TEMA 1 – TIPOLOGÍA DE GOBIERNO LOCAL Compilado por Salvador Parrado – 31 Enero 2020 TIPO Y NÚMERO DE ENTES LOCALES [Texto de esta sección adaptado de Olmeda, J. (2017)] Una primera descripción del complejo orgánico que constituyen las distintas entidades locales y los organismos de diverso tipo que dependen de ellas, en especial de los ayuntamientos, se recoge en la Tabla 1 que describe la complejidad local, el conjunto de entidades de todo tipo que existen en este nivel de gobierno y administración. Tabla 1 Estadísticas de los entes locales en España (2020) Tipos Ayuntamientos Diputaciones,Consejos y Cabildos Insulares Mancomunidades Comarcas Áreas Metropolitanas Agrupaciones de Municipios Entidades Locales Menores Consorcios Instituciones sin ánimo de lucro Fundaciones Sociedades Mercantiles < 50% de particip. pública (FP, XP) TOTAL Ente Principal Entes Dependientes Org.Autónomo Organismo Org.Autónomo E. Pública Sociedad Administrativo Autónomo Comercial Empresarial Mercantil 8.131 563 191 3 44 1.218 52 70 29 3 10 101 954 83 3 76 8 10 0 0 3 5 1 0 0 1 0 0 0 1 1 0 28 20 6 1 3.688 0 1 0 0 3 751 686 3 0 1 0 0 0 1 0 22 0 775 332 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 654 231 7 57 1.399 15.531 Fuentes: https://www.hacienda.gob.es/es-ES/CDI/Paginas/Inventario/Inventario.aspx De la Tabla 1 habría que diferenciar entre las unidades político-administrativas y las predominantemente administrativas. Entre las primeras se incluyen estructuras en las que o bien se elige a los representantes encargados de dirigirlas o estos representantes se distribuyen en función de la participación de los municipios y provincias en una estructura compleja como puede ser la mancomunidad o el área metropolitana. Las estructuras más importantes son los municipios y luego las provincias. Adicionalmente, el número de municipios es comparativamente alto si se tienen en cuenta los países escandinavos y el Reino Unido (cuyo número oscila entre 100 y 400) y similar a otros países del entorno como Francia, Alemania e Italia. La fragmentación municipal derivada de la interpretación histórica de la importancia del municipio (véase más abajo) se acompaña de soluciones más o menos recientes que 1 intentan reflejar la diversidad de nuestro territorio (los cabildos o consejos insulares como autoridades de cada una de las islas de los dos archipiélagos españoles) o las comarcas (como ente interpuesto y solapado entre la administración autonómica, la provincial y la municipal) en algunas CCAA (Aragón, Cataluña y País Vasco). La proliferación de niveles puede resultar disfuncional para la prestación de servicios. A modo de ejemplo, piénsese que en Cataluña se superponen en diversa medida los servicios de una Comunidad Autónoma, una entidad metropolitana de Barcelona, cuatro diputaciones provinciales, siete veguerías y cuarenta y un consejos comarcales de cometido no menos ignoto, amén de 947 ayuntamientos, 82 mancomunidades y 266 consorcios, y un nutrido sector público autonómico y local (Parejo 2012: 15). El abultado número de entes político-administrativos del ámbito local explica la fragmentación de las entidades más administrativas y la necesidad de crear organizaciones interpuestas que respondan a los problemas que los municipios pequeños no pueden resolver como las mancomunidades y los consorcios, volcadas a la prestación de servicios, aparte del papel asignado a diputaciones y comarcas. En general, las cifras indican, de forma comparada, que nuestro mapa local es disfuncional para la prestación de los servicios públicos significativos por parte de los entes locales. Sin embargo, el déficit en la prestación de los servicios obligatorios no obedece tanto a la fragmentación del mapa municipal, sino a la dispersión de la población en diferentes núcleos. Algunos autores consideran que esta realidad no se arregla con la consolidación de municipios (Bel 2012: 13). Varias razones se han apuntado para explicar la persistencia de esta disfuncionalidad: la pesada herencia del modelo municipal tradicional napoleónico, la ausencia de un interlocutor unificado que represente a esta pluralidad de intereses locales, el nulo interés de las comunidades autónomas en dotar de mayor capacidad financiera a unas corporaciones locales a quienes ven como competidoras, en especial si la mayoría política gobernante es distinta de la mayoritaria en la comunidad, y la falta de incentivos propiciatorios de una reforma en profundidad para las propias fuerzas políticas nacionales y para las minorías particularistas. Las razones históricas pueden explicar la consolidación de un número tan elevado de municipios. El ayuntamiento constitucional liberal se implanta con la Constitución española de 1812 (Parejo 2012). A lo largo de su trayectoria sufre diversas vicisitudes políticas y administrativas, y desde su reintroducción con el Estatuto Municipal de Calvo Sotelo en 1924, como parte de la obra administrativa de la Dictadura de Primo de Rivera, se lo califica como asociación natural pero lo natural es el asentamiento de la población, nunca una mera fórmula organizativa como el municipio. Esta concepción, continuada por la II República, llega al paroxismo durante la Dictadura de Franco, en la que se predicaba la condición natural de la familia, el municipio y el sindicato. La razón subyacente a esta mitificación es el mantenimiento de una situación de poder, la subsistencia del localismo y sus emanaciones particularistas de todo tipo por encima de 2 cualesquiera regímenes políticos que se establezcan en el territorio (Parada 1998, II: 184). En esta inercia, parece moverse todavía el régimen democrático cuando en su legislación define a los municipios como “entidades básicas de la organización territorial del Estado y cauces inmediatos de participación ciudadana en los asuntos públicos, que institucionalizan y gestionan con autonomía los intereses propios de las correspondientes colectividades” (Aº 1.1LRBRL). Además, la legislación electoral establece que “cada término municipal constituye una circunscripción”. De hecho, el número de municipios ha aumentado levísimamente en el periodo democrático lo que no se compadece bien con los criterios de economía, eficacia y racionalidad, incluso después de la crisis económica, aumentando en catorce el número de ayuntamientos de 2007 a 2016, pese a la promulgación de la Ley 27/2013 de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local. En otros países europeos como en Suecia, Noruega, Dinamarca, Alemania, antes y después de la unificación, o en el Reino Unido, el número de municipios ha experimentado varios cambios en décadas recientes aduciéndose argumentos de eficiencia en la prestación de los servicios. Sin embargo, en países como Italia, Francia (36.529 en 2008), o España, el número de municipios es prácticamente intocable, aunque se han impulsado reformas de distinto tipo para superar el problema (Parejo 2012; Rodríguez González 2006; Wollmann 2012). Cualquier reforma debe contar con este obstáculo de partida pero los ahorros en los costes administrativos per capita gracias al aumento de tamaño se han demostrado mediante un diseño cuasi experimental en el caso de Dinamarca (Blom-Hansen et al. 2014). LOS MUNICIPIOS La definición de la organización territorial del Estado que hace nuestra Constitución en su artículo 137 es específica: – – – Los municipios y las provincias integran conjunta e inseparablemente la Administración local. Los municipios y, por derivación, también las diputaciones (éstas en forma indirecta), poseen legitimación democrática, lo que implica el derecho constitucional de los ciudadanos a la participación en los asuntos públicos de ambas entidades que reconoce el artículo 23.1 CE. La Administración local está ciertamente garantizada constitucionalmente como institución pero entregada, desde el respeto a sus características definitorias, a la labor organizativa del legislador ordinario. Después del tiempo transcurrido desde las primeras elecciones locales democráticas los problemas a resolver todavía son fundamentalmente dos (Arenilla 2012): a) el inframunicipalismo de la planta municipal y la consecuente incapacidad de gran parte de las entidades actuales para afrontar las tareas exigibles hoy de toda Administración Pública, por lo que hace al escalón básico de la Administración local; y b) la pertinencia de la reconfiguración orgánica y funcional, atendida la solución que se dé al problema 3 anterior, de las diputaciones, en lo que hace al escalón complementario de dicha Administración. A continuación se examinan los municipios. Los municipios [Texto de esta sección adaptado de Olmeda, J. (2017)] Los gobiernos locales presentan ciertas características estructurales que los hacen especialmente vulnerables en términos organizativos frente a su entorno inmediato (Arenilla 2012; Baena 1985: 322-323; Parejo 2012; Salvador 2009; Subirats 2010): • • • • Máxima apertura al contexto. De todas las organizaciones administrativas los entes locales son especialmente vulnerables a los flujos de población, a los cambios de la actividad económica y la urbanización —movimientos migratorios generales o estacionales, ciudades o barrios dormitorio, conurbaciones...—, a los cambios en el estilos de vida —separación del lugar de trabajo y del de residencia, pluralidad de formas familiares...—, y a la exacerbación de las demandas sociales —tradicionales (limpieza, agua, electricidad, saneamiento, basuras, incendios, policía); servicios sociales básicos (educación, sanidad...); postmaterialistas (medio ambiente, esparcimiento y deporte, calidad de vida); desarrollo económico, bienestar social, ordenación del territorio...