ADOLFO SÁNCHEZ VÁZQUEZ ÉTICA EDITORIAL C R ÍTICA Grupo editorial Grijalbo BARCELONA 1.a 1.a 2.a 3.a 4.a edición: edición edición: edición: edición: Editorial Grijalbo, S. A ., M éxico 1969 española: Editorial Crítica, S. A ., Barcelona, mayo de 1978 octubre de 1979 octubre de 1981 febrero de 1984 Cubierta: Alberto Corazón © 1969 y 1978: A dolfo Sánchez Vázquez, M éxico, D.F. © 1978: Editorial Crítica, S. A ., calle Pedro de la Creu, 58, Barcelona-34 ISBN: 84-7423-050-0 Depósito legal: B. 1.819-1984 Impreso en España 1984. - IN E L V A S A , Paseo de Carlos I, 142, Barcelona-13 PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN Durante largos años, la enseñanza de la ética, sobre todo en el nivel medio, se ha concentrado en los problemas tradicionales de esta disciplina, concebida como rama particular de la filosofía. Las soluciones a esos problemas variaban, naturalmente, de acuer­ do con el respectivo enfoque filosófico: neokantiano, fenómenológico, axiológico o tomista, para citar sólo los más en boga. En todos los casos, se trataba de una ética especulativa, abstracta, al margen de las morales históricas, concretas. Por otro lado, entre esos enfoques predominantes no figuraban algunos de vitalidad innegable en nuestro tiempo tanto desde el punto de vista teórico como práctico. Cierto es que esos enfoques, ausentes en general de la enseñanza de la ética, no dejaban de presentar limitaciones y lados débiles. Tengo presente, en particular, los de la filosofía analítica y el marxismo. El primero porque al reducirse al análisis del lenguaje moral, tarea legítima pero insuficiente, dejaba inerme al estudiante ante los grandes problemas morales; el segundo por­ que se restringía a la prédica de una moral determinada y ello, además, con la carga dogmática que lastraba y dominaba al mar­ xismo por entonces. Era, pues, preciso recurrir a un enfoque ético distinto que permitiera conducir la enseñanza de la ética por otros cauces. Y tal enfoque era el que buscaba el autor al emprender la redac­ ción de este libro. Las circunstancias en que habría de escribirse e inscribirse harían aún más necesaria esa búsqueda. Corría ya 1968, año en que, en varios países europeos y en uno hispanoamerica­ no — México— , la juventud estudiantil se rebela contra valores y 8 ÉTICA principios caducos y, más allá de las aulas, da algunas lecciones de política y muchas de moral. Abandonar la especulación y vincular el pensamiento moral a la vida no era, en aquellos días, una sim­ ple exigencia teórica, sino un requerimiento práctico, impuesto por las nuevas opciones políticas y morales que se abrían paso en diversos países y que en España eran compartidas también, en las condiciones más opresivas, por el movimiento universitario bajo el franquismo. En esas circunstancias, nuestro texto no sólo trataba de res­ ponder a las exigencias antes apuntadas sino que también se veía estimulado en su elaboración por los objetivos, logros y sacrificios de aquel movimiento estudiantil del 68, deslumbrante en muchos sentidos aunque hoy no podamos pasar por alto las fallas y limi­ taciones de su espontaneísmo. Había que estar a la altura de las circunstancias, lo que como dijo el gran poeta Antonio Machado es mucho más difícil que estar por encima de ellas; estarlo sig­ nificaba, en este caso, poner un texto de ética a la altura de esa juventud estudiantil que, aquí y allí, daba tan pródigamente lec­ ciones de moral. Y para ello había que esforzarse por ofrecerle lo que buscaba y no encontraba en otros textos. Y no porque es­ casearan, como no escasean hoy; pueden contarse por decenas y, entre ellos, algunos de elevado valor teórico; pero eran textos inertes, mudos para una juventud que se aprestaba a ocupar su puesto, arrostrando todos los riesgos, en la tarea de abrir e im­ pulsar la vía de las transformaciones políticas y sociales necesarias para una profunda renovación moral. Oue existía la necesidad de un texto como el que pretendía ser este libro, lo demuestra la favorable acogida que le han dis­ pensado profesores y estudiantes especialmente en M éxico. Sus dieciocho ediciones en pocos años es índice elocuente de que exis­ tía un vacío en la enseñanza de la ética que había que colmar. Se confirmaba así la necesidad, por un lado, de imprimir un nuevo sesgo al tratamiento de problemas morales tradicionales, como los de responsabilidad moral y libertad, moral y política, el fin y los medios, etc., y, por otro, de abordar nuevos problemas planteados por la vida económica y social de nuestro tiempo. Se necesitaba, en suma, descartar la ética especulativa que ve los PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN 9 hechos morales a la luz de ideas, valores y deberes universalmen­ te válidos, y considerarlos desde el ángulo de su carácter histórico y de su función social. Y todo esto sin que se desvaneciera la es­ pecificidad de la moral. Este enfoque histórico-social nos sigue pareciendo indispensa­ ble para eludir el apriorismo, utopismo o moralismo a secas a la vez que el burdo empirismo o realismo sin principios. También nos parece insoslayable para no caer en la trampa del normativisrno. Con este fin, hemos delimitado, desde el primer capítulo, la ética como teoría de la moral y las morales históricas, concretas, de cuyo análisis deben surgir sus conceptos fundamentales. La norma constituye, ciertamente, un elemento constitutivo de toda moral, y es tarea de la ética estudiarla, explicar cómo surge, cuál es su verdadera naturaleza, cómo se relaciona con el acto moral y en qué se diferencia de las reglas de otros comportamientos nor­ mativos. Pero no es tarea de la ética dictar normas o proponer códigos de moral. En este sentido, decimos que la teoría de la moral no es normativa. Sin embargo, es indudable también que, sin serlo, tiene estre­ chas relaciones con la práctica moral. En primer lugar, porque sólo existe como teoría en cuanto que se nutre del estudio de las morales históricas, concretas, o sea: del análisis de la experiencia moral. En segundo lugar, porque cumple una función práctica al contribuir a desmistificar las pretensiones universalistas o huma­ nistas abstractas de ciertas morales concretas, así como al señalar la necesidad de considerar sus valores, normas o ideales en su con­ texto histórico-social. Naturalmente, si se quiere estudiar la moral en sus nexos con las condiciones efectivas de su aparición y realización, es forzoso destacar aspectos silenciados por completo en las éticas tradicio­ nales, como son los factores sociales de la realización de la moral (relaciones económicas, estructura política y social y supraestructura ideológica de la sociedad). Reducir la moral a un aspecto puramente subjetivo, interior, dejando fuera de ella su lado obje­ tivo, externo, que se manifiesta sobre todo en su naturaleza his­ tórico-social, significaría amputar la propia realidad moral. Hacer­ lo, además, en nombre de una supuesta «neutralidad» ideológica 10 ÉTICA y moral, no sólo obstruiría el conocimiento de esa realidad, sino que contribuiría a justificar — con su silencio o amputación— cierta moral. Frente a esa pretendida asepsia ideológica o moral, no tenemos por qué ocultar que adoptamos, como adoptan en definitiva todas las éticas conocidas, cierta posición. Y es que no existe ni puede existir una ética neutra que brinde la garantía o «panacea» de no tomar posición alguna. En el terreno teórico, semejante «objetivi­ dad» o « imparcialidad» encubre siempre una vergonzante posi­ ción. Por otra parte, lo que pudiera pasar por tal (el eclecticismo) ni significa otra cosa, como lo prueba palmariamente toda la his­ toria de la filosofía, que la posición más exangüe y superficial y, por ello, la propia de los períodos filosóficos más indigentes. En el terreno pedagógico, la sustitución de una posición franca y de­ cidida por otra medrosa o vergonzante o por una mezcla de varias (especie de cóctel filosófico) no hará más que llevar la confusión a la mente del alumno y rebajar, si no es que anula, su espíritu crítico y problemático. Ahora bien, la toma de posición no debe confundirse con el doctrinarismo o partidismo a ultranza que fomenta en el alumno una actitud pasiva o acrítica ante el texto que se le ofrece. D e ahí la necesidad de dar a conocer otras posiciones distintas u opuestas, de promover la discusión y confrontación de ideas, y de recomen­ dar lecturas diversas. Por todas estas razones, en nuestra Ética pueden encontrarse posiciones diferentes e incluso antagónicas en­ tre sí y respecto de la que nosotros sustentamos, tales com o: obje­ tivismo y subjetivismo en el problema de los valores; libertarismo y determinismo; doctrinas de Kant, Spinoza y H egel acerca de la responsabilidad moral; eudemonismo, formalismo y utilitarismo en el problema de la naturaleza de lo bueno; teorías de Sartre, Kant, Hobbes, Stuart Mili y Schlick acerca de la obligatoriedad moral; concepciones de Hume, Ayer, Stevenson y M oore sobre la forma y justificación de los juicios morales, etc. Se da también, por las mismas razones, un panorama histórico de las principales corrientes éticas, así como una bibliografía general y especial, a la vez que de textos clásicos fundamentales, que recoge las posi­ ciones éticas más diversas. PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN 11 Por lo que se refiere a la temática del presente libro quisiéra­ mos hacer notar que, pese a las limitaciones de espacio propias de un texto escolar de enseñanza media o de introducción en la universidad, hemos procurado abordar los problemas que tradi­ cionalmente se han considerado fundamentales, pero al mismo tiempo examinamos otras cuestiones no tratadas o insuficiente­ mente tocadas en los textos de ética al uso como son: la moral y sus formas históricas principales; cambios hislórico-sociales y cam­ bios de moral; progreso histórico y progreso moral; condiciones y factores económicos, políticos e ideológicos de la realización de la moral; estructura y significado del juicio moral; criterios de jus­ tificación del juicio moral y superación del relativismo ético. Después de lo expuesto hasta aquí, creemos haber precisado los propósitos que han inspirado la redacción del presente libro así como las circunstancias en que se desarrolló su elaboración. A l presentarlo ahora al medio docente español pensamos que los pro­ pósitos originarios siguen siendo válidos, y que las necesidades teóricas y prácticas a que respondía su aparición las sienten hoy, incluso más vivamente, las nuevas generaciones de aquí y de allá. A ellas va dirigido en primer lugar este texto, con el anhelo de que contribuya a un conocimiento que si bien por sí solo no puede producir una nueva moral, sí puede contribuir a elevar la concien­ cia de ella y a participar, de un modo u otro, en el proceso histórico-práctico que lleva a forjarla. A l aparecer su Ética en España, el autor desea expresar su público reconocimiento a quien, hace ya varios años, en condicio­ nes políticas, ideológicas y universitarias nada propicias, se inte­ resó porque fuera estudiada por sus alumnos de la Universidad de La Laguna (Islas Canarias). M e refiero con satisfacción al doctor Javier Muguerza, actual catedrático de la Universidad de Bar­ celona. Por último, dos consideraciones finales del autor. La primera es que la aparición de esta obra en su patria representa un testi­ monio fehaciente de la generosa hospitalidad de los gobiernos y del pueblo mexicanos a los exiliados españoles de 1939 sin la cual este trabajo habría sido imposible; la segunda es que la publica­ ción del presente libro, gracias al vivo interés puesto en ello por 12 ÉTICA la Editorial Critica (Grupo editorial Grijalbo), le ha brindado la grata y anhelada oportunidad de vincularse con la juventud estu­ diosa de la tierra que se vio obligado a abandonar hace muchos, pero muchos años. A . S. V. Universidad Nacional Autónoma de México, enero de 1978. PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN El presente libro aspira a introducir al lector en el estudio de los problemas fundamentales de la ética. A l concebirlo así, como texto introductorio, hemos tenido presente las necesidades de la enseñanza de esta disciplina en el bachillerato universitario, en las escuelas normales de maestros y en las preparatorias técnicas. Por esta razón, hemos procurado abordar los temas mayores que integran los programas de ética vigentes: objeto de la ética, esencia de la moral, responsabilidad moral, determinismo y libertad, valo­ ración moral, obligatoriedad moral, realización de la moral y doc­ trinas éticas fundamentales. Hemos examinado también otros te­ mas que no suelen figurar en esos programas y que a nosotros nos parecen de suma importancia: moral e historia, moral y otras for­ mas de conducta humana y, finalmente, forma lógica y justifica­ ción de los juicios morales. Ha presidido nuestro estudio la idea de que la ética ha de hundir sus raíces en el hecho de la moral, como sistema de regu­ lación de las relaciones entre los individuos, o entre éstos y la comunidad. En cuanto que la moral es una forma de conducta humana que se da en todos los tiempos y en todas las sociedades, partimos del criterio de que hay que considerarla en toda su diver­ sidad, aunque nuestra mirada esté más atenta a sus manifestacio­ nes actuales. Esto nos permite salir al paso de los intentos especu­ lativos de ver la moral como un sistema normativo único, válido para todos los tiempos y todos los hombres, así como rehuir la tendencia a identificarla con determinada forma histórico-concreta de comportamiento moral. 14 ÉTICA En el presente libro se trata, pues, de abordar la moral como una forma peculiar de conducta humana cuyos agentes son los in­ dividuos concretos, pero individuos que sólo actáan moralmente en sociedad, ya que la moral existe necesariamente para cumplir una función social. D e acuerdo con esto, examinamos los factores sociales diver­ sos que contribuyen en un sentido u otro a la realización de la moral, pero sin olvidar nunca que el verdadero comportamien­ to moral pone siempre en acción a los individuos en cuanto tales, ya que el acto moral exige su decisión libre y consciente, asumida por una convicción íntima y no de un modo exterior e impersonal. Nada más lejos de nuestra intención que refugiarnos en un neutralismo ético — muy en boga hoy en ciertas corrientes— , pero tampoco el ceder a un normativismo o dogmatismo éticos que convierten a la ética, más que en una teoría de la moral, en un código de normas. Se trata de estudiar lo que la moral es esen­ cialmente, como empresa individual y social, pues sólo así, sobre la base de este estudio, pueden destacarse las líneas de una nueva moral: aquella que, conforme a las necesidades y posibilidades de nuestro tiempo, contribuye a acercar al hombre actual a una moral verdaderamente humana y universal. A l examinar una serie de cuestiones cruciales de la ética, hemos procurado exponer diversas e incluso contrapuestas posi­ ciones, no ecléctica sino críticamente, es decir, sin ocultar nues­ tra posición propia. La bibliografía, aunque sucinta, ha sido selec­ cionada de modo que nuestros lectores no sólo puedan ampliar o enriquecer lo que él presente libro les aporte, sino también con­ trastar lo que en él se expone o defiende con lo que se expone o sostiene en otras obras. Dado el fin didáctico que perseguimos, nos hemos esforzado por utilizar un lenguaje claro y accesible, sin que ello vaya en detrimento de las exigencias teóricas de rigor, ni de la fundamentación y sistematicidad de toda investigación. Con ese objeto, el libro ha sido descargado de citas y, por razones análogas, la biblio­ grafía ha sido reducida a un número de obras en español, salvo los casos — no muchos— en que hemos considerado que era indis­ pensable extender esa bibliografía a otros idiomas. PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN 15 Dejamos, pues, nuestro libro en manos de sus lectores — es­ tudiantes y maestros— , que son los que, en definitiva, habrán de juzgar si hemos logrado nuestros propósitos anteriores, a los que hemos de agregar, por último, el de ampliar la enseñanza de la ética en nuestros medios docentes con un enfoque distinto de los que hasta hoy han predominado. A . S. V . México, D . F., enero de 1969. C a p ít u l o 1 OBJETO DE LA ÉTICA 1. P roblem as m orales y problem as é t ic o s En las relaciones cotidianas de unos individuos con otros surgen constantemente problemas com o estos: ¿D ebo cumplir la promesa x que hice ayer a mi amigo Y , a pesar de que hoy me doy cuenta de que su cumplimiento me producirá ciertos perjui­ cios? Si alguien se acerca a mí sospechosamente en la noche y temo que pueda atacarme, ¿debo disparar sobre él, aprovechando que nadie puede observarme, para evitar el riesgo de ser atacado? Con referencia a los actos criminales cometidos por los nazis en la segunda guerra mundial, ¿los soldados que, cumpliendo órde­ nes militares, los llevaron a cabo, pueden ser condenados mo­ ralmente? ¿D ebo decir la verdad siempre, o hay ocasiones en que debo mentir? Quien en una guerra de invasión sabe que su amigo Z está colaborando con el enemigo, ¿debe callar, movido por su amistad, o debe denunciarlo com o traidor? ¿Podemos con­ siderar que es bueno el hombre que se muestra caritativo con el mendigo que toca a su puerta, y que durante el día —^como pa­ trón— explota implacablemente a los obreros y empleados de su empresa? Si un individuo trata de hacer el bien, y las conse­ cuencias de sus actos son negativas para aquellos a los que se proponía favorecer, ya que les causa más daño que beneficio, ¿debemos considerar que ha obrado correctamente, desde un punto de vista moral, cualesquiera que hayan sido los resultados de su acción? 2. — ÉTICA 18 ÉTICA En todos estos casos se trata de problemas prácticos, es decir, problemas que se plantean en las relaciones efectivas, reales de unos individuos con otros, o al juzgar ciertas decisiones y accio­ nes de ellos. Se trata, a su vez, de problemas cuya solución no sólo afecta al sujeto que se los plantea, sino también a otra u otras personas que sufrirán las consecuencias de su decisión y de su acción. Las consecuencias pueden afectar a un solo indi­ viduo (¿debo decir la verdad o debo mentir a X ?); en otros ca­ sos, se trata de acciones que afectan a varios de ellos o a grupos sociales (¿debieron cumplir los soldados nazis las órdenes de exterminio de sus superiores?). Finalmente, las consecuencias pueden afectar a una comunidad entera como la nación (¿debo guardar silencio, en nombre de la amistad, ante los pasos de un traidor?). En situaciones como las que, por vía de ejemplo, acabamos de enumerar, los individuos se enfrentan a la necesidad de ajustar su conducta a normas que se tienen por más adecuadas o dignas de ser cumplidas. Esas normas son aceptadas íntimamente y re­ conocidas como obligatorias; de acuerdo con ellas, los individuos comprenden que tienen el deber de actuar en una u otra direc­ ción. En estos casos decimos que el hombre se comporta moral­ mente, y en este comportamiento suyo se pone de manifiesto una serie de rasgos característicos que lo distinguen de otras formas de conducta humana. Acerca de este comportamiento, que es el fruto de una decisión reflexiva, y por tanto no puramente es­ pontáneo o natural, los demás juzgan, conforme también a nor­ mas establecidas, y formulan juicios como estos: « X hizo bien al mentir en aquellas circunstancias»; « Z debió denunciar a su amigo traidor», etcétera. Así, pues, tenemos por un lado actos o modos de comportar­ se los hombres ante ciertos problemas que llamamos morales, y, por el otro, juicios con los que dichos actos son aprobados o desaprobados moralmente. Pero, a su vez, tanto los actos como los juicios morales presuponen ciertas normas que señalan lo que se debe hacer. Así, por ejemplo, el juicio « Z debió denunciar a su amigo traidor», presupone la norma «pon los intereses de la patria por encima de la amistad». OBJETO DE LA ÉTICA 19 Nos encontramos, pues, en la vida real con problemas prác­ ticos del tipo de los enumerados a los que nadie puede sustraer­ se. Y , para resolverlos, los individuos recurren a normas, reali­ zan determinados actos, formulan juicios, y en ocasiones, emplean determinados argumentos o razones para justificar la decisión adoptada, o el paso dado. Todo esto forma parte de un tipo de conducta efectiva, tanto de los individuos com o de los grupos sociales, y tanto de hoy como de ayer. En efecto, el comportamiento humano prácticomoral, aunque sujeto a cambio de un tiempo a otro y de una a otra sociedad, se remonta a los orígenes mismos del hombre como ser social. A este comportamiento práctico-moral que se da ya en las formas más primitivas de comunidad, sucede posteriormente — muchos milenios después—*· la reflexión sobre él. Los hombres no sólo actúan moralmente (es decir, se enfrentan a ciertos pro­ blemas en sus relaciones mutuas, toman decisiones y realizan ciertos actos para resolverlos, y a la vez juzgan o valoran de un modo u otro esas decisiones y esos actos), sino que también re­ flexionan sobre ese comportamiento práctico, y lo hacen objeto de su reflexión o de su pensamiento. Se pasa así del plano de la práctica moral al de la teoría moral; o también, de la moral efec­ tiva, vivida, a la moral reflexiva. Cuando se da este paso, que coincide con los albores del pensamiento filosófico, estamos ya propiamente en la esfera de los problemas teóríco-morales, o éticos. A diferencia de los problemas práctico-morales, los éticos se caracterizan por su generalidad. Si al individuo concreto se le plantea en la vida real una situación dada, el problema de cómo actuar de manera que su acción pueda ser buena, o sea, valiosa moralmente, tendrá que resolverlo por sí mismo con ayuda de una norma que él reconoce y acepta íntimamente. Será inútil que recurra a la ética con la esperanza de encontrar en ella lo que debe hacer en cada situación concreta. La ética podrá de­ cirle, en general, lo que es una conducta sujeta a normas, o en qué consiste aquello —-lo bueno— que persigue la conducta mo­ ral, dentro de la cual entra la de un individuo concreto, o la de 20 ÉTICA todos. El problema de qué hacer en cada situación concreta es un problema práctico-moral, no teórico-ético. En cambio, definir qué es lo bueno no es un problema moral que corresponda resol­ ver a un individuo con respecto a cada caso particular, sino un problema general de carácter teórico que toca resolver al inves­ tigador de la moral, es decir, al ético. Así, por ejemplo, Aristóte­ les se plantea, en la Antigüedad griega, el problema teórico de definir lo bueno. Su tarea es investigar el contenido de lo bueno, y no determinar lo que el individuo debe hacer en cada caso con­ creto para que su acto pueda considerarse bueno. Cierto es que esta investigación teórica no deja de tener consecuencias prácti­ cas, pues al definirse qué es lo bueno se está señalando un cami­ no general, en el marco del cual, los hombres pueden orientar su conducta en diversas situaciones particulares. En este senti­ do, la teoría puede influir en el comportamiento moral-práctico. Pero, ello no obstante, el problema práctico que el individuo tiene que resolver en su vida cotidiana, y el teórico que el inves­ tigador ha de resolver sobre la base del material que le brinda la conducta moral efectiva de los hombres, no pueden identificarse. Muchas teorías éticas han girado en torno a la definición de lo bueno, pensando que si sabemos determinar lo que es, podremos entonces saber lo que debe hacerse o no. Las respuestas acerca de qué sea lo bueno varían, por supuesto, de una teoría a otra: para unos, lo bueno es la felicidad o el placer; para otros, lo útil, el poder, la autoproducción del ser humano, etcétera. Pero, junto a este problema central, se plantean también otros problemas éticos fundamentales, como son los de definir la esencia o rasgos esenciales del comportamiento moral, a dife­ rencia de otras formas de conducta humana, com o la religión, la política, el derecho, la actividad científica, el arte, el trato so­ cial, etcétera. El problema de la esencia del acto moral remite a otro problema importantísimo: el de la responsabilidad. Sólo cabe hablar de comportamiento moral, cuando el sujeto que así se comporta es responsable de sus actos, pero esto a su vez entraña el supuesto de que ha podido hacer lo que quería hacer, es decir, de que ha podido elegir entre dos o más alternativas, y actuar de acuerdo con la decisión tomada. El problema de la libertad de la OBJETO DE LA ÉTICA 21 voluntad es, por ello, inseparable del de la responsabilidad. De­ cidir y obrar en una situación concreta es un problema prácticomoral; pero investigar el modo como se relacionan la responsabi­ lidad moral con la libertad y con el determinismo a que se hallan sujetos nuestros actos, es un problema teórico, cuyo estudio co­ rresponde a la ética. Problemas éticos son también el de la obli­ gatoriedad moral, es decir, el de la naturaleza y fundamentos de la conducta moral en cuanto conducta debida, así como el de la realización moral, no sólo como empresa individual, sino también como empresa colectiva. Pero en su comportamiento moral-práctico, los hombres no sólo realizan determinados actos, sino que además los juzgan o valoran; es decir, formulan juicios de aprobación o desaproba­ ción de ellos, y se someten consciente y libremente a ciertas normas o reglas de acción. T odo esto toma la forma lógica de ciertos enunciados o proposiciones. Aquí se ofrece a la ética un ancho campo de estudio que, en nuestro tiempo, ha dado lugar a una parte especial de ella a la que se le ha dado el nombre de metaélica, y cuya tarea consiste en estudiar la naturaleza, fun­ ción y justificación de los juicios morales. Un problema metaético fundamental es justamente este último; es decir, el de examinar si pueden argüirse razones o argumentos — y, en tal caso, qué tipo de razones o argumentos— para demostrar la validez de un juicio moral, y particularmente de las normas morales. Los problemas teóricos y los prácticos, en el terreno moral, se diferencian, por tanto, pero no se hallan separados por una muralla insalvable. Las soluciones que se den a los primeros no dejan de influir en el planteamiento y solución de los segundos, es decir, en la práctica moral misma; a su vez, los problemas que plantea la moral práctica, vivida, así com o sus soluciones, constituyen la materia de reflexión, el hecho al que tiene que volver constantemente la teoría ética, para que ésta sea no una especulación estéril, sino la teoría de un modo efectivo, real, de comportarse el hombre. 22 2. ÉT ICA El cam po de l a é t ic a Los problemas éticos se caracterizan por su generalidad, y esto los distingue de los problemas morales de la vida cotidiana, que son los que nos plantean las situaciones concretas. Pero, desde el momento en que la solución dada a los primeros influye en la moral vivida — sobre todo cuando se trata no de una éti­ ca absolutista, apriorística, o meramente especulativa— , la ética puede contribuir a fundamentar o justificar cierta forma de com­ portamiento moral. Así, por ejemplo, si la ética revela la exis­ tencia de una relación entre el comportamiento moral y las ne­ cesidades e intereses sociales, la ética nos ayudará a poner en su verdadero lugar a la moral efectiva, real de un grupo social que pretende que sus principios y normas tengan una validez univer­ sal, al margen de necesidades e intereses concretos. Si, por otro lado, la ética al tratar de definir lo bueno rechaza su reducción a lo que satisface mi interés personal, propio, es evidente que influirá en la práctica moral al rechazar una conducta egoísta com o moralmente valiosa. Por su carácter práctico, en cuanto disciplina teórica, se ha tratado de ver en la ética una disciplina normativa, cuya tarea fundamental sería señalar la conducta me­ jor en sentido moral. Pero esta caracterización de la ética como disciplina normativa puede conducir — y, con frecuencia, ha con­ ducido en el pasado— a olvidar su carácter propiamente teórico. Ciertamente, muchas éticas tradicionales parten de la idea de que la misión del teórico es, en este campo, decir a los hombres lo que deben hacer, dictándoles las normas o principios a que ha de ajustarse su conducta. El ético se convierte así en una espe­ cie de legislador del comportamiento moral de los individuos o de la comunidad. Pero la tarea fundamental de la ética es la de toda teoría: o sea, explicar, esclarecer o investigar una realidad dada produciendo los conceptos correspondientes. Por otro lado, la realidad moral varía históricamente, y con ella sus principios y normas. La pretensión de formular principios y normas uni­ versales, al margen de la experiencia histórica moral, dejaría fuera de la teoría la realidad misma que debiera explicar. Cierto es también que muchas doctrinas éticas del pasado son no y« OBJETO DE LA ÉTICA 23 una investigación o esclarecimiento de la moral como compor­ tamiento efectivo, humano, sino justificación ideológica de una moral dada, que responde a necesidades sociales determinadas, para lo cual elevan sus principios y normas a la categoría de principios y normas universales, válidos para toda moral. Pero el campo de la ética no se halla al margen de la moral efectiva ni tampoco puede ser reducido a una forma determinada, tem­ poral y relativa de ella. La ética es teoría, investigación o explicación de un tipo de experiencia humana, o forma de comportamiento de los hom­ bres: el de la moral, pero considerado en su totalidad, diversi­ dad y variedad. Lo que en ella se diga acerca de la naturaleza o fundamento de las normas morales ha de ser válido para la moral de la sociedad griega, o para la moral que se da efectivamente en una comunidad humana moderna. Esto es lo que asegura su carácter teórico, y evita que se le reduzca a una disciplina nor­ mativa o pragmática. El valor de la ética como teoría está en lo que explica, y no en prescribir o recomendar con vistas a la acción en situaciones concretas. Como reacción contra estos excesos normativistas de las éti­ cas tradicionales, en los últimos tiempos se ha intentado restrin­ gir el campo de la ética a los problemas del lenguaje y del razo­ namiento moral, renunciando a abordar cuestiones como las de la definición de lo bueno, esencia de la moral, fundamento de la conciencia moral, etc. Ahora bien, aunque las cuestiones acerca del lenguaje, naturaleza y significado de los juicios morales revisten una gran importancia — y, por ello, se justifica que sean estudiadas de un modo especial en la metaética— , dichas cuestiones no pueden ser las únicas de la ética ni tampoco ,pue­ den ser abordadas al margen de los problemas éticos fundamen­ tales que plantea el estudio del comportamiento moral, de la moral efectiva, en todas sus manifestaciones. Este comportamien­ to se presenta como una forma de conducta humana, como un hecho, y a la ética le corresponde dar razón de él, tomando com o objeto de su reflexión la práctica moral de M humanidad en su conjunto. En este sentido, como toda teoría, la ética es explica­ ción de lo que ha sido o es, y no simple descripción. No le co­ ÉTICA 24 rresponde emitir juicios de valor acerca de la práctica moral de otras sociedades, o de otras épocas, en nombre de una moral absoluta y universal, pero sí tiene que explicar la razón de ser de esa diversidad y de los cambios de moral; es decir, ha de es­ clarecer el hecho de que los hombres hayan recurrido a prácticas morales diferentes e incluso opuestas. La ética parte del hecho de la existencia de la historia de la moral; es decir, arranca de la diversidad de morales en el tiem­ po, con sus correspondientes valores, principios y normas. No se identifica, como teoría, con los principios y normas de ninguna moral en particular, ni tampoco puede situarse en una actitud indiferente o ecléctica ante ellas. Tiene que buscar, junto con la explicación de sus diferencias, el principio que permita com­ prenderlas en su movimiento y desarrollo. A l igual que otras ciencias, la ética se enfrenta a hechos. El que éstos sean humanos implica, a su vez, que se trata de hechos valiosos. Pero ello no compromete en absoluto las exigencias de un estudio objetivo y racional. La ética estudia una forma de con­ ducta humana que los hombres consideran valiosa y, además, obligatoria y debida. Pero nada de eso altera en absoluto la ver­ dad de que la ética tiene que dar razón de un aspecto real, efec­ tivo, del comportamiento de los hombres. 3. D e f in ic ió n d e l a é t ic a D e la misma manera que, estando estrechamente vinculados, no se identifican los problemas teóricos morales con los proble­ mas prácticos, tampoco pueden confundirse la ética y la moral. La ética no crea la moral. Aunque es cierto que toda moral efec­ tiva supone ciertos principios, normas o reglas de conducta, no es la ética la que, en una comunidad dada, establece esos prin­ cipios, o normas. La ética se encuentra con una experiencia histórico-social en el terreno de la moral, o sea, con una serie de morales efectivas ya dadas, y partiendo de ellas trata de estable­ cer la esencia de la moral, su origen, las condiciones objetivas y subjetivas del acto moral, las fuentes de la valoración moral, la OBJETO DE LA ÉTICA 25 naturaleza y función de los juicios morales, los criterios de jus­ tificación de dichos juicios, y el principio que rige el cambio y sucesión de diferentes sistemas morales. La ética es la teoría o ciencia del comportamiento moral de los hombres en sociedad. O sea, es ciencia de una forma específica de conducta humana. En nuestra definición se subraya, en primer lugar, el carác­ ter científico de esta disciplina; o sea, se responde a la necesidad de un tratamiento científico de los problemas morales. De acuer­ do con este tratamiento, la ética se ocupa de un objeto propio: el sector de la realidad humana que llamamos moral, constituido — como ya hemos señalado—^ por un tipo peculiar de hechos o actos humanos. Como ciencia, la ética parte de cierto tipo de hechos tratando de descubrir sus principios generales. En este sentido, aunque parte de datos empíricos, o sea, de la existencia de un comportamiento moral efectivo, no puede mantenerse al nivel de una simple descripción o registro de ellos, sino que los trasciende con sus conceptos, hipótesis y teorías. En cuanto co­ nocimiento científico, la ética ha de aspirar a la racionalidad y objetividad más plenas, y a la vez ha de proporcionar conoci­ mientos sistemáticos, metódicos y, hasta donde sea posible, verificables. Ciertamente, este tratamiento científico de los problemas mo­ rales dista mucho todavía de ser satisfactorio, y de las dificulta­ des para alcanzarlo siguen beneficiándose todavía las éticas es­ peculativas tradicionales, y las actuales de inspiración positivista. La ética es la ciencia de la moral, es decir, de una esfera de la conducta humana. N o hay que confundir aquí la teoría con su objeto: el mundo moral. Las proposiciones de la ética deben tener el mismo rigor, coherencia y fundamentación que las pro­ posiciones científicas. En cambio, los principios, normas o juicios de una moral determinada no revisten ese carácter. Y no sólo no tienen un carácter científico, sino que la experiencia histórica moral demuestra que muchas veces son incompatibles con los conocimientos que aportan las ciencias naturales y sociales. Por ello, podemos afirmar que si cabe hablar de una ética científica, 26 ÉTICA no puede decirse lo mismo de la moral. N o hay una moral cien­ tífica, pero sí hay — o puede haber—■un conocimiento de la mo­ ral que pueda ser científico. Aquí com o en otras ciencias, lo científico radica en el método, en el tratamiento del objeto, y no en el objeto mismo. De la misma manera, puede decirse que el mundo físico no es científico, aunque sí lo es su tratamiento o estudio de él por la ciencia física. Pero si no hay una moral cien­ tífica de por sí, puede darse una moral compatible con los cono­ cimientos científicos acerca del hombre, de la sociedad y, en par­ ticular, acerca de la conducta humana moral. Y es aquí donde la ética puede servir para fundamentar una moral, sin ser ella por sí misma normativa o prescriptiva. La moral no es ciencia, sino objeto de la ciencia, y en este sentido es estudiada, investi­ gada por ella. La ética no es la moral, y por ello no puede re­ ducirse a un conjunto de normas y prescripciones; su misión es explicar la moral efectiva, y, en este sentido, puede influir en la moral misma. Su objeto de estudio lo constituye un tipo de actos humanos: los actos conscientes y voluntarios de los individuos que afectan a otros, a determinados grupos sociales, o a la sociedad en su conjunto. Ética y moral se relacionan, pues, en la definición antes dada, com o una ciencia específica y su objeto. Una y otra palabra mantienen así una relación que no tenían propiamente en sus orígenes etimológicos. Ciertamente, moral procede del latín mos o mores, «costumbre» o «costumbres», en el sentido de conjunto de normas o reglas adquiridas por hábito. La moral tiene que ver así con el comportamiento adquirido, o modo de ser con­ quistado por el hombre. Ética proviene del griego ethos, que significa análogamente «m odo de ser» o «carácter» en cuanto forma de vida también adquirida o conquistada por el hombre. Así, pues, originariamente ethos y mos, «carácter» y «costum­ bre», hacen hincapié en un modo de conducta que no responde a una disposición natural, sino que es adquirido o conquistado por hábito. Y justamente, esa no naturalidad del modo de ser del hombre es lo que, en la Antigüedad, le da su dimensión moral. Vemos, pues, que el significado etimológico de moral y de OBJETO DE LA ÉTICA 27 ética no nos dan el significado actual de ambos términos, pero sí nos instalan en el terreno específicamente humano en el que se hace posible y se funda el comportamiento moral: lo humano como lo adquirido o conquistado por. el hombre sobre lo que hay en él de pura naturaleza. El comportamiento moral sólo lo es del hombre en cuanto que sobre su propia naturaleza crea esta segunda naturaleza, de la que forma parte su actividad moral. 4. ÉTICA Y FILOSOFÍA Al definirla como un conjunto sistemático de conocimientos racionales y objetivos acerca del comportamiento humano moral, la ética se nos presenta con un objeto propio que se tiende a tra­ tar científicamente. Esta tendencia contrasta con la concepción tradicional que la reducía a un simple capítulo de la filosofía, en la mayoría de los casos, especulativa. En favor de esta posición se esgrimen diversos argumentos de diferente peso que conducen a negar el carácter científico e independiente de la ética. Se arguye que ésta no establece pro­ posiciones con validez objetiva, sino juicios de valor o normas que no pueden aspirar a esa validez. Pero, como ya hemos seña­ lado, esto es aplicable a un tipo determinado de ética —-la normativista— que ve su tarea fundamental en hacer recomendaciones y formular una serie de normas y prescripciones morales; pero dicha objeción no alcanza a la teoría ética, que trata de explicar la naturaleza, fundamentos y condiciones de la moral, poniéndola en relación con las necesidades sociales de los hombres. Un có­ digo moral, o un sistema de normas, no es ciencia, pero puede ser explicado científicamente, cualquiera que sea su carácter o las necesidades sociales a que responda. La moral — decíamos anteriormente— no es científica, pero sus orígenes, fundamentos y evolución pueden ser investigados racional y objetivamente; es decir, desde el punto de vista de la ciencia. Como cualquier otro tipo de realidad —matural o social— , la moral no puede excluir un tratamiento científico. Incluso un tipo de fenómeno cultural y social como los prejuicios“no es una excepción a este respecto; 28 ÉTICA es cierto que los prejuicios no son científicos, y que con ellos no puede constituirse una ciencia, pero sí cabe una explicación cien­ tífica (sistemática, objetiva y racional) de los prejuicios huma­ nos en cuanto que forman parte de una realidad humana social. En la negación de toda relación entre la ética y la ciencia, pretende fundarse la adscripción exclusiva de la primera a la filosofía. La ética se presenta entonces com o una pieza de una filosofía especulativa, es decir, construida a espaldas de la ciencia y de la vida real. Esta ética filosófica trata más de buscar la con­ cordancia con principios filosóficos universales que con la rea­ lidad moral en su desenvolvimiento histórico y real, y de ahí también el carácter absoluto y apriorístico de sus afirmaciones sobre lo bueno, el deber, los valores morales, etc. Ciertamente, aunque la historia del pensamiento filosófico se halle preñada de este tipo de éticas, en una época en que la historia, la antro­ pología, la psicología y las ciencias sociales nos brindan materia­ les valiosísimos para el estudio del hecho moral, ya no se justi­ fica la existencia de una ética puramente filosófica, especulativa o deductiva, divorciada de la ciencia y de la propia realidad hu­ mana moral. En favor del carácter puramente filosófico de la ética se ar­ guye también que las cuestiones éticas han constituido siempre una parte del pensamiento filosófico. Y así ha sido en verdad. Casi desde los albores de la filosofía, y particularmente desde Sócrates en la Antigüedad griega, los filósofos no han dejado de ocuparse en mayor o menor grado de dichas cuestiones. Y esto se aplica, sobre todo, al largo período de la historia de la filoso­ fía, en que por no haberse constituido todavía un saber científico acerca de diversos sectores de la realidad natural o humana, la filosofía se presentaba com o un saber total que se ocupaba prác­ ticamente de todo. Pero, en los tiempos modernos, se sientan las bases de un verdadero conocimiento científico —-que es, origina­ riamente, físico-matemático— , y a medida que el tratamiento científico va extendiéndose a nuevos objetos o sectores de la rea­ lidad, comprendiendo en ésta la realidad social del hombre, di­ versas ramas del saber se van desgajando del tronco común de la filosofía para constituir ciencias especiales con una materia OBJETO DE LA ÉTICA I j | | ¡ J | | 29 propia de estudio, y con un tratamiento sistemático, metódico, objetivo y racional común a las diversas ciencias. Una de las últimas ramas que se han desprendido de ese tronco común es la psicología — ciencia natural y social a la vez— , aunque haya todavía quien se empeñe en hacer de ella — como tratado del alma— una simple psicología filosófica. Por esa vía científica marchan hoy diversas disciplinas — en­ tre ellas la ética— que tradicionalmente eran consideradas como tareas exclusivas de los filósofos. Pero, en la actualidad, este proceso de conquista de una verdadera naturaleza científica co­ bra más bien el carácter de una ruptura con las filosofías es­ peculativas que pretenden supeditarlas, y de un acercamiento a las ciencias que ponen provechosas conclusiones en sus manos. La ética tiende así a estudiar un tipo de fenómenos que se dan efectivamente en la vida del hombre com o ser social y constitu­ yen lo que llamamos el mundo moral; asimismo, trata de estu­ diarlos no deduciéndolos de principios absolutos o apriorísticos, sino hundiendo sus raíces en la propia existencia histórica y social del hombre. Ahora bien, el hecho de que la ética, así concebida — es decir, con un objeto propio tratado científicamente—·, busque la autonomía propia de un saber científico, no significa que esta autonomía pueda considerarse absoluta con respecto a otras ramas del saber, y, en primer lugar, con respecto a la filosofía misma. Las importantes contribuciones del pensamiento filosófico en este terreno — desde la filosofía griega hasta nuestros días— , lejos de quedar relegadas al olvido han de ser muy tenidas en cuenta, ya que en muchos casos conservan su riqueza y vitalidad. D e ahí la necesidad y la importancia de su estudio. Una ética científica presupone necesariamente una concep­ ción filosófica inmanentista y racionalista del mundo y del hom­ bre, en la que se eliminen instancias o factores extramundanos o suprahumanos, e irracionales. En consonancia con esta visión inmanentista y racionalista del mundo, la ética científica es in­ compatible con cualquier cosmovisión universal y totalizadora que pretenda situarse por encima de las ciencias positivas o en contradicción con ellas. Las cuestiones éticas fundamentales 30 ÉTICA — como, por ejemplo, las de las relaciones entre responsabili­ dad, libertad y necesidad— tienen que ser abordadas a partir de supuestos filosóficos cardinales com o el de la dialéctica de la necesidad y la libertad. Pero en este problema, com o en otros, la ética científica ha de apoyarse en una filosofía vinculada estre­ chamente a las ciencias, y no en una filosofía especulativa, divor­ ciada de ellas, que pretenda deducir la solución de los problemas éticos de principios absolutos. A su vez, com o teoría de una forma específica del comporta­ miento humano, la ética no puede dejar de partir de cierta con­ cepción filosófica del hombre. La conducta moral es propia del hombre com o ser histórico, social y práctico, es decir, com o un ser que transforma conscientemente el mundo que le rodea; que hace de la naturaleza exterior un mundo a su medida humana, y que, de este modo, transforma su propia naturaleza. El compor­ tamiento moral no es, por tanto, la manifestación de una natu­ raleza humana eterna e inmutable, dada de una vez y para siem­ pre, sino de una naturaleza que está siempre sujeta al proceso de transformación que constituye justamente la historia de la humanidad. La moral, y sus cambios fundamentales, no son sino una parte de esa historia humana, es decir, del proceso de autoproducción o autotransformación del hombre que se manifiesta en diversas formas, estrechamente vinculadas entre sí: desde sus formas materiales de existencia a sus formas espirituales, a las que pertenece la vida moral. Vemos, pues, que si la moral es inseparable de la actividad práctica del hombre — material y espiritual— , la ética no puede dejar de tener nunca como fondo la concepción filosófica del hombre que nos da una visión total de éste como ser social, histórico y creador. Toda una serie de conceptos que la ética maneja de un modo específico, com o los de libertad, necesidad, valor, conciencia, socialidad, etc., presuponen un esclarecimiento filosófico previo. Asimismo, los problemas relacionados con el conocimiento moral, o con la forma, significación y validez de los juicios morales requieren que la ética recurra a disciplinas filosóficas especiales com o la lógica, la filosofía del lenguaje y la epistemología. OBJETO DE LA ÉTICA 31 En suma, la ética científica se halla vinculada estrechamente a la filosofía, aunque com o ya hemos señalado no a cualquier filosofía, y esta vinculación, lejos de excluir su carácter cientí­ fico, lo presupone necesariamente cuando se trata de una filosofía que se apoya en la ciencia misma. 5. La é t ic a y otras c ie n c ia s Por su objeto —'una forma específica del comportamiento humano—·, la ética se relaciona con otras ciencias que estudian, desde diversos ángulos, las relaciones y el comportamiento de los hombres en sociedad, y que proporcionan datos y conclusio­ nes que contribuyen a esclarecer el tipo peculiar de conducta humana que es la moral. Los agentes morales son, en primer lugar, individuos con­ cretos que forman parte de una comunidad. Sus actos morales sólo son tales en sus relaciones con los demás; sin embargo, pre­ sentan siempre un aspecto subjetivo, interno, psíquico, consti­ tuido por motivos, impulsos, actividad de la conciencia que se traza fines, selecciona medios, decide entre diversas alternati­ vas, formula juicios de aprobación o desaprobación, etc.; de ese aspecto psíquico, subjetivo, forma parte también la actividad sub­ consciente. Aunque el comportamiento moral responda — como veremos— a la necesidad social de regular las relaciones de los individuos en cierta dirección, la actividad moral es siempre vivida interna o íntimamente por el sujeto en un proceso sub­ jetivo a cuyo esclarecimiento contribuye poderosamente la psi­ cología. Como ciencia de lo psíquico, la psicología viene en ayuda de la ética al poner de relieve las leyes que rigen las motiva­ ciones internas de la conducta del individuo, así como al mostrar­ nos la estructura del carácter y de la personalidad. Le aporta asimismo su ayuda al examinar los actos voluntarios, la forma­ ción de hábitos, la génesis de la conciencia moral y de los juicios morales. En pocas palabras, la psicología presta una importante contribución a la ética al esclarecer las condiciones internas, subjetivas, del acto moral. Así, pues, en cuanto que los actos 32 ÉTICA morales son actos de individuos concretos que los viven o inte­ riorizan de acuerdo con cierta constitución psíquica, la ética no puede prescindir de la ayuda de la psicología, entendida no sólo en el sentido tradicional de ciencia de lo, psíquico consciente, sino también com o psicología profunda, o de los factores sub­ conscientes que escapan al control de la conciencia, y que no dejan de influir en el comportamiento de los individuos. La explicación psicológica de la conducta humana permite comprender las condiciones subjetivas de los actos de los indi­ viduos, y, de este modo, contribuye a entender su dimensión moral. Problemas morales como el de la responsabilidad y el de la culpabilidad no pueden abordarse al margen de los factores psíquicos que han intervenido en el acto con respecto al cual el sujeto se considera responsable y culpable. La psicología, asi­ mismo, con su análisis de las motivaciones o impulsos irresisti­ bles, nos hace ver cuándo un acto humano escapa a una valora­ ción o enjuiciamiento moral. Por todas estas razones, al estudiar el comportamiento moral, la ética no puede prescindir de los datos que brinda la psicología y las conclusiones a que llega. Ahora bien, cuando se sobreestima este aspecto subjetivo de la conducta humana, es decir, el papel de los factores psíquicos, y se relega al olvido el aspecto objetivo y social del comportamiento humano, hasta el punto de hacer de él la clave de la explicación de la conducta moral, se cae entonces en el psicologismo ético, es decir, en la tendencia a reducir lo moral a lo psíquico, y a considerar la ética com o un simple capítulo de la psicología. Sin embargo, aunque los actos morales tienen su correspondiente lado psíquico, la ética no se reduce a la psicología. La ética mantiene también estrecha relación con las ciencias que estudian las leyes que rigen el desarrollo y la estructura de las sociedades humanas. Entre estas ciencias sociales figuran la antropología social y la sociología. En ellas se estudia el com­ portamiento del hombre como ser social en el marco de unas relaciones dadas; se estudian asimismo las estructuras en que se integran esas relaciones, así como las formas de organización y de relación de los individuos concretos en el seno de ellas. Esas relaciones, así como las instituciones y organizaciones sociales, OBJETO DE LA ÉTICA 33 no se dan al margen de los individuos, pero a las ciencias socia­ les, les interesa, sobre todo, no el aspecto psíquico o subjetivo de la conducta humana — que es, com o hemos señalado, una tarea de la psicología— , sino las formas sociales en el marco de las cuales actúan los individuos. El sujeto del comportamiento moral es el individuo concreto, pero en cuanto que éste es un ser social y forma parte, indepen­ dientemente del grado de conciencia que tenga de ello, de deter­ minada estructura social y se inserta en un tejido de relaciones sociales, su modo de comportarse moralmente no puede tener un carácter meramente individual, sino social. Los individuos nacen en una sociedad dada, en la que rige una moral efectiva que no es la invención de cada individuo en particular, y que cada uno encuentra como un hecho objetivo, social. Esa moral responde, como veremos más adelante, a necesidades y exigencias de la vida social. En virtud de esta relación entre moral y sociedad, la ética no puede prescindir del conocimiento objetivo de las es­ tructuras sociales, de sus relaciones e instituciones, que le pro­ porcionan las ciencias sociales y, particularmente, la sociología como ciencia de la sociedad. Pero por importante que sea — y lo es en alto grado— el co­ nocimiento de los factores sociales del comportamiento moral, éste no se reduce a una mera expresión de ellos; por otro lado, aunque los actos morales individuales se hallen condicionados socialmente, no se reducen a su forma social, colectiva e imper­ sonal. Para que pueda hablarse propiamente del comportamiento moral de un individuo, es preciso que los factores sociales que influyen en él y lo condicionan sean vividos personalmente, pa­ sen por su conciencia, o sean interiorizados, pues sólo así p o­ dremos hacerle responsable de su decisión y de su acción. Se requiere, en efecto, que el individuo, sin dejar de estar condi­ cionado socialmente, disponga del necesario margen individual para poder decidir y actuar; sólo así podremos decir que se comporta moralmente. Por todas estas razones, llegamos a la conclusión de que el estudio de la conducta moral no puede agotarse en su aspecto social, y de que la ética no es reducible a la sociología. La reducción de los actos morales a hechos so3. — ¿TICA 34 ÉTICA cíales, y la búsqueda de la clave de la explicación de los primeros en los segundos conduce al sociologismo ético, es decir, a la ten­ dencia a convertir la ética en un capítulo de la sociología. Esta última aporta datos y conclusiones indispensables para el estudio del mundo moral, pero no puede reemplazar a la ética. Mientras que la sociología pretende estudiar la sociedad hu­ mana en general, sobre la base del análisis de las sociedades concretas, a la vez que investiga los factores y condiciones del cambio social, es decir, del paso de una formación social a otra, la antropología social · estudia, sobre todo, las sociedades primi­ tivas o desaparecidas, sin preocuparse de su inserción en un proceso histórico de cambio y sucesión. Dentro del estudio de la conducta de esas comunidades, entra también el análisis de su conducta moral. Sus datos y conclusiones revisten gran impor­ tancia en el examen de los orígenes, fuente y naturaleza de la moral. Los antropólogos han logrado establecer correlaciones en­ tre la estructura social de una comunidad, y el código moral que las rige, demostrando con ello que las normas que hoy, con­ forme a nuestro código moral actual, parecen en algunos casos inmorales —com o la de no respetar la vida de los ancianos y de los prisioneros— , responden a cierto modo de vida social. Las conclusiones de los antropólogos constituyen una seria adverten­ cia contra los intentos de los teóricos de la moral que, descono­ ciendo la relación entre ésta y las condiciones concretas sociales, tratan de elevar el plano de lo absoluto determinados principios y normas que corresponden a una forma concreta de vida social. Y esta advertencia se legitima asimismo con el estudio — desde­ ñado casi siempre por la ética tradicional— de la historia de la moral com o proceso de sucesión de unas morales efectivas por otras. Si existe una diversidad de morales no sólo en el tiempo, sino en el espacio, y no sólo en las sociedades que se insertan en un proceso histórico definido, sino incluso en aquellas sociedades hoy desaparecidas que precedieron a las sociedades históricas, la ética com o teoría de la-moral ha de tener presente un com­ portamiento humano que varía y se diversifica en el tiempo. El antropólogo social, por un lado, y el historiador por otro, ponen OBJETO DE LA ÉTICA 35 ante nosotros la relatividad de las morales, su carácter cambian­ te, su cambio y sucesión al cambiar y sucederse sociedades con­ cretas. Pero esto no significa que el pasado moral de la humani­ dad sea sólo un montón de ruinas, y que todo lo que en otros tiempos tuvo una vitalidad moral se extinga por completo, al desaparecer la vida social a la que respondía determinada mo­ ral. Los datos y conclusiones de la antropología y la historia contribuyen a que la ética se aleje de una concepción absolutista o suprahistórica de la moral, pero a la vez le plantea la necesi­ dad de abordar el problema de si, a través de esta diversidad y sucesión de morales efectivas, existen también, junto a sus as­ pectos históricos y relativos, otros que perduran, sobreviven o se enriquecen, elevándose a un plano moral superior. En suma, la antropología y la historia, a la vez que contribuyen a estable­ cer la correlación entre moral y vida social, plantean a la ética un problema fundamental: el de determinar si existe un progreso moral. Toda ciencia del comportamiento humano, o de las relaciones entre los hombres, puede dar una aportación provechosa a la ética como ciencia de la moral. Por ello, también la teoría del derecho puede aportar semejante contribución en virtud de su estrecha relación con la ética, ya que una y otra disciplina estu­ dian la conducta del hombre como conducta normativa. En efec­ to, ambas ciencias abordan el comportamiento humano sujeto a normas, aunque en el terreno del derecho se trata de normas que se imponen con una obligatoriedad externa e incluso coer­ citiva, mientras que en la esfera de la moral las normas, siendo obligatorias, no se imponen coercitivamente. La ética se halla vinculada, asimismo, con la economía polí­ tica como ciencia de las relaciones económicas que los hombres contraen en el proceso de producción. Esa vinculación tiene por base la relación efectiva, en la vida social, de los fenómenos eco­ nómicos con el mundo moral. Se trata de una relación en un doble plano: ¿ y En cuanto que las relaciones económicas influyen en la moral dominante en una sociedad dada. Así, por ejemplo, el 36 ÉTICA sistema económico en el que la fuerza de trabajo se vende como mercancía y en el que rige la ley de la obtención del máximo be­ neficio posible, genera una moral egoísta e individualista que responde al afán de lucro. El conocimiento de esa moral tiene que basarse en los datos y conclusiones de la economía políti­ ca acerca de ese modo de producción, o sistema económico. b) En cuanto que los actos económicos — producción d bienes mediante el trabajo y apropiación y distribución de ellos— no pueden dejar de tener cierta coloración moral. La actividad del trabajador, la división social del trabajo, las formas de pro­ piedad de los medios de producción y la distribución social de los productos del trabajo humano, plantean problemas morales. La ética como ciencia de la moral no puede dejar en la sombra los problemas morales que plantea, particularmente en nuestra época, la vida económica, y a cuyo esclarecimiento contribuye la economía política, como ciencia de las relaciones económicas o de los modos de producción. Vemos, pues, que la ética se relaciona estrechamente con las ciencias del hombre, o ciencias sociales, ya que el compor­ tamiento moral no es sino una forma específica del comporta­ miento del hombre, que se pone de manifiesto en diversos pla­ nos: psicológico, social, práctico-utilitario, jurídico, religioso o estético. Pero la relación de la ética con otras ciencias humanas o sociales, que tiene por base la estrecha relación de las diversas formas de conducta humana, no puede hacernos olvidar su objeto específico, propio, como ciencia del comportamiento moral. Ca p ít u l o 2 MORAL E HISTORIA 1. Carácter h is t ó r ic o de l a moral Sí por moral entendemos un conjunto de normas y reglas de acción destinadas a regular las relaciones de los individuos en una comunidad social dada, el significado, función y validez de ellas no pueden dejar de variar históricamente en las diferentes sociedades. Así como unas sociedades suceden a otras, así tam­ bién las morales concretas, efectivas, se suceden y desplazan unas a otras. Por ello, puede hablarse de la moral de la Antigüe­ dad, de la moral feudal que se da en la Edad Media, de la moral burguesa en la sociedad moderna, etc. La moral es, pues, un hecho histórico, y, por tanto, la ética, como ciencia de la moral, no puede concebirla como algo dado de una vez y para siempre, sino que tiene que considerarla como un aspecto de la realidad humana que cambia con el tiempo. Pero la moral es histórica justamente porque es un modo de comportarse de un ser — el hombre— que es por naturaleza histórico, es decir, un ser que se caracteriza precisamente por estar haciéndose, o autoproduciéndose constantemente tanto en el plano de su existencia ma­ terial, práctica, como en el de su vida espiritual, incluida dentro de ésta, la moral. La mayor parte de las doctrinas éticas, incluso aquellas que se presentan com o una reflexión sobre el factum de la moral, tratan de explicar ésta a la luz.de principios absolutos y «a prio- ri», y fijan su esencia y función desentendiéndose de las morales históricas concretas. Pero al ignorarse el carácter histórico de la moral, lo que ésta ha sido efectivamente, ya no se parte del hecho de la moral, y se cae necesariamente en concepciones ahistóricas de ella. De este m odo, el origen de la moral se sitúa fuera de la historia, lo que equivale a decir — puesto que el hombre real, concreto es un ser histórico—* fuera del hombre real mismo. Este ahistoricismo moral, en el campo de la reflexión ética, sigue tres direcciones fundamentales: a) Dios como origen o fuente de la moral. Las normas mo­ rales derivan aquí de una potencia suprahumana, cuyos manda­ mientos constituyen los principios y normas morales fundamen­ tales. Las raíces de la moral no estarían, pues, en el hombre mismo, sino fuera o por encima de él. b ) La naturaleza com o origen o fuente de la moral. La con­ ducta humana moral n o' sería sino un aspecto de la conducta natural, biológica. Las cualidades morales — ayuda mutua, dis­ ciplina, solidaridad, etc.