en un mundo globalizado. Es en este período que toma fuerza el concepto de pluralidad cultural en contraposición al concepto de imperialismo cultural. La internacionalización de los bienes y servicios culturales, o los flujos internacionales de información o de datos, pueden llegar a poner en peligro la pluralidad de un mundo diverso, y de ahí la necesidad de impulsar medidas que garanticen esta diversidad.4 Es en este contexto que en el marco de organismos internacionales como la UNESCO se sientan las bases para la protección de esta pluralidad cultural mediante convenciones e informes como el informe MacBride Un solo mundo, voces múltiples, por medio del cual se refleja, entre otras cuestiones de capital importancia, la amenaza de la dominación cultural. «Otra desventaja de la comunicación masiva, que ha alcanzado proporciones peligrosas, es la amenaza de la dominación cultural. Cuando predominan los modelos culturales que reflejan estilos de vida y valores ajenos, puede correr peligro la identidad cultural. Es probable que sufra la cultura mundial, ya que la diversidad es una de sus cualidades más preciosas. El freno de las influencias que tienden a provocar la dominación cultural es una tarea urgente pero nada sencilla.» MacBride (1980, pág. 56) Como indica Zallo, el modelo de democracia cultural busca el reconocimiento de la pluralidad cultural, en buena parte gracias a la financiación pública para su mantenimiento, y apuesta por el respeto y promoción de las identidades en un mundo global (Zallo, 2003, pág. 304) (2011, pág. 238). 2.4. El modelo o paradigma de rentabilización de la cultura (años noventa) El modelo de rentabilización de la cultura es definitorio de los años noventa y principios de los 2000. Este modelo se caracteriza por tener un enfoque economicista y expresa «la subordinación de las políticas de democratización cultural a los imperativos de la reproducción económica y social (...). La cultura pasa a ser entendida de forma instrumental, como medio para la diversificación, reconstrucción, mantenimiento, consolidación o desarrollo de las ciudades y economías.» Zallo (2011, pág. 238) Los motivos que hacen decantar la política cultural hacia aspectos más economicistas se explicarían atendiendo al elevado volumen de puestos de trabajo que generan los sectores de la cultura y el espectáculo y quedan justificados a la vez por la entrada en crisis de la concepción del estado del bienestar. En este periodo, en que prima el enfoque económico de las actividades situadas bajo el paraguas de las industrias culturales o creativas, en que las políticas públicas priorizan la producción atendiendo a sus resultados económicos y en menor medida a su valor cultural, cabe destacar dos acontecimientos importantes:5 Por un lado el nacimiento de la Unión Europea (1993), que cuenta entre sus objetivos crear un mercado único capaz de competir a nivel internacional. Del otro, la celebración de la octava reunión mundial entre países para negociar la política de aranceles y la liberalización de los intercambios comerciales, la Ronda Uruguay (1986-94).6 Durante la Ronda Uruguay se estudió la incorporación de los productos y bienes culturales, en especial de los productos audiovisual y cinematográficos, a los acuerdos de librecambio comercial quedando estos finalmente excluidos de las negociaciones con el objetivo de garantizar la pervivencia de una industria cultural diversa en un mundo global frente el dominio estadounidense (Francia y Canadá impulsaron especialmente esta iniciativa) (Gournay, 2004).7 Es interesante hacer notar cómo ambos eventos, que en buena medida responden a imperativos económicos, llevan por otra parte a consolidar el término de excepción cultural en el marco de la UNESCO (1998) con el objetivo de lograr una cohesión internacional que garantizara la protección de los bienes y servicios de las industrias culturales europeas en un mercado internacional dominado por las empresas estadounidenses. 