LAS AMERICAS Y LA CIVILIZACION PREFACIO A LA PRIMERA EDICION CASTELLANA Este libro, aunque independiente, integra una serie de cuatro estudios de antropología de la civilización en los que se procura repensar los caminos por los cuales los pueblos americanos llegaron a ser lo que son ahora, y discernir las perspectivas de desarrollo que se les abren. El primero de ellos, El Proceso Civilizatorio 1 es un esquema de la evolución socio-cultural ocurrida en los últimos diez milenios, elaborado con el propósito de establecer categorías clasificatorias de las etapas de desarrollo, aplicables a los pueblos americanos del pasado y del presente. El segundo, Las Américas y la Civilización es el presente volumen que constituye una tentativa de interpretación antropológica de los factores sociales, culturales y económicos que presidieron la formación de las etnias nacionales americanas y un análisis de las causas de su desarrollo desigual. El tercero, El Dilema de América Latina 2 está dedicado al estudio de la situación actual de las Américas Pobres y las Américas Ricas dentro del cuadro mundial y de sus relaciones recíprocas, con el objetivo de determinar las perspectivas de progreso que tienen delante, de caracterizar las estructuras de poder vigentes en América Patina y las fuerzas virtualmente insurgentes que se alzan contra ellas. El último, El Brasil Emergente es un estudio de caso en el que se aplica al Brasil el esquema conceptual general desarrollado en los trabajos anteriores, buscando explorar el valor explicativo que tienen los esfuerzos del pueblo brasileño por configurarse como una nación moderna. La realización de una empresa de esta envergadura presentó, como es comprensible, enormes dificultades. La primera de ellas fue ocasionada por las limitaciones de las propias disciplinas científicas que proporcionan los instrumentos de análisis de que puede disponerse. En verdad, los científicos sociales están preparados para hacer estudios cuidadosos y precisos sobre temas restringidos y en último término irrelevantes. Sin embargo, siempre que se excede estos límites escogiendo los temas por su significación social, se excede también la capacidad de tratarlos “científicamente”. ¿Qué hacer ante este dilema? ¿Proseguir acumulando investigaciones detalladas que en algún momento imprevisible permitirán elaborar una síntesis significativa? ¿O aceptar el riesgo de errar que suponen las tentativas pioneras cuando se trata de temas amplios y complejos respecto de los cuales no estamos armados para estudiarlos con la sistematización deseable? En las sociedades que enfrentan graves crisis sociales, las exigencias de la acción práctica no permiten dudas en cuanto a lo que es necesario hacer. Pueden los científicos de los pueblos satisfechos con su destino dedicarse a investigaciones de por sí válidas como contribuciones para pulir el discurso humano sobre el mundo y el hombre. Pero los científicos de los países insatisfechos consigo mismos, están por el contrario urgidos de usar los instrumentos de la ciencia para volver más lúcida la acción de sus pueblos en la lucha contra el atraso y la ignorancia. Sometidos a esta compulsión, deben emplear de la mejor manera posible la metodología científica y, además, utilizarla urgentemente a fin de discernir, tanto del punto de vista táctico como del estratégico, todo aquello que resulta relevante dentro de la perspectiva de esta lucha. En nuestras sociedades subdesarrolladas, y por esta razón descontentas consigo mismas, todo debe ser puesto en tela de juicio. Es preciso que todos indaguen los fundamentos de todo, preguntándose respecto de cada institución, de cada forma de lucha e incluso de cada persona, si contribuye a perpetuar el orden vigente o si por el contrario su actuación propende a su transformación y a la institución de un orden social mejor. Este orden social mejor no representa una entelequia. Representa tan sólo aquello que permitirá al mayor número de personas comer más, vivir decentemente y educarse. Una vez alcanzados los niveles de abundancia, salubridad y educación que la tecnología moderna permite pero que impide la estructura social existente, recién podremos entrar en el diálogo de los ricos, sobre las angustias de los pueblos prósperos, y posiblemente tengamos entonces algo que decir sobre los sinsabores de la riqueza. Pero por ahora, se trata de llevar adelante nuestra lucha contra la penuria y contra todos los que desde dentro o desde fuera de nuestras sociedades las quieren tal cual son, cualesquiera sean sus motivaciones. En esta lucha, las ciencias sociales así como toda las otras ciencias, se hallan involucradas y por su voluntad o a su pesar sirven a una de las facciones en pugna. El presente estudio es una tentativa de integración de los enfoques antropológico, económico, sociológico, histórico y político en un esfuerzo conjunto por aprehender la realidad americana de nuestros días. Cada uno de estos enfoques ganaría en unidad si se aislara de los demás, pero perdería en capacidad explicativa. Debe agregarse además, que existen ya demasiados estudios particulares de este tipo sobre los diversos problemas tratados aquí, sí no agrupados en obras de conjunto, por lo menos dispersos en artículos. De lo que carecemos es de intentos por integrarlos de manera orgánica a fin de verificar qué contribuciones pueden hacer las ciencias sociales al conocimiento de la realidad en que vivimos y a la definición de las perspectivas de desarrollo que tenemos delante. Como antropólogo, supongo que esta integración se alcanza mejor en el ámbito de la antropología que, por su amplitud de intereses y por su flexibilidad metodológica, presenta una aptitud mayor para emprender obras de síntesis. Muchos pensarán que es prematuro intentar una obra de esta naturaleza. Otros dirán que la misma sólo podría ser realizada por un equipo mediante un estudio interdisciplinario. Unos y otros parecen dispuestos a esperar la acumulación de estudios parciales que permita, algún día, abordar el macroanálisis. Nuestra actitud es diferente. Creemos inaplazable este esfuerzo, aunque más no sea para colocar al lado de las interpretaciones corrientes de la realidad fundadas en el sentido común, los resultados de estudios sistemáticos, en los que el lector pueda confrontar su percepción de los problemas sociales con un análisis más cuidadoso de los mismos. Estamos plenamente de acuerdo en que sería deseable que tal análisis fuese realizado por un equipo. Es sin embargo improbable que las acaudaladas instituciones dedicadas a las investigaciones sociales en América Latina tomen en sus manos esta tarea. Su campo de trabajo será siempre el de los micro-estudios con pretensiones cientificistas, y el de los informes programáticos redactados en equipo con el muy realista propósito de contribuir a la perpetuación del statu quo. Sabemos que nuestra contribución tiene el valor limitado de un trabajo personal, y que presenta una deformación antropológica derivada de la especialidad del autor. Como tal deberá ser entendida. El enfoque básico de este estudio consistió en el desarrollo de una tipología histórico-cultural que permitió agrupar a los pueblos americanos en tres categorías generales explicativas de su modo de ser, y que al mismo tiempo facilitó la elucidación de sus perspectivas de progreso. Esta tipología hizo posible también superar el nivel de análisis puramente histórico, incapaz de generalizaciones, para enfocar así cada pueblo de una manera más amplia y comprensiva que la permitida por las categorías antropológicas o sociológicas habituales. En los estudios de casos realizados a la luz de esta tipología, el procedimiento más recomendable sería el análisis de cada pueblo a partir del mismo esquema, de modo que pudieran así hacerse comparaciones sistemáticas. Tal enfoque tendría sin embargo el inconveniente de tornar todo el texto extremadamente reiterativo y de explorar con igual profundidad situaciones relevantes e irrelevantes. Tara obviar esos inconvenientes, hemos orientado los estudios de casos al análisis de aquellos aspectos de la realidad socio-cultural que ofrecen mayor valor explicativo. De este modo, en el caso de Venezuela, por ejemplo, examinamos detalladamente los mecanismos de dominio económico ejercidos por las empresas norteamericanas, que allí se muestran en toda su crudeza. Por las mismas razones, profundizamos en el caso de Colombia, el estudio de la función social de la violencia. En el de las Antillas, estudiamos las relaciones interraciales y los efectos de la dominación colonial a través del sistema de plantaciones, así como la primera experiencia socialista americana. Al tratar el Brasil analizamos la estructura agraria —especialmente el papel y la función de la fazenda como institución ordenadora de la vida social— y procedemos a un examen más cuidadoso del carácter de la industrialización recolonizadora. En todos los demás casos seleccionamos los aspectos que tienen mayor significación para un análisis en profundidad. Combinando aquella tipología histórico-cultural con este tratamiento temático, pudimos estudiar exhaustivamente diversas situaciones ejemplares, respetando sus características concretas e integrando a todos ellos al final del libro, en un análisis conjunto de los modelos de desarrollo autónomo y los patrones de atraso histórico. Bien sabemos que las ambiciones de este estudio son excesivas. Por ello sólo pretendemos iniciar un debate sobre la calidad del conocimiento que los pueblos americanos tienen de sí mismos y sobre sus problemas de desarrollo. Esperamos que este panel general estimule estudios monográficos más detallados, a la luz de los cuales pueda mañana ser rehecho con más saber y más arte. Esta serie de estudios fue posible por la combinación de varios factores. Entre ellos se destaca la acogida que me dispensó la Universidad de la República Oriental del Uruguay gracias a un contrato como profesor de Antropología en régimen de tiempo integral. Otro factor es mi propia condición de exiliado político, que ha traído aparejada la obsesión —común a todos los proscriptos— por comprender los problemas de la patria. No menos importante y ciertamente más esclarecedora, es mi doble experiencia de antropólogo y de político. Luego de diez años de labor científica dedicada al estudio de indios y sertanejos de Brasil, fui llamado al ejercicio de funciones políticas y de asesoramiento, durante diez años más, los últimos de ellos como Ministro de Estado del gobierno Goulart. A esta experiencia personal se debe tanto la temática como la actitud del autor. Ella explica el interés por comprender los procesos socio-culturales que dinamizan la vida de los pueblos americanos, llevando a algunos de ellos al desarrollo pleno y condenando a otros al atraso. también ella justifica la actitud con que el autor realizó estos análisis: no como un ejercicio meramente académico, sino como un esfuerzo deliberado por contribuir a una toma de conciencia activa de las causas del subdesarrollo. Muchos de mis colegas, investigadores sociales, desearían que fuera tan imparcial como es posible serlo en la realización de estudios sin relevancia social, en los que se practica el virtuosismo metodológico y el objetivismo cientificista. Muchos compañeros políticos gustarían de un libro aún más militantemente comprometido, que fuese un testimonio de mis experiencias, una denuncia y un programa normativo. Fiel a algunas de las lealtades profesadas por unos y otros, procuré utilizar, tanto como lo permitía mi formación científica, el acervo de los conocimientos antropológicos y sociológicos en el análisis de los problemas en que se debaten los pueblos americanos. Pero procuré, por igual, elegir los temas por su relevancia social y estudiarlos con el propósito de influir en el proceso político en marcha. Probablemente no he llegado a satisfacer a unos ni a otros. Pero tengo la esperanza de que estos estudios habrán de ser útiles a un tipo particular de lectores, más ambiciosos en el plano de la comprensión y más exigentes en el plano de la acción, por estar predispuestos a entender para actuar y actuar para comprender. Debo una palabra de gratitud a mis compañeros de exilio y a los colegas universitarios uruguayos y argentinos que me ayudaron con sugerencias a lo largo de los tres años dedicados a estos estudios. A mi mujer le debo la colaboración que los tornó posibles. Darcy Ribeiro Montevideo 1968 Primera Parte LA CIVILIZACION OCCIDENTAL Y NOSOTROS INTRODUCCION I. LAS TEORIAS DEL ATRASO Y DEL PROGRESO Este es un tiempo crítico para las ciencias sociales; no un tiempo para cortesías. Robert Lynd Dos esquemas conceptuales, profundamente interpretados pero distinguibles por sus orientaciones opuestas, sobre todo en el plano prospectivo, inspiran la mayoría de los estudios sobre el desarrollo desigual de las sociedades americanas; la sociología y la antropología académicas y el marxismo dogmático. El primero de esos esquemas se basa en la idea de asincronías en un proceso natural de transición entre formaciones arcaicas y modernas, caracterizado por el pasaje de economías de base agroartesanal a economías de base industrial. Y en la idea adicional de que en este tránsito se configuran áreas y sectores progresistas y retrógrados en cada sociedad, cuya interacción sería el factor dinámico ulterior del proceso. Su expresión más elaborada son los llamados estudios de “dualidad estructural”, “modernización”, “movilidad social” y de transición de la “modalidad tradicional” a la “modalidad industrial” de las sociedades. 1 En las formulaciones más extremas de este esquema conceptual, las sociedades subdesarrolladas llegan a ser descritas como entidades híbridas o duales, porque coexisten en ellas dos economías y dos estructuras sociales desfasadas en siglos. Una de ellas como polo del tradicionalismo, se caracterizaría por el aislamiento, la estabilidad y el atraso, que tenderían a extenderse sobre el conjunto. La otra, como polo de la modernidad, se caracterizaría por la vinculación y la contemporaneidad con el mundo de su tiempo, por sus tendencias industrialistas y capitalistas, de las que sería foco difusor. 2 En algunas obras más elaboradas, la oposición entre los dos polos de transición llega a extremos de virtuosismo descriptivo. Desprovistos, sin embargo, de una teoría explicativa que controle la selección de hechos examinados, estas descripciones, aparentemente factuales, se transforman en mistificaciones. Los estudios inspirados en el esquema conceptual de la Antropología, oponen, en el plano socio-económico, “sociedades de folk” —predominantemente rurales, servidas por economías “naturales”, inclinadas a la subsistencia y motivadas por valores tradicionales— a sociedades modernas, predominantemente urbanas, fundadas en economías mercantiles e impulsadas por el más vivido espíritu de empresa. (Ver R. Redfield, 1941; J. Gillin, 1955; J. Steward, 1955). Algunos estudios de orientación sociológica, clasifican las naciones latinoamericanas de acuerdo a ciertos factores estructurales, identificando un modelo “moderno” caracterizado por la presencia de amplios sectores de “clases medias”. La acción progresista de este sector habría de inducir sus sociedades a un desarrollo espontáneo. (J. Johnson, 1961; E. Lieuwen, 1960; K. H. Silvert, 1962; R. N. Adams, 1960; Charles Wagley, s/d.). Otros apelan a factores múltiples (principalmente G. Germani, 1965) atribuyendo siempre, no obstante, el atraso latinoamericano a carencias de atributos que se encontrarían en la sociedad norteamericana, tales como: ciertos cuerpos de valores; determinados tipos de personalidad; ciertos estratos sociales o determinadas instituciones socio-políticas. Se refieren, por ejemplo, a la falta de espíritu empresarial capitalista pero olvidan como se advierte, que las naciones atrasadas de las Américas ya nacieron encuadradas en economías mercantiles productoras de bienes exportables, y que sus estratos dirigentes nunca carecieron de un atinado espíritu empresarial. En el plano tecnológico, esos esquemas oponen un sistema productivo basado en la energía muscular humana y animal y en procedimientos artesanales, a los sistemas industriales basados en energía inanimada y en procedimientos mecánicos. también aquí se omite la circunstancia de que ha sido el dominio de una tecnología más avanzada —sobre todo en el plano militar y de la navegación marítima— lo que permitió la implantación de las factorías americanas. Y la de que éstas siempre se sirvieron de la más alta tecnología cuando se trataba de instrumentarlas para la producción de artículos exportables o de preservar la expoliación colonial. Se escamotea, así, el hecho de que los pueblos de América Latina sufrieron el impacto de la Revolución Industrial —como los demás pueblos atrasados— en condición de consumidores de los productos industrializados por otros, introducidos, con la limitación necesaria para hacer más eficaces sus economías de productores de materias primas, y siempre con la preocupación de mantenerlas dependientes. En el plano estructural, estos estudios focalizan la presencia de clases medias y, según su proporción dentro de cada sociedad, se explica el relativo éxito alcanzado en la modernización de las instituciones políticas. En ese caso se trata de una proyección hacia los sectores intermedios, de las observaciones de Marx sobre el papel protagónico del proletariado industrial en la evolución social, en forma de una doctrina política reaccionaria. En el plano de la organización familiar, tales esquemas oponen dos modelos hipotéticos. Uno, integrado por sociedades fundadas en el parentesco, estructuradas en familias extensas, estables y solidarias, cultivadoras de los vínculos de sangre y establecidas en castas endogámicas. El otro, formado por sociedades que se basan en relaciones contractuales, estructuradas en familias conyugales e inestables, estratificadas en clases abiertas y activadas por una movilidad social más intensa. Estos dos paradigmas describen apenas el sistema familiar de las clases dominantes en los modelos coloniales y modernos de las sociedades latinoamericanas. Nada nos dicen de la estructura familiar matricéntrica de las capas mayoritarias de estas poblaciones que nunca tuvieron oportunidad de integrarse en familias con aquellas características. En el plano motivacional, el esquema se extiende en la contraposición de las características de ambos modelos. El arcaico se caracteriza como un orden tradicionalista, fundado en las costumbres, impregnado de concepciones sagradas y místicas, temeroso de cualquier cambio y resistente al progreso. El moderno estaría caracterizado por el espíritu progresista, que exalta los cambios, laiciza las instituciones y seculariza las costumbres. Una vez más se evidencia aquí, la propensión europea de confundir sus imágenes medievales con las sociedades americanas del pasado y del presente. Por ello sus descripciones no retratan nada de las Américas de ayer y de hoy, con sus poblaciones, primero masivamente degradadas por la esclavitud y compulsivamente deculturadas y, después, marginadas del sistema productivo e inmersas en una “cultura de la pobreza”. Tales condiciones nunca permitieron al pueblo el libre cultivo de creencias originales o de tradicionalismos como no fuera a través de la redefinición de motivos religiosos y míticos en la forma de cultos secretos o para servir de base a las rebeliones mesiánicas. En todos los casos, no se trata de simples errores. En realidad, lo que se propone a través de estas comparaciones es la tesis de una vía espontánea para el desarrollo que, partiendo de las condiciones de atraso de los pueblos subdesarrollados, progresaría por la adición de trazos modernizadores hasta alcanzar la actual situación de las sociedades capitalistas industriales, convertidas en modelos ideales de ordenación social. Es así como, aplicados a la explicación de la riqueza y la pobreza en los pueblos de las Américas, esos esquemas describen la prosperidad de norteamericanos y canadienses como anticipación histórica de un proceso común de desarrollo espontáneo. Tal proceso, aún en curso, estaría afectando con distintos ritmos a todos los pueblos americanos, y conduciría a su homogeneización en algún tiempo futuro. Los Estados Unidos y el Canadá representarían, por lo tanto, paradigmas de la evolución sociocultural humana a la que se estarían encaminando, más o menos rápidamente, los demás pueblos del continente. Dentro de este razonamiento, las formas de producción, de organización del trabajo, de regulación de la vida social y de concepción del mundo vigentes en aquellos países, surgen como patrones normativos de esta sociología justificatoria. 3 Este esquema se presta admirablemente para dos propósitos. Primero, para un tipo de investigación científica que se satisface con documentar copiosamente las diferencias entre sociedades atrasadas y avanzadas y con registrar, mediante igual abundancia de detalles, los contrastes de modernidad y tradicionalismo tan evidentes en las sociedades subdesarrolladas. El carácter conformista y episódico de esos estudios satisface, naturalmente, las exigencias intelectuales de naciones contentas con su sistema social y que por ello, no esperan de sus estudiosos ninguna contribución a la tarea de transformarlo. (L. Bramson, 1961; M. Stein, 1960). En segundo lugar, esos estudios se prestan útilmente para el esfuerzo de adoctrinación que las naciones avanzadas cumplen en relación con las atrasadas, para inducirlas a una actitud de resignación ante la pobreza o su equivalente; la creencia en las posibilidades de una superación espontánea del atraso. Operan, de esta manera, como formas ideológicas disuasivas de cualquier intento para diagnosticar las causas del atraso o para formular proyectos autonomistas intencionales de movilización popular tendientes al desarrollo generalizable a toda la población. Aunque asentadas en la idea de una progresión histórica desde lo tradicional a lo moderno, las investigaciones inspiradas en el esquema conceptual académico se circunscriben a un ámbito sincrónico de análisis y sus esfuerzos de explicación causal se reducen a explicaciones sobre interdependencias funcionales. En verdad, los estudiosos inscriptos en esta corriente no pueden investigar la naturaleza de aquella progresión ni los factores causales que la impulsan, por dos buenas razones. Primero, porque esto sólo sería factible mediante una aproximación de alto alcance histórico y una teoría general de la evolución de las sociedades humanas que la sociología académica se abstiene de formular explícitamente. Segundo, porque la admisión de factores determinantes y condicionantes y de secuencias históricas necesarias, haría impracticable el ejercicio de su función principal: contribuir a la perpetuación del statu quo. Encerrada en este encuadre de carácter ideológico, la sociología académica reduce sus investigaciones, en el plano explicativo, a meras descripciones de contrastes y, en el plano normativo, a la formulación de doctrinas desarrollistas propugnadoras de una intervención estratégica y limitada al sistema económico, destinada más bien a preservarlo que a transformarlo. 45 El horizonte teórico de esta aproximación raramente excede la búsqueda de factores psicológicos, culturales y economicistas, más o menos propicios a la introducción de innovaciones tecnológicas o al surgimiento de empresariados innovadores. 6 La mayoría de los estudios antropológicos sobre problemas de dinámica cultural se encuadra, también, en la postura designada aquí como académica. En verdad, los antropólogos —como por otra parte todos los científicos sociales— parecen preparados para emprender investigaciones minuciosas sobre problemas restringidos y sin relevancia social, pero incapaces de focalizar las cuestiones cruciales en que se debaten las sociedades modernas, aun las que se sitúan de lleno en el campo de su preocupación científica. La explicación más corriente de esta infecundidad está expresada en términos de un compromiso unívoco del hombre de ciencia con el progreso del saber. Este lo llevaría a seleccionar los objetos de su estudio sólo con la apreciación de su valor explicativo. Y también, a abordar un tema solamente si contase con una metodología capaz de ofrecer enteras seguridades de rigor científico e imparcial. En este caso, la preferencia por los microestudios y el rechazo a las teorías más audaces se atribuirían a contingencias de carácter metodológico. Y representarían un retardo necesario a la madurez de las ciencias sociales que, a través de ese camino, estarían reuniendo el material empírico necesario para enfrentar, en el futuro, temas más ambiciosos. (T. Parsons, 1951). Otras explicaciones más verosímiles relacionan la temática de esos estudios con factores extra-científicos. Entre ellos se destaca la impregnación ideológica y el compromiso político que alcanza a los científicos, como miembros de sus sociedades. Estos vínculos, frecuentemente hacen de esos estudiosos meros propagadores de doctrinas políticas orientadas a la manutención del orden establecido. El ideal científico de la mayoría de los estudios antropológicos de problemas de la dinámica cultural, parece ser la transposición a las sociedades nacionales de la metodología desarrollada en las investigaciones etnológicas. Como la magnitud y la complejidad del nuevo objeto de estudio no encuadran dentro de aquellos límites, los investigadores proceden a reducciones arbitrarias de su campo de observación. Ese objetivo es alcanzado mediante una selección de situaciones concretas de contacto en las que se contraponen representaciones arcaicas y modernas de las matrices étnicas de la sociedad nacional. Estas situaciones de conjunción son objeto de observaciones exhaustivas y minuciosas, de las que se espera una contribución para formular una teoría general del cambio cultural. Ocurre no obstante, que, habiendo sido previamente aisladas de las secuencias históricas en que se plasmaran, del contexto nacional en que se insertan y del sistema económico mundial en que actúan, el análisis de estas situaciones ya no puede contribuir ni a una explicación de ellas mismas. La preocupación taxonómica de estos estudios, justificable en las investigaciones etnográficas, los transforma frecuentemente en la simple búsqueda de hábitos y costumbres exóticas, de idiosincrasias y de ideas “locales”. Buenas ilustraciones del valor explicativo de esta clase de estudios se encuentran en la ensayística antropológica que procura explicar el atraso de los latinoamericanos en términos de atributos singulares de su “carácter” y de su “cultura”. Dentro de estas peculiaridades, se cita con frecuencia el culto del machismo y del caudillismo, las relaciones de compadrazgo, la complacencia en la tristeza, la exacerbación de los sentimientos de honor y de dignidad personal, la aversión al trabajo, el pavor de la muerte y el miedo a los fantasmas. (J. Gilin, 1955). A la luz de este material es que se intenta demostrar el carácter necesario del atraso de las comunidades estudiadas y, por extensión, de las masas campesinas o de los estratos mestizos de las sociedades nacionales americanas. La carencia de una teoría explicativa explícita que obligue a considerar los factores que efectivamente operan, reduce estos estudios a un “psicologismo” espurio, inaceptable para la propia psicología. Pero permite comprometer a los antropólogos como consejeros de programas asistenciales que se contentan con develar el papel negativo de rasgos y normas culturales, sin poner nunca de manifiesto las compulsiones del colonialismo, del esclavismo, del latifundio, y de la explotación patronal como factores causales del atraso.7 Ejemplifican exhaustivamente este orden de limitaciones los estudios de antropología aplicada, cuyo carácter colonialista llega a avergonzar a los estudiosos con un mínimo de sentido autocrítico. Ejemplos menos escandalosos pero de la misma naturaleza, se encuentran en los estudios de aculturación, realizados como parte de programas “desarrollistas”. Insertos en las redes de compromisos no siempre explícitos, estos estudios están produciendo un vasto recetario práctico que, al mismo tiempo, niega el carácter desinteresado de aquellas investigaciones y comprueba su vinculación con los programas más retrógrados.8 El segundo esquema conceptual, correspondiente al marxismo dogmático, se basa en la idea de que las diferencias de desarrollo de las sociedades modernas se explican como etapas de un proceso de evolución, unilineal e irreversible, común a todas las sociedades humanas. Dentro de esta perspectiva, serían naciones atrasadas aquellas que cuentan con una mayor suma de contenidos de las etapas pasadas de la evolución humana, como la esclavista y la feudal. Los estudios inspirados en esta concepción raramente van más allá de un esfuerzo para transponer mecánicamente a las Américas los esquemas interpelativos de Marx. Se reducen por eso a meras ilustraciones, con ejemplos locales, de tesis marxistas clásicas sobre el desarrollo del capitalismo en Europa. Aplicados a América Latina, esos estudios se detienen preferentemente en la búsqueda de residuos feudales en el pasado o en el presente de diversos países, presentando estas disertaciones como si fueran explicaciones causales del atraso. Como en toda la región se registraron también relaciones esclavistas de trabajo que dejaron profundas huellas en las respectivas sociedades, así como relaciones capitalistas fundadas en el trabajo asalariado, el esquema se desdobla, a veces, en categorías híbridas tales como formaciones feudalesclavistas, semi-feudales, feudal-capitalistas, etcétera. El presupuesto básico de este esquema es, como vemos, un evolucionismo unilineal según el cual las sociedades latinoamericanas son entidades autárquicas y asincrónicas que estarían viviendo ahora, con siglos de atraso, los mismos pasos evolutivos experimentados por las sociedades avanzadas. En sus formulaciones más extremas, esta perspectiva no tiene en cuenta la trama de interrelaciones económicas, sociales y culturales en que se inscriben las sociedades contemporáneas, que constituyen por sí solo, un obstáculo a la reproducción de las etapas arcaicas en su forma original. No desarrolla, tampoco, un esfuerzo auténtico por indicar los factores causales y condicionantes de la dinámica social. Lo paradójico es que esta concepción teórica nominalmente revolucionaria, resulta con frecuencia ultraconservadora. Abandonando la perspectiva de análisis de los clásicos marxistas, esos estudios se reducen a ejercicios académicos de demostración de la universalidad de las tesis marxistas. Con ello no sólo las empobrecen, sino que llegan al extremo de convertirlas —contra su voluntad— en un sistema ideológico de sustentación indirecta del statu quo. Son ejemplos de estudios de esta orientación aquéllos que propugnan —como perspectiva de lucha contra el subdesarrollo y como táctica para alcanzar el socialismo— un mero esfuerzo modernizador de erradicación de los “restos feudales” cuando no la propia consolidación de los contenidos “capitalistas”, como una etapa necesaria en la evolución de las sociedades latinoamericanas.9 Las dos aproximaciones son, por eso mismo, igualmente infructuosas como explicaciones del desarrollo desigual de las sociedades contemporáneas, e inoperantes como esfuerzos de formulación de estrategias de lucha que conduzcan a la ruptura con el atraso. Basada en un realismo miope, la sociología académica se contenta con acumular datos empíricos, sin ser capaz de formular una teoría científica que los explique en su dinámica y variedad. El marxismo dogmático, pese a originarse en una teoría explicativa y en una perspectiva histórica fecunda, se pierde en la búsqueda de evidencias de una reiteración cíclica de etapas o pierde el camino en vanas tentativas de encuadrar la realidad en antinomias formales. Ambos resultan doctrinarios. La “sociología académica” cumple, no obstante, su función fundamental de instrumento conservador del statu quo. El marxismo dogmático, mientras tanto, deja de cumplir su vocación de proporcionar una teoría explicativa de los procesos sociales, apta para formular una estrategia destinada a la transformación intencional de las sociedades latinoamericanas en períodos previsibles. 1. PROGRESO Y CAUSALIDAD En este análisis procuraremos demostrar que las sociedades humanas son llevadas al cambio o a la perpetuación de sus formas por factores causales que no pueden ser confundidos con el registro de contrastes resultantes de su acción diferenciadora. En cualquier proceso de cambio social, partes o sectores de la sociedad pueden presentar desniveles o asincronías en el sentido de la mayor o menor madurez de tendencias transformadoras, o del reflejo —intenso o incipiente— de alteraciones ya alcanzadas en un sector, sobre los demás. La explicación de la dinámica social impresa en forma diferencial sobre la sociedad, no puede buscarse en desemejanzas entre fases distintas ni en la interacción entre contenidos “arcaicos” y “modernos”, como momentos de un reordenamiento natural de la sociedad, la economía y la cultura. Debe ser buscada, sí, en las fuerzas generadoras de tales cambios y en las condiciones sociales en que operan, susceptibles de acarrear el surgimiento y la perpetuación de los extremos de atraso y progreso. Se trata, por lo tanto, de invertir la perspectiva de análisis de la sociología y de la antropología académicas y de reconsiderar críticamente la aproximación marxista con el fin de enfocar, en primer término, los factores dinámicos de la evolución de las sociedades humanas durante largos períodos de tiempo; y, posteriormente, estudiar los condicionamientos sobre los cuales actúan esos factores. Esto fue lo que procuramos a través de un estudio general de la evolución socio-cultural tal como la que operó en los últimos diez milenios, 10 cuyos resultados serán presentados a continuación bajo la forma de un sucinto análisis del desarrollo de la civilización industrial, de sus características esenciales y de sus proyecciones sobre los pueblos americanos. Nuestro propósito consiste en analizar los procesos de formación y los problemas de desarrollo de los pueblos americanos, basándonos en las generalizaciones alcanzadas en aquel estudio. De este modo, esperamos llegar a una mejor comprensión de las disparidades de desarrollo registrables en las Américas y, también, a nuevas generalizaciones significativas sobre la naturaleza de los procesos de dinámica social. A la luz del esquema conceptual así elaborado, podremos examinar sincrónicamente las situaciones sociales concretas en que se encuentran hoy los pueblos americanos, con el objetivo de determinar las perspectivas de progreso que se les abren y las amenazas de perpetuación del atraso a que se enfrentan. En estos análisis partimos del supuesto, que el desarrollo desigual de los pueblos contemporáneos se explica como efecto de procesos históricos generales de transformación que alcanzan de modos distintos a todos ellos. Fueron estos procesos los que generaron, simultánea y correlativamente, las economías metropolitanas y las coloniales, conformándolas como un sistema interactivo compuesto por polos mutuamente complementarios de atraso y de progreso. Y configurando a las sociedades subdesarrolladas no como réplicas de etapas anteriores de las desarrolladas, sino como contrapartes necesarias para la perpetuación del sistema que componen. Ante las disparidades del desarrollo, debe observarse en primer lugar que muchas de las naciones que hoy se identifican como subdesarrolladas conocieron, en el pasado, períodos de esplendor y de prosperidad como altas civilizaciones. Y, a la inversa, que los países europeos que primero expresaron la civilización de base industrial conformaron, hasta el siglo xvil, áreas atrasadas, señalables por su mediocridad más que por su progreso. Esto indica que estamos ante efectos divergentes de un proceso civilizatorio general, que se manifiesta en algunos casos como estancamiento y regresión y, en otros, como desarrollo y progreso. Al encarar esas disparidades debe observarse, además, que las sociedades contemporáneas no son entidades aisladas sino componentes ricos y pobres de un sistema económico de ámbito mundial, en el que cada uno de ellos ejerce papeles prescritos, mutuamente complementarios y tendientes a la perpetuación de las posiciones y de las relaciones recíprocas. Procuraremos demostrar que las situaciones de atraso o de progreso de los diferentes pueblos insertos en este sistema interactivo, son resultantes de los impactos de las sucesivas revoluciones tecnológicas que han venido transformando las sociedades humanas. Estas revoluciones, al alcanzarlas diferencialmente las alteran a ritmos distintos generando tanto desfasajes entre las sociedades como desniveles regionales y sectoriales. Como cada una de esas revoluciones tecnológicas y los procesos civilizatorios que ellas generaron, comenzó en cierto momento histórico y continuó actuando aún después de haberse desencadenado otras revoluciones, se impone una observación adicional: nos enfrentamos tanto a una continuidad histórica de efectos sucesivamente desencadenados como a una simultaneidad de contrastes interactivos de carácter funcional. Las principales aproximaciones metodológicas de que se dispone para el estudio de los factores causales del desarrollo social son el funcionalismo y el marxismo. El primero, comprometido en actitudes conservadoras y cultivado principalmente en los países desarrollados y contentos de sí mismos, convierte al estudio de los problemas de la dinámica social en meros esfuerzos de caracterización del modo por el que los contenidos presentes de cada situación concreta contribuyen a la perpetuación de las formas de vida social. Aunque se preocupen, accidentalmente, por factores de alteración (disfunción, función latente), estos estudios se reducen casi siempre a demostraciones de interdependencias funcionales. En ellos, los sistemas sociales son descritos como configuraciones complejas de pautas culturales o de instituciones sociales en las que cada componente es igualmente capaz de actuar como factor causal. Dentro de esta perspectiva la comprensión de la vida social se torna imposible, a no ser como el resultado residual de múltiples secuencias independientes de fenómenos que se mueven con arbitrariedad y en las que no se puede distinguir regularidades de sucesión, de causalidad o de condicionamiento. 11 El marxismo —explícitamente comprometido en el reordenamiento intencional de las sociedades humanas— se funda en una teoría explicativa general del proceso de evolución socio-cultural, entendido como una secuencia genética de etapas o de “formaciones económico-sociales”. Parte de una constatación: el modo de producción de una sociedad (tecnología más relaciones de trabajo) en cada momento de su evolución, determina las superestructuras institucionales y las formas de conciencia que en ella se observan. Y de otra constatación adicional: en una situación dada, surgen conflictos entre el grado de desarrollo de las fuerzas productivas y las superestructuras construidas sobre ellas, desencadenando movimientos de cambio social. Estos movimientos se configuran como polarizaciones en las que fuerzas contrarias chocan mediante esfuerzos de superación de sus contradicciones. La principal de esas contradicciones se presenta en la forma de oposiciones entre los intereses de una clase social —defendida por un sistema de institucionalización de la propiedad— y los intereses de las demás clases. Tales contradicciones generarían conflictos entre clases opuestas, que operarían como el principal factor dinámico de la historia humana. Como se ve, al contrario del funcionalismo, el marxismo cuenta con una teoría de causalidad social; con un esquema histórico de alto alcance, explicativo de la evolución socio-cultural y con una aproximación diagnóstica de la praxis social. Esta última consiste en un método de análisis de las contradicciones actuantes dentro de cada situación histórica particular, que permite identificar los complejos de intereses en oposición para distinguir entre ellos la contradicción responsable de la dirección del proceso. Estas contradicciones cubren ámbitos muy variados, tales como las oposiciones entre sistemas económicos internacionales, o entre entidades nacionales, o entre componentes clasistas dentro de una sociedad. Serían discernibles, sin embargo, en cada situación concreta, las contradicciones estructurales básicas que actúan como los motores de las acciones más plenas de consecuencias. Su conocimiento tiene para los marxistas, además de un valor explicativo, una relevancia práctica, porque permite formular estrategias de intervención en el flujo de los acontecimientos sociales, con el objetivo de orientarlo hacia rumbos más propicios al desencadenamiento de la revolución social. Fue mediante esta metodología dialéctica que Marx procuró explicar los procesos de transformación cumplidos por las sociedades humanas en el pasado y avizorar las etapas emergentes. Siempre examinó esos procesos como el producto de la confrontación de innumerables fuerzas con posibilidades múltiples de desarrollo. Pero no como fuerzas meramente interactivas, con iguales potencialidades de determinación; ni como un flujo arbitrario, imposible de ser interpretado científicamente y, por lo tanto, de ser previsto y hasta disciplinado, en cierto límite, por la voluntad humana. (Ch .Wrigth Mills, 1962; L. Althusser, 1967). Algunos estudiosos que sucedieron a Marx aplicaron en forma fecunda el mismo análisis, tanto en el estudio de nuevas situaciones como en el reexamen de viejos problemas. Contribuyeron así, simultáneamente, a alcanzar una mejor comprensión de aquellos problemas y a enriquecer el propio esquema conceptual marxista. 12 Otros, todavía más fieles al lenguaje filosófico de la época de Marx que a su perspectiva de análisis de la realidad social, reificaron los conceptos marxistas en forma de categorías místicas o de antagonismos formales. Ya intentamos mostrar que su papel es casi tan nocivo como el de la sociología académica. 13 En verdad las ciencias sociales no ofrecen ninguna teoría de alto alcance histórico explícitamente formulada que se oponga a la de Marx. Excepto, tal vez, el funcionalismo, que no es una teoría general de la dinámica social porque se preocupa más de la estabilidad que del cambio. De esta forma la oposición académica a las concepciones marxistas no ofrece una alternativa consistente para el análisis de las fuerzas motrices del cambio social. No retoma las concepciones marxistas en su totalidad, para renovarlas a la luz de los desarrollos recientes de las ciencias sociales en el estudio de los problemas específicos. Como en muchas instancias no se puede prescindir de una concepción global de la sociedad y de la evolución socio-cultural, todos los científicos sociales apelan frecuentemente (aunque contra su voluntad) al marxismo como fuente inconfesa de sus mejores inspiraciones. Este es el caso de lo que se ha llamado sociología crítica, responsable por los estudios que se acercan a un análisis capaz de tratar las sociedades humanas como estructuras coherentes, susceptibles de ser estudiadas con rigor científico. 14 Frente a la oposición paralizadora entre las ciencias sociales academicistas y el marxismo dogmático, lo que corresponde hacer a quienes desean y necesitan comprender la realidad social para actuar sobre ella, es superar ambas posiciones. Superar las falsas ciencias del hombre, desenmascarando su ineptitud para elaborar una teoría de la realidad social debido a su compromiso con la perpetuación del statu quo. Superar el marxismo dogmático denunciando su carácter de escuela exegética de textos clásicos, incapaz de focalizar la realidad en sí misma para extraer de ella su conocimiento. Esta doble superación implica un retorno a la actitud indagativa y a la metodología científica de Marx. Pero significa también la desacralización de sus textos, el más importante de ellos escrito precisamente hace un siglo, que no puede ya pensarse conserven intacta su actualidad y su valor explicativo de la realidad toda. Recordemos que Marx no pretendió crear una doctrina filosófica nueva sino asentar las bases de una teoría científica de la sociedad fundada en el estudio cuidadoso de todas las manifestaciones de la vida social y que, por este esfuerzo, debe ser considerado el fundador de las ciencias sociales modernas. En tal carácter, exige tres tipos de compromiso por parte de aquellos que deseen estar a la altura de su obra. Primero, el de tratar sus proposiciones como a cualquier afirmación científica, o sea, sometiéndolas permanentemente al enfrentamiento crítico de los hechos y aceptando su validez sólo mediante su continua reformulación. Segundo, el de proseguir su esfuerzo, no encaminándolo a la exégesis de sus textos sino volviendo a la observación de la realidad social para inferir por medio del análisis sistemático de sus formas aparentes, las estructuras que las determinan y sus procesos dinámicos. Tercero, considera al propio Marx como el fundador de las ciencias sociales, ni mayor ni menor de lo que han sido Newton o Einstein para la Física y, en esa calidad igualmente incorporado a la historia de la ciencia, que no debe ser confundida con la ciencia misma. La ciencia que heredó la temática y la metodología del materialismo histórico es la antropología (J. P. Sartre, 1963), ya que ella es la que ha cumplido el más amplio esfuerzo de elaboración de una teoría explicativa de lo que las sociedades humanas han llegado a ser y de las perspectivas que tienen en un futuro inmediato. Esta herencia no pertenece, sin embargo, a ninguna de las antropologías adjetivas como culturales, sociales o estructurales que se cultivan actualmente y que han sufrido un desgaste similar al de la sociología académica. Pertenece a una nueva antropología que tendrá como características distintas, en primer lugar, una perspectiva evolucionista multilineal que permita situar cada pueblo del presente y del pasado en una escala general del desarrollo socio-cultural. En segundo lugar, una noción de causalidad necesaria fundada en el reconocimiento de la diferente capacidad de determinación que presentan los diversos contenidos de la realidad socio-cultural. Y en tercer término, una actitud deliberadamente participante de la vida social, capacitada para enjuiciarla con lucidez, como una ciencia comprometida con el destino humano. A esta antropología dialéctica procuramos contribuir con nuestro esfuerzo por extraer el valor explicativo de la realidad socio-cultural americana, buscando formular algunos principios interpretativos de las causas del desarrollo desigual de las sociedades y determinar los caminos de superación del atraso que se abren a las naciones subdesarrolladas. Inicialmente, es necesario precisar que la realidad social cuya dinámica queremos estudiar tiene como característica principal su naturaleza de producto histórico del proceso de humanización. A través de ese proceso el hombre viene construyéndose mediante la creación de formas estandarizadas de conducta cultural, transmisibles socialmente de generación en generación, cristalizadas en sociedades con sus respectivas culturas. Este proceso se desdobla en varias etapas correspondientes al desencadenamiento de sucesivas revoluciones tecnológicas (agrícola, urbana, de irrigación, metalúrgica, pastoril, mercantil, industrial y termonuclear) y de movimientos correlativos de reordenamiento de las sociedades humanas en distintas formaciones: (tribus, etnias nacionales, civilizaciones regionales, civilizaciones mundiales). Cada sociedad es una resultante de esos procesos civilizatorios, que se imprimieron diferencialmente en ella debido a su capacidad reordenativa, y a la manera en que la alcanzaron. Los análisis de inspiración marxista dividen generalmente esta realidad en una infraestructura de contenido tecnológico económico y en una superestructura socio-cultural. A los efectos de nuestros estudios es más adecuado distinguir tres contenidos básicos, es decir, lo adaptativo, lo asociativo y lo ideológico. Cada uno de ellos es lo suficientemente integrado como para ser considerado un sistema, y lo suficientemente diferenciado de los demás como para ser enfocado en términos de una entidad conceptual distinta. El sistema adaptativo comprende el conjunto de prácticas a través de las cuales una sociedad actúa sobre la naturaleza en el esfuerzo para proveer a su subsistencia y reproducir el conjunto de bienes y equipamiento de que dispone. El sistema asociativo comprende el complejo de normas e instituciones que permiten organizar la vida social, disciplinar la convivencia humana, regular las relaciones de trabajo y regir la vida política. Finalmente el sistema ideológico está representado por los cuerpos de saber, de creencias y de valores generados en el esfuerzo adaptativo y asociativo. Estos tres sistemas se estratifican en niveles superpuestos. En la base está el sistema adaptativo, porque tiene relación con los propios requisitos materiales de la supervivencia humana. En el nivel intermedio está el sistema asociativo, que es responsable de las formas de disciplina de la vida social para el trabajo productivo. Y en el ápice, el ideológico, más fuertemente modelado por los demás y sólo capaz de alterar la vida social mediante la introducción de innovaciones en las formas de acción adaptativa o asociativa. En los análisis sincrónicos, el conjunto y la integración de los tres sistemas es designado como estructura cuando se desea destacar el papel de las formas de asociación (L. A. Costa Pinto, 1965). El mismo conjunto es denominado cultura cuando la atención se enfoca principalmente en el carácter de pautas estandarizadas de conducta, transmitidas socialmente a través de la interacción simbólica, de los modos de adaptación, de las normas de asociación y de las explicaciones y valores (Leslie White, 1964). En los análisis diacrónicos, el conjunto de los tres sistemas se denomina formación, cuando se quiere indicar un complejo de sociedades representativas de una etapa de la evolución humana. (D. Ribeiro, 1970). El sistema adaptativo tiene como contenido especial la tecnología; el asociativo encierra como elemento básico, en las sociedades complejas, la forma de estratificación social en clases económicas; y el ideológico, posee como componentes más significativos los cuerpos del saber, de valores y de creencias, desarrollados en el esfuerzo de cada grupo humano para comprender su propia experiencia y organizar la conducta social. Estos tres órdenes de contenidos básicos de los sistemas adaptativo, asociativo e ideológico, mantienen conexiones necesarias entre sí y actúan en la vida social como complejos integrados. Es así que la tecnología no actúa directamente sobre la sociedad, sino estableciendo los límites en que pueden ser explotados los recursos naturales. La explotación efectiva de esos recursos, al igual que su distribución, se cumple por intermedio de formas específicas de organización en las relaciones humanas para la utilización de la tecnología a través del trabajo, y se procesan de acuerdo con los cuerpos del saber, de valores y de creencias que motivan y orientan la conducta personal. (R. Mac Iver, 1949). Por consiguiente, cada etapa de la evolución humana sólo es inteligible en términos del complejo formado por la tecnología efectivamente utilizada en su esfuerzo productivo, por el modo de regulación de las relaciones humanas que en ella prevalecen y por los contenidos ideológicos que explican y califican la conducta de sus miembros. La comprensión de la vida social y de los factores dinámicos que en ella operan exige, por lo tanto, que los análisis en abstracto de cada uno de estos factores se refieran siempre a los complejos integrados en que ellos coexisten y actúan conjugadamente. Estos complejos, sin embargo, no sólo combinan sino que también oponen, en cada momento, ciertos contenidos de tecnología productiva con determinadas formas de organización social y con cuerpos dados de creencias y valores. Dentro de este campo de fuerzas se generan y acumulan tensiones por la introducción de innovaciones tecnológicas, por la oposición de intereses de grupos y por los efectos de las transformaciones ocurridas en un sector sobre los demás. Estas innovaciones, oposiciones y redefiniciones son los actores causales de la dinámica social que actúan coyunturalmente dentro de complejos que ellas accionan pero que, a su vez, las condicionan. Examinando sincrónicamente estas totalidades interactivas se constata que, en un caso dado, cualquier factor puede representar un papel causal. Examinándose, sin embargo, no sólo cortes del continuum histórico sino el propio continuum a través de análisis diacrónicos, se verifica la posición determinante del factor tecnológico. En los análisis de alcance medio, resalta la capacidad condicionante de la estructura social como forma de organización de las relaciones entre los hombres para los objetivos de producción de bienes, de reproducción del contingente humano y de satisfacción de las necesidades fundamentales de la vida asociativa. Es notorio, por ejemplo, el poder condicionante de la forma latifundista de propiedad sobre la tecnificación de la agricultura y sobre el modo de vida de las sociedades subdesarrolladas. también en los análisis sincrónicos se observa que los contenidos ideológicos de la cultura, representados por los productos mentales generados en el esfuerzo adaptativo y asociativo, o heredados de otros patrimonios culturales, operan como factores fecundantes o limitativos de la dinámica social. Vale decir que tienen poder para retardar o acelerar los procesos renovadores según su carácter espurio o auténtico, su sincronía o desfasaje en relación a las alteraciones en las otras esferas. Estas generalizaciones sobre las diferencias del poder de determinación de los contenidos adaptativos, asociativos e ideológicos de las estructuras socio-culturales no son meramente clasificatorias. En los capítulos siguientes serán aplicadas a la explicación de las diferencias de desarrollo de los pueblos americanos. Nuestra hipótesis es la de que los pueblos del mundo moderno tuvieron como generador de su actual modo de ser —actor causal básico—, el impacto sufrido bajo las fuerzas transformadoras desencadenadas por las dos revoluciones tecnológicas, la Mercantil y la Industrial, que produjeron la “civilización europea occidental” en sus perfiles capitalista-mercantil e imperialista-industrial. Y de que aquellas revoluciones tecnológicas, operando diferencialmente sobre los distintos contextos nacionales —en la medida en que actuasen como un proceso de evolución autónoma o como una acción refleja de núcleos anteriormente desarrollados— otorgaron privilegio a algunos pueblos, instrumentándolos con poderes de dominio y explotación sobre los demás, en forma de núcleos rectores, y degradaron a otros transformándolos en condiciones de existencia de los primeros. El poder condicionante de los factores asociativos será examinado mediante el estudio del modo de incorporación de la nueva tecnología al sistema productivo de las sociedades dominadas. Aquí podremos verificar cómo esta modernización, al ser regida por los agentes de la dominación colonial asociados a las clases privilegiadas locales —en un esfuerzo de apropiación de los productos del trabajo de los pueblos colonizados y de preservación de los privilegios de las clases dominantes—, condicionó las potencialidades de la nueva tecnología al mantenimiento de los vínculos externos y a la preservación de intereses minoritarios. Operada bajo estas condiciones, la tecnología industrial fue apenas parcialmente absorbida por las sociedades dependientes, modificando los modos de vida de grandes sectores de su población pero sólo incorporando una ínfima parte a la fuerza de trabajo de los sectores modernizados. De este modo se establecieron situaciones antagónicas: de privilegio para los que se integraron a la civilización industrial, y de miserabilidad aún mayor para quienes quedaron al margen de ella. Para configurar el cuadro de las sociedades americanas modernas contribuyó, finalmente, el poder limitativo o fecundante de los factores ideológicos. Es lo que procuraremos demostrar a través del estudio de la alienación cultural sufrida por los pueblos subdesarrollados de América y de sus esfuerzos por redefinir los contenidos espurios de su cultura y por formular proyectos propios de desarrollo, como condición para superar la dependencia y el atraso. 2. ACELERACION EVOLUTIVA Y ACTUALIZACION HISTORICA El estudio del proceso de formación de los pueblos americanos y de los problemas de desarrollo con que se enfrentan en nuestros días, exige un análisis previo de las grandes secuencias histórico-culturales en que fueron generados. Tales resultan ser las revoluciones tecnológicas y los procesos civilizatorios a través de los cuales se propagan sus efectos y que corresponden a los principales movimientos de la evolución humana. Conceptuamos las revoluciones tecnológicas como innovaciones prodigiosas en el equipamiento de la acción sobre la naturaleza y en la forma de utilización de nuevas fuentes de energías que, una vez alcanzadas por una sociedad, logran su ascenso a otra etapa del proceso evolutivo. Esta progresión opera a través de la multiplicación de su capacidad productiva con la consiguiente ampliación de su monto poblacional; de la distribución y composición del mismo; del reordenamiento de las antiguas formas de estratificación social; y de la redefinición de contenidos ideológicos de la cultura. Opera, también, mediante una ampliación paralela de su poder de dominación y explotación de los pueblos que están a su alcance y que resultaron atrasados en la historia, por no haber experimentado los mismos progresos tecnológicos. Cada revolución tecnológica se expande a través de sucesivos procesos civilizatorios que al difundirse promueven transfiguraciones étnicas de los pueblos a los cuales alcanzan, remodelándolos a través de la fusión de razas, de la confluencia de culturas y de la integración económica, para incorporarlas en nuevas configuraciones histórico culturales. Los procesos civilizatorios actúan por dos vías opuestas, en la medida en que afecten a los pueblos como agentes o como recipientes de la expansión civilizadora. Primero, la aceleración evolutiva, en el caso de las sociedades que, dominando autónomamente la nueva tecnología, progresan socialmente preservando su perfil étnico cultural y, a veces, expandiéndolo sobre otros pueblos, en forma de macro-etnias. Segundo, la actualización histórica, en el caso de los pueblos que, sufriendo el impacto de sociedades más desarrolladas, tecnológicamente, son subyugados por ellas perdiendo su autonomía y corriendo el riesgo de ver traumatizada su cultura y descaracterizado su perfil étnico. A partir del siglo xvi, se registraron dos revoluciones tecnológicas responsables por el desencadenamiento de cuatro procesos civilizatorios sucesivos. Primero, la Revolución Mercantil, que en un impulso inicial de carácter mercantil-salvacionista activó a los pueblos ibéricos y rusos, lanzando aquéllos a las conquistas oceánicas y éstos a la expansión continental sobre Eurasia. En un segundo impulso de carácter maduramente capitalista, la Revolución Mercantil, después de romper el estancamiento feudal en ciertas áreas de Europa, lanzó a los holandeses, ingleses y franceses a la expansión colonial de ultramar. Siguió a continuación la Revolución Industrial, que a partir del siglo xvm promovió una reordenación del mundo bajo la égida de las naciones situadas a la cabeza de la industrialización, a través de nuevos procesos civilizatorios: la expansión imperialista y la reordenación socialista. Al mismo ritmo con que se desencadenaban estos sucesivos procesos civilizatorios, las sociedades por ellos alcanzadas como agentes o recipientes, se configuraban como componentes dispares de diferentes formaciones socio-culturales, en la medida en que experimentasen una aceleración evolutiva o una actualización histórica. así fue que se modelaron, como consecuencia de la expansión mercantil-salvacionista, por aceleración evolutiva, los Imperios Mercantiles Salvacionistas y, por actualización histórica, sus contextos Coloniales Esclavistas. más tarde, como consecuencia del segundo proceso civilizatorio, se cristalizaron por aceleración las formaciones Capitalistas Mercantiles y, por actualización, sus dependencias Coloniales Esclavistas, Coloniales Mercantiles y Coloniales de Poblamiento. Finalmente, como fruto del primer proceso civilizatorio provocado por la Revolución Industrial, surgieron, por aceleración, las formaciones Imperialistas Industriales y, por actualización, su contraparte Neocolonial. Y en seguida, como resultado de un segundo proceso civilizatorio, las formaciones Socialistas Revolucionarias, Socialistas Evolutivas y Nacionalistas Modernizadoras, generadas como aceleraciones evolutivas aunque con distintos grados en capacidad de progreso. El proceso global que describimos con estos conceptos es el de la expansión colonial de las nuevas civilizaciones sobre amplias áreas, a través de la dominación colonial de territorios poblados o del traslado intencional de poblaciones. Su motor es un desarrollo tecnológico precoz que confiere a los pueblos que lo emprenden el poder de imponerse a otros pueblos, vecinos o lejanos, sometiéndolos al saqueo episódico o a la explotación económica continua de los recursos de su territorio y del producto del trabajo de su población .Sus resultados fundamentales, pese a ello, son la difusión de la civilización nueva mediante la expansión cultural de las sociedades que promueven la conquista y, por esta vía, la formación de nuevas entidades étnicas y de grandes configuraciones histórico-culturales. La actualización histórica opera por medio de la dominación y del avasallamiento de pueblos extranjeros, seguida por el reordenamiento económico-social de los núcleos en que se aglutinan los contingentes dominados, al efecto de instalar nuevas formas de producción o explotar actividades productivas antiguas. Este reordenamiento tiene como objetivo básico vincular los nuevos núcleos a la sociedad en expansión, como parte de su sistema productivo y como objeto de difusión deliberada de su tradición cultural, por medio de agentes de dominación. En la primera etapa de este proceso predominan el exterminio intencional de sectores de la población agredida y la deculturación de los contingentes avasallados. En la segunda etapa tiene lugar cierta creatividad cultural que permite plasmar, con elementos tomados de la cultura dominadora y de la subyugada, un cuerpo de comprensiones comunes, indispensables para posibilitar la convivencia y orientar el trabajo. Tal se da a través de la creación de proto-células étnicas que combinan fragmentos de los dos patrimonios dentro del encuadre de dominación. En una tercera etapa, estas células pasan a actuar aculturativamente sobre su contexto humano de personas desgarradas de sus sociedades originales, alcanzando tanto a los individuos de la población nativa como a los contingentes trasladados como esclavos y, aún más, a los propios agentes de dominación y a los descendientes de todos ellos. Estas nuevas células culturales tienden a madurar como proto-etnias y a cristalizar como el cuadro de auto-identificación nacional de la población formada en el área. En una etapa más avanzada del proceso, la proto-etnia se esfuerza por independizarse con el fin de ascender de la condición de variante cultural espuria y de componente exótico y subordinado a la sociedad colonialista, a la condición de sociedad nacional autónoma servida por una cultura auténtica. Esta restauración y emancipación sólo se alcanza a lo largo de un proceso extremadamente conflictivo en el que entran en conjunción tanto factores culturales como sociales y económicos. Es presidido por un esfuerzo persistente de auto-afirmación política por parte de la proto-etnia con el fin de conquistar su autonomía e imponerse un proyecto propio de existencia. Alcanzada esta meta, se está ante una etnia nacional, o sea, la correspondencia entre la auto-identificación de un grupo como una comunidad humana en sí, diferenciada de todas las demás, con un estado y un gobierno propios, en cuyo cuadro ella pasa a vivir su destino. Cuando estas etnias nacionales entran, a su vez, a expandirse sobre vastas áreas, colonizando quizás otros pueblos, con respecto a los cuales pasan a ejercer un papel de dominación y de reordenación socio-cultural, se puede hablar de una macro-etnia. Una vez alcanzado, sin embargo, cierto nivel de expansión étnico-imperial sobre un área de dominio, la propia actuación aculturativa y la difusión del patrimonio técnico-científico en que se funda la dominación tiende a madurar las etnias subyugadas capacitándolas para la vida autónoma. Se vuelve de este modo, una vez más, el contexto contra el centro rector, quebrándose los vínculos de dominación. La situación resultante es la de etnias nacionales autónomas en interacción unas con otras y susceptibles de ser activadas por procesos civilizatorios emergentes de nuevas revoluciones tecnológicas. Esas etnias nacionales, producto de la acción acelerativa y actualizadora de anteriores procesos civilizadores, presentan una serie de discrepancias altamente significativas para la comprensión de su existencia ulterior. Estas varían según dos líneas básicas. Primero, de acuerdo con los grados de modernización de la tecnología productiva que hayan alcanzado y que les abre perspectivas más amplias o más limitadas de desarrollo. Segundo, conforme al carácter de la remodelación étnica que hayan experimentado y que las conformó en diferentes configuraciones historico-culturales. Vale decir, en distintas categorías de pueblos que, por encima de sus diferencias étnicas específicas, presentan uniformidades resultantes del paralelismo de su proceso de formación. En el caso de los procesos civilizadores regidos por Europa, estas configuraciones contraponen y aproximan los pueblos de acuerdo a su perfil básico de sociedades europeas o europeizadas; de pueblos extraeuropeos oriundos de antiguas civilizaciones; u oriundos de poblaciones de nivel tribal; remodeladas y degradadas unas, restauradas otras, en mayor o menor grado. Ejemplos clásicos de procesos civilizatorios responsables por el surgimiento de distintas configuraciones histórico-culturales se encuentran en la expansión de las civilizaciones de regadío, como la mesopotámica, egipcia, china, hindú, mexicana e incaica; de talasocracias como la fenicia y la cartaginesa; de los imperios mercantiles esclavistas griego y romano, todos ellos responsables por la transfiguración y remodelación de innúmeros pueblos. Y, más recientemente, en la expansión de la formación despótico salvacionista islámica y otomana; y, sobre todo, en la propia expansión europea, tanto en su ciclo mercantil-salvacionista ibérico y ruso como en el capitalista-mercantil e imperialista industrial, posteriores. sólo mediante el estudio cuidadoso de cada uno de esos procesos civilizatorios singulares y por la comparación sistemática de sus efectos, se podrá formular una teoría explicativa de modo de conformación de las etnias nacionales y de modelación de las configuraciones histórico-culturales en que ellas se insertan. Dentro de esta perspectiva, los estudios de aculturación ganan una dimensión nueva. En vez de circunscribirse a las situaciones y a los resultados de la conjunción entre entidades autónomas, pasan a enfocar principalmente el proceso de formación y de transfiguración de las etnias en el curso de la expansión de pueblos activados por procesos civilizatorios y de la subyugación de poblaciones que ellos avasallan por fuerza de la actualización histórica. Este proceso puede ser estudiado en todas las situaciones globales en que se tropieza con agencias colonialistas de sociedades en expansión, servidas por una tecnología más avanzada y por una alta cultura, actuando sobre contextos socioculturales extranjeros. Tales agencias no reflejan aquella alta cultura sino en los aspectos instrumentales, normativos e ideológicos, indispensables para el cumplimiento de sus funciones de explotación económica, de dominio político, de expansión étnica y de difusión cultural. Actúan, generalmente, junto a poblaciones más atrasadas y profundamente diferenciadas cultural, social y, a veces, racialmente de la sociedad dominante. En el esfuerzo de subyugación, aquellas agencias colonialistas toman elementos culturales del pueblo dominado, principalmente técnicas adaptativas a las condiciones locales para provisión de la subsistencia. Pero se configuran, esencialmente, como variantes de la sociedad nacional en expansión, cuya lengua y cultura son impuestas a los nuevos núcleos. En estas agencias interactúan una minoría oriunda de la sociedad dominante y una mayoría proveniente de las poblaciones locales subyugadas o de poblaciones internacionalmente trasladadas en atención a objetivos del grupo expansionista. A través de la integración de estos contingentes es que se plasma la cultura nueva, tendiente, por un lado, a perpetuarse como cultura espuria de una sociedad dominada; pero por otro, a atender las necesidades específicas de su sobrevivencia y crecimiento y, por ese camino, a estructurarse como una etnia autónoma. Como se ve, no se trata del supuesto proceso de inter-influencia de entidades culturales autónomas que entran en conjunción, conforme a los esquemas conceptuales de los estudios clásicos de aculturación. Lo que encontramos aquí son situaciones concretas de dinámica cultural en que los respectivos patrimonios culturales no se ofrecen a la interinfluencia; y tampoco llega a existir una conjunción de culturas autónomas. Los condicionamientos fundamentales de estas conjunciones no son, por lo tanto, la autonomía cultural o la reciprocidad de influencias sino la dominación unilateral de la sociedad en expansión y el desfasaje cultural entre los colonialistas y los contextos sobre los que ellos se implantan. sólo en los casos de interacción de pueblos en nivel tribal se puede hablar de la aculturación como de un proceso en el que los respectivos patrimonios se ofrecen, efectivamente, con la posibilidad de selección libre de los trazos que se adopta, del dominio autónomo de éstos y de su integración completa en el antiguo contexto. El propio concepto de autonomía cultural exige una redefinición, ya que sólo circunstancialmente se puede hablar de independencia cuando se trata de sociedades alcanzadas como agentes o recipientes en el curso de procesos civilizatorios. Las situaciones que se presentan, en este caso, son de núcleos en expansión y contextos correspondientes, sobre los cuales ellos se difunden y ejercen su influencia deculturativa y aculturativa. Esos núcleos pueden ser únicos y se ampliarán sucesivamente en el correr del tiempo. O ser múltiples y actuar simultáneamente, formando distintas configuraciones de acuerdo a las situaciones de conjunción y a las características originales de los contextos sobre los cuales actúan. En cualquier caso, operan como cabezas del mismo proceso civilizatorio cuando se fundan en la misma tecnología básica, en el mismo sistema de ordenamiento social y en cuerpos comunes de valores y creencias que difunden a los pueblos conscriptos en sus redes de dominación. Las relaciones político-sociales son de superordenamiento o de subyugación; las culturales son de dominación, deculturación e incorporación en el seno de una gran tradición. En estas conjunciones, ni la agencia colonialista situada fuera de su sociedad, ni la población sobre la que ella actúa, constituyen entidades servidas por culturas realmente autóctonas; cada cual depende de la otra y ambas componen con el centro rector metropolitano un conjunto interdependiente. Apenas se puede hablar de autonomía, como auto-comando del propio destino, en el caso de las entidades que ejercen la dominación y, aún éstas, como regla, están insertas en amplias constelaciones socio-culturales, cuyos integrantes preservan sólo parcialmente su independencia. En las situaciones de conjunción resultantes de procesos de expansión étnica, lo que resalta es la diferencia entre el poder de imposición de su tradición por parte de la entidad dominante, y la limitación de resistencia a la descaracterización étnica y cultural, por parte de los contextos dominados. Empleamos el término deculturación para designar el proceso que opera en las situaciones especiales en que contingentes humanos desgarrados de su sociedad (y, por lo tanto, de su contexto cultural) a través del avasallamiento o del traslado, y reclutados como mano de obra en empresas ajenas, se ven en la situación de abandonar su patrimonio cultural propio y de aprender nuevos modos de hablar, de hacer, de interactuar y de pensar. En estos casos, el énfasis está colocado más en la erradicación de la cultura original y en los traumas resultantes de ello, que en la interacción cultural. La deculturación es casi siempre una etapa previa y un prerrequisito del proceso de aculturación. Esta sigue a la deculturación cuando comienza el esfuerzo de cristalización de un nuevo cuerpo de comprensiones comunes entre dominadores y dominados que torna viable la convivencia social y la explotación económica. Y se expande cuando, constituida esta proto-célula, tanto la socialización de las nuevas generaciones de la sociedad naciente, como la asimilación de los inmigrantes, pasan a hacerse por su incorporación en el cuerpo de costumbres, creencias y valores de aquella etnia embrionaria. Finalmente, usamos con preferencia el concepto de asimilación para señalar los procesos de integración del europeo en las sociedades neoamericanas, cuyas semejanzas lingüísticas, culturales, en lo relativo a visión del mundo y a las experiencias de trabajo, no justifican el empleo de los conceptos de aculturación y deculturación. Se supone, obviamente, que su forma de participación será limitada en los primeros casos; más amplia, después; y que pueda completarse en una o dos generaciones, cuando el inmigrante alcanza el nivel de miembro indiferenciado de la etnia nacional. Como tales etnias admiten formas y grados variables de participación —resultantes por ejemplo, de la socialización en áreas culturales distintas o de inmigración más o menos reciente— estas diferencias de grado de asimilación pueden asumir el carácter de modos diferenciados de expresar la auto-identificación con la etnia nacional. Otro concepto que debimos formular fue el de cultura auténtica y cultura espuria, inspirado en Edward Sapir (1924), pero utilizado aquí en el sentido de culturas más integradas internamente y más autónomas en el comando de su desarrollo (auténticas), en oposición a culturas traumatizadas y correspondientes a sociedades sometidas a vínculos externos de dominación que se vuelven dependientes de decisiones ajenas y cuyos miembros están más sujetos a la alienación cultural, o sea, la internalización de la visión dei dominador sobre el mundo y sobre sí mismos (espurias). Estos perfiles culturales contrastantes son los resultados naturales y necesarios del propio proceso civilizatorio que, en los casos de aceleración evolutiva, preserva y fortalece la autenticidad cultural y, en los de actualización histórica, frustra cualquier posibilidad de preservar el ethos original o de redefinirlo con libertad de seleccionar o de incorporar en el contexto cultural propio las innovaciones oriundas de la entidad colonialista. En estas circunstancias se quiebra irremediablemente la integración cultural que pierde los niveles mínimos de congruencia interna, cayendo en alienación por nutrirse de ideas ajenas no digeridas, no correspondientes a su propia experiencia sino a los esfuerzos de justificación del dominio colonial. 3. CONCIENCIA CRITICA Y SUBDESARROLLO Dentro de los procesos civilizatorios descriptos y por vía de la actualización histórica es que fueron avasalladas las sociedades americanas de nivel tribal, las ya estructuradas en estados rurales-artesanales (como los Chibcha, por ejemplo) y aun los imperios teocráticos de regadío (Inca, Maya, Azteca) para integrarse en un sistema económico de ámbito mundial como área de explotación colonial. Es de este modo que los indígenas americanos y también los negros africanos conducidos a América saltaron a una etapa más alta de evolución humana —como participantes de formaciones mercantiles— pero fueron simultáneamente incorporados como “proletariados externos” de economías metropolitanas. Esta progresión, procesándose por la vía de la actualización histórica, importó en la pérdida de su autonomía étnica y en la descaracterización de sus culturas. Y, finalmente en su conversión en componentes ancilares de complejos imperiales modelados como áreas coloniales —esclavistas de una formación mercantil— salvacionista o del capitalismo mercantil. La humanidad habrá experimentado crisis semejantes en ocasión de la transición entre las etapas evolutivas básicas, como el pasaje del nivel de sociedades tribales de recolectores y cazadores a las aldeas agrícolas, con la Revolución Agrícola; la evolución de éstas a los primeros estados rurales artesanales, con la Revolución Urbana. Algunas sociedades de entonces vivieron el impacto de la renovación tecnológica directamente, como una aceleración. Otras lo experimentaron por efecto reflejo, como una actualización. En ambos casos se generaron fuertes tensiones. En el primer caso, sin embargo, estas tensiones se configuraron como una crisis de crecimiento que hizo a tales sociedades experimentar los efectos disruptivos de la explosión demográfica, de la renovación estructural, de la bipartición de los hombres en una condición campesina y una condición urbana, y de la estratificación de la sociedad en castas o clase sociales. En estas circunstancias se dieron condiciones para renovar progresivamente sus sociedades, haciéndolas más homogéneas aunque desigualitarias. En el segundo caso, correspondiente a la actualización, aquellas tensiones fueron enormemente superiores condenando a las sociedades atrasadas en la historia a entrar en descomposición étnica por tener sus poblaciones esclavizadas o transformadas en proveedoras de bienes y servicios para las más avanzadas, sin condiciones para superar esta subalternidad. La situación de los pueblos insertos en una u otra condición no sólo es distinta sino también opuesta y complementaria. Los pueblos céntricos, compeliendo a los dependientes a convertirse en la condición material de su existencia y de la perpetuación de su forma, tienen posibilidades de experimentar un progreso ininterrumpido. Los pueblos dependientes, alienados de sí mismos y transformados en objeto de la acción y de los proyectos de los pueblos céntricos, se ven condenados a una situación de atraso que sólo les propicia una modernización refleja, la cual los torna más eficaces como economías complementarias, pero los mantiene siempre desfasados como pueblos atrasados en la historia, o según la expresión clásica, como sociedades contemporáneas pero no coetáneas. La ruptura de esta condición sólo puede hacerse mediante prolongados procesos de reconstitución étnica, de luchas cruentas por la emancipación del yugo de la etnia parasitaria y de proscripción de los agentes internos de la dominación comprometidos con el sistema. En cualquier caso, sin embargo, la nueva etnia surgirá traumatizada porque conduce dentro de sí tradiciones en choque que deberá amalgamar, contraposiciones de grupos de intereses y de estratos sociales y, más aún, dependencias externas que, de alguna forma, deberá atender. En su nueva configuración, ulterior a la dominación, se destacan tres contenidos culturales distintos. Primero, la presencia de elementos de tecnología más alta cuya ausencia en su propia cultura la hiciera caer en vasallaje. Estos contenidos progresistas no se configuran, empero, como una infraestructura tecnológica de una economía autónoma sino como implantaciones auxiliares del centro rector, que de él dependen para su renovación y mejoría. Segundo, las formas institucionales de ordenación de la sociedad, plasmadas para atender a objetivos de perpetuación del dominio colonial y de los privilegios de la estrecha capa nativa de agentes y asociados de la dominación. Tercero, los cuerpos sincréticos de creencias y valores sobrevivientes del viejo patrimonio o absorbidos durante la dominación. Estos últimos, principalmente, como alicientes y justificativos del yugo colonial. Frente a esta herencia contradictoria, cabe a los pueblos atrasados dominar los contenidos tecnológicos nuevos e incrementar su uso autónomo, a fin de que puedan, un día, ascender de un sistema de sustentación de la complementariedad desigualitaria a un sistema económico de atendimiento a las necesidades de su propia población y de intercambio internacional condicionado a los imperativos de su autonomía y crecimiento. Les corresponde rehacer, también, todo el sistema institucional para erradicar de él las contingencias de la dominación externa y, en la medida de lo posible, las formas de preservación de los intereses minoritarios opuestos a la renovación tecnológica. A ciertos pueblos, además, les corresponde intervenir en la fijación del idioma y en la redefinición de sus cuerpos de valores, por la síntesis de sus dos herencias; prosiguiendo en el proceso de europeización si él ha adelantado tanto como para que no se pueda retroceder —tal el caso de los mexicanos y los andinos— o emprendiendo la renovación tecnológica e institucional a partir del patrimonio cultural propio como en el caso de los árabes o los indianos. sólo a través de un esfuerzo deliberado y conducido estratégicamente, se torna posible la ruptura con esta cadena auto-perpetuadora de dominación. Las crisis económicas del sistema global ofrecen las principales oportunidades de intentar esta ruptura porque debilitan el núcleo dominante y porque lo compelen a ejercer formas más despóticas de expoliación, con el objetivo de transferir las tensiones que está soportando. Sin embargo, cuando estas crisis coinciden con la emergencia de nuevos procesos civilizatorios, conducentes al alzamiento de nuevos centros rectores, implican el riesgo de que la ruptura con una esfera de dominación se reduzca a la transferencia a otra esfera, como sucedió con el impacto de la Revolución Industrial y las luchas independentistas que desencadenó en las Américas. En el curso de estas luchas, la mayoría de las sociedades neoamericanas experimentó un nuevo proceso de actualización histórica. A través del mismo, apenas consiguieron ascender de la condición de colonias esclavistas de las metrópolis ibéricas, a la de áreas de explotación neocolonial del imperialismo industrial. En esta nueva condición, experimentaron muchos progresos modernizadores de sus instituciones sociopolíticas y de su sistema productivo, pero permanecieron dependientes de los centros de poder externo. De este modo, fueron contenidas y condicionadas en su desarrollo por los designios de sus nuevos dominadores, que operaban en el sentido de perpetuar su existencia como economías complementarias y subalternas y, en consecuencia, como pueblos inferiorizados y culturas espurias. Lo que está detrás de los contrastes entre las sociedades contemporáneas y explica la pobreza de los pueblos retrasados en la historia es siempre el motor de la dinámica social, que se encuentra en el advenimiento de una tecnología de alta energía. Pero es también la vía por la que estas sociedades rezagadas fueron llamadas a integrarse en la revolución industrial: la actualización histórica impuesta por el efecto constrictor de la estructura social regida por los agentes externos de dominación y por los estratos privilegiados internos obstinados en perpetuarse, sea por la preservación de los modos primitivos de ordenación social, sea por la transmutación condicionada al mantenimiento del orden global. Relacionando estas proposiciones alcanzadas a través de estudios de alto alcance histórico con análisis coyunturales, procuraremos demostrar que la sucesión de las etapas evolutivas se procesa mediante la interacción conflictiva entre las sociedades y entre sectores de cada sociedad. En esta interacción, las sociedades se organizan en estructuras de dominación y subordinación y dentro de cada sociedad se estamentan en clases sociales, formando grandes complejos interdependientes. Ambos se modelan en formas estables, capaces de operar durante largos períodos por el mantenimiento de las posiciones relativas. Jamás se cristalizan, sin embargo, porque se encuentran en permanente alteración, movidas por factores externos al complejo, por innovaciones ocurridas dentro de él o por tensiones entre sus componentes. De este modo, un área colonial puede independizarse en la forma de una aceleración evolutiva que la capacita para desarrollarse autónomamente como un nuevo foco de expansión. O apenas independizarse formalmente y por vía de la actualización histórica, ascender de la condición colonial a la neo-colonial. Simultáneamente las estructuras internas experimentan dos tipos de alteración. En el primer caso, lo que era una clase dominante colonial y, por lo tanto, parcela del complejo global, se transforma en una clase dominante nacional autonomista, como ocurrió en Norteamérica. En el segundo caso —como sucedió en los demás países americanos— los estratos dominantes cambian apenas de función en calidad de asociados a las nuevas esferas de poder externo, para las que pasan a ejercer el papel de agentes de la explotación neo-colonial. Correlativamente, se alteran también las clases subalternas. En el primer caso, lo que era un “proletariado externo” de otra sociedad creada y mantenida como una factoría proveedora de ciertos artículos y servicios, puede convertirse en un proletariado nacional que procura vincularse con el exterior en un intercambio menos expoliatorio. En el segundo caso, se perpetúa la condición de “proletariado externo” y, con él, un tipo de vinculación neocolonial limitador de las posibilidades de desarrollo autónomo. Como vimos, en todos estos casos operan fuertes tensiones. En los primeros, sin embargo, ellas tienden a ablandarse porque son problemas de una fase de transición o de una crisis de crecimiento. En los casos opuestos en que las innovaciones son introducidas para atender a necesidades ajenas, estas tensiones asumen una forma traumática conducente a situaciones de crisis no superables por el simple desarrollo del proceso. Ya no son, en este caso, crisis de crecimiento. Son desvíos en el curso del proceso renovador que no llevan a un desarrollo independiente y autosustentado, sino a configurar estructuras económicas ancilares, capaces tan sólo de experimentar efectos reflejos de los progresos ajenos. Tal es el subdesarrollo. Por todo esto, no puede ser explicado como una polaridad de contrastes interactivos como pretenden los teóricos dualistas. Ni como una crisis de transición entre el feudalismo y el capitalismo que afecte uniformemente a todos los pueblos inmersos en esta etapa de la evolución, como quiere el marxismo dogmático. El subdesarrollo es, en verdad, el resultado de procesos de actualización histórica sólo explicables por la dominación externa y por el papel constrictor de las clases dominantes internas, que deforman el propio proceso de renovación, transformándola de una crisis evolutiva en un trauma paralizador.15 Desarrollándose dentro de este esquema, la mayoría de las naciones americanas evolucionaron como estructuras actualizadas. Primero, al integrarse al capitalismo mercantil como formaciones coloniales de varios tipos; después, al incorporarse al imperialismo industrial como áreas neocoloniales. En todas las etapas de esta progresión eran más pobres y atrasados que las sociedades que las parasitaban y, también, más pobres y atrasadas de lo que son hoy. Pero desde el punto de vista mercantil, eran altamente lucrativas y, como tales, contribuyeron decisivamente a la prosperidad de sus explotadores, nativos y foráneos. En el plano ideológico, la sociedad como un todo era, sin embargo, pasiva ante este estado de cosas. Explicaba la pobreza y la riqueza por conceptos místicos destinados a infundir una actitud de resignación en las capas dominadas. Esta situación no podía alterarse por la comunidad de intereses de los estratos dominantes nativos y de los agentes externos de explotación, empeñados ambos en mantener la esclavitud, el latifundio y la monocultura de la que todos, al fin, vivían. Solamente en los estratos subalternos hervía el espíritu de rebelión contra el orden social, sobre todo entre negros esclavos y entre indios explotados que se levantaban, periódicamente, en insurrecciones. Estas asumían, en general, una hechura mesiánica porque tenían como único patrón de reordenamiento social una idealización del pasado remoto en el que no existían señores ni esclavos. Aunque victoriosas no se capacitaban para reordenar intencionalmente la sociedad según un proyecto propio económicamente viable y progresista. Por ello acabaron todas derrotadas. El sistema global tampoco era capaz de evolucionar hacia formas autónomas y progresistas de ordenamiento de la sociedad y de la economía. Cuando las condiciones de vida en un área alcanzaban niveles demasiado bajos, eclosionando en actos desesperados de explosión místico-religiosa de la penuria, eran aplastados muy pronto, en nombre del orden. Los restos de población originados dentro de cada región eran distribuidos en otras, yendo a engrosar las fronteras de penetración en las regiones inexploradas o regresaban a la economía de subsistencia, estructurándose como una “cultura de la pobreza”. Estas formas de escape disminuían las presiones ejercidas sobre la estructura social, incapaz de integrar a toda la población en el sistema económico y tampoco de incorporar una tecnología de productividad más alta. Pero era lo suficientemente poderosa para asegurar su perpetuación, lo adecuadamente integrada para no admitir dudas sobre la legitimidad de las regalías que gozaban las clases dominantes. sólo con la eclosión de nuevos procesos civilizatorios que posibilitaron reordenamientos globales de la sociedad, que interesaban por igual a ciertos sectores de los estratos superiores y a amplias capas de las clases subalternas, fue que surgieron condiciones históricas para el rompimiento de la estructura tradicional. Entonces aquellas sociedades dejaron de ser meramente atrasadas para convertirse en subdesarrolladas. Tal es lo que sucedió en el período bolivariano y ésta es la coyuntura de nuestros días. Las situaciones de atraso histórico difieren esencialmente del estado de subdesarrollo por esta característica ideológica: la relativa conformidad y resignación con el atraso y con la pobreza que se conseguía infundir en amplias capas de la población, en contraste con la toma de conciencia de la pobreza y el atraso como enfermedades curables. Esta percepción del sistema social como un problema es, probablemente, un subproducto ideológico de las fuerzas reordenadoras que actúan sobre el sistema productivo y exigen transformaciones correlativas en el ordenamiento social y en la visión del mundo. Cuando las sociedades humanas comenzaban la Revolución Mercantil, surgió también una conciencia crítica equivalente: el florecimiento intelectual del Renacimiento. Lo mismo ocurrió con el desencadenamiento de la Revolución Industrial, que generó la ideología libertaria de las revoluciones burguesas y de los movimientos de emancipación del siglo pasado. En todos estos casos se verifica un alargamiento de la “conciencia posible” sobre la realidad social como consecuencia ideológica de profundas alteraciones en los modos de adaptación y de asociación. (K. Marx, 1956). En nuestros días, una nueva ola de creatividad intelectual y de conciencia posible se expresa críticamente en el mundo de los pueblos desheredados. Es la disconformidad con su lugar y su papel en el sistema mundial y la conciencia de sus estructuras sociales como problema. Tal se da concomitantemente con una extraordinaria aceleración de las innovaciones tecnológicas ocurridas en el curso de la Revolución Industrial, que están dando lugar a la irrupción de un nuevo brote renovador, la Revolución Termonuclear, destinada a influir en las sociedades humanas con un poder transformador aún más profundo. La conciencia crítica característica del subdesarrollo es, probablemente, un efecto reiterado de los mismos procesos estructurales resultantes de alteraciones en las formas de producción de las sociedades humanas, que fuerzan la renovación institucional y dan lugar a la autosuperación ideológica. Examinada desde este ángulo, la oposición entre una literatura nominalmente científica sobre la dinámica social producida en los países prósperos y caracterizada por su desaliento y conservadurismo y los esfuerzos por crear esquemas conceptuales adecuados al análisis de su problemática elaborados en los países subdesarrollados y caracterizados por cualidades opuestas, son ambos producto de condiciones externas a la conciencia. En el primer caso, son mistificaciones destinadas a sustituir la ensayística correspondiente a la mentalidad arcaica por un discurso sofisticado pero igualmente conformista. En el segundo, son esfuerzos de desenmascaramiento de esta trama ideológica, derivados de una conciencia crítica tornada posible a causa de reestructuraciones profundas aunque reflejas, experimentadas en los últimos decenios por las sociedades subdesarrolladas. Esta concientización no se circunscribe, naturalmente, a círculos intelectuales sino que alcanza a amplios sectores —como algunos grupos religiosos, hasta hace poco situados en la posición opuesta—, encendiendo a todos con una visión progresista de sus sociedades, confiada en el futuro humano. En esta coyuntura, a la miseria crónica y silenciosa se oponen aspiraciones de mejoría en todos los niveles de vida; a la resignación se antepone la disconformidad; al conservadurismo se contraponen ideas reformistas o revolucionarias. Las diferencias fundamentales entre la antigua situación y la nueva no se encuentran, por lo tanto, en la miseria y el atraso presentes en ambas y hasta mayor antes que ahora. Se hallan, sí, en la nueva dinámica social, caracterizada por la conciencia de la incapacidad del sistema global para dar soluciones a los problemas generados por la modernización refleja y de satisfacer el nivel de aspiraciones de la población. Esta es la diferencia que separa a las sociedades rezagadas en la historia de las subdesarrolladas. Unas, encerradas en su penuria, produciendo una ensayística amarga y reaccionaria; las otras, activadas por movimientos inconformistas que ven posibilidades históricas de romper con los factores causales de su retraso y representadas, en el plano ideológico, por una intelectualidad revolucionaria. El elemento fundamental de esta concientización es la propia concepción del subdesarrollo como producto del desarrollo de otros pueblos, alcanzando a través de la expoliación de los demás y como efecto de la apropiación de los resultados del progreso tecnológico por minorías privilegiadas dentro de la propia sociedad subdesarrollada. Es, asimismo, la comprensión de que permaneciendo en el cuadro de estos condicionamientos internos y externos, las sociedades dependientes sólo experimentarán una modernización refleja, parcial y deformada, generadora de crisis demográficas y sociales imposibles de superar dentro de las estructuras vigentes. Es, por fin, la percepción de que esta situación de atraso sólo puede ser rota revolucionariamente. Y en consecuencia la comprensión de que la tarea crucial de los científicos sociales en las sociedades subdesarrolladas es el estudio del carácter de la revolución social y la búsqueda de las vías por las cuales ella pueda ser desencadenada para dar lugar a movimientos de aceleración evolutiva. II. LA EXPANSION EUROPEA Una de las consecuencias de la expansión del Occidente fue colocar en una misma canasta, preciosa y precaria, todos los huevos de la Humanidad. J. A. Toynbee La historia del hombre en los últimos siglos es principalmente la historia de la expansión de la Europa Occidental, que al constituirse en núcleo de una nueva civilización, se lanzó sobre todos los pueblos de la Tierra en oleadas sucesivas de violencia, de codicia y de opresión. En este movimiento, el mundo entero fue revuelto y recompuesto de acuerdo con los designios europeos y conforme a sus intereses. Cada pueblo y aun cada individuo, dondequiera que hubiese nacido y vivido, fue finalmente alcanzado y envuelto en el ordenamiento europeo y en los ideales de riqueza, poder, justicia o santidad por él inspirados. Ningún proceso civilizatorio anterior se reveló tan vigoroso en su impulso expansionista, tan contradictorio en sus motivaciones, tan dinámico en su capacidad de renovarse, tan eficaz en su acción destructiva, ni tan fecundo como matriz de pueblos y nacionalidades. La amplitud y la profundidad de su impacto fue tan grande que se hace necesario preguntarse respecto a lo ocurrido en el mundo de estos últimos cinco siglos, cuánto se debe a la especie humana en sus diversas configuraciones sociales y culturales, y cuánto realmente a esta variante expansiva, dominadora e insaciable que ha sido la civilización europea occidental. Los pueblos europeos pudieron protagonizar la historia moderna como sus agentes civilizadores debido a que, al anticiparse en cuanto a dos revoluciones tecnológicas —la Mercantil y la Industrial—, se habían puesto al frente de nuevas etapas de la evolución socio-cultural. En consecuencia, experimentaron primero las alteraciones correspondientes y formularon con prioridad las ideologías resultantes de la nueva forma de civilización en la que ingresaba la humanidad. Sus descubrimientos, creencias, ideales, son por eso, más que expresiones de la creatividad europea, el producto de la propia evolución humana que, allí, vivía precozmente un nueva etapa. El mundo feudal europeo, resultante del levantamiento del contexto bárbaro sobre la civilización grecorromana, hacía ya siglos que venía sufriendo innovaciones tecnológicas y sociales acumulativas que finalmente restauraron el sistema mercantil y conformaron una nueva civilización. El Renacimiento constituyó el momento dramático en que esta civilización se reveló al propio europeo, que vio el mundo duplicado con el descubrimiento de América, redefinida la concepción del universo, escindida la Iglesia Romana, implantando el Imperio Otomano en Constantinopla, y echadas las bases del Imperio Ruso. Una sola generación —en el transcurso del siglo xvi— conoció descubridores como Colón, Vasco de Gama, Cabral y Vespucio; conquistadores feroces como Cortés, Pizarro y Jiménez; humanistas como Tomás Moro, Erasmo de Rotterdam, Maquiavelo, Garcilaso de la Vega, Vives y Las Casas; escritores como Ariosto y Rabelais, y también épicos como Camóens y místicos como Santa Teresa; predicadores e inquisidores poseídos de furia sagrada como Savonarola y Torquemada; reformadores y restauradores como Lutero, Calvino, Knox, Swinglio. Münzer y Loyola; artistas geniales como Leonardo da Vinci, Rafael, Miguel Angel, Botticelli, Tiziano, Gil Vicente, Correggio, Durero y Holbien; astrónomos como Copérnico y Behaim; naturalistas como Paracelso y Vesalio; los papas mundanos, los mecenas florentinos y los primeros grandes empresarios financistas modernos. Toda una revolución tuvo lugar en el saber, en la religión, en las artes, desgarradas de las trabas teológicas y vueltas hacia el culto de la antigüedad clásica. Se desencadenó un interés nuevo por el saber empírico-inductivo, por la observación de la naturaleza, por la comprensión de la sociedad, por la experimentación científica, por las artes mecánicas. En una parte de Europa, la búsqueda del ascetismo-religioso y del éxtasis místico dio lugar a movimientos paralelos de reforma religiosa, de secularización de las costumbres, de experimentación científica, de especulación racionalista y de indagación filosófica que vendrían a modificar profundamente en los siglos siguientes, los modos de actuar, de vivir y pensar de todos los pueblos. En otra parte de Europa, se volvió a encender el fervor religioso enardeciendo pueblos hasta entonces marginales a la cristiandad que asumieron el papel de celosos guardianes de la fe y de nuevos cruzados de un catolicismo misionero y conquistador. Fueron estos los pueblos ibéricos y rusos, por cuyo impulso expansivo Europa se proyectó sobre otros territorios, creando las bases de la primera civilización mundial. Los ibéricos, gracias al desarrollo de su capacidad de navegantes, se lanzan a la aventura ultramarina, descubriendo, conquistando y subyugando los mundos nuevos; luego lograrán que el Papa determine la división de los dominios portugueses y españoles confiriéndole a esta situación real una naturaleza sacrosanta. Los rusos, como pueblos continentales, se expandieron sobre su contorno. A partir de su base original en el Dniéper se arrojaron por el Oeste, sobre la Europa eslava y balcánica dominada por los otomanos; por el Este y por el Norte sobre el gran mundo euroasiático de las correrías tártaro-mongólicas, ampliando sus fronteras hasta China y apropiándose, ellos también, en el extremo de su territorio, de un pedazo de América: Alaska. Iberos y rusos enfrentaban un desafío similar: la reconquista del propio territorio sometido por pueblos de otras religiones. El ímpetu para la misión de reconquista alcanzando con la invocación de valores religiosos, los maduraría para la expansión externa llevándolos, después de cumplida la unificación, contra todas las etnias minoritarias enquistadas en su territorio, y más allá de éste al dominio de otros pueblos, vecinos lejanos. Las interpretaciones de este movimiento histórico de importancia crucial para el destino humano, debidas a autores del centro y del norte de Europa, han sufrido deformaciones de dos órdenes: Primero, la de convertirse en esfuerzos tendientes a concatenar los antecedentes históricos que llevaron a Inglaterra, a Holanda y más tarde a Francia, a estructurarse como formaciones capitalistas mercantiles. Segundo, la de formularse como epopeyas que dignificaban las hazañas del hombre blanco y justificaban el dominio imperialista inglés, francés u holandés según el caso. así encuadrado, este discurso explicativo describía la progresión de los pueblos europeos como una ruptura interna con el feudalismo, laboriosamente elaborada a través de siglos de creatividad tecnológica y cultural por los italianos, holandeses e ingleses, que finalmente habría logrado madurez con la Revolución Industrial. Atribuía a los pueblos ibéricos y extraeuropeos un papel meramente pasivo, o bien consideraba que éste había consistido principalmente en el suministro de zonas cuyo saqueo hizo posible la acumulación primitiva de capitales. Tal enfoque no explica las razones por las cuales los primeros impulsos renovadores tuvieron lugar justamente en las áreas marginales a aquéllas que se habrían de configurar luego como potencias capitalistas mercantiles y, después, imperialistas industriales. Tampoco explica cómo sociedades inmersas en el feudalismo pudieron consolidar la unidad política y económica necesaria a la expansión europea. Si feudalismo significa disyunción política de las antiguas estructuras imperiales, disociación económica de los antiguos sistemas mercantiles y deterioro de los modos esclavistas de producción, el concepto no es aplicable a la Península Ibérica ni a la Rusia del siglo xvi. Ambas se caracterizaban precisamente por opuestos atributos: el centralismo político y burocrático, la creación de vastos sistemas mercantiles, y la realización de vigorosos movimientos de conquista y colonización externa. Todos estos hechos llevan a suponer que antes de que maduraran las formaciones capitalistas mercantiles, tuvo lugar otro proceso civilizatorio con el que comenzaría la destrucción del feudalismo europeo y que provocaría el surgimiento de una nueva formación socio-cultural: la mercantil salvacionista. La Revolución Mercantil le dio su base tecnológica; la navegación oceánica, las armas de fuego, el hierro fundido así como otros elementos, pondrían fin al predominio militar de la caballería mantenida desde un milenio atrás, y permitirían iniciar un nuevo ciclo de expansión mercantil marítima. Es cierto que simultáneamente algunos puertos italianos se transformaron en verdaderos núcleos mercantiles —superando así su anterior condición de escalas en la ruta de Bizancio— en tanto que otros puertos holandeses e ingleses pasaban a constituirse en centros de una red mercantil de alcance continental. No obstante, la maduración de estos núcleos como componentes de formaciones capitalistas así como su vertiginosa expansión, adquirieron viabilidad únicamente gracias a la expansión previa de las naciones ibéricas, y a los fantásticos recursos —producto del saqueo y la sojuzgación de cuantiosas poblaciones americanas, asiáticas y africanas— que éstas pusieron en circulación. En las teorías históricas este evento trascendental generalmente es aludido como si se tratara de un simple factor coadyuvante de un proceso civilizatorio originado y desenvuelto a partir del establecimiento del sistema mercantil europeo. En apoyo de esta tesis se da por sentado que la drástica acentuación de la creatividad tecnológica experimentada en Europa antes de la Revolución Industrial, fue el resultado de un proceso autónomo; de este modo se olvidaba que las innovaciones decisivas en las técnicas de navegación, de producción y de guerra que darían base a la expansión ibérica, procedían del mundo extra europeo ya que habían sido transmitidas por los árabes. Otra consecuencia de este eurocentrismo teórico es la propia conceptuación del feudalismo, caracterizada por una ambigüedad tal, que resulta aplicable a cualquier situación históricamente atrasada en relación al capitalismo. Pero puede darse una explicación más satisfactoria a estos mismos hechos partiendo de la comprobación que, con anterioridad a la Revolución Industrial ocurrió otra revolución tecnológica. Esta fue la Revolución Mercantil, cuyo soporte estaría dado por la tecnología referida (navegación oceánica y armas de fuego sobre todo), y de la que se originarían dos procesos civilizatorios cristalizados como formaciones socio-culturales de doble naturaleza: primero, la mercantil salvacionista y la colonial esclavista; segundo, la capitalista mercantil y la colonialista mercantil. Estas formaciones dobles fueron el resultado de las mismas fuerzas renovadoras. Actuando éstas sobre ámbitos diferentes, desatarían procesos de aceleración evolutiva que llevarían a unos pueblos a elevarse desde la condición feudal a una etapa superior (mercantil y salvacionista y capitalista mercantil); y, a la vez, procesos de actualización histórica que someterían a otros pueblos a la dominación externa (colonial esclavista y colonialista mercantil). La competencia y el conflicto entre estas dos formaciones y entre los componentes interactivos de cada una de ellas, habría de favorecer a la más progresista que se encontró luego en condiciones de emprender la Revolución Industrial, con lo que no sólo superó a la otra sino que subordinó a todos los pueblos. En esta nueva etapa, los núcleos capitalistas mercantiles evolucionan hacia formaciones imperialistas industriales; las formaciones mercantiles salvacionistas así como sus espacios coloniales, experimentan modernizaciones parciales o reflejos por los procesos de actualización histórica, convirtiéndose en zonas de explotación neocolonial. 1 1. EL CICLO SALVACIONISTA La expansión europea de los siglos xv y xvi se inicia en dos puntos marginales, ambos sometidos al dominio extranjero: islámico en el caso de los pueblos ibéricos, y tártaro-mongólico en el de los rusos. No obstante contribuir a la generalización de las principales innovaciones tecnológicas de la Revolución Mercantil, ligadas casi todas a la navegación oceánica y a las armas explosivas, los países ibéricos y Rusia apenas lograron constituirse como dos formaciones socio-culturales de carácter mercantil, despótico y fanático. Se hicieron Imperios Mercantiles Salvacionistas semejantes al islámico y al otomano, e igualmente exaltados en sus dimensiones épica, codiciosa y mística. De este modo, los modeladores de la primera vía de ruptura con el feudalismo europeo y de transición al capitalismo mercantil, no consiguieron estructurarse según la formación socio-cultural que les hubiera correspondido. Esta nueva etapa de la evolución humana, el capitalismo mercantil, se cristalizaría en algunas de las ciudades que venían consolidando, desde hace dos siglos, el sistema mercantil europeo. Por esto mismo, cuando la Revolución Mercantil —que había otorgado precedencia a la Península Ibérica y a Rusia— dio lugar a nueva etapa evolutiva con la Revolución Industrial, ambas áreas se vieron, una vez más, marginadas y preteridas como pueblos atrasados en la historia. Este paso evolutivo colocaría en el centro de la historia humana, como focos irradiadores de un nuevo proceso civilizatorio —el capitalismo industrial— a otros pueblos europeos hasta entonces marginales a las grandes corrientes de civilización: los ingleses y holandeses primero; los franceses y alemanes después. Algunos tipos humanos de los dos imperios mercantiles salvacionistas dan la medida de los valores que después de siglos de vida mediocre les sirvieron de motivación para romper el yugo moro y mongólico y convertirse en la vanguardia de la nueva civilización. El mundo ibérico puede ser representado aquí, en primer término, por el joven rey Don Sebastián el que, encendido de fervor religioso, juega toda la nobleza lusitana en una batalla contra los moros: Alcacerquibir. Con su muerte, Portugal cae bajo el dominio español y se ahonda en el desaliento. La impresión que causó esta tragedia y la desaparición del propio cuerpo del joven rey se hace sentir hasta nuestros días, en Portugal y en Brasil, en forma de movimientos mesiánicos (sebastianistas) en que multitudes fanatizadas rezan, se flagelan y sacrifican inocentes en la esperanza de que se cumpla el mito del retorno de Don Sebastián que estaría “encantado”. Otra figura expresiva fue Henrique el Navegante, mezcla de sabio renacentista poseedor de los conocimientos náuticos que hicieron posible la navegación oceánica, y de místico, permanentemente mortificado por un cinturón de cilicio. Fundó, incluso, una de las herejías más difundidas de la cristiandad portuguesa: la del advenimiento de la Era del Divino Espíritu Santo, que después del tiempo del Padre y del Hijo, permitiría al hombre la creación del paraíso cristiano en la propia tierra. Una tercera figura característica fue Isabel la Católica. Criada entre campesinos al lado de su madre loca, se convirtió en reina de la España unificada que venció al último bastión musulmán y expulsó a los árabes en el mismo año en que se descubrió América. Isabel tomó como tarea primordial la erradicación de los elementos moriscos que habían impregnado las poblaciones peninsulares durante siete siglos de dominio islámico; se hizo madrina de la Santa Inquisición sometiéndose a los dominicos que se convirtieron en los rectores de la hispanidad; aspiró piadosamente a erigirse en protectora de las poblaciones subyugadas del Nuevo Mundo, y, para salvar sus almas de la condenación eterna y al mismo tiempo asegurar el enriquecimiento de los conquistadores, los condenó a la forma más hipócrita de esclavitud: las encomiendas. En el mundo ruso resaltan como símbolos las personalidades de Iván III y de Iván IV, el Terrible. El primero, al poner bajo el dominio de Moscú los principados de Kiev, Yaroslav, Rostov y Novgorod, echó las bases del Imperio. El segundo se coronó Zar de todas las Rusias, venció a la Horda de Oro quebrantando así las bases de la expansión tártara sobre Europa, e inició un proceso de colonización mercantil y de catcquesis cristiano-ortodoxa que progresivamente incorporaría toda Eurasia al imperio ruso. Sometió por el terror a la nobleza feudal boyarda y además instauró el patriarcado moscovita, llevado por la aspiración de hacer de Moscú una tercera Roma, rectora de la cristiandad. Simultáneamente con esos desarrollos de las áreas marginales, Europa nórdica y céntrica prosiguió los esfuerzos por romper con el feudalismo mediante la restauración de un sistema mercantil internacional. Este proceso, comenzado en las ciudades portuarias italianas, flamencas e inglesas, convertidas en centros de producción manufacturera, condujo a una nueva formación socio-cultural congruentemente capitalista mercantil. Por esta razón, presentaría una aptitud mayor para emprender el nuevo salto de la evolución tecnológico-cultural, fundada en el dominio de nuevas fuentes de energía y en su aplicación a dispositivos mecánicos de producción en masa, como sería la revolución industrial. La Europa que se enfrentaba a la América indígena, representada por España y Portugal, estaba constituida por sociedades nacionales de base agrario-artesanal rígidamente estratificadas. Su clase superior estaba formada en mayor medida por una jerarquía sacerdotal que por un nobleza hereditaria, dada la posición de la Iglesia como principal propietaria de tierras, esclavos y siervos, y la especialización guerrera de una parte del clero compuesta por sacerdotes-soldados. La nobleza, superabundante en número, era pobre y aun paupérrima, aunque por eso mismo en extremo celosa de su rango, por lo que evitaba confundirse con la gente común a la que incumbía el trabajo productivo. La función propia de la nobleza era la guerra contra el moro, determinada por el Papa y por el Rey, y conducida por el clero; o bien, del lado del moro, la lucha contra la expansión clerical cristiana. Fuera de su principal motivación religiosa esta guerra santa daba también frutos temporales, sobre todo al clero, ya que toda la tierra tomada al infiel pasaba a la Iglesia. En las ciudades, una clase de artesanos —principalmente moriscos— y de mercaderes —principalmente judíos— equivalente a la que formaría la burguesía comercial de creciente influencia en otras naciones como Inglaterra, Alemania, Holanda y Francia, era mantenida bajo un rígido control. Control religioso, ya que estaba integrada en gran parte por musulmanes, judíos y cristianos nuevos, por lo que no infundía confianza a la Iglesia. Control social, ejercido por la nobleza para cuidar así sus privilegios, pero sobre todo por la codicia que despertaban sus bienes y tierras. Control estatal, puesto que gran parte de las rentas de la corona provenían de los impuestos aplicados a los comerciantes y artesanos. La primacía del clero y la persecución sistemática y furiosa contra las minorías islámicas y judaicas, fue un impedimento decisivo para la constitución de una clase intermediaria de empresarios ricos y de artesanos libres que configurase una burguesía capaz de disputar un lugar y una influencia saliente en el Estado. En la época de los descubrimientos, la Península Ibérica contaba con una población calculada en 10 millones; un millón y medio de éstos eran portugueses. En la misma época, los británicos constituían 5 millones, los holandeses 1, los franceses 20 y los alemanes 12. ¿Cómo se explica que justamente esta zona marginal, que no era la más avanzada económicamente ni la más poblada, fuera capaz de llevar a cabo el proceso de expansión transoceánica de Europa Occidental? Se suman aquí muchos factores entre los cuales debe destacarse por su importancia crucial, el que los ibéricos fueran herederos directos de la tecnología islámica, más avanzada que la europea de entonces, sobre todo en los sectores decisivos para la navegación oceánica. Y también el haberse empeñado durante ocho siglos —de 718 a 1492— en una lucha de emancipación contra la dominación sarracena, lo que exigió movilizar y mantener vivas las energías morales de sus pueblos durante ese vastísimo período en que la frontera avanzaba o retrocedía conforme se intensificase la presión islámica o la cristiana. Estas dos circunstancias harían de los iberos de la reconquista los promotores de la conquista. Del mismo modo resultarían los iniciadores de la Revolución Mercantil, por su fundamental contribución tecnológica y económica; no obstante, no serían sus beneficiarios ya que al lanzarse a la gran hazaña, en lugar de constituir formaciones capitalistas mercantiles, se configuraron como Imperios Mercantiles salvacionistas. Ni siquiera al final del ciclo más brillante de su historia consiguieron alcanzar un grado de modernización mayor, como tampoco se integraron luego a la Revolución Industrial. Por el contrario, debieron ceder su imperio colonial esclavista y mercantil a los nuevos imperialismos capitalistas industriales. De esta manera, tanto Portugal como España se insertaron en la economía mundial como áreas dependientes de conformación neocolonial. Como formación mercantil salvacionista que suma en sí las energías de un imperialismo incipientemente mercantil y el empuje de una religión imbuida de expansionismo misional, la Península Ibérica madura para la empresa del descubrimiento, la conquista y la colonización del Nuevo Mundo, proyectando sobre éste y sobre el mundo todo el acendrado espíritu bélico nacido de la guerra nacional contra la dominación musulmana y de la guerra santa contra los herejes. De este modo, durante todo el siglo xvi, emprende en Europa guerras de restauración de la cristiandad católica contra la Reforma, en tanto lleva a cabo campañas internas de eliminación de judíos y moros que después lograrían permanencia institucional con la Inquisición. Acomete igualmente la destrucción de las altas culturas americanas y la esclavización de su pueblos; a éstos agregaría luego millones de negros africanos, con lo que llegaría a componer la mayor fuerza de trabajo que el mundo conociera hasta entonces. Absorbida más tarde por la organización de sus colonias americanas, obligada a una prudencia mayor por la capacidad de represalia que revelaban las naciones emergentes de la Europa capitalista y protestante, y contenida por el Papado en su afán evangelizador sobre Europa, la Península Ibérica fue, poco a poco, restringiendo su propósito hegemónico misionero y mercantil a las posesiones ultramarinas, y dirigiendo su anhelo purificador a su propia población. Restablece así sus vínculos mercantiles con Europa, y éstos habrán de crecer dentro de un sistema caracterizado cada vez más por los trueques entre formaciones tecnológicamente desfasadas en las cuales, las más evolucionadas perjudican fatalmente a las más atrasadas. En esta contextura económica, las estructuras evolucionadas eran Holanda, Inglaterra y Francia —pese a que nada habían recibido en la división del mundo operada por el Tratado de Tordesillas— porque ya constituían formaciones Capitalistas Mercantiles. Atrasadas eran España y Portugal, aún Imperios Mercantiles salvacionistas cuyas economías se basaban en el colonialismo esclavista. En este marco, las dos naciones arcaicas acoplaban bienes destinados más a enriquecer una nobleza ostentatoria, señorial y mística o a financiar los proyectos de hegemonía universal de sus reyes austríacos, que a ser aplicados de manera fructífera. también en esto se revela su carácter mercantil salvacionista que las compelía a actuar tal como siempre lo hicieron las formaciones incipientemente mercantiles, orientadas más hacia el atesoramiento y el gasto suntuario que hacía la capitalización y la inversión productiva. El oro y la plata arrancados de América en enormes cantidades servirían apenas para costear el consumo metropolitano de bienes y manufacturas importadas de otras zonas, así como para mantener los ejércitos. España y Portugal se transformaron así en meros depósitos de metales preciosos, especias, y más tarde azúcar y otros productos tropicales, para provecho de los mercaderes de toda Europa. Ni siquiera fueron capaces de crear un sistema propio de distribución de los productos coloniales en los mercados europeos, perdiendo de este modo hasta las ganancias de su comercialización. En consecuencia, los bienes saqueados de América o producidos por sus poblaciones que por los sistemas de sujeción aplicados —como la esclavitud o las encomiendas— eran mantenidas en un nivel mínimo de consumo, irían a costear el enriquecimiento y sobre todo la industrialización de otras áreas. Agréguese a esto, como tendencia regresiva, el hecho que los iberos habían destruido su propio sistema de producción artesanal así como también su sistema mercantil en aras del fanatismo salvador, al expulsar centenares de miles de moros y judíos. Empujados por la naturaleza misma de su formación socioeconómica a un empobrecimiento creciente, acentuado por otra parte por el exagerado peso de las clases no productivas —particularmente el clero—, Portugal y España contrajeron con los banqueros europeos deudas cada vez más humillantes, a la vez que ensayaban toda clase de expedientes lucrativos —como la venta de títulos nobiliarios— tanto en la península como en América. Bajo el reinado de Felipe II que encarna, aún más que Isabel, el fanatismo salvador ibérico, el clero español alcanza la proporción fantástica del 25% de la población adulta. Según Oliveira Martins (1951, pág. 306): “. . .un censo efectuado durante el reinado de Felipe II (1570) registra 312 mil sacerdotes, 200.000 clérigos de órdenes menores y 400.000 frailes”. A comienzos del siglo xvm, otro censo consignará con respecto a otras categorías sociales igualmente parasitarias: “. . .cerca de 723 mil nobles, 277 mil criados de nobles, 70 mil burócratas y dos millones de mendigos”. En el mismo período, sólo en la región de Sevilla, los telares de seda y de lana se habían reducido de 16 mil a 400 y el ganado ovino de 7 a 2 millones de cabezas. La propia población ibérica cayó de diez a ocho millones de habitantes (op. cit., págs. 306/7), bajo el peso de ese propósito salvador. En el plano cultural se da una decadencia proporcional. El estudiantado de Salamanca se reduce de 14 a 7 mil a fines del siglo xvi. La Inquisición dirigida por Torquemada secuestra y quema a millares los pocos libros existentes en la Península, y a la vez que establece la censura y el índex, implanta el terror. En dieciocho años Torquemada procesa 100 mil personas; quema en efigie, de seis a siete mil, y en carne y hueso a nueve mil. Con la Inquisición, el fanatismo y la intolerancia de la Iberia salvadora sirven de sustento a la venganza y la tortura, transformados en procedimientos institucionales en nombre del santo combate a la herejía. Esta Europa ibérica, obsoleta en el terreno económico frente a la ascensión del capitalismo europeo, y en el religioso fanática y convencida de su misión salvadora, presidió la transfiguración cultural de América Latina, marcando profundamente su perfil y condenándola también al atraso. Es probable, sin embargo, que sin los contenidos catequistas que las motivaron, la expansión ibérica, lo mismo que la rusa, no hubiesen tenido la fuerza asimiladora que les permitió convivir y actuar frente a pueblos muy diferentes, a los que impuso su marca cultural y religiosa. 