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Los nuevos escenarios de la cultura en la - Jordi Busquet Duran (ed.) (1)

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Los nuevos escenarios de la cultura en la era digital
Los nuevos escenarios de la cultura en
la era digital
Jordi Busquet Duran (ed.)
Director de la colección Manuales (Comunicación): Lluís Pastor
Diseño de la colección: Editorial UOC
Diseño de la cubierta: Natàlia Serrano
Primera edición en lengua castellana: septiembre 2017
Primera edición digital (epub): abril 2018
© Jordi Busquet Duran (ed.), Daniel Aranda, Jordi Baltà, Miquel Calsina, Antoni Castells Talens,
Ana Cinthya Uribe, Judith Clarés, Lluís Flaquer, Luis Gilberto Concepción, Alfons Medina, Xavier
Pujadas, Jaume Radigales, Miquel Rodrigo, Ricardo Sánchez, Xavi R. Sastre, Enrique Vergara, del
texto
© Editorial UOC (Oberta UOC Publishing, SL), de esta edición, 2017
Rambla del Poblenou, 156 08018 Barcelona
http://www.editorialuoc.com
Realización editorial: dâctilos
ISBN: 978-84-9116-934-5
Ninguna parte de esta publicación, incluyendo el diseño general y de la cubierta, puede ser copiada, reproducida, almacenada o
transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación, de fotocopia o
por otros métodos, sin la autorización previa por escrito de los titulares del copyright.
Editor
Jordi Busquet Duran
Doctor en Sociología y licenciado en Ciencias Económicas (Universidad Autónoma de Barcelona). Profesor de
Sociología de la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (Universidad Ramon Llull).
Ha publicado recientemente: La investigación en comunicación (2017), La cultura (2015), 150 conceptos clave de sociología
(2015), Invitación a la sociología de la comunicación (2014), La violencia en la mirada. Infancia, conflicto y comunicación (2014),
Pierre Bourdieu. La vida como combate (2014).
Autores
Daniel Aranda. Profesor titular en la Universitat Oberta de Catalunya.
Jordi Baltà. Profesor asociado en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna
(URL).
Miquel Calsina. Profesor de Sociología en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales
Blanquerna (URL).
Antoni Castells Talens. Catedrático de Comunicación en la Universidad Veracruzana (México).
Ana Cinthya Uribe. Profesora asociada en la Universidad Erasmus de Róterdam.
Judith Clarés. Profesora asociada en la Universitat Oberta de Catalunya.
Lluís Flaquer. Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Luis Gilberto Concepción. Doctor en Comunicación. Miembro del grupo de investigación EIDOS (URL).
Alfons Medina. Profesor titular de Sociología en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales
Blanquerna (URL).
Xavier Pujadas. Vicedecano de estudios de posgrado e investigación de la Facultad de Psicología, Ciencias de
la Educación y del Deporte (FPCEE) Blanquerna ─ URL. IP del grupo de investigación GRIES.
Jaume Radigales. Profesor titular en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna
(URL).
Miquel Rodrigo. Catedrático en la Universidad Pompeu Fabra.
Ricardo Sánchez. Profesor asociado en la FPCEE (URL).
Xavi R. Sastre. Profesor asociado en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna
(URL).
Enrique Vergara. Profesor asociado en la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Prólogo
Interpretar la cultura
El libro Los nuevos escenarios de la cultura en la era digital, de Jordi Busquet y varios
colaboradores, afronta el reto de presentar al lector, de manera sistemática, las
diversas acepciones de «cultura», entendida en el sentido más amplio. Edward
Burnett Tylor, uno de los fundadores de la antropología cultural, ya en 1871 había
definido la cultura como aquello que designa un todo complejo que incluye a las
ciencias, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las costumbres y otras facultades y
hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad.
Esta manera, tan amplia, de interpretar la cultura fue adoptada por la UNESCO
cuando en la Conferencia Mundial sobre las Políticas Culturales de 1982 la definió
como
«este conjunto de rasgos espirituales, materiales, intelectuales y emocionales que caracterizan una sociedad o
un grupo social. Un conjunto que incluye el arte y las letras, pero también los sistemas de vida, los derechos
fundamentales del ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias».
La aparición en el siglo XX de los grandes medios de comunicación, especialmente
de la televisión, con la consiguiente aparición de la cultura de masas y de las
industrias culturales, no haría sino añadir nuevas dimensiones y retos a los estudios
sociales sobre la cultura. Pero estos retos aún se multiplicarían cuando, a finales del
siglo XX, comienza el tránsito hacia la era digital, con la aparición de internet y de la
telefonía móvil.
Estudiar la cultura hoy significa hacer referencia tanto al presente como al pasado,
tanto a las culturas aborígenes como a las culturas urbanas, tanto a la inteligencia y a
la racionalidad como a las emociones, tanto a las dimensiones creativas e
innovadoras como a las rutinas tradicionales, tanto a las formas artísticas clásicas
como a la artesanía popular.
El libro que el lector tiene en sus manos afronta satisfactoriamente este reto
siguiendo dos líneas principales: por un lado revisando las diversas definiciones e
interpretaciones teóricas que se han ido sucediendo sobre este temática, y por otro
lado analizando, desde un punto de vista fenomenológico, las diversas
manifestaciones y prácticas culturales presentes en nuestra sociedad.
El libro ofrece una introducción sistemática a los principales conceptos de la
cultura, identificando aportaciones procedentes de diferentes disciplinas, como la
filosofía, la sociología, la antropología cultural y la semiótica, todas necesarias para
comprender la complejidad de este gran fenómeno de la sociedad y la condición
humana.
En un formato de enciclopedia selectiva, el libro también identifica y relaciona los
diversos aspectos y subconjuntos de este fenómeno complejo. Por ejemplo, los
diferentes formatos culturales: cultura culta, contracultura, cultura popular, cultura
mediática y, más recientemente, cultura digital. También las diferentes prácticas
socioculturales, algunas de ellas ampliamente reconocidas, como el arte, la
educación y la política, y otras menos reconocidas, como el deporte, la moda, las
formas de convivencia de la juventud, la vida urbana y el consumo.
Esta amplia visión incorpora al dominio de la cultura unos referentes que
tradicionalmente habían sido ignorados por las políticas culturales. Es el caso de las
denominadas industrias creativas (publicidad, diseño gráfico, moda), pero también
de actividades populares y fiestas, entendidas ahora como patrimonio inmaterial de
la humanidad.
No se trata únicamente de establecer nuevas tipologías para comprender mejor el
papel de la cultura en el mundo actual, sino de comprender mejor ―mediante el
análisis cultural― la sociedad de cada momento, «el espíritu del tiempo», en el
sentido propuesto por Edgar Morin en su famoso libro de 1962.
Desde la antropología, la semiótica y la sociología de la cultura se analizan los
valores, los significados que caracterizan a nuestras sociedades, las identidades, las
jerarquías, las formas de distinción de los grupos, clase social y género, que se
expresan directa o indirectamente en forma de mitos, de iconos, en nuestro
consumo cultural cotidiano. Se rompen así algunos moldes respecto de la
categorización de la cultura en términos de alta y baja cultura, formulados desde
ciertos cánones literarios y artísticos, un debate muy vivo en la era denominada de
los medios de comunicación de masas y que ahora se repite en la era digital.
Estudios culturales y compromiso político
El debate sobre cultura y estudios culturales se plantea no únicamente como un
ejercicio intelectual o como un debate puramente epistemológico, sino como algo
que afecta directamente a un aspecto fundamental de la política democrática
moderna: las políticas culturales.
La amplia concepción del fenómeno cultural que se propone en este libro
también significa el reconocimiento de los derechos culturales como parte de los
derechos humanos en la sociedad global, contra toda forma de apartheid y de
discriminación. Esta visión no restrictiva de los fenómenos culturales excluye una
concepción aristocratizante y colonialista de la cultura, entendida como aquello que
proviene de las élites metropolitanas, identificando la propia cultura (occidental,
evidentemente) con la civilización.
Estas tendencias homogeneizadoras e impositivas del colonialismo impiden la
interpretación de la diversidad cultural. Por el contrario la conceptualización de la
cultura en términos de cultura/as, de diferencias culturales en régimen de igualdad y
no como subalternas unas de otras, supone un reto fundamental de las sociedades
democráticas en la era de la globalización.
Interpretar la comunicación y la cultura en la era digital
Los estudios culturales, como las ciencias sociales en general, deben interpretarse
en su contexto histórico. En el siglo XX estos estudios se vieron interpelados por la
colonización y descolonización y, también, por la aparición de los medios de
comunicación. Recuérdense, por ejemplo, las aportaciones de la Escuela de
Frankfurt o el debate sobre «apocalípticos e integrados» resumido magistralmente
en el libro de Umberto Eco de 1968.
A finales del siglo XX y principios del siglo XXI la cultura deberá interpretarse en el
contexto de una transformación del sistema de comunicaciones que afecta a todo el
entramado de las funciones culturales. Con la digitalización se inicia un proceso de
mayores sinergias entre la comunicación y la cultura, que derivará en una nueva
convergencia entre las políticas de comunicación y las políticas culturales. Así lo
reconoció la Convención de la UNESCO de 2005 sobre la protección y promoción
de la diversidad de las expresiones culturales, legitimando la intervención de los
estados en el sector de la comunicación para proteger y promover la diversidad
cultural.
Las transformaciones se inician con la convergencia entre las telecomunicaciones
y la informática (telemática) y siguen con nuevos procesos que integran la escritura,
la imprenta, el sonido y las imágenes (multimedia), creando nuevas habilidades,
nuevos lenguajes, nuevas formas de acceso a la información y nuevas relaciones
entre personas e instituciones.
Todo ello en un proceso muy acelerado. Solo hay que recordar algunas fechas: los
Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992 se organizaron sin internet ni teléfonos
móviles, al menos tal como hoy los conocemos. Ninguna institución oficial
española tenía página web, apenas se podían contar un millar de voluminosos
teléfonos portátiles, faltaban seis años para que apareciera Google, nueve para que
apareciera Wikipedia, doce para Facebook, catorce para Twitter y quince años para
que se presentara el iPhone.
Como ya adelantó MacLuhan, las tecnologías de la comunicación influyen
estructuralmente en varios aspectos clave de la organización social: economía,
política, sociedad, trabajo y, especialmente, en la cultura. Esto se confirma en el
siglo XXI con las convergencias que supone la digitalización. La digitalización no se
limita a ejercer su influencia sobre las industrias culturales tradicionales heredadas
de la sociedad industrial (libro, música, cine) y los medios de comunicación (prensa,
radio, televisión), sino que también produce nuevas lógicas y cambios en el
paradigma de la comunicación.
Con la digitalización se producen algunos fenómenos de gran trascendencia en el
orden cultural. Las nuevas dinámicas de comunicación en la era digital influyen en
las formas de concebir y vivir el tiempo y el espacio, determinando nuevos flujos e
hibridaciones culturales, nuevas relaciones entre la cultura local y la cultura global.
La nueva ecología de la comunicación afecta directamente los flujos de
información y, por lo tanto, a la globalización y la hibridación cultural. En el nuevo
contexto globalizado ninguna cultura es una isla, todas las tradiciones culturales
están en contacto, en mayor o menor medida, con otras tradiciones. Autores como
Néstor García Canclini mantienen que la cultura moderna es una cultura híbrida, en
el sentido de que no son construcciones hechas de identidades aisladas, sino
resultado de cruces e influencias, cultas y populares, tradicionales y modernas. Los
medios de comunicación, y ahora aún más con internet, facilitan esta hibridación
mezclando contenidos, géneros y escenarios, adoptando formatos de origen
internacional y contenidos locales, desterritorializando procesos simbólicos.
Se observa también que la capacidad de comunicar va dejando de ser exclusiva de
las grandes corporaciones (los medios de comunicación y las industrias culturales),
dando lugar a la aparición de nuevos actores en la comunicación y favoreciendo
nuevas formas de participación. Los medios comparten su influencia con otras
instituciones culturales. La producción cultural ya no se distribuye únicamente por
los medios convencionales, sino por otras múltiples plataformas.
En este nuevo contexto, la producción de contenidos pasa a ocupar el lugar
central del paradigma de la comunicación. El poder de la comunicación se desplaza
de la capacidad de emisión (propia de la era broadcasting) a la capacidad de
producción (propia de la era webcasting). Los canales de comunicación dejan de ser
un bien escaso, el bien más escaso pasa a ser el de los contenidos de calidad.
En el actual contexto de exceso de oferta informativa, el principal reto, tanto de
las políticas de comunicación como de las políticas culturales, será la progresiva
pérdida de calidad y credibilidad de la información, limitada ahora a formatos de
bajo coste. Dos circunstancias destacan en este escenario: la rápida caducidad de los
productos culturales y la concentración del consumo en unas grandes superventas,
todo concentrado en nuevos productos transmedia (libros, películas, series
televisivas, objetos, cómics, camisetas, canciones, cromos, etc.).
En la era digital, la defensa de los espacios culturales y de comunicación ya no
puede plantearse como se hacía en la era broadcasting. El poder de la comunicación,
con la red de internet plenamente operativa, no consistirá tanto en disponer de
canales sino en la capacidad de producción, en la capacidad de almacenar
contenidos y ponerlos, finalmente, a disposición de los usuarios en sus búsquedas
de información.
Nuevos fenómenos transmedia
Aunque es demasiado pronto para poder afirmar con seguridad cómo irá
evolucionando la ecología de la comunicación y la cultura en el siglo XXI, todo
parece indicar que la relación entre cultura y comunicación seguirá experimentando
nuevas convergencias, en un nuevo contexto que se puede calificar de transmedia.
Una convergencia que irá mucho más allá de la que conocemos entre los diferentes
medios (radio, televisión, prensa, fotografía), y que irá difuminando las actuales
diferencias entre la esfera de la comunicación interpersonal y la esfera de la
comunicación masiva.
Las tecnologías de la información abren nuevas formas de mediación cultural,
conectando comunicaciones interpersonales, redimensionando la comunicación de
grupo, reformulando sus relaciones con los medios de comunicación.
Solo un ejemplo: hasta ahora el uso de imágenes quedaba reservada a expertos o
especialistas (fotógrafos, pintores, dibujantes, diseñadores, periodistas). Hoy en día
el uso de imágenes en la comunicación es ya una práctica generalizada, al alcance de
muchos, especialmente de los más jóvenes, que producen vídeos para Twitter o
Facebook, hacen fotografías y se comunican por Instagram o, simplemente, se
expresan con emoticones en WhatsApp.
En este nuevo entorno digital se crearán nuevos lenguajes, nuevos espacios de
comunicación, nuevas formas de comunicación interpersonal, nuevas formas
multimedia, obligándonos a revisar los paradigmas de la comunicación y de la
cultura, buscando ―como dice el título de este libro― «los nuevos escenarios de la
cultura en la era digital».
Miquel de Moragas
Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de
Barcelona
Presentación
La cultura ha alcanzado una importancia capital en las sociedades avanzadas. De
ser un fenómeno casi ignorado o tratado como un aspecto marginal y de carácter
secundario ha pasado a ser considerado uno de los aspectos más significativos y
destacados de la sociedad actual. La cultura había sido la cenicienta en el campo de
las ciencias sociales. Muchos autores habían dado privilegio a los aspectos
económicos y políticos e ignoraban sistemáticamente la importancia de la cultura.
En las últimas décadas las cosas parece que han cambiado: la revolución digital ha
supuesto una profunda mutación en los procesos de creación, circulación y
participación cultural. Al mismo tiempo se ha producido un «giro culturalista» y ha
nacido una nueva sensibilidad que pone de manifiesto la importancia de los
aspectos culturales en la sociedad contemporánea.
Nos encontramos en pleno proceso de cambio histórico y asistimos al nacimiento
de un nuevo paradigma cultural: la noción misma de cultura necesita reformularse
radicalmente para comprender mejor los nuevos retos y desafíos que conlleva el
nuevo panorama cultural. Este libro, escrito de forma coral, pretende aclarar la
noción de «cultura» y las múltiples acepciones del término. No ha nacido con el fin
de elaborar una teoría unitaria y perfectamente acabada. Tampoco se propone hacer
un juicio crítico, ni tiene la pretensión de establecer (o restablecer) una nueva
jerarquía entre los diversos niveles culturales. Se trata, más bien, de dibujar un mapa
conceptual y un marco teórico con el fin de lograr una mejor comprensión de los
fenómenos culturales vigentes en la sociedad contemporánea. Por este motivo,
aunque los capítulos están articulados entre sí de una manera sistemática y
coherente, tienen una cierta autonomía y se pueden leer o consultar como si fueran
una unidad relativamente independiente.
En definitiva, se trata de iniciar un viaje ―al que invitamos al lector― para ir
desgranando el significado del término «cultura», teniendo en cuenta su génesis
histórica y la aplicación, más o menos afortunada, en diversos contextos sociales y
en diferentes campos de estudio. Este itinerario, prácticamente interminable gracias
a la polisemia del término «cultura», nos permite comprender mejor los fenómenos
culturales actuales.
Agradecimientos
La relación de personas que han colaborado directamente en la redacción de los
capítulos de esta obra es muy amplia. Quiero agradecerles a todos ellos,
especialmente a Miquel de Moragas, autor del prólogo, su valiosa contribución.
También quiero agradecer de manera particular a Alfons Medina y Ana Cinthya
Uribe la revisión general de la obra y sus indicaciones. A Sonia Ballano la revisión
del capítulo sobre educación. A Montserrat Ventura la revisión del capítulo sobre la
concepción antropológica de cultura. A Oriol Izquierdo la revisión del capítulo
sobre la concepción humanista de cultura y el capítulo sobre el canon cultural. A
Lluís Flaquer su revisión sobre el capítulo del consumo cultural. Finalmente, a
Antoni Castells-Talens la revisión del capítulo sobre la cultura del espectáculo.
Naturalmente como coautor y editor del libro huelga decir que asumo toda la
responsabilidad de los posibles errores o carencias de la obra.
Parte I
Dos concepciones básicas de cultura
Capítulo I
La concepción humanista de cultura
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
La cultura no es (...) la existencia de lo que se suele llamar «bienes culturales», sino nuestra presencia, ante
ellos, nuestra posibilidad ser alguien ante la herencia recibida y, sobre todo, nuestra posibilidad de hacer algo
con ella.
E. Lledó (1998). Imágenes y palabras
La palabra cultura tiene un origen lejano y una larga historia. En este libro
invitamos al lector a iniciar un viaje rico y entretenido para comprender su
significado y para conocer mejor las diversas expresiones culturales del mundo de
hoy. Si nos remontamos al origen etimológico, cultura proviene de la palabra latina
colo (de colere) y significa ‘cultivo de la tierra’ (las palabras culto [cultus] y colonización
[colonus] comparten la misma raíz latina). Más adelante ―y en un sentido
metafórico― la palabra cultura pasó a significar el cultivo de la mente y del espíritu.
El hecho de cultivarse es una manera de esforzarse en crecer interiormente. La
cultura, pues, hace referencia al resultado del proceso de cultivo del ser humano, es
decir, el estado del espíritu cultivado para la instrucción y el refinamiento y la suma
de los saberes acumulados por la humanidad a lo largo de la historia.
Muy pronto la palabra cultura se equiparó con la palabra educación y comenzó a ir
ligada a una concepción normativa e idealista de la condición humana que tuvo en
el Renacimiento y la Ilustración una de los hitos históricos más destacados.
1. Tres definiciones de cultura
No es fácil hablar de cultura, dado que al hablar de ello nos encontramos con
problemas de polisemia y de indeterminación semántica. Es quizás por este motivo
que Raymond Williams (1976), en Keywords, nos advierte que el término cultura es
una de las dos o tres palabras más complicadas y enrevesadas de la lengua inglesa.
El mismo Williams nos propone tres definiciones, a la vez alternativas y
complementarias del término cultural, que nos parecen un buen punto de partida
para iniciar este recorrido.
En la primera definición, el término hace referencia a la obra y a la práctica
intelectual, y especialmente a la actividad artística. En otras palabras, a las obras, los
textos y las prácticas que tienen como función primordial la creación y la expresión
de significados. Pensemos, por ejemplo, en las creaciones artísticas en el campo de
la poesía, el teatro, la novela, el ballet, la ópera, las artes plásticas y el cine.
En segundo lugar, se puede usar la palabra cultura casi como sinónimo de
civilización, en relación con un proceso general de desarrollo espiritual, estético e
intelectual propio de un grupo social determinado. Estamos ante una formulación
que nos permite hablar, por ejemplo, de la cultura francesa o de la cultura italiana o,
incluso, del desarrollo cultural de la Europa occidental, haciendo mención sobre
todo a factores de tipo «espiritual».
Una tercera acepción, mucho más amplia y extendida, considera la noción de
cultura como una forma global de vivir y de encarar la vida, como una manera de
ser en el mundo. Es la conocida definición de «cultura como estilo o forma de vida»
(véase capítulo X).
Las dos primeras definiciones remiten a una concepción humanista y se prestan a
una lectura elitista y exigente, ya que vinculan la actividad cultural a la producción
intelectual y artística, a los valores espirituales de una época y a la existencia de un
canon de excelencia (véase capítulo III). La noción de cultura como estilo de vida es
más amplia dado que es una concepción más vinculada a las prácticas cotidianas, los
gustos y los habitus culturales de los miembros de los grupos o de las clases sociales.
Como hemos visto ―sobre todo en las dos primeras definiciones de cultura― se
ha tendido, durante bastante tiempo, a asimilar la cultura (stricto sensu) con la alta
cultura o la cultura culta. Desde este punto de vista, la cultura remite a la
sensibilidad, a los valores espirituales de una época y su expresión en productos y
obras de carácter científico, literario y artístico. Esta concepción de la cultura, muy
selectiva y exigente, contrasta con la concepción antropológica que ―como
veremos en el próximo capítulo― es mucho más amplia, dado que relaciona la
cultura con una determinada forma de vida.
Williams señala la estrecha vinculación que existe entre estas dos concepciones
que se relacionan con una visión muy exigente que es propia de los artistas,
intelectuales y académicos que trabajan en el «campo de la creación cultural» y a
menudo convierten las creaciones culturales en «objetos de culto». La cultura se
considera, desde esta perspectiva, la máxima expresión del talento: la perfección, la
excelencia y la creatividad. Asimismo se piensa que la cultura y la educación tienen
un papel esencial en el «proceso de civilización» (Elias, 1989). La cultura, pues, tiene
una gran trascendencia en la mejora de la dignidad espiritual y en la salud moral de
los hombres y las mujeres de la era moderna.
La concepción humanista conecta con la visión de Matthew Arnold (autor
británico del siglo XIX) que en la obra Culture and Anarchy (1869) consideró la cultura
«lo mejor que se ha pensado y se ha dicho en el mundo». Así, se equipará la cultura
con las actividades más nobles de la condición humana y con las obras más
importantes que se han hecho en el campo de la literatura, la pintura, la música y los
otros ámbitos de creación consagrados. En este sentido se propone hacer un uso
extraordinariamente delimitado del término cultura, muy vinculado ahora al mundo
de la creación y del disfrute de los bienes simbólicos.
Las aportaciones de Arnold fueron muy influyentes, pero es el poeta y crítico
literario inglés T. S. Eliot (1948) quien, más adelante, en Notes toward the Definition of
Culture, hace una definición plenamente elaborada de los niveles de cultura. Eliot
vincula la existencia de estos niveles de cultura con una concepción aristocrática de
la sociedad y defiende una jerarquización social y cultural estricta. Cree que, en la
sociedad ideal, todas las clases sociales (no solo las clases acomodadas) comparten
la misma cultura, pero el grado de participación es muy diferente. Los niveles
culturales más elevados alcanzan una cultura más consciente y una especialización
cultural más elevada. La tarea de la élite es producir un desarrollo más alto de la
cultura en su complejidad orgánica (Eliot, 1948).
2. El arte como expresión cultural
La idea de arte está en el centro de una concepción humanista de cultura. La
noción de arte, sin embargo, no es universal. El concepto o la definición de arte ha
evolucionado y ha variado con el paso del tiempo. En un primer momento, lo que
llamamos arte o actividad artística era conocido en la antigua Grecia como tekné, que
se puede traducir hoy como capacidad, potencialidad de transformar o construir un
objeto. Para los griegos el arte no se podía entender como creación en el sentido
estricto de la palabra sino como interpretación, recreación o transformación de la
realidad a partir de la imaginación y por medio de la sensibilidad. Esta es, todavía
hoy, la principal acepción de la palabra arte entendido como una manera de hacer
según unas reglas, habilidad y destreza.
La concepción de arte y de artista que profesan los autores románticos difiere
notablemente de la concepción clásica. Desde la perspectiva romántica el artista es
una especie de Dios, capaz de crear de la nada. Desde la perspectiva platónica, el
concepto artístico tenía poco que ver con lo que la tradición romántica ha
interpretado como «creación» (ex nihilo), sino que se interpretaba como la capacidad
para traducir, mediante la materialización, la preexistencia de la totalidad en el
mundo de las ideas.
3. Características de la cultura humanista
A continuación, y de forma clara y concisa, apuntamos las características de la
concepción humanista de la cultura (Ariño, 1997, págs. 24-25).
1) La cultura es selectiva. Las actividades culturales conllevan el cultivo de las
cualidades más nobles y de carácter espiritual de la condición humana. Desde esta
perspectiva, solo algunas de estas actividades ―como, por ejemplo, leer o escuchar
música― se consideran suficientemente dignas y merecen ser reconocidas como
culturales. Esto conlleva que la mayor parte de las actividades realizadas durante la
vida ordinaria, relacionadas con el trabajo, el entretenimiento o la diversión, queden
excluidas de la definición.
2) La cultura es normativa o canónica. La «cultura humanista» tiene su
fundamento en la tradición y se caracteriza por un elevado grado de exigencia a la
hora de juzgar las cualidades de la creación cultural. El neoclasicismo, por ejemplo,
conlleva una tendencia a idealizar los productos de la tradición cultural, quizá
porque del pasado nos llegan las obras selectas que han resistido al paso del tiempo.
Pero esto no nos debe hacer perder de vista que la mayor parte de creadores y de
las creaciones son y han sido mediocres. El talento y el genio son siempre un hecho
extraordinario (es decir, escaso). Del pasado solo recordamos las obras de arte que
son consideradas excepcionales. Solo el tiempo permite que una obra pueda ser
reconocida, valorada y admitida dentro de la tradición. Esta concepción selectiva va
muy ligada a una concepción normativa y canónica de la cultura. La reflexión sobre
el canon literario, como veremos a continuación, pone de manifiesto la
preocupación por la calidad y la excelencia.
3) La cultura es carismática. Las manifestaciones culturales expresan las
cualidades extraordinarias del artista considerado como un creador genial. El
carisma es una capacidad excepcional, casi sobrehumana, que los discípulos,
seguidores o admiradores de un autor atribuyen a la persona del artista. Se trata de
la atribución de un don o de una calidad trascendental que se hace extensible
también a las obras de arte que son producto de su trabajo. El carisma es frágil y
provisional ya que va ligado a la vitalidad del creador. La concepción carismática
hace hincapié en el talento y la inspiración (más que en el trabajo y en el esfuerzo),
como si la obra de arte fuera una emanación directa de la personalidad del artista.
4) La cultura se cultiva, y el principal campo de cultivo es la educación. La
cultura es el fruto de un proceso iniciático que se alcanza después de un largo y
complejo proceso educativo. Es por ello que podemos relacionar el significado
originario de la palabra cultura con el cultivo de la mente y de la sensibilidad. El
gozo de los bienes estéticos exige una preparación y una sensibilidad muy cuidada.
A menudo olvidamos que los procesos de aprendizaje cultural son duros y que
están presididos por una actitud de esfuerzo y de autoexigencia. Cabe señalar, como
veremos en el capítulo IV, la estrecha conexión que existe entre cultura y educación,
y remarcar la gran importancia de los procesos educativos. La sensibilidad y el gusto
se cultivan y se educan. El aprendizaje y la formación personal son, pues, posibles
gracias a un lento y sofisticado proceso formativo que se da, sobre todo, en el
ámbito familiar y en la escuela y que permite a las «personas cultas» disfrutar mejor
de las creaciones culturales.
5) La cultura es jerarquizadora. Las personas cultas son las que están en mejor
disposición de (re)conocer los valores y de disfrutar de las cualidades de las obras
más importantes de la tradición cultural. En algunos momentos históricos este
bagaje cultural ―el capital cultural― puede servir para legitimar y reforzar la situación
social de privilegio de determinadas élites sociales (Bourdieu, 1979).
La cultura puede convertirse en un lujo, un privilegio privativo de determinadas
clases o grupos sociales. Efectivamente, las obras de esta tradición cultural tienen
un grado de calidad y refinamiento formal que hace que sean objeto de consumo
privilegiado por parte de ciertos elementos de las «clases superiores». También son
objeto de consumo por parte de intelectuales, artistas y profesionales que son los
típicos consumidores ―y ocasionalmente― los creadores de la «cultura culta».
La sensibilidad y el gusto, sin embargo, se educan (no son el producto de un don
natural). Es gracias a la educación que se puede alcanzar un alto grado de
sensibilidad, un refinamiento en el gusto y una ampliación del nivel de
conocimientos. Las personas ignorantes, incultas y poco sensibles no disponen de la
preparación adecuada para disfrutar de estas formas culturales. Para estas personas
la alta cultura es un asunto extraño, lejano y especialmente difícil. Se sienten
negados. Esta dificultad refuerza, aún más, el carácter minoritario y exclusivo que a
menudo presenta el público culto y explica el fracaso que de las políticas de
democratización cultural en algunos países europeos. En un estudio realizado sobre
el público de los museos en Europa, titulado L’amour de l’art, Pierre Bourdieu
constata el carácter elitista de estas instituciones a mediados de los años sesenta.
En determinados países, como Francia y Reino Unido, la alta cultura ha gozado
históricamente de una sólida tradición y un gran prestigio social: se ha convertido
en un modelo universal y, a pesar de su carácter minoritario, un referente para todas
las clases sociales. Sin embargo, a principios de siglo XXI, se constata la hegemonía
de este paradigma cultural, basado en la cultura letrada (procedente de la tradición
humanista e ilustrada), y la transición hacia un nuevo paradigma digital basado en la
cultura audiovisual, vigente en un mundo globalizado y de plena conectividad (véase
capítulo VI).
6) La cultura es frágil y vulnerable. La tradición cultural es como un tesoro
heredado. Se trata de un valioso legado que debemos conservar. La alta cultura se
puede perder o se puede ver terriblemente debilitada, deformada y degradada en
manos de personas poco sensibles y sin demasiados escrúpulos.
Desafortunadamente, hay muchos ejemplos históricos en los que un legado cultural
ha sido destruido por la propia acción de los hombres.
La cultura también puede verse amenazada por la reproducción tecnológica, el
mercadeo del arte y la banalización que conlleva a menudo la divulgación cultural.
Desde una sensibilidad humanista, hay que poner especial atención y preservar los
bienes culturales mediante la acción coordinada de una serie de instituciones
especializadas que se ocupan de su cuidado y divulgación: museos, bibliotecas, salas
de concierto, teatros. Lógicamente la escuela y las instituciones educativas tienen
una importancia capital en la difusión y la transmisión de esta tradición con el paso
de las generaciones.
Lo que procura riqueza y prestigio a la cultura humanista es la existencia de un
repertorio basado en una rica tradición y en unos patrones de calidad que son el
producto de un largo y complejo proceso histórico de reflexión y depuración. Este
repertorio, que se puede renovar constantemente, incluye las «grandes obras» en el
terreno de la poesía, la novela, la filosofía, la escultura, la pintura, la música, el
teatro, la arquitectura y la artesanía. La grandeza de una obra de arte depende,
naturalmente, de que el público la haga suya. Lo que agranda una obra de arte es su
poder de interpelar al público, de suscitar en el sujeto (lector, espectador, etc.) una
reflexión profunda sobre sí mismo y su circunstancia.
Dentro de la tradición humanista ―que hemos terminado de exponer―
conviven diferentes sensibilidades. Es por este motivo que no ha sido fácil hacer
esta síntesis. Naturalmente sería engañoso o ilusorio pensar que estamos ante una
tradición completamente coherente, armónica y estática. La realidad es que se trata
de una tradición muy rica y fértil presidida ―no podía ser de otra forma― por
debates y controversias. El humanismo también ha suscitado el nacimiento de
movimientos heterodoxos que han cuestionado de raíz algunos de sus principios
básicos. Como veremos en el próximo apartado, la tradición humanista ha sido
contestada por las corrientes modernistas, las vanguardias estéticas de principios del
siglo XX y por la contracultura de la segunda mitad de este siglo XX (véase capítulo
XI).
El arte se ha mitificado extraordinariamente dentro de la tradición cultural del
humanismo. Sin embargo, las formas culturales y artísticas también han generado
rechazo o resistencias. La controversia se ha producido en el mismo campo artístico
y ha generado disputas (más o menos permanentes) entre los partidarios de la
ortodoxia y los defensores de posiciones heréticas. La evolución y transformación
cultural es, en buena parte, producto de esta tensión constante.
Las vanguardias artísticas de principios del siglo XX provocaron una crisis muy
importante de la tradición y propiciaron una ruptura radical con los
convencionalismos del arte académico y del clasicismo. Gran parte de estos
movimientos rechazan también la estética burguesa y el esteticismo, lo que
tradicionalmente ha sido denominado «buen gusto», entendido como un conjunto
de valores de las clases privilegiadas reforzadas por el academicismo.
La crítica promovida por las minorías vanguardistas tuvo un efecto de choque y a
menudo fue motivo de escándalo y controversia. Los movimientos de vanguardia
―aunque parecen haber fracasado en sus propósitos explícitos― han propiciado
un cambio profundo en la sensibilidad cultural y la estética contemporáneas.
Bibliografía
Ariño, A. (1998). Sociología de la cultura. La constitución simbólica de la sociedad. Barcelona: Ariel.
Ariño, A. (2005). «La concepción de la cultura». En: R. Huerta; R. de la Calle (eds.). La mirada inquieta. Educación
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Bourdieu, P.; Darbel, P. (1968). L’amour de l’art: les musées d’art européens et leur public. París: Minuit.
Cuche, D. (2000) [1996]. La noción de cultura en las ciencias sociales. Buenos Aires: Nueva Visión.
Eagleton, T. (2001). La idea de cultura. Una mirada política sobre los conflictos. Barcelona: Paidós.
Elias, N. (1989) [1977]. El proceso de la civilización: investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. México: Fondo de
Cultura Económica.
Williams, R. (1958). Culture and Society 1780-1950. Harmondsworth: Penguin.
Capítulo II
La concepción antropológica de cultura
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
No hay una naturaleza humana independiente de la cultura [...] somos animales incompletos o inconclusos
que nos completamos por obra de la cultura [...] La frontera que separa lo que está innatamente controlado y
lo que está culturalmente controlado en la conducta humana es una línea mal definida y fluctuante.
C. Geertz (1973). The Interpretation of Cultures
La concepción de cultura que goza de más tradición es, como acabamos de ver, la
humanista. Sin embargo, hacia el final del siglo XIX, la naciente antropología otorgó
un significado nuevo al concepto de cultura, entendida ahora como el conjunto de
expresiones y realizaciones de la vida del hombre en sociedad. Al concepto
restringido de alta cultura o de cultura humanista, que recoge uno de los grandes
ejes de significación del concepto original (que vinculaba la cultura al arte y a la vida
espiritual) añadimos ahora otra noción que contempla y amplía extraordinariamente
la significación anterior. El centro de atención de la antropología son las prácticas
humanas en general ―no solo las que alcanzan una dimensión espiritual o las
prácticas que son calificadas como nobles.
Desde esta óptica, se puede hablar de cultura como el conjunto de las
manifestaciones y de las producciones específicas de una colectividad en los
terrenos intelectuales, moral, folclórico e, incluso, material. Hemos asistido, pues, al
paso de una concepción eminentemente normativa de la cultura (vinculada al
proyecto ilustrado) a una descriptiva y con fines científicos o seudocientíficos
(Cuche, 2000, pág. 9). La nueva concepción antropológica conlleva, también, el
paso de una «noción elitista y valorativa» de la cultura a otra más abierta y
comprensiva, ya que, a pesar de las diferencias culturales entre los pueblos y las
relaciones de dominación o de dependencia existentes, considera que todos los
grupos humanos tienen una cultura propia.
La antropología nace, en el siglo XIX, como una disciplina de conocimiento
científico muy ligada a las potencias coloniales preocupadas por «explorar y
comprender» mejor las sociedades colonizadas. La concepción dominante en
Occidente hasta el siglo XIX hacía una distinción entre las civilizaciones dominantes
y los pueblos periféricos, a quien consideraba que vivían «en estado de naturaleza».
A lo largo del siglo XX, sin embargo, la antropología cultural ha generado otra
visión: cada cultura estructura su propio corpus de experiencias y conceptos
adaptados al medio y a las necesidades de supervivencia del grupo. La antropología,
pues, señala un hito en la historia de Occidente que contempla las otras sociedades
colonizadas como «objetos dignos de estudio».
El largo proceso de hominización, iniciado hace unos quince millones de años,
consistió, básicamente, en pasar de una adaptación genética al medio ambiente
natural a una adaptación cultural. Durante esta evolución, que finalizó en el Homo
sapiens sapiens, el primer hombre, se operó una formidable regresión de los instintos,
«reemplazados» progresivamente por la cultura, es decir, por esta adaptación
imaginada y controlada por el ser humano, mucho más dúctil, funcional y rápida
que la mera adaptación genética.
1. Ensayo para una definición antropológica
El ser humano se ha hecho a lo largo de la historia. Dentro del proceso de
hominización ―mediante el cual la especie humana se ha desarrollado― es muy
difícil separar o discernir los aspectos biológicos de los aspectos culturales.
Expresado con una fórmula paradójica: La cultura es algo propio de la naturaleza
humana. Somos básicamente seres culturales, pero también somos parte de la
naturaleza sobre la que ejercemos nuestra actividad.
La concepción funcionalista de cultura
En un sentido amplio se puede concebir la cultura como el modo humano de dar respuesta a las exigencias
que se derivan de los problemas existenciales y satisfacerlas. Para explicar el carácter funcional de las
diferentes culturas, Malinowski elaboró la teoría de las necesidades, que es el fundamento de Una teoría
científica de la cultura (1944). La cultura, desde esta perspectiva, incluye los artefactos, los bienes, los
procedimientos técnicos, las ideas, los hábitos y los valores heredados.
Malinowski ―que nos recuerda que el ser humano es una especie animal― toma su modelo de las ciencias
naturales. El individuo experimenta cierta cantidad de necesidades fisiológicas (alimentarse, reproducirse,
protegerse, etc.), que determinan imperativos fundamentales (Cuche, 2000, pág. 43). La cultura es el conjunto
de soluciones que un mismo colectivo encuentra y aporta para resolver tanto los problemas de tipo material
como los de orden espiritual. Formulado de manera más precisa, se puede comprender la cultura como el
establecimiento de unas prácticas mediante las cuales los hombres y las mujeres responden activamente a las
condiciones específicas de su existencia social y se adaptan a las relaciones sociales que van experimentando
en medio de unas formas de vivir, de pensar y de sentir considerablemente variadas y estructuradas.
La cultura es la forma de vida de una sociedad. Se trata de una acepción que ha
tenido una enorme trascendencia en las ciencias sociales y más allá de estas. Dentro
de la tradición antropológica, sin embargo, conviven concepciones muy diferentes
de cultura. Hay quien se ha entretenido coleccionándolas y ha recopilado más de
trescientas definiciones diferentes. No es el lugar ni el momento de exponer ni
discutir todas estas definiciones. Las controversias vividas en el campo de la
antropología durante más de un siglo han aportado numerosas matizaciones,
críticas y modificaciones a esta definición inicial; sin embargo, una visión
panorámica de los diferentes planteamientos muestra que ha existido un alto nivel
de consenso (Kuper, 2001, pág. 262). Finalmente, se ha alcanzado una visión
bastante coherente de la cultura humana.
2. Las características de la cultura
Nos basta, por ahora, con hacer una definición sintética que quiere ser más o
menos fiel a las corrientes más representativas de la antropología. Veamos, a
continuación, las siete características de la concepción antropológica de cultura
(Ariño, 1997, pág. 45).
1) La cultura es constitutiva. Todos los seres humanos, por naturaleza, necesitan
formarse y completarse culturalmente. El ser humano es un animal político (zoon
politikon), ya que fuera de un entorno social y cultural no puede crecer ni desarrollar
su potencial. La sociabilidad es clave para el desarrollo individual, especialmente en
los primeros años de la infancia. La ausencia de vida social priva al ser humano del
aprendizaje del lenguaje, del desarrollo mental y de las emociones superiores. La
versión cinematográfica de L’Enfant Sauvage de Truffaut, basada en un caso real,
pone de manifiesto la importancia decisiva de la sociabilidad en los primeros años
de vida. El hecho cultural es fundamental, ya que el individuo no posee los medios
biológicos necesarios que procuran estabilidad. El hecho de formar parte de un
mundo cultural determinado es lo que puede dar orden, estabilidad y sentido a la
vida. La concepción antropológica nos procura una concepción universal e inclusiva
de cultura, ya que todos los hombres y todas las mujeres están constituidos
culturalmente como seres humanos.
2) El ser humano es un ser biológico. A pesar del carácter cultural de la
condición humana, no podemos olvidar su condición biológica. El ser humano
tiene que satisfacer una serie de «necesidades» y de imperativos que vienen
determinados por su naturaleza. El hombre y la mujer están biológicamente
predestinados a vivir en un mundo social. Este mundo se convierte para ellos en
una realidad omnipresente e insoslayable. Los límites de este mundo los impone la
naturaleza; pero, una vez construido, el mundo social se vuelve y también él marca
límites a la naturaleza. Es mediante el esfuerzo y el trabajo que el ser humano puede
modificar el entorno.
«En esta dialéctica entre la naturaleza y el mundo socialmente construido, el mismo organismo humano
queda transformado. En esta misma dialéctica, el hombre crea realidad: y, al crear realidad, se crea a sí
mismo.»
P. Berger y T. Luckmann (1967)
3) Toda la cultura tiene un carácter histórico. El orden cultural surge como un
producto de la actividad humana. Los seres humanos hacen la historia, pero la
hacen en circunstancias no elegidas, encontradas y heredadas del pasado. La cultura
es el fruto de la historia y debe entenderse como un producto del proceso de
transformación permanente. Esto puede apreciarse claramente en el caso de las
costumbres y de las leyes que inexorablemente evolucionan y se transforman a lo
largo del tiempo.
4) Las formas culturales tienden a objetivarse. La cultura presenta una
dimensión objetiva que se expresa en formas institucionalizadas y también en la
producción de determinadas formas simbólicas como, por ejemplo, el lenguaje. Las
instituciones procuran los mecanismos y maneras de hacer mediante las cuales las
personas pueden seguir unas pautas de conducta moldeadas socialmente. Las
formas culturales y las pautas de comportamiento son compartidas por una
comunidad de vida más o menos homogénea. A menudo no les prestamos atención
o no les damos mucha importancia dado que lo damos por sentado.
5) La cultura es aprendida. La cultura presenta una dimensión subjetiva que se
adquiere mediante el proceso de socialización. Gracias a la educación podemos
aprender e interiorizar los valores, las creencias y las normas de comportamiento
vigentes en la comunidad. La socialización es un proceso de aprendizaje crucial en
la vida de las personas mediante el cual el ser humano interioriza a lo largo de toda
la vida, y especialmente durante la infancia, una manera de pensar, de sentir y de
actuar propia de su «comunidad de vida». Evidentemente, el aprendizaje del
lenguaje tiene una importancia primordial en este proceso (véase capítulo IV).
6) La cultura está integrada por un sistema de símbolos. No se puede entender la
cultura sin destacar la importancia que tiene la simbología para la vida humana. Max
Weber destacó el carácter significativo de la vida social. En esta misma línea,
Clifford Geertz ve la cultura como la red de significados en que se ve rodeada la
humanidad (Geertz, 1973, pág. 5). Analizadas desde una perspectiva científica,
todas las construcciones simbólicas tienen un carácter arbitrario y convencional.
Ahora bien, son vividas a menudo como algo absoluto y tienen un carácter casi
indiscutible (véase capítulo V). Se trata de información y conocimiento que se
puede transmitir ―por vía oral o escrita― de generación en generación. La cultura,
en síntesis, es un marco de referencia complejo hecho de modelos de tradiciones,
creencias, valores, normas, símbolos y significados compartidos por los miembros
que conviven en una comunidad. El grado de participación y de implicación por
parte de todos los miembros de una comunidad puede ser bastante diferente, por lo
que las formas culturales no son estrictamente homogéneas.
7) Las formas culturales son esencialmente híbridas. Muchos estudios tienden a
buscar una coherencia y una armonía de las formas culturales, pero no hay formas
culturales químicamente puras dado que casi todas las sociedades están en contacto
con otras sociedades y, al mismo tiempo, sufren importantes transformaciones a lo
largo del tiempo. El mestizaje es consustancial a todas las culturas: Todas las
culturas están involucradas entre sí; no hay ninguna cultura pura, ni única; todas son
híbridas, heterogéneas y extraordinariamente diversas (Said, 1993, pág. 29).
Estas son las características esenciales de una concepción integradora de la
cultura. Una vez más, sin embargo, hay que tener cuidado y evitar una concepción
de la cultura demasiado amplia, que se convierte casi en un sinónimo de sociedad o
de civilización. Desde esta perspectiva antropológica, la mayoría de los aspectos
relevantes de una sociedad se insertan en la definición de cultura, y el análisis de una
cultura se convierte prácticamente en el análisis de un sistema o de una formación
social concreta. Se trata de una definición básica que ha tenido una enorme
trascendencia, pero que podríamos calificar como excesivamente amplia y
ambiciosa para los objetivos que nos hemos marcado en este ensayo, que son más
limitados.
3. Identidad y diversidad cultural
Las sociedades no son islas. Toda sociedad está en contacto con otras sociedades
y, por tanto, toda cultura es susceptible de ser influida por otras formas culturales.
Estas no son inmutables, sino que están abiertas a influencias, intercambios,
avances y retrocesos, normalización o destrucción.
La relación y el contacto intercultural ha sido un factor clave de desarrollo de la
humanidad. A pesar del carácter complejo y contradictorio de las diversas realidades
culturales, a menudo se intenta presentar la cultura como un sistema relativamente
integrado y coherente.
«La coherencia, sin embargo, es, en todo caso, producto de un esfuerzo de elaboración y revisión constante
que hacen los hombres que integran una comunidad histórica y que quieren dar sentido y coherencia a una
existencia común. La elaboración y reelaboración constantes de la cultura por parte de los hombres es la
causa de esta coherencia relativa y frágil. Este esfuerzo de definición, por supuesto, no carece de tensiones,
contradicciones e incoherencias. Permanencia y cambio, unidad y diversidad, consenso y conflicto son
aspectos inherentes a toda realidad cultural. Esta tarea de elaboración permanente de nociones, categorías,
símbolos estéticos, signos de identidad, normas, mitos y dogmas, en un esfuerzo de conferir orden en el
mundo social, es parte esencial de la actividad cultural.»
Giner y otros (1996, pág. 20)
A pesar del carácter necesario y universal del hecho cultural, cada cultura es
particular y debe ser investigada empíricamente teniendo en cuenta los valores
normativos de cada sociedad. Toda cultura se define en referencia a un grupo social
que vive en unas circunstancias temporales y espaciales concretas.
Hay tantas culturas como grupos humanos. La diversidad es tanto un resultado de
la ontología (la forma de ser) como de la fenomenología (en la que todo grupo
humano se adapta a las condiciones ambientales y sociohistóricas que le ha tocado
vivir).
Uno de los enigmas esenciales a los que ha pretendido dar respuesta la
antropología es la de comprender la diversidad de las culturas dentro de la
universalidad de la cultura humana. A pesar de las diferencias, también hay una serie
de rasgos comunes, los universales culturales, que están presentes en todas las
sociedades humanas. Por ejemplo, la risa, el llanto, el hecho de comunicarse
mediante un lenguaje verbal.
A pesar de que la mayor parte de hombres y mujeres tienden a pensar que su
cultura es superior y caen en actitudes etnocéntricas, la antropología contemporánea
afirma la dignidad equivalente de todas las culturas. La antropología, una vez
superada la fase evolucionista, aplica el relativismo cultural como un principio
metodológico en sus estudios empíricos (sin embargo hay culturas
desterritorializadas, como los gitanos o los inmigrantes, o pueblos que viven en
diáspora, dispersos por todo el mundo lejos de su tierra originaria). Esto significa
que la única manera de comprender correctamente las culturas es interpretar sus
manifestaciones de acuerdo con sus criterios culturales. Esto no implica la
eliminación de nuestro juicio crítico, pero sí su suspensión inicial hasta que no
hayamos entendido la complejidad simbólica de muchas prácticas culturales.
