LA PASIÓN FILOSÓFICA -De la pasión filosófica a la serenidad yóguica- Vicente Merlo Introducción Capítulo 1. Filosofía ¿qué es eso? 1.1. La pregunta por el sentido 1.2. Filosofía(s) se dice en plural: dos grandes enfoques 1.3. De la etimología al ideal de una sophia perennis 1.4. Breve paseo por la historia de la filosofía 1.5. Ramas de este frondoso árbol -la filosofía- Capítulo 2. Ser humano 2.1. Meditación y reflexión 2.2. El modelo antropológico dualista: alma y cuerpo en Platón 2.3. Descartes y el espíritu en la máquina 2.4. Los maestros de la sospecha y la quiebra de la imagen clásica del ser humano 2.4.1. K. Marx y la sospecha ante el poder político y económico 2.4.2. F. Nietzsche y la sospecha del logos/razón 2.4.3. S. Freud y la sospecha de la conciencia Capítulo 3. ¿Habla la psico-logía todavía del alma? Del psicoanálisis a la psicosíntesis: las aportaciones de la psicología transpersonal Capítulo 4. La antropología filosófica y la razón hermenéutica: retazos de filosofía occidental contemporánea Capítulo 5. ¿SER (más que) humano? A la escucha de las sabidurías orientales 5.1. Oriente se dice también en plural. Tradiciones índicas 5.2. ¿Para qué quiero todas las riquezas del mundo si no soy inmortal? El proyecto de las Upanishads. 5.3. La sabiduría tiene que ver no sólo con el conocimiento, sino también con la acción y con el corazón: el triple yoga de la Bhagavad Gîtâ. 5.4. De los maestros de las sospecha a los maestros de la certeza 5.4.1. Sri Ramakrishna y la certeza del poder amoroso de Kali 5.4.2. Sri Ramana Maharshi y la certeza de ser Brahman 5.4.3. Sri Aurobindo y la certeza de la evolución espiritual supramental Capítulo 6. De la pasión filosófica a la serenidad yóguica INTRODUCCIÓN Son ya bastantes los años dedicados a intentar enseñar filosofía, o mejor, a filosofar, como diría Kant, uno de los pensadores con los que todo estudiante tiene que familiarizarse, ya que su influencia ha sido muy grande. Los libros de texto son herramientas útiles, pero no cumplen la tarea de transmitir al alumno la pasión filosófica. Por ello, hace años que en mis clases los alumnos deben leer al menos un libro de filosofía por trimestre. Ahora bien, no resulta fácil encontrar libros filosóficos que lleguen al alumno, que puedan despertarle de su condición pre-filosófica. Los textos de los grandes filósofos, incluso de los no tan grandes, suelen utilizar un lenguaje abstracto y en ocasiones sofisticado, siguiendo una especie de manía filosofante o de defecto profesional –sin duda fruto de haber leído tanto texto filosófico con ese estilo arduo y abstruso-. No quiere esto decir que no haya textos filosóficos en los que la claridad – cortesía del filósofo, como Ortega afirmaba- brille y la lectura sea amena e ilustrativa, pero no es fácil ni frecuente. Hay que tener en cuenta que estamos pensando en adolescentes de 15-16 años, que se acercan por primera vez a la filosofía, que no tienen ni idea de en qué consiste, qué temas trata o qué sentido tiene. Es en esto en lo que hay que introducirles y esto es lo que quiere intentar este ensayo. Ni que decir tiene, no obstante, que hay muchos adultos, buena parte de aquellos que no han estudiado filosofía y no se han dedicado a leer libros filosóficos, que se hallan en una situación similar y por tanto no dudo que podrán sacar provecho de las páginas que vienen a continuación. No se trata, pues, de cargar el texto con citas, con referencias bibliográficas o con nombres de autores, pero sí de comenzar a presentar a algunos de los principales pensadores. No se trata, por tanto, de elaborar sofisticadas argumentaciones que hacen que el libro sea lanzado lejos del alcance del estudiante, ni de profundizar en los principales problemas filosóficos. A mi entender, la función de un primer encuentro con la filosofía es modesta, pero importante. Es tan sólo un comienzo, pero del cual depende el que su investigación filosófica tenga continuidad o no. No hay nada más triste y penoso que la reiterada comprobación de la misología producida por este primer encuentro con la filosofía. Fue Platón quien empleó el término misología para referirse a aquella actitud consistente en rechazar, despreciar, odiar el ejercicio y el uso de la razón (como suele traducirse el término griego logos). Quizás esto sea demasiado general y podría hablarse de miso-filosofía, el rechazo y disgusto ante el pensar filosófico, producido por una experiencia temprana desagradable con esta “disciplina” del saber que es la filo-sofía. Por tanto, el primer objetivo de un libro de este estilo debería ser el lograr que el alumno, el lector, despierte su interés por el pensar filosófico y se sienta estimulado a proseguir la lectura de otros textos y ante todo la propia reflexión y la propia escritura. En definitiva, que tome gusto por la filosofía. Y el gusto se ejercita saboreando. Para ello, nada mejor que evitar una introducción excesivamente larga y pasar a nuestro primer capítulo Capítulo 1. Filosofía ¿qué es eso? De vez en cuando, por los pasillos o en las clases en que a los profesores nos toca hacer “guardia” porque ha faltado otro compañero, algún alumno espontáneo me pregunta: “¿Tú de qué das clase?” y al decirle “de filosofía”, muchas veces no tarda en preguntar ¡Filosofía! ¿Y qué es eso? Así pues, ésta es la pregunta inicial, la pregunta que tienen en mente la mayoría de ellos cuando han terminado la Enseñanza Secundaria Obligatoria y comienzan el Bachillerato, en todo caso cuando se ven en la primera clase de Filosofía. Pues bien, lo curioso es que ésta es la pregunta que se hace no sólo todo principiante en filosofía, sino también la pregunta que permanece constante a lo largo del filosofar más o menos continuado, más o menos profesional. En ocasiones, la pregunta –formulada de modo ligeramente distinto- “qué es filosofía”, va acompañada o incluso es sustituida por otra que directamente pregunta: “¿Para qué filosofía? Esta pregunta, en los alumnos toma la forma de ¿por qué he de estudiar filosofía? ¿para qué sirve la filosofía? ¿qué sentido tiene? Esta insidiosa e incómoda pregunta, más frecuente todavía entre los estudiantes de “ciencias” y sobre todo en los del bachillerato “tecnológico”, resulta crucial, pues si no es respondida de manera mínimamente satisfactoria, el resto no se sostiene y cae por su peso, pues una actividad a la que no se le ve “sentido” es difícil de realizar y siempre se realizará a disgusto. 1.1. La pregunta por el sentido Precisamente podría decirse que la pregunta por el sentido es una pregunta típicamente filosófica. Efectivamente, veremos cómo el marco más general, el contexto más amplio en el que se mueve la filosofía, su horizonte último, si así podemos decirlo, sería el del “sentido de la existencia”. Esto es susceptible de una doble formulación: una más general y abstracta, pregunta por el sentido de la existencia en general, por el sentido de todo lo existente; la otra adquiere un tono más personal y existencial y pregunta por “el sentido de mi vida”. La primera queda recogida en aquella expresión que primero Leibniz , uno de los grandes racionalistas modernos, en el siglo XVIII, y más tarde Heidegger, uno de los más importantes pensadores del siglo XX, formularon del modo siguiente: “¿Por qué (el) ser y no más bien (la) nada?”. Pregunta que suele desconcertar a los alumnos y que merece aquí ya algún tipo de explicación. Desconcierto que puede aumentar con los dos artículos entre paréntesis, tal como los he puesto aquí. Lo que pregunta tan radical pregunta (la pregunta metafísica por excelencia) no es otra cosa que la razón de ser y el sentido de que haya algo, no sólo de que existas tú o yo, ni siquiera de que exista este planeta o este sistema solar, sino la razón y el sentido de que exista “algo” en absoluto, sea del tipo que sea, animado o inanimado, con vida o inerte, material o mental, no importa. Es una pregunta que causa extrañeza porque surge, justamente, del sentimiento de asombro, de admiración hacia el hecho de que exista algo (y no más bien nada). Aquellos de mentalidad más científica, más concreta, más práctica, suelen ver en la pregunta misma un disparate, una elucubración innecesaria, una preocupación malsana. Y en lo primero que suelen pensar es en la teoría de Big Bang como origen del universo, aunque ellos no lo piensen como una “teoría” sino como un “hecho”. Resulta curioso comprobar una y otra vez hasta qué punto “la teoría del Big Bang” y “la teoría de la evolución de las especies” han llegado a ser los dos referentes más inmediatos y menos cuestionados de la cultura popular. Por ello, siempre resulta interesante reflexionar sobre tales “presupuestos” “dogmáticamente” aceptados, aunque sólo sea para ver la diferencia entre el tipo de preguntas y el tipo de respuestas que suele hacer la ciencia y el tipo de preguntas y de respuestas que suele hacer la filosofía. Efectivamente, la pregunta por el ser (porqué el ser y no más bien la nada) lleva en muchas ocasiones, en la mente del adolescente, a la pregunta por el origen del universo y le parece que es respuesta suficiente la que afirma que hace x millones de años se produjo una gran explosión y el universo se puso en marcha. ¿Hace falta saber más? ¿Es necesario preguntar más? ¿Acaso no sabemos que no podemos saber ya nada más que lo que dicha teoría científica nos dice? Supongamos por un momento que las cosas sucedieran realmente así. ¿Queda satisfecha con ello la razón humana, la razón filosófica, la inteligencia pensante? ¿O, por el contrario, le surgen dudas irrefrenables que le impulsan a querer saber más, haciéndole comprender que no entendemos del todo lo que queremos entender, que nuestra sed de saber y de comprender no queda saciada de ese modo? Haya o no respuestas científicas más allá de lo dicho por el Big Bang o por cualquier otra teoría científica que responda a dicha cuestión, no cabe duda que la razón filosófica sigue presa del asombro metafísico y se ve impelida a seguir preguntando. ¡Incluso si aceptásemos que no cabe ir más atrás en la respuesta científica, tendremos que reconocer que sí cabe continuar con las preguntas filosóficas, y que son preguntas que tienen sentido, que son inteligibles, que nos importan! Justamente la pregunta por el sentido (de todo lo ocurrido), por el sentido del ser, por su “razón”, su “por qué”. Fíjate que una cosa es preguntarse por el “qué” (los hechos, lo sucedido), o por el “cómo” (al que trata de responder la explicación científica mediante la noción de “causa” (eficiente), y otra cosa es preguntarse el “por qué” que hay detrás de los hechos, la “razón” de que suceda algo (preguntas que inquietan a muchos filósofos) y en última instancia “el sentido” por el cual algo es y es así. O al menos la pregunta acerca de si hay razón, sentido, o no lo hay. 1.2. Filosofía(s) se dice en plural: dos grandes enfoques No quiero ocultarte, antes al contrario, es necesario que lo sepas cuanto antes, que no existe esa elegante dama que sería “La” Filosofía, en singular y quizás con mayúsculas, sino que existen multitud de filósofos y de teorías filosóficas, que no siempre están de acuerdo entre sí. Esto es lo que Kant llamó “el escándalo de la filosofía”, frente al respetable acuerdo al que parecían llegar los científicos, desde que la ciencia (cada una de las ciencias) habría entrado en “el seguro camino de la ciencia”. Así es, debes acostumbrarte a no esperar una sola respuesta (y mucho menos que sea definitiva) a las cuestiones filosóficas. Has de aceptar el hecho de que cada filósofo, a fin de cuentas, termina elaborando su propia filosofía, llevando a cabo su propia reflexión, esgrimiendo sus propios argumentos. Ahora bien, esto no quiere decir que la filosofía sea una actitud totalmente subjetiva (bueno, subjetiva sí lo es, pues la lleva a cabo cada sujeto, cada individuo, cada persona, pero no necesariamente subjetivista, en el sentido de defender que no hay manera de pretender mayor validez para una argumentación que para otra). No quiere decir que todas las opiniones valgan lo mismo, que no haya criterio alguno para demostrar la incoherencia de algunas argumentaciones o la mayor capacidad explicativa de otras. Quiere decir que, poco a poco, a lo largo de la historia, aquellos temas que eran susceptibles de investigación objetiva, a través del método científico, y en los que se llegaba a acuerdos entre los investigadores especialistas, han ido pasando al campo de la ciencia, con lo cual a la filosofía le han ido quedando aquellas cuestiones que no reciben en una época determinada, respuesta científica satisfactoria, porque escapan del método científico. No obstante, si bien es cierto que no hay una única filosofía ni una única respuesta filosófica a los problemas tratados, sí que puede hablarse de modos o tipos principales, de maneras o estilos de filosofar, de marcos teóricos fundamentales, dentro de los cuales se suelen mover el resto de explicaciones particulares. Veámoslo, por ejemplo, respecto a la cuestión del origen del universo y más en general respecto a la pregunta que está guiando ésta nuestra primera incursión en el campo de la filosofía. Para ello voy a hablar de dos modos de pensamiento, o si se quiere de dos enfoques filosóficos que veremos aparecer una y otra vez, aunque ahora nos centremos en la cuestión del origen primigenio y de la razón/sentido de lo existente. Al primer enfoque podemos llamarle materialista y al segundo espiritualista, aunque son dos términos muy cargados de connotaciones valorativas y que corren el riesgo de nublar nuestra comprensión al activar los prejuicios que yacen en nosotros, lo sepamos o no, lo queramos o no, seamos más o menos conscientes de ello. Podría evitarlos y proponer otros, como cientifista e idealista, respectivamente, que parecen algo más neutros, pero también es tarea de la filosofía, justamente, y no de las pequeñas, el enfrentarnos a nuestros “prejuicios” (en sentido hermenéutico y en el popular), a nuestros “presupuestos” incuestionados, a nuestras “creencias” no suficientemente pensadas (creencias en el sentido de la distinción de Ortega entre “ideas” y “creencias”: las primeras las tenemos y son más superficiales; las segundas nos tienen, nos movemos en ellas, sin poder desprendernos o prescindir fácilmente de las mismas, pues yacen en estratos más hondos de nuestra psique). Así pues, la respuesta del modo de pensar materialista/cientifista a la pregunta por el origen del universo y por el sentido del ser, consiste en afirmar que en el origen de todo lo que existe se encuentra una realidad material, si se quiere, en términos modernos, desde que sabemos que la materia se puede convertir en energía y concebimos la Gran Explosión como una explosión de Energía, que en el origen de todo se halla una Energía primordial de la cual surgirá “con el tiempo y la evolución” todo cuanto existe. Por el contrario, la respuesta del modo de pensar espiritualista/idealista consiste en argumentar que la idea de que todo cuanto existe, incluyendo las realidades vivientes (los vegetales y animales) y las realidades pensantes (al menos el ser humano), con cualidades tan extrañas como la conciencia, la inteligencia, el amor, la compasión, la voluntad, la ternura, el goce estético, etc., todo ello procede de algo tan “amorfo”, tan “inerte”, tan “no-consciente”, tan “no-sintiente” como es aquello que pensamos cuando hablamos de Energía/Materia, resulta incomprensible, inaceptable y hasta absurdo cuando lo pensamos a fondo. ¿No será más razonable pensar –arguye el enfoque idealista/espiritualista- que en el Origen lo que hay es Algo, más bien, del orden de la Inteligencia, de la Conciencia, de la Sabiduría, del Amor, en definitiva, de aquello que históricamente se ha denominado Espíritu? Efectivamente, el idealismo piensa que el mundo de las Ideas (lo veremos en Platón), de la Inteligencia, de la Razón (Hegel) ha de ser anterior al mundo de las cosas materiales. Que resulta menos absurdo pensar que una Inteligencia suprahumana, incomprensible para nosotros hoy, un Ser Supraconsciente haya creado los mundos generando Energía como una exteriorización de su propia naturaleza, que el pensar, al estilo materialista, que la inteligencia, la conciencia, el sentimiento, brote, por muchos años que le concedamos al azar y a la adaptación, de una Energía material sin conciencia y sin inteligencia, sin razón y sin propósito, por tanto que todo acaezca “sin sentido”. En este momento de la reflexión hay que recordar que estamos intentando pensar filosóficamente, pero para ello surge un problema, sobre todo al emplear términos como el de Espíritu y espiritualidad. El problema es que tales términos, como otros muchos (alma, inmortalidad, moral, culpa) han sido tan acaparados históricamente por las religiones que resulta difícil pensarlos libres de prejuicios y de adhesiones irracionales, irreflexivas, a una fe (cristiana, por ejemplo, tal como ha sido dominante en Occidente hasta la Modernidad) o a otra (atea-anticristiana-anti-religiosa, tal como sucede actualmente en muchos casos). Es preciso, pues, tener esto en cuenta e intentar comenzar de nuevo, clarificando el significado de los términos que empleamos, observando las reacciones emocionales que producen en nosotros y no identificándonos a priori (antes de la experiencia del pensamiento reflexivo) con tales reacciones, probablemente producidas en nosotros como un condicionamiento más, sin que haya mediado reflexión por nuestra parte. Puedes suponer ya que la respuesta al por qué hay algo, en lugar de que nunca haya existido nada, será lógicamente distinta según se parta de presupuestos materialistas/cientificistas o de presupuestos idealistas/espiritualistas. En mi opinión es urgente, desde un punto de vista filosófico, romper la asociación histórica entre una concepción del mundo espiritual y una concepción religiosa determinada (generalmente entre nosotros el cristianismo), igual que es necesario y uno de los signos de los tiempos no identificar religión con cristianismo (mucho menos con catolicismo, como es todavía demasiado frecuente realizar por estas latitudes). El universo del discurso de la concepción espiritualista es mucho más amplio que el campo de los religiones en su conjunto, de las cuales, el cristianismo es sólo una, y el catolicismo una de sus corrientes entre otras muchas (protestantismo, cristianismo ortodoxo, cada uno con sus múltiples Iglesias, denominaciones, etc.). Del mismo modo, la concepción materialista (la ontología materialista, por insinuar ya un concepto filosófico al que tendremos que acostumbrarnos) es un campo más amplio que el cientificismo, con el que la hemos asociado provisionalmente. El cientificismo (se puede emplear este término o también cientifismo o ciencismo) es la actitud (filosófica, ya no científica, pues hace afirmaciones que pertenecen no a la ciencia sino a la metafísica) que consiste en defender que el único método legítimo para tener un conocimiento de la realidad es el método científico; no hay más verdades que las verdades científicamente demostradas, lo demás no es sino superstición o mera “especulación metafísica” (dicho esto en un sentido peyorativo que no tenía en sus orígenes, cuando significaba la elevada capacidad de la inteligencia para reflejar -como un espejo, speculum, de ahí “especular”- la realidad tal como es). Para el cientismo, ni la religión, ni la metafísica, ni ningún otro tipo de conocimiento merece tal nombre ni debe concedérsele validez objetiva. Es una actitud muy frecuente hoy, pues es la propiciada en buena parte de la educación, en sus más distintos niveles, desde la secundaria hasta la universitaria. Probablemente, como puedo comprobar cada año, muchos de vosotros, vivís el problema del conocimiento –consciente o inconscientemente- desde una actitud cientificista. Estas dos ontologías, la materialista y la idealista, que hasta ahora hemos aplicado a la cuestión del origen del universo, ofrecen respuestas generales también en el campo de lo que llamaremos antropología filosófica (el estudio acerca del ser humano, en griego anthropos), así como en lo que podemos llamar escatología, interpretada como aquello que sucede al ser humano al final de su existencia y que podría considerarse una parte de aquella. Del término griego eschaton, término una vez más asociado con la religión, cuando ofrecía sus doctrinas acerca de lo que ocurre después de la muerte, pero que queremos también recuperar para la reflexión filosófica, cuando nos enfrentamos a esa otra pregunta crucial, grave, gravísima, que se plantea qué sucede al final de la vida humana; si se quiere, de manera más clara y directa, que responde a la pregunta acerca de si hay vida después de la muerte. Pues bien, para las antropologías materialistas, aunque difieran en otras cuestiones, el ser humano es ante todo un ser biológico, producto de la evolución de las especies, su naturaleza es material y su destino final no puede ser otro que la descomposición de los elementos materiales que lo conforman. Con la muerte termina todo, el cuerpo se descompone, y como nada hay que no sea cuerpo material o fenómenos mentales dependientes del cuerpo, nada queda de la personalidad humana, del yo humano, del ser humano. El sentido de su vida no es sino el sentido que él pueda dar a ese período de sesenta, setenta años, en el mejor de los casos noventa, en el peor siete, tres años, en ocasiones unos meses o unos días. Por el contrario, las antropologías espiritualistas parten de una ontología idealista, en el sentido antes insinuado, a saber, que la naturaleza última de la realidad es mejor entendida en términos de conciencia, inteligencia o espíritu y suelen compartir que la naturaleza más profunda, más íntima (la esencia en terminología clásica) del ser humano no es de orden material, sino de otro orden que escapa a la captación sensorial y al dominio de lo material. Es lo que tradicionalmente, en términos más tarde apropiados por la religión, se ha denominado alma o espíritu, es decir, un ser autoconsciente que posee inteligencia, amor y voluntad y que no depende para su existencia del cuerpo físico. Para aquellos que tienen especial dificultad en disociar tales términos (alma, espíritu) de la religión cristiana, conviene recordar que ya unos cuatrocientos o quinientos años antes de la aparición de la figura de Jesús de Nazareth, filósofos como Pitágoras y Platón defendieron una concepción espiritualista, en la que la esencia del ser humano es de orden inmaterial, tiene su sede y su hogar natural en un plano o dimensión suprafísica (el mundo de las Ideas o mundo suprasensible en Platón), no ha nacido con el nacimiento de su cuerpo, sino que se ha unido o integrado a él en un momento determinado, no muere con la muerte del cuerpo físico, sino que vuelve a su patria (o “matria”) original, y quizás incluso vive varias vidas sucesivas, incorporándose a distintos cuerpos físicos, tal como Pitágoras y Platón defendieron al hablar de la transmigración de las almas o de la metempsicosis, algo que hoy se ha divulgado abundantemente bajo el término reencarnación a través de la difusión de las tradiciones orientales (especialmente hinduismo y buddhismo), habiéndose llegado a creer que sólo en la exótica India se habían defendido tales ideas reencarnacionistas. Son temas que habrá que ir viendo más despacio, ya que en este momento, no aparecen más que como ilustraciones de las dos grandes concepciones del mundo, filosofías u ontologías que hemos insinuado. Hay una cuestión que quisiera abordar ya desde el principio y que resulta especialmente delicada. Se trata de la subjetividad de quien filosofa. No puede ignorarse que por la naturaleza misma de la filosofía, el enfoque adoptado depende en gran medida de aquél que intenta filosofar. Es lo que decía Fichte, un gran idealista alemán de comienzos del siglo XIX, al afirmar que el tipo de filosofía que se hace depende del tipo de persona que se es. Pero no me refería sólo a eso, sino también al hecho inevitable de que cada filósofo, cada pensador, cada profesor de filosofía, tiene su propia filosofía, sus propias preferencias, sus propios “prejuicios”, sus propios “intereses”, sus propias predilecciones, sus filias (aquello que le gusta) y sus fobias (aquello que le disgusta), en definitiva, su propia concepción del mundo. Pues bien, teniendo eso en cuenta, ¿qué actitud debe adoptar el profesor de filosofía ante la clase? ¿Debe poner de manifiesto sus “creencias” y anteponerlas a las restantes? ¿Debe intentar ser lo más imparcial e impersonal posible, limitándose a exponer los pensamientos de los grandes filósofos y que al acabar el curso los alumnos ignoren qué piensa su profesor? Debo confesar que esto me ha producido algunos quebraderos de cabeza, sobre todo intentando evitar el adoctrinamiento y el sermón, pues es fácil caer en ello en una asignatura así, pero también, en el esfuerzo por conseguirlo, por el temor a desembocar en el extremo opuesto, esto es, en una transmisión impersonal, más fría, más neutra, más objetiva. Hoy creo que entre esos dos extremos, el profesor de filosofía debe intentar guardar un equilibrio y no caer ni en el adoctrinamiento fácil de los propios presupuestos ni en el pensar distante e impersonal, por temor a influir en los alumnos. Me parece que hay que asumir lo que de subjetivo hay en la filosofía y el filosofar y revelar la propia postura, cuando esto sea oportuno, tratando siempre de hacerlo de manera filosófica, esto es argumentando e intentado fundamentar lo defendido, al mismo tiempo que se hace el esfuerzo de transmitir lo más fielmente posible las distintas posturas filosóficas respecto a cada tema que se trate, abordándolas siempre con la mayor precisión, el mayor rigor y el mayor respeto, aun cuando se pueda ser crítico respecto a ciertas ideas. De este modo, la filosofía puede despertar el interés del alumno, uniendo rigor filosófico con compromiso existencial, mostrando que la filosofía es algo serio, pero también algo vivo; algo racional, pero también algo afectivo, que trata de hechos, pero también de valores, que es respetuosa, pero también comprometida. Quizás hacerlo compatible en uno y manifestarlo sea el mejor modo de que los alumnos vean que es posible y que merece la pena. Que la filosofía tiene mucho de razón, pero no menos de pasión. La pasión filosófica que es parte de la pasión de vivir, de vivir comprendiendo, de vivir reflexivamente, de vivir filosóficamente, de vivir con sentido o al menos en busca del sentido. 1.3. De la etimología al ideal de una sophia perennis Probablemente me dirás que sigues sin saber qué es eso de la filosofía, de qué va la filosofía, en qué consiste, qué temas trata y cómo lo hace. Tienes razón. No te lo he explicado suficientemente todavía. Así que intentaré hacerlo de modo un poco más académico y metódico, recogiendo algunas de las cuestiones que quizás hayas visto ya en el libro de texto, pues son aquellas con las que suele comenzar todo libro de introducción a la filosofía. En primer lugar está el significado etimológico del término filosofía. Apuesto a que ya sabes que procede del griego, de dos palabras: del verbo philein, que significa “amar” y del sustantivo sophía que significa “sabiduría”. Por tanto, la filosofía es “amor a la sabiduría” (quizás también, esperemos que así sea, “sabiduría del amor”). De este modo nos hallamos ante dos grandes palabras: amor y sabiduría, que ocuparán buena parte de nuestra atención en las páginas que siguen. Cuando antes hablaba de la pasión filosófica pensaba ya en este significado del término. Como vas viendo y sin duda ya sabías, algunas palabras son plurívocas o multívocas, es decir, tienen una pluralidad de significados, se pueden emplear en muchos sentidos distintos, de así su equivocidad (pueden causar equívocos, pueden hacer que te equívoques al tratar de entender lo que significan) y su ambigüedad (no sabes si debes interpretarla en uno u otro de sus sentidos). Esto sucede con el término amor y con el término pasión. Si por un momento ha parecido que los identificaba es para llamar la atención y hacer de la filosofía algo vivo para ti, pues en la adolescencia la pasión es un término importante (bueno, lo es siempre) y valorado positivamente, así que he pensado que si empezaba presentándote la filosofía de ese modo, te caería mejor –como cuando te presentan a una chica y te dicen que es muy apasionada; quizás te entren ganas de conocerla mejor y algún día llegues a amarla-. Ya no dudarás que el término “amar” es muy ambiguo, pues ¿qué estás pensando cuando digo que quizás algún día llegues a amarla”? (a la chica y a la filosofía o al chico apasionado y al saber filosófico, para empezar intentando no ser sexista-machista-androcéntrico). A tu edad (como a casi todas, no nos engañemos), pensar en amar es fácil que nos lleve a pensar en “hacer el amor”, en el sentido de “tener relaciones sexuales”. Pero, sabes bien o intuyes, que amar tiene un sentido más amplio, sentidos distintos; que el amor romántico, el amor idealista, el amor platónico, el amor fraterno, el amor entre padres e hijos (a pesar de los conflictos generacionales que inevitablemente surgen) y otros tipos de amor que seguro podrías añadir, no consisten en, o al menos no se limitan a, el amor erótico ni al amor sexual. Claro está, pues, que el amor a la sabiduría es una pasión peculiar. Podríamos decir que es una pasión intelectual, una pasión cognitiva (Spinoza hablaba de “amor intelectual a Dios”), pero sería una lectura demasiado intelectualista, racionalista, del amor. Yo creo que en el amor (a la sabiduría) está en juego todo nuestro ser, nuestra inteligencia, pero también nuestra voluntad y nuestra afectividad, hasta nuestro cuerpo. Está en juego nuestra vida entera. El filósofo –que de algún modo tú comienzas a ser ahora- se ha dado cuenta de que “la vida va en serio” y que hay que vivirla con intensidad. Una vez más, esto puede significar cosas muy distintas. Y lo primero que suele pensarse es que vivir intensamente es, justamente, vivir apasionadamente. Y de ahí a la fórmula mágica del “sex, drugs and rock’n roll” hay un paso (no tengo nada contra el sexo oportuno, poco contra el rock, bastante contra las drogas, pero no nos detendremos ahora en eso). Vivir intensamente sería vivir apasionadamente. Por tanto, vivir amando. Pero igual que hay una intensidad emocional, que es en la que suele pensarse cuando se habla de vivir intensamente, hay una intensidad de la conciencia. Fíjate que no digo sólo del conocimiento, del saber, sino de la conciencia, término que tendrá que ocuparnos más adelante. Total, que seguimos sin saber lo que es el amor, ni lo que es la sabiduría, ni lo que es la pasión, ni lo que es la intensidad. No te extrañes si empiezas a pensar que la filosofía –al menos al principio- en lugar de aclararte las dudas, siembra otras muchas dudas en tu mente. Efectivamente, el filósofo es, en primer lugar, un sembrador de dudas, para romper los hábitos mentales, para cuestionar los saberes adquiridos y aceptados sin reflexión, para criticar lo que considera que puede y debe mejorarse, para combatir todo dogmatismo, todo fanatismo, toda superstición. El filósofo es un despertador de conciencias, y cuando se está profundamente dormido o soñando, el despertador suele resultar incómodo y uno puede incluso sentir ganas de darle un manotazo y apartarlo de su lado –sobre todo si te despierta para ir al instituto. Por eso de Sócrates decían que era como un tábano, que pica y produce una “inquietud” filosófica, que le obliga a uno a rascarse y a preguntarse qué está pasando… con su vida y con la de los demás. De ahí que, en filosofía, el tomar conciencia de los problemas, darse cuenta de que están sin resolver, formular las preguntas adecuadas, constituya la primera parte del camino. Aprender a hacerse las preguntas correctas, esto tiene una gran importancia, pues significa que uno ha despertado, ha tomado conciencia de los problemas y además ha sabido ya hallar una forma de indicar la dirección que tendría que tomar el pensar para poder encontrar una respuesta significativa. Tienes un ejemplo en la pregunta por el origen de todo lo que existe, Quizás has tomado conciencia de lo insuficiente que resulta saber que una vez, hace mucho tiempo, sucedió un gran Puumm. ¿Por qué? y no sólo ¿cómo? Filosofía como meta-ciencia, reflexión más allá de la ciencia. Claro que esto encierra un riesgo. El quedarse en las preguntas y que la inquietud creativa se torne insatisfacción corrosiva, destructiva, negativa. Por eso un filósofo dijo: “Todo buen principiante (en filosofía) es un escéptico (no sólo el que duda, sino el que afirma que no podemos llegar a conocimientos ciertos), pero todo escéptico no es más que un principiante” –pues no ha pasado de la pregunta a la respuesta, de la duda al saber, ¡de la filosofía a la sabiduría! Ahora bien, no hay que tener prisa En todo caso hay que “apresurarse despacio”, por decirlo de manera paradójica. Y sobre todo, en tu caso, asumir que eres un principiante y que lo propio de los principiantes es hacer preguntas y no querer ir de sabihondo, como si poseyeras ya una profunda sabiduría. De este modo nos aparece ahora la idea de “sabiduría”, aunque como ves es “consustancial” a la idea de filosofía, ya que ésta es el amor a la sabiduría y no se entiende sin una idea previa de aquélla. Sabemos más o menos qué es la ciencia, sabemos más o menos qué es la religión, sabemos más o menos qué es la filosofía, pero ¿la sabiduría? ¿Hay un saber especial, una gnosis, un conocimiento superior a la ciencia y a la filosofía, una especie de comprensión global, de omnisciencia u omnisapiencia – términos que la teología medieval utilizaba aplicándolos a Dios- que podríamos alcanzar de algún modo? ¿Habría que entender la filosofía como una preparación para la sabiduría, una especie de entrenamiento, de ejercitamiento, para aspirar al estado de verdadero sabio? Esta sería, ciertamente, una de las concepciones posibles, de Platón a Hegel, por citar a dos grandes idealistas, en dos extremos de la historia de la filosofía occidental, separados por unos veintitrés siglos en los que ha corrido mucha tinta (y mucha sangre). Ahora bien, otro modo de entender la filosofía, más modesta, si se quiere, menos pretenciosa, aunque generalmente muy crítica con las pretensiones de los anteriores (idealistas, defensores de una sabiduría metafílosófica), se niega a creer que exista algo así e insiste en entender la filosofía como una actividad más concreta, menos “idealista”, más “realista” y más cercana a la comprensión científica del saber (sin por ello tener que asumir necesariamente la fe cientifista). En mi opinión, exista o no una sabiduría (total) alcanzable por el ser humano, la idea de que existe, aunque sea como un horizonte que retrocede cuando nos vamos acercando a él, la idea de la sabiduría como “idea regulativa” que nos lleva siempre a buscar saber más y mejor, es estimulante y fecunda. Como lo es la idea acariciada por algunos y que podemos traer a colación ahora, de una philosophia perennis (empezaréis a comprender ya que la filosofía ha hablado griego, primero, y latín, después, durante muchos siglos, y que por eso el lenguaje filosófico está plagado de expresiones en griego y en latín), una filosofía perenne o incluso una sophia perennis, una sabiduría perenne, que habría existido siempre (como los árboles que se dicen “de hojas perennes”) y que algunos, sólo algunos, unos pocos, “sabios” habrían alcanzado, habrían compartido y habrían formulado de distintas maneras. Una vez más, los defensores de esta idea generalmente han estado cerca del saber religioso, y por ello no ha faltado la expresión religio perennis, religión perenne, que constituiría la raíz suprareligiosa de la que han surgido las distintas religiones, que serían así modos diferentes de expresar una misma Verdad transcultural y meta-religiosa. De este modo, filosofía y religión no tendrían por qué estar enfrentadas, sino que podrían aliarse en la búsqueda de esa Sabiduría atemporal. Pero todo esto habrá que ir desgranándolo más lentamente, sin aceptar de entrada ni una opinión ni su opuesta. ¡Hay que ser sanamente crítico! 1.4. Breve paseo por la historia de la filosofía Amor a la sabiduría, pasión por conocer, “voluntad de verdad”, son expresiones que nos sitúan ante el horizonte filosófico, ante el quehacer filosófico. Un quehacer que la propia tradición filosófica occidental sitúa en Grecia, hace unos veinticinco o veintiséis siglos. Se ha pretendido que la filosofía es una creación típicamente occidental, que surge en Grecia, en el siglo VI o V antes de Cristo y no antes ni en otro lugar. Y que va creciendo como un cuerpo, orgánicamente, con constantes referencias a los pensadores anteriores, creando una historia propia, una historia de la filosofía que resulta tan esencial para el quehacer filosófico como la propia biografía resulta necesaria para el quehacer vital, para ir elaborando nuestra historia personal y para comprendernos a nosotros mismos. Por eso, ya en Aristóteles tiene lugar una primera e incipiente historia de los orígenes de la filosofía y vemos cómo este gran pensador, entra en diálogo con los anteriores pensadores. Justamente a través de él, sabemos algunas cosas, no muchas, siempre fragmentarias, de ese primer grupo de pensadores pioneros, que habrían gestado la filosofía y que la tradición posterior terminaría denominando pre-socráticos, por haber vivido antes de Sócrates, el padre y patrón de la filosofía. Presocráticos que incluyen nombres como Pitágoras, Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Leucipo, Demócrito, Parménides, Heráclito, y otros menos célebres. Estamos, a grandes rasgos, en el siglo VI a.C. Tras ellos Sócrates (470-399 aC.), en constante polémica con los sofistas, se erigiría en maestro del gran Platón (427347 a.C.), el primero de los grandes, uno de los pilares fundamentales del edificio filosófico, del idealismo espiritualista, siguiendo los pasos de Pitágoras, de Parménides y de los órficos, seguidores del legendario Orfeo. El segundo gran pilar que sostiene el templo (o palacio, si te gusta más esta metáfora, pues eso son) de la filosofía occidental es precisamente Aristóteles (384-324 a.C.), más “realista” que Platón, más próximo a la investigación científica, mientras que Platón constituiría el paradigma de la actitud metafísica. Platón eleva su mirada hacia los cielos (hacia el mundo suprasensible, espiritual, el mundo de los Arquetipos, de las Realidades eternas, inmutables, incambiantes, hacia el mundo de las Verdades), Aristóteles mira hacia la tierra que pisa y que habita, mostrando la necesidad de investigaciones concretas, minuciosas, empíricas. Por eso, mientras que Platón propone como modelo del saber las matemáticas (ciencia de los números y las formas geométricas, entes ideales), Aristóteles preferiría la física o la biología (de hecho tiene una obra sobre Física y otra sobre “las partes de los animales”), aunque él será también el sistematizador de la filosofía primera, eso que más tarde se llamaría metafísica. Después de estos dos genios de la filosofía, vendrían varias escuelas relevantes, en el período helenístico, como los estoicos, los epicúreos, los cínicos, los escépticos, etc., al mismo tiempo que seguía la escuela platónica y los pitagóricos. Estas breves indicaciones esquemáticas de la historia de la filosofía, algo que estudiarás con más detalle el curso próximo, pero ya a lo largo de este curso tendremos que dar algunas pinceladas, nos llevan al surgimiento del cristianismo, desde el seno del judaísmo y al entrelazamiento, no sin duras polémicas y luchas dialécticas, entre filosofía griega (y romana) y religión cristiana. El cristianismo, obviamente, no comienza como una filosofía, sino como una religión, pero con el paso del tiempo, al tener que defenderse ante otras corrientes culturales, se verá obligada a ofrecer formulaciones filosóficas de sus creencias religiosas y para ello nada mejor que recurrir a las categorías (los conceptos filosóficos) de Platón, de Aristóteles, de los estoicos, etc. Como sabrás, desde el siglo IV, momento en que el cristianismo comienza a dominar la escena cultural de buena parte de Occidente, hasta al menos el Renacimiento, unos diez siglos después, la filosofía está impregnada de cristianismo, como toda manifestación cultural, y se considera sierva de la teología (ancilla theologiae). Ahora, lo fundamental de la verdad ya lo sabemos –piensan los cristianos-, pues ha sido revelada (incluso “Encarnada” en Jesús de Nazareth, que sería el Cristo encarnado, la “Encarnación” del Logos, “el Verbo hecho carne”). Los detalles, para mejor explicarlos a los no creyentes, o en el mejor de los casos para mejor comprenderlo intelectualmente, pueden ser elaborados por la filosofía. Si el primer gran pensador cristiano, enormemente influyente, podemos decir que fue Agustín de Hipona (354-430 d.C.), justamente en los siglos IV-V, el segundo de influencia no menor, a partir del siglo XIII en el que su obra ve la luz, será Tomás de Aquino (1225-1274 d.C.). Entre ellos hay unos siete siglos de agustinismo, tan grande fue su influencia, y lo sigue siendo todavía en ámbitos cristianos. Después de esa Edad Media con hegemonía total del cristianismo, como religión y como filosofía, identificada con la teología, pues todo lo que interesa es el alma y Dios, para decirlo con Agustín, se producirá un Renacimiento de lo clásico, muy especialmente de Platón y Aristóteles. La cultura parecía ahogarse excesivamente en el puritano ambiente de una religión que se ha ido convirtiendo en dogmática y exclusivista, claramente teocéntrica, y surge con fuerza un renovado interés por el ser humano y por la Naturaleza, con una cierta independencia respecto de lo religioso. Los siglos XV y XVI asisten al surgimiento de la ciencia moderna, al humanismo que rescata a los clásicos pre-cristianos, y en el seno del cristianismo se produce un cisma a través de la Reforma protestante, con Lutero, Calvino, Zwinglio y otros muchos que no soportan ya el dominio y la corrupción de la Iglesia católica. El siglo XVII es el siglo de la Modernidad y Descartes (1596-1650) el gran fundador de la filosofía moderna y del racionalismo moderno. Tendremos que analizar su famosa frase “pienso, luego existo”, pues fuera de su contexto se suele interpretar mal. Le dedicaremos algún apartado. Le siguen otros dos grandes racionalistas, Spinoza (1632-1677) y Leibniz (1646-1716). Basta con que retengas de momento que el racionalismo moderno manifiesta una gran confianza en el poder de la razón y se muestra convencido de que por sí sola (sin necesidad de recurrir a la revelación o a la fe religiosa, sin depender de tradiciones anteriores llenas de prejuicios y de supersticiones) puede descubrir las verdades fundamentales, reflejar en teorías racionales la estructura del mundo. Por ello, estos tres grandes pensadores nos ofrecerán obras de gran altura, en las que el método y el sistema ocupan un importante lugar. Método (teniendo el matemático como modelo) para evitar el error y alcanzar certezas; sistema (como el axiomático-deductivo) que nos permite relacionar todas las ideas entre sí y no queden sueltas y asiladas, como si se tratase de ocurrencias ocasionales). Pero, al mismo tiempo que el racionalismo elabora sus majestuosos sistemas, asistimos al surgimiento, con no menos fuerza, del empirismo, la segunda de las grandes corrientes de la Modernidad. El empirismo es más analítico (frente al carácter sintético del racionalismo) y más crítico (en este caso critica las pretensiones racionalistas que considera inaceptables) que el racionalismo, el cual se halla más ocupado en construir sus propios sistemas de verdades que en destruir mediante la crítica los pensamientos de otros, aunque también entre en diálogo con ellos. Fijaros que estas dos tendencias, estos dos conjuntos de rasgos, nos muestran dos estilos filosóficos, dos maneras de hacer filosofía: la una más constructiva, un pensamiento en el que prima la síntesis, más sistemático, que suele ir asociado a las corrientes racionalistas, que a su vez suelen ser idealistas; la otra, más críticadestructiva, más analítica, asociada con el empirismo. La primera es la continuación de la columna platónica, parmenídea si se quiere; la segunda es el desarrollo de la columna aristotélica, heraclítea, quizás. De tal modo que racionalismo y empirismo pueden estudiarse como las dos principales corrientes de la filosofía moderna, pero también como dos actitudes filosóficas paradigmáticas, dos modelos y maneras de hacer filosofía. Ambas corrientes continúan en el siglo XVIII, que es también el siglo de la Ilustración. En Francia, en Inglaterra, en Alemania, el espíritu de la modernidad se acentúa y la razón es cada vez más crítica con el pasado, con las tradiciones, con los prejuicios, con los abusos de poder. Una ola de libertad recorre Europa y reclama mayor control del poder político, mayor tolerancia en las ideas. Recordemos que no hacía tanto que Giordano Bruno había sido quemado en la hoguera por la Santa Inquisición, junto a otros muchos pensadores y otras muchas “brujas” que no compartían las costumbres y las creencias cristianas y convenía que sus almas se salvasen. Y todavía más recientemente, Galileo Galilei, uno de los grandes artífices de la ciencia moderna y quien terminó estableciendo los verdaderos fundamentos de la hipótesis heliocéntrica que Copérnico había defendido anteriormente, había tenido que retractarse de sus ideas científicas, pues se pensaba que iban en contra de lo que la Biblia y “el filósofo” –como algunos llamaban, por entonces a Aristóteles- afirmaban. Entre los empiristas del siglo XVII hay que tener presentes a dos de los grandes: John Locke (1632-1704), pieza crucial en la defensa del liberalismo político, frente al absolutismo vigente, y David Hume (1711-1776), la madurez del empirismo y su máximo pensador. En cuanto a las Ilustración francesa, hay que recordar la elaboración de la Enciclopedia, en la que participaron pensadores como Voltaire, Rousseau, Diderot, D’Alembert, etc. Mención aparte merece Immanuel Kant (1724-1804), consumación de la Ilustración alemana, en su intento de sintetizar empirismo y racionalismo. Con su Crítica de la razón pura pone a raya las pretensiones del racionalismo dogmático y niega que la metafísica sea ciencia o pueda llegar a serlo. Hay que reconocer los límites del saber teórico (científico y filosófico) y dejar el puesto necesario a la fe (una fe filosófica que se nutre de creencias filosóficas, arduamente elaboradas por la razón kantiana). En la