El secreto del perdón.

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El secreto del perdón
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. El secreto del perdón consiste en
un despertar metafísico. Se trata de un despertar cuya luminosidad auténtica es capaz de
alumbrar lo más íntimo del ser de cada persona, ya que pone al descubierto aquello que en
realidad somos. Y, cuando tal descubrimiento es por fin alcanzado y sale a la luz, la
posibilidad de perdonar es, por así decirlo, fácil e instantánea.
Antes de concretizar el núcleo central de tal descubrimiento, esto es, antes de poner
al descubierto el secreto del perdón, es importante y necesario limpiar previamente el
terreno. En efecto, el primer obstáculo que tenemos que superar para poder en verdad
perdonar consiste en lo siguiente: traspasar esa imponente y trágica seriedad cuya
dimensión desproporcionada nos conduce a perder de vista lo más esencial del asunto. Las
ofensas que se cometen tienden a establecer un dominio absoluto y en exceso solemne en
nosotros, como si éstas fueran mucho más graves de lo que en verdad son. Esta nefasta
desproporción, dicho sea de paso, proviene ante todo del amor propio. Ciertamente, nos
llegamos a considerar tan importantes y especiales que no creemos posible que alguien –sea
quien sea– nos haya podido ofender de cualquier manera. En consecuencia, el amor propio
se coloca la máscara de la indignación y la reprobación desmesuradas. Es así como se
pierde de vista un punto por demás esencial a tener en cuenta, a saber, que la ofensa, en sí
misma, no tiene la dimensión que nosotros le atribuimos por cuenta propia. Todas las
ofensas recibidas se ven incrementadas por nuestra postura personal, es decir, por el grado
de centralidad y exageración que adoptemos ante ellas. De fondo, una ofensa no puede
traspasar por sí sola nuestra humana condición, a menos que sea nuestro orgullo el que le
siga el juego y la complemente e incremente –desproporcione– por completo. ¿Cómo? A
través de la falsa indignación, el desmedido rencor, el por demás crecido resentimiento, la
sobrevaloración personal, etc. Por ende, una ofensa –siendo lo suficientemente honestos–,
no es más que una agresiva provocación para sacar lo peor de nosotros, es decir, aquello
que, por negligencia, ignorancia, orgullo o pereza, no hemos arreglado debida y
oportunamente. Una ofensa es, por usar una imagen sugerente, un perro rabioso que ladra y
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ladra… ¿Quién de nosotros responde a tal provocación con ladridos aún mayores e incluso
con grotescas mordidas lanzadas a diestra y siniestra? De ninguna manera la agresión del
perro justificaría nuestra desmesurada reacción. En este caso, una ofensa sería más bien
como un cerillo que cae en un tanque de gasolina. O bien, una chispa arrojada sobre un
montón de paja seca, lista para arder en cualquier instante y a la menor provocación
incidental. Un cerillo no es de ninguna manera equiparable con el inmenso incendio que se
desata en nuestro interior. Un interior inflamado sobre todo del peor de los combustibles
destructivos: el amor propio. ¿Por qué una ofensa puede desatar tan tremendo desastre de
incalculadas proporciones? Porque la ofensa sólo puso al descubierto nuestra más íntima
situación ciertamente perjudicial y por demás peligrosa. Y no hay por qué echarle la culpa
al cerillo, ni al que lo arrojó, pues incluso la más mínima fricción pude llegar a desatar un
incendio abrasador de ira, enojo, molestia y odio.
Sin embargo, no es la única opción que tenemos, ya que tal provocación puede
asimismo poner al descubierto un espíritu sereno y moderado que no tiende para nada ni a
las vanas exageraciones ni a las falsas desproporciones. Sólo habría que pensar en lo
siguiente: “esta persona X me ofendió gravemente… Pues bien, ¿por qué razón me siento
tan ofendido y lastimado? ¿Es realmente proporcional la ofensa recibida con mi supuesto
malestar? ¿A cuántas personas he ofendido yo, quizá hasta sin darme cuenta – cosa mucho
peor, pues además de la ofensa habría que añadir también la ciega desconsideración? ¿No
será que mi falsa apreciación es de fondo desproporcionada con respecto a la ofensa
supuestamente recibida? ¿Y es que acaso no he ofendido yo a Dios? ¿O acaso será posible
que la gravedad que yo le atribuyo a dicha ofensa sea en verdad tan grande como
ciertamente supongo? ¿No habrá algo que yo mismo esté añadiendo a la situación como el
cúmulo de molestas experiencias pasadas, o un inadecuado agobio emocional, o un estado
de ánimo vulnerable y, sobre todo, una errónea perspectiva de apreciación que no toma en
cuenta toda la cantidad de material combustible y peligroso que he ido acumulando
inoportunamente? Así, pues, son muchos y muy variados los factores que determinan
nuestro real estado de molestia y combustión interior. Y quizá hasta sea posible que nuestra
indignación y malestar no provengan directamente de la ofensa recibida, sino de un estado
ontológicamente alterado que define en último término nuestra real situación de malestar.
