4 V I DA E L NORT E - Domingo 17 de Septiembre del 2006 PERFILES E HISTORIAS Editora: Rosa Linda González perfiles@elnorte.com Manuel Saldaña Quiñones fue el hombre que avisó a la Dirección Federal de Seguridad del probable secuestro de Eugenio Garza Sada, que terminó en crimen hoy hace 33 años • De 1971 a 1976 protagonizó un doble juego: fue espía del Gobierno y de grupos subversivos • Muchos lo acusan de traidor. I El nombre de Manuel salió a relucir hace días tras la aparición del libro “Nadie Supo Nada. La Verdadera Historia del Asesinato de Eugenio Garza Sada”, de Jorge Fernández Menéndez, quien apoyado en un documento de la Dirección Federal, del 22 de febrero del 72, asegura que esta dependencia estaba enterada desde el 71 de los planes del secuestro. El documento, que refiere el intento de secuestrar a Garza Sada y su hijo Alejandro, es un informe de Condell a Luis de la Barreda, titular de la Dirección, con base en información de un infiltrado: Manuel. Nacido en la Independencia, sus padres se separaron y parte de los 10 hijos debieron trabajar de vendedores y estudiar en escuelas nocturnas. Hoy, el hombre sigue en esa colonia junto a su mujer e hijos. Vive en una casa muy modesta, cuyo segundo piso está inconcluso. Habla de sus días de activista con frenesí y apoyado en una memoria lúcida. Es alto, sonríe mucho y al hablar hace un ruido con la nariz que dice es producto de la tortura con agua mineral. Sentado en una sala maltratada por los años, el lugar lleno de retratos de los hijos pequeños o en festividades, Manuel explica que fue tras los pasos de Mauro, su hermano, quien llegó a los 16 años a reuniones juveniles del Partido Comunista, donde no tardó en conocer a su dirigente, Raúl Ramos Zavala, líder posteriormen- ASÍ LO DIJO Me dijo que Condell quería que colaborara. Que me habían estado checando y que yo era buen elemento; que recibiría apoyo”. Manuel Saldaña Quiñones Informante de la DFS y de grupos subversivos que yo era buen elemento; que recibiría apoyo. Yo estaba sorprendido”. “El Cejas” le sugirió que lo pensara. Pero le agregó que su familia estaba ubicada. Se lo dijo sereno. “Como son las amenazas que se van a cumplir”, advierte Manuel. Decidió hablar con Escamilla Lira, punto que éste y Manuel confirman, en contraste con lo establecido por el documento de la Dirección del 22 de febrero del 72, en el que se asegura que Manuel había sido descubierto como espía por sus compañeros. “Debía pisar base”, cuenta Manuel. “Ellos tenían que saberlo, de lo contrario habría sido traición”. La traición implicaba ejecución. De ojos aún juveniles, Escamilla Lira habla de aquellos días. “Manuel era de nuestra entera confianza”, comenta. “Cuando me contó lo de la Dirección Federal no dudé de él, pero tenía que decírselo a Raúl para ver qué instrucción daba”. Dos semanas más tarde habló con Ramos Zavala, en su casa. “Se lo dije con angustia, porque me daba miedo decirle a Condell que no y echármelo encima”, afirma Manuel. “Raúl me dijo: ‘Piensa por qué llegaron contigo’”. En la siguiente reunión, presente Escamilla Lira, discutieron el asunto y acordaron que Manuel aceptara: si la Dirección quería infiltrarlos, ellos también la infiltrarían. El riesgo no era menor. Pero, joven y de menor tiempo de militancia y compromiso ideológico que los demás, aceptó ser doble agente. Al sostener el primer encuentro con Condell, por marzo de 1971, Manuel se llevó su primera sorpresa como informante: ya sabían que había estado comentando la invitación. El funcionario se la pasó por esa ocasión y le dijo que no debía comentar lo que hablaban. Las reglas serían sencillas: pasaría por teléfono o en persona las novedades de lo que viera o escuchara y, a la vez, entregaría por escrito, a mano, el mismo reporte. Los pagos de 500 pesos empezaron quincenalmente. Los alias llegaron. Para la Direc- ción, Manuel se llamaría Gaytán. Para el grupo