—■ tendrían su origen en los instintos, y por ello, podrían encontrarse no sólo en lo que hay en el hombre de ser natural, biológico, sino incluso en los animales. Darwin llega a afirmar que los animales conocen casi todos los sentimien­ tos morales de los hombres: amor, felicidad, lealtad, etcétera. c) El Hombre (u hombre en general) como origen y fuente de la moral. El hombre de que aquí se habla es un ser dotado de una esencia eterna e inmutable, inherente a todos los individuos, cualesquiera que sean las vicisitudes históricas o la situación so­ cial. De este modo de ser, que permanece y dura a lo largo de los cambios históricos y sociales, formaría parte la moral. Estas tres concepciones del origen y fuente de la moral coin­ ciden en buscar éstos fuera del hombre concreto, real, es decir, del hombre como ser histórico y social. En un caso, se busca fuera del hombre, en un ser que es trascendente a él; en otro, en un mundo natural, o, al menos, no específicamente humano; en un tercero, el centro de gravedad s4e traslada al hombre, pero a un hombre abstracto, irreal, situado fuera de la sociedad y de la historia. Frente a estas concepciones hay que subrayar el ca­ MORAL E H ISTO RIA 39 rácter histórico de la moral en virtud del propio carácter histórico-social del hombre. Si bien es cierto que el comportamiento moral se da en el hombre desde que éste existe como tal, o sea, desde las sociedades más primitivas, la moral cambia y se desa­ rrolla con el cambio y desarrollo de las diferentes sociedades concretas. Así lo demuestran el desplazamiento de unos princi­ pios y normas por otros, de unos valores morales o virtudes por otras, el cambio de contenido de una misma virtud a través del tiempo, etc. Pero el reconocimiento de estos cambios históricos de la moral plantea a su vez dos problemas importantes: el de las causas o factores que determinan esos cambios y el del senti­ do o dirección de ellos. Para responder a la primera cuestión, habremos de retrotraer nuestra mirada a los orígenes históricos — o, más exactamente, prehistóricos—■ de la moral, a la vez que — sobre la base de los datos objetivos de la historia r e a l trataremos de encontrar la verdadera correlación entre cambio histórico-social y cambio moral. La respuesta a esta cuestión primera nos permitirá abordar la segunda; es decir, la del sen­ tido o dirección del cambio moral, o dicho en otros términos, el problema de si existe o no, a través del cambio histórico de las morales concretas, un progreso moral. 2. O r íg e n e s d e la moral La moral sólo puede surgir — y surge efectivamente— cuan­ do el hombre deja atrás su naturaleza puramente natural, instin­ tiva, y tiene ya una naturaleza social; es decir, cuando ya forma parte de una colectividad {getis, varias familias emparentadas entre sí, o tribu, constituida por varias gens). Como regulación de la conducta de los individuos entre sí, y de éstos con la co­ munidad, la moral requiere forzosamente no sólo que el hombre se halle en relación con los demás, sino también cierta concien­ cia —-por limitada o difusa que sea—^ de esa relación a fin de poder conducirse de acuerdo con las normas o prescripciones que lo rigen. Pero esta relación de hombre a hombre, o entre el individuo 40 ÉTICA y la comunidad, es inseparable de otra vinculación originaria: la que los hombres —-para subsistir y protegerse-^ mantienen con la naturaleza que les rodea, y a la cual tratan de someter. Dicha vinculación se expresa, ante todo, en el uso y fabricación de instrumentos, o sea, en el trabajo humano. Mediante su tra­ bajo, el hombre primitivo establece ya un puente entre él y la naturaleza, y produce una serie de objetos que satisfacen sus necesidades. Con su trabajo, los hombres primitivos tratan de poner la naturaleza a su servicio, pero su debilidad ante ella es tal que, durante larguísimo tiempo, aquélla se les presenta como un mundo extraño y hostil. La propia debilidad de sus fuerzas ante el mundo que les rodea, determina que para hacerle frente, y tratar de domeñarlo, agrupen todos sus esfuerzos con el fin de multiplicar su poder. Su trabajo cobra necesariamente un carác­ ter colectivo, y el fortalecimiento de la colectividad se convierte en una necesidad vital. Sólo el carácter colectivo del trabajo y, en general, de la vida social garantiza la subsistencia y afirmación de la gens o de la tribu. Surgen así una serie de normas, man­ datos o prescripciones no escritas, de aquellos actos o cualidades de los miembros de la gens o de la tribu que benefician a la co­ munidad. Así surge la moral con el fin de asegurar la concor­ dancia de la conducta de cada uno con los intereses colectivos. La necesidad de ajustar la conducta de cada miembro de la colectividad a los intereses de ésta, determina que se considere com o bueno o beneficioso todo aquello que contribuye a reforzar la unión o la actividad común, y, por el contrario, que se vea como malo o peligroso lo contrario; o sea, lo que contribuye a debilitar o minar dicha unión: el aislamiento, la dispersión de esfuerzos, etc. Se establece, pues, una línea divisoria entre lo bueno y lo malo, así com o una tabla de deberes u obligaciones basada en lo que se considera bueno y beneficioso para la comu­ nidad. Se destacan así una serie de deberes: todo el mundo está obligado a trabajar, a luchar contra los enemigos de la tribu, etcétera. Estas obligaciones comunes entrañan el desarrollo de las cualidades morales que responden a los intereses de la colectivi­ dad: solidaridad, ayuda mutua, disciplina, amor a los hijos de la misma tribu, etc. Lo que más tarde se calificará de virtudes, MORAL E H ISTO RIA 41 así como los vicios, se halla determinado por el carácter colectivo de la vida social. En una comunidad que se halla sujeta a una lucha incesante con la naturaleza, y con los hombres de otras comunidades, el valor es una virtud principal ya que el valiente presta un gran servicio a la comunidad. Por razones semejantes, se aprueba y exalta la solidaridad, la ayuda mutua, la disciplina, etcétera. La cobardía, en cambio, es un vicio terrible en la so­ ciedad primitiva porque atenta, sobre todo, contra los intereses vitales de la comunidad. Y lo mismo cabe decir de otros vicios como el egoísmo, el ocio, etcétera. El concepto de justicia responde también al mismo principio colectivista. Como justicia distributiva, implica la igualdad en la distribución (los víveres o el botín de guerra se distribuyen so­ bre la base de la igualdad más rigurosa; justicia significa reparto igual, y por ello en griego la palabra diké significa originariamen­ te una y otra cosa). Como justicia retributiva, la reparación del daño inferido a un miembro de la comunidad es colectiva (los agravios son un asunto común; quien derrama sangre, derrama Ja sangre de todos, y por ello todos los miembros del clan o de la tribu están obligados a vengar la sangre derramada). El repar­ to igual, por un lado, y la venganza colectiva, por otro, como dos tipos de justicia primitiva, cumplen la misma función práctica, social: fortalecer los lazos que unen a los miembros de la co­ munidad. Esta moral colectivista, propia de las sociedades primitivas que no conocen la propiedad privada ni la división en clases es, por tanto, una moral única y válida para todos los miembros de la comunidad. Pero, al mismo tiempo, se trata de una moral limitada por el marco mismo de la colectividad; más allá de los límites de la gens, o de la tribu, sus principios y normas perdían su validez. Las tribus extrañas eran consideradas como enemigas, y de ahí que no le fueran aplicables las normas y prin­ cipios que eran válidos dentro de la comunidad propia. Por otra parte, la moral primitiva implicaba una regulación de la conducta de cada uno de acuerdo con los intereses de la colectividad, pero en esta relación el individuo sólo se veía a sí mismo como una parte de la comunidad o como una encarnación 42 ÉTICA o soporte de ella. N o existían propiamente cualidades morales personales, ya que la moralidad del individuo, lo que había de bueno, de digno de aprobación en su conducta (su valor, su actitud ante el trabajo, su solidaridad, etc.) era propio de todo miembro de la tribu; el individuo sólo existía fundido con la comunidad, y no se concebía que pudiera tener intereses pro­ pios, personales, que entraran en contradicción con los colecti­ vos. Esta absorción de lo individual por lo colectivo no deja­ ba, en rigor, lugar para una verdadera decisión personal, y por tanto, para una responsabilidad propia, que son índices como veremos de una vida propiamente moral. La colectividad aparece como un límite de la moral (hacia afuera, en cuanto que el ám­ bito de ella es el de la comunidad propia, y hacia sí mismo, en cuanto que lo colectivo absorbe lo individual); por ello, se trata de una moral poco desarrollada, cuyas normas y principios se aceptan, sobre todo, por la fuerza de la costumbre y la tradición. Los rasgos de una moral más elevada, basada en la responsabi­ lidad personal, sólo podrán aparecer cuando surjan las condicio­ nes sociales para un nuevo tipo de relación entre el individuo y la comunidad. Las condiciones económico-sociales que habrán de hacer posible el paso a nuevas formas de moral serán justamente la aparición de la propiedad privada y la división de la sociedad en clases. 3. C a m b io s h i s t ó r i c o -s o c i a l e s y c a m b io s de moral El aumento general de la productividad del trabajo (a con­ secuencia del desarrollo de la ganadería, la agricultura y los oficios manuales), así com o la aparición de nuevas fuerzas de trabajo (al ser transformados los prisioneros de guerra en es­ clavos), elevó la producción material hasta el punto de dispo­ nerse de una masa de productos sobrantes, es decir, de productos que podían guardarse porque ya no se requerían para satisfacer necesidades inmediatas. Con ello se crearon las condiciones para que surgiera la desigualdad de bienes entre los jefes de fami­ lia que cultivaban las tierras comunales y cuyos frutos se repar­ MORAL E H ISTO RIA 43 tían hasta entonces por igual de acuerdo con las necesidades de cada familia. Con la desigualdad de bienes se hizo posible la apropiación privada de los bienes o productos del trabajo de otros, así como los antagonismos entre pobres y ricos. Desde el punto de vista económico, se convirtió en una necesidad social el respeto a la vida de los prisioneros de guerra, los cuales se libraban de ser exterminados convirtiéndose en esclavos. Con la descomposición del régimen comunal y el surgimiento de la propiedad privada, fue acentuándose la división en hombres libres y esclavos. La propiedad — particularmente la de los propietarios de e s cla v o sliberaba de la necesidad de trabajar. El trabajo físico acabó por convertirse en una ocupación indigna de los hombres libres. Los esclavos vivían en condiciones espantosas, y sobre ellos recaía el trabajo físico, en particular el más duro. Su trabajo manual fue en Roma la base de la gran producción. La construcción de grandes obras y el desarrollo de la minería fue posible gracias al trabajo forzado de los esclavos. Sólo en las minas de Cartagena, de la provincia romana de España, trabajaban cuarenta mil. Los esclavos no eran personas, sino cosas, y como tales sus dueños podían comprarlos, venderlos, jugárselos a las cartas o incluso matarlos. La división de la sociedad antigua en dos clases antagónicas fundamentales se tradujo asimismo en una división de la moral. Con la desaparición del régimen de la comunidad primitiva, desa­ pareció la unidad de la moral. Ésta dejó de ser un conjunto de normas aceptadas conscientemente por toda la sociedad. De he­ cho, existían dos morales: una, dominante, la de los hombres libres — la única que se tenía por verdadera— , y otra, la de aque­ llos esclavos que internamente rechazaban los principios y nor­ mas morales vigentes, y consideraban válidos los suyos propios en la medida en que se elevaban a la conciencia de su libertad. La moral de los hombres libres no sólo era una moral efecti­ va, vivida, sino que tenía también su fundamento y justificación teóricas en las grandes doctrinas éticas de los filósofos de la Antigüedad, especialmente en Sócrates, Platón y Aristóteles. La moral de los esclavos nunca pudo alcanzar un nivel teórico, aun­ 44 ÉTICA que — como lo testimonian algunos autores antiguos—^ tuvo algu­ nas expresiones conceptuales. Aristóteles consideraba que unos hombres eran libres y otros esclavos por naturaleza, y que esta distinción era justa y útil. De acuerdo con esta concepción, que respondía a las ideas dominantes de la época, los esclavos eran objeto de un trato despiadado, feroz, que ninguno de los grandes filósofos de aquel tiempo consideraba inmoral. Aplastados y embrutecidos como estaban, los esclavos no po­ dían dejar de estar influidos por aquella moral servil que hacía que se vieran a sí mismos como cosas; por tanto, no les era posi­ ble superar con su propio esfuerzo los límites de aquella moral dominante. Pero, en plena esclavitud, fueron cobrando una oscu­ ra conciencia de su libertad, y llegaron a lanzarse en algunos casos a una lucha espontánea y desesperada contra sus opresores, de la que es un grandioso ejemplo la insurrección de Espartaco. Una lucha de ese género no habría sido posible sin el reconoci­ miento y despliegue de una serie de cualidades morales: espíritu de sacrificio, solidaridad, disciplina, lealtad a los jefes, etc. Pero, en las condiciones espantosas en que vivían, era imposible que los esclavos pudieran forjar una moral propia como conjunto de principios y reglas de acción, y menos aún que salieran de su seno los teóricos que pudiesen fundamentarla y justificarla. Prác­ tica y teóricamente, la moral que dominaba era la de los hombres libres. Los rasgos de esta moral, más estrechamente vinculados a su carácter de clase, se han extinguido con la desaparición de la sociedad esclavista, pero esto no significa que todos sus rasgos fueran perecederos. En algunos Estados esclavistas, como el de Atenas, la moral dominante tiene aspectos muy fecundos no sólo para su tiempo, sino para el desarrollo moral posterior. La moral ateniense se halla vinculada estrechamente a la política como intento de dirigir y organizar las relaciones entre los miembros de la comunidad sobre bases racionales. De ahí la exaltación de las virtudes morales cívicas (fidelidad y amor a la patria, valor en la guerra, dedicación a los asuntos públicos por encima de los asuntos particulares, etc.). Pero todo esto se refiere a los hom­ bres libres, cuya libertad tenía por base la institución de la es­ MORAL E H ISTO RIA 45 clavitud, y, a su vez, la negación de que los esclavos pudieran llevar una vida político-moral. Pero, dentro de estos límites, sur­ ge una nueva y fecunda relación para la moral entre el individuo v la comunidad. Por un lado, se eleva la conciencia de los inte­ reses de la colectividad, y, por otro, surge una conciencia refle­ xiva de la propia individualidad. El individuo se siente miembro de la comunidad, sin que por otro lado se vea — como en las sociedades primitivas— absorbido totalmente por ella. Esta com­ prensión de la existencia de un dominio propio, aunque insepara­ ble de la comunidad, es de capital importancia desde el punto de vista moral, ya que conduce a la conciencia de la responsabili­ dad personal, que forma parte de una verdadera conducta moral. Con el hundimiento del mundo antiguo, que descansaba en la institución de la esclavitud, surge una nueva sociedad cuyos rasgos esenciales se perfilan ya en los siglos v-vi de nuestra era, y cuya existencia se prolongará durante unos diez siglos. Se trata de la sociedad feudal, cuyo régimen económico-social se ca­ racteriza por la división en dos clases sociales fundamentales: la de los señores feudales y la de los campesinos siervos; los prime­ ros poseían absolutamente la tierra y gozaban de una propiedad relativa sobre los siervos adscritos de por vida a ella. Los sier­ vos de la gleba eran vendidos y comprados con las tierras a las que pertenecían, y no podían abandonarlas. Estaban obligados a trabajar para su señor y a cambio de ello podían disponer de una parte de los frutos de su trabajo. Aunque su situación seguía siendo muy dura, en comparación con la de los esclavos, ya que eran objeto de toda clase de violencias y arbitrariedades, tenían derecho a la vida y formalmente se les reconocía que no eran cosas, sino seres humanos. Los hombres libres de las villas (artesanos, pequeños indus­ triales y comerciantes, etc.) se hallaban sujetos a la autoridad del señor feudal, y estaban obligados a ofrecerle ciertas presta­ ciones a cambio de su protección. Pero, a su vez, cada señor feudal se hallaba en una relación de dependencia o vasallaje (no forzosa, sino voluntaria) respecto de otro señor feudal más pode­ roso al que debía ser leal a cambio de su protección militar, cons­ tituyéndose así un sistema de dependencias o vasallajes en for­ 46 ÉTICA ma de una pirámide cuyo verdee era el señor más poderoso: el rey o emperador. En ese sistema jerárquico se insertaba también la Iglesia, ya que también disponía de sus propios feudos o tie­ rras. La Iglesia era el instrumento del señor supremo o Dios, al que todos los señores de la Tierra debían vasallaje, y ejercía, por ello, un poder espiritual indiscutido en toda la vida cultural; pero, al mismo tiempo, su poder se extendía a los asuntos tempo­ rales, dando lugar a constantes conflictos con reyes y emperado­ res que se trataban de dirimir conforme a la doctrina de «las dos espadas». La moral de la sociedad medieval respondía a sus caracterís­ ticas económico-sociales y espirituales. De acuerdo con el papel preeminente de la Iglesia en la vida espiritual de la sociedad, la moral estaba impregnada de un contenido religioso, y puesto que el poder espiritual eclesiástico era aceptado por todos los miem­ bros de la comunidad —A ñores feudales, artesanos y siervos de la gleba— , dicho contenido aseguraba cierta unidad moral de la sociedad. Pero, al mismo tiempo, y de acuerdo con las rígidas divisiones sociales en estamentos y corporaciones, se daba una estratificación moral, o sea, una pluralidad de códigos morales. Así, había un código de los nobles o caballeros con su moral ca­ balleresca y aristocrática; códigos de las órdenes religiosas con su moral monástica; códigos de los gremios, códigos universita­ rios, etc. Sólo los siervos carecían de una formulación codificada de sus principios y reglas. Pero de todos esos códigos hay que destacar el que correspondía al de la clase social dominante: el de la aristocracia feudal. La moral caballeresca y aristocrática se distinguía — como la de los hombres libres de la Antigüedad— por su desprecio por el trabajo físico, y su exaltación del ocio y la guerra. Un verdadero noble debía ejercitarse en las virtudes caballerescas: montar a caballo, nadar, disparar la flecha, esgri­ mir, jugar al ajedrez y componer versos a la «bella dama». El culto al honor y el ejercicio de las altas virtudes tenían como contrapartida las prácticas más despreciables: el valor en la guerra se acompañaba de crueles hazañas; la lealtad al señor era oscurecida con frecuencia por la hipocresía, cuando no por la traición o la felonía; el amor a la «bella dama» o «dama del MORAL E H ISTO RIA 47 corazón» se conjugaba con el «derecho de pernada», o con el de­ recho a impedir la boda de una sierva, o incluso a forzarla. La moral caballeresca partía de la premisa de que el noble, por el hecho de serlo, por su sangre, tenía ya una serie de cua­ lidades morales que lo distinguían de los plebeyos y siervos. De acuerdo con esta ética, lo natural — la nobleza de la sangre—^ tenía ya de por sí una dimensión moral, en tanto que los siervos, por su origen mismo, no podían llevar una vida verdaderamen­ te moral. Sin embargo, pese a las terribles condiciones de depen­ dencia personal en que se encontraban, y a los obstáculos de toda índole para elevarse a la comprensión de las raíces sociales de sus males, en su propio trabajo y, particularmente, en la protesta y la lucha por mejorar sus condiciones de existencia, los siervos iban apreciando otros bienes y cualidades que no podían encon­ trar cabida en el código moral feudal: su libertad personal, el amor al trabajo en la medida en que disponían de una parte de sus frutos, la ayuda mutua y la solidaridad con los que sufrían su misma suerte. Y apreciaban, sobre todo, com o una esperanza y una compensación a sus desdichas terrenas, la vida feliz que la religión les prometía para después de la muerte, junto con el reconocimiento pleno — en esa vida—; de su libertad y dignidad personal. Así, pues, mientras no se liberaran efectivamente de su dependencia personal, la religión les ofrecía su libertad e igual­ dad en el plano espiritual, y con ello la posibilidad de una vida moral que, en este mundo real, como siervos, les era negada. En las entrañas de la vieja sociedad feudal fueron gestándo­ se nuevas relaciones sociales a las que habría de corresponder una nueva moral; es decir, un nuevo modo de regular las rela­ ciones entre los individuos, y entre ellos y la comunidad. Surgió y se fortaleció una nueva clase social —la burguesía— , poseedora de nuevos y fundamentales medios de producción (manufactu­ ras y fábricas), que iban desplazando a los talleres artesanales, y, a la vez, fue surgiendo una clase de trabajadores libres que por un salario vendían o alquilaban —durante una jornada— su fuerza de trabajo. Eran ellos los trabajadores asalariados o pro­ letarios, que vendían así una mercancía —-su capacidad de tra­ bajar o fuerza de trabajo-^, que tiene la propiedad peculiar de producir un valor superior al que se le paga por usarla (plusvalía, o valor no remunerado, que el obrero produce o crea). Los intereses de la nueva clase social, vinculados al desarrollo de la producción, y a la expansión del comercio, exigían mano de obra libre (y, por tanto, la liberación de los siervos), así com o la desaparición de las trabas feudales para crear un mercado na­ cional único y un Estado centralizado, que acabaran con la frag­ mentación económica y política. A través de una serie de revo­ luciones en los Países Bajos e Inglaterra, y particularmente en Francia (en el último tercio del siglo x v m ) se consolida econó­ mica y políticamente el poder de la nueva clase social en ascenso, y desaparece del primer plano en los países más desarrollados la aristocracia feudal-terrateniente. En este nuevo sistema económico-social, que alcanza su ex­ presión clásica, a mediados del siglo xix, en Inglaterra, rige como ley fundamental la ley de la producción de plusvalía. D e acuerdo con esta ley, el sistema sólo funciona eficazmente si asegura beneficios, lo cual exige, a su vez, que el obrero sea considerado exclusivamente como hombre económico, es decir, como medio o instrumento de producción, y no como hombre concreto (con sus sufrimientos y calamidades). La situación en que se encuentra el obrero con respecto a la propiedad de los medios fundamen­ tales de producción (desposesión total), da lugar al fenómeno de la enajenación, o del trabajo enajenado (Marx). Como sujeto de esta actividad, produce objetos que satisfacen necesidades humanas, pero siendo, a su vez, una actividad esencial del hom­ bre, el obrero no la reconoce como tal, o com o actividad propia­ mente suya, ni se reconoce en sus obras, sino que, por el contra­ rio, su trabajo y sus productos se le presentan como algo extraño e incluso hostil, ya que no le trae sino miseria, sufrimiento e incertidumbre. En este sistema económico-social, la buena o la mala volun­ tad individual, las consideraciones morales no pueden alterar la necesidad objetiva, impuesta por el sistema, de que el capitalis­ ta alquile por un salario la fuerza de trabajo del obrero y lo explote para obtener una plusvalía. La economía se rige, ante todo, por la ley del máximo beneficio, y esta ley genera una mo­ MORAL E H ISTO RIA 49 ral propia. En efecto, el culto al dinero y la tendencia a acumular los mayores beneficios constituyen un terreno abonado para que en las relaciones entre los individuos florezcan el espíritu de posesión, el egoísmo, la hipocresía, el cinismo y el individualismo exacerbado. Cada quien confía en sus propias fuerzas, desconfía de la de los demás, y busca su propio bienestar aunque haya que pasar por encima del bienestar de los demás. La sociedad se con­ vierte así en un campo de batalla en el que se libra una guerra de todos contra todos. Tal es la moral individualista y egoísta que responde a las relaciones sociales burguesas. Sin embargo, en tiempos ya leja­ nos, cuando era una clase social en ascenso y trataba de afirmar su poder económico y político frente a la caduca y decadente aristocracia feudal, la burguesía estaba interesada en mostrar — ante ella—* su superioridad moral. Y , con este motivo, a los vicios de la aristocracia (desprecio por el trabajo, ocio, liberti­ naje en las costumbres, etc.) contraponía sus virtudes propias: laboriosidad, honradez, puritanismo, amor a la patria y a la li­ bertad, etc. Pero estas virtudes, que respondían a sus intereses de clase en su fase ascensional, fueron cediendo, con el tiempo, a nue­ vos vicios: parasitismo social, doblez, cinismo, chauvinismo, etc. En los países más desarrollados, la imagen del capitalismo ya no corresponde, en muchos aspectos, a la del capitalismo clásico, que representaba Inglaterra a mediados del siglo pasado. Gra­ cias, sobre todo, al impetuoso progreso científico y tecnológico de las últimas décadas, se ha elevado considerablemente la pro­ ductividad del trabajo. Sin embargo, pese a los cambios expe­ rimentados, la médula del sistema se mantiene: la explotación del hombre por el hombre y su ley fundamental, la obtención de la plusvalía. Con todo, en algunos países, la situación de la clase obrera no es exactamente la misma de otros tiempos. Bajo la presión de sus luchas reivindicativas y de los frutos de ellas recogidos en la legislación social vigente, se puede trazar a veces un cuadro de la situación del obrero que ya no corresponde a la del siglo pasado, con sus salarios bajísimos, jornadas de doce a catorce horas, carencia total de derechos y prestaciones sociales, etcétera. 4. — ÉTICA 50 ÉTICA De los métodos brutales de explotación del capitalismo clási­ co se pasó, en nuestro siglo, a los métodos científicos y raciona­ lizados, como los del trabajo en cadena, en el que una operación laboral se divide en múltiples partes que hacen del trabajo de cada individuo, repetido monótonamente durante una jornada, una labor mecánica, impersonal y agobiante. La elevación de las condiciones materiales de vida del obrero tienen, com o contra­ partida, un reforzamiento terrible de su deshumanización o ena­ jenación, al privar a su trabajo de todo carácter consciente y creador. Pero de estas formas de explotación se ha pasado últi­ mamente a otras basadas en una pretendida humanización o mo­ ralización del trabajo. A los incentivos materiales se añade aho­ ra una aparente solicitud por el hombre, al inculcar al obrero la idea de que, como ser humano, es parte de la empresa, y ha de integrarse en ella. Se le predica así, com o virtudes, el olvido de la solidaridad con sus compañeros de clase, la conjugación de sus intereses personales con los de la empresa, la laboriosidad y escrupulosidad en aras del interés común de ella, etc. Pero, al integrarse así el obrero en el mundo del tener, en el que la ex­ plotación lejos de desaparecer no hace sino adoptar formas más sutiles, contribuye él mismo a mantener su propia enajenación y explotación. La moral que se le inculca com o una moral común, desprovista de todo contenido particular, contribuye a justificar y reforzar los intereses del sistema regido por la ley de la pro­ ducción de plusvalía y es, por ello, una moral ajena a sus verda­ deros intereses, humanos y de clase. Así com o la moral burguesa trata de justificar y regular las relaciones entre los- individuos en una sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre, así también se echa mano de la moral para justificar y regular las relaciones de opresión y explotación en el marco de una política colonial o neocolonialista. La explotación y el saqueo de pueblos enteros por potencias coloniales o imperialistas tiene ya larga historia. Sin embargo, el intento de cubrir esa política con un manto moral es relativamen­ te moderno. En este terreno se da un proceso semejante al ope­ rado históricamente en las relaciones entre los individuos. De la misma manera que el esclavista en la Antigüedad no consideraba MORAL E H ISTO RIA 51 necesario justificar moralmente su relación con el esclavo, ya que éste a sus ojos no era persona, sino cosa o instrumento; y de modo análogo también a como el capitalista del período clásico no veía la necesidad de justificar moralmente el trato bárbaro y despiadado que infligía al obrero, ya que para él sólo era un hombre económico, y la explotación, un hecho económico perfec­ tamente natural y racional, así también durante siglos los con­ quistadores y colonizadores de pueblos consideraron que el sojuzgamiento, saqueo o exterminio de ellos no requería ninguna justificación moral. Durante siglos, la espantosa violencia colo­ nial (bárbaros métodos de explotación de la población autóctona y exterminio en masa de ella) se ejerció sin que planteara pro­ blemas morales a los que la ordenaban o llevaban a cabo. Pero, en los tiempos modernos — y justamente en la medida en que los pueblos sojuzgados o colonizados no se resignan a ser dominados— , se echa mano de la moral para justificar la opre­ sión. Esta moral colonialista empieza por presentar com o virtu­ des del colonizado lo que responde a los intereses del país opre­ sor: la resignación, el fatalismo, la humildad o la pasividad. Pero los opresores no sólo suelen hacer hincapié en esas supuestas virtudes, sino también en una pretendida catadura moral del co­ lonizado (su haraganería, criminalidad, hipocresía, apego a la tradición, etc.), que viene a justificar la necesidad de imponerle una civilización superior. Frente a esta moral colonialista, que responde a intereses sociales determinados, los pueblos sojuz­ gados han ido afirmando, cada vez más, su propia moral, apren­ diendo a distinguir sus propias virtudes y sus propios deberes. Y esto sólo lo logran en la medida en que, al elevarse la concien­ cia de sus verdaderos intereses, luchan por su emancipación na­ cional y social. En esta lucha, su moral se afirma no ya con las virtudes que el opresor le presentaba com o suyas y que le inte­ resaba fomentar (pasividad, resignación, humildad, etc.) o con los vicios que se le atribuían (criminalidad, haraganería, doblez, etcétera), sino con virtudes propias —las de una moral que los opresores no pueden aceptar: su honor, su fidelidad a los su­ yos, su patriotismo, su espíritu de sacrificio, etcétera. Todo lo expuesto anteriormente nos lleva a la conclusión de 52 ÉTICA que la moral vivida efectivamente en la sociedad cambia histó­ ricamente de acuerdo con los virajes fundamentales que se ope­ ran en el desarrollo social. De ahí los cambios decisivos de moral que se operan al pasarse de la sociedad esclavista a la feudal, y de ésta a la sociedad burguesa. Vemos, asimismo, que en una y la misma sociedad, basada en la explotación de unos hombres por otros, o de unos países por otros, la moral se diversifica de acuerdo con los intereses antagónicos fundamentales. La supe­ ración de este desgarramiento social, y, por tanto, la abolición de la explotación del hombre por el hombre, y del sojuzgamiento económico y político de unos países por otros, constituye la con­ dición necesaria para construir una nueva sociedad en la que impere una moral verdaderamente humana, es decir, universal, válida para todos los miembros de ella, ya que habrán desapa­ recido, los intereses antagónicos que conducían a una diversifi­ cación de la moral, o incluso a los antagonismos morales que hemos señalado anteriormente. Una nueva moral, verdadera­ mente humana, implicará un cambio de actitud hacia el trabajo, un desarrollo del espíritu colectivista, la extirpación del espíritu del tener, del individualismo, del racismo y el chauvinismo-, en­ trañará asimismo un cambio radical en la actitud hacia la mujer y la estabilización de las relaciones familiares. En suma, signi­ ficará la realización efectiva del principio kantiano que exhor­ ta a considerar siempre al hombre como un fin y no com o un medio. Una moral de este género sólo puede darse en una socie­ dad en la que, tras de la supresión de la explotación del hombre, las relaciones de los hombres con sus productos y de los indivi­ duos entre sí se vuelvan transparentes, es decir, pierdan el ca­ rácter mistificado, enajenante que hasta ahora han tenido. Estas condiciones necesarias son las que se dan en una sociedad socia­ lista, creándose así las posibilidades para la transformación radi­ cal que implica la nueva moral. Pero, aunque la sociedad socia­ lista rompe con todas las sociedades anteriores, basadas en la explotación del hombre, y, en este sentido, constituye ya una organización social superior, tiene que hacer frente a las dificul­ tades, deformaciones y limitaciones que frenan la creación de una nueva moral, como son: el productivismo, el burocratismo, MORAL E H ISTO RIA 53 las supervivencias del espíritu de posesión y del individualismo burgués, la aparición de nuevas formas de enajenación, etc. La nueva moral no puede surgir si no se dan una serie de condicio­ nes necesarias económicas, sociales y políticas, pero la creación de esta nueva moral — de un hombre con nuevas cualidades mo­ rales—4 es una larga tarea que, lejos de cumplirse, no hace más que iniciarse al crearse esas nuevas condiciones. 4. El progreso moral La historia nos muestra una sucesión de morales que corres­ ponden a las diferentes sociedades que se suceden en el tiempo. Cambian los principios y normas morales, la concepción de lo bueno y lo malo, así como de lo obligatorio y lo no obligatorio. Pero, ¿esos cambios y desplazamientos en el terreno de la moral pueden ser puestos en una relación de continuidad de tal manera que lo alcanzado en una época o sociedad dadas deje paso a un nivel superior? O sea, ¿los cambios y desplazamientos discurren en un orden ascensional, de lo inferior a lo superior? Es evidente que si comparamos una sociedad con otra anterior, podemos es­ tablecer objetivamente una relación entre sus morales respecti­ vas, y considerar que una moral es más avanzada, más elevada o más rica que la de otra sociedad. Así, por ejemplo, la sociedad esclavista antigua muestra su superioridad moral sobre las so­ ciedades primitivas al suprimir el canibalismo, respetar la vida de los ancianos, conservar la vida de los prisioneros, establecer relaciones sexuales monogámicas, descubrir el concepto de res­ ponsabilidad personal, etc. Pero, a su vez, la sociedad esclavista antigua entraña prácticas morales que son abandonadas o supe­ radas en las sociedades posteriores. Existe, pues, un progreso moral que no se da, como vemos, al margen de los cambios radicales de carácter social. Esto sig­ nifica que el progreso moral no puede separarse del paso de una sociedad a otra, es decir, del movimiento histórico en virtud del cual se asciende de una formación económico-social, que ha ago­ tado sus posibilidades de desarrollo, a otra superior. Lo que quie­ 54 ÉTICA re decir, a su vez, que el progreso moral no puede concebirse al margen del progreso histórico-social. Así, por ejemplo, el paso de la sociedad primitiva a la sociedad esclavista hace posible, a su vez, el ascenso a una moral superior. Ahora bien, ello no significa que el progreso moral se reduzca al progreso histórico, o que éste por sí mismo entrañe un progreso moral. Aunque uno y otro se hallen vinculados estrechamente, conviene distinguir­ los entre sí, y no ver de un modo simplista en todo progreso histórico-social un progreso moral. Por ello se hace necesario, en primer lugar, caracterizar lo que entendemos por progreso histórico-social. Hablamos de progreso con relación al cambio y sucesión de formaciones económico-sociales, es decir, sociedades consideradas com o todos en los que se articulan unitariamente estructuras di­ versas: económica, social y espiritual. Aunque en cada pueblo o nación, ese cambio y .-sucesión tiene sus peculiaridades, habla­ mos de su progreso histórico-social considerando la historia de la humanidad en su conjunto. Pero, ¿en qué sentido afirmamos que hay progreso, o que la historia humana discurre según una línea ascensional? Se progresa en las actividades humanas fundamen­ tales, y en las formas de relación u organización que el hombre contrae en sus actividades prácticas y espirituales. El hombre es, ante todo, un ser práctico, productor, transfor­ mador de la naturaleza. A diferencia del animal, conoce y con­ quista su propia naturaleza, y la mantiene y enriquece, trans­ formando con su trabajo lo dado naturalmente. El incremento de la producción — o más exactamente, el desarrollo de las fuerzas productivas—^ expresa en cada sociedad el grado de dominio del hombre sobre la naturaleza, o también su grado de libertad res­ pecto de la necesidad natural. Así, pues, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas puede considerarse como índice o cri­ terio del progreso humano. Pero el hombre sólo produce socialmente, es decir, contra­ yendo determinadas relaciones sociales; por consiguiente, no sólo es un ser práctico, productor, sino un ser social. El tipo de orga­ nización social muestra una peculiar relación entre los grupos o clases sociales, así como entre el individuo y la sociedad, y un MORAL E H ISTO RIA 55 mayor o menor grado de dominio del hombre sobre su propia naturaleza, es decir, sobre sus propias relaciones sociales, y, por tanto, un determinado grado de participación consciente en la actividad práctica social, o sea, en la creación de su propia vida social. Así, pues, el tipo de organización social y el grado corres­ pondiente de participación de los hombres en su praxis social pueden considerarse como índice o criterio del progreso huma­ no, o de progreso en la libertad frente a la necesidad social. El hombre no sólo produce materialmente, sino espiritual­ mente. Ciencia, arte, derecho, educación, etc., son también pro­ ductos o creaciones del hombre. En la cultura espiritual como en la cultura material, se afirma como ser productor, creador, inno­ vador. La producción de bienes culturales es índice y criterio del progreso humano, pero hay que advertir que, en este terreno, el concepto de progreso no puede ser aplicado por igual a los diferentes sectores de la cultura. En cada esfera de la cultura (la ciencia, el arte, el derecho, la educación, etc.), el progreso adquiere un sello peculiar, pero siempre con el denominador común de un enriquecimiento o paso a un nivel superior de determinados aspectos en la correspondiente actividad cultural. Podemos hablar, por tanto, de progreso histórico en el terre­ no de la producción material, de la organización social y de la cultura. N o se trata de tres líneas progresivas independientes, sino de tres formas de progreso que se relacionan y condicionan mutuamente, ya que el sujeto del progreso en esas tres direccio­ nes es siempre el mismo: el hombre social. El progreso histórico es fruto de la actividad productiva, so­ cial y espiritual de los hombres. En esa actividad cada individuo participa como ser consciente, tratando de realizar sus proyectos o intenciones; sin embargo, el progreso no ha sido hasta ahora el producto de una actividad concertada, consciente. El paso de la sociedad esclavista a la sociedad feudal, es decir, a un tino de organización social superior, no es resultado de una actividad común intencional de los hombres. (Los individuos no se pusie­ ron de acuerdo para crear el capitalismo.) En suma, el progreso histórico es fruto de la actividad colectiva de los hombres como seres conscientes, pero no de una actividad común consciente. 56 ÉTICA El progreso histórico —^considerado en escala universal— no es igual para todos los pueblos y todos los hombres. Unos pue­ blos han progresado más que otros, y dentro de una misma so­ ciedad no todos los individuos o grupos sociales participan en él de la misma forma, ni se benefician por igual con sus resultados. Así, cuando en la sociedad feudal se gestan las nuevas relacio­ nes sociales que conducen a una organización social superior (la sociedad burguesa), una nueva clase social — la b u rgu esía marcha en el sentido del progreso histórico, en tanto que la no­ bleza feudal procura detenerlo. A su vez, la instauración de un nuevo orden social con el triunfo de la revolución burguesa en­ traña un reparto muy desigual de sus frutos: para la burguesía, por un lado, y para los artesanos y el proletariado incipiente, por otro. Finalmente, el progreso histórico-social de unos países (por ejemplo, los del Occidente europeo) se opera manteniendo al margen de él, o retardando el progreso de otros pueblos (Occi­ dente, en efecto, ha progresado sobre la base de la explotación, la miseria, la destrucción de viejas culturas o el analfabetismo de otros pueblos). Tales son las características del progreso histórico-social que han de ser tenidas en cuenta al poner en relación con él el pro­ greso moral. De ellas se derivan estas dos conclusiones: a) El progreso histórico-social crea las condiciones necesa­ rias para el progreso moral. b) El progreso histórico-social afecta, a su vez, en un sen­ tido u otro — positivo o negativo— a los hombres de una sociedad dada desde un punto de vista moral. (Ejemplos: la abolición de la esclavitud enriquece el mundo de la moral al integrar en él al esclavo — al ser reconocido como persona— . Aquí el progreso histórico influye positivamente en un sentido moral. La forma­ ción del capitalismo, y la consecuente acumulación originaria del capital — proceso histórico progresista— , se realiza a través de los sufrimientos y crímenes más espantosos. De modo análogo, la introducción de la técnica maquinizada — hecho histórico pro­ gresista— entraña la degradación moral del obrero.) MORAL E H ISTO RIA 57 Vemos, así, que el progreso histórico-social puede tener con­ secuencias positivas o negativas desde el punto de vista moral. Pero del hecho de que tenga estas consecuencias no se despren­ de que podamos juzgar o valorar moralmente el progreso histó­ rico. Sólo puedo juzgar moralmente los actos realizados libre y conscientemente, y, por consiguiente,· aquellos cuya responsa­ bilidad puede ser asumida por sus agentes. Ahora bien, como el progreso histórico-social no es el resultado de una acción con­ certada de los hombres, no puedo hacerlos responsables de aque­ llo que no han buscado libre y conscientemente, aunque se trate siempre de una libertad que no excluye — com o veremos más adelante— cierta determinación. Sólo los individuos o los grupos sociales que realizan determinados actos de un modo consciente y libre — es decir, pudiendo optar entre varias posibilidades— pueden ser juzgados moralmente. En consecuencia, no puedo juz­ gar moralmente el hecho histórico progresista de la acumulación originaria del capital, en los albores del capitalismo, pese a los sufrimientos, humillaciones y degradaciones morales que trajo consigo, porque no se trata de un resultado buscado libre y cons­ cientemente. Tampoco puedo juzgar así al capitalista individual en la medida en que obra de acuerdo con una necesidad históri­ ca, impuesta por las determinaciones del sistema, aunque sí pue­ do juzgar su conducta en la medida en que, personalmente, puede optar entre varias posibilidades. Así, pues, aunque el progreso histórico entrañe actos positi­ vos o negativos desde el punto de vista moral, no podemos hacer­ lo objeto de una aprobación o reprobación moral. Por ello, afirmamos que el progreso histórico, aunque cree las condiciones para el progreso moral,. y tenga consecuencias positivas para éste, no entraña de suyo un progreso moral, ya que los hombres no progresan siempre por el lado bueno moral­ mente, sino también a través del lado malo; es decir, mediante la violencia, el crimen o la degradación moral. Ahora bien, el hecho de que el progreso histórico no deba ser juzgado a la luz de categorías morales, no significa que históri­ ca y objetivamente no pueda registrarse un progreso moral, que, como el progreso histórico, no ha sido hasta ahora el resultado "T i 58 ÉTICA de una acción concertada, libre y consciente de los hombres, pero que, no obstante, se da independientemente de que lo hayan buscado o no. ¿En qué estriba el contenido objetivo de este pro­ greso moral, o cuál es el índice o criterio que puede servirnos para descubrirlo al pasar los hombres, en consonancia con cam­ bios sociales profundos, de una moral efectiva a otra? El progreso moral se mide, en primer lugar, por la amplia­ ción de la esfera moral en la vida social. Esta ampliación se pone de manifiesto al ser reguladas moralmente relaciones entre los individuos que antes se regían por normas externas (com o las del derecho, la costumbre, etc.). Así, por ejemplo, la sustrac­ ción de las relaciones amorosas a la coacción exterior, o a normas impuestas por la costumbre, o por el derecho, como acontecía en la Edad Media, para hacer de ellas un asunto privado, íntimo, sujeto, por tanto, a regulación moral, es índice de progreso en la esfera moral. La sustitución de los estímulos materiales (mayor recompensa económica) por los estímulos morales en el estudio y el trabajo es índice también de una ampliación de la esfera moral, y, por consiguiente, de un progreso en esta esfera. El progreso moral se determina, en segundo lugar, por la elevación del carácter consciente y libre de la conducta de los individuos o de los grupos sociales y, en consecuencia, por la ele­ vación de la responsabilidad de dichos individuos o grupos en su comportamiento moral. En este sentido, la comunidad primi­ tiva se nos. presenta con una fisonomía moral pobre, ya que sus miembros actúan, sobre todo, siguiendo las normas establecidas por la costumbre y, por tanto, con un grado muy bajo de con­ ciencia, libertad y responsabilidad por lo que toca a sus deci­ siones. Una sociedad es tanto más rica moralmente cuanto más posibilidades ofrece a sus miembros para que asuman la res­ ponsabilidad personal o colectiva de sus actos; es decir, cuanto más amplio sea el margen que se les ofrece para aceptar cons­ ciente y libremente las normas que regulan sus relaciones con los demás. En este sentido, el progreso moral es inseparable del desarrollo de la libre personalidad. En la comunidad primitiva, la personalidad se desvanece, ya que individuo y colectividad se funden; por ello, la vida moral ha de ser necesariamente muv MORAL E H ISTO RIA 59 pobre. En la sociedad griega antigua, lo· colectivo no ahoga lo personal; pero sólo el hombre libre — como persona que es— puede asumir la responsabilidad de su conducta personal. En cambio, se niega la posibilidad de tener obligaciones morales y de asumir una responsabilidad a un amplio sector de la socie­ dad, el constituido por los esclavos, ya que éstos no son conside­ rados personas, sino cosas. índice y criterio del progreso moral es, en tercer lugar, el grado de articulación y concordancia de los intereses personales y colectivos. En las sociedades primitivas domina una moral co­ lectivista, pero el colectivismo entraña aquí la absorción total de los intereses propios por los de la comunidad, ya que el indivi­ duo no se afirma todavía com o tal, y la individualidad se disuelve en la comunidad. Los intereses propios sólo se afirman moder­ namente; esta afirmación tiene un sentido positivo en el Renaci­ miento frente a las comunidades cerradas y estratificadas de la sociedad feudal, pero la afirmación de la individualidad acaba por convertirse en una forma exacerbada de individualismo en la sociedad burguesa, produciéndose así la disociación de los inte­ reses del individuo respecto de los de la comunidad. La eleva­ ción de la moral a un peldaño superior requiere tanto la supe­ ración del colectivismo primitivo, en el marco del cual no podía desarrollarse libremente la personalidad, como del individualis­ mo egoísta, en el que el individuo sólo se afirma a expensas del desenvolvimiento de los demás. Esta moral superior ha de con­ jugar los intereses de cada uno con los de la comunidad, y esta conjugación ha de tener por base un tipo de organización social en el que el libre desenvolvimiento de cada individuo suponga necesariamente el libre desenvolvimiento de la comunidad. El progreso moral se nos presenta, una vez más, en estrecha rela­ ción con el progreso histórico-social. El progreso moral, com o movimiento ascensional en el terre­ no moral, se manifiesta asimismo como un proceso dialéctico de negación y conservación de elementos de las morales anterio­ res. Así, por ejemplo, la venganza de sangre que constituye una forma de la justicia de los pueblos primitivos deja de valer mo­ ralmente en las sociedades posteriores; el egoísmo característico 60 ÉTICA de las relaciones morales burguesas es dejado atrás por una mo­ ral colectivista socialista. En cambio, valores morales admitidos a lo largo de siglos —^como la solidaridad, la amistad, la lealtad, la honradez, etc.— adquieren cierta universalidad, y por tanto dejan de ser exclusivos de una moral en particular, aunque su contenido cambie y se enriquezca a medida que rebasan un mar­ co histórico particular. De modo análogo, hay vicios morales —-como la soberbia, la vanidad, la hipocresía, la perfidia, etc.