2.5. Hacia un quinto modelo o paradigma. Modelo híbrido entre democracia cultural y rentabilización de la cultura (años 2000) Este último periodo se caracteriza por la consolidación de la sociedad de la información y el surgimiento de políticas cruzadas donde veríamos converger, cada vez más, los ámbitos de la comunicación y la cultura con los ámbitos tecnológicos y de telecomunicaciones. Un primer exponente sería el Libro Verde sobre la Convergencia de los sectores de Telecomunicaciones, Medios de Comunicación y Tecnologías de la Información y sobre sus consecuencias para la reglamentación, hecho público por la Comisión Europea en septiembre de 1997. Un período en que se hace necesario pensar en políticas que garanticen el acceso y el conocimiento de las nuevas tecnologías a toda la sociedad con el fin de evitar o disminuir la llamada brecha digital. Un período en que la traslación del comercio a internet pone aún más de manifiesto el dominio de unas pocas empresas en un mundo cada vez más global, en que además las barreras territoriales físicas se diluyen. En este escenario el principal reto de la Unión Europea será garantizar el control y evitar la liberalización total del mercado de las industrias culturales en el entorno digital. En este período en que las industrias culturales, ahora rebautizadas bajo el paraguas de industrias creativas, se convierten en uno de los principales motores económicos de las sociedades contemporáneas, autores como Ramón Zallo consideran que se vislumbra un nuevo giro en materia de política cultural en que se «empiezan a reclamar políticas culturales y comunicativas globales, de carácter democratizador, diversificador y de gestión mixta, con amplia participación de diferentes sectores de la sociedad civil, buscando una evolución desde el modelo de subsidio al modelo de incitación y coparticipación». Zallo (2011) En el año 2001, después de diferentes consultas organizadas en el marco de la UNESCO, esta presentó la Declaración universal sobre la Diversidad Cultural. El concepto de excepción cultural pasa a ser sustituido por el de diversidad cultural, concepto que aún perdura en nuestros días. Será en 2005, durante la 33.ª Conferencia General de la UNESCO, que se aprobará finalmente la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Cultural (2005), documento que supondría la victoria de la postura proteccionista frente al posicionamiento liberal estadounidense. 3. Las prioridades de las políticas culturales en un mundo global Por último, creemos que las políticas culturales en la actualidad deberían poder recoger, evidenciar y hacerse eco del conjunto de motivos que explicarían la relación entre el Estado y la Cultura desde mediados del siglo XVII hasta la actualidad. De aquellos motivos que han llevado a adoptar y constituir políticas culturales y que podríamos concretar en los siguientes puntos: 1) La necesidad de inclusión de la cultura entre los derechos de los ciudadanos: rasgo propio del estado del bienestar. Comenzando en las escuelas, educando y garantizando la igualdad en el acceso a la cultura. Garantizando el reconocimiento y el respeto por la propiedad intelectual y los derechos de autor. Garantizando a todos el acceso a las nuevas tecnologías así como a sus contenidos y garantizando una sociedad de la información para todos, evitando la llamada brecha digital. 2) La necesidad de defensa y protección de la «identidad cultural» propia de un territorio o país así como la defensa y protección de la diversidad cultural (tal como queda recogido en la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales de la UNESCO). Promoviendo y fortaleciendo la producción y difusión cultural de cada territorio a nivel internacional. Garantizando el acceso y el consumo de productos culturales diversos y evitando su hegemonía o dominación cultural. 3) La necesidad de protección económica de la producción cultural: motivo de carácter económico, teniendo en cuenta el peso cada vez mayor que este sector tiene como industria. Con políticas que ayuden a regular los mercados y garanticen la diversidad de empresas evitando su concentración y el monopolio. Con políticas que incentiven y que al tiempo protejan protejan un sector, el de las industrias culturales y creativas, que se ha convertido en uno de los motores económicos de la era digital. En un entorno en que la traslación del comercio de las industrias culturales lo vemos ahora en internet. Un espacio sin fronteras físicas donde los avances tecnológicos y los ritmos del mercado se imponen y corren más que la capacidad reguladora de los mismos. Un espacio en que la amenaza del imperialismo cultural se ha visto aún más acentuada, a pesar de la inicial esperanza de mayor facilidad para hacer llegar contenido diverso y de nicho a su público potencial en todo el mundo. En un momento en que la digitalización, pese a facilitar la circulación de contenido cultural diverso a nivel internacional, está acentuando el dominio cultural y económico de empresas de hegemonía norteamericana nacidas en internet: Google, Apple, Amazon o Netflix serían claros ejemplos (Clares, 2014). Es en este contexto que consideramos que hay que trabajar aún más para asegurar que los motivos que