2. LA EUROPA CAPITALISTA La otra Europa, enriquecida por la transferencia de los productos de la explotación colonial ibérica y que luego ella misma emprendería al madurar como formación capitalista mercantil, pudo saltar hacia una nueva etapa de la evolución socio-cultural: la Revolución Industrial. Esta era una etapa natural y necesaria que habría de ocurrir en uno de los múltiples contextos feudales. La circunstancia de que esta etapa floreciera en Europa daría al hombre blanco una supremacía en el ámbito mundial que, al prolongarse por siglos, lo llevaría a que considerara su raza y su cultura como intrínsecamente superiores a las otras, y a suponer que en consecuencia estaba destinada a subyugar, explotar y civilizar los restantes pueblos de la tierra. Alistados en la nueva revolución tecnológica y armados de un instrumental de acción sobre la naturaleza cada vez más prodigioso, los europeos rompieron el equilibrio y el estancamiento en que ellos mismos se habían visto sumergidos al igual que otras civilizaciones, como la musulmana, paralizada por la expansión otomana, y las orientales, inmersas en el feudalismo. Sobre todas ellas, y también sobre las civilizaciones americanas así como sobre los pueblos tribales de la Tierra entera, se lanzaron los europeos como la vanguardia de una nueva revolución tecnológica. Ante su impacto, el mundo sufrió una transformación similar a la experimentada diez milenios antes, cuando la Revolución Agraria de las primeras sociedades de labradores y pastores produjo la multiplicación del contingente humano; similar también a la producida cinco mil años atrás al dar la Revolución Urbana impulso a algunas sociedades que vieron su población dividida en campesinos y ciudadanos y estratificada en las clases sociales, y que se encontraron en condiciones de intentar las primeras expansiones imperiales. Basándose en las nuevas formas de acción sobre la naturaleza, en las nuevas instituciones y en las nuevas ideas, el europeo reconstruyó el mundo con la finalidad de abastecerse de bienes y servicios. Saqueando las riquezas atesoradas por otros pueblos, enganchando en el trabajo esclavo o servil a cientos de millones de hombres, Europa pudo llevar adelante su propia Revolución Industrial, transfigurando sus pueblos, renovando y enriqueciendo sus ciudades, engalanándose de poderes y glorias. El mundo extraeuropeo, compuesto por pueblos proveedores de materias primas y consumidores de manufacturas, fue construido durante siglos mediante la opresión y el terrorismo. Las viejas civilizaciones sobrevivientes, decadentes unas, vivas otras, pero capaces todas hasta entonces de ordenar la vida de sus sociedades, fueron sucesivamente dominadas, degradadas y adscritas al sistema mercantil de dimensión mundial regido por los europeos. Nuevos pueblos nacieron por la traslación de millones de hombres de sus territorios de origen a tierras lejanas donde —desde el punto de vista europeo— podían ser más útiles y productivos. Millares de grupos tribales resistentes al régimen servil u hostiles a la explotación de sus territorios, fueron diezmados por las matanzas, por las enfermedades que les trasmitía el hombre blanco, o por el desengaño y la desmoralización subsiguientes a la destrucción de aquellos valores que daban sentido a su existencia. Pero además, en este proceso de expansión Europa impuso progresivamente en el resto del mundo aquellas fórmulas que le eran propias y que definían la verdad, la justicia y la belleza. Tales valores se cimentaban no sólo en la fuerza persuasiva de su universalidad sino, además, en los mecanismos coactivos a través de los cuales se difundían. Al mismo tiempo sus lenguas, originarias todas de un mismo tronco, pasaron a ser habladas por mayor número de personas que cualquier otro grupo de lenguas antes existente. Sus diversos cultos, nacidos de una misma religión, se hicieron ecuménicos. Su ciencia y su tecnología se difundieron también mundialmente. Su arte se convirtió en expresión universal de belleza. Sus instituciones familiares, políticas y jurídicas, constituyeron los modelos ordenadores de la vida social de la mayoría de los pueblos. El cumplimiento de esta hazaña resultó posible porque Europa contaba con una tecnología naval, militar y productiva más avanzada, así como con un nuevo cuerpo de instituciones sociales y económicas que ampliaron la capacidad de expansión de los mercados hasta integrar al mundo entero en un sistema mercantil unificado. Europa poseía, además, una sed de saber constantemente renovada que todo lo indagaba y aun cuando aferrada a lo que parecía constituir su verdad última, volvía sin embargo a dudar de ello y a investigar. Tenía también una voluntad de autoafirmación individual que motivó a miles de aventureros, despertándolos al goce de la vida terrena y haciéndolos audaces empresarios. Contaba por último, con un viejo cuerpo de tradiciones y creencias, redefinido para servir a una sociedad menos preocupada ya por los riesgos de la condenación eterna y más por la expansión del reino de Dios, que era también la expansión del dominio europeo. A todos estos elementos se sumaría, como una de las armas decisivas de la conquista, un conglomerado de agentes patógenos a los que los pueblos europeos, asiáticos y africanos estaban adaptados pero que se abatirían sobre los pueblos autóctonos de América y Oceanía como nuevas plagas bíblicas, volviéndolos además inermes a la agresión y al sometimiento. Se calcula que luego de los primeros contactos con hombres blancos murió contaminada la mitad, y en ocasiones las tres cuartas partes de la población aborigen americana, australiana y de las islas oceánicas, víctimas de dolencias pulmonares y venéreas, de la viruela y de otras enfermedades que desconocían. Durante el transcurso de su expansión mundial, Europa se renueva de continuo, enriqueciendo su patrimonio de instrumentos de dominación y alterando radicalmente su propio perfil. Fue siempre, empero, el agente y paciente principal de los procesos civilizatorios que puso en marcha y dirigió. Las naciones que primero se transfiguraron por la Revolución Mercantil y luego por la Industrial, fortalecieron enormemente su poder de coacción sobre sus vecinos y sobre el mundo extra europeo. No obstante, se vieron compelidas al mismo tiempo a reordenar sus propias sociedades, llevando a sus pueblos a experimentar las transformaciones más radicales. A cierta altura del proceso los propios europeos se volvieron, también ellos, un ganado humano de exportación; no para representar ya el papel dominador prescripto anteriormente para el hombre blanco, sino el de simple mano de obra, en ocasiones más barata y frecuentemente tan miserable como la esclava. De este modo, el avance de la Revolución Industrial provocó también en Europa misma, una sucesión de desarraigos masivos y la emigración de enormes conglomerados humanos a todos los rincones de la tierra. Los ideales y creencias europeos se modificaron a través de los siglos como en un caleidoscopio. Pese a ello constituyeron, para diversas generaciones, verdades y fidelidades que motivaron las acciones más fanáticas, y que siempre guardaron un vínculo funcional con los imperativos de la perpetuación del sistema europeo de dominio. así, en tanto perduró el celo catequístico, flageló a los pueblos impíos de todo el mundo concitándolos compulsivamente al redil cristiano. Simultáneamente, empero, los alistaba en los sistemas económicos y políticos de dominación. Cuando el fervor misionero declinó en las colonias, se volvió sobre el contexto europeo para erradicar a sangre y fuego las herejías que se multiplicaban dividiendo la cristiandad en grupos más opuestos entre sí que respecto a los pueblos infieles. Aún entonces conservó su funcionalidad, ya que con la Reforma contribuyó a liberar a los empresarios capitalistas de aquellos vínculos que se habían vuelto obsoletos, a fin de santificar su furor adquisitivo e inducir a las capas subalternas a adaptarse a las nuevas formas de estratificación social. La Contrarreforma y el impulso salvador, coadyuvaron en tanto a mantener el sistema tradicional de dominio. Al desencadenarse el proceso civilizatorio de la Revolución Industrial, viejos ideales de libertad, igualdad y justicia, tantas veces sostenidos por las civilizaciones anteriores y tantas veces olvidados y abandonados como utopías carentes de viabilidad, renacieron en Europa más llamativos y aparentemente con mejores posibilidades de concreción. De este modo, la formulación liberal burguesa de los ideales republicanos se volcó por entero a la afirmación de la libertad del individuo frente al Estado, la iglesia y la sociedad. Este ideario se manifestó en un sistema congruente de instituciones mercantiles (como las sociedades anónimas y las técnicas bancarias), y de instituciones políticas (como la democracia liberal) que persuadieron tanto a los europeos como a las clases dominantes de los pueblos adscriptos a su red de explotación económica, que dentro de este cuadro la prosperidad y la libertad serían finalmente logradas. Al calor de estas nuevas ideologías liberales y laicas se disolvió la vehemencia reformista, así como el afán redentor que había hecho del conquistador europeo una mezcla de traficante y de cruzado, para dar lugar a otros dos nuevos fervores: el empresarial y el revolucionario liberal. Ambos se basaron en la misma instrumentalidad con respecto a los imperativos del tráfico y de la dominación. En el terreno político, el absolutismo monárquico fue reemplazado por el estado republicano y democrático que lograría la primera concreción en un contexto extraeuropeo con la revolución norteamericana. El esclavismo, reeditado históricamente en escala gigantesca en las colonias americanas, sufrió la oposición de los ideales de dignidad humana y de igualdad que demostraron su mayor funcionalidad como anticipación de la renovación social impuesta por los progresos de la Revolución Industrial. Esta, al crear y poner en uso nuevas y portentosas formas de energía, volvió prescindibles al esclavo y al siervo posibilitando así una concepción más libertaria del hombre. A través de todas estas variantes ideológicas se mantiene, hasta fines del siglo xix, la posición rectora de Europa sobre el resto del mundo; del mismo modo que las disputas entre los países de aquel continente por el dominio mundial. La precedencia de los descubridores ibéricos fue puesta en jaque desde las primeras décadas siguientes a la división de Tordesillas. Holandeses, franceses e ingleses se apoderaron de partes diversas de un mundo que parecía estar condenado a ser objeto de aprovechamiento del europeo más audaz. Al entrar otros en el reparto, las posesiones portuguesas y españolas debieron progresiva mente, limitándose por último a los territorios de ultramar, conservados gracias a acuerdos consentidos de coparticipación con los pueblos europeos que más habían avanzado en la Revolución Industrial. Es el tiempo de los pueblos ingleses, holandeses, franceses y alemanes que habrían de ocupar el centro europeo de dominio mundial. Esta sustitución de ibéricos por nórdicos y centroeuropeos, marcaba el pasaje del predominio de la civilización mercantil a la civilización industrial. En la primera de ellas, los ibéricos y los rusos tuvieron la prioridad en su carácter de agentes de una nueva expansión civilizadora. Su configuración híbrida de Imperios Mercantiles salvacionistas, sólo incipientemente capitalistas, no les permitió alcanzar congruencia como sistemas capitalistas, ni crear una estructura que les permitiese enfrentar las tareas de una industrialización autónoma. Las regalías concedidas a la nobleza tradicional y la injerencia del clero en los negocios del Estado con la consiguiente pérdida de flexibilidad de su estructura social, los inhabilitarán para el desarrollo de la tecnología y de las instituciones sociales en que se asentaría la Revolución Industrial. La competencia con las regiones donde estas nuevas formas lograron madurez y capacidad expansiva, volvería obsoletos a ambos imperios: los rusos y los ibéricos, lo mismo que los pueblos iberoamericanos, fueron adscriptos a los sistemas de dominación económica de las potencias imperialistas industriales en ascenso. Los pueblos iberoamericanos, formados en el curso de la Revolución Mercantil, no experimentaron una aceleración evolutiva sino una mera actualización histórica que los hizo subir en la escala de la evolución sociocultural, al costo de la pérdida de sus perfiles étnicos originales y de su alistamiento como “proletariado externo” del Imperio Mercantil salvacionista ibérico. Con el nuevo ciclo de renovación inaugurado por la Revolución Industrial, estos pueblos volvieron a sufrir un proceso de actualización histórica mediante el cual dejaron de formar parte de una estructura de dominación para caer en otras respecto de las cuales constituyeron también sus proletariados externos, o bien limitaron su papel a satisfacer las condiciones de existencia y prosperidad de otros pueblos. 3. LA CIVILIZACION POLICENTRICA La expansión ibérica se justificó al principio por el derecho al disfrute de sus descubrimientos, lo que era corroborado por las decisiones papales. Sin embargo, a consecuencia de la polémica suscitada por Fray Bartolomé de las Casas con respecto a las prerrogativas naturales de los indígenas, se elaboró una doctrina colonialista fundada en el acatamiento por parte de los europeos de tres condiciones: debían evangelizar a los infieles, puesto que su salvación dependía de la adopción del cristianismo; como hijos de Dios tenían el derecho de tomar su parte en los bienes comunes del Universo creados por la Divina Providencia, pero ese derecho se limitaba a aquellos bienes ignorados o despreciados por los pueblos salvajes; los asistía como pueblos más evolucionados, el deber de conducir a los más atrasados hacia la civilización. La mejor expresión de esta ideología se encuentra en las obras del teólogo español Francisco de Victoria, que fue por mucho tiempo el principal teórico del colonialismo. En el siglo xix, las naciones colonialistas, justificaron su acción en nombre de la prosperidad europea y de la conservación de su propio 50 orden social. así lo expresó a mediados del siglo pasado el francés Ernesto Renán: “Una nación que no coloniza está abocada irrevocablemente al socialismo, a la guerra del rico y del pobre. La conquista de un país de raza inferior por parte de una raza superior que se establece en él para gobernarle no tiene nada de extraño. Inglaterra practica este tipo de colonización en la India, con gran provecho para la India, para la humanidad en general y para sí misma. así como deben ser criticadas las conquistas entre razas iguales, la regeneración de las razas inferiores o bastardas por parte de las razas superiores está, en cambio, dentro del orden providencial de la humanidad. . . Regere imperio populos, he aquí nuestra vocación”. (ApudR . Aron, 1962: 145). A su vez, el inglés Cecil Rhodes, en el último cuarto del mismo siglo decía: “Estoy íntimamente persuadido de que mi idea representa la solución del problema social, a saber: para salvar a los cuarenta millones de habitantes del Reino Unido de una guerra civil funesta, nosotros los políticos coloniales, debemos dominar nuevos territorios para ubicar en ellos el exceso de población, para encontrar nuevos mercados en los cuales colocar los productos de nuestras fábricas y de nuestras minas. El imperio, lo he dicho siempre, es una cuestión de estómago. Si no queréis la guerra civil, debéis convertiros en imperialistas”. {Apud, G. Behyau, 1963: 5). No obstante la lucidez de tales planteos, no pudo impedirse el despertar de los pueblos subyugados y la liquidación de las bases de la supremacía europea. Cuando esto ya se hacía evidente, otro europeo dio la señal de alarma. Oswald Spengler escribía en la época de la Primera Guerra Mundial: “. . .a fines del siglo la ciega voluntad de poderío empieza a cometer errores decisivos. En vez de mantener secreto el saber técnico, el mayor tesoro que los pueblos blancos poseían, fue ofrecido a todo el mundo orgullosamente, en todas las escuelas superiores, de palabra y por escrito, y se aceptaba con orgullosa satisfacción la admiración de los hindúes y los japoneses. Iniciase la conocida ‘dispersión de la industria’ incluso a consecuencia de la reflexión que conviene aproximar la producción a los consumidores para obtener mayores provechos. En lugar de exportar exclusivamente productos, comiénzase a exportar secretos, procedimentos, métodos, ingenieros y organizadores. Incluso hay inventores que emigran. . . Todos los hombres de color penetraron en el secreto de nuestra fuerza, lo comprendieron y lo aprovecharon. Los insustituibles privilegios de los pueblos blancos han sido dilapidados, gastados y traicionados. Los adversarios han alcanzado a sus modelos y acaso los superen con la mezcla de las razas de color y con la archimadura inteligencia de civilizaciones antiquísimas”. (O. Spengler, s/f.: 135/6). En realidad, el desarrollo del proceso civilizatorio termina por quebrar la doble base de sustentación de la hegemonía y riqueza europeas: su dominio y explotación de los pueblos coloniales y su monopolio de la tecnología industrial moderna. Nuevas nacionalidades surgieron en el mundo extra europeo que adquirieron autonomía no sólo política, sino también económica, llegando incluso a competir con el antiguo centro al desarrollar industrias propias. En esta etapa, la civilización unicéntrica europea dio lugar a un sistema policéntrico, cuyos núcleos de poder habrán de situarse en varios continentes. En torno a cada uno de ellos, incluso en Europa, el grado de incorporación de los distintos países a los procesos productivos de la tecnología industrial moderna, produjo chocantes contrastes de riqueza y pobreza. Cada país industrializado se convirtió en un centro de explotación de pueblos atrasados vecinos o distantes, viéndose impulsado a profundizar y consolidar su dominio sobre ellos, ya que siendo la explotación el mecanismo fundamental de su enriquecimiento, resultaba condición necesaria de su prosperidad. Pero al igual que las sociedades que les dieron origen, los nuevos centros rectores, constituidos sobre la base del viejo modelo capitalista, se vieron también limitados en la expansión de sus potencialidades. Por un lado actuaron los conflictos resultantes de la estrechez de los cuadros nacionales para contener la competencia económica, lo que generó conflictos resueltos en guerras periódicas. Y por otro, las luchas internas de las clases subordinadas contra la explotación de que eran víctimas en economías orientadas exclusivamente al logro de ganancias. En Europa misma fue que se formularon, y también en este caso con prioridad, el diagnóstico y el pronóstico de los factores que sofocaban su propia civilización. Esto ocurrió desde mediados del siglo pasado con el surgimiento de las ciencias sociales y de las doctrinas socialistas, modernas, merced las obras de una larga serie de pensadores que analizaron los problemas sociales y les propugnaron soluciones. Esencialmente consistieron éstas en teorías de la evolución social que al mismo tiempo formulaban explicaciones sobre el pasado de las sociedades humanas y anticipaban sus desarrollos futuros, configurando nuevos modelos de organización económica, social y política que prometían liberar al hombre de la guerra, la miseria, la ignorancia y la opresión. Munidos con estas teorías, surgieron nuevos movimientos políticos tendientes a erigirse en conductores de la historia gracias a la dirección de luchas revolucionarias orientadas a reordenar totalmente las sociedades de acuerdo con el modelo socialista. Al no poder reordenarse de manera racional, las sociedades europeas debieron soportar las más violentas transformaciones sociales, económicas y culturales; las viejas disputas nacionales se agravaron y alcanzaron niveles críticos las tensiones de clases. Careciendo de un ordenamiento político supra nacional así como de un régimen socioeconómico que asegurara una mayor igualdad, los países europeos no pudieron evitar la irrupción de fuerzas disgregantes que extenderían sus efectos al mundo entero. Los países tardíamente desarrollados y menos beneficiados en el reparto del mundo procuraron romper el sistema con la guerra, obligando así a redistribuir las zonas de influencia. después, completamente deterioradas sus bases políticas y culturales, toda Europa se ve amenazada por la presión de las capas populares —sobre todo por los movimientos obreros— que ensayan la reforma de las bases de la estratificación social y de la organización política. En esta coyuntura, una revolución victoriosa instaura la primera sociedad de tipo socialista. Una vez más, sin embargo, el nuevo modelo de organización social no logró concreción en Europa Occidental sino en Rusia, que formaba parte de su contexto externo, tal como un siglo antes otro territorio extra europeo —Norteamérica— había anticipado la revolución liberal. El nacimiento de este retoño de la vieja civilización europea, que crecería en el marco de otro sistema, provocó una violenta polarización de las fuerzas. En todo Occidente, una oía de desesperación histérica cundió entre las capas sociales superiores ante el riesgo de su proscripción, y también entre las capas medias, temerosas de que sus parcas ventajas fueran anuladas por una reordenación social hecha en favor de las clases más desheredadas y principalmente del proletariado. Las fuerzas socialmente conservadoras, enfrentadas a estas antiguas y renovadas tensiones, buscaron defender sus intereses con el auxilio de la poderosa tecnología del momento, lo que generó deformaciones ideológicas, institucionales y políticas que rebajaron todos los valores e ideales de la propia civilización occidental. Esto ocurre principalmente en Italia y Alemania con el fascismo y el nazismo, establecidos y fomentados como instrumentos necesarios para enfrentar la amenaza de la revolución social en esos países. Contando con el amparo de los estadistas europeos, cuyo objetivo era doblegar a la Rusia socialista sociocultural hasta entonces conocida, llegando a exigir una guerra mundial para su extirpación definitiva. La guerra consolidó el sistema policéntrico ya en proceso; y la paz mostró el surgimiento de dos potencias: los EE.UU., nuevos paladines del capitalismo, y la U.R.S.S., en donde había florecido el socialismo ya extendido a otras regiones. El conflicto entre los dos nuevos focos de poder provocaría, al poco tiempo, la sustitución de la concepción anterior de un “mundo único”, nacida al influjo del esfuerzo bélico común, por la más real de un mundo dividido entre dos grandes potencias contrapuestas. Mientras las zonas de dominio imperialista componían apenas los residuos del viejo sistema que antes cubría el mundo entero, el nuevo motor revolucionario actuó como una fuerza dinámica, atrayendo nuevas áreas hacia una toma de posición autonomista, de neutralidad, o de franca hostilidad al antiguo orden. Efectivamente, las dos esferas se oponen a causa de las diferencias de sus papeles históricos: el imperialismo neocolonialista, al repetir insistentemente el discurso liberal ya obsoleto y falto de viabilidad incluso para él mismo, se transforma en la fuerza conservadora por excelencia del statu quo; la ideología marxista presentándose como una doctrina cimentada en las más altas tradiciones humanísticas, se propone llevar a cabo una completa reordenación de la sociedad. Comprimidos entre la esfera capitalista y la socialista, los pueblos retrasados en la historia han sido desde entonces sometidos a las mayores tensiones. Para la primera, ellos constituyen un coto de caza que debe ser conservado como objeto de explotación; para la otra, el área natural de expansión de su influencia ideológica, en la que además se ha entablado la lucha por la conquista de alianzas y posiciones estratégicas. Frente a los dos grandes, sin embargo, se fue levantando la multitud de los pequeños, como un tercer mundo caracterizado por la miseria de sus pueblos, por su disconformidad con el destino que les ha sido asignado y con el lugar que les tenían reservado en el concierto mundial. Rápidamente este tercer mundo ha tomado conciencia de la especificidad de sus intereses y de la identidad de la contienda en que se halla empeñado para alcanzar el progreso económico y social. Desde entonces, los tres mundos se enfrentan en el plano ideológico como si fueran respectivamente una coalición anti-revolucionaria, una ortodoxia revolucionaria y una rebelión inconformista. Las dos últimas esferas parecerían compelidas a asociarse, no tanto por la identidad de su posición ideológica como por la oposición frontal de intereses entre naciones céntricas y periféricas dentro del encuadramiento imperialista. En este mundo tripartito, convulsionado por las guerras y por la explotación económica, maduran tres complejos ideológicos como sistemas de creencias y valores que son ofrecidos a sus respectivos pueblos, y especialmente a las nuevas generaciones, con el fin de definir las posiciones y los papeles que deben asumir y cumplir en su propia sociedad y con relación a la humanidad. En el mundo capitalista, principalmente en las naciones más avanzadas, el temor a la revolución social compromete a todos en el mantenimiento del statu quo, condenando a sus pueblos y sobre todo a la juventud, a la anomia y al desaliento causados por la incapacidad de señalarles metas generosas para la conducción racional del destino humano. Este temor y este apego a formas anticuadas de organización social, ha aparejado la esterilidad histórica y el oscurantismo moral. La intelectualidad de este nuevo “occidente”, sin causa y sin pasiones “exhausto de ideologías revolucionarias”, tiende a inclinarse cada vez más al cinismo frente a cualquier convicción, al desengaño frente a la esperanza y, sobre todo, al reaccionarismo frente a la voluntad de cambio y de progreso. Para los pueblos retrasados en la historia, esta marea reaccionaria impone la opción entre resignarse al atraso o tomar las armas para ejercer, a cualquier precio, el derecho de dirigir su propio destino. En consecuencia, en sus sociedades se enfrentan dos ideologías opuestas. Una, la de las clases dominantes, ultra conservadoras debido a su conformidad con el mundo actual y más que nada temerosas de las alteraciones que puedan sobrevivir. Otra, la de los sectores más lúcidos para los cuales todo es cuestionable. Estos mantienen una actitud indagatoria ante las ideas políticas, las instituciones sociales, el saber, en un esfuerzo permanente por vislumbrar aquello que pueda contribuir a transformar el mundo y su sociedad, así como también por desentrañar los factores que impiden esa transformación. La oposición al complot internacional que pretende mantenerlos en el atraso y en la pobreza, los hace nacionalistas. La lucha contra los agentes internos del subdesarrollo, los vuelve antioligárquicos. En el mundo socialista, la aceptación del compromiso de orientar intencionalmente la transformación social para conducirla a la construcción de sociedades cada vez más libres y prósperas, permitió crear un nuevo orden moral, capaz de infundir en todos sus pueblos la idea de que a ellos corresponde la tarea de emancipar al hombre. Sin embargo, la forma por la cual este nuevo orden moral fue instituido, rodeado por la hostilidad externa y esclerosado en lo interno por la ortodoxia doctrinaria, lo transformó en una comunión sectaria tan opresiva como cualquier culto fanático. Si en esta dimensión ética era posible comunicar a las multitudes un profundo sentimiento de solidaridad humana y exigir de cada intelectual, artista o ideólogo una alta responsabilidad moral, en ella era también mayor el riesgo para la sociedad de dejarse dominar por el despotismo de los nuevos guardianes de la verdad. El marxismo, al erigirse en dogma y constreñirse por el sectarismo partidario, perdió gran parte de su capacidad de interpretación de la vida social y de comprensión de la propia experiencia vivida por las sociedades socialistas. En consecuencia, se debilitó su papel de conductor de las fuerzas renovadoras requeridas por la revolución social. El precio de la uniformidad así lograda fue —también en este caso— la unanimidad resignada con las verdades oficiales proclamadas para todos los campos del saber, y la esterilización de la propia creatividad del movimiento intelectual marxista. Al pasar de la condición de método de interpretación de la historia y de prefiguración del futuro humano, a la de directriz renovadora de la sociedad rusa, el marxismo se redujo a ser una doctrina justificatoria del ejercicio del poder, susceptible de distanciarse de sus fundamentos filosóficos y de las lealtades humanísticas que profesaba. Como debió edificarse bajo el condicionamiento de un cerco amenazante, el socialismo revolucionario consiguió enfrentar victoriosamente la conjura internacional montada para destruirlo, pero resultó ideológicamente estrecho, y se vio además ante el riesgo constante de orientarse hacia el despotismo. Al impacto representado por la revelación de los crímenes de la era staliniana, se sumaría poco después la disidencia chino-soviética, con lo que el ánimo de los militantes socialistas del mundo entero se vio aún más debilitado. Este desentendimiento, que comenzó saludablemente como una polémica de carácter ideológico referida a la coexistencia pacífica, a los caminos de la revolución mundial y a las críticas por los errores stalinistas, se fue agudizando hasta configurar una hostilidad abierta. Los debates sobre las deformaciones habidas durante la implantación del socialismo y la acritud del enfrentamiento entre chinos y soviéticos, tuvieron a pesar de todo el efecto positivo de desmitificar los movimientos socialistas. Los hombres que aprendieron en este siglo a ver y aceptar mejor las dimensiones recónditas de su propia naturaleza biológica, cultural y psíquica, capacitándose así para orientar racionalmente sus imperativos, han aprendido ahora a ser más cautelosos respecto a la utopía de las sociedades perfectas y de los regímenes a prueba de deformaciones. Es de suponer que las fuerzas implicadas en la renovación social, con la madurez adquirida gracias a estas lecciones, procurarán una objetividad mayor en el estudio de las sociedades, una mayor amplitud de miras y una mayor tolerancia en la formulación de soluciones para los problemas humanos. Unicamente por este camino se logrará la base amplia y sólida que siempre faltó para un entendimiento más profundo y fraterno entre los militantes de los movimientos revolucionarios. En todo el mundo comienzan a apuntar los frutos de esta nueva actitud abierta, inquisitiva y crítica. Liberados por la revisión del stalinismo y desmitificados por la polémica chinosoviética, los movimientos comunistas retoman —aunque de manera morosa y tardía— su capacidad de autocracia. Se esfuerzan hoy por volver a sus raíces humanistas y filosóficas a fin de trazar sus caminos como fuerzas revolucionarias y de reasumir sus compromisos éticos olvidados, para tornarse así efectivamente capaces de cumplir su propuesto destino de fuerzas emancipadoras del hombre. Pero ese propósito por retomar sus propias fuentes teóricas —sobre todo del mismo Marx— con la capacidad necesaria para cuestionarlas y para criticar los subproductos espurios a que ellas dieran lugar, se ve aún dificultado por su inmersión en la praxis social bajo condicionamientos deformantes. Este esfuerzo autocrítico se nota también en otras corrientes ideológicas, principalmente en los movimientos socialistas-cristianos que procuran sacudir sus iglesias orientándolas a la aceptación de responsabilidades sociales, cosa que siempre evitaron por su carácter de fuerzas comprometidas únicamente con el mantenimiento de la tradición y el orden social, cualesquiera que ellos fuesen. Se dan así condiciones para la apertura de un diálogo fecundo entre las diversas corrientes humanistas. Los científicos sociales y la intelectualidad de todo el mundo, apartados de los movimientos revolucionarios por su amargura ante el sectarismo o por su compromiso con el conservadurismo, también ganan con este reencuentro una nueva dimensión y una dignidad renovada. Progresivamente se acrecienta su empeño por ampliar el conocimiento del hombre y de la sociedad, no ya como un acto simple de disfrute intelectual o como una misión académica, sino con el objetivo de perfeccionar la sociedad humana y de ayudar a que adquieran realidad sus potencialidades más generosas. Las actitudes prescindentes y cínicas, tanto como las sectarias y fanáticas, entrañan alianzas con el atraso y el oscurantismo. La ruptura de los movimientos de izquierda con el sectarismo y la aceptación de compromisos revolucionarios por parte de otras corrientes, van abriendo perspectivas tendientes a intensificar estas aproximaciones. De ellas se espera un caudal de experiencias económicas y sociales, formas de acción política fundamentales en la búsqueda de nuevos caminos, y soluciones a los problemas cruciales de las naciones avanzadas; pero sobre todo, la expectativa se centra en sus contribuciones para la superación del atraso en que viven las tres cuartas partes de los seres humanos. Es el comienzo del deshielo ideológico; y en tales circunstancias, la conjura reaccionaria se ve desenmascarada y rota, liberando una vez más las fuerzas virtualmente progresistas de todo el mundo que habrán de emprender la tarea de la reconstrucción racional de la sociedad. Esta es la misión de los filósofos y de los científicos, pero también del hombre común y de las direcciones revolucionarias. 4. LA CIVILIZACION EMERGENTE Nada en el mundo dejó de ser alcanzado por las fuerzas desencadenadas por la expansión europea. Ella está en la base de la reordenación de la naturaleza, cuya flora y cuya fauna se uniformaron en todas las latitudes. Ella es la causa fundamental de la desaparición o disminución de millares de etnias, de la fusión de razas y de la extensión lingüística y cultural de los pueblos europeos. En el curso de esta expansión se difundieron y generalizaron las tecnologías modernas, las formas de ordenación social y los cuerpos de valores vigentes en Europa. Su producto verdadero es el mundo moderno, unificado por el comercio y por las comunicaciones, movido por las mismas técnicas, inspirado por un sistema básico de valores comunes. Europa, que comenzó a expandirse armada de la hipótesis de que la Tierra tenía la forma de un globo que podía contornearse en ambos sentidos llevó a cabo finalmente, en el orden humano, esta convertibilidad de los pueblos y culturas originales ampliamente divergentes, en una humanidad única cada vez más integrada. Solamente tomando en consideración esta aventura y desventura suprema del hombre que fue la expansión europea occidental y cristiana, resulta inteligible el mundo de nuestros días, víctima y fruto de este proceso civilizatorio. Trasladado el predominio mundial a otros centros rectores originados por aquella expansión o por la liberación progresiva de los pueblos anteriormente dominados —de Asia, Africa y América Latina—, la civilización occidental ha sobrevivido no obstante en todos ellos en lo que se relaciona con sus contribuciones fundamentales al saber y a la técnica y con los ideales humanistas que hoy inspiran a estos pueblos más que a los europeos, escépticos y agnósticos. Sin embargo, esta tradición no se configura ya como una civilización particularizada, sino como el pródromo de la civilización humana. La disputa por el dominio del mundo —o de ciertas regiones del mismo— que prosigue en nuestros días, es un resabio tendiente a desaparecer ahogado por la voluntad de autonomía de todos los pueblos. Nuevas nacionalidades se sucederán en adelante empujadas, sin embargo, por las viejas banderas que mañana tendrán tanto de occidentales, europeas y cristianas como de griegas y romanas, de musulmanas, de americanas, eslavas o chinas. En este proceso, la civilización europea occidental ha perdido su carácter autónomo, aglutinante de pueblos para la acción dentro de ciertas pautas. Asumió la forma de una vetusta tradición. así mueren las civilizaciones; mueren cuando dejan de constituir núcleos motores identificados con centros de poder, para transformarse en meras corrientes de ideas y aspiraciones. La civilización europea no muere para dar lugar a otras civilizaciones particularizadas sino para crear las bases de la Civilización Humana. Esta estaba ya implícita en el propio impulso renovador de la Revolución Industrial que aseguró a Europa un momento de hegemonía y de gloria. Incapaces de unificarse en un sistema político armónico, las naciones europeas permanecen divididas hoy como ayer. Pero se debaten ya dentro de los marcos de la nueva civilización. Son en nuestros días simples conglomerados de pueblos, divididos entre los dos sistemas políticos de alcance mundial. Entre ellos pasan las fronteras de la órbita socialista y capitalista, reuniendo de uno y otro lado las antiguas potencias del mundo, más que por actos de voluntad, como consecuencia de su posición geográfica. Europa, península occidental de Asia proyectada sobre Africa, se reduce así a sus verdaderas proporciones y cada uno de sus antiguos centros de poder retrocede a sus propias fronteras insulares o provinciales. La conciencia crítica del europeo referida al mundo y a esta Europa reducida ahora a sus dimensiones precisas, fue expresada por Sartre con estas palabras: “Era tan natural ser francés. . . Era el medio más sencillo y económico de sentirse universal. Eran los otros a quienes tenían que explicar por qué mala suerte o culpa no eran completamente hombres. Ahora Francia está tendida boca arriba y la vemos como una gran máquina rota. Y pensamos: era esto un accidente del terreno, un accidente de la historia. Todavía somos franceses pero la cosa ya no es natural. Ha habido un accidente para hacernos comprender que éramos accidentales”. (.Apud L. Zea, 1957: 115). Sucediéndose a muchas civilizaciones, aplastando la promesa de otras tantas, Europa actuó como un reductor, abriendo caminos con la negación final de sí misma para la creación de esta nueva civilización humana ecuménica. La ascensión de los pueblos asiáticos, africanos y latinoamericanos tendiente a la conducción autónoma de sus destinos, ya se cumple dentro del marco de la nueva civilización. Al oponerse a la dominación y al despojo de los que por siglos fueron víctimas, no se enfrentan a la Europa Occidental sino a las formas de opresión imperialista por ella inauguradas, hoy en manos de otro núcleo dominador. Por paradojal que parezca, la lucha por los ideales más generosos de libertad, fraternidad, independencia y progreso expresados en Europa, se lleva a cabo en nuestros días de manera preferente contra la órbita de poder que suele denominarse civilización europea occidental. Al mundo galvanizado por potencias militarizadas que amenazan la propia sobrevivencia humana, responden los pueblos atrasados —armados con la autoridad que les da el ser víctimas del proceso histórico— con su voluntad de progreso y de paz y con su disposición de sobrevivir para recrear el mundo si fuera necesario, pero esencialmente, con su desafío para que unos y otros se embarquen también en el remedo de la pobreza, en la cicatrización de las heridas dejadas por la explotación colonial, en la superación de las formas de dominio y opresión colonialista que aún subsisten. Entre los pueblos desheredados probablemente nadie confíe demasiado en esta promesa de colaboración armónica por la paz y la felicidad humana. Pesan todavía los resabios de la vieja civilización occidental de la que todos nacieron; su naturaleza inhumana es por demás evidente, y su aprecio por el viejo orden motivado por los intereses que en él comprometieron, resulta excesivamente poderoso como para infundir confianza. Frente a tales defectos y ambiciones, cumple a los pueblos subdesarrollados generar por sí mismos la energía necesaria para negarse a continuar pactando con un sistema obsoleto que depara únicamente para sus pueblos miseria y sufrimiento. Como factores fundamentales de autosuperación, cuentan con esta esperanza en el futuro, este optimismo, esta fe en el progreso característica de los pueblos que asumen su propia conducción. Y sobre todo, cuentan con la memoria vivida de la trágica experiencia del pasado de dominio colonial y del presente de explotación imperialista, que les templa el ánimo para proseguir la lucha por la liberación y por el desarrollo, para emprender su reconstrucción como sociedades y culturas auténticas. Pero también tienen a su favor la pérdida creciente de viabilidad económica del sistema imperialista de explotación, cuyo sostenimiento sólo puede lograrse mediante guerras que implican gastos mucho mayores que los intereses que pretenden preservar. Y finalmente, el hecho de que una vez impuesta la paz, sólo las medidas tendientes al desarrollo —cumplidas a través de nuevos sistemas de intercambio entre los pueblos— podrán hacer funcionar el engranaje industrial; únicamente así podrán enfrentar los imperativos de la nueva revolución tecnológica que se inaugura en nuestros días (la termonuclear), devolviendo de este modo a la juventud de los países subdesarrollados un sentido de misión que dignifique su existencia. Para el logro de este objetivo se impone a los pueblos extraeuropeos —tanto a los pueblos nuevos que son subproductos de la expansión europea como a los viejos pueblos, vestigios de las antiguas civilizaciones degradadas por esa expansión— repensar el propio proceso civilizatorio desde su perspectiva de pueblos desheredados y oprimidos, para rehacer el mundo de acuerdo con las tradiciones del humanismo perdido y para redefinir, una vez más, el rumbo de la marcha humana. Esta es una tarea que sólo a ellos cabe, tal como —según Hegel— cabía al esclavo el papel de combatiente de la libertad, y al amo, envilecido por su propio poder, el papel de guardián del despotismo. Desmitificada la humanidad de las viejas creencias instrumentales y de las nuevas utopías en nombre de las cuales se procuraba dar sentido a la existencia, apenas resta al hombre su vida y su felicidad como objetivo último e irreductible. Y esto, en nuestro tiempo, impone la tarea primordial de reducir la brecha que separa las naciones ricas de las pobres, hasta su anulación. La batalla por este objetivo inflamará los corazones de nuestra generación y de las próximas, y les enseñará a marchar hacia el mañana. Entonces ellas se unirán para llevar adelante, en un mundo finalmente pacificado e integrado, la construcción de la nueva civilización que se anuncia: la civilización humana que hará de la Tierra el hogar de los hombres, finalmente reconciliados y liberados de la miseria, del miedo, de la opresión y del racismo. III. LA TRANSFIGURACION CULTURAL Cada generación debe escribir su historia universal. Y ¿cuándo existió una época en que esto fuera tan necesario como en el presente? W. Goethe 1. LO AUTENTICO Y LO ESPURIO En el proceso de la expansión europea millones de hombres —diferenciados por sus lenguas y culturas autónomas, que participaban de concepciones del mundo que les eran propias y que regían su vida por costumbres y valores peculiares—, no sólo se vieron adscriptos a un sistema económico único sino que experimentaron además una violenta transformación en sus modos de ser y de vivir, que se caracterizarían en adelante por la uniformidad. En consecuencia, las múltiples facetas del fenómeno humano se empobrecieron drásticamente. No para integrarse en pautas nuevas y más avanzadas; simplemente perdieron su autenticidad, hundiéndose en formas culturales espurias. Sometidos a los mismos procedimientos de deculturación y a idénticos sistemas productivos que se organizaban de acuerdo con formas estereotipadas de dominio, todos los pueblos alcanzados se empobrecieron desde el punto de vista cultural. Cayeron así en condiciones de extrema miseria y deshumanización, que vendrían a ser desde entonces el denominador común del hombre extra europeo. Simultáneamente, sin embargo, un nuevo patrón humano elemental, común a todos, ha ido elevándose, adquiriendo vigor y difusión. Las aspiraciones divergentes de la multiplicidad de pueblos diferenciados —cada uno perdido en esfuerzos más estéticos que prácticos de componer el tipo humano acorde con sus ideales— se fueron agregando como los eslabones de una cadena que envolvería la humanidad en un único ideario, con cuyos puntos esenciales habrían de comulgar todos los pueblos. Una misma visión del mundo, un mismo instrumental de acción sobre la naturaleza, los mismos modelos de organización de la sociedad y, sobre todo, las mismas reivindicaciones esenciales del sustento, de auto-expresión, de libertad, de educación, se aunaban como requisitos imprescindibles para la edificación de una civilización humana, ya no europea ni occidental, y apenas cristiana. Cada contingente humano involucrado en el sistema global se volvió al mismo tiempo más uniforme respecto a los demás y más desemejante con relación al modelo europeo. Dentro de la nueva uniformidad se destacan así variantes mucho menos diferenciadas que antes, pero suficientemente remarcadas como para mantener su singularidad. Cada una de ellas, al ser capaz de mirarse a sí misma con visión propia y de proponerse proyectos de reordenación de su sociedad, se volvió progresivamente capaz de considerar al europeo bajo un ángulo más realista. Es en este momento que comienzan a madurar como etnias nacionales, rompiendo a la vez con el pasado remoto y con el presente de sujeción al europeo. A partir de entonces, la periferia se vuelca indagativamente sobre el antiguo centro rector. No indaga, sin embargo, sobre la veracidad última de las verdades que le habían sido inculcadas; ni sobre la justicia intrínseca de los ideales de bondad que aquél profesaba, ni tampoco sobre la perfección de los cánones de belleza ajenos que había integrado ya a su cultura. Se pregunta por la aptitud del sistema social, político y económico global que los incluía para crear y extender a todos los hombres aquellos anhelos de prosperidad, saber, justicia y belleza. Los designios pregonados pero jamás cumplidos quedaban al desnudo. Esta circunstancia no conducía, empero, a dudar de la validez del propio proyecto —como ha ocurrido con el europeo cada vez más escéptico— sino a desenmascarar su falta de autenticidad. Se generaliza la convicción de que los ideales pregonados reconocían una íntima ligazón con las ganancias que se extraían; que la belleza y la verdad veneradas no eran más que alicientes del enganche servil, sólo destinadas a mantener un mundo dividido en posiciones diametralmente opuestas de riqueza y miseria. El proceso conducente a esta reducción puede ejemplificarse por medio del análisis de lo ocurrido a los pueblos americanos a lo largo de cuatro siglos de conjunción con los agentes de la civilización europea. En el curso de este proceso, todos los pueblos americanos resultaron profundamente afectados. Sus sociedades fueron remoldeadas desde la base, se vio alterada su composición étnica y degradadas sus culturas por la pérdida de la autonomía en la dirección de las transformaciones que experimentaban. Se operó de este modo la transmutación de una multiplicidad de pueblos autónomos poseedores de tradiciones auténticas, en unas pocas sociedades espurias, de cultura alienada, cuyo estilo de vida más reciente presenta una tremenda uniformidad como efecto de la acción dominadora de una voluntad externa. Los sobrevivientes de las viejas civilizaciones americanas y las nuevas sociedades surgidas como subproductos de las factorías tropicales, adquirieron una nueva conformación. Resultaron de la aplicación de proyectos europeos acometidos para hurtar las riquezas acumuladas o explotar las vetas de minerales preciosos en unos sitios, para producir azúcar o tabaco en otros, pero que en todos los casos tuvieron como única finalidad la obtención de ganancias. sólo incidentalmente y casi siempre como algo no esperado ni querido por los promotores de la empresa colonial, este esfuerzo dio como resultado la constitución de sociedades nuevas. Unicamente en el caso de las colonias de poblamiento hay una deliberada intención de dar origen a un nuevo núcleo humano, suficientemente explicitada y planeada para condicionar el impulso emprendedor a las exigencias de ese objetivo. Aún en estos casos, las nuevas formaciones parecen tan espurias como las demás, ya que ellas también son el resultado de proyectos ajenos y de designios extraños a sí mismas. Solamente gracias a una obstinación secular operada en las esferas más profundas y menos explícitas de la vida de estas sociedades coloniales, se fue cumpliendo el proceso de su reconstrucción. En estos niveles recónditos se ejercía su creatividad cultural de auto-edificación. Primero, como etnias diferenciadas de las matrices originales luchando por liberarse de las condiciones impuestas por la degradación colonial. más tarde, como nacionalidades dirigidas a conquistar al comando su propio destino. Inicialmente, este empeño se cumplió sólo en los sectores apartados, en donde el control de las autoridades coloniales era más débil. después se extendió a todas partes, pugnando por contrarrestar la acción oficial celosamente orientada a mantener y ahondar la sumisa vinculación con la metrópoli. Los permanentes obstáculos no interrumpieron esta reacción natural y necesaria que iba componiendo la urdimbre de la nueva configuración socio-cultural auténtica dentro de la espuria. Cada paso adelante exigía tenaces esfuerzos, ya que todo conspiraba contra su autenticidad. En el orden económico, la subordinación al comercio exterior que regulaba la mayoría de las actividades y aplicaba a la producción de artículos exportables casi la totalidad de la fuerza de trabajo. En la órbita social, el obstáculo estaba en la propia contextura de la pirámide de estratificación social, rematada por una clase que a la vez que constituía la dirección oligárquica de la sociedad nueva formaba parte de la clase dominante del sistema colonial, actuando consecuentemente en la conservación de la dependencia con la metrópoli. En el plano ideológico, operaba un complejo aparato de instituciones reguladoras y adoctrinantes cuyo efecto fue coartar la independencia de criterio y generar alienación, al imponer la aceptación de los valores religiosos, filosóficos y políticos destinados a justificar el colonialismo europeo. Estos sistemas de coacción ideológica cobraban enorme poder porque inducían al pueblo y a las élites de la sociedad sometida, a internalizar una visión del mundo y de sí mismos que les era ajena y que tenía por función real el mantenimiento del dominio europeo. Esta adopción de la conciencia del “otro” determina el carácter espurio de las culturas nacientes, impregnadas en todas sus dimensiones de valores exógenos y desarraigantes. Así como Europa llevó a los pueblos abarcados por su red de dominación sus variadas técnicas e inventos (como los métodos para extraer oro o para cultivar la caña de azúcar, sus ferrocarriles y telégrafos), también introdujo en ellos su carga de conceptos, preconceptos e idiosincrasias referidos a sí misma y al resto del mundo, incluidos los correspondientes a los pueblos coloniales. Estos, privados de las riquezas por siglos acumuladas y del fruto de su trabajo bajo el régimen colonial sufrieron, además, la degradación de asumir como imagen propia lo que no era más que un reflejo de la visión europea del mundo que los consideraba racialmente inferiores por ser negros, indígenas o mestizos. En consecuencia, explicaba su atraso como una fatalidad derivada de características innatas e ineludibles, de pereza, de falta de ambición, de tendencia a la lujuria, etcétera. Al vedarles el estatuto colonial la dirección de sus asuntos políticos y económicos, tampoco dio lugar a la necesaria autonomía en su creatividad cultural. Se frustraba de esta manera toda posibilidad de asimilación e integración, en el contexto cultural propio, de las innovaciones que les eran impuestas, rompiéndose así irremediablemente la integración entre la esfera de la conciencia y el mundo de la realidad. En estas circunstancias, alienadas por ideas ajenas mal asimiladas, extrañas a su propia experiencia y vinculadas en cambio a los afanes europeos por justificar el despojo y fundamentar desde el punto de vista ético el dominio colonial, se apretaban más sus lazos de dependencia. Aun las capas más lúcidas de los pueblos extra europeos se acostumbraron a verse a sí mismas y a sus pueblos como una infrahumanidad destinada a un papel subalterno, por ser intrínsecamente inferior a la europea. Unicamente en las colonias de poblamiento, fundadas en climas y paisajes más parecidos a los de la patria de origen y cuyos integrantes eran racialmente europeos, dejaron estas formas de dominio moral de representar su papel alienador. Por el contrario, estos trasplantes humanos mostraban, al igual que los europeos, el orgullo de su blancura, de su clima, de su religión, de su lengua, atribuyendo los éxitos que finalmente lograran a la excelencia de tales características. Para los pueblos que tenían por cimiento las viejas civilizaciones americanas y para los nacidos de las factorías tropicales, compuestos por gentes de piel morena o negra y situados en ambientes distintos, estas formas de alienación significaron una deformación retardataria de la que sólo en nuestros días han comenzado a liberarse. En estos casos, la cultura naciente en lo que concierne al ethos nacional, se configuró bajo la erradicación compulsiva de las concepciones etnocéntricas tribales del indio y del negro, que les permitían aceptar con orgullo su propia imagen, para ellos prototipo de lo humano. En segundo término, la formación de una nueva concepción de sí mismos, que por reproducir las ideas de sus dominadores, era necesariamente degradante, puesto que los describía como criaturas grotescas, intrínsecamente inferiores y por eso incapacitados para el progreso. Esta autoimagen espuria, generada en el esfuerzo de situarse en el mundo, de encontrar explicación a su propia experiencia y atribuirse una predestinación, se corporiza como una colcha de retazos, en la que se han unido trozos provenientes de sus antiguas tradiciones y de las europeas, tal como éstas podían ser percibidas desde su perspectiva de esclavos y dependientes. A nivel del ethos nacional, esta ideología toma el cariz de una explicación del atraso y la pobreza, fundada en la inclemencia del clima tropical, en la inferioridad de las razas de piel oscura, en la pérdida de cualidades positivas resultante del mestizaje. En la esfera religiosa, se plasma en cultos sincréticos en los cuales el cristianismo se mezcla con creencias africanas e indígenas, que dan lugar a variantes más distanciadas aún de las corrientes cristianas europeas que cualquiera de las más heterodoxas herejías de aquel origen. Estos cultos llenaban satisfactoriamente, sin embargo, su cometido genérico de dar consolación al hombre ante la miseria de su destino terreno; del mismo modo se adecuaban también sus funciones específicas de soporte del sistema, justificando alegóricamente el dominio blanco europeo, e induciendo a las multitudes a una actitud pasiva y resignada frente al mismo. En el orden social, el nuevo ethos produjo actitudes conformistas frente a la estratificación social al concebir la prevalencia de los blancos y la subordinación de los morenos, la riqueza de unos y la pobreza de otros, como naturales y necesarias. Respecto de la organización de la familia, contrapone dos modelos: el de la clase dominante, revestido de los sacramentos que le daban legitimidad y continuidad; y el de las clases populares que degeneraba en apareamientos sucesivos al modo de una regresión a formas anárquicas de matriarcado. En este universo espiritual espurio, los propios valores que dan sentido a la existencia y mueven al individuo a luchar por fines socialmente prescriptos, se formulan como justificativos del ocio y la rapiña practicados por las capas oligárquicas, en tanto que paralelamente, implican un llamado a la humildad y laboriosidad dirigido a los pobres. En el plano racial, el ethos colonialista se configura como una justificación de la jerarquización racial por la internalización, tanto en el indio como en el negro y el mestizo, de una conciencia mistificada de su sujeción. Se explica así el destino de las capas subalternas por sus caracteres raciales y no por la explotación de que son víctimas. De este modo, el colonialista no sólo impone su dominio sino que también se autodignifica, al mismo tiempo que subyuga al negro, al indio y a sus mestizos y degrada las imágenes étnicas que tenían de sí mismos. además de despersonalizarlos —porque se convierten en mera condición material de la existencia del estrato dominador— las capas subalternas son alienadas en lo más recóndito de sus conciencias por la asociación del color “oscuro” con la idea de sucio, y del color blanco con la de limpio. Los mismos contingentes blancos que caen en la pobreza confundiéndose con las otras capas por su modo de vida, capitalizan la “nobleza” de su color que les da una marca distintiva compartida con la capa dominante casi exclusivamente blanca o blanca-por-definición. El negro y el indio que se liberan de la condición de esclavos ascendiendo a la de trabajadores libres, continúan sustentando esta conciencia alienada que opera insidiosamente, impidiéndoles percibir el carácter real de las relaciones sociales que los inferiorizan. En cuanto prevalece este ethos alienador, el indio, el negro y sus mestizos no pueden abandonar estas actitudes que los compelen, tanto a comportarse socialmente según aquellas expectativas —que los describen necesariamente rudos e inferiores— como a desear “blanquearse”, ya sea por la conducta resignada “de quien conoce su lugar” en la sociedad, o por el cruzamiento preferencia! con elementos blancoides para producir una prole “más limpia de sangre”. Todas estas concepciones justificatorias de la dominación colonial constituyen la más pesada herencia dejada por la civilización occidental y cristiana a los pueblos cogidos en las mallas de su expansión. Actuaron en conjunto como cristales deformadores colocados ante las culturas nacientes, que les han impedido crear una imagen auténtica del mundo, una concepción genuina de sí mismas y, sobre todo, las han vuelto ciegas a las realidades más notorias. Frente a su evidente adaptación a las condiciones climáticas en que vivían, las élites coloniales suspiraban por la “amenidad” del clima europeo, mostrando de distintas maneras cómo las incomodaba el calor “sofocante”. Parecían desterrados en su propia tierra. No obstante su notoria preferencia por las mujeres morenas, ansiaban la blancura de las europeas, lo que estaba en consonancia con el ideal de belleza femenina que les había sido inculcado. La intelectualidad de los pueblos coloniales, sumergida en esta alienación, únicamente utilizaba conceptos de este tipo para explicar el atraso de sus pueblos, en relación al progreso de los blancos europeos. Tanto se enredaba en estas malezas ideológicas, que jamás llegó a percibir la evidencia mayor y más significativa puesta delante de sus ojos y que era la sujeción en que siempre estuvieron uncidos, por sí sola más explicativa de su modo de ser y de su destino que cualquiera de los supuestos percances que tanto la preocupaban. La ruptura de esta alienación por parte de los pueblos morenos de América, sólo se iniciaría después de siglos de esfuerzos pioneros tendientes a desenmascarar la trama. En realidad recién en nuestros días se está alcanzando esta superación, gracias a que la propia figura nacional mestiza es ya aceptada con orgullo; a que se ha logrado apreciar de manera crítica el propio proceso formativo; y a que se ha reconquistado una autenticidad cultural que comienza a hacer del ethos nacional el reflejo de la imagen verdadera y de las experiencias concretas de cada pueblo, y también una incitación para enfrentar las causas del atraso y la miseria imperantes durante siglos. El nuevo ethos de los pueblos extra europeos, fundamentado en sus valores propios, les va devolviendo a un tiempo el sentimiento de su dignidad y la capacidad de integrar sus poblaciones en sociedades nacionales auténticas y dotadas de unidad. Comparado con el ethos de algunas sociedades arcaicas, que se derrumbaron ante el ataque de grupos numéricamente inferiores, las nuevas formaciones presentan una calidad distinta debido a su coraje de autoafirmación y a su capacidad de defensa y agresión. A fin de percibir esta diferencia, basta comparar los episodios de la conquista española del siglo xvi, o de las campañas inglesas, holandesas y francesas en Africa y Asia tres siglos después, con las luchas de la independencia de las naciones americanas en el pasado siglo y, en nuestros días con la guerra de liberación de Argelia, las revueltas de los pueblos del Congo y Angola, de los Mau-Mau y, sobre todo, la actuación de los vietnamitas de boy. En todos estos casos, a pesar de la superioridad de sus equipos bélicos las grandes potencias van siendo vencidas. El surgimiento de este nuevo ethos es el síntoma más incontestable de que el ciclo civilizador europeo-occidental llega a su conclusión. La civilización romana, y tantas otras, después de actuar por siglos como centros de expansión volcados sobre amplias regiones a las que sometían fácilmente, vieron cómo los pueblos de ese circuito, una vez maduros gracias a la adopción de las técnicas y valores de la civilización expansionista, se volvían sobre el antiguo centro en incontenibles avalanchas. Del mismo modo, la civilización occidental experimenta en nuestros días el reflujo de los pueblos que puso bajo su égida. Pero este proceso ya no se cumple en forma de ataques destructores del antiguo centro rector, sino como rebeliones libertarias de pueblos sojuzgados que reasumen su imagen étnica y se asignan papeles protagónicos en la historia humana. Por otra parte, este reflujo no habrá de aparejar la caída en una nueva “edad oscura” con la inmersión de los pueblos en nuevos feudalismos. Producirá el sacudimiento del yugo del sistema policéntrico que sucedió a la dominación europea, para integrar todos los pueblos en el conjunto de una nueva civilización, por fin ecuménica y humana. Bolívar, en un discurso de 1819, se preguntaba por el lugar que ocuparían y por el papel que habrían de tener los pueblos latinoamericanos en la nueva civilización que se anunciaba y comparaba el mundo hispanoamericano con el europeo en estos términos: “Al desprenderse la América de la monarquía española, se ha encontrado semejante al Imperio Romano, cuando aquella enorme masa cayó dispersa en medio del antiguo mundo. Cada desmembración formó entonces una nación independiente, conforme a su situación o a sus intereses; pero con la diferencia de que aquellos miembros volvían a restablecer sus primeras asociaciones. Nosotros ni conservamos vestigios de lo que fue en otro tiempo: no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores; así nuestro caso es el más extraordinario y complicado”. 1 Este razonamiento pone de manifiesto, la perplejidad del neoamericano que al volverse sujeto activo de la historia, inquiere qué es entre los pueblos del mundo, puesto que no pertenece a Europa, a Occidente, o a la América original. Al igual que los pueblos del ámbito extra europeo, los mismos europeos emergentes del dominio romano no eran ya idénticos a su ser anterior. Siglos de ocupación y de aculturación los habían transformado desde el punto de vista cultural y lingüístico. Francia es una empresa cultural romana, como lo son también los pueblos ibéricos y Rumania, frutos todos de la sujeción de pueblos tribales al cónsul, al mercader, al soldado romano; pero también frutos de las invasiones bárbaras posteriores. Las tribus germánicas y eslavas más resistentes a la romanización arribaron a la condición de pueblos, impulsadas por la acción civilizadora de Roma, transformándose igualmente a lo largo de este proceso. El poder coercitivo de la civilización europea sobre su área de expansión americana fue, sin embargo, muy superior al de la romana. En toda Europa sobreviven lenguas y culturas no latinas, e inclusive dentro de regiones latinizadas, subsisten bolsones étnicos que atestiguan hasta qué punto resultó viable la resistencia a la romanización. En las Américas, exceptuando las altas civilizaciones indígenas y el caso del Paraguay, aislado de contactos por su temprano encierro, a los que Europa no consiguió asimilar de una manera concluyente, el resto resultó moldeado por completo de acuerdo con el patrón lingüístico y cultural europeo. El español, el portugués y también el inglés hablados en las Américas, son mucho más homogéneos e indiferenciados que los idiomas de la Península Ibérica y de las Islas Británicas. Esta uniformidad lingüística, cultural y también étnica, sólo es explicable como resultado de un proceso civilizatorio mucho más intenso y poderoso, capaz por ello de fundir los contingentes más dispares en la constitución de nuevas variantes de las etnias civilizadoras. La macroetnia postromana de los pueblos ibéricos, que ya había resistido el prolongado dominio de los moros musulmanes africanizándose racial y culturalmente, debió pasar en América una prueba similar. Al ponerse en contacto con millones de indígenas y con otros tantos millones de negros sufrió una nueva transfiguración, enriqueciendo su patrimonio biológico y cultural por el mestizaje y la aculturación. Debió, sin embargo, impedir su desintegración a fin de imponer su lengua y su perfil cultural básico a las etnias que haría nacer. Esta hazaña fue cumplida por unos doscientos mil europeos que en el siglo xvi llegaron a dominar a millones de indios y negros, fundiéndolos en un complejo cultural diferente cuya extraordinaria uniformidad fue proporcionada por el cimiento ibérico. Los latinoamericanos son hoy el producto de dos mil años de latinidad, mezclada con poblaciones mongoloides y negroides, aderezada con la herencia de múltiples patrimonios culturales y cristalizada bajo la compulsión de la esclavitud y de la expansión salvacionista ibérica. Es decir, que son una civilización tan vieja como las más antiguas en lo que respecta a su cultura, a la vez que constituyen pueblos tan nuevos como los más recientes en cuanto a etnias. El patrimonio antiguo se expresa socialmente en lo que tienen de peor: la pose consular y alienada de las clases dominantes, los hábitos caudillescos de mando y el gusto por el poder personal, la profunda discriminación social entre ricos y pobres que separa más a los hombres que el color de su epidermis, las costumbres señoriales que llevan implícitos el gusto por la holganza, el cultivo de la cortesanía entre patricios y el desprecio por el trabajo; el conformismo y la resignación de los pobres con su pobreza. Lo nuevo se manifiesta en la afirmación enérgica que brota de las clases oprimidas, por fin conscientes del carácter profano y erradicable de la miseria en que siempre han vivido. Se expresa también en la asunción cada vez más lúcida y orgullosa de su propia imagen étnica de mestizos, así como la percepción precisa de las causas reales de su atraso y su consecuente alzamiento contra el orden vigente. La revolución social latinoamericana implica el choque de estas dos concepciones de la vida y la sociedad. Ella devolverá un día a los pueblos de la América morena el impulso creador perdido hace ya siglos por sus matrices ibéricas; perdido desde el momento en que quedaron al margen de la Revolución Industrial entrando por ello en decadencia. Significará también el ingreso de los latinoamericanos en el diálogo entablado a escala mundial, puesto que tienen una contribución específica que hacer a la nueva civilización ecuménica. Y esta contribución consistirá, esencialmente, en lo que ellos son como configuración étnica. más humanos porque incorporan más rasgos raciales y culturales del hombre. más generosos, porque permanecen abiertos a todas las influencias y se inspiran en una ideología integradora de todas las razas. más progresistas, ya que su futuro se cifra únicamente en el desarrollo del saber y en la aplicación generalizada de la ciencia y la técnica. más optimistas, porque saliendo de la miseria saben que el mañana será mejor que el ayer y el hoy. Y también más libres, puesto que sus proyectos nacionales de progreso no suponen la opresión ni el despojo de otros pueblos. 2. TIPOLOGIA ETNICO-NACIONAL Los pueblos extraeuropeos del mundo moderno pueden ser clasificados en cuatro grandes configuraciones histórico-culturales. Cada una de ellas engloba poblaciones muy diferenciadas pero también suficientemente homogéneas en cuanto a sus características étnicas básicas y en cuanto a los problemas de desarrollo que enfrentan, como para ser legítimamente tratadas como categorías distintas. Tales son las de los Pueblos Testimonio, los Pueblos Nuevos, los Pueblos Trasplantados y los Pueblos Emergentes. Los primeros están constituidos por los representantes modernos de viejas civilizaciones autónomas sobre las cuales se abatió la expansión europea. El segundo grupo, designado como Pueblos Nuevos, están representado por los pueblos americanos plasmados en los últimos siglos como un subproducto de la expansión europea por la fusión y aculturación de matrices indígenas, negras y europeas. El tercero —Pueblos Trasplantados— está integrado por las naciones constituidas por la implantación de contingentes europeos en ultramar que mantuvieron su perfil étnico, su lengua y cultura originales. Por último, componen el grupo de Pueblos Emergentes las naciones nuevas de Africa y de Asia cuyas poblaciones ascienden de un nivel tribal, o de la condición de meras factorías coloniales, a constituir etnias nacionales. Estas categorías se fundan en dos premisas. Primero, la de que la apariencia que presentan en nuestros días los pueblos que las forman, es el resultado de la expansión mercantil europea y de la reordenación posterior del mundo por la civilización industrial. Segundo, la de que habiendo sido estos pueblos originalmente distintos en lo relativo a su raza, organización social y cultural, conservaron características peculiares que, al mezclarse con las de otros pueblos, dio como resultado la formación de componentes híbridos singulares. Estos presentan suficiente uniformidad tipológica como para ser tratados como configuraciones distintas y explicativas de su modo de ser. Estas configuraciones no deben ser consideradas como entidades socioculturales independientes como son las etnias puesto que carecen de una integración mínima que las ordene internamente y les permita actuar como unidades autónomas; tampoco deben ser confundidas con formaciones económico-sociales o socioculturales 2 porque ellas no representan etapas necesarias del proceso evolutivo sino meras condiciones bajo las cuales éste opera. Las entidades efectivamente actuantes son las sociedades y culturas [particulares que las componen y, sobre todo, los estados nacionales en que se dividen. Ellos constituyen las unidades operativas tanto en lo que respecta a la interacción económica como a la ordenación social y política; constituyen además los marcos étnicos nacionales reales dentro de los cuales se cumple el destino de los pueblos. Las formaciones económico-sociales son categorías de otro tipo —como el capitalismo mercantil o el colonialismo esclavista— igualmente significativas, pero distintas de las aquí descritas. Las configuraciones histórico-culturales propuestas forman categorías congruentes de pueblos, fundadas en el paralelismo de su proceso histórico de formación étniconacional, en la uniformidad de sus características sociales y de los problemas de desarrollo con que se enfrentan. Para determinar la situación de cada pueblo extra europeo en el ámbito mundial y explicar cómo han llegado a ser lo que ahora son, resulta mucho más útil la referencia a estas amplias configuraciones que la consideración de las nacionalidades, composiciones raciales o factores climáticos, religiosos y de otro tipo que presenta. Se hace posible de este modo entender por qué los pueblos han vivido procesos históricos de desarrollo social y económico tan diferenciados y determinar en cada caso, qué elementos han actuado como aceleradores o retardadores de su integración al estilo de vida de las sociedades industriales modernas. La tipología que expondremos a continuación pretende ser una clasificación de categorías históricas, resultantes de los procesos civilizatorios cuyo cumplimiento en los últimos siglos afectó a todos los pueblos de la condición de sociedades y culturas autónomas, a la de componentes subalternos de sistemas económicos de dominación mundial distinguidos por el carácter espurio de sus culturas y que, en el momento actual, cuando han ingresado en el curso de la civilización moderna, protagonizan movimientos de emancipación tendientes a devolverles la autonomía. La primera de estas configuraciones, que designamos como Pueblos Testimonio, está integrada por los sobrevivientes de altas civilizaciones autónomas que sufrieron el impacto de la expansión europea. Son los resultantes modernos de la acción traumatizante de aquella expansión y de sus esfuerzos de reconstrucción étnica como sociedades nacionales modernas. Aunque han reasumido su independencia no han vuelto a ser lo que fueron debido a que en ellos se ha operado una transformación, no sólo por la conjunción de las dos tradiciones, sino por el esfuerzo de adaptación a las condiciones que tuvieron que enfrentar como integrantes subalternos de sistemas económicos de ámbito mundial y por los impactos directos y reflejos que sufrieron de la Revolución Mercantil y la Revolución Industrial. más que pueblos retrasados en la historia son pueblos despojados de la historia. Contaban originalmente con enorme acopio de riquezas que ahora podrían ser utilizadas para costear su integración en los sistemas industriales de producción, si no hubieran sido saqueados por el europeo. Este pillaje prosiguió en los siglos posteriores con el despojo del producto del trabajo de sus pueblos. Casi todos se encuentran aún adscritos al sistema imperialista mundial que les fija un lugar y un papel determinados, lo que limita sus posibilidades de desarrollo autónomo. Siglos de subyugación les dejaron profundas deformaciones que no sólo empobrecieron sus poblaciones sino que también traumatizaron toda su vida cultural. Su problema básico es el de integrar en su propio ser nacional las dos tradiciones culturales que han heredado y que frecuentemente resultan opuestas. Por un lado, la contribución europea consistente en técnicas y en contenidos ideológicos, cuya incorporación al antiguo patrimonio cultural se cumplió a costa de la redefinición de todo su modo de vida así como de la alienación de su visión de sí mismos y del mundo. Por otro, su antiguo acervo cultural, que a pesar de haber sido dramáticamente reducido y traumatizado, pudo conservar algunos elementos, como por ejemplo lenguas, formas de organización social, conjuntos de creencias y valores, que permanecieron profundamente arraigados en vastos contingentes de la población, además de un patrimonio de saber vulgar y de estilos artísticos peculiares que encuentran ahora oportunidades de reflorecer como instrumentos de autoafirmación nacional. Atraídos simultáneamente por las dos tradiciones, pero incapaces de fundirlas en una síntesis a la que toda su población le confiera un significado, mantienen aún hoy dentro de sí el conflicto entre la cultura original y la civilización europea. Algunos de ellos experimentaron una “modernización” dirigida por las potencias europeas que los dominaron; otros se vieron compelidos a promoverla intencionalmente o a intensificarla como condición de sobrevivencia y de progreso ante el excesivo despojo soportado, o bien como medio de superar los inconvenientes del atraso tecnológico y lo arcaico de sus estructuras sociales. En este bloque de Pueblos Testimonio se encuentran la India, China, Japón, Corea, la Indochina, los países islámicos, y algunos otros. En América están representados por México, por algunos países de América Central y por los pueblos del altiplano andino, sobrevivientes de las civilizaciones Azteca y Maya los primeros, y de civilización incaica los últimos. De los Pueblos Testimonio únicamente Japón y más recientemente, aunque de modo incompleto, China consiguieron incorporar a sus respectivas economías la tecnología industrial moderna y reestructurar sus propias sociedades sobre bases nuevas. Todos los demás se caracterizan por dividirse en un estamento dominante más europeizado, a veces biológicamente mestizo pero culturalmente integrado en los estilos modernos de vida, opuesto por ello a las grandes masas principalmente campesinas, marginales sobre todo por su adhesión a modos de vida arcaicos que las hacen resistentes a la modernización. Los dos núcleos de Pueblos Testimonio de América, como pueblos conquistados y sometidos de manera total, sufrieron un proceso de compulsión europeizante mucho más violenta que arrojó como resultado su completa transfiguración étnica. Sus perfiles étniconacionales de hoy ya no son los originales. Los descendientes de la antigua sociedad, mestizados con europeos y negros, adquieren nítidos perfiles neohispánicos. Mientras que los demás pueblos no europeos de alta cultura, no obstante haber sufrido también los efectos del sometimiento, apenas matizaron su figura étnicocultural original con influencias europeas, en América es precisamente la etnia neoeuropea la que se tiñe con los colores de las antiguas tradiciones culturales, sacando de ellas características que la singularizan. Comparados con las otras etnias americanas, los Pueblos Testimonio se distinguen tanto por la presencia de los valores de la vieja tradición que mantuvieron y que les confieren la imagen que ostentan, como por su proceso de reconstrucción étnica muy diferenciado. En las sociedades mesoamericanas y andinas, los conquistadores españoles se establecieron desde un principio como una aristocracia que desplazó a la vieja clase dominante y puso a su servicio a las clases intermedias y a toda la masa servil. Gracias a esta sustitución pudieron construir palacios que superaban a los más ricos de la vieja nobleza española, y erigir templos de un lujo jamás visto en la península. Ello les permitió sobre todo montar un sistema compulsivo de eurooccidentalización que, partiendo de la erradicación de la clase dominante nativa y de su capa erudita, montó finalmente un fantástico dispositivo de asimilación y represión que iba desde la catequesis masiva y la creación de universidades, al mantenimiento de fuertes contingentes militares, prontos a actuar ante cualquier tentativa de rebelión. Al margen de las tareas que implica el desarrollo socioeconómico, comunes a todas las naciones subdesarrolladas, los representantes contemporáneos de los Pueblos Testimonio se enfrentan con problemas culturales específicos resultantes del desafío que significa incorporar sus poblaciones marginales en el nuevo ente nacional y cultural que surge, desligándolas de las tradiciones arcaicas menos compatibles con el estilo de vida de las sociedades industriales modernas. Algunos de sus componentes humanos básicos constituyen entidades étnicas distintas por su diversidad cultural y lingüística y por su autoconciencia de etnia diferenciada dentro de la nación que integran. No obstante los siglos de opresión tanto colonial como nacional en el curso de los cuales todas las formas de apremio fueron utilizadas con el propósito de asimilarlos, ellos continuaron fieles a su identidad étnica conservando modos de conducta y concepciones del mundo peculiares. Esta resistencia secular nos está diciendo que probablemente estos contingentes permanecerán diferenciados, a semejanza de los grupos étnicos enquistados en la mayoría de las nacionalidades europeas actuales. En el futuro participarán en la vida nacional, sin renunciar a su carácter, como lo hacen los judíos o los gitanos en tantas naciones, o bien constituirán bolsones étnico-lingüísticos equivalentes a los existentes en España, Gran Bretaña, Francia, Checoslovaquia y Yugoslavia. Para alcanzar esta forma de integración, sin embargo, será necesario concederles un mínimo de autonomía que nunca poseyeron y acabar con el empeño de forzar su incorporación a la vida nacional como componentes indiferenciados. Asimismo, se requerirá que los Pueblos Testimonio acepten su carácter real de entidades multiétnicas. La segunda configuración histórico-cultural está constituida por los Pueblos Nuevos, surgidos de la conjunción, deculturación y fusión de matrices étnicas africanas, europeas e indígenas. Los denominamos Pueblos Nuevos en atención a su característica fundamental de especie novae, puesto que componen entidades étnicas distintas de sus matrices constitutivas y que representan, en alguna medida, anticipaciones de lo que probablemente habrán de ser los grupos humanos de un futuro remoto, cada vez más mestizados y aculturados y, de este modo, uniformados desde el punto de vista racial y cultural. Los Pueblos Nuevos se formaron por la confluencia de contingentes profundamente dispares en cuanto a sus características raciales, culturales y lingüísticas, como un subproducto de proyectos coloniales europeos. Al reunir negros, blancos e indios en las grandes plantaciones tropicales o en las minas, con la finalidad exclusiva de surtir los mercados europeos y de producir ganacias, las naciones colonizadoras plasmaron pueblos profundamente diferenciados de ellas mismas y de todas las etnias que los componían. Aunados a las mismas comunidades, estos contingentes básicos, aunque ejercían papeles sociales distintos, acabaron mezclándose. así, al lado del blanco que desempeñaba la jefatura de la empresa del negro esclavo, del indio también cautivo o tratado como mero obstáculo que debía eliminarse, fue surgiendo una población mestiza en la que se fundían aquellas matrices en las más variadas proporciones. En este encuentro de pueblos aparecen “linguas francas” como instrumentos indispensables de comunicación y surgen culturas sincréticas, formadas por elementos procedentes de los diversos patrimonios que mejor se ajustaban al nuevo modo de vida. Pocas décadas después de inauguradas las empresas coloniales, la nueva población, nacida e integrada en aquellas plantaciones y minas, ya no era europea, ni africana, ni indígena, sino que configuraba las protocélulas de una nueva entidad étnica. Al crecer vegetativamente o por la incorporación de nuevos contingentes, aquellas protocélulas fueron conformando los Pueblos Nuevos que paulatinamente tomarían conciencia de su especificidad constituyendo luego nuevos complejos culturales y, por último, etnias pretensoras de su autonomía nacional. Los Pueblos Nuevos surgieron jerarquizados, del mismo modo que los Pueblos Testimonio, a causa de la gran distancia social que separaba a su clase señorial compuesta por hacendados, dueños de minas, comerciantes, funcionarios coloniales y clérigos, de la masa esclava utilizada exclusivamente como fuerza productiva. Su clase dominante no llegó a componer, sin embargo, una aristocracia extranjera que rigiera el proceso de europeización, entre otras razones, porque no encontró una antigua clase noble y letrada a la que hubiera que suplantar. Por lo común la componían rudos empresarios, señores de sus tierras y de sus esclavos, forzados a vivir en su empresa y a dirigirla personalmente con la ayuda de una pequeña capa intermedia de técnicos, capataces y sacerdotes. En los lugares donde la explotación adquirió prosperidad suma, como en las zonas azucareras y mineras de Brasil y las Antillas, pudieron darse el lujo de erigir residencias señoriales, viéndose precisados a ampliar la clase intermedia tanto en los ingenios como en las villas costeras dedicadas al comercio con el exterior. Estas villas se convirtieron luego en ciudades que exhibían, principalmente en sus templos, la opulencia económica de esta clase. Sin destacarse tanto como la aristocracia de los Pueblos Testimonio, alcanzó no obstante mayor brillo y “civilización” que la clase alta de los Pueblos Trasplantados. Pero no era ésta la cumbre de una sociedad auténtica, sino apenas la clase gerencial de una empresa económica europea en los trópicos. sólo muy lentamente lograron sus miembros la capacidad que les permitiría asumir la jefatura nativa y, cuando esto ocurrió, impusieron a la sociedad entera transformada en nacionalidad, una ordenación oligárquica basada en el monopolio de la tierra, con lo que aseguraron la continuación de su papel rector y mantuvieron invariable la situación de las clases populares: simple fuerza de trabajo servil o libre, puesta al servicio de sus privilegios. Ninguno de los pueblos de este bloque constituyó una nacionalidad multiétnica. En todos ellos el proceso de formación fue lo suficientemente violento como para compeler a la fusión de las matrices originales en nuevas unidades homogéneas. Solamente Chile, por su formación peculiar, conserva en el contingente Araucano de casi doscientos mil indios, una microetnia diferenciada de la nacional, históricamente reivindicativa del derecho de ser ella misma, por lo menos como modalidad diferenciada de participación en la sociedad nacional. Los chilenos y las paraguayos contrastan también con los otros Pueblos Nuevos por la ascendencia principalmente indígena de su población y por la ausencia del contingente negro esclavo y del sistema de plantaciones que tuviera papel tan relevante en la formación de los brasileños, antillanos, colombianos y venezolanos. Ambos representan por esto, conjuntamente con la matriz étnica original de los rioplatenses, una variante de los Pueblos Nuevos. La composición predominantemente indoespañola de los Pueblos Testimonio se diferencia de esta variante de los Pueblos Nuevos, porque en éstos sus poblaciones indígenas originales no habían alcanzado un nivel de desarrollo cultural comparable al de los mejicanos o al de los incas. En su forma acabada, los Pueblos Nuevos son el producto de la selección de aquellos elementos raciales y culturales de las matrices formadoras que mejor se ajustaron a las condiciones que les fueron impuestas, de su esfuerzo por adaptarse al medio así como de la presión que sobre ellos ejerció el sistema socioeconómico en que se injertaron. Un papel decisivo en su formación le cupo a la esclavitud ya que, al operar como fuerza destribalizadora, apartó las nuevas' criaturas de las tradiciones ancestrales transformándolas en el subproletariado de la sociedad naciente. En ese sentido, los Pueblos Nuevos se originaron tanto por la deculturación de sus patrimonios tribales indígenas y africanos, como por la aculturación selectiva de esos patrimonios, a lo que hay que agregar la creatividad de los mismos frente al nuevo medio. Desvinculados de sus matrices americanas, africanas y europeas y desligados de sus tradiciones culturales, constituyen hoy pueblos en situación de disponibilidad, condenados a integrarse a la civilización industrial como gente que solamente tiene futuro en el futuro del hombre. Es decir, su futuro depende de su integración progresiva en el proceso civilizatorio que les dio origen, aunque ya no como regiones coloniales esclavistas del Capitalismo Mercantil, ni como dependencias neocoloniales del Imperialismo Industrial, sino como formaciones autónomas, capitalistas o socialistas, capaces de incorporar la tecnología de la civilización moderna a sus sociedades y de elevar su población al nivel de educación y de consumo de los pueblos más avanzados. La tercera configuración histórico-cultural está representada por los Pueblos Trasplantados, que corresponde a las naciones modernas creadas por la migración de poblaciones europeas hacia los nuevos estados mundiales, donde procuraron reconstruir formas de vida idénticas en lo esencial a las de origen. Cada una de estas poblaciones se estructuró de acuerdo con los modelos económicos y sociales proporcionados por la nación de que provenía y llevó adelante en las tierras adoptivas procesos de renovación ya existentes en el ámbito europeo. Inicialmente fueron reclutados entre los grupos europeos disidentes, sobre todo en materia religiosa; más tarde se agregaron los inadaptados que las naciones colonizadoras condenaban al destierro; finalmente crecieron gracias al alud migratorio de individuos desarraigados de sus comunidades rurales o urbanas, que venían a tantear suerte en las nuevas tierras, principalmente como trabajadores enganchados mediante contratos que los sometían al trabajo en condiciones serviles por algunos años. No obstante, un gran número consiguió ingresar más tarde en las categorías de granjeros libres, de artesanos también independientes o de asalariados. Los Pueblos Trasplantados presentan como características básicas, una homogeneidad cultural mantenida desde el principio por el común origen de su población y por la asimilación de los contingentes llegados con posterioridad: un grado mayor de igualdad en sus sociedades, gobernadas por instituciones democráticas locales y autónomas y en las que era más fácil que el labrador se hiciera propietario de la tierra que trabajaba; y una “modernidad” referida a la sincronización de sus modos de vida y sus aspiraciones, con los de las sociedades capitalistas preindustriales de las que procedían. Integran el bloque de Pueblos Trasplantados, Australia y Nueva Zelandia y, en cierta medida, los bolsones neoeuropeos de Israel, de la Unión Sudafricana y Rhodesia. En América, están representados por los Estados Unidos y Canadá y también por Uruguay y Argentina, los que componían el 53,7% de la población del continente, sumando 239,2 millones de personas en 1965. En los primeros casos consideramos naciones resultantes de proyectos de colonización aplicados en territorios cuyas poblaciones tribales fueron diezmadas o confinadas en reservations, para instalar en ellos una nueva sociedad. En el caso de los países rioplatenses, vemos que ellos derivan de una empresa peculiarísima realizada por una élite criolla enteramente alienada y hostil a su propia etnia de Pueblo Nuevo, que adopta como proyecto nacional la sustitución de su propio pueblo por europeos a los que atribuía una perentoria vocación para el progreso. La Argentina y el Uruguay contemporáneos son, pues, el resultado de un proceso de sucesión ecológico deliberadamente conducido por las oligarquías nacionales, a través del cual una configuración de Pueblo Nuevo se transformó en Pueblo Trasplantado. En este proceso, la población ladina y gaucha originaria del mestizaje de los pobladores ibéricos con el indígena, fue aplastada y sustituida como contingente básico de la nación por un alud de inmigrantes europeos. Al contrario de lo que ocurrió con los Pueblos Testimonio que desde sus comienzos constituyeron sociedades complejas, estratificadas en estamentos profundamente diferenciados que iban desde una rica aristocracia de conquistadores europeos hasta la masa indígena servil, los Pueblos Trasplantados tuvieron en su mayoría, al principio, el carácter de colonias de poblamiento dedicadas a las actividades granjeras, artesanales y de pequeño comercio. Mientras trataban de consolidar su establecimiento en el territorio desierto, vegetaban en la pobreza, procurando vitalizar económicamente su existencia mediante la producción de artículos de exportación a mercados más ricos y especializados. En estas circunstancias, no pudo surgir en ellos una minoría dominante capaz de imponer una ordenación social oligárquica. Aunque pobres, y hasta paupérrimos, vivían en una sociedad razonablemente igualitaria. No pudieron tener universidades, ni templos, ni palacios suntuosos, pero alfabetizaron su población. Esta solía congregarse en modestas iglesias de madera para leer la Biblia, y estas reuniones sirvieron frecuentemente para resolver problemas locales, con lo que echaron las bases del autogobierno. De este modo ascendieron colectivamente como pueblo a medida que la colonia se consolidaba y enriquecía y, al final, formada ya una sociedad más homogénea y apta para llevar adelante la Revolución Industrial, se emanciparon. Las condiciones peculiares de su formación así como el patrimonio de tierras y recursos naturales que heredaron aseguraron a los Pueblos Trasplantados condiciones especiales de desarrollo que, fecundadas por el acceso a los mercados europeos y por las facilidades lingüísticas y culturales de comunicación con Inglaterra, los pusieron en posesión de la tecnología industrial. Esto permitió a algunos de los Pueblos Trasplantados aventajar a sus países de origen, logrando altos niveles de desarrollo económico y social. Asimismo todos ellos progresaron con mayor rapidez que las demás naciones americanas, en un principio mucho más prósperas. El cuarto bloque de pueblos extraeuropeos del mundo moderno está constituido por los Pueblos Emergentes. Lo integran las poblaciones africanas que ascienden en nuestros días de la condición tribal a la nacional. En Asia se encuentran también algunos casos de Pueblos Emergentes que cumplen en este momento ese tránsito, sobre todo en el área socialista, en donde una política de mayor respeto por las nacionalidades permite y estimula esta gestación. Esta categoría no se dio en América, a pesar del abultado número de poblaciones tribales que en el tiempo de la conquista contaban con centenares de miles y hasta con más de un millón de habitantes. Este hecho, más que cualquier otro, es demostrativo de la violencia del dominio tanto europeo como nacional a que fueron sometidos los pueblos tribales americanos. Algunos fueron exterminados muy pronto; subyugados y consumidos en el trabajo esclavo los demás, solamente sobrevivieron unos pocos. Sometidos éstos a las más duras formas de compulsión, todos se extinguieron como etnias y como sustratos de nuevas nacionalidades en tanto que sus equivalentes africanos y asiáticos, a pesar del terrible impacto sufrido, ascienden hoy a la vida nacional. Los Pueblos Emergentes enfrentan problemas específicos de desarrollo, causados por deformaciones resultantes de la explotación colonial a que los sometieron las potencias europeas, por el empeño en lograr la destribalización de gran parte de su población para incorporarla a la vida nacional; por la necesidad de descolonizar a sus propias élites que en el proceso de occidentalización se alienaron culturalmente apartándose de sus pueblos, o se transformaron en representantes locales de intereses foráneos. Emergiendo hoy a la condición de nacionalidades autónomas del mismo modo que los latinoamericanos de un siglo y medio atrás, enfrentan la amenaza de caer igualmente bajo el yugo de nuevas formas de dominación económica. El desafío fundamental que encaran es el de obligar a sus élites a que no conviertan la independencia en un proyecto para su exclusivo beneficio; de otro modo, su único resultado sería la sustitución del antiguo amo extranjero por una capa dominante nativa. Para esto cuentan con la experiencia de los pueblos que los precedieron y con una coyuntura mundial más favorable, que parece propiciar una conducción más autónoma y progresista de su modernización. Las cuatro categorías de pueblos examinados hasta ahora, aunque significativas e instrumentales para el estudio de las poblaciones del mundo moderno, no implican tipos puros. Cada uno de los modelos experimentó intrusiones que afectaron regiones más o menos extensas de sus territorios y que aparejaron la diferenciación de conjuntos mayores o menores de su población. así, en el sur de los Estados Unidos una vasta intrusión negra, originada en el sistema productivo de tipo plantación, dio lugar a una configuración más próxima a la de los Pueblos Nuevos que a la de los Pueblos Trasplantados. Dicho de otro modo, gran parte de los problemas actuales de la nación norteamericana derivan de la presencia de este grupo humano basta ahora no asimilado, aunque vencido y disperso en el conjunto de la nueva configuración. Brasil experimentó una inserción del tipo de población trasplantada con la inmigración masiva de europeos en la región sur, lo que le confirió una fisonomía peculiar y originó un modo diferenciado de ser brasileño, Argentina y Uruguay, como ya lo señalamos, surgieron a la existencia nacional como Pueblos Nuevos, de una protoetnia neoguaranítica equivalente a la paraguaya. Con todo, sufrieron un proceso de sucesión etnológica por medio del cual se transformó su propio carácter étnico nacional dando origen a una entidad nueva, predominantemente europea por la procedencia de sus competentes básicos. Ambos tomaron por lo tanto el cariz de Pueblos Trasplantados de un tipo especial, pero vieron impedido su desarrollo socioeconómico por la supervivencia de una oligarquía arcaica de grandes propietarios rurales, característica de su configuración anterior. En cada uno de los pueblos americanos, inclusiones menores matizan y singularizan ciertas porciones de la población nacional así como también las regiones del país donde más se concentran. Debe señalarse, empero, que algunas poblaciones del mundo extraeuropeo moderno parecen no encajar en estas categorías, particularmente algunas naciones insólitas como el Africa del Sur y Rhodesia, Nyasalandia y Kenya. La dificultad clasificatoria, en estos casos, parece reflejar la propia anomalía de estos engendros, fundados en el dominio de núcleos étnicos trasplantados sobre poblaciones nativas numéricamente mayoritarias. más que naciones son factorías regidas por grupos blancos que, aunque llegados a ellas tardíamente, siguen hasta ahora sin asimilarse y son incapaces de plasmar una configuración de Pueblo Nuevo. Su falta de viabilidad como formación nacional es tan evidente que se puede vaticinar el levantamiento inevitable de las categorías subyugadas y el derrocamiento de la casta dominante, incapaz de integrarse racial y culturalmente en su propio contexto étnico nacional. En el caso de los demás pueblos extraeuropeos, el carácter nacional y el perfil étnico cultural básico de cada unidad es explicable como resultado de su formación global como Pueblos Testimonio, Pueblos Nuevos, Pueblos Trasplantados y Pueblos Emergentes. Esta escala corresponde, “grosso modo” a la caracterización, en el caso de América, de los respectivos pueblos como predominantemente indoamericanos, neoamericanos o euroamericanos. Las dos escalas, sin embargo, no se equivalen ya que muchos otros pueblos como los paraguayos y los chilenos de formación básicamente indígena, se volvieron Pueblos Nuevos y no Pueblos Testimonio al fundirse los elementos europeos con grupos tribales que no habían llegado al nivel de las altas civilizaciones. Este es el caso también de los euroamericanos, presentes en todas las formaciones étnicas del continente, pero que sólo a los Pueblos Trasplantados imprimieron una configuración nítidamente neoeuropea. La designación de neoamericanos no sustituye adecuadamente por otra (parte a la de Pueblos Nuevos, ya que en muchos sentidos y sobre todo como sucesores de las poblaciones originales del continente, todos sus pueblos son hoy neoamericanos. 3. FUSION Y EXPANSION DE LAS MATRICES RACIALES El análisis cuantitativo de la composición racial de los pueblos americanos en el pasado y en la actualidad, presenta enormes dificultades y obliga a trabajar con cálculos más o menos arbitrarios. Los mismos datos oficiales —cuando se encuentran disponibles— no merecen fe, tanto por la falta de definiciones censales uniformes de los grupos raciales como por la interferencia de actitudes y preconceptos de las propias poblaciones censadas. Esto conduce, por ejemplo, en el caso de los Pueblos Trasplantados, a confundir en un solo grupo a los negros y mulatos; en el de los Pueblos Nuevos a sumar al contingente blanco europeo todos los mestizos y mulatos claros; y en el de los Pueblos Testimonio a identificar como mestizos a gran número de individuos puros desde el punto de vista racial, por el hecho de haberse incorporado a los estilos de vida modernos. Con todas las reservas resultantes de esta precariedad de las propias fuentes, es posible sin embargo, establecer algunas proyecciones verosímiles sobre el desarrollo probable de las matrices raciales y de sus mezclas en la composición de tres grandes bloques de pueblos americanos. Puede apreciarse en el cuadro siguiente que la población indígena original experimentó en 1500 a 1825 una reducción del orden de 10 hacia menos de uno en los tres bloques (de 100 millones a 7,8 millones); de 1825 a 1950 consiguió duplicar su número (de 7,8 a 15,6 millones), sobrepasando este aumento en los Pueblos Testimonio (6,1 millones a 13,8 millones), pero aproximándose a la extinción completa en los Pueblos Nuevos (de 1,0 a 0,5 millón). 3 El contingente blanco europeo aumentó en todas las regiones, entre 1825 y 1950 (de 13,8 millones a 225 millones); aunque de forma más explosiva en los Pueblos Trasplantados (de 10 millones a 163 millones). La población predominantemente caucasoide de éstos, tuvo un crecimiento superior al experimentado por los otros grupos raciales por el elevado y continuo aporte inmigratorio europeo. América del Norte cuadruplicó su población de 1800 a 1850 (de 5,3 a 23,3 millones), y volvió a cuadruplicarla de 1850 a 1900 (de 23,3 a 92,3 millones). Lo mismo ocurrió en la Argentina, cuya población pasó de uno a 4,7 millones entre 1850 y 1900, llegando a 17,2 millones en 1950. El ritmo de crecimiento del grupo negro africano en el mismo período, fue mucho más lento que el del caucasoide (de 17 a 29,3 millones), superando, no obstante, al del grupo indígena. En las regiones donde más se concentraron —ocupadas por los Pueblos Nuevos— los negros apenas multiplicaron su contingente por tres (de 5 a 14 millones entre 1825 y 1950) mientras que los “blancos-por-definición” crecían más de veinte veces y los mestizos casi diez veces. Los datos relativos a Brasil en cuanto a períodos más cortos, confirman lo restringido de ese incremento. Ellos demuestran que el gruño negro se redujo incluso en su número absoluto (de 6,6 a 5,7 millones) entre 1940 y 1950. Este bajo índice de crecimiento no se explica por la miscigenación sino por la precariedad de sus condiciones de vida durante la esclavitud —la cuantía del elemento africano se mantuvo únicamente por la importación continua de esclavos— y también por las dificultades experimentadas al pasar de la condición de esclavo a la de trabajador libre. Entre los Pueblos Testimonio, los negros sufrieron reducciones absolutas (de 500 a 300 mil) explicables por los mismos factores pero además, probablemente, por un proceso más intenso de absorción en la población global a través del mestizaje. después del caucasoide, el contingente mestizo y mulato fue el que más aumentó desde la independencia (de 7,5 a 72 millones), concentrándose principalmente en los Pueblos Testimonio, en los que el elemento preponderante de estos dos es el mestizo indoeuropeo (de 3,0 a 36,1 millones), y en los Pueblos Nuevos (de 3,5 a 32,2 millones) donde predomina el mulato. La evolución racial de la población americana es congruente con el análisis tipológico que hemos venido haciendo y puede ser comprendida en términos de procesos divergentes de sucesión ecológica. Por uno de ellos, poblaciones europeas inmigrantes concentradas en núcleos homogéneos estructurados en familias y contando por eso con la presencia de mujeres y niños, se imponen a las poblaciones originales. Este es el caso de los Pueblos Trasplantados; en ellos los contingentes indígenas prácticamente desaparecen, en tanto que los negros y mulatos pasan a ocupar una posición marginal en la nueva etnia. En el caso de los Pueblos Nuevos y de los Pueblos Testimonio encaramos un proceso ecológico distinto, en el cual el núcleo europeo minoritario, compuesto principalmente por hombres apartados de sus comunidades de origen, se constituyó en agente activo del mestizaje en razón de la prevalencia que su posición rectora le daba respecto de los otros grupos raciales. Ello le otorgó una extraordinaria capacidad para “blanquear” a los demás, lo que dio lugar a vastas categorías mulatas y mestizas que son en los Pueblos Testimonio el componente principal de la población (36,1 millones de mestizos frente a 10,2 millones de “blancos-por-definición”), y en los Pueblos Nuevos el segundo contingente, aunque por poca diferencia con el primero (32,2 millones de mestizos y 41,8 millones de “blancos-por-definición”). Algunas proyecciones pueden ser hechas también, en lo relativo al desarrollo de las diversas matrices raciales de los tres grupos de pueblos americanos, por medio de la comparación de sus contingentes actuales con sus tendencias al aumento o a la reducción. Al lograr niveles más altos de desarrollo, las sociedades nacionales de los Pueblos Trasplantados han experimentado en consecuencia una fuerte disminución en el ritmo de incremento de su población, lo que hace suponer que su crecimiento futuro será menor que el de los otros. América del Norte, que venía cuadruplicando su población cada 50 años, no consiguió siquiera duplicarla entre 1900 y 1950, y ocurre lo mismo con Argentina y Uruguay en las dos últimas décadas. Los otros dos bloques, con bajos niveles de desarrollo, se encuentran todavía en una fase de expansión demográfica por lo que sus poblaciones seguramente mantendrán un ritmo acelerado de crecimiento en las próximas décadas. Los datos estadísticos disponibles indican que las poblaciones de los Pueblos Testimonio y de los Pueblos Nuevos, predominantemente mestizas y mulatas, eran en su conjunto poco menores en 1960 que el total de la población de los Pueblos Trasplantados (182,8 y 220,5 millones respectivamente). Sin embargo, su ritmo intenso de incremento hará que superen ampliamente esa diferencia en los próximos años. En el año 2000 se estima que sumaran 549,5 millones, en tanto que los Pueblos Trasplantados tendrán una población de 391,5 millones. Esas diferencias en el ritmo de aumento demográfico se deben esencialmente a que los Pueblos Trasplantados experimentaron su período de mayor crecimiento cuando contaban con una población relativamente pequeña (Estados Unidos tenía 5,3 millones en 1800 y 23,3 en 1850), en tanto que el mismo fenómeno deberá ocurrir ahora en América Latina sobre la base de una población muy superior (204 millones en 1960), que aun creciendo a un ritmo considerablemente menor, para el año 2000 habrá llegado a triplicarse. A largo plazo, por lo tanto, quien más tiende a crecer es la América morena, fruto del mestizaje de sus contingentes básicos. Y este hecho es ineludible, a menos que los vastos programas de birth-control que los norteamericanos quieren imponer en esta área consiguen alterar las tendencias señaladas. Pero parece muy improbable que tales programas lleguen a cumplirse, no sólo por las dificultades de la empresa misma, puesto que se trata de inducir a pueblos atrasados y pobres a adoptar hábitos correspondientes a poblaciones adelantadas, sino también por la oposición a tales programas de los líderes latinoamericanos más lúcidos. Estos tienen cada vez mayor conciencia de los riesgos que entraña una contención demogenética artificial: aparejará fatalmente no sólo la reducción de su magnitud relativa en el mundo, sino, sobre todo, el envejecimiento precoz de sus poblaciones en las cuales una mayoría de menores de 18 años de edad (cerca del 50%) sería sustituida progresivamente por una proporción creciente de mayores de 60 años, lo que en las condiciones vigentes de subdesarrollo representarían un peso muerto. Este envejecimiento artificial de la población latinoamericana impuesto por una política de gran potencia antes de haberse logrado los niveles mínimos de desarrollo económico y social que naturalmente conducirían a este efecto —como ocurrió con todos los países plenamente industrializados— podría inhabilitar a los latinoamericanos para los cometidos del desarrollo al privar a sus sociedades del factor básico de renovación social: las fuerzas de comprensión demográfica y las tensiones sociales correlativas. Su logro, a través de vastos programas subsidiados de distribución de píldoras anticonceptivas y de estímulos al aborto, pondría a los latinoamericanos en la situación de depender —si no de una manera permanente, por un plazo imprevisible— del amparo y la solicitud de los ricos vecinos del Norte, con la consecuente perpetuación de su hegemonía, aun cuando fueran en ese entonces manifiestamente minoritarios. La precariedad de los datos disponibles sobre la composición racial de las poblaciones americanas y la variedad de factores que pueden intervenir en el crecimiento relativo de cada contingente en las próximas décadas, no permiten calcular por medio de proyecciones estadísticas seguras su crecimiento futuro. Sin embargo, es posible extraer algunas hipótesis verosímiles respecto al incremento probable de cada componente racial de los tres grupos, y a las alteraciones probables de su respectiva proporción. La primera hipótesis es que la proporción registrada en 1950 en las poblaciones americanas en que los “blancos-por-definición” se encontraban en una relación de dos a uno respecto de la “gente de color”, se altere profundamente para lograr una supremacía morena del orden de los 485 millones contra 456 millones de blancos al final del siglo. Esto se debería al hecho que el contingente blanco presente un nivel de vida más alto y obtiene, en consecuencia, un ritmo de incremento demográfico menor. La población indígena, en el mismo período, probablemente llegue a superar el doble de lo que sumaba en 1960 (de 15 a 35 millones). Aunque simultáneamente habrá de perder sus características culturales al integrarse a los modos de vida de las poblaciones neoamericanas. Estos grupos constituirán tal vez, al final, diferentes modalidades de participación en las etnias nacionales, unificadas más por las lealtades a sus matrices de origen que por las características étnico-culturales que presenten. El grupo negro deberá cuadruplicar su número (de 29,3 millones en 1950 alcanzará los 130 millones en el año 2000) por las razones ya indicadas y también porque su presumible elevación del nivel de vida en las próximas décadas, le conferirá una expectativa de vida más alta. Sin embargo, a causa de la amalgama racial, puede ocurrir que se tiendan a colorear las matrices blancas aumentando el cuadro mulato en perjuicio de la expresión de su propio patrimonio genético en poblaciones negras más amplias. Los mestizos, finalmente, experimentarán según lo suponemos un aumento más intenso que todos los demás, quintuplicando su contingente (de 72 millones a 320 millones) por la conjunción de diversos factores tales como la elevación de su nivel de vida que apenas se inicia, y que deberá combinarse con un alto ritmo de incremento; la generalización de matrimonios interraciales y la aceptación de su propia figura étnica, con lo que no se hallarán ya en la contingencia de mimetizarse ideológicamente en “blancos-por-definición”. Todas las premisas anteriores se fundan en la expectativa de una miscigenación intensa que mezcle de manera aún más profunda las poblaciones americanas. De este modo llegarán a configurar, en el ámbito mundial, una representación cada vez más homogénea de lo humano que poseerá por eso una mayor aptitud para convivir e identificarse con todos los pueblos. Entretanto, considerando las diversas regiones de América, varios factores pueden provocar la intensificación o la reducción de estas tendencias. Por ejemplo, si la lucha racial entre negros y blancos en América del Norte se resolviera por un camino integracionista, se intensificará la tendencia homogeneizadora. Pero si por el contrario llegara a prevalecer la segregación, y sobre todo si los angloamericanos tuvieran éxito en su propósito de reducir sus poblaciones “negras” y los contingentes morenos de América Latina por la imposición de una política de contención demogenética, el resultado será el fortalecimiento de la heterogeneidad y del racismo. El crecimiento de las poblaciones latinoamericanas debería elevarlas a 650 millones en el año 2000, según cálculos basados en la expectativa de una tasa de aumento relativamente baja. Esa expectativa no tiene en cuenta las posibilidades de un crecimiento todavía mayor por la elevación del nivel sanitario, por los progresos médicos en el tratamiento de enfermedades esterilizantes, ni los factores sociales, como la probable reducción de la edad de casamiento y del número de uniones libres, generalmente menos fecundas. Cabe por todo esto esperar un crecimiento todavía mayor. Esta explosión demográfica no es en sí misma evidentemente un hecho positivo; representará para América Latina un desafío aún más grande en el esfuerzo de superación de su atraso. 4 Este desafío exigirá intensificar el esfuerzo desarrollista, con miras a lograr una reducción de la tasa de incremento demográfico y una madurez de la población como consecuencia del progreso económico y no en lugar de él, lo que podría ocurrir mediante una política de contención demográfica, como la propugnada y costeada por una potencia extranjera como su proyecto para el futuro de los latinoamericanos. Segunda Parte LOS PUEBLOS TESTIMONIO INTRODUCCION . . .entre los grupos de gente de cada sociedad hay unos que distinguen a la gente que es mi gente, o que es más mi gente, de la que no es tanto mi gente. La diferencia nosotros-ellos, en cierta forma, ordena los elementos humanos en la escena universal. Robert Redfield Designamos como Pueblos Testimonio a las poblaciones mexicanas, mesoamericanas y andinas, por ser las sobrevivientes de las altas y antiguas civilizaciones que ante el impacto de la expansión europea se derrumbaron, entrando en un proceso secular de aculturación y de reconstrucción étnica que todavía no se ha clausurado. España se encontró en aquellas regiones con poblaciones mucho mayores que la suya, estructuradas como formaciones socioculturales totalmente distintas. Eran Imperios Teocráticos de Regadío, del mismo tipo que los característicos de las altas civilizaciones de la Mesopotamia (2350 a.C.), del Egipto (2070 a.C.), de la China (1122 a.C.), de la India (327 a.C.) y de Camboya (600). Al igual que aquellas civilizaciones, los imperios americanos se basaban en una agricultura intensiva de regadío, servida por estupendos sistemas de canales controlados por el Estado, que habría de permitir las mayores concentraciones humanas conocidas. La cuantía de la población de los Imperios Teocráticos de Regadío de América ha sido objeto de cálculos muy dispares. Entre los autores más moderados se encuentran A. L. Kroeber (1939), quien admitía que entre incas, mayas y aztecas componían un total de 6,3 millones; A. Rosenblat (1954) que señalaba 7,8 millones para los mismos y J. Steward (1949) quien elevó esta cifra a 9,2 millones. Estudios más recientes, basados en la utilización de nuevas fuentes y en el empleo de criterios más precisos, llevan este número a magnitudes mucho mayores. W. Borah y S. F. Cook (1963) estimaron la población precolombina de México Central entre 25 y 30 millones; H. Dobyns y P. Thompson (1966) atribuyeron a esa área una población de entre 30 y 37,5 millones, agregando entre 10 y 13 millones para la América Central y entre otros 30 y 37,5 millones para la región andina. De acuerdo con estos estudios mejor fundados que los anteriores, es posible admitir que la población correspondiente a los Imperios Teocráticos de Regadío de América fuese de 70 a 88 millones, antes de la conquista. En siglo y medio después, y debido a su impacto, aquellas poblaciones se habían reducido a 3,5 millones. Paralizadas por el ataque español, tanto la sociedad mexicana como la maya y la incaica, entraron en colapso; sus aristocracias dirigentes fueron sustituidas por una minoría extranjera que, desde entonces, se encargó de remodelar sus culturas, valiéndose para ello de compulsiones de toda clase. Este designio se cumplió por medio de dos mecanismos fundamentales: el exterminio intencional de la antigua clase gobernante y sacerdotal, depositaría de la tradición erudita de aquellas culturas, y la disminución de su población provocada por las epidemias con que fueron contagiados, por el reclutamiento para el trabajo esclavo y por efecto de innovaciones técnicas y agrícolas, que desequilibraron su antigua base ecológica. En esas condiciones entraron en conjunción las dos tradiciones culturales: la europea y la indígena. La primera, representada por la minoría de los agentes de la dominación externa, mantiene su integridad; la última, resulta amputada de los contenidos más avanzados de una sociedad urbana, como lo son los sectores letrados, y desquiciada por la deculturación compulsiva y por la rápida merma de su población. Resultó además empobrecida por el saqueo de sus riquezas y por la desaparición de sus técnicos y artesanos. Esto último fue una de las consecuencias que arrojó la conversión de toda la población en un “proletariado externo”, degradado a la condición de simple fuerza de trabajo de las minas o las haciendas, al servicio de una economía de exportación. Durante largo tiempo, los Pueblos Testimonio de América carecieron de un modo de vida propio, definido y congruente. El viejo modo de vida había muerto como fuerza integradora y no había surgido entretanto uno nuevo. Desgastados por las epidemias, llevados a la desesperación por la esclavitud, se trasformaron en meros rebaños humanos, cuyos miembros no tenían en su vida otra alternativa que cumplir el destino que les era impuesto. En todo ese tiempo, sin embargo, conservaron y transmitieron de generación en generación, fragmentos de los viejos valores, cuya actualización en la conducta práctica resultaba imposible pero que aún eran respetados. En estas circunstancias, surgieron las primeras células de una cultura ladina que se esforzaba por adecuarse a las circunstancias presentes. Estas células híbridas, a medias neoindígenas y neoeuropeas, actuarían sobre el contexto traumatizado, tomando de él partes cada vez mayores, a fin de instaurar un nuevo modo de ser y de vivir. Se sumergían de continuo en la cultura original, para emerger de ella cada vez más diferenciadas, tanto de la tradición antigua como del modelo europeo. El proceso operó siempre dentro del marco impuesto por la presión de la nueva civilización, cuyo aparato técnico, institucional y sobre todo mercantil, era más avanzado y cuya clase dominante regía la sociedad, armada de un enorme poder de coacción. El proceso de ladinización se cumplió por eso esencialmente, como un mecanismo tendiente a adscribir a las masas indígenas en la fuerza de trabajo del nuevo sistema productivo. La disciplina de trabajo, dentro del estatuto esclavo o servil, habría de producir, en una medida mucho mayor que la aculturación o la conversión religiosa, la amalgama y la integración de esos pueblos en la sociedad naciente, de la que habrían de constituir su proletariado. Poblaciones indígenas de zonas próximas, que antes sólo mantenían contactos esporádicos u hostiles con las altas civilizaciones azteca, maya o incaica, fueron también pronto alcanzadas y sojuzgadas. Sobre ellas, se ejercieron las mismas presiones, tanto en sus propios territorios como en las nuevas regiones a las que fueron conducidas. Muchos indios de muy variadas culturas originales, viéndose dispersos y esclavizados en las minas y en las haciendas, tuvieron que aculturarse por la contingencia de aprender la lengua y los conocimientos propios de la reciente y proteica cultura ladina, a fin de poder comunicarse unos con otros. Por todo este mecanismo, las células de la nueva formación ladina, al desarrollarse, extendieron su influencia sobre aquellos pueblos circundantes que no habían conseguido internarse en las selvas inexploradas o en los desiertos, para reconstruir en esos retiros su vida cultural. Todos serían finalmente alcanzados y envueltos por la onda expansiva de la formación ladina. Muchos fueron integrados parcialmente, como vastos contingentes marginales de la sociedad nacional, aunque dependientes de ella. De esta manera, acabaron por consolidar un estilo de convivencia, singularizado por el apartamiento y el rechazo al europeo, que si bien permitía la preservación de muchos de los contenidos de la cultura tradicional, al mismo tiempo los degradaba y condenaba a una penuria extrema, puesto que componían las categorías sociales más explotadas del sistema. Pudieron sobrevivir, en cambio, manteniendo cierta autonomía cultural, algunos reductos de pueblos tribales resistentes, por su propio primitivismo, a todas las formas de constricción y de aculturación. Contrariamente a lo que sucedía en las colonias de poblamiento de la América del Norte, donde un pueblo crecía por la multiplicación de núcleos dotados de las condiciones adecuadas para proveer su subsistencia y para expresar sus concepciones particulares de vida, en las colonias de conquista del Sur se reclutaban de continuo nuevos contingentes humanos, que eran utilizados como combustible del sistema productivo colonial. A diferencia también de los Pueblos Nuevos, que surgen de la deculturación de etnias tribales poco adelantadas culturalmente, en el caso de los Pueblos Testimonio, la españolización y el establecimiento de nuevas instituciones ordenadoras jamás consiguió erradicar el cúmulo de costumbres, creencias y valores del antiguo ethos, incorporado en aquellas células iniciales, y todavía hoy sobreviviente en el modo de ser de sus pueblos modernos. El recuerdo de la pasada grandeza, la indignación ante el drama de su conquista, y el propio peso de las tradiciones de sus altas civilizaciones, debilitaron el cimiento europeo de la nueva configuración sociocultural. A pesar de todas las violencias que presidieron su constitución, las nuevas etnias ladinas surgieron, por eso mismo, con un carácter definido, que en el futuro le daría el perfil de Pueblos Testimonio. Como civilizaciones urbanas, tanto la mexicana como la incaica, tenían en las ciudades los focos de difusión de los contenidos eruditos de sus culturas, que se extendían a sus poblaciones rurales y a los otros pueblos incorporados a su órbita imperial. Una vez dominadas, estas ciudades pasaron a ejercer el papel de difusoras de la nueva cultura, utilizando para esto, los mismos mecanismos de comunicación y control, a los que se agregarían luego, otros de mayor fuerza impositiva. Transformáronse así, de puntos de irradiación de un continuum cultural homogéneo, en agencias de transformación intencional de la sociedad y de la cultura. Para el cumplimiento de este nuevo papel, los españoles utilizaron en las ciudades conquistadas dos grandes agencias reordenadoras: el Estado y la Iglesia. El primero, con sus administraciones, civil y militar, regulaba las actividades productivas, disponía la transferencia masiva de poblaciones de una zona a otra, determinaba la fundación de villas y ciudades. Estas se erigían como concreciones de la voluntad oficial, en lugares señalados y con una forma física prescrita, y se instituían sus autoridades de acuerdo a modelos uniformes. Los pobladores de estas ciudades, españoles o indígenas, ya no eran coterráneos unidos por la identificación con su provincia natal, sino agentes de una voluntad superior que regulaba la rutina de la vida de acuerdo al estamento en que se los colocara, y que llegaba a indicar hasta la indumentaria y los adornos que podían usar. La Iglesia se estableció como un segundo poder reordenador, con competencia para adecuar el calendario de los días de trabajo, de descanso o de fiesta; el ritual que marcaría el ciclo de la vida de cada persona, desde el nacimiento hasta la muerte; las creencias religiosas obligatorias o prohibidas, incluyendo entre estas últimas muchas herejías peninsulares, que se trataba de erradicar conjuntamente con los cultos indígenas. Para el cumplimiento de tales cometidos fueron traídos a América primero, los evangelizadores y catequistas, y después, un vastísimo clero con todas sus jerarquías. Y por fin, los tribunales del Santo Oficio para actuar en las tierras nuevas con el mismo poder de coerción y con el mismo fanatismo que solían usar en la península. Desde entonces, tanto sobre la población neoamericana como sobre la española, pendieron las amenazas de las citaciones de los inquisidores; las delaciones y las persecuciones ampliaron el círculo de temor. Actuando conjuntamente, el Estado y la Iglesia, regían la reedificación sociocultural, orientándola intencionalmente hacia metas específicas. Eran éstas, en primer lugar, la construcción de nuevas sociedades complementarias de la metrópoli y destinadas a proveerla de una fuente inagotable de riquezas; en segundo lugar, la extensión de la cristiandad, entendida más como la restauración de los estamentos medievales que como culto. En este proyecto exógeno, se señalaba al pueblo conquistado el papel de un proletariado externo, destinado a generar con su trabajo las riquezas requeridas por el conquistador, así como la pacífica adecuación de las funciones subalternas que les eran prescritas. Fuera de estas esferas de acción intencional, se hacían sentir otras modalidades de interinfluencia cultural. Los propios españoles participaban de hábitos, creencias y ambiciones que no se avenían con el proyecto y que matizaban el cuadro con tintes contrastantes. Los indígenas, a pesar de la sojuzgación, tampoco constituían una materia de la plasticidad deseada. En sus costumbres, creencias y gustos persistían esperanzas, que a pesar de todas las presiones hacían cierta resistencia y que acabaron por incorporarse a la nueva configuración cultural, a medida que ésta se fue cristalizando. Luego de cinco o seis décadas, las protocélulas de la sociedad naciente se habían estructurado en una nueva configuración cultural, capaz de absorber tanto a los otros grupos indígenas incorporados por la expansión del dominio colonial, como a los contingentes europeos y africanos llegados más tarde. Sus piedras angulares eran la ordenación civil y religiosa, establecidas como contrapartes coloniales de la sociedad metropolitana, cuyas instituciones económicas, políticas y religiosas se repetían en el producto espurio. Esta ordenación no sólo moldeaba a las nuevas sociedades, sino que las incorporaba al mercado mundial como áreas coloniales esclavistas de la formación mercantil salvacionista que asume España. Este vínculo es el que dinamiza las sociedades nacientes, las vuelve viables desde el punto de vista económico, y les impide sumergirse en un estancamiento feudal. Esa misma ordenación daría sentido a las formas utilizadas en el reclutamiento de mano de obra, desde la forma esclavista de los primeros días, hasta el trabajo asalariado de hoy. A través de todos estos mecanismos, el vínculo capitalista mercantil iría encadenando a las poblaciones americanas a la economía mundial, y al mismo tiempo, las haría avanzar desde el punto de vista histórico, hacia etapas más altas de la evolución cultural. Este proceso de actualización histórica tenía lugar por la transformación de sociedades autónomas en colonias de naciones más desarrolladas. En la esfera de la producción, las nuevas configuraciones combinaban la vieja tecnología indígena, adaptada a las condiciones ecológicas locales, con una serie de innovaciones seleccionadas del fondo cultural ibérico, que resultaban más aptas para elevar la productividad del trabajo y enriquecer la dieta, el vestido o la habitación. Entre éstas se cuentan como las más importantes: la introducción del cultivo de cereales, legumbres y frutas europeas; la crianza de animales de tracción y de silla y productores de carne, lana, leche y cueros; la difusión de arados y carros, así como de herramientas y técnicas nuevas, aplicadas a la carpintería, construcción, alfarería, cordelería, tejeduría, pesca y finalmente la elaboración de aguardiente y jabón. Todos estos elementos fueron introducidos en el patrimonio cultural neoamericano, conjuntamente con el sistema ibérico de pesos y medidas, la economía monetaria y la propiedad privada de la tierra y de los bienes, transformándose el orden social preexistente. Este conjunto de técnicas, instituciones y creencias, americanas e ibéricas, se fue fusionando progresivamente, basta formar un complejo cultural distinto de sus matrices. A pesar de carecer de autonomía en su desarrollo, ya que estaba condenado a crecer dentro de los marcos coloniales, este complejo habría de proporcionar las bases sobre las que se erigirían las etnias nacionales de los Pueblos testimonio. Lo que ellos tienen boy de común deriva tanto del hecho de ser el resultado del encuentro de dos altas culturas —la indígena y la europea—, como del de haber participado del fondo cultural ibérico; y asimismo, del de haber sido sometidos a idénticas formas de adecuación socio-económica. Esta múltiple herencia los haría a un tiempo, Pueblos testimonio, neolatinos modernos, y sociedades nacionales aspirantes a una integración autónoma en la civilización mercantil primero, y más tarde, en la civilización industrial. La acomodación impuesta por el conquistador de las poblaciones indígenas mexicanas e incaicas a sus intereses y especialmente los mecanismos de dominación utilizados durante el largo período colonial les provocaron deformaciones estructurales aún hoy apreciables. Entre otras, pueden señalarse: la acentuada distancia social existente entre las capas dirigentes y el pueblo, y la división de aquéllas en sectores patricios y oligárquicos distintos, aunque recíprocamente complementarios. Los agentes oficiales de la ordenación colonial de Mesoamérica y de los Andes, compusieron tempranamente una aristocracia burocrática, estatal, militar y eclesiástica, diferenciada de las oligarquías locales, formada por los herederos de los conquistadores. En las sociedades coloniales, esta aristocracia peninsular representaba la Corona y la Iglesia, en cuyo nombre ejercía el poder político, militar y administrativo y regía la vida social. Las instituciones administrativas, militares y religiosas que controlaban la colonia, constituían su “hacienda”. En los años siguientes a la conquista, se entablaron serios conflictos entre esta aristocracia burocrática y los conquistadores que pretendían ejercer también el poder político. Se estableció después un modus vivendi que permitió a cada uno jugar su papel de manera que se complementaran el poder político-religioso y el económico-productivo. La Corona consolidó su dominio mediante el establecimiento de una vasta maquinaria gubernamental de recaudación de impuestos y de afirmación del sistema; la Iglesia amplió sus controles en el campo espiritual, sacramentando el orden social, mientras se hacía acreedora a una parte importante de la riqueza incautada o creada; la oligarquía, diferenciada en sectores agrarios y mineros, se dedicó a enriquecerse, tanto gracias a la multiplicación de las unidades empresariales, como a la reducción del consumo popular, y también a ennoblecerse mediante la compra de títulos y regalías monárquicas y religiosas. Se divide así la clase dominante, volcándose unos al campo económico y otros al político y militar, aunque ambos se hallaban unidos frente al enemigo común, constituido por los pueblos objetos de su explotación. Durante tres siglos, la historia política de los Pueblos testimonio sería una sucesión de fricciones entre las autoridades municipales y las metropolitanas, motivadas por las disposiciones reales referentes al régimen de trabajo, a la creación de monopolios (alcohol, tabaco, sal, etcétera) o a la fijación de impuestos. Pero estas oposiciones a una autoridad tiránica o a un obispo desconceptuado, rara vez llegarían al grado de rebeldías. Aún en estos casos, la resistencia se concretaba apenas en una declaración formal de que, tal instrucción sería “obedecida pero no cumplida”, o a lo sumo, en el derrocamiento de la autoridad indeseable, al grito de “viva el rey, muera el tirano”. Simultáneamente, sin embargo, sucediéronse alzamientos de indios, forzados al trabajo de las minas o de las haciendas, contra la opresión a que se veían sometidos. Varios de ellos se prolongaron por años, convulsionando extensas regiones y movilizando decenas de miles de indios para el combate. Mas todos acaban siendo dominados. Eran insurrecciones de clases subalternas que se lanzaban contra el sistema mismo, pero que carecían de capacidad para reordenarlo, aun cuando transitoriamente resultaran victoriosas. sólo en la última década del siglo xvm a estas tensiones populares se sumaron las disensiones entre criollos y peninsulares, orientándose ambas hacia objetivos autonomistas. Con la victoria de estos movimientos y la proclamación de la independencia, los liderazgos criollos se transformaron en patriciado, que sustituyó a la antigua aristocracia colonial, pero mantuvo la mismo ordenación oligárquica. La postrer tarea de muchos libertadores fue la de aplastar insurrecciones que ellos mismos habían atizado y que proseguían aún después de proclamada la independencia, en un esfuerzo orientado a conquistar un orden social más justo. La división de la clase dominante en un poder patricial burocrático, integrado por políticos, militares y religiosos, y en un poder económico representado por el patronato rural y urbano, subsistió luego de la independencia, adoptando nuevas posturas —“republicanas” o “liberales”— pero conservando siempre un idéntico contenido antipopular. En consecuencia, las rebeliones populares se reavivaron, enfrentando las clases marginales, descendientes de los indios sojuzgados, a los descendientes de sus opresores. Esta continuidad histórica de la dominación, primeramente colonial y aristocrático-oligárquica, después patriarcal-oligárquica, pero en todo momento oligárquica, conjuntamente con la vivida conciencia que de ella adquirieron las clases dominadas, es uno de los rasgos más característicos de los Pueblos Testimonio. Otro rasgo lo constituye el sentimiento popular de irredención, siempre pronto a estallar en revueltas emancipadoras, distinguidas hasta épocas recientes por su carácter milenarista, pero que desde la revolución mexicana han pasado a definirse y estructurarse como movimientos revolucionarios. II. LOS MESOAMERICANOS La capital de México es la más prodigiosa ciudad del continente. Su civilización presenta tres dimensiones —la indígena, la colonial y la nacional— que se manifiestan simultáneamente de mil modos en las calles, en las casas, en las maneras, en los trajes y la postura de los mexicanos de las distintas clases, lo que crea un ambiente cultural vigoroso y contrastado. La dimensión indígena que fue una de las más altas expresiones de la creatividad humana, no se conserva sólo en los museos: ella late en los modos de vida del pueblo. La dimensión colonial, más pujante que en cualquier otro país de América, se expresa en la manera de ser de los mexicanos que, aun inconscientemente la reflejan en la lengua que hablan, en la forma que ha adoptado la familia, en la religiosidad, en los hábitos ibéricos en general. Se dibuja también en las catedrales y en los palacios de estilo europeo, transfigurados y sublimados por los artesanos indígenas que los edificaron. La dimensión moderna florece por toda la ciudad en sus fábricas y avenidas, y principalmente en la arquitectura de algunos núcleos, como la ciudad universitaria; adquiere también expresión en su población cosmopolita. La capital del México actual se edificó sobre las ruinas de Tenochtitlán, capital de los aztecas, ciudad acuática construida, en parte, en elevaciones naturales y en parte sobre plataformas, entre lagos y canales. La reconstrucción arqueológica de la urbe que Cortés descubrió y destruyó, sorprende por su dimensión y suntuosidad. Era probablemente una de las mayores ciudades del mundo en su tiempo y seguramente mayor que Madrid. 