— que son rechazados por una y otra moral. Por otro lado, antiguas virtudes morales que respondían a los intereses de la clase domi­ nante en otros tiempos pierden su fuerza moral al cambiar radi­ calmente la sociedad. En contraste con esto, hay valores morales que sólo son reconocidos después de haber recorrido el hombre un largo trecho en su progreso social y moral. Así sucede, por ejemplo, con el trabajo humano y con la actitud del hombre hacia él, que sólo adquieren un verdadero contenido moral en nuestra época, dejando atrás su negación o desprecio por las morales de otros tiempos. Pero este aspecto del progreso moral, consistente en la nega­ ción radical de viejos valores, en la conservación dialéctica de algunos de ellos, o en la incorporación de nuevos valores y vir­ tudes morales sólo se da sobre la base de un progreso históricosocial que condiciona dicha negación, superación o incorporación, con lo cual se pone de manifiesto, una vez más, que el cambio y sucesión de unas morales por otras, según una línea ascensional, hunde sus raíces en el cambio y sucesión de unas formaciones sociales por otras. C a p ít u l o 3 LA ESENCIA DE LA MORAL Partiendo del hecho de la moral, es decir, de la existencia de una serie de morales concretas, que se han sucedido histórica­ mente, podemos intentar dar una definición de la moral válida para todas ellas. Esta definición no podrá abarcar en modo algu­ no todos los rasgos específicos de cada una de esas morales his­ tóricas ni reflejar toda la riqueza de la vida moral, pero sí ha de aspirar a expresar los rasgos esenciales que permiten diferen­ ciarla de otras formas de comportamiento humano. Daremos provisionalmente una definición que nos permita anticipar en una fórmula concentrada la exposición de la natu­ raleza misma de la moral que constituye el objeto del presente capítulo. La definición que proponemos como punto de arranque es la siguiente: la moral es un conjunto de normas, aceptadas li­ bre y conscientemente, que regulan la conducta individual y social de los hombres. 1. L o NORMATIVO Y LO FÁCTICO Ya en esta definición vemos que se habla por un lado de nor­ mas y por otro de conducta. O más explícitamente, en la moral encontramos un doble plano: a) el normativo, constituido por las normas o reglas de acción e imperativos que enuncian algo que debe ser; b ) el fáctico, o plano de los hechos morales, cons- 62 ÉTICA titudo por ciertos actos humanos que se dan efectivamente, es decir, que son, independientemente de como estimemos que de­ bieron ser. A l plano de lo normativo pertenecen las reglas que postulan determinado tipo de comportamiento: «ama a tu prójimo como a ti mismo», «respeta a tus padres», «n o mientas», «n o te hagas cómplice de una injusticia», etc. A l plano de lo fáctico corres­ ponden siempre acciones concretas: el acto por el que X se muestra solidario de Y , actos de respeto a los padres, la denun­ cia de una injusticia, etc. Todos estos actos se ajustan a determi­ nadas normas morales y justamente porque pueden ser puestos en una relación positiva con una norma, en cuanto que se ajus­ tan a ella o la ponen en práctica, cobran un significado moral. Son actos morales positivos, o moralmente valiosos. Pero en ellos no se agota el mundo efectivo de la moral. Consideremos otro tipo de actos: el incumplimiento de una promesa dada, la falta de solidaridad con un compañero, los actos irrespetuosos hacia los padres, la complicidad con la injusticia, etc. N o pueden ser considerados moralmente positivos en cuanto que implican la violación de normas morales o una forma de conducta indebida, pero no por ello dejan de pertenecer a la esfera de la moral. Son actos moralmente negativos, pero justamente por su referencia a una norma (porque implican una violación o un incumplimiento de ella), tienen un significado moral. Así, pues, su relación con lo normativo (en el doble sentido de cumplimiento o de incum­ plimiento de una norma moral) determina la pertenencia de ciertos hechos a la esfera de la moral. Lo normativo se encuentra, a su vez, en una peculiar rela­ ción con lo fáctico, ya que toda norma, al postular algo que debe ser un tipo de comportamiento que se considera debido, apunta a la esfera de los hechos, puesto que entraña una exigencia de realización. La norma «n o te hagas cómplice de una injusticia» postula un tipo de conducta y, con ello, se exige que formen parte del mundo de los hechos morales, es decir, del comporta­ miento efectivo real de los hombres, aquellos actos en los que se cumple dicha norma, a la vez que se reclama la exclusión, de ese mundo, de los actos que implican un incumplimiento o vio­ LA ESENCIA DE LA MORAL 63 lación de dicha norma. Todo esto significa que lo normativo no se da al margen de lo fáctico, sino que apunta a un comporta­ miento efectivo. Lo normativo existe para ser realizado, lo cual no quiere decir que se realice necesariamente; postula una con­ ducta que se considera debida, es decir, que debe realizarse, aun­ que en la realidad efectiva no se cumpla la norma. Pero el que la norma no se cumpla no invalida, como nota esencial de ella, su exigencia de realización. Así, por ejemplo, el hecho de que en una comunidad no se cumpla por todos sus miembros o por un sector más o menos amplio de ellos la norma «n o te hagas cóm­ plice de una injusticia», no invalida, en modo alguno, la exigencia de que cobre vida. Esta exigencia y, por tanto, su validez, no es afectada por lo que le acontezca en el mundo de los hechos. En suma, las normas se dan y valen independientemente del grado en que se cumplan o violen. Lo normativo y lo fáctico no coinciden; sin embargo, como ya hemos señalado, se encuentran en una relación mutua: lo normativo exige ser realizado, y apunta por ello a lo fáctico; lo realizado (lo fáctico) sólo cobra un significado moral en cuan­ to que puede ser referido (positiva o negativamente) a una nor­ ma. N o hay normas que sean indiferentes a su realización; ni tampoco hay hechos en la esfera moral (o de la realización mo­ ral) que no se vinculen a normas. Así, pues, lo normativo y lo fáctico en el terreno moral (la norma y el hecho) son dos planos que pueden ser distinguidos, pero no separados por completo. 2. M oral y m o r a l id a d La moral efectiva comprende, por tanto, no sólo normas o reglas de acción, sino también — como conducta debida— los actos que se ajustan a ellas. O sea, tanto el conjunto de princi­ pios, valores y prescripciones que los hombres, en una comuni­ dad dada, consideran válidos com o los actos reales en que aqué­ llos se plasman o encarnan. La necesidad de mantener presente esta distinción entre el plano puramente normativo, o ideal, y el fáctico, real o prácti­ 64 ÉTICA co, ha llevado a algunos autores a proponer dos términos para designar un plano y otro: moral y moralidad. La «m oral» desig­ naría el conjunto de principios, normas, imperativos o ideas mo­ rales de una época o una sociedad dadas, en tanto que la «mora­ lidad» haría referencia al conjunto de relaciones efectivas o actos concretos que cobran un significado moral con respecto a la «m o­ ral» dada. La moral se daría idealmente; la moralidad, realmen­ te. La «moralidad» sería un ingrediente efectivo de las relaciones humanas concretas (entre los individuos, o entre el individuo y la comunidad). Constituiría un tipo específico de comportamien­ to de los hombres, y com o tal, formaría parte de su existencia individual y colectiva. La distinción entre «m oral» y «moralidad» corresponde, pues, a la antes señalada entre lo normativo y lo fáctico, y com o ésta, no puede ser pasada por alto. La moral tiende a convertirse en moralidad en virtud de la exigencia de realización que está en la entraña misma de lo normativo; la moralidad es la moral en acción, la moral práctica o practicada. Por ello, tomando en cuen­ ta que no cabe levantar una muralla insalvable entre ambas esferas, creemos que es mejor emplear un solo término —-el de «m oral» como suele hacerse tradicionalmente—r y no dos. Pero bien entendido que con él se designan los dos planos de que se habla en nuestra definición: el normativo o prescriptivo, y el práctico o efectivo, integrados ambos en la conducta humana concreta. El primero —<om o habremos de ver más adelante— surge también de la vida real, y vuelve a ella para regular accio­ nes y relaciones humanas concretas; el segundo surge precisa­ mente en la vida real misma en relación con principios o normas, aceptados como válidos por el individuo y por la comunidad, y establecidos y sancionados por ésta, por la costumbre o la tra­ dición. Así, pues, en la moral — que es el término que emplea­ remos en lo sucesivo— se conjugan lo normativo y lo fáctico, o la moral como hecho de la conciencia individual y social, y como tipo de comportamiento efectivo de los hombres. LA ESENCIA DE LA MORAL 3. Carácter s o c ia l de la 65 moral La moral tiene esencialmente una cualidad social. Ello quiere decir que sólo se da en la sociedad, respondiendo a sus necesida­ des y cumpliendo una determinada .función en ella. Ya nuestro análisis anterior del carácter histórico de la moral y del progreso moral, ha puesto de relieve la relación entre moral y sociedad. Hemos visto, en efecto, que un cambio radical de la estructura social da lugar a un cambio fundamental de moral. Pero al ha­ blar de sociedad debemos cuidarnos mucho de no hipostasiarla; es decir, de considerar la sociedad como algo que existe, en sí y por sí, con una realidad sustantiva que se sostenga al margen de los hombres concretos que la forman; la sociedad se compone de ellos, y no existe con independecia de los individuos reales. Pero éstos no existen tampoco al margen de la sociedad, es de­ cir, del conjunto de relaciones sociales en que se insertan. En cada individuo se anudan de un modo peculiar una serie de rela­ ciones sociales, y el modo mismo de afirmar, en cada época o en cada sociedad, su individualidad tiene un carácter social. Hay una serie de cauces que, en cada sociedad, modelan el comporta­ miento individual: su m odo de trabajar, de sentir, de amar, et­ cétera. Varían de una comunidad social a otra, y, por ello, carece de sentido hablar de una individualidad radical al margen de las relaciones que los individuos contraen en la sociedad. Así, pues, no cabe sustantivar a la sociedad, ignorando que ésta no existe al margen de los individuos concretos, ni tampoco se puede hacer del individuo un absoluto ignorando que es, por esencia, un ser social. La moral, como forma de comportamiento humano, tiene también un carácter social, ya que es propio de un ser que, incluso al comportarse individualmente, lo hace com o un ser social. ¿En qué se pone de manifiesto esta sodalidad? Veamos tres aspectos fundamentales de la cualidad social de la moral. A) Cada individuo, al comportarse moralmente, se sujeta a determinados principios, valores o normas morales. Pero los in­ dividuos forman parte de una época dada y de determinada co­ munidad humana (tribu, clase, nación, sociedad en su conjunto, 5. — ÉTICA 66 ÉTICA etcétera). Dentro de esa comunidad rigen, se admiten o se tienen por válidos determinados principios, normas o valores, y aunque éstos se presenten con un carácter general o abstracto (válidos para todos los tiempos o para el hombre «en general»), se trata de principios y normas que valen de acuerdo con el tipo de rela­ ción social dominante. A l individuo en cuanto tal no le es dado inventar los principios o normas ni modificarlos de acuerdo con una exigencia propiamente personal. Se encuentra con lo norma­ tivo com o algo ya establecido y aceptado por determinado medio social, sin que tenga posibilidad de crear nuevas normas a las que pudiera sujetar su conducta — al margen de las ya estableci­ das— ni tampoco de modificar las existentes. En esta sujeción del individuo a normas establecidas por la comunidad se manifiesta claramente el carácter social de la moral. B) El comportamiento moral es tanto comportamiento d individuos como de grupos sociales humanos, cuyas acciones tie­ nen un carácter colectivo, pero concertado, libre y consciente. Pero, incluso cuando se trata de la conducta de un individuo, no estamos ante una conducta rigurosamente individual que sólo afecte o interese exclusivamente a él. Se trata de una conducta que tiene consecuencias en un sentido u otro para los demás, y que, por esta razón, es objeto de su aprobación o reprobación. N o es la conducta de un individuo aislado; en rigor, de un Robinson no podría decirse que actúa moralmente, porque sus actos no afectan a nadie. Los actos individuales que no tienen conse­ cuencia alguna para los demás no pueden ser objeto de una califi­ cación moral; por ejemplo, el permanecer sentado durante algún tiempo en una plaza pública. Ahora bien, si cerca de mí resbala una persona y cae al suelo sin que yo me levante para ayudarle, el acto de seguir sentado puede ser objeto de una calificación moral (negativa, en este caso), porque afecta a otro, o más exac­ tamente, a mi relación con otro individuo. La moral tiene un carácter social en cuanto que regula la conducta individual cuyos resultados y consecuencias afectan a otros. Por tanto, quedan fuera de ella los actos que son estrictamente personales por sus resultados y efectos. LA ESENCIA DE LA MORAL 67 C) Las ideas, normas y relaciones morales surgen y se desa­ rrollan respondiendo a una necesidad social. Su necesidad y la función social correspondiente explican que ninguna -de las socie­ dades humanas conocidas, hasta ahora, desde las más primitivas, haya podido prescindir de esta forma de conducta humana. La función social de la moral estriba en regular las relaciones entre los hombres (entre los individuos y entre el individuo y la comunidad) para contribuir así a mantener y asegurar determi­ nado orden social. Cierto es que dicha función se cumple tam­ bién por otras vías más directas e inmediatas, e incluso con resultados más efectivos, como, por ejemplo, la vía del derecho. Gracias al derecho, cuyas normas cuentan para asegurar su cum­ plimiento con el mecanismo coercitivo estatal, se logra que los individuos acepten — voluntaria o involuntariamente— el orden social que se expresa jurídicamente, y, de este modo, queden sometidos o integrados en el estatuto social vigente. Pero esto no se considera suficiente. Se persigue una integración más pro­ funda y no sólo la que se manifiesta en una conformidad exte­ rior. Se busca también que los individuos acepten íntima y libre­ mente, por convicción personal, los fines, principios, valores e intereses dominantes en una sociedad dada. D e esta manera, sin recurrir a la fuerza o imposición coercitiva más que cuando es necesario, se pretende que los individuos acepten libre y cons­ cientemente el orden social establecido. Tal es la función social que corresponde cumplir a la moral. Aunque la moral cambie históricamente, y una misma norma moral puede albergar un distinto contenido en diferentes contex­ tos sociales, la función social de la moral en su conjunto o de una norma en particular es la misma: regular las acciones de los individuos, en sus relaciones mutuas, o las del individuo con la comunidad, con el fin de preservar a la sociedad en su conjunto, o, dentro de ella, la integridad de un grupo social. Así, pues, la moral cumple una función social muy precisa: contribuir a que los actos de los individuos, o de un grupo social, se desarrollen en forma favorable para toda la sociedad o para un sector de ella. La existencia de este tipo peculiar de regula­ ción de la conducta humana significa no sólo — com o ya hemos 68 ÉTICA señalado—^· que la sociedad no se contenta con una aceptación externa, formal o forzosa de ciertos principios, normas o valores — aceptación externa que el derecho se encarga de asegurar— , sino que aspira asimismo a que esa aceptación se asegure tam­ bién en la esfera íntima o privada de la conciencia individual, en la que el derecho y la fuerza no pueden operar decisivamente. En suma, la moral tiende a que los individuos pongan en conso­ nancia, voluntariamente — es decir, de un modo consciente y libre— , sus propios intereses con los intereses colectivos de de­ terminado grupo social, o de la sociedad entera. La moral implica, pues, una relación libre y consciente entre los individuos, o entre éstos y la comunidad. Pero esta relación se halla también socialmente condicionada, justamente porque el individuo es un ser social o nudo de relaciones sociales. El individuo se comporta moralmente en el marco de unas condi­ ciones y relaciones sociales dadas que él no ha escogido, y den­ tro también de un sistema de principios, valores y normas mo­ rales que no ha inventado, sino que le es dado socialmente, y conforme al cual regula sus relaciones con los demás, o con la comunidad entera. En conclusión, la moral tiene un carácter social en cuanto que: a) los individuos se sujetan a principios, normas o valores establecidos socialmente; b) regula sólo actos y relaciones que tienen consecuencias para otros y requieren necesariamente la sanción de los demás; c) cumple la función social de que los in­ dividuos acepten libre y conscientemente determinados princi­ pios, valores o intereses. 4. L o INDIVIDUAL Y LO COLECTIVO EN LA MORAL El carácter social de la moral entraña una peculiar relación entre el individuo y la comunidad, o entre lo individual y lo co­ lectivo. Ya hemos señalado que uno y otro término, lejos de ex­ cluirse se presuponen necesariamente; de ahí que el individuo sólo pueda actuar moralmente en sociedad. En efecto, desde su infancia se encuentra sujeto a una influencia social que le llega LA ESENCIA DE LA MORAL 69 por diversos conductos y a la que no puede escapar: de los pa­ dres, del medio escolar, de los amigos, de las costumbres y tra­ diciones arraigadas, del ámbito profesional, de los medios ma­ sivos de difusión (cine, T V , prensa, radio, etc.), etc. Bajo esta variada influencia se van forjando sus ideas morales y sus mo­ delos de conducta moral. Los individuos viven en una atmósfera moral, en la que se dibuja un sistema de normas o de reglas de acción. Por todas partes aspira las miasmas de la moral estable­ cida, y es tan fuerte su influencia que, en muchos casos, el indi­ viduo actúa en forma espontánea, habitual, casi instintiva. Una parte de la conducta moral —justamente la más esta­ ble— se manifiesta en forma de hábitos y costumbres. Esta forma de regulación de la conducta es la que predomina, sobre todo, en las fases inferiores del desarrollo histórico-social de la humani­ dad, es decir, en las sociedades primitivas. La costumbre repre­ senta en ellas lo que debe ser. Es decir, se opera aquí una fusión de lo normativo y lo fáctico; lo que ha sido a lo largo de genera­ ciones, y lo que es — en virtud de la exigencia de seguir el carril trazado por los antepasados—;, es, a la vez, lo que debe ser. Pero, incluso en las sociedades posteriores, ya más evolucionadas, no desaparece por completo la costumbre como forma de regulación moral. Las normas que rigen así en la sociedad tienen, a veces, larga vida; sobreviven a cambios sociales importantes y se hallan respaldadas por el peso de la tradición. Las normas morales que ya forman parte de los hábitos y costumbres llegan a tener tal fuerza que sobreviven incluso cuando, después de surgir una nueva estructura social, domina otra moral: la que responde más adecuadamente a las nuevas condiciones y necesidades. Así sucede, por ejemplo, con aspectos de la moral feudal - -la actitud hacia el trabajo físico—* que sobreviven en la sociedad burguesa, o elementos de la moral dominante en el pasado que subsisten a veces en sociedades so­ cialistas (individualismo egoísta, influencia de los estímulos ma­ teriales en la actitud hacia el trabajo, etc.). Toda nueva moral tiene que romper con la vieja moral que trata de sobrevivirse como costumbre; pero, por otro lado, lo nuevo moralmente tien­ de a consolidarse como costumbre. 70 ÉTICA A l nivel de la regulación moral consuetudinaria — y tanto más cuanto mayor es su peso en la vida humana— , el individuo siente sobre sí la presión de lo colectivo. La costumbre opera com o un medio eficaz para integrar al individuo en la comuni­ dad, para fortalecer su socialidad, y para que sus actos contri­ buyan a mantener — y no a disgregar— el orden establecido. El individuo actúa entonces de acuerdo con las normas admitidas por un grupo social, o por toda la comunidad, sancionadas por la opinión y sostenidas por el ojo vigilante de los demás. Cuando así acontece en las sociedades primitivas, donde la costumbre se convierte en la instancia reguladora suprema, el individuo se en­ cuentra tan apegado a esa instancia que le queda muy poco margen para discrepar de ella. Sin embargo, aunque dicha forma de regulación de la conducta no sea sino la expresión de lo que siempre ha sido — y de ahí su autoridad ante el individuo—^, la costumbre tiene un carácter moral —úncluso en las sociedades primitivas— desde el momento en que se presenta con una pre­ tensión normativa. Esta convicción íntima — por difusa y oscura que sea— de que lo que fue ayer debe ser también hoy, da a la regulación consuetudinaria o habitual de la conducta su signifi­ cación moral. Pero este tipo de regulación moral, que es el dominante en las sociedades primitivas, dista mucho de agotar el reino de la moral. Ya hemos señalado anteriormente que el progreso moral se caracteriza, entre otras cosas, por una elevación del grado de conciencia y libertad, y, consecuentemente, de la responsabili­ dad personal en el comportamiento moral. Esto implica, por tan­ to, una participación más libre y consciente del individuo en la regulación moral de su conducta, y una disminución del papel de la costumbre como instancia reguladora de ella. Pero siempre, en toda moral histórica, concreta, muchas de las normas que prevalecen forman parte de los hábitos y costumbres. Y en esta sujeción del individuo a normas morales impuestas por la cos­ tumbre, que él no puede dejar de tener en cuenta — cumpliéndo­ las o violándolas— , se pone de manifiesto, una vez más, el ca­ rácter social de la relación entre individuo y comunidad, y de la conducta moral individual. LA ESENCIA DE LA MORAL 71 Ahora bien, el sujeto del comportamiento propiamente moral — y tanto más cuanto más se eleva su grado de conciencia y li­ bertad, así como su responsabilidad—» es una persona singular. Por fuertes que sean los ingredientes objetivos y colectivos, la decisión y el acto correspondiente emanan de un individuo que actúa libre y conscientemente, y, por tanto, asumiendo una res­ ponsabilidad personal. El peso de los factores objetivos — costum­ bre, tradición, sistema de normas ya establecidas, función social de dicho sistema, etc.—* no puede hacernos olvidar el papel de los factores subjetivos, de los ingredientes individuales (decisión y responsabilidad personal), aunque la importancia de este papel varía históricamente, de acuerdo con la estructura social dada. Pero incluso cuando el individuo cree que actúa obedeciendo exclusivamente a su conciencia, a una pretendida «voz interior» que le señala en cada caso lo que debe hacer; es decir, incluso cuando piensa que decide por sí solo en el santo recinto de su conciencia, el individuo no deja de acusar la influencia del mun­ do social del que forma parte, y, desde su interioridad, no deja de hablar también la comunidad social a que pertenece. La conciencia individual es la esfera en que se operan las decisiones de carácter moral, pero por hallarse condicionada so­ cialmente no puede dejar de reflejar una situación social concre­ ta, y de ahí que diferentes individuos que, en una misma época, pertenecen al mismo grupo social reaccionen de un modo análo­ go. Con esto se pone de relieve una vez más que la individualidad misma es un producto social, y que son las relaciones sociales dominantes en una época dada las que determinan la forma com o la individualidad expresa su propia naturaleza social. Así, en las sociedades primitivas, la cohesión de la comunidad se man­ tiene absorbiendo casi totalmente al individuo en el todo social. En la sociedad capitalista se tiende a convertir al individuo en soporte o personificación de unas relaciones sociales dadas, aun­ que su comportamiento individual no puede agotarse en la forma social (como obrero o capitalista) que el sistema le impone. En una sociedad superior a ésta, el individuo — como sujeto dotado de conciencia y voluntad—· debe superar esta condición de so­ porte o efecto pasivo de una estructura social para integrarse 72 ÉTICA libre y conscientemente en la comunidad, y elevar, más que nun­ ca, su responsabilidad personal, y con todo ello su propia natu­ raleza moral. Pero, en todos estos casos, es justamente determi­ nado tipo de relaciones sociales el que determina el género de relaciones entre el individuo y la comunidad, y con ello el grado de conciencia moral individual. Así, pues, cuando se subraya el carácter social de la moral, y la consiguiente relación de lo individual y lo colectivo, se está muy lejos de negar el papel del individuo en el comportamiento moral, aunque éste varíe histórica y socialmente de acuerdo con la forma que reviste, en cada sociedad, su socialidad o cualidad social. En el plano moral, dicha cualidad social puede hacerse sentir limitando, hasta casi ahogarla, su «voz interior», como sucede en las sociedades primitivas en las que la moral se redu­ ce a las normas o prescripciones establecidas por la costumbre; puede revelarse, asimismo, com o en la sociedad moderna, en la división del individuo entre lo que hay en él de mero elemento del sistema (en la medida en que el comportamiento del indivi­ duo es perfectamente sustituible por el de otro), y lo que hay en él de verdaderamente individual; lo cual entraña a su vez la escisión de su vida pública y su vida privada, y la afirmación de esta última como la verdadera esfera de la moral, pero de una moral privada y necesariamente egoísta e individualista. En el marco de nuevas relaciones sociales, la socialidad puede cobrar la forma de una conjugación de los dos aspectos de la vida humana que antes hemos visto disociados: lo privado y lo pú­ blico, lo individual y lo colectivo; la moral aparecerá entonces enraizada en ambos planos, es decir, con sus dos lados insepara­ bles: el personal y el colectivo. En conclusión: la moral implica siempre — incluso en sus formas más primitivas— una conciencia individual que hace suyas o interioriza las reglas de acción que se le presentan con un carácter normativo, aunque se trata de reglas establecidas por la costumbre. Pero, en el modo de reaccionar ante ellas, y de afirmarse la conciencia individual, así como en el modo de relacionarse lo personal y lo colectivo en el comportamiento mo­ ral, se pone de manifiesto la influencia de las condiciones y re­ LA ESENCIA DE LA MORAL 73 laciones sociales dominantes. En rigor, como no existe el indi­ viduo aislado, sino com o ser social, no existe tampoco una moral estrictamente personal. Los agentes de los actos morales sólo son los individuos concretos, ya sea que actúen separadamente o en grupos sociales, y sus actos 'morales —^en virtud de la naturaleza social de los individuos— tienen siempre un carácter social. 5. E stru ctu ra del acto moral La moral - í o m o ya hemos señalado-^ se da en un doble plano: el normativo y el fáctico. Por un lado, encontramos en ella normas y principios que tienden a regular la conducta de los hombres, y, por otro, un conjunto de actos humanos que se ajustan a ellos, cumpliendo así su exigencia de realización. La esencia de la moral tiene que buscarse, por ende, tanto en un plano como en el otro, y de ahí la necesidad de analizar el com­ portamiento moral de los individuos reales a través de los actos concretos en que se manifiesta. Veamos, pues, en qué consiste el acto moral. Un acto moral —aconto, por ejemplo: acudir en ayuda de al­ guien que sin poder defenderse es atacado impunemente en la calle; cumplir la promesa de devolver algo prestado; denunciar la injustica cometida con un compañero o amigo, etc.-— es siem­ pre un acto sujeto a la sanción de los demás; es decir, susceptible de aprobación o condena, de acuerdo con normas comúnmente aceptadas. N o todos los actos humanos pueden recibir semejante calificación. Si se trata de un acto cuya realización no pudo ser evitada, o cuyas consecuencias no podían ser previstas, no puede ser calificado — en un sentido u otro— desde el punto de vista moral, y, por tanto, no es propiamente moral. Pero de lo que se trata ahora es de mostrar la estructura del acto propiamente moral, poniendo de manifiesto sus fases o as­ pectos, así como el modo de articularse éstos entre sí para ver si, en definitiva, hay alguno que pueda considerarse como el centro o eje en torno al cual gravita el acto entero. Tenemos que destacar, en primer lugar, el motivo del acto f .............. 74 ÉTICA moral. Por motivo puede entenderse aquello que impulsa a ac­ tuar o a perseguir determinado fin. El motivo que puede impul­ sar, por ejemplo, a denunciar la injusticia cometida con un com­ pañero puede ser una pasión sincera por la justicia, o bien algo muy distinto: el deseo de notoriedad. Un mismo acto — como vemos— puede realizarse por diferentes motivos, y, a su vez, el mismo motivo puede impulsar a realizar actos distintos con dife­ rentes fines. El sujeto puede reconocer el motivo de su acción, y, en este sentido, tiene un carácter consciente. Pero no siempre muestra ese carácter. La persona que es impulsada a actuar por fuertes pasiones (celos, ira, etc.), por impulsos incontenibles o por rasgos negativos de su carácter (crueldad, avaricia, egoís­ mo, etc.) no es consciente de los motivos de su conducta. Esta motivación inconsciente no permite calificar al acto estimulado por ella com o propiamente moral. Los motivos inconscientes de la conducta humana — a los que tanta importancia da el psico­ análisis de Freud al reducir el fondo de la personalidad a un conjunto de fuerzas inconscientes que él llama «instintos»—* de­ ben ser tenidos en cuenta, pero no para determinar el carácter moral de un acto, sino para comprender que justamente porque dicho acto obedece a motivos inconscientes, irracionales, escapa de la esfera moral y no puede ser objeto, por tanto, de aproba­ ción o desaprobación. El motivo — como aquello que induce al sujeto a realizar un acto— no basta para atribuir a este último un significado moral, ya que no siempre el agente puede reco­ nocerlo claramente. Ahora bien, el motivo del que es consciente el sujeto forma parte del contenido del acto moral, y ha de ser tenido presente al calificar moralmen'te este acto en un sentido u otro. Y ello se hace necesario puesto que, como hemos visto en el ejemplo antes citado, dos motivos distintos — sincera pasión por la justicia o afán egoísta de notoriedad— pueden impulsar a una misma acción. Los motivos constituyen, por consiguiente, un aspecto importante del acto moral. Otro aspecto fundamental del acto moral es la conciencia del fin que se persigue. Toda acción específicamente humana exige cierta conciencia de un fin, o anticipación ideal del resultado que se pretende alcanzar. El acto moral entraña también la pro­ LA ESENCIA DE LA MORAL 75 ducción de un fin, o anticipación ideal de un resultado. Pero el fin trazado por la conciencia implica asimismo la decisión de al­ canzarlo. Es decir, en el acto moral no sólo se anticipa idealmen­ te, como fin, un resultado, sino que además hay la decisión de alcanzar efectivamente el resultado que dicho fin prefigura o anticipa. La conciencia del fin, y la decisión de alcanzarlo, dan al acto moral el carácter de un acto voluntario. Y , por esta vo­ luntariedad, el acto moral — en el que el sujeto, consciente del fin, decide la realización— se distingue radicalmente de otros que se dan al margen de la conciencia, com o son los actos fisio­ lógicos o los actos psíquicos automáticos — instintivos o habi­ tuales— que se producen en el individuo sin su intervención ni control. Dichos actos no responden a un fin trazado por la con­ ciencia ni a una decisión de realizarlos; son, por ello, incons­ cientes e involuntarios y, consecuentemente, no son morales. El acto moral implica, pues, la conciencia de un fin, así com o la decisión de realizarlo. Pero esta decisión presupone, a su vez, en muchos casos, la elección entre varios fines posibles que, en ocasiones, se excluyen mutuamente. La decisión de realizar un fin presupone su elección entre otros. La pluralidad de fines exige, por un lado, la conciencia de la naturaleza de cada uno de ellos y, asimismo, la conciencia de que, en una situación con­ creta dada, uno es preferible a los demás, lo cual significa tam­ bién que un resultado ideal, no efectivo aún, es preferible a otros posibles. La pluralidad de fines en el acto moral exige, pues: a) elección de un fin entre otros, y b) decisión de realizar el fin escogido. El acto moral no se cumple con la decisión tomada; es preciso llegar al resultado efectivo. Si decido plasmar cierto fin y no doy los pasos necesarios para ello, el fin no se cumple y, por tanto, el acto moral no se produce. El paso siguiente, aspecto también fundamental del acto moral, es la conciencia de los medios para realizar el fin escogido y el empleo de ellos para alcanzar así, finalmente, el resultado querido. El empleo de los medios adecuados no puede entenderse —^cuando se trata de un acto moral— en el sentido de que todos los medios sean buenos para alcanzar un fin o que el fin justifi­ 76 ÉTICA que los medios. Un fin elevado no justifica el uso de los medios más bajos, como los que entrañan tratar a los hombres como cosas o meros instrumentos, o lo humillan como ser humano. Por ello, no se justifica el empleo de medios como la calumnia, la tortura, el soborno, etc. Pero, por otro lado, la relación en­ tre fines y medios — relación de adecuación del medio a la naturaleza moral del fin— no puede ser considerada abstracta­ mente, al margen de la situación concreta en que se da, pues de otro modo se caería en un moralismo abstracto, a espaldas de la vida real. El acto moral, por lo que toca al agente, se consuma en el resultado, o sea, en la realización o plasmación del fin persegui­ do. Pero, com o hecho real, tiene que ser puesto en relación con la norma que aplica y que forma parte del «código moral» de la comunidad correspondiente. Es decir, el acto moral responde de un modo efectivo a la necesidad social de regular en cierta forma las relaciones entre los miembros de una comunidad, lo cual quiere decir que hay que tener en cuenta las consecuencias objetivas del resultado obtenido, o sea, el modo como este re­ sultado afecta a los demás. El acto moral supone un sujeto real dotado de conciencia moral, es decir, de la capacidad de interiorizar las normas o re­ glas de acción establecidas por la comunidad, y de actuar con­ forme a ellas. La conciencia moral es, por un lado, conciencia del fin que se persigue, de los medios adecuados para realizarlo y del resultado posible, pero es, a la vez, decisión de cumplir el fin escogido, ya que su cumplimiento se presenta como una exi­ gencia o un deber. El acto moral se presenta, asimismo, con un aspecto subjetivo (motivos, conciencia del fin, conciencia de los medios y decisión personal), pero, a la vez, muestra un lado objetivo que trascien­ de a la conciencia (empleo de determinados medios, resultados objetivos, consecuencias). Por ello, la naturaleza moral del acto no puede reducirse exclusivamente a su lado subjetivo. Tampoco puede verse el centro de gravedad del acto en un solo elemen­ to de él con exclusión de los demás. Por esta razón, su significado moral no puede encontrarse sólo en los motivos que impulsan a LA ESENCIA DE LA MORAL 77 actuar. Ya hemos señalado anteriormente que el motivo no basta para caracterizar el acto moral, ya que el sujeto puede no reco­ nocerlo claramente, e incluso ser inconsciente. Sin embargo, en muchas ocasiones, ha de ser tenido en cuenta, ya que dos motivos opuestos pueden conducir a un mismo acto moral. En ese caso, no es indiferente, al calificar el acto moral, que el motivo sea la generosidad, la envidia o el egoísmo. A veces, el centro de gravedad del acto moral se desplaza, sobre todo, a la intención con que se realiza o al fin que se persi­ gue, con independencia de los resultados obtenidos y de las conse­ cuencias que nuestro acto tenga para los demás. Esta concepción subjetivista o intencionalista del acto moral se desentiende de sus resultados y consecuencias. Pero ya hemos subrayado que la intención o el fin entraña una exigencia de realización; por tanto, no cabe hablar de intenciones o fines que sean buenos por sí mismos, al margen de su realización, pues en cuanto que son la anticipación ideal de un resultado, o guía de una acción, la prueba o validez de las «buenas intenciones» tiene que bus­ carse en sus resultados. La experiencia histórica y la vida coti­ diana están llenas de resultados —-moralmente reprobables—- que fueron alcanzados con las mejores intenciones, y con los medios más objetables. Las intenciones no pueden salvarse moralmente, en esos casos, ya que no podemos aislarlas de los medios y resul­ tados. El agente moral ha de responder no sólo de lo que pro­ yecta, o se propone realizar, sino también de los medios emplea­ dos y de los resultados obtenidos. No todos los medios son buenos moralmente para alcanzar un resultado. Se justifica moralmente, como medio, la violencia que ejerce el cirujano sobre un cuerpo, y el consiguiente dolor que produce; no se justifica, en cambio, la violencia física ejercida sobre un hombre para arrancarle una verdad. El resultado obtenido, en un caso y otro, no puede ser separado del acto moral en su conjunto, haciendo exclusión de otros aspectos fundamentales. Por otro lado, el acto moral tiene un carácter social; es decir, no es algo que competa exclusiva­ mente al agente, sino que afecta o tiene consecuencias para otro, razón por la cual éstas tienen que ser tenidas muy presentes al calificar el acto moral. 78 ÉTICA En suma: el acto moral es una totalidad o unidad indisolu­ ble de diversos aspectos o elementos: motivo, fin, medios, resul­ tados y consecuencias objetivas. L o subjetivo y lo objetivo son aquí com o dos caras de una misma medalla. El acto moral no puede ser reducido a uno de sus elementos, sino que está en to­ dos ellos, en su unidad y relaciones mutuas. Así, pues, aunque la intención se encuentre genéticamente antes que el resultado, es decir, antes que su plasmación objetiva, la calificación moral de la intención no puede dejar de tomar en cuenta el resultado. A su vez, los medios no pueden ser considerados al margen de los fines, ni los resultados y las consecuencias objetivas del acto moral tampoco pueden ser aislados de la intención, ya que cir­ cunstancias externas imprevistas o casuales pueden dar lugar a resultados que el agente no puede reconocer como suyos. Finalmente, el acto moral, com o acto de un sujeto real que pertenece a una comunidad humana, históricamente determina­ da, no puede ser calificado sino en relación con el código moral que rige en ella. Pero, cualquiera que sea el contexto normativo e histórico-social en que lo situemos, el acto moral se presenta como una totalidad de elementos -^m otivo, intención o fin, deci­ sión personal, empleo de medios adecuados, resultados y conse­ cuencias— en unidad indisoluble. 6. Sin g u l a r id a d del acto m oral El acto moral tiene un carácter normativo; es decir, cobra un significado moral con respecto a una norma. Con ayuda de la norma, el acto moral se presenta com o solu­ ción a un caso dado, singular. La norma, que reviste un' carácter general, se singulariza así en el acto real. Aunque la norma sea aplicable a diferentes casos particulares, las peculiaridades de cada situación dan lugar forzosamente a una diversidad de reali­ zaciones, o de actos morales. Por otro lado, en virtud de la dis­ tancia que el agente ha de recorrer entre su intención y el resul­ tado, y en virtud también de la imposibilidad de que prevea todas las vicisitudes del proceso de realización del fin, o de pías- LA ESENCIA DE LA MORAL 79 mación objetiva de la intención, hay siempre el riesgo de que el resultado se aleje de la intención originaria, hasta el punto de adquirir un signo distinto u opuesto al que se esperaba de él. En el tránsito de la intención al resultado, el acto puede adquirir un significado moral negativo. En pocas palabras, com o los casos son múltiples y diversos, aunque se recurra a la misma norma moral, los fines han de je­ rarquizarse de distinto m odo, los medios que han de emplearse han de ser diversos, y, por ello, las soluciones a los casos rea­ les han de ser también diversas. Por esto, aunque las situaciones sean análogas y se disponga al enfrentarse a ellas de una norma general, no se puede determinar de antemano con toda seguridad lo que se debe hacer en cada caso; es decir, cóm o jerarquizar los fines, por qué preferir unos a otros, qué decisión tomar cuando se presenten circunstancias imprevistas, etcétera. Así, pues, el problema de cóm o debemos comportarnos mo­ ralmente no deja de presentar dificultades cuando nos encontra­ mos en una situación que se caracteriza por su novedad, singu­ laridad o sorpresa. Cierto es que no nos hallamos ante ella totalmente desamparados, ya que disponemos de un código m o­ ral, es decir, de un conjunto de normas de las que podemos extraer aquella que nos diga lo que debemos hacer. Pero, en virtud de las peculiaridades de la situación, y de sus aspectos imprevisibles, no podemos considerarnos tampoco totalmente amparados en un caso concreto, singular. Es entonces cuando nos preguntamos: ¿debemos hacer, X o Y ? Surge así, al con­ frontar la norma con las exigencias prácticas, una situación pro­ blemática que toma la forma de un conflicto de deberes o de los llamados casos de conciencia. N o han faltado intentos, a lo largo de la historia de la moral, de acabar con esta situación conflictiva proporcionando a los agentes morales una decisión segura en todos y cada uno de los casos. Tal ha sido la pretensión del casuismo, o la casuística, que tomando como base el estudio de una multitud de casos reales, aspira a tener en la mano la solución de todos los casos posibles, y, por ende, saber de antemano lo que se debe hacer en cada caso. Es decir, la casuística no se conforma con dispo­ 80 ÉTICA ner de normas morales, que puedan regular en determinada for­ ma nuestro comportamiento, sino que pretende asimismo trazar de antemano reglas de realización del acto moral, de plasmación de nuestros fines o intenciones, pasando por alto las pe­ culiaridades y vicisitudes que cada situación real impone al acto moral. La casuística se nos presenta, por esta razón, com o un vano empeño, ya que la singularidad, novedad y sorpresa de cada si­ tuación real integran el acto moral en un contexto particular que impide que pueda dictarse por anticipado una regla de realiza­ ción, lo cual no quiere decir que no haya de ajustarse necesaria­ mente a cierta norma moral, de carácter general. Por otra parte, a la casuística puede hacérsele también esta grave objeción, a saber: que al ofrecerle al sujeto una decisión segura, es decir, al trazarle de antemano lo que debe decidir en cada caso, empo­ brece enormemente su vida moral, ya que disminuye su responsa­ bilidad personal en la toma de la decisión correspondiente y en la elección de los medios adecuados para realizar el fin perse­ guido. A l acogerse el sujeto a una decisión previamente tomada, hace dejación de su responsabilidad, situándose así en un nivel moral inferior. En suma, la casuística, com o método para deter­ minar de antemano el m odo de realizar el acto moral (lo que el sujeto debe hacer en cada caso concreto), entraña un empobre­ cimiento de la vida moral. 7. C o n c l u s ió n De rie de lo que vez, lo todo lo expuesto anteriormente podemos deducir una se­ rasgos esenciales de la moral que nos permiten precisar comparte con otras formas de conducta humana, y, a su que la distingue de ellas. 1) La moral es una forma de comportamiento humano que comprende tanto un aspecto normativo (reglas de acción) como fáctico (actos que se ajustan en un sentido u otro) a dichas reglas. 2) La moral es un hecho social. Sólo se da en la sociedad, LA ESENCIA DE LA MORAL 81 respondiendo a necesidades sociales y cumpliendo una función social. 3) Aunque la moral tiene un carácter social, el individuo desempeña en ella un papel esencial, ya que exige la interiori­ zación de las normas y deberes en cada hombre singular, su adhe­ sión íntima o reconocimiento interior de las normas establecidas y sancionadas por la comunidad. 4) El acto moral, como manifestación concreta del compor­ tamiento moral de los individuos reales, es unidad indisoluble de los aspectos o elementos que lo integran: motivo, intención, decisión, medios y resultados, razón por la cual su significado no puede encontrarse en uno solo de ellos, con exclusión de los demás. 5) El acto moral concreto forma parte de un contexto nor­ mativo (código moral) que rige en una comunidad dada, y con respecto al cual adquiere sentido. 6) El acto moral, como acto consciente y voluntario, supone una participación libre del sujeto en su realización, que si bien es incompatible con la imposición forzosa de las normas, no lo es con la necesidad histórico-socíal que lo condiciona. Sobre la base de estos rasgos esenciales, podemos formular, por último, la siguiente definición: La moral es un sistema de normas, principios y valores, de acuerdo con el cual se regulan las relaciones mutuas entre los individuos, o entre ellos y la comunidad, de tal manera que di­ chas normas, que tienen un carácter histórico y social, se acaten libre y conscientemente, por una convicción intima, y no de un modo mecánico, exterior o impersonal. 6. — ÉTICA Ca p ít u l o 4 LA MORAL Y OTRAS FORMAS DE CONDUCTA HUMANA 1. D iv e r s id a d del c o m p o r t a m ie n t o humano A diferencia del animal, el hombre se encuentra en una di­ versidad de relaciones con el mundo exterior (lo transforma ma­ terialmente, lo conoce, lo contempla estéticamente, etc.). Su com­ portamiento diverso y variado responde, a su vez, a la variedad y diversidad de sus necesidades específicamente humanas. El animal agota sus relaciones con el mundo exterior en un reper­ torio único e inmutable; el hombre, en cambio, aunque en las fases más inferiores de su desarrollo social parte de una relación pobre e índiferenciada, en la que se confunden trabajo, arte, co­ nocimiento y religión, va enriqueciendo su conducta con diferen­ tes modos de comportamiento que, con el tiempo, adquieren ras­ gos propios y específicos. Así, se constituye un comportamiento práctico-utilitario, gracias al cual el hombre transforma práctica­ mente la naturaleza con su trabajo para producir objetos útiles; puede distinguirse asimismo una relación teórico-cognoscitiva que responde, desde sus orígenes, a las exigencias de esa transfor­ mación práctica, y merced a la cual el hombre capta lo que las cosas son; tenemos también un comportamiento estético cuan­ do el hombre se expresa, exterioriza o se reconoce a sí mismo, ya sea en la naturaleza, que existe independientemente de él, o en las obras de arte que son creaciones suyas. 84 ÉTICA Cabe destacar igualmente un comportamiento religioso en el que el hombre se relaciona con el mundo por el rodeo de su vinculación (o religación) con un ser trascendente, sobrenatu­ ral, o Dios. Esta diversidad de relaciones del hombre con el mun­ do entraña, a su vez, una diversidad de relaciones de los hombres entre sí: económicas, políticas, jurídicas, morales, etc. D e ahí que podemos hablar también de diversos tipos de comportamien­ to humano que se ponen de manifiesto en la economía, la políti­ ca, el derecho, el trato social y la moral. Todas estas diversas formas de comportamiento —-tanto con el mundo exterior como entre los propios hombres—? tienen, por supuesto, un mismo sujeto: el hombre real, que diversifica así su conducta de acuerdo con el objeto con el que entra en rela­ ción (la naturaleza, las obras de arte, Dios, los otros hombres, etcétera), y de acuerdo también con el tipo de necesidad humana que trata de satisfacer (producir, conocer, expresarse y comuni­ carse, transformar o mantener un orden social dado, etc.). Por ser propias de un mismo sujeto —?que produce material y espiri­ tualmente— , dichas formas de comportamiento se hallan vincu­ ladas entre sí, pero las formas concretas que asume su vincula­ ción — entre el arte y la religión, entre la moral y la economía, o entre el derecho y la política, por ejemplo—? dependen de las condiciones históricas concretas. Estas condiciones determinan cuál es el tipo de conducta humana dominante en tal o cual sociedad o en una época dada; es decir, si es la religión, la políti­ ca, etc., aunque lo que domina siempre, en última instancia, es el comportamiento humano exigido por la necesidad vital e impos­ tergable de producir los bienes necesarios para subsistir, o sea, la estructura económica. N o puede extrañar por ello que, en virtud de las peculiaridades de una sociedad o de una época dadas, el arte se halle más vinculado a la religión, a la política o a la mo­ ral. O que la moral se halle en una relación más estrecha con la política, como sucedía en la Atenas de la Antigüedad; la política con la religión, como acontecía en la Edad Media, o que la moral se supedite a la economía, com o sucede en la sociedad burguesa, en la que las virtudes económicas se convierten en virtudes mo­ rales. MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 85 Sólo el estudio concreto de las diferentes formas de compor­ tamiento humano en su desenvolvimiento histórico, relativamente autónomo, así com o en sus relaciones con la estructura social en que se integran, puede decirnos cómo y por qué se vinculan entre sí las diferentes formas de conducta humana, y cómo y por qué una de ellas desempeña, en una fase dada, el papel principal. A nosotros sólo nos toca ahora examinar, en términos gene­ rales, en qué se distinguen, dentro de ese marco general de rela­ ciones mutuas, la conducta moral y otras formas fundamentales del comportamiento humano, como son el religioso, el político, el jurídico o legal, el trato social, y el teórico-cognoscitivo o cientí­ fico. Veamos, pues, por separado, las relaciones entre moral y religión, moral y política, moral y derecho, moral y trato social, y moral y ciencia. 