Crítica de la razón práctica dará un vuelco al enfoque de la ética y propondrá una nueva manera de entender ésta, criticando las éticas materiales, eudemonistas y teleológicas (no te asustes por estas palabrejas, las explicaremos en su momento) y proponiendo una ética formal y deontológica (¡y dale con los conceptos ininteligibles). Para que no te quedes tan en blanco, resumiré lo anterior lo más brevemente posible. Kant cree que es un error pensar que el fin último de la ética sea la felicidad (eudaimonismo, como también puede decirse) y que tengamos que actuar para lograr este fin (ética teleológica) y además la ética pueda ofrecer normas concretas, con un contenido, una materia determinada, diciendo lo que se ha de hacer y lo que no, lo que está bien y lo que está mal (ética material). Por el contrario, intenta mostrar que lo fundamental en la ética no es la felicidad, sino la justicia, es decir el deber moralracional. Ante un conflicto entre ser feliz (serlo uno o hacerlo a los demás) y ser justo, Kant argumenta que tiene prioridad moral la justicia, el deber (no el deber impuesto desde fuera, sino aquél que la propia razón, de manera autónoma, comprende como obligación moral auto-impuesta). En eso consiste la kantiana ética deontológica (del deber), la cual, por otra parte, no puede dar normas concretas de acción, sino un imperativo categórico, expresión de la ley moral que la razón descubre en el fondo de la conciencia humana, y que sólo puede decir cómo se debe actuar (la forma, de ahí ética formal). Ya lo veremos más despacio en su momento, pues Kant, como Aristóteles, es imprescindible al hablar de ética, que como sabes es una de las partes importantes de la filosofía, como luego veremos. No hace falta decir que no se trata ahora más que de un breve esquema para que los principales períodos de la historia de la filosofía y algunos de los principales autores te vayan sonando. Ya habrá tiempo para analizarlos con más calma. Ahora nos toca pasar de la Ilustración del siglo XVIII a las corrientes que van surgiendo en el siglo XIX y XX, siglos que forman lo que suele entenderse por filosofía contemporánea. En primer lugar hay que mencionar a comienzos del XIX y sobre todo en Alemania y en Inglaterra el Romanticismo, como movimiento cultural en sentido amplio que nace, en parte, como oposición al imperio de la razón ilustrada que parece estar privilegiando la razón, el progreso técnico, la ciencia, pero descuida el sentimiento y el amor a la naturaleza. Puede que conozcas más el romanticismo a través de la poesía (Keats, Shelley, Wordsworth, Hölderlin, Novalis, Bécquer en España, etc.), de la novela (el Werther del joven Goethe) o de la música (Schubert, Schumann, Chopin), pero también filosóficamente hay una relación importante entre el romanticismo y los orígenes del idealismo alemán, potente escuela filosófica durante la primera mitad del siglo XX, con cabezas pensantes como Fichte, Schelling y Hegel, tres estrellas que brillan en el firmamento filosófico con luz propia. Hegel (1770-1831) lleva a su máxima expresión el racionalismo y el idealismo (Zubiri, gran pensador español del siglo XX dirá que “Hegel es la madurez de Europa”) y después de su asombrosa y enciclopédica obra se habrá de pensar con Hegel o contra Hegel, pero ya no se podrá hacer sin él. Hegel confía, como todos los racionalistas, en que la razón, bien conducida, puede explicar satisfactoriamente la realidad. Lo habría hecho él, en obras como Ciencia de la lógica, La Fenomenología del Espíritu, La Enciclopedia de las ciencias filosóficas, La historia de la filosofia o las Lecciones de Filosofía de la Historia Universal. Hegel creía haber explicado todo. No dejó fuera temas como –por decirlo con títulos de otras tantas voluminosas obras suyas- Estética¸ Filosofía del Derecho, o Filosofía de la Religión. ¿Cómo puede explicar todo la razón? Pues porque toda la realidad no es más que la exteriorización, la manifestación, la materialización de la Razón –que es lo que hay al principio- o de la Idea (de ahí la noción de idealismo), o del Espíritu absoluto (de ahí la posibilidad de entenderlo como una forma de espiritualismo). Efectivamente, la Naturaleza sería el propio Espíritu absoluto congelado y vuelto inconsciente, enajenado (ajeno a sí mismo en tanto que Espíritu, pues ha perdido la conciencia de serlo), y la Historia universal no es más que el despliegue del Espíritu absoluto, el peregrinaje que lleva a cabo para terminar explicitando todo lo que se hallaba implícito al comienzo (y que la razón puede desplegar como sistema de categorías), para terminar re-conociéndose como Espíritu absoluto. Esto es lo que tiene lugar al final del recorrido, después de pasar por el arte, por la religión, por el Estado, y por otros modos de manifestación del Espíritu, en el saber absoluto, la consumación de la filosofía, el logro de la verdadera Sabiduría. Como siempre, cuando alguien pretende haber logrado verdades importantes, inmediatamente tiene que hacer frente a una lluvia de críticas, por parte de los más analíticos, deconstructivos/deconstruccionistas. Es lo que sucedió con la mayoría de las escuelas filosóficas de la segunda mitad del siglo XIX que se opusieron frontalmente al idealismo hegeliano. Me limitaré a dos de ellas: el marxismo creado por K. Marx y F. Engels, entendido como “materialismo histórico y dialéctico” y el positivismo de A. Comte, siguiendo los pasos del empirismo y consagrando el auge de la ciencia Con el marxismo, la filosofía no puede desentenderse ya de la política y de las condiciones económicas y sociales en que vive la mayoría de la humanidad. “Hasta ahora, los filósofos se han limitado a interpretar el mundo; ahora se trata de transformarlo” ´-dice Marx en su XI tesis sobre Feuerbach-. Con esta llamada a la acción social y política, Marx revoluciona el panorama filosófico (y político). Ya no basta la teoría, hay que completarla con la praxis, la acción política. Una acción, además, que se quiere, inevitablemente, revolucionaria, pues sin la revolución política no es posible cambiar las estructuras económicas que están produciendo la injusticia social, la opresión y explotación de las clases trabajadoras, pues no otra cosa habría sido la historia de la humanidad: la explotación del hombre por el hombre, una constante lucha de clases, entre los opresores, explotadores (amos, señores, burgueses capitalistas, según cada época histórica) y los oprimidos, explotados (esclavos, siervos, proletarios). “Un fantasma recorre Europa” y durante siglo y medio espantará a muchos. En 1848 se publicaba el Manifiesto comunista, que comenzaba con la frase antes entrecomillada. El fantasma era el comunismo, llamado a aterrorizar a los capitalistas. El capitalismo era el sistema económico que, en tiempos de Marx, encarnaba el origen de todos los males. Quizás en 1989, con el hundimiento de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín dejó de manifestarse, o al menos perdió buena parte de su fuerza. Mientras tanto, John Stuart Mill (1806-1873) proponía una concepción “utilitarista” y salía en defensa de las libertades de todo tipo, tanto las de pensamiento como las políticas, reforzando así una determinada manera de entender el liberalismo político, como opción contrapuesta al socialismo estatalista en que se iría convirtiendo el ideal comunista. Mill encontró una fórmula ético-política que hizo fortuna y aún sigue siendo defendida hoy por muchos: el bien consistiría en realizar aquello que produzca la mayor utilidad (entendida como bienestar, felicidad) posible para el mayor número posible de personas”. Una última figura, de las muchas que podrían citarse en el siglo XIX (por ejemplo el historicismo de W.Dilthey) es la de F. Nietszche (1844-1900), quien dijo: “yo no soy un hombre, soy dinamita” y quien proponía “filosofar a martillazos”. Nietzsche, pensador original y único, inclasificable, irreverente, iconoclasta, antiplatónico, anti-cristiano, anti-socialista, arremetió contra toda la tradición occidental –la única que conocía, prácticamente-, por su metafísica, por su moral, por su política. Tendremos que visitarle en alguna ocasión. Su pensamiento ha influido y sigue influyendo enormemente. En realidad, es invocado como uno de los padres de la postmodernidad, esa corriente que ocupará el último cuarto del siglo XX y afirmará que los principios que han regido la Modernidad no son ya creíbles. Ninguno de los metarelatos que tratan de ofrecer una visión del mundo coherente, ni los grandes ideales y las grandes utopías políticas, ni la fe ilustrada en el progreso, ni los avances de la ciencia, son ya admirados como en la Modernidad. El nihilismo nietzscheano ha hecho mella en los espíritus del siglo XX y resulta difícil ya creer en lo que creían esos modernos, ahora antiguos ya. El otro padre de la postmodernidad, invocado como tal, sería M. Heidegger (1889-1976), polémico pensador, pero de gran influencia en todo el siglo XX, primero con su obra magna del primer (período de) Heidegger, Ser y Tiempo, más tarde, el segundo Heidegger, con destruktion/deconstrucción multitud de obras en las que comienza la de la historia de la filosofía, él mismo influido por Nietzsche, a quien dedicó una gran obra, y a quien, no obstante, criticó por permanecer todavía dentro de los esquemas metafísicos que él mismo combatía. Heidegger formó parte importante también, en una época, de ese movimiento que recibió el nombre de “existencialismo” y que tuvo en Jean Paul Sartre (1905-1980) a otro de sus más insignes representantes, con su gran obra El ser y la nada, y con una prolífica obra, no sólo filosófica, sino también literaria, como novelista. Tanto Heidegger como Sartre bebieron abundantemente de la fenomenologia de E. Husserl (1859-1938), uno de los pensadores más rigurosos e innovadores de la primera parte del siglo XX, creador de esa importante escuela que es la fenomenología, que durante un tiempo aspiró a convertirse en la filosofía por excelencia del siglo XX, en busca de las “esencias”, desde un enfoque “idealista” que seguía la tradición de Descartes (no por casualidad una de sus obras llevaba como título Meditaciones cartesianas). En la primera parte del siglo XX hay que mencionar también toda la corriente más empírica, analítica y positivista, frente a las corrientes más metafísicas antes señaladas. El neopositivismo y el Círculo de Viena, con A. Ayer, R.Carnap y sobre todo, con una gran influencia en tales corrientes, aunque luego se desmarcara de ellas, L.Wittgenstein (1889-1951) -quizás la otra influencia mayor en su conjunto, en todo el siglo XX, junto a la de Heidegger-. Esta corriente, llevó a cabo lo que se denominó el “giro lingüístico” y pasó a considerar la reflexión sobre el lenguaje como el lugar por excelencia de la actividad filosófica. Si en la filosofía antigua el objeto de estudio central había sido el ser (desde Parménides hasta Tomás de Aquino, en éste entendido como Ser/Dios de los entes), y en la filosofía moderna había ocupado tal puesto la conciencia (desde Descartes hasta Husserl), ahora es el lenguaje el que recibe una atención especial. Si era cierto que sea como sea la realidad, nos es siempre conocida a través de la conciencia, por tanto las certezas radican en nuestra conciencia y no en la realidad, no menos cierto es que todo contenido de conciencia, remita o no a un ser extra-mental, a una realidad exterior, es expresado por medio del lenguaje. Justo parece, pues, que la filosofía sea sobre todo “análisis del lenguaje”. Si hubiera que mencionar una última corriente del siglo XX, después de la fenomenología, el existencialismo y la filosofía analítica, sería la hermenéutica, que si bien tiene en Heidegger a su precursor más inmediato, alcanzará pleno desarrollo con la obra de H.G. Gadamer, a partir de Verdad y método, otra de las grandes obras del siglo XX. La hermenéutica es el arte de interpretar, primero los textos, más tarde el texto entero de la existencia, desde los sueños (no podemos olvidar en este sentido el alcance filosófico-cultural del psicoanálisis freudiano y su Interpretación de los sueños, en tanto que hermenéutica onírica) hasta las obras de arte, pasando por la riqueza de todo lenguaje simbólico y metafórico. La hermenéutica sale al paso de las pretensiones de la fenomenología respecto a la posibilidad de captar la esencia de los fenómenos a través de una intuición esencial, presuntamente evidencial e incuestionable, y trata de mostrar la cantidad de mediaciones ineludibles a la hora de comprender cualquier fenómeno. Comprender, tarea propia de las ciencias sociales, frente a la capacidad de explicar de las ciencia naturales, implica siempre interpretar y toda interpretación es tentativa, provisional y parcial, dependiente de multitud de presupuestos, de “prejuicios” que hay que tratar de desvelar, pero de los que resulta necesario partir y a los que hay que reconocer, quizás con la ayuda del otro, de una mirada distinta a la mía, a través del diálogo. En este sentido, además de la obra de Gadamer, habría que citar al menos a P. Ricoeur, como otro de los grandes hermeneutas del siglo XX. La última de las corrientes del siglo XX que desfilará brevemente por nuestro escenario ha hecho ya una furtiva aparición, a través de la máscara de Nietzsche. Me refiero a la corriente postmoderna que se reclama heredera de Nietzsche y de Heidegger, que considera que la modernidad ha quedado superada y que ya no es posible vivir sino en las ruinas, los márgenes, los fragmentos, las huellas, quizás con una actitud estética, conscientes de la provisionalidad de todo saber y de todo hacer, alertas ante cualquier pretensión dogmática difícilmente compartible ya. Nombres como los de J. Derrida y el deconstruccionismo, G. Vattimo o J-F. Lyotard representan esta corriente, que todavía está dando sus frutos, que quizás ha calado más hondo de lo que se cree en las últimas generaciones y cuyas manifestaciones pueden apreciarse en muchos ámbitos de la cultura, desde el arte hasta la nueva espiritualidad. Llaman a nuestra puerta a última hora otros protagonistas de la filosofía del siglo XX que no deben quedarse fuera y es justo que entren en escena. Son los miembros de la Escuela de Francfort, cuyos fundadores pertenecen a la época del nazismo en Alemania y tuvieron que exiliarse en EEUU y allí proseguir su obra. Nos referimos a T. Adorno (1903-1969) y M. Horkheimer (1895-1973), los dos grandes teóricos de esta escuela que representa el freudo-marximo influyente durante varias décadas del siglo XX, pero también a H. Marcuse o E. Fromm, todos ellos muy influidos tanto por un marxismo crítico como por un freudismo igualmente crítico. Su “teoría social”, núcleo de su pensamiento, se denomina, justamente, “teoría crítica”. En esa línea, uno de los pensadores más influyentes en las últimas tres décadas de siglo XX ha sido, sin duda, J. Habermas, heredero de la Escuela de Francfort. Muchos autores importantes han quedado fuera, algunas escuelas y corrientes significativas (el estructuralismo, el personalismo cristiano, etc.), pero no es el lugar de ser exhaustivo, pues aquí sólo nos interesaba una visión muy general, para que vayan sonando algunos nombres y algunas corrientes de la historia de la filosofía. 1.5. Ramas de este frondoso árbol -la filosofía¿Pero de qué hablan estos señores? –te seguirás preguntando, y una vez más con razón- ¿Cuáles son las ramas de la filosofía? ¿Qué disciplinas comprende este gran árbol del saber? Pues bien, estas son algunas de las ramas, de las disciplinas filosóficas y las preguntas principales de que se ocupan. En primer lugar, un puesto especial ocupa la Lógica, que si bien suele considerarse una parte de la filosofía y de hecho se estudia en las Facultades de Filosofía, en realidad, disfruta del puesto de honor entre las ciencias exactas, junto a las matemáticas. Ambas son ciencias formales, lo cual significa que operan no con contenidos empíricos, de los que pueda decirse que son verdaderos o falsos, sino con símbolos abstractos y con argumentos de los que puede decirse que son lógicamente/formalmente correctos o incorrectos. Aristóteles escribió ya con gran precisión sobre lógica y en el siglo XX ha alcanzado un alto grado de formalización en la lógica simbólica. El objetivo principal de la lógica es descubrir y demostrar formalmente, con todo rigor, qué argumentos son formalmente válidos y cuáles no, qué silogismos son correctos y cuáles incorrectos. Por eso se le ha llamado la ciencia del pensar correcto, pues puede detectar qué razonamientos están bien construidos y cuáles no. A continuación y considerando la lógica como un estudio propedéutico, introductorio, preparatorio, una especie de reglas mínimas del método para poder continuar en la adquisición de conocimientos sin cometer errores formales, podríamos decir que hay dos ramas de la filosofía que casi dan la impresión de formar el tronco principal. Estas son la teoría del conocimiento y la teoría de la realidad o del ser. Ambas han recibido otras denominaciones, más técnicas (pues también la filosofía, al igual que la mayoría de las ciencias, ha ido acuñando su propio lenguaje filosófico técnico que será imprescindible conocer para poder avanzar en la lectura de textos filosóficos. Por ejemplo, en el caso de la teoría del conocimiento, hay que saber que se le ha denominado también gnoseología y epistemología. Hasta hace poco era más habitual la primera de ellas, pero con el auge de la ciencia y de la filosofía de la ciencia, se ha ido imponiendo la segunda, que procede del término griego episteme, que se suele traducir por ‘ciencia’ o por ‘conocimiento’ y es que en Grecia, la ciencia (episteme) no hacía referencia a lo que hoy entendemos por ciencia empírica o experimental, sino sobre todo al conocimiento cierto y demostrado, con validez universal y con carácter necesario –o al menos aquello que ellos consideraban que cumplía tales requisitos-. Así, tanto para Platón como para Aristóteles, la filosofía es la episteme por excelencia, la reina de las ciencias, por su carácter demostrativo (de los primeros principios, de las primeras causas). Platón vio bien que un conocimiento sólo podría ser verdadero conocimiento (ciencia, episteme) si no podía cambiar, si se estaba seguro de que era así, pues ¿qué conocimiento sería ese que puede cambiar de la noche a la mañana? Ahora bien, para que el conocimiento sea inmutable, el objeto de ese conocimiento ha de serlo también. Y eso es lo que pensaba Platón cuando se refería a las Ideas, Arquetipos o Modelos de las cosas sensibles, que para él eran las verdaderas realidades, y el conocimiento de las Ideas constituye la verdadera verdad, si se nos permite tan redundante expresión. Sin duda, todo ello se encuentra lejos de la mentalidad dominante hoy, en la que el platonismo, interpretado en sentido estricto como “ontología idealista”, defensora de que hay un mundo suprasensible y un alma espiritual independiente del cuerpo físico, no está en sus mejores momentos, pese a la enorme influencia histórica que ha tenido. Pues bien, una distinción útil, propuesta por algunos, aunque no por todos compartida, consiste en reservar el término epistemología para la teoría del conocimiento científico, esto es para esa rama particular de la filosofía, especializada en el conocimiento y el método científico, y que recibe el nombre de filosofía de la ciencia, mientras que el término gnoseología (procedente del verbo griego primero y latino después que significa ‘conocer’) quedaría para la teoría del conocimiento filosófico en general. Así, si la epistemología o filosofía de la ciencia se pregunta por la naturaleza del conocimiento científico en las diversas ciencias, por la estructura y validez de los métodos científicos, por la cuestión de la objetividad científica, y en general tiene como su campo de estudio la historia de la ciencia y como método la reflexión crítica sobre la misma, la gnoseología o teoría del conocimiento trata de la naturaleza y estructura del conocimiento en general (para lo cual hoy puede servirse de algunas investigaciones científicas, como la epistemología genética, los estudios de las ciencias cognitivas sobre la percepción, la memoria, la inteligencia, etc.), sobre los distintos tipos de conocimiento que existen (sensible, racional, intuitivo, etc.), las distintas facultades de conocimiento que posee el ser, la cuestión del método en filosofía, el concepto de verdad, de error, de ilusión, de teoría, etc. En suma, se ocupa de todos los problemas que plantea el conocimiento. La otra gran rama troncal, que hemos llamado teoría de la realidad o teoría del ser, tiene como términos filosófico-técnicos los de ontología y metafísica. Algunos prefieren hacer una distinción entre ambos términos, pero provisionalmente los presentaremos como sinónimos y diremos que se ocupan de los problemas que plantea la idea de realidad o de ser. ¿Qué cosas puede decirse que sean reales? ¿Qué estatuto ontológico tiene lo irreal? ¿Los sueños son reales o irreales y qué significa eso? ¿Qué tipos de realidades existen? Según unos sólo lo físico-material será real, según otras filosofías, como hemos visto, hay realidades suprasensibles, inmateriales, espirituales. Del mismo modo que he identificado -para simplificar- ‘metafísica’ y ‘ontología’, podemos identificar en este momento el concepto ‘realidad’ y el concepto ‘ser’. El término metafísica significa “más allá de la física” y si bien su origen parece ser un poco arbitrario e insignificante, pues lo habría creado Andrónico de Rodas organizando en la biblioteca los libros de Aristóteles y al llegar a aquellos que no tenían título y no sabía muy bien de qué trataban, aunque en ellos Aristóteles hablaba de filosofía primera, o también de teología, decidió ponerlos detrás de los libros de física y crear la denominación de ‘metafísica’ (ta metá ta physika). Independientemente de eso, lo cierto es que el término hizo fortuna y pronto se convirtió casi en un sinónimo de ‘filosofía’, y cuando no es así se refiere a esa parte de la filosofía o a ese enfoque filosófico que defiende la existencia de una realidad más allá de la física, como hacía el idealismo, de Platón a Hegel, o el espiritualismo, cristiano o no. Por su parte, el término ontología procede también del griego, en esta ocasión del participio del verbo ser (einai), que se dice justamente on, y del término logos, crucial en toda la historia de la filosofía (de hecho se habla del origen de la filosofía como el paso del mito al logos, esto es desde una actitud mítica ante los fenómenos a una actitud racional) y que como quizás sepas ya se suele traducir como razón, aunque significa, tanto como razón, lenguaje, palabra hablada. Y es que los griegos eran conscientes de la estrecha conexión entre la razón y el lenguaje, entre el pensar y el hablar, algo que se expresa elocuentemente en aquella pregunta en la que alguien, al ser preguntado por lo que piensa, responde “¡y como quieres que sepa lo que pienso, si todavía no lo he dicho!” La relación entre pensamiento y lenguaje ha sido central en la historia de la filosofía y como recordarás, la filosofía del lenguaje hizo de ello su tema básico. Realidad-pensamiento-lenguaje vuelven a aparecer como la tríada inevitable en la reflexión filosófica, y más en general en todo conocimiento y hasta en la vida misma. El lenguaje (un tipo de lenguaje, al menos, el que más nos interesa ahora aquí, pues hay otros tipos, otras funciones del lenguaje) expresa lo pensado (o nos ayuda a pensarlo) acerca de la realidad (de nuevo, al menos en el conocimiento que se pretende objetivo y ahora nos ocupa). Tenemos pues, de momento, la lógica como la ciencia y el arte del razonamiento correcto, la ontología o metafísica como filosofía de lo real, la gnoseología como teoría del conocimiento y la filosofía de la ciencia o epistemología, que se nos ha colado un poco antes de tiempo, pues debería haber esperado a que le tocase su turno entre las ramas más concretas y especializadas que se centran en la reflexión filosófica sobre campos particulares de la realidad o del saber. Hay una realidad muy especial entre todas las realidades, al menos para nosotros, pues somos nosotros mismos, aquél ente, aquella realidad capaz de pensar no sólo sobre otros entes, otras realidades, sino también y sobre todo sobre sí misma, sobre sí mismo: el ser humano. La parte de la filosofía que se ocupa del estudio del ser humano se denomina antropología, palabra cuya análisis etimológico deberías estar ya en condiciones de realizar. Hay que tener en cuenta que actualmente hay que distinguir la antropología filosófica de otros tipos de ciencias sociales (ciencias humanas o ciencias del hombre, se han llamado también) centradas en el estudio del hombre (ser humano, anthropos en sentido original, abarcando tanto al varón como a la mujer), sobre todo en relación con otras culturas o con el entorno social, dando lugar a la antropología cultural y la antropología social, ramas que comenzaron su auge en el siglo XIX, aunque ya antes se habían practicado estudios etnográficos y etnológicos, y que en el siglo XX adquirieron un enorme relieve, con nombres tan significativos como Levy-Bruhl, Levi-Strauss, B. Malinowski, F. Boas, M Harris y tantos otros, disciplinas hoy estudiadas en Facultades independientes de la de Filosofía. Pues bien, la antropología filosófica se ha ocupado (y lo sigue haciendo) de la naturaleza del ser humano, del puesto que ocupa en el cosmos (por decirlo con el título de un importante libro del fenomenólogo Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos). En todo ello su relación con el reino animal y la cuestión de las diferencias entre el ser humano y el resto de los animales ha sido cada vez más importante, sobre todo desde que Darwin formulase en el siglo XIX su teoría de la evolución de las especies. Recuerda que dijimos que cabía, a grandes rasgos, una antropología espiritualista (Pitágoras, Platón, Plotino, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Leibniz, Fichte, Schelling, Hegel, Husserl, etc.) y una antropología materialista (Leucipo, Demócrito, La Mettrie, D’Holbach, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud, etc.). ¿Qué es el ser humano? O dicho de manera más personalizada y que cada uno se debe hacer a sí mismo, como pregunta central en su existencia ¿qué soy yo? ¿quién soy yo?¿Hay un núcleo metafísico permanente, que constituye mi identidad personal, mi yo, y que hace que sea “el mismo” –aunque no sea “lo mismo”- a lo largo de toda mi existencia, o incluso de varias existencias? ¿O, por el contrario, toda realidad es cambiante, todo fluye, como decía ya Heráclito, no hay nada permanente y lo que llamo “yo” no pasa de ser un “localizador verbal” para entendernos socialmente y referirnos al que habla, aunque en realidad no haya nada en mí que permanezca idéntico a través de los cambios? Kant decía que había tres preguntas cruciales y tres partes de la filosofía que se ocupan de ellas: 1. ¿qué puedo conocer? 2. ¿qué debo hacer? 3. qué me cabe esperar. Y afirmaba que había una que sintetizaba a todas ellas y era la siguiente: ¿qué es el hombre? La antropología sintetizaba los problemas gnoseológicos (1), las cuestiones éticas (2), y la preocupación, la esperanza, religiosa (3). De la primera ya hemos hablado, de la mano de Kant podemos ver ahora las otras dos. La ética, efectivamente, tiene como cuestión punzante la pregunta ¿qué debo hacer?, es decir ¿qué está bien y qué está mal? ¿qué es lo correcto y qué lo incorrecto? En realidad, la ética es la reflexión filosófica acerca de la moral, o si se quiere, para decirlo con Aranguren -el padre de la ética filosófica en España hace medio siglo más o menos-, la ética es la moral pensada, a diferencia de la moral (vivida). Por ello, si la moral anda ocupada con saber qué es bueno y qué es malo, la ética va más atrás, se remonta reflexivamente hacia la raíz del problema y pregunta qué significa que algo sea bueno y que algo sea malo, e incluso se plantea la pregunta más terrible de todas, al menos más desconcertante, ¿por qué debo hacer el bien? Ya dijimos que Aristóteles escribió un espléndido libro de ética, titulado Ética a Nicómaco, y que Kant revolucionó la ética –igual que había revolucionado ya la teoría del conocimiento, hasta el punto de hablarse de una “revolución copernicana” en gnoseología, no sólo por la importancia de ambas revoluciones, sino porque igual que Copérnico mostró que no es el sol el que gira alrededor de la tierra, sino ésta alrededor de aquél, Kant habría hecho que viésemos que no es el objeto es que determina al sujeto, sino éste (el sujeto cognoscente con sus estructuras mentales, sus formas a priori de conocimiento) el que impone necesariamente sus categorías (del entendimiento) y sus intuiciones puras (espacio y tiempo) de la sensibilidad, a todo objeto que conozca. De ahí que asuma que no podemos conocer las cosas tal como son en sí mismas, sino siempre sólo tal como son para nosotros. Pues bien, en ética dijimos que no es ya la felicidad el concepto central, sino el deber, Son muchos los problemas que plantea la ética y es una rama de la filosofía que goza de gran auge actualmente. Una vez más hay que recordar que la moral ha estado casi siempre estrechamente relacionada con una religión u otra y ha dependido de ella, no siendo autónoma, independiente, decidiendo qué debo hacer mediante la propia razón o conciencia moral, sino aceptando las normas morales que la religión correspondiente proponía. Otra de las hazañas de Kant fue el liberar la ética de la religión y lograr su autonomía, y en correspondencia con ello defender la autonomía personal, frente a la heteronomía consistente en considerar que algo está bien o mal y hacer o dejar de hacer de algo, no porque yo haya comprendido que debe ser así, sino porque la religión, la educación paterna, la moda social, las costumbres tradicionales, o cualquier otro agente distinto de mi propia razón lo haya prescrito o prohibido. En fin, una fundamentación racional de la ética ha sido y sigue siendo una de las tareas importantes del quehacer filosófico. Hoy son tiempos de relativismo moral y suele pensarse que no hay una moral que sirva para todos. Los que piensan que sí la hay, al menos una “moral mínima”, un núcleo central, quizás un principio básico, unos valores comunes, reciben el nombre de universalistas morales, y Kant fue un gran defensor del universalismo moral. El debate entre subjetivismo moral y objetivismo moral está tan vivo y es de tan amplias consecuencias hoy como lo era en tiempos de los sofistas y Sócrates; los primeros definieron un radical relativismo y subjetivismo moral, mientras que Sócrates y sobre todo posteriormente Platón defendieron un decidido universalismo y objetivismo moral. Efectivamente, para Platón, el Bien era una realidad objetiva y con valor universal, hasta el punto de colocarla en la cúspide de su jerarquía de Ideasrealidades inmutables y decir de ella, en su célebre diálogo la República, que el Bien es la fuente de toda inteligibilidad y todo sentido para el resto de las Ideas y de nuestros conocimientos. A través de una bella analogía (que espero que algún día leas) entre el Sol y el Bien, Platón decía que del mismo modo que el sol es la fuente de toda visibilidad y de toda vida en el mundo sensible, así el Bien-como-Idea arquetipo-real es la fuente de toda inteligibilidad y todo sentido en el mundo inteligible (kosmos noetós), otro modo de denominar al mundo suprasensible en el que se hallan tanto las IdeasRealidades inmutables como nuestras almas espirituales antes y después de hallarse unidas, provisionalmente, a un cuerpo físico. Podríamos seguir indefinidamente con cuestiones morales, pero no es cuestión de eso ahora, tendremos que abordarlo más adelante –como tú tendrás que planteártelo, quizás cada día- pues estoy convencido de que es una de las ramas de la filosofía más necesarias y más importantes. Así que sigamos, viendo, de manera más breve ya, algunas de las múltiples ramas de la filosofía que se han cultivado y se siguen cultivando. Ya que hemos entrado en lo que suele llamarse filosofía práctica al abordar la ética, sigamos por ese camino, con dos disciplinas muy relacionadas con la ética (a la que también se le ha llamado durante mucho tiempo filosofía moral): la filosofía social y la filosofía política. Vamos a unificarlas para hablar de los problemas socio-políticos en general. Debes saber que en este campo hay que distinguir entre: a) la política (una actividad, una práctica) y quien la ejerce en la ‘realidad’, que es el político; b) la politología, o ciencia política que se estudia en la Facultad de Ciencias Políticas y forma parte de las ciencias sociales; y c) la filosofia política, que es una rama de la filosofia y la practica el filósofo. Como puedes imaginar, la filosofía social y la filosofía política se ocupan de los distintos modelos de sociedad que hay y ha habido, de los tipos de regímenes políticos, y como cabe esperar, el estudio de la democracia (y de los regímenes autoritarios, dictatoriales) se ha convertido en uno de los platos atractivos más solicitados. Tales disciplinas se ocupan de nociones como ‘sociedad civil’ y ‘Estado’ y analizan las formas de organizar la convivencia social y de gestionar el ‘poder’, palabra mágica en este campo y que ha atraído la atención siempre, por constituir uno de los impulsos más fuertes del ser humano, quizás sólo comparable al de supervivencia y al sexual. Para algunos, la noción de ‘poder’ se ha convertido en la clave del análisis de la historia de la humanidad, en su dimensión política, por supuesto, pero también más allá de ella. Volviendo a nuestro amigo Nietzsche, hay que saber, en este sentido, que llegó a pensar que el impulso principal, no sólo en el ser humano, sino en la realidad en su conjunto, algo así como la fuerza que movía los mundos, era no el amor como el cristianismo ha defendido siempre, ni siquiera la ‘voluntad de verdad’ o el afán de saber, sino la voluntad de poder. No obstante, no hay que esperar a Nietzsche para percatarse, por poca historia (o poca psicología) que se sepa, que las relaciones de poder han regido la historia (universal y psicológica). Las tiranías, las dictaduras, la lucha de clases, la lucha de sexos (mejor decir de ‘géneros’), los conflictos entre las parejas y entre padres e hijos, entre amigos incluso, hablan demasiado a menudo de luchas de poder y de mecanismos de poder. Un filósofo francés de la segunda mitad del siglo XX, pensador original e influyente, que hasta ahora no había aparecido en estas páginas, Michel Foucault (1926-1984), se ha ocupado de ello abundantemente, como puede verse en Las palabras y las cosas y sobre todo en la Historia de la locura y en la Historia de la sexualidad, así como en su Microfísica del poder. Muchos han pensado que la política y la religión son los dos asuntos que han movido siempre el mundo. Pasemos pues a otra rama de la filosofía que tiene como campo de estudio el fenómeno religioso. Se trata de la filosofía de la religión y hay que distinguirla cuidadosamente de la religión e incluso de esa disciplina surgida en el siglo XIX y que sigue gozando de buen nombre, denominada ciencias de las religiones. Como vemos, una distinción análoga a la anteriormente esbozada. En este caso habría que añadir una rama que se ha querido independiente, incluso de la historia de las religiones, pero sin duda muy próxima a ésta, denominada fenomenología de la religión. En ésta última vemos tanto el auge de la fenomenología durante la primera mitad del siglo XX, como la apertura al estudio comparado de las religiones, lo cual dio lugar a la denominación Religiones comparadas. Aquí lo que nos interesa es la posibilidad de un estudio libre de prejuicios (al menos de los más groseros y visibles) de la religión, o mejor dicho del fenómeno religioso o de las religiones, preguntarnos por la esencia de la religión, por los tipos de religión, por las características de cada una de ellas (todo ello ayudados de la historia y las ciencias de las religiones), pero también y como campo más propio de la filosofía de la religión, plantearse el problema de la verdad en las religiones, de su autenticidad, de la naturaleza de lo Sagrado, de la experiencia religiosa y sus interpretaciones, etc. Una última rama, quizás de las menos cultivadas, es la Estética filosófica, entendida como el estudio de las cuestiones relacionadas con lo bello y lo feo, lo sublime y lo grotesco, la belleza natural y la belleza artística, la naturaleza del goce estético, la clasificación de los distintos tipos de arte, el sentido y la función del arte, etc. Como ves, no faltan campos de estudio en los que la filosofía se ha internado y ha sentido que tiene algo que decir. En realidad, la filosofía siempre ha sido muy ambiciosa y ha tratado de abarcar la totalidad, sin dejar nada fuera de sí, intentando comprender todo y explicar todo, quizás tratando de aproximarse a esa Sabiduría que constituye su horizonte ideal, siempre inalcanzable, siempre retrocediendo a medida que nosotros avanzamos, como una amor platónico inaccesible, pero que guía nuestros pasos y nos otorga la fuerza del Eros que se siente irresistiblemente atraído por el resplandor de una Belleza, de una Realidad que escapa a nuestros sentidos y a nuestra razón, que nos llama sin que sepamos muy bien desde dónde ni cómo, pero que nos fascina, nos subyuga, nos seduce y termina constituyendo el Sentido de nuestra existencia. Si no el Encuentro, al menos la Búsqueda (del Sentido, del Ser, del Saber, de la Belleza, de la Bondad, de la Luz, de la Plenitud). Buen viaje, amigo/a. Capítulo 2. Ser humano Estoy otra vez contigo. Intentando que pensemos juntos. Aunque yo escribiendo y tú leyendo, en lugares distintos, en tiempos distintos, no haga fácil el diálogo entre ambos, sí que es posible que tú lleves a cabo ese “diálogo del alma consigo misma” que Platón decía que era el “pensar”. Y de algún modo yo estaré presente, estimulando tu pensamiento, incitándote a reflexionar con las ideas que deposite en tu mente, siempre que tú colabores con la mirada, leyendo estas palabras, o escuchándolas, si alguien es tan amable de leértelas. ¿Qué te parece si hoy pensamos acerca del ser humano? 2.1. Meditación y reflexión Es cierto que algunas insinuaciones hicimos ya en apartados anteriores, pero ahora se trata de mirar más despacio. Ahora bien, nuestra mente no está acostumbrada a pensar con serenidad (hay un bello libro de Heidegger con ese título, que en alemán tiene una sonoridad muy suave y agradable, Gelassenheit, y que remite a uno de los más grandes místicos occidentales, también alemán, Eckhart) y de manera metódica, así que te propongo que empecemos haciendo una “meditación”, aunque primero tendré que decirte lo que entiendo por tal cosa. Y para ello será conveniente que haga entrar en juego a las tradiciones orientales, especialmente la India, ya que digamos que se han especializado en eso que ahora llamo meditación. Además, es el momento de advertir que a la altura del siglo XXI, cuando los medios de comunicación y de transporte nos han permitido (y hasta en cierto sentido obligado) al encuentro de culturas, a la fusión de horizontes distintos, a la interfecundación de ideas procedentes de los más diversos tiempos y lugares, permanecer encerrados en la filosofía occidental no deja de ser una limitación imperdonable, una falta de ilustración de la que debemos sentirnos responsables (recuerdo aquí a Kant, quien definía la ilustración como el salir de la minoría de edad intelectual, minoría de edad derivada de una ignorancia de la que, ahora ya, seríamos culpables, pues tenemos los medios para salir de ella). Efectivamente, los signos de los tiempos hablan de unidad planetaria, de síntesis entre las diversas culturas, filosofías y tradiciones religiosas, de ahí que constituya un imperativo moral y cultural ir familiarizándose con otras culturas. Pues bien, probablemente, cuando hablo de meditar, creerás que me refiero a pensar acerca de un tema, barajando conceptos y articulando argumentos, pero no, a eso le llamaré reflexión. Es cierto que es muy frecuente utilizar el término meditar en ese sentido que tú creías, pero conviene a partir de ahora distinguirlos, pues por meditación voy a entender el ejercicio que trata de tomar conciencia de todos los procesos psicológicos, de todos los contenidos que circulan por mi conciencia y de no preocuparme por ellos, no intentar reflexionar, sino antes al contrario permanecer atento para ver qué sucede, qué hay en mí, qué soy yo, cuando los pensamientos cesan y sin embargo permanezco muy alerta. Verás que este ejercicio nos puede llevar muy lejos, pues podemos ir profundizando cada vez más en nuestra realidad, en nuestra conciencia. De momento, por si esto te parece demasiado complicado, para empezar, te diré que la meditación es un tipo de concentración de la mente, de la atención. Y te propondré ya un ejercicio simple, pero efectivo. Se trata de sentarse cómodamente en la silla y relajar todos los músculos del cuerpo. Así es, más todavía, hasta encontrarte relajado, sin tensiones, bueno, nada más que las necesarias para mantener la postura. Una vez has recorrido mentalmente los principales músculos y zonas del cuerpo, detectando si hay tensiones y aflojando toda tensión, se trata de dirigir la atención (sin tensión) a la respiración. Aquí no hay nada más que hacer. Tan sólo tener paciencia, no provocar ninguna respiración especial ni preocuparte de ella. Simplemente observar. Mirar (no con los ojos del cuerpo, sino con la atención de la conciencia) el movimiento del abdomen o del vientre a medida que inhalas y expulsas el aire. Así, sin prisas, sin querer conseguir nada, sin esperar que suceda nada. Estando atento para ver si la mente se te va a otra parte y pierdes la concentración. El estado contrario a la concentración es la distracción, la dispersión, el modo en que suele estar la mente casi siempre. Y como no está educada para estar concentrada (a menos que unos estímulos que te atraigan mucho produzcan una fascinación tal sobre ti que te hagan entrar en ese estado de concentración) tiende a distraerse. ¿Cómo, si no estás viendo ninguna película ni oyendo ninguna música, ni hablando con nadie? Pues hablando a solas contigo mismo, ¡pensando! o al menos fantaseando (pues quizás debamos conservar el término pensar para una actividad más deliberada, más querida por ti, más voluntaria, que la que suele suceder cuando intentas concentrarte y la mente se te va a otra parte), activando la memoria y recordando lo que has hecho hace poco o hiciste ayer, o bien activando la fantasía y anticipando posibles sucesos y acciones en un futuro más o menos inmediato. Sea como sea, mantente atento, observando la respiración, dándote cuenta de las distracciones que puedan producirse y en ese caso volviendo a llevar la atención, con toda paciencia, al objeto de tu concentración, que en este caso es la respiración. Este ejercicio, que podemos llamar “respiración consciente” es muy sencillo y sin embargo muy eficaz. Se utiliza tanto en el yoga hindú como en ciertas meditaciones budistas. El objetivo es calmar la mente, conseguir ese “equilibrio mental” (samattva) que constituye la definición del yoga en uno de los textos más importantes de la tradición hindú, la Bhagavad Gîtâ, que es un fragmento de una epopeya tan célebre como extensa, el Mahâbhârata. Ya que me he lanzado a escribir algunas palabras en sánscrito, la lengua sagrada de la India, en la que se escribieron buena parte de sus escrituras fundamentales, me atreveré a darte una definición más de yoga, la más clásica de todas, propuesta por Patañjali, a comienzos de nuestra era aproximadamente –no muy lejos de la fecha en que probablemente se compuso también la obra antes citada- y que dice así: yogash citta vritti nirodha. No te asustes, que voy a explicar el significado de cada una de esas palabras y además comprenderás porqué las he puesto en sánscrito (bueno sánscrito transliterado, pues el original se escribe con unos garabatos que forman parte del idioma devanagari y de los que no entenderías nada –te sonarían a chino, aunque son indios-). Las he puesto en sánscrito porque no hay una sola traducción que transmita toda su riqueza y así podré dar varios significados posibles de este aforismo clásico, el segundo de una obra que se titula, justamente, Aforismos del yoga (Yoga-sûtras). Atiende (pues ya habrás comprendido que la atención es tu herramienta principal, no sólo durante la meditación, sino también en la lectura y cuando estás escuchando a alguien; así que cada vez irás valorando más una meditación que nos ejercita en el arte de la concentración serena y silenciosa). Yogash, significa, obviamente, “el yoga”; citta suele traducirse por “mente”, aunque podríamos traducirlo también por “conciencia” o por “psique”. Vritti quiere decir algo así como “movimientos”, “ondas”, “ondulaciones”; y nirodha se puede traducir como “detener”, “cesar”. Si unes los significados de las cuatro palabras, verás que queda algo así como: “el yoga es el cese de los movimientos mentales”. Como ves, no se trata de “pensar”, de “reflexionar”, sino de lo contrario, de dejar de pensar, de lograr una mente en calma. Otra manera de definirlo, aunque en definitiva dice lo mismo, pero es una manera de recrear su significado y que repares en él y te empapes de él, sería decir que “el yoga es la detención de los procesos psíquicos”. Verás que he introducido una nueva palabra, “procesos”, para traducir vritti y que resulte una definición más cercana a la terminología psicológica occidental. Bueno, pues te has introducido ya en la esencia del yoga, y con ello en el corazón de la tradición hindú y de la tradición budista, aunque al comienzo se trataba sólo de aprender una técnica sencilla, un ejercicio, que te permitiese concentrar tu atención allí donde tú quisieras. Tan sencilla que no habría hecho falta hacer referencias al hinduismo y el budismo, a no ser porque, de este modo, voy preparando el terreno para ver qué nos dicen esas tradiciones del ser humano y no limitarnos a la tradición filosófica occidental. Además, porque las implicaciones teóricas de un ejercicio así son de largo alcance, pues verás que terminan conduciéndonos a una imagen del ser humano bastante distinta de la dominante hoy en Occidente. Así, por ejemplo, el aforismo de los Yoga-sûtras, que viene a continuación del anterior dice nada menos lo siguiente: “Entonces el vidente adquiere la conciencia de su propia naturaleza” (Ch. Johnston). Tadâ drastuh svarûpe avasthânam. Fijáte en el problema de toda traducción, en la dificultad de traducir con fidelidad de un idioma a otro, pues cada término, en cada lengua, posee unas resonancias que resultan imposibles o muy difíciles de transmitir en otro idioma, con un solo término. Otra traducción del mismo aforismo dice: “Entonces, el que ve mora en su propio y auténtico esplendor” (B.K.S. Iyengar). El que ve, el vidente se refiere al observador, a la conciencia, a esa capacidad de darte cuenta que te permitía contemplar tu respiración y contemplar tus pensamientos sin identificarte con ellos, como si fueras un testigo que se halla a distancia y ve cómo trascurren, cómo circulan por el “campo” de su “conciencia”. Cuál sea exactamente la naturaleza de esa visión, de ese vidente, nos llevará a postular una antropología filosófica u otra, una concepción del ser humano u otra. Así, por ejemplo, otro autor traduce del modo siguiente: “Entonces, el alma individual reposa en su estado natural” (Rasik Vihari Joshi). En este caso, el autor traduce el término drastuh como “el alma individual”. No creas que es un gran salto interpretativo, también otro de los autores citados, Iyengar, uno de los yoguis vivientes más famosos, al explicar cada palabra, junto a la expresión “el que ve”, por él preferida, añade “el alma”. En todo caso, ¿qué significa ese término, no perteneciente ya a la lengua sánscrita, y tan cargado de connotaciones religiosas en Occidente? Y, sobre todo, ¿está justificado por el contexto, por el conjunto de la obra, por el pensamiento del autor, por la escuela a la que pertenece, hablar en esos términos? Debo decir que sí, que está justificado, dado el contexto de los yoga-sûtras y el pensamiento de Patañjali, perteneciente a la escuela Yoga, muy unida a la escuela Samkhya, ambas escuelas defensoras de una antropología espiritualista y dualista, bastante parecida, curiosamente, a la que esbozamos en Platón y que tendremos que retomar ahora. 