1 El Zócalo, plaza central de la capital mexicana —ombligo del mundo— pavimentada con grandes lozas de granito negro, sin bancos para que allí todos permanecieran de pie como corresponde al centro cívico de la nación, es el símbolo de México. Un lado del Zócalo se halla cubierto por la vieja catedral, muy solemne por el estilo austero con que la Iglesia católica quiso manifestar allí su dominación sobre los cultos de los antiguos mexicanos, descomunal por sus proporciones, edificada sobre las ruinas del principal templo de Tenochtitlán. En otro lado del Zócalo se yergue el Palacio de Gobierno, construido sobre la residencia Cuauhtémoc, el jefe indígena martirizado y muerto por Cortés. Dentro del palacio, en los murales de Rivera y Orozco, desfila la historia mexicana. En uno de ellos estrechan sus manos Marx y Juárez, el ideólogo europeo y el niño mixteco que llegó a (presidente y que grita en el mural la consigna orgullosa de la autodeterminación mexicana: Por mi raza hablará el espíritu. En toda la ciudad se siente el problema nacional de los mexicanos modernos: la influencia norteamericana, que se expresa en la frase popular más característica: Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Norteamérica. 1. EL MEXICO AZTECA-NAHUATL En el centro y sur del actual territorio mexicano y en Guatemala florecieron dos de las más pujantes y singulares civilizaciones. Los arqueólogos reconstruyen hoy con riqueza de detalles la historia de su desarrollo, desde los niveles más primitivos, hasta los diversos apogeos que florecieron sucesivamente en diversos puntos. En Guatemala como cultura maya, y en México como cultura azteca, alcanzan la cumbre las civilizaciones urbanas basadas en la agricultura de regadío, en un amplio sistema mercantil, en la estratificación de la sociedad en clases profundamente diferenciadas y en formas complejas de organización política —tales como estados— que extendían su soberanía sobre vastísimas regiones. En México los conquistadores encontraron el último foco de estas civilizaciones: los aztecas, de lengua náhuatl, entonces en pleno vigor de su creatividad y su dominio. Se estructuraban en una confederación integrada por tres pueblos: Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan, bajo la hegemonía de los primeros, que tenían la jefatura del ejército y del culto y cuya capital era la sede de las decisiones. Cada pueblo se dividía en parcialidades de organizaciones clásicas y contaba con instituciones de gobierno autónomo. La confederación mexicana llevó su dominio a un área que abarcaba la mayor parte de los territorios de México y Guatemala actuales, a cuyos pueblos había sometido, obligándolos a pagar tributos consistentes en bienes y en personas, a los que había unificado en un sistema mercantil común. Los cálculos de la población del México precolombino varían extraordinariamente, pero es probable que fuera muy superior a la de la Península Ibérica de la misma época, estimada en 10 millones de habitantes. 2 Esa población vivía en ciudades y en el campo, estamentada en clases rígidamente diferenciadas. El estrato superior comprendía una nobleza no hereditaria y un patriciado de sacerdotes y altos funcionarios. El intermedio estaba integrado por comerciantes cuya importancia creciente comenzaba a darle la configuración de un empresariado debido a la posesión de bienes de producción, inclusive tierras de cultivo, metales preciosos y cacao; este último se usaba como moneda. Todas estas categorías se asentaban sobre una enorme masa campesina que labraba la tierra y se ocupaba de los oficios artesanales. La civilización azteca contaba con una escritura propia, un calendario preciso y había alcanzado una etapa de desarrollo urbano comparable al de la egipcia o la babilónica. Sus ciudades, dotadas de amplias avenidas, pirámides escalonadas, cubiertas de esculturas monumentales y palacios residenciales, se incluyen entre las más altas creaciones arquitectónicas del mundo. En ellas vivía, además de la nobleza y los sacerdotes, una gran población urbana compuesta por funcionarios, comerciantes y artesanos altamente calificados, cuyas obras en piedra, metal y cerámica alcanzaron elevados niveles artísticos. La hegemonía azteca sobre los otros dos pueblos sólo fue alcanzada un siglo antes de la conquista, y marchaba todavía hacia su consolidación bajo la forma de un Imperio Teocrático de Regadío basado en una economía agro-artesanal, incipientemente comercial, y en un Estado teocrático-militar absolutista. El núcleo principal del imperio estaba regido por normas tradicionales desarrolladas a partir de una antigua estructura clánica y patrilineal y en las áreas conquistadas más recientemente, por medio de un sistema de colonización a cargo de jefaturas militares. En el tiempo de la conquista el territorio de Tenochtitlán se hallaba repartido en cuatro secciones principales divididas a su vez en veinte unidades administrativas locales o calpulli. Cada una de ellas tenía sus propias autoridades civiles, militares y religiosas, designadas por las jefaturas de las respectivas secciones de acuerdo con las normas clánicas y el deseo de los miembros del calpulli, manifiesto en asambleas. La administración civil era cumplida por una nobleza burocrática no hereditaria, que recibía sus puestos, títulos y bienes como recompensa por los servicios prestados en la judicatura, en el reparto de tierras, en la cobranza de tributos, en el control de almacenes, de la distribución de las zafras, de la producción artesanal y de los mercaderes que negociaban con los pueblos de la periferia. Los jefes militares se encargaban de las funciones de policía y del adiestramiento de las tropas para la guerra religiosa; también eran premiados con bienes y con el usufructo de tierras y servicios personales. El clero, además del culto, se ocupaba de la educación de las nuevas generaciones nobles en grandes internados (calmécac), orientada al cumplimiento de las funciones civiles, religiosas y militares, que serían llamados a desempeñar de acuerdo a sus méritos. En estas escuelas se enseñaba principalmente la escritura, la astronomía, la historia y la religión. Otro tipo de instrucción, preponderantemente militar, era impartido a la gente común. A cada cargo civil o militar, parecían corresponderle ciertos privilegios que incluían no sólo el usufructo de tierras cultivables sino también la utilización de servicios personales del campesinado local. A todos los hombres que contraían matrimonio las autoridades del respectivo calpulli les entregaba una parcela de tierra que se destinaba al sustento de la familia, con la obligación de pagar un tributo consistente en la tercera parte de la cosecha. Sobre cada familia recaía, además de esta carga, la obligación de prestar servicios en las propiedades del clero o en las de la nobleza civil y aun en las grandes obras de irrigación, así como en la construcción de ciudades y templos; esto se hacía mediante movilizaciones especiales de fuerza de trabajo. Un estrato social minoritario y más bajo estaba compuesto por personas degradadas por la comisión de crímenes —traición, homicidio, hurto— o comprometidas por deudas personales o familiares, de bienes o tributos; todos estos caían en la condición de siervos puestos al servicio de otros por toda su vida. Individuos de esta categoría y miembros de los calpulli, afectados por los servicios obligatorios, cultivaban las tierras dadas en usufructo a los grandes señores y con ellos se organizaban los cuerpos de cargadores al servicio de los grandes mercaderes. Como se ve, la sociedad mexicana configuraba una estructura social estratificada, asentada principalmente sobre una vasta capa rural libre, concentrada en aldeas de campesinos y artesanos que cultivaban las tierras vecinas, fabricaban sus instrumentos de trabajo, reproducían sus condiciones de vida de acuerdo a las pautas tradicionales de subsistencia y proveían un excedente de bienes transferibles a las otras categorías, así como un excedente humano que podía ser reclutado para la guerra o para formar el artesanado urbano. El elemento integrador más importante del ethos azteca lo constituía probablemente la concepción místico-religiosa de la predestinación que se atribuían en su calidad de Pueblo del Sol. De acuerdo con estas creencias, el movimiento, la luz y el calor solar se lograban por medio de sacrificios humanos propiciatorios. La necesidad de víctimas para estos sacrificios, que significaban un gran número de cautivos, eran el aliciente de su actividad guerrera. Estas creencias no sólo confirieron a los aztecas el impulso que los hizo capaces de imponer su dominio a otros pueblos, sino que también produjeron una concepción general del mundo a la que trataban de atraerlos y dentro de la cual los aztecas se definían como los mantenedores del Sol y por lo tanto de la vida y la prosperidad de todos. además del culto al Sol — Tonatiuh— la religión de los mexicanos se fundaba en un cuerpo de creencias y de prácticas cumplidas de acuerdo a vaticinios y presagios, por los cuales los sacerdotes determinaban los sacrificios y ofrendas a otras divinidades como Huitzilopochtli, dios de la guerra, y Tlaloc, dios de las lluvias, entre muchos otros. A diferencia de los aztecas, obcecados con la visión místico-guerrera de la que derivaban su autodestinación del Pueblo del Sol, los Texococo adoraban principalmente a Quetzalcóatl, una divinidad benigna, definida como un ser supremo al que debía rendirse culto por medio de la oración, el canto y la poesía, y al que repugnaban los sacrificios humanos. Debe agregarse que este dios era descripto como un personaje de tez blanca y largas barbas, que se esperaba viniese a vivir un día entre los hombres para actuar como reformador de las costumbres. Esta creencia parece haber representado un papel relevante en la paralización de los guerreros mexicanos frente al asalto español. Se cree que la identificación de los invasores blancos, barbudos y velludos, poseedores de armas de fuego y caballos —señales todas de su extraordinaria naturaleza— con la divinidad benéfica cuyo advenimiento auguraba su propia tradición, los indujo a enfrentar a los españoles con los exorcismos de sus sacerdotes en lugar de hacerlo con las armas de sus ejércitos. La tradición azteca relata efectivamente todo el celo con que Moctezuma procuró obsequiar a los invasores, ofrendándole joyas y adornos de plumas, cuidadosamente elaborados por los artesanos reales como correspondía a Quetzalcóatl. Pero más que los efectos de esta identificación, lo que explica la paralización que dejó inerme al pueblo mexicano ante tan reducido número de invasores, son otros factores que operaron con posterioridad a la iniciación de los combates. Entre éstos se destacan: los efectos de las epidemias de viruela con las que fueron contaminados por los blancos; el papel representado por su propia estratificación social, dominada por una estrecha capa noble que concentraba el máximo poder de dominio sobre los restantes estratos sociales; y las tensiones étnicas existentes entre los tres pueblos confederados, cuyas jefaturas procuraron aliarse con los conquistadores para enfrentar la dominación de Tenochtitlán. La estructura social profundamente estratificada, expresión del alto grado de desarrollo alcanzado por los mexicanos se volvería no obstante su principal debilidad ante el ataque de hombres tan distintos a todos los que hasta entonces habían enfrentado y vencido. A lo largo de un proceso secular de diferenciación social, se había formado un pequeño estrato aristocrático encargado de las tareas de mando, adecuándose la masa popular al papel de categoría subalterna. Desaparecida la jerarquía señorial —rápidamente aniquilada por la osadía del invasor, en momentos en que intentaba una actitud conciliadora— cupo a los conquistadores tan sólo sustituirla, al modo de una nueva aristocracia. Su tarea se vio facilitada por la obediencia que el pueblo secularmente guardaba a estos nobles, reputados inmensamente poderosos ya que ejercían el control del culto, y se les vinculaba por ello estrechamente a las divinidades. La capa intermedia de sacerdotes, funcionarios y militares, al ver abatida su jefatura, en lugar de tomar a su cargo la prosecución de la lucha —tal como ocurrió con todos los pueblos de nivel tribal de América, menos desarrollados culturalmente— intentó aproximarse al invasor para continuar desempeñando su papel de intermediación, esta vez al servicio de los nuevos amos. Manteniéndoles algunos de sus antiguos privilegios (como el de la exención tributaria) y ampliándoles otros (sus servidores personales temporarios fueron convertidos en esclavos y el usufructo de tierras se transformó en propiedad) , los españoles buscaron poner toda la población bajo su dominio. En cuanto al papel representado por la viruela en la quiebra de la sociedad mexicana, fácil es imaginar las dramáticas consecuencias de su irrupción. Aquella población perpleja ante la violencia sanguinaria de los conquistadores —que en el caso de ser dioses, serían de la estirpe del destructor Huitzilopochtli, y no de la del benigno Quetzalcóatl— veía abatirse ahora sobre ella la nueva condena de la epidemia. La enfermedad desconocida, repugnante y fatal, que quemaba con su fiebre y pudría en vida las carnes, para la que no había ningún remedio posible, presentaba todos los signos de un castigo sobrenatural. La rapidez de su propagación en una población carente de inmunidad, hizo que muy pronto se diseminara por todos los núcleos, diezmando tal cantidad de personas, que llegó un momento en que prácticamente no había ya manos sanas capaces de cuidar los enfermos, de alimentar a los vivos o de enterrar a los muertos. 3 A la viruela, seguirían otras dolencias, muchas de ellas igualmente letales, con las que el hombre blanco contaminaría la América indígena: afecciones pulmonares e intestinales que costarían millones de vidas; caries dentales que pudrirían las bocas; fiebres puerperales que matarían las madres y sus vástagos; enfermedades venéreas que también cegarían y matarían a millones; tétanos, tracoma, tifus, paperas, lepra, fiebre amarilla y toda una vasta serie de otros males, hasta entonces desconocidos. La civilización europea, se difundía en América gracias a su armadura biótica. Los agentes patógenos resultaban estupendos aliados de la conquista, ya que si no eliminaban las poblaciones y con ellas la resistencia, debilitaban enormemente a las que sobrevivían a su impacto. Pero este proceso estaba sostenido además por el llamado espíritu empresarial y por el impulso catequista. La ambición de pillaje de las talasocracias y del capitalismo mercantil, aunque incipiente, abrasaba al conquistador en el afán de atesorar riquezas mediante el reclutamiento de hombres, consumiéndolos como combustible de sus empresas productivas. Por otro lado, los Imperios Mercantiles Salvacionistas, caracterizados por su expansionismo misionero, no escatimaban esfuerzos cuando se trataba de erradicar las “herejías gentílicas” y ampliar el reino de la cristiandad. La población mexicana, doblegada por estos tres tipos de presiones, después de reducirse drásticamente,4 debió reconstituirse como una etnia nueva, y no lo logró a través de enfrentamientos espectaculares sino manteniendo una resistencia soterrada, casi podría decirse vegetal. Un pensador europeo apreciando siglos después el drama de la conquista, juzgó que la civilización azteca náhuatl desapareció. “...asesinada en la plenitud de su evolución, destruida como una flor que un transeúnte decapita con su vara. Todos aquellos Estados, entre los cuales había una gran potencia y varias ligas políticas, cuya grandeza y recursos superaban con mucho a los de los Estados grecorromanos de la época de Aníbal; . . .todo eso sucumbió, y no como resultado de una guerra desesperada, sino por obra de un puñado de bandidos que en pocos años aniquilaron todo, de tal suerte que los restos de la población muy pronto habían perdido el recuerdo del pasado” (O. Spengler, 1958: 58/59). más elocuente que Spengler en la apreciación de la tragedia americana, son los testimonios indígenas de ella: relatos, poemas y cantos, en los que registraron su propia visión de la conquista. Los versos siguientes, seleccionados y publicados por M. León-Portilla, resultan altamente expresivos. "... Y todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos: con esta lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados. En los caminos yacen dardos rotos; los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y están las paredes manchadas de sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. Se nos puso precio. Precio del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella. Basta: de un pobre era el precio sólo dos puñados de maíz, sólo diez tortas de mosco; sólo era nuestro precio veinte tortas de grama salitrosa. Oro, jades, mantas ricas, plumajes de quetzal, en nada fue estimado, todo eso que es precioso en nada fue estimado. Llorad, amigos míos, tened entendido que con estos hechos hemos perdido la nación mexicana. El agua se ha acedado, se acedó la comida! Esto es lo que ha hecho el Dador de la vida en Tlatelolco... ...”5 La conciencia nacional mexicana no podía dejar de quedar marcada por estos episodios, y su cultura siglos después, aún se divide entre las dos herencias: la civilización original, aplastada pero sobreviviendo en todo lo que fuese compatible con su nueva vida de pueblo dominado; y la matriz europea que se esforzaba por fundir a los neomexicanos en una nación moderna. Es por todo esto que en México, simples hombres de pueblo nos hablan del drama de Cuauthémoc como si hubiese ocurrido en el día de ayer, tal es su indignación con el conquistador. Por esto también un amigo español no nos quiso acompañar en nuestras andanzas por la ciudad de México, 150 años después de la Independencia, en el día de su conmemoración, temeroso de que sobre él se volcase el resentimiento popular por el drama de la conquista. 2. LA RECONSTRUCCION ETNICA Sobre estas poblaciones mexicanas, estructuradas como una civilización urbana y con un alto nivel de organización económica y política, pero postradas por el asalto y por las epidemias, se lanzaron los “colonizadores” españoles como un castigo. Los capitanes de la conquista, fuera del botín obtenido en el primer momento, recibieron de la Corona como premio, dilatados territorios cuyas poblaciones quedaron libradas a su codicia. más tarde llegó toda una cohorte de aventureros que se adueñaron progresivamente de las áreas restantes, con sus respectivos pobladores, quedando todo sometido a su dominio. Con ellos llegaron los misioneros con el cometido de sujetar a los indígenas, a sangre y fuego, a un nuevo orden moral, pregonado como una filosofía redentora pero concretado como una justificación de la conquista y del reclutamiento compulsivo de aquellos hombres al nuevo sistema. Luego de un siglo la población mexicana aborigen se vio reducida a 1,5 millones de personas. Había sido consumida por las pestes llevadas por el blanco, y por las dos formas básicas de sujeción: la mita para el trabajo esclavo, en la minería, y la encomienda para la servidumbre agrícola. Debido a este desgaste humano y a estas formas de compresión social, dos o tres decenas de millares de españoles se convirtieron en la nobleza de la nueva sociedad mexicana, reducida y transformada a tal punto que apenas componía una imagen degradada de lo que fuera. El reclutamiento de mano de obra indígena para el trabajo bajo el dominio español, se hizo a través de la combinación de una serie de procedimientos. Primero mediante la apropiación de las tierras cultivables por los conquistadores y sus aliados, seguida de la introducción del instituto de la propiedad individual libremente enajenable. Segundo por la conscripción del indígena para el trabajo, inicialmente en la aflictiva condición de esclavo sometido al poder absoluto de su amo; más tarde, bajo diferentes disfraces. Estos tenían por finalidad aplacar los problemas de conciencia del clero y de la realeza, más que liberar efectivamente al campesinado. Eran así, antes mecanismos de ordenación formal del dominio y de la explotación que esfuerzos tendientes a manumitir al pueblo sometido. Con la aprobación institucionalizada de la tierra, el campesino libre, usufructuario de una gleba sobre la cual debía pagar tributo, se vio transformado en un esclavo del nuevo amo, que sobre él ejercía los derechos absolutos de señorío, de acuerdo a la tradición europea. Estos derechos a la esclavización se irían debilitando con el tiempo; sin embargo nunca hasta el punto de hacer peligrar el poder de conscripción de la fuerza de trabajo puesta al servicio de la capa dominante, como su principal fuente de enriquecimiento. Vale decir que jamás, en el régimen colonial y en el que lo continuaría hasta la revolución mexicana, se llegó a restaurar el carácter original de las comunidades aztecas, dedicadas esencialmente a la provisión de su subsistencia dentro de una sociedad estratificada, pero con un alto grado de responsabilidad social para con sus miembros. El desgaste de la población provocado por la colonización no preocupó mayormente a España. después de todo, los que sucumbían eran esclavos baratos que sólo costaban el precio de su conquista y que según parecía, nunca habrían de agotarse. más tarde, cuando fue evidente que la gran riqueza a explotar no consistía en las fuentes originales de saqueo, sino en el producto del trabajo de una población que menguaba cada día, la Corona obligó a los conquistadores a adoptar otras formas para el reclutamiento de la mano de obra, que hicieran posible una mayor conservación de la fuerza de trabajo de la colonia. así progresó el sistema de la esclavitud despiadada y no institucionalizada hacia la encomienda, que modificaba a aquélla disfrazándola, bajo el pretexto de organizar el trabajo de los indios y de conducirlos a la conversión y a la integración en la cristiandad. Se pasó después al régimen de los repartos forzosos, que aseguraba a los indios reclutados el derecho a un salario mínimo; esto era sin embargo tan insignificante, que la situación efectiva de miseria y sujeción en que vivían, apenas se vio alterada. Finalmente, se alcanzó la etapa del trabajo libre, aunque esta libertad resultaba puramente nominal, ya que para ese entonces casi todas las tierras habían sido objeto de apropiación y se habían dividido en suertes de estancias, con lo que los indios quedaban encerrados dentro de ellas. En este estadio de la organización del trabajo de la colonia, las deudas —reales o supuestas— que contraían los indios por suministros que les daba la hacienda, cumplían la función de mantenerlos atados al trabajo de la misma. Estas diversas formas de ordenamiento social no sólo colocaban enteramente a la sociedad mexicana al servicio de sus dominadores locales o metropolitanos, sino, que constituían las condiciones necesarias para una transformación cultural profunda que al fin le daría una fisonomía étnica distinta. El proceso de aculturación en estas circunstancias no actuó como un encuentro ni como la recíproca influencia de dos patrimonios culturales diferentes y autónomos. Operó sí, como un esfuerzo tendiente a plasmar, más allá del mar, un retoño de España compuesto a su imagen y semejanza, no obstante lo cual su carácter y función sería el de una formación subalterna, organizada y disciplinada como fuente perenne de riqueza para exclusivo beneficio de aquélla. Los mecanismos fundamentales para la consecución de este objetivo, fueron el reclutamiento de mano de obra y la integración de los centros productivos mexicanos en el sistema mercantil europeo, como proveedores de riquezas minerales. Con este arbitrio, se quebró la estructura económica original, inaugurándose otra en la cual resultaba impracticable tanto la conservación de la antigua cultura como la de las modalidades propias de las sociedades ibéricas. Por largo tiempo luego del trauma cultural que siguió a la conquista, México careció de un estilo de vida propio y de una cultura auténtica; tuvo en cambio corrientes contrapuestas de tradiciones originales y extranjeras, en colisión recíproca, incapaces de cristalizarse en una nueva cultura. Imbuida de esta cultura enajenada, la nueva sociedad mexicana que creció espuria, necesitó de dos siglos para rehacerse como formación auténtica, capaz de componer una etnia nacional, cuya aspiración fuera la autonomía en la conducción de su propio destino. Caracterizó estos dos siglos simultáneamente, la violencia opresora tendiente a españolizar, cristianizar, occidentalizar y, en una palabra, ladinizar al indígena; y la resistencia, creatividad y lucha de estos ladinos que, de este modo, se transformaron en un pueblo en sí, en vez de un “proletariado externo”, servil del proyecto europeo que dirigía su vida. La etnia resultante surgió como una formación sociocultural nueva, diferenciada tanto de las matrices originales cuyos modos de ser y de vivir no eran ya viables, como del modelo europeo, dentro del cual la querían encajar para cumplir un papel subalterno y previamente prescripto. Pero surgió también como heredera de los dos patrimonios, no sólo diferentes sino opuestos, llevando dentro de sí un conflicto que volvería su vida cultural irremediablemente espuria. Esta internalización de los dos patrimonios civilizatorios y el esfuerzo por fundirlos e integrarlos en una nueva cultura auténtica, es el gran desafío que enfrenta el pueblo mexicano para construirse a sí mismo. La superación de este desafío se va haciendo a lo largo de siglos como un prolongado y complejo proceso de aculturación de la herencia indígena, en contacto con los nuevos modos de vida y las nuevas concepciones llegadas de Europa, y un esfuerzo de redefinición de estas innovaciones a fin de ajustarlas al viejo contexto continuamente modificado. A pesar de su europeización, la capa dominante también fue atrapada por el proceso de aculturación, llegando en su esfuerzo por sobrevivir, crecer y enriquecerse en el mundo nuevo, a diferenciarse muchísimo de sus matrices. Sus integrantes todavía se comportaban como desterrados, suspirando por una Europa que jamás habían visto, ya que varias generaciones habían nacido en América. No obstante, comenzaban a considerarse como una nobleza nativa diferente de la continental, por el tipo físico marcado por el mestizaje, y sobre todo por la opulencia que emanaba de sus minas de plata, del ejercicio de rendidores monopolios reales, y principalmente de sus haciendas. Vivían en esas haciendas (en cuya posesión se sucedían los primogénitos en virtud del instituto del mayorazgo) asentando su altanera señoría en sus títulos nobiliarios —heredados o comprados— y en el poder de vida y muerte sobre indios y ladinos. Su negocio era la agricultura y la crianza de bovinos y mulares, empleados en el transporte y en el trabajo de las minas. Sus gustos refinados exigían un gran consumo de artículos suntuarios; las dimensiones y adornos de sus palacetes e iglesias privadas, que erigían en el casco de las haciendas, eran la expresión orgullosa de su riqueza. Finalmente, la clase de estos señores naufragó en el mar de deudas a que los condujo su gusto por el boato. En la última década del siglo xviii, la mayoría de estas haciendas cayeron bajo el dominio del clero, a causa de la falta de pago de hipotecas sobre los diezmos y derechos eclesiásticos. Muchos de sus propietarios, se transformaron entonces en administradores de los bienes de la Iglesia con derecho a usar sus títulos y a ejercer su mando, pero con la obligación de cuidar mejor el patrimonio para pagar las rentas que les eran exigidas. La oposición creciente de los intereses de esta clase dominante en relación a los agentes europeos del poder colonial, y los choques resultantes de las diferencias entre su modo de ser y el peninsular, paulatinamente los llevaron a la convicción de que constituían ya el liderato de una etnia nueva, que únicamente podría afirmarse dentro del marco de una nacionalidad independiente. Representó un papel decisivo en esta toma de conciencia el patrimonio urbano de comerciantes y patriciado nativo de letrados, sobre todo estos últimos, que consideraban la separación como un negocio dadas las ventajas inmediatas derivadas de la reducción del número de los socios en la explotación del país. sólo así podrían aspirar a los beneficios y honores que les estaban vedados por ser nativos y mestizos. Pronto fue evidente para toda la clase dominante que la Independencia sólo podría traerle ventajas puesto que la ordenación social habría de permanecer incambiada, con la masa indígena y ladina adscripta a las haciendas y las minas trabajando disciplinadamente para sus amos. La decadencia de España, incapaz de integrarse en el nuevo proceso civilizatorio desencadenado por la Revolución Industrial y de enfrentar los nuevos centros de poder imperialista —sobre todo el inglés—, estimuló esos movimientos emancipadores; la clase dominante local tuvo, entonces, la oportunidad de desligarse de la condición colonial y de integrarse en el sistema económico emergente, como área neocolonial. La emancipación se lleva a cabo como una aspiración nacional, pero también como un proyecto propio de la oligarquía, que accede finalmente a representar el papel de élite de la sociedad neoamericana, en trance de hacerse nación. Las luchas cruentas que siguieron a la Independencia, se desencadenaron principalmente a causa de conflictos surgidos por el reparto del despojo colonial. Los adversarios fueron sobre todo, la nueva capa dirigente y el clero; y su motivo, la derogación del cuasi-monopolio que la Iglesia ejercía sobre la propiedad territorial. La vieja oligarquía latifundista, más comprometida con los intereses eclesiásticos y más alienada se embarcó, a mediados del siglo pasado, en una aventura europea que impuso a México un emperador europeo, de “pedigree” perfecto, coronado con el apoyo de las tropas francesas. De contragolpe, se produjo una formidable reacción popular encabezada por Benito Juárez, que no sólo expulsó a los invasores sino que inició un amplio programa de reformas de carácter nacional y popular, nacionalizando los bienes del clero, demasiado comprometido con la intentona e imponiendo severas restricciones a su injerencia en la vida nacional. Se siguieron luego prolongados conflictos entre los caudillos regionales y entre éstos y las autoridades nacionales, que desangraron al pueblo enrolado en unas y otras facciones. Como resultado de todas estas luchas, se operó la transferencia de los bienes eclesiásticos a los latifundistas antiguos y recientes, bajo los cuales el campesinado continuaría sufriendo la misma explotación. Esta incluso se vio aumentada con el fraccionamiento de las tierras comunales y la expulsión de los campesinos que gozaban de su usufructo, decretado conjuntamente con la prohibición de poseer tierras a las congregaciones religiosas. Se aplicó sí contra el pueblo uno de los capítulos del ideario liberal: todos los mexicanos serían de ahora en adelante libres e iguales ante la ley. Pero este beneficio sólo consiguió aumentar la miseria. El único beneficio que obtuvo el pueblo mexicano por su participación en estas luchas entre facciones de la oligarquía, consistió en la toma de conciencia de la especificidad de su propia causa. Los caudillos rivales debieron levantar banderas populares para atraer a los combatientes de la masa rural, ladina e indígena, y de este modo contribuyeron mucho a la movilización, sin duda no querida, del pueblo por sus propios intereses. De ella resultaría más tarde la maduración de auténticos liderazgos campesinos movidos ya por objetivos propios. Su contraparte era la vieja clase que venía enriqueciéndose desde la conquista. A los favorecidos por la corona española luego de la conquista con tierras y vasallos, se agregaron más tarde los encomenderos, quienes tenían el piadoso cometido de catequizar a los indios paganos, engullendo para eso sus tierras y sojuzgándolos en el trabajo servil. Con la independencia la vieja clase se enriqueció aún más; primero por la compra a la Iglesia de las tierras que fue obligada a enajenar, y más tarde por la “compra” al Estado de las tierras de las corporaciones religiosas que habían sido nacionalizadas. Finalmente, por la “compra” a los indios de las tierras comunales compulsoriamente repartidas. A todas estas formas de apropiación del patrimonio agrario de la nación, se agregarían los negociados republicanos de la “colonización”, que los pusieron en posesión de todas las propiedades particulares cuyos títulos no fuesen recientes y saneados. Los descendientes de los favorecidos por la metrópoli se hicieron así los beneficiarios de la República, encontrando siempre la manera de perpetuar por medio del monopolio de la tierra, una ordenación social que no sólo los beneficiaba sino que colocaba a todo el pueblo a su servicio. En esta situación México llegó a la primera década del siglo XX: el 80% de su población de 15 millones de habitantes, vivía en los campos bajo el dominio de un millar de grandes señores, cuyas propiedades oscilaban entre 2.000 y varios millones de hectáreas. Los pequeños agricultores, artesanos y trabajadores libres, sumaban cerca de 500 mil. La masa de peones sobrepasaba los 4 millones de personas. De acuerdo con esta estratificación social, la capa dirigente mantenía el alto nivel de vida del que siempre había gozado, mientras la masa popular era cada vez más pobre. Se dividía en dos estamentos básicos: los ladinos, que por su integración lingüística y cultural habían conseguido defenderse mejor, y los indios que presentaban diferentes matrices culturales, y eran empujados a las regiones más desiertas y pobres. Su atraso no sólo era el resultado de su apego a los modos de vida arcaicos, sino sobre todo del hecho que como base de la pirámide social se hallaban en una situación de explotación abrumadora. Una vez más recibió México el impacto de una revolución tecnológica ocurrida en Europa. La primera había sido la Revolución Mercantil que llevó a los españoles a sus costas. Ahora era la Industrial, y una vez más su sociedad debió reestructurarse. Pero este cambio no fue un ascenso evolutivo y autónomo hacia una etapa más avanzada del progreso humano, sino que consistió en un violento proceso de actualización histórica, que dio como resultado una formación neocolonial más dentro del marco del imperialismo industrial. 3. LA REVOLUCION MEXICANA La ordenación social oligárquica impuesta después de las luchas por la reconquista de la independencia, asumió hacia fines del siglo pasado la forma de una estructura aún más rígida y más contrastadamente desigualitaria que la colonial. El Estado se había hecho el mantenedor de un régimen que beneficiaba desembozadamente a los latifundistas, al capital extranjero, al gran comercio y a sus dos asociados: el clero, que había vuelto a ser una poderosa fuerza de perpetuación del atraso, y la clientela de políticos, letrados y militares cuya hacienda era el erario público. El descontento frente a la desigualdad social crecía en todos los sectores populares. Su expresión más dinámica se encuentra en las huelgas obreras, que promovían los dirigentes anarcosindicalistas, y en los espontáneos levantamientos campesinos de inspiración caudillista. Movimientos de contenido liberal cundían entre las clases medias urbanas, en tanto que los intelectuales propugnaban la revolución socialista. Hasta 1910 no hubo una situación decididamente revolucionaria entonces, a todo este descontento generalizado se sumaron dos hechos nuevos. En primer lugar una grave disensión en la élite política originada por el continuismo de Porfirio Díaz, que a los ochenta años pretendía ser reelecto nuevamente luego de ejercer cinco mandatos presidenciales consecutivos. En segundo término, y de modo principal, el surgimiento de dos auténticos líderes campesinos: Emiliano Zapata en el Estado de Morelos, al Sur, y Francisco Villa de Chihuahua, al Norte. Ambos, respaldados por sus ejércitos de precario armamento, ya no se limitaron a reclamar simplemente la devolución de las tierras a los verdaderos dueños; procedieron a expulsar a los latifundistas de las haciendas y a repartirlas entre los labradores. Se multiplicaron en las ciudades las proclamas libertarias contra la reelección y por el sufragio efectivo, por las libertades públicas, por la educación popular y por todas las reivindicaciones sociales en boga entonces como la jornada de 8 horas, el salario mínimo pago en dinero, la protección al trabajo del menor, la indemnización por accidentes de trabajo, la igualdad de retribución para mexicanos y extranjeros, y además la obligatoriedad de volver productivos los latifundios por parte de los propietarios, bajo pena de confiscación y distribución entre los campesinos sin tierra. El levantamiento urbano venció rápidamente la resistencia de las tropas de Porfirio Díaz, ascendiendo al poder Francisco Madero, líder del movimiento por el sufragio efectivo. Simultáneamente sin embargo, se extendían las insurrecciones campesinas, cuyos jefes no se contentaban con la satisfacción de las aspiraciones presidenciales de Madero y exigían la reforma agraria. Zapata lanza entonces el Plan de Ayala, declarando que no depondría las armas basta que fueran devueltas a los ejidos y a los campesinos todas las tierras de las que habían sido despojados por los hacendados. Se iniciaba así la verdadera revolución social mexicana que habría de convulsionar todo el país y cuyas sangrientas alternativas proseguirían hasta 1919. En 1914 Venustiano Carranza, luego de Madero y Huerta, asumía la Presidencia y con ella el mando supremo de las fuerzas legales. El nuevo jefe del gobierno apreciaba con una exactitud mayor el vigor de las luchas campesinas, y en consecuencia, buscó un acuerdo con sus líderes, para lo cual proclamó en documentos sucesivos su voluntad de realizar la reforma agraria. A pesar de ello no logró en un principio infundir confianza ni contener por las armas la irrupción revolucionaria desencadenada en todo México. Los zapatistas llegaron a ocupar la capital, en tanto que los villistas dominaban casi todo el Norte del país. Carranza sólo consiguió vencer militarmente a los líderes revolucionarios después de años de lucha, reiterando los compromisos de hacer efectiva la reforma agraria y de atender todas las reivindicaciones sociales de los sectores urbanos. Y ese triunfo lo obtuvo gracias a la colaboración de los “batallones rojos”, organizados entre el proletariado urbano dirigido por los anarcosindicalistas. La insurrección campesina llegaba a su fin. La Revolución Mexicana cumplió de esta manera su primera etapa. Decisivamente batidas las fuerzas de Zapata y Villa, se ponía término a la guerra civil; empero, sus remanentes transformados en guerrillas, continuarían la lucha en las regiones donde más habían actuado y donde contaban con el total apoyo del campesinado. Las guerrillas desaparecieron sólo mediante implacables persecuciones y el asesinato de los dos líderes. Las principales aspiraciones revolucionarias, sin embargo, habían sido atendidas por la Constitución de 1917, redactada todavía en el calor de la lucha. Ella aseguraba al gobierno el poder de expropiar las propiedades privadas para la realización de la reforma agraria, instituía una amplia legislación social de protección a la clase obrera, restringía la ingerencia del clero en los negocios públicos y ponía a cargo del Estado la propiedad del subsuelo y el control de las concesiones de yacimientos minerales y petrolíferos. Fuera de las tierras distribuidas por los mismos campesinos insurrectos, todo lo demás eran planes que sólo parcialmente y a largo plazo se cumplirían. Desde la presidencia, Carranza comenzó a tergiversar los propósitos de la revolución, por lo que fue depuesto y luego muerto cuando huía con el Tesoro del Estado. Unicamente el presidente Alvaro Obregón en 1920, daría comienzo al cumplimiento de los preceptos constitucionales referentes a la reforma agraria, echando de este modo las bases necesarias para la pacificación de las sublevaciones campesinas. La Revolución Mexicana duró casi diez años, costó más de un millón de vidas a una población de 115 millones y significó un desgaste económico enorme. Alcanzó al fin una completa victoria en lo referente a sus reivindicaciones políticas, ya que desde entonces jamás un presidente fue reelecto y el país entró en un período de completa estabilidad institucional. Son también destacables sus conquistas en el plano social, sobre todo la puesta en marcha de la reforma agraria y de un proceso de reconstrucción económica. Este se habría de cumplir con el presidente Plutarco Elias Calles, a partir de 1924, cuando consiguió definirse un plan de acción política para enfrentar al latifundio, iniciándose un vasto programa de obras que incluía la irrigación de muchas regiones. Durante el mandato de Calles se funda además el Partido de la Revolución que centralizaría en la Presidencia de la República todo el poder político. Comenzaba el ascenso de una categoría dirigente salida de la vieja élite de ex latifundistas, comerciantes y banqueros, y de la élite reciente de “revolucionarios” enriquecidos. Manifestaba distintos grados de adhesión al ideario de la revolución pero su propósito primero era tranquilizar el país para, una vez asegurada la estabilidad que México jamás había conocido, estructurar un régimen liberal capitalista con una mayor capacidad de enfrentamiento al intervencionismo norteamericano. Había sin embargo avanzado tanto la radicalización del pueblo mexicano que el nuevo poder jamás pudo definirse como antirrevolucionario, aunque hiciese todo lo posible por consolidar una situación de este tipo. Con los años la nueva clase dominante logró expansión y homogeneidad. Era una burguesía urbana, letrada, nacionalista y progresista, cuyos intereses se vinculaban principalmente a la industria, el comercio y los bancos. La secundaba una amplia asesoría burocrática y militar salida de la clase media, toda una corte de charros que controlaban los sindicatos, y una vastísima clientela de empleados y funcionarios. Esta conducción política venía a ocupar el vacío de poder dejado por líderes caudillescos (desplazados) y por líderes populares vendidos o subordinados a la burguesía, a partir del acuerdo de los anarcosindicalistas con Carranza. Ella se encargaría de volver a montar una ordenación social de sesgo privativista, el sistema mexicano. Hablaría siempre en nombre de la revolución, exaltando las figuras de Zapata y Villa, aunque también reverenciara a Carranza y Obregón, pero al mismo tiempo cuidaría celosamente que no surgieran otros líderes populares fuera de los cuadros institucionales. La década comprendida entre 1924 y 1934 fue de consolidación de este nuevo poder y de institucionalización de las energías renovadoras desencadenadas por la revolución. Poco se alcanzó en el campo de la reforma agraria y de las prometidas reformas sociales y educacionales. En consecuencia, se avivó el clamor popular por las mismas. Todavía en 1930, alrededor de 15.500 propietarios que representaban menos del 2% del total, detentaban cerco de un 83% del área objeto de la apropiación del país. Por otro lado aumentaron todavía más las inversiones de las empresas extranjeras principalmente norteamericanas —en cuya defensa el gobierno yanqui interviniera reiteradamente mediante presiones económicas, amenazas, ayuda en armas, a los contrarrevolucionarios y hasta asaltos militares— recobraron una potestad sobre la economía mexicana que había sido seriamente amenazada durante los años de lucha. La Revolución Mexicana vivió su período más dinámico con el presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940), quien dejó en claro que ésta aún ardía bajo las cenizas, y que era capaz de enfrentar a la nueva clase, que hasta entonces había conseguido postergar una reordenación social que afectase sus intereses. Bajo Cárdenas fueron distribuidas casi tantas tierras (17 millones de hectáreas) como las repartidas antes y después de su mandato (36 millones hasta 1956). Debe agregarse que Cárdenas dirigió el primer gobierno latinoamericano que enfrentó con éxito la explotación extranjera, llevando adelante la expropiación de las empresas ferroviarias, en su mayoría inglesas, y de las compañías petroleras norteamericanas, pagando por éstas el valor de la inversión original (24 millones de dólares) y no lo exigido (450 millones). además, durante su gobierno consolidó su organización el sindicalismo mexicano, que asumiría en la década siguiente, un papel lideral frente a todo el movimiento obrero independiente de América Latina. Pero el logro más relevante de la actuación de Cárdenas fue infundir en las masas campesinas y obreras la confianza perdida en la revolución institucionalizada. Para la consecución de la reforma agraria, y en oposición a los focos locales de resistencia latifundista, el gobierno armó a los campesinos. Asimismo, el gobierno estimuló a la clase obrera para que se organizara en sindicatos, a fin de que cobraran efectividad aquellos derechos que las leyes les daban pero jamás habían sido respetados. Pese a que estos sindicatos eran instituidos por el Estado, podrían por su intermedio conquistar salarios más altos y mejores servicios asistenciales y de previsión. Como consecuencia de esta política, el gobierno de Cárdenas, fortalecido con el apoyo popular que le daban las organizaciones campesinas y los sindicatos, reforzó a tal punto el Partido Revolucionario que las elecciones presidenciales, de gobernadores estaduales y del Senado, pasaron a ser un asunto de indicación partidaria, refrendada después infaliblemente por el sufragio popular. Esta concentración de poder político es apreciable también a nivel del Congreso Nacional, donde los proyectos del Gobierno han contado siempre con la aprobación indefectible de éste; del mismo modo la Suprema Corte en sus decisiones se ha mostrado igualmente solícita en el acatamiento de la voluntad presidencial. El mismo control se ejerce sobre los gobiernos estaduales y municipales, dependientes política y financieramente del Ejecutivo Federal y que además pueden ser intervenidos por éste. El fortalecimiento extremo así alcanzado del poderío y de la unidad del Estado mexicano, redundó en una capacidad mucho mayor, tanto para hacer frente a la intervención yanqui, como para orientar los programas nacionales de desarrollo. La Revolución Mexicana alcanzó por todo esto en el período de Cárdenas, su momento supremo en cuanto al control de los dos determinantes básicos del destino nacional: las fuerzas constrictoras internas y los invasores extranjeros. Las primeras quedaron reducidas a una burguesía urbana cuyo ámbito de acción se vería limitado por las actividades públicas que controlaban diversos sectores. Los segundos debieron acatar las decisiones gubernamentales, por más atentatorias que resultaran para sus intereses.6 Se innovaba a su respecto, ya que hasta entonces, muy otro había sido el tratamiento que los gobiernos latinoamericanos les habían deparado. Pero el poderío unificado de todas estas fuerzas —el partido oficial único y rotundamente mayoritario, el dominio del gobierno sobre las centrales sindicales y sobre el movimiento campesino, el control y la utilización clientelista de la poderosa maquinaria estatal, el hecho de disciplinar el ejército y reducirlo al cumplimiento de sus funciones específicas—, condujo al Estado mexicano a la consolidación de un poder monolítico susceptible por ello de sufrir graves deformaciones. Habrían de ocurrir en efecto después de la presidencia de Cárdenas, con el aumento de la influencia política de la nueva burguesía, que al tener ya bajo su control el sistema económico pudo utilizar la disciplina impuesta a las otras clases para sacar cada vez mayores beneficios del sistema global. A pesar de estos trastornos México consiguió realizar su revolución social y nacional, constituyéndose en la primera nación latinoamericana capaz de realizar su propio proyecto de desenvolvimiento y de mantener una política externa autónoma y progresista. Pudo también abolir el poder público de la vieja oligarquía latifundista, infundir en su pueblo un sentimiento de orgullo por sus características étnicas —lo que importaba una especie de catarsis colectiva— y lograr la identificación de nacionalidad y revolución. Anticipando su revolución a la rusa, México pudo ser el primer modelo de sociedad socialista. Para eso, hubiera sido necesario que se contara con un liderazgo revolucionario teóricamente más maduro, capaz de amalgamar a los campesinos sublevados con los obreros de los sindicatos. Su relevancia estriba no obstante en que sin alcanzar estos objetivos expresos en algunos documentos básicos —sobre todo por Zapata 7— la Revolución Mexicana convirtió la insurrección popular generalizada en un proceso de revisión de todo el régimen, alcanzando resultados equivalentes a los de las revoluciones sociales inglesa, norteamericana y francesa. Tal como éstas, la de México consiguió reabrir la discusión referente a la vieja ordenación oligárquica, exponiéndola en sus capítulos fundamentales. Se hizo así posible erradicar el poder económico y político del latifundio, limitar el dominio ejercido sobre toda la vida nacional por la América del Norte, instituir un Estado nacional autónomo, provisto de un considerable poder de decisión, sobre todo aquello que afectaba al destino nacional, e integrar en el sistema productivo y en la vida cultural y política del país a la mayoría de su población. Tal como aquellas revoluciones, la mexicana vio agotarse los dos factores dinámicos fundamentales de la ordenación social, esto es, la reforma agraria y la capacidad de enfrentamiento ante los norteamericanos, sin haber sido capaz de poner fin a las fuerzas que ahogaban su desenvolvimiento. Pasó por esto de una ordenación oligárquica a una ordenación patricial-capitalista, estructurada como una formación económico-social Nacionalista Modernizadora.8 En adelante crecería económicamente en forma e intensidad compatible con la manutención de intereses, tanto extranjeros como nacionales, que regirían su vida económica. La conservación de esos intereses solamente le abriría perspectivas limitadas de progreso, al imponerle un ritmo de crecimiento que sólo le permitiría alcanzar dentro de un siglo el desarrollo económico y social ya logrado por naciones más avanzadas; éstas entonces se encontrarán mucho más adelante. El nuevo desafío que afronta México consiste en la respuesta que su pueblo habrá de dar a las fuerzas conjugadas para el mantenimiento de este veto a la realización plena de sus potencialidades. Lo que aseguró a la Revolución Mexicana una profunda significación social fue su carácter de movimiento integrador de las masas marginadas, compuestas principalmente por indígenas. Ello dio como resultado la incorporación de millones de indios a la vida económica, social y política en calidad de campesinos ladinos, así como una elevación considerable de la producción agrícola mexicana. Probablemente, por muchos otros medios, se hubiera podido alcanzar idéntico aumento de la producción; no obstante, tal como se obtuvo, al dar lugar a que surgieran millones de granjeros y a que se revitalizaran miles de aldeas comunitarias (ejidos), representó un formidable esfuerzo integrador ejemplar aun hoy para aquellas naciones que cuentan con gran parte de su población en situación de marginalidad social y cultural. El estancamiento del ímpetu revolucionario después de Cárdenas, permitió apenas a México continuar en ese camino gracias a la inercia resultante del empuje inicial. Pero aún este impulso terminó agotándose, lo que condujo a una nueva paralización de las fuerzas emancipadoras de esas masas marginadas. Ablandada la combatividad del movimiento campesino por la satisfacción de sus carencias más urgentes, atendido en sus demandas y luego disciplinado el proletariado urbano por la burocratización del movimiento sindical se formó un vacío político que permitió a la burguesía urbana y a la clase media apoderarse de la maquinaria del Estado. Sustituyóse así la energía revolucionaria por un radicalismo puramente verbal que hoy llega al ridículo. En su nueva apariencia la “revolución mexicana” ha abandonado la bandera radical agraria para defender un tecnicismo agrícola. Ha abandonado igualmente las viejas banderas nacionalistas, sustituyendo el anti-imperialismo por una mera xenofobia, carente de fuerza para la acción autonomista. Dos efectos desastrosos derivados de esta situación se hicieron pronto sentir. Primero, la invasión de México por capitales extranjeros, principalmente norteamericanos (en 1953 de las 26 empresas privadas mexicanas que contaban cada una con más de 100 millones de pesos de renta, 19 eran de propiedad norteamericana) deformadores de la industrialización del país a causa de la descapitalización que provocan (de 1941 a 1961 el promedio de remesas de ganancias excedió siempre el monto de las inversiones), así como también debido a la sustitución de los empresarios nacionales por una capa gerencial representante de intereses exógenos. En segundo lugar, el fortalecimiento creciente de la influencia del patriciado nacional y de este estrato gerencial en perjuicio de las clases populares, únicamente representadas en el poder por falsos liderazgos oficiosos. Esta hegemonía patricial explica la razón por la cual casi la totalidad de las tierras beneficiadas por grandes obras públicas de irrigación fue negada a los campesinos y entregada a empresarios privados, de extracción ciudadana. Se impidió de este modo la elevación del indígena ejidario y del pequeño propietario encadenado al minifundio a una condición social más elevada, obtenida por la integración en formas colectivistas modernas de explotación agrícola. Hay un contraste flagrante entre la prosperidad económica del monocultor capitalista, establecido en buenas tierras bien irrigadas y contando con los créditos oficiales, y el indio campesino condenado a la ineficacia y a la pobreza. El aparato del Estado resultante de la movilización nacional promovida por la revolución, perdido su compromiso con los objetivos de emancipación nacional y revolución popular, se ha vuelto pues un instrumento de conservación del nuevo orden social de contenido privativista. Su poder de compulsión sobre el país y el pueblo es tan grande que difícilmente pueda imaginarse una forma de ruptura que permita el enjuiciamiento del propio régimen, como ocurrió entre 1910 y 1934. ¿Arderán aún ascuas bajo las cenizas como para que surja un nuevo Cárdenas dentro del partido institucional de la revolución? ¿O la única perspectiva de los mexicanos es la lucha por una apertura de la vida política, llevada por los procedimientos parlamentarios, para llegar a ser así una república liberal burguesa de modelo clásico? ¿Serán los contenidos estatistas de la economía capaces de crecer sobre los otros sectores, o tenderán a ser progresivamente absorbidos por la iniciativa privada? Las principales fuerzas virtualmente insurgentes y generadoras de grandes tensiones en la sociedad mexicana actual, son sus masas marginales, desheredadas de todo lo que podría darles el progreso nacional, convertidas en reservas paupérrimas de mano de obra del sistema global. Estas, sin embargo, por su propia marginalidad cultural y por efectos de la expoliación que sufren de parte de los sectores ladinos, difícilmente podrán proponerse una redefinición del proyecto nacional, que les de oportunidades de mejores perspectivas de integración en la sociedad mexicana. Hasta ahora, ellas parecían condenadas al papel pasivo de esperar de la benevolencia del Estado, la protección y los beneficios que elevasen su nivel de vida, para que no siguiesen avergonzando al país, con su escandalosa miseria. Pero todo indica que mañana podrán ser activadas como una fuerza virtualmente revolucionaria. sólo en 1960, luego de cuatro siglos, México consiguió rehacer su contingente demográfico precolombino, al alcanzar 35 millones de habitantes. Constituía una sociedad muy diferente a la original, transfigurada desde el punto de vista étnico y rehecha desde sus bases, como una variante altamente diferenciada de la macro etnia hispánica. La población urbana constituía el 51% del total; la renta per capita era de 408 dólares; la alfabetización superaba el 62% de los mayores de 6 años; los índices de industrialización y de tecnificación de distintos sectores de la economía eran también de los más altos de América Latina. Pero todavía sobrevivían, en el México de 1960, casi 10 millones de mexicanos de extracción indígena, que hablaban el español y una lengua tribal, o únicamente ésta, que eran analfabetos, andaban descalzos y habitualmente no consumían trigo, ni carne, ni pescado, ni huevos, ni leche. Esta capa marginal a la vida nacional, que aumenta en números absolutos en los últimos años, por ser mayor su índice de crecimiento que su ritmo de integración en la sociedad nacional, es la herencia de la conquista española, de las deformaciones que al pueblo mexicano impuso el colonialismo posterior y del progresivo abandono de la dimensión social de su revolución. De todos los Pueblos Testimonio de las Américas, México fue aquel que más temprano adquirió conciencia de sí mismo, aceptando su propia imagen y asumiendo una actitud ideológica nacional frente al mundo, para lo cual sacó de su herencia azteca-nahuatl, sus principales símbolos integradores. A ello contribuyeron decisivamente su propio carácter de Pueblo Testimonio, en el que coexisten en proceso de fusión, los patrimonios de dos altas civilizaciones. Contribuyó también a esta toma de conciencia nacional, su proximidad a los Estados Unidos, su lucha secular por la determinación de las respectivas fronteras y sus esfuerzos por refrenar el predominio de las grandes corporaciones yanquis sobre la economía mexicana. Los Estados Unidos se lanzaron contra México en el siglo pasado, cuando ya constituían una sociedad capitalista en intenso proceso de industrialización, profundamente distinta a una sociedad agrario-mercantil, contrahecha por la opresión oligárquica de la clase señorial nativa continuadora de los españoles, y que daba los primeros pasos para la superación de las condiciones de atraso a que aquella dominación la sometiera durante siglos. Una jefatura nacional apenas comenzaba a surgir, confundida todavía con levantamientos caudillescos. Se notaban ya esfuerzos por institucionalizar el nuevo núcleo de decisiones, transferido de Europa al país, y el tesón por frenar la agresividad de la Francia de Napoleón III, que pretendía imponerle un emperador. A todas estas dificultades, se sumó el expansionismo de la ex colonia inglesa vecina, que terminó arrebatando a México por la guerra o por los tratados firmados bajo presión y soborno, la mitad de su territorio original: toda la extensión que va de Texas a California. Entre los Pueblos Testimonio de América, México es también aquel que consiguió integrar la parte mayor de su población en la vida económica como consumidores y productores activos y en la vida social, política y cultural como personas, como ciudadanos y como neomexicanos. Esta categoría que comprende el 70% de su población recibe los más variados niveles de renta, estamentándose en clases sociales profundamente diferenciadas pero unidas como el conjunto y la expresión de la nacionalidad. Racialmente son mestizos predominantemente indígenas, con genes europeos y africanos; desde el punto de vista cultural llevan en sí las dos herencias antagónicas: la europea hispánica y la indígena. Esta última es en verdad más una evocación romántica que una realidad adelantada y rectora, ya que el neomexicano que asume una postura azteca-náhuatl frente al extranjero, en relación a los indígenas no admite otro futuro que no sea el de la necesaria pérdida de sus caracteres culturales originales, lo que se conseguirá por medio de la educación europeizante y por variadas presiones de diferente tipo. Probablemente sea éste un efecto natural del proceso de formación de la nacionalidad mexicana tal como se produjo, pero no es inevitable. De todo punto de vista es lamentable ver cómo grupos indígenas que cuentan con decenas de millares de miembros, y que después de cuatro siglos continúan apegados a los valores de su cultura, se encuentran prácticamente condenados a integrarse en el México moderno asumiendo papeles sociales que implican el abandono de su idiosincrasia. Una tercera parte de la población de México, pues, se encuentra en condiciones de marginalidad por su atraso, pero también por su naturaleza indígena. A las resistencias socioeconómicas, que dificultan su integración en el estilo de vida del México moderno, se suman obstáculos étnico-culturales. Estos últimos probablemente sean más arraigados, y por eso más difíciles de extirpar dado el extraordinario vigor para su autoconservación que revelan las etnias, sobre todo cuando se hallan sometidas a discriminaciones y compulsiones. Este contingente indígena que soportó durante siglos todos los rigores de la esclavitud, de la catequesis y todas las formas imaginables de opresión cultural, encontrará seguramente reservas de energía en su identificación étnica, para continuar resistiendo la asimilación. El destino de los grupos étnicos más populosos será tal vez el de componer modalidades diferenciadas del mismo ser nacional, cada vez más semejantes a los demás por eso, pero al mismo tiempo irreductiblemente singulares por permanecer apegados a sus lealtades étnicas. Serán en el futuro parcelas nacionales diferenciadas como aquellas que existen en casi todas las naciones europeas, luego de milenios de comprensión uniformante, pero sacando de su vínculo original la savia de su identidad étnica. El carácter de Pueblo Testimonio se expresa en el México moderno principalmente por la participación de la sociedad en tres segmentos superpuestos, distinguidos por su identificación étnica como indígenas o como neomexicanos, y por la participación desigual que tienen para acceder y controlar la riqueza nacional y el poder. La categoría superior está formada por el patronato de grandes propietarios industriales, financistas, comerciantes y el patriciado de políticos profesionales, jerarcas militares, burócratas y tecnócratas. Son los mexicanos racial y culturalmente más europeizados, que controlan la economía y las instituciones políticas y que administran incluso la leyenda revolucionaria a la que rinden culto. Envuelve en la maquinaria política a amplios sectores de la clase media, mediante el reparto de empleos y la corrupción, es decir, de modo que no se vea comprometido su exclusivo disfrute del poder. En esta categoría se encuentran las familias tradicionales que integraban la aristocracia colonial, mezcladas con las matrices indígenas que subsistieron de la clase alta azteca; vinieron a engrosarla además todos los venidos a mejorar fortuna. Ella es esencialmente la misma capa social que llevó adelante la independencia como proyecto propio, reordenando la sociedad de acuerdo a sus intereses, y que después padeció grandes dificultades con la reforma agraria, que le sustrajo el instrumento fundamental de su preponderancia. Pero con todo sobrevivió y mantuvo su prevalencia social gracias a una simple ampliación producida por la absorción de contingentes de población urbana, enriquecida dentro del sistema mexicano. El estamento intermedio, considerado mestizo, no lo es tanto desde el punto de vista racial —aunque haya absorbido alguna proporción de sangre europea y africana— sino por su integración en la cultura hispanoamericana a través de la españolización lingüística, de la conversión al catolicismo y de la incorporación orgánica a la sociedad nacional. Constituía originalmente la capa intermedia entre la aristocracia española y los indígenas y se originaba entre los sectores intersticiales de la sociedad azteca —funcionarios, sacerdotes, mercaderes, artesanos— que como estrato urbano parasitario se encontraba en mejores condiciones para europeizarse. En su esfuerzo por sobrevivir, crearon mecanismos de conciliación entre el mundo antiguo y el nuevo, adoptando el bilingüismo y una cultura doble, con lo que plasmaron el modelo del neomexicano generalizado progresivamente como ladino. Se sumaron luego los indios desarraigados de sus comunidades e integrados en la sociedad nacional, como mano de obra de los campos y las ciudades. Hoy esta categoría ladina forma la parte mayor de la nación y constituye lo que puede denominarse pueblo mexicano; ella cubre estratos que van desde el asalariado rural al trabajador urbano y a las capas bajas de la clase media rural y ciudadana. El tercer estamento está formado por el conjunto de los que, por ser indígenas, se hallan en una situación de marginalidad cultural. En el sentido precolombino del término, resultan hoy tan poco indígenas como los otros mexicanos, por las alteraciones culturales que sufrieron en cuatro siglos. Sin embargo, se encuentran étnicamente unificados en cuanto miembros de sus comunidades tribales y se distinguen de los ladinos por la aceptación de un conjunto particular de normas culturales y lealtades, lo que no sólo los diferencia sino que los contrapone a la sociedad nacional como un conjunto humano no susceptible de mezclarse en ella. No son el equivalente del campesinado de una sociedad agraria artesanal de tipo clásico, porque esta categoría en la sociedad mexicana está compuesta por ladinos. Son una categoría marginal que perdió su modo de vida antiguo transformándose en indomoderna en lugar de volverse neomexicana. Enfrenta las condiciones de ipenuria más difíciles, ya que es la categoría que se ha visto relegada a las regiones más inhóspitas y es la más explotada. El proceso de incorporación de estos contingentes indios a la mexicanidad prosigue merced al acceso individual a la condición de ladinos de aquellos que se apartan de sus comunidades. En este sentido esos núcleos funcionan como criaderos de personas de las cuales una parte es reclutada como mano de obra nacional a causa de la penosa condición en que se encuentran. Desde el anquilosamiento de la revolución de 1910 como movimiento integrador, el proceso de elevación de los contingentes indígenas hacia una participación mayor en la vida nacional, sufrió notable retroceso. A partir de entonces la energía integradora subsiste apenas en los apremios que se ejercen sobre las comunidades rurales, tales por ejemplo la atomización de las propiedades indígenas en minifundios y la miseria que obliga a estos hombres a emigrar y emplearse como braceros en otros lugares. A la acción de estas fuerzas expulsivas de la población de las comunidades, se suma la atracción de los centros urbanos, que tientan con mejores oportunidades de trabajo a los emigrados del campo. Alrededor de los centros urbanos, se juntan por eso masas marginales en mayor número que el que la economía es capaz de integrar en el sistema ocupacional. El saldo principal de la Revolución Mexicana en su período dinámico, fue el ascenso de la masa ladina — ladinizable— a la condición de pueblo mexicano tal como existe ahora, a través de la reforma agraria y la pacificación nacional que puso coto al caudillismo, responsable desde la independencia del estado de permanente convulsión del país. El problema nacional mexicano de nuestros días consiste en reformar el dinamismo revolucionario para imponer una redefinición del renovado ordenamiento privativista, que ha refrenado las energías creadoras del pueblo y condenado a millones de mexicanos a la marginalidad. Institucionalizándose como un Nacionalismo Modernizador, el Estado mexicano postrevolucionario pudo promover la reforma agraria e impulsar una industrialización sustitutiva. No alcanzó empero a formular un proyecto autónomo de autoconstrucción que posibilitase un proceso de aceleración evolutiva, capaz de asegurar el desarrollo pleno dentro de un plazo previsible. Por el contrario, frenó las energías integradoras y se orientó a una política de complementación de su economía con Norteamérica, que ha terminado por incorporar a México al sistema económico mundial en calidad de área de explotación neocolonial. Unicamente retomando el camino de Cárdenas y conformándose como un Estado socialista podrá México emprender una industrialización autónoma, que le permita construir la amplia infraestructura económica indispensable para el mantenimiento de un alto ritmo de progreso; de modo tal que puedan los mexicanos superar en un plazo previsible su atraso económico y social en relación a las naciones plenamente desarrolladas. Esta reactivación de la orientación cardenista, en sus aspectos osadamente renovadores, no sólo es posible, sino probable. En efecto México experimentó en las últimas décadas una fuerte modernización refleja y sectorializada que acentuó, hasta límites impensables, la dependencia externa y la desigualdad social interna. Por un lado, acrecentó el predominio del capital extranjero y el enriquecimiento del empresariado nativo que surgió gracias a los subsidios estatales y a la asociación con empresas foráneas. Por el otro, estancó la reforma agraria, intensificando el éxodo rural y convirtió la mayor parte de la población activa urbana en un excedente de mano de obra marginado, en búsqueda de empleos fijos, de seguridad social, de educación, salud, vivienda y de ascenso social. En este México dividido por crecientes desigualdades sociales, suenan cada vez más fuertemente las antiguas consignas revolucionarias. Los rostros de revolucionarios retratados en los murales palacianos o ampliados en fotos en las estaciones del moderno metropolitano parecen indagar a la gente: ¿Y ustedes? ¿Qué hacen? La multitud no parece escuchar la increpación. Pero en cualquier momento la entenderá. Mientras tanto, la burocracia priista tiene atrapadas en las asociaciones oficialistas a las masas campesinas y en los sindicatos a los obreros fabriles, todos sobornados y domesticados, sin posibilidad de reacción. Los sectores medios intelectualizados, principalmente los estudiantes universitarios, han sido los únicos a esbozar su rebeldía en manifestaciones de protesta que fueron reprimidas con una brutalidad a la escala de las tragedias mexicanas: Tlatelolco, Monterrey. Las izquierdas insurreccionales realizan algunas acciones armadas, tan vacías lamentablemente de contenido político y tan ineficaces como estrategia de lucha contra el sistema que, por más que se multipliquen, no representan un camino viable hacia la revolución. ¿Todo ello no significaría que, al contrario de lo que afirmamos, va no tiene cabida el retorno a los anhelos de Cárdenas? Sí, tiene cabida. A condición de que se plasme como un verdadero cardenismo, capaz de hacerse, por esa identificación, aceptable e inteligible a las masas populares; de que sea genuino y autónomo, tanto respecto a las representaciones locales de comentes izquierdistas foráneas, como, y principalmente, del aparato estatal. además de lo dicho, constituye probablemente una condición previa indispensable para retomar el antiguo empuje renovador, la capacidad de formular un proyecto alternativo al vigente, un proyecto mexicano, revolucionario y socialista que proporcione respuestas para cada problema nacional y popular y desenmascare la incapacidad del sistema en vigor para atender a las necesidades fundamentales de todos los mexicanos. La viabilidad de esta salida se asienta, asimismo, en la nueva coyuntura mundial y continental, en la medida en que torne a ser favorable, como fue la del tiempo de Cárdenas, a proyectos nacionales autonomistas y a movimientos revolucionarios socialistas. 4. LA AMERICA CENTRAL Mesoamérica es el área intermedia que se extiende de México a Colombia, y que hoy se encuentra dividida en cinco naciones, un remedo de nacionalidad creado por los norteamericanos, y un reducto colonial británico. En ella, los Pueblos Testimonio están representados por Guatemala que cuenta con un 56% de población indígena, Honduras con un 10%, El Salvador con un 20% y Nicaragua con un 24% .A ellos se suman dos intrusiones étnicas: Costa Rica, que tuvo una formación de Pueblo Nuevo por la miscigenación indígeno-europea, y Panamá, arrancado a Colombia por los manejos de los Estados Unidos, que buscaban desplazar a los constructores franceses del canal adueñándose de la empresa. En toda el área había en 1960 más de 10 millones de habitantes, discriminados del siguiente modo: dos y medio de indígenas, vinculados a su cultura original y concentrados principalmente en Guatemala, a la que dan una fisonomía típica de Pueblo Testimonio; un millón y medio de mestizos claros concentrados principalmente en Costa Rica; la población restante, que numéricamente constituye la mayoría, está compuesta por ladinos de fenotipo más indígena que español, pero con alguna mezcla negra, ya que la amalgama de estas matrices raciales tiene lugar desde la conquista. En esta región floreció la civilización maya, una de las pocas civilizaciones autónomas originales del mundo, que aunque no haya llegado al nivel urbano e imperial de la egipcia, incaica o azteca, alcanzó igualmente un elevado desarrollo. Era una civilización agrícola de regadío y sus conquistas culturales más señalables consistieron en la escritura, en la aritmética, en el calendario, cuya precisión solamente ha sido superada por el nuestro, en la arquitectura de las pirámides escalonadas y de los suntuosos sepulcros, y en su extraordinaria escultura monolítica, considerada una de las más altas expresiones artísticas de la humanidad. Es también probable que la maya haya sido la primera civilización en el mundo que floreció en una región de selva tropical, habiendo creado un modelo de estructura urbana adaptado a esas condiciones ecológicas que prefiguró la forma futura de las ciudades de los trópicos. Cuando se produjo la conquista española, hacía ya muchos siglos que los mayas estaban en decadencia, afectados por fuerzas destructivas que no han podido ser identificadas con precisión. Componían una población calculada como mínimo en dos millones de personas, que vivía en comunidades agrícolas y en centros religiosos, y que se diferenciaba en estratos formados por sacerdotes, funcionarios, comerciantes y artesanos. Al sur del área maya existían innúmeros grupos menos evolucionados y lingüísticamente distintos, pero influenciados todos, en alguna medida por las dos grandes civilizaciones de la región. Luego de la conquista de México, partidas españolas salidas de aquel territorio y de las Antillas se lanzaron sobre los sobrevivientes de los mayas. Saquearon todo lo que tuviese valor y allí permanecieron en calidad de nuevos señores, aunque después se embarcaron en sangrientas disputas internas. El área fue progresivamente dividida por España en diversas provincias sometidas a la jurisdicción de las autoridades mexicanas, y a las que corresponden las naciones actuales. Durante el período colonial se establecieron, junto a las poblaciones indígenas de Mesoamérica, unos pocos millares de españoles que, como encomenderos, se apropiaron de las tierras y esclavizaron a las poblaciones que en ellas vivían. Con esta mano de obra se llevó a cabo la explotación de las minas de oro y plata y se organizó paulatinamente una agricultura de exportación basada en el cacao, tabaco, añil y cochinilla. El éxito relativo de estas empresas se puso de manifiesto en el surgimiento de una red de villas y ciudades nuevas, y con ellas de mecanismos cada vez más eficaces de reclutamiento y explotación de los indígenas, que de continuo llevaban a cabo levantamientos. Distanciada del centro militar y administrativo español, la región se tornó presa fácil de asaltantes y contrabandistas, principalmente ingleses, que se instalaron de manera definitiva en algunos puntos del litoral: en la costa de Mosquita y en Honduras Británica, esta última hasta el día de hoy bajo su dominio. El proceso de formación de los pueblos modernos de la América Central fue en sus líneas generales similar al mexicano, generando allí también una oligarquía y un patriciado alienados, y una categoría mestiza adscripta a su servicio; unos y otros vivieron de la explotación de las poblaciones indígenas. La única excepción es Costa Rica. Allí, el español dominó poblaciones indígenas más atrasadas y permaneció largo tiempo aislado, constituyendo una sociedad patriarcal de pequeños propietarios, más europeizada que las otras de la región. La independencia surgió como un proyecto unionista mexicano que pretendía emancipar y organizar en un único Estado a todas las antiguas provincias del Virreinato de Nueva España. El plan se vio frustrado sin embargo, por la oposición de las provincias a unificarse bajo el antiguo centro colonial, así como por los conflictos internos producidos luego de la independencia mexicana. Se creó entonces una república federativa de los pueblos mesoamericanos dirigida por un triunvirato que no consiguió imponer su autoridad. Estallaron en consecuencia conflictos entre las antiguas provincias que condujeron a su fraccionamiento. Aún hoy subsiste una vivida aspiración federalista centroamericana. No obstante, la misma sigue siendo inalcanzable a causa de la oposición de los intereses extranjeros, en especial norteamericanos e ingleses, que sacan provecho de la actual división en pequeñas repúblicas. En las décadas que siguieron a la independencia formal, los imperialismos francés e inglés impusieron su dominio mediante el mecanismo habitual de las concesiones de empréstitos, de las construcciones de ferrocarriles, puertos y servicios telegráficos, cuya eficacia mayor que la del mismo estatuto colonial como forma de explotación y de control monopólico ya había quedado demostrada. Los últimos resquicios de respetabilidad nacional fueron anulados por los norteamericanos que armados de la doctrina Monroe y en nombre del mantenimiento del orden, de la defensa de las vidas y los bienes de sus ciudadanos, o bien sin justificación alguna, impusieron un régimen de tutela a toda la América Central, admitiendo únicamente a los ingleses como asociados en tal situación. En estas condiciones, finalizando ya el siglo pasado (1899), se instala en la región la United Fruit Company, que se transformó en el verdadero centro de decisiones y que gobernó la vida económica, política y social de Guatemala, Honduras, Costa Rica y Panamá. Esta compañía se apropió del 35% de las tierras cultivables y casi de la totalidad de las adecuadas para el cultivo de bananas y ananás de estos países; su monopolio de la producción, transporte y comercio de frutas tropicales, le permitió dominar el mercado mundial. De esta manera, saltando por sobre México, al que no pudieron deglutir pese a que lo privaron de todos sus territorios periféricos, los Estados Unidos se lanzaron sobre los países del istmo, imponiendo en ellos el orden y la paz yanqui en su forma más elaborada. Las repúblicas centroamericanas constituyen por eso, en su atraso y en su pobreza, uno de los ejemplos más expresivos de las posibilidades del modelo norteamericano de desarrollo subordinado. Conjuntamente con el establecimiento de las empresas norteamericanas, se montó una maquinaria de intervención que confiere a las embajadas yanquis el poder de legislar, elegir presidente y parlamentos, designar y derrocar dictadores, enriquecer, ennoblecer, exiliar, encarcelar y asesinar a cualquier ciudadano. En aquellas tierras ubérrimas, sus empresas agrícolas contaron con toda la libertad de acción y de movimiento que en otras partes del globo han pretendido obtener como condición indispensable para la promoción del progreso. Por todo esto, esas “banana republics” —como ellos mismos las llaman— exponen al mundo de una manera concreta, visible y mensurable, lo que puede ofrecer este modelo de desarrollo. Las naciones de la América Central componen el reino cabal de la moneda estable, de la libertad de comercio, del libre cambio, de la iniciativa privada e incluso de la integración económica regional, concretada en el Mercado Común Centroamericano, institución pionera en América Latina. Se hallan presentes en ellas por lo tanto, todos los elementos que la ideología norteamericana conceptúa necesarios para suscitar un alto ritmo de progreso, así como todos los fundamentos políticos e institucionales que permitirían desarrollar democracias perfectas. Pero los resultados están a la vista: los Ubico, los Martínez, los Somoza y otros. ¿Estarían acaso los indios y mestizos mesoamericanos conjurados para desmoralizar a los doctrinarios yanquis de la democracia y del desarrollo ante la opinión pública mundial? ¿O será que aquella conjunción de opresión, ignorancia, oscurantismo y miseria, es el producto natural y necesario de la libre unión de las economías latinoamericanas con las empresas yanquis? Cada vez que una nación centroamericana encuentra una brecha que le permita eludir este sistema de explotación que la ha convertido en la zona más retrógrada del continente, los Estados Unidos se apresuraron a restablecer la “paz” y el “orden”, restituyendo privilegios a sus empresas y a las oligarquías locales. así ocurrió frente al levantamiento guerrillero de Sandino; lo mismo sucedió cuando luego de una revuelta estudiantil sangrientamente reprimida, se instaló una junta de gobierno que llevó a cabo la primera elección en El Salvador. Aconteció también cuando la CIA, en una operación militar cuidadosamente planeada y ejecutada, depuso al presidente Jacobo Arbenz en Guatemala. Al igual que las naciones antillanas, las repúblicas del istmo fueron víctimas de sucesivas invasiones norteamericanas. Esas intervenciones recrudecieron en las primeras décadas del presente siglo como consecuencia de la Revolución Mexicana, que al erguirse contra los intereses imperialistas y los privilegios de las minorías nativas, amenazaba la hegemonía norteamericana en el Caribe. Se reiteraron en ocasión de la revolución fidelista, ante el temor de que el ejemplo cubano pudiese tener influencia sobre la región. En Nicaragua, la serie de invasiones e intervenciones norteamericanas se inició en 1909, a causa de la negativa de concederles prerrogativas para la construcción de un canal que uniese el Atlántico al Pacífico. Cada desembarco fue seguido de un empréstito al gobierno nicaragüense, que resarcía a los norteamericanos los gastos de las operaciones militares, y que además implicaba la apropiación de los sectores más lucrativos de la economía nacional. El tratado para la construcción del canal fue finalmente firmado (1914), y el general que lo negoció fue llevado a la presidencia de Nicaragua. En ella se turnaron sus parientes y correligionarios hasta 1925. Las tropas de ocupación norteamericanas, aunque habían permanecido hasta esa fecha en el país, volvieron a invadirlo al año siguiente al producirse un levantamiento comandado por Sandino. Hijo de un hacendado mediano y de una campesina de origen indio, el mecánico y agricultor Augusto César Sandino se volvería símbolo de la resistencia antiyanqui en América Central y uno de los precursores de la guerra de guerrillas como táctica de lucha contra ejércitos convencionales. Su causa fue al principio el retorno a un gobierno constitucional; pero luego de intensificarse la intervención norteamericana se convirtió en una guerra contra el invasor. Ello le granjeó la simpatía y el apoyo de todos los movimientos liberadores de América Latina, particularmente de los apristas, cuyos ideales Sandino encarnaba, en aquel momento, más que el mismo Haya de la Torre. El caudillo nicaragüense inició su lucha con sólo 29 hombres, llegando en el momento de su auge a reunir cerca de 3.000 guerrilleros, entre los que hubo voluntarios de varios países de América que enfrentaron a los 12.000 invasores y a sus títeres locales. Este ejército poderoso, auxiliado por la aviación, no pudo vencerlo ni sobornarlo. Sandino sólo depuso las armas al lograr la evacuación de todas las tropas norteamericanas. En consecuencia, perdió la motivación principal de su lucha. Como vimos, una ideología nacionalista antimperialista la animaba y su tónica era una arraigada conciencia de la ancestralidad indígena de la población nicaragüense que la vinculaba a la comunidad “Indoamericana”, en oposición a la América “gringa” y opresora. De esa conciencia étnica —que contrastaba vivamente con la alienación de las clases altas centroamericanas, angloparlantes y sumisas ante sus amos— Sandino sacaba su fuerza de conductor de hombres que entre sí se llamaban “hermanos”, ninguno de los cuales recibía salario ni tenía otra ambición que la lucha nacionalista. Esa identificación con la etnia nacional le aseguró el apoyo de las masas rurales, predominantemente mestizas, y le permitió alcanzar sucesivas victorias que le dieron el dominio de vastas regiones en el interior del país. Sin un proyecto específico referido a la toma del poder y a la reordenación de la sociedad sobre bases nuevas, una lucha como la que sostenía Sandino no podía prolongarse indefinidamente. después de siete años de combate, fue al final traicionado y asesinado por el jefe de la Guardia Nacional, creada por los norteamericanos para pacificar el país. Su asesino, Anastasio Somoza, sería el futuro presidente y el fundador de una dinastía presidencial centroamericana que permanece hasta hoy en el poder. El segundo episodio de la historia liberadora de la América Central, que galvanizó la opinión pública de todo el mundo, fue el derrocamiento en 1954 del gobierno de Guatemala, presidido por Jacobo Arbenz, cuando iniciaba la reforma agraria distribuyendo entre los indios y campesinos las tierras incultas de la United Fruit y de otras empresas monocultoras norteamericanas. El carácter abiertamente reaccionario del golpe militar y el hecho de haber sido planeado y dirigido por la CIA, reiteró ante el mundo la fuerza del veto norteamericano a cualquier gobierno progresista en el Caribe y también la inviolabilidad de sus intereses empresariales en el área. Solamente Cuba, como veremos más adelante, fue capaz de enfrentar y vencer esta oposición. La desilusión de los guatemaltecos ante el fracaso de la acción reformista de Jacobo Arbenz, provocó la radicalización de sus sectores más avanzados, e hizo que la población campesina, predominantemente indígena y hasta entonces resignada con su penuria, se lanzase abiertamente a la lucha. En 1962 surgen las guerrillas luego de un frustrado golpe militar cuyos objetivos eran democratizantes y antiimperialistas. Esta lucha se traba con fines programáticos nuevos, de carácter socialista, resultantes de la convicción que ningún gobierno de conciliación reformista tiene posibilidades de victoria ni ofrece garantías de progreso a los pueblos centroamericanos. No obstante su composición diversa, las naciones de América Central deben clasificarse entre los Pueblos Testimonio, dada la influencia decisiva de la matriz maya en la formación de sus poblaciones ladinas y la sobrevivencia de grandes contingentes indígenas en la mayoría de ellas. Estos se encuentran principalmente en Guatemala, donde más de un millón de indios hablan únicamente su lengua vernácula, y cuya adaptación a la naturaleza, estructura social y visión del mundo se basan en el viejo patrimonio cultural maya. Dos naciones del área contrastan por su fisonomía étnica. Una de ellas es Costa Rica, que cuenta con una población de origen predominantemente español, concentrada en la parte central y que se distingue por un alto índice de escolarización (apenas de 21% de analfabetos) y por haberse organizado como una democracia representativa, fundamentada en una numerosa clase de granjeros, comerciantes y funcionarios. Al margen de esta mayoría de blancos-por-definición existe un pequeño contingente negro antillano llegado al país en ocasión de la construcción de un ferrocarril. Terminó fijándose allí como un núcleo marginal discriminado, por constituir un quiste étnico y una reserva de mano de obra para las grandes plantaciones de la United Fruit. La otra es Panamá, que no puede considerarse un pueblo verdadero a causa de la artificialidad de su creación y de la coerción que sobre él ejercen los Estados Unidos, lo que vuelve imposible cualquier intento de integración nacional. Su población se divide en cuatro segmentos distintos, segregados y recíprocamente hostiles. Los negros traídos también de las Indias Occidentales para las obras del canal, hablan inglés y forman un grupo separado del resto de la población por un cerco de arraigada discriminación racial. La sociedad ladina original, con sus contingentes mulatos, descendientes de españoles y negros, se halla estratificada en clases que van de una oligarquía local de poderosos comerciantes y latifundistas, a una extensa masa de desheredados que luchan contra el desempleo y el subempleo en las ciudades y en las zonas rurales; pasando por una categoría intermedia bastante amplia, compuesta por empleados del Estado y de diversos servicios urbanos. En la cúspide de esta estructura formada por indios, inmigrantes negros y ladinos, se coloca la élite norteamericana, ocupada en la explotación del canal y en las actividades militares. Viven apartados y gozan de una situación de prosperidad tan ostentosa, frente a la pobreza generalizada, que ya ninguna violencia consigue impedir las manifestaciones provocadas por el descontento y la creciente toma de conciencia política de los panameños. III. LOS ANDINOS En el área montañosa de 3.000 kilómetros de extensión que va del norte de Chile al sur de Colombia -—cubriendo los territorios actuales de Bolivia, Perú y Ecuador y en las laderas que resbalan hacia el Pacífico— encontramos el segundo bloque de Pueblos Testimonio de las Américas viviendo en las mesetas, en los altos valles andinos y en la costa. Son los testimonios contemporáneos de la Civilización Incaica. Hablan el quechua y el aymará, labran la tierra, producen artesanías, se estructuran en comunidades y en familias para el trabajo, el esparcimiento y el culto, según una combinación de técnicas, normas y valores híbridos, de origen europeo y arcaico sobrevivientes de las culturas indígenas originales. Todo este complejo cultural, en lo que tiene de europeo o de indígena, fue redefinido frente a las condiciones de vida surgidas en el transcurso de los últimos cuatro siglos y constituye hoy una de las fases más destacadas del fenómeno humano. La población total del área se calculaba en 1960 en 15,5 millones de habitantes aproximadamente, compuestas por 7,5 millones de indígenas, 3 millones de blancos por autodefinición y 5 millones de cholos. Es evidente el predominio del contingente indígena que, sumado a los cholos, alcanza el 80% del total. A pesar de las diferenciaciones lingüísticas y de las variantes culturales y nacionales, el bloque entero debe ser encarado como un único complejo histórico-cultural y una única macro-etnia: la neo-incaica. Su fraccionamiento en tres nacionalidades —la peruana, la boliviana y la ecuatoriana— sólo se explica por los azares de la colonización hispánica y la ordenación oligárquica que siguió a la independencia, con la sustitución del dominio de Madrid por el rectorado de grupos oligárquicos que impusieron su hegemonía a las nuevas sociedades y las conformaron de 'acuerdo a sus designios. Dentro del contexto neoincaico, blancos por autodefinición son los mestizos hispanoindígenas de las clases media y alta, originados principalmente por los cruzamientos raciales de los primeros siglos de la conquista. Cholos son los ladinos predominantemente indígenas, desde el punto de vista racial, deculturados e integrados al sistema económico y social como su sector más pobre. Indígenas son los contingentes marginados de la vida nacional, porque permanecen atados a las comunidades rurales, que conservan la lengua y parte de la cultura original y se ven a sí mismos con una perspectiva propia, como distintos y extraños al mundo de los “blancos”, que se implantó en sus territorios para dominarlos y explotarlos, y al de los cholos, que son los agentes inmediatos de esta dominación. 1. EL INCARIO ORIGINAL La civilización incaica se opone a la maya y a la azteca por su perfil menos místico y por su profundo sentido organizativo que le permitió estructurar uno de los Imperios Teocráticos de Regadío más coherentes y mejor integrados de la historia.1 Había alcanzado un nivel de civilización urbana servida por un magnífico sistema de transportes que unía Cuzco, su capital, al altiplano entero, lo que hizo posible controlar y distribuir las cosechas, fiscalizar y vincular millares de comunidades cuya población es estimada en más de diez millones de habitantes.2 La ciudad de Cuzco, localizada en el centro de la cordillera, a 3.000 metros de altura, constituía en la época de la conquista una de las cuatro o cinco mayores ciudades del mundo. Lo que fue de aquella colmena humana altamente organizada, se puede ver todavía hoy en las ruinas de su ciudad capital, de sus vías de comunicación y de las terrazas escalonadas construidas para sus cultivos de regadío. Extendiéndose por varios kilómetros, descendían las montañas en sucesivas curvas de nivel, construyéndose a veces plataformas en pendientes de 45 grados. Eran irrigados por un amplio sistema de canales, acueductos y diques, tendidos a través de la serranía, cuyo flujo era rigurosamente controlado por los funcionarios imperiales, y fertilizados con guano traído de la costa. En estos canteros cultivaban cerca de cien especies vegetales, la mayor parte de ellas domesticadas originalmente por las poblaciones indígenas de la selva tropical y adoptadas luego por los pueblos andinos. también criaban llamas y alpacas, hilaban su lana finísima y tejían las telas probablemente mejor elaboradas que el mundo ha conocido. En un territorio inhóspito, al que tuvieron que amoldarse trabajosamente no sólo adaptándose biológicamente para sobrevivir en las grandes alturas, sino modificando incluso la tierra misma que en su estado natural no se prestaba a la agricultura, se hicieron labradores de terrazas, plantadas e irrigadas a más de 3.000 metros de altitud. Contando con apenas un 2% de área cultivable, aprovechaban toda faja de terreno fértil. Este cultivo intensivo y de alta rentabilidad por área, les permitía mantener una gran población urbana, eximida de las tareas vinculadas a la subsistencia, que se concentraba en varias ciudades de millares de habitantes y se dividía en estratos militares, sacerdotales, burocráticos y artesanales, configurando una civilización característicamente urbana. además de la hilandería y la cerámica, los artesanos incaicos dominaban una metalurgia avanzada y un arte arquitectónico y escultórico en piedra, responsable de magníficas edificaciones, como puentes, terraplenes, caminos, templos, palacios y esculturas megalíticas, que atestiguan hoy la medida de la capacidad organizativa y de la suntuosidad de su civilización. Las investigaciones arqueológicas muestran que esta extraordinaria civilización indígena se desarrolló originariamente, paso a paso, en el propio Altiplano. En este proceso, evolucionó de una estructura tribal de aldeas agrícolas indiferenciadas, a un sistema de comunidades agroartesanales independientes y de ahí a una ordenación en estados rurales artesanales, regidos por ciudades y con poblaciones estratificadas en clases .Estos se cristalizaron, por fin, en una estructura imperial teocrática, capaz de extender la dominación incaica en una vastísima área, cubriendo todos los pueblos del altiplano y de la costa del Pacífico y proyectando su influencia sobre las tierras bajas del Este y del Sur, tanto en las llanuras argentinas como en el área amazónica. Es probable que contactos intermitentes con el mundo maya-azteca hubiesen permitido una influencia recíproca, pero los respectivos desarrollos se hicieron de modo independiente. Por todas estas características, la cultura incaica, tal como la mesoamericana, se inserta entre los pocos núcleos mundiales de desarrollo autónomo de civilizaciones urbanas basadas en la agricultura de regadío. Su principal característica la constituye su organización social, no fundada en la propiedad privada, en la esclavitud y en la economía monetaria, sino en una estructuración de carácter colectivista, un estado teocrático, altamente centralizado, y una agricultura de regadío, del tipo llamado por Marx formación asiática. El imperio incaico estaba regido por una nobleza hereditaria, cuyo centro era la persona sagrada del Inca, “hijo del Sol”, casado con su hermana carnal. La nobleza, formada por los miembros de viejos linajes incas asentados en las proximidades de Cuzco y por las jefaturas de pueblos conquistados, ejercía las funciones superiores de administración del imperio, culto y guerra. Le cabía, como privilegio, el uso de adornos de metales preciosos, de telas de alpaca y vicuña, una alimentación refinada, servidores domésticos para su confort, transporte en literas y casas palaciegas. Todas estas prerrogativas le eran atribuidas como retribución por los servicios prestados, ya que todo pertenecía nominalmente al Inca. Por debajo de los nobles de sangre, venía un estrato menos calificado de sacerdotes, burócratas, jefes militares y curacas, formando todos ellos una pequeña nobleza constituida por designación y cuyos privilegios no eran trasmisibles a los hijos. Le seguía en la escala social, una clase urbana de artistas, arquitectos, médicos, artesanos y funcionarios menores. Debajo, estaban los conscriptos temporarios (mitayos), reclutados en las comunidades rurales para servir durante ciertos períodos del año como mano de obra en los correos y transportes, en las minas y en las obras de edificación y también como criados de los nobles (yanaconas) y como soldados. El campesinado formaba la base de la estructura social. Estaba nucleado en comunidades locales, los ayllu compuestos por amplias parentelas, altamente homogéneas y solidarias. La pirámide social incaica integraba, como se ve, tres estratos distintos: la nobleza dirigente, la clase intermediaria de administración y control y la masa trabajadora de los ayllu, con un status de vasallos que servía en los campos y en las ciudades. La principal función integradora de esta sociedad estratificada la desempeñaba la religión; rendía culto a Viracocha, héroe-civilizador, el dios-sol Pachacamac, simbolizado por el Inca, y a otras divinidades menores. Contaba con un vasto clero y con sacerdotisas, dedicados enteramente al culto, a oír las confesiones del pueblo y la nobleza, y a dictarles penitencias, pero sobre todo a regir el trabajo agrícola a través del calendario ritual que seguía el ritmo de las estaciones, como si las marcase y determinase. El Inca era el propietario nominal de la tierra, cuya posesión se aseguraba en esta forma a las comunidades campesinas, pero cuyos productos quedaban sujetos a las tasas de apropiación y a las formas de distribución determinadas por las autoridades imperiales. No habiendo propiedad privada de la tierra, ni moneda (todo metal precioso era estrictamente controlado), ni esclavitud, no existían condiciones para el surgimiento de una clase señorial y otra esclava o de sectores mercantiles o latifundistas. Dentro de su comunidad, el campesino era un trabajador libre porque sólo estaba regido por un ordenamiento global que abarcaba a la sociedad entera, personificada en el Inca y representada localmente por la burocracia del imperio. La sociedad incaica se estructuraba, en verdad, como un poderoso sistema estatal, altamente centralizado, de organización de la producción y de aprovechamiento de los excedentes generados en los diversos sectores para costear la creación y mantenimiento de los servicios colectivos, sobre todo del sistema de irrigación, de las carreteras y de las grandes obras urbanas. Este aprovechamiento se hacía, principalmente, mediante la organización de la fuerza de trabajo y, disponiendo de grandes reservas de mano de obra y de un sistema escolar de formación de especialistas, fue posible disciplinar y perfeccionar un vasto mecanismo para la provisión de los elementos necesarios a la subsistencia e igualmente para la producción suntuaria, capaz de mantener y dinamizar una enorme masa humana y construir con ella una alta civilización original. Las tierras del cultivo vecinas de cada comunidad eran divididas en tres parcelas sucesivamente trabajadas por los campesinos: la del Inca, la del templo y la del ayllu. La producción de la primera parcela proveía los graneros públicos, construidos a lo largo de las carreteras, destinados a la manutención de la nobleza, de los trabajadores urbanos, del ejército y de todos los indigentes, viudas, viejos o víctimas del hambre en regiones donde hubiese mala cosecha. Las tierras del templo mantenían al clero y sus servidores. Los cultivos de las tierras del ayllu se destinaban al consumo de los propios campesinos. Todo el trabajo agrícola, en lo que respecta a la distribución de las tierras de cultivo, a la irrigación, al abono, al cuidado de los rebaños de llamas y al trabajo artesanal, era estrictamente controlado por los curcas por medio de un sistema estadístico decimal y de un artificio mnemotécnico: el quipu. La organización política de los incas en la época de la conquista parecía tender hacia una estructuración “geométrica”, impuesta racionalmente por el poder imperial. Estaba asentada sobre el ayllu como unidad elemental del sistema, integrado por cien familias y detentador de un territorio bien delimitado. Las unidades superiores eran: la “tribu”, compuesta por cien ayllu; la “provincia”, formada por cuatro “tribus” y los “estados” que unían cuatro “provincias” bajo una administración unificada. En cada esfera actuaban comandos religiosos, administrativos y militares ejercidos todos y siempre en nombre del Inca. Este patrón ideal jamás se concretó en la práctica en todos sus detalles, pero actuó como el modelo de ordenación de las poblaciones sometidas al imperio. La civilización incaica se caracterizaba, como se ve, por el desarrollo de este sistema colectivista estatal —opuesto a las estructuras mercantiles esclavócratas y a las capitalistas— en combinación con una estratificación social rígida, dominada por una aristocracia y por una vasta burocracia administrativa, militar y sacerdotal. A los pueblos centro-andinos, que formaron el primer núcleo del imperio, fueron incorporados muchos otros luego de un proceso cuidadosamente llevado de conquista e integración, que tendía no a esclavizarlos sino a asimilarlos lingüística, cultural y socialmente al incario. Los que habrían de formar las altas jerarquías gubernamental y religiosa, recibían en Cuzco una enseñanza formalmente establecida, lo que garantizaba la asimilación progresiva de las capas dominantes de todos estos pueblos en un único cuerpo social caracterizado por su gran cohesión. El imperio incaico fue destruido en su ciclo de expansión, cuando parecía contar con condiciones excepcionales para organizarse como un vasto sistema político, que englobaría en su proceso civilizador a la mayoría de los pueblos de América del Sur. Para ésta contaba con una larga experiencia de asimilación de otros pueblos, con un régimen muy elaborado de organización del trabajo, de distribución de la producción y de recompensas por méritos militares y civiles, además, con una religión de carácter integrativo. Contaba también con una nobleza abierta, dado el sistema de designación por el Inca y su exogamia, que la capacitaba para incorporar los sectores dirigentes de los pueblos conquistados. Efectivamente, los Incas estaban completando la fusión en su sistema de todos los pueblos del altiplano e iniciaban su expansión sobre el contorno exterior, tropical y templado, sobre cuyos habitantes comenzaban a ejercer influencia. Factores de disensión interna, como la disputa de los dos hermanos Incas, el de Cuzco y el de Quito que facilitaron la conquista española, podrían sin embargo haberlos desviado del camino imperial y civilizador hacia la caída en una edad oscura de fraccionamiento y feudalización, como ocurrió con otras civilizaciones de su mismo nivel. Independientemente de estos ciclos imperiales de ascenso y decadencia, los incas habrían acabado por cumplir su papel civilizador, si no hubieran sido contenidos por una conquista externa paralizadora como fue la española. Ella detuvo su ímpetu evolutivo para integrarlos, a través de un proceso de actualización histórica, en la condición de proletariado externo de una formación sociocultural más avanzada. 2. EL LEGADO HISPANICO El desmoronamiento del Imperio Inca, enorme, poderoso, militarizado, frente a un pequeño bando de poco más de doscientos aventureros españoles, apenas se explica por la paralización moral provocada ante la visión de esos extraños invasores, que recordaban la figura sagrada de Viracocha, el héroe civilizador de su mitología, también blanco y barbudo. Tal como ocurriera en México, la dominación del imperio incaico, se volvió practicable, en virtud de su estratificación social rígida, dominada por una estrecha clase noble, fácilmente sustituible, y por la incapacidad de autodefensa característica de las capas subalternas de las sociedades despóticas, condicionadas a acatar las jefaturas que les eran impuestas. Aprisionado Atahualpa, el Inca, se sometió al imperio. Sustituyéndolo por otro Inca, designado por Pizarro, se colocaba a la nobleza y la alta purocracia curaca al servicio del español y con ella, al disciplinado ejército, al mitayo humilde y al campesinado sumiso. Siglos de rígida disciplina jerárquica prepararon a la sociedad incaica para un orden de dominación externa, que jamás habrían podido prever, porque ningún pueblo por ellos conocido osaría enfrentarlos. En su caso, ni aun las epidemias de viruelas y otras enfermedades, que fueron tan decisivas en la dominación de los mexicanos, parecen haber representado un papel importante, porque los pueblos del altiplano, por lo que se sabe, sólo la sufrieron después de completada la conquista y sus efectos parecen haber sido menos catastróficos. La despoblación del imperio incaico fue sin embargo de un grado similar a la experimentada por los mexicanos: Dobyns y Thompson (1966) calculan que 150 años después de la conquista, sólo restaba una persona por cada 20 a 25 habitantes de los que contaba la población original. El factor fundamental de esta disminución, además de las epidemias, parece haber sido la destrucción del sistema de provisión de la subsistencia basado en la agricultura de regadío, simultáneamente con la conscripción de la población para servir los objetivos económicos del colonizador español. La organización incaica del trabajo, estrictamente reglamentada, sufrió un terrible impacto bajo la dominación española a medida que la ingerencia de ésta (agotadas las reservas de oro que podían ser saqueadas) se fue profundizando, hasta alcanzar todo el sistema productivo. Se trataba del enfrentamiento de un sistema económico de carácter colectivista, basado en la organización del trabajo y en la distribución social de la producción, con un sistema de colonización mercantil esclavista, centralizado en la metrópoli, basado en la propiedad de la tierra, en la esclavización de la fuerza de trabajo, en la mercantilización de la producción y en la búsqueda del lucro como fuerza motora de toda la economía. El sistema económico incaico fue quebrado por la imposición progresiva de una serie de innovaciones, transformándose en un componente colonial de un imperio mercantil-salvacionista. Entre ellas se destacan la propiedad privada de la tierra, la orientación de la producción hacia el mercado procurando la obtención de ganancias, la introducción de un sistema de economía monetaria y de los pesos y medidas ibéricas y sobre todo, la utilización de una serie de procedimientos compulsivos para el reclutamiento de la mano de obra, algunos nuevos como la encomienda, y otros rehechos a partir de antiguas formas incaicas, como la mita y el yanaconazgo. La encomienda consistía en la atribución de cierta cantidad de indios o de comunidades enteras a señoríos españoles, que pasaban a dominar sus tierras y a usufructuar el producto de su trabajo en compensación por los deberes, que asumían para con la Corona y la Iglesia, de convertirlos al catolicismo, alimentarlos y asistirlos. Por este procedimiento formal, tan español, se aplacaban los escrúpulos cristianos y se alcanzaba el objetivo real, que era la apropiación de los indios otorgados, sus familias y sus tierras, como bienes y como hacienda del conquistador. Integrados en el nuevo sistema, bajo la dirección de la vieja clase curaca, los indios eran compelidos a producir no sólo los artículos de subsistencia y de uso a que estaban habituados, sino también artículos de consumo europeo, para el mercado. así se introdujo el ganado y el cultivo de la alfalfa, del trigo, de la vid, por el único medio practicable en una región donde las tierras eran tan escasas y que consistía en el traslado de los indios y en su sustitución por el ganado y los cultivos comerciales. Los efectos de esta innovación fueron desastrosos para los indios, tanto más cuanto ella fue introducida simultáneamente con la destrucción del antiguo sistema distributivo asistencial. Ello dio como resultado años de hambre, que redujeron la población de un total de más de 10 millones 3 calculado como mínimo, a cerca de un millón y medio de habitantes en los cincuenta años siguientes a la conquista. Para el español no sólo las innovaciones eran lucrativas, sino que la propia despoblación no presentaba mayor inconveniente, ya que había gente de sobra para compensar tal pérdida y sobre todo porque el sistema debilitaba, como se quería, a los pueblos sometidos y expulsaba del campo los contingentes necesarios para la explotación de las minas y la edificación de las nuevas iglesias, palacios y casas, enganchados como mitayos, o para el servicio doméstico, en calidad de yanaconas; o aún permitía obtener esclavos para las haciendas que comenzaban a crearse en el altiplano y en la costa. Por lo tanto, el dominio de las ciudades (con la sustitución de la antigua clase dirigente por representantes del poder colonial) y algunas alteraciones institucionales y técnicas —sumadas luego a las epidemias— tuvieron, en el altiplano, el efecto de reordenar la sociedad, reducir la población por el hambre y proveer grandes contingentes humanos para la extracción de oro y plata, febrilmente intensificada. La solución se complementaba idealmente con las aspiraciones de España que había pasado a vivir de la producción de metales preciosos de las colonias americanas, pagando con ellos sus importaciones de manufacturas y hasta de alimentos, costeando su ejército y su armada y manteniendo el lujo de la corte más ostentosa de Europa. Servía, igualmente, a la oligarquía neoamericana que se iba formando con los agentes locales de la explotación colonial. Las principales innovaciones tecnológicas introducidas por el europeo fueron: el instrumental de hierro y los mecanismos basados en la rueda, que agregaron al virtuosismo del tejedor indígena, la rueca de hilar y el telar de pedal; el perfeccionamiento de la técnica de la cerámica modelada con una introducción del torno de alfarero; la mejora de los transportes, con la rueda. En la agricultura, constituyeron contribuciones positivas la introducción del arado, del trigo, la cebada, el ajo, la cebolla, la caña de azúcar y algunas frutas, además de los bovinos y mulares y de los pequeños animales domésticos como gallinas, cerdos, ovejas, y cabras, que mejoraron cualitativamente la antigua dieta vegetariana, drásticamente reducida. Se generalizó también el uso de las ropas de lana y de los artículos de cuero. La conversión de los indios, a cargo de la Iglesia, se inicia con la implantación de los símbolos católicos en el Templo del Sol y su consagración a la nueva fe acompañada de la erradicación de la jerarquía sacerdotal incaica. Solamente alcanza vigor, sin embargo, luego de la consolidación de la conquista y merced a los esfuerzos por desterrar los cultos de Pachacamac y otras divinidades, tarea que jamás se completó; la conversión compulsiva dio lugar al nacimiento de cultos sincréticos, en los cuales, disfrazadas bajo vestiduras cristianas, continuaron las antiguas divinidades conmoviendo a sus fieles. La introducción del clero católico significó nuevos deberes para el indígena, la pérdida de más tierras y el pago de mayores tributos y cargas destinados a la construcción de iglesias, únicas obras de volumen de la nueva civilización. Compensaron estos deberes y sufrimientos solamente la adopción de un nuevo calendario religioso, que reservaba para el descanso y los festejos religiosos casi una decena de días en el año; la promoción de fiestas que revitalizaban la vida comunitaria y la organización de cofradías, lo que componía, en conjunto, una nueva dimensión cultural que permitiría a los mitayos y yanaconas ladinizados alcanzar cierta participación dentro de un mundo diferentemente concebido, consoladora de sus aflicciones y justificatoria de sus destinos. Constituyó por todo esto la faz menos brutal de la colonización y la única que involucró concepciones menos desigualitarias, porque traía implícito un reconocimiento formal de la dignidad humana, y que podía hacerse extensivo en cierta medida al propio indio. No obstante, la Iglesia como institución se transformaría en la mayor asociada de la explotación colonial (incautándose las tierras, beneficiándose con monopolios y con derechos de tributación) y en la gran agencia de coerción social y de degradación moral de la sociedad naciente. Los tribunales de inquisición instaurados en las regiones ocupadas por Pueblos Testimonio, por su fanatismo y violencia, sus poderes discrecionales de prender, torturar, expulsar o matar, sólo fueron comparables a los de España. Mediante agentes y delatores designados para cada villa, controlaba la sociedad entera, pendiendo sobre todos la amenaza de un juicio por herejía. Los nuevos mitayos y yanaconas, al contrario de los antiguos campesinos incaicos que eran reclutados para estas funciones con la garantía de regresar a sus comunidades y de ser compensados con bienes e instrumentos de trabajo, eran esclavos a un tiempo expulsados de la tierra por el ganado y por los nuevos cultivos comerciales, adscriptos a los centros urbanos y a las minas, así como a las plantaciones comerciales y haciendas de ganado e incorporados de este modo a la maquinaria de la explotación colonial. Con estos elementos arrancados de la vida comunitaria y con los curacas (que permanecieron en su función de intermediarios, ahora al servicio de los españoles), se fue plasmando el contingente neoindígena, deculturado, españolizado y cristianizado, que conformaría al hombre nuevo del altiplano. Su incorporación a la nueva sociedad en carácter de esclavos es discutible sobre todo si comparamos su estatuto con el de los negros traídos de América. No obstante, su enganche en el trabajo sin ningún derecho efectivo a la remuneración, su falta de libertad para dirigir su propio destino y el hecho de que el motor de su actividad era la producción de ganancias para un señor, aproxima más el estatuto social del mitayo y yanacona a la esclavitud grecorromana que a la servidumbre feudal. Los reglamentos reales y las prescripciones de la Iglesia que les atribuían derechos y dignidades jamás respetados, eran actos de piedad fariseica destinados más a consolar la conciencia cristiana que a regir las relaciones de producción. Entre el orden moral que exhalan los Códigos y las Bulas y la relación en que realmente se encontraban señores y subalternos, mediaba la misma distancia que entre los ideales cristianos abstractos y la cristiandad efectiva de los conquistadores. La forma final, post incaica, de los ladinos, es la clase de los cholos. Constituye hoy cerca del 35% de la población de los Pueblos Testimonio sobrevivientes de la civilización incaica. Viven marginalizados entre los indios que no los reconocen como iguales y a los que discriminan, y la clase dominante, más blanca, más hispánica y enriquecida, con la cual quieren identificarse pero que también los rechaza. Hoy los cholos hablan el español, son semialfabetizados y dominan con frecuencia una lengua indígena, principalmente el quechua, indispensable para su papel de categoría interticial. No constituyen una casta cerrada porque continúan ensanchando su contingente con el ingreso de nuevos elementos desgarrados de las comunidades indígenas. No son tampoco un segmento racial de mestizos como frecuentemente se afirma, porque su patrimonio genético básico es indígena, aun cuando entre ellos se encuentren más comúnmente tipos blancoides que entre los indios y menos que en los estratos superiores de los “blancos por autodefinición”. Junto al indígena, se comportan como estamento superior por su occidentalización, por su nivel más alto de aspiraciones y por su lealtad puesta al servicio de la clase dominante. Ante la gente de la capa superior, se comportan y son vistos como semi-indios. Predominan en las ciudades y en las haciendas de la costa y constituyen el proletariado nacional de los pueblos andinos. Un estrato ladino bastante diferenciado de los cholos, está constituido por un sector urbano y por un contingente rural caracterizados por su monolingüismo español y por sus costumbres más modernizadas. En este estrato se insertaron los mestizos, resultantes del cruzamiento de indias y cholas con descendientes de esclavos negros y de inmigrantes orientales, chinos y japoneses, y también algunos blancos, introducidos principalmente en el Perú como mano de obra para los cultivos comerciales de la costa y para la minería y, más recientemente, para colonizar la región amazónica. Como estos tres contingentes extra-americanos fueron poco numerosos y constituidos casi exclusivamente por hombres, comenzaron tempranamente a disolverse en la población, imprimiendo sin embargo marcas raciales diferenciadoras sobre la matriz indígena que hacen perceptible aún hoy su participación en el proceso formativo de los pueblos andinos modernos. En ciertas áreas se diferenciaron al punto de constituir una capa neoamericana minoritaria, más parecida a los ladinos de otras regiones que al estrato cholo. Este es el caso de los cambas bolivianos y de los mestizos orientales peruanos. El indio comunero que logró retener alguna tierra y crecer en la unidad solidaria del ayllu, conservó más elementos de la cultura original, aún cuando también haya experimentado profundas influencias europeas y los procesos propios de cambio cultural. después de la drástica reducción demográfica que siguió a la conquista española, la población indígena comenzó a recuperar progresivamente su cuantía original. Sumaban en 1960 cerca de 7,5 millones, constituyendo la mitad de la población del Perú (3 millones 700 mil), el 60% de la boliviana (2 millones 200 mil) y el 40% de la del Ecuador (1 millón 600 mil). Viven principalmente en las mesetas y altos valles de la cordillera cuya población rural es en un 80% indígena. Las pocas tierras que les quedaron luego del despojo colonial no sólo son las peores y las de más bajo rendimiento por su continua y agotadora utilización, sino que sobrecargadas por el crecimiento demográfico fueron fraccionadas en miríadas de parcelas minúsculas, por lo que en ciertas zonas el promedio es apenas de 0,44 hectárea por familia. Lo que caracteriza al indio en relación con los otros estamentos, además de su conservadorismo cultural y de su profunda integración en la vida del ayllu, es el bajo grado de participación en la sociedad nacional, expresado en el porcentaje de apenas 18% que habla español, en el analfabetismo generalizado, en la economía predominantemente natural, dirigida a la subsistencia. Sobre todas sus características distintivas sobresale, sin embargo, su postura étnica propia opuesta a las contrafacciones nacionales peruanas, bolivianas y ecuatorianas a las que se vieron compulsivamente incorporados. Es por esto que los indios quechua y aymara que conocimos en las fronteras de Perú con Bolivia se identificaban más profundamente como indígenas de la misma cepa, que lo que podían diferenciarse en cuanto peruanos o bolivianos. Sobre indios y cholos domina la clase más europeizada, orgullosa de descender de los conquistadores, de los nobles y de los curacas y que cultiva modos de vestir y de hablar, gustos culinarios, hábitos de trabajo y principalmente de esparcimiento, así como actitudes místicas y personalistas típicamente españolas. Son los propietarios de las haciendas del comercio y de la pequeña industria de las ciudades; los jerarcas, los profesionales liberales, los líderes políticos, los estudiantes, funcionarios y empleados. Todos alcanzan tal identificación con su papel formal de blancos por autodefinición que califican a los cholos de mestizos, cuando más mestizos son ellos mismos. Un joven de uno de esos países, estudiante en una universidad norteamericana, contaba que sólo después de meses de permanencia en América del Norte se apercibió de que era fenotípicamente indio, lo que le produjo por otra parte un trauma doloroso. Esa clase superior envuelta en las luchas bolivarianas por la emancipación, convirtió la independencia en un proyecto propio, transfiriendo la regencia política de Madrid a sus capitales; mantuvo idénticas sin embargo, y aún acentuó sus características, la ordenación social que aseguraba el dominio, la opresión y la explotación sobre cholos e indios. también en esta área la independencia, emancipando formalmente al indio de un status jurídico diferenciado que prevalecía en el período colonial —en nombre de la igualdad de todos los ciudadanos de las nuevas repúblicas— lo volvió de hecho más vulnerable a la explotación. Al incentivar en nombre de estos ideales igualitarios y progresistas la división de las tierras comunales de las ayllu en parcelas individuales, pasibles de enajenación, se provocó la formación de nuevos latifundios y la apropiación de grandes extensiones de tierras comunitarias por los latifundistas vecinos. Esta estructura tripartita de indios, cholos y blancos por autodefinición es tan marcada que, efectivamente operan más como tres estamentos simbióticamente organizados que como una sociedad integrada. Es así que cada individuo por regla general nace, vive su existencia y muere dentro de su propio estamento; puede experimentar variaciones del status interno, pero recibirá siempre una calificación social genérica como integrante de uno de estos grupos. Cada estamento tiene su estratificación interna. En el caso de los blancos por autodefinición, capa que comprende desde la oligarquía basta la clase media y ciertos sectores del proletariado, es más acentuada; es menor entre los cholos y menor aún entre indios. Esta segmentación llega basta el punto de que haya prostitutas blancas para blancos, cholas para cholos e indias para indios. Los tres estratos apenas si se interpenetran, porque habitualmente el hijo del indio urbanizado o fijado a las grandes haciendas se hace cholo. En las ciudades, esta segregación se dibuja ecológicamente por la superposición en conglomerados topográficamente configurados: los “blancos” o “gente”, en el centro; los cholos, como “menos gente”, en los barrios miserables de la periferia y los indios, como “no gente”, en las áreas paupérrimas de las inmediaciones de las ciudades o a lo largo de las carreteras. Estos “indios” desarraigados de sus comunidades son futuros cholos en mayor medida que los cholos podrán llegar a ser un día “gente”, en virtud de la estrechez y rigidez de la estructura social y del carácter dogmático de la clase dominante. Los canales de ascensión de la condición de cholo a la de “gente” serían la educación media, que no les es accesible ni ellos reivindican, tal el espanto que provocaría semejante osadía y la riqueza, que rarísimas veces alcanzan con sus pequeños negocios de feria y su artesanía doméstica. sólo el ejército, para reclutar la tropa, la Iglesia, en la búsqueda de vocaciones sacerdotales y el caudillismo político-electoral y sindical, abren canales de movilidad, todos muy exiguos como para ser significativos. La estrecha capa superior solamente se amplía por el crecimiento vegetativo, autolimitándose para no repartir la riqueza social disponible, que ya es escasa. Constituye así un círculo cerrado, extraño y hostil a la nación misma, tan parasitaria como la élite colonial a la que sustituyó. La resultante es una sociedad formada por conglomerados dispares, que sólo se integran por el carácter complementario de sus papeles, pero no consiguen unirse, por la ausencia de un cuerpo común de valores y de intereses nacionales explícitos. De este modo, no llegan a ser pueblos conscientes de sí mismos y menos aún naciones entre las demás. Son residuos de un proceso histórico de expoliación que las hizo así; primero para cumplir funciones productivas prescriptas por el colonizador; más tarde para continuar sirviendo a la oligarquía subsistente en un contexto de explotación imperialista. Sociedades anómalas que han integrado culturas espurias (Bolivia, Perú y Ecuador), continúan siendo, después de siglo y medio de independencia, avanzadas extranjeras establecidas sobre los pueblos del altiplano. El altiplano entero puede ser caracterizado como una región de economía predominantemente natural asentada en la aldea, incipientemente mercantil en la agricultura de subsistencia de las comunidades indígenas y complementada por una producción artesanal doméstica de tejidos, cuerdas, sombreros trenzados y cerámica. La producción comerciable en cada uno de estos sectores apenas permite atender las pequeñas necesidades de otros artículos, como sal, fósforos, algunos medicamentos, combustibles y pocos más, consumidos por otra parte en cantidades muy exiguas. La producción propiamente mercantil consiste en los cultivos comerciales (arroz, trigo, papas) y de exportación (azúcar, bananas, café) situados principalmente en la costa; en el estaño y otros metales, en la explotación pesquera, hoy en gran desarrollo en el Perú; en algunas exportaciones de petróleo y en pequeñas industrias urbanas de transformación. Todas ellas naturalmente en manos del estrato blanco por autodefinición o de agentes de corporaciones extranjeras. Los dos sistemas —dado el carácter complementario de sus papeles— aun cuando no son estancos tienden a perpetuar sus propias características. El crecimiento del sector mercantilizado no genera riquezas, ni innovaciones que se irradien sobre la economía total, no contribuye a integrar al pueblo entero en una sociedad homogénea. Apropiándose de la totalidad de la riqueza creada, la estrecha capa dominante nativa y las empresas extranjeras establecidas en el área la utilizan, en el primer caso para mantener su alto nivel de vida señorial; en el segundo para exportación de ganancias. Sus contribuciones al Estado son insuficientes para mantener siquiera los servicios públicos más indispensables, absorbidos como están en costear el sistema policial y militar de represión y en sostener una vasta burocracia parasitaria. La situación económica, social y cultural del altiplano andino es muy semejante a la de México en el comienzo del siglo, aún cuando ya entonces los mexicanos hubiesen superado en grado más alto el alienante complejo colonial. Y es igualmente explosiva en virtud del divorcio entre los intereses de la oligarquía latifundista y de las empresas extranjeras, y los de toda la población. Sus problemas más difíciles derivan de la necesidad de llevar a cabo, simultáneamente, una revolución política, social y cultural que desencadene un proceso de renovación profunda de la sociedad entera. A la revolución política compete poner coto a la hegemonía de la capa exógena de los blancos por autodefinición, integrando sin embargo sus estratos profesionales en el proceso renovador, como el único sector de mentalidad moderna y con alguna calificación técnica. A la revolución socioeconómica corresponde terminar con el latifundio y con la explotación extranjera, a fin de crear nuevas bases institucionales para la organización de la producción de modo de abrir perspectivas a la industrialización de la zona y por esa vía, elevar el nivel de vida de los indios y cholos, sin empujarlos hacia una economía organizada para la provisión de la mera subsistencia, aún más cerrada que la actual. A la revolución cultural cabe enfrentar el problema de la diversidad étnica, de modo de reestructurar la región como una sola unidad nacional multiétnica, por medio del reconocimiento y valorización de las lenguas y de las tradiciones indígenas. Estas tres revoluciones implican el desencadenamiento de un proceso de movilización que no sólo integre en un único cuerpo todos los estratos sociales, sino que los reestructure según un nuevo ordenamiento nacional y antioligárquico. El imperio incaico asentaba su economía agrícola-artesanal en una cuidadosa organización administrativa del trabajo, en instituciones colectivistas y en una alta tecnología agrícola de regadío. Las nuevas economías del altiplano enfrentarán el desafío de erigirse sobre tierras empobrecidas, ya no irrigadas ni fertilizadas, cuyo sistema de producción mercantil está basado en la propiedad de la tierra, que ha pasado a ser la aspiración impostergable del indio después de siglos de explotación. El tránsito a formas colectivistas de organización del trabajo agrícola, que parecía corresponder mejor a la índole indígena en su faz histórica presenta por esto especiales dificultades. Jamás encontramos entre las masas campesinas de las Américas una conciencia tan vivida de la explotación latifundista como entre estos indígenas del altiplano. Estructurados socialmente en ayllu vieron sus tierras usurpadas por extranjeros y después, a través de los siglos, fueron testigos de su transferencia de mano en mano a nuevos patrones a los cuales la colectividad indígena permaneció siempre sometida, por lo que han alcanzado entera lucidez del abuso de que son víctimas. Quieren la posesión de la tierra y la libertad de trabajarla a su modo, sin interferencias de ningún agente del ordenamiento extraindígena que los subyugue. Si esta actitud, por un lado, dificulta su identificación con cualquier proyecto nacional, por otro hace de la masa indígena una fuerza potencialmente revolucionaria, pronta a estallar. Aun la revolución boliviana, que les aseguró la tierra, fue vista por ellos como una empresa de los “blancos”, de los ciudadanos, y mirada con sospecha, como cosa extraña. Su solidaridad e integración rara vez excedió, por esto, la actitud de defensa a cualquier precio de la posesión de la tierra que habían conquistado. En estas circunstancias, la creación de un proyecto nacional con el que se identifiquen todos los cuerpos diferenciados de la sociedad, presenta obstáculos enormes. El ayllu, que durante siglos mantuvo viva la memoria de las épocas anteriores a la llegada de los europeos, evocadas como un tiempo de abundancia, y también la memoria de la expropiación de las tierras y la esclavización del pueblo por los conquistadores, resurge ahora con todo su vigor reivindicativo. Pero no para reconstruir el pasado, sino para reordenar el presente de modo que asegure tierra y libertad. El problema nacional excede sin embargo, estas demandas, porque exige una eficacia productiva en la agricultura, sólo alcanzable mediante la incorporación de nuevas formas de organización del trabajo, de una tecnología más avanzada sobre todo porque requiere una industrialización intensiva como condición para vencer el atraso histórico del altiplano en el mundo moderno. En las ciudades y en las minas, principalmente en estas últimas, se fueron generando con los siglos capas sociales independientes del ordenamiento colonial y oligárquico. Las forman las masas obreras y los sectores intelectualizados de las clases medias, ambos desarraigados de los contenidos culturales tradicionales, modernizados por su postura histórica, que les hace ver la nación como la totalidad del pueblo, desmistificados por el enfrentamiento directo de la explotación y de la opresión oligárquica. Estas capas son las llamadas hoy a formular una autoimagen nueva de sus pueblos, como las únicas dotadas de la lucidez necesaria para superar la alienación y para emprender las luchas emancipadoras que conquistarán para sí sus propias naciones, ocupadas desde el nacimiento por agentes del dominio externo y de la explotación interna. Este es el desafío con que se enfrentan los Pueblos Testimonio del altiplano andino, incapaces hasta ahora de superarlo en virtud de la oposición irreductible entre los intereses nacionales y populares y de dos órdenes de intereses mancomunados. Primero, el de las capas oligárquicas que ordenaron el Estado y la sociedad como un proyecto propio y que redujeron la vida política a una disputa de poder entre sus lideratos civiles y militares. Segundo, la condenación que pesa sobre toda América Latina de continuar recorriendo la ruta del atraso y de las penurias, impuesta por el sistema imperialista de dominación continental. Este, regido hoy por los norteamericanos, después de controlar las fuentes de riqueza de los países andinos, asumió el comando de sus fuerzas armadas para transformarlas en gendarmerías destinadas al mantenimiento del orden oligárquico en nombre de la lucha contra la subversión. En los últimos años, consideró las luchas campesinas del altiplano formas de subversión de inspiración comunista, a pesar de su historia secular de rebeldía; así perpetúa el viejo orden de miseria popular que aún es lucrativo para las oligarquías locales, y resguarda un contexto continental subyugado y también lucrativo. 