EL EVANGELIO según María Magdalena EL EVANGELIO según María Magdalena 11% O APIA 4* ^ssr EDITORES^ Título de la obra original en inglés: A t Jesús Feet. The Gospel According to M ary M agdalene Copyright © 2001 M ountain Ministry/Review an d H erald® Publishing Association, Hagerstown, M aryland21740, USA. A ll rights reserved. Spanish language edition published by perm ission o f copyright owner. A los pies de J esú s : E l evangelio según M aría M agdalena es una coproducción de © APIA Asociación P ublicadora Interam ericana 2905 N W 87 Ave. Doral, Florida 33172 EE. U U. tel. 305 599 0037 - fax 305 592 8999 mail@iadpa.org - www.iadpa.org Presidente Vicepresidente Editorial Vicepresidente de Producción Vicepresidenta de Atención al Cliente Vicepresidenta de Finanzas P ablo Perla Francesc X . Gelabert D an iel M edina A na L . Rodríguez Elizabeth Christian GEMA EDITORES Agencia de Publicaciones M éxico Central, A.C. Uxmal 431, Col. Narvarte, Del. Benito Juárez, México, D.F. 03020 tel. 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Tam ­ bién se ha usado la versión Nueva Reina-Valera: NRV © Sociedad Bíblica Emanuel y la Nueva Versión Internacional: N V I © Sociedad Bíblica Internacional. ISB N 10: 1-57554-733-3 ISBN 13: 978-1-57554-733-6 Impresión y encuadernación 3 D im en sión G rap h ic s, IN C . Doral, Florida, EE.U U . Printed in USA I a edición: mayo 2009 Imágenes: © APIA (Artista: Wanderlei Scortegagna) AGRADECIMIENTOS E l arte de escribir es un amo inflexible que exige atención absoluta. Cada línea de este libro representa un acto de sacrificio ofrecida por mi amante esposa, Karen, en el altar del tiempo. Le agradezco por su apoyo, paciencia y ánimo expresados mientras yo intentaba rebuscar horas preciosas para completar mi proyecto. Gracias a Bonnie, una secretaria mejor que lo que cualquie­ ra merece. Para dar vida a la historia de M aría, decidí complementar los datos bíblicos con situaciones ficticias, para luego encapsular todo dentro de un estudio expositivo. Debido a que no soy experto en este recurso literario, acudí a la vasta experiencia en edición de Kay Rizzo, quien incluyó, además, valiosas sugerencias creativas. ¡Muchas gracias, Kay! C© NTENID© A ntes que nada 8 E s t a p á g i n a taítibién h a y q u e HumiLLADA Y AVERGQNZADA A LQS PIES DE }ESÚS lAclulferio en el femólo C©N DEVQCIQN A L©S PIES DE Las difracciones de K'/Wfa C©N SACR1FICI© A L©S PIES DE JESÚS L a fies+A de $Wón En t r e g a d a 1 0 8 A L©S PIES DE [ESÚS E n Ia cruz 136 A SU SERVICl© A L©S PIES DE JESÚS í h U fumbA C©N ALABANZA A L©S PIES DE |ESÚS L a resurrección 1 6 0 8 A L®S PIES DE |ESÚS A ntes que nada ¿Por qué un libro acerca de M aría M agdalena? ¿Fue acaso una gran intelectual como Salomón? Probablemente no. ¿E ra hermosa como Betsabé? L a B ib lia guarda silencio. Aunque era generosa con sus recursos no poseía la rique­ z a de Zaqueo. Cuando supuso que el cuerpo de Jesús había sido robado de la tum ba de José, M aría se ofreció valientemente a encon­ trar y trasladar el cuerpo del M aestro. ¿Im plicaba eso que fuera fuerte físicam ente, un Sansón fem enino? Su fam a no proviene de las características codiciadas que se suelen asociar con la grandeza. Por lo tanto, ¿qué hace especial a M aría? L a M agdalena demostró tres loables características: un gran amor, una lealtad inquebrantable y una devoción p er­ fecta. Todo esto surge de una vida inm oral y desesperada. L a mayoría de nosotros nunca poseeremos la sabiduría ni la riqueza de Salomón, tampoco la hermosura de Betsabé; pero si perm itim os que M aría nos enseñe, igu al que ella p o ­ dremos ser lim pios y renovados una vez más. Podremos su­ p erar nuestras debilidades, y poseer ese mismo am or y devo­ ción p or servir a Jesús ahora y eternamente. Con hum ildad, A n t e s que n a d a tam bién debemos seguir el camino de M aría desde la ver­ güenza abyecta hasta el canto de gratitu d y alabanza. H e dividido este libro en dos partes: los hechos y el aná­ lisis. Todos solemos prestar atención y aguzar el oído p ara es­ cuchar una buena historia, pero lo cierto es que solemos abandonar cuando se trata de em pezar a an alizar afon d o el asunto y a sacar conclusiones. E legí a M aría M agdalena porque su vida ejem plifica lo mejor de ambos aspectos: una historia conmovedora y la p o ­ sib ilid ad de un estudio atractivo y edificante. L as singulares experiencias de M aría son el nexo espiritual perfecto hacia estudios profundos, aunque fáciles de comprender, que con­ solidan en el lector verdades fundam entales contenidas en la P alabra de Dios. Alguien podría sentirse tentado a leer solamente «Los he­ chos» y om itir la sección tittdada «E l análisis». Eso equival­ dría a volver a casa del supermercado, y descubrir que uno dejó la bolsa con el grueso de la compra de víveres en el mos­ trador de la caja registradora y se llevó solamente el postre. Les aseguro que la mayor p arte de las secciones de estudio tam bién contienen relatos y experiencias interesantes. El A utor 9 - E s t a página TAIT1BIÉN HAY QUE LEERLA Escribir este libro ha sido para mí un desafío único en su género. Para entrelazar las diferentes historias y acontecimien­ tos protagonizados por María, y mantener un flujo lógico del relato en los hechos y acontecimientos no registrados en la Bi­ blia, he tenido que poner en marcha algunas fibras de la ima­ ginación y un par de hebras de verosímil suposición santifica­ da. Cuando fue posible procuré honradamente construir mi texto sobre lo que ha sido revelado en las Escrituras y en co­ mentarios inspirados. En primer lugar dejo constancia de que no soy profeta ni hijo de profeta. Sin embargo, durante los cinco años dedica­ dos a escribir este manuscrito, más de una vez pedí a Dios que me ayudara a intuir lo que sucedió hace dos mil años para po­ der relatar con exactitud los hechos. Hubo varias ocasiones cuando me quedaba mirando fijamente la pantalla de mi computadora y sentía como si fuera transportado hacia el pasa­ do para observar diferentes aspectos de la vida de María, como si yo también fuera un espectador en el desarrollo del drama. Deseo que llegue el día cuando podré conocer a los perso­ najes de este libro y descubrir si estas intuiciones mías se habí­ an ajustado a la realidad de los hechos o no fueron más que mera imaginación personal. ¿O tal vez un poco de todo ello? De lo que no me cabe duda es de mi profundo anhelo por llegar pronto a conocer a Jesús cara a cara, el cual me salvó, igual que a María, de las profundidades del pecado. H u m iL L A D A Y A V E R G 0 N ZA D A A L ffiS PIES D E [E S Ú S lAdtul+erio eh -¡Agárrenla! —fue el grito furioso que rasgó el silencio de la madrugada. La pesada puerta de madera se abrió y golpeó contra la pared con sonido ensordecedor, haciendo caer un pedazo más del ya deteriorado revoque. Sorprendida por esa invasión repentina, el corazón de M a­ ría latió descompasado. Parecía que había llegado el día que más temía. —¡Adúltera! ¡Prostituta! —gritaron los intrusos. El desprecio se reflejaba en sus miradas lascivas. Parecían perros rabiosos. Los rabinos y los sacerdotes del templo llena­ ron su habitación privada, decididos a matarla. El cliente de la mujer se escabulló de debajo de las sábanas, se encogió de hombros y procedió a vestirse sin dar muestras de sorpresa por la intrusión. «¡Esto es una trampa!», pensó la mujer mientras observaba a los hombres que la rodeaban con rostros avergonzados semiocultos por los últimos remanentes de la noche, cuyas sombras se proyectaban difusas contra las paredes de la alcoba. Varios de 14 A L®S PIES DE |ESÚS ellos eran sus dientes, pero ella sabía que identificarlos ahora no haría más que agravar su castigo inminente. De vez en cuando, para mantener la apariencia de piedad y apaciguar a los devotos, los escribas, los doctores de la Ley y los sacerdotes convertían en ejemplo a una de las prostitutas forá­ neas haciéndola desfilar por las calles para que los transeúntes las maldijeran y les escupieran. Después, en una farsa de celo piadoso, expulsaban violentamente de la santa ciudad a la víc­ tima a través de la Puerta de Estiércol, en una demostración de falsa indignación. «Debí haberme quedado en M agdala», pensó María mientras se aferraba a las sábanas y procuraba tapar su desnudez con la ropa de cama. Finalmente pudo ponerse de pie con dificultad. —¡Agárrenla! ¡Que no se escape! -Gruñó uno de los sacer­ dotes mientras otro corría hacia ella. Un guardia del templo la agarró del antebrazo, hincándo­ le las uñas en su delicada piel. María intentó zafarse, pero el hombre la sostenía fuertemente. Aterrorizada comenzó a tem­ blar descontroladamente. Había sospechado algo cuando ese nuevo cliente había aparecido en la puerta de su habitación tan temprano por la mañana. « Van a tomarme como ejemplo», había pensado. -Pónganle algo de ropa -dijo uno de los doctores de la Ley mientras hacía que el guardia soltara el brazo de la víctima. -¡Ah! Yo digo que la llevemos así como está -objetó uno de los escribas-. Será más convincente. -¡No, él está en el templo, y no podemos llevarla desnuda! -agregó un sacerdote de mayor edad con voz autoritaria mientras recorría el cuerpo tembloroso de la mujer con mirada lasciva. Uno de los hombres que se apoyaba contra la pared le al­ canzó al sacerdote un vestido arrugado y sucio que tomó de un taburete. -Ponte esto. ¡Esconde tu vergüenza! -dijo bruscamente el sacerdote, arrojándole la prenda enmugrecida a la temblorosa mujer. HumiLLADA Y AVERG©NZADA Agradecida por la burda cobija, la mujer tomó el vestido de la mano del hombre y se cubrió. A pesar de ser una prostitu­ ta, aún conservaba un sentido de modestia. Bajo la mirada de los ojos lascivos de sus acusadores cubrió su cuerpo desnudo. Le temblaban los dedos mientras procuraba atarse el cinto del vestido demasiado grande a la cintura. Bajo el mando del sacerdote de mayor edad, los dos guar­ dias del templo tomaron de los brazos a la víctima y la lleva­ ron hasta la puerta. Los rabinos se hicieron a un lado, permi­ tiendo el paso a los guardias y la mujer. Ella miró en forma comprometedora a uno de los rabinos, quien bajó la mirada avergonzado. Personajes tan respetables como él, nunca toca­ rían a una mujer de mala reputación. Al menos en público. Los guardias la arrastraron por las calles mientras sus áspe­ ros dedos le laceraban su piel trigueña. La cabellera larga y es­ pléndida, su orgullo y gloria, le caía enredada sobre su rostro. La desdichada víctima procuraba mantener el equilibrio en el camino pedregoso. «¿Hacia dónde me llevarán?», se pregunta­ ba. La imponente silueta del santo templo dominaba el paisa­ je distante. «¿Vamos a l templo? ¿Por qué a l templo?», se pregun­ taba ella con creciente pánico. La infortunada víctima oía las maldiciones y los gritos pro­ feridos por los espectadores. Amas de casa y comerciantes cu­ riosos comenzaron a seguir la extraña procesión. «Oh Dios, te ruego que no permitas que M arta y Lázaro me vean como realmente soy», oró María con desesperación. Una risita desesperanzada brotó de entre sus sollozos mientras pen­ saba: «¿Cómopuedo esperar que el Santo de Israel escuche la ora­ ción de una pecadora impura como yo? He ido tan lejos, ¡dema­ siado lejos!para que Dios me perdone o siquiera escuche mis ora­ ciones». Algo que sucedía a un lado de la callejuela sobresaltó a Ma­ ría. Vio que unos sacerdotes recogían grandes piedras. «¡Me van a apedrear! Me matarán a pedradas y los perros me devorarán como lo hicieron con la reina Jezabel», pensó con desesperación. 15 16 A í e s p ie s d e Je s ú s Había escuchado la historia muchas veces, pero nunca había imaginado que su destino sería el mismo que el de la malvada reina, esposa de Acab. El guardia que la sujetaba la miró con simpatía, y luego continuó abriéndose paso entre los especta­ dores curiosos. María vio a un comerciante que levantaba una piedra, luego un vendedor de pescado hizo lo mismo. Pensa­ mientos trágicos se agolparon en su mente e hicieron temblar todo su cuerpo en forma incontrolable. La respiración se vol­ vió agitada; se le nubló la vista; sintió como si estuviera en un túnel y pensó que se desmayaría. —¿Por qué me llevan al templo? -preguntó María atemori­ zada y afligida al guardia que la sujetaba-. ¿Por qué no me apedrean fuera de las puertas de la ciudad? El guardia le susurró en el oído a la hermosa joven: -Q uizá tengas aún posibilidades de vivir. Si apedrean al Maestro probablemente te dejarán libre. Es él a quien quieren eliminar. ¡El Maestro! María había escuchado hablar del Maestro que recorría el país sanando y bendiciendo a la gente. Todos habían oído hablar del Maestro. Pronto divisó, por encima de la muchedumbre de adoradores y espectadores curiosos, las blancas paredes del santuario de Dios, iluminadas por la luz de la mañana. Una suave brisa acarició su larga y oscura cabellera. María sintió un escalofrío. No sabía qué la asustaba más: si e1 "ensa­ rmentó de que podría ser apedreada en la calle por prostitu­ ción o ser llevada a la casa de Dios semidesnuda y culpable de un delito escandaloso. Los sacerdotes y los guardias recorrieron aprisa la corta dis­ tancia que los separaba del atrio del templo, donde una turba de airados cambistas y comerciantes de sacrificios se amontonaban a la entrada del templo. «Eso es extraño; generalmente traen sus animales y mesas de dinero al atrio», pensó María. Varios vendedores alborotados se dirigieron a los sacerdo­ tes que acompañaban a María. H u m iLLA D A Y AVERGffiNZADA -É l tomó un látigo y nos echó —dijo uno de ellos-. ¡Tumbó mi mesa con el dinero! -¿Quién le dio tal autoridad a ese galileo? -preguntó otro, sacudiendo el puño en el rostro del rabino-, ¡Ese hombre de­ be ser detenido! Los sacerdotes arquearon el cuello con renovada determi­ nación y se dirigieron al interior del templo. María, atrapada en el drama en desarrollo, casi había olvidado su parte en todo esto, hasta que una joven mujer enojada le quitó el velo y le gritó en la cara: «¡Ramera!» Acto seguido, como hacen los ca­ mellos, le arrojó un escupitajo que le cayó en el vestido. María miró la saliva que se deslizaba por su ya sucia vestidura y se encogió de vergüenza. Nunca se había sentido tan sucia. Cuando llegaron al atrio del templo, la atmósfera cambió drásticamente. El balido familiar de las cabras y ovejas, el arru­ llo de las codornices y todos los olores de granja con el que se encontraban los adoradores al entrar al atrio del templo ya no estaban. En vez de eso había una agradable atmósfera de paz y reverencia. Los guardias aminoraron el paso y finalmente se detuvieron. Soltaron los doloridos brazos de María y ella se los frotó para atenuar el dolor. Los sacerdotes que encabezaban la procesión también se habían detenido y en voz baja comenta­ ban el cambio sorpresivo de los eventos, y luego se enderezaron para retomar su compostura arrogante y falsamente piadosa. -¡Allí! ¡Allí está! -exclamó uno de ellos apuntando hacia una multitud de personas reunidas alrededor de alguien que estaba sentado en los escalones del templo. Los sacerdotes se detuvieron para sacudirse el polvo del borde de sus mantos y cruzaron las manos en el interior de las mangas adornadas con borlas azules de sus finas vestimentas blancas para adoptar una modalidad religiosa respetable. Luego, intercam­ biando inclinaciones de la cabeza indicadoras de siniestro asen­ timiento, avanzaron con paso firme por la entrada de mármol hasta el grupo de adoradores reunidos en la escalinata. Los guar­ dias, asiendo con menor hostilidad a la mujer, los siguieron. 1 / 18 A íes PIES DE [e s ú s Cuando la procesión sacerdotal avanzó hacia la multitud, los adoradores se apartaron para dejarlos pasar, hasta que estuvie­ ron frente a Aquel que obviamente era el centro de la reunión. María observaba profundamente asombrada. Aunque había escuchado hablar de él, nunca había visto a un hombre como él. Sus rasgos eran angulosos y firmes, obviamente sabía lo que era el trabajo duro y la vida al aire libre. Sin embargo, percibió en su semblante una dulzura, una expresión de inocencia mez­ clada con sabiduría y dignidad. Todo su aspecto tenía una si­ metría perfecta y un equilibrio que eran simultáneo reflejo de nobleza y compasión. María nunca había visto tan majestuoso porte en un hombre, y ella había conocido a muchos hombres. Por alguna extraña razón que no podía identificar, María experimentó una gran paz y seguridad en su presencia. Rodea­ da por un muro de espectadores que hacía imposible que se escapara, los guardias la soltaron y María se desplomó, tem­ blando, a los pies de Jesús. María cerró los ojos y cruzó los brazos sobre la cabeza, in­ capaz de seguir mirando a este Hombre santo, y deseó de al­ guna manera poder hacer desaparecer esa pesadilla. Por enci­ ma de los gritos y las burlas, escuchó a sus acusadores presen­ tar ante Jesús sus acusaciones letales contra ella: «Maestro, a esta mujer se le ha sorprendido en el acto mismo de adulterio. En la Ley Moisés nos ordenó apedrear a tales mujeres. ;T ú qué dices?» (S. Juan 8: 4, 5, NVI). La realidad de su situación desesperada y humillante aplas­ tó a María. Una serie de emociones aterradoras hicieron que perdiera el conocimiento por un instante. Encogida sobre el frío suelo de mármol, nadie siquiera se había dado cuenta de que se había desmayado; nadie, excepto Jesús, a quien no se le había escapado nada de la joven. Mucho antes que hubiera in­ gresado al atrio, mucho antes que hubiera llevado al primer desconocido a su lecho, mucho antes que diera los primeros pasos que la llevarían a su vergonzosa humillación, Jesús había anticipado este preciso instante en el tiempo. HumiLLADA Y AVERG0NZADA Cuando María recuperó el conocimiento, el ambiente del atrio había cambiado. Estaba extrañamente silencioso. Miró a través de su cabello despeinado y vio a Jesús escribiendo cal­ madamente en el polvo del suelo del templo. Al principio no reconoció las palabras. Luego vio a Jesús ponerse de pie y decir: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (vers. 7). María se estremeció y esperó que una lluvia de piedras caye­ ra sobre ella. En vez de eso, escuchó el ruido de una piedra que alguien había dejado caer. Abrió los ojos y vio al Maestro que se agachaba una vez más para seguir escribiendo. ¿Qué escribía? Escuchó las voces apagadas de la multitud menguante. Jesús estaba escribiendo los pecados de los oficiales del templo para que todos se enteraran. Luego de lo que parecía una eternidad, la mano cariñosa de Jesús tocó su hombro. María retiró el pelo de su rostro y levan­ tó la mirada. Vio a Jesús mirándola compasivamente. Tenía el rostro iluminado por una sonrisa de simpatía, como si se pre­ guntara por qué ella estaría humillándose de una manera tan indecorosa en este lugar santo. Poniéndose de pie lentamente, miró a su alrededor y vio que los escribas y los fariseos se habían ido. Los hipócritas que la habían entrampado habían huido del templo. Entonces Jesús se dirigió hacia ella con respeto: -«Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?» (vers. 10). María miró a su alrededor desconcertada y dijo: -«Ninguno, Señor. «Entonces Jesús le dijo: - “Ni yo te condeno; vete y no peques más”» (vers. 11). María pensó que aquello era demasiado bueno para ser ver­ dad: «¿Vete y no lo hagas más? ¡Soy una adúltera! ¿Y su única reprensión es “vete y no peques más”?». ¿Podía ser cierto que era libre para irse? Había sido indul­ tada, rescatada de su justo castigo. Lo primero que pensó fue huir del lugar lo más rápido posible, pero se sintió constreñida 1 9 20 A L©S PIES DE ]ESÚS por un abrumador sentimiento de gratitud hacia su defensor. Espontáneamente se arrojó a los pies del Maestro y derramó su aprecio sincero mezclado con lágrimas. Al hacerlo, miró al suelo y vio la palabra «adulterio». Su rostro se encendió ante las letras brillantes y pulidas, un relieve vivido y sombrío re­ flejado contra el polvo del piso de mármol. Antes de poder buscar respuestas en el rostro del amable Maestro, una fuerte brisa matutina atravesó el atrio del tem­ plo y borró por completo la lista de pecados inscrita en el pol­ vo. En ese momento María sintió desaparecer de su alma el enorme peso de la culpa. S. Juan 8: 2-11 «P or la m añ an a volvió a l tem plo, y to­ do el pueblo vino a él; y sentándose, les en­ señaba. Entonces los escribas y los fariseos le trajeron u n a m u jer sorpren dida en a d u l­ terio y, p o n ié n d o la en m edio, le d ije ro n : “M aestro, esta m ujer ha sido sorprendida en el acto m ism o de adulterio, y en la Ley nos m andó M oisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿q u é d icesi”. »Esto decían probándolo, p a ra tener de qu é acusarlo. Pero Jesús, inclinado h acia el suelo, escribía en tierra con el dedo. » Y como in sistieran en p regu n tarle, se enderezó y les d ijo : “E l que de vosotros esté sin pecado sea el prim ero en a rro ja r la p ie ­ H u m iLLA D A Y AVERG© NZADA d ra contra ella”. E in clin án dose de nuevo h acia el suelo, sigu ió escribiendo en tierra. »Pero ellos, a l o ír esto, acusados p o r su conciencia, fu eron saliendo uno a uno, co­ m enzando desde los m ás viejos h asta los m ás jóvenes; solo quedaron Jesú s y la m ujer que estaba en medio. »E nderezándose Jesú s y no viendo a n a­ d ie sino a la m ujer, le d ijo : “M ujer, ¿dón ­ de están los que te ac u sa b a n i ¿N in gu n o te condenó?”. E lla d ijo : “N in gu n o, Señ o r”. Entonces Jesú s le d ijo : “N i yo te condeno; vete y no pequ es m ás”». ¿Quién era María? ¿Quién era esta mujer sorprendida en adulterio? La Biblia nunca la identifica por nombre, pero yo creo que era María Magdalena y que esta historia, registrada únicamente en el Evangelio de Juan, fue el primer encuentro de Jesús con ella. Aquí solamente se la menciona como «una mujer». Pero en otros lugares en los relatos de los evangelios María también es llamada «una mujer [...] que había sido pecadora» (S. Lu­ cas 7: 37, NRV). Quizá esto sea porque, luego de esta expe­ riencia, María se convirtió en una discípula muy devota, y Juan, reconociendo este incidente como una situación extre­ madamente vergonzosa, decidió contar su historia en un for­ mato más anónimo para proteger su reputación. Por las siguientes razones creo, junto con muchos estudiosos del Nuevo Testamento, que María Magdalena y la María de Betania mencionada en los Evangelios son la misma María. Aquí hay algunas razones: X Ninguna de las dos era casada. X Ambas tenían mala reputación. 21 22 A LffiS PIES DE )ESÚS X Ambas tenían dinero. X Ambas tenían el mismo nombre. X Ambas estaban con Jesús, pero sus nombres nunca se men­ cionan juntos. Algunos de los textos que ayudan a verificar este punto de vista son: X «Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro» (S. Mateo 28: 1). La «otra María» se cree que era la madre de Santiago y José, y esposa de Cleofas. X «¿No es este el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas?» (S. Marcos 6: 3). X «Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo» (S. Ma­ teo 27: 56). X «También había algunas mujeres mirando de lejos, entre las cuales estaban María Magdalena, María la madre de Jacobo el menor y de José, y Salomé» (S. Marcos 15: 40). El nombre María es el equivalente griego para la palabra hebrea M iriam , que significa «amargo». En nuestra primera referencia a María, la encontramos en medio de la amarga ver­ güenza. Pero la pregunta más importante es: ¿Cómo el nom­ bre María Magdalena llegó a tener una connotación de inmo­ ralidad? ¿Cómo puede una mujer llegar al punto de entregar­ se cada noche al hombre que pague mejor? Una necesidad de­ sesperada de recursos puede llevar a una madre a la prostitu­ ción a fin de proveer para sus hijos, pero en la mayoría de los casos, la causa es algo más profundo. H u m iLLA D A Y A V ER G O N ZA D A Buscando amor Hace varios años yo tenía un trabajo en Palm Springs, Cali­ fornia, tocando la guitarra y la flauta después de la hora de cie­ rre en un restaurante hippie llamado The Peach and Frog (El du­ razno y la rana). El trabajo no me duró mucho porque el geren­ te se dio cuenta que yo no era muy bueno como músico y que como cantante era aún peor. Sin embargo, la mayoría de los clientes llegaban medio borrachos después que los otros bares de la ciudad habían cerrado, y ellos pensaban que yo cantaba muy bien. Cierta noche - o mejor dicho, una madrugada- de mi corta carrera profesional como intérprete de música folclórica salí del trabajo aproximadamente a las tres de la mañana y comen­ cé a conducir mi Volkswagen por la calle desierta para ir a mi apartamento. En la calle principal de Palm Springs vi a un hombre de unos cincuenta años, con su hija, de unos veinte, sentados en la parada de ómnibus. «Deben ser turistas», pensé, «y no saben que los ómnibus de­ jan de pasar después de la medianoche». Hacía poco que era cristiano y tenía mucho que aprender. Queriendo ser un buen samaritano, detuve el auto y les dije que los ómnibus ya no funcionaban a esta hora. El hombre ebrio me miró con ojos desenfocados y balbuceó: —Llamamos a un taxi hace una hora, pero no ha llegado. No me cabía la menor duda de que había estado bebiendo copiosamente. -Bueno, ¿hasta dónde tienen que ir? -pregunté. -A l hotel que está a unos cinco kilómetros hacia el sector sur de la ciudad -dijo con un tono esperanzado en la voz. —Súbanse, y los llevaré hasta allá. Tanto el hombre como la muchacha eligieron apretujarse en el incómodo asiento trasero de mi escarabajo, en vez de que uno se sentara en el asiento delantero más espacioso. 23 24 A í e s PIES DE JESÚS Mientras manejaba la corta distancia hasta el hotel obser­ vé ocasionalmente por el espejo retrovisor a mis dos pasajeros, y supuse que después de todo no se trataba de una relación de padre e hija. Cuando detuve mi auto frente al hotel, el hombre mayor se despidió con un beso de la joven mujer, y forcejeó para salir del diminuto asiento trasero, hasta que finalmente lo consiguió. Se despidió y agradeció hablando por encima del hombro. No estaba seguro a quién estaba agradeciendo. Me quedé sentado en silencio, confundido e incómodo, hasta que recupe­ ré suficiente presencia de espíritu para preguntar a la pasajera: -¿Hacia dónde quieres que te lleve? -Yo vivo en el sector norte de la ciudad -respondió tími­ damente. Con serenidad di la vuelta con mi Volkswagen y me dirigí hacia el sector desde el cual acababa de venir. Una vez más observé por el espejo y pude ver por las luces del alumbrado público que de tanto en tanto iluminaban su rostro joven, que tenía una expresión vacía, hueca y distante. ¡Su rostro era un retrato perfecto de la infelicidad! Sentí ganas de ayudarla. Hacía poco que había conocido a Jesús mediante las Escrituras y estaba deseoso de hablar a to­ dos acerca de la paz que había encontrado cuando le pedí que tomara el control de mi vida desordenada. -¿Te gustaría que nos detuviéramos un minuto a tomar una taza de café? -le pregunté, tratando de parecer despreocu­ pado y amigable. -Por supuesto, ¿por qué no? —respondió, mirándome a tra­ vés del espejo retrovisor, mientras sus ojos me examinaban por primera vez. Con el tiempo he aprendido que eso no es el mejor méto­ do para testificar. Pero en ese tiempo yo era un cristiano en formación, joven e impulsivo. No tenía mejor juicio y estoy seguro que mi Padre amante tomó en cuenta mi ignorancia (Hechos 17: 30). Ahora aconsejaría a los jóvenes que eviten HumiLLADA Y AVERG 0N ZAD A problemas potenciales no dando estudios bíblicos a señoritas solas, especialmente a las tres y media de la madrugada. Me detuve en un café que estaba abierto. No nos costó en­ contrar una mesa donde sentarnos a esa hora de la mañana. Luego de unos minutos de charla intrascendente me enteré que su nombre era Marlene. Entonces le pregunté con mi desfa­ chatez característica: -¿Así que eres una prostituta? Pareció levemente sorprendida con mi pregunta y respon­ dió asintiendo con la cabeza y con una sonrisa artificiosa que parecía decir: «Dispuesta a hacer negocio». Cuando me di cuenta que mis intenciones habían sido mal entendidas, me quedé sorprendido y más que un poco avergon­ zado. Le pregunte rápidamente: —¿Eres feliz? Ahora le tocaba a ella estar sorprendida. Su actitud cambió por completo. Era como si mi pregunta la hubiera devuelto a la realidad de su condición miserable y a la monumental culpa y vergüenza que la agobiaban. Como no respondió, le conté cuán desordenada y vacía había sido mi vida antes de conocer a Jesús. Por su parte, Marlene me contó que se había escapado de un hogar sin amor y que ahora vivía con un despiadado proxeneta que la maltrataba un día y le regalaba baratijas al siguiente. Gastaba todo el dinero que ella llevaba a casa. Se le llenaron de lágrimas los ojos, las que comen­ zaron a rodar por las mejillas dejando pequeños rastros en su abundante maquillaje. Marlene tenía diecisiete años. Hablamos durante una hora. Le sugerí algunas formas de cómo podía trabajar e independizarse. Cuando llegamos a su casa, hice una oración con ella. No recuerdo la mayor parte de nuestra conversación esa noche, pero una cosa que nunca olvidaré es su ruego: -¡Lo único que deseo intensamente es que alguien me ame! Me pregunto cuántas mujeres y hombres tienen serios pro­ blemas por los mismos intentos mal encaminados para llenar 25 26 A í e s PIES DE [ESÚS el vacío que existe en sus corazones, no con el amor de Dios, sino con algún sucedáneo barato. Tal como lo dice el canto popular, están «buscando amor en todos los lugares equivocados». Adictos a Dios Concebí una teoría según la cual Dios creó a todos los seres humanos como adictos. Somos adictos porque ¡Dios nos creó de esa manera! Quiero decir, Dios nos creó para que seamos adictos a él. Cuando lo rechazamos, procuramos en vano llenar el descomunal vacío que se produce con alguna otra obsesión. Algunos se vuelven adictos al trabajo; otros adictos a la co­ mida y sufren de bulimia y obesidad. Muchos prefieren las be­ bidas alcohólicas, las drogas o los cigarrillos. Existen miles de adictos al sexo, a la música, a la moda y la apariencia externa. Muchos se vuelven adictos a otras personas en relaciones in­ terpersonales codependientes perjudiciales. Todos son consu­ midos por el materialismo y la vanidad. Todo esto representa un intento mal concebido por llenar el espacio que correspon­ de únicamente a Dios. Los seres humanos fueron creados para vivir llenos del Espíritu de Dios, y cuando Dios no ocupa el centro de sus vi­ das, buscan desesperadamente la manera de llenar ese vacío con otra cosa. Dios nos diseñó para ser adictos en amor hacia él. Solamente en él encontraremos gozo y satisfacción. La maldad de los santurrones Consideremos con más atención lo que sucedía con María en el templo. Los líderes judíos querían destruir a Jesús y esta­ ban dispuestos a avergonzar, y aún a ejecutar, a una joven des­ carriada para lograr sus inconfesables propósitos. Hoy lo llama­ ríamos arresto ilegal. La hora temprana cuando ocurrió este evento sugiere que era una trampa, y obviamente «para bailar hacen falta dos». HutíllLLADA Y A V E R G 0 N Z A D A ¿Qué sucedió con el hombre que estaba con la mujer? Si fue una trampa, el hombre bien pudo haberse unido a la multi­ tud, con piedras para apedrearla cuando fuera necesario. Así es como actúa el diablo: primero nos induce a pecar y luego se aparta para acusarnos y condenarnos. El padre de la mentira te sugerirá que hagas algo malo y después te delatará por haberle obedecido. Nada de esto sorprendió al Maestro divino. Con una sola mirada Jesús comprendió toda la escena. Leyó los motivos orgullosos y confabuladores de los líderes, y percibió la humi­ llación y el quebrantamiento de espíritu de la mujer que tem­ blaba y lloraba a sus pies. Jesús, que es todo sabiduría y amor, no aumentaría la ver­ güenza de la mujer dirigiéndole una mirada acusadora. Aquel que algún día juzgará al mundo podría haberla reducido a ce­ nizas con una sola mirada, pero no vino para condenar sino para salvar (S. Juan 3: 17). Los escribas y los fariseos presentaron su caso: «“En la Ley, Moisés nos mandó apedrear a estas mujeres. ¿Qué dices tú?” Decían esto para tenderle un lazo, y poder acusarlo. Pero Jesús se inclinó, y empezó a escribir en el suelo con su dedo» (S. Juan 8: 5 ,6 , NRV). Aquellos presuntuosos líderes religiosos creían que su si­ niestro complot era impecable. Si Jesús estaba de acuerdo con la Ley de Moisés, planeaban inmediatamente llevar a María a las afueras de la ciudad y apedrearla hasta morir. Acto seguido se apresurarían a informar a los dirigentes que Jesús se había arrogado una autoridad reservada exclusivamente para el go­ bierno romano: el poder de dictar sentencia de muerte; por eso, posteriormente, llevaron a Jesús ante Pilato, para obtener la orden de ejecución para crucificarlo. Por otro lado, si Jesús decía: «Déjenla ir», entraría en otro nido de víboras. Los escribas y los fariseos sabían que, debido a que los romanos habían ocupado Palestina y habían forzado su cultura pagana sobre Israel, el pueblo había desarrollado 27 28 A L9S PIES DE |ESÚS una devoción celosa por Moisés y la Ley. Los líderes religiosos planeaban fingir indignación e incitar una revuelta entre el pueblo. Como resultado, apedrearían a Jesús por desautorizar a Moisés. (Algunos años más tarde intentarían hacer lo mismo con el apóstol Pablo, tal como se registra en Hechos 21: 28.) De cualquier manera que Jesús respondiera, esperaban tener un apedreamiento esa mañana. Jesús no les dio a estos hipócritas siquiera una mirada de reconocimiento. En vez de eso se arrodilló y escribió con el dedo en el polvo del suelo del templo. Se proponía animar a María y humillar a escribas y fariseos. «Tú salvas al pueblo humilde, pero tus ojos abaten a los altivos» (2 Samuel 22: 28, NRV). Los escribas y los fariseos estaban indignados porque Jesús se atrevía a desafiar, ignorar y aun asumir la autoridad de ellos. Unas pocas horas antes había echado a los cambistas del tem­ plo; los comerciantes todavía permanecían refugiados medro­ sos en la puerta del templo, temiendo la autoridad de Jesús y a punto de explotar por su retirada poco digna. Sí, los líderes religiosos confiaban que su trampa era infalible, pero era necesario que él respondiera de una manera u otra. Así que le repitieron su pregunta a Jesús y exigieron una respuesta. En ningún momento imaginaron la respuesta que Jesús les dio. El juicio «Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra» (S. Juan 8: 7, 8). Cuando oyeron esto, quedaron estupefactos. Consultaron unos con otros cómo combatir esta respuesta inesperada. La muchedumbre creciente de espectadores y adoradores volvió su mirada hacia los líderes religiosos. ¿Se atrevería alguno de esos corruptos funcionarios del templo a arrojar la primera pie- HumiLLADA Y AVERGffiNZADA dra y por lo tanto afirmar que estaba sin pecado? Aun las Escri­ turas del Antiguo Testamento afirmaban que todos los hombres habían pecado. «Porque no hay hombre que no peque» (1 Reyes 8: 46). «Todos nos descarriamos como ovejas, cada cual se desvió por su camino» (Isaías 53: 6, NRV). «No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Sal­ mo 14: 3). Aunque buscaban frenéticamente una refutación adecuada para la invitación penetrante de aquel Hombre, miraron hacia el suelo y se dieron cuenta por primera vez de lo que Jesús es­ taba escribiendo en el polvo del piso de mármol. Tres veces en la Biblia se registra que Dios escribió algo: 1. Escribió con su dedo los Diez Mandamientos en una tabla de piedra. 2. Escribió con su dedo el juicio de Babilonia en la pared de la sala de banquetes. 