han llevado a constituir políticas culturales en Europa queden reflejados en los nuevos marcos reguladores y de fomento mediante políticas globales que ayuden a garantizar un mercado cultural diverso. Bibliografía Busquet, J. (2005). Els escenaris de la cultura. Formes simbòliques i públics a l’era digital. Barcelona: Trípodos. Bustamante, E. (coord.) (2003). Hacia un nuevo sistema mundial de comunicación. Las industrias culturales en la era digital. Barcelona: Gedisa. Casado del Río, M. A. (2013). «La intervención pública en el cine». En: Judith Clares (coord.). Políticas Culturales y de comunicación. La intervención pública en cine, televisión y prensa. Barcelona: Editorial UOC. Clares-Gavilán, J. (2014). Estructura y políticas públicas ante los nuevos retos de la distribución y consumo digital de contenido audiovisual. Los proyectos de vídeo bajo demanda de cine Filmin y Universciné como estudio de caso [documento en línea]. Tesis doctoral presentada en la Universidad Ramon Llull. <http://www.tesisenred.net/handle/10803/247706> Consejo de Europa (1997). Sueños e identidades. Una aportación al debate sobre Cultura y Desarrollo en Europa [edición española: junio 1999, Interarts]. Cuilenburg, J. V.; Mcquail, D. (2003). «Media Policy Paradigm Shifts. Towards a New Communications Policy Paradigm». European Journal of Communication. (vol. 18 (2), págs.181-207). SAGE Publications. Cuilenburg, J. V.; Mcquail, D. (2008). «Media Policy Paradigm Shifts. Towards a New Communications Policy Paradigm». En: I. Fernández Alonso; M. Moragas (eds.). Communication and Cultural Policies in Europe (col. Lexikon, núm. 4, ECREA, págs. 24-50). Barcelona: Generalitat de Cataluña, Departamento de la Presidencia. Domínguez, I. (1989). Políticas Culturales y Cultura industrializada. La intervención pública en la industria cinematográfica. Tesis Doctoral presentada en la Universidad de Deusto (País Vasco). Fernández Prado, E. (1991). La Política cultural. Qué es y para qué sirve. Ediciones Trea. Gournay, B. (2004). Contra Hollywood. Estrategias europeas del mercado cinematográfico y audiovisual. Barcelona: Ediciones Bellaterra. La Biblioteca del ciudadano. MacBride, S. y otros (1987). Un solo mundo, voces múltiples. México D. F.: Fondo de Cultura Económica. (1.ª edición en inglés, 1980). UNESCO (2002). Declaración universal de la UNESCO sobre la diversidad cultural. Francia: Unesco. UNESCO (2005). Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales. París: Unesco. Yúdice, G.; Miller, R. T. (2004). Política Cultural. Gedisa. Zallo, R. (2003). «Políticas culturales regionales en Europa: protagonismo de las regiones». En: E. Bustamante (coord.): Hacia un nuevo sistema mundial de comunicación. Las industrias culturales en la era digital. Barcelona: Gedisa Zallo, R. (2011). Estructuras de la comunicación y de la cultura: políticas para la era digital. Barcelona: Gedisa. 1. 33.ª Conferencia General, gracias a la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales: París, octubre de 2005. 2. Sería el caso de la Directiva de TV sin Fronteras en relación a la protección de los menores. 3. I Conferencia de Helsinki sobre Políticas Culturales en Europa, celebrada del 19 al 28 de junio de 1972. 4. De hecho, la preocupación por la dominación cultural puede remontarse ya a los años veinte, con la internacionalización de la industria cinematográfica estadounidense y su expansión en todo el mundo. Una realidad que perdura hasta nuestros días y que llevó en 2005, en el marco de la 33.ª Conferencia General de la UNESCO, a adoptar legalmente el concepto de diversidad cultural. 5. Un claro exponente lo podemos ver en las iniciativas de fomento amparadas por la promoción del audiovisual europeo bajo el paraguas del Programa MEDIA, que priman la proyección económica del audiovisual europeo por encima de su valor cultural. 6. El origen de esta negociación se remonta a finales de los cuarenta, cuando en 1948 más de treinta estados firmaron un acuerdo general sobre aranceles aduaneros y comercio (el General Agreement on Tariff and Trad, GATT) en el que excluía el sector cultural. 