3. REVIVALISMO Y REVOLUCION La nostalgia del incario no sólo conmueve e incita a los indios, sino también a los cholos como capa casi igualmente explotada y discriminada e incluso a la clase media intelectualizada del altiplano, que se va haciendo capaz de convertirse en la conciencia de su pueblo. Pasivamente esta nostalgia se manifiesta en la idealización de un pasado mirífico en el que la felicidad del pueblo era asegurada por la bondad y justicia de los incas cuzqueños; y activamente como un proyecto ingenuo de reordenamiento de la vida social consistente en la restauración del incario. Ambas manifestaciones dieron frutos en toda la región desde el período colonial, asumiendo formas variadas que iban desde las creaciones literarias y los manifiestos políticos, hasta rebeliones de las capas inferiores que aspiraban restaurar la edad de oro del pasado. Se cuentan por decenas los movimientos insurreccionales desencadenados, pequeños y grandes, que se inspiraron en ese cuerpo de creencias revivalistas. Pocos años después de la conquista se produjo el primero de ellos (1564) inflamando todo el sur del Perú; su propósito era la restauración de los antiguos monarcas en la persona de un Inca que habría sobrevivido refugiándose en las selvas orientales. Esta leyenda siguió desde entonces caldeando el ánimo combativo y las esperanzas de ladinos y de indios. Se presentó como la visión de un reino milagroso, que se ubicaba en un punto indeterminado del Este lejano, en el inmenso territorio que va desde las márgenes del Beni hasta las Guayanas. Es la leyenda de Manoa, el reino dorado de los Incas que, entre muchos otros, el aventurero Raleigh se propuso restaurar en todo su esplendor antiguo, con la ayuda de Inglaterra, prestada contra el pago futuro de un tributo anual de 300 mil libras a la Corona. más tarde, la leyenda se redefine y se vuelve acción con la Conjuración de Oruro (1739), que también pretende restaurar el incario, haciendo coronar como Inca a un ladino de nombre Juan Vélez. Esta rebelión, abortada antes de estallar, había sido cuidadosamente preparada, comprometiendo a decenas de caciques del altiplano y de la costa. Una nueva insurrección mesiánica estalla pocos años después (1742), en torno de un indio alzado, Juan Santos Atahualpa, que se mantiene en armas durante 13 años al frente de gran número de adeptos dispuestos a morir por él. Cuando finalmente es vencido, sobrevive durante décadas su leyenda y la promesa de su retorno, reencarnado como Inca, para salvar a su pueblo de la opresión. La mayor de estas rebeliones se desencadenó en Cuzco, encabezada por un ladino descendiente de viejo linaje inca, que se hacía llamar Túpac-Amaru II. Casi todo el altiplano indígena y cholo respondió a su llamado, si no con actos de guerra, al menos con el calor de su esperanza. Vencido después de años de lucha, fue descuartizado y expuesto en diferentes ciudades para escarmiento del pueblo. Su lucha, como las otras, consistió en un levantamiento mesiánico de masas que reaccionaron contra la explotación colonial y que soñaban con un mundo sin hacendados, sin leyes, sin corregidores, sin comerciantes; en fin, una sociedad idílica de la que se extirparía todo lo que los oprimía y avasallaba. Se dirigía por esto contra el mismo sistema social que aspiraba reformar de arriba a abajo. Su proyecto reordenador no podía, sin embargo, exceder la idea de restaurar las viejas leyes y el viejo orden, evidentemente no viables. Y en esto estaba la debilidad fundamental, común a todos los movimientos de esta naturaleza, los cuales aunque victoriosos en la etapa del asalto al poder constituido, no supieron consolidarlo y menos aún encaminarlo a un reordenamiento racional de la sociedad entera. sólo mucho más tarde, con el surgimiento de las doctrinas socialistas, se crearían los primeros instrumentos teóricos susceptibles de orientar los levantamientos populares, al fijar una estrategia para las luchas de las clases inferiores, y al crear un modelo alternativo de ordenamiento social más favorable a los intereses de la mayoría. después de la independencia, movimientos de la misma naturaleza continuaron surgiendo periódicamente en el altiplano andino. Todos fueron aplastados con mayor o menor trabajo por las fuerzas represivas, en virtud de sus debilidades intrínsecas. Eran insurrrecciones de clases inferiores, incapaces de alcanzar la victoria en aquel entonces. Pero también eran inevitables, porque expresaban la protesta contra una situación social insoportable, susceptible de mantener siempre encendido el fuego insurreccional. Esta situación era la que producía, en cada generación, nuevos grupos dirigentes que actuando en nombre de la vieja leyenda renacentista, mantenían viva la conciencia de la expoliación de que eran objeto. Se generó así un estado endémico de inquietud social y de rebelión incipiente que no llegaba jamás a un enfrentamiento victorioso, pero que conseguía mantener y florecer los lazos de cohesión étnica, perpetuar su propia visión de la conquista y conservar la esperanza de una revancha que devolviese a las poblaciones del altiplano la autonomía y la dignidad perdidas. Incluso las guerrillas modernas que surgen en la región como vástagos del modelo cubano de revolución y que por consiguiente, son ya formuladas de acuerdo con un proyecto viable de reordenamiento social, apelan al poder aglutinante que la vieja leyenda tiene para los indios y los cholos, aún boy encendidos por la esperanza de una restauración del pasado mirífico. La primera expresión ideológica moderna y original de la problemática de los pueblos del altiplano andino se debe a Haya de la Torre, fundador del aprismo. 4 Se inicia con un movimiento intelectual e irredentista de inspiración marxista, posteriormente redefinido por otras varias influencias ideológicas. Nace en México con la aspiración de convertirse en un frente político continental-antimperialista —correspondiente al Cuomintang y al partido de Nehru en la India— pero acaba por sobrevivir apenas en el Perú. Allí se estructuró como partido político, experimentando toda suerte de deformaciones hasta transformarse en un partido conservador más, involucrado en la disputa del poder a través de alianzas y golpes. Su influencia sobre los movimientos populistas latinoamericanos de 1930 a 1945 fue tan grande 5 que sólo puede compararse a la de los comunistas, con los cuales por otra parte entró en disputa desde los primeros años, terminando por volverse francamente anticomunista. Su papel en la vida política peruana fue también decisivo, pudiéndose afirmar que todas las elecciones, programas de gobierno o corrientes intelectuales del país tuvieron que definirse siempre como apristas o antiapristas. A lo largo de su carrera política, Haya de la Torre consiguió movilizar muchas veces la opinión pública peruana y reclutar millares de militantes que combatieron bajo su dirección esforzándose por alcanzar el poder y reordenar, según los ideales apristas, la sociedad peruana. La ideología aprista comprendía un núcleo original de formulaciones que revelaba una clara percepción de los problemas de América Latina y de las condiciones peculiares del altiplano, junto a toda una verbosa fundamentación doctrinaria, basada en los más diversos autores, desde Hegel y Marx, hasta Spengler, Einstein y Toynbee. De Marx es, sin embargo, de donde Haya de la Torre extrajo fundamentalmente su teoría de la sociedad, del Estado y de la revolución social, aplicándola de manera creadora a las condiciones latinoamericanas y en particular a las singularidades de la situación del Perú. El aprismo retomó también los ideales unionistas bolivarianos revitalizándolos al desenmascarar el carácter artificioso de las unidades nacionales resultantes de la independencia. Cuando mira la humanidad indígena del altiplano andino degradada por la dominación europea y toma como meta elevarla a la condición de una nueva civilización, Haya de la Torre alcanza su mayor originalidad. Creó incluso la expresión “Indoamérica” como bandera de esta aspiración restauradora. “Las naciones que erigieron Chichen liza, Uxmal, Palenque, Machu-Pichu, Tiahuanaco y San Agustín están allí, al lado de sus obras. Los que dominaron la altura para imperar sobre ella, y adecuaron sus pulmones y su corazón para vivir con plenitud sobre las cordilleras y las mesetas, también están allí, en el mismo escenario que los destructores de su civilización no alcanzaron a suplantar ni superar en su grandeza”. Pero no miraba sólo hacia atrás. Cuando llamaba la atención sobre la “presencia del pasado” tan perentoria en los pueblos del altiplano, lo hacía a fin de analizar objetivamente el sistema mundial de intereses que los condenó al atraso y para buscar los caminos de emancipación. Los esquemas teóricos manejados por Haya de la Torre le permitieron alcanzar, precursoramente en América Latina, una comprensión objetiva de los dos tipos de subordinación que más pesaban sobre sus pueblos, condenándolos al atraso: el latifundio exportador y la explotación imperialista. Pero también comprendió los nexos de muy variada naturaleza que ligan a ambos y que los hacen actuar solidariamente como una unidad que, por medio de instituciones reguladoras y de fuerzas represivas, tiende a perpetuar el régimen y la miseria. A esta comprensión contribuyó decisivamente la misma rigidez de la estructura social peruana, que muestra el carácter exótico y antipopular de la élite nacional y de su asociación con los intereses extranjeros establecidos en el país. Esta vieja aristocracia reconoce un origen similar al de la mexicana, a la que iguala en ostentación y orgullo. Nació de las concesiones de “feudos” hechas por la corona española a los conquistadores; creció con los áulicos favorecidos con encomiendas de tierras e indios; amplió su dominio con la apropiación de las haciendas de los jesuitas en el período de secularización; se enriqueció aún más con la “igualdad civil” decretada por los republicanos, que le permitió adquirir por compras tierras comunales. Su primera asociación con empresas extranjeras se produjo con la explotación del guano que fue por mucho tiempo la principal fuente de rentas de la República. Siguió con la explotación del cobre, la plata, el oro, y luego del petróleo. La modernización del Perú, promovida mediante la construcción de vías férreas y otros sistemas de comunicación, costeada con recursos generados por la economía extractiva, hizo viable la explotación de nuevas regiones y estimuló la apertura de grandes cultivos de exportación de los que también se ocuparon empresas extranjeras. La aristocracia nativa, asociada a todos estos negocios no agrarios como accionista receptor de dividendos menores, tuvo que admitir el ingreso de los empresarios extranjeros en su viejo negocio: la explotación de la tierra y los campesinos a través de latifundios dedicados a la monocultura. Acabó por formar con ellos un grupo coherente de intereses solidarios que se convertirían en el mayor impedimento para el progreso social y económico del país. En oposición al evolucionismo unilineal de los comunistas, el aprismo asevera que las peculiaridades del desarrollo histórico latinoamericano exigen una redefinición de la teoría marxista, así como de los objetivos de la revolución social y de la composición de fuerzas que deberían realizarla e integrar el nuevo poder. “Es por eso que, si, según la tesis neo-marxista, «el imperialismo es la última etapa del capitalismo» (Lenin, 1917) esta afirmación no puede aplicarse a todas las regiones de la tierra. En efecto, es la «última etapa» pero sólo para los países industrializados que han cumplido todo el proceso de la negación y sucesión de las etapas anteriores. Mas para los países de economía primitiva o retrasada a los que el capitalismo llega bajo la forma imperialista, ésta es su primera etapa”. (Haya de la Torre, 1936: 21). Desarrollando este razonamiento Haya de la Torre ha tratado de demostrar que desde hace mucho es el imperialismo quien controla toda la economía latinoamericana, como protector de la explotación de las riquezas naturales con miras a la exportación y como coordinador de la utilización de la fuerza de trabajo del continente para la producción agrícola, ya que su rendimiento también interesa al mercado mundial. En estas condiciones el imperialismo se ha apropiado de los sectores más rentables de las economías nacionales, deformándolas para impedir el surgimiento de un mercado interno, de un empresariado independiente o de centros de poder político capaces de orientar las inversiones en beneficio de esas mismas economías. A pesar de esto, al estructurarse como el sector más progresista, el imperialismo ha promovido la modernización de las técnicas de producción, de transporte y de administración y finanzas. Los sectores económicos nacionales que crecieron bajo esta dominación externa, se vieron condenados a actuar como fuerzas auxiliares en la periferia de los intereses imperialistas. La liberación de las energías nacionales así contenidas, y de los propios capitalistas nativos, sólo se alcanzaría, a su modo de ver, mediante la ruptura con el imperialismo, la lucha común de las fuerzas progresistas de todo el continente y la creación de un amplio mercado regional común. El análisis de las relaciones de América Latina con América del Norte hecho por Haya de la Torre en 1923 fue un documento que alcanzó enorme repercusión en el continente, ya que constituía uno de los primeros balances críticos realistas de la expoliación a que los pueblos latinoamericanos estaban sometidos. Escribió entonces: “La experiencia de las relaciones políticas y económicas entre América Latina y los Estados Unidos, especialmente la experiencia de la Revolución Mexicana, nos lleva a las siguientes conclusiones: 1) Las clases dirigentes de los países latinoamericanos, grandes terratenientes, grandes comerciantes y las incipientes burguesías, son aliadas del imperialismo; 2) esas clases tienen en sus manos el gobierno en nuestros países, a cambio de una política de concesiones, empréstitos u otras operaciones que los latifundistas, burgueses, grandes comerciantes, caudillos o grupos políticos de esas clases negocian o participan con el imperialismo; 3) como un resultado de esta alianza de clase, las riquezas naturales de nuestros países son hipotecadas o vendidas, la política financiera de nuestros gobiernos se reduce a una loca sucesión de grandes empréstitos, y nuestras clases trabajadoras que tienen que producir para sus amos, son brutalmente explotadas; 4) el progresivo sometimiento económico de nuestros países al imperialismo deviene sometimiento político, pérdida de la soberanía nacional, invasiones armadas de los soldados y marinos del imperialismo, compra de caudillos criollos, etcétera. . . Panamá, Nicaragua, Cuba, Santo Domingo, Haití, son verdaderas colonias o protectorados yanquis como consecuencia de la «política de penetración» del imperialismo”. (Playa de la Torre, 1927: 189/190). Por el análisis de aquellas teorías y estos hechos, Haya de la Torre concluía en que la tarea revolucionaria fundamental de América Latina era la unificación de todas las fuerzas progresistas para la lucha contra el imperialismo, raíz y sustentáculo real de su atraso. Por esto, antes que una revolución socialista bajo la hegemonía de un proletariado demasiado incipiente para llevarla a cabo, lo que cabía era una revolución emancipadora nacional que debía ser desarrollada en el ámbito continental, simultáneamente contra el imperialismo y las oligarquías locales. Agregaba que para esta lucha se imponía la organización de un frente único de todas las clases explotadas, en el cual sería reconocida la precedencia social del campesinado y el liderazgo de la intelectualidad de clase media, y cuya estructuración debía hacerse según el sistema de células y de disciplina militante de los partidos comunistas. El poder revolucionario, una vez conquistado, tendría como objetivos programáticos que serían paulatinamente alcanzados: la “nacionalización” de la tierra para liberar al campesino de la explotación patronal de tipo arcaico; la organización de una fuerte economía estatal de tipo cooperativo que fomentaría una industrialización independiente y que liquidaría los monopolios extranjeros, para recuperar el dominio nacional sobre las riquezas naturales. Estos objetivos deberían ser alcanzados bajo dos condiciones destinadas a limar las resistencias, que se expresaban en las consignas: “No se trata de quitar la riqueza a quien la tiene, sino crear nuevas riquezas para los que no tienen”. Y “no queremos pan sin libertad, ni libertad sin pan: queremos pan con libertad”. El aprismo fue el primer movimiento político nacionalista de América Latina que no se estructuró como una élite patricia de intermediarios entre el pueblo y el poder, sino como una organización centralizada de millares de pequeños núcleos de militantes. Para esto reclutó la mayoría de sus cuadros políticos, revolucionarios y sindicales fuera de la clase dominante, en la masa de ladinos modernos y de cholos de las ciudades, por lo que pudo movilizar enormes masas, tanto para comicios y manifestaciones como para la conspiración. Gracias a esta organización y a su influencia sobre el movimiento intelectual, estudiantil y sindical del país, las banderas apristas se mantuvieron desplegadas durante 25 años de lucha tenaz. más de 20 años pasó este partido en la ilegalidad; años en los que perdieron la vida miles de militantes, en los que muchos más fueron presos, apaleados y proscriptos y en los que sufrieron el exilio Haya de la Torre y varios de sus compañeros. Pero el aprismo cautivaba a las multitudes con su mística reformadora; vuelto el único partido de masas del Perú alcanzó sucesivas victorias electorales, tanto fuera Haya de la Torre como otros aliados suyos los candidatos a la presidencia (1931, 1936, 1941, 1962). No obstante todos esos triunfos fueron escamoteados por golpes militares, por lo que no pudo jamás alcanzar el poder. El mismo éxito popular del aprismo se volvió su debilidad, porque aterrorizó a la oligarquía ante "la inminencia del triunfo de un partido de raíz popular, llevándola a interrumpir el juego liberal mediante golpes militares. De este modo, las fuerzas armadas se transformaron en el único y verdadero “partido” político de oposición a la avalancha aprista. Valiéndose de la intervención armada, antes o después de cada victoria aprista, ellas pasaron a ejercer funciones tutelares sobre la vida política del país. Una tutela que prevaleció hasta 1968, como la garantía de que, cualesquiera fuesen los gobernantes, las bases del sistema continuarían intocadas. Aún cuando proponía la conquista del poder para la reordenación de la sociedad peruana, Haya de la Torre no llegó nunca a ser un líder revolucionario decidido a desencadenar la insurrección popular. Su radicalismo apenas llega a nivel de un golpismo conspirativo. Enfrentado al veto oligárquico pasa a revisar sus proclamas políticas en un esfuerzo constante por lograr la anuencia de la clase dominante a su participación en el poder. En este rumbo, jalonado de alianzas espurias, manejos ocultos y sucesivas revisiones de su programa, termina por desmoralizarse frente a grandes sectores de sus partidarios. En 1960, un grupo de jóvenes militantes apristas se separó del partido para constituir un Apra Rebelde, de inspiración fidelista que, conjuntamente con otros grupos de izquierda, principalmente el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) iniciaría brotes de lucha guerrillera en el Perú. A estos “apristas” de perfil nuevo se juntaron, en los últimos años, diversos núcleos que se proponen la toma revolucionaria del poder para una reordenación socialista de la sociedad peruana. Operan sobre todo en las universidades, como un factor de radicalización que podrá atraer masas crecientes del estudiantado hacia una posición de vanguardia de la revolución social. El empeoramiento de las condiciones de vida de la población indígena, la repercusión alcanzada en todo el altiplano por la reforma agraria boliviana y, en cierta medida, el largo trabajo de proselitismo de los apristas y de las izquierdas, hizo que los campesinos peruanos tomaran conciencia del carácter erradicable de su pobreza. La última campaña electoral, en la que rivalizaron Haya de la Torre y Belaúnde Terry y que fue ganada por este último, al radicalizar aún más el tono de los debates políticos, contribuyó a generalizar entre los campesinos, sobre todo entre los indios comuneros, la convicción de que finalmente había sonado la hora de la reforma agraria. después de las elecciones, se inició un vastísimo movimiento espontáneo de invasión de latifundios, formados gracias a la usurpación de tierras indígenas. Extendiéndose rápidamente por toda la cordillera, el movimiento obtenía en cada lugar nuevos adherentes. Millares de indígenas, en medio del tremolar de banderas peruanas y del sonido profundo de sus tambores, avanzaban sobre las haciendas, arrancando marcos y cercas divisorias e instalándose en las tierras conquistadas. Jamás hostilizaron a los hacendados. Los que permanecieron en sus casas, pudieron ver cómo los indios inmediatamente comenzaban a trabajar para sí mismos sus tierras de cultivo, bajo la justificación que, simplemente, recobraban lo que siempre les había pertenecido. Una gran parte de los millones de indígenas de los ayllu participó también en la invasión, lo que evidenciaba una vez más y de manera dramática la gravedad del problema social representado por el monopolio de la tierra. A pesar de las reiteradas afirmaciones reformistas del nuevo presidente, la respuesta de su gobierno consistió en desatar la violencia para contener a los indios rebelados, obligándolos a reintegrarse a la condición de fuerza de trabajo cautiva de los latifundios y así esperar que el Estado procediese a la distribución legal de las tierras. Entre tanto el Congreso Nacional negó su aprobación a la propuesta reformista del gobierno, imponiéndole tantas modificaciones que le hizo perder toda practicidad. Belaúnde, al contener por la fuerza la natural agitación indígena campesina por la recuperación de la tierra, viéndose desarmado por un Congreso que dominaban los latifundistas que le negó los medios legales para una reforma pacífica, se encontró en la cresta de la ola de un nuevo reflujo reaccionario. Frustrado el esfuerzo por orientar revolucionariamente el movimiento espontáneo de los indios y desenmascaradas las intenciones reformistas del gobierno, los sectores más combativos de las izquierdas peruanas comenzaron a conspirar. Algunos de ellos se establecieron desde entonces en la sierra, como núcleos guerrilleros enfrentados por un lado a la persecución de las fuerzas represivas “interameriacanas” y del otro a la sospecha secular de indios y cholos contra la gente de la ciudad, de la cual sólo esperan traiciones. Para ganar su confianza, estos estudiantes y combatientes urbanos transformados en guerrilleros apelaron a todos los símbolos susceptibles de contribuir a que los consideraran sus aliados y libertadores. Adoptaron por eso nombres que recuerdan las viejas tradiciones mesiánicas, como Túpac Amaru, Atahualpa, Manco Inca, Vachacutec, al margen de cumplir los esfuerzos más conmovedores para hacerse aceptar como sus auténticos líderes. Entre indios y guerrilleros median, no obstante, las distancias y discriminaciones acumuladas en siglos de opresión étnica. Aun así en el momento en que estos liderazgos se volviesen capaces de inspirar confianza y dar orientación y programa a la rebeldía contenida de las masas indígenas de la cordillera, nada podría detener va la revolución social que devolvería al Pueblo Testimonio de la civilización incaica, la dirección de su destino, recobrando en una nueva civilización su aptitud creadora. Si esta adhesión del indígena y del cholo a la revolución social no fuera alcanzada, a causa de los obstáculos que implican las distancias culturales y la contención policial, la forma de la sociedad peruana futura dependerá de la medida en que sus ciudades puedan deculturar y asimilar a aquellos y del poder de modernización de su economía agraria. Los indios se convertirán masivamente en cholos y éstos a la vez en modernos ladinos, proletariado de una sociedad crudamente desigualitaria. En la actualidad se cumple este proceso aceleradamente. Lima entre 1940 y 1961 creció de 520 mil a 1.428 mil habitantes, o sea, un 174%. Medida en otros términos, esta urbanización abrupta revela que el 84% de los que allí vivían en 1960, habían llegado a la ciudad en los diez años anteriores. Gran parte de la población de Lima y de otros núcleos de la costa, está constituida por indígenas expulsados del campo por el latifundio y llevados a las ciudades por la ilusión de obtener mejores condiciones de vida y de trabajo. Pero el crecimiento de la industria y de los servicios no ha guardado proporción con el éxodo rural, lo que ha provocado la acumulación de conjuntos humanos aún más miserables que los campesinos en la periferia urbana. La clase dominante mira estas masas con creciente aprensión, considerándolas una amenaza latente. Por esto propugna, como solución del problema, el control de la natalidad para estancar el alto ritmo de crecimiento de las masas marginadas. Las izquierdas, a su vez, empiezan a mirarlas como un protagonista potencial de la revolución necesaria. Es sabido sin embargo, que el aniquilamiento de las rebeliones de masas urbanas es mucho más factible que el de las poblaciones rurales. Aquí, a la eficacia policial se suma el espíritu humillado de estas categorías marginales, que no reivindican tierras o propiedades ajenas, sino una simple protección social y oportunidades del trabajo que les permitan sobrevivir como los ciudadanos más pobres. Todas las sociedades industrializadas enfrentaron, en ciertas etapas de su desarrollo, estos problemas de urbanización caótica y sólo pudieron frenar sus potencialidades revolucionarias por la exportación de estos excedentes humanos hacia las áreas nuevas de autocolonización y por su extinción en las guerras. De mantenerse la tendencia expulsiva de los contextos rurales con la intensidad ya vista, y siempre que no se consiga transferir la población excedente del campo a las zonas selváticas del este, la presencia masiva de esta pobreza frente a la riqueza en las ciudades, únicamente contribuirá a que estos contingentes marginados actúen como una fuerza revolucionaria que, junto a los campesinos, demolerá la estructura social vigente. La organización y unión de estas fuerzas constituye el gran desafío que enfrentan los líderes de la revolución peruana. 4. BOLIVIA REVOLUCIONARIA De los Pueblos Testimonio del Altiplano Andino, sólo los bolivianos consiguieron iniciar una auténtica revolución social, cuyo acaecer, entre alternativas de avance y retroceso, lleva ya más de 15 años. también aquí la revolución se produjo precisamente en el país más pobre; su estallido fue provocado tanto por la revuelta popular contra la miseria, como por la capacidad de acción revolucionaria autónoma del proletariado minero y por la voluntad de afirmación nacional de una intelectualidad militante. La revolución boliviana es fruto de estos factores dinámicos y también de la incapacidad de reordenación social de una estructura política extremadamente rígida, dirigida por los intereses de las empresas internacionales explotadoras de las minas y por la oligarquía latifundista. Desde la independencia se desarrolló en Bolivia la concreción más clara del modelo de estado nacional dominado por un sector empresarial monoproductor, controlado desde el extranjero. La economía minera allí implantada, responde precisamente a este esquema: los yacimientos han sido explotados por empresarios nativos que a la postre se han asociado al monopolio internacional del estaño, cuyas oficinas centrales y plantas de transformación del mineral se encuentran en el extranjero. Al entrar en el pool de comercialización del mineral, en virtud del valor de los yacimientos que controlaban y del capital de que disponían, estos empresarios bolivianos pudieron acometer también la explotación de los yacimientos de otras regiones, aunque tuvieran que compartir simultáneamente la propia con los socios del monopolio internacional. Toda la vida republicana de Bolivia, dirigida más por militares que por civiles, ha sido llevada como parte del negocio del estaño, y las exigencias planteadas por éste fueron siempre puntualmente atendidas. La clase dirigente nacional surgió por lo tanto como una burocracia local cuya misión era velar por los intereses de las empresas. Se vio así encumbrada o depuesta de acuerdo a la eficacia que demostrara para mantener el “clima de tranquilidad indispensable al trabajo productivo”. En los escritorios de las tres mayores compañías de minas (Patiño, Aramayo y Hochschild) se discutían, mucho más que en el Parlamento, los programas de obras (ferrocarriles o telégrafos destinados a facilitar la explotación minera), los planes financieros y asistenciales y los servicios de modernización urbana. Debido a la crónica insolvencia económica del Estado boliviano, era también a través de estas empresas que se conseguían los empréstitos periódicos para costear las importaciones más indispensables, para pagar a los funcionarios públicos, para subsidiar el ejército como instrumento de represión. En estas condiciones se anulaba la capacidad del patriciado político boliviano, burocrático y subsidiado, de negociar con los empresarios de la minería, haciéndolos contribuir con porciones mayores de sus ganancias al mantenimiento de los servicios públicos. Dependientes directos de las empresas, estos “hombres públicos” disputaban entre sí al solo efecto de demostrar cuál profesaba una mayor lealtad al sistema, o cuál hacía gala de una mayor diligencia en la satisfacción de los reclamos empresariales. La economía minera empleaba en 1960 cerca de 90 mil trabajadores para producir el 95% del valor de la exportación nacional. La cuantía de ésta puede apreciarse por el hecho de que Bolivia contribuía con cerca del 30% de la producción mundial de estaño, calculándose en 100 millones de dólares las ganancias anuales de las empresas que explotaban sus yacimientos. Estas ganancias eran sistemáticamente invertidas en el extranjero, en razón de dos factores: la política de mantener la monoproducción, considerada indispensable para la permanencia del sistema, y la cosmopolitización de los empresarios bolivianos. La economía de subsistencia, que debía alimentar y vestir a los bolivianos, así como su red comercial, se desarrollaron deformadas y raquíticas por el dominio de la monoproducción intencional y por el monopolio de la tierra, en manos de un reducido grupo de latifundistas. Estos dos sectores de la economía, si bien no se interfecundaban —dado el carácter exógeno de la minería, y el autárquico de la producción agrícola— se complementaban, dando lugar a una ordenación social peculiar en cuyo mantenimiento estaban igualmente interesados, y que era concebido como la tarea primordial del Estado y de las fuerzas armadas. El comando superior —al que popularmente se denominaba “La rosca”—, estaba integrado por los propietarios de las grandes empresas mineras y sus agentes locales, por generales y políticos profesionales salidos de la oligarquía terrateniente, al margen de una vasta clientela de auxiliares menores procedentes de las clases medias urbanas. Bajo el dominio de la rosca, las instituciones políticas funcionaron por mucho tiempo a entera satisfacción de la clase dirigente, cumpliendo el ejército con eficacia su papel represivo. Cada uno contribuyó a su manera a eternizar la servidumbre del indio y del campesino al hacendado, y a encaminar los excedentes humanos que el ayllu no podía ya sostener y que la hacienda no quería emplear, al trabajo de las minas, en donde se consumían en pocos años y en las condiciones más inhumanas. Las contiendas periódicas entre los líderes dirigentes por la distribución de los favores de las empresas y por el acceso a las rentas estatales, nunca llegaron a afectar el sistema. Pero entre tanto, surgía en las minas, que deculturaban y proletarizaban a los indios y cholos, una clase social nueva, opuesta a los intereses de las empresas; lo que implicaba a la vez una oposición irreductible al sistema político global, armado para asegurar el funcionamiento tranquilo de la economía minera. La clase media urbana, encerrada en la estrechez de esta estructura, procuraba en vano, por medio de su intelectualidad y del movimiento estudiantil, desarrollar una conciencia nacional auténtica. No obstante creció alienada por la adopción de estereotipos europeos que envilecían su autoimagen y traumatizada por los complejos nacionales resultantes de la derrota en la guerra del Pacífico, en la que perdió Bolivia su litoral marino quedando condenada a la mediterraneidad. Se hallaba propensa a caer fácilmente en los extravíos de un patrioterismo estéril, cuando no en la anomia y la desesperación. En esta situación Bolivia constituía un estupendo campo de maniobras para los aventureros internacionales, como los que desencadenaron la guerra del Chaco. En esta guerra, Bolivia y Paraguay fueron campo de maniobras de las grandes compañías petroleras. Los reclamos territoriales recíprocos sólo interesaban a la Standard Oil y a la Royal Dutch, cuyo propósito era situar las zonas ricas en petróleo dentro de los países donde cada una de ellas ejercía influencia. Bolivia pierde la guerra y en consecuencia su enorme territorio chaqueño (250 mil km2). Sin embargo, los yacimientos petroleros quedaron dentro de sus lindes, es decir en poder de la Standard Oil, finalmente la única victoriosa. La derrota aparejaría una nueva frustración que tendría efectos catárticos sobre la intelectualidad de clase media, impulsándola ardientemente a dar al pueblo, que veía desmoronarse la máquina de guerra de la oligarquía y zozobrar su sistema tradicional de partidos, una comprensión más amplia del drama nacional. Pero esta guerra imperialista arrojó otros resultados: desató el proceso de creatividad étnico nacional, que terminaría por liberar al pueblo boliviano de los proyectos ajenos que siempre le fueran impuestos, para dar lugar a un proyecto propio que él mismo definiría. De la lucha surgió una Bolivia nueva, abatida por el desastre, pero capaz de encontrarse a sí misma. La solidaridad por primera vez existente entre indios, cholos y blancos por autodefinición, creada por la convivencia en el frente, rompió las barreras de las clases étnicamente estratificadas y aunque de manera episódica, los unió frente a los mismos objetivos. Los que regresaron ya no eran los mismos que habían partido; cuestionaban la sociedad y la nación, sabían que era posible la acción conjugada y poseían además preparación militar. A partir de entonces se notó la influencia decisiva de dos tipos de movimientos. En primer lugar, los de izquierda, que formaban cuadros sindicales entre los obreros de las minas e hicieron una intensa propaganda por la reforma agraria. En segundo término, una fuerte corriente reformadora y antimperialista de carácter derechista. Estas tendencias irredentistas se vieron fortalecidas en los años siguientes, por el impacto que sobre los militares bolivianos ejerció la propaganda “antimperialista” —sobre todo antibritánica— divulgada por los nazis. Bolivia configuraba tan nítidamente un área de explotación de los financistas ingleses, que este nuevo antimperialismo, desligado de las tesis socialistas de izquierda, tuvo enorme aceptación en los medios militares. Nacieron así al lado de las izquierdas que agremiaban a los obreros en sindicatos y alistaban al campesinado con la consigna de la distribución de la tierra, nuevos grupos políticos, procedentes de la derecha pero antimperialistas que permitieron a las corrientes renovadoras conquistar las primeras posiciones de fuerza en el ejército y en la maquinaria estatal. La más poderosa de estas organizaciones sería el Movimiento Nacionalista Revolucionario, cuyos primeros cuadros estuvieron formados por ex combatientes de la guerra del Chaco, consolidado como organización política al tomar a su cargo la dirección de los movimientos por reivindicaciones salariales de los obreros de las minas. Llegó a participar en el poder durante la presidencia de Villarroel (1943), que instituyó el primer gobierno nacionalista reformador de Bolivia. Pero con la caída de este gobierno, que alcanza su clímax dramático cuando es ahorcado el mismo Villarroel (1946), el MNR se vio precisado a sumirse en la clandestinidad para conspirar activamente desde ella. En los años siguientes el MNR desató sucesivos golpes que costaron millares de víctimas, en un esfuerzo desesperado y persistente por conquistar el poder. Finalmente, en 1951, consiguió poner al gobierno en la disyuntiva de realizar elecciones generales, y en ellas su candidato Víctor Paz Estenssoro resultó electo presidente por mayoría absoluta de votos. Como era inevitable, tuvo lugar entonces un golpe más de la rosca que anuló las elecciones y confirió el poder a una junta militar. Pero el episodio habría de servir de advertencia a la oligarquía respecto de los riesgos que corrían sus intereses. La existencia de los mismos era ya conceptuada como invalidante de cualquier intento tendiente a la salvación nacional, por corrientes políticas que contaban con la aceptación de toda la opinión pública, incluso la de los obreros y campesinos, y que encontraban apoyo en un amplio sector de las fuerzas armadas. La vieja élite volcada hacia el exterior reaccionó en dos frentes: primero, persiguiendo implacablemente a las fuerzas insurgentes; segundo, envolviendo a las Naciones Unidas, a través de la mediación del gobierno norteamericano, en la ridícula aventura de inmiscuirse en la modernización de la sociedad boliviana, planeada y dirigida por técnicos internacionales de sus diversos órganos, pero que naturalmente mantenía los intereses de la rosca y conservaba el viejo ordenamiento oligárquico. Sin embargo, el pueblo boliviano había madurado lo suficiente como para proseguir su lucha valiéndose de levantamientos sucesivos. En 1952, el Movimiento Nacionalista Revolucionario encabezó una insurrección en La Paz, apoyada por los carabineros que lanzó a los cholos de los suburbios sobre la ciudad, y creó un estado generalizado de conflagración que el aparato represivo del ejército no consiguió dominar. Derrocada la dictadura tomó posesión de la presidencia Víctor Paz Estenssoro y de la vicepresidencia el líder popular H. Siles Suazo, electos mayoritariamente un año antes. Al frente del pueblo en armas, de los cholos, mineros, indios sublevados, el nuevo gobierno acometió la supresión del poderío de la rosca minera, sustituyó la antigua élite antinacional y antipopular y reestructuró el ejército anulándolo en su clásica función de cancerbero de la oligarquía. A continuación decretó sucesivamente la nacionalización de las minas de estaño, la reforma agraria, el derecho al voto de todos los bolivianos y el cogobierno de las empresas estatizadas por los sindicatos obreros. Para dar cumplimiento a estas disposiciones que liquidarían las bases económicas del antiguo poder, el gobierno organizó y armó milicias obreras y campesinas; el Estado naciente se cimentaba en las masas populares marginadas siempre de la vida nacional. El gobierno revolucionario no pudo ser más radical en los actos legales reordenadores. La dificultad consistía en llevarlos a la práctica, tornar en autosuficiente el nuevo sistema socioeconómico y en consolidar su superestructura política. Estas tareas, ya de por sí bastante complejas, resultaron aún más difíciles al tener que cumplirse en las condiciones de escasa viabilidad en que se encontraba la nación boliviana, aislada en medio del continente, dependiendo de un mercado exterior dominado por los monopolios para la exportación de sus minerales, y sumergida en la pobreza y en el analfabetismo, como resultado de siglos de explotación colonialista y de opresión oligárquica. A todas estas dificultades se agregarían las disensiones entre las fuerzas revolucionarias. Interminables polémicas referidas a las teorías que debían orientar el nuevo poder, terminaron por fraccionar el frente único de las izquierdas victoriosas en diversos bloques competitivos, en ocasiones más opuestos entre sí que respecto del enemigo común. La más peligrosa de estas discusiones fue la entablada entre la central sindical controlada por los líderes mineros (Lechín) y el núcleo burocrático militar del MNR, cuyos integrantes eran de extracción principalmente campesina y de clase media. Considerando al nuevo poder como un cogobierno de carácter intrínsecamente dual, los dirigentes sindicales se fueron desentendiendo por los destinos de la revolución, al tiempo que su acción se concretaba sólo a reclamar aumentos salariales. El vacío creado por la retracción obrera fue ocupado por dirigentes de clase media que habían ascendido socialmente con la revolución, como una clientela parasitaria de nuevo tipo, no sólo antiunitaria sino también antiobrera. Con ello, el gobierno se vio envuelto en maniobras divisionistas ejecutadas por grupos nominalmente radicales, conjurados en realidad contra la intensificación del proceso revolucionario. En esta conjura, la autocontención de la dinámica revolucionaria era invocada por unos, como imperativo de supervivencia de la revolución, por la falta de viabilidad de un Estado boliviano socialista; y por otros, como la etapa previa necesaria a la evolución de la sociedad nacional, que debía partir de su primitivismo tecnológico y cultural para alcanzar las alturas de una sociedad industrial moderna, orientada hacia el socialismo. Estas posiciones encontradas, llevaban a que tácitamente se aceptara un camino que implicaba condenar a la revolución boliviana a desenvolver una economía agraria de tipo granjero, complementada con la explotación de minerales, aunque se hallaba supeditada a las vicisitudes derivadas de su inserción en el sistema mundial capitalista. Vale decir, un proyecto revolucionario tan tímido que llegó finalmente a merecer el beneplácito y la ayuda del gobierno norteamericano. De este modo, el guardián del orden capitalista en el continente, el socio principal de la explotación minera, el responsable en un pasado reciente de tantas deformaciones ostensibles en la sociedad boliviana, encontró la manera de coexistir con la “revolución” para así fortalecer sus contenidos pequeñoburgueses y reformistas, y por fin hacer que se malograra el primer esfuerzo auténtico por establecer una república socialista en América del Sur. La reforma agraria que constituía la base estructural del nuevo régimen, pudo cumplirse porque los milicianos campesinos armados la realizaron directamente, tomando posesión de las tierras que ya trabajaban. Espontáneamente también revitalizaron sus ayllu, transformándolos en centros de un nuevo poder, que dirigiría las tareas colectivas de construcción de caminos, de escuelas, de enfermerías, así como la comercialización de las cosechas. Durante siglos el indio había visto reducida la satisfacción de sus necesidades vitales a límites extremos y consumidas sus energías hasta el agotamiento por el enganche compulsorio en el trabajo de las haciendas. Ahora, transformado en propietario de un trozo de tierra de labor, reaccionó consumiendo porciones mayores de lo que cosechaba, pero también entregándose frecuentemente a la holganza a causa de la falta de adaptación a un régimen, en el que él mismo debía dirigir su rutina de trabajo y su ritmo de vida. Era inevitable que, como efecto inmediato de este aflojamiento en el desempeño de las faenas rurales, unido a la caída simultánea de la productividad en las regiones dominadas por las haciendas, la producción obtuviera un aumento insuficiente en momentos en que debía atender nuevas demandas. La carencia de alimentos ocasionó la elevación de los precios y la especulación. El ingreso del indio en la economía mercantil tuvo lugar además mediante formas anacrónicas, que lo indujeron frecuentemente a volverse traficante del mercado negro de alimentos. En los lugares en que se debió reservar tierras para explotaciones colectivas y para ampliar las destinadas a ser distribuidas entre los campesinos, la reforma quedó librada a la espontaneidad de las acciones directas. La institución nacional encargada de la reforma agraria cayó demasiado pronto en el burocratismo lo que sumado a la falta de preparación de sus dirigentes políticos y de sus cuadros técnicos, dificultó aún más su ya enorme tarea. Donde se debió orientar la economía agrícola hacia formas de explotación nuevas y hacia las grandes obras de irrigación, que exigían una autoridad centralizada dotada de grandes recursos, apenas se contó con la burocracia oficial, capaz de establecer las reservas de tierras para la “colonización” pero inoperante para organizar modelos productivos eficaces. El total de tierras distribuidas a los indios, de 1953 a 1963, fue de 4,4 millones de hectáreas, o sea, cerca del 60% del área antiguamente poseída por los ayllu, y benefició a 134 mil familias. Dejó como se ve, a la mayoría de los indígenas en la misma condición anterior, apenas liberados legalmente de las obligaciones de prestación de servicios gratuitos a los hacendados. La nueva estructura agraria sólo consistió en crear un sistema granjero incipiente, incapaz de dar ocupación a la totalidad de la masa indígena campesina y carente de condiciones que favorecieran la elevación del nivel técnico de producción, así como de atender la demanda urbana de alimentos y de mejorar sustancialmente el nivel de vida de las masas rurales. Otro error de la dirección estatal de la reforma fue tender a establecer nuevos núcleos agrícolas en las tierras bajas con campesinos procedentes del altiplano. Este procedimiento, que aplicado al Perú, por ejemplo, significaría una solución (ya que reduciría la presión demográfica frenando con ello el motor principal de la reforma agraria), en el caso de Bolivia tomó la apariencia de un desvío agrarista. además de generar tensiones sociales entre la antigua población de las zonas selváticas y los migrantes hacia ellas llevados, esta colonización interna retardó la toma de conciencia de los indígenas del altiplano como núcleo efectivo de la etnia nacional. A pesar de estas debilidades, la reforma agraria tal como se hizo efectiva en Bolivia significó una profunda alteración de los estratos sociales básicos. Primeramente, porque derrocó a la oligarquía terrateniente del sitial de privilegio que ocupaba por sus títulos de propiedad y por su función de intermediaria entre los indios y la nación. Segundo, porque logró integrar grandes masas de indígenas a la vida nacional al mejorar sus condiciones de vida y al permitirles asumir una dignidad que borraba su anterior condición de bestias de carga. La proclamación de su derecho a la propiedad de las tierras en que vivían y trabajaban, y el ejercicio de la ciudadanía, les abrían perspectivas de un futuro promisorio. Tercero porque significó la salida de la marginalidad para los cholos, que como categoría intersticial tuvieron oportunidades adicionales de ascenso social a través de los canales abiertos por la aparición de innumerables funciones parasitarias. Entre otras, el papel de pequeños líderes políticos, de milicianos y de traficantes de los productos agrícolas en el mercado negro y de artículos industriales en la campaña. Cuarto, porque facilitó la formación de una nueva élite urbana de clase media desligada de los intereses de los latifundistas y, por eso mismo, capaz de hacerse aceptar por la masa chola e india. Esta última conservaba todavía viejos recelos respecto de aquellos que, aunque movidos ahora por rectas actitudes, componían la imagen del extranjero avasallante del pasado. Los problemas sociales de la revolución boliviana, ya graves en el ámbito agrario, se agudizaron más aún con el boicot internacional de casi dos años, a la comercialización del estaño. Embargada la única fuente de divisas del país, ya no fue posible recurrir como siempre se había hecho a la importación complementaria de alimentos. Para romper este cerco económico, el gobierno decidió entregar la venta del estaño a los mismos monopolios que antes lo explotaban directamente; los que aprovecharon su apremio para imponerle la aceptación de un descuento sobre cada tonelada vendida, destinado a amortizar el valor de las minas nacionalizadas. Hubo que enfrentar además una reducción drástica del precio del estaño, provocado artificialmente al volcarse en el mercado las reservas estratégicas norteamericanas. El dumping privó al gobierno de recursos hasta tal punto que incluso llegó a carecer de los necesarios para la reposición de los equipos envejecidos, lo que redundó en una caída sustancial de la producción minera reflejada sobre toda la economía del país. Cuando la crisis se hizo más grave, el gobierno se halló en la contingencia de redefinir su política económica, en un intento por restaurar la declinante producción minera. La solución encontrada por los asesores norteamericanos consistió en llevar al gobierno a conceder nuevos privilegios, que implicaron otras tantas mermas para la economía nacional. De esta manera se puso término al monopolio estatal sobre las explotaciones petroleras (1955), a continuación, el relativo a diversos minerales y finalmente el del estaño mismo, entregándose la administración de los yacimientos a los consorcios internacionales. Y como se continuó cediendo posiciones, se dejó de lado el control obrero sobre la gestión de las empresas, puesto que este punto era exigido como condición por los banqueros norteamericanos y alemanes que otorgaban y supervisaban los empréstitos. Desembocó esta política en la liberación del comercio exterior de minerales. El beneficio de los productos de las minas de Bolivia, se cumplía en fundiciones instaladas en Texas, y por estas vías seguían sustrayendo de su economía los recursos en moneda extranjera indispensables para la industrialización y para costear las reformas modernizadoras del país. más tarde, como consecuencia final de esta orientación, fue preciso adoptar medidas confiscatorias de las rentas populares —inflación, reducción de salarios—, que habrían de dificultar aún más la formación de un mercado interno y que darían lugar a un china de descontento generalizado, marcado por las constantes agitaciones que promovían las clases asalariadas. El fracaso del sector minero, único capaz de generar recursos que solventaran el establecimiento de una infraestructura industrial, coartó las potencialidades de la revolución boliviana conduciéndola a una situación más grave aún que aquella que pretendía remediar; la inflación, la carestía, el desempleo y la crisis económica alcanzaron límites catastróficos, y estos problemas la desvarían cada vez más de los objetivos originales. Bolivia había pagado con sangre el precio de la revolución para terminar cristalizándose como una economía lateral, dependiente del sistema monopolista mundial. A pesar de estos percances y de la elevación constante del costo de la vida (35 veces de 1952 a 1962), la revolución boliviana pudo enfrentar diversas embestidas contrarrevolucionarias y consolidar el poder del MNR. Este se asentaba principalmente en el apoyo proporcionado por las masas campesinas, cuyas milicias fueron llamadas muchas veces a actuar en su defensa. Se apoyaba también en un frente político pluripartidario, que al poco tiempo se fragmentaría constituyendo núcleos de oposición tanto en nombre del retorno al ordenamiento anterior como y principalmente, de la radicalización del proceso revolucionario. Cada uno de estos grupos pretendía dar su orientación política a la revolución. Unos la definían como la etapa “democrática burguesa” de la revolución socialista, propugnando el “desarrollo con libertad por medio de un sistema parlamentario de gobierno”, que orientara la reforma agraria y la industrialización libre empresista; ambos procesos generarían la burguesía nacional y el proletariado moderno que a su tiempo habría de sucedería. Otras corrientes caracterizaban la economía boliviana como un ejemplo de “desarrollo desigual y combinado”, con un sector minero ya plenamente capitalista en oposición a los sectores agrarios sumergidos en el feudalismo o en el comunismo primitivo. Estas fuerzas predicaban la “revolución permanente”, cuyo acicate la constituiría un movimiento sindical reivindicador que obligase al Estado a “saltar rápidamente las etapas de la revolución”. Completando este cuadro, algunos sectores de las clases medias, demasiado alienadas como para integrarse en el nuevo sistema, al verse proscriptos de la órbita de la dirección política, cayeron en el puro terrorismo fascista. Se hicieron agentes de la contrarrevolución, rechazando una ordenación social que les era adversa y aunque no propugnaban nada que la sustituyese, estaban siempre dispuestos a emprender cualquier acción desesperada. Había muchas otras corrientes. En medio de todas ellas pontificaba el presidente Paz Estenssoro, siempre conciliador y menos apegado a las teorías que a su nostalgia de la democracia uruguaya, cuyos hábitos políticos, cuyo sistema educacional democrático y cuya prosperidad pequeño burguesa, aspiraba dar a cualquier precio a sus compatriotas bolivianos. La ideología del Movimiento Nacionalista Revolucionario, bajo la dirección de Paz Estenssoro y de Siles Suazo, resultó ser una doctrina más desarrollista que revolucionaria. Confiaban ambos en que un Estado liberal asentado en el pluripartidismo parlamentario, en la independencia de los Poderes y en una economía orientada a la ganancia, pudiese cristalizar las aspiraciones revolucionarias de una alianza autónoma de las clases desheredadas contra sus explotadores tradicionales, de modo que asegurara el establecimiento de una sociedad nacional antimperialista y antioligárquica como base de una futura revolución socialista. Estas divergencias crecieron y se transformaron en verdaderas oposiciones al gobierno, estimuladas por la crisis social que se agravaba continuamente, provocada por el hambre, el desempleo y la especulación, en una economía devastada por la inflación y sumida en la inercia. Las antiguas alianzas a las que debía la revolución su victoria, terminaron deshaciéndose por completo y los dirigentes sindicales de izquierda comenzaron a conspirar, definiendo una contraposición peligrosa entre la burocracia estatal y militar y el movimiento campesino que apoyaba al gobierno por un lado, y los sindicatos mineros por el otro. Hostigado por todas partes el gobierno buscó auxilio en la contratación de nuevos empréstitos, en los programas de estabilización del Fondo Monetario Internacional —que llevaban consigo la aceptación de todas sus exigencias—, y aun en la Alianza para el Progreso, a fin de obtener ayuda directa o en alimentos que luego vendía para conseguir “recursos no inflacionarios” con que sostener la burocracia. A poco la influencia yanqui se restableció de manera soberana. Sus misiones militares fueron las encargadas de reorganizar el ejército nacional que había sido profundamente modificado por la revolución, impulsando su crecimiento y la modernización de sus armas para que sirviera de sostén al nuevo ordenamiento. Los movimientos de izquierda, sobre todo los sindicatos obreros, se lanzaron abiertamente contra esta política, promoviendo huelgas, marchas y demostraciones, no sólo motivadas por reivindicaciones económicas sino también políticas, como la restauración de las libertades públicas y de los beneficios sindicales. El gobierno reaccionó con la represión, terminando por perseguir y deportar a algunos de los líderes más prestigiosos como Siles Suazo y Lechín, compañeros de lucha desde el primer momento. En este camino, Paz Estenssoro que mostraba intenciones continuistas, fue perdiendo el apoyo de las masas urbanas; contaba ahora únicamente con las milicias partidarias, francamente subvencionadas, para el ejercicio de funciones represivas, y con la ayuda que los norteamericanos le prestaran a través del pacto de asistencia económica y militar. Finalmente, fue derrocado por los mismos militares palaciegos del nuevo ejército. En la lucha contra el golpe, el gobierno apenas dispuso del concurso de algunos sectores partidarios y de algunas milicias campesinas. La opinión pública y el proletariado, decepcionados por doce años de revolución frustrada, asistieron a su caída sin tomar posición y hasta con regocijo. La conciencia de la derrota sufrida por las fuerzas populares fue tardía y cuando se manifestó de manera activa la junta militar no tuvo dificultades para restaurar el orden mediante acciones drásticas. El movimiento sindical fue depurado, eliminada de él la izquierda, y puesto bajo el control de organizaciones oficiosas y patronales; simultáneamente fueron despedidos millares de obreros. Los salarios se rebajaron, al mismo tiempo los precios eran descongelados. Se inició después el desarme de las milicias campesinas y la represión al movimiento estudiantil. Detrás de todas estas medidas, la junta preparó el terreno para completar la desnacionalización de las minas y para imponer el retroceso de la reforma agraria indemnizando a los latifundistas por las tierras que les fueron expropiadas. El saldo positivo de la revolución boliviana de 1952, está dado por su reforma agraria, que puso en marcha un proceso de incorporación a la vida nacional de millones de indios y cholos. Sin embargo, ni siquiera esta conquista se halla consolidada; la distribución de tierras apenas abarcó una pequeña parte del área agrícola del país (principalmente aquellas tierras de labranza marginales que el campesino trabajaba antes como arrendatario), mientras que las regiones más fértiles y las tierras más adecuadas para la realización de obras de irrigación, fueron reservadas para futuras formas de explotación colectiva, que no llegaron a establecerse. La discusión planteada por el gobierno dictatorial boliviano sobre los procedimientos revolucionarios de expropiación, en consideración al derecho de los antiguos dueños al resarcimiento puede llevar a que se cuestione la legitimidad de los títulos de propiedad de las tierras ocupadas por los indígenas; y después, al retorno de los antiguos hacendados a las áreas de “reserva” no distribuidas. además de esta amenaza de restauración directa del latifundio, la interrupción operada en la distribución de nuevas tierras al campesinado, significa un riesgo cierto, ya que conducirá fatalmente a la atomización de las superficies ocupadas por los campesinados mediante sucesivos fraccionamientos de los lotes en minifundios y el desgaste resultante de las formas primitivas de explotación. Es de temer por lo tanto que Bolivia haya accionado en vano su empuje revolucionario fundamental, que era el reclamo de tierras por la masa indígena campesina y la combatividad política del movimiento sindical minero, sin afianzar su revolución social. Efectivamente, Bolivia, con su revolución de 1952 apenas alcanzó la antesala de un proceso renovador de la sociedad. No consiguió imprimir a los indios y cholos del Altiplano Andino, un impulso revolucionario propio, capaz de unirlos a sus hermanos peruanos y ecuatorianos y de orientarlos para remodelar las superfectaciones nacionales en que se encuentran inmersos, creando una auténtica etnia nacional de los Pueblos Testimonio del incario, base de una nueva civilización andina autónoma y fecunda. 5. LA REVOLUCION PERUANA No fueron, conforme se esperaba, los militantes socialistas o apristas quienes protagonizaron la revolución peruana, por la cual lucharon por múltiples caminos, sino sus alternos, los militares. Estos, después de décadas de ejercicio del papel de custodios del viejo orden oligárquico y de represores, tanto de los políticos apristas como de las izquierdas insurgentes, cambiaron brusca y radicalmente su posición. De cierta forma, asumieron el rol renovador del antiguo aprismo precisamente cuando éste, esclerosado, se volcaba hacia la derecha en la esperanza de que así le permitiesen asomar al poder. Este cambio inesperado de papeles, que ha provocado la perplejidad en apristas y el desconcierto en las izquierdas tuvo un efecto de sorpresa también en la opinión popular peruana. Esta, sin embargo, prontamente aportó respaldo a un poder que rescataba riquezas nacionales en manos de extranjeros, que reivindicaba la dignificación de una imagen nacional degradada desde siempre, merced a la restauración de mártires indígenas como Túpac Amaru y que enfrentaba la oligarquía con una reforma agraria radical. Los grupos políticos, por el contrario continuaron hostigando el nuevo régimen. Pero carentes de un proyecto propio alternativo y sin la más mínima capacidad para llevar a la práctica una acción eficaz contra el nuevo régimen, se convirtieron en una oposición más verbal que actuante. Apristas e izquierdistas, en su desengaño, niegan que se pueda hablar de una revolución peruana. Curiosamente, no dudan de que hubo una revolución mexicana y una boliviana. Es de preguntar: ¿qué es entonces una revolución social? Creemos que hay acuerdo acerca de que una revolución política se produce cuando la antigua élite dirigente es proscrita del poder y trastrocada por un nuevo liderazgo. Y que una revolución política se transforma en una revolución social cuando este liderazgo emprende una reordenación radical del sistema socioeconómico bajo la inspiración de valores e intereses correspondientes a la mayoría de la población y por lo tanto, opuestos a los del viejo orden. En ese sentido, Perú vive una revolución político-social porque allí las élites tradicionalmente dominantes fueron desplazadas del poder. más aún, el nuevo gobierno está tratando de rehacer las bases de la antigua ordenación socioeconómica fundada en el latifundio, en la sumisión a las empresas extranjeras, en la precedencia de la gestión privada sobre la pública y en la alternancia de los gobiernos militares con los parlamentarios, ambos en connivencia con los factores causales del atraso. Es evidente que no se trata de una revolución socialista, lo que, por otra parte, no está en discusión. Lo que sí está en debate es el carácter del régimen peruano y sus potencialidades. Los que le niegan carácter revolucionario alegan que en el poder se encuentra un gobierno militar compuesto por generales que han participado, desde siempre, en la estructura tradicional de poder; cuyas metas de renovación estructural se limitarían a una modernización refleja del sistema socio-económico, destinada más bien a perpetuar sus bases capitalistas que a minarlas, y cuya postura autoritario-paternalista sería inconciliable con cualesquiera formas de participación popular efectiva en el poder. En consecuencia, el experimento peruano terminaría por reducirse a un bonapartismo bien intencionado, pero incapaz de llevar a cabo una auténtica revolución social. La verdad es que los actores de la revolución peruana no son reformistas. Al contrario, son personeros vistos, a lo largo de décadas, como los adversarios de las fuerzas progresistas que lucharon por las transformaciones que los militares ahora llevan a cabo a espaldas de ellas. Semejante postura es comprensible en una oposición intelectual que imagina a los militares como la encarnación misma de la represión política. Es natural por eso que, cuando ellos asumen una postura revolucionaria —manteniendo su viejo lenguaje, su idiosincrasia anti-izquierdista, o cambiando apenas su estilo autoritario peculiar por modales paternalistas— se tenga dificultad en reconocerles ese papel. además, la mala voluntad siempre permite aducir que sus motivaciones son cuestionables y basta subalternas, ya que no se encamina hacia la revolución por adhesión a tesis ideológicas o a doctrinas prescriptas, sino por razones de otra índole. Entre ellas, el reconocimiento del malogro de los políticos profesionales en llevar a cabo transformaciones sociales indispensables; la sospecha de que las izquierdas serían a su vez, también incapaces de ofrecer una alternativa válida y viable; el temor de que las tensiones sociales que dinamizan sus países terminarían por conducirlos a una convulsión social generalizada que las fuerzas armadas no podrían controlar; y finalmente, el anhelo de liberar su pueblo de las constricciones deformadoras impuestas por minorías privilegiadas a las que no desean seguir respaldando. Pese a estas cavilaciones, cabe poca duda de que, en 1968, asumió el poder en el Perú una anti-élite de nuevo tipo, por su orientación antimperialista y nacionalista; por su disposición a promover profundas reformas estructurales; por la osadía y creatividad con que busca soluciones propias y radicales para viejos problemas socio-económicos con los que se enfrenta la nación; por su predisposición a explotar, basta sus límites, la autonomía política relativa de los elementos burocráticos; por su capacidad de echar a andar la máquina estancada del Estado y modernizar los estilos de la administración pública; y finalmente, por la propensión —inusitada en militares— de respetar las libertades individuales y de evitar la represión contra los disidentes. Comprueban esta apreciación, cinco órdenes de medidas económicas tomadas por la revolución peruana. Primero: la amplitud y profundidad de la reforma agraria en curso y la adopción del cooperativismo como forma preferencial de gestión de las grandes empresas rurales. Segundo: la legislación sobre comunidades industriales que programa la participación de los trabajadores en el capital y en los beneficios de las empresas industriales privadas impone formas de organización empresarial tendientes a la cogestión y al mismo tiempo ata el empresario a las empresas, evitando la pérdida de su capacidad gerencial. Tercero: la política externa, tendiente a encontrar formas más favorables de intercambio internacional, fortalecer el Pacto Andino y romper con la dependencia. Para ello se proponen medidas destinadas, por un lado, a impedir el aislamiento del Perú del comercio mundial y evitar el estancamiento de la explotación de las riquezas naturales que constituyen la principal fuente de recursos para el desarrollo; y por otro lado, utilizar la explotación de la minería y del petróleo en favor de los intereses nacionales. Cuarto: el control público del comercio exterior de minerales, harina y aceite de pescado, además de la nacionalización, todavía incipiente, del sistema bancario. Cumple señalar que estas últimas medidas no son ya conquistas logradas y consolidadas, sino metas a alcanzar. Quinto: el fortalecimiento del papel del Estado en la vida económica, como el centro efectivo de decisiones sobre ahorro e inversión, sobre prioridades de desarrollo y como gestor de las empresas básicas. Tan importantes quizás como estas cinco órdenes de medidas económicas, son las medidas propiamente políticas —ya reglamentadas pero sólo parcialmente ejecutadas— en el sentido de ganar la opinión pública y movilizar el pueblo en apoyo del programa de cambios. Tales son, primero, la limitación del monopolio de los medios de comunicación de masa por parte de los estratos dominantes, a fin de garantizar una información no distorsionada por los intereses privatistas de los mismos. En segundo lugar, la liquidación del poderío económico y político de la oligarquía agraria y la anulación del antiguo sistema político-partidista como fuerza de oposición. Finalmente, el propósito de no crear un partido de la revolución —al estilo mexicano o egipcio— como aparato oficial de organización, expresión y control de las masas. Esta última es, quizá, la proposición más señalable de entre todas las mencionadas, porque nadie duda de la extraordinaria eficacia política de un instrumento de este orden; de la facilidad con que un régimen, como el peruano, lo crearía y haría crecer prodigiosamente; ni de las gratificaciones que de él podría lograr, de inmediato, como forma de manifestación de un apoyo popular tácito que todavía no ha encontrado lenguaje. En estas circunstancias, es tanto más significativa la decisión de no crear ese aparato, cualquiera sea la razón que la inspire. Entre otros motivos se especula con el supuesto de que la creación de semejante partido conllevaría el surgimiento de una burocracia clientelista que se apropiaría de la leyenda revolucionaria en provecho propio; de que el partido único generaría liderazgos oficiales que, disputando a la oposición izquierdista el control de las masas, tenderían a tomar posiciones reaccionarias; o, finalmente, de que conduciría a la aparición de un liderazgo civil competitivo con el militar. Empero, el gobierno peruano no puede seguir operando en el vacío político. En el plano social necesita que, a la integración económica de las amplias masas campesinas y marginadas operada por las reformas estructurales (sobre todo la reforma agraria), corresponda su incorporación a instituciones políticas. sólo así ellas podrán ejercer un papel más activo y creador que el de simple usufructuario de beneficios prodigados por el poder, desde arriba. En el plano político, necesita de un apoyo popular explícito para imposibilitar el resurgimiento de la vieja estructura de poder regida por los políticos profesionales; para competir por el liderazgo popular con los cuadros políticos y sindicales apristas y con las vanguardias de izquierda, y sobre todo, para disuadir a los grupos militares reaccionarios proclives a coartar la revolución. En consecuencia, la decisión de no crear el partido oficial debió hacerse simultáneamente con la de buscar nuevas formas de institucionalización del poder a través de la organización oficial de un sistema de apoyo a la movilización social (SINAMOS). Esta deliberación encierra riesgos y extraordinarias dificultades. Les riesgos son evidentes porque, un aparato burocrático capaz de controlar y manipular las masas, una vez consolidado, puede ser utilizado más bien tiara permitir el pacto con nuevos herederos de los privilegios antes disfrutados por las clases dominantes tradicionales, que servir como fuerza impulsora de la revolución social. Las dificultades residen en la complejidad de la tarea de crear formas originales, no partidistas, de movilización social que atiendan, a un tiempo, a la carencia de respaldo activo de las masas a la revolución y a la necesidad de organizar las fuerzas populares para que asuman, un día, el papel de actores e impulsores de la revolución peruana, la cual, inducida desde arriba, adquiere, inevitablemente, un cariz paternalista. Todos esos reclamos postulan la necesidad de plasmar una nueva institucionalidad socio-política. En efecto, abandonando la institucionalidad anterior, visiblemente insatisfactoria y arcaica, el Perú se encuentra en el limbo de todos los movimientos revolucionarios que buscan una legitimidad consensual que los antiguos regímenes, bien o mal, exhibían, pese a su carácter retrógrado y que los nuevos no han todavía logrado presentar. Al no tener cabida las formas liberales de la representación electoral, que en el Perú jamás dieron lugar a un modo de vida democrático puesto a servicio de los intereses de la mayoría de la población; frente a la imposibilidad de sustitutos nominales de la legitimidad, como la “dictadura del proletariado”, que corresponden a coyunturas distintas, se replantea aquí, en toda su amplitud, el problema de la legitimación del mando. así es que vuelven a la escena tanto los conceptos rousseaunianos de voluntad general y bien común, como las doctrinas corporativistas, degradadas y desmoralizadas por el fascismo. El desafío peruano es nada menos que encontrar nuevas formas institucionales de captación, expresión e instrumentación de la soberanía popular para, en su nombre, emprender la reordenación de la sociedad; legitimar el ejercicio del poder y regular la sucesión; y, sobre todo, encauzar una participación masiva en el proceso revolucionario por parte de las capas más pobres de la población. Como nadie tiene lecciones que ofrecer en esta materia, es enteramente legítima la búsqueda, por los peruanos, de una nueva institucionalidad. Las medidas tomadas por el nuevo gobierno van haciendo del Perú un país distinto de lo que era hasta 1968 y los cambios resultantes de la reordenación económica en curso ya están gestando una sociedad y una cultura renovadas. A ello cabe agregar que nadie duda en el Perú de que tanto los antiguos regímenes parlamentarios como las dictaduras militares eran incapaces de promover las transformaciones estructurales protagonizadas por el nuevo régimen. Y muchos sospechan que las izquierdas peruanas, debido a su debilidad, desorientación y división, eran a su vez incapaces de ofrecer una alternativa viable. Aunque al mismo tiempo parecen concordar en que, las luchas insurreccionales operadas en el campo en los últimos años, al activar viejas tensiones estructurales, forzaron a los militares a asumir un nuevo papel histórico, desencadenando una revolución social. Sin duda, una revolución insólita, porque es protagonizada por aquellos de quienes se esperaba únicamente el rol de represores; porque desconcierta a los que se suponían llamados a fraguar la revolución peruana; y finalmente porque en pleno proceso, aún busca su propia definición. Una definición explícita y genuina que permita a sus conductores trascender el papel de estamento burocrático y asumir el de actores revolucionarios; y que posibilite a los que beneficia o convence, adherir a ella con la mística de quien se incorpora a un movimiento revolucionario auténtico, generoso y fecundo. Los propios militares conciben su gobierno como un régimen singular, no clasificable como “capitalista ni como comunista”. Esta definición por negación, indica, aparentemente, que están convencidos de que el capitalismo dependiente —tal como se cristalizó en América Latina donde gozó de la más completa hegemonía, a lo largo de un siglo y medio, para dictaminar la constitución y las leyes—, nada tiene para ofrecer a los pueblos de este continente. Expresa, por otro lado, el rechazo de los militares al socialismo, tal como se presenta históricamente cristalizado en la URSS, Cuba o China. Y quizás también la percepción de que, al ser cada uno de aquellos socialismos el resultado de secuencias históricas singulares y al estar todos ellos impregnados por las peculiaridades de los respectivos contextos socioculturales, su trasplante, antes que indeseable, es imposible. La conceptualización del régimen peruano en forma doblemente negativa tiene como consecuencia positiva la de compelir su liderazgo a avanzar hacia la frontera de la utopía en búsqueda de soluciones que convengan a las grandes masas de la población. Soluciones de tipo tal que no sean identificables “ni como capitalistas, ni como comunistas”. Pero ¿qué será eso, concretamente, sino la alternativa socialista (porque no capitalista) en la forma que sea históricamente practicable en el Perú? ¿O, al contrario, alguna forma de neocapitalismo (porque no comunista) que, mediante la modernización reimplante, fortalecido, al privatismo? El aspecto más grave de esta ambigüedad del régimen peruano es que, al conllevar virtualidades opuestas —sin realizar cualquiera de ellas— puede llegar a compartir los defectos del capitalismo y del socialismo, sin alcanzar las calidades de ninguno de ellos. A nuestro modo de ver, el régimen peruano corresponde al modelo nacionalista-modernizador de la tipología que desarrollamos en otro estudio,6 aunque reconozcamos que, dada su originalidad, la ubicación en esa categoría o en cualesquiera otra sea algo forzada. En nuestra tipología, aquella categoría indica regímenes oriundos de insurrecciones populares, como la boliviana; guerras de emancipación, como la argelina; golpes militares, como el de Nasser, reactivaciones revolucionarias, como la de Cárdenas. En todos los casos se trata de una anti-élite que, asomando al poder en sociedades atrasadas, con poblaciones mayoritariamente marginadas, estructura regímenes atípicos porque no son clasificables como capitalistas ni como socialistas, a través de movimientos que deben ser conceptuados como revoluciones sociales puesto que proscriben la vieja estructura de poder y se capacitan a llevar a cabo cambios estructurales. Por ende, exceden los horizontes de los regímenes “desarrollistas”, habilitados únicamente a promover modernizaciones reflejas de las cuales resulta una vigorización de las viejas estructuras de poder. Se trata también de regímenes nacionalistas, por su propensión a romper las formas más crudas de la dependencia externa, lo que les confiere un cariz antimperialista. Finalmente, son movimientos de modernización (aunque no refleja) que emprenden una renovación de los estilos arcaicos de propiedad de administración y de gestión, que fortalecen el papel del Estado y que favorecen la tecnificación de las actividades productivas y de los servicios. Sin embargo, su capacidad de innovación, que es insuficiente, se encuadra más bien en la categoría de los impulsos de actualización o incorporación histórica conducentes a formas neocoloniales de dependencia, que en la de movimientos de aceleración evolutiva que abren a una sociedad perspectivas de autotransfiguración para integrarse autónomamente en la civilización de su tiempo. Los regímenes estructurados como nacionalistas-modernizadores contrastan con los socialistas porque no erradican la propiedad privada de los medios de producción en los sectores básicos de la economía; porque confían en el poder renovador y progresista del empresariado privado e incluso en la posibilidad de una asociación mutuamente provechosa con las corporaciones transnacionales; porque, en lugar de una planificación centralizada de la producción y del consumo, confían más bien en los mecanismos de mercado y en la búsqueda de ganancias privadas como estímulo y forma de organización de la economía; y finalmente, porque no prometen proscribir la estratificación de la sociedad en clases. Tampoco son regímenes de transición al socialismo, como lo demuestra el hecho de que, en todos los casos conocidos, ese paso jamás ocurrió, sino que, al contrario, muchas veces se produjeron movimientos de retroceso, es decir, de reestructuración capitalista. La inserción de la revolución peruana en esta modalidad de estructuración del poder conlleva el riesgo de que llegue a experimentar los percances intrínsecos al modelo. Principalmente el de no conducir a un desarrollo pleno y autosostenido. Esto fue lo que ocurrió, tanto en las naciones que lo perfilaron pioneramente, como la Turquía de Mustafá Kemal y el Egipto de Nasser, como en las que lo encararon después. En las configuraciones que asumió en naciones latinoamericanas —México y Bolivia— sobrevinieron retrocesos que redujeron grandes expectativas revolucionarias, provenientes de movimientos sociales vigorosos, a revoluciones autocontenidas, restringidas y frustradas. No caben dudas, empero, que el modelo nacionalista-modernizador crea por lo menos condiciones para emprender la reforma agraria y para contener parcialmente la explotación foránea. Gracias a ello, hace posible la integración socio-económica de grandes masas de población, pero en eso agota el potencial revolucionario de las mismas, no propiciando una liberación de energías que conduzca a grados de desarrollo comparables a los experimentados por las naciones socialistas. Es verdad que estas observaciones se refieren a cristalizaciones histórica del modelo, siendo probable que la actual coyuntura mundial ofrezca a los regímenes así estructurados perspectivas de mayores logros. En el caso del Perú, sin embargo, el modelo también puede resultar insuficiente porque, además de una reforma agraria —que integre la población campesina— el régimen debe responder al desafío de crear, a partir de una economía débil y rezagada y sobre la base de un mercado interno reducido, un sistema productivo capaz de incorporar a la fuerza de trabajo asalariado y a al vida social, cultural y política del país, las crecientes masas urbanas marginadas. Este desafío de crear prontamente miles de empleos —ya en sí extremadamente difícil en el plano económico— posiblemente no encontrará solución política dentro del modelo nacionalista-modernizador. Tanto más si, la disposición de cambio del gobierno (peruano se obstaculiza por el temor de las altas jerarquías militares a los experimentos osados. Este sería el caso, si no se toma en cuenta que la disyuntiva peruana reside más bien en desarrollar una tecnología social de organización del trabajo —que ocupe toda la mano de obra disponible— que en la simple tecnificación modernizadora al servicio del aumento de la productividad de las empresas. O aun, si no se logra convertir lo que es un remanente de la propiedad fundiaria y de la gestión empresarial en un movimiento, controlado, sostenido e impulsado por amplias organizaciones populares que incorporen las capas marginadas en las asociaciones gremiales de obreros y campesinos. Esto significa que la cristalización del modelo nacionalista-modernizador, aunque permita al Perú romper con algunas de las construcciones del antiguo régimen y lograr avances imposibles dentro de los marcos anteriores, no implantará todavía las necesarias condiciones para impulsar un proceso de desarrollo pleno, autónomo y autosostenido, que engendre una prosperidad generalizable a toda la población. Para lograrlo será preciso desbordar creativamente el modelo y buscar nuevas vías y metas más altas; ello significará, en los hechos, una variante peruana del camino socialista. Existen algunas evidencias de que los peruanos lleguen a dar ese paso. La principal es el empeño del Presidente Velasco Alvarado en definir el régimen, ya no por negación, sino a través de formulaciones positivas: “Aspiramos a un orden económico en el que gradualmente la propiedad y el control de las decisiones lleguen a estar en manos de todos los que intervienen en el proceso productivo, mediante un creciente apoyo estatal a las formas de propiedad social de los medios de producción y a la organización de instituciones que den a los sectores tradicionalmente marginados una verdadera autonomía económica cada vez mayor y capaz de garantizar su fecunda y creadora participación en las decisiones nacionales”.7 De esa decisión surge la imagen aún borrosa de un régimen tendiente a conformarse, mañana, como socialista. Lo mismo parece desprenderse de las referencias del Presidente Velasco Alvarado al ideal de una “democracia social de participación plena” o de una “sociedad solidaria”, fundadas, en el plano ideológico, en la “tradición más ilustre del pensamiento libertario socialista y humanista” y, en el plano económico, en empresas de propiedad social, en formas autogestionadas de producción o en cooperativas” dentro de una estructura en que “el Estado debe asumir el papel directo y rector en el proceso productivo y en la orientación y el control de la economía peruana en su conjunto”. 8 Como al lado de estas citas se podrían exhibir referencias de tono divergente, cabe preguntarse si tal vacilación se explica por la reacción que una opción francamente socialista suscitaría en los sectores militares más conservadores, o por las dificultades naturales de la búsqueda de un camino propio y viable para la concreción del socialismo en el Perú real y problemático que la revolución debe transfigurar. En estas circunstancias se acumulan los interrogantes que, al no ser contestados, debilitan el liderazgo oficial del régimen, profundizan la inquietud de las izquierdas peruanas y aumentan su perplejidad. Ello torna difícil que amplios sectores influidos por las mismas, se sitúen políticamente en el marco de la nueva coyuntura, como actores positivos. En efecto, por el momento, los cuadros de la izquierda encuentran más obstáculos que facilidades para optar entre su actual postura de oposición impotente y la postura opuesta, de participación activa con miras a llevar adelante el proceso revolucionario en curso, contribuyendo para realizar sus potencialidades latentes; es decir, orientarlo hacia una formación socialista. Estos obstáculos residen, en parte, en las propias izquierdas, cuya autosuficiencia las induce a reservarse para desempeñar el papel de protagonistas centrales de una revolución prometida, aunque sea improbable que corresponda a sus expectativas. Pero residen también en el carácter del régimen militar peruano que no puede admitir adhesiones políticamente condicionadas e ideológicamente intencionadas. así, la impasse y la indefinición tienden a permanecer, frustrando las izquierdas y empujando a algunos sectores radicalizados a acciones clandestinas que resultan contrarrevolucionarias. Y lo que es más grave, restando a la revolución peruana el concurso de cuadros políticos de gran creatividad de los que ella carece vitalmente. Pese a esta ambigüedad —o en virtud de ella— el modelo peruano de reordenación socio-económica provoca un enorme impacto en la vida política de América Latina. Las izquierdas, no obstante su evidente prevención contra el régimen, no pueden dejar de reconocer que en el Perú fue puesto en marcha un proceso de reformas estructurales de profundidad pocas veces alcanzada. Mayor aún es su influencia sobre los militares latinoamericanos que miran el experimento peruano como lo más sorprendente y atractivo, para unos, o como algo abominable y peligroso, para otros. Primero, por el efecto de contraste que produce en relación con las dictaduras regresivas, como las de Argentina y sobre todo, Brasil, cuyo carácter anti-nacional y anti-popular, frente al proyecto peruano ya no puede ser atribuido a su extracción militar. En segundo lugar, porque abrió nuevas perspectivas a los militares latinoamericanos para que abandonen el papel tradicional de instrumento represivo de las capas dominantes, a fin de asumir la calidad de agentes de la transformación intencional de sus sociedades a servicio de las mayorías. así concebido, constituye un modelo muy atractivo para los militares progresistas porque está en los horizontes de decisión de las fuerzas armadas; porque asegura al poder militar una legitimidad quizás más auténtica que la electoral en la coyuntura latinoamericana, ya que se basa en el apoyo masivo a un programa concreto de acción en defensa de los intereses nacionales y populares; y finalmente, porque cumple la función —para ellos de la mayor trascendencia— de evitar o postergar una revolución socialista y de contrarrestar preventivamente, las convulsiones sociales que ella suele desencadenar. Mirando hacia adelante, en un esfuerzo por prever los desdoblamientos probables del experimento peruano, lo que resalta son las opciones que se le enfrentarán y que marcarán el perfil futuro del modelo. Primero la elección entre subsidiar —a la mexicana— el empresariado privado en la esperanza de crear artificialmente la “burguesía nacional” que la historia no generó en los países dependientes; o la disposición opuesta de crear una vigorosa economía basada en empresas públicas autogestionarias, como fundamento de una democracia socialista. Segundo, la alternativa de adoptar una política económica dependiente de asociación con las grandes corporaciones multinacionales, confiando que el aporte de capital y técnica foráneos venga a operar como un activador y acelerador del progreso; o al contrario, romper con toda la dependencia, a través de alguna forma autónoma de intercambio internacional. La política adoptada por el gobierno respecto de la minería y el petróleo suscita dudas y muchos creen que se trata de una claudicación frente al imperialismo. Empero, hasta ahora nadie formuló una alternativa —a un tiempo viable y satisfactoria para el problema crucial de explotar los recursos disponibles a fin de producir las divisas indispensables para la inversión. Los que creían en la posibilidad de una fecunda interacción con las economías socialistas, se vieron desilusionados por la dificultad o poca disposición de éstas para realizar inversiones o incrementar el intercambio económico fuera de su área de hegemonía. Otro orden de opciones con que se enfrentan los peruanos está referida a metas sociales. Es decir, si se proponen conducir el Perú a una modernización concebida según el sistema occidental de producción y consumo; o si, al contrario se disponen a redefinir radicalmente estas metas, introduciendo nuevos ideales de vida —distintos de los de la sociedad de consumo— más satisfactorios en el plano humano. En el primer caso, el' camino sería formular una ecuación económica que, equilibrando el máximo de esfuerzos que se podría exigir de cada uno con el mínimo de gratificaciones, indicara en cuánto tiempo y bajo qué requisitos de coerción se podría —si ello fuera posible— alcanzar el estilo de vida de las naciones desarrolladas. En el segundo caso, las exigencias son mucho mayores, tanto en cuanto a creatividad para la formulación del proyecto de sociedad en que los peruanos desean vivir, como para viabilizar su edificación a través de un esfuerzo colectivo emprendido con fe y entusiasmo. El debate sobre el modelo peruano levanta, además de éstas, otras cuestiones. Entre ellas, la concerniente a la estratificación social y a la institucionalidad política que resultará de los cambios en curso. ¿Cuál será el carácter del estrato superior de la nueva sociedad? ¿Su sector predominante será un patronato privatista de empresarios, o un patriciado burocrático cuyo poder advenga del desempeño de cargos? ¿Qué controles populares se podrán institucionalizar y hacer efectivos? ¿Será posible crear en Perú una sociedad efectivamente solidaria fundada en nuevas formas de sociabilidad? Es de suponer que el temor de los militares al tumulto social y la competencia con liderazgos partidistas —sean reformistas o izquierdistas— paralice las tendencias democratizadoras. Y sobre todo, el coraje de repensar el mundo y la existencia humana con originalidad, a partir del contexto peruano. Para que ello no ocurra será necesario, a nuestro modo de ver, formular un proyecto nacional atractivo y convincente que opere como un programa revolucionario que represente para la mayoría de la población un ideario con el que cualquiera pueda identificarse, como ocurre con las identificaciones ideológicas o partidistas. más álgidas que estas opciones e interrogantes que aguardan respuestas del gobierno peruano, son las que se suscitan a las izquierdas como un severo desafío teórico y político para la redefinición de su papel y de su función en la forma de una estrategia viable y genuina de lucha por el socialismo. Esta inquietud ha sido expresada muchas veces por peruanos y extranjeros, pero nadie hasta ahora indicó una salida para la perplejidad de la izquierda en la forma de un plan concreto de acción confluyente con el impulso revolucionario en curso y capacitado a orientarlo hacia el socialismo. Perú vive un momento decisivo de su historia y de la historia latinoamericana, buscando crear un modelo de reordenación socioeconómica que será decisivamente importante si realiza sus mejores potencialidades. Lo señalable, con todo, es que no se puede dejar de admitir la posibilidad de que Perú experimente un retroceso, como ocurrió tantas veces, en casos semejantes. Pero hay que admitir también que, si ello llega a ocurrir, no correspondería a un desdoblamiento necesario de las tendencias del modelo, sino a una vicisitud histórica. Y en este caso, no serían las izquierdas peruanas las herederas del despojo, sino, seguramente, alguna forma de régimen regresivo que traumatizaría por largo tiempo al pueblo peruano. Tercera Parte LOS PUEBLOS NUEVOS I. INTRODUCCION Los Pueblos Nuevos constituyen la configuración histórico-cultural más característica de las Américas porque están presentes en todo el continente, y porque tienen aquí una particular prevalencia, si bien en menor medida pueden detectarse en otros ámbitos. Sus símiles son, por ejemplo, las formas incipientes de algunos pueblos europeos modernos cuyas matrices étnicas fundamentales fueron moldeadas por el dominio y la miscigenación de poblaciones extrañas debido a colonizadores esclavistas. Surgieron así la macroetnia ibérica y las etnias nacionales francesa, italiana y rumana, como resultados del proyecto romano de colonización mercantil que las transfiguraron cultural y lingüísticamente mediante el dominio militar, el traslado de poblaciones, la esclavización, la amalgama y la deculturación. Son su equivalente también, los pueblos transfigurados por la expansión musulmana mediante similares procedimientos de dominación colonial, y que suman hoy más de 300 millones en Asia y Africa. En todos estos casos —como en el de los pueblos americanos— presenciamos el surgimiento de pueblos nuevos, formados por la conjunción y amalgama de etnias originalmente muy diferenciadas, lograda bajo condiciones de dominio colonial despótico impuesto por los agentes locales de sociedades más desarrolladas; o a través de la conquista y dinamización de sociedades sumidas en el feudalismo, llevada a cabo por “herrenvolker” capaces de integrarlas en formaciones imperiales y en un amplio sistema mercantil internacional, como en el caso islámico. Los Pueblos Nuevos de las Américas son también el resultado de formas específicas de dominación étnica y de organización productiva establecidas bajo condiciones de extrema opresión social y de deculturación compulsiva que, aunque ejercidas en otras épocas y en diferentes regiones del mundo, alcanzaron en la América colonial la más amplia y vigorosa aplicación. Tales formas fueron, en primer lugar, la esclavitud, utilizada como proceso capitalista de reclutamiento de mano de obra entre pueblos tribales africanos y aborígenes, para la producción agraria y la explotación minera; y en segundo lugar, la adopción de la hacienda como modelo de organización empresarial capitalista que, combinando el monopolio de la tierra y el dominio de la fuerza de trabajo, permitía producir artículos para el mercado mundial con el fin exclusivo de obtener lucros pecuniarios. El mismo modelo básico sirvió para dar impulso al cultivo de la caña y a las fábricas de azúcar; para organizar las plantaciones de algodón, de café, de tabaco, de cacao, de bananas, de ananás y otros productos, en un principio con mano de obra esclava, y después de la abolición con trabajadores libres. Fue también aplicado, con las necesarias adaptaciones, a la crianza extensiva de ganado y hasta a las explotaciones extractivas de riquezas vegetales. Estas formas diferenciales del modelo de hacienda tenían en común el dominio del territorio donde operaban y el control de un contingente humano puesto al servicio de la empresa, sin ningún respeto por sus costumbres o aspiraciones, sobre todo cuando éstas podían menoscabar los imperativos de la producción y la ganancia. Todas ellas tenían también como denominador común, el carácter de instituciones mercantiles que permitían la vinculación de las colonias de ultramar con las economías metropolitanas. En cierto sentido, la hacienda colonial se anticipa a la fábrica moderna, por estas características de concentración de los trabajadores bajo el comando de los detentadores de los medios de producción, que procuran apropiarse del producto de su trabajo. Era con todo una “fábrica” singular, por ser rural y esclavista; ello le permitió aislar a los que allí estaban internados, componiendo comunidades atípicas, cuyo ritmo de trabajo y de descanso, costumbres, creencias, organización familiar, y su vida entera se sujetaban a la intervención avasallante de una voluntad extraña. La oposición natural e irreductible entre los intereses patronales que tenían por miras obtener el máximo de ganancia de la empresa, y de los “proletarios” que buscaban lograr una parte mayor de los valores que creaban se restringe, dentro de la hacienda tradicional, a límites extremos. En estas condiciones, el trabajador sólo puede apelar, a fin de desgastarse menos rápidamente, a la disminución de su ritmo de trabajo o a la fuga, con lo que arriesgaba la prosecución y la “caza” si se trataba de un esclavo; si había caído en una de esas formas espurias de trabajo asalariado que siguieron a la esclavitud, podía en todo caso procurarse empleo en otra hacienda, pero en todas el sistema era el mismo. En la hacienda, bajo el régimen esclavócrata, no había lugar para el padre de familia en relación a su compañera y sus hijos, también piezas que pertenecían más al patrón que a él. Aún hoy, no tiene cabida allí el ciudadano, porque la patria es la hacienda para quien nace y vive dentro de sus lindes. Entre la hacienda y el mundo exterior —de los negocios, de la sociedad, de la nación, de la religión— sólo cabe un mediador, que es el hacendado, y que debido a ello desempeña los papeles de patrón, padrino, protector y jefe político. Tanto en su forma esclavócrata como “libre” la hacienda ha sido la institución básica conformadora del perfil de los Pueblos Nuevos. Ella condicionó la familia, la religiosidad, la nación misma, como proyección de su sistema y de su hegemonía sobre el ordenamiento legal del estado. Modeladora básica de la sociedad la hacienda dejó su impronta tanto en los descendientes de los que en ella se afanaban en calidad de esclavos o de fuerza de trabajo libre, como sobre las capas dominantes rurales y urbanas; fueron deformados por el espíritu autocrático paternalista, por los gustos señoriales, por la discriminación racial y social. Implantadas sobre una sociedad así estructurada, las instituciones republicanas no resultaron otra cosa que un simulacro de autogobierno popular, incapaz de disfrazar el verdadero carácter oligárquico del poder oculto detrás de la aparatosidad democrático-representativa. La propia revolución industrial, al actuar sobre este contexto, encontró resistencias que desfiguraron todas sus potencialidades de reordenación social. Estas resistencias se derivan del carácter exógeno de la economía de las haciendas, cuya finalidad es antes atender las necesidades ajenas que las de la sociedad de la que forma parte. Como poblaciones plasmadas por la amalgama biológica y por la aculturación de etnias dispares dentro de este marco esclavócrata y hacendista, constituyen Pueblos Nuevos los brasileños, los venezolanos, los colombianos, los antillanos y una parte de la población de América Central y del sur de los Estados Unidos. Estos últimos, experimentaron también el mismo proceso formativo, pero al no haber conseguido estructurarse como nación, estas formaciones Nuevas de los Estados Unidos se vieron compelidas a sobrevivir como un cuerpo extraño dentro de una formación de Pueblo Trasplantado. Una segunda categoría de Pueblos Nuevos, pronunciadamente diferenciada de la primera por su formación étnico nacional básicamente indígena tribal, y por no haber experimentado las compulsiones de la plantation, se encuentra en Chile y en el Paraguay. Fueron Pueblos Nuevos del mismo tipo de estos últimos el Uruguay y la Argentina, aunque más tarde étnicamente desfigurados por un proceso de sucesión ecológica que los europeizó masivamente. Los perfiles culturales de los Pueblos Nuevos se diferencian también de acuerdo a tres órdenes de variables, correspondientes a las matrices europeas, africanas y americanas que se conjugaron para constituirlos. En el primer caso estas variables oponen a los diversos pueblos que promovieron la colonización de las Américas. La principal diferencia en este caso, es la existente entre los colonizadores latinos y los demás. Pero estas diferencias son irrelevantes respecto del proceso de formación de los Pueblos Nuevos, frente al poder uniformante del denominador común representado por el esclavismo y por el sistema de plantation que presidió la actuación de todos los colonizadores. La uniformidad esencial de todos los Pueblos Nuevos constituidos sobre la base de aquellas formas de reclutamiento de la fuerza de trabajo y de aquel tipo de organización capitalista mercantil, comprueba esta irrelevancia. Es cierto que la mayor madurez institucional y económica, como formación capitalista, de los colonizadores no latinos, coloreó de distinta manera ciertas regiones; no obstante no llegó a diferenciarlas de manera tal como para que presentaran características irreductiblemente opuestas a las de otras etnias nacionales resultantes. La dominación impuesta por los agentes colonizadores europeos de los Pueblos Nuevos, hizo a cada unidad desde el punto de vista lingüístico, luso americana, hispano americana, franco americana, anglo americana, batavo americana; y también hizo que el proceso de aculturación se llevara adelante de acuerdo a las tradiciones religiosas católicas o protestantes, y al espíritu de las instituciones y hábitos prevalentes en la metrópoli colonizadora. Estas diferencias, en alto grado significativas para la comprensión de las distintas entidades nacionales y de sus singularidades, son sin embargo irrelevantes cuando se rata de construir modelos explicativos más generales. Su importancia mayor está dada por su carácter de marcos culturales generales calificadores de la acción de cada contingente europeo. Sobre estos factores culturales diferenciadores prevalecieron sin embargo los socioeconómicos, condicionadores de la colonización esclavista de las poblaciones americanas, que les dieron la conformación de Pueblos Nuevos. En la segunda variable, que concierne a la matriz africana, es más significativa la presencia y la proporción de sus contingentes integrados en cada población neoamericana, que las diferencias culturales de los diversos grupos negros traídos a América, puesto que la deculturación provocada por la esclavitud dejó muy poco margen para la permanencia de rasgos culturales específicos de los pueblos africanos en las etnias nacionales modernas de las Américas. Apenas en el terreno religioso son señalables sus aportes, y aún éstos, por estar impregnados de sincretismos son más expresivos de la protesta del negro contra la opresión que de su afán por rescatar del olvido sus antiguas creencias. La tercera variable referente a la matriz indígena, parece ser más significativa en el orden cultural que la negra, debido a que los contingentes nativos con los que tomó contacto el europeo le proporcionaron los elementos básicos necesarios a la adaptación ecológica de los primeros núcleos neoamericanos. Contribuyeron de este modo decisivamente a la configuración de las proto culturas resultantes del establecimiento en tierras americanas de los núcleos colonizadores. Estas variantes indígenas presentan por lo menos dos formas básicas, correspondientes a los niveles de desarrollo tecnológico que había alcanzado cada grupo aborigen, y a las diferencias de sus respectivos patrimonios culturales, parte de los cuales aún hoy sobrevive, determinando algunas de las particularidades de los pueblos neoamericanos. Tales son en primer lugar, la variante correspondiente a los Tupí Guaraní de la costa atlántica de Sud América, a los Aruak de la región amazónica y a los Karib del área del Caribe, todos ellos clasificables en cuanto a la evolución sociocultural, en el nivel correspondiente a las aldeas agrícolas indiferenciadas. Estos pueblos indígenas participaban de una misma forma básica de adaptación a las regiones tropicales, lograda por medio del cultivo de las mismas especies y de una tecnología productiva fundamentalmente similar, en cuanto a su grado de desarrollo. En segundo lugar, los Araucanos de la costa chilena y las diversas confederaciones tribales del noroeste de América del Sur y de la América Central que ya habían alcanzado un nivel de estados rurales-artesanales, o se encontraban próximas al mismo. Los pueblos Tupí Guaraní ocupaban, en el tiempo del descubrimiento, casi toda la costa atlántica de Sudamérica y vastas regiones interiores, en donde se instalaron originalmente los españoles y los portugueses. De su conjunción resultarían no sólo mestizos sino cristalizaciones culturales nuevas, que terminaron por configurarse como protocélulas étnicoculturales, a las cuales esos indios aportaron la lengua que se habló en los primeros siglos, así como casi la totalidad de los procedimientos necesarios para el logro de su subsistencia, de los que se sirvieron los núcleos originales brasileños, rioplatenses y paraguayos. Los Arauk y los Karib antillanos, que tenían el mismo nivel de desarrollo de los Tupí Guaraní, y la misma forma de adaptación ecológica, habrían de constituir la matriz genética y cultural básica de los primeros establecimientos españoles en aquella región. En todas estas regiones, la configuración cultural primitiva en la que predominaba la contribución indígena, sufrió posteriormente profundas transformaciones por la introducción de elementos culturales europeos o africanos, y por la especialización productiva de las plantaciones de exportación o de las haciendas de pastoreo. Unicamente los paraguayos, y en alguna medida los brasileños, conservan aún hoy nítidos rasgos lingüísticos y culturales resultantes de su herencia indígena Tupí Guaraní, que por la distribución espacial y la uniformidad cultural que había alcanzado antes de la conquista, prefiguraba lo que habrían de ser las etnias de la vertiente atlántica de América del Sur. En la costa del Pacífico, al sur, los españoles se enfrentaron con los Araucanos, sobre cuyas aldeas sojuzgadas se plasmó el chileno moderno. En Venezuela y en Colombia, así como en la América Central, los españoles encontráronse con los Chibcha, los Timóte y con las confederaciones Fincenú, Pancenú y Cenufaná; con los Cuna (Panamá), los ]icaque (Nicaragua) y muchos otros. Todos estos pueblos se encontraban en un estadio cultural más alto que el del primer grupo. Algunos como los Chibcha se estructuraban políticamente como estados rurales artesanales; contaban éstos con una clase dominante que muy pronto llegó a entenderse con el invasor, y con una clase dominada para la cual ya era una costumbre el estar al servicio de otros. Estas circunstancias facilitaron su rápida conquista y su consecuente aniquilación como etnias. En cambio, aquellos pueblos que se hallaban en anteriores etapas de este proceso —como los Araucanos— y que por lo tanto carecían de un estrato señorial conciliador así como de estamentos subalternos adaptados a la explotación, resistieron durante siglos la conquista, permaneciendo hasta hoy enquistados como minorías étnicas en el cuerpo de la nación. Todos estos grupos transmitieron algunos rasgos de su patrimonio cultural a las etnias nacionales que florecerían en sus territorios y que componían principalmente mestizos nacidos de uniones de indias y europeos. La multiplicación de las protocélulas culturales originadas en la fusión de elementos indígenas y europeos, daría lugar a la creación de etnias neoamericanas en muchas otras regiones. Nacen así como Pueblos Nuevos, los chilenos en el sur, los venezolanos y colombianos en el noroeste, los panameños, nicaragüenses y hondureños en la América Central. también estos pueblos experimentaron transformaciones ulteriores que hicieron variar profundamente su configuración original. En todos los casos sin embargo, es indispensable referirse a las raíces indígenas en sus diversas variantes, a fin de comprender las singularidades distintivas de los diversos Pueblos Nuevos. Los rasgos comunes que caracterizan como Pueblos Nuevos a todas estas naciones y a las minorías enclavadas en sus territorios, no se revelan únicamente en su proceso formativo. Se manifiestan también en sus perfiles actuales y en los problemas de maduración étniconacional y de desarrollo socioeconómico con que se enfrentan. Son especialmente visibles en su desvinculación de cualquier tradición arcaica, cosa que ha dado a la parte más atrasada de sus poblaciones, una marginalidad distinta a la presente en los Pueblos Testimonio. Se trata en este caso de una marginalidad de naturaleza social y no cultural. La carencia de tradiciones culturales sólidamente mantenidas que les deparó su drástica deculturación los hizo receptivos al cambio, y por esto mismo menos conservadores y más abiertos. La primera categoría de Pueblos Nuevos, en cuya formación tuvieron un papel fundamental la esclavitud africana y el sistema de haciendas, se configuró de acuerdo a dos modelos básicos. Distingue al primero la situación en que se generaron sus células étnicas —antes de la llegada de los negros— por la miscigenación y la deculturación de contingentes europeos y aborígenes. Estas células elementales, racionalmente mestizas, nacieron también marcadas por la hibridez cultural ya que heredaron del indígena su forma de adaptación al medio, y del europeo, además de muchos de sus elementos, su estructura peculiar de núcleos vinculados a sociedades mercantiles distantes, a cuyo orden social tuvieron que ajustarse. Pocas décadas después del afincamiento de los europeos en las distintas regiones de América, estas protocélulas ya se habían consolidado como una cultura nueva, que ya no era indígena, ni europea. Multiplicándose por división y ocupando amplios espacios, dieron lugar a una primera matriz que se transformaría con el tiempo, a causa de la especialización, de los diversos tipos de producción y del ingreso de los contingentes negros. Crecieron así vinculados a la tierra por herencia indígena, y al mundo exterior por las formas mercantiles que hacían viable su desarrollo como el proletariado externo de los centros rectores europeos. Se desarrollaron como resultado de proyectos exógenos, consagrados a actividades agroindustriales de exportación del tipo de los ingenios de azúcar, a explotaciones mineras para la extracción de metales preciosos, a empresas extractivas para la recolección de productos en las florestas tropicales, a la crianza del ganado casi exclusivamente para la utilización del cuero. Estas protocélulas indoamericanas, como primeras cristalizaciones culturales de los Pueblos Nuevos, al absorber los contingentes negros y blancos llegados más tarde, presidirían la aculturación de ambos, llamándolos a integrarse en sus formas típicas de vida, que constituirán en verdad el modo de ser de las sociedades americanas. El segundo modelo predominante en algunas de las Antillas Francesas e Inglesas y en el sur de la América del Norte no contó con esta formación local aculturante. Se configuró de manera aún más franca como el subproducto de empresas capitalistas que importaban negros esclavos para consumirlos en las plantaciones. En estas haciendas, dirigidas por capataces aún más eficientes en su crueldad y codicia que los del resto del continente, se obtuvo un rendimiento mayor de cada pieza, mediante la organización de los apareamientos destinados a producir nuevos esclavos. Arrojado en estos criaderos humanos, el negro tribeño no se encontraba en condiciones de conservar su lengua y su cultura, ni de integrarse en una cultura distinta. Los elementos culturales que pudo adquirir consistieron apenas en una repetición caricaturesca del habla y las ideas de sus amos, en la habituación a la dieta impuesta y sobre todo, en el adiestramiento en las sencillas técnicas productivas de las minas y las haciendas. A pesar de todo algunos criollos —muchos de ellos mestizos de blanco protestante y de negra— dotados naturalmente de mayor capacidad, llegaron a dominar los rudimentos de una cultura mayor, volviéndose entonces agentes de la aculturación del esclavo común. Unicamente de este modo se ampliaba su horizonte mental y se enriquecía su parloteo bozal, librándolo de una simplicidad infantil, que no era el reflejo de una mentalidad primitiva, como se supuso, sino, del mecanismo intencional empleado para transformarlo en un instrumento eficaz y una bestia parlante puesta al servicio de su amo. La dos maneras de estructurarse los Pueblos Nuevos, cimentados en la mano de obra esclava traída de Africa, se distinguieron por la presencia o ausencia de aquella célula cultural indígena europea, que imprimió las marcas distintivas a los Pueblos Nuevos del Brasil, de Nueva Granada, de las Antillas españolas, en oposición a las otras formaciones antillanas y al sur de los Estados Unidos. Todas ellas sin embargo tienen en común lo que recibieron de la matriz africana, así como las compulsiones propias del sistema de haciendas. Representan probablemente el resultado de una de las mayores empresas humanas: aquella que permitía extender a todo el mundo el uso del azúcar, de las telas de algodón, del café, del tabaco, del cacao. Fue también con ese designio que se explotaron las minas de oro del Brasil y de otros países americanos. Pero la contribución del africano esclavo no se reduce a la producción de esas mercaderías. Su traslado al Nuevo Mundo produjo otros dos efectos de vital importancia para la civilización moderna. Contribuyó probablemente más que nadie al acopio de riquezas con que tanto en Europa como en América se costeó la edificación de las ciudades, el armamento de los ejércitos y, más tarde el establecimiento de las industrias. Y la contribución del negro a la formación de estos capitales fue doble. Primero fue utilizado como mercadería de uno de los negocios más lucrativos de la época: la trata; y después como fuerza de trabajo de las haciendas y minas de América, cuyo éxito económico hizo posible aquella fantástica acumulación de capitales que se aplicarían a la producción y al derroche. La madurez rápidamente alcanzada por el capitalismo mercantil, así como la aceleración experimentada en su proceso evolutivo por los países iniciadores de la Revolución Industrial, fueron posibles gracias a este vasto “proletariado externo” cuyo consumo era disminuido hasta el límite de sus necesidades biológicas a fin de que los excedentes fueran mayores. La segunda contribución del negro a la formación de los Pueblos Nuevos está dada por la amalgama de su caudal genético con el de los indígenas y el de los blancos europeos. De este modo, la europeización lingüística y cultural de sus descendientes permitió extender en un espacio amplísimo, las etnias europeas encarnadas en pueblos predominantemente mestizos. Debe por otra parte agregarse, que en aquellos lugares ocupados por grupos negros, la europeización de los otros contingentes se cumplió con mayor prontitud. Este poder de homogeneización cultural, reconoce como causa la imperativa necesidad del negro de desarrollar medios de comprensión que hicieran posible el entendimiento entre esclavos de diversas extracciones, así como entre estos y los demás contingentes. Ello les imponía el aprendizaje de la lengua del colonizador, y de esta manera se facilitaba su generalización. La destribalización del negro y su fusión en las sociedades neoamericanas, constituyó sin duda, el más portentoso movimiento de población y el más dramático proceso de deculturación de la historia humana. Para efectuarlo, el europeo capturó en Africa, durante cuatro siglos, más de 100 millones de negros, matando casi la mitad en el apresamiento y en la travesía oceánica, y llevando la mitad restantes a las factorías americanas donde proseguía el desgaste. En los ingenios azucareros del nordeste del Brasil, por ejemplo, un negro duraba como máximo cinco años; en este plazo, no obstante, el amo se resarcía sobradamente de su valor venal, que equivalía al de media tonelada de azúcar que el esclavo generaba en mucho menos de un año. Uno de los efectos cruciales de la traslación de africanos y de su incorporación a las sociedades nacientes en calidad de esclavos, fue el surgimiento de una estratificación étnica con sus corolarios previsibles de tensiones y discriminaciones. Por sobre la diferencia existente entre ciudadanos y paisanos, así como entre ricos y pobres, resaltaban las relaciones fundadas en la esclavitud que contraponían los hombres libres a los esclavos. Separadas por estas distancias las relaciones sociales presentaban el cariz de una coexistencia entre seres humanos y bestias de carga; implicaban una división de la humanidad: por un lado los dotados de todos los derechos, y por otro una categoría de individuos considerados próximos a la animalidad y que sólo tenían deberes. Mucho de la discriminación racial y social que aun hoy padecen los pueblos americanos hunde sus raíces en esta división que fijó rencores, reservas, temores y ascos hasta ahora no erradicados. Negros y mulatos forman los componentes mayores de la población actual de los Pueblos Nuevos, estimándose que llegan casi a la mitad de la cifra total; significan también una parte importante de la América del Norte, y constituyen además el sector de la población que más tiende a aumentar. Los pueblos latinoamericanos del futuro se compondrán de un número cada vez mayor de “personas de color”. Contrariamente a los indígenas contemporáneos, en gran parte inasimilados, todo este contingente negro y mulato fue deculturado de su patrimonio original al adscribirle a las nuevas formaciones americanas. Incorporados a estas sociedades como esclavos, emergieron a la libertad como su parte más pobre y más ignorante, incapaz de integrarse de manera masiva en la vida moderna, por lo que se ubican, por lo común, en los estratos más marginales desde el punto de vista económico, social y político, de la vida nacional. Los dos hechos —proliferación y marginalidad— son consecuencia del mismo proceso formativo que introdujo al negro y al mulato en las sociedades neoamericanas; los llevó a constituir una de sus matrices fundamentales, pero simultáneamente, los condenó a una situación discriminatoria para nada propicia a su integración y ascenso en la sociedad. La erradicación de estas discriminaciones y preconceptos, no sólo es un problema para los negros y mulatos; implica uno de los desafíos fundamentales para las sociedades neoamericanas, ya que solamente por medio de la integración de todas sus matrices y por la franca aceptación de su propia imagen mestiza, satisfarán las condiciones mínimas necesarias para el logro de su autonomía como pueblos y de su autenticidad como culturas. En algunas de las sociedades clasificadas como Pueblos Nuevos es posible encontrar inclusiones de inmigrantes trasplantados de Europa y Asia en el siglo pasado. En algunos casos se circunscriben a regiones determinadas a las que prestan características peculiares, tales como la zona de inmigración europea del sur del Brasil, de América Central y de Chile. En otros casos se encuentran dispersos en el conjunto de la población nacional distinguiéndose únicamente por los signos raciales que les son propios, como ocurre con diversos contingentes del centro y norte de Europa y con los japoneses, chinos e hindúes establecidos en el Brasil, en el Perú y en algunas islas del Caribe respectivamente. Una parte considerable de estos grupos, principalmente los de origen europeo, tuvieron a su cargo papeles dinámicos de primordial importancia en la modernización tecnológica y política de los Pueblos Nuevos. Muchas de sus características los habilitaron para el desempeño de este papel. En primer lugar, la posesión de una mayor calificación profesional que las poblaciones locales, ya que en general había en sus contingentes artesanos diestros, que montaron pequeños talleres —algunos de los cuales se transformarían con el tiempo en fábricas— o trabajaron en tareas de modernización tecnológica, como el tendido de vías férreas, la construcción de puertos, etcétera. En segundo lugar, la existencia de vínculos culturales entre estos inmigrantes y las sociedades de las que procedían, que los mantuvieron al tanto de los avances tecnológicos de las mismas y les permitieron beneficiarse aplicando en estos países tales innovaciones, en lo que hallaron canales especiales de ascenso social. En tercer término, la circunstancia de tener pautas de consumo de mayor amplitud que las locales, y que incluían diversos artículos industriales, lo que influyó en la extensión del mercado interno y en la difusión de nuevos hábitos de consumo. Cuarto, su adaptación previa a formas de organización del trabajo más avanzadas, fundadas en el salario, así como su disposición para el cumplimiento de tareas manuales, rechazadas en general por los componentes blancos de las poblaciones locales que las consideraban menester de esclavos. Quinto, la exención de las responsabilidades sociales tradicionales motivada por su calidad de “extraños”, lo que sumado a su calificación intelectual y técnica les permitió explotar oportunidades de enriquecimiento no percibidas o no aceptadas por los trabajadores locales. Sexto, la aptitud manifiesta por estos contingentes para integrarse a las nuevas sociedades, sin limitarse al círculo de relaciones de sus connacionales, lo que hubiera aparejado la formación de quistes étnicos inasimilables. Excepcionalmente presentaron problemas serios de integración estos núcleos de inmigrantes inmersos en los Pueblos Nuevos de América Latina y cuando ello ocurrió se debió al estímulo de sus lealtades nacionales de origen promovido desde el exterior por los Estados del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. La masa de inmigrantes europeos y asiáticos cultivaba en general una actitud integracionista que la hacía proclive a la asimilación. Su ambición era fundar en América un nuevo hogar dentro de una sociedad más promisora que aquella que dejaban atrás, apartándose de las guerras, las humillaciones y la opresión soportadas anteriormente. Tampoco traían con ellos ideologías nacionales precisas, entre otras razones porque muchas nacionalidades europeas se integraron y definieron justamente en la época de las migraciones masivas. Eran gentes apegadas a su provincia y religión, por lo general tan opuestas a sus compatriotas que hablaban otros dialectos y que tenían otros credos como a los miembros de otras nacionalidades, y en ocasiones aún más opuestas. Venían dispuestos a ingresar en la jerarquía ocupacional, situándose conscientemente en la clase trabajadora, aceptando disciplinadamente la dirección patronal y procurando demostrar su pericia. Sus aspiraciones se concretaban esencialmente al convertirse en granjeros o en propietarios urbanos. Reaccionaban sin embargo con altivez frente a los abusos, especialmente ante los residuos del sistema esclavista que aún tenían todas las relaciones de trabajo. Contribuyeron de este modo a la fijación de un nuevo perfil del trabajador, más independiente y menos sumiso frente al patrón, con el que establecería relaciones contractuales en lugar de paternalistas. En los primeros tiempos no intervenían en la vida política; en ella tampoco había lugar para los inmigrantes. más tarde, los que habían alcanzado un mayor éxito económico ingresaron en la categoría patronal y por esta vía tuvieron también acceso a la vida política partidaria. La masa empero, se inclinaba a actuar como clase trabajadora y no se identificaba desde el punto de vista ideológico con el liberalismo formal de las oligarquías locales. Los que se radicaron en el campo creando zonas granjeras, se hicieron cada vez más conservadores, sobre todo los de tradición católica que en algunos casos ni siquiera llegaron a alfabetizarse. Aquellos que se dirigían a las ciudades actuaron predominantemente como fuerza política de izquierda y como factor de modernización institucional. A ellos se deben los primeros movimientos radicales de América Latina. Eran anarquistas, anarcosindicalistas o socialistas que enfrentaban la injusticia patronal con huelgas y sabotajes y que debieron sobreponerse a la violencia represiva. Por varias décadas la izquierda latinoamericana se compuso esencialmente de inmigrantes europeos, y se expresó políticamente a través de los sindicatos que fundaban y dirigían. Su actitud política y social consistía en un socialismo de corte romántico, basado en una aversión profesada por igual a la burguesía empresarial, al Estado, a la Iglesia y al Ejército. Actuaban con la ingenuidad típica de los movimientos socialistas anteriores a la experiencia soviética, cuando se suponía que la supresión formal de la propiedad de los medios de producción aparejaría de modo natural e indefectible el nacimiento de la sociedad sin clases, ansiado reino de la igualdad y la fraternidad. después de la Primera Guerra Mundial, la intensificación del proceso de industrialización y de modernización refleja en América Latina, provocaría un aumento considerable de las clases asalariadas urbanas; los descendientes de los inmigrantes que no lograron ascender a la posición de propietarios fueron masivamente incorporados al proletariado industrial y a las nuevas categorías de empleados burocráticos como “aristocracia” del estrato asalariado. Desde ese momento pasaron a vivir el destino de ese estrato, integrándose a la vida política a través de procesos heterodoxos, como la identificación con líderes autocráticos, populistas o reformistas. En cualquier caso sin embargo, como fuerza electoral antipatricia y antioligárquica. En los últimos años, la identificación masiva de las capas urbanas con estas posiciones renovadoras, originó una situación de permanente y profunda crisis política que no hizo viable, para el patriciado tradicional, la vigencia de procedimientos liberal-democráticos. En consecuencia se proscribió el voto libre y directo en casi toda América o se condicionó el proceso electoral al control de tutelas militares y civiles proscriptoras de la libre expresión de la voluntad popular. En estas circunstancias, los descendientes de los que emigraron hacia estos países, al igual que toda la población, se volcaron a posiciones más radicales porque únicamente en ellas encontraron perspectivas de ruptura de la hegemonía política de las clases dominantes tradicionales. En los capítulos siguientes se estudiarán las poblaciones americanas que presentan la configuración de Pueblos Nuevos. Del tipo constituido por el predominio de contingentes aborígenes donde no se detecta la presenda de la plantation, sólo consideramos el caso de Chile ya que el Paraguay es estudiado conjuntamente con los pueblos rioplatenses. II. LOS BRASILEÑOS * Brasil se integra en el conjunto de los Pueblos Nuevos de América como la unidad nacional de mayor territorio y población y como la única surgida de la colonización portuguesa. Su territorio de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados ocupa la mitad del área de toda América del Sur; los 93 millones de habitantes que alcanzó en 1970 significan también la mitad de esta población. Tomando en consideración el conjunto de América Latina, la posición de Brasil se destaca porque abarca el 40% del área total y cerca del 30% de la población. En el plano mundial, figura como el cuarto país en superficie continua y como el séptimo en población. 