4. La confusión de dos concepciones
Más allá del carácter abstracto y vago de la definición de cultura que hemos
apuntado anteriormente, uno de los problemas que plantea el estudio de la realidad
cultural es la ambigüedad que ha existido en el uso del concepto y la falta de rigor y
precisión a la hora de usarlo. A menudo la ambigüedad es fruto de la superposición
o la confusión provocada por el uso de las acepciones antropológicas (muy amplias)
y las humanistas (muy restrictivas) del término. Debemos ser cautos y evitar la
confusión que a menudo se produce entre la concepción normativa y la concepción
descriptiva de cultura (véase la tabla siguiente).
Tabla 1. Dos concepciones de la cultura
La concepción humanista
La concepción antropológica
Normativa
Científica Descriptiva/comprensiva
Exclusiva
Exigente/Selectiva
Jerarquizadora
Inclusiva
Todos los grupos humanos tienen su cultura
Única/Singular
Valorativa
Plural
+ Relativista -Valorativa
Cultura/naturaleza
Separada de la naturaleza
Cultura = naturaleza
Vinculada a la naturaleza
Subjetiva > Objetiva
+ Espiritual
Objetiva > Subjetiva
+ Material
Carismática
Importancia del talento → Inspiración
Ordinaria
Importancia del esfuerzo → Trabajo
Relacionada con el arte y las manifestaciones del espíritu
Relación con la sociedad o los grupos humanos
Fuente: Elaboración propia
En esta tabla se destacan las diferencias. Sin embargo, a pesar de estas diferencias,
hay que decir que también hay una serie de rasgos que comparten ambas
concepciones de la cultura.
Es curioso que mientras que los trabajos antropológicos tienden a hacer una
definición amplia de la cultura, muchos estudiosos tienden a confundir la cultura
con la alta cultura y relacionan la cultura con el arte (como si fuera posible realizar
el viejo sueño romántico de fundir el arte con la vida, de convertir el arte en una
forma de vida y, incluso, convertir nuestra vida en una obra de arte).
Desde esta perspectiva antropológica, la mayor parte de aspectos relevantes de
una sociedad se insertan en la definición de cultura, y el análisis de una cultura
deviene prácticamente el análisis de un sistema o de una formación social concreta.
Es, ciertamente, una concepción demasiado amplia de cultura. Si la cultura es todo,
no es fácil especializarse en su estudio.
5. Del etnocentrismo a la interculturalidad
Cada sociedad tiene su idiosincrasia y tiende a considerar su cultura como la
mejor. Desde la antropología se ha denunciado una tendencia frecuente en todos
los pueblos, incluidos, paradójicamente, los pueblos «civilizados», a considerar las
otras formas culturales como infracultura o negarles la dignidad. Al negar la
dignidad de la cultura también se desprecia la dignidad de los individuos que
participan en ella.
Claude Lévi-Strauss (1952) sostiene que en los hombres y las mujeres de todas las
épocas hay una actitud muy arraigada y persistente, basada en fundamentos
psicológicos muy sólidos, que consiste en repudiar las formas culturales ―moral,
religiosas, sociales, estéticas― que están alejadas de las propias. Las diversas formas
de negación del otro van ligadas, a menudo, a las relaciones de dependencia y de
dominación entre varios grupos sociales.
Las formas culturales extrañas tienden a ser calificadas de salvajes: «Esto no es
cosa nuestra», «esto no debería estar permitido», etcétera, y otras reacciones
groseras que traducen la repulsión ante la presencia de formas de vivir, de creer o
pensar que son extrañas a la propia» (Lévi-Strauss (1969) [1952]).
La forma de vida de cada uno aparece como la norma y, por tanto, no es una
«cultura» cualquiera, sino el patrón mediante el cual se contemplan los otros modos
de vida y su singularidad. Huelga decir que esta es una actitud etnocéntrica, basada
en un punto de vista ingenuo, profundamente arraigada en la mayor parte de las
culturas. El etnocentrismo no es una actitud exclusiva de Occidente. En realidad es
inherente al ser humano la tendencia a pensar que todos los hombres y las mujeres
viven en el único mundo posible; el mejor de los mundos posibles, tal vez. Ni en un
caso ni en el otro se quiere admitir el hecho de la diversidad cultural; se prefiere
echar, expulsar de la cultura todas aquellas formas y estilos de vida «salvajes» que no
se conforman a la norma de los modelos culturales propios. Lévi-Strauss concluye
sus reflexiones con una frase lapidaria:
«Rechazando la humanidad a quienes aparecen como los más salvajes o bárbaros de sus representantes, no
hace sino apropiarse de una de sus actitudes típicas. El bárbaro es, ante todo, un hombre que cree en la
barbarie.»
Lévi-Strauss (1952)
Aquí, el antropólogo francés se refiere a la relación entre culturas y sugiere una
aproximación antropológica relativista, que sirve, al menos, para comprender y
admitir la dignidad de todas las culturas humanas, sin negar las diferencias. Se trata
de una llamada al respeto y la tolerancia entre los individuos de diversas culturas. A
pesar de que la antropología nace ligada al colonialismo y con una vocación
clasificatoria, la disciplina actual afirma la dignidad equivalente de todas las culturas.
Las culturas, pues, no son comparables: son inconmensurables.
Se trata de intentar moderar el etnocentrismo inherente al ser humano que
conlleva la interpretación de las prácticas culturales ajenas mediante los criterios de
la cultura de aquel que interpreta. Como señalan Luis G. Sepúlveda y Miguel
Rodrigo en el capítulo VII, el diálogo intercultural solo es posible a partir del
respeto y la empatía.
Bibliografía
Ariño, A. (1997). Sociología de la cultura. La constitución simbólica de la sociedad. Barcelona: Ariel.
Benedict, R. (1989) [1939]. El hombre y la cultura. Barcelona: Edhasa.
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Tylor, E. (1871). Primitive Culture. Londres: John Murray & Co.
Parte II
Canon literario, educación y religión
Capítulo III
El debate sobre el canon
Jaume Radigales. Universidad Ramon Llull
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Carecemos, por tanto, en la actualidad de un paradigma predominante y ello contribuye a que el tema del
canon quede abierto y en juego, por decidir.
Gonzalo Navajas (2006)
De ser un término olvidado y casi obsoleto, la palabra canon ha experimentado en
los últimos veinte o veinticinco años un revival sorprendente. Las palabras tienen
historia y al observar estos cambios semánticos podemos comprender mejor su
significado actual. La palabra canon cayó casi en desuso y, después, de forma más o
menos repentina, renació ―como el ave fénix― de las propias cenizas. Creemos
que es muy sintomático el (re)surgimiento del término, especialmente en el campo
literario.
¿Cuál es la razón de este (re)surgimiento? ¿Qué sentido tiene hacer la propuesta
de un canon estético en una sociedad plural y democrática? ¿Cuál es la necesidad del
canon en un entorno cultural cambiante, presidido por el caos y el desconcierto?
¿Cuáles son las características que debería tener el canon en el mundo de hoy?
Estas son algunas de las preguntas que intentaremos responder en este capítulo.
De hecho, nos parece muy sintomático que después de muchas décadas en las que
casi no se trataba sobre el canon, ahora este se haya convertido en un tema de
máxima actualidad y que esté en el centro de encendidas controversias sobre la
literatura y la creación artística en plena posmodernidad.
1. El origen del canon
Al buscar el origen etimológico de la palabra canon se puede señalar un doble
origen. Por un lado, la palabra canon proviene del griego kanon, que designaba, en
un principio, una vara o caña de madera, una especie de regla que los carpinteros
usaban para medir. Más adelante, en un sentido figurado, pasó a significar ley o
norma de conducta que servía para la apreciación de lo bello, vinculado a la
armonía y la simetría. Es cierto que el canon siempre ha tenido relación con el
número y las matemáticas y ―ampliando un poco los horizontes― con las formas
y las proporciones. Por lo tanto, ya desde su origen, servía como instrumento de
medida y, al mismo tiempo, como pauta de comportamiento.
El canon siempre ha servido para definir lo que es mejor y por lo tanto preferible
(y lo que no lo es) en determinados círculos sociales o institucionales; a menudo ha
servido también para «distinguir lo verdadero de lo falso» y eso nos ha llevado a
hablar inexorablemente de la experiencia estética más emblemática de todas: la
belleza.
En la Grecia clásica, se concebía la belleza como lo que nos acercaba a la verdad
(y por lo tanto tenía también un vínculo inevitable con las consideraciones éticas).
Se atribuía a la belleza la viabilidad del orden, el kosmos, para distinguirlo del
desorden, el kaos. La armonía y la simetría ayudaban a aquella distinción y
emergencia de la pureza de las formas, de manera que armonía y simetría eran parte
de la constante griega del canon. Su aplicación unía la vista (simetría) y el oído
(armonía) con las artes que se derivaban, especialmente las que practicaban los
hombres libres. Más adelante, la encarnación canónica se plasmó en una obra que
representaba el paradigma de la belleza: esta se encarnaba en el Doríforo de Policleto,
una escultura vinculada a las proporciones numéricas gracias a su perfección. La
obra en cuestión, que muestra un hombre desnudo, mide siete veces el tamaño de
su cabeza, referente que a partir de entonces había que tomar para establecer el
modelo sobre el cual basar el barómetro de la belleza.
Más adelante, se constata la relevancia que la palabra canon alcanzó dentro de la
tradición católica. Del sustantivo canon procede el adjetivo «canónico» y de este
proviene el verbo «canonizar» (o, incluso, la figura del «canónigo»). Es evidente que
existe una analogía entre el canon literario y el canon bíblico. El canon bíblico está
constituido por el conjunto de libros que forman el Antiguo y el Nuevo Testamento
(Kermode, 1998). Los libros canónicos, considerados sagrados y verdaderos por
considerar que habían sido revelados, gozaban de un prestigio y de una serie de
privilegios que los distinguían del resto de obras que eran relegadas a la anécdota del
apócrifo o eran directamente rechazadas por no ser consideradas auténticas, de
origen dudoso y, por tanto, no canónicas ni reconocidas por la autoridad de la
Iglesia. La fijación de un listado de obras canónicas podía suscitar encendidas
controversias entre facciones rivales en el seno del cristianismo, hasta llegar a
procesos cismáticos.
Yendo un poco más allá, y a medio camino entre la teocracia medieval y la
espiritualidad artística clásica, se puede entender que en pleno mandato del cardenal
Richelieu, en la Francia del siglo XVII, naciera la Academia, una institución que
personificaba el principio generador y rector de las directrices canónicas y
vertebrador del concepto de «gusto», en un intento objetivizador de lo que más
adelante sería la facultad de juicio kantiana.
La Ilustración, en su afán racionalista y cientificista, buscaba razones específicas
que distinguieran la calidad de lo bello en sí mismo (como en el diálogo platónico
de Hipias)1 para llegar a la conclusión de que lo bello tiende a su universalización,
aunque la experiencia de belleza fuera personal y, por tanto, subjetiva. Sin
proponérselo, el racionalismo del siglo XVIII conlleva la superación de las
pretensiones «canónicas» del siglo precedente.
2. El canon y la actividad artística
A partir del Renacimiento, y tras el paréntesis medieval, el Humanismo vuelve a la
espiritualidad griega en el terreno artístico. La tradición humanista hace hincapié,
sobre todo, en la calidad artística y en la excelencia, y destaca el talento del artista en
relación con su obra y vindicando la firma del autor, es decir el estilo singular y
personal, a aquello creado. Especialmente a partir de las biografías (Vite) de Giorgio
Vasari, que parecen «cultoralizar», establecer una especie de culto al artífice de la
obra artística, del producto cultural. La historia del arte, como disciplina de
conocimiento, ha tendido a destacar algunos hitos importantes y a rememorar el
nombre de los grandes artistas y de las grandes obras (en algunos casos ha ignorado
sistemáticamente a los autores mediocres y las obras «más vulgares» de la tradición
cultural. A menudo, también ha obviado las circunstancias y las condiciones de vida
que condicionan el trabajo de los creadores).
Si el principal propósito de la historia del arte es conocer la sensibilidad creadora
de sus artífices, en un principio tendentes a lo bello,2 es esencial, desde esta
perspectiva, saber cuáles son los criterios y los mecanismos de selección de las
obras artísticas que se consideran excepcionales. Es por ello que la reflexión sobre
el canon, aunque parezca anacrónica o intempestiva, deviene oportuna para ilustrar
la concepción humanista de cultura y, al mismo tiempo, nos permite reflexionar
sobre las dificultades que plantea la selección de las obras artísticas de calidad en un
mundo capitalista presidido por el relativismo cultural.
3. El canon y el campo literario
Cuando se habla de niveles culturales normalmente se tiende a hablar del grado de
calidad de lo que en el terreno artístico se llama creación. De acuerdo con las
reivindicaciones de los movimientos de vanguardia, hay que aceptar el principio de
autonomía de aquella «creación», principio que prevalece en los diversos campos
artísticos (Bourdieu, 1992).
Dentro de los ámbitos de la producción cultural, la competencia artística se define
como el conocimiento previo de los principios de división propiamente estéticos.
Percibir la «obra de arte» en sentido estético significa
«percibir la obra de arte como un significante que no significa nada más que a sí mismo».
De Ventós (1978 [1963], pág. 24)
Significa, básicamente, ser capaz de describir sus rasgos estilísticos distintivos y
situar la obra como la creación de un autor dentro de un período, en el marco de un
género artístico y de un estilo concreto. Cuanto más autónoma es una obra de arte,
más exige ―especialmente a partir de los movimientos de vanguardia― un modo
de recepción meramente estético.
Esto, sin olvidar que, además de la exigencia, habrá la autoexigencia de la propia
«creación», porque cuando es de vanguardia parte de un manifiesto, de una
declaración de principios («canónica» en sí misma) a la que deberá dar cuenta en
caso de desviación.
Dentro de la tradición artística se incluyen una gran riqueza y una diversidad de
autores, periodos y géneros que permiten llevar el juego de la distinción hasta el
infinito:
«De todos los objetos que se ofrecen a la elección de los consumidores, no existen ningunos más enclasantes
que las obras de arte legítimas que, globalmente distintivas, permiten la producción de distingos al infinito,
gracias al juego de las divisiones y subdivisiones en géneros, épocas, maneras, autores, etc.».
Bourdieu (1988, pág. 13)
En el mundo de la creación hay una preocupación lógica y fundamental para
evaluar la calidad de una obra a partir de los criterios internos del campo en
cuestión. Este hecho se ha manifestado especialmente en el debate sobre el canon
literario, pero no es un hecho exclusivo de este.3 Se puede aplicar también una
especie de canon en el campo de las artes plásticas, en el campo musical o, incluso,
en el campo periodístico. Por cierto, el nacimiento de nuevos géneros en algunos
campos como la televisión o el cine conlleva un desafío a la existencia de los
cánones tradicionales, igual que la hibridación de géneros complica
extraordinariamente la aplicación de modelos canónicos.
4. El canon occidental
En El canon occidental, Harold Bloom defiende apasionadamente la necesidad del
canon. Nacido en 1930, Bloom está considerado como uno de los críticos literarios
estadounidenses más reputados. Según el autor, es canónica aquella obra literaria
destinada a perdurar y que merece una lectura y una relectura constante.
La obra de Bloom es un alegato contra la indiferencia o el relativismo cultural que
profesan los partidarios de la posmodernidad. Los autores posmodernos creen que
en la sociedad contemporánea las fronteras que separan la alta cultura y la cultura
popular han quedado prácticamente desdibujadas, y destacan el carácter plural y
fragmentario de la producción cultural en la era digital. Consideran que vivimos un
periodo de cambios, un tiempo presidido por el caos. Se trata de una época de
mestizaje en el que reina la confusión y en la que, finalmente, se imponen los
valores mercantiles y el éxito fácil, y en la que resulta imposible (o casi imposible)
establecer criterios definitivos de verdad, de bondad o de belleza. En este contexto
de cambio y de confusión, tampoco sería posible restaurar una autoridad única e
incuestionable en el campo del arte.
Harold Bloom se revela, precisamente, en contra de la sensación de caos y
desconcierto característicos de la posmodernidad. El autor se erige en una especie
de autoridad solitaria que polemiza con lo que califica como «la escuela del
resentimiento». Bloom contradice las corrientes feministas, afroamericanas,
marxistas y neohistoricistas que han proliferado en todas partes y que son
hegemónicas en muchos departamentos universitarios de los llamados estudios
culturales. Es en contra de estas tendencias imperantes que Bloom defiende, por
encima de todo, el valor artístico universal de las obras de arte y se muestra
escéptico respecto al potencial político del arte. Lo que con tanta pasión defiende el
autor norteamericano es:
«la lectura estética de la literatura, la lectura del poema como poema, en contra de la conversión de las obras
literarias en documentos sociales, culturales e ideológicos, de la sujeción del valor estético a la lucha de clases,
géneros o razas, y de la disolución del colectivo con lo individual en el trato con la literatura».
Sullà (1998, pág. 13)
Bloom cree que la literatura nos puede ayudar a conocer mejor y trascender
nuestra soledad, pero duda que sea un instrumento adecuado para la lucha política.
El autor estadounidense critica el peligro de que la literatura se convierta en un
instrumento de combate y que pierda su valor específico. Se muestra preocupado
ante el riesgo de que en Estados Unidos los departamentos de Clásicas sean
sustituidos por departamentos de Estudios Culturales, o que el interés por el
estudio de la obra de Shakespeare o de Cervantes pueda ser desplazado por el
estudio de los cómics de Batman, la televisión o el rock.
En el trasfondo de su obra permanece el temor de que la llamada democratización
cultural sea una coartada perfecta para la difusión y la vulgarización culturales. Firme
partidario de la excelencia cultural y defensor del retorno a un cierto elitismo,
Bloom se muestra contrario a cualquier tentativa de democracia cultural, ya que
teme que puede terminar sustituyendo a «los placeres difíciles por los placeres
universalmente accesibles precisamente porque son más fáciles». Crítico impecable
de la mediocridad, Bloom defiende el cultivo de los placeres más difíciles y
exigentes, que son los que al final nos procuran más satisfacción.
La adhesión al canon equivale a la defensa de un orden y estructuras culturales
estables. Bloom es el prototipo de este intento de preservar un statu quo. Para este
concepto de la cultura, el canon constituye un edificio conceptual para la protección
de unos principios éticos y estéticos considerados eternos e inviolables (Bloom, pág.
30).
En definitiva, Bloom se muestra crítico contra el relativismo cultural. Propone un
redescubrimiento de los clásicos, de los valores universales de los clásicos
canónicos, contra la tentación del relativismo. Considera que la situación actual es
demasiado confusa, y seguramente añora el retorno a una autoridad única e
incuestionable, capaz de decir lo que es valioso y de fijar la manera correcta de
acceder a ello.
5. ¿Un canon posmoderno?
Es comprensible que Bloom haga una llamada al orden ante una situación que él
considera caótica. Sin embargo, en rigor el establecimiento de un canon nunca
puede ser una empresa individual y solitaria. Por otra parte, la propia estructura de
la posmodernidad (Lyotard, 2004), con su pulsión hiperfragmentada y la tendencia a
la proliferación de diferentes campos sociales regidos por principios diferentes,
imposibilita la existencia de un canon único.4 Como se ha dicho, solo tiene sentido
hablar de canon en plural y desde una perspectiva pragmática. El canon tiene
sentido en el contexto de una tradición determinada y cuando alcanza una finalidad
social muy concreta.
El canon es el resultado de un proceso de selección en el que han intervenido
históricamente una serie de instituciones públicas y de minorías dirigentes. No
podemos olvidar que el canon literario lo pueden establecer las personas o las
instituciones especializadas y competentes en el campo de los estudios literarios. La
razón por la que en el transcurso de la historia el canon ha suscitado ataques (y
defensas apasionadas) es su conexión con el poder y la ideología dominantes. Sin
embargo, el canon es necesario.
Vivimos en un tiempo de cambio y mutación culturales. En este contexto se han
puesto en cuestión, inevitablemente, la eficacia y la validez de los criterios de
evaluación cultural tradicionales. Incluso ―como diría Bourdieu― se ha puesto en
duda la autoridad del Homo academicus. Guste o no el criterio de los expertos ya no es
el único, ni el definitivo. Su voz ha pasado a ser una entre otras y, a menudo, ha
dejado de ser la más significativa y preponderante. El mundo cultural se ha
dislocado y han surgido nuevos focos de definición y orientación de la cultura. Esta
es la razón principal de la fuerte emergencia de la discusión en torno al canon.
«Cuando el concepto y el contenido del canon son incuestionables no hay necesidad de entrar en su
discusión. Es un hecho consumado, más allá de toda duda. Lo que ha ocurrido es que tanto el concepto
como lo que incluye y define han entrado en crisis».
Navaja (2006)
Los textos que componen este canon se han ampliado significativamente y se han
tenido que redefinir. Se han introducido nuevos nombres en la lista y se han
reformulado los criterios. El experto académico se ha visto obligado a reconsiderar
y revisar los criterios de clasificación y redefinición de lo que constituye el hecho
canónico y, en algunos casos, se ha visto forzado a reflexionar sobre el sentido y la
vigencia del canon.
6. La canonicidad
A pesar de la existencia de esta diversidad de cánones (que cumplen diversas
funciones), podemos decir que el canon literario reúne una serie de características
que pasamos a enunciar a continuación:
1) En la sociedad contemporánea podemos definir el canon literario como una
lista o un elenco de obras consideradas valiosas y dignas de ser estudiadas y
comentadas. Solo las obras que en un determinado momento son consideradas
excepcionales, que evidencian una notable calidad, deben ser conservadas y
reconocidas dentro del canon, mientras que se sabe que el resto, tarde o temprano,
caerá en el olvido.
2) El término canon presupone la existencia de una tradición. La noción de
canon está relacionada con la noción de «clásico». Como señala Oriol Izquierdo
(2010), el canon es el poso de obras consideradas clásicas que destila una tradición
determinada. También los autores que tienen obras reconocidas ―incluidas dentro
del canon― son considerados clásicos.
En cualquier sociedad humana hay textos cuya la lectura parece muy actual, a
pesar de que se trate de escritos muy antiguos (pensemos, por ejemplo, en la Biblia
o, más en general, en los «clásicos»). Los leemos a pesar de la diversidad de
situaciones espaciales y temporales de los sucesivos lectores, porque resultan
actuales a pesar de la «inactualidad» del contexto en que fueron redactados, porque
esconden un potencial de sentido, desconocido e insospechado en el pasado, pero
que en la actualidad se hace perceptible, se revela y se muestra eficaz, porque
disponen de una dinámica comunicativa que los hace aptos para cambiar el presente
del lector, porque permiten el replanteamiento de las «cuestiones fundacionales» del
ser humano (Duch, 2000, pág. 76).
3) El canon se convierte en un modelo de referencia. Esta es una de las
funciones esenciales de cualquier canon. El canon está compuesto por una serie de
textos escogidos por su excelencia (por ejemplo, la calidad literaria o la profundidad
filosófica) y que a la vez pueden servir de modelo para los mismos artistas y
creadores.
4) En una sociedad democrática el canon debe ser fruto de un proceso de
deliberación y producto de un cierto consenso. En este consenso ha intervenido
una serie de autoridades o expertos reconocidos que trabajan en el seno de una serie
de instituciones especializadas. El canon literario, por ejemplo, lo pueden establecer
las élites o las instituciones competentes en el campo de los estudios literarios. Este
consenso es difícil de lograr y de mantener y se debe renovar de forma periódica.
No puede ser el fruto de una elección arbitraria (más o menos caprichosa), ni es un
producto del azar. Sin embargo, hay que decir que en algunas ocasiones los cánones
pueden ser elaborados según criterios que no son, necesariamente, los de los
expertos en el campo literario. Siempre puede haber problemas de autoridad y
competencia a la hora de hacer la elección. Actualmente esta autoridad no se puede
dar por sentada, ya que no siempre es fácil, ni entre los mismos expertos, alcanzar
un consenso sobre los textos canónicos.
5) El canon a menudo responde a un determinado proyecto político. Mediante
el canon una comunidad política define y legitima (o intenta legitimar) su territorio
simbólico (Sullà, 1998).
El canon aporta orden, estructura y previsibilidad. Tiene, además, una dimensión
política destacada en la era de la globalización. El canon procura unos referentes de
identidad cultural comunes en un momento en que la hibridez y la indiferenciación
ponen en riesgo la sólida homogeneidad de las entidades nacionales.
Cabe señalar, pues, la vinculación entre una lengua y la literatura escrita en esta
lengua y, por otro lado, la relación entre esta literatura y sus clásicos (véase capítulo
XIX).
El canon se vincula con la preservación y el mantenimiento de un modelo
normativo de cultura y civilización. Según P. Bourdieu, el Homo academicus
prototípico y las instituciones universitarias en general se ajustan con preferencia
―aunque no siempre― a este modelo cultural, ya que garantiza la organización
lógica y la clasificación y parcelación de las corrientes de los hechos culturales
(Bourdieu, 1992).
6) En principio, cuando hablamos de canon literario, se piensa en textos de
literatura de ficción o de literatura creativa, pero también se puede hablar del canon
haciendo mención, por ejemplo, a los textos escritos con una finalidad científica o
educativa (a menudo el canon es una elección de textos que el maestro hace con
una finalidad claramente pedagógica). Es evidente, pues, que las reflexiones sobre el
canon literario nos permiten pensar en la aplicación del canon en otros campos del
conocimiento.
7) El canon existe y ha existido siempre, esté o no esté justificado teóricamente y
definido de forma explícita. A menudo, se da por hecha o por descontada su
existencia, por lo que ni siquiera es necesario justificar.
8) El canon se presenta siempre a sí mismo como si fuera inmutable e
indiscutible. Pero no hacemos otra cosa que discutirlo y actualizarlo. Si no se
actualizara correría el riesgo de dejar de ser operativo y reconocido. A pesar de que
se tiende a presentar como una lista cerrada de obras perdurables, en una sociedad
dinámica y cambiante es susceptible de ser revisado y modificado. Es evidente que
el cambio de gustos literarios, incluso la existencia de modos, pueden contribuir a
modificar los criterios que se siguen para establecer la excelencia de los textos y, por
tanto, el contenido de los cánones.
9) Como ya se ha dicho, el establecimiento de un canon no responde a un único
objetivo. Hay una diversidad de cánones que responden a diversos propósitos. Por
lo tanto, un canon es un instrumento de selección. Hay que evaluar su pertenencia
de acuerdo con su utilidad.
Finalmente, al hablar del canon existe el peligro de absolutizar y pretender que
solo hay un canon relacionado con una única cultura o una concepción cerrada y
unitaria de la misma. En su texto sobre la canonicidad, Wendell V. Harris (1998) se
esfuerza por demostrar que no hay un único Canon (en mayúscula) sino que hay
varios tipos de canon que responden a diferentes propósitos (el potencial, el
accesible, el selectivo, el oficial, el personal, el pedagógico...). Las finalidades del
establecimiento de un canon pueden ser diversas. Por ejemplo, compilar una
antología de textos, seleccionar los escritos que deben ser objeto de estudio en
centros de enseñanza o establecer los textos más representativos de una comunidad
lingüística o cultural. No hay duda de que algunos de estos cánones tienen una
utilidad indiscutible. Sin embargo, más que centrarse en la discusión de las obras y
los autores escogidos, estamos de acuerdo con el autor en que la reflexión y el
debate deben versar, sobre todo, en los criterios de selección de estas obras. Por
tanto, el reto es explicar qué tipos de mecanismos de selección intervienen en el
proceso.
Bibliografía
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Wendell V. H. (1998). «La canonicidad». En: E. Sullà (comp.). El canon literario (págs. 37-60). Madrid: Arco.
1. En el diálogo platónico, Hipias no busca la belleza como cualidad sino su dimensión ontológica, lo
bello en sí mismo.
2. El subjetivismo romántico se convertiría, a partir de la emergencia de lo sublime, la experiencia
estética de la fealdad. Un subjetivismo que también englobarían las vanguardias del siglo XX.
3. Bourdieu (1992) estudia los principios de valoración de los productos culturales dentro del campo
literario. Un libro extraordinario en relación con el tema es Les règles de l’art, en el cual trata de las
vanguardias de los novelistas franceses de la segunda mitad del siglo XIX y afirma que, pese a cierta
autonomía relativa, la actividad artística está circunscrita a los márgenes del campo.
4. Entendemos por posmodernidad una nueva era marcada por una cierta superación de la
modernidad. Es el movimiento filosófico que sitúa en su punto de inicio a finales de los años setenta
del siglo XX y en el cual se suele situar a Jean-François Lyotard (1979) y su obra La condición postmoderna.
La posmodernidad está caracterizada por el desarrollo de las grandes construcciones ideológicas y de
los grandes relatos —o metarrelatos— que marcaron la vida de los individuos en las sociedades
modernas de los siglos XXI y XX.
Capítulo IV
Cultura y educación. Educación rota, cultura huérfana
Xavi R. Sastre Freixa. Universidad Ramon Llull
El niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender.
Michel Eyquem de Montaigne
Cultura y Educación son las dos caras de la misma moneda, del mismo síntoma,
quizá el más útil que tenemos para que las nuevas generaciones comprendan
creencias, valores y conductas de ancestros, antepasados y coetáneos. Ninguna
sociedad puede desarrollarse sin enseñanza o sin aprendizaje, por muy
rudimentarias que sean. Como se constata mediante el estudio de los casos
extraordinarios de niños salvajes, fuera de un entorno social y cultural el ser humano
no puede subsistir como tal ni articular apenas sus habilidades sociales básicas. En
el fondo somos entes sociopolíticos, aquel zóon politikon aristotélico según el cual,
a diferencia de los animales, somos capaces de relacionarnos políticamente y crear
sociedades. Y es que la ausencia de relaciones e interacciones durante los momentos
clave de la infancia, especialmente en el momento del aprendizaje del lenguaje,
impiden al humano su desarrollo mental y de sus emociones superiores.
La cultura, por tanto, se aprende, y por tanto se enseña. Debemos recuperar el
significado etimológico de la palabra cultura como el cultivo de la mente, del espíritu y
de la sensibilidad. La reproducción cultural será, así, un largo proceso vital mediante
el cual nuestro legado se transmite de generación en generación; sin embargo, al
mismo tiempo que el mundo se halla en proceso de cambio y transformación, los
procesos de aprendizaje parecen estar mutando: escuela y familia, históricamente
pilares básicos en los mecanismos de aprendizaje, sufren una crisis de adaptación
con los ojos clavados en el retrovisor. En otras palabras, si bien cultura y educación
son compatibles, están al borde de dejar de ser complementarias gracias sobre todo
a la inestimable ayuda de los tiempos tecnológicos, los actuales, tanto desde la
óptica individual como social. No está de más preguntarse, visto lo visto, qué es y
qué sentido tiene educar en el mundo moderno, y por qué debemos confiar en que
esto sea posible, factible o favorable.
1. Crisis de confianza
La mayoría de los jóvenes han vivido la mayor parte de su infancia y adolescencia
con falsas promesas.1 De alguna manera han sido engañados. Por un lado, algunos
adultos les prometieron un porvenir brillante, se les animó de pequeños a dirigirse a
las estrellas, a conquistar cuanto quisieran, cuando quisieran y como quisieran, a sus
anchas. No obstante, poco a poco descubrieron la cruda realidad de un mercado
laboral demasiado exigente que, sin contemplaciones, les puso los pies en la tierra y
les minó de alguna manera la autoestima. Por otro lado, son víctimas de un mundo
con acceso ilimitado a la información, casi dependientes de las redes sociales como
ventana a la realidad. De hecho, algunos no aprenden a tener relaciones profundas
ni sanas con sus iguales sino a base de likes y medidas que nada tienen que ver con
las habilidades para lidiar, por ejemplo, contra el estrés, contra los pequeños
fracasos diarios, levantarse tras la derrota o luchar para subsanar cada una de las
dificultades. Algunos jóvenes han pasado toda su existencia en lo inmediato, lo más
fácil, el camino más recto, si acaso lo útil, sin apenas haber percibido nada en lo que
se refiere al esfuerzo o a la dedicación por las cosas importantes; simplemente han
crecido bajo de la sombra de la recompensa instantánea. Los terrenos «líquidos» de
Bauman, desde la duda o la curiosidad al contexto y a lo probable han desaparecido
en un formato repleto de apps y otros modelos de mecanismo social de
supervivencia que «piensan por ellos» (Gardner y Davis, 2016). Algunos son
incapaces ahora de ver la montaña porque se han acostumbrado a contemplar solo
la cima, y otros se han convertido en seres impacientes, narcisistas, mártires que ni
siquiera distinguen el mérito de la victoria.
Alguien ha olvidado rápido aquello de educare como el criar, formar, instruir,
conducir hacia fuera, extraer... Acaso alguien olvidó que educar significa implicarse
en el acto de «ir adelante mostrando el camino» para que el individuo llegue a su
lugar. Educar, ya lo derramaban los poetas griegos, es ante todo violencia y
sensibilidad, es un largo proceso de la conciencia en el que se cruza una trayectoria
y se requiere de un análisis de la realidad, una prospección, una formación «hacia»,
una preparación para el futuro. La educación se mueve entre el hoy y el mañana,
entre lo real y lo ideal, un itinerario en términos de progreso «hacia adelante». En
definitiva, la educación implica una visión idealizada del ser humano y su papel en la
sociedad (Ballano, 2012). Y entendemos la socialización como un devenir mediante
el cual interiorizamos maneras de pensar, sentir y actuar propias del medio
sociocultural al cual pertenecemos. Acaso también se nos ha olvidado que solo con
la educación podemos aprender a captar unos valores, unas creencias y unas normas
de comportamiento. La educación tiene la exclusiva de hacer que el individuo pueda
llegar a tener pleno derecho y pueda con éxito identificarse, mimetizarse —o todo
lo contrario— con un modelo contextual que lo habilita, del que se nutre, del que se
consagra, del que critica.
2. La comunidad sofisticada
Pese a las dudas, somos animales sociales sujetos a una situación de «libertad
condicionada» por nuestra trayectoria y por nuestra posición social. Somos
teóricamente libres, pero nuestros jóvenes son a la práctica más que esclavos —«yo
y mis circunstancias», sostenía Ortega y Gasset. Quizá demasiadas cosas en esta
vida se tornan imperativos: circunstancias y elementos decisivos para explicar
nuestro presente y nuestro futuro y, a la postre, el de los demás. Jean-Paul Sartre lo
presentó de manera magistral con su «soy lo que hago a partir de lo que los demás
han hecho de mí».
La cultura se consigue a base de un esfuerzo diario y constante. Se puede afirmar
que cada persona ha nacido en una determinada comunidad dentro de la que se
socializa. La infancia tiene una importancia crucial en este proceso: se trata este de
un proceso de aprendizaje crucial en la vida de las personas mediante el cual se
interiorizan las maneras de pensar, de sentir y de actuar propias del medio
sociocultural al cual pertenece. Dicha interiorización es el resultado del proceso de
socialización (Berger y Luckmann, 1966). El individuo asimila los modelos culturales de
su entorno y los percibe como propios. Pese a que la socialización es de particular
relevancia en los primeros años, se prolonga en el transcurso de toda la vida (al
menos mientras el cerebro humano siga en condiciones de seguir aprendiendo). Sin
embargo, adaptarnos al entorno no quiere decir necesariamente someternos a él
como si fuéramos meros seres pasivos: la socialización procura pautas y maneras de
actuar, pensar y sentir que permiten a su vez construir conocimientos críticos y
posibilidades de cambio, recambio e innovación.
El aprendizaje del lenguaje y la posibilidad de comunicarse tienen una importancia
crucial dentro de este proceso. El ser humano se diferencia del resto de los seres
vivos por su capacidad de comunicarse por medio de un lenguaje simbólico muy
sofisticado. La comunicación, así la educación, debe tratarse como un proceso ad
infinitum, durante toda la vida, precisamente porque hablamos de identidad,
circunstancia estrechamente ligada a la cultura. La cultura provee del marco de
referencia necesario para responder a las dos preguntas quizá más difíciles del ser
humano, a saber: «¿quién soy?», y «¿de dónde vengo?». En las sociedades más
avanzadas tecnológicamente los medios de comunicación suelen ser apreciados por
su responsabilidad educativa.
3. La educación mediática
Si bien la familia representa todavía un factor clave para la educación de los hijos,
poco a poco la escuela ha adquirido una mayor responsabilidad educativa, y en
algunas tareas ha suplantado casi completamente a la institución familiar, algo así
como la «abdicación» de las familias. Sin embargo, y paralelamente, los medios de
comunicación configuran un nuevo estadio de transmisión de valores e ideas,
también de nuevas liturgias y deberes educativos, en detrimento de aquellas
instituciones escolares muchas de las cuales están quedando obsoletas como meros
remolques de unas enseñanzas ancladas en el pasado. En las sociedades avanzadas,
las instituciones mediáticas están asumiendo un protagonismo social creciente. Los
media son los llamados «agentes impersonales de socialización» como motores de un
proceso vinculado al uso y la interpretación que los ciudadanos atribuyen a los
contenidos que aparecen en la pantalla del saber, el conocer y el comunicar. Esa es
una buena definición de la cultura colaborativa de Jenkins (2008) o la cultura popular de
Buckingham (2008). En la medida que se han diversificado y ampliado las nuevas
tecnologías, la responsabilidad educativa —no explícita pero sí tácita— se
acrecienta. Desde la teoría del cultivo, por ejemplo, se considera la televisión como
agente educativo o socializador (Gerbner y otros, 1996), y es que los medios de
comunicación crean un marco social mediante el cual se nos presenta la
oportunidad no solo de interpretar nuestro entorno, sino de penetrarlo. La
televisión primero, internet después, cultiva actitudes y valores que se expanden
socialmente. De alguna manera los mensajes despiertan un gran interés y generan
resonancias y convergencias, sobre todo cuando coinciden con las expectativas de
amplios sectores de la audiencia.
La cultura digital tiene un efecto ambivalente para los más jóvenes: les ofrecen
una amplia gama de experiencias culturales compartidas y ejercen una gran
influencia no solo sensorial sino intelectual mediante sus modelos de persuasión.
Por primera vez los alumnos parecen saber más que sus profesores, por lo menos
en los aspectos manipulativos y de prestaciones, y a la postre parecen estar cargados
con muchas más expectativas que sus mayores. En otras palabras: por vez primera
las nuevas generaciones tienen con qué fantasear su curiosidad, su inventiva, la
instrumentalización del futuro que se les avecina. Por tanto, la escuela no es un
alumbramiento pedagógico, o como mínimo no es el primero. Sí, el espectáculo
está afuera. El yo introspectivo de la cultura letrada ha mutado en el yo
espectacularizado de la cultura transmedia: el aprendiz sabe tanto o más que el maestro
en una experiencia extraescolar, una especie casi de desencuentro generacional.
4. Una brecha cultural
Friedman (1992) llama empowerment o empoderamiento al proceso social mediante
el cual los individuos o grupos sociales recuperan e incrementan su capacidad de
decisión —y de liderazgo— en relación con su propio desarrollo y devenir. Se trata
de un continuum multidimensional en el que intervienen aspectos sociales,
psicológicos, económicos y culturales que favorecen que individuos y grupos
sociales puedan recuperar su capacidad resolutiva y su dominio existencial. La
filosofía del empoderamiento le debe su origen al enfoque de la educación popular
de la liberación desarrollada por el pedagogo brasileño Paulo Freire (1968) hace más
de 50 años. Aunque sea aplicable a cualquier colectivo oprimido o marginado, su
desarrollo teórico en las últimas décadas ha llegado a abastecer todo tipo de análisis.
«Empoderamiento» significa toma de conciencia y de poder para la promoción de
cambios en la situación personal y social (mayor autoestima, autonomía, acceso a
los recursos y participación sociopolítica). Posteriormente dicho concepto se amplió
a otros colectivos. Mientras que una perspectiva lo entiende como un proceso
progresivo de participación sin cuestionar las estructuras existentes, otra tiende a
utilizarlo como estrategia para incrementar el poder del propio colectivo, con un
mayor uso y control de los recursos materiales y simbólicos, y más capacidad de
influencia en las decisiones políticas. A fin de cuentas, Freire siempre argumentaba
que de lo que se trata es de dotarnos de la capacidad de una auténtica
transformación social, liberadora, crítica, democrática.
Internet y las nuevas tecnologías han revolucionado no solo la escuela y los
hogares, sino también a profesores, padres y madres pero a su vez —y aquí lo más
importante— al mismo binomio clásico enseñanza-aprendizaje. Por primera vez los
jóvenes saben más que los adultos en relación con el uso de una innovación clave
dentro de la sociedad informacional. La pluralidad, la velocidad y las habilidades
nunca fueron tan poderosas. El mundo ha cambiado a trompicones mediante una
oleada de innovaciones tecnológicas sucesivas: escritura primero, imprenta después
y, tras el paréntesis de Gutenberg (Piscitelli, 2011), las pantallas ahora. Es verdad
que los media contribuyen irremediablemente a hacer que la población juvenil actual,
los llamados millennials, se cerciore de que hay algo más allá de lo aprendido y lo
heredado; pero en cierta forma lo que ocurre es que educación y cultura, en el
sentido convencional, se están separando peligrosamente.
Seguramente a muchos se nos ha olvidado enseñar valores como la suspicacia, el
arrepentimiento, la inquietud o el perdón. O acaso cultivar las habilidades del
futuro, aquellas que se adaptan a los nuevos tiempos: gestión de contenidos, gestión
de la incertidumbre o gestión de los límites. Hoy en día, quien más pregunta más
respuestas obtiene. Sea como fuere, el contexto clásico ya no funciona, ni en el
ámbito escolar ni en el ámbito familiar. Siguiendo a Tapscott (1998) y a Simone
(2001), vivimos en una brecha sin precedentes: por primera vez no hay una
continuidad entre los valores manifestados en los medios de comunicación y los
valores profesados por el sistema educativo o los que conviven en casa. Quizá
internet no sea una institución educativa, pero permite compartir identidades y
experiencias ciudadanas, con lo cual su responsabilidad social, educativa y cultural
es igualmente incontestable.
Recomienda Tonucci que debemos aprender a hacer las cosas difíciles porque son
las que merecen la pena, «las que dan satisfacción», porque la belleza se alimenta de
fallos. Es obvio que la escuela tiene poderes insospechados, como el de seguir
jugando un papel fundamental en la educación de las generaciones del futuro. Nadie
le puede arrebatar su espacio conversacional, ese lugar donde se dan y se toman las
más importantes e íntimas microtransferencias; sin embargo un nuevo educando
requiere un nuevo educador. Si la educación se rompe, la cultura queda huérfana.
Ver todo esto como una regresión o como una oportunidad depende de cada cual.
Bibliografía
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Simone, R. (2001). La tercera fase. Formas de saber que estamos perdiendo. Madrid: Taurus.
Tapscott, D. (1998). Creciendo en un entorno digital. La Generación Internet. Nueva York: McGraw-Hill.
1. No es nuestra intención ni nuestro deseo generalizar con los jóvenes millennials ni con los adultos
inmigrantes digitales. No podemos meter a toda una generación en el mismo saco, por lo cual es
importante destacar la diversidad de particularidades y disposiciones en las que viven nuestros jóvenes
y no tan jóvenes, algunos por cierto sin apenas crisis de confianza.
Capítulo V
Cultura y religión
Miquel Calsina. Universidad Ramon Llull
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
1. Cultura y religión
En todas las épocas de la historia, y la nuestra no es una excepción, la religión ha
tenido una notable incidencia cultural. El ser humano busca respuestas ante el
misterio de la vida y de la muerte, pero también busca poder vivir una
compenetración y unidad consigo mismo, con los demás y con el entorno. Esta
también es una de las razones que le ha llevado a intentar trascender la
fragmentación con la que se ve volcado a vivir por la naturaleza misma de la
existencia humana y su fragilidad.
Sin embargo, pese a que la religiosidad está presente en todas partes y responde a
una necesidad humana muy profunda, sus manifestaciones, sus formas de
desarrollo y sus procesos de institucionalización a lo largo de la historia de las
sociedades han sido extraordinariamente ricas y variadas. Es decir: las grandes
tradiciones religiosas son también construcciones sociales que se han desarrollado y
han evolucionado —institucionalmente, doctrinariamente, etc.— en un contexto
temporal y cultural determinado. Como señala Peter Berger, se trata de
construcciones humanas sujetas en cierta manera a los vaivenes de la historia y que,
incluso, pueden tener fecha de caducidad. Para decirlo de otra forma, si la religión o
el sentimiento religioso son perennes, las religiones son hijas de un tiempo y no
pueden obviar la necesidad de inculturaciones diversas y transformaciones
importantes a lo largo del tiempo (Griera; Clot, 2013, págs. 71-72).
Por otro lado, el ser humano necesita crecer y completar su existencia dentro de
un entorno social y cultural. El hecho de formar parte de un mundo cultural
determinado es lo que puede dar orientación y sentido de pertenencia a nuestra
existencia. Clifford Geertz (1973) considera la cultura como aquella red de
significados de la que el ser humano se ve rodeado y que lo constituye como un
animal simbólico. Los seres humanos necesitamos hacernos una imagen o una noción
coherente del mundo social y cósmico del cual formamos parte. Necesitamos crear
una especie de mapa significativo que permita situarnos y comprendernos mejor a
nosotros mismos. Y a la vez necesitamos profundizar en la dimensión trascendente
de la existencia y en los misterios que la ciencia moderna no puede o aún no ha
podido desvelar y aclarar. Esta búsqueda permanente de sentido es lo que conecta
la noción de cultura con la noción de religión que, para nosotros, forman parte del
mismo campo semántico. La religión, en un sentido amplio, tiene una relación
directa con la experiencia cultural porque toda cultura, toda civilización, dispone
también de una narrativa —de una logomítica, como la llama Lluís Duch— referente
a las realidades últimas, a la interioridad, al trascendente o a las grandes cuestiones
sobre el sentido de la existencia, de la vida y de la muerte con tal de vivir en un
mundo más o menos inteligible y en el que tenga sentido la existencia. La religión,
por lo tanto, forma parte de la cultura entendida
«como un marco de referencia complejo hecho de modelos de tradiciones, creencias, normas, valores,
símbolos y significados compartidos en grados distintos por los miembros que conviven en una misma
comunidad».
Busquet (2006, pág. 34)
En esta línea, autores como Émile Durkheim, Claude Lévi-Strauss, Donald
Brown y otros hacen un uso de las nociones universal cultural, universal antropológico o
universal humano, para definir aquellos patrones o modelos de conducta existentes de
una manera u otra en todas las culturas humanas. De manera conjunta, los
universales culturales conforman lo que conocemos como condición humana. La
religión es uno de estos universales culturales porque es un fenómeno presente —con
diferentes grados de desarrollo institucional y con una gran diversidad de
manifestaciones y concepciones teológicas— por todo el mundo y en todas las
sociedades humanas a lo largo de la historia.
Si nos atenemos a una concepción amplia de cultura, entendiéndola como el
conjunto de todo aquello que comparten los seres humanos en una sociedad
determinada, la religión es uno de los principales elementos que proporcionan
creencias y pautas de conducta individuales y colectivas o, incluso, valores morales
que configuran un determinado mundo dado por sentado.
Pero se debe evitar circunscribir el fenómeno religioso exclusivamente en sus
espacios tradicionales, o de confundir la religión exclusivamente con las expresiones
formales más institucionalizadas. Algunos autores mantienen que incluso en el
mundo de la racionalidad técnica —el mundo desencantado Entzauberung (der Welt),
en palabras de Max Weber— la religiosidad se expresa y se manifiesta en la misma
tecnología, que ya no es vista solo como un instrumento que en algunos casos nos
puede facilitar la vida, sino que se ha convertido en el marco mental que muchas
veces determina nuestra visión del bien y del mal, que modifica nuestra percepción
y valoración de la realidad, o que marca nuestros deseos. Algunos autores afirman
también que en esta época hipertecnológica, casi sin darnos cuenta, estamos
favoreciendo la fabricación de un nuevo dios y de una nueva religiosidad —de un
nuevo teísmo tecnológico— en el sentido de que atribuimos a la tecnología
atributos propios de la divinidad: nos tiene que salvar de todos los problemas y de
todas las carencias; a menudo también se equipara la felicidad a poder utilizar y
disponer de determinadas ventajas tecnológicas de manera ilimitada (y al revés: la
máxima insatisfacción se produce cuando no podemos acceder a ella) (Pigem,
2016). Incluso la tecnología garantizaría nuestra continuidad después de la muerte
mediante la nube informática. O la posibilidad (el milagro, podríamos llamarlo) de
superar los límites de nuestra especie por medio de la ingeniería genética y la
nanotecnología: lo que se ha llamado el transhumanismo o el poshumanismo.