2.2. El modelo antropológico dualista: alma y cuerpo en Platón Casi sin pretenderlo, hemos topado con un modelo antropológico dualista. El dualismo suele ir acompañado de una visión del mundo y del hombre, espiritualista, ya que generalmente, en la distinción entre cuerpo y alma, es ésta última la que se considera más importante y que constituye la esencia del ser humano. Es el caso del yoga de Patañjali y del Samkhya de Kapila, como lo es también en el idealismo de Platón y en la filosofía de Descartes. En el samkhya y el yoga, el término técnico que corresponde al yo esencial o alma espiritual es purusha, término que hace referencia a un ser auto-consciente, y suele oponerse a prakriti, la naturaleza o conjunto de energías que constituyen la personalidad humana, a través de la cual se expresa aquél. El objetivo del yoga es la liberación de ese enredo con las diversas energías, burdas y sutiles, mentales, emocionales y físicas, que hacen que nos identifiquemos erróneamente con los movimientos de nuestra naturaleza. Fíjate que tenemos así dos principios fundamentales, el espíritu (el yo) y la naturaleza (lo no-yo), el alma y el cuerpo. No muy distinta es la imagen del ser humano que nos ofrece Platón, el primer filósofo del que tenemos textos abundantes y quien ya sabes que ha influido extraordinariamente en el desarrollo de la historia de la filosofía occidental y de la cultura en su conjunto. En Platón, el dualismo comienza a nivel ontológico, metafísico, distinguiendo entre un mundo sensible, perceptible a través de los sentidos, el mundo de la naturaleza, que se desarrolla en el espacio y el tiempo, y otro mundo (este término puede confundir, quizás sería mejor entenderlo como otra dimensión o plano de la realidad), el mundo suprasensible o inteligible, en el que se hallan las Ideas, otro término que ha de interpretarse debidamente, pues no son las ideas o conceptos que tenemos en la mente, sino los verdaderos Arquetipos o Modelos, las verdaderas Esencias o Realidades, respecto de las cuales las cosas del mundo sensible no son sino sombras, copias, reflejos, imágenes, que no son verdaderamente reales, sino una especie de realidad virtual, que sólo porque participan de aquellas Ideas-Realidades parecen reales. Tales Ideas-Realidades no están limitadas por el espacio y el tiempo, son inespaciales y atemporales (o lo que es lo mismo, eternas; no olvides que esto no quiere decir que duren todo el tiempo –a esto podemos llamarle “sempiterno”, sino que pertenecen a una dimensión no afectada por el tiempo). Cuando aplicamos el dualismo metafísico al ser humano no podía dejar de convertirse en un dualismo antropológico, según el cual nosotros “somos” un alma inteligente (nous), que “tiene” un cuerpo sensible (soma) y unas pasiones que le acompañan. El alma pertenece al mundo de las Ideas, y por tanto es increada e inmortal, existe antes de “incorporarse” a un cuerpo humano y sigue existiendo una vez éste ha muerto. No sólo eso, sino que el alma desencarnada, habitando en el mundo de las Ideas-Realidades, desnuda, sin el vestido de la carne, contempla directamente las IdeasArquetipos, algo que constituye el sueño de todo filósofo (platónico): la contemplación de las Ideas, esto es, de las Verdades, de las Verdaderas Realidades. Por eso Platón pudo definir, en su obra Fedón o de la inmortalidad del alma, la filosofía como un “ejercitarse en morir”. Esto extraña cuando uno lo lee o lo escucha por primera vez y es que, como ya sabes, comprender supone interpretar un texto teniendo en cuenta su contexto. En este caso lo que hay que comprender es que filosofar puede consistir en ejercitarse en morir, porque en el estado en que existe el alma, cuando desde el punto de vista terrestre, desde nuestra ignorancia en la encarnación, decimos que ha muerto, en ese estado el alma sabe cuál es la verdadera realidad, el alma está en posesión de la sabiduría, por su propia naturaleza, cuando se halla des-encarnada, en el mundo de las Ideas-Realidades eternas. Así pues, la condición humana, que consiste en un alma encarnada en un cuerpo, es un estado de ignorancia… a menos que el esfuerzo filosófico recobre el conocimiento olvidado, “recuerde” lo que ya sabe. Conocer es, por tanto, recordar. Esto es lo que se conoce como la teoría de la anámnesis, término que te sonará, ya que has oído hablar de la amnesia, cuando uno se olvida de algunas cosas (a veces de manera grave, debido a un shock, a un accidente, por ejemplo). De ahí que saber sea recordar lo que hemos olvidado, a partir de ese grave “accidente” que es el nacer. Nacer y vivir la encarnación es, pues, un “accidente” en un doble sentido. No sólo porque sucedió de manera imprevista, sino porque bien podía no haber sucedido y la existencia encarnada (el que el alma tenga que limitar sus movimientos y sus conocimientos al hallarse unida a un cuerpo físico) es una condición “accidental”, frente al carácter “esencial” del estado natural del alma, que es el de su naturaleza espiritual, desencarnada. Platón no se saca estas ideas de la manga, por supuesto. Cuando comienza su camino filosófico encuentra ya ideas parecidas. Por una parte, toda una tradición órficopitagórica (Orfeo y Pitágoras habían salido ya en nuestro primer capítulo), y por otra parte las Escuelas de Misterios, en las que regía un sistema iniciático a través del cual aquellos que eran considerados suficientemente preparados y moralmente “purificados” (la noción de pureza es muy importante en estas tradiciones, pero tendremos que dejar para otro momento el tratarlo más detenidamente, quizás en el capítulo sobre la moral, pues se trataba sobre todo de pureza moral) tenían acceso a unas ceremonias, unos rituales, en los que eran Iniciados en los Misterios de la Vida y de la Muerte. Hay que decir que los Iniciados hacían un juramento de sigilo, por el cual se comprometían a no decir nada, no revelar nada de cuanto viesen y oyesen en tales ceremonias rituales. Una hipótesis es que en esos momentos, el Iniciado era acompañado por el hierofante o iniciador a una experiencia directa de la inmortalidad del alma, quizás algo parecido a lo que hoy se denomina “proyección extra-corporal” o más vulgarmente, “viaje astral”, experiencia que cuentan también todos aquellos que han tenido una “experiencia cercana a la muerte”, tal como R. Moody y K. Ring entre otros, han estudiado detenidamente en las últimas décadas. Lo cierto es que todos ellos salen de tales experiencias (iniciación en los misterios, viajes astrales o experiencias cercanas a la muerte) con la convicción firme, es más, con la certeza de que existe el alma y no muere con la muerte del cuerpo físico. Exactamente lo que afirma Platón, por ejemplo en Fedón, diálogo en el que, justamente, hace referencia a los misterios en los que ha sido iniciado, insinuando que sólo aquél que lo ha sido comprenderá lo que de otro modo no resulta fácilmente explicable. Digamos también que Platón no sólo defendió la eternidad del alma, por tanto que es increada e inmortal, que no ha tenido un comienzo en el tiempo y no tendrá un final, ni siquiera aunque el tiempo termine, sino también que no sólo encarnaba una vez, sino muchas. Es decir, la idea de la reencarnación, que hoy asociamos precisamente con la India. Efectivamente, al menos desde las Upanishads, un conjunto de textos de extraordinaria importancia en la tradición hindú, los primeros de los cuales pertenecen a los siglos VIII y VII antes de Cristo (al menos la Brihadaranyaka Upanishad y la Chandogya Upanishad), por tanto anteriores a Platón y al cristianismo, toda la tradición hindú (o casi toda, pues no hay que ignorar la existencia de escuelas materialistas, escépticas y ateas, como los carvakas, por ejemplo) ha aceptado la existencia de la reencarnación. También Pitágoras la defendió. Y Platón, al final de República, cuenta un mito, el mito de Er, el armenio, en el que gracias precisamente a un regalo de los dioses que bien podría equipararse con una experiencia cercana a la muerte o con una experiencia iniciática en las Escuelas de Misterios, esta persona puede ver cómo los fallecidos en el campo de batalla tienen la posibilidad de elegir, al menos en parte, su próxima vida encarnada. Y es que Platón, cuando trataba de expresar las cosas más importantes, prefería recurrir a los mitos, como modo de expresión metafórica, a través de símbolos, que poseen una capacidad de sugerir y de transportarnos más allá de nuestras experiencias sensibles habituales, quizás despertando esa memoria dormida del alma, esa intuición anímica a través de la cual sabríamos las cosas de un modo que la razón no comprende. Efectivamente la intuición, en sentido técnico, es el modo de conocimiento por excelencia, en Platón. Aunque esto corresponde a la dimensión más gnoseológica o epistemológica de su pensamiento (¿recuerdas estos sinónimos de ‘teoría del conocimiento’), me permitiré contártelo brevemente. Platón distingue (de manera acorde con su dualismo ontológico y antropológico) dos tipos fundamentales de conocimiento: el conocimiento sensible (del mundo sensible) y el conocimiento intelectual (del mundo inteligible). Esto último, a su vez, tiene dos modalidades, a una la llamaré el conocimiento de la inteligencia racional, o simplemente razón discursiva; a la otra modalidad la denominaré conocimiento de la inteligencia intuitiva, o simplemente, intuición intelectual. Para ésta última, Platón empleaba el término nóesis, refiriéndose al acto del nous, esto es de la inteligencia. Para el acto de la razón discursiva, hablaba de diánoia. La razón discursiva conoce a través de una serie de pasos, una serie de argumentos, es decir, de manera mediada, mediata e indirecta. La inteligencia intuitiva conoce de manera directa, inmediata, sin mediaciones de ningún tipo. Es un acto de contemplación intelectual. Es una visión directa de las IdeasRealidades. Es una intuición anímica, pues es el alma la que conoce, la que ve, el vidente (¿recuerdas el segundo aforismo de los Yoga-sûtras?), por eso Platón llama a la inteligencia, al nous, “el ojo del alma”. Fíjate cómo Platón, y toda la tradición griega con él, privilegia el ojo, la vista, la visión, como metáfora favorita para referirse al conocimiento por excelencia. En el mundo hebreo, por ejemplo, y en buena medida también en el mundo hindú, el oído y la escucha no quedan a la zaga. Recuerda la importancia que tiene “la Palabra” en el mundo hebreo, que ha de ser escuchada, y cómo el verdadero cristiano, siguiendo los pasos de su religión-madre, el judaísmo, se ha entendido a veces como “el oyente de la Palabra”. En el mundo hindú, el sabio (rishi) es también aquél que, en estado de profunda meditación, ha escuchado el Sonido primordial, la Vibración originaria, el OM que resuena desde el comienzo de los tiempos, y que da lugar a la Revelación de origen no-humano (a-pauruseya). Precisamente la Revelación se dice shruti, lo escuchado y uno de los yogas importantes es el mantra-yoga, el yoga del sonido, del sonido que surge del silencio y que a él conduce de nuevo. 2.3. Descartes y el espíritu en la máquina Demos un salto de unos veintidós siglos, para pasar de Platón y la filosofía antigua griega a Descartes (1596-1650) y el comienzo de la filosofía moderna en el siglo XVII. No obstante, en lo que respecta a la concepción del ser humano veréis que, en lo fundamental, no son tan distintas. Para comprender a Descartes, su idealismo y su dualismo –ambas posiciones compartidas con Platón- es preciso explicar un poco su proyecto filosófico. Podemos decir que la obsesión filosófica de Descartes es eliminar el error y alcanzar certezas. Descartes, con ese afán de saber, ese amor al conocimiento que hemos visto caracteriza al filósofo, esa pasión filosófica que impulsa a dedicar toda una vida a la investigación intelectual, a la clarificación de las ideas, a la búsqueda de la verdad, se dedica desde muy joven a estudiar no sólo las filosofías que tiene al alcance en su época, especialmente la filosofía medieval y renacentista que le antecede, sobre todo la filosofía escolástica cristiana que sigue dominando el panorama cultural, sino también las distintas ciencias (no tan desarrolladas ni especializadas como ahora, por tanto todavía era posible una hazaña semejante), hasta el punto de afirmar que había que estudiar ciencia veintinueve días al mes, y un día al mes, filosofía. Como vimos que suele suceder con los racionalistas, la ciencia que considera modélica y el método que envidia es (el de) la matemática. Quizás sepas que Platón, otro gran racionalista, escribió en la entrada de la Academia que fundó una frase que decía: “No entre aquí quien no sepa geometría”. La geometría era la parte más importante (junto a la aritmética) de las matemáticas. Y Spinoza, entusiasmado con el racionalismo cartesiano siguiendo sus pasos, él, pulidor de lentes, escribió una magnífica obra filosófica sobre ética, titulada, Ética (more geometrico demonstrata), es decir demostrada según el método geométrico, partiendo de definiciones axiomáticas, deduciendo teoremas y extrayendo conclusiones lógicamente derivadas de ellos. Todo ello muestra de la pasión por el rigor y la precisión que sólo las matemáticas pueden ofrecer. Volvamos a Descartes para ver cómo aplica ese afán de precisión en su proyecto filosófico en busca de certezas incuestionables. Después de haber asimilado buena parte de los saberes que su época podía ofrecerle, Descartes se propuso crear su propia filosofía, partiendo de lo que llamó la “duda metódica”, consistente en no aceptar como válida ninguna idea, ninguna afirmación, ninguna proposición que no resultara absolutamente evidente. Bastaba con que pudiera presentársele alguna objeción, por remota y rocambolesca que fuera, para que quedara descartada del panteón de certezas incuestionables. De ese modo llegó a dudar (provisionalmente, todo sea dicho, no como un escéptico consumado, y quizás sólo como una estrategia metodológica) de la información que recibimos a través de los sentidos, ya que sabemos que algunas veces nos engañan y por tanto, podrían seguir engañándonos. Dudó de todos los razonamientos sofisticados de los filósofos anteriores, pues comprendió lo fácil que es que la razón se pierda, se descarríe y se equivoque, sin saberlo, en las largas argumentaciones que caracterizan al discurso filosófico. Llegó a dudar incluso de las verdades matemáticas, mediante una duda hiperbólica, exagerada, consistente en pensar que no seria imposible que un genio maligno estuviera engañándonos al hacernos creer que son ciertas. En fin, mediante esa duda metódica, ese método pone entre paréntesis (como después dirá el continuador de su proyecto filosófico en el siglo XX, E. Husserl, creador del método fenomenológico) todo aquello que no resulta absolutamente cierto, totalmente evidente. El criterio de certeza sería, pues, la evidencia, esto es, comprender con tal claridad y distinción que algo es así que no cabe ni la más pequeña duda. ¿Y dónde están esas evidencias? ¿Encontró alguna Descartes? Él pensó que sí. Tú dirás qué te parece, si crees que son incuestionablemente ciertas e indudables o no. Comencemos por la primera certeza cartesiana. Si hasta ahora he estado dudando, esto quiere decir que he estado pensando, pues la duda es un modo del pensamiento. Entonces, que estoy pensando, que he pensado, que pienso, ¡es una certeza incuestionable! Puede incluso que esté soñando, una de las metáforas que Descartes, como otros muchos empleó. Por ejemplo Siddhartha Gautama, El Buddha, epíteto que significa, justamente, el Despierto, el Iluminado, porque al alcanzar la sabiduría que logró (ves, otro partidario de que sí que existe algo más que filosofía y ciencia, algo que merece el nombre de sabiduría) se dio cuenta de que hasta entonces había vivido “como en” un sueño y que así seguían viviendo la inmensa mayoría de los mortales. Puede que sea todo un sueño, es cierto, pero aun así resulta indudable que hay pensamientos, ya que estoy dudando, estoy experimentando sensaciones y sentimientos, estoy elaborando cadenas de conceptos, y todo ello es lo propio del “pensar”. Como ves, el pensar incluye, en el caso de Descartes, todo lo que hoy llamaríamos “fenómenos psíquicos” (no sólo intelectuales, sino también afectivos y volitivos). ¡Descartes ha llegado a su primera certeza incuestionable! Incuestionable, indudable, pues la inteligencia lo capta directamente, con tal evidencia que resulta impensable que pueda no ser cierto. Este es el sentido del célebre: cogito, ergo sum (Descartes, en el siglo XVII, todavía escribía algunas de sus obras en latín; otras lo hacía en francés, y entonces decía, je pense, donc je suis). Es decir, “pienso, luego existo (o soy)”. Agudiza tu atención, pon los cinco sentidos (o mejor el sexto sentido, que para los hindúes es manas, la mente), pues nos jugamos mucho en cada uno de los pasos que va dando Descartes, y puesto que podemos decir que el proyecto filosófico cartesiano representa bastante bien el proyecto filosófico tout court –que dicen los franceses-, es decir, el proyecto filosófico, sin más, conviene que veas hasta qué punto aceptas cada uno de sus pasos. Para resumir y también porque son los dos pasos más importantes y más problemáticos, me centraré en dos puntos: 1) la existencia de un yo sustancial por detrás de los pensamientos; 2) la existencia de lo Infinito, identificado con Dios, como segunda evidencia cartesiana. Vayamos por partes. Quizás estarás de acuerdo con Descartes en que resulta indudable que hay pensamientos. Yo creo que esto es, ciertamente, incuestionable y que yo sepa no se han presentado objeciones verdaderamente serias al respecto. Ahora bien, Descartes, subrepticiamente, o quizás inconscientemente, esto es, sin darse cuenta de que esa formulación resultaba problemática, afirmó no sólo que hay pensamientos, sino también que esos pensamientos pertenece a un “yo”. ¡Con la idea de yo hemos topado! ¿Qué significa decir que existe un yo? -¡que existo yo, que existes tú!- ¿Acaso no resulta obvio y Descartes tenía toda la razón? ¿quién va a dudar de que cuando pensamos, cuando hablamos, lo hacemos nosotros, es decir, yo? Pues bien, la cosa puede parecerte sencilla, pero te aseguro que no siempre ha parecido así, ni siquiera a los grandes filósofos. Desde Hume (probablemente recordarás que era el empirista más destacado) hasta Lacan (uno de los psicoanalistas freudianos más influyentes), muchos pensadores se han mostrado en desacuerdo con Descartes. Según ellos, más escépticos que Descartes, no está nada claro, al menos no resulta evidente, que exista un yo, en el sentido que lo entendía Descartes. ¿Y en qué sentido lo entendía Descartes? Pues en un sentido sustancialista. Esto significa que el yo es una sustancia. Y sustancia, término que procede del latín sub-stare, y éste a su vez del griego ousía, significa una realidad permanente, inmutable que “sub-yace”, que está “por-debajo-de” los cambios que se produzcan en esa realidad, como por ejemplo los pensamientos, que van y vienen, pero que se dan siempre en un sujeto al que llamamos yo. Así pues, el yo es concebido como una sustancia, que a su vez es un sujeto (pues no todas las sustancias lo son, ya que la mayoría de ellas no son sujetos, sino objetos). Sujeto, en latín se dice sub-iectum, como puedes ver, de nuevo la idea de sub-yacer, de hacer de soporte de una serie de cualidades o de procesos que se predican de ese sujeto. Es el sentido que tenía también, entre los griegos, el término hipo-keímenon, del cual proceden los otros dos. Así pues, Descartes concebía el yo que piensa como un sujeto sustancial, lo cual implica que se trata de un ser, una realidad, que no cambia, que permanece siendo la misma a través de los cambios (físicos, emocionales, mentales, etc.). De ahí que no tenga ningún reparo en identificar el yo con el alma o espíritu. Sin embargo, esa línea de interpretación filosófica más empirista y sobre todo sus versiones más materialistas, niegan que resulte evidente la existencia de un yo con tales características. Por ejemplo, David Hume, empirista, escéptico e ilustrado escocés, dedicó todo un Tratado sobre la naturaleza humana, con una extensión considerable, a preguntarse qué es eso del ser humano, justo lo que nos estamos preguntando aquí. Y adoptó una posición empirista, lo cual significa que sólo acepta como válido aquello de lo que tengamos experiencia. Y los átomos de la experiencia, podríamos decir, son las impresiones, por tanto, toda idea que no derive de una impresión será sospechosa y no podremos decir que resulta evidente. Pongamos un ejemplo: si me pregunto si hay razones para afirmar la existencia de este reloj que llevo en la muñeca, no tendré más que mostrar que la idea del reloj corresponde a este reloj real, empírico, del que tengo una experiencia directa. Ahora bien, si me pregunto por la impresión correspondiente a la idea de yo, las cosas no son tan claras. Al menos Hume, no queriendo ser dogmático –como los empiristas suelen pensar que lo son los racionalistas- y mostrándose, por el contrario más escéptico (esto es, dudando de la validez de ese conocimiento, o al menos presentando objeciones a aquellos que afirman que puede demostrarse) afirma que él ha sido capaz de observar todo el movimiento de pensamientos y de procesos psíquicos, pero no ha conseguido tener impresión alguna de algo que permanezca sin cambiar a lo largo de todo el tiempo, no ha observado ningún sujeto sustancial, ningún yo. No otra cosa afirmará Lacan, ya a mediados del siglo XX, al afirmar en uno de sus Seminarios sobre psicoanálisis, que el yo es como el bororó del loro, que repite el sonido yo, porque se lo ha enseñado su amo, un sonido tras el cual no hay ninguna realidad sustancial. Todo ello no está muy lejos de lo que afirmamos ya, de pasada, en el capítulo anterior, que el yo no sería más que un “localizador verbal”, necesario para entendernos al hablar, herramienta útil para comunicarnos y hasta para entendernos a nosotros mismos, pero al que no correspondería ningún ser realmente existente. Como ves, la imagen del ser humano que resulta es muy distinta. Por una parte, los platónicos y los cartesianos defienden la existencia de un yo sustancial; por otra parte, los anti-platónicos y anti-cartesianos niegan que exista un tal yo metafísico. Claro que a nivel psicológico podremos aceptar una estructura procesual que se constituya en el centro de nuestra personalidad, una especie de “ego” como constructo psicológico que organice los datos, las experiencias y los procesos que constituyen nuestro transcurrir vital, pero esto no equivale a la afirmación de un yo sutancial, metafísico, que parece hallarse muy cerca del alma inmortal. Resulta curioso comprobar que una tradición “religiosa” (aunque habría que ver si este término resulta adecuado para entender esta tradición) como el budismo, que habla incluso de la reencarnación o del renacimiento y en algunas de sus escuelas como el budismo vajrayana del Tíbet, afirma que los tulkus son la reencarnación de un maestro buddhista que murió y preparó su próximo venida a un cuerpo físico, esa tradición decíamos parece negar, en muchas de sus escuelas, la existencia de un yo sustancial, del âtman del hinduismo. Quizás sepas que uno de esos tulkus es el lama Osel, un joven granadino, que desde muy pequeño fue reconocido por el Dalai Lama y por otros lamas cualificados para ello como la re-encarnación de un conocido maestro buddhista tibetano, fallecido pocos años atrás; en realidad se trataría de aquél que había sido el maestro de sus padres, quienes en los años setenta, en pleno expansión del buddhismo tibetano y de la espiritualidad nueva era (otro día hablaremos de eso) viajaron a Nepal y se convirtieron en discípulos de un lama tibetano. El propio Dalai Lama es considerado la encarnación de Avalokiteshvara, el Buddha de la Compasión. El Dalai Lama, Tenzin Gyatso, es mundialmente conocido, entre otras cosas por haber recibido el premio Nobel de la paz por su lucha pacífica y compasiva por recuperar los derechos del pueblo tibetano, desde que tuvo que escapar a escondidas de su propio país, a lomos de un yak, ya que los chinos habían invadido el Tíbet y desde su ideología comunista anti-religiosa rechazaban cualquier tipo de religiosidad como funesta, como “opio del pueblo” -tal como había dicho Marx- y quemaron muchos monasterios y mataron a muchos monjes buddhistas. Como vemos, las ideas terminan teniendo consecuencias muy prácticas y a veces muy graves. Pues bien, a pesar de esa creencia en la re-encarnación, tan típica del buddhismo como del hinduismo, algunas escuelas del buddhismo (además del buddhismo vajrayana existen otras dos grandes corrientes en el buddhismo, el hinayana y el mahayana) niegan que exista un yo, sujeto sustancial, del que tenga sentido decir que reencarne. ¿Cómo es posible esto? ¿No resulta contradictorio hablar de reencarnación sin un yo que reencarne? Tienes razón, si no totalmente contradictorio –habría que analizarlo más despacio-, sí que parece, al menos, paradójico. Para entenderlo un poco, habría que introducir otra noción central en las tradiciones pan-índicas (hinduismo, janismo, buddhismo), la idea de que existe una ley cósmico-ética que regula todo cuanto sucede en este mundo y hace que lo que nos sucede deba verse como consecuencias lógicas de acciones realizadas anteriormente. Es la idea del karma y de la ley que lleva el mismo nombre. En el caso del hinduismo y del jainismo, la relación entre el karma y la reencarnación es más clara, pues al afirmar la existencia de un yo sustancial (aunque habría que matizar, pues no todas las escuelas lo comparten, ya que el âtman puede interpretarse como no-individual) resulta más comprensible que sus acciones desencadenen consecuencias y sea la misma persona la que goce o sufra de los resultados de sus propias acciones. En tales tradiciones, la relación entre nuestras acciones como causas y los efectos producidos no se limitan a una sola vida, sino que el yo que reencarna posee un stock de karma acumulado que se precipitará, siguiendo leyes cósmicas sabias y quizás hasta amorosas y compasivas, en las vidas siguientes. Hay que tener en cuenta que existe karma no sólo negativo, sino también positivo, pero siempre estaría en estrecha relación con acciones realizadas por nosotros anteriormente (en esta vida o en una vida anterior, en la que, si bien en otro cuerpo, en otro tiempo, en otro lugar, con otras relaciones, seríamos nosotros mismos, el mismo yo sustancial que seguiría siendo el mismo no sólo a lo largo de toda esta vida, sino también a lo largo de varias vidas). De ahí la creencia en que el lugar en que nacemos, el momento en que lo hacemos (aunque actualmente, con tanto nacimiento provocado, a la par que con tanta gestación evitada, no sabemos si lo hacemos o nos lo hacen, ¡hasta el nacer!), nuestros padres y hermanos, nuestros mejores amigos, nuestros compañeros sentimentales más intensos, nuestros hijos, nuestros maestros, etc., todo ello formaría parte de la “ley del karma” y no sería fruto del azar, sino de justicia y oportunidad kármica. “Quien siembra vientos, cosecha tempestades”, leemos en la Biblia judeo-cristiana, tan poco sospechosa de creencias reencarnacionistas (obviamente no quiero decir que esta frase implique la reencarnación, pues es susceptible de múltiples interpretaciones, pero sí que puede hacerse una lectura reencarnacionista de la misma y en otro contexto hacerle decir lo que quizás en su contexto no dice y no viene implicado). Pero bueno, este excursus, esta salida del curso central del dis-curso, esta excursión por vericuetos orientales y esotéricos que siguen resultando ajenos a buena parte de la filosofía occidental, nos ha apartado, efectivamente, del camino, en el que estábamos acompañados de monjes buddhistas, quizás no tibetanos, sino más bien vietnamitas o coreanos, chinos o japoneses, pertenecientes al “pequeño vehículo” (hinâyâna) o al “gran vehículo” (mahâyâna), que intentaban explicarnos cómo es posible hablar de re-nacimientos sin creer que exista ningún sujeto sustancial, ningún alma, ningún yo. Efectivamente, interpretando algunas enseñanzas ambiguas del propio Buddha, se resalta la doctrina que niega la existencia del âtman (an-âtma-vâda), uno de los puntos en los que el monje mendicante iluminado, Siddhartha Gautama, se opuso al hinduismo ortodoxo, védico y brahmánico, y le valió la condición de heterodoxo. La doctrina que niega la existencia de un yo sustancial, junto a otra de las ideas principales del buddhismo, la que afirma la estrecha inter-relación e inter-dependencia de todos los fenómenos, lo que de manera oscura se traduce a veces como “co-originación dependiente” y “originación co-dependiente”, intentando traducir la noción fundamental que en sánscrito se dice pratîtyasamutpâda y en pali –las dos lenguas más utilizadas por el buddhismo- pattîtasamutpâda-, parece negar la posibilidad de un yo cartesiano o platónico. El ego sería un constructo artificial, necesario quizás en ciertas fases del desarrollo para organizar nuestra existencia en el mundo, pero obstáculo central cuando se trata de alcanzar la iluminación, el gran despertar, el nirvâna. Así pues, buena parte de la meditación buddhista y del enfoque buddhista de la existencia, iría encaminada a la “de-construcción” del ego, de la idea de yo –pues no sería más que eso, una idea, un error cognitivo, una ilusión, un auto-engaño-. Ves, pues, cómo da la impresión de que -quizás de manera desconcertante- una parte del buddhismo parece aliarse como los empiristas escépticos y los materialistas en negar la existencia de un yo sustancial y que dijeran lo mismo el Buddha que Hume o Lacan. Pero, probablemente no sería correcto identificarlos excesivamente. Es cierto que actitud empirista y escéptica cuadra bastante bien con algunos enfoques buddhistas (de ahí que algunos hablan de su agnosticismo –para entendernos, escepticismo en materia religiosa- y de su pragmatismo –como toda teoría es un constructo que nos separa de la experiencia directa de la realidad, todas ellas son dudosas e incluso obstáculo para la realización directa y el despertar, o al menos válidas tan sólo en la medida en que se convierten en herramientas útiles para el trabajo interior-), pero sería más difícil decir que comparten el materialismo de fondo. Efectivamente, parte de la ambigüedad de las palabras atribuidas al Buddha (aunque conservadas por escritos sólo muchos años, décadas y hasta siglos después de haber sido supuestamente pronunciadas) consiste en ese rechazar tanto el extremo del “eternalismo” (la existencia del atman eterno) como el extremo del “aniquilacionismo” (la defensa de que nada queda del ser humano cuando muere). Así es, el Buddha guardaba silencio cuando se le hacían preguntas metafísicas, su enfoque era práctico y buscaba ayudar, como un médico, a la sanación del sufrimiento que es constitutivo de esta existencia encarnada y vivida desde la ignorancia. Sea como sea y a pesar de tales dificultades, tanto algunos textos atribuidos al Buddha como buena parte de la tradición buddhista posterior, invitan a situar al buddhismo entre las concepciones espiritualistas (aunque no sea una religión, aunque no conceda importancia a la figura de un Dios personal, creador del mundo, aunque niegue la existencia de un alma individual), pues la meta última es el descubrir nuestra verdadera naturaleza búddhica, nuestro rostro original, aquél que precede a nuestro nacimiento en un cuerpo físico, aunque sea un rostro sin máscara (sin persona, sin personalidad, sin individualidad), una Vacuidad (shunyâtâ) que acaso simbolice la verdadera Plenitud más allá de todo nombre y de toda forma, de toda máscara y de toda particularidad, de todo pequeño ego y de toda posibilidad de apropiación y de conceptualización. ¡Vaya, vaya, adónde nos ha llevado la pretensión cartesiana de haber descubierto evidencialmente la existencia de un yo como sujeto sustancial! Pues si esto ha sido así, no te digo nada de adónde podría llevarnos su segunda certeza, su segunda evidencia, que tiene que ver no con el alma, sino con Dios. Y, sin embargo, hemos de arriesgarnos y ponernos en marcha “donde el corazón nos lleve” –por parafrasear el título de ese bello libro de Susana Tamaro-. Mantén tu atención, pues la cosa se pone todavía más difícil. Descartes ha logrado un fundamento firme para comenzar a construir el edificio filosófico, una base inconmovible: yo soy, podría ser la formulación más concisa de su descubrimiento. Pero ¿qué soy? Una res cogitans, una cosa que piensa, una sustancia pensante, una mente, un alma, un espíritu. Un sujeto cuyo atributo fundamental es la capacidad de pensar. El dualismo ontológico de Descartes –recuerda que también Platón defendía una ontología dualista al distinguir entre fenómenos sensibles e Ideas-Reales- consiste en afirmar que hay dos tipos de cosas (de entes, de realidades, de sustancias): almas pensantes y cuerpos extensos. “Cuerpo” aquí no significa sólo cuerpo físico de un ser humano, sino cualquier tipo de sustancia cuyo atributo fundamental no es el pensar, sino la extensión. Las cosas, los objetos materiales se caracterizan por ocupar un espacio determinado, por tener una extensión. No hay materia sin extensión espacial –pensaba Descartes-. Frente a ese tipo de cosas, las almas pensantes no ocupan un lugar en el espacio, aunque los pensamientos y todos los procesos psíquicos, sí que transcurren en una línea temporal, en la que cabe distinguir un antes, un ahora y un después. Aplicando lo anterior a la dimensión antropológica de la realidad, vemos que el ser humano es concebido por Descartes como la unión de un alma y un cuerpo, es decir una mente individual, finita, en un trozo de materia, igualmente determinado. Como ves, no anda muy lejos de la concepción platónica. Ambos son idealistas, ambos son dualistas, ambos son racionalistas. Por decirlo con el título de este apartado, para Descartes el ser humano es “un espíritu en una máquina”. Emplear el término “máquina”, en esta ocasión, no es una metáfora más o menos afortunada, sino que corresponde bastante bien a la idea que Descartes se hacía de lo que es un cuerpo humano. No sólo este, sino también el (cuerpo) animal –en realidad el animal es sólo cuerpo, sólo máquina, sin espíritu- constituye un automatismo, un sistema mecánico que se explica mediante leyes mecánicas y no pasa de ser un verdadero “autómata”. Pues bien, Descartes se pone en marcha para ver si puede descubrir más certezas, aparte del hecho de ser un espíritu capaz de pensar. Y su proceso discursivo es el siguiente: en nuestra mente descubrimos muchas ideas distintas (¡esa es la primera certeza del idealismo, que hay ideas!) que podemos clasificar en ideas adventicias –que llegan a nosotros desde fuera de nosotros mismos, por ejemplo la idea de mesa- e ideas innatas –que no proceden del exterior, sino que nacemos con ellas, o al menos con la capacidad de formarlas, de descubrirlas mediante un pensar metódico, con una mente atenta y lúcida. De este tipo sería la idea de infinito. Fíjate, Descartes mantiene la idea de que el mundo exterior (que está fuera de la mente, mundo extramental, objetivo) todavía no está demostrado que exista realmente; podría ser una especie de sueño, de alucinación, de ilusión, así que la única realidad con la que podemos operar es la realidad mental, mentes e ideas, mentes que pueden pensar ideas. Y entre esas ideas, la idea de infinito es de tal naturaleza que no podría ser producida por nada finito. Observa estos dos presupuestos que subyacen a esto que acaba de decir Descartes. Por una parte, Descartes afirma que le resulta totalmente evidente que yo, este espíritu pensante, soy una realidad marcada por la finitud. Esto parece claro, ya que ni puedo saber todo lo que me gustaría, ni puedo hacer todo lo que quiero, así que estoy lleno de limitaciones. Ni soy omnisciente (u omnisapiente, no lo se todo), ni soy omnipotente (no lo puedo todo), justamente dos características que se le suelen atribuir al Dios infinito. Por otra parte, Descartes afirma también que otro principio evidente es aquél que nos hace comprender que de lo menos no puede surgir lo más, de lo imperfecto no puede surgir algo menos imperfecto, así que de mí que soy finito nunca podría surgir lo Infinito (sí, ya se que me dirás que es sólo una idea, la idea de infinito, pero recuerda que, de momento, no hemos aceptado otra realidad que no sea la ideal, la mental, la realidad de las ideas). Esta idea-realidad infinita, Descartes la identifica con la idea de Dios, concebido como Res cogitans infinita, Espíritu absoluto, infinito. Perfección. Esta argumentación es una formulación del llamado argumento ontológico que ya había presentado unos seis siglos antes, en el siglo XI, un monje cristiano, de nombre Gaunilón, en plena época agustinista, desde que San Agustín, elaboró su pensamiento, convirtiéndose en la visión cristiana más influyente, al menos durante siete siglos, y sin duda más allá, pues no ha dejado de influir hasta nuestros días. Gaunilón decía que todo ser humano (hasta el nescio, el ignorante) tiene en su mente la idea de “un ser mayor que el cual no cabe pensar otro”, o si se quiere, para pensarlo con mayor claridad, la idea de “perfección”. Pues bien –argüía Gaunilón-, si pensamos con claridad la idea de perfección, por principio ha de existir, pues si no existiera no sería la perfección, podría pensarse otra realidad similar a la anterior, pero además existente, con lo cual esa sería la primera idea que se supone habríamos pensado. Pronto otro monje le replicó, argumentando que por el hecho de pensar en las Islas Bienaventuradas, o en un unicornio, no quiere decir que existan, es decir que una cosa es el pensar y otra el existir realmente. Pero Gaunilón insistió en que sólo en el caso de la idea de perfección (o del ser mayor que el cual no puede pensarse otro) tiene validez el paso del pensamiento a la existencia. Ninguna otra noción implica la existencia, sólo la perfección incluye necesariamente el acto de existir, la existencia en acto, actualmente, ya, ahora, de verdad. No vamos a seguirle el hilo a este desconcertante y polémico argumento acerca de la existencia de Dios (pues tanto Anselmo de Canterbury como Descartes identificaban el Ser más grande, la perfección o la infinitud con Dios), pues ha tenido tanto apasionados defensores (entre ellos Leibniz) como duros críticos (entre ellos Kant). Lo dejaremos aquí, pues en realidad hemos realizado una incursión en el campo de lo que habíamos llamado “filosofía de la religión”, aunque en este caso bien podría hablarse de “teología” sin más. Sí, no te extrañes, la teología no es sólo una cuestión religiosa y aceptable sólo para creyentes en un Dios. Es cierto que hay una “teología revelada o sobrenatural” cuya aceptación sí que supone una previa fe en el carácter revelado o inspirado de ciertos textos, pero –siguiendo la distinción que hizo Santo Tomás de Aquino, la otra gran cabeza pensante del cristianismo, en el siglo XIII- hay también una “teología racional, natural” que se ocupa del mismo objeto (Dios, que en griego se dice theós), pero con un método y unos presupuestos distintos. Efectivamente, la teología racional se ocupa de pensar acerca de la existencia, la esencia, los atributos, etc. de Dios, pero lo hace sin aceptar más argumentos y pruebas que los que pueda ofrecer la razón, poniendo entre paréntesis la posibilidad de que Dios (o algún ángel o arcángel o el Espíritu Santo) se comunique con el ser humano mediante palabras inspiradas que son escritas por el profeta o el escriba de Dios correspondiente. Pues, en este sentido, podemos decir que Descartes lleva a cabo un argumento teológico que trata de demostrar racionalmente la existencia de Dios. Terminaré recordándote que se trata de un argumento a priori, lo cual significa que no hace falta observar el mundo empírico para elaborarlo, basta con pensar con claridad y distinción, como proponía Descartes. El resto de argumentos acerca de la existencia de Dios se denominan a posteriori, ya que parten de la experiencia, de lo que podemos observar en el mundo, para desembocar en la necesidad lógica, racional de un Motor inmóvil, de una Causa incausada, de un Ser necesario, de un Propósito inteligente, por mencionar las principales vías desarrolladas especialmente por Tomás de Aquino en su Summa Theologica. No seguiremos por estos derroteros, porque si no nos tendremos que meter más a fondo en las cuestiones teológicas o filosóficoreligiosas y no era ésta mi intención. Véase esto como un desarrollo colateral del pensamiento de Descartes, para volver una vez más a su idea del ser humano, centro ahora de nuestra reflexión, y que como ves, a pesar de inaugurar la filosofía moderna racionalista, termina aceptando las mismas verdades básicas tanto del platonismo como del cristianismo: la existencia de Dios y del alma, la imagen del ser humano como un ser espiritual que pasajeramente se halla unido a un cuerpo físico-material, la existencia de una dimensión espiritual más significativa y esencial que la dimensión material ¿Se deben estas coincidencias a que Descartes no ha logrado desembarazarse de sus “creencias” cristianas -al fin y al cabo había estudiado en los jesuitas de La Flèche y había recibida una educación escolástica, en la que los dogmas de la religión cristiana habían estado siempre muy presentes- o más bien a que forman parte de esa philosophia perennis que algunos defienden que existe? Quizás sea pronto para que llegues a una conclusión (llegar a conclusiones definitivas parece algo difícil hoy, sobre todo después de haber caminado junto a los maestros de la sospecha que te voy a presentar a continuación, pero cabe adoptar conclusiones provisionales y sujetas a posterior investigación), pero puedes ya, eso sí, comenzar a pensar sobre ello. 2.4. Los maestros de la sospecha y la quiebra de la imagen clásica del ser humano A grandes rasgos, puede decirse que la imagen del ser humano que hemos visto, de la mano de Platón y de Descartes, es la imagen clásica, tradicional, dominante durante más de veintitrés siglos, en Occidente. La verdad es que también en buena parte de Oriente, sea en el extremo Oriente, China, Japón, etc. con las tradiciones taoístas, buddhistas, shintoístas, etc., sea en el Oriente Próximo con el zoroastrismo, el mazdeísmo y otras tradiciones, sea en la India –para algunos el Oriente por excelencia-, con el hinduismo, el buddhismo y el jainismo. En definitiva, una concepción espiritualista del mundo, presentada de manera mítico-religiosa en muchas ocasiones, con frecuencia ahogada en un marco religioso dogmático que, unido al poder político, no siempre da la impresión de haber colaborado en el correcto desarrollo de la humanidad. Pero no caigamos en las fáciles críticas a las religiones que tan frecuentes son actualmente, como si en ellas estuviese el origen de todos los males (de algunos no cabe duda) y no pudiera hallarse ya ningún aspecto positivo (qué duda cabe que en muchos aspectos han llevado a cabo una meritoria tarea). Respecto a esto, como respecto a todo, mi recomendación sería no apresurarse a tomar posiciones radicales siguiendo clichés repetidos sin matizar suficientemente, algo que sin embargo es lo que suele hacerse. O bien defiendo la religión a capa y espada (hasta hace poco sólo la mía, algunos recientemente todas ellas –justamente como manifestaciones de esa sophia perennis-) o bien la critico con todas mis fuerzas, atribuyéndole el origen de todos los males. Pues bien, buena parte de los clichés que hoy se repiten cuando se habla de la religión proceden justamente de estos tres mosqueteros, estos tres grandes pensadores, enormemente influyentes durante todo el siglo XX, que han recibido el apelativo de “maestros de la sospecha” porque nos han enseñado a desenmascarar muchas apariencias de lo que parecía tan respetable, tan adorable y tan valorado. Me refiero a K. Marx, F. Nietzsche y S. Freud. Aquí nos interesa ante todo su imagen del ser humano, pero será conveniente situar un poco ese aspecto en el contexto más amplio de su pensamiento general y de su época. 