1 El territorio brasileño constituye un enorme rombo irregular cuya cara menor se proyecta hacia el Atlántico en una línea litoral de 7.500 kilómetros y cuyo cara mayor se encuentra separada del Pacífico y del Caribe por un cinturón de siete repúblicas hispanoamericanas, en una frontera de 16.000 kilómetros. En América del Sur sólo Chile y Ecuador no tienen fronteras con Brasil. Una faja paralela al litoral atlántico de 500 kilómetros y que con igual anchura penetrase siguiendo el curso del río Amazonas, abarcaría 60% del territorio y 90% de la población brasileña. El bolsón restante, donde tienen sus nacientes el río Paraguay y el Paraná y la red hidrográfica Araguaia-Tocantins, es la zona menos explotada del país. Al establecerse allí la nueva capital, Brasilia, se tuvo en cuenta precisamente de necesidad de constituir un núcleo capaz de promover la ocupación humana de la región y su efectiva integración en la vida económica y social del país. Aún hoy, ese 90% de brasileños de la faja atlántica se concentra en islas demográficas separadas unas de otras por largas extensiones poco pobladas. sólo después de la última guerra mundial estas islas comenzaron a comunicarse regularmente entre sí por tierra; antes, los núcleos de este vasto archipiélago coexistían en el ámbito geográfico sin mantener verdaderas relaciones de convivencia, ligados por las vías marítimas o por carreteras precarísimas que se extendían a lo largo de centenares de kilómetros de selva virgen o de enormes extensiones de campos despoblados. Con relación a casi todo el bloque continental sudamericano, el aislamiento es aún mayor, ya que éste no presenta una integración social y económica correspondiente a su contigüidad geográfica. Las fronteras que por miles de kilómetros atraviesan dilatados territorios desiertos, en lugar de vincular separan al Brasil de los países latinoamericanos vecinos. En realidad, sólo Uruguay, Argentina, Paraguay y Bolivia tienen núcleos regulares de comunicación con Brasil a través de ciudades fronterizas. El contacto con los demás países tiene lugar por mar o por aire, venciendo distancias equivalentes a las que los separan de Africa, Europa y Norteamérica. En los últimos años el transporte aéreo cada vez más intenso, pareció acortar las distancias. Sin embargo, los grandes espacios desiertos de América Latina, han hecho que aún los aviones más rápidos sólo puedan ofrecer viajes caros y largos que dificultan la convivencia. Todas estas características revelan cuán incipientes son los proyectos nacionales latinoamericanos. En las próximas décadas, forzados por un crecimiento demográfico que parece ser el más alto del mundo, y servidos por sistemas más eficaces de transporte, veremos multiplicarse sus poblaciones; ellas llenarán entonces los desierto interiores dando así lugar a una interinfluencia mayor. La unidad latinoamericana, fundada en una solidaridad moral que se afirma cada día más, no se basa por lo tanto en la convivencia sino en la semejanza de la fisonomía cultural dominante —hispánica o lusitana— y en la ausencia de situaciones de competencia generadoras de conflictos. Las célebres rivalidades argentino-brasileñas de que tanto se habló en las primeras décadas del siglo, eran más ejercicios escolares de militares ociosos que la expresión de oposiciones reales de intereses nacionales. A los factores originales de unidad se sumaron otros tres en las últimas década. Primero, la conciencia del atraso regional como una actitud dinámica de inconformismo y el propósito de progresar mediante la explotación autónoma de los enormes recursos de cada país, a fin de elevar el nivel de sus poblaciones. Segundo, la comprensión de su comunidad de intereses como pueblos explotados frente a los Estados Unidos de Norteamérica transformados en potencia imperialista, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Finalmente el esfuerzo continental tendiente a lograr un mayor grado de integración económica por medio del planteo y la organización de un mercado común privilegiado, que resulte satisfactorio para toda las naciones que lo integren. Al desarrollo autónomo, al rompimiento con la explotación interna y externa y la integración regional, se opone como obstáculo básico la política de gran potencia de Estados Unidos, orientada hacia la perpetuación del atraso como mecanismo de dominio del continente. 1. LA PROTOCELULA BRASIL El carácter de Pueblo Nuevo de la etnia nacional brasileña se asienta en su formación multicultural y multirracional, en la que representaron papeles decisivos, además del europeo, el negro y el indígena. La destribalización y deculturación de estos contingentes como procesos formadores de la etnia nacional, se cumplieron bajo las compulsiones derivadas de la esclavitud. Simultáneamente, la miscigenación de unos con otros y de todos con el portugués dominante aparejó la imposición de su idioma, de su religión y de una ordenación social ajustada a sus intereses de colonizador. A pesar de la disparidad de las matrices originales y de las diferencias ecológicas, en Brasil se plasmó una etnia peculiar; racialmente heterogénea y en pleno proceso de fusión, pero poseedora de cohesión cultural por la unidad de su idioma, de sus modalidades de acción sobre la naturaleza, de sus formas de organización social, de sus creencias y de su visión del mundo. Este fue el proceso básico de formación de todos los Pueblos Nuevos. Lo que tienen los brasileños de singular resulta de las cualidades diferenciadoras aportadas por sus matrices indígenas, africanas y europeas, de la proporción particular en que ellas se juntaron en Brasil, de las condiciones ambientales que debieron enfrentar, y además de la naturaleza de los objetivos económicos que las congregaron. ¿A partir de qué momento se puede hablar de una cultura neobrasileña diferenciada en su proceso de desarrollo? Situamos ese momento a mediados del siglo xvi, cuando se establecieron los primeros ingenios dedicados al comercio del palo tintóreo (palo brasil) y cuando aún se trataba de adscribir al indio en el sistema de trabajo esclavo. Se formó en las primeras comunidades de la costa san vicentina, bahiana, pernambucana y carioca, integradas principalmente por mestizos de europeos con indias que ya contaban con un modo de vida propio, diferente al de sus matrices. De estas comunidades originales se habrían de proyectar los grupos constituidos por las diversas configuraciones socioculturales brasileñas, que imprimirían en todas ellas rasgos uniformes. Sus bases culturales fueron la matriz tupí, situada a lo largo de toda la costa, y la matriz europea, representada casi exclusivamente por los portugueses. Estos primeros núcleos brasileños —protocélulas aun de la etnia nacional— surgieron de la fusión y de la aculturación del europeo con indios de la costa en las décadas iniciales del contacto. Los dos procesos moldearon un tipo humano nuevo, ya no indígena ni europeo, que representaría el papel principal en la formación de la sociedad brasileña. Es el mameluco 2 hijo de europeo y de india, que se identificaba con el padre, pero que hablaba mejor la lengua materna en cuya comunidad había nacido, y que resultaba heredero en mayor grado de la cultura indígenas que de la europea. Estos mestizos, dirigidos por algunos europeos encargados de las factorías establecidas en la costa, obtenían los elementos necesarios a su subsistencia principalmente de los plantíos indígena, y se dedicaban al único negocio de la tierra: el abastecimiento de troncos de palo tintóreo a las naves que tocaban la costa, a cambio de los productos europeos que necesitaban y de las bagatelas con que incitaban al trabajo indígena del hallazgo, corte y transporte de los árboles. Estas protocélulas de la cultura brasileña, plasmadas cuando todavía los negros no habían sido introducidos y cuando los europeos eran muy pocos operaron como el denominador común del modo de vida popular de todas las regiones. El mameluco les aportó el patrimonio milenario de adaptación de los pueblos tupí a la selva tropical, y a través de él, recibieron también elementos culturales propios del blanco y más tarde del negro. Este patrimonio estuvo representado por un saber relativo a la naturaleza tropical, por una tecnología ajustada a ella y por una visión característica del mundo. En efecto, estos nuevos núcleos humanos pudieron surgir, sobrevivir y crecer en condiciones tan difíciles y en un medio tan distinto del europeo, gracias a que aprendieron del indio a dominar la naturaleza tropical. Para los colonos los indios fueron sus maestros, guías, remeros, leñadores, artesanos, cazadores y pescadores; y por sobre todo esto, las indias constituyeron los vientres que engendrarían una vasta prole mestiza que sería, con el tiempo, la gente de la tierra. 3 En la escala de la evolución cultural, los pueblos tupí daban los primeros pasos de la revolución agrícola, superando así la condición de tribus cazadoras y recolectoras. Lo hicieron siguiendo su propio camino, lo mismo que otros pueblos de la selva tropical que ya habían logrado transformar muchas especies silvestres en plantas de cultivo. además de la mandioca, cultivaban maíz, porotos, maní, tabaco, boniato, ñame, zapallo, calabazas, cañas para flechas, pimienta, bija, algodón, carauá, cajú, papaya, yerba mate y guaraná, entre muchos otros vegetales, en grandes plantíos que les aseguraban abundancia de alimentos durante todo el año y una gran variedad de materiales para la fabricación de artefactos, condimentos, venenos, pigmentos y estimulantes. De esta manera superaban la penuria alimenticia a que están sujetos los pueblos preagrícolas, a merced siempre de la naturaleza tropical, que si bien los provee abundantemente de frutos, cocos y tubérculos durante una época del año, los condena en la otra a la privación. Permanecían, sin embargo, dependientes de la naturaleza para la obtención de productos de caza y pesca, también sujetos a una estacionalidad marcada por épocas de abundancia y de privación. 4 La tradición cultural impresa en los núcleos neobrasileños fue la tupí-guaraní; éstos, al igual que los grupos Karib, Aruak y otros pocos, poseían una de las tecnologías más avanzadas de adaptación a las condiciones de la selva tropical. Desde un siglo antes del descubrimiento, tribus de esta matriz lingüístico-cultural se habían extendido sobre la costa brasileña, con excepción de pequeñas regiones donde permanecían otros pueblos indígenas. Los mismos tupí-guaraní se encontraban en el alto Paraguay, donde nacería Asunción en las islas del Río de la Plata, donde surgiría el núcleo primitivo de Buenos Aires; y en los afluentes del Amazonas, donde más tarde se instalarían los portugueses. Esta amplia distribución de los pueblos tupí-guaraní, configuró en cierto modo, lo que luego sería Brasil como sociedad nacional, ya que permitió al portugués enfrentarse con una cultura indígena uniforme a lo largo de casi toda la superficie que habría de ocupar. Las protocélulas de la cultura rústica brasileña adquirieron, por esto, un perfil esencialmente tupí. más tarde, los neobrasileños buscarían, preferentemente ya para convivir con ellos o para esclavizarlos, grupos indígenas de la misma matriz. A sus ojos, con estos pueblos podrían entenderse sin grandes dificultades, puesto que todos hablaban variantes de un mismo idioma, cultivaban y consumían los mismos alimentos y tenían un patrimonio común de conocimientos. A fines del primer siglo de colonización, los neobrasileños sólo se habían instalado en las áreas dominadas con anterioridad por los Tupí-Guaraní; en tanto que estas poblaciones eran progresivamente diezmadas por las epidemias o por los rigores de la esclavitud, crecían aquellos sobre sus antiguas aldeas. Con todo, y hasta su extinción final, continuaron contribuyendo como matriz genética y cultural a la formación de la sociedad brasileña que las sucedería en el mismo territorio. Aún hoy, en Brasil, los frentes pioneros que avanzan sobre regiones vírgenes, al enfrentarse con grupos de raíz tupí, reconocen de inmediato la unidad esencial existente entre los modos de adaptación a la naturaleza de estos pueblos y los propios. Por la misma razón, reaccionan ante otros grupos indígenas que consideran extraños y atrasados, porque no cultivan las mismas plantas y porque tienen hábitos alimenticios y costumbres diferentes a las de su propia experiencia. Las fazendas de cultivo de caña y la producción de azúcar que posibilitaron el proyecto de colonización del Brasil, se organizaron al principio sobre la base de estos núcleos y mediante la esclavización del indígena, lo que proporcionó al mameluco una función económica nueva: la aprehensión de indios para venderlos como esclavos a los plantadores. Se rompieron de este modo las relaciones simbióticas con los indios, que han permitido durante las primeras décadas una convivencia pacífica y una cooperación recíproca. La rebeldía del indio contra la esclavitud se fundaba en su propia estructura social igualitaria que, al no diferenciar una capa sumisa ni un estrato superior, volvía imposible su dominación global. A través de la esclavización y de la domesticación jesuítica, sin embargo, una parte de los indígenas fue arrancada de sus tribus y obligada a integrarse, de manera individual, a los nuevos núcleos, sumándose así a los mamelucos y más tarde a los negros. Cobra relevancia el hecho que, en lugar de una maduración de las comunidades tribales hacia la civilización, lograda por medio de un supuesto proceso de aculturación que las haría progresar de la condición tribal a la nacional, de la aldea a la villa, como supusieron tantos historiadores y antropólogos, los grupos indígenas simplemente se extinguieron por la muerte de sus integrantes, a medida que crecieron los núcleos neobrasileños. Donde quiera que tengamos datos precisos, podemos observar que a la coexistencia de aldeas indígenas con nuevos núcleos mestizos se sigue el crecimiento de éstos y la extinción de aquéllas, cuya población va disminuyendo año tras año hasta desaparecer. (Darcy Ribeiro, 1957). El fracaso de la conscripción del brazo indígena en los ingenios azucareros condujo a la esclavización del negro africano, igualmente tribal, pero por regla general más evolucionado cultural y socialmente y por eso mismo mejor condicionado para servir como esclavo. Se suma también el hecho que, viéndose en tierra extraña, después de quebrantada su voluntad por el apresamiento, la travesía y la separación de su comunidad y de los que hablaban su idioma, el negro se sentía menos inclinado a huir. Para el indio se trataba tan sólo de ganar el bosque circundante, tratando de escapar de las tribus hostiles y de buscar aldeas de gente amiga, hasta que pudiese volver a su propia tribu. Las nuevas comunidades constituidas en función de la economía azucarera, fueron capaces de abarcar un número mucho mayor de miembros que las aldeas indígenas y que las protocélulas iniciales, ya que se estructuraban de acuerdo con formas de organización socioeconómica en las que la interdependencia de los individuos había dejado de circunscribirse a los núcleos familiares para extenderse a un conjunto de sectores productivos especializados. Estos sectores, campesinos, artesanos, comerciantes, eran mutuamente dependientes como partes de una sociedad heterogénea. Los modeladores fundamentales de estos núcleos fueron la esclavitud, como forma de conscripción de la mano de obra, y el sistema de fazendas, como estructura en la que resultaron integrados. No obstante su alto grado de autosuficiencia, estos núcleos necesitaban ciertos artículos de importación cuya producción les era imposible, tales como instrumentos de metal, sal, pólvora y algunos otros. La tecnología en que se basaba su acción productiva —en un principio casi exclusivamente indígena en lo referente a la subsistencia— fue siendo enriquecida por contribuciones europeas que le permitieron una superación creciente. Tales fueron el uso de instrumentos de metal (hachas, cuchillos, machetes, hoces, azadas, anzuelos); de las armas de fuego para la guerra; de algunos dispositivos mecánicos, poco difundidos en los primeros siglos, como la prensa que sustituyó al tipití indígena en la preparación de la harina de mandioca; el monjolo, 5 con que se pisaba el maíz; la carreta de bueyes, los trapiches de exprimir caña, la rueda de agua, el telar compuesto, el descorazador de algodón, la rueda de alfarero, y aun los tachos de metal que sustituyeron al torrador de cerámica en la fabricación de harina de mandioca. Representó, también, un papel importante la introducción por el europeo de ganado mayor para consumo de carne, para silla y tracción, de animales de granja que enriquecieron la dieta, y de diversas plantas cultivadas tanto alimenticias como industriales. Las casas mejorarán por la difusión de muros y paredes de taipa 6 o adobe, en el caso de las más humildes; de ladrillos y cal con techo de tejas, tratándose de las más nobles. Se enriquecieron, además, con un mobiliario más eleborado; las hamacas de dormir cedieron el lugar a los catres, las cestas trenzadas fueron sustituidas por canastas de cuero o arcas de madera, a las que se agregarían bancos, armarios y retablos. A todo esto se sumaron aun las técnicas de preparación y uso de herramientas y utensilios de metal, de jabón, de aguardiente, de lámparas de aceite, de los cueros curtidos, de los nuevos medicamentos, de sandalias y sombreros, así como el perfeccionamiento de las técnicas textiles indígenas, que permitieron la fabricación de mejores paños de algodón. El rasgo dominante de los nuevos núcleos lo dio una dirección económica y política externa de alto poder determinante sobre su destino. Este vínculo conduciría más tarde a las comunidades nacientes, a un sistema productivo nuevo de base mercantil, esclavista y montado para producir ganancias, cuya mano de obra sería traída de África. Con el desarrollo económico, estas características llevarían a las comunidades a diferenciarse cada vez más en dos sectores. Uno, el rural, campesino, integrado inicialmente por la gente nacida en la tierra y dedicada a la producción de alimentos y de géneros comerciales, y más tarde por los negros esclavos de las plantaciones orientadas a los cultivos de exportación. Otro, el urbano, compuesto por trabajadores manuales, artesanos y comerciantes, y también por funcionarios, sacerdotes y autoridades, venidos todos del reino, para administrar la empresa colonial y dirigirla técnicamente. Este personal especializado constituirá una clase desligada de las tareas de subsistencia, en la que se destaca un sector letrado que participa de los contenidos eruditos de la cultura europea; ella tendrá a su cargo la dirección civil y militar y la reglamentación de la sociedad especialmente en lo político, empresarial y religioso. Esta posición cultural más alta no representó un ascenso de las sociedades tribales brasileñas a la condición urbana y estratificada, sino una simple proyección sobre los núcleos neobrasileños del progreso alcanzado previamente por las sociedades europeas; éstas impelían a sus descendientes americanos hacia una etapa más elevada de la evolución sociocultural. No se trata por lo tanto de un proceso de aceleración evolutiva, sino de una mera actualización histórica. La protocélula brasileña tenía de indígena como vimos principalmente la forma de adaptación a la naturaleza para la provisión de la subsistencia, y el idioma hablado comúnmente en los dos primeros siglos que era el tupí. De Europa presentaba las líneas ordenadoras de la nueva sociedad, componente colonial del capitalismo mercantil y esclavista y las tecnologías aplicadas a la producción de las mercaderías exportables, la construcción y los medios de transporte. Heredaba de los europeos además el idioma portugués, que con los siglos se iría imponiendo por la necesidad de un sistema común de comunicación entre tanta gente desarraigada de matrices tan diversas. también tenía ese origen la religión católica, impuesta del mismo modo que otros elementos culturales; ésta, no obstante, se impregnaría tanto de creencias indígenas y se mezclaría de tal modo con contenidos religiosos africanos que llegaría a asumir una forma peculiar, más distanciada probablemente de la ortodoxia católica romana que las herejías combatidas con mayor dureza en la Península Ibérica. La cultura así plasmada se expandiría de los núcleos originales a los ingenios azucareros que se multiplican a lo largo de la costa. De allí pasaría a los campos de cría de ganado del interior, y luego conformaría por un lado, la vida social de las minas de oro y diamante y por otro, se internaría en al selva amazónica con los recolectores de caucho. Alcanzaría además en el extremo sur las nuevas zonas pastoriles. En cada una de estas regiones la nueva sociedad creció adquiriendo colores diversos, tanto desde el punto de vista ecológico como económico, que resultaban de las variaciones regionales y de la diversificación de las tareas productivas emprendidas. Por largos períodos la vemos en permanente alteración y enriquecimiento, incorporando por medio del trabajo nuevos espacios físicos y humanizándolos. Pero al mismo tiempo, la vemos transfigurando su propia fisonomía, redefiniendo sus objetivos y sus lealtades. A través de todos estos procesos se plasmaron históricamente diversas formas de ser de los brasileños, que hoy permiten distinguirlos como sertanejos del noroeste, caboclos de la amazonia, criollos del litoral, caipiras de Sao Paulo, Minas o Goiás, gauchos de las campiñas sureñas, gringo-brasileños, etcétera. Todos ellos se distinguen más por lo que tienen de común como brasileños, que por las diferencias eventuales de adaptación regional o funcional, o por los grados de mezcla y aculturación que prestan colorido propio a cada parcela de la población nacional. Estructuradas como un complejo socioeconómico, cada una de estas áreas culturales conoció un período de esplendor mientras se mantuvo la prosperidad de su actividad productiva, posibilitada por su integración en el mercado internacional. Con la decadencia de la producción exportable, cayeron una tras otra en largas épocas de letargo en las que retrocedían a una economía de subsistencia. Vieron entonces deteriorarse sus empresas, ciudades, fazendas, y trasladarse los capitales y parte de la población a otras regiones en las que surgían nuevas actividades. Retrocedían a una condición social y cultural marcada por la miseria, en la que se degradaban los niveles de civilización alcanzados. Como raramente ocurrieron dos ciclos en una misma área, en cada una de ellas después de la decadencia permanecía una población residual cada vez más pobre y carente de una motivación externa, incapaz de reordenar la vida económica y social. Esto ocurrió en la región azucarera después de un siglo y medio de gran prosperidad económica (1530-1650) que le permitió mantener grandes contingentes de negros, mestizos y blancos, y de crear los primeros núcleos urbanos del país. A partir de la segunda mitad del siglo xvii, la economía azucarera entró en decadencia a causa del surgimiento de la producción antillana y de las frecuentes rebeliones de los negros esclavos. Esta decadencia se acentuaría con el surgimiento de las zonas de minas auríferas, hacia donde marchó gran parte de su población. Se inició entonces un nuevo ciclo que duraría casi un siglo (1700-1780) en que se concentrarían enormes contingentes humanos en la región montañosa del Centro y en que gran número de habitantes se dirigiría al extremo oeste. Pero luego también la economía minera decayó por el agotamiento de la producción de oro y diamante y entra en el mismo proceso de regresión a formas económicas de subsistencia y a una cultura de pobreza. Recién medio siglo más tarde surgió en las zonas vecinas un nuevo motor económico con el gran cultivo del café (1840-1930). Una vez más grupos de la población libre y esclava de las antiguas zonas (minera, azucarera y de las regiones pastoriles) fueron reclutados para el nuevo trabajo que crecería intensamente durante casi un siglo para dar lugar, después de 1930, a la economía industrial. además de estos grandes centros dinámicos que dominaron la vida económica nacional por largos períodos, algunos centros menores surgieron y se deshicieron con una rapidez mayor, vivificando en su momento algunas áreas que después también sufrieron retrocesos. Tales fueron las economías del algodón de Maranháo (1770-1820) y del caucho amazónico (1880-1913), que hicieron posible el establecimiento de núcleos civilizadores en zonas marginales, incorporados así a la sociedad nacional. Este desarrollo procesado a través de grandes impulsos seguidos de largos períodos de retracción y letargo, que se sucedían en el tiempo y que ocupaban diferentes zonas del país, posibilitó la ocupación del inmenso territorio brasileño y facilitó la unidad nacional; pero a la vez condenó a la miseria a los vastos conjuntos de población empleados en cada ciclo. Ninguno de ellos pudo fortalecerse por la interacción económica con los otros. Apenas llegaron a complementarse por la transferencia de mano de obra y por la constitución de núcleos auxiliares de economía de subsistencia y de pastoreo, en los campos del centro y del sur del Brasil que sirvieron a las diferentes zonas productivas. Esta expansión pastoril, aunque jamás alcanzó la prosperidad episódica de los grandes ciclos, permitió formar el frente móvil que llevaría a cabo la ocupación de la mayor parte del territorio brasileño, llenando de este modo los vacíos interiores entre las zonas de economías de exportación. sólo la industrialización aun en curso y volcada hacia un mercado interno ya constituido, dio ocasión a que estas diferentes regiones se integraran en un sistema económico único, capaz de cubrir todo el país y de superar al mismo tiempo la condición arcaica de la sociedad brasileña, para imprimirle las características de una nación moderna. En lo que respecta al desarrollo cultural, todas estas formas de producción brasileñas y sus respectivas configuraciones socioculturales, son variantes del sistema tecnológico de baja energía que imperó en todo el mundo antes de la Revolución Industrial. Implicaban estas configuraciones la concreción de las potencialidades adaptativas de una civilización agrario-mercantil fundada en el cultivo, el pastoreo y la explotación de minas con técnicas rudimentarias, que utilizaba la energía muscular, humana y animal, y algunos dispositivos de captación de la fuerza de las corrientes fluviales o del viento, como la rueda de agua y la embarcación a vela. Fue esta tecnología la que permitió llevar adelante el designio comercial del cual resultó la colonización del Brasil, al hacer posible la traslación de grandes conjuntos humanos de Africa para el trabajo en las plantaciones y en las minas, el transporte de las mercaderías, y las comunicaciones de los diversos núcleos litoraleños entre sí y con los mercados europeos. Los complejos socioculturales resultantes reflejaron, en su nivel de desarrollo, esta tecnología civilizadora que propiciaba una mayor expansión donde era más exhaustivamente explotada pero que también establecía los límites alcanzados por la población así como las formas posibles de organización social. Prevalecía un modo de vida fundamentalmente agrario, que ocupaba mediante el sistema de fazendas en las plantaciones comerciales y en los cultivos de subsistencia, casi la totalidad de la población dispersa en un amplio territorio. La red urbana estaba constituida por pequeñas ciudades portuarias, que además de la actividad básica de exportación ejercían funciones administrativas, militares, comerciales y religiosas. Frecuentemente los funcionarios, soldados, comerciantes y sacerdotes eran también hacendados. Aun en el caso que así no fuera, vivían de los excedentes producidos y la razón misma de su existencia consistía en la satisfacción de las necesidades de ordenación, defensa y comercialización de la economía agraria y minera. La vida realmente productiva se centraba en las fazendas y en las minas, organizadas para producir bienes de exportación y que intentaban satisfacer de manera autárquica las necesidades de subsistencia de sus poblaciones. El principal artículo importado era la mano de obra esclava, cuya reproducción en la cuantía necesaria para cubrir la demanda, no se podía lograr en el ámbito interno en virtud de las propias condiciones de vida a que era sometida. además de negros para el trabajo pesado, se importaban algunos instrumentos de metal, sal y artículos de consumo ostentoso para la clase señorial. La comida y las ropas eran producidas en la propia fazenda, excepto la carne, los cueros y los animales de tracción, que se adquirían en las zonas de pastoreo. En los períodos en que el artículo exportable se cotizaba alto resultaba conveniente comprar alimentos, géneros y paños para los esclavos activándose entonces fuera del marco de las fazendas los cultivos complementarios de subsistencia, destinados primordialmente a las ferias urbanas. Jugando con sus cuentas de compras y ventas cada fazendeiro trataba de mantener su capital, ya que sobre él pendía la amenaza de la falencia a causa de las financiaciones usurarias, de la carestía de los artículos importados y del desgaste permanente de sus fuentes humanas y animales de energía. Cuando su consumo suntuario dejaba saldos excedentes, los aplicaba a la expansión de las zonas de cultivo creando nuevas fazendas. El alto índice de natalidad apenas permitía sin embargo un mediocre aumento de la población, debido a las altísimas tasas de mortalidad, tanto infantil como general, que pesaban sobre todos pero especialmente sobre la masa esclava. Esta, utilizada como fuente básica de energía que se gastaba en el servicio, debía ser repuesta por el flujo permanente de la trata. Los núcleos de economía complementaria proveedores de carne y de géneros diversos para el incipiente mercado interno, por carecer de lastre de la compra de mano de obra esclava y por tener un reducido consumo de artículos comerciales, atendían mejor a la propia subsistencia; en consecuencia, veían aumentar constantemente su población. Los primeros negros llegaron a las costas brasileñas al finalizar la primera mitad del siglo xvi. Eran poco numerosos, como lo demuestra el empeño mismo de los historiadores en documentar esos primeros ingresos; luego, con el desarrollo de la economía azucarera, fueron introducidos en grandes grupos. Cada señor de ingenio tenía poder real para importar 120 piezas, pero su derecho de comprar negros traídos a los mercados de esclavos nunca fue limitado. Los concesionarios reales del tráfico negrero durante tres siglos manejaron uno de los negocios más sólidos de la colonia, con el cual trasladaron millones de africanos al Brasil y absorbieron la mayor parte de la inversión de las empresas azucareras, auríferas, de algodón, de tabaco, de cacao, y de café. Obligado a integrarse a la sociedad naciente como su mano de obra fundamental, el negro africano se hizo brasileño asimilándose a la cultura de aquellas protocélulas, a cuyas formas de vida, hábitos y costumbres tuvo que ajustarse. Poco aportó a la cultura de ellas, debido a que se habían constituido con anterioridad a su ingreso; no obstante, como matriz genética dejaría en las mismas marcas profundas, transformándolas de mamelucos en mulatas. Contribuiría, también, a la predominancia del portugués frente al tupí como lengua materna, primero en aquellas regiones en donde la concentración africana fue mayor, para abarcar más tarde todo el país. Al formar el contingente más numeroso de la población agraria y la mayor fuerza europeizadora de las matrices originales, por hallarse sometido a la rigurosa disciplina del trabajo esclavo en las condiciones de aislamiento de las fazendas, el negro resultó más maleable a la deculturación y a la integración en nuevos cuerpos culturales que los mestizos libres provenientes de los núcleos iniciales. Rigurosamente gobernado por voluntades ajenas durante toda su existencia, el negro esclavo se destribalizó rápidamente perdiendo sus características originales, por lo que le fue imposible crear un mundo cultural propio en el cual sus descendientes crecieran dentro de la misma tradición. En estas condiciones de deculturación obligatoria, fue sumergido en una cultura espuria, cuya base la daba la de la protocélula original, a la que se agregaba un remedo de la visión del mundo, creencias y hábitos del grupo señorial, al cual el negro apenas conseguía imprimir algunas originalidades. La contribución del negro en la nueva unidad sociocultural, que podría haber sido mucho mayor fuera de su papel de fuerza de trabajo y matriz racial, se redujo a algunas innovaciones tecnológicas y a ciertas supervivencias de orden religioso, que sólo después de la abolición de la esclavitud alcanzaron una expresión más libre. A partir de la abolición, el grupo negro creció en una proporción mucho menor que los contingentes blancos y pardos y en los últimos años llegó a reducirse. El hecho se explicaba por la propia interrupción de la trata y por el aumento de la inmigración europea. Sin embargo, su proporción excede a estos factores, y debemos atribuir esta drástica reducción del contingente negro en el Brasil principalmente a la precariedad de las condiciones de vida que han debido soportar el ex esclavo y sus descendientes. Influyó también en esa reducción estadística la propia ideología racial que ha llevado al brasileño común a definir como blanco o claro, y cuando mucho como pardo, al negro socialmente exitoso. así, muchos pardos han pasado a integrar el enorme grupo de los blancos-por-definición y muchos negros probablemente el grupo residual de los pardos. El análisis del crecimiento de la población brasileña y de su composición según el color es altamente expresiva de las condiciones de opresión que el blanco impuso a los otros componentes. Calculamos en unos 10 millones el número de negros introducidos al Brasil como esclavos hasta la abolición (1850), en 2 millones el número de indios que la sociedad brasileña enfrentó en sus lindes a lo largo del mismo período, y en 5 millones como máximo el número de europeos venidos al Brasil hasta 1950. Considerada la composición de la población en 1950, 7 puede verificarse que los indios de la vida tribal más o menos autónomos, habían quedado reducidos a cerca de 100 mil (D. Ribeiro, 1957) y que los negros alcanzaban un máximo de 5,6 millones, mientras que los definidos como pardos se estimaban en 13,7 millones y los blancos en 32 millones. A pesar de las deformaciones impuestas por la confusión típicamente brasileña entre la condición social y el color, estos cálculos reflejan una disminución progresiva de la masa negra, tanto en números relativos, pues pasa de la mitad de la población en 1800 a una tercera parte en 1850 y a un décimo en 1950, como en números absolutos, ya que después de experimentar un aumento de 2 millones en 1900, y de llegar a 6,6 millones en 1940, cae a 5,6 millones en 1950, lo que permite suponer que posteriormente se habrá reducido aún más. Entre la progresión del grupo negro y el blanco hay un contraste evidente. Este último salta del 22% en 1800 al 62% en 1950; numéricamente, de 920 mil a 32 millones. A partir de 1800 se acentuó la inmigración europea, pero el alto incremento del contingente blanco no se explica exclusivamente por este hecho. Esta corriente inmigratoria nunca alcanzó una cuantía que le permitiese influir de manera decisiva en la composición de la población original. La explosión demográfica de los blancos brasileños sólo se explica por un crecimiento vegetativo muy intenso en números absolutos, prodigiosamente grande respecto de los otros grupos de la población, propiciado por las mejores condiciones de vida de que disfrutaban en relación a los negros y a los pardos. El inmigrante cumplió un papel destacado en la formación de algunas poblaciones regionales, sobre todo en las áreas sureñas en donde se concentró de preferencia y en donde por eso surgieron paisajes característicamente europeos y poblaciones dominantemente blancas. Su papel, aunque importante en la constitución racial y cultural de estas áreas, no tiene sin embargo gran relevancia explicativa en lo que respecta a las tendencias evolutivas de la población brasileña como un todo. Cuando comenzaron a llegar inmigrantes en mayores grupos, la población nacional ya era numéricamente tan crecida y tan definida desde el punto de vista étnico, que el proceso de su absorción cultural y racial se efectuó sin grandes alteraciones del conjunto. En el Brasil por consiguiente no ocurrió lo que en los países rioplatenses, donde una etnia, original numéricamente débil se vio desbordada por las masas de inmigrantes que pasaron a imprimir una fisonomía nueva, típicamente europea, en la población y la cultura nacional. Lo que distingue a los brasileños de las diferentes áreas son más bien originalidades culturales y no diferencias que pudieran actuar como aglutinadores de subunidades opuestas desde el punto de vista racial, cultural, lingüístico o étnico. El conjunto formado por tantas contribuciones es esencialmente uno en tanto que etnia nacional, y el mismo no deja lugar a dudas a tensiones eventuales organizadas en torno a opuestas unidades regionales, raciales o culturales. Una misma cultura engloba a todos y una vigorosa autodefinición nacional, cada vez más brasileña, anima a todos. Las diferencias profundas que separan y oponen a los brasileños en estratos remarcadamente contrastantes son de naturaleza social. Distinguen a los círculos privilegiados y a las clases acaudaladas que consiguieron en una economía general de miseria alcanzar altos niveles de consumo, de la enorme masa desheredada que vive al margen del proceso productivo y de la vida cultural, social y política de la nación. La reducción de esas diferencias, no obstante, se llevará a cabo únicamente merced a una reordenación de la sociedad nacional que permita la integración de todo el pueblo en un sistema productivo moderno, y por esta vía, en las diversas esferas de la vida social y cultural del país. así es que aquellos brasileños de nítida fisonomía racial negra salidos en tiempos recientes de la esclavitud, aún se concentran en las clases más pobres; empero, no son las diferencias raciales las que mueven su acción social y política, sino la percepción del carácter histórico y social —por tanto incidental y superable—de los factores que los condenaron a ocupar los estratos más pobres de la población. No actúan como negros en el marco social brasileño, sino como integrantes de las clases pobres, cuyas aspiraciones de progreso económico y social no reconocen distingos basados en el color de la piel. La misma naturaleza del preconcepto racial predominante en el Brasil actúa más como fuerza integradora que como mecanismo de segregación. El preconcepto de raza o de origen de tipo anglosajón incide indiscriminadamente sobre cada persona de color, cualesquiera sea la proporción de sangre negra que tenga, conduciendo necesariamente a la segregación y a la violencia. El preconcepto de color de los brasileños (Oracy Nogueira, 1960), por incidir de manera diferenciada de acuerdo con el matiz de la piel, tiende a identificar como blanco al mulato claro y conduce más bien a una expectativa de miscigenación, que implica una actitud discriminatoria sólo en la medida que aspira a que los negros se vuelvan más claros en lugar de aceptarlos como son. Lo que diferencia las condiciones de conjunción interracial en Brasil es el desarrollo de expectativas relativas a las relaciones sexuales interraciales que resultan más un aliciente que una condena. El nacimiento de un hijo mulato, en las condiciones brasileñas no es considerado como una traición a la matriz negra o a la blanca. Esta ideología integracionista alentadora de la mezcla, es probablemente el valor más positivo de la conjunción interracial brasileña. No conducirá por cierto a un blanqueo de todos los negros brasileños, como lo pretenden las aspiraciones populares, pero tiene la virtud de reprimir la segregación sin inhibir la amalgama. Ello ha hecho posible la difusión de una ideología racial que tiende a atribuir las cualidades positivas del brasileño precisamente al mestizaje de los tres troncos elementales. La unidad esencial lingüística y cultural de los brasileños de todas las regiones, se explica principalmente por dos factores. Primero, la precocidad de la constitución de una matriz básica, cuyo vigor y flexibilidad le daría una conformación homogénea a todos los grupos, permitiendo incluso su adaptación a circunstancias locales sin que por ello se alterara su común carácter brasileño. Segundo, por la unidad del proceso civilizatorio que integrando todos aquellos establecimientos aislados en un solo sistema productivo colonial, comandado desde la metrópolis, los haría crecer como un solo cuerpo, que ya prefiguraba lo que habría de ser el Brasil moderno. Sobre la base de aquellas protocélulas, se formó el núcleo inicial de lo que hoy podemos designar como cultura brasileña rústica,8 A lo largo de cuatro siglos, se diversificó en varios complejos socioculturales representados por otras tantas áreas culturales. El área cultural criolla, que se desenvolvió en la faja de tierra massapé 9 del nordeste, teniendo como institución fundamental el ingenio azucarero. El área cultural caipira en la zona de ocupación de los mamelucos paulistas, en donde primero se desarrolló la minería y luego las grandes fazendas de café. El área cultural sertaneja, que se difundió a través de las estancias ganaderas, desde el nordeste árido hasta los “campos cerrados” 10 del centro-oeste. El área cultural cabocla de las poblaciones de la Amazonia, ocupadas en la recolección de especias y principalmente del caucho. El área cultural gaucha-meridional de las campiñas del sur, con sus tres variantes: la del pastoreo (gaucha en sentido estricto), la gringo-caipira de las regiones colonizadas por inmigrantes fundamentalmente alemanes e italianos de los estados sureños, y la de los matutos, descendientes de inmigrantes de las Islas Azores y semejante al área caipira. Cada una de estas áreas de la cultura tradicional brasileña presenta formas urbanas y rústicas, como ajustes a las dos condiciones humanas fundamentales. Constituyen sin embargo unidades orgánicas, ya que los sectores urbano y rural de una misma sociedad resultan recíprocamente dependientes. Ambas tienen un carácter heterogéneo, resultante de su estratificación social. La faz urbana presenta un mayor número de variantes culturales y sociales derivadas de la coexistencia en el mismo espacio físico de una población más densa, más moderna en su modo de vida y diferenciada en clases alta, media y baja. En el ambiente rural, la población se halla aislada por las fazendas y forma pequeños núcleos menos diferenciados, en los que se distingue un pequeño contingente superior constituido por la familia patronal y algunos empleados, opuesto a la masa de dependientes, otrora esclavos, boy sirvientes. En las estructuras tradicionales brasileñas la clase señorial de los fazendeiros, comerciantes establecidos y a veces profesionales liberales, integra la sociedad total como uno de sus elementos constituidos, pero con una participación diferenciada en la vida cultural. Si participan sus miembros por ejemplo de las diversiones populares, lo hacen más como patrones benevolentes y escépticos que como integrantes en comunión funcional con las creencias populares. En verdad, constituyen un círculo cerrado de convivencia que cultiva valores peculiares asimilados en los centros metropolitanos nacionales y extranjeros, donde bien o mal se hacen herederos de la literatura, de la música y de formas eruditas de ilustración, y donde sobre todo se alienan por la adopción de conceptos y prejuicios exógenos sobre su propio pueblo. Coexisten así dos círculos culturales distintos: por un lado el popular, asentado en el saber vulgar de trasmisión oral y en el que se basan todas las actividades productivas, forma un continuum de la ciudad al campo unificado en los mismos valores y tradiciones, en los mismos festejos del calendario religioso y en la convivencia semanal de la feria. Por otro el círculo señorial de cultura erudita, influenciado por concepciones profanas, por nuevos valores políticos y por formas propias de diversión, contrasta con el popular; se le considera “moderno” frente a lo tradicional. En las ciudades, esta modernidad impregna también las poblaciones más pobres, diferenciándolas de las masas rurales por sus actitudes racionalistas, impersonales y menos conservadoras. Estas diferencias en la línea de lo rural y lo urbano, de lo señorial y lo popular no afectan sin embargo el carácter arcaico de toda la cultura tradicional, ni el carácter espurio de la visión del mundo de las clases superiores, dada su calidad de agentes de una dominación externa, ayer colonial, hoy dependiente o neocolonial. El pasaje del patrón tradicional arcaico al patrón moderno se cumple con ritmos diferentes en todas las regiones. Encuentra un obstáculo básico en la oposición de la clase dominante a todo tipo de transformaciones que afecten sus intereses hegemónicos, cuya preservación incluye el atraso como condición necesaria; sus agentes renovadores son los liderazgos políticos de las clases populares urbanas, independientes del orden tradicional y en algunas circunstancias de los empresarios de las ciudades que buscan capitalizar las oportunidades de sacar provecho de la modernización. El pueblo, rural o urbano, sometido a esas fuerzas opuestas es obligado a ubicarse dentro del marco que las mismas imponen. Su actitud fundamental sin embargo es de aceptación de las innovaciones ya que se advierte que los cambios sólo pueden aparejar ganancia. Esta actitud responde a una voluntad de progreso expresada como un deseo de transformación del mundo arcaico, y constituye tal vez la característica más remarcable de los Pueblos Nuevos. Las poblaciones rurales brasileñas marginadas más desde el punto de vista social que cultural en virtud de su desvinculación de cualquiera de sus matrices originales, se hallan en situación de atraso pero no priva en ellas una actitud conservadora. Cada carretera que se abre quebrando el aislamiento de una “isla arcaica”, atrae nuevos contingentes al circuito de comunicación moderna. Dada la homogeneidad cultural de estas islas —resultante de la deculturación de las matrices originales y de su consecuente alistamiento bajo la forma local de la cultura tradicional— cada uno de sus miembros se predispone a aceptar innovaciones. Al no estar atados a un tradicionalismo campesino ni a valores de carácter tribal o folklórico, nada los apega a sus formas miserables de vida. En lugar de hacerse conservadores, como ocurre en las áreas en que la marginalidad es cultural, presentan una actitud abierta y receptiva a la modernización y al progreso. En la familia más humilde del interior, en el punto más apartado, quien llegue encontrará probablemente jóvenes que ansían ser choferes, que sólo desean partir prontos a incorporarse a nuevos modos de vida. Este es resultado fundamental del progreso deculturante de las matrices que formaron el pueblo brasileño. Aunque empobrecido en el plano cultural con relación a sus ancestros indígenas, africanos y europeos, el brasileño del medio rural se volvió más receptivo a las innovaciones del progreso que el campesino tradicionalista, el indio comunitario o el negro tribal. Las formas futuras que deberá asumir la cultura brasileña con el avance de la modernización significarán seguramente un refuerzo de la unidad étnico-nacional, a causa de la mayor homogeneización de las maneras de hacer y de pensar. Pero habrán de sobrellevar por mucho tiempo aún variantes locales probablemente del mismo nivel de las actuales, debido a la acción de los factores especializantes del medio, a las actividades productivas y al hecho que el proceso transformador debe cumplirse sobre contextos culturales ya diferenciados. Tal vez ello haga que subsista el colorido mosaico que hoy enriquece al Brasil con las variaciones de sus usos y costumbres y cuyas diferencias se suman a las del paisaje. 2. EL ORDEN OLIGARQUICO La fazenda constituye la institución modeladora básica de la sociedad brasileña. Alrededor de ella se ha organizado todo el sistema social como un cuerpo de instituciones auxiliares, normas, costumbres y creencias, destinadas a llenar sus condiciones de existencia y persistencia. Incluso la familia, el pueblo y la nación surgieron y se han desarrollado como resultantes de la fazenda y condicionados por ella. Aunque con posterioridad hicieron su aparición otros modelos ordenadores —como los núcleos urbanos fundados en la empresa fabril o de servicios— que le disputaron la antigua zona de poder hegemónico, el núcleo de fuerza determinante del destino de la inmensa mayoría de los brasileños ha sido y es la fazenda. Esto vale no sólo para aquellas dos terceras partes de la población nacional dependientes directamente de esta institución sino también para todos los que aun fuera de la fazenda tienen en ella un condicionante esencial de su existencia. Hasta el reciente establecimiento de la gran industria y el surgimiento de los centros metropolitanos, cada elemento de la vida nacional era reductible al orden fazendeiro y únicamente por él se justificaba su forma y su existencia. Hoy el sistema social es algo más complejo; nuevas fuerzas sociales centradas en las ciudades han hecho valer intereses desligados u opuestos al orden fazendeiro imponiendo límites a su antigua hegemonía. No obstante la fazenda sigue siendo la institución ordenadora fundamental. La expresión más elocuente de su poderío es probablemente su pasmosa longevidad, ya que ha sido capaz de sobrevivir cuatro siglos y persistir aun cuando sea visiblemente obsoleta, apta únicamente para operar como limitador esencial del nivel de vida del pueblo y de la grandeza de la nación. Lo que vuelve inteligible ese poderío es el hecho que el sistema de fazenda al instituirse dio nacimiento a la propia sociedad brasileña. Esta se desarrolló, por eso mismo, como un subproducto de los ingenios de azúcar del nordeste, de los criaderos de ganado del sertao, de las empresas dedicadas a explotaciones forestales y minerales estructuradas sobre las mismas bases, de las plantaciones de café, algodón y cacao. En todos estos casos el prototipo ordenador de los núcleos que se multiplicaron y diversificaron conformando la sociedad brasileña, fue la fazenda. Su fórmula básica —la propiedad de la sesmaría agrícola o pastoril, de la data minera o de la concesión extractivista, combinada con el control de un grupo humano reclutado como fuerza de trabajo— permitía desalojar al antiguo poblador y promover la ocupación de la tierra; mezclar y deculturar las matrices negra, indígena y europea que plasmaron el pueblo brasileño; estructurar familias de acuerdo con tipos correspondiente a las posiciones y los papeles sociales de sus miembros en la economía fazendeira; organizar internamente cada nuevo núcleo, articulándolo dentro de un sistema global vinculado al mercado externo. La fazenda brasileña ha cambiado sensiblemente a través de sus cuatro siglos de historia, adquiriendo características distintas a medida que se adaptaba a nuevos cultivos, que pasaba del régimen esclavista al trabajo libre y que incorporaba las innovaciones tecnológicas resultantes de la Revolución Industrial. Empero, su estructura básica de institución modeladora del sistema social y de la vida de la nación, todavía permanece intocada. 11 Su fórmula básica se cristalizó en el ingenio azucarero que inauguró en el mundo moderno el sistema de plantaciones,12 caracterizado por el régimen esclavista y por la naturaleza comercial de su actividad monoproductiva, así como por el volumen de los capitales que tales empresas absorbieron en relación a las otras explotaciones agrícolas de la época. Se configuró como una comunidad sui generis integrada por un lado por los patrones residenciales y el pequeño número de sus servidores, por otro por la masa esclava. Los primeros vivían en residencias confortables, comían y vestían según los hidalgos usos de su tiempo; los últimos vivían amontonados en rancheríos y eran alimentados y tratados como bestias de carga. Esta institución singular que combinaba objetivos, vínculos y rasgos del capitalismo mercantil —la gran fuerza económica del mundo de entonces— con una tecnología nueva de producción agroindustrial, todo ello sustentado en la esclavitud, volvería viable el proyecto Brasil. La protosociedad brasileña, exponente principal de los Pueblos Nuevos de las Américas, madura como factoría de los plantadores esclavistas. Las sociedades nacionales desarrolladas dentro de estos marcos, en lugar de constituir pueblos que de manera creciente participen de las fuentes de poder y fueran capaces de influir en las decisiones que afectan su destino, generaron apenas poblaciones permanentemente sumidas en la ignorancia y en la miseria, dirigidas por patriciados que adecuaron todas las instituciones sociales a sus designios y disfrazaron su señorío con las más variadas formas, procurando a toda costa mantenerlo. La clase señorial de los fazendeiros, ampliada con los políticos, bachilleres y comerciantes que encontraban sostén en idéntica base física y social —la propiedad latifundista explotada por brazos ajenos— opera de esta forma no como la conductora de una sociedad nacional, sino como un simple patronazgo privado, que ve en sí la expresión misma de la nación y en el pueblo sólo la masa servil indispensable para el funcionamiento del sistema. En estas condiciones no es de extrañar que se haya creado una ideología fazendeira de profunda penetración en todas las capas sociales, que intenta explicar la riqueza de los ricos y la pobreza de los pobres como expresiones naturales y necesarias de méritos intrínsecos, sancionados por un orden sabio y justiciero. Como modelo de organización de vida social, el sistema de fazendas se opone —por su naturaleza de empresa mercantil-capitalista destinada a producir ganancias al sistema tribal, fundado en el usufructo colectivo de la tierra por parte de una comunidad indiferenciada, consagrada a la satisfacción de sus condiciones de supervivencia a través del trabajo cooperativo de todos sus miembros; al sistema feudal, basado en la sujeción servil del campesino a un señorío territorial hereditario, pero en lo esencial estructurado para la provisión de la propia subsistencia; y también al sistema capitalista de granjas y estanzuelas (sitios) asentado en la propiedad de la gleba por un grupo familiar que la explota colectivamente y que tiene como objetivo principal la subsistencia de la familia y su progreso. Lo que contrapone los cuatro sistemas es por lo tanto la forma de apropiación de la tierra y la diversidad de objetivos fundamentales de la explotación agrícola: el lucro patronal en el caso de la fazenda; la supervivencia y la reproducción de las formas de vida de una comunidad humana en todos los otros casos. Los requisitos previos fundamentales para el establecimiento de la fazenda son, pues, la posesión de la tierra y el dominio de una fuerza de trabajo. Lo primero es obtenido por concesión gubernamental, herencia o compra. Lo segundo, por el control de la mano de obra de la zona o el traslado a la misma mediante formas de reclutamiento más o menos coercitivas. El hecho de que esa conscripción de la mano de obra presentara modalidades diversas, dio lugar a la identificación de contenidos feudales que han parecido a muchos estudiosos el elemento distintivo del sistema de fazendas. 13 Efectivamente, diversas formas arcaicas de coerción cuyas características recuerdan la servidumbre feudal, fueron y aún son utilizadas en el enganche de los trabajadores a las fazendas. Sin embargo, el hecho de que las formas de reclutamiento asumieran modalidades que van desde la esclavitud al trabajo asalariado, indica claramente que sólo constituían recursos circunstanciales del sistema capitalista de fazenda, que ha sido capaz de operar con unos y otros y que ha trascendido a todos en su carácter de modelo de organización nuevo, capitalista y mercantil. La esencia del sistema no se encuentra pues en el carácter esclavista, semifeudal o feudal de las relaciones de trabajo, sino en la organización empresarial que integra la mano de obra en una unidad operativa destinada a la producción para el gran mercado, bajo una dirección patronal que tiene por fin la ganancia. Estas cualidades hacen de él un modo de producción capitalista-mercantil dentro de una formación colonial-esclavista. El símil más próximo al sistema de fazendas que se instauró en Brasil y en otros países americanos, no se encuentra en los tres modelos citados sino en las grandes plantaciones griegas y romanas del norte de Africa, estructuradas para producir, por medio del trabajo esclavo, géneros para un mercado mundial en formación. Con el desarrollo del capitalismo mercantil asentado en un mercado internacional más amplio y en una tecnología más evolucionada, el modelo grecorromano fue retomado en su facción mercantil y esclavista para constituir nuevos “proletariados externos” mucho más pujantes y a distancias también mucho mayores. Esto se dio simultáneamente con la ampliación de las manufacturas y cultivos comerciales instalados en la Europa postfeudal, como procedimientos básicos de restauración de la economía mercantil. El Brasil, surgiendo dentro de ese desarrollo histórico, al pasar a la etapa del capitalismo industrial como economía neocolonial, no retrocedió hacia un orden feudal, por el contrario se orientó a la acentuación de los atributos capitalistas del sistema. Al superarse en Brasil el esclavismo, la característica más obsoleta del sistema de fazendas, el nuevo trabajador liberto no cayó en la condición de siervo de una gleba feudal, porque ésta simplemente no existía. La situación es por lo tanto completamente distinta a la experimentada por las antiguas estructuras productivas, sumergidas en el feudalismo por la ruptura del sistema mercantil que las dinamizaba. El negro liberto se vio compelido en las fazendas a la condición de aparcero (colonus), pretendiente de la tierra que labraba al igual que el siervo europeo durante las fases de restablecimiento de la economía mercantil, en las que se produjeron insurrecciones campesinas cuyo móvil era elevarse a la condición de granjero o de asalariado reivindicante de una paga mayor y mejores condiciones de trabajo. La línea de evolución brasileña es por lo tanto muy diferente, ya que parte de una formación híbrida fundada en el sistema de fazendas que combinaba el capitalismo más desarrollado de entonces con la forma más arcaica de obtención de las mano de obra: la esclavitud. Y sobre todo, porque jamás rompió sus ligaduras de “proletariado externo” con el mercado mundial a cuyo servicio permanecerá vinculado. El dilema histórico que la Revolución Industrial planteó al Brasil fue el de capacitarse para dominar las nuevas formas de energía y la tecnología mecánica que aquélla suponía, a fin de escapar a la expoliación de que era víctima en el sistema anterior de intercambio y que tendería en adelante a acentuarse. Este debió haber sido el proyecto nacional brasileño a partir de mediados del siglo pasado, tal como lo fue el norteamericano, si el Brasil hubiese constituido entonces una sociedad en la que predominara un contingente de población libre e independiente, al modo de los granjeros norteamericanos. Pero no era una nación sino una factoría y los intereses de la clase dominante la querían así, latifundista y oligárquica. Por esta razón el acceso del campesino a la posesión de la tierra, que habría echado las bases de la sociedad nacional, jamás se concretó, y tanto la Independencia como la República no fueron otra cosa que disfraces de un sistema oligárquico que era y quería continuar siendo el “proletariado externo” de mercados extranjeros. Otros cuatro corolarios derivan de la naturaleza comercial de la empresa fazendeira. En primer lugar el monopolio de la tierra en manos de una minoría, que obligó a la masa de la población a ponerse a su servicio en calidad de mano de obra esclava o asalariada, como único e indispensable medio de proveer la propia subsistencia. Segundo, la tendencia a la especialización en una única actividad a fin de alcanzar el máximo de rendimiento económico, lo que condujo al monocultivo. Tercero, la propensión a la acumulación de bienes, tierras y personas dependientes en manos de la clase propietaria —única que disponía de recursos monetarios generados por la apropiación sistemática de todos los excedentes de la economía— lo que impidió el nacimiento de una clase media rural que posibilitara la ampliación del mercado interno. En cuarto lugar, la fazenda obligó al fraccionamiento de la población rural en millares de micronúcleos sociales aislados que no llegaron a constituir verdaderas comunidades humanas, ya que apenas eran refugios de humildísimos dependientes del arbitrio patronal. Internado en esos corrales donde no puede recibir visitas y de los cuales sólo puede salir para caer en otros dentro de una nación totalmente repartida en fazendas, el campesino brasileño apenas alcanzó las condiciones mínimas de interacción social, de convivencia y de información necesaria al desarrollo de una personalidad libre, capaz de opciones y consciente de sus derechos. Es antes un paria que un ciudadano, no tanto por su analfabetismo como por su estrecha dependencia de la voluntad señorial. La coerción de la fazenda se ejerce no sólo dentro de sus lindes, sino también fuera de ellos sobre las villas y ciudades vecinas, trascendiendo sobre la nación entera. Dondequiera que la sociedad se asiente sobre el sistema de fazendas, encuentra en esta institución la gran potencia dominadora a cuyos designios e intereses se ajustan las leyes y se acomodan las autoridades, imprimiendo sobre todo y sobre todos su sello de fuerza rectora de la vida social. Como su producción se destina a mercados lejanos, pudo relacionarse directamente con los centros mayoristas nacionales, pasando por encima de las villas y ciudades vecinas. Como la fazenda no contribuye ni a vitalizar el comercio ni a engrosar los recursos fiscales de éstas (puesto que los fazendeiros sistemáticamente han logrado eximirse de impuestos locales), se ven inhibidas en su crecimiento. En estas condiciones, apenas llegan a ser pobres lugares de paso, justificados por una estación de ferrocarril, o por un puerto, activos nada más que en los períodos de movimiento de las zafras. Es por eso que en las áreas en que predominan las fazendas, las ciudades retroceden y se debilitan, al tiempo que surgen ciudades nuevas cada vez mayores, en las zonas donde la tierra se fracciona y donde la economía gira en torno de las granjas y estanzuelas. El Brasil, al ser el resultado de una colonización regulada por el sistema de fazendas, ha recibido sus marcas distintivas. De esta manera, cada persona que ejerce un fragmento de poder, congruentemente con el sistema, lo hace en el papel de agente de su consolidación, contribuyendo a perpetuarlo. Del mismo modo, cada persona que se rebela contra el orden fazendeiro, ya sea el campesino que invade tierras ajenas, el intelectual que estudia problemas sociales o el político que lucha por la reforma agraria, se transforma en un subversivo y atrae sobre sí todo el peso de la maquinaria oficial de represión. El orden fazendeiro y el orden vigente constituyen un mismo orden nacional destinado a preservar el sistema a cualquier costo. La clase dominante se siente tan integrada al sistema que hasta pretende ser considerada generosa, altruista y civilizadora; se enorgullece de dar a sus dependientes un tratamiento matizado de autoridad y protección, de haber dignificado las relaciones de trabajo con los servidores que le manifiestan más elocuentemente su fidelidad mediante el paternalismo y el compadrazgo, e incluso de ejercer con exceso los superiores deberes de la caridad cristiana. Para los que soportan el peso del sistema por constituir su fuerza de trabajo, la visión que de él tienen es diferente. En algún tiempo remoto (y aún hoy en algunas comunidades apartadas), el orden fazendeiro fue considerado por los que a él se hallaban subordinados en su desconocimiento de otros sistemas como un orden natural y sagrado, que representaba al gravamen de una condena divina. En tales condiciones de ignorancia era posible infundir expectativas congruentes de respeto recíproco entre las posiciones opuestas y mantener a cada uno en su papel. Las relaciones sociales podían incluso teñirse de cierta cordialidad bajo el peso de la opresión. Un señor y sus peones podían configurar una constelación plausible: él colocado en el centro, como objeto de reverente respeto y de las esperanzas de todos los demás en la periferia, como miembros adicionales destinados al cumplimiento de todos sus designios. Aquellos que no conseguían adoptar estas actitudes, pronto sufrían desajustes, por lo que salían a deambular de fazenda en fazenda o se dirigían a las ciudades, cuando no caían en la anomia o en el bandolerismo. La mayor parte de las veces, el contexto sociocultural presentó la suficiente homogeneidad como para inducir a la mayoría a la acomodación; escapaban a ella solamente aquellas personalidades vigorosas que por su propia rebeldía eran finalmente excluidas de las fazendas. De este modo, ya en las relaciones de trabajo de la fazenda, se echaban las bases del orden imperante en la sociedad entera. Los fazendeiros de cada región vinculados por la vecindad y por el parentesco formaban un grupo dominante sólidamente hermanado, en cuyo poderío manifiesto en bienes y en subordinados, se apoyaban los poderes públicos para el mantenimiento del orden, y entre cuyos familiares se reclutaban los nuevos cuadros de la jefatura política. La fazenda era, pues, la célula elemental del sistema nacional, tanto desde el punto de vista económico y social, como político y militar. La sociedad resultante de este ordenamiento exhibe distorsiones insalvables; entre otras, su incapacidad para asegurar un patrón de vida aun modestamente satisfactorio para la mayoría de la población nacional; la falta de viabilidad del modo de vida democrático instituido bajo su dominio; la imposibilidad de alcanzar un nivel razonable de tecnificación en las actividades productivas y de promover la acumulación de capitales. Todo esto la caracteriza como orden oligárquico mantenido artificiosamente mediante la opresión de las capas mayoritarias de la población a las que condena el atraso y la pobreza. Puede así comprenderse la coherencia reaccionaria de la política brasileña de la Colonia, el Imperio y la República, como una imposición necesaria de este ordenamiento intrínsecamente antipopular y antidemocrático, asentado en el monopolio de la tierra y de la mano de obra en manos de una minoría. Toda la historia brasileña estuvo condicionada por este instituto nacido del trasplante de la sesmaría portuguesa a los espacios de la colonia americana en donde adquirió tonalidades especiales. Varió de formas como era inevitable en un lapso de cuatro siglos, pero en lo fundamental mantuvo su identidad. El régimen de sesmarias, en el que estas extensiones eran concedidas por gracia de la Corona o en su nombre por los agentes del poder real, prevaleció hasta la Independencia. Se dictó entonces una legislación más liberal para reglamentar el acceso a la tierra que dio lugar al régimen de posesiones; éste se mantuvo por 30 años y aseguró la propiedad de la tierra a quien la ocupase e hiciese producir, simplificando la legalización de la posesión siempre que fuera, continuada, pública y pacífica (Cirne de Lima, 1935). Esta orientación liberal coincide con un período de decadencia agrícola que resulta explicativo de la misma: hacía mucho que el azúcar brasileño había sido desplazado de los mercados internacionales por la producción antillana; por otra parte, también las minas de oro se habían agotado. La población de los antiguos núcleos productivos retrocedía a una economía de subsistencia; los dueños de las minas se dispersaban con sus esclavos y los ingenuos se cerraban sobre sí mismos para producir todo lo que consumían a fin de reducir los gastos. La población libre y pobre pasó a ocupar entonces las tierras vacías existentes entre las sesmarías o situadas más allá de ellas, estructurándose como sociedades caipiras. Muchos ricos marcharon también con sus esclavos y su ganado a establecer grandes fazendas autárquicas, verdaderas islas en el desierto ya desploblado de indios. El valor venal de la tierra bajó a niveles irrisorios y toda la riqueza pasó a medirse por la posesión de esclavos y rebaños. En consecuencia, el pueblo libre y pobre pudo entonces comer mejor e incluso aspirar a alcanzar una condición de independencia y dignidad. Comenzó a surgir entonces un nuevo producto-rey; el café, tan exigente de tierras y de fuerza de trabajo como el antiguo ingenio azucarero. La demanda de tierras no tuvo por objeto sólo su aprovechamiento sino que se procuró monopolizarlas a fin de obligar de esta manera a la mano de obra disponible a trabajar en el cafetal. Llegó a su fin en consecuencia el régimen de posesión dando lugar a la Ley de Tierras 14 de 1850, reforzada y ratificada desde entonces por una copiosísima legislación, que establecía la compra como única forma de acceso a la tierra, creaba un sistema notarial de registro que haría casi impracticable a un labrador poder legalizar su posesión, y estipulaba como valor de venta de las tierras fiscales niveles de precio mucho más altos que los corrientes para tierras ya apropiadas. Se instituyeron así como principios ordenadores fundamentales de la sociedad brasileña: el otorgamiento de tierras en extensiones inconmensurables no a quienes las labraban, sino a los paniaguados de aquellos que controlaban las fuentes del poder político; la garantía de la legitimidad y de la intangibilidad de los títulos de propiedad, dada por el aparato judicial y policial de represión; el derecho de mantener la tierra improductiva, ya que el instituto de la propiedad le aseguraba esa facultad al dueño; y el control de la fuerza de trabajo, obligada a alistarse en el sistema como único modo de sobrevivir. La República ratificaría toda esta legislación restrictiva en una forma aún más astuta. Primero, transfiriendo a las autoridades estatales —mucho más sumisas al poderío de los latifundistas— el dominio de las tierras fiscales. Segundo, creando formas de demarcación y de registro notarial de las propiedades que volvían imposible la legitimación de su posesión al pequeño labrador. Tercero, promulgando un Código Civil que cargaba sobre las espaldas de la masa rural todo el peso de la “libre contratación” en nombre de las relaciones “igualitarias” con los propietarios. En la textura histórica brasileña, estos derechos configuran la urdimbre sobre la cual se habrán de trenzar las líneas de la trama representadas por las relaciones de trabajo, ya fuera entre amos y esclavos o entre patrones y dependientes; siempre serían entre señores y subalternos. Sobre el denso tejido resultante del entrecruzamiento de estas dos líneas de fuerza —la propiedad monopolista de la tierra y el régimen de trabajo— se bordaron las diferencias históricas y regionales como meros agregados que en nada alteraron la verdadera estructura de las relaciones humanas en una sociedad constituida para servir a una capa patronal numéricamente muy reducida y todopoderosa. sólo en nuestros días se vio realmente amenazado el orden fazendeiro, y no por haberse vuelto socialmente intolerable, sino por la aparición de fuerzas sociales y políticas de base metropolitana que comenzaron a actuar como un nuevo motor de reordenamiento de la sociedad. Se difundió en las masas rurales una imagen cada vez más realista de las relaciones de subordinación entre amos y servidores que, habiendo quebrado el antiguo “orden moral” existente en las ciudades, libera las conciencias permitiéndoles comprender el sistema en términos objetivos y condenar su injusticia ya no considerada insuperable. La sociedad en conjunto percibe lo dañoso del orden fazendeiro; ve en él un obstáculo sustancial para el progreso, la democracia y la riqueza. La alianza de las fuerzas políticas de base urbana con las masas campesinas creó por primera vez en la historia brasileña las condiciones requeridas para la lucha por la democratización de la propiedad de la tierra. A través de esta alianza se inicia, después de la Segunda Guerra Mundial, el movimiento por una reforma agraria capaz de abrir a la sociedad brasileña perspectivas reales de integración en la civilización industrial y de asegurar a la mayoría de sus miembros las condiciones mínimas requeridas para el ejercicio de la ciudadanía, para la elevación de su nivel de vida, de educación, de salud, de vivienda, y para la asunción de su dignidad humana. 3. LA APROPIACION LATIFUNDISTA Uno de los rasgos distintivos de la estructura agraria brasileña es la pequeña proporción, en el conjunto del país, de la extensión dedicada a la agricultura y al pastoreo. Del total de 8,51 millones de kilómetros cuadrados, apenas 2,65 millones, o sea 3,1% del total, se halla cubierto por propiedades rurales de todo tipo. Todo el espacio restante, fuera de las pequeñas porciones destinadas a zonas urbanas y caminos está constituido por tierras fiscales aún no alcanzadas por la sociedad nacional en su esfuerzo secular por abrir y utilizar su territorio. Si bien es cierto que una parte de estas extensiones fiscales está compuesta por tierras no aptas para la explotación económica con las técnicas vigentes, es cierto también que la mayor parte de ellas es perfectamente utilizable; lo impide simplemente el hecho de no haber sido aún ocupadas. La primera observación que resalta de estos datos es el viejo argumento simplista de que no se puede hablar de reforma agraria como una cuestión crucial y menos aún de monopolio de la tierra en un país que cuenta con tierras vacías de tal amplitud. En verdad esos espacios sobrantes representan lo mismo que los de Africa o los de la Luna para la población rural brasileña que vive a cientos de kilómetros del límite de estas regiones inexplotadas, hacia las cuales no puede trasladarse y donde nadie conseguiría sobrevivir salvo como ermitaño en el desierto. Agréguese a esto la circunstancia de que tales desiertos no son propiamente tierra de nadie. Su dominio fue constitucionalmente transferido a los estados de la Unión desde 1891, y éstos jamás las hicieron accesibles a la población rural. Los nuevos frentes a través de los cuales la sociedad brasileña se expande sobre estas áreas vacías como una ola de millones de trabajadores no lo forman familias de hombres libres en busca de un trozo de tierra propia, como los pioneros que siglo atrás ocuparon el oeste norteamericano. Están compuesto por braceros contratados para servir a patrones que previamente han tomado posesión de aquellas tierras a través del sistema notarial de los Estados. En las dos últimas décadas estas fronteras móviles de pioneros nativos avanzaron principalmente en el Estado de Maranhao, sobre la selva amazónica, sobre los bosques del valle del Paraná, sobre las áreas de “campos cerrados” y “selvas de galería” de los Estados de Goiás y Mato Grosso y sobre las florestas del valle del Río Doce en los Estados de Minas Gerais y Espíritu Santo. Componían un contingente humano de más de 2 millones de trabajadores y sus familias, cuyo aumento se puede estimar por el crecimiento de la población activa rural de estas áreas entre 1950 y 1960, que pasó de 300 a 500 mil trabajadores en Goiás, de 400 mil a un millón en Maranhao, y de 500 mil a un millón 300 mil en el Estado de Paraná. En casi todos los casos esta masa de labradores avanzaba sobre tierras que ya tenían dueño, debido a que la propiedad legal se anticipa decenas de años a la ocupación efectiva, y a que los terrenos objeto de este tipo de apropiación se extienden cientos de kilómetros más allá de las áreas pobladas. Solamente en ciertas extensiones del Estado de Paraná la iniciativa de una compañía inglesa cuyo negocio era la colonización de tierras obtenidas del Estado —imitada después por empresas brasileñas— permitió la formación de islas de pequeñas propiedades. Pero la masa rural jamás pudo adquirir siquiera tierras de este tipo, ya que eran escasas y caras y las compañías exigían entregas iniciales prohibitivas para la mayor parte de los trabajadores agrícolas. Los únicos esfuerzos gubernamentales hechos con el propósito de dar tierras en forma de pequeñas propiedades de explotación granjera, fueron los programas de colonización con inmigrantes europeos. Esto venía a confirmar el principio que negaba la tierra a la masa rural nativa para someterla así a la explotación oligárquica, ya que la reglamentación oficial de los programas de colonización prohibía la incorporación de brasileños a los núcleos creados o la limitaba al 10% como máximo. De este modo surgieron colonias de inmigrantes en la región sur (Paraná, Santa Catalina y Río Grande do Sul), en Espíritu Santo, en Minas Gerais, y en el Estado de Río de Janeiro; islas de pequeñas granjas que inaugurarían en tierras brasileñas un nuevo modelo de vida rural, susceptible de garantizar mejores condiciones de vida a las poblaciones que de él participaban. No obstante, tuvieron poca expansión y crecieron solamente donde el esfuerzo persistente de empresas privadas de colonización logró vencer las barreras gubernamentales así como la oposición de todo el sistema agrario a la creación de esos nuevos núcleos, que impedían llevar a los inmigrantes a sus fazendas. Las tentativas oficiales de colonización granjera con nacionales fueron tan pocas, tan pobres y llevadas con tan mala voluntad que no merecen siquiera una referencia. Una demostración concluyente de la capacidad de imposición del orden oligárquico sobre los campesinos ansiosos de tierras, la da el hecho de que, donde un litigio suspende por cierto tiempo la concesión legal de tierras por parte de la autoridad competente, la zona se ve invadida de inmediato por la masa rural que intenta implantar allí un reducto de pequeñas propiedades. así ocurrió en la región en litigio entre los Estados de Paraná y Santa Catalina, en la primera década del presente siglo, que resultó envuelta en una insurrección popular contenida por el ejército después de matar a millares de campesinos. Una invasión abrupta del mismo tipo, que en pocos años transformó una región desértica en un enjambre humano, tuvo lugar en la zona en litigio entre los Estados de Minas Gerais y Espíritu Santo. Lo mismo sucedió en la zona del antiguo territorio de Ponta Pora, al sur de Mato Grosso, que pese a su escasa duración, obligó a suspender la escrituración de las propiedades, lo que aparejó el surgimiento de una nueva zona de invasiones de tierras. De esta manera, el proyecto de colonización de la región de Dourados que habría tenido el destino mediocre de los demás si hubiera estado sometido a una dirección burocrática como los otros, permitió instituir una isla de progreso en el mar del latifundio matogrosense. La construcción en los últimos años de grandes carreteras que atraviesan millares de kilómetros de regiones deshabitadas, como la carretera Belen-Brasilia y Brasilia-Acre, dio oportunidad a la expansión de las masas campesinas por nuevas regiones. No obstante, también allí fue constreñida por los mismos mecanismos oligárquicos, consistentes en la atribución previa o sucesiva de esos territorios de latifundios colosales a la vieja clase propietaria. Cada grupo de campesinos que se lanzó a aquellas soledades con la esperanza de levantar allí su casa definitiva en una tierra propia fue echado u obligado a engancharse como aparcero o asalariado en la explotación de los nuevos latifundios. En la faja de tierras objeto de apropiación, se registraban según el Censo Agrícola de 1960, 3.350.000 propiedades agrícolas o ganaderas, donde vivía casi la totalidad de los 38 millones de la población rural brasileña. Si midiéramos la densidad de la población brasileña por la ocupación de esta faja, la veríamos elevarse de los 8,3 habitantes por kilómetro cuadrado nominales a 27,6. Es dentro de estas tierras que se sitúa el sistema agrario brasileño o lo que es lo mismo, el país real. Veamos ahora cómo se distribuyen las propiedades agrícolas dentro de este sistema. Para esto se impone como criterio básico de clasificación el del tamaño de la propiedad, tanto por su objetividad como porque puede ser combinado con otros criterios en la definición de grupos significativos. 15 Partamos de una clasificación tripartita en propiedades menores (menos de 100 hectáreas), medianas y grandes (100 a 1.000 hectáreas) y latifundios (más de 1.000 hectáreas). En el grupo de las propiedades menores debe destacarse un contingente de empresas minúsculas, visiblemente incapaces de rendir económicamente, constituido por los establecimientos de menos de 10 hectáreas. Son los minifundios resultantes en general del fraccionamiento de las propiedades mayores. Casi la mitad de las 710 mil propiedades de esta categoría existentes en 1950 no eran objeto de explotación, o en caso de serlo, rendían una producción bajísima dentro del nivel tecnológico vigente en el país. Las restantes debían ser explotadas al máximo a fin de soportar una población desproporcionada del área, y a pesar de ello, en la mayoría de los casos apenas proveían la subsistencia de la familia poseedora. Las propiedades de 10 a 100 hectáreas deben ser desdobladas en otros dos grupos: uno formado por las granjas de 10 a 50 hectáreas (que significa el 36,5% de los establecimientos, el 10,8 del área total y el 32,3% del área cultivada del país de acuerdo con el censo de 1960), caracterizado por la intensidad de sus actividades productivas, de carácter principalmente familiar; y otro constituido por los sitios (estanzuelas) de 50 a 100 hectáreas, caracterizado por ocupar un contingente considerable de trabajadores extraños al grupo familiar. Dentro del sistema agrario nacional, los minifundios v las iranias (menos de 505 hectáreas) ejercen dos funciones capitales: son los centros productores de la población que luego se dirigirá hacia las áreas nuevas sobre las cuales crece el latifundio y hacia las ciudades; y componen el núcleo de cultivos temporarios (43% del total) que provee al mercado interno de productos alimenticios y de explotación lechera (contienen el 30% del rebaño del país) y de una multiplicidad de artículos de producción granjera, como ser cerdos, gallinas y huevos, hortalizas, frutas y flores. Las condiciones de vida de la población allí concentrada, a pesar de ser deficientes son sustancialmente mejores que las de los contingentes sometidos al fazendeiro o al latifundista en calidad de aparceros o asalariados (Clovis Caldeira, 1955 y 1956; Manuel Diegues Jr., 1959). Su prerrogativa más preciosa y codiciada es la de dirigir su propia vida, tanto en lo que respecta al trabajo como al ocio, lo que los inviste de una dignidad humana drásticamente anulada cuando ingresan en el mundo del latifundio. Su problema fundamental es el de detener el avance y, de ser posible, romper las barreras de la fazenda y del latifundio que cercan las islas de pequeñas propiedades tratando de absorberlas. Los sitios (50 a 100 has) constituyen una categoría nítidamente intermediaria entre las granjas y las fazendas, con características comunes a ambas. Según el Censo Agrícola de 1960, los sitios sumaban cerca de 273 mil, correspondiente al 8,1% del número de establecimientos y al 6,6% del área nacional objeto de apropiación. Sus campos de labranza, no obstante, correspondían al 12,4% del área cultivada del país. La rentabilidad mucho menor de los sitios con relación a las granjas, se explica probablemente porque una gran cantidad de ellos se encuentran en manos de propietarios urbanos cuyos objetivos son puramente ostentosos. El conjunto de las granjas y sitios (10 a 100 has) engloba en 1960, el 44,6% de los establecimientos agrícolas del país, pero cubría sólo el 17,9% del área en manos de propietarios; no obstante, comprendía el 44,7% del área cultivada y absorbía la mitad de la población activa del campo. Este grupo de propiedades utilizaba en labrantíos el 28,3% de su área total, proporción que se eleva al 30,5% en las granjas y cae al 17,3% en los sitios, pero que apenas alcanza al 8,4% en las fazendas y al 2,3% en los latifundios. La categoría de propiedades de 100 a 1.000 hectáreas a las que designamos fazendas, cubría en 1960 el 9,5% de los establecimientos rurales y comportaba el 32,5% del área total poseída, correspondiéndole el 32,5% del área cultivada. En 1950 las fazendas contribuyeron con 23 mil de las 31 mil toneladas de cosecha en plantaciones cuya superficie excedía las 50 hectáreas, y con el 44,6% del ganado bovino nacional. Esta categoría intermediaria entre las pequeñas propiedades y los latifundios representa, como puede verse, el núcleo más pujante de la economía agraria nacional, ocupando casi la mitad de los asalariados y de los aparceros agrícolas. Un análisis más detallado de las fazendas exige también su desdoblamiento en dos subgrupos: la fazenda típica, de 100 a 500 hectáreas, y la gran fazenda, de 500 a 1.000 hectáreas. Difieren esencialmente por la productividad, tanto agrícola como ganadera, que decrece sensiblemente de la menor a la mayor. Los datos económicos disponibles indican que los dos tipos de fazenda se diferencian también en lo relativo al grado de capitalización y de tecnificación de las actividades productivas. En la fazenda típica, que representa el 11,2% del total de establecimientos y el 25,3% del área cultivada del país, alcanzan una concentración mucho mayor las plantaciones de más de 50 hectáreas de superficie de cosecha, y contienen también el mayor número de tractores. Es en este subgrupo, por lo tanto, que encontramos la plantación brasileña característica, como empresa que moviliza voluminosos recursos financieros y recluta considerables cantidades de mano de obra rural, tanto aparceros como asalariados. La gran fazenda se aproxima más que la jazenda típica al latifundio por su bajo grado de productividad. Incluye sin embargo un número considerable de unidades altamente explotadas, tanto en agricultura como en ganadería, lo que no impide que pueda ser confundida con el latifundio. Esto no significa que la jazenda típica represente un conglomerado uniforme que encarne en el mundo agrario brasileño lo moderno frente a lo arcaico. En los sitios, al igual que en las fazendas típicas y en las grandes fazendas se encuentran unidades empresariales modernas explotadas por medio de grandes inversiones de capital, junto a modelos arcaicos de orientación tradicionalista en los que predomina la aparcería sobre el trabajo asalariado, el trabajo manual sobre el mecánico, las técnicas antiguas sobre las modernas. El número de fazendas típicas explotadas con criterios modernos es, sin embargo, suficientemente alto respecto a los otros grupos como para afirmar que en esta categoría la extensión de la propiedad incentiva más el uso de recursos modernos, inaccesibles a las menores y dispensables a las mayores, que aun manteniendo su economía basada en explotaciones de tipo extensivo resultan igualmente lucrativas para sus propietarios. El tercer grupo, compuesto por los establecimientos de más de 1.000 hectáreas de superficie, excesivamente grandes para una explotación intensiva, configura el mundo del latifundio brasileño. En 1960 representaba únicamente un 0,9% del número total de establecimientos, pero absorbía el 47,3% de las tierras poseídas del país y cultivaba solamente el 2,3% de las mismas, contribuyendo sus cultivos apenas con un 11,5% al total de las plantaciones del país y ocupando el 7% de la mano de obra activa del campo. Ni siquiera en el pastoreo, que constituye su actividad preferida, llega el latifundio a destacarse ya que reteniendo en aquel año el 60% de las pasturas, criaba el 35,6% del ganado. Estas proporciones ponen de manifiesto que aun si los latifundios fueran explotados con la escasa intensidad propia de las fazendas duplicarían la superficie de cultivo agrícola del país, y que si impusieran a sus actividades ganaderas un rendimiento equivalente —que por supuesto es bastante bajo comparado con el de otros países—, también duplicarían el número de cabezas de ganado. Estos índices muestran claramente que el latifundio retiene las tierras no con el fin de explotarlas sino simplemente de monopolizarlas. Llevados por la preocupación obsesiva de no deshacerse de sus tierras y por el contrario, de extenderlas cada vez más, los latifundistas invierten preferentemente sus ganancias en la compra de nuevas tierras al par que regulan su actividad empresarial en forma parasitaria, ya que permiten a los aparceros trabajar algunas porciones de sus campos a cambio de la mitad o de una tercera parte de lo que cosechan, o bien las arriendan para que otros realicen explotaciones agrícolas o ganaderas. En la región triguera y arrocera de Río Grande do Sul, de Minas Gerais y de Goiás, en la de cultivo de algodón y del maní en Sao Paulo, este tipo de parasitismo alcanza un nivel de institucionalización tal que los verdaderos agricultores modernos, dueños de maquinarias agrícola y responsables por los amplios cultivos de esos productos, no son los propietarios rurales sino los arrendatarios urbanos de tierras que los latifundistas poseen, pero no son capaces de utilizar. Por esto la estructura agraria brasileña ha sido definida como un sistema de grandes propiedades territoriales y de pequeñas explotaciones agrícolas (Jacques Lambert, 1959; T. Lynn Smith, 1946); la idea se apoya en la comparación de las superficies de cultivo de Brasil con las de otros países. Los 29 millones de hectáreas cultivadas en el Brasil en 1960 en relación a una población de 70 millones, contrapuestos a los 40,6 millones de hectáreas de los 18,6 millones de canadienses, a los 30 millones de hectáreas de los 24 millones de argentinos, o a los 188 millones de hectáreas de los 179,6 millones de norteamericanos y a los 195,8 millones de hectáreas de los 205 millones de rusos, nos están diciendo que Brasil no es el país agrícola que se pretende. Si se considera además la baja productividad de la agricultura brasileña en comparación con la de los países citados, se verifica cuánto más es un país de latifundistas que de labradores. La vocación ineludible del sistema de fazendas y latifundios para cumplir actividades extensivas o meramente aventureras tiene ciertas consecuencias destacables. Primeramente la incapacidad del Brasil para conservar mercados internacionales ya conquistados siempre que se presenta un competidor. Esto fue lo que ocurrió sucesivamente con el azúcar, el algodón, el caucho, el tabaco, el yute, el ricino, el maíz, y es lo que ocurre ahora con el café y el cacao. La segunda consecuencia se refiere a que este fracaso empresarial resultante del carácter extensivo de la explotación agraria, constituye paradojalmente uno de los puntales del éxito del sistema de fazendas, a la vez que permite su perpetuación. Fundándose en el dominio del espacio físico latifundista —la tierra— para alcanzar el control del espacio social —la fuerza de trabajo—, es de vital necesidad para el latifundio absorber toda la superficie posible a fin de impedir el establecimiento de núcleos granjeros o de sitios que comiencen a competir por la mano de obra. El sistema opera por eso sobre la base de una apropiación plena de tierras, infinitamente superior a las que puede utilizar, pero indispensable para detentar la dirección de la economía agraria y de la sociedad. Otra consecuencia del sistema se origina en la importancia social del fazendeiro. Esta primacía, ejercida secularmente y orlada de todos los atributos del prestigio, se suma a la dominación oligárquica impuesta ñor el monopolio de la tierra como otro incentivo a la acumulación latifundista, representado por el valor ostentoso de la condición de hacendado. Esto explica el afán por la posesión de una fazenda —tan extensa cuanto sea posible— de los brasileños adinerados. Suman millares los comerciantes, industriales, jueces, médicos, abogados, sacerdotes, funcionarios públicos, militares, que hacen de la tierra el objeto preferente de inversión para revestirse de la nobleza que otorga y que no alcanzaría comprando una carnicería o acciones de una sociedad anónima cualquiera. Esta competencia genera una valorización artificial de la tierra como bien raíz y como seguro contra la desvalorización monetaria y también una vía de ganancias gracias al crecimiento urbano, la ampliación de la red vial y la construcción de obras públicas. A este propietario conspicuo, cuyo negocio no es la agricultura sino otro cualquiera, se suma el fazendeiro de estilo arcaico que vive exclusivamente de la tierra pero espera sacar de ella todo el provecho posible sin invertir nada. Sobrecargado por estos dos tipos de empresarios, el sistema de fazendas funciona como depósito de parásitos, que a pesar de no hacer progresar ese negocio, se eternizan en él protegidos por la institución de la propiedad y la prerrogativa de no pagar impuestos, mantenida siempre en todas las esferas del gobierno. Por todo Brasil pueden verse zonas que expresan, en sus costumbres y en el nivel de vida de su población, el sistema sitio-granjero, el de fazenda o el de latifundio. Dentro de cada zona de predominio de un tipo de explotación se encuentran a veces, de manera complementaria, los otros modelos, pero su carácter lo da el tipo predominante de propiedad. La extensión y la actividad productiva se combinan así de manera natural, lo que hace que las zonas sitio-granjeras se caractericen por el cultivo de hortalizas y de frutas y por la cría especializada; las de fazendas por las plantaciones comerciales y los criaderos de ganado e invernadas de más alta productividad; y las de latifundios por el predominio de la ganadería extensiva o de explotaciones extractivas. 16 Las zonas donde predomina el sistema agrícola sitio-granjero son densamente pobladas, cruzadas por caminos vecinales, salpicadas de villas donde opera un pequeño comercio activo y cuentan con redes urbanas nuevas y en plena expansión. Sirven de ejemplo de esta situación todas las regiones donde la propiedad se fraccionó, como el norte del Estado de Paraná, ciertos lugares del centro-oeste paulista, gran parte de los Estados de Espíritu Santo, Santa Catalina y Río Grande do Sul, y algunas porciones de Minas Gerais, del sur de Mato Grosso y del nordeste. El paisaje humano y social presenta situaciones opuestas donde predomina la fazenda, y aún más donde prevalece el latifundio. Estas inmensas regiones están entorpecidas, cortadas por vías férreas y carreteras que atraviesan extensiones despobladas, por las que nada hay que transportar a no ser los productos específicos de esas explotaciones en ocasión de las zafras. Son raros los pueblos y ciudades y cuando los hay son por lo general pobres y decadentes; en ellos se cobijan los desechos humanos echados de las fazendas y latifundios después de quedar exhaustos por el trabajo y corroídos por las enfermedades. Los fazendeiros activos que hacían rendir adecuadamente a sus empresas, llegaban probablemente en 1960 17 a 100 mil personas; a esta cifra debemos sumar el conjunto parasitario de 250 mil propietarios de fazendas y latifundios insuficientemente explotados o inexplotados. Ambos grupos ocupan el vértice de la estructura de dominación del sistema agrario brasileño. Debajo de éstos se encuentra un estamento intermedio más amplio formado por los pequeños empresarios que explotan minifundios, granjas y sitios. De acuerdo con el Censo de 1950, se distribuían así: 1,3 millones de propietarios activos, 176 mil arrendatarios y 192 mil posseiros u ocupantes de tierras ajenas; estos empresarios rurales constituían el 3,3% de la población total y el 15,4% de la población activa del campo. Probablemente en 1960 su número se situara alrededor de los 2,3 millones en un total de 15,5 millones de trabajadores rurales, si las proporciones se hubieran mantenido estables. En este estrato se encuentra la fracción de la población rural que cuenta con algún poder adquisitivo y con algunas posibilidades de lograr grados de confort, salud y educación correspondiente a los niveles medios de aspiración de la población brasileña. Por debajo de este estamento encontramos el submundo de la marginalidad estructural en que está inmersa la masa rural del Brasil, y cuyos índices de desnutrición, morbilidad, mortalidad, analfabetismo y expectativa de vida se sitúan entre los más bajos de la Tierra. El número de trabajadores activos de este conglomerado se elevaba en 1960 18 según nuestros cálculos, a 13 millones de personas, sobre un total de 32,5 millones de brasileños rurales mayores de 10 años de edad. Esta es la masa campesina del país, en la que se distinguen dos escalones básicos: los aparceros y los asalariados agrícolas. El primer escalón, los aparceros, surgió en Brasil simultáneamente con el ingenio de azúcar, cuando blancos y mestizos pobres fueron ubicados en parcelas pertenecientes a los ingenios en calidad de proveedores de víveres diversos, verduras, cerdos, gallinas, huevos, frutas para la “casa grande”, y también como secuaces del señor siempre prontos a servirlo en la represión de los esclavos. Adquirieron desarrollo luego como abastecedores de los mismos productos en las ferias de las nacientes ciudades, aunque rara vez llegasen a establecerse como granjeros propietarios. Con la liberación de los esclavos aumentaron extraordinariamente por el agregado de los negros libertos, procedimiento utilizado por los antiguos amos para mantenerlos en las fazendas sin darles la calidad de trabajadores asalariados. Su condición es la de arrendatarios que pagan por la tierra que ocupan la mitad (meieiros) o la tercera parte (terceiros) de las cosechas obtenidas. El patrón a veces adelanta semillas o proporciona otras facilidades que descuenta después en el ajuste anual de cuentas; generalmente el dueño de la tierra tiene también el privilegio de comprar la cosecha al precio corriente y por lo común la mitad y el tercio recaen sobre toda la producción del aparcero, inclusive los cultivos de huerta y los animales de corral destinados al sustento de la familia. Otros derechos del aparcero, especialmente el de mantener un caballo de montar o una vaca lechera en las pasturas de la fazenda, se regulan mediante contratos anexos que frecuentemente implican la obligación adicional de trabajar gratuitamente para el fazendeiro un cierto número de días al año. La vocación histórica de los aparceros, y su aspiración fundamental, consiste en adueñarse de la tierra que cultivan; y su gran orgullo es destacarse de la masa rural de braceros (enxadeiros, trabajadores de azada, carentes de especialización) como pequeños empresarios, ya que una vez formalizado el contrato con el dueño administran independientemente la parcela, y pueden incluso solicitar a los comerciantes locales créditos con plazo de un año, o de la siembra a la cosecha. Contra esta ambición de volverse propietarios conspiró siempre el orden oligárquico —expresado en las leyes y garantizado por la policía y el ejército— cuyo propósito ha sido obligar a la masa rural a servirlo asegurando el monopolio de la tierra en manos de una minoría. El fracaso de los aparceros en su esfuerzo por hacerse granjeros propietarios representó, como lo hemos demostrado, no sólo la victoria del sistema de fazenda y latifundios, sino la condena de Brasil al atraso. Esta imposición oligárquica, al marginar una masa de trabajadores rurales pronta ya a elevarse a la condición de pequeños propietarios, que progresivamente le habría permitido alimentar, educar y dignificar a sus familias, vedó al país la constitución de una sociedad industrial moderna y de una verdadera democracia política. El fracaso de los aparceros fue por esto el fracaso de la nación. Hoy, el número de aparceros y sus vanguardias avanzadas de posseiros (invasores de tierras ajenas o baldías, calculados en 1950 en 208 mil familias) excede los dos millones de familias, diseminadas en todos los tipos de propiedades rurales pero concentradas principalmente en las fazendas medianas explotadas con métodos arcaicos. Son los proletarios de patrones sin capitales que únicamente participan de la vida agraria en su calidad de detentadores de la tierra. Los aparceros componen multitudes de las zonas de vieja ocupación y tienen un status estable de humildísimos dependientes del dueño de las tierras de las que sacan el sustento; éste también es dueño de una parte considerable de la fuerza de trabajo de toda su familia, de su valentía, si ella fuera necesaria en el caso de alguna disputa entre hacendados (coronéis), y de su voto, si es elector. En las zonas nuevas el aparcero es contratado para derribar bosques vírgenes a fin de preparar el suelo para cultivos permanentes o formar praderas. Extensiones inmensas cubiertas de selva pujante del Estado de Paraná, del valle del río Doce, de Mucurí y de Jequitinhonha, en Minas Gerais, fueron taladas así en las últimas décadas. Hoy en los Estados de Goiás, Mato Grosso y Maranhao están siendo derribadas y quemadas otras florestas; se cultivan por uno o dos años y luego se convierten en praderas, dado el creciente empuje expansivo del latifundio ganadero. En cada una de esas regiones los aparceros forman legiones andrajosas y famélicas, dedicadas al duro trabajo de talar bosques intransitables, abriendo tierras nuevas que jamás poseerán. Agotado un frente de explotación por la reducción de sus espacios forestales a pasturas, los aparceros son echados hacia adelante, decae bruscamente la población rural y la producción agrícola, mueren los pueblos y ciudades nacientes y se impone el mundo del latifundio. El segundo gran contingente de la población activa rural de Brasil está formado por los asalariados agrícolas, cuyo número debe haber aumentado a 6 millones de trabajadores en 1960. Cerca del 62%, o sea 3,7 millones eran trabajadores temporarios, contratados en las épocas de intensa actividad rural que raramente insumen seis meses por año y que en el tiempo restante deben sobrellevar su miseria fuera de las haciendas. El volumen de trabajadores rurales, considerando las distintas ramas de producción en 1960, se distribuía según nuestro cálculo de este modo: en un total de 13,5 millones de personas activas no propietarias, incluidos los familiares no remunerados, cerca de 9 millones eran trabajadores de las llamadas “cosechas blancas” o pobres, de cereales y leguminosas; 3 millones los que se ocupaban en las grandes plantaciones de café, caña, algodón, cereales y cacao; 500 mil los vaqueros y otros trabajadores dedicados a la actividad pecuaria. Los otros 500 mil se ocupaban en diversas actividades agrícolas complementarias. Debe señalarse que esta división por ramas, así como las condiciones de trabajador asalariado y aparcero, más que revelar ocultan la verdadera naturaleza del trabajo de la masa rural brasileña. En verdad, éste es mucho más homogéneo como lo demuestra el Censo de 1950 cuando pone de manifiesto que el 93% de sus integrantes son braceros (enxadeiros), o sea fuerza bruta de trabajo aplicada al talado, limpieza de terrenos, siembra, carpido y cosecha, habilitada sólo para el manejo de la azada, la hoz, el machete y el hacha. La propalada diversificación del trabajo en el campo debida a la introducción de una nueva tecnología en la agricultura brasileña, no fue capaz de diferenciar profesionalmente ningún estamento considerable frente a la masa de braceros. Debido a esto es que el valor de una familia rural, ante los ojos del patrón se aprecia por el “número de azadas” que la compone, contándose como tales a las mujeres de todas las edades y a los niños aún menores de 10 años que resulten reclutables en las épocas en que más se necesita la mano de obra. Este contingente forma la categoría censal de “familiares no remunerados” que en 1950 alcanzaba al 16,8% de la mano de obra rural activa, mientras en Estados Unidos apenas llegaba al 1,9% en una desproporción demostrativa del grado de explotación a que está sometido el campesino brasileño. 4. LA REFORMA AGRARIA Una apreciación global del papel de la agricultura en la economía brasileña indica que en los últimos años está perdiendo terreno en competencia con la industria y los servicios urbanos. así el sector agropecuario que en 1960 absorbía cerca del 40% de la población activa, contribuyó apenas con el 30% en la formación del producto bruto nacional. Su fuerza y su importancia social derivan de su capacidad de ocupación de mano de obra en un país en plena expansión demográfica, y de la exportación de sus productos que aporta casi el 85% del total de divisas de las que absorbe muy poco directamente, generando recursos para los otros sectores. En la década de 1950 a 1960 la población rural brasileña aumentó de 33,1 a 38,6 millones de habitantes, mientras se redujo su porcentaje sobre la población total de un 63,8% a un 54,2%. Sin embargo, la población activa del campo creció de 10,9 a 15,5 millones de trabajadores, o sea que sufrió un aumento mayor (141 sobre un índice 100 para 1950) que el de la población total del país (136) y que el de la población rural (116). En el mismo período la población urbana aumentó de 18,7 a 32,1 millones de habitantes (índice 171 frente a 116 para la población rural) pero la población activa no agrícola que se esperaba aumentase de 7,5 a 11,8 millones de personas,19 parece no haber llegado a esa cifra, revelando una estrecha capacidad de absorción de mano de obra. así, el proletariado fabril habría crecido de 1.177.000 trabajadores a sólo 1.519.000 en el período de más intensa industrialización del país. Como se ve, aunque la industria alcanzó una rentabilidad cada vez mayor de su mano de obra por la tecnificación del proceso productivo, volvió cada vez más irrelevante su capacidad de absorción de nuevos contingentes. La agricultura en cambio, mucho menos tecnificada con su capacidad productiva basada en la pura fuerza muscular, continuó operando con las ofertas masivas de mano de obra barata para tender al creciente mercado urbano, y pudo así elevar sustancialmente la población rural activa del país. Brasil se dirige, aunque a pasos lentos, hacia una tecnificación agraria cuyos efectos serán cada vez más considerables sobre la productividad del trabajo y sobre las oportunidades de empleo. Seguramente alrededor de 1970 este efecto se habrá alcanzado en algunas regiones con todas sus consecuencias, positivas y negativas. Positivas, en cuanto promesa de abundancia alimenticia para un pueblo que vivió siempre con una dieta paupérrima; negativas, porque implica la amenaza de marginar contingentes rurales aún mayores, echándolos fuera de las fazendas y conduciéndolos a la periferia de las ciudades, cuya industrialización de alto nivel técnico será incapaz de absorberlos. Sin embargo estas masas presionarán fatalmente sobre la estructura socioeconómica, dada la imperiosa necesidad de absorción de los millones que necesitarán empleo. La única solución para este problema será una reforma agraria radical. En situaciones semejantes, las sociedades europeas que enfrentaron el mismo problema a fines del siglo pasado durante su proceso de industrialización directa o refleja, pudieron evitarlo solamente apelando a la exportación masiva de sus contingentes rurales y al desgaste de la población en las guerras. Como el sector patronal brasileño no contará probablemente con estos distensores, la reforma agraria se hará inevitable. Cuanto más se la aplace mayores presiones se acumularán, transformándola entonces en una amenaza para todo el sistema, incluso para el régimen capitalista de producción. En los últimos años amplios sectores de las clases dominantes —políticos, religiosos, económicos y militares— advertidos de la gravedad del problema asumieron una posición lúcida de combate por una reforma agraria de tipo capitalista. Esta posición fue revelada, entre otros indicios, porque el Parlamento Nacional fue llamado a examinar en la última década más de 400 proyectos de reforma agraria. A pesar que la inmensa mayoría de éstos no pasaron de ser meros remiendos al orden fazendeiro, su número demuestra la inquietud que afecta a todas las clase sociales. La campaña reformista asumió a partir de 1961 una modalidad más combativa y auténtica, al volverse uno de los propósitos legislativos fundamentales de las fuerzas políticas urbanas progresistas que no dependían del voto rural para su reelección. Su expresión más elevada fue el “Estatuto del Trabajador Rural”, sancionado en mayo de 1963, que extendió el derecho de sindicalización y otros derechos del trabajador urbano al asalariado agrícola; y también el proyecto de reforma agraria del propio Poder Ejecutivo, que se incluyó en el mensaje presidencial de marzo de 1964 y que habría sido seguramente aprobado si el gobierno de Goulart no hubiese sido depuesto por un golpe militar. Las teorías desarrollistas que ven en la reforma agraria el mecanismo fundamental de aceleración del progreso económico buscan en primer lugar activar la economía, asegurar una base al desarrollo industrial, y hacer que un sector del campesinado ascienda a la condición de pequeños propietarios, integrados en la economía de mercado como productores y consumidores pero manteniendo a la mayoría en la condición de asalariados rurales aunque reciban una mejor remuneración. En segundo lugar, procuran reducir las tensiones sociales peligrosamente revolucionarias originadas por la miseria del campo y crear un factor de estabilidad político social, interesando a los campesinos en la consolidación del orden capitalista, para defender sus pequeñas propiedades. Las fuerzas que luchan por la reforma agraria lo hacen por uno u otro de estos objetivos. Generalmente los sectores políticos urbanos están más interesados en una ampliación del mercado interno y en la disminución de la presión demográfica sobre las ciudades que en los efectos emancipadores de la reforma agraria para la masa rural. así, la movilización popular durante la campaña por la reforma agraria se libró en esos términos. Pero a nivel de las clases dominantes fue promovida en nombre de la consolidación de la propiedad mediante la multiplicación del número de propietarios. El argumento predilecto del promotor principal de la reforma agraria, Joáo Goulart, era considerar que la propiedad estaría mejor defendida cuando en lugar de 2,55 millones, Brasil tuviese 10 millones de propietarios. En esas condiciones, la lucha por las reformas se cumplió principalmente como movilización política de masas urbanas y como esfuerzo de sindicalización de los asalariados rurales en base al “Estatuto del Trabajador Rural” consentido y estimulado por el gobierno federal. A ello contribuyeron los diversos grupos de la izquierda e incluso el clero. En el nordeste brasileño la campaña fue más intensa gracias a la cooperación del gobierno estatal de Pernambuco con el gobierno federal, y se logró sindicalizar masivamente a los asalariados agrícolas de las usinas de azúcar. más allá de los efectos directos de la organización de estos trabajadores, que hizo posible una sustancial elevación de los niveles salariales, ella significó un paso decisivo en la movilización de las poblaciones rurales en favor de la reforma agraria. Pero casi ningún esfuerzo —excepto el trabajo de Francisco Juliáo con sus Ligas Campesinas— se hizo para dinamizar la combatividad propiamente “campesina” en la lucha por sus intereses, expresada en la aspiración de convertirse en granjeros-propietarios sustentada por los millones de aparceros y de las decenas de núcleos invasores de tierras diseminados por todo el país. De acuerdo con el Censo de 1950, excedía los 200 mil el número de familias registradas como ocupantes o posseiros. Desde entonces esos núcleos se multiplicaron, cubriendo amplias regiones en las que se establecieron grupos de invasores que en ocasiones trataron de mantenerse con las armas en la mano, lo que exigió la intervención del ejército para expulsarlos. La movilización de estas capas para la campaña por la reforma agraria habría dado a ésta un carácter más dinámico, librándola del sello de concesión paternalista que tendía a asumir. Pero por otro lado, habría tenido el efecto de precipitar la división de las fuerzas políticas y militares, estructuradas hasta entonces como sistema de apoyo al programa de reformas. La campaña por la reforma agraria se redujo por esto principalmente a un esfuerzo de clarificación de la opinión pública de las ciudades, de concientización y organización de las masas de asalariados agrícolas, y de movilización sindical para forzar al Parlamento Nacional a aprobar el conjunto de medidas reformistas propugnado por el Gobierno. Estas medidas, formuladas tardíamente y por eso poco difundidas, se resumen en las proposiciones del presidente Joáo Goulart contenidas en el mensaje enviado al Parlamento el 15 de marzo de 1964. Dieciséis días después cayó el gobierno. Los rasgos fundamentales del modelo de reforma agraria propugnado en el mensaje presidencial estaban dados por los dispositivos que hubieran permitido la abolición progresiva del orden oligárquico, y por el carácter instrumental y autoaplicable de algunos de los principios propuestos. Estos habrían asegurado de inmediato, y sin necesidad de crear costosos servicios técnicos burocráticos, grandes conquistas a los 2 millones de familias de aparceros y poseiros. Con este objetivo fueron propuestas algunas medidas de reforma constitucional que transformarían a la masa de aparceros en una clase expansiva de enfiteutas con prerrogativas explícitas. En primer lugar la reducción del “tercio” y del “medio” que hoy pagan por el arrendamiento de la tierra, a una tasa máxima de un 10% que afectaba únicamente la producción destinada al mercado; segundo, la garantía que sólo por decisión judicial podrían ser expulsados de las tierras que ocupaban; y tercero, el libre acceso de los labradores (en las condiciones ya referidas de arrendamiento) a las tierras de cultivo que los propietarios mantuvieran desaprovechadas o destinadas a pasturas. Estas conquistas por sí solas no hubieran aparejado la liberación del campesino del yugo patronal, pero hubieran provocado un mejoramiento sustancial de su situación, asegurándoles los requisitos mínimos para la elevación de su nivel de vida para el ejercicio de la ciudadanía como electores, ya que no hubieran estado en igual situación de dependencia frente al dueño de la tierra. A esta renovación inmediata de las condiciones de vida y de trabajo de millones de campesinos, se seguirá más tarde la constitución de un fondo de colonización mediante la expropiación de las fazendas y latifundios improductivos,20 y con ello la creación de amplias oportunidades de obtener tierras en propiedad. Estas dependerían, sin embargo, de medidas jurídicas, burocráticas y técnicas, necesariamente lentas. Si la reforma propuesta hubiera triunfado, habría tenido varios efectos decisivos sobre la estructura agraria. Primero, habría representado un poderoso estímulo a los propietarios rurales para la explotación agrícola de sus tierras, bajo pena de tener que entregarlas obligatoriamente a quien se propusiera cultivarlas. Se buscaba así alejar el mayor riesgo de los programas de reforma agraria: la amenaza de provocar una reducción drástica de la producción agrícola por el desaliento de la capa empresarial y por la entrega de las tierras a una masa de campesinos atrasados que al volverse propietarios, y debido a sus limitadas necesidades de consumo, pudieran retroceder a una economía de mera subsistencia. Hubiera provocado en segundo lugar, una gran reducción del precio de la tierra en virtud de la caída de la tasa de arrendamiento y de la construcción de un enorme fondo de tierras cultivables. Se hubiera puesto término a la especulación con la tierra, puesto que el principio constitucional original del “uso lícito”, eliminaba de su derecho de propiedad la facultad de utilizarla o no, transformándola en la base social de una actividad agrícola compulsivamente productiva, o en caso contrario, libremente accesible a quien la quisiera fecundar con su trabajo. De esta manera se habría quebrado el monopolio de la tierra ejercido secularmente por la clase dominante de Brasil como mecanismo fundamental de conscripción de la mano de obra. Una tercera consecuencia de la reforma agraria propuesta en el mensaje presidencial hubiera sido la destrucción de las bases electorales de los partidos de derecha, cuyos votos predominantemente rurales, son controlados por los fazendeiros que explotan la relación de dependencia de los millones de aparceros, asalariados agrícolas y sus familiares que viven y trabajan en sus tierras en opresivas condiciones y no dejan lugar al libre ejercicio de la ciudadanía. Su efecto sobre las masas rurales hubiera sido, por esto, equivalente al de la legislación laboral respecto de las masas urbanas. El carácter capitalista de la reforma propugnada lo muestra la duplicidad de su propósito: por un lado intentaba liberar a los aparceros de las formas más atrasadas de explotación y multiplicar el número de pequeños propietarios, interesándolos en la defensa de la institución de la propiedad; pero por otro trataba de preservar el sistema de fazendas. Efectivamente, las medidas consignadas sólo hostilizaban al fazendeiro y al latifundista parasitario; los empresarios activos eran protegidos en su derecho a ocupar de modo lícito una superficie equivalente al doble de la que utilizaban en el ejercicio de su actividad productiva. El aspecto más polémico del modelo de reforma agraria propuesto consistía en el carácter aparentemente anacrónico de la medida básica: la enfiteusis en lugar de la apropiación, que puede señalarse como una tendencia al fortalecimiento de los contenidos “feudales” de la estructura agraria brasileña por la revitalización de aquella institución. Pero este inconveniente hubiera sido más que nada formal, ya que esta fórmula parecía ser la más apta para proporcionar una atención inmediata a las principales reivindicaciones de la capa más importante del campesinado —los aparceros—, tanto por su volumen numérico como por ser la de mayor madurez social, y porque además constituía el sector que efectivamente demandaba la tierra. Como tal, la reforma propuesta hubiera tenido mayor efectividad que la promesa de concesión de títulos de propiedad, puesto que en virtud de las dificultades políticas, jurídicas y técnicas opuestas a su obtención, hubiera significado en las condiciones brasileñas una espera de varias décadas para que una parte de los actuales 2 millones de aparceros y “posseiros” llegaran a gozar de sus beneficios. En todo caso esta medida habría provocado la movilización de las masas rurales para luchas futuras más radicales, estructurándolas dentro de un marco político que las tornara capaces de ejercer una presión más efectiva para la aplicación de las medidas de división de la gran propiedad, también consagradas en el referido proyecto gubernamental. Este marco político es el que hubiera hecho posible los pasos siguientes de la reforma agraria, consistente en las transformación de los aparceros en propietarios de las tierras dadas en enfiteusis, mediante la aplicación del programa de expropiación de las grandes propiedades improductivas. En esta segunda etapa podían formarse los núcleos granjeros o las empresas colectivas de explotación de las tierras irrigables, en forma de cooperativas agrícolas que utilizaran una tecnología más avanzada para elevar su productividad, mejorar el nivel de vida de las poblaciones rurales y asegurar abundancia alimenticia al pueblo brasileño. La combinación de las dos soluciones—la atención inmediata a las aspiraciones de la masa de aparceros y el establecimiento futuro de un sistema agrícola nuevo, basado en granjas familiares y en cooperativas agrícolas— hubiera permitido absorber partes crecientes de la población rural y de la población urbana marginada, integrándola en la economía como productora activa y consumidora; hubiera obligado progresivamente al sistema de fazendas a sobrevivir donde y cuando su productividad pudiese competir con las nuevas formas de ordenamiento agrícola, lo que lo hubiera obligado a una elevación constante de su nivel tecnológico y del patrón de vida de sus asalariados. De esta manera se hubiese resuelto también el dilema más difícil de la actual estructura agraria brasileña consistente en la incompatibilidad entre el imperativo de la renovación tecnológica de la agricultura y la necesidad de ocupar mayores contingentes humanos de una población en intenso crecimiento, dentro de un sistema dominado por la gestión privada de las empresas agrícolas que sólo buscan aumentar sus ganancias. Una proyección estadística sencilla de los datos referentes a la estructura agraria actual, hacia la que se hubiera creado con la reforma agraria propuesta por Goulart, permite algunas previsiones sugestivas de lo que hubieran sido sus resultados. Si la expropiación autorizada en el proyecto hubiera afectado apenas a las empresas agrícolas de más de 500 hectáreas de superficie —el 2,2% del total de establecimientos, que absorben el 58,02% de la superficie del país en manos de propietarios— hubiera alcanzado a 73.737 propietarios. Les aseguraría el uso lícito del doble de la superficie efectivamente explotada, es decir, 15 millones de hectáreas —que constituye el triple del área poseída por los 2.046.381 pequeños propietarios— y liberaría, como fondo de colonización, 140 millones de hectáreas que serían progresivamente distribuidas entre millones de granjeros y sitiantes, y destinadas a explotaciones cooperativas donde fueran más convenientes. Cerca de la mitad de esta superficie, por estar cubierta de pasturas, continuaría explotada por sus dueños actuales para la ganadería extensiva, hasta que la autoridad competente determinara la proporción de la misma que debería reservarse para usos agrícolas, ya fuera por el propietario o por arrendatarios que debería admitir, siempre que no apelase a su privilegio de cultivarlas. Admitiéndose que la proporción media fijada para uso agrícola correspondiera a la mitad del área de las pasturas, el fondo de reserva para la colonización equivaldría a cerca de 100 millones de hectáreas que hoy sólo funcionan como objeto de especulación, representando un valor nominal del orden de centenares de trillones de cruceiros. Repartido, no en extensiones minúsculas, sino en granjas (de 10 a 50 hectáreas) y sitios (de 50 a 100 hectáreas), este fondo permitiría agregar 500 mil nuevos sitiantes a los 300 mil existentes actualmente y 3 millones más de familias granjeras al millón doscientos mil actuales. Cuando estas propiedades comenzaran a producir, considerando que alcanzasen apenas la productividad con que trabajan hoy las granjas y los sitios, sumarían 20 millones más de hectáreas (66%) a la superficie cultivada del país y 25 millones más de reses (30%) al rebaño nacional, permitiendo aún triplicar la producción nacional de productos de granja, tales como cerdos, gallinas y huevos, leche, frutas, legumbres y flores. Su contribución más importante sería, sin embargo, la integración en la fuerza de trabajo activa del país de cerca de 11 millones de personas con un nivel de vida mucho más alto que el de la actual masa de aparceros y asalariados. La resultante fundamental de la reforma agraria propuesta, de acuerdo con esta proyección, habría consistido en la posibilidad de integrar a la fuerza de trabajo nacional la mano de obra rural hoy inactiva o semiactiva y a los millones que a la misma se habrían de sumar por el aumento demográfico en curso, para formar un poderoso mercado interno capaz de propiciar la ampliación de las industrias y de los servicios urbanos, auspiciando de este modo, también en las ciudades, mayores oportunidades de trabajo y de progreso. Conviene recordar que contra estas perspectivas de ocupación, de desarrollo y de abundancia vitales para todo el pueblo brasileño, se obstinan los intereses de tan sólo 75 mil grandes propietarios, empeñados en mantener el dominio monopolístico de la inmensidad de tierras que poseen pero que no son capaces de utilizar. El punto capital de la reciente historia brasileña lo constituye la lucha por la consecución de esta reforma agraria capitalista y hasta mantenedora del sistema de fazendas, pero que pese a ello hubiera abierto al Brasil perspectivas de desarrollo que lo harían evolucionar de la factoría que siempre fue a una nación moderna. Es sabido que en el último episodio, las masas rurales fueron derrotadas y con ellas el pueblo, al caer el gobierno que se había lanzado por entero a la lucha reformista. Esta derrota fue, no obstante, un mero episodio dentro de un largo proceso histórico. Una simple batalla dentro de una guerra que prosigue ya que es la lucha crucial del pueblo brasileño. La campaña reformista se apoyó en la movilización política de las masas rurales y urbanas, en el esfuerzo de persuasión de las capas empresariales y, sobre todo, en la custodia del ejército nacional; justamente su debilidad esencial estuvo constituida por la dependencia a las fuerzas armadas. Cuando éstas fueron desviadas de la posición nacionalista y reformadora que parecían encarnar para retroceder al papel tradicional de defensores del orden oligárquico y de los intereses extranjeros, fracasó esta última tentativa de ampliar las bases de la sociedad nacional para integrar en ella una parte mayor del pueblo brasileño. Prevaleció, una vez más, el club de los privilegiados sobre el pueblo y la nación. 