2. Religión, religiosidad y espiritualidad
Existe en ocasiones una cierta confusión en el uso de los términos religión,
religiosidad o espiritualidad.
Generalmente entendemos por religión el conjunto de creencias relacionadas con
aquello trascendente (las realidad últimas, el sentido último de la vida, Dios, etc.), con
un grado más o menos desarrollado de organización e institucionalización —lo que
se ha dado en llamar de una forma genérica ekklesia (congregación, asamblea,
reunión de creyentes). Religiosidad o espiritualidad, en cambio, se refieren más bien
a una experiencia personal o colectiva, con explicitaciones y concreciones diversas,
que va más allá de unas creencias, de una doctrina o de su grado de
institucionalización. Por otro lado, algunas definiciones —sobre todo las
provenientes de la teoría sociológica funcionalista y de la teoría crítica— se han
centrado en designar el papel que desarrollan las religiones en el mantenimiento y
legitimación de un determinado sistema social o en la proporción de un marco de
referencia y de orientación en el quehacer de los individuos a lo largo de sus
principales etapas vitales. Otro tipo de definiciones, en cambio, se han centrado en
designar los contenidos, las diferencias o particularidades teológicas, sus
manifestaciones y rituales, etc.
Émile Durkheim, en su obra pionera de sociología de la religión, Les Formes
élémentaires de la vie religieuse (1912), define la religión como un sistema unificado de
creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas; creencias y prácticas que unen en
una sola comunidad moral llamada iglesia —en un sentido genérico de comunión,
reunión, comunidad—, a todos aquellos que se adhieren a ella (Flaquer, 2011). La
religión, por lo tanto, es algo eminentemente colectivo que lleva indefectiblemente a
desarrollar algún proceso de institucionalización, cosa que nos permite una primera
distinción entre religión y espiritualidad. Si entendemos la religión como la
canalización institucional del trabajo y la experiencia colectiva de esta dimensión a la
que nos hemos referido, aquello espiritual hace referencia al cultivo de la persona y
a su deseo más profundo de relación con lo que lo lleva a trascender. Es por esta
razón que hoy en día algunas personas se definen a sí mismas como espirituales sin
religión. O que en otras etapas históricas la expresión religiosa se haya fomentado
sobre todo en el ritualismo y el cumplimiento de unos determinados preceptos y
roles sociales, prescindiendo de la dimensión espiritual y de la configuración
interior. En términos sociológicos, por lo tanto, se constata una relación ambigua
entre la experiencia religiosa y las instituciones religiosas. Por un lado, la experiencia
religiosa se convertiría en un fenómeno efímero si no se preservara mediante una
institución; la institucionalización de la religión es lo único que permite que perdure
y que se transmita de generación en generación (Berger, 1994). Por otro lado, se
podría decir que en ocasiones una de las consecuencias de las instituciones
religiosas ha sido dejar en segundo plano la experiencia espiritual que les sirve de
base.
3. La religión y lo sagrado
El sociólogo contemporáneo de la religión, Peter Berger, la define como «la
empresa humana por medio de la cual un cosmos sagrado queda establecido»
(Berger, 1967, pág. 46). «Para Berger, la religión es fruto de un proceso de
construcción social que crea y dota de cualidades sagradas a un cosmos» (Griera,
Clot, 2013, pág. 75).
Basándose en la obra de Rudolf Otto o Mircea Eliade, Berger considera que una
de las aportaciones más significativas de la religión a las relaciones sociales es el
establecimiento de una división entre lo sagrado y lo profano. Eliade afirma que
«el hombre religioso está sediento de ser, y es en el espacio sagrado donde se encuentra en el corazón de lo
real, en el centro del mundo, bien cerca de la apertura que le permite la comunicación con los dioses».
Otto, por su lado, en una expresión célebre de su obra La idea de lo sagrado (1917),
lo define como aquello numinoso, es decir, como aquella experiencia no racional y no
sensorial cuyo objeto primario se sitúa, sin embargo, fuera del individuo. Lo
sagrado o numinoso, en definitiva (del latín numen, ‘presencia divina’), es la
experiencia de lo que el autor alemán llama mysterium tremendum et fascinants, un poder
o una voluntad misteriosa e imponente que genera fascinación y temor a la vez y
que las sociedades humanas han atribuido a espacios, seres y objetos. Incluso hoy
en día algunos edificios emblemáticos de la arquitectura contemporánea —como la
Torre Eiffel o la Sagrada Familia— se han convertido en centros neurálgicos,
cargados de simbolismo. La calidad de sagrado también se ha atribuido al tiempo:
hablamos, por ejemplo, de festividades o días señalados en el calendario.
Lo sagrado, en definitiva, es vivido como algo extraordinario en el sentido literal
de la palabra, como una experiencia que se sitúa fuera de nuestra existencia
ordinaria y se circunscribe en un ámbito finito de significación (Schütz, 1964, págs.
230-231). La experiencia de lo sagrado nos permite situarnos fuera de la realidad de
la vida cotidiana y entrar dentro de un nuevo ámbito de significación, como son los
sueños, el mundo del arte (la literatura, la música, el cine, etc.) y, por descontado, el
mundo de las experiencias religiosas (Berger, 1997; Griera y Clot, 2013, pág. 76).
Esto puede convertir a la religión en un potente elemento desafiador ante lo
establecido, y en motor de crítica y de importantes transformaciones sociales,
políticas y económicas, tal como ha ocurrido en diversas ocasiones a lo largo de la
historia, como fue por ejemplo el luteranismo y la ruptura protestante en el seno de
la Iglesia católica a partir de 1517 (Weber, 2012). De tal manera que la religión, a
diferencia de lo que mantiene una aproximación marxista que, como ya hemos
comentado, la considera un elemento ideológico legitimador de una determinada
estructura de dominación política y económica en una sociedad, en ciertas
circunstancias puede tener también un poder social transformador de primera
magnitud. Pensemos igualmente en el papel que tuvo la teología de la liberación de
América Latina de los años setenta y ochenta del siglo XX. Por otro lado, buena
parte de los personajes revolucionarios, místicos y reformadores sociales han sido,
simultáneamente, personas carismáticas envueltas en una aureola de cierta
sacralidad.
Pero las religiones —como igualmente hemos comentado— tienden también a
desarrollar formas de rutinización y de domesticación de estas experiencias de lo
sagrado, como también a la codificación y al establecimiento de un canon —el libro
o los libros sagrados—, con lo cual se convierten en elementos de referencia y de
orientación en momentos fuertes de la vida de los individuos y de los colectivos.
Por otro lado, con la repetición y la memoria continuada —anamnesis— de la
experiencia religiosa inicial, por ejemplo —aquella en la que se sustenta de una
manera primigenia el origen de la religión—, su eventual carácter subversivo inicial
queda establecido como un elemento más de la legitimación de la institución y de su
función en el sistema social.
Podemos decir en definitiva que, por un lado, las religiones se caracterizan por la
construcción de un universo de lo sagrado que mediatiza las relaciones con la
trascendencia, con aquello que se sitúa fuera o más allá de la experiencia ordinaria
de los individuos y de los colectivos. Al mismo tiempo, podemos añadir que las
religiones cumplen diversas funciones: evitan o atenúan la situación de anomia o
desamparo que deriva de situaciones traumáticas o de la ausencia de unas guías o
valores sólidos a partir de los cuales orientar la existencia, dotar de sentido al
mundo, legitimar el orden social existente y dominar la contingencia o las
situaciones marginales y excepcionales (no está de más que en este sentido, por
ejemplo, después de los atentados del 11S en los Estados Unidos, la asistencia a las
celebraciones religiosas de las diferentes iglesias y confesiones presentes en el país
experimentara un crecimiento considerable).
En segundo lugar, la religión y la religiosidad son fenómenos universales y siguen
siendo un componente esencial de la vida cultural contemporánea. Pese a que
durante décadas se ha diagnosticado un proceso de secularización y la crisis de la
dimensión pública de las creencias religiosas, especialmente en las sociedades
avanzadas, hoy se constata de nuevo que la religión o determinadas formas de
religiosidad mantienen una extraordinaria vigencia en la sociedad contemporánea.
El propio Jürgen Habermas nos habla ya de posecularización y otros, más
metafóricamente quizá, hablan de un «retorno de Dios», especialmente en la esfera
pública. Si bien es cierto que algunas de las religiones históricas han perdido
importancia en contextos como el europeo, con la emergencia de nuevas formas de
religiosidad como el fenómeno new age las expresiones religiosas tradicionales no
solo no han desaparecido, sino que se encuentran en un proceso de expansión en
buena parte de los países de todo el mundo.
Bibliografía
Berger, P. L. (1967). The sacred canopy: elements of a sociological theory of religion. Nueva York: Anchor Books.
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Parte III
Globalización, interculturalidad y culturas juveniles
Capítulo VI
La globalización cultural. Retos tecnológicos y nuevas
formas de identidad
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Jordi Baltà. Universidad Ramon Llull
1. El origen de la globalización
Para comprender la sociedad y la cultura contemporánea nos tenemos que situar
en un «nuevo orden mundial». El término globalización nació en la última década del
siglo XX. No es casual, sin embargo, que se haya puesto en circulación dicho
término. La globalización es el resultado de un largo proceso histórico que va ligado
al mismo proceso de modernización. Estamos ante un proceso irreversible que
abarca la mayor parte de las regiones del planeta y que tiene profundas
implicaciones para una buena parte de la población mundial. Como ya
argumentaron Marx y Engels en El manifiesto comunista, el capitalismo del siglo XIX
impulsó extraordinariamente el proceso histórico que hoy llamamos globalización.
«Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción
y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base
nacional. Las antiguas industrias nacionales han sido destruidas y están destruyéndose continuamente. Son
suplantadas por nuevas industrias, cuya introducción se convierte en cuestión vital para todas las naciones
civilizadas, por industrias que ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las
más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no solo se consumen en el propio país, sino en todas las
partes del globo. En lugar del antiguo aislamiento y la amargura de las regiones y naciones, se establece un
intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones».
Marx y Engels (1848)
La globalización, pues, no es una novedad. Lo que es nuevo es la conciencia de su
trascendencia histórica, la encuñación y la popularización del término. No es fácil
poner una fecha al nacimiento de la idea de globalización. La caída del muro de
Berlín el año 1989 y el nacimiento de la red de Internet son dos hitos cruciales en
este proceso. Un hecho muy significativo fue, también, la creación de la
Organización Mundial del Comercio (OMC) el 1 de enero de 1995, organismo que
dio un nuevo impulso a la liberalización del comercio mundial, y favoreció a las
políticas de desregulación, privatización y liberalización económica que se han
producido a escala internacional (políticas que, en buena parte, están en la base de la
crisis económica que se desató a partir del 2007). El nuevo centro neurálgico de las
relaciones internacionales se desplaza gradualmente al Pacífico y se generan nuevos
polos de poder.1 Las potencias occidentales pierden influencia. De hecho, algunos
comportamientos electorales de los últimos años, con decisiones que buscan un
retorno a identidades y narrativas tradicionales (como la victoria de Trump o el
resultado del referéndum sobre el Brexit en el Reino Unido), se podrían interpretar
en parte como un producto de los miedos que genera la globalización en una parte
del electorado.
Las ciencias sociales históricamente han centrado sus estudios en el Estado
nación. La sociedad se confunde a menudo con los límites del estado nacional. Sin
embargo, el mapa conceptual heredado del Estado nación ya no sirve para describir
la complejidad de los procesos sociales y culturales del siglo XXI. No podemos
continuar pensando únicamente en categorías de Estado nación, como si los
problemas del mundo fuesen, solamente, problemas nacionales o problemas entre
los estados.
Llamamos globalización (o mundialización) a la emergencia de un único sistema
mundial que acaba con la existencia de diversas sociedades. Una premisa
fundamental, pues, del estudio de la globalización es considerar que el mundo
constituye un único orden social. La globalización es una serie compleja de
procesos que se producen simultáneamente en el ámbito económico, político,
tecnológico, cultural y ecológico (Giddens, 2000). La globalización no es una
ideología, es un proceso objetivo que contribuye a estructurar las sociedades
contemporáneas (Castells, 2005). Un aspecto que ha contribuido decisivamente a la
globalización es la expansión de las tecnologías de la información y la comunicación
(TIC). La globalización se ve favorecida por los poderosos cambios que han
ocurrido, sobre todo al final de los años setenta, en los sistemas de comunicación.
Las TIC han hecho posible un reordenamiento de la distancia en el tiempo y el
espacio a escala planetaria. Esto ocurre hasta tal punto que el propio término red se
ha convertido en una palabra clave para comprender la sociedad del siglo XXI. En
L’era de la informació, Manuel Castells (2003) nos habla, precisamente, de una
«sociedad red» en expansión que alcanza unas dimensiones planetarias.
La globalización no es una realidad distante, abstracta y extraña. Se trata de una
realidad bien presente y que genera efectos (positivos y negativos) en muchos
ámbitos de la vida y especialmente en la vida cultural. La globalización ha supuesto
la aceleración de las relaciones sociales en todo el planeta y una intensificación de
los intercambios. A la vez, se modifican las formas y estilos de vida. En este nuevo
orden mundial, aparecen una serie de riesgos inéditos que se añaden a otros riesgos
ancestrales en la historia de la humanidad (Beck, 2008). Nuestra vida está influida
—cada vez más— por fenómenos producidos en contextos sociales lejanos. Es
posible que algunas acciones originadas en nuestro entorno inmediato también
tengan repercusiones mucho más allá de nuestras fronteras. Lo que es distante
también es próximo, por mucho que pueda parecer paradójico.
«La globalización denota la expansión y la profundización de las relaciones sociales y las instituciones a través
del espacio y el tiempo, de forma tal que, por un lado, las actividades cotidianas resultan cada vez más
influidas por los hechos y acontecimientos que tienen lugar del otro lado del globo y, por el otro, las prácticas
y decisiones de los grupos y comunidades locales pueden tener importantes repercusiones globales. En
consecuencia, la globalización puede ser considerada ‘acción a distancia’.»
Held (1997, pág. 42)
Las tecnologías de la relación, información y comunicación favorecen la
transmisión de contenidos a escala planetaria y la intensificación de las relaciones
personales y sociales a nivel mundial. La revolución en los sistemas de
comunicación se vuelve un aspecto primordial para interpretar la sociedad
contemporánea (de Moragas, 2011). La revolución digital contribuye a transformar
las formas de identificación personal y colectiva. Lejos de las identidades vinculadas
a un territorio y a un lugar de origen, la nueva «diversidad transcultural» (Robins,
2006) nace de la superposición de influencias: algunas se basan en el lugar donde se
ha nacido o donde se vive, pero otras pueden tener relación con los propios
referentes de la cultura mediática y las redes sociales.
2. La revolución en el sistema de transportes y telecomunicaciones
Las redes de transportes y las telecomunicaciones han tenido y tienen un papel
muy importante en el proceso de globalización (Mattelart, 1998) y configuran las
formas de organización del planeta. Por ejemplo, la invención y el desarrollo del
tren, del automóvil y de la aviación hicieron posible que el mundo entero estuviera
intercomunicado y a nuestro alcance para una comunicación relativamente fácil y
rentable. La distancia progresivamente ha dejado de ser un problema insuperable.
Esta revolución del transporte es el primer factor que posibilita la mundialización.
Las nuevas tecnologías, y especialmente Internet, permiten la desaparición de las
distancias y el acercamiento entre los hechos locales y los globales. La existencia de
una red hace posible la emergencia de una cultura virtual global y contribuye
decisivamente a romper las barreras que históricamente han cerrado a las culturas
en espacios limitados, cosa que facilita el intercambio, la hibridación o, incluso, la
colonización cultural.
La red no solo se convierte en una nueva forma de organizar las
telecomunicaciones, las relaciones económicas y empresariales. Se convierte en un
nuevo paradigma que condiciona nuestra mirada sobre el mundo. El hecho de tener
en cuenta la importancia social que han conseguido las tecnologías de la
comunicación nos obliga, más que nunca, a considerar el contexto y la situación
internacional donde actualmente se insertan los procesos culturales, y a asumir los
retos que representa la introducción de las nuevas tecnologías.
3. La globalización económica, política y cultural
3.1. La globalización económica
Una dimensión primordial del proceso de globalización es su faceta económica.
Al hablar de un nuevo orden mundial, hay que adoptar una visión sistémica. El
colapso de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría hicieron que las relaciones
internacionales dejaran de estar presididas por el conflicto entre dos grandes
superpotencias en un mundo bipolar y han dado lugar a una hegemonía imperfecta
y unilateral de los Estados Unidos de América en un único mundo globalizado. El
fracaso de las economías planificadas y dirigidas por el estado ha convertido el
mercado en un mecanismo económico común en todas las regiones del planeta.
Si adoptamos una perspectiva histórica, vemos que los mercados han ido
ampliando sus dimensiones. El mercado se ha convertido en un elemento central en
un mundo dominado por la globalización y los procesos de liberalización a escala
internacional. Las reglas que regulan el mercado, la oferta y la demanda, son las que,
en principio, rigen el sistema económico internacional. Los grandes centros
comerciales se convierten en la metáfora de este proceso, ya que en las «catedrales
del consumo» podemos encontrar productos originarios de todo el mundo.
La MacDonalización de la sociedad es una expresión que utiliza el sociólogo
norteamericano George Ritzer. Ritzer (1993) considera que las compañías de
comida rápida han devenido el paradigma y el nuevo modelo organizativo de la
sociedad contemporánea en todos los países. Los principios que se mueven en esta
cadena se están extendiendo al resto de esferas de la vida social. En este sentido, se
podría considerar que la cultura, o al menos algunos aspectos que la conforman,
también se están MacDonalizando.
Al tratar la globalización, es muy importante la dimensión económica. No
podemos ignorar, sin embargo, la importancia de otros factores de carácter político
y cultural que también inciden en el proceso de globalización. Es por este motivo
que Ulrich Beck (1998) nos alerta del peligro de caer en el globalismo. El autor
distingue entre la globalización, que es un proceso histórico multidimensional (casi
inevitable), y el globalismo, que implica una concepción economicista y determinista
de la sociedad mundial.
El ámbito de la cultura también vive transformaciones significativas derivadas de
la globalización económica. Por un lado, la liberalización del comercio internacional
de bienes y servicios que proponen primero el GATT y después el OMC amenaza
desde los años noventa con extenderse también al ámbito de los productos
culturales. Ante esto, diversos gobiernos, comenzando por Francia y la mayor parte
de los estados de la UE, así como Canadá y diversos países de América Latina y
otras regiones, han defendido la noción de «excepción cultural», que remarca que
los bienes y servicios culturales no pueden ser objeto de libre cambio como los
otros productos. Desde finales de siglo, el discurso de la excepción cultural,
percibida como ligeramente negativa, abre paso a la noción de «diversidad de las
expresiones culturales», con connotaciones más positivas. De aquí surgirá la
Convención de la UNESCO sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad
de las Expresiones Culturales (2005), que aporta legitimidad y la adopción de
políticas culturales públicas que favorecen el acceso a productos culturales diversos
y que afirma la «naturaleza doble» de los bienes y servicios culturales, que son a la
vez productos con valor económico y vehículos de símbolos y narrativas que los
hacen diferentes al resto de bienes y servicios.
El otro ámbito significativo en el que la globalización económica afecta a la
cultura es el reconocimiento creciente por parte de diversas organizaciones
internacionales del hecho de que el sector cultural, o la llamada «economía creativa»,
es un ámbito significativo para el desarrollo económico.2
3.2. La globalización política
La globalización comporta un cambio importante en las coordenadas (espaciales y
temporales) de las sociedades humanas y de los procesos culturales. Comporta,
también, un cambio en las dimensiones de la sociedad, que va más allá de los límites
convencionales de los estados. Esto comporta el debilitamiento de los estados
tradicionales y una pérdida de influencia de la política entendida de manera
convencional. La mundialización pone a prueba los ámbitos tradicionales desde los
que se piensa y se realiza la política.
Como señala Josep Maria Carbonell, la globalización ha hecho saltar las fronteras
tradicionales de los estados y ha cuestionado alguna de sus funciones fundamentales
en el pasado.
«Al mismo tiempo, han aparecido nuevos actores en la escena política: los poderes locales, las ONG, los
grupos de interés económico cada vez más organizados y, con más capacidad de incidencia, los gobiernos de
carácter regional y continental –me refiero a las organizaciones como la Unión Europea, así como las
organizaciones asiáticas, africanas y americanas de cooperación–, que cada vez tienen un papel más activo y
decisivo»
Carbonell (2008, pág. 41)
La globalización comporta, pues, un reto o un desafío en toda regla. La
globalización de los problemas no significa, sin embargo, que ahora todas las
sociedades sean iguales, sino que tienen problemas relativamente comunes que solo
se pueden abordar conjuntamente en el marco de estos nuevos organismos
internacionales.
El Estado nación tradicional está en crisis y ha cedido parte de su poder. La
globalización hace que las dimensiones de la sociedad vayan más allá de los límites
convencionales de los estados que han cedido parte de su soberanía. Los estados
nacionales han sido concebidos como unidades políticas, económicas y culturales
cerradas, y de carácter más o menos homogéneo, asimismo ceden soberanía a
instituciones políticas supranacionales, como, por ejemplo, la Unión Europea, que
en los últimos tiempos sufre una profunda crisis existencial por la resistencia de los
estados a ceder parte de su soberanía.3
Como señala Daniel Bell: el Estado nación es demasiado pequeño para atender
los grandes problemas del mundo actual y demasiado grande para hacer frente a los
pequeños problemas de la vida cotidiana de los ciudadanos.
En este marco de transformación de las estructuras políticas, en el ámbito de la
cultura también se articulan algunas redes de ámbito internacional o global que
agrupan, según el caso, instituciones públicas, entidades de la sociedad civil o
profesionales, alrededor de temas de interés común. Sería el caso de la Federación
Internacional de Consejos de las Artes y Agencias Culturales (IFACCA), la
Federación Internacional de Coaliciones para la Diversidad Cultural, o las diversas
entidades que convergen en la campaña internacional #culture2015goal («El futuro
que queremos incluye la cultura») para pedir que la Agenda 2030 de Desarrollo
Sostenible de las Naciones Unidas incorpore los aspectos culturales.4
Las implicaciones económicas, políticas y culturales de la globalización, que son
desiguales y contradictorias, han suscitado un amplio debate social y la aparición de
un movimiento alternativo al capitalismo global.
3.3. La globalización cultural
La globalización ha hecho posible la irrupción de una cultura popular mediática
que ha extendido su influencia a escala internacional. Nos referimos a la influencia
de la industria del cine y de la nueva cultura audiovisual que ha penetrado en
muchos países y continentes.
A menudo se considera que la globalización va asociada a un proyecto de
imperialismo cultural. No es cierto, sin embargo, que la globalización comporte
necesariamente un proceso de uniformidad social y cultural, ni la destrucción de las
culturas de carácter local. En algunos casos coincide precisamente con un revival de
las culturas regionales. Peter L. Berger (2002) reconoce la existencia de una cultura
global emergente con un fuerte componente norteamericano, pero al mismo tiempo
constata la vitalidad de algunas culturas de carácter local que modifican y adaptan
sustancialmente el modelo global a sus particularidades.
Sería un error presentar la globalización cultural como una nueva forma de cultura
con unos rasgos característicos. La globalización no comporta la existencia de un
nuevo público mundial uniforme, ni tampoco unos contenidos culturales
específicos de cariz universal. Más bien supone un cambio importante en las
coordenadas de los procesos culturales, cambio que comporta una intensificación
de las relaciones y los intercambios, y que favorece la hibridación cultural.
Néstor García Canclini (1999) constata que el proceso de globalización es vivido
—y es imaginado— de maneras muy diversas en diferentes regiones del planeta.
Como señala el informe de la Unesco World Culture Report (1998), no se pueden
continuar examinando las culturas como si fueran las islas de un archipiélago. La
Unesco constata la pervivencia de formas de identidad tradicional en pleno proceso
de globalización y apuesta por el reconocimiento de la diversidad de las realidades
culturales que hay en un mundo profundamente interconectado.
El término glocalización fue propuesto por Ronald Robertson (1990) precisamente
para referirse a las formas asimétricas de relación e interacción entre los procesos de
carácter local (localización) y los procesos de carácter internacional (globalización).
Ambos procesos avanzan paralelamente y son a la vez fuerza impulsoras y formas
de expresión de una nueva polarización mundial. La globalización progresiva, es
decir, la creación de un marco de referencia global, estaría creando la necesidad de
referentes concretos y próximos con los que identificarse y volcar los sentimientos.
Clubs de fútbol como Barça, Madrid o Juventus son símbolos locales o regionales y,
a la vez, han devenido referentes mundiales.
El debate sobre la globalización cultural se ha planteado a menudo como un
conflicto irreversible entre lo local y lo global. La dialéctica entre lo que es global y
lo que es local hace que, al lado del proceso de homogeneización, surjan diferencias
culturales que no se pueden contemplar, simplemente, como el producto de una
reacción a la globalización misma. Se trata de un fenómeno complejo y
contradictorio.
Dada la constatación de que la globalización afecta a la continuidad y la
configuración de la cultura, en los últimos años también han aumentado las
reflexiones sobre de qué manera la calidad de vida y el desarrollo humano y
sostenible deben prestar atención a los aspectos culturales (véase capítulo XXI). El
informe Nuestra diversidad creativa, elaborado por una comisión internacional de
expertos al emparo de la UNESCO a mediados de los años noventa, sirvió para
remarcar que el desarrollo tenía que garantizar la continuidad del patrimonio y el
fomento de la diversidad y la creatividad (Pérez de Cuellar y otros, 1997). Más tarde,
la comunidad internacional ha remarcado la importancia de los derechos culturales,
que incluyen el derecho de toda persona a participar en la vida cultural y a definir
libremente su identidad, como elemento fundamental de la dignidad humana
(Groupe de Fribourg, 2007). Asimismo, se ha reconocido que la llamada «libertad
cultural», que incluye el derecho de utilizar la propia lengua, ejercer la religión y
afirmar la propia identidad, es un elemento consustancial del llamado desarrollo
humano. En el ámbito del desarrollo sostenible, iniciativas como la Agenda 21 de la
cultura proponen entender la cultura como uno de los cuatro pilares o dimensiones
del desarrollo sostenible, al lado de los aspectos sociales, económicos y
medioambientales (Hawkes, 2001; CGLU, 2015).
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1. Destaca la emergencia de nuevas potencias económicas y políticas, como la India o Brasil, destinadas
a tener un rol protagonista en el nuevo orden (o desorden) mundial. Podemos señalar China, que
aparece como la gran potencia del siglo XXI.
2. Un buen ejemplo de este interés son las tres ediciones del Informe sobre la Economía Creativa
publicadas entre 2008 y 2013 por la UNESCO y otras agencias de las Naciones Unidas (PNUD y
UNCTAD, 2008; PNUD y UNCTAD, 2010; PNUD y UNESCO, 2013).
3. Por otro lado, el Estado nación cede soberanía hacia abajo a instancias de gobierno de carácter local
o regional. El principio de subsidiariedad, establecido por el tratado de la Unión Europea, recomiendo
que todo aquello que se pueda resolver bien a escala local no se debe hacer a escala estatal.
4. La Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, aprobada por la Asamblea General de las Naciones
Unidas en septiembre de 2015, guiará los esfuerzos de la comunidad internacional en el ámbito del
desarrollo sostenible durante quince años. Durante el periodo de negociación (2013-2015), diversas
redes culturales internacionales hicieron campaña para pedir que hubiera referencias a la importancia
de la cultura. El documento final contiene algunas referencies, modestas, a estos aspectos.
Capítulo VII
Interculturalidad frente a la multiculturalidad
Luis Concepción Sepúlveda. Universidad Ramon Llull
Miquel Rodrigo-Alsina. Universidad Pompeu Fabra
Durante el siglo XX, la hegemonía del sistema capitalista en un nuevo orden global
provoca el derrumbe de las economías precapitalistas y sienta las bases de un
modelo desequilibrado y todavía muy dependiente de Occidente. Junto a otros
factores, la implantación de este sistema económico ha tenido como consecuencia
una nueva y creciente migración internacional. En este contexto, se han
experimentado cambios sociales profundos en ambos lados, en las excolonias y en
los países situados en el centro del poder económico, político y tecnológico. En la
primera década del siglo XXI, sociedades como la española, por ejemplo, han visto
cómo pasaban de ser emisoras de emigrantes a receptoras de inmigración. Así, con
el paso de los años, la sociedad se hace más heterogénea y aumenta el peso
demográfico de las minorías étnicas y culturales. Y sin embargo los anfitriones y los
medios de comunicación se resisten a aceptar la realidad de una sociedad que
todavía se presenta a sí misma como culturalmente homogénea. Los considerados
nuevos colectivos habían dejado de ser, únicamente, un fenómeno externo y
eventual para formar parte de la sociedad de acogida de manera estable y
permanente.
La globalización y las nuevas migraciones sirven en bandeja nuevas oportunidades
para que se encuentren la sociedad autóctona y otros colectivos. Si la globalización
económica es, desde fuera, la que pervierte las fronteras de unas estructuras
políticas centenarias, de puertas hacia adentro la inmigración invita a replantearnos
conceptos tradicionales que emanaron hace mucho tiempo del Estado nación
(Concepción, 2015. pág. 53). Hoy la diversidad cultural pone en cuestión conceptos
tradicionales como sociedad, ciudadanía e identidad con los que nos
comprendíamos. En este nuevo contexto se da paso, entonces, a la coexistencia de
maneras distintas de entender el mundo, así como a formas de vida transnacionales
que discurren a caballo entre dos sociedades, la de origen y la de destino. Este
transnacionalismo promueve identificaciones múltiples con las naciones y los
territorios.
Multiculturalidad e interculturalidad son palabras que nacen fruto de esta nueva
situación. Cada una de estas voces surge de la necesidad de poner un nombre a esta
nueva realidad, el síntoma evidente de una creciente sensibilidad y conciencia social
en Occidente. Son definiciones deudoras del esquema de pensamiento de países que
juegan el papel de anfitriones de las migraciones internacionales en el lugar de
destino. Ni multiculturalidad ni interculturalidad son términos neutrales. Ambos
parten de una relación asimétrica de fuerzas entre una sociedad anfitriona,
mayoritaria, hegemónica y sedentaria, y una minoría dominada y en permanente
movimiento. El uso de cada uno de estos conceptos representa una toma de
posición y una actitud frente a la inmigración y las minorías, y busca, de forma
directa o indirecta, una repercusión social.
1. Diferencias entre interculturalidad y multiculturalidad
No hay duda de que ambos conceptos pugnan por tener el monopolio de la
definición de una sociedad diferente. Pese a que todavía se encuentran en «estado
embrionario», son categorías en construcción y, en consecuencia, vuelven una y otra
vez a la mesa de debate (Dardañá, 2014, págs. 23-24). No obstante, de momento
multiculturalidad gana por goleada en la carrera por la implantación social y reúne
un mayor consenso alrededor de su significado. Esta palabra se limita a reflejar una
situación social, la coexistencia de grupos culturales distintos en un contexto
geográfico determinado. Cumple una función constatativa que no va más allá de
describir este estado de cosas, pero de una manera rígida, invariable, en la que se
obvian las relaciones de poder, las interacciones y dinámicas entre los colectivos.
Representa, además, un modelo de sociedad en el que unos se reafirman en una
relación de oposición con los otros. Precisamente hace de la comparación entre lo
propio y lo ajeno una forma de autocomplacencia que responde a una mirada
etnocéntrica muy arraigada en nuestra historia cultural.
En la multiculturalidad se defiende la tolerancia con la alteridad, porque se da por
supuesta la posición de poder de una sociedad mayoritaria. Se acepta la diferencia,
siempre y cuando se mantenga dentro de los límites que acuerdan los anfitriones y
esta no se vea como una amenaza para la cultura dominante. No hay que olvidar
que los miembros de las minorías étnicas y culturales se encuentran en una situación
de desventaja, porque tienen familiares diseminados en varios países por el proceso
migratorio y, en consecuencia, no cuentan con todo el capital afectivo de la familia.
Lejos de unas tradiciones culturales con las que estaban familiarizadas, bajo los
imperativos de un sistema administrativo que dicta la sociedad mayoritaria, las
minorías intentan orientarse en un mundo sociolaboral desconocido, en un nuevo
entorno.
En la mirada multiculturalista, asimismo, existe una tríada de conceptos
tradicionales, identidad, territorio y cultura, que marca las fronteras que nos
separan, que nos hacen diferentes. Veamos el primer concepto, la identidad. La
nación ha sido siempre la «unidad política de referencia» (Rodrigo-Alsina y otros,
2006, pág. 5), el eje de la construcción identitaria. A lo largo de la historia las
naciones han ido fabricando comunidades ordenadas, formadas por individuos con
identidades ordenadas, y expulsaron fuera de ellas a los portadores de otras formas
de identidad (véase capítulo XV). El nacimiento del Estado nación institucionaliza
la única definición posible con los elementos esencialistas de la identidad nacional:
el sentimiento de pertenencia a un único territorio, la incorporación de tradiciones,
hechos históricos y costumbres. Este concepto de identidad entra en el juego de
dicotomías o sistemas binarios con los que la sociedad de acogida se comprende a sí
misma y a la alteridad. Identidad-alteridad, integración-marginación, sedentarismotransnacionalismo, asimilacionismo-guetización guardan una relación simbiótica que
se retroalimenta del antagonismo que existe entre estas parejas de términos. Esto
produce un reforzamiento identitario que permanentemente visualiza las
identidades como elementos diferenciadores.
Otro de los conceptos tradicionales es el de territorio, que también nos asiste en
esos muros que construimos para diferenciarnos. Nos ofrece una nueva
oportunidad para agruparnos en la unidad bajo una identidad colectiva y
cohesionada. Esta colectividad nos abriga en su «familiaridad», siempre y cuando
permanezca dentro de los límites de un territorio. Es lo que le da sentido, porque de
esta manera la colectividad permanece agrupada.
La cultura, en tercer lugar, entra en escena en el multiculturalismo como una
fuente inagotable de argumentos que explican cualquier diferencia con otras
comunidades por medio de factores atribuibles a ella. Es lo que se denomina
culturalismo. En este sentido, los que abogan por el multiculturalismo pueden caer
fácilmente en el culturalismo.
Por otra parte, el multiculturalismo siente cierto interés por conocer las otras
culturas, a menudo fascinación por lo exótico y lo folclórico. Sin embargo, subyace
el temor de que los nuevos ciudadanos pongan en riesgo la cohesión social y la
homogeneidad cultural de la sociedad de acogida, generando, además, comunidades
paralelas. Las representaciones sociales dominantes de la sociedad anfitriona tienen
un papel relevante en esta creencia; disponen del privilegio de enunciar a los otros
inmigrantes o minorías culturales. Generalmente imponen sus visiones
hegemónicas, que pueden interiorizar, incluso, los propios inmigrantes.
Desde el mundo académico se ha visto ampliamente cómo los medios generalistas
han construido sus discursos mediáticos sobre la base de estas representaciones
sociales dominantes. Estereotipos, prejuicios, imágenes lesivas de África y lo
africano, por ejemplo, han sido analizadas en El Mundo y El País (Concepción, 2013;
Concepción, Medina, 2016). También se ha explorado un lenguaje seudoliterario de
un profundo simbolismo, que ha caricaturizado y degradado la figura del inmigrante
subsahariano que cruzaba las tristemente famosas vallas de Ceuta y Melilla en 2005
(Concepción y otros, 2008). Y es que la actitud que hay detrás de este enfoque
mediático tiene que ver más con la multiculturalidad que con la interculturalidad,
con la falta de empatía antes que la apertura hacia los otros. Por eso decimos que en
la multiculturalidad hay suficiente con una información superficial y sesgada sobre
los otros, una información unidireccional que habla directamente a una audiencia
con la que el periodista comparte una cultura y unos prejuicios sociales.
En la interculturalidad, en cambio, lo primero que salta a la vista es la dificultad
con la que la palabra se abre paso en la sociedad. La resistencia a palabras como
interculturalidad tiene que ver, probablemente, con la importancia del lenguaje en la
configuración de nuestro mundo. El lenguaje es un ente vivo que refleja la realidad
del mundo, pero que al mismo tiempo contribuye a configurarlo. Y es que el
lenguaje está hecho de experiencias compartidas dentro del propio grupo y
refrendadas con el paso del tiempo. Precisamente algo que recoge la tradición de un
colectivo con tanto mimo será poco permeable a abrirse a situaciones nuevas
generadas por la fuerza de movimientos como la globalización y las nuevas
migraciones internacionales. El lenguaje va asimilando poco a poco los cambios que
comportan estos fenómenos socioeconómicos mediante neologismos que recogen
la experiencia de otras sociedades, que los han experimentado previamente. La
interculturalidad se inscribe en esta nueva etapa.
Pero ¿cómo se va depositando el lenguaje poco a poco en nuestra tradicional
forma de ver el mundo que nos rodea, en nuestra manera de relacionarnos con los
demás y con nosotros mismos? De entrada, es fundamental poner de relieve algo
tan obvio y necesario para la formación de un lenguaje que aspire a la continuidad,
al sentido y a la autoridad, como una comunidad de «nosotros» que lo sostenga y le
dé forma. En otras palabras, la comunidad soporta la construcción del lenguaje.
Tres elementos tienen mucho que ver en todo esto: territorio, historia y una
experiencia compartida; el territorio que me une a los miembros de mi comunidad,
con una geografía bien delimitada por fronteras físicas y conceptuales; una historia
que explica el paso del lenguaje de generación en generación, herencia que confiere
autoridad al lenguaje; y en tercer lugar una experiencia con las cosas del mundo que
nos rodean. En definitiva, estos tres pilares dan cierta unidad al lenguaje para que
acabe siendo la expresión de una cultura determinada.
Cuando compartimos con los demás un lenguaje es posible vivir bajo un marco
común de interpretación (Schütz, Luckman, 2003, pág. 26). Y esto supone
significados, orientaciones semánticas que una sociedad ha aprehendido a lo largo
de su historia y que se presentan a las personas como si fueran datos objetivos,
despojados de su carácter parcial, vinculante, comunitario. Palabras como nosotros,
ellos, blanco, negro, extranjero, moro, gitano, inmigración, inmigrante e ilegal, por ejemplo,
encierran definiciones hipotecadas tras los barrotes de una determinada experiencia
comunitaria. El lenguaje es, así, fruto de un pacto convencional, elaborado y
confirmado en el interior de una comunidad. De esta manera, el lenguaje otorga un
lugar semántico y sintáctico a cada palabra de nuestro mundo (Schütz, Luckman,
2003, pág. 240).
Si la historia de una comunidad que ha vivido dentro de las fronteras de un
mismo territorio es tan importante en la formación y en la identidad de un lenguaje,
la tradición tendrá un peso significativo. El lenguaje en nuestra cultura también es
una herramienta práctica, útil para ponernos de acuerdo. Nos da un espacio seguro
en el que sentirnos protegidos (Rodrigo-Alsina y otros, 2013, pág. 15). Cumple, al
menos, tres funciones en nuestra vida diaria que explican también las fricciones y
repercusiones que puede tener una palabra nueva como interculturalidad en nuestro
imaginario colectivo. En primer lugar, el lenguaje cumple una función social que
nos garantiza puentes de comunicación con los otros miembros del endogrupo,
sobre la base de pautas de interpretación compartidas (Habermas, 1999a; 1999b).
En segundo lugar desarrolla una función expresiva, que «canaliza» las emociones y
sentimientos más subjetivos de la identidad individual. Y, finalmente, tiene una
función representativa, que constata hechos y es la más objetiva de todas. Cada una
de estas funciones del lenguaje tiene sus repercusiones a escala individual y
colectiva: la función social desencadena actitudes de conformidad con las normas y
valores (tradiciones), cruciales para la integración social y la solidaridad grupal; la
expresiva es la más genuina porque es la menos cortocircuitada por la influencia del
colectivo al que pertenezco y permite presentarme y expresar mi mundo interior; y
la función representativa activa la transmisión de saber.
En una mirada de conjunto apreciaremos que por definición el lenguaje es
tradicional, por naturaleza endogámico en su referencialidad al propio grupo, y
funcional porque cumple una importante labor comunicativa en el establecimiento
de vínculos sociales entre sus hablantes. Sin embargo, lo que permite avanzar hacia
la cohesión del propio grupo es, a la par, uno de los principales escollos en la
apertura hacia los «otros». Y es que el lenguaje puede hacer de muro de contención
frente a palabras portadoras de experiencias que, supuestamente, ponen en peligro
no solo la cohesión del propio grupo, sino también el orden que clasifica mi mundo
desde los parámetros de mi comunidad. Y es que no se puede pensar «fuera del
territorio que nos marca la historia, el lenguaje, la cultura» (Rodrigo-Alsina y otros,
2013, pág. 19).
Por otro lado, la interculturalidad se fija en un aspecto de la multiculturalidad, que
no siempre se produce en las situaciones multiculturales. Ahora lo importante deja
de ser la diferencia entre culturas que coexistían, para poner en valor los espacios de
encuentro y de relación, los mestizajes y los lugares fronterizos. La interculturalidad
presupone, así, un examen de conciencia y un punto de partida más humilde y
menos jerárquico frente a la alteridad. Representa una voluntad de superación y de
ruptura de conceptos que separan, diferencian y sirven de base para sostener una
relación de oposición entre nosotros y ellos. Precisamente la tríada de conceptos
tradicionales, —identidad, territorio y cultura— alimenta o sostiene este
antagonismo entre nosotros y ellos. Moldea, además, la multiculturalidad y pone los
límites de su apertura mental hacia los otros.
La interculturalidad es una actitud más reflexiva y autoconsciente, que entiende el
contacto entre culturas, el dinamismo de sus interacciones con una mirada menos
etnocéntrica. Estas características ponen de manifiesto lo que a nuestro entender es
la necesidad de interculturalizar la multiculturalidad. Con este verbo se pretende
mostrar que la convivencia, que supone mucho más que la coexistencia, está
dispuesta a arriesgar más en la asunción de la complejidad de una sociedad diversa.
Una complejidad que no rehúye la posibilidad de que uno de los elementos que la
definen, la interacción, pueda traer como consecuencia préstamos, hibridaciones y
hasta conflictos. Y es que la convivencia puede ser conflictiva en determinadas
situaciones, pero el conflicto no es una consecuencia inevitable de las relaciones
interculturales.
La interculturalidad, así, se maneja dentro de un campo léxico y conceptual
diferente al de la multiculturalidad. Se siente cómoda con palabras y verbos que
definen una aproximación mucho más comprensiva a otras culturas. «Reconocer» es
uno de los verbos que ahora entra en juego. Porque la interculturalidad implica, de
esta manera, reconocer las culturas ajenas como paso previo a «naturalizarlas» como
una cultura más, ni mejor ni peor, sino diferente. Pero no solo es una mirada que va
hacia fuera en la relación con otros colectivos, sino que también es capaz de
reconocer las marcas interculturales y culturales que existen en su propia cultura
(Rodrigo-Alsina, 2003) (véase capítulo II).
Como vemos, la multiculturalidad se basa en la comparación a partir de un punto
de referencia que siempre tiene que ver con lo propio, lo autóctono. En cambio, en
la interculturalidad se pierde de vista este punto de referencia para afirmar que las
culturas son entidades autónomas que únicamente son comprensibles desde sus
criterios internos.
Tradicionalmente, los estados modernos controlan la diferencia desde una
concepción sedentaria de la ciudadanía. De esta manera, la nacionalidad se
considera la pertenencia a una sola nación y a un solo territorio (Castles, 2004). No
obstante, la mayoría de estados modernos son plurinacionales. Además las minorías
étnicas orientan su vida hacia diferentes sociedades y su transnacionalidad no encaja
en políticas que tienen una base multicultural. Es el caso de las políticas migratorias
desarrolladas en nuestro entorno más cercano. En general, las medidas protectoras
de la Secretaría para la inmigración, por ejemplo, aparecen
«fundamentadas en el derecho sobre el territorio que otorga el tiempo de permanencia y la natural tendencia,
animal y por tanto humana, a defenderlo».
Gil (2007, pág. 239)
En la interculturalidad, en cambio, las culturas no están irremediablemente ligadas
a una identidad territorial. La desterritorialización de las culturas es una nueva clave
de interpretación en el contexto de la globalización.
La multiculturalidad mira desde una posición de superioridad de lo propio frente
a lo ajeno. Refleja una etnicidad contenida. En este desnivel tiene sentido hablar de
tolerancia. Sin embargo, la interculturalidad rompe con esta asimetría, con este
«diferencialismo tolerante», para apuntar más al reconocimiento y el respeto del
otro. Precisamente desde el respeto interpretamos otras culturas a partir de sus
propios referentes. Es la vía para entender cómo es vivida por aquellos que son
partícipes en ella.
En la interculturalidad la cultura no es un estado ni se da de una vez, sino que es
un proceso, está abierta al cambio y a nuevas identificaciones (Rodrigo-Alsina y
otros, 2013, pág. 19). Así, la cultura es fruto de la interculturalidad, del intercambio
entre culturas. De ahí que el mestizaje esté en el trasfondo de cada cultura, en su
pasado, presente y futuro.
Lo que nos interesa destacar no son las diferentes culturas en sí mismas, sino los
contactos que se establecen entre ellas, los espacios relacionales, los puestos
fronterizos, los referentes in between (Bhabha, 2002), las hibridaciones, los mestizajes,
las apropiaciones culturales, etc.
En las relaciones interculturales intervienen elementos multifactoriales con una
importancia variable, según los contextos, las circunstancias, factores de clase, de
género, de edad, etcétera.
La identidad, como una de las ideas fuerza de la multiculturalidad, es sustituida
por la identificación, que tiene una mayor movilidad. Así la construcción identitaria
no es más que el resultado de un fenómeno complejo de identificaciones que tienen
una génesis histórica. Como en la cultura, no se considera la identidad como una
entidad estática, rígida, todo lo contrario: los procesos que tienen lugar en su
interior pasan a primer plano. En este punto, las construcciones y reconstrucciones
identitarias se producen a partir de las identificaciones de los sujetos (Baker, 2003).
Tabla 2. Resumen de la comparativa entre interculturalidad y multiculturalidad
Multiculturalidad
Interculturalidad
Información
Comunicación
Coexistencia
Convivencia
Conocimiento
Reconocimiento
Diferencia
Diversidad
Territorio
Desterritorialización
Tolerancia
Respeto
Reforzamiento identitario
Mestizaje
Culturalismo
Mirada multifactorial
Identidad
Identificaciones
Construcción de alteridades
Descubrimiento de adscripciones identitarias
Fuente: Elaboración propia
En conclusión, multiculturalidad e interculturalidad son producto del esquema de
pensamiento de la sociedad anfitriona que debe gestionar la diversidad cultural. Sus
usos encierran una toma de postura, una actitud ante la inmigración y las minorías,
y cada una de ellas quiere dar curso a una acción que encaja en el modelo de
acogida y convivencia que representa cada una de estas palabras.
El radio de acción de la multiculturalidad se sitúa siempre dentro de los límites
que marca la sociedad de acogida, sin buscar cambios en las relaciones de poder
entre una sociedad mayoritaria, hegemónica y sedentaria, y unas minorías en
inferioridad de condiciones y en permanente cambio y movimiento.
Multiculturalidad se coloca dentro del status quo y contribuye a la relación de
oposición que el nosotros mantiene con los otros. La identidad, el territorio y la
cultura son tres conceptos clave que separan los unos de los otros y conforman un
espacio seguro y confortable en el que se mueve la sociedad de acogida. La
multiculturalidad define la nueva situación de coexistencia entre diferentes
comunidades culturales, pero siempre que no sea más que una constatación, y que
no se ponga en riesgo la cohesión social y la hegemonía cultural.
La interculturalidad, en cambio, intenta superar este punto de partida tan
etnocéntrico de la multiculturalidad. Así aprovecha la oportunidad que trae consigo
la entrada de estas nuevas migraciones internacionales y la globalización, para poner
en cuestión conceptos tradicionales como identidad, territorio y cultura, que dibujan
las fronteras que nos separan con otras comunidades culturales que ahora viven
entre nosotros. Está dispuesta, en definitiva, a salir fuera del espacio de confort de
estos conceptos tradicionales para asumir la complejidad de la diversidad y definir
los espacios de encuentro y de relación.
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Capítulo VIII
Culturas juveniles y nuevas tendencias
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Cada época escribe los tópicos y las imágenes propios sobre la juventud. Los
tópicos nos acercan a la realidad, pero nos dan una imagen simplista y a menudo
distorsionada. Detrás del término juventud se esconde una serie de imágenes
estereotipadas de lo que son los jóvenes. Históricamente se han utilizado, por
ejemplo, expresiones como «qué grande es ser joven» o «juventud, divino tesoro».
Eslóganes como estos implican una visión distante, ideológica o engañosa de la
juventud. Se mitifica la juventud de forma interesada y con fines comerciales, pero
el mito encubre la realidad.