2.4.1. K. Marx y la sospecha ante el poder político y económico K. Marx (1818- 1883) escribe su obra en la segunda mitad del siglo XIX, siglo que ha ido profundizando en las críticas surgidas, sobre todo desde la Ilustración, a la imagen del ser humano hegemónica, de raigambre religiosa y metafísica. La última gran obra filosófica antes de Marx había sido la de Hegel (1770- ), justamente otro gran idealista y racionalista que concebía la realidad como razón o como espíritu y por tanto la Naturaleza y la Historia como el despliegue de la Idea, la Razón o el Espíritu absoluto. Marx reaccionará contra el idealismo hegeliano y producirá una inversión total de la perspectiva filosófica, defendiendo un materialismo radical, un naturalismo que niega la existencia del espíritu y trata de pensar al ser humano, así como la historia y la sociedad construidas por éste en términos de fuerzas materiales (económicas, sociales y políticas). Ya L. Feuerbach (1804-1872) había criticado la concepción religiosa de la existencia y del ser humano y en su libro La esencia del cristianismo había analizado el fenómeno religioso y la idea de Dios como una “proyección”, en un ideal elevado, de aquellas cualidades positivas que el ser humano posee en potencia, pero no es capaz de vivir en sí mismo (recuerda esta noción de proyección, pues en Freud un mecanismo psicológico similar pasará a primer plano y en toda la psicología profunda se ha convertido en una herramienta básica para la auto-comprensión y el entendimiento de las motivaciones ocultas de los demás). Pues bien, Marx criticará duramente la religión, afirmando que es “el grito de la criatura oprimida” y “el opio del pueblo” ¿Qué significa esto? Pues que la religión es una ficción, una falsedad, una creación humana fabricada por intereses económicos y políticos. A través de ella, los trabajadores, las clases oprimidas, explotadas, dejan de prestar atención a las injusticias del presente y piensan que lo importante, la verdadera vida está en un “más allá”, en el cielo del cristianismo popular, para el cual esta vida no es más que una preparación, un verdadero “valle de lágrimas” que hay que soportar con resignación, confiando esperanzadamente que pase cuanto antes para ingresar en la verdadera vida, que es una Vida eterna. La oración, la creencia en un padre todopoderoso y bondadoso, sería el signo –el grito- de esa criatura –el ser humano- que sufre innecesariamente tremendas injusticias por el egoísmo de aquellos grupos de poder que dominan la economía y la política, explotando y oprimiendo a la mayoría de los restantes seres humanos. La religión sería el opio del pueblo, porque la fe religiosa produciría un adormecimiento (como sucede con los opiáceos) de la conciencia y una falsa tranquilización, evitando así que pueda luchar por la justicia social. La religión se habría asociado al poder político y no sería sino un instrumento corrupto de la dominación por parte de las clases privilegiadas que detentan el poder, un engaño, una droga que permite escapar momentáneamente de la realidad, pero que la deja sin transformar. Marx estudió bastante filosofía, pero él era ante todo un historiador y un economista. Estos dos campos del saber constituyen su fuerte y es ahí donde sus aportaciones son mayores. Intentó que ambas disciplinas llegasen a ser verdaderas “ciencias” (el ideal y la obsesión dominante desde el surgimiento de la ciencia moderna y sus logros), para poder criticar de manera objetiva y contundente aquellos saberes que no eran científicos, sino ideológicos. La noción de ideología es central en Marx y se refiere a esas maneras de pensar, esas ideas, esas teorías, que no son científicas, sino que tergiversan y deforman la realidad, ya que están contaminadas por oscuros “intereses” económicos y políticos. Desde su perspectiva, la religión, por supuesto, pero también la filosofía (la metafísica clásica sobre todo), las teorías económicas, las teorías políticas, en definitiva, toda la “supraestructura” de la sociedad estaría deformada y al servicio del poder. Lo que se ha pensando ha estado condicionado y casi determinado por la clase social a la que pertenecía el pensador y por su sumisión a la ideología dominante. Quizás sepas que para Marx la historia de la humanidad, hasta su época al menos, no habría sido sino la historia de la lucha de clases. Clases sociales basadas en el modo de producción, el cual constituye el sistema económico de una sociedad. Según esto, cada época (la antigua, la medieval, la moderna) tendría su modo de producción (esclavista, servil, capitalista), con sus clases explotadoras, opresoras (amos, señores, burgueses) y sus clases explotadas, oprimidas (esclavos, siervos, proletarios). Esto hace que el ser humano haya estado “alienado” y no hay podido realizarse, actualizar sus potencialidades en tanto que ser humano libre y creativo. La alienación es otro de los conceptos importantes del marxismo, especialmente en lo que aquí ocupa el centro de nuestra reflexión, que es el ser humano. La alienación tiene múltiples rostros, pero el eje central lo constituye, en el enfoque marxista, la alienación económica. Es aquí donde Marx profundizó su análisis, criticando la economía política clásica, asociada al liberalismo político, en su obra magna, El Capital, así como en otras muchas obras como su Contribución a la crítica de la economía política. Efectivamente, puede decirse que la flecha del análisis de Marx apuntaba al sistema económico capitalista, aquél en el cual vivió él mismo y cuyas funestas consecuencias sobre el trabajador asalariado podía comprobar directamente. Una de las piezas centrales de su análisis es la noción de plusvalía, cuyo significado puede simplificarse diciendo que es la cantidad de dinero que, en justicia, pertenecería al trabajador, dado que es quien ha producido el producto del trabajo, pero que en realidad se embolsa el capitalista, con la excusa de que él es quien arriesga el capital (que Marx define como dinero acumulado) y quien da de comer al trabajador pagándole un salario. Es cierto, pero el salario es muy inferior a lo que debería ser. No pasa del mínimo necesario para mantener en vida esa fuerza del trabajo que le permite al capitalista enriquecerse cada vez más, al mismo tiempo que el trabajador se empobrece cada vez más. Lo que Marx denunció es la condición miserable en que han vivido siempre las clases explotadas (esclavos en la antigüedad, siervos en el Edad Media, proletarios en la Edad Moderna), mientras que las clases en el poder (amos y ciudadanos libres, señores medievales, la nobleza, el clero, los burgueses) derrochaban el dinero y se movían libremente con grandes espacios de ocio, placeres y lujos de todo tipo. No es cuestión de entrar ahora en cuestiones más técnicas, económicas, históricas y políticas, sino de destacar ese impulso ético que parece regir el pensamiento de Marx y su lucha por la justicia y la igualdad entre los seres humanos. Si el liberalismo económico y político puede verse como un avance frente a las condiciones medievales y enarboló la bandera de la libertad a partir del lema de la revolución francesa a finales del siglo XVIII, justamente como resultado de las exigencias planteadas por algunos ilustrados a lo largo de todo el siglo, el marxismo (socialismo y comunismo como modos de producción distintos del capitalismo) enfatizó la importancia de la igualdad (segundo término del lema revolucionario), mostrando que un reconocimiento meramente formal de las libertades (políticas, sociales y económicas), sin poner remedio a las graves desigualdades que seguían desgarrando la sociedad, no pasaba de ser retórica vacía, sospechosamente esgrimida por los intelectuales pequeño-burgueses, o ingenuidad quizás bienintencionada, pero poco realista. Aunque para muchos, el comunismo marxista ha pasado a ser considerado – sobre todo a partir de la perestroika soviética y de la caída del muro de Berlín en 1989como una utopía, una especie de hermoso sueño irrealizable, hay que recordar que el marxismo se presentó justamente como socialismo científico frente al socialismo utópico que había comenzado a cuajar décadas antes del surgimiento del marxismo. Socialismo científico que pretendía basarse, sobre todo, en la nueva ciencia de la historia que habría sido descubierta por Marx, al formular algunas de sus leyes principales, concebida como materialismo histórico. Frente a la idea de la historia que tenían Hegel y los idealistas, quienes creían que ésta era dirigida por las ideas, o en todo caso por el Espíritu absoluto, guiando a los héroes y genios de la historia, quienes serían los verdaderos sujetos de la misma, sus principales artífices, aquellos en quienes la Razón se expresa de manera especial, o en quienes el Espíritu sopla de manera más clara, el marxismo defiende que el motor de la historia no es de orden ideal o espiritual, sino de orden material. Son las condiciones materiales, económicas, los intereses de este campo, los que hacen que la humanidad y la historia vayan en una dirección o en otra. El sujeto de la historia no son los individuos destacados (César, Napoleón, Cristo, Buda, Mahoma, etc.), sino los pueblos enteros. Y si no ha sido así, debe serlo. Especialmente, las clases oprimidas deben tomar conciencia de su estado de alienación y luchar por la emancipación, por la liberación, por la dignidad de la vida humana. En definitiva, el ser humano, para Marx, no es un ser espiritual caído en un cuerpo material, sino un ser natural y un ser social. Que el hombre sea (sólo) un ser natural significa negar su dimensión espiritual. Implica defender una ontología naturalista que rechaza cualquier referencia a la religión, la espiritualidad, Dios, el alma, la inmortalidad, el más allá, etc. Que el hombre sea (ante todo) un ser social e histórico significa que su individualidad –destacada por el individualismo regente en el liberalismo burgués, desde la autonomía kantiana abstracta y universalizadora hasta las libertades utilitaristas- no cobra sentido más que teniendo en cuenta la red de influencias y de relaciones sociales que lo constituyen, así como el carácter formativo de las circunstancias históricas que han posibilitado que el presente sea como es. Naturalismo, socialismo, historicismo constituyen tres llamas que prenden con fuerza en el siglo XIX. Recuerda que por esas mismas fechas, Charles Darwin (1809- 1892) publica su obra, El origen de las especies, abriendo la interpretación de una concepción naturalista, evolucionista-biologista del ser humano, ya que si éste es producto de una lenta evolución a partir de especies animales anteriores, su dimensión anímico-espiritual parece resultar innecesaria. La naturaleza del ser humano ha estado siempre muy ligada a la concepción acerca de su origen. Si el origen era una creación divina y Dios insuflaba el pneuma, el espíritu, en las narices del Hombre primigenio, la dimensión espiritual del ser humano estaba asegurada. Si la verdadera realidad era el mundo suprasensible de Platón, auténtica morada atemporal de las almas, la dimensión espiritual quedaba asegurada. Si la primera certeza incuestionable era que soy un sujeto sustancial pensante, que no ocupa lugar en el espacio y cuya idea de cuerpo puede ser una especie de alucinación, la dimensión espiritual quedaba asegurada. Ahora, por el contrario, no sólo el planeta Tierra ha sido desbancado del centro del universo y ha pasado a ser un pequeño planeta dentro de un sistema planetario que gira alrededor del Sol, y poco después una pequeña mota de polvo en una inmensa galaxia con miles de millones de estrellas, que, asombrosamente no constituye más que una entre miles de millones de galaxias, sino que el ser humano también ha quedado “descentrado”, pues ya no parece ser el “centro” (de atención) y la cima de la creación, sino que constituye un eslabón más en una larga cadena cuyos comienzos son demasiado remotos para reconstruirlos satisfactoriamente, pero que quizás nos hagan retroceder hasta el mismísimo Big Bang, real o hipotético. Lo mismo sucede con el surgimiento del historicismo y su omnipresencia en el siglo XIX. En realidad, esto forma parte del proceso de secularización que había comenzado con la Modernidad. Con el cuestionamiento de la realidad del mundo de las Ideas platónico y del más allá cristiano, con las dudas acerca de la existencia de una Vida eterna, ante la cual la pequeñez de la historia (personal o colectiva) palidece, la importancia y el valor de la historia, del siglo, del tiempo, del devenir, son recuperadas y pasan a un primer plano. Claro, si esta vida es un valle de lágrimas o un breve lapso de tiempo, un abrir y cerrar de ojos que comienza con el nacimiento y cuando nos damos cuenta nos encontramos ya al otro extremo de la vida, a punto de entrar en una Vida más vida, en una realidad más real, pues nuestra mirada, como la del sabio platónico, como la del santo cristiano, estará dirigida hacia lo Eterno, las verdades atemporales o el Espíritu supremo. Pero, si esta vida es la única que tenemos y esta tierra que pisamos nuestro único lugar, si el horizonte de la eternidad desaparece de nuestra conciencia, entonces, automáticamente, o bien se contempla el absurdo, o bien lo que tenemos -poco o mucho es relativo- se revaloriza de una manera extraordinaria. De este modo, el pathos eternalista, tan frecuente en casi todas las religiones, la perspectiva ultramundana, supracósmica y la actitud de huida del mundo (fuga mundi, decían los latinos) dejan de tener sentido y la naturaleza y la historia se convierten en nuestro único hogar. De ahí el naturalismo y el historicismo, que como vemos se reivindican en oposición al espiritualismo y al eternalismo. La segunda parte del siglo XIX parece gritar por todas partes: “Somos seres naturales, no espirituales”, “Somos seres históricos, no eternos”. Incluso la noción de naturaleza humana, entendida en un sentido esencialista, como algo que perdura más allá de los cambios, va a ser apartada y se dirá del ser humano que “no tenemos naturaleza, sino historia”. Esta tendencia que hemos visto en Marx, la vemos pronto también en Dilthey o en Ortega, por citar sólo dos pensadores que merecen nuestra atención, pero de los que no podemos ocuparnos aquí. En fin, se trataba sólo de acercarnos a algunos aspectos del pensamiento de Marx y de su época, para tomar conciencia de hasta qué punto la imagen tradicional del ser humano y su puesto en el cosmos están haciéndose añicos y el ser humano se siente desgarrado, tanto en su imagen como en su realidad diaria ¿En qué espejo nos contemplamos? Debes saber que la influencia del pensamiento marxista ha sido enorme y no sólo en el campo del pensamiento, sino también y sobre todo, como era de esperar teniendo en cuenta su misma propuesta, en el campo de la acción, de la transformación social y política. Como sabes, en pocas décadas, el pensamiento y la acción marxista corrieron como pólvora por los cinco continentes y algunos países trataron de llevar a cabo la propuesta revolucionaria marxista y en varios países se implantaron regímenes comunistas (la antigua URSS, varios países del Este de Europa que giraron en la órbita comunista, China, Cuba, etc.), y en otros muchos, el pensamiento y la política socialista fueron ganando terreno, bien desde la oposición política o mediante la pluma, dominando cada vez más espacios culturales, bien desde el logro democrático del poder, una vez el socialismo había renunciado al aspecto más violento y revolucionario del proyecto marxista que estimulaba la radicalización de la luchas de clases, la toma del poder político y la instauración de una dictadura del proletariado. Hasta ahora, los filósofos se habían limitado a “interpretar” el mundo, ahora se trataba de pasar a la acción, de “transformarlo”, conduciéndolo hacia una sociedad más humana, menos alienada, menos injusta, más digna. ¿Se ha conseguido, directa o indirectamente? ¿Estamos en condiciones de emitir un juicio mínimamente objetivo? ¿Ha sido el “socialismo real”, los regímenes históricamente existentes, que se han reclamado marxistas, el único socialmente posible? ¿Es legítimo juzgar el ideal (marxistacomunista en este caso) por sus encarnaciones históricas? ¿Se hallaba el fracaso histórico de los países comunistas al que hemos asistido en las últimas décadas de manera mucho más veloz de lo que la mayoría podíamos esperar implícito de algún modo en la propia doctrina marxista o cabe recuperar parte del ideal, del proyecto marxista, eliminando dogmatismos y fanatismos sangrientos, para una encarnación más lograda del mismo? Hay aquí muchas cuestiones pendientes y hasta candentes que exigen otro lugar para ser tratadas. Basta ahora con que tú comiences a plantearte tales preguntas y busques posibles respuestas. Muchos millones de personas cantaron esperanzados el himno de la Internacional, puño en alto. Muchos millones se han sentido defraudados e incluso horrorizados de ver cómo también este ideal se teñía de sangre, se hinchaba de ansias de poder y se desgarraba entre la ambición y la corrupción que han recorrido la historia humana. ¿Qué es el ser humano, como individuo, en su sociedad, en su historia? –seguimos preguntándonos, sabiendo que quizás no hay respuesta definitiva-. 2.4.2. F. Nietzsche y la sospecha del logos/razón F. Nietzsche (1844-1900) pertenece a la segunda generación posterior a Marx. Si éste tiene alma de economista político y de luchador social, Nietzsche tiene alma de artista y de revulsivo cultural. No vamos a hacer un psicoanálisis de estas figuras (no creas que no se ha hecho ya, puedes ver un ejemplo, justamente sobre Nietzsche en la obra de Alice Miller, La llave perdida), especialmente de la enigmática, compleja y fascinante vida de Nietzsche (también un excelente filósofo y psiquiatra, se ocupó de ello, K. Jaspers, en su Nietzsche), sino que nos limitaremos a dialogar un poco con él, para intentar entender lo que pensó y hasta qué punto ha influido en lo que en las últimas décadas se denominó la postmodernidad, ya que muchos de sus proponentes lo reclaman como su principal precursor. El alma de artista de Nietzsche resulta evidente no sólo en sus estudios de piano y su gusto por la música (su admiración, primero y sus críticas más tarde, hacia R.Wagner forman todo un episodio de su vida), no sólo en su primera obra dedicada a El nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música (1872), obra en la que contrapondrá esos dos arquetipos centrales en el mundo griego que son lo apolíneo (del dios del orden, la belleza, la mesura, lo razonable, Apolo) y lo dionisíaco (del dios Dionisos, Baco, paradigma de lo irracional, la desmesura, el desenfreno, la orgía), sino sobre todo en su propuesta del ser humano como ser creativo. Efectivamente, quisiéramos centrarnos en ese aspecto de Nietzsche, aquél que encarna el arquetipo del artista creador, aspecto frente al cual todo lo demás ha de ser subordinado. Si bien la crítica de Nietzsche afecta a la tradición occidental en su conjunto, desde sus raíces socrático-platónicas, desde su componente judeo-cristiano, hasta sus ramificaciones socialistas y humanistas, podemos centrarnos en su crítica a los valores morales, aspecto que constituye una de sus facetas más fascinantes y donde su “destrucción/deconstrucción” de la tradición occidental se deja ver con mayor claridad. No olvides que dijo de sí mismo, “yo no soy un hombre, soy dinamita”, y que propugnaba “filosofar a martillazos”. ¡Diríase, recurriendo a terminología hindú, que encarnaba el aspecto de Shiva el destructor! O, en otra terminología (A. Bailey) que correspondía a un primer rayo, el rayo de la voluntad, del poder, el rayo (manera de ser, tipo de personalidad, podríamos traducir aquí) cuya misión es destruir aquellas formas caducas que impiden la expresión de un nuevo flujo de Vida. Justamente la voluntad de poder terminará siendo el concepto central de la ontología y de la antropología de Nietzsche. Esto significa que el impulso secreto que mueve toda la realidad, y por ende al ser humano, no es el amor ni la voluntad de saber la verdad, sino la voluntad de poder. Y la voluntad es creación libre y gratuita. Eso es lo que quiere el artista: crear libremente, sin tener que atenerse a cánones ya establecidos y prefijados, a normas aceptadas por una sociedad y que hay que seguir y acatar. Aplicado al terreno de la moral, comprenderemos así porqué la crítica feroz y despiadada a los valores morales vigentes. Nietzsche habló de la moral de esclavos y la moral de señores. Según él, originalmente, antes de que se llevara a cabo la “rebelión de los esclavos”, de los débiles (los sin voluntad o con escasa voluntad), antes de que se llevara a cabo esa funesta inversión de los valores naturales que habría regido hasta sus días, “bueno” era todo aquello que estimulaba y ejercitaba la voluntad de poder de los “nobles”, los “poderosos”, sin cortapisas de una moral estrecha. Y “malo” era todo aquello que debilitaba, que impedía el logro de los fines propuestos. Ahora bien, los débiles se unieron para gritar juntos y decir que lo bueno, lo fuerte, lo noble, lo aristocrático, era, en realidad, “malvado”, impuro e indigno. El cristianismo influyó poderosamente en esa valoración, esa perversión de los valores naturales, que permiten espontáneamente que el fuerte ejerza su fuerza y el poderoso manifieste su poder. Esto es la ley de la vida misma y oponerse a ello es oponerse a la Vida, ir contra ella, reprimirla (término que veremos en un sentido más técnico en Freud), obstaculizar su expresión. Así, empezó a promoverse el amor a los débiles, la compasión, la humildad, todos esos valores cristianos que para el fuerte no tienen sentido, que según Nietzsche son contra natura y que terminan debilitando y esclerotizando los sanos impulsos vitales, asociados con la voluntad de expansión, de dominio, de poder. Ahora bien, la inversión de los valores, el error radical había comenzado ya antes, con Sócrates y Platón. En realidad es que no hay tanta diferencia (¿error radical y funesto o expresión de la sabiduría perenne, podrás preguntarte?), ya que, como decía nuestro autor, el cristianismo no es sino platonismo para el pueblo. ¿Qué quiere decir esto? Pues que en última instancia están diciendo lo mismo, pero el cristianismo en terminología religiosa y popular, accesible a todo el mundo, y el platonismo en terminología filosófica más técnica y elitista –pues, al fin y al cabo, también Platón era aristócrata y proponía un gobierno aristocrático, en un sentido que habría que explicar, pues no coincide con la idea negativa de aristocratismo que tú tendrás y que domina hoy-. Así es, el error funesto estaría en la división platónica de dos mundos y en la firme creencia en que el verdadero mundo no es este mundo de los sentidos, del cuerpo, de la materia, sino un mundo suprasensible, el mundo de las Ideas. Además, para colmo, Platón situó en la cúspide de la jerarquía de las Ideas-valores, la noción del Bien e insistió en que la moral era algo objetivo, el Bien no podía inventarse y crearse a voluntad, sino que existía en sí, de manera objetiva, absoluta, incluso fuera del espacio y del tiempo. ¡Justo lo que el rebelde Nietzsche no podía soportar! Él propondrá el hombre auténtico, todavía más el übermensch (noción polémica que generalmente se ha traducido como “superhombre”) como creador de nuevos valores, también morales. Pues rechaza toda objetividad de los valores, toda jerarquía establecida, toda verdad válida para todos. No existe la verdad objetiva, los conceptos no describen la realidad tal como es, sino que son metáforas que intentan describir una realidad viva, la vida en constante devenir, inapresable por la razón conceptualizadora, tal como el racionalismo ha querido y pretendido hacer siempre. La razón, el logos, tan preciado por los griegos, no tiene la última palabra. La voluntad no se somete a ningún logos, a ninguna razón. La voluntad es voluntad de vivir, voluntad de poder, voluntad de ser, de ser libre y creativamente. Como un verdadero artista. Qué duda cabe que no hace falta ser nietzscheano, como si uno se afiliase a un partido y tuviera que seguir todas sus consignas, para reconocer la afilada intuición de Nietzsche y lo acertado de algunas de sus críticas a unas tradiciones, unas instituciones, unos personajes, religiosos, filosóficos o políticos, consiguiendo desenmascarar la voluntad de poder, de ambición, de placer que se ocultan tras tanta máscara de beatitud, de humildad, de servicio, de honradez. A martillazos, Nietzsche consiguió quebrar muchas imágenes esclerotizadas del ser humano, logró resquebrajar el espejo oxidado en el que se miraba la humanidad, viendo un rostro que no era el suyo, gritó contra la represión irracional de lo irracional, contra el puritanismo sexual -y moral en conjunto- que paralizaba al ser humano en su época y vivió y pensó apasionadamente la vida vivida, el aquí y el ahora, hasta el punto de jugar, como metáfora favorita, con la imagen del eterno retorno. Esto, en Nietzsche, no parece significar una teoría que pretenda valor de verdad frente a la realidad; no implica la creencia en que todo lo sucedido volverá a repetirse con pelos y señales, de manera interminable, sino probablemente, la metáfora de ese amor apasionado a la vida, no sólo en sus momentos placenteros, sino también en sus momentos dolorosos, en los que el sufrimiento parece dar la razón a la primera verdad buddhista –sarvam dukkham, todo es sufrimiento-, y ante cuyo conjunto Nietzsche proclama su amor fati, ese amor al destino que le hace exclamar: ¡Esto es la vida, pues venga otra vez! … Y otra y otra y si hace falta otra, en un retorno inacabable, pues la vida, esta vida corpórea, encarnada, terrestre, es todo lo que, al parecer, tenemos, y por tanto es extraordinariamente valiosa, incomparablemente valiosa ¿Y con qué íbamos a compararla, con una ficción de realidad celestial? No, demasiado incierto, demasiados cuentos nos han contado ya en esta vida, demasiada fe ciega, demasiado fanatismo sangriento, demasiada certeza destronada, demasiada moral opresora y culpabilizadora. Nada de culpa, nada de resentimiento. Dejemos eso para los de voluntad débil. No hay tiempo para ello. Hay que crear, no sólo obras de arte, sino también y en primer lugar vidas de artista, vidas artísticas, artistas de la vida, nuevos valores. Creatividad, impulso creativo, eso es la Vida, eso eres tú. Durante un tiempo, la dinamita que Nietzsche había hecho estallar –recuerda que fue él quien, en una de sus obras más célebres, quizás su obra maestra, Así habló Zarathustra, había proclamado el “Dios ha muerto”, algo todavía impronunciable en el siglo XIX- produjo destrozos (morales e intelectuales) y causó estragos (entre muchos de los creyentes que despertaban a una nueva posibilidad). Algunos de sus críticos se apresuraron a declarar que Nietzsche no era un filósofo, que lo que hacía no merecía el nombre de filosofía; era quizás un poeta con fuerza expresiva, un artista de la palabra (probablemente más que del piano), un rebelde sin causa que criticaba ferozmente la cultura en la que había vivido y hasta sus mismas raíces, un “enfermo” que acabó “loco” por su manera de pensar, y otros muchos descalificativos que hacían perder de vista el corazón de su pensamiento. Casi fue necesario el pensar esencial de un Heidegger (con una voluminosa obra dedicada a nuestro autor, además de otras conferencias y cursos publicados y referencias aquí y allá) para que muchos se tomasen en serio a Nietzsche en tanto que filósofo. Es cierto que Nietzsche padeció dolencias varias, es cierto que fue una persona físicamente débil y enfermiza, es cierto que la razón dejó de habitar en él durante los últimos años de su vida, es cierto que muchas de sus críticas carecen de la fundamentación filosófico-racional que muchos de los filósofos “a la manera clásica” – como les gustaba decir a los neo-acropolitanos- no soportaban la falta de “rigor” de la argumentación nietzscheana, pero todo ello no basta, ni mucho menos, para descalificar su obra o su persona. Antes al contrario, la historia está mostrando que Nietzsche supone un reto para una determinada manera de entender la filosofía y que la lucidez de su pensar fragmentario y poético está influyendo mucho más de lo que gran parte de sus precipitados críticos, quizás incapaces de integrar su propia sombra filosófica, podían imaginar y desear. Todo ello, repito, sin necesidad de declararse nietzscheano, sin necesidad de compartir muchas de sus tesis ontológicas, éticas y antropológicas. Su noción de superhombre no quedó suficientemente dibujada. Quizás como en el caso de Marx era más importante la crítica del pasado que la construcción del futuro, era más necesario liquidar viejas estructuras de poder (filosófico, intelectual, religioso, político) que diseñar con precisión el nuevo ser humano que podría surgir. Otro pensador, medio siglo después de siglo utilizaría la noción de superhombre, pero en un sentido distinto, que quizás tendremos ocasión de ver. No estamos ya en Occidente, sino en Oriente, no ya en Nietzsche, sino en Sri Aurobindo. 2.4.3. S. Freud y la sospecha de la conciencia El mismo año que moría Nietzsche, 1900, con el cambio de siglo, publicaba Sigmund Freud (1856-1939) su primera obra importante, La interpretación de los sueños, pudiendo situarlo unas dos generaciones más tarde que aquél. Freud ha pasado a la historia como fundador del psicoanálisis, un método psicoterapéutico que revolucionó la imagen del ser humano que se tenía hasta entonces. En cierto sentido, puede decirse que Freud ahonda en uno de los puntos que Nietzsche había destacado. Si en un caso la voluntad de verdad es desenmascarada como siendo en el fondo “voluntad de poder” (Nietzsche) y la razón (logos) es vapuleada por haber oprimido a los instintos vitales, en el otro (Freud), la conciencia es desplazada del lugar central que ocupaba en la imagen del ser humano y aparece como poco más que la punta de un iceberg movido en las turbulentas aguas de la psique por un continente helado, invisible, sumergido, pero enorme y determinante de los movimientos de aquella: el inconsciente. Freud ha recibido su formación como médico y psiquiatra en las últimas décadas del siglo XIX, compartiendo la actitud positivista (el positivismo es otra corriente filosófica importante del siglo XIX encabezada por A. Comte y que comparte la crítica a la metafísica que hemos visto tanto en Marx como en Freud) y materialista que había crecido vertiginosamente desde la segunda mitad de ese siglo. Sin embargo, al encontrarse con algunos casos de histeria (enfermedad mal conocida en su época para la que ni el diagnóstico ni el tratamiento estaban claros, pero cuyos síntomas se repetían, provocando convulsiones incontrolables, parálisis de algunos miembros, etc.) su vida dio un vuelco. Sobre todo al conocer la hipnosis como método y ver cómo el doctor J. Breuer a través de ella conseguía que el histérico, al menos durante el tiempo en que permanecía bajo sugestión hipnótica, lograra eliminar sus convulsiones o su parálisis. Esto era prueba indudable de que no había una lesión orgánica que provocara tales síntomas. ¿Y si no lo había, por qué se producían tales trastornos? Algunos médicos de la época opinaban que el histérico estaba fingiendo y se trataba de un intento desesperado por llamar la atención, de los familiares y/o del médico. Freud pronto vió que esta explicación era insuficiente y que debía tratarse de algo más profundo. Algo más profundo, pero de lo cual el paciente no era consciente. Quizás un trauma, un shock psicológico había provocado que una parte de la mente diera una orden determinada que a partir de entonces quedaría profundamente grabada en la psique inconsciente del paciente impidiendo realizar los movimientos normales o evitar determinados gestos convulsivos. Lo cierto es que Freud comenzó a visitar a pacientes que sufrían lo que llamaremos de una manera genérica trastornos neuróticos (en clasificaciones posteriores, la histeria sería un tipo de neurosis entre otros) y cuando tomó conciencia de las limitaciones del método hipnótico, dado que la curación no era duradera, comenzó a desarrollar su propio método terapéutico. Para ello se sirvió del análisis de los sueños, de la interpretación de los actos fallidos (lapsus, equivocaciones, errores sorprendentes, olvidos significativos, etc.) y sobre todo de una gran paciencia para escuchar lo que los pacientes le iban revelando. No en vano, el psicoanálisis se ha llamado también “la cura por el habla”. Efectivamente, al hablar, el paciente iba liberando algunas de sus tensiones, se sentía comprendido y aliviado. Pero esto tampoco era suficiente. Con la acumulación de casos, Freud fue creando su propia concepción acerca de la estructura de la psique. Su intuición original acerca de la importancia de una dimensión inconsciente del psiquismo fue madurando y cobrando forma. De tal modo que la conciencia (aquél campo del cual nos damos cuenta) se mostraba como una pequeña porción de la psique, junto a lo que Freud llamó el pre-consciente (la zona de la que no somos conscientes en un momento determinado, pero podemos llegar a serlo con facilidad –como aquél nombre que decimos tener “en la punta de la lengua”, pero en ese momento no podemos recordar-) y sobre todo junto a ese desconocido océano que permanecía por debajo del umbral de la conciencia y de cuyos contenidos no resultaba fácil hacerse consciente: lo no-consciente o in-consciente (Freud decía en alemán un-bewusstsein), también denominado en ocasiones sub-consciente, al hallarse simbólicamente por debajo de la conciencia. Seguramente te habrá llamado la atención el hecho de que Freud, pese a su formación científica y positivista, que le exigía no aceptar más que los hechos científicos positivamente demostrados, se estaba metiendo en una zona pantanosa, en un mundo al que, en principio, parece que sólo uno mismo, aquél que tiene las vivencias correspondientes, puede acceder, el mundo de lo psíquico, que pertenece a la propia subjetividad. Y allí es muy difícil ser objetivo y científico. Así pues, nos encontramos con que Freud pretende aplicar el método científico a un objeto, un campo de estudio (la psique) que parece escapar a ese dominio. Será eso lo que hará que pronto las escuelas psicológicas que querían ser más estrictamente científicas y objetivas, especialmente el conductismo, rechazaran el psicoanálisis freudiano como poco científico. Efectivamente, el conductismo nació con la intención de convertir, por fin, la psicología en una ciencia rigurosa, en una ciencia natural, y para ello lo primero que hizo fue delimitar el campo de estudio que podía ser analizado científicamente. Y decidió que la psicología tenía que dejarse de métodos introspectivos (mirar dentro de uno mismo), como hacían algunas escuelas psicológicas de la época y de objetos invisibles e inapresables y tenía que limitarse a analizar la conducta, el comportamiento, de los seres humanos y de los animales, pues lo que importaba era comprender cómo y por qué actuamos como actuamos y para ello el estudio de las leyes que rigen el aprendizaje sería un paso muy importante. El conductismo, con nombres tan influyentes como Watson o Skinner, pasó a ser la escuela de psicología más influyente de la primera mitad del siglo XX, junto con el psicoanálisis. Ambas escuelas dominaron la escena psicológica durante más de medio siglo. Pero volvamos a Freud. Más concreta que la distinción entre in/pre/ y consciente, fue la diferencia que estableció entre lo que llamó, utilizando en ocasiones términos latinos, el id, el ego y el superego. Es importante que comprendas bien el significado de estos tres términos en Freud, pues en ellos se encierra buena parte de su concepción del ser humano y ofrece una imagen muy determinada de lo que Freud pensaba que constituía nuestra naturaleza. El ello (id) es esa parte ‘impersonal’, irracional, instintiva, impulsiva, esa caldera psico-biológica en la que bullen todas las pulsiones más básicas que forman la naturaleza original, animal, del ser humano. El “ello” se rige por el principio de placer, es decir, no sabe nada de deberes sociales, de obligaciones morales, de responsabilidades personales, de razonamientos mentales; su motivación básica es experimentar placer, busca repetir las experiencias que le resultan agradables y quiere evitar a toda costa las situaciones que le resultan desagradables, dolorosas, difíciles, incómodas. Es la sede no de la razón sino de los instintos. Y según Freud eran dos los instintos principales; aquí utilizó términos griegos y habló de Eros y de Thanatos. Al dios Eros lo conoces más, aunque quizás sólo en una de sus versiones más divulgadas, aquella que se relaciona con lo “erótico”. Justamente, en este término se asocian dos conceptos que también Freud relacionaba estrechamente: el amor y el sexo. En ambos casos el “deseo” constituye su motor principal. Tanto que podríamos traducir eros por “Deseo” (término al que Lacan concederá un lugar todavía más central en su elaboración del freudismo). Deseo de vivir (el eros es instinto de supervivencia), deseo de placer (el eros es ante todo deseo de placer sexual), caracterizan a este primer instinto básico que ocupará el centro de la atención de Freud. Tan importante será que puede afirmarse que quizás el hilo conductor del pensamiento de Freud consiste, justamente, en la idea de que una incorrecta expresión de este Deseo, será la causa de la mayoría de las perturbaciones psicológicas; más concretamente, la represión del deseo (sexual), esto es, no sólo el acto de no vivirlo realmente, no tener relaciones sexuales satisfactorias, sino sobre todo, el hecho de apartarlo de la conciencia, de no querer reconocer su existencia, de no aceptarlo por considerarlo moralmente feo, grosero, bajo, indecente, repugnante, inmoral. Tendremos que volver a esta noción central que es la represión. Thanatos es el ámbito relacionado con la muerte. En toda vida parece haber también un impulso que nos guía ineluctablemente hacia la muerte. En ocasiones (quizás cuando el eros es perturbado) se llega a “desear morir”. Freud lo relaciona también con el instinto de destrucción, que cuando se dirige hacia una mismo degenera en auto-destrucción, total como en el caso del suicidio o parcial, como en el caso de las auto-lesiones (¿recuerdas a Van Gogh, no el grupo de música, aunque de ahí toma su nombre, sino al gran pintor holandés que se cortó –un trozo de- una oreja en un momento de agudo desequilibrio psíquico?). Vida y Muerte, en definitiva, Eros y Thanatos como dos caras de la moneda de lo Real. Amor y Odio son, quizás, dos manifestaciones de esos impulsos fundamentales en el ser humano. Si analizamos el desarrollo del ser humano desde el nacimiento, tarea que desde hace décadas se encarga de estudiar minuciosamente la psicología evolutiva, podemos decir que, en la concepción freudiana, el bebé es puro ello, una masa de instintividad, un manojo de impulsos. Todavía no se ha desarrollado el ego ni el superego. A medida que va recibiendo una educación y asimilando una serie de experiencias (experiencias tempranas que tan importantes sabemos hoy que son para el resto de nuestra vida, pues marcan a fuego ciertos rasgos de nuestro carácter, que luego resulta muy difícil cambiar), el niño comienza a desarrollar un yo y un superyo. Déjame que te explique primero el surgimiento del super-ego, pues en realidad, la personalidad terminará siendo una especie de sándwich, en el cual el pobre ego no será otra cosa que aquello que queda aprisionado entre el ello y el superyo, el alimento de la vida, presto a ser devorado por los instintos incontrolados del ello o por las exigencias excesivamente severas del superyo. El super-ego no es sino la interiorización de las normas que nos enseñan o imponen nuestros padres y la sociedad en su conjunto. El superego es un aspecto de la conciencia moral (fíjate que Freud entiende la conciencia moral de un modo que tendrá grandes repercusiones en la imagen del ser humano que resulta de su concepción), aquella parte de la psique que presionada por la insistencia de nuestros padres y/o educadores ha quedado incrustada en nosotros para decirnos lo que “debemos” y lo que “no debemos” hacer (¡y también pensar, sentir y decir!). Dicho metafóricamente, es la imagen de nuestro padre que nos hemos tragado sin digerir, del padre severo, el padre castigador, el padre autoridad (hoy en muchas ocasiones este papel lo desempeña la madre) que nos prohíbe y nos manda. El superego es un especialista en mandar y en prohibir. Es el padre-policía que vigila y castiga. Es el rey del “no”. Del “no” a los instintos que rigen el ello, del “no” al deseo de placer que siente el niño. Del “no” a los modales que no se ajustan a lo que socialmente se considera que debe ser. El superego es el portavoz del “eso no se hace, eso no se dice, eso no se toca”. En el superego se halla el ideal-del-yo, el modelo que nos han impuesto y al que se supone debemos amoldarnos. El superego está regido por el principio de responsabilidad. Pues bien, entre el “perro de arriba” (el superyo que ladra a todo lo que se mueve) y el “perro de abajo” (por emplear esta expresión de F. Perls, fundador de la terapia Gestalt), el ello que no persigue más que la realización de sus propios deseos, en el medio de ese campo de fuerzas en conflicto (¡acertada metáfora para la imagen que Freud se hace del ser humano! un campo de fuerzas en conflicto, entre el placer y el deber, entre el egoísmo individual y la necesidad de convivencia social, entre el ello y el superyo, entre la naturaleza, la biología y la cultura) aparece poco a poco la cabecita del ego, el “yo”, esa parte de la psique que tiene que soportar las presiones de ambos lados y vivir como pueda, aplicando el principio de realidad, esto es buscando un equilibrio siempre inestable, buscando satisfacer a ambas partes, cosa difícil, ciertamente. El arte de vivir sería el arte de lidiar con nuestras fuerzas instintivas, por una parte, y con las presiones sociales, por otra. Entre unas y otras, el ego ha de ir fortaleciéndose para no sufrir excesivamente y quedar dominado o aplastado por una u otra de tales fuerzas. Es con este ego con el que nos identificamos. Nuestra parte consciente, racional, la que delibera, la que decide, la que elige entre distintas alternativas… ¡o eso cree! pues la sospecha levantada por Freud consiste justamente en hacernos dudar de que nuestras motivaciones y nuestras decisiones sean tan racionales como creemos. En realidad, muy fácilmente, en la mayoría de nosotros, en gran parte de los casos, no sería la razón sino el deseo el que rige nuestra conducta, el deseo inconsciente. De ahí que nuestra vida sería un sutil auto-engaño, una curiosa ilusión, ya que creeríamos estar guiando la nave de nuestra vida, pero la dirección la imprimiría, en realidad, la masa sumergida, inconsciente, de nuestra psique, con oscuras peleas por el poder, ora dominando el pirata del ello, ora controlando el tirano racionalizado del superyo. Ya ves qué panorama nos presenta Freud. Recuerda que la intención original del psicoanálisis es crear un método psico-terapéutico, capaz de ayudar a soportar las tensiones de las neurosis, el sufrimiento que acarrea el desequilibrio entre esas fuerzas que nos constituyen. Lo que sucede es que, precisamente para poder sanar la psique -esa es la definición y la pretensión de la psique-terapia (psico-terapia)- conviene tener un mapa que represente el campo sobre el que se trata de operar y que permita comprender los procesos que tienen lugar en él. De ahí que, a medida que Freud iba gestando el método terapéutico, iba también elaborando toda una psicología de la personalidad, en la que destaca la estructura de la psique, tal como hemos estado viendo, así como otra serie de “mecanismos” de los que me gustaría hablarte luego, lo que se ha llamado “mecanismos de defensa” (como ves, la imagen freudiana del ser humano nos presenta como un campo en conflicto, en guerra interior; veremos quién ha de defenderse y de qué). Pero antes, quería insinuar que Freud no se quedó ahí, sino que sus reflexiones le llevaron mucho más lejos de lo que permite el método científico (aunque él pretendía no abandonarlo) hasta elaborar toda una antropología filosófica (una concepción articulada del ser humano) e incluso toda una filosofía de la cultura, ya que reflexionó y escribió abundantemente sobre fenómenos como la religión (puedes leer su obra El porvenir de una ilusión), la cultura y su papel entre represivo y sublimador para el ser humano (El malestar en la cultura es otra de sus obras representativas de este esfuerzo reflexivo) y un gran espectro de temas que han influido notablemente en toda la cultura del siglo XX. No quisiera despedirme de Freud sin recordarte algunas de sus ideas sobre los sueños, así como sobre los mecanismos de defensa a los que antes me refería y en relación con estos la importancia que concedió a la sexualidad, algo que no ha quedado suficientemente de manifiesto en lo anterior, a pesar de que se ha tachado su enfoque de pansexualismo. Es cierto que si en Marx, el motor del ser humano son las fuerzas económicas y en Nietzsche la voluntad de poder, en Freud puede decirse que lo es la fuerza del deseo sexual. Efectivamente, tanto su interpretación de los sueños como su análisis de los mecanismos de defensa, y en general la mayoría de los temas que tocaba están impregnados de referencias a la sexualidad como base de la problemática psicológica humana. Comencemos por su “interpretación de los sueños”. Una vez convencido de que buena parte de los problemas psíquicos se cocían en el inconsciente, la cuestión era cómo hacer hablar al inconsciente, o cómo escucharle, en definitiva, cómo saber lo que contenía, las fuerzas que se desataban en él y que producían trastornos neuróticos o incluso psicóticos. Estos últimos son más graves, provocan una desestructuración mayor de la personalidad y resultan mucho menos manejables por la persona que los padece y mucho más difíciles de sanar, ya que la persona no sólo sufre, sino que parece haber “perdido la razón”, como coloquialmente se dice al referirse a la “locura”, término ya trasnochado que conviene sustituir por el de psicosis en alguna de sus vertientes, por ejemplo la esquizofrenia, una de las más conocidas. Ante la dificultad que presenta el tratamiento de las psicosis, Freud se centró principalmente en las neurosis (obsesivocompulsiva, de angustia, histérica) y en ellas pensaba fundamentalmente al elaborar sus teorías. Pues bien, poco a poco, Freud llegó a la conclusión de que los sueños constituyen “la vía regía” para acceder al inconsciente. Ahora bien, los sueños suelen ser extraños e incomprensibles, rara vez sabemos lo que significan, si es que significan algo, pues justamente el mérito de Freud radica en haberse tomado en serio la posibilidad de que los sueños tuvieran un significado, fueran significativos y resultaran importantes para la comprensión (y la sanación) de la persona que había acudido a su consulta. Si no resulta obvio lo que los sueños quieren decir, será necesario “interpretar” el contenido de los mismos. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo interpretarlos, cuando la mayoría de las veces parecen absurdos, aparecen personajes extraños, hacemos cosas que nunca se nos ocurriría hacer en la realidad, etc.? Freud fue comprendiendo que el inconsciente utilizaba un lenguaje simbólico. Sabes que un símbolo es una imagen, una representación, un signo, algo que remite a otra cosa, que dice más de lo que parece que dice, que insinúa algo que no puede ser dicho directamente, que nos envía a otra realidad distinta de la que muestra el símbolo. ¿Por qué habla mediante símbolos el inconsciente? Y ¿qué reglas de interpretación debemos usar? El inconsciente habla en símbolos, según Freud, porque es la manera de engañar a un “censor” (el que ejerce la censura y dice lo que está permitido ver o leer y lo que no, como sucede en los regímenes autoritarios en los que se censuran películas, libros, etc.) que habría en nuestra psique (sin duda un delegado del superego) y que durante el tiempo de vigilia (cuando estamos despiertos) impide que los contenidos reprimidos y guardados en el inconsciente hagan su aparición reclamando sus derechos. Imagínate que al pasar por la pastelería que hay junto a tu casa has visto una tarta de chocolate que te apetece muchísimo (o una persona del sexo opuesto a la que has deseado), pero por las razones que sean no puedes comprártela (o no puedes entablar una relación con ella). Pues bien, si el deseo es muy intenso y ha sido reprimido, puede que alguna noche (no hace falta que esa misma noche, pues en el inconsciente no hay tiempo, o al menos no funciona como el tiempo de las vivencias conscientes) sueñes con algo que simbolice una situación en la que estás satisfaciendo el deseo reprimido, de modo que te ves comiendo la tarta de chocolate (o haciendo el amor con la persona deseada). Ahora bien, como tu parte consciente tiene prohibido comer ese pastel (puede hasta que sea razonable, porque el chocolate te sienta fatal) o desear a esa persona (está casada, por ejemplo, y tu moral te prescribe respetar tales lazos), va a enmascarar el pastel o la persona y en sueños aparecerá algo que, pese a tener alguna secreta relación, no dará la impresión de ser ese pastel o esa persona. Por ejemplo, puedes soñar que estás comiendo una ensalada con aceitunas negras, o que estás conversando con la madre de un amigo y ella lleva un traje con círculos rojos y tú un sable del siglo XIX que viste en una foto de tu bisabuelo. En la interpretación, Freud distingue entre el “contenido manifiesto”, las imágenes tal como aparecen (la ensalada con aceitunas o el traje y el sable), y el “contenido latente”, el significado oculto del sueño y lo que el inconsciente quiere revelar a la conciencia para liberarse del peso de lo reprimido, en este caso, las aceitunas negras podrían simbolizar el chocolate, el traje con círculos rojos y el sable simbolizarían los órganos genitales femenino y masculino, respectivamente. No te extrañes, pues precisamente Freud interpretaba cualquier objeto con forma redondeada o con cierta profundidad, como símbolos del sexo femenino, mientras que todos los objetos puntiagudos eran vistos como símbolos del miembro viril, del falo. Ni que decir tiene que los ejemplos son muy simples y en la obra de Freud hallarás múltiples interpretaciones de casos concretos que te permitirán entender mejor los mecanismos utilizados, pero sirven para insinuar por dónde iba la interpretación de Freud. Él decía que se producían dos mecanismos fundamentales, el de desplazamiento y el de condensación. Por el primero desplazas el lugar o la persona, la transformas, haces que aparezca otra persona distinta (no la prohibida persona casada que secretamente deseabas, sino la madre viuda de tu amigo, a quien conscientemente consideras más admisible desear), por el segundo puedes llegar a “condensar”, a reunir, a sintetizar, varias situaciones o personas en una sola. De esa manera, el inconsciente enmascara el verdadero rostro del deseo y trata de colarse por las rendijas del sueño, mientras el censor está dormido. En suma, para Freud, el sueño ha de entenderse como la realización sustitutiva de un deseo reprimido. Vayamos, pues, con la represión como el primero de nuestros mecanismos de defensa. ¿De qué hemos de defendernos con estos mecanismos? –preguntábamos antes-. Ahora podemos responder con un concepto central en la teoría freudiana y que hasta el momento no había aparecido: de la angustia. De la angustia generada ante el surgimiento de contenidos inconscientes reprimidos. Se ha reprimido (por ejemplo el deseo de hacer el amor con aquella persona con la que terminaste soñando) porque parecía inaceptable a tu conciencia moral. Pero –recuerda bien este lema freudiano- “lo reprimido siempre retorna”, y a veces de manera obsesiva, o bajo formas perversas, inadecuadas, patológicas, enfermizas, etc. Así que, cuando bajas la guardia (de la atención mental controlada por el superyo incrustado en tu yo), ciertas imágenes asociadas al deseo que presiona por manifestarse tienden a aparecer en tu conciencia, y en cuanto asoman la cabeza, esa parte de ti que las considera obscenas e inmorales, sufre un sobresalto, se angustia de ver que estás pensando otra vez en eso y rápidamente coges la tapadera y vuelves a presionar esa imagen, esa idea, ese deseo, al cual se asocia una carga de energía psíquica, hasta que consigues guardarla otra vez en el baúl del inconsciente. Pero claro, cada vez el deseo es mayor y quiere manifestarse, así que empiezas a ver una película y surgen asociaciones automáticas con imágenes de tu deseo (que ya casi empieza a ser obsesivo), así que tienes que volver a la lucha para suprimir la angustia: el perro de abajo ladra porque quiere comer, el perro de arriba ladra porque hay mucho escándalo en la calle y tú, tu ego ya no sabe muy bien qué hacer, crucificado entre la fuerza del deseo que presiona desde abajo y la amenaza culpabilizante que pende cual espada de Damocles desde arriba. Imagínate el desgaste energético, vital, emocional, que supone toda esa lucha innecesaria. Y además el problema queda sin resolver. Al contrario, la represión, por basarse en una mentira, en un ocultamiento, en un auto-engaño, no puede hacer más que empeorar las cosas. Una mentira, porque consiste en querer creer que no siento lo que siento, que no deseo lo que deseo; un ocultamiento porque no quiero ver la realidad de mi deseo; un auto-engaño, porque yo termino ignorando y negando parte de mi realidad viva. Fíjate que es muy importante distinguir entre la represión (como mecanismo inconsciente de defensa ante algo que no quiere ser reconocido por la conciencia) y el control consciente, y si quieres, la sublimación, otro de los mecanismos de defensa analizados por Freud (y más tarde por su hija Anna Freud, en un libro que lleva por título justamente, El yo y los mecanismos de defensa) y hasta cierto punto posible salida de la represión. Efectivamente, mucha gente cree que represión es todo aquello que impide la realización de un deseo. Así, si me apetece pegarle un puñetazo a quien me ha hecho garabatos en el libro y no lo hago, me estoy reprimiendo. Si me apetece “enrollarme” sexualmente con alguien y no lo hago, es que soy un reprimido. Pues no, no es ese el sentido técnico en que Freud lo emplea. Para que haya represión, en sentido técnico freudiano, hace falta que mi conciencia no quiera reconocer la existencia de ese deseo, la niegue, y además que lo considere moralmente inaceptable y denigrante, de ahí que no pueda permitirme reconocer que eso se da en mí. De otro modo, se trata de un “control consciente y voluntario” de un impulso o un deseo, algo que no debe identificarse con la represión. Claro que la frontera no es tan nítida como nos gustaría y en ocasiones un presunto control deliberado puede ser la tapadera, la racionalización de un gesto de represión, que ni siquiera reconozco como tal. Pero no compliquemos más las cosas. No neguemos la posibilidad de actos oportunos de control consciente de los instintos, cosa grave, pues sería negar uno de los rasgos de la conciencia y la voluntad más significativamente humanos, y pasemos a esbozar el significado de la sublimación en Freud. La sublimación consiste en dirigir la energía psíquica asociada a un impulso o deseo que de manera espontánea se dirige a un objetivo social y moralmente mal visto (por el superego) hacia un objetivo que resulta más aceptable socialmente. Así, puedo “canalizar” mi agresividad mediante un deporte de riesgo, o puedo sublimar mi deseo sexual, cuando no puedo liberarlo como me gustaría (para Freud el deseo sexual supone una carga de energía que genera una tensión que busca liberarse), mediante la composición de románticos poemas de amor platónico o a través de cuadros que expresan mis “sueños” y deseos (piensa en algunos cuadros de Dalí, por ejemplo, mostrando la influencia que el psicoanálisis tuvo en los surrealistas). Así pues, la cultura en su conjunto, podría verse, en la interpretación freudiana, como un monumento a la sublimación, como manera de evitar una represión patógena. Aunque de nuevo la frontera entre la conciencia y el inconsciente, entre lo voluntario y lo involuntario, la sublimación y la represión son más difusas de lo que, justamente, el pensamiento racional quisiera que fueran. Terminaré seleccionando, de entre los muchos mecanismos de defensa que el psicoanálisis ha analizado (además de la represión y la sublimación están la regresión, la identificación, la negación, la reacción a lo opuesto, la proyección y otros), aquél que me parece uno de los más empleados y de los más interesantes: la proyección. El término “proyectar” lo conoces y tiene múltiples significados. Si recuerdas, vimos uno de ellos al hablar de la crítica de la religión en Marx, cuando mencioné a Feuerbach diciendo que para él, la noción de Dios era la proyección de las mejores cualidades humanas no vividas; como si hiciéramos un paquete con el amor más puro, el poder más completo, la sabiduría total y al no verlos en nosotros realizados los lanzáramos, los proyectáramos y los enviásemos hacia lo alto, colocándolos, atribuyéndoselos a un Ser imaginario al que llamamos Dios. Es curioso, porque en este caso lo proyectado es positivo, mientras que en el psicoanálisis lo proyectado suele asociarse con rasgos negativos (o considerados como tales y por ello precisamente reprimidos), aunque algunas corrientes psicológicas posteriores, revisando las aportaciones del psicoanálisis, hayan insistido en que la proyección puede ser también de rasgos positivos (pienso en la psicología humanista y la psicología transpersonal, de las que espero poder hablarte en otro momento). El caso es que de nuevo la angustia y la represión hacen su presencia para comprender la proyección. Efectivamente, como decíamos, todo mecanismo de defensa huye de la angustia que experimenta ante la emergencia a la conciencia de un contenido reprimido. Pues bien, en la proyección, atribuyo a otro y experimento una fuerte emoción negativa hacia él, algún rasgo que justamente no acepto en mí, aunque oscuramente sepa que lo tengo, y que por ello mismo he reprimido. De ahí que su aparición (al verlo en otro), haga que resuene en mí, que lo active en mí, pero como no puedo reconocer que yo lo tengo y lo rechazo con fuerza, arremeto contra aquél que lo manifiesta. Para entender bien la proyección, hay que tener en cuenta que poco importa que el otro tenga realmente ese rasgo (sea un chulo, una coqueta, un seductor, etc.), no es eso lo que está en juego, sino que lo importante es la carga emocional que genera en mí, justamente al activar ese contenido reprimido. Si así no fuera, el que veo ante mí sería un chulo, una mujer coqueta o un varón seductor, pero pese a poder reconocerlo y mostrarlo objetivamente, no desataría en mí esa tormenta emocional y esa crítica feroz hacia el otro, que nos permite reconocer que está teniendo lugar una proyección. Muchas “cazas de brujas” se han llevado a cabo por el desencadenamiento de la proyección psicológica unida al poder político. Así es, no sólo se puede proyectar sobre un individuo (hasta convertirlo en “chivo expiatorio” de todos nuestros males), sino sobre grupos, colectividades o hasta pueblos enteros, de modo que los criticamos arrojando sobre ellos la culpa que experimentamos secretamente cuando vemos aparecer en nuestra conciencia ciertos deseos, tendencias, imágenes o ideas. Un caso analizado por el psicoanálisis es del varón muy “macho” (aunque con ciertas tendencias homosexuales no reconocidas) que crítica y se burla del “maricón” desde una actitud homofóbica insultante y enervada. Otra situación similar es la de la incomprensión de las manifestaciones eróticas de los jóvenes más atrevidos, por parte de aquellos que han reprimido su sexualidad o no la ven con buenos ojos, de modo que ciertas conductas de los jóvenes les parecen absolutamente abominables y les sacan de quicio, poniéndoles extremadamente nerviosos. Este “sacar de quicio” de manera poco razonable es lo que caracteriza la proyección, recordémoslo. Uno puede argumentar contra la naturalización de la homosexualidad, como puede considerar inoportunas e inadecuadas ciertas expresiones de lo erótico, no estamos ahora buscando la posible verdad o validez de cada una de esas posturas; pero lo que delata la existencia de la proyección como mecanismo de defensa ante la angustia experimentada por la irrupción del inconsciente reprimido es esa alteración emocional y esa crítica feroz hacia aquél a quien convertimos en percha de nuestras proyecciones. He tratado de espigar algunas de las muchas ideas interesantes pensadas y expuestas por Freud, tratando de destacar aquello que me parecía más relevante e interesante para nuestro objetivo, el de preguntarnos por la imagen del ser humano que ofrece, así como para nuestro nivel, el de una introducción-invitación al pensar filosófico. Por tanto, no he tomado partido ni he entrado en debate con tales ideas, analizando cuáles me parecen defendibles hoy y cuáles no. Lo que sucedió con el conductismo, la consideración del psicoanálisis como poco científico teóricamente y poco resolutivo terapéuticamente, ha seguido teniendo lugar y actualmente en esas academias del saber que son las Universidades rara vez se toma en serio el psicoanálisis. Ahora bien, eso no quiere decir que se haya demostrado su no-validez o que sea un sistema enteramente falso y que se pueda descartar por entero. En realidad no muestra más que la concepción hegemónica del saber (con tendencias cientificistas) y el rechazo de otros enfoques (hermenéuticos) que ponen en cuestión la suficiencia de la psicología y la psiquiatría actual (cognitivista, biológica, etc.). 3. ¿Habla la psico-logía todavía del alma? Del psicoanálisis a la psicosíntesis: las aportaciones de la psicología transpersonal Los maestros de la sospecha, aceleradores del proyecto ilustrado de emancipación de una religiosidad institucionalizada y de una metafísica dogmática y pretenciosa, han infligido serias heridas a la apolínea imagen clásica del ser humano. Hemos visto ya tres de las cinco humillaciones sufridas por el orgullosamente angelical hombre que creía conocerse a sí mismo: la humillación cosmológica producida por la revolución copernicana, a partir de la cual la Tierra no es el centro del universo, sino una mota de polvo perdida en una pequeña galaxia del ilimitado Cosmos; la humillación biológica forjada por Darwin que nos llevó a preguntarnos si realmente nuestro origen era celeste y “divinal” o más bien terrestre y animal; en tercer lugar, la humillación psicológica provocada por Freud y Nietzsche al mostrar que la conciencia y la razón solares no están tan en el centro del cosmos humano como hasta entonces se había pretendido. Pues bien, el siglo XX asistiría todavía a dos humillaciones más, ambas relacionadas entre sí y encaminadas a convencernos de la muerte y disolución del ser humano. La cuarta se ha denominado “humillación estructuralista” (Levi-Strauss, Foucault, Lacan, etc.) y la quinta: “humillación informática”. En ambos casos, la naturaleza humana, exenta de una presunta esencia espiritual o metafísica, ha quedado reducida a una serie de estructuras económicas, sociales, culturales, políticas, particulares, que hacen añicos la idea de una universalidad de lo humano. El humanismo deja de estar de moda. Después de Dios, hemos matado también al hombre. La quinta humillación, posibilitada por la revolución informática, ha puesto en primer plano el ordenador como metáfora privilegiada para entender al ser humano. La mente humana, la alabada razón griega, la inmaterial mente cartesiana, no sería sino un mediocre “procesador de información”. En suma, la diferencia ontológica entre el ser humano y la máquina parece diluirse. Si una máquina puede “pensar” (Turing), la “esencia” del ser humano ha quedado reducida a silicio y microchips. Dicha metáfora será tomada en serio por la psicología cognitiva, heredera del proyecto conductista, la segunda gran corriente psicológica durante toda la primera mitad del siglo XX, junto con el psicoanálisis freudiano. Conductismo y cognitivismo formarían el ala científica de la psicología. Ésta, convertida en ciencia, ha avanzado considerablemente en el análisis de aspectos particulares de la conducta y de la cognición humana y en gran medida la psicología cognitiva, parte del más amplio racimo de “ciencias cognitivas”, se ha convertido en la psicología oficial enseñada en la mayor parte de las facultades de psicología. Tanto en su aspecto teórico como en su dimensión práctica, en tanto que psicoterapia, hoy la psicología académica, científica, es, ante todo, psicología cognitiva y terapia cognitivo-conductual. Ahora bien, sin rechazar muchos de sus logros parciales, fruto de meticulosa experimentación y análisis, sí que podemos cuestionar el paradigma desde el que realizan afirmaciones más amplias acerca del ser humano, así como la imagen global que de éste ofrecen. Justamente eso es lo que han llevado a cabo un conjunto de enfoques psicológicos que, insatisfechos con las representaciones que del ser humano se hacían el conductismo y el cognitivismo, proclamaron ya en los años cincuenta el surgimiento de una “tercera fuerza” en psicología, crítica con las limitaciones que aquellas dos presentaban y con su idea del ser humano. Dicha tercera fuerza recibió el nombre de psicología humanista y psicólogos como A. Maslow, R. May, C. Rogers y otros muchos, comenzaron a proponer nuevas imágenes en las que la libertad y la dignidad del ser humano, descartadas en la utopía conductista de Skinner, volvían a ocupar un puesto destacado. Pero los acontecimientos se aceleraron con la ebullición de los años 60 y pronto la psicología humanista se quedó corta. Algunos de sus miembros (entre ellos el propio Maslow), junto con jóvenes psicólogos que ya habían participado de la oleada de inmersión en las tradiciones orientales que se venía produciendo, formaron una nueva corriente psicológica que sigue llevando el nombre de psicología transpersonal. Entre sus principales teóricos se encuentran Stanislav Grof, Charles Tart, Ken Wilber, Michael Wahsburn y otros muchos psicólogos y teóricos que se hallan todavía configurando la imagen del ser humano que procede de la unión de los descubrimientos y teorías de las psicologías científicas, psicoanalíticas y humanistas occidentales, con la psicología de las profundidades y de las alturas contenida en las antiguas (y modernas, por ejemplo Sri Aurobindo) tradiciones orientales, especialmente el hinduismo –a través del yoga, el vedanta y el tantra- y el buddhismo –especialmente en sus escuelas Zen y Vajrayana-. No es mi intención entrar ahora en detalles de la psicología transpersonal, ni siquiera recuperar la importante figura de C. G. Jung, primero discípulo predilecto de Freud, más tarde creador de la psicología analítica que ha influido y continúa influyendo en muchos campos de la psicología actual, y es reconocido como uno de los pioneros de la psicología transpersonal, con sus descubrimientos del inconsciente colectivo, de los arquetipos, con su estudio de Oriente y sobre todo del gnosticismo y de la alquimia, sino tan sólo centrarme en uno de los primeros, más originales y más completos formuladores de una psicología transpersonal, tanto en su vertiente teórica como en su vertiente práctica, terapéutica –o más en general de crecimiento personal-, que recibió justamente para distinguir su enfoque del freudiano, la denominación de psicosíntesis. Me refiero a la figura de Roberto Assagioli (1888-1974), psiquiatra italiano que se forma en el psicoanálisis freudiano y junguiano, siendo uno de los introductores del psicoanálisis en Italia. No obstante, pronto se desmarcó, a pesar de su larga amistad con Jung, del psicoanálisis, y fue creando su propio enfoque, sintetizando la psicología y psiquiatría oficial con sus conocimientos de Oriente. Bastará aquí con presentar su célebre esquema oval para ejemplificar la imagen del ser humano propia de una concepción transpersonal. Fíjate que el espacio marcado como 1, que podríamos denominar inconsciente inferior, recoge la herencia de Freud y asume la importancia del descubrimiento de esa dimensión inconsciente de la psique personal en la que se almacenan todos los impulsos reprimidos, así como otros contenidos psíquicos que no alcanzan a traspasar el umbral de nuestra conciencia. El número 7 verás que no tiene límites: representa el inconsciente colectivo descubierto por Jung que contiene los arquetipos, en tanto que imágenes arcaicas de la humanidad, compartidos por todos los seres humanos e influyentes aunque no se sea consciente de ello. El número 2, aquí denominado subconsciente podemos considerar que hace referencia a todos aquellos contenidos y procesos psíquicos de los que no somos conscientes en un momento determinado, pero pueden acceder a la conciencia sin grandes dificultades; cabría hablar de una dimensión subliminal, similar al pre-consciente de Freud. Puede hablarse de él como del “inconsciente medio”. El 5 corresponde al yo consciente personal, el centro de nuestra conciencia, aquello con lo que nos identificamos hasta el punto de considerar que es nuestra identidad personal, mientras que el 4 podría llamarse también el campo de la conciencia, aquél espacio de mi psique del que soy consciente, de cuyos contenidos me doy cuenta, todo aquello que entra en el horizonte de mi visión mental. Nos queda por ver los dos aspectos más significativos del esquema de la personalidad propuesto por Assagioli: el 3 y el 6. El primero de estos se refiere al inconsciente superior o supraconsciente. Este término por sí solo marca una enorme diferencia respecto a la concepción del ser humano defendida por Freud, por el conductismo, por el cognitivismo, y quizás incluso por Jung. Efectivamente, la distinción entre inconsciente (inferior) o subconsciente (medio), por una parte y supraconsciente (superior), por otra parte, abre todo un nuevo campo de posibilidades, pues la supraconciencia sería una dimensión de la psique muy distinta a todo lo anterior. En realidad equivale a los campos de conciencia transpersonales que autores como Grof o Wilber desarrollarán al mismo tiempo y poco después de la obra de Assagioli. Supraconsciente quiere decir que, efectivamente, no somos conscientes de ello. Esto puede aplicarse tanto a nivel individual como a nivel colectivo, pues determinadas ideas, intuiciones, campos de conciencia, etc. serían muy infrecuentes en un período determinado de la historia, teniendo acceso a ellos tan sólo un número reducido de personas que habrían desarrollado una sensibilidad mayor en su “conciencia”, que habrían ampliado el “campo de su conciencia”, justamente, hasta abarcar dimensiones de la realidad que para la mayoría permanecen fuera de su alcance. En relación con esto y preguntándose qué es lo verdaderamente transpersonal, Ken Wilber –uno de los más importantes teóricos de este tipo de psicología filosóficaha formulado lo que denomina la falacia pre/trans, intentando mostrar cómo muy frecuentemente se confunde lo prepersonal con lo transpersonal. Pueden señalarse dos tipos de falacia pre/trans, una de ellos “falacia reductiva”, podría representarse mediante el pensamiento de Freud, y consiste en reducir lo transpersonal a lo prepersonal. ¿Cómo? Negando que sea verdaderamente transpersonal. Así, por ejemplo, Freud interpretaba las experiencias místicas (espirituales, transpersonales) como experiencias oceánicas, especie de recuerdo de lo vivido en el útero materno antes de nacer. Desde la concepción materialista del ser humano que defendía Freud resulta muy difícil comprender y aceptar todo ese conjunto de experiencias parapsicológicas, paranormales, algunas de las cuales se han dado en casi todas las tradiciones como parte del proceso de desarrollo humano y espiritual, sea en místicos paganos, en místicos cristianos, en místicos hindúes, budistas, sufís u otros. Quizás habrás sospechado ya que el término transpersonal, en realidad es equiparable al término espiritual y que la mayoría de las ocasiones en que se habla de experiencias transpersonales podría hablarse perfectamente de experiencias espirituales. Esto se debe a que cuando surgen los estudios transpersonales, justamente después de las críticas de los maestros de la sospecha y sus seguidores, así como en pleno auge de la conversión del método científico en actitud cientificista, el término espiritual está muy mal visto en la mayoría de las corrientes científicas y filosóficas, sobre todo por su asociación con las instituciones religiosas que con el paso del tiempo fueron monopolizando el uso y el significado del término espiritual. De ahí que, para evitar la activación innecesaria de esos fuertes prejuicios anti-religiosos (sobre todo anticlericales) y anti-espirituales, aquellos investigadores que, justamente, apreciaban también el método científico y sus resultados, aunque fueran agudamente conscientes de su parcialidad y sus limitaciones, decidieron acuñar un término que no estuviera tan manoseado y cargado de connotaciones en muchos casos negativas. Por ello prefirieron el término transpersonal, aunque pocos de ellos negarían que equivalga bastante aproximadamente a lo que históricamente se denominaba espiritual. Así pues, los estados de conciencia transpersonales, “estados ampliados de conciencia” en los que puede vivirse la realidad de otro modo, alcanzar otro tipo de percepción o incluso tener acceso a otros tipos de realidades, corresponderían al campo de lo supraconsciente, en terminología de Assagioli, quien justamente utiliza ambos términos de manera rigurosa. Pues bien, nos queda el último de los términos empleados por el fundador de la psicosíntesis, el de yo transpersonal, o como se prefiere en este esquema ser transpersonal. Seguro que sigues preguntándote ¿qué significa que el ser humano tenga, o mejor sea, un ser transpersonal? Se comprenderá mejor si distinguimos entre lo prepersonal, lo personal y lo transpersonal. No iríamos muy desencaminados si recordamos la distinción clásica entre lo biológico-corporal, lo psíquico y lo espiritual. Dicho de otro modo, lo prepersonal en nosotros es todo aquello que no ha alcanzado el nivel de la mente racional, que no ha sido elegido libremente por un ego, así, por tanto, los instintos, los impulsos y el comportamiento irreflexivo sería pre-personal, o si prefieres, pre-mental y pre-egoico. Lo personal en el ser humano sería aquello que se halla coordinado por la razón humana, por la mente, por un yo mental, racional, humano, con autoconciencia y libertad. Las decisiones libremente tomadas, las argumentaciones racionales, son operaciones pertenecientes al nivel personal, mental, egoico. Nos quedan las experiencias transpersonales y el nivel del ser humano que merece el nombre de transpersonal, esa dimensión de nuestra identidad que sin negar nuestra condición corpórea, biológica, instintiva, sin negar tampoco nuestra faceta mental, racional, egoica, puede denominarse yo transpersonal porque trasciende ambos aspectos, no posee las limitaciones que tienen aquellos y esto tanto en lo que respecta a las cuestiones cognitivas (hay una conciencia transpersonal y un conocimiento transpersonal, supramental, producto de una inteligencia intuitiva, de la inteligencia propia del alma, realidad de la que volvería a hablar ahora la psico-logía, disciplina que en realidad significa etimológicamente también eso, pues psique hace referencia al alma y logos ya sabes que significa no sólo razón, sino también, lenguaje, palabra, habla) como en lo que respecta a las cuestiones afectivas (habría un amor transpersonal, no motivado por el campo de intereses egocentrados, sino equivalente a lo que tradicionalmente se denominaba amor espiritual, como lo era el amor que originariamente propuso el cristianismo, como habría una compasión espiritual, en el sentido en que el buddhismo habla de karuna, compasión y benevolencia hacia todos los seres sintientes), como en lo que respecta a las cuestiones volitivas (habría una voluntad transpersonal, aspecto especialmente desarrollado por Assagioli, por ser el aspecto más descuidado y menos conocido y tematizado en la psicología). Justamente, el fundador de la psicosíntesis tiene un libro titulado El acto de (la) voluntad, en el que analiza de forma original los distintos aspectos de la voluntad, incluida su dimensión transpersonal. Aunque resulta lógico que el ser humano centrado en su nivel personal, racional, no comprenda muy bien en qué puede consistir lo transpersonal, sin haber gozado de experiencias de ese tipo y sin haber descubierto la dimensión transpersonal de su identidad, podemos hacernos una idea pensando en las experiencias de unión con el todo, de comunicación con algo que me represento como sagrado, de conciencia cósmica, de comunión con la naturaleza, etc. Habrás detectado ya que entre las dos principales ontologías y antropologías que hemos dicho ofrecían una imagen, una idea, del ser humano, Assagioli, al igual que buena parte de los psicólogos transpersonales, comparte la idea de una sabiduría perenne tal como distintas tradiciones espirituales habrían esbozado. Este asumir la existencia de una philosophia perennis, de la cual la psicología transpersonal y en particular la psicosíntesis, no serían sino actualizaciones adecuadas a nuestro tiempo, supone una propuesta de paradigma y de modelo del ser humano muy distinta de la dominante a partir de la influyente obra de los maestros de la sospecha. Para ejemplificar esto expondré tan sólo uno de los ejercicios de Assagioli en los que se pondría de manifiesto la herencia de dicha sabiduría espiritual perenne, ejercicio que él denominó de desidentificación y de auto-identificación. En resumidas cuentas, consiste en una especie de meditación, en el sentido que vimos al comienzo de este capítulo, mediante la cual uno va tomando conciencia de tener un cuerpo físico, pero de no ser (sólo) ese cuerpo físico; de tener emociones, pero de no ser (sólo) esas emociones; de tener pensamientos y una mente, pero no ser (sólo) esa mente. Más allá de todo ello, el ejercicio meditativo de desidentificación de aquello con lo que hasta ahora me había identificado, creyendo que constituye mi verdadera identidad, me permitiría vivir directamente ese núcleo ontológico, ese Ser que me constituye de manera íntima, que trasciende todo pensamiento, toda emoción y toda sensación y que se vive como un foco radiante de conciencia pura, de gozo puro, de voluntad pura, de puro Yo-Ser transpersonal, una dimensión central en mí que trasciende toda particularidad personal y que me muestra en contacto permanente con la Totalidad de la que formo parte. Es esa chispa (del Fuego divino, de la Conciencia divina, de lo Sagrado) que es el centro de nuestro Ser. ¿No es esto volver a la vieja metafísica religiosa, superada desde la Modernidad y sin garantía alguna ya de veracidad? Hay que decir que toda la psicología transpersonal constituye un esfuerzo por partir de la experiencia, y en ese sentido acepta el empirismo constitutivo de la modernidad ilustrada. Ahora bien, es un empirismo que no se limita a la experiencia de los cinco sentidos, sino que acepta, en principio, como posibles, los testimonios que a lo largo de toda la historia y en todas las tradiciones de la humanidad nos hablan de experiencias de dimensiones espirituales, que si bien ciertamente suenan extrañas a aquellos que no han gozado de ellas, no por tal motivo han de ser descartadas de una investigación seria. Lo mismo sucede con la razón. La teoría transpersonal no supone una recaída en una oscura irracionalidad, en un mundo de supersticiones medievales ya superado, sino que pone en cuestión la afirmación de que la inteligencia racional, instrumental, calculadora, constituya la única manera de entender y de operar la inteligencia, y afirma que existe una inteligencia intuitiva, una inteligencia anímica, espiritual, transpersonal, capaz de percibir y comprender, de otro modo distinto, fenómenos y procesos de índole estrictamente suprasensible y supra- racional. En ese sentido, recogiendo la pregunta del título de este apartado, podríamos decir, efectivamente, que la psico-logía vuelve a hablar del alma, recuperando el sentido original de la palabra, tal como insinuábamos anteriormente. Decir el alma, hablar del alma, pensar el alma, tratado acerca del alma, la disciplina racional cuyo objeto de estudio es el alma. Sucede, no obstante, como hemos repetido ya en varias ocasiones, que el término alma terminó asociándose de manera casi exclusiva a las doctrinas religiosas cristianas, con todas las asociaciones anticlericales que terminaron acompañándole. Pero, en realidad, no habría gran inconveniente en aceptar que el yo transpersonal, nuestro ser transpersonal, equivale a la noción de alma espiritual, en tanto que identidad más profunda o mismidad, aquello que hace que seamos nosotros mismos a lo largo del tiempo. Sería el alma espiritual –no en su sentido de psiquismo, emociones y pensamientos, sino como ser perteneciente a una dimensión suprasensible de la realidad- la que tiene acceso a la supraconciencia, como el alma de Platón tenía acceso al mundo de las Ideas. De Jung a Wilber, Grof, Almaas, Heron y muchos otros investigadores recientes, cada vez el abanico de experiencias humanas transpersonales es más amplio y más significativo. Sólo cerrando los ojos desde una actitud cientificista dogmática es posible ya ignorar o descartar irreflexivamente el enorme acopio de fenómenos que exigen una interpretación del ser humano (antropológica) y de la realidad toda (ontológica) que el paradigma materialista, cientificista, racionalista dominante no es capaz de ofrecer de manera satisfactoria. En cualquier caso, hemos visto que el camino de la psicología científica hegemónica, marcado por el conductismo y el cognitivismo, no es el único camino posible en la psicología actual y que cabe hablar de una psicología filosófica que, en realidad, termina hallándose muy cerca de lo que muchos autores preferirían denominar antropología filosófica. Una antropología filosófica que tendrá que ser ya transcultural y tomarse en serio las aportaciones de las otras culturas (otras distintas de la cultura occidental que está llevando a cabo la occidentalización del planeta, bajo el nombre de globalización). Una antropología filosófica que ha de tener en cuenta no sólo las teorías de las ciencias cognitivas, sino también de esas psicologías que no se conforman ya con la reducción de su campo de estudio a la conducta, el comportamiento observable y a los procesos cognitivos comparables con el ordenador como procesador de información, sino que tienen en cuenta las experiencias-cumbre de que hablaba Maslow, las experiencias transpersonales de las que hablan Assagioli, Grof y Wilber, las experiencias yóguicas narradas por los yoguis de todos los tiempos, las experiencias de vacuidad y compasión transmitidas por los lamas y roshis de las distintas escuelas buddhistas, las experiencias de disolución en el Ser y de reintegración personal de que hablan los místicos sufís y un largo etcétera en el que no es preciso insistir aquí. Quizás una antropología integral Capítulo 4. La antropología filosófica y la razón hermenéutica: retazos de filosofía occidental contemporánea ¿Estás todavía ahí? Pues, si quieres seguimos pensando un poco juntos. Como verás hemos partido de una introducción en la que tratábamos de plantear algunas cuestiones muy generales de la filosofía, como una primera aproximación, y además de realizar un breve recorrido por su historia y por sus principales ramas, hemos distinguido ya dos principales concepciones del mundo, dos modelos de la realidad que con distintas modulaciones han ido presentando sus tesis una y otra vez. El modelo espiritualista estuvo vigente en la mayor parte del mundo antiguo y medieval y todavía en los comienzos de la Modernidad y hasta mediados del siglo XIX puede decirse que fue el dominante, si bien su fusión y a veces confusión con las instituciones religiosas de las distintas tradiciones que representaban visiblemente dicha concepción, produjo el que desde la Ilustración, pero con fuerza y velocidad crecientes desde mediados del siglo XIX, las críticas a toda ontología y antropología espiritualistas arrecieran y terminaran por convertir la mayor parte de las versiones de dicho modelo en algo aparentemente obsoleto y trasnochado, viejas ideas guardadas en el baúl de los recuerdos, sin aparenta validez para nuestro tiempo. Sin embargo, desde comienzos del siglo XX, pero con mayor frecuencia y contundencia desde mediados del mismo, desde distintos frentes se ha producido un “retorno de lo sagrado”, a veces con un rostro conservador, pre-moderno, incluso fundamentalista e integrista, en el seno de muchas de las grandes religiones (la llamada revancha o venganza de Dios), otras veces con un rostro más bien postmoderno, progresista, insatisfecho y crítico no sólo con el modelo materialista, sino también con el modelo religionista (esa versión de la concepción espiritualista que encarna en las instituciones y los dogmas de las distintas religiones, y en lo que a nosotros occidentales respecta, de manera muy especial el cristianismo) tradicional. En el segundo capítulo, hemos intentado esbozar el pensamiento de algunos representantes de ambas concepciones. De la espiritualista hemos elegido a Platón y a Descartes y de la materialista a los tres maestros de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud. En el tercer capítulo, dado que terminábamos el anterior con el psicoanálisis, hemos realizado una breve incursión por el campo de la psicología, para mostrar que además de las psicologías oficialmente vigentes a nivel académico y dominantes culturalmente –la conductista y la cognitivista-, sobre todo desde mediados del siglo XX se han desarrollado otros enfoques psicológicos, no tan próximos a la psicología científica que aquellos representan, sino más bien miembros de lo que podríamos llamar una legítima psicología filosófica, nada despreciable, pese a que en tiempos de dominio cientificista, las instancias culturales hegemónicas tiendan a marginarla. Como no se trataba de desarrollar la historia y las teorías de las psicologías humanistas y transpersonales, he tomado como ejemplo la propuesta de R.Assagioli y especialmente su esquema oval, a través del cual hemos podido aproximarnos a un enfoque típicamente Transpersonal, con una determinada imagen del ser humano que lo muestra como constitutivamente abierto a la Trascendencia, lo Sagrado o como quiera denominarse aquél ámbito que excede y da Sentido al ser humano. Ahora podríamos viajar juntos por tierras antropológicas. Y es que, dado que en esta invitación a filosofar, en esta introducción a la filosofía, no se trataba de abarcar muchos campos filosóficos ni de exponer en detalle teorías sofisticadas de los grandes filósofos, sino de mostrar, aunque desde una perspectiva subjetiva y con una determinada propuesta, alguno de los rasgos de lo que podemos denominar el pensar filosófico, poco a poco nos hemos ido deslizando hacia una de las ramas de la filosofía, ciertamente, pero que quizás, en el fondo, pueda verse como el centro, el eje y el hilo conductor de todo filosofar. No hay en ello originalidad alguna. Recordarás, incluso, que ya Kant proponía aquellas tres preguntas centrales de la filosofía (qué puedo conocer, qué debo hacer, qué me cabe esperar), que abrían el terreno de tres importantes campos filosóficos (el de la teoría del conocimiento, el de la ética y el de la filosofía de la religión) y que terminaban remitiendo a una cuarta, que las recogía y reunía: ¿qué es el ser humano? Podemos preguntarnos filosóficamente (y cada vez en más ocasiones científicamente) sobre el cosmos, sobre la sociedad, sobre el Estado, sobre el conocimiento, sobre el lenguaje, sobre la psique, sobre la naturaleza, sobre la historia, sobre los valores, sobre multitud de temas, pero en el fondo, todas las preguntas brotan del ser humano y a él retornan. De modo que si bien existen muchas partes de la filosofía, a fin de cuentas todas están implicadas en la cuestión del ser humano. No es de extrañar, por tanto, que para muchos pensadores, la antropología constituya el corazón de la filosofía. Ahora bien, desde el siglo XIX, con el auge de los estudios etnográficos y etnológicos, con la investigación científica sobre otras culturas, otros pueblos, otros modos de ver el mundo, otras creencias, otras formas de organización social, la pregunta por el ser humano parece quedar en manos de la antropología, sí, pero de una antropología que terminará denominándose antropología cultural y antropología social. Vimos ya cómo el mismo objeto de estudio podía ser abordado desde distintas perspectivas, con métodos diferentes, incluso para responder preguntas diferentes y resolver problemas distintos. ¿Recuerdas el caso del político como hombre de Estado, el politólogo como hombre de ciencia política y el filósofo político como pensador sobre las cuestiones del poder y del estado? ¿Recuerdas el caso de la religión, la ciencia de la religión y la filosofía de la religión? Pues, en lo respecta al estudio del ser humano podríamos decir que existen también tres enfoques que, en este caso, podrían identificarse con una ciencia natural (antropología biológica), con una ciencia social (antropología social y cultural) y con una filosofía (antropología filosófica) Ni que decir tiene que lo nuestro aquí es, ante todo, una antropología filosófica. Pero no es posible presentar seriamente tal reflexión si no es teniendo en cuenta lo que las ciencias del ser humano nos puedan decir actualmente. Las neuro-ciencias, la psicología científica, la historia, la sociología y especialmente la antropología sociocultural (si se nos permite unir estas dos vertientes no siempre acordes) tienen hoy mucho que decir sobre muchos aspectos parciales referentes al ser humano. Por tanto, rechazarlas a la hora de formar una imagen global del ser humano, sería un error que no nos llevaría muy lejos. Ahora bien, en mi opinión, no más lejos nos llevaría el reduccionismo cientificista, tan al uso, el cual, disolviendo la filosofía en las ciencias, termina entendiendo que no hay nada que decir con sentido del ser humano que no sea dicho por las ciencias y que por tanto la antropología filosófica pertenece al pasado, pues ha quedado subsumida en la antropología cultural. Así pues, la antropología filosófica, el estudio acerca de la naturaleza humana, ha de tener un objeto de estudio propio (el ser humano en aquella dimensión a la que no tiene acceso la ciencia, su mismidad, su subjetividad trascendental, su auto-conciencia, aquello que en terminología clásica se decía su esencia y en la modernidad su naturaleza, aquello que en la tradición hindú constituye su âtman y en la tradición buddhista su naturaleza búdica) y ha de tener un método propio, una forma de acceso, un encaminamiento, una forma de descubrir y tematizar dicho objeto, que paradójicamente es también y ante todo un sujeto. Podríamos acudir al método reflexivo-trascendental que desde Kant hasta Husserl ha pugnado por erigirse en el método filosófico por excelencia, distinguiéndose claramente de los métodos científicos, ya que por definición el análisis y la reflexión se remontan más allá de los fenómenos de la experiencia hasta las condiciones de posibilidad de la misma. Pero, hoy en día, sería igualmente necesario asumir, al menos en cierta medida, las aportaciones llevadas a cabo por el método hermenéutico, por la hermenéutica filosófica que desde Dilthey y Schleiermacher hasta Gadamer y Ricoeur, pasando por Heidegger y Vattimo se ha ganado un puesto de honor en el quehacer filosófico del siglo XX. La hermenéutica nace como la reflexión acerca de los problemas que plantea la interpretación de textos antiguos, de textos alejados de la comprensión de una persona y una comunidad cultural que se acerca a ellos. Justamente consiste en la aguda toma de conciencia de lo que sucede cuando intentamos comprender un texto (y más tarde cualquier fenómeno, pues puede ser un mito, un rito, una obra de arte, un sueño, una enfermedad, una cultura ajena a nosotros en su totalidad y su sentido, etc.). Cuando el fenómeno que queremos comprender no resulta evidente de suyo y además no es susceptible de una explicación científico-natural mediante leyes (lo propio de las ciencias de la naturaleza), es preciso articular una interpretación que trata de captar el sentido de aquello estudiado. Ahora bien, esa comprensión, constituye –como Heidegger nos enseñó ya en Ser y Tiempo- un modo fundamental de(l) ser humano (el da-sein, el ser-ahí). Comprensión que –como Gadamer sistematizó en su obra Verdad y Método- implica necesariamente unos pre-juicios no sólo personales, sino también epocales, culturales, desde los cuales intentamos comprender lo que se presenta ante nosotros. Efectivamente, no somos seres aislados, sino que cada uno de nosotros es un ser-con (los) otros, vivir es con-vivir y comprender es comprender a partir de lo que los otros, la comunidad en que nos hemos formado, la tradición en que hemos crecido, nos ha enseñado, con sus ventajas y sus avances, pero también con sus limitaciones y su enfoque particular del que inevitablemente partimos. Este método sería el propio de las ciencias humanas (antes denominadas ciencias del espíritu) y de la