7. Las particularidades de este sector llevan a la confrontación entre dos posturas encabezadas por un lado por Francia y Canadá (postura proteccionista y defensora de la excepción cultural), y del otro por Estados Unidos (postura liberal y contraria a la excepción cultural). Conclusión Los escenarios de la cultura en la era digital En los últimos cien años se han producido cambios acelerados y significativos en los escenarios de la cultura. Los nuevos escenarios se suman o se añaden a los escenarios que ya existían. La aparición del cine, la radio y la televisión no representaron la muerte y destrucción de los espacios tradicionales de la cultura. Estos nuevos medios se añadieron a los teatros y a las salas de concierto en vivo y contribuyeron de alguna manera a hacer una vida cultural más rica, diversa y compleja. La revolución digital ha supuesto una mutación cultural sin precedentes y ha provocado un gran trastorno en el mundo de la cultura. Ha contribuido a modificar las formas de creación, circulación y participación cultural, pero no ha representado la muerte de la radio y televisión. Tampoco del cine. Al hacer un balance histórico vemos cómo se han incorporado solo formas culturales sin que las formas tradicionales de cultura hayan desaparecido (aunque estas hayan sufrido importantes transformaciones). Los cambios que estamos viviendo no son del todo inesperados. En los años treinta, Walter Benjamin adivinó la trascendencia de las transformaciones que experimentó el arte y la cultura en la era de la producción industrial. Benjamin no conocía ni la televisión, ni, por supuesto, internet, pero su obra sorprende por su clarividencia. Los medios tecnológicos de creación y de difusión cultural liberan la recepción cultural de su servidumbre en un tiempo y un espacio concretos, del ahora y aquí (el hic et nunc), y favorecen un proceso de (des)anclaje cultural. Dicho con otras palabras, los nuevos medios técnicos de difusión y reproducción implican la ruptura de las antiguas coordenadas espacio-tiempo, que configuraban unos ámbitos específicos de participación cultural separados de las otras esferas de la vida social. En esta obra coral hemos intentado explicar las principales manifestaciones culturales en la sociedad contemporánea. Hemos estudiado el tráfico de la cultura popular en la cultura mediática y el tráfico de la cultura mediática en la cultura digital. La estructura del libro nos puede inducir a pensar que se trata de realidades independientes y separadas. Pero esto es ilusorio. La relación de contacto entre la alta cultura y la cultura popular es muy grande. La confusión entre cultura mediática y cultura digital es notable. Este proceso de tráfico ha comportado el cruce y la hibridación entre contenidos de origen y procedencia muy diversa. El proceso de convergencia tecnológica hace que los diversos tipos de cultura —la cultura culta, la cultura popular, la cultura mediática y cultura digital— estén cada vez más unidos. Los contenidos culturales pueden circular fácilmente por diversos medios solo alterando su formato. Por otra parte, los individuos podemos saltar, con relativa facilidad, de un espacio a otro y asumir un mayor protagonismo cultural. Uno de los aspectos más característicos de la cultura popular es el protagonismo del público. El público tiene un carácter presencial: está formado por el conjunto de los espectadores que asiste a los estadios deportivos, los espectáculos y todo tipo de representaciones que han adoptado formas diversas a lo largo de la historia. La audiencia está localizada en el espacio y el tiempo. En este tipo de celebraciones, la coincidencia y el contacto entre actores y espectadores es muy vivo y constante. Muchas representaciones o actuaciones artísticas —por ejemplo los recitales de música— implican también este carácter (co)presencial. Son manifestaciones de cultura viva en la que los intérpretes y los espectadores comparten un momento irrepetible. La aparición de los medios de comunicación, especialmente los audiovisuales (radio y televisión), conllevó la ruptura del «paradigma teatral» y permitió la transformación radical de los públicos de la cultura, y también hizo posible la generación de nuevos espacios de participación y de consumo cultural. Los rasgos característicos que definen los públicos de la cultura mediática son radicalmente diferentes del público presencial. En la cultura mediática tiene lugar una separación espacial entre los comunicadores y el público (y una separación entre los mismos espectadores). La revolución de internet, sin embargo, también ha hecho posible una mayor interactividad entre creadores, productores y públicos, y esta interactividad ha provocado transformaciones de gran alcance. Tradicionalmente, en el campo de la radio y la televisión, los profesionales no tenían un contacto directo con el público. Esta característica de la comunicación de masas tenía implicaciones importantes para los procesos de producción y recepción culturales. En relación con la producción, significaba que los creadores y productores