1. La idea de juventud
La primera duda sobre la juventud es cuándo empieza y cuándo termina. En las
sociedades tradicionales existían una serie de rituales iniciáticos que señalaban con
bastante precisión el tránsito de la niñez a la etapa adulta. En el caso de los chicos,
estos ritos de iniciación consistían en una serie de pruebas que debían superar para
demostrar su valor y su destreza como soldados o guerreros de la tribu. En el caso
de las chicas, generalmente era la menstruación (y el tratamiento que reciben
después de ese momento como mujeres casaderas o en edad fértil) la que señalaba
este tránsito.
Entendemos la juventud como la etapa de la vida de una persona que abarca
desde el final de la infancia hasta el comienzo de la madurez. Se trata de una etapa
de tránsito que es universal. Sin embargo, como señala Carles Feixa, la duración de
este periodo y su intensidad han variado sustancialmente en el tiempo y en el
espacio:
«Entendida como la fase de la vida individual comprendida entre la pubertad fisiológica (una condición
‘natural’) y el reconocimiento del estatus adulto (una condición ‘cultural’), la juventud ha sido vista como una
condición universal, una fase del desarrollo humano que se encontraría en todas las sociedades y momentos
históricos.»
Feixa (1998, pág. 16)
En un contexto social sometido a convulsas transformaciones es imprescindible
llevar a cabo un esfuerzo de aproximación y comprensión de la noción actual de
juventud. Solo así es posible lograr una mayor comprensión de las nuevas
tendencias en la red que están liderando las nuevas generaciones.
«Hay claramente una cultura joven emergente, en la que los usos lúdicos, exploratorios y de sociabilidad son
más importantes que los usos instrumentales. (...) Así pues, los jóvenes utilizan Internet sobre todo para lo
que les motiva personalmente: su sociabilidad, sus intereses personales y sus preferencias relacionadas con en
el ocio.»
Castells y otros (2007, pág. 112)
En la sociedad actual se ha prolongado el período de escolarización y se ha
retrasado significativamente la inserción sociolaboral de los jóvenes. Algunos
estudios constatan que la infancia termina antes (tanto en los niños como en las
niñas), pero la juventud se prolonga mucho más allá de la mayoría de edad. Se
confirma un proceso de extensión (forzosa) de la juventud provocado por la
extensión del período formativo y educativo y la existencia de fuertes barreras de
acceso al mundo del trabajo.
Convencionalmente, se creía que la juventud era un interreino entre la infancia y
el mundo de los adultos. La juventud estaba considerada como un estado de
conversión, un camino más o menos tortuoso hacia la adultez. Dicho de otro
modo, la juventud había sido concebida como una especie de «sala de espera» para
acceder al mundo adulto. La transición de la infancia a la madurez constituye un
complejo proceso de desarrollo del carácter físico y cognitivo en que cada momento
presenta necesidades y características diferenciadas. Así pues, podemos tener en
cuenta las diferentes «edades de la juventud». Javier Elzo (2000) propone la
siguiente tipología: preadolescencia (12 a 14 años), adolescencia (15 a 17 años),
juventud (18 a 24 años) y juventud prolongada (25 a 29 años).
El joven, en un principio, se preparaba para el futuro, su identidad se concebía
como una «identidad de proyecto». Sin embargo, en los últimos tiempos la juventud
ha dejado de entenderse como una «sala de espera» y se ha convertido en una «sala
de estar» (Griera y Urgell, 2002). La juventud deja de ser un lugar de paso y
comienza a ser un punto de llegada o un referente último. Ser joven, pues, ya no es
solo residir en una fase intermedia entre infancia y adultez, al contrario. Hoy se ha
llenado de significados y prácticas sociales específicas que la dotan de valor y de
identidad propia (Merino, 2010, págs. 38-39). Al fin y al cabo, hoy todo el mundo
quiere ser joven; la juventud es un referente, un modelo a seguir.
2. La juventud como sujeto histórico
La juventud como actor social y también como objeto de estudio hace su
aparición en la segunda mitad del siglo XX. A partir de entonces deja de ser un
simple adjetivo y se convierte en un sujeto activo. La generación del 68 rompió con
el mundo heredado de sus padres y se erigió en un nuevo actor social de pleno
derecho. Se trataba de un nuevo sujeto político y cultural que reclamaba más
participación en la vida pública. A lo largo de los años sesenta y setenta, los jóvenes
toman la palabra y ocupan el escenario público.
El retraso que se produce en el ingreso en el mundo laboral hace que muchos
jóvenes se queden mucho tiempo en casa de los padres y adopten unas pautas de
identidad más fundamentadas en el ocio que en el trabajo. Si entendemos la
juventud, básicamente, como un periodo de formación, al joven le «toca» estudiar y
prepararse para el futuro (tanto si opta por el acceso a la educación universitaria
como para la formación profesional). Aunque a menudo hablamos de la juventud
como si se tratara de un grupo social uniforme, se constata también la existencia de
una gran diversidad de situaciones. En función del origen familiar, el nivel
educativo y las circunstancias laborales, podemos hablar de diferentes estatus de
jóvenes y de una gran pluralidad de formas culturales características de los jóvenes.
Los estudiantes universitarios, por ejemplo, viven una situación singular. Se trata de
un tipo de «ser anómico» que sufre la controversia de la identidad como un
problema vital (Bourdieu y Passeron, 1970). La identidad personal se pone a prueba
a un nivel simbólico, especialmente en el tiempo de ocio y rodeado de sus iguales.
El ocio se ha convertido en una instancia privilegiada y cargada de significado
dentro de la experiencia vital de los individuos y ha pasado a ser considerado un
tiempo protagonizado por los propios jóvenes y cargado de significación propia,
desvinculado del tiempo de trabajo y del tiempo de estudio. El ocio es aprehendido
como el tiempo privado por excelencia, percibido como tiempo propio, fuera del
control adulto. Se trata de un tiempo desnormativizado y opuesto al de las
«obligaciones sociales» que determina la familia o la escuela (Cardús y Estruch,
1984). Así pues, en las últimas décadas el consumo ha ganado importancia y
significación respecto al trabajo, lo que ha favorecido el nacimiento de una
mentalidad radicalmente nueva con respecto a la manera en que los individuos
entienden la relación entre ocio y trabajo. En la mayor parte de sociedades
desarrolladas, los adolescentes crean y recrean sus formas de identidad. Los jóvenes
se dotan de espacios y tiempos específicos en los que pueden ensayar y poner a
prueba sus identidades provisionales y prácticas propias. La cultura juvenil
incorpora unos rasgos específicos como, por ejemplo, un lenguaje propio (jerga),
unos estilos y gustos culturales (músicas), una indumentaria o lenguaje corporal
distintivo (moda), etc.
3. Jóvenes y cultura creativa
Desde los años ochenta y noventa del siglo pasado, la expansión de los medios de
comunicación de masas, y particularmente la televisión, ha contribuido a la creación
de una «cultura mediática juvenil» de carácter global, que ha favorecido la
articulación de un lenguaje universal para jóvenes en todo el mundo mediante los
mass media y las industrias culturales. Este proceso se ha acentuado en los últimos
años con los procesos de expansión de las TIC. La progresiva globalización de los
medios de comunicación y la ruptura de la dicotomía clásica espacio-tiempo ha
provocado una llegada masiva y compartida entre muchos jóvenes de una serie de
valores compartidos.
Por otro lado, el nacimiento de un youth market o teenage market ha comportado la
creación de un espacio de consumo específicamente destinado a la juventud, que se
ha convertido en un grupo de capacidad adquisitiva creciente. Aparecen nuevos
productos de carácter global (videojuegos, smartphones, películas, conciertos o ropa
deportiva) dirigidos a los jóvenes que, a pesar de la crisis, disponen de ocio y dinero.
Muchas marcas han pensado en el diseño y los precios ajustados de unos productos
dirigidos exclusivamente a los jóvenes; incluso se han articulado marcas enteras en
función de un consumo continuo low cost de bienes y servicios (incluidos los
servicios tecnológicos).
Lo que define el estilo asociado a una cultura juvenil es el uso y la forma activa de
organizar los bienes simbólicos y culturales. Lo que hacen las industrias culturales o
las manifestaciones de la cultura popular es procurar recursos simbólicos a partir de
los cuales la experiencia, la identidad y la expresión juveniles se adaptan
creativamente y se generan nuevas actividades culturales. Debemos tomar en
consideración el uso y las formas de apropiación social de la cultura y el papel que
estas pueden desempeñar en la conformación de las identidades juveniles. En
Cultura viva, Willis (1998) destaca las diversas formas de ser joven y la extraordinaria
creatividad cultural asociadas a la gente joven. Es importante centrarse en sus
prácticas socioculturales como sujetos sociales y como consumidores proactivos,
los llamados prosumers o prosumidores, consumidores al tiempo que productores
sociales. De alguna manera el joven adquiere un papel activo en la definición de su
propia identidad que se expresará de diferentes maneras y en diversas situaciones.
4. Jóvenes enredados y nuevas tendencias
La juventud actual tiene muchas oportunidades de relacionarse y hacer actividades
mediante las redes sociales. Lo que anteriormente se refería a redes sociales en el
«mundo real», ahora también se ha trasladado al mundo digital por medio de las
redes sociales online. Las redes sociales son comunidades que reúnen a varios
agrupados por simpatía, afinidades o intereses. En pocos años, las nuevas redes se
han consolidado y se ha multiplicado el número de usuarios y de aplicaciones, que
cada vez son más sofisticadas y eficientes. La mayoría de los jóvenes que forman
parte lo hacen con fines lúdicos: consideran las redes sociales como una
herramienta para relacionarse con los amigos y para expresar públicamente sus
opiniones y sus intereses. En buena parte gracias a las nuevas tecnologías los
jóvenes pueden crear sus propios espacios y tiempos compartidos, en los que tienen
la oportunidad de expresar su condición de jóvenes: moda, música, cine, ocio, etc.
Las tecnologías de la relación, la información y la comunicación abren la posibilidad
de explorar mundos diversos y de establecer relaciones entre ellos mismos (Merino,
2010, pág. 57).
La Revolución Digital que vivimos y la cultura disruptiva conllevan un cambio
notable en los parámetros socioculturales. Como ya se ha dicho, hay una cultura
joven emergente, en la que los usos lúdicos, exploratorios y de sociabilidad son más
importantes que los usos instrumentales. Así pues, los jóvenes se sirven de internet
y participan en las redes sociales sobre todo en función de lo que los motiva a nivel
personal: hacer actividades de ocio, potenciar las relaciones personales y explorar la
sociabilidad. En un principio, se constata que este uso que hacen los jóvenes
contrasta con la disposición de la mayor parte de los adultos. Sin embargo, este uso
más lúdico puede ser debido a que la sociabilidad está justamente en el centro de las
actividades de los jóvenes. Los jóvenes priorizan un determinado uso de las redes
sociales muy orientado a relacionarse y forjar una identidad personal propia. Sin
embargo, los adultos que inicialmente se acercan a la tecnología más bien por las
ventajas laborales que ofrecen aprenden rápidamente (aunque quizás un poco más
tarde) que la herramienta no solo sirve para trabajar sino también para disfrutar.
Y la realidad se enriquece mucho más con las llamadas nuevas pantallas. En menos
de veinte años, la revolución que han provocado las TIC conlleva un cambio radical
en las posibilidades de creación, difusión y participación cultural de los jóvenes y
adolescentes. También hay que destacar que estas tecnologías contribuyen a
modificar las relaciones interpersonales entre los propios jóvenes, y que no todos
los jóvenes hacen el mismo tipo de uso de la tecnología.
Jane Hart (2008) propone la distinción de tres niveles de compromiso en cuanto a
medios y redes sociales que tienen una equivalencia en tres tipologías de usuarios:
usuarios lectores, usuarios participantes y usuarios creadores (Ballano y otros, 2014).
Los usuarios lectores o consumidores pasivos son aquellos que limitan su actividad en
la red a consultar o navegar: leen páginas web, blogs, wikis, miran vídeos y sitios
web especializados, escuchan podcasts, visitan webs contenedores de presentaciones
de powerpoint, quedan suscritos a RSS, etc. Son usuarios que se limitan a leer y
consumir información sin que ello comporte una participación activa en cualquiera
de los foros de internet a los que se acogen. Una segunda categoría es la de usuarios
participantes o colaboradores activos, entendidos como aquellos que se conectan,
contribuyen y comparten. Estos usuarios contribuyen a evaluar o comentar
información disponible en la red y a hacer difusión, o bien participar en blogs,
editar wikis y otros documentos compartidos. Estos usuarios no solo consultan
contenidos sino que los movilizan mediante herramientas de enlaces, redes sociales
o RSS; se conectan al utilizar mensajerías instantáneas, correos electrónicos,
servicios de microblogging o redes sociales. Finalmente, la de los usuarios creadores,
aquellos que combinan las dos actividades anteriores y además crean y comparten
su propio contenido, es el grupo que protagoniza la «cultura participativa» de
Jenkins (véase el capítulo XIV). Henry Jenkins (2008), detalla cómo los jóvenes,
mediante el uso de tecnologías digitales, se mantienen en contacto con lo que
denomina una cultura participativa:
«un tipo de participación que conlleva pocas barreras hacia la expresión artística y la participación ciudadana,
con un gran apoyo a la expresión y el intercambio de creaciones propias y cierto tipo de enseñanza donde lo
que saben los más experimentados se transmite a los noveles. Una cultura participativa se caracteriza también
porque los miembros creen que su contribución vale la pena y sienten cierto grado de conexión social.»
Jenkins (2008, pág. 3)1
A partir de esta tipología, Hart define el perfil de un nuevo aprendiz o, dicho de
otro modo, de un e-learner que, independientemente de su edad, está conectado a la
red la mayor parte del tiempo y está altamente comprometido con un uso diario de
las herramientas propias de los social media. Es decir, está inmerso en los procesos de
la red y su nivel de compromiso tiende a crecer con los mismos.
Estas tecnologías ciertamente hacen posible una participación y creatividad más
altas por parte de los jóvenes, a pesar del peligro de pensar que todos ellos son
creativos por naturaleza. Lo que sí parece obvio es que el uso de la tecnología les
permite generar espacios de apoyo, sociabilidad y reconocimiento que son a la vez
rincones de aprendizaje colaborativo no formal, sustentados en círculos sociales
cotidianos en los que existen amplias posibilidades de desarrollar competencias
sociales, culturales, profesionales o técnicas (Aranda, Sánchez-Navarro y Tabernero,
2009).
La habilidad para relacionarse con sus iguales y hacer amistades es para los
jóvenes un componente fundamental en el desarrollo como seres humanos
competentes (Ito, 2009, pág. 104). Los espacios en línea ofrecen oportunidades para
mostrar cuestiones relacionadas con la moda, el gusto, el cotilleo, etc. Estos
contextos se utilizan, en definitiva, como instrumentos de socialización y
crecimiento personal. El chisme o la conversación informal nos pueden parecer
actividades intrascendentes, pero son esenciales para reafirmar relaciones y mostrar
alianzas o jerarquías entre los jóvenes y adolescentes. Curiosear, en definitiva, pone
de manifiesto cierta disposición hacia la sociabilidad, lo que permite gestionar mejor
la imagen y la posición en relación con los demás (Busquet y otros, 2012).
Los jóvenes conectados son sin duda los que tienen unos hábitos compartidos y
marcan a menudo la pauta en la participación en la nueva sociedad informacional.
Como no podía ser de otra manera, los segmentos de población más madura se
contagian de las ventajas de las TIC. Este proceso de rápida adopción por parte de
los sectores más jóvenes de la población y posterior aceptación por parte de los
adultos es un patrón que parece repetirse en el tiempo y nos hace pensar que las
actividades que ahora parecen comunes entre los jóvenes probablemente serán
habituales para el resto de la sociedad en los próximos años, como ha pasado ya
con la extensión de redes inicialmente universitarias como fue el caso de Facebook.
Bibliografía
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Merino, L. (2010). «Nativos digitales: Una aproximación a la socialización tecnológica de los jóvenes». Tesis
doctoral. Universidad del País Vasco.
1. Dentro de esta categoría, Hart describe dos subniveles: los que crean y comparten textos, imágenes o
vídeos en cualquier tipo de servicio en línea y aquellos que a su vez generan oportunidades de
colaboración al crear blogs (donde otros podrían hacer comentarios), participar en wikis o continuar
una red social.
Parte IV
Consumo, gustos y estilos de vida
Capítulo IX
La cultura del consumo. Las catedrales del
capitalismo1
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Enrique Vergara. Pontificia Universidad Católica de Chile
Vivimos en una economía basada en el intercambio y donde el consumidor está
en el centro de muchas actividades sociales. Sin embargo, la palabra consumo arrastra
connotaciones negativas. En el lenguaje ordinario, consumir suele asociarse a gastos
inútiles y a comportamientos compulsivos y de tipo irracional. Etimológicamente, el
verbo consumir es sinónimo de destruir, extinguir y gastar. El lastre de un cierto
«puritanismo» ha impedido considerar la profunda carga simbólica que conlleva el
consumo. El consumo no siempre es un «hecho pecaminoso» (como se ve dentro
de la tradición cristiana), ni una forma de alienación dentro del mundo capitalista
(como se considera desde el marxismo).
El consumo fue menospreciado por la economía política de los siglos XVIII y XIX
y, hasta la segunda mitad del siglo XX, la ciencia económica no la había contemplado
como una variable independiente. El consumo se había considerado como una
actividad ordinaria ligada, solo, a la satisfacción de las necesidades básicas, percibidas
como «naturales». La lógica del consumo, sin embargo, no se puede reducir a una
simple lógica de satisfacciones y necesidades. Es urgente dejar de pensar en el
consumo en un sentido exclusivamente económico.
La sociología hace hincapié en las funciones simbólicas del consumo. R. Bocock
(1995) considera que el consumo es el uso de mercancías y servicios para la
satisfacción de necesidades y deseos. Los actos de consumo —más allá de su
utilidad— tienen una profunda significación cultural, permiten expresar gustos y
preferencias. El consumo no se puede contemplar como un hecho pasivo. En
algunos casos los consumidores se dejan llevar por las tendencias dominantes, pero
en otros casos el consumidor quiere sentirse especial, singularizarse, ser diferente.
Como sostiene Morley (1996, pág. 315), el consumo constituye un proceso activo,
donde «se comunica a los demás algo sobre uno mismo». El consumo tiene una
dimensión cultural indiscutible y va ligado a la identidad, al estilo de vida e, incluso,
a las celebraciones y los pequeños rituales que dan sentido a la vida colectiva. Como
señala E. Alonso, las prácticas de consumo y su representación
«se han convertido centrales para la construcción social de la identidad, dado que esta identidad se expresa en
términos de estilo de vida y no solo en la dimensión de la ocupación material».
Alonso (2005, pág. 211)
1. El advenimiento de la sociedad de consumo
En la segunda mitad del siglo XX se considera el consumo como una dimensión
fundamental de la sociedad. De una sociedad de carácter productivista centrada en
el trabajo, hemos pasado a una sociedad posfordista donde el consumo y el tiempo
de ocio alcanzan una mayor trascendencia social. Zigmunt Bauman (2007)
considera que hemos asistido al tránsito de una comunidad de productores propia
de una sociedad industrial moderna a una sociedad de consumidores propia de la
era posindustrial. Hemos pasado del predominio del homo faber a la hegemonía del
homo ludens (Huizinga, 1954).
El advenimiento de la sociedad de consumo ha sido posible gracias a la mejora
generalizada en las condiciones de vida, un sistema productivo eficiente, el
desarrollo de la industria de la publicidad y la difusión de la compra a plazos (Bell,
1997). La sociedad de consumo es posible también gracias a la sustitución de la
moral puritana tradicional (que fomentaba los valores del trabajo y el ahorro) por
una nueva moral romántica y hedonista proclive al consumo por el consumo
(Campbell, 1990).
En las primeras décadas el capitalismo tradicional, frío y calculador, ha mutado
hacia un capitalismo lúdico y sentimental (Lipovetsky y Serroy, 2015). El
capitalismo de principios del siglo XXI esconde su rostro detrás de un disfraz
estético y artístico. Mediante un consumismo diverso, y cada vez más sofisticado, la
esfera artística se fusiona con la económica y se produce una estetización de lo
cotidiano.
El estudio del consumo nos da algunas claves para la comprensión de la sociedad
contemporánea:
«La idea misma del consumo debe ser colocada en la base del proceso social, y no considerarla simplemente
como un resultado o un objetivo del trabajo. El consumo debe ser reconocido como parte integral del
sistema social que explica el impulso para trabajar, el cual forma parte de la necesidad social de relacionarse
con otras personas y disponer de objetos de mediación para conseguirlo. Los alimentos, las bebidas, [...], todo
ello forma parte del repertorio de objetos de mediación.»
Douglas y Isherwood (1996, pág. 18)
El consumo se relaciona con la producción en la medida de que su finalización
implica una apropiación singular de los bienes de consumo. Los objetos de
consumo, sin embargo, a menudo tienen una vida azarosa y errática. Pueden
cambiar su utilidad y su significado en función del contexto histórico y cultural.
Hoy, por ejemplo, un cántaro de cerámica ha pasado de ser considerado una
herramienta que permite conservar el agua fresca en el campo a convertirse en un
apreciado objeto decorativo en ciertos hogares burgueses.
Lo que caracteriza la llamada sociedad de consumo es que el consumo se ha
generalizado y ha llegado a la mayor parte de la población. La democratización del
consumo ha comportado que lo que antaño era considerado un lujo privativo de la
clase alta se haya convertido en una forma de comportamiento que se ha extendido
a amplias capas de la sociedad. En este proceso, ciertos lujos del pasado han sido
redefinidos como necesidades imprescindibles del mundo actual (Brändle, 2008).
Como veremos más adelante, los grandes centros comerciales están abiertos a
personas de toda condición (aunque, en algunos casos, su poder adquisitivo sea
escaso). El objeto de ir al centro comercial no siempre es, necesariamente, el de
consumir, sino pasear o divertirse.
Los países económicamente más avanzados —como, por ejemplo, Alemania—
priorizan, cada vez más, los aspectos relacionados con la calidad de vida más que el
hecho de consumir por consumir. Ronald Inglehart (1998) defiende la hipótesis
según la cual en un régimen de escasez los individuos tienden a sobrevalorar los
bienes materiales, mientras que en régimen de abundancia los individuos priorizan
más los valores «posmaterialistas» como la autorrealización personal, la
participación cívica y política o la defensa del medio ambiente. Según el autor
norteamericano, con el advenimiento del estado del bienestar en los países
occidentales, se ha producido una «revolución silenciosa» que ha supuesto una
mutación en el sistema de valores. Esta revolución ha incidido especialmente en los
jóvenes.
2. Tres miradas sobre el consumo
2.1. Una mirada elitista
Podemos estudiar el consumo como un ámbito de diferenciación y distinción
entre las clases y los grupos. Como veremos en el próximo capítulo, Thorstein
Veblen (1899) habla del consumo ostentoso relacionado con el afán de presunción
y de distinción social. Se trata de un tipo de consumo movido por las aspiraciones.
Los objetos de consumo —sobre todo los objetos raros— pueden alcanzar un
valor simbólico diferenciador. La lógica que rige la apropiación de los bienes como
objetos de distinción no es, exclusivamente, la de la satisfacción de necesidades,
sino la de la escasez de estos bienes y la de la imposibilidad de que otros lo
disfruten. Veblen hace hincapié en los procesos de diferenciación social en las
sociedades modernas.
La principal limitación de este enfoque es que privilegia una mirada conflictivista
que considera que las formas de consumo solo sirven para separar o dividir a los
individuos y a los grupos (Garcia Canclini, 2005). Sin embargo, si los individuos no
compartieran un mismo sistema de valores y no compartieran, al mismo tiempo,
unos ciertos criterios de evaluación, no sería posible la distinción cultural. Así, por
ejemplo, un coche de lujo distingue a sus escasos poseedores en la medida en que,
incluso, aquellos que no pueden permitirse este lujo también reconocen su
significado sociocultural. El consumo, sin embargo, no sirve solo para distinguirse,
también sirve para comunicarse.
2.2. Una mirada posmoderna
Los autores posmodernistas destacan el carácter plural y fragmentario de las
formas de consumo y los estilos de vida. Los cambios constantes en el mundo de la
moda y las nuevas tendencias crean un entorno cultural de carácter incierto e
inestable donde, sin embargo, prevalecen ciertas actitudes consumistas. Fredric
Jameson (1991) argumenta que en las sociedades contemporáneas hay una
proliferación de códigos culturales nuevos que, de alguna manera, entran en
competencia con los códigos tradicionales. Se constata una cierta dispersión de los
signos, así como también una dificultad extraordinaria de establecer códigos de
comportamiento compartidos y establecer un canon de referencia (véase capítulo
III).
Desde esta perspectiva, se cree que vivimos en el contexto de una realidad social
cambiante y caótica, casi imposible de analizar. Es paradójico, sin embargo, que el
discurso posmoderno haya triunfado justamente en plena era de la globalización.
Justo en el mismo momento en que algunas corporaciones trasnacionales ejercen un
control creciente de los mercados culturales y mantienen una influencia notable en
la creación de tendencias dominantes (mainstream) a escala planetaria (Martel,
2011).
Tabla 3. Las miradas sobre el consumo
Teorías sobre el
consumo
Indicadores
Autores
Perspectiva
económica
clásica
Valor de
cambio
Karl Marx y otros El
precio en el mercado
Mirada
económica
Teoría del valor
Valor de uso
La utilidad del objeto para
satisfacer necesidades
Perspectiva de la
distinción social
Mirada
sociológica
valor
simbólico
diferencial
Es un objeto escaso:
rareza
Es más caro
Hay una sensibilidad
especial (habitus)
Thorstein Veblen (1899)
Theory of the Leisure Class
Pierre Bourdieu (1979)
La distinction, critique sociale du jugement
Teoría
sociocultural del
consumo
Mirada
antropológica
Valor
simbólico y
cultural
La significación cultural
del objeto
M. Douglas; B. Isherwood, (1996) The World of
Goods: towards an Antrophology of Consumption
Perspectiva
posmoderna
Concepción
filosófica
Valor
simbólico
plural
Fragmentación
Desconcierto
Fredric Jameson (1991)
Postmodernism, or the Cultural Logic of Late
Capitalism
Mike Featherstone (1991)
Consumer Culture & Postmodernism
Fuente: Elaboración propia a partir del texto elaborado por Néstor García Canclini (1995) en «El consumo sirve para pensar» en Ciudadanos y consumidoras.
3. La dimensión simbólica del consumo
Hemos constatado las grandes limitaciones de una perspectiva meramente
económica sobre el consumo y queremos ir más allá de un análisis en términos de
distinción social. Podemos aceptar el reto que propone García-Canclini de elaborar
una teoría sociocultural del consumo de carácter interdisciplinario. Según el autor
de origen argentino, el consumo
«es el conjunto de procesos socioculturales en que se realiza la apropiación y los usos de los productos».
Los patrones de consumo no son entonces la expresión pura de una elección
individual, sino que responden a una presión social y la permanencia de
determinadas tradiciones. Los patrones de elección de bienes y servicios en el
proceso de consumo están vinculados a un determinado entorno cultural. Mary
Douglas considera al consumidor como un animal social que compra objetos para
darles y compartir con los demás (Douglas y Isherwood, 1996).2 Pone el ejemplo
del estudio de la ingesta de alimentos y de bebidas que a menudo se produce en el
contexto de un determinado ceremonial doméstico. Los actos ceremoniales en la
mesa ponen de manifiesto la estructura jerárquica de la sociedad.
García Canclini señala la necesidad de unas sólidas estructuras mentales que nos
permitan pensar y ordenar nuestros deseos:
«Mediante los rituales, los grupos seleccionan y fijan —gracias a acuerdos colectivos— los significados que
regulan sume vida. Los rituales sirven para contener el curso de los significados y acero explícitas las
definiciones públicas de lo que el consenso general Juzgo valioso. Son rituales eficaces aquellos que utilizan
objetos materiales para establecer los sentidos y las prácticas que los preservan. Cuanto más costosos sean
esos bienes, más fuerte será la inversión afectiva y la ritualización que fija los significados que arroja.»
García Canclini (1995, pág. 49)
En definitiva, el consumo tiene una profunda dimensión sociocultural y
contribuye a hacer más inteligible el mundo social. A menudo el principal escenario
de este tipo de rituales de consumo es el hogar familiar, pero el hecho de ir de
compra a los grandes almacenes comerciales alcanza una dimensión pública y un
carácter ritual.
4. Los templos del consumo
Al buscar el origen de los modernos centros comerciales nos debemos situar en
las grandes ciudades europeas en la segunda mitad del XIX. Los grandes almacenes
pretendían dar respuesta a una demanda creciente por parte de una burguesía
ansiosa por lograr un nuevo protagonismo social. El desarrollo posterior de estos
grandes almacenes —como el Corte Inglés o las Galerías Lafayette— derivó en las
tiendas departamentales (o shopping centers) que eran el lugar al que se iba a hacer una
compra excepcional.
En la segunda mitad del siglo XX se crea en Estados Unidos lo que actualmente se
conoce como mall. El mall es un recinto singular y perfectamente planificado. Se
trata de establecimientos construidos arquitectónicamente de manera unificada,
dirigidos y diseñados para una gerencia única que generalmente cuenta, al menos,
con un establecimiento que hace de locomotora (un gran centro o un
hipermercado) que ejerce un fuerte poder de atracción de los consumidores hacia el
centro, y varios establecimientos pequeños (Escudero, 2008, pág. 30). Existe la
presencia de determinados focos de atracción en su interior y su doble
especialización como áreas de consumo y de ocio. El mall contribuye a la noción del
consumo como una actividad de ocio. Ante la falta de parques públicos, los
comerciantes crean «espacios públicos» donde satisfacer necesidad de ocio. El mall,
inicialmente, es una respuesta a las necesidades también de los habitantes de los
barrios que no tienen comercios en el entorno.
En muchas sociedades avanzadas el mall es el centro de muchas controversias. Sus
detractores consideran que destruyen el tejido comercial de la ciudad y fomenta un
consumismo individualista y anómico. Sus defensores consideran que el mall se ha
convertido en una parte constitutiva de un proceso de integración social, el cual se
articula tanto a nivel espacial como arquitectónico.
Estos centros comerciales abiertos a todos son una expresión de la
democratización del consumo (Vergara y otros, 2017). Paradójicamente, estos
espacios de consumo, que se extendieron por Estados Unidos y, más adelante, en
todo el mundo, fueron ideados por el arquitecto austriaco Victor Gruen, que quería
fomentar el socialismo mediante una experiencia comunitaria en torno al consumo.
En su origen se pretendía desarrollar ciudades (no desmantelarlas); unir las
comunidades (no fragmentarlas); crear espacios para estrechar las relaciones sociales
(y no fomentar un consumo individualista) (Tironi, 2015: 126; Salcedo y De
Simone, 2013).
El mall como representación simulada de la ciudad se puede entender como un
dispositivo fundamental para la comprensión de la cultura contemporánea (De
Simone, 2015, pág. 65). En los centros comerciales es posible ver una síntesis de la
combinación entre consumo, recreo y paseo público. Esta síntesis, que se traduce
en una experiencia singular por los individuos, convierte el mall en uno de los
centros neurálgicos de la vida urbana. El mall fomenta un nuevo tipo de sociabilidad
y articula un conjunto de nuevas experiencias, entre las que destaca la introducción
de un nuevo tipo de mediación entre el consumo segmentado (a menudo de objetos
de lujo) y la masificación del consumo.
El mall ofrece un tipo de experiencia determinada por un control minucioso del
espacio y por la obsesión de la seguridad. También se da el control de un conjunto
de variables ambientales, lo que se expresa en un hábitat limpio, transparente y
claramente separado de la ciudad exterior. Finalmente, el mall es uno de los
principales espacios exhibitorios por el individuo moderno convertido en homo
ludens: un lugar para ir de compras, pasear y centro de recreo para disfrutar del
tiempo libre.
Bibliografía
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discurso publicitario del mall como expresión posmoderna». Trípodos (extra, en prensa).
1. El presente trabajo forma parte del proyecto Fondecyt Regular n. 1160839: «Visualidad y consumo
en los años ochenta. Una aproximación a las campañas publicitarias del Mall Parque Arauco».
2. Mary Douglas se muestra muy crítica, obviamente con la teoría de la elección racional del
consumidor que defiende la teoría neoclásica.
Capítulo X
Gustos culturales y estilos de vida
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Alfons Medina. Universidad Ramon Llull
«El gusto, propensión y aptitud para la apropiación (material y/o simbólica) de una clase determinada de
objetos o de prácticas enclasadas y enclasantes, es la fórmula generadora que se encuentra en la base del estilo
de vida, conjunto unitario de preferencias distintivas que expresan, en la lógica específica de cada uno de los
subespacios simbólicos —mobiliarios, vestidos, lenguaje o hexis corporal— la misma intención expresiva».
P. Bourdieu (1988 [1979], págs. 172-173). La distinción
1. Los estilos de vida
En sintonía con la concepción antropológica se puede considerar la cultura como
una manera de vivir y de afrontar la vida. La noción de cultura como «estilo de
vida» es una concepción vinculada a las prácticas cotidianas, los gustos y los hábitos
de los miembros de los grupos o de las clases sociales y nos permite tratar
fenómenos básicos como el consumo, la moda o las culturas juveniles. Los jóvenes,
por ejemplo, otorgan una gran importancia a los elementos estéticos y formales en
la ropa, el peinado y las actividades de ocio (que tienen una gran trascendencia
simbólica). La irrupción de las llamadas «culturas juveniles» o «tribus urbanas» se
hace patente mediante determinadas pautas de consumo.
La noción de estilo de vida actualmente disfruta de un uso amplio y variado, tanto
en el campo de la sociología como, principalmente, en la investigación sobre la
estratificación social o en la investigación de mercados, donde se ha utilizado en los
estudios sobre consumo. Es un concepto elaborado por autores clásicos de la
sociología, como Gabriel Tarde y George Simmel y Max Weber. Weber habló de
los estilos de vida cuando —en un diálogo tácito con Marx— afrontó la existencia
de las clases sociales en las sociedades capitalistas. Desde una perspectiva marxista
la propiedad es el principal criterio convencional para la definición de la posición de
clase. Para Max Weber, la clase social se puede definir como un grupo de individuos
que comparten un rol profesional y unas mismas condiciones de trabajo, pero
destaca, también, la importancia que tienen o pueden tener los factores culturales
(extraeconómicos y extralaborales) en la definición de la clase, ya que las clases
sociales son grupos humanos con unos rasgos de identidad comunes, lo que puede
influir fuertemente en su estilo de vida particular.
Weber acepta la noción de clase social, pero considera que la descripción de la
estratificación social se complica por la existencia de los grupos de estatus. Propone
hacer una distinción estricta entre clase y grupos de estatus: Por lo tanto, podemos
decir —arriesgándonos a simplificar— que las clases se estratifican de acuerdo con
sus relaciones con la producción y la adquisición de bienes, mientras que los grupos
de estatus se estratifican según los principios del consumo de bienes, tal como viene
representado por estilos de vida particulares (Weber, 1969).
El estilo de vida permite identificar la forma de ser, de hacer y de sentir de los
miembros de determinados grupos. Este está vinculado a los gustos, a las
preferencias y al nivel de vida de los grupos sociales. Según esta concepción, el
estilo de vida equivale a las maneras de hacer. La forma no se refiere solo a la mera
apariencia o al aspecto exterior de las acciones o de los comportamientos, sino su
registro entero, minucioso y completo.
La cultura es contemplada como una forma global de vivir y de encarar la vida,
como una manera de ser en el mundo (Williams, 1976). Podemos mencionar los
hábitos gastronómicos, la moda en el vestido, la decoración de la casa, las
actividades que se realizan durante las vacaciones, etc. El estilo de vida incluye todas
estas manifestaciones y el modo particular de llevarlas a cabo, que pueden alcanzar
un alto nivel de sofisticación y una alta carga simbólica. Por ejemplo, el vestido y las
formas de comportamiento externo transparentan, con más o menos claridad, la
condición social de las personas: la edad, el sexo, la clase y el origen social y la
profesión. Los miembros de un grupo se pueden reconocer fácilmente entre ellos
por su aspecto externo (y distinguirse de los otros grupos). El vestido es, quizás, el
elemento de identificación principal, que generalmente se corresponde con unos
hábitos, unas formas de comportamiento y un lenguaje corporal. La ropa, pues, no
sirve solamente para tapar y proteger al individuo, sino que también sirve para
adornarlo y distinguirlo. El vestido tiene esencialmente una función de
reconocimiento, tanto dentro del grupo como de cara a los extraños, de tal manera
que mediante el tipo de ropa es relativamente fácil —sobre todo en las sociedades
tradicionales— (re)conocer la clase e, incluso, la profesión que ejerce un individuo.
El estilo de vida está muy condicionado a las actividades que se realizan en el
tiempo libre y se refleja, por ejemplo, en el tipo y en la estructura del gasto familiar.
Generalmente nuestros hábitos de consumo y de gasto están en cierta
correspondencia con nuestra posición en la estructura de clases sociales. También
depende de la situación económica y de las expectativas de futuro. Por ejemplo, en
un contexto de crisis las personas adoptan generalmente comportamientos más
prudentes y austeros. La visita a determinados comercios o el consumo de
productos de marca blanca, por ejemplo, puede indicar con bastante precisión el
estatus social que tenemos o la posición a la que aspiramos.
El estilo de vida se conforma especialmente durante los años de la infancia y está
muy vinculado a un determinado habitus familiar. Sin embargo, el estilo de vida
evoluciona y se transforma a lo largo de todo el ciclo vital. En algunos casos de
manera más intensa que en otros. De manera más o menos consciente.
Hacer un estudio de los estilos de vida en nuestra sociedad no es sencillo. A pesar
de la importancia notable que mantiene el factor «clase social», se constata un cierto
eclecticismo y una mezcla notable de estilos. La heterogeneidad es muy grande y
solo a partir de un proceso de observación muy minucioso podemos diseccionar los
diferentes estilos de vida.
2. Consumo ostentoso y clase ociosa
En las sociedades capitalistas es difícil conseguir una buena reputación y, más
difícil aún, mantenerla durante toda una vida. Alain de Botton (2004) habla de la
angustia por el estatus. Aunque aparentemente vivamos obsesionados por la riqueza
o el poder, lo que realmente nos preocupa es perder el aprecio y el reconocimiento
de los demás. Si nuestra posición en la escala social nos inquieta es que la idea que
nos hacemos de nosotros mismos depende también de cómo nos ven los demás. El
estatus va ligado al respeto y la consideración social de un individuo. Es habitual
decir que una persona que ocupa un estatus o una posición social destacada es
«alguien» y que quien está en la situación contraria no es nadie (en castellano
diríamos que es un «don nadie»); también podemos castigar a una persona mediante
el desprecio o la indiferencia (en castellano llamaríamos «ningunear»). La opinión de
los demás es importante. Detrás del hecho de querer significarse hay el afán y el
deseo de lograr la aceptación. En los círculos íntimos nos angustia la posibilidad de
perder el apoyo de las personas más cercanas y más significativas. En la vida pública
nos inquieta más bien la posibilidad de perder la reputación. El peor castigo que
puede recibir un individuo es la ignorancia y el ostracismo social. Como señala
William James (1890):
«Si fuera posible físicamente, no se podría concebir castigo más diabólico que dejar que una persona pasara
absolutamente desapercibida para todos».
Los miembros de la burguesía no tienen, al nacer, ningún carácter esencialmente
diferenciado. En las sociedades liberales prevalece el principio de igualdad de
oportunidades. ¿Qué permite, sin embargo, a los burgueses distinguirse
socialmente? Thorstein Veblen fue el primer economista que, más allá del análisis
económico convencional, habló del consumo relacionado con el afán de presunción
y de distinción social por parte de los miembros de esta clase privilegiada. Hasta
entonces, los economistas relacionaban el consumo solo con la satisfacción de las
necesidades materiales básicas para vivir (el consumo estaba subordinado a la
producción). En The Theory of the Leisure Class (1899), Veblen considera que el
consumo responde a una profunda inquietud social y psicológica. La pregunta es:
¿qué puedo hacer yo para mejorar mi imagen y reputación social?
La teoría de la clase ociosa es un retrato histórico de las formas de vida de ciertas
familias de la alta burguesía norteamericana a finales del siglo XIX. Veblen explica
magistralmente las formas de ostentación y presunción social, y pone de manifiesto
la sutileza y complejidad del tema. Veblen subraya la importancia de algunos
factores particulares que inciden en el fenómeno de la distinción. Cualquier gasto
que contribuya de manera efectiva a la buena fama del individuo generalmente se
debe hacer en cosas caras y superfluas. La fama se fundamenta principalmente en la
propiedad y la riqueza, y se expresa mediante la ostentación de tiempo (la ociosidad)
y las formas de consumo (consumo conspicuo). El consumo no ha sido nunca solo
al servicio de la satisfacción de las «auténticas» necesidades humanas, sino que
también sirve para incrementar el estatus y el prestigio social. Veblen considera que
a finales del siglo XIX la clase ociosa estaba en condiciones de imponer las formas
de comportamiento que la caracterizan, sus gustos y, en definitiva, todo lo que
constituye el estilo de vida como un modelo de referencia a seguir o a respetar por
parte del resto de las clases sociales. Las observaciones de Veblen son muy
pertinentes para analizar el comportamiento de los individuos en una sociedad de
consumo y son especialmente adecuados para explicar el comportamiento de los
nuevos ricos, que es un comportamiento universal: lo encontramos en todos los
países avanzados y, de manera singular, en los llamados países emergentes (como
Brasil, Rusia, India, China, etc.).
El consumo de objetos de lujo, que no tienen ninguna utilidad aparente, deviene
socialmente honorable, como signo de proeza y prenda de dignidad humana. El
consumo llega a ser honorable por sí mismo, especialmente cuando se refiere a las
cosas más caras y más deseadas. Es en la medida en que los bienes son costosos que
consumir se considera un hecho noble y honorífico; inversamente, la imposibilidad
de disponer de ellos en la cantidad y calidad necesarias puede convertirse en un
signo de inferioridad y de demérito. Como señala Veblen: un traje barato es lo que
hace un hombre barato. Para ganar y conservar la estima de los hombres no es
suficiente con tener poder y disponer de riqueza. Es necesario que esta riqueza sea
exhibida y puesta de manifiesto, porque la estima social solo es otorgada ante su
evidencia, y la demostración de la riqueza no solamente sirve para impresionar a los
demás, sino que es útil, lógicamente, para mantener la autoestima. La lógica que rige
la apropiación de los bienes como objetos de distinción no es solo la de la
satisfacción de necesidades, sino la de la escasez de estos bienes y la imposibilidad
de que otros los tengan. Se trata —como más adelante diría el economista británico
Fred Hirsch (1977)— de bienes posicionales que no todo el mundo puede consumir al
mismo tiempo y que colocan a sus consumidores en una posición de ventaja
relativa. Son bienes, como las propiedades especialmente bien situadas, por los que
hay una fuerte competencia, lo que hace que aumente el precio.
Las formas más llamativas de ostentación social tienen que ver con un proceso
más o menos artificioso de creación o recreación de la identidad en el que se hacen
destacar unos atributos considerados positivos. Esta situación se produce, sobre
todo, cuando hay una situación de incongruencia de estatus. Es decir, cuando hay (o
se cree que hay) un desequilibrio entre la posición social que alguien ocupa y el
respeto y la consideración social que ese alguien merece, cuando menos, en
determinados ámbitos. El nuevo rico es objeto de burla o de escarnio social. Se ve
despreciado y ridiculizado por parte de los sectores populares que, a menudo,
tienen un sentimiento ambivalente de desdén y de envidia hacia los hombres de
éxito. El desprecio existe también entre los mismos burgueses y, sobre todo, entre
los miembros de la burguesía tradicional, la que a menudo adopta formas de
comportamiento más austeras y más discretas.
3. Cazadores de estatus
El estatus social hace referencia a la posición social que ocupa un individuo y que
puede conllevar un determinado reconocimiento social. El término estatus proviene
de la palabra latina statumen, ‘posición’ (participio pasado del verbo stare, ‘estar de
pie’). En sentido estricto, la palabra hace referencia a la posición jurídica o
profesional que un individuo ocupa dentro de un grupo social; en un sentido más
amplio, se refiere al valor o la importancia que tiene un individuo ante los demás.
Max Weber definió la posición de estatus (Ständische Lage) como la posición que se
ocupa dentro de la estructura social. Esta posición implica una cierta consideración
—o desconsideración— en términos de reputación y de estima social. El
reconocimiento social, sin embargo, es muy relativo, dado que depende de unas
circunstancias cambiantes y de un sistema de valores culturales que evolucionan
históricamente. Dentro de la tradición sociológica, el concepto de estatus tiene una
importancia indiscutible. Sin embargo, debe considerarse con cierta cautela, ya que
es un concepto ambivalente que no siempre se entiende de la misma manera. Para
algunos estudiosos el estatus se identifica con la posición social del individuo; para
otros, en cambio, el estatus se relaciona con el prestigio y el reconocimiento social.
A menudo se confunden ambos significados.
Actualmente, el estatus social de un individuo depende, sobre todo, de su empleo.
¿Qué criterios, sin embargo, se deben tener en cuenta para evaluar la importancia
social de un empleo? Los criterios pueden variar de un país a otro, pero los más
importantes para evaluar un empleo son los siguientes: la importancia de la tarea
profesional; los conocimientos y la inteligencia necesarios para ejercerla; la
autoridad y la responsabilidad inherente al trabajo; la dignidad o prestigio asociados
a una profesión, y los ingresos obtenidos por el empleo (Packard, 1965).
Es cierto que a menudo la posición social se expresa y se acredita mediante un
determinado nivel de consumo y lo que podríamos considerar un estilo de vida
apropiado, pero este solo se puede mantener a lo largo del tiempo gracias a una
posición económica sólida y una fuente de ingresos estable.
Existe el peligro de hacer una lectura muy reduccionista o utilitarista de la obra de
Veblen. El mismo Veblen era consciente de que para alcanzar un alto nivel de
distinción no bastaba con hacer ostentación de la riqueza material. También era
importante la educación, la sensibilidad, las formas de comportamiento y, en
definitiva, las buenas maneras. El refinamiento de los gustos y este cultivo de la
sensibilidad estética, que acompañan al comportamiento, requieren mucho tiempo y
dedicación y, al mismo tiempo, no son accesibles a las personas que tienen que
destinar buena parte de su esfuerzo y su energía al trabajo. Veblen fue el primer
economista que, más allá de la teoría económica convencional, habló del consumo
ostentoso relacionado con el afán de presunción y de distinción social. Los gustos,
el comportamiento y las formas de comportamiento han sido un importante
vehículo de comunicación social. Mediante el consumo de determinados bienes de
lujo las clases altas pueden comunicar y reafirmar su situación social. Sin embargo,
la exhibición de la riqueza es una actitud característica del nuevo rico, que necesita
afirmarse (y compensar su origen social humilde) mostrándola como si se tratara de
un trofeo.
4. Habitus cultural
Los gustos se encuentran en el corazón del estilo de vida de un grupo particular.
Bourdieu considera que los gustos y las formas de comportamiento externo pueden
actuar como un buen indicador para ubicar a las personas en su grupo social o la
clase social de procedencia. Bourdieu considera que la persona distinguida es la que
sigue de manera escrupulosa y de forma digna las formas y los modelos arquetípicos
de conducta vigentes en su grupo de pertenencia.
Las manifestaciones culturales y las afirmaciones del gusto no son, generalmente,
el producto de una elección consciente y estratégica del individuo. El
comportamiento cultural es el producto del habitus, que es una disposición
«desinteresada» que impregna y da una coherencia formal a todas las formas de
comportamiento, y orienta las decisiones que organizan la vida cotidiana de las
personas.
Habitus
La noción de habitus surge en el contexto de una teoría general de la práctica y se convierte en un concepto
clave para comprender las reflexiones de Bourdieu sobre la cultura. Bourdieu desafía la concepción
humanista que —como se ha dicho— deviene demasiado restrictiva. Desde la perspectiva del autor francés,
«cultura», en sentido amplio, comprende todo lo que se hace relacionado con un determinado habitus de clase
y que engloba formas y estilos de vida. El habitus es como una segunda naturaleza de origen cultural que
orienta las elecciones que uno hace relativas a la comida, al vestido, al mobiliario, los espectáculos de que
goza el individuo. Asimismo el habitus impregna la manera de moverse, la manera de hablar y el gesto. Así
pues, el fenómeno de la distinción no se refiere solamente al campo de las bellas artes y al de los gustos
estéticos de tipo más refinado, sino que se extiende en un sentido amplio e impregna las formas de consumo
y los estilos de vida de las diversas clases sociales.