—, que se plantean de manera inmediata sobre las autoridades políticas y la organización administrativa, y no mediata o indirecta como en el resto de las Administraciones Públicas. La confusión entre política y administración que se manifiesta aquí en la articulación de la representación popular, Ayuntamiento, y la jefatura unipersonal de los servicios, Alcalde, que contrapone los conceptos de responsabilidad política y eficacia administrativa. Los funcionarios están acostumbrados a tener acceso directo a la dirección política y los políticos carecen de una fuente de legitimidad distinta y equivalente al conocimiento técnico. La situación crítica de las haciendas locales provocada por la expansión de los gastos para intentar afrontar las crecientes demandas y la contracción de los recursos por la escasez y rigidez de las capacidades impositivas locales y los problemas de las transferencias del Estado, lo que favorece la aparición del déficit y del endeudamiento. Esta situación crítica junto con la utilización de la regulación sobre cuestiones urbanísticas pueden explicar parcialmente la denominada burbuja de la vivienda en España y su utilización por parte de los Ayuntamientos para financiar los servicios municipales. La política de gestión de personal plantea también problemas de cierta envergadura pues las necesidades de personal cualificado aumentan continua mente en los grandes municipios y en los rurales, mientras que estos últimos apenas pueden cubrir sus plantillas, los primeros no pueden competir por su escasa retribución con otras administraciones y con el sector privado. Al recurrirse al personal laboral se favorece la inestabilidad y el empleo precario y además puede aumentar la carga financiera. Adicionalmente, el ámbito local ha 4 sido propicio a prácticas clientelares según las cuales los principios de mérito y capacidad no siempre han primado a la hora de contratar personal. El inframunicipalismo [Texto de esta sección adaptado de Olmeda, J. (2017)] El 90,7 por cien de los municipios tiene menos de 10.000 habitantes. Los que tienen menos de 1.000 habitantes, suponen el 61 por cien del total pero el 3,1 por cien de la población, tienen dificultades para organizarse técnicamente, prestar servicios más allá de los gastos corrientes y de mantener al habilitado nacional correspondiente y pagarle su remuneración. Otra cuestión que caracteriza nuestro sistema municipal desde el punto de vista de las funciones sociales y políticas es que nuestros municipios y nuestros Ayuntamientos no han sido soporte de la construcción del Estado del Bienestar como ocurre en los países escandinavos o Gran Bretaña. Se ha destacado los graves problemas político-administrativos que se derivan de una planta municipal de este tipo (Arenilla 2012; Carrillo 1991: 23-24): • • Obstáculos a la función de agregación de intereses que ejercen los partidos políticos. Los partidos políticos de ámbito nacional tienen dificultades para acceder a los ayuntamientos de los inframunicipios porque no son capaces de encontrar un número suficiente de candidatos para cubrir las excesivas circunscripciones y/o porque el Un grave inconveniente para la eficacia y la eficiencia administrativas. La prestación de servicios y el desarrollo de determinadas funciones en los pequeños municipios rurales resulta ineficaz en unos casos, técnicamente inviable en aquellas actividades que exigen economías de escala superiores y, en general, demasiado costosas. La mayoría de los municipios rurales tienen organizaciones administrativas minúsculas con poco personal y escasamente profesionalizado, dedicado a tareas de administración general y cuyas bajas retribuciones consumen la mayor parte del presupuesto municipal. Y es impensable que puedan atraer a personal cualificado y profesional tanto en lo referido a las propias autoridades locales, que suelen contar con un nivel de instrucción ínfimo, como respecto al personal técnico y de asesoramiento. Un impedimento a la cooperación intergubernamental e interadministrativa. Los inframunicipios difícilmente pueden participar en los programas de la Administración General del Estado o de las Comunidades Autónomas, lo que obliga, en parte, a estas entidades a mantener o crear redes periféricas para implantar sus políticas en todo el territorio cuando sería mucho más eficaz el empleo de las Administraciones Locales de un tamaño más adecuado para la ejecución de las medidas autonómicas o estatales. A veces no tienen siquiera la capacidad de cooperar con los vecinos y deben recurrir a las entidades locales supramunicipales de ámbito superior como la diputación provincial o la comarca para cubrir sus necesidades. 5 El asociacionismo municipal para superar la fragmentación [Texto de esta sección adaptado de Olmeda, J. (2017) y Rodríguez Álvarez 2010; Fundación y Gobierno Local (2012)] España es un país que, como el resto de los del sur de Europa, nunca ha tenido una política sistemática de reducción del número de municipios. En la actualidad, incluso, sería imposible la existencia de una verdadera política nacional en esta materia, pues la competencia en la materia ya no pertenece al Estado, sino a las Comunidades Autónomas. Tampoco éstas parecen dispuestas a abordar un tema políticamente tan complejo como el de la reducción del número de municipios, e incluso parecen bastante satisfechas con la situación actual, que favorece la preponderancia del nivel regional sobre el local en España, determinada por el sistema de reparto de competencias entre los diversos niveles de poder territorial, claramente favorable a las Comunidades Autónomas, que gestionan ya más del 50 por ciento de los recursos humanos de todas las Administraciones Públicas. Las mancomunidades La fragmentación municipal y necesidades de economía de escala han conducido, en cambio, a la proliferación de las “mancomunidades” en España como solución funcional a este problema. Las mancomunidades se crean mediante una asociación voluntaria de municipios, que determinan en los estatutos de la mancomunidad, de común acuerdo, las obras o servicios que constituyen su objeto, sus órganos de gobierno, su funcionamiento y la financiación de la mancomunidad. La legislación básica de régimen local, contenida en la Ley 7/1985, de 2 de abril (LRBRL), establece un marco de amplia libertad para la constitución de mancomunidades. Como manifestación libre del derecho de asociación intermunicipal, garantizado también en el artículo 10.1 de la Carta Europea de la Autonomía Local, no se contiene una regulación sobre el contenido de las mancomunidades, que se regula por sus estatutos, y las Comunidades Autónomas sólo pueden regular el procedimiento de su creación –siempre en un marco de respeto al principio de libertad de asociación. Por otra parte, la Ley 57/2003, que modifica la LRBRL, refuerza las potestades de las mancomunidades, al disponer que éstas tendrán en le ejercicio de sus competencias las mismas potestades que corresponden a los municipios asociados, salvo que en sus estatutos se disponga otra cosa. En el marco de ese amplio derecho de asociación se habían constituido en España unas 1.024 mancomunidades hasta 2009. El ritmo de constitución fue muy alto en la segunda mitad de los años ochenta y en los años noventa. Así, mientras que en 1986 había 108 mancomunidades registradas, en 1990 había 352, en 1995 unas 826, en el 2001 ya se alcanzaban las 977, y por fin en el 2007 se llegó a las 999. A partir de entonces el ritmo se ha ralentizado hasta las 1.024 del año 2009, habiéndose alcanzado una cierta saturación y cierta mortandad hasta 954 en 2020. Este incremento del número de mancomunidades no responde a ninguna política sistemática ni a ninguna planificación. No hay una política de fomento del asociacionismo municipal a nivel nacional –a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en Francia, con su compleja y coherente política de la intermunicipalidad, ni a nivel 6 regional, donde, como se ha señalado, no hay un interés especial en fortalecer el municipalismo. Tampoco ha habido interés alguno en fomentar el asociacionismo municipal por parte del segundo nivel local en España, constituido por la provincia, porque reducida ésta en la práctica a una entidad para la cooperación económica, técnica y jurídica con los municipios de su territorio, tiende a ver a las mancomunidades como competidores potenciales. El movimiento de las mancomunidades ha sido fruto puramente de la voluntad asociativa de los municipios, si bien se debe a necesidades objetivas de unir recursos y medios para poder alcanzar las economías de escala necesarias para la eficaz y eficiente prestación de determinados servicios. En 2010, 6.181 de los 8.114 municipios españoles existentes se encontraban integrados en al menos una mancomunidad, es decir, el 76.18%. El porcentaje es inversamente proporcional a la población: a menos habitantes más necesidad de asociarse. El movimiento asociativo presenta aspectos bastante anárquicos. Numerosos municipios están asociados a dos o más mancomunidades. Ello se debe a que si bien en un principio los municipios se asociaban normalmente para un sólo fin, con el paso del tiempo lo han ido haciendo para un conjunto de fines, de forma que en la actualidad el número de mancomunidades de fin único (402) y las plurifuncionales (622) se ha ido distanciando a favor de estas últimas (en 2010). En este sentido, se puede afirmar que el movimiento asociativo ha evolucionado en cuanto a su naturaleza. Por otra parte, las mancomunidades ofrecen un panorama absolutamente diverso en cuanto a su tamaño y a su población. Así, en 2010, la mancomunidad mayor en cuanto al número de municipios reúne a 81, mientras que la más pequeña sólo a 2, siendo la media de 8 municipios. En cuanto a la población conjunta se refiere, la mancomunidad más pequeña sólo tiene 172 habitantes, y la mayor 3.036.369. La población media es de 35.615 habitantes. Hay que tener en cuenta, además, que estas cifras oficiales esconden una realidad significativamente más modesta. Aunque en España nunca se ha realizado ninguna investigación seria al respecto, ni desde la Administración ni desde el ámbito universitario, lo cierto es que hay indicios racionales para concluir que una buena parte de estas mancomunidades nunca llegaron a funcionar de manera efectiva, o dejaron de hacerlo en un momento determinado de su existencia. En 2004, 300 mancomunidades no habían remitido sus presupuestos al Ministerio de Economía y Hacienda del período anterior de 5 año. Esto prueba que muchas veces hay un fuerte voluntarismo político en la creación de instituciones de este tipo, y luego resulta mucho más difícil ponerlas en marcha. O de que una vez funcionado, se pierde el impulso inicial, normalmente por falta de liderazgo político suficiente o por desacuerdos entre los municipios asociados. Y sin embargo estos fenómenos no se reflejan en las estadísticas oficiales porque en España, cuando se crea una institución jurídica y deja de operar, normalmente nadie se ocupa de disolverlas, con lo que el mapa institucional está plagado de “zombies jurídicos” y ofrece un panorama distorsionado por su no eliminación de las estadísticas. 