3. Y escribió con su dedo los pecados de los hipócritas en el polvo del suelo del templo. Todos hemos desempeñado ocasionalmente el papel de hi­ pócritas. ¡Pero hay buenas noticias! Aunque Jesús esculpió la Ley en la roca eterna y grabó la maldición de Babilonia sobre la pared enmaderadas con cedro, él escribe nuestros pecados en el polvo de la tierra: ¡polvo que puede desvanecerse, borra­ do por el hálito de su amor y perdón! Allí, ante los ojos de los orgullosos y arrogantes, en perfecta caligrafía hebrea, Jesús reveló sus pecados. «Orgullo, codicia, mentira, malos pensamientos, avaricia». Un miedo aterrorizador los invadió cuando repentinamente se dieron cuenta de que esta­ ban ante la presencia de Uno que podía leer instantáneamente sus vidas. Los hombres que aseveraban exteriormente ser hombres de Dios, pero que interiormente hacían tratos con el diablo, ahora sintieron que estaban delante de Uno que algún día juzgaría al 29 30 a L®S PIES DE [ESÚS mundo: «[El] Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su Reino» (2 Timoteo 4: 1). La torta se había dado vuelta. En vez de que la prostituta estuviera en juicio por sus pecados, ellos estaban en juicio y fueron hallados culpables. La sangre se desvaneció de sus ros­ tros. Algunos comenzaron a agitarse. Otros escondieron sus ojos avergonzados al comprender que su manto de falsa áutojustificación había sido arrancado, exponiendo su hipocresía desnuda ante todos. Algunos se volvieron instintivamente hacia sus ancianos bus­ cando dirección. Los ancianos, espantados, también habían que­ dado mudos. Tenían el registro más largo de pecados. En humi­ llación cubrieron sus arrogantes cabezas y huyeron de la presen­ cia de Jesús y de los recintos sagrados del templo. El libro de Apocalipsis nos dice que esta escena se repetirá cuando Jesús regrese del cielo para buscar a los fieles. Los mal­ vados y los arrogantes huirán de su presencia y dirán «a los montes y a las peñas: “Caed sobre nosotros, y escondednos de la vista de aquel que está sentado en el trono, y de la ira del Cordero”» (Apocalipsis 6: 16, NRV). «Al oír esto, acusados por su conciencia, fueron saliendo uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los más jóvenes; solo quedaron Jesús y la mujer que estaba en medio» (S. Juan 8: 9). Como cucarachas escabullándose en busca de escondites os­ curos cuando se encienden las luces, los acusadores de María huyeron de la santa presencia del Maestro. La Biblia nos dice que hay un aspecto del juicio que ocurre justo antes de que Jesús vuelva, porque entonces dará las recompensas y sentencias de vida o muerte: «¡Vengo pronto!, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra» (Apocalipsis 22: 12). Así que, obviamente, algún aspecto del juicio se lleva a cabo antes de que Jesús regrese. El apóstol Pedro nos dice que el objeto de este juicio son los profesos creyentes. Aquellos que dicen «Señor, Señor» pero que no hacen su voluntad serán expuestos. HumiLLADA Y AVER.G 0N ZADA «Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si pri­ mero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?» (1 S. Pedro 4: 17). Así como el juicio de María que se llevó a cabo en el tem­ plo, este juicio comienza con los de mayor edad: « Comenza­ ron, pues, desde los hombres ancianos que estaban delante del templo.» (Ezequiel 9: 6). El espíritu de los apedreadores En las Escrituras una mujer pura y casta simboliza a la igle­ sia: «A mujer hermosa y delicada comparé a la hija de Sión» (Jeremías 6: 2, RVA); «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Efesios 5: 25); «El Anciano, a la señora elegida» (2 S. Juan 1). A través de toda la Biblia hay un paralelo continuo entre María y la iglesia. En Apocalipsis 12 el diablo intenta destruir a una mujer de luz que es el símbolo de la iglesia de Dios. Y como en el caso de los falsos líderes religiosos en la historia de María, Satanás se queda mirando mientras ellos acusan a la mujer: «Porque ha sido expulsado el acusador de nuestros her­ manos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y no­ che» (Apocalipsis 12: 10). «Me mostró al Sumo sacerdote Jo­ sué, el cual estaba delante del ángel de Jehová, mientras el Sa­ tán estaba a su mano derecha para acusarlo» (Zacarías 3: 1). El espíritu de acusación y de apedreamiento no es el espíri­ tu de Cristo, sino el espíritu del enemigo. Sin embargo, para muchos, criticar la iglesia de Dios se ha vuelto una costumbre y una forma muy popular de recreación religiosa, algo compa­ rable con comentar el estado del tiempo. Tales personas debe­ rían estar preocupadas por hablar mal de la iglesia. A pesar de todas sus imperfecciones, el Señor dice sobre su hijos: «El que os toca, toca a la niña de mi ojo» (Zacarías 2: 8). Cuando nos sentamos en el banco de los fariseos, arrojan­ do piedras de juicio y acusación a los demás, quizás algún día 31 32 A íes PIES DE jesús veamos el dedo de Jesús escribiendo nuestros pecados en el polvo para que todos los puedan ver. En espera de la sentencia «Solo quedaron Jesús y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús y no viendo a nadie sino a la mujer...» (S. Juan 8: 9, 10). En este punto de la historia, María comparece cara a cara ante Jesús, esperando su censura. Alrededor del mundo ha si­ do la costumbre durante siglos de que el acusado debe poner­ se de pie ante el juez cuando se pronuncia la sentencia. «Por­ que todos compareceremos ante el tribunal de Cristo» (Roma­ nos 14: 10). Al fin del tiempo, cuando el Juez de la más suprema corte se ponga de pie, ya no será para escuchar evidencias. Estará listo para pronunciar la sentencia. Cuando el juicio de la iglesia que se realizará antes de la segunda venida llegue a su fin, Mi­ guel (Jesús) se levantará y habrá un tiempo de gran tribulación; entonces Jesús regresará a esta tierra (ver Daniel 12: 1, 2). Juicio y perfección Jesús dijo que no había venido para condenar a los pecadores, ¡pero tampoco había venido para consentir con el pecado! Mien­ tras María permanecía de pie temblando ante Jesús, esperando su sentencia, creo que leyó el amor y la compasión en su ros­ tro. Aunque no conocía la gracia que él ofrecía, fue aceptada y recibida. «Ni yo te condeno», dijo Jesús. Pero para que no malentendiéramos la naturaleza mortífe­ ra del pecado agregó: «Vete y no peques más». «Espera, Doug —alguien podría estar pensando-, ¿nos está pidiendo Jesús que estemos sin pecado?» Absolutamente. Jesús nunca puede decir menos. El pecado es la enfermedad que estaba matando a María. H u m iLLA D A Y A V E R G 0 N Z A D A ¿Qué habrías preferido que dijera Jesús? ¿«Yete, y peca un poco menos»? ¿«Vete, y afloja un poco en tu trabajo de prosti­ tución»? Jesús no vino para salvarnos en nuestro pecado sino de nuestro pecado (ver S. Mateo 1:21). Somos salvados del castigo y el poder, y en última instancia de la presencia, del pecado. Personalmente, no asevero ser perfecto, pero soy seguidor de un Salvador perfecto. Y Jesús me dejó un ejemplo perfecto. Si fuera a decir que Dios no puede guardarme de pecar, me adentro en terreno mortíferamente peligroso. En esencia estaría diciendo: «El diablo es lo suficientemente poderoso para tentar­ me a pecar, pero Jesús no tiene suficiente poder para guardar­ me del pecado». Las Escrituras prometen: «Porque mayor es el que está en vosotros que el que está en el mundo» (1 S. Juan 4: 4). Si pudiera armar una excusa para el pecado, dejaría de ser pecado. Además, de ese modo estaría acusando a Dios de la grave y cruel injusticia de pedirme que haga lo imposible, para luego castigarme por no hacerlo. Eso sería algo así como un padre que pide a su hijito que toque el techo del cuarto. El peque­ ño se estira lo más que puede en puntas de pie para alcanzar el techo a más de dos metros de altura. Salta en vano con sus piernecitas regordetas solamente para alcanzar unos pocos centímetros más. El padre, enojado, le da unas palmadas y lo hace caer de cara al suelo, mientras le grita: «¡Te dije que toca­ ras el techo y me desobedeciste!» Una escena horrenda, seguramente. Pero supongamos que le pido a mi pequeño hijo que toque el cielo raso, y mientras se esfuerza y estira para hacer lo imposible, me agacho y lo levanto con delicadeza para que alcance su objetivo. Esta es la manera como la Biblia presenta a Dios. Cada mandato de Dios lleva consigo el poder necesario para obedecer. Cuando el Padre celestial pidió a sus hijos que cruzaran el mar sin nin­ guna embarcación, les abrió las aguas; en el caso de Pedro, lo habilitó para que caminara sobre el agua. ¡En el lenguaje ac­ tual nos podría dar un equipo de buceo! 33 34 A L0S PIES DE [ESÚS El pecado ya no reina El pecado es más que una sola ofensa; el pecado es un pa­ trón constante, un estilo de vida. Antes de que Jesús nos salve, somos esclavos del pecado. Luego de que Jesús nos ha salvado, podemos caer ocasionalmente y lastimarnos las rodillas, pero «el pecado no tendrá dominio sobre ustedes» (Romanos 6: 14, NVT). Para el cristiano, donde el pecado alguna vez estuvo entro­ nizado sin competencia, ahora Jesús permanece como Señor y Rey. «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus apetitos» (Romanos 6: 12). Es­ to no significa que los cristianos genuinos no cometerán erro­ res. Juan dijo: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis. Pero si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo» (1 S. Juan 2: 1). Este concepto es descrito en mayor detalle en el conocido libro E l camino a Cristo: «El carácter se da a conocer, no por las obras buenas o malas que de vez en cuando se ejecuten, si­ no por la tendencia de las palabras y de los actos en la vida diaria» (p. 86, ed. GEMA/apia). Ni aprobación ni condenación «Le dijo: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nin­ guno te condenó?”. Ella dijo: “Ninguno, Señor”. Entonces Je­ sús le dijo: “Ni yo te condeno; vete y no peques más”» (S. Juan 8 : 10, 11). Un momento, ¡ella era culpable! ¿Está Jesús aprobando aquí el adulterio? No, ¡de ninguna manera! La afirmación de Jesús confirma lo opuesto. El Hijo del Dios viviente ve al adulterio como un pecado cuando dice: «Vete y no peques más». Los acusadores de la mujer se habían ido. Los cargos por lo tanto habían sido retirados, técnicamente. Jesús ya había di­ cho que él no la acusaría. Era libre para irse. H u m iLLA D A Y AVERG63NZADA Pensemos en ello. Si Jesús viniera a acusarnos por nuestros pecados, no habría suficientes piedras en el mundo para ape­ drear a los culpables, ni personas inocentes suficientes para arrojar las piedras. «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mun­ do, sino para que el mundo sea salvo por él» (S. Juan 3: 17). Si la condenación fuera su razón para venir a la tierra, no habría necesitado venir en absoluto, pues hemos nacido en condenación. «El que en él cree no es condenado; pero el que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nom­ bre del unigénito Hijo de Dios» (vers. 18). Algunos sugieren que cuando Jesús le dijo a María: «Ni yo te condeno» (S. Juan 8: 11), en efecto le estaba diciendo que la Ley ahora había sido dejada de lado. Pero en realidad, ¡lo opuesto es verdad! «Pues el pecado es la transgresión de la Ley» (1 S. Juan 3: 4, NRV). En esencia, Jesús le estaba diciendo a María: «Tomaré tu culpa porque te amo. El pecado te hace daño a ti y me hace daño a mí. Seré un sacrificio en tu lugar. Porque me amas, ve­ te y no peques (transgredas la Ley) más». Verdadero arrepentimiento Sara era una admirable mujer cristiana que tenía una rela­ ción excepcional y profunda con su Señor. Pero su hermano Jorge era la oveja negra de la familia, la antítesis de la vida de su hermana. Jorge tenía un serio problema de alcoholismo. Después de muchos años de abuso su cuerpo se rebeló. Sus ri­ ñones estaban fallando cada vez más. Los médicos le dijeron a Sara que Jorge seguramente habría de morir pronto si no reci­ bía un trasplante de riñón. —¿Y qué sucede con el trasplante? —preguntó Sara. -Debido al historial de alcoholismo de Jorge, es poco pro­ bable que siquiera calificaría para que su nombre fuera agre­ gado a la lista de receptores de trasplantes. Sin dudarlo, Sara 35 36 A íes PIES DE |esús preguntó a los médicos si ella podía donarle un riñón a su her­ mano convaleciente. —Si los tipos de sangre son compatibles, podrías hacerlo -respondió el médico-. Pero se trata de una cirugía costosa, y cuestionamos la conveniencia de poner en riesgo tu salud en beneficio de una persona con hábitos tan autodestructivos. —Por favor, doctor. Solamente averigüe si mi riñón siquie­ ra es compatible. Resultó ser que sus tipos de sangre eran compatibles. Cuando el departamento de contaduría mencionó el tema del dinero -Jorge no tenía seguro médico-. Sara hipotecó su casa y asumió la responsabilidad de pagar lo que fuera necesario. Con persis­ tencia persuadió al hospital y al equipo de trasplante de riñón para que realizaran la operación. El trasplante se llevó a cabo con éxito para Jorge, pero no pa­ ra Sara. Sara tuvo una reacción alérgica muy extraña hacia la anestesia, y después de la cirugía descubrió que estaba paralizada desde la cintura hasta los pies. Sara no se sintió tan mal cuando supo que Jorge estaba recuperándose excepcionalmente. -Gracias a Dios -d ijo -, si logro comprarle unos años más de vida a mi hermano para que pueda encontrar al Salvador, porque entonces mi invalidez habrá valido la pena, aunque yo no pueda volver a caminar. Cuánta nobleza y generosidad manifestó esta hermana aman­ te. Sin embargo, su nobleza no es la razón por la cual refiero es­ ta historia, porque la vida es más extraña que la ficción. ¿Cómo cree el lector que se habrá sentido Sara cuando su hermano nunca se detuvo junto a su cama para agradecerle por su sacri­ ficio tan costoso? ¿Y cómo cree que Sara se sintió cuando supo que lo primero que hizo su hermano después de salir del hospi­ tal fue ir a un bar para celebrarlo? La mayoría de la gente acepta de buen grado las bendicio­ nes de Dios pero, las desperdicia egoístamente, lo mismo que Jorge. ¿Cómo se sentirá Jesús cuando un cristiano, luego de recibir misericordia y vida, abandona su presencia y regresa al H u m iLLA D A Y A V E R G 0 N Z A D A mismo comportamiento que causó tanto sufrimiento al Salva­ dor? Cuando vemos y comprendemos cuánto le han costado nuestros pecados, ya no deseamos continuar aferrados del monstruo que le infligió tales heridas. Jesús no murió en la cruz para comprarnos una licencia para pecar; vino para salvarnos del pecado. Y el amor es el poder que nos habilita para alejarnos del pecado. «¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y generosidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?» (Romanos 2: 4). Infractores reincidentes La historia de María no termina en el suelo del templo. Tampoco terminan así nuestras historias. El hecho de repetir los mismos errores y caer en el mismo pecado más de una vez no significa que Dios nos ha abandonado. «Algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido sie­ te demonios» (S. Lucas 8: 2). «Habiendo, pues, resucitado Je­ sús por la mañana, el primer día de la semana, apareció prime­ ramente a María Magdalena, de quien había echado siete de­ monios» (S. Marcos 16: 9). Siete veces María había regresado a su antigua vida de pecado y Jesús la había perdonado. « Por­ que aunque siete veces caiga el justo, volverá a levantarse, pero los malvados caerán en el mal» (Proverbios 24: 16). Nuestro problema es que si después de ser liberados de los demonios de algún pecado específico no llenamos el vacío rá­ pidamente con buenos reemplazos, pronto caeremos en las antiguas huellas de comportamientos objetables. «Cuando el espíritu impuro sale del hombre, anda por lugares secos bus­ cando reposo; pero, al no hallarlo, dice: “Volveré a mi casa, de donde salí”. Cuando llega, la halla barrida y adornada. Enton­ ces va y toma otros siete espíritus peores que él; y entran y vi­ ven allí, y el estado final de aquel hombre viene a ser peor que el primero» (S. Lucas 11: 24-26). 37 38 A LSS PIES DE |ESÚS Estos siete demonios representan los siete aspectos en los que María necesitaba obtener la victoria. Suele hablarse de los «sie­ te pecados capitales». Aunque eso no es muy bíblico, las Es­ crituras nos sugieren que hay siete «cosas» en las que los hijos de Dios deben obtener la victoria. «Seis cosas aborrece Jehová, y aun siete le son abominables» (Proverbios 6: 16). Son las siguientes: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. «Los ojos altivos» (vers. 17). «La lengua mentirosa» (vers. 17). «Las manos que derraman sangre inocente» (vers. 17). «El corazón que maquina pensamientos inicuos» (vers. 18). «Los pies que corren presurosos al mal» (vers. 18). «El testigo falso, que dice mentiras» (vers. 19). «El que siembra discordia entre hermanos» (vers. 19). Si como María sientes arrepentimiento por haber cometi­ do el mismo pecado varias veces, no te desesperes, porque Je­ sús dijo en S. Lucas 17: 3, 4: «¡Mirad por vosotros mismos! Si tu hermano peca contra ti, repréndelo; y si se arrepiente, per­ dónalo. Y si siete veces al día peca contra ti, y siete veces al día vuelve a ti, diciendo: “Me arrepiento”, perdónalo». Si Dios pide que nos perdonemos unos a otros siete veces en un día, ¿hará menos por nosotros? Dios nos perdonará cada vez que nos arrepintamos sinceramente. Sin embargo, existe el peligro de llegar hasta el punto en que podemos abusar de su gracia y perdón, endureciendo nuestros corazones hacia su amor y apagando las chispas de convicción. La negación de sí mismo y vivir la vida cristiana requieren un esfuerzo de nuestra parte. La Biblia dice que batallamos, lu­ chamos, corremos, peleamos y nos esforzamos. Pero la batalla es la buena batalla de fe. Nos esforzamos por confiar en el plan y la voluntad de Dios para nosotros y no en nuestras propias conveniencias. Procuramos mantenernos cerca de Jesús. Como María no se sintió a salvo del pecado, cuando permanecemos con Jesús las cosas son diferentes. «Todo el que permanece en HumiLLADA Y AVERGONZADA 39 d , no practica el pecado. Todo el que practica el pecado, no lo lia visto ni lo ha conocido» (1 S. Juan 3: 6, NVI). María se encontró con Jesús en el templo, y por primera vez se relacionó con un Hombre que la amaba incondicional­ mente y que se interesaba más en su alma que en su cuerpo. Desde el momento cuando lo oyó decir: «Ni yo te condeno; vete y no peques más» (S. Juan 8: 11), comprendió que de algún modo él tomaría su lugar como culpable. Captó las miradas furibundas y asesinas de los sacerdotes y supo que no descansarían hasta vengarse de Jesús por haberlos humillado ante el pueblo. Ese día en el templo, Cristo se interpuso entre ana mujer culpable y sus acusadores. Él se haría cargo de su condena, lo cual también ha hecho por cada uno de nosotros. 'gt M * £ A b a t id a Ofendo por Ios muer+os Lázaro respiraba cada vez con mayor dificultad. El herma­ no de María, gravemente enfermo, había pasado la noche de­ batiéndose entre la consciencia y la inconsciencia. Cuando amaneció, la fiebre le hacía temblar; tenía los ojos abiertos pe­ ro inmóviles. «¿Dónde está Jesiís? ¿Por qué se demora tanto?», se preguntaba María. Hacía cuatro días que le había enviado un mensaje urgente y ya tendría que haber llegado. El mensajero había encontrado a Jesús y ya había regresa­ do con la respuesta: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorifica­ do por ella» (S. Juan 11:4, NRV). Al principio las palabras del mensajero alentaron a María. Pero con el pasar de las horas y el empeoramiento de la condición de Lázaro, las dudas comenzaron a poblar su mente. «No es para muerte, no es para muerte», repetía María para tranquilizarse, aunque sus ojos y oídos le decían que su único hermano estaba cercano a la muerte. María observaba a Marta, su hermana mayor, que refrescaba la frente y la cara afiebradas 42 A LSS PIES DE jesús de Lázaro con un paño frío. De tanto en tanto le susurraba en el oído: «El Maestro llegará pronto, y todo estará bien. Aguanta un poco más». María sabía que Marta le repetía eso más para darse ánimo ella misma, porque Lázaro había dejado de respon­ der a sus comentarios durante la prolongada noche. Habían transcurrido varios meses del primer encuentro de Alaría con Jesús en el episodio vergonzoso en el templo y ella se había convertido en una seguidora del Maestro. María ha­ bía ido directamente desde el templo hasta el hogar de Marta y Lázaro en Betania, a unos tres kilómetros y medio de distan­ cia. Les había confesado con lágrimas de arrepentimiento el extraño incidente. También les contó acerca de su vida secre­ ta de pecado y cómo Jesús la había perdonado. María se preguntó en voz alta: «¿Podría este rabí de Nazaret ser el Mesías? ¿Podría ser Aquel a quien hemos estado esperan­ do durante tanto tiempo?» Las noticias del Maestro ya habían impresionado a Marta y Lázaro. Estaban convencidos de la misión divina de Jesús de Nazaret, y la confesión de María no los había sorprendido. Además habían tenido sospechas defi­ nidas acerca de las razones por las cuales María se había muda­ do a la ciudad de Magdala. Magdala era una ciudad de mala fama situada en la ribera oeste del mar de Galilea. Era un centro de recreo de los roma­ nos, frecuentado por soldados parranderos. Cada noche zar­ paban del puerto de Magdala embarcaciones coloridas colma­ das de soldados alborotados, mujeres de mala vida y abundan­ cia de vino. La música estridente y las risas ebrias perjudica­ ban a los pescadores del lugar. Durante años María les había dicho a Marta y Lázaro una verdad a medias: que se ganaba la vida remendando la ropa de los militares. Habían visto la cantidad de dinero que su her­ mana traía en cada visita, mucho más que lo que una costure­ ra podía ganar. Marta y Lázaro habían orado todos los días pidiendo que su hermana fuera liberada de su vida inmoral. Creían que así A b a t id a como Jehová había transformado a Rahab la ramera en una madre respetable de Israel, también podía salvar a María. Aho­ ra rebosaban de gratitud por el cambio repentino que se había producido en su hermana menor. Los ojos de María brillaban de alegría por primera vez después de muchos años. Aquella misma tarde Lázaro buscó y encontró a Jesús, y le insistió que él y sus amigos fueran a su hogar para cenar. Jesús aceptó la invitación, y hacia el final de la velada Marta y su her­ mano persuadieron a Jesús y a sus amigos a quedarse en su ho­ gar cada vez que visitaran esa región. Mucha gente se acercaba ansiosa para escuchar las ense­ ñanzas de Jesús, pero pocos lo invitaban a su hogar. Los fari­ seos y los saduceos habían persuadido al pueblo judío a con­ siderar a Jesús como un enemigo peligroso de su fe. Invitarlo a sus hogares ciertamente sería un suicidio social e incurrir en la ira de los líderes de la sinagoga local. Jesús le advirtió a Lázaro de los peligros potenciales de hos­ pedar a alguien tan odiado, pero Lázaro no se dejó intimidar. Reiteró a Jesús que las puertas de su espacioso hogar perma­ necían abiertas para él y sus discípulos cuando así lo desearan. El Maestro aceptó agradecido este acto de hospitalidad. Pronto fue evidente que el Maestro se sentía atraído por ese trío de hermanos. El hogar de Lázaro y Marta llegó a ser un oasis reconfortante que aliviaba las presiones ocupacionales de su ministerio. Jesús apreciaba el ambiente pulcro y or­ denado que rodeaba a Marta. Siendo compañeros de carpintería, Lázaro y Jesús inter­ cambiaban técnicas del trabajo con madera. Además, el Maes­ tro consideraba el sincero interés por la verdad manifestado por María como algo reconfortante, comparado con la resis­ tencia agresiva de los escribas y los líderes religiosos. Así comenzó una gran amistad entre Jesús, Lázaro, Marta y María. Llegaron a ser su familia cada vez que se encontraba en la región de Jerusalén. Este fue el único lugar a lo largo del ministerio terrenal de Jesús en el que podía disfrutar de las 43 44 A Les p ie s d e Je s ú s comodidades de un hogar tranquilo y del calor de una fami­ lia. El y sus discípulos a menudo encontraban refugio en ese hogar de Betania, excepto cuando el clima era templado. En­ tonces Jesús prefería dormir bajo las estrellas en un huerto de olivos situado en las afueras de Jerusalén: un lugar llamado Getsemaní. Considerando el gran amor que Jesús manifestaba hacia su hermano, a María le costaba imaginar que su Maestro no se apresurara a llegar hasta el lecho de muerte de su amigo cuando se enteró de su enfermedad. Repentinamente el ritmo irregular de la respiración de Lázaro se detuvo. Marta y María se queda­ ron mirando el cuerpo inerte de su amado hermano. En medio del silencio abrumador, sus mentes gritaban: «¡Respira!¡Respira!» Casi como si pudiera oír el ruego silencioso de sus herma­ nas, Lázaro hizo una corta inspiración más, y luego dejó salir el aire lentamente. Por un momento el silencio llenó el recinto del enfermo como un manto pesado y oscuro. Repentinamente el largo e insoportable silencio fue roto por el llanto escalofriante de dolor que brotó primero del interior de Marta y luego de María. Allí, al lado de su cama, con las sábanas humedecidas por la fiebre, ambas mujeres cayeron de rodillas y sollozaron y lloraron mientras se enfriaba el cuerpo de su hermano. ¿Dónde estaba Jesús? Había sanado a tantos desconocidos sin esfuerzo alguno. ¿Por qué no había venido a sanar a su amigo? Tantas veces Lázaro y Marta le habían dado la bienve­ nida a su hogar, y le habían dado comida y proporcionado re­ fugio a su grupo de discípulos, y Jesús no había venido cuan­ do más lo necesitaban. Numerosas preguntas y dudas atribu­ laban las mentes de ambas hermanas. Al cabo de un rato Marta se puso de pie y se secó las lágri­ mas resueltamente con un pañuelo. -Tenemos que prepararlo todo -dijo, levantando la cabeza con determinación. Marta encontraba consuelo en la actividad. Con plena con­ fianza en que Jesús vendría y sanaría a Lázaro, nunca imaginó A b a t id a que moriría, y por lo tanto no había hecho ningún prepa­ rativo para sepultarlo. —Necesito ir al mercado para comprar la tela para envolver­ lo y los ungüentos necesarios -dijo Marta, mientras se secaba los ojos delicadamente con un pañuelo. Desde la dura expe­ riencia de María en el templo, ella rara vez se aventuraba a ir a la ciudad. De camino hacia la puerta, Marta se dio vuelta y le dijo a María: -N o tenemos una tumba. Cuando la palabra «tumba» salió de sus labios, su voz se quebró y nuevas lágrimas le inundaron las mejillas. María ro­ deó a su hermana mayor con sus brazos. -¿Y el terreno que nuestros padres nos dejaron en las afue­ ras de Betania...? A Lázaro le encantaba sentarse en la roca en la cima de esa colina. —Ya lo sé, pero ese terreno es mayormente rocoso. Varios hombres demorarían una semana o más para cavar siquiera una tumba superficial —le recordó Marta. -E s cierto. Pero si mal no recuerdo, hay algunas cuevas en el costado de la colina. Yo solía jugar allí cuando era niña —re­ cordó María-, Es más, recuerdo una cueva que sería suficien­ temente grande para sepultar a un rey. Marta frunció el ceño. Apretó los labios mientras pensaba en la propuesta de su hermana. -U na cueva sería mejor que un agujero en la tierra. El Pa­ dre Abraham fue enterrado en una cueva, y Lázaro ha sido tan noble como cualquier rey. Es una buena idea. Usaremos la cueva. Una vez decidido el lugar de entierro, Marta entró en ac­ ción. -María, necesito que vayas a la casa de Jabín y les cuentes lo que ha sucedido. Son las mejores plañideras del valle. Pídeles que vengan a nuestro hogar mañana por la mañana, con algunas otras plañideras. Contrataremos además algunos músicos. 45 46 A LSS PIES DE [ESÚS Marta salió de la habitación, hablando mientras caminaba. -H aré los arreglos con el jefe de la sinagoga para que ven­ ga a decir las oraciones antes de que tú y yo encabecemos la procesión hacia la tumba. Que el funeral haya salido bien no resulta sorpresivo. Cada vez que Marta se hacía cargo de algún evento, todo salía a la perfección. La mujer era conocida en la región como una con­ sumada organizadora, una experta en encargarse de los detalles. En el segundo día varios de sus primos llegaron del norte y se unieron a las plañideras contratadas. Marta y María apre­ ciaban el consuelo que recibieron de sus familiares y amigos. Pero de tanto en tanto alguien decía: -Yo pensaba que eran buenos amigos del Rabí sanador de Galilea. Hubiera esperado verlo a aquí. Es una lástima que no haya venido a tiempo para sanar a nuestro querido Lázaro. Con cada comentario, una confusión dolorosa se acentua­ ba en sus corazones. ¿Por qué no había venido? ¿Por qué Dios había permitido que su hermano muriera? Marta interrogó al mensajero una y otra vez: -¿Estás seguro de que te entendió? -Sí, sí -respondió el joven—. El Rabí me dijo que la enfer­ medad de Lázaro no era para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. Eso es exactamente lo que dijo. ¿Por qué no había venido, entonces? ¿Le habría sucedido alguna tragedia de camino a Betania? ¿Lo habrían arrestado los judíos? ¿Estaba languideciendo el Maestro en la celda de alguna prisión romana, igual que su primo mayor, Juan el Bautista? En la mañana del cuarto día Marta acababa de terminar de alimentar a la multitud de familiares y visitas hospedados en su hogar, cuando uno de sus primos entró corriendo a la coci­ na. El niño le susurró algo en el oído a Marta: -U no de los discípulos de Jesús me pidió que te dijera que Jesús te está esperando en las afueras del pueblo. A b a t id a Sabiendo que el Señor tenía muchos enemigos cerca de Jerusalén, y deseando evitar atraer una atención indebida, Marta se escabulló silenciosamente de la casa sin decirle a María. Siguió al niño hasta una olivar que había en las afueras de Betania. Marta vio a Jesús sentado en el borde de piedra de una pie­ dra de molino de una almazara, descansando de su viaje. C o­ rriendo hasta él, se arrodilló a sus pies y en medio del llanto le dijo: —«Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto» (S. Juan 11: 21). Esto era tanto una pregunta como una afirmación. Obser­ vó el rostro de Jesús y vio algo completamente imprevisto. Donde había esperado encontrar congoja encontró paz y gozo. Una chispa de esperanza repentinamente brilló en la mente de Marta. Jesús había resucitado a los muertos antes. Por ejemplo aquella niña cerca de Capernaúm... Por supuesto, los escribas y los fariseos habían dicho que ella en realidad no estaba muer­ ta. Solamente en un sueño profundo. Pero Pedro, Santiago y Juan, que habían presenciado la resurrección de la niña, le habían asegurado que la niña estaba completamente fría, iner­ te y sin vida. Y cuando Jesús le había dicho: «Niña, a ti te digo, levántate» (Marcos 5: 41), la niña había vuelto a vivir. Después Marta recordó haber escuchado acerca del hijo de esa pobre viuda de Naín... Llevaban al joven para ser enterrado cuando Jesús detuvo el cortejo fúnebre y tocó el féretro, obli­ gando a los portadores a detenerse. Entonces dijo: «Joven, a ti te digo, levántate» (S. Lucas 7: 14). Y allí, en el medio de la calle, el joven muerto se sentó y habló con su madre. ¿Podría Jesús hacer esto por Lázaro aun cuando ya habían pasado cua­ tro días después de su muerte? Marta, antes de hablar, recu­ rrió a cada gramo de fe que tenía. -«Pero también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará» (S. Juan 11: 22). Jesús colocó su mano tiernamente sobre su hombro y miró con dulzura el rostro cubierto de lágrimas de la mujer enlutada. 47 48 A L0S PIES DE [e s ú s —«Tu hermano resucitará» (vers. 23) -dijo. Queriendo asegurarse que tanto ella como Jesús hablaban del mismo evento, Marta respondió: -«Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final» (vers. 24). Ahora era el turno de Jesús de clarificar el asunto. Pues si habría de resucitar a Lázaro, solamente sería una extensión temporaria de esta vida terrenal. Después volvería a morir. Pero la vida que Jesús había venido a dar era una que no tiene fin. Jesús le dijo: -«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aun­ que esté muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?» (vers. 25, 26). La pregunta de Jesús le llegó hasta el alma a Marta. Recordó las dudas que había estado teniendo desde que Lázaro había muerto. La fe siempre era un asunto de peso con el Maestro. Marta dijo con convicción: —«Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo» (vers. 27). Jesús tomó la mano de Marta con ternura: -Vuelve a la ciudad con discreción y trae a María contigo. Iremos juntos a la tumba. Marta inmediatamente volvió a su hogar, caminando lo más rápidamente posible sin dar apariencia de estar apurada. Mientras caminaba, comenzaron a volver las dudas a su men­ te: «Sí, Jesús había resucitado a los muertos, pero esas personas so­ lamente habían estado muertas unas pocas horas. En cambio L á­ zaro ha estado muerto durante cuatro días». Trató de hacer a un lado la duda indeseada que invadía su mente. «Tengo que creer que él puede resucitarlo». Al llegar al hogar todo estaba tranquilo y silencioso, salvo el rumoroso lloriqueo de las plañideras. Los fatigados músicos descansaban de su ciclo de oraciones y sus tristes melodías. Marta encontró a María sentada en el borde de una ban­ queta al lado de la ventana, meciéndose de atrás hacia adelan­ A b a t id a te sin mirar a ningún objeto en particular. Se había cubierto el cabello y los hombros con un chal negro. Parecía estar abra­ zándose a sí misma como si tuviera frío, aun cuando soplaba una brisa cálida. Los labios de la mujer más joven se movían, pero no producía palabra alguna. Marta tocó delicadamente a María en la espalda y le susurró al oído: -E l Maestro está aquí. Desea verte. Marta esperaba no atraer la atención de los escribas. Todos sabían que ellos estaban de parte de los sacerdotes en su cons­ piración contra el Médico de Galilea. Pero cuando María oyó el mensaje de su hermana dio un suspiro repentino. La her­ mana menor se puso de pie rápidamente y salió corriendo de la casa. Acababa de orar pidiendo que Jesús viniera. Los judíos que estaban en la casa consolando a las herma­ nas vieron salir precipitadamente a María. Marta corrió tras ella. Suponiendo que ambas hermanas se dirigían a la tumba a llorar, las siguieron, diciéndose unos a otros: -Este es el último día del luto. Deberíamos acompañarlas. Jesús seguía sentado pacientemente en el mismo lugar don­ de lo había dejado Marta. Cuando María lo vio cayó a sus pies y lloró: -«Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi her­ mano» (vers. 32). Cuando Jesús vio sus lágrimas y las de las plañideras que subían lentamente la cuesta, sintió su dolor. Tiernamente secó una lágrima de la mejilla de la mujer. Agachó la cabeza y cerró los ojos. Era como si una agonía sobrenatural pesara sobre él. Un gemido estremecedor salió de sus labios. Luego levantó la cabeza para mirarla a los ojos y le preguntó: —«¿Dónde lo pusisteis?» (vers. 34). Marta respondió: -«Señor, ven y ve» (vers. 34). Cuando Jesús y las mujeres entraron al claro en el bosque al pie de la colina, las plañideras y los músicos pronto se acomo­ daron detrás de la familia, mirando de frente a la tumba. Las 49 50 A Les pies de Je s ú s plañideras se lanzaron a una nueva demostración de lamen­ tación de primera clase, y los músicos las acompañaron con cantos fúnebres. Deseaban impresionar al famoso Rabí con la profundidad de su emoción. Las lágrimas se asomaron a los ojos del Maestro; su rostro se demudó y fue inundado por las lágrimas. Uno de los escri­ bas, extrañado por esta auténtica demostración de dolor, dijo sarcásticamente: —¿No podía Aquel que abrió los ojos de los ciegos haber evitado que este hombre muriera? Jesús oyó el comentario del hombre y levantó la cabeza, su rostro cubierto por las lágrimas. Cuando el Maestro hubo recu­ perado su compostura miró fijamente a la roca que cubría la tumba. Allí, en medio de la oscuridad, yacían los restos en des­ composición de su amigo. Sabía que pronto, su propio cuerpo sin vida sería sellado de una manera similar. Justo en el momento en que el llanto de las plañideras y la música estridente alcanzaban un nuevo crescendo, Jesús sor­ prendió a todos diciendo a gran voz: -«Q uitad la piedra» (vers. 39). El llanto y los lamentos cesaron inmediatamente y fueron seguidos por un prolongado e incómodo silencio. Todos los asistentes permanecieron en silencio, mirando a Jesús, y luego a Marta. No queriendo parecer de mal gusto acerca de estas cosas en frente de sus invitados, Marta quería asegurarse de haber entendido bien el pedido de Jesús. Lo más amable posi­ ble, lo miró con una sonrisa de preocupación: -Maestro -d ijo-, para este entonces ya hay mal olor. Ha estado allí durante cuatro días. Una pequeña sonrisa pareció dibujarse en los labios del Maestro: -¿N o te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios? La respiración de Marta pareció detenerse mientras miraba a María para ver si estaba de acuerdo. María asintió con entu­ siasmo. Marta respiró hondo e hizo señas a algunos de los A b a t id a hombres robustos que le habían ayudado a preparar la cueva hacía algunos días: -H agan como él dice. Encontraron los troncos que habían utilizado como palan­ cas para hacer rodar la piedra sobre la entrada de la tumba. Mi­ rando una vez más a las hermanas, los hombres esperaban que las mujeres reconsideraran aquella macabra solicitud. En vez de eso vieron una determinación fija en la expresión de ambas. Mientras dos hombres tiraban del tronco con el que habían atrancado la base de la roca, otro empujaba con su espalda con­ tra la piedra. Los hombres empujaron hasta que la piedra rodó un metro hacia la izquierda, dejando expuesta la entrada a la tumba de Lázaro. Los hombres podrían haber corrido más la piedra, pero el hedor agobiador que provenía de la entrada los obligó a retirar­ se con náuseas. Jesús, con majestuosa dignidad, levantó la mira­ da y los brazos hacia el cielo: -«Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sé que siem­ pre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está al­ rededor, para que crean que tú me has enviado» (vers. 41, 42). Entonces, con autoridad y confianza, fijó la mirada en la tumba y llamó con voz clara y fuerte: -¡Lázaro, ven fuera! Por unos instantes el tiempo pareció detenerse. Todas las miradas se dirigieron hacia la tumba. De la oscuridad de la cueva provino un ruido sordo y se vio la sombra de algo que se movía. La multitud aterrada dio un paso atrás profiriendo gritos; todos, menos María y Marta que comenzaron a acer­ carse a la tumba. Del interior de la tumba podía escucharse el sonido defini­ do de movimiento y una voz confusa y apagada, seguida por una figura misteriosa que se acercó a la entrada. Un hombre envuelto en una mortaja amarilla trataba de quitársela de la cara con las manos atadas, al mismo tiempo que tropezaba con los retazos de tela que se iban soltando de sus pies. 51 52 A L e s PIES DE je s ú s La multitud emitió algunos chillidos de pánico, y Jesús lla­ mó a algunos de los espectadores aterrorizados y les dijo: —«Desatadlo y dejadlo ir» (vers. 44). Marta fue la primera en llegar hasta Lázaro. Con alegría ti­ roneó de la tela con la que había cubierto su cadáver hacía cuatro días. María también acudió hasta su hermano. Pero an­ tes de llegar hasta él se dio vuelta y cayó a los pies de Jesús para derramarle su agradecimiento con lágrimas de felicidad. Detrás de la familia reunida la muchedumbre susurraba: -¡Este hombre debe ser el Cristo! Sin ser vistos por la asamblea sorprendida, dos de los invi­ tados se alejaron silenciosamente del funeral transformado en celebración: —Los sacerdotes deberían enterarse ahora mismo de este milagro fantástico. S. Juan 11: 1-4 «E stab a enferm o uno llam ad o L ázaro , de B etan ia, la ald ea de M a ría y de M a rta , su h erm ana. (M aría, cuyo herm ano L á ­ zaro estaba enferm o, fu e la que ungió a l Señ or con p erfu m e y le secó los p ie s con sus cabellos). E n viaron , pues, las h erm an as a d ecir a Jesú s: “Señor, el que am as está en­ ferm ei”. Jesús, a l oírlo, d ijo : “E sta enferm e­ d a d no es p a r a m uerte, sino p a r a la g lo ria de D ios, p a r a que el H ijo de D io s sea g lo ­ rificado p o r ella» (conviene leer todo el capítulo). A b a t id a Un modelo de grandeza Es interesante notar que las seis resurrecciones realizadas por Jesús causan la impresión de haber sucedido en un orden intencional y con sentido y poder crecientes. En primer lugar, tenemos a la niña que había estado muer­ ta por unas pocas horas (S. Marcos 5: 35-43). Luego tenemos al joven que estaba siendo llevado para ser enterrado (S. Lucas 7: 12-16). Después está el milagro de la resurrección de Lázaro; había estado muerto durante cuatro días (S. Juan 11). Luego el milagro de la resurrección de Jesús, que fue acom­ pañada por la resurrección de muchos santos en los alrede­ dores de Jerusalén; ellos habían estado muertos durante años (S. Mateo 27: 51-53). Después serán los muertos en Cristo que resucitarán cuan­ do él vuelva en gloria (1 Tesalonicenses 4: 16). La última resurrección incluirá un inmenso número de per­ sonas de todos los tiempos. Los perdidos de todas las épocas re­ sucitarán para juicio y castigo al concluir los mil años (Apo­ calipsis 20: 5). Orando por los que han muerto La resurrección de Lázaro sin duda figura entre los mila­ gros más llamativos e impresionantes del ministerio terrenal de Jesús. La historia pudo haber sido omitida por los demás autores de los Evangelios porque escribieron sus historias cuando Lázaro todavía estaba vivo; quizá no lo mencionaron por temor a aumentar la malevolencia de los líderes judíos. En S. Juan 12: 10, 11 se nos informa que los enemigos de Jesús procuraban dar muerte a Lázaro, para deshacerse del monu­ mento viviente del poder y la grandeza de Cristo que perma­ necía