El habitus constituye un conjunto de disposiciones que inclinan a los agentes a obrar y reaccionar de una
manera determinada. Así, el habitus (el gusto) se refiere al mismo tiempo a cierta capacidad de discernimiento
y a una determinada manera de hacer las cosas con una gracia especial. Se puede definir el habitus, al modo de
Bourdieu, como el sistema de disposiciones adquiridas (marca incorporada de la biografía social), que es a la
vez principio generador de prácticas objetivamente clasificables y sistema de clasificación de estas prácticas.
Las disposiciones que constituyen el habitus son inculcadas, estructuradas, durables, generativas y
transponibles. Con este concepto, Bourdieu quiere conectar las estructuras sociales objetivas con los
individuos sociales concretos como sujetos (Bourdieu, 1987). Estas disposiciones generan prácticas que son
regulares, pero que no tienen por qué ser, necesariamente, el producto de acciones conscientes o gobernadas
por una «regla». El habitus es el conjunto de esquemas de percepción, de apreciación y de acción inculcados
por el medio social en un momento y en un lugar determinados; es decir, es un conjunto de disposiciones
socialmente adquiridas mediante el aprendizaje. Es una manera de ser interiorizada según la posición que se
ocupa en el espacio social y que acaba organizando tanto la percepción como la generación de las prácticas
culturales.
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Capítulo XI
De la contracultura a las culturas creativas
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
La palabra «contracultura» presenta una relación de familiaridad con otros
términos como «subcultura», «underground», «cultura alternativa», «vanguardia»,
etc., que forman parte del mismo campo semántico. El objetivo de este capítulo es
conocer las raíces históricas de esta cultura contestataria que se forjó en los años
sesenta y que ha incidido fuertemente en la configuración de las «culturas creativas»
de principios del siglo XXI. Se trata de una cultura protagonizada por los bobos
(bourgeois y bohemian) que son el producto de una curiosa mezcla entre los valores
burgueses y la bohemia contestataria de finales de los sesenta.
Al hablar de «contracultura» la memoria nos traslada a las revueltas juveniles y los
movimientos de protesta que marcaron la segunda mitad de la década de los
sesenta. Hay que interpretar estas protestas como un movimiento de ruptura contra
los valores y principios que fundamentaban el mundo industrial de los «tiempos
modernos». Las revueltas del año 68 pusieron de manifiesto la crisis de legitimidad
del sistema capitalista. El mismo año 1968, el filósofo norteamericano Theodore
Roszak publicó The Making of a Counter Culture, libro que se convirtió en un
manifiesto generacional que otorgaba un protagonismo a la juventud como
creadora de una cultura alternativa y que con el tiempo se convirtió en la obra de
referencia sobre el tema.
El Mayo del 68 fue, en buena parte, producto de un conflicto generacional que
puso de manifiesto una crisis muy profunda en los sistemas de valores. A pesar de
la diversidad de situaciones, las revueltas del 68 se produjeron de manera diversa y
simultáneamente en las principales capitales del mundo industrial: París, San
Francisco, México, Berlín, Praga, Barcelona, Tokio, etc.
Estas revueltas fueron procedidas por la eclosión del movimiento hippy en la costa
Oeste de Estados Unidos. Los conflictos más vivos fueron protagonizados por
jóvenes universitarios. La juventud emerge como un nuevo actor histórico que
toma el relevo, en buena medida, de la clase trabajadora como sujeto revolucionario
en la primera mitad del siglo XX (Feixa, 2001, pág. 39).
1. La juventud como nuevo sujeto revolucionario
El movimiento hippy fue protagonizado, sobre todo, por jóvenes de origen
burgués que propugnaba un rechazo radical de los valores y principios del mundo
industrial. La forma de vida hippy proponía una «definición de la situación» diferente
y opuesta a la que se había mantenido como legítima en la sociedad de clase media
norteamericana: «una isla de significados desviacionistas en el mar de la propia
sociedad» (Hall, 1970, pág. 11). El movimiento hippy repudiaba los valores
burgueses: una forma de vida orientada a conseguir el éxito, el poder y el dinero.
Los miembros de la comunidad hippy propugnaban una «fuga» de la sociedad
convencional, una mitificación de los valores espirituales (a menudo de origen
oriental), el culto al amor y a la unidad fraternal. La parte más consciente y
comprometida de la juventud rechazaba el legado cultural y el mundo heredado de
sus padres. La atmósfera hippy se convirtió en un referente, un modelo, una
vanguardia consciente para una juventud inquieta y contestataria.
Sin embargo, la perspectiva del tiempo nos hace ver que algunos principios y
actitudes rebeldes, y sobre todo algunos elementos estéticos del movimiento han
sido plenamente asimilados por la sociedad capitalista.
La contracultura es contraria a las convenciones burguesas oficiales y se declara
abiertamente anticonvencional y anticonsumista. En Rebelarse vende, Heath y Potter
constatan que junto a los procesos de masificación y estandarización de
determinados productos y pautas de consumo, hay procesos que van en el sentido
inverso y buscan la diferenciación mediante determinados productos singulares. La
contracultura en contra del conformismo típico de la «sociedad masa» y ha
estimulado formas de consumo y de comportamiento plenamente diferenciado:
«Por lo tanto, la rebeldía contracultural que rechazaba las normas de la sociedad ‘tradicional’ se convirtió en
un importante símbolo de distinción. Ser un ‘rebelde’ constituía una nueva categoría transicional. ‘Atrévete a
ser diferente’, nos dice constantemente la publicidad.»
Heath, J.; Potter, A. (2005)
En una sociedad que premia el individualismo y desprecia el conformismo, el
movimiento contracultural y la estética underground han inspirado muchas campañas
publicitarias.1 Paradójicamente, esto ha estimulado un nuevo tipo de consumismo
individualista que, a menudo, raya el esnobismo social.
2. La dialéctica entre ortodoxia y heterodoxia
El término contracultura es relativamente reciente, pero en todas las épocas de la
historia se han producido movimientos «heterodoxos» de respuesta y de rechazo
contra las creencias, los valores y las normas imperantes. Así, la palabra contracultura
va asociada a los movimientos de revuelta de mayo del 68, pero las corrientes de
carácter subversivo y los conflictos entre ortodoxos y heterodoxos han sido una
constante a lo largo de la historia.
La importancia de los movimientos heréticos o heterodoxos se hace patente, de
una manera muy clara, en el campo del arte. Las vanguardias artísticas de principios
del siglo XX provocaron una ruptura radical con la tradición heredada. Las
controversias que hay en el mundo del arte han generado una tensión (más o menos
permanente) entre los partidarios de la ortodoxia oficial y los que plantean
posiciones heréticas. La evolución y transformación cultural es, en buena parte,
producto de esta tensión constante. Los movimientos de vanguardia comportaron
una rotura de los convencionalismos del arte académico y del clasicismo. Gran
parte de estos movimientos rechazan también la estética burguesa y el esteticismo,
lo que tradicionalmente se ha llamado buen gusto, entendido como conjunto de
valores de las clases privilegiadas reforzados por el sistema educativo y la llamada
alta cultura. También ha supuesto un menosprecio de los gustos populares y de la
tentación del kitsch. La crítica hecha por las minorías vanguardistas han tenido un
efecto de choque y menudo ha sido motivo de escándalo y controversia.
El espíritu de las vanguardias artísticas incide, en buena parte, en el espíritu
contracultural de la segunda mitad de siglo. La contracultura se puede manifestar de
maneras diferentes en todas las sociedades y especialmente en momentos convulsos
en los que se anuncian cambios profundos. La contracultura propone un discurso
de crítica del poder. Sin embargo, en el momento en que se acepta una propuesta
que proviene de la contracultura, esta entra a formar parte de la cultura compartida
(lo que Berger llama «un mundo dado por supuesto») y pierde, en buena parte, su
carácter subversivo.
3. La contracultura: una cultura a la contra
La contracultura hace referencia a movimientos culturales que surgen como un
subproducto o como la respuesta a una cultura dominante. Los términos usados
para describir la contracultura son bastante significativos: protesta, contestación,
rebelión, revolución, conflicto generacional, marginalidad, etc. La contracultura se
caracteriza por el rechazo del mundo actual.2 El rechazo a la cultura dominante, sin
embargo, se acompaña generalmente de una propuesta de un modelo alternativo.
La contracultura no es de hecho un movimiento contrario a la cultura, tal vez sería
más apropiado definirla como «una cultura a la contra». Es decir, se trata de un
movimiento sociocultural que va a contracorriente y que también expresa a menudo
unos valores afirmativos.
Los partidarios de la contracultura sienten una profunda necesidad de reafirmarse
en contra de los valores dominantes. Es por ello que estos grupos elaboran una
serie de señales de distinción y de diferenciación social. En este proceso los
elementos simbólicos y las formas de tipo ritual alcanzan una importancia
extraordinaria. La mayor parte de las contraculturas tienden a dramatizar, mediante
el gesto y la palabra, la brecha que existe entre el mundo propio y el mundo de los
otros (Hall, 1970, pág. 15). Es la manera que tienen las comunidades de celebrar los
momentos álgidos de una vida en común.
4. La subcultura: una cultura alternativa
La subcultura y la contracultura son términos afines. La frontera que los separa es
muy delgada y a menudo queda desdibujada, por lo que si bien es fácil hacer la
distinción a nivel teórico, a menudo en la práctica se confunden. Así, mientras que
las subculturas pretenden afirmar la autonomía cultural (al margen de la cultura
oficial), los movimientos contraculturales se afirman negando el derecho de la
cultura oficial a existir. Por ejemplo, dentro de la tradición de los estudios culturales
británicos se considera que la contracultura está protagonizada por jóvenes
procedentes de la clase media que rechazan la cultura burguesa de sus padres. Las
subculturas, en cambio, son los estilos de vida y las formas culturales encarnadas
por los jóvenes procedentes de la clase trabajadora. Destaca, dentro de esta
tradición, el estudio Subculture. The Maining of Style, de Dick Hebdige (1979), sobre
las subculturas británicas de los años sesenta y setenta. Según Hebdige, los jóvenes
de origen obrero se rebelaban contra el pudor luterano de los padres y exhibían un
afán consumista y un profundo sentido de libertad. Entonces se produjo una gran
eclosión de grupos juveniles, como los teds, los mods, los rastas, los punks, que tenían
en la moda y la música la principal seña de identidad.3 La juventud británica de
origen obrero convirtió ciertos símbolos y estilos de vida, importados de Estados
Unidos, en un referente o un modelo a seguir para amplios sectores de la juventud.
Hebdige compara las subculturas juveniles con los movimientos vanguardistas de
principios del siglo XX, sobre todo el dadaísmo. Los grupos mencionados aparecen
como movimientos estéticos innovadores y anticonvencionales, y profesan como
valor esencial «la vida como arte».
La subcultura se sustenta en la existencia de comunidades autónomas, con una
fuerte personalidad y que conforman una cultura aparte (con un sistema propio y
valores, normas y creencias). Las comunidades que provienen de la subcultura no
necesitan contraponerse constantemente a una cultura oficial. Las subculturas
pueden constituirse de forma relativamente fácil en las sociedades plurales y
diferenciadas, y llevar una vida independiente. Contribuyen al pluralismo de la
sociedad y en algunas ocasiones pueden llegar a erosionar la cohesión social.
La pervivencia de estas comunidades alternativas depende de la capacidad de
mantener unas formas de vida relativamente independientes del sistema económico
capitalista. Esto significa, al mismo tiempo, crear organizaciones autogestionadas y
de economía autosuficiente que sean viables a medio y largo plazo.
Finalmente, la subcultura entendida como una cultura marginal enlaza con la
cultura underground (con la que comparte el mismo origen histórico). El término
underground nació a principios de los años sesenta y hace referencia a un conjunto de
fenómenos comunicativos que tienen por objeto promover un cambio radical de
sensibilidad: el nuevo periodismo de Tom Wolf (1976), las publicaciones
alternativas, las películas, etc. Sugiere una forma cultural clandestina y subterránea
que tiene el objetivo de efectuar una especie de conspiración lenta y, al mismo
tiempo, radical en contra de la cultura oficial y dar paso a una nueva cultura (Maffi,
1972).
5. Las culturas creativas. Fusión entre burguesía y bohemia
En la década de los setenta y del noventa se produjo una espectacular
transformación cultural en la sociedad norteamericana. La vieja oligarquía de raíz
protestante empezó a decaer. Irrumpieron con fuerza los miembros del baby boom
que, al terminar la universidad, accedieron a puestos de trabajo importantes. Al
llegar la década de 1990, cuando este grupo ya había alcanzado la hegemonía,
lograron transformar la sociedad (Heath y Potter, 2004).
El mejor retrato periodístico de esta nueva clase emergente lo ha hecho el escritor
norteamericano David Brooks. En su libro Bobos in Paradise (2001) describe la forma
de ser y el estilo de vida de estos nuevos yuppies (a caballo entre los informales hippies
de los años sesenta y los ambiciosos yuppies de los años ochenta). Más adelante,
Richard Florida trata el tema de las «clases creativas» mencionando al mismo grupo
social.4
Brooks reconoce que en el pasado era bastante sencillo distinguir entre el mundo
burgués capitalista y la contracultura bohemia. Eran dos mundos diferentes y
contrapuestos. Los burgueses trabajaban para grandes empresas, vestían de gris y a
menudo iban a la iglesia. Los bobos, en cambio, aparecen como una nueva clase
social híbrida, producto de la fusión entre la antigua burguesía conservadora
(bourgeois) y la bohemia (bohemian) que protagonizó la revuelta libertaria y
contracultural de los años sesenta.
Los bobos se han convertido en un referente para las nuevas clases dominantes. A
los bobos les gustan las cosas refinadas, pero rechazan el consumo de objetos de
lujo y cualquier forma de ostentación banal. Dedican el tiempo de ocio a cuidarse a
sí mismos y hacer «cosas útiles». Su estilo de vida se caracteriza por la simplicidad y
la exigencia. Visten con ropa de calidad, pero de manera informal. Son un tipo de
«intelectuales del consumo» y prefieren comprar en los mercados más exquisitos de
la ciudad:
«Tienen dinero sin ser avariciosos; se llevan bien con sus padres sin ser unos conformistas; han llegado arriba
sin menospreciar descaradamente a los de abajo; han logrado el éxito sin atacar con actitudes rancias el ideal
de la igualdad social; llevan una vida holgada sin caer en los viejos tópicos del consumo conspicuo».
Es el caso, por ejemplo, de los «jóvenes» multimillonarios como Bill Gates,
procedentes del mundo de la informática, que nunca llevan traje y corbata. Los
bobos están plenamente integrados en la sociedad de la información, pero tienen
una debilidad por los objetos tradicionales. Dan mucha importancia a los pequeños
detalles. Los gustos de los bobos van muy ligados a la satisfacción de las
necesidades diarias: dan una importancia especial a la comida, al vestir y al
mobiliario. Les gusta vivir en lofts ubicados en barrios residenciales cerca de
espacios naturales o de zonas verdes. Hacen de sus cocinas grandes y bien
equipadas el centro del hogar. Les gusta escoger escrupulosamente la calidad de los
alimentos. Les encantan, por ejemplo, los productos orgánicos, de cultivos
biológicos y animales de cría. En cuanto a la decoración, buscan siempre piezas
únicas, casi de coleccionista, portadas de cualquier rincón del mundo. Y cada objeto
de decoración expuesto en su casa corresponde «un hallazgo» personal y único, que
ayuda a reflejar su personalidad y un sabor un poco excéntrico, pero refinado.
Los bobos constituyen una élite global originaria de los Estados Unidos de
América, pero que se ha extendido a todos los países del mundo occidental. Según
Brooks a principios de siglo XXI había cerca de diez millones de hogares
estadounidenses que ingresaban más de cien mil dólares anuales. Esta es la base
social de los bobos. La capacidad de seducción de esta nueva burguesía radica en su
espíritu aparentemente contradictorio: son a la vez rebeldes y conservadores,
contraculturales y tradicionales, bohemios y burgueses. Los bobos sintetizan la
ambición y el éxito económico de la burguesía convencional y la creatividad, el
inconformismo y los valores de la bohemia. Producto de esta fusión ha creado una
bohemia ilustrada, hedonista, burguesa, basada paradójicamente en el trabajo y el
talento.
Se trata de una nueva clase híbrida que ha sabido integrar los valores de dos
grupos culturalmente contrapuestos y que Daniel Bell (1978) supo describir
magistralmente en su obra Las contradicciones culturales del capitalismo.
El retrato del bobo
Prioriza el trabajo y el éxito profesional y, al mismo tiempo, presume de mantener un espíritu inconformista e
insumiso.
Es un profesional altamente cualificado (que goza de un alto nivel de ingresos), pero que, paradójicamente,
parece que no da demasiada importancia al dinero.
Le gustan las cosas refinadas, pero rechaza el consumo de objetos de lujo y cualquier forma de ostentación
que considera banal. Como señala Vicente Verdú (2002), «el amor al lujo es vulgar, mientras que la atención a
la necesidad es elegante».
Brooks hace un retrato preciso del estilo de vida de este grupo en un momento
determinado del tiempo, pero no tiene suficientemente en cuenta las bases
económicas que explican su importancia. La obra de Richard Florida sobre las
clases creativas nos ayuda a completar el retrato que Brooks hace de los bobos.
Las clases creativas
A partir de los años ochenta del siglo XX aparece una «clase social» emergente,
formada por personas asalariadas de características muy diversas, pero que a
diferencia de la antigua clase trabajadora —que debía limitarse a recibir y a ejecutar
órdenes— destacan por la iniciativa y la capacidad creativa. Las clases creativas
están formadas por individuos talentosos que trabajan en ámbitos muy diversos y
que tienen como principal reto resolver problemas utilizando la imaginación y el
ingenio.
Las clases creativas constituyen una nueva élite dirigente. Mientras que la antigua
clase acomodada estadounidense estaba formada básicamente por blancos,
anglosajones y protestantes (los famosos WASP), los jóvenes rompedores
conforman una «clase culta», de origen universitario, que ha conseguido su poder
ascendente gracias al talento. El prestigio y el poder ya no lo acapara la vieja
burguesía de raíces protestantes, sino los jóvenes informales, creativos y que
mantienen vivo el espíritu inconformista y contestatario de la bohemia. Son de
talante liberal en los asuntos políticos, pero conservadores en cuestiones
económicas. Por instinto los bobos son contrarios al establisment, pero actualmente
conforman el nuevo establishment.
La clase creativa es una nueva clase socioeconómica que —según Richard Florida
(2002)— se ha convertido en uno de los principales motores del desarrollo regional
y del crecimiento económico en los países más avanzados. La clave del desarrollo
económico en un mundo globalizado no se encuentra en los recursos naturales, ni
en la disponibilidad de mano de obra, ni siquiera en los recursos financieros, ni en
el patrimonio heredado o en el hecho de tener acceso a las últimas tecnologías, sino
en los recursos creativos de los territorios. En aquellas ciudades o regiones donde se
concentra la creatividad es donde se observa un fuerte auge de las «industrias
creativas». Los miembros de este colectivo emergente eligen el lugar de residencia
en función de las oportunidades de ocio y de trabajo. En la actualidad un código
postal nos dice mucho más sobre el estatus social de una persona que su linaje o el
árbol genealógico.
Las industrias creativas incluyen:
«La publicidad, la arquitectura, el arte y las antigüedades, el diseño, la moda, el cine, los videojuegos, la
música, las artes expresivas, la edición, el software, la televisión y la radio».
El gobierno del Reino Unido, en el documento Creative Industries Mapping Document,
define las industrias creativas como aquellas industrias que tienen su origen en la
creatividad, las habilidades y el talento individuales, y que tienen un potencial para la
creación de riqueza y puestos de trabajo mediante la generación y la explotación de
la propiedad intelectual.
Dentro de este grupo social hay profesionales de perfiles muy diferentes que
provienen de sectores de actividad diversos, como son —por ejemplo— la sanidad,
la investigación científica, la ingeniería, la informática, los negocios y las finanzas. Se
trata de científicos, ingenieros, profesores universitarios, músicos, diseñadores o
arquitectos, cuya función económica es desarrollar nuevas ideas, nuevas tecnologías
o nuevos contenidos culturales. Se considera que en los Estados Unidos esta clase
puede llegar a representar cerca de un tercio de la población activa y su nivel de
productividad es alto o muy alto.
El sector creativo ha transformado el entorno cultural y económico en los últimos
veinte años (Heath y Potter, 2005). Como sucedió con la oligarquía de décadas
pasadas, este poderoso grupo marca la pauta al conjunto de la sociedad. En una
economía capitalista moderna, el talento —vinculado a la cultura y a la educación—
es más importante que el estatus y los contactos sociales. Entre los miembros de las
clases creativas se hace difícil distinguir entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio,
dado que, a menudo, los miembros de las clases creativas aprovechan el tiempo
libre para reflexionar y encontrar solución a sus retos y preocupaciones
profesionales o, simplemente, para hacer deportes o esparcimiento que les permita
liberarse del estrés en el trabajo. Constituyen una especie de clase activa y dinámica
que contrasta con la clase ociosa tal como la había descrito Veblen. No hacen nada
para pasar el rato o para matar el tiempo.
Las élites económicas del siglo XXI comparten gustos y un estilo de vida bastante
austero que los alejan de los hábitos de consumo más ostentosos de las élites
tradicionales. La discreción es un rasgo de identidad definitorio. Además, el estatus
y la identidad de estas personas proceden de una vida rica en experiencias y no en el
goce de los bienes materiales. En muchos aspectos, el estilo de la clase creativa se
puede resumir en una búsqueda apasionada de experiencias. Y el tipo de
experiencias que buscan refleja y refuerza sus identidades como personas creativas.
Lo ideal es «vivir la vida», una existencia plena, intensa y de gran calidad.
«Les gusta la cultura de la calle, una mezcla vibrante de cafeterías, músicos, pequeñas galerías de arte y
restaurantes, donde cuesta distinguir los participantes de los observadores, la creatividad de los creadores.»
Florida (2009)
La transformación en el sistema de valores se expresa en el mundo profesional.
Los miembros más dinámicos del mundo profesional ya no aspiran a lograr una
profesión para toda la vida. La nueva bohemia acomodada aspira a tener un trabajo
cool. Las oficinas de las empresas tecnológicas sugieren una nueva concepción del
espacio. Los horarios son flexibles y la manera de vestir informal. Es la expresión
de un nuevo talante y de un estilo de vida característico.
Los «creativos» exigen un entorno laboral way y acogedor y no están dispuestos a
trabajar en una ciudad gris y ordinaria. Aspiran a vivir en lo que se denominan
comunidades cool, rodeados de personas afines.
Capitalismo y tendencias cool
La palabra cool es difícil de definir. Algunos autores prefieren no traducirla a la lengua castellana justamente
porque al hacerlo perdería toda la gracia. Parecería algo guai. Además, su uso recurrente hace que todo el
mundo la utilice para definir o identificar la práctica del uso cotidiano de miles de cosas diferentes. Malcolm
Gladwell (1997) puntualiza que lo cool es abstracto e indefinido. No nos dice nada de las características
concretas de lo cool (estas pueden cambiar en cualquier momento), pero sí que señala su trascendencia desde
el punto de vista de la distinción social. La naturaleza escurridiza demuestra el carácter abstracto del
concepto: «El truco es localizar primero a las personas cool y luego los productos cool, pero nunca al revés.
Como la moda cambia continuamente, uno nunca sabe muy bien qué buscar».
Por medio de las marcas expresamos quiénes somos y qué es lo que valoramos. Al consumir las marcas que
están de moda, nos consideramos más cool.
Se hace servir habitualmente para señalar actitud cultural vanguardista, alternativa y sofisticada. La persona
cool es un esnob que se aparta deliberadamente de los miembros de la masa. Es único y no quiere que lo
equiparen con los demás.
En un artículo que se publicó en el New Yorker en 1997 titulado The coolhunter, Gladwell enumeraba las tres
normas básicas asociadas al fenómeno cool.
En primer lugar, «lo cool no corre, vuela». Es decir, en cuanto creemos que lo hemos descubierto, se nos
escapa de las manos.
En segundo lugar, «lo cool no sale de debajo de las piedras». Una empresa puede estar al tanto cuando sale una
moda nueva, pero no puede iniciarse por sí misma.
Finalmente, «hay que ser cool para saber distinguir lo cool».
La difusión de cool sucede de la misma manera. Comienza con un pequeño grupo de individuos «innovadores»
que son unos inconformistas congénitos, siempre pendientes de lo que hace, dice, se pone o utiliza una
diminuta minoría de personas. A los innovadores los imita un grupo ligeramente mayor formado por los
«primeros seguidores», que son lo que podríamos llamar los expertos en el cool.
Y aunque el término suele aplicarse a personajes y objetos «culturales» (actores, escritores, músicos; zapatos,
ropa, aparatos electrónicos), los partidarios de lo cool siempre han catalogado su propia conducta como un
acto profundamente político.
Los nuevos bohemios buscaban la creatividad, la rebeldía, la novedad, la
capacidad de expresión, la generosidad espiritual y la experimentación. Ciudades
como Austin, San Francisco, Seattle o Boston —por ejemplo— son ciudades
creativas. Según Florida (2005), la ciudad creativa —donde los homosexuales, los
inmigrantes y los bohemios se sienten como en casa— son los espacios más
propicios para la creatividad. Es una ciudad abierta, dinámica y tolerante, motor de
desarrollo y prosperidad. La fórmula del éxito económico de estas ciudades se
resume en la triple T: tolerancia, talento y tecnología.
Para atraer a los profesionales con talento ya no es suficiente que las empresas se
instalen en contornos urbanos seguros, con una buena red de transporte, un
entorno saludable (con aire puro y agua potable) y una amplia oferta de museos y
galerías de arte. Para atraer al sector creativo es necesario, también, disponer de un
buen sistema de reciclaje de residuos, una oferta diversa de cafeterías modernas,
restaurantes vegetarianos y tiendas bien provistas de productos orgánicos.
Por último, las principales críticas a la teoría de las clases creativas de Richard
Florida apuntan, sobre todo, al carácter elitista de este «reducido» número de
personas escogidas, que aparentemente tienen la clave del progreso y del futuro de
las ciudades y de las regiones. Por otra parte, la noción de clases creativas es una
especie de cajón de sastre donde conviven personas de toda condición. Desde una
perspectiva sociológica, la clase creativa no es una clase social en sentido estricto.
Bibliografía
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comunicació». En: N. Barbieri; J. Clares y otros. Polítiques culturals i de comunicació. Barcelona: Edicions UOC.
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Williams, R. (1976). Keywords. Middlesex: Pelican.
1. La misma industria cultural ha tratado de apropiarse de los discursos contraculturales, de lucrarse
con sus creaciones y de convertirlos en elementos de consumo generalizado, con lo cual ha
neutralizado, en parte, el matiz contestatario.
2. Hervé Carrier (1994) considera que traer el programa de la contracultura hasta las últimas
consecuencias tendría resultados funestos y podría comportar el fin de la civilización.
3. Hay que mencionar las aportaciones que hizo la sociología norteamericana al investigar la subcultura
protagonizada por bandas juveniles relacionadas con el crimen y el delito. Como demuestran los
estudiosos de la Escuela de Chicago, las bandas juveniles comparten algunos valores de la cultura
dominante: el culto al dinero, el afán de consumo o la obsesión por el éxito. Intentan conseguir estos
objetivos «legítimos» mediante una serie de instrumentos «ilegítimos» (Cohen, 1955). Sin embargo, los
miembros de estas bandas comparten unos valores comunes, un profundo sentido de identidad y un
manifiesto orgullo de pertenencia.
4. Cabe decir que las tesis principales de las obras de Richard Florida y David Brooks se basan en un
libro clásico (y poco conocido), Bohemian Versus Bourgeois, de César Graña (1964), sociólogo
estadounidense de origen peruano.
Parte V
De la cultura popular a la cultura digital
Capítulo XII
La cultura popular
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
La cultura popular se encuentra en el centro de muchas controversias sobre el
conjunto de la cultura contemporánea. En Europa, tendemos a definir la cultura
popular en contraposición a la llamada cultura de masas, que comprende la mayor
parte de las formas de producción y consumo culturales de carácter industrial.
Dentro de la cultura popular podemos destacar las celebraciones religiosas y las
fiestas que en algunos casos tienen una vigencia extraordinaria en muchos pueblos y
ciudades. Las manifestaciones deportivas —que forman parte de una nueva cultura
popular mediatizada— también han adquirido una especial relevancia en las
sociedades avanzadas (véase capítulo XVII).
Paradójicamente, mientras que en Estados Unidos se relaciona la cultura popular
con el mundo del cine, la radio y la televisión, en los países europeos, en cambio, se
vincula con el folclore y la tradición: las fiestas y celebraciones, la música en vivo,
las danzas tradicionales, los cuentos. La idea de que la cultura popular es una cultura
de masas de origen norteamericano tiene un fuerte arraigo dentro de la tradición de
los estudios culturales.1
1) Dualidad cultural. A lo largo de la historia se constata la existencia de dos
culturas diferenciadas: una cultura de las élites (la cultura culta) y una cultura del
pueblo. La cultura popular ha evolucionado a lo largo del tiempo y se ha
transformado tanto desde el punto de vista de las formas como de los contenidos y
medios de expresión. La cultura popular tiene un origen muy lejano. Según Batjin
(1974), la cultura popular fue creada por el pueblo no ilustrado en la época medieval
y de forma «autónoma» sin la tutela de las élites ilustradas. Surgió fuera de la corte y
en el exterior de los muros de los monasterios y universidades. Peter Burke
considera que es preferible definir, inicialmente, la cultura popular en un sentido
negativo: «como una cultura no oficial», como la cultura de los grupos que no
formaban parte de la élite. La cultura popular sería —en términos «gramscianos»—
la cultura de las clases «subalternas». En su trabajo clásico Popular Culture in Early
Modern Europe, Burke (1978) nos propone la siguiente definición:
«La cultura es un sistema de significados, actitudes y valores compartidos, así como de formas simbólicas a
través de las cuales se expresa o encarna una forma de vida».
La cultura, en este sentido, forma parte de una manera de vivir, pero no es
plenamente identificable con ella.
La cultura popular incluye la cultura tradicional, de carácter agrario y propia de las
clases populares anteriores a la era industrial. También se ha utilizado el mismo
término para indicar la cultura de las clases populares urbanas de las primeras etapas
de la Revolución Industrial. Estas clases estaban compuestas, a principios de la
modernidad, por una multitud de grupos sociales más o menos definidos, de los
cuales los más destacados eran los artesanos y los campesinos. Entonces eran los
grupos que encarnaban y protagonizaban las formas de cultura popular. En las
sociedades industriales era la clase trabajadora la principal protagonista de las
manifestaciones de cultura popular, pero la «posmodernidad» ha supuesto una
mayor complejidad de la estructura social, una fragmentación notable de la clase
obrera y una pérdida notable de su sentido de identidad.
No es sencillo hacer una definición de cultura popular sin caer en posiciones
esencialistas. Al hablar de cultura popular es importante identificar los grupos que
son protagonistas. Naturalmente la cultura popular ha evolucionado a lo largo del
tiempo: han cambiado los actores protagonistas y se ha transformado tanto desde el
punto de vista de las formas como de los contenidos y de los medios de expresión y
comunicación. A pesar de estos cambios y transformaciones, la cultura popular es
vigente, conecta con las formas de vida y está protagonizada por la gente.
Cabe señalar la dificultad que conlleva etiquetar como «populares» determinados
objetos y prácticas culturales dado que estos objetos pueden cambiar de significado
y de importancia a lo largo del tiempo. El romanticismo contribuyó a dignificar la
cultura popular y difundió, a la vez, una concepción idealizada de la misma:
«La idea de cultura popular o Volkskultur surgió en el mismo momento y en el mismo lugar que la “historia
cultural” en la Alemania de finales del siglo XVIII. Los intelectuales de clase media de esta época descubrieron
las canciones y los cuentos populares, los bailes y los rituales, las artes y los oficios. Sin embargo, la historia de
esta cultura popular se dejó en manos de anticuarios, folcloristas y antropólogos.»
Burke (2006, pág. 32)
Mientras que la tradición ilustrada (que se identificaba con un cierto humanismo y
mantenía una actitud elitista) tendía a negar las posibilidades culturales del pueblo y
rechazar los productos originarios de esta tradición, la concepción romántica, y la
tarea de los primeros folcloristas, permitió (re)conocer por primera vez la
importancia de todo lo que proviene del pueblo (Martín Barbero, 1987, pág. 15).
El filósofo y crítico literario alemán Johann Gottfried Herder creía que la cultura
proviene del alma del pueblo (Volksgeist). Fruto de la tradición romántica, se creó
una especie de relato mítico que considera que la cultura popular surge del pueblo
como expresión auténtica de sus modos de vida y de las inquietudes de un grupo, y,
por tanto, radica en el corazón de los grupos sociales. Desde entonces, la idea de
cultura adopta el significado moderno de una forma o un estilo de vida particular.
2) La gran ignorada. Aunque la cultura popular ha tenido un papel importante
en la creación del Estado nación, ha sido la gran ignorada en los debates y las
reflexiones realizados sobre la realidad cultural contemporánea. Este olvido no es
casual. Está motivado, en parte, debido a que algunas formas o manifestaciones de
la cultura popular han perdido vigencia. Por otro lado, la emergencia de los medios
de comunicación social y la llamada «cultura digital» han eclipsado y colocado en un
segundo plano algunas manifestaciones típicas de la cultura popular.
Pero eso no es todo, también destaca la incapacidad de reconocer la realidad o la
visibilidad de determinadas expresiones culturales. La visibilidad de la cultura
popular viene dada, en todo caso, por la presencia de estas formas culturales en los
medios de comunicación social o en el ciberespacio. En determinados círculos
intelectuales existe cierta dificultad para reconocer el valor que tiene nuestro legado
cultural y para recuperar la tradición. Por otra parte, hay una concepción romántica
(idealizada y tradicionalista) de la cultura popular que impide entender y aceptar sus
manifestaciones actuales.
A continuación se expone la crítica a la noción de cultura popular tradicional.
3) Una cultura menor. En muchas ocasiones, como ya hemos indicado, se define
la cultura popular en contraposición a la cultura culta. Se puede concebir la cultura
popular en negativo, por defecto, como aquella cultura que no se deja meter
fácilmente en lo que hemos definido como alta cultura (por ejemplo, se dice que la
producción cultural propia de la cultura popular es anónima y se transmite mediante
la oralidad, mientras que la alta cultura es una cultura escrita y de autor).
Las obras y las prácticas culturales que no alcanzan los estándares mínimos de
calidad requeridos para ser calificadas de alta cultura a menudo se incluyen en la
cultura popular. En tal caso, la cultura popular sería una especie de cajón de sastre y
una cultura en minúsculas. Se trata de una categoría teórica residual que hace
referencia a una realidad cultural menor. En definitiva, el defecto de muchas
definiciones de cultura popular es la tendencia a negar la dignidad de las formas
culturales de origen popular:
«En realidad, con el término impreciso de cultura popular, la gente “culta” de Occidente margina por mucho
tiempo —y con frecuencia continúa haciéndolo— aquellas manifestaciones que escapaban a los criterios de
su élite intelectual, a la historia oficial de la cultura y, en general, en el mundo de los libros, a los autores y la
crítica. La identificación del libro con la cultura ha llegado a ser tan absoluta en países como el nuestro que
“culto” equivale a “ser leído”, por lo que se considera “sin cultura” al no letrado e, incluso, aquel que sabe
leer y escribir, pero que no ha accedido a los centros oficiales del saber».
L. Díaz, G. Viana (2001, pág. 64)
El defecto, pues, de muchas de estas definiciones es la tendencia a negar la
dignidad de las formas culturales de origen popular. Huelga decir que las diversas
formas de cultura popular tienen su carácter específico y merecen toda la atención
como objeto de estudio científico (lo que no significa que deban mitificar o
sobrevalorar sus contenidos).
4) Un pueblo plural. El sujeto de la cultura popular es el pueblo, aunque no es
fácil precisar qué comprende la noción de «pueblo». ¿La cultura popular es una
cultura común a todos?
Desde una perspectiva histórica se constata un protagonismo creciente de la
ciudadanía en la vida social y cultural. Sin embargo, es evidente que la noción de
pueblo es un concepto abstracto y genérico que incluye o engloba diversos sectores
de la población. En todo caso, al utilizar la noción de «cultura popular» debemos ser
conscientes de que el pueblo no es una unidad culturalmente homogénea. Se
constata la existencia de una realidad cultural plural y contradictoria, ya que el
pueblo es también diverso y contradictorio. Así, pues, hay muchas culturas
populares o muchas variedades de la cultura popular.
5) Una cultura viva. Al intentar situar la cultura popular en el tiempo y en el
espacio, se tiende siempre a mirar hacia el pasado. Se tacha a la cultura popular de
«tradicional» y se buscan sus orígenes en modos de vida arcaicos. Sin embargo, la
cultura popular es una realidad vigente, en pleno proceso de transformación, que
adopta múltiples fórmulas y que tiene su repercusión en los medios de
comunicación convencionales y hace acto de presencia también en el ciberespacio.
En realidad, la cultura popular no tiene la exclusiva de la tradición. Todas las
sociedades crean sus tradiciones, que son un elemento inherente a todas las formas
culturales. También la cultura mediática y la cultura digital generan sus rituales,
ceremonias y conmemoraciones. El cine, por ejemplo, ha cumplido más de cien
años de historia y nos ha dejado un legado de obras importantes.
Por lo tanto, cuando hablamos de cultura popular no hacemos mención a una
cultura «muerta». Se trata de un cultura viva y que conecta con las formas de vida de
la gente. Lo que no es posible es que se mantenga como una realidad autónoma,
pura y no contaminada, y que conserve intactas sus formas ancestrales. Es una
realidad cultural que se transforma y evoluciona de acuerdo con el espíritu de los
tiempos y está en contacto con otras formas de expresión cultural.
Desde mi perspectiva, el principal defecto que presentan las concepciones
tradicionalistas y mistificadoras de la cultura popular es que ignoran
sistemáticamente la trascendencia social que tienen actualmente los medios de
comunicación y de la cultura digital. Así, parece que la cultura de masas y la cultura
popular sean dos realidades diferentes, independientes y completamente
contrapuestas. Mientras que se considera que la cultura popular «arraiga en las
formas de vida tradicional y crece —desde abajo— como la expresión y como
producto autóctono forjado por el pueblo para satisfacer sus propias exigencias»
(MacDonald, 1969, pág. 80), en cambio se considera que la cultura de masas es
«artificial e impuesta desde arriba».
Veamos ahora una definición actualizada de cultura popular dividida en siete
puntos:
1) Se puede hacer referencia a la cultura popular como una cultura que tiene
como actor protagonista al «pueblo». Al hablar de pueblo, sin embargo, debemos
ser cautos y evitar una concepción mistificadora del mismo.2
2) En las fiestas y celebraciones de acceso libre «todos» están llamados a
participar, ya sea como actores o como espectadores. El hecho de que no todo el
mundo participe, no resta carácter público a las celebraciones.
3) Es una cultura que conecta con las formas de vida de la gente y que sirve, en
muchas ocasiones, para solemnizar los momentos álgidos de una vida en común. El
calendario festivo, por ejemplo, va unido a las celebraciones populares vinculadas
tradicionalmente a los ciclos de la naturaleza. Sin embargo, no siempre tiene este
carácter de solemnidad. También puede ser una cultura del espectáculo y el
entretenimiento que tiene por objeto la diversión. En muchos países del mundo el
carnaval, con su carácter transgresor, es la fiesta popular por excelencia.
4) La cultura popular se basa, generalmente, en la memoria de la gente y en la
transmisión oral. No podemos olvidar, sin embargo, que en la sociedad actual
normalmente tenemos memoria escrita (y también memoria digital) de la tradición
cultural. A pesar del carácter tradicional de muchas de sus manifestaciones, la
cultura popular también conecta a menudo con el mundo actual y está sujeta al
cambio y la innovación. Por lo tanto, la cultura popular también se (re)inventa y
evoluciona a lo largo del tiempo.
5) A menudo se contrapone la cultura popular en la alta cultura como si fueran
dos realidades diferentes e incompatibles. No hay razones para pensar que la cultura
popular no pueda ser en ciertas ocasiones una «cultura culta» (como sucede,
obviamente, con la alta cultura) ya que también hay mecanismos de reconocimiento
y de consagración de sus creadores y artistas.
6) Gran parte de los actos y celebraciones de la cultura popular se llevan a cabo,
normalmente, en un espacio público abierto y tienen un carácter presencial. Mijail
Batjin (1974), por ejemplo, sitúa el carnaval —la fiesta popular por excelencia— en
la plaza del pueblo. Sin embargo, en ciertas ocasiones, los actos de la cultura
popular son retransmitidos por los medios de comunicación o emitidos en directo
por internet. Es necesario señalar que los medios de comunicación y las redes
sociales tienen un protagonismo importante y configuran, en parte, la esfera pública
en las sociedades avanzadas, por lo que la cultura popular es también a menudo una
cultura mediática o mediatizada.
7) En la organización de estas fiestas y celebraciones participan diversos sectores
de la ciudadanía. La iniciativa proviene generalmente de la propia ciudadanía o de
instituciones (públicas o privadas), pero en la actualidad hay una serie de empresas o
instituciones especializadas que se dedican a la preparación y promoción de
celebraciones populares.
Uno de los aspectos más característicos de la cultura popular es la participación y
el protagonismo del público. La audiencia «tradicional» tiene un carácter presencial:
está formada por el conjunto de los espectadores que llenan los estadios deportivos,
los espectáculos y todo tipo de representaciones. La audiencia está localizada en el
espacio y el tiempo. En este tipo de celebraciones, la coincidencia y el contacto
entre «actores» y «espectadores» es muy vivo y constante. Este tipo de escenarios y
situaciones persisten en la sociedad actual.
Tradicionalmente, el concepto de audiencia se ha identificado con la (co)presencia
de varias personas en un mismo lugar al mismo tiempo. Muchas representaciones o
actuaciones artísticas —por ejemplo, los recitales de música— implican este
carácter (co)presencial. Son manifestaciones de cultura viva en las que los
intérpretes y los espectadores comparten un momento irrepetible. Por ejemplo, en
el teatro las nociones de tiempo y de espacio son absolutamente determinantes. Los
componentes de la compañía teatral convocan al público a que asista a un espacio
concreto a una hora determinada. En el paradigma teatral, la coincidencia entre los
actores y el público es absoluta. Si algún componente del público se ausenta en un
momento de la representación a la que ha ido y vuelve al día siguiente no disfrutará
exactamente del mismo espectáculo.
Finalmente, la cultura popular persiste y persistirá dado que responde a
necesidades muy profundas de la condición humana. Pueden cambiar algunos
aspectos formales o de contenido, pero sobrevivirá adaptándose a los tiempos y las
circunstancias.
Bibliografía
Bajtin, M. M. (1974). La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rebelais.
Madrid: Alianza.
Burke, P. (1991). La cultura popular en la Europa Moderna. Madrid: Alianza.
Burke, P. (2006) ¿Qué es la historia cultural? Barcelona: Paidós.
Díaz G.; Viana, L.; Sánchez Carretero, C. (2001). «Presentació del dossier: Cultura popular en la societat de
masses». Revista d’Etnologia de Catalunya (núm. 19, págs. 6-17).
Eco, U. (1988) [1965]. Apocalípticos e integrados. Barcelona: Lumen (V. O.: Apocalittici e integrati. Milano:
Bompiani).
Fiske, J. (1987). Television Culture. Londres: Routledge.
Giddens, A. (2000). Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas. Madrid: Taurus.
Hobsbawm, E.; Ranger. T. O. (1992). The Invention of Tradition. Cambridge: Front Cover. Cambridge
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Marín, E.; Tresserras, J. M. (1994). Cultura de masses i postmodernitat. Valencia: Edicions 3 i 4.
Martín-Barbero, J. (1987). De los medios a las mediaciones (Comunicación, cultura y hegemonía). México: Gustavo Gili.
Passeron, J. C.; Grignon, C. (1992) [1989]. Lo culto y lo popular (miserabilismo y populismo en sociología y literatura).
Madrid: La Piqueta
Storey, J. (ed.) (1994). Cultural Theory and Popular Culture: A reader. Hemel Hempstead: Harvester Wheatsheaf.
1. Los estudios culturales se centran prioritariamente en los usos de los medios de comunicación
convencionales y las formas de recepción y apropiación social de la cultura. John Fiske (1987),
sociólogo británico experto en medios de comunicación, en Television Culture, sostiene que la cultura
popular «es aquello que hace la gente con los productos provenientes de la industria cultural». La
cultura de masas sería, en cambio, el repertorio de productos culturales que se ofrece al gran público.
2. Al usar el término «popular» se debe rehuir la noción romántica del «pueblo». A menudo se utiliza
como una realidad vaporosa, de dudosa demarcación y que se presta a un uso ideológico. Esta
fragmentación social contribuye, sin duda, a diversificar aún más las expresiones de la cultura popular
contemporánea. Se puede decir que, en realidad, hay muchas «culturas populares» o muchas variantes
de «la cultura popular». La cultura popular, pues, es una realidad plural, compleja y contradictoria.
Capítulo XIII
La cultura mediática
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
«Las enormes mutaciones que la imprenta, es decir, la reproductibilidad técnica de la escritura, ha suscitado
en la literatura son bien conocidas. Pero constituyen solamente un caso, aunque sin duda especialmente
importante, del fenómeno que aquí consideramos a escala de la historia mundial.»
Walter Benjamin (1937). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica
La cultura de masas ha sido la forma característica de producción y de consumo
cultural en las sociedades avanzadas. No es, sin embargo, la única cultura existente.
La cultura de masas convive y rivaliza con las culturas de carácter tradicional, como
la cultura popular, las culturas nacionales o la cultura humanista. Como ya
apuntaron los autores de la escuela de Fráncfort, más allá de su trascendencia
económica, la cultura de masas ha tenido una notable repercusión en el conjunto de
la cultura: en el modo de producirla y de distribuirla, y ha facilitado nuevas formas
de acceso y de participación ciudadana. La producción cultural moderna tiene, en
último término, una especificidad propia que intentaremos aclarar más adelante.
A pesar de que se tiende a situar el origen de la mal llamada cultura de masas1 en
Estados Unidos a comienzos del siglo XX,2 tal vez sea más riguroso situarlo —
como afirma John B. Thompson— en la invención de la imprenta en Europa y la
posterior invención y desarrollo de la prensa, la fotografía, el cine, la radio, la
televisión y el ordenador personal. Estos cambios acompañan al proceso
modernizador y una serie de innovaciones que han sacudido el mundo de la cultura
y han hecho que el vínculo entre cultura y comunicación sea cada vez más estrecho.
1. El «desanclaje» cultural
La revolución tecnológica que se ha dado en la era industrial ha trastornado el
mundo de la producción y la difusión cultural; ha contribuido a liberar la cultura de
su servidumbre en un tiempo y un espacio concretos y ha hecho posible el
nacimiento de nuevos espacios y, por tanto, de nuevas formas y nuevas
oportunidades de participación y de acceso a la cultura. También ha hecho posible
el nacimiento de nuevos públicos más o menos heterogéneos. Los medios de
comunicación social a menudo vehiculan productos originarios de la alta cultura o
de la cultura popular y contribuyen a su difusión o divulgación. Esto significa que
los antiguos ámbitos públicos de participación cultural, de carácter más o menos
restringido, se hayan visto desbordados y que una gran parte de la población pueda
acceder a ellos mediante un consumo más discreto y muchas veces desde el propio
hogar. También la emergencia de la cultura digital ciberespacio ha incrementado
notablemente las posibilidades de acceso y de participación cultural.
La revolución digital ha hecho que nos alejemos de la era de la «reproductibilidad
técnica» y nos acerquemos a la época de la «simulación electrónica». La tecnología
—por ejemplo— hace posible el disfrute de canales de televisión y de radio en
cualquier territorio, y rompe lo que Benjamin llamaba el «paradigma teatral». Por
ejemplo, personas físicamente muy distantes de Cataluña pueden escuchar la
emisión en directo de un canal de radio emitido en catalán utilizando un ordenador
conectado a internet. También muchas personas inmigrantes que viven en Cataluña
pueden sentirse muy vinculadas a sus culturas de origen gracias a la televisión por
satélite o internet. La experiencia sensible que proponen e implementan los new
media representa, así, un movimiento de eliminación de las distancias y las fronteras
convencionales. También favorecen un proceso de desterritorialización de las
formas culturales. Se puede decir, pues, que las tecnologías de la información y la
comunicación (TIC) favorecen un proceso histórico de desanclaje cultural, iniciado
ya hace muchas décadas y descrito como un proceso que consiste en
«desvincular las relaciones sociales de sus contextos locales de interacción y reestructurarlas en intervalos
espaciotemporales indefinidos».