5. MODERNIZACION REFLEJA La red urbana brasileña se desarrolló con extremada lentitud. Mientras prevaleció la economía agrario-mercantil, una parte considerable de la población permaneció al margen del proceso de urbanización. A fines de su primer siglo, el Brasil contaba apenas con tres núcleos elevados oficialmente a la categoría de ciudades y con 14 villas. Un siglo después, tenía 7 ciudades y 551 villas. Alrededor de 1800 eran 10 las ciudades y 60 las villas; la población llegaba a 2,5 millones de habitantes. Con esta precaria red urbana el Brasil alcanza la Independencia (1822); a poco comienza a sufrir el impacto de una nueva expansión civilizadora—la revolución industrial—que, a pesar de llevarse adelante de una manera refleja, transformaría profundamente la estructuración de la sociedad nacional. Las ciudades mayores eran, entonces, Río de Janeiro (50 mil habitantes), Salvador (45,6 mil), Recife (30 mil), Sao Luiz (22 mil) y Sao Paulo (16 mil). Los primeros efectos de la revolución industrial fueron indirectos y consistieron en la apertura de los puertos al libre ingreso de las manufacturas industriales, especialmente de las inglesas, amparadas por privilegios arrancados al país como condición para el reconocimiento de su independencia. A estos artículos de consumo siguieron, ya en la segunda mitad del siglo pasado, la importación de máquinas a vapor destinadas a los ingenios de azúcar del nordeste, de barcos a vapor para la navegación fluvial y el cabotaje, y de ferrocarriles que invadirían el interior del país ligando las diferentes zonas productivas a los puertos. En la misma época se instalaron las primeras hilanderías y tejedurías, preferentemente en las zonas rurales productoras de algodón. Otros efectos indirectos consistieron en el cultivo del algodón en el estado de Maranhao para abastecer las fábricas textiles inglesas, y más tarde, en la explotación intensiva de los cauchales de la Amazonia. Esta primera modernización, reflejo de una industrialización que se procesaba fuera y lejos del país pero cuyos frutos y carencias lo afectaban, transformó las formas de vida de la sociedad brasileña, provocando un intenso movimiento de traslación de las familias fazendeiras a las ciudades que alteró profundamente la red urbana. Ya en 1900, ésta se había ampliado enormemente, reuniendo sólo en cuatro ciudades cerca de 1,5 millones de habitantes, o sea diez veces más que en las grandes ciudades de fines del período colonial. Se transformó la calidad misma de la sociedad nacional; dejó ésta de ser un área colonial de civilización agrario-mercantil, cuya vida social se circunscribía a las fazendas, para ascender a la categoría de base neocolonial de la civilización industrial, incluida en un sistema mundial que encontraba expresión tanto en los centros industriales autónomos y rectores, como en las esferas periféricas y dependientes. A comienzos del siglo xx se instalan las primeras centrales hidroeléctricas en Río de Janeiro y en Sao Paulo, con las cuales surgirían la iluminación eléctrica, los servicios de transporte urbano, el telégrafo, el teléfono, el equipo mecánico de los puertos; servicios explotados por empresas extranjeras. Muy pronto otras ciudades adoptan esas innovaciones, creándose además servicios urbanos de abastecimiento de agua y de obras de saneamiento. Se extiende además la vacunación obligatoria contra la viruela. A partir de 1920 se difunden el automóvil y el camión. Hasta entonces, el establecimiento de una industria autónoma en Brasil presentaba dificultades casi insuperables. Primero, las de naturaleza externa, resultantes de la sujeción colonial que vedaba cualquier esfuerzo de producción autónoma; segundo, la inserción en el mercado internacional como economía agraria productora de materias primas tropicales e importadora de manufacturas; tercero, las carencias internas resultantes del bajo nivel tecnológico y de conocimientos, provocadas por una economía monocultora y esclavista que no permitía la formación de una mano de obra calificada. Por todas estas razones, las disponibilidades de capital y de materias primas, así como la existencia de un mercado consumidor incipiente, no condujeron a un esfuerzo de industrialización autónoma, como ocurrió en el mismo período en los Estados Unidos, en el Japón y en otras regiones. A través de una lenta difusión cultural y de un moroso reordenamiento social, efectos reflejos de la industrialización ajena, Brasil se modernizaría parcialmente, madurando en él, una urbanización también refleja y por esto mismo plena de dificultades. Esta urbanización intensificó el abandono de las fazendas por las familias propietarias y por grandes grupos de la población rural. Las ciudades eran ahora más acogedoras, las obras sanitarias las ponían a cubierto de las epidemias, estaban dotadas de agua corriente y de iluminación, y contaban con sistemas educacionales ya capaces de escolarizar a sus hijos. El traslado del grupo de mayores rentas a las ciudades fue acompañado naturalmente de una intensa actividad: se construyeron residencias y establecimientos comerciales; se ampliaron los transportes y comunicaciones; cobraron vuelo las obras de urbanización así como muchas otras obras públicas; aumentaron varios sectores ocupacionales, como los artesanos, los empleados de talleres y oficinas, los trabajadores domésticos. Toda esta actividad permitió ocupar grandes masas de antiguos trabajadores rurales. En el curso de este proceso, la población total del país se multiplicó, pasando de 10 millones en 1872, a 17,4 millones en 1900 y a 30,6 millones en 1920. En la misma proporción se amplía la red urbana que incluía ya las primeras metrópolis. En 1872, el país contaba con 3 ciudades con más de 100 mil habitantes, que llegaban en conjunto al medio millón; en 1930 eran 6 las metrópolis y su población había ascendido a 2,7 millones de habitantes. Surge otra fuente de trabajo desvinculada del agro y se extiende simultáneamente por todo el país con la construcción de ferrocarriles, de centrales hidroeléctricas, de fábricas. Tales tareas absorbieron mano de obra de extracción rural que no tenía en este medio posibilidades de ocupación; estos trabajadores, al ingresar en la condición para ellos nueva de asalariados, tendieron a radicarse en los centros urbanos. De esta manera, los procedimientos técnicos, los artículos manufacturados, los servicios y los hábitos de vida y de consumo creados por la Revolución Industrial, transformaron la sociedad brasileña, dándole una fisonomía “moderna” que sin embargo no respondía a una industrialización directa. En esta primera expansión urbana contribuyeron, además de la referida renovación tecnológica, tres profundos reordenamientos socioeconómicos que cumplieron el papel de intensificadores del proceso. El primero de ellos fue la abolición de la esclavitud (1888), que condujo grandes grupos de libertos a las ciudades, integrándolos a las capas más pobres. El segundo fue la inmigración de europeos, predispuestos a urbanizarse por proceder de poblaciones que habían sufrido ya el proceso de metropolización. Brasil recibió de 1850 a 1915 cerca de 3 millones de inmigrantes, las dos terceras partes de los cuales se dirigieron al Estado de Sao Paulo. El tercer factor fue el proceso inflacionario desencadenado en las primeras décadas del siglo xx como resultado de la política de valorización del café, y de las emisiones promovidas por los gobiernos estatales, que al expandir enormemente los medios de pago permitiría el incremento de las iniciativas empresariales y de las obras públicas y particulares. El acicate inflacionario actuó como un acelerador del proceso económico, ya que vino a perjudicar a aquellos que mantenían inactivos sus recursos monetarios, favoreciendo en cambio a los que realizaban inversiones más osadas o apelaban al crédito. En una economía de tradición colonial, en la que muchos valores se acumulaban merced a las concesiones y a las regalías oficiales —como la tierra—, la expansión de los medios de pago en lugar de obrar como una simple contienda entre factores productivos, promovió la transferencia de rentas de las clases ricas, más conservadoras y cautelosas, a las nuevas clases ascendentes dotadas de mayor capacidad empresarial. Ello hizo que los inmigrantes europeos que se encontraban mejor preparados para las tareas de la modernización tecnológica, tuvieran mayores oportunidades de enriquecimiento y de ascenso social. Los tres factores actuaron, pues, como agentes de modernización y como aceleradores de la industrialización, proveyendo la técnica, los capitales y la mano de obra capacitada para el establecimiento de industrias. Al principio éstas fueron exclusivamente sustitutivas de manufacturas de consumo habitual, cuyos precios de importación se habían vuelto prohibitivos a causa de la devaluación monetaria impuesta como mecanismo de defensa del café. La inflación, al actuar conjuntamente con los otros dos factores de modernización sobre una economía en la que el giro monetario tenía poca incidencia, obró como un tamiz, favoreciendo a los más emprendedores y transfiriendo recursos hasta entonces dedicados a la producción y comercialización agrícola hacia la industria. Esta rápidamente se volvería el principal campo de aplicación del impulso renovador de los inmigrantes europeos y de los capitales disponibles, puesto que las producciones principales estaban en crisis: el café no encontraba mercado y el caucho nativo de la Amazonia era sustituido por el cultivado en Oriente. En el proceso de penetración y afianzamiento de la tecnología industrial en Brasil, se distinguen tres períodos bien diferenciados. El primero corresponde al momento en que las nuevas instalaciones consistían preferentemente en máquinas de vapor alimentadas a leña; este período constituyó, en rigor, una preindustrialización, cuyos adelantos encontraron aplicación en los nuevos medios de transporte, en los ingenios azucareros más modernos de la época y en las pequeñas instalaciones de hilandería y tejeduría. Estos dispersos núcleos renovadores tuvieron efectos centrípetos sobre sus zonas de influencia, ya que aparejaron la eliminación del sistema productivo tradicional, técnicamente inhabilitado para competir con el nuevo, a la vez que dieron lugar a la creación de nuevas fuentes de trabajo. Muchas villas fabriles de este período, transformadas en centros de mercados regionales, progresaron como ciudades que serían el centro de articulación de la red urbana del lugar. también en esta época se difundieron los ferrocarriles y las embarcaciones a vapor que paulatinamente sustituyeron formas anteriores de transporte, como los veleros, las tropas de muías y las carretas de bueyes. La modernización de las comunicaciones arrojó consecuencias diversas: no sólo proporcionó grandes oportunidades de trabajo, la construcción de ferrocarriles y puertos, sino que la operación y mantenimiento de los mismos constituyó una fuente de ocupación permanente; franqueó nuevas zonas productivas y ligó éstas y las ya existentes; dio origen a nuevas ciudades y revitalizó otras, sobre todo aquellas que por ser nudos de enlace o finales de línea llenaron la función de emporios de vastas regiones. Provocó a la vez la decadencia de otras, que se vieron privadas del papel de centros del antiguo sistema comercial y de transporte, o que fueron desplazadas a un segundo plano a causa de la mayor accesibilidad a otros centros. además, en los talleres mecánicos de los ferrocarriles se formarían las primeras generaciones de obreros especializados. Estos ferrocarriles, construidos por empresas extranjeras que entre otros privilegios contaron con préstamos a largo plazo y de bajo interés garantizados por el Estado, resultaron en sí mismos un pingüe negocio. Independiente de los beneficios que su funcionamiento pudiese proporcionar. Por esta razón se multiplicaron, ligando los principales núcleos productivos del interior del país a los puertos, lo que significó un extraordinario progreso para las zonas que atravesaban. El segundo período de la industrialización brasileña se inició con la instalación de centrales hidroeléctricas relativamente grandes, susceptibles de proveer energía a las industrias. Este nuevo impulso industrial, en lugar de multiplicar las villas febriles dispersas por todo el país en las que prevalecía el sistema de trabajo de las grandes plantaciones, tendió a concentrar las fábricas en las grandes ciudades, provocando en éstas la extensión de los suburbios que abrigarían la creciente población obrera y a los trabajadores de servicios diversos, que experimentaban una simultánea expansión. La especialización de la mano de obra, iniciada con la introducción de las máquinas a vapor, avanzaría consecuentemente. La misma se vio facilitada por la rígida especialización de la maquinaria importada, apropiada sólo para la realización de tareas específicas, lo que permitía que cada oficio se desdoblara en una serie de operaciones simples a las que correspondían otras tantas especializaciones de la mano de obra. De esta manera, simples campesinos pudieron adquirir con rapidez la capacidad propia de los obreros fabriles. Sin embargo, al exigir la maquinaria industrial una asistencia técnica superior a la requerida por cualquier tarea productiva anterior, debía perentoriamente procurarse la formación de nuevos cuadros técnicos. Estas necesidades específicas hicieron surgir, en algunos centros industriales urbanos, una mano de obra calificada así como servicios complementarios para el mantenimiento de la maquinaria, que conjuntamente con la disponibilidad de energía hidroeléctrica, harían que el establecimiento de las nuevas instalaciones fabriles se volviera en ellos cada vez más imperioso. Se inicia así un proceso de concentración industrial en algunos centros urbanos que daría una configuración distinta a toda la red urbana nacional. En este segundo período, iniciado con el siglo xx, se forma en el Brasil el primer parque industrial productor de artículos de consumo, creado principalmente por fallas ocasionales del sistema de aprovisionamiento de manufacturas importadas. Su constitución fue propiciada por la existencia en el país, de un mercado consumidor de productos industriales; luego, la crisis del comercio internacional de los artículos brasileños de exportación, que provocó la carencia de divisas destinadas a atender la demanda de artículos manufacturados, incentivó el desarrollo de este mercado interno. Surgió de este modo una producción nacional sustitutiva de la extranjera, que aunque era de calidad precaria, resultaba fundamental para el país, ya que creaba un empresariado industrial y una fuerza de trabajo especializada que comenzarían a actuar como grupo de presión para asegurarse las condiciones necesarias a su supervivencia y expansión. El crecimiento de la industria brasileña en este período, puede ser apreciado por el aumento del número de obreros que, de 55 mil en 1890, pasa a 160 mil en 1900, y a 275 mil en 1920. Sin embargo, cabe señalar dos factores de resistencia a la industrialización, dotados de considerable fuerza inhibitoria. Por un lado, la identificación de los intereses de la agricultura de exportación con los del comercio importador; los que controlaban estos sectores de la economía, que componían el grupo social hegemónico, esgrimían, en defensa de sus prerrogativas, el argumento de que sería más ventajoso para la economía brasileña especializarse en la producción de artículos tropicales, adquiriendo las manufacturas necesarias por el trueque con los mismos. Por otro, la dominación imperialista, proveedora de recursos financieros al gobierno y compradora de las zafras agrícolas, abogaba por los privilegios que se había asegurado, buscando la exclusividad para sus productos manufacturados en el mercado brasileño. sólo las grandes crisis internacionales, al volver transitoriamente inermes los dos sectores señalados, permitirían progresar a la industrialización intersticial ya en curso. La interrupción del comercio internacional provocada por la Primera Guerra Mundial, al aislar al Brasil de sus fuentes tradicionales de abastecimiento, impulsó al empresariado naciente a iniciativas de mayor envergadura, que dieron lugar a un proceso industrial de tipo sustitutivo. Por esta razón la paz significó una catástrofe para estos brotes de industrialización autónoma, llevando a la quiebra a un crecido número de empresas y suscitando la anexión de muchas otras a corporaciones internacionales. Estos hechos, no obstante, apuraban la maduración de una conciencia nacionalista, consciente de la contradicción irreductible entre los intereses nacionales y los extranjeros en materia de industrialización. Se crearon así las condiciones ideológicas necesarias para una política proteccionista. después de la Primera Guerra Mundial, algunos sectores de las clases dirigentes —empresarios interesados en la defensa de sus empresas y militares preocupados por la seguridad nacional— comenzaron a tomar conciencia de que un proceso de modernización tecnológica, cuya base se hallaba en los núcleos externos de la civilización industrial productora de las máquinas y motores que Brasil importaba, no conduciría jamás al país a un desarrollo auténtico. Apenas permitiría independizarlo de la importación de algunos artículos, lo que sin embargo redundaría en otros gastos originados por la importación de maquinaria y por los de remesas de ganancias, intereses y royalties. Tan sólo haría más eficiente a la economía nacional en el ejercicio de su función tradicional de proveedora de materias primas. Se trataba, por lo tanto, de crear un nuevo tipo de dependencia, más sutil y más efectiva que la sujeción colonial e igualmente incompatible con el desarrollo pleno y autónomo. El tercer período comienza en 1930, cuando las industrias adquieren un ritmo más acelerado de crecimiento que, al mantenerse, redundaría en el predominio de lo producción fabril sobre la agrícola. La crisis de 1929, al reducir drásticamente la capacidad de compra en el exterior, proporcionó la necesaria libertad al empresariado nacional, que se abocó a un nuevo esfuerzo de industrialización sustitutiva; con ella se opera la transición a una economía volcada más hacia el mercado interno que hacia la exportación. Se amplía entonces la producción de aquellos artículos de mayor demanda, tales como tejidos, calzados, bebidas, alimentos, pero además se inicia la producción de cemento, de hierro colado, de laminados metálicos, así como de papel, vidrio y soda cáustica. Casi la totalidad de esas industrias contaba con instalaciones precarias, caracterizándose su actividad por el bajo nivel técnico. Muchas se limitaban al montaje de piezas o elementos preindustrializados que debían importar; la producción de todas ellas dependía de la obtención de artículos complementarios o de instrumental extranjero. En muchos casos habían sido instaladas como sucursales de grandes empresas internacionales, destinadas a simples operaciones de acabado. Posteriormente emprendieron la fabricación de elementos componentes para enfrentar las crecientes dificultades de importación y para desanimar a los posibles competidores locales, ya que se bailaban amparados por las leyes que prohibían la importación de artículos similares a los producidos en el país. Se trataba pues de una industrialización sometida en gran medida al control externo, que permitiría empero utilizar la coyuntura financiera que reduciría la capacidad nacional de importación y la presión inflacionaria resultante del acopio de café por el gobierno, a fin de sentar las bases de su aptitud para producir bienes manufacturados. Las mayores deficiencias de este desarrollo industrial se encontraban en el sector vital de las fuentes de energía, dada la falta de carbón y de petróleo. La energía usual era la hidroeléctrica y el combustible principal continuaba siendo la leña. Los censos industriales de las siguientes décadas revelarían considerables aumentos en cuanto al número de establecimientos industriales y de obreros, así como también respecto de los capitales empleados en la industria y del valor de la producción. En 1930 y 1940, los establecimientos industriales pasan de 25 mil a 50 mil; en el mismo período el número de obreros salta de 400 mil a 781 mil. Superada la gran crisis, se inicia el período preparatorio de la Segunda Guerra Mundial, en el que la industria brasileña continuaría ampliándose y diversificándose, por la necesidad de sustituir artículos importados de mercados que se harían inaccesibles. Una vez más el aislamiento obligatorio, rompiendo los vínculos de dominación, permitiría a la economía brasileña expandirse mediante la utilización de sus recursos productivos, el monopolio del mercado interno y la transferencia de recursos del sector primario en receso al secundario en auge. Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, las fábricas brasileñas eran capaces de atender a la mayor parte del consumo nacional. Dependían, sin embargo, de la importación de maquinaria, combustibles, lubricantes y otros elementos complementarios semiindustrializados. A pesar de las importaciones efectuadas en los últimos años, el parque industrial era en gran parte obsoleto. Un estudio realizado en 1939 reveló que la industria paulista, la más avanzada del país, operaba entonces con un 11,3% de maquinaria con menos de 5 años de uso y con un 14,2% de máquinas que ya tenían de 5 a 10 años; todo lo restante tenía una antigüedad de uso superior a diez años. Por añadidura, parte de la maquinaria considerada como nueva había sido importada después de largo desgaste en sus países de origen, a causa de la falta de recursos de importación con que luchaban los industriales. Con ese parque industrial Brasil tuvo que enfrentar el aislamiento, cubrir sus necesidades internas y aún exportar algunos artículos, como los textiles, que llegaron a ser el segundo producto de exportación. Obligada a improvisar toda una serie de materiales y teniendo que utilizar exhaustivamente su potencial a través de dos y tres turnos de trabajo, pese a su desgaste, la industria salió de la guerra más poderosa y con una mayor experiencia. Naturalmente, no fue el aislamiento en sí lo que la benefició, sino la interrupción del opresivo sistema de control e ingerencia externa sobre su expansión impuesto por los propietarios extranjeros de instalaciones nacionales, así como la traba que aquél opuso a la competencia de los monopolios internacionales. Aislada, la industria tuvo que producir de manera improvisada, en el país, la mayor parte del equipo y de los materiales que le eran necesarios, cumpliendo de este modo una renovación adaptada a las condiciones locales de trabajo y de mercado. No es casual que el gran desarrollo industrial se inicie con la crisis mundial de 1929 que dio mayor campo de acción a los empresarios nacionales casi hasta el comienzo de la guerra y que se mantuvo durante el desarrollo de ésta hasta 1945. En esos quince años, a pesar de los déficit de energía eléctrica, de la necesidad de improvisar combustible de bajo potencial energético y de la falta de piezas de repuesto, la industria brasileña progresó como nunca. La expansión cuantitativa y cualitativa operada de 1930 a 1940 muestra a las claras que las estructuras industriales plenamente desarrolladas del sistema capitalista internacional ejercieron un efecto constrictivo sobre la economía brasileña. Pero también pone de manifiesto los resultados de una nueva política gubernamental decididamente orientada a propiciar la industrialización, por la que se daban facilidades para la adquisición de equipos y por la que hasta se llegaba a poner toda la capacidad de maniobra política en apoyo del establecimiento de industrias básicas. Es precisamente éste el caso de la siderúrgica de Volta Redonda, fundamental para el desarrollo industrial del país, y también el de la reconquista de los yacimientos de hierro de Minas Gerais para la Compañía Valle del Río Doce, ambas cosas conseguidas durante la guerra, gracias a la lucidez de la política estatal y a la competencia desencadenada entre las grandes potencias capitalistas. El ejemplo de Volta Redonda es altamente expresivo, puesto que se trata del único caso en que los Estados Unidos, por un acuerdo hecho de gobierno a gobierno, concedieron un préstamo y proporcionaron las instalaciones industriales y la asistencia técnica necesarias para la creación de una siderúrgica que entraría a competir con las corporaciones monopolistas de aquel país. Y además de todo esto, se trataba de una gran obra que obviamente se aprovecharía para la independencia del Brasil, que se debió producir durante la guerra, cuando las plantas industriales norteamericanas eran reclamadas para la producción militar. Un suceso de esta índole jamás volvió a repetirse, ya que los norteamericanos no se encontraron otra vez en la situación de necesitar la alianza brasileña al punto de tener que pagar por ella. 21 La reapertura del comercio internacional después de 1945, encontró a la industria brasileña con una mayor capacidad de defensa y ampliación, utilizando entonces las oportunidades de importación para reponer su maquinaria y crear nuevas líneas de producción. Durante el período de aislamiento, ella cambió de calidad y de tamaño, atrayendo recursos que la transformaron en un sector económico poderoso, capaz de defender sus intereses y que contaba con grandes disponibilidades de recursos acumulados durante la guerra, lo que le permitiría disputarle a otros sectores las divisas disponibles para compras en el exterior. La industrialización inicia un nuevo ciclo en el período de postguerra, como agente activo y pasivo a la vez de las transformaciones desencadenadas en el país por la modernización refleja. Era ya imposible un retroceso en el sentido de la creación de una economía industrial autónoma. La población del país había crecido de 41,2 a 70,9 millones entre 1940 y 1960; los establecimientos industriales pasaron de 50 a 110 mil; el número de obreros de 781 mil a 1.519.000. La constitución de un núcleo industrial (Sao Paulo, Estado de Río y Guanabara) capaz de actuar como el centro rector de la economía nacional, venía a llenar el requisito previo fundamental para la conquista de la plena autonomía en el desarrollo nacional. No obstante, siendo defendidas por procedimientos tradicionales, sobre todo mediante barreras aduaneras, estas industrias no estaban preparadas para enfrentar el ataque por los flancos que a poco sobrevendría. Tal fue la entrada de las grandes corporaciones, sobre todo de las norteamericanas, en el mercado nacional, ya no como exportadoras, sino como fundadoras de empresas dedicadas a la fabricación de artículos eléctricos de uso doméstico, de automóviles, productos químicos y de otros muchos artículos de consumo popular. Saltando las barreras aduaneras que le impedían el acceso al mercado nacional, las grandes corporaciones extranjeras comenzaron a explotarlo directamente, amparándose en la legislación nacional proteccionista y beneficiándose con los servicios financieros oficiales de fomento de la industria. De esta manera instalaron la bomba que succionaría los recursos nacionales para solventar con ellos los gastos de inversión, royalties, Know-how, seguros y costos de administración, cuyo enorme peso sobre la economía nacional, en muchos casos, tiene tan sólo como meta difundir el consumo de refrescos, artículos de toilette, medicamentos, aparatos eléctricos o alimentos y bebidas industrializadas de famosas marcas internacionales. El nuevo procedimiento resulta mucho más lucrativo que el antiguo sistema de privilegios coloniales de exportación y también mucho más tenaz, ya que aparentemente implica una simple competencia con los “atrasados” empresarios nacionales, y que incluso exhibe aspectos progresistas dada la calidad técnica superior de sus plantas industriales. Se presenta así engañosamente, como un promotor del progreso y de la industrialización, ocultando el hecho de que jamás se orienta a los sectores básicos de la producción industrial; a aquellos que justamente podrían gestar la independencia de la economía nacional. La integración del Brasil en la civilización industrial continúa haciéndose de manera refleja, merced a un cuarto mecanismo de dominio y subordinación a las fuerzas externas. El primero, fue el sistema de privilegios de importación que hizo del país por casi un siglo, un mercado sometido, o cuando menos preferencial, de las manufacturas británicas. El segundo, el establecimiento por empresas extranjeras de ferrocarriles, servicios de energía, iluminación, gas y teléfonos, para lo cual contaron con la garantía previa de que serían gravados por impuestos mínimos, o de que monopolizarían el mercado. De todas las modalidades de vinculación seguramente fue ésta la más provechosa para el país, puesto que pese a que significó un pesado gravamen, se llevó a cabo bajo la forma de préstamos o inversiones destinadas a crear una infraestructura productiva de fundamental importancia para el desarrollo. El tercero, consistió en el control extranjero de los yacimientos minerales, que no se llevó a cabo con la intención de explotarlos, sino con la de excluirlos del mercado mundial trustificado, para poder así fijar los precios de las materias primas. Este proceso de dominación permitió a los ingleses apropiarse casi de la totalidad de las reservas minerales conocidas del país; sus títulos de propiedad salieron a relucir únicamente cuando el Estado, o cuando algunos particulares, intentaron explotar esas reservas. El cuarto, finalmente, fue la industrialización inducida mediante la instalación de fábricas locales, filiales de las grandes corporaciones internacionales, principalmente norteamericanas, y del control progresivo de las restantes industrias a través de la participación accionaria y de la vinculación tecnológica. De las cuatro formas de dominación, la primera impedía la industrialización; las otras dos, limitaban su expansión e importaban la coparticipación de sus ganancias; la cuarta resulta absorbente y alienadora. Es también la más nociva, porque hace que se sitúen en el extranjero los centros de decisión que cuentan con mayores poderes sobre la economía nacional; porque absorbe divisas, sustrayendo así una parte creciente de los frutos del trabajo nacional; porque impide el surgimiento de un empresariado nacional, transformando la burguesía industrial en una clase de gerentes de negocios extranjeros; y además, porque frustra la creación de un cuadro técnico que asegure autonomía al desarrollo cultural y científico de la nación, ya que son los laboratorios e institutos extranjeros los que se encargan de las tareas de investigación, planeamiento y perfeccionamiento tecnológico. 6. EL DILEMA BRASILEÑO La política económica gubernamental brasileña maduró paso a paso hacia la industrialización. Comenzó con una orientación francamente antiindustrialista que prevaleció hasta la primera guerra mundial. Es la fase de modernización refleja en la que la hegemonía política de los caficultores y de la burguesía portuaria importadora y exportadora, impusieron una ideología agraria, hostil a cualquier esfuerzo de industrialización. Brasil era concebido como un país privilegiado por la naturaleza para producir artículos tropicales, cuyo enriquecimiento debía producirse simplemente por la ampliación de los cultivos, lo que permitiría cambiar café, algodón, cacao y algunos productos extractivos por manufacturas industriales de consumo y por ferrocarriles y puertos que facilitarían aún más la expansión agraria. La segunda orientación se inicia con la Primera Guerra Mundial e impera hasta la gran crisis de 1929, recrudeciendo periódicamente desde entonces. Se caracteriza por una actitud prescindente, ya que la industrialición queda librada a los procesos espontáneos. Corresponde a la etapa de la industrialización refleja, que se opera no por un acto de voluntad ni como consecuencia de una política proteccionista, sino como resultado inevitable de la refracción del poder de compra del país y de los períodos de aislamiento provocados por las guerras y las crisis. La política gubernamental madura más tarde, hacia una orientación por primera vez francamente industrialista, adoptada por el convencimiento de que la modernización del país constituía una medida impostergable para el logro de su autonomía y progreso. Como entonces el Brasil poseía ya una industria sustitutiva de considerable amplitud, que ocupaba centenares de miles de obreros y en la cual se habían concentrado grandes inversiones, los sectores de la burguesía que impulsaban esa industria se encontraron en inmejorables condiciones para poner en jaque la hegemonía oligárquica. Recibió entonces concreción una política deliberadamente autonomista, que vio en la industrialización el objetivo fundamental de la economía y de la seguridad nacionales. Esta política se desdoblaría en dos orientaciones opuestas, aunque ambas industrialistas. La primera, nacionalista y estatizante, consciente del asfixiante efecto de los monopolios internacionales, propugnaba el dominio estatal de las industrias de base. La otra, cosmopolita y libre empresista, defendía la integración de la economía brasileña en el mercado capitalista mundial, no ya únicamente como productor de artículos tropicales, sino también como productor industrial, para lo cual consideraba necesaria la introducción de capitales y adopción de los adelantos técnicos de las grandes corporaciones internacionales. Estas dos orientaciones industrialistas se formularon como políticas económicas concretas con Getulio Vargas la primera, y con Juscelino Kubitschek la segunda. Getulio Vargas y su equipo militar nacionalista, aunque de derecha, pretendieron que el Estado desempeñara un papel fundamental en la creación de la industria siderúrgica, en la extracción y refinación del petróleo, en la producción de ácidos y álcalis, y en la de motores y vehículos. Todos los otros renglones industriales eran dejados en manos de la explotación empresarial privada, a la que se aseguraba la protección del Estado mediante ayuda financiera y reserva de mercado. El énfasis estaba puesto en el primer sector, a cargo de empresas estatales, a las que se garantizaba preferencia en la atribución de recursos públicos y en la concesión de privilegios. Posteriomente Juscelino Kubitschek, aunque protegió la posiciones nacionalistas más irreductibles, ya que ellas contaban con un fuerte apoyo popular (como el monopolio de la explotación del petróleo), se orientó hacia una política económica opuesta. Abrió el mercado brasileño a las grandes corporaciones internacionales, dándoles todos los privilegios que las mismas reclamaban para instalarse en el país. Su objetivo era imprimir a la industrialización un nuevo dinamismo, a fin de elevar la economía brasileña a un estado de plena madurez, capaz de conferirle condiciones autárquicas de desarrollo. Con certeza confió en que estos objetivos podrían ser alcanzados aun a costa del sacrificio de la propia autonomía en la conducción del desarrollo, puesto que aceptó la transferencia del centro de decisiones de las empresas estatales a las corporaciones internacionales instaladas en el país. Nada contrasta más en la historia brasileña que la oposición de la política económica de estos dos presidentes. Getulio Vargas se suicida en 1954, culpando a la explotación extranjera por la crisis en que se había hundido el país, decidiéndolo a cumplir aquel acto. Juscelino Kubitschek a continuación, apela para salir de la crisis precisamente a una extensión sin precedentes de los privilegios concedidos al capital extranjero. ¿Cómo se explica esta disparidad? Vargas consideró inaceptable aquello que para Kubitschek era el camino hacia el desarrollo. Un año antes de su suicidio, Getulio Vargas decía: “. . .Estoy siendo saboteado por intereses no contemplados de empresas privadas que ya ganaron mucho en Brasil; que tienen en cruzeiros doscientas veces más capital que el que invirtieron en dólares, para llevarlos afuera a título de dividendos. En lugar de producir los dólares cruzeiros, son los cruzeiros los que producen dólares y emigran”. En su carta testamento dejaría sentada, con otras palabras, su condena a la explotación que pesaba sobre el pueblo brasileño: “Las ganancias de las empresas extranjeras alcanzan hasta el 500% anual. En las declaraciones de valores de lo que importamos, existen fraudes constatados de más de 100 millones de dólares por año”. A pesar del impacto causado en la opinión pública por esta denuncia, el gobierno brasileño se orientaría, después del suicidio de Getulio Vargas, a una política económica de concesiones sin límites, que buscaba en la acentuación del proceso de explotación la forma de superarlo, aun cuando esta superación fuera sólo transitoria. El expediente utilizado fue el de concederlo todo al capital extranjero, a fin de conseguir a cualquier costo su cooperación en un vasto programa de industrialización. Las dificultades de esta empresa son puestas de manifiesto por el hecho de que el ambicioso proyecto de Kubitschek debía ser realizado en una coyuntura económica desfavorable, que no permitía financiar importaciones —dada la decadencia de las exportaciones— y en la que tampoco era posible destinar al préstamo recursos nacionales de importancia a causa del enorme déficit que pesaba sobre el presupuesto. Era obvio que la aplicación de los métodos de la política económica tradicional resultaba imposible para la financiación del programa. Debió recurrirse por lo tanto a procedimientos nuevos y audaces, tendientes a captar recursos externos e internos, lo que, por otra parte, sería extraordinariamente gravoso para el país. ¿Cómo obtener estos recursos, cómo escalonar en el tiempo y distribuir socialmente las cargas de su amortización? Eran estos los problemas fundamentales del Plan de Metas, pero jamás fueron aclarados. sólo después de cumplido el programa pudo apreciarse sobre qué sectores sociales recaería el costo de su realización y juzgarse la medida en que había contribuido al desarrollo de la economía nacional. Las soluciones, en realidad, fueron tan simples como osadas. No exigían de los empresarios nacionales o extranjeros, llamados a participar activamente en el programa, más que el deseo de ampliar sus negocios en condiciones próximas a las ideales, prácticamente sin riesgos y auxiliados por subsidios que por lo común cubrían casi la totalidad de los gastos. Se operó, por lo tanto, una reversión del criterio anteriormente seguido al dar a las empresas privadas la protección y la ayuda financiera previstas para las empresas estatales (que eran bienes públicos). Se atribuía así a la “libre iniciativa” una nueva dimensión. La nueva política económica estribaba igualmente en una idealización de la libre empresa como forma suprema de administración de bienes, llevada al extremo de propugnar nada menos que la donación de recursos públicos a las empresas particulares. Hacer que los capitales extranjeros que representaban esa “libre iniciativa” y que se habían aplicado hasta entonces a la producción de artículos que el Brasil necesitaba importar, se transfirieran a este país para crear en él las industrias que habrían de surtirlo de esos mismos productos, muy probablemente podría resultar practicable tan sólo en el caso de que mediaran condiciones del tipo de las anteriormente expuestas. Dentro del contexto económico internacional, en el que las naciones subdesarrolladas se encuentran impedidas para romper los lazos de dependencia impuestos por las grandes potencias industriales, el Plan de Metas constituyó una innovación: ha sido un modelo exitoso de desarrollo industrial rigurosamente capitalista en el mundo moderno. Este modelo, no obstante, significaba en su esencia un mecanismo de recolonización económica, que al permitirle experimentar al Brasil un cierto grado de progreso reflejo, consolidaba su condición de país dependiente, como área neocolonial generadora de ganancias exportables. Aparentemente poco elaborado, puesto que consistía esencialmente en una relación de objetivos codiciados, el Plan de Metas concretóse en una programación objetiva que unificaba en un proyecto único los principales planes de expansión económica elaborados por los gobiernos anteriores. En su exposición de motivos se planteaban con claridad las causas de la asfixia económica del Brasil, situando los problemas fundamentales en el sector de la energía eléctrica, en el de los transportes y en el de la producción petrolífera, así como en el constituido por la importación de productos industriales que pesaban exageradamente sobre la balanza comercial del país. A los primeros trataba de atender con amplias inversiones destinadas a la ampliación y modernización de las disponibilidades energéticas. A los últimos, con facilidades para el establecimiento de industrias sustitutivas. más importante que el diagnóstico y las recomendaciones era el llamado dirigido al país para que se abocara al desarrollo; el hecho de considerar los problemas de la industrialización como salvación nacional y la vigorosa disposición de enfrentarlos y solucionarlos a corto plazo, apelando a cualquier procedimiento que diera viabilidad a los proyectos. Los recursos aplicados al Plan de Metas sumaron 355 billones de cruzeiros; 236 billones en moneda nacional y 119 billones en moneda extranjera, o sea 2.318 millones de dólares de bienes y servicios importados. De esta suma se destinó el 43,4% a la ampliación de la capacidad generadora de energía eléctrica; el 29,6% al sistema nacional de transporte y el 20,4% a las industrias básicas. El resto se aplicó a la realización de diversos pequeños proyectos complementarios de tipo asistencial y educativo, incluyendo la construcción de la nueva capital, Brasilia. El problema de las financiaciones en moneda nacional encontró solución gracias a una temeraria utilización del poder de emisión del gobierno para recaudar recursos y a una dadivosa disposición de entregarlos a las empresas que se proponían alcanzar los objetivos del Plan. Para esto, el sistema oficial de créditos (a través del BNDE, del Banco de Brasil, de las Cajas de Previsión Social y de los fondos nacionales de carreteras, ferroviarios, marítimos, etcétera) concedía adelantos para obras en condiciones excepcionalmente favorables. Los recursos adelantados para costear los proyectos permitieron a las firmas contratistas equiparse como para emprender obras enormemente superiores a su capacidad anterior. Los préstamos concedidos a empresas nacionales y extranjeras —principalmente a estas últimas— cubrían casi la totalidad de sus gastos de instalación en moneda nacional, garantizándoles incluso facilidades bancarias posteriores, para el giro comercial. En muchos casos, se concedieron préstamos en cruzeiros hasta para la compra de divisas de importación. Estos préstamos concedidos a largo plazo (frecuentemente 10 y hasta 15 años) a intereses negativos (9 a 12%) dentro del régimen inflacionario vigente, representaron verdaderas donaciones. Se estima, hoy, que la devolución de los capitales así obtenidos por las empresas privadas, apenas representa entre un 13% y un 17% del poder de compra de la suma prestada. La generosidad fue aún mayor en cuanto a las financiaciones en moneda extranjera que el Plan implicaba. Esto nos da la medida de las ventajas que una nación subdesarrollada debe acordar a las grandes corporaciones internacionales, para que cooperen en sus programas de industrialización sustitutiva. Tales empresas, sin tomar en cuenta el Plan de Metas, podían operar en el Brasil en condiciones excepcionalmente favorables, puesto que la instalación de plantas industriales les aseguraba la reserva monopolística del mayor mercado interno del mundo, pues existía una legislación proteccionista que prohibía la importación de artículos similares a los producidos en el país. Y a ello se sumaba la circunstancia de que simultáneamente, el gobierno invertía en sectores básicos —energía eléctrica, acero, combustibles, lubricantes— lo que le aseguraba a las empresas el suministro de estos elementos fundamentales a precios subsidiados y en moneda nacional. Pero aun estas condiciones excepcionales resultaron sin embargo poco atractivas, como puede constatarse por el hecho de que en el quinquenio anterior al Plan de Metas, las mismas no movieron a ninguna empresa extranjera a colmar las carencias básicas del sistema industrial del país. Tanto es así que el movimiento de capitales extranjeros se volvió deficitario por el desequilibrio entre el volumen de remesas al exterior —a título de intereses, dividendos, amortizaciones y royalties— y lo exiguo de las nuevas inversiones. Con el Plan de Metas la situación cambió: la entrada de capitales superó a las remesas, creando saldos contables crecientes. No eran éstos naturalmente saldos reales; cantidades mucho mayores ingresaron simultáneamente al país en calidad de préstamos que fueron a engrosar las inversiones y que significaron para la nación deudas enormes, cuya satisfacción quedaría a cargo de los futuros gobiernos. El examen de las operaciones en monedas fuertes del Plan de Metas, que totalizó 2.391,6 millones de dólares, indica que la suma de 1.972,6 millones fue cubierta por préstamos obtenidos en el extranjero directamente por el gobierno o por particulares con su aval. Las inversiones extranjeras efectivamente realizadas en el país, alcanzaron apenas a 419 millones, es decir, al 17% del total. Del conjunto de los préstamos, el 75%, o sea 1.477,3 millones de dólares, fueron transferidos a las empresas con prioridad; aquellas a las que se dieron privilegios especiales, relativos al costo de las divisas en cruzeiros. En el caso de la industria automovilística, por ejemplo, sobre un total de 685,9 millones de dólares aplicados en el país, 200 millones correspondieron a inversiones directas y 485,9 a préstamos; de éstos, 113,4 millones, se asignaron en el carácter de préstamos preferenciales. 22 Estos números muestran claramente las condiciones que debió consentir el país a fin de obtener la ansiada colaboración de los capitales extranjeros. Su resultado fue un ingreso efectivo de dólares de volumen irrisorio, en comparación con la cantidad transferida por la economía nacional a las empresas privadas, por concepto de préstamos en moneda fuerte pagaderos en cruzeiros. Como vimos, en la mayoría de los casos los recursos en cruzeiros también fueron obtenidos mediante préstamos con intereses negativos concedidos por los órganos oficiales de crédito. Resulta evidente, pues, que la contribución de las empresas extranjeras a la formación de sus filiales brasileñas, apenas cubrió una parte muy pequeña del valor que estas llegaron a representar. En adelante, las ganancias generadas se girarían en dólares al exterior. Los datos de la SUMOC (Superintendencia de la Moneda y del Crédito) divulgados por la CEPAL, revelan un aspecto de la cooperación privada extranjera que tal vez pueda ser considerado positivo. Al discriminar las fuentes bancarias internacionales de los recursos obtenidos por Brasil para financiar el Plan de Metas, se indica que 1.503 millones de dolores, en un total de 1.792,3, fueron suministrados por bancos particulares. Esto significa que sólo 289,3 millones tuvieron su origen en el Eximbank, BID y en otras instituciones dedicadas nominalmente al fomento del desarrollo y que podían operar con los llamados soft loans. El volumen mayor de recursos en monedas fuertes fue obtenido de banqueros privados que ejercitaban su oficio y que por supuesto buscaban hacerlo en las condiciones más ventajosas; podían en este caso contar con intereses ampliamente compensatorios y con las garantías oficiales. Estos préstamos fueron por lo general negociados directamente por las empresas privadas interesadas. La principal colaboración financiera que los grupos extranjeros prestaron a la industrialización de Brasil programada en el Plan de Metas, consistió precisamente en facilitar estos arreglos. más importante fue su contribución en el campo técnico, imprescindible para la puesta en marcha de empresas a veces muy complejas, así como la concesión de licencias para la utilización de sus patentes y de sus prestigiosas marcas, que desde luego importaron desembolsos considerables en monedas fuertes. Estas fueron las condiciones que la economía nacional tuvo que aceptar para que el programa de industrialización sustitutiva fuera posible que, de hecho, la convirtieron en una industrialización recolonizadora. Las mismas vinieron a recaer sobre toda la población, a causa de la inflación acelerada que provocaron. Solamente los empresarios privados —sobre todo las corporaciones internacionales— se beneficiaron de ella, recibiendo casi como donación, los recursos destinados a la industrialización a través de emisiones. Las deudas del país debieron aumentarse considerablemente a fin de que las empresas privadas y los programas gubernamentales tuvieran los recursos en moneda fuerte indispensables para la ejecución del programa. Todo esto pone de manifiesto que la simple reserva monopolística de un gran mercado nacional en el que la libre empresa puede contar para su actuación con todas las garantías, además de la protección y el estímulo más decididos, no es suficiente para asegurar la cooperación internacional en programas de desarrollo. Por encima de todo esto, se hizo necesario adoptar una política de concesiones que excedió todo lo que teóricamente podría haberse previsto como condiciones ideales de operación de la economía empresarial capitalista. Una apreciación de los principales resultados económicos del Programa de Metas muestra que, de 1955 a 1960, la capacidad productora de energía eléctrica aumentó en un 154%; la fabricación de cemento en un 161%; la extracción de petróleo en un 468%, y la elaboración de sus refinados en un 247%. Otra conquista del Plan es la creación de una industria de bienes de capital productora de automóviles, barcos, aparatos mecánicos y material eléctrico pesado. La industria automovilística, partiendo casi de cero, constaba en 1960 de 12 grandes plantas y 1.200 fábricas auxiliares que ocupaban más de 150 mil obreros y produjeron 133 mil vehículos. En 1963 esta cifra se elevó a 185 mil, entre automóviles (86.023), vehículos de trabajo (20.546), camiones (3.478), jeeps (13.922) y tractores (9.908). Los astilleros alcanzaron, en el período 1955-1960, una capacidad nominal de producción de 158 mil toneladas-año de barcos, iniciándose la construcción de dragas y de diques que permitieran grandes obras de reparación. La industria productora de máquinas y equipos se duplicó, y la de material eléctrico pesado creció en un 200%, pasando ambas a tener una capacidad de producción equivalente a las dos terceras partes de los bienes industriales importados anteriormente por el país. Entre tanto, el principal efecto económico del Plan de Metas que sólo pudo ser mediado en 1965 23 consistió en la apropiación de la industria brasileña por las corporaciones internacionales y en la transformación del empresariado brasileño en un patronato industrial cosmopolita. Examinando la relación de las empresas industriales privadas de más de 4 billones de cruzeiros de capital, se aprecia que un 60,6% de las empresas y un 71% de sus capitales pertenecen a consorcios internacionales, principalmente norteamericanos. Como, además, aun en las empresas nominalmente nacionales la participación extranjera es considerable —tiene lugar por la posesión de acciones, por acuerdos de asistencia técnica, por el uso de patentes, el pago de royalties y know-how o por otros organismos de control—, se debe concluir que Brasil no tiene en realidad un parque nacional de industrias básicas, sino un sistema de plantas industriales extranjeras instalado en su territorio. Esta comprobación aclara muchos hechos aparentemente extravagantes, como por ejemplo, la ausencia de una burguesía empresarial combativa en Brasil, capaz de luchar por sus intereses frente al dominio extranjero y a la constricción oligárquica interna. En realidad, la burguesía industrial auténticamente brasileña, sofocada por el alud de las grandes corporaciones internacionales afincadas en el país, vio frenado su crecimiento y amenazada su supervivencia, por lo que a una gran parte se le hizo necesario asociarse a los intereses extranjeros. No alcanzó, por esto, el punto de madurez que le hubiera permitido enfrentar el conjunto de intereses exógenos y desarrollar una conducta autonomista. Simple asociada de la explotación extranjera, no asumió tampoco una actitud independiente frente a los viejos factores internos de poder; en lugar de disputarles el control hegemónico, prefirió llegar a un acuerdo con los intereses oligárquicos vinculados al latifundio, que en cierta medida son más auténticamente nacionales ya que carecen del carácter gerencial de esta “burguesía”. Solamente si se suman los capitales de las empresas del Estado (659,2 billones de cruzeiros) con los de las grandes industrias privadas pertenecientes a brasileños (428,7), se obtiene una cuantía (1.079,9 millones de cruzeiros) algo mayor al monto de las inversiones extranjeras (1.052,6 millones de cruzeiros). Pero este escaso margen es, sin embargo, puramente estadístico y formal, porque los grandes consorcios privados nacionales, al actuar como grupos de presión, tienden a aglutinarse con los capitales extranjeros antes que con las empresas estatales o con las pequeñas industrias nacionales. De este modo la acción de las empresas sobre la vida política, económica y financiera del país, tiende a cumplirse en contra del desarrollo autónomo y a favor de una dependencia cada vez mayor de las potencias mundiales de las que proceden los capitales. Los empresarios nacionales, que dirigen sus empresas según esquemas técnicos llegados del exterior lo mismo que la maquinaria, acaban por definir sus intereses de clase de acuerdo con los mismos criterios, por lo cual se vuelven extranjeros en su propio país. Acostumbran llevar una contabilidad paralela en dólares y a convertir en dólares sus reservas para así defenderlas de la inflación, y tales prácticas terminan por habituarlos a operar en un circuito extranacional. Hoy, son ciudadanos del mundo capitalista, y como tales, más cosmopolitas e incondicionales en la defensa del sistema de explotación que los propios extranjeros. Estos, al menos, guardan una cierta lealtad a sus propias naciones. En esta situación se convirtió en un procedimiento preventivo “normal”, utilizado por muchos capitalistas brasileños, el canje de las acciones comanditarias de sus compañías por acciones ordinarias de las firmas matrices internacionales. así, el propietario de una fábrica de vidrio, por ejemplo, al ceder la dirección de su empresa nacional, cambiando sus acciones por otras de valor equivalente de alguna compañía internacional perteneciente a la Pittsbur & Glass, procede con toda tranquilidad. sólo se preocupa por las ventajas que el negocio le ofrece: evita una competencia que podría serle desastrosa, se asegura un mecanismo de asistencia técnica altamente ventajoso, disminuye su margen de riesgo ante cualquier eventualidad, puesto que una revolución, una guerra o un terremoto en Brasil o en Alemania no afectarían sus intereses radicados en Australia, en Francia o en cualquier otra parte. Internacionalizándose por estos procedimientos, los empresarios brasileños subliman su propia condición de capitalista, situándose en un plano supranacional de solidaridad, hacia el cual se orientan también sus lealtades. Este es hoy el tipo principal de empresario nativo de la gran industria. Toda ella se halla directa o indirectamente controlada por las corporaciones internacionales. Su dominio es tan opresivo ya, que las discusiones referentes al Mercado Común Latinoamericano se realizan con el evidente propósito de servirlos más a ellos que a las economías nacionales que componen el sistema. La ALALC tiende así a quedar supeditada a las corporaciones ya establecidas en la región que pretenden dividir entre sí los sectores productivos y los mercados. En estas circunstancias, aun las operaciones económicas más exitosas, cumplidas aprovechando las oportunidades de negociación dentro de la zona con monedas locales, redundarán en ganancias que al fin del ejercicio, serán remitidas en dólares al exterior. Nótese que las ganancias del sector nacional de estas empresas, que podrían aplicarse a nuevas inversiones, al emplearse en acciones de la matriz de la corporación, sólo generarán mayores ganancias en dólares. Estos dólares pesarán desfavorablemente sobre la balanza comercial y su retorno al país sólo se hará en las mismas condiciones de ingreso de cualquier capital extranjero. Esta internacionalización de las economías latinoamericanas tiende a volverse, por esto, tanto más dañina cuanto mayor sea la eficiencia que alcance. Acabará por hacer de la reunión de ejecutivos de las grandes corporaciones internacionales con intereses en la zona, la institución más poderosa en cuanto a la determinación de los destinos nacionales, contra cuyas decisiones no habrá ninguna fuerza a la que pueda recurrirse. Probablemente este umbral ya ha sido alcanzado. Se impone ahora, una apreciación final de los resultados financieros de la política económica libre-empresista propiciada por el Plan de Metas. Esto puede hacerse analizando el intercambio externo del Brasil durante los últimos quinquenios. Contamos para ello con los registros del Fondo Monetario Internacional divulgados por la CEPAL,24 correspondientes al período de postguerra, o sea de 1945 a 1960. El examen de las operaciones en cuenta corriente demuestra que el intercambio de mercaderías (importación y exportación) dejó al Brasil, en estos 15 años, un saldo favorable de 2.716,5 millones de dólares. Las operaciones clasificadas como servicios, sin embargo, costaron al país 5.601,7 millones de dólares, de los cuales 2.439,9 correspondieron a fletes, seguros y turismo y 3.161,8 millones consistieron en remesas de ganancias, amortizaciones y préstamos u otros servicios referentes a los capitales extranjeros. Este déficit de los servicios, muy superior al saldo alcanzado en los intercambios de mercaderías, produjo un desequilibrio de la cuenta corriente escandalosamente desfavorable al Brasil, que se vio al fin del período con un saldo negativo de 2.885,2 millones de dólares, que debió ser financiado aumentando la deuda externa. Considerando todo el período de postguerra, se puede concluir que el desequilibrio de la balanza de pagos (déficit de 2.885,2 millones de dólares) fue provocado, en primer término, por el deterioro de las relaciones de intercambio, ya que sólo se pudo lograr saldos comerciales que permitieran hacer frente a las necesidades de importación, mediante el aumento constante del tonelaje exportado; y en segundo lugar, por el gravamen representado por los llamados “servicios”, entre los cuales se destaca como factor fundamental de ruina, el costo de las remesas financieras para el exterior y de los pagos de la deuda externa (3.161,8 millones de dólares), en los que también pesan los costos de transportes, fletes y seguros (2.139,9 millones) pagados a empresas internacionales. Las remesas de ganancias en el período considerado (1954-1960) costaron al país 1.105,8 millones de dólares, cantidad casi duplicada por los pagos de comisiones, honorarios y royalties que ascendieron a 1.200,0 millones. Si a estas cifras se suman las amortizaciones de la deuda externa (818 millones de dólares) y las pequeñas remesas privadas de divisas utilizadas para costear veraneos en el extranjero o gastos semejantes, encontramos que en los 15 años considerados esta cuenta sólo arrojó el déficit ya referido de 3,1 billones de dólares, que supera todo el saldo de las exportaciones. así se ve que prácticamente Brasil trabajó, en el período de postguerra, principalmente para atender a este drenaje de remesas para pagar los servicios, estimados en 5,6 billones de dólares. Su cobertura se obtuvo con los saldos de las exportaciones (2,7 billones), con nuevas inversiones de capitales y con nuevas deudas (1,3 billones). Como todo esto no fue suficiente porque aún quedó un déficit de 1.534,6 millones de dólares, fue preciso apelar a formas aún más onerosas de compensación del equilibrio a través de préstamos de emergencia. Vale decir, que el precio que el país paga por las remesas de ganancias de las inversiones extranjeras, no sólo consume una parte considerable del resultado de las exportaciones, sino también obliga al país a un creciente aumento de su deuda. Los datos ya disponibles para el quinquenio posterior (1960-1965) indican que la situación se agravó aún más. Ellos ponen de manifiesto la falta de viabilidad de una economía industrial asentada sobre empresas pertenecientes a consorcios internacionales (que generan en dólares, a merced el manejo de los préstamos hechos en moneda nacional y a la explotación del mercado interno consumidor de bienes no esenciales) cuyas remesas absorben ya la mitad de la capacidad productora de divisas de la economía brasileña. En estas circunstancias, la explotación económica tendrá que buscar su propio remedio, que sólo podrá consistir en algún tipo de congelación de las remesas al extranjero o en alguna forma de subsidio a la economía nacional que permita efectuarlos sin desatender las necesidades insustituibles de importación. La alternativa probablemente inevitable, es la nacionalización de los capitales extranjeros o su confiscación. El problema no es únicamente brasileño, ya que según cálculos de Raúl Prebisch, toda América Latina llegará en 1970 a una posición de absoluta insolvencia; el déficit anual de sus balanzas comerciales será entonces del orden de los 20 mil millones de dólares. (R. Prebisch, 1964. Ms; J. Honorio Rodrigues, 1965). A esa altura será evidente, incluso para Norteamérica, que el imperio creado por sus empresas no es ya viable. Ha sido éste capaz de generar inmensas ganancias exportables, pero incapaz de producir las rentas internas indispensables para saldarlas. Su valor será entonces principalmente el de un instrumento de chantaje internacional, utilizado contra naciones económicamente débiles, condenadas a ser morosas en el pago de lo que ya deben y de las sumas cada vez mayores que pasarán a deber al centro rector del sistema. Todo este análisis nos muestra las condiciones en que Brasil consiguió iniciar un proceso acelerado de industrialización. Ellas significaron la sustitución del antiguo pacto colonial por nuevos mecanismos de actualización histórica, que aunque han permitido producir en el país mucho de lo que antes se importaba, lo han mantenido en el mismo estado de dependencia. Permanece de esta manera tributario de economías externas, cuyos niveles de vida y de lujo ayuda a mantener, al precio de la perpetuación del subdesarrollo y de subordinar a decisiones extranjeras, todos los problemas nacionales. A la explotación interna del latifundio monocultor —que controla una tercera parte del área agrícola para la producción subsidiaria de artículos de exportación— se agrega pues una nueva “plantation”, ya que a esto equivale una industria y un comercio de propiedad extranjera que explotando las potencialidades del mercado interno, pone al servicio de la producción de divisas para su remesa de ganancias, a más de la mitad de los trabajadores brasileños. En los últimos años, el aumento de la presión inflacionaria, con el consecuente aumento de los precios, dio origen a un gran descontento en las capas asalariadas. Se había entrado en un círculo vicioso de aumentos de salario compensatorios de los altos precios, que a su vez producían nuevas elevaciones en el costo de la vida. El ritmo acelerado de la espiral inflacionaria exigía medidas urgentes y radicales. Los diversos sectores económicos se trabaron en lucha, tratando cada uno de evitar que sobre él pesara demasiado el reajuste. Las clases populares, que ya habían pagado los gastos principales de las inversiones a través del impuesto indirecto de las emisiones, se defendían mediante huelgas y reclamos de salario. La clase empresarial, que basta entonces se había beneficiado con la inflación, trataba de escapar a la presión de los aumentos de los salarios, recurriendo al aumento de los precios y exigiendo de la banca oficial la concesión de préstamos dadivosos. Se iniciaron diversas tentativas de contención inflacionaria, pero provocaron, sin embargo, olas de desocupación aún más graves que la propia inflación, en una economía en expansión que ya no cubría las necesidades mínimas de oferta de trabajo en relación a una población que crecía más del 3% al año. A partir de 1962, el descontento se agravó y se generalizó, sobre todo en las clases medias, menos aptas para defender sus salarios y descontentas con una política gubernamental que parecía favorecer a la clase obrera. Este esfuerzo produjo como saldo final una crisis inflacionaria de proporciones alarmantes, que incluso transformó la actitud empresarial haciéndola más temerosa de la inflación que del estancamiento económico; y, además, una crisis sin precedentes en la balanza de pagos, que impidió atender siquiera las importaciones indispensables y costear los servicios de la deuda contraída en el exterior. Pero fue también una situación de euforia económica, dado el aumento de fuerzas experimentado por la economía nacional, que casi consiguió agotar las posibilidades de industrialización sustitutiva. El enfrentamiento de estos dilemas, replanteó a los gobiernos toda la problemática con que se enfrentó Getulio Vargas, agravada por el hecho de que las diferencias entre el sector integrado en la economía y el marginal se habían agudizado, pero aumentada además por un nuevo y crucial problema: decidir sobre qué categorías sociales habría de recaer el esfuerzo antiinflacionario y el dirigido a satisfacer la deuda externa. ¿Debería recaer sobre el pueblo que ya había pagado, a través de la inflación, el precio de la industrialización subsidiaria y el de los acopios de café, lo que había beneficiado sobremanera a los productores, o debería distribuirse entre todos los sectores, pesando más sobre las clases privilegiadas? La respuesta a esta pregunta condensa toda la historia posterior del país, y ella es más política que económica. además de la aceleración del proceso inflacionario y del aumento de la deuda externa que liquidaron las posibilidades de continuar utilizando la emisión de papel moneda y de avales del gobierno como mecanismo de captación y distribución de recursos, el esfuerzo industrializador nacional produjo otros dos efectos negativos. Primero, se acrecentaron las disparidades existentes entre los distintos sectores de la economía nacional, lo que ocasionó un desnivel aún mayor entre las condiciones de vida de la población integrada en los servicios urbanos e industriales, y las de aquella inmensa mayoría que se hallaba sometida al trabajo agrícola. La orientación unilateralmente industrialista trajo este resultado al confiar la expansión de la producción alimenticia al antiguo sistema latifundista, que por mantener la misma tecnología rudimentaria sólo podía aumentar su producción ampliando el área de cultivo. La población rural siguió condenada a los más bajos niveles de vida. Segundo, el desarrollo del núcleo industrial concentrado alrededor de Sao Paulo, del Estado de Río de Janeiro y de Guanabara, contrastaba con el resto del país, y las relaciones entre ambos pasaron a configurar, más nítidamente aún, un cuadro de colonización interna. Este núcleo industrial, que contaba en 1960 con el 26,4% de la población total del país, poseía el 41,8% de la población urbana, el 61,1% de los obreros fabriles el 71% del valor de la producción industrial, el 52% de las personas que habían completado la escuela primaria, el 60% de los que habían cumplido cursos de nivel medio y el 61% de los graduados en escuelas superiores. 25 Otras expresiones de la concentración alcanzada por este núcleo rector se encuentran en su participación en la renta nacional recaudada, de la cual absorbía el 50%, así como el 60% de los impuestos estatales y el 72% de los federales. Absorbía, además, el 67% del giro comercial interno y el 84% de las importaciones del país, a pesar de que contribuía apenas a las exportaciones con un 44%. Estos números comprueban la concentración de recursos y de facilidades en el núcleo rector nacional y muestran bien su dominio sobre la economía brasileña. Es sabido que núcleos metropolitanos de esta naturaleza, una vez constituidos, ejercen sobre sus áreas de mercado y de influencia dos tipos de acción. Una, inductora de las renovaciones tecnológicas y de progreso técnico que actúa como disolvente de los procesos productivos arcaicos para unirlos a la economía moderna. Es una acción complementaria, de sentido contrario, que induce y ahonda los desequilibrios sectoriales y regionales favoreciendo siempre a los centros rectores y condenando a las otras regiones a permanecer en el atraso. 26 Abandonado el proceso al simple juego de las fuerzas económicas en choque, se vuelve fatal la preponderancia del segundo efecto, que provoca una mayor y más intensa disociación que reordenación, debido a que absorbe los pocos capitales creados en las zonas periféricas y a que empuja a la población que en ellas permanece —que es siempre la menos capaz y la más envejecida— a una marginalidad creciente. En realidad, estos efectos resultan de la integración de todo el país en un sistema productivo único, dividido en áreas especializadas, cada una compatible con un patrón de vida distinto pero que siempre es inferior al centro rector. Esta integración desequilibrada constituye, seguramente, un paso indispensable para un reordenamiento posterior menos deformado. Mientras actúa espontáneamente, la tendencia del proceso es, sin embargo, la de acentuar las diferencias regionales en lugar de reducirlas. así, con la constelación internacional de núcleos rectores y zonas periféricas se corresponde, en el plano nacional, a una configuración semejante; ambas tienden igualmente a la perpetuación de las diferencias. Los esfuerzos gubernamentales para hacer frente a estos desequilibrios, se orientaron a través de organismos creados para el fomento del desarrollo regional, como la Superintendencia del Plan de Valorización Económica de Amazonia (SPEVEA), la Superintendencia del Desarrollo del Nordeste (SUDENE) y otros; no obstante, éstos sólo pudieron ejercer el papel de meros atenuantes, en virtud de que su acción debió cumplirse dentro de una estructura social inalterada, especialmente en el caso del Nordeste donde la tierra se concentra en manos de escasos propietarios. Como se ve, esta forma colonialista de industrialización inducida, acentuó los antiguos desajustes estructurales, elevándolos a problemas sociales agudos, por la nitidez con que se presentaron sus efectos disociativos. En estas circunstancias ya no era posible postergar, como siempre se había hecho, el enfrentamiento de los problemas estructurales apelando a expedientes artificiosos. Debía optarse entre una política de contenido privativista, que ponía todo el poder público al servicio de una minoría, y la alternativa inédita de abordar con osadía las reformas estructurales que hicieran posible anular o atenuar de manera sustancial los deformantes efectos producidos por el orden oligárquico y la explotación extranjera en la sociedad, en la nación y en la economía del país. Vacilando entre los dos proyectos, Janio Quadros se vio empujado a la renuncia. Optando por la solución nacionalista y popular, Joáo Goulart fue depuesto. Se impuso entonces al país, con el fin de desarrollar una política de opuesta orientación —entreguista y privativista—, una dictadura militar que se esfuerza por cumplir esta lúgubre tarea. Ya vimos cuál fue la solución propuesta por el gobierno de Goulart para la reforma agraria. Veamos ahora, la que trató de dar al problema de la explotación extranjera. Esta se basaba esencialmente en un cuerpo de medidas instituidas por la Ley de Remesa de Lucros y reglamentadas por decreto del Poder Ejecutivo, destinadas a controlar el monto y el movimiento de los recursos de las empresas extranjeras. Se procedió a establecer una distinción legal respecto del capital perteneciente a extranjeros aplicado en Brasil. Por un lado, el denominado capital extranjero, al cual se aseguraba el derecho de remesa de las ganancias hasta un límite del 10% anual y también el derecho al retorno. Este capital se definía como la cantidad de dinero, en cualquier moneda, o de bienes, transferidos en cualquier tiempo al país. Por otro, se precisaba el llamado capital nacional perteneciente a extranjeros, constituido por el producto en cruzeiros de operaciones realizadas en el Brasil, por las reinversiones efectuadas mediante préstamos hechos en el extranjero, o por cualquier operación que no involucrase el ingreso de recursos propios provenientes del exterior. Las empresas extranjeras mantendrían el dominio pleno sobre este capital y continuarían dirigiéndolo con completa autonomía (tal como operan los capitalistas nacionales) pero el mismo no daría derecho a remesas de ganancias ni al retorno, por tratarse de bienes creados en el país con la ayuda de los créditos otorgados por la red bancaria nacional y con la protección y los privilegios que la ley aseguraba a los empresarios nacionales. La ejecución de esta ley y de su respectiva reglamentación apenas se iniciaba cuando sobrevino el golpe de Estado. Menos de un mes más tarde la dictadura militar revocó tanto la ley como la reglamentación, sustituyéndolas por estatutos y tratados aún más lesivos para la economía nacional que cualquiera de los anteriores. El propósito fundamental de la solución dada por Goulart al problema de la explotación extranjera, era el de obligar a las empresas a registrar el monto de sus inversiones efectuadas, restringiendo tan sólo al límite de las mismas los privilegios acordados al capital externo entrado al país. A los capitales creados por sus operaciones en el Brasil, se les aseguraba las mismas garantías conferidas a todos los empresarios nacionales. La solución era pues de carácter nítidamente capitalista, aunque nacionalista ya que resguardaba los intereses del país. Los estudios que precedieron a la referida legislación, demostraron que la mayoría de las grandes empresas formadas por capitales considerados extranjeros, invirtieron en el país cantidades que rara vez alcanzaron a cubrir el 20% de su patrimonio nominal. Vale decir, que las remesas que hoy significan para el Brasil, como se ha demostrado, una sangría creciente del producto del trabajo nacional, se habrían visto reducidas a esta proporción. Por otro lado, la Ley de Remesa de Lucros hubiera hecho fracasar los intentos del gobierno norteamericano, que presionaba al Brasil para decidirlo a comprar las empresas más antiguas y menos lucrativas, puesto que la misma reducía el pago de las indemnizaciones por nacionalización, estrictamente al monto comprobado de las inversiones extranjeras. La adquisición efectuada por la dictadura militar de una de las empresas de energía eléctrica por cerca de 500 millones de dólares, no se habría concretado si aquella legislación hubiese estado vigente; en todo caso se habría hecho a un costo cinco veces menor. El mayor inconveniente que presentaba la legislación sobre el capital extranjero derogada por la dictadura, radicaba en su escasa o nula capacidad de atracción para nuevas inversiones privadas, ya que como es sabido, éstas no se contentan con un beneficio reducido al 10% de sus ganancias anuales cuando operan al sur del Río Grande. En realidad, la creación de industrias con la ayuda del capital extranjero supone la aceptación de condiciones tan onerosas, que resulta preferible prescindir de él. América Latina en nuestros días, en lugar de facilitar la colocación de nuevas bombas de succión, debe arrancar las ya instaladas en sus países. La legislación derogada se revestía de todos los atributos legales, democráticos y aun capitalistas; ello volvía imposible cualquier protesta formal del gobierno norteamericano. Naturalmente, desde el punto de vista de la administración de Johnson, no era recomendable un gobierno que propugnaba una solución tan atrayente para otros países explotados. Muy por el contrario, constituyó un elemento fundamental en la decisión norteamericana de tratar por todos los medios de derribar al gobierno de Goulart. Tanto más cuanto, además de esta ley, simultáneamente, el gobierno de Goulart dentro de su política de emancipación económica, emprendía medidas tendientes al fortalecimiento del monopolio estatal del petróleo, a la recuperación de los yacimientos minerales que las empresas extranjeras reservaban para futuras explotaciones, a la ampliación de las empresas estatales dedicadas a la exportación de minerales, a la creación de una red siderúrgica que en 10 años transformaría al Brasil en exportador de acero, así como a controlar de modo efectivo el comercio exterior del país. La ejecución de la reforma agraria, de la nueva política de control de los capitales extranjeros y de todo el programa de emancipación económica en curso, habría conducido al Brasil a un desarrollo acelerado que, además hubiera podido sostenerse de manera autónoma. Esta política habría transformado un país que tendrá 100 millones de habitantes en 1970 y que dispone de grandes reservas naturales de todo tipo, en una grande y fuerte nación libre, cuya libertad estaría basada en una economía autónoma y próspera. Esto fue lo que el gobierno norteamericano vetó en defensa de su política de potencia mundial y de los intereses de sus corporaciones. Para justificar el golpe se usaron argumentos de todo tipo y principalmente el anticomunismo. Pero en verdad, los norteamericanos jamás creyeron que el gobierno de Goulart pudiera implicar una amena2a de revolución comunista. Muy por el contrario, eran perfectamente conscientes de que él representaba precisamente la tentativa de una evolución pacífica enmarcada dentro del capitalismo. Temieron la alianza nacionalista-reformista del sector democrático y patriótico de las fuerzas armadas y de las fuerzas populares urbanas, que tenía por fin la emancipación nacional que habría asegurado condiciones de progreso y de independencia al mayor de los países latinoamericanos. Aunque el reformismo de Goulart constituía la única manera de asegurar la preservación del régimen democrático y del capitalismo en Brasil, los norteamericanos prefirieron la alternativa de una dictadura represiva que les proporciona la tranquilidad de pensar que no habrá de surgir mientras ellos retengan el poder, una potencia económica y políticamente independiente en América del Sur. No obstante, si una dictadura puede postergar la revolución brasileña —tal como Franco ha podido frenar la española— la obstrucción de las vías de una evolución pacífica llevará fatalmente a su radicalización. Los dos cuerpos de soluciones propugnadas por el gobierno de Goulart para los problemas fundamentales de Brasil —la reforma agraria y la reglamentación de la actividad de las empresas extranjeras— se explican por tres factores circunstanciales que hacían viable su aplicación práctica. Primero, la coyuntura internacional marcada por el pensamiento y por la acción del Papa Juan XXIII y del presidente Kennedy. Segundo, la preponderancia, luego de la crisis militar de 1961, de oficiales de formación democrática y nacionalista en las fuerzas armadas. Tercero, el apoyo que las clases populares, especialmente obreras, prestaban al presidente Goulart, como continuador de la política de Getulio Vargas. Solamente en estas circunstancias tenían posibilidades de concretarse soluciones de aquel tipo, jamás puestas en práctica sino por gobiernos revolucionarios. Ellas representaron así, una tentativa madura y responsable de encontrar una salida pacífica, a través de la persuasión y dentro del marco institucional democrático y del régimen capitalista, para los problemas de desarrollo del país. La destitución de Goulart, ocurrida exactamente cuando mayor era el apoyo popular con que contaba, demuestra, sin embargo, que algunas de aquellas condiciones se habían deteriorado. Demuestra además las debilidades intrínsecas de los gobiernos reformistas. Estas resultan de la contradicción entre el carácter revolucionario del ordenamiento socioeconómico de sentido antioligárquico y antiimperialista que tales gobiernos se proponen realizar, y el carácter inestable y meramente conciliador de la estructura de poder en que se asientan. Los contenidos reordenadores del régimen reformista de Goulart, antes de entrar en vigencia, provocaron la contrarrevolución, sin que el gobierno estuviera armado de poderes para enfrentarla. En estas circunstancias, una conspiración victoriosa compuesta por embajadores, por jerarcas militares adoctrinados por los norteamericanos y por gobernadores reaccionarios, impuso una dictadura militar regresiva que proscribió la política de reformas, abandonó la orientación nacionalista y se erigió en ejecutora de los vetos externo e interno al desarrollo autónomo. Para Brasil, como para toda América Latina, el desafío consiste en el enfrentamiento de estas fuerzas como condición previa para desbaratar las causas del subdesarrollo. Unicamente a través de la erradicación de la estructura tradicional de poder, que fracasó secularmente en conducir el país hacia un orden democrático y un progreso generalizado a toda la población, el Brasil podrá realizar sus potencialidades, dejando de ser sólo la segunda nación de occidente y la primera de las naciones latinas por su monto de población, para serlo también por su grado de desarrollo. III. LOS GRANCOLOMBIANOS En la costa noroeste de América del Sur, encontramos el segundo bloque de Pueblos Nuevos, representado por los quince millones de colombianos y por los 8 millones de venezolanos. Su carácter de Pueblos Nuevos deriva de la unidad esencial de su proceso de formación como etnias nacionales, resultantes de la conjunción de contingentes humanos profundamente diferenciados —tanto en el plano cultural como racial— y de su deculturación y miscigenación bajo la esclavitud. Ello produjo una etnia nueva, que ya no es indígena ni africana ni española, sino una entidad sociocultural distinta. Esta fue una de las regiones de América donde primero se instalaron los españoles, estableciendo los núcleos de los que partirían para la conquista del continente y para el desencadenamiento del proceso civilizatorio del que resultaron los pueblos americanos. El ciclo inicial de este proceso consistió en la sujeción de los indios y en su enganche, a través de la mita y la encomienda, en los trabajos de minería y en la producción agrícola. Un segundo ciclo se inicia cuando, una vez desgastada la mano de obra local, comienza el traslado masivo de negros esclavos del Africa, primero para las minas, después para las grandes empresas agrícolas de exportación y para todo servicio pesado. El tercer ciclo tiene lugar cuando las sociedades mestizas, como subproductos de aquellas empresas y como resultantes de la amalgama de aquellos contingentes humanos, conquistan su independencia con relación a España, para caer bajo el dominio inglés y más tarde norteamericano, a medida que el petróleo, los minerales y otros productos tropicales modernos pasaron a ser las producciones principales del área. El ciclo final se desarrolla en nuestros días. Es el de la rebeldía contra el orden social impuesto por las oligarquías locales y sostenida por los intereses extranjeros establecidos en la región, que se perpetúan como plutocracia en el mar de la miseria sudamericana. Esta situación se manifiesta de mil maneras: en la inestabilidad política, en el golpismo, en las dictaduras, en las guerrillas. Pero, principalmente se expresa por la irrupción de la violencia como una disfunción sociopolítica que asume las formas más sangrientas, donde el pueblo se lacera en querellas aparentemente fútiles que son en realidad una forma de represión masiva desencadenada por las oligarquías para mantener su dominio. En el análisis de la constitución de los Pueblos Nuevos de Nueva Granada y de los problemas de desarrollo con los que enfrentan, focalizaremos especialmente dos órdenes de problemas: primero, el desencadenamiento de la violencia como técnica de mantenimiento del dominio oligárquico, tal como lo ejemplifica el caso colombiano. Segundo, la forma en que opera y las características fundamentales del sistema de dominación de economías dependientes impuesto por las corporaciones norteamericanas, a través del examen detenido del modelo que mejor lo expresa, que es el caso venezolano. En ningún lugar del mundo los empresarios norteamericanos y sus asesores gubernamentales gozaron de tan completa libertad de acción excepto tal vez en América Central. En Venezuela llegaron incluso a redactar la legislación relativa a las concesiones petroleras y el giro de capitales; la suya fue siempre la palabra decisiva en la aprobación de cualquier reforma constitucional y de todos los programas de gobierno. Ninguna nación latinoamericana experimentó tan largos períodos de estabilidad política. Ello ocurrió bajo la férula de las dictaduras más crueles, cuyos titulares fueron, por otra parte entre los gobernantes de todo el mundo los que más condecoraciones recibieron del gobierno norteamericano. Ningún gobierno se sirvió tan ampliamente como los venezolanos de todos los tiempos, del auxilio y asesoramiento técnico norteamericano, contratado con empresas de planeamiento, bancos y universidades a través de organismos interamericanos controlados desde Washington como el EXIMBANK, AID y BID. Todo esto hace de Venezuela el prototipo del modelo norteamericano de progreso, propuesto en realidad para todas las naciones latinoamericanas y en especial para los pueblos del Caribe, pero impuesto allí en condiciones ideales. Las riquezas naturales descubiertas y en exploración hacen de Venezuela el territorio más rico de la tierra, y en América Latina la que atrae mayores inversiones norteamericanas (35% del total, cerca de 3 mil millones de dólares). Las condiciones en que operan, se han señalado sistemáticamente como las más libres, las más avanzadas y las más convenientes para la actuación franca de la libre empresa. Allí ni siquiera se han instalado aventureros para explotar el petróleo, las minas de hierro y de aluminio, los bancos, el comercio o la industria. Nada de eso. En Venezuela dominan las grandes corporations, por las cuales responde el renombre y la tradición de los Rockefeller, de los Morgan, de los Dupont y de los Mellon. Las empresas de estos grupos norteamericanos y de otros igualmente honorables, son las que controlan toda la economía venezolana, y admiten sólo una participación minoritaria en la explotación petrolera a la Royal Dutch Shell (26%). Los Rockefeller son en Venezuela los mayores productores de petróleo (60%) y de minerales de hierro (30%). Controlan los bancos y los seguros, pero no rechazan colaborar en otros negocios menores. Se dedican con igual ahínco a la explotación de la mayor red nacional de supermercados y se han transformado en los mayores productores venezolanos de carne, leche, gallinas y huevos. El propio presidente de la Standard Oil de New Jersey declaró en 1962 que la mitad de las ganancias de la Corporation venían de Venezuela, y alcanzaban anualmente una cifra superior a los 600 millones de dólares. Pero sucede que el pueblo venezolano es uno de los más pobres, enfermos e ignorantes de esta paupérrima América Latina. ¿Fracasó la libre empresa en condiciones que le eran tan propicias y tan lucrativas? ¿O es el venezolano común, por sus características de pueblo tropical, mestizo, perezoso, sin iniciativa e ignorante, el responsable de su atraso constante a pesar del enorme esfuerzo civilizador de las corporations? 1. LITERAS PARA ESPAÑOLES Las principales poblaciones indígenas que el conquistador español encontró en los actuales territorios de Colombia y Venezuela—Chibcha, Timóte y otros— estaban situadas, por su nivel de desarrollo cultural, por encima de las aldeas agrícolas indiferenciadas de la selva tropical y a una distancia media entre los protoestados ciánicos de los Araucanos y las civilizaciones urbanas de México y del Altiplano Andino. Eran ya sociedades estratificadas en clases de agricultores, artesanos y nobles, aglutinadas en estados rurales-artesanales, cuyos jefes se disputaban el poder central. Habían ingresado en una economía mercantil en la que los diferentes estratos de productores comerciaban productos agrícolas, cerámica, tejidos, sal, piedras preciosas y oro, sirviendo éste probablemente como moneda. Vivían sin embargo en aldeas de pocos miles de habitantes. Tenían una agricultura intensiva —aunque no de regadío— gracias a la calidad de la tierra, a las condiciones climáticas favorables y a su alta técnica de horticultores. Plantaban maíz, papa, quinoa, chauchas, tomates, pimienta, coca y tabaco; criaban patos, pavos y cobayos. Los indios Chibcha de Colombia, calculados en cerca de 600 mil en la época de la Conquista, se concentraban preferentemente en las tierras fértiles de las mesetas y de los valles del altiplano colombiano. Uno de sus principales núcleos estaba donde hoy se encuentra la ciudad de Bogotá. Los artesanos Chibcha lograron una gran maestría en la cerámica, en el trabajo de los metales y en la preparación de la sal que extraían de salinas subterráneas. Sus adornos de oro trabajado revelan un gran virtuosismo y son probablemente una de las más bellas producciones metálicas de la América indígena. Los nobles constituían un estamento privilegiado que se ocupaba del culto religioso, de la guerra, de la administración y del cobro de tributo a los agricultores y artesanos. Tenían esclavos a su servicio y se hacían tratar con extrema reverencia por la gente del pueblo, que no podía siquiera mirarlos al rostro y debía quemar resinas aromáticas y arrojar flores a su paso. Se hacían transportar en literas adornadas con oro y telas finas. Cuando morían, eran enterrados con sus esposas —a las que se sacrificaba luego de embriagarlas— y con sus tesoros de joyas áureas y platería, a fin de mantener el mismo status en el más allá. Los españoles, que penetraron en el mundo Chibcha desalojando a la nobleza nativa y colocándose en su lugar, no se conformaron con la veneración expresada en el homenaje de las flores y del incienso, ni con las joyas dadas como presente. Trataron pronto de arrebatar todos los tesoros de metales finos y piedras preciosas acumuladas por aquellos pueblos, revolviendo desde las casas hasta lo cementerios en busca de las alhajas enterradas. Agotado aquel acopio de riqueza, se entregaron activamente a la explotación del oro aluvial y después al de las vetas auríferas, ocupando en este trabajo a todos los indios que podían capturar. La sumisión de los Chibcha, de los Timóte y de otros pueblos del mismo nivel de desarrollo fue rápida. Los primeros principados se entregaron casi sin lucha, en la esperanza de lograr la alianza con los españoles, sus caballos y arcabuces para dominar a sus rivales. El factor decisivo, sin embargo, fue la propia estratificación social, que permitió a los españoles sustituir a la nobleza local, imponiéndose como nueva clase dominante sobre los artesanos y agricultores, previamente condicionados por su cultura al servicio de una nobleza. A los dos años de los primeros encuentros sólo restaba una resistencia de guerrillas en los montes, donde el español no se atrevía a penetrar. Toda la población de los estados rural-artesanales Chibcha y Timóte había sido avasallada y repartida en grupos, cuyo destino era la mita o la entrega a un encomendero que, de acuerdo con lo dispuesto por la Corona y la Iglesia, debía velar por su bienestar material y espiritual. Algunos grupos indígenas marginales a estos grandes conjuntos, apegados a la tierra de sus antepasados, consiguieron hacerse reconocer como resguardos mediante el pago del diezmo a la Iglesia y tasas a la Corona. Mantenida así la comunidad tribal, pudieron sobrevivir algún tiempo más. Antes de finalizar el siglo xvi los indígenas sobrevivientes se habían deculturado, perdiendo su lengua, sus técnicas artesanales y su cultura, que ya resultaban superfluas para su nueva vida de estrato dominado. Los mestizos de indias y españoles, que comenzaban a superarlos en número, ya los habían suplantado como agentes de una nueva cultura que se cristalizaba como un cuerpo de técnicas, de normas y de significados comunes que hacía posible la vida social de la sociedad naciente. La nueva cultura estaba compuesta por una combinación de elementos seleccionados de los patrimonios indígenas (principalmente los modos especializados de adaptación a las condiciones locales para la producción agrícola y artesanal) y por contribuciones hispánicas que le imprimieron las características básicas, vinculando los nuevos núcleos a la civilización mercantil europea. Es a esta matriz étnica a la que deberán integrarse —por aculturación— todos los contingentes llamados más tarde a conjugarse para formar los pueblos modernos de Nueva Granada. Los otros grupos indígenas y los negros africanos, que sólo se incorporaron a ella después de haber sido destribalizados y deculturados por la esclavitud, poco contribuyeron a alterar aquella protomatriz. Los españoles, que continuaban ingresando en el cuerpo social, se hicieron neoamericanos por la inmersión en esta matriz, pero contribuyeron también a fortalecer sus contenidos culturales hispánicos, en perjuicio de los indígenas y de los africanos. La clase dirigente estaba ahora integrada por descendientes de los aventureros españoles transformados en nobleza feudal, y por los funcionarios y clérigos que venían del reino a regir la rapiña sacramentaría. La clase subordinada estaba compuesta por las masas de indios esclavizados y de mestizos libres, ocupados principalmente en la producción de metales. El esclavo africano sólo comenzó a ser importado cuando el exterminio de los indios mitayos amenazaba paralizar el trabajo de las minas y, de este modo, detener la producción. Esto ocurrió a pesar de las reglamentaciones que fijaban límites rigurosos a la actividad agrícola con el fin de liberar brazos de esta tarea y dedicarlos a la minería. La afluencia de esclavos negros creció constantemente; de las minas pasaron a los servicios de transporte y, más tarde, a los cultivos de exportación y a todo sector donde el trabajo arduo desgastase más rápidamente a los hombres. Este nuevo contingente humano, mezcla de blancos, indios y sus mestizos, produjo a su vez nuevas masas de mulatos y zambos que, al quedar al margen del rigor del trabajo esclavo, no sólo pudieron sobrevivir sino que se multiplicaron. así se plasmó el pueblo colombiano y el venezolano. La capa más blancoide, instalada en las ciudades, detentaba las propiedades y dirigía la administración colonial. Los indios, refugiados en territorios cada vez más distantes, sólo sobrevivieron como etnias en la orla amazónica. Los mestizos, mulatos y zambos, diseminados por el área que se integró a la nueva economía mercantil como su fuerza de trabajo, se transformaron en el contingente más numeroso. Venezuela, como región más pobre en oro y plata en relación a otros dominios españoles e incluso a Colombia, permaneció al margen del esfuerzo de establecer el imperio colonial y quedó librada a su propia suerte. Los españoles que desembarcaron en sus playas, contaban sólo con su iniciativa y con la fuerza de trabajo de los indios para enriquecerse. Algunos, como los Timóte, configurados socialmente como estados rural-artesanales del mismo nivel que los Chibcha colombianos, estaban también divididos en estados autónomos y hostiles. Por las mismas razones fueron fácilmente dominados: también contaban con un estrato dominante deseoso de adherir a la causa de los extranjeros, que pudo ser rápidamente sustituida, y con una capa de agricultores y artesanos condicionados a la sumisión y por eso mismo predispuestos a la esclavización. Qué hacer con tanta gente en una tierra tan pobre en metales preciosos fue el primer problema del dominador español. La solución fue volverse exportadores de indios esclavos para las minas de Colombia. así se instalaron los primeros grupos, manteniéndose con la producción nativa y con los provechos logrados en su función de apresadores de indios. más tarde iniciaron cultivos de productos de exportación, y también la crianza de ganado para abastecer mercados lejanos. Naturalmente, ocupábanse además de producir gente, surgiendo así una vasta capa de mestizos españolizados por la identificación con el padre dominador, que podía hacerles extensivos algunos de sus privilegios. Constituyóse de este modo una economía natural de subsistencia complementada con un sector de exportación. La indiada fue consumida en estas tareas, en el comercio de esclavos y en las expediciones por las cumbres andinas, por las tierras escarpadas y por los pantanos en busca de oro, bajo el mando de españoles enceguecidos por la idea de que en alguna parte se esconde un reino de maravilla. Desilusionada la Corona con la pobreza de las tierras, consistió en hipotecarlas a una casa bancaria alemana —los Welser— que se propusieron arriesgar sus recursos en busca del oro que los españoles no habían hallado. después de enormes esfuerzos, los Welser cayeron en quiebra y el Valle de Orinoco y las tierras adyacentes de la costa y la sierra volvieron al control español. Prosigue entonces la colonización por medio de la sumisión del indio al trabajo agrícola. Al finalizar el siglo xvn existían va cerca de veinte núcleos de indios, españoles y sus mestizos, que cultivaban tabaco, cacao, añil y azúcar, a los cuales se agregarían más tarde esclavos negros traídos de la costa africana. La importancia económica de estas empresas era tan pequeña que raramente los navíos españoles tocaban la costa venezolana, por lo que el comercio era hecho principalmente por contrabandistas ingleses, franceses y holandeses. A los productos tropicales se agregaron después el salitre, explotado en la costa, y los cueros de vacuno. A principios del siglo xvm, España se apercibe del valor de aquella colonia abandonada que corría el riesgo de perderse entre los competidores europeos. Para hacer frente a este riesgo, se instala la Compañía Guipuzcoana con privilegios reales que le daban el monopolio del comercio y el control administrativo de la colonia. La empresa se encontraría sin embargo, con gente altiva acostumbrada a comerciar libremente sus productos tropicales de valorización creciente, y poco dispuesta a dejarse dominar por la rigidez del sistema colonial español. Debido a ello terminó por aceptarse un modus vivendi más liberal que en cualquier otra área hispanoamericana, que admitía inclusive cierto comercio con los contrabandistas en los largos períodos en que el comercio marítimo español se paralizaba a consecuencia de las guerras europeas. La propia compañía colonial negociaba entonces con los contrabandistas para mantener el comercio y proveer a la población de los artículos industriales indispensables. En estas circunstancias se fue creando, poco a poco, una actitud autónoma, que se afirmaría cada vez más con el enriquecimiento creciente de los cultivos tropicales y la reordenación del área en la línea de una economía monocultora, basada en el trabajo esclavo. En este marco, se plasma el pueblo venezolano. A los mestizos de indios y españoles del primer siglo se juntan los mulatos, que al volver a mezclarse dieron lugar a una población igualmente vinculada a las matrices. La fisonomía española impresa por los peninsulares y por los criollos, pero principalmente por los mestizos españolizados, se impone también a los nuevos contingentes. El negro, que bajo la presión de la esclavitud es deculturado y, por la convivencia con el mestizo, lingüísticamente españolizado, también se va integrando a la nueva sociedad. La etnia resultante, por lo tanto, difería casi igualmente de las tres matrices. Ya no eran indios, ni europeos ni africanos, sino otra entidad étnica que se constituiría como la fisonomía venezolana del latinoamericano: un Pueblo Nuevo por todas sus características de deculturación y de mestizaje, así como por su disponibilidad para el progreso, al no estar atado a ninguna tradición conservadora. Aunque racialmente se encontraba todavía en el proceso de fusión, lo que permitía distinguir a aquellos predominantemente blancos de los predominantemente negros o indios, culturalmente la unidad ya se había alcanzado. Esta, como todas las etnias de los Pueblos Nuevos, representaba una reducción de los patrimonios culturales de origen a lo que resultará compatible con las nuevas formas de vida, bajo la presión de dos modeladores básicos. Primero la dominación española, con fuerza como para imponer el mayor volumen de valores y la correlativa flexibilidad de los estratos dominados de indígenas y africanos, a quienes faltaba unidad puesto que ambos derivaban de pueblos tribales muy diferentes y recíprocamente hostiles. Segundo, la contingencia de adaptación al medio y a los modos de vida de productores de artículos tropicales, en la condición de poblaciones esclavas o sometidas a un régimen de servidumbre, del rígido encuadre del sistema de haciendas. así se constituyó una sociedad estratificada más próxima al sistema de castas que al de clases. La capa superior de blancos peninsulares constituía el núcleo patronal agrícola y comercial, la burocracia y el clero. La capa criolla matizada ya con indígenas y en ocasiones también con negros (frecuentemente blanqueada legalmente por medio de certificados reales que les otorgaban el tratamiento y los privilegios de que gozaban los blancos españoles), detentaba la mayor parte de las propiedades agrícolas y del comercio. Los pardos dedicábanse con preferencia al artesanado y al pastoreo. A los negros les cabía únicamente el trabajo rudo, incumbiéndoles las tareas más pesadas de la labranza y el transporte. Los indios sobrevivientes, aún ligados a la etnia tribal, se marginaban bajo el control misionero cuando se hallaban más próximos, o vivían independientes en las áreas aun no ocupadas, sobre todo en las selvas tropicales en las que se refugiaron. El contingente demogenéticamente más dinámico era el de los mestizos —predominantemente mulatos— que crecía por el entrecruzamiento y por la absorción constante de nuevas inyecciones de genes blancos, negros e indios. Las poblaciones colombiana y venezolana se sedimentan socialmente también en estratos identificables por el color de la piel, correspondiendo grosso modo a las capas más pobres la tez más pigmentada, y a las capas dominantes la tez más clara. Esta escala social de pigmentos, apenas fue afectada por la inmigración extranjera, muy pequeña en relación a la población total. Por esto, las luchas sociales de Colombia y de Venezuela, son a veces mal interpretadas como conflictos raciales de negros, mulatos y mestizos contra blancos. En verdad, el pueblo entero de las dos naciones es mestizo, dominado por oligarquías predominantemente blancoides. Lo que opone unos a otros segmentos de las mismas etnias no son sus orígenes raciales, sino las contradicciones de intereses entre las oligarquías cosmopolitas beneficiarías del statu quo que hacen lo posible para mantener el orden dominante, y el pueblo que se resiste a seguir representando el papel de bestia de carga, sin ninguna esperanza de progreso y libertad. La espantosa violencia que explota periódicamente en las luchas políticas colombianas, así como el carácter sanguinario de las dictaduras venezolanas, son expresiones dramáticas y desordenadas de esta oposición frontal, solamente reducible en forma revolucionaria, entre las oligarquías nacionales y los descendientes deculturados de indios y de negros esclavos. Fueron ellos los que construyeron, en siglos de esfuerzos ingentes, las dos etnias nacionales. Etnias de Pueblo Nuevo que sólo encontrarán las condiciones de su liberación en la prosecución del proceso civilizatorio que las generó, mediante la integración de toda la sociedad venezolana y colombiana en los moldes de vida de las sociedades industriales modernas, a través de una reordenación social que permita al propio pueblo apropiarse de los destinos de la nación y de los frutos de su trabajo. 2. IRREDENTISMO Y EMANCIPACION A fines del siglo xviii la producción de frutos tropicales alcanzaba los más altos niveles, constituyendo una agricultura comercial de tipo plantation, combinada con cultivos alimenticios y con la ganadería. Configuraban juntas una economía balanceada, capaz de proveer la subsistencia de toda la población y también de generar recursos libres para costear su mayor necesidad de importación: la mano de obra esclava. Todas estas condiciones peculiares de relativa autonomía, de contacto más fácil con la Europa extraibérica, de mayor éxito económico en relación a las otras colonias españolas —cuya economía extractivista de minerales acabó por entrar en colapso—, colocaron a Nueva Granada al frente del movimiento de emancipación. Se instalaría allí, por eso, el centro de la conspiración independentista en América hispánica. El mejor paradigma de las luchas irredentistas de Nueva Granada lo encontramos en la revuelta encabezada por el mestizo Galán. Este “hombre de oscurísimo origen” —según el arzobispo Góngora— encarna, como adalid de la Revolución de los Comuneros de 1781, todas las contradicciones de la lucha del pueblo colombiano por su liberación. Tal como Túpac Amaru en el Perú (1781) y Tiradentes en el Brasil (1789), Galán se puso al frente del pueblo y fue vencido y muerto por los agentes del poder colonial. Los tres fueron ahorcados, descuartizados, y sus restos salados expuestos a la execración pública. En los tres casos, además, la revuelta popular creció y se enardeció a propósito de la promulgación de nuevas cobranzas expoliatorias del fisco colonial. Galán acaudilló a los labradores y artesanos, mestizos e indios que luchaban contra el estanco del aguardiente y del tabaco, por la reducción de los impuestos y por la restitución a los indios de sus tierras y salinas usurpadas. Marchando sobre la capital, consiguió levantar a su paso al pueblo entero, imponerse a las tropas coloniales, que se entregaban casi sin lucha, poner nuevos jefes, salidos del pueblo en las ciudades y villas, y liberar a los esclavos. Por primera vez en la historia colombiana los indios recuperaron el gobierno de sus comunidades, los mestizos pobres ingresaron al poder público y los negros fueron masivamente liberados. Se deshacía la estructura colonial y comenzaba a surgir un nuevo poder. La tarea era, sin embargo, demasiado compleja para estos “comuneros” que no contaban con ningún precedente de ordenamiento social en su cultura, que les permitiese sustituir la vieja reglamentación social por otro capaz de expresar los intereses populares. Su oposición no se dirigía contra los desmanes de las autoridades específicas o contra ciertas formas de explotación colonial, sino contra la organización social global que necesitaban subvertir de la base a la cúspide a fin de instituir un nuevo régimen. Como todos los movimientos populares irredentistas, el de Galán podía asaltar cuarteles y guarniciones, destituir autoridades y hasta dominar transitoriamente el poder, pero no era capaz de instituir un nuevo ordenamiento social. Como era inevitable por su falta de preparación, Galán y sus “comuneros” cometieron el error fatal de aceptar la participación de comerciantes ricos en su lucha, dando la jefatura de las tropas a uno llamado Berbeo. Estos aliados, aunque perjudicados por los nuevos tributos, eran conscientes de que sus intereses serían mejor servidos por el dominio español que por un gobierno popular. Actuaron en consecuencia aceptando el comando de los “comuneros”, pero haciendo redactar secretamente ante un escribano una declaración formal, relativa al carácter involuntario de su adhesión al movimiento y una reiteración de su fidelidad al virrey. Mandaron en seguida a sus agentes adelantarse a las propias tropas, a fin de solicitar a los hombres ricos y al clero su adhesión, como forma de salvar sus bienes y restaurar el orden que les era propio. Vence finalmente el movimiento popular, ya bajo el mando de los comerciantes. Huye el virrey, pero el arzobispo asegura a los “comuneros” que se atenderían las reivindicaciones de todos. Frente a la victoria inesperada, el pueblo se entrega a festejos y Galán licencia sus tropas. Cuando fue notificado de que el virrey no ratificaba lo acordado por el arzobispo, ya era tarde para reorganizar la insurrección. Entonces es detenido. Condenado. Ahorcado. Descuartizado. Expuesto. “Su cabeza —reza la sentencia— será conducida a Guardias; su mano derecha puesta en Socorro; la izquierda en la Villa de San Gil; el pie derecho en Chabala, y el izquierdo en Mogotes...”. El comerciante Berbeo es nombrado corregidor y el arzobispo Góngora, Virrey. El otro frente de lucha por la independencia, representado por los nacientes patriciados venezolano y colombiano, prosigue en sus esfuerzos. Este es movido por el deseo de expulsar al peninsular, a fin de asumir el control aduanero, el acceso a los cargos y privilegios exclusivos de los españoles, y también apropiarse de las rentas recaudadas por la metrópoli. Vestía sin embargo el ropaje brillante de la ideología liberal europea y ostentaba el orgullo nacional emergente en las capas más ilustradas. El óbice principal lo constituían las masas de pardos pobres y negros sometidos a la sujeción señorial de los blancos nativos, a sus ojos nada mejores que los blancos ibéricos. Por largo tiempo la disputa esencial fue por el apoyo o la naturalización de estas masas, que se comportaban como si nada tuvieron que ganar con la “libertad”, puesto que permanecerían esclavas o sometidas a idéntica explotación patronal. Los peninsulares jugaron brillantemente con estas contradicciones, lanzando a los criollos pobres contra los ricos, es decir, a los más oscuros contra los más claros, en luchas sangrientas que costaron una quinta parte de la población y que crearían un ambiente cargado de hostilidad. Solamente después de los primeros fracasos Bolívar maduraría para su tarea histórica, cuando refugiándose en el Estado independiente de Haití aprendería allí a respetar al negro y al mulato y a reconocer su papel en las luchas de liberación así como aceptar sus aspiraciones. La nueva campaña emancipadora que emprende se echa ya sobre otras bases. Parte de la liberación de los esclavos de sus propias haciendas, de la promesa de abolición de la esclavitud, de la alianza con los peones llaneros, a los que promete la propiedad de las tierras y los ganados de los antirrevolucionarios. La independencia, hablando este nuevo lenguaje, gana el apoyo de las masas pardas y negras que conjuntamente con la ayuda inglesa en armamento y tropas, permitiría infligir la primera derrota a los españoles y, a partir de ella, emprender la liberación de toda América Hispánica. Asimismo, la independencia se presenta como una lucha de criollos enriquecidos contra los peninsulares, para la cual el pueblo fue tardíamente movilizado y de la que fue alejado en cuanto se consiguió la victoria. A diferencia de la insurrección de Galán, que se proponía reordenar la sociedad entera de acuerdo con los intereses populares, las luchas de emancipación política resultaron una simple alternación de la clase dirigente que, de colonial, pasa a ser nativa. La utopía unitarista y generosa de Bolívar da lugar a la atomización. Junto a cada puerto, con el único propósito de controlar un mecanismo de comercialización de los productos locales y de importación de manufacturas, surge un proyecto de nación. La capa más rica de la población criolla, hasta entonces proscripta de las altas dignidades civiles y eclesiásticas, excluida del ejercicio del poder y de las regalías y provechos resultantes, asciende a la condición de clase dirigente. Reparte entre sí los latifundios de los españoles desterrados, se apropia de las minas de metales y salitre y de las otras “minas” representadas por las rentas de las aduanas y estancos. Investida de las dignidades políticas, judiciales y eclesiásticas, distribuye los cargos burocráticos menores entre los protegidos que comienzan a multiplicarse como la clientela del nuevo poder. así se constituyen los estados nacionales en toda América española después de la independencia. No fue la conquista de burguesías nacionales capitalistas y maduras, opuestas a las fuerzas sociales retrógradas, ni del pueblo contra la oligarquía, sino la apropiación por parte del patriciado criollo de la maquinaria de dominio y extorsión colonial montada por España, ya obsoleta e innecesaria. El objetivo de los que controlaban la rebelión emancipadora, era sustituir a los agentes españoles para así enriquecerse con el usufructo de la misma máquina y mediante las mismas técnicas de explotación de la masa trabajadora y el mismo régimen de opresión esclavista. Las nuevas clases dirigentes puestas en el comando de sus sociedades nacionales eran, en el mundo de las cosas, la expresión de estos intereses y apetitos; pero, en el mundo de las ideas encarnadas por el sector ilustrado, profesaban la mayor devoción al ideario rousseauniano, los dogmas católicos, la soberanía popular y la esclavitud, generando una ideología formalmente contradictoria pero, en los hechos, capaz de justificar y racionalizar el nuevo orden oligárquico. así es como la República mantiene las instituciones del mavorazgo, del diezmo y los estancos, y en nombre de la igualdad y la libertad, se inicia una lucha sin tregua contra el resguardo de las tierras comunales y contra los privilegios asegurados a la producción artesanal, en nombre del progreso y del free trade. Millares de indios y artesanos son despojados por estos procedimientos. Primero los indios, más indefensos frente a la “máquina de la libertad”. después, los artesanos que, organizados en asociaciones y contando con la alianza de otras categorías sociales, pudieron sobrevivir algún tiempo más. Detrás de estas luchas estaba el nuevo patrón: Inglaterra: ya no colonial sino imperialista, que financia las luchas de la independencia creando y multiplicando Estados nacionales que surgían ya hipotecados a sus banqueros. 1 Por medio de estos mecanismos, la Inglaterra industrial y banquera sustituía en el mundo latinoamericano a la España agraria y atrasada conquistando mercados privilegiados para sus manufacturas y abastecedores de materias primas. La Revolución Industrial que se realizaba en Europa alcanza así a Colombia y Venezuela a través de una modernización refleja, que en los años siguientes transformaría sus modos de vida por medio de la construcción de ferrocarriles, puertos y servicios telegráficos y por el abastecimiento del mercado con toda clase de manufacturas inglesas. Aunque contribuyó de manera decisiva al progreso económico nacional, al cumplirse bajo condiciones tales volvió a estos países más eficaces como proveedores de materias primas, más endeudados y más dóciles al saqueo imperialista. Simultáneamente, sin embargo, los socios nacionales de la explotación extranjera engrosaban sus cuentas bancarias en monedas fuertes, perfeccionaban sus gustos y su educación enviando a sus hijos a ilustrarse en Europa. Y se alienaban más y más ya que sus intereses, sus actitudes y sus lealtades estaban identificadas con el extranjero. Terminaron por constituir un estrato patricial enajenado por su postura europea, acomplejado por sus caracteres raciales, testimonio de su ancestralidad americana y africana, y por sus gustos exóticos en relación con los hábitos y costumbres nacionales, tan divorciados de sus pueblos como aquellos nobles Chibcha de las literas doradas, ansiosos por conquistar la alianza del español para las pequeñas guerras de expansión dirigidas contra los nobles de otras comunidades indígenas. Las reformas liberales de Colombia se completan a mediados del siglo xix con la emancipación de los esclavos, la extinción del diezmo y del mayorazgo, la distribución de las tierras comunales a los indios que aún detentaban bajo la forma de propiedaes individuales, la liquidación del estanco y la supresión de las tarifas proteccionistas. Siguieron años de agitación social provocada por los ajustes impuestos por la reforma. Los latifundios se extienden sobre las tierras indígenas y reorganizan su sistema productivo, sustituyendo el trabajo esclavo por el trabajo libre bajo la forma de parcelamiento. Toda la revolución legal implícita en esta transformación se resume en el simple expediente de hacer del negro esclavo un arrendatario, cuyo trabajo habrá de ser pagado con el derecho de residir en la hacienda y de explotar para sí un trozo de tierra previamente señalado, para cultivo de productos de subsistencia y crianza de unos pocos cerdos y gallinas. De esclavo el negro se eleva a la condición en que se encontraban antes el indio separado de su comunidad y el mestizo libre. Se vuelve responsable de su propio sostén y libre para vender su fuerza de trabajo a uno u otro patrón. El pueblo colombiano alcanza el siglo xx diferenciado en estratos sociales y en contingentes funcionales, de acuerdo con el tipo de subordinación al proceso productivo, o a la región y a la naturaleza de la producción que lo ocupan. La mayor parte vegeta en el mundo rural bajo el dominio del sistema de haciendas, en condición de “agregado” uncido al latifundio, del que un viajero francés en 1897, dejó un expresivo retrato: “Acabo de presenciar la recepción que los peones hacen al dueño: les veía satisfechos, con las manos torpes en el reborde del ala del sombrero ofrecer al amo —ausente desde hace un año y medio— su modesto regalo, humildemente obsequiado, una gallina, unos huevos bien envueltos, todo acompañado de emocionadas bendiciones para «mi amo». Vi —¿me creerán?