2. M oral y r e l ig ió n Por religión puede entenderse, en un sentido amplio, la fe o creencia en la existencia de fuerzas sobrenaturales, o en un ser trascendente, suprahumano, todopoderoso (o Dios), al que se halla vinculado o religado el hombre. Desde el punto de vista de las relaciones entre el hombre y la divinidad, la religión se ca­ racteriza: a) por el sentimiento de dependencia del hombre res­ pecto a Dios; b) por la garantía de salvación de los males te­ rrenos que la religión ofrece al hombre en otro mundo. Esta caracterización, aplicada, sobre todo, al cristianismo significa: 1) la afirmación de Dios como verdadero sujeto, y la consiguiente negación de la autonomía del hombre; 2) la trasposición de la verdadera liberación del hombre a un mundo trascendente, ultraterreno, que sólo puede alcanzarse después de la muerte. Si la religión ofrece en un más allá la salvación de los males de este mundo, ello significa que reconoce la existencia real de esos males, es decir, la existencia de una limitación al pleno de­ senvolvimiento del hombre, y, en ese sentido, es «la expresión de la miseria real». Por otro lado, al prometer dicho desenvolvi­ miento en otra vida, ello significa que, aun en esta forma, la reli­ 86 ÉTICA gión no se conforma con los males de este mundo y que ofrece una solución a ellos, si bien en un mundo supraterreno, más allá del mundo real; en este sentido, la religión es «la protesta contra la miseria real». Cuando se pierde de vista que entraña una pro­ testa contra el mundo real, la religión cristiana se convierte en un instrumento de conformismo, resignación o conservadurismo; es decir, de renuncia a la lucha por transformar efectivamente este mundo terreno. Y tal es la función que históricamente ha cumplido la religión, durante siglos, al ponerse com o «ideolo­ gía» al servicio de la clase dominante. Pero no fue así en sus orígenes, cuando surgió como religión de los oprimidos - - d e los esclavos y los libertos— en Roma. Y , en nuestros días, va cobran­ do fuerza, dentro del cristianismo, una tendencia que enlaza con sus orígenes y se aparta de la tradición conformista que, durante siglos, ha proporcionado un fundamento teológico a los sistemas económico-sociales dominantes (esclavitud, feudalismo y capita­ lismo), para solidarizarse con las fuerzas que luchan por una transformación efectiva del mundo humano real. Cuando se habla de las relaciones entre la moral y la religión, hay que tener presente las consideraciones anteriores. Teniéndo­ las presente, podemos subrayar que la relación entre una y otra forma de comportamiento humano se da en cuanto que: a) la re­ ligión entraña cierta forma de regulación de las relaciones entre los hombres, o sea, cierta moral. En el cristianismo, los manda­ mientos de Dios son, a su vez, preceptos o imperativos morales; b) la religión se presenta como una garantía del fundamento ab­ soluto (Dios) de los valores morales, así como de su realización en el mundo. Sin religión, no hay — por tanto—· moral. La primera tesis —Ja religión entraña cierta moral—t se halla confirmada históricamente tanto por el comportamiento religioso de los hombres com o por su comportamiento moral. Una moral de inspiración religiosa ha existido y sigue existiendo, aunque de acuerdo con las formas efectivas que la religión — y en particu­ lar el cristianismo— ha adoptado, hay que reconocer que la mo­ ral que se presentaba com o cristiana era moral clasista, es decir, al servicio de los intereses y valores de la clase social dominante. Por lo que toca a la segunda tesis — Dios garante de la mo­ MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 87 ral— , cabe afirmar que, consecuentemente con ella, la falta de este fundamento o garantía acarrearía la imposibilidad de la mo­ ral. En las siguientes palabras del novelista ruso Dostoiewski, multitud de veces citadas, se expresa concentradamente esta po­ sición: «Si Dios no existiera, todo estaría permitido». N o habría, pues, una moral autónoma, que tuviera su fundamento en el hombre; sólo podría afirmarse la moral que tuviera su centro o fuente en Dios. Ahora bien, com o demuestra la propia historia de la huma­ nidad, la moral no sólo no tiene su origen en la religión, sino que es anterior a ésta. Durante miles y miles de años, el hombre primitivo vivió sin religión, pero no sin ciertas normas consuetu­ dinarias que regulaban las relaciones entre los individuos y la comunidad y que, aun en forma embrionaria, tenían ya un ca­ rácter moral. Así, pues, ftel hecho de que la religión implique cierta moral, y de que, para ella, Dios sea la garantía de los va­ lores morales y de la realización de la moral, no se desprende que la moral sea imposible sin la religión. La religión no crea la moral ni es condición indispensable —-en toda sociedad-^ de ella. Pero, evidentemente, existe una moral de inspiración religiosa que cumple también la función de regular las relaciones entre los hombres en consonancia con la función de la propia religión. Así, los principios básicos de esta moral: amor al prójimo, respe­ to a la persona humana, igualdad espiritual de todos los hombres, reconocimiento del hombre como persona (como fin) y no como cosa (medio o instrumento) han constituido, en una etapa histó­ rica dada (particularmente, en la época de la esclavitud y en la de la servidumbre feudal), un alivio y una esperanza para todos los oprimidos y explotados a los que se les negaba aquí en la tie­ rra amor, respeto, igualdad y reconocimiento. Pero, a la vez, las virtudes de esa moral (resignación, humildad, pasividad, etc.), al no contribuir a la solución inmediata y terrena de los males so­ ciales, han servido para mantener el mundo social que las clases dominantes estaban empeñadas en sustentar. Pero el viraje que comienza a apuntarse en nuestra época en el cristianismo — y es­ pecialmente en el seno del catolicismo postconciliar— , en el sen­ tido de que los cristianos se orienten más hacia este mundo y ha­ 88 ÉTICA d a el hombre, participando incluso con los no creyentes en su transformación real, imprime un nuevo sello a la moral de inspiradón religiosa. Esta doble orientación hacia el mundo real y hada el hombre permite que las viejas virtudes —resignación, humildad, conformismo, etc — cedan el paso a otras vinculadas al esfuerzo colectivo por la emancipación efectiva en este mundo real. Por otro lado, la moral cristiana así renovada coexiste con la moral de otros hombres que se guían por prindpios y valores exclusivamente humanos, es decir, con la moral de individuos o pueblos que revelan altas cualidades morales sin que su heroís­ mo, solidaridad, espíritu de sacrifido, etc., respondan a un estí­ mulo religioso. Vemos, pues, que si bien la religión imprime un sello pecu­ liar a la regulación moral de las relaciones entre los hombres, no se confirma en nuestro tiempo la tesis de que sin religión se vendría abajo la vida moral. Si el comportamiento moral y el religioso se han conjugado históricamente, y se conjugan todavía en nuestros días, con las peculiaridades que hemos señalado, de ello no se desprende que la moral haya de estar enfeudada nece­ sariamente a la religión. Si en el pasado, Dios era el fundamento y la garantía de la vida moral, hoy son cada día más los que buscan en el hombre mismo el fundamento y la garantía de ella. 3. M oral y p o l ít ic a Mientras que la moral regula las relaciones mutuas de los individuos, y entre éstos y la comunidad, la política comprende las relaciones entre grupos humanos (clases, pueblos o nacio­ nes). La política entraña asimismo la actividad de las clases o de los grupos sociales a través de sus organizaciones específicas — partidos políticos—- encaminada a consolidar, desarrollar, que­ brantar o transformar el régimen político-social existente. En la política se expresa abiertamente la actitud de los grupos sociales — determinada por diversos intereses, y particularmente los eco­ nómicos— con respecto a la conquista del poder estatal, o el mantenimiento y ejercicio de éste. La política abarca, pues, tanto MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 89 la actividad de los grupos sociales que tiende a mantener el orden social existente, a reformarlo o a cambiarlo radicalmente, como la actividad que desarrolla, en el orden nacional e internacio­ nal, el poder estatal mismo. La actividad política implica, asi­ mismo, la participación consciente y organizada de amplios sec­ tores de la sociedad; de ahí la existencia de proyectos y progra­ mas que fijan los objetivos mediatos o inmediatos, así com o los medios o métodos para conseguirlo. Así, pues, aunque se den también actos espontáneos de los individuos o grupos sociales, la política es una forma de actividad práctica, organizada y cons­ ciente. Los sujetos o agentes de la acción política son los individuos concretos, reales, pero como miembros de un grupo social deter­ minado (clase, partido, nación). A l actuar políticamente, los in­ dividuos defienden los intereses comunes del grupo social corres­ pondiente en sus relaciones con el Estado, con otras clases o con otros pueblos. En la política, el individuo encarna una función colectiva, y su actuación responde a un interés común. En la mo­ ral, en cambio, aunque lo colectivo está también siempre presen­ te, ya que el individuo nunca deja de ser un ser social, el ingre­ diente personal, íntimo, desempeña — como ya hemos señalado— un papel importante; en efecto, en sus relaciones morales con los demás, el individuo actúa como tal, es decir, tomando deci­ siones personales, interiorizando las normas generales y asu­ miendo una responsabilidad personal. Aunque las normas mora­ les que regulan los actos del individuo en un sentido u otro ten­ gan un carácter colectivo, y no propiamente individual, es el in­ dividuo el que tiene que decidir personalmente — es decir, libre y conscientemente— si las cumple o no, y asumir la correspon­ diente responsabilidad por la decisión tomada. La actividad polí­ tica desborda este plano personal, y aunque en definitiva sean individuos reales los que participan conscientemente en la polí­ tica, sus actos individuales sólo adquieren un sentido político en cuanto que se integran en la acción común o colectiva de un grupo. Vemos, pues, que política y moral se distinguen: a) porque los términos de las relaciones que establecen una y otra son dis­ 90 ÉTICA tintos (grupos sociales, en un caso; individuos, en otro); b) por el modo distinto de estar los hombres reales (los individuos) en una y otra relación; c) por el modo distinto de articularse en una y otra la relación entre lo individual y lo colectivo. Política y moral son formas de comportamiento que no pue­ den identificarse. Ni la política puede 'absorber a la moral, ni ésta puede reducirse a la política. La moral tiene un ámbito es­ pecífico al que no puede extenderse sin más la política. Culpar a un inocente es no sólo injusto, sino moralmente reprobable, aun­ que un Estado lo baga por razones políticas. D e la misma mane­ ra, la agresión contra un país pequeño y soberano es un acto inmoral, aunque el agresor trate de justificarlo políticamente (por los intereses de su seguridad nacional). Pero, a su vez, la política tiene un campo específico que impide que sea reducida a un capítulo de la moral. De ahí la necesidad de que ambas formas de comportamiento humano mantengan una relación mutua, pero conservando a la vez sus caracteres específicos, es decir, sin que una absorba a la otra, o la excluya por completo. A este respecto examinaremos dos posiciones extremas acer­ ca de las relaciones entre política y moral que nos permitirán situar a ambos en su verdadero terreno. Una es la del moralismo abstracto; otra, la del realismo político. El moralista abstracto juzga los actos políticos con un criterio moral, o, mejor dicho, moralizante. Sólo aprueba, por tanto, los actos que pueden ser alcanzados por medios «puros» que no in­ tranquilizan a la conciencia moral, o satisfacen plenamente las buenas intenciones o las exigencias morales del individuo. Una expresión histórico-concreta de esta actitud política moralizan­ te fue, en el siglo pasado, la de los socialistas utópicos (SaintSimon, Owen, Fourier, etc.), que pretendían transformar radi­ calmente el orden social imperante apelando a la persuasión individual, a la conciencia moral o a los corazones de los em­ presarios para alcanzar así un orden social económico que tu­ viera por base una justa distribución de la riqueza. Expresión de esa actitud moralizante es también la que juzga la labor de un gobernante sólo por sus virtudes o vicios personales, y pone las esperanzas de transformación política en la moralización de MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 91 los individuos, sin comprender que no se trata de un problema individual, ya que es una determinada estructura político-social la que hace posible que sus cualidades morales — positivas o nega­ tivas— se desarrollen o ahoguen. Este moralismo abstracto conduce a una reducción de la polí­ tica a la moral. Esto lleva, asimismo, a la impotencia política en acción, o —unte la imposibilidad práctica de efectuar esa reduc­ ción— a 1.a condena o renuncia a la política para refugiarse en la esfera pura y privada de la moral. Así, pues, el precio que el moralista abstracto ha de pagar por su actitud es, desde el punto de vista político, sumamente alto: la impotencia política, o la renuncia a la acción. Veamos, ahora, la posición opuesta por lo que toca a las rela­ ciones entre política y moral, o sea, la del llamado realismo po­ lítico. La tendencia legítima a hacer de la política una esfera específica, autónoma, y a no limitarla a los buenos deseos o in­ tenciones del político, culmina en la llamada política realista en la búsqueda de ciertos efectos a cualquier precio, cualesquiera que sean los medios a que haya que recurrir, con la consiguiente exclusión de la moral por considerarse que el dominio propio de ella es la vida privada. Esta separación absoluta de la política y la moral conduce, en el terreno de las relaciones internaciona­ les, al predominio del egoísmo nacional sobre cualquier otro mó­ vil, y a la justificación de cualquier medio para satisfacerlo: la agresión, el engaño, la presión en todas las formas, la violación de los compromisos contraídos, etc. El «realismo político» aspira así a sustraer los actos políticos, en nombre de la legitimidad de los fines, a toda valoración moral. Ambos modos de concebir las relaciones entre la política y la moral —*el moralismo abstracto y el realismo político— respon­ den a una disociación de la vida privada y de la vida pública, o también a la fragmentación del hombre real entre individuo y ciudadano, que caracteriza a la sociedad moderna. A esa escisión corresponde, en el plano ideológico y político, la escisión que, en formas distintas, postulan el moralismo abstracto y el «rea­ lismo» político. El primero centra la atención en la vida privada, y, consecuentemente, en la moral, entendida ésta, a su vez, como 92 ÉTICA una moral privada, intimista, subjetiva; la política interesa en cuanto pueden aplicársele las categorías de la moral. De no ser así, más vale refugiarse en la vida privada, y para mantener lim­ pias las manos y la conciencia, renunciar a la política. Pero, com o ya señalábamos, esto conduce a la impotencia política, o al abstencionismo político, con la particularidad de que con ello se contribuye objetivamente a que prevalezca otra política, que puede afirmarse justamente en el terreno abonado de la impo-' tencia y la abstención. El «realismo» político es también la expresión de la disocia­ ción de lo individual y lo colectivo, o de la vida privada y la vida pública. Pero aquí la atención se concentra en la vida pú­ blica, en la acción política correspondiente, dejando que la moral opere exclusivamente en el santuario íntimo de la conciencia. Se olvida así que la moral efectiva, como ya hemos señalado, es un hecho social, y que, por tanto, no puede ser considerada como un asunto totalmente privado o íntimo. Es una forma de regula­ ción de las relaciones entre los hombres que cumple una función social y que, justamente por ello, no puede ser separada de la política. En un sentido u otro, la política afirma o niega cierta moral, crea condiciones para su desarrollo y no puede sustraerse, por tanto, a cierta valoración moral. Pero, por otro lado, la po­ lítica para ser eficaz necesita asegurarse el consenso más pro­ fundo de los ciudadanos, y, en este sentido, necesita echar mano de la moral. Justamente, porque el hombre es un ser social, forzado a desenvolverse siempre individual y socialmente, con su interés personal y colectivo, no puede dejar de actuar, a la vez, moral y políticamente. Moral y política se hallan en una relación mu­ tua. Pero la forma concreta que adopte esa relación (de exclusión recíproca, o concordancia) dependerá del modo com o efectiva­ mente, en la sociedad, se den las relaciones entre lo individual y lo colectivo, o entre la vida privada y la vida pública. El hombre no puede renunciar a la moral, ya que ésta res­ ponde a una necesidad social; tampoco — al menos en un futuro previsible— a la política, ya que responde también a una necesi­ dad social. Pero, en una sociedad superior, sus relaciones han de MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 93 caracterizarse por su concordancia sin perder su ámbito propio. Por consiguiente, ni renuncia a la política en aras de la moral, ni exclusión de la moral en aras de la política. 4. M oral y derecho De todas las formas de comportamiento humano, el jurídico o legal (derecho) es el que se relaciona más estrechamente con el moral, ya que ambos se hallan sujetos a normas que regulan las relaciones de los hombres. Moral y derecho comparten una serie de rasgos esenciales, a la vez que se diferencian entre sí por otros específicos. Veamos, en primer lugar, los rasgos comunes a una y otra forma de con­ ducta humana. 1) El derecho y la moral regulan las relaciones de unos hombres con otros, mediante normas; postulan, por tanto, una conducta obligatoria o debida. En esto se asemejan también — co­ mo veremos—· al trato social. 2) Las normas jurídicas y morales tienen el carácter de im­ perativos; por ende, entrañan la exigencia de que se cumplan, es decir, de que los individuos se comporten necesariamente en cierta forma. En esto se diferencian de las normas técnicas que regulan las relaciones de los hombres con los medios de produc­ ción en el proceso técnico, y no tienen ese carácter de impera­ tivos. 3 ) El derecho y la moral responden a una misma necesidad social: regular las relaciones de los hombres con el fin de ase­ gurar cierta cohesión social. 4 ) La moral y el derecho cambian al cambiar históricamente el contenido de su función social (es decir, al operarse un cam­ bio radical en el sistema político-social). Por ello, estas formas de conducta humana tienen un carácter histórico. Así com o varía la moral de una época a otra, o de una sociedad a otra, va­ ría también el derecho. 94 ÉTICA Examinemos ahora las diferencias esenciales entre la moral y el derecho. 1) Las normas morales se cumplen a través del convenci­ miento interno de los individuos, y exigen, por tanto, una adhe­ sión íntima a dichas normas. En este sentido, cabe hablar de la interioridad de la vida moral. (El agente moral tiene que hacer suyas o interiorizar las normas que debe cumplir.) Las normas jurídicas no exigen ese convencimiento interno o adhesión ínti­ ma a ellas. (El sujeto debe cumplir la norma jurídica, aun sin estar convencido de que es justa, y, por consiguiente, aunque no se adhiera íntimamente a ella.) Cabe hablar, por esto, de la exterioridad del derecho. L o importante aquí es que la norma se cumpla, cualquiera que sea la actitud del sujeto (voluntaria o forzosa) hacia su cumplimiento. Si la norma moral se cumple por razones formales o exter­ nas, sin que el sujeto esté íntimamente convencido de que debe actuar conforme a ella, el acto moral no será moralmente bueno; en cambio, la norma jurídica cumplida formal o externamente, es decir, aunque el sujeto está convencido de que es injusta, e ínti­ mamente no quiera cumplirla, entraña un acto irreprochable des­ de el punto de vista jurídico. Así, pues, la interiorización de la norma, esencial en el acto moral, no lo es, por el contrario, en la esfera del derecho. 2) La coactividad se ejerce en la moral y en el derecho en distinta forma: es fundamentalmente interna, en la primera, y externa, en el segundo. Esto quiere decir que el cumplimiento de los preceptos morales se asegura, ante todo, por la convicción interna de que deben ser cumplidos. Y aunque la sanción de la opinión pública, con su aprobación o desaprobación, mueva a actuar en cierto sentido, se requiere siempre la adhesión íntima del sujeto en el comportamiento moral. Nada ni nadie puede obligarnos internamente a cumplir la norma moral. Lo cual sig­ nifica que el cumplimiento de las normas morales no está asegu­ rado por un mecanismo exterior coercitivo que pueda pasar sobre la voluntad. El derecho, en cambio, requiere dicho mecanismo, es decir, un aparato estatal capaz de imponer la observación de la MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 95 norma jurídica o de obligar al sujeto a comportarse en cierta forma, aunque no esté convencido de que debe comportarse así, y pasando, por tanto, si es necesario, por encima de su voluntad. 3 ) De este distinto modo de asegurar el cumplimiento de las normas morales y jurídicas se desprende, a su vez, que las prime­ ras no se hallan codificadas formal y oficialmente, en tanto que las segundas gozan de dicha expresión formal y oficial en forma de códigos, leyes y diversos actos estatales. 4 ) La esfera de la moral es más amplia que la del derecho. La moral afecta a todos los tipos de relación entre los hombres y a sus diferentes formas de comportamiento (así, por ejemplo, el comportamiento político, el artístico, el económico, etc., pueden ser objeto de calificación moral). El derecho, en cambio, regula las relaciones entre los hombres que son más vítales para el Es­ tado, las clases dominantes o la sociedad en su conjunto. Algunas formas de conducta humana (criminalidad, holgaza­ nería, robo, etc.) caen en la esfera del derecho en cuanto que violan normas jurídicas, y en la de la moral, en cuanto que que­ brantan normas morales. Lo mismo cabe decir de ciertas for­ mas de organización social com o el matrimonio, la familia, y las relaciones correspondientes (entre los esposos, padres e hijos, etcétera). Otras relaciones entre los individuos, como el amor, la amistad, la solidaridad, etc., no son objeto de regulación jurí­ dica, sino solamente moral. 5) En virtud de que la moral cumple — como ya hemos se­ ñalado-^ una función social vital, se da históricamente desde que existe el hombre com o ser social y, por tanto, con anteriori­ dad a cierta forma específica de organización social (la sociedad dividida en clases) y a la aparición del Estado. Puesto que la moral no requiere la coacción estatal, ha podido existir antes de que surgiera el Estado. El derecho, en cambio, por estar vincula­ do necesariamente a un aparato coercitivo exterior de naturale­ za estatal, se halla ligado a la aparición del Estado. 6) La distinta relación de la moral y el derecho con el Esta­ do explica, a su vez, la distinta situación de ambas formas de conducta humana en una misma sociedad. Puesto que la moral no se halla ligada necesariamente al Estado, en una misma socie­ 96 ÉTICA dad puede darse una moral que corresponde al poder estatal vi­ gente, y una moral que entra en contradicción con él. N o ocurre lo mismo con el derecho, ya que al estar éste ligado necesaria­ mente al Estado, sólo existe un derecho o sistema jurídico único para toda la sociedad, aunque dicho sistema no tenga el respaldo moral de todos los miembros de ella. Así, pues, en la sociedad dividida en clases antagónicas sólo existe un derecho — ya que sólo existe un Estado—^, mientras que coexisten dos o más mora­ les diversas u opuestas. 7) E l campo del derecho y de la moral, respectivamente, así com o su relación mutua, tienen un carácter histórico. La esfera de la moral se amplía, a expensas de la del derecho, a medida que los hombres observan las reglas fundamentales de la convi­ vencia voluntariamente, sin necesidad de coacción. Esta amplia­ ción de la esfera de la moral con la consiguiente reducción de la esfera del derecho es índice, a su vez, de ¡un progreso social. El paso a una organización social superior entraña la sustitución de cierta conducta jurídica por otra, moral. En efecto, cuan­ do el individuo regula sus relaciones con los demás n o bajo la amenaza de una pena y con la ayuda de la coacción exterior, sino por la convicción íntima de que debe actuar así, puede afirmar­ se que estamos ante una forma de comportamiento humano más elevado. Así, pues, las relaciones entre derecho y moral, que cambian históricamente, revelan en un momento dado el nivel en que se encuentra el progreso espiritual de la humanidad, así com o el progreso político-social que lo hace posible. En conclusión: la moral y el derecho comparten rasgos co­ munes y muestran, a su vez, diferencias esenciales, pero estas relaciones, que poseen asimismo un carácter histórico, tienen por base la naturaleza del derecho como comportamiento humano sancionado por el Estado, y la naturaleza de la moral com o con­ ducta que no requiere dicha sanción estatal, y se apoya exclusi­ vamente en la autoridad de una comunidad, expresada en nor­ mas, y acatada voluntariamente. MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 5. M oral y trato 97 s o c ia l La conducta normativa no se reduce a la moral y el derecho. Existe también otro tipo de comportamiento normativo que no se identifica con el derecho y la moral, y dentro del cual figuran las diversas formas, de saludo, de dirigirse una persona a otra, de atender a un amigo o a un invitado en casa, de vestir con deco­ ro, etc., así com o las diferentes manifestaciones de la cortesía, el tacto, la finura, la caballerosidad, la puntualidad, la galantería, etcétera. Se trata, com o vemos, de un sinnúmero de actos, regidos por las correspondientes reglas o normas de convivencia, que cubren el ancho campo — muy extenso en la vida cotidiana-- de los convencionalismos sociales o del trato social. Algunos de estos actos — como por ejemplo, el saludo, las visitas de cortesía, el hablar de usted a personas mayores, el tu­ teo entre los jóvenes, colegas o compañeros de trabajo, el quitarse el sombrero en un lugar cerrado, etc.—■ se rigen por reglas que pasan de una sociedad a otra a través del tiempo, y son comunes a diferentes países y distintos grupos sociales. Sin embargo, las manifestaciones concretas del trato social cambian históricamen­ te, e incluso, en una misma época, de un país a otro, y de una clase social a otra. Así, por ejemplo, en la Edad Media la aristo­ cracia feudal tenía sus propios modales, que pasaban por ser los de «buen tono», en tanto que «los de abajo», la plebe, tenía los suyos. Las reglas generalmente aceptadas suelen ser, en el trato social, las de la clase o el grupo social dominante. Por esta razón, cuando nuevas fuerzas sociales impugnan el dominio de las clases sociales ya caducas, o tratan de expresar su disconfor­ midad con la vieja sociedad, recurren también a una violación deliberada de las reglas aceptadas del trato social para poner de manifiesto así su protesta o descontento. De este modo procedía, por ejemplo, el burgués del siglo x v m en Francia con respecto a las «buenas maneras» de la nobleza, y así procedían también en el siglo x ix los artistas bohemios o «malditos» al mostrar su desprecio por el mundo social prosaico y utilitario en que vi­ vían, no sólo con su arte (justamente con el «arte por el arte»), sino también con su desaliño en el vestir. 7. — ÉTICA 98 ÉTICA Detengámonos ahora, brevemente, en las relaciones entre mo­ ral y trato social, puntualizando lo que une y distingue a am­ bas formas de comportamiento humano. 1) A l igual que el derecho y la moral, el trato social cumple la función de regular las relaciones con los individuos, regulación que contribuye — como las de las otras formas de conducta nor­ mativa— a asegurar la convivencia social en el marco de un or­ den social dado. 2 ) Las reglas del trato social —*al igual que las normas mo­ rales— se presentan com o obligatorias, y en su cumplimiento in­ fluye considerablemente la opinión de los demás. Sin embargo, por fuerte que sea esta coacción exterior, nunca adquiere un carácter coercitivo. 3) Como sucede en la moral, el trato social no dispone de un mecanismo coercitivo que pueda obligar a cumplir, incluso contra la voluntad del sujeto, sus reglas o normas. Éstas, por ejemplo, obligan a devolver el saludo de un conocido, o a ceder el asiento a un anciano, pero nada ni nadie puede obligar por la fuerza a cumplir esa obligación. Esto no quiere decir que ese incumplimiento quede impune, ya que la opinión de los demás, con su desaprobación, lo sanciona. 4 ) Las reglas del trato social — como el derecho—- no exigen el reconocimiento, la adhesión íntima o su sincero cumplimiento por parte del sujeto. Aunque la adhesión a la regla puede darse íntimamente, el trato social constituye esencialmente un tipo de comportamiento humano formal y externo. Por su exterioridad, puede entrar en contradicción con la convicción íntima, com o su­ cede al saludar cortésmente a una persona a la que en el fuero interno se detesta. Por esta razón, cuanto más externo y formal es el trato social, tanto más insincero, falso o hipócrita puede volverse. De ahí que, en la valoración de la conducta de indivi­ duo, desempeña un papel inferior al de la moral. En suma: el trato social constituye una conducta normativa que trata de regular formal y exteriormente la convivencia de los individuos en la sociedad, pero sin el apoyo de la convicción y adhesión íntimas del sujeto (característico de la moral) y sin MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 99 la imposición coercitiva del cumplimiento de las reglas (inheren­ te al derecho). 6. M oral y c ie n c ia El problema de las relaciones entre ciencia y moral puede plantearse en dos planos: a) con respecto a la naturaleza de la moral. En este plano se trata de determinar si cabe hablar del carácter científico de la moral; b) con respecto al uso social de la ciencia. En este plano, cabe hablar del papel moral del hom­ bre de ciencia o de la actividad del científico. La primera cuestión ya la hemos abordado al definir a la ética como ciencia de la moral. Insistiendo en lo que ya señalá­ bamos, agregaremos ahora que las ciencias son un conjunto de proposiciones o juicios acerca de lo que las cosas son; enuncian o indican lo que algo es. Sus enunciados no tienen un carácter nor­ mativo, es decir, no señalan lo que algo debe ser. En cuanto ciencia, la ética es también un conjunto de enunciados acerca de un objeto propio, o del sector de la realidad humana que llamamos moral. D e este objeto de la ética forman parte, como ya hemos visto, las normas y los actos morales que se ajustan a ellas. La ética nos dice qué es la norma moral, pero no postula o establece normas; estudia un tipo de conducta normativa, pero no es el teórico de la moral, sino el hombre real, el que establece determinadas reglas de conducta. Subrayado esto, es evidente que la moral —« n su doble plano: ideal y real, normativo y fáctico— no es ciencia, ya que tiene una estructura normativa. La moral responde a la necesidad social de regular en cierta forma las ac­ ciones de los individuos en una comunidad dada; no es, por tan­ to, la necesidad de aprender lo que algo es, es decir, de cono­ cerlo, lo que determina la existencia de la moral. La moral no es conocimiento, o teoría de algo real, sino ideología, o sea, con­ junto de ideas, normas y juicios de valor — junto con los actos humanos correspondientes— , que responden a los intereses de un grupo social. Ahora bien, la moral tiene por base determinadas condicio­ 100 ÉTICA nes históricas y sociales, así com o determinada constitución psí­ quica y social del hombre. Corresponde a la ética examinar las condiciones de posibilidad de la moral, y en ese sentido puede ser útil a la moral misma. En efecto, una moral basada en un tratamiento científico de los hechos morales, y que, por tanto, tenga en cuenta las posibilidades objetivas y subjetivas de reali­ zación que el conocimiento ético le puede mostrar, no será cier­ tamente científica por su estructura —-ya que ésta será siempre normativa— , pero sí podrá basarse en el conocimiento científico que le brindan la ética, y junto con ella, la psicología, la histo­ ria, la antropología, la sociología, etc., es decir, las ciencias que estudian la realidad humana. De este modo sin dejar de ser ideo­ logía, la moral podrá estar en relación — no por su estructura, sino por su fundamento mismo— con la ciencia. La segunda cuestión se refiere al contenido moral de la acti­ vidad del científico; o sea, a la responsabilidad moral que asume: a) en el ejercicio de su actividad, y b) por las consecuencias so­ ciales de ella. En el primer caso, el científico ha de poner de manifiesto una serie de cualidades morales cuya posesión asegura una mejor realización del objetivo fundamental que preside su actividad, a saber: la búsqueda de la verdad. Entre estas cuali­ dades morales, propias de todo verdadero hombre de ciencia, figuran prominentemente la honestidad intelectual, el desinterés personal, la decisión en la defensa de la verdad y en la crítica de la falsedad, etc. Pero, en nuestra época, que se caracteriza por la enorme elevación del papel de la ciencia en el progreso tecno­ lógico, el contenido moral de la actividad científica se precisa y enriquece aún más. La ciencia se convierte cada vez más en una fuerza productiva y, a la vez, en una fuerza social. Pero el uso de la ciencia puede acarrear grandes bienes o terribles males a la humanidad. Aplicada con fines bélicos, puede convertirse en una enorme fuerza de destrucción y de exterminio en masa. N o es casual, por ello, la atención que los departamentos militares de algunas potencias conceden a los estudios científicos, y que los países débiles sean objeto de un verdadero saqueo de sus me­ jores cerebros. En cuanto que la ciencia — no siendo ideológica por su estructura— puede estar al servicio de los fines más no­ MORAL Y OTRAS NORMAS DE CONDUCTA 101 bles, o de los más perniciosos para el género humano, el cientí­ fico no puede permanecer indiferente ante las consecuencias sociales de su labor, es decir, ante el uso que se haga de sus in­ vestigaciones y descubrimientos. Así lo han comprendido muchos de los grandes hombres de ciencia de nuestra época, encabezados por la mayoría de los Premios Nobel, al oponerse al empleo de las bombas atómicas y de hidrógeno, y al uso destructivo de muchos descubrimientos científicos. La ciencia, en este aspecto (es decir, por su uso, por las con­ secuencias de su aplicación) no puede ser separada de la moral. Pero debe quedar claro que su calificación moral no puede recaer sobre el contenido propio e interno de ella, ya que la investiga­ ción científica en cuanto tal es neutra moralmente. Las conside­ raciones morales, en este terreno, perturbarían la objetividad y validez de las proposiciones científicas, y la transformarían en mera ideología. Pero si la ciencia en cuanto tal no puede ser calificada moralmente, puede serlo, en cambio, la utilización que se haga de ella, los fines e intereses que sirve y las consecuen­ cias sociales de su aplicación. En este aspecto, el hombre de cien­ cia no puede permanecer indiferente al destino social de su acti­ vidad, y ha de asumir por ello una responsabilidad moral, sobre todo cuando se trata de investigaciones científicas cuyo uso y consecuencias son de vital importancia para la humanidad. Así lo comprenden hoy los grandes científicos que se interesan por los problemas morales que les plantea su propia actividad, co­ rroborando con ello que la ciencia no puede dejar de estar rela­ cionada con la moral. C a p ít u l o 5 RESPONSABILIDAD MORAL, DETERMINISMO Y LIBERTAD 1. C o n d ic io n e s de la r e s p o n s a b il id a d m oral Hemos señalado anteriormente (cap. 2) que uno de los ín­ dices fundamentales del progreso moral es la elevación de la responsabilidad de los individuos o grupos sociales en su com­ portamiento moral. Ahora bien, si el enriquecimiento de la vida moral entraña la elevación de la responsabilidad personal, el problema de determinar las condiciones de dicha responsabili­ dad adquiere una importancia primordial. En efecto, actos pro­ piamente morales sólo son aquellos en los que podemos atribuir al agente una responsabilidad no sólo por lo que se propuso rea­ lizar, sino también por los resultados o consecuencias de su acción. Pero el problema de la responsabilidad moral se halla estrechamente ligado, a su vez, al de la necesidad y libertad hu­ manas, pues sólo si se admite que el agente tiene cierta libertad de opción y decisión cabe hacerle responsable de sus actos. No basta, por ello, juzgar determinado acto conforme a una norma o regla de acción, sino que es preciso examinar las condi­ ciones concretas en que aquél se produce a fin de determinar si se da el margen de libertad de opción y decisión necesario para poder imputarle una responsabilidad moral. Así, por ejem­ plo, se podrá convenir fácilmente en que robar es un acto repro­ bable desde el punto de vista moral y que lo es aún más si la 104 ÉTICA víctima es un amigo. Si Juan roba un cubierto en la casa de su amigo Pedro, la reprobación moral de este acto no ofrece, al pa­ recer, duda alguna. Y , sin embargo, tal vez sea un tanto precipi­ tada si no se toman en cuenta las condiciones peculiares en que se produce el acto por el que se condena moralmente a Juan. En una apreciación inmediata, su condena se justifica ya que robar a un amigo no tiene excusa, y al no ser excusable la acción de Juan n o se le puede eximir de responsabilidad. Pero suponga­ mos que Juan no sólo se halla unido por una estrecha amistad a Pedro, sino que su situación económica no permite abrigar la sospecha de que tenga necesidad de cometer semejante acción. Nada de esto podría explicar el robo. Sin embargo, todo se acla­ ra cuando sabemos que Juan es cleptómano. ¿Seguiríamos enton­ ces haciéndole responsable y, como tal, reprobando su acción? Es evidente que no; en estas condiciones ya no sería justo imputarle una responsabilidad y, por el contrario, habría que eximirle de ella al ver en él a un enfermo que realiza un acto — normalmente indebido-^ por no haber podido ejercer un control sobre sí. El ejemplo anterior nos permite plantear esta cuestión: ¿cuá­ les son las condiciones necesarias y suficientes para poder impu­ tar a un sujeto una responsabilidad moral por determinado acto? O también, en otros términos: ¿en qué condiciones puede ser alabada o censurada una persona por su conducta? ¿Cuándo pue­ de afirmarse que un individuo es responsable de sus actos o se le puede eximir total o parcialmente de su responsabilidad? Desde Aristóteles contamos ya con una vieja respuesta a es­ tas cuestiones; en ella se señalan dos condiciones fundamentales: a) Que el sujeto no ignore las circunstancias ni las conse­ cuencias de su acción; o sea, que su conducta tenga un'carácter consciente. b) Que la causa de sus actos esté en él mismo (o causa in­ terior), y no en otro agente (o causa exterior) que le obligue a actuar en cierta forma, pasando por encima de su voluntad; o sea, que su conducta sea libre. Así, pues, sólo el conocimiento, por un lado, y la libertad, por otro, permiten hablar legítimamente de responsabilidad. Por el RESPONSABILIDAD, DETERMINISMO Y LIBERTAD 105 contrario, la ignorancia, de una parte, y la falta de libertad de otra (entendida aquí como coacción) permite eximir al sujeto de la responsabilidad moral. Veamos más detenidamente estas dos condiciones fundamen­ tales. 2. L a IGNORANCIA Y LA RESPONSABILIDAD MORAL Si sólo podemos hacer responsable de sus actos al sujeto que elige, decide y actúa conscientemente, es evidente que debemos eximir de responsabilidad moral al que no tiene conciencia de lo que hace, es decir, a quien ignora las circunstancias, natura­ leza o consecuencias de su acción. La ignorancia en este amplio sentido se presenta, pues, como una condición eximente de la responsabilidad moral. Así, por ejemplo, al que da al neurótico Y un objeto que des­ pierta en él una reacción específica de ira no se le puede hacer responsable de su acción si alega fundadamente que ignoraba que estuviera ante un enfermo de esa naturaleza, o que el objeto en cuestión pudiera provocar en él una reacción tan desagrada­ ble. Ciertamente, al ignorar X las circunstancias en que se pro­ ducía su acción, no podía prever las consecuencias negativas de ella. Pero no basta afirmar que ignoraba esas circunstancias para eximirle de una responsabilidad. Es preciso agregar que no sólo no las conocía, sino que no podía ni estaba obligado a cono­ cerlas. Sólo así su ignorancia le excusa de la responsabilidad correspondiente. En cambio, los familiares del neurótico Y que le permitieron ir a casa de X y que, una vez en ella, no le advir­ tieron de la susceptibilidad de Y ante el objeto en cuestión, sí pueden ser considerados moralmente responsables de lo sucedido, ya que conocían la personalidad de Y y las consecuencias posibles para él del acto realizado por X . Vemos, pues, que en un caso, la ignorancia exime de la responsabilidad moral y, en otro, justifica plenamente ésta. Sin embargo, debe preguntarse acto seguido: ¿la ignorancia es siempre una condición suficiente para eximir de la respon­ 106 ÉTICA sabilidad moral? Antes de responder a esta cuestión, pongamos un nuevo ejemplo: el conductor que estaba efectuando un largo viaje y chocó con otro que estaba averiado en un recodo de la carretera, provocando graves daños materiales y personales, pue­ de alegar que no vio al automóvil allí estacionado (es decir, que ignoraba su presencia) a causa de que la luz de los faros de su coche era muy débil. Pero esta excusa no es moralmente acepta­ ble, ya que pudo y debió ver al coche averiado si hubiera revi­ sado sus luces como está obligado a hacerlo moral y legalmente quien se dispone a hacer un largo viaje de noche por carretera. Ciertamente, en este caso el conductor ignoraba, pero pudo y debió no ignorar. Así, pues, la tesis de que la ignorancia exime de responsabi­ lidad moral tiene que ser precisada, pues hay circunstancias en que el agente ignora lo que pudo haber conocido, o lo que estaba obligado a conocer. En pocas palabras, la ignorancia no puede eximirle de su responsabilidad, ya que él mismo es responsable de no saber lo que debía saber. Pero, como hemos señalado antes, la ignorancia de las cir­ cunstancias en que se actúa, del carácter moral de la acción —^de su bondad o maldad— , o de sus consecuencias no puede dejar de ser tomada en cuenta, particularmente cuando es debida al nivel en que se encuentra el sujeto en su desarrollo moral perso­ nal, o al estado en que se halla la sociedad en su desenvolvimien­ to histórico, social y moral. Así, por ejemplo, el niño — en cierta fase de su desarrollo— mientras no ha acumulado la experiencia social necesaria, y únicamente posee una conciencia moral embrionaria, no sólo ig­ nora las consecuencias de sus actos, sino que desconoce también la naturaleza buena o mala de ellos, con la particularidad de que no podemos hacerle responsable — en un caso y otro—; de su ignorancia. Por la imposibilidad subjetiva de superarla, queda exento de una responsabilidad moral. Algo semejante puede decirse de los adultos por lo que toca a su comportamiento in­ dividual, considerado éste desde el punto de vista de la necesidad histórico-social. Y a hemos subrayado antes que la estructura económico-social de la sociedad abre y cierra determinadas posi­ RESPONSABILIDAD, DETERMINISMO Y LIBERTAD 107 bilidades al desarrollo moral, y, consecuentemente, al comporta­ miento moral del individuo en cada caso concreto. En la antigua sociedad griega, por ejemplo, las relaciones propiamente mora­ les sólo podían encontrarse entre los hombres libres, y, por el contrario, no podían darse entre los hombres libres y los escla­ vos, ya que éstos no eran reconocidos como personas por los pri­ meros. El individuo — el ciudadano de la polis— no podía ir en su comportamiento moral más allá del marco histórico-social en que estaba situado, o del sistema del cual era una criatura; por ello, no podía tratar moralmente a un esclavo. Ignoraba — y no podía dejar de ignorar—^ como lo ignoraba la mente más sabia de su tiempo: Aristóteles, que el esclavo era también un ser humano, y no un simple instrumento. Dado el nivel de desa­ rrollo social y espiritual de la sociedad en que vivían, no podemos hacer responsables individualmente de su ignorancia a aquellos hombres. Por consiguiente, no podemos considerarlos tampoco responsables moralmente del trato que daban a los esclavos. ¿Cómo podríamos hacerles responsables de lo que ignoraban y — dadas las condiciones económicas, sociales y espirituales de la sociedad griega esclavista— , no podían dejar de ignorar? En suma: la ignorancia de las circunstancias, naturaleza o consecuencias de los actos humanos, permite eximir al individuo de su responsabilidad personal, pero esa exención sólo estará justificada, a su vez, cuando el individuo en cuestión no sea res­ ponsable de su propia ignorancia; es decir, cuando se encuentre en la imposibilidad subjetiva (por razones personales) u objetiva (por razones históricas y sociales) de ser consciente de su pro­ pio acto. 3. C o a c c ió n e x t e r io r y r e s p o n s a b il id a d moral La segunda condición fundamental para que pueda hacerse responsable a una persona de un acto suyo es que la causa de éste se halle en él mismo, y no provenga del exterior, es decir, de algo o alguien que le obligue —^contra su voluntad— a reali­ zar dicho acto. Dicho en otros términos: se requiere que la per­ 108 ÉTICA sona en cuestión no se halle sometida a una coacción exterior. Cuando el agente moral se encuentra bajo el imperio de una coacción exterior, pierde el control sobre sus actos y se le cierra el camino de la elección y la decisión propias, realizando así un acto no escogido ni decidido por él. En cuanto que la causa del acto está fuera del agente, escapa a su poder y control, y se le cierra la posibilidad de decidir y actuar de otra manera, no se le puede hacer responsable de la forma en que ha actuado. Veamos un ejemplo. Un automovilista que marcha por la ciu­ dad a la velocidad permitida y que maneja expertamente, se en­ cuentra de pronto ante un peatón que cruza imprudentemente la calle. Para no atropellarlo, se ve obligado a hacer un brusco vi­ raje a consecuencia del cual arrolla a una persona que estaba en la esquina, esperando tomar el tranvía. ¿Es responsable moral­ mente el conductor? Éste alega que no pudo prever el movimiento del peatón, y que no tuvo otra alternativa que hacer lo que hizo para no matarlo, aunque su acción tuvo una consecuencia tam­ bién inesperada e imprevisible: arrollar a otro transeúnte. No hizo lo que hubiera querido hacer, sino lo que le dictaron e im­ pusieron circunstancias externas. T odo lo que sucedió escapó a su control; no escogió ni decidió libremente. La causa de su acto estaba fuera de él; por eso arguye con razón que no se considera responsable de lo sucedido. La coacción exterior exime aquí de la responsabilidad moral. Lo cual quiere decir asimismo que la ausencia de una coacción exterior de ese género es indispensable para que pueda atribuirse al agente una responsabilidad moral. Pero, com o ya señalaba Aristóteles, la coacción exterior pue­ de provenir no de algo —^circunstancias extrañas— que obliga a actuar en cierta forma contra la voluntad del agente, sino de alguien que consciente y voluntariamente le obliga a realizar un acto que no quiere realizar, es decir, que el agente no ha esco­ gido ni decidido. Veamos este ejemplo. Si alguien, pistola en mano, obliga a Pedro a escribir unas líneas en que se difama a otra persona, ¿podría considerársele moralmente responsable de lo que ha es­ crito? O veamos este otro ejemplo. Si X debe acudir en ayuda de su amigo Y , que se halla en una situación muy apurada, y Z, un RESPONSABILIDAD, DETERMINISMO Y LIBERTAD 109 enemigo suyo, se lo impide, cerrándole el paso al hacer uso de una fuerza superior a la suya, ¿no quedará X exento de toda responsabilidad moral por graves que sean las consecuencias de no haber ayudado a Y ? En este caso, la coacción exterior, física, ejercida por Z no le dejó opción; es decir, no le permitió actuar en la forma que hubiera querido. Pero la causa de no haberle ayudado no estaba en X , sino fuera de él. En casos semejantes, la coacción es tan intensa que no queda margen — o si queda, es estrechísimo— para decidir y actuar conforme a la voluntad propia. La coacción es tan fuerte que, en algunos casos como el del primer ejemplo, la resistencia a la coacción del agente exterior entraña riesgos gravísimos incluso para la propia vida. La experiencia histórica nos dice que inclu­ so en situaciones semejantes ha habido hombres que han asumido su responsabilidad moral. Pero los métodos refinados de coacción son tan poderosos que el agente puede verse obligado a hacer lo que normalmente no hubiera deseado. El sujeto queda entonces excusado moralmente, pues la resistencia física y espiritual tiene un límite, pasado el cual el sujeto pierde el dominio y el control sobre sí mismo. Vemos, pues, que la coacción exterior puede anular la volun­ tad del agente moral y eximirle de su responsabilidad personal, pero esto no puede ser tomado en un sentido absoluto, ya que hay casos en que, pese a sus formas extremas, le queda un mar­ gen de opción y, por tanto, de responsabilidad moral. Por consi­ guiente, cuando Aristóteles señala la ausencia de coacción exte­ rior como condición necesaria de la responsabilidad moral, ello no significa que el agente no pueda resistir, en ningún caso, a dicha coacción, y que siempre que se encuentre bajo ella no sea responsable moralmente de lo que hace. Si dicha condición se postulara en términos tan absolutos, se llegaría en muchos ca­ sos a reducir enormemente el área de la responsabilidad moral. Y esa reducción sería menos legítima tratándose de actos cuyas consecuencias afectan profundamente a amplios sectores de la población, o a la sociedad entera. Recuérdese, a este respecto, lo que sucedió en el famoso pro­ ceso de Nüremberg contra los altos jefes del nazismo alemán: 110 ÉTICA ninguno de ellos aceptó su responsabilidad legal (y, menos aún, moral) por los monstruosos crímenes cometidos por los nazis. Todos ellos alegaban o bien ignorancia de los hechos, o bien la necesidad de cumplir órdenes superiores. Y si así se comporta­ ban los más altos dirigentes del nazismo, con mayor razón en es­ calas jerárquicas inferiores alegaban lo mismo (la imposibilidad de resistir a una coacción exterior) los generales y oficiales que ordenaban saquear, fusilar o incendiar, los jefes implacables de los campos de concentración que sometían a los prisioneros al trato más inhumano, o los médicos que realizaban terribles ex­ perimentos con seres humanos vivos (trasplante de tejidos y órganos en ellos, esterilización a la fuerza, vacunación de enfer­ medades infecciosas, etc.). Es evidente que la ignorancia, en unos casos, o la coacción, en otros — de acuerdo con lo que hemos afirmado anteriormente— , no podían absolver a los nazis de su responsabilidad penal y, menos aún, de la moral. Sin embargo, la coacción exterior, en las dos formas que aca­ bamos de examinar, puede eximir al agente, en determinadas situaciones, de la responsabilidad moral de actos que, si bien se presentan com o suyos, no lo son en realidad, ya que tienen su causa fuera de él. 4. C o a c c ió n in t e r n a y r e s p o n s a b il id a d m oral Si el agente no es responsable de los actos que tienen su cau­ sa fuera de él, ¿lo será, en cambio, de todos aquellos que tienen su causa o fuente en él mismo? ¿N o pueden darse actos cuya causa habite en el interior del sujeto, y de los cuales no sea responsable moralmente? Antes de responder a estas cuestiones, debemos insistir en que, en términos generales, el hombre sólo puede ser moralmente responsable de los actos cuya naturaleza conoce y cuyas consecuencias puede prever, así como de aquellos que, por realizarse en ausencia de una coacción extrema, se ha­ llan bajo su dominio y control. Partiendo de estas afirmaciones generales, podemos decir que un individuo normal es responsable moralmente del robo co­ RESPONSABILIDAD, DETERMINISMO Y LIBERTAD 111 metido por él, pero que no lo es, por el contrario, el cleptómano que roba por un impulso irresistible. El asesinato es reprobable moralmente, y el que lo comete contrae — además de otras res­ ponsabilidades— una responsabilidad moral. Pero, ¿podríamos considerar moralmente responsable al neurótico que mata en un momento de crisis aguda? El hombre que lanza frases obscenas a una mujer merece nuestra reprobación, y el que comete un acto de esa naturaleza contrae una responsabilidad moral. Pero, ¿es también moralmente responsable el enfermo sexual que, im­ pulsado por móviles subconscientes, trata de afirmar así su per­ sonalidad? Es evidente que en estos tres casos: la cleptomanía, la neu­ rosis o un desajuste sexual impulsan de un modo irresistible, respectivamente, a robar, matar y ofender de palabra. En todos ellos, el sujeto no es consciente, al menos en el momento en que realiza dichos actos, de sus móviles verdaderos, de su naturaleza moral y de sus consecuencias. Tal vez posteriormente, cuando lo ocurrido ya sea irremediable, el sujeto adquiera conciencia de todo ello, pero incluso así no podrá garantizar no volver a hacer lo mismo bajo un impulso irresistible o una motivación incons­ ciente. Los psiquiatras y psicoanalistas conocen muchos casos de este género, es decir, casos de individuos que realizan actos que tienen su causa en ellos mismos, y que, sin embargo, no se les puede considerar responsables moralmente. Actúan bajo una coacción interna que no pueden resistir y, por tanto, aunque sus actos tengan su causa en su interior, no son propiamente suyos, ya que no han podido ejercer un control sobre ellos. La coacción interna es tan fuerte que el sujeto no podía obrar de otro modo que como obró, y no realizó lo que libre y consciente­ mente hubiera querido. Ahora bien, hemos de señalar que los ejemplos antes citados son casos extremos; o sea, casos de coacción interna a la que el sujeto no le es posible resistir en modo alguno. Son los casos de personas enfermas, o de otras que si bien se comportan de un modo normal muestran zonas de conducta que se caracterizan por su anormalidad (com o sucede con el cleptómano, que se compor­ ta normalmente hasta que se encuentra frente al objeto que des­ 112 ÉTICA pierta en él el impulso irresistible de robarlo). Y , ciertamente, aunque es difícil trazar la línea divisoria entre lo normal y lo anormal (o enfermizo) en el comportamiento de los seres huma­ nos, es evidente que las personas que solemos considerar norma­ les no actúan en general bajo una coacción interna irresistible, aunque es indudable que se encuentran siempre bajo una coacción interna relativa (de deseos, pasiones, impulsos o motivaciones in­ conscientes en general). Pero, normalmente, esta coacción inte­ rior no es tan poderosa com o para anular la voluntad del agente e impedirle una opción, y, por tanto, contraer una responsabili­ dad moral en cuanto que mantiene cierto dominio y control sobre sus propios actos. 5. R e s p o n s a b il id a d m oral y l ib e r t a d La responsabilidad moral requiere, como hemos visto, la ausencia de coacción exterior o interior, o bien, la posibilidad de resistir en mayor o menor grado a ella. Presupone, por consi­ guiente, que el agente actúa no como resultado de una coacción irresistible, que no deja al sujeto opción alguna para actuar de otra manera, sino com o fruto de la decisión de actuar como que­ ría actuar, cuando pudo haber actuado de otro modo. La respon­ sabilidad moral presupone, pues, la posibilidad de decidir y ac­ tuar venciendo la coacción exterior o interior. Pero si el hombre puede resistir —dentro de ciertos límites— la coacción, y es libre en este sentido, ello no quiere decir que el problema de la res­ ponsabilidad moral en sus relaciones con la libertad haya que­ dado completamente esclarecido, pues aunque el hombre'pueda actuar libremente en ausencia de una coacción exterior o inte­ rior, siempre se encuentra sujeto — incluso cuando no se halla sometido a coacción— a causas que determinan su acción. Y si nuestra conducta está así determinada, ¿en qué sentido podemos afirmar entonces que somos responsables moralmente de nuestros actos? Por un lado, la responsabilidad moral requiere la posibili­ dad de decidir y actuar libremente, y, por otro, formamos parte de un mundo causalmente determinado. ¿Cómo pueden ser com­ RESPONSABILIDAD, DETERMINISMO Y LIBERTAD 113 patibles, en tanto que habitantes de ese mundo, la determinación de nuestra conducta y la libertad de la voluntad? Sólo hay res­ ponsabilidad moral, si hay libertad. ¿Hasta qué punto entonces puede hablarse de que el hombre es responsable moralmente de sus actos, si éstos no pueden dejar de estar determinados? Vemos, pues, que el problema de la responsabilidad moral depende, en su solución, del problema de las relaciones entre necesidad y libertad, o, más concretamente, de las relaciones en­ tre la determinación causal de la conducta humana y la libertad de la voluntad. Es, pues, forzoso que hayamos de abordar este viejo proble­ ma ético en el que encontramos dos posiciones diametralmente opuestas, y un intento de superación dialéctica de ellas. 6. T res p o s ic io n e s fundam entales en e l problem a DE LA LIBERTAD Sin abordar el problema de las relaciones entre necesidad y libertad, y, en particular, de la libertad de la voluntad, no se pueden resolver los problemas éticos fundamentales, y, muy es­ pecialmente, el de la responsabilidad moral. Nadie puede ser responsable moralmente, si no tiene la posibilidad de elegir un modo de conducta y de actuar efectivamente en la dirección elegida. N o se trata -^conviene subrayarlo una vez más— de decidir y actuar libremente en ausencia de una coacción interior o exterior, sino ante una determinación de la conducta misma. Pero, ¿en un mundo humano determinado, es decir, sujeto a relaciones de causa y efecto, existe tal libertad? H e ahí la cues­ tión, a la que dan respuesta tres posiciones filosóficas fundamen­ tales: la primera está representada por el determinismo en senti­ do absoluto; la segunda, por un libertarismo también concebido en sentido absoluto; la tercera, por una forma de determinismo que admite o es compatible con cierta libertad. Examinemos cada una de estas tres posiciones, sobre todo en sus implicaciones desde el punto de vista del problema de la res­ ponsabilidad moral, subrayando que todas ellas coinciden en re8. — ÉTICA ÉTICA 114 conocer que la conducta humana se halla determinada, aunque interpreten en distinta forma la naturaleza y el alcance de esa determinación. Sin embargo, pese a la coincidencia apuntada, cada una de las tres posiciones mencionadas llega a conclusiones distintas, a saber: 1) Si la conducta del hombre se halla determinada, no cabe hablar de libertad y, por tanto, de responsabilidad moral. El determinismo es incompatible con la libertad. 2) Si la conducta del hombre se halla determinada, se trata sólo de una autodeterminación del Y o, y en esto consiste su liber­ tad. La libertad es incompatible con toda determinación exterior al sujeto (de la naturaleza o la sociedad). 3 ) Si la conducta del hombre se halla determinada, esta determinación, lejos de impedir la libertad, es la condición nece­ saria de ella. Libertad y necesidad se concillan. Veamos más detenidamente cada una de estas tres posiciones fundamentales. 7. El d e t e r m in is m o absolu to El determinismo absoluto parte del principio de que en este mundo todo tiene una causa. La experiencia cotidiana y la cien­ cia confirman a cada paso esta tesis determinista. En sus inves­ tigaciones y experimentos, la ciencia parte del supuesto de que todo tiene una causa, aunque no siempre podamos conocerla. El progreso científico ha consistido históricamente en extender la aplicación del principio de causalidad a un sector de la realidad tras otro: físico, químico, biológico, etc. En el presente siglo se revela cada vez más la fecundidad de dicha aplicación en el te­ rreno de las ciencias sociales o humanas. También aquí se pone de manifiesto que la actividad del hombre — su modo de pensar o sentir, de actuar y organizarse política o socialmente, su com­ portamiento moral, su desarrollo artístico, etc.