7 Las comarcas La realidad material de la comarca es doble. Por un lado, como una entidad local cuyos rasgos varían en la legislación que en cada caso la reconoce y diseña. Por otro, la comarca como realidad geográfica. Algunos consideran que sería una forma de agrupamiento forzoso, algo que se comparece bien con la realidad. Lo anterior añade cierta complejidad a los análisis que sobre este ente se realizan. En no pocos casos se afirma y reivindica la comarca como un ente de la organización local cuando su existencia en realidad solo ha sido afirmada en estudios geográficos, sin conexión con una tradición en la organización territorial de una determinada unidad política, ya sea una nación, una región o una estructura estatal. La Constitución deliberadamente deja abierta la puerta para la creación de comarcas cuando expresamente establece en su artículo 141.1 que “se podrán crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincia”. Esta previsión es indicativa del momento constitucional de entonces, cuando en ciertos territorios que iban a constituirse en comunidades autónomas se planteaba ya la introducción en su organización territorial de entes locales de carácter supramunicipal diferentes de las provincias. Pero lo cierto es que, en general, el arraigo de la comarca como ente local intermedio había sido durante el período del Estado liberal absolutamente inexistente. En los Estatutos de autonomía hay tres opciones posibles sobre las comarcas: a) Una opción que no contiene referencia alguna a la comarca, lo que no supone en modo alguno que se cierre la posibilidad de su existencia; esto es, la indefinición estatutaria no impedía que el legislador autonómico se inclinara por esa vía. b) Otra opción ha sido prever de manera expresa la eventual creación y regulación de la comarca por la legislación de la Comunidad Autónoma. c) La tercera opción, que en la práctica solo se materializa en el Estatuto catalán, es la de dar carta de naturaleza a la comarca como ente de necesaria presencia en la organización territorial de la Comunidad Autónoma. No existe una definición o caracterización de la comarca ni en la Constitución, ni en los estatutos, ni en la legislación básica del Estado, ni tampoco la había habido en nuestra legislación local con anterioridad a la Constitución. De todo ello se puede inferir con meridiana claridad que la comarca tenía un débil arraigo (por no decir prácticamente inexistente) en el panorama institucional local en España. La comarca se prevé, en todo caso, como un ente local supramunicipal con un ámbito territorial inferior al de la provincia, con personalidad y capacidad de decisión, que la diferencia por completo de lo que sería una mera demarcación. En cierta medida, sus diferencias con la provincia son de escala, pues su configuración de facto (allí donde se ha implantado) parte de los mismos presupuestos conceptuales: se trata de una “agrupación de municipios” y pretende asumir, por principio, aquellas competencias o prestar aquellos servicios que, de acuerdo con la capacidad de gestión y la naturaleza de la actividad, se prestan mejor a escala comarcal que municipal. No obstante, al menos 8 en las experiencias que hasta ahora se han materializado, el tamaño de las comarcas no mejora cualitativamente las posibilidades de gestión que ofrece la propia provincia, por lo que competir con la misma por razones de escala no les da, en principio, ninguna ventaja comparativa. Menos consenso existe en torno a otras dos cuestiones: a) La primera cuestión, del todo fundamental, es si la comarca solo se relaciona con los municipios de su territorio, o si la comarca cumple funciones de relación con la Administración superior, la Administración de la Comunidad Autónoma, y si opera, por tanto, como célula de la Administración periférica de la Comunidad Autónoma. La duda fundamental parte del dato de que la comarca –y este es un hecho determinante de su naturaleza– surge o emana por voluntad del legislador autonómico: es decir, es el Parlamento autonómico y no el poder local el que decide crear una comarca o extender el hecho comarcal, así como asignarle las competencias consiguientes. b) La segunda cuestión es si la comarca es un ente generalizado en todo el territorio o si puede tener expresión singularizada en ciertas zonas con rasgos geográficos muy marcados. Esta tampoco es una cuestión menor, aunque algunas veces tal solución vendrá impuesta por el propio Estatuto o será una solución abierta a la configuración del propio legislador autonómico. La legislación de las comunidades autónomas que han regulado las comarcas en su territorio ofrece respuestas muy diversas, y aún del todo opuestas, a estas cuestiones. La generalización de la comarca en todo el territorio ha sido la opción adoptada en Cataluña y Aragón, principalmente. Es en estas dos comunidades autónomas donde el proceso comarcal ha ido más lejos. En un caso, Cataluña, desde 1987, y en el caso de Aragón de forma mucho más reciente. En Galicia se optó en su día por la fórmula de implantar este tipo de demarcaciones con la forma de fundaciones comarcales, pero tal solución ha sido recientemente suprimida. Mientras que en Castilla y León solo se ha creado una comarca. Por tanto no es rasgo constitutivo de la comarca su generalizada presencia en el territorio. Pueden crearse comarcas en número tal que no se extiendan a la totalidad del territorio, e incluso pueden crearse comarcas con carácter singular. La segunda cuestión sobre su carácter solo de entidad local o, además, periférico de la Administración de la Comunidad Autónoma, es una cuestión que no encuentra solo respuesta en la legislación local, sino que hay que acudir a la legislación sobre organización de la Comunidad Autónoma y al ejercicio mismo de su potestad de autoorganización. En este caso la comarca solo ha desarrollado la vertiente local, en su relación con los municipios. Algunos servicios de la Administración autonómica sí que han utilizado la demarcación comarcal como su ámbito territorial de prestación, pero en ningún caso se ha montado sobre la comarca la Administración periférica de la Comunidad Autónoma. La experiencia comarcal llevada a cabo en algunas comunidades autónomas pone de manifiesto el escaso arraigo y reconocimiento social de esta entidad. Los principales puntos críticos serían los siguientes: 9 a) En primer lugar se advierte una desigual implantación de la comarca en las zonas rurales y en las urbanas. En las zonas urbanas su arraigo es nulo, aunque en algunos casos (no en todos) la comarcalización general del territorio ha alcanzado a las partes más urbanizadas del mismo. b) En las zonas rurales, en las que predominan los pequeños municipios, la comarca puede resultar operativa y encajar adecuadamente, pero todo dependerá de cómo se articule efectivamente la intermunicipalidad, pues si la comarca solapa o duplica una serie de servicios que venía prestando anteriormente la Diputación Provincial las ventajas pasarían a ser inexistentes, puesto que se pretende crear una nueva estructura allí donde ya existe una institución con tradición y arraigo. No obstante, se puede afirmar como regla general que allí donde funcionaban mancomunidades y otras fórmulas de cooperación entre municipios, funciona ahora de manera razonablemente satisfactoria la comarca (aunque aquí también puede haber excepciones). c) En cambio, en las zonas urbanas y, en general, allí donde se detecta la presencia de grandes municipios, la comarca tiene dificultades por afirmarse, y cuenta en no pocos casos con la oposición de ese gran municipio o de sus representantes políticos. Es frecuente que la orientación y adscripción política de los cargos de gobierno de los grandes municipios difiera de la que normalmente se da en los pequeños municipios, sobre todo en los municipios rurales. De hecho puede afirmarse que la comarca tiene complejo encaje en espacios muy urbanizados o con la presencia de ciudades de tamaño mediano o grande. Más bien se puede afirmar que, en estos casos (como atestiguan algunas experiencias) puede calificarse de una entidad superflua. Estos problemas pueden evitarse situando a los grandes municipios al margen de la estructura comarcal. Una fórmula muy común y satisfactoria en el Derecho comparado. Las comarcas no cubrirían así la totalidad del territorio, sino que se ocuparían sobre todo de las zonas rurales en las que son frecuentes los pequeños municipios. En cambio, los grandes municipios sí que disponen de medios y estructura que les facultan para una mayor y más segura oferta de servicios. No tiene ya sentido la presencia de un ente que cubra sus limitaciones y que lo único que puede originar son roces con sus responsables políticos. En cualquier caso, esta solución institucional (dejar fuera de las comarcas a los grandes municipios) pretende resolver el mismo problema al que persigue dar satisfacción la institución provincial, pues es evidente que entre grandes municipios y provincias existen, por lo común, los mismos desencuentros. Lo que cabe plantear, en todo caso, es si la solución comarcal es un mecanismo institucional que pretende suplantar a la provincia como ente local intermedio, o es viable la convivencia pacífica con esta. Sobre ello volveremos en su momento. El segundo punto crítico tiene que ver con la legitimación democrática indirecta y con el ya criticado tamaño de las comarcas como espacio territorial insuficiente para mejorar las capacidades generales de gestión. En lo que afecta a su legitimidad democrática, la comarca reitera las mismas insuficiencias que las ofrecidas por la provincia. Nada se ha 10 avanzado en este punto. La comarca tiene un déficit de legitimidad democrática y de visibilidad institucional, pues el sentido de pertenencia a la comarca por parte de los ciudadanos es cualitativamente menor que la vinculación de estos a su propia provincia (que, a pesar de todos los embates recibidos, sigue siendo muy alta). El tercer punto crítico de la experiencia comarcal es que no se han tendido puentes de conexión entre la comarca y la Administración autonómica. La circunscripción comarcal no es percibida por los ciudadanos como punto de encuentro ordinario con la Administración autonómica. En realidad, son pocos los casos en que la comarca cumple un papel de Administración indirecta, siendo este, por lo común, asignado a la institución provincial o a entidades asimilables a esta, tal y como ocurre por ejemplo con los Kreise alemanes, posiblemente (aunque con las diferencias marcadas según los Länder) el más vigoroso y operativo Gobierno local intermedio en la Europa occidental. Tal como se ha visto en su momento, el Kreis tiene claramente una doble función: por un lado es un ente local que opera en el inmediato nivel supramunicipal; por otro, en el Kreis existe una estructura administrativa, nucleada en torno al Landrat, que constituye la unidad de la Administración periférica del Land. La articulación de este doble frente ha hecho particularmente operativa a esta entidad tal como destacan todos los analistas. En el caso de España, la apuesta por disponer