en el país. 53 5 4 a LSS PIES DE [ESÚS Pero hay mucho más que aprender de esta historia que el hecho de que Jesús tiene poder para dar vida nuevamente a un cuerpo inanimado. Martín Lutero dijo: «Dios crea de la nada. Por lo tanto, hasta que el hombre sea nada, Dios no puede crear nada a partir del hombre». Antes de que Jesús pueda dar­ nos una vida espiritual nueva primero debemos morir al yo, o ser «crucificados con Cristo» (ver Gálatas 2: 20). En la Biblia el término muerte a menudo es un símbolo de la ausencia de vida espiritual. Dios le dijo a Adán y Eva: «Pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás» (Génesis 2: 17). Adán y Eva no solamente comenzaron a morir física­ mente el día en que comieron del fruto prohibido; más im­ portante aún, murieron espiritualmente. Desde ese día hasta el presente, todos los hijos de Adán nacen muertos espiritual­ mente. Deben nacer por segunda vez en Jesús. «Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Romanos 5: 12). «Jesús le dijo: “Deja que los muertos entierren a sus muer­ tos; pero tú vete a anunciar el reino de Dios”» (S. Lucas 9: 60). Hasta que nazcamos de nuevo somos controlados por la naturaleza inferior, y por lo tanto estamos muertos espiritual­ mente. «Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la in­ circuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados» (Colosenses 2: 13). «Noso­ tros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano perma­ nece en muerte» (1 S. Juan 3: 14). Todas las personas perdidas están «condenadas a muerte», en otras palabras, simplemente esperando ser enjuiciadas. «El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 S. Juan 5: 12). Con estos textos en mente, recordemos que María es un tipo o símbolo de la iglesia; de la misma manera en que ella se arro- A b a t id a dilió a los pies de Jesús llorando por su hermano, la iglesia debe dedicar tiempo a orar, e incluso, a llorar a los pies de Jesús, pi­ diéndole que resucite a nuestros hermanos y hermanas que están muertos espiritualmente. Cuando hacemos esto podemos espe­ rar los mismos resultados que María y Marta obtuvieron: nueva vida espiritual para nuestros seres queridos. Jesús dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá» (S. Juan 11: 25). Estas son las buenas nuevas. Esto significa más que la resurrección espiritual en el mo­ mento del regreso de Jesús. Solamente aquellos que en esta vi­ da experimentaron una muerte, sepultura y resurrección espi­ rituales estarán preparados para la resurrección física en oca­ sión de la segunda venida de Jesús. Quienes hayan nacido solamente una vez morirán dos ve­ ces. Esto por supuesto significa la muerte segunda, a la cual se hace referencia en Apocalipsis 20: 14. Pero aquel que nace dos veces morirá solamente una vez: aquel que nace físicamente y luego espiritualmente experimentará la muerte física solamen­ te una vez; aunque tal vez vea a Jesús venir en gloria antes de experimentar la muerte. Oración perseverante Así como María lloró a los pies de Jesús implorando por la resurrección de su hermano, la iglesia del Nuevo Testamento también fue resucitada mediante las oraciones y las lágrimas de Pablo y otros como él: «Al recordarte de día y de noche en mis oraciones, siempre doy gracias a Dios, a quien sirvo con una conciencia limpia como lo hicieron mis antepasados» (2 Timoteo 1: 3, NVI). «Por la mucha tribulación y angustia del corazón os escribí con muchas lágrimas, no para que fue­ rais entristecidos, sino para que supierais cuán grande es el amor que os tengo» (2 Corintios 2: 4). También debemos orar y rogar persistentemente a Dios que conceda vida a nuestros amigos y seres queridos que están 55 5 6 A L0S PIES DE je sú s muertos espiritualmente. Elias oró tres veces antes que el ni­ ño muerto resucitara, y siete veces para que llegara la lluvia (1 Reyes 17: 21; 18: 43). Santiago 5: 16 dice: «Confesaos vues­ tras ofensas unos a otros y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho». «No nos cansemos, pues, de hacer bien, porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos» (Gálatas 6: 9). El almirante Robert E. Peary triunfó en su búsqueda del Polo Norte porque fue persistente. Buscó durante muchos años. Los esquimales le decían: -Eres como el sol. Siempre regresas. Su deseo dominante lo indujo a perseverar a pesar de las dificultades físicas, económicas y naturales. Más tarde dijo: -Durante veinticuatro años, ya sea durmiendo o despierto, izar la bandera de los Estados Unidos de América en el Polo Norte ha sido mi sueño. ¿Debiéramos ser menos persistentes cuando oramos pidiendo victorias eternas? El caracol entró en el arca motivado por la perse­ verancia; las gotitas de agua desgastan y horadan la roca. Conozco una mujer que oró durante cincuenta años por la conversión de su esposo, quien finalmente se convirtió de forma admirable. Tal como en el caso de María, nuestras oraciones persisten­ tes para que Jesús resucite a nuestros amigos y familiares que están muertos espiritualmente, serán recompensadas. ¿Cuándo ocurrirá la resurrección? Antes de continuar con otro tema, es imprescindible con­ siderar algunas creencias populares erróneas acerca del estado de los seres humanos que han muerto. Mucha gente cree, porque así se les ha enseñado, que cuan­ do alguien fallece su alma es llevada instantáneamente al lugar donde recibirá su recompensa o su castigo, es decir, al cielo o al infierno. Esta enseñanza popular se originó en las religiones paganas antiguas y carece absolutamente de base bíblica. A b a t id a ¿Recuerda cuando Marta dijo de su hermano fallecido: «Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final» (S. Juan 11: 24)? La resurrección general de los muertos en Cristo en el día del gran juicio y la entrega de las recompensas justas ocurrirán en la segunda venida de Jesús. Presentamos a conti­ nuación algunos pasajes de las Escrituras para considerar: «Y la voluntad del Padre, que me envió, es que no pierda yo nada de todo lo que él me da, sino que lo resucite en el día final» (S. Juan 6: 39). «Nadie puede venir a mí, si el Padre, que me envió, no lo atrae; y yo lo resucitaré en el día final» (vers. 44). Si una persona es enviada directamente al cielo o al infierno en el momento de su muerte, entonces ¿qué necesidad hay del juicio y la resurrección que deben ocurrir al fin del mundo? Jesús despertará a los muertos cuando regrese. En 1 Tesalonicenses 4: 16-18 el apóstol Pablo declara: «El Señor mis­ mo, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo. Entonces, los muertos en Cris­ to resucitarán primero. Luego nosotros, los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estare­ mos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras». Una vez más, Pablo se refiere a esta resurrección en 1 Corin­ tios 15: 23: «Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las pri­ micias; luego los que son de Cristo, en su venida». En Apoca­ lipsis 22: 12, Jesús dice: «¡Vengo pronto!, y mi galardón con­ migo, para recompensar a cada uno según sea su obra». ¡Es evi­ dente que Jesús distribuirá las recompensas cuando regrese por segunda vez! ¡Sin comentarios! Recordemos que Lázaro no dio informe alguno después de haber estado muerto durante cuatro días, tras los cuales resucitó. 57 5 8 a P IES D E Jesús No dijo que Jesús lo hubiera tomado de los portales de la glo­ ria y de la comunión con los ángeles celestiales, para hacerlo volver a este mundo tenebroso. Eso habría sido una mala juga­ da, ¿no les parece? Tampoco le agradeció Lázaro a Jesús por sal­ varlo de las llamas abrasadoras del infierno ni de la incomo­ didad del purgatorio. Si esta resurrección ocurriera en nuestros días, lo primero que los periodistas le preguntarían a Lázaro al llenarle la cara de micrófonos, sería: —¿Qué viste después de la muerte? ¿Qué experimentaste? Increíblemente, Lázaro no hizo ningún comentario sobre su experiencia post mortem. ¿Por qué? ¡Porque no tuvo expe­ riencia alguna! La Biblia enseña que la muerte es una especie de dormir sin sueños, un descanso después del dolor. Es por eso que Jesús dijo: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarlo del sueño» (S. Juan 11: 11). Cuando Jesús resucitó a la muchachita dijo: «La niña no es­ tá muerta, sino dormida» (S. Marcos 5: 39). Consideremos estos pasajes de las Escrituras que ilustran que en la muerte una persona no piensa ni está consciente: «Porque los que viven saben que han de morir, pero los muertos nada saben, ni tienen más recompensa. Su memoria cae en el olvido» (Eclesiastés 9: 5). «Todo lo que te venga a mano para hacer, hazlo según tus fuerzas, porque en el seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo ni ciencia ni sabiduría» (vers. 10). «Los muertos no alabarán al Señor, ni cuantos descienden al silencio» (Salmo 115: 17, NRV). « No confiéis en los príncipes ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación, pues sale su aliento y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos» (Salmo 146: 3, 4). La Biblia es extremadamente clara en lo que concierne al estado de inconsciencia del ser humano en la muerte. Sin embargo muchos creen que si se le pega a un cristiano en la cabeza con un martillo y queda inconsciente, no sabe nada; pero si se le pegas un poco más fuerte para que muera, ¡es lle­ vado al cielo y lo sabe todo! ¿Tiene algún sentido eso? A b a t id a ¿Ausente del cuerpo? Alguien podría preguntar: «¿Qué explicación tiene este pasaje?» «Así que nos mantenemos confiados, y preferiríamos ausentarnos de este cuerpo y vivir junto al Señor» (2 Corintios 5: 8, NVI). ¿Significa este pasaje que tan pronto como una persona justa muere es llevada a la presencia de Dios? Recuerde que no hay conciencia de tiempo en la muerte. Cuando muere un santo, su próximo pensamiento conscien­ te cuando resucite será la resurrección y la presencia de Dios. Mil años pueden haber pasado sobre el planeta Tierra, ¡pero los muertos no lo saben! Para ellos es como si fuera «en un momen­ to, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta, porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorrupti­ bles y nosotros seremos transformados» (1 Corintios 15: 52). En el día de Pentecostés, Pedro dijo, refiriéndose al buen rey David: «Hermanos, se puede decir confiadamente que el patriarca David murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta hoy. [...] Porque David no subió al cielo» (Hechos 2: 29-34, NRV). Cuarenta días después de la resurrección de Jesús, Pedro di­ jo que David, que había estado muerto durante mil años, seguía durmiendo en su tumba y aún no había ascendido al cielo. Tres mil años han pasado desde la muerte de David, pero ese hom­ bre piadoso no tiene consciencia del tiempo. Cuando regrese Je­ sús, el gran rey David pensará que ha transcurrido solo un mo­ mento después que la muerte le cerró los ojos. Lo próximo de lo que se percatará David será la resurrección, su cuerpo nuevo glorificado y estar en la presencia de Dios. El rico y Lázaro Otro pasaje de las Escrituras que suele citarse con la intención de probar que los muertos van directamente al cielo o al infierno después de la muerte y antes de la resurrección o el juicio es la 59 60 A L e s PIES DE ¡ESÚS parábola del hombre rico y Lázaro, registrada en S. Lucas 16: 19-31. La pregunta principal que debemos hacernos es si esta historia acerca del hombre rico y Lázaro es literal o simple­ mente una parábola. A continuación presentamos cuatro razones que descartan su literalidad. 1. El mendigo murió y fue llevado por los ángeles hasta el se­ no de Abraham. Nadie cree que el seno literal de Abraham es la morada de los muertos justos. No sería lo suficiente­ mente grande. Es solo una expresión figurativa o paraboli­ zada. Casualmente, los ángeles sí recogerán a los justos, pe­ ro según S. Mateo 24: 31 esto ocurrirá en la venida de Je­ sús, y no en el momento de la muerte de la persona. 2. En esta parábola el cielo y el infierno son representados co­ mo separados por un abismo, y las personas de ambos lados podían comunicarse sin dificultad. Probablemente haya muy pocas personas en el mundo que creen que esto puede ser literalmente cierto en el caso de los salvados y los perdidos (S. Lucas 16: 26). 3. El hombre rico estaba en el infierno con un cuerpo físico. Tenía ojos, una lengua, etcétera, (vers. 23, 24). ¿Cómo lle­ gó su cuerpo al fuego del infierno en vez de quedar en la tumba? No conozco a nadie que enseñe que los cuerpos de los malvados van al infierno tan pronto como mueren. Esta historia no podría ser literal. 4. El pedido de que Lázaro fuera a sumergir su dedo en agua y atravesara las llamas para enfriar la lengua del hombre ri­ co obviamente no puede ser literal. ¿Cuánta humedad que­ daría en el dedo y cuánto alivio le daría? La historia total es ficticia y parabolizada. El hombre rico de la parábola sin duda representaba a la nación judía, porque solamente un judío podría orar al «Padre Abraham». El men­ digo simboliza a los gentiles, que eran considerados indignos de recibir la verdad. El nombre Lázaro (Laz’uh ruhs) significa A b a t id a •uno a quien Dios le ayuda» (Holmann Bible Dictionary). En S. Mateo 15: 27 la madre cananea reconoció que su pueblo, los gentiles, eran mendigos a la mesa de los judíos. La nación judía banqueteaba con la Palabra de Dios mientras los genti­ les a su alrededor se morían de hambre espiritual con unas po­ cas migajas de verdad, lo mismo que muchas iglesias cristia­ nas profesas de la actualidad. Posiblemente Cristo escogió utilizar el nombre de Lázaro en la parábola porque sabía que más tarde habría de resucitar a Lázaro de entre los muertos. El punto principal de la pará­ bola, el significado principal que Cristo quería señalar, se en­ cuentra en S. Lucas 16: 31: «Si no oyen a Moisés y a los Pro­ fetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de los muertos». Dicho y hecho, no creyeron siquiera cuando uno llamado Lázaro fue resucitado frente a sus propios ojos. Un ladrón de comas Quizá alguien esté pensando: «¿Acaso no le prometió Jesús a l ladrón sobre la cruz: “Te digo que hoy estarás conmigo en elparaí­ so”» (S. Lucas 23: 43, RV95)? Perdón, pero eso no es lo que dijo Jesús. Cuando se escribió originalmente en griego este pasaje, no había signos de pun­ tuación. Esa mejora en la literatura no se desarrolló hasta varios siglos después que fue escrita la Biblia en su plenitud. Pos­ teriormente los traductores tuvieron que decidir dónde colocar los puntos y las comas. Dado que el pensamiento popular era que una persona iba directamente al cielo o al infierno al morir, no había ninguna razón válida para que los traductores coloca­ ran una coma antes de la palabra «hoy» en vez de después, con lo cual cambiaron completamente el significado del versículo. Una coma mal colocada puede comunicar un significado totalmente opuesto al que fue intencionado. Por ejemplo, en la década de los veinte un comerciante de animales adinerado envió a su esposa a París con algunos amigos para festejar su cum­ 61 6 2 A L©S Pies DE |e s ú s pleaños. Antes de regresar, ella le envió un telegrama a su esposo pidiéndole permiso para comprar un lujoso abrigo de piel de zo­ rro que costaba mil dólares de los de entonces. Su esposo telegra­ fió su respuesta: «No precio muy alto». Entusiasmada por la be­ nevolencia de su marido, compró el hermoso tapado blanco. Cuando su esposo la fue a buscar, la señora descendió del barco con su adquisición lujosa puesta. Su indignado esposo preguntó: -¿Por qué compraste el abrigo? ¡Te dije que era muy caro! Sorprendida, ella respondió: -Pero querido, dijiste que no había precio que fuera muy alto. El sacudió la cabeza y dijo: -¡D ije que no, que el precio era muy alto! La oficina de telégrafos se había olvidado de colocarle la coma después de la palabra «no». Sabemos que el ladrón no pudo haber ascendido al paraíso con Jesús en el día de su crucifixión porque en S. Juan 20: 17 Jesús le dijo a María: «¡Suéltame!, porque aún no he subido a mi Padre; pero ve a mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”». Jesús hizo esta afirmación el domingo de mañana junto a la tumba. Jesús ha­ bló con el ladrón el viernes por la tarde. ¿Cómo podía el ladrón estar con Jesús en el paraíso el viernes si el Señor crucificado aún no había ascendido al Padre el domingo de mañana? Si colocamos la coma después de la palabra «hoy», todo en­ caja perfectamente. Jesús estaba poniendo énfasis en que «aun­ que no parezco un gran señor o un rey, te estoy prometiendo hoy, que estarás conmigo en el paraíso». Ahora es el momento de orar En numerosas religiones del mundo, la gente se dedica a encender velas y a orar por las almas de sus seres queridos y ancestros muertos. La Biblia dice claramente que cuando una A b a t id a persona muere su caso está cerrado. Esa persona va a la tumba con sus pecados ya sea cubiertos por la sangre de Jesús o ex­ puestos, y espera su recompensa o castigo. «Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio» (Hebreos 9: 27). «Y fueron juzgados los muertos por las cosas que esta­ ban escritas en los libros, según sus obras» (Apocalipsis 20: 12). Ninguna cantidad de oraciones o intercesiones de parte de los vivos podrá alterar el caso de una persona una vez que ha muerto. Sin embargo, las buenas nuevas son que podemos hacer una diferencia ahora orando y llorando a los pies de Jesús por aquellos que están vivos pero muertos en el pecado. Libres de esas molestas y desagradables ataduras Un último punto que debemos considerar en la historia de la resurrección de Lázaro es el siguiente: después que Jesús resu­ citó a Lázaro ordenó que quitaran de su cuerpo las vendas sucias que dificultaban sus movimientos. En Isaías 64: 6 leemos: «To­ dos nosotros somos como cosa impura, todas nuestras justicias como trapo de inmundicia». Jesús vino a darnos vida y a libe­ rarnos de las cadenas de la muerte eterna. «Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el ros­ tro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: “Desatadlo y dejad­ lo ir» (S. Juan 11: 44). Jesús vino para darnos vida en vez de muerte. Él nos libe­ ra de las ataduras sucias de injusticia de la muerte que nos tie­ nen aprisionados, y nos cubre con el manto puro de su pro­ pia justicia. 63 C © N D E V e C lé N A Lffis p ie s de Je s ú s María, sentada a los pies de Jesús, escuchaba atentamente mientras el Maestro impartía los principios espirituales y mora­ les de su reino y el amor ilimitado de su Padre celestial. Es in­ dudable que María habría estado más cómoda sentada en una silla en el lado opuesto de la sala, pero eso la habría ubicado demasiado lejos de Jesús. María quería ver sus ojos amables que cuando enseñaba, parecían reflejar un caudal insondable de sa­ biduría. Eran ojos profundos y expresivos. A veces María se avergonzaba cuando se sorprendía mirándolo a los ojos. Solía concebir la peregrina idea que podría caer en esos ojos profun­ dos y ahogarse en el amor que percibía en ellos. Generalmente Jesús estaba rodeado por sus discípulos y den­ sas multitudes. Cada vez que María visitaba el hogar de Marta en Betania atesoraba los escasos momentos cuando podía estar cerca de Jesús, sin los pedidos ni las distracciones de la multi­ tud. Tenía tantas preguntas para hacer. Sin embargo, sabía que no era apropiado que una mujer, en especial una mujer con su reputación, hiciera preguntas a Jesús en público. María pensó que en la sala de su hermana estaría libre de censuras. 66 A íes p ie s d e jesús Después que Jesús resucitó a su hermano Lázaro, María se había mudado de Magdala para vivir con Marta y Lázaro en Betania. Procuró mantener su estancia en esa ciudad turística de los romanos, porque Jesús pasaba mucho más tiempo enseñando en las playas del mar de Galilea que en Jerusalén. Pero María había aprendido, en forma dolorosa, cuán débil era cuando estaba se­ parada de su Maestro. Cuando se estableció en su antiguo am­ biente de Magdala y volvió a relacionarse con sus amigos y cono­ cidos de su vida pasada, no tardó en sucumbir a las antiguas ten­ taciones. Varias noches, luego de ser seducida a pecar, María se sentaba a solasr a la luz tenue de una lámpara de aceite y lloraba sin consuelo. Recogía sus lágrimas en un frasco para lágrimas. Tal como lo hacía la gente de su época, María había adqui­ rido una especie de vaso lacrimatorio o redoma con una len­ güeta a modo de embudo en la parte superior para recoger sus lágrimas de vergüenza y dolor. La fuente de dolor de María era tan grande, que dos veces había tenido que comprar un frasco mayor para recoger sus lágrimas. Este era su «diario» líquido. Mientras María vivía en Mag­ dala había buscado a Jesús siete veces para pedirle perdón por su reincidencia en el pecado y para que la rescatara de los de­ monios de la culpa y la concupiscencia que la poseían. Y Jesús siempre lo hizo. La séptima vez que se arrodilló avergonzada a sus pies, Jesús refirió una parábola a la multitud que lo acom­ pañaba. María sabía que la historia estaba dirigida especial­ mente para ella. «Cuando el espíritu impuro sale del hombre, anda por lu­ gares secos buscando reposo; pero, al no hallarlo, dice: “Vol­ veré a mi casa, de donde salí” . Cuando llega, la halla barrida y adornada. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; y entran y viven allí, y el estado final de aquel hombre viene a ser peor que el primero» (S. Lucas 11: 24-26). Jesús quería que María comprendiera que necesitaba un nuevo comienzo. Tenía que llenar su vida con nuevos amigos y un nuevo ambiente, porque en caso contrario los antiguos C©N DEVffiCISN demonios continuarían poseyéndola. Finalmente vendió su casa en Magdala y todas las joyas y regalos que los soldados le habían dado. Tomó sus vestidos provocativos que usaba para atraer a los clientes y los quemó en el basural de la ciudad. María, con su frasco de lágrimas, algunas prendas en una bolsa y una cuantiosa cantidad de dinero, realizó el viaje de setenta y cinco kilómetros hasta el hogar de Marta y Lázaro en Betania. Cuando María le dio la espalda a su antigua vida de pecado, sintió una reconfortante sensación de paz. Esta vez su victoria sería duradera. Tal como lo había dicho Jesús tan a me­ nudo, ella «puso la mano en el arado y no miró hacia atrás». María, sentada a los pies de Jesús, escuchaba atentamente sus enseñanzas. El Maestro le sonreía y la instaba a expresar sus pre­ guntas simples pero profundas. El ruedo del vestido de Marta levantaba algo de polvo cada vez que pasaba rápidamente cerca de sus huéspedes. Marta tenía una manera de caminar con rapi­ dez con los hombros hacia atrás y la cabeza levantada de tal ma­ nera que no parecía ir de prisa. Correr de un lado para el otro en la casa no se consideraba decoroso, y Marta era muy consciente de su apariencia, especialmente cuando Jesús estaba de visita. Desde el picaro más andrajoso de la calle hasta el legista más circunspecto, todos en Betania sabían que más tarde ese día Jesús asistiría a un banquete en la casa de Simón. Todos los personajes importantes del pueblo irían, no solamente porque Jesús era el invitado principal, sino además porque Lá­ zaro, a quien el Maestro había resucitado, también estaría allí. Poco tiempo antes habían visto el cuerpo yerto de Lázaro, envuelto en una mortaja impregnada de aloe, en una tumba oscura en la ladera de la colina, en las afueras de Betania. En­ tonces Jesús había llegado y asombrado a la región entera al resucitarlo milagrosamente. Pero quizá la razón principal por la cual la gente deseaba asistir a la fiesta era el tío Simón en persona. Durante años el tío Simón, un fariseo, había sido uno de los ciudadanos más prósperos y respetados de Betania. Pero 6 68 a _ Les PIES DE jesús una mañana corrió la noticia por el pueblo de que los sacerdo­ tes del templo habían anunciado que el tío había contraído la lepra, lo cual equivalía a una sentencia de muerte virtual. La lepra era una enfermedad muy devastadora y temida, a veces conocida como la «maldición» o «el dedo de Dios». Cuan­ do Marta le contó a María acerca de la condición del tío Simón, agregó: -D ebe haber habido algún pecado en su vida. De lo con­ trario Dios no le habría hecho esto al tío Simón. Marta sacudió la cabeza, hizo un chasquido con la lengua y añadió: -¡Mujeres! Corría el rumor que Simón tenía un problema con las mu­ jeres jóvenes. María bajó la vista y no dijo nada. Conocía demasiado bien el problema del tío Simón. El había sido el responsable de que su agraciada sobrina se enfilara por el tortuoso camino de la des­ gracia. María guardaba el vergonzoso secreto sepultado en lo profundo de su pasado. El tío Simón era un típico fariseo de su época. Predicaba en kilómetros y vivía en centímetros. Hablaba como un sacer­ dote en público y vivía como un publicano, cobrador de im­ puestos, en las sombras. Después que los sacerdotes confirmaron que Simón estaba leproso, fue expulsado del pueblo para que viviera con los de­ más leprosos en el «campamento de los muertos». Estas colo­ nias eran el lugar más miserable, despreciable y desesperante de la región. Los buitres volaban en círculos sobre el campamento, observando para descubrir el cadáver de algún leproso. Las co­ lonias eran lugares donde hombres, mujeres y niños, expulsados de sus familias por esta enfermedad maldita, eran enviados a morir lentamente, sufriendo por las heridas infectadas, las ex­ tremidades perdidas y la ceguera antes de su fallecimiento. Simón había sido afectado por un caso desesperanzado de lepra por tanto tiempo que había recibido el sobrenombre CffiN D E v e c ié N de Simón el leproso. Marta le llevaba comida fielmente. C o­ locaba el canasto en las afueras del campamento y lo llamaba. Marta sabía que debía mantenerse a la distancia de un «tiro de piedra» de su tío. En cuanto al canasto, nunca más podría ser utilizado por las personas «limpias». A Marta no le molestaba el sacrificio de tiempo y esfuerzo, porque disfrutaba ayudando a la gente. En cada visita procura­ ba persuadir al tío Simón para que buscara a Jesús, pero él rehu­ saba, porque estaba convencido que Dios lo había desamparado. En una visita, Marta le gritó un mensaje que llevó un rayo de esperanza a Simón. —¡Tío Simón, escuché que el Maestro sanó a un hombre leproso en Galilea! Un deseo desesperado se despertó en el corazón de Simón. Marta agregó: -S i el Maestro pudo resucitar a Lázaro luego de cuatro días en la tumba, ¡ciertamente puede sanarte a ti! Ve a él -insistió Marta—. El no te rechazará. Cuando Simón regresó a la colonia contó a sus compañe­ ros de sufrimiento lo que Marta le había dicho. —Si el Hombre ha sanado y perdonado a otros leprosos, en­ tonces quizá puede sanarme a mí también. Iré a buscar a Jesús y le rogaré que me sane. Vale la pena intentarlo. Algunos se burlaron de su plan absurdo, pero hubo nueve, incluyendo un samaritano, que insistieron en acompañarlo. Un desfile de leprosos dignos de compasión inició el largo camino hacia el norte en busca del lugar donde habían escu­ chado que Jesús estaba enseñando. Con cada paso esperaban contra toda esperanza que él tuviera misericordia de ellos. En cierto momento los diez hombres casi se dieron por ven­ cidos por la desesperanza. Fueron atacados con piedras por una pandilla de jóvenes, que los injuriaban y gritaban: —¡Leprosos! ¡Inmundos, leprosos maldecidos por Dios! Sin percatarse de ello, se habían aproximado demasiado a uno de los pueblos en su camino. Los leprosos finalmente encontraron 69 70 A í e s p ie s d e Je s ú s a Jesús y a sus discípulos cerca de una aldea de pescadores. C o­ mo no podían acercarse al Maestro y su séquito, Simón clamó desde la cumbre de una colina cercana: —¡Jesús! ¡Maestro, ten misericordia de nosotros! Los demás, que se habían colocado atemorizados detrás de su líder, formaron un coro de ruegos: -¡Jesús! ¡Maestro, ten misericordia de nosotros! Una vez más, demostrando su amor y paciencia maravillo­ sos, Jesús les ordenó: -¡Vayan y preséntense ante los sacerdotes! Al principio esta orden los dejó perplejos. Ya habían sido inspeccionados por un sacerdote y habían sido declarados leprosos. Pero Simón, con fe, se alejó para cumplir con la or­ den del Maestro. Los otros nueve hicieron lo mismo. Repen­ tinamente sintieron que una oleada de vitalidad y fuerza reco­ rría sus cuerpos. En un instante los ojos ciegos fueron sana­ dos, las heridas desaparecieron y hasta los dedos de manos y pies perdidos aparecieron en su lugar. ¡Hasta los últimos ves­ tigios de lepra desaparecieron de sus cuerpos! ¡Habían sido sanados totalmente! Saltando y alabando a Dios, corrieron hacia el templo para presentarse a los sacerdo­ tes, quienes declararían que la lepra había desaparecido de sus cuerpos. En su entusiasmo, Simón observó a los demás hom­ bres mientras corrían y se dio cuenta que el samaritano ya no estaba con ellos. Simón supuso que debido a que el sacerdote no declararía limpio a un samaritano, el hombre había decidi­ do volver a su hogar en Samaria. No fue sino hasta más tarde que Simón descubrió que el samaritano había sido el único del grupo que había regresado para agradecer a Jesús por ha­ berlo sanado. Jesús elogió al samaritano por hacerlo. Convencido de su propia ingratitud, el tío Simón deseaba hacer algo grandioso para demostrar su aprecio por Jesús. Cuan­ do escuchó que Jesús había venido a Jerusalén para la Pascua, Simón decidió honrarlo con una fiesta lujosa. Invitaría a sus discípulos también, y por supuesto, a los líderes de su comu­ C ® N DEV© CI®N nidad. ¿Y quién estaba mejor calificada para preparar la fiesta que su sobrina Marta? En su cocina de Betania Marta realizaba sus preparaciones culinarias con gran esmero, por cierto que trabajaba en forma frenética, pero organizada. Lo mismo que los demás, María estaba maravillada por la forma como su hermana mayor era capaz de llevar a cabo tantas cosas. Marta, que era tejedora profesional, producía las mejores y más coloridas alfombras de lana de Jerusalén. María disfruta­ ba observando las manos de Marta volando por el telar con perfección meticulosa en cada trama y urdimbre. Es más, po­ co tiempo después de trabar amistad con Jesús, María había ayudado a su hermana a tejer una túnica fina, resistente y de una sola pieza para Jesús. Nunca había visto una mejor com­ binación de colores en ninguna tela. María supuso que debía haber sido una túnica como esta la que el patriarca Jacob rega­ ló a su hijo José. Marta era una dínamo de actividad desde el momento en que se levantaba cada mañana hasta cuando se acostaba a dor­ mir en la noche, María se sonreía mientras observaba cómo la energía cinética de Marta la hacía retorcerse con impaciencia en la sinagoga cada sábado mientras trataba de permanecer quie­ ta y escuchar al rabino que leía de las Escrituras. Sin embargo, el don del liderazgo de Marta y su ilimitada energía también habían sido lo que había intimidado y asusta­ do a sus pretendientes masculinos a lo largo de los años. Aunque Marta nunca lo reconocería, María sabía tristemente que su hermana estaba luchando con el temor secreto de con­ vertirse en una solterona, de nunca conocer a un hombre ni amamantar a un bebé. Marta pasó al lado de María y Jesús una vez más, pero esta vez miró a Jesús con una sonrisa forzada y luego dirigió a María una mirada escrutadora. María comprendió el lenguaje no hablado: «Levántate y ayúdame. ¿Acaso no puedes ver cuán ocu­ pada estoy?» 71 72 A L e s PIES DE jESÚS «¡Porfavor, ahora no!», María devolvió su ruego silencioso, comunicándolo con expresiones faciales que solamente dos hermanas pueden interpretar. Los discípulos habían salido, y la conversación de Jesús con María se había vuelto más inten­ sa. Ella sentía que él estaba por compartirle algo de vital im­ portancia. Por supuesto, Jesús sabía que pronto serían interrumpidos otra vez, y María debía oír su mensaje. El Maestro se inclinó hacia adelante, con ojos entristecidos. -María, el Hijo del hombre será traicionado en manos de los hombres, y ellos lo matarán. Después de su muerte, resu­ citará al tercer día. Más de una vez en el pasado, María había escuchado a Je­ sús haciendo el mismo comentario a sus discípulos, pero aque­ llos doce hombres que lo habían seguido durante más de tres años nunca daban muestras de estar preocupados. Era como si pensaran que Jesús les estaba hablando en parábolas otra vez. Pero María comprendía ahora lo que ellos no entendían: Jesús deliberadamente estaba siendo lo más literal y sencillo posible. Ella sabía que Jesús tenía un número creciente de enemi­ gos que no descansarían hasta que estuviera muerto. Recordó haber oído a Juan el Bautista referirse a Jesús como «el Corde­ ro de Dios que quita el pecado del mundo». ¿Acaso no lo sabían sus amigos? ¿No entendían que el cordero designado en los ri­ tos del templo, el que quita el pecado del pueblo, siempre tie­ ne que morir? Mientras María permanecía sentada a los pies de Jesús la verdad devastadora de su afirmación atravesó su corazón co­ mo una lanza romana. Pronto Jesús habría de morir por los pecados de ella y por los pecados del mundo. Los ojos de M a­ ría se llenaron de lágrimas que comenzaron a rodar por sus mejillas. Mientras Jesús la miraba a los ojos, escudriñaba su al­ ma. Así como ella sabía que él moriría por ella, Jesús sabía que solamente María comprendía su misión. C©N DEV©CI©N Pasaron unos momentos de silencio mientras ella procesa­ ba la magnitud sorprendente de esta verdad. Fue en ese mo­ mento cuando Marta estaba acumulando presión emocional en la cocina, enojada por la ingratitud de su hermana menor. ¿Cómo podía María ser tan descomedida? Las personas más prominentes de la ciudad pronto llegarían para cenar. A pesar de la eficiencia de Marta había un sinnúmero de preparativos pendientes. Ella y Lázaro habían aceptado a María y habían perdonado su pasado deshonroso. ¡Lo menos que podía hacer ella era demostrar un poco de aprecio ayudando en la cocina! Marta notó la pausa en su conversación y decidió protestar por la falta de respuesta de su hermana. La mujer agitada diri­ gió sus comentarios a Jesús. Si no podía conseguir que María la escuchara, seguramente su hermana menor le haría caso a Jesús. —«Señor -M arta golpeaba suavemente el suelo con un pie y mantenía los brazos cruzados en señal de irritación-, ¿no te da cuidado que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude» (S. Lucas 10: 40). La respuesta de Jesús no fue la que ella esperaba: —«Marta, Marta -su voz rebosaba de amor y paciente com­ presión—, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria, y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada» (vers. 41, 42). Al principio Marta quedó perpleja, y sintió que su rostro se ponía rojo de bochorno y vergüenza. Ella también había deseado sentarse al igual que María y tener un momento a so­ las con Jesús. Ella también tenía mil preguntas para hacerle a su amable huésped, pero la mantenía distante el miedo de que Jesús atravesara su cascarón exterior de serenidad y viera la so­ ledad severa que sentía en su interior. El camuflaje de Marta de constante actividad la mantenía distraída de sus propios pecados y dolor emocional. Preocu­ pada con las apariencias externas, Marta no se daba cuenta de cuánto tiempo personal con Jesús necesitaba su hermana. María había sucumbido con tanta facilidad en el pasado que 73 74 A íes p ie s d e Je s ú s necesitaba desesperadamente esta instrucción de Jesús para ob­ tener fuerzas contra la tentación. Sin decir palabra Marta aga­ chó la cabeza y regresó a sus quehaceres. Sus ojos fijos en Jesús, María se puso de pie calmadamen­ te. En vez de ir hacia la cocina, se dirigió a su pequeña habi­ tación, buscó su monedero y salió por la puerta del frente sin que la vieran. María comprendió, por lo que Jesús le había di­ cho y por la manera como lo había dicho, que no le quedaba mucho tiempo. Debía encontrar un regalo digno de un rey. ¡No deje de leer este análisis! Es un poco profundo, ¡pero indispensable para comprender la esencia del evangelio! ¡Los infractores serán penados con una severa multa! S. Lucas 10:38-42 «Aconteció que, yendo de cam ino, entró en u n a aldea, y una m ujer llam ad a M a rta lo recibió en su casa. E sta tenía u n a herm a­ n a que se llam ab a M aría, la cual, sentándo­ se a los p ies de Jesús, oía su p alab ra. M arta, en cam bio, se preocupaba con muchos que­ haceres y, acercándose, d ijo : “Señor, ¿no te d a cuidado que m i herm ana m e deje servir so­ la? D ile, pues, que me ayude”. Respondiendo Jesú s, le d ijo : “M a rta , M a rta , a fa n a d a y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria, y M aría h a escogido la bue­ na p arte, la cu al no le será q u itad a”». C®N DEV© CléN Trabajo para el Señor Hay dos asuntos básicos y cruciales en este pasaje. Deben examinarse en el orden apropiado. Uno es «trabajar para el Se­ ñor», y el otro es «una relación con el Señor». ¡Confundir o malentender el lugar debido de estos dos principios puede ser eternamente devastador! X No trabajamos para el Señor para ser salvados o aceptados. Trabajamos para él porque somos salvos y porque somos acep­ tados. X Solamente podemos ser salvos mediante una relación que crece cuando estamos sentados a los pies de Jesús oyendo la Palabra. Marta estaba agobiada con demasiado servicio. Pero servir al Señor nunca es un substitutivo de conocerlo realmente. Jesús dijo en S. Mateo 7: 22, 23: «Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos mi­ lagros?” Entonces les declararé: “Nunca os conocí. ¡Apartaos de mí, hacedores de maldad!”». Es posible hacer buenas obras por Jesús sin tener una rela­ ción redentora con él. El Señor nos advirtió que muchos co­ meterán el error fatal de creer que las buenas obras garantizan la salvación. Un servicio genuino por Dios surge de un cono­ cimiento genuino de Dios. Y este conocimiento de Dios es la esencia de la salvación. «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (S. Juan 17: 3). «Mi pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento» (Oseas 4: 6). Una vez que realmente llegamos a conocer a Dios, las bue­ nas obras vendrán naturalmente. La Biblia es clara al decir que no somos salvos por nuestras obras, pero seremos juzgados y recompensados según nuestras obras. «Y fueron juzgados los l5 76 A L e s p ie s d e Je s ú s muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras» (Apocalipsis 20: 12). «¡Vengo pronto!, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra» (Apo­ calipsis 22: 12). Muchos afirmarán que conocen a Dios, pero sus obras re­ velarán una historia diferente. «Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan, siendo abominables y rebeldes, re­ probados en cuanto a toda buena obra» (Tito 1: 16). «El que dice: “Yo lo conozco”, pero no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso y la verdad no está en él» (1 S. Juan 2: 4). Jesús advirtió en S. Mateo 7: 20: «Así por sus frutos los co­ noceréis». María tenía mayor conocimiento del corazón que de la mente. Cualquier fariseo podría haberla desconcertado con detalles doctrinales, pero cuando se trataba de conocer al Se­ ñor, María no tenía competidor. Devoción La importancia de la devoción personal y la asistencia a la iglesia a menudo son subestimadas. Es posible estar tan ocu­ pado haciendo la obra del Señor que nos olvidamos del Señor de la obra. O, tal como Marta, nos ocupamos tanto trabajan­ do por el Señor que no llegamos a conocerlo realmente. Jesús estableció un orden de prioridades entre la fe y las obras con su afirmación registrada en S. Lucas 10: 41, 42: «Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria, y María ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada». ¿Qué era esa «una cosa» a la cual Jesús se refería? Era la «una cosa» que le dijo al joven rico que le faltaba. «En­ tonces Jesús, mirándolo, lo amó y le dijo: “Una cosa te falta”» (S. Marcos 10: 21). Es la misma «una cosa» en la que siempre insistió: dar a Dios el primer lugar; buscar un conocimiento del Señor que C®N DEVffiCIÉN produzca una fe salvadora. Una cosa es necesaria; sin esa «una cosa» todas las buenas obras del mundo no podrían salvar ni siquiera a una pulga. «Pero sin fe es imposible agradar a Dios» (Hebreos 11: 6). «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2: 8, 9). ¡Jesús dijo que la única buena obra que puede salvarnos es creer en él! «Respondió Jesús y les dijo: “Esta es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha enviado”» (S. Juan 6: 29). Somos salvos por fe en Dios; pero una fe verdadera y salva­ dora en Dios surgirá solamente cuando conozcamos a Dios y como resultado confiemos en él. Permítanme ilustrarlo. Si un desconocido se me acercara en pleno aeropuerto y me extendiera un cheque por un millón de dólares, yo más sospecharía que me alegraría. Al no cono­ cer al individuo, me preguntaría si se trata de una broma pe­ sada o de un timo. Podría preguntarme si esa persona no se habría escapado de un centro psiquiátrico. Ciertamente ten­ dría serias dudas acerca del valor del cheque. ¿Por qué? Porque no conozco a la persona. Por otro lado, tengo unos pocos ami­ gos que son millonarios. Si uno de ellos me diera un cheque por un millón de dólares estaría sumamente emocionado. ¿Cuál es la diferencia? El hecho de conocerlos me induciría a tener fe en sus promesas. Del mismo modo, la fe en Dios proviene de conocer a Dios. ¿Cómo llego a conocer a Dios? Conocer a Dios y tener fe en él proviene primariamente de la lectura de su Palabra. «Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Romanos 10: 17). La siguiente secuencia lógica de tres puntos, si es compren­ dida, puede transformar vidas. 