— se halla sujeta a causas. Pero, si todo está causado, ¿cóm o podemos evitar actuar RESPONSABILIDAD, DETERNINISMO Y LIBERTAD 115 como lo hacemos? Si lo que hago en este momento es resultado de actos anteriores que, en muchos casos, ni siquiera conozco, ¿cóm o se puede decir que mi acción es libre? También mi deci­ sión, mi acto voluntario, está causado por un conjunto de circuns­ tancias. Por tanto, ¿cóm o podríamos pretender que la voluntad es libre — seguirá arguyendo el determinista absoluto— , o que el hombre hace algo libremente? A l hablar de determinación causal no nos referimos, por su­ puesto, a una coacción exterior o interior que me obliga a actuar de cierta manera, sino al conjunto de circunstancias que deter­ minan el comportamiento del agente, de modo que el acto —^pre­ tendidamente libre—■no es sino el efecto de una causa, o de una serie causal. El hecho de que mi decisión esté causada — insiste el determinista absoluto— , significa que mi elección no es libre. La elección libre se revela como una ilusión, pues, en verdad, no hay tal libertad de la voluntad. Y o no elijo propiamente; un con­ junto de circunstancias (en cuanto causas) eligen por mí. En esta forma absoluta, el determinismo — y su consiguiente rechazo de la existencia de la libertad— se halla representada en la historia del pensamiento filosófico, y, en particular en la historia de las doctrinas éticas, por los materialistas franceses del siglo x v ili, y a la cabeza de ellos el Barón d'Holbach. De acuer­ do con éstos, los actos humanos no son sino eslabones de una cadena causal universal; en ella, el pasado determina el pre­ sente. Si conociéramos todas las circunstancias que actúan en un momento dado, podríamos predecir con toda exactitud el futuro. El físico Laplace, en ese mismo siglo, expresó en los siguientes términos semejante determinismo absoluto: «U n calculador di­ vino que conociera la velocidad y el lugar de cada partícula del universo en un momento dado, podría predecir todo el curso futuro de los acontecimientos en la infinidad del tiempo». Como vemos, se descarta aquí toda posibilidad de libre intervención del hombre, y se establece una antítesis absoluta entre la necesidad causal y la libertad humana. La tesis central de la posición que estamos examinando es, pues, ésta: todo se halla causado y, por consiguiente, no hay li­ bertad humana y, por ende, responsabilidad moral. Y , en verdad, 116 ÉTICA si la determinación causal de nuestras acciones fuera tan abso­ luta y rigurosa basta el punto de bacer de nosotros meros efectos de causas que escapan por completo a nuestro control, no podría hablarse de responsabilidad moral, ya que no se nos podría exi­ gir actuar de otro modo distinto de como nos vimos forzados a obrar. Ahora bien, aunque la tesis de que parte el determinismo ab­ soluto es válida (a saber: todo —-incluidos los actos humanos de cualquier índole-^ se halla sujeto a causas), de ello no se des­ prende que el hombre sea mero efecto o juguete de las circuns­ tancias que determinan su conducta. A l tomar conciencia de esas circunstancias, los hombres pueden decidir actuar en cierta for­ ma, y esta decisión, puesta en práctica, se convierte, a su vez, en causa que reobra sobre las circunstancias o condiciones dadas. A l ver la relación causal en una sola dirección, y no comprender que el efecto puede convertirse, asimismo, en causa, el determi­ nismo absoluto no acierta a captar la situación peculiar que den­ tro del contexto universal ocupa el hombre, como ser consciente y práctico, es decir, com o un ser que se comprende a sí mismo y comprende al mundo que le rodea, a la vez que lo transforma prácticamente - - d e un modo consciente-^. Por estar dotado de conciencia, puede conocer la causalidad que lo determina, y ac­ tuar conscientemente, convirtiéndose así en un factor causal de­ terminante. El hombre deja de ser así mero efecto para ser una causa consciente de sí mismo, e injertarse conscientemente en el tejido causal universal. Con ello el tejido causal no se rompe, y sigue siendo válido el principio — -que es piedra angular del co­ nocimiento científico— , según el cual nada se produce que no responda a causas. Pero, dentro de esa cadena causal universal hay que distinguir — cuando se trata de una actividad no mera­ mente natural, sino social, propiamente humana-^ el factor cau­ sal peculiar constituido por el hombre como ser consciente y práctico. Así, pues, el hecho de que esté determinado causalmente, no significa que el hombre no pueda, a su vez, ser causa consciente y libre de sus actos. Por tanto, lo que se objeta aquí no es un determinismo universal, sino absoluto; o sea, aquel que es incom­ RESPONSABILIDAD, DETERNINISMO Y LIBERTAD 117 patible con la libertad humana (con la existencia de varias for­ mas posibles de comportamiento y la posibilidad de elegir libre­ mente una de ellas). 8. E l lib e r ta r is m o De acuerdo con esta posición, ser libre significa decidir y obrar como se quiere; o sea, poder actuar de modo distinto de como lo hemos hecho si así lo hubiéramos querido y decidido. Esto se interpreta, a su vez, en el sentido de que si pude hacer lo que no hice, o si no sucedió lo que pudo haber sucedido, ello con­ tradice el principio de que todo se halla determinado causalmen­ te. Decir que todo tiene una causa significa, asimismo, a juicio de los adeptos de esta posición — coincidiendo en este punto con los deterministas absolutos— que sólo pudo haber sucedido lo que sucedió efectivamente. Por tanto —ligu en arguyendo los primeros—% si sucedió algo que pudo no haber sucedido, de haberse querido que sucediera, o si no se produjo algo que pudo haberse producido, si así se hubiera elegido y decidido, ello implica que se tiene una libertad de decisión y acción que escapa a la determinación causal. En consonancia con esto, se rechaza que el agente se halle determinado causalmente, ya sea desde fuera —p or el medio so­ cial en que vive— , ya sea desde dentro — por sus deseos, motivos o carácter— . La libertad se presenta como un dato de la expe­ riencia inmediata o com o una convicción inquebrantable que no puede ser destruida por la existencia de la causalidad. Y aunque se admita que el hombre se halla sujeto a una determinación causal —^en cuanto que es parte de la naturaleza y vive en socie­ dad— , se considera que hay una esfera de la conducta humana — y muy particularmente la moral— en la que es absolutamente libre; es decir, libre respecto de la determinación de los factores causales. Esta posición es compartida también, en el fondo, por aquellos que —*como Nikolai Hartmann—· ven en la determina­ ción interior de la voluntad, o autodeterminación, una nueva forma de causalidad. Lo característico de esta posición es la contraposición entre 118 ÉTICA libertad y necesidad causal. En ella la libertad de la voluntad excluye el principio causal, pues se piensa que si lo que se quie­ re, decide o bace tiene causas — inmediatas o lejanas— , ese querer, o esa decisión y acción, no serían propiamente libres. La libertad implica, pues, una ruptura de la continuidad causal uni­ versal. Ser libre es ser incausado. Una verdadera acción libre no podría estar determinada ni siquiera por el carácter del sujeto, como sostiene en nuestros días Campbell. Para que la autodeter­ minación sea pura, tiene que excluirse incluso la determinación interior del carácter y ba de implicar una elección del Y o en el que trascienda el carácter mismo. Sólo así puede gozarse de una genuina libertad. A l examinar estos argumentos, debemos tener presente las objeciones que hemos hecho anteriormente al determinismo ab­ soluto. También aquí, aunque ahora para negar que la libertad de la voluntad sea compatible con la determinación causal, se ignora la peculiaridad del agente moral como factor causal, y se habla de los actos propiamente humanos com o si se tratara de actos meramente naturales. Cierto es que algunos fenómenos físicos — como el movimiento de la Tierra alrededor de su eje— se producen ante nosotros (los habitantes del globo terrestre), sin que podamos intervenir en él; es decir, sin que podamos in­ sertarnos — gracias a nuestro conocimiento y acción— en su re­ lación causal, y alterarla o encauzarla en un sentido u otro. Es cierto también que, hasta ahora, el hombre no ha podido ejercer un control semejante sobre todos sus actos, particularmente so­ bre los fenómenos sociales, aunque cada vez se amplía más el área de ese control. Pero justamente los actos que llamamos mo­ rales dependen de condiciones y circunstancias que no escapan por completo a nuestro control. El hecho, por ejemplo, del cierre de una fábrica puede obedecer a una serie de causas de orden económico y social que escapan incluso al control de los indivi­ duos. Pero el que Pedro como trabajador de ella se sume a una protesta contra el desempleo provocado por el cierre, dependerá de una serie de circunstancias y condiciones que no escapan por completo a su control. Ante él se presentan al menos dos posi­ bilidades: sumarse a la protesta o no. A l decidirse por una de RESPONSABILIDAD, DETERMINISMO Y LIBERTAD 119 ellas, pone de manifiesto su libertad de decisión, aunque en esta decisión no dejen de estar presente determinadas causas: su pro­ pia situación económica, su grado de conciencia de clase, carác­ ter, educación, etc. Su decisión es libre, es decir, propiamente suya, en cuanto que ha podido elegir y decidir por sí mismo, o sea, en ausencia de una fuerte coacción exterior e interior, pero sin que ello signifique que su decisión no se halle determinada. Pero esta determinación causal no es tan rígida como para trazar un solo cauce a su acción, o sea, como para impedirle que pueda optar entre dos o más alternativas. El sujeto que quiere, decide y actúa en cierta dirección no sólo determina, sino que se halla determinado; es decir, no sólo se inserta en el tejido de las relaciones causales, alterándolo o modificándolo con su decisión y su acción, sino que obedece tam­ bién, en su comportamiento, a causas internas y externas, inme­ diatas y mediatas, de modo que lejos de romper la cadena causal, la presupone necesariamente. En el acto moral, el sujeto no decide arbitrariamente; en su conducta, su carácter aparece como un factor importante. Pero la relación de su comportamiento con esta determinación inte­ rior que proviene de su carácter no rompe la cadena causal, pues su carácter se ha formado o moldeado por una serie de causas a lo lareo de su vida, en su existencia social, en sus relaciones con los demás, etc. Hay quienes ven en este papel del carácter en nuestras decisiones una negación de la libertad de la voluntad, y, por ello, conciben ésta como una ruptura de la cadena causal al nivel del carácter. D e acuerdo con esta tesis, el hombre que actuara conforme a — o determinado por—* su carácter no sería propiamente libre. Ser libre sería actuar a pesar de él, o incluso contra él (Campbell). Pero si el carácter se excluye como factor determinante causal, ¿no se caería en un indeterminismo total? En efecto, la decisión del sujeto no estaría determinada por nada, no ya por las condiciones en que se desarrolla su existencia social y personal, sino ni siquiera por su propio carácter. Pero entonces, ¿por qué el sujeto habría de actuar de un modo u otro? ¿Por qué ante dos alternativas, la X sería preferida a la Y ? Si el carácter del sujeto no influye en la decisión, todo puede ocu­ 120 ÉTICA rrir, todo es posible, con la particularidad de que todas las posi­ bilidades se darían en el mismo plano; todo puede suceder igual­ mente. Por otro lado, si todo es posible, ¿con qué criterio puede juz­ garse la moralidad de un acto? Si los factores causales no influ­ yen en la decisión y en la acción, ¿qué sentido tiene el conoci­ miento de ellos para juzgar si el agente moral pudo o no actuar de otra manera, y considerarlo por tanto responsable de lo que hizo? En un mundo en el que sólo imperara el azar, en el que todo fuera igualmente posible, ni siquiera tendría sentido hablar de libertad y responsabilidad moral. Con lo cual llegamos a la conclusión de que la libertad de la voluntad lejos de ex­ cluir la causalidad — en el sentido de una ruptura de la conexión causal, o de una negación total de ésta (indeterminismo)-^ pre­ supone forzosamente la necesidad causal. Vemos, pues, que el libertarismo — como el determinismo absoluto-^ al establecer una oposición absoluta entre necesidad causal y libertad, no puede dar una solución satisfactoria al pro­ blema de la libertad de la voluntad como condición necesaria de la responsabilidad moral. Se impone así la solución que, en nuestras objeciones a una y otra posición, se ha venido apun­ tando. 9. D ia l é c t ic a de la l ib e r t a d y de la n e c e s id a d El determinismo absoluto conduce inevitablemente a esta con­ clusión: si el hombre no es libre, no es responsable moralmente de sus actos. Pero el libertarismo lleva también a una conclusión semejante, pues si las decisiones y actos de los individuos no se hallan sujetos a la necesidad y son frutos del azar, carece de sentido hacerlos responsables moralmente de sus actos y tra­ tar de influir en su conducta moral. Para que pueda hablarse de responsabilidad moral es preciso que el individuo disponga de cierta libertad de decisión y acción; o sea, es necesario que inter­ venga conscientemente en su realización. Pero, a su vez, para que pueda decidir con conocimiento de causa y fundar su decisión en razones, es preciso que su comportamiento se halle determi­ RESPONSABILIDAD, DETERMINISMO Y LIBERTAD 121 nado causalmente; es decir, que existan causas y no meros an­ tecedentes o situaciones fortuitas. Libertad y causalidad, por tanto, no pueden excluirse una a otra. Pero no podemos aceptar una falsa conciliación de ambas, como la que postula Kant al situar una y otra en dos mundos distintos: la necesidad en el reino de la naturaleza, del que forma parte el hombre empírico, y la libertad en el mundo del noúmeno, o reino inteligible, ideal, en el que no rige la conexión causal y del que forma parte propiamente el hombre como ser moral. Kant trata así de conciliar la libertad, entendida como autodeterminación del Y o , o «causalidad por la libertad», con la causalidad propiamente dicha que rige en la esfera de la natu­ raleza. Pero esta conciliación descansa sobre una escisión de la realidad en dos mundos, o sobre la división del hombre en dos: el empírico y el moral. Tampoco encontramos una verdadera conciliación de la necesidad y la libertad en Níkolai Hartmann al postular un nuevo tipo de determinación (la teleológica) que se insertaría en la conexión causal, ya que esa determinación por fines no se presenta, a su vez, causada. De este modo, al no te­ nerse presente que los fines que el hombre se propone se hallan causados también, se establece un abismo insalvable entre la cau­ salidad propiamente dicha y la causalidad teleológica. La con­ tinuidad causal queda rota, por tanto, y no puede hablarse, en rigor, conforme a esta doctrina de una conciliación entre liber­ tad y necesidad causal. Veamos ahora los tres intentos más importantes de superar dialécticamente la antítesis de libertad y necesidad causal. Son ellos los de Spinoza, Hegel y Marx-Engels. Para Spinoza, el hombre como parte de la naturaleza se halla sujeto a las leyes de la necesidad universal, y no puede escapar en modo alguno a ellas. La acción del mundo exterior provoca en él el estado psíquico que el filósofo holandés llama «pasión» o «afecto». En este plano, el hombre se presenta determinado exteriormente y comportándose como un ser pasivo; es decir, regido por los afectos y pasiones que suscitan en él las causas exteriores. Pero el hombre que así se comporta no es, a juicio de Spinoza, libre, sino esclavo; o sea, sus acciones se hallan de­ 122 ÉTICA terminadas por causas externas, y no por su propia naturaleza. Ahora bien, ¿cóm o se eleva el hombre de la servidumbre a la libertad? Puesto que no puede dejar de estar sometido a la nece­ sidad universal, su Hbertad no podría consistir en sustraerse a ese sometimiento. La Hbertad no puede concebirse al margen de la necesidad. Ser Ubre es tener conciencia de la necesidad, o com­ prender que todo lo que sucede — por consiguiente, lo que a mí me sucede también— es necesario. En esto se diferencian el hom­ bre Hbre del esclavo que, por no comprender la necesidad, se halla sujeto ciegamente a ella. Ser Hbre es, pues, elevarse del sometimiento ciego y espontá­ neo a la necesidad — propio del esclavo—- a la conciencia de ésta, y, sobre esta base, a un sometimiento consciente. La Hbertad humana se halla, por tanto, en el conocimiento de la necesidad objetiva. Tal es la solución que da Spinoza al problema de las relaciones entre necesidad y Hbertad, y en la que los términos de la antítesis quedan concillados. Pero la solución spinoziana tiene limitaciones, pues, ¿qué es, en definitiva, el conocimiento de la necesidad del pretendido hombre libre con respecto a la ignoran­ cia de ella por parte del esclavo? Esta Hbertad no es sino escla­ vitud o sometimiento voluntario y consciente. El hombre queda liberado en el plano del conocimiento, pero sigue encadenado en su relación efectiva, práctica, con la naturaleza y la sociedad. Pero la libertad — como habrán de ver claramente otros filósofos posteriores— no es sólo asunto teórico, sino práctico, real. Re­ quiere no sólo el conocimiento de la necesidad natural y social, sino también la acción transformadora, práctica -^basada en di­ cho conocimiento— dél mundo natural y social. La Hbertad no es sólo sometimiento consciente a la naturaleza, sino dominio o afirmación del hombre frente a ella. La doctrina de Spinoza se acerca a la solución del problema, pero no la alcanza todavía. Ha dado un paso muy importante al subrayar el papel del conocimiento de la necesidad en la Hbertad humana, pero no basta conocer para ser Hbre. Ahora bien, es evidente — y en esto radica el mérito de la aportación spinozia­ na— que la conciencia de la necesidad causal es siempre una condición necesaria de la libertad. RESPONSABILIDAD, DETERMINISMO Y LIBERTAD 123 Hegel, en cierto modo, se mueve en el mismo plano que Spi­ noza. Como él no opone libertad y necesidad, y define también la primera como conocimiento de la necesidad («la libertad es la necesidad comprendida»), Pero, a diferencia de Spinoza, pone a la libertad en relación con la historia. El conocimiento de la necesidad depende, en cada época, del nivel en que se encuentra en su desenvolvimiento el espíritu, que se expresa en la historia de la humanidad. La libertad es histórica: hay grados de liber­ tad, o de conocimiento de la necesidad. La voluntad es más libre cuanto más conoce y, por tanto, cuando su decisión se basa en un mayor conocimiento de causa. Vemos, pues, que para Hegel — como para Spinoza— la libertad es asunto teórico, o de la con­ ciencia, aunque su teoría de la libertad se enriquece al poner esta última en relación con la historia, y ver su conquista como un proceso ascensional histórico (la historia es «progreso en la libertad»), Marx y Engels aceptan las dos características antes señala­ das: la de Spinoza (libertad como conciencia de la necesidad) y la de Hegel (su historicidad). La libertad es, pues, conciencia histórica de la necesidad. Pero, para ellos, la libertad no se redu­ ce a esto; es decir, a un conocimiento de la necesidad que deje intacto el mundo sujeto a esta necesidad. La libertad del hom­ bre respecto de la necesidad —-y particularmente ante la que rige en el mundo social— no se reduce a convertir la servidumbre espontánea y ciega en una servidumbre consciente. La libertad no es sólo asunto teórico, porque el conocimiento de por sí no impide que el hombre se halle sometido pasivamente a la necesi­ dad natural y social. La libertad entraña un poder, un dominio del hombre sobre la naturaleza y, a su vez, sobre su propia natu­ raleza. Esta doble afirmación del hombre — que está en la esencia misma de la libertad— entraña una transformación del mundo sobre la base de su interpretación; o sea, sobre la base del cono­ cimiento de sus nexos causales, de la necesidad que lo rige. El desarrollo de la libertad se halla, pues, ligado al desarro­ llo del hombre como ser práctico, transformador o creador; es decir, se halla vinculado al proceso de producción de un mundo humano o humanizado, que trasciende el mundo dado, natural, ÉTICA 124 y al proceso de autoproducción del ser humano que constituye justamente su historia. La libertad no es sólo asunto teórico, pues la comprensión de la necesidad no basta para que el hombre sea libre, ya que la libertad entraña — como hemos señalado— una actividad prác­ tica transformadora. Pero, sin el conocimiento de la necesidad, tampoco hay libertad; es por ello una condición necesaria de ésta. El conocimiento y la actividad práctica, sin los cuales la liber­ tad humana no se daría, no tienen por sujeto a individuos aisla­ dos, sino individuos que viven en sociedad, que son sociales por su propia naturaleza y se hallan insertos en un tejido de relacio­ nes sociales, que varían a su vez históricamente. La libertad, por todo esto, tiene también un carácter histórico-social. Los grados de libertad son grados de desarrollo del hombre como ser prác­ tico, histórico y social. N o puede hablarse de la libertad del hombre en abstracto, es decir, al margen de la historia y de la sociedad. Pero ya sea que se trate de la libertad com o poder del hombre sobre la naturale­ za, ya como dominio sobre su propia naturaleza — control sobre sus propias relaciones, o sobre sus propios actos individuales— , la libertad implica una acción del hombre basada en la compren­ sión de la necesidad causal. Se trata, pues, de una libertad que, lejos de excluir la necesidad, supone necesariamente su existen­ cia, así como su conocimiento y la acción en el marco de ella. Tal es — en sustancia— la solución de Marx y Engels al pro­ blema de las relaciones entre necesidad y libertad, en la que —Ktomo vemos— los contrarios se superan (o concillan) dialéc­ ticamente. 10. C o n c l u s ió n La libertad de la voluntad de los individuos — considerados éstos siempre como seres sociales— se nos presenta con los ras­ gos fundamentales de la libertad en general que hemos señalado anteriormente con respecto a la necesidad. RESPONSABILIDAD, DETERNINISMO Y LIBERTAD 125 En cuanto libertad de elección, decisión y acción, la libre voluntad entraña, en primer lugar, una conciencia de las posi­ bilidades de actuar en una u otra dirección. Entraña asimismo una conciencia de los fines o consecuencias del acto que se quie­ re realizar. En un caso y otro, se hace necesario un conocimiento de la necesidad que escapa a la voluntad: la situación en que el acto moral se produce, las condiciones y medios de su realiza­ ción, etc. Entraña, también, cierta conciencia de los móviles que' impulsan a obrar, pues de otro modo se actuaría — como hace el cleptómano, por ejemplo—- de un m odo inmediato e irreflexivo. Pero, sea cual fuere el grado de conciencia de los motivos, fines, o carácter que determinan la acción, o la comprensión que se tenga del contexto social concreto en que brotan esos factores causales —causados a su vez—?, no existe la libre voluntad al margen — o en contra— de la necesidad causal. Es cierto, que en el terreno moral, la libertad entraña una autodeterminación del sujeto al enfrentarse a varias formas de comportamiento posi­ ble, y que, justamente, autodeterminándose se decide por la que considera debida, o más adecuada moralmente. Pero esta auto­ determinación no puede entenderse como una ruptura de la co­ nexión causal, o al margen de las determinaciones que provie­ nen de fuera. Libertad de la voluntad no significa en modo alguno incausado, o un tipo de causa que influiría en la conexión causal sin ser a su vez causada. Libre no es compatible —com o ya hemos subrayado—r con «coacción» cuando ésta se presenta como una fuerza exterior o interior que anula la voluntad. El hombre es libre de decidir y actuar sin que su decisión y acción dejen de estar causadas. Pero el grado de libertad se halla, a su vez, de­ terminado histórica y socialmente, ya que se decide y actúa en una sociedad dada, que ofrece a los individuos determinadas pau­ tas de conducta y posibilidades de acción. Vemos, pues, que la responsabilidad moral presupone nece­ sariamente cierto grado de libertad, pero ésta, a su vez, implica también forzosamente la necesidad causal. Responsabilidad mo­ ral, libertad y necesidad se hallan, pues, vinculadas indisoluble­ mente en el acto moral. C a p ít u l o 6 LOS VALORES Todo acto moral entraña la necesidad de elegir entre varios actos posibles. Esta elección ha de fundarse, a su vez, en una pre­ ferencia; Elegimos A porque lo preferimos por sus consecuencias a B o C. Podríamos decir también que A es preferido porque se nos presenta como un comportamiento más digno, más elevado moralmente, o, en pocas palabras, más valioso. Y , consecuente­ mente, descartamos B o C, porque se nos presentan como actos menos valiosos, o con un valor moral negativo. Tener que elegir supone, pues, que preferimos lo más valioso a lo menos valioso moralmente, o a la que constituye una nega­ ción del valor de ese género (valor moral negativo, o disvalor). El comportamiento moral no solamente forma parte de nuestra vida cotidiana, es un hecho humano entre otros, sino que es va­ lioso; o sea, tiene para nosotros un valor. Tener un contenido axiológico (de axios, en griego valor) no sólo significa que con­ sideramos la conducta buena o positiva, digna de aprecio o ala­ banza, desde el punto de vista moral; significa también que puede ser mala, digna de condena o censura, o negativa desde ese punto de vista moral. En un caso u otro, la valoramos, o juzgamos como tal, en términos axiológicos. Pero, antes de examinar en qué sentido atribuimos valor moral a un acto humano, es preciso determinar qué entendemos por valor o valioso. Podemos hablar de cosas valiosas y de actos humanos valiosos. Es valioso para nosotros un acto moral, pero 128 ÉTICA también lo son — en un sentido u otro— los actos políticos, jurí­ dicos, económicos, etc. Lo son, asimismo, los objetos de la natu­ raleza (un pedazo de tierra, un árbol, un mineral, etc.); los ob­ jetos producidos o fabricados por el hombre (una silla, una má­ quina), y, en general, los diversos productos humanos (una obra de arte, un código de justicia, un tratado de zoología, etc.). Así, pues, tanto las cosas que el hombre no ha creado, como los actos humanos, o los productos de la actividad humana tienen un va­ lor para nosotros. Pero, ¿qué significa tener valor o ser valioso para nosotros? Mas, antes de esclarecer estas cuestiones, habrá que determinar, en primer lugar, la naturaleza del valor. 1. Qué so n los valo res Cuando hablamos de valores tenemos presente la utilidad, la bondad, la belleza, la justicia, etc., así como los polos negativos correspondientes: inutilidad, maldad, fealdad, injusticia, etcétera. Nos referiremos en primer lugar al valor que atribuimos a las cosas u objetos, ya sean naturales o producidos por el hombre, y más tarde nos ocuparemos del valor con respecto a la conducta humana y, particularmente, a la conducta moral. Con el fin de esclarecer su esencia, veamos cómo se da el valor en las cosas, distinguiendo en ellas dos modos de existencia suya que ejemplificaremos con un mineral como la plata. Pode­ mos hablar de ésta tal como existe en su estado natural en los yacimientos correspondientes; es entonces un cuerpo inorgánico que tiene cierta estructura y composición, y posee determinadas propiedades naturales que le son inherentes. Podemos hablar asimismo de la plata transformada por el trabajo humano, y en­ tonces ya no tenemos un mineral en su estado puro o natural, sino objetos de plata. Como material trabajado por el hombre, sirve en ese caso para producir brazaletes, anillos u otros obje­ tos de adorno; para la fabricación de cubiertos, ceniceros, etc., o bien puede ser utilizada com o moneda. Tenemos, pues, una doble existencia de la plata: a) como objeto natural; b) como objeto natural humano o humanizado. LOS VALORES 129 Como objeto natural, es sencillamente un fragmento de natura­ leza con determinadas propiedades físicas y químicas. Es así como existe para la mirada del científico, para el químico inorgánico. En la relación que mantiene el hombre de ciencia con este objeto se trata de determinar lo que es, describir su estructura y pro­ piedades esenciales. Es decir, en esta relación de conocimiento, el científico se abstiene de apreciar el objeto, o de formular juicios de valor sobre él. Ahora bien, en cuanto objeto humano —-es decir, como objeto de plata, producido o creado por el hombre— , se nos presenta con un tipo de existencia que no se reduce ya a su existencia meramente natural. El objeto de plata posee propiedades que no interesan, ciertamente, al científico, pero que no dejan de atraer a los hombres cuando entran en otro tipo de relaciones distintas de la propiamente cognoscitiva. La plata no existe ya com o un simple objeto natural, dotado exclusivamente de propiedades sen­ sibles, físicas o naturales, sino que tiene una serie de propieda­ des nuevas como son, por ejemplo, la de servir de objeto de adorno, o producir un placer desinteresado al ser contemplada (propiedad estética)·, la de servir para fabricar objetos que tie­ nen una utilidad práctica (propiedad práctico-utilitaria)·, la de servir como moneda de medio de circulación, atesoramiento o pago (propiedad económica). Vemos, pues, que la plata no sólo existe en el estado natural, que interesa investigar particularmente al hombre de ciencia, sino com o objeto dotado de ciertas propiedades (estéticas, prác­ tico-utilitarias o económicas) que sólo se dan en él cuando se halla en una relación peculiar con el hombre. La plata tiene, entonces, para nosotros un valor en cuanto su modo de ser natu­ ral se humaniza adquiriendo propiedades que no existen en el objeto de por sí, es decir, al margen de su relación con el hombre. Tenemos, pues, unas propiedades naturales del objeto —com o la blancura, la brillantez, la ductilidad o la maleabilidad— y otras, valiosas, que se dan en él en cuanto objeto bello, útil o económi­ co. Las primeras —-es decir, las naturales—■ existen en él, inde­ pendientemente de las segundas. O sea, existen en la plata, por ejemplo, aunque el hombre no la contemple, trabaje o utilice; es 9. — ÉTICA 130 ÉTICA decir, al margen de una relación propiamente humana con ella. En cambio, las propiedades que consideramos valiosas sólo exis­ ten sobre la base de las naturales, que vienen a constituir —‘con su brillo, blancura, maleabilidad y ductilidad— el soporte nece­ sario de ellas, o sea, de la belleza, de la utilidad o del valor económico. Pero estas propiedades pueden ser llamadas también huma­ nas en cuanto que el objeto que las posee sólo existe com o tal en relación con el hombre (es decir, si es contemplado, utilizado o cambiado por él). Vale no com o objeto en sí, sino para el hom­ bre. En suma: el objeto valioso n o(puede darse al margen de toda relación con un sujeto, ni independientemente de las propiedades naturales, sensibles o físicas que sustentan su valor. 2. So b r e el v a l o r e c o n ó m ic o El término «valor» —-cuyo uso se extiende hoy a todos los campos de la actividad humana, incluyendo, por supuesto, la m ora l-- proviene de la economía. Corresponde a Marx el mérito de haber analizado el valor económico ofreciéndonos, con ello, los rasgos esenciales del valor en general. Aunque el valor eco­ nómico tenga un contenido distinto de otros valores — com o el estético, político, jurídico o moral— su análisis resulta muy fe­ cundo cuando se trata de esclarecer la esencia del valor en ge­ neral poniendo de manifiesto su significación social, humana, con lo cual se está en condiciones de responder con firmeza a la cues­ tión cardinal de si son objetivos o subjetivos, o de qué tipo pecu­ liar es su objetividad. Veamos este problema del valor con respecto a un objeto económico com o la mercancía. La mercancía es, en primer lugar, un objeto útil; es decir, sa­ tisface determinada necesidad humana. Tiene para nosotros una utilidad y, en este sentido, posee un valor de uso. La mercancía vale en cuanto que podemos usarla. Pero el objeto útil (seda, oro, lienzo, hierro, etc.), no podría ser usado y por tanto no ten­ dría un valor de uso, si no poseyera ciertas propiedades sensibles LOS VALORES 131 o materiales. A la vez, el valor de uso sólo existe potencialmente en dichas propiedades materiales, y «toma cuerpo» o existe efec­ tivamente cuando el objeto es usado. Aquí tenemos la doble relación del valor que subrayábamos anteriormente: a) con las propiedades materiales del objeto (sin ellas el valor de uso no existiría potencial ni efectivamente); b ) con el sujeto que lo usa o consume (sin él tampoco existiría el valor ni potencial ni efectivamente, aunque no por ello el objeto dejaría de tener una existencia efectiva como tal objeto material). Podemos decir, por esta razón: a) que el valor de uso de un objeto natural sólo existe para el hombre como ser social, y b) que si bien el objeto pudo existir — antes de que surgiera la sociedad misma—- con sus propiedades materiales, sin embargo, estas propiedades sólo podían servir de sustento a un valor de uso y, por consiguiente, ser usado el objeto, al entrar en relación con el hombre social. El objeto sólo es valioso, en este sentido, para un sujeto. Para que un objeto tenga un valor de uso se requiere simple­ mente que satisfaga una necesidad humana, con independencia de que sea natural (aire, tierra virgen, praderas naturales, etc.), o producto del trabajo humano. Cuando estos productos se des­ tinan no sólo a ser usados, sino ante todo a ser cambiados, se convierten en mercancías, y, entonces, adquieren un doble valor: de uso y de cambio. Este último es el valor que adquiere —^en unas relaciones sociales dadas basadas en la propiedad privada sobre los medios de producción— el producto del trabajo huma­ no al ser equiparado con otros productos. El valor de cambio de la mercancía es indiferente a su valor de uso; o sea, es indepen­ diente de su capacidad para satisfacer una necesidad humana determinada. Pero si es indiferente al valor de uso, sólo un ob­ jeto útil puede tener un valor de cambio. (Sólo podemos cambiar — o equiparar— un objeto útil por otro que tiene también una utilidad —-un valor de uso-—: es decir, la cualidad de satisfacer una necesidad humana concreta; sin embargo, el valor de cambio hace abstracción de uno y otro valor de uso — de las cualidades de los p roductos^ para establecer entre ellos una relación cuan­ titativa,) 132 ÉTICA Mientras que el valor de uso pone al objeto en una relación clara y directa con el hombre (con la necesidad humana que viene a satisfacer), el valor de cambio aparece en la superficie com o una propiedad de las cosas, sin relación alguna con él. Pero el valor de cambio, como el valor de.uso, no es una propiedad del objeto en sí, sino de éste como producto del trabajo hu­ mano. Lo que ocurre es que en una sociedad en la que se produ­ ce para el mercado, y se equiparan los productos haciendo abstracción de sus propiedades útiles, y del trabajo concreto que encarnan, su significación humana, social, se oculta, y el valor de cambio se presenta sin relación con el hombre, com o una pro­ piedad de la cosa. Esto da a la mercancía la apariencia de una cosa extraña, ajena al hombre, cuando es la expresión o mate­ rialización de una relación social, humana. El producto del traba­ jo humano se vuelve un fetiche, y a esta transformación de un producto del trabajo humano en algo ajeno al hombre ^-extraño y enigmático—r al adoptar la forma de mercancía, es a la que lla­ ma Marx el «fetichismo de la mercancía». Pero lo que nos interesa subrayar aquí es que: a) el valor de cambio — como el de uso-— sólo lo posee el objeto en su relación con el hombre, como una propiedad humana o social suya, aun­ que esta propiedad valiosa no se presente en el objeto (en la mercancía) con la claridad y transparencia con que se da en ella el valor de uso; b) que el valor de cambio — com o el de uso—■no existe, por tanto, en sí, sino en relación con las propiedades na­ turales, físicas, del objeto que lo soporta, y en relación también con un sujeto —-el hombre social— , sin el cual tal objeto no exis­ tiría, potencial ni efectivamente, como objeto valioso. 3. D e f in ic ió n d e l v a l o r De todo lo anterior podemos deducir una serie de rasgos esenciales que sintetizamos, a su vez, en una definición. 1) N o existen valores en sí, como entes ideales o irreales sino objetos reales (o bienes) que poseen valor. LOS VALORES 133 2 ) Puesto que los valores no constituyen un mundo de ob­ jetos que exista independientemente del mundo de los objetos reales, sólo se dan en la realidad —matura! y humana— como propiedades valiosas de los objetos de esta realidad. 3) Los valores requieren, por consiguiente —momo condi­ ción necesaria— , la existencia de ciertas propiedades reales — na­ turales o físicas—^ que constituyen el soporte necesario de las propiedades que consideramos valiosas. 4 ) Las propiedades reales que sustentan el valor, y sin las cuales no se daría éste, sólo son valiosas potencialmente. Para actualizarse y convertirse en propiedades valiosas efectivas, es indispensable que el objeto se encuentre en relación con el hom­ bre social, con sus intereses o necesidades. De este modo, lo que sólo vale potencialmente, adquiere un valor efectivo. Así, pues, el valor no lo poseen los objetos de por sí, sino que éstos lo adquieren gracias a su relación con el hombre como ser social. Pero los objetos, a su vez, sólo pueden ser valiosos cuan­ do están dotados efectivamente de ciertas propiedades objetivas. 4. O b je t iv is m o y s u b je tiv is m o a x i o l ó g i c o s La concepción que hemos esbozado de la naturaleza del va­ lor nos permite enfrentarnos a dos posiciones unilaterales — el subjetivismo y el objetivismo axiológicos— y tratar de superar sus escollos. Si las cosas no son valiosas de por sí, ¿por qué valen? ¿Va­ len porque yo — como sujeto empírico, individual— las deseo, y en ese caso sería mi deseo, necesidad o interés lo que confiere su valor a las cosas? De ser así, el valor sería puramente subje­ tivo. Tal es la tesis del subjetivismo axiológico, que también po­ dríamos considerarlo como psicologismo axiológico, ya que re­ duce el valor de una cosa a un estado psíquico subjetivo, a una vivencia personal. De acuerdo con esta posición, el valor es sub­ jetivo porque para darse necesita de la existencia de determi­ nadas reacciones psíquicas del sujeto individual con las cuales 134 ÉTICÁ viene a identificarse. No deseamos el objeto porque vale —^es decir, porque satisface una necesidad nuestra— , sino que vale porque lo deseamos o lo necesitamos. En pocas palabras, lo que deseo o necesito, o también, lo que me agrada o gusta, es lo que vale; a su vez, lo que prefiero, de acuerdo con estas viven­ cias personales, es lo mejor. El subjetivismo, por tanto, traslada el valor del objeto al sujeto, y lo hace depender del modo como soy afectado por-la presencia del objeto. Esto es bello, por ejemplo, en cuanto que me afecta en cierta forma, al suscitarse en mí una reacción pla­ centera desinteresada. Es decir, la belleza del objeto no es pues­ ta en relación con ciertas propiedades suyas, con cierta estructu­ ración o formación de su materia, sino que se la hace depender de la emoción o el sentimiento que despierta en el sujeto. Tal es la tesis fundamental que, con diferentes matices, o fijando más la atención en un valor que en otro, sostienen los partidarios del subjetivismo axiológico en nuestra época (R. B. Perry, I. A . Ri­ chards, Charles Stevenson y Alfred Ayer, entre otros). Veamos ahora en qué tiene razón y en qué no la tiene esta posición subjetivista. La tiene al sostener que no hay objetos valiosos de por sí, al margen de toda relación con un sujeto, y, más propiamente, con un sujeto valorizante. Ya hemos defendido anteriormente este argumento y, por ello, no insistiremos ahora en él. Ahora bien, el subjetivismo yerra al descartar por completo las propiedades del objeto — ya sean las naturales o las creadas por el hombre— que pueden provocar la actitud valorativa del sujeto. D e otro modo, ¿cóm o podría explicarse que distintos ob­ jetos susciten diversas actitudes valorativas en un mismo sujeto, aunque ello no quiera decir que la relación sujeto-objeto tenga un carácter estrictamente individual? Es evidente que la existen­ cia de propiedades objetivas distintas contribuyen a despertar reacciones diversas en el mismo sujeto. Por otro lado, la reacción del sujeto no es exclusivamente singular. El individuo pertenece a una época, y com o ser social se inscribe siempre en la malla de relaciones de determinada so­ ciedad; se encuentra, igualmente, inmerso en una cultura dada, LOS VALORES 135 de la que se nutre espiritualmente, y su apreciación de las cosas o sus juicios de valor, se ajustan a pautas, criterios o valores que él no inventa o descubre personalmente, y que tienen, por tanto, una significación social. Por ello, el modo de ser afectado el sujeto no puede ser reducido a una reacción puramente indi­ vidual, subjetiva, como sería la de una vivencia espontánea. Aun­ que la reacción del individuo entrañe, por supuesto, un proceso psíquico — es decir, la serie de vivencias provocadas por la pre­ sencia del objeto—^ la atribución de valor a éste, por parte del sujeto, no es un acto exclusivamente individual ni psíquico. De ahí que el subjetivismo fracase al intentar reducir el valor a una mera vivencia, o estado psíquico, subjetivo. Con todo, debemos reconocer la justeza de la tesis —urna vez depurada de su inter­ pretación subjetivista— de que parte el subjetivismo axiológico, a saber: no hay objeto (valioso) sin sujeto (o sea, no hay valo­ res en sí, sino en relación con un sujeto). Justamente tal es la tesis que rechaza el objetivismo axioló­ gico al afirmar, por el contrario: hay objetos valiosos en sí (es decir, al margen del sujeto). El objetivismo axiológico tiene antecedentes tan lejanos com o los que encontramos en Platón en su doctrina metafísica de las ideas. L o bello y lo bueno existen idealmente, como entida­ des supraempíricas, intemporales, inmutables y absolutas que existen en sí y por sí, independientemente de cóm o se plasmen en las cosas empíricas, temporales, mudadizas y relativas, e in­ dependientemente también de la relación que el hombre pueda mantener con ellas conociéndolas o intuyéndolas. En nuestro tiempo el objetivismo axiológico se halla representado sobre todo, por los filósofos idealistas alemanes Max Scheler y Nikolai Hartmann. Dejando a un lado las diferencias de matiz —-no desdeña­ bles— entre sus principales representantes podemos caracterizar esta posición por los siguientes rasgos fundamentales. 1) Los valores constituyen un reino propio, subsistente por sí mismo. Son absolutos, inmutables e incondicionados. 2 ) Los valores se hallan en una relación peculiar con las cosas reales valiosas que llamamos bienes. En los bienes se en­ 136 ÉTICA carna determinado valor: en las cosas útiles, la utilidad; en las cosas bellas, la belleza, y en los actos buenos de los hombres, la bondad. 3) Los valores son independientes de los bienes en los que se encarnan. Es decir, no necesitan para existir que se encarnen en las cosas reales. 4) Los bienes dependen del valor que encarnan. Sólo son valiosos en la medida en que soportan o plasman un valor. 5) Los valores son inmutables; no cambian con el tiempo ni de una sociedad a otra. Los bienes en que los valores se rea­ lizan cambian de una época a otra; son objetos reales, y como tales, condicionados, variables y relativos. 6) Los valores no tienen una existencia real; su modo de existir es — a la manera de las ideas platónicas-^ ideal. Todos los rasgos esenciales anteriores pueden sintetizarse en esto: separación radical entre valor y realidad, o independencia de los valores respecto de los bienes en que se encarnan. Tal es la primera tesis fundamental del objetivismo axiológico. La segunda tesis fundamental de esta concepción axiológica es la independencia de los valores respecto de todo sujeto, y podemos descomponerla en los siguientes rasgos esenciales: a) Los valores existen en sí y por sí, al margen de toda relación con el hombre como sujeto que pueda conocerlos, apre­ henderlos o valorar los bienes en que se encarnan. Son, pues, valores en sí, y no para el hombre. b) Como entidades absolutas e independientes, no necesitan ser puestos en relación con los hombres, de la misma manera que tampoco necesitan relacionarse con las cosas (encarnarse en bienes). c ) El hombre puede mantener diversas relaciones con los valores: conociéndolos — es decir, percibiéndolos o captándo­ los— ; produciendo los bienes en que se encarnan (obras de arte, objetos útiles, actos buenos, actos jurídicos, etc.). Pero los valo­ res existen en sí, al margen de las relaciones que los seres hu­ manos puedan mantener con ellos. i ) Pueden variar históricamente las formas de relacionarse LOS VALORES 137 los hombres con los valores (las formas de aprehenderlos o de realizarlos); pueden incluso ser ciegos para percibirlos en una época dada. Sin embargo, ni la ignorancia de un valor ni los cambios históricos en su conocimiento o su realización afectan en nada a la existencia de los valores, ya que éstos existen de un modo intemporal, absoluto e incondicionado. Las dos tesis fundamentales del objetivismo axiológico, cu­ yos rasgos esenciales hemos enumerado, podemos sintetizarlas respectivamente así: separación radical entre valor y bien (cosa valiosa), y entre valor y existencia humana. Hagamos ahora unas breves observaciones críticas, completando lo que hemos expues­ to anteriormente. Aunque el objetivismo, al atribuir al valor un carácter abso­ luto, intemporal e incondicionado, lo separe de los bienes o co­ sas valiosas, no puede dejar de reconocer que el bien no podría existir como tal (es decir, como una cosa que vale) sin el co­ rrespondiente valor. La existencia del valor no presupone nece­ sariamente la de un bien; en cambio, éste presupone forzosa­ mente el valor que se encarna en él. O sea, lo que hay de valioso en una cosa tiene su fuente en el valor que existe con indepen­ dencia de ella. Pero esta existencia de un valor no encarnado, o que no necesita plasmarse en algo real, suscita problemas que, al no ser resueltos, conducen a consecuencias absurdas. Por ejemplo, ¿qué sentido tendría la solidaridad, la lealtad o la amistad como valores si no existieran los sujetos humanos que pueden ser solidarios, leales o amigos? ¿Qué solidaridad podría existir —^aunque fuera idealmente—? si no existieran los sujetos que han de practicarla y sus actos solidarios? Algo semejante pudiéramos decir de la separación radical entre la utilidad y las cosas útiles, la justicia y los hombres justos, etc. Todos los valo­ res que conocemos tienen —'O han tenido— sentido en relación con el hombre, y solamente en esta relación. N o conocemos nada valioso que no lo sea —o haya sido— para el hombre. El hecho de que ni siquiera podamos imaginar un valor que no exija esa relación o de que no podamos concebirlo al margen de ella, ¿no es una prueba de que carece de sentido hablar de un valor exis­ 138 ÉTICA tente en sí y por sí, que no exija necesariamente ser puesto en relación con el hombre, com o fuente y fundamento de ellos? Por otro lado, ¿cóm o puede entenderse un valor no realiza­ do, autosuficiente, absoluto, si no se asumen todas las implicacio­ nes metafísicas que Eeva consigo un objetivismo de tipo platónico? Lo no realizado o no encarnado sólo puede existir ciertamente de un m odo ideal, pero lo ideal sólo existe, a su vez, como crea­ ción o invención del hombre. Por ello, no hay valores indiferentes a su realización, ya que el hombre los crea al producir bienes que los encarnen, o para apreciar las cosas reales conforme a ellos. 5. La o b j e t iv id a d de los valores Ni el objetivismo ni el subjetivismo logran explicar satis­ factoriamente el modo de ser de los valores. Éstos no se reducen a las vivencias del sujeto que valora ni existen en sí, com o un mundo de objetos independientes cuyo valor se determine ex­ clusivamente por sus propiedades naturales objetivas. Los valo­ res existen para un sujeto, entendido éste no en un sentido pu­ ramente individual, sino como ser social; exigen, asimismo, un sustrato material, sensible, separado del cual carece de sentido. Es el hombre — com o ser histórico-social, y con su actividad práctica— el que crea los valores y los bienes en que se encar­ nan, y al margen de los cuales sólo existen como proyectos u objetos ideales. Los valores son, pues, creaciones humanas, y sólo existen y se realizan en el hombre y por el hombre. Las cosas no creadas por el hombre (los seres naturales) sólo adquieren un valor al entrar en una relación peculiar con él, al integrarse en su mundo com o cosas humanas o humanizadas. Sus propiedades naturales, objetivas, sólo se vuelven valiosas cuando sirven a fines o necesidades de los hombres, y cuando adquieren, por tanto, el modo de ser peculiar de un objeto natu­ ral humano. Así, pues, los valores poseen una objetividad peculiar que se distingue de la objetividad meramente natural o física de los objetos que existen o pueden existir al margen del hombre, con LOS VALORES 139 anterioridad a — o al margen de— la sociedad. La objetividad de los valores no es, pues, ni la de las ideas platónicas (seres idea­ les) ni la de los objetos físicos (seres reales, sensibles). Es una objetividad peculiar —humana, social— , que no puede reducirse al acto psíquico de un sujeto individual ni tampoco a las propie­ dades naturales de un objeto real. Se trata de una objetividad que trasciende el marco de un individuo o de un grupo social determinado, pero que no rebasa el ámbito del hombre como ser histórico-social. Los valores, en suma, no existen en sí y por sí al margen de los objetos reales —cuyas propiedades objetivas se dan entonces como propiedades valiosas (es decir, humanas, sociales)— , ni tampoco al margen de la relación con un sujeto (el hombre social). Existen, pues, objetivamente, es decir, con una objetividad social. Los valores, por ende, únicamente se dan en un mundo social; es decir, por y para el hombre. 6. V alores m o rales y no m orales Hasta ahora nos hemos ocupado, sobre todo, de los valores que se encarnan en las cosas reales y exigen propiamente un sustrato material, sensible. Los objetos valiosos pueden ser na­ turales, es decir, como los que existen en su estado originario al margen o independientemente del trabajo humano (el aire, el agua o una planta silvestre), o artificiales, producidos o creados por el hombre (com o las cosas útiles o las obras de arte). Pero, de estos dos tipos de objetos no cabe decir que sean buenos desde un punto de vista moral; los valores que encarnan o realizan son, en distintos casos, los de la utilidad o la belleza. A veces suele hablarse de la «bondad» de dichos objetos y, con este moti­ vo, se emplean expresiones como las siguientes: «éste es un buen reloj», «el agua que estamos bebiendo ahora es buena», « X ha escrito un buen poema», etc. Pero el uso de «bueno» en seme­ jantes expresiones no tienen ningún significado moral. Un «buen» reloj es un reloj que realiza positivamente el valor correspon­ diente: el de la utilidad; o sea, cumple satisfactoriamente Ja ne­ cesidad humana concreta a la que sirve. Un «buen» reloj es un 140 ÉTICA objeto «útil». Y algo análogo podemos decir del agua al califi­ carla de «buena»; con ello queremos decir que satisface positiva­ mente, desde el punto de vista de nuestra salud, la necesidad orgánica que ha de satisfacer. Y un «buen» poema es aquel que por su estructura, por su lenguaje, cumple satisfactoriamente como objeto estético u obra de arte, la necesidad estética huma­ na a la que sirve. En todos estos casos, el vocablo «bueno» subraya el hecho de que el objeto en cuestión ha realizado positivamente el valor que estaba llamado a encamar, sirviendo adecuadamente al fin o a la necesidad humana correspondientes. En todos estos casos también la palabra «bueno» tiene un significado axiológico po­ sitivo -^con respecto al valor «utilidad» o al valor «belleza»— , pero carece de significado moral alguno. La relación entre el objeto y la necesidad humana corres­ pondiente es una relación intrínseca, propia, en la que el primero adquiere su estatuto com o objeto valioso, integrándose de acuer­ do con ella, como un objeto humano específico. Esta relación intrínseca con determinada necesidad humana, y no con otra, es la que determina la calificación axiológica del bien correspon­ diente, así como el tipo de valor que ha de ser atribuido al objeto o acto humano en cuestión. Por ello, el uso del término «bueno» no puede llevamos a confundir lo «bueno» en sentido general, referente a cualquier valor («buen» libro, «buena» escultura, «buen» código, «buen» reloj, etc.), y lo «bueno» en sentido es­ tricto con un significado moral. Podemos hablar de la «bondad» de un cuchillo en cuanto que satisface positivamente la función de cortar para la que fue producido. Pero el cuchillo — y la fun­ ción correspondiente—^ puede estar al servicio de diferentes fi­ nes; puede ser utilizado, por ejemplo, para realizar un acto malo desde el ángulo moral, como es el asesinato de una persona. Des­ de el punto de vista de su utilidad o funcionalidad, el cuchillo no dejará de ser «bueno», por haber servido para realizar un acto reprobable. Por el contrario, sigue siendo «bueno», y tanto más cuanto más efectivamente haya servido al asesino, pero esa «b on ­ dad» instrumental o funcional queda a salvo de toda calificación moral, pese a haber servido de medio o instrumento para reali­ LOS VALORES 141 zar un acto moralmente malo. La calificación moral recae aquí sobre el acto de asesinar, al servicio del cual ha estado el cuchi­ llo. N o es el cuchillo --éticamente neutral, como lo son en gene­ ral los instrumentos, las máquinas, o la técnica en general— lo que puede ser calificado desde el punto de vista moral, sino su uso; es decir, los actos humanos de utilización al servicio de determinados fines, intereses o necesidades. Así, pues, los objetos útiles, aunque se trate de objetos pro­ ducidos por el hombre, no encarnan valores morales, aunque puedan hallarse en una relación instrumental con dichos valo­ res (como hemos visto en el ejemplo anterior del cuchillo). Por ello, dichos objetos deben ser excluidos del reino de los objetos valiosos que pueden ser calificados moralmente. Cuando el tér­ mino «bondad» se aplica a ellos («buen» cuchillo) debe enten­ derse con el significado axiológico correspondiente, no propia­ mente moral. Los valores morales únicamente se dan en actos o productos humanos. Sólo lo que tiene una significación humana puede ser valorado moralmente, pero, a su vez, sólo los actos o productos que los hombres pueden reconocer como suyos, es decir, los rea­ lizados consciente y libremente, y con respecto a los cuales se les puede atribuir una responsabilidad moral. En este sentido, po­ demos calificar moralmente la conducta de los individuos o de grupos sociales, las .intenciones de sus actos, y sus resultados y consecuencias, las actividades de las instituciones sociales, etc. Ahora bien, un mismo producto humano puede soportar varios valores, aunque uno de ellos sea el determinante. Así, por ejem­ plo, una obra de arte puede tener no sólo un valor estético, sino también político o moral. Es perfectamente legítimo abstraer un valor de esta constelación de valores, pero a condición de no re­ ducir un valor a otro. Puedo juzgar una obra de arte por su valor religioso o po­ lítico, pero siempre que no se pretenda con ello deducir de esos valores su valor propiamente estético. Quien condena una obra de arte desde el punto de vista moral no dice nada que afec­ te a su valor estético; simplemente está afirmando que en dicha obra no se realiza el valor moral que él considera que debiera 142 ÉTICA realizarse en ella. Un mismo acto o producto humano puede ser valorado, por tanto, desde diversos ángulos en cuanto que en él se encarnan o realizan distintos valores. Pero, aunque los valo­ res se conjuguen en un mismo objeto, no deben ser confundidos. Esto se aplica de un m odo especial a los valores morales y no morales. A l establecer la distinción entre los primeros y los se­ gundos, hay que tener presente que los valores morales sólo se encarnan en actos o productos humanos, y, dentro de éstos, en aquellos que se realizan libremente, es decir, consciente y volun­ tariamente. Ca p ít u l o 7 LA VALORACIÓN MORAL 1. Carácter concreto de la v a l o r a c ió n moral Entendemos por valoración la atribución del valor correspon­ diente a actos o productos humanos. La valoración moral com­ prende estos tres elementos: a) el valor atribuible; b) el objeto valorado (actos o normales morales), y c) el sujeto que valora. N o nos ocuparemos de cada uno de estos elementos por sepa­ rado, ya que han sido estudiados, o habrán de serlo en los capí­ tulos respectivos. Nos limitaremos ahora a una caracterización general de la valoración moral para pasar inmediatamente al examen del valor moral fundamental: la bondad. Si la valoración es el acto de atribuir valor a un acto o pro­ ducto humanos por un sujeto humano, ello implica necesaria­ mente tomar en cuenta las condiciones concretas en que se va­ lora y el carácter concreto de los elementos que intervienen en la valoración. En primer lugar, hay que tener presente que el valor se atri­ buye a un objeto social, establecido o creado por el hombre en el curso de su actividad histórico-sodal. Por tanto, la valoración, por ser atribución de un valor así constituido, tiene también un carácter concreto, histórico-social. Puesto que no existen en sí, sino por y para el hombre, los valores se concretizan de acuerdo con las formas que adopta la existencia del hombre como ser histórico-social. 