de una entidad local que actuase como Administración indirecta de la Comunidad Autónoma se inclinó legislativamente por la Diputación Provincial, a través de la Ley 12/1983, del Proceso Autonómico. Sin embargo, esa apuesta, tal como se ha visto en detalle, apenas si ha tenido arraigo, salvo en alguna Comunidad Autónoma. Sin embargo, la utilización de la comarca para esos menesteres solo se advierte –y de forma muy tímida– en el Decreto Legislativo 1/2006, de 27 de diciembre, del Gobierno de Aragón, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Comarcalización de Aragón. Aun así, en este caso (así como más tímidamente aún en el catalán), las funciones que ejercitan las comarcas son, por una parte, competencias que proceden de la pretensión de “vaciar” las competencias de las diputaciones (no de otro modo se entiende la atribución generalizada de competencias de asistencia y cooperación), y, por otra, competencias autonómicas que serán ejercidas con determinados controles por las instancias comarcales, una vez se lleven a cabo los procesos de transferencias. Objetivamente, sin embargo, la comarca y la provincia no tienen por qué ser incompatibles. Desde una perspectiva formal, buena parte de los estatutos de autonomía que contemplan la comarca hacen además mención expresa de la provincia. Por lo demás, cuando allí se han creado las comarcas han quedado todas dentro de los términos provinciales. Tal vez el punto de distancia fundamental para hacer efectiva esa “interiorización” es la configuración de la comarca, a partir de los presupuestos constitucionales, como una institución “diferente” de la provincia. Pero esa diferenciación no debería impedir que la comarca sea interiorizada como una demarcación de la actividad y de la prestación de servicios, en su caso, de la propia Diputación Provincial. 11 No obstante, la realidad práctica camina por otros derroteros: la comarca, allí donde se ha implantado de forma generalizada, encuentra dificultades notables para incorporar como entidad local un círculo de atribuciones que sea diferente al propiamente provincial, dando como resultado un solapamiento institucional en ocasiones injustificable y, en todo caso, ineficiente en términos de duplicidad del gasto público más grave aún en una etapa de marcada crisis fiscal. Hay algún estudio, particularmente en Aragón, que ha llevado a cabo un análisis de rendimiento institucional de las comarcas, poniendo de relieve el incremento de costes que tal implantación ha generado y el peso de los gastos corrientes de esas estructuras, a todas luces desproporcionados. Pero ciertamente no hay estudios exhaustivos o generales de tales realidades institucionales. Realmente sería muy interesante conocer si todo ese entramado institucional (en nada menor, ya que multiplica los Gobiernos locales intermedios provinciales a pequeña escala) ha producido una mejora de la autonomía local en términos de eficacia y eficiencia. Dicho de otro modo: la legitimidad institucional por la eficiencia de las comarcas es algo que está todavía por probar, sobre todo en términos comparativos con el escalón provincial. El problema de fondo, como antes se señalaba, se sitúa en que el nivel de gobierno comarcal se decide desde los órganos de la Comunidad Autónoma (sin perjuicio de que se prevea la consulta a los municipios afectados), pero completamente al margen del nivel provincial de gobierno local. En otros términos, la comarca se inserta autonómicamente en un espacio de intermunicipalidad en el que convive (pero sobre todo “compite”) con la provincia, una entidad local garantizada constitucionalmente. Este efecto competitivo entre comarca y provincia nos sitúa en un terreno fácil, en el que la demagogia o las soluciones simples son muy recurrentes: uno de los dos niveles sobra. Posiblemente este no sea el enfoque correcto del problema. Lo realmente relevante es crear una intermunicipalidad funcional, racional y eficiente. Y en esa lógica cabe insertar la clave institucional: se dispone, en efecto, de instituciones longevas, con amplia trayectoria efectiva y larga experiencia en estos ámbitos; ¿qué sentido tiene prescindir de unas instituciones arraigadas para hacer hueco a una institucionalidad frágil que todavía no ha acreditado ni mínimamente cuáles son sus rendimientos institucionales? La comarcalización puede y debe ser una vía de refuerzo de la autonomía local, pero tal sentido debe hallarlo insertando tal proceso en clave provincial; es decir, debería producirse un proceso de comarcalización inteligente que se enmarcara dentro de la proximidad de la provincia al territorio (incluso, como demarcación propiamente provincial) y en el seno de la realización de competencias funcionales e instrumentales, pero también de competencias materiales a favor de la comunidad local. No se refuerza la autonomía local desvertebrando la comunidad local en espacios de gobierno superpuestos. El problema actual de la comarcalización en determinadas comunidades autónomas radica, principalmente, en que la comarca se ha configurado como una suerte de 12 entidad local intermunicipal alternativa a la propia provincia, pero ambas siguen subsistiendo, ya que la provincia tiene garantía constitucional. En efecto, la configuración de las comarcas como alternativa a la provincia es una opción que ha sido explorada con carácter general principalmente en Cataluña y Aragón. En el primer caso desde 1987 y en el segundo de forma más reciente. En ambos casos todavía no se ha hecho un análisis empírico de cuáles son las ventajas comparativas de esa opción frente al hecho provincial. Lo cierto es que ambas realidades locales, con menores o mayores tensiones, conviven en el mismo espacio territorial y ejerciendo, en algunas ocasiones, competencias solapadas o duplicadas. Si se evidencia tal duplicidad o solapamiento, no cabe duda de que el modelo representaría un ejemplo de uso ineficiente de los limitados recursos públicos. Si se pretende instaurar la comarca como Gobierno local intermedio fuera de la propia organización provincial, convendría definir claramente qué tipo de competencias diferentes a la que desarrollan las diputaciones provinciales deben llevar a cabo tales entidades locales. Porque si no se advierte una diferenciación nítida de ámbitos competenciales, cosa que cabe considerar como enormemente compleja, lo más razonable es, teniendo en cuenta la garantía constitucional de la provincia, que se inserten como demarcaciones propias de la actividad provincial (lo que les privaría de su carácter de entes dotados de personalidad jurídica), o lisa y llanamente que no se pongan en funcionamiento (que es, por otra parte, lo que ha hecho la inmensa mayoría de las comunidades autónomas). Pretender que con su constitución desplacen y cuestionen la propia existencia de las diputaciones provinciales es desmembrar y desarticular la configuración de la idea de “comunidad política local”, de la que tanto municipios como provincias y comarcas deben formar parte. Con ello no quiere excluirse la posibilidad de que la comarca pueda constituirse, efectivamente, como un Gobierno local intermedio con singularidad propia y diferenciada de la propia provincia. Ello puede encontrar pleno sentido en los casos de creación de comarcas singulares o específicas, aunque también en estos supuestos se puede (y se debe) articular las mismas con la Diputación Provincial (por ejemplo que esta institución pueda prestar, asimismo, a tales entidades asistencia técnica o, en su caso, los servicios públicos que tenga encomendados). Asimismo, en aquellos supuestos en los que la provincia como ente local ha quedado difuminada, tales como el caso de las comunidades uniprovinciales (y, en menor medida, los territorios históricos), la comarca puede jugar un papel relevante como Gobierno local intermedio a partir del cual se puedan ejercer las competencias de asistencia y cooperación a los municipios y, en su caso, aquellas otras de contenido prestacional que por economías de escala sean factibles. Los consorcios Pero la gran alternativa a las mancomunidades se encuentra en los consorcios, constituidos por municipios y otras Administraciones públicas –provincias, Comunidades Autónomas o Administración del Estado–, admitiendo todo tipo de 13 combinaciones e incluso la participación de entidades privadas sin finalidad de lucro y con fines concurrentes con los de las Administraciones públicas consorciadas, especialmente fundaciones. Los consorcios asociaciones verticales de organismos públicos de diferentes niveles de gobierno (ayuntamientos o mancomunidades, diputaciones provinciales, gobiernos de comunidades autónomas). Su régimen jurídico es extremadamente flexible, y se rigen por los estatutos aprobados por las partes que los integran. Pueden utilizarse para prestar casi cualquier clase de servicio público pero normalmente casi siempre se dedican a una sola función y los más frecuentes se dan entre las diputaciones y los ayuntamientos. Se suelen dedicar a las áreas siguientes: desarrollo económico, suministro de agua potable, promoción cultural, recolección de residuos, gestión de teatros, obras públicas, gestión de hospitales, urbanización y promoción del turismo. La gran diferencia con las mancomunidades es que su dirección y gestión se encomiendan a profesionales a diferencia de las mancomunidades que están regidas por los políticos locales que las componen. El 96,5% de los municipios estudiados forman parte, por lo menos, de un consorcio. En todos los tramos de población se supera el 90% y se roza la unanimidad en el tramo que comprende los municipios de 20.001 a 50.000 habitantes. La alta participación en consorcios es un denominador común en las tres comunidades autónomas: roza el 100% en Cataluña, 95,9% en Andalucía y 90,9% en Galicia. Desde una perspectiva funcional, el abanico de funciones que desarrollan los consorcios es de una gran variedad. Las funciones que encabezan la lista no coinciden con los servicios municipales obligatorios: regulación económica, que incluye promoción económica local (22,9%); promoción y difusión de la cultura (8,9%); turismo (6,8%), y medio ambiente (6,5%) (Fundación Democracia y Gobierno Local 2011: 178-179). En España había más de 1.000 consorcios en 2010 (reducido a 751 en 2020) con participación de entidades locales, su régimen jurídico es extremadamente flexible, pueden utilizarse para prestar casi cualquier clase de servicio público y se rigen por los estatutos aprobados por las partes que los integran. Las Administraciones superiores a los municipios suelen preferir los consorcios porque en ellos, de hecho, se encuentran en una posición