Giddens (2000, pág. 32)
La cultura mediática es el resultado lógico de la introducción histórica de los
medios tecnológicos de producción y de difusión cultural, así como de las nuevas
formas de organización social del trabajo en la producción y difusión de los bienes
simbólicos. Este hecho ha supuesto un paso decisivo que hizo posible reproducir
los bienes simbólicos a una escala y una velocidad muy alta y con unos costes
extraordinariamente bajos.
La cultura mediática ofrece unas grandes posibilidades tecnológicas. Sin embargo,
desde el punto de vista de los contenidos, no rompe con las culturas literarias
anteriores. Como señala Edgar Morin (1966, págs. 33-34): «Los contenidos de la
cultura impresa del siglo XIX confluyen en la cultura de masas del siglo XX» y,
podemos añadir hoy, en la cultura digital del siglo XXI. Las novelas de folletín del
siglo XIX dieron paso a las radionovelas de la primera mitad del siglo XX, en las
teleseries de las últimas décadas del siglo XX y en las webs actuales (Briggs y Burke,
2002, pág. 12). Sin lugar a dudas, internet es un espacio apropiado para la
(re)creación y difusión de estos contenidos culturales en el siglo XXI.
Es lícito considerar que la cultura mediática ha sido la cultura popular global del
siglo XX en los países avanzados. Es posiblemente la primera cultura «interclasista»
que ha existido nunca, dado que no se trata de la cultura de una clase o de un grupo
social específico, sino de una cultura que, en principio, se dirige a todos. La cultura
mediática define un espacio de comunión y de consenso entre individuos de diversa
categoría y procedencia social. Se trata de una cultura «global» que, en cierto modo,
desafía las fronteras que delimitan los públicos locales o nacionales. Sin embargo, la
cultura de masas no comporta solo un innumerable público común, sino que
implica el desarrollo de muchos tipos de público, que —según la edad, el sexo, la
clase, el nivel cultural— tienen gustos e intereses afines que la industria cultural
pretende «colonizar».
2. La mirada de Walter Benjamin
Las geniales intuiciones de Walter Benjamin recogidas en La obra de arte en la era de
la reproductibilidad técnica (1937) constituyen un buen punto de partida para
reflexionar sobre las nuevas formas de comunicación y cultura. Las técnicas de
reproducción cultural posibilitan una creación destinada a un consumo masivo; los
bienes culturales son reproducciones o copias de un original (aunque en ocasiones,
como sucede en el caso del cine, no es correcto hablar propiamente de una copia
original).
Benjamin estudia la trascendencia de la revolución industrial en el campo de la
producción y el consumo cultural. Analiza de qué manera las tecnologías de la
comunicación contribuyen a transformar radicalmente la función social del arte y la
cultura. La posibilidad de reproducir masivamente los bienes simbólicos mediante la
técnica ha hecho posible que las cosas sean más cercanas y, al mismo tiempo,
provoca una decadencia radical del «aura». Así, la aplicación de las nuevas
tecnologías ha contribuido a cambiar profundamente la misma naturaleza de los
productos culturales y de la experiencia estética. Ya la fotografía y el cine
representaron cambios importantes en la naturaleza de la obra de arte. Actualmente
todo está al alcance de nuestra sensibilidad, tantas veces como queramos y sin
esfuerzo aparente (Berrio, 1993, pág. 26).
Los nuevos medios técnicos de difusión y reproducción implican la ruptura de las
antiguas coordenadas espacio-tiempo que configuraban unos ámbitos de consumo
plenamente separados de los ámbitos de la vida cotidiana. El desarrollo de los
sistemas de escritura y los medios técnicos como el pergamino y el papel
aumentaron significativamente la reproducibilidad de las formas simbólicas y
posibilitaron su almacenaje y perdurabilidad. La invención de la imprenta por
Gutenberg en 1456 —que supuso el nacimiento de la era mediática— jugó un papel
decisivo en este aspecto al hacer posible la repetición de mensajes escritos a una
escala y una velocidad extraordinarias. Posteriormente, la introducción de una serie
de inventos como, por ejemplo, la litografía, la fotografía, el gramófono y las
grabadoras de casetes permitió fijar una serie de contenidos en unos soportes que
hacían posible su reproducción. La imprenta cilíndrica a vapor de la década de 1830
hizo posible la edición de material impreso barato, principalmente periódicos y
revistas, que satisficieron la demanda de la creciente población alfabetizada de las
sociedades industrializadas. A partir de la década de 1920, los impresos fueron
acompañados por el cine (1896), la radio (1922) y la televisión (1936) y supusieron
una transformación radical de estas potencialidades.
Ni que decir tiene, al iniciarse el siglo XXI, que las tecnologías de comunicación
mediante nuevos medios (cable, satélite) y nuevas formas de codificación digital
conllevan un incremento extraordinario de las posibilidades de grabación y de
reproducibilidad culturales.
3. Cinco rasgos característicos de la cultura mediática
La producción típica de la cultura mediática tiene, tal como expone John B.
Thompson (1998, págs. 36-43), unas características determinadas.
1) La cultura mediática implica el uso de ciertos medios tecnológicos de
producción y difusión cultural que hacen posible un cierto grado de fijación de las
formas simbólicas sobre un determinado soporte material. Es decir, permiten
registrar las formas simbólicas en un soporte material más o menos resistente. El
grado de fijación de un mensaje en un determinado soporte depende de los medios
específicos empleados (un mensaje grabado en piedra, por ejemplo, será mucho
más duradero que uno escrito en un papel de fumar).
2) La cultura mediática implica la existencia de empresas o entidades que usan,
por regla general, un soporte o medio tecnológico (technical medium) para producir
formas simbólicas y transmitirlas al gran público. Los sistemas industriales de
producción a gran escala permiten una producción de bienes destinados a un
público «masivo». La cultura mediática es también el resultado evidente de la
introducción de las nuevas formas de organización social del trabajo en la
producción y difusión de los bienes simbólicos.
3) Los medios técnicos permiten un alto grado de «reproducibilidad» de los
productos culturales; es decir, la posibilidad de crear múltiples copias de una obra
cultural a partir de un diseño previo o de un original.
4) La reproducibilidad de las formas simbólicas constituye un requisito para la
explotación comercial de los bienes simbólicos a gran escala. Las formas simbólicas
pueden convertirse en bienes de consumo: es decir, en bienes susceptibles de ser
vendidos y comprados en un mercado. Esto sucede, especialmente, cuando se trata
de la reproducción de bienes tangibles. La existencia de bienes intangibles —o de
productos típicos de la cultura digital— complica los sistemas de comercialización y
las formas de pago de estos bienes y servicios.
Debemos recordar que, desde una perspectiva histórica, las principales
innovaciones en la industria mediática dependen, generalmente, del incremento de
la capacidad reproductiva con propósitos comerciales. La viabilidad empresarial de
las instituciones mediáticas depende de que puedan ejercer un control efectivo
sobre la capacidad de reproducción de un producto. Por ello se considera que la
protección del copyright, o los derechos de reproducción, licencia y distribución del
trabajo intelectual son de vital importancia.
Los dirigentes de las industrias culturales pretenden colonizar un mercado lo más
amplio posible para maximizar los beneficios, por eso parece inevitable la tendencia
a buscar una audiencia muy amplia, sobre todo en un sector económico poco
automatizado y con unos costes fijos considerables.
5) Finalmente, en la medida en que el control de la reproducción pasó a ser más
importante que el control sobre el mismo proceso de producción, las nociones de
originalidad y autenticidad pasan a ser poco atractivas y serán gradualmente
sustituidas por la idea de exclusividad. Por eso, por ejemplo en el caso del libro,
convierten en objeto de coleccionismo tanto los productos únicos (el manuscrito
original), como los ejemplares mejor conservados de la primera edición, sobre todo
si la obra está agotada. En cambio, las películas y las grabaciones musicales son
siempre producidas de forma masiva, y todas las copias tienen, en principio, un
mismo estatus (mientras conserven la misma calidad), aunque pueda existir un
cierto fetichismo por las ediciones piratas.
4. Las formas de recepción cultural
Cuando se hace referencia a la cultura mediática a menudo se ponen de relieve
únicamente los procesos técnicos de producción y difusión culturales, pero es
necesario destacar también los procesos de apropiación y recepción, ya que tienen
una importancia primordial desde la perspectiva de la comunicación. Dentro del
ámbito de la comunicación mediática destaca el protagonismo de la audiencia en los
procesos de recepción cultural. Desde este punto de vista, los miembros de la
audiencias no son simples consumidores pasivos, sino productores activos de
sentido, dado que decodifican los textos mediáticos en función de unas
circunstancias sociales y culturales muy particulares. Así, por ejemplo, un mismo
programa de televisión puede tener una incidencia muy desigual al poder ser «leído»
o «interpretado» de maneras diversas en función de las características y la
disposición del público.
Como afirma Umberto Eco (1962), en Obra abierta, el texto es polisémico y, por
tanto, abierto a diferentes lecturas o interpretaciones. El significado lo otorgan los
receptores en el acto de la recepción. La objetividad de los textos, fijados y
encuadrados en el momento de su redacción, necesita la subjetividad de unos
lectores que, en el acto de leer, les otorgan una nueva vida, un contenido de sentido
que no ha sido sospechado ni en el tiempo de su redacción ni en las sucesivas
lecturas que se han hecho. La premisa de este punto de vista es que la interpretación
es un proceso activo y creativo. Así, la recepción de los productos culturales en
general (y de los productos mediáticos en particular) se entiende básicamente como
un proceso hermenéutico que consigue una profunda significación simbólica (véase
el capítulo XVI).
Las formas de comportamiento características que definen los nuevos públicos de
la comunicación mediática son muy diferentes a los del público presencial.
1) Los bienes culturales son bienes públicos que —en principio— son accesibles
a todo el mundo y pueden ser consumidos por muchas personas al mismo tiempo.
Por ejemplo, la televisión abierta de carácter generalista puede ser observada de
forma «gratuita» para múltiples individuos dispersos en el espacio.
2) Junto con estos «bienes públicos» y gratuitos encontramos una serie de
servicios de acceso restringido. Nos referimos al nacimiento de los canales
temáticos y de las nuevas fórmulas de televisión de pago. En estos casos, la cultura
mediática se convierte en una especie de «cultura de peaje» que puede reforzar las
barreras culturales existentes.
3) En todos los tipos de comunicación mediática el contexto de producción está
generalmente separado de la de recepción. Los bienes simbólicos se producen en un
contexto y se transmiten a destinatarios localizados en otros lejanos y diversos.
La consolidación de los medios de comunicación, especialmente los audiovisuales,
contribuyó a la crisis del «paradigma teatral» haciendo posible la transformación
radical de los públicos y la generación de nuevos espacios de participación y
consumo culturales. La comunicación mediática es pública pero, generalmente, se
consume en el ámbito privado del hogar. La reproducción técnica permite que el
hogar pase a ser el principal ámbito de recepción y de consumo cultural (aunque no
el único).
4) La mayoría de las veces se crea un distanciamiento entre producción y
consumo y, también, entre los consumidores al momento de disfrutarla. En este
sentido, cabe destacar que la distancia espacial y temporal ha sido uno de los rasgos
distintivos de la «comunicación mediática» de la segunda mitad del siglo XX.
En el campo de la radio y la televisión, los profesionales no están en contacto
directo con el público. Esta característica de la comunicación social tiene
implicaciones importantes para los procesos de producción y recepción culturales.
5) El flujo de mensajes circula en una sola dirección. El contexto de producción
no es el contexto de recepción. Por eso los procesos de producción y transmisión
se caracterizan por una cierta indeterminación, debido a que tienen lugar en
ausencia de las pistas que ofrecen los receptores. Desde el punto de vista de la
recepción cultural, esto supone que los receptores están en desigualdad de
condiciones. El público mediático tiene relativamente poca capacidad para
determinar los temas y los contenidos de la comunicación. Esto no significa que sea
simplemente testigo «pasivo» de un espectáculo sobre el que falta control. Como
veremos en el próximo capítulo, estas características cambian sustancialmente en un
entorno informacional en que el poder del público crece exponencialmente y los
papeles de creador y de consumidor cultural son intercambiables.
6) Los receptores de los mensajes mediáticos son relativamente libres. Los
receptores de un mensaje pueden hacer más o menos lo que quieran y el productor
no se encuentra presente para explicar o corregir las «malas» prácticas e
interpretaciones. El sistema de recepción se refiere, precisamente, a la manera como
los individuos, insertos en un sistema social, se apropian de los contenidos de los
medios.
7) Los medios de comunicación extienden la disponibilidad de los bienes
simbólicos en el espacio y el tiempo. La cultura de masas, generalmente, no tiene
una vinculación territorial muy estricta, por lo que a menudo sus contenidos
configuran los referentes de una cultura «global».
Finalmente, para profundizar en los rasgos de la producción mediática quizás sea
bueno poner algunos ejemplos concretos que nos permitan ver los cambios que se
han producido en las obras culturales del ámbito tradicional. En la tabla siguiente se
pueden constatar las características de los productos mediáticos comparadas con las
de los productos artesanales típicos de la cultura popular tradicional (como, por
ejemplo, una escultura).
Tabla 4. Productos artesanales y productos industriales
Cultura tradicional
Cultura mediática e industrial
Productos
Artesanales
Productos
Industriales
Economía preindustrial
Economía industrial
Técnica
Tecnología
Autor
Anónima
Creación artesana
Reconocida
Creación artística
Anónima
Diseño industrial
Reconocida
Diseño artístico
Carácter del objeto
Producto
Pieza única
Reproducción seriada
Forma única
Volumen fijo
Forma única / forma variable
Volumen variable
Noble o múltiples materiales
Múltiples materiales
Tangible
Tangible
Circulación de productos
Desplazamiento de objetos físicos
Desplazamiento de objetos físicos y de
simbólicos
Ubicación
Presencia rígida en el espacio
físico
Presencia rígida en el espacio físico
Espacio
Museos, palacios, templos,
hogares
Entorno variable
Tiempo
Permanencia en el tiempo / efímero
Carácter efímero / carácter permanente
Formas de producción
Material
Fuente: Elaboración propia
Bibliografía
Benjamin, W. (1989). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Buenos Aires: Taurus.
Briggs, A.; Burke, P. (2003). De Gutenberg a Internet. Una historia social de los medios de la comunicació. Madrid:
Taurus.
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Thompson, J. B. (1998) [1997]. Los media y la modernidad: una teoría de los medios de comunicación. Barcelona: Paidós.
1. En nuestro caso, preferimos utilizar el término cultura mediática en lugar de la expresión mucho más
utilizada y más gastada de cultura de masas. En otros capítulos del libro utilizaremos la noción de cultura
de masas por respeto a la terminología original que utilizan otros autores.
2. Sin embargo, es en los Estados Unidos de América, a finales del siglo XIX y a lo largo del siglo
donde la cultura de masas alcanza el máximo desarrollo.
XX,
Capítulo XIV
La cultura digital. La creación en tiempos de mutación
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Ana Cinthya Uribe. Erasmus University Rotterdam
«Me gustaría examinar la mutación que veo a mi alrededor no para explicar su origen (eso está fuera de mi
alcance) sino para conseguir, aunque sea de lejos, dibujarla.»
Alesandro Baricco (2008)
En las últimas décadas hemos sido testigos de una profunda transformación
social. Como señala Alessandro Baricco (2008), nos encontramos inmersos en plena
mutación histórica con cambios culturales muy profundos. Nosotros mismos nos
hemos convertido en una especie de especie mutante que tiene que hacer frente a
retos y cambios continuos. La rapidez y la intensidad de los cambios a los que
asistimos nos impiden, a menudo, tener una idea precisa de su alcance. Nos falta
perspectiva.
Tan solo en un intervalo de veinte años (una generación), la revolución digital ha
supuesto un cambio acelerado en las formas de participación cultural y de relación
interpersonal. Como apunta Antonio Ariño (2010), hemos pasado de un paradigma
cultural hegemónico basado en la cultura letrada (procedente de la tradición
humanista e ilustrada) a un nuevo paradigma digital basado en la cultura
audiovisual, plenamente vigente en un mundo globalizado y de plena conectividad.
La hegemonía del paradigma digital modifica no solo los procesos de producción y
de participación simbólica, sino también los patrones dominantes de legitimidad
cultural. La revolución digital socava el nexo histórico, casi inseparable, que había
entre cultura y cultura letrada.
Internet y la proliferación de las redes sociales ha hecho posible la emergencia de
la cultura digital (o cibercultura), y el nacimiento de un nuevo entorno virtual que ha
contribuido a superar el paradigma teatral (más propio de una concepción
tradicional de la cultura). Este cambio ha contribuido, también, a romper las
barreras que históricamente han confinado las culturas en determinados espacios
cerrados y ha facilitado el intercambio y la hibridación cultural. El desarrollo de las
tecnologías de la información y la comunicación ha resucitado la vieja idea del village
universal de McLuhan y ha dado un fuerte impulso a la globalización.
1. La etimología de la cibercultura
Para entender los procesos culturales debemos recuperar el sentido de las palabras
que hemos utilizado para describir este evento histórico. Cibercultura es un
neologismo que combina el prefijo ciber- y la palabra cultura. Ciber viene del griego
antiguo y se refiere a kyber (pilotar). Una de sus antecesoras ideológicas, la
cibernética, nació en 1942 de la mano del matemático Norbert Wiener y está
asociada a la idea de conducción y gobernabilidad. De hecho, la cibernética, que
estudia la comunicación y el gobierno de las máquinas, los animales y las
organizaciones (permite, por ejemplo, la creación de autómatas) proviene, a su vez,
de la palabra griega kybernetes (timonel). La etimología del término ciber subraya el
peso que las prácticas de las personas y el espacio tienen en la cibercultura. Aunque,
en este caso, la etimología no ayuda a desentrañar el entramado del concepto.
¿Cuáles son los límites o confines del ciberespacio? ¿Cuáles son sus criterios de
ordenación? No es fácil averiguarlo dado que el ciberespacio se ha convertido en un
mundo caótico que crece de forma descontrolada, con contenidos heterogéneos. Se
trata de un mundo exuberante y laberíntico. A día de hoy se hace difícil establecer
límites y encontrar puntos de referencia para orientarse.
En 1984 William Gibson vaticinó en la novela Neuromante la aparición de una
realidad virtual, el ciberespacio, sus propiedades topológicas y métricas estaban
llamadas a revolucionar no solo el mundo de la comunicación y la interacción entre
las personas sino también la forma de estar en el mundo, de percibir la realidad; es
decir, a (re)definir lo que es real. La ciencia ficción ha sido capaz de imaginar
algunos aspectos de esta nueva realidad, pero en determinadas ocasiones «la realidad
ha superado la ficción». Los escritores de ciencia ficción ponen a prueba la
capacidad del ser humano de «pilotar» la tecnología e intentar resolver problemas
que les parecen comprensibles.
Este nuevo espacio social, el ciberespacio emerge con el nacimiento de la red de
internet y conlleva la aparición de un nuevo contexto para la creación cultural y la
interacción humana que pretende superar la vieja racionalidad, la que emana de la
lógica aristotélica, las divisiones cartesianas y el determinismo newtoniano.
El ciberespacio conlleva la creación de un nuevo entorno en el que poder
(re)situar las actividades propias del mundo económico, social y cultural; pero
también incide en el nacimiento de un nuevo sistema de comunicación
descentralizado que implica la posibilidad de que los usuarios puedan interactuar
entre ellos y no solo con la información que reciben, lo que a menudo contribuye a
crear nuevas experiencias culturales. En este nuevo entorno, los ciudadanos, como
señala Alvin Toffler (1964), se convierten en prosumidores: productores y, al
mismo tiempo, consumidores culturales.
2. La gran transformación
Las tecnologías de la información y la comunicación configuran un nuevo
entorno que favorece las diversas formas de creación, apropiación y participación
cultural. Pese a llamarla cultura digital, no es una forma de cultura más (como puede
ser, por ejemplo, la cultura popular o la alta cultura). Se trata más bien de un
entorno en el que conviven y rivalizan contenidos de origen y procedencia diversa y
en el que participan individuos o grupos de toda condición. Como señala Manuel
Castells se trata de una cultura de la virtualidad real: la cultura de la sociedad-red
global es una «cultura de protocolos» que permite la comunicación entre diferentes
culturas no necesariamente sobre la base de valores compartidos, sino de compartir
el valor de la comunicación (Castells, 2006). Esto significa que la cultura digital no
se basa en los contenidos simbólicos, sino en los procesos de comunicación.
Asimismo el usuario puede pilotar el proceso informacional: nos hemos convertido
en editores potenciales de todo tipo de contenidos.
Siguiendo a Pippa Norris (2001), es posible establecer de forma muy concisa las
principales consecuencias de la revolución digital (Norris, 2001):
1) Las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) permiten
transformar las nociones y la experiencia del espacio y el tiempo. Los ciudadanos
pueden estar conectados y pueden intercambiar contenidos simbólicos en cualquier
momento del día y desde cualquier lugar de la tierra (siempre que haya conexión y
se disponga de los conocimientos y habilidades necesarias para hacerlo).
2) Las TIC hacen posible la interactividad; es decir, la comunicación
bidireccional o multidireccional que permite al receptor dar respuesta al emisor
(realimentación). Por tanto, en este nuevo entorno los roles de emisor y receptor
son intercambiables de forma continua.
3) Las TIC posibilitan el establecimiento de un nuevo tipo de relaciones
mediadas: de uno a uno, de uno a muchos y de muchos a muchos. Es lo que
Manuel Castells (2009) llama autocomunicación de masas donde el individuo tiene la
capacidad de interactuar con muchos otros sin necesidad de intermediarios.
4) La digitalización reduce extraordinariamente los costes de distribución de los
contenidos simbólicos. Las TIC facilitan la creación, circulación y consumo (y el
disfrute) de todo tipo de recursos culturales.
5) Las TIC contribuyen a democratizar la comunicación y la cultura. Fomentan
el carácter igualitario y horizontal de la conversación, y el intercambio de
contenidos simbólicos: rompen con el flujo vertical de la información que
caracterizaba a los medios convencionales. Aun así, también pueden crear una
barrera invisible que excluye a todos aquellos que no tienen acceso a la red o no
consiguen el grado de dominio necesario de la tecnología.
3. Las tres dimensiones básicas
Si bien no es fácil explicar qué es la cultura digital, David Bell (2001) afirma que
una manera eficaz de surcar y comprender este nuevo entorno es observarla desde
tres dimensiones distintas (y plenamente relacionadas): la dimensión tecnológica, la
dimensión simbólica y la dimensión sociocultural.
La dimensión tecnológica se refiere a los nuevos instrumentos que hacen posible
las conexiones e interrelaciones humanas. Hay que mencionar el surgimiento y
desarrollo del ordenador personal y las tablets, la extensión de internet y la telefonía
móvil, y las múltiples aplicaciones y gadgets permanentemente conectados a la red (el
llamado internet de las cosas), que modifican los hábitos y costumbres de la ciudadanía.
La tecnología móvil, por ejemplo, se impone como un elemento consustancial de
nuestra cotidianidad. Es un instrumento fundamental para nuestra vida en sociedad.
El teléfono móvil es un computador de bolsillo que nos capacita para conectarnos
permanentemente con el exterior.
El entramado tecnológico que conforma el ciberespacio es descrito por David
Bell —en términos de maquinaria (hardware)— como una red global de
ordenadores y aparatos informáticos de todo tipo conectados por medio de una
infraestructura de telecomunicaciones que facilitan la interacción remota entre
individuos (o máquinas).
La misma noción de red es central en la teoría sociológica de Manuel Castells. En
el momento en que la revolución digital lo ha hecho posible, las redes se han
desarrollado de manera exponencial. La potencialidad de las redes radica en su
conectividad, flexibilidad y capacidad de adaptación y, también, en su capacidad de
reconfigurarse con la llegada de nuevos elementos (Castells, 2009).
Esta red, como ya hemos comentado, hace posible la creación y distribución de
contenidos simbólicos por todo el mundo. La distribución se puede realizar
mediante diferentes canales (como el cable, el satélite, la red o los discos). La
creación y recepción de contenidos se lleva a cabo desde una multiplicidad de
pantallas o ventanas: televisión, radio, ordenador, videoconsola y, por supuesto, el
teléfono móvil.
En cuanto a la dimensión social, la revolución digital afecta también la vida
cotidiana. Modifica nuestras experiencias, las formas de relación e interacción y la
producción de sentido existencial. Las TIC transforman la organización espacial y
temporal de la vida social, permitiendo la gestación de nuevas formas de acción e
interacción y de nuevas expresiones culturales. Usamos estas herramientas para
multitud de actividades, con el riesgo que alteren nuestros hábitos y costumbres, y
creen nuevas formas de dependencia. Además, conllevan un fuerte riesgo de
exclusión para todos aquellos que no saben (o no pueden) utilizarlas.
Internet, por ejemplo, ofrece la posibilidad de desarrollar una red de relaciones
sociales con personas con las que no se comparte el espacio ni el tiempo. Internet
facilita la creación e intercambio de nuevos contenidos simbólicos y hace posible
que la interacción social sea mucho más viva, intensa y continuada en el tiempo.
Puede favorecer el nacimiento de un tipo de comunidad en la que los individuos
pueden sentirse profundamente implicados a nivel personal y emocional.
Sin embargo, quizás en parte por su novedad, las comunidades virtuales en
internet generan en general una sensación ambivalente sobre todo referente a las
formas de relación que pueden generarse dentro de ellas y las consecuencias que
tienen sobre las comunidades en el «mundo real». Es innegable que se trata de
comunidades similares a las comunidades del mundo analógico, con la ventaja de
que la distancia física ya no es una barrera para comunicarse. Además, las fronteras
entre los medios de masas y conexión cada vez están más difuminadas. Con la Web
2.0 aparecen nuevas formas de relacionarse y de interactuar.
La participación activa de los ciudadanos mediante las redes sociales y las
comunidades virtuales hace posible la generación de conocimiento colectivo
mediante la colaboración y la deliberación conjunta: la inteligencia colectiva.
Llamamos inteligencia colectiva a una forma de conocimiento que surge a partir de
la concurrencia de muchos individuos que interactúan y comparten sus saberes y
sus habilidades para resolver problemas comunes. La Wikipedia, por ejemplo, es un
producto de la inteligencia colectiva: sus usuarios pueden ser usuarios pasivos que
solo leen, pero pueden ser también productores potenciales de conocimiento y
aportar nuevos contenidos en la red, colaborando entre ellos, compartiendo
información, revisando, corrigiendo o ampliando contenidos ya existentes.
La dimensión simbólica se centra en la extraordinaria diversidad de contenidos
presentes en el ciberespacio. Incluye la elaboración digital de datos, gráficos,
sueños, imágenes y textos. La revolución digital, junto con la expansión de la red de
redes, ha creado un nicho que es un tipo de repositorio infinito donde se acumulan
casi todos los bienes simbólicos de las sociedades humanas. La cultura digital
comprende las formas culturales heredadas de la tradición —la alta cultura, la
cultura popular o la cultura mediática—, que aprovechan el ciberespacio como
medio de expresión. El ciberespacio hace posible, también, el surgimiento de
nuevos géneros artísticos y culturales.
La característica más importante del entorno multimedia es que comprende
dentro de sus dominios la mayor parte de las expresiones culturales en toda su
diversidad. Su advenimiento conlleva el fin de la separación, e incluso de la
distinción, entre medios audiovisuales e impresos, cultura popular y erudita,
entretenimiento e información, educación y persuasión. Incluye tanto las
expresiones más refinadas de la alta cultura como las múltiples manifestaciones de
la cultura popular. La cibercultura comprende toda expresión cultural, de la peor a
la mejor, de la más elitista a la más popular. Todas se reúnen en este universo
digital, que conecta las manifestaciones pasadas, presentes y futuras de la mente
comunicativa. Al hacerlo construye un nuevo entorno simbólico: hace de la
virtualidad nuestra realidad (Castells, 1997).
En el ciberespacio, al ser un entorno democratizador en principio, las fronteras
que separan la cultura culta, la cultura popular y la cultura mediática se diluyen, y
estas expresiones culturales tienden a situarse a un mismo nivel de acceso que
dificulta el establecimiento de jerarquías y provoca una confusión extraordinaria,
dado que no hay criterios claros de selección ni de ordenación (o, tal vez, los
criterios todavía están en fase de construcción).
Tabla 5. Comparación entre la producción analógica y la producción digital
Formas de
Producción
Autor
Productos
Mediáticos
Analógicos
Productos
Mediáticos
Digitales
Economía industrial
Economía informacional
Tecnología analógica
Tecnología digital
Autor anónimo
Diseño industrial
Autor anónimo
Diseño industrial
Autor reconocido
Diseño artístico
Autoría reconocida
Diseño artístico
Copia
Reproducción seriada limitada
Copia = Original
Reproducción seriada limitada
Reproducción seriada ilimitada
Puede ser una reproducción seriada (programas, cedés, etc.) o bien
una creación única con consumo ilimitado.
Forma variable
Versatilidad
Volumen variable
Versatilidad
Manipulable
Material
Inmaterial
Tangible
Intangible
Mediación
soportes
Técnicos
Mediación de múltiples
soportes tecnológicos
Mediación de un único soporte tecnológico:
Ordenador + aparato de lectura
Acceso abierto (siempre que tengamos acceso al aparato de lectura,
también necesitamos una formación adecuada para leer la
información)
Nivel de
interactividad
Interactividad elemental
Interactividad alta
Circulación
de productos
Desplazamiento de objetos
físicos mediante otros
procedimientos
(p. ej. ondas hertzianas)
Movimiento de bits
Carácter
objetual
Producto
Material
Fuente: Elaboración propia
4. Nativos digitales y cultura participativa
Una de las características esenciales de esta cultura digital es que, al estar al alcance
de más personas, fomenta también la participación. Las nuevas redes de
comunicación propician un individuo mucho más activo en el uso de las tecnologías
que podríamos llamar homo digitalis, un ser activo, competente y plenamente
adaptado a los retos que representa la sociedad informacional.
Estas tecnologías hacen posible una mayor participación y creatividad. Como
señala Henry Jenkins (2008), todos los individuos pueden —mediante el uso de las
tecnologías digitales— integrarse en una cultura participativa. Es un tipo de
participación que presenta relativamente pocas barreras hacia la expresión artística y
la participación ciudadana.
Un ejemplo de participación activa son las comunidades de fans. A pesar del
tópico que vincula «fan» a «consumidor pasivo», los miembros de las comunidades
de fans son actores protagonistas de sus actividades de ocio; el fan también es un
creador. Lucha para imponer su criterio de calidad y en algunos casos puede
destacar y convertirse en una celebridad dentro de la propia comunidad. Su
influencia personal y la repercusión social a la hora de marcar tendencias es cada
vez mayor. En el mundo digital, las comunidades de fans consiguen un nuevo
protagonismo dado que son pioneras en el uso de las nuevas tecnologías de la
comunicación: crearon los primeros foros online y abrazan con entusiasmo las
potencialidades comunicativas y creativas de la red. En la actualidad existen
infinidad de espacios dedicados a comunidades y creadores de producciones
relacionadas con el universo de los fans (Roig, 2009).
Dado que las formas de participación son infinitas, se corre el peligro de pensar
que todos los individuos son creativos por naturaleza, lo cual no es del todo cierto.
Solo una minoría responde a este perfil. El homo digitalis es más bien un arquetipo
teórico. A menudo se tiende a mitificar las condiciones y aptitudes de los nativos
digitales, los que han nacido y han crecido en un entorno digital y que tienen una
facilidad extraordinaria para aprender nuevas aplicaciones. Sin embargo, deberíamos
ser cautos y pensar que no todos son iguales y nadie nace enseñado.
La presencia de contenidos culturales generados por este tipo de fans permite una
mayor difusión y una presencia continuada de la cultura en la red. En los últimos
años con la extensión de las redes sociales se ha producido una mayor visibilidad de
la cultura de los de dentro, de los aficionados. Es cierto que muchas de estas
aficiones tenían inicialmente un carácter bastante marginal, pero con el tiempo han
conseguido un protagonismo cultural creciente. Es un síntoma más de los cambios
extraordinarios que ha supuesto la revolución digital.
Bibliografía
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Parte VI
El espectáculo cultural: ídolos mediáticos y cultura fan
Capítulo XV
Los ídolos mediáticos. Del Olimpo al show televisivo
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Antoni Castells-Talens. Universidad Veracruzana
Los mitos son narraciones que pretenden recrear el origen del universo y dotar de
sentido a la existencia humana. Mientras en la mitología egipcia los dioses eran
representados mediante formas animales, los dioses de la antigua Grecia ya tenían
forma humana. Los dioses de la mitología griega eran inmortales, pero tenían un
carácter antropomórfico. Eran seres extraordinarios y con poderes sobrenaturales,
pero estaban cargados de defectos y se dejaban llevar por las bajas pasiones.
Los dioses de la mitología griega eran creaciones humanas y proyectaban una
cierta idea de la humanidad.
Los héroes contemporáneos —que de alguna manera rivalizan en notoriedad con
los antiguos dioses— también tienen un aspecto humanizado. Superman, por
ejemplo, es un personaje originario del mundo del cómic que fue llevado a la gran
pantalla y que fue analizado magistralmente por Umberto Eco. El personaje de
Superman tiene una doble personalidad: es un individuo normal que lleva una vida
monótona y gris y de repente se transforma en un superhéroe.
«Una imagen simbólica que reviste especial interés es la de Superman. El héroe dotado con poderes
superiores a los del hombre común es una constante de la imaginación popular, desde Hércules a Sigfrido,
desde Orlando a Pantagruel y a Peter Pan. A veces las virtudes del héroe se humanizan, y sus poderes, más
que sobrenaturales, constituyen la más alta realización de un poder natural, la astucia, la rapidez, la habilidad
bélica, o incluso la inteligencia silogística y el simple espíritu de observación, como en el caso de Sherlock
Holmes.»
Eco (1984, págs. 232-233)
El ser humano se refleja en estos personajes extraordinarios. Ahora bien, como
veremos más adelante, con el paso del tiempo, la figura del héroe se humaniza y sus
poderes son cada vez más de carácter terrenal propios de una persona «normal».
1. Los héroes en el nacionalismo
En la sociedad moderna, uno de los espacios donde los héroes y los mitos
adquieren un carácter más prominente es en los discursos nacionalistas de finales
del siglo XVIII y, sobre todo, durante todo el siglo XIX.
Los héroes son elementos fundamentales en la construcción de la nación (Smith
1999, 2001; Hutchinson 1987, 2004) que se hacen presentes en la sociedad por
diversos medios. Museos, monumentos, edificios, nombres de calles o de ciudades
enteras, efigies en monedas y billetes, sellos de correo y libros de texto contribuyen
a construir y popularizar los ídolos de la nación (véase capítulo XIX). Estos héroes
marcan la identidad colectiva y contribuyen a idealizar cuáles deben ser los grupos
de referencia (Porpora, 1996).
Los héroes nacionales encarnan las características arquetípicas de perfección,
desempeño y belleza que merecen ser admiradas o incluso imitadas por los
ciudadanos de la nación (Gutiérrez Chong, 1998). En la época romántica de los
grandes nacionalismos europeos, los héroes eran vistos como «la clave de la
supervivencia nacional y el progreso» (Hutchinson, 2004, pág. 115). El coraje, la
nobleza y el altruismo contribuían a la noción del sacrificio que era presentado
como necesario para el beneficio de la nación (Hutchinson, 2004).
Según Anthony Smith (1986), los héroes nacionales no son personas solitarias,
sino líderes carismáticos que tienen a toda una comunidad detrás. Cuando se les
recuerda y se les rinde homenaje, se honra a toda la comunidad.
Como miembros de la comunidad, los ídolos nacionales generalmente combinan
características extraordinarias con vidas normales. Si bien son personas que
cumplen metas excepcionales gracias a su fuerza, valor, honestidad y generosidad,
también suelen tener vidas mundanas, a menudo con orígenes humildes, sienten la
opresión cotidiana como el resto de la comunidad.
2. La fama en la sociedad mediática
En las sociedades contemporáneas de signo democrático, los héroes han cedido
su lugar a los famosos. En la era de la televisión todo el mundo puede aspirar en un
momento de su vida a ser un personaje popular o una celebridad y soñar en sus
minutos de gloria. Ahora bien, aunque sean muchos los que se sienten llamados a
ser «importantes», muy pocos son los escogidos para entrar a formar parte de un
nuevo olimpo mediático.
En la sociedad actual, la fama ya no es un rasgo exclusivo de los miembros de las
élites dirigentes. La fama es un tipo de indumentaria vital que es consustancial con
la existencia individual (Rivière, 2009a).
La fama, al mismo tiempo, permite distinguir a ciertos individuos como relevantes
entre sus semejantes. La fama será, pues, un elemento comunicativo básico, una
«tarjeta de presentación» y un elemento definitorio de lo que representa un
individuo para los demás.
Se trata de un fenómeno bien estructurado. La fama es un instrumento
imprescindible para entender la dinámica de los individuos socialmente
sobresalientes que hoy compiten en el «mercado del interés público» creado por la
realidad mediática.
Ahora bien, la fama es frágil dado que, a menudo, es el producto de los rumores,
los comentarios y las opiniones de los demás. Y, en un entorno donde las noticias y
los acontecimientos se suceden muy rápidamente, la fama es aún más evanescente.
Seguidamente y, de forma esquemática, exponemos tres tipos de fama presentes
en la sociedad mediática.
En primer lugar, las personalidades que destacan son las que ocupan cargos de
responsabilidad relevantes y que configuran la élite del poder (Mills, 1956). Se trata
de una categoría de personajes que influyen o pueden influir decisivamente en la
vida de la comunidad. (Curiosamente muchos de estos personajes influyentes en el
ámbito de la economía y la política tienden a alejarse de la primera línea de la vida
pública y ceden, como veremos a continuación, el protagonismo a una nueva «élite
de la fama y del éxito social»). Nos referimos a dirigentes políticos, empresariales y
religiosos, entre otros, que tienen en sus manos la capacidad de tomar decisiones
que pueden incidir significativamente en las condiciones de existencia de millones
de personas.
En segundo lugar, hay una serie de personajes notorios que destacan en el campo
del arte, la ciencia, el deporte y el espectáculo que, pese a no disponer de mucho
poder real, alcanzan un protagonismo mediático creciente y pueden convertirse en
un modelo referencial por parte de la ciudadanía. Se trata, como señala Francesco
Alberoni (1963), de la élite sin poder. Nos referimos a los deportistas, los artistas,
los actores: no tienen poder para cambiar las vidas de los demás, pero sí tienen un
lugar privilegiado en el imaginario colectivo y se convierten en modelos y referentes
de comportamiento colectivo.
Finalmente, en la sociedad contemporánea aparece, junto a la fama de los
personajes notorios mencionados, otro tipo de fama asociada a personas
«normales» o relativamente normales que son (re)conocidos simplemente por su
presencia más o menos continuada en los medios de comunicación. Es lo que
podemos llamar la «fama igualitaria» que expresa un tipo de fama que tiene muy
poco que ver con la idea clásica de excelencia, basada en el talento y el mérito.
Cualquier individuo, sea de la condición que sea, puede convertirse en famoso sin
haber hecho, necesariamente, nada extraordinario.
Algunos programas de televisión como, por ejemplo, Gran Hermano, han creado o
contribuido a crear una nueva élite social (sin riqueza, sin poder y sin prestigio) que
son conocidos y (re)conocidos simplemente por su presencia más o menos
continuada en determinados espacios de televisión y, de rebote, en el mundo de la
prensa, la radio e internet. Se trata de una fama efímera que afecta a individuos que
el único mérito que tienen es haber participado en los medios de comunicación.
Para ser famoso en nuestro tiempo es suficiente concitar la atención de los medios
de comunicación social y, especialmente, de la televisión.
Es cierto que internet empieza a tener cierta relevancia en la creación de
celebridades dado que algunas personas «anónimas» consiguen, mediante su
participación en vídeos colgados en YouTube, páginas web, blogs personales, etc.,
llamar la atención de una parte de la ciudadanía. Algunos youtubers han conseguido
en relativamente poco tiempo una fama extraordinaria especialmente entre los
adolescentes. Se han convertido en referentes e, incluso, marcan tendencia. La
webcelebrity puede entenderse como una persona famosa principalmente por crear o
aparecer en contenidos divulgados mediante internet, así como por ser reconocido
ampliamente por las audiencias de la web (Pérez; Gómez, 2009). Ahora bien, aún
hoy, la consagración de las estrellas del ciberespacio (las webcelebrities) llega, sobre
todo, en el momento que trascienden el ciberespacio y son reconocidas por la
televisión y los medios tradicionales. Los casos más claros suceden con por ejemplo
artistas en el área musical, incluyendo el fenómeno de Justin Bieber o de otros
similares.
3. La fábrica de las estrellas
El star system fue un invento de origen europeo, pero fue la potente industria
cinematográfica estadounidense la que explotó la fama y la popularidad de sus
astros para atraer la atención y fidelizar la afluencia de los espectadores a las salas de
cine y de asegurar el éxito comercial de los filmes en todo el mundo.
Algunas estrellas del mundo del cine pueden ser una especie de producto de
laboratorio. Sin embargo, su ascensión y consagración depende del reconocimiento
del público. Su culto se basa en su capacidad de seducción y de atracción. Esta no
se puede imponer.
La estrella, objeto de culto y de admiración, fue promocionada por la naciente
industria cinematográfica como instrumento de atracción del público. En la época
dorada de Hollywood las primeras heroínas del star system, extraordinariamente bien
pagadas, fueron producto de un proceso de creación muy sofisticado que respondía
a un diseño claro para satisfacer ciertas expectativas del público.
Una vez ha nacido una estrella existe un sistema complejo formado por
profesionales y expertos en comunicación que se dedican a su promoción. La
fugacidad de la fama en el mundo del celuloide supone para la estrella una exigencia
constante de renovación y reinvención. Productores, directores, estilistas,
diseñadores y agentes artísticos colaboran en la creación de una imagen o de un
modelo identificable de lo que podríamos denominar «industria de la
individualidad».
Las estrellas más cotizadas de la época dorada de Hollywood llevaban una vida de
ocio basada en el lujo y la ostentación. En el momento álgido de su carrera
mantenían un estilo de vida que reproducía el modelo de la vida aristocrático o,
incluso, de la realeza. Grace Kelly hizo realidad el sueño de muchas estrellas de
formar parte de la realeza de verdad.
«Casándose con el Príncipe de Mónaco, Grace Kelly hizo realidad, cincuenta años más tarde, lo que las divas
de Hollywood habían soñado.»
Alberoni (1983, XII)
Y no solo lo habían soñado las estrellas: lo había soñado la mayor parte de la
población americana.
La obligación de la estrella, más allá de las interpretaciones profesionales, era
asistir a las fiestas, las celebraciones y en las galas de entrega de premios. El estilo de
vida que lleva la estrella en la vida real y la imagen que proyecta (y que difunden las
revistas) la acerca a menudo al tipo de vida que llevan los personajes imaginarios
que interpreta en las películas.
Marilyn Monroe o James Dean se convirtieron en las estrellas más luminosas de la
constelación: su desaparición prematura y las circunstancias extrañas de su muerte
convirtieron estas celebridades en auténticos mitos del siglo XX. La pérdida de estos
dos astros anuncia el crepúsculo del star system de la época dorada del cine.
A principios de los años sesenta la industria cinematográfica entra en crisis ante la
irrupción de la televisión y de otras alternativas para el tiempo de ocio familiar. La
crisis del cine conlleva una transformación drástica del star system tradicional que
conlleva una profunda desmitificación de las estrellas. Se produce, como señala
Dyer, un proceso de creciente «humanización de los astros del cine».
«En los inicios, las estrellas eran dioses y diosas, héroes, modelos, encarnaciones de los ideales de
comportamiento. En los últimos tiempos, las estrellas son figuras de identificación, gente como nosotros
mismos, encarnaciones de los modos típicos de proceder.»
Dyer (2001, pág. 39)
Curiosamente, en el momento que se supera la época dorada del cine de
Hollywood, la fábrica del star system se traslada a otros sectores de actividad. La
estrategia seguida por la industria de Hollywood fue, en buena parte, imitada
posteriormente por los otros sectores de la actividad del espectáculo. Así, el mismo
fenómeno que se había producido en el caso de las estrellas del cine se trasladó al
mundo de la música, muy especialmente a los intérpretes musicales. Por lo tanto,
los Beatles o los Rolling Stones lograron una extraordinaria notoriedad en todo el
mundo y motivaron la creación de grupos de fans en muchos países occidentales.
Ahora bien, en este proceso las estrellas no son todas de la misma categoría. La
mayor parte son cada vez menos iconos y cada vez más personajes de carne y
hueso. Los iconos del mundo del espectáculo rivalizan con los iconos del mundo
del deporte que también están extraordinariamente bien pagados. Muchas de estas
estrellas se han convertido en un reclamo imprescindible para la industria de la
publicidad, que recurre a estos personajes paradigmáticos para anunciar las marcas y
los productos comerciales. Ahora ya no son «divinidades», héroes que cambian el
destino de la nación, ni astros luminosos; se presentan como personajes bastante
normales. En 2010, como ejemplo indicativo de esta normalidad, un anuncio
televisivo del FC Barcelona llegó a promover jugadores profesionales del equipo —
como, por ejemplo, Messi, Iniesta y Xavi— con el lema: «Volver a la gente normal»
y enseñando imágenes de cuando eran niños, antes de alcanzar la fama.
Parte de la importancia o del misterio de las primeras estrellas radicaba en la
capacidad que ellos mismos o que los estudios tenían para controlar su vida privada
y la exposición de la misma a los medios de comunicación. En el momento en que
bajo el argumento de que son «personas públicas» expuestas permanentemente al
foco mediático, dejan de ser tan deseados. Pierden no solo parte de su glamour,
sino también parte de su misterio. Son humanos.
4. La fama televisiva
En la segunda mitad del siglo XX la televisión se convirtió en el principal escenario
y, al mismo tiempo, la fábrica de creación de famosos y, ha favorecido la creación
de comunidades de fans que siguen algunos seriales televisivos, programas
concursos y los llamados reality shows.
Como señala Margarita Rivière (2009a), el personaje mediático, transformado en
icono y celebridad, actúa como símbolo, embajador de valores y modelos sociales y
creador de opinión en todos los terrenos (desde la estética hasta la ética). También
es impulsor de cambios sociales. La televisión muestra una serie de personajes que
la audiencia percibe como relevantes y dignos de atención por el simple hecho de
aparecer en televisión. El medio es su principal avalador. Gracias a la televisión los
personajes que provienen de otros mundos —como el cine, el teatro, el arte, la
literatura, la música, el diseño, la moda y el deporte— se han convertido en figuras
(re)conocidas y admiradas. Ahora bien, la televisión también ha generado a sus
propios famosos estrictamente televisivos. A pesar de eso, la hegemonía televisiva
ha sido un factor destructivo del carisma y el misterio que acompañaba a los
grandes personajes en las sociedades tradicionales. La presencia constante, casi
cotidiana, de algunas figuras tiene un carácter desmitificador. Los actores y actrices,
presentadores de noticias y de los shows televisivos, estrellas de cine y otros se
convierten en figuras familiares que sorprenden cada vez menos. Son, de alguna
manera, «parte de la casa».
La fama se entiende, mediáticamente, como el mérito capaz de atraer audiencias y
los consiguientes beneficios que esto conlleva. Así, como veremos a continuación,
la televisión se ha propuesto como objetivo la creación y difusión de famosos
profesionales.
5. Los reality shows como nueva fábrica de famosos
Los programas de telerrealidad, como Gran Hermano u Operación Triunfo han
aportado un nuevo tipo de formatos televisivos. Este nuevo género (o hipergénero)
televisivo comporta una nueva forma de hacer televisión y, lógicamente, una nueva
manera de mirarla.
El éxito de este tipo de programas pone de manifiesto que «la televisión es la
principal fábrica de relatos de la cultura popular de la época contemporánea». La
neotelevisión ha traspasado la frontera de la misma televisión y se ha convertido en
un auténtico «fenómeno social». La televisión se refiere cada vez menos a la realidad
extratelevisiva y crea una realidad propia protagonizada por personajes televisivos:
es un espectáculo que, como la novela, tiene la verosimilitud como principal valor
narrativo (Sáez, 2002, pág. 15). Muchos famosos actuales son productos televisivos,
su fama puede ser muy intensa, pero se desvanece fácilmente el día que dejan de
aparecer en la pequeña pantalla.
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Capítulo XVI
La cultura fan. Tres miradas sobre la cultura fan
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Daniel Aranda. Universitat Oberta de Catalunya
«Los fans constituyen el segmento más activo del público mediático, que se niega a aceptar sin más lo que le
dan e insiste en su derecho a la participación plena. Nada de esto es nuevo. Lo que ha cambiado es la
visibilidad de la cultura de los fans.»
