¿Puede uno reírse de un chiste que no entiende? ¿Hay un camino inverso al que recorre la abstracción cuando esencializa la figura? Este tipo de preguntas extravagantes se me ocurrían al salir de la exposición de Elena Blasco (Madrid, 1950), con una sonrisa desconcertada en la cara. Supongo que con ello la artista lograba su objetivo, porque qué otra cosa puede pretender quien titula una exposición: “Teviasé unosapatito delala de mi sombrero” (me he asegurado de que no lo corrijan en redacción). Elena Blasco, pintora y escultora, debutó en 1976 y ha realizado más de treinta exposiciones individuales, alguna casi antológica, como la de Alcalá 31 (2012). Basta leer los títulos de algunas otras (“Merengues, son de cremita” o “Al deseo, lo meneo”) para saber que Blasco entiende la pintura de forma particular. Confieso que desde que vi su primera obra, en los noventa (una península ibérica convertida en carita, de cuyos pelos pirenaicos tironeaba una mano) he seguido la pista a quien considero la pintora española más gamberra, desaparecida Patricia Gadea y teniendo en cuenta que Fátima Mirada pinta con la voz. En esta ocasión nos encontramos ante una de sus exposiciones más apartadas de la figura, aunque suceda eso que torpemente trataba de expresar al principio. Sus imágenes no representan nada conocido -vagos biomorfismos, a veces combinadas con estructuras reticulares- y sin embargo ¡expresan emociones! Sorpresa, vulnerabilidad, burla, asombro. Respondiendo a mi pregunta inicial: sí, lo abstracto puede derivar hacia lo figurativo como hace lo inorgánico hacia lo orgánico o la química hacia la biología. El hecho es que la desbordante inventiva plástica y cromática de Elena Blasco crea un universo de formas felices, como bacterias que se fueran de farra o enlaces moleculares cuya energía se evocase con una mantita de cuadros. La mayoría son dibujos sobre papel -vegetal, de modestas dimensiones, o coreano, más grande-. También hay algunos tapices y es en ellos en los que se define una figuración caricaturesca, de lujoso colorido, donde se inmortaliza una especie de reina de fiesta infantil. Finalmente, también encontramos algunas obras con volumen, adosadas a la pared, en material plástico, que dan continuidad al lenguaje utilizado en el resto. Pero hay una obra singular, que desconcierta. Es media figura femenina -piernas y falda- seccionada por la cintura. En el plano horizontal resultante reposan una sierra y una colilla, como si fuera un trabajo recién terminado de ejecutar. La ausencia de lo que en escultura llamamos busto resulta dolorosa, por más que también esté teñida de humor. No sé muy bien qué pensar: quizás que el o la artista siempre tiene en sí mismo la materia prima de su obra. Y en cuanto a la pregunta del principio, se la trasladé a una conocida y me dijo: “Claro que sí, basta con que la persona que lo cuente sea graciosa”. Entonces me dí mi cuenta de que, en efecto, esta es la cuestión: no tanto que Elena Blasco sea tronchante o esté tronchada–como en la susodicha escultura-, sino que está en estado de gracia. Así es como creo que ha pintado esta exposición, que es una fiesta para los ojos y en la que el desenfado va de la mano del talento, un tierno humor y la sabiduría con que maneja cada material.