dominante frente a los municipios en muchos casos, especialmente frente a los de pequeña y mediana dimensión, de manera que para una provincia o una Comunidad Autónoma, un consorcio de residuos o de aguas, por ejemplo, constituyen medios excelentes para poder supeditar a los municipios en esos ámbitos y hacerse con el control efectivo de servicios municipales. Las grandes ciudades Las siete mayores ciudades españolas del momento (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Málaga y Bilbao) habían constituido a comienzos de los años noventa un grupo o lobby propio, sin personalidad jurídica pero bastante activo durante la primera mitad de la década, llamado “las siete grandes”, el “Grupo 7” o el “C-7”. Este lobby no había reivindicado un modelo orgánico-funcional singular para ese grupo de 14 ciudades, sino que su objetivo era esencialmente lograr una Ley de Grandes Ciudades, que fortaleciera competencial y financieramente a esos municipios (RODRíGUEZ ÁLVAREZ, 2002, p. 311). Los Alcaldes de estas ciudades se reunían periódicamente en alguno de sus municipios para armonizar sus posiciones y ofrecer un frente conjunto, aparte de los cauces de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), lo que llegó a causar molestias en el seno de la dirección de la gran asociación de entidades locales de ámbito estatal, que su Presidente, Francisco Vázquez, Alcalde de A Coruña, incluso hizo explícitas. En todo caso, la actividad de este lobby se fue relajando durante la segunda mitad de la década de los noventa, hasta llegar a la inactividad absoluta8. Lo que no significa que algunos de esos Ayuntamientos siguiesen reivindicando un fortalecimiento competencial y financiero de las grandes ciudades, especialmente Barcelona. Esta era la situación cuando en el año 2001, siendo Ministro de Administraciones Públicas Jesús Moreno Posada, se elaboró en la Dirección General para la Administración Local un Informe sobre las Grandes Ciudades y las Áreas de Influencia Urbana, que contenía un amplio estudio comparado de la regulación de las grandes ciudades y de las áreas metropolitanas en diversos países europeos y americanos, una exposición de los antecedentes históricos españoles, una serie de propuestas y una relación de grandes ciudades españolas y de sus áreas de influencia, incluyendo abundante material estadístico. Este Informe fue sometido a la entonces recién creada Comisión de Entidades Locales del Senado el 11 de octubre de 2001, donde sirvió de base para un amplio debate y discusión, que se prolongó hasta marzo de 2003, con intervenciones de profesionales de diversa procedencia. En marzo de 2003 se produjeron dos hechos de gran relevancia. El primero fue que el Congreso de los Diputados aprobó una Proposición no de Ley presentada conjuntamente por el Grupo parlamentario Popular y el Socialista, en la que se instaba al gobierno a presentar en el Congreso un Proyecto de Ley tendente a la modernización del Gobierno Local, en el que, entre otros extremos, se estableciera un régimen local específico para los municipios de gran población, con una regulación orgánico-funcional adecuada a sus necesidades, estableciendo las grandes líneas de tal reforma. Asimismo se instaba al Gobierno para el desplegamiento de la actividad necesaria para dar cumplimiento a la previsión del artículo 6 del Estatuto de Autonomía de la Comunidad de Madrid, sobre el régimen especial de capitalidad, y para dar cumplimiento a la moción aprobada por el Senado el 19 de febrero de 2002, por la que se instaba al Gobierno a presentar un Proyecto de Ley que otorgue al Ayuntamiento de Barcelona las capacidades y competencias que se recogen en la Carta Municipal de Barcelona, sin perjuicio de que “en lo que no sea específico de dicha ciudad se pongan en marcha los instrumentos que hagan posible la aplicación de dicha regulación a las restantes ciudades que por su dimensión y capacidad de gestión compartan las mismas necesidades y problemas” (sic). 15 El segundo hecho relevante fue la aprobación por el Pleno del Senado el 26 de marzo de 2003 de un Informe sobre las Grandes Ciudades y las Áreas de Influencia Urbana, previamente aprobado por la Comisión de Entidades Locales de la Cámara Alta, que es sustancialmente coincidente, en sus líneas básicas, con la proposición del Congreso antes citada, si bien aborda algunos temas esenciales no tratadas en ésta, como la ampliación de las competencias sectoriales de las grandes ciudades y la necesidad de abordar el hecho metropolitano, materias ambas en las que el protagonismo corresponde esencialmente a las Comunidades Autónomas, sin perjuicio de la existencia de algunos ámbitos sectoriales relevantes de la competencia del Estado, como la justicia municipal y la seguridad ciudadana. A partir de este momento se aceleró la elaboración del Anteproyecto de Ley de Medidas para la Modernización del Gobierno Local que, entre otras medidas, propone la introducción en la LRBRL de un nuevo Título X, dedicado a regular el régimen especial de los que denomina “municipios de gran población”. El Consejo de Ministros, en su reunión de fecha 6 de junio de 2003, aprobó el texto como Proyecto de Ley, remitiéndolo al Congreso de los Diputados para su tramitación parlamentaria, siendo aprobada finalmente como la Ley 57/2003, de medidas para la modernización del gobierno local. La Ley se refiere a las grandes ciudades, perifrásticamente, como “municipios de gran población”. Esta nominación intenta huir de la polémica que la expresión “gran ciudad” generaba entre los municipios españoles, habiendo un elevado número de candidatos a entrar en el grupo por razones de simbología política e institucional y orgullo local. Aún así, no ha sido posible escapar a las inevitables presiones de esta naturaleza, en un terreno tan propicio a las susceptibilidades, y menos aún en un periodo electoral, lo que hizo rebajar la barrera, inicialmente pensada en los 500.000 habitantes y más tarde en los 300.000, cifras éstas que se acercan más a lo que se suele entender por “grandes ciudades” en Europa. En efecto, en la Ley se distinguen tres grupos o categorías de “municipios de gran población”. El primero está formado por todos los municipios de más de 250.000 habitantes, que vendría a coincidir, grosso modo, con las grandes ciudades españolas. El segundo, comprende las capitales de provincias de más de 175.000 habitantes, y cuya inclusión justifica la memoria del proyecto de Ley por la mayor complejidad que siempre comporta el hecho de ostentar una ciudad esa condición capitalina. Finalmente, hay una tercera categoría, constituida por los municipios que sean capitales de Comunidad Autónoma o sedes de las instituciones autonómicas correspondientes, así como las ciudades de más de 75.000 habitante cuyas especiales características económicas, sociales, históricas o culturales así lo permitan (un verdadero cajón de sastre) si así lo decidiesen las Asambleas Legislativas respectivas. Dos aspectos fundamentales de esta Ley, por lo que se refiere a los “municipios de gran población” son que su alcance es esencialmente orgánico-funcional, y no competencial, y que afecta a tales municipios, pero no aborda el hecho metropolitano. Por lo que se refiere al primer aspecto, debe tenerse en cuenta que lo que se está abordando es una 16 reforma de la LRBRL para crear un régimen especial, y que el marco propio para reforzar las competencias de las grandes ciudades son las leyes sectoriales correspondientes a cada ámbito de actuación pública, bien autonómicas (y debe tenerse en cuenta que la mayor parte de las demandas de las los municipios españolas se dirigen a este ámbito), bien estatales (en algunas materias menos numerosas, pero relevantes, como seguridad ciudadana o justicia). No obstante, es evidente que un régimen especial completo para las grandes ciudades exige ese reforzamiento competencial, lo que requiere un esfuerzo sectorial tanto por parte de las Comunidades Autónomas como por parte del Estado, que hasta ahora se ha venido retrasando y poniendo detrás de las, sin duda importantes, reformas orgánico-funcionales y estructurales, y que se ve retrasada por suponer una renuncia o un sacrificio competencial –y por tanto de poder– por parte de los niveles de poder territorial supralocales. El segundo aspecto –la ausencia de tratamiento del fenómeno metropolitano– se debe a que, de acuerdo con la ya vieja doctrina del Tribunal Constitucional –cuya aplicabilidad cuestionamos en el contexto socioeconómico e institucional actual (tanto nacional como internacional)– se trata de un ámbito de la exclusiva competencia de las Comunidades Autónomas. Volvemos a enfrentarnos ahora –aunque por razones distintas a las tradicionales, en este caso, por la distribución constitucional y estatutaria de competencias, entendida de una manera determinada– al tradicional problema de nuestro ordenamiento de no dar una respuesta a ambas dimensiones simultáneamente –el gobierno de las grandes ciudades en sí mismas consideradas, y el de las áreas metropolitanas funcionales. También aquí habrá que exigir un difícil y generoso esfuerzo a las Comunidades Autónomas, por lo que comporta de cesión de protagonismo en estas áreas, pero asimismo una reinterpretación avanzada y acorde con las exigencias de un mundo globalizado del papel y las responsabilidades del Estado en el establecimiento y la regulación de las áreas metropolitanas, que deberían ser mucho más activos que los actuales, siempre en un contexto de colaboración con los municipios y las Comunidades Autónomas. Las grandes novedades de esta Ley son, en todo caso, su modelo organizativo –que se caracteriza esencialmente por la creación de un ejecutivo fuerte, claramente separado del Pleno en sus funciones, integrado por el Alcalde y una Junta de Gobierno Local cuyos miembros son nombrados y separados libremente por aquél, pudiendo no ser electos la mitad de cuyos miembros–, la creación de todo un nivel de directivos públicos locales, el impulso concedido a la participación y a la defensa de los ciudadanos y la creación de un Observatorio urbano. LAS ÁREAS METROPOLITANAS [Texto de esta sección adaptado de Olmeda 2017 y de Rodríguez Álvarez 2010] El caso español Frente al inframunicipalismo expuesto anteriormente, el otro extremo lo componen los municipios de más de 20.000 habitantes, que podemos considerar ciudades en términos de población lo que implica consecuencias derivadas de su triple dimensión como urbs (espacio), civitas (ciudadanos) y polis (ordenamiento jurídico) en distinción de Capel 17 (2003). En 1975 eran 240, suponían cerca del 10 por cien del territorio nacional y debían prestar servicios