estaban, generalmente, carentes de las formas de respuesta directas y continuas características de las interacciones cara a cara o de las relaciones típicas que se producen en un auditorio. De ahí que los procesos de producción y transmisión se caracterizaran por una forma distintiva de indeterminación, ya que estos procesos ocurrían en ausencia de las pistas que ofrecían los receptores. Desde el punto de vista de la recepción cultural, esto supone que los receptores están en desigualdad de condiciones con respecto al proceso comunicativo. El público mediático tenía, especialmente antes de internet, relativamente poca capacidad para determinar los temas y los contenidos de la comunicación. Esto no significaba que fuera simplemente testigo pasivo de un espectáculo sobre el que no tenía ningún control, o tenía muy poco. Por otra parte, los receptores de los mensajes mediáticos eran —por decirlo así— dejados a su libre albedrío. Los receptores, con un mensaje, podían hacer más o menos lo que querían, y el productor no estaba allí para explicar o corregir las posibles malas interpretaciones. Los medios de comunicación han favorecido el proceso de «espectacularización» de la cultura. Actualmente, gracias a la televisión, la radio y, también, el ordenador personal, el ciudadano tiene la posibilidad de acceder, (en directo o en diferido), a todo tipo de espectáculos, algunos de los cuales tienen originariamente un carácter presencial. Una característica del consumo cultural durante la segunda mitad del siglo XX es que el hogar se ha convertido en el principal ámbito de la recepción cultural. Los medios de comunicación social a menudo le vehiculan productos originarios de la alta cultura o de la cultura popular y contribuyen a su difusión o divulgación. La revolución digital ha favorecido a la globalización cultural y ha contribuido a liberar la cultura de su localización en un espacio y tiempo circunscritos. En el ciberespacio podemos encontrar contenidos de todo tipo procedentes de todo el mundo. La cultura digital conlleva el fin de la separación, e incluso de la distinción, entre medios audiovisuales e impresos, cultura popular y erudita, entretenimiento e información, educación y persuasión. Incluye tanto las expresiones más refinadas de la alta cultura como las múltiples manifestaciones de la cultura popular. La cibercultura comprende toda expresión cultural, de la peor a la mejor, de la más elitista a la más popular. La extensión del uso del ordenador personal y la expansión de la red de internet han permitido el nacimiento de nuevas formas de participación cultural. El ciberespacio conlleva también la emergencia de un nuevo espacio que facilita la realización de intercambios de todo tipo. En este nuevo entorno se han producido, hasta ahora, relaciones vinculadas al ocio, la información y la publicidad, pero de forma incipiente se están creando, también, relaciones económicas, políticas, religiosas, laborales e, incluso, amorosas. En el ciberespacio los individuos se agrupan por intereses comunes o afinidades temáticas y se concentran en torno a foros o redes sociales. Internet, pues, se ha convertido en una especie de repositorio gigante donde puedes encontrar expresiones culturales de diversa índole y calidad, procedentes de todas las épocas de la historia. Esto supone que los antiguos ámbitos de participación cultural, de carácter más o menos restringido, se han visto desbordados y que una parte importante de la población mundial puede acceder en cualquier momento y desde cualquier lugar a la cultura mediante un consumo más discreto. Las tecnologías de la comunicación han hecho posible el nacimiento de nuevos escenarios que conllevan nuevas oportunidades de acceso y de participación. El «consumidor pasivo» se ha convertido en un creador potencial. Todos somos a la vez actores y espectadores en este tipo de fiesta permanente. La emergencia de una nueva cultura popular digital permite recuperar el protagonismo de la gente en la creación de nuevas expresiones culturales y el surgimiento de nuevas formas de participación. Evidentemente las posibilidades de participación cultural no son las mismas para todos. Existe aún una notable brecha digital que se relaciona con profundas desigualdades sociales. La mutación cultural que estamos viviendo tiene consecuencias sociales de gran alcance. No es este el lugar para valorar los beneficios y los costes que tienen para nuestra vida estas importantes transformaciones, pero parece evidente que hemos sobrepasado el punto de no retorno y que la huida hacia el pasado es cada día más difícil e impensable.