— a las viejas, a las abuelas, juntas arrodillándose, sus pobres manos agrietadas, extendidas hacia él, que es el intermediario entre el Cielo y los desheredados de este mundo. Y vi también al hacendado volver la vista ante el temor de ceder a una imperceptible emoción, como para recomendar al Cielo a toda esta gente, pobre gente, tan amorosa, tan sumisa, tan filial. . .” (D. M. Cuellar, 1963: 27). En las regiones más yermas muchos campesinos pudieron abrir pequeños cultivos de tabaco y más tarde de café, en trozos de tierra conquistados a la floresta tropical. Se multiplicaron como pequeños granjeros gozando de tranquilidad hasta, que por su trabajo, la valorización de esas áreas suscitó ambiciones. Vinieron entonces los dueños legales de las tierras a despojarlos con el aparato judicial o la represión policial. En los llanos formados por las planicies bajas de la costa, donde el ganado traído por el español se multiplicó extraordinariamente, surgió el llanero, el gaucho colombiano. Viviendo sobre el caballo, usado como medio de transporte, de trabajo y de guerra, desarrolló el mismo espíritu de independencia asentado en el carácter especializado de su faena, que exige maestría y bravura, y en la libertad que gozaba, apacentando rebaños salvajes en tierras sin dueño. Pero también ellos resultarían apresados por las redes del orden social, cuando del ganado de nadie se apropiaron los nuevos dueños legales de las tierras en las que se criaba salvaje. El llanero se vuelve entonces un recolector del ganado de su amo. Con las ciudades creció una población mestiza, paupérrima, de artesanos y changadores que vivían al servicio de los ciudadanos ricos. Se desarrolló estamentada en dos capas, cada una con vida propia: el pueblo, atado a tradiciones, hábitos y costumbres nacionales, que existía bajo la mirada complaciente de la “gente bien”. Esta cultivaba hábitos europeos, estudiaba latín y francés, hacía versos, tocaba el piano y aspiraba como ideal excelso al bachilerato, y tal vez a alcanzar un cargo en la magistratura. Se oponían, así, por un lado, los propietarios rurales, letrados, comerciantes, funcionarios, y por el otro el populacho, integrando distintos estratos en el mundo urbano, y viviendo en esferas culturales diversas: una, espuria, mimetizando los valores europeos; otra, inauténtica, porque fue plasmada como la manera de ser de las capas serviles en una sociedad profundamente desigual. Sobre esta sociedad estamentada de estilo arcaico, se ejercerían las presiones reflejas del proceso de industrialización que se cumplía en otras regiones. Sus impulsos la alcanzaban, ya no sólo por las mercaderías de consumo, sino por el establecimiento de puertos, servicios urbanos, telégrafos, ferrocarriles, que además de modificar toda la vida económica del país, ampliarían las oportunidades de trabajo, creando capas sociales medias y obreras más independientes, fomentando la urbanización y, sobre todo, exigiendo crecientes esfuerzos productivos a fin de pagar estas modernizaciones importadas a peso de oro. Los gobiernos republicanos de Colombia de fines de siglo estaban integrados predominantemente por el patriciado de Bogotá, asentado en la propiedad latifundista, en el control del comercio y en la explotación del erario público, pero orgulloso principalmente de sus habilidades como latinistas, gramáticos y versificadores. Este patriciado ciudadano, ideológicamente enajenado de su pueblo y de su tiempo, se concebía a sí mismo como cónsul desterrado en América, junto al populacho por él llamado a integrarse en la modernidad, a madurar para la libertad y a prepararse para una remotísima igualdad. Tales doctores se vieron abruptamente lanzados en medio de la intriga diplomática de la Europa imperialista posvictoriana, con el surgimiento del proyecto de un canal interoceánico que debía ser abierto en territorio colombiano: el istmo de Panamá. Fueron años de negociaciones e intrigas, en los que Colombia, confiada en la vigencia de los preceptos del derecho internacional, procuraba ampararse en las contradicciones de intereses de Francia, Inglaterra y América del Norte, esperando poder asegurarse la financiación de las obras, a fin de abrir, mantener y administrar un canal igualmente accesible a todos los pueblos. Theodore Roosevelt responde a las aspiraciones de equidad de los colombianos con el big stick. Se entiende con los ingleses respecto de la custodia del canal y compra a los franceses por 40 millones de dólares los derechos de la empresa concesionaria de la construcción. Armado de estas ventajas, envía para su aprobación al parlamento colombiano, un tratado de transferencia a los norteamericanos de los derechos, privilegios, propiedades y concesiones antes asegurados a la Compañía Nueva del Canal, y su ampliación con otras ventajas. Desde luego, advierte que tiene urgencia en la aprobación y que no admite alteración en las condiciones: plazo de un siglo, subordinación total del área a la soberanía norteamericana y una paga de diez millones de dólares, o sea una cuarta parte de lo que había pagado a los concesionarios franceses por el simple desistimiento. Colombia no podía aceptar aquellas condiciones. A su rechazo sigue como estaba previsto, el movimiento separatista de la población panameña, preparado premeditadamente por el gobierno norteamericano, de inmediato reconocido por él. Surge entonces un nuevo Estado en el mapa del continente (1903), con el cual pasa a tratar los asuntos del canal. A los colombianos, calificados por Theodore Roosevelt como “enemigos del género humano y de la civilización por su oposición a la apertura del canal” sólo les quedó presentar las más vehementes protestas verbales. Su ejército, como todos los latinoamericanos organizado exclusivamente para la represión de los movimientos populares, era incapaz de oponer ninguna resistencia a la usurpación. Sobrevinieron años amargos de frustración nacional que jamás cicatrizará. Pero eso no habría de impedir que se reconociera la necesidad y conveniencia de restablecer relaciones con el coloso del norte, por las ventajas que sus ricos capitales, sus empresarios progresistas, su estilo de vida democrática podían traer a Colombia. Aun así, sólo en 1921 se restablece el comercio, mediante un tratado que consignaba el sincero pesar de los norteamericanos y prometía resarcir a los colombianos con una indemnización de 25 millones de dólares. El pago de esta indemnización costaría a Colombia otro “Panamá”, ya que se condicionó a servir de garantía a las empresas norteamericanas para el derecho de explotación de los inmensos yacimientos petrolíferos del país. Como la ley colombiana consideraba todas las riquezas del subsuelo como bienes nacionales inalienables, imposibilitando el acceso norteamericano, se atrasó el pago de la indemnización hasta que los juristas nativos encontraran el modo de eliminar el obstáculo. De allí en adelante, Colombia se transformó en la mayor reserva norteamericana de petróleo. Sus empresas detentan hoy el control de la explotación de todas las grandes cuencas petrolíferas del país, de las cuales explotan menos de un 10%, dejando el resto como reserva en un suelo sujeto por fuerza de las concesiones. Aun así el negocio emprendido no es despreciable, puesto que de 1921 a 1957 las empresas norteamericanas invirtieron 127 millones de dólares en la explotación del petróleo colombiano, y produjeron en el mismo período ganadas de una cuantía de 1.137 millones de dólares. Este es el segundo Panamá colombiano. El tercero es la United Fruit que, como a otros países, bananizó la república colombiana poseyendo el mayor latifundio del país. Los otros “panamás” yanquis en Colombia se sitúan en el sector empresarial donde controlan, además del 89% de los negocios de petróleo y del 80% de la exportación de bananas, más del 89% de la minería del oro, plata y platino, el 98% de la producción y distribución de la electricidad y el gas y el 68% de la siderurgia. Los sectores que quedan abiertos a la iniciativa colombiana son la fabricación de bizcochos, panes, fideos, cerveza, grasas y aceite y la producción de café. El balance del decenio que va de 1952 a 1961 reveló que el total de las remesas de recursos al exterior sobrepasó en 500 millones de dólares la renta obtenida por las exportaciones, desequilibrio que tuvo que compensarse con empréstitos que hipotecaron todavía más la economía nacional y que ya exceden los 2 mil millones de dólares. Las inversiones norteamericanas en los citados sectores y también en bancos y empresas comerciales ligadas a la importación y exportación, así como los empréstitos vinculados a compras efectuadas en los Estados Unidos o a la contratación de servicios de sus empresas, se estructuran como un gigantesco sistema de drenaje de la economía nacional. Es por este mecanismo que los norteamericanos se apropian de la mayor parte de la producción colombiana de exportación. Sus efectos pueden ser medidos macroscópicamente por el hecho que el incremento anual de la población colombiana (2,9%), al ser mayor que el aumento de la renta nacional(2,1%), condena al pueblo a una miseria cada vez más acentuada. Esta situación nada tiene de inconveniente para la oligarquía nacional, cuyos niveles de renta, cuando no se mantienen estables, aumentan aun más gracias al mecanismo de confiscación de los salarios a causa de la inflación. La concentración de la riqueza en manos de esta oligarquía puede apreciarse en base a algunos índices. así, el 70% de los propietarios rurales posee el 7% de las tierras (1,9 millones de hectáreas), mientras que el 0,9% de los propietarios posee el 40,9% de las tierras (11,2 millones de hectáreas). En el mundo de los negocios se comprueba que en 1961 una minoría del 6,1% de los accionistas de las sociedades anónimas eran dueños del 54% del capital, mientras que una mayoría del 68% de los tenedores de acciones poseían tan sólo el 2,5% del capital. En la distribución de la renta nacional se observa que el 5,6% de los colombianos absorbían en aquel año el 40% del producto del trabajo nacional, dejando lo restante para todos los demás. El desarrollo industrial operado por el establecimiento de fábricas por parte de los grandes monopolios, no sólo permitía anular los efectos de las barreras aduaneras, sino también invertir el signo del proteccionismo, poniéndolo al servicio de las grandes empresas extranjeras. Frente a la falta de control del movimiento de capitales y ganancias, este mecanismo transforma hasta al mismo progreso natural de la nación en un simple agregado de eficacia al drenaje expoliatorio. De este modo se aprecia cómo una economía nacional periférica puede ser a un tiempo altamente lucrativa para los inversores extranjeros y sus asociados locales y visiblemente desequilibrada, expoliatoria y deficitaria para su propia población. Y que la penuria popular y el atraso nacional, como condiciones necesarias del despojo oligárquico e imperialista, son altamente rendidoras. Esta situación, aparentemente falta de viabilidad si se considera la pequeña cuantía numérica de la clase privilegiada frente a la amplitud masiva de los explotados, se estableció y se mantiene mediante la imposición al país y a su pueblo de un orden social que lo constriñe en una camisa de fuerza, permitiéndole sólo crecer deformado y monstruoso, a costa de sacrificios mucho mayores de los que producen la propia penuria y el atraso. 3. EL ESTADO-CUARTEL El pueblo de Venezuela como el de toda Latinoamérica no obstante haber ganado la guerra de independencia, vio cómo la paz y la libertad fueron reguladas por la oligarquía, bajo la forma de un orden social, económico y político que lo sometió todo a sus intereses. La vieja clase dominante, al permanecer latifundista y esclavócrata, se apropió de todo aquello a que aspiraba y además de las tierras prometidas a los combatientes, que les fueron escamoteadas por sus propios jefes, quienes de este modo ingresaron también en la oligarquía. Bolívar, apartado del comando político efectivo, muere viendo frustrados sus planes generosos de establecimiento de la Patria Grande de todos los latinoamericanos y asistiendo al fraccionamiento hasta de la idealizada Confederación de Gran Colombia (1821-1830), que debería reunir en un solo estado al Ecuador, Colombia y Venezuela. En toda América hispánica, en cada región económicamente configurada, casi en cada puerto, comprendida su área comercial vecina, se constituye una nación carente de viabilidad, dominada por los criollos ricos transformados en héroes de la Independencia y también en sus dueños. Ahora más ricos y poderosos y todavía más voraces con respecto a la explotación de los negros y mestizos. En lugar de la nación única que soñara el Libertador, se configura una constelación de nacionalidades precarias, incapaces de enfrentar la creciente explotación imperialista, y menos dispuestas a conducir la tarea gigantesca que implicaba la liquidación del atraso y la pobreza. Con la Independencia se reunió, en una misma estructura de poder, el mando político regido por caudillos y la potencia económica de los comerciantes de Bogotá, de los plantadores de café de la zona andina, de los cultivadores de cacao, tabaco, algodón, azúcar de la costa y de los ganaderos de los llanos. Al contrario de lo que ocurrió en Colombia, no surge en Venezuela un patriciado que se distinga de los caudillos y del patronato, habilitado para organizar constitucionalmente el nuevo Estado. Lo que allí se implanta son gobiernos autocráticos que dirigen la vida nacional a lo largo de 150 años. En Colombia, el poder se estructura como un régimen republicano pero antipopular: “libre” pero esclavista, “democrático” pero oligárquico y regido por un sistema de elecciones indirectas, con derecho de voto condicionado a la propiedad de bienes raíces, y condena de muerte por delitos políticos, pero con plena libertad para comprar y vender. Distintas facciones caudillescas aglutinadas por áreas, como las andinas, litoraleñas y llaneras, pasaron a disputarse el poder, contando cada una con sus propias tropas para la lucha y para el mantenimiento del orden oligárquico contra los disconformes de su región. así se impuso primero un caudillo de los llanos, José Antonio Páez, compañero de luchas de Bolívar (1830), que ejerció el poder personalmente o por intermediarios, hasta mediados del siglo xix (1863). Siguieron dictaduras militares que transformaron al Ejército Nacional en guarnición policial terrorista, de imposición del poder central, cuya fidelidad se aseguraba con toda suerte de sobornos a la oficialidad. Basados en este aparato militar, los gobiernos pudieron mantenerse a pesar del estado de guerra civil casi permanente. Llega a 38 el número de revoluciones producidas en Venezuela en el siglo pasado. En tales circunstancias, el proyecto de Estado que se impone efectivamente, en Venezuela, tenía como institución política única, el ejército y hacía del erario público una especie de hacienda gigantesca más lucrativa que los cultivos, la ganadería o el comercio, y cuyo dominio pasó a ser la aspiración natural de los caudillos más poderosos. Gobernada manu-militari por estos agentes de la oligarquía, Venezuela crece enferma, con una clase rica cada vez más poderosa, avergonzada de su color, codiciosa de importar maridos de tez clara para sus hijas, y opuesta a las más amplias masas de pardos y negros oprimidos y explotados. Periódicamente se permite alguna libertad, como la abolición de la esclavitud cuando ya quedaban unos pocos esclavos y su importación se había vuelto impracticable, o una reglamentación más liberal del derecho al voto en elecciones siempre postergadas. A fines del siglo asume la presidencia otro caudillo, Castro (1899-1908), montañés de Táchira, cuyo grupo permanecería en el poder por casi cincuenta años. Bajo su dominio, el deterioro llegaría a un punto extremo, y lo ocasionarían los empréstitos expoliatorios de banqueros europeos, las concesiones más lesivas y la corrupción generalizada. Los ingleses se apoderaron de 200 mil km2 del territorio de la Guayana Venezolana. Las empresas norteamericanas disputaron concesiones y financiaron revueltas. Navíos británicos, holandeses, alemanes, franceses e italianos bloquearon a Venezuela y bombardearon sus puertos y fortalezas en 1903 y 1908, exigiendo el pago de deudas atrasadas. Los norteamericanos, ocupados entonces con la apropiación de Panamá, permitieron el ataque, argumentando que la Doctrina Monroe no podía proteger a los malos pagadores. además, tenían quejas por el tratamiento dado a sus compañías. En 1908 asalta la presidencia el caudillo Juan Vicente Gómez, también montañés de Táchira, que se habría de manifestar como el más siniestro de los dictadores latinoamericanos. Permaneció en el poder por 27 años con el apoyo constante de los aliados norteamericanos, que aseguraron su toma de posesión con los cañones de un crucero y dos acorazados. Gómez inaugura un nuevo estilo de entendimiento con las potencias imperialistas, atendiendo a todos sus reclamos. Su negocio no era el petróleo o la importación sino la compra de latifundios y la multiplicación de ganado, sector en el que sólo tenía competidores nacionales eventualmente encarcelables. Para esto reorganizó el ejército poniendo en los comandos a paisanos de su Estado en los que confiaba, y reestructuró la policía a fin de evitar cualquier acto de rebeldía, creando así un sistema represivo que se revelaría capaz de hacer abortar cualquier tentativa de sedición. Las empresas petroleras extranjeras, con la disminución experimentada por sus negocios en un México revolucionario y cada vez más altivo y nacionalista, se acercaron a Venezuela atraídas por las inconmensurables reservas de sus yacimientos. Gómez les abre las puertas, siendo tarea de los abogados de los propios trusts no sólo la elaboración de los contratos de concesiones, sino también la misma legislación reglamentaria de la explotación. De este modo se crea la tierra de promisión de la Standard Oil y la Royal Dutch Shell, que hicieron saltar a Venezuela, en pocos años, de una posición insignificante al puesto de segundo productor mundial de petróleo en 1928. Ya entonces lo percibido por el otorgamiento de concesiones para la explotación petrolera significaba la mitad del presupuesto venezolano. Con estos recursos Gómez paga la deuda externa, fortalece la moneda, y amasa una fortuna personal superior a los 200 millones de dólares, principalmente en tierras, ganado y cafetales, y enriquece a toda su familia, a cientos de hijos bastardos así como también a la oficialidad de sus fuerzas de represión. Simultáneamente sin embargo, la economía venezolana, deformada por el impacto de la explotación petrolera, entra en colapso. La “prosperidad” importaba una elevación de los salarios y los costos que llevaría a la agricultura y a la ganadería a una crisis permanente, sobre todo en lo que tiene que ver con la producción de alimentos. Venezuela se vuelve cada vez más dependiente de las importaciones, con lo que se margina a la población rural. Para mantener el régimen de explotación en las condiciones impuestas por las empresas norteamericanas, se hace necesaria además una mayor represión, primero contra estudiantes e intelectuales nacionalistas, y después, y cada vez más, contra las masas de desocupados que pretendían oportunidades de trabajo para poder vivir. Las cárceles se colman, algunas se hacen famosas como La Rotunda; los carceleros se convierten en torturadores y asesinos. Lo mejor de la intelectualidad del país es condenada a trabajos forzados o al exilio. Otro resultado de la dictadura de Gómez fue el surgimiento de una pandilla de aventureros y aduladores cebados por el gobierno y por las empresas petroleras. Llegaron al atropello en su afán de adular para merecer las propinas consistentes en acciones de compañías extranjeras y en letras de cambio, que Gómez siempre llevaba en los bolsillos para distribuirlas entre los más solícitos. Uno de ellos se destacó por su esfuerzo en dar fundamento ideológico a la dictadura, a lo que llamó cesarismo democrático, procurando caracterizarla como el régimen a un tiempo necesario e ideal para una raza mestiza, primitiva y atrasada, cuya indisciplina innata exigía un gobierno fuerte, y cuya infantilidad clamaba por un padre enérgico y castigador, aunque benévolo y generoso. A este punto llegó el deterioro de Venezuela bajo la dictadura de Gómez, que de tal modo enfermó a toda la nación; todo lo degradó y corrompió. En el mismo período no obstante, el éxito financiero de las empresas petroleras alcanzaba su apogeo y su satisfacción no tenía límites, puesto que Gómez representaba el polo opuesto de la política del presidente Cárdenas que en aquellos años les había quitado el dominio de los ricos campos petrolíferos mexicanos. En consecuencia, el gobierno norteamericano acumulaba condecoraciones en el pecho de Gómez y ponía a su servicio a la policía yanqui para que persiguiera y vigilara por todo el mundo a los exiliados venezolanos que conspiraran contra la dictadura. A los ojos norteamericanos, esta economía dominada por sus corporaciones petrolíferas representaba el patrón ideal de relaciones empresariales con el Estado. Nada se oponía a ello, ni la oficialidad del ejército, cada vez más enriquecida, ni la oligarquía gomecista, alimentada con las sobras del festín. El único defecto real del sistema era el mismo pueblo venezolano que, para disgusto de unos y otros, continuaba a pesar de todo multiplicándose y pidiendo empleos que no existían o disminuían cada vez más. El ideal habría sido, tal vez, erradicar a los venezolanos de Venezuela, dejando allí una centena de millares de residentes subvencionados que podrían llevar una vida regalada. Como esto no era practicable entonces, sólo quedaba la alternativa del látigo, la cárcel y el terror para mantener sobre la miseria de los venezolanos la riqueza de las corporations más lucrativas del mundo. En este período de euforia económica y de opulencia para las compañías norteamericanas y para la oligarquía nacional, el pueblo venezolano alcanza los índices de hambre más terribles, con toda la secuela de enfermedades carenciales resultantes, de la morbilidad, de la mortalidad infantil y del analfabetismo. Lanzadas hacia las ciudades por el abandono de la explotación agrícola —ya que la tierra se había transformado en objeto de especulación, no importando lo que produjese— las masas de campesinos se hacinaron en conglomerados urbanos que contrastaban con las zonas residenciales antiguas como si fueran heridas cancerosas en las ciudades. Sin agua corriente, sin luz, sin saneamiento, sin alimentos, sin escuelas ni hospitales, vivía y moría bajo la vigilancia policial el “pueblo soberano”, en cuyo nombre se ejercía el poder, se elaboraban las leyes y se formalizaban nuevos contratos de concesiones. Las estadísticas económicas editadas entonces en papel brillante mostraban, sin embargo, que este pueblo tenía uno de los más altos patrones de vida del mundo, si éste se pudiera medir por la renta nacional per capita. Como Gómez era mortal, un día de 1935, a los 77 años, y después de más de un cuarto de siglo de dictadura, muere en su palacio. Los acólitos ocultaron todo lo posible el fallecimiento del “hechicero”, temerosos de las consecuencias de la divulgación de tal noticia. Pero, a pesar de las precauciones tomadas para contener al pueblo, cuando la misma fue conocida, estalló la rebelión popular extendiéndose e invadiéndolo todo como las aguas de una represa abierta. La multitud ganó las calles, poseída de un sentimiento incontenible de libertad. después de años de silencio y de terror, enfrentaba desarmada a las tropas represivas poniéndolas en fuga; improvisábanse manifestaciones, eran atacadas las residencias de los colaboradores de la dictadura matando a los que allí se encontraban; se incendiaban edificios de las compañías petroleras; se asaltaban las prisiones, liberándose a los presos políticos que habían logrado sobrevivir en ellas; se destruían los clubes y las casas de comercio de los extranjeros. Los empleados norteamericanos de los campos petrolíferos y sus familiares tuvieron que ser reunidos de prisa y llevados a los navíos cisterna anclados en la costa. Había caído “su” dictador y el pueblo venezolano, al fin libre, quería vengarse en ellos por los años de prisión, de miseria, de tortura. Mientras el pueblo en las calles daba cariz anárquico a su sentimiento de libertad, la oligarquía conspiraba eficazmente. Antes de que se calmaran los ánimos populares, ya se instalaba en el poder como Presidente, el propio Ministro de Guerra de Gómez, también su paisano de Táchira, con control sobre la maquinaria de represión. Poco a poco, la ola renovadora del pueblo fue contenida por las tropas en todas las regiones. Los movimientos populares se hicieron más disciplinados, y una vez más la oligarquía otorgó regalías en forma de garantías constitucionales de un nuevo régimen electoral y de libertad de organización sindical. también fueron llamados a participar en el gobierno algunos líderes exiliados como prueba de intención democratizante. En medio de todas estas maniobras, al llegar las anunciadas elecciones ascendió a la presidencia otro oficial gomecista, el general Medina, también tachirense. A pesar de sus antecedentes, el nuevo gobernante comprendió que ya no era posible contener la ola de las aspiraciones populares de libertad y progreso con la simple represión policial y apartándose de la derecha, asume actitudes democráticas y anuncia un ambicioso plan de desarrollo. Se afloja progresivamente el puño gubernamental, permitiéndose la organización de partidos de izquierda. Estos se polarizaron luego en dos grupos hostiles: los comunistas que apoyaban al gobierno por fidelidad a la orientación de sacrificarlo todo al esfuerzo de guerra antinazi, y los partidarios de Acción Democrática, conducidos por Rómulo Betancourt, que obtenía un apoyo popular cada vez mayor. La hazaña más notable de Medina fue lograr la revisión de los contratos con las empresas petroleras, imponiendo un sistema de fiftyfifty sobre las ganancias líquidas y exigiendo a las compañías la instalación de refinerías en territorio venezolano, por lo menos, para acabar con la vergüenza de que uno de los mayores productores mundiales de petróleo tuviera que importar los productos refinados de la vecina isla de Curagao. Naturalmente la solución fue arreglada, recibiendo las compañías como compensación, una prórroga de sus concesiones por 40 años más y nuevas áreas que elevaron su dominio de 4 millones 400 mil hectáreas a 9 millones 900 mil. así y todo este hecho se destaca puesto que durante décadas Venezuela sólo había obtenido como máximo el 17% de las utilidades debidas a su petróleo. Pero para las compañías representaba la consolidación de la legislación reguladora de la explotación, y la garantía expresa de que el gobierno desistía de cualquier acción judicial futura contra los abusos cometidos anteriormente. Armado de estos nuevos y cuantiosos recursos, que elevaron las rentas del petróleo de 78 a 254 millones de bolívares (1944), Medina preparaba la ejecución de un ambicioso programa de obras cuando fue derrocado por un golpe militar. Esta vez ingresaban en la palestra política jóvenes oficiales con mentalidad profesional, encabezados por Pérez Jiménez y C. D. Chalbaud, que dieron el golpe asociándose a los políticos reformistas. Sube entonces al poder una junta de gobierno presidida por Rómulo Betancourt e integrada por otros cuatro civiles y dos militares. Betancourt se preparaba desde su juventud, primero como dirigente estudiantil y después en el exilio y en la conspiración para la lucha contra la dictadura de Gómez y para el ejercicio del poder. Comenzando su carrera como comunista, se separó luego de ese partido para formar una izquierda nacional independiente. Su partido. Acción Democrática, se estructurará en el período de libertad política, propiciado por el gobierno de Medina, ganando el favor de la opinión pública, especialmente el de las clases medias y el de los obreros agremiados de las grandes empresas, por su programa de austeridad administrativa, de gobierno representativo, de reforma electoral y bienestar público. Simultáneamente gana la buena voluntad de Washington por ser el suyo un partido democrático capaz de disputar a los comunistas el apoyo de las masas y de orientar las reformas sociales en un sentido liberal y conciliador. Acción Democrática obtiene el poder antes de lo que esperaba, por obra de jóvenes oficiales que la convocan al gobierno después de derribar a Medina, pero permanecen como tutores del nuevo poder. Contando con los abultados recursos del acuerdo fifty-fifty, la junta gubernamental pudo lanzarse a un amplio programa de renovación nacional que prestigiaría muchísimo a Acción Democrática ante la opinión pública. Comienza por sanear el medio político, con la congelación de los bienes de 150 colaboradores de los antiguos gobiernos, para verificar lo que habían robado; reduce los salarios de los altos funcionarios; aumenta la recaudación de impuestos; crea órganos de planificación económica y de fomento de la producción. Instituye el Ministerio de Trabajo y reorganiza democráticamente los sindicatos. Se ocupa luego de las obras públicas, construyendo viviendas populares en la capital v en el interior, abriendo carreteras y sistemas de regadío, fomentando la mecanización de la agricultura, mejorando los servicios urbanos, promoviendo campañas de erradicación de la malaria, organizando la flota mercante nacional, y sobre todo ampliando y perfeccionando el sistema educativo primario, secundario y superior. Con miras a su consolidación política, Acción Democrática hostiliza decididamente a los comunistas, a los que señala como ineptos para la democracia y como agentes del poder soviético; simultáneamente, colma de atenciones a la oficialidad, aumentando los sueldos militares y asegurándoles diversos privilegios. Con todas estas credenciales. Acción Democrática concurre a las primeras elecciones directas realizadas en el país (1948) en las que votarían todos los venezolanos mayores de 18 años, presentando como candidato a la presidencia a Rómulo Galleaos, el más prestigioso intelectual venezolano. El pueblo consagra a este viejo combatiente demócrata con el 85% de los votos y expresa de esta manera, su deseo de que se mantenga y amplíe la política progresista y de orientación popular de la junta de gobierno, y de ver cumplida la reforma agraria, que constituyera el principal tema de la campaña electoral. Pero, pocos meses después sobreviene un golpe militar provocado por el mismo grupo de jóvenes oficiales que instituyera la Junta a pesar de la corte que le hacían Betancourt y Gallegos. Planeado en Washington, bajo la preocupación que la agitación democrática venezolana provocaba, el golpe se consumó en pocas horas sin suscitar resistencia alguna. No se produjo la huelga general obrera ni la revuelta de un millón de campesinos armados de machetes con que los líderes del gobierno reformista amenazaban a la oligarquía. Comportándose como “salvadores” que se proponían conducir a la nación a la prosperidad, el progreso y la libertad como una concesión graciosa, los dirigentes de Acción Democrática se vieron sacados del gobierno populista sin que el pueblo manifestase ninguna reacción ante la “pérdida” del poder que se ejercía en su nombre. Pérez Jiménez terminó erigiéndose dictador e impuso un régimen terrorista invocando el argumento de que el gobierno era incapaz de impedir la infiltración extremista que amenazaba las instituciones. Los Estados Unidos reconocieron incontinenti al nuevo régimen, cuyo titular sería condecorado un año más tarde por el propio Eisenhower con la más honrosa medalla norteamericana. Una vez más vencen las compañías petroleras librándose de la preocupación que representaba un régimen democrático que había asegurado al pueblo, inclusive a sus propios obreros, una participación activa en la vida política. Cumpliendo su función de instrumento de dominación extranjera, el nuevo régimen militar abroga la organización sindical libre sustituyéndola por un sindicalismo oficioso, y entrega a los grupos Rockefeller y Morgan prácticamente gratis, los yacimientos de hierro de Venezuela que pasarían a abastecer las grandes acerías norteamericanas. Vuelve Venezuela a la política de Gómez. además de las concesiones de yacimientos sin ningún beneficio a cambio, se asegura a las empresas extranjeras la explotación de la mano de obra nacional por medio de contratos de trabajo fijados por el propio gobierno, quien les garantiza por medio de la represión policial, el deseado ambiente de “tranquilidad social indispensable al trabajo productivo”. La dictadura de Pérez Jiménez —que se mantendría por diez años— restauró en todo el estilo de Gómez: censura a la prensa, persecución al movimiento estudiantil, terrorismo policial contra los obreros, contra las izquierdas y contra las manifestaciones de desesperación de los hambrientos y desocupados, su objetivo era —de acuerdo con sus propias expresiones— preparar el pueblo para gobernarse, despolitizando la nación y librándola del dominio de los demagogos y los comunistas. Otra característica del gobierno de Pérez Jiménez fue el faraonismo, observable en la exageración caricaturesca del gusto, propio de los gobiernos dictatoriales, por las obras suntuosas. Durante esta década Caracas se transfigura por efecto de la cantidad de edificaciones que iban desde hoteles ostentosos a lujosísimos clubes militares, escuelas y hospitales, todos ellos construidos en la capital. Esto insumía más de la mitad del fondo para los gastos públicos, pero se daba satisfacción a una minoría de privilegiados. Siguiendo las huellas de Gómez, acumuló una fortuna superior a los 250 millones de dólares, con la que consiguió huir del país al ser depuesto en 1958. Los desmanes de Pérez Jiménez llevaron a unirse contra la dictadura a todos los sectores políticos de Venezuela, inclusive a la Iglesia. Al final, hasta la oficialidad de las fuerzas armadas no comprometida en el esquema represivo se sumó a la lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez. Fue derribado por la unión de estas fuerzas bajo la conducción de una Junta Patriótica integrada por civiles, que desencadenó la huelga general y los pronunciamientos de grupos militares. Subió a la presidencia, en enero de 1959, el almirante Larrazábal quien procuró organizar el gobierno y hacer frente a los problemas nacionales, convocando a todos los sectores y restaurando el clima de libertad. En esta época Richard Nixon visita Venezuela, lo recibe una multitud indignada que desde el aeropuerto de Maiquetía hasta Caracas, lo agravia, apedrea y escupe. Otra muchedumbre lo aguarda más tarde junto a la tumba de Bolívar donde debía colocar la tradicional corona de flores, y le impide descender del automóvil. Eisenhower, encolerizado con el trato que recibe el vicepresidente, moviliza preventivamente tropas de paracaidistas y de infantes de marina de las bases de Puerto Rico y Trinidad; mas la firme actitud del almirante Larrazábal disuadió a los norteamericanos de cualquier tentativa de desembarco. Nixon prosiguió viaje, entonces rumbo a otros repudios menos enérgicos, ya que en ninguna otra nación latinoamericana es tan ostensible y profunda la dominación yanqui como en Venezuela. En las elecciones realizadas el mismo año, asume la presidencia Rómulo Betancourt. Regresaba al poder diez años después, no sólo envejecido, sino cambiado. Era otro hombre. Parece que hubiera logrado al fin convencer a los norteamericanos de que él y su grupo eran sus aliados ideales en este país. Retorna, pues, llevado por el voto popular que confiaba en el programa reformista de Acción Democrática, pero comprometido con los grupos empresariales y la oligarquía que lo había depuesto y a los que ahora cortejaba solícito como al verdadero poder, respecto al cual no podía estar desatento. De reformista, la Acción Democrática se convierte en patricial. Amargamente marcado por la experiencia del derrocamiento y de los diez años de exilio, haría todo lo posible, en adelante, por permanecer en el poder y cumplir el término de su mandato. Comenzó por proponerse competir con el prestigio de Fidel Castro, cuya figura revolucionaria entusiasmaba a las multitudes latinoamericanas. Se presentó entonces —y sería presentado en el exterior por la propaganda yanqui— como un Fidel democrático, como el campeón de la Alianza de Kennedy, como el reformador liberal. Luego de un siglo y medio de despotismo caudillesco, la Acción Democrática apareció como la encarnación de un movimiento nacional reformador, consagrado a la lucha por el desarrollo. Pero una vez consolidada en el poder reveló su verdadera cara: la de un patriciado tardío, capaz de actuar únicamente como agente de la dominación oligárquica imperialista. Elevado a la presidencia, el nuevo Betancourt se despoja de disfraces y trata de acallar con la censura, detener con la cárcel y el tormento, ahogar en sangre los movimientos de emancipación nacional que él mismo contribuyera a madurar y desencadenar. 2 A través de todas estas décadas de pronunciamientos militares y revoluciones, lo que siempre prevaleció en Venezuela ha sido un orden antipopular. Al principio caudillesco, pero nacional, se apropió del poder político al proclamar la república; luego, caudillesco cosmopolita cuando para enriquecerse y mantenerse en el poder, se hizo instrumento de contención del pueblo para imponer a Venezuela la explotación imperialista. Y finalmente, patricial y cosmopolita, se inició con el segundo gobierno de Betancourt (llevado al poder por jóvenes oficiales que permanecieron como sus tutores) y prosigue hasta hoy. Esta conjura se estableció desde la independencia por una natural división del trabajo entre la oligarquía latifundista, que sólo se interesaba por sus tierras y por el ganado —tanto vacuno como humano— que los habitaba y los militares que con sus asociados patricios aspiraban al poder político impulsados por idéntica aspiración: llegar a ser cafetaleros y ganaderos o, a través del poder, explotar la “hacienda” todavía más grande del erario público. Entonces, como ahora, el objetivo de los gobiernos caudillescos y patriciales era el mantenimiento del viejo orden oligárquico y la sumisión a los intereses extranjeros que garantizaban su predominio social fundado en la riqueza y el poder político, contra cualquier sublevación popular que los pusiera en peligro. Nacida de la oposición esencial de intereses entre el patriciado criollo y el peninsular, que se disputaban las oportunidades económicas, los puestos y honores, la República se estructura como un mecanismo de perturbación de privilegios. Los pocos millares de grandes propietarios de entonces, no pudiendo, obviamente, imponerse a la nación dentro de un orden democrático que admitiese el debate de los fundamentos mismos del régimen, exigía la presencia dominadora del poder militar para hacer prevalecer su voluntad y mantener el sometimiento del pueblo. Este orden se haría necesario sobre todo en las décadas siguientes a la independencia, cuando los movimientos populares, desatados por los propios grupos oligárquicos en conflicto y motivados por ideales distributivos, ponía el sistema en inminente peligro. Los militares cumplieron su papel de sojuzgadores, pero se hicieron pagar por él, ingresando con sus familias en el grupo dominante. Este podía agrandarse —dentro de ciertos límites— por la ampliación del área de explotación agrícola y ganadera, y por el simultáneo crecimiento de la mano de obra para las tareas productivas. Tal sistema tenía la ventaja de permitir que la población, en continuo crecimiento, encontrara ocupación en las nuevas unidades de explotación pastoril y agrícola de las fronteras económicas que se fueran abriendo en tierras vírgenes. Cuando la abolición de la esclavitud alteró las relaciones de trabajo, pequeñas innovaciones posibilitaron la integración del negro liberto a la masa de gente libre, disciplinándolo en la condición de arrendatario, por la circunstancia ineludible de trabajar para un patrón como condición de supervivencia. ¿Qué hacer, entonces, después de agotadas estas posibilidades de ampliación de la estructura social, por la extensión del área de explotación y, sobre todo, cuando la implantación de un enclave económico de alto poder dinámico, como la producción de petróleo, conduciría a la crisis de todo el sistema? El dilema que desde los primeros años de vida nacional presenta la oposición entre el proyecto reordenador y radical de las luchas populares irredentistas y el objetivo de emancipación política como proyecto propio de la oligarquía y el patriciado criollo, se vuelve a emerger en la forma más cruda para el pueblo venezolano. La única alternativa para la clase dominante pasa a ser entonces, aún más nítidamente, el mantenimiento del statu quo a través de la represión y del terror, ante la convicción profunda de que cualquier liberalidad para con el pueblo representaría, fatalmente, su erradicación del cuadro político nacional. 4. LA VIDRIERA YANQUI En este panorama la industria extractiva del petróleo surgió como un nuevo negocio que generaría rentas aduaneras y propinas, capaces de permitirle al sistema continuar operando, una vez alcanzados los límites de expansión de la clase oligárquica, a través de la apertura de nuevas áreas. Exigiendo una solicitud aun mayor del poder público para amparar los intereses extranjeros y mantener la disciplina y la paz social indispensables para su trabajo, este nuevo sector se hizo corruptor y derechista desde los primeros momentos. Al final se revelaría como el negocio más rendidor de la nación, aunque demasiado complejo para que los nativos se ocupasen de él. Por lo tanto, la explotación petrolera generaría, además de impuestos y propinas, otros productos que a poco alterarían la estructura social arcaica. Daría lugar a la formación de categorías sociales nuevas, integradas algunas al sistema productivo como su masa de obreros y empleados, y otras a la cohorte de dependientes urbanos requeridos para las funciones del Estado, del comercio y de los servicios enormemente ampliados, al margen de la vasta masa urbana marginada. Simultáneamente se amplía la lista de importaciones gracias a la franquicia de recursos en monedas fuertes que permitiría generalizar el uso de manufacturas industriales. De este modo se liquida la producción artesanal de consumo popular, desplazando a más personas del sistema productivo. La economía de producción petrolera contribuye además a la paralización del sistema de explotación agrícola, limitado en su capacidad de renovación tecnológica y congelado estructuralmente por el régimen de la propiedad, que alcanza el punto de saturación de la mano de obra que podía absorber. Estos procesos produjeron el desplazamiento hacia las ciudades de masas cada vez más grandes que se arrancaban al campo donde resultaban ya innecesarias al sistema productivo. El sistema todo se vuelve incapaz de integrar en la economía y en la sociedad esta creciente población que, puesto que no se podía llevarla al matadero como el ganado, ni exportarla como el petróleo, era arrojada a la miseria y al desengaño. El crecimiento de estos contingentes exigiría nuevas adecuaciones en el aparato de represión, único recurso disponible para aquietar su desesperación, y esto aumentaría todavía más el peso de las fuerzas armadas encargadas de esta tarea. La clase dominante venezolana actual está constituida por dos sectores mutuamente complementarios: el de los latifundistas y grandes propietarios urbanos, y el patriciado integrado por las altas jerarquías castrenses, políticas y eclesiásticas. Compone el cuadro dominante un estrato nuevo designado impropiamente como burguesía nacional. Tal es el patronato burocrático, producto de la industrialización sustitutiva financiada por el Estado mediante los programas de “sembrar industrias” por el país. Su propio origen artificioso y sobre todo ambivalente, porque se ba creado por la adopción de recursos públicos aunque la motivaba una ideología privativista falsamente libreempresista, no le permite una posición independiente en la vida política nacional. Por esto mismo prácticamente se confunde con la burguesía gerencial, integrada principalmente por extranjeros, que administra los grandes intereses empresariales del petróleo y del hierro. Los primeros conforman un grupo protegido por el patriciado político: los últimos son administradores escrupulosamente seleccionados, adiestrados y vigilados por sus patrones para que cuiden su dinero y cuya característica esencial es la fidelidad al sistema que les permite ascender socialmente y, en consecuencia, la adhesión irrestricta al libre empresismo. El privatismo del patronato burocrático es la mejor expresión de la enajenación ideológica del subdesarrollo venezolano que, en nombre de la excelencia de la gestión privada comparada con la estatal, se permite donar bienes públicos a algunos privilegiados escogidos por su servilismo o por sus vinculaciones políticas, enriqueciéndolos con lo que es de la nación. Una vez impuesta esta ideología oficialista, aun cuando el Estado se ve en la contingencia de organizar empresas públicas en aquellos sectores en que resulta imposible atraer la participación privada, lo hace como medida provisoria, declarando su disposición de enajenar esa inversión a la primera oportunidad. De esta manera, el patronato burocrático se identifica con la burguesía gerencial y ambos con el patriciado político de los poderosos directores de servicios públicos y de órganos financieros y productores del Estado, en un complot antinacional de apoyo a la explotación extranjera y de mantenimiento de la oligarquía latifundista. A esta categoría, en la composición del cuadro de la clase dominante en Venezuela, se agregan otras, diferenciadas por sus funciones pero unificadas por su actitud antinacional. Tales son la cohorte de abogados administrativos y tecnócratas que actúan como intermediarios entre las empresas privadas y los órganos del poder público; los políticos populistas que cifran sus aspiraciones de poder y de riqueza en la esperanza de alzarse en la cresta de los movimientos populares. Y además la clase media de burócratas, profesionales liberales, medianos y pequeños propietarios, funcionarios y empleados, también beneficiados por el sistema de explotación. Estos, mientras cursan la universidad, se permiten una actividad política libre, inducida por el inconformismo al atraso y la pobreza a que el sistema condena a la mayoría de los venezolanos. Pero una vez recibidos se adecúan en sus funciones sociales y a los papeles correspondientes de fieles sostenedores del régimen. El pueblo se dicotomiza, en la ciudad y en el campo, en dos estratos profundamente diferenciados. Uno, integrado en el sistema productivo; el otro, marginado de él. El primero está formado por la parte irrisoria de los que consiguen emplearse en las grandes empresas, donde perciben salarios relativamente altos y gozan de ventajas. Estos ya hicieron su propia “revolución” por el aumento logrado en sus ganancias, en comparación con la masa. Los caracteriza el temor de verse arrojados de nuevo a la fosa común de la masa desocupada. A éstos se suma, en calidad de desheredado, un contingente mucho más numeroso, también urbano, de trabajadores eventuales o semiocupados de medianas y pequeñas empresa de servicios. A este primer estrato, corresponde en la economía agrícola, la masa de trabajadores rurales, tanto los estables encadenados al latifundio, como los eventuales que únicamente trabajan estacionalmente en las cosechas de café o de cacao, en el corte de la caña, en la “caza” del ganado salvaje y en las tareas por el estilo. El segundo estrato está compuesto por los expulsados de las haciendas que no consiguen establecerse como conuqueros —arrendatarios de parcelas ínfimas de los latifundios—, y se concentran en los baldíos rurales de donde se marchan a los alrededores de las ciudades, principalmente a Caracas. Aquí son acorralados en las más miserables condiciones de vida, trabajando eventualmente en changas, y sobreviviendo casi por milagro. Este contingente marginal a la economía y a la sociedad, por ser analfabeto, desnutrido, carente de trabajo y de preparación para la vida urbana, es el producto principal de un sistema económico exógeno, incapaz de asegurar ocupación a esta masa puesto que no se ha organizado para servir al pueblo venezolano sino a una estrecha capa privilegiada. Toda la industria petrolera, que produce el 15% del consumo mundial, ocupa solamente 35.000 obreros. Considérese también que este número disminuye cada vez más, a pesar del aumento de la producción, por efecto de la tecnificación del proceso extractivo y de los servicios auxiliares. Los salarios aunque altos en relación a los locales, se estratifican nítidamente de acuerdo con la nacionalidad, siendo mucho mayores los asignados a los extranjeros. Es así que de 1.629 trabajadores que percibían más de 4.000 bolívares, apenas 314 eran venezolanos. Esto ocurre no sólo porque algunas funciones exigen mayor calificación sino porque la orientación empresarial tiende a vedar a los venezolanos el dominio de las técnicas de procesamiento requeridas, para que así el país no pueda jamás hacerse cargo de las empresas por falta de personal técnico. La explotación petrolera proporciona el 60% de las rentas del estado venezolano, soportando prácticamente ella sola el costo de las importaciones nacionales. Afecta negativamente a la economía, sin embargo, por la cantidad de importaciones que exige y, sobre todo, por la introducción de un nivel de consumo ostentoso que absorbe todas las rentas, llevando al país a un déficit de divisas que viene siendo cubierto con empréstitos extranjeros. Venezuela exporta anualmente 1.500 millones de dólares de petróleo, principalmente para el mercado norteamericano, pero importa anualmente 1.000 millones de dólares de automóviles, heladeras, máquinas, materiales para la industria y de construcción, alimentos, etcétera, por lo que constituye el mejor cliente de los Estados Unidos. Y además paga 500 millones de dólares anuales por amortización de empréstitos, subvenciones de transportes, seguros, royalties y asistencia técnica. Resulta, por lo tanto, una economía altamente rendidora para el inversor extranjero, pero extorsiva para el pueblo venezolano, cuyo gobierno se ve obligado a comparecer frecuentemente ante los banqueros internacionales como cliente impuntual, para solicitar de continuo nuevos empréstitos a fin de pagar los vencidos. En los últimos años el desequilibrio de la balanza de pagos fue cubierto especialmente mediante la venta de nuevas concesiones a las mismas empresas, a pesar de que las reservas existentes fueran apenas suficientes para unos 18 años de producción al ritmo de 1959, que posteriormente se vio aumentado. Un especialista norteamericano hace el siguiente balance de la economía venezolana en este sector: “en el año 1957 las rentas del gobierno provenientes del petróleo sumaron: 1.230 millones de dólares, una gran parte de los cuales fueron el producto de la venta de nuevas concesiones, mientras los beneficios líquidos de las empresas fueron de 829 millones en ese mismo año. La inversión líquida de estas empresas a fines de 1957 llegaría a 2.578 millones de dólares, de manera que el rendimiento sobre el capital invertido era del 32,5%”. (E.Lieuwen, 1964: 143). Los economistas venezolanos agregan una tercera parte a esta evaluación: de las ganancias que salen del país, debida al pago de transportes, seguros y derechos, así como a los manejos contables de las empresas petroleras. El Banco Central de Venezuela demostró, por ejemplo, que estas empresas amortizaban, sólo con las utilidades líquidas logradas en el año 1954, todas las inversiones realizadas hasta aquel año. Aún más escandalosa es la situación del monopolio de las explotaciones de minerales de hierro por empresas norteamericanas. En este caso, como ocurre con el petróleo, los yanquis prefieren dejar sus enormes yacimientos como reserva, y explotar los recursos naturales venezolanos. Dos son las razones: primero, y en cuanto al petróleo, porque cada pozo de Venezuela tiene un rendimiento 15 veces superior al suyo, y en cuanto al hierro, por su concentración metálica mucho más alta; segundo, porque provisoriamente consideran que es mejor conservar sus riquezas naturales para utilización futura, al menos mientras haya pueblos saqueables en el mundo. A fin de facilitar la explotación, el gobierno venezolano no sólo concedió casi gratuitamente yacimientos calculados después en más de 10.000 millones de dólares, sino que además instaló centrales eléctricas más costosas que todo lo invertido en la minería del hierro. La explotación de los inmensos filones venezolanos data de pocos años, pero creció vertiginosamente de 199.000 toneladas en 1950 a 17 millones de toneladas en 1959. Todo este mineral es extraído a cielo abierto, con las técnicas más modernas, y emplea tan sólo 4.000 trabajadores venezolanos. El transporte se efectúa por ferrocarriles y barcos propios directamente hacia las siderúrgicas de la Bethlehem Steel (Rockefeller) y de United States Steel (Morgan). De 1950 a 1962 se explotaron por esta vía 126 millones de toneladas métricas de mineral de hierro, cuyo valor se aproxima a los 1.000 millones de dólares, más de la mitad de los cuales quedaron en Norteamérica, retornando el resto para aplicarse a inversiones, al pago de salarios y de impuestos. Estos llegan a ser ridículos, pues apenas alcanzan anualmente aproximadamente a 85 millones de bolívares, lo que significa menos de la mitad del rendimiento de los impuestos al tabaco. La subfacturación fraudulenta de esta exportación —cotizada a 8,17 dólares por tonelada, cuando los precios internacionales eran de 19,53— se puso en evidencia cuando se comprobó que los norteamericanos cobraban más por tonelada de mineral de hierro a los buques japoneses por el peaje en el Canal de Panamá, que lo que registraban como valor de exportación para el gobierno venezolano. En estas circunstancias se calcula que el rendimiento obtenido en este sector por los monopolios norteamericanos cubre anualmente a partir de 1957, la mitad de sus inversiones. Las dos industrias extractivas absorben el 90% de las inversiones extranjeras —5.400 millones de dólares— pero emplean menos de 35.000 trabajadores venezolanos, o sea el 1,8% de la población activa, significando, sin embargo, el 96,7% del valor de las exportaciones nacionales. La industria sustitutiva local de textiles, alimentos y bebidas, cemento, acero, goma y otros productos, ocupa 300.000 obreros, el 17% de la población activa. Esta industria es casi exclusivamente producto de inversiones estatales, aunque puestas en manos privadas debido a la enajenación de los recursos públicos a ellas aplicados por medio de financiamientos de favor y de otras regalías. A los sectores manufactureros destinados a producir artículos de consumo general se agregaron en los últimos años sistemas de producción de energía hidroeléctrica, de transportes, almacenamiento, frigoríficos, molinos, una planta siderúrgica y un ensayo en petroquímica, que comienzan a sentar las bases de la autonomía en el desarrollo industrial venezolano. Pero la mentalidad libreempresista que impregna todos los órganos del estado amenaza enajenar también estos intentos, con lo que se perderían las posibilidades que ellos suponen de retener dentro del país algunos centros de decisión relativos al desarrollo nacional. La agricultura de productos tropicales, café y cacao, a pesar de significar apenas un 3,3% del valor de las exportaciones, ocupa decenas de veces más mano de obra que la extracción de mineral. sólo las doce usinas principales de azúcar dan mayores oportunidades de trabajo que toda la gran industria extractiva. La característica esencial de la industria venezolana es su alto costo operativo, que importa para el pueblo una elevación del costo de la vida, y para su economía, un subido costo de producción, sostenido únicamente mediante la protección aduanera cada vez más onerosa. Todo esto es consecuencia del carácter subsidiario de la economía nacional de subsistencia en relación con la economía de exportación. Tal es la economía exógena de Venezuela y la sociedad que ella generó, marcada por la ordenación social más discriminatoria y antipopular, inspirada originariamente en los intereses de la vieja oligarquía, modificada únicamente para admitir y facilitar la explotación extranjera. En ella, es obvio, lucran el empresario extranjero y sus asociados locales, pero no cumple ningún papel el pueblo venezolano, que se obstina en crecer inútil, causando disgustos y sinsabores a los dueños del país, compelidos a inventar artificiosos mecanismos distributivos que lo ocupen de algún modo, así como peligrosos sistemas represivos que un día pueden acarrear su propia ruina. después de la guerra, Venezuela, que nunca fue país de inmigración, recibió considerables contingentes europeos, calculados en medio millón de personas, compuestos principalmente por refugiados. Fueron atraídos por sucesivos gobiernos preocupados en “mejorar la raza” y en construir una sociedad nueva. Para un país en el que sobra gente, esta política migratoria, aparte de ser onerosísima, representa la más odiosa discriminación contra el pueblo venezolano, que ve así escapar sus mejores oportunidades de trabajo por una competencia artificialmente atraída ante todo por motivaciones racistas. El sistema entero no tiene futuro, porque los venezolanos exceden ya los nueve millones, y a pesar de la miseria —o como consecuencia de ella—, aumentan al ritmo a una tasa del 3,66 por año, concentrándose principalmente en las ciudades cuya población se duplica cada diez años. A pesar de estar marginados, no están ciegos frente al hecho de que su miseria es altamente rendidora para el gran mundo de los ricos. Y fatalmente madurarán para imponer un día una reformulación del orden social de manera que también ellos tengan un lugar al sol. La reforma agraria, debatida como el gran tema nacional de los últimos diez años, ya ha dado conciencia al campesino de sus derechos a la tierra en que trabaja, y en consecuencia, del carácter abusivo de la explotación a la que está sometida, y aun de la inquietud que representa el atropello de poseer la tierra para no usarla ni dejar que otros la utilicen. A la actual especulación inmobiliaria que denominan “reforma agraria” — y en mérito a la cual se pagan precios tan elevados pollas tierras “expropiadas” que los latifundistas acuden ávidos a los organismos gubernamentales suplicando les sean expropiadas las tierras— seguirá un día una verdadera reforma agraria, que asegure la tierra a quien la trabaja y que erradique la oligarquía latifundista del panorama social venezolano. Una reversión de las fuerzas armadas a una posición nacionalista autónoma respecto a la oligarquía y frente a la explotación imperialista, que pareció anunciarse en la acción del gobierno Medina y de los jóvenes oficiales que lo sucedieron en el poder, movidos por los ideales democráticos de los últimos años de la guerra mundial, abortó lamentablemente. Ya entonces, la coyuntura internacional en que coexistían potencias imperialistas en disputa, lo que había permitido a algunas autocracias militares ejercer el papel de fuerzas emancipadoras, había sido sustituida por la hegemonía de los Estados Unidos como superpotencia imperialista. En la frustración de esta tentativa tuvo un papel decisivo la yanquización del ejército, lograda por las misiones militares de adoctrinamiento para la guerra fría, a fin de orientar subterráneamente las fuerzas armadas venezolanas al nuevo papel de sostenedores de un orden mundial, estructurado de acuerdo con los designios y los intereses norteamericanos. La implantación en 1958 de un régimen democrático (a partir de elecciones libres de las que participó toda la población adulta y que eligió para puestos gubernamentales a liderazgos de la oposición que habían sufrido años de cárcel y de exilio) fue saludada por los venezolanos como la conquista, al final alcanzada, del requisito esencial para superar las deformaciones acumuladas en décadas de despotismo y para vencer el subdesarrollo. Poco duraron, sin embargo, las esperanzas suscitadas. Pronto se verificó que los nuevos líderes eran nada más que un neopatriciado de políticos profesionales. Como tal, incapaz de promover las reformas estructurales que antes proclamaba indispensables por no tener condiciones de enfrentar el patronato rural y urbano; inepto para poner fin a la expoliación extranjera por haberse comprometido a defender los intereses norteamericanos como condición de acceso al poder; y desinteresado en frenar la corrupción y el favoritismo, porque los recursos públicos eran la principal fuente de soborno y enriquecimiento de sus clientelas, tal como fuera antes para las dictaduras militares. La decepción se arrastró a todos los círculos, minando las bases de sostén ideológico del nuevo régimen, entre la intelectualidad, el estudiantado y más tarde, entre los obreros sindicalizados. Ese reflujo tiene lugar justamente cuando la revolución cubana, al fijar un nuevo camino de superación del atraso para los latinoamericanos, desafía tanto a la izquierda cuanto a la derecha venezolana a nuevas opciones. Es decir, desafía a la izquierda a abandonar la política y entregarse a la lucha insurreccional para la conquista del poder. Y desafía a la derecha a demostrar que podía lograr el desarrollo a través de un esfuerzo realizado de los cuadros institucionales. Los Estados Unidos, a su vez, estaban vivamente interesados en la emulación entre el modelo venezolano y el cubano de desarrollo. Estimulando a Rómulo Betancourt a hacerse el líder de la Alianza para el Progreso y el anti-Fidel latinoamericano, fijarían el camino apropiado de desarrollo para el área donde concentran sus mayores inversiones. En medio de esta pugna internacional, las diversas corrientes ideológicas reunidas en la Acción Democrática ahora en el poder, entraron en conflicto. La facción más nacionalista acabó saliendo del partido gubernamental para constituir un nuevo partido: el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). La mayoría de la AD fue tomando posiciones cada vez más derechistas hasta confundirse con sus antiguos antagonistas que pasaron a encararla como una nueva élite política, más eficaz y digna de confianza que las dictaduras que la antecedieron. En 1961 estalla un movimiento insurreccional, primero por medio de sediciones militares, después de guerrillas urbanas y rurales, que conflagró el país hasta 1964. Fueron las luchas más cruentas y más generalizadas en la década del 60 en toda América Latina. Y también las únicas que unificaron todas las facciones de izquierda en un frente nacional de liberación y que contaron con amplio apoyo de los sectores intermedios y de las capas populares. Con todo, el intento fracasó en razón de la dificultad de reproducir el modelo cubano de desencadenamiento de la revolución social a partir de focos guerrilleros; debido a la riqueza del Estado venezolano que pudo soportar años de guerra sin entrar en crisis; de la ayuda de Norteamérica tanto material como técnica en la organización y adiestramiento de cuerpos antiguerrilleros en las Fuerzas Armadas y de órganos policiales de represión antisubversiva, y de la sagacidad de las élites patriciales. Estas, preservando un simulacro de régimen representativo conjugado con un mecanismo de represión feroz, contuvieron las guerrillas al mismo tiempo en que despertaron en al mayoría de la población un ansia de paz a cualquier costo. Aislados de sus bases populares de apoyo, los focos combatientes fueron derrotados seguidas veces, teniendo finalmente que retroceder. En este paso se rompe la unidad de las izquierdas y tiene inicio en Venezuela la principal polémica latinoamericana sobre los caminos de la revolución. De un lado se sitúan principalmente los comunistas, reclamando la necesidad de una pacificación para reorganizar las fuerzas revolucionarias y el imperativo de retomar el contacto con la población mediante mecanismos institucionales, tanto políticos como sindicales. Del lado opuesto, los grupos radicales, polarizados en torno de algunos comandantes guerrilleros que sobrevivían, reclamaban el proseguimiento de la lucha, aunque no tuviesen cualquier esperanza de conquistar el poder. La guerrilla se había convertido, de hecho, en una forma de protesta en que la izquierda más extremada afirmaba sus convicciones mientras esperaba que se definiese una nueva estrategia revolucionaria. La revolución venezolana entra, así, en colapso. Al mismo tiempo prosigue aceleradamente la modernización refleja de la economía y de la sociedad venezolana a través de los mecanismos de la industrialización recolonizadora. Las filiales de las grandes empresas multinacionales, principalmente norteamericanas, pasan a producir en el país toda especie de artículos de consumo; las ciudades crecen, multiplicando las edificaciones suntuosas que dan la impresión de un extraordinario surto de progreso. Sin embargo, el carácter irreductiblemente dependiente de la nueva economía desnaturaliza la misma industrialización y la tecnificación de los demás sectores productivos, transformándolos en otros tantos mecanismos de ahondamiento de los vínculos externos y de la expoliación neocolonial. En esta coyuntura, vuelve a colocarse de forma aún más aguda la vieja problemática de una economía prodigiosamente lucrativa para los inversionistas extranjeros y sus asociados locales, pero de una prosperidad no generalizadle a la totalidad de la población. Los altos índices de incremento demográfico —más elevados que el ritmo de crecimiento económico— hacen que, para más allá de las áreas suntuariamente urbanizadas, las ciudades crezcan intensamente gracias a la multiplicación de manchas de caseríos y callampas; y que el contingente marginalizado —porque no llega a integrarse en la fuerza de trabajo regular— aumente más aceleradamente que las capas incorporadas a la nueva economía reflejamente modernizada. Para la minoría privilegiada, los marginados son una “superpoblación”, un excedente de mano de obra que ella busca eliminar progresivamente a través de programas de contención de la natalidad subsidiados por el gobierno norteamericano. Con todo, como esa periferia de marginados (ahora concentrada en la orilla de las ciudades y propensa a aspirar a niveles de consumo de los sectores integrados) crece cada vez más, 3 la tendencia es que pase a ser vista no apenas como una gente miserable que sólo aspira a empleos regulares, sino como una amenaza al propio sistema, porque éste no es capaz de absorberla en la fuerza de trabajo nacional. De esta forma, un incremento demográfico que, en relación al tamaño y a las potencialidades de Venezuela y a su bajo índice de ocupación del propio territorio sería altamente bienvenido, pasa a ser percibido como catastrófico porque es incompatible con la mantención de la ordenación socioeconómica vigente. En consecuencia, las élites venezolanas se ven ante el dilema de optar entre dos alternativas. Primero, salvaguardar el orden vigente, pasando de la práctica de una programación familiar consentida al control compulsorio de la natalidad; vale decir, llegando al extremo del genocidio. Segundo, romper las constricciones inherentes al sistema para dejar que el pueblo venezolano crezca normalmente y realice sus inmensas potencialidades. Cada grupo de intereses, cada corriente ideológica con capacidad de ejercer alguna influencia en la vida nacional ya hizo su opción. Los ideólogos de los privilegiados del sistema que buscan preservarlo a cualquier costo, ven en el ahondamiento de la dependencia y en la autocontención del incremento demográfico la solución que les conviene. Esa solución conducirá, en el límite extremo de sus virtualidades, a la “puertorriquezación” de Venezuela. Los sectores más lúcidos y sensibles a su identificación nacional se van compenetrando de que la preservación de Venezuela para sí misma y la realización de las potencialidades de su pueblo, al no poder efectivarse dentro del sistema vigente y bajo las constricciones de la dependencia, sólo se concretará a través de una ruptura de carácter revolucionario y socialista. 5. LA FUNCION SOCIAL DE LA VIOLENCIA El mantenimiento de este orden social oligárquico en combinación con socios extranjeros sólo se logra, en Colombia, mediante el desencadenamiento de la violencia más salvaje y sanguinaria. Aun en un área convulsionada como es América Latina, en la que la miseria y el atraso de las masas y la enajenación de las élites determinan una permanente inestabilidad institucional y crisis periódicas de represión, la violencia colombiana se destaca como una disfunsión social aterradora. Según Diego Montaña Cuellar (1963: 27), de 1830 a 1903 ocurrieron en Colombia veintinueve alteraciones constitucionales, nueve grandes guerras civiles nacionales y catorce locales, dos guerras con el Ecuador, tres cuartelazos y una conspiración fracasada. En cada una de estas convulsiones, los vencidos quedaban a merced de los vencedores, sufrían la confiscación de sus bienes, y se los obligaba a trasladarse con sus familias en busca de refugio. Estas violencias han generado una herencia de odios y resentimientos, un espíritu de revancha que, al pasar de generación en generación, agrava cada vez más un ambiente ya tenso por las oposiciones de intereses, por la explotación y la revuelta. Todos estos conflictos, sin embargo, fueron simples preámbulos al desencadenamiento de la violencia más desenfrenada que continuaría. La primera de estas grandes explosiones estalló en 1903; trabada nominalmente entre liberales y conservadores, se extendió durante mil días de horror que costaron la vida a cien mil colombianos. Estos dos partidos nacionales defendieron, en distintos momentos, las mismas posiciones en lo referente a las cuestiones puestas en tela de juicio en el ámbito de la política nacional. Siempre mantuvieron un sólido acuerdo respecto al mantenimiento de los privilegios oligárquicos, en torno a los cuales se unieron sistemáticamente cada vez que se produjo el surgimiento de una amenaza real de reforma. Son todavía las más diferenciadas, las más importantes y también las más siniestras instituciones nacionales. Un colombiano nace liberal o conservador, sea rico o pobre. Un número extraordinariamente grande de colombianos muere de manera efectiva, real y sangrienta por su filiación partidaria, o al menos, en razón de ella es despojado de sus bienes, desterrado, apaleado y humillado. Y esto no ocurre con los dueños de estas organizaciones que en ellas ponen más su afán de hacer carrera que su partidismo, sino con la gente más humilde de Colombia, movida por su identificación político-partidaria que polariza todas sus lealtades y la orienta hacia los torcidos caminos de la violencia. Estas luchas cumplen, no obstante, la función social de desviar la atención del pueblo de sus verdaderos verdugos y explotadores hacia tales fantasmagorías. Sacudiendo la herencia de odio y resentimiento que vibra en cada uno, por los parientes y amigos decapitados, mutilados, violados, destripados, desollados, estropeados, por uno u otro bando, las olas de violencia se suceden agravando cada vez más el problema. Esta situación ha alcanzado tal gravedad que afecta incluso a la solidaridad nacional, haciendo más fuerte la identificación con una parte de la nación, que la lealtad al todo, minando profundamente los vínculos más elementales de convivencia humana, embruteciendo el carácter por la familiarización con la violencia y por la internalización masiva del espíritu de venganza. Lo más siniestro de la violencia colombiana es que no se trata de un fenómeno de transición entre un cuerpo de valores tradicionales que desaparece y uno nuevo que emerge, todavía indefinido y por eso incapaz de motivar y disciplinar la conducta social. Se trata de un mecanismo regular, por así decirlo, normal, de una función social ejercida por las instituciones políticas, que en lugar de contribuir a la superación de las formas estructurales que le dan origen, sólo contribuye a perpetuarlas. Transiciones históricosociales más profundas, como las que tantos pueblos sufrieron al pasar de la condición colonial a la nacional, de la sociedad esclavista a la feudal y de ésta a la capitalista, o la de esta última al socialismo, no asumieron jamás el carácter de irrupción crónica de violencia que vemos en Colombia. Todos estos casos eran nítidamente disociativos, pero también autocorrectivos porque contribuían a erradicar un orden e implantar otro. Aquí, por lo contrario, las instituciones militares y políticas se sumergen en la violencia como mecanismo de perpetuación del orden social global. Parece representar un papel decisivo en este proceso la naturaleza misma de la ciase dominante colombiana, fruto de su formación histórica. Ella surge con la Conquista, en la cual el español se arroja sobre los pueblos indígenas como un flagelo, sin identificarse jamás con la masa vasalla o esclava puesta al servicio de su codicia. Emergiendo de la pobreza y de la opresión colonial, se vio precisada a reclutar al pueblo para las luchas de emancipación, pero lo mantuvo luego bajo el mismo régimen de explotación. más tarde, enriquecida, se levantó sobre ese mismo pueblo por sus intereses económicos, para convertirse en el agente nativo de los explotadores extranjeros. Frente a la usurpación de la provincia de Panamá no consiguió reaccionar, cayendo por ello en un complejo de culpa. Es también sintomática la manifiesta animosidad de la oligarquía por el examen del propio problema de la violencia. Esta abstención revela el temor de la oligarquía a poner al desnudo su papel conductor en el establecimiento de la violencia y el carácter de ésta como mecanismo despolarizador de las luchas sociales. De todas estas formas seculares de explotación y deformación con que el pueblo colombiano fue castigado desde la Conquista por todos los que medraron y se enriquecieron con su miseria, la violencia es la más dañina. Se instaló en cada corazón como una enfermedad. Contamina cada hogar integrando a todos en una herencia de odio e induciendo a todos a la exaltación de los criminales del bando propio. Esta herencia maldita que fustiga a los colombianos, es sin embargo una de las piezas fundamentales del dispositivo de sustentación del dominio oligárquico. Seguramente sólo podrá ser erradicada con una renovación estructural profunda que suprima toda la clase dominante, haciendo nacer otra dirección nacional. Esta reestructuración social, no obstante, tiene como básico requisito previo la capacidad de polarizar el propio fervor combativo que hoy divide a los colombianos en luchas de bandos fratricidas, para unificarlos en torno a objetivos revolucionarios comunes: la superación del atraso y la miseria que son también las causas de la violencia. 4 La década de 1946 a 1956 ilustra cómo un período de euforia económica para las clases dominantes, en el que éstas se enriquecieron aun más, puede coincidir con la más terrible ola de violencia contra el pueblo. En todo este período, a causa de la inflación, de las ganancias extraordinarias, de la disminución de los salarios debido a la carestía, y de la absorción por el erario público de los deterioros que la especulación provocada en la balanza de pagos, los ricos se volvieron más ricos, las corporaciones financieras e industriales crecieron y se concentraron, el latifundio se expandió y el imperialismo consolidó más aun su dominio en Colombia. En el mismo período, las huelgas por aumentos de salarios y los movimientos reivindicativos de los campesinos sin tierra, las tentativas de quebrar el cuadro bipartidario de dominación política, fueron reprimidos con la mayor violencia y salvajismo. Se calcula que en el decurso de esa década de grandes ganancias y de sangre y terror, más de trescientos mil colombianos perdieron la vida. Una primera fase —por así decir, preparatoria— comenzó con la ascensión del conservador Ospina Pérez a la presidencia, desencadenándose una ola de terror contra el pueblo, especialmente contra los campesinos, bajo el pretexto de tomar represalia por las violencias cometidas por los liberales en 1930, cuando una rebelión armada de los conservadores fue duramente reprimida. En verdad, lo que se buscaba era dar seguridad a los régulos locales a fin de imponer a sangre y fuego el dominio del partido del gobierno, pagándose su devoción partidaria con las tierras de millares de campesinos desalojados de sus granjas y con los bienes de los pequeños comerciantes despojados. Para ejecutar este programa de “homogeneización política” se crearon en 1947 las cofradías terroristas de los Pagaros, bandas organizadas por líderes conservadores adiestrados por falangistas para actuar como un siniestro Ku Klux Klan nativo. Actuando siempre junto a la policía, acudían a los municipios al llamado de los jefezuelos locales aterrorizando a los campesinos del partido liberal, con el fin de cambiar la composición política local. Y efectivamente, al provocar éxodos masivos, lo lograban; pero, más allá de los objetivos políticos de sus amos, cumplían sus propios designios mediante el ejercicio sádico de la violencia y el saqueo. Pagaros y policías causaron, así, verdaderos genocidios, asesinando en muchas ocasiones más de un centenar de personas en una noche. El terror se derramó por el país, asolado por el bandidaje oficial y oficioso. En el campo, contra los campesinos pobres; en las ciudades, contra los obreros que osaban ir a la huelga, contra los intelectuales y los estudiantes que protestaban y desenmascaraban los intereses motivadores de la violencia. Surge entonces Jorge Eliécer Gaitán, líder populista dotado de extraordinaria capacidad de comunicación con la masa. Era un nuevo Galán letrado y ciudadano, abogado brillante que se hizo orador popular y líder político. Su prestigio crecía día a día, y con él la amenaza de poner en jaque la dominación patricia una vez que se negara a identificarse con los liberales o con los conservadores, convocando al pueblo a un gaitanismo desligado de los cuadros políticos tradicionales para comprometerlos en la lucha independiente por su propia causa. Este fue el pecado capital de Gaitán, que pasó a ser hostilizado por las direcciones reaccionarias de los dos partidos, a medida que ganaba prestigio entre las clases populares, tanto liberales como conservadoras. El 9 de abril de 1948 Gaitán es asesinado. Se produce entonces, en aquel día y en los siguientes, la rebelión tumultuosa del pueblo que la opinión pública de todo el mundo acompañó, sobre todo porque en esos momentos se realizaba, justamente en Bogotá, y bajo la presidencia del general Marshall, la Novena Conferencia Panamericana. La hecatombe fue bautizada como "el bogotazo”. En una noche y dos días el centro de la ciudad quedó reducido a escombros humeantes; iglesias, oficinas, bancos, empresas, residencias, todo fue destrozado e incendiado. El ejército, a su vez, en defensa del gobierno refugiado en el palacio y asediado por la multitud ululante, dio muerte a millares de personas. Por todo el interior del país los gaitanistas o los liberales que aún tenían alguna fuerza y unidad para hacerlo, asumieron los gobiernos locales y desencadenaron también la violencia, cometiendo tropelías y venganzas sangrientas. Pasados los primeros días de confusión, el gobierno recuperó el control de la máquina de represión y desató el terror por todo el país; desde entonces el ejército sustituyó en esta misión a la policía. Los liberales, que comenzaron colaborando con la esperanza de un vuelco político, fueron pronto arrojados a la oposición, dada la decisión de los conservadores de reprimir o suscitar la violencia, según ella conviniera o no a la candidatura de Laureano Gómez. Prácticamente los dos partidos se lanzan a la guerra abierta, con la particularidad, sin embargo, de que a los líderes liberales les cabía, conforme el caso, incitar o condenar moralmente las violencias, mientras que a los liberales pobres, sobre todo a los campesinos, sólo les cabía sufrirla en carne propia. Laureano Gómez resultó al fin electo presidente “por unanimidad”, debido al terror que se apoderó del pueblo y a la decisión de los conservadores y sus agentes de matar al liberal antes que dejarlo acercarse a una urna. La violencia no hizo más que recrudecer con el nuevo gobierno, ganando el aliento que le podía faltar, dada su formación nazi y su posición falangista, estimulada por el apoyo norteamericano, manifiesto en empréstitos y honores, por su fidelidad a los intereses imperialistas y por haber sido el único gobierno latinoamericano que participó con tropas en la guerra de Corea. Comenzaron a estallar entonces las guerrillas colombianas, que no eran el resultado de ningún plan político, sino que surgían simplemente como frutos naturales e inevitables de la violencia desencadenada sobre los campesinos, reuniendo inicialmente a los más desesperados en procura de refugio o de venganza por las ofensas sufridas. Las integran principalmente campesinos liberales carentes de preparación militar o ideológica para la lucha, pero empujados a la guerrilla por el hecho de no tener ya dónde estar ni cómo defender a sus familiares sobrevivientes de los pagaros y de la policía. Al principio, las guerrillas procuraron acercarse al ejército para solicitar su amparo, con la confianza puesta en los líderes liberales que soñaban con un golpe militar. No obstante, por su propia forma de acción, las guerrillas explicitaban la oposición irreductible entre la masa campesina y los latifundistas, entre los desheredados y la oligarquía, por lo que comenzaron a postular reivindicaciones sociales: mejores condiciones de vida para los llaneros, retorno a sus tierras de los campesinos desalojados, garantías contra el terror policial, justicia. Como era de esperar, perdieron incontinenti el apoyo de los hacendados liberales que se sumaron al coro de los conservadores caracterizando a las guerrillas como grupos de bandoleros comunistas a los que era necesario erradicar a sangre y fuego de los bosques y las serranías. Los amos de uno y otro bando político comenzaron, entonces, a sobornar oficiales y soldados a fin de estimularlos más en la lucha y la violencia. En este proceso las guerrillas van logrando organización, aprenden a luchar y a pertrecharse con las armas tomadas en combate. Al poco tiempo consiguen vincularse a las poblaciones campesinas asegurándoles el amparo contra los asaltos policiales. En donde las guerrillas tenían mayor arraigo se establecieron organizaciones populares de autodefensa que reestructuraron el poder local; en tales regiones fueron promulgadas las leyes del llano que reglamentaron toda la vida regional, protegiendo la vida y los bienes de la población y castigando los crímenes. Simultáneamente, sin embargo, se multiplicaban los grupos de aventureros que hacían de la guerrilla una forma de vida, cayendo en el bandolerismo. A estos grupos se sumaron gran cantidad de partidas de adolescentes, muchachos y muchachas, abandonados y desesperados que se llamaban a sí mismos “pequeñas águilas”. En extremo agresivos, se abatían sobre la población rural matando, robando, dañando, cometiendo actos de violencia por el puro gusto de la violencia. Estas pandillas de delincuentes juveniles alcanzaron a veces tal sadismo que llegaron a asesinar de una sola vez diez, viente, treinta y hasta cuarenta personas indefensas, con excesos inenarrables de perversidad. Las guerrillas políticas, desde este momento en adelante, tuvieron que hacer frente a las fuerzas contrarrevolucionarias, a estos subproductos de la opresión y de la violencia, y aun a la defensa estática de las “islas” liberadas. Al alcanzar estos extremos, la violencia ya se había difundido por todas las capas sociales, degradando tanto al que la cometiera originalmente como al que pretendía combatirla. Es así como en el correr de la lucha la propia oficialidad del ejército fue aprendiendo que había algo más para ganar en estas campañas que los sueldos y propinas. Comenzaron a negociar con el ganado de los llanos; a apropiarse de las tierras de las que desalojaron a los moradores; a hacerse intermediarios en la comercialización de las cosechas de café. De este modo, los oficiales del ejército se enriquecieron, se hicieron hacendados; estableciéndose la expectativa de que a cada grado de la jerarquía militar debería corresponder un cierto número de hectáreas... a la prusiana. Otra fuente de deterioro de las tropas regulares fue su asociación con las bandas terroristas de los pagaros, con los policías corrompidos y torturadores, y finalmente con los condenados sacados de las cárceles para arrojarlos contra los guerrilleros. En 1953, el proceso había avanzado tanto que los militares empezaron a considerar superfluos también a los políticos patriciales. así, en nombre de la paz social, el general Rojas Pinilla asume directamente el poder. Su proclama tranquilizadora, que invitaba a todos los colombianos a la armonía, convenció a la mayoría de los guerrilleros. Confiados en la mano extendida del dictador, depusieron las armas y comenzaron a retornar a sus hogares destruidos, esforzándose por reiniciar la vida pacífica. La tregua no llegó a durar siquiera un año, renaciendo la violencia con una masacre de decenas de estudiantes que reveló la irrecuperabilidad de aquellos militares para la democracia. Estallaron de nuevo los conflictos; las antiguas guerrillas se restablecieron y otras nuevas se alzaron, siendo todas ellas atacadas por cuerpos regulares de tropa, apoyados por tanques, artillería pesada v aviación que ametrallaron multitudes e incendiaron las aldeas con bombas de napalm, bajo la orientación técnica de asesores norteamericanos. El fracaso de esta máquina de guerra contra guerrillas inalcanzables en los riscos de los cerros o en el escondrijo de las frondas fue desmoralizando a las tropas, que compensaban su frustración aniquilando campesinos indefensos, oprimiendo a los obreros urbanos y persiguiendo estudiantes. Los generales exhuman entonces la vieia máciuina reoresiva de los pagaros falangistas, de las bandas de condenados liberados condicionalmente para ser alistados en la contrarrevolución. A esta fase corresponden, tal vez. los actos más atroces de furia sanguinaria y de perversión sexual, llegándose incluso a pagar por cada guerrillero —o “comunista”— muerto, lo que se justificaba con la exhibición de sus orejas en los cuarteles. La violencia desencadenada por la dictadura militar jamás conmovió suficientemente a la oligarquía colombiana como para llevarla a la acción, hasta que la crisis económica y financiera comenzó a inquietarla. después de una década de euforia inflacionaria, de empréstitos de favor, de corrupción del aparato financiero y de negociados, sobrevino la crisis. Los políticos también se pusieron alerta cuando Rojas Pinilla proclamó que ni los liberales ni los conservadores asegurarían la paz social que ansiaban los colombianos. Los enemigos irreductibles de ayer, aconsejados por los financiadores de sus campañas, se unieron entonces para conspirar. El liberal Lleras Camargo, notoriamente el más entreguista de los colombianos (o el más entusiasta líder latinoamericano de la libre empresa, del cogobierno de los empresarios industriales en alianza con los políticos patriciales de la integración de los productores de materias primas en la economía internacional, de las fórmulas norteamericanas de organización social), hizo de paloma de paz. Voló a España, donde acordó con Laureano Gómez, quien desató el terrorismo sobre sus partidarios, una tregua entre ambos partidos o, según sus palabras, “un paréntesis de concordia en el ardor de sus pugnas”. Establecida la entente patricial-oligárquica, la dictadura fue derrocada por una mezcla extraña de huelga general y lock-out. El pacto firmado en España y, más tarde aprobado en un plebiscito instituyó el Frente Nacional que habría de garantizar el condominio del poder por los dos partidos patriciales, con alternancia cuatrienal de la presidencia y prorrateo de todos los cargos públicos. Asciende Lleras Camargo, de acuerdo con el deseo de Laureano Gómez, que lo recomendaba a la nación por tener “las manos más capaces y la inteligencia más luminosa”. En el poder logró Lleras Camargo lo que más esperaba de él la oligarquía: los préstamos norteamericanos indispensables al equilibrio de las finanzas. La violencia prosiguió, no obstante, aunque con menor intensidad, ya que hundía sus raíces en causas estructurales profundas que ningún acuerdo hecho en estas esferas conseguiría afectar. Diez años de violencia brutal, cientos de miles de víctimas —el precio que el pueblo colombiano debió pagar por esta guerra civil— aparejaron este fruto espurio: un entendimiento entre las dos instituciones patriciales con el fin de que prosiguiera rigiendo sobre el país el dominio oligárquico y la explotación extranjera. así como algunos enfermos dan ejemplo clínico de un proceso patológico, poniendo al descubierto sus características esenciales, Colombia ejemplariza de modo casi caricaturesco una dolencia que puede aquejar a las naciones que tienen su desarrollo constreñido por el control de un pacto de las oligarquías nacionales con los intereses imperialistas en ellas establecidos. Por sus intereses fundamentales, pueblo y oligarquía se oponen en Colombia de manera tan clara y con tal crudeza, que el análisis de esta oposición y el estudio de las técnicas de sujeción popular, de contención de los impulsos reformistas y de liquidación de las fuerzas renovadoras arroja luz sobre los problemas del desarrollo social, tal como los estudios clínicos ayudan a comprender los procesos patológicos. La revolución de los mil días y las convulsiones posteriores, como las ocurridas de 1930 a 1946, entran en la categoría de guerras civiles y conflictos sociales del tipo de los experimentados por otros países. Ya el tristemente célebre bogotazo de 1948, dado lo espontáneo de su irrupción, inmediata al asesinato de Gaitán, difícilmente cabría en esta clasificación. El mismo es revelador del estado de frustración de las multitudes, sólo explicable por las particulares condiciones de compresión social y de explotación existentes. Los acontecimientos producidos de 1950 a 1953, durante la llamada “homogeneización”, cuando cada déspota local se sentía estimulado para diezmar las minorías liberales de su distrito, exceden también esos moldes puesto que consistieron en iniciativas locales diseminadas por todo el país y amparadas por el gobierno. Las violencias que siguieron, durante el período dictatorial de 1955 a 1958, presentaron un cariz aún más grave, alcanzando un clima caracterizable únicamente como un proceso generalizado de disociación y anomia. Pero los períodos de violencia no se detuvieron en ese punto: prosiguieron después de 1959, entonces como actos aparentemente aislados, aunque igualmente reveladores de la locura a que se llegó. Cálculos basados en estadísticas de los últimos años, señalan que Colombia alcanzó en 1960 un promedio de mortalidad por homicidio del 33,8 por cada 100.000 habitantes, mientras que en los Estados Unidos, nación nada tranquila, es de 4,5 y en el Perú de 2,2. Apoyándose en estos estudios, monseñor Guzmán calcula que de 150.000 delincuentes en 1960, Colombia corre el riesgo de saltar a la cifra de 250.000 en 1965, con lo cual un 1,3% de la población estaría incriminada y debería ser puesta en presidio. (Guzmán Campos y otros, 1964, vol. II: 407/410). Estos hechos sólo encuentran explicación en las excepcionalísimas condiciones de obstrucción del desarrollo histórico, coincidente con una crisis estructural que, en el caso colombiano, llegó a un punto crítico. El desarrollo de las instituciones sociales, que por producirse normalmente a velocidades distintas generó desarmonías, condujo allí no sólo a los desequilibrios usuales, sino a un verdadero trauma social. Este trauma muestra las contradicciones estructurales contenidas en su potencialidad dinámica a fuerza de una feroz represión a lo largo de décadas, en un esfuerzo por mantener sin modificaciones la estratitificación social y la economía nacional, para salvaguardar así el ordenamiento oligárquico. Reprimiendo las tendencias al cambio de la estructura social hasta un límite extremo, la oligarquía colombiana vedó todas las formas de escape de las tensiones sociales y todos los canales de cambio que hubieran permitido una transformación progresiva. En estas circunstancias, las tensiones acumuladas en lugar de conducir a movimientos auténticamente renovadoras, estallan en actos anárquicos y desencadenan procesos de anomia como expresiones patológicas de las contradicciones estructurales. La irrupción de la violencia —con sus trescientos mil asesinatos admitidos oficialmente, con más de un millón de heridos, desterrados, inválidos, saqueados, sólo en un término de 10 años— tiene lugar cuando el orden global, representado por las instituciones reguladoras de dimensión nacional (gobierno, iglesia, justicia, ejército, policía, partidos, prensa), se confunde en la exacerbación de los odios partidarios, con el orden local, lo que hace que todo se vea arrastrado por la disfunción general. En estas circunstancias, la violencia de los régulos municipales, generalmente más discriminatoria y más odiosa, es movida y capitalizada por las altas oligarquías nacionales con el propósito de controlar el poder político a cualquier precio. Toda la estructura social actúa entonces como productora de formas anómicas de conducta en el plano individual o familiar que constituyen, con todo, los modos corrientes de mantenimiento del régimen. Aquellas instituciones, al generar esta situación de anomia facilitan el clima de violencia que es el sostén del sistema; dicho de otro modo, su función —en relación a éste— es justamente la de crear esas modalidades anómicas de conducta. La violencia impregna, así, todas las categorías sociales como una enfermedad endémica que ataca a la nación y se manifiesta, en algunas de ellas, en actos de terrorismo, en otras, en la complicidad en el crimen o en formas más sutiles de encubrimiento y justificación. Tal caso ocurre, por ejemplo, cuando se evita cualquier polémica sobre la materia por tratarse de un asunto vergonzoso y sucio que no debe siquiera ser mencionado; o aun, cuando se adopta un aparente y cínico desinterés, que en lugar de autocrítica constructiva frente a culpas que son de todos, pero esencialmente de la estructura social y de los interesados en su mantenimiento, asegura la impunidad y alienta la perpetuación de la violencia. El fenómeno es extremadamente grave porque afecta a una sociedad entera, contrastando así con disfunciones del mismo carácter, como el terrorismo tipo Ku-Klux-Klan de los norteamericanos o los asesinatos en masa de los nazis, siempre a cargo de unos pocos y siempre dirigidos contra el que es definido étnicamente como “el otro”. Es grave sobre todo porque ejemplifica una consecuencia del anquilosamiento social que bien pudiera ocurrir mañana en cualquiera de tantas naciones latinoamericanas deformadas por las mismas contradicciones, esto es, por ordenamientos económicosociales que cercenan el desarrollo de la nación entera para atender a los intereses de las minorías privilegiadas. Se trata, pues, no ya de lamentar lo que les ocurre a los colombianos, sino de tener la cautela suficiente para evitar que se reproduzca el desencadenamiento de la violencia en otras regiones, motivado ingenuamente por provocaciones de las fuerzas que luchan por la renovación social, o fomentadas a propósito por las oligarquías, en su desesperación por mantener sus intereses, y en su indiferencia por la suerte del pueblo. Entre los factores si no causales, al menos concomitantes con la violencia en Colombia, los estudios de monseñor Guzmán señalan una serie de rasgos que se pueden identificar en la mayoría de las sociedades latinoamericanas; la desmoralización de los poderes públicos ante los ojos del pueblo; el carácter crudamente represivo y de sostenedoras del régimen impuesto a las fuerzas armadas; el partidarismo extremado; la degradación de la justicia manejada políticamente; el clientelismo y la corrupción de la burocracia; el deterioro del proceso electoral por el fraude y la coacción; la virulencia verbal y la irresponsabilidad de los órganos de divulgación; la desmoralización de las altas jerarquías religiosas envueltas en la politiquería; el preconcepto racial y social; la discriminación contra mestizos y negros; la miseria generalizada de las poblaciones recién organizadas. En cualquier país donde exista un régimen oligárquico equivalente y donde se constate la presencia de los mismos elementos concomitantes, puede tener lugar un proceso similar, en la medida en que los intereses dominantes tiendan a ser afectados sustancialmente. Y donde el odio exacerbado se torna contagioso, se quiebra la cohesión social y la fraternidad nacional, desaparece la confianza en la Justicia y cada familia y cada grupo pasa a armarse contra su vecino y a hacerse justicia por sus propias manos. Cuando los valores fundamentales de la solidaridad humana y del respeto recíproco ya no mueven a muchos ni conmueven a nadie frente al adversario asesinado, prima entonces un clima de terror y de venganza que es el mayor flagelo que puede caer sobre un pueblo. Es una enfermedad más mortífera, más deformante y más grave que cualquier epidemia. Peor aún que la guerra entre naciones, porque significa la guerra abierta y bárbara dentro de la propia nación, que se abate sobre mujeres, viejos, niños y degrada absolutamente todo. La recuperación de los valores humanos después de desatada esta hecatombe, es más difícil que la cicatrización de las heridas de guerra, ya que existe la restauración de delicadísimos mecanismos de estímulo y de contención moral sobre los cuales sabemos muy poco, y que escapan a cualquier posibilidad de restauración racional y planeada. Tal fue lo que ocurrió en Colombia, “contagiada de conspiración”, envuelta en una guerra civil sin programa que difiere de una revolución social tanto cuanto una operación quirúrgica difiere de una carnicería. El pueblo colombiano se ha visto así desangrado por su oligarquía, invadido por el odio político, partido en dos bandos asesinos, sin orientarse hacia ninguna meta auténtica; empujado únicamente a su propia destrucción. Y lo que es más grave, de esta manera se ha consolidado el orden oligárquico y antipopular y la explotación imperialista, se ha postergado la toma de conciencia crítica de sus problemas, se ha imposibilitado la formulación de su proyecto propio de desarrollo. Esto ha hecho más dificultosa la tarea de disciplinar a las clases populares para su propia causa. Aun muchos de los grupos armados, resultantes de las luchas entre liberales y conservadores, que después se estructuraron como “repúblicas campesinas” dominando a veces extensas áreas del país, terminaron diezmados. A partir de las experiencias de sus fracasos se organizaron más tarde nuevos focos guerrilleros sin la responsabilidad ya de defender las poblaciones locales de los asaltos del ejército y de gobernarlos precariamente. A través de su lucha, las vanguardias revolucionarias colombianas se polarizan para desencadenar movimientos insurgentes generalizados, que habrán de erradicar la estructura de poder vigente y posibilitar el reordenamiento de la sociedad según los intereses de la mayoría. IV. LOS ANTILLANOS Las Antillas forman un enorme arco de millares de islas que se extiende desde las Guayanas hasta la Florida. Comprenden las Antillas Holandesas (Surinam, Curasao, Aruba, etcétera), las Antillas Británicas (Guayana, Trinidad, Barbados, Bermudas, Bahamas, etcétera), las Antillas Francesas (Guayana, Martinica, Guadalupe, etcétera), y las Antillas Norteamericanas (Puerto Rico, Vírgenes, etcétera). Dentro del semicírculo formado por las Antillas Exteriores quedan las tres grandes Antillas independientes: Jamaica, la Isla Española, que se divide en dos países —la República Dominicana y Haití— y finalmente Cuba, la mayor de las tres. Las designaciones Antillas, Indias Occidentales y Caribe, son nombres genéricos empleados respectivamente por los franceses, ingleses y norteamericanos, para denominar la miríada de islas del gran archipiélago. El término Antillas se extiende frecuentemente a las Guayanas, y el término Caribe, al área formada por las islas y por los países continentales circunvecinos que recibieron grandes contingentes negros: sur de los Estados Unidos, América Central, Colombia, Venezuela y Guayanas. Esas Antillas fueron la América que conoció Colón, pues fuera de las islas sus naves apenas tocaron la costa venezolana y la tierra firme centroamericana. A ellas, por lo tanto, se debe atribuir su deslumbramiento frente al mundo tropical, narrado a veces en su diario como una visión del paraíso perdido. Aún boy muchos piensan en las Antillas como en un reino dorado de sol y palmeras, de playas de límpidas arenas, de aguas cristalinas y de Afroditas mulatas. así será, tal vez, para el turista que salta del aeropuerto al hotel con aire acondicionado, con su playa privada y su casino propio. En realidad, la amenidad del clima no logra disimular el olor ácido de la miseria, la presencia de los harapos y de las enfermedades carenciales, patentes en pueblos famélicos como los antillanos. sólo en algunos barrios privilegiados, unas poquísimas familias blancas y una élite mestiza también muy escasa, viven en un segregado mundo de confort moderno. El grueso de la población, cuyas casuchas se desparraman por la orla de las ciudades, suben por las colinas y descienden por los valles acompañando las plantaciones, vegeta en las más precarias condiciones de vida. La población antillana excedía, en 1960, los 22 millones de habitantes, siendo uno de los principales conjuntos demográficos americanos. Es también la de mayor densidad en las Américas, y hasta en el mundo, si se consideran sus enormes proporciones de tierras montañosas y volcánicas no cultivables. Es también la más desgarrada por la dominación colonialista, que ejercen allí cuatro imperialismos: el norteamericano, el británico, el francés y el holandés. Es, por último, la que menos ha madurado respecto a sus conformaciones étnico-nacionales y la más segmentada por la discriminación racial y social. En muchas regiones se enfrentan negros, mulatos, hindúes y blancos pobres divididos por mayores hostilidades respecto de sí mismos que de sus dominadores extranjeros. Creados como subproductos de empresas mercantiles esclavistas, productores de azúcar y de otros artículos tropicales, los pueblos antillanos sólo ahora comienzan a definirse a sí mismos como naciones americanas, aspirantes a la autonomía, tan dignas como cualquier otra. Sobre los antillanos, tal vez más que sobre cualquier otro pueblo americano, se imprimieron las marcas psicológicas, sociales y culturales del pacto colonial, que empobreció a todos culturalmente y les infundió una denigrante imagen de sí mismos. 1. LAS PLANTACIONES MILLONARIAS El estudio de las Antillas ofrece un interés particular porque ellas muestran en estado puro, de manera ampliada, los efectos de la colonización europea cumplida por medio del sistema de plantations, cualquiera fuera el pueblo que hubiese emprendido la explotación. Ellas ejemplifican también, abundantemente, lo poco que representa la independencia política si no va acompañada de la autonomía económica, ya que sólo conduce así a la sustitución del dominio colonial por nuevas formas de sujeción. Ellas testimonian, por igual, cómo a partir de las mismas masas humanas pueden plasmarse pueblos progresistas y orgullosos de sí mismos, como son los cubanos de hoy. Su estudio ofrece también un especial interés para la comprensión del proceso de formación de los pueblos americanos, porque en su pobreza, las Antillas fueron las madres de la riquísima y orgullosa república yanqui, cuyo éxito se debe, principalmente, a la viabilidad económica que ellas le dieron al servirles de mercado para su producción. Sin una producción azucarera con esclavos que alimentar, no hubiera sido económicamente viable emprender una colonización de poblamiento como la norteamericana, basada en la pequeña propiedad y en la economía familiar, orientada principalmente a la producción de artículos de subsistencia. Las Antillas son, por esto, la contraparte negra, esclava y miserable de la América del Norte blanca, rica y libre. La economía monocultora de producción de azúcar, en su pasado áureo, proveía una rentabilidad enormemente mayor que las colonias de poblamiento de los ingleses, holandeses y franceses. Eran economías más prósperas y más avanzadas tecnológicamente, y por su alto grado de especialización desafiaban la comparación con otras formas de producción agrícola. Conducían también a una alta concentración de la renta, lo que permitía remunerar de manera pingüe los capitales invertidos. Generaban, por lo tanto, las comunidades humanas más miserables de que se tiene noticia, caracterizadas por el contraste entre la riqueza de los dueños-residentes que conseguían reproducir en sus plantaciones, a peso de oro, las condiciones europeas de confort y hasta superarlas, y la indigencia de la masa humana involucrada en el proceso productivo. La economía antillana, fundada en la plantation, y la norteamericana, basada en un sistema granjero y artesanal, se oponen históricamente como concreciones de diferentes modelos ordenadores de la vida social a los efectos productivos. Económicamente hablando, en los siglos xvii y xviii, el progreso y la prosperidad no se encontraban en las colonias norteamericanas de poblamiento sino en las plantaciones esclavócratas de las Antillas. Su economía era tan próspera que se podía dar el lujo de importar esclavos africanos, más eficientes y más caros que los trabajadores blancos reclutados como siervos temporarios en el sistema estadounidense. El modelo ordenador, sin embargo, en el caso de las Antillas, drenaba todo el lucro de la explotación hacia afuera, invirtiendo apenas lo indispensable a la reposición de la mano de obra esclava gastada en el trabajo abatida por el trato inhumano y para ampliar las plantaciones y multiplicar los ingenios. Las colonias de poblamiento, actuando como un sistema económicamente autónomo, obtenían a través del comercio de su producción agrícola con el área antillana, los recursos necesarios para costear sus importaciones de manufacturas europeas, y sobre todo, para hacer inversiones en una economía multiforme que se haría cada vez más fuerte y autárquica. Las dos economías complementarias crecieron juntas, cada cual desarrollando sus propias potencialidades. En el continente, una sociedad autónoma, productora de cereales, que crecería libremente generando una serie de modelos empresariales de producción agrícola, artesanal y comercial, así como un autogobierno en el que los intereses populares se harían oír, lo que permitiría incorporar masas crecientes de inmigrantes en una tierra de extensión casi infinita. En las islas, surgían sociedades cautivas en las cuales al lado de un puñado de ricos plantadores se multiplicaba el pueblo esclavo, explotado como bestia de carga, sometido a condiciones de opresión que apenas garantizarían la destribalización y la deculturación de los descendientes de negros africanos, para integrarlos en un complejo cultural espurio y en extremo rudimentario. Sin embargo, en el territorio norteamericano se implanta también —aunque convenientemente segregada de la sociedad libre de Pueblo Trasplantado de las colonias de poblamiento— una sociedad de fisonomía “antillana”. Es el mundo sureño de las plantations; basado en la esclavitud negra, en la miscigenación y en la deculturación compulsiva, que son características comunes de los pueblos nuevos. La victoria de los contingentes “yanquis” norteños sobre los sureños, decisiva en la conformación final de la nación, daría la supremacía al Nordeste que había prosperado por la complementación con las dos economías esclavistas, la interna y la externa, enriqueciendo la precaria economía granjera de la costa atlántica y posibilitando la explotación cerealera y pecuaria del Oeste, creando así las bases para la industrialización norteamericana. En las plantations norteamericanas como en las antillanas, las lenguas europeas se alteran, no tanto por el enriquecimiento con expresiones africanas o por la invención de nuevas palabras, como por la rusticidad del trato y por las conformaciones resultantes del hecho de que fueran habladas por nuevas bocas acostumbradas a otros idiomas. Ese lenguaje surge en el esfuerzo de gentes arrancadas de sus matrices originales por dominar un instrumento de comunicación para entenderse entre sí y con el mundo de los blancos, lo que resultará alterado, sobre todo, por la circunstancia de aprenderlo a través de órdenes de trabajo, de instrucciones técnicas de las más elementales y del sistema de castigos y premios; principalmente de castigos, destinados a hacer producir al máximo a cada esclavo. Simultáneamente con el surgimiento de estos dialectos, los diversos núcleos afroamericanos recrean un folklore, una música, nuevas creencias y una visión del mundo, que tiñe el sustrato cultural de origen europeo con trozos tomados de culturas tribales de toda el Africa y sobre todo de productos de su creatividad cultural. Esta protocultura es la que pasaría a instrumentar la explicación de las cosas y de la propia existencia; a servir como fuente de motivación para la lucha de cada día y como filosofía de vida de pueblos esclavos, formados por la asociación o la separación arbitraria de gentes de todos los orígenes tribales y por su amalgama en una nueva etnia. Los contenidos, sobre todo espirituales, de la herencia africana de esta protocultura, que surgió en todas las áreas y entre las poblaciones que crecieron sobre matrices esclavas, no indican, probablemente, una inclinación especial de las razas negras a la música, el ritmo o la religiosidad espectacular. Revelan, más bien, que el peso de la opresión a que estaban sometidos como esclavos les impidió expresar su creatividad en cualquier otro campo que no fuera el de las actividades lúdicas o el de las realizaciones intelectuales consentidas en las pocas horas de descanso. Al tener que aprender a vivir en un nuevo mundo extraño cuya tierra, flora y fauna les eran desconocidas, obligados a adaptarse a la ración alimenticia que se les daba, y viéndose en la necesidad de adquirir destreza en la realización de técnicas de trabajo indispensables para producir azúcar, algodón u otros productos de exportación, se encontraron desposeídos casi por completo de las capacidades propias de su patrimonio cultural que podían realizarse en el campo de la producción, de la institucionalización y del arte. No eran comunidades humanas que vivieran en el esfuerzo de crear y recrear su modo de ser y su cultura, sino conglomerados de piezas pertenecientes a las factorías, condenadas a forjar las condiciones de vida y de producción mercantil de una sociedad esclavista a la que estaban adscriptas como fuerza de trabajo. En estas circunstancias, su creatividad comprimida, escapaba por los únicos canales posibles: la expresión ideológica, artística y religiosa de su drama de hombres transformados en bestias. La empresa colonizadora anglosajona en América del Norte, desde los primeros años, se mostró deficitaria y poco exitosa, tanto para sus financiadores como en competencia con la economía de la metrópoli. No obstante pudo proseguir la ocupación de las tierras americanas que era una salida para el exceso de población de las islas británicas, primero, y después, de todo el continente europeo. De este modo contribuyó a suavizar las presiones demográficas que podrían haber llevado a la reforma de la estructura agraria y, por medio de ella, a la explotación de todo el sistema social europeo. Las colonias norteamericanas sobrevivieron y crecieron, sin embargo, por su asociación con las Antillas y con las plantations sureñas, como proveedoras permanentes de alimentos para las islas inglesas y como abastecedoras eventuales, aunque cada vez más asiduas, de las demás. Este abastecimiento se cumplía legalmente o mediante el contrabando, debido a las interrupciones constantes del comercio provocadas por las guerras periódicas entre potencias europeas que no permitían imponer un monopolio colonial estricto. Las Antillas surgen, originariamente, como un esfuerzo español y después también francés, por promover un poblamiento europeo estratégico que garantizara la riquísima explotación colonial de la América Hispana, en el primer caso, o que sirviera a su disputa en el segundo. De ese modo, La Española, Cuba, Puerto Rico y Jamaica se constituyen como mediocres sociedades granjeras, productoras de algunos artículos tropicales menores. más tarde, por iniciativa de los holandeses expulsados de las regiones azucareras del noreste brasileño (1654), se configuran como una nueva área de cañaverales e ingenios. En tal carácter crecen y se pueblan con multitudes de negros esclavos, pasando, en menos de una década, a gravitar en los mercados azucareros europeos a los que terminan por dominar. En las Antillas, los holandeses, en vez de la conquista que habían intentado contra Portugal, prefieren negociar, interesando a los colonos franceses e ingleses allí residentes en la producción azucarera. Teniendo ya el control del mercado europeo del azúcar, como intermediarios en la venta de la producción brasileña, se convierten en los financiadores de este nuevo plan facilitando asistencia técnica, esclavos y maquinaria. El primer efecto de la nueva forma de colonización fue el desencadenamiento de un proceso de sucesión ecológica de los granjeros blancos y sus mestizos con indias, por esclavos negros. Los pequeños cultivadores, tanto españoles como franceses instalados en las islas, frente al alud africano, se trasladaban en masa a las colonias del continente vendiendo sus tierras valorizadas por la nueva explotación. Se sustituyen así los cultivos de añil, cacao, jengibre, algodón y los labrantíos de sustento, por un mar de caña de azúcar. El mestizaje se efectuó en las Antillas de la manera más intensa. Comenzó por los cruzamientos de los europeos con las indias Karib y Aruak que allí encontraron. Se realizó sobre todo con españoles concentrados en las islas, primero para el asalto a México y luego, como núcleo de fuerzas leales que la metrópoli procuró mantener allí a fin de acudir frente a cualquier alzamiento de los pueblos dominados. Según los testimonios de la época, la avidez de los españoles por tomar las indias como concubinas llegó a tal extremo que se volvió inaccesible para un indio encontrar mujer, lo que contribuyó al exterminio de las etnias tribales. A los españoles siguieron como agentes de miscigenación, los bucaneros y corsarios franceses e ingleses que pululaban en las islas no ocupadas por los españoles. Cuando estos nuevos contingentes europeos se instalaron como poblaciones permanentes ya a mediados del siglo xvii, siendo aun raras las mujeres europeas, prosiguió la fusión con indias sobrevivientes y con mestizas de los primeros cruzamientos. así se formó una clase mestiza básica, en la cual habrían de incidir los contingentes africanos, morenizándola cada vez más. Desde el principio fue franca la miscigenación entre europeos y negras y entre los descendientes de estas uniones y otros negros importados. así se constituyó una clase mulata, generalmente liberada sólo por esto de la condición esclava, pero sobrante en la economía monocultora, y marginal al mundo servil y al mundo de los verdaderamente libres. Como las mujeres de esta clase resultaban más atractivas a los apetitos de los blancos, servirían en las casas de los capataces y procrearían nuevos mestizos más claros. A su vez valorizados, como estos hombres tenían mucho valor a los ojos de las negras por el señorial tono pálido de su epidermis, retornaban a éstas ampliando asimismo los mestizajes. En las islas colonizadas por los españoles, que continuaban recibiendo pobladores blancos puesto que en ellas fue menor la predominancia del monocultivo, la población presenta un fenotipo netamente europeoide. En las islas francesas e inglesas, cuya población original blanca y mestiza se trasladó al continente, huyendo ante el avance de la economía azucarera esclavista, predomina el negro y el mulato. En las Antillas británicas prevalece el negro, alcanzando los blancos un máximo de un 4% de la población. Haití constituye el caso extremo de homogeneidad negra, lograda por el exterminio de los blancos locales en las guerras de independencia; tiene apenas un 10% de mulatos. Cuba, que posee la población más clara, cuenta con un contingente negro del 33%. Esta alteración de los proyectos originales de colonización de las Antillas, tendría profundas consecuencias en el proceso de formación de sus poblaciones. Daría lugar a dos variantes visiblemente contrapuestas: la hispano-antillana y la negro-antillana. En las Antillas españolas se formó, desde las primeras décadas, una capa mestiza, heredera del patrimonio genético de sus madres Aruak y Karib y de sus padres ibéricos. Ya no eran americanos, ni tampoco europeos. Sin embargo, actuarían como agentes colonizadores, primero, en relación a los indígenas, más tarde, en relación a los extranjeros. Estas fueron las células iniciales de una cultura neoamericana que vendrían a integrar los nuevos contingentes negros en el idioma, en el saber, en los hábitos de la tierra. De esta forma se soldaron, a través de la participación en un cuerpo de compresiones comunes que definían su modo de ser y su estilo de vida, tanto los descendientes de esclavos como los de los colonizadores, incorporados todos a un nuevo complejo cultural, todavía espurio por su carácter de implantación exógena, pero crecientemente capacitado para ir formulando sus propios proyectos étniconacionales, como futuras entidades culturales autónomas. En las demás Antillas, de donde estas células mestizas originales fueran erradicadas, o donde jamás llegaron a plasmarse, el negro esclavo conscripto a la producción mercantil, se vio arrancado de su gente y colocado delante de meros capataces. En estas circunstancias, en las Antillas no españolas, así como en el Sur de los Estados Unidos, los negros esclavos se vieron ante el desafío de recrear, bajo las condiciones más desfavorables, una protocultura que atendiera a sus necesidades elementales de comunicación humana y de ejercicio de su papel de instrumentos parlantes. Aunque los ingleses, holandeses y franceses, al verse separados de sus familias entrasen en intercambio sexual con las negras, generando también multitudes de mestizos, a éstos les faltaba la herencia de la madre indígena, como depositaría del milenario sistema adaptativo de su tribu, la creatividad y el sentimiento de dignidad humana que las sociedades no estratificadas proveen en alto grado. En las relaciones de estos mestizos con sus propios padres faltaría siempre la fluidez que presidía la convivencia en aquellas comunidades simbióticas precapitalistas, híbridas de inmigrantes europeos y de indígenas, arraigadas en la tierra como sociedades más homogéneas y como culturas más auténticas. La contraposición de los dos perfiles antillanos —el hispano-católico, por un lado, y el francés, sajón y holandés, por el otro— reflejan esencialmente la presencia o la ausencia de aquellas células generadoras de la protocultura occidentalizada. Pero también reflejan, en cierta medida, la diferencia del ethos o de la postura moral de los ibéricos frente a la persona humana —no ajena a la circunstancia de ser ellos mismos mestizos de pretéritas cruzas con negros y moros— y de los europeos del norte, en especial los protestantes, que en su estrechez farisaica aunque permitiesen la confluencia sexual, no se perdonaban por ella. Por el contrario, se hallaban predispuestos a la segregación y al prejuicio en relación a todo lo que les parecía extraño, incluyendo en esta categoría a sus hijos mestizos. En las áreas cuya colonización fue presidida por estos últimos contingentes, blancos, mulatos y negros, se contraponen no sólo como estratos sociales distintos y superpuestos por sus rentas y privilegios sino también, en una situación de antagonismo, como bloques raciales divididos por el mayor odio recíproco. Todo ello ocurre, sin embargo, de manera muy conveniente a los intereses de la minoría blanca y mulata cuya dominación económica e ideológica es avasallante, salvo en los momentos de mayor tensión, cuando las revueltas sociales se transforman en guerras raciales. El comportamiento interracial en estas zonas antillanas tiene por ello un cierto colorido arcaico. Parece representar enfrentamientos postabolicionistas, superados hace ya mucho entre los otros Pueblos Nuevos. Por un lado, tiene de común con éstos, la fluidez de las relaciones en el plano sexual y el gusto de las mujeres negras por hijos más claros —lo que indica un ideal prejuicioso de blanquización, puesto que sólo se admite al negro como un futuro mulato o blanco—; pero, al mismo tiempo, más realista, dada la evidente predominancia social de los morenos sobre los negros. Por otro lado, resalta el papel del mulato, siempre pronto a capitalizar su palidez y su lenguaje metropolitano, su escolaridad y su urbanidad, como instrumentos de ascenso social, y que hace todo lo posible por amoldarse al blanco dominador, situándose en contra de las masas negras enormemente mayoritarias de sus propios pueblos. En este esfuerzo el mulato se hace snob y arrogante, internalizando una negrofobia mayor y más odiosa que la del blanco, que se expresa en el temor a cualquier actitud o expresión reveladora de su origen. En estas circunstancias, el negro-masa se rebela contra el opresor, cuya blancura homogénea lo lleva a identificar antes al blanco y al mulato como su enemigo, que al sistema de explotación. La estratificación social se yuxtapone tan exactamente a la línea de color que esta identificación se vuelve inevitable, envolviendo al mulato, tanto por los privilegios de que disfruta como por la arrogancia que desenvuelve al servicio del opresor, como fruto del propio trauma causado por su marginalidad. El aspecto más penoso del problema es, probablemente, la internalización en el negro y en el mulato de los valores discriminatorios del blanco y del culto de su superioridad. La evidente eficiencia del blanco en el mundo económico, su notorio dominio en el campo social, político y cultural, le confieren una superioridad efectiva que, fatalmente, pasa a ser percibida como natural y necesaria. Es reafirmada, aun más, por ideas, creencias y valores que impregnaron sutilmente a toda la población, haciendo que los negros se vieran a sí mismos como gente de segunda categoría, como una subhumanidad menos noble, no formada de acuerdo con la imagen de la divinidad blanca, ni dotada por ella de los mismos recursos de ingenio y de vivacidad, ni de la misma “belleza”. De este modo, viéndose a sí mismos con la repulsa fundada en un ideal estético blanco, hablando un idioma que se considera un patois frente al lenguaje metropolitano, rindiendo culto a divinidades sincréticas de una religión perseguida, el negro-masa sólo podía moverse entre la rebelión y la resignación, sin encontrar una autodefinición dignificante ni un camino de emancipación. Esta es la herencia de la colonización que, además de desgastar a millones de negros en el trabajo, condujo a sus descendientes libres a una condición psicológica traumática, paralizante de cualquier creatividad. Segregada como castas, los antillanos claros y oscuros de todas las islas, han coexistido sin convivir, divididos en esferas culturales distintas y sin mezclarse socialmente. Los claros, habitantes de casas señoriales y frecuentadores de clubes exclusivos, iglesias de distintas denominaciones, según los gustos de los colonizadores del área, se han esforzado persistentemente por cumplir a la perfección cada rito o cada gesto de la etiqueta prescripta, o por decir una boutade, como lo haría un europeo en el continente. Los oscuros, en cambio, doblados bajo la carga del trabajo, han encontrado su única oportunidad de convivencia social en los cultos secretos. Su conversión forzada y superficial al cristianismo, apenas agregó valores nuevos a las tradiciones que consiguieron preservar. El vudú afroantillano, con sus patrones sincréticos de santos católicos y divinidades africanas, con sus compases candentes, su alternancia de ceremonial sagrado y de fiesta lúcida, constituyó el único refugio del negro-masa. sólo allí pudo olvidar el trance de una vida de miseria y de humillaciones, y sobre todo, gozar de un trato igualitario en comunión con una colectividad que lo hacía sentirse más humano y digno. Esta manifestación religiosa ha sido percibida como expresión de una cultura propia, marcadamente antiblanca y necesariamente subversiva, porque en el lenguaje del culto se oponía a todo el orden vigente, preñado, no obstante, de valores europeos. Por eso mismo, los cultos fueron siempre perseguidos; no sólo por la piedad de los religiosos que querían librar a los negros de esta herejía, sino más que nada por el poder dominante, colonial o nacional, temeroso de su carácter irredentista. Contra la imagen autoflageladora que de sí mismo el negro terminó por componer y que funcionaba como un mecanismo de vigorización del dominio económico y político del blanco, se irguió en los últimos años, entre la intelectualidad de todas las Antillas, un movimiento irredentista que con creciente pujanza se ha evidenciado en la literatura y en la militancia política. Es el llamado “renacimiento antillano” 1 que se expresa en las tres lenguas, llevado por la misma pasión de crear un cultura auténticamente antillana, motivadora e integracionista. Combate en todos los frentes, esforzándose por plasmar nuevos cánones estéticos que liberen al negro de la preocupación por alisar sus cabellos y aclarar su piel, por rehabilitar el creóle como lengua de expresión literaria, y por reformar el sistema escolar deseuropeizándolo. Procura la dignificación del vudú, la revalorización del papel histórico del negro en el nuevo mundo, de su contribución decisiva para que se hiciera casi todo lo que allí existe, y de la dignidad con que soportó dos siglos de esclavitud sin resignarse a ella. Por todos estos caminos tratan de poner al negro nuevamente de pie, restaurar su orgullo de criatura humana y de civilizador. Por el impulso con que combaten por su nueva estética y por crear su propia visión del mundo, muchos de estos líderes corren el riesgo de caer en un nuevo racismo: el de la negritud, lo que no sólo es explicable sino tal vez hasta necesario a los efectos de restablecer el equilibrio en una balanza cuyos platillos, por tantos siglos, estuvieron desnivelados por una tara de blanquitud. 2. ARCHIPIELAGO DE CUATRO IMPERIOS Se impone un distinción fundamental a fin de comprender el mundo antillano de nuestros días; el estatuto político lo divide en colonias y países independientes, a pesar del carácter precario y formal de la autonomía de estos últimos y de las falsificaciones que intentan disfrazar su dependencia. Entre los dependientes, se cuentan las Antillas Británicas,2 las Francesas,3 las Holandesas4 y el “Estado Libre Asociado” de Puerto Rico,5 que reunían 7,3 de los 22,2 millones de habitantes del área en 1960. En todas ellas predomina la economía azucarera de plantation que, en algunos casos (Trinidad y Aruba), se combina con explotaciones de petróleo y minerales. Es el mundo de la cañocracia, de las estructuras sociales y políticas desiguales y rígidas, características de las áreas monocultoras, resultantes de la miseria inherente a las economías deformadas por la unilateralidad de los cultivos comerciales, que no dejan lugar a los cultivos de sustento y organizan toda la vida social en función de voluntades y necesidades externas. Las Antillas Francesas son las más pobres y atrasadas por su combinación increíble de latifundio y minifundio, y por el gravamen del subempleo crónico. Las Inglesas son un poco más prósperas y también más combativas, probablemente por la presencia y la actuación de negros que regresan de Norteamérica después de cumplir períodos de trabajo eventual con un nivel más alto de aspiraciones. Contribuyó decisivamente a la liberación de las energías nacionales antillanas, la emancipación de las nuevas naciones africanas. Las noticias de un Africa rebelde y altiva que emergía del yugo colonial, tuvieron para los antillanos un efecto de catarsis que reavivó el orgullo de su humanidad negra secularmente humillada y el empuje combativo contra los viejos amos. En las Antillas Británicas, después de explosiones de simples revueltas indisciplinarías, la lucha liberadora asumió la forma de regimentación sindical dentro de las tradiciones trade-unionistas de los ingleses. En las Francesas tomó una forma política más radical, bajo el liderazgo de la izquierda. En los dos casos conduciría a formas acomodaticias del estatuto colonial. Las Inglesas, merced a la creación de parodias de instituciones parlamentarias —una Cámara Baja cuyo presidente viste toga y usa peluca— admiten sin embargo cierto grado de autogobierno. En las Francesas, la reacomodación del estatuto colonial se hizo mediante la “departamentalización”, asentada en la aspiración alienada de los antillanos de participar —aunque fuera formalmente— en las instituciones metropolitanas, y en la consideración, igualmente alejada de la realidad, de autoidentificación con la etnia nacional francesa. Todo esto dio como resultado la transformación de las colonias en departamentos de ultramar, de carácter bastardo, carentes de toda perspectiva de equiparación entre su ciudadanía y la francesa en lo relativo a los derechos políticos y sobre todo, a los sociales. Las Antillas Holandesas, aunque se presentan también como deformaciones de la independencia, son algo mejores que la histriónica elevación de Puerto Rico a la categoría de “estado asociado” de la Unión Norteamericana —con derecho a un diputado sin voto en el Congreso estadounidense—, en contradicción con el sentimiento nacional portorriqueño, impuesto bajo la presión de la campaña de chantaje de Muñoz Marín y bajo el lema de “asociación o ruina”. Contra este arreglo se rebelaron tanto los violentos partidarios de Albizu Campos, recientemente fallecido, que llevaron su terrorismo hasta el territorio norteamericano, como las corrientes moderadas de la isla. 6 De las cuatro formas de transición hacia la independencia, la británica tiene la ventaja de favorecer el surgimiento de un liderazgo político nacional y, sobre todo, lleva implícita la conveniencia de una línea evolutiva de creciente autarquización. Con todo, las presiones de los últimos años tendientes a encasillar a la Guayana Británica —que buscaba caminos propios de desarrollo e integración en América Latina—, desacreditó el esfuerzo, indicando que los límites ingleses a la autonomía antillana se confunden con el veto yanqui a cualquier reordenamiento progresista. La independencia, finalmente concedida, supone la persistencia de todos los mecanismos que aseguran su vinculación y dependencia, en el grado máximo posible dentro del clima de irredención existente. Mientras tanto, en el área francesa así como en la inglesa y portorriqueña, la situación social resulta explosiva por la inviabilidad evidente del sistema productivo para mantener la población y asegurarle un nivel de vida más digno. En algunas islas, la concentración demográfica llega al extremo y aun se ve aumentada constantemente por una alta tasa de crecimiento. 7 En estas circunstancias, la aspiración de cada joven que alcanza una educación elemental es emigrar. Las metrópolis, sin embargo, oponen todas las barreras posibles a esta invasión, y el mercado de trabajo norteamericano les está vedado por la legislación de cuotas, destinada a impedir el ingreso de nuevos contingentes de color al país. Todo esto importa un aumento creciente de la tensión social, que estallará fatalmente en procura de una reordenación estructural que posibilite una mejor utilización de los recursos disponibles, al estilo del modelo creado allí mismo, por los vecinos cubanos. Su revolución fue, para los antillanos, una revelación comparable únicamente a la catarsis provocada por la emancipación de las naciones africanas. Vino a sumar a la toma de conciencia étnico-nacional que ésta les diera, una dimensión política que se vuelca cada vez más hacia el socialismo como solución para sus problemas. Esta creciente marea de sentimientos revolucionarios, que los norteamericanos consideran “peligrosa infección castrocomunista”, es hoy para ellos, el motivo de mayor preocupación en el Caribe. La historia de las Antillas independientes es, esencialmente, el relato de sus relaciones con Norteamérica y de la rebelión contra este yugo. El grupo comprende Haití, la República Dominicana y Cuba, que comprende cerca de 15 millones de los 22,2 de antillanos. 