a más del 60 por cien de la población, en 1986 eran 274 y agrupaban el 53,1 por cien de la población. En 2016 los municipios mayores de 20.000 habitantes son ya 400 y vive en ellos el 52,4 por cien de la población, por la mencionada inversión del flujo de urbanización, al separarse el lugar de trabajo y el de residencia, perdiendo población las grandes ciudades pero ganándola las medianas y pequeñas, lo cual plantea problemas específicos a los distintos tipos de municipios, por ejemplo, con los flujos estacionales de población en los municipios turísticos. Este fenómeno se agudiza en las poblaciones con más de 500.000 habitantes (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga y Zaragoza), que agrupaban al 18,9 por cien de la población en 19861 pero sólo al 16,0 por cien en 2016 aunque sirven de núcleo a áreas metropolitanas con grandes problemas sociales, de transporte, vivienda, urbanismo... Dentro de esa realidad local española, el sistema urbano, aún habiéndose desarrollado a saltos y de forma compulsiva y desordenada, ofrece una potencia y un dinamismo indiscutibles. Si son 62 los municipios que superaban los 100.000 habitantes en 2010, dentro de ese grupo hay un importante conjunto de trece grandes ciudades que, sin contar sus conurbaciones o áreas metropolitanas funcionales, superan los 300.000 habitantes. Estas trece grandes ciudades suman unos 10,14 millones de habitantes, más del 21,69% de la población española, sin contar con las conurbaciones existentes en muchas de ellas. Sin embargo, lo cierto es que el peso específico de todas estas ciudades en el sistema urbano español no depende solamente de la población de estos municipios aisladamente considerados, sino también de la existencia e importancia de una conurbación de la que constituyen la ciudad central. Así, en el caso de Zaragoza, Córdoba y Murcia, se trata de municipios de enorme extensión territorial, donde los desarrollos urbanísticos periféricos al núcleo urbano central se producen en el propio término municipal. No existe una conurbación o un área metropolitana funcional, en el sentido de un conjunto de ciudades administrativamente diferenciadas, entre las que se produce un continuum urbanizado. Lo mismo ocurre en el caso de Valladolid, si bien el territorio de este municipio es sensiblemente inferior. Estas cuatro ciudades, fuera de sus términos municipales, carecen prácticamente de un cinturón urbano que incremente su población de forma apreciable. En cambio, las otras ciudades de este grupo son núcleos de áreas metropolitanas funcionales más o menos amplias, que deben ser consideradas para tener en cuenta la verdadera posición relativa de estas ciudades en el sistema urbano español, que en algunos casos cambia sensiblemente si se tiene en cuenta esta circunstancia. Es el caso de Barcelona, donde al millón y medio de habitantes de su municipio hay que añadir otros tres de su área metropolitana funcional. Y Madrid, el mayor municipio de Europa occidental en términos demográficos, con más de tres millones de habitantes, supera los seis millones y medio si se tiene en cuenta su área metropolitana funcional, incluyendo los corredores del Henares y de Toledo. Madrid y Barcelona constituyen, pues, dos de las mayores conurbaciones de Europa Occidental en términos 18 demográficos, ocupando Madrid la tercera posición inmediatamente detrás de las de París y Londres, a las que se ha acercado notablemente los últimos años. Pero también ocurre muy claramente en Bilbao, que ocupando la décima posición de esta lista de grandes ciudades y con un territorio muy reducido, es sin embargo el centro de la gran conurbación de la Ría de Bilbao, conjunto de municipios que supera el millón de habitantes. Desde esta perspectiva, Bilbao se colocaría posiblemente en el quinto lugar en el sistema urbano español, inmediatamente detrás de Valencia y Sevilla1, cuyas áreas funcionales se acercan a 1,4 millones de habitantes, mientras que la de Málaga también se acerca al millón. En el caso de las grandes ciudades insulares españolas, Las Palmas de Gran Canaria y Palma de Mallorca, se da una relación metropolitana con el resto de la isla, de dimensiones bastante reducidas (unos 1.560 km2 en el caso de Gran Canaria, y unos 3.640 km2 en el de Mallorca). Ello supone que la población del área metropolitana funcional se eleva a más de 800.000 habitantes en caso de Las Palmas de Gran Canaria (cuya naturaleza metropolitana resulta más obvia, por las reducidas dimensiones de la isla y su elevada densidad de población) y una cifra similar en el caso de Palma de Mallorca. Teniendo en cuenta las áreas metropolitanas funcionales reales, de acuerdo con los estudios realizados en 1994 por el Ministerio de Economía y Hacienda para la aplicación de la Iniciativa URBAN en España, y que mantienen su vigencia en buena medida a estos efectos, la España urbana podría clasificarse en las categorías indicadas en la próxima Tabla. 19 La importancia del sistema urbano español y de nuestras grandes ciudades no se vio acompañada nunca, hasta principios de los años sesenta, por una regulación específica para estos municipios. El régimen local español, inspirado históricamente en el modelo continental o francés, se caracterizaba por un acusado uniformismo, estableciendo esencialmente el mismo modelo orgánico- funcional para todos los municipios, con independencia de su población, o como mucho introduciendo algunas variantes a partir de estratos de población muy bajos. El régimen de las grandes ciudades en su conjunto, hasta que se dictan las Leyes especiales de Barcelona y Madrid en 1960 y 1963, respectivamente, era idéntico al de los restantes municipios. El marco jurídico español cambia sustancialmente con la promulgación de la Constitución de 6 de diciembre de 1978, la celebración en abril de 1979 de las primeras elecciones locales democráticas y el establecimiento en el periodo de 1979 a 1983 del modelo políticamente descentralizado del “Estado autonómico”. La Constitución, que consagra expresamente la autonomía local en sus artículos 137 y 140, prevé la posibilidad de agrupaciones de municipios diferentes de la provincia, pero no contiene previsión alguna expresa sobre las grandes ciudades ni sobre las áreas metropolitanas. 20 Unos primeros efectos del nuevo régimen democrático se producirían en nuestro terreno, siendo manifestaciones significativas el Real Decreto-ley 11/1980, de 26 de septiembre, que establece el régimen jurídico de la revisión del Plan del Área Metropolitana de Madrid, incrementando el protagonismo de los municipios del Área en detrimento del la COPLACO, y la Ley vasca de 18 de diciembre de 1980, que extinguió la Corporación administrativa del Gran Bilbao, sin sustituirla por ningún mecanismo institucional de alcance metropolitano, ni general ni sectorial. Por otra parte, la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, la ley local de la democracia, es manifiestamente heredera del tradicional uniformismo del régimen local español, sin que contuviera hasta la reforma de 2003 previsión alguna sobre un régimen específico para las grandes ciudades, limitándose a establecer un régimen común –con algunas diferencias, reforzadas por la reforma operada por la Ley 11/1999, de 21 de abril– entre los municipios de más de 5.000 habitantes y los de menos en orden a la existencia necesaria o potestativa de algunos órganos, y previendo asimismo un régimen de Concejo abierto para los municipios de menos de 100 habitantes, o los que tradicionalmente se hubiesen regido por este sistema de democracia directa. En el sistema originario de la LRBRL, los regímenes especiales constituyen unos sistemas residuales, menores y limitados, cuyo establecimiento es competencia del legislador autonómico, a su vez constreñido por la prohibición básica del establecimiento de regímenes singulares (art. 9). Por lo que se refiere a las áreas metropolitanas, en el sistema de la LRBRL no son entidades básicas, sino de configuración autonómica, conteniendo solamente un pequeño precepto básico sobre su régimen jurídico (art. 43), correspondiendo a las Comunidades Autónomas su creación, supresión y regulación. Su creación debe hacerse mediante ley de la correspondiente Comunidad Autónoma “previa audiencia de la Administración del Estado y de los Ayuntamientos y Diputaciones afectados [...] de acuerdo con lo dispuesto en sus respectivos Estatutos”. En la mayoría de los Estatutos de las 17 Comunidades Autónomas se contienen previsiones que permiten, de manera directa o indirecta institucionalizar áreas metropolitanas. Mención especial merecen el País Vasco y Madrid, que, a pesar de comprender dos de las mayores conurbaciones españolas, no contienen previsión alguna expresa sobre la posibilidad de crear áreas metropolitanas, si bien el Estatuto Vasco prevé la posibilidad de que en el seno de los Territorios Históricos puedan reconocerse “demarcaciones territoriales de ámbito municipal que no excedan de los límites provinciales” (art. 22), y en la Comunidad de Madrid se dispone que los municipios “podrán agruparse con carácter voluntario para la gestión de servicios comunes o para la coordinación de actuaciones de carácter funcional o territorial, de acuerdo con la legislación que dicte la Comunidad, en el marco de la legislación básica del Estado” (art. 3.2), señalando asimismo que “Por la Ley de la Asamblea de Madrid se podrán establecer, mediante la agrupación de municipios limítrofes, circunscripciones territoriales propias que gozarán de plena personalidad jurídica”, y previendo también el otorgamiento de un régimen especial de capitalidad para la ciudad de Madrid, aprobado mediante ley estatal, que “determinará las relaciones entre Instituciones 21 estatales, autonómicas y locales, en el ejercicio de sus respectivas competencias” (art. 6). En todo caso, la competencia autonómica para crear, modificar y suprimir áreas metropolitanas ha estado avalada por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, cuya Sentencia 214/1989, de 21 de diciembre, señala en su Fundamento Jurídico 4º, refiriéndose a éstas y a otras entidades locales no básicas (las comarcas y las “entidades locales menores”) que “entran en cuanto a su propia existencia en el ámbito de disponibilidad de las Comunidades Autónomas que dispongan de la correspondiente competencia”, y que “se trata, en consecuencia, de unas Entidades con un fuerte grado de “interiorización” autonómica, por lo que, en la determinación de sus niveles competenciales, el Estado no puede sino quedar al margen. Corresponde, pues, en exclusiva a las Comunidades Autónomas determinar y fijar las competencias de las Entidades