de activistas, en cambio, Leonel. II De acuerdo a Manuel, la información transmitida a la Dirección era pública: asambleas, reuniones. Para el grupo de Ramos Zavala, en cambio, fue una fortuna tenerlo infiltrado: les proporcionó el organigrama de la dependencia. Sería en mayo del 71 cuando hablando de modos de financiamiento escuchó de voz de Ramos Zavala la posibilidad de secuestrar a alguien cuyo rescate les allegara recursos. “Raúl me pidió que revisara los periódicos y checara anuncios de bancos con los consejos directivos, para ver nombres importantes”. En fechas posteriores, Ramos Zavala diría: si hay alguien en quién pensar es en Eugenio Garza Sada. Escamilla Lira niega la versión: acaso lo habrán comentado, pero no como algo definitivo o por hacer. “Estábamos en otro momento, en formar cuadros, capacitar sectores. No pudimos haber dicho esto de manera seria, sobre todo porque don Eugenio había instruido a su familia a no pagar por su rescate”. La idea, según Manuel, pasó de largo. Sin embargo, habían comenzado los problemas para él. Los enviados de Condell le llamaban con frecuencia para saber sus pasos. Lo mismo la Policía Judicial. Uno de sus agentes, Héctor Villagra Calleti, se había enterado de actividades de Manuel con el grupo subversivo que, a su vez, asaltaría en octubre del 71 un banco por Guadalupe. Otros grupos cometían delitos similares. “Raúl y Escamilla Lira me sugirieron, primero, irme a una casa en la Vista Hermosa, pero luego fui enviado al DF, a una casa con activistas”. Contrario a la información del documento de la Dirección, en el que se afirma que Manuel fue enviado allí tras haber sido descubierto por Ramos Zavala, éste lo invita a que se refugie de acuerdo al informante. “Lo malo es que estuve de octubre a diciembre de 1971 sin hacer nada”, cuenta Manuel. “A veces participaba en eventos, prácticas de tiro, elaboración de bombas, pero quería más actividad”. Raúl Domínguez tiene la percepción de que a Manuel le hicieron el vacío cuando se supo que era doble agente, pero también que tuvo miedo de seguir. Al regresar del DF, Manuel no volvió a reunirse con los activistas. Decepcionado por no tener un papel importante, sólo se dedicó a fungir como espía de la Dirección y transmitir la información que escuchaba en pasillos universitarios. Hasta que empezó la debacle. El 14 de enero de 1972 se efectuó el doble asalto bancario a cargo de activistas. Un día después Villagra Calleti lo sacó de la Facultad de Ciencias Químicas a la que se había inscrito y lo llevó a la Judicial. “Me tuvieron más de un día torturando. Yo hasta dije mi función como informante de la Dirección y creo que hablaron con Condell, pero le siguieron. Solté nombres de los que Fernando Zapata L a mañana en que mataron a Eugenio Garza Sada, Manuel Saldaña Quiñones había dejado atrás la histórica plaza de Colegio Civil cuando un auto se detuvo y dos hombres descendieron velozmente para ponerse a los lados del joven, entonces de 21 años. “El señor Ricardo Condell quiere hablar contigo”, le dijo uno. No hubo intimidación ni violencia. Los hombres, policías judiciales, debían cumplir de inmediato la instrucción y seguir con sus tareas. Eran las nueve y media ya. Los agentes no le dijeron el motivo de la reunión con el delegado de la Dirección Federal de Seguridad. Tampoco preguntó. Sin embargo, anticipó que algo pasaba o estaba por suceder. Era la norma. Lo llevaron a las oficinas de la Dirección que conocía bien, en el segundo piso de un edificio sobre Matamoros, entre Guerrero y Galeana, y observó patrullas y la entrada y salida de personal nervioso y acelerado. Los agentes llevaban a Manuel por los pasillos y Cristy, la secretaria de Condell, pidió con un ademán que lo pasaran sin llamar a la puerta. Manuel entró, se sentó y los agentes salieron. Vio a Condell de pie, sudoroso y hablando por teléfono. –¡Murió un hombre que vale, no murió el güey de Allende!