Nadie puede dañarnos más de lo que de hecho ya estamos. Si alguien, por ejemplo, toca
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una herida mía, esa persona no tiene la culpa de que dicha herida ya estuviera ahí. En todo
caso, es un llamado de atención con respecto a algo que todavía tenemos que reparar y
sanar. Más bien tendríamos que disculparnos nosotros ante ella por no habernos presentado
en óptimas condiciones de convivencia. En síntesis, es el amor propio el que incrementa
hasta las nubes la genuina dimensión de la ofensa recibida. Si realmente poseemos
grandeza, no tendremos problema alguno en reconocer que incluso una determinada ofensa
es compatible con mi real condición humana. Sólo Dios merece quedar libre de cualquier
tipo de ofensa… sólo Él. ¿Por qué razón el ofendido debe pesar más, por así decirlo, que la
misma ofensa?
Ahora bien, ¿por qué exigir siempre de más a las otras personas? Si soy capaz de
reconocer las limitaciones de los demás, ¿por qué entonces me molesto? Y si no soy capaz
de darme cuenta de esto, es decir, de tales limitaciones, ¿qué derecho tengo entonces de
reclamar algo que simplemente desconozco? En esto consiste el segundo obstáculo a
superar. No se trata, dicho sea de paso –cosa que sería con todo lo más óptimo–, de pasar
por alto las ofensas recibidas, sino de no dejar que éstas adquieran una desproporción que
ciertamente no les corresponde. La supuesta importancia de la ofensa recibida desaparece
cuando no nos tomamos a nosotros mismos demasiado en serio. Si alguien me ofende, sea
de la manera que sea, por ejemplo, ¿por qué debo llenarme de tanta indignación? Sólo
aquel que considere que no merece tal cosa, ocultará su orgullo con la máscara solemne de
una indignación descomunal. No usemos, pues, las ofensas como vanos pretextos para
inflamar todavía más nuestro ya de por sí desmedido y retorcido orgullo. Dejemos entonces
que las ofensas se ahoguen en las aguas saludables de nuestra renovación bautismal. El
cristiano sí conoce las ofensas, pero jamás se quedará atascado en el papel del ofendido,
pues sabe que él mismo no es tan importante. “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”,
dirá, “pues, a final de cuentas, carezco de importancia, y no hay por qué hacer de algo tan
mínimo algo extraordinariamente grande. Simplemente, no vale la pena”. En efecto, no vale
la pena cargar con la pesadez de la indignación como si se tratara de algo en verdad
insuperable. No soy nada y, por ende, no hay nada que pueda pesar sobre mí, ni siquiera la
ofensa, y mucho menos la indignación.
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En consecuencia, el secreto del perdón consiste en lo siguiente: en no
desproporcionar las ofensas recibidas. ¿Qué se necesita? Humildad y buen humor. De
hecho, ambas cosas van siempre de la mano. Es justo la humildad la que nos ayuda a
descubrir en aquel que nos haya ofendido que lo que hace no necesariamente expresa lo que
es. Por su parte, el buen humor sacará a la luz aquello que se esconde detrás de una
equivocación. Con humildad y buen humor, pondremos siempre al descubierto el secreto
del perdón, es decir, la recuperación original de lo que, de fondo, somos todos nos–otros.
No demos importancia a las ofensas recibidas, sino que mantengámonos alerta en aquello
que, con o sin ofensas, define nuestro ser. El filósofo alemán Robert Spaemann lo ha
expresado de manera genial de la siguiente manera: «Perdonar es no tener demasiado en
cuenta las limitaciones y defectos del otro, no tomarlas demasiado en serio, sino quitarles
importancia, con buen humor, diciendo: ¡sé que tú no eres así!». Y, justo porque tú no eres
así, no hay nada que perdonar. En consecuencia, el secreto del perdón consiste en mantener
la esperanza por encima de las ofensas, llegando incluso a recuperar el ser que, por algún
motivo u otro, habíamos perdido de vista en tantas y tantas ocasiones, pero que en verdad
nos define y mantiene tanto a nosotros como a los demás. Quiera Dios que alcancemos
algún día este magnífico despertar metafísico. Amén.
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