144 ÉTICA En segundo lugar, hay que tener en cuenta que los objetos valorados son actos propiamente humanos y que, por tanto, los seres inanimados o los actos animales — como ya hemos subra­ yado— no pueden ser objeto de valoración moral. Pero no to­ dos los actos humanos se hallan sujetos a semejante valoración — a una aprobación o reprobación en el sentido moral— , sino sólo aquellos que afectan por sus resultados y consecuencias a otros. Así, por ejemplo, el levantamiento de una piedra que en­ cuentro en un terreno desértico no puede ser valorado moralmen­ te, ya que no afecta a los intereses de otro (si se trata, por supues­ to, de un lugar deshabitado); en cambio, levantar una piedra en la calle, evitando con ello un peligro a un transeúnte, sí tie­ ne un significado moral. Así, pues, puedo atribuir valor moral a un acto si — y sólo si—* tiene consecuencias que afectan a otros individuos, a un grupo social o la sociedad entera. A l tener que tomar en cuenta esta relación entre el acto de un individuo y los demás, el objeto de la valoración se inscribe necesariamente en un contexto histórico-social, de acuerdo con el cual dicha relación adquiere o no un sentido moral. Veamos, por ejemplo, lo que sucede a este respecto con una actividad hu­ mana como el trabajo. En una sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre — y, más particularmente, en la de la producción de plusvalía— , la actividad laboriosa es puramente económica, y carece de significado moral. Para el propietario de los medios de producción, que se apropia a su vez de los produc­ tos creados por el obrero, le son indiferentes las consecuencias de su trabajo para el mismo, es decir, para el trabajador como hombre concreto, o para los demás en su existencia propiamente humana. El trabajo escapa así a toda valoración moral; es un acto puramente económico, y como tal lucrativo. Para el obrero que no se reconoce en su trabajo y que ve a éste como un medio para subsistir, carece también de significación moral; sólo un es­ tímulo material, meramente económico, puede impulsarle a rea­ lizarlo. En esas condiciones sociales concretas, no se podría re­ probar moralmente el modo como ejerce su actividad. Otra cosa sucede en una sociedad en la que el trabajo deja de ser una mer­ cancía y éste recobra su significación social, como actividad LA VALORACIÓN MORAL 145 creadora que sirve a la sociedad entera. En esas condiciones, re­ huirlo o efectuarlo exclusivamente por un estímulo material se convierte en un acto reprobable desde el punto de vista moral. Vemos, pues, que los actos humanos no pueden ser valorados aisladamente, sino dentro de un contexto histórico-social en el seno del cual cobra sentido el atribuirles determinado valor. Finalmente, la valoración es siempre atribución del valor por un sujeto. Éste se sitúa, con ello, ante el acto de otro, aprobán­ dolo o reprobándolo. Juzga así cómo le afecta no ya a él perso­ nalmente, sino a otros individuos, o a una comunidad entera. Pero el sujeto que expresa de este modo su actitud ante ciertos actos, lo hace com o un ser social y no como un sujeto meramente individual que dé libre cauce a sus vivencias o emociones perso­ nales. Forma parte de una sociedad, o de un sector social deter­ minado, a la vez que es hijo de su tiempo, y, por tanto, se en­ cuentra inserto en un reino del valor (de principios, valores y normas) que él no inventa ni descubre personalmente; su valo­ ración, por ende, no es el acto exclusivo de una conciencia em­ pírica, individual. Pero tampoco lo es de un yo abstracto, o de una conciencia valorativa en general, sino de la conciencia de un individuo que, por pertenecer a un ser histórico y social, se halla arraigada en su tiempo y en su comunidad. Así, pues, por el valor atribuido, por el objeto valorado y por el sujeto que valora, la valoración tiene siempre un carácter concreto; o sea, es la atribución de un valor concreto en una situación dada. 2. L o BUENO COMO VALOR El acto moral aspira a ser una realización de lo «bueno». Un acto moral positivo es un acto valioso moralmente, y lo es justa­ mente en cuanto lo consideramos «bueno»; es decir, encarnando o plasmando el valor de la bondad. Pero, ¿qué es lo bueno? A l responder a esta pregunta, la mayoría de los tratadistas morales han pretendido encontrar lo bueno en general, absoluto, 10. — ÉTICA 146 ÉTICA intrínseco e incondicionado; lo bueno en todo lugar y tiempo, en todas las circunstancias, cualquiera que sea el acto moral de que se trate, o la situación concreta en que éste se efectúe. Partiendo del reconocimiento de que los hombres, al comportarse moral­ mente, aspiran al bien, es decir, a realizar actos moralmente buenos, se pugna por dar una respuesta universalmente válida a la pregunta acerca de lo bueno. A l descartarse el término «bueno» en un sentido no moral («buen » reloj, «buena» cosecha, «buen» poema), dicho término designa exclusivamente ciertos actos humanos que consideramos positivos o valiosos desde el punto de vista moral. Reservamos, consecuentemente, el término «m alo» para calificar los actos morales de signo opuesto. Lo bueno y lo malo se hallan en una relación recíproca y constituyen un par de conceptos axiológicos inseparables y opues­ tos. Definir lo bueno implica, pues, definir lo malo. Toda con­ cepción de lo bueno entraña necesariamente, de un modo explí­ cito o implícito, una concepción de lo malo. Pero no se trata de una conexión puramente lógica, sino histórica y real: de una época a otra, o de una a otra sociedad, cambian las ideas de lo bueno y lo malo. En los pueblos primitivos, lo bueno es ante todo la valentía, y lo malo, la cobardía. Con la división de la sociedad en clases, pierde su significado universal humano; ya no todos los hombres son, o pueden ser, buenos, sino sólo un sector o una minoría de ellos: los hombres libres; los otros — los esclavos— no pueden ser buenos ni malos, por la sencilla razón de que no son considerados propiamente seres humanos, dotados de razón, sino cosas o instrumentos. Así sucede, por ejemplo, en la Grecia antigua. En la Edad Media, es bueno lo que pro­ viene de la voluntad divina o concuerda con ella, y malo o diabó­ lico, lo que la contradice. En los tiempos modernos, lo bueno es lo que concuerda con la naturaleza humana, entendida ésta de un modo universal y abstracto; las ideas de lo bueno y lo malo tienen también, por ello, un carácter universal, concordante con esa verdadera natu­ raleza del hombre com o ser racional o espiritual, dada de una vez y para siempre. Pero tras esta universalidad de la idea de lo LA VALORACIÓN MORAL 147 bueno (que se pone claramente de manifiesto en la ética de Kant, lo bueno lo es absolutamente, sin restricción o condición alguna), se esconden aspiraciones e intereses humanos concretos que son, sobre todo, los de la clase social dominante. Ninguna clase social acepta com o «bueno» lo que entra en contradicción con sus intereses sociales. Por ello, lo bueno para una clase, en una misma sociedad, no lo es para otra. Pero ello no significa que lo bueno pierda todo contenido objetivo, pues cuando una clase social — en su fase ascensional— tiene intereses propios que se confunden con los del progreso histórico y social, su idea de lo bueno —-en contradicción con la de una clase social ya deca­ dente, que se aferra a su particularidad—*· contribuye a una con­ cepción más universal de lo bueno, aunque esta universalidad se presente todavía un tanto abstractamente, com o sucede con la «buena voluntad» en Kant. L o bueno, en este sentido, resulta entonces más provechoso para una moral universal humana — a la que tiende, com o ya hemos señalado, el progreso moral— que lo bueno en el sentido estrecho y limitado de la moral ante­ rior, la esclavista, o la moral feudal-aristocrática. Así, pues, las ideas de lo bueno y lo malo cambian histórica­ mente de acuerdo con las diferentes funciones de la moral efecti­ va de cada época, y esos cambios se reflejan bajo la forma de nuevos conceptos en las doctrinas éticas. Tomando en cuenta la aspiración común de los hombres de alcanzar lo bueno por consi­ derarlo el valor moral fundamental, aunque siempre de acuerdo con sus aspiraciones concretas en cada época o en cada sociedad, veamos — en el plano de la teoría ética— algunas de las respues­ tas principales a la pregunta acerca de la naturaleza de lo bueno. Entre estas concepciones principales, tenemos las que definen lo bueno com o felicidad, placer, buena voluntad o utilidad. Hemos de advertir que dichas concepciones no agotan el re­ pertorio de las definiciones dadas en el pensamiento ético, ya que lo bueno ha sido caracterizado también como la verdad, el poder, la riqueza, Dios, etc. Del examen de las concepciones citadas en primer lugar, así como de las relaciones entre ellas (ya que la felicidad se hace descansar también en el placer, o en lo útil), extraeremos finalmente algunas conclusiones propias tendientes 148 ÉTICA a considerar lo bueno, sobre la base de la aportación de dichas respuestas, con un contenido más concreto, y acorde con nuestro tiempo. 3. LO BUENO COMO FELICIDAD (EUDEMONISMO) La tesis de que la felicidad es lo único bueno, o el sumo bien, ha sido sostenida reiteradas veces a lo largo de la historia del pensamiento ético. Fue Aristóteles el primero que sostuvo que es el más alto de los bienes, y que todos los hombres aspiran a la felicidad (eudaimonía, en griego). Pero, de acuerdo con las con­ diciones sociales de su tiempo, en el que priva — como ya hemos señalado— el desprecio por el trabajo físico, Aristóteles consi­ dera que la felicidad del hombre reside en el ejercicio de la razón, que es la facultad humana peculiar. Ahora bien, aunque la felicidad consiste en el cultivo de la contemplación o actividad teórica, propia de la razón, requiere a su vez de una serie de condiciones necesarias, entre las cuales figuran dos muy impor­ tantes: seguridad económica (es decir, posesión de cierta cantidad de bienes materiales) y libertad personal. Sin ellas, los hombres no pueden ser felices, y, por ello, no pueden serlo los esclavos. Así, pues, para Aristóteles — reflejando claramente la realidad social de su época— la felicidad sólo está al alcance de un sector privilegiado de la sociedad, del que estaban excluidos no sólo los esclavos, sino también las mujeres. Partiendo de la imposibilidad de alcanzar la verdadera felici­ dad aquí en la Tierra, la ética cristiana traslada su consecución a un mundo ultraterreno. La felicidad sólo puede obtenerse en el cielo como una compensación a la infelicidad terrena. De este modo, una felicidad ideal e ilusoria viene a sustituir a la felicidad mundana y real. El pensamiento ético moderno, particularmente el de los fi­ lósofos ilustrados y materialistas franceses del siglo x v m , plan­ tea el derecho de los hombres a ser felices en este mundo, pero la felicidad la conciben en un plano abstracto, ideal, al margen de las condiciones concretas de la vida social que favorecen su LA VALORACIÓN MORAL 149 consecución o que la obstaculizan. Estos pensadores situaban el problema de la felicidad en el mundo terreno, pero, al concebir al hombre de un modo abstracto, olvidaban lo que Aristóteles había señalado pese a los límites de clase de su concepción, a sa­ ber: que el estado de felicidad exige ciertas condiciones concre­ tas —determinada situación económica y libertad personal— sin las cuales sería imposible. Este modo aristotélico de abordar el problema de la felicidad no sólo no ha perdido fuerza en nuestros días, sino que incluso se ha reforzado. En efecto, hoy vemos con más claridad que nunca que la felicidad no puede desligarse de la existencia de ciertas condiciones sociales que la acercan o la alejan para amplios sec­ tores de la sociedad. Los hombres no pueden ser verdaderamen­ te felices en la miseria, la explotación, la falta de libertades políticas, la discriminación racial, etc. Pero, por otro lado, se cae­ ría en una posición simplista si se pensara que la creación de las condiciones sociales favorables a la desaparición de males que sumen en la mayor infelicidad a tantos seres humanos, bas­ taría para traer a todos y cada uno de los individuos su felicidad personal. Los individuos como tales pueden encontrar graves obstáculos en el logro de su felicidad, que no pueden desapare­ cer ni siquiera en las condiciones sociales más favorables. Tales son, por ejemplo, los obstáculos a su felicidad que surgen — como fracasos— en el amor, en el ejercicio de una profesión o en el cumplimiento de nuestra vocación, o también como golpes ine­ vitables descargados por las enfermedades o la muerte. Pero las condiciones sociales no dejan de influir incluso en la felicidad personal, ya que de ellas depende, en gran parte, el que conte­ mos o no con los medios para no hundirnos totalmente en el infortunio, y poder salir de él. El problema de la felicidad no puede plantearse tampoco sin tener presente su contenido concreto, es decir, el tipo de felicidad que se busca, y en el que los hombres en una situación dada ven la realización de sus más caras aspiraciones personales. También aquí hay que tener presente los nexos entre la felicidad y las relaciones sociales que contribuyen a forjar una imagen de ella que los individuos hacen suya. Así, por ejemplo, en una sociedad 150 ÉTICA en la que domina la apropiación privada y en la que el hombre vale, ante todo, no por lo que es, sino por lo que tiene, la felici­ dad se cifra en la posesión de bienes materiales, y particular­ mente en la adquisición de aquello que tiene la cualidad de apro­ piarse de todos los objetos, y de dotar de verdadero ser a quien lo posee, o sea: el dinero. En una sociedad así constituida, la felici­ dad se cifra, por tanto, en la satisfacción del «espíritu del tener», en la posesión de dinero, y en ella el hombre rico, en sentido ma­ terial, será feliz, en tanto que el pobre, el desposeído, será desdi­ chado. Aquí el sistema económico-social da un contenido concre­ to al concepto de felicidad — como satisfacción de las tendencias egoístas, o del «espíritu de posesión» del individuo— ; a su vez, la búsqueda de esa felicidad contribuye, asimismo, a fortalecer y desarrollar el sistema. Con esto vemos cóm o una sociedad de­ terminada forja su propio concepto de la felicidad, y cóm o este concepto responde, a su vez, a las necesidades de las fuerzas so­ ciales empeñadas en mantener su osamenta social. En conclusión: la tesis de que la felicidad es lo único bueno resulta demasiado general si no se precisa su contenido concreto. Este contenido varía de acuerdo con las relaciones sociales que lo determinan, y a cuyos intereses responde. Es lo que vemos, al ci­ frarse la felicidad en la contemplación en la sociedad esclavista griega, o en la posesión de dinero en la sociedad burguesa mo­ derna. Resulta así que la felicidad no puede concebirse como algo abstracto al margen de unas condiciones sociales dadas, y que estas condiciones no favorecen u obstaculizan la felicidad en general, sino una felicidad concreta. Por ello, no puede consi­ derarse -^com o acorde con una naturaleza humana en general— la felicidad que hoy se cifra en las tendencias egoístas del indivi­ duo, o en su «espíritu de posesión». En una sociedad en la que no rija el principio de la apropiación privada ni la omnipotencia del dinero, y en la que el destino personal no puede concebirse separado del de la comunidad, los hombres habrán de buscar otro tipo de felicidad. LA VALORACIÓN MORAL 4. 151 L O BUENO COMO PLACER (HEDONISM O) Antes de examinar las tesis básicas del hedonismo ético (de hedoné-, en griego, placer), hay que distinguir dos sentidos del término placer, que a veces se confunden: 1) como sentimiento o estado afectivo placentero que acompaña a diferentes expe­ riencias (encuentro casual con un viejo amigo, contemplación de un cuadro, solución de un problema matemático, etc.), y cuyo opuesto es el «displacer», o estado afectivo desagradable que acompaña a ciertas experiencias (encuentro con una persona que se detesta, lectura de una mala novela, torcedura de un to­ billo, etcétera); 2) como sensación agradable producida por cier­ tos estímulos (un cosquilleo, un buen vaso de vino, etc), y cuyo opuesto es el dolor o sensación localizable en alguna parte del cuerpo (dolor en la espalda, por ejemplo). Cuando los hedonistas afirman que lo bueno es el placer, y lo malo es lo opuesto, se refieren a los dos sentidos citados en primer lugar. Admitida esta distinción, puede comprenderse que, al sostener Epicuro que cada quien debe buscar el máximo pla­ cer, no se refiere a los placeres sensibles, inmediatos y fugaces, como los que proporcionan la comida, la bebida o el sexo, y cuya satisfacción reiterada o inmoderada acaba por acarrear males (dolores, desarreglos, hastío, etc.), sino a placeres más durade­ ros y superiores, como los intelectuales y estéticos. Veamos ahora las tesis fundamentales del hedonismo, así como las dificultades que suscitan. 1) Todo placer o goce es intrínsecamente bueno Esta tesis se funda en el hecho psicológico de que todos los hombres desean el placer como fin, hecho que puede ser recono­ cido si es interpretado en el sentido de que los hombres prefieren el placer al displacer, o dolor. Pero, de acuerdo con nuestra crí­ tica del subjetivismo axiológico, una cosa no puede ser buena solamente porque se la desee. Incluso aunque se acepte que el placer es intrínsecamente bueno, en cuanto que es deseable o pre­ ferible al dolor, la bondad moral de un acto placentero no puede 152 ÉTICA ser aislado de sus consecuencias. Recordemos a este respecto «el placer de la venganza»; quien lleva a cabo una calculada y pérfi­ da venganza puede experimentar un placer pleno, pero impreg­ nado moralmente de las consecuencias y de la naturaleza negativa del acto. A esto podrá replicar el hedonista que el placer experimenta­ do por el vengador es intrínsecamente bueno, o que es un «buen» placer. Pero aquí nos encontramos con un significado extramoral de «bueno» que ya habíamos descartado. Lo cierto es que sólo así — y no en su sentido intrínseco— el placer adquiere una califica­ ción moral. Por tanto, para que tenga una significación ética debo juzgarlo no intrínsecamente (como placer en sí), sino ex­ trínsecamente (placer en relación con la naturaleza o las conse­ cuencias del acto). Pero, entonces, un «buen» placer no es nece­ sariamente bueno en un sentido moral; o sea, la tesis que estamos examinando y según la cual todo placer, considerado en sí mis­ mo, independientemente de la naturaleza del acto o de sus con­ secuencias, es bueno (es decir, intrínsecamente), es una tesis falsa. 2) Sólo el placer es intrínsecamente bueno Con esta tesis se contribuye a borrar de nuevo la línea divi­ soria entre lo bueno y lo malo en sentido moral, ya que el placer acompaña a las experiencias más variadas, incluyendo aquellas que — como la contemplación de un cuadro— no tienen —ral me­ nos esencialmente—- un significado moral. Por otro lado, una buena acción — en sentido moral— también produce satisfacción en quien la ejecuta; pero, de acuerdo con la doctrina hedonista, su valor moral radicaría no en una bondad intrínseca, o inheren­ te al acto o a sus consecuencias, sino al placer que produce. Pero ya hemos visto que una acción moralmente negativa también produce placer: lo siente, por ejemplo, el asaltante que ataca de improviso a un desprevenido transeúnte, en tanto que el desvali­ jado noctámbulo experimenta displacer o dolor. Para el hedonis­ ta, la bondad intrínseca estaría en el primer acto, y la maldad en el segundo. La bondad y la maldad en sentido moral tendrían, pues, un valor puramente instrumental; es decir, tanto una como LA VALORACIÓN MORAL 153 otra estarían al servicio de lo único que es intrínsecamente bue­ no: el placer. Pero, con ello, hemos quedado fuera del verdadero dominio de la moral. 3) La bondad de un acto o experiencia depende del (o es proporcional a la cantidad de) placer que contiene A diferencia de las dos tesis anteriores que son compartidas por todos los hedonistas éticos, en esta tercera se oponen los hedonistas cuantitativos (com o Epicuro y Bentham, para los cuales las diferencias cualitativas de placer no implican diferencia alguguna en cuanto al valor o bondad), y los hedonistas cualitativos (com o John Stuart Mili), para los cuales las diferencias cualita­ tivas producen diferencias de valor. O sea: para los hedonistas cuantitativos, la bondad depende de la cantidad de placer, mien­ tras que para los hedonistas cualitativos las diferencias cualitati­ vas de placer producen diferencias de valor. Con respecto a las tesis de unos y otros puede objetarse lo siguiente: a) Contra los hedonistas cuantitativos: muchas personas ob­ tienen más cantidad de placer escuchando una canción ramplo­ na, de música pegadiza al oído, que una sinfonía de Strawinsky; de aquí habría que sacar la absurda conclusión de que aquélla es más valiosa que la segunda, ya que proporciona más placer. Por otro lado, hay que dudar de la posibilidad de medir y comparar los placeres si no es sobre la base de estimaciones subjetivas; pero, si es así, ¿cóm o se puede calcular el valor intrínseco en términos cuantitativos, o sea, su proporcionalidad respecto a la cantidad de placer? b) Contra los hedonistas cualitativos: puede establecerse ciertamente —^como ya hemos señalado— una diferencia entre el placer como estado afectivo que acompaña a ciertas experien­ cias, y el placer como sensación agradable provocada por ciertos estímulos, pero no es tan claro que pueda establecerse una dife­ rencia cualitativa —-no sólo de intensidad— entre los estados hedónicos que acompañan a diferentes experiencias (morales, esté­ ticas, políticas, etc.) o, con respecto a una misma experiencia, ÉTICA 154 hasta el punto de que puedan registrarse en esos estados hedónicos rasgos lo suficientemente precisos com o para establecer dife­ rencias de valor. Por último, al hedonismo ético en general puede hacérsele la misma crítica que a todo subjetivismo axiológico, ya que reduce un valor — «lo bueno» en este caso— a reacciones psíquicas o vi­ vencias subjetivas. Y se le puede objetar asimismo que comete la falacia lógica que estriba en deducir, de un juicio de hecho acerca del comportamiento psicológico de los hombres («todos los hombres desean el placer com o fin»), un juicio de valor («sólo el placer es bueno»). El juicio de hecho actúa como premisa; el de valor, como conclusión. Ahora bien, como se acepta gene­ ralmente desde Hume, es ilegítimo desde el punto de vista lógico pasar de semejante premisa a tal conclusión. 5. L o BUENO COMO «BUENA VOLUNTAD» (FORMALISMO KANTIANO) Kant considera que lo bueno ha de ser algo incondicionado, sin restricción alguna; es decir, no depende de circunstancias o condiciones que escapen a nuestro control ni tampoco de las con­ secuencias de nuestros actos. Pero ¿hay algo bueno en este sen­ tido absoluto, irrestricto o incondicionado? Veamos las dos con­ cepciones de lo bueno examinadas anteriormente. La felicidad se halla sujeta a ciertas condiciones, y si no se dan éstas —^como ya advertía Aristóteles—- no se puede ser feliz. Lo bueno como felicidad entraña una bondad condicionada. Otras cosas o cualidades humanas, como la moderación, el autocontrol o la reflexión serena, son buenas, pero no en toda situación o circunstancia. Un criminal puede autocontrolarse para cometer más perfectamente su crimen, es decir, para acentuar la maldad de su acción. El valor, la lealtad y otras cualidades de los hom­ bres son buenas, pero no de un modo irrestricto, ya que pueden estar al servicio de fines moralmente reprobables (el asesino puede hacer gala de cierto valor, sin el cual no podría compor­ LA VALORACIÓN MORAL 155 tarse como tal, y la lealtad mutua forma parte del código de «h o­ nor» de los delincuentes). Y por lo que toca a la concepción de lo bueno como placer, ya hemos subrayado que éste puede acom­ pañar a actos o experiencias de signo moral opuesto. ¿Qué es entonces lo que puede ser bueno de un modo abso­ luto, sin restricción alguna, en toda circunstancia y en todo mo­ mento, y cualesquiera que sean los resultados o consecuencias de nuestra acción? H e aquí la respuesta de Kant: «Ni en el mundo, ni, en gene­ ral, tampoco fuera del mundo, es posible concebir nada que pue­ da considerarse bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad» (Fundamentación de la metafísica de las cos­ tumbres, cap. 1). Y un poco más adelante agrega: «La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su aptitud para alcanzar un fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que pudiéramos obtener por medio de ella». Pero esta buena voluntad no debe ser confundida con un mero deseo que se quede sólo en eso, sin echar mano de todos los medios de que dispone, o en una simple intención que no va más allá de ella, es decir, sin intentar ponerla en práctica. Por el con­ trario, se trata de un intento de hacer algo, aunque ciertamente no se consiga lo que se quería, o aunque las consecuencias de nuestra acción no respondan a nuestro propósito. Por ello dice también Kant, en la misma obra, tratando de que quede bien claro lo que entiende por «buena voluntad»: «Aun cuando se diera el caso de que, por una particular ingratitud de la fortu­ na, o la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de realizar su propósito; in­ cluso si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera conseguir nada y sólo quedase la buena voluntad — no, desde luego, como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están a nuestro alcance— , sería esa buena voluntad como una joya que brilla por sí misma, como algo que tiene en sí mismo su pleno valor. La utilidad o la inutilidad no pueden añadir ni quitar nada a ese valor». 156 ÉTICA Así, pues, la buena voluntad no se ve afectada —n o deja de ser buena·— por el hecho de que las circunstancias o condiciones impidan que se cumplan sus propósitos, pero tampoco puede re­ ducirse a la buena intención que se queda en un simple deseo. Tampoco basta actuar conforme al deber. Así, por ejemplo, es un deber nuestro cumplir lo prometido. Pero este deber puede ser cumplido por diversas razones: por las ventajas que podamos ob­ tener de ello; por temor a las consecuencias de su incumplimien­ to; por una inclinación nuestra a obrar así, etc. En todos esos casos se ha cumplido lo prometido; es decir, se ha actuado con­ forme al deber, pero no por deber. En ninguno de esos casos, a juicio de Kant, resplandece lo único que es bueno moralmente sin condición o restricción algunas: la buena voluntad, o sea, la voluntad que actúa no sólo de acuerdo con el deber, sino por respeto al deber, determinada única y exclusivamente por la razón. Pero ¿qué voluntad es esta y dónde podemos hallarla? Esta buena voluntad, independiente de las circunstancias y de las in­ clinaciones e intereses humanos concretos, y sólo determinada por la razón, no es la voluntad de los hombres reales, determi­ nados histórica y socialmente, e insertos en la malla de las exi­ gencias, intereses y aspiraciones de su existencia efectiva. Lo bueno, así concebido — como «buena voluntad»— , se inscribe en un mundo ideal, ahistórico e intemporal, que se convierte para los hombres reales en un nuevo «más allá». Contra esta concepción formalista y apriorística de lo bueno, pueden formularse las objeciones siguientes: 1) Por su carácter abstracto, formal y universal, esta mo­ ral de la «buena voluntad» es impotente e infructuosa en el mundo concreto de los hombres reales para regular efectivamen­ te sus relaciones mutuas. 2 ) Si la «buena voluntad» no es un mero deseo, es eviden­ te que no puede ser juzgado sólo desde el ángulo del sujeto que la posee, sino también desde el ángulo del que se ve afectado por ella. Por tanto, desde el momento en que otro sujeto humano está implicado — y no como puro objeto de mi «buena voluntad», LA VALORACIÓN MORAL 157 sino como persona— , debo ponerla en relación con él, y hacer frente a los problemas que esta relación plantea. 3) Si en cada acto moral no puedo desentenderme del que es afectado por él, no puedo ignorar entonces las consecuencias que lo afectan práctica y efectivamente, aunque no afecten a mi «buena voluntad». 4 ) Si el otro — como persona— debe ser tomado en cuenta, ¿por qué hemos de preferir una voluntad buena, pero impoten­ te, o que siendo pura puede incluso acarrearle males, a una vo­ luntad no tan «buena» o tan «pura» que, sin embargo, le aporta más bien al otro? 5) Si la «buena voluntad» no basta para evitar a otro las malas consecuencias de su acción, ¿puede desentenderse el sujeto de ella, de lo que pudiera evitar esas consecuencias negativas; por ejemplo, el conocimiento de determinadas circunstancias? O también, ¿una «buena voluntad» que por ignorancia de las cir­ cunstancias, que pudo y debió conocer, tiene consecuencias nega­ tivas para otro, podría ser considerada verdaderamente buena? 6) Al privar de todo valor moral a lo que se cumple por un impulso o inclinación, y admitir sólo como bueno lo que se cumple por deber, surgen una serie de dificultades. ¿Quién es más bueno moralmente: quien no roba por la convicción de que ése es su deber, o el que se abstiene de hacerlo no por esa convicción, sino tras de una larga y dura lucha para vencer sus tentaciones é inclinaciones? ¿Por qué el ladrón que ha de recorrer un duro y, a veces, largo camino para abstenerse de robar habría de tener menos valor moral que el que se abstiene de hacerlo, sin necesidad de librar esa dura lucha, porque está plenamente convencido de que ése es su deber? Pero, por otro lado, si consi­ deramos que el ladrón, en este caso, es más bueno moralmente, nos encontraríamos entonces con la paradoja de que el hombre más conformado o más hecho desde el punto de vista moral ten­ dría menos valor, al 'actuar, que el menos conformado moralmen­ te. Pero la paradoja sólo se produce por esta tajante oposición kantiana entre actuar por deber, y cualquier otro tipo de obrar que no tenga por base este motivo, aunque se trate de un obrar conforme al deber. ÉTICA 158 En suma, la concepción kantiana de la «buena voluntad», por su carácter ideal, abstracto y universal, nos da un concepto de lo bueno totalmente inasequible, en este mundo real y, por tan­ to, inoperante para la regulación de las relaciones entre los hom­ bres concretos. 6. L o BUENO COMO LO ÚTIL (U TILITARISM O) La concepción de lo bueno como lo útil tiene en Jeremy Bentham (1748-1832) y John Stuart Mili (1806-1872) a sus principa­ les exponentes; por esta razón, al exponer y objetar al utilitaris­ mo en este punto, tendremos presente, sobre todo, sus ideas. Para esclarecer la relación que los utilitaristas establecen en­ tre lo bueno y lo útil, hay que comprender sus respuestas a dos preguntas fundamentales, a saber: a) b) ¿Útil para quién? ¿En qué consiste lo útil? La primera pregunta se justifica para disipar una falsa idea del utilitarismo, entendido en un sentido egoísta, que se halla bastante extendida, y de acuerdo con la cual lo bueno sólo sería lo útil o provechoso para mí; es decir, lo que contribuye al bien­ estar de un individuo, independientemente de que sea también ventajoso para otras personas, o para la sociedad entera. En una concepción de este género, sería inconcebible el sacrificio de uno en aras de otro, o de la colectividad. El utilitarismo así conce­ bido sería una forma de egoísmo ético, pero no es esto lo que sos­ tienen los grandes pensadores utilitaristas antes citados. Descartada esta significación de «lo útil» (com o lo útil para mí, independientemente de que lo sea o no para los demás), ca­ bría entender el utilitarismo en el sentido opuesto: com o una doctrina que concibe lo bueno como lo útil para los demás, inde­ pendientemente de que coincida o no con nuestro propio bienes­ tar personal. De acuerdo con esta posición, lo bueno sería lo útil para los otros, aunque esta utilidad entrara en contradicción con LA VALORACIÓN MORAL 159 mis intereses personales. El utilitarismo sería así — en diametral oposición al egoísmo ético— un altruismo ético. Ahora bien, el utilitarismo pretende ser más bien la supera­ ción de ambas posiciones extremas y unilaterales. El egoísmo ético excluye a los demás: lo bueno es sólo lo que responde a un interés personal. El altruismo ético excluye este interés perso­ nal, y sólo ve lo bueno en lo que responde a un interés general (el de los demás). El utilitarismo sostiene, en cambio, que lo bueno es lo útil o beneficioso «para el mayor número de hom­ bres», entre cuyos intereses figura también el mío propio. Pero ¿cóm o conciliar los diversos intereses — el de los demás y el mío— cuando entran en conflicto? Un conflicto de este gé­ nero puede presentarse, por ejemplo, cuando un país pequeño es agredido por una potencia extranjera, y se libra entonces una guerra justa, defensiva y patriótica. El interés personal exige, por un lado, conservar la propia vida, o no renunciar a las com o­ didades de ella, pero el interés general reclama, por el contrario, renunciar a dichas comodidades y arriesgar la vida incluso en el campo de batalla. El utilitarismo aceptará en este caso el sacrifi­ cio del interés personal, de la felicidad propia o incluso de la pro­ pia vida, en aras de los demás, o en beneficio de la comunidad entera. Pero este sacrificio no lo considerará útil o bueno en sí, sino en cuanto que contribuye a aumentar o extender la cantidad de bien para el mayor número. Incluso el ofrendar la vida, en este caso, será útil o provechoso (es decir, bueno), porque de lo contrario se acarrearía más mal (o sea, las consecuencias se­ rían peores) que cualquiera otro acto que se realizara en lugar de él. Así, pues, lo bueno (lo útil) depende de las consecuencias. Un acto será bueno si tiene buenas consecuencias, independiente­ mente del motivo que impulsó a hacerlo, o de la intención que se pretendió plasmar. O sea; independientemente de que el agen­ te moral se haya propuesto o no que un acto suyo sea ventajoso para él, para los demás o para toda la comunidad, si el acto es beneficioso por sus consecuencias será útil, y, por consiguiente, bueno. Pero, com o las consecuencias sólo podemos conocerlas después de realizado el acto moral, se requiere siempre una va­ 160 ÉTICA loración o un cálculo previos de los efectos o consecuencias pro­ bables, que Bentham incluso trató de cuantificar. El utilitarismo considera, pues, lo bueno como lo útil, pero entendido no en un sentido egoísta ni altruista, sino en el gene­ ral de lo bueno para el mayor número de hombres. Con esto, te­ nemos la respuesta a la primera pregunta: ¿Ütil para quién? Veamos ahora la segunda. La segunda cuestión se refiere al contenido de lo útil: ¿Qué es lo que se considera más provechoso para el mayor número? Las respuestas varían: para Bentham, el placer es lo únicamente bueno o útil; el utilitarismo se combina aquí con el hedonismo. Para Stuart Mili, lo útil o bueno es la felicidad. Y com o por ella no se entiende exclusivamente la felicidad personal, sino la del mayor número posible de hombres, su doctrina viene a ser una forma de eudemonismo social. Pero lo que se considera bueno o útil puede ser también el conocimiento, el poder, la riqueza, etc., y, en este caso, tendremos diferentes tipos de utilitarismo toman­ do en cuenta el distinto modo de concebir el contenido de lo útil para el mayor número. Si los bienes intrínsecos que nuestros ac­ tos pueden aportar no se reducen a uno solo, sino a una pluralidad de ellos, tendremos entonces un utilitarismo pluralista, de acuer­ do con el cual lo bueno no es una sola cosa -^ el placer o la feli­ cidad— , sino varias que pueden considerarse, al mismo tiempo, como buenas. Lina concepción pluralista semejante es la que sos­ tiene, por ejemplo, G. E. Moore. Al utilitarismo se le pueden hacer una serie de objeciones. Las más importantes se refieren a su principio distributivo: «La mayor felicidad para el mayor número de hombres». Este princi­ pio tiene que enfrentarse a graves conflictos en su aplicación. Por ejemplo: si el acto A trae más felicidad para un número X de personas, y el acto B aporta menos felicidad a un número Y mayor, ¿cuál de los dos actos escoger: el que trae más felici­ dad a menos hombres, o el que aporta menos felicidad a más hombres? Si recurrimos al principio utilitarista de la «mayor felicidad para el mayor número», veremos que no nos saca del atolladero, ya que estamos obligados a descomponer dicho prin­ cipio en dos criterios unilaterales que entran en conflicto, y a LA VALORACIÓN MORAL 161 aplicar forzosamente uno u otro (el de la «mayor felicidad» o el del «mayor número»), sin poder conjugar los dos a la vez, com o quiere el utilitarismo. Pero, por otro lado, las dificultades crecen si se tiene en cuenta que, en una sociedad dividida en clases antagónicas, el «mayor número posible» tropieza con límites insuperables im­ puestos por la propia estructura social. Así, por ejemplo, si el contenido de lo útil se ve en la felicidad, el poder o la riqueza, veremos que la distribución de estos bienes que se consideran valiosos no puede extenderse más allá de los límites impuestos por la propia estructura económico-social de la sociedad (tipo de relaciones de propiedad, correlación de clases, organización esta­ tal, etc.). Finalmente, por no tener presente las condiciones histórico-sociales en que ha de aplicarse su principio, el utilitarismo olvida que, en las sociedades basadas en la explotación del hom­ bre por el hombre, la felicidad del mayor número de hombres no puede ser separada de la infelicidad que la hace posible. Si, a título de ejemplo, tenemos presente la sociedad esclavista griega y, particularmente, la polis ateniense, veremos que la felicidad del mayor número (de hombres libres) tenía por base la infeli­ cidad de un número mayor aún (de esclavos). Lo mismo cabe decir de una sociedad colonial en la que la felicidad del mayor número (la minoría de los colonizadores) se da sobre la base de la infelicidad de la inmensa mayoría (los colonizados) o cuando se trata de un Estado industrial, regido por la ley de la produc­ ción de la plusvalía, y en el cual con el progreso de la industria y la técnica, y el incremento de bienes de consumo, la infelicidad del hombre manipulado o cosificado no hace más que extenderse, aunque a veces no sea consciente siquiera — a tal punto llega su enajenación-^ de su propia infelicidad. 7. C o n c l u s io n e s acerca de la naturaleza de lo bueno Las doctrinas anteriores tienen el defecto de concebir lo bue­ no abstractamente, lo cual responde, a su vez, a un modo abs­ tracto de concebir al hombre. Los hedonistas y eudemonistas 11. — ÉTICA 162 ÉTICA consideran que los hombres se hallan dotados de una naturaleza universal e inmutable que les hace buscar el placer o la felicidad, y justamente en estos bienes hacen consistir lo bueno. El forma­ lismo kantiano apela a un hombre ideal, abstracto, situado fuera de la historia, cuya «buena voluntad» absoluta e incondicionada sería lo único verdaderamente bueno. Los utilitaristas ponen lo bueno en relación con los intereses de los hombres y, al mismo tiempo, tratan de hallarlo en cierta relación entre lo particular y lo general. Con ello, han atisbado que lo bueno entraña la nece­ sidad de superar los intereses limitados y egoístas del individuo y de tomar en cuenta los intereses de los demás. Pero esta rela­ ción, implicada en el principio de «el mayor bien para el mayor número» tiene también un carácter abstracto al ignorarse las con­ diciones histórico-sociales concretas. La relación entre el individuo y la comunidad — subrayada por el utilitarismo—· varía con el tiempo y con las diferentes so­ ciedades. Lo general en ella no reviste un carácter cuantitativo, abstracto —«1 «mayor número posible»— , sino la comunidad de intereses, objetivos y aspiraciones de un grupo social, o de la sociedad entera. La esfera de lo bueno tiene que buscarse, por tanto: a) en una relación peculiar entre el interés personal y el interés general; b ) en la forma concreta que adopta esta relación de acuerdo con la estructura social dada. Esto requiere no hacer hincapié en un contenido determinado de lo bueno, único para todas las sociedades y todos los tiempos. Dicho contenido varía históricamente; puede ser ciertamente la felicidad, la creación y el trabajo, la lucha por la emancipación nacional o social, etc. Pero el contenido concreto sólo es moral­ mente positivo en una adecuada relación entre el individuo y la comunidad. Así, si lo bueno es la felicidad, ésta ha de entenderse como aquella que lejos de excluir la de los demás, la presupone necesariamente. La felicidad de unos individuos o de un grupo social que sólo puede alcanzarse sobre la base de la infelicidad de los demás — de su dolor, miseria, explotación u opresión— LA VALORACIÓN MORAL 163 es hoy profundamente inmoral. Si el contenido de lo bueno es la creación, ésta, aunque tenga un valor en sí misma, será también inmoral, si eleva las desdichas de los demás. Finalmente, si la lucha, el heroísmo y el sacrificio forman parte del comportamien­ to moral positivo, sólo lo será en la medida en que respondan a un interés común: la emancipación de un pueblo, o de toda la humanidad. Vemos, pues, que lo bueno se da en una peculiar relación entre los intereses personales y colectivos. Partiendo de que el individuo es un ser social, y de que la sociedad no es un con­ glomerado de átomos sociales, individuo y sociedad se implican necesariamente, y de ahí su relación necesaria en la que no podemos aislar o hípostasiar ninguno de los dos términos. Pero la necesidad de esa relación no significa que históricamente ha­ yan estado siempre en una vinculación adecuada: justamente la que constituye la verdadera esfera de lo bueno. La afirmación del individuo no es algo dado desde las prime­ ras formas de organización social, sino algo que el hombre sólo ha logrado en la sociedad moderna. La individualidad no es un don gratuito, sino una conquista. Pero, en la sociedad moderna, basada en la apropiación privada, la afirmación del individuo se traduce en una afirmación egoísta de su personalidad, a ex­ pensas de los demás. El egoísmo ético, por ello, no es sólo una doctrina, sino una forma real de comportarse efectivamente los hombres, en la que los intereses particulares y los generales se escinden. El reverso de este individualismo es el de una comunidad abstracta, burocrática o deshumanizada en la que lo personal es absorbido por lo general, o por una supuesta universalidad tras la cual no se hace sino expresar intereses particulares muy con­ cretos. En nuestra época, lo bueno sólo puede darse propiamente en la superación de la escisión entre individuo y comunidad, o en la conjugación de los intereses personales con los verdaderamente conjunes o universales. Instalado lo bueno en esta esfera, podemos hablar de diver­ sos grados de adecuación de lo individual y lo general, y de 164 ÉTICA realización de lo bueno, en la medida en que se supera el indi­ vidualismo egoísta. 1) Lo bueno entraña, en primer lugar, una primera y limi­ tada superación del círculo estrecho de mis intereses exclusi­ vamente personales. Es entonces, no sólo lo bueno para mí, sino para un círculo inmediato de personas con cuyos intereses se conjuga el mío propio (la familia, el grupo de compañeros de trabajo o de estudio). A l conjugar estos intereses personales con los de otros, a los que me siento vinculado más directa e inme­ diatamente, se rebasa el egoísmo individualista. Sin embargo, la bondad no se asegura automáticamente por esta conjugación ^ todavía limitada— de lo individual y lo general. En efecto, puede ocurrir que la superación de mi egoísmo individual adop­ te la forma de una ampliación de éste para convertirse en el egoísmo de un círculo cerrado o de un estrecho grupo. El prin­ cipio del egoísmo, en este caso, no hace más que extender sus límites, dejando subsistir, con ello, en otro plano, el conflicto entre lo particular y lo universal. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando los gobernantes de una potencia imperialista, en nombre de sus intereses egoístas nacionales, oponen estos intereses a los de otros pueblos. El egoísmo colectivo o nacional, en este caso, no ha hecho más que ampliar los límites del individualismo egoísta. 2) Lo bueno puede darse en otro tipo de relación entre el individuo y la comunidad: no ya en la defensa de los intereses comunes creados por una vida común, sino en el significado so­ cial de la actividad del individuo, del trabajo o del estudio. Dicho significado se pone de manifiesto cuando se trabaja o estudia no ya por móviles egoístas, o estrictamente materiales, sino con la conciencia de que se presta — o se ha de prestar en el futuro— un servicio a la comunidad. Pero, una vez más, aquí se pone nuevamente de relieve el carácter social de la moral, y de lo bueno en particular, ya que en una sociedad en la que el trabajo se convierte en una mercancía y en la que el estudio — particu­ larmente en las ramas más relacionadas con la técnica y la in­ dustria— se ajusta a las exigencias de la producción mercantil, LA VALORACIÓN MORAL 165 se tiende a hacer de toda actividad profesional un medio para satisfacer intereses personales egoístas, despojándola así de su significado social y moral. 3) Lo bueno se da como contribución del individuo — me­ diante su incorporación activa—* a una causa común: la transfor­ mación de las condiciones sociales en que se asienta la infelicidad de la mayoría. La realización de lo bueno, en los tres planos antes citados, entraña necesariamente una peculiar relación entre lo individual y lo general, que se halla condicionada, a su vez, por determina­ da estructura social. El egoísmo y sus manifestaciones opuestas — solidaridad, cooperación y ayuda mutua— son alentados u obstaculizados de acuerdo con las condiciones sociales concretas en que los hombres viven. Por ello, el problema de lo bueno como conjunción de los intereses personales y generales es inse­ parable del problema de las bases y condiciones sociales que hacen posible su realización. Γ C a p ít u l o 8 LA OBLIGATORIEDAD MORAL La conducta moral es una conducta obligatoria y debida; es decir, el agente se halla obligado a comportarse conforme a una regla o norma de acción, y a excluir o evitar los actos prohibidos por ella. La obligatoriedad moral impone, por tanto, deberes al sujeto. Toda norma funda un deber. Anteriormente hemos señalado que, a diferencia de otras formas de conducta normativa — como son la jurídica y la del trato social— , la voluntad del agente moral es, en ella, una vo­ luntad libre. Por otro lado, hemos subrayado también que jus­ tamente porque el sujeto ha de escoger libremente entre varias alternativas, las normas morales requieren que su acatamiento sea el fruto de una convicción interior, y no —com o en el dere­ cho y el trato social— de una simple conformidad exterior, im­ personal o forzosa. Todo esto supone que la obligatoriedad moral presupone la libertad de elección y de acción del sujeto, y que éste ha de reco­ nocer, como fundada y justificada, dicha obligatoriedad. Estas consideraciones previas nos permiten entrar en el exa­ men de dos cuestiones fundamentales, que constituirán el objeto del presente capítulo: 1) ¿Cuáles son los rasgos esenciales de la obligatoriedad moral que permiten distinguirla de otras formas de obligación o imposición? ÉTICA 168 2) ¿Cuál es el contenido de la obligación moral, o tam­ bién: qué es lo que estamos obligados a hacer o tenemos el deber de hacer? Abordemos, pues, a continuación, estas dos cuestiones éticas fundamentales. 1. N e c e s id a d , c o a c c ió n y o b l ig a t o r ie d a d moral La conducta moral se nos presenta, como ya hemos señalado, com o una conducta libre y obligatoria. N o hay propiamente com­ portamiento moral sin cierta libertad, pero ésta, a su vez, com o se demostró oportunamente, lejos de excluir a la necesidad, la supone y se concilia dialécticamente con ella. Y puesto que no hay conducta moral sin libertad —^aunque no se trata de una libertad absoluta, irrestricta o incondicionada— , la obligatorie­ dad no puede entenderse en el sentido de una rígida necesidad causal que no dejara cierto margen de libertad. Si yo estuviera determinado causalmente al hacer x hasta el punto de no poder hacer más que lo que hice, sin que me quedara opción alguna para otra acción; es decir, si al actuar, yo no tuviera posibilidad de intervenir —com o una causa peculiar— en la cadena causal en que se insertan mis actos, mi comportamiento, justamente por no haber podido ser otro, carecería de un verdadero signi­ ficado moral. Tal tipo de determinación causal, o necesidad, no tiene nada que ver con la obligatoriedad moral. Si alguien, al comentar el comportamiento de Y en otro tiempo y en otra sociedad —-por ejemplo, en la sociedad griega antigua— dijera que « Y se vio obligado a actuar así, de acuerdo con las ideas dominantes y la sociedad de su época» (a tratar, por ejemplo, a un esclavo com o una cosa, y no como una per­ sona), es evidente que la expresión «se vio obligado a» no ten­ dría un significado moral, y podría ser sustituida por esta otra más propia: «fue determinado a obrar así». Pero este tipo de determinación no es la obligatoriedad moral. Y no sólo no lo es, sino que la hace imposible. Justamente este verse obligado (o LA OBLIGATORIEDAD MORAL 169 más exactamente: determinado en un sentido que no deja opción) a actuar com o lo hizo, impide afirmar que Y actuara o no por una obligación moral. Aquí la necesidad no sólo no se identifica con la obligación moral, sino que la excluye o hace imposible. Algo semejante encontramos cuando alguien se ve obligado a actuar en forma distinta de como lo hubiera hecho, si no se hubieran dado circunstancias o condiciones imprevistas que le impidieron decidir y obrar en la forma debida. Tal es, por ejem­ plo, el caso de X que se vio obligado a suspender por mal tiempo un viaje y que, por esta causa inesperada, no pudo cumplir la promesa de estar junto a su padre gravemente enfermo. La pro­ mesa que estaba obligado moralmente a cumplir no pudo cum­ plirla, porque una circunstancia exterior e imprevista le obligó a cancelar el viaje. Pero, en este caso, el sujeto quedó liberado de la obligación moral de cumplir lo prometido, ya que las cir­ cunstancias externas ejercieron aquí una influencia tan decisiva — como una coacción exterior— que no le dejaron posibilidad alguna de hacer frente a su obligación moral. Al imponer al agente moral una forma de comportamiento no querida o escogida libremente, la coacción exterior entra en conflicto con la obligación moral y acaba por desplazarla. Algo semejante vimos ya, en un capítulo anterior, con respecto a los casos de coacción exterior extrema (amenaza grave, o imposición brutal física) que provienen de otro sujeto y que impiden al agente moral que cumpla su obligación. Finalmente, la obligatoriedad moral pierde también su base cuando el agente obra bajo una coacción interna, o sea, bajo la acción de un impulso, deseo o pasión irresistibles que quebrantan o anulan por completo su voluntad. Así, pues, la obligatoriedad moral no puede confundirse con la simple necesidad causal, ni tampoco con la coacción exterior o interior. En rigor, estas formas de «obligación» hacen imposi­ ble la verdadera obligación moral. ÉTICA 170 2. O b l ig a c ió n m oral y l ib e r t a d La obligación moral supone, pues, necesariamente una libre elección. Cuando ésta no puede darse — com o sucede en los casos de rígida determinación causal o de coacción exterior e inte­ rior— , no cabe exigir al agente una obligación moral, ya que no puede cumplirla. Pero basta la posibilidad de elegir libremente para que se dé tal obligación. N o toda libertad de elección tiene un significado moral y entraña, por sí sola, una obligatoriedad moral. M i elección, un día de descanso, entre ir al cine o quedar­ me en casa leyendo una novela, pone de manifiesto mi libertad de elegir y de actuar en un sentido u otro, pero esta elección no responde a una obligación moral. Ciertamente, nada me puede ser imputado moralmente por el hecho de haber decidido lo uno o lo otro. Pero si elijo entre ir al cine y visitar a un amigo al que prometí ver a la misma hora, esta elección es condición in­ dispensable para el cumplimiento de la obligación moral con­ traída. Y o estaba obligado a cumplir lo prometido, porque podía cumplirlo, ya que tenía la posibilidad de escoger entre una y otra alternativa. La obligación moral se presenta, pues, determinando mi com­ portamiento; es decir, encauzándolo en cierta dirección. Pero sólo estoy obligado moralmente en cuanto que soy libre de seguir o no ese camino; o sea, en cuanto que puedo rechazar otra vía. En este sentido, la obligación presupone necesariamente mi libertad de elección, pero supone, a la vez, una limitación de mi liber­ tad. A l comportarme moralmente, yo estaba obligado por mi pro­ mesa, por el deber de cumplirla, y, en este sentido, debía decidir de un modo, y no de otro. Antes hemos dicho que la obligación moral supone una libre elección (entre dos o más posibilidades: a y b, c...). Ahora de­ cimos que, por el hecho de estar obligado moralmente, no puedo escoger cualquier posibilidad, sino sólo a (por ejemplo) y no b ni c. ¿N o es esto paradójico? Sólo en apariencia, pues al limi­ tar mi libre elección, soy yo quien escoge limitarla, y con ello afirmo la libertad indispensable para que pueda imputárseme una obligación moral. Si dicha limitación viniera de fuera (como LA OBLIGATORIEDAD MORAL 171 cuando se está bajo una coacción exterior), no habría tal obliga­ ción moral. Pero soy yo el que elijo libremente, aunque por de­ ber —<es decir, como sujeto moral— , en un sentido y no en otro. Puedo escoger no cumplir la promesa, pero en este caso se pone de manifiesto que no he cumplido con una obligación moral que libremente había asumido y que, haciendo uso de mi libertad, pude también haber cumplido. La obligación moral, por tanto, ha de ser asumida libre e ínti­ mamente por el sujeto, y no impuesta desde el exterior. Si su­ cede esto último, estaremos ante una obligación jurídica, o ante otra, propia del trato social. Así, pues, sólo cuando el sujeto co­ noce una norma, la reconoce como suya, y dispone de la posibi­ lidad de cumplirla optando libremente entre varias alternativas, puede afirmarse que está obligado moralmente. Por tanto, el factor personal no puede ser ignorado aquí. Sin él — a diferencia de lo que sucede en la esfera del derecho o del trato social— no cabe hablar propiamente de obligación moral. 3. Carácter s o c ia l de la o b l ig a c ió n moral El factor personal es esencial, como acabamos de señalar, en la obligación moral. Pero este factor no puede ser abstraído de las relaciones sociales que se anudan en cada individuo, y, por tanto, dicha obligación no puede explicarse como algo estricta­ mente individual, ya que tiene también un carácter social. Lo tiene, en primer lugar, porque sólo puede haber obligato­ riedad para un individuo cuando sus decisiones y sus actos afec­ tan a otros, o la sociedad entera. Precisamente porque mi con­ ducta tiene un efecto sobre los demás, estoy obligado a realizar unos actos, y a evitar otros. Si elijo, en cambio, entre dos actos — ir al cine o leer una novela— que no afectan directamente a los demás, la elección no tiene un alcance moral. En segundo lugar, la obligatoriedad moral tiene un carácter social, porque si bien la norma que obliga ha de ser aceptada íntimamente por el individuo, y éste ha de actuar de acuerdo con su libre elección y su conciencia del deber, la decisión personal ÉTICA 172 no opera en un vacío social. Lo obligatorio y lo no obligatorio no es algo que él establezca, sino que se lo encuentra, ya estable­ cido, en una sociedad dada. Por otra parte, las fronteras de lo que se está obligado a hacer o no hacer, de lo debido y lo no debido, no son modificadas por cada individuo, sino que cambian de una sociedad a otra; por tanto, el individuo decide y actúa en el marco de una obligatoriedad dada socialmente. En tercer lugar, com o habremos de ver con más detalle en el apartado siguiente, aunque el individuo decida y actúe de acuer­ do con la «voz de su conciencia», o en su «fuero interno», a tra­ vés de esa voz y en ese fuero no dejan de hablar, de hacerse presentes, los hombres de una sociedad y de un tiempo determi­ nados. El individuo, ciertamente, obra de acuerdo con lo que le dicta su conciencia moral, pero ésta, a su vez, sólo le dicta lo que concuerda con los principios, valores y normas de una mo­ ral efectiva y vigente. Así, pues, en sus decisiones y en el uso que hace de su libertad de elección y de acción, el individuo no puede dejar de expresar las relaciones sociales en el marco de las cuales asume personalmente una obligación moral. Así, pues, no hay por qué dejar de subrayar toda la impor­ tancia y especificidad del factor personal, la interiorización de la norma y del deber fundado en ella, así como el papel que desempeña la convicción íntima de la obligatoriedad, siempre que no se pierda de vista, a su vez, su carácter social. 