–, estalló el delegado contra alguien al otro lado de la línea. Se refería al presidente chileno fallecido días antes. El delegado colgó con fuerza y miró a Manuel, entonces un joven delgado, moreno, de labios pronunciados y pelo corto y rizado. Hoy es el mismo, acaso porque rebasa el medio siglo de edad y tiene gafas de aumento, la tez más blanca. –¿Qué sabes?–, le preguntó. El joven le miró sin decir palabra. Pensaba nombres y situaciones. –¡Mataron a don Eugenio!–, le dijo el funcionario y Manuel lo entendió: en esta ciudad pareciera que sólo ha habido un hombre llamado así. De pronto, pasó de la tensión al terror: un año y medio antes del 17 de septiembre de 1973 afirma haber enterado al propio Condell de que un grupo subversivo dirigido por Raúl Ramos Zavala y Héctor Escamilla Lira hablaba sobre la posibilidad de secuestrar al empresario regiomontano, líder del Grupo Monterrey. –¿Qué sabes?–, rugió Condell. Y Manuel, por única vez en los seis años que fungiría como informante de la Dirección Federal y, a la vez, de activistas, no supo qué decir. te del grupo Los Procesos, vertiente –ya desaparecido Raúl– de la Liga Comunista 23 de Septiembre. “Eran los 60 y la actividad era ideológica, concientizar a trabajadores, campesinos y estudiantes”, cuenta Manuel y sus manos no descansan. “Muy chico me tocaba repartir el periódico del partido. Llevaba 100 a la universidad y se me acababan en media hora. Luego, participaba en asambleas, tomas de rectoría”. Raúl Domínguez, viejo miembro del Partido Comunista, habla del joven Manuel con admiración. “Era un promesa, lleno de inquietudes, ideales”, explica. “Su carrera era ascendente”. Hizo amistad con Ramos Zavala, Héctor Escamilla Lira y Juan Torres Rivas, pero más con el primero. “Raúl era líder por naturaleza, admirable. Lo mataron porque era peligroso para el Estado. Sólo quedamos los que no lo fuimos”. Estudiante de prepa y velador en Colegio Civil, Manuel estaba identificado con este grupo, aún sin nombre. Por ello, una tarde de febrero de 1971 llegó a buscarle Alfredo Rodríguez “El Cejas”, conocido como colaborador del gobierno e informante. “Algo pasaba o estaba por suceder”, reitera su frase al recordar cuando lo halló en su puerta. “Me dijo que Condell quería que colaborara. Que me habían estado checando y d Manuel se reportaba por lo menos cada semana a la Dirección Federal de Seguridad. A la vez, transmitía casi a diario información a sus compañeros activistas. Su papel no fue bien visto por la mayoría ni agradecido del lado oficial. creía habían participado en uno de los asaltos y que se sabía: Ramos Zavala, Escamilla Lira”. Villagra libera a Manuel al día siguiente y éste busca a Escamilla Lira, prófugo, para comunicarle que debía partir porque lo tenían identificado. “Si no hubiera sido porque él nos avisa nos tuercen en cualquier momento”, dice Escamilla. “Ellos (la policía) ya sabían que éramos nosotros. Su información fue fundamental”. Mientras la gente del otro asalto, Ricardo Morales Pinal y Jorge Ruiz, es arrestada sin que Manuel hubiese dado sus nombres –ni siquiera los sabía–, la noche del 17 de enero se da el tiroteo en los Condominios Constitución entre la policía y activistas que no habían podido ser alertados de la persecución. Desde estos acontecimientos, el halo de traición pesa sobre Manuel. Algunos activistas como Morales Pinal aseguran que aquél delató al grupo. El informante, en cambio, lo niega: fueron los errores a la hora del asalto los que dieron al traste con todo. Pasaron los días y Manuel se enteró una mañana del asesinato de Ramos Zavala, el 6 de febrero del 72. Esto, él lo niega, quizá lo deslindó de esas autorizaciones que le permitían pasar información “aprobada”. Amedrentado por el espionaje – se le aparecían conocidos en otras ciudades– y queriendo quedar bien ASÍ LO DIJO Los dobles agentes nunca quedan bien con la