1. No podemos obedecer a Dios a menos que lo amemos. «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (S. Juan 14: 15). 2. No podemos amar a Dios a menos que lo conozcamos. / 7 8 A » £ S DE jtSÚ'S 3. No podemos conocer a Dios a menos que pasemos tiempo diario con él, a sus pies, aprendiendo quién es él realmente. Toda relación de amor gira alrededor de tiempo pasado disfrutando de la comunicación, hablar y escuchar. Cuando oramos, hablamos con Dios. Cuando leemos nuestras Biblias o escuchamos la Palabra hablada, Dios nos habla a nosotros. De este modo hay una comunicación en dos sentidos. Primero la palabra Tal como lo descubrió María, sentarse a los pies de Jesús y oír la Palabra se vuelve una prioridad para todo cristiano lleno del Espíritu. Los apóstoles actuaron sobre este principio de priori­ dad cuando ordenaron a los siete diáconos: «Entonces los doce convocaron a la multitud de los discípulos, y dijeron: “No es jus­ to que nosotros dejemos la palabra de Dios para servir a las me­ sas. Buscad, pues, hermanos, de entre vosotros a siete hombres de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a quienes encarguemos de este trabajo. Nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la Palabra”» (Hechos 6: 2-4). Entonces, la Palabra debe ser más importante que la tarea. La obra del Señor nunca prosperará hasta que la Palabra del Señor tenga preeminencia en las mentes de su pueblo. Si un hombre tiene un ataque al corazón y los paramédi­ cos llegan y comienzan por lavarle la cara, limarle las uñas y peinarle el pelo, en vez de aplicarle RCP (reanimación cardiopulmonar), probablemente morirá. O bien, si alguien intenta revivir una planta deshidratada sacándole el polvo a las hojas en vez de regarla, no tendrá éxito. Tantas veces me he sentado en la plataforma durante el ser­ vicio religioso de la iglesia o en algún retiro espiritual, espe­ rando ansiosamente para predicar la Palabra, observando el desfile aparentemente inacabable de anuncios, preliminares, preludios y «partes especiales» que devoran el tiempo precioso C©N DEV®CI© N que debería dedicarse a la proclamación de la Palabra. Cuando finalmente abro mi Biblia para exponer la Palabra de Dios, mu­ chos en la congregación ya están inquietos e irritables, obser­ vando impacientemente sus relojes, listos para irse. Otras per­ sonas que sufren de bajo nivel de glucosa en la sangre, son in­ capaces de comprender lo que estoy diciendo. El Señor recibe lo que sobra de nuestra concentración, una ofrenda pobre de nuestra atención. Por más importante que sean, los anuncios de iglesia, las partes musicales, las dedicaciones de bebés, sí, incluso los bau­ tismos y los servicios de comunión, nunca deberían reemplazar o eclipsar la lectura (y la predicación) de la sagrada Palabra. Maná matinal La mañana es el mejor momento para conocer a Dios. Este principio fue ilustrado profundamente al pueblo de Israel por el regalo diario del maná de parte de Dios. La comida de ángel caía desde el cielo temprano por la mañana, seis días a la sema­ na, durante cuarenta años. Si alguno esperaba demasiado para recogerlo, el maná se evaporaba en el calor del sol del desierto. «Lo recogían cada mañana, cada uno según lo que había de comer; y luego que el sol calentaba, se derretía» (Éxodo 16: 21). Del mismo modo, sí esperamos demasiado tiempo para nues­ tro culto personal, las preocupaciones y las presiones de nuestro día captarán nuestra atención antes de que lo haga el Señor. Cuanto más ocupados estemos y más tengamos para hacer, más necesitamos dedicar tiempo para orar. No permitamos que se derrita el maná. Jesús, nuestro ejemplo en todas las cosas, realizaba su culto personal matutino: «Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (S. Marcos 1: 35). Tal como lo dijo muy bien el famoso evangelista Charles Spurgeon: «La mañana es la puerta del día, y debería ser vigilada 79 80 A í e s PIES DE [ESÚS muy bien a través de la oración. Es una punta del hilo sobre el cual las acciones del día están enhebradas, y deben estar bien atadas con devoción. Si sintiéramos la majestad de la vida seríamos más cuidadosos con sus mañanas. »El que se apresura a salir de la cama para comenzar sus ta­ reas y no se detiene a realizar su culto personal es tan necio como si no se hubiera vestido sus ropas, o lavado la cara, y tan imprudente como si hubiera ingresado a un campo de batalla sin armas ni armadura. Que sea lo primero bañarnos en el río suave de la comunión con Dios, antes de que el calor del de­ sierto y la carga del día comience a oprimirnos». Pan de la Biblia La comida espiritual es tan esencial como la comida física. Si se nos ha hecho tarde para llegar al trabajo y debemos ele­ gir entre un plato de cereal o nuestro culto personal, muchos pueden sentir que su tiempo a solas con Dios es prescindible. Por más importante que sea la fibra para nuestro bienestar, no nos mantendrá alejados del pecado cuando llegue la ten­ tación. «Nunca me separé del mandamiento de sus labios, sino que guardé las palabras de su boca más que mi comida» (Job 23: 12). «Fueron halladas tus palabras, y yo las comí» (Jere­ mías 15: 16). Cuando oramos: «Danos hoy el pan nuestro de cada día» (S. Mateo 6: 11, NRV) se aplica más al pan espiri­ tual que al pan horneado. Cuando Jesús fue tentado en el des­ ierto después de ayunar durante cuarenta días, le dijo al dia­ blo: «Escrito está: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios”» (S. Lucas 4: 4). No podemos depen­ der de otros para que nos alimenten espiritualmente. Los cris­ tianos maduros deben aprender a hornear su propio «pan de la Biblia». Los que visitan el Parque Nacional Yosemite, reciben una hoja impresa de manos de un guardabosque en la entrada del CffiN D E V 0 C I0 N parque. Impreso con esta advertencia escrita con letras gran­ des: «No alimente a los osos». Pero cuando llegan al interior del parque, ven a muchas personas alimentando a los osos. Un turista preguntó a un guardabosque: -¿Por qué molestarse con advertencias y carteles en el ca­ mino? -Los turistas solamente ven una parte del cuadro —respon­ dió el guardabosque. Le contó que en el invierno el personal de servicio debe recorrer el parque con una excavadora para llevarse los cuer­ pos congelados de los osos que han muerto de hambre por no saber alimentarse por su cuenta. Se habían acostumbrado tanto a comer los alimentos ofrecidos por turistas bien in­ tencionados, que habían perdido la habilidad de cazar comi­ da de verdad tal como lo había diseñado el Creador. Cuan­ do el parque cerraba durante el invierno, debían buscar su propio alimento, pero como no sabían hacerlo morían de hambre. Alimento que fortalece No puedo explicarlo, pero la comida espiritual proporcio­ naba a Jesús no solamente salud espiritual sino también fuer­ zas físicas. S. Juan 4: 31, 32 dice: «Entre tanto, los discípulos le rogaban, diciendo: “Rabí, come”. El les dijo: “Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis”». Elias recibió fuerza física sobrenatural cuando comió pan celestial preparado por un ángel: «Regresó el ángel de Jehová por segunda vez, lo tocó y le dijo: “Levántate y come, porque largo camino te resta”. Se levantó, pues, comió y bebió. For­ talecido con aquella comida anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios» (1 Reyes 19: 7, 8). Si despertamos temprano para pasar más tiempo a solas con Dios, puede ser que descubramos que también tenemos más energía física y mental durante el día. Para resistir a las 81 82 A í e s PIES DE |ESÚS tentaciones diarias que nos asedian, necesitamos la misma ar­ ma secreta utilizada por Jesús, descrita en Efesios 6: 17: «To­ mad [...] la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios». Jesús en mí Una madre y su hijita de tres años viajaban en auto cuan­ do repentinamente la niñita puso la cabeza sobre el pecho de su mamá y comenzó a escuchar. -¿Qué estás haciendo? -preguntó la mamá. -Estoy escuchando a Jesús en tu corazón —fue la respuesta. -Y ¿qué oyes? La inocente niña miró a su madre con ojos perplejos y le dijo: —¡Parece como si estuviera haciendo café! Los cristianos no solamente tenemos la promesa que Jesús estará con nosotros hasta el fin (ver S. Mateo 28: 20), sino que también desea habitar en nosotros. ¿Cómo podemos hacer que esta promesa se cumpla? «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Salmo 119: 11). Puesto que Jesús es la Palabra, también sería correcto decir que Jesús mis­ mo es el arma secreta. Si pasamos tiempo con Jesús mediante la oración y el estu­ dio de la Palabra, lo conoceremos mejor y por lo tanto lo ama­ remos más. Él habitará en nuestros pensamientos y en otros procesos mentales. Así como nuestra reacción natural es ha­ blar de las personas a quienes amamos, también será más na­ tural que hablemos a los demás acerca de nuestro Señor. Así como un músculo se fortalece con la actividad, también cuan­ do compartimos a Jesús con los demás nuestra propia fe se fortalece. Más amor, más testimonio, más entrega, más energía es igual a menos desánimo y menos depresión. Todo esto es una reacción en cadena directa que proviene de utilizar el arma se­ creta de la devoción personal. C e N DEVffiCléN Todos necesitamos y deseamos urgentemente que Jesús mo­ re en nuestros corazones. ¿Cómo logramos que lo haga? Dado que otro nombre para Jesús es la Palabra, al leer la Palabra esta­ mos invitándolo directamente a que more en nosotros. «Cristo en vosotros, esperanza de gloria» (Colosenses 1: 27). Analfabetos espirituales Una de las cosas más importantes que podemos hacer para experimentar un reavivamiento personal en nuestras vidas es escuchar la Palabra. Pero en años recientes me he sentido cada vez más alarmado por la sorprendente ignorancia acerca de las Escrituras que he observado en las iglesias y escuelas cristianas que he visitado. Lo que sigue es una lista de las respuestas más diverti­ das dadas por estudiantes a preguntas básicas acerca de la Biblia: X La esposa de Lot era una estatua de sal de día y una bola de fuego de noche. X Moisés subió a la cumbre del monte Cianuro para buscar los Diez Mandamientos. X El séptimo mandamiento es: «No admitirás adulterio». X Josué lideró a los hebreos en la batalla de Geritol. X Jesús nació porque María tuvo una inmaculada contracción. X Las personas que seguían a Jesús eran llamadas los doce decibeles. X Las epístolas eran las esposas de los apóstoles. X Uno de los apostrofes fue San Mateo. X David luchó contra los frankinsteins, una raza de personas que vivieron en los tiempos bíblicos. X Un cristiano debería tener solo una esposa. Esto se llama san­ ta monotonía. Desafortunadamente estas respuestas cómicas de parte de los ni­ ños reflejan una sequía espiritual grave y lamentable en los adultos. | m 83 84 A íes p ie s d e Je s ú s Leyes espirituales y físicas En los primeros años de mi experiencia cristiana conocí a un hombre que impresionó firmemente la siguiente verdad en mi mente. Un día mientras caminaba por la calle escuché el chirrido de su bicicleta de tres ruedas mientras se me acerca­ ba por detrás. Entre las personas jóvenes que vivían en Palm Springs, California, el hermano Harold era una leyenda vi­ viente, un cristiano judío de setenta años que sabía «predicar con el ejemplo». El día del hermano Harold comenzaba a las cuatro de la mañana, con dos horas de estudio de la Biblia y oración, se­ guidas por un par de horas repartiendo volantes por las calles. Después de eso se dirigía hacia el hospital, donde trabajaba como capellán voluntario. Visitaba a los pacientes en sus ha­ bitaciones y compartía uno o dos pasajes animadores de las Escrituras, todos de memoria. Nunca olvidaré el temblor de la voz y el brillo del rostro causados por la alegría que sentía cada vez que citaba algún pasaje de las Escrituras. Yo era un nuevo converso, de unos diecisiete años, y lucha­ ba por separar mi filosofía hippie oriental de las verdades de la Biblia. En realidad, me estaba sintiendo algo así como un cris­ tiano fracasado. El hermano Harold me saludó ese día con las siguientes palabras: -¡Q ué día glorioso nos ha dado Dios! (Siempre estaba de buen ánimo). -Sí, qué hermoso día —respondí. Se dio cuenta de que algo faltaba en mi voz. -¿Por cuánto tiempo puedes aguantar la respiración, Doug? -preguntó el hermano Harold, con un brillo en los ojos. Qué pregunta extraña. Recuerdo un jueguito que practicá­ bamos en la escuela. Consistía en retener la respiración mien­ tras esperábamos que sonara el timbre para el recreo. Me ha­ bía vuelto bastante bueno en eso. C©N DEV©CI©N Me reí de su pregunta «fuera de lugar», pero contesté: -Puedo contener la respiración durante cuatro minutos si antes inspiro profundamente varias veces. -Entonces, hijo, no deberías dejar pasar más de cuatro mi­ nutos sin orar... «Orad sin cesar», 1 Tesalonicenses 5: 17 -dijo con tono levemente irónico, pero con profunda reverencia por las Escrituras. —¿Con cuánta frecuencia comes? -preguntó después. Ahora comprendí hacia dónde apuntaba. -Unas dos o tres veces en el día -respondí lentamente. -Bueno, con esa frecuencia deberías también leer o medi­ tar en la Palabra de Dios -hizo una pausa y continuó-: Doug, ¿qué le sucedería a tu cuerpo si nunca hicieras ejercicio? -Supongo que me debilitaría y mis músculos se pondrían flácidos. -L o mismo sucederá con tu fe si no la usas —concluyó. Se alejó pedaleando en su bicicleta y me gritó: -¡Las mismas leyes que se aplican a tu cuerpo físico valen también para tu salud espiritual! Sabía que el hermano Harold había puesto el dedo en la lla­ ga, porque yo había descuidado el hábito de situarme, a seme­ janza de María, a los pies de Jesús, para escuchar su Palabra. La Palabra de Dios es nuestro pan para alimentarnos espiritual­ mente, es nuestra espada para defendernos y conquistar, y tam­ bién es la luz para guiarnos hacia la gloria. 85 C © N SA CRIfICI© a l© s p ie s de Je s ú s 1 Después de salir de la casa de Marta, María recorrió rápi­ damente los tres kilómetros y medio hasta Jerusalén. Entró en una calle donde estaban ubicados los negocios más finos. Es­ taba tan absorta buscando el regalo perfecto para Jesús, que solo ahora se percataba que esta era la primera vez que regresa­ ba a la santa ciudad desde aquel día extraordinario cuando Je­ sús la había salvado de morir apedreada. Mientras María meditaba en este pensamiento, vio a uno de sus antiguos clientes, un maestro de la Ley. El legista venía caminaba lentamente por la angosta calle. Era evidente que estaba siendo arrastrado, como un buey con un aro en la nariz, por su esposa que se entretenía comprando sin prisa alguna. Una ola de pánico recorrió el cuerpo de María mientras los recuerdos de su sórdido pasado se agolpaban en su mente. Antes de entrar a uno de los negocios, el legista la miró direc­ tamente sin el menor indicio de haberla reconocido. 88 A í e s PIES DE [ESÚS María se dio cuenta que ya no tenía puestos la ropa ni los adornos seductores propios de una prostituta. Pero había algo más. María reparó en que también era diferente interiormen­ te. Sus amigos y familiares le habían comentado que desde que se había vuelto discípula de Jesús brillaba con una luz interior. Abrumada por un nuevo aprecio por Jesús y todo lo que él había hecho por ella, María se concentró en su propósito de encontrar un regalo apropiado para el Maestro. Si fuera nece­ sario, estaba dispuesta a vaciar su monedero para pagarlo. El dinero que había guardado de su vida anterior y de la venta de su casa en Magdala era una suma apreciable, la cual lamenta­ blemente era un recuerdo constante de la paga del pecado. María decidió gastarlo todo ese día, si fuera necesario, para comprar un regalo noble como ofrenda para el Señor. Mientras la ex prostituta examinaba una muestra de tela fina color púrpura, sintió una fragancia exótica que impregna­ ba el aire y acariciaba dulcemente sus sentidos. Provenía de la tienda del perfumista situada en el lado opuesto de la callejue­ la de adoquines. Dejó a un lado la tela color púrpura digna de un rey y se dirigió al lugar donde el perfumista vertía las últi­ mas gotas de la exquisita esencia en un hermoso frasco de ala­ bastro blanco decorado. El aroma único y exquisito atrajo a otros compradores y peregrinos de la Pascua a la entrada de la tienda como abejas atraídas por una flor repleta de néctar. —¿Qué es ese perfume increíble? -preguntó una de las com­ pradoras con asombro y admiración en la voz. -Esto, señora -el perfumista sostuvo en alto el frasco con la delicada esencia para que todos pudieran verlo-, es mi pro­ pia mezcla especial de nardo y mirra. Preparé la fórmula ba­ sándome en a la que se describe en los Cantares de Salomón. Hablaba con elocuencia a la multitud de clientes: -Solamente una vez cada año las caravanas de Sabá me traen una cantidad suficiente de nardo y mirra para llenar un solo frasco. Es más -hizo una pausa y la multitud puso aten­ ción para escuchar lo que diría-, el año pasado Pilato compró C ® N SACRJFICI® mi frasco y se lo envió de regalo al César. Pero la mezcla que he preparado este año -el hombre volvió a hacer una pausa, sosteniendo en alto el frasco tan hermosamente decorado-, ¡es la mejor de todas! Los numerosos espectadores lanzaron diversas exclamacio­ nes de asombro. María, sintiendo como si ángeles estuvieran empujándola, se adelantó y preguntó: -¿Cuánto cuesta? El hombre miró de arriba a abajo a la joven mujer vestida con ropas comunes y soltó una risita socarrona. -¡Señorita, requeriría el equivalente al salario de un año entero para comprar un regalo de esta categoría! María sostuvo en alto su monedero para que el vendedor lo viera y volvió a preguntar: —¿Cuánto? La avaricia entrecerró los ojos del perfumista cuando vio la bolsa de cuero llena de valiosas monedas. Su expresión se vol­ vió más seria. Luego de pensar un momento, anunció: -Trescientos cincuenta denarios. La gente lanzó exclamaciones de asombro al oír el precio elevado del perfume. María también suspiró, y después sonrió dulcemente. Esta­ ba acostumbrada a regatearles a los hombres codiciosos. -Tengo trescientos denarios. ¡Podrías hacer una jugosa ven­ ta ahora mismo! El comerciante quedó atónito al ver que una mujer tan joven y vestida sin lujo tuviera consigo tanto dinero, pero mantuvo su precio. -L o siento, -d ijo -, pero solamente preparo un frasco de este exquisito perfume cada año y... María no quiso esperar para oír su explicación. -Esto será un regalo para Jesús de Nazaret. El comerciante dio un paso hacia atrás y examinó pensati­ vo el rostro de María por unos instantes. La multitud se acer­ có más aún para escuchar su respuesta. 89 90 A í e s PIES DE |e s ú s -¿Dijiste Jesús de Nazaret? María asintió con un movimiento de cabeza. Un hombre de entre la multitud repentinamente dijo: -Muchos dicen que es el hijo de David y que reinará como nuestro nuevo rey. Se produjo una larga pausa mientras los curiosos seguían atentamente en las negociaciones y observaban el rostro del perfumista. De pronto le brillaron los ojos, sonrió y dijo: -Está bien. Será un honor venderte mi perfume por tres­ cientos denarios para ungir a nuestro nuevo rey. La multitud demostró su aprobación con calurosos aplau­ sos. María, temiendo que el perfumista cambiara de opinión, vació el contenido de su monedero sobre el mostrador. Antes de que él terminara de contar el dinero ella tomó el hermoso frasco recién sellado, cerró los ojos y aspiró la exquisita fragan­ cia que había quedado suspendida en el aire. -Gracias, y que Dios te bendiga -musitó mientras la mul­ titud le abría paso. -Shalom -respondió el vendedor. María regresó apresuradamente con su preciosa adquisi­ ción. Cuando llegó a la casa de Marta y Lázaro en Betania, descubrió que todos ya se habían ido a la casa del tío Simón. Se cambió de ropa rápidamente, puso el frasco de alabastro en su bolsa, salió de la casa y se dirigió velozmente hacia la casa de Simón. Había llegado la hora de la muy anunciada fiesta. Los co­ mensales parloteaban con entusiasmo. Durante toda la tarde los transeúntes curiosos habían atisbado desde la puerta del patio de la mansión del tío Simón, con la esperanza ver al Hombre que resucitaba a los muertos y sanaba a los leprosos. Debido a la constante publicidad de la fiesta de Simón, Jesús se había refugiado en el huerto de Getsemaní para de­ partir a solas con sus discípulos. Una atmósfera de intensidad solemne lo había rodeado durante los últimos días. Parecía ansioso por aprovechar cada oportunidad posible para conver- C®N SACRIFICIO sar a solas con sus discípulos con el fin de instruirlos en los asuntos pertinentes a su reino. Hasta los discípulos presentían que algo de gran importan­ cia estaba por ocurrir. Esperaban secretamente que Jesús estu­ viera a punto de utilizar sus poderes sobrenaturales para derro­ car al Imperio Romano y sentarse en el trono de David. ¿Qué mejor momento que la semana de la Pascua para establecer su nuevo reino? Razonaban que entonces habría decenas de miles de fieles peregrinos judíos en Jerusalén, quienes podrían unir­ se a las filas del nuevo ejército. El tema del reinado terrenal de Jesús siempre llevaba a los discípulos a acaloradas discusiones acerca de quiénes debían tener los puestos más importantes en el nuevo gobierno. Lo único en lo que estaban de acuerdo era que Judas debía ser el tesorero. Judas tenía una educación más formal que los demás discí­ pulos, razón por la que era muy respetado por ellos. Había si­ do un escriba, que luego de ser testigo de un milagro de sanamiento de Jesús, le había dicho: —Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas. Todos se habían sorprendido cuando Jesús, como si le estu­ viera advirtiendo contra falsas esperanzas de ganancia munda­ nal, le respondió: -«Las zorras tienen guaridas y las aves de los cielos nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza» (S. Lucas 9: 58). A pesar de esa enigmática respuesta, la ambición de Judas lo llevó a seguir al Maestro. Como era astuto, Judas resolvió man­ tenerse cerca del Señor hasta que lo consideraran uno de los dis­ cípulos de Jesús. No transcurrió mucho tiempo hasta que los once discípulos votaran que Judas debía encargarse de la bolsa de dinero del grupo. Judas ponía nerviosa a María. Si había algo que la antigua prostituta sabía hacer bien era descubrir a los hombres deshones­ tos. Podía discernir algo dudoso en su conducta. Judas sentía 91 92 A Le s PIES DE [ESÚS que ella podía leer entre líneas, por eso nunca la trataba bon­ dadosamente. De todos los discípulos de Jesús, Mateo era el más sensible y comprensivo hacia la mujer. El mismo, un antiguo publicano, sabía lo que se sentía al ser considerado un paria de la sociedad. Podía identificarse con el aprecio que María sentía por la misericordia de Jesús. Cuando María llegó a la fiesta, Marta acababa de terminar de acomodar a Jesús y los huéspedes en el patio de la casa de Simón. Notó que Judas estaba obviamente molesto porque Je­ sús, Lázaro y Simón estaban en la cabecera de la mesa, mien­ tras a él lo habían relegado a un asiento al final de la mesa, con algunos de los invitados menos ilustres. Incluso Juan, el más joven del grupo, estaba más cerca de la cabecera de la mesa. Ma­ ría se dio cuenta que Judas procuraba, sin éxito, disimular su orgullo ofendido. Sin embargo no se necesitaba mucha pers­ picacia para darse cuenta de que el hombre estaba indignado y preocupado. Entonces Jesús, observando como Judas y algunos de los invitados se disputaban los mejores lugares en las mesas, apro­ vechó para impartirles una pequeña homilía: -«Cuando seas convidado por alguien a unas bodas no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: “Da lugar a este”, y entonces tengas que ocupar avergonzado el último lugar. Más bien, cuando seas convida­ do, ve y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces tendrás el reconocimiento de los que se sientan contigo a la mesa. Cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (S. Lucas 14: 8-11). Aunque Jesús impartió este sutil reproche en un formato general, el rostro de Judas se sonrojó, revelando que había captado la reprensión. Supuso que había sido identificado como el culpable y eso aumentó su cólera. C®N SA CR IFIC I® Mientras tanto, María, que esperaba ansiosamente el mo­ mento de estar a solas con Jesús para entregarle su regalo, comprendió que si deseaba hacerlo antes de que sus enemigos lo arrestaran tendría que actuar con premura. Sin embargo, María sabía que presentar su regalo en este evento público po­ día convertirse en una escena ridicula y definidamente ser mal entendida. Mientras reflexionaba sobre qué debía hacer, Jesús comenzó a compartir otra lección. Esta vez dirigió sus comentarios a Simón: -«Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a vecinos ricos, no sea que ellos, a su vez, te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Cuando hagas banquete, llama a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos; y serás bienaventurado, porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos» (vers. 12-14). Cuando uno de los escribas que estaba sentado a la mesa con él escuchó estas cosas, dijo con un aire de piedad: —«Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (vers. 15). «Entonces Jesús le dijo: “Un hombre hizo una gran cena y convidó a muchos. A la hora de la cena envió a su siervo a decir a los convidados: “Venid, que ya todo está prepara­ do” . Pero todos a una comenzaron a excusarse. El primero dijo: “He comprado una hacienda y necesito ir a verla. Te ruego que me excuses” . Otro dijo: “He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego que me excu­ ses” . Y otro dijo: “Acabo de casarme y por tanto no puedo ir” . El siervo regresó e hizo saber estas cosas a su señor. Entonces, enojado el padre de familia, dijo a su siervo: “Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos” . Dijo el siervo:• “Señor, se ha hecho como mandaste y aún hay lugar” . Dijo el señor al siervo: “Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa, pues 93 94 A Le s PIES DE [ESÚS os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron con­ vidados gustará mi cena”» (vers. 16-24). Cuando Jesús terminó de hablar se produjo un silencio incómodo, como si Jesús hubiera revelado las actitudes egoís­ tas de muchos de los invitados. Pero esta última historia hizo que María detectara un sentido de urgencia. Si no actuaba ahora, la oportunidad para demostrar su amor al Señor quizá nunca volvería a presentarse. Era ahora o nunca. Su corazón valeroso comenzó a latir con fuerza; le sudaban las manos. Simón no había escatimado nada para el evento. Serviría lo mejor. Los invitados estaban sentados en posición reclinada apoyándose sobre unos grandes almohadones, con las piernas estiradas hacia afuera, en sentido opuesto a la mesa. Estaban sentados un poco elevados para que un sirviente pudiera lavarles los pies antes de que sirvieran la comida. Marta dirigía un flujo constante de sirvientes que llevaban todo tipo de exquisitos manjares dispuestos en bandejas de plata. María se acercó hasta su hermana: —¿Por qué el tío Simón no ha lavado primero los pies de sus invitados? Distraída, Marta miró a María: -¿Dónde estabas? No me ayudaste en nada a preparar esta fiesta, y ahora me señalas la única cosa que olvidamos. Marta miró hacia arriba con impaciencia, y agregó: -Sim ón se olvidó de proveer las tinajas con agua y las toa­ llas. ¿Qué se suponía que debía hacer yo? A pesar del desliz social de Simón, todos parecían estar dis­ frutando de la excelente comida y la conversación animada. -M e hubiera venido muy bien tu ayuda esta tarde -le repi­ tió la hermana mayor. En ese momento vio a un sirviente que llevaba una bandeja con unas tortas de cebada envueltas en hojas de parra que no habían sido preparadas a la perfección. Marta corrió para impe­ dir que el hombre sirviera comida defectuosa. María observó a su hermana cuando enviaba al sirviente de vuela a la cocina. C©N SA CRIFICI© Debido a que todos los ojos estaban fijos en Jesús mien­ tras hablaba, nadie se dio cuenta cuando María entró inad­ vertida a la sala y se arrodilló silenciosamente a los pies del Maestro. Había estado conteniendo el aliento por el temor, pero ahora que estaba arrodillada a sus pies, una paz familiar inundó su ser. Sintió que estaba segura bajo las alas eternas del Todopoderoso. Oró en silenció pidiendo que Jesús apro­ bara su acto de amor. No le importaba lo que los demás pu­ dieran pensar. Entonces, con ternura y cariño, quebró el sello del frasco de alabastro y vertió parte del contenido sobre los pies de Je­ sús. Jesús ni siquiera se movió. Simplemente hizo una pausa en su discurso, sonrió asegurándole a María que estaba al tan­ to de su acto de servicio y sacrificio, y continuó su conversa­ ción. Al chorrear el fragante oleo sobre los pies de Jesús, una go­ ta cayó sobre el piso de baldosas. Se percató de que en su apu­ ro había olvidado de traer un paño para desparramar el ungüento en forma pareja. Sin pensarlo dos veces, María se quitó el chal que le cubría la cabeza y soltó su cabellera color castaño, larga y abundante, y comenzó a limpiar los pies de Je­ sús, desparramando el aceite con su cabello. Lágrimas de gratitud y amor rodaron por sus mejillas, ca­ yendo sobre los pies de Jesús y mezclándose con el ungüento. Cuando vio sus lágrimas que brillaban sobre los pies de Jesús recordó la otra posesión preciada que tenía. Sacando el frasco de lágrimas de un bolsillo en sus vestiduras, le quitó la tapa de cera y procedió a limpiarle los pies a Jesús con sus lágrimas y secarlos con su cabello. María estaba tan absorta en su actividad, perdida en medio del gozo de servir a Jesús, que permanecía ajena a las reaccio­ nes atónitas de los invitados que rodeaban la mesa. Pocos minutos después de quebrar el frasco de alabastro, el recinto se llenó de la exótica y costosa fragancia. La conversación que había llenado la sala se transformó en un murmullo tenso. 95 96 A í e s PIES DE |ESÚS Hasta los sirvientes se detuvieron en sus pasos, inciertos de lo que debían hacer en esa situación. María ahora sintió las miradas escrutadoras de todos los presentes. Temiendo que alguien le prohibiera completar su misión, se puso de pie con determinación y derramó el aceite restante sobre la cabeza de Jesús, en medio del asombro y el horror de los comensales. Su acto, aunque no había sido pre­ meditado, era el símbolo entre los judíos de sello y ungimien­ to de un rey o un sacerdote. Judas, fingiendo indignación, protestó casi en un susurro, para que lo oyeran solo quienes estaban sentados a su lado: -¡Q ué malgasto trágico de recursos! Este perfume podría haberse vendido por más de trescientos denarios -y luego, co­ mo reflexión tardía para disimular sus propios anhelos codi­ ciosos, agregó-: ¡Por supuesto, el dinero obtenido podría ha­ berse dado a los pobres! Algunos de los discípulos asintieron con la cabeza. Lo que ellos no sabían era que Judas había considerado la generosidad de María como una reprensión para su actitud egoísta. Jesús escuchó a sus fieles discípulos hacerse eco de las mur­ muraciones de Judas. Con triste compasión les dijo: -«¿Por qué molestáis a esta mujer? Lo que ha hecho con­ migo es una buena obra, porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis, pues al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de preparar­ me para la sepultura» (S. Mateo 26: 10-12). Esta tersa aprobación de Jesús llenó de alegría el corazón de María. Saber que Jesús estaba complacido con ella era todo lo que deseaba. La mujer llorosa cayó una vez más sobre sus rodillas y continuó besándole los pies. Judas se puso rojo de resentimiento. Ya era suficientemen­ te ofensivo que hubiera tenido que sentarse al pie de la mesa, pero ahora Jesús lo reprendía abiertamente frente a sus com­ pañeros. Si Jesús no apreciaba su inteligencia ni sus talentos, Judas conocía a alguien que sí lo haría. Cuando salió de la sala C e N SACRIFICIO del banquete fue a encontrarse con los sacerdotes para vender al Salvador del mundo por plata común. Simón, por otro lado, no estaba ofendido por el regalo de María sino por la donante en sí. El conocía demasiado bien el pasado pecaminoso de María, y estaba sorprendido de que Jesús permitiera que lo tocara una mujer con su reputación. La mayoría de los líderes religiosos no permitirían que los rozara ni siquiera la sombra de un publicano o una prostituta en público, por temor a perder el respeto del pueblo. Simón apretó los labios y frunció el ceño. Pensó: «Si este fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que lo toca, porque es pecadora» (S. Lucas 7: 39). Jesús rompió el incómodo silencio y respondió a los pensamientos de Simón: -«Simón, una cosa tengo que decirte» (vers. 40). Simón respondió: -«D i, Maestro» (vers. 40). -«U n acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro, cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos lo amará más?» (vers. 41, 42). Simón respondió: -«Pienso que aquel a quien perdonó más» (vers. 43). Jesús miró a la mujer, y luego a Simón: -«¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies; pero ella ha regado mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me diste beso; pero ella, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi ca­ beza con aceite; pero ella ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; pero aquel a quien se le perdona poco, poco ama» (vers. 44-47). En vez de enojarse con Jesús, tal como lo hizo Judas, los ojos de Simón se humedecieron de arrepentimiento. Había olvidado tan pronto cuánto le había sido perdonado cuando Jesús lo sanó de la lepra. Tan pronto como se esfumaron las 97 98 A í e s PIES DE |ESÚS evidencias visibles de su lepra, retomó su papel de arrogancia moral y olvidó que era tan pecador como María. Finalmente, para disipar cualquier duda acerca del propó­ sito principal de su misión, Jesús se dirigió a María y dijo: -«Tus pecados te son perdonados» (vers. 48). Las palabras de Jesús sonaron como música celestial en sus oídos. María se postró a los pies de Jesús en actitud de adora­ ción, mientras los últimos vestigios de culpa y vergüenza des­ aparecían de su alma ante el cálido resplandor de su perdón. Aunque María seguía ajena a las miradas de los demás invi­ tados, oyó claramente sus palabras susurradas: -«¿Quién es este, que también perdona pecados?» (vers. 49). Pero para María, tener la aprobación de Jesús era lo único que importaba. Ya estaba satisfecha con su aprobación, pero para eliminar cualquier pregunta que pudiera surgir acerca de si ella sería aceptada entre sus discípulos, Jesús agregó: -«D e cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella» (S. Mateo 26: 13). Entonces Jesús colocó delicadamente su mano sobre la cabeza de María y la bendijo. m§smm S. Juan 12: 1-3 «Seis d ías an tes de la P ascu a fu e Jesú s a B etan ia, donde estaba L ázaro , el que h a­ b ía estado m uerto y a quien h ab ía resuci­ tado de los m uertos. Y le hicieron a llí u n a cena; M a rta serv ía y L ázaro era uno de los que estaban sentados a la m esa con él. E n ­ tonces M a ría tom ó u n a lib ra de p erfu m e C®N SA CRIFICI© de nardo p u ro, de mucho precio, y ungió los p ie s de Jesú s y los secó con sus cabellos; y la casa se llenó d el olor d elp erfu n ie». S. Marcos 14: 3 «Pero estando él en B etan ia, sentado a la m esa en casa de Sim ón e l leproso, vino u n a m ujer con un vaso de alabastro de p e r­ fu m e de nardo p u ro de mucho valor; y que­ brando el vaso de alabastro, se lo derram ó sobre su cabeza». ¿Cuánto cuesta? Quizás el mejor momento de la vida de María, en diversos sentidos, fue estar a los pies de Jesús en actitud de sacrificio y servicio. Esto se deduce del hecho que Jesús haya inmortaliza­ do la acción de ella cuando declaró: «De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mun­ do, también se contará lo que esta ha hecho, para memoria de ella» (S. Mateo 26: 13). ¿Por qué? ¡Porque María lo entregó todo! Aunque pueda parecer radical o hasta preocupante, nues­ tra salvación requiere que lo entreguemos todo: entrega total y sacrificio total. Esta es la misma razón por la cual Jesús alabó a la viuda que puso sus últimas dos monedas en el arca de las ofrendas, entregando así todo que tenía: «Vio también a una viuda muy pobre que echaba allí dos blancas. Y dijo: “En ver­ dad os digo que esta viuda pobre echó más que todos, pues todos aquellos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; pero esta, de su pobreza echó todo el sustento que te­ nía”» (S. Lucas 21: 2-4). 