filosofía. Aquí no es cuestión de explicar nomológicamente (según leyes estrictas de validez universal), sino de comprender, un comprender que asumimos ya en su incertidumbre, en su limitación, un comprender que es interpretar y que no puede ya pretender exclusividad ni carácter definitivo. Generalmente hay interpretaciones rivales y se trata justamente de analizar racionalmente (en la medida de lo posible, pues como Thomas Kuhn mostró en La estructura de las revoluciones científicas, ni siquiera las teorías y paradigmas que dominan las ciencias naturales son elegidos por razones puramente científicas y objetivas, ya que se cuelan, al parecer inevitablemente, motivos subjetivos, estéticos, políticos, económicos, et.) las distintas interpretaciones posibles con el fin de ver cuál de ellas resulta más satisfactoria, más comprensiva. Ahora bien, toda discusión entre paradigmas, modelos, ontologías, filosofías, antropologías, etc. ha de estar abierta al diálogo inter-subjetivo e inter-cultural. Diálogo racional (he ahí la diferencia con las explicaciones míticas del período pre-filosófico o de una actitud equivalente) que ha de tener en cuenta las razones del otro, y desde luego hoy, en primer lugar, las razones científicas procedentes de las teorías científicas vigentes, sin que esto suponga una aceptación acrítica de los resultados, los métodos y las teorías científicas. Antes al contrario, una de las funciones de la antropología fílosófica sería, justamente, la de ejercer la crítica filosófica ante las pretensiones de las ciencias de ofrecer una imagen completa o determinada del ser humano. Si la antropología filosófica no se disuelve en antropología cultural, si la filosofía no puede reducirse a ciencia, ofrecer una imagen del ser humano (y del cosmos y de la naturaleza y de la sociedad y del lenguaje y de todas las cuestiones que afectan al ser humano y al resto de seres existentes) es una posibilidad legítima e incluso una exigencia ineludible de la razón filosófica, una razón hermenéutica que puede y debe tener en cuenta los métodos y los resultados de las ciencias, pero que no tiene porqué quedarse en ellos, sino justamente desde su propia experiencia filosófica y desde sus posibilidades siempre en cuestión para sí misma ejercer su tarea crítica, su tarea de fundamentación teórica y también, ciertamente su tarea de fundamentación utópico-moral (como entre nosotros han insistido Rubio Carracedo y Javier San Martín). Efectivamente, la crítica de las acciones, comportamientos, instituciones e incluso teorías o paradigmas in-humanos, sólo puede realizarse de manera rigurosa a partir de una determinada teoría del ser humano (antropología) y en definitiva de una ontología y una cosmovisión completa. A su vez, ésta no puede limitarse positivistamente a los hechos, sino que ha de asumir conscientemente la toma de partido por ciertos valores e incluir como cuestión explícita una determinada jerarquía de valores, desde la cual ejercer su función práctica, utópico-moral. Ahora bien, es preciso asumir que hoy, en el siglo XXI, no es sensato ya intentar elaborar una antropología, una filosofía, sin integrar aquello que las llamadas “sabidurías orientales” puedan ofrecernos. De ahí que ahora quedes invitado a acercarte un poco a algunas manifestaciones de esa rama de la sabiduría oriental que es la tradición hindú. Capítulo 5. ¿SER (más que) humano? A la escucha de las sabidurías orientales Temo estar poniéndome ya demasiado académico, demasiado abstracto, dejándome llevar por ese defecto profesional que trataba de evitar en este libro. Así que tendré en cuenta las quejas que puedo suponer estaréis pensando algunos de vosotros y trataré de volver al buen camino (si es que alguna vez lo he estado). Ya que decía antes que a la altura del siglo XXI resulta necesario tomarse en serio la fecundación entre culturas, el diálogo entre tradiciones distintas, para participar de la conciencia planetaria de síntesis que se está produciendo, al mismo tiempo que en el campo económico y financiero se produce la globalización, me gustaría ahora continuar la reflexión antropológica de la mano de una tradición no-occidental, concretamente de la tradición hindú. Ni que decir tiene que esto no es sólo ni en primer lugar una exigencia social de los tiempos, sino que, al menos en mi caso, representa un verdadero viaje al Oriente para intentar “orientar” el pensamiento en su búsqueda de sentido. Por eso, ya que en las páginas anteriores ha dominado la escena la tradición filosófica occidental, me gustaría que pudiéramos escuchar ahora la voz de las llamadas sabidurías orientales, de manera quizás un poco pretenciosa, ya que para el filósofo hablar de sabiduría impone un poco, ya que la filosofía se ha comprendido a sí misma casi siempre como la aspiración a ese ideal remoto que sería la sabiduría. No obstante, quizás no haya que descartar la posibilidad de que tal ideal se haya encarnado en algunas ocasiones, no sólo en doctrinas que puedan representar más o menos afortunadamente dicha sabiduría perenne, sino también y en primer lugar en personas que hayan encarnado, realizado, un tipo de conocimiento, un modo de Ser, un estado de conciencia, una plenitud existencial tal que merezcan, en rigor, el nombre de sabios, de maestros de sabiduría, no sólo ni tanto maestros del pensar, como puede llegar a ser el gran filósofo (Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Hume, Hegel, Husserl, Wiitgenstein, Heidegger, por poner algunos ejemplos de la filosofía occidental que deben ir sonándote ya), sino, en un sentido pleno, maestros del ser. 5.1. También Oriente se dice en plural. Tradiciones índicas Ahora bien, hablar de Oriente es muy bonito, muy exótico, hasta está de moda en ciertos ambientes, pero resulta un término excesivamente genérico, tremendamente amplio. Y una de las cosas que debe tener en cuenta el aprendiz intelectual que somos es el evitar, en la medida de lo posible, las generalizaciones excesivamente amplias. Y si las hace, ser conscientes de que lo son y de sus limitaciones. Lo comprenderás bien si pensamos lo que sucede con el cristianismo como religión. Fíjate los saltos inaceptables que damos con frecuencia. Muchas veces, en Occidente, al hablar de religión, inmediatamente estamos pensando en el cristianismo, como si fueran dos conjuntos que se identifican, hasta el punto de que si nos cae mal lo que sabemos del cristianismo y se ha generado en nosotros un rechazo a tal palabra, tendemos a condenar igualmente todo lo que suene a religión. Y no sólo eso, sino que no nos molestamos en distinguir los distintos modos que históricamente se han dado de entender el cristianismo. Así, por ejemplo, los católicos, en nuestro país, con enorme frecuencia, tienden a identificar cristianismo con catolicismo, ignorando la riqueza de esos otros dos grandes modos de pensar y vivir el cristianismo que son el protestantismo y el cristianismo ortodoxo oriental (de Grecia a Rusia). Pero hay más, a su vez, dentro de cada uno de esos tres quizás ni te imaginas la cantidad de diferencias importantes que se dan. Si supieras la cantidad de “denominaciones”, de “Iglesias” de “grupos” distintos que existen dentro del protestantismo, no te lo creerías. En el mismo catolicismo, puedes sospechar que la manera de entenderlo y vivirlo de los miembros del Opus Dei, o de la jerarquía vaticana, es muy distinta de la manera de hacerlo los seguidores de la teología de la liberación latinoamericana, por poner dos ejemplos significativos para la comparación. Comprenderás así que cualquier generalización respecto a la religión o respecto al cristianismo es casi absurda, esto es, sin sentido… o con muy poco sentido. Pues bien, con mayor razón, si cabe, encontramos el mismo problema al hablar de Oriente y de sabidurías (o como prefiero decir, tradiciones) orientales. Como sabes ya es necesario distinguir, al menos, entre el Oriente Cercano (o Próximo), ese punto geopolítico tan caliente (no desde el punto de vista erótico, sino desde el punto de vista bélico, pues verdaderamente las cosas allí están que arden), el Oriente Lejano (China, Japón, etc.) y lo que podíamos llamar (de manera tendenciosa, es cierto) el Oriente por excelencia, refiriéndonos a la India, o como se prefiere decir hoy, al (sub)continente índico. En el primer caso domina la tradición islámica, en el segundo las tradiciones shintoístas, taoístas, confucionistas y buddhistas, y en el tercer caso podemos hablar de tradiciones índicas, entre las que sería preciso contar no sólo al hinduismo, la más obvia para ti, sino también otras, sobre todo el buddhismo (aunque hoy en día no sean más que un 2% de la población de la India, históricamente el buddhismo ha tenido una gran influencia, incluso llegó durante siglos a dominar en buena medida dicho país, aunque entonces era más bien un conjunto de pequeños reinos independientes, antes de ser expulsado de la India, en parte por la ortodoxia védica y brahmánica, en parte por el Islam intransigente pues también el Islam dominó la India donde muchos siglos). Espera, no nos perdamos con tanto paréntesis, pues aparte del hinduismo y el buddhismo, en la India nacieron también y siguen existiendo, el jainismo y el sikhismo. Pero no te preocupes, no nos vamos a detener en todos ellos, ya que nos vamos a centrar en el hinduismo y en todo caso diremos algo del buddhismo, pues son las dos tradiciones que más difusión están teniendo (y también que conozco un poco mejor que las otras). Una última observación. Ahora que ya sospechas que el lenguaje no es inocente ni transparente, sino que en ocasiones es responsable de muchos malentendidos y con frecuencia resulta más bien opaco e impide ver a través de él, te propondré no llamar religiones a las tradiciones orientales. No creas que es un invento mío –hay muchos expertos que lo proponen- ni que es un subterfugio para evitar un término que hoy resulta incómodo. Lo cierto es que el término religión es un término creado por la tradición cristiana y que haríamos bien en reservar para las llamadas religiones abrahámicas (pues Abraham estaría en la génesis de ellas tres), proféticas (pues la figura del profeta, como aquél que expresa para el pueblo lo que Dios necesita comunicar, es fundamental), monoteístas (pues insisten en que hay un solo Dios último y verdadero y han combatido lo que llamaron el politeísmo, la creencia en la existencia de muchos dioses verdaderos). Como debes saber tres son las religiones que forman este grupo y que tienen una estrecha relación y una cierta continuidad: el judaísmo, el cristianismo y el islam. En cada una de ellas hay una doctrina dogmática (un credo, una teología, un sistema de creencias), un culto compartido (una serie de acciones rituales para comunicarse con Dios) y una moral (un código de conducta para hacer el bien y evitar el mal), todo ello basado en alguna revelación sobrenatural. De algún modo, Dios habría hablado a los hombres, se habría revelado para decirles cómo son las cosas y qué deben hacer: a través de la voz de los profetas, mediante la Encarnación de Dios en Cristo-Jesús, o por inspiración angélica del profeta Muhammad –entre nosotros persiste la costumbre de llamarle Mahoma-, el caso es que el Dios único ha expresado su voluntad y los hombres deben cumplirla. Por tanto, al referirnos a las tradiciones orientales evitaremos el término religión, aunque sea justo reconocer una dimensión ritual (para muchos, entre ellos Hegel, la esencia de la religión), una dimensión moral (unos valores, unas normas, unos principios) y una dimensión filosófica (o si quieres, teológica o más en general teórica, como sistema de creencias) y sepas que con mucha frecuencia y con toda naturalidad se habla de religión hindú, buddhista, jainista, taoísta, etc. Así pues, hablaremos de las tradiciones índicas y sobre todo de la tradición hindú. Y todo ello no desde el punto de vista religioso, sino desde el punto de vista filosófico que es lo que nos ocupa aquí. Y es que, aunque desde el pensamiento ilustrado y tras la influencia de los maestros de la sospecha, ¡identificando todo lo que suene a religiosidad con los males que achacan al cristianismo! se ha impuesto la tendencia a olvidarse de todo lo que sea religión y a mirarlo con recelo, lo cierto es que para entender la historia de la humanidad y la historia de la filosofía es imprescindible habérselas con la historia de las religiones, pues en este sentido general en que suele hablarse, salta a la vista que la historia de la humanidad ha estado profundamente marcada por las ideas religiosas, o al menos, si queremos ser consecuentes con lo que acabamos de proponer, con las cosmovisiones espirituales. Indudablemente, las tradiciones orientales son, eso sí, tradiciones espirituales, pero como habíamos dicho ya desde el principio de nuestras conversaciones, las doctrinas religiosas y el enfoque de las religiones históricas, con sus instituciones y su alianza con los poderes políticos, no deben identificarse, sin más, con las cosmovisiones espirituales, pues no son sino una de sus modalidades, siendo perfectamente posible una espiritualidad teórica y una espiritualidad práctica (o si prefieres, una teoría, filosofía o visión del mundo espiritualista, y una práctica espiritual –aunque habría que concretar en qué consiste ésta-) independiente de toda religión histórica, institucionalizada. Es más, quizás en el capítulo final retomaremos esta idea para insinuar que algo de esto puede estar sucediendo ahora, en la tormentosa época que estamos viviendo, en los albores de una Nueva Era Filosófica. Pues bien, todo esto era para decirte que me acompañes en este viaje (intelectual) a Oriente, a una parte muy concreta de Oriente, la India, y a una tradición determinada, la hindú. Verás que se me ha ocurrido establecer un cierto paralelismo con lo realizado en la tradición occidental y si allí nos entrevistamos con Platón y Descartes (bueno, espero que los hayas entre-visto, que hayas vislumbrado su pensamiento) como dos momentos cruciales de la tradición filosófica occidental, casi podríamos decir que son nada menos que el fundador de lo clásico y el fundador de lo moderno, ahora te propongo intentar “comprender” (por tanto “interpretar” hermenéuticamente) unos textos alejados tanto en el espacio (se escribieron en la India, en sánscrito) como en el tiempo (unos tan tempranos como el siglo VIII o VII antes de nuestra era, otros escritos en torno a esa fecha determinante que toma su nombre a partir del nacimiento de Cristo). Y si después, aproximándonos a la época contemporánea, vimos los tres maestros de la sospecha, como reacción y contrapeso a la tendencia espiritual-metafísica del grueso de la tradición occidental anterior, ahora te invitaré a conocer a tres maestros, no de la sospecha, sino de la certeza. Los llamo así porque los tres son ampliamente aceptados como grandes yoguis y maestros espirituales, personas realizadas, iluminadas, ¡verdaderos sabios! en el sentido más pleno que cabe imaginar, en el sentido que tiene en la tradición hindú y que pronto veremos. Maestros de la certeza, porque su sabiduría y su aportación no consiste tanto en lanzar sospechas (estén justificadas o no, sean emancipadoras en un grado u otro) acerca de las verdades aceptadas por su tradición, sino justamente en afianzar las verdades centrales que constituyen las señas de identidad de la tradición (en este caso hindú) y acaso también – habrá que verlo- de esa sabiduría perenne que ya tanta veces llama a nuestra puerta. Así que, venga, te invito a un esfuerzo hermenéutico para ver hasta qué punto somos capaces de entender otra cultura, hasta qué punto tiene algo que decirnos a nosotros hoy, hasta qué punto puede verse como una expresión de esa soñada sabiduría perenne que vamos buscando o al menos que nos preguntamos si existe, o hasta qué punto su pensar pertenece a un pasado superado, como desde el amigo Hegel (y ya antes y también después) se ha tendido a ver. Ponte, si quieres, música de Ravi Shankar o algún mantra que te inspire (seguro que conoces, al menos, el mantra más célebre, el OM, o el que cantaban por las calles los Hare Krishna) y nos vamos a la India. 5.2. ¿Para qué quiero todas las riquezas del mundo si no soy inmortal? El proyecto de las Upanishads. El primer texto que te invito a visitar no es un texto, sino un conjunto de textos, compuestos por personas distintas y en años, incluso en siglos muy distintos. No te extrañes tanto, pues lo mismo sucede, sin ir más lejos, en la Biblia, y sin embargo se analiza como poseyendo una cierta unidad. Ese conjunto de textos son las Upanishads. Constituyen el final de ese conjunto más amplio que forma los Vedas o el Veda. Para la tradición hindú clásica, los Vedas son los textos primordiales. Es como si en ellos se encerrase toda la sabiduría, aunque habría que descifrarla, que interpretarla hermenéuticamente. De eso se ha encargado toda la Tradición. Igual que los judíos se han centrado en la interpretación de la Torá, los cristianos en la Biblia y en particular en el Nuevo Testamento, en los escritos de Pablo y en el Apocalipsis y los musulmanes en el Corán, los hindúes han mantenido su fidelidad –al menos teóricamente- a los Vedas. De alguna manera, también consideran que son revelados, pero no por un Dios personal, sino más bien que han existido siempre y los rishis, los sabios-videntes, en el silencio de la meditación, pueden escuchar esos sonidos primordiales en forma de mantras, percibir esas vibraciones originarias que encierran un profundo significado y que han de ser traducidas y transmitidas a la comunidad para hacerla partícipe de ese saber sagrado. La noción de lo sagrado es justamente una noción central en la filosofía de la religión, e intenta indicar o simbolizar Aquello que es vivido o pensado, experimentado o concebido como sumamente valioso, el valor supremo y generalmente también la Realidad suprema (o algunas de sus manifestaciones, concebidas como teofanías), independientemente del nombre que reciba en una tradición particular y de la actitud que se adopte ante ello. En ese sentido -lo sagrado como esencia de lo religioso-, de manera metafórica y hasta retórica, cuando lo más importante, lo más valorado, lo que rige nuestras vidas y nos conmociona es el mercado –como en la sociedad capitalistapuede hablarse de “religión del mercado”, e incluso del fútbol o la música como religión, para aquellas personas para las cuales esas cosas constituyen lo más valioso, lo supremo, la preocupación más importante. Sin más rodeos –pues ya sé que empiezas a pensar que a veces me enrollo demasiado-, las Upanishads sintetizan el saber sagrado de los Vedas y de una parte de la tradición hindú (recuerda que toda tradición es muy compleja y hay que ser muy conscientes de cuándo estamos generalizando excesivamente, incluso indebidamente), hasta tal punto que se puede decir que buena parte de la filosofía del hinduismo se basa en las Upanishads. Esa parte tan importante de la filosofía hindú es el Vedânta que significa justamente, “el fin de los Vedas”. Pues bien, las Upanishads se dice que son “el fin del Veda” en un doble sentido; nos sólo históricamente constituyen la parte final, la última escrita de cada uno de los cuatro Vedas (Rg, Yajur, Sama, Atharva), sino que también, y esto es más importante, las Upanishads son el fin del Veda (vedânta) porque constituyen su esencia, su corazón, su objetivo último. ¿Y qué dicen las Upanishads? ¿Hay algo que podamos aceptar de ellas, hoy en día, nosotros occidentales del siglo XXI? Y previamente, ¿somos capaces de interpretar y comprender correctamente lo que dijeron? ¿No nos separa de ellos toda la complejidad de una tradición tan distinta, de una lengua (el sánscrito) tan alejada de la nuestra (aunque ambas formen parte de las lenguas indo-europeas)? ¿No será, realmente, toda traducción una traición al sentido original? Esforcémonos por comprender. Empezaré contándote una anécdota de una de las primeras Upanishads, la Brhadaranyaka, que encierra un profundo significado. Yajñavalkya, uno de los sabios upanishádicos, se va a retirar al bosque, una vez llegada la tercera edad, y quiere repartir sus bienes entre sus dos mujeres. Para ello llama a la primera de ellas, Maitreyî y le propone dejarle buena parte de sus propiedades materiales, que no eran pocas. Maitreyî, levantando su cabeza lentamente, le mira a los ojos y exclama: “Señor, ¿qué haría yo con todas las riquezas del mundo si no lograra la inmortalidad?”. Es decir, ¿para qué quiero tanta propiedad material, tantas cosas, si con la muerte termina mi vida? ¿Qué sentido puede tener todo esto, no sólo las riquezas, sino la vida misma si se ve truncada, antes o después, y todos los esfuerzos, de vivir, de comprender, de amar, quedan reducidos a cenizas, como mi propio cuerpo? No te daré todavía la respuesta upanishádica. Prefiero seguir con otra historieta que insiste en lo mismo. Se halla en una de mis Upanishads favoritas, la Katha Upanishad. En ella, Nachiketas, un joven brahmán es sacrificado por su padre al dios Muerte (o sea que se lo carga, como ofrenda a los dioses). Al llegar a la morada de los muertos debía recibirle Yama (el mismísimo dios Muerte; sí, digo dios en masculino, pues también existe su hermana Yami), pero como no se halla presente tiene que esperar y eso, esa falta en la hospitalidad hacia un brahmán, aunque sea niño, no es correcto. Por ello, al llegar Yama tiene que disculparse y para compensar le dice a Nachiketas que le concederá los tres dones que le pida. Nachiketas hace sus dos primeras peticiones, que son concedidas sin rechistar por Yama, pero cuando le formula su tercera petición, Yama se inquieta. ¿A que adivinas cuál es? Sí, le pregunta qué sucede exactamente al morir. Como ves, le preocupa, como a Maitreyî, si con la muerte termina todo o si algo nuestro, algo en nosotros, sobrevive y en el fondo es inmortal. Yama se resiste a contestar, ¡él, dios de la Muerte! pues la respuesta no es fácil. Hasta el punto de rogarle que le pida otro don distinto, que lo cambie. Pero Nachiketas, joven de edad, pero sabio de alma, insiste y lo consigue. Pues bien, en ambas Upanishads, la respuesta consiste en asegurar que el ser humano es más que humano, más que su cuerpo, más que sus emociones, más que sus pensamientos, más que sus relaciones sociales. Ese algo más no nace ni muere, no pertenece al tiempo ni al espacio y sin embargo constituye nuestra identidad central, nuestro Ser. Este Ser, este Yo, este Sí-mismo (lo que tú mismo Eres, aquello que resuena en ti cuando dices desde el fondo Yo Soy), este Misterio sagrado que trasciende todo concepto y toda sensación, recibe el nombre de âtman. Hay una tendencia, por la similitud gráfica y sónica (por lo parecidas que son ambas palabras al verse escritas o al escucharse pronunciadas) y por las relaciones que hicieron los primeros misioneros cristianos que hablaron del hinduismo, a identificarla con el alma, pero te recomiendo no partir de antemano de tal identificación, pues a lo mejor no significan exactamente lo mismo. Fíjate en una primera diferencia significativa, poniéndolo en relación con el otro término clave de las Upanishads, el de Brahman. Si el âtman se refiere al fondo de nuestro ser, a lo que somos cuando penetramos en nuestra subjetividad, el Brahman es la Realidad originaria, el Origen y Fundamento de todo, la Sustancia única de la que todo está hecho, en suma, lo que los filósofos occidentales han llamado a veces el Absoluto. Seguro que estás pensando que hemos topado otra vez con Dios. Pues bueno, depende, el problema es similar al del alma. No podría decirte que no rotundamente, pero sigo recomendándote que no los identifiquemos sin más. ¿Por qué? Te hablaba de una diferencia significativa: las Upanishads, el Vedânta y buena parte de la tradición hindú afirman que âtman y brahman son idénticos. Cómo haya que entender dicha identidad es un problema que traerá de cabeza a las escuelas filosóficas posteriores, sobre todo, probablemente, cuando se habla de ello sin haber gozado de la experiencia que quizás tenían los rishis upanishádicos (y los sabios posteriores que a ella llegaron, como los maestros de la certeza que vendrán más tarde) cuando se atrevían a hacer una afirmación tan contra-intuitiva. Fíjate que si traducimos estos términos por alma y Dios y aceptamos la identidad, las tradiciones abrahámicas ponen el grito en el cielo y rechazan toda posible identidad entre el hombre (su alma) y Dios (el Ser supremo), acusando de panteísmo (todo es divino, todo es Dios) y hasta de soberbia diabólica (endiosamiento, creerse como Dios) a quienes se atreven a afirmar semejante abominación. Otra diferencia importante, al menos a primera vista, consiste en la idea judeocristiana-islámica de que Dios es una Persona, con la que cabe tener un Encuentro, entre dos personas, una divina, otra humana y de que es el Creador del mundo. Para una parte del hinduismo, concebir a Brahman como un Ser personal y creador no es sino algo infantil e incorrecto. Así pues, más vale no identificar ambos conceptos, al menos hasta que no veamos más claramente lo que quiere decir cada uno. Esta extraña idea (probablemente procedente de una experiencia directa o al menos así suele aceptarse en la tradición hindú) de que âtman y brahman no son dos realidades distintas, sino una sola y misma realidad es lo que significa en sánscrito el calificativo de a-dvaita, generalmente traducido como no-dualidad. Para entenderlo mejor, podemos diferenciar tres aspectos fundamentales de lo real, de todo lo que existe (o puede que exista). Es una división tripartita que encontramos tanto en el vedanta hindú como en la filosofía racionalista moderna. En términos de ésta última diríamos que existe: el mundo, el hombre y Dios. En el racionalismo moderno hasta sirvió de base para distinguir las tres ontologías regionales más importantes, las tres partes de la filosofía más destacadas: la cosmología racional, la psicología racional (donde he dicho hombre ellos decían alma, al fin y al cabo la esencia de aquél) y la teología racional. Verás que lo habitual es considerar que Dios es un Ente, un Ser (aunque sea el Ser supremo), el cosmos es otra cosa muy distinta de Dios, espiritual éste, material aquél; y el alma o el ser humano en su conjunto, constituye todavía otro ente (ser) que no puede identificarse ni con el mundo ni con Dios. Es cierto que en la filosofía occidental ha existido una ontología monista que afirma que existe una única sustancia, una sola realidad, de la cual deriva todo lo demás. Valdrían como ejemplo, Plotino, máximo exponente del neoplatonismo, Spinoza, el gran racionalista del siglo XVIII o Hegel, magnífico representante del idealismo absoluto. Lo Uno, Deus sive Natura (Dios o Naturaleza), Idea, Razón o Espíritu absoluto, serían los nombres, respectivamente, que recibe esa Realidad única, de la cual todo es emanación, manifestación, expresión, parte, reflejo o apariencia. Pues bien, no muy lejos anda la concepción no-dualista (advaita) que encontramos en las Upanishads y luego en gran parte del Vedânta. Así se entiende mejor que el âtman no sea otra cosa distinta que Brahman. Y que el mundo no sea sino el reflejo ilusorio de Brahman o su manifestación, su condensación, su materialización, su campo de juego. De este modo te he insinuado las dos versiones más frecuentes del advaita: el mundo y el ser íntimo del hombre o bien no son “verdaderamente reales”, pues no pasarían de ser una especie de sueños o alucinaciones del Absoluto, destinadas a disolverse al ser descubiertas como poco reales, o bien son relativamente reales, pero pasajeras, efímeras, temporales, y por tanto incomparables con la magnificencia del Brahman eterno, soberanamente real más allá del espacio y el tiempo, inmutable y perfecto. Si no te has perdido en las nubes de la abstracción, podemos volver a aterrizar en las Upanishads para ver cómo conciben ese Absoluto, esa Realidad primigenia, ese Brahman trascendente. Pues bien, hay una expresión que lo dice con claridad: prajñanam brahma, que podemos traducir como Brahman es Conciencia, aunque también se ha traducido (como ves, comprender es interpretar y traducir de un lenguaje a otro) como la Inteligencia es Brahman (o Brahman es Inteligencia). En cualquier caso, debe quedarte claro que no se está refiriendo a la inteligencia o la conciencia humana, sino que está indicando que la Realidad última, lo que existe en el comienzo (o, mejor, también “antes” del comienzo, “antes del tiempo”, expresión paradójica si no claramente contradictoria) no es del orden de la materia o una energía inconsciente e ininteligente, sino más bien del orden de eso que entendemos como inteligencia o conciencia. Ahora bien, en este caso se trata de la Conciencia absoluta, infinita, anterior a la aparición de los hombres y hasta del mundo, no sólo cronológicamente anterior, sino también y ante todo con prioridad ontológica, es decir que tenemos que pensarla como necesaria para el surgimiento de todo lo demás, lo cual resulta, por ello mismo, dependiente y contingente. Esto es, que la materia, el mundo en su totalidad y los seres humanos, no tendrían en sí mismos la razón de su existencia, sino que remitirían necesariamente a esa Realidad de la cual reciben el ser y el sentido (¡como el Bien de Platón, la Idea-Realidad suprema en su filosofía!). Fíjate que de golpe, si comprendes la idea de conciencia –y puedes hacerlo, pues constituye la esencia de tu ser- sabes ya, más o menos, qué es Brahman y qué es âtman. Por tanto, qué eres tú. Tú eres –según las Upanishads- conciencia pura. El âtman (tu Yo) sería una especie de centro, de foco de esa Luz primordial, esa Luz inteligente, consciente, infinita, que es Brahman. Dado que se afirma la identidad de âtman y Brahman, esto puede significar que el foco de luz, la luz viva y sabia, por tanto el ser de luz, que es tu conciencia, tu âtman es de la misma naturaleza, de la misma sustancia, que Brahman, la Luz única, el Sol central espiritual, o bien que la individualidad del foco, del centro, del âtman, no es verdaderamente real, sino meramente aparente. Algo así como el reflejo del Sol es un lago, que no hace que haya dos soles, sino un solo Sol y su reflejo, aparentemente real, pero de una realidad derivada, secundaria, dependiente del Sol real, único, de Brahman. Esas dos metáforas, la del foco y la del reflejo, han dado lugar a dos escuelas distintas dentro del Vedânta, pero no seguiremos ahora por ese camino delicado y difícil. Puede que sean dos modos de expresar la misma experiencia, la misma concepción, la misma Realidad, o puede que correspondan a dos experiencias distintas, dos concepciones diferentes de la relación entre lo Uno y los muchos, entre la Unidad y la multiplicidad (un problema que ya Platón se planteó respecto a la relación entre las Ideas y las cosas del mundo sensible). ¿Sólo conciencia, aunque sea con mayúsculas? ¿Eso es Brahman? Tienes razón, tu misma perplejidad la compartieron los rishis upanishádicos y mirando más despacio se dieron cuenta de más cosas. Primero, de que esa Realidad última, Brahman, es tan distinta a todo lo conocido aquí, en este mundo, con nuestros sentidos o nuestra razón, que cualquier cosa que digamos es insuficiente y queda como ridícula e inexpresiva para quien lo ha vivido. Esta imposibilidad radical de ser expresada de manera mínimamente satisfactoria es lo que ha recibido el hombre de inefabilidad. El lenguaje se percibe como abismalmente incapaz de transmitir la fuerza y el sentido de esa experiencia de lo Sagrado. De ahí la tentación de permanecer en Silencio. Un silencio que no se debe a que uno no tenga nada que decir, sino al contrario, a que uno quisiera transmitirlo de un modo significativo y al no poder hacerlo, cualquier expresión, cualquier traducción al lenguaje humano, le parece una traición, pues parece decir lo que Es y sin embargo hay aguda conciencia de que lo dicho queda muy lejos de lo Vivido, de lo Sido (pues aquí saber y ser se identifican, lo conocido lo ha sido mediante un “conocimiento por identidad”, lo conozco porque lo soy). Ahora bien, a pesar de esa inefabilidad, el rishi, el yogui, el místico, el sabio, amante del ser, pero también del lenguaje (el don de la palabra es uno de los grandes dones del ser humano, poder decir lo que es, quizás, en el mejor de los casos de forma poética), siempre ha intentando decir algo más de esa Realidad sagrada. Y el siguiente paso, en el caso de los rishis upanishádicos, fue expresarlo diciendo que Brahman es sat, cit y ânanda. ¿Qué quiere decir eso? Déjame que te explique cada uno de esos tres términos cruciales, tan cruciales que constituyen las tres hebras con las que está tejido todo el texto de la realidad, los tres sabores que permite apreciar en la realidad el verdadero saber (no hace falta que te haga ver la similitud entre saber y sabor, entre la sabiduría y el saborear la verdadera realidad). Sat puede traducirse como Ser; así se hace habitualmente, aunque también podría hacerse como Realidad. Brahman es la Realidad primordial, primigenia, quizás única (puesto que sarvam brahman, “todo es Brahman”), no-dual. No hay nada que no sea Brahman, que no sea Ser, aunque pueda modularse y modificarse hasta manifestarse a través de distintos modos de ser. La piedra, la planta, el perro, el ser humano, el planeta, las galaxias, todo son modos de ser (de) Brahman. Cit es el término que recoge más fielmente la noción que hemos traducido como Conciencia. Conciencia pura, previa a todos los modos de conciencia particulares, como la conciencia mental, la conciencia emocional o la conciencia sensorial. Conciencia infinita, de la cual la Luz es la metáfora por excelencia, ya que es lo que nos permite ver todas las cosas. La conciencia es el campo de la realidad (campo de conciencia) donde acaecen todas las cosas, la conciencia es la luz que permite ver todo lo que sucede en ese campo. Y finalmente, la conciencia es el sujeto que ve, el vidente, el que contempla todo lo que sucede. El que ve y lo visto no son dos, sino la realidad única, no-dual (advaita). Claro que hay una diferenciación relativa, para que pueda producirse el juego de la manifestación, pero no hay separación real; en el fondo, todo es la Conciencia única, que no es sino el Brahman imperecedero. Las Upanishads insisten mucho en la idea que hemos insinuado: el âtman, que es Brahman, no puede ser concebido sólo como objeto, sino también y ante todo como sujeto (los conocedores de la filosofía occidental creerán que estoy hablando de Hegel, pues él define el espíritu, justamente en esos términos, de ese modo, pero es que el idealismo absoluto tiene un extraño parecido con el advaita hindú: ¿sabiduría perenne?). Efectivamente, las Upanishads –no te voy a marear con los nombres de otras Upanishads- remarcan que el âtman es el que ve, el testigo, el que contempla todo lo que sucede, tanto en la realidad exterior como en esa realidad interior que es nuestra conciencia psicológica. El âtman es la conciencia-sujeto, la subjetividad transcendental como dirían los idealismos de Kant a Husserl, que nunca puede objetivarse. Observa, pues esto es muy sutil y te invito a que trates de comprenderlo experiencialmente (se trata de una experiencia interior, una experiencia de la conciencia, en la conciencia) y no sólo conceptualmente: tu puedes ser testigo de hechos que decimos pertenecen al mundo exterior, pero a fin de cuentas, los percibes en tu conciencia (en tu cerebro dirían los materialistas, por medio del cerebro dirán los idealistas), como formas de tu conciencia, los ves en tu “pantalla mental”, en el campo de tu conciencia. Pues bien, los “contenidos de tu conciencia”, correspondan a un objeto exterior a la misma o sean sólo ideas, imágenes, emociones intrasubjetivas, pueden ser “vistos”, percibidos, concienciados por ti, ese yo-sujeto-observador-testigo. Pues bien, de lo que se trata ahora es de comprender que el yo, el sujeto, el âtman, nunca puede ser visto, es el que ve, el vidente; nunca puede ser convertido en un objeto de la conciencia: es el sujeto inobjetivable. Y Eso, ese atman que es Brahman, ese Ser que es Conciencia pura, Luz infinita, Inteligencia primordial, eres tú. Tat tvam asi: “Eso, eres tú”. Es ésta otra de las afirmaciones más célebres de las Upanishads. La puedes encontrar en la Chandogya Upanishad, otra de las más antiguas y las más extensas. En ella el padre y maestro le dice a su hijo y discípulo Shvetaketu, que traiga el fruto de una higuera y le diga qué ve; que abra el fruto y le diga qué ve; ya ve sólo la semilla; ábrela y díme que ves. Nada ya. Pues bien, Shvetaketu, ese algo invisible, que no puedes ver, pero sin embargo es capaz de dar lugar a toda una higuera, eso es el âtman, la esencia sutil capaz de hacer crecer la realidad, y en el fondo, oh Shvetaketu, “Eso, eres tú” (tat tvam asi). Eso, el âtman, el brahman, eso eres, en el fondo, tú: ser puro, conciencia pura. Nos falta la tercera característica, el tercer atributo esencial de Brahman, aquello que la tradición hindú señala tras el término ânanda. Ananda es el Gozo puro, la Dicha perfecta, la Felicidad inmaculada. Resulta que la esencia de la realidad es SERCONCIENCIA-GOZOSA. ¿Qué es eso del gozo, de la dicha? ¡Claro que cada uno lo entenderá según su experiencia! O quizás no, y cabe una experiencia interior, libre de todos los condicionamientos psicológicos, a través de la cual podamos contactar y vivenciar ese fondo afectivo de nuestro ser (âtman) y de toda la realidad (Brahman) que es puro gozo, pura dicha. Estamos acostumbrados a placeres sensoriales más o menos intensos, a alegrías emocionales más o menos fuertes, a satisfacciones intelectuales más o menos profundas, pero todo ello serían modos parciales, manifestaciones debilitadas procedentes de ese punto adimensional, esa fuente de gozo transpersonal que constituiría el corazón mismo de nuestra realidad personal (que es descubierta ya, justamente, como transpersonal). Sería ese gozo puro, ese ânanda, el que puede experimentarse en la meditación silenciosa, aquella a la que apuntaba ya el aforismo de los Yoga-sûtras, aquella a la que vuelvo a invitarte para que todo esto no quede en meras palabras y la pasión filosófica se convierta en gozo filosófico. Quizás la pasión filosófica, el anhelo de saber, la aspiración a la filosofía, como el eros platónico, no sea sino el impulso secreto del âtman que nos conduce hacia el descubrimiento de ese ânanda que trasciende tanto la pasión como la razón filosófica. Digo descubrimiento y no logro, pues te habrás percatado ya de que no se trata de lograr algo que no se tenga o no se sea, sino de correr el velo (mâyâ es la ilusión, que como un velo nos impide ver, sentir y disfrutar de la realidad, brahman) que nos permite gozar de la sabiduría desnuda, sin tapujos, sin construcciones mentales, sin prejuicios, sin limitaciones innecesarias, el velo que nos permite des-velar el atman sat-chit-anándico que somos. Al menos esa es la propuesta hindú, el proyecto de la filosofía vedántica. No hace falta que te diga que las Upanishads dicen muchas más cosas, pero para nuestros propósitos y como una primera aproximación, nos conformaremos con lo dicho, sabiendo que no es sino una gota de ese océano de sabiduría que la tradición filosófica y espiritual hindú ha considerado siempre que son las Upanishads. Creo que habrás comprendido porqué Maitreyî y Nachiketas no se conformaban ni con todas las riquezas del mundo ni con todos los dones de los dioses, pues su aspiración no era sino descubrir esa esencia inmortal, ese âtman que no nace ni muere, es Ser de luz que es Conciencia gozosa y que Eres tú. 5.3. La sabiduría tiene que ver no sólo con el conocimiento, sino también con la acción y con el corazón: el triple yoga de la Bhagavad Gîtâ. No sé qué te habrá parecido esas primeras ideas de un texto hindú, intentando tan sólo seleccionar uno o dos de los conceptos, o mejor símbolos, principales que van a marcar el desarrollo de toda la filosofía hindú posterior. Seguramente, si llegases a leer alguna Upanishad te seguiría sonando rara, pues encontrarías elementos míticos y rituales propios de la tradición védica y brahmánica, a pesar de que las Upanishads, nacen probablemente como una reacción ante la religiosidad ritual de los antiguos indios. La acción ritual (karma) era el camino considerado más adecuado para la vida religiosa. Se trata de sacrificios rituales, en los que se hacían ofrendas a los dioses (devas) que se suponía habitaban en un mundo superior, quizás en una dimensión más sutil. Y el ritual era una manera de comunicarse con ellos, recitando mantras, cantando oraciones, ofreciendo flores o mantequilla derretida. Agni, el dios del fuego, Indra, el dios de la tormenta, Savitri, el dios del sol, eran algunas de las divinidades adoradas. Frente a ello, las Upanishads, hace unos veintisiete o veintiocho siglos, comienzan un camino en el que lo importante no es tanto la acción ritual como el conocimiento (jñâna). No el conocimiento científico, ni el conocimiento conceptual, especulativo, sino ese conocimiento del que hablaban los rishis upanishádicos y que hemos visto que era un conocimiento experiencial, un conocimiento por identidad, un conocimiento intuitivo, un conocimiento espiritual. Un conocimiento que desemboca en una realización, en una actualización de esas potencialidades que parecen más que humanas, en un despertar a nuestra dimensión espiritual, que resulta ser transpersonal, justamente en el sentido que hemos visto tiene en las recientes psicologías transpersonales. Este conocimiento que libera, que salva de la ignorancia y del sufrimiento, que nos lleva a trascender lo humano y a descubrir que somos más que humanos, sería equivalente a lo que en la tradición occidental (también en la islámica) se conocerá como gnosis, hasta el punto de que dicho término es una traducción posible del término sánscrito jñâna. Pues bien, ahora quería presentarte otro texto crucial de la tradición hindú, la Bhagavad Gîtâ, en realidad –como ya te dije- parte de una de las obras más extensas y célebres de la épica india, el Mahâbhârata, pero que por sí sola se ha convertido en la obra más representativa e influyente de toda la tradición hindú. Como toda epopeya va de batallitas, de guerras, en este caso una guerra fratricida, pues los jefes de los ejércitos que combaten son primos, e incluso han sido educados juntos, pues el padre de los cinco pandavas murió y pasaron a ser educados por su tío, junto a sus cien primos (número simbólico, tienes que acostumbrarte a las exageraciones de los indios y a saber descifrar los símbolos), los kauravas. Aquellos son buenos, virtuosos, honestos, valientes. Éstos últimos son egoístas, crueles, malvados, sólo buscan el poder y el dominio. De ahí que, aunque legítimamente debían heredar el reino los pandava, mediante todo tipo de estratagemas sucias, engaños y trampas en el juego de los dados, consiguen desterrarlos 12 años al campo y el año decimotércero deben permanecer de incógnito. Después les darán el reino. Pero, en realidad, cuando llega el momento, los malvados kauravas afirman que no les darán ni la tierra que cabe en la cabeza de un alfiler. Así que, en nombre de la justicia, los pandavas, pertenecientes a la casta de los guerreros, los kshatriyas, deben cumplir su dharma (su deber social, su obligación moral, su misión en el sistema de castas vigente en la India antigua, que era justamente combatir para que reine la justicia y el bien) y enfrentarse a sus primos, los kauravas. Toda la Bhagavad Gita es la narración de esa batalla, aunque en realidad es un diálogo entre los dos protagonistas que te quería presentar, Arjuna y Krishna. Una vez más necesitamos una mirada simbólica para comprender con una cierta profundidad la riqueza de textos como éste. Así, podemos decir que Arjuna, además de ser uno de los dirigentes del ejército de los pandavas, es símbolo del buscador, el aspirante, el discípulo, aquél que se halla en medio de la batalla de la vida y sufre una crisis moral que ha de resolver. Y para ello tiene la suerte de que a su lado, en el carro de combate, tirado por seis caballos, se halla Krishna, un célebre general, pero que simbólicamente representa al guru, el maestro espiritual capaz de clarificar las dudas del discípulo. Más todavía, Krishna, sin que lo sepa Arjuna al comienzo, es nada menos que la mismísima Conciencia absoluta encarnada, el Ser divino que de vez en cuando, o más exactamente, como dice la propia Gita (así la llaman los hindúes muchas veces, para abreviar) “cada vez que el desorden y la injusticia reinan en la tierra” se Encarna, desciende hasta un cuerpo humano, hasta el mundo físico, “para restablecer el orden (dharma) y la justicia”. Así pues, Krishna es, justamente, la Encarnación o el Descenso (esta sería la traducción más precisa del término sánscrito que emplean, avatar) del Espíritu absoluto, si quieres Brahman, sólo que en la Bhagavad Gita parece tener un carácter más personal y se utiliza para él, también, el término purushottama, que sería, exactamente, el “espíritu supremo”. Probablemente, pensarás que esto no es muy distinto de lo que los cristianos afirman de Jesús de Nazareth, que sería el Cristo encarnado, la Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad, el Logos o el Hijo. Y efectivamente hay un parecido considerable. Aunque también hay diferencias, por ejemplo, y muy especialmente, el que en el cristianismo se cree que sólo una vez ha sucedido tal Misterio teándrico (la unión de Dios y Hombre) y en el hinduismo la doctrina de los avatars afirma la existencia de múltiples Encarnaciones, de un número determinado (el número exacto no importa, de hecho no todos los textos coinciden en ello) de ocasiones en que lo Divino, habría encarnado. En ese caso su produce la figura, de enorme importancia en toda la tradición hindú, del avatar. Pues bien, en ese escenario bélico, asistimos a la crisis moral de Arjuna y a las enseñanzas de Krishna. Arjuna sufre porque no quiere combatir contra sus antiguos profesores, sus primos y sus conocidos, por malvados que sean. Krishna intenta convencerle de que en la situación en que se halla, su deber (dharma) es combatir. Lo cierto es que, a partir de ahí, asistimos a unas preciosas enseñanzas que muchas veces se han considerado el corazón de la tradición hindú, e incluso para muchos de esa philosophia perennis que ronda nuestras páginas. ¿Qué le enseña Krishna a Arjuna, cuáles son las lecciones del maestro al discípulo? ¿Son aplicables hoy, para nosotros, en el siglo XXI o se trata de mera arqueología del saber, de momias