8 Como vimos, la conjugación de la economía azucarera de las Antillas con la economía de las colonias norteamericanas productoras de alimentos se llevaba a cabo regulada por la primera, que constituía el centro dinámico del sistema simbiótico. Celso Furtado (1959: 41/2) demuestra que esta simbiosis, actuando mediante la separación de los dos centros productores complementarios, permitía desviar parte de la renta de la economía azucarera a fin de subsidiar la economía norteamericana proyectándola a una etapa superior. Es así que surge en América una economía similar a la de la Europa contemporánea, es decir, dirigida de adentro hacia afuera, produciendo principalmente para el mercado interno, sin una separación fundamental entre las actividades productivas destinadas a la exportación y aquellas vinculadas al mercado interno. Esta conjunción de importancia capital para la economía de los pobladores de Estados Unidos, se oponía sin embargo frontalmente a los intereses de las metrópolis empeñadas en forzar el monopolio del comercio en sus colonias, sobre todo, respecto al suministro de artículos competitivos con su propia producción interna. De este modo, las primeras tensiones serias de Inglaterra con sus núcleos coloniales norteamericanos, derivan de sus reiteradas tentativas de impedirles comerciar con las Antillas francesas y con las suyas propias. Con la independencia norteamericana, las Antillas Españolas y Francesas pasaron a ser disputadas por los yanquis e ingleses, en competencia no sólo ya por el mercado, sino también por el dominio económico. La primera acción de envergadura de la América del Norte independiente fue la guerra a España, en la que el objeto en disputa eran los cañaverales de Cuba y Puerto Rico. Los líderes de la independencia norteamericana expresaron clara y reiteradamente la aspiración nacional de incorporar la gran isla a la Unión. No consiguieron hacerlo tal como se lo habían propuesto, por el vigor del nacionalismo de las Antillas Hispánicas, pero alcanzaron los mismos resultados con otras técnicas de dominación: las inversiones y las intervenciones. Al tiempo de la independencia (1791), Haití contaba con una población de medio millón de esclavos, y tal vez con un 10% más de mulatos libres —los affranchis— que disfrutaban de una posición social privilegiada como intermediarios en el dominio de la ínfima clase blanca. Era la más rica de las colonias francesas y probablemente, en aquellos años, una de las más rendidoras posesiones europeas en el mundo. La revuelta latente contra la opresión colonial, cobrando expresión en el lenguaje libertario de los líderes de la Revolución Francesa, aunó en un irresistible movimiento emancipador a todos los haitianos, permitiéndoles conseguir la independencia antes que cualquier otra nación latinoamericana. No obstante se seguirían años de lucha intestina, de los negros y los affranchis contra los blancos que procuraban dividirlos para acomodar la independencia a sus propios intereses. después de la expulsión de los blancos y del exterminio de aquéllos que se resistieron, se desencadenó la lucha entre mulatos y negros que prosigue hasta nuestros días, sucediéndose los episodios sangrientos y los períodos de acomodamiento, pero siempre bajo fuerte tensión. Estas luchas impidieron el surgimiento de una élite capaz de formular un proyecto nacional integrador y de ordenar el nuevo estado, en virtud de la división irreductible entre los negros recién salidos de la esclavitud y los affranchis más letrados que podían desempeñar este papel. Haití fue llevado así, por décadas a un estado de convulsión en el que se sucedían los gobiernos rivales de negros y mulatos, las dictaduras más feroces y los retrocesos culturales, y hasta temporarios restablecimientos de la esclavitud. Contribuyó también a esta situación de anarquía, la propia profundidad de la revolución haitiana que, al destruir las bases mismas de la explotación colonial, había afectado profundamente al propio sistema económico sin mostrarse capaz de restaurarlo o de imprimirle una nueva ordenación. sólo un siglo después, pero ahora dentro de un molde socialista, se volvería viable la empresa de conducir una insurrección popular victoriosa hacia la instauración de un nuevo régimen socioeconómico. Frente al estado generalizado de conflicto y a la agresividad del haitiano al blanco, las potencias coloniales se mantuvieron a distancia. Establecieron, sin embargo, un cordón sanitario en torno a Haití, declarado por ellas fuera de la ley. Agravaba aún más la situación el peso de los derechos de evicción cobrados por Francia, que absorbían las rentas que los haitianos conseguían producir, a través de la exportación. Lacerados por los conflictos raciales internos, paralizados por el trauma antiblanco ocasionado por una de las formas más inicuas de esclavitud que el mundo haya conocido, Haití consiguió sobrevivir en forma independiente por más de un siglo. En este período, los financistas internacionales encontraron los medios de vencer su repulsa por la república negra, acercándose para negociar allí también sus empréstitos. así fueron financiadas las obras ferroviarias, el equipamiento de los puertos y los empréstitos corrientes con los que el gobierno bacía frente a la crisis. Los banqueros norteamericanos terminaron por convertirse en el gran acreedor, tanto por el hecho de prestar más, como por la adquisición de las deudas contraídas por los haitianos con banqueros europeos. Preparado así el camino por la diplomacia del dólar, entra en escena la diplomacia de los marines en el desempeño del papel que los yanquis se propusieron de cruzados monroeistas a quienes incumbía compeler a los latinoamericanos para que cumplieran los compromisos financieros asumidos. Sobreviene entonces el asalto de la Infantería de Marina y la intervención norteamericana. Un parlamentario haitiano, manifestando su cólera ante la dignidad nacional herida, expresó: “En nombre de la humanidad, el Gobierno de los Estados Unidos ha llevado a cabo una intervención armada en nuestro país. Nos ha presentado a punta de bayoneta y con el apoyo de los cañones de sus cruceros, un tratado que con altivez imperial nos invita a firmar. ('Qué tratado es éste? Es un protectorado impuesto a Haití por Mr. Wilson; el mismo Wilson que, refiriéndose a las repúblicas hermanas de América Latina en un discurso pronunciado en Mobile, dijo: “No podemos ser sus amigos íntimos a menos que las tratemos como iguales”. ¡Y ahora, aspira a colocar a Haití bajo el protectorado de los Estados Unidos! ¿Por cuánto tiempo? sólo Dios lo sabe si se consideran las condiciones exigidas para el retiro de las tropas de ocupación y para la renovación de este instrumento de vergüenza. No soy partidario de una república cerrada. No pienso que el aislamiento sea un factor de progreso para una nación. No creo que los principios del patriotismo residan en el odio a los extranjeros y en el rechazo de la ayuda foránea, incluso cuando se la ofrece sinceramente. Pero tampoco creo que pueda ser honorable sacrificar la dignidad del propio país, bajo la compulsión o no. ¿Sacrificarla para qué? ¿Orden al precio de la vergüenza? ¿Prosperidad con cadenas de oro? Prosperidad puede ser que obtengamos... las cadenas ciertamente las tendremos”. 9 La intervención directa duraría de 1915 a 1934 y proseguiría después hasta nuestros días a través del establecimiento de un régimen tácito de tutela ejercido por los embajadores, por la CIA, por el patrullaje de la marina norteamericana, siempre al acecho para ocupar los puertos frente a cualquier posibilidad de establecimiento de un gobierno independiente. La justificación de la intervención norteamericana en Haití dada por uno de sus más acreditados historiadores oficiales 10 se basó en “la incapacidad del gobierno titular y de la oligarquía para trabajar en armonía”; en el “estado de anarquía” reinante; en la “decadencia y degeneración” y, además, en la mediocridad de los estadistas haitianos, “torpes e incompetentes”. Aun este historiador que se erige en juez de su propia causa, admite el “paralelo” interés económico, no únicamente referido al cobro de los empréstitos atrasados, sino además al dominio de la economía azucarera de la isla. Revela, por fin, como otro factor decisivo, el racismo yanqui, motor del ardor combativo de su infantería blanca: “El hecho de interés para este estudio es que la presencia de la Infantería de Marina norteamericana —blanca— en Haití, durante las dos décadas siguientes, tuvo efectos definidos sobre la vida social del país. Uno de los resultados observables de modo más inmediato fue la terminación del prolongado dominio político de los negros y el restablecimiento de la élite de color en el control del gobierno. Los cuatro presidentes a partir de 1915, Dartiguenave (1915-22), Borno (1922-30), Roy (1930) y Vincent (1930-41), fueron todos de piel clara. Las fuerzas de los Estados Unidos participaron activamente en la elección de los dos primeros de esos hombres. La preocupación norteamericana no consistía por cierto en no devolver el gobierno al grupo negro, sino más bien en tener como titulares del gobierno a hombres que fueran educados, de mente moderada, de buenos modales —y, claro está, que fueran los bastante «flexibles» mentalmente— como para desarrollar políticas gratas al Departamento de Estado en Washington”. Naturalmente, aquí se combina la mejor preparación de los affranchis y su docilidad, moldeada desde los tiempos coloniales en el ejercicio de sus funciones de intermediarios en la explotación blanca. La animosidad de los haitianos frente a la intervención trajo como consecuencia que sólo se pudiese mantener, mediante las represiones más crueles, lo que terminó por escandalizar a la opinión pública mundial. El presidente Roosevelt la suspendió en 1934 sustituyéndola por una tutela más disimulada. El saldo de estas intervenciones es expresivo. En efecto, Haití exhibe actualmente una de las penurias más agresivas del mundo, manifiesta en la renta per capita calculada en 20 a 35 dólares. La gran isla que fuera la más rica de las Antillas vive hoy bajo una economía natural, alterada únicamente por la intrusión de empresas imperialistas que han vuelto aún más chocante el contraste entre los niveles de vida del pueblo y algunos reductos de prosperidad. En estos siglos, sin embargo, Haití acabó por generar una intelectualidad nacionalista, ya más negra que mulata, que marcha a paso acelerado hacia el cumplimiento de los requisitos previos al logro de la integración nacional, indispensables para acometer el desarrollo social de la nación. La República Dominicana, que comparte con Haití la Isla Española, fue dominada por los norteamericanos aun antes que Haití. Comenzó con una intervención en 1903, a la que siguió la imposición de un tratado (1907) que le daba el estatuto de protectorado. Aquí también la justificación del intervencionismo fue el incumplimiento de contratos bancarios que supuestamente creaban el riesgo de intervención europea en el continente. Estas razones fueron expresadas por el presidente Theodore Roosevelt en estos términos: “La adhesión a la Doctrina Monroe puede forzar (a los Estados Unidos), aun contra su voluntad en casos de mala conducta e impotencia, a ejercer el papel de policía internacional”. Un Secretario de Estado, lo hizo de manera aún más contundente: “La Doctrina Monroe no debe interpretarse como una autorización dada a los débiles para que se insolenten con los fuertes”. (Apud, G. Selser, 1962: 29 y 43). El papel de tutores de las Américas se define, no obstante, aun más lapidariamente, en este razonamiento del mismo Theodore Roosevelt: “Si una nación demuestra que sabe proceder con decencia en cuestiones políticas e industriales, si mantiene el orden y si paga sus obligaciones, no debe temer ninguna interferencia de parte de los Estados Unidos. Los malos actos brutales o toda impotencia que conduzca a un relajamiento general de los vínculos de la sociedad civilizada, requerirán en última instancia, la intervención de alguna nación civilizada, y, en el Hemisferio Occidental, los Estados Unidos no pueden olvidar este deber”. {Apud, G. Selser, 1962: 260/1). Como se puede apreciar, es vetusta, aunque nada venerable, la propensión norteamericana al ejercicio de la tutela sobre los antillanos. Ayer, motivada por la conjunción del celoso cumplimiento de los contratos financieros internacionales y del carácter lucrativo de sus intervenciones; hoy, justificada por todas estas razones, además del empeño por salvarlos —si fuera posible, a todos los pueblos del mundo, lo quieran o no— de la condena al “infierno castrocomunista”. La intervención en la República Dominicana duró también hasta 1934, prolongándose, como en el caso de Haití, en formas menos directas pero igualmente efectivas de dominación. La penúltima de ellas fue el asesinato del dictador Trujillo cumplido por agentes de la CIA, creación de los mismos yanquis, que terminó resultando demasiado pesado para ellos, cuando la opinión pública mundial se puso alerta frente al carácter siniestro de su dictadura genocida, que llegó incluso a enviar sus esbirros a asesinar políticos dominicanos en la misma ciudad de Nueva York. Vamos a seleccionar algunos hechos para dar una medida de lo que fue esta dictadura, que con mano de hierro gobernó la República Dominicana durante 32 años. Trujillo asalta el poder en 1930. Era, hasta entonces, el jefe de la maquinaria de represión policial adiestrada por los norteamericanos durante la intervención para asegurar la estabilidad del gobierno dominicano. Una periodista norteamericana, Laura Bergquist, redactora de Look, después de visitar la isla y atestiguar la ferocidad de la policía de Trujillo, relata un episodio como ejemplo para sus lectores del terror que le había suscitado el régimen trujillista. Había conocido en la prisión a un enano llamado Bola de Nieve, cuya misión en la policía era la de arrancar a dentelladas los órganos genitales de los enemigos de Trujillo. En 1956, se reúne en Ciudad Trujillo, bajo los auspicios del dictador y de Su Santidad el Papa Pío XII, representado personalmente por el Cardenal Spellman, el Congreso Internacional de Cultura Católica por la Paz en el Mundo. El Generalísimo y doctor Rafael Leónidas Trujillo en su discurso de apertura declara: “En estos inciertos años que vive la humanidad combatida por los más duros sistemas materialistas. . . es nuestro imperativo deber movilizar las fuerzas del espíritu, reforzar las defensas imponderables que nuestra religión nos ofrece, ratificar valerosamente nuestros principios tradicionales y convertir en enseñanza viva, tanto en el orden doméstico como en el internacional, la Divina Palabra de Jesús. . . El propio Jesucristo que habló para todos los tiempos y no sólo para los fariseos de su época, nos señaló el camino en una de esas frases que conservan, a pesar de todos los cambios experimentados por el hombre y por la sociedad a través de 20 siglos, su vigencia milenaria: “Quien no está conmigo, está contra mí”. (Apud, G. Arciniegas. 1958: 402/3). Otro hecho: tratando de desalojar a los haitianos emigrados al territorio dominicano como braceros, Trujillo ordena a su ejército y a los hacendados dominicanos una matanza que duró una noche entera (2 de octubre) y que costó la vida de cerca de 15.000 haitianos. Poco después, la Congregación de la Facultad de Derecho de Santo Domingo presentaba la candidatura del Generalísimo, como El Benefactor de la nación, al Premio Nobel de la Paz correspondiente al año 1956. Hasta que los norteamericanos se decidieron a liquidar a Trujillo por la mano de los asesinos contratados por la CIA, él, no sólo recibió toda la ayuda y el apoyo de Washington, sino que fue frecuentemente elogiado por su capacidad para mantener el orden interno y, sobre todo, por su fidelidad a los ideales de la civilización cristiana. Muerto Trujillo, se comprueba que en el tiempo de su dictadura, había hecho tal acopio de riqueza que la simple transferencia de los bienes inmuebles —tierras, usinas, fábricas, servicios— pertenecientes a él y sus familiares al Estado, lo volvía detentador de más del 71% de la tierra cultivable y del 90% de la industria de toda la república. Asume el gobierno, después de un período de rebelión, un Consejo que presidió la redacción de una nueva Constitución y que efectuó las primeras elecciones democráticas del país, en las que resultó electo como presidente Juan Bosch en febrero de 1963. Siete meses después, un golpe de estado lo derribaría, reimplantando una dictadura con los mismos militares y policías de la Era de Trujillo. El último episodio de la política intervencionista yanqui se puede hallar en los diarios. Es el desembarco de la infantería de marina, en mayo de 1965, para ahogar un movimiento insurreccional contra la dictadura. Desde el punto de vista norteamericano, sin embargo, el movimiento amenazaba llevar al poder a Juan Bosch o a cualquier otro presidente sin el apoyo previo del Departamento de Estado. El propio Bosch, en una entrevista publicada en el semanario italiano L’Espresso el 13 de mayo de 1965, enjuicia con estas palabras la acción yanqui: “Al querer ahogar por la fuerza la Revolución democrática de un pueblo, los Estados Unidos mostraron que solamente permiten dos actitudes: o ser sus esclavos o ser comunistas”. Agregando: “ya soy viejo y ni el mismísimo Lyndon Johnson conseguiría que me hiciese comunista. Pero después de los acontecimientos de los últimos días, no puedo pedir más a mi pueblo que tenga fe en la democracia”. 3. LA AMERICA SOCIALISTA Cuba es la mayor de las Antillas en cuanto a territorio y población. Es también la más rica y combativa. Hasta que su revolución subvertiera el panorama, era igualmente una de las más rendidoras de las neocolonias de Norteamérica. Por su extraordinaria prosperidad como empresa capital neocolonial, y por la miseria correlativa de su pueblo, constituía, además, una de las mejores expresiones de las potencialidades del modelo yanqui de desarrollo. Era, probablemente, el país del continente que opuso la menor resistencia, hasta el triunfo de la revolución, a su integración de satélite en la economía norteamericana. Por el contrario, una sucesión de dictaduras y de regímenes fingidamente democráticos, hicieron todo lo posible, al cabo de varias décadas, para facilitar la penetración del capital norteamericano en los cañaverales, en la producción y en el comercio del tabaco, en la industria y en los servicios, propugnando estas inversiones como el mecanismo básico del desarrollo nacional, beneficiándose, naturalmente, con él como socio y sirviente menor. Al final del proceso integracionista, que duró casi un siglo, había en Cuba inversiones norteamericanas de una cuantía de 1.000 millones de dólares. Se encontraba enteramente atada a la economía yanqui, puesto que el 79% de sus importaciones provenía de la Unión y le exportaba el 75% de su producción. Se agregaba a esta vinculación, en condiciones especialmente “privilegiadas” la deuda con banqueros americanos, oficiales y privados, cuyo monto ascendía al doble de la exportación anual. Cuba entera, pero principalmente su capital, se transformó en una zona de recreo para turistas americanos. Estaba preparada para ofrecer en las condiciones más ostentosas, las vacaciones ideales para el norteamericano disciplinado que al cabo de un año de conducta virtuosa aspiraba a un recreo tropical. Por todo esto la isla componía el panorama de un prostíbulo de lujo, complementario del sistema económico y social preponderante en los países latinoamericanos más impregnados por las inversiones yanquis. Una economía vuelta hacia el exterior, próspera para los inversionistas extranjeros pero terriblemente expoliativa para su propio pueblo. De la población en edad activa, apenas la mitad —cerca de 2 millones— se encontraba reclutada en el sistema productivo. De éstos, 650.000 eran trabajadores agrícolas zafrales que trabajaban, como máximo, 8 meses al año; 100.000 se hallaban vinculados a la industria azucarera y a la del tabaco, y trabajaban aún menos. Se estimaba en casi 500.000 el número de los desocupados. La miseria resultante de estas condiciones de subempleo y de desempleo, contrastaba naturalmente con la riqueza del pequeño grupo nativo que sacaba provecho del sistema, ya como propietarios, ya como gerentes de bienes ajenos o por medio de la corrupción más descarada en todos los órganos del poder. Se enfrentaba así una minoría super rica y totalmente alienada con un pueblo torturado por enfermedades carenciales, la falta de vivienda y arrojado al desempleo y a la marginalidad. Todo esto regido por el estancamiento económico generado por la crisis permanente de la balanza de pagos y las deformaciones impuestas por el monocultivo. El proyecto ordenador de la sociedad cubana consistía en el mantenimiento de estos intereses antipopulares y de esta dependencia total a una economía externa. Para cumplir esta función fue provista de un aparato jurídico, de una máquina de soborno y degradación de las instituciones políticas y de cuerpos militares represivos dedicados únicamente a mantener el statu quo. El largo período de dominio de Batista, ex sargento vuelto multimillonario y brazo armado de las capas dominantes cubanas, es la mejor expresión de cómo el Estado se había transformado en un mecanismo de represión al servicio de intereses no sólo extraños sino opuestos a los de la nación y el pueblo. Por sobre todos estos males sobresalía la desmoralización del pueblo cubano, al que todos los días se le probaba, de mil maneras, su inferioridad frente al yanqui blanco y dominador; se le explicaban las diferencias abismales entre el progreso y la prosperidad norteamericana y la ignorancia y la penuria sudamericanas en términos de pereza latina, apatía mestiza y atraso español. El monto de los intereses norteamericanos y el poder de la trama integracionista —que iba desde las cuotas del azúcar hasta el turista—, volvían imposible, al parecer, la emancipación del pueblo cubano dada la oposición del gobierno de Washington a tamaño perjuicio a sus inversionistas, la no viabilidad de una economía azucarera no subsidiaria, y el peligro para la política exterior yanqui en el continente que representaría un ejemplo de rebeldía y emancipación en el Caribe. Sin embargo, allí donde todo parecía adverso, donde era mayor la penetración imperialista y más alta la rentabilidad de los inversionistas norteamericanos, donde la oligarquía local era más servil, exactamente allí fue donde primero se rompió la cadena de la dominación. Y se rompió precisamente porque se estructuró, desde los primeros pasos, como una lucha por la conquista del poder político, entregándose simultáneamente al combate abierto contra la dictadura y contra la ordenación total de la sociedad humana. Aunque aceptó diversas formas de cooperación con fuerzas interesadas en luchas paralelas, jamás admitió ninguna alianza espuria que comprometiese el nuevo poder con el viejo régimen. Ninguna de las dos guerras mundiales, ningún acontecimiento internacional tuvo, por esto, mayor impacto sobre Estados Finidos que la Revolución Cubana. Primeramente fue la sorpresa ante la rebelión de los simpáticos jóvenes barbudos, aparentemente tan románticos; después, la perplejidad frente a la determinación irreductible de estos mismos jóvenes respecto a la fijación de los criterios populares de reordenación de la economía y de la sociedad cubanas. Finalmente, el rencor de los empresarios perjudicados por la nacionalización de sus ganancias, y de los estrategas políticos por el precedente que la Revolución Cubana representaba para toda América Latina. Los propios líderes de la revolución parecían, en los primeros meses, buscar un modelo ordenador. No comprometidos con ninguna posición doctrinaria y apoyados por todo el pueblo, afrontaban directamente los problemas, procurando resolverlos a medida que se presentaban, de acuerdo con los intereses nacionales y populares, y manejándose con el buen sentido más que con una teoría revolucionaria. De este modo progresaron paso a paso bajo el acicate cada vez más intenso de un proceso revolucionario hacia una ordenación socialista, fatalmente atraídos por el único modelo ordenador compatible con los hechos que manejaban y con los intereses que representaban, pero también obligados por la posición asumida por el gobierno norteamericano, en defensa del mantenimiento de los privilegios de que disfrutaban en el antiguo orden de la sociedad cubana. La victoria de Fidel Castro no sólo derribó la dictadura de Batista sino que abrió el debate sobre la reformulación del propia régimen. El viejo orden oligárquico que siempre había prevalecido en Cuba como en toda América Latina, fue puesto en jaque. No por parlamentarios electos por una intrascendente reforma constitucional más, sino por el pueblo entero llamado a integrarse en el proceso político mediante iniciativas concretas. Su acción no se hizo esperar. Tanto los asalariados rurales de las usinas de azúcar, como los obreros, asumieron el control de las respectivas empresas, improvisando formas nuevas de administración. Un nuevo ordenamiento antioligárgico y antiimperialista fue prevaleciendo así, por la acción simultánea de las iniciativas populares y de los actos gubernamentales. El camino socialista se impuso así a los revolucionarios cubanos como el cauce natural por donde habrían de correr las aguas del embalse roto si se mantenían fieles a sus designios de reestructurar la sociedad de acuerdo con el interés nacional y popular, y bajo las condiciones de creciente presión ejercida por Estados Unidos de América. más tarde, algunos norteamericanos, advertidos frente a estos hechos, intentaron formular el modelo que faltaba. Ya no para Cuba, que había avanzado demasiado en el camino socialista y que querían destruir, sino para evitar el estallido de revoluciones sociales en otras áreas del continente. Tal fue el esfuerzo “aliancista” del equipo de Kennedy. A pesar de su tibieza, el proyecto enfrentó tales obstáculos en los intereses invertidos en la explotación continental, que tuvo que ser abandonado pocos meses después. Desde entonces, se afirmó la política de mantener a cualquier costo el statu quo, consciente ya la administración yanqui de su incapacidad para conciliar los intereses de sus empresarios y las aspiraciones de progreso de los latinoamericanos. Pero convencida también de que la ordenación vigente es lo suficientemente rendidora y segura para ellos, al punto de justificar su imposición a sangre y fuego. El antiguo equipo aliancista adoptó la nueva ideología o fue dejado de lado, cediendo su lugar a un nuevo cuadro policial-militar empeñado en la utilización de todos los recursos bélicos, políticos, económicos y psicológicos a fin de detener la historia con una barrera de dólares, de intrigas, de conspiraciones, de intervenciones armadas, de campañas publicitarias tan avasallantes como lo permitieran los recursos de la mayor potencia capitalista de la tierra. Se deben así a Cuba las dos orientaciones sobresalientes de la política norteamericana respecto a los demás países del continente. La primera fue la Doctrina Monroe, nacida como un esfuerzo tendiente a fundamentar jurídicamente la dominación de la isla. La segunda es la Alianza para el Progreso, formulada como una respuesta al desafío representado por la Revolución Cubana, tanto en su fisonomía inicial, reformista, como en su formulación definitiva, y que consiste simplemente en un mecanismo financiero de sostenimiento del statu quo, mediante la renovación del pacto con los aliados tradicionales de los yanquis; las viejas oligarquías latinoamericanas para las cuales el sistema vigente es también altamente rentable. En toda la historia de la América independiente se contraponen el gigante del continente y la pequeña isla osada. Nacidos juntos e incluso asociados por la viabilidad económica que la próspera explotación azucarera de las Antillas dio a las colonias inglesas pobres, continúan polarizados hasta hoy como dos personajes históricos disociados en todo pero sin embargo complementarios. La América del Norte naciente tenía, de acuerdo con las declaraciones de sus líderes más representativos, los ojos puestos en la isla cubana como si ésta fuera la fruta más codiciada. Para esto hicieron la guerra a España en 1898. Imposibilitados de deglutirla directamente —como hicieron con Puerto Rico— terminaron por integrarla a su sistema económico como su “colonia” más rica. Dada la combatividad del pueblo cubano el vínculo sólo pudo ser mantenido por medio de sucesivas intervenciones, de enmiendas constitucionales 11 desmoralizadoras —especialmente para quien las imponía—, de asesinatos, y sobre todo, por el respaldo a dictaduras feroces. Esta opresión, por las formas crueles y humillantes que asumió, representó un papel decisivo en el despertar de la conciencia revolucionaria cubana. Los líderes más lúcidos del país juzgaron siempre de la manera más severa la avidez y la pusilanimidad de los gobernantes yanquis y destacaron la emancipación del yugo yanqui como la cuestión nacional más candente. La revolución, al oponerse —por su carácter popular y nacional—, necesaria y naturalmente a las fuerzas mantenedoras del régimen arcaico cuya cúspide era predominantemente norteamericana, horadaron el viejo tumor de la dominación. A partir de entonces, se polarizan nuevamente Cuba y América del Norte, ya no como el bocado apetecido frente a las fauces devoradoras, sino como un nuevo proyecto de ordenación sociopolítica de las naciones latinoamericanas frente al guardián del obsoleto sistema. El altísimo grado que alcanzó el despojo del pueblo cubano por los norteamericanos, es precisamente lo que constituyó el factor dinámico de la revolución. Con él se conjugaría otro factor decisivo: la alianza de la oligarquía local con la dominación imperialista, o sea, el hecho de que las clases privilegiadas —aun aquéllas no vinculadas a las empresas extranjeras— temerosas de su suerte, dado el creciente descontento del pueblo, ponían en el poderío extranjero mantenedor del sistema sus más caras esperanzas de preservación del statu quo. En estas circunstancias, la revolución nacional antiimperialista se transformó naturalmente en una revolución social contra el propio régimen capitalista, incapaz de ofrecer una perspectiva de desarrollo autónomo a la nación. De este modo, el todopoderoso aliado extranjero se convirtió en el sepulturero de la burguesía cubana que cayó abatida por su propia alienación respecto a su pueblo y a los intereses nacionales. El pacto oligarquicoimperialista cumplió también el papel de aglutinante de las clases medias indignadas por las humillaciones nacionales impuestas por los yanquis a Cuba, particularmente las clases profesionales, la intelectualidad y la juventud universitaria cuyas luchas contra la tiranía de Batista tropezaron siempre con el apoyo externo que le daban los norteamericanos y con el respaldo interno que le aseguraba la oligarquía nativa. En esta coyuntura, las clases medias se radicalizaron; involucradas originalmente en la revolución política contra la dictadura, se vieron lanzadas a una revolución nacional antiimperialista, y de allí a la admisión activa o pasiva de la revolución social reordenadora del régimen. La incapacidad del viejo sistema para encauzar la nación hacia el progreso social era demasido notoria, así como la severidad del juicio popular respecto a la incapacidad, la venalidad y el entreguismo de la antigua clase dirigente. Ganadas para la revolución, o neutralizadas como fuerzas de reacción, las clases medias representaron un papel de gran relevancia, tanto en la fase conspiratoria como en las luchas urbanas, que crearon condiciones para la victoria rápida y completa de los campesinos sublevados por Fidel Castro. El factor decisivo, sin embargo, fue la capacidad de la jefatura revolucionaria para formular, con independencia y originalidad, el problema nacional cubano, y sobre todo, de consagrarse a la lucha guerrillera junto a los campesinos conduciendo sus combates a victorias sucesivas, aparentemente minúsculas pero de efecto catastrófico sobre la moral de las tropas gubernamentales. Debe señalarse no obstante, que el Fidel Castro que subió a la sierra era un líder nacionalmente respetado por sus luchas anteriores, y sobre todo, por la defensa que hiciera en la prisión de Moneada. Este documento —“La Historia me absolverá”— probablemente la más vigorosa proclama revolucionaria latinoamericana, divulgado por todos los medios por los combatientes democráticos de las ciudades y sobre todo por los estudiantes, permitiría más tarde reconocer al pequeño grupo de guerrilleros de la Sierra Maestra, como la responsable avanzada revolucionaria que procuraba situarse al frente del pueblo cubano para librar la lucha de emancipación nacional. después de la victoria, Fidel Castro revelaría una capacidad creciente para comunicarse con la masa y para trasmitirle su pasión nacional emancipadora, y un talento extraordinario para el planteo de los problemas revolucionarios con que se enfrentaría en su trayectoria de líder de una insurrección armada y de conductor de una revolución social. El rasgo definitorio de la Revolución Cubana es su fidelidad a las capas marginales de la población. No sólo fue a buscar en el sector campesino de éstas su primera base de sustentación, ascendiendo con ellas al poder, sino que también hizo del ejercicio de este poder un esfuerzo constante por integrarlas a la vida nacional. Como todos los Pueblos Nuevos, además de la estratificación tripartita de las naciones desarrolladas, tenía un cuarto estrato marginado no sólo de la vida económica como productor y consumidor, sino también de la vida social, política y cultural de la nación. Este residuo de miserables y analfabetos constituyó una especie de subproducto humano del sistema económico fundado en la plantación que, al margen del azúcar, del café o del cacao, produce individuos que no son capaces de integrar el cuerpo de la nación. Cuando la economía nacional se diversifica, una parte de estos contingentes nacionales es reclutada para el trabajo fabril y para los servicios, escapando así de la condición de marginalidad estructural. El conjunto mayor, sin embargo, permanece siempre como sobrante; busca trabajo en las actividades agrícolas estacionales, o se aglomera en la orla de las ciudades en busca de cualquier servicio que le permita tan sólo sobrevivir. Desde siempre, las llamadas “revoluciones” latinoamericanas fueron componendas de grupos en el poder, con las únicas excepciones de la Revolución Mexicana que, durante cierto período, fue también un proceso de integración de las masas marginadas en la vida social, y más recientemente la boliviana, igualmente frustrada. La Revolución Cubana nació como una revolución social. Desde los primeros pasos, su preocupación fundamental fue la de crear condiciones para el ascenso social y para la integración política, precisamente, de este cuarto contingente humano: el subpueblo de los miserables de los campos y de los desocupados de las ciudades. Fue en función de las exigencias de este proceso integrador que se orientó el reordenamiento de la sociedad y de la economía nacional. En lugar de adoptar frente a estas masas marginales la actitud paternalista tradicional, consistente en otorgarles la protección asistencial, la Revolución Cubana procuró pararlas sobre sus propios pies, incorporarlas a la vida nacional, infundirles el orgullo de sí mismas. En función de estas masas, más que de la productividad agrícola, se hizo la reforma agraria. también en función de ellas se emprendió el milagroso esfuerzo educacional cubano. La Revolución Cubana encuentra su propio camino tanto por su dinámica interna, como por la internacionalización que Estados Unidos le impuso. Paso a paso, las etapas decisivas de afirmación revolucionaria se han ido cumpliendo dentro de un sistema de fuerzas en el que uno de los determinantes ha sido la conducta norteamericana. Es así que frente a la fidelidad a los intereses nacionales y populares y al veto norteamericano impuesto al reordenamiento social y económico, en su calidad de representante de la mayor masa de intereses vinculados al antiguo orden se orienta cada vez más congruentemente hacia las soluciones socialistas como salidas naturales y necesarias. así se escalonaron los pasos revolucionarios: —Fidel Catro anuncia grandes reformas económicosociales que afectarían el régimen de propiedad (3 de febrero de 1959). —Los Estados Unidos amenazan suspender la cuota de azúcar (20 de febrero). —Cuba reduce las tarifas telefónicas y baja en un 50% los alquileres (3 y 6 de marzo). Es promulgada la Ley de Reforma Agraria (17 de mayo) y se crea el Instituto Nacional de Reforma Agraria (3 de junio). Las Fuerzas Armadas inician la ocupación de los latifundios (24 de mayo). —Los Estados Unidos protestan contra la Ley por considerarla perjudicial a los intereses norteamericanos en la isla (27 de junio). —El canciller de Cuba, Raúl Roa, en una entrevista con el canciller de los Estados Unidos, Herter, anuncia el propósito cubano de iniciar conversaciones relativas al monto de las compensaciones admisibles por la expropiación de tierras de propiedad de americanos del norte (10 de diciembre). —El embajador norteamericano, Bonsal, presenta una protesta de su gobierno por acciones atentatorias al derecho de propiedad (11 de enero de 1960). —El gobierno cubano rechaza la nota, declarando que no otorgará privilegios a los norteamericanos, pagando iguales indemnizaciones a los latifundistas cubanos y a los norteamericanos. El INRA asume el control de las tierras de la United Fruit. —El gobierno cubano interviene las refinerías extranjeras a fin de obligarlas a refinar el petróleo soviético negociado por azúcar (28 de junio). Protesta norteamericana (5 de julio). —En respuesta, Cuba interviene las otras industrias de propiedad de norteamericanos. —Estados Unidos reduce en 700 mil toneladas la cuota de azúcar de Cuba en su mercado (6 de julio). —La URSS se responsabiliza por la absorción de la cuota (6 de julio). —Eisenhower anuncia un generoso programa de ayuda a los latinoamericanos declarando que Cuba quedará excluida hasta que cambie de actitud (11 de julio). —Cuba acusa a los Estados Unidos de agresión económica ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El representante norteamericano responde reafirmando la vigencia de la Doctrina Monroe (18 de julio). —Cuba nacionaliza las usinas de azúcar, las refinerías de petróleo y las empresas de electricidad de propiedad norteamericana, como indemnización a la nación por los perjuicios ocasionados a su economía por el boicot económico, y para asegurar la consolidación de la independencia económica del país (6 y 7 de agosto). —Protesta del Departamento de Estado por “la confiscación arbitraria de propiedades norteamericanas por valor de 1.000 millones de dólares”. —Cuba nacionaliza las minas de níquel de propiedad norteamericana (14 de agosto). —Fidel Castro reitera las denuncias de que el gobierno norteamericano preparaba una invasión a Cuba (1° de enero de 1961). Cuba exige la reducción del personal diplomático norteamericano en La Habana —cerca de 100 miembros— a la misma proporción del cubano en Washington —16 personas— por haberse convertido en foco revolucionario (2 de enero). —El gobierno norteamericano rompe relaciones con Cuba, declarando que este acto no tiene efecto alguno sobre el estatuto legal de la base naval de Guantánamo (3 y 4 de enero). —Kennedy asume la presidencia de América del Norte (20 de enero). El gobierno cubano anuncia que hay posibilidades de reconciliación con el nuevo gobierno (23 de enero). —Kennedy declara que no está alterada la política norteamericana respecto a Cuba (25 de enero). Cuba admite la mediación latinoamericana propuesta por la Argentina, para mejorar las relaciones con Estados Unidos (26 de febrero). —El gobierno cubano declara estar dispuesto a resarcir a los norteamericanos por sus bienes nacionalizados si fuera reestablecida la compra de azúcar (17 de marzo). —El gobierno norteamericano intensifica su presión para lograr que las naciones latinoamericanas rompan relaciones diplomáticas con Cuba (abril y mayo). —Kennedy reitera la declaración de que no invadirá Cuba bajo ninguna circunstancia (12 de abril). —Aviones norteamericanos atacan Cuba (15 de abril). Tropas preparadas por los norteamericanos y concentradas por éstos bajo la dirección de la CIA, invaden Playa Girón, sufriendo estrepitosa derrota (16 de abril). Respondiendo altivamente a las provocaciones norteamericanas con el más entusiasta apoyo de las masas, generado por la animosidad que Estados Unidos cultivara a través de décadas, el gobierno cubano se encaminó a las soluciones socialistas. más que una opción a este régimen, el pueblo cubano respaldó las medidas concretas, que implicaban pasos inevitables hacia la emancipación nacional, por reacción contra una opresión y una explotación largas y odiosas. De ese modo, en su desmoronamiento, el régimen imperialista condujo incidentalmente a la ruina también al capitalismo nacional, demasiado subalterno y confiado en el poderío norteamericano como para dudar de él y admitir otra actitud que no fuera la oposición a lo que parecía extrema osadía de la juventud revolucionaria. En los meses siguientes a la victoria de Fidel Castro, casi la totalidad de la clase propietaria y directiva se trasladó a Estados Unidos. Siguió sus pasos el círculo asociado de profesionales liberales, administradores, técnicos que por ejercer funciones gerenciales que exigían lealtad al patrón, terminó por confundir sus propios intereses con los de los propietarios. Gracias al estímulo norteamericano, este traslado abarcó cerca de 100 mil personas, que los revolucionarios no quisieron, o probablemente no consiguieron contener Este éxodo representó uno de los mayores desafíos para la economía naciente. Parecía imposible dirigir la producción careciendo de cuadros técnicos y administrativos, de profesionales de nivel universitario. Con ellos se perdía, además, lo que la nación había invertido durante tanto tiempo para su formación, tanto en el sistema educacional como en el adiestramiento para el servicio y en la atribución de toda clase de privilegios. Sin embargo, el éxodo tuvo también su lado positivo, ya que libró a Cuba de un contingente contrarrevolucionario que podría cumplir un papel retardador y tal vez hasta fatal para el desenvolvimiento del nuevo Estado hasta el momento de su consolidación. Fueron enormes los percances resultantes de esta expropiación consentida de recursos humanos subsidiada por los norteamericanos. Ella sólo es comparable a las pérdidas que ellos mismos sufrieron con la expropiación de sus inversiones. Improvisando nuevos cuadros técnicoadministrativos, Cuba consiguió hacer frente al éxodo, no sólo volviendo a poner el sistema productivo en marcha, sino reacondicionándolo simultáneamente para servir a nuevos intereses y disciplinándolo por medio del planeamiento. Las grandes obras de la Revolución Cubana son, precisamente, este reordenamiento de la economía bajo lineamientos socialistas, y la revolución educacional en realización. El empuje educativo logró el record mundial de liquidar el analfabetismo en sólo un año, de escolarizar todos los niños, de orientar a la juventud entera a las escuelas técnicas, de matricular en cursos de recuperación cultural y de calificación para el trabajo cerca de un millón de cubanos adultos. Este esfuerzo gigantesco, a la vez que ha vitalizado y ampliado una universidad reformada y modernizada, está preparando una nueva categoría técnicoprofesional, científica e intelectual, enormemente más amplia y más capaz que la antigua, además de identificarla con los intereses del pueblo cubano. Transformando la hostilidad norteamericana en pertrecho para las luchas de consolidación del proyecto revolucionario, Cuba pudo marchar hacia adelante. Contó inclusive con la ventaja de la identificación popular de la contrarrevolución con el intervencionismo yanqui, lo que evitó una reacción interna activa. Por otro lado, la preparación de los grupos antirrevolucionarios en el exterior, en territorio norteamericano o en las repúblicas centro mesoamericanas por ellos dominadas, le dieron el carácter de invasión extranjera que encendió el ánimo patriótico de los cubanos en defensa de la patria y de la revolución. De este modo, las sucesivas tentativas de invasión hechas por medio de guerrillas, sabotaje y finalmente de desembarco, encontraron siempre unido a todo el pueblo como jamás lo estuviera, para enfrentar un enemigo externo cada vez más odiado. Las duras etapas de una implantación revolucionaria en las condiciones de bloqueo que sufre Cuba, y que suponen dificultades y privaciones para todo el pueblo, pudieron ser, de este modo, enfrentadas con un empuje nacional que de otra forma difícilmente se hubiera desarrollado. Este es el revés de la conjura que las oligarquías nacionales latinoamericanas mantienen con las empresas norteamericanas: pueden contar con una recíproca seguridad en el mantenimiento del statu quo mientras dominen la situación; pero difícilmente tal alianza permite a una sobrevivir sin el amparo de la otra cuando se dan condiciones revolucionarias. La isla idílica de Colón, con su clima tropical, con la prodigiosa fertilidad de sus tierras y la extraordinaria creatividad de su pueblo se ha encaminado de este modo, hacia el socialismo, utilizando como motores de impulso revolucionario los propios contratiempos, y tratando como a un enemigo único, a las capas dominantes internas y a los intereses extranjeros. De acuerdo con las expectativas de los cubanos, dentro de algunos años su país será el jardín de las Antillas, y en ese caso, su ejemplo expondrá a todos los latinoamericanos en el lenguaje de los hechos observables, cuál es el régimen capaz de proporcionar abundancia, de dar oportunidad al desarrollo cultural y de fundamentar una verdadera democracia. Las enormes posibilidades de concretarse esta aspiración, son las que provocan tantas preocupaciones y suscitan tanto odio anticubano. V. LOS CHILENOS La historia del pueblo chileno nos recuerda las ideas de Toynbee sobre los factores estimulantes o impeditivos del florecimiento de las civilizaciones. El factor fundamental sería, a sus ojos, el desafío consistente en las dificultades que un pueblo tiene que enfrentar, las cuales no deben ser demasiado aplastantes como para disuadirlo, ni tan débiles que lo ablanden, sino suficientemente emulativas para acicatear el ánimo creador y mantener el esfuerzo de autoafirmación. Colgados de una tira de tierras pedregosas, el clima áspero, batidos por los vendavales del Pacífico, castigados por terremotos, hostilizados por los araucanos, los chilenos, a pesar de todos estos percances —o gracias a ellos— consiguieron fundar una etnia peculiar, más madura y más viril que otras asentadas en tierras más ricas y menos castigadas por tantos flagelos. Santiago, su capital, vetusta y gris, sólidamente edificada para resistir los terremotos, contrasta curiosamente con la alegría cordial y colorida de la gente que anda por sus calles. Mayor es, sin embargo, el contraste entre esa gente que pasea y mira vidrieras y aquellos hombres y mujeres que se ven en las ferias populares, o a través de las cercas, en las construcciones. Unos y otros contrastan por su altura y esbeltez, por sus posturas y por sus ropas, como gentes de dos países diferentes y distantes. Jorge Ahumada, expresando una autoimagen nacional típica de la intelectualidad chilena más alienada, asevera que: “La mayoría de los chilenos rechazará de plano el paralelo con muchos países asiáticos o africanos y también con países indoamericanos. Nos gusta pensar que somos los ingleses de la América morena.1 Por más que esto los entristezca, la verdad es que los chilenos constituyen un Pueblo Nuevo, fruto del mestizaje de españoles con indígenas. Su matriz es la india araucana apresada y encinta por el español. Los mestizos originados por estos cruzamientos, que a su vez absorbieron más sangre indígena por el apareamiento mestizo-india, plasmaron el patrimonio genérico fundamental del pueblo chileno. Esta enorme masa mestiza, en el esfuerzo por sobrevivir biológicamente y por definirse como etnia, es la que ha conformado la nación chilena que comienza ahora, a tomar conciencia de sí misma y a forjar una autoimagen auténtica correspondiente a sus características y a su experiencia histórica. Chile jamás recibió contingentes europeos en proporción tan considerable que permitiese absorber tamaño conjunto somático indígena o soterrarlo socialmente en la condición de casta inferior bajo un alud migratorio. El mestizaje se operó de continuo durante todo el período colonial entre la base humana indígena y la minoría hispánica; simultáneamente actuaba un sistema de integración sociocultural que, al liberar al mestizo de la esclavitud o de la servidumbre que pesaba sobre el indio, le permitió ascender merced a la españolización lingüística y religiosa. Ño se trataba, naturalmente, de una asimilación completa que fundiese a todos los mestizos en una amalgama indiferenciada. Varios factores de diferenciación en acción conjunta plasmaron una clase dominante fenotípicamente más europea. Dentro de estos factores, se destacan los privilegios que el estatuto colonial confería a los peninsulares, lo que les daba posibilidades de imponerse a los criollos, así como el implicado en el muy difundido afán de realizar casamientos con españolas como mecanismo de “blanqueamiento” por parte de los mestizos enriquecidos. Esta última tendencia persiste aun hoy, pudiéndose apreciar en actitudes como la ejemplificada por Ahumada; asimismo, en el hecho, de la absorción, por parte de la capa dominante criolla de algunas decenas de millares de europeos emigrados a Chile después de su independencia. La autoimagen chilena, que tiende a describir a sus nacionales enfatizando las características blancoeuropeas como un valor en sí, no es sólo un error sino que también implica una forma de desprecio por el perfil nacional real. Es cierto que la literatura chilena, y sobre todo su poesía, encuentra en una figura del araucano su principal símbolo integrador. Del araucano aceptado al final apenas como mano de obra servil y como vientre étnico, ya que la historia chilena es principalmente el relato de siglos de esfuerzos para diezmarlo. La situación es curiosamente semejante a la de los mamelucos paulistas, también orgullosos de sus cuatrocientos años de paulistanidad, también mestizos e igualmente alienados. Ambos rinden culto, con igual respeto, al indio que aniquilaron con idéntica eficacia. ¿Será éste un rasgo típico de la alienación del mameluco? Marginado entre dos culturas contrapuestas, parcialmente integrado en ambas el mameluco fue llamado a identificarse con el padre europeo en contra de la madre indígena y su gente, como condición de reconocimiento de su asimilación y como requisito previo de ascenso social. Sus nietos, distanciados por generaciones del conflicto indioeuropeo, todavía manifiestan esa ambivalencia fundamental en la extravagancia de la identificación blancoide y en el culto al antepasado indígena sometido, en contextos que lo revelan como su propia y original matriz étnica. 1. LOS NEOARAUCANOS Los territorios de Chile y del noroeste argentino eran ocupados, originariamente, por tres grandes grupos indígenas profundamente influenciados por los pueblos de alta cultura del altiplano andino: los Diaguitas, los Atácamenos y los Araucanos. Los dos primeros vivían en el borde del desierto de Atacama concentrándose principalmente en aldeas-oasis o en comunidades de pescadores en la costa. Son más conocidos por la investigación arqueológica que por la documentación histórica, puesto que entraron rápidamente en colapso frente a la invasión española. Reducidos a la esclavitud, víctimas de enfermedades contagiosas y abatidos en los combates con los españoles que dominaron el Altiplano, desaparecieron casi totalmente sin dejar vestigios. Los grupos que escaparon de estas compulsiones refugiándose en las pampas argentinas, se volvieron jinetes y más tarde, cuando entraron en competencia primero con el gaucho, disputándole los rebaños y los campos de pastoreo, y después con las etnias nacionales en formación al producirse la independencia fueron también alcanzados y diezmados. Los Araucanos constituían un grupo mayor y más poderosos situado en los Andes Centrales, tierras de clima más ameno, excelentes para la agricultura y el pastoreo. Su población, que al tiempo de la conquista excedía probablemente el millón y medio de habitantes, actualmente está reducida a menos de 322 mil indígenas que sobreviven como grupo étnico diferenciado disperso en cientos de pequeñas comunidades al sur del río Bío-bío. Estos araucanos contemporáneos son casi todos sobrevivientes del subgrupo Mapuche, que por vivir más al sur y por haber resistido más vigorosamente a los españoles, escapó al destino de los otros —Picunche y Huilliche— deshechos y sojuzgados, sobreviviendo apenas en los genes con que contribuyeron a la formación del pueblo chileno. Aparte de su unidad lingüística, los tres grupos araucanos presentaban gran homogeneidad cultural. Se encontraban todos en un grado de evolución intermedio entre los “estados rural-artesanales”, del tipo chihcha, y los pueblos tribales del nivel de “aldeas agrícolas” como los Guaraníes. Vivían en aldeas permanentes, próximas unas a otras, basadas en una agricultura avanzada que ya utilizaba el regadío y la rotación de las tierras para el cultivo de la papa, del maíz y de otras muchas plantas, formando un conjunto de gran densidad demográfica (7 personas por milla cuadrada). Encontrábanse, pues, en el límite de la estratificación social y la unificación política, listos para constituir un estado rural-artesanal. Ya habían llenado la condición preliminar de producir excedentes alimenticios suficientes como para diferenciar una categoría social liberada de las tareas productivas, dedicado a la guerra, al artesanado, al sacerdocio y la burocracia. No habían dado todavía ese paso en la dirección de la estratificación social y del aglutinamiento de la población en núcleos urbanos con sus correspondientes contornos rurales. En lo que se refiere a la organización política, cada una de los grupos de araucanos se dividía en comunidades locales independientes, estructuradas internamente en base al parentesco, según un sistema de linajes clásicos. Los jefes locales de estas comunidades ejercían, en tiempo de paz, las pocas funciones implicadas en la jefatura de un grupo no estratificado. Para la guerra se asociaban en confederaciones que podían aglutinar a todas las aldeas de una región o a la tribu entera, pero que se deshacían después, volviendo a segmentarse en infinidad de núcleos autárquicos, en lugar de estructurarse como estados. Dado su nivel de desarrollo cultural y las condiciones favorables del medio, los araucanos sumaron las conveniencias de una sociedad tribal no estratificada —sin señores poderosos y sin parias miserables— a una abundante economía de subsistencia que proporcionaba mucho tiempo de ocio. En estas condiciones, disfrutaban en tiempos de la Conquista de un ambiente social rico, fundado en la igualdad, en la satisfacción y en el gusto de vivir, resultante de la convivencia en grandes comunidades homogéneas unificadas por las mismas tradiciones y por la misma visión del mundo. A los primeros embates de la caballería española y de las armas de fuego, el araucano reaccionó con la perplejidad que tales novedades provocaron en todos los indios. No obstante, aprendió pronto que estos nuevos invasores eran también humanos cuando desmontaban y que ellos y sus cabalgaduras eran igualmente vulnerables y mortales. Los grupos que se mantuvieron independientes sobrellevaron entonces un largo período de luchas intermitentes, seguido de un intervalo en que prevalecía un modus vivendi que les aseguraba la supervivenda pero que también permitía rehacerse a los españoles. Es la fase de las aparatosas ceremonias que se repetían anualmente, y en las que el gobernador español y su séquito parlamentaban con los caciques araucanos a fin de suscribir o ratificar acuerdos de coexistencia pacífica. Rota la paz, siguieron siglos de reñidas luchas, en los que los araucanos opusieron a los españoles una resistencia mucho mayor que los pueblos de alta cultura. Esta combatividad se explica, probablemente, por la etapa de desarrollo cultural en que se encontraban. No estando estratificados en estamentos opuestos de señores y subordinados, no existía una nobleza como la mexicana o la incaica que entrase en competencia con el enemigo por el interés de conservar su dominio y privilegios, ni una clase servil acostumbrada a la dominación y a la explotación e indiferente a la sustitución de los antiguos amos por otros nuevos. Los dos grupos araucanos, los Pocunche y los Huilliche, que entraron primero en contacto y en conflicto con el español, acabaron por sucumbir costando su sujeción, sin embargo, más sangre y esfuerzo que todas las otras conquistas de América. Cada grupo dominado, a partir del siglo xvi, fue destribalizado mediante el reclutamiento como mitayos para el trabajo de los lavaderos de oro y como criados domésticos. La minería, en su momento de mayor actividad, llegó a concentrar más de veinte mil indios divididos en grupos para la extracción del oro. Estos grupos alcanzaban a veces a cientos de hombres y mujeres, de entre 15 y 20 años, obligados por la fuerza de la esclavitud a deculturarse y transformarse en el proletariado de la sociedad naciente. Tanto estos mitayos como los indios aldeanos entregados con sus tierras a la explotación de los encomenderos, carecían de toda posibilidad de preservar su modo de vida y sus instituciones sociales, así como también de integrarse a las europeas y cristianas. Eran pura energía muscular destinada a desgastarse en el trabajo, y vientres aplicados a producir más gente. En consecuencia, la población indígena se redujo a menos de la mitad (A. Lipschutz, 1956 y 1963). Con las nuevas generaciones mestizas que crecieron inmersas en este submundo, ignorantes de las tradiciones tribales, y que tenían una percepción muy deformada de la cultura española, comenzaba a plasmarse esa protocultura necesariamente espuria. más que un pueblo serían, a lo largo de siglos, un contingente puesto al servicio de un dominador extranjero con cuyos hábitos, creencias y antipatías fueron obligados a identificarse. Agotado el oro de los placeres, los españoles pasaron a explotar exclusivamente la única “mina” que les quedaba: la fuerza de trabajo de la masa de indios esclavizables para toda suerte de actividades productivas capaces de generar ganancias. Grandes contingentes de indios apresados ingresaron en la sociedad naciente, y la guerra de apresamiento se volvió un negocio en sí. Al lado de la masa indígena esclavizada, crecían los mestizos, que actuarían como estrato intersticial de intermediarios especializados en las tareas de enganche de indios para la formación de la fuerza de trabajo. Al mismo tiempo se constituyó una cultura híbrida en la que predominaría la herencia hispánica. Algunos de estos mestizos, reconocidos y amparados por el padre blanco, y a veces hasta declarados blancos por disposición legal de la corona a los efectos de la sucesión y del goce de privilegios, integraron la clase dominante. No obstante; la gran masa de mestizos y de indios destribalizados integraría la sociedad nacional formando el principal contingente rural chileno, el huaso. Dedicado al pastoreo y a la labranza, diestro y apegado al caballo como instrumento de trabajo y de la guerra, el huaso es el gaucho chileno. Con estos huasos se habrían de expandir las haciendas por toda la región liberada de indios hostiles, conformando una sociedad patriarcal de economía natural, dominada por los latifundistas y por sus enormes parentelas y sus agregados. En estas haciendas, además de ocuparse de las faenas agrícolas y ganaderas, el huaso trabajaba la lana, el cuero, la madera, elaborando toda clase de manufacturas de consumo local. Monopolizando la tierra, el latifundista adquiría el dominio de los rebaños y de los huasos como mano de obra capaz de volver productivas las tierras, de construir las casas y realizar las mejoras, de ser, en fin, la fuente de energía y de riqueza de la sociedad naciente. Ya entonces el mercado peruano absorbía el excedente de producción agrícola y alguna exportación de cobre contribuía a pagar los gastos de importación, dando viabilidad económica a la colonia. La disminución de la población indígena actuó también como mecanismo de limpieza de los campos, que aquí como en el Altiplano pasaron a las manos de los encomenderos. La tierra fue dedicada a la labranza comercial que sostenía la minería local y permitía alguna exportación de alimentos, así como a la cría de ganado, de caballos y ovejas. Los Mapuches, establecidos más al sur, endurecidos por su decisión de resistir en vista de la suerte corrida por los pueblos hermanos luego de ser sometidos, continuaron luchando casi hasta nuestros días en defensa de su autonomía. A pesar de que vieron destruido su mundo tribal, tornada irrealizable su cultura, y de que fueron confinados en las peores fajas de tierra, permanecieron aferrados a su identificación étnica. Empero, debido a la profunda aculturación que sufrieron tanto durante los siglos de lucha como en las últimas décadas de coexistencia competitiva, forzosamente los Mapuches actuales muy poco conservan del perfil original araucano. La resistencia Mapuche a la dominación española fue, probablemente, la más continuada y la más violenta de cuantas se trabaron en América, estallando en actos de barbarie, cometidos tanto por los españoles como por los indios. Cinco viejos caciques araucanos testimoniaron la visión indígena de esta guerra cruenta, según el registro de un caudillo español que vivió entre ellos, en 1629.2 El relato de Bascuñán describe el ánimo comprensivo de los indios, su apego a la tierra y la generosidad del tratamiento que le dieron; al mismo tiempo, da cuenta de su estupefacción por la barbarie con que los españoles los esclavizaban, marcándoles el rostro con hierro caliente y tratándolos como a perros, de su espanto frente al sadismo de las damas españolas que se complacían en torturar a sus esclavas araucanas. Finalmente, explica cómo éste provocó la revuelta de los indios, expresada en el suplicio impuesto al conquistador español Pedro de Valdivia cuando éste cayó prisionero en sus manos: para saciar su hambre de oro lo embadurnaron simbólicamente con oro, arrojándole tierra dentro de la boca hasta matarlo. En la primera mitad del siglo xvm, como fruto de este proceso de sujeción y de miscigenación, ya se había formado la matriz fundamental de constitución del pueblo chileno. Estaba integrada por mestizos clasificados socialmente de modo muy diverso, y que iban desde los hijos legitimados de españoles enriquecidos, basta los huasos más pobres liberados de la mita y la encomienda por su condición de “no indios”. A ellos se sumaban, componiendo la capa más baja, grandes contingentes de indios deculturados y marginados de sus grupos por su identificación con el dominador, que habían conseguido progresivamente hacerse pasar por “no indios”. Sobre estos mestizos verdaderos o simulados pesaban no sólo las tareas más duras, sino también toda la carga de la discriminación colonial. Postergados frente al peninsular, rechazados de los oficios más nobles y de la carrera militar como combatientes regulares, y sobre todo del dominio de la tierra que era la principal forma de ascenso social, vivían una existencia de casta subalterna. Mientras crecía el mestizaje, la deculturación y la fuga de la etnia tribal de todos estos contingentes integrados en la sociedad naciente, los indios que se mantenían aislados más al sur, se pertrechaban mejor para la guerra y la resistencia. Adoptaron el caballo dedicándose al pastoreo del ganado que se multiplicaba por los campos, y adaptaron puntas de metal a sus lanzas y flechas. Las luchas prosiguieron impulsadas por esta resistencia y por la necesidad apremiante de apresar más esclavos indios a fin de sustituir los que el trabajo consumía y los que escapaban al dominio del encomendero por los mecanismos del mestizaje biológico o del mimetismo cultural. Otro motor de la guerra a los mapuches era la necesidad de ampliar las oportunidades de ascenso social de la propia masa mestiza en constante aumento, mediante la ocupación de nuevas fajas de tierra conquistadas a los indios bravíos, y su asignación a los combatientes que más se destacaban, beneficiándolos proporcionalmente a su jerarquía militar. Este procedimiento prevaleció basta fines del siglo xix. Con la independencia de Chile la situación se modificó para empeorar. En nombre de los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad” toda una legislación igualitaria es promulgada con miras a destruir la propiedad comunal de las tierras que era la base de la vida tribal. así, nominalmente, se igualaba el araucano a todos los demás chilenos, cuando lo que efectivamente se hacía era liquidar su elemento fundamental de supervivencia autónoma. Se desencadenó de este modo un proceso de competencia con los latifundistas, que tenían su frontera más flexible en las tierras comunitarias vecinas, y con todos aquellos que querían hacerse propietarios disfrazando de compras, sucesiones y cesiones “libres” los abusivos procederes que les permitieron arrebatar a los araucanos casi la totalidad de sus antiguos territorios tribales y sumir a los indios despojados en la condición propia de la capa más miserable de la población rural. Un episodio explicable únicamente en la coyuntura de opresión a que estaban sujetos los araucanos —la aventura de un francés, Antoine I, que se proclamó rey de una Nueva Francia, y movilizó a los indígenas para la defensa de su corona— pone dramáticamente a las autoridades chilenas frente a la necesidad de integrar a los araucanos a la sociedad nacional. Como en el arsenal ideológico chileno no había otro instrumento de integración fuera de las prácticas de sujeción a sangre y fuego, se declara nuevamente la guerra. Una vez más, ahora es en 1859, son reclutados aventureros bajo la promesa de pagar con tierras indígenas sus hazañas militares. Siguen nuevos saqueos de tierra y nuevas matanzas que se prolongan por más de veinte años, reduciéndose aún más el área araucana y su población. En el mismo período, los grupos araucanos que se habían establecido en la pampa argentina araucanizando otras tribus y multiplicándose junto al ganado salvaje, reinician la lucha emancipadora. Estos alcanzaron un nivel más alto de organización gracias al establecimiento de comandos políticos y militares unificados y de la confederación de tribus, que les permitió resistir por largo tiempo la campaña llevada contra ellos por el ejército argentino. Finalmente fueron exterminados. Los dos episodios son altamente significativos como expresión de la voluntad de autonomía de los pueblos araucanos, que ya entonces constituían un bloque étnico que aspiraba a constituirse en una nacionalidad. Estos indígenas, que hubieran constituido el único Pueblo Emergente de las Américas, fueron sin embargo, aplastados, puesto que se encontraron en una coyuntura regional y mundial desfavorable. Los araucanos de hoy están integrados en la economía de las regiones en las que sobreviven como su contingente más miserable. Se distinguen de los campesinos chilenos principalmente por la conservación de su lengua materna, hablada por lo general nada más que en el ámbito doméstico, y por la autoidentificación étnica como indígenas. Vale decir, como gente que no sólo se juzga sino que es considerada y tratada como diferente e inferior por parte del chileno común. A través de siglos de opresión retrogradaron a una cultura de pobreza, y perdieron el orgullo étnico que ostentaban antiguamente por haberse tornado incompatible con su posición social: la de estrato más pobre de las capas más desheredadas del campesinado chileno. Los que conservan un trozo de tierra comunal tienen, no obstante, sobre el inquilino y el roto comunes, el privilegio de poder escapar periódicamente a la explotación latifundista recogiéndose en la comunidad tribal. Este refugio, sin embargo, apenas aplaza su destino final que es la inmersión en el submundo de los rotos como parte indiferenciada, y del que podrán emerger con una revolución social que vuelva las condiciones de vida de todos los campesinos chilenos deseables de ser vividas. Por su importancia demográfica —más de un millón y medio de personas— y por su grado de desarrollo cultural en el tiempo de la Conquista, los araucanos deberían haber alcanzado en nuestros días la condición de Pueblos Emergentes, tal como las tribus africanas y asiáticas que se transforman ahora en jóvenes nacionalidades. Esto no ocurrió porque fueron diezmados cuando maduraba ese proceso, y por haber sufrido un avasallamiento más feroz, continuado y eficaz que el que se abatió sobre los africanos. La comparación podrá parecer exagerada frente a lo que se conoce sobre la dureza del trato que el blanco esclavista deparó al negro. Los dos casos son, en realidad, dramas humanos de profundidad insondable. El caso de los araucanos de Chile y de Argentina, y de tantos otros pueblos americanos, nos está demostrando, sin embargo, cuánto más duras fueron las condiciones que debieron afrontar. La verdad es que el proceso de formación de muchos pueblos americanos se asienta sobre el genocidio de poblaciones que sumaban y sobrepasaban cientos de miles de habitantes, que fueron llevados a exterminio y destruidas en cuanto etnias, y que sólo consiguieron sobrevivir como matriz genética de las poblaciones mestizas a que dieron lugar. En todos estos casos, indios y mestizos se opusieron desde un primer momento como protoetnias distintas. Las viejas etnias aborígenes menguaban continuamente basta extinguirse con el último indio que se identificase como tal, cualquiera fuese su grado de aculturación. A su lado, la nueva etnia mestiza crecería por siglos como fuerza de trabajo de una empresa exógena. A ésta le cabría la tarea de minar desde dentro el aparato de dominación europea, en la medida que adquiriese conciencia de sí misma y capacidad para imponerse como un nuevo ente nacional. Tal cosa ocurre cuando el mestizo, además del espacio físico, consigue abarcar primeramente el espacio político y el cultural, asumiendo su propia imagen y enorgulleciéndose de ella; y después formulando y ejecutando un proyecto propio de ordenación nacional. Lejos está todavía para muchos países mestizos de América el cumplimiento de la primera etapa que consiste en la aceptación tranquila de su propia imagen, autoidentificándose como etnia nueva, racialmente más heterogénea que los tres troncos básicos, pero ni peor ni mejor que ellos; culturalmente plasmada por la integración de la herencia europea con el patrimonio forjado a duras penas bajo la comprensión del régimen esclavista y al calor del esfuerzo secular por sobrevivir en las tierras americanas y crear aquí formas propias de ser y de pensar. Una de las postreras formas de dominación europea, subsistente luego de la independencia, consiste en la introyección en millones de americanos mestizos, de ideales estético-humanos, así como de otros valores, apoyados en la sobrevaloración de las características del blanco europeo como señales de superioridad. Esta manera de asumir la autoimagen “del otro” se manifiesta de mil modos. En la aristocracia chilena, por ejemplo, se denuncia por la vanidad de la identificación blancoide, expuesta con la mayor naturalidad y hasta con autenticidad por parte de gentes que se conciben como diferentes y mejores en el cuerpo de la nación, atribuyendo su precedencia social a su tez más clara. El ejercicio secular de una superioridad social incontestada, fundada en la propiedad monopolista de la tierra y de otras formas de riqueza, y el hábito de dirigir dependientes serviles de ordinario morenos, acabó por hacer que aun los aristócratas de fenotipo más nítidamente indígena se vean a sí mismos como blancos y expliquen en razón de tal característica su condición social superior. En gran parte de la intelectualidad chilena, y en la clase media más alienada de su pueblo, la misma compenetración se revela en el esfuerzo por identificarse con la aristocracia blanca, o blanca por autodefinición, y en el empeño por desfigurar verbal e ideológicamente la imagen nacional real, creando instrumentos sutiles de sojuzgamiento de las clases populares más fuertemente mestizas. Es así como las marcas raciales denunciadoras de ascendencia indígena, en lugar de operar como factor de orgullo, continúan funcionando como estigmas, suscitando actitudes discriminatorias que van del preconcepto abierto a la autocensura. Estos hechos tienen no sólo importancia descriptiva, como episodios en el proceso de formación de los chilenos como Pueblo Nuevo, sino también un valor de actualidad, porque una de las trincheras de lucha de la oligarquía por la perpetuación de sus privilegios se basa en las barreras socioculturales y psicológicas que se oponen al reconocimiento de las masas mestizas como el pueblo chileno real. Mientras subsistan estos valores, constituirán un obstáculo a la formulación de un proyecto nacional reordenador que tenga como requisito previo y prioritario la integración de todos los chilenos, pero sobre todo de sus masas marginadas, en una misma sociedad igualitaria. Lo más curioso, en el caso de la autoimagen chilena, es la combinación de una serie de rasgos contradictorios. Tales, por ejemplo, la extrema exaltación literaria de las cualidades viriles del araucano, transformado en heroico ancestro mítico, no sólo con posterioridad a su desaparición, sino aun durante el período de los combates exterminadores; disgusto por el carácter mestizo de la población, contrapuesto a cierto orgullo por la belleza de la mujer chilena, explicada en términos de mestizaje indohispánico; la anglofilia de actitudes, de ideología, de la etiqueta, como índice de ilustración y de blancura, y hasta cierta animosidad antihispánica por considerar la etnia morena, manifiesta en el intento por representar al conquistador ibérico que llegó a Chile como un rubio hombrón de tipo germánico. Todos estos rasgos llevan por otra parte al chileno —como al brasileño— a ideales de blancura que tienen consecuencias peculiares. Entre otras, la facilidad con que ascendieron al estrato dominante los escasos contingentes europeos que arribaron a Chile después de la Independencia. En las capas dominantes del país se observa una alta proporción de apellidos característicos del norte de Europa y un alto porcentaje de personas de piel clara que se explica, probablemente, por el gusto con que la oligarquía morena casó sus hijos y sus hijas con inmigrantes o con sus descendientes, en la porfía, tan conmovedora como ingenua y alienada, de blanquear y desamericanizarse. 3 2. CHILE DEL COBRE Y DEL SALITRE Chile, al lograr su independencia política, contaba ya con una población cercana al millón de habitantes establecida casi en su totalidad en las áreas agropecuarias vecinas a Santiago, Valparaíso y Concepción. La independencia, como toda la vida patria, se resuelve en términos de problemas de la clase dominante de latifundistas, comerciantes y clérigos, que se quiere librar de una tutela costosa, humillante e innecesaria sin que el pueblo tenga ninguna participación destacable. después de la victoria de las tropas de San Martín sobre las fuerzas españolas (1818), que quebró el último bastión del poderío colonial, O’Higgins asumió el poder lanzándose a la destrucción de unos pocos bolsones de resistencia aún existentes, y aplicándose a la organización del país para la vida autónoma. La nueva república, instituida en nombre del pueblo pero organizada por las clases dominantes, se institucionalizó en la forma de un ordenamiento oligárquico que preservaba todos los privilegios de la vieja aristocracia colonial. Y los amplió aun más apropiándose de los puestos civiles, eclesiásticos y militares detentados hasta entonces por los españoles. Para ello se mantuvo el derecho de mayorazgo que al asegurar la sucesión del primogénito en la propiedad del latifundio, perpetuaba el sistema patriarcal. Los códigos fueron reformados para ajustarse a los vientos liberales que soplaban sobre el mundo, sustituyéndose las instituciones coercitivas coloniales por otras nuevas igualmente antipopulares; todo ello hecho en nombre del pueblo, de la igualdad y de la libertad. Sin embargo, una vez logrado cierto grado de integración nacional y de unidad en el comando político, antes que otras repúblicas hispanoamericanas, Chile pudo lanzarse a la expansión sobre sus vecinos, y exigía una porción mayor que la que el despojo colonial español le había asignado. Primero se dedicó a la exploración y ocupación del estrecho de Magallanes que marcaba su frontera Sur. Avanzó después sobre el desierto de Atacama con miras a la apropiación de las minas de cobre; más tarde, caería en sus manos todo el litoral marítimo de Bolivia y parte del peruano, en donde empresas europeas y chilenas iniciarían la explotación de los inmensos yacimientos de salitre y de guano. La guerra y el triunfo militar que avivaron en los chilenos el sentimiento de soberbia nacional —tan elocuentemente expresado por el lema nacional: “por la razón o la fuerza”—, garantizaron su supremacía en el Pacífico y les aseguraron una gran fuente de riqueza. A pesar de la asociación leonina con empresas extranjeras, el cobre y después el salitre pondrían a Chile en el mercado mundial, en la situación de productor de materiales de decisiva importancia bélica y de fundamental relevancia económica para una Europa que intentaba recuperar por medio de fertilizantes sus tierras agotadas. La posición dominante de Chile sobre el Océano Pacífico asegura a Valparaíso la condición de escala obligatoria de toda la navegación que se hacía a través del estrecho de Magallanes. A mediados del siglo xix los chilenos eran ya un millón y medio, y Santiago se aproximaba a los 100.000 habitantes, cifras éstas muy considerables para la época frente a las otras poblaciones nacionales latinoamericanas. Esta disponibilidad de mano de obra nacional, así como su situación marginal respecto a las grandes vías del comercio mundial, hicieron que Chile no resultara atractivo para la aplicación de capitales en empresas agrarias o para las olas de inmigrantes que entonces salían de Europa hacia el Nuevo Mundo. En los 30 años siguientes a la Independencia, mientras que en la Argentina ingresaron cerca de 3 millones de europeos, Chile apenas acogió a 50.000 inmigrantes. Eran en su mayor parte latinos, pero en ese número se incluían pequeños contingentes procedentes del norte de Europa que se instalarían en el sur del país como agricultores. La mayor parte de los inmigrantes se radicaría en las ciudades dedicándose al comercio con lo que muchos consiguieron enriquecerse y, por esta vía y el casamiento, ingresar en la clase dominante. Este ascenso sería facilitado, como ya lo destacamos, por la rígida estratificación étnicosocial que dicotomizaba la sociedad chilena en un pequeño estrato de grandes propietarios y una masa de paupérrimos trabajadores urbanos y rurales, apenas separados por una raleada capa intermedia en la que el inmigrante se integraba y de la cual fácilmente ascendía, en virtud de la actitud colonialista de aprecio superlativo del blanco frente al mestizo nacional. así es como lo que se blanquea o europeiza en Chile no es el pueblo —como habría de ocurrir en la Argentina y el Uruguay, convertidos en Pueblos Trasplantados— sino la “fronda aristocrática”. De ahí resulta la presencia de tantos apellidos no españoles en las listas de hombres públicos, de empresarios y de diplomáticos chilenos. 4 El aprovechamiento de los nuevos territorios conquistados del Norte y las funciones portuarias de Valparaíso permitieron diversificar la economía por el crecimiento de las empresas mineras que hicieron a Chile menos dependiente de los latifundistas y posibilitaron una reordenación institucional. Tal fue el período de reformas de la segunda mitad del siglo pasado, en que se estableció un régimen más liberal, se derogó la institución del mayorazgo, integrando los latifundios a la economía nacional, y se impusieron límites a la influencia clerical sobre el Estado. El nuevo motor económico y político de la sociedad chilena ha de estar representado, desde entonces, por los grupos extranjeros vinculados a la explotación minera. Contrariados en sus intereses por el presidente Balmaceda, que exigía una participación estatal mayor en las ganancias del negocio, se desataron luchas intestinas que costaron casi tantas vidas como las guerras chilenas. Los asalariados de las zonas mineras tomaron posición en estas luchas del lado de los intereses empresarios confundidos por el lenguaje liberal de su propaganda. El resultado de estos conflictos fue la instauración, en nombre de la regeneración política y de la libertad electoral, de un poder más dócil frente a las exigencias imperialistas. El nuevo gobierno conseguiría la estabilidad mediante un pacto oligárquico que unificaría poderosos intereses ligados a la minería con los del latifundio y las altas jerarquías militares, para el control del aparato estatal. Este pacto encontró su expresión política más típica en el régimen parlamentario en que derivó, y que rigió el país por más de 30 años en nombre de la democracia y del bien común pero en realidad al servicio de la oligarquía. Contrariamente a las otras naciones latinoamericanas, en las que sus riquezas minerales fueron aprovechadas durante el período colonial acarreándose para la metrópoli casi todo el fruto de su trabajo, las minas chilenas fueron explotadas principalmente después de la independencia. En estas circunstancias, y a pesar del despojo imperialista a que estuvo sujeta su economía, el estado chileno consiguió absorber partes mucho mayores de las riquezas creadas. De este modo pudo contar con grandes disponibilidades para costear obras y servicios públicos, lo que aparejó tres tipos de consecuencias. Primera, la metropolización prematura de Santiago, cumplida sin el apoyo de la necesaria industrialización que le sirviese de sustento; segunda, la formación de una amplia clase media parasitaria de funcionarios, comerciantes, militares y profesionales liberales, que acabó por pesar cada vez más sobre el erario público; tercera, favoreció el establecimiento de un amplio sistema de educación popular. Chile consiguió de esta manera aventajar a las otras naciones latinoamericanas que, sumidas en su pobreza, tuvieron y todavía tienen que hacer frente a los desembolsos requeridos por la educación y los servicios de asistencia social justamente cuando el Estado se encuentra sobrecargado por los reclamos de grandes inversiones infraestructurales. La oligarquía chilena sacó también beneficio de estas circunstancias, utilizando los recursos públicos para atenuar las tensiones de clase, mediante una política de clientela junto a los sectores civiles y militares. A la sombra del patriciado parlamentario, que además del Congreso controlaba todos los ministerios, implantóse un régimen de corrupción y de clientela que presidió e incentivó el surgimiento en el escenario político nacional de las clases medias de empleados, profesionales, burócratas y oficiales de menor rango de las fuerzas armadas. Esta nueva clase sería la que, incitada por nuevos cuadros políticos que preconizaban la austeridad y las reformas sociales para socorrer las castas populares llevadas a la pauperización, llevaría a cabo una nueva y profunda alteración en la estructura de mando. En 1920, cuando el movimiento obtuvo el apoyo obrero, fue electo su líder, Arturo Alessandri Palma. Con él ingresaron en el poder, como contrapeso del dominio hasta entonces hegemónico de la oligarquía, cuadros políticos de clases medias urbanas que pasarían a integrar los ministerios y a imponer su voz en las decisiones. Este cambio en el contenido del poder político es expresión de la renovación estructural que Chile venía experimentando desde años atrás. La expansión de la economía minera no sólo dio nacimiento a una nueva rama de la oligarquía y a un proletariado, sino que posibilitó a la vez una enorme extensión de las clases medias. Con el crecimiento de las ciudades y del aparato estatal, los nuevos estratos medios de empleados encontraron las condiciones requeridas para su extensión y aún más para forzar su presencia y su representación en el poder. Creció simultáneamente el proletariado que a través de grandes movimientos de masas, de actividades reivindicativas y de las nuevas organizaciones políticas, comenzó a exigir también el mejoramiento de sus condiciones de vida. Con esto presionaron las decisiones gubernamentales en el sentido de que fueran atendidos antes los reclamos del consumo que los de las inversiones. La promulgación de un nuevo estatuto político y social para los asalariados sólo se lograría, sin embargo, al precio de la caída de Alessandri y de la imposición de un régimen militar. La flamante legislación, al asegurar libertad de organización sindical y al dar garantías democráticas a la masa asalariada, elevó a un nivel más alto las luchas sociales de Chile enjuiciando el propio dominio oligárquico. Planteada la lucha en estos términos, los líderes de las clases medias que actuaban como los intermediarios naturales entre las clases trabajadoras y el gobierno, comenzaron por reivindicar su propia procedencia social, haciendo promulgar una vasta legislación paternalista de amparo a los empleados —o sea a sí mismos— que los transformaría en una nueva clase privilegiada frente a la masa de trabajadores manuales. El pago de los salarios y beneficios de esta clase parasitaria, así como el de los servicios asistenciales y educacionales a los que únicamente ella tenía acceso, han de pesar cada vez más sobre la economía, imposibilitando la elevación del nivel de vida de los obreros y del campesinado. La crisis mundial de 1930 repercutió estrepitosamente en la economía chilena, cuya debilidad básica residía en su completa dependencia del comercio internacional de minerales. Entrando éste en colapso por varios años, los chilenos sufrieron un período de desempleo masivo y de grandes convulsiones populares. El régimen militar que derribara al gobierno de clase media del presidente Alessandri, que a pesar de ello había impulsado una política nacionalista de industrialización y de amparo al trabajador, cayó envuelto en el torbellino de la crisis. Siguen años de agitación, en los que los problemas de preguerra tuvieron fuerte repercusión en la vida política chilena y en los que los trabajadores alcanzaron una mayor capacidad de organización y una influencia creciente sobre el poder político. La guerra mundial, al valorizar la producción chilena de minerales y, más que nada, al restringir las posibilidades de importación de manufacturas, generó condiciones autárquicas que favorecieron la industrialización, permitiendo al país recuperar el ritmo de desarrollo espontáneo perdido desde la gran crisis. Pero, al retomar Chile su posición en el comercio mundial luego del conflicto, aparecieron nuevamente todos los viejos problemas, mostrando también en este caso la falta de viabilidad de una economía nacional autónoma y progresista, edificada dentro del contexto capitalista internacional. Por supuesto que la dificultad no es intrínseca a la economía y a la sociedad chilenas, ni se debe a la naturaleza de sus productos de exportación. Se debe sí a la apropiación extranjera de las empresas mineras y al papel deformante que este núcleo exógeno de intereses ejerce sobre toda la economía del país. Sumando sus efectos a los de la constricción impuesta por el ordenamiento oligárquico interno, basado en el latifundio, esta constricción externa coloca a todo el pueblo chileno al servicio de los designios, no sólo extraños sino también opuestos a los suyos propios. 3. LA RADICALIZACION POLITICA Los rasgos más característicos del Chile moderno son, probablemente, su alto grado de urbanización, su incipiente industrialización, el dominio extranjero sobre las riquezas minerales del país y su radicalización política. La urbanización precoz y profunda se manifiesta en el hecho de que la población urbana pasó del 46 al 65% entre 1920 y 1960, y de que de 1952 a 1962 la población de las tres mayores ciudades aumentó en un 65%, mientras que la de todo el resto del país creció apenas en un 35%. El sector terciario, que en 1952 englobaba el 37% de la población activa ubicado en servicios no productivos, se amplió en 1960 al 46%. En este mismo año, la parte de la población activa ocupada en la minería y en la agricultura alcanzaba tan sólo el 30% y la mano de obra de las industrias manufactureras, el 24%. Todos estos números indican una superurbanización y una maduración estructural que hacen de la sociedad chilena un ejemplo de desarrollo socio-económico contradictorio, ya que está regido desde afuera por las grandes empresas mineras que se apropiaron primero, de las reservas minerales del país, y que promovieron, después, una industrialización sustitutiva a través de sucursales de las corporaciones internacionales, absorbiendo el volumen principal de excedentes producidos por el pueblo chileno para llevarlo fuera del país. En estas circunstancias, la urbanización por precoz, la industrialización por refleja, y la modernización estructural por incompleta e incapaz de absorber en los estilos de vida del mundo moderno toda la población, no arrojarán los resultados desarrollistas que una industrialización efectiva y autodirigida produjo en otros países. Tres factores internos contribuyeron también a esta situación: primero, la expansión demográfica de casi 2,5% al año en la última década; segundo, la repulsa del campo, en el que impera el latifundio (75% de la tierra cultivable en manos del 5% de los propietarios rurales) y en el que prevalecen condiciones miserables de vida y de trabajo, flagrantemente contrastantes con las de los trabajadores urbanos; y tercero, la atracción de la vida ciudadana más democrática e igualitaria, que ofrece oportunidades de trabajo en la industria en expansión, en la construcción y en los amplios sectores de servicios que van desde el trabajo doméstico a la burocracia. La actuación de estos tres órdenes de factores provocó al traslado masivo de poblaciones del campo hacia la ciudad, lo que creó problemas de marginalidad, pero dio al mismo tiempo, la oportunidad de una integración nacional que de otro modo no hubiera podido lograrse. Esta integración fue facilitada por el esfuerzo educacional que al alfabetizar al huaso, ensanchó su nivel de información y de participación en la vida nacional brindándole nuevas perspectivas de empleo, posibilidades de ascenso a una condición de dignidad humana que la opresión rural siempre le había negado. De esta manera se observa, correlativamente con la urbanización, la estructuración de la familia en los medios populares, disminuyendo, por ejemplo, los registros de ilegitimidad de nacimientos del 40% en 1917 al 17% en 1959. En las ciudades el huaso habrá de ingresar también en la vida política, independientemente de las instituciones patronales y del caudillismo rural. La principal fuerza deformante del desarrollo chileno es, como vimos, la apropiación extranjera de las riquezas minerales del país primero por los ingleses y alemanes, y más recientemente por las empresas norteamericanas. Este señorío sobre el sector que produce más de las dos terceras partes de las divisas y provee gran parte de los recursos públicos, quita a la nación chilena la facultad de decidir las cuestiones de mayor importancia para su destino, y transfiere al extranjero una porción muy considerable de las utilidades recaudadas en razón de la explotación y la exportación de minerales. Un efecto más dañoso todavía es la interferencia en la política exterior del país, dado el carácter estratégico de los productos de exportación, y sobre la vida política interna a través de la alianza de estos intereses con los de la oligarquía latifundista y con la burguesía nacional de la industria y el comercio, para mantener el sistema de explotación que condena a Chile al subdesarrollo. Otra característica fundamental de Chile, resultante de su temprana maduración estructural, es la radicalización política que opone las pocas decenas de familias de la “fronda aristocrática” y el patriciado urbano de políticos profesionales y de empresarios, a la masa entera de la población, desde las capas medias hasta las clases populares ya integradas al proceso político. Las elecciones chilenas de 1964 señalaron la competencia no ya entre bandos de la oligarquía, ni entre éstos y las fuerzas populares, sino entre demócratas cristianos que se presentaban con un programa izquierdista-reformista, y la alianza de los socialistas y comunistas. Se realizaron en un ambiente de gran tensión interna bajo el vigilante interés de los latinoamericanos que veían decidirse allí una batalla que interesaba a todo el continente. Y, además, con la participación activa y no disimulada del gobierno norteamericano y de otras fuerzas internacionales que encaraban la lucha por la victoria de Frei como un combate internacional en el que ellos eran parte, al igual que los chilenos. La democracia cristiana venció doblemente, no sólo por los votos sino por el hecho mismo de las elecciones, que, dadas las grandes posibilidades de triunfo de las izquierdas, provocaron el pánico en los sectores más retrógrados, por lo que se orilló el riesgo inminente de golpe militar. Pocos, y tal vez ninguno de los países latinoamericanos soportaría una prueba de este tipo sin una ruptura “preventiva” de las instituciones democráticas. Los problemas que se presentaron al nuevo gobierno, que enfrentaba una opinión pública vigilante, eran profundos y complejos. Debía considerar, en primer término, el del dominio extranjero de la minería, que los chilenos querían ver nacionalizada y vinculada a todos los mercados del mundo, y que los norteamericanos deseaban mantener bajo su control aunque admitían que éste debía ser disfrazado, puesto que constituía un punto neurálgico en las campañas políticas antiimperialistas. La importancia de los minerales en la balanza de pagos, la dependencia de los mercados tradicionales difícilmente sustituibles y hasta el sistema de beneficio de los minerales —que se sitúa en el exterior—, así como la carencia de recursos internos para inversiones en este campo, a lo que se agrega la propia naturaleza estratégica de estos productos, vuelven la cuestión del cobre el más complejo desafío que enfrentan los chilenos. La solución dada por Frei fue adquirir el 51% de las empresas mineras, que sólo satisfizo a los norteamericanos. Estaba igualmente en el tapete el control del estado sobre el comercio exterior y sobre el mercado de cambio, la reglamentación de las remesas de utilidades y la revisión del sistema financiero como única forma de asegurar a los chilenos el control respecto de la acumulación de recursos internos y de la dirección de las inversiones aplicadas a la industrialización. Con una industria interna no nacional, puesto que había sido establecida por las grandes corporaciones internacionales, los chilenos veían deformarse el proceso mismo de industrialización, que al operar en estas condiciones y aunque lograse expandirse, no podría generar los efectos de renovación estructural y de reordenación institucional que alcanzó en otros lugares. Tampoco ese problema fue resuelto por el gobierno demócrata cristiano. Finalmente, debe también considerarse la estructura agraria basada en el latifundio, que se ha mostrado incapaz de elevar el nivel de vida de las poblaciones rurales, y cuyo arcaísmo era incompatible con la introducción de una tecnología moderna en la agricultura. Al ser este sector el más vulnerable a una reordenación, debido a la “modernidad” de Chile, cuya economía fundamentalmente minera provocó una estratificación social atípica en América Latina, el gobierno pudo en este campo enfrentar a la vieja oligarquía latifundista con una reforma agraria que contó con la necesaria presión de las masas rurales, y con el suficiente apoyo de los sectores extra agrarios. La democracia cristiana fue llamada a dar solución a este triple orden de problemas, lo que significaba desencadenar un proceso de renovación que afectara a la sociedad entera desde sus bases. El desafío era apremiante ya que pocos gobiernos latinoamericanos llegaron al poder tan claramente comprometidos a acertar, afrontando la reestructuración social de una nación bajo el atento cuidado de una opinión pública tan lúcida y despierta. Frente a estos retos estructurales nada podían los tecnicismos desarrollistas de los que el propio Chile se hizo el principal centro exportador para América Latina: correspondía encarar, e impugnar simultáneamente, a las fuerzas constrictoras internas y externas coligadas en el mantenimiento del statu quo. El problema es tanto más complejo porque la marea creciente de las aspiraciones populares de progreso y desenvolvimiento que, con muchos precedentes, inunda América Latina, tiene en Chile uno de sus puntos más altos. Allí se oponían sin disfraces el conjunto de soluciones socialistas que alegaban poder conducir a Chile al desarrollo pleno en una generación, y la alternativa demócrata cristiana que declaraba poder hacerlo también, tal vez más morosamente, pero salvaguardando valores políticos y espirituales que son importantes para el pueblo chileno. Los socialistas y comunistas, en la oposición, podían continuar su acción proselitista con la base del mismo discurso; pero no los demócratas cristianos que, con las ascuas del poder quemándoles las manos, tenían que demostrar con hechos concretos su capacidad para atender la voluntad de reforma y de progreso del pueblo chileno dentro del encuadramiento representado por su compromiso de mantener el régimen capitalista y de impedir la revolución socialista. Del impasse resultó un gobierno reformista que, al no poder dar solución a los tres órdenes de problemas, allanó el camino para formas más radicales de reestructuración social. 4. LA VIA CHILENA La victoria de Salvador Allende en las elecciones presidenciales colocó a Chile en una nueva vía de transición al socialismo. Nueva no sólo para los chilenos. De cierta forma, como decía el presidente Allende, Chile revivió, en 1971, el pionerismo de la Rusia del año 1917 que implantó el primer régimen socialista-revolucionario, al inaugurar la segunda ruta hacia el socialismo. Es decir, la evolución pacífica, prevista por los clásicos, para el caso de “los países donde la representación popular concentra en ella todo el poder, donde, de acuerdo con la Constitución, se puede hacer lo que se desee, desde el momento en que se tiene tras de sí a la mayoría de la nación” (F. Engels: La Crítica del Programa de Erfurt). El paralelismo va más lejos, todavía, porque, tal como en Rusia, tampoco en Chile el socialismo surgió de la madurez del capitalismo y su superación, sino en virtud de su incapacidad para promover un progreso generalizable a toda la población e implantar un régimen de participación popular en el poder. Una vez más, la historia actuó al revés de las expectativas. así como la revolución de la dictadura del proletariado prevista para la Alemania industrializada se desencadena en la Rusia atrasada, también el socialismo —que se podría esperar surgiera en países industrializados como Italia o Francia como coronamiento de su desarrollo económico y social previo y de la madurez política del proletariado— ocurrió en Chile. Las consecuencias fueron también similares: la contingencia de hacer del socialismo un instrumento de edificación económica y de industrialización intensiva allí donde el capitalismo fracasó en lograrlo; y además, el desafío de rehacer las instituciones políticas, a través de la inventiva y creatividad propias por la falta de una experiencia previa en la cual inspirarse o de modelos que se pudiera copiar. Lenin y su equipo enfrentaron con éxito a esos dos desafíos. Allende y sus compañeros no lo lograron. El proyecto era tan amplio y generoso que conmovió a las izquierdas de todo el mundo. Con todo, de ello no resultó un respaldo efectivo a ese experimento sin paralelo. Unos, encontrando la meta demasiado alta para sus actores, la desestimaron. Otros, imaginando que se trataba de una trampa de la historia, indagaban sobre los artificios que permitirían convertir esta vía novedosa en la ruta trillada por la dictadura del proletariado. No cabe duda que la situación política chilena era la más compleja y singular. Para comprenderla en sus características peculiares es preciso remontar a las condiciones que llevaron a la Unidad Popular a la victoria. En la base de ésta se encuentra toda la historia política anterior de Chile que logró institucionalizar una democracia parlamentaria en la cual la influencia de los partidos marxistas y de las organizaciones obreras tenía, desde hacía décadas, un gran peso sobre el electorado. Como causa más próxima, no se puede ignorar el efecto de la prédica reformista de Frei —llevada mucho más adelante por Tomic— y su afán para atender a las aspiraciones populares, bajo el asedio de una izquierda combativa que le disputaba el poder. En efecto, el reformismo demócrata cristiano fijó su electorado de clase media y de sectores modernizados del proletariado en una posición centrista que imposibilitó un pacto con la derecha. Por otro lado, la reforma agraria, iniciada por Frei, despolarizando el conservadorismo de los campesinos, llevó ciertos sectores rurales a votar a la izquierda con la esperanza de que ella intensificaría la distribución de la tierra. Representó también su papel el sectarismo de la izquierda radical, cuya negativa a involucrarse en las elecciones presidenciales tuvo el efecto de configurarla como una ultra-izquierda, frente a la cual la Unidad Popular ganaba, para amplios sectores, la imagen de una izquierda moderada. Las elecciones se trabaron, por ende, entre tres fuerzas de magnitud equivalente, cada una de las cuales tenía amplias posibilidades de victoria, lo que disuadió a la derecha de intentar un golpe preventivo. El resultado fue la victoria de la Unidad Popular por un pequeño margen de votos, lo que exigió su ratificación posterior por el Congreso, ratificación lograda gracias a los votos demócrata cristianos. En este campo de fuerzas opuestas pero interdependientes, los intentos de la derecha de detonar un golpe militar a través de acciones terroristas, asesinatos y chantajes económicos coordinados desde Washington, tuvieron un efecto contrario, afianzando la disciplina, cohesión y respaldo de las Fuerzas Armadas al presidente electo y compeliendo a la democracia cristiana a respetar el referendo popular. Al asumir el gobierno, la Unidad Popular empezó a poner en marcha un proceso revolucionario con la legitimidad de quien representaba en el poder una opción libremente tomada por el electorado de conducir el país hacia un régimen de transición al socialismo, a través de la utilización del aparato gubernamental y de la institucionalidad constitucional para iniciar el desmontaje de las bases del capitalismo. La primera innovación política del gobierno de Allende fue reanudar las relaciones diplomáticas con Cuba y otros países socialistas, al mismo tiempo que estrechaba los vínculos con los países vecinos —Argentina, Perú, Ecuador, Colombia—; esto condujo al fracaso los intentos de aislar a Chile de América Latina a través de la política de “fronteras ideológicas”. La segunda innovación, todavía más importante, fue obtener del Congreso una reforma constitucional, votada por unanimidad, nacionalizando, sin indemnización, las empresas cupríferas que producían más de la mitad de la renta nacional de divisas. Simultáneamente el gobierno reorganizó los órganos de planificación que elaboraron el programa económico de corto plazo y el plan sexenal que ofrecía una primera visión global en lenguaje técnico-económico de lo que la Unidad Popular proponía a Chile. A esta altura ya había sido puesta en marcha la nueva política económica y salarial que aseguró, de inmediato, un sustancial aumento en el poder de compra de las capas asalariadas más pobres absorbió la cesantía que pesaba sobre una gran masa de trabajadores, puso en actividad la capacidad ociosa de las industrias ya instaladas, fijó los precios de bienes fundamentales y, merced a todas esas medidas, redujo el ritmo de la inflación por procedimientos opuestos a los de la política económica tradicional. Simultáneamente, se acelera y profundiza la reforma agraria dentro de la reglamentación heredada del gobierno anterior, pero se intenta cambiar el criterio de multiplicación de granjas por el de grandes complejos cooperativos y estatales de producción agropecuaria. Lo decisivo, en el campo económico, fue, sin embargo, la estatización del sistema bancario y del comercio exterior a través de medidas administrativas y la incorporación al sector social, por los mismos procedimientos, de la mayor parte de las grandes empresas privadas nacionales, especialmente de la industria textil. La derecha, sintiéndose amenazada de muerte por los efectos de esa nueva política económica, se moviliza, y pone en acción todos los recursos de que dispone para provocar una crisis paralizadora. Algunos sectores desesperados vuelven a conspirar y a fomentar atentados a través del estímulo y subsidio de grupos parafascistas. Otros, buscan la alianza con los demócratas cristianos para una campaña de oposición llevada a cabo a través de acciones conjugadas en varios frentes. Tales son, en el terreno propiamente político, la presentación de candidatos comunes en las elecciones complementarias, que obligan a la Unidad Popular a tratar de conseguir la mayoría absoluta de votos a fin de conquistar la victoria; el constante hostigamiento parlamentario a través de la no aprobación del presupuesto de servicios asistenciales del Gobierno; los intentos de destitución de Ministros de Estado; la aprobación de reformas constitucionales destinadas a restar autoridad al Presidente de la República y a obstaculizar la utilización de reglamentos y leyes anteriores para llevar a cabo la transferencia de las grandes empresas privadas al área social. En el terreno más amplio de las acciones de masas, sobresalen dos órdenes de medidas: el reclamo sindical por reivindicaciones salariales —no obstante el amplio programa redistributivo del gobierno— con el objeto de contrarrestar la política antiinflacionista. Y la movilización de la prensa oral y escrita y de todos los medios publicitarios disponibles para amedrentar a las capas medias. Surgen así, masas maniobrables por la reacción, utilizadas en marchas de protesta contra el desabastecimiento y en confrontaciones con la izquierda en las Universidades. Con ello, la derecha busca construir una base social para la contrarrevolución, explotando la inseguridad típica de estas capas y las dificultades de abastecimiento que ellas enfrentan, provocadas por las propias reformas económicas en curso, por el extraordinario aumento del consumo popular, por el boicot empresarial y por la hostilidad de los pequeños comerciantes hacia un gobierno de orientación socialista. Las tácticas más peligrosas de la oposición fueron, sin embargo, por un lado, las campañas periodísticas y parlamentarias en tono sensacionalista sobre tomas ilegales de estancias, ocupaciones de empresas por los obreros, actos subversivos de la ultraizquierda, pretendidas medidas ilegales del gobierno, o la explotación más exaltada de conflictos virtuales entre los tres poderes. Y, por el otro, la tentativa de provocar enfrentamientos armados por parte de grupos parafascistas a fin de inducir a las izquierdas o a las propias fuerzas de mantenimiento del orden a actos de violencia que conmoviesen la opinión pública. Todo ello con el propósito de persuadir a las Fuerzas Armadas de que había un atropello a la legalidad, o una amenaza inminente de subversión del orden institucional que sólo podría ser detenida mediante un golpe militar. De hecho, el golpe era la única esperanza de supervivencia de la derecha que sólo en un retroceso del proceso de socialización veía perspectivas de recuperar sus privilegios económicos y el dominio de la estructura de poder. Los políticos de posición centrista se resistieron a este llamado a la desesperación, argumentando que eran crecientes sus oportunidades de victoria electoral en una confrontación con la Unidad Popular. Esta actitud conciliatoria se inspiraba también en la convicción de que un golpe militar en Chile, además de implicar el riesgo de una guerra civil, desembocaría en la proscripción de los políticos de la estructura de poder, como ha ocurrido en toda América Latina. sólo la derecha, sintiéndose herida por la pérdida progresiva de las bases económicas de su poderío, prefería cualquier tipo de régimen al vigente. Esta fue también la disposición de ciertos grupos de clase media, en proceso de fascistización, que las élites derechistas procuraban fanatizar a cualquier costo. La eventualidad de un golpe militar en Chile, aunque no pudiese ser descartada, era relativamente pequeña, dado el vigor de la institucionalidad política chilena y el carácter revolucionario del liderazgo de Allende. Frente a gobiernos reformistas que buscaban cambiar algo en las viejas estructuras, principalmente para conservar lo esencial del orden privatista, la simple amenaza de un golpe de estado había sido fatal, como quedó demostrado en los casos de Brasil (Vargas en 1954, Goulart en 1964) y de Argentina (Perón, 1955). La situación parecía distinta en el caso del gobierno de Allende en virtud de su postura revolucionaria. Cuando menos, los militares golpistas temían que Allende no pudiese ser derrocado únicamente con movimientos de tropas y amenazas, sin lucha. Pero si la amenaza de un golpe militar derechista en Chile no era tan inminente ni inevitable como fue en otras partes, tampoco era seguro que el gobierno de la Unidad Popular pudiese enfrentarlo con la revolución social, si ésta llegaba a desencadenarse. Para esto necesitaría, además de su predisposición revolucionaria, alcanzar un poder de movilización popular y de unificación política que excedía la capacidad de los partidos de la Unidad Popular. Sin embargo, sólo adquiriendo esa capacidad, el gobierno de Allende podría hacer frente a amenazas más inminentes que las de un golpe militar: los obstáculos que se oponían a la tarea política de concretar la vía chilena. El principal de ellos residía, probablemente, en la ineptitud de la Unidad Popular para explicitar a sus propios cuadros en qué consistía esa vía, cuáles serían los requisitos indispensables para su éxito y cuál era el alcance de las reformas institucionales que ella demandaba El problema era tanto más grave porque la izquierda llamada a poner en marcha esta vía fue formada ideológicamente según las doctrinas del socialismo revolucionario y de la dictadura del proletariado, cuya estrategia y táctica son en ciertos casos opuestas a lo que debiera corresponder para el camino evolutivo. En estas circunstancias, atender a las exigencias mínimas de explotación de las potencialidades de la vía chilena era, a veces, extremadamente difícil, en razón del reto al gobierno por parte de gran número de los cuadros políticos más capaces de la izquierda. Al estar convencidos de que la vía chilena era, en esencia, una maniobra electoral, no admitían que su tarea fuese la movilización y organización política de las masas, o la batalla ideológica para neutralizar la fascistización de las capas medias. Creían, más bien, que su deber era prepararse para la lucha armada, para la toma del poder, lucha que, a su juicio, tendrían que enfrentar, sea contestando ataques de la derecha, sea utilizando, por iniciativa propia, las oportunidades que se ofreciesen para llevar adelante el proceso revolucionario, tal como lo concebían. *Este múltiple reto ideológico que desafiaba el gobierno —elaborar la teoría de sí mismo y cuestionar, en nombre de un socialismo evolutivo, el universalismo de las doctrinas revolucionarias ortodoxas y el catastrofismo de la izquierda radical— debía ser enfrentado justamente cuando más se necesitaba de unidad de acción y de comando para afrontar la nueva coyuntura política. Para esta gigantesca tarea político-ideológica, Allende estaba solo. Para unos, los comunistas ortodoxos, la vía chilena era una especie de trampa de la historia que ponía en peligro conquistas duramente logradas en décadas de lucha. A pesar de eso, fueron los que mejor comprendieron el proceso en su especificidad y los que más ayudaron tanto a realizar sus potencialidades como a reconocer sus limitaciones. Pero en realidad, los comunistas chilenos le dieron a Allende el único apoyo sólido y seguro con que contó en sus tres años de gobierno. Para otros, los izquierdistas delirantes, no existía una vía chilena. Estaban cegados por esquemas formales y sectarizados por su tendencia voluntarista, heroica pero ineficaz. así, sólo admitían convertir a Chile en Cuba, porque concebían al modelo cubano como el único posible de acción revolucionaria. además de visiblemente inaplicable a las circunstancias chilenas, el modelo que tenían en mente no era más que una mala lectura teórica de la experiencia cubana. Y, en ese sentido, era inaplicable en cualquier otra parte, ya que sólo veían en él la acción armada, sin percibir toda la compleja coyuntura política en que la experiencia cubana se dio y triunfó. Alienados por esa visión paranoica, negaron de hecho su apoyo al proceso que Salvador Allende comandaba, creándole los primeros graves problemas internos. A cierta altura, queriendo profundizar a cualquier precio el proceso, se convirtieron en provocadores. Como tenían una línea de acción más etnológica que política, se convirtieron en eficaces portavoces de las reivindicaciones seculares de los indios mapuches. así, adelantándose a la reforma agraria en curso, alentaban las invasiones de tierras. más tarde, con la misma postura, comenzaron a agitar a los habitantes de las poblaciones callampas, creando zonas de roce con la legalidad constitucional, cuya defensa era la condición sin la cual no se podía llevar a cabo con éxito el proceso chileno, en una coyuntura de dualidad de poder. Su alucinación, común a tantos grupos extremistas en todas partes y en todos los tiempos, sólo es comparable a la alienación religiosa de que hablan los clásicos. Del mismo modo que ésta impide ver el mundo real —porque sólo ve demonios y santos manipulando a los hombres— el delirio extremista también imposibilita para ver la realidad, porque interpone entre ella y el observador dogmas y esquemas supuestamente “marxistas” pero que desesperarían a Marx si pudiese conocerlos. Los socialistas, miembros de un partido electorero, se nutrían del antiguo, renovado y creciente prestigio popular de Allende. Carentes, sin embargo, de una ideología propia, pasaron a funcionar como caja de resonancia de la izquierda delirante, creando enormes obstáculos al Presidente con su radicalismo verbal y su inflexibilidad. En realidad, la mayoría de sus muchas facciones actuaron más bien como un obstáculo a la conducción política de Allende (por sus propuestas provocadoras, sus denuncias desatinadas y sus infantiles exigencias) que como una fuerza contra el enemigo común, porque jamás reconocieron ni se ajustaron al carácter gradual del proceso chileno y a sus características específicas. Extremistas y socialistas parecían mancomunados en disputas estériles con los comunistas y en negar a Allende, por sectarismo y ceguera, la ayuda a su flexibilidad táctica que habría abierto los horizontes de acción política indispensables para hacer frente a la contrarrevolución. En tales circunstancias, su actuación, lejos de frenar la escalada que sólo servía al enemigo desesperado, la intensificó, facilitando la actividad sediciosa que surgía por todas partes y la subversión militar que el Presidente trataba de frustrar apoyándose en los oficiales fieles al orden constitucional. Era, por lo tanto, enorme la soledad de Allende. ¿Dónde estaban, entre los muchos teóricos, aquellos efectivamente capaces de definir los requisitos necesarios para la viabilización de la vía chilena? ¿Dónde se encontraban, entre tantos marxólogos y politicólogos, los capacitados para diagnosticar los problemas concretos y formular soluciones adecuadas? ¿Dónde, entre tantos izquierdistas facciosos, los cuadros indispensables para llevar a la práctica, en las bases, las consignas de Allende? La verdad es que no llegaron a entender el proceso revolucionario que se desenvolvía ante sus ojos, tildado muchas veces de reformismo. Unos y otros, más que combatir exorcizaban, en actos más simbólicos que concretos, y se alimentaban con palabras, suspirando por una revolución quimérica que algún día descendería sobre sus cabezas. Es cierto que hubo muchas excepciones: las de aquellos que, trascendiendo su experiencia libresca, se entregaban a la lucha unitaria, realizando las tareas que la historia concreta les ponía por delante. A ellos, a su capacidad política, se debe el extraordinario vigor que el proceso chileno llegó a alcanzar. Por un lado, a través de un gigantesco movimiento de masas que, durante largo tiempo, enfrentó y paralizó a las maniobras fascistas. Por el otro, bajo la forma de luchas de clase llevadas a un nivel sin precedentes y que, en condiciones adversas, ganaron para la Unidad Popular el apoyo de la mayoría de la población, oponiendo el pueblo a las capas privilegiadas e impidiendo que las huelgas políticas paralizasen la industria. Sin embargo, Allende tuvo que enfrentar al mismo tiempo la hostilidad de las izquierdas alienadas y de la derecha desesperada. Esta, sintiéndose herida de muerte al percibir que no sobreviviría a dos años más de gobierno de la Unidad Popular, se dispuso a derrotar a ese gobierno a cualquier precio. Las izquierdas delirantes jamás se dieron cuenta de esa situación. Por eso, debemos reconocer que su radicalismo no se basó ni siquiera en los esquemas inspirados en los textos referentes a los momentos más álgidos de la lucha revolucionaria. Ningún revolucionario consciente provocaría a la derecha para radicalizar un proceso político sin preparar previamente al pueblo y a los trabajadores para ese enfrentamiento. Es decir, sin estar seguro de la victoria de una convulsión social generalizada. En realidad, la radicalización extremista de la izquierda y el terrorismo de la derecha confluyeron en beneficio de la contrarrevolución. Esta fue orquestada por un comando unitario, desde el punto de vista político y militar, y llevada a cabo por agentes provocadores financiados y asesorados desde el exterior. Desde el primer momento Allende percibió con total lucidez que algunos de los célebres dogmas de las izquierdas delirantes eran falsos o no se aplicaban a la vía chilena. Por ejemplo, el dogma de que se avanza hacia el socialismo exclusivamente a través de la lucha armada; o que el socialismo se construye sobre el caos económico; o que para abrir el camino al socialismo hay que derrotar previamente a toda la legalidad burguesa. El primero de esos dogmas presuponía que entre el statu quo y el socialismo debía estar el cadáver de las Fuerzas Armadas. Allende sabía que no podía enfrentárselas directamente, y las veía de forma más objetiva: en primer lugar, como una burocracia tan jerarquizada que tal vez podría ser sometida a sus superiores del comando civil institucional; y en segundo lugar, como una institución eminentemente política, propensa al fascismo por lealtades de clase, por su composición y adoctrinamiento, pero susceptible de ser dividida y anulada políticamente por medio de la acción disciplinada del pueblo organizado. Dentro de esta concepción el presidente Allende suponía que si el proceso chileno era conducido con acierto, el brazo armado del viejo régimen —o algunas fracciones importantes de él— podrían llegar a convertirse en guardianes de un orden solidario. Siempre que no se sintiesen amenazados en su sobrevivencia institucional ni perjudicados en sus privilegios. “Sufrirán crisis histéricas en la transición”, decía Allende; .y las concebía como levantamientos y golpes. Confiaba, sin embargo, en que podría controlar esos levantamientos si algunos miembros de las fuerzas armadas se mantenían fieles a la legalidad constitucional. Esperaba también que los militares incorporados a las tareas de desarrollo nacional le darían apoyo político. Y, por sobre todo, quería demostrarles del modo más inequívoco que en Chile no se repetiría el suicidio de Vargas de 1954 ni la caída de Perón de 1955 ni la de Goulart de 1964. Porque, frente a la alternativa de una convulsión generalizada y de una guerra civil, Vargas, Perón y Goulart habían preferido caer a luchar. Allende actuó siempre y hasta el final dentro de esta perspectiva. Mantuvo el poder durante tres años, obligando a las Fuerzas Armadas a ejercer sus funciones de defensores de la seguridad del Estado en la represión del terrorismo de derecha. Al mismo tiempo convocó al pueblo a defender las conquistas del gobierno de la Unidad Popular. Aunque contrapuestas, estas dos directivas dadas simultáneamente pudieron ser muchas veces llevadas a la práctica. así, durante largo tiempo Allende disuadió a los militares golpistas de conspirar, porque les infundió la certeza de que si desencadenaban un golpe sumergirían al país en la guerra civil, poniendo en juego todo lo que eran y todo lo que poseían. De ese modo pudo convocar a generales para integrar ministerios, no porque tuviesen afinidades con la orientación política del gobierno, sino en cumplimiento de órdenes taxativas dictadas en nombre de la seguridad nacional. Por el mismo motivo, pudo contar con el beneplácito de muchos oficiales de las Fuerzas Armadas, una minoría, es cierto, pero que habría tendido a crecer si hubiese sido otro el rumbo tomado por el proceso chileno. Tal vez el momento más alto de esta interacción entre el gobierno de la Unidad Popular y los militares fue cuando Allende consiguió, en su viaje a Argentina, que Lanusse, en vez de dirigirse a Brasil, fuese a Chile. Esto significó no sólo una derrota de la política de las fronteras ideológicas sino también una victoria del derecho de los latinoamericanos al pluralismo ideológico y una enorme hazaña militar. Con esta distensión el presidente chileno demostró a los generales que, más por su acción política que por cualquier carrera armamentista, conseguiría enfriar los ánimos en las fronteras con Argentina; y que un poder socialista de ningún modo debilitaría la seguridad nacional. No obstante, para mantener el control institucional de las Fuerzas Armadas era necesario llenar un requisito fundamental: que el presidente Allende asumiese efectivamente el comando de las izquierdas, las unificase y las pusiese en acción al servicio del proceso en curso. Jamás lo consiguió. Los actos desesperados de la izquierda delirante y la inacción verborrágica de los confusos líderes socialistas contribuyeron a torpedear esta tarea, facilitando así la actuación de la derecha, entregada abiertamente a la contrarrevolución. En esas condiciones, los líderes demócrata-cristianos aliados a la extrema derecha transformaron el Parlamento en un órgano de provocación, chantaje y obstaculización del Poder Ejecutivo. Simultáneamente, las altas jerarquías del poder judicial cuestionaban la legalidad de las acciones del gobierno. Todo ello llevó a las clases medias a la desesperación por el temor de perder, no lo que tenían —que era poco— sino las vanas esperanzas de enriquecimiento y prestigio que, según les decían, jamás alcanzarían en un régimen socialista. Por otro lado, provocadores especialmente adiestrados incitaban a la lumpenburguesía, constituida por cien mil microempresarios (puesteros de feria, dueños de camiones, etc.) y a la enorme masa bajo su control, a cometer toda suerte de acciones subversivas y de sabotaje contra el gobierno. Se trataba, aparentemente, de sectores desorganizados e impotentes frente al fuerte apoyo obrero con que contaba la Unidad Popular. Pero, incitados por grupos sediciosos preparados para todo tipo de terrorismo y sobornados por los acaparadores que saboteaban el abastecimiento y propiciaban el mercado negro, consiguieron prácticamente paralizar el país en dos ocasiones. La primera vez pudieron ser contenidos por las Fuerzas Armadas y por las organizaciones populares. La segunda, prepararon el desastre final porque la conspiración militar ya había desarticulado el aparato represivo del Estado; y las organizaciones populares, confundidas por los comandos radicales, no tuvieron posibilidad de actuar. Otra convicción de las izquierdas delirantes —negada por Salvador Allende— era la de que el socialismo se construye sobre el caos económico, partiendo de un “comunismo de guerra” hacia una posterior reorganización institucional de la sociedad sobre nuevas bases. también esa estrategia era inaplicable a Chile, y no era necesaria. La política económica de Pedro Vuscovich —basada más bien en la utilización de las palancas administrativas disponibles que en la conquista previa de una legalidad socialista impracticable— demostró ser mucho más eficaz que lo que habría sido de prever. Estas conquistas provenían de la institucionalidad anterior pero, aplicadas en sentido opuesto, llegaron a contener el privatismo, utilizando los propios instrumentos legales de dominación clasista, y posibilitaron el avance, paso a paso, de la construcción de las bases de una nueva economía colectivista. Sin embargo, a cierta altura del proceso, la coalición parlamentaria centro-derechista y el poder judicial, utilizando el mito de la legalidad para debilitar la autoridad de Salvador Allende como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, como así también la acción combinada de políticos y empresarios para provocar el colapso económico, crearon las condiciones para la sedición. Muchos otros factores —además de las acusaciones de legalismo o reformismo por parte de la izquierda— se conjugaron para ello. Entre estos factores se contaron: la indisciplina de las propias izquierdas, que contribuyó para debilitar el poder de comando del gobierno; la moral de las organizaciones populares; la fuerza de los sindicatos y la acción de la oficialidad respecto del régimen constitucional. Mucho hay que aprender de esta experiencia única de repensar con originalidad los principios de la política económica a fin de ofrecer una vía de transición al socialismo. Entre sus conquistas se cuenta la de acabar con el desempleo; la de elevar sustancialmente el nivel de vida de las capas más pobres; aumentar considerablemente la productividad industrial; intensificar la reforma agraria; imponer el control estatal sobre los bancos privados y el comercio exterior; socializar las empresas claves; y sobre todo, recuperar para los chilenos las riquezas nacionales, empezando por el cobre, sujeto desde siempre a manos extranjeras. Probablemente el presidente Salvador Allende logró más en tres años, por esta vía, que cualquier revolución socialista en igual período. Por eso ganó elecciones mientras estaba en el gobierno, lo que jamás había ocurrido antes en Chile. Pero llevó a la desesperación a los privilegiados, desafiándolos a promover la contrarrevolución como única manera de garantizar su sobrevivencia como clase. Conviene recordar aquí que Allende —aunque solo también en esta tarea— hizo lo posible para disuadir a las capas medias de profesionales liberales de entregarse a la sedición. Sin embargo, el carácter del proceso, su marcha gradual pero inflexible hacia el socialismo, radicalizó la posición de esos sectores. Una a una, sus instituciones representativas —sindicatos de pequeños empresarios, asociaciones de profesionales liberales, federaciones de gremios estudiantiles de nivel medio y superior— fueron entregándose a la derecha y a la contrarrevolución. Frente a esta radicalización, habría sido indispensable contar con los medios adecuados para vencer a la sedición en marcha. Pero la