99 100 A L0S PIES DE |ESÚS Mucha gente nunca experimenta paz total ni y el poder de Dios porque se limitan a efectuar una entrega parcial. El Señor puede llenar nuestros vasos solamente hasta el punto en el que nosotros los vaciemos. «Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará» (S. Mateo 16: 25). «Además el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla y lo escon­ de de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene y compra aquel campo. También el reino de los cielos es seme­ jante a un comerciante que busca buenas perlas, y al hallar una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía y la com­ pró» (S. Mateo 13: 44-46). «Jesús le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme” . Al oír el joven esta palabra, se fue triste, porque te­ nía muchas posesiones» (S. Mateo 19: 21, 22). Cuán trágico es que este hombre joven se haya alejado con muchas posesiones, pero también con gran tristeza. Millones de personas efectúan la misma decisión equivocada, porque bus­ can la felicidad y creen encontrarla en el materialismo y el dine­ ro. Por eso Jesús advirtió a continuación: «De cierto os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos» (vers. 23). En otra ocasión les advirtió: «Mirad, guardaos de toda ava­ ricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (S. Lucas 12: 15). «¿De qué le servi­ rá al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿O qué dará el hombre a cambio de su alma?» (S. Mateo 16: 26). Justo después de llenar sus redes hasta reventarlas, con la pesca más abundante de sus vidas, Jesús pidió a Pedro, An­ drés, Santiago y Juan que lo dejaran todo y lo siguieran. ¡Y así lo hicieron! «Trajeron a tierra las barcas y, dejándolo todo, lo siguieron» (S. Lucas 5: 11). «Entonces Pedro dijo: “Pues noso­ tros hemos dejado nuestras posesiones y te hemos seguido”» iS. Lucas 18: 28). C®N S A C R IF IC IO ¿Está el Señor pidiéndonos que liquidemos todas nuestras po­ sesiones y 1° sigamos? No necesariamente, pero nos pide que pongamos todo sobre el altar y que estemos dispuestos a hacer lo que él nos pida. Nos pide todo nuestro corazón; porque así ten­ drá también en forma natural todo lo demás que nos pertenece. «Jesús le dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”» (S. Mateo 22: 37). Que tome el control Se ha dicho que los cazadores de monos en el norte de Afri­ ca emplean un método ingenioso para atrapar a su presa. Po­ nen nueces en varias calabazas que encadenan a un árbol. C a­ da calabaza tiene un agujero suficientemente grande para que el mono introduzca la mano. Cuando un mico hambriento o curioso mete la mano y toma una o más nueces, ya no puede sacar la mano empuñada. El mono prisionero carece de sen­ tido común para abrir la mano y soltar el botín, así que es apre­ sado con facilidad. Esta situación puede aplicarse a muchos cristianos. El diablo los aprisiona con sus trampas ingeniosas; apela a su avaricia na­ tural y a los apetitos carnales, que los llevan a su caída espiritual. Mientras se mantienen aferrados a alguno de estos anzuelos mundanales, no pueden escapar de la trampa del enemigo. Pero él sigue insistiendo: «¡No sueltes!» Mientras escuchan la voz seductora del tentador siguen procurando escapar, sin soltar el mundo. ¡Es imposible «dejar que Dios tome el control» si no «soltamos» y dejamos de lado todo lo que estorba y a todos! Así es: ¡ni siquiera la gente debe estorbar nuestra relación con Dios! Esta es la razón por la cual el primer y gran mandamiento es amar a Dios con todo nuestro corazón; y en segundo lugar, amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. «El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí» (S. Mateo 10: 37). 101 102 A L e s PIES DE |ESÚS Las buenas nuevas son: los que tengan fe suficiente para confiar en Dios y dejarlo todo por amor a Cristo, serán abun­ dantemente recompensados en esta vida y en la venidera. «Respondió Jesús y dijo: “De cierto os digo que no hay na­ die que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evan­ gelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo: ca­ sas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque con persecuciones, y en el siglo venidero la vida eterna» (S. Mar­ cos 10: 29, 30). El amor da profusamente Conozco a un comerciante bastante próspero, cuyo hijo fue declarado culpable de asesinato y sentenciado a cadena perpe­ tua. El padre amante, convencido de la inocencia de su hijo, hipotecó su casa y vendió todos los bienes de la familia para pagar los gastos legales con el fin de dar otra oportunidad de juicio a su hijo. Aunque se mantuvo el mismo veredicto, el pa­ dre nunca se arrepintió del sacrificio realizado. ¿Por qué lo hi­ zo? Porque el amor da de manera sacrificada. «¡Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado!» Dios el Padre en­ tregó todo cuando envió a su Hijo unigénito. Cuando Naamán el sirio fue sanado de su lepra, su primera reacción fue dar algo al profeta Eliseo, no para pagar por haber sanado de su enfermedad, sino por un profundo sentimiento de agradecimiento (ver 2 Reyes 5). Su dádiva era proporcional a su enorme gratitud. Luego que Zaqueo fue perdonado por Cristo, su respuesta fue dar abundantemente (ver S. Lucas 19: 1-10). María también se sintió compelida a dar a su Salvador por su gratitud rebosante, porque apreciaba cuánto había sido per­ donada. «Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdo­ nados, porque amó mucho; pero aquel a quien se le perdona poco, poco ama» (S. Lucas 7: 47). Es asimismo cierto que C ® N SA CRIFICI© quien tenga un concepto claro de cuánto ha sido perdonado amará mucho. Es la razón por la que María entregó mucho cuando ungió los pies de Jesús. «Y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza, intendente de Herodes, Susana y otras muchas que ayudaban con sus bienes» (S. Lucas 8: 2, 3). Poco antes del final de la vida de Jesús María lo entregó to­ do para ungir a Jesús cuando compró el exquisito perfume. «Cada uno dé como propuso en su corazón: no con triste­ za ni por obligación, porque Dios ama al dador alegre» (2 Co­ rintios 9:7). Los ungidos En tiempos pasados, los sacerdotes y los reyes eran ungidos ceremonialmente con aceite, como señal de reconocimiento de su autoridad y a la vez como símbolo de la acción del Es­ píritu de Dios sobre ellos. «Derramó el aceite de la unción sobre la cabeza de Aarón, y lo ungió para santificarlo» (Levítico 8: 12). Otro ejemplo es el ungimiento del capitán Jehú con una redoma de aceite por uno de los profetas para sellar su nombramiento como rey: «Toma luego la redoma de acei­ te, derrámala sobre su cabeza y di: “Así dice Jehová: ‘Yo te he ungido como rey de Israel’”. Entonces abre la puerta y echa a correr sin detenerte» (2 Reyes 9: 3). Esto destaca la gran importancia del ungimiento de María al Señor justo antes de la cruz: ¡Jesús estaba siendo sellado co­ mo nuestro Rey, Sacerdote y Sacrificio! La palabra hebrea Mashach, o Messiah, y el término griego Christos ambos son traducidos como «el ungido». Algunos creen que Cristo fue el último nombre de Jesús, pero la pala­ bra «Cristo» es un título: «El Ungido». El lavamiento o ungimiento de los pies de Jesús por las lá­ grimas de María simbolizaba el caminar de Jesús por nuestras 103 104 A l ©s pies De Jesús penas y nuestro dolor. «Tú anotas mis huidas, juntas mis lá­ grimas en tu redoma ¿No están escritas en tu libro?» (Salmo 56: 8, NRV). Nuestros pies fueron bañados en sus lágrimas, y su ca­ beza fue coronada con las espinas de nuestros pecados. Esta es la razón por la cual el profeta dijo: «Ciertamente llevó él nues­ tras enfermedades y sufrió nuestros dolores» (Isaías 53: 4). Servicio humilde Una persona que visitaba un hospital vio a una enfermera que limpiaba y vendaba las llagas desagradables de un pacien­ te leproso, comentó: -¡Yo no haría eso aunque me pagaran un millón de dólares! La enfermera respondió: -Yo tampoco. Pero lo hago por Jesús y sin costo alguno. El amor genuino está dispuesto a servir sin reconocimien­ to ni remuneración. ¿Cómo se caracteriza el éxito? El éxito suele definirse por el modelo de auto que una persona maneja, la marca de ropa que usa o el modelo de casa que una familia posee. Pero con el Señor no se trata de la clase de auto que una persona maneja sino de la clase de persona que maneja el auto. Para él lo que importa es qué clase de mujer se pone el vestido de tal o cual marca, y qué clase de familia vive en la casa de tal o cual mode­ lo. La gente mira las apariencias exteriores, mientras que Dios contempla el corazón (ver 1 Samuel 16: 7). Con Dios, el éxito no se define por cuánto poseemos sino cuánto le entregamos. ¿Nos ama o teme la gente? En el mundo, la grandeza se mide por cuántas personas trabajan para nosotros, pero Dios observa a cuántas personas estamos nosotros sirviendo. Napoleón Bonaparte dijo: «Alejandro, César, Carlomagno y yo fundamos imperios. ¿Pero sobre qué fundamos las crea­ ciones de nuestro genio? Sobre la fuerza. Solamente Cristo Je­ sús fundó su imperio sobre el amor, y en este momento millo­ nes de personas morirían por él». C©N S A C R IF IC I® La Biblia enseña que el cabello de la mujer es su gloria (ver 1 Corintios 11: 15). El mensaje visual en el acto de María de limpiar los pies de Jesús con su cabello era de total servicio hu­ milde, sumisión, adoración y entrega. «Jesús les salió al encuen­ tro, diciendo: “¡Salve!” Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies y lo adoraron» (S. Mateo 28: 9). F. B. Meyer dijo: «Antes creía que los dones de Dios estaban uno encima del otro en una estantería, y que cuanto más crecié­ ramos en carácter cristiano con tanta más facilidad podríamos alcanzarlos. Abora encuentro que los regalos de Dios están en una estantería uno debajo del otro. No es cuestión de crecer más alto sino de agacharse más. Tenemos que descender, siempre hacia abajo, para obtener sus mejores regalos». Judas «Dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote hijo de Simón, el que lo había de entregar: “¿Por qué no se vendió este perfu­ me por trescientos denarios y se les dio a los pobres?” Pero di­ jo esto, no porque se preocupara por los pobres, sino porque era ladrón y, teniendo la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella» (S. Juan 12: 4-6). Se registran dos personas en las Escrituras que besaron a Je­ sús: Judas lo besó en el rostro, y luego lo traicionó. María le be­ só los pies, y después le sirvió. El sacrificio y el servicio genuinos de María fueron un duro reproche para el egoísmo de Judas. Suele ser cierto que las personas que, lo mismo que Judas, mi­ ran hacia abajo a María la pecadora, lo hacen como táctica de distracción para que los demás no se fijen en los pecados de ellos. Las personas más criticonas y juzgadoras en la iglesia suelen ser las que están luchando con sus propias culpas, que mantienen ocultas. En el caso de Judas, inmediatamente después de su comentario piadoso acerca de los pobres salió y conspiró para traicionar al Salvador por un precio en plata. 105 1 0 6 A íes p ie s d e jesús Una exhibición pública María no estaba avergonzada de exponerse a hacer el ridícu­ lo al demostrar su amor por Jesús. Pero muchos cristianos temen manifestar su amor por Jesús públicamente en su lugar de traba­ jo o en el vecindario, por temor de ser ridiculizados por su fe. He observado que muchos cristianos, cuando comen en un restau­ rante, esperan hasta que piensan que nadie los está mirando, y entonces inclinan la cabeza rápidamente durante algunos segun­ dos para agradecer silenciosamente a Dios por su comida. «Porque el que se avergüence de mí y de mis palabras, de es­ te se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su glo­ ria, y en la del Padre y de los santos ángeles» (S. Lucas 9: 26). Debido a que María no temía demostrar explícitamente su lealtad y sumisión a Jesús, el Señor estuvo dispuesto a defen­ derla en público. «Por eso Jehová, el Dios de Israel, dice: “Yo honro a los que me honran, y los que me desprecian serán te­ nidos en poco» (1 Samuel 2: 30). Por eso Jesús dijo en relación con María: «Déjenla en paz». Protegió a María porque comprendía sus sentimientos. Recor­ demos que el Señor hasta tenía algunas ex adúlteras y ex pros­ titutas en su árbol genealógico: Rahab, Tamar, Betsabé. Es más, la reputación de su propia madre había sido manchada por las circunstancias que rodearon su concepción fuera de lo común. También recordemos que María es un símbolo de la iglesia, y, aunque pueda parecer defectuosa e imperfecta, Jesús se apena y disgusta con la gente que, igual que Judas, se pone a un lado para acusar a la esposa de Cristo. Cierta vez cuando el pastor presbiteriano Robert Falconer predicaba a gente incrédula, leyó la historia de María Magda­ lena que lavó los pies de Jesús con sus lágrimas y los secó con su cabello. Mientras leía escuchó un fuerte llanto. Miró y vio a una jovencita delgada con la cara desfigurada por la virue­ la. Cuando le dijo algunas palabras de ánimo, ella le pre­ guntó: C®N S A C R IF IC I® -¿Regresará algún día aquel que perdonó a la mujer? Escu­ ché que iba a regresar. ¿Será pronto? Falconer le aseguró que regresaría un día, muy pronto. Lue­ go de llorar nuevamente con desconsuelo, ella dijo: -Señor, ¿no puede esperar un poco? Mi cabello no es lo su­ ficientemente largo para secarle los pies. Cuando comenzamos a comprender cuánto sufrió Jesús para pagar por nuestros pecados, cuando nos convertimos genuinamente de nuestro andar egoísta en busca de reconoci­ miento y ganancias terrenales, entonces, y solamente enton­ ces, estamos verdaderamente contentos de servirle humilde­ mente y darle todo a Jesús, quien lo dio todo por nosotros. 107 En t r e g a d a Habían transcurrido escasos días desde la cena memorable en la casa de Simón, y ahora María, Marta y Lázaro se habían reunido para participar en otra comida especial. Un presenti­ miento de que sucedería algo terrible invadía al pequeño gru­ po de discípulos reunidos en Betania para participar en la ce­ na de Pascua ese jueves en la noche. María sentía intensamen­ te el incómodo silencio que en cierto sentido presagiaba una triste despedida. Todos sabían que en Jerusalén había un nú­ mero creciente de enemigos de Jesús que complotaban contra su vida. Pocos días antes los sacerdotes y los escribas se habían enfurecido cuando una vasta multitud lo aclamó «Hijo de D a­ vid», diciendo: «¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!» (S. M a­ teo 21: 9). Jesús cabalgaba en un pollino de asna que nunca había sido montado, descendiendo desde el Monte de los Olivos. Pasó por la puerta llamada la Hermosa y continuó cabalgando has­ ta llegar al templo. No había judío que no comprendiera el 110 A L e s PIES DE [ESÚS__________________________________________________ significado profundo de ese acto. El Maestro estaba cumplien­ do una de las profecías más conocidas acerca de la venida del Mesías. «¡Alégrate mucho, hija de Sión! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu rey vendrá a ti, justo y salvador, pero humilde, cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna» (Zacarías 9: 9). María estaba entre las personas más exuberantes de la mul­ titud y gritaba con regocijo: «¡Bendito es el reino de nuestro padre David que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» La gente tendía los mantos a su paso y hacían on­ dear ramas de palmera, gestos claramente reservados para ce­ lebrar el paso triunfante de un rey. Cuando los escribas y los fariseos ordenaron a Jesús que si­ lenciara a la entusiasta muchedumbre, Jesús reprochó a los di­ rigentes: «Si ellos callaran, las piedras clamarían». Lo dijo para recordar a sus enemigos que no había manera de evitar el cumplimiento de la profecía. No solamente estaban indignados los sacerdotes del tem­ plo y los fariseos, además ardían de envidia porque ese carpin­ tero sin educación recibía la alabanza del pueblo. Llenos de sa­ biduría terrenal, esos hombres vieron en Jesús una seria ame­ naza para su autoridad y posición, pero especialmente para la seguridad nacional. Aunque esta interrupción perturbó mucho a María, hubo algo más que intensificó notablemente su preocupación. Mien­ tras Jesús descendía del olivar hacia Jerusalén, había detenido la alegre procesión y se había puesto a observar la hermosa ciudad, como si estuviera en trance. Tras un prolongado silen­ cio, se le demudó el rostro a causa de la angustia que sentía y lloró por el destino de la ciudad. Con tono terriblemente irre­ vocable habló proféticamente acerca del futuro de la ciudad. «Vendrán días sobre ti cuando tus enemigos te rodearán con cerca, te sitiarán y por todas partes te estrecharán; te de­ rribarán a tierra y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti I En tr eg a d a piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación» (S. Lucas 19: 43, 44). Ese mismo día entró al templo y una vez más echó a los cambistas, tumbó sus mesas y desalojó a los que compraban y vendían en el templo, y a los vendedores de sacrificios. Ade­ más, como si eso no fuera suficiente, tuvo enfrentamientos verbales con los saduceos, escribas, fariseos y legistas. Los enemigos querían entramparlo con sus propias pala­ bras, o por lo menos avergonzarlo y desacreditarlo frente al pueblo. En vez de eso el plan malvado de sus opositores fraca­ só miserablemente. Jesús, con su ingenio sobrenatural arreme­ tió de manera inesperada contra los dirigentes, y los humilló frente a la multitud de adoradores. Finalmente Jesús culminó el enfrentamiento denunciándolos como hipócritas, ciegos, necios, sepulcros blanqueados y generación de víboras. Mientras los enemigos se alejaban furibundos y avergonzados por los reproches mordaces de Jesús, sus miradas quemantes re­ flejaban la venganza asesina que estaban urdiendo en sus mentes afiebradas. No había duda al respecto. Los dirigentes avarientos ahora estaban dispuestos a pagar cualquier precio para destruirlo. Cuando Jesús salió del templo se detuvo para admirar el imponente edificio, y dijo: «Vuestra casa os es dejada desier­ ta, pues os digo que desde ahora no volveréis a verme hasta que digáis: “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”» (S. Mateo. 23: 38, 39). Mateo dijo a María que después Jesús predijo que pronto no quedaría una piedra sobre otra del tem­ plo. No cabía la menor duda: Jesús sabía que algo calamitoso estaba por suceder. Más tarde esa misma noche, inquieta en su cama, María re­ vivió los incidentes de la semana. Pocas horas después sus pen­ samientos inquietos finalmente se aquietaron y dieron paso a un sueño intranquilo. En medio del silencio de esa noche cálida de primavera, la quietud de la casa de Marta en Betania fue interrumpida abrup­ tamente por golpes persistentes en la puerta principal. 111 1 1 2 A íe s p ie s de jesús -¿Quién es? -Preguntó Lázaro en la oscuridad-. ¿Qué desea? —¡Soy Andrés! -llegó la respuesta en voz baja. Andrés era uno de los discípulos más amables y corteses. María escuchó mientras su hermano se abrigaba con su manto y se dirigía hacia la puerta. María podía ver desde su dormi­ torio a Marta que procuraba encender una lámpara. Mientras María sentía la garra del temor en su interior, saltó de la cama y se puso una bata. Lázaro abrió rápidamente la puerta, hizo entrar a Andrés, luego la cerró y la aseguró con barras. -¿Q ué ha sucedido? —preguntó Lázaro. María lo supo antes que Andrés respondiera. —¡Se llevaron al Maestro! -anunció Andrés tratando de re­ cuperar el aliento. -¿Quién se lo llevó? -preguntó Marta entrando brusca­ mente al vestíbulo. -Los sacerdotes irrumpieron con los guardias del templo y una numerosa turba. Y... —Andrés palideció y su voz se que­ bró de terror mientras hablaba-, ¡Judas los guiaba! -¿Judas? -preguntó Lázaro con incredulidad. María, de pie detrás de su hermano, no estaba sorprendida. —¿Adonde se lo llevaron? -insistió Marta. -N o estoy seguro -admitió Andrés-. Estábamos confundi­ dos y asustados. Alcancé a ver a Pedro, mi hermano, cuando sacaba la espada y asestaba un golpe, pero Jesús lo detuvo y no hizo ningún esfuerzo por escaparse. Lázaro llevó al exhausto Andrés hasta una banca. Por un momento Andrés se cubrió los ojos con la mano. Luego de una larga pausa, miró con ojos anhelosos a Lázaro: -¡Cuando Jesús les permitió tomarlo y atarle las manos, to­ dos quedamos atónitos! Pensábamos que utilizaría su poder para liberarse como antes -dijo Andrés, avergonzado, y agre­ gó, agachando nuevamente la cabeza-: Cuando no hizo nada, todos, dominados por el pánico, corrimos alejándonos en di­ ferentes direcciones. En treg a d a Marta suspiró profundamente y le costó recuperar el aliento. -O h, Señor, no permitas que lastimen al Ungido de Israel. Sin reparar en la oración de la mujer, Andrés continuó: —Creo que se lo llevaron a la casa del sumo sacerdote. Lázaro asintió con la cabeza solemnemente, y añadió: -Seguramente harán un juicio muy corto, y después lo lle­ varán ante Pilato para pedir la sentencia de muerte, si es que no lo matan primero. -Tengo que encontrarlo. Tengo que hacer algo -dijo M a­ ría, y salió apresuradamente para vestirse y alistarse. Cuando regresó encontró a su hermana y hermano prepa­ rados para partir. Justo cuando la tenue claridad de la mañana comenzaba a competir con las estrellas, las siluetas oscuras de cuatro discí­ pulos asustados avanzaban cautelosamente, alumbrados por la tenue luz de la luna, con prisa para llegar a la ciudad santa. Betania estaba en la ladera este del olivar, a unos tres kilóme­ tros y medio de Jerusalén. Cuando llegaron a la cima de la co­ lina que ofrecía una vista panorámica de la ciudad antigua, Lázaro comentó que era extraño ver tantas luces encendidas en Jerusalén a una hora tan temprana. Algo inusitado estaba sucediendo. —¿Cómo lo encontraremos? —preguntó María. Andrés fue el primero en responder: -E n primer lugar, deberíamos ir a la casa de María, la ma­ dre de Juan Marcos. Siempre dejábamos mensajes en el apo­ sento alto cuando veníamos a Jerusalén. Bajaron sin demora del Monte de los Olivos y dejaron atrás el huerto de Getsemaní. Andrés señaló el claro en el huerto donde vio por última vez a Jesús, como si, quizá, tuviera la esperanza de encontrarlo en ese lugar todavía. -Allí es donde... Repentinamente oyeron que desde un bosquecillo de cipreses jóvenes procedía un llanto fuerte y lastimoso, como el de un animal herido. María sintió escalofríos. 114 A Les PIES DE [ESÚS ¡Era Pedro! Había ido al jardín para llorar su arrepenti­ miento por haber negado a su Señor. Se había postrado en el mismo lugar donde Jesús, unas pocas horas antes, había hu­ medecido el suelo con su sangre y sus lágrimas mientras ora­ ba angustiado. Andrés se acercó, se arrodilló junto a su her­ mano mayor, y tiernamente posó su mano sobre el hombro del robusto pescador. Pedro, abrumado por el dolor emocio­ nal, se convulsionaba mientras lloraba amargamente. —Simón -rogó Andrés a su hermano-, ven, vamos en cami­ no hacia el aposento alto. —No —gimió Pedro—. Lo negué. ¡Tres veces! Andrés trató de consolarlo. -Todos estábamos aterrorizados. Todos escapamos y lo aban­ donamos. -N o entiendes. Jesús me miró -exclamó Pedro en medio de su llanto-. La última vez maldije y juré que no lo cono­ cía. ¡Y él me miró directamente a los ojos desde la sala del juicio! Pedro levantó el rostro para mirar a su hermano. Estaba su­ cio con tierra y lágrimas. -Y luego, cuando escuché cantar al gallo, ¡vi que un guar­ dia lo golpeaba! ;Recuerdas lo que me dijo? Trató de advertir­ me, pero yo era demasiado orgulloso para escuchar. Pedro enterró su rostro en su brazo y golpeó el suelo con el puño cerrado mientras lloraba. Lázaro le aseguró a Pedro: —Cuando descubramos lo que haya sucedido, enviaremos a alguien para buscarte. Era obvio que el arrepentido y afligido discípulo no estaba en condiciones de ayudarlos en su búsqueda. Andrés dejó a su hermano. Le comentó a Lázaro que no lo había visto llorar desde que eran niños. Cuando llegaron a la Puerta de Oro, los guardias romanos estaban demasiado soñolientos para interrogarlos, y los deja­ ron pasar sin explicación alguna. Durante la semana de la Pas- En treg ad a cua, tradicionalmente los peregrinos devotos judíos de todas partes del imperio habían llegado a Jerusalén en nutridos gru­ pos. Los guardias de la ciudad ya estaban temiendo la invasión que se produciría al amanecer. Este año la Pascua caía en el sábado semanal, convirtiéndo­ lo en un sábado fuera de serie. Esto significaba una multitud inusitadamente numerosa. Habría miles de adoradores haci­ nados en el templo para estar a tiempo en ocasión del sacrifi­ cio del viernes por la tarde. Cuando María y sus acompañantes llegaron a la casa de Juan Marcos, descubrieron que Andrés tenía razón. Varios de los demás discípulos ya estaban ahí. El ambiente estaba denso con una terrible expectativa. Marta abrazó a la madre de Juan Marcos. María observó mientras las dos mujeres lloraban, una sobre el hombro de la otra. Las preguntas iban y venían, por­ que todos querían saber si había noticias recientes acerca de Jesús a quien habían arrestado. —Sabemos muy poco, además de lo que nos contó Andrés -explicó Marta—. Nos encontramos con Pedro en el huerto. Dijo que había visto por última vez a Jesús en la sala de juicio del sumo sacerdote. -¿Q ué han oído ustedes? —preguntó María. En ese momento habló Juan Marcos, un joven de diecioc iW ¿ y a a s .- -Yo sabía que Jesús y los doce dormirían en el huerto esta noche, y quería escuchar al Maestro contar la historia de la Pascua una vez más. Así que fui al Getsemaní. Pero cuando llegué, Tomás dijo que Jesús estaba triste y que había llevado a Pedro, Santiago y Juan a la distancia de un tiro de piedra pa­ ra que pudieran orar. Así que hablé brevemente con Tomás y Natanael; después me quité la ropa, me acosté y me dormí. Desperté con los gritos de una muchedumbre que se acerca­ ba. Había soldados con ellos. Todos sabíamos que este día iba a llegar, pero esperábamos que cuando lo tomaran y lo ataran, el Espíritu del Señor descendería sobre él y se liberaría como lo 115 1 1 6 A I S S PIES DE [ESÚS hizo Sansón. Pensábamos que íbamos a seguir a Jesús en bata­ lla contra los romanos hasta que recuperara el trono de David. Pero cuando ataron a Jesús, él no hizo esfuerzo alguno por resistirse. Todos estábamos atónitos cuando se lo llevaron co­ mo si fuera un criminal común. Salieron del huerto con rum­ bo hacia la ciudad. Juan Marcos tragó saliva y continuó: -M e cubrí con una sábana y los seguí. Repentinamente dos de los guardias del templo me vieron y gritaron: «¿Nos es­ tás espiando?». Me agarraron, pero me zafé de ellos y huí des­ nudo, dejando mi sábana entre sus manos». -Eso es de mal agüero -dijo Tomás mientras miraba hacia el suelo y sacudía la cabeza—. Eso fue lo que le sucedió al pa­ triarca José cuando se escapó de la esposa de Potifar. Terminó en la cárcel. Marcos ignoró el comentario negativo de Tomás y conti­ nuó: -Antes de que me persiguieran, escuché a uno decir que des­ pués de juzgarlo tendrían que despertar a Pilato para obtener la sentencia de muerte —Juan Marcos miró los ojos de Lázaro buscando comprensión-. Ya decidieron que es culpable. Están decididos a crucificarlo antes que sus seguidores se hayan en­ terado de lo que ha sucedido. La palabra «crucificar» causó un coro de gemidos en los discípulos asustados. Esta forma de ejecución se utilizaba con los peores criminales. Estaba diseñada para causar el sufri­ miento más extremo a la víctima. Tan pronto como Juan Marcos concluyó su informe, M a­ ría supo que debía hacer algo, cualquier cosa. Abrió la puerta y desapareció en medio de la oscuridad. Las horas siguientes estuvieron llenas de dolorosa frustración para María. Cuando llegó a la casa del sumo sacerdote Anás, ya jubilado, habían llevado a Jesús a Caifás, el sumo sacerdote en funciones. En la casa de Caifás una sirvienta le dijo que el con­ cilio judío lo había condenado a morir y que ahora iban a ver a En treg ad a Pilato para que ratificara la sentencia. Eran hombres decididos y despiadados. No descansarían hasta alcanzar su objetivo. Mientras María se dirigía hacia la sala de tribunales de Pi­ lato, un comerciante local que estaba abriendo su tienda le di­ jo que había escuchado que Pilato acababa de enviar a Jesús al palacio de Herodes: -Debido a que Jesús es de Galilea —le recordó el tendero-, el prisionero está bajo la jurisdicción de Herodes. Exhausta, María se recostó contra la pared y lloró. Herodes era el gobernante más odiado y de corazón duro del Imperio Ro­ mano. Fue su padre quien mandó a matar a los niños de Belén, y el hijo no era menos cruel. Había mandado a decapitar a Juan el Bautista sin siquiera una semejanza de juicio. Ella sabía que Jesús no sería tratado con misericordia por ese hombre cruel. María se apresuró a ir al sector romano de Jerusalén, donde estaba el palacio de verano de Herodes. Repentinamente re­ cordó aquella mañana aterradora hacía dos años, el día cuan­ do vio por primera vez a Jesús en el templo y él la rescató de esos mismos hombres malvados. María lamentó no poder hacer lo mismo por él. Compren­ dió que ahora Jesús estaba sufriendo el castigo que le corres­ pondía a ella. «Si solamente pudiera hacer algo por él. Si sola­ mente pudiera estar cerca de él». Cuando la apesadumbrada María dio vuelta por la esquina para entrar en el sector romano, escuchó el ruido metálico de las armaduras y las fuertes pisadas de los soldados. Vio horro­ rizada a un pelotón de soldados, guiados por los sacerdotes, que se abrían paso por la angosta calle empedrada. En medio del grupo, custodiado de todos los lados como si fuera un convicto peligroso, estaba Jesús. La procesión avanzaba con prisa. María tuvo que buscar refugio para evitar ser atropella­ da por el destacamento militar. Cuando María finalmente pudo ver de cerca a Jesús, ape­ nas lo reconoció. Un guardia romano lo guiaba y lo azotaba con un látigo. Le habían puesto una corona hecha con ramas 117 1 1 8 A Les p ie s d e jesús espinosas que le herían la cabeza y la frente. La parte de atrás de su vestidura sin costuras estaba manchada con sangre. Te­ nía la cara amoratada y con manchas de sangre. Su barba es­ taba despareja como si alguien le hubiera arrancado manojos de pelo. Sin embargo, a pesar de todo esto, María no vio nin­ guna muestra de ira en su expresión. María se conmovió y sintió aflicción por su Maestro. Él era el hombre más amable que había conocido. Verlo sufrir de ese mo­ do atroz le producía una aflicción indecible. Cuando la procesión pasó, siguió tras ella y preguntó a uno de los espectadores: —¿Qué le sucedió? El hombre respondió: -Alcancé a escuchar que Herodes quería que el Maestro realizara algún milagro. El rey le ofreció la libertad, pero cuan­ do él no respondió, Herodes mandó a que lo azotaran. Des­ pués fue entregado a los soldados para su entretenimiento. El rostro del desconocido se puso serio. —Esos guardias romanos esperaban la oportunidad de tener a un judío en sus manos, ¡y la aprovecharon! Supongo que ahora Herodes lo ha enviado de vuelta a Pilato. Cuando María entró por el portón del tribunal de Pilato, vio a centenares de personas que procuraban entrar al patio exterior. Algunos de los siervos de los sacerdotes circulaban entre la multitud y decían que pasaran la voz: -¡Cuando Pilato pregunte a la multitud, pidan a Barrabás! María procuró ver lo que sucedía, pero su frágil cuerpo era empujado de un lado al otro por la multitud. Se abrió paso lo mejor que pudo, hasta que fue detenida por una doble hilera de guardias romanos que apuntaban sus lanzas nerviosamen­ te hacia la turba agitada. Justo detrás de los guardias, los sacerdotes y los miembros del Sanedrín permanecían de pie en la base de la escalinata. La ley judía no les permitía entrar al recinto de un gentil para evi­ tar contaminarse y quedar impuros. Lo evitaban particular­ mente en esa semana especial y santa de Pascua. En tr eg a d a María pensó: «¡Qué hipócritas! Aquí están, a punto de asesi­ nar a un hombre inocente, su Mesías, y lo único que les importa es no colocar un pie en la escalinata de una vivienda romana». Pensó en las palabras de Jesús: «¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y tragáis el camello!» (S. Mateo 23: 24). María se dirigió hacia una de las pocas mujeres que pre­ senciaban la escena y le preguntó: -¿Q ué está sucediendo con Jesús? La mujer miró brevemente a María y contestó: —Pilato lo llevó a la sala del tribunal para interrogarlo. María miró con atención a la mujer y recordó que la cono­ cía. Había sido una de las líderes de la multitud que había di­ rigido la procesión de alabanza al entrar en Jerusalén. De pronto Pilato emergió de la sala de juicio, con rostro perturbado y perplejo. Detrás arrastraban el cuerpo maltrata­ do de Jesús. Lo colocaron entre dos pilares, con soldados a ambos lados. María recordó la historia de Sansón. Pilato hizo una seña con la cabeza hacia Jesús y anunció: -Examiné el caso de aquel que ustedes llaman el rey de los judíos, y no encuentro ninguna falta en él. La multitud dio muestras de agitación mientras Pilato ha­ cía una pausa. —Pero debido a que esta es la santa semana de ustedes, co­ mo gesto de buena voluntad haré lo mismo que he hecho an­ tes y soltaré a uno de su pueblo. Inmediatamente dos soldados trajeron a Barrabás, el villano judío más infame que los romanos alguna vez habían captura­ do. Barrabás era ladrón, asesino y autoproclamado mesías. Pilato hizo colocar a ambos hombres de pie ante el pueblo. El contraste no podría haber sido más vivido. Barrabás era un criminal endurecido; Jesús, aunque afectado por la tortura, aún manifestaba una inocencia y majestad divinas. María no podía creer lo que escuchó a continuación. Como si fueran bestias salvajes enfurecidas, los espectadores vociferaban: -¡Suéltanos a Barrabás! 119 120 A í e s PIES DE |ESÚS María notó que los funcionarios del templo se habían mez­ clado con la turba, incitándolos a gritar cada vez más fuerte: -¡Barrabás! ¡Barrabás! ¡Suéltanos a Barrabás! ¡Queremos a Barrabás! Perplejo por esta respuesta ilógica e inesperada, el rostro de Pilato palideció. —«¿Qué, pues, queréis que haga del que llamáis Rey de los judíos?» (S. Marcos 15: 12). Los principales sacerdotes respondieron: -«N o tenemos más rey que César» (S. Juan 19: 15). —¡Crucifícalo! —vociferó la multitud. María gritó lo más fuerte que pudo: -¡Libera a Jesús! Varios miembros de la turba la miraron enojados. Pero su voz solitaria y débil se perdió en medio del rugido del popu­ lacho poseído por el demonio que pedía la sangre de Jesús. Continuaron diciendo: -¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! Pilato se veía claramente frustrado: -«Pues ¿qué mal ha hecho?» (S. Mateo 27: 23). El grito de la muchedumbre se volvió ensordecedor. El gobernante romano levantó los brazos pidiendo silen­ cio. De mala gana el populacho enfurecido obedeció. Pilato dijo con tono apaciguador: —Lo castigaré y luego lo dejaré ir. Pero la simple mención de una posible liberación incitó a la gente a que manifestara el mismo frenesí, pero multiplicado por diez. María escuchó que uno de los sacerdotes decía a Pilato: —«Si a este sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone» (S. Juan 19: 12). Cuando Pilato escuchó que lo acusaban de traición y vio que se estaba formando una revuelta, tomó agua y se lavó las manos frente a la multitud: -«Inocente soy yo de la sangre de este justo. Allá vosotros» (S. Mateo 27: 24). En tr eg a d a La multitud celebró su victoria con aullidos demoníacos. -«S u sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (vers. 25). Así que Pilato, queriendo agradar al populacho, les soltó a Barrabás y ordenó que Jesús fuera azotado y luego crucificado. María permaneció paralizada por unos instantes, mientras los demás se dirigían apresuradamente al lugar de la ejecu­ ción. Ella anhelaba estar cerca de Jesús, pero se sentía mal solo de pensar en ver su sufrimiento. Había visto las crucifixiones: la forma más horrible de ejecución alguna vez ideada. María se dirigió hacia la puerta. Eran alrededor de las nueve de la mañana, y ahora parecía como si la ciudad entera estuviera despierta y agitada por lo que estaba por suceder. Mientras Ma­ ría, con determinación creciente, se abría paso entre la turba que atestaba la antigua calle, escuchó que las voces de la gente se vol­ vían cada vez más excitadas. Los soldados gritaban pidiendo que se abriera paso mientras llevaban a Jesús al lugar de la ejecución. Junto con Jesús escoltaban a dos ladrones que también serían ejecutados. María se abrió paso desesperadamente hasta que logró ver a Jesús, pero casi se desmayó cuando contempló el terrible cuadro. Vio a Jesús encorvado bajo el peso de una horrible cruz que le ha­ bían colocada sobre la espalda. Tenía las manos atadas al madero transversal, lo cual no le permitía alejar a los molestos insectos que se sentían atraídos a su rostro ensangrentado. Las piernas le temblaban con cada paso. María comprendió que la debilidad de Jesús no era causada tanto por el peso de la cruz, sino por la san­ gre que manaba de las heridas infligidas por los azotes recibidos en cumplimiento de la orden de Pilato. La presión del madero sobre su espalda desgarrada debía ser insoportable. Jesús tropezó repentinamente y cayó sobre las rodillas. Un guardia impaciente le propinó un puntapié en el costado y lo maldijo a gritos. Jesús, gimiendo por el intenso dolor, logró tra­ bajosamente levantarse, pero solo pudo dar algunos pasos antes de desmayarse. Cayó de cara sobre las piedras. 