textuales? Tú dirás, aunque para decirlo con propiedad, no será suficiente las pocas páginas que yo le dedicaré y quizás te apetezca leer esta obra tan representativa de la tradición hindú. Yo me limitaré a tomar como hilo conductor una palabra que, sin duda, conoces: yoga, y a esbozar el significado de los tres tipos de yoga fundamentales que aparecen en esta obra escrita uno o dos siglos antes o después del comienzo de nuestro era (¿sabes que los indios no se preocupan tanto de la historia como en Occidente?, les parece un detalle de poco interés, y sin embargo conceden más importancia al mito, no en el sentido de ficción fabulosa producto de la ignorancia, sino como lenguaje simbólico capaz de insinuar verdades transhistóricas que les parecen más importantes que las meramente históricas). Te pondré un ejemplo de esa distinta actitud ante la historia y ante el mito. En Occidente, pensemos en el cristianismo, parece fundamental poder defender la historicidad de Cristo, bueno, al menos de Jesús, en quien los cristianos ven al Cristo. Hacen de ello el valor máximo, y lo que no sea histórico, los mitos de los paganos, les parece de escasa validez. Sin embargo, para los hindúes el hecho de que Krishna no tenga una fecha exacta de nacimiento y muerte, y ni siquiera se esté totalmente cierto de que existió físicamente y no es una leyenda, es algo secundario. Lo importante es la verdad mística (espiritual, suprasensible) a la que apuntan los “mitos y leyendas” del hinduismo. Lo más sagrado no es que Krishna haya existido en la historia, en un cuerpo físico, sino que “la conciencia de Krishna” puede ser vivenciada, experimentada, como una realidad viva, en su propio plano, quizás en Vrindavan, donde se celebra la danza de Krishna y las gopis, símbolo de las almas que aspiran a lo Divino y que gravitan hacia él. En la medida en que el mito o la leyenda es capaz de transportar nuestra conciencia hacia la verdadera conciencia de Krishna, está cumpliendo su función y resulta más importante que cualquier dato histórico. Yoga procede de la raíz yug, y en muchas lenguas indoeuropeas hay palabras derivadas de tal raíz. Sin ir más lejos, el “yugo”, como la acción de “subyugar”, poner bajo el yugo, uncir, pertenecen a ese campo semántico. Cuando en la tradición hindú se habla de yoga se refiere al método por excelencia para lograr la verdad, el conocimiento, la realización, así que, aunque no es lo habitual, podríamos atrevernos a decir que el yoga es el método filosófico, por excelencia, de la India (pues esto incluye también al budismo y al janismo). Un método es un “camino hacia” (ese significa en su etimología griega original metà odós) un lugar determinado, una meta, una investigación. La meta, en la tradición hindú está bastante clara. Generalizando una vez más, podríamos decir que la meta es la sabiduría, entendida ésta como la liberación (moksha, mukti) del karma y del samsâra, el ciclo de nacimientos y muertes, de vida tras vida, de reencarnación en reencarnación, hasta que aprendemos la lección y podemos trascender la etapa humana. El método es el yoga, pero todo método posee un conjunto de técnicas diversas para facilitar su cometido. Se ha hablado de técnicas psico-físicas, o también psico-espirituales, incluso de “técnicas del éxtasis”. Justamente el término éxtasis es uno de los que puede traducir la importante noción de samâdhi. Este apunta hacia un “estado de conciencia” (transpersonal) en el cual nos liberamos provisionalmente de todas aquellas limitaciones con las que nos identificamos mentalmente y podemos descubrir nuestra verdadera naturaleza más profunda, el vidente que no puede ser visto, el âtman o el purusha, el sujeto que verdaderamente somos. Tres son los caminos, los yogas que expone la Bhagavad Gita: el camino de la acción (karma), el camino del conocimiento (jñâna) y el camino de la entrega amorosa a lo Supremo (bhakti). En las Upanishads hemos visto una ilustración de esa gnosis liberadora que sería la consumación de la filosofía y el asentamiento en la verdadera sabiduría, algo que veremos algo más despacio en el caso de los tres maestros de la certeza que serán invitados a nuestras páginas. Veremos ahora algo de los otros dos. El karma-yoga, el camino de la acción, de las obras, del hacer, conviene, justamente, al hombre de acción, y su clave radica en dejar de actuar de manera egocentrada y actuar por el mayor bien posible, lo cual se supone que coincide con la Voluntad de lo Divino, de la Conciencia amorosa infinita que guía todo lo que existe. La Gita lo expresa como el actuar “sin apegarse a los frutos de la acción”, esto es, una “acción desinteresada”, inegoísta, una mezcla de la acción “por deber” kantiana y de la acción “por amor” cristiana. En última instancia y en el mejor de los casos, el yogui o la yoguini que ha trascendido el ego, actúa no según sus deseos, ni siquiera según su voluntad particular, sino que se convierte en un canal de la Voluntad transpersonal (Assagioli), de la Voluntad divina, de la Voluntad de Krishna (símbolo aquí, ciertamente, de lo Divino, de lo Sagrado). Incluso antes de llegar a ese punto de perfecto karma-yogui (excelentemente representado por las palabras de Jesús el Cristo, “Señor, hágase no mi voluntad, sino la Tuya”), el método del karma-yoga anima a convertir toda acción en una ofrenda a lo Divino, a Krishna. En ese caso, no haré más que lo que crea de todo corazón que es lo más conveniente y mi vida será un ejemplo de buenavoluntad-en-acción, de sacralización (convertir en sagradas) todas mis acciones. También esta es una vía que me conduce hacia lo Divino. Es muy probable que esta revalorización de la acción en la Bhagavad Gita sea una reacción ante el excesivo rechazo de la acción (no sólo ritual, sino de todo tipo) que las Upanishads y algunos ascetas renunciantes (sadhus, sannyasins) habían enfatizado y que comenzaba a predominar ya en algunas Upanishads y luego abundaría en ciertas escuelas del Vedânta más acosmista o ilusionista que consideraba que ninguna acción puede conducir a la sabiduría, sino sólo el conocimiento del âtman; por tanto toda acción sobra, pues más bien tiende a crear más karma, y lo que habría que hacer es quemar todo el karma para lograr la liberación. Pero la Gîtâ hará ver que la inacción no es posible, en ningún nivel, ni física ni psicológicamente. El propio Krishna, hablando ya como si fuera el Espíritu supremo, le explica a Arjuna que si él no actuara constantemente para mantener la cohesión de los mundos, éstos se desintegrarían instantáneamente. Recuerda que en el símbolo de la Trimurti hindú, ese Dios con tres rostros, o esa unión de tres aspectos de lo Divino, Brahmâ es el creador (en masculino, no lo confundas con el neutro Brahman, que habíamos empleado hasta ahora y que se refiere al Absoluto), Vishnu es el conservador y Shiva es el destructor. Comprenderás ahora mejor que Krishna se presente como avatar de Vishnu, y de ahí que simbolice mejor que nadie el principio del amor, pues el amor es el principio cósmico que une, que conserva lo existente. Shiva, el destructor, no es el malo de la película, no es un destroyer cualquiera, sino que es esa función de lo Divino, que no siempre cae simpática y que consiste en destruir aquellas formas que se han cristalizado excesivamente y ya no cumplen la función necesaria. En ese caso, Shiva (o la diosa Kali, que a veces realiza también esa función) tiene que destruir sin piedad lo que se opone a la marcha divina. Así pues, Shiva representa la voluntad y el poder, frente al amor de Vishnu/Krishna (y su consorte, la dulce y benéfica Lakshmi), así como Brahmâ representa la Inteligencia creadora. Pero vayamos ya al yoga de la entrega amorosa (bhakti yoga) o como suele decirse habitualmente el yoga de la devoción. Lo que pasa es que el término devoción es también uno de esos términos que suelen sonar a religiosidad rancia, a beatería, y que activan todos los prejuicios negativos anticlericales que se han ido formando en la mentalidad. Ya hemos quedado que haríamos un esfuerzo por ser conscientes de los prejuicios que surgen automáticamente en nuestra mente impidiéndonos la comprensión de algo nuevo, como puede ser en este caso la espiritualidad hindú. Pues bien, el caso es que estamos ahora en “el camino del corazón”, que constituye muy probablemente “el corazón” de la Bhagavad Gîtâ. Supongo que habrás visto en la vida cotidiana que hay personas que centran su vida en el conocimiento, otras en la acción y la voluntad, y otras en el corazón, la afectividad, los sentimientos, las emociones. Esto sucede ya en la estructura psicológica de la persona, dando lugar a tipos de personas determinados. Ahora se trata de ver cómo se refleja eso en la búsqueda espiritual. En el cristianismo es bien conocida la devoción, sobre todo hacia la figura de Cristo, aunque también se canalice en muchas ocasiones hacia la Virgen María o hacia algún santo. En el hinduismo, la devoción puede dirigirse hacia alguna de las divinidades (cada una de ellas representando un rostro del Absoluto) como Shiva, Vishnu o la Shakti, la Madre divina, la Energía creadora, cada uno con múltiples nombres y aspectos. Pero se puede dirigir también hacia el guru, el maestro espiritual, considerado desde una especie de “consejero espiritual” hasta un canal de Gracia divina, una encarnación de lo Divino, un iluminado que ha llegado a la verdad suprema. En el caso de Arjuna, la devoción que se despierta en su corazón hacia Krishna es primero en tanto que guru, finalmente, cuando Ajuna descubre su verdadera naturaleza, en tanto que avatar, Descenso a un cuerpo humano de Vishnu, símbolo para la escuela de donde surge el texto -justamente vishnuíta y más concretamente krishnaíta- del Absoluto, del Espíritu supremo, Purushottama, el equivalente al Brahman del Vedanta, aunque también aquí se utilice este término. En definitiva, el bhakti-yoga busca la unión y la comunión con el Amado (Krishna), tal como sucede en el amor. Hay una obrita clásica en el hinduismo, la Gîtâ Govinda de Jayadeva que expresa con gran fuerza poética el amor a Krishna en términos del amor erótico humano. Allí, las gopis (vaqueras, lecheras, campesinas) y especialmente Radha, su amante favorita, anhelan ver a Krishna, estar con él, amarlo. Puedes imaginar que aquí el amor humano es una metáfora que trata de expresar un amor de un orden distinto. Al menos el objeto hacia el que se dirige no es humano, sino divino. Podría decirse que el camino del corazón, cuando se constituye en vía hacia la realización es una especie de alquimia que transmuta las emociones inferiores, egocentradas, en sentimientos anímicos encauzados hacia lo Sagrado. Su manera de operar sería sutilizando e intensificando el sentimiento, despertando y cultivando el amor a lo Divino, sublimando los afectos que nos apartan de la iluminación amorosa. Si lees la Bhagavad Gita –espero que lo hagas algún día- verás cómo Krishna le dice a Arjuna que el yogui que le resulta más querido es aquél que con devoción trata de unirse a él, aunque las ofrendas que realice sean muy sencillas, pues una flor, un poco de agua, ofrecidas con verdadero amor desinteresado, son más valiosos que un gran sacrificio o una abundante donación material. Apreciado es el yoga del conocimiento, valorado es el yoga de la acción, hasta el punto de que algunos han interpretado la Gîtâ como si fuera, ante todo un evangelio de la acción (Gandhi), y otros han visto en dicha obra, sobre todo, un canto al conocimiento liberador, el conocimiento del âtman (Shankara), pero probablemente es más cierto que el mensaje de la Gîtâ es muy especialmente el del amor (trans)personal a lo Divino, concretamente a Krishna, el de la devoción y entrega amorosa al Amado sublime (Râmânuja). Precisamente la Gîtâ termina, en su capítulo XVIII, recomendando abandonar todo dharma, todo deber, toda obligación social, y entregarse a él, pues de ese modo ya no es el ego ignorante quien actúa, sino Krishna a través de él, ya no es el âtman limitado por el cuerpo humano lo que resulta conocido, sino el âtman en todo su esplendor, allí donde se halla unido a Krishna. Uno de los pasajes más espléndidos es cuando Arjuna empieza a sospechar quién es verdaderamente Krishna y le pide que le permita ver su Forma cósmica. Concediéndole por unos instantes la visión espiritual, abriéndole ese tercer ojo (ajñacakra) que espera ser activado en todo ser humano, mediante el cual pueden ser vistas las realidad del mundo suprasensible, Arjuna queda asombrado y desconcertado al contemplar en todo su esplendor la majestuosidad de la Naturaleza divina, todo el campo de batalla, toda la India, toda la tierra, son vistas como formas en movimiento dentro de la Conciencia de Krishna. El pasado, el presente y el futuro pueden ser vistos allí, por eso el rishi posee la visión de los tres tiempos (trikaladristhi). Arjuna contempla no sólo los aspectos benéficos y amables de lo Divino, sino también lo terrorífico y espantoso que forma parte de la Realidad completa. Así, por ejemplo, ve precipitarse a las bocas devoradoras de Krishna a los contendientes de la batalla que está a punto de librarse. Arjuna describe la visión de la forma cósmica de Krishna con una metáfora deslumbrante, “como si mil soles se encendieran de golpe en el firmamento”. Tan apabullante es la contemplación de la dinámica de la Totalidad que Arjuna le suplica que le vuelva a su visión normal, pues aquello resulta poco menos que insoportable. Pero ahora sabe ya quién es, ante quien se halla: el Espíritu supremo en forma humana. Esta escena que nos sitúa, a través del Arjuna que cada uno de nosotros lleva dentro, ante el horizonte de lo Sagrado, tremendo y fascinante, nos permite dejar ya la Bhagavad Gita, al mismo tiempo que nos remite a una escena de simbolismo análogo, perteneciente a otra obra. Se trata ahora del Krishna niño y sus aventuras. Travieso como era, juguetón con los niños de su edad, en una ocasión las vecinas se quejan a su madre Yasoda de que su hijo ha robado muchos dulces y se los ha comido todos. La madre reprende al niño y le pregunta si es cierto aquello de lo que le acusan. El niño Krishna sonríe maliciosamente y le dice a su madre que no es verdad. Ella, sospechando lo peor, le pide abrir la boca, buscando restos de los dulces (tan dulces y coloridos en la India). Y cuando Krishna abre la boca, su madre, Yasoda, queda tan asombrada como el Arjuna de la Gita. Pues al mirar su paladar se encuentra con la bóveda celesta infinita, en una esquina puede ver el monte Meru, en otra el sur de la India, más arriba los planetas lejanos, y así se va desplazando por el interior de la boca del niño descubriendo que el universo entero puede ser contemplado allí. Efectivamente, el universo entero se halla en la Conciencia de Krishna, en la Conciencia infinita que ha generado los mundos, como la araña teje su tela extrayéndola de sí misma, de ahí que todo sea divino (sarvam brahma, todo es Brahman), no sólo los paraísos celestiales donde el alma puede bailar gozosamente con Krishna, cual gopi enamorada, como sucede en el Vrindavan mítico, sino también los planos materiales en los que se halla evolucionando el alma humana. No abandones la mirada simbolista y demos un paso más. Tú no sólo eres Arjuna, el buscador, aspirante, estudiante, discípulo, sino que también Krishna está en ti. Krishna es símbolo aquí del maestro interior que tú eres, incluso del avatar interno y eterno, más allá del avatar histórico al que representa en una primera aproximación. Observa que esto no son sólo bellas palabras, sino que ilustra la concepción central que el hinduismo tiene del ser humano. Efectivamente, la realización integral a que aspiramos nos lleva más allá de lo humano, nos lleva a descubrir que estamos centrados en una etapa de desarrollo humana, pero que nuestra conciencia trasciende con mucho tales limitaciones, pues en el fono, ya lo sabes, tu conciencia es la conciencia de Krishna, la conciencia âtmica, la conciencia de Brahman. Como decían las Upanishads, “Tú eres Eso”. Tú eres Krishna disfrazado de humano. Descubrirlo es parte importante del sentido de la vida. En fin, quizás te preguntes si todo esto tiene algo que ver con la filosofía o si hemos desembocado una vez más en la religión. No cabe duda que en el hinduismo el ropaje utilizado es muy generalmente “religioso”, pero a nosotros nos interesa el contenido filosófico que podamos hallar en él. Y habrás visto que puede hacerse una lectura simbólica de las imágenes empleadas, de tal modo que no se trata de realizar rituales exóticos, ni de creer en dioses ajenos, sino de abrirnos a la posibilidad de que un lenguaje menos manoseado que el habitual en nuestra tradición nos permita descubrir aspectos de la realidad que antes ignorábamos. Respecto a si esto es filosofía, obviamente depende de la idea que tengamos de lo que es filosofía. Incluir la acción desinteresada y la entrega amorosa en la filosofía, puede que no sea frecuente en la filosofía occidental moderna, centrada en el conocimiento teórico, en la filosofía como amor a la sabiduría (teórica), pero si admitimos que la filosofía sea también “sabiduría del amor” y que puede y hasta debe incluir la acción y la voluntad, quizás no parezca tan descabellado considerar que bajo la cáscara de formas exóticas podamos saborear la nuez de una sabiduría perenne. 5.4. De los maestros de las sospecha a los maestros de la certeza El diálogo inter-cultural no es fácil. Cada uno es hijo no sólo de su tiempo (como nos enseñó Hegel), sino también de su espacio cultural, de la cultura en la que se ha desarrollado y le ha enseñado a interpretar el mundo, con una lengua determinada, desde unas categorías específicas, con unos prejuicios inevitables, con un horizonte concreto, desde unas preguntas y preocupaciones particulares. De ahí que intentar comprender otra cultura –como en este caso, nosotros occidentales, la cultura indiaplantee serios problemas hermenéuticos. Sin embargo, estamos, al menos, intentándolo. Igual que en la tradición occidental vimos a Platón y Descartes como dos grandes influencias, en la tradición hindú hemos visto algunas ideas de las Upanishads y la Bhagavad Gîtâ, dos textos, si bien ellos mismos no propiamente “filosóficos”, sí enormemente influyentes en las escuelas filosóficas posteriores. Efectivamente, después de la época de los textos considerados revelados, inspirados o fuertemente aceptados por la tradición como autoridades, alrededor aproximadamente de comienzos de nuestra era (ves qué ejemplo más claro de particularismo cultural, mirar todo desde el punto de vista del nacimiento de Cristo) comienzan a surgir lo que equivaldría a escuelas filosóficas en el seno del hinduismo. Curiosamente ni el buddhismo ni el jainismo ni los materialistas carvakas van a aceptarse dentro de la ortodoxia hindú, a pesar de que en esta tradición la ortodoxia no es tan estricta e intransigente como en otras tradiciones y hasta puede decirse que es más importante la ortopraxis (el hacer de manera correcta lo que prescribe la tradición, ya sea acciones rituales, ya sea acciones adecuadas a la casta a la que se pertenece por nacimiento) que la ortodoxia (el defender ideas que se consideran rectas, el aceptar los dogmas que caracterizan a una tradición). Como sabes, lo contrario de la ortodoxia es la heterodoxia, el creer ideas distintas de las aceptadas por la autoridad de esa tradición. Por ello el cristianismo ha declarado heterodoxas a muchas personas y muchas doctrinas que no eran aceptadas por quienes se consideraban legitimados para determinar qué era cristiano y qué no lo era. Al heterodoxo se le excomulga, es decir, se le pone fuera de la comunidad en cuestión, por no comulgar con los ortodoxos. Esas seis principales escuelas filosóficas, si así puede traducirse el término darshana, comienzan con la producción de unos textos muy breves, en realidad colecciones de aforismos (sûtras) que sintetizan el enfoque de dicha corriente. Como si estuviera pensado a modo de resumen para recordar, pero cuyo significado tenía que ser desarrollado por el maestro que lo explicase. Con el tiempo, fueron escribiéndose tratados filosóficos más extensos, intentando explicar más racional y argumentadamente lo que los aforismos sólo insinuaban. Si de los primeros conoces ya los Yoga-sûtras de Patañjali, ahora podríamos mencionar los Comentarios (bhasya) a los Brahma-sûtras de quien ha terminado siendo el pensador más influyente de toda la tradición hindú: Shankaracharya. Shankara, como suele abreviarse su nombre, pues en realidad acharya significa “instructor”, “erudito” o “maestro”, vive en los siglos VIII–IX de nuestra era, y consiguió ofrecer una interpretación de los principales textos de la tradición védica y brahmánica que tuvo mucho éxito, pues parecía ofrecer una explicación simple y coherente del sentido de todos ellos. Es lo que se denominó vedânta advaita, vedanta no-dualista. Según él, las Upanishads, la Bhagavad Gîtâ y los Brahma-sûtras estarían diciendo prácticamente lo mismo: que sólo existe Brahman, la Realidad no-dual, más allá del espacio y del tiempo, inmutable, eterna, ser puro, conciencia pura, felicidad pura. Todo lo demás, el mundo y la aparente multiplicidad de individuos no son sino una especie de ilusión –como con frecuencia se ha traducido el término central, mâyâ-. De ahí que no haya nada que hacer (desprestigio del karma-yoga), sino tan sólo despertar, a través del verdadero conocimiento (jñana-yoga) que es aquél que realiza la identidad entre el âtman y Brahman. La devoción (bhakti-yoga) sólo tiene sentido provisionalmente, en realidad igual que la acción, como medios de purificarse hasta llegar a la verdadera comprensión, al verdadero saber, el despertar definitivo que nos lleva a percatarnos de que en realidad no hay nadie que sufriera, nadie que estuviera en la ignorancia, nadie que necesitase liberarse, pues el âtman que es Brahman es eternamente libre y eternamente sabio. Maya es un error cognitivo, una ignorancia incomprensible, un misterio indescriptible, una especie de ilusión que una vez descartada diríase no haber existido nunca. No creas que todos los pensadores hindúes aceptaron la visión de Shankara, al contrario, muchos le criticaron con dureza y opinaron que estaba confundiendo al hindú sencillo que quedaba engañado con la idea de que todo es maya (ilusorio, irreal, insignificante), de que el âtman individual se disuelve en Brahman al liberarse, como una gota de agua se funde en el océano perdiendo su particularidad y que Brahman no tiene un carácter personal y amoroso. Incluso dentro de la gran corriente del Vedânta, influyentes autores como Râmânuja, Vallabha, Madhva, Caitanya, insistieron en los graves y perjudiciales errores que contenía la filosofía de Shankara. Pese a todo, Shankara creó la orden de monjes más importante del hinduismo, que pervive hasta nuestros días con cuatro centros en la India, al frente de cada uno de los cuales hay un Shankaracharya, un representante local del gran Shankara original (Adi-Shankara-charya). Además cuando los occidentales comenzaron a conocer la tradición hindú, pronto transmitieron la idea de que la filosofía de Shankara era la más madura y la más representativa de la India. Quizás porque otros enfoques tenían más puntos de contacto con el cristianismo, se centraban más en un Dios personal, en la supervivencia del âtman individual y la importancia de la reencarnación, y en la devoción como camino de realización. Sin duda también por el poderoso intelecto que logró llevar a cabo una síntesis atractiva para la mentalidad hindú. No sé si tienes noticias de que la India y su cultura comienza a conocerse medianamente en Occidente no antes de comienzos del siglo XIX. Coincidiendo con el romanticismo, sobre todo en Alemania, hubo un entusiasmo tal hacia los textos que se empezaban a traducir del sánscrito por los primeros sanscritistas e indólogos que ha llegado a hablarse de indomanía (¡ojo, no que se le tuviese “manía” a la India, sino al contrario, que se mostraba interés y entusiasmo por todo lo relativo a ella!). En realidad, India se convirtió en un “mito”, se mitificó. Así como durante mucho tiempo la cuna de la sabiduría se había considerado que era Egipto, ahora algunos románticos (los hermanos Schlegel, el propio Herder y otros muchos) proclamaban que era India el origen de todo verdadero saber y esperaban que su conocimiento crease un renacimiento (se habló también del renacimiento oriental) y una transformación en la cultura occidental tan importante como el que supuso el redescubrimiento de la cultura griega en el Renacimiento de los siglos XV y XVI. Un pensador tan poco sospechoso de religiosidad trasnochada como A. Schopenhauer, al leer una traducción de segunda mano de las Upanishads llegó a decir que había sido el solaz de sus días y sería su alivio en los días de su muerte. Ya antes Hegel había empezado a leer con interés lo primero que empezaba a publicarse sobre India, pero no pasó de creer que se trataba de una cultura perteneciente al pasado del desarrollo espiritual de la humanidad y que no tenía mucho que aportar hoy, una opinión que ha pesado mucho –dada la autoridad de Hegel en filosofía- hasta hace poco. También tu amigo Nietzsche leyó textos de hinduismo y sobre todo de buddhismo, ya en la segunda mitad del siglo XIX. Pero el verdadero boom de la espiritualidad hindú (así como de la buddhista) no tendría lugar hasta la segunda mitad del siglo XX. El fin de la Segunda Guerra Mundial supone el comienzo de una nueva etapa, de una nueva era cultural. Los medios de comunicación y los transportes han revolucionado el conocimiento mutuo de las culturas, las personas y las ideas viajan mucho más, y más deprisa. Los occidentales viajan a la India y los gurus hindúes vuelan a Occidente a difundir su sabiduría antigua. El avance de la ciencia y la técnica en Occidente se contrapone a la espiritualidad oriental o se consideran complementarias. Aunque en ocasiones de manera simplista, lo cierto es que esta distinción va cuajando y muchos occidentales comienzan a abandonar la religión cristiana y a acercarse a la espiritualidad oriental, hindú y buddhista. En gran medida, esto se debe a la idea de que la espiritualidad oriental está basada en la experiencia y a que hay personas que han logrado un grado de realización que en Occidente o no ha existido o se ha olvidado o sólo se identifica con la figura de Cristo. Aquí voy a presentarte a tres de esas personas, tres figuras destacadas del hinduismo contemporáneo, tres yogis, tres gurus, tres “maestros del ser” (más que maestros del pensar como son los filósofos occidentales), tres “maestros de la certeza”, como se me ha ocurrido llamar para contraponerlos a los tres “maestros de la sospecha” que ya conoces. Si estos insistieron en desenmascarar presuntas verdades, en dudar de lo que se consideraba cierto, y generan una cultura de sospecha y desconfianza, de crítica y de lucha contra principios culturales firmemente establecidos, aquellos se muestran como muy seguros de las verdades básicas de su tradición, verdades que afirman haber realizado en carne propia, reactualizando así la sabiduría hindú y presentándola a los buscadores ávidos de espiritualidad palpable libre de toda la parafernalia de mitos, ritos y creencias tradicionales que la conciencia ilustrada occidental tendía a ver como supersticiones. Estos tres grandes maestros espirituales son: Sri Ramakrishna, Sri Ramana Maharshi y Sri Aurobindo. 5.4.1. Sri Ramakrishna y la certeza del poder amoroso de Kali Sri Ramakrishna nace en 1836 y muere en 1886. Si hubiera que destacar dos cosas de su vida, una sería su intento de mostrar la unidad y la armonía de todas las religiones, otra la riqueza y profundidad de sus experiencias místicas. Ramakrishna no puede decirse que sea un filósofo, en el sentido occidental moderno, pues no había estudiado ni filosofía ni ninguna otra carrera, ni sus intereses intelectuales destacaron especialmente; y sin embargo, para algunos encarna la imagen del sabio, del místico en sus máximas alturas, la del devoto, pero también la del conocedor directo de la Realidad última. Desde muy joven, de naturaleza hipersensible, tiene experiencias místicas y despierta en él un intenso deseo de ver a la Madre divina. Esto de la Madre divina hay que explicarlo un poco. Así como en Occidente la religiosidad se ha centrado muy especialmente en Dios-Padre y en su Hijo, el Cristo (o en Jehová, Moisés y los profetas, o en Alá y Muhammad), de manera claramente androcéntrica –es decir que el hombre/varón ha estado siempre en el centro de la atención y de la valoración-, aunque siempre haya existido una faceta menos divulgada, más esotérica, si se quiere, en la que la Madre de Dios, la Virgen, o la Shekinah en el judaísmo o Fátima, la hija del profeta en el islam, han jugado un papel importante, en la India, en el hinduismo, especialmente en esa corriente que es el tantrismo y el shaktismo, lo que podríamos llamar el principio femenino ha desempeñado un papel destacado. Pues bien, Ramakrishna pronto participa de ese anhelo tántrico de contemplar a la Madre divina, especialmente bajo la imagen de Kâlî, la cual se representa a veces con imágenes un tanto inquietantes. Por ejemplo, una de las imágenes simbólicas más célebres es la de la diosa con cuatro brazos, los dos derechos se hallan en actitud protectora y benefactora, pero los dos de la izquierda ilustran a la guerrera que una mano porta la espada letal ensangrentada, impregnada con la sangre de la cabeza que acaba de cortar y que agarra por los cabellos con la otra mano. La interpretación más habitual, más exotérica, consiste en ver en ello el combate contra las fuerzas oscuras (los asuras, los pisachas, etc.) que se oponen al plan divino y cuyo enfrentamiento lo encontramos en la mayor parte de los mitos hindúes, tanto los que se narran en los Vedas como los que aparecen en los Purânas. Ahora bien, una interpretación más sutil, más esotérica, consiste en comprender que el principal enemigo de nuestro despertar espiritual es esa parte de nosotros mismos que impide la realización de nuestra verdadera identidad. La cabeza puede simbolizar la mente y el ego, aquello con lo que nos identificamos, pero que en realidad no es sino una especie de máscara que llevamos para nuestras relaciones sociales, pero que si terminamos identificándonos con ella nos mantiene alejados de nuestro verdadero Ser. Fíjate que ya a los 17 años, Ramakrishna marcha a Calcuta con su hermano mayor para gestionar un templo que una señora bastante adinerada ha levantado allí. Su padre había muerto cuando él tenía 7 años. Su hermano mayor muere cuando él tiene 20 años. A partir de entonces, él se hará cargo del templo (no te imagines una iglesia católica ni un sacerdote del estilo de los que puedas conocer, pues las costumbres y maneras son muy distintas). Pero su deseo ardiente de ver a Kâlî no hacía sino crecer, hasta el punto de rozar la desesperación. Tanto es así que un día, enloquecido por la ausencia de su soñada Amada, ve en el templo una espada y decide acabar con su vida. Justo en ese momento, se le aparece Kâlî ordenándole detenerse, e inmediatamente entra en un éxtasis (samâdhi) en el que siente que oleadas de gozo le inundan de manera casi incontenible. Tiene 20 años cuando le adviene tal visión. A partir de entonces se alternarán los períodos de comunión amorosa con la Madre divina, Kâlî, con los períodos de dolorosa ausencia. No voy a contarte su vida, sino tan sólo informarte de hasta qué punto se fueron sucediendo diversas experiencias, según las distintas sub-tradiciones hindúes e incluso otras importantes relacionadas con el cristianismo y con el islam: visiones de Jesús, visiones de Muhammad, con un aire de realidad innegable, con un carácter de certeza incuestionable, que le llevaron a defender la unidad trascendental (como más tarde dirá F. Schuon) de todas las religiones, su compatibilidad y su armonía. Algo inaudito en la mayoría de las religiones, acostumbradas a defender a capa y espada que su religión es la única verdadera o la más completa y conveniente. Faltaba bastante tiempo para que el pluralismo religioso empezara a cuajar, algo que hoy está en la agenda de la mayoría de las personas preocupadas por cuestiones religiosas. Deja que me limite a dos episodios existenciales, y filosóficamente significativos, que destacan en la vida de Ramakrishna. Uno de ellos tiene que ver con su formación tántrica a través de una monja que pasó por el templo, vió sus posibilidades y decidió iniciarle en los secretos del tantra. La monja Bhairavi le enseñó una dura disciplina tántrica. El Tantra o Tantrismo es una corriente del hinduismo (y también del buddhismo, como luego sucederá en el buddhismo tibetano sobre todo) distinta de la corriente central védica y brahmánica, con textos independientes, durante bastante tiempo no aceptados por ésta última, rechazados por considerarlos escandalosos y por atentar contra las buenas costumbres, contra la moral tradicional. Así, lo que se considera malo y prohibido en la sociedad védica tradicional, es considerado como un medio de realización para el tantrismo. Incluso uno de sus lemas es que aquellas actividades que suelen hacer caer a la mayoría de la gente, pueden ser utilizadas para elevarse por los tántricos. Si estás pensando en la sexualidad, en esta ocasión aciertas. Efectivamente, la sexualidad desempeña un papel muy importante en el tantra. Hay escuelas que interpretan los textos que hablan de los rituales sexuales de manera simbólica, otras los toman al pie de la letra y consideran que ciertas prácticas sexuales, espiritualmente orientadas, son necesarias para el desarrollo espiritual. Quizás te estés acordando de Freud y la importancia que concedió a la sexualidad. Pues bien, esto lo comparten, aunque el sentido y la finalidad del enfoque tántrico es muy distinta. No se trata ya de evitar las neurosis, la angustia, las patologías que puedan derivarse de una incorrecta utilización de la energía sexual (un seguidor de Freud, W. Reich, escribió un libro titulado La función del orgasmo, de enorme influencia en los años 60 y 70), sino de utilizar esa poderosa energía para despertar ciertas facultades y alcanzar ciertos estados de conciencia elevados, de tal modo que la unión sexual no sea un acto meramente físico, sino que sirva de trampolín para disfrutar de una unión emocional, mental, anímica y espiritual, en definitiva, para experimentar la unión mística. Simbólicamente, en el ritual tántrico, la mujer es considerada como una encarnación de la Diosa (Devi, Shakti), y el hombre/varón como una encarnación del Dios supremo (generalmente Shiva, pues el tantrismo o shaktismo se relaciona especialmente con el shivaismo). Shiva es la Conciencia pura, Shakti es la Energía, el Poder creativo. El uno sin el otro no son nada. En realidad no son dos, sino uno, una bi-unidad Shiva-Shakti, la Realidad no-dual expresada en dos polos, masculino/femenino, para el desarrollo en el mundo dual. El tantrismo o shaktismo podría decirse que es el culto a la Shakti, la Madre Divina, el Principio femenino, el Poder creador. Es la corriente más esotérica del hinduismo y la mayoría de sus rituales han permanecido secretos durante mucho tiempo. Aquí no vamos a detenernos en ello, aunque quizás despierte tu curiosidad (o más que eso tu verdadero interés) este intento de vivir una “sexualidad sagrada”. Lo cierto es que eso ha sucedido en las últimas décadas, quizás ya medio siglo, cuando a partir de la revolución sexual de los años 60, muchos buscan una manera de integrar la sexualidad con la nueva espiritualidad oriental que están descubriendo y se sienten insatisfechos tanto con la represión sexual como con la sexualidad normal excesivamente genitalizada en la que el placer es el único objetivo. Cabe decir que el tantra es el intento de producir una transmutación alquímica que transforma el placer sexual en éxtasis espiritual. ¿Cómo? Tan sólo insinuaremos aquí que el tantra es la corriente que más desarrolló lo que podemos llamar la fisiología sutil, describiendo un sistema de centros sutiles (chakras) que existen en el cuerpo etérico del ser humano y que desempeñan la función de órganos captadores, transformadores y transmisores de energía. La tradición tántrica habla de siete chakras (aunque en ocasiones se mencionan algunos otros, menos frecuentemente considerados) que curiosamente corresponden con bastante precisión a las siete principales glándulas endocrinas conocidas por la moderna endocrinología. Por su situación anatómica aproximada, los términos sánscritos (muladhara, svadhistana, manipura, anahata, visudha, ajña, sahasrahra) se describen como: centro de la base de la columna, del bazo, del plexo solar, del corazón, de la garganta, del entrecejo y de la coronilla. Si tienes ganas de profundizar en la correlación con las glándulas endocrinas, puedes buscar la situación y la función de las siguientes glándulas de secreción interna (eso significa endocrinas): páncreas, gónadas, suprarrenales, timo, tiroides, epífisis, hipófisis, todas ellas bien conocidas hoy en medicina. A veces se distingue entre los chakras infra-diafragmáticos (los tres primeros, empezando por debajo) y los supradiafragmáticos (que se hallan por encima del diafragma). El chakra del corazón (anahata) desempeña un papel especial, no sólo por ser la sede del amor, la compasión y la armonía, sino porque hace de mediador entre los tres inferiores y los tres superiores. El sistema de chakras puede leerse como un viaje evolutivo, un ascenso desde los niveles inferiores de la conciencia hasta los niveles superiores. En el chakra básico (muladhara, en la base de la columna vertebral) se dice que hay un potencial divino, una fuerza sagrada, simbolizada como una diosa, devi kundalini, representada muchas veces en forma de serpiente enroscada que duerme (la serpiente es un símbolo importante en muchas tradiciones, incluída la bíblica, en la que recordarás que Adán y Eva son expulsados del Paraíso por caer en la tentación que les presenta una serpiente). Duerme mientras el desarrollo de la conciencia, el desarrollo espiritual no es suficiente para que abra los ojos y ascienda (esa energía poderosa, shakti) a través de los distintos chakras, despertando distintos poderes psíquicos (siddhis) que muchos yoguis tienen y de los que dan muestras en ocasiones -más allá del espectáculo que de ello hacen algunos fakires y comerciantes de lo psíquico y enigmático- siempre que parece espiritualmente conveniente, pues para ellos se ha convertido en algo natural. No son “milagros”, sino el empleo de facultades que todos tenemos, pero se hallan dormitando. Pues bien, podría decirse que la mayoría de la humanidad sólo ha despertado y tiene funcionando los tres chakras inferiores. A lo largo de la evolución habrá que ir activando el resto. Es lo que habrían hecho algunas personas (yoguis, místicos, sabios, santos) como avanzadilla de la humanidad, mostrando al resto de lo que es capaz el ser humano. Figuras como el Cristo o el Buddha serían los modelos de un desarrollo completo del ser humano, de un Despertar de todos los chakras, de una Iluminación de todo nuestro ser. Pues bien, el caso es que el tantra-yoga, el kundalini-yoga, tendría como objetivo el despertar de ese poder ígneo (es como fuego, como electricidad de un orden superior), devi-kundalini, para que ascienda por todos los chakras, active las funciones superiores del ser humano (el amor transpersonal, la conciencia transpersonal, la voluntad transpersonal) y logre la unión (yoga) de la conciencia individual (jivâtman, purusha) con la Conciencia cósmica (Brahman) o el Espíritu absoluto (Purushottama). El descubrimiento de esa Identidad suprema (atman-brahman), el logro de esa Unidad primordial (Shiva-Shakti) sería la verdadera Realización, humana y espiritual, la verdadera Iluminación, el verdadero Despertar a nuestra Naturaleza primigenia, a ese Rostro anterior a nuestro nacimiento (por parafrasear el koan Zen). Eso sería lo que Ramakrishna había logrado, instalarse en esa Conciencia última, hasta el punto de identificarse tan plenamente con ella que es reconocido por quienes lo conocieron en vida y ahora ya por prácticamente toda la tradición hindú, como un avatar, una manifestación plena de lo Divino. Lograda la visión de la Madre Divina con el rostro de Kâlî y la unión con ella, ejercitado en las práticas tántricas por la monja Bhairavi, habiendo recorrido el camino del bhakta, el devoto, el amante espiritual, y del tantrika, el camino esotérico del ritual oculto, a Ramakrishna le faltaba realizar el Absoluto en su forma más pura, o más bien, más allá de toda forma. La Madre divina, la Kâlî feroz, es un rostro sublime del Absoluto, es una realidad sutil viva y concreta –como lo fue para Ramakrishna, pero también para otros muchos-, pero no deja de ser una forma, un velo, más allá del cual cabe experimentar lo Real en su plena desnudez. La Vida (sabiamente guiada para conducir los pasos de Ramakrishna, como de cada uno de los mortales y hasta de los inmortales) puso en el camino de Ramakrishna a Tota Puri, un renunciante perteneciente a la corriente del vedanta advaita, ese no-dualismo radical que vimos había defendido Shankarahcarya. Tota Puri le enseñó a meditar en el Ser puro, en la Vacuidad, en la Plenitud más allá de toda forma. Pero esto no le era fácil a la naturaleza sensible, impresionable y de activa imaginación de Ramakrishna. Le costaba dejar de pensar y de ver la forma de Kâlî. A punto de desistir, en una ocasión en que intentaba ese éxtasis supremo, el samâdhi más allá de toda forma, Tota Puri, en un intento desesperado porque su avanzado discípulo alcanzase las cimas más altas de la experiencia espiritual, se avalanzó a tierra, tomó un trozo de vidrio puntiagudo que vió en el suelo y clavándolo en el entrecejo de Ramakrihsna le gritó: “¡Concéntrate en este punto y olvida a la Madre divina!”. Te parecerá brutal. Y lo es. Quizás salvaje. Y lo es. Pero, en ese momento, algo estalló en el interior de Ramakrishna y de pronto entró en un éxtasis indescriptible que le permitió disfrutar de la experiencia del Ser puro (en realidad Algo más allá de todo “experiencia”), del Brahman sin atributos, sin rasgos, sin características, la meta suprema del hinduismo advaita. Ramakrishna gozaría de éxtasis con mucha frecuencia, hasta el punto de perder la conciencia durante largos períodos de tiempo, horas, y en ocasiones hasta días. Algún discípulo tenía que alimentarle introduciendo granos de arroz en su boca. Su ser individual estaba absorto en lo Supremo, el Yoga definitivo había tenido lugar. Por ello, de manera natural, como las moscas acuden a la miel, comenzaron a acercarse hasta él muchas personas que se convirtieron en discípulos suyos. Ramakrishna explicaba mediante imágenes vivas, metáforas y parábolas. Recuerda que habíamos dicho que no era un intelectual, ni siquiera una persona muy culta. No era un filósofo. Y sin embargo, para muchos, primero cientos, luego miles, finalmente millones de personas, se convirtió en el modelo del místico y del sabio, del Realizado que ha logrado el Yoga total, la Identidad última. Por eso se le conoce como Ramakrishna Paramahansa, en referencia al símbolo del cisne blanco que vuela libre por los aires, habiéndose liberado de toda atadura terrestre. Para muchos, se trataba incluso de un avatar, con todo lo que ya sabes que eso implica en la tradición hindú. Fíjate que su nombre, no el nombre de pila, sino aquél por el que fue conocido más tarde, consta del nombre de los dos últimos grandes avatars del hinduismo clásico: Râmâ y Krishna. Cuando a punto de expirar, el último día de su vida, llamó a los discípulos para despedirse de ellos, había uno a quien le había tomado especial cariño y en quien tenía puestas especiales esperanzas para la difusión de su mensaje, Vivekananda, quien todavía dudaba de que fuera un avatar, hasta el punto de que, pese a toda la confianza y admiración que sentía ante su desconcertante maestro, ni siquiera en el lecho de muerte de éste podía dejar de pensar: “Se irá sin que yo pueda estar seguro de si realmente es un avatar”. Cuando se descubrió pensando esto en secreto, vió que su Maestro sonreía, abría los ojos y le decía: “Querido Narendra –así se llamaba Vivekananda-, aquel que vino como Râmâ, aquél que vino como Krishna, está ahora ante ti como Ramakrishna”. Quizás Vivekananda no tenía certeza de ello hasta ese momento, pero Ramakrishna, el primero de nuestros maestros de la certeza, no lo dudaba. En su caso, sus visiones, sus enseñanzas, para él no eran especulaciones filosóficas, ni interpretaciones corroídas por la duda y la sospecha, sino certezas incuestionables, de un orden y un significado que ya Descartes habría deseado para sí. Tras la muerte del maestro, Vivekananda se haría célebre, sobre todo desde su inesperado y vibrante discurso en el Primer Parlamento Mundial de las Religiones, celebrado en Chicago en 1893, transmitiendo las enseñanzas de su maestro centradas en la realidad y la importancia del reconocimiento de la validez y la armonía de todas las religiones. A partir de entonces, la Orden Ramakrishna y la Misión Ramakrishna crecieron hasta el punto de convertirse, junto con la Sociedad Teosófica, en la organización que más influyó a principios del siglo XX en la introducción del hinduismo en Occidente. En realidad, Vivekananda, un hombre de acción, de naturaleza robusta y luchadora, que complementaba muy bien la tendencia mística de Ramakrishna, “modernizó” y “occidentalizó” notablemente el mensaje de su maestro, de pensamiento y comportamiento más tradicional, y se convirtió en uno de los representantes más influyentes de lo que se ha venido llamando el neohinduismo. Lo veremos al abordar la obra de otro de los máximos exponente del neohinduismo, quizás el más creativo de ellos, Sri Aurobindo. 