locales que procedan a crear en sus respectivos ámbitos territoriales”. Creemos que esta afirmación no ofrece dudas para los otros tipos no básicos de entidades locales, pero difícilmente podría hoy sostenerse con solvencia que las áreas metropolitanas, que se caracterizan normalmente por generar flujos de personas, bienes y servicios suprarregionales e internacionales, constituyen entidades “con un alto grado de interiorización autonómica”. Cualquier especialista en políticas urbanas, sea cual sea su perspectiva y su bagaje profesional, podría sorprenderse en la actualidad ante semejante afirmación tan tajante, que ni el momento de su formulación parecía corresponder a la realidad urbana existente, y que hoy en día, en el marco de un mundo crecientemente urbano y globalizado, parece totalmente descontextualizada. En todo caso, lo cierto es que el interés de las Comunidades Autónomas en afirmar su competencia en esta materia no se ha debido a un interés especial en la creación de áreas metropolitanas, sino justamente a lo contrario: ostentar el monopolio regulador para no ejercerlo, o hacerlo bajo fórmulas “ligeras” y monofuncionales, o incluso simplemente para suprimir las instituciones metropolitanas preexistentes, que las Comunidades Autónomas, en el contexto de un antilocalismo de partida, concebían como potenciales competidores políticos, al igual que ocurrió con las provincias, si bien en este caso con mayor fundamento, tratándose de una institución que, en su dimensión de entidad local, ha entrado en una crisis existencial con la implantación del Estado autonómico, justificándose funcionalmente sobre todo por la acusada fragmentación de nuestro mapa municipal, generando un grave inframunicipalismo frente al que las Diputaciones pretenden aparecer como auxiliadoras y solícitas instituciones (JIMéNEZ BLANCO, 1992, p. 250). Así, si ya vimos que el Parlamento vasco procedió a disolver en 1980 el Gran Bilbao, en el caso de Cataluña, la Entidad Municipal Metropolitana de Barcelona fue suprimida por la Ley catalana 7/1987, de 4 de abril, por la que se establecen y regulan actuaciones públicas especiales en la conurbación de Barcelona y en las Comarcas comprendidas dentro de su zona de influencia, que derogó el Decreto-ley 5/1974, de 24 de agosto. En su lugar, se establecieron dos Entidades Metropolitanas de naturaleza sectorial, pues la realidad de la conurbación no podía eludirse: la Entidad Metropolitana del Transporte, 22 que incluye a 18 municipios, y la Entidad Metropolitana de Servicios Hidráulicos y Tratamiento de Residuos, integrada por 32 municipios. Nadie duda de que la mayoría de Convergència i Unió en el Parlamento de Cataluña sirvió de instrumento para zanjar el control por la izquierda catalana de la Entidad Metropolitana, sustituyendo una entidad rival, que concentraba la mayor parte de la población y del PIB de Cataluña, con fuerte contenido político, por esas áreas sectoriales, donde domina, pues, la tecnocracia sobre la política. Una solución inspirada en la aplicada por los Gobiernos Thatcher en el Reino Unido para el también incómodo y retador Greater London Council, entonces liderado por un combativo Ken Livingstone. No obstante, unos 30 municipios –la mayor parte de los comprendidos en la antigua Entidad metropolitana– constituyeron en 1988 como respuesta una Mancomunidad de Municipios del Área Metropolitana de Barcelona, de naturaleza plurifuncional (ciertas funciones urbanísticas, promoción económica, mercados, ...), pero limitada por la imposibilidad de incluir el objeto de las dos áreas metropolitanas sectoriales antes citadas. No obstante, esta circunstancia pone de relieve la intercambiabilidad de las formas organizativas territoriales: como alguien ya ha destacado acertadamente, mancomunidades, comarcas y áreas metropolitanas acaban, al final, por no ser tan diferentes (JIMéNEZ BLANCO, 1992, p. 351). Un camino más largo y azaroso condujo a una solución similar en Valencia. Bajo gobierno regional del PSOE, la Ley valenciana 5/1986, de 19 de noviembre, suprimió la Corporación administrativa “Gran Valencia”, que fue sustituida por la Ley valenciana 12/1986, de 3 de diciembre, por el Consell Metropolità de l’Horta, un área metropolitana plurifuncional, que agrupaba a 44 municipios. Este organismo tenía por finalidades generales la planificación conjunta y la gestión supramunicipal en las materias de su competencia, que incluían el ciclo hidráulico, los residuos sólidos, el urbanismo, incendios, mataderos, transportes y su infraestructura. Posteriormente, la Ley valenciana 4/1995, de 16 de marzo, del Área Metropolitana de l’Horta, intentó paliar determinadas disfuncionalidades de la citada entidad referentes a sus competencias y organización. Más tarde, ya con mayoría del Partido Popular, la Ley valenciana 8/1999, de 3 de diciembre, suprimió el Área Metropolitana de l’Horta, y finalmente, y como en el caso catalán, la Ley valenciana 2/2001, de 11 de mayo, vino a establecer dos áreas metropolitanas funcionales en Valencia: la Entidad Metropolitana de Servicios Hidráulicos, que integra a 45 municipios, y la Entidad Metropolitana para el Tratamiento de Residuos, que comprende a los mismos municipios. Por lo que se refiere a Madrid, ofrece un panorama diferente y singular. La vieja COPLACO fue primero modificada en 1979, y finalmente sus servicios fueron trasferidos por Orden de 16 de junio de 1983 a la Comunidad de Madrid. Pero lo verdaderamente relevante es que, en el caso de la capital del Estado, existe un verdadero gobierno metropolitano en forma de región política (es decir, posiblemente la forma óptima para un gobierno metropolitano eficaz). 23 Cuando se implantó el “Estado Autonómico”, había tres posibles opciones para Madrid (PIñAR MAñAS, 1983, pp. 23-31): integrarla en Castilla la Mancha; crear una suerte de “distrito federal” con la ciudad y parte de su antigua zona metropolitana, distribuyendo el resto del territorio de la provincia de Madrid entre las Comunidades vecinas; o constituir una Comunidad Autónoma con el territorio de la provincia de Madrid. La primera opción encontraba la resistencia de los parlamentarios y políticos castellanomanchegos, que preveían una región controlada desde Madrid y por su clase política, en la que temían encontrarse bastante marginados. La segunda opción no parecía fácil ni viable. La tercera era más cómoda, por adecuarse al mapa provincial y ser coherente con las inercias históricas e institucionales. Fue esta última solución la finalmente adoptada. No puede decirse que el territorio de la Comunidad de Madrid coincida de manera exacta con el del área metropolitana funcional de Madrid. Por una parte, no abarca parte de los corredores de Toledo y Guadalajara, que se extienden hasta ambas capitales castellanomanchegas. Por otra, si bien engloba la mayor parte de dicha área funcional, a la misma se añaden comarcas de montaña o rurales cercanas a la capital, aunque fuertemente vinculadas a ésta. En todo caso, su creación en 1983 se ha revelado como un rotundo éxito, fruto de una decisión acertada, que ha conferido a Madrid un gobierno regional poderoso y dinámico, dotado de las mismas competencias que cualquier otra Comunidad Autónoma española, muchas de las cuáles resultan decisivas desde una perspectiva metropolitana (urbanismo y ordenación del territorio, vivienda, transportes, desarrollo económico, asistencia social, ...) a las que se unen, en el caso de Madrid, dos servicios típicamente locales –los servicios contra incendios (excepto en la capital) y el completo ciclo hidráulico, al haberle sido transferido en Canal de Isabel II– y otro clásicamente metropolitano o de conurbación: el metro. Esa Comunidad Autónoma urbana y capitalina, verdadero gobierno metropolitano político, ha sabido construir con los grandes agentes económicos –esencialmente la patronal (CEIM) y los grandes sindicatos– un modelo de corte neocorporativista, que establecido primero por los gobiernos socialistas presididos por Joaquín Leguina, fue luego continuado con bastante éxito por el Partido Popular bajo el liderazgo de Alberto Ruiz-Gallardón, facilitando la gobernanza y el desarrollo regional (RODRíGUEZ ÁLVAREZ, 2002, pp. 124). En definitiva, Madrid constituye la gran excepción en el panorama metropolitano español dominado hoy en día por la desconfianza hacia estas instituciones de las Comunidades Autónomas, que, como mucho, parecen sólo dispuestas a reconocer la necesidad de ofrecer respuestas institucionales por vía sectorial, y por tanto fragmentada, a las exigencias de actuación conjunta de nuestras grandes conurbaciones. Las áreas metropolitanas en sistemas locales próximos [Texto de esta sección adaptado de FONT-GALAN 2015] 24 Las recientes tendencias europeas en la regulación del fenómeno metropolitano y de su institucionalización son bastante decididas, y ponen de manifiesto que el enfoque del hecho metropolitano es ya ineludible en estos países. Las enormes posibilidades económicas y estratégicas que se concentran en las grandes conurbaciones están demandando actuaciones más decididas. España corre el riesgo de quedar atrás en este aspecto y por ello conviene prestar atención a lo que está sucediendo en nuestro entorno, y en particular en Francia y en Italia. En concreto, en Francia, la Loi n. 2014-58, de 27 de enero, de “Modernisation de l’action publique territoriale et d’affirmation des métropoles”, como impulso de la reforma, no invoca la crisis económica, ni la sostenibilidad, ni la racionalización, sino más bien la necesidad de fortalecer valores como la confianza, la claridad, la coherencia y la democracia. Todo ello dentro de un contexto de profundización de las técnicas de cooperación intercomunales y dentro de un modelo cada vez más de geometría variable. En efecto, establece diversos regímenes diferenciados para las metrópolis de París, Lyon y Aix-Marsella-Provenza, así como uno común para establecimientos de cooperación (EPCI) con más de 400 000 habitantes (o 650 000 según los casos), con posibilidad de imposición forzosa o bien voluntaria. Destaca por su solidez el de la metrópoli de Lyon, que se configura como una entidad territorial, de elección directa, que además sustituye al departamento del Rhone. El principal problema que se ha detectado es la relación de la metrópoli con el departamento y con la región. Inicialmente, se hablaba de la posible desaparición del departamento, pero el presidente Hollande lo impidió radicalmente, de manera que solo se ha previsto la desaparición del departamento en el caso de Lyon, así que, que para el resto, se regulan las relaciones entre ambos niveles. La metrópoli puede pedir al