121 1 2 2 A í e s p ie s d e je sú s María se estremeció y corrió para ayudar a Jesús. Sorpren­ dido por su audacia, el mismo soldado que había pateado a Je­ sús la empujó hacia un lado. Pero el centurión a cargo de los soldados comprendió que era imposible que Jesús siguiera llevando su propia cruz, por lo que ordenó que le soltaran la cruz de sus espaldas. Luego miró a los espectadores hasta que vio a un hombre fornido de piel oscura que había estado mirando compasivamente a Jesús, y le gritó: —¡Tú! ¡Acarrea la cruz! Mientras la atención de todos se dirigía hacia los guardias que acomodaban la cruz sobre los hombros del hombre, M a­ ría se apresuró a ir junto a Jesús. Con su chal comenzó a lim­ piarle suavemente el rostro lastimado y ensangrentado. Como necesitaba agua, miró a su alrededor y vio a un hombre con un odre de agua atado a la cintura. Sin preguntar, lo destapó y vertió agua en su pañoleta. El hombre, sorprendido, protes­ tó, pero no procuró detenerla. Alaría tomó la cabeza inclina­ da de Jesús, la levantó y exprimió el agua del chal mojado en­ tre sus labios heridos e inflamados. Jesús abrió lentamente los ojos. Demoró algunos segundos en enfocar la vista en María, quien ahora le quitaba la sangre de la cara con la punta mojada de su chal. María supo que él la ha­ bía reconocido, porque Jesús le sonrió inequívocamente con sus ojos. En ese momento los soldados vieron lo que María hacía y uno de ellos le gritó y levantó su látigo con un gesto amenazador. Mientras María se retiraba de mala gana, sintió agradeci­ miento porque había podido proveer breves momentos de ali­ vio para su Maestro. Estaba especialmente agradecida porque Jesús sabía que ella estaba allí. Pero ahora debía continuar con su pesadilla. Con las manos atadas nuevamente y una lanza romana filosa hiriéndole la espalda, Jesús siguió caminando para cumplir con la profecía. Al acercarse a las puertas de la ciudad, uno de los ladrones lo­ gró soltar una de sus manos e hizo un intento patético y deses­ perado para escapar, mientras arrastraba la cruz que todavía esta- En tr eg a d a ba atada a su otro brazo. Mientras los guardias se ocupaban del rebelde, Jesús escuchó a un grupo de mujeres que lloraban por él en la puerta. Las miró y con voz clara les dijo un oráculo escalo­ friante: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vo­ sotras mismas y por vuestros hijos, porque vendrán días en que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no conci­ bieron y los pechos que no criaron”. Entonces comenzarán a decir a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a los collados: “Cu­ bridnos”, porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?» (S. Lucas 23: 28-31). Cuando María escu­ chó estas palabras, sintió un escalofrío que le recorría la espalda. La gran cantidad de gente que trataba de salir por la puer­ ta creó un cuello de botella, y María se vio forzada a volver a formar parte de la multitud. Cuando llegó a la colina llamada Calvario, los dos ladrones que habían sido condenados con Je­ sús luchaban desesperadamente mientras los soldados procu­ raban colocarlos en posición sobre sus cruces para clavarles las manos y los pies a la madera. Los soldados romanos se burla­ ban de los patéticos ruegos y los gritos de agonía de los ajus­ ticiados. Pero cuando desnudaron a Jesús y lo colocaron en posición sobre los rudos maderos, los soldados endurecidos se maravillaron de su actitud sumisa y pacífica. María escuchó a un hombre detrás de ella que citaba las Escrituras de los profetas: «Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como un cordero fue llevado al matadero; como una oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, no abrió su boca» (Isaías 53: 7). Miró al que hablaba y reconoció a Nicodemo, un fariseo prominente que hacía poco había comenza­ do a apoyar abiertamente el ministerio de Jesús. El gran hom­ bre lloraba mientras citaba este pasaje mesiánico. El centurión, sintiendo ahora compasión por Jesús, hizo que uno de los guardias le ofreciera una mezcla de hiel y vino para aliviar su dolor antes de clavarlo al árbol. Jesús tocó el va­ so con los labios, pero cuando se dio cuenta de que era vino viejo, rehusó tomarlo. 123 124 A í e s p ie s d e je sú s María se estremeció cuando uno de los guardias elevó su mazo e hincó el primer clavo a través de la carne tierna y tem­ blorosa del Salvador. Jesús arqueó la espalda y gimió. Sus de­ dos se retorcieron de dolor, pero aun así mantuvo una mirada serena y calma en el rostro. Repitieron la tarea dolorosa con su otra mano, y luego sus pies. De pronto María y todos los que estaban reunidos en la colina escucharon a Jesús clamar al cielo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (S. Lucas 23: 34). María, apesadumbrada y dolida, se alejó de la escena justo a tiempo para ver a Juan y otro discípulo que llevaban el cuer­ po inerte de la madre de Jesús. Se había desmayado. María se dirigió instintivamente hacia sus amigos. Los ojos de Juan estaban rojos por el llanto y la fatiga. Otras dos muje­ res lo acompañaban: María, esposa de Cleofas, y la tía de Je­ sús. Después de reanimar a la madre de Jesús, ofrecieron sa­ carla de aquel lugar, pero ella insistió en quedarse. Así que, rodeada por Juan y la esposa de Cleofas, los tres dirigieron sus miradas hacia la terrible ejecución. Nadie emitió palabra algu­ na. Los soldados levantaron la cruz de Cristo, quien gritó de dolor, y la deslizaron con fuerza en el hueco que había sido preparado. Jesús emitió otro gemido agonizante cuando el pe­ so de su cuerpo se afirmó abruptamente sobre los clavos. Al principio era imposible ubicarse cerca de Jesús, porque miles de peregrinos devotos de la Pascua de todas partes del Imperio Romano llenaban la calle que daba acceso a la ciu­ dad. María se detuvo y observó horrorizada las cruces, y espe­ cialmente el cartel fijado sobre la cruz del centro. Tenía esta leyenda: «Este es el Rey de los judíos» en tres idiomas. Los espectadores inclinaban sus rostros, golpeaban sus pe­ chos, y se alejaban caminando. Los dirigentes religiosos rode­ aban la cruz como chacales cobardes, esperando que su poten­ cial presa muriera. Le espetaban insultos y maldiciones. Era obvio para los que observaban que esos hombres habían sido instigados por los demonios de la envidia para crucificarlo, y En tr eg a d a ahora estaban poseídos por los demonios de la crueldad, se­ dientos de sangre. Mientras transcurrían las horas interminables, los buitres comenzaron a volar en círculos, y las multitudes comenzaron a menguar. La gente quería regresar rápido a sus hogares para realizar los últimos preparativos para el sábado que se aproxi­ maba. Con cada oportunidad, María se acercaba cada vez más a la cruz, hasta que estuvo a unos pocos metros del único hombre que alguna vez la había amado con amor puro. Los guardias romanos endurecidos que habían sido asigna­ dos a este escenario estaban sorprendidos por la crueldad que demostraban los dirigentes religiosos contra uno de su propio pueblo. Pero miraron compasivamente a María y sus amigos y les permitieron que se acercaran a la cruz de Jesús. Jesús mantenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Pero como si presintiera que María se acercaba, el Maestro abrió los ojos y la miró con una expresión que decía: «Esto demuestra cuánto te amo». Cuando María miró hacia arriba, entre sus lágrimas vio el rostro herido de Jesús, e instintivamente estiró una mano y con dedos temblorosos tocó por un instante los pies heridos y san­ grantes de Jesús. S. Lucas 23: 33, 34 «C u an d o llegaron a l lu g ar llam ad o de la C a la v e ra , lo c ru cificaro n a llí, y a los m alhechores, uno a la derecha y otro a la izqu ierd a. Jesú s d ecía: “P adre, perdónalos, p o rq u e no saben lo que h acen”. Y repartie­ ron entre s í sus vestidos, echando suertes». 1 2 5 1 2 6 A L e s PIES DE ) e s ú s La crucifixión y los sufrimientos de Jesús quizás no sean un tema agradable para estudiar, pero posee numerosos elemen­ tos beneficiosos para nutrir el espíritu. Siempre inspirará un aprecio profundo y humilde por Aquel que ocupó nuestro lu­ gar como pecadores. El tema de la cruz es un eje alrededor del cual gira el evangelio. La cruz es tanto el punto de partida co­ mo el de llegada en el proceso de la conversión. Pablo dijo: «Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado» (1 Corintios 2: 2). Al igual que Zaqueo que se subió a un árbol y pudo ver a Jesús, el punto estratégico de la cruz nos dará una mejor pers­ pectiva del Salvador (S. Lucas 19: 1-10). La cruz es el centro Cuando Benjamín Franklin estaba a punto de morir, soli­ citó que colocaran un retrato de Cristo sobre la cruz en su dormitorio para poder ver, en sus propias palabras, «la figura del Sufriente Silencioso». Una de mis autoras preferidas escribió: «Nos beneficiará a todos [...] recordar frecuentemente las escenas finales de la vida de nuestro Redentor. Aquí, asediados de tentaciones co­ mo él lo fue, podemos todos aprender lecciones de la mayor importancia para nosotros. »Sería bueno que dedicáramos una hora de meditación ca­ da día para repasar la vida de Cristo desde el pesebre hasta el Calvario. Debemos considerarla punto por punto, y dejar que la imaginación capte vividamente cada escena, especialmente las finales de su vida terrenal. Al contemplar así sus enseñan­ zas y sus sufrimientos, y el sacrificio infinito que hizo para la salvación de la familia humana, podemos fortalecer nuestra fe, vivificar nuestro amor, compenetrarnos más profundamente del espíritu que sostuvo a nuestro Salvador. »Si queremos ser salvos al fin, debemos aprender todos, al pie de la cruz, la lección de penitencia y fe. [...] Todo lo noble En treg ad a y generoso que hay en el hombre responderá a la contempla­ ción de Cristo en la cruz» (.Exaltad a Jesús, p. 234). No hay nada atractivo en cuanto a la crucifixión en sí mis­ ma. Se trata de una forma de ejecución horrorosa e indignan­ te. Pero en cuanto a contemplarla, una cucharada de esta me­ dicina, aunque amarga al principio, traerá sanidad a nuestras almas. El sufrimiento de la cruz La crucifixión fue ideada originalmente por los persas, pe­ ro los romanos la perfeccionaron para extraer el último gramo de sufrimiento de la desdichada víctima. Un historiador escri­ bió: «La cruz sobre la cual murió Jesús consistió de un poste perpendicular con un madero cruzado encima o un poco más bajo. En ocasiones se clavaba un trozo de madera al poste para que sirviera de soporte parcial para el cuerpo. A veces se colo­ caba un posapiés. «Las víctimas de la crucifixión a menudo no morían hasta dos o tres días después de haber sido crucificadas. General­ mente la víctima era severamente castigada antes de la cruci­ fixión, lo cual podía acelerar el proceso de la muerte por la pérdida de sangre. Otro factor que contribuía a la duración del sufrimiento era la presencia o ausencia de un asiento, o de un soporte para los pies. Pues cuando una persona que estaba colgando con los brazos alzados perdía presión arterial rápida­ mente y el pulso cardíaco aumentaba; debido a esto no tarda­ ba en tener un colapso total por insuficiencia de circulación sanguínea en el cerebro y el corazón. Si la víctima podía apo­ yarse en un asiento o en un soporte para los pies, la sangre po­ día permanecer hasta cierto punto circulando en la parte su­ perior del cuerpo». Grant Osborne describe gráficamente esta muerte horri­ ble: «Para sujetar las manos de la víctima al madero horizon­ tal, se utilizaban cuerdas o cuerdas y clavos; a veces los pies 127 128 A í e s p ie s d e |e s ú s también eran clavados. Si se deseaba poner fin a la tortura, las piernas de la víctima eran quebradas justo debajo de las rodi­ llas con un golpe de garrote. De esa manera ya no era posible sostener su propio peso, y la pérdida de circulación sanguínea aceleraba el proceso de muerte a causa de la insuficiencia co­ ronaria» (Holman Bible Dictionary). ¿Qué había escrito en la cruz? Algunos se han preguntado por qué las declaraciones de los Evangelios acerca de la inscripción del cartel colocado más arriba de la cabeza de Jesús parecen contradictorias. X «Pusieron sobre su cabeza su causa escrita: “Este es Jesús, el rey de los judíos”» (S. Mateo 27: 37). X «El título escrito que señalaba la causa de su condena era: “El Rey de los judíos”» (S. Marcos 15: 26). X «Había también sobre él un título escrito con letras griegas, la­ tinas y hebreas: “Este es el Rey de los judíos”» (S. Lucas 23: 38). X «Escribió también Pilato un título, que puso sobre la cruz, el cual decía: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”» (S. Juan 19: 19). Es cierto que hay pequeñas diferencias entre los registros de los Evangelios. La respuesta en cuanto al porqué se encuen­ tra en el registro de Lucas, nos recuerda que estos carteles con­ tenían la frase en tres idiomas diferentes: «Con letras griegas, latinas y hebreas» (S. Lucas 23: 38). La mayoría de las variantes en los registros de los Evange­ lios son producto de la traducción de los textos desde diferen­ tes idiomas. Lucas y Juan, que escribieron para los gentiles, tal vez prefirieron utilizar la inscripción griega. Mateo, quien escri­ bió para los judíos, habrá preferido traducir la inscripción en hebreo; Marcos, quien escribió para los romanos, naturalmen­ te habrá utilizado el latín. Además, no debemos olvidar que En tr eg a d a Pilato probablemente pidió a un soldado romano que preparara los letreros en tres idiomas, quien quizá no haya sido tan per­ feccionista o capaz de armonizar los textos. ¿Quiénes presenciaron la crucifixión? Siguiendo la misma línea de pensamiento, alguien podría preguntarse por qué los autores de los Evangelios registran pe­ queñas diferencias en cuanto a la lista de discípulos presentes en la escena de la crucifixión: «Estaban allí muchas mujeres mirando de lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Ga­ lilea, sirviéndolo. Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo» (S. Mateo 27: 55, 56). «También había algunas mujeres mirando de lejos, entre las cuales estaban María Magdalena, María la madre de Jaco­ bo el menor y de José, y Salomé, quienes, cuando él estaba en Galilea, lo seguían y le servían; y otras muchas que habían su­ bido con él a Jerusalén» (S. Marcos 15: 40, 41). «Pero todos sus conocidos, y las mujeres que lo habían se­ guido desde Galilea, estaban mirando estas cosas de lejos» (S. Lucas 23: 49). «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena» (S. Juan 19: 25). La respuesta lógica es que, durante las siete horas en que el cuerpo de Jesús permaneció en la cruz, muchos de sus amigos y discípulos que creían en él permanecieron en pequeños gru­ pos y observaron la terrible escena desde diferentes distancias. Algunos llegaron y se fueron al cabo de algunas horas porque se acercaba el sábado. Lucas dice que «estaban lejos mirando estas cosas». Juan registra que «estaban junto a la cruz». Pro­ bablemente al pasar las horas y al disiparse las muchedumbres agitadas los seguidores fieles se acercaron a la cruz. 129 130 A L®S PIES DE |ESÚS Pero hay algo innegable: según todos los informes, María Magdalena permaneció allí todo el tiempo. ¿Qué efectos produce la cruz? Un joven soldado de infantería que peleaba en Italia du­ rante la Segunda Guerra Mundial alcanzó a saltar a una trin­ chera justo cuando le disparaban. Mientras procuraba agran­ dar el estrecho espacio escarbando frenéticamente con las ma­ nos para obtener mayor protección, encontró un crucifijo de plata dejado por un ocupante anterior de la trinchera. Un mo­ mento más tarde otra persona llegó a la trinchera. El soldado con el crucifijo vio que su nuevo compañero era un capellán del ejército y le mostró el crucifijo, mientras le decía: -¡Q ué alegría me da encontrarme con usted! ¿Cómo fun­ ciona esta cosa? Algunos han enseñado equivocadamente que en la época del Antiguo Testamento la gente se salvaba por sus obras, pero que el Nuevo Testamento enseña que lo que nos salva es nues­ tra fe, lo cual es una equivocación. Todos los redimidos son sal­ vados por medio de la fe en el sacrificio de Jesús. Todos los san­ tos desde Adán hasta Juan el Bautista fueron salvados al con­ templar con fe la cruz en el futuro. Todos los que son salvados hoy, son rescatados en virtud de contemplar con fe la cruz en el pasado. Todos son salvados por la fe al mirar «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (S. Juan 1: 29). Es así de simple: no podemos ser salvos sin amar a Dios. Pero, ¿cómo hacemos para llegar a amarlo? «Nosotros lo ama­ mos a él porque él nos amó primero» (1 S. Juan 4: 19). Esta es la razón por la cual Jesús dijo: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (S. Juan 12: 32). La cruz es el punto de mayor concentración de la historia; es allí donde mejor vislumbramos el amor que él demostró por no­ sotros. En la cruz el amor de Dios alcanza una «masa crítica»; ese poder maravilloso atrae a todos los corazones. En treg a d a Pedro dijo que si queremos ser salvos debemos arrepentirnos primero: «Así que, arrepentios y convertios para que sean borrados vuestros pecados» (Hechos 3: 19). Entonces, ¿cómo nos arrepentimos? Las Escrituras dan la respuesta: «Su benig­ nidad te guía al arrepentimiento» (Romanos 2: 4). Es en la cruz donde podemos ver la bondad de Dios desplegada. En la cruz vemos el amor de Satanás por el poder y el poder del amor de Jesús. La cruz es el catalizador de toda conversión genuina. La cruz nos da valor Steve Brown contó la historia de un soldado británico que servía en la Primera Guerra Mundial, pero se desanimó durante una cruenta y prolongada batalla y desertó. Tratando de llegar a la costa en busca de un barco que lo llevara hasta Inglaterra esa misma noche, terminó dando vueltas en medio de la noche, per­ dido y sin esperanzas. Llegó hasta lo que le pareció que era una señalización de caminos. La noche era tan oscura que se subió al poste para leerlo. Encendió un fósforo y se sorprendió al ver el rostro de Jesucristo. Se percató que en vez de subir a un poste de señalización, se había trepado a un crucifijo erigido en el costa­ do del camino. Brown explicó: «Entonces recordé a Aquel que murió por mí, que perseveró en su propósito y que nunca retro­ cedió. Regresé a las trincheras a la mañana siguiente». «Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de peca­ dores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar» (Hebreos 12: 3). La cruz nos da poder para perdonar Recordemos constantemente que las primeras palabras pro­ nunciadas por Cristo en la cruz fueron de perdón. «Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y repar­ tieron entre sí sus vestidos, echando suertes» (S. Lucas 23: 34). 131 132 A t e s p ie s d e Je s ú s Esto no solo revela el deseo de Jesús de perdonar a todos los pecadores, sino además muestra que la cruz da poder para per­ donarnos unos a otros. «Soportaos unos a otros y perdonaos unos a otros, si alguno tiene queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros» (Colosenses 3: 13). «Por tanto, si perdonáis a los hombres sus ofen­ sas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pe­ ro si no perdonáis sus ofensas a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas» (S. Mateo 6: 14, 15). George Herbert dijo: «Aquel que no puede perdonar a los demás destruye el puente por el cual debe cruzar él mismo». ¿Cómo podemos obtener poder para perdonar a quienes nos han perjudicado y herido profundamente? Cuando permanece­ mos en la luz proyectada desde el Calvario, las manchas de peca­ do que nos afean el carácter se tornan penosamente visibles, y revelan claramente cuánto nos ha perdonado Jesús. Cuando comprendemos que Dios nos ha librado del tremendo cúmulo de nuestros pecados, las ofensas que nos causan los demás apa­ recen como montoncitos de tierra (ver S. Mateo 18: 23-35). Alexander C. Dejong dijo: «Para perdonar a alguien necesita­ mos tres actitudes. Primero, no practicar el derecho de devolver mal por mal. Rechazamos la intención de pagar chisme con chis­ me y un golpe con otro golpe peor. En segundo lugar, significa reemplazar el resentimiento y la ira con buena voluntad y amor que busca el bien del ofensor y no el mal. En tercer lugar, signi­ fica que la persona que perdona hace lo necesario para restaurar las buenas relaciones» (Leadership, vol. 4, n° 1). Perdonar y olvidar Después de la Guerra Civil de los Estados Unidos de Nor­ teamérica, Robert E. Lee visitó a una mujer de Kentucky, que le mostró los restos de un magnífico árbol que había crecido frente a su casa. Lloró desconsoladamente mientras le contaba cómo las ramas y el tronco habían sido destruidos por la artille- En treg ad a ría del ejército de la Unión. La dama esperaba que el general Lee condenara al ejército del Norte, o por lo menos simpatizara con su lamentable pérdida. Lee respiró profundamente y luego le dijo con ternura: -Córtelo, distinguida señora, y olvídese de él. El verdadero perdón implica elegir olvidar. A Clara Barton, la fundadora de la Sociedad Norteamericana de la Cruz Roja, alguien le recordó un acto de maldad que le habían hecho años atrás. Pero ella actuó como si nunca se hubiera enterado de ese incidente. —¿No lo recuerdas? -le preguntó un amigo. —No —fue la respuesta de Clara Barton-, Recuerdo clara­ mente haberlo olvidado. Pero podemos preguntarnos: ¿Puede alguien realmente olvi­ dar? Quizás no, pero puede decidir no pensar en ello. Martín Lutero dijo: «Quizás no puedas evitar que los pája­ ros vuelen sobre tu cabeza, pero puedes evitar que hagan un nido en tu sombrero». De la misma manera, podemos elegir no pensar en asuntos perdonados. Es saludable odiar... el pecado Me doy cuenta que la cruz no es un cuadro hermoso, pero tampoco lo es el pecado. Cuando consideramos lo terrible que es la cruz recordemos que son nuestros pecados horrendos los que la causaron. La cruz no nos enseña solamente sobre el maravilloso amor de Dios, sino además nos recuerda cuán repugnante es el pecado para Dios. «Entonces, ¿lo que es bueno vino a ser muerte para mí? ¡De ninguna manera! Más bien, el pecado, para mostrarse como pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bue­ no, a fin de que el pecado, por medio del mandamiento, lle­ gara a ser extremadamente pecaminoso» (Romanos 7: 13). Nunca sabremos lo mucho que Jesús soportó y sufrió para que nosotros fuéramos salvos. No solo es cierto que cargó con 133 134 A Le s PIES DE |e s ú s el sufrimiento de toda la humanidad; en la cruz Jesús cargó ade­ más todo el sufrimiento de la naturaleza. El pecado ha causado mucho sufrimiento a Dios, a nuestro vecino, a nosotros mismos e incluso a la creación. Cada espina y flor marchita, cada go­ rrión que cae al suelo y cada tormenta nos recuerdan que toda la naturaleza está sufriendo las consecuencias del pecado junto con nosotros. «Sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora» (Romanos 8: 22). Leamos otra de mis citas preferidas: «El inmaculado hijo de Dios pendía de la cruz: su carne es­ taba lacerada por los azotes; aquellas manos que tantas veces se habían extendido para bendecir, estaban clavadas en el ma­ dero; aquellos pies tan incansables en los ministerios de amor estaban también clavados a la cruz; esa cabeza real estaba heri­ da por la corona de espinas; aquellos labios temblorosos for­ mulaban clamores de dolor. »Y todo lo que sufrió: las gotas de sangre que cayeron de su cabeza, sus manos y sus pies, la agonía que torturó su cuerpo y la inefable angustia que llenó su alma al ocultarse el rostro de su Padre, habla a cada hijo de la humanidad y declara: “Por ti consiente el Hijo de Dios en llevar esta carga de culpabili­ dad; por ti saquea el dominio de la muerte y abre las puertas del Paraíso. El que calmó las airadas ondas y anduvo sobre la cresta espumosa de las olas, el que hizo temblar a los demo­ nios y huir a la enfermedad, el que abrió los ojos de los ciegos y devolvió la vida a los muertos, se ofrece como sacrificio en la cruz, y esto por amor a ti”» (El Deseado de todas las gentes, pp. 703, 704). La cruz nos da dirección Recuerdo haber leído la historia de un policía que cierta noche patrullaba en las calles de un pueblo en el norte de In­ glaterra. Repentinamente oyó el llanto de un niñito. Lo en­ contró sentado en el escalón de una puerta en la oscuridad. En tr eg a d a Las lágrimas rodaban por las mejillas. El niño sollozó: —Estoy perdido, señor; por favor lléveme a mi casa. El policía comenzó a decir nombres de calles para ayudar al niño a recordar dónde vivía. Cuando no lo consiguió, men­ cionó los nombres de los negocios y los hoteles de la zona, pe­ ro sin éxito. De pronto recordó que en el centro de la ciudad había una iglesia muy conocida con una enorme cruz blanca que se alzaba por encima del campanario, y sobresalía del resto del paisaje. La cruz podía verse desde donde él y el niño estaban. El policía señaló hacia la cruz y preguntó: —¿Vives cerca de eso? El niño miró hacia arriba por un momento, y de repente se le iluminó el rostro. -Sí, eso es. Lléveme a la cruz. ¡Podré encontrar el camino hasta mi casa desde allí! La cruz sigue siendo el lugar donde comienza el viaje a casa de los hijos perdidos de Dios. Fue en la cruz, fue en la cruz, do primero vi la luz, y mi carga de pecado dejé. Fue allí por fe do vi a Jesús, y siempre con él feliz seré. Isaac Watts 13 A SU SERVICI© A LffiS PIES DE |ESÚS m io í^ H iB fia ia ¡n -| iB in ■M ^ Mientras transcurrían las horas interminables de la cruci­ fixión, los soldados asignados para supervisar la ejecución de Je­ sús y los dos malhechores, se ocupaban de dividir el magro bo­ tín de sus víctimas ejecutadas. Distribuyeron la ropa común en cuatro montoncitos. Cuando se ocuparon del manto de Jesús, aunque manchado con sangre, vieron que no tenía costuras y era de una calidad inigualable. María se enfureció cuando los vio tironeando del manto que ella y Marta habían confecciona­ do para el Señor. Los soldados finalmente decidieron echar suertes para determinar quién se lo llevaría. -«Repartieron entre sí mis vestidos y sobre mi ropa echa­ ron suertes» -una vez más María escuchó la voz entrecortada de Nicodemo a sus espaldas, citando del Salmo 22 de David. Al principio, cuando los dirigentes religiosos se burlaban de Jesús, los dos ladrones lo vituperaban con ellos. Pero con el paso de las horas, uno de ellos se volvió cada vez más callado y reflexivo. - 138 A L e s PIES DE je sú s -«¡El Cristo! ¡Rey de Israel! ¡Que descienda ahora de la cruz, para que veamos y creamos!» (S. Marcos 15: 32) -dijo ma­ liciosamente uno de los sacerdotes mientras señalaba el letre­ ro colocado sobre la cabeza de Jesús. -«Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros» (S. Lu­ cas 23: 39) -decía, humillándolo, uno de los malechores. Pero su compañero que estaba a la derecha de Jesús lo re­ prendió: —«¿Ni siquiera estando en la misma condenación temes tú a Dios? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; pero este nin­ gún mal hizo» (vers. 40, 41). La multitud escuchó en silencio este intercambio entre el dúo moribundo. El segundo malhechor le dijo a Jesús: —«Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino» (vers. 42). Apenas habían salido las palabras de sus labios cuando Je­ sús respondió: -«Te aseguro hoy, estarás conmigo en el paraíso» (vers. 43, NRV). Liaría notó que una paz celestial inundaba el rostro del hombre desfalleciente. Casi seis horas habían transcurrido desde el momento en que los soldados habían martillado los clavos en las ma­ nos y los pies de Jesús y levantado la cruz. Algunos sacerdo­ tes, confiados en que la suerte de Jesús ya estaba sellada, y habiendo liberado su venganza verbal hasta quedar afónicos, regresaron a sus hogares, bajo el pretexto de que debían prepararse para el sábado. En realidad muchos de ellos se acobardaron por causa de la oscuridad tenebrosa que se ha­ bía asentado sobre el lugar, como presagio de algún juicio divino. Varios de los discípulos habían estado observando desde lejos, golpeándose el pecho y llorando por causa de los aconte­ cimientos adversos y devastadores. Juan permanecía de pie junto a la madre de Jesús, y ahora su propia madre se les unió. A su S E R v ic ie Sabiendo que el fallecimiento de Jesús se aproximaba, se acer­ caron cautelosamente a la cruz. El Salvador se esforzó por mirar hacia abajo a sus fieles ami­ gos. Trató débilmente de parpadear para quitarse la sangre seca y evitar que los molestos insectos se metieran en sus ojos, para poder ver mejor. Mirando primeramente a su madre y luego moviendo la cabeza hacia Juan, le dijo: -Mujer, he ahí tu hijo. Luego miró a Juan y le dijo: -H e ahí tu madre. Al decir esto se refirió claramente a María de Nazaret, no a la madre natural de Juan. La esposa de Zebedeo se conmovió profundamente por la preocupación de Jesús por su madre durante el trance de su muerte. Juan también se percató de que Jesús le encomendaba el cuidado de su vínculo terrenal más querido a su amigo más cercano. Juan se acercó más a María y le rodeó los hombros tiernamente con su brazo, para indicar que entendía y acepta­ ba este sagrado legado viviente. Desde aquella hora, Juan y su madre llevaron a María a su propio hogar y la trataron como una más de la familia. La respiración de Jesús se debilitaba paulatinamente. Mien­ tras permanecía colgado de los clavos hincados en sus manos, era casi imposible hablar más que en susurros. Trató de erguir­ se, pero eso transfería más peso a los clavos en sus pies, lo cual lo hacía estremecerse con nuevas oleadas de dolor. De pronto logró emitir con voz ronca una petición desesperada: -«Tengo sed» (S. Juan 19: 28). Repentinamente Jesús tomó una bocanada de aire y gritó con voz potente, en su lengua materna, el arameo: —«¡Eloi, Eloi!, ¿lama sabactani? (que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”)» (S. Marcos 15: 34). Algunos de los romanos que estaban al pie de la cruz en­ tendieron mal esta declaración. Sabiendo que los judíos espe­ raban el regreso de Elias, dijeron: «Este hombre llama a Elias». 139 140 A í e s PIES DE |e s ú s Uno de ellos tomó una esponja empapada de vinagre de vino amargo, la colocó en un palo, y se la ofreció a Jesús para beber. Con la esperanza de que fuera agua, Jesús estiró el cuello hacia la esponja para humedecer los labios resecos y partidos. Apenas probó la poción la rechazó, a pesar de que su gargan­ ta seca pedía a gritos algún líquido. Era imperativo que man­ tuviera su mente clara, pues el destino eterno de la humani­ dad estaba en juego. Podía sentirse la presencia de Satanás. Trabajaba desespera­ damente, con todo su ingenio y poder, para inducir al Hijo de Dios a pecar siquiera una vez. Sabía que de esa manera la humanidad entera estaría perdida y sin esperanza. Repentinamente Jesús volvió a gritar, con voz resonante: —«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (S. Lucas. 23: 46). Entonces, con voz cristalina y victoriosa, exclamó: —«¡Consumado es!» (S. Juan 19: 30). Dichas estas palabras, el Salvador exhaló el último suspiro. La cabeza ensangrentada cayó hasta que el mentón reposó sobre el pecho. Se produjo un momento de silencio aterrador, y repentinamente unas nubes negras y amenazadoras se arre­ molinaron y chocaron unas contra otras, como si la naturale­ za misma se rebelara contra tanta injusticia y protestara por la muerte del Creador. El suelo comenzó a temblar. Pronto el temblor se transformó en un terremoto de gran intensidad. Cuando la gente aterrorizada comenzó a pedir ayuda a gritos y a orar, cesó el terremoto. Cuando el centurión que estaba a cargo de la ejecución observó esta secuencia de eventos sobrenaturales, fue compelido por el Espíritu de Dios a decir lo que todos estaban pen­ sando: —«¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!» (S. Mar­ cos 15: 39). Después de que Jesús murió y cesó el terremoto, sobrevino un silencio terrible. Los rostros de los líderes religiosos que A SU SERVICI© habían sido los primeros en burlarse de Cristo, estaban páli­ dos, desencajados y estupefactos. El desconcierto general se agravó cuando un mensajero del templo llegó corriendo ate­ rrorizado, y anunció que toda Jerusalén se encontraba en esta­ do de pánico y confusión. -Justo antes que el sacerdote sacrificara el cordero pascual -anunció el mensajero-, el velo santo del templo se rasgó desde arriba hasta abajo, dejando a la vista el Lugar Santísimo. El sacerdote asustado dejó caer el cuchillo, mientras el corde­ ro se escurría y desaparecía entre la multitud horrorizada. Los fariseos se miraron unos a otros con seriedad. Esto era un presagio muy malo. Como si quisieran esconder la eviden­ cia de su crimen, los líderes se dirigieron apresuradamente hacia la ciudad y el palacio de Pilato. Pidieron que los cuerpos de los crucificados fueran quitados de la cruz para que no arro­ jaran una sombra mórbida sobre la preparación santa del sá­ bado. Pilato, sabiendo que la muerte causada por la crucifixión podía tardar varios días en ocurrir, se sorprendió cuando supo que Jesús había muerto tan pronto. Ordenó que las piernas de los dos ladrones fueran quebradas para acelerar su falleci­ miento. María escuchó que entre los fariseos que habían visitado a Pilato estaba José, un hombre bueno y justo, proveniente de Arimatea. José era un miembro noble del Sanedrín, que de­ seaba ver llegar el reino de Dios. No había dado su consenti­ miento a la decisión de los demás dirigentes de ejecutar a Je­ sús. Cuando los demás se fueron, José permaneció con Pilato y le preguntó si podía entregarle el cuerpo de Jesús para sepul­ tarlo en forma debida. Pilato se sorprendió de ver que uno del grupo de aquellos dirigentes paranoicos respetara al Galileo. Le dio su consenti­ miento y dijo: —Una vez que los soldados comprueben que realmente está muerto, el cuerpo queda a tu disposición. 141 142 A íe s p ie s d e Jesús Mientras el escriba preparaba el permiso que reflejaba las órdenes de Pilato, el gobernador le comentó a José: -M i esposa anoche tuvo un sueño perturbador acerca de este hombre. ¿Sabes? Había algo diferente acerca de él. -Sí, lo sé -repuso José. Cuando José regresó al Gólgota, los soldados acababan de quebrar las piernas a los dos malhechores que estaban a uno y otro lado de Jesús. Ambos estaban semiconscientes por el do­ lor insoportable y su incapacidad de sostenerse para respirar. Sus cuerpos colgaban grotescamente de las manos y ellos res­ piraban con inspiraciones cortas y dificultosas. El remanente de la multitud de mofadores, satisfechos de que su tarea había terminado, comenzaron a dispersarse, lle­ vando consigo el terrible presentimiento de que algo nefasto había ocurrido sobre el Monte Calvario. Pero María, con Juan y la madre de Jesús, y con algunos de los demás discípulos y amigos fieles rehusaron abandonar la escena. María vio que José presentaba un documento al cen­ turión por el cual Pilato le concedía la custodia del cuerpo de Jesús. El centurión, a su vez, ordenó a sus hombres que baja­ ran la cruz para que sus discípulos pudieran quitar los restos de su Maestro. Pero antes de hacerlo, uno de los soldados más veteranos, queriendo confirmar que Jesús realmente estaba muerto, y quizá para asestar un último insulto a la nación judía, atravesó el costado del cuerpo de Jesús con su lanza. In­ mediatamente dos líquidos fluyeron de la herida: sangre y agua. Los guardias, sorprendidos, esperaron a que cesara la extraña hemorragia, antes de comenzar a bajar la cruz. -U n corazón quebrantado. Murió con el corazón quebran­ tado -dijo Mateo, señalando el charco de agua y sangre que se entremezclaban al pie de la cruz—. Eso es lo que hace que la sangre y el agua se separen. María se preguntaba cómo era que ese antiguo publicano poseía esa clase de conocimientos, pero igualmente creyó que tenía razón. A SU SER VICI© Los discípulos quitaron con la mayor ternura posible los horribles clavos de las manos y los pies de su Líder caído. José se encargó de la operación y dijo al pequeño grupo que él creía que Jesús era un gran profeta de Dios. Les explicó que si se lo permitían, donaría su propia tumba, ubicada en un huer­ to cercano. Como no tenían ningún plan para esta tragedia imprevista, aceptaron humildemente el ofrecimiento genero­ so de José. En ese instante apareció Nicodemo con dos sirvientes. Des­ pués de la muerte de Jesús, Nicodemo había ido a la ciudad pa­ ra comprar una mezcla costosa de mirra y aloes, junto con al­ gunos lienzos para envolver el cuerpo de Jesús. José trajo una camilla para transportar sus restos. Al iniciar su marcha solem­ ne hacia la tumba, María vio que Nicodemo regresó hasta la cruz y quitaba el letrero con la leyenda «Jesús, Rey de los ju­ díos». Lo enrolló cuidadosamente y lo guardó entre sus túnicas. Cuando llegaron hasta la tumba se alegraron al ver que estaba rodeada por un hermoso jardín. José los instruyó para que colocaran una sábana en el suelo para enderezar el cuerpo maltrecho de Jesús a fin de prepararlo para ser limpiado y envuelto en lienzos antes de colocarlo en la tumba. María colocó su mano sobre el brazo de la madre de Jesús y le pidió con ojos suplicantes que la dejara envolver los pies de Jesús. Su madre asintió y dijo: —Recuerdo la primera vez que lo envolví en pañales y lo re­ costé en un comedero de piedra utilizado para alimentar a los animales. No era muy lejos de aquí... Era un niño tan tran­ quilo. Y con eso lloró nuevamente. Solo quedaban unos pocos rayos de luz en las nubes cuan­ do José y las mujeres terminaron de envolver el cuerpo exáni­ me del Hijo de Dios y lo colocaron sobre una cornisa de pie­ dra en el interior de la tumba. Podían escuchar el sonido de la trompeta que anunciaba la hora haciendo eco en las murallas de Jerusalén. 