5.4.2. Sri Ramana Maharshi y la certeza de ser Brahman La vida y las experiencias de Ramakrishna son muy llamativas, por no decir extrañísimas, para la mayoría de los occidentales que se acercan a ellas (y también para muchos orientales, no te creas). Como sabes, no han faltado intentos de explicar como desarreglos psíquicos las experiencias de todos los místicos. Se ha hecho con místicos españoles como Santa Teresa y con místicos de todas las latitudes. Desde una ontología materialista, como vimos que era una de las dos concepciones básicas del mundo, resulta muy difícil asimilar las experiencias narradas por los místicos. Los tres maestros de la sospecha, sospecharon, claro está, de todo este tipo de vivencias. Para ellos –Freud como especialista en trastornos psíquicos, en psicopatología, sería el ejemplo paradigmático- todo eso no son sino interpretaciones erróneas, fantasiosas, de vivencias subjetivas reductibles a imaginaciones, alucinaciones, y fenómenos psíquicos similares. Especialmente desde Freud es frecuente llevar a cabo una interpretación psicoanalítica de las experiencias místicas, tratando de descubrir sus ocultas fuentes eróticas. Pues bien, también con Ramakrishna se han hecho interpretaciones de este cariz. Y es que, hay que reconocer que la vida de Ramakrishna hace las delicias de cualquier psiquiatra o psicoanalista, dado el carácter extremo y desconcertante de sus experiencias, la intensidad de las emociones y éxtasis descritos y hasta de algunas de sus acciones. En este sentido hay una obra reciente que resulta muy sugerente en su interpretación de Ramakrishna, pues se toma en serio tanto el punto de vista del psicoanálisis como el del tantra y es un estudioso que se ha tomado en serio la obra de Ramakrishna y la conoce bien. Es una obra de Jeffrey J. Kripal que obtuvo un importante premio en 1996, a la mejor obra de historia de las religiones publicada en 1995, concedido por la American Academy of Religion. Su título principal era, justamente, Kâlî’s Child, es decir, el Hijo de Kâlî, por la importancia que tal diosa tiene en su experiencia. Es de esos libros que no se ha traducido en nuestro país, y no creo que se traduzca, pues no hay suficiente público (mercado) para que su publicación sea rentable, así que si quieres leerla, tendrá que ser en inglés. De todos modos, es una obra especializada y de lectura no especialmente fácil, así que de momento no te preocupes. Decía esto porque las experiencias de nuestro próximo maestro de la certeza es mucho más austera y menos extravagante, aunque no por ello menos alejada de nuestra experiencia habitual. No, al contrario, la instalación de Ramana Maharshi, el sabio de Arunachala, en el Atman y su permanente hablar desde allí, o más bien guardar silencio radiante, cautivando con su atmósfera espiritual y con su mirada transparente e iniciática, le ha valido la consideración de maestro capaz de ejemplificar la experiencia última del modo más puro. Tampoco Ramana Maharshi sería considerado como filósofo desde los parámetros occidentales. No conoce la historia de la filosofía, ni es un devorador de libros, como lo han sido la mayoría de los filósofos. No ha elaborado complejas teorías especulativas, ni llevado a cabo análisis críticos de obras de otros filósofos. Y, sin embargo, una vez más, cientos de miles de buscadores de una sabiduría profunda han visto en él un espejo modélico en quien contemplarse y un raro ejemplar por la pureza de su Realización. Cuando era muy joven tuvo una experiencia que cambiaría su vida. Como Maitreyî, como Nachiketas, quería saber qué había después de la muerte. No un querer superficial y fácilmente descartable como suelen ser la mayoría de nuestros deseos, sino algo parecido a la pasión filosófica por comprender la verdad última de las cosas y el sentido última de la existencia. Así que, quizás provocado por su intenso deseo de llegar al fondo, en una ocasión sintió que iba a morir. Se echó al suelo, acostado, y permaneció despierto, muy despierto. Creía haber muerto, pero se dio cuenta de que, lejos de ello, su experiencia radical no había hecho sino mostrarle la existencia de una dimensión de su ser que no podía ser afectada por la muerte, como no lo era por el nacimiento. Desde ese momento y después de escuchar la llamada de ir a habitar a una montaña del sur de la India, en Tiruvanamalai, una montaña de nombre Arunachala, se encerró en una cueva que todavía puede ser visitada y se pasaba el día meditando. Cual Francisco de Asís, se hizo amigo de los animales, de las vacas, los perros y los cuervos de la zona (por no hablar de los cientos de insectos que pululan por allí). Y con el tiempo, quienes le encontraban se iban dando cuenta de que su rostro brillaba de una manera especial (“Estás resplandeciente como alguien que ha conocido a Brahman”, leemos en una Upanishads). Así es, Sri Ramana Maharshi se había instalado definitivamente en el Ser, el Atman, el Brahman, tres sinónimos tal como los empleamos ahora. Las enseñanzas de Ramana Maharshi son extremadamente simples. En realidad no hay más enseñanza que el recuerdo de que nuestra verdadera realidad es el Âtman inmutable, que se halla más allá del espacio y del tiempo, que es Felicidad pura, Conciencia Pura. El âtman que puede ser vivido como el testigo de todo cuanto sucede, el sujeto que no puede ser objetivado. El cuerpo y la mente no son sino vehículos a través de los cuales se expresa aquí el Atman. Atman que no es individual ni personal. Es la Realidad no-dual, única, Transpersonal. Esto es el objeto de todo conocimiento (y al mismo tiempo el sujeto de todo conocer, pues no son dos) y la meta del autoconocimiento. ¿Quién soy yo? ha sido siempre la pregunta que más nos preocupa e inquieta. Todas las demás se disuelven en ella –de modo similar a como la pregunta ¿qué es el hombre? sintetiza en Kant las restantes preguntas filosóficas. Pues, si puede hablarse del método filosófico por excelencia, en Ramana, la manera de buscar la verdad, y no cualquier verdad sino la Verdad última, pues para este maestro de la certeza sí que la hay, es justamente la auto-investigación, el vichara, el preguntar meditativo por la esencia de mi ser, el interrogar honesto e incansable que no se detiene en ningún fenómeno parcial, sino que considerando insuficiente todo lo que cambie y sea pasajero, trascendiendo la mente, una vez ésta se ha cansado de tanto proponer respuestas parciales e insuficientes a la pregunta Nam jar –por decirlo en la lengua de Ramana Maharshi-, ¿quién soy yo?, llega un momento en que amanece, y el Sol espiritual, el Atman, que se hallaba oculto en la noche provocada por los sentidos y por la mente conceptual, brilla en todo su esplendor. Sí, como si mil soles brillasen de repente en el firmamento de la conciencia de quien ha cesado ya toda búsqueda, pues ha descubierto que el mismo afán indagador se convierte en obstáculo para hallar lo que no ha de ser construido, ni conocido conceptualmente, ni percibido sensiblemente, sino que ha de ser des-velado. Y para ello no hay nada que hacer, sólo Ser. Ser consciente, permanecer alerta. Despertar del sueño en que consiste la sucesión de imágenes mentales que nos asedian incansablemente. Claro que cuando uno se halla inmerso en la confusión mental y zarandeado por el carrusel de los sentidos, esto que parece tan fácil da la impresión de ser una quimera, una ingenuidad. De ahí la importancia de un momento iniciático, como el que puede ser proporcionado por un verdadero maestro del ser que esté instalado no ya en la mente, siendo capaz de sofisticados discursos, sino en el Ser, en el Âtman, en la Conciencia pura, inalterable, inengendrada, indestructible, como era el caso de Ramana Ramarshi, tal y como algunos de sus discípulos han narrado. Ya los textos yóguicos y tántricos hablan de varios modos de Iniciación. Iniciación significa aquí un despertar súbito, un empujón espiritual, una iluminación que nos permite descubrir el nivel último de la realidad. La presencia de un Maestro iluminado, instalado en la Luz de la Conciencia única, es capaz de propiciar un evento tal. Por la mirada, por el toque, o a distancia, pensando en el discípulo, son algunos de los modos más frecuentes de la iniciación espiritual. Así, los discípulos de muchos maestros hablan de la aparición en sueños de su maestro, ofreciéndoles enseñanzas o en ocasiones otorgándoles alguna iniciación; los discípulos de Swami Muktananda, otro de los más influyentes maestros hindúes en Occidente, perteneciente al linaje del siddha-yoga, narran su despertar espectacular en un retiro junto a Baba Muktananda, a partir del toque con una pluma de pavo real que llevaba en su mano, o con cualquier otro objeto; los discípulos de Sri Aurobindo y Mirra Alfassa describen sus poderosas experiencias transformadoras en presencia de sus maestros, y así podríamos seguir de manera interminable. Pero nos interesa ahora cómo Ramana Maharshi en silencio y a través de la mirada, provocaba un decisivo despertar espiritual en muchos de quienes acudían a él. Estimulando la pasión filosófica con que algunos habían llegado a él, la transforma en serenidad yóguica como comienzo de un camino de auto-realización que ya no tiene fin, que nunca ha tenido comienzo. ¿Quién soy yo? Yo soy Brahman y “Eso eres tú”, sería la respuesta de Ramana Maharshi, como era la respuesta de las Upanishads. Quizás la respuesta paradigmática de la tradición hindú vedántica, adváitica. El Ser de Parménides, inmutable, ajeno al devenir, modelo de las Ideas-Realidades de Platón, lo encontramos así humanamente Realizado, transpersonalmente (auto)re-conocido, en el Atman de Ramana Maharshi. Algunas personas han quedado fascinadas ya por la mirada transparente y bondadosa de Ramana Maharshi. Realmente, su rostro brillaba como el de alguien que ha conocido a Brahman. La pasión filosófica ha hallado descanso. Ahora es el no-tiempo de la Serenidad yóguica. Ahí radica el verdadero poder del Ahora. En él te hallas también tú. Descúbrelo. Para estos sabios la filosofía terminaba allí. Sin embargo, para otros, allí comenzaba un nuevo modo de hacer filosofía, un nuevo modo de explicar la realidad y de incidir en ella, a través de una conciencia supramental, de una razón supramental, iluminada pero que no permanece en las alturas inmutables del Ser puro, sino que desciende a la arena del devenir, al campo de batalla de la vida cotidiana, para transformarlos, iluminarlos y sacralizarlos. Es la tarea hercúlea del tercero de nuestros maestros de la certeza: Sri Aurobindo. 5.4.3. Sri Aurobindo y la certeza de la evolución espiritual supramental Antes, cuando hablaba de Vivekananda, he mencionado el neohinduismo. Esta nueva presentación de la tradición hindú es una de las respuestas que ésta ofreció al reto planteado por el Occidente moderno a la India colonizada por los ingleses desde el siglo XVIII hasta mediados del siglo XX, momento en que India logra la independencia y se convierte en una nación libre del dominio extranjero. Ahora bien, desde su llegada, esta punta de lanza de Occidente que en su momento fue el Imperio británico, trató de convencer a los indios de que su religión no era una verdadera religión, sino un conjunto de supersticiones; su pensamiento no había alcanzado el alto estatus de la filosofía, algo propiamente occidental, sino que apenas había pasado del estadio míticoreligioso, ampliamente superado en Occidente; su organización política no era la propia de un Estado-nación moderno, bien articulado, con una burocracia eficaz, una sociedad civil activa y un gobierno centralizado, sino una anarquía que no se entiende cómo puede funcionar, con un conjunto abigarrado de reinos independientes, sin unidad central; su arte no es arte digno, sino pueril representación de lo divino con multitud de cabezas y brazos, con apelotonadas imágenes escultóricas cubriendo los templos, etc. Ante semejante desprestigio de todo lo indio, frente a la soberbia británica, los mejores espíritus de la India tienen que reaccionar y buscar su verdadera identidad, para comprender su tradición y sopesar su valor, ya sea para renunciar a ella y convertirse al occidentalismo, a la vera religio, a la genuina filosofía, a la tecno-ciencia triunfante, al Estado moderno, ya sea para reivindicar como superior su propia cultura antigua, ya sea para llevar a cabo una síntesis creativa a la altura de los nuevos tiempos. Esto último es lo que intentaron las grandes figuras del neohinduismo, como Vivekananda, R. Tagore, S. Radhakrishnan o Sri Aurobindo, entre otros. Frente a ellos, no faltaron grupos de resistencia tradicional que se enrocaron en su cultura defendiendo a capa y espada la superioridad de los Vedas o los Tantras, como si allí se encerrase ya todo verdadero saber y lo occidental no fuera sino una desviación del sanâtana dharma hindú, la religión perenne que no necesitaría aprender nada de otras tradiciones. Tampoco faltaron, es más abundaron rápidamente, quienes quedaron deslumbrados por las luces del poniente y se apresuraron a asimilar la tradición occidental, generalmente su cultura científico-técnica, pero también su aspecto humanista, erigiéndose en los críticos más duros de su propia tradición, sea desde la mentalidad científica, desde el humanismo socialista o desde las artes contemporáneas. En el intento de síntesis creativa destaca la figura de Sri Aurobindo. Nacido en Calcuta en 1872 vivirá hasta el mismo año que Ramana Maharshi. Ambos abandonaron conscientemente su cuerpo en 1950. Después de pasar su infancia en India, estudiará durante 14 años en Inglaterra, donde se empapará de la cultura occidental, sobre todo de sus letras, dominando el latín, el griego, el francés y el inglés, así como sus respectivas culturas. Comenzó con alma de poeta y así terminó, integrando en un magno poema, Savitri, cuanto fue descubriendo en su investigación filosófico-espiritual. Al volver a su país, bajo dominio británico todavía, inicia un fuerte compromiso político en la lucha por la independencia de la India, hasta el punto de ser encarcelado durante un año en la prisión de Alipore. Al salir de ella tomará rumbo hacia Pondicherry, entonces protectorado francés, pues seguía siendo mal visto y perseguido por los ingleses, por su activismo político y su liderazgo radical, y allí comenzó una nueva etapa de investigación yóguica, de producción filosófica, de maestría espiritual y de trabajo interno oculto para la evolución de la Tierra. Intentaré resumir algunas ideas destacadas de su rico pensamiento, de su síntesis entre Oriente y Occidente. Si hay una palabra que destaca en su pensamiento, algo que posee en común con el resto de neohinduistas, es la palabra yoga. No en el sentido que suena aquí superficialmente, como hatha-yoga, yoga físico, con posturas, control de la respiración y relajación, sino tratando de recoger y expresar lo mejor de todos los yogas que la tradición hindú había ido ejercitando. Por eso utilizó la expresión pûrna-yoga, yoga integral, para referirse a su enfoque del yoga. Es cierto que también utilizó la otra palabra mágica para los neo-hinduistas, para los occidentales que se acercaban a la India, y también, claro está, para los propios hindúes tradicionales: el término vedânta que ya conoces. También aquí intentó una síntesis de los distintos enfoques vedánticos y por eso habló de un vedanta integral, dentro de una peculiar concepción no-dualista, que le llevó a hablar de su filosofía en términos de pûrna-advaita, un no-dualismo integral. Con Sri Aurobindo, como con la mayoría de los neohinduistas, no estamos ya en el terreno de la religión institucionalizada (aunque el hinduismo lo ha sido siempre menos que el cristianismo), sino en el campo de la espiritualidad. Hay una filosofía espiritual, pero también una práctica espiritual, que en este caso podemos llamar sadhana yóguica. Si quieres, el vedânta puede verse como la parte teórica de su obra y el yoga como la parte práctica. ¿Recuerdas que Marx había dicho que hasta ese momento los filósofos se habían limitado a interpretar el mundo y que a partir de entonces se trataba de trasformarlo, concediendo a la praxis un papel primordial? Pues podríamos establecer un cierto paralelismo con lo que sucede en la concepción de la filosofía representada por Sri Aurobindo, ya que la filosofía teórica, el saber, por estupendo que sea, no basta por sí sólo. La pasión filósofica encarnada en Sri Aurobindo aspira no sólo a saber más, sino a ser más. No sólo más, sino mejor. De ahí que el proyecto de transformación integral sea central en el planteamiento de Sri Aurobindo. De hecho, utilizaré esta idea de la transformación integral para exponer su pensamiento, bueno tan sólo sus líneas maestras. Si te interesa ya podrás bucear en sus obras principales, buena parte de ellas ya traducidas al castellano, por ejemplo, La vida divina, Síntesis del yoga, El ciclo humano o muchas otras que no hace falta que detalle aquí. Él distinguía tres pasos, etapas o aspectos en esa transformación integral. Al primer aspecto le llamó transformación anímica 5.4.3.1. La transformación anímica Primera sorpresa. Frente al predominio advaita (como en Shankara o Ramana Maharshi) del rechazo del ser individual como meramente ilusorio, parte de maya, Sri Aurobindo concede una gran importancia al sujeto espiritual individual. Reconoce que existe un alma individual (él escribía sobre todo en inglés y emplea el término soul, o también, muy frecuentemente, la expresión psychic being, que yo prefiero traducir por ser anímico o alma, y no como ser psíquico, pues cuando explica su significado se ve que no se refiere a lo que hoy llamamos psíquico o psicológico, sino a lo anímico, del alma espiritual). El alma individual constituye el centro de la evolución humana. Y presta atención porque una de las características destacadas de su pensamiento es el haber tematizado cuidadosamente la idea de una evolución espiritual, evolución de la conciencia, evolución del alma, que complementa la idea darwinista de la evolución de las especies. Esta idea evolucionista es lo que permite dar toda su importancia a la exigencia de transformación, pues de otro modo, en la espiritualidad hindú tradicional, parece que basta con descubrir el âtman y todo lo demás son cuentos. Para eso no hay que evolucionar, pues es el núcleo de la realidad que se halla fuera del espacio y el tiempo. Sri Aurobindo no niega que exista el âtman, faltaría más, ni niega que exista el brahman, faltaría más. No sería ya hindú. Defiende que existen ambos, y que, en cierto sentido, a cierto nivel, son lo mismo, asumiendo así la ecuación upanishádica âtman=brahman. Pero así como existe un aspecto dinámico en el Absoluto (¡justamente su Shakti, su poder creativo, su Energía!) que es tan real como el aspecto estático, inmutable, existe en el individuo no sólo una dimensión atemporal e inespacial, el jivâtman, en la cual el individuo se halla en comunión permanente con la Conciencia universal y con el Ser trascendente, sino también una dimensión dinámica que ha entrado en el espacio y el tiempo y ha emprendido un proceso evolutivo para recrear lo Divino en la Materia. Este es el ser anímico, el alma individual, que atraviesa por una serie de vidas, que encarna y reencarna –asumiendo también esta larga creencia hindú, presente al menos desde las primeras Upanishads-, sometida a la ley del karma, ley sabia y amorosa de justicia ético-cósmica que nos permite aprender las lecciones necesarias para terminar conociendo las leyes que rigen el universo y armonizarnos con ellas. Ahora bien, en el estado actual de nuestra evolución, nos hemos identificado con los instrumentos que el alma utiliza para expresarse en los tres mundos de la manifestación, el físico, el vital-emocional y el mental. Esos instrumentos o cuerpos son, justamente: el físico-denso, el vital-afectivo, y el mental. Esos tres componentes de nuestro ser forman la personalidad, que se haya integrada –en el mejor de los casos- en torno a el ego, es decir, una construcción psicológica que sirve para establecer un centro de conciencia y de voluntad que articule la complejidad propia de toda personalidad. La psicología contemporánea ha ido conociendo cada vez mejor las distintas funciones de la personalidad egocentrada. Lo hemos visto, el conductismo analizó algunas leyes del aprendizaje en determinadas condiciones, el psicoanálisis buceó en las profundidades subconscientes de la psique, la psicología cognitiva está desmenuzando las estrategias y esquemas de procesamiento de la información, las múltiples escuelas psicológicas (Gestalt, bioenergética, psicología analítica, etc.) están abordando espacios concretos de la personalidad humana, pero el “conócete a ti mismo” no termina ahí. Tampoco con el descubrimiento del âtman. Entre ambos hay más cosas. Más allá de la personalidad, pero más acá del âtman, se halla el ser anímico, el alma, el yo central en la evolución, un ser de conciencia que permanece siendo el mismo a lo largo de todas las vidas y que constituye el fondo, el sentido y la verdad de aquello que suponemos cuando decimos, en serio, yo. La transformación anímica comienza, pues, por el re-conocimiento del yo, por el descubrimiento del alma que soy (no que tengo, sino que soy, como decía Platón). Lo que tengo es una mente, una capacidad de sentir afectos, un cuerpo físico complejísimo, asombroso y que constituye una obra de la naturaleza y una obra de arte simultáneamente. Pero lo que soy es ese ser hecho de luz consciente, de conciencia luminosa, ese ser auto-consciente, consciente de ser un yo, de ser sí-mismo, incluso con independencia de todas sus posesiones, de todos sus instrumentos, de todas sus vestiduras. Ese yo central, el alma, más allá del ego psicológico y de los distintos elementos de la personalidad, se halla velado en nuestra experiencia cotidiana y generalmente a lo largo de toda nuestra vida, por las vibraciones de la mente, con su constante manejar formas mentales, pensamientos e imágenes, de las emociones que lanzan como oleadas o cortinas de humo al campo de nuestra conciencia, por las sensaciones asociadas al cuerpo físico, las más densas de todas. Por ello, sólo a través de la paz del corazón y del silencio de la mente, podemos comenzar a vislumbrar ese sujeto auto-consciente que soy yo y que dirige mi vida, en la medida de lo posible, que posee su propio proyecto vital, incluso multi-encarnacional, su propio karma adquirido en vidas anteriores (karma positivo, agradable, benéfico, que otorga satisfacciones y karma negativo, conflictivo, fruto de la ignorancia, la inconsciencia y los errores cometidos por egoísmo en el pasado), su propio dharma, esto es su línea de evolución, sus propósitos para esta vida y para una serie larga de vidas. He de decirte ya que Sri Aurobindo no elabora todo esto al modo de la filosofía especulativa occidental, de los grandes racionalistas que -sin quitarles por ello ni un ápice de su importancia y su valor- construían sistemas filosóficos basados muy especialmente en la razón discursiva. Digo que esto no es poco, porque ésta puede estar guiada por una intuición secreta que anima y conduce el pensar discursivo, desde más allá de él. Ahora bien, el pensamiento de Sri Aurobindo, procede, por una parte, de experiencias yóguicas, espirituales, místicas, muy profundas, que le han llevado a ver, contemplar, sentir, vivenciar, dimensiones y niveles de la realidad que generalmente son desconocidos para el filósofo y para el científico que sólo emplean los cinco sentidos y la razón discursiva. Por otra parte, la misma razón bebe de unas fuentes más elevadas, covirtiéndose en una inteligencia intuitiva, y lo que en su propia terminología llamó una conciencia sobremental y una razón supramental. No vamos a detenernos en explicar lo que entendía por eso ahora, pero hay que tener en cuenta que sus descripciones vuelven a plantearnos la posibilidad de que existan no sólo niveles de la realidad (ontológicos), sino también modos de conocer (epistemológicos) supraconscientes (como había recogido con razón Assagioli para la psicología contemporánea), que el sabio, el intuitivo, el pensador supramental puede hacer suyos, describir, tematizar, interpretar. Así pues, el primer paso en la transformación propuesta por el yoga integral consiste en descubrir el alma, armonizar nuestra personalidad y permitir que sea ella y no el ego quien dirija nuestra vida. La presencia del alma en el campo de nuestra personalidad consciente hace que el individuo viva las cosas a una nueva luz, con una nueva comprensión, con una nueva aceptación, un mayor amor y compasión hacia el sufrimiento y la ignorancia de los demás, una mayor sensación de belleza en todas las cosas. Pero eso no es todo, al mismo tiempo, otra dimensión de esa transformación puede tener lugar, es la transformación espiritual. 5.4.3.2. La transformación espiritual A estas alturas confío en que tus resistencias ante el concepto de lo espiritual se hayan debilitado un poco, si es que partías del frecuente prejuicio anti-religioso que, por asociación, se extiende a todo lo que suene a espiritualidad. Pero estoy intentando mostrarte que se puede hablar de espiritualidad sin estar asociado a ninguna religión institucionalizada y sin compartir muchos de sus presupuestos y sus comportamientos. Pretendo que, al menos, seas capaz de mirar de frente tanto a la concepción del mundo materialista, que esgrime poderosas razones cientificistas para no aceptar estas cosas indemostrables, como a la cosmovisión espiritualista que afirma la existencia de experiencias decisivas a la hora de comprender la naturaleza de la realidad y del ser humano. Pues bien, no cabe duda que la cosmovisión de Sri Aurobindo, como la de los dos anteriores maestros de la certeza (justamente, ante todo, certeza acerca de la existencia de una dimensión espiritual, tanto de la realidad objetiva como de la subjetividad humana) puede considerarse una visión del mundo espiritualista. Esto supone que –como decíamos al principio de nuestras conversaciones, si todavía recuerdas- el origen y la naturaleza última de lo que existe es del orden de la conciencia, de la inteligencia, del espíritu, más que sólo del orden de la materia o la energía inconsciente e ininteligente. También implica que el ser humano es fundamentalmente un ser de naturaleza espiritual, suprasensible, aunque ello no tenga porqué llevarnos a menospreciar el cuerpo físico y la encarnación, como a menudo ha sucedido en espiritualidades antiguas. Dicho esto, comprenderás que cuando Sri Aurobindo habla de la transformación espiritual se está refiriendo a la apertura, el ascenso y la integración de campos de conciencia que podemos llamar propiamente hablando espirituales. En realidad, Sri Aurobindo terminó creando su propia terminología y en este caso, al hablar de lo espiritual se está refiriendo a niveles de la realidad que pertenecen al plano mental, pero no a la mente tal como la conocemos, en la cual podríamos distinguir entre una mente física, una mente vital o emocional y una mente racional, sino a estratos más sutiles de la mente y generalmente desconocidos, que podríamos llamar de una manera genérica, mente espiritualizada. Observa que en este caso se trata no ya del descubrimiento del alma, del ser anímico y de permitir que nuestra vida sea guiada por la sabiduría de esa “chispa divina”, ese “hijo de la Madre divina”, ese “sujeto auto-consciente” que soy yo, sino de elevar nuestra conciencia (que también tiene una frecuencia vibratoria determinada), de ampliar el campo de nuestra visión mental, de abrirnos a nuevos modos de conocer la realidad (incluyendo en ésta esos aspectos de nosotros mismos que corresponden al nivel de la mente espiritualizada). En realidad, cuando Sri Aurobindo habla de esto está proponiendo toda una epistemología espiritual, es decir, una teoría del conocimiento en la que entran en juego modos de conocer, facultades nuevas, desconocidas o no aceptadas por la ciencia y la filosofía vigentes. Así, el sabio de Pondicherry ha distinguido, más allá de la mente racional, los siguientes niveles de la mente espiritualizada: la mente superior, la mente iluminada, la mente intuitiva y la sobremente. No voy a entrar en las características de cada una de ellas, si te interesa especialmente podrás verlo en las obras citadas. Tan sólo te recordaré que se trata de niveles onto-epistémicos, es decir tanto planos de la realidad (objetiva) como facultades de conocimiento (subjetivas). Supongo que no te extrañará ya ver esas correspondencias entre el macrocosmos y el microcosmos, algo que constituye una clave de todo el pensamiento hindú, aunque también de buena parte del pensamiento occidental tradicional, especialmente el hermetismo, pero también en la visión del mundo que se conoce como la gran cadena del ser y que encontramos tanto en La divina comedia de Dante como en las obras de Shakespeare, por poner dos ejemplos destacados de grandes obras literarias de enorme influencia en la tradición occidental. En la India lo vemos ya en los Vedas y en las Upanishads y luego especialmente en el shivaismo y en el tantrismo –ambos muy relacionados-. Conocer la realidad desde la mente superior, o todavía más desde la mente iluminada o a través de la verdadera intuición espiritual (que no hay que confundir con presentimientos oscuros y vagas sensaciones de que algo es así, pues, antes al contrario, la intuición se presenta con una total evidencia y rigor) supone conocer otras dimensiones de la realidad y conocer la realidad cotidiana de otro modo. Ahí la mente ya no parte de la ignorancia en busca de conocimiento, tanteando a través del ensayoerror o mediante pasos esforzadamente argumentados, sino que procede del conocimiento directo de la realidad, es como una visión (¿recuerdas la nóesis de Platón, inteligencia intuitiva, frente a la diánoia o razón discursiva, el intellectus frente a la ratio, en la Edad Media? pues por ahí van los tiros), una contemplación directa, y en el fondo un conocimiento por identidad, tal como es el caso en el conocimiento integral que supone el conocimiento supramental. Pues bien, después de la apertura a esos planos superiores, a esos niveles más sutiles de la realidad, es posible el descenso y la integración de los mismos, de modo que una nueva frecuencia vibratoria se instale en todo nuestro ser y produzca una verdadera transformación espiritual. Pero con esto entramos ya en el siguiente de la transformación integral. 5.4.3.3. La transformación supramental Seguimos subiendo. Alturas vertiginosas. Con los cuatro niveles de la mente espiritualizada no termina todo. Ya es mucho. El santo y el sabio, tal como los conocemos hasta ahora, según Sri Aurobindo, habrían sido aquellos que han despertado el ser anímico y actuado desde él (el santo especialmente), aquellos que han sutilizado su mente y alcanzado un conocimiento iluminado o intuitivo (el sabio de manera destacada) y han trabajado en una transformación personal que podemos llamar animización e intuitivización de nuestra naturaleza, de nuestro corazón y de nuestra mente y que desde esos nuevos estados del ser, esos elevados estados de conciencia han comprendido cosas que la mayoría de los mortales no han comprendido y han actuado con una fuerza moral y anímica que resulta admirable para quienes se mueven en los niveles medios de la personalidad, comprendiendo con la mente racional (en el mejor de los casos, pues lo más general es contaminar la mente con deseos e intereses personales, con prejuicios de todo tipo) y actuando por motivos egocentrados (o por deber social o mentalmente aceptado en el mejor de los casos). Sin embargo, y aquí comienza la novedad y la parte más creativa de la obra (teórica y práctica simultáneamente) de Sri Aurobindo, la evolución no termina ahí. La evolución no ha terminado, ni muchos menos. En realidad, ahora empieza lo bueno, podríamos decir. Has de tener presente como marco general de la cosmovisión de Sri Aurobindo que, a su entender, toda la Evolución no puede explicarse ni tiene sentido comprensible si no se postula que es el desarrollo, el despliegue, la manifestación de una Sabiduría oculta, de una Inteligencia incomprensible para nosotros que previamente se sometió a un proceso de Involución, escondiéndose –por así decirlo- en la Materia o Energía que vemos en el presunto Origen del Cosmos (recuerdas la teoría del Big Bang, suponiendo que corresponda a la realidad), para lentamente ir manifestando sus potencialidades. De este modo, sería comprensible que después de la Materia surgiera la Vida. Ponemos en mayúsculas aquello que consideramos Principios cosmológicos (u ontológicos) que van surgiendo en la Evolución, aunque lo hacen como entes individuales, es decir como seres vivos en el caso del surgimiento de la Vida o como seres humanos en el caso del desarrollo del tercer Principio, la Mente. No vamos tampoco a reconstruir desde esta perspectiva la historia de la evolución, asunto complejo y arduo como sabes, pues se trata sólo de establecer unos cuantos principios metafísicos que permitan comprender o interpretar de un modo u otro toda la Evolución. Como verás, una cosa es el evolucionismo biológico (darwinista), que se refiere a los cuerpos biológicos, a las especies, y otra cosa el evolucionismo espiritual, que se refiere a la conciencia, al alma, a la dimensión interna, invisible, a la chispa divina que constituye el corazón secreto de todas las realidades. De tal manera que hasta el átomo podemos pensar que tenga su pequeña conciencia (no humana, claro, no mental, sino una conciencia correspondiente a su propio nivel), no digamos ya los seres vivos más evolucionados, con un sistema nervioso y un cerebro de una mayor complejidad. Lo que nos interesa, más que eso, es esbozar la visión profética de Sri Aurobindo, consistente en anunciar la inminente emergencia de un nuevo principio, un nuevo tipo de Conciencia-Energía que por primera vez en la evolución del planeta podría manifestarse. A este Principio, Sri Aurobindo le llamó la Conciencia Supramental o Supermente. Término un tanto rimbombante, pero que quería indicar que se trata de un paso más allá de la Mente, de un salto evolutivo, una mutación quizás, acaso de la aparición de una especie nueva, no ya de seres humanos, mentales, sino de seres más que humanos, supramentales. Observa que hay que distinguir aquí dos movimientos: uno de ascenso hasta los planos correspondientes, en este caso el plano supramental, y otro de descenso e integración de aquello en esta dimensión material y en este cuerpo físico. Fíjate que, según la cosmología multidimensional que Sri Aurobindo defiende, los principios vitalemocional, mental, supramental y otros posibles, que han ido emergiendo e integrándose en la realidad material de tal modo que al aparecer la vida surgen seres materiales vitalizados y al surgir la mente aparecen seres biológicos (esto es materiales y vitales) mentalizados (los seres humanos, y con una mente incipiente muchos de los animales), esos principios –decíamos- existen también en su propio plano, en planos suprafísicos, cuya existencia no depende, en principio, ni totalmente, aunque luego se inter-relacionen y se muestren inter-dependientes, de los planos inferiores. Es decir que seres vitales y seres mentales habrían existido, en sus propios planos, antes de que se manifestasen en el plano físico-material, expresándose a través de cuerpos físicos. ¡Uf, soy consciente de que esto se está complicando! Ya te había dicho que ascendíamos a alturas vertiginosas. Permíteme un momento más para decirte que lo mismo sucedería con el plano supramental. Sería ahora cuando podría manifestarse en la Tierra, en el plano físico, dando origen a la transformación supramental que nos ocupa, pero eso no quiere decir que no exista ya dicho plano, dicha dimensión, con seres que habitan allí, sin cuerpo físico, de naturaleza estrictamente supramental. Reconozco que esto corre el riesgo de parecer ciencia-ficción y si se tratara sólo de especulación metafísica, de algo meramente probable, como una posibilidad remota entre otras muchas, su interés sería más bien escaso. Lo que sucede es que Sri Aurobindo –y no sólo él, pues otros muchos han dicho y están diciendo cosas similaresofrece su testimonio como procedente de un conocimiento directo, de un conocimiento intuitivo, sobremental, quizás en ocasiones supramental. Si él fuera el único en mantener una filosofía así, no sería descartable, pero sería más sospechoso o más difícilmente creíble. Si además sus explicaciones fueran mediocres o débiles, resultaría más difícil tomarlo en serio. Pero cuando se comprueba que no es el único, ni mucho menos, y que sus explicaciones resultan de una fuerza intelectual y de una potencia explicativa asombrosas, entonces algunos sentimos no sólo vértigo intelectual, sino también una atracción irresistible a profundizar en su pensamiento y a tomárnoslo en serio En fin, bajemos de las alturas. Decíamos que después del movimiento de ascenso hacia los planos supramentales era necesario emprender el camino de descenso y de integración. Descenso para que nuestra conciencia, ascendida a tales esferas de luz y comprensión iluminada, vuelva a la vida cotidiana, a su plena integración con el cuerpo y la realidad exterior y además trate de integrar la nueva realidad vislumbrada o vivida, la nueva conciencia disfrutada, la nueva energía, vibración, el nuevo voltaje percibido, en la mente y en el cuerpo. Y eso no es fácil. Ahí está la verdadera tarea hercúlea de Sri Aurobindo y Mirra Alfassa (la también visionaria –en el mejor de los sentidos-, francesa, que unió su vida a la de Sri Aurobindo en la creación del yoga integral y supramental y cuya maestría espiritual ha sido reconocida como a la par con Sri Aurobindo). Valga decir que también Mirra Alfassa (la cual abandonó el cuerpo veintitrés años después que Sri Aurobindo, en 1973) tuvo visiones del mundo supramental que intenta manifestarse y que colaboró con Sri Aurobindo en el intento de que esto fuera posible, para el amanecer de una nueva era en la humanidad. Así que, en el camino de descenso e integración se trata de transformar nuestra mente, nuestras emociones, nuestra vitalidad y hasta nuestro cuerpo físico para que sean capaces de acostumbrase a la nueva vibración de la realidad supramental que trata de manifestarse. Transformación que sería, técnicamente, una supramentalización, primero de la mente, después de las emociones y la vitalidad y finalmente incluso del cuerpo físico. Pero bueno, esto es un proyecto filosófico, yóguico, de envergadura, que no es el momento de desarrollar aquí. Tan sólo insinuar su alcance y la revolución que supone también en el campo de la filosofía, ya que implica la transformación no sólo de la filosofía, sino también y en primer lugar, del filósofo. Una transformación integral que abarca todos los aspectos del ser humano, que exige un compromiso tan grande como grande es el sentido de la vida que ofrece, la plenitud que promete y el gozo que encierra. Una transformación que no es ya sólo individual, sino también y en la misma medida, colectiva, social, histórica, planetaria. Ya no se busca la Iluminación para uno solo (¡qué egoísmo espiritual, qué materialismo espiritual!), sino para toda la Humanidad, sobre todo ahora que se ha comprendido plenamente, quizás vivido en la propia conciencia, que uno es como una célula de la Conciencia única, no-dual, de manera análoga a como nuestro cuerpo es una especie de célula de ese Cuerpo único que es el planeta, y en última instancia el Cosmos en su totalidad. ¿Qué te parece? Creo que ya no puedo ocultar mi afinidad hacia tal presentación, que me parece verdaderamente integral en múltiples sentidos, también en la capacidad de integrar diversos enfoques filosóficos y espirituales y darles un significado más pleno. Desde esta filosofía integral, este yoga integral, el cuerpo y la materia, la sociedad y la historia no son parte de mâyâ que pueda descartarse o minimizarse su importancia. Al contrario, es el rostro más reciente del Absoluto y forma parte del Plan divino, no menos que los excelsos planos espirituales alejados de la Materia. Pero esta aceptación plena y amorosa de la materia y de ese maravilloso fragmento organizado de la misma que es cada uno de nuestros cuerpos, no implica la negación materialista de las realidades espirituales, de las cuales se siente partícipe el ser humano, sabiéndose ser, ciertamente, más que humano. 6. De la pasión filosófica a la serenidad yóguica Bueno, amigo (si has llegado hasta aquí, con todas las ideas importantes que hemos compartido, creo que ya somos un poco “amigos para siempre”), ha llegado el momento de despedirnos, al menos provisionalmente. Si hemos partido de la pasión filosófica, nosotros que nos reconocemos principiantes en el pensar que ha querido ser representativo de Occidente, me gustaría mostrarte (en parte lo he hecho ya en los últimos capítulos de este libro) lo que considero que es la meta de todo este proceso, de este peregrinaje que conduce al océano de conciencia y de felicidad, océano que constituye nuestra morada original. Si he elegido como símbolo del comienzo (y de Occidente) la pasión filosófica, te propongo meditar sobre este otro símbolo de la meta (y de Oriente) que podemos denominar la serenidad yóguica. Si de la filosofía occidental hemos heredado esa estimulante voluntad de verdad, incluso esa punzante voluntad de poder, me gustaría sugerirte ahora que de Oriente y en particular de esa India que se ha asomado a nuestras páginas (aunque el buddhismo ha quedado un poco a las puertas, sonriente, sugiriendo recibir la atención que en nuestros días está despertando, a través del buddhismo tibetano, sobre todo, pero también del Zen) podríamos heredar esa voluntad de Ser, que conduce a la verdader Ser-enidad con la que quisiera despedirme. Tú eres joven –aunque a veces la juventud biológica va acompañada de una madurez anímica que a veces se expresa desde bien temprano- y por tanto tu tiempo es, ante todo, el de la pasión filosófica (y otras pasiones menos “teóricas”, aunque ya has visto que la filosofía puede no ser sólo teoría), pero eso no impide que una parte de ti (tu ser esencial, tu yo interno, alma platónica o âtman vedántico) conozca el sabor de la sabiduría (reminiscencia platónica o autoluminosidad yóguica), el sabor de la serenidad. En realidad es esa fragancia, ese perfume del Ser (Bien platónico o Ânanda upanishádico) el que nos mueve, el que nos llama, el que nos atrae, cual Eros platónico, cual motor inmóvil y objeto del amor-magnético aristotélico, como Krishna a sus gopis –siempre el Amor que mueve los mundos, que mueve al amante y da sentido a su vida-. Entonces es cuando el amor a la sabiduría se torna sabiduría del amor. Pues la ser-enidad sólo es posible cuando el buscador ha encontrado el objeto de su Amor y descansa-en-Paz (el platónico ejercitarse-en-morir ha logrado su meta, ha muerto al espejismo de los sentidos y a las ilusiones de la razón… y ha resucitado). Ha muerto a la ilusión de que el mundo de los sentidos nos revela la única realidad, ha muerto a la convicción de que la razón (científico-tecnológica o filosófico-analítica) es el órgano supremo de captación de la realidad, ha muerto al espejismo de que el cuerpo es nuestro yo único y más real: ha matado a la muerte misma, ha disipado su amenazante presencia desde la ausencia, ha levantado el velo (de Isis, de Maya) y ha descansado en esa Paz que no es la de la muerte, sino la de la verdadera Vida, esa Vida que han descubierto los maestros de(l) Ser, realizando su voluntad de Ser-enidad. Serenidad yóguica, la hemos llamado, para aceptar como símbolo tanto del método como de la meta de las tradiciones índicas (acaso orientales en general) esa disciplina que ha venido recibiendo el nombre de yoga y que conduce al Ser, la Conciencia y la Dicha (sat-chit-ânanda). En las Upanishads, en la Bhagavad Gîta, en Sri Ramakrishna, en Sri Ramana Maharshi, en Sri Aurobindo, y en tantos otros, textos y autores, no mencionados, el Yoga es el símbolo por excelencia. Lo mismo sucede con el buddhismo, desde el término japonés Zen (que procede del chino ch’an, a su vez derivado del sánscrito dhyana, que significa justamente la meditación propia del yoga) hasta el ati-yoga (y el resto de etapas) del buddhismo tibetano, pasando por sus grandes maestros (Padmasambhava, Milarepa, Tsong-ka-pa, etc.) que son considerados grandes yoguis. Sin duda el símbolo de la serenidad sería aceptado por el sabio taoísta, quien, armonizado con el Tao (o Dao), saca agua del pozo, transporta leña, ve amanecer y se acuesta, con la misma serenidad con que el yogui se sienta en meditación y alcanza un estado de conciencia desde el cual todo es visto a una nueva luz, a la Luz que nos muestra nuestro Rostro original, aquél que teníamos antes de nacer y que es un norostro, que sin embargo encierra en sí todos los rostros posibles, pues es el Rostro de la Infinitud que desde entonces nos permite participar en la creatividad infinita, ahora ya desde la Ser-enidad yóguica. Ahora bien, esa serenidad yóguica, esa ecuanimidad de quien se ha instalado en el Ser inmutable, no implica necesariamente permanecer en la quietud externa. Al contrario, al menos en algunas de las versiones que hemos visto y de las que nos sentimos más cerca, la inmutabilidad no excluye el dinamismo de la creación y la participación creativa en el mismo; como el descubrimiento de lo Sin-forma no elimina el desenvolverse en el laberinto de las múltiples formas, como morar en el Eterno Ahora no evita transcurrir en la temporalidad y desplegar las infinitas posibilidades de la manifestación. En esta, polemós, el conflicto, la lucha, la dialéctica, forman parte de las leyes que hay que conocer y dominar. En primer lugar la dialéctica filosófica (en sus muchos sentidos, desde el platónico como método y ciencia suprema hasta la marxiana lucha de clases, pasando por el hegeliano método de superación de posturas parciales) y el análisis filosófico (de Aristóteles a Wittgenstein). Esa serenidad yóguica, en pocas palabras, no excluye ni la sana función crítica de la razón (crítica de la realidad existente que puede mejorarse, crítica de las ideas y teorías falsas o parciales, para corregir sus defectos) ni el compromiso social y político, pues en el enfoque integral de la filosofía y del yoga que estamos proponiendo (de la Bhagavad Gita a Sri Aurobindo) no se busca la liberación del mundo para desaparecer, cual gota en el océano, en la dulce inmutabilidad del Brahman sin atributos o en un Nirvana sin acción ni compasión, sino la liberación-en-el-mundo y la transformación de éste. No busca la liberación individual dejando a su suerte al resto de los humanos y de los seres sintientes (expresión de un sublime egoísmo y narcisismo espiritual que siempre ronda estos enfoques), sino la liberación colectiva, la transformación colectiva, en una dirección que quizás sólo la mirada yóguica, profética, es capaz de intuir, una vez la triple temporalidad ha revelado sus secretos a aquella visión que no pertenece al tiempo. Te dejo, pues, meditando estas ideas y recordándote que en el corazón de la pasión filosófica se halla la serenidad yóguica. ¡Que la voluntad de verdad y la voluntad de Ser te acompañen siempre! Moià (Barcelona), 15 de Agosto del 2006