departamento la transferencia de competencias en materia de servicios sociales y de transportes (el resto son competencias de origen municipal que ya prestan los EPCI). Ello puede llevar a una mayor diferenciación entre departamentos, e incluso a un vaciamiento de los departamentos “metropolizados”, que quedan absorbidos por la metrópoli misma. En cuanto al sistema de gobierno, en la mayoría de los casos, el conseil de métropole es elegido simultáneamente a las elecciones municipales, donde “se informa al ciudadano que los elegibles situados en los primeros lugares de la lista, serán los designados para ir al conseil de métropole y del territorio” (fléchage). El Consejo elige al presidente. En el caso de Lyon, como se ha dicho, el Conseil de la métropole es elegido por sufragio universal directo, y el presidente es elegido por el Consejo, y es incompatible con el cargo de alcalde, según decisión del Conseil Constitutionnel (para aplicar la norma general que impide el cúmulo de mandatos). Además se prevé una Conferencia metropolitana, con todos los alcaldes, para la coordinación con los municipios. Por su parte, en Italia, ha sido aprobada, como ya se ha adelantado, la Ley 56/2014, de 5 de abril, sobre “Disposizioni sulle Città metropolitane, sulle Provincie, sulle unioni e fusioni di Comuni” (Ley “Delrio”). En un contexto de reforma más general, como se 25 deduce del propio título de la norma, la Ley confirma las 10 ciudades metropolitanas previstas desde el año 2012, a las que se añadirán las que dispongan las regiones especiales. En ella se deja la posibilidad de que la conferencia de los alcaldes de los municipios afectados escoja entre dos alternativas formas de gobierno: a) elección directa por todos los ciudadanos tanto del consejo metropolitano como del alcalde metropolitano, cuando lo prevea el estatuto del ente, según el modelo del Greater London Authority; y b) elección indirecta del consejo, que sería elegido por los alcaldes y concejales de los municipios pertenecientes a la ciudad metropolitana, mientras que el alcalde metropolitano sería, por ley, el de la capital. Las ciudades están dotadas con amplia potestad estatutaria. De resultas del ejercicio de dicha potestad aparece una notable diferenciación en las opciones fundamentales adoptadas, puesto que van a coexistir ciudades metropolitanas de elección indirecta y ciudades metropolitanas con alcalde y consejo elegidos indirectamente. Esta opción puede causar alguna preocupación sobre los equilibrios y funcionalidad del sistema, si no se acompaña de una efectiva desagregación o disolución del municipio capital en varios municipios23. En cualquier caso, es importante destacar que la Città metropolitana sustituye a la provincia en su ámbito territorial, ente que deja de ser de implantación necesaria, mientras que en Francia la metrópoli no presupone la desaparición del departamento con carácter general, pero sí en el caso específico de Lyon. Y simultáneamente, en Italia, como ya se ha adelantado, se ha suprimido la elección directa de la provincia para convertirla en un ente de elección de segundo grado, en el que el consejo de provincia y su presidente son elegidos por los alcaldes y concejales de los municipios de la provincia. Se prevé la asamblea de alcaldes, con funciones de propuesta y consulta, y que aprueba el estatuto del ente. En realidad, después de un largo debate, que ha durado años, acerca de la posibilidad de suprimir las provincias en Italia, se ha optado por una reforma profunda que afecta a una de las características propias de los entes intermedios en la inmensa mayoría de ordenamientos europeos, que es su elección directa por los ciudadanos, con la conocida excepción de las provincias de régimen ordinario en España. En cualquier caso, lo que ahora se quiere destacar es que en los sistemas de organización local más próximos al español, como son el francés y el italiano, se están produciendo profundas reformas en sus elementos estructurales, y en particular, por lo que aquí interesa, en la proyección institucional del fenómeno metropolitano. Tanto las semejanzas como las diferencias entre uno y otro modelo reformista son amplias, pero debe señalarse que en ambos se coincide en unos elementos a destacar: 1) En primer lugar, en ambos casos ha existido una intervención inicial del legislador estatal, necesaria para dar impulso al proceso de institucionalización, sin perjuicio de que en Italia puedan intervenir las regiones de estatuto especial. Aquí se observa una diferencia notable con el caso español, donde la decisión política del impulso 26 metropolitano está dejada enteramente en manos de las comunidades autónomas, que son las competentes… pero también las competidoras principales de las mismas áreas metropolitanas. Esto es lo que explica el escaso desarrollo efectivo de la regulación, con la excepción del Área Metropolitana de Barcelona, “reconstituida” en 2010, demasiados años después de su disgregación en 198724. La concurrencia entre comunidades autónomas y áreas metropolitanas en las políticas generales territoriales, de desarrollo económico y de grandes servicios supramunicipales, es una de las causas de que las iniciativas autonómicas hayan sido más bien poco entusiastas y en su caso conflictivas. En este sentido, se pone sobre el tapete la cuestión de si habrá que pensar en la conveniencia de una intervención estatal de simple puesta en marcha de un proceso de institucionalización de las áreas metropolitanas en todo el territorio, a desarrollar por las comunidades autónomas y por los propios Gobiernos locales concernidos, con indicación de plazos y modelos generales de posible adopción, basados en grandes principios y criterios básicos. Se trata de plantearse el modo de superar la inercia autonómica en la materia. 2) En segundo lugar, tanto en las reformas francesas como en las italianas se permiten soluciones organizativas diferenciadas “ad hoc” para cada caso o situación de hecho metropolitana. En Francia, las opciones son establecidas ya por el legislador, y en Italia son ofrecidas a la potestad estatutaria de las propias ciudades metropolitanas a través de los municipios metropolitanos agrupados en conferencia. Nótese que estas diferencias alcanzan incluso al dato fundamental del sistema de elección del consejo metropolitano y a la elección del alcalde metropolitano, y por tanto a la configuración política del Gobierno metropolitano. Este dato es de gran relieve, porque la ruptura del uniformismo y la introducción de la más amplia diversidad es uno de los grandes retos del sistema local español, tanto en los aspectos organizativos como competenciales, pero singularmente en aquellos, por cuanto permiten adecuar mejor las respuestas democráticas a las características sociales, poblacionales e incluso ideológicas predominantes en cada realidad metropolitana. 3) En tercer lugar, como se ha visto, tanto en Francia en el caso de Lyon, como en Italia, la creación del área metropolitana presupone la supresión del departamento o de la provincia. También este es un dato fundamental. Se trata por primera vez de la aplicación efectiva del principio o criterio de simplificación de niveles y de refundición de instituciones auspiciado por la doctrina en todos los países, incluida España, y por los interlocutores de todo tipo, pero nunca asumido con todas sus consecuencias, más allá de la refundición de las comunidades autónomas uniprovinciales con el correspondiente ente local provincial. Desde el punto de vista operativo algo parecido fue propuesto en su momento por el Informe de la Comisión de Expertos sobre “La revisión del modelo de organización territorial de Cataluña” (“Informe Roca”), bajo la idea de la “refundación” de la provincia por su “refundición” con otros niveles supramunicipales. Naturalmente, una solución de este tipo depende en buena parte de las dimensiones geográficas de las provincias afectadas por las realidades metropolitanas. Pero cabe pensar también en soluciones que permitan adecuar la organización de la provincia que 27 contenga un área metropolitana en su interior a esta realidad, retirándose en su función de ente supramunicipal en ese territorio, con la correspondiente articulación asimétrica de sus estructuras de gobierno. En todo caso, lo que se ha puesto en cuestión con las reformas italiana y francesa es el carácter de la provincia o del departamento como ente necesario de existencia obligatoria en todo el territorio, que tantos ríos de tinta ha hecho correr en nuestro país. La incorporación de una buena dosis de flexibilidad, lejos de las adhesiones esencialistas, permite ofrecer soluciones pragmáticas, acordes, por lo demás, con las necesidades derivadas de la contención presupuestaria. 4) Tanto en Francia como en Italia se prevé una ulterior desconcentración o descentralización territorial interna de las áreas metropolitanas hacia circunscripciones menores. En efecto, es fundamental equilibrar el surgimiento de una nueva institución “fuerte” de gobierno local con la predisposición de mecanismos que faciliten la participación municipal en la toma de decisiones, en la gestión de los servicios públicos y en el control de la misma. 5) En fin, un elemento específico de la reforma italiana que ya se ha destacado es la posible elección directa del alcalde metropolitano, según el modelo del Gran Londres. La fuerza política que deriva de la legitimación directa en este nivel es un dato a considerar, y que implica reconsiderar el papel de los municipios comprendidos en el área metropolitana y, en especial, de la capital. La cohabitación no ha de ser sencilla. Pero también es cierto que la adopción del sistema se deja en manos de los propios municipios. También estos elementos debieran ser considerados en posibles dinámicas reformistas en España, y no solo a nivel de entes metropolitanos, sino también, como ya se ha dicho antes, a nivel del sistema electoral de los propios municipios. BIBLIOGRAFÍA EMPLEADA PARA COMPILAR ESTE TEMA [Font i Llovet, T., & Galán Galán, A. (2015). Los retos actuales del gobierno local: repolitización, diversificación e interiorización. Fundación Democracia y Gobierno Local (2012) Libro Verde. Los Gobiernos locales intermedios en España, capítulo 3 y 5. Olmeda, J. A. (2017) Los gobiernos locales en Olmeda, J. A., S. Parrado y C. Colino (2015). Las administraciones públicas en España. Tirant lo Blanch. Rodríguez Álvarez, José Manuel (2010) Estructura institucional y organización territorial local en España: fragmentación municipal, asociacionismo confuso, grandes ciudades y provincias supervivientes, en Política y Sociedad, 2010, Vol. 47 Núm. 3: 67-91.] 28