Jenkins (2008, pág. 137)
El fandom siempre ha sido un tema controvertido y está en el centro de
encendidos debates y discusiones. El término fan se utiliza cuando hablamos de
seguidores incondicionales de determinados grupos musicales, equipos deportivos
y, especialmente, de los admiradores entusiastas de las figuras o estrellas más
destacadas. Su forma abreviada, fan, apareció por primera vez en Estados Unidos a
finales del siglo XIX en descripciones periodísticas que retrataban a los seguidores de
equipos de deporte profesionales (especialmente de baloncesto) en una época en la
que el deporte empezaba a dejar de ser una actividad predominantemente
participativa para convertirse en un espectáculo (Jenkins, 1992).
1. Una mirada estigmatizadora
Desde sus orígenes la palabra fan arrastra una serie de connotaciones negativas, lo
que hace que los miembros de las diversas comunidades de fans puedan sentirse
incómodos. La cultura fan, el fandom, a menudo va acompañada de la marca de un
estigma social y el comportamiento de los fans «es visto como un comportamiento
excesivo, desmesurado o que pasa de la raya» (Jenson, 1992, pág. 9). Como señala
Henry Henkins, fan es una forma abreviada de la palabra fanático, que tiene su raíz en
el vocablo latino fanaticus. En el sentido literal, fanaticus procede de fanus, que
significa básicamente ‘perteneciente al templo, un servidor del templo, un devoto’,
pero más adelante alcanzó unas connotaciones más negativas: «Relativo a personas
inspiradas por ritos orgiásticos y delirios entusiastas» (Oxford Latin Dictionary)
(Jenkins, 2010, pág. 23).
Afortunadamente esta percepción está cambiando: algunos grupos de fans han
adquirido un mayor protagonismo y visibilidad social gracias a las redes sociales, y
son cada vez más respetados, especialmente, en el sector de las industrias culturales.
Al hablar de fans, el tópico nos lleva a pensar en jóvenes o adolescentes,
seguidores incondicionales y apasionados de las estrellas del mundo de la música, el
cine, la moda, el cosplay o los cómics:
«Se describe a los fans como unos “excéntricos”, obsesionados por las trivialidades, los famosos y los
coleccionables; como unos inadaptados y “chiflados”; como “muchas mujeres con sobrepeso, muchas
mujeres divorciadas o solteras”; como adultos infantiles; en resumen, como personas con poca o casi ninguna
“vida propia”, aparte de su fascinación por este programa concreto».
Jenkins (2010, pág. 23)
La visión negativa de los fans ha sido llevada al cine por parte de algunos
directores que tratan el fandom como la manifestación de una nueva patología social.
Encontramos representaciones similares de peligrosos fans en películas como Big
Fan (2009), Fanboys (2009), The fall of the Essex box (1990), que retratan a los fans
como personas aisladas, inmaduras e incapaces de encontrar su lugar en la sociedad.
Algunos casos de acoso y la presión a que se ven sometidas las grandes figuras del
mundo del deporte o del espectáculo contribuyen a mantener el estigma que afecta
a la imagen de los fans. A menudo se presenta al fan como un psicópata peligroso
(como es el caso del asesino de John Lennon). Tenemos que pensar, sin embargo,
que estas situaciones tan lamentables son excepcionales. Los casos de violencia son
muy poco habituales (aunque su tratamiento mediático nos pueda inducir a pensar
lo contrario).
La noción de los fans como individuos obsesivos y solitarios nos remite a una
imagen de alienación del individuo dentro de la «masa», así como la imagen del fan
que vive entre las multitudes y que es víctima de la irracionalidad y de la persuasión
de los medios de comunicación. La ausencia y la pérdida constante del valor
comunitario tradicional y el poder atribuido a los medios de comunicación son las
causas principales de la preocupación de este tipo de crítica sociocultural
contemporánea.
La mayor parte de investigadores a finales de siglo XX tampoco se habían tomado
muy en serio el estudio de una realidad considerada, como mínimo, excéntrica.
Como señala Joli Jensen (1992), el fenómeno fan se produce ante la mirada distante
y crítica de los mismos estudiosos: la literatura sobre el fandom ha utilizado imágenes
propias de desviación y estigmatización social. El fan es definido —como sugiere la
palabra original— como un fanático potencial.
El fenómeno fan ha sido descuidado por parte de los académicos e intelectuales.
A las personas «cultas» les cuesta admitir que dentro de los confines de la Cultura
(con mayúscula) se pueda aceptar una de las manifestaciones culturales «más
vulgares», ligadas a la baja cultura. Se trata de una cultura (con minúscula) de una
calidad discutible y protagonizada por los llamados «fans», movidos por actitudes
«exaltadas» y de carácter «irracional». La cultura fan surge como una cultura desde
los márgenes que se contrapone abiertamente a la alta cultura.
En definitiva, el «fan(atismo)» ha sido presentado como un hecho apasionado,
irracional y caótico. Este, sin embargo, es claramente un planteamiento poco
apropiado para la comprensión del fenómeno. Al tratar el tema en la actualidad
desde una perspectiva sociológica se deben evitar una serie de prejuicios y tópicos
que envenenan la cuestión. No se trata, necesariamente, de formas culturales
minoritarias, ni de grupos sociales marginales (Brojakowski y otros, 2015, pág. 31).
2. Una mirada sociológica sobre el fandom
John B. Thompson considera que el fenómeno fan (el fandom) debe entenderse
como un hecho social normal surgido en el contexto ordinario de la vida cotidiana
de muchas personas, que, en determinados momentos, viven de forma apasionada y
obsesiva su afección y que organizan buena parte de su actividad diaria en función
de ella. Los estudiosos británicos usan una expresión afortunada, el fandom, en
relación con el dominio o el reino de los fans.
Los fans no necesariamente son los «otros». Todos podemos serlo en un
momento u otro de nuestra vida (aunque sea algo pasajero). Según J. B. Thompson
(1998), los fans en general dedican una parte sustancial de su tiempo de ocio a
multitud de actividades sociales rutinarias, tales como coleccionar fotos, discos,
casetes, vídeos, etc. Los fans organizan la vida en función del seguimiento habitual
de una determinada afición (por ejemplo, ser seguidor de un equipo de fútbol, de
una estrella de cine, de un conjunto musical o una serie de televisión), o el cultivo
de una relación con determinados productos mediáticos o géneros musicales.
Huelga decir que estas actividades compensan con creces a los miembros de la
comunidad. El hecho de ser fan se fundamenta «en relaciones de familiaridad [no
recíprocas] con personajes famosos», y esta relación es lo que da sentido y
propósito a las actividades que se realizan dentro de la comunidad fan.
«De una forma o de otra, la mayoría de los individuos en las sociedades modernas establecen y mantienen
relaciones no recíprocas de familiaridad con otros distantes. Los actores y actrices, presentadores de noticias y
de los shows televisivos, estrellas de cine y otros se convierten en figuras familiares y reconocibles que con
frecuencia forman parte de las discusiones de la vida cotidiana de los individuos.»
Thompson (1998, pág. 285)
Obviamente, la actividad de los fans va mucho más allá del culto a las grandes
estrellas del mundo del cine o de la televisión. Muchos fans del mundo del deporte,
por ejemplo, desarrollan vínculos de lealtad muy estrechos respecto a los colores de
su equipo, más allá de la admiración que sienten por determinados jugadores. El
fandom es un hecho social complejo, profundamente estructurado y regido por una
serie de pautas y normas convencionales. Según este autor británico (de origen
estadounidense), ser fan conlleva una forma de organizar reflexivamente el «yo» y
sirve para dirigir una parte significativa de la propia actividad y de establecer un tipo
de interacción con los demás:
«Ser un fan es organizar la vida diaria de uno mismo de tal manera que el seguimiento de una determinada
actividad (tal como ser un espectador de deportes), o el cultivo de una relación con determinados productos
mediáticos o géneros, llega a constituirse como una preocupación central del yo y sirve para dirigir una parte
significativa de la propia actividad e interacción con los otros. Ser un fan es una forma de organizar
reflexivamente el yo y su conducta diaria. Visto de esta manera, no existe una clara división entre un fan y un
no-fan. Se trata sólo de una cuestión de grado, del grado en que un individuo se orienta a sí mismo hacia
ciertas actividades, productos o géneros y empieza a reformular su vida en consonancia.»
Thompson (1998, pág. 287)
El proceso de formación del «yo» depende cada vez más del acceso a las formas
mediáticas. El fandom tiene una trascendencia especial en la época de la adolescencia
dado que el joven pasa una etapa de transición especialmente intensa y necesita
(re)afirmarse y, a menudo, convierte a sus ídolos mediáticos en un referente
constante en la propia vida (véase capítulo VIII).
El fenómeno fan, pues, es un hecho relativamente normal. A pesar de que
algunos sectores de la opinión pública y de la intelectualidad tienen tendencia a
considerar el fenómeno como una especie de lacra social, solo se puede hablar de
enfermedad en casos excepcionales, cuando el individuo sufre una especie de
adicción compulsiva que le hace perder el control sobre su vida. Se trata,
evidentemente, de hechos y de situaciones extremas y muy ocasionales.
Tabla 6. Tres miradas sobre la cultura fan
Estereotipo social
La mirada sociológica
Los estudios culturales
Perspectiva de sentido común
J. B. Thompson
H. Jenkins
Término despectivo
Estudio del fenómeno fan con una
vocación descriptiva y comprensiva
Estudio del fenómeno des de
una perspectiva
hermenéutica.
Implicación personal dentro
de la comunidad
Movimiento excepcional →
Forma de conducta irracional y caótica
Comportamiento habitual
Hecho social complejo, profundamente
estructurado
Regido por pautas y normas
convencionales
Las comunidades organizan
su tiempo de forma
significativa
Los fans son «cazadores
furtivos»
Inteligencia colectiva
Se trata de un comportamiento patológico
Solamente en casos excepcionales se
puede hablar de patología
Se trata de una actividad
sana
Protagonizada por chicas jóvenes
adolescentes
Protagonizado por distintos grupos de
edad
Protagonizado por distintos
grupos de edad
Comportamiento más bien individual
Seguidoras incondicionales y apasionadas
de les estrellas del mundo del cine, la
música, la moda o el deporte
Comportamiento grupal
Comunidades integradas por miembros
que comparten una misma afinidad
Las comunidades no están localizadas en
el espacio ni en el tiempo
No son necesariamente grupos
minoritarios
Comportamiento grupal
Comunidades integradas por
miembros que comparten
una misma afinidad
Las comunidades no están
localizadas en el espacio ni
en el tiempo
No son necesariamente
grupos minoritarios
Relacionada con la cultura de masas
Relacionada con la cultura mediática, la
cultura popular y también determinadas
expresiones de alta cultura
Relacionado con todo tipo de
manifestaciones culturales
Encuentra en las «redes
sociales» un terreno de
expresión óptimo.
Fenómeno actual
Fenómeno histórico
Fenómeno histórico
Signo de decadencia cultural
Signo de riqueza y rivalidad cultural
Signo de riqueza y rivalidad
cultural
Fuente: Elaboración propia
3. Estudios culturales y fans
Los estudios culturales han hecho aportaciones significativas al estudio de las
comunidades de fans y reivindican el protagonismo de la audiencia en los procesos
de consumo y participación cultural. Desde esta óptica, los miembros de la
audiencia no son simples consumidores pasivos, sino que son productores activos
de sentido, dado que descodifican los textos mediáticos en función de unas
circunstancias sociales y culturales muy particulares.
«El estudio de los fans, aun siendo objeto de importantes polémicas, es el ámbito teórico desde donde más
claramente se ha cuestionado la noción tradicional de receptor pasivo con relación a los media, subrayando la
complejidad y diversidad de las actividades en las cuales pueden formar parte.»
Roig (2009, pág. 221)
Las empresas de comunicación están creando nuevos formatos televisivos
orientados exclusivamente al movimiento fan. Un ejemplo claro es Talking Dead, un
talkshows (aftershow) que tiene como función exclusiva comentar y aportar más
información sobre cada capítulo de Walking Dead o Talking Bad, el aftershow de
Breaking Bad.
Los estudios culturales quieren rehuir el determinismo textual (Hall, 1973). Desde
esta óptica, el receptor (de)codifica los mensajes en función de su bagaje cultural,
haciendo una lectura singular, diferente y propia. Nadie tiene la certeza de que la
apropiación final coincida con el mensaje cifrado por el emisor. Desde esta óptica,
la palabra, en el discurso, adquiere el significado definitivo cuando lo interpreta el
receptor, que es quien tiene la última palabra. Así, por ejemplo, un mismo programa
de televisión puede tener una incidencia muy desigual y puede ser leído o
interpretado de maneras muy diferentes en función de las características y la
disposición del público. Todo texto es polisémico y, por tanto, abierto a diferentes
lecturas o interpretaciones: el significado lo otorgan los receptores en el acto de la
recepción.
La premisa de este punto de vista es que la interpretación —como diría Gadamer
— es un proceso, activo y creativo. Así, se entiende la recepción de los productos
culturales básicamente como un proceso hermenéutico que logra una profunda
significación cultural. El estudio de las comunidades fans es muy adecuado dado
que los fans son productores activos y manipuladores de significados. Son
concebidos como lectores que se apropian de los textos y los releen de una manera
sui generis en función de sus intereses.
El análisis de la recepción destaca el protagonismo de la audiencia a la hora de
interpretar los mensajes que provienen de los medios de comunicación. Los
miembros de la audiencia a menudo constituyen comunidades interpretativas y se
convierten en auténticos protagonistas que hacen una lectura muy particular de los
materiales o textos disponibles. Mientras que la «lectura», convencionalmente, es
una práctica solitaria y privada, los fans consumen textos en el seno de la
comunidad propia. No se limitan a leer textos, los releen continuamente, lo que
hace cambiar profundamente la naturaleza de la relación entre el texto y el lector.
En este proceso, los fans dejan de ser simplemente una audiencia para los textos
populares y se convierten participantes activos y protagonistas en la construcción y
circulación de sentido.
4. Yo (también) soy fan
Jenkins es uno de los estudiosos más sólidos y más reputados de las comunidades
de fans. Jenkins confiesa abiertamente su admiración y su implicación personal en la
comunidad que estudia: él mismo se considera un aca/fan, un académico y, al mismo
tiempo, un fan.
Según Jenkins, las comunidades de fans a menudo se caracterizan por el rechazo
de los valores y de las prácticas mundanas y de tipo consumista. El fandom en el
ámbito de la ciencia ficción ha existido durante casi cien años y es producto de una
larga tradición. Ya formaban una red social (off line) mucho antes de que nadie se
planteara su estudio. La obra de Jenkins (2010), que lleva más de veinticinco años
profundizando en el estudio de las comunidades de fans, es extensa y clarividente.
Podemos destacar, entre otros, el estudio realizado en 1992 en Estados Unidos
sobre los fans de la serie de ciencia ficción StarTrek. El autor demuestra que la
mayor parte de los miembros de esta comunidad, los trekkies, son chicos
adolescentes con una profunda inquietud cultural y una disposición muy abierta.
Los trekkies constituyen una de las manifestaciones más sólidas de la cultura fan.
En los estudios de Jenkins los fans aparecen como «lectores» que hacen una
interpretación sui generis de los relatos televisivos. No se trataría —como dice el
tópico— de un acto de recepción pasiva, ni un mero acto de consumismo
compulsivo. El elemento central de esta aproximación es la tesis de que la
audiencia, lejos de adoptar una posición pasiva respecto el sentido de un mensaje
que reciben, adoptan una activa, por lo que construyen su propio sentido del
«texto», que puede situarse más lejos o más cerca de la «lectura preferida» del
emisor.
Inspirándose en textos de De Certeau (1999), Jenkins utiliza la analogía de la
piratería o de la caza furtiva para describir las relaciones entre lectores y escritores
que establecen una especie de lucha por apropiarse del texto y el control de los
significados. En este caso, lo que es específico de la cultura fan es que los miembros
del público son como una especie de cazadores furtivos que «cazan» determinados
fragmentos de texto y hacen una lectura particular e, incluso en algunos casos,
hacen una (re)escritura al servicio de los intereses de la comunidad. Los miembros
de las comunidades fans aprovechan los «bienes saqueados» como base para la
construcción de una comunidad cultural alternativa.
5. Los fans en la era digital
En el pasado los fans constituían una especie de comunidades dispersas que, solo
ocasionalmente, se reunían para celebrar algunas efemérides y por compartir su
pasión. Se trataba de un tipo de actividades que, a pesar de su interés, tenían una
escasa o nula incidencia social y cultural.
Internet ofrece la posibilidad de desarrollar una red de relaciones sociales con
personas que no se encuentran, necesariamente, localizadas en el tiempo y el
espacio. Internet facilita la creación y el intercambio de nuevos contenidos
culturales y hace posible que la interacción social sea mucho más viva, intensa y
continuada en el tiempo. Se trata de un tipo de comunidad en la que los individuos
pueden sentirse profundamente implicados a nivel personal y emocional.
A partir de los años noventa los fans alcanzan un nuevo protagonismo dado que
se convierten en pioneros en el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación.
Crean los primeros foros de fans online y abrazan con entusiasmo las
potencialidades comunicativas y creativas de la red. En la actualidad existen
infinidad de espacios dedicados a comunidades y creadores de producciones
relacionadas con el universo de los fans (Roig, 2009, pág. 230).
La presencia de contenidos culturales generados por los fans permite una mayor
difusión y una presencia continuada de la cultura hacen en la red. Como señala
Jenkins, lo que ha producido en los últimos años con la extensión de las redes
sociales es una mayor visibilidad de la cultura de los fans.
«La red proporciona un nuevo y poderoso canal de distribución para la producción cultural aficionada. Los
aficionados llevan décadas haciendo películas domésticas; estas películas ahora se están haciendo públicas.»
Jenkins (2008, pág. 37)
Es cierto que muchas de estas aficiones tenían inicialmente un carácter bastante
extraño y marginal, pero con el tiempo han logrado un protagonismo cultural
creciente. La red, con los YouTubers, los gamers (videojugadores) o los e-sports
(competiciones online de videojugadores profesionales), no solo forman la mayor
comunidad de fans actual sino que económicamente están al frente de las industrias
culturales tradicionales como la televisión o el cine. 1
En la sociedad actual los fans forman comunidades integradas por miembros que
comparten la misma afinidad y que pueden conseguir una notable difusión de sus
actividades. De ser un fenómeno minoritario y, a menudo, estigmatizado, se ha
convertido en una de las partes más visibles de los públicos contemporáneos.
Efectivamente, estos seguidores entusiastas y apasionados configuran un sector del
público muy dinámico y cada vez más atractivo para las industrias creativas. En
algunos casos se desdibuja la frontera que separa la creación de la recepción. Este es
un hecho extraordinariamente significativo.
El fan, a pesar de la idea tópica que le vincula con un consumidor pasivo, se
convierte en un actor protagonista de sus actividades de ocio. El fan también es un
creador. Lucha para imponer su criterio de calidad y en algunos casos puede
destacar y convertirse en una celebridad dentro de la propia comunidad. Su
influencia personal y la repercusión social a la hora de marcar tendencias es cada
vez mayor.
Los fans no solo son consumidores y creadores activos, la cultura fan, el fandom,
posibilita establecer prácticas interpersonales, lazos sociales más amplios activando
emociones y sentimientos desde la cotidianidad cultural y que tiene como objetivo
situar el centro de nuestra capacidad o incapacidad para encontrar sentido al mundo
en que vivimos.
Bibliografía
Ang, I. (1985). Watching Dallas: Soap Opera and the Melodramatic Imagination. Londres: Methuen.
Aranda, D.; Sánchez-Navarro, J.; Roig, A. (coord.) (2013). Fanáticos. La cultura fan. Barcelona: UOC.
Brojakowski, B.; Slade, A.; Narro, A.; Givens-Carrol, D. (2015). Television, social media, and fan culture. Nueva
York: Lexington Books.
Certeau, M. de (1999). La invención de lo cotidiano. México: Universidad Iberoamericana.
Hall, S. (1973). Encoding and Decoding in the Television Discourse. Birmingham: Centro de Estudios Culturales
Contemporáneos.
Jenkins, H. (2010). Piratas de textos. Fans, cultura participativa y televisión. Barcelona: Paidós.
Jenkins, H.; Deuze, M. (2008). «Convergence Culture». Convergence. The International Journal of Research into New
Media Technologies (núm. 14(1), págs. 5-12).
Jenson, J. (1992). «Fandom as pathology». En: L. Lewis (ed.). The Adoring Audience. Londres: Routledge.
Pasztor, S. K.; «Korn, J. U., a: Slade, A.; Narro, A.; Givens-Carrol, D. (2015): Television, social media, and fan
culture. Nueva York: Lexington Books.
Roig, A. (2009). Cine en conexión: Producción industrial y social en la era ‘cross-mèdia’. Barcelona: UOC Press.
Thompson, J. B. (1998) [1997]. Los media y la modernidad: una teoría de los medios de comunicación. Barcelona: Paidós.
1. http://www.uoc.edu/divulgacio/comein/ca/numero57/articles/Article-Dani-Aranda-Jose-AgustinCarrillo-Vera.html
http://www.uoc.edu/divulgacio/comein/ca/numero46/articles/Article-Dani-Aranda-Jose-AgustinCarrillo-Vera.html
Capítulo XVII
El deporte como espectáculo. La aparición del deporte
espectáculo y la cultura deportiva popular
Xavier Pujadas. Universidad Ramon Llull
Ricardo Sánchez. Universidad Ramon Llull
La concepción de deporte espectáculo vinculado al mundo contemporáneo es
inseparable de la misma aparición del deporte moderno en la sociedad industrial.
Las características originales de estas actividades deportivas emergentes en la
sociedad británica entre 1750 y 1840, tales como la reglamentación, la competición,
la identificación en grupos o asociaciones y la especialización de los jugadores,
facilitaron la existencia de algunos elementos esenciales para la producción del
espectáculo deportivo. La mejora en el rendimiento y la competición, el
conocimiento universal de las reglas de juego, la incertidumbre en el resultado y la
emergencia de individuos, asociaciones o colectivos deportivos facilitadores de
identidades son algunos de los aspectos fundamentales para que la competición
deportiva deviniera un entretenimiento público en pocos decenios. Siguiendo a
Leigh Robinson en The Business of Sport (2016), debemos tener en cuenta tres
aspectos principales para entender la existencia del deporte como espectáculo. En
primer lugar, la noción de «competición», en la que el enfrentamiento y la emoción
derivada de la incertidumbre del desenlace son considerados elementos clave del
entretenimiento deportivo. En segundo lugar, el propio espectáculo asociado al acto
deportivo, como por ejemplo las ceremonias olímpicas. Finalmente, la existencia de
un escenario social —el estadio o el palacio de deportes— donde las personas
pueden ir de manera colectiva, no solo para ver una competición y un espectáculo,
sino también con objetivos sociales. En este sentido, el deporte se convierte en un
espectáculo a partir del momento en que es capaz de «proporcionar un conjunto de
actividades más deseables que la competición deportiva en sí misma» (Robinson,
2016, pág. 280).
1. La especialización del atleta frente al espectador y el inicio de
una cultura deportiva mercantilizada
Teniendo en cuenta las características apuntadas en relación a la existencia de un
espectáculo deportivo, la aparición moderna de una cultura deportiva
mercantilizada, basada en la oferta de un espectáculo de competición y vinculada a
una estructura organizada con el objetivo de obtener un beneficio dinerario, debe
situarse en Inglaterra a finales del siglo XVIII (Harvey, 2004).
En este contexto, la reglamentación e institucionalización de los deportes atléticos
en las escuelas privadas inglesas, tales como el fútbol o el rugby, o de otras prácticas
de origen aristocrático como el críquet, incidió claramente en la especialización de
jugadores —que entrenaban y mejoraban su rendimiento y eficacia en el juego—
respecto a espectadores —que seguían el juego sin intervenir en él—, e impulsó su
difusión a partir de la década de 1850. En este periodo se desarrolló la
comercialización del fútbol como espectáculo por medio de diferentes factores tales
como el cercado de los campos de juego, el cobro de una entrada a los
espectadores, el pago de una suma de dinero a los jugadores y la creación de
empresas de accionistas dedicadas al mantenimiento de los equipos. El rápido
crecimiento del fútbol profesionalizado desde 1881 convirtió este deporte por
primera vez en un entretenimiento de la clase obrera industrial inglesa. Este
fenómeno no fue ajeno a la influencia de la prensa deportiva ya existente en Gran
Bretaña en la década de 1870, que doblaría sus tiradas a finales del siglo, y a otros
factores como la mejora en las infraestructuras deportivas y el papel del espectáculo
futbolístico como vehículo de las rivalidades locales. Todo ello daría como
resultado la creación de la primera Liga de Fútbol en 1888. Otros deportes como las
carreras de caballos y el críquet contribuyeron a la popularización del deporte como
objeto de consumo y entretenimiento para sectores sociales diversos. En el caso del
críquet, su espectacularización llegó con la aparición de los touring teams de jugadores
profesionales y pagados por empresarios, que hacían giras de demostración
aprovechando la creación de la nueva red de ferrocarriles de Inglaterra (Hill, 2002,
pág. 33). El primer país industrial del planeta dio paso, por lo tanto, a la primera
cultura deportiva industrial basada en la oferta de un espectáculo popular (Walton,
2012, pág. 137).
2. Los factores de la industria deportiva como producto de la
cultura de masas
Tras la Primera Guerra Mundial, en las décadas de 1920 y 1930, la difusión del
deporte experimentó un crecimiento muy importante en los países de Europa
occidental y en América. Sin duda, este incremento repercutió en su popularización
como pasatiempo de las clases populares, pero la transformación más significativa
se dio en su versión espectacular. De la misma manera que sucedió con otras
manifestaciones de la cultura popular mediática como por ejemplo en el caso del
cinematógrafo, durante los años de entreguerras la incipiente cultura deportiva
mercantilizada aparecida en Gran Bretaña antes de 1914 vivió una expansión sin
precedentes. En realidad, sobre todo en los años anteriores al colapso económico
acaecido en 1929, los países occidentales asistieron a un periodo de emergencia de
la cultura del consumo en el que la cultura deportiva se transformó y se masificó
(Wiggins, 1995, pág. 207). En este contexto, el fenómeno deportivo encontró
algunos elementos facilitadores —como por ejemplo la expansión de los medios de
comunicación de masas— para la construcción de un nuevo universo simbólico
popular vinculado al espectáculo deportivo emergente. La rápida difusión de la
imagen de los ídolos deportivos mediante la prensa gráfica, la publicidad y el cine
darían lugar a la masificación de una nueva iconografía deportiva sin precedentes.
Este nuevo fenómeno cultural fue fundamentalmente urbano y —sin duda— tuvo
un impacto: social, dada su repercusión interclasista e intergeneracional; territorial,
con la aparición de los estadios como elementos urbanísticos que cambiarían en
parte la apariencia de las ciudades, y económico, como nuevo vector en la industria
del consumo popular. Sin embargo, la masificación de la cultura deportiva vinculada
al entretenimiento superó por primera vez, en la década de 1920, el escenario
estrictamente urbano gracias a la irrupción de los medios de comunicación de masas
(véase capítulo sobre la cultura de masas).
Este impulso sin precedentes del deporte espectáculo fue consecuencia de
diferentes factores. Por un lado debemos tener en cuenta aquellos que
contribuyeron a lo que Ángel Bahamonde (2011) ha venido a denominar como
«factores para la modernización del deporte» y que pueden resumirse en siete
aspectos: el incremento y extensión de las entidades deportivas, la consolidación del
deporte como fenómeno público, una creciente institucionalización deportiva en
órganos federativos, la mercantilización y profesionalización de los deportes más
populares, el efecto emulador entre los practicantes, la creación de espacios
específicos para el espectáculo y la extensión del movimiento olímpico
internacional. Sin embargo, la extensión de la cultura deportiva popular debe
vincularse a partir de las décadas 1920 y 1930 a las profundas transformaciones
tecnológicas sufridas por los medios de comunicación tras el final de la Gran
Guerra. En este sentido, la masificación del deporte espectáculo debe su existencia
en buena medida a cinco factores como son:
a) la modernización del fotoperiodismo, gracias a la aparición de las nuevas
cámaras portátiles con visor telemétrico, que facilitaron la difícil tarea de seguir con
mayor rapidez y autonomía a los atletas;
b) las mejoras en la calidad y crecimiento de la prensa gráfica especializada,
vinculadas al incremento de la velocidad en la impresión, y un elemento clave en la
difusión de la iconografía simbólica deportiva;
c) la aparición de la radiodifusión y de las retransmisiones deportivas;
d) la aparición del cine sonoro y su incidencia en el desarrollo de películas,
documentales y noticiarios de índole deportiva, y
e) el desarrollo de la industria publicitaria vinculada a los espectáculos
deportivos y a sus protagonistas convertidos en auténticos ídolos o mitos populares
(véase capítulo sobre ídolos mediáticos).
Tras la Segunda Guerra Mundial, la gran expansión de la industria del espectáculo
deportivo de la segunda mitad del siglo XX debe relacionarse, sin duda, al desarrollo
de la televisión a partir de la década de 1960 y al incremento de la actividad
deportiva. Las nuevas posibilidades comunicativas que ofrecía, por primera vez, la
retransmisión de las competiciones deportivas internacionales —tales como los
Juegos Olímpicos— permitieron desarrollar una nueva industria basada en la
profesionalización del espectáculo del deporte sin precedentes, la comercialización
de las competiciones, la «esponsorización» y la mercantilización de las entidades
deportivas generadoras de este espectáculo. En buena medida, las ceremonias de
inauguración y de clausura de los Juegos Olímpicos —como se constató en
Barcelona 92, Atlanta 96 o Sídney 2000— son concebidas básicamente como
espectáculos televisivos desde el último tercio del siglo XX. A finales del siglo XX,
los cambios tecnológicos y socioculturales han dado lugar a nuevas tendencias y
escenarios asociados al deporte espectáculo.
3. Los nuevos escenarios del deporte espectáculo
3.1. El espectáculo deportivo como ritual
Tal y como hemos visto anteriormente, es imposible entender el deporte
moderno sin su vertiente espectacular. Conviene recordar aquí que el deporte se ha
convertido en una ceremonia de la modernidad que permite escenificar los grandes
ejes simbólicos de nuestro mundo: celebra el mérito, el rendimiento y la
competitividad entre iguales; polariza lo particular y lo universal; da al grupo la
oportunidad de celebrarse a sí mismo; y está abierto a una pluralidad de lecturas por
su carácter polifacético y polisémico (Bromberger, 2000). En este sentido ritual, el
espacio del deporte moderno es el estadio deportivo, lugar donde la sociedad se
concentra en multitudes y se celebra a sí misma en torno a un foco de atención
compartido, la competición deportiva, que refuerza la identidad y la conciencia
colectiva gracias a la efervescencia emocional y a la construcción de una base moral
edénica común. Así pues, el deporte, que sacraliza las singularidades de la
modernidad en una época secularizada, ha hecho de los espacios deportivos sus
nuevos templos y de los medios de comunicación un instrumento difusor de
identidades compartidas y de los valores normativos de la sociedad. Ahora bien, si
desde finales del siglo XX las prácticas fisicodeportivas se han globalizado, como
nos dice Perelman (2008), también, a su vez, el propio deporte globaliza. En efecto,
el espectáculo deportivo, por medio de los medios de comunicación, ha
acompañado los procesos de modernización como una metacultura de la
modernidad que ha generado un «hábitat de significado global». De hecho, deporte,
medios de comunicación y patrocinadores forman lo que algunos autores
denominan el complejo mediático deportivo global y otros el triángulo SMS (Sport, Media y
Sponsor) (Rowe, 2011). Las audiencias son, en última instancia, el elemento central
del dinamismo demostrado por esta estructura social de comunicación: el círculo
virtuoso del deporte moderno. Las interrelaciones entre estos tres agentes
establecen dependencias y provocan adaptaciones en cada uno de ellos. Las
modificaciones en calendarios, horarios y normativas de diferentes deportes
espectáculo, el incremento de los canales y medios de comunicación especializados,
así como las cifras que mueve el patrocinio deportivo, son una prueba de ello (véase
el capítulo sobre globalización).
3.2. Nuevas tendencias deportivas, nuevas tecnologías de la
comunicación y pluralización del imaginario deportivo en el
siglo XXI
Con referencia a las transformaciones socioculturales ocurridas desde finales del
siglo XX en las sociedades occidentales, Nicola Porro (2001) traza las nuevas
características del deporte, que, en su opinión, reflejan y reelaboran algunos de los
aspectos más novedosos y representativos de las sociedades contemporáneas.
Porro, por tanto, nos muestra las tendencias deportivas que, de forma similar a las
socioculturales, diversifican la complejidad del sistema deportivo actual:
globalización, personalización, multiplicación del sistema de valores,
policulturalismo,
socialidades
blandas,
tecnologización,
ecologización,
desburocratización y desinstitucionalización, deslocalización, tribalización de las
redes sociales e hibridación. En consecuencia, vemos cómo tanto en las formas
como en los contenidos, a principios del siglo XXI asistimos a la pluralización del
fenómeno deportivo, que emerge como elemento de comunicación para la
representación social. Una ampliación y diversificación de las prácticas deportivas,
de los espacios para el deporte, de sus contenidos y narrativas, así como de los
medios de comunicación implementados, que permiten la formación de
microrepresentaciones colectivas diferenciadas.
Al mismo tiempo, estamos asistiendo a una reconfiguración significativa en la
relación entre deporte espectáculo y medios de comunicación. Lo vemos, por
ejemplo, en la reducción de la programación deportiva de los canales generalistas
que se ha desplazado hacia nuevos canales temáticos especializados, también por
parte de los clubes deportivos. Sin embargo, donde el cambio ha tenido mayor
incidencia es en el desarrollo de las vías de comunicación mediante internet: medios
de comunicación online, webs de clubes, entidades oficiales, seguidores; además de
foros, redes sociales, blogs, canales de YouTube, aplicaciones y demás medios de
comunicación interactivos e inmediatos, que van haciéndose con un porcentaje de
la audiencia que, aunque menor, es cualitativamente significativo. De hecho, la
lógica de la «remediación» que caracteriza la comunicación interactiva online lleva al
consumidor deportivo a convertirse a su vez en un potencial productor de
comentarios e informaciones en un ciclo participativo sin límites. Esta situación
obliga a interrogarse sobre el futuro del triángulo existente entre deporte, medios de
comunicación y patrocinadores, ya que parece desestructurarse el triángulo SMS
con los avances tecnológicos aplicados a la comunicación deportiva, especialmente
con la tecnología portátil (wearable tech) y los teléfonos inteligentes (smartphones).
La «complejización» sociodeportiva generada por el incremento en la
personalización y diferenciación de los agentes comunicadores y de los medios, así
como por la diversidad de prácticas deportivas, espacios y microidentidades
colectivas de referencia, hace que el deporte pierda referentes unívocos y se
convierta en una polifonía de mensajes simbólicos difíciles de armonizar. Es por
ello que la socialización deportiva se abre a un proceso de «videosocialización
múltiple» caracterizado por la autosocialización individualizada, la
heterosocialización diferenciada y una socialización «de baja definición» o poco
estructurada (Martelli y Porro, 2013). Se desdibuja así la transmisión de unos valores
normativos rígidos y homogéneos, al tiempo que se pluraliza y se personaliza la
comunicación deportiva y social. Es interesante destacar el papel que están jugando
las aplicaciones móviles data trackers que permiten compartir los progresos y las
hazañas deportivas personales con cientos de miles de usuarios de forma inmediata.
El espectáculo deportivo se ha personalizado mientras la proeza deportiva se ha
democratizado.
Es por ello oportuno considerar el deporte como un espacio de luchas simbólicas
de las representaciones sociales y de los imaginarios colectivos. En efecto, el
deporte es un terreno privilegiado para representar los debates sobre cuestiones
sociales fundamentales. Señalan Llopis, Martín y González (2017) que los temas
más tratados por las investigaciones que analizan cómo aparece representado el
deporte en los medios de comunicación son: la representación mediática del
deporte femenino, el papel de los medios en la legitimación de la masculinidad
hegemónica, la representación racial en los medios de comunicación deportivos y el
papel que desempeñan los medios de comunicación en la construcción y refuerzo
de las identidades nacionales.
No podemos olvidar que fue en el contexto olímpico —uno de los ámbitos más
representativos del deporte como espectáculo— que se construyó el cuerpo
imaginario del atleta moderno como concreción del potencial del ser humano.
Potencial que, en el orden simbólico, tenía que dar legitimidad al estatus del varón,
blanco, adulto, heterosexual, de clase alta, válido y originario de las naciones
avanzadas, al naturalizar su supremacía atlética como un hecho dado (Moreno,
2013). Una representación del cuerpo del atleta moderno que se funda en el
antropocentrismo, el racionalismo, la innovación tecnológica y el progreso; y que
encuentra en el deporte un poderoso medio de difusión simbólicamente
generalizado. Citius, altius, fortius (más rápido, más alto y más fuerte), el famoso lema
pronunciado por el barón de Coubertin en la inauguración de los primeros juegos
olímpicos de la era moderna en Atenas (1896), pero también máxima incorporada,
hecha cuerpo, de una manera de entender la modernidad y el progreso humano.
En efecto, todo parece indicar que es en el imaginario deportivo donde se
representan y se dirimen simbólicamente cuestiones fundamentales de la vida
sociocultural. Así, por ejemplo, la arena deportiva acaba incorporando,
representando y quizás configurando el debate social sobre las dificultades en la
clasificación de los sexos. En el caso del deporte, donde se impone una política de
género, el control del sexo impone «lo normal» a «lo natural» contribuyendo a la
biopolítica de una «sociedad de normalización». No obstante, también es en el
deporte donde se suscitan los debates sobre las políticas del Comité Internacional
Olímpico con los/las atletas transexuales; o se reinterpreta el caso de la atleta
sudafricana Caster Semenya desde un poshumanismo que pretende redefinir el
deporte y la propia sociedad (Sánchez, 2010). En resumen, debates sobre deporte e
intersexualidad que cuestionan el orden deportivo y social abriendo las puertas a
una multiplicidad de novedosos imaginarios sociales.
Otro tanto sucede con la aplicación de las nuevas biotecnologías, hecho que nos
obliga a replantearnos nuestra relación con el cuerpo deportivo como anclaje
simbólico de lo social (Sibilia, 2006). Las innovaciones tecnológicas aplicadas a
mejorar el rendimiento de los deportistas no dejan de crecer y de generalizarse en
beneficio de un espectáculo cada vez más ambicioso. El resultado es la existencia de
un «tecnobiopoder» que rompe con el tradicional imaginario humanista, para
anunciar nuevos horizontes transhumanistas o poshumanistas. Se trata de una
representación social que articula la profunda asociación de todos los sujetos
humanos con los artefactos biotecnológicos, que se entienden, a partir de ahora,
como agentes mediadores activos. En efecto, el deportista ya no utiliza
implementos, sino que se construye junto a ellos. Un cyborg deportista en el sentido
que le podría dar Haraway (2016): la íntima unión entre la tecnología y el ser
humano. Se anuncia, por tanto, un futuro deportivo y social donde esta nueva
asociación biotecnológica y panhumana seguirá simbólicamente representada en el
cuerpo del atleta mejorado.
En conclusión, los nuevos escenarios del deporte espectáculo vienen marcados
por la pluralidad de escenarios deportivos y sociales; por los avances en las nuevas
tecnologías de la comunicación que hacen del consumidor deportivo también un
productor potencial de representaciones compartidas, y por la pérdida del control
institucional sobre los aspectos normativos de las representaciones simbólicas del
deporte moderno. La desviación simbólica se pluraliza, el espectáculo deportivo se
abre a una pluralidad de agentes sociales y, en definitiva, el imaginario social del
deporte se democratiza.
Bibliografía
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Parte VII
Cultura y política
Capítulo XVIII
La cultura como ideología
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
Muchos autores utilizan la noción de ideología como un concepto sinónimo,
prácticamente intercambiable, con la noción de cultura. Para Raymond Williams
ideología es una de las palabras clave de las ciencias sociales en el siglo XX. Es uno de
los términos más usados y, todo hay que decirlo, más gastados. Sin embargo, la
noción de ideología puede jugar un papel importante en el análisis de las formas
simbólicas actuales, sobre todo si somos capaces de desnudar el término de algunas
de las connotaciones negativas que la han marcado en un pasado reciente (J. B.
Thompson, 1998).
1. La ideología como «ciencia de las ideas»
El término ideología proviene de la palabra francesa ideologie. Se usó probablemente
por primera vez en el campo intelectual por Destutt de Tracy (1753-1836), filósofo
y oficial de caballería, que en sus Éléments d’ideologie (4 vols., 1801-1815) describe la
ideología como una «ciencia de las ideas». En un sentido similar aparece la noción
de ideología en los escritos contemporáneos de algunos autores norteamericanos
sobre ciencia política. Definen la noción de ideología (sinónimo de cultura) como
un cuerpo de creencias de notable coherencia interna organizada en torno a unos
cuantos principios y valores fundamentales. Por ejemplo, George L. Mosse, en la
magna obra La cultura europea del siglo XIX y XX (1997), define la noción de cultura
como un «estado de la mente». Habla de cultura haciendo referencia a las
principales corrientes ideológicas —como, por ejemplo, el marxismo y el
liberalismo— que toman cuerpo en la Europa del siglo XIX y marcan
profundamente la historia del siglo XX. Para Mosse, la realidad social se filtra por
medio de nuestras percepciones: nuestras ideas y nuestros ideales determinan
nuestra mirada sobre el mundo y la percepción que tenemos de nosotros mismos.
Esta noción de ideología conecta con las nociones de sentido común que
entienden la ideología como un sistema de pensamiento o como un conjunto de
creencias sobre el mundo que orientan la organización política de una sociedad.
Esta es una visión respetable, pero se aleja de nuestra perspectiva. ¿Cuáles son,
pues, las principales acepciones, que desde un punto de vista sociológico, tenemos
del concepto ideología? Seguidamente exponemos dos:
1) La ideología como un sistema de representaciones falsas e ilusorias. La
ideología se entiende como una especie de velo destinado a ocultar o enmascarar las
intenciones y los intereses que mueven la conducta de los grupos y los individuos.
En este sentido, podemos relacionar la noción de ideología con la noción marxista
de «falsa conciencia» (y también con la noción freudiana de «autoengaño»).
Marx equipara la ideología con la falsa conciencia, es decir, la imagen
distorsionada que un grupo social en particular se hace de la realidad que vive en un
momento histórico determinado. Para Marx, el concepto de ideología posee un
sentido fundamentalmente peyorativo.1 La ideología alemana, y de manera muy
particular la filosofía de Hegel, genera una visión invertida del mundo: confunde las
ideas con los hechos sociales. Las ideologías son, entonces, falsas ilusiones, visiones
quiméricas del mundo que ocultan a la conciencia de los hombres la causa
verdadera de su miseria terrenal. Desde una perspectiva marxista, la ideología es el
conjunto de creencias falsas de las que se han servido las clases dominantes para
mantener su situación de privilegio. Marx sitúa este hecho en el marco de las
llamadas relaciones base/superestructura: los productos culturales son considerados
ideológicos en el sentido de que son portadores —de forma implícita o explícita de
los intereses de los grupos dominantes, los que tienen una posición privilegiada y
obtienen beneficios políticos, socioeconómicos y culturales derivados de la
organización socioeconómica de la sociedad.
También podemos hablar de ideología en relación a un sistema de ideas
articuladas por un colectivo de personas. Podemos hablar de la ideología
profesional en relación con las ideas que orientan la práctica de un grupo
profesional particular. Los periodistas, por ejemplo, nos pueden ofrecer una visión
parcial y sesgada de su rol social. La visión de estos profesionales es ideológica en la
medida que nos ofrece una perspectiva marcada por sus intereses particulares y
mantiene una percepción distorsionada del mundo social. La ideología, pues, va
ligada a la posición y los intereses de los individuos o de un grupo social concreto.
2) La ideología como reafirmación del status quo. Hay una segunda acepción de
ideología, muy influyente en los años setenta y principios de los ochenta,
desarrollada por Louis Althusser, que fue más allá de la visión convencional de
ideología que lo entiende como un cuerpo de ideas y creencias. Como ya se ha
dicho, las ideologías cumplen la función de ser concepciones del mundo
(Weltanschauungen) que penetran en la vida práctica de los hombres y son capaces de
animar e inspirar su praxis social.
La cultura es el conocimiento implícito del mundo, un conocimiento mediante el
cual se establece formas apropiadas de actuar en determinados contextos. Como la
phoronesis de Aristóteles, la cultura consiste en una habilidad o destreza y no en un
conocimiento teórico. Las imágenes, los conceptos y las representaciones que se
imponen a los hombres conforman un sistema de creencias que a menudo se
alcanzan de forma inconsciente.
La función de la ideología, pues, no es meramente teórica. La ideología tiene
también una función de carácter practicosocial ya que pretende orientar la conducta
de los individuos desde una perspectiva «positiva». Desde este punto de vista, las
ideologías procuran a los hombres un horizonte simbólico para comprender el
mundo y una regla de conducta moral para guiar las prácticas.
Althusser destaca que ciertos rituales y costumbres sociales tienen un papel muy
importante en nuestras vidas y nos permiten volver al orden y la «normalidad»; un
orden y una normalidad marcados por relaciones de poder y por profundas
desigualdades sociales. Por ejemplo, las vacaciones en la costa y la celebración
consumista de la Navidad se pueden contemplar como prácticas ideológicas en la
medida que nos procuran satisfacciones y nos hacen olvidar la injusticia estructural
del mundo actual.
2. De la dominación a la hegemonía cultural
El pensador marxista italiano Antonio Gramsci nos alertó del peligro de
sobrevalorar, como habían hecho algunas corrientes importantes dentro de la
tradición marxista, los mecanismos de poder de las clases dominantes y de
despreciar sistemáticamente las formas culturales y los mecanismos de resistencia
cultural de las clases subalternas (tampoco sería razonable sobrevalorar la capacidad
de resistencia del «pueblo»).
La concepción contra la que Gramsci se rebeló casi instintivamente, puede
sintetizarse con la conocida frase de Marx y Engels:
«Las ideas de la clase dominante son, en cada época, las ideas dominantes; es decir, la clase que es la fuerza
social dominante de la sociedad resulta, al mismo tiempo, la potencia espiritual dominante. La clase que
controla los medios de producción material controla al mismo tiempo los medios de producción intelectual.»
Marx K.; Engels F. (1969, pág. 54)
Como señala Jesús Martín Barbero (1987), esta perspectiva ha hecho mucho daño
al estudio de la cultura y la comunicación contemporáneas. Se trata de un esquema
de análisis determinista, cuyo éxito radica en su simplicidad y en que nos «ahorra» el
trabajo de hacer investigación empírica. No sería necesario describir los
mecanismos de la dominación social, ya que los damos por descontados.
Gramsci utiliza el término de hegemonía en relación con la manera en que los
grupos dominantes de la sociedad ganan influencia mediante un proceso de
«liderazgo moral e intelectual» que conlleva el consentimiento y el respeto de los
grupos subordinados. La noción de hegemonía es especialmente apropiada para
describir las formas de dominación características de las sociedades complejas que
ejercen mediante el control de las ideas y solo, de forma excepcional, mediante el
uso de la fuerza.
La cultura popular no debe entenderse solo como una cultura impuesta desde
arriba. Tampoco es una cultura que provenga de abajo como una cultura de
resistencia del «pueblo» (véase capítulo XII). Más bien es un campo de batalla, un
territorio de intercambio: un terreno marcado por la integración y la resistencia.
Desde una perspectiva neogramsciana, podemos contemplar la cultura popular
como una arena de contienda ideológica entre las clases dominantes y las clases
subordinadas, entre culturas dominantes y culturas subordinadas. Efectivamente, se
contempla la cultura popular como un ámbito de lucha entre las fuerzas de
«resistencia» de los grupos sociales subordinados, y las fuerzas de «integración» de
los grupos sociales dominantes.
En consonancia con la concepción gramsciana de hegemonía, J. B. Thompson
propone una concepción más dinámica y pragmática de ideología, centrada en el
análisis de cómo los sistemas y las formas simbólicas pueden servir para establecer y
mantener relaciones de poder y dominación (Thompson, 1990). Así, pues, las
formas simbólicas específicas no son intrínsecamente ideológicas: lo son en la
medida en que sirven, en determinadas circunstancias, para establecer y sostener de
manera sistemática relaciones de poder asimétricas.