Historia. Es como en el amor: ser doble implica infidelidad. A ambas partes se les miente”. Héctor Escamilla Lira Ex integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre con Condell, le contó la posibilidad del secuestro de Garza Sada. “No fue porque hubiera muerto Raúl”, dice. “Condell me preguntaba de los propósitos del grupo. Creyendo que la información ya era conocida fue que conté lo de Garza Sada. “Condell sonrió por la forma como buscamos al elegido, a través de periódicos, pero se interesó más por el tema y me pidió escribirlo todo”. Así, tras cuatro horas de charla, Manuel escribió en 12 hojas, a letra pequeña, la historia de un deseo subversivo. Dicho reporte, armado al gusto, fue enviado por Condell a Luis de la Barreda el 22 de febrero de 1972. III Cortesía Manuel Saldaña Quiñones Daniel de la Fuente d (De izq. a der.) Raúl Ramos Zavala, su esposa, Victoria, y Manuel Saldaña en el DF, en 1969. Elías Orozco Salazar fue el que sostenía a Eugenio Garza Sada cuando se desvaneció la mañana del 17 de septiembre de 1973 tras intentar secuestrarlo en aquel barrio lleno de cal de la Colonia Industrial. El activista recuerda que, muertos el chofer y el asistente, también dos secuestradores, alguien le decía que dejara ya al empresario moribundo en el Ford Galaxy negro, que todo se había “jodido”. “Gritaba sin decir nada”, recuerda vía telefónica desde Tamaulipas. “Trataba de sacar a don Eugenio, pero no decía nada, sólo negaba con la cabeza y gritaba”. Luego, cerró los ojos. Nunca se ha sabido de qué arma provino la bala que le arrebató la vida. Lo que sí se supo es que el crimen de Quintanar y Villagrán sería uno de tres ataques simultáneos de la Liga Comunista 23 de Septiembre en el País y que la respuesta del Estado fue feroz e inconmensurable. También, que no tuvo nada qué ver aquel deseo expresado o no por Ramos Zavala con ese crimen. La Liga Comunista 23 de Septiembre, explica, se nutrió de algunos de los miembros más radicales de diversos grupos. “Ramos Zavala era más de organización política. Se burlaba en el buen sentido, nos decía ‘ruralistas’, ‘aislados’, que éramos acelerados”, explica. Elías llegó a escuchar de Manuel como uno de los tantos informantes que andaban entre los grupos. “Sólo de oídas, no lo conocí”. Verdad o no la versión de Manuel, la idea de secuestrar a alguien prominente para autofinanciamiento, liberación de presos y dar un golpe al anticomunismo permeaba entre los grupos subversivos. Sin perder del todo la sensación de ser perseguido, la actividad del informante bajó relativamente. Incluso se daba tiempo hasta para divertirse inventando que había visto a fulano o zutano en tal esquina, y al día siguiente espiar el lugar lleno de policías. No dijo todo lo que sabía, aclara. Así fue hasta la muerte de Condell, en 1976, tras lo cual nunca le volvieron a llamar de la Dirección. Sin ganancia económica de aqullos días y con una trayectoria por aclarar en su totalidad, Manuel siempre ha tenido la convicción de que Ramos Zavala, su amigo, su camarada, jamás habría aprobado transmitir a la dependencia una información como la de Garza Sada. “No lo creo, pero tampoco creo que haya hecho daño al movimiento al decirlo”, admite este hombre, de cuya vida posterior poco o nada dice, excepto que se dedicó a un negocio de licuados y dio clases en colegios. Escamilla dice que la Historia no es justa con gente como Manuel. “Los dobles agentes nunca quedan bien con la Historia. Es como en el amor: ser doble implica infidelidad. A ambas partes se les miente”. Pero reconoce que el sendero que eligió fue quizá su única opción. No hay duda de que del camino de la traición no se regresa. Eso lo sabe Manuel, y, sin embargo, contra ese juicio histórico es que fundamenta su lucha. Habla de principios, de lealtades, pero sabe que resulta complejo entender la ruta del doble agente. La naturaleza, pues, de un informante.