4. La c o n c i e n c i a m o r a l El problema de la obligatoriedad moral se relaciona estrecha­ mente con el de la naturaleza, función y fundamento de la con­ ciencia moral, y, a su vez, con el de la autonomía o heteronomía de la moral misma. El término «conciencia» puede utilizarse en dos sentidos: uno general, el de conciencia propiamente dicha, y, otro específico, el de conciencia moral. El primero es el que encontramos en ex­ presiones com o éstas: «Pedro ha perdido la conciencia», «Juan no tenía conciencia de los graves peligros que le amenazaban». LA OBLIGATORIEDAD MORAL 173 Con estas expresiones concuerda también la de «tomar concien­ cia de nuestros actos», que equivale a la de «ser conscientes de lo que estamos haciendo». En todos estos casos, el conocimiento o reconocimiento de algo, y el tener conciencia o ser consciente es comprender algo que está sucediendo, o también registrar su existencia y ponerse a cierta distancia de lo real. Pero la con­ ciencia no sólo registra o comprende lo que está ante ella de un modo efectivo, sino que también puede anticipar idealmente en forma de proyectos, fines o planes, lo que va a suceder. Y , en este sentido, decimos que «Juan no tenía conciencia de los graves peligros que le amenazaban»; es decir, no anticipaba o prefigu­ raba idealmente lo que podía sucederle real y efectivamente. El segundo sentido del término «conciencia» es el específico de «conciencia moral», que es el que tiene también en expresio­ nes como éstas: «m í conciencia me dice», «la voz de la concien­ cia», «el llamado de la conciencia», etcétera. La conciencia moral sólo puede existir sobre la base de la conciencia en el primer sentido, y como una forma específica de ella. Entraña también, por ello, una comprensión de nuestros actos, pero desde un ángulo específico, moral; mas, a la vez, implica una valoración y un enjuiciamiento de nuestra conduc­ ta conforme a normas que ella conoce y reconoce como obli­ gatorias. El concepto de conciencia se halla emparentado estrechamen­ te, por esta razón, con el de obligatoriedad. Pero las normas obli­ gatorias se mantienen siempre en un plano general y, por consi­ guiente, no hacen referencia al modo de actuar en cada situación concreta. Es la conciencia moral la que, en este caso, informán­ dose de esa situación, y con ayuda de las normas establecidas que ella hace suyas, toma las decisiones que considera adecuadas e internamente juzga sus propios actos. En cuanto que a la moral le corresponde, por esencia, la interiorización de las normas, la adhesión o repulsa íntima a ellas — lo que, como hemos señalado más de una vez, no es propio de otras formas de conducta nor­ mativa— , la conciencia moral adquiere el rango de una instancia ineludible, o de un juez ante el cual tiene que exhibir sus títulos todo acto moral. Pues el hombre no actúa, en rigor, como un ser 174 ÉTICA moral si se limita a acatar exterior y formalmente una norma; es decir, cuando su conciencia calla y no ratifica en su «fuero inter­ n o» las normas que rigen en la comunidad. Esta importancia de la conciencia moral es elevada, a veces, al plano de lo absoluto hasta hacer de ella una fuerza espiritual humana, incondicionada y puramente subjetiva. La conciencia sería un juez interno y supremo, independiente de las circuns­ tancias objetivas y de las condiciones históricas y sociales. En su actividad se pondría de manifiesto la libertad absoluta del hombre. Pero, como ya hemos subrayado, la libertad humana no es tan absoluta que excluya su condicionamiento. La con­ ciencia puede ser libre sin que por ello —-como conciencia de hombres concretos— deje de estar determinada histórica y so­ cialmente. La conciencia moral no la posee el individuo desde su naci­ miento ni se da tampoco en el hombre al margen de su desarrollo histórico, y de su actividad práctica social. N o es tampoco, como pensaba Kant, una ley que mora en nosotros, no conquistada histórica y socialmente, e independiente de las conciencias de los sujetos reales; ni es una voz interna que no se halle influida por lo que venga de fuera, ni tampoco una voz exterior que escucha­ mos com o si fuera nuestra, o la voz de Dios dentro de nosotros mismos. En un caso, la autonomía es absoluta; es decir, como sostiene Kant, la voluntad constituye una ley por sí misma, in­ dependientemente de cualquier propiedad de los objetos del que­ rer; en el otro, la conciencia moral tiene por completo su funda­ mento fuera de ella, es decir, en Dios, y de ahí su heteronomía·, o sea, el acto moral es determinado por algo ajeno a la concien­ cia moral del agente. La heteronomía es aquí absoluta, como lo es también en los casos en que el sujeto se somete, contra su voluntad, a normas jurídicas, estatales, políticas, etc., convirtien­ do su adhesión a ellas —'que para tener un significado moral ha de ser interna y subjetiva—? en una adhesión formal y externa. Pero este conflicto entre conciencia autónoma y conciencia heterónoma, planteado así en términos tan absolutos, responde a una falsa concepción de la libertad de ella; pues ni la concien­ cia moral es absolutamente libre e incondicionada, como supo­ I.A OBLIGATORIEDAD MORAL 175 nen los partidarios de su autonomía absoluta, ni tampoco su determinación exterior implica que haya de ser una mera «caja de resonancia» de su voz que le habla desde fuera (sea ésta la naturaleza, Dios o el Estado). Sólo una conciencia pura, de un ser ideal, no de hombres concretos, podría gozar de una autonomía absoluta. Pero la con­ ciencia — como la moral en general— es propia de hombres reales que se desarrollan históricamente. La conciencia moral es también un producto histórico; algo que el hombre produce y desarrolla en el curso de su actividad práctica social. Como las sociedades no pueden prescindir de cierta moral, y producen por ello la moral que necesitan, los individuos — como seres socia­ les— no pueden dejar de poseer esa facultad de valorar y juzgar tanto su propia conducta como la de los demás, desde el punto de vista de la moral que impera en la sociedad en que viven. Y esta facultad de valoración y enjuiciamiento de la conducta no puede dejar de evolucionar por ello, de acuerdo con las exi­ gencias del desarrollo social. La conciencia moral del burgués, en la Francia del siglo x v m , ya no puede ser la del noble decadente de la corte de Luis X V I. De la misma manera, la conciencia moral del criollo, en los albores de la independencia de México, ya no puede ser la de sus padres cuando aún se mantenían fir­ mes los pilares políticos e ideológicos del régimen colonial. Si en una época la conciencia moral ha podido transigir con la ex­ plotación del hombre por el hombre, hoy este tratamiento de los seres humanos como objetos o cosas, parece profundamente inmoral. Así, pues, como producto histórico-social, la conciencia moral de los individuos se halla sujeta a un proceso de desarrollo y cambio. A su vez, com o conciencia de individuos reales que sólo lo son en sociedad, es facultad de juzgar y valorar la conducta que tiene consecuencias no sólo para sí mismo, sino para los demás. Únicamente en sociedad el individuo adquiere conciencia de lo que está permitido o prohibido, de lo obligatorio y no obli­ gatorio en un sentido moral. El tipo de relaciones sociales vigen­ te determina, en cierta medida, el horizonte en que se mueve la conciencia moral del individuo. 176 ÉTICA Pero antes de que el hombre pudiera llegar a adquirir una conciencia moral ya desarrollada, como una especie de «voz inte­ rior» que le dice lo que está bien y lo que está mal, lo que debe hacer y lo que debe evitar, hubo de pasar un larguísimo período en el que esa voz o llamado interior casi no era audible. El indi­ viduo apenas si se escuchaba a sí mismo, y se limitaba a seguir pasivamente las normas establecidas por la costumbre y la tra­ dición. N o escuchaba su propia voz (la de su conciencia), sino la voz de sus ancestros o sus mayores, o la de sus dioses. La conciencia moral comienza a emerger propiamente, y a deslindarse como un recinto interior, cuando el hombre cumple normas que regulan sus actos no ya sometiéndose pasivamente a la tradición y a la costumbre, o por el temor a los dioses, o simplemente para ajustarse a la opinión de los demás, sino por­ que comprende el deber de cumplirlas. Indice de la existencia de una conciencia moral de ese género son también sus sentimientos de culpa, vergüenza y remordimiento que acompañan al reco­ nocimiento de que nuestra conducta no ha sido como debió ser. Estos sentimientos revelan, asimismo, junto a una insatisfacción propia, la comprensión de que se debió obrar de otro modo cuando se pudo hacerlo. La conciencia moral es, por tanto, en la forma en que la co­ nocemos ya en tiempos históricos; es decir, convertida en una voz interior o juez interno de nuestros actos, el producto de un largo proceso de desarrollo de la humanidad. Tiene, pues, desde sus orígenes, un carácter social y no biológico. Y este carácter social lo conserva en la actualidad y lo conservará siempre, ya que en la interioridad de su conciencia el sujeto no sólo escucha su propia voz, sino también, a través de ella, la de la sociedad que le proporciona los principios y normas morales conforme a los cuales juzga y valora. Cada época, de acuerdo con el tipo de relaciones sociales do­ minantes, imprime su propio sello a la conciencia moral, ya que cambian los principios y normas morales, y cambia también el tipo de relación entre individuo y comunidad. Existe una estrecha relación entre la conciencia y la obliga­ toriedad moral. La conciencia es siempre comprensión de nuestra LA OBLIGATORIEDAD MORAL 177 obligación moral, y valoración de nuestra conducta de acuerdo con las normas libre e íntimamente aceptadas. Aunque varíen los tipos de conciencia moral, así como sus juicios y apreciacio­ nes, la conciencia entraña siempre el reconocimiento del carác­ ter normativo y obligatorio del comportamiento que llamamos moral. Pero es, como ya hemos señalado, reconocimiento de una obligatoriedad que no le es impuesta desde fuera, sino que se la impone ella a sí misma, aunque esta mismidad no sea absoluta en virtud de su carácter social. La conciencia y la obligatorie­ dad moral no son, por ello, autónomas o heterónomas en sentido absoluto, ya que el lado subjetivo, íntimo, de su actividad no puede ser separado del medio social. La conciencia moral efec­ tiva es siempre la de un hombre concreto individual, pero, jus­ tamente por ello, de un hombre que es esencialmente social. 5. T e o r ía s de la o b l ig a c ió n moral Una vez determinado el carácter de la obligatoriedad moral, a diferencia de otras formas de obligación o imposición, así com o sus relaciones con la conciencia moral, hay que abordar el pro­ blema del contenido mismo de esa obligatoriedad. O , dicho en otros términos, hay que responder a la cuestión de cómo debe­ mos actuar, o qué tipo de actos estamos obligados moralmente a realizar. Nos referiremos, con este motivo, a las teorías más im­ portantes de la obligación moral. Los éticos contemporáneos suelen dividir estas teorías en dos géneros: deontológicas y teleológicas. Una teoría de la obligación moral recibe el nombre de deontológica (del griego deán, deber) cuando la obligatoriedad de una acción no se hace depender ex­ clusivamente de las consecuencias de dicha acción, o de la norma a que se ajusta. Y llámase ideológica (de télos, en griego, fin) cuando la obligatoriedad de una acción deriva solamente de sus consecuencias. Tanto en un caso como en otro, la teoría pretende decir lo que es obligatorio hacer. Ambos tipos de teorías pretenden dar respuesta a la cuestión de cómo determinar lo que debemos 12. — ÉTICA 178 ÉTICA hacer de modo que esta determinación pueda orientarnos en una situación particular. Supongamos que un enfermo grave, confian­ d o en mi amistad, me pregunta por su verdadero estado, ya que al parecer el médico y los familiares le ocultan la verdad: ¿qué es lo que debo hacer en este caso? ¿Engañarle o decirle la ver­ dad? De acuerdo con la doctrina deontológica de la obligación moral, debo decirle la verdad, cualesquiera que sean las conse­ cuencias; pero si me atengo a la teoría teleológica, debo enga­ ñarle teniendo presente las consecuencias negativas que para el enfermo pudiera tener el conocimiento de su verdadero estado. Estos dos ejemplos, bastante simples, nos sirven para aproximar­ nos a una y otra teoría, pero tal vez por su carácter elemental inclinen fácilmente la balanza en favor de una de las dos doc­ trinas. Pero el problema de la explicación del contenido de la obligatoriedad moral no es tan sencillo, y de ahí la necesidad de pasar inmediatamente a un examen más detenido de dichas doctrinas. Las diversas teorías deontológicas tienen de común el no de­ rivar la obligatoriedad del acto moral de sus consecuencias, pero según que se busquen estas últimas en el carácter específico y particular del acto, sin apelar a una norma general, o en la nor­ ma general a la que se ajustan los actos particulares correspon­ dientes, podrá hablarse de teorías deontológicas del acto o de la norma. Las teorías deontológicas, por su parte, ponen toda obligación moral en relación con las consecuencias: para mí (egoísmo ético), o para el mayor número (utilitarismo); ahora bien, según que este último ponga el acento de la obligatoriedad en el acto, o en la norma que puede ser aplicada (es decir, en las consecuencias provechosas del acto, o de la norm a)/ puede hablarse del utilitarismo del acto o de la norma. De acuerdo con esto, podemos trazar el siguiente cuadro: LA OBLIGATORIEDAD MORAL 179 ( a) del acto A ) deontológicas < ! ( b) de la norma í a) egoísmo ético B) ideológicas/ . utilitarismo 6. T e o r ía s d e o n t o l ó g ic a s ^ acto \ [ 2) de la norma del acto Las teorías deontológicas del acto coinciden en sostener tque el carácter específico de cada situación, o de cada acto, impide que podamos apelar a una norma general para deddir lo que debemos hacer. Por esta razón, hay que «intuir» cómo obrar en un caso dado, o decidir sin recurrir a una norma, ya que ésta, por su generalidad, no puede señalarnos lo que debemos hacer en cada caso concreto. Sartre sostiene una posición sobre el acto que puede consi­ derarse como deontológica. En efecto, partiendo de sus tesis filo­ sóficas fundamentales de que la libertad es la única fuente del valor, y de que cada uno de nosotros somos absolutamente libres, rechaza todo principio, valor o ley y no admite más guía que la conciencia propia. Ninguna regla moral general puede mostrar­ nos, a juicio suyo, lo que debemos hacer. El propio Sartre pone un ejemplo (en su obra El existencialismo es un humanismo) de la imposibilidad de acogerse a una regla para decidir o aconsejar lo que uno debe hacer. Para el discípulo suyo que, en los años de la segunda guerra mundial, le pregunta afligido qué debe hacer: trasladarse a Inglaterra para unirse a las Fuerzas Fran­ cesas Libres, o quedarse en territorio francés ocupado por los nazis para no abandonar a su madre, y no sumirla así en la deses­ peración o quizás en la muerte, no hay regla general que pueda ayudarle a escoger. Pero, por otra parte, no se puede dejar de escoger, o como 180 ÉTICA que elegir forzosamente. Pero ¿cóm o elegir si no se dispone de reglas generales o de signos que nos indiquen el camino a se­ guir? La respuesta de Sartre viene a ser ésta: si la libertad es el supremo valor, lo que cuenta es el grado de libertad con que elijo y realizo un acto. N o importa, pues, lo que elija o haga, sino el comprometerse libremente. Así, pues, no hay regla gene­ ral que nos diga lo que debemos hacer. En cada acto concreto, lo que cuenta es el grado de libertad con que lo realizo. N o hay otro camino a seguir, y este camino ha de trazarlo cada quien por sí mismo. Dejando a un lado los supuestos filosóficos sartrianos de esta posición en el problema del contenido de la obligatoriedad mo­ ral, lo que nos interesa señalar es su característica com o «deontologismo del acto», en cuanto que rechaza que se pueda apelar a principios o normas para decidir, en un caso concreto, lo que se debe hacer. Hay que considerar que con ello se reconoce — frente a otras concepciones especulativas o metafísicas— el carácter particular, concreto e incluso único de una situación dada, en la que he de elegir y actuar. Ello es importante, pero no significa que diferentes situaciones particulares sean tan sin­ gulares que no se den en ellas rasgos comunes o esenciales y que, por ende, no se les pueda aplicar una misma norma. Por otro lado, si no apelo a una norma general, y todas las decisiones y acciones se justifican por su grado de libertad, no se podría argüir, en rigor, que una elección o una acción es preferible a otra. Finalmente, la experiencia demuestra que, en la práctica, es imposible un deontologismo puro, y que cuando se pretende decidir sin recurrir explícitamente a una norma, de hecho se apela a una norma más o menos embozada pero general. El pro­ pio Sartre formula implícitamente una regla universal, aplicable a todos los casos concretos — «escoge libremente», o «decide en plena libertad»—^, aunque en rigor no esté claro por qué com­ prometerse o a qué se compromete uno cuando escoge libremente entre una alternativa y otra. LA OBLIGATORIEDAD MORAL 7. T e o r ía s d e o n t o l ó g ic a s (L a t e o r ía de k a n tia n a d e l a la 181 norma o b lig a c ió n m o r a l) Las teorías deontológicas de la norma sostienen que lo que debemos hacer en cada caso particular ha de determinarse por normas que son válidas, independientemente de las consecuencias de su aplicación. Entre los representantes contemporáneos de esta concepción de la obligatoriedad moral figuran Richard Price, Thomas Reid y W . D. Ross, pero la forma más ilustra­ tiva de ella es la teoría de la obligatoriedad moral de Kant, tal como la expone en su Crítica de la razón práctica. Veamos, pues, esta doctrina kantiana entendida como deontología de la norma. Pero tengamos presente, en primer lugar, su concepción de lo bueno, a la que ya nos hemos referido, y con la que se halla estrechamente ligada su teoría de la obligación moral. De dicha concepción de lo bueno retengamos estas tesis fundamentales: a) lo único bueno moralmente sin restricción es la buena voluntad; b) la buena voluntad es la voluntad de obrar por deber, y c) la acción moralmente buena, como acción querida por una buena voluntad, es aquella que se realiza no sólo conforme al deber, sino por deber. Una acción puede cumplirse conforme al deber, pero no por deber, sino por inclinación o interés; en este caso no será moral­ mente buena. Pero ¿cuándo puede decirse que actuamos pro­ piamente por deber y no respondiendo a una inclinación o a un interés, por temor al castigo o calculando las consecuencias venta­ josas o perjudiciales de nuestros actos?: cuando actuamos com o seres racionales. Ahora bien, como la razón es la facultad de lo universal, decir que la buena voluntad actúa por deber significa que sólo actúa de un modo universal, o sea, de acuerdo con una máxima universalizable (válida no sólo para mí, sino para los demás; máxima que no admite, por tanto, excepciones en nues­ tro favor). La exigencia de la razón es una exigencia de univer­ salidad, y esta exigencia con que presenta su ley — ley mo­ 182 ÉTICA ral «a priori», válida para todos los seres razonables— a la voluntad del hombre, que es, a la vez, racional y sensible, adopta la forma de un mandato o de un imperativo. Todos los impera­ tivos expresan lo que debe hacer una voluntad subjetiva imper­ fecta que, com o propia de un ser racional y sensible a la vez, no se halla determinada infaliblemente por una ley racional objeti­ va. Los imperativos señalan, pues, un deber a la voluntad imper­ fecta (humana, en este caso). Kant divide los imperativos en categóricos e hipotéticos. Un imperativo es categórico cuando declara que una acción es obje­ tivamente necesaria, sin que su realización esté subordinada a un fin o a una condición; por ello es una norma que vale sin excepción. A juicio de Kant, todas las normas morales (como «n o mates», «n o robes», «no mientas», «no quebrantes una pro­ mesa», etc.) son de este género. Un imperativo es hipotético cuando postula una acción prácticamente necesaria si la voluntad se propone cierto fin; por consiguiente, supedita su realización a los fines trazados com o condiciones. Las reglas prácticas, de la habilidad, son de este género; por ejemplo, «si quieres in­ formarte de este asunto, lee ese libro». La validez de esta regla depende de una condición: querer informarse. La acción debe ser realizada sólo en tanto que se persigue ese fin, y, entonces, es su condición o medio de realización. El imperativo categórico prohíbe los actos que no pueden ser unlversalizados y, por tanto, no admite excepción alguna en favor de nadie. La fórmula suprema del mandamiento de la razón es aquella en la que la universalidad es absoluta, y dice así: «Obra de ma­ nera que puedas querer que el motivo que te ha llevado a obrar sea una ley universal». Dicha fórmula permite deducir todas las máximas de donde provienen nuestras acciones morales; pero no el contenido de ellas, sino su forma universal. Es, por ello, el principio formal de todos los deberes, o la expresión de la ley moral misma. Actuar por deber es obrar puramente conforme a la ley mo­ ral que se expresa en imperativos universalizables, y la voluntad que así obra, movida por respeto al sentimiento del deber, in­ dependientemente de condiciones y circunstancias, intereses o LA OBLIGATORIEDAD MORAL 183 inclinaciones, es una voluntad «buena». El deber no es sino exigencia de cumplimiento de la ley moral, ante la cual las pa­ siones, los apetitos e inclinaciones callan. El deber se cumple por el deber mismo, por el sentimiento del deber de obedecer a los imperativos universalizables. La teoría kantiana de la obligación moral y, particularmente, su rigurosa exigencia de universalidad en las normas morales, ha sido objeto con frecuencia de graves objeciones. Ya en su época, en dos epigramas titulados Escrúpulo de conciencia y D e­ cisión, Schiller se mofaba de una doctrina según la cual quien ayuda de buen grado a sus amigos, siguiendo un impulso de su corazón, no obra moralmente, pues se debe despreciar ese im­ pulso, y hacer entonces, aunque sea con repugnancia, lo que ordena el deber. Así, pues, de dos actos en los que se persigue el mismo fin: ayudar a los amigos, y de los cuales uno se realiza obedeciendo a un impulso o inclinación, y el otro, por deber, el primero sería moralmente malo, y el segundo, bueno. Pero las dificultades crecen si comparamos dos actos distin­ tos por sus motivos y resultados: un acto realizado por deber que produce un mal a otros, y un acto realizado siguiendo un impulso que produce, en cambio, un bien. ¿Qué debemos prefe­ rir? Si nos atenemos al rigorismo kantiano, habrá que decidirse en favor del acto realizado por deber, aunque acarree un mal a otros, y no en favor del que aporta un bien, ya que la voluntad buena es independiente de toda motivación que no sea el senti­ miento del deber por el deber, así com o de las consecuencias de los actos. Nuevas dificultades surgen con respecto a la exigencia de universalidad de las máximas o normas morales derivadas de la fórmula suprema del imperativo categórico, antes citada, y de acuerdo con la cual no debe hacerse nada que no se quiera ver convertido en ley universal. Así, pues, si nos preguntamos qué debemos hacer en una situación dada, la respuesta nos la dará el imperativo categórico correspondiente. Veremos entonces que lo que debemos hacer es algo que puede ser unlversalizado, y que, por el contrario, debemos evitar lo que no puede serlo, o constituye una excepción de una norma universal. 184 ÉTICA El propio Kant pone una serie de ejemplos. Veamos algunos de ellos, y las razones en que se basa para rechazar las excep­ ciones a la máxima correspondiente, así como las objeciones que podemos hacerle. Argumento de la promesa. — A hace una promesa a B, que está dispuesto a quebrantarla si así le conviene, de acuerdo con una máxima que podría ser esta: «Si me conviene, haré esta pro­ mesa, con la intención de romperla cuando lo crea oportuno». Pero A no puede querer consecuentemente que esta máxima sea universal, pues si se aceptara universalmente que se pueden ha­ cer promesas que todo el mundo puede romper, y semejante máxima se observara en forma universal, no habría nadie que hiciera promesas, y, por tanto, no podría haber promesas en absoluto. En consecuencia, las promesas no deben dejar de cum­ plirse nunca, y mi deber es cumplirlas siempre. Tal es la argu­ mentación de Kant. Ahora bien, la norma moral según la cual debemos cumplir nuestras promesas, ¿no puede admitir excepciones? Supongamos, que A ha prometido a B verlo a determinada hora para tratar un asunto importante, y que, inesperadamente, tiene que acudir en ayuda de un amigo que ha sufrido un accidente. A no puede cumplir lo prometido, y, por tanto, no puede observar la uni­ versalidad de la máxima «cumple lo que prometes»; sin em­ bargo, no por ello el incumplimiento de la promesa podría ser reprobado moralmente en este caso, sino justamente todo lo contrario. ¿Cuál es aquí la falla del argumento de Kant? Que no toma en cuenta un conflicto de deberes y la necesidad de establecer un orden de prioridad entre ellos. A tiene que cumplir el deber a, pero también el b. Si cumple el primero, no puede cumplir el segundo. Ha de escoger forzosamente entre uno y otro; pero ¿cuál ha de ser el criterio para zanjar este conflicto? Kant no puede ofrecerlo, ya que todo lo que se hace por deber (cumplir la promesa o ayudar al amigo) se halla en el mismo plano, en cuanto se sujeta al mismo principio formal, y es, por tanto, igualmente bueno. Habría que tomar en cuenta, entonces, el con­ LA OBLIGATORIEDAD MORAL 185 tenido del deber — cosa que Kant se prohíbe a sí mismo— , con lo cual podríamos establecer que, en unas circunstancias dadas y en caso de conflicto, un deber — el de ayudar a un amigo— es más imperioso que otro (mantener una promesa). Argumento de la mentira. — La máxima o norma moral «no mientas» no puede tener excepciones, ya que no se podría unl­ versalizar de un modo coherente la mentira. Uno puede callarse, pero si dice algo, tiene el deber de decir la verdad. O sea, Kant condena toda mentira sin excepción. Pero hay mentiras y men­ tiras: a) mentiras que perjudican a un compañero, para hacerse acreedor a un mérito que no corresponde a uno, para eludir una responsabilidad moral personal, etc., y b) mentiras para evitar sufrimientos a un enfermo, para no revelar secretos profesiona­ les, para no perjudicar a un compañero, etc. Es evidente que las primeras merecen nuestra reprobación moral en nombre de una regla general, y que las segundas no pueden ser reprobadas, aun­ que constituyen excepciones de dicha regla. Tenemos, pues, nece­ sidad de hacer distinciones teniendo presente condiciones y cir­ cunstancias, así como las consecuencias de nuestros actos y de nuevo, al plantearse un conflicto de deberes, no podemos dejar de tomar en cuenta su contenido para decidirnos en favor de aquel que sea más imperioso y vital. Argumento de la custodia de bienes. — Alguien confía a otro la custodia de sus bienes. ¿Sería justo que éste se quedara con ellos? La cuestión tiene que ser resuelta con la ayuda del impe­ rativo categórico, considerando si el acto de quedarse con los bienes que se confían a uno puede ser unlversalizado. Kant dirá que no, pues si así fuera, nadie confiaría sus bienes a otro. Ya Hegel objetaba estas palabras exclamando: ¿Y qué nos importa que no puedan confiarse esos bienes? Pero alguien, tal vez, replique que esto haría imposible la propiedad privada. A lo cual un tercero podría replicar también: ¿Y qué importa la pro­ piedad? Resulta así — podemos agregar nosotros-^ que la uni­ versalidad de la norma «no te quedes con los bienes que se te confían» reposaría sobre una base tan precaria, desde el punto 186 ÉTICA de vista histórico, com o la institución social de la propiedad privada que no siempre ha existido, y que, por lo que toca a una serie de bienes — particularmente sobre los medios de produc­ ción— , en una serie de países, se admite el derecho a expropiarla por utilidad pública, y en otros incluso ha sido abolida ya. Los ejemplos antes citados, puestos por el propio Kant, de­ muestran que la rígida y absoluta exigencia de universalidad que postula su teoría de la obligación moral, sólo puede mantenerse en un mundo humano del que se hace abstracción de los conflic­ tos entre deberes, del contenido concreto de las máximas y debe­ res, así com o de las condiciones concretas en que se ha de actuar moralmente, y de las consecuencias de nuestros actos. Por consi­ guiente, se trata de una teoría de la obligación moral inoperante o inasequible para el hombre real. 8. T e o r ía s t e l e o l ó g ic a s (E g o ís m o y u t il it a r is m o ) Estas teorías tienen de común el poner en relación nuestra obligación moral (lo que debemos hacer) con las consecuencias de nuestra acción; es decir, con el beneficio o provecho que puede aportar, ya sea a nosotros mismos o a los demás. Si se toma en cuenta, ante todo, el bien propio, tendremos entonces la teoría de la obligación moral del egoísmo ético («debes hacer lo que te reporta mayor bien, independientemente de las conse­ cuencias —huenas o malas—· que tenga esto para los demás»). Si se tiene presente, sobre todo, el bien de los demás, pero sin que esto implique que haya de sacrificarse necesariamente el bien propio, tendremos la teoría de la obligación moral de las diversas formas de utilitarismo («haz aquello que beneficia, fundamental­ mente, a los demás, o al mayor número de hombres»). La tesis fundamental del egoísmo ético puede formularse así: cada quien debe actuar de acuerdo con su propio interés, promoviendo para ello lo que es bueno o ventajoso para él. El egoísmo ético tiene por base una doctrina psicológica de la na­ turaleza humana, o de la motivación de los actos humanos, de acuerdo con la cual el hombre está constituido psíquicamente LA OBLIGATORIEDAD MORAL 187 de tal manera que el individuo siempre persigue la satisfacción de su propio interés. O sea, el hombre es por naturaleza un ser egoísta. Esta doctrina ha sido defendida en el pasado por Thomas Hobbes (1588-1679), y en nuestra época, con diferentes matices, por Moritz Schlick y otros. La teoría del egoísmo psicológico sólo precariamente se halla confirmada por la experiencia, ya que ésta nos dice que los indi­ viduos hacen cosas por los demás que distan mucho de satisfacer su propio interés, sobre todo cuando éste se interpreta en un sentido estrechamente egoísta (por ejemplo, en los casos en que se defiende una causa común sacrificando incluso la propia vida). ¿Cóm o podría afirmarse entonces que se debe buscar en benefi­ cio propio — para satisfacer el «eg o» o porque nos proporciona el mayor placer— aquello que es perjudicial para uno mismo? Y si es controvertible que la naturaleza humana sea esencial­ mente egoísta, no se podría fundar en ella la tesis del egoísmo ético de que todos los hombres deben ser egoístas. Así, pues, com o teoría de la obligación moral, el egoísmo ético no podría basarse en un egoísmo psicológico bastante dudoso. O sea, lo que debemos hacer no podría fundarse en lo que por nuestra consti­ tución psíquica nos vemos impulsados a hacer (impulsos que no siempre son egoístas). Pero si el egoísmo ético no se basa en un supuesto egoísmo psicológico, resultaría que debemos hacer lo que no nos vemos impulsados a hacer. En suma, el egoísmo ético —*tanto si se basa en el egoísmo psicológico, com o si no se basa en él—* fracasa en sus intentos de explicar los actos en favor de otro que no pueden considerarse como la satisfacción de inte­ reses o tendencias egoístas. Si la teoría de la obligación moral que considera que debemos hacer lo que satisface nuestro propio bien, o el puro interés per­ sonal, es inaceptable, habrá que examinar la teoría de la obli­ gación que sostiene que debemos hacer, ante todo, lo que aporta un bien a los demás, y que, por tanto, en nuestro comportamien­ to, debemos mirar, por encima de todo, a las consecuencias que nuestros actos pueden tener para los demás miembros de la co­ munidad. Esta teoría de la obligación moral — vinculada estrecha­ mente a la correspondiente concepción de lo bueno, de la que 188 ÉTICA ya nos hemos ocupado en un capítulo anterior—- es la que sos­ tiene el utilitarismo. También aquí — com o en las teorías deontológicas— hay que distinguir dos tipos de utilitarismo, según que se ponga el acen­ to de la obligatoriedad moral en el acto (nuestro deber es, en­ tonces, realizar el acto que produzca el máximo bien no sólo para mí, sino para los demás), o en la norma (nuestro deber es obrar conforme a la norma que, al ser aplicada, produzca el mayor bien no sólo para mí, sino para los demás). Tenemos, pues, un utilitarismo del acto, y un utilitarismo de la norma, pero, tanto en un caso com o en otro, hay que tomar en cuenta, sobre todo, las consecuencias —-provechosas o no— , de nuestros actos o de la aplicación de una norma, para el mayor número de personas. 9. U t il it a r is m o del acto y u t il it a r is m o de la norm a De acuerdo con esta doctrina, cuyos principales representan­ tes son Jeremy Bentham y John Stuart Mili, debemos hacer aquello que aporta los mejores resultados para el mayor núme­ ro, lo cual en principio no parece objetable. Por tanto, en cada situación concreta, debemos determinar cuál es el efecto o con­ secuencia de un acto posible y decidirnos por la realización de aquel que pueda acarrear mayor bien para el mayor número, bien entendido que para Bentham el placer es el único bien. Pero el cálculo de los efectos o consecuencias no es una tarea fácil, aunque se haga en unidades numéricas, como pretendía Bentham con su famoso «cálculo hedónico», en el cual las uni­ dades de bien eran unidades de placer. Por otro lado, la cuantificación del placer está lejos de resolver el verdadero problema que interesa a la conciencia moral. Supongamos, por ejemplo, que se pueden calcular los efectos de dos actos a y b y que llegamos a la conclusión de que produ­ cen el mismo bien (100 unidades). Pero a implica una injusti­ cia y b, no. Sin embargo, tomando en cuenta que cada uno de los actos arroja el mismo resultado numérico, el utilitarista dirá LA OBLIGATORIEDAD MORAL 189 que ambos son igualmente buenos desde el punto de vista moral. Este argumento, empleado por Butler y Ross contra el utili­ tarismo del acto, sólo afecta, en verdad, a la versión cuantitativa de éste, que deja fuera — por no ser posible calcularla—* una consecuencia tan importante como la injusticia que entraña. A ho­ ra bien, lo que dicho argumento demuestra es más bien la impo­ sibilidad práctica de calcular directamente los efectos o conse­ cuencias de los actos morales, y que, por ello, no se puede dejar de apelar a la norma. En cuanto que una norma es una gene­ ralización de experiencias anteriores, con las cuales la nueva si­ tuación presenta cierta analogía, se puede prever —*no calcular directamente— las consecuencias de un acto posible. Para ello hay que tomar en cuenta los resultados anteriores de la aplica­ ción de la norma a una situación precedente análoga, así como los factores peculiares de la nueva situación. Esto quiere decir que al determinar los efectos de un acto posible, y establecer así lo que se debe hacer, no se puede pres­ cindir de la norma que se considera más adecuada. Las limitaciones y dificultades del utilitarismo del acto han conducido a otros utilitaristas a aceptar la importancia de la norma. Según ellos, debemos actuar conforme a la norma cuya aplicación proporcione el mayor bien al mayor número, enten­ diendo por éste un sector social, una comunidad humana par­ ticular, o la sociedad entera. Así, pues, a la pregunta de cómo debemos obrar en una situación concreta, estos utilitaristas res­ ponden sin titubeos: escogiendo la norma cuya aplicación tenga mejores consecuencias para el mayor número. Pero aquí surgen graves dificultades, que en parte ya hemos señalado anteriormente, cuando se trata de conjugar los dos as­ pectos del principio utilitarista general: el «máximo bien» y el «mayor número». Supongamos que nos encontramos ante la ne­ cesidad de escoger entre dos normas a y b aplicables a un mismo caso particular; la aplicación de a aportaría un bien mayor que la de b, pero, en cambio, el número de personas que se benefi­ ciarían con la aplicación de a sería inferior al de la norma b. Tendríamos entonces que la norma a, al ser aplicada, produciría un mayor bien para menos personas, mientras que la aplicación 190 ÉTICA de b procuraría un bien menor para un mayor número. ¿Cómo decidir en este caso? Hemos de optar entre estas dos alternati­ vas: mayor bien para menos personas, o menor bien para un mayor número. Ilustremos esto con un ejemplo. En un país bloqueado, cier­ tos alimentos como la leche escasean. Para evitar que una minoría pueda acaparar sus existencias, la leche ha tenido que ser racio­ nada. Pero el racionamiento ha de apegarse al principio utili­ tarista del «mayor bien para el mayor número». ¿Cóm o proceder en este caso? ¿Será justo distribuir la leche equitativamente en­ tre todos los miembros de la población, o sea, la misma ración para todos? Así tendríamos, al parecer, el máximo bien posi­ ble para el mayor número; pero, en este caso, cada habitante del país bloqueado recibiría una cantidad de leche tan pequeña que, prácticamente, no podría satisfacer las exigencias mínimas, con la particularidad de que los más débiles y más necesitados de ella —-los niños y los enfermos, así como los trabajadores más activos—^ se verían afectados negativamente en su salud o en su capacidad de trabajar por esta distribución igualitaria. Tendríamos así un bien igual para todos que, tomando en cuenta las necesi­ dades de un sector de la población, se convertiría de hecho en un bien mínimo, o un bien desigual para dicho sector. Habría, pues, que buscar — al establecer el racionamiento— el mayor bien para un número menor; es decir, distribuyendo una ración mayor entre los niños, enfermos, ancianos y población trabaja­ dora más activa. Ahora bien, ¿no significa esto echar por tierra el principio utilitarista fundamental? Es evidente que sí, pero con ello no se hace sino ponerse a tono con lo que nuestro ejemplo demuestra fehacientemente, a saber: que el principio del «mayor bien para el mayor número» no se puede aplicar abstractamente, sin tomar en cuenta una serie de aspectos concretos. Mas, una vez que son tomados en cuenta, el principio recobra su validez, pues, siguien­ do con el ejemplo anterior, podrá verse que la aplicación de la norma correspondiente, lejos de oponerse a dicho principio, con­ tribuirá a afirmarlo. En efecto, aunque la aplicación de dicha norma —-en una situación concreta-^ no aporte el mayor bien al LA OBLIGATORIEDAD MORAL 191 mayor número, sin embargo, servirá para hacer frente a esa situación y, con ello, contribuir a lograr — en este punto (el ra­ cionamiento), y en otros—? un mayor bien para el mayor núme­ ro de personas. Contra el utilitarismo de la norma se esgrimen, a veces, otros argumentos, como el que se ilustra con el siguiente ejemplo. Un juez tiene que juzgar a un delincuente al que todas las pruebas parecen inculpar. Ciertamente, condenarlo traerá mayor bien para el mayor número (la comunidad social) que no condenarlo. Pero el juez, y sólo él, sabe que existe una prueba de su inocen­ cia que, por otra parte, el delincuente no podrá esgrimir en su favor. ¿Qué debe hacer desde un punto de vista moral? ¿Con­ denarlo y librar así a la sociedad de posibles delitos del inculpa­ do, aun a sabiendas de que es inocente, cosa que nadie podrá probar? ¿O debe absolverlo, aunque desde un punto de vista legal podría condenarlo, y con ello, abrir la puerta a posibles y peli­ grosos delitos? El juez podría atenerse a la norma moral (a) de que «jamás y en ningún caso debe condenarse a un inocente», pero su apli­ cación tendría menos consecuencias positivas (menos bien para el mayor número) que se aplicara esta otra norma {b), más en consonancia con el principio utilitarista: «no absuelvas a un inocente, si con ello perjudica a la sociedad». Ahora bien, la objeción contra el utilitarismo de la norma no puede considerarse válida, ya que actuando de acuerdo con él no se estaría obligado forzosamente a decidirse en favor de la segunda norma (b). En verdad, condenar a un inocente produce más mal a la comunidad (pérdida de fe en la justicia, en la ho­ norabilidad de los jueces) que el mal — no real, sino posible— que aquél pudiera realizar en el futuro. Así, pues, lejos de apor­ tar un bien —^aunque así fuera en una consideración inmediata— traerá a la larga más perjuicios para un mayor número de per­ sonas, con lo cual se quebrantará el principio utilitarista funda­ mental. Una nueva y última objeción puede hacerse al utilitarismo de la norma. Debe escogerse — nos dice éste—* la norma.cuya aplicación tenga mejores consecuencias para el mayor número. 192 ÉTICA Pero, ¿significa esto que la norma escogida no admite excepcio­ nes? De ser así, resultaría demasiado absoluta y, al no tomar en cuenta las circunstancias concretas de su aplicación, se caería en el mismo rigorismo que reprochábamos a Kant, al postular en su deontología de la norma una universalidad absoluta, sin ex­ cepción. Para escapar a ese reproche, el utilitarista de la norma tendría que señalar las circunstancias en que sería válida la nor­ ma, o bien las excepciones de ella. Guiándose siempre por las consecuencias posibles de su aplicación, habría de dar a la norma una formulación de este género: «H az x en las circunstancias del tipo y», o también: «H az x en los casos a, b, c...». Reglas de acción de semejante forma serían, por ejemplo, las siguientes: «Cuando un enfermo grave te pregunta por su verdadero estado, no le digas la verdad». Aquí se señala la circunstancia concreta en que se aplica una norma. Pero el problema se plantea, sobre todo, cuando se trata de una norma cuya universalidad absoluta no puede mantenerse, com o ya vimos al ocuparnos de la teoría kantiana de la obligación, en cuyo caso habría que señalar, jun­ to con la norma, las excepciones correspondientes. Sea, por ejem­ plo, la norma «n o mientas». Habría que decir: «N o mientas sal­ vo: a) cuando un enfermo grave te pregunte por su verdadero estado; b ) cuando un alcohólico te pida la dirección del bar más próximo; c) cuando alguien te solicite un dato que un profesional no debe dar», etc. Sólo así podría salvarse el principio utilitarista de la norma, pero esto no deja de ofrecer una dificultad insupe­ rable. En efecto, es imposible señalar todas las excepciones «sin excepción», entre otras razones porque no es prácticamente p o­ sible predecir todas las situaciones a las que habría que aplicar la norma en cuestión. Ante esto, al utilitarismo de la norma no le quedaría otro camino que aferrarse a su regla suprema: «Actúa según la norma cuya aplicación tenga las mejores consecuencias». Pero esta regla suprema sólo sería tal por su carácter formal. Vemos, pues, que para hacer frente a las objeciones antes apuntadas, el utilitarismo se ve forzado a ir de lo general a lo particular, y de éste a aquél, en una especie de círculo vicioso. Ciertamente, para escapar del rigorismo de la universalidad ab­ soluta, tiene que señalar las circunstancias de la aplicación de LA OBLIGATORIEDAD MORAL 193 la norma o las excepciones de ella, pero como no todas éstas pue­ den ser indicadas, sólo una norma se encuentra al abrigo de circunstancias imprevistas o de excepciones: justamente aquella que se encuentra ayuna de todo contenido concreto y que, por ser una forma vacía, es aplicable a todos los casos. El utilitarismo de la norma vendría así a darse la mano con la teoría deontológica — kantiana— de la obligación moral. 10. C o n c l u s io n e s 1) El defecto común de las teorías de la obligación moral antes examinadas es que parten de una concepción abstracta del hombre. Por ello, su concepción de la obligatoriedad moral es también abstracta, al margen de la historia y de la sociedad. 2) La obligación moral ha de ser concebida como propia de un hombre concreto que, en su práctica moral efectiva, va cambiando el contenido mismo de sus obligaciones morales de acuerdo con los cambios que se operan en el modo de cumplir la moral su propia función social. 3) La obligatoriedad moral entraña, en mayor o menor gra­ do, una adhesión íntima, voluntaria y libre de los individuos a las normas que regulan sus relaciones en una comunidad dada. Por ello, el concepto de obligatoriedad moral sólo tiene sentido en el contexto de la vida social, en el seno deuna comunidad. 4) El sistema de normas y, con ello, el contenido de la obligación moral cambia históricamente, de una sociedad a otra, e incluso en el seno de una misma sociedad. Lo permitido hoy, fue prohibido ayer. Lo que ahora se prohíbe, tal vez se permita mañana. Sin embargo, cualquiera que sea la época o sociedad de que se trate, los hombres han reconocido siempre una obliga­ toriedad moral. Siempre ha existido un sistema de normas que determina el ámbito de lo obligatorio y lo no obligatorio. 5) No sólo cambia histórica y socialmente el contenido de la obligación moral — y con ello las normas que prescriben cierta forma de conducta— , sino también el modo de interiorizar o de asumir las normas en forma de deberes. 13. — ÉTICA 194 ÉTICA 6) Ninguna teoría — y menos aún aquella que no conciba la obligatoriedad moral en función de necesidades sociales-^· pue­ de señalar lo que el hombre debe hacer en todos los tiempos y en todas las sociedades. Y , cuando una teoría trata de seña­ larlo, nos encontramos con el formalismo o universalismo abs­ tracto en que caen no sólo las doctrinas deontológicas (com o la de Kant), sino también las teleológicas (com o la del utilitaris­ mo de la norma). C a p ít u l o 9 LA REALIZACIÓN DE LA MORAL Toda moral comprende un conjunto de principios, valores y normas de conducta. Pero en cuanto tiende a regular las relacio­ nes efectivas entre los individuos, o entre ellos y la sociedad, ha de plasmarse en actos concretos en los que cobran vida dichos principios, valores o normas. Hay en la moral una exigencia de realización que se desprende de su propia función social. Pero, al hablar de su realización, no nos referimos ahora al proceso — ya examinado anteriormente—* en el que el agente pasa de la intención al acto, y con el cual la moral se presenta en cada individuo con una realidad efectiva. Tampoco nos refe­ rimos, en este momento, al proceso histórico por el que las diver­ sas morales se realizan en el tiempo, sucediéndose unas a otras, en una marcha desigual y contradictoria, pero a la vez ascensio­ nal, que constituye el progreso moral. Por realización de la moral entendemos ahora la encarnación de los principios, valores y normas en una sociedad dada no sólo como empresa individual, sino colectiva, es decir, no sólo como moralización individual, sino también como proceso social en el que las diferentes relaciones, organizaciones e instituciones socia­ les desempeñan un papel decisivo. 196 1. ÉTICA Los PRINCIPIOS MORALES BÁSICOS La realización de la moral, en cada época, es inseparable de ciertos principios fundamentales, o reglas básicas de conducta que la sociedad en su conjunto, o un sector suyo, presentan a toda la comunidad social, o a un grupo de miembros de ella. N o se trata de principios morales formulados teóricamente — aunque puedan nutrirse de las teorías éticas— , sino de principios que han ido cobrando forma en la actividad práctica social y rigen efecti­ vamente el comportamiento de los hombres. Por ejemplo, inde­ pendientemente del grado de elaboración teórica del principio del individualismo, éste es fundamental en la moral efectiva de la sociedad moderna. Ello es así porque el que rija un principio básico com o este — y no otro distinto u opuesto, como el del co­ lectivismo-^ no responde tanto a razones puramente teóricas, com o prácticas, sociales, ya que la moral responde a la necesidad social de regular las relaciones entre los hombres en una comu­ nidad dada, y esta regulación se hace de acuerdo con los intere­ ses concretos de un sector social, o de la sociedad entera. Estos principios tienen, pues, un doble carácter: de un lado, responden a determinada necesidad social, y, de otro, por ser fundamenta­ les, sirven de base a las normas que regulan el comportamiento, en una sociedad dada, en cierta dirección. Aunque los principios morales básicos surgen en relación con determinadas necesidades sociales, pueden ser objeto también de una elaboración teórica tendiente a justificar su necesidad, o a fundamentar su validez. Tal es, por ejemplo, la labor de los ideó­ logos que tienden a presentar el individualismo egoísta com o un principio moral acorde con la naturaleza humana. El principio moral básico queda desligado así de las necesidades sociales que lo inspiran y de las condiciones sociales concretas a que respon­ de, a la vez que se oculta su carácter histórico y transitorio. Con ello, el tratamiento teórico de este principio, que rige efectiva­ mente las relaciones entre los hombres, cumple una función justificativa ideológica, ya que se niega con eso la posibilidad de su desplazamiento por otro — como el colectivista-^, al ser LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 197 abolidas las condiciones sociales que generaron necesariamente el individualismo egoísta. En épocas de crisis social —-como la nuestra—^, entran tam­ bién en crisis ciertos principios morales que eran básicos hasta entonces. Su función social queda claramente de manifiesto; no obstante, los ideólogos se apresuran a presentar la crisis de deter­ minados principios morales com o una crisis de los principios en general, o como una crisis de la moral. Pero la crisis de unos principios determinados se resuelve al sustituirlos por otros que respondan a las nuevas exigencias sociales. Sin embargo, mien­ tras no se crean las condiciones sociales necesarias para la reali­ zación de los principios que han de sustituir a los viejos, puede surgir una situación de confusión o incertidumbre durante algún tiempo. Tal es la situación en que se encuentran, en nuestra épo­ ca, muchos miembros de la sociedad. A l derrumbarse los viejos principios morales, porque se han puesto de manifiesto los intereses concretos que los inspiraban, o porque se han vuelto abstractos o huecos, se viene abajo la mo­ ral que se sustentaba en ellos, y se abre así un campo abonado para la desilusión, la protesta sin contenido, el nihilismo moral o la irresponsabilidad. Pero la alternativa no es negarse a recono­ cer todo principio moral, pues lo que ha entrado en quiebra son ciertos principios, o cierta moral que respondían a una estructura social ya caduca. Es evidente que las relaciones entre padres e hijos, entre los dos sexos, entre los jóvenes o entre los pueblos, no pueden abor­ darse, en un terreno moral, a la luz de principios que han re­ gido durante siglos en la moral burguesa, e incluso en la moral feudal. Con mayor razón, esos principios no pueden servir hoy para abordar los problemas morales de la explotación del hom­ bre por el hombre, del colonialismo, del racismo, de las relacio­ nes entre moral y derecho, moral y religión o moral y política, etcétera. Amplios sectores de la humanidad no pueden aceptar ya viejos principios morales que sirven para cubrir con un man­ to moral la miseria, la explotación y la opresión. La realización de la moral como plasmación de ciertos prin­ cipios plantea, pues, la necesidad de ponerlos en relación con las 198 ÉTICA condiciones sociales a que responden, con las aspiraciones e inte­ reses que los inspiran, y con el tipo concreto de relaciones huma­ nas que pretenden regular. Sólo así podremos comprender su verdadero papel en la realización de la moral. 2. La m o r a l iz a c ió n del in d iv id u o El acto moral implica — como ya vimos— conciencia y liber­ tad. Pero sólo puede ser libre y consciente la actividad de los in­ dividuos concretos. Por ello, en sentido propio, sólo tienen un carácter moral los actos de los individuos como seres conscientes, libres y responsables, o también los actos colectivos, en cuanto que se trata de actos planeados conjuntamente y realizados cons­ cientemente en común por diferentes individuos. Así, pues, el verdadero agente moral es el individuo, pero el individuo como ser social. D e esto se desprende que la realización de la moral es una empresa individual, pero a su vez — dada la naturaleza social del individuo— no es un quehacer meramente individual. N o lo es tampoco porque los principios — junto con las normas— que de­ terminan su comportamiento moral responden a necesidades e intereses sociales. Por otro lado, la actividad moral del individuo se realiza en el marco de diversas condiciones objetivas, de las que forman parte los propios principios, valores y normas, así com o la supraestructura ideológica, constituida por las institucio­ nes culturales y educativas, y los medios masivos de comunica­ ción. Pero en la realización de la moral hay que tener en cuenta otras condiciones objetivas muy importantes que trazan un mar­ co a las decisiones personales y que el individuo no puede eludir: son las condiciones sociales, económicas y políticas, junto con las relaciones sociales e instituciones correspondientes. Dejemos por ahora el modo cóm o las diversas formas de la vida social (con sus correspondientes instituciones) influyen en la realización de la moral, y fijemos nuestra atención en el modo cóm o el indivi­ duo en cuanto tal participa en la realización de la moral. El modo de actuar moralmente el individuo, o su comporta­ miento moral en una situación dada, no es algo totalmente espon­ LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 199 táneo o imprevisto, sino que se halla inscrito' como una posibili­ dad en su carácter. Es decir, su modo de decidir y actuar no es casual, sino que responde a una manera suya de reaccionar — hasta cierto punto constante y estable— ante las cosas y los demás hombres. Esto significa asimismo que si bien no podemos disociar la conducta del individuo de su condición de miembro de la sociedad ni tampoco de ciertas formas genéricas o sociales del comportamiento individual, debemos ver en él formas pro­ pias, originales — y, a la vez, relativamente estables— de com­ portarse a las que responde su conducta moral. Estas formas propias, mutuamente ligadas entre sí, que forman una totalidad indisoluble, constituyen el carácter de una persona. En el carácter del individuo se pone de manifiesto su actitud personal hacia la realidad, y, al mismo tiempo, un modo habitual y constante de reaccionar ante ella en situaciones análogas. En él entran los rasgos que corresponden a su constitución orgánica (estructura emocional, sistema nervioso, etc.); sin embargo, el carácter se forma, sobre todo, bajo la influencia del medio so­ cial y en el curso de la participación del individuo en la vida social (en la escuela, en el seno de la familia, en los lugares de trabajo, como miembro de diferentes organizaciones o institu­ ciones sociales, etcétera). El carácter no es, pues, algo dado, innato o invariable, sino adquirido, modificable y dinámico. En sus rasgos se pone de relieve algo que es muy importante desde el punto de vista m o­ ral: la relación del individuo con los demás. Como la moral tiende a regular el comportamiento de los hombres y, por otro lado, se realiza siempre en los actos individuales que afectan — por sus consecuencias— a los demás, el carácter reviste una gran importancia tanto para la moralización del individuo como para la moralización de la comunidad. El egoísmo, por ejemplo, no es sólo un principio moral domi­ nante en las sociedades modernas, sino un principio que el indi­ viduo puede hacerlo suyo hasta convertirlo en rasgo de su carác­ ter. Y un carácter egoísta entraña ya potencialmente una serie de actos diversos encaminados a satisfacer su interés personal, como rehuir el cumplimiento de deberes hacia la familia, hacia 200 ÉTICA determinado grupo social de que forma parte, o la sociedad ente­ ra, etc. La modestia puede presentarse igualmente como rasgo del carácter de una persona; por ello, si alguien se comporta modes­ tamente después de un importante éxito profesional, no diremos que su reacción ha sido casual, imprevista o inesperada para aquellos que ya conocían su carácter. En verdad, no ha hecho sino actualizar una posibilidad de comportamiento que estaba inscrito en él. Como el carácter no es algo dado, innato o casual, el individuo puede adquirir una serie de cualidades morales bajo el influjo de la educación y de la propia vida social. Esas cualidades mora­ les, adquiridas por el individuo, que están en él como una dispo­ sición caracterológica que se actualiza o realiza en una situación concreta, son las que tradicionalmente se han designado con el nombre de virtudes. 