143 144 A Le s PIES DE |ESÚS —Pronto el sol se pondrá -dijo José de Arimatea al asomar­ se al interior de la tumba donde las mujeres permanecieron por unos instantes más, avisándolas gentilmente de que el santo sábado se acercaba rápidamente. María, la esposa de Cleofas, miró a su alrededor y se dio cuenta repentinamente que se estaba haciendo muy oscuro. En seguida dijo: -E l Maestro no estaría muy contento si profanáramos las horas sagradas de su sábado, aún con una obra de amor. María se arrodilló, llorando silenciosamente, con una ma­ no descansando sobre los pies envueltos de Jesús. María pen­ só: «¡Oh, si solamente pudiera quitarse estos lienzos de enci­ ma y extender sus brazos!» María sintió una mano sobre el hombro. Era Marta. Desde que María había dejado el aposento alto esa mañana, Marta había estado preocupada por su hermana menor. Había podi­ do seguirla hasta la tumba, sabiendo que si encontraba a Jesús también encontraría a María cerca de él. Ahora le insistió: -E s hora de regresar a casa, María. Pero María no se movió. Sus ojos humedecidos observaban una gota de sangre que había atravesado el lienzo blanco nue­ vo. Solo unas pocas semanas antes ambas hermanas habían realizado esta misma tarea con el cadáver de su hermano Lá­ zaro, pero no había habido sangre entonces. Ahora Lázaro es­ taba vivo y Jesús yacía muerto. ¿Realmente había ocurrido todo esto? Marta sabía que se­ ría especialmente difícil para su hermana menor tener que de­ jar a Jesús. -Todavía podemos preparar especias y aceites antes del sá­ bado, y luego completar nuestra tarea cuando hayan pasado las horas sagradas -dijo Marta. Una María aturdida salió lentamente de la tumba, casi ca­ minando hacia atrás en un esfuerzo por mantener los ojos so­ bre el cuerpo de Jesús. Sintió como si su corazón fuera a ser enterrado junto con el Maestro. A su s E R v i c ie Juan y varios de los apóstoles permanecían afuera en el huerto. El silencio solemne fue interrumpido por Felipe que se golpeaba el pecho y se lamentaba: -¿C óm o pudieron hacer esto? ¡El nunca le hizo daño a na­ die! Tomás, con lágrimas en los ojos añadió: -¡N unca debimos haberlo dejado solo! Lo abandonamos. Ante una señal de José, varios hombres fuertes con palos y palancas hicieron rodar la enorme piedra utilizada para cerrar la abertura de la tumba. María tocó el brazo de José: -Amable caballero, ¡no hemos terminado de preparar su cuerpo! -L o sé, querida dama -respondió José con la cabeza incli­ nada-. Pero no podemos dejar la tumba abierta. Vendrían las fieras y... Mientras tanto, los sirvientes de José tenían dificultades para mover la piedra. Miraron a los discípulos y preguntaron: -Maestro, ¿podrían ayudarnos los hombres de Galilea? Aunque estaban debilitados por su pena, los discípulos ro­ dearon la piedra y añadieron sus fuerzas para realizar la triste tarea. Finalmente la piedra quedó en su lugar. El hecho de ver la tumba sellada con una piedra de gran ta­ maño imprimió una realidad terrible y final a los sucesos de ese día. María comenzó a llorar nuevamente, y pronto los de­ más se contagiaron con su llanto. Mientras recuperaban su compostura, uno tras otro se fue­ ron alejando lentamente de la tumba. María ahogó sus sollo­ zos y preguntó a su hermana: —¿Cómo entraremos para terminar la preparación de su cuerpo? Antes que Marta pudiera responder, la madre de Jesús dijo: -D ios proveerá. 145 146 A L e s PIES DE [ESÚS S. Lucas 23: 50-56 «H a b ía un varón llam ado José, de A rim atea, ciu d ad de Ju d e a, el c u al era m iem ­ bro d el San edrín , hom bre bueno y ju sto . E s­ te, que tam bién esperaba el reino de D io s y no h ab ía consentido en el acuerdo n i en los hechos de ellos, fu e a P ilato y p id ió el cuer­ p o de Jesús. B aján d olo de la cruz, lo envol­ vió en u n a sáb an a y lo puso en un sepulcro abierto en u n a p eñ a, en el cu al aú n no se h ab ía puesto a nadie. E ra d ía de la p rep a­ ración y estaba p a ra com enzar el sábado. L a s m ujeres que lo h ab ían acom pañado desde G alilea lo siguieron y vieron el sepul­ cro y cómo fu e puesto su cuerpo. A l regresar, prepararon especias arom áticas y ungüen­ tos; y descansaron el sábado, conform e a l m andam iento». «José de A rim atea, m iem bro noble d el Concilio, que tam bién esperaba el reino de D ios, vino y entró osadam ente a P ilato, y p id ió el cuerpo de Jesús. P ilato se sorprendió de que y a hubiera m uerto, y llam ando a l centurión, le preguntó si y a estaba muerto. E in form ado p o r el centurión, dio el cuer­ p o a Jo sé, e l c u a l com pró u n a sá b a n a y, A su s E R v ic ie bajándolo, lo envolvió en la sáb an a, lo puso en un sepulcro que estaba cavado en u n a p eñ a e hizo rodar u n a p ie d ra a la en trada d el sepulcro». S. Juan 19: 38-42 «D espués de todo esto, Jo sé de A rim atea, que era discípulo de Jesús, pero secretam en­ te p o r m iedo de los ju d ío s, rogó a P ilato que le p erm itiera llevarse el cuerpo de Jesú s; y P ilato se lo concedió. Entonces fu e y se llevó el cuerpo de Jesús. Vino tam bién N icodem o, el que antes h ab ía visitado a Jesú s de noche, trayendo un compuesto de m irra y de aloes, como cien libras. Tom aron, pues, el cuerpo de Jesú s y lo envolvieron en lienzos con espe­ cias arom áticas, según la costum bre ju d ía de sepultar. E n el lu g ar donde fu e crucifica­ do h ab ía un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el c u al aú n no se h ab ía puesto a nadie. A llí, pues, p o r causa de la preparación de la P ascua de los ju d ío s, y porqu e aq u el sepulcro estaba cerca, p u sie­ ron a Jesús». Descansando en la tumba John Bunyan escribió en su afamado libro E l Peregrino: «Lo vi llegar a una montaña, en cuya cima había una cruz, y un poco más abajo un sepulcro. Al llegar a la cruz, instantáneamente 147 148 A Les PIES DE |esús la carga se soltó de sus hombros, y rodando fue a caer en el sepulcro, y ya no lo vi más. ¡Cuál no sería entonces la agilidad y el gozo de Cristiano! “¡Bendito él -le oí exclamar-, que con sus penas me ha dado descanso, y con su muerte me ha dado vida!”». Resulta impresionante pensar cómo los dirigentes religio­ sos que presenciaron la crucifixión de Jesús podían estar tan obsesionados con la letra de la Ley, hasta el punto de no per­ mitir que los cuerpos permanecieran en las cruces durante el sábado, pero perdían de vista totalmente el espíritu de la Ley. Jesús era la esencia misma del reposo del sábado. En su generosa invitación Jesús nos dice: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (S. Mateo 11: 28). No era ninguna coincidencia que Jesús muriera justo antes que comenzara el sábado. Había completado su obra redentora cuando declaró: «¡Consumado es!». Y luego du­ rante el sábado descansó en la tumba de su obra redentora de los seres humanos. Se levantó el domingo de mañana para continuar con su obra como nuestro Sumo Sacerdote, pre­ sentando su propia sangre y sus méritos ante el Padre. En el primer sábado, en el Edén, el Señor descansó de su obra cre­ adora. Ahora Jesús descansaba de su obra de re-creación. Resulta interesante observar que Jesús permaneció siete horas sobre la cruz. Sufrió seis horas, desde lo que hoy llama­ ríamos las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde. Des­ pués de morir, permaneció en reposo sobre la cruz una hora más, mientras José obtenía permiso para bajarlo de la cruz y sepultarlo (ver S. Marcos 15: 25, 34). Jesús estuvo siete horas en la cruz: seis horas sufriendo y una hora descansando. Algunos han sugerido que la muerte y la resurrección de Jesús abolieron o cambiaron el día sábado. Nada podría estar más lejos de la verdad. Es más, los discípu­ los de Jesús estaban tan conscientes de su reverencia por este santo día que ni siquiera se atrevieron a terminar de preparar A SU SER VICI© su cuerpo para sepultarlo por temor a profanar el sábado con su obra de amor. Regresaron a sus hogares y prepararon especias y aceites fragantes. Después reposaron el día sábado conforme al man­ damiento (ver S. Lucas 23: 56). Clavado en la cruz Aunque los Diez Mandamientos no fueron cambiados ni abolidos por la muerte de Jesús, es verdad que ciertas leyes ce­ remoniales quedaron canceladas o cumplidas por la muerte de Cristo. Pablo escribió: «Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados. El anuló el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, y la quitó de en medio clavándola en la cruz. Y des­ pojó a los principados y a las autoridades y los exhibió públi­ camente, triunfando sobre ellos en la cruz. Por tanto, nadie os critique en asuntos de comida o de bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o sábados. Todo esto es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo» (Colosenses 2: 13-17). ¿Qué fue clavado en la cruz de Jesús? Esta pregunta es muy importante. La respuesta la encontramos en el texto que aca­ bamos de citar: «El acta de los decretos que había contra noso­ tros». Esa «acta de los decretos» no era más que el registro de nuestros pecados. En los tiempos de Pablo esta expresión se usaba para identificar un pagaré firmado por el deudor. Este pagaré tenía vigencia mientras la deuda no fuera pagada. Tan pronto la deuda era saldada dicho pagaré quedaba anulado. Al usar esta frase, el apóstol Pablo quiere decir que la muerte de Cristo no solo implica el perdón de nuestros pecados, sino que también está anulando la condenación que había contra nosotros. Ya, al igual que María, hemos sido librados de la deuda que teníamos con Dios por causa de nuestros pecados. 149 150 A L e s Pies d e je sú s Algunos cristianos de la actualidad han querido igualar el «acta de los decretos» con la Ley de Dios argumentando que lo que fue clavado en la cruz no era más que la Ley. Es bueno precisar aquí que en ninguna parte de nuestro pasaje se men­ ciona el término «ley». Por lo tanto es una simple fantasía exegética querer definir el «acta de los decretos» como si fuera la Ley de Dios, los Diez Mandamientos. Su última voluntad En las horas finales de la vida de Jesús, mientras colgaba de la cruz, emitió su última voluntad y testamento con respecto a sus bienes más preciados. Legó sus ropas al mundo, su perdón a sus enemigos, su madre al discípulo Juan y su espíritu a su Padre. Cuando Jesús nació, su madre lo envolvió con ternura en pañales y lo acostó en un pesebre. Ahora tuvo que hacerlo otra vez pero lo colocó en una tumba (ver S. Juan 19: 40-42). Sus amigos llevaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en bandas de lienzos con las especias, tal como era costumbre en los en­ tierros judíos. «Y tomando José el cuerpo, lo envolvió en una sábana lim­ pia y lo puso en su sepulcro nuevo, que había labrado en la pe­ ña; y después de hacer rodar una gran piedra a la entrada del se­ pulcro, se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas delante del sepulcro» (S. Mateo 27: 59-61). Muerto al pecado Cuando los capitanes piratas de la antigüedad enterraban sus tesoros, para preservar el secreto de su ubicación solían matar al marinero que ayudaba a cavar el hoyo, mientras decían: «Los muertos no cuentan secretos». Es cierto que los muertos no hablan, no mienten ni pecan. Puede parecer una paradoja, pero los cristianos no pueden vivir plenamente hasta que no mueren espiritualmente. A SU S E R V IO S «Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “Si alguien quiere ve­ nir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará”» (S. Mateo 16: 24, 25). Los cuerpos de los muertos nunca se ofenden en un fune­ ral. Nunca se incorporan para quejarse de lo que se dice du­ rante el panegírico, ni se preocupan si no los entierran con sus ropas preferidas. La razón porque pecamos, nos impacientamos o nos queja­ mos, suele ser porque nuestra antigua naturaleza carnal egoísta no está muerta ni sepultada con Jesús. Por eso Pablo dijo: «Porque, el que ha muerto ha sido justificado del pecado» (Romanos 6: 7), y «Cada día muero» (1 Corintios 15: 31). En Romanos 6 : 1 1 leemos: «Así también vosotros consi­ deraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro». Para reclamar esta promesa debemos morir a los hábitos pecaminosos que antes nos esclavizaban. Al igual que un cadáver no puede ser tentado porque no puede responder a la tentación, también los cristianos no res­ ponderán a la tentación si están muertos al pecado. Debe­ mos reflexionar: «No puedo responder a esa tentación peca­ minosa, así como tampoco puede hacerlo una persona que ha fallecido. Me considero muerto para ese acto pecami­ noso». Pareciera que nuestras mentes estuvieran programadas para recordar las cosas de a tres, de modo que cuando nos sintamos tentados por Satanás, recordemos este plan de «uno-dos-tres» y repitámoslo en voz alta: 1. «¡No! He elegido no cometer más este pecado». 2. «Gracias, Dios, por la victoria». 3. «Estoy muerto para este pecado». Cuando María dejó la tumba estaba muerta al pecado. 151 152 A L9S PIES DE ¡ESÚS El versículo más conocido Probablemente el versículo más conocido, amado y memorizado de la Biblia sea S. Juan 3: 16. Pero me atrevo a decir que si preguntamos a un cristiano común y corriente cuáles son los dos versículos que preceden a S. Juan 3: 16, ni siquie­ ra uno entre cincuenta podría decirlos de memoria. La mayo­ ría de las personas olvidan que este versículo inmortal es la continuación de un pensamiento contenido en los dos versí­ culos anteriores. A continuación aparecen los tres juntos: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, si­ no que tenga vida eterna» (S. Juan 3: 14-16). Estos tres versículos sintetizan la plenitud del gran conflic­ to, el conflicto cósmico entre la serpiente y el Señor. Repase­ mos la historia original: «Y comenzó a hablar contra Dios y contra Moisés: “¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este des­ ierto? Pues no hay pan ni agua, y estamos cansados de este pan tan liviano”. Entonces Jehová envió contra el pueblo unas ser­ pientes venenosas que mordían al pueblo, y así murió mucha gente de Israel» (Números 21: 5, 6). Recordemos que el pecado entró al mundo cuando la ser­ piente, el diablo, tentó con éxito a nuestros primeros padres, cuando los incitó a dudar de la palabra de Dios. En la histo­ ria referida en Números, después que los israelitas rechazaron el pan de Dios (el pan simboliza a Jesús y a la Biblia), las ser­ pientes los mordieron. Es la Palabra de Dios la que nos man­ tiene alejados del pecado (Salmo 119: 11). Leamos lo que si­ gue en Números: «Entonces el pueblo acudió a Moisés y le dijo: “Hemos pecado por haber hablado contra Jehová y contra ti; ruega a A SU SERV1CI0 Jehová para que aleje de nosotros estas serpientes” . Moisés oró por el pueblo, y Jehová le respondió: “Hazte una serpiente ar­ diente y ponía sobre una asta; cualquiera que sea mordido y la mire, vivirá”. Hizo Moisés una serpiente de bronce, y la puso sobre un asta. Y cuando alguna serpiente mordía a alguien, es­ te miraba a la serpiente de bronce y vivía» (Números 21: 7-9). Una serpiente en lo alto de im poste Para aquella nación de pastores de ovejas, la serpiente le­ vantada sobre una vara era un símbolo importante que todos entendían muy bien. Las serpientes eran una amenaza de muerte para las ovejas. Un perro podía ser mordido por una serpiente de cascabel y sobrevivir sin ningún tratamiento especial, pero para las ovejas la mordedura era fatal. Por eso, entre otras razones, los pastores llevaban cayados consigo. Cuando yo vivía en las montañas desérticas, tenía una vara contra serpientes. Si encontraba una víbora metida en la cueva que me servía de refugio, le pegaba con el palo en la cabeza pa­ ra «herirle la cabeza». Pero una serpiente, aunque esté mortal­ mente herida, puede seguir retorciéndose y contorsionándose durante horas. Así que en vez de arriesgarme a tomarla con las manos, la levantaba con la vara para arrojarla fuera de mi refu­ gio. Una serpiente sobre una vara es un símbolo vivido de una serpiente derrotada. Pero eso no es todo, porque este símbolo posee además un significado profético de mayor importancia. Elena G. de White efectuó este interesante comentario: «Todos los que hayan existido alguna vez en la tierra han sentido la mordedura mortal de “la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás” (Apocalipsis 12: 9). Los efectos fatales del pecado pueden eliminarse tan solo mediante lo provisto por Dios. Los israelitas salvaban su vida mirando la serpiente levantada en el desierto. Aquella mirada implicaba fe. Vivían porque creían la palabra de Dios, y confiaban en los medios pro­ vistos para su restablecimiento. Así también puede el pecador 153 154 A L e s PIES DE [ESÚS mirar a Cristo, y vivir. Recibe el perdón por medio de la fe en el sacrificio expiatorio. En contraste con el símbolo inerte y sin vida, Cristo tiene poder y virtud en sí para curar al pecador arrepentido» {Patriarcas y profetas, p. 458). «El pueblo sabía muy bien que en sí misma la serpiente no tenía poder de ayudarle. Era un símbolo de Cristo. Así como la imagen de la serpiente destructora fue alzada para sanar al pueblo, un ser “en semejanza de carne de pecado” iba a ser el Redentor de la humanidad» {El Deseado de todas las gentes, p. 146). Jesús dijo: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (S. Juan 12: 32). Cando miramos a Jesús sobre la cruz somos atraídos por su amor hacia nosotros. Cuan­ do contemplamos el sacrificio de nuestro Redentor, somos sal­ vados de la mordedura de la serpiente. Dos ladrones, dos opciones El ladrón que fue redimido a la hora undécima es un ejem­ plo de alguien que es salvado cuando contempla a Jesús en la cruz. Los dos ladrones que fueron crucificados con Jesús repre­ sentan a las dos clases de personas que han vivido o vivirán: los salvados y los perdidos, los justos y los injustos. Notemos la forma como cada uno de estos dos hombres condenados repre­ sentan a toda la humanidad: X Ambos eran culpables de rebelión, asesinato y robo. Noso­ tros también hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios. Todos nos hemos rebelado contra la voluntad de nuestro Hacedor, hemos cometido asesinatos en nuestros co­ razones y hemos robado a Dios en tiempo, recursos y talen­ tos que él nos ha prestado (ver Romanos 3: 23). X No podían hacer nada para salvarse por sí mismos. Ima­ ginemos que cuelgan desnudos, impotentes, con las manos y A SU SER VICI© los pies clavados a la cruz. No puedo pensar en una imagen más vivida de individuos incapaces de rescatarse a sí mis­ mos. Y sin embargo somos tan incapaces de salvarnos por nuestras buenas obras, como lo eran los dos ladrones de fugarse de la cruz. X Ambos tenían igual oportunidad de ser salvos. Aunque eran incapaces de salvarse a sí mismos, estaban en presencia del más grande generador de amor y poder del universo en­ tero. Pero ellos debían abrir sus corazones por fe y pedírselo. Nosotros también estamos constantemente en presencia del Salvador; él está a una oración de distancia (ver Salmo 139: 7). Pero multitudes de personas se perderán innecesariamen­ te con el anhelo y el deseo de alcanzar salvación, porque no realizan el simple acto de pedirlo (S. Juan 16: 24). Aunque Jesús estaba sufriendo la agonía más atroz imagi­ nable, no dejó de escuchar ese clamor sincero de ayuda. El diablo podía clavar sus manos a la cruz, pero no podía evitar que el Salvador salvara. La historia del ladrón en la cruz representa el plan de salva­ ción en miniatura. En el pasaje de S. Lucas 23: 40-43 pode­ mos ver al ladrón creyente transitar por todos los pasos de la sal­ vación y experimentar todos los elementos necesarios de la con­ versión. X Vio a Cristo «levantado». «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo» (S. Juan 12: 32). X Creyó en Cristo como el cordero inmaculado. «Pero este ningún mal hizo» (S. Lucas 23: 41). X Se arrepintió y confesó su pecado. «Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecie­ ron nuestros hechos» (vers. 41). X Testificó públicamente, a pesar de las burlas, que Jesús era su Señor y Rey. «Tu Reino» (vers. 42). 155 156 A L ® S PIES DE [ESÚS X Pidió ser perdonado. «Acuérdate de mí» (vers. 42). X Sufrió junto con Jesús. X Murió con Cristo, y en Cristo. «Con Cristo estoy junta­ mente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gálatas 2: 20). Vino viejo y vino nuevo En la Biblia el vino es un símbolo de la sangre del pacto. Recordemos que después que Jesús sostuvo en alto el vaso de vino en la última cena dijo: «Porque esto es mi sangre del nuevo pacto que por muchos es derramada para perdón de los pecados. Os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (S. Mateo 26: 28, 29). Recordemos que era vino nuevo, es decir jugo de uva sin fer­ mentar. En las Escrituras, el vino fermentado representa el peca­ do y un evangelio corrompido con las doctrinas tóxicas de los demonios. Cuando el libro de Apocalipsis se refiere a la iglesia apóstata, declara: «Te mostraré el castigo de la gran ramera [...]. Con ella han fornicado los reyes de la tierra, y sus habitantes se han embriagado con el sino de su fornicación [...]. Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos y de los mártires de Jesús. Y cuan­ do la vi, quedé muy asombrado» (Apocalipsis 17: 1-6, NRV). En su primer milagro, Jesús transformó agua en vino en una fiesta de bodas en Caná. Comenzó su ministerio dando vino nuevo en el contexto de una boda (ver S. Juan 2: 1-11). Jesús es el novio, y la iglesia es la novia. «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Efesios 5: 25). En sus últimos momentos sobre la cruz, Jesús probó el vi­ no amargo que le ofrecieron sus atormentadores. «Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliera: “¡Tengo sed!” Había allí una va­ sija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una A lí SU SER VICI© esponja y, poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca. Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: “¡Consumado es!” E in­ clinando la cabeza, entregó el espíritu» (S. Juan 19: 28-30). Jesús no bebió antes de morir. El Evangelio según San Ma­ teo deja en claro que simplemente «probó». Cuando se dio cuenta de que era un calmante para el dolor, decidió no tomar­ lo, pero sí lo había probado: «Le dieron a beber vinagre mezcla­ do con hiel; pero, después de haberlo probado, no quiso beberlo» (S. Mateo 27: 34). Volviendo a la fiesta de bodas, el mo­ mentó del primer milagro de Jesús, cuando el encargado de la fiesta probó el agua que había sido convertida en vino, le pre­ guntó al anfitrión por qué había guardado el mejor vino para el final (ver S. Juan 2: 9, 10). Hasta la muerte de Jesús, la única sangre ofrecida por los pecados de la humanidad era la sangre de animales, símbolo de la sangre de Jesús. Pero la sangre de un animal nunca po­ dría limpiar nuestros pecados. Tal como el anfitrión en la fies­ ta de bodas, Dios el Padre guardó el mejor vino para el final cuando envió a Jesús. Es interesante notar que el primer milagro que Jesús realizó fue darle vino nuevo milagroso a una familia humana, un sím­ bolo de su sangre que habría de limpiarnos y hacernos dignos de participar en la fiesta de bodas del Cordero (ver Apocalipsis 19: 9). Lo último que hizo Jesús antes de decir «consumado es» fue probar el vino amargo ofrecido por hombres pecadores. El Salvador intercambió su sangre con nosotros y probó el pecado y la muerte por todos los seres humanos. Agua, sangre y vida nueva El jueves de noche, después que Jesús inició el nuevo pac­ to, llevó a los discípulos más allá del valle del Cedrón. El his­ toriador judío Josefo nos dice que durante la semana de la Pascua eran sacrificados tantos animales en el templo, que el Cedrón quedaba rojo con sangre. Esto significa que Jesús debió 15 158 A L e s PIES DE |ESÚS haber cruzado por encima de la sangre para llegar al huerto de Getsemaní, donde sudó gotas de su propia sangre. La sangre de los corderos se encontró con su antitipo esa noche en la sangre del Cordero de Dios (ver S. Lucas 22: 44). De la misma manera que un bebé nace a través de sangre y agua, la iglesia nació del flujo de sangre y agua que salió del corazón quebrantado de Jesús. De la misma manera en que Dios hizo dormir a Adán y de su costado creó a Eva, así el Pa­ dre puso a dormir a Jesús y una lanza extrajo de su costado un chorro de sangre y agua, y así nació su novia, la iglesia. Desde el año 1347 hasta el 1351 de nuestra era, la peste negra devastó Europa, matando entre un cuarto y un tercio de la población, alrededor de veinticinco millones de personas. Solamente las Islas Británicas perdieron alrededor de 800,000 habitantes; ¡en el mundo entero murieron más de setenta mi­ llones! Esta terrible peste, una forma virulenta de la peste bu­ bónica, que cubría el cuerpo con un sarpullido negro, fue la peor peste de la historia. En ese tiempo no se sabía que la enfermedad se transmitía a los seres humanos a través de las pulgas de las ratas. Hoy sabemos que una cura para la peste negra es recibir una trans­ fusión de sangre de alguien con el mismo tipo de sangre que ha sido expuesto a la plaga pero no ha sucumbido. De igual modo, la única cura para la enfermedad del peca­ do es recibir una transfusión de Jesús, el único Hombre que vivió en este mundo de pecado y no fue infectado. Jesús vino para dar a la raza humana una transfusión de sangre para sal­ varnos de la enfermedad del pecado. Él tuvo sed para que nuestras almas sedientas pudieran ser saciadas con agua viva. El amor sufrirá para salvar Se dice que durante el tiempo de Oliver Cromwell un jo­ ven soldado inglés se durmió en su puesto de centinela. El sol­ dado fue juzgado en consejo de guerra y fue sentenciado a muer- A SU SER VICI© te. Sería fusilado «al sonar de la campana del toque de queda». Al oír esto, su prometida subió al campanario varias horas antes del toque de queda y ató a su cuerpo al enorme badajo de la campana. Cuando llegó la hora del toque de queda y el encar­ gado tiró de la soga para hacer sonar la campana, solamente se oyeron ruidos apagados provenientes de la torre. Cromwell exi­ gió que le explicaran por qué no sonaba la campana. Sus solda­ dos fueron a investigar y regresaron con la muchacha en brazos. Tenía algunas heridas graves, moretones y cortes sangrientos producidos por los golpes reiterados contra el borde de la cam­ pana. Cromwell se conmovió tanto por la disposición a sufrir de la muchacha en favor de alguien a quien ella amaba, que de­ cidió liberar al soldado, diciendo: «El toque de queda no sona­ rá esta noche». Sobre la colina rocosa situada en las afueras de Jerusalén hace tantos años, tres prisioneros fueron ejecutados, pero ha­ bía una gran diferencia entre ellos. Uno murió a l pecado, uno murió en pecado y otro murió por el pecado. Cristo murió por nuestros pecados; ahora nosotros debemos escoger si morire­ mos en nuestros pecados o, por fe en Jesús, moriremos a nues­ tros pecados. 159 i C 0 N A L A B A N ZA A Les p ie s de Je s ú s Murta insistió gentilmente a la madre de Jesús para que pa­ sara el sábado en su casa. -Sé que tienes familiares en Belén, María, pero la distancia desde aquí hasta allá es el doble. Además, cuando haya pasado el sábado podemos regresar juntas para embalsamar el cuerpo. Viendo que Juan estaba de pie junto a la madre de Jesús (to­ dos habían escuchado cuando el moribundo Jesús le encomen­ dó el cuidado de su madre al joven apóstol), Marta agregó: -Por supuesto, Juan, siempre serás bienvenido. También incluyó en su invitación a María, esposa de Cleofas. —Como Lázaro está en Jerusalén con los demás discípulos, hay lugar suficiente para todos. La esposa de Cleofas agradeció a Marta pero se excusó: -M i esposo teme que Caifás haga arrestar a todos los segui­ dores de Jesús. Cree que es más seguro que vaya a Emaús. Pero regresaré el primer día de la semana para ayudarles en la tumba. 1 6 2 A L e s PIES DE [ESÚS La pequeña compañía de deudos llegó a la aldea de Betania al anochecer. Descubrieron que el pueblecito no se había sal­ vado de los efectos del terremoto. Notaron que una antigua pared al costado del camino había quedado reducida a escom­ bros, y vieron algunos graneros deteriorados. Cuando llegaron al hogar de Marta, estaban agradecidos porque no había sufri­ do ningún daño. Las mujeres y Juan esperaron afuera mien­ tras Marta entraba para encender una lámpara. La María más joven comenzó a llorar. Entonces la madre de Jesús habló, como si estuviera en un sueño: -L a brisa primaveral esta noche se siente tan limpia y tem­ plada. ¡Cuán diferente era el cielo más temprano! Recuerdo vividamente que fue una noche como esta, hace más de trein­ ta años, cuando un ángel del Señor me visitó y me anunció que yo sería la madre del Hijo de Dios. El llanto de María Magdalena se fue atenuando, mientras ella observaba el rostro de esta mujer extraordinaria cuyo ros­ tro iluminaba la luz de la luna de Pascua. La madre de Jesús continuó: -Ahora comprendo lo que quiso decir el profeta Simeón cuando Jesús era un bebé, Simeón profetizó que una espada atra­ vesaría mi propia alma. Ahora sé que hoy es el día del cual habló. Marta regresó a la puerta, y todos entraron a la casa. La luz parpadeante de la lámpara de arcilla bailaba sobre las paredes y el cielo raso mientras el pequeño grupo permanecía sentado durante varias horas en un silencio conmovedor. María estaba agradecida porque su hermana Marta los había invitado a su hogar. La compañía de las personas a quienes ella más amaba era un gran consuelo. Permanecía sentada, como hipnotizada por la lucecita. Repentinamente volvió a la realidad cuando vio a una polilla que volaba hasta la llama, y luego caía heri­ da aleteando al pie de la lámpara. Debido a los acontecimientos devastadores del día, Marta había olvidado poner aceite a la lámpara, de modo que repen­ tinamente la llama vaciló unos instantes y finalmente se apagó. C©N A L A B A N Z A Los deudos se retiraron a los dormitorios de la casa para descan­ sar hasta el amanecer. De tanto en tanto, a lo largo de la noche, alguno dejaba escapar un gemido o llanto involuntario al recor­ dar la realidad abrumadora de los acontecimientos del día. María permaneció en su cama habitual en la espaciosa coci­ na. Lázaro había retirado las tejas del techo de verano que cu­ bría el área de la cocina, lo cual hacía posible que ella pudiera mirar las estrellas. ¡Se veían tan brillantes y hermosas! ¿Por qué había tanto sufrimiento y muerte en el mundo? Oró en silen­ cio: «Padre, no entiendo por qué ha sucedido todo esto, pero creo que tú eres bueno, porque Jesús dijo que era igual que tú. Seguiré confiando en ti. Pero te ruego que me ayudes a comprender. ¿Cómo podré vivir sin él?» María experimentó una sensación de paz tranquilizadora después de haberse comunicado con su Padre celestial. Finalmente se durmió, completamente exhausta. A la mañana siguiente se vistieron para el sábado. Como no deseaban encontrarse con las multitudes, escogieron asistir a la pequeña sinagoga de Betania. Se habían reunido escasos ado­ radores: algunos niños menores de doce años que no tenían edad para asistir a la fiesta, y unos pocos adultos de edad avan­ zada, demasiado ancianos para viajar hasta Jerusalén. El resto de los miembros de la sinagoga estaban en la ciudad celebrando la Pascua. Las botas del sábado, que siempre habían sido enriquecedoras y bendecidas con la presencia de Jesús, ahora estaban va­ cías sin él. El anciano rabí se puso de pie y comenzó a leer en el rollo de Isaías desde donde había dejado la semana anterior: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nues­ tros dolores, ¡pero nosotros lo tuvimos por azotado, como heri­ do y afligido por Dios! Mas él fue herido por nuestras rebelio­ nes, molido por nuestros pecados. Por darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados. Todos no­ sotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como un cordero 163 164 A L e s PIES DE [ESÚS fue llevado al matadero; como una oveja delante de sus trasqui­ ladores, enmudeció, no abrió su boca. Por medio de violencia y de juicio fue quitado; y su generación, ¿quién la contará? Por­ que fue arrancado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo fue herido. Se dispuso con los impíos su sepultu­ ra, mas con los ricos fue en su muerte. Aunque nunca hizo mal­ dad ni hubo engaño en su boca, Jehová quiso quebrantarlo, su­ jetándolo a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en ex­ piación por el pecado, verá descendencia, vivirá por largos días y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de su alma y quedará satisfecho; por su co­ nocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará sobre sí las iniquidades de ellos» (Isaías 53: 4-11). Mucho antes de que el rabí terminara de leer, los discípulos dolientes comenzaron a mirarse unos a otros con asombro. Por sus miradas sabían que estaban pensando lo mismo: ¿Podría esta profecía mesiánica referirse a Jesúst Recordaron el momento cuan­ do, hacía tres años, Juan el Bautista había declarado que Jesús era «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». De regreso en el hogar, Marta preparó una comida senci­ lla, pero nadie sentía ganas de comer. Juan comentó: -Ahora entiendo lo que el Maestro quiso decir: «¿Acaso pue­ den los que están de boda tener luto entre tanto que el espo­ so está con ellos? Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado, y entonces ayunarán» (S. Mateo 9: 15). Ese mismo sábado en la tarde llegaron Lázaro y Tomás. El pequeño grupo de mujeres los atosigó con preguntas. Estos dos discípulos eran una pareja interesante. Lázaro era el optimista eterno, mientras que Tomás a menudo se enfoca­ ba en asuntos negativos. -Los servicios de la Pascua realizados en el templo eran un desorden total -dijo Tomás. Cuando el Maestro entregó su espíritu ayer, el velo grueso del templo se rasgó de arriba a abajo, ¡dejando expuesto el Lu­ gar Santísimo! C©N A L A B A N Z A Lázaro añadió: —Los sacerdotes del templo dijeron que parecía como si la mano de un ángel hubiera rasgado la cortina en dos. -Sí, pero el sumo sacerdote asevera que fue causado por el terremoto de ayer -dijo Tomás, haciendo notar su cinismo en el tono de su voz. -También nos enteramos de que los dirigentes religiosos se acercaron a Pilato para pedir que un centurión y sus soldados protegieran la tumba. Dijeron que nosotros podríamos estar tramando robar el cuerpo del Señor -continuó Lázaro. -¿Quieres decir que fueron a ver a Pilato en el santo sába­ do? —preguntó Juan inocentemente-. ¡Qué hipócritas! Cuan­ do pidieron a Pilato que juzgara a Jesús ni siquiera entraron a la sala del juicio porque la multitud los estaba mirando, bajo el pretexto de no querer contaminarse. Marta frunció el ceño. —No se trata de eso, Juan. Ya sabíamos que esos hombres son corruptos. Lo que ahora importa es cómo podremos ter­ minar de ungir el cuerpo de Jesús con cien soldados prote­ giendo la tumba Después de las oraciones a la puesta del sol, el grupo de se­ guidores de Jesús se dispersó. Lázaro y Juan regresaron a Jerusalén. Tomás, temiendo que fuera demasiado peligroso perma­ necer en Jerusalén, decidió quedarse con su primo en Betania. Las mujeres se desparramaron por los hogares de algunos ami­ gos para reunir las especias y ungüentos necesarios para ungir el cuerpo de Jesús. Aunque ninguna de ellas había resuelto cómo lo harían para librarse de la guardia romana o cómo removerían la pesada piedra, decidieron regresar a la tumba con la primera luz del alba para completar su tarea y despedirse definitivamen­ te de su Jesús. Ninguna de las mujeres durmió esa noche. El impacto del asesinato de Jesús y los eventos preocupantes del día las man­ tuvieron inquietas, confusas y temerosas. Marta sabía por el tono de la respiración de las demás mujeres que todas estaban 165 1 6 6 A L ® S PIES DE [ESÚS despiertas. Así que cuando faltaban dos horas para el amane­ cer se levantó y encendió la lámpara de aceite. —Es lo mismo ir ahora que después -anunció a sus huéspe­ des—. Cuanto antes lleguemos, menos atención atraeremos de los enemigos de Jesús. Marta miró a su alrededor mientras sus ojos se acostum­ braban a la luz de la lámpara. -¿Dónde está María? No pudiendo soportar las horas largas de la noche, la her­ mana menor de Marta se había ido silenciosamente en la os­ curidad. María fue a la tumba atraída por un amor inefable e ignorando sus temores, Todavía estaba oscuro cuando las demás mujeres comenza­ ron su camino hacia Jerusalén. Caminando con cuidado para no tropezar en el sendero angosto, recordaron las obras de mi­ sericordia de Cristo y sus palabras de consuelo. Al acercarse al lugar donde estaba sepultado, se encontra­ ron con una figura solitaria: María, la esposa de Cleofas. H a­ bía caminado sola más de diez kilómetros desde Emaús para ayudarlas. Luego de un corto saludo, la esposa de Cleofas verbalizó la pregunta temida por las otras mujeres: —¿Quién nos ayudará a quitar la piedra? Antes que alguien pudiera responder, un relámpago extra­ ño cruzó el espacio despejado del alba y cayó en la zona del huerto de la tumba. Por un instante se iluminó el cielo como si fuera pleno día, dejando momentáneamente enceguecidas a las mujeres. El suelo a sus pies tembló y se sacudió. La madre de Jesús se aferró a Marta para mantener el equilibrio. Marta derramó algunas de las especias y el aceite que llevaba, mien­ tras las mujeres consternadas se aferraban unas a las otras. El breve terremoto cesó repentinamente. Más adelante es­ cucharon exclamaciones y gritos desesperados en lengua lati­ na. Observaron atónitas mientras un numeroso grupo de hombres corrían precipitadamente hacia Jerusalén. Mientras corrían, algunos de ellos tropezaron y cayeron como si estu­ C©N A L A B A N Z A vieran ebrios. El destello de la armadura a la luz del alba indi­ caba que los hombres debían ser soldados romanos. Las mujeres permanecieron paralizadas, observando el es­ pectáculo. —Algo maravilloso ha sucedido -susurró la madre de Jesús. Transcurridos algunos minutos de silencio las mujeres avan­ zaron hacia la tumba del Maestro. María Magdalena había llegado a la tumba poco después del relámpago y el terremoto. Entró al jardín con cautela y descu­ brió que la piedra había sido removida. Su primer pensamien­ to fue que los guardias habían quitado el cuerpo de Jesús. Afli­ gida con el pensamiento de perder inclusive los restos de su amigo más querido, corrió hasta la entrada de la tumba y miró hacia el interior. Una luz celestial iluminaba el lugar donde Je­ sús había yacido. Pero la tumba estaba vacía; ¡su cuerpo no esta­ ba allí! María miró con angustia y temor hacia la tumba vacía mien­ tras contenía la respiración. Luego se alejó y observó a su alre­ dedor, confundida y estupefacta. « Tengo que encontrar a los discípulos -pensó-. Ellos sabrán qué hacer». La mujer acongojada dio media vuelta y se apresuró a subir por el camino hacia la puerta de Herodes para entrar a Jerusalén. Cuando llegó a la casa de Juan Marcos, encontró que Pedro y Juan estaban despiertos y hablaban quedamente en la terraza. María subió las escaleras y suspiró: -¡Se han llevado al Señor de la tumba, y no sabemos dónde lo han puesto! Aunque no había sido la intención de María asustarlos, los hombres nerviosos dieron un brinco al escuchar la noticia. Pedro fue el primero en recuperarse: -¿Q ué dijiste? —demandó. María procuró recuperar el aliento mientras hablaba. -Estuve en la tumba. Alguien quitó la piedra y el cuerpo no está. ¡Los soldados tampoco están! 