Si entendemos la ideología de este modo, se constata que el desarrollo de los
medios de comunicación aumenta en gran medida la capacidad de transmitir
mensajes potencialmente ideológicos a través del espacio y del tiempo, y de
reincorporar estos mensajes a una multiplicidad de lugares concretos; en otras
palabras, crea las condiciones para la invasión mediática de mensajes ideológicos en
los contextos habituales de la vida cotidiana. Sin embargo, es crucial enfatizar el
carácter contextual de la ideología: los mensajes mediáticos son ideológicos en la
medida en que son elegidos y apropiados para los individuos que los reciben y los
incorporan reflexivamente a su vida. Esto tiene importantes consecuencias desde el
punto de vista de la influencia ideológica que tienen (o pueden tener) los contenidos
culturales y mediáticos sobre la ciudadanía. También tiene claras implicaciones
metodológicas: el tradicional análisis del contenido debe complementarse,
necesariamente, con el análisis de la recepción.
3. La importancia de la recepción cultural
La historia de la investigación comunicativa ha sido dominada, desde los orígenes,
por una concepción lineal de la comunicación. Una concepción que hace de la
persuasión la actividad más relevante de los medios de comunicación. La
investigación en comunicación ha tenido como objetivo central la voluntad de
conocer las influencias de los medios de comunicación sobre los ciudadanos. Este
modelo lineal, basado en el paradigma de Lasswell, ha fundamentado la
investigación dominante desde los años treinta hasta los años setenta y parte del
paradigma conductista basado en el estudio de cómo un comunicador (que elabora
determinados estímulos) impacta sobre un receptor (que es considerado como
sujeto estimulado) con el fin de conseguir determinados efectos a corto o medio
plazo.
El análisis de las influencias de los medios de comunicación social ha sido el
objeto de estudio por excelencia en el ámbito de la investigación comunicativa,
especialmente en los inicios de la llamada Mass Communication Research y también
desde la perspectiva marxista. Desde estas tradiciones se ha tendido a considerar la
audiencia como una entidad pasiva, expectante e influenciable. Los efectos o las
influencias de los medios de comunicación se dan por supuesto (Busquet, Medina,
2014).
Desde los estudios culturales británicos —como hemos visto anteriormente— se
propone una nueva mirada para estudiar el rol de los medios de comunicación
social y de reivindicar el protagonismo de la audiencia en los procesos de recepción
cultural. Desde esta óptica, las audiencias no son simples consumidores pasivos,
sino que son productores activos de sentido, dado que decodifican los textos
mediáticos en función de unas circunstancias sociales y culturales muy particulares.
Así, por ejemplo, un mismo programa de televisión puede tener una incidencia muy
desigual al poder ser leído o interpretado de maneras muy diferentes en función de
las características y la disposición del público. El elemento central de esta
aproximación es la tesis que la audiencia, lejos de adoptar una posición pasiva
respecto el sentido de un mensaje que reciben, adopta una posición activa, por lo
que construyen su propio sentido del texto.
Bibliografía
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Busquet, J; Medina, A. (2014). Invitación a la sociología de la comunicación. Barcelona: Editorial UOC.
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Turner B. S.; Abercrombie, N.; Hill, S. (1987) [1980]. La tesis de la ideología dominante, México: Siglo XXI.
1. Hay que decir que hay una continuidad histórica entre el sentido peyorativo que el autor alemán
utiliza de la noción de ideología con la noción despectiva que utilizaban los pensadores conservadores
a principios del siglo XIX.
Capítulo XIX
La cultura nacional. El nacionalismo como religión de
la modernidad
Lluís Flaquer. Catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona
Jordi Busquet. Universidad Ramon Llull
La cultura puede devenir un elemento crucial de la existencia de un país. Con el advenimiento de la
modernidad es este elemento, y no otro, el que ha venido a ocupar un lugar primordial en el imaginario
colectivo que sostiene la identidad de un país, lo que para muchos legitima un gobierno propio y justifica, al
mismo tiempo, nación y nacionalismo.
Salvador Giner y otros (1996)
1. La bipolaridad entre estado y nación en la era moderna
La cuestión nacional es uno de los temas sobre los que más se ha escrito en los
últimos años y que sigue siendo objeto permanente de controversia pública. Desde
los inicios de la era moderna se ha convertido en un elemento clave de los sistemas
políticos y buena parte de los estudiosos del nacionalismo coinciden en que se trata
de un fenómeno propio de la modernidad. De hecho, no podemos explicar la
eclosión del nacionalismo sin la centralidad de la nación ni sin el protagonismo del
estado en la edad moderna. A pesar de que en la actualidad, como consecuencia de
la globalización, la mayoría de los estados están viendo erosionada su soberanía,
cerca de la totalidad de la superficie terrestre está bajo el dominio de los casi
doscientos estados que integran las Naciones Unidas y el binomio Estado nación se
ha consolidado como uno de los resortes más dinámicos en la generación de
cambio político y social.
Según Max Weber, el estado contemporáneo es una comunidad humana que, en
los límites de un territorio determinado, reivindica con éxito a favor suyo el
monopolio de la violencia legítima. El estado consiste en una relación de
dominación del hombre sobre el hombre basada en el instrumento de la violencia
legítima (La política como vocación, 1919). Esta definición tan clara y contundente se ha
convertido en una de las más ampliamente difundidas y famosas de la ciencia
política. Para Weber, desde un punto de vista histórico, el progreso hacia el estado
burocrático aparece muy estrechamente unido al desarrollo capitalista moderno.
Existen afinidades electivas entre el estado y el capitalismo modernos en la medida
en que ambos elementos se basan en la organización racional ya sea de la justicia o
de la burocracia, en el caso del estado, o bien en el cálculo de costes de producción
o en la racionalización del trabajo, en el caso de la empresa capitalista (Weber,
1981).
Se dan numerosas influencias mutuas entre el desempeño del estado en forma de
políticas públicas y la conformación gradual de una identidad y de una cultura
nacionales. Por una parte, es obvio que un conjunto de condicionantes
estructurales, tanto de índole demográfica como tecnológica, económica o
productiva, marcan unos límites a la acción del estado. Pero también los rasgos más
prominentes de la cultura nacional modelan en gran parte las orientaciones de las
medidas de las administraciones públicas.
Es cierto que la creación, reproducción y revitalización de la cultura nacional a lo
largo del tiempo depende de la defensa sostenida de valores acordes con los
contenidos de dicha cultura, de la afirmación de derechos de ciudadanía
congruentes con ella y del despliegue continuado de determinadas políticas públicas
que los fomenten. Si aceptamos la existencia de diversos modelos de políticas
sociales o de regímenes de bienestar, por poner un solo ejemplo, es a causa de sus
singularidades en términos de cultura nacional y ello permite que podamos
descubrir en su evolución trayectorias consolidadas y coherentes (Esping-Andersen,
1990; Castles, 1993).
2. La dicotomía entre nacionalismo étnico y cívico
Con objeto de ahondar en la comprensión de la cultura nacional proponemos
examinar las características y el desarrollo de una de las tipologías polares que han
gozado de mejor aceptación y han mostrado un buen rendimiento analítico en este
campo. La bipolaridad que hemos estado examinando entre nación y estado se
expresa también en la dicotomía del nacionalismo étnico y cívico como tipos ideales
opuestos y como polos extremos de un continuum.
El origen de esta oposición, aunque a menudo utilizando otros términos, se
remonta a los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Mientras que el
nacionalismo étnico presenta la pertenencia a la comunidad nacional como algo que
se da o es atribuible, el cívico considera que los individuos se constituyen
voluntariamente en colectividad (Keating, 1996).
Uno de los autores que, hace un par de décadas, más contribuyó a consolidar la
distinción entre el nacionalismo étnico y el cívico fue Michael Ignatieff (Ignatieff,
1994). Para él, el lenguaje clave de nuestra época es el nacionalismo étnico y en su
contribución al tema emite un toque de alerta ante su retorno y exacerbación en el
contexto del colapso del imperio soviético y la desintegración de la antigua
Yugoslavia. El nacionalismo como doctrina política constituye la creencia de que
los pueblos del mundo se dividen en naciones y que cada una de esas naciones tiene
el derecho de autodeterminación, ya sea como unidades dotadas de autogobierno
dentro de estados nación existentes o como estados nación soberanos.
Para perfilar mejor la figura del nacionalismo étnico conviene contrastarlo con su
contrario, el nacionalismo cívico. Este mantiene que la nación está compuesta por
todos aquellos —sea cual sea su raza, color de piel, credo, género, lengua o etnia—
que abrazan el credo político de la nación. Si dicho tipo de nacionalismo recibe el
nombre de cívico es porque concibe a la nación como una comunidad de ciudadanos
iguales y titulares de derechos, unidos en una adhesión patriótica a un conjunto de
prácticas y valores políticos compartidos. Este tipo de nacionalismo es
necesariamente democrático, ya que otorga la soberanía al conjunto del pueblo.
Según el credo del nacionalismo cívico, lo que mantiene unida la sociedad no son
unas raíces comunes sino la ley. Al suscribir un conjunto de procedimientos y
valores los individuos pueden conciliar su derecho a modelar sus propias vidas con
su necesidad de pertenecer a una comunidad. A su vez, ello da por supuesto que la
pertenencia nacional puede constituir una forma de apego racional.
En contraste, el nacionalismo étnico sostiene que los afectos más profundos de
los individuos son heredados, no elegidos. Es la comunidad nacional la que define
al individuo y no los individuos los que definen a la comunidad nacional. Es posible
que esta psicología de la pertenencia tenga una mayor profundidad que la del
nacionalismo cívico, pero la sociología que la acompaña es mucho menos realista.
Esta es una de las razones por las cuales los regímenes nacionalistas étnicos son más
autoritarios que democráticos (Ignatieff, 1994).
Frente al nacionalismo étnico, el cívico es fruto de la empresa colectiva de sus
miembros, pero hunde sus raíces en la aquiescencia o consentimiento individual
antes que en la identidad atribuible o adscrita. Se basa en valores e instituciones
comunes así como en pautas de interacción social. Cualquiera puede entrar a formar
parte de la nación con independencia de su cuna o de sus orígenes étnicos, aunque
el coste de la adaptación pueda variar.
La cultura nacional proporciona símbolos de identidad para la comunidad.
Sustenta una serie de valores sociales que pueden promover el consenso, así como
fijar los límites del debate y de la división política. Facilita un medio de
comunicación además de un medio de interpretar la realidad social. Asimismo
puede servir de mecanismo de integración social. De los diversos aspectos de la
cultura, la lengua ha sido generalmente el más importante en lo que respecta a la
consolidación de la identidad nacional.
Lo que determina que un nacionalismo sea étnico o cívico no es la existencia de
una lengua y una política cultural, sino los usos que se hacen de la lengua y la
cultura, ya sea para construir una nación cívica o para practicar la exclusión étnica
(Keating, 1996). Además, la dicotomía del nacionalismo étnico frente al cívico debe
considerarse como un tipo ideal y en este sentido es posible que en la realidad
empírica se dé una gradación de variados entornos que pueden situarse a lo largo de
un continuum. Así, el análisis empírico muestra que el argumento tradicional según el
cual los países del este de Europa tenderían a ostentar identidades más bien étnicas
frente a las mayoritariamente cívicas de las naciones de Europa occidental
constituye una simplificación excesiva. Los datos no avalan dicho contraste en un
sentido fuerte, además de revelar una interesante tensión entre las políticas
adoptadas por muchos de los estados y las identidades de sus habitantes.
Finalmente, cabría interrogarse sobre las posibles contradicciones existentes entre
las identidades que manifiestan las élites y las que exhibe el conjunto de la
población (Shulman, 2002).
3. La idea romántica de cultura
Desde una perspectiva romántica existe una concepción particularista de cultura
que se vincula con la idea de nación. Johann Gottfried Herder creía que la cultura
proviene del alma del pueblo (Volkgeist). Desde esta óptica, la «nación cultural»
precede a la «nación política» (Cuche, 2000).
La idea de cultura de Herder conlleva un ataque deliberado a la pretensión
universalista y uniformizadora inherente al pensamiento ilustrado. Como señala
Antonio Ariño:
«Frente a la visión abstracta, uniformizadora y expansionista del racionalismo ilustrado, [Herder] propuso el
reconocimiento de la diversidad de caminos que siguen los diferentes pueblos. Cada nación tiene su propia
cultura (Volkgeist), su propio destino, y en esta diversidad radica lo que es propio de la humanidad».
Ariño (2005)
En contraste con una concepción ilustrada de la historia, Herder introdujo la idea
de «cultura nacional» y conjugó la cultura en plural. Más que hablar de cultura (en
singular) sugiere hablar en términos de la cultura particular de cada pueblo.
El romanticismo reivindica la importancia de la cultura popular y contribuye a
difundir la idea de cultura como una «forma particular de vida». El romanticismo y
los movimientos nacionalistas de la Europa del siglo XIX utilizaron el término cultura
en relación con los productos de tipo literario y artístico (y, a la vez, hicieron
mención de una nueva idea: la de personalidad o espíritu nacional). La cultura,
entendida como «alta cultura», y el folclore (o la cultura popular tradicional) serían
expresiones diversas y parciales de una misma «identidad nacional». La cultura es
entendida como un conjunto de conquistas artísticas, intelectuales y morales que
constituyen el patrimonio de una nación.
La cultura, concluye Herder, no consiste en una historia unilineal de una
humanidad universal, sino una diversidad de formas de vida específicas, cada una de
ellas con sus peculiares leyes de evolución (Eagleton, 2001). Los románticos
alemanes oponían la cultura (Kultur), expresión del alma profunda de un pueblo, a la
noción de civilización, que en aquella época se definía como el progreso material
relacionado con el desarrollo económico y técnico (Cuche, 2000).
El romanticismo presupone que cada nación tiene una cultura propia y que a cada
nación le corresponde un estado. Aquí encuentra su fundamento la «santísima
trinidad» —nación, cultura y estado— de la teoría social moderna. En esta tríada
quizás se pueda añadir un cuarto elemento: la lengua (que, en ocasiones, es el
idioma oficial de un país). Los movimientos nacionales otorgan a la identidad
cultural y, en determinados casos, a la lengua una significación y una trascendencia
políticas extraordinarias.
La identidad lingüística puede ser clave para definir una «cultura nacional».
Entendemos la lengua como un producto social que configura una determinada
percepción de la realidad y una concepción del mundo (Weltanschauung). Según la
hipótesis de Sapir y Whorf (o principio de relatividad lingüística), se da una cierta
relación entre la estructura y las categorías gramaticales de la lengua que una
persona habla y la forma en que dicha persona entiende y conceptualiza el mundo y,
por consiguiente, lo que delimita una cultura de las otras, es, sobre todo, la lengua
en que se expresa esa misma cultura.
4. La politización de la cultura y la invención de la tradición
A menudo se habla de la cultura —de la cultura nacional— sin definir ni
concretar su significado. No queda muy claro el contenido de la cultura (que puede
variar según las circunstancias), pero se hace hincapié en su enorme trascendencia
política. La tentación de instrumentalizar el hecho cultural es una constante a lo
largo de la historia. Tanto los estados nacionales como las naciones «sin estado» han
intentado vertebrar una cultura nacional y han construido un relato sobre los
orígenes de la nación.
En la formación de los estados nación europeos a lo largo de los siglos XVIII y XIX
adquiere una gran transcendencia la identidad cultural y lingüística. La unificación
italiana, por ejemplo, se forjó, en parte, mediante un proceso de construcción de
una nueva identidad cultural homogénea y un proceso de estandarización
lingüística.
Por otra parte, Hobsbawn sostiene que algunas fiestas y celebraciones nacionales
se inventaron o (re)inventaron para legitimar un determinado proyecto político de
carácter nacional. Por tradición inventada entiende un conjunto de prácticas,
normalmente reguladas por reglas abierta o tácitamente aceptadas y de naturaleza
simbólica o ritual, que tratan de inculcar ciertos valores y normas de conducta a
base de repetición, que automáticamente implica continuidad con el pasado
(Hobsbawn,1983).
5. La cultura popular de masas y la formación de los estados
nación
La «cultura de masas» ha contribuido a la construcción del estado nación a nivel
ideológico. Un ejemplo paradigmático es el papel que tuvieron la prensa popular y,
más tarde, el cine en la construcción imaginaria de la cultura norteamericana,
especialmente después de la Guerra de Secesión finalizada en 1865. Los Estados
Unidos de América son un país joven. Los medios de comunicación y, sobre todo
el cine, han representado un papel importante en la configuración de unos
referentes culturales comunes. Según Daniel Bell (1965), gracias a estos medios:
«por primera vez en la historia hay una serie de imágenes comunes, de ideas y de
posibilidades de ocio que se presentan a un público nacional único». En esta etapa
de formación como estado nación, los Estados Unidos tuvieron que afrontar el reto
de aglutinar una multitud de individuos provenientes de culturas nacionales
europeas diversas y de orígenes geográficos tan alejados como el África negra
(ignoraron, paradójicamente, a las poblaciones nativas, que casi fueron
exterminadas). Según Bell, era necesaria la creación de una nueva cultura común
que dotara de coherencia a la amalgama de estados. La cultura de masas jugó este
papel clave y, aunada al interés económico y las ganas de progresar, forjó un espíritu
nacional común:
«El elemento que [...] ha cohesionado internamente la sociedad nacional, además de nuestros escasos héroes
políticos como Roosevelt, Eisenhower o Kennedy, ha sido la cultura popular. Con el incremento de películas,
radio y televisión, con la posibilidad de imprimir simultáneamente en diferentes ciudades varias revistas
semanales con el fin de conseguir en un mismo día una distribución nacional uniforme, por primera vez en la
historia se dan una serie de imágenes comunes, de ideas y de posibilidades de ocio que se presentan
simultáneamente a un público nacional. La sociedad, que carece de instituciones nacionales conscientes de su
papel, queda cohesionada mediante los medios de comunicación de masas.»
Bell (1965)
Este proceso también se ha dado históricamente en algunos países
latinoamericanos —por ejemplo, en México— con un estado relativamente débil y
unas fronteras móviles y arbitrarias. El proceso de formación de los estados ha
estado relacionado con la creación de una cultura nacional más o menos uniforme
en todo el territorio.
6. La nación como comunidad imaginada
Según el historiador de origen alemán George L. Mosse (1975), en el período nazi
los festivales y celebraciones públicas eran creaciones colectivas que servían para la
glorificación de la nación y de sus dirigentes. Mosse sitúa el nacimiento de los
festivales contemporáneos en la Revolución Francesa y destaca que estos festivales
y sus símbolos —las banderas, las canciones, los monumentos— pretenden
transformar todos los ciudadanos en participantes activos. Para Mosse, la belleza y
la estética constituyen las atracciones principales de los festivales; los símbolos
crean la fiesta y hacen aparecer «otro mundo, el de la integridad, la cohesión y,
sobre todo, la belleza» (Mosse, 1975). Mosse se refiere a la pasión de los nazis por
los rituales y los símbolos como un medio propagandístico destinado a movilizar a
las masas. Estas celebraciones son ocasiones excepcionales que transportan al
individuo por encima de la vida cotidiana y facilitan un repertorio de símbolos y
mitos por medio de una liturgia con que la nación se representa a sí misma. Se trata
de una forma de expresar ideales trascendentales y de penetrar en el inconsciente de
las personas y, por tanto, de actuar a nivel emocional. Mosse destaca también la
función de los festivales como una de las herramientas de cohesión social y de
elevación del espíritu nacional más utilizadas en los estados nación.
Para explicar el significado de la identidad nacional también podemos hacer
mención del concepto de «comunidad imaginada» de Benedict Anderson (1996). En
su célebre volumen Imagined Communities: Reflections on the Origins and Spread of
Nationalism, Anderson señala que todas las naciones son construcciones sociales con
la intención de representar una comunidad de la mejor manera posible. La nación es
imaginada porque las personas pertenecientes a esta comunidad no se conocen
entre sí, pero en la mente de cada uno persiste la imagen que los identifica a todos
como miembros de la misma comunidad (una comunidad que establece fronteras y
reconoce la existencia de otras comunidades de las que se diferencia). Precisamente
la definición andersoniana es muy sugerente, dado que, en determinados momentos
históricos que tienen una potencialidad indudable desde el punto de vista
identitario, toda la nación se reúne simbólicamente ante las pantallas del televisor.
7. El nacionalismo como valor sagrado y como religión de la
modernidad
Una de las tesis más fascinantes defendidas por los analistas sociales es considerar
el nacionalismo como la religión de la modernidad. Cuando Émile Durkheim, en la
conclusión de su obra de madurez Las formas elementales de la vida religiosa exclama:
«¿qué diferencia hay entre una asamblea de cristianos celebrando las principales efemérides de la vida de
Cristo, o de judíos festejando ya sea la salida de Egipto o bien la promulgación del decálogo y una reunión de
ciudadanos conmemorando la institución de un nuevo código moral o algún otro gran acontecimiento de la
vida nacional?»,
está justamente señalando el carácter religioso del nacionalismo, teniendo en
cuenta que para él
«La religión es, en definitiva, el sistema de símbolos a través de los cuales la sociedad toma conciencia de sí
misma; es la manera de pensar propia del ser colectivo».
Flaquer (2015)
Aquí la liturgia y el ritual, evocados anteriormente por Mosse, más allá de sus
valores estéticos, adquieren directamente una dimensión religiosa.
En esa misma línea de interpretación abunda uno de los analistas más agudos del
fenómeno al titular su libro sobre el desarrollo del nacionalismo en Europa
occidental como El dios de la modernidad:
«La nación, como comunidad culturalmente definida, constituye el valor simbólico más elevado de la
modernidad; le ha sido otorgado un carácter cuasi sagrado sólo igualado por la religión. De hecho, este
carácter cuasi sagrado deriva de la religión. En la práctica, la nación se ha convertido bien en el sustituto
moderno y secular de la religión, bien en su aliado más poderoso. En los tiempos modernos los sentimientos
comunitarios generados por la nación son altamente estimados y perseguidos como base de la lealtad del
grupo. Como valor simbólico la nación es una liza donde se libran complejas luchas ideológicas en que
participan diversos grupos […] En última instancia, el éxito del nacionalismo en la modernidad debe
atribuirse en gran medida al carácter sagrado que la nación ha heredado de la religión. En esencia, el
nacionalismo es el dios secularizado de nuestro tiempo.»
Llobera (1994)
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Capítulo XX
Las políticas culturales
Judith Clares-Gavilán. UOC
1. La noción de política cultural
El concepto cultural policy se empieza a utilizar con frecuencia a partir de que
fuera empleado y difundido en los años cincuenta por organismos internacionales
como la UNESCO o el Consejo de Europa, abarcando todo el abanico de
actividades que podemos incorporar bajo el paraguas de industrias culturales.
Como apuntan George Yúdice y Toby Miller (2004, pág. 103):
«muchos estudios de política cultural excluyen la música, el cine y la televisión debido a sus relaciones con el
lucro y a que tienden a caer bajo el título de comunicaciones y no de cultura (lo cual es, en sí mismo, un
índice de la importancia que tienen estos medios audiovisuales por el gobierno y el capital). Pero es
justamente debido al dominio de estas industrias del entretenimiento que las naciones instituyen políticas
culturales».
En este sentido, nosotros entenderemos el concepto de política cultural como un
todo que integra y aglutina el conjunto de las actividades y expresiones ubicadas
bajo el paraguas de las industrias culturales siguiendo la definición propuesta por la
UNESCO, que entiende la política cultural como aquellas
«políticas y medidas relativas a la cultura, ya sean estas locales, nacionales, regionales o internacionales, que
están centradas en la cultura como tal, o cuya finalidad es ejercer un efecto directo en las expresiones
culturales de las personas, grupos o sociedades, en particular la creación, producción, difusión y distribución
de las actividades y los bienes y servicios culturales y el acceso a ellos». 1
Estas medidas pueden clasificarse principalmente en base a dos grandes objetivos
orientados por una parte a regular el sector cultural y del otro a protegerlo o
fomentar su producción y distribución. Por otra parte contemplarían un tercer
objetivo que incluiría medidas de censura llamadas también dirigistas o de control.
Esta última medida, contemplaría también la llamada censura moral, aquella que
prohíbe o aconseja y que se fundamenta en normas morales o éticas (Domínguez,
1989).2
Como veremos en los próximos puntos el concepto política cultural está
estrechamente relacionado con los países europeos y con el concepto de industria
cultural, a la que, como hemos visto, se le atribuye un doble valor cultural y
económico.
2. Los modelos o paradigmas de política cultural
El concepto de política cultural y la relación entre el Estado y la Cultura ha ido
cambiando y evolucionando con el tiempo. Convencionalmente se establecen cinco
paradigmas de política cultural que nos pueden ayudar a comprender la evolución
del término y su relación entre el Estado y la sociedad (Zallo, 2003 y 2011).
2.1. El modelo o paradigma del mecenazgo
Para conocer los orígenes de la relación entre el Estado y la Cultura deberíamos
remontarnos hasta mediados del siglo XVII (véase capítulo XIX). El modelo llamado
de mecenazgo corresponde a un primer estadio de la relación entre el poder y la
cultura en Europa dominante desde el Renacimiento, pasando por la Ilustración y
hasta bien entrado el siglo XIX. Durante este período, hay una relación directa entre
el poder y los creadores. De hecho a cambio de protección, seguridad y una
pequeña renta, se elaboran obras destinadas directamente a las élites dominantes.
Si bien el mecenazgo es un modelo propio de épocas pasadas, en la actualidad
podemos observar comportamientos similares protagonizados por actores sociales
diferentes. El mecenazgo moderno se ha convertido en la función propia de
diferentes instituciones públicas y privadas que se dedican a financiar, patrocinar u
organizar actividades de carácter cultural como podrían ser las fundaciones
(Domínguez, 1989, pág. 179).
Incluso podemos encontrar normativa específica que procura regular y fomentar
iniciativas de mecenazgo. Sería el caso de la Ley 49/2002 de régimen fiscal de las
entidades sin fines lucrativos y de los incentivos fiscales al mecenazgo en España.
2.2. El modelo o paradigma de la democratización de la cultura o
extensión cultural (años cincuenta)
El modelo de democratización de la cultura se da en el período comprendido
entre el final de la Segunda Guerra Mundial (1945) y principios de los años setenta.
Un periodo marcado por la necesidad de reconstruir un mundo que quedó
devastado por la Segunda Guerra Mundial. En un tiempo convulso se plantea como
fundamental buscar mecanismos para garantizar, desde los estamentos políticos, la
protección de los derechos humanos y con ellos los derechos básicos de los
ciudadanos de acceso a la educación, la salud, el trabajo y también a la cultura. De
hecho es en este periodo donde podríamos situar el origen del concepto política
cultural, coincidiendo con la explosión de la industrialización de la cultura y con el
nacimiento del llamado estado del bienestar en Europa.
En este contexto nació la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 24 de
octubre de 1945, y se redactó la Declaración Universal de los Derechos Humanos
(1948) por medio de la cual se reconoce, en el artículo 22, el derecho a la cultura
como un derecho inalienable del individuo:
«Toda persona, como miembro de la comunidad [...], tiene derecho a la seguridad social, y a obtener,
mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional [...], la satisfacción de los derechos económicos,
sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad. El acceso a la cultura
y la participación cultural de todos los ciudadanos del país es considerado un derecho esencial del hombre
por las Naciones Unidas, comparable a los otros derechos económicos y políticos. Se considera igualmente la
educación universal y el acceso de todos los ciudadanos en el mundo de la cultura como un gran bien, como
un signo inequívoco del proceso de civilización. Con el acceso del pueblo a la educación y la cultura se pide,
implícitamente, el reconocimiento y la equiparación de la dignidad de todos los individuos. Las mejoras
económicas y sociales, junto con el acceso general al ocio, deben ser complementados con una oferta cultural
diversa y de calidad, que les dé a la ciudadanía más posibilidades de adquirir conocimientos, ilustración o
sabiduría, que les permita acceder a un estadio cualitativamente superior de civilización o de mejora individual
y colectiva, y que los acerque a lo que hasta hace poco era concebido como el privilegio de una minoría.»
Busquet (2010, pág. 176)
La década de los cincuenta estuvo marcada también por la creación de los
organismos públicos audiovisuales, que nacieron como organismos de servicio
público bajo el monopolio estatal. En este contexto, muchos investigadores sitúan
el surgimiento y la evolución del concepto política cultural estrechamente
relacionado con el de política de comunicación, planteando líneas de investigación
conjunta (Bustamante, 2003). De hecho podemos ver cómo la propuesta de
paradigmas ligada a las políticas de comunicación de autores como Jan van
Cuilenburg y Denis McQuail (2003; 2008) están estrechamente relacionadas con las
propuestas hechas en el ámbito de la política cultural.
Las políticas culturales de los estados democráticos europeos de aquel periodo,
concebían el arte como la máxima expresión de la cultura y pretendían acercarla a la
sociedad, aprovechando las posibilidades de difusión que ofrecían los medios de
comunicación de masas. Nos encontramos ante un modelo tradicional en que «el
Estado es sobre todo el protector de la excelencia artística» y en que el ciudadano
común es «contemplado como un receptor que debe ser educado para una cultura
cuidadosamente seleccionada y depurada para un criterio ilustrado» (Fernández,
1991, pág. 195). Un modelo del cual fue un claro exponente la acción cultural del
estado francés en la época de André Malraux al frente del Ministerio de Asuntos
Culturales y que se propuso ampliar la excelencia artística al gran público.
De este período datan las primeras propuestas de acción llevadas a cabo en el
marco del Consejo de Europa: las primeras declaraciones fundamentales o la
aplicación del Tratado de Roma en el sector cultural, en relación a la libre
circulación de bienes y trabajadores de la cultura.
2.3. El modelo o paradigma de la democracia cultural (años
setenta y ochenta)
En los años setenta se pasa de una concepción humanista de la cultura a una
interpretación más amplia que reconoce la capacidad de crear a todos los individuos
(Domínguez, 1989, pág. 185). Se reconoce el derecho de todos los ciudadanos tanto
a disfrutar de los bienes culturales creados por los artistas como a considerar bienes
culturales también a las creaciones de los propios ciudadanos.
Esta nueva orientación surgió bajo la influencia de la explosión crítica de Mayo
del 68, marcado por el idealismo de la época. Evocando una cultura no elitista, en
cambio constante, y en la que participa todo el mundo (Fernández, 1991, pág. 195).
El cambio hacia el modelo de democracia cultural fue objeto de debate en
conferencias de organismos internacionales como la UNESCO.3 Pasamos de un
modelo en que uno de los principales objetivos de las instituciones públicas consiste
en asegurar una adecuada difusión de estos bienes, a otro modelo que se propone
fomentar la creatividad, garantizar y reconocer la pluralidad y la diversidad de todo
tipo de actividad y expresión creativa, con el propósito de contrarrestar la fuerte
influencia que habían adoptado las industrias culturales en un mundo globalizado.
Es en este período que toma fuerza el concepto de pluralidad cultural en
contraposición al concepto de imperialismo cultural. La internacionalización de los
bienes y servicios culturales, o los flujos internacionales de información o de datos,
pueden llegar a poner en peligro la pluralidad de un mundo diverso, y de ahí la
necesidad de impulsar medidas que garanticen esta diversidad.4
Es en este contexto que en el marco de organismos internacionales como la
UNESCO se sientan las bases para la protección de esta pluralidad cultural
mediante convenciones e informes como el informe MacBride Un solo mundo, voces
múltiples, por medio del cual se refleja, entre otras cuestiones de capital importancia,
la amenaza de la dominación cultural.
«Otra desventaja de la comunicación masiva, que ha alcanzado proporciones peligrosas, es la amenaza de la
dominación cultural. Cuando predominan los modelos culturales que reflejan estilos de vida y valores ajenos,
puede correr peligro la identidad cultural. Es probable que sufra la cultura mundial, ya que la diversidad es
una de sus cualidades más preciosas. El freno de las influencias que tienden a provocar la dominación cultural
es una tarea urgente pero nada sencilla.»
MacBride (1980, pág. 56)
Como indica Zallo, el modelo de democracia cultural busca el reconocimiento de
la pluralidad cultural, en buena parte gracias a la financiación pública para su
mantenimiento, y apuesta por el respeto y promoción de las identidades en un
mundo global (Zallo, 2003, pág. 304) (2011, pág. 238).
2.4. El modelo o paradigma de rentabilización de la cultura (años
noventa)
El modelo de rentabilización de la cultura es definitorio de los años noventa y
principios de los 2000. Este modelo se caracteriza por tener un enfoque
economicista y expresa
«la subordinación de las políticas de democratización cultural a los imperativos de la reproducción económica
y social (...). La cultura pasa a ser entendida de forma instrumental, como medio para la diversificación,
reconstrucción, mantenimiento, consolidación o desarrollo de las ciudades y economías.»
Zallo (2011, pág. 238)
Los motivos que hacen decantar la política cultural hacia aspectos más
economicistas se explicarían atendiendo al elevado volumen de puestos de trabajo
que generan los sectores de la cultura y el espectáculo y quedan justificados a la vez
por la entrada en crisis de la concepción del estado del bienestar.
En este periodo, en que prima el enfoque económico de las actividades situadas
bajo el paraguas de las industrias culturales o creativas, en que las políticas públicas
priorizan la producción atendiendo a sus resultados económicos y en menor medida
a su valor cultural, cabe destacar dos acontecimientos importantes:5
Por un lado el nacimiento de la Unión Europea (1993), que cuenta entre sus
objetivos crear un mercado único capaz de competir a nivel internacional.
Del otro, la celebración de la octava reunión mundial entre países para negociar la
política de aranceles y la liberalización de los intercambios comerciales, la Ronda
Uruguay (1986-94).6
Durante la Ronda Uruguay se estudió la incorporación de los productos y bienes
culturales, en especial de los productos audiovisual y cinematográficos, a los
acuerdos de librecambio comercial quedando estos finalmente excluidos de las
negociaciones con el objetivo de garantizar la pervivencia de una industria cultural
diversa en un mundo global frente el dominio estadounidense (Francia y Canadá
impulsaron especialmente esta iniciativa) (Gournay, 2004).7
Es interesante hacer notar cómo ambos eventos, que en buena medida responden
a imperativos económicos, llevan por otra parte a consolidar el término de excepción
cultural en el marco de la UNESCO (1998) con el objetivo de lograr una cohesión
internacional que garantizara la protección de los bienes y servicios de las industrias
culturales europeas en un mercado internacional dominado por las empresas
estadounidenses.
2.5. Hacia un quinto modelo o paradigma. Modelo híbrido entre
democracia cultural y rentabilización de la cultura (años 2000)
Este último periodo se caracteriza por la consolidación de la sociedad de la
información y el surgimiento de políticas cruzadas donde veríamos converger, cada
vez más, los ámbitos de la comunicación y la cultura con los ámbitos tecnológicos y
de telecomunicaciones.
Un primer exponente sería el Libro Verde sobre la Convergencia de los sectores de
Telecomunicaciones, Medios de Comunicación y Tecnologías de la Información y sobre sus
consecuencias para la reglamentación, hecho público por la Comisión Europea en
septiembre de 1997.
Un período en que se hace necesario pensar en políticas que garanticen el acceso y
el conocimiento de las nuevas tecnologías a toda la sociedad con el fin de evitar o
disminuir la llamada brecha digital.
Un período en que la traslación del comercio a internet pone aún más de
manifiesto el dominio de unas pocas empresas en un mundo cada vez más global,
en que además las barreras territoriales físicas se diluyen. En este escenario el
principal reto de la Unión Europea será garantizar el control y evitar la
liberalización total del mercado de las industrias culturales en el entorno digital.
En este período en que las industrias culturales, ahora rebautizadas bajo el
paraguas de industrias creativas, se convierten en uno de los principales motores
económicos de las sociedades contemporáneas, autores como Ramón Zallo
consideran que se vislumbra un nuevo giro en materia de política cultural en que se
«empiezan a reclamar políticas culturales y comunicativas globales, de carácter democratizador, diversificador
y de gestión mixta, con amplia participación de diferentes sectores de la sociedad civil, buscando una
evolución desde el modelo de subsidio al modelo de incitación y coparticipación».
Zallo (2011)
En el año 2001, después de diferentes consultas organizadas en el marco de la
UNESCO, esta presentó la Declaración universal sobre la Diversidad Cultural. El
concepto de excepción cultural pasa a ser sustituido por el de diversidad cultural,
concepto que aún perdura en nuestros días.
Será en 2005, durante la 33.ª Conferencia General de la UNESCO, que se
aprobará finalmente la Convención sobre la Protección y Promoción de la
Diversidad de las Expresiones Cultural (2005), documento que supondría la victoria
de la postura proteccionista frente al posicionamiento liberal estadounidense.
3. Las prioridades de las políticas culturales en un mundo global
Por último, creemos que las políticas culturales en la actualidad deberían poder
recoger, evidenciar y hacerse eco del conjunto de motivos que explicarían la
relación entre el Estado y la Cultura desde mediados del siglo XVII hasta la
actualidad. De aquellos motivos que han llevado a adoptar y constituir políticas
culturales y que podríamos concretar en los siguientes puntos:
1) La necesidad de inclusión de la cultura entre los derechos de los ciudadanos:
rasgo propio del estado del bienestar. Comenzando en las escuelas, educando y
garantizando la igualdad en el acceso a la cultura. Garantizando el reconocimiento y
el respeto por la propiedad intelectual y los derechos de autor. Garantizando a
todos el acceso a las nuevas tecnologías así como a sus contenidos y garantizando
una sociedad de la información para todos, evitando la llamada brecha digital.
2) La necesidad de defensa y protección de la «identidad cultural» propia de un
territorio o país así como la defensa y protección de la diversidad cultural (tal como
queda recogido en la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad
de las Expresiones Culturales de la UNESCO). Promoviendo y fortaleciendo la
producción y difusión cultural de cada territorio a nivel internacional. Garantizando
el acceso y el consumo de productos culturales diversos y evitando su hegemonía o
dominación cultural.
3) La necesidad de protección económica de la producción cultural: motivo de
carácter económico, teniendo en cuenta el peso cada vez mayor que este sector
tiene como industria. Con políticas que ayuden a regular los mercados y garanticen
la diversidad de empresas evitando su concentración y el monopolio. Con políticas
que incentiven y que al tiempo protejan protejan un sector, el de las industrias
culturales y creativas, que se ha convertido en uno de los motores económicos de la
era digital.
En un entorno en que la traslación del comercio de las industrias culturales lo
vemos ahora en internet. Un espacio sin fronteras físicas donde los avances
tecnológicos y los ritmos del mercado se imponen y corren más que la capacidad
reguladora de los mismos. Un espacio en que la amenaza del imperialismo cultural
se ha visto aún más acentuada, a pesar de la inicial esperanza de mayor facilidad
para hacer llegar contenido diverso y de nicho a su público potencial en todo el
mundo.
En un momento en que la digitalización, pese a facilitar la circulación de
contenido cultural diverso a nivel internacional, está acentuando el dominio cultural
y económico de empresas de hegemonía norteamericana nacidas en internet:
Google, Apple, Amazon o Netflix serían claros ejemplos (Clares, 2014).
Es en este contexto que consideramos que hay que trabajar aún más para asegurar
que los motivos que han llevado a constituir políticas culturales en Europa queden
reflejados en los nuevos marcos reguladores y de fomento mediante políticas
globales que ayuden a garantizar un mercado cultural diverso.
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1. 33.ª Conferencia General, gracias a la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad
de las expresiones culturales: París, octubre de 2005.
2. Sería el caso de la Directiva de TV sin Fronteras en relación a la protección de los menores.
3. I Conferencia de Helsinki sobre Políticas Culturales en Europa, celebrada del 19 al 28 de junio de
1972.
4. De hecho, la preocupación por la dominación cultural puede remontarse ya a los años veinte, con la
internacionalización de la industria cinematográfica estadounidense y su expansión en todo el mundo.
Una realidad que perdura hasta nuestros días y que llevó en 2005, en el marco de la 33.ª Conferencia
General de la UNESCO, a adoptar legalmente el concepto de diversidad cultural.
5. Un claro exponente lo podemos ver en las iniciativas de fomento amparadas por la promoción del
audiovisual europeo bajo el paraguas del Programa MEDIA, que priman la proyección económica del
audiovisual europeo por encima de su valor cultural.
6. El origen de esta negociación se remonta a finales de los cuarenta, cuando en 1948 más de treinta
estados firmaron un acuerdo general sobre aranceles aduaneros y comercio (el General Agreement on
Tariff and Trad, GATT) en el que excluía el sector cultural.
7. Las particularidades de este sector llevan a la confrontación entre dos posturas encabezadas por un
lado por Francia y Canadá (postura proteccionista y defensora de la excepción cultural), y del otro por
Estados Unidos (postura liberal y contraria a la excepción cultural).
Conclusión
Los escenarios de la cultura en la era digital
En los últimos cien años se han producido cambios acelerados y significativos en
los escenarios de la cultura. Los nuevos escenarios se suman o se añaden a los
escenarios que ya existían. La aparición del cine, la radio y la televisión no
representaron la muerte y destrucción de los espacios tradicionales de la cultura.
Estos nuevos medios se añadieron a los teatros y a las salas de concierto en vivo y
contribuyeron de alguna manera a hacer una vida cultural más rica, diversa y
compleja.
La revolución digital ha supuesto una mutación cultural sin precedentes y ha
provocado un gran trastorno en el mundo de la cultura. Ha contribuido a modificar
las formas de creación, circulación y participación cultural, pero no ha representado
la muerte de la radio y televisión. Tampoco del cine. Al hacer un balance histórico
vemos cómo se han incorporado solo formas culturales sin que las formas
tradicionales de cultura hayan desaparecido (aunque estas hayan sufrido importantes
transformaciones).
Los cambios que estamos viviendo no son del todo inesperados. En los años
treinta, Walter Benjamin adivinó la trascendencia de las transformaciones que
experimentó el arte y la cultura en la era de la producción industrial. Benjamin no
conocía ni la televisión, ni, por supuesto, internet, pero su obra sorprende por su
clarividencia. Los medios tecnológicos de creación y de difusión cultural liberan la
recepción cultural de su servidumbre en un tiempo y un espacio concretos, del
ahora y aquí (el hic et nunc), y favorecen un proceso de (des)anclaje cultural. Dicho
con otras palabras, los nuevos medios técnicos de difusión y reproducción implican
la ruptura de las antiguas coordenadas espacio-tiempo, que configuraban unos
ámbitos específicos de participación cultural separados de las otras esferas de la vida
social.
En esta obra coral hemos intentado explicar las principales manifestaciones
culturales en la sociedad contemporánea. Hemos estudiado el tráfico de la cultura
popular en la cultura mediática y el tráfico de la cultura mediática en la cultura
digital. La estructura del libro nos puede inducir a pensar que se trata de realidades
independientes y separadas. Pero esto es ilusorio. La relación de contacto entre la
alta cultura y la cultura popular es muy grande. La confusión entre cultura mediática
y cultura digital es notable. Este proceso de tráfico ha comportado el cruce y la
hibridación entre contenidos de origen y procedencia muy diversa. El proceso de
convergencia tecnológica hace que los diversos tipos de cultura —la cultura culta, la
cultura popular, la cultura mediática y cultura digital— estén cada vez más unidos.
Los contenidos culturales pueden circular fácilmente por diversos medios solo
alterando su formato. Por otra parte, los individuos podemos saltar, con relativa
facilidad, de un espacio a otro y asumir un mayor protagonismo cultural.
Uno de los aspectos más característicos de la cultura popular es el protagonismo
del público. El público tiene un carácter presencial: está formado por el conjunto de
los espectadores que asiste a los estadios deportivos, los espectáculos y todo tipo de
representaciones que han adoptado formas diversas a lo largo de la historia. La
audiencia está localizada en el espacio y el tiempo. En este tipo de celebraciones, la
coincidencia y el contacto entre actores y espectadores es muy vivo y constante.
Muchas representaciones o actuaciones artísticas —por ejemplo los recitales de
música— implican también este carácter (co)presencial. Son manifestaciones de
cultura viva en la que los intérpretes y los espectadores comparten un momento
irrepetible.
La aparición de los medios de comunicación, especialmente los audiovisuales
(radio y televisión), conllevó la ruptura del «paradigma teatral» y permitió la
transformación radical de los públicos de la cultura, y también hizo posible la
generación de nuevos espacios de participación y de consumo cultural. Los rasgos
característicos que definen los públicos de la cultura mediática son radicalmente
diferentes del público presencial. En la cultura mediática tiene lugar una separación
espacial entre los comunicadores y el público (y una separación entre los mismos
espectadores). La revolución de internet, sin embargo, también ha hecho posible
una mayor interactividad entre creadores, productores y públicos, y esta
interactividad ha provocado transformaciones de gran alcance.
Tradicionalmente, en el campo de la radio y la televisión, los profesionales no
tenían un contacto directo con el público. Esta característica de la comunicación de
masas tenía implicaciones importantes para los procesos de producción y recepción
culturales. En relación con la producción, significaba que los creadores y
productores estaban, generalmente, carentes de las formas de respuesta directas y
continuas características de las interacciones cara a cara o de las relaciones típicas
que se producen en un auditorio. De ahí que los procesos de producción y
transmisión se caracterizaran por una forma distintiva de indeterminación, ya que
estos procesos ocurrían en ausencia de las pistas que ofrecían los receptores. Desde
el punto de vista de la recepción cultural, esto supone que los receptores están en
desigualdad de condiciones con respecto al proceso comunicativo.
El público mediático tenía, especialmente antes de internet, relativamente poca
capacidad para determinar los temas y los contenidos de la comunicación. Esto no
significaba que fuera simplemente testigo pasivo de un espectáculo sobre el que no
tenía ningún control, o tenía muy poco. Por otra parte, los receptores de los
mensajes mediáticos eran —por decirlo así— dejados a su libre albedrío. Los
receptores, con un mensaje, podían hacer más o menos lo que querían, y el
productor no estaba allí para explicar o corregir las posibles malas interpretaciones.
Los medios de comunicación han favorecido el proceso de «espectacularización»
de la cultura. Actualmente, gracias a la televisión, la radio y, también, el ordenador
personal, el ciudadano tiene la posibilidad de acceder, (en directo o en diferido), a
todo tipo de espectáculos, algunos de los cuales tienen originariamente un carácter
presencial. Una característica del consumo cultural durante la segunda mitad del
siglo XX es que el hogar se ha convertido en el principal ámbito de la recepción
cultural. Los medios de comunicación social a menudo le vehiculan productos
originarios de la alta cultura o de la cultura popular y contribuyen a su difusión o
divulgación.
La revolución digital ha favorecido a la globalización cultural y ha contribuido a
liberar la cultura de su localización en un espacio y tiempo circunscritos. En el
ciberespacio podemos encontrar contenidos de todo tipo procedentes de todo el
mundo. La cultura digital conlleva el fin de la separación, e incluso de la distinción,
entre medios audiovisuales e impresos, cultura popular y erudita, entretenimiento e
información, educación y persuasión. Incluye tanto las expresiones más refinadas de
la alta cultura como las múltiples manifestaciones de la cultura popular. La
cibercultura comprende toda expresión cultural, de la peor a la mejor, de la más
elitista a la más popular.
La extensión del uso del ordenador personal y la expansión de la red de internet
han permitido el nacimiento de nuevas formas de participación cultural. El
ciberespacio conlleva también la emergencia de un nuevo espacio que facilita la
realización de intercambios de todo tipo. En este nuevo entorno se han producido,
hasta ahora, relaciones vinculadas al ocio, la información y la publicidad, pero de
forma incipiente se están creando, también, relaciones económicas, políticas,
religiosas, laborales e, incluso, amorosas. En el ciberespacio los individuos se
agrupan por intereses comunes o afinidades temáticas y se concentran en torno a
foros o redes sociales.
Internet, pues, se ha convertido en una especie de repositorio gigante donde
puedes encontrar expresiones culturales de diversa índole y calidad, procedentes de
todas las épocas de la historia. Esto supone que los antiguos ámbitos de
participación cultural, de carácter más o menos restringido, se han visto
desbordados y que una parte importante de la población mundial puede acceder en
cualquier momento y desde cualquier lugar a la cultura mediante un consumo más
discreto. Las tecnologías de la comunicación han hecho posible el nacimiento de
nuevos escenarios que conllevan nuevas oportunidades de acceso y de
participación. El «consumidor pasivo» se ha convertido en un creador potencial.
Todos somos a la vez actores y espectadores en este tipo de fiesta permanente. La
emergencia de una nueva cultura popular digital permite recuperar el protagonismo
de la gente en la creación de nuevas expresiones culturales y el surgimiento de
nuevas formas de participación. Evidentemente las posibilidades de participación
cultural no son las mismas para todos. Existe aún una notable brecha digital que se
relaciona con profundas desigualdades sociales.
La mutación cultural que estamos viviendo tiene consecuencias sociales de gran
alcance. No es este el lugar para valorar los beneficios y los costes que tienen para
nuestra vida estas importantes transformaciones, pero parece evidente que hemos
sobrepasado el punto de no retorno y que la huida hacia el pasado es cada día más
difícil e impensable.
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