1 6 8 A IffiS PIES DE ]ESÚS Juan miró a Pedro. —¿Quién haría algo así? -preguntó. -N o lo sé -respondió Pedro-, pero habría que ir a ver qué ha sucedido. —¿Vamos a despertar a los demás? —preguntó Juan. -N o -respondió Pedro—, Esto podría ser una trampa de los líderes religiosos para eliminar al resto de nosotros. Es más, iré solo. Podría ser peligroso. -¡Iré contigo! -exclamó Juan. Mientras los hombres se escabullían por las escaleras y se dirigían hacia la puerta de la ciudad, notaron que los guardias romanos no estaban en sus puestos. Tan pronto como hubie­ ron atravesado el portón, el joven Juan echó a correr y Pedro trató de no quedar atrás. Sin esperar a que le dieran permiso, María decidió seguirlos. Se sentía extrañamente atraída al lu­ gar donde había visto por última vez a su Jesús. Estaba decidi­ da a descubrir lo que había sucedido con su cuerpo. Marta y las otras mujeres entraron al claro del huerto y en­ contraron espadas, cascos y escudos romanos desparramados por el suelo en derredor de la tumba donde Jesús había sido sepultado. María, la esposa de Cleofas, lanzó un suspiro y se­ ñaló hacia la tumba. Todas se sorprendieron al ver a un extra­ ño, alto, con vestiduras blancas que estaba sentado sobre la piedra que había cubierto la boca de la tumba de Jesús. Aque­ lla enorme piedra había sido removida de la entrada y partida, como si el mismo Sansón enojado la hubiera quitado. El hombre de aspecto amable que estaba sobre la roca son­ rió reconfortantemente a las mujeres aterradas. Reconociendo su temor, les dijo: -«N o temáis vosotras, porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor» (S. Mateo 28 : 5 , 6). El mensajero de elevada estatura, se deslizó suavemente de su asiento sobre la piedra y caminó hacia la tumba. C 0 N A LA BA N ZA -Vean por ustedes mismas -dijo gozosamente. La madre de Jesús miró el rostro del ser de noble aparien­ cia. De pronto sonrió, y lo reconoció como el ángel Gabriel, el mismo que le había anunciado el nacimiento de Jesús trein­ ta y cuatro años antes. Mientras las mujeres sorprendidas trataban de comprender el cambio repentino de perspectivas, la madre de Jesús se acer­ có cautelosamente a la entrada de la tumba. Las otras mujeres la siguieron tímidamente. Aunque asustadas, avanzaron paso a paso, con una resolución proveniente de su amor hacia el Se­ ñor. La luz celestial aún brillaba en el interior de la tumba. Allí, vieron otro ser sentado sobre la tumba donde habían colocado el cuerpo de Jesús el viernes por la tarde. El desconocido dijo: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de lo que os habló cuando aún estaba en Galilea, diciendo: “Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado y resucite al tercer día”» (S. Lucas 24: 5-7). Las mujeres atónitas salieron lentamente del sepulcro. En un susurro Marta repitió las palabras del ángel, como si fuera una pregunta: -¿H a resucitado? ¿Ha resucitado? Luego exclamó afirmativamente: -¡H a resucitado! Entonces Marta hizo algo completamente fuera de su ca­ rácter: arrojó al suelo la bolsa con especias para embalsamar y corrió lo más rápidamente que pudo hacia Jerusalén. Las de­ más mujeres la seguían de cerca. Apenas habían empezado a subir por el sendero angosto cuando se encontraron con Juan, Pedro y María Magdalena. Entusiasmadas y casi histéricas de gozo y confusión, las muje­ res, todas al mismo tiempo, comenzaron a decirles lo que ha­ bían visto y oído. La sorpresa reflejada en sus rostros decía a Pedro y a los de­ más que algo maravilloso había sucedido, de modo que les dijo: 169 170 A L e s PIES DE |ESÚS —¡Vayan y cuenten a los demás en la ciudad lo que han visto! Antes que Pedro pudiera terminar de hablar, Juan corrió hacia la tumba para cerciorarse por sí mismo de lo que había sucedido. Se detuvo en el huerto y vio las armas que los guar­ dias romanos habían abandonado, y después miró la enorme piedra. Juan pensó: «¿Cómo pudieron mover esta piedra tan grande protegida por los soldados?» Pero los mensajeros mencio­ nados por las mujeres ya no estaban. Cuando Pedro y María llegaron jadeando y casi sin alien­ to, Juan preguntó: -¿El terremoto pudo haberlo hecho? -¡N o! -respondió Pedro sacudiendo la cabeza resueltamen­ te-. Un terremoto nunca podría haberlo hecho. Juan fue hasta la entrada de la tumba y miró hacia adentro, en cambio Pedro ni siquiera se detuvo, sino que entró resuelta­ mente. ¡La tumba estaba vacía! Quedaban solamente los lienzos doblados cuidadosamente y Juan los tocó con manos trémulas. —¡Tiene que ser verdad! Pedro asintió. -Solamente Jesús en un caso así dedicaría tiempo para do­ blarlos. ¿Pero dónde está? -N o lo sé -dijo Juan, mirando a su alrededor con nervio­ sismo-, Pero vayámonos porque los soldados podrían regresar y culparnos de haber roto el sello de Pilato para robarnos el cuer­ po de Jesús. Los dos discípulos salieron de la tumba cuando los primeros rayos del sol matutino comenzaban a iluminar los muros de Jerusalén. María, estupefacta y confundida, permaneció de pie, abrazándose a sí misma para protegerse de la fría brisa de la ma­ ñana. -Debemos irnos, María -dijo Juan tocándola suavemente en el brazo-. Los guardias podrían regresar. María asintió, pero permaneció petrificada por la escena confusa que tenía frente a ella, mientras Pedro y Juan comen­ C©N A L A B A N Z A zaban a subir apresuradamente por el sendero. Sin preocupar­ se del peligro, permaneció en el lugar porque tenía la convic­ ción de que Jesús no podía estar muy lejos de allí. Con la esperanza de encontrar a su Señor en el lugar donde lo había visto por última vez caminó lentamente hasta la recá­ mara mortuoria en la roca. Se detuvo y miró hacia adentro. Repentinamente dio un grito ahogado de asombro cuando vio junto al sepulcro a dos personas ataviadas con brillantes vestiduras blancas. Mientras María observaba atónita, uno de los desconocidos preguntó: -«Mujer, ¿por qué lloras?» (S. Juan 20: 13). -«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (vers. 13). María, motivada por la esperanza de encontrar a alguien que le dijera dónde estaba Jesús, salió del sepulcro llorando abrumada por sentimientos de temor y confusión. Una parte de ella deseaba alejarse corriendo de ese lugar, pe­ ro algo la detenía. María, sin poder controlar su llanto, bajó la vista y vio los restos rotos del sello de cera y las cuerdas que Pilato había hecho colocar sobre la roca. Recordó la historia que había escuchado cuando era niña acerca del rey Darío que colo­ có un sello similar sobre la cubierta de piedra cuando echaron a Daniel en el foso de los leones. Cuando rompieron ese sello, Daniel salió vivo. Mientras miraba atentamente el sello, una sombra larga se interpuso entre ella y el sol matutino. Sorprendida por el acercamiento silencioso de un desconocido, María levantó la vista. El sol brillaba justo detrás de la silueta oscura de un hom­ bre, haciéndole difícil a María distinguir el rostro. El hombre le preguntó suavemente: -Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? María, suponiendo que era el jardinero que había llegado para iniciar sus tareas del día, se preguntó: «¿Cómopuede saber él que estoy buscando a alguien?» 1 i 1 172 A í e s PIES DE |ESÚS Sabiendo que solamente las personas muy adineradas podían permitirse el lujo de ser enterradas en una tumba de piedra co­ mo esta, y pensando que posiblemente los líderes religiosos se habían llevado el cuerpo de Jesús, María pensó que ese hombre podría saber lo que había acontecido con los restos de su Señor. -«Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo llevaré» (S. Juan 20: 15), —rogó la mujer, agachando la cabeza para disimular sus copiosas lágrimas. Conmovido por su devoción, el amable desconocido no pudo soportar verla sufrir ni un minuto más. Pronunció una sola palabra que transformaría su tristeza en éxtasis. -¡María! Repentinamente la inundó una ola de reconocimiento go­ zoso al oír el tono familiar y melodioso con el que los labios compasivos de Jesús habían pronunciado su nombre. María se arrojó a los pies heridos de Jesús. -¡Raboni! ¡Estás vivo! ¡Estás vivo! Entonces Jesús le dijo: -N o debes detenerme, pues aún no he ascendido a mi Pa­ dre. Pero ve a mis hermanos y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». Luego de haber dicho estas palabras, Jesús se enderezó. Al sol­ tarle lentamente los pies, María observó la transformación más maravillosa. El rostro de Jesús brillaba tanto como el sol de la ma­ ñana. Era como si alguien le hubiera quitado un velo de los ojos. Vio una innumerable compañía de ángeles rodeándolo, y co­ menzó a elevarse por ese pasillo viviente de gloria indescriptible. Los ángeles cantaban un canto de triunfo hermoso: «¡Alzad, puertas, vuestras cabezas! ¡Alzaos vosotras, puertas eternas, y en­ trará el Rey de gloria!» (Salmo 24: 7). Los exquisitos acordes musicales eran infinitamente más melodiosos que cualquier música que ella hubiera escuchado. Antes que Jesús desapareciera en la nube viviente de ánge­ les, miró a María y le dijo: -N unca te dejaré. C©N A L A B A N Z A Justo en el momento en que María pensaba que no podría sobrevivir un minuto más de gloria divina increíble, todo se desvaneció. En comparación, el sol saliente parecía oscuro. Mientras María pensaba en la magnitud de estos eventos, co­ menzó a caminar por el sendero hacia Jerusalén. Una nueva luz brillaba en su mente, y una energía desconocida animaba sus pasos. La música angelical ya había cesado, pero el cora­ zón de María cantaba: «¡Jesús está vivo! ¡Jesús está vivo!» Entonces María hizo una pausa en el camino para aclarar una nueva y profunda revelación: -¿M e esperó a mí? Sí, me escogió a mí para dar las buenas nuevas. Mientras avanzaba por el sendero seguía repitiendo: —¡Me esperó a mí! María siempre había sentido que no era lo suficientemen­ te buena. Simón ni siquiera pensaba que era digna de tocar, ni mucho menos lavar los pies de Jesús. Los líderes religiosos pen­ saban que solamente servía para ser apedreada. Pero Jesús ha­ bía esperado hasta que Pedro, Juan, e incluso su propia madre, se fueran de la tumba a fin de comisionarla a ella, una mujer considerada anteriormente como paria de la sociedad. El Sal­ vador la consideraba un vaso limpio. La escogió a ella para de­ cirle al mundo que él, el Dios viviente, su amigo y salvador, había resucitado. S. Juan 20: 11-18 «Pero M a ría estaba fu e ra llorando ju n ­ to a l sepulcro; m ientras lloraba, se in clin ó p a r a m irar dentro d el sepulcro, y vio a dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban 1 / 3 174 A LffiS PIES DE |ESÚS sentados e l uno a la cabecera y el otro a los p ie s, don de e l cuerpo de Je sú s h a b ía sido puesto. Y le dijeron : “M ujer, ¿por qu é llo­ ras?” Les d ijo : “Porque se han llevado a m i Señor y no sé dónde lo han puesto. D icho esto, se volvió y vio a Jesú s que estaba allí; pero no sab ía que era Jesús. Jesús le d ijo: “M ujer, ¿por qu é lloras? ¿A quién buscas? ” E lla, pensando que era el jard in ero , le d ijo : “Señor, si tú lo has llevado, dim e dónde lo h as puesto y yo lo llev aré”. Jesú s le d ijo : “¡M a r ía !” Volviéndose ella, le d ijo : “¡R abon i!” —que sign ifica: “M aestro ”—. Jesú s le d i­ jo : “¡Suéltam e!, porque aú n no he subido a m i P adre; pero ve a m is herm anos y diles: ‘S ubo a m i P adre y a vuestro Padre, a m i D io s y a vuestro D io s ”. Fu e entonces M a ría M agd alen a p a ra d ar a los discípulos la no­ ticia de que h ab ía visto a l Señor, y que él le h ab ía dicho estas cosas». S. Marcos 16: 9-11 «H abiendo, pues, resucitado Jesú s p o r la m añ an a, el p rim er d ía de la sem ana, a p a ­ reció prim eram ente a M a ría M agdalen a, de q u ien h a b ía echado siete dem onios. Yendo ella, lo hizo sab er a los que h abían estado con él, los cuales estaban tristes y llo­ rando. Ellos, cuando oyeron que vivía y que h ab ía sido visto p o r ella, no lo creyeron». C©N A L A B A N Z A Todo tembló Thomas Jefferson fue un personaje notable, pero como era deísta no aceptaba los sucesos milagrosos de las Escrituras. Edi­ tó su propia versión especial de la Biblia en la cual eliminó todas las referencias a lo sobrenatural. Al editar los Evangelios, Jeffer­ son se limitó a incluir únicamente las enseñanzas morales de Je­ sús. Estas son las palabras finales de la Biblia de Jefferson: «Allí dejaron a Jesús y rodaron una gran roca sobre la boca del sepul­ cro para luego irse». Gracias a Dios que ese no es el final de la historia. La resurrección de Jesús fue verificada por una enorme can­ tidad de evidencias irrebatibles. Entre las principales pruebas se encuentra el testimonio de la naturaleza en el cielo oscuro y en el terremoto. En la resurrección de Jesús encontramos una muestra en mi­ niatura de lo que sucederá cuando aparezca en su gloria desde los cielos para recoger a sus hijos. Refiriéndose a estas señales en los cielos y en la tierra, Elena G. de White escribió: «Un te­ rremoto señaló la hora en que Cristo depuso su vida, y otro terremoto indicó el momento en que triunfante la volvió a to­ mar. El que había vencido la muerte y el sepulcro salió de la tumba con el paso de un vencedor, entre el bamboleo de la tie­ rra, el fulgor del relámpago y el rugido del trueno. Cuando vuelva de nuevo a la tierra, sacudirá “no solamente la tierra, sino también el cielo” (Hebreos 12: 26). “Temblará la tierra vacilan­ do como un ebrio, y será removida como una choza” (Isaías 24: 20). “Se enrollarán los cielos como un libro”; “los elementos ar­ diendo serán deshechos y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (Isaías 34: 4; 2 S. Pedro 3: 10). “Pero Jehová será la esperanza de su pueblo, la fortaleza de los hijos de Israel” (Joel 3: 16)» {El Deseado de todas las gentes, p. 726). Cuando yo vivía en California se produjeron varios terre­ motos. Cuando el suelo comienza a temblar bajo los pies, uno puede sentir bastante miedo. Vivimos pensando que podemos 175 176 A íe s p i e s de |esús confiar en que el suelo siempre será fiable y constante; pero como mínimo, los terremotos me han enseñado que lo único que no puede ser movido es aquello que está enraizado en Dios. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasa­ rán» (S. Mateo 24: 35). ¿Tres días y tres noches? ¿Cuánto tiempo permaneció Jesús en le tumba, y por qué? es una pregunta importante. «Entonces respondieron algunos de los escribas y de los fariseos diciendo: “Maestro, deseamos ver de ti una señal” . Él respondió y les dijo: “La generación mala y adúltera demanda señal, pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás. Como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches”» (S. Mateo 12: 38-40). Muchas personas han quedado confusas por este pasaje bíblico, porque Jesús dijo claramente: «Así estará el Hijo del hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches». Se entiende que «en el corazón de la tierra» significa en la tumba, y si Jesús murió un viernes y resucitó un domingo, no estuvo en la tumba tres noches. Una forma de entender este pasaje es considerar las palabras «corazón de la tierra» como simbolis­ mo, sin referirse a la tumba. «Corazón de la tierra» puede ser traducido fácilmente como «en medio del mundo» o en las garras de este planeta perdido que Jesús vino a salvar. La frase «en la tierra» aparece decenas de veces en la Biblia. Nunca se refiere a la tumba. Tomemos, por ejemplo, la frase en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra». ¿Significa eso que la voluntad de Dios se haga en la tumba así como en el cielo? ¡No, por supuesto que no! Significa que se haga la voluntad de Dios entre las personas que viven en la tierra, las naciones de la tierra, así como entre los ángeles del cielo. C ® N A LA BA N ZA El sufrimiento de Jesús por los pecados del mundo no co­ menzó en la cruz el viernes. Comenzó a sufrir por nuestros pecados al terminar la última cena. Varias veces Jesús dijo que «la hora ha llegado», refiriéndose a ese jueves por la noche (ver S. Mateo 26: 45; S. Marcos 14: 41; S. Lucas 22: 14, 15; S. Juan 16: 32; S. Juan 17: 1). El padecimiento de Jesús comenzó cuando la turba lo arrestó el jueves por la noche. Así que «en el corazón de la tierra» podría significar en realidad «en las garras del mundo». Recordemos que Satanás es llama­ do el «príncipe de este mundo» en S. Juan 12: 31. Jesús per­ maneció separado de la protección de su Padre y estuvo en las manos del enemigo durante tres días y tres noches. Fue un prisionero «en el corazón del mundo» al sufrir la penalidad y el castigo por los pecados del mundo.* ¿A dónde fue? A otras personas les preocupa el tema de a dónde fue Jesús cuando murió en la cruz. La mayor parte de la confusión surge una vez más por una mala interpretación del siguiente pasaje en las Escrituras: «Asimismo, Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a * El C om entario bíblico adventista da otra explicación, que es la generalmente admitida por todos los estudiosos. Sobre la expresión «corazón de la tierra» indica: «Sin duda, Cristo se refería aquí al tiempo que pasaría en la tumba de José, desde las últimas horas de la tarde del viernes hasta las primeras horas de la mañana del domingo» (t. 5, p. 387; comentario a Mat. 12: 40). En cuanto a la expresión «tres días y tres noches» da una amplia explicación, apoyada por numerosos textos bíblicos para demostrar que no siempre tiene el sentido de setenta y dos horas completas, sino de «tres días» en el sentido actual. En S. Lucas 12: 46 y 1 Corintios 15: 4 se indica claramente que Jesús resucitó «al tercer día». «Puesto que la costumbre común de emplear el cóm­ puto inclusivo está bien comprobada por su uso entre los hebreos, en otras naciones antiguas y en el Oriente hasta los tiempos modernos, parece razona­ ble entender las palabras de Jesús en cuanto a un período de tres días según la usanza de nuestro método matemático moderno occidental» (C om entario bíblico adventista, t. 5, p. 241, ver pp. 239-242).- N. del E. 1 / i 178 A L ® S PIES DE [ESÚS Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu; y en espíritu fue y predicó a los espíritus encarce­ lados, los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca, en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua» (1 S. Pedro 3: 18-20). Algunas personas han pensado que el contenido del pasaje que antecede revela que Jesús no murió realmente en la cruz sino que fue transportado a alguna esfera espiritual. Sostienen que en aquel lugar hipotético predicó a los espíritus de gente que vivió antes del diluvio para ofrecerles una segunda opor­ tunidad de salvación. Sin embargo, muchos cristianos no saben que el Credo Apostólico no fue escrito por los apósto­ les, porque fue escrito unos cien años después que el último de los apóstoles había muerto. Por lo tanto no forma parte de la Escritura inspirada. Esta teoría es la antítesis de toda enseñanza bíblica sobre el tema. Las Escrituras explican con claridad meridiana que des­ pués de la muerte no hay una segunda oportunidad de arre­ pentimiento: «Así como está establecido que los seres huma­ nos mueran una sola vez, y después venga el juicio» (Hebreos 9: 27, NVT). «Porque es necesario que todos nosotros compa­ rezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Corintios 5: 10). Leamos atentamente 1 S. Pedro 4: 6. Dice que el evangelio fue predicado «a los muertos». Están muertos ahora, pero no estaban muertos cuando el evangelio les fue predicado. Sería muy difícil predicar a personas muertas, porque ya es suficien­ temente difícil predicarles a los vivos. Se necesita inteligencia y conocimiento para comprender el evangelio, y tal inteligencia solamente la poseen los vivos (ver Eclesiastés 9: 5, 10). Pedro dice: «Por medio del Espíritu fue y predicó a los espí­ ritus encarcelados» (1 S. Pedro 3: 19, NVT). Por el mismo Es­ píritu por el que resucitó, Jesús (Dios) predicó a las personas C©N A L A B A N Z A vivas, en la época del diluvio, que estaban encarceladas por el pecado. Compare esto con el famoso texto de Génesis 6: 3: «Mi Espíritu no contenderá con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne. Así sus días serán ciento veinte años». «Si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús está en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que está en vosotros» (Romanos 8: 11). Resulta claro entonces que Pedro no está diciendo que cuan­ do Jesús murió fue a alguna prisión mística a predicar a los espí­ ritus de gente que vivió antes del diluvio. Lo que en realidad está diciendo es que fúe el mismo Espíritu Santo el que les predicó, el que resucitó a Jesús y también el que nos predica a nosotros. Otras personas no logran reconciliarse con la idea de que Jesús, el Hijo de Dios, pueda haber muerto. Siendo que Jesús era Dios, ellos se preguntan: «¿Acaso puede morir Dios?» ¡Claro que no...! ¡Y tampoco puedo explicar cómo Dios pudo hacerse hombre! La Biblia describe esto como un misterio: «Indiscutiblemente, gran­ de es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne» (1 Timoteo 3: 16). Pero es muy peligroso jugar con las sencillas enseñanzas de las Escrituras. La paga del pecado es la muerte (ver Romanos 6: 23). Si suponemos que Jesús no murió realmente sobre la cruz, sino que simplemente fue transportado a alguna dimensión espiritual, estamos subestimando una de las verdades fundamentales del evangelio. La Biblia explica con claridad meri­ diana que Jesús, el Hijo del hombre, realmente murió (Romanos 5: 6; 1 Corintios 15: 3), y debemos aceptar su palabra aun cuan­ do no podamos explicarla completamente. Eso se llama fe. El amor es lo único que perdura En un cementerio cerca de la iglesia de Greyfriars, en Edim­ burgo, Escocia, hay úna fuente y una estatua en memoria de un pequeño perro conocido como Greyfriars Bobby. En 1858 ente­ rraron a un hombre llamado Jock Grey. Su fiel perro permaneció 179 1 8 0 A íes PIES DE |ESÚS muy triste vigilando el lugar donde había sido depositado el cuerpo de su amo. A lo largo de los siguientes catorce años, día y noche, lluvia o sol, hasta su muerte en 1872, el leal can vir­ tualmente vivió sobre la tumba de su amo. El pequeño skye te­ rrier abandonaba el lugar solamente para visitar a sus dos ami­ gos, el dueño del restaurante que lo alimentaba y el sacristán que le construyó un pequeño refugio cerca de la tumba de su amo. Durante su vigilia de catorce años, miles de personas visitaron el cementerio para ver al fiel perro. Como tributo a su lealtad y devoción de toda la vida, cuando murió lo enterraron al lado de su amo. Después de que todos se habían ido del huerto donde esta­ ba la tumba de Jesús, la fiel María permaneció sola unos mi­ nutos más en el lugar donde había visto por última vez a su Señor. A veces perdemos de vista a Jesús porque pensamos únicamente en nuestra propia voluntad y las cosas que debe­ mos hacer. Nos distraemos con nuestros amigos terrenales y olvidamos a nuestro Amigo celestial. Incluso los padres de Jesús perdieron de vista a su amado hijo en ocasión de su visita al templo en Jerusalén. Pero en­ contraron a Jesús tres días después, en el mismo lugar donde lo vieron por última vez. María dijo, «Tu padre y yo te hemos buscado con angustia» (S. Lucas 2: 48). Cuando perdemos de vista descuidadamente a nuestro Maestro podemos llegar a te­ ner que dedicar algún tiempo buscando y lamentando hasta encontrarlo nuevamente. Lo mismo que la madre de Jesús, María Magdalena encontró a Jesús tres días después al regre­ sar al lugar donde lo había visto por última vez. «El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no se envanece, no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, sino que se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, cesarán las lenguas y el conoci­ miento se acabará» (1 Corintios 13: 4-8). C ® N A LA BA N ZA Saber que él está cerca «Para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarlo, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros» (Hechos 17: 27). Billy Graham, durante los preliminares de una de sus gran­ des cruzadas, se colocó una gorra y lentes de sol y caminó por el estadio de incógnito para obtener retroalimentación objetiva de parte de los asistentes. Al ver a una visita que parecía indife­ rente, apoyada contra el portón de entrada del estadio, Graham le preguntó: -¿No desea usted ingresar? ¡La reunión ya está comenzando! -N o -respondió el hombre-, no me interesa mucho el calentamiento previo. ¡Vine para ver al pez gordo! El visitante ignoraba que estaba hablando con «el pez gor­ do». De igual modo, nos perdemos muchas bendiciones por­ que no sabemos cuándo Jesús está cerca. Jesús le dijo a la mu­ jer samaritana junto al pozo: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le pedirías, y él te daría agua viva» (S. Juan 4: 10). Saber que el Señor está cerca nos trae gozo. En nuestra his­ toria María lloraba porque no sabía que era el Señor que esta­ ba a su lado. «Dicho esto, se volvió y vio a Jesús que estaba allí; pero no sabía que era Jesús» (S. Juan 20: 14). Más tarde ese mismo día, cuando Jesús se le apareció a dos de los discí­ pulos en el camino a Emaús, también estaban tristes porque no sabían quién caminaba con ellos. «Pero los ojos de ellos es­ taban velados, para que no lo reconocieran. El les dijo: “¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?» (S. Lucas 24: 16, 17). Abunda la gente que transita por las calles con tristeza y desconsuelo porque no sabe o no cree que Jesús esté cerca. Un norteamericano de ascendencia china llamado Lo Chang se convirtió al cristianismo, y comenzó a gritar de alegría cuando leyó el final del Evangelio de Mateo: «Y yo estoy con vosotros 18 1 1 8 2 A L ® S PIES DE |ESÚS todos los días, hasta el fin del mundo» (S. Mateo 28: 20). Él estaba especialmente contento porque aceptó la promesa per­ sonalmente: « [Lo Chang], yo estoy contigo». ¡Cuántos cristia­ nos profesos sufren aflicciones innecesarias simplemente por­ que olvidan la promesa de la presencia de Jesús! No saben que Jesús está cerca para ayudarlos a llevar sus cargas. «Echad toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vos­ otros» (1 S. Pedro 5: 7). Adoptada en la familia Una maestra de la clase bíblica de la iglesia tenía que ins­ cribir a dos niños nuevos. Cuando les preguntó sus fechas de cumpleaños, el más intrépido contestó: -Ambos tenemos siete años. Mi fecha de nacimiento es el 8 de abril de 1976, y la de mi hermano es el 20 de abril de 1976. -¡Pero eso es imposible! —objetó la maestra. -N o, no lo es -contestó el otro hermano-. Uno de los dos es adoptado. -¿Cuál de los dos? —preguntó la maestra. Los niños se miraron y sonrieron. El primero dijo: -Le preguntamos a papá hace un tiempo, pero nos dijo que nos amaba a ambos, y que simplemente no podía recor­ dar cuál de los dos era adoptado. Las últimas palabras que Jesús le dijo a María confirmaron que ella había sido aceptada completamente como hija de Dios: «Pero ve a mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”» (S. Juan 20: 17). Había sido aceptada y adoptada enteramente en la familia de Dios tal como Mardoqueo había adoptado a Ester, y tal como Rahab la rame­ ra se había convertido en una madre de Israel. «Habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: «¡Abba, Padre!» (Romanos 8: 15). «Y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Corin­ tios 6: 18). C© N A L A B A N Z A Aferrada a los pies del hortelano «Jesús le dijo: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Ella, pensando que era el jardinero, le dijo: “Señor, si tú lo has lleva­ do, dime dónde lo has puesto y yo lo llevaré”» (S. Juan 20: 15). En algunas versiones aparece « hortelano » en lugar de «jar­ dinero». Lo interesante es que se aplica a Jesús. María tenía razón: Jesús era el Hortelano. La Biblia enseña: «Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén» (Génesis 2: 8). Más aún, el Señor sigue siendo hortelano hoy. La semilla es la Palabra de Dios, y nosotros somos sus plantas. «Ciertamente la viña de Jehová de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá, planta deliciosa suya» (Isaías 5 :7 ). En ese primer huerto, el Señor hizo una profecía sobre la primera mujer: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón» (Génesis 3: 15). Jesús era «la simiente» de la mujer, quien habría de aplastar la cabeza de la serpiente (Satanás). Pero no fue sin costo alguno. Su talón (calcañar) habría de ser herido. Cuando Jesús triunfó sobre la muerte y Satanás, todavía tenía en sus pies las cicatrices de la cruz. Y la iglesia de la actualidad, lo mismo que María, debe caer a sus pies heridos y cicatrizados de Jesús para adorarlo. Llegamos para irnos Jesús no solamente salvó a María, sino también le dio un trabajo. A todos los que el Señor limpia, también los comisio­ na. Después que los labios de Isaías fueron limpiados con un carbón del altar de Dios, el Señor lo comisionó para que fuera a predicar (ver Isaías 6: 1-9). Básicamente, Jesús le dijo a María: «No te quedes ahí afe­ rrada de mí; ve y dilo a los demás». Si amamos a Jesús así co­ mo María lo amó, seremos competidos a contárselo a los de­ más. No podemos guardarlo todo para nosotros. El hombre 183 184 A LffiS PIES DE |ESÚS de quien Jesús había expulsado un ejército de demonios que­ ría quedarse a su lado. «El hombre de quien habían salido los demonios le rogaba que lo dejara quedarse con él, pero Jesús lo despidió, diciendo: “Vuélvete a tu casa y cuenta cuán gran­ des cosas ha hecho Dios contigo”. El, entonces, se fue, publi­ cando por toda la ciudad cuán grandes cosas había hecho Je­ sús con él» (S. Lucas 8: 39). De igual modo, la iglesia es salva­ da para que lo comparta con los demás. La salvación implica llegar e irse. Llegamos hasta Jesús por su misericordiosa invitación, luego nos vamos con su gran comisión: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y carga­ dos, y yo os haré descansar» (S. Mateo 11: 28). «Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones» (S. Mateo 28: 19). «Vamos pues, ahora, entremos y demos la noticia en la casa del rey» (2 Reyes 7: 9). No deberíamos ir para hablar por Jesús hasta que no haya­ mos primero llegado a Jesús. Dios utiliza personas para alcan­ zar a otras personas. Él podría predicar el evangelio de una ma­ nera mucho más eficiente mediante los ángeles. Sin embargo, testificar es parte de nuestro proceso de santificación. En nin­ gún lugar se dice que María tuviera un don de comunicación excepcional, pero el Señor la eligió para comunicar las buenas nuevas de su resurrección. Esto debería animarnos a todos a venir a Jesús para que podamos ir por Jesús y llegar a ser testi­ gos de su resurrección. Formula y modelo para el éxito espiritual Es interesante notar que en los Evangelios no existe ningún registro de que una mujer haya hecho algo para herir a Jesús. Los hombres complotaron contra él, lo espiaron, le escupie­ ron y lo golpearon, pero nunca vemos a una mujer haciéndo­ le daño a Jesús de ninguna manera durante su vida terrenal. En nuestros estudios anteriores vimos que de entre los símbo­ C©N A L A B A N Z A los bíblicos una mujer representa una iglesia. En síntesis, la vida y la historia de María son un modelo para el reavivamiento y la vitalidad del pueblo de Dios en forma colectiva, y para cada uno de nosotros como individuos. X Tal como lo hizo María en el templo, debemos pasar tiem­ po a los pies de Jesús, llorando lágrimas de arrepentimiento por nuestros pecados. Entonces escucharemos a Jesús decir que ya no nos condena: «Vete y no peques más». X Tal como lo hizo María en beneficio de Lázaro, todo cristia­ no necesita pasar tiempo a los pies de Jesús, rogándole y pi­ diéndole por amigos y familiares que están muertos espiri­ tualmente, para que pueda darles vida. X Tal como lo hizo María, el pueblo de Dios necesita dedicar tiempo de calidad para leer y escuchar la Palabra a los pies de Jesús. En las Escrituras podemos ver que María no habla­ ba mucho; aparentemente pasaba más tiempo escuchando que hablando. X Tal como lo hizo María, la iglesia prosperará solamente cuan­ do comprenda lo que significan la lealtad y la hermosura de una entrega con sacrificio. X Es importantísimo que pasemos mucho tiempo a los pies de Jesús, contemplando sus terribles sufrimientos en la cruz pa­ ra redimirnos de nuestros pecados. Es aquí donde recargamos nuestras baterías de amor. X María pasó tiempo sirviendo a Jesús, tanto en la fiesta en la casa de Simón como cuando ayudó a prepararlo para el se­ pulcro. Del mismo modo, desearemos servirle después de entender cuánto nos ama. X Por último, proclamar al Salvador vivificado alegremente a los demás, es privilegio y responsabilidad de todo hijo de Dios. 185 1 8 6 A LffiS PIES DE [ESÚS Las buenas noticias no se pueden ocultar Lawrence Maxwell cuenta la historia de un grupo de busca­ dores de oro que salieron de Bannack, Montana, en busca de oro. Tuvieron que superar muchas dificultades. Varios de los miembros del grupo murieron en el camino. Fueron atacados por indios que se llevaron sus mejores caballos, dejándolos con unos cuantos caballos viejos. Luego sus atacantes los amenazaron, diciéndoles que regre­ saran a Bannack y permanecieran allí. Los indios dijeron: -S i los volvemos a ver por aquí, los mataremos a todos. Derrotados, desanimados y deprimidos, los buscadores de oro regresaron a la ciudad capital. En cierta ocasión, mientras dejaban descansar los cansados caballos a la orilla de un arroyo, uno de los hombres levantó casualmente una pequeña piedra del fondo del arroyo. Llamó a su compañero y le preguntó: —¿Tienes un martillo? Después de partir la piedra, el minero dijo: -Parece que aquí podría haber oro. Ambos hombres se dedicaron a buscar oro durante el resto de la tarde y lograron juntar oro por valor de unos doce dóla­ res de ese entonces. Al día siguiente la compañía entera buscó oro en el arroyo. Encontraron cincuenta dólares en oro, una suma considerable en ese tiempo. —¡Hemos hallado oro! —se dijeron el uno al otro. Los hombres regresaron a Bannack, jurando no decir nada a nadie acerca de su hallazgo. Con discreción volvieron a equi­ parse con provisiones para efectuar otra expedición. Pero cuando salieron de la ciudad, trescientos hombres los siguie­ ron. ¿Quién había contado el secreto? ¡Nadie! ¡Sus rostros ra­ diantes habían traicionado su tesoro! Lo mismo que los buscadores de oro y su buena fortuna, si nos enamoramos de Jesús, si realmente comprendemos las buenas nuevas del evangelio, no podremos ocultar el gozo de C©N A L A B A N Z A nuestro descubrimiento. Nuestros rostros radiantes traiciona­ rán nuestro secreto. La última imagen que vemos de María en el registro bíbli­ co es la de alguien que corre con un rostro radiante. Ella corre lo más rápidamente posible porque en su corazón arden las nuevas más asombrosas que el mundo alguna vez oyó. Su voz entona hosannas mientras corre hacia Jerusalén para contarle al mundo: «¡Está vivo! ¡Jesús está vivo!» Vacío y quebrantado Cuando Thomas A. Edison trabajaba para crear la lámpara incandescente, descubrió que incluso el mejor filamento se quemaba en un instante a menos que lo colocara en el vacío. El filamento adecuado se mantenía incandescente durante mu­ chas horas en ausencia de oxígeno. Del mismo modo, la luz de Jesús no puede mantenerse encendida en un corazón que está lleno de otras cosas. El aceite del Espíritu de Dios puede ser de­ rramado solamente en vasos vacíos (2 Reyes 4: 3). Vanee Havner dice: «Dios utiliza cosas quebrantadas. Se requiere suelo quebrantado para producir cosechas; pan que­ brantado para dar fuerza. Es el envase de alabastro quebranta­ do el que produce perfume; es Pedro, llorando amargamente, quien recupera un poder mayor que nunca». Jesús pudo utilizar a María para hacer grandes cosas por­ que a través de las pruebas su alma había sido vaciada del yo y anhelaba ser llenada por él. María había efectuado una entrega completa mientras pasaba por el crisol incandescente del arrepentimiento. Los últimos serán primeros «Habiendo, pues, resucitado Jesús por la mañana, el primer día de la semana, apareció primeramente a María Magdalena, de quien había echado siete demonios» (S. Marcos 16: 9). 188 a íes pies de jesús Yo mismo nunca habría podido organizar la resurrección de la manera como el Señor escogió hacerlo. Tras escapar de la tumba me habría aparecido a Herodes o Pilato y hecho alar­ de de cuán impotentes fueron sus soldados, su sello y la pie­ dra para evitar que yo resucitara. Habría desafiado a Herodes a que se atreviera a traer el vestido color púrpura y la corona de espinas si tenía la audacia de burlarse de mí otra vez. O por lo menos me habría aparecido al sumo sacerdote y los dirigen­ tes religiosos que me condenaron y los hubiera hecho retor­ cerse en sus asientos y temblar en sus sandalias. Habría visto la sangre irse de sus rostros al contemplar la terrible verdad: que habían condenado y ejecutado a su largamente esperado Mesías. Si yo hubiera sido el autor de la resurrección, por lo menos habría hecho que Jesús se apareciera inicialmente a sus discípulos o quizá a su madre, María. Pero Jesús escogió dejar de lado todas estas opciones lógicas. En primer lugar se reveló a un paria de la sociedad. Jesús espe­ ró deliberadamente hasta que Pedro, Juan e incluso su propia madre se fueron del escenario para conferirle a una ex prostitu­ ta alguna vez poseída por demonios, pero salvada por gracia, el honor más sublime que se le dio alguna vez a un mortal. ¿Por qué? ¿Por qué las primeras palabras dichas por Jesús luego de su resurrección las dirigió a María, y sin embargo esta es la última vez que ella aparece en el registro sagrado? Para resaltar y subra­ yar la verdad de que él vino para buscar y salvar a los perdidos. Para recordarnos que si puede transformar, salvar y comisionar a una mujer humilde y débil llamada María, bueno, entonces, hay esperanza para cada uno de nosotros. FIN DE EL EVANGELl© SEGÚN iTlARÍA iTlAGDALENA El único, auténtico y real EVANGELIO SEGÚN MARÍA MAGDALENA «íQue alguien me ame!», era lo que realmente María anhelaba. y A q u e lla m u je r de v id a « a le g r e » , q u e n a d a b a en la abu n d a n c ia , n o h a b ía p o d id o s a t i s f a c e r su a n h e lo m á s p r o ­ fu n d o , h a sta q u e c o n o c ió a A lg u ie n q u e sí la am ó . / A p a r t ir d e e s e e n c u e n tr o , la v e r g ü e n z a p o r su p a s a d o q u e d ó e c lip sa d a p o r su sin c e ra y a b s o lu ta d e v o c ió n h a ­ c ia su L ib e rta d o r. / A LOS PIES DE JESÚS: EL EVANGELIO SEGÚN M ARÍA MAGDALENA, n o s re v e la la h e rm o su ra d e l v e rd a d e r o e v a n g e lio , c o n a p o rte s o rig in a le s, a tra v é s de la se n sib ilid a d d e la m a y o r a d m ira d o ra de J e s ú s . / U n a su gestiva y su geren te recreación de la ex p erien cia de M aría, qu e ilu m in a im p ortan tes en señ an zas bíblicas de for­ m a a m e n a y c a u tiv a n te . En las páginas de este libro usted descubrirá una nueva im agen de un Salvador tierno y amante, que, sin reproches por nuestro pasado, nos ofrece un lum inoso futuro; si, como M aría, sabem os detenem os a escuchar a los pies de Jesú s. A LOS DIECISÉIS AÑOS Doug Batchelor tenía mucho dinero... y un largo historial de drogas y delitos. Entonces comenzó una búsqueda de propósito para su vida, que lo condujo a una remota cueva de una montaña. Y allí, aunque resulte increíble, encontró ¡una Biblia! Hoy es pastor en Sacramen­ to, California, y dirige A m a z in g F a c ts, conocido ministerio de evangelismo. Miles de personas en todo el mundo han sido bendecidas gracias a sus programas radiales y de televisión, y por sus libros. ISBN 1-57554-733-3 3' “ 81 575 5 4 7 3 3 5