3. L as v ir t u d e s m orales La virtud (del latín virtus, palabra que viene a su vez de vir, hombre, varón) es, en un sentido general, capacidad o potencia propia del hombre y, en un sentido específico, capacidad o poten­ cia moral. La virtud entraña una disposición estable o uniforme a comportarse moralmente en un sentido positivo; es decir, a querer el bien. Lo opuesto a ella es el vicio, como disposición también uniforme y continuada a querer el mal. Como disposición a actuar en un sentido valioso moralmente, la virtud se relaciona estrechamente con el valor moral; entraña, por ello, cierta comprensión del valor en que se fundan las normas morales que guían y orientan la realización del acto moral; pero, a la vez, supone la decisión — o fuerza de voluntad n ecesa riapara superar los obstáculos que se interpongan en dicha reali­ zación. Pero un acto moral por sí solo, aislado o esporádico, no basta para considerar a un individuo como virtuoso, de la misma ma­ nera que una reacción aislada o esporádica suya no basta para adjudicarle determinado rasgo del carácter. Como decía Aristó­ LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 201 teles, de la misma manera que «una golondrina no hace verano», un acto moral aislado (heroico, por ejemplo) —qpor valioso que sea—* no es suficiente para hablar de la virtud de un individuo. Decimos de alguien que es disciplinado, generoso o sincero cuan­ do le hemos visto practicar las correspondientes virtudes una y otra vez. Por ello, decía también Aristóteles que «la virtud es un hábito», o sea, un tipo de comportamiento que se repite, o una disposición adquirida y uniforme a actuar de un modo deter­ minado. La realización de la moral, por parte del individuo, es por consiguiente el ejercicio constante y estable de lo que está ins­ crito en su carácter com o una disposición o capacidad para ha­ cer el bien; o sea, com o una virtud. El individuo contribuye así (es decir, con sus virtudes) a la realización de la moral no me­ diante actos inusitados o privilegiados (que son los propios del héroe, o de la personalidad excepcional), sino con actos cotidia­ nos y continuados que responden a una disposición permanente y estable. Desde el punto de vista moral, el individuo ha de estar siempre en forma, preparado o dispuesto, y esto es lo que tradi­ cionalmente se quería decir al hablar de una persona virtuosa, como dispuesta siempre a preferir el bien, y a realizarlo. La mo­ ralización del individuo — y su contribución a la moralización de la comunidad— se logra justamente adquiriendo esas disposicio­ nes o capacidades para querer lo bueno, y obrar moralmente en un sentido valioso. Desde la Antigüedad griega hasta los tiempos modernos, no ha cambiado mucho el concepto de virtud como hábito para ha­ cer el bien, aunque los tratadistas no se han puesto de acuerdo en el número de las virtudes morales. Para Aristóteles, las virtu­ des prácticas morales o éticas, que él distingue de las teóricas o dianoéticas, son la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templan­ za, la liberalidad, la amistad, etc. La virtud es, a su vez, para él, el término medio entre dos extremos o vicios. La lista de las virtudes se amplía posteriormente, incluyendo otras como la pa­ ciencia, el buen consejo, la presencia de ánimo, etc., pero tam­ bién se mantienen las de la Antigüedad — como sucede en los pen­ sadores cristianos— , aunque con un contenido distinto. 202 ÉTICA Con el tiempo, el término «virtud» fue cayendo en desuso, y el calificativo de «virtuoso», aplicado a un individuo, cada vez impresiona menos. Si con él se habla de una mujer, en verdad se tienen presente, sobre todo, aquellas cualidades que la mantie­ nen en un estado de inferioridad con respecto al hombre. Las virtudes se presentan a veces — ya lo advertía Hegel en su tiem­ po—‘ como «algo abstracto e indeterminado» que puede recibir cualquier contenido, como sucede con la virtud de la «pruden­ cia», valiosa tanto para hacer el bien como el mal. Por otro lado, en un mundo social en transformación y lucha, se sigue hablando de «virtudes» — como la humildad, la resignación o la caridad— que carecen de todo atractivo para los que tienen, por el contra­ rio, que afirmarse ante la humillación, la explotación o la opre­ sión. Son otras cualidades morales — o virtudes— las que pueden inspirarles: la solidaridad,- la ayuda mutua, el compañerismo, la cooperación, la disciplina consciente, etc. Esto no significa que todas las viejas virtudes hayan perdido su razón de ser en el mundo moral; no la han perdido, por ejemplo, la honestidad, la sinceridad, la amistad, la sencillez, la lealtad, la modestia, etc.; pero no en abstracto, o al margen de un contexto social deter­ minado. En efecto, es difícil esperar la amistad entre el coloni­ zador y el colonizado, o la honestidad en el traficante de armas, o la veracidad en quien vive en la mentira, etcétera. Como el carácter del individuo se halla bajo el influjo del medio social en que vive y actúa, sus rasgos de carácter — y con ellos sus virtudes morales— no pueden darse ni adquirirse fue­ ra de ese medio social. La existencia de virtudes — como la since­ ridad, la veracidad, la honestidad, la justicia, la amistad, la m o­ destia, la solidaridad, la camaradería, etc.— requieren condiciones sociales favorables sin las cuales no pueden florecer, en general, en los individuos. Y lo mismo cabe decir de los vicios correspon­ dientes: insinceridad, injusticia, deslealtad, soberbia, pereza, et­ cétera. Así, pues, la moralización del individuo, y su participación consciente en la moralización de la comunidad, adopta la forma de la adquisición y cultivo de ciertas virtudes morales, pero esta adquisición y este cultivo de ellas se operan en un contexto so­ LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 203 cial concreto, y, por tanto, se ven favorecidos o frenados por la existencia de determinadas condiciones, relaciones e institucio­ nes sociales. 4. La r e a l iz a c ió n de la m oral com o em presa c o l e c t iv a Puesto que la realización de la moral no es asunto exclusivo de los individuos, hay que examinar las instancias sociales que influyen en su comportamiento moral y contribuyen a la realiza­ ción de la moral como empresa colectiva. Este examen se hace necesario, a su vez, por dos razones: la primera es que el indi­ viduo, por estar inserto en una red de relaciones sociales (eco­ nómicas, políticas e ideológicas), por formar parte de determi­ nadas estructuras, organizaciones o instituciones sociales, o por hallarse determinado por condiciones objetivas diversas (econó­ mico-sociales, políticas y espirituales), no puede dejar de com­ portarse moralmente sin acusar el peso, la marca o la influencia de esos factores sociales. La segunda es que no sólo el individuo en cuanto tal, que actúa de un modo libre, consciente y responsa­ ble, se comporta moralmente, sino que también los organismos e instituciones sociales (familia, clases, grupos profesionales, Es­ tado, tribunales, partidos políticos, etc.) muestran en su compor­ tamiento un contenido moral, ya sea el fomentar u obstaculizar cierta conducta moral de los individuos, ya sea el contribuir ob­ jetivamente a que prevalezcan ciertos principios, valores o nor­ mas morales en la comunidad. Tenemos, pues, tres tipos de instancias o factores sociales que contribuyen de diverso modo a la realización de la moral: a) b) c) Relaciones económicas, o vida económica de la sociedad. Estructura u organización social y política de la sociedad. Estructura ideológica, o vida espiritual de la sociedad. Abordaremos a continuación, por separado y a grandes ras­ gos, cada uno de estos factores sociales de la realización de la moral. 204 5. ÉTICA La v id a e c o n ó m ic a y l a r e a l iz a c ió n d e la moral La vida económica de la sociedad comprende, en primer lu­ gar, la producción material de bienes destinados a satisfacer las necesidades humanas vitales: alimentarse, vestirse, alojarse, etc. El desarrollo de la producción —desde la pobre y limitada pro­ ducción de los tiempos primitivos, hasta la altamente maquinizada o automatizada de nuestros días—* marca, en cada sociedad y en cada época, el nivel alcanzado por el dominio del bombre sobre la naturaleza. Pero los individuos no producen aislada­ mente, sino que se asocian u organizan de cierto modo para poder domeñar, con su trabajo, las fuerzas naturales y ponerlas a su servicio. Para producir contraen determinadas relaciones, que se refieren tanto al modo de participar en la producción mis­ ma (división social del trabajo), como a la forma de propiedad (privada o social) sobre los medios de producción (instrumentos, máquinas, fábricas, etc.) o a la manera de distribuirse la riqueza social. Este conjunto de relaciones de los hombres constituyen la base económica de la sociedad y reciben, desde Marx, el nom­ bre de relaciones de producción. Lo económico comprende, pues, tanto la producción material misma com o las relaciones sociales que los hombres contraen en ella. Uno y otro aspecto constituyen una totalidad o modo de producción dado que cambia históricamente: comunidad primi­ tiva, modo asiático de producción, esclavitud, feudalismo, capi­ talismo y socialismo. La vida económica de la sociedad es tan humana como cual­ quiera otra forma de vida, ya que el hombre aparece necesaria­ mente en los dos aspectos antes señalados: 1) en la producción material; a) en cuanto que como trabajador es una fuerza pro­ ductiva, ya que pone en movimiento su capacidad o fuerza de trabajo (muscular e intelectual); b) en cuanto que la producción — como creación de objetos útiles que satisfacen necesidades hu­ manas vitales— sólo tiene sentido para él; 2) en las relaciones de producción, en cuanto que éstas son, en definitiva, relaciones sociales, humanas. Por esta presencia del hombre, la economía no puede dejar LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 205 de estar en relación con la moral. Los problemas morales que la vida económica plantea son dobles, ya que surgen precisamente en la doble inserción —^antes señalada— del hombre en la pro­ ducción: como fuerza productiva y como sujeto de las relacio­ nes de producción. Como fuerza productiva, el hombre es el ser que trabaja; es decir, realiza una actividad transformadora sobre una materia u objeto. El trabajo es una actividad práctica consciente, y, en cuan­ to tal, tiene un lado objetivo, práctico, ya que es transformación de una materia con el concurso de las manos y de los músculos, y un lado subjetivo, espiritual, dado que supone necesariamente la intervención de una conciencia que traza fines o proyectos, destinados a materializarse en los productos del trabajo. Pero el hombre no sólo trabaja con sus manos, sino con instrumentos o máquinas que vienen a ser una prolongación de ellas, y alivian su esfuerzo a la vez que elevan considerablemente su produc­ tividad. Las fuerzas productivas comprenden, pues, al hombre que trabaja y a los instrumentos o medios de que se vale él en su tra­ bajo. En relación con las fuerzas productivas, se plantean dos graves problemas morales que no pueden ser soslayados: 1) ¿cóm o es afectado el hombre por su propio trabajo? ( ¿lo eleva como ser humano, o lo degrada?); 2) ¿cómo afecta al trabajador en su verdadera naturaleza humana el uso de los medios o instrumen­ tos de producción (las máquinas y la técnica en general)? Desde el punto de vista moral, las relaciones de producción —es decir, las formas de propiedad y de distribución— plantean una serie de cuestiones morales que tocan particularmente a la justicia so­ cial (posesión y desposesión; distribución de la riqueza produci­ da conforme a la propiedad de que se dispone, a la capacidad intelectual y manual desarrollada, o a las necesidades que se tienen). Los problemas morales de la vida económica surgen forzosa­ mente al transformar al sujeto de ella —com o productor, consu­ midor y soporte de las relaciones de producción— en un simple «hombre económ ico», es decir, en mera pieza de un mecanismo o sistema económico, dejando por completo a un lado las conse­ 206 ÉTICA cuencias que tenga para él — como ser humano concreto— su modo de integrarse en dicho sistema. Sólo si se reduce lo huma­ no a lo económico, o si el hombre queda a espaldas de la eco­ nomía — como pretendían los economistas clásicos ingleses— la vida económica deja de tener implicaciones morales. Pero esta expulsión de los problemas morales de la vida económica no es posible por la sencilla razón de que no existe en la realidad tal «hombre económ ico»; éste es sólo una abstracción, ya que no puede ser aislado del hombre concreto, real. Por consiguiente, el m odo com o trabaja el obrero, el uso de la máquina y la técnica y el tipo de relaciones sociales en que se efectúa la producción y el consumo, no pueden dejar de tener consecuencias morales para él como hombre real. Significación moral del trabajo humano. — El trabajo entraña una transformación práctica de la naturaleza exterior, como re­ sultado de la cual surge un mundo de productos que sólo existen por el hombre y para el hombre. En el trabajo, éste despliega su propia capacidad creadora al hacer emerger un mundo de objetos en los que, al plasmar sus fines y proyectos, imprime su huella o marca como ser humano. Por ello, en el trabajo, a la vez que humaniza a la naturaleza exterior, el hombre se humaniza a sí mismo, es decir, desarrolla y eleva las potencias creadoras que dormitan en él. El trabajo responde, pues, a una necesidad espe­ cíficamente humana, y por ello en rigor sólo el hombre trabaja a fin de subsistir humanamente mediante la creación de un mun­ do de objetos útiles. Por ser una actividad creadora, es valiosa, pero su valor radica ante todo en su poder de humanización. De ahí también su valor moral: el hombre debe trabajar para ser verdaderamente hombre. El que no trabaja y vive, en cambio, a expensas del trabajo de los demás, tiene una humanidad que no le pertenece, es decir, que él mismo no ha contribuido a conquis­ tar y enriquecer. Una sociedad vale moralmente lo que vale en ella el trabajo como actividad propiamente humana. Este valor del trabajo era desconocido en la Antigüedad. En la Grecia clásica, por ejemplo, lo valioso era el ocio de una mino­ ría de hombres libres que, gracias a su liberación del trabajo LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 207 físico, podía consagrarse a la teoría o contemplación. En los tiem­ pos modernos, se ensalza el trabajo como fuente de riqueza y se alaba la laboriosidad y sus «virtudes» correspondientes (absti­ nencia, frugalidad, etc.). Las consecuencias negativas para el trabajador —-miseria, explotación, enfermedades, etc.— se con­ sideran naturales o inevitables. El trabajador interesa como «hombre económ ico», o productor de beneficios. En estas condiciones, que son las propias de una economía, en la que la producción no está al servicio del hombre, o de la sociedad entera, el obrero no puede ver su trabajo como una actividad propiamente suya, ya que ésta lo empobrece material y espiritualmente; sus productos dejan de ser una expresión u objetivación de sus fuerzas creadoras y se le presentan como objetos extraños u hostiles, con los cuales no puede establecer una relación propiamente humana. Tal es el fenómeno social del trabajo enajenado. La utilización de instrumentos de producción más perfectos —-en la fase de la industria maquinizada—-, y, jun­ to con ello, la división cada vez más parcelaria de las operacio­ nes laborales que culmina en el trabajo en cadena, no hacen sino agravar aún más la enajenación del obrero. El trabajo se con­ vierte en una actividad monótona, impersonal y mecánica, cuya finalidad le es ajena, y que realiza com o una penosa actividad, necesaria para subsistir. E l trabajo pierde así su contenido vital y creador, propia­ mente humano, y con ello se borra también su significación mo­ ral. Pero esta perversión de la esencia y del valor humano y moral del trabajo no puede desaparecer mientras subsista la médula de su enajenación: la contradicción entre su finalidad interna (producir para el hombre), y su finalidad externa (pro­ ducir para el capital). El trabajo sólo puede recobrar su verda­ dero valor cuando su fuente no esté ya en la imperiosa necesidad de subsistir, o exclusivamente en un estímulo material — por elevado que sea—*, que lo convierte en una actividad puramente utilitaria, sino cuando su fuente esté en el estímulo moral que lo ponga al servicio de toda la comunidad. 208 ÉTICA Moral y consumo. — En las sociedades altamente industrializa­ das y en aquellas menos desarrolladas, que se rigen también por la ley de la producción de plusvalía, la enajenación no sólo afec­ ta al trabajador, sino que, bajo otras formas, se extiende a am­ plios sectores sociales. Se trata de la enajenación del consumidor. Las relaciones entre la producción y el consumo se sujetan tam­ bién a las exigencias de la obtención de los mayores beneficios, y, con este motivo, se produce no ya para satisfacer las necesida­ des normales del consumidor, sino para atender a necesidades creadas artificialmente en él, con el fin de ampliar la colocación de los artículos producidos. El «hombre económico» no es sólo el productor, sino el consumidor sujeto, a una nueva y peculiar forma de enajenación. El consumidor tiene necesidades que no son propiamente su­ yas, y los productos que adquiere no son queridos verdaderamen­ te por él. Bajo la influencia de una publicidad insistente y orga­ nizada, y seducido por refinadas y ocultas técnicas de persuasión, el consumidor se encuentra ante un producto que le halaga y domina, y acaba por comprar aquello que se impone a su volun­ tad, independientemente de que lo necesite o no. De este modo, las necesidades del hombre concreto son manipuladas a fin de que consuma lo que satisface no sus propias necesidades, sino las de otro. A l igual que en la producción, en el consumo el hombre concreto ya no se pertenece a sí mismo, sino a quienes lo manipulan o persuaden sutilmente. Esta manipulación que afecta a los sectores más amplios de la población, al controlar su adquisición de los productos más variados — -desde artículos alimenticios hasta obras de arte—*, se traduce en los individuos en una pérdida de su capacidad de decidir personalmente, y en el aprovechamiento de su indecisión, ignorancia o debilidad para fines ajenos o extraños que se le presentan a ellos com o si fueran propios. El consumidor es con­ siderado así como una fortaleza — más o menos firme—* cuya resistencia ha de ser vencida bajo el acoso de la publicidad y de las ocultas técnicas persuasorias. Se ejerce así una coacción ex­ terior que se interioriza en él como una necesidad propia. En este sometimiento sutil, no declarado, del consumidor a los ma­ LA REALIZACIÓN DF. I.A MORAL 209 nipuladores de conciencias, se minan las condiciones indispensa­ bles para que el sujeto escoja y decida libre y conscientemente. Ahora bien, esta manipulación del consumidor es profundamente inmoral, y lo es por dos razones fundamentales: 1) porque el hombre, como consumidor, es degradado a la condición de objeto o cosa que se puede manipular pasando por encima de su con­ ciencia y su voluntad; 2) porque, al no permitírsele escoger y decidir libre y conscientemente, se minan las bases mismas del acto moral, y de este modo se estrecha el campo mismo de la moral. Valoración moral de la vida económica. — En cuanto que cada individuo se halla inserto de un modo u otro en la vida econó­ mica, ya sea como productor, ya como consumidor, la realización de la moral no puede dejar de verse afectada considerablemente, en un sentido u otro, por las relaciones económicas dominantes. Pero la vida económica no sólo influye así en la realización de la moral y tiene, por ello, una significación moral, sino que tam­ bién influye al reclamar una moral acorde con ella. Así, por ejemplo, en una sociedad en la que el trabajo es, ante todo, me­ dio para subsistir y no una necesidad humana vital, en la que rige el culto al dinero, y en la que se es por lo que se tiene priva­ damente, se crean las condiciones favorables para que cada quien aspire a satisfacer sus intereses más personales, a expensas de los demás. Se fortalecen los impulsos individualistas o egoístas, no porque correspondan a una supuesta naturaleza universal del hombre, sino porque así lo exige un sistema económico en el que la seguridad propia sólo se encuentra en la apropiación privada. La economía tiene, pues, su moral adecuada —-la del egoísmo— , y ésta impregna a la sociedad por todos sus poros. Una nueva vida económica, sin enajenación del productor ni del consumidor porque la producción y el consumo estén verda­ deramente al servicio del hombre, se convierte así en condición necesaria — aunque no suficiente— para una moral superior, en la que el bien de cada uno se conjugue con el bien de la comu­ nidad. ¡4 . — i. TICA 210 6. ÉTICA La e st r u c t u r a s o c ia l y p o l ít ic a de l a s o c ie d a d Y LA VIDA MORAL El individuo en cuanto ser social forma parte de diversos gru­ pos sociales. El primero al que pertenece y cuya influencia siente, sobre todo en la primera etapa de su vida (niñez y adolescencia), es la familia. Pero desde el momento en que se integra, de un modo u otro, en la estructura económica de la sociedad, es miem­ bro de un grupo humano más amplio — la clase social— y, den­ tro de ella, por su ocupación específica, queda adscrito a una comunidad de trabajo, oficio o profesión. El individuo es, asimis­ mo, ciudadano de un Estado u organización política y jurídica a la que se halla sujeta la población de un territorio, sobre la que aquél ejerce su poder por medio del Gobierno. El Estado no se confunde con la nación, que es una comunidad humana estable­ cida históricamente y surgida sobre la base de la comunidad de territorio, de vida económica, de fisonomía espiritual y de tradi­ ción y cultura nacionales. Un Estado puede ser multinacional, es decir, comprender varias naciones. El individuo, por ello, es ciu­ dadano de un Estado y, a la vez, tiene una patria. Finalmente, los Estados y las naciones forman parte de una comunidad inter­ nacional. Los individuos, por tanto, no sólo se sienten miembros de una comunidad humana determinada, sino de una comunidad internacional a cuyos problemas (los que plantean las relaciones entre unos Estados y otros, o entre las diferentes naciones, o en­ tre los pueblos) no pueden sustraerse. Esta multitud de grupos sociales, a los que se halla vinculado el individuo por diversos hilos, influye de distinto modo en la moralización del individuo, al trazar condiciones y exigencias específicas a su comportamiento moral. Pero, al mismo tiempo, su propia actuación com o comunidades humanas tiene un signi­ ficado moral en cuanto que contribuyen objetivamente —-en un sentido u otro—- a la realización de cierta moral, o a limitar o impedir el desarrollo de otra. Detengámonos ahora en las peculiaridades del papel que desempeñan algunas de las comunidades humanas antes enume­ radas en el terreno moral. LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 211 La familia. — Por ser la forma más elemental y primitiva de comunidad humana, la familia ha sido llamada la célula social. En ella se realiza el principio de la propagación de la especie y se efectúa, en gran parte, el proceso de educación del individuo en sus primeros años, así com o la formación de su personalidad. Por todo esto, reviste gran importancia desde el punto de vista moral. En sentido estricto, es la comunidad formada por padres e hi­ jos. Comprende, pues, fundamentalmente las relaciones entre los esposos y entre padres e hijos. En la familia se entretejen lazos naturales o biológicos (de sangre), y relaciones sociales, que son las dominantes e influyen sobre todo en la forma y función de la comunidad familiar. Su base es el amor com o sentimiento que se eleva sobre la atracción mutua de carácter sexual, cimentando así sobre bases más firmes la unión de los cónyuges. Como institución social, la familia ha evolucionado histórica­ mente pasando por diferentes fases en las que se han ido modifi­ cando la posición del hombre y la mujer, así com o las relaciones entre padres e hijos. Después de conocerse en los tiempos pre­ históricos el matrimonio de grupo, en el que ningún miembro de la comunidad era excluido de las relaciones sexuales entre ellos, es decir, no existían condiciones restrictivas para el matrimonio, y se daban tanto la poliandria (mujer con varios maridos) como la poligamia (hombre con varias mujeres), se pasa —co n el trán­ sito de la comunidad primitiva a la sociedad dividida en clases— , a la monogamia (matrimonio por parejas) y al patriarcado (de­ terminación de la línea de descendencia no sólo por la madre, sino también por el padre). Con la familia patriarcal, la mujer queda sometida socialmente al varón y sujeta a una dependencia material respecto de él. La monogamia es la forma de unión conyugal que domina, desde entonces, en nuestra sociedad. Con su aparición se crearon las condiciones para el matrimonio cimentado en el amor y el consentimiento libre de los cónyuges. Sin embargo, durante lar­ gos siglos, el sometimiento social y material de la mujer convir­ tió, en la práctica, la monogamia en una poligamia unilateral (sólo para el hombre), con lo cual se minaba la base misma del 212 ÉTICA matrimonio: la fidelidad, producto del amor. Los prejuicios de casta o de clase en el pasado, y el culto del dinero, en nuestra época, unidos al tradicional sometimiento social de la mujer, han sido obstáculos graves al matrimonio por amor, y, con ello, han llevado la inmoralidad a la familia. Por eso, el fortalecimiento moral de ella está vinculado a la emancipación social de la mu­ jer. Hay que registrar, en este punto, que desde hace medio siglo — y en relación estrecha con el proceso de liberación social de los pueblos y de las propias exigencias de la producción— se opera un proceso de emancipación social y material, cada vez mayor, de la mujer. Esta emancipación de la mujer va acompa­ ñada, a veces, de los lamentos de quienes añoran los tiempos pasados en los que el hombre veía en ella, sobre todo, un objeto de explotación y, en casos privilegiados, de adorno. Pero en la medida en que, en nuestra época, la mujer participa cada vez más activamente en la vida económica, social y cultural, se debi­ lita la dependencia social y material a que estaba sujeta, y sus relaciones con los hombres cobran un carácter más puro y libre, es decir, más humano. Algo semejante ocurre en nuestros días con el cambio que se opera en las relaciones entre padres e hijos, y, en general, entre los jóvenes de ambos sexos. La rebeldía de los hijos contra las relaciones autoritarias del pasado, entrañan una rebelión contra principios morales que ya no corresponden a la forma y función de la familia en nuestro tiempo. Lo anterior no representa la disolución de la familia ni mucho menos de la moral, como tam­ poco representan tal disolución las relaciones más libres entre los jóvenes de ambos sexos. De lo que se trata, en realidad, es de una gradual liberación de la mujer de su dependencia social y material, así como de la desaparición de la educación patriar­ cal y autoritaria de los hijos. Lo que se hunde cada vez más con la pretendida disolución de la familia tradicional, es la justifica­ ción moral de vastos sectores sociales a la sustitución del amor por el dinero como fuente de la unión conyugal, a la prédica de la monogamia y la práctica de la poligamia, y a la manipulación de la mujer y de los jóvenes como objetos carentes de iniciativa y libertad propias. LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 213 La familia sólo puede cumplir hoy su alta función moral, tanto por lo que se refiere a los miembros que la integran, com o por lo que toca a la moralización de la sociedad, si constituye una comunidad basada no en la autoridad de la sangre o del di­ nero, sino en el amor y fidelidad de los cónyuges, y en la solida­ ridad, confianza, ayuda y respeto mutuos de padres e hijos. Pero, a su vez, com o verdadera célula social sólo cumplirá su función si no se separa del tejido social y no reduce su bien pro­ pio al estrecho círculo familiar, desvinculándose de los intereses de los demás. La familia conservará un alto valor moral para ella y para la sociedad, si es una comunidad libre, no egoísta, amorosa y racional. Las clases sociales. — Los individuos tienen intereses y aspi­ raciones comunes como miembros de los grupos humanos que llamamos clases sociales y que se distinguen, sobre todo, por el lugar que ocupan en la producción (particularmente con respec­ to a las relaciones de propiedad y de distribución de la riqueza social). La pertenencia de un individuo a una clase social es un hecho objetivo, determinado fundamentalmente por la estructura económica de la sociedad, y es independiente, por tanto, del gra­ do de conciencia que el individuo tenga de su condición de miem­ bro de la clase, de los intereses o misión hístórico-socíal de ella. Por esta razón, para no confundir ambos planos se distingue la existencia objetiva de la clase social y la conciencia que sus miembros tengan de su verdadera naturaleza y misión. Los intereses, necesidades y aspiraciones comunes a los miem­ bros de una clase social dada hallan expresión en un conjunto de ideas (o ideología) de la que forman parte sus ideas morales. Una virtud moral como la lealtad adquiere diferente contenido de acuerdo con la estructura social vigente: una es, por ejemplo, la lealtad absoluta propia de la comunidad primitiva (sociedad no dividida aún en clases) y otra la lealtad — o conjunto de leal­ tades— en una sociedad dividida en clases y, además, jerarquiza­ da como la feudal: lealtad del siervo a su señor, de un señor feudal a otro más poderoso, y de éste al rey. Las ideas morales cambian de una época a otra, al ser des­ 214 ÉTICA plazadas en su hegemonía económica y política unas clases por otras. Con esto se pone de relieve la naturaleza particular de la moral en las sociedades clasistas frente a la pretensión de una mo­ ral universalmente válida en ellas. Pero reconocer esta particula­ ridad no significa que todas las morales concretas hayan de situarse en el mismo plano, dado que cada una contribuye en dis­ tinto grado — como ya vimos al analizar su historicidad— al pro­ greso moral. Pero el hecho de que a una clase social corresponda una m o­ ral determinada y que, por tanto, no se le pueda exigir otra, que objetivamente no expresa sus intereses sociales ni su situación dentro del proceso histórico-social, no invalida estas dos conclu­ siones fundamentales: 1) Que el individuo — aunque condicionado por el marco moral de la clase a que pertenece— no deja de tener un com­ portamiento propio, Ubre y consciente, del cual es responsable personalmente. 2) Que si bien la clase social no es responsable moralmen­ te de un comportamiento suyo que no ha elegido libremente —-ya que esta elección sólo es propia de quienes la hacen cons­ cientemente, es decir, de los individuos reales— , su actuación no deja de tener un significado moral por la influencia que ejerce en el comportamiento de los individuos y porque su propio com­ portamiento de clase obstaculiza o favorece, en una sociedad dada, la reaUzación de cierta moral. El Estado. — Como institución social que ejerce un poder efectivo sobre los miembros de la sociedad, tiene una gran in­ fluencia en la realización de la moral. El Estado ejerce este poder, tendiente a garantizar el orden y la unidad de la sociedad, a través de un sistema jurídico y de los mecanismos coercitivos correspondientes. Pero sus funciones no se reducen a ésas; cumple también las propias de un órgano de dirección y organización de aspectos fundamentales de la vida de la comunidad (educación, finanzas, obras públicas, asistencia social, etc.). Por otro lado, el poder estatal no se apoya exclusi­ LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 215 vamente en el derecho o la fuerza, sino que aspira a contar, en mayor o menor grado, con el consenso voluntario de los gober­ nados, o con su reconocimiento por la sociedad entera. De ahí su pretensión de universalidad — pese a ser, sobre todo, la expresión de fuerzas sociales particulares— , a fin de poder contar con el respaldo moral de la mayor parte de los miembros de la comuni­ dad social. La naturaleza de cada Estado determina su adhesión a los valores y principios morales que, a través de sus instituciones, está interesado en mantener y difundir. Pero ningún Estado, in­ cluso los más despóticos y arbitrarios, renuncian a cubrir con un manto moral su propio orden jurídico, político y social. Por ello, de acuerdo con la naturaleza del Estado en cuestión, se elevará a la categoría de principio moral la lealtad al dictador, el respe­ to a la propiedad privada o la intervención (disfrazada de pro­ tección) en países ajenos. Incluso un Estado abiertamente ra­ cista, como la Unión Sudafricana, convertirá en un principio moral de la comunidad el desprecio y la humillación de una raza supuestamente inferior: la raza negra. Pero el Estado puede entrar en contradicción con la moral que él admite y que es, en principio, aceptada por un amplio sec­ tor de la sociedad, si esa moral llega a entrar en contradicción con sus fines políticos. D e este modo, renuncia, hasta cierto pim­ ío, en nombre de la eficacia, a arropar su acción política con el manto de la moral, ya que ésta se revela como un obstáculo, des­ de el punto de vista estatal. Esta escisión no deja de tener conse­ cuencias morales, ya que conduce a relegar la moral a la vida privada. La escisión entre moral y Estado es característica de toda comunidad social en cuya dirección y organización no participa efectivamente —-es decir, de un modo verdaderamente democrá­ tico— el ciudadano, aunque lo haga de un modo formal y exter­ no. Se trata de una escisión a la que contribuye todo Estado —-cualquiera que sea su naturaleza— que no asegure efectiva­ mente una democracia real, amplia y viva. Así, pues, ya sea alentando una moral que le garantice un apoyo más profundo y sincero que el meramente externo o for­ 216 ÉTICA mal, o bien, fomentando la privatización de ésta, el Estado ejerce siempre una influencia importante —=en un sentido u otro— en la realización de la moral. 7. L a v id a e s p i r i t u a l d e l a s o c ie d a d Y LA REALIZACIÓN DE LA MORAL La producción material y las relaciones que los hombres contraen en ella, así como la organización social y estatal que corresponde a la correlación de las diversas fuerzas sociales, no agotan en modo alguno los factores que intervienen o influyen en la realización de la moral. En toda sociedad existe, además, un conjunto de ideas dominantes de diverso orden y una serie de instituciones que se encargan de encauzarlas o difundirlas en cierta dirección. A ellas pertenecen las ideas políticas, estéticas, jurídicas, morales, etc., así como las organizaciones e institucio­ nes culturales y educativas correspondientes. Dentro de este mun­ do ideológico o espiritual hay que situar también la influencia que, en nuestros días, ejercen sobre las conciencias los podero­ sos medios masivos de comunicación (prensa, cine, radio y tele­ visión). Estos diversos elementos ideológicos contribuyen de distinto modo a la realización de la moral. En el arte y la literatura de una época se encarnan ciertas ideas o actitudes éticas; el teatro, en particular, ejerce en un sentido u otro una influencia moral. En las instituciones educativas en sus diferentes niveles se postula y trata de justificar, con mayor o menor énfasis, el contenido de una moral. En ellas se inculca deliberadamente determinada mo­ ral no sólo a través de la exposición, crítica o defensa de ciertas ideas morales, sino más específicamente a través de la educación moral y cívica que se persigue con la exaltación de héroes, y con ejemplos de actitudes pasadas o presentes, tanto en el plano nacional como universal. En este sentido, el sistema educativo de un país desempeña un elevado papel en la realización de la moral, particularmente en la infancia y la juventud. El individuo se va formando de acuerdo con una moral ya instituida que se LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 217 le propone y justifica. Ante esa moral los individuos reaccionan de diverso modo, ya sea dejándose impregnar totalmente por ella, ya enriqueciéndola o desarrollándola bajo el impacto del propio medio social, o bien, sometiéndola a la crítica al contrastarla con otros principios que no son los de la moral vigente, o con las ex­ periencias que le ofrece su propia vida. Pero la influencia de las ideas morales en la práctica, y la afirmación efectiva de una moral, a través de la actividad espi­ ritual de la sociedad, no se reduce a esta moral reflexiva o queri­ da, que se propone, justifica y difunde desde las instituciones culturales y educativas, sino que siguen también otras vías. Te­ nemos, en primer lugar, en los países más atrasados — y tanto más cuanto mayor es su atraso material y espiritual—?, la afir­ mación de la moral por la vía de la tradición y las costumbres. A este nivel, las normas morales se imponen al individuo sin que él examine activamente su naturaleza y consecuencias; el interés personal es débil, y la moral tradicional es aceptada pasivamen­ te. Pero aunque el individuo acepte así la atmósfera moral, legada por la tradición o la costumbre, ello no significa que carezca por completo de la capacidad de decidir por sí mismo, pues de lo con­ trario no se movería propiamente en un terreno moral. Ahora bien, el enriquecimiento de la vida moral tiende a elevar la deci­ sión y responsabilidad personales, y de ahí que la moral que se basa, sobre todo, en la autoridad de la tradición y la costumbre represente, históricamente, un escalón inferior, con respecto a una moral reflexiva que tiene su centro y fuente en el sujeto que medita, decide y asume libre y conscientemente, su propia res­ ponsabilidad. La moral tradicional responde, pues, a una etapa inferior del desarrollo moral con la que se rompe ya en la Antigüedad griega. Ahora bien, este elemento de pasividad e irreflexión en la vida moral que se opone a una moral reflexiva, contribuyendo así a un empobrecimiento de ella al limitar gravemente el área de decisión y acción consciente y libre del individuo, lo encontra­ mos también en nuestra época bajo una nueva forma. Se pone de manifiesto al aspirarse espontáneamente, a través de los me­ dios masivos de comunicación, una moral cuyos valores y normas 218 ÉTICA se adopta pasivamente. La tendencia a hacer de la moral una forma de comportamiento consciente y libre del individuo — ten­ dencia que se abre paso a través del progreso moral— es contra­ rrestada hoy, y en gran parte anulada, por la influencia decisiva que ejercen sobre las conciencias dichos medios masivos de co­ municación no sólo en los países altamente industrializados, o en las llamadas «sociedades de consumo», sino también en países no tan desarrollados, pero sujetos ya a la acción poderosa de esos medios de comunicación. La prensa y las revistas, con sus grandes tiradas; los «com ics» o tiras cómicas; el cine, la radio y la televisión, cuentan con un público masivo que asimila pasivamente la moral que se des­ prende de sus productos seudoculturales, sin que su consumidor llegue a ser consciente de la verdadera naturaleza ideológica y moral de lo que hace suyo, espontáneamente. Es evidente que esos medios de comunicación, por los intereses económicos a los que sirven, se integran en un proceso general de mercantilización — al que no escapa la cultura misma, y, por supuesto, la moral— . La moral así difundida no tiene por fin el hombre, sino el lucro. Y de ahí que respondiendo a ese fin interese afirmar principios, modelos y ejemplos de conductas enajenadas, en los que se alter­ nan la resignación y la violencia, el fracaso irracional y el éxito egoísta, la mojigatería y la pornografía más o menos embozada. La moral que aspira espontánea y pasivamente el consumidor de estos productos masivos (particularmente, los que le sumi­ nistran el cine, la radio y la televisión) no hace sino presentar com o virtudes las limitaciones humanas y morales de un hombre cosificado o enajenado, y, en este sentido, su influencia moral no puede dejar de ser negativa. Pero lo característico .de esta influencia de los medios masivos de comunicación en nuestra épo­ ca no está sólo en el contenido moral de los productos que difun­ den, sino en la amplitud gigantesca de su difusión, que anula, en gran parte, la labor de las instituciones culturales y educativas empeñadas en la elevación moral de los individuos. Mas el mal no hay que buscarlo en los medios de difusión mismos, sino en el uso que, en unas circunstancias dadas, o bajo las exigencias de un sistema, se hace de ellos. Las experiencias positivas — aun­ LA REALIZACIÓN DE LA MORAL 219 que limitadas— que, pese a todo, se registran en este terreno (en la difusión de la buena música, de la literatura y del arte, en la enseñanza audiovisual o televisada, etc.) ponen de manifiesto, con sus logros limitados, las enormes posibilidades del uso ade­ cuado de los medios masivos de comunicación en el terreno de la formación de un hombre nuevo, incluyendo por supuesto su formación moral. Pero todo esto no hace sino confirmar la influencia de las ideas dominantes y de las instituciones correspondientes, es de­ cir, de la vida espiritual en general, en la realización de la moral. Del carácter de esas ideas y de la naturaleza del sistema que les da vida y las fomenta, depende: a) que el hombre se limite a aceptar pasivamente la moral que difunden los medios masivos de comunicación, aceptando como virtudes queridas por el con­ sumidor de dichos productos las virtudes que necesita un orden económico y social que lo mantiene a él mismo en la enajenación; o b) que el hombre pueda comportarse como un verdadero ser moral, es decir, asumiendo libre y conscientemente una moral que beneficia a la comunidad entera. 8. C o n c l u s io n e s Todo lo expuesto en el presente capítulo nos lleva a las si­ guientes conclusiones: 1) Larealización de la moral es una empresa individual, ya que susverdaderos agentes son los individuos reales. 2) N o se trata, sin embargo, de un quehacer meramente individual, ya que -el individuo es por naturaleza un ser social, y la moral responde a necesidades e intereses sociales y cumple una función social. 3) La actividad moral del individuo se despliega, a su vez, en el marco de unas condiciones objetivas que determinan en un sentido u otro las posibilidades de realización de la moral en una sociedad dada. 4) Estas condiciones, relaciones o instituciones sociales que 220 ÉTICA contribuyen de diverso modo a la realización de la moral corres­ ponden a los tres planos fundamentales de la vida social: eco­ nómico, político-social y espiritual. 5) La realización de la moral es no sólo una empresa indi­ vidual, sino social; es decir, no sólo proceso de moralización del individuo, sino proceso de moralización en el que influyen, de diferente modo, las diversas relaciones, organizaciones e institu­ ciones sociales. C a p ít u l o 10 FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS MORALES 1. L a FORMA LÓGICA DE LOS JUICIOS MORALES Los enunciados acerca de la bondad o maldad de actos reali­ zados, así como respecto a la preferibilidad de una acción posible con respecto a otras, o sobre el deber u obligatoriedad de com­ portarse de cierto modo, ajustando la conducta a determinada norma o regla de acción, se expresan en forma de juicios. Estos juicios pueden esquematizarse así: a) b) c) « x es y». «Es preferible x a y». «Debes hacer x, o haz x». Ahora bien, las variables x e y pueden recibir valores distin­ tos en diferentes proposiciones, de tal manera que, conservando la misma forma lógica, tengan en un caso un contenido moral, y en otros, no. Así, por ejemplo, podrá decirse indistintamente: a) «Pedro es justo» o «Pedro es alto». b) «Es preferible engañar a un enfermo a decirle la verdad», o «Es preferible este trabajo a aquel otro». c) «D ebes ayudar a tu compañero» {«Ayuda a tu compañe­ ÉTICA 222 ro») o «D ebes sentarle en las primeras filas de la clase» ( « Sién­ tate en las primeras filas de la clase»). En todos estos ejemplos no hemos hecho sino llenar las va­ riables x e y con valores distintos dando lugar a dos tipos de juicios que, conservando intacta la forma lógica, tienen en un caso un contenido moral, y en el otro, un contenido —evalga la expresión— extramoral. Estas tres formas lógicas comunes son respectivamente enunciativas, preferenciales o imperativas. Veámoslas, con más detalles, volviendo de nuevo a los mismos ejemplos. 2. F orm as e n u n c ia t iv a s , p r e f e r e n c ia l e s o im p e r a t iv a s Examinemos, en primer lugar, la forma enunciativa que he­ mos esquematizado así: «x es y ». Teniendo presente los ejem­ plos anteriores, veremos que en el juicio «Pedro es alto», se enuncia de x (Pedro) una propiedad que le pertenece de por sí, sin que el enunciado exprese una actitud hacía x de acuerdo con cierto interés, finalidad o necesidad. De Pedro se dice pura y simplemente que es alto, como podría decirse de una mesa que es baja, o de una piedra que es dura. O sea, la forma lógica es aquí la de un juicio de existencia, o fáctico. Se registra una pro­ piedad objetiva; es decir, se nos informa o descubre una propie­ dad de x (su altura), sin que el juicio implique su valoración. Cuando se formula el juicio «Este objeto es útil», también enuncio de x (este objeto) una propiedad: su utilidad. Pero se trata de una propiedad que sólo la posee x en relación con una finalidad o necesidad nuestra. Del objeto se enuncia algo que tiene valor: una propiedad que sólo se da en relación para el hombre social, y no en sí. Por ello, no se trata de un puro juicio fáctico, com o en el caso anterior, sino de un juicio de valor. Su forma lógica sigue siendo enunciativa, pero lo que ahora se enun­ cia es una propiedad valiosa, o un valor. Lo mismo cabe decir con respecto al juicio « Pedro es justo», en el que se enuncia de Pedro una propiedad que no le pertenece en sí, com o su altura, FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 223 sino sólo en relación con una necesidad o finalidad. Ahora bien, por el hecho de enunciarse aquí una propiedad valiosa de x, no sólo se informa sobre ella, sino que valoramos o apreciamos el objeto. Pero trátese de un juicio fáctico o de un juicio de valor, la forma lógica es, en ambos casos, enunciativa. Veamos ahora los juicios que esquematizamos así: « Es pre­ ferible x a y». También aquí las variables x e y, al ser llenadas con valores distintos, dan lugar —com o ya señalamos— a juicios de contenido distinto: moral («Es preferible engañar a un enfer­ mo a decirle la verdad») y no moral («Es preferible este trabajo a aquel otro»). Lo característico de estos juicios de preferencia es su paren­ tesco con los del grupo anterior, que enuncian una propiedad valiosa. En verdad, se trata de una forma específica del juicio de valor, pero entendido éste como un juicio comparativo en virtud del cual se establece que x es más valioso que y. La. preferibilidad no hace sino mostrar este «ser más valioso» de x con respecto a y. Es inseparable del valor, pues en definitiva sólo surge entre dos actos o propiedades valiosos, es decir, no considerados en sí, sino en relación con cierta necesidad o finalidad humana, y to­ mando en cuenta unas condiciones o circunstancias concretas. Así, por ejemplo, la proposición «E s preferible engañar a un enfermo a decirle la verdad» no hace sino mostrar que, entre dos alternativas valiosas, una: «engañar a un enfermo», es más va­ liosa que la otra: «decirle la verdad». Y com o la preferencia se funda en una comparación axiológica, ha de responder a una necesidad o finalidad; en este caso, la de no causar un sufrimien­ to inútil al enfermo y elevar su ánimo. Pero esta preferencia ha de tener presente también una serie de circunstancias concretas (tipo de enfermedad, proceso en que ésta se encuentra, etc.). Si se trata de un enfermo no grave, y, por otro lado, no aprensivo, sería preferible tal vez que tomara conciencia de su verdadero estado para facilitar su curación. Pero, en este caso, de acuerdo con la finalidad de curarlo y las circunstancias concretas, el juicio de preferencia (el ya citado «Es preferible decirle la ver­ dad a engañarlo») tendría también por base un juicio de valor. 224 ÉTICA Preferir seguiría significando tener a x por más valioso que a y. El juicio preferencial tiene, en los casos anteriores, un con­ tenido moral. No lo tiene, en cambio, el juicio «Es preferible este trabajo a aquel otro», si la finalidad que se toma en cuenta es pu­ ramente personal: recibir mayor salario, cansarse menos, etc. Pero este mismo juicio preferencial recibirá un contenido mo­ ral si la finalidad o la necesidad tiene presente a los demás, o a la comunidad. Preferir un trabajo a otro significa entonces que se tiene a x por más valioso que y ya que x aporta más bien a la comunidad. Examinemos, finalmente, la forma normativa o imperativa de los juicios que corresponden al esquema «debes hacer x » o «haz x » . Esta forma lógica se distingue claramente de la enunciativa y la preferencial. En efecto, mientras que en la primera se enuncia una cualidad del objeto que tenemos por valiosa, en la segunda se establece una comparación o gradación entre dos actos o cua­ lidades. Los juicios respectivos — fácticos, o de valor— pueden referirse, por otra parte, tanto a actos ya realizados o a objetos inexistentes como a actos que se realizan u objetos que existen en la actualidad. En la forma normativa o imperativa que encontramos en los juicios del tipo «debes hacer x » (o «haz x »), hay una exigencia de realización: algo que no es o no existe debe ser realizado. Por lo tanto, el juicio adopta la forma de un mandato o exhortación con el fin de que se cumpla algo. La norma —-o juicio impera­ tivo— no es una expresión o registro de un hecho, de algo no cumplido, y la exigencia de realización que lleva implícita la norma no pierde fuerza o validez por la circunstancia de que no se realiza lo que se exige o manda. «D ebes ayudar a tu compa­ ñero» entraña una exigencia de realización dirigida a aquel o aquellos que deben cumplirla. Puede suceder que, en una comu­ nidad dada, no se cumpla esta norma; sin embargo, conservará su razón de ser, ya que su validez no depende del hecho de que se cumpla, o del grado en que se efectúe su cumplimiento. En este sentido, decimos que la norma no es expresión, registro o representación de hechos, y, por ello, se diferencia radicalmente de los enunciados fácticos. FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 225 Pero este tipo de juicios — normativos o imperativos— no puede ser separado de los juicios de valor, pues lo que se con­ sidera que debe ser realizado es siempre algo que se tiene por valioso. Así, por ejemplo, el juicio normativo o imperativo «D e­ bes ayudar a tu compañero» {«Ayuda a tu compañero») implica el juicio de valor «ayudar a un compañero es bueno»; lo mismo cabe decir del juicio, con distinto contenido, que también pusi­ mos de ejemplo: « Siéntate en las primeras filas de la clase», que implica, a su vez, el juicio «sentarse en las primeras filas de la clase es valioso». Claro está que en este último ejemplo hay que tener en cuenta — com o en todo juicio de valor—u a) cierta fina­ lidad o necesidad con respecto a la cual una actividad requiere la propiedad de ser valiosa (en este caso, no esforzar demasia­ do la vista y asimilar mejor lo que se expone en clase), y b ) imas circunstancias dadas (la cortedad de vista) en las cuales el sujeto ha de satisfacer esa necesidad. La forma lógica normativa e imperativa, propia de las normas morales, tiene por base un juicio de valor y como éste, los juicios que poseen dicha forma, responden a una necesidad y finalidad: regular las relaciones entre los hombres en una sociedad dada. Respondiendo a esta necesidad, dichos juicios exigen que los hombres se comporten de cierto modo, y esta exigencia de actuar en determinada dirección los separa —co m o juicios normativos— de un puro juicio de valor. Pero la forma imperativa o norma­ tiva no es exclusiva de las normas morales: «ayuda a tu amigo», «siéntate en las primeras filas» o «cierra la puerta», tienen evi­ dentemente la misma forma lógica (exhortativa o imperativa), pero distinto contenido. Sólo en el primer ejemplo tenemos un contenido moral. Por consiguiente, no podríamos distinguir los juicios morales de otros que no lo son sólo por su forma lógica. En suma, los juicios morales pueden ser por su forma lógica enunciativos, preferenciales o normativos. Pero, para distinguir lo que hay en ellos de específico — es decir, lo que los distingue de otros que tienen la misma forma lógica— habrá que exami­ nar su significado, naturaleza o función. 226 3. ÉTICA Sig n if ic a d o del j u ic io moral La valoración de los actos y normas morales que adoptan, respectivamente, la forma de juicios de valor o juicios normati­ vos o imperativos, ¿cumple una función cognoscitiva?, ¿responde a hechos objetivos?, ¿puede ser verificada de algún modo? Tal es el problema del significado de los juicios morales cuya solución condiciona, a su vez, el de su justificación; es decir, el de las razones de su validez. La metaética se ocupa de este tipo de problemas, y aunque '- c o m o ya señalamos desde el primer momento—* el contenido de la teoría de la moral no se puede reducir al examen de dichas cuestiones, es indudable que éstas revisten una gran importancia, pues sin responder a ellas queda en el aire el problema de la justificación o validez de los juicios morales. A su vez, sin la solución del problema de la justifica­ ción de la variedad y diversidad de juicios morales de una época a otra, de una a otra sociedad, e incluso dentro de una misma sociedad, ños amenaza un enemigo implacable de la teoría y la práctica en el terreno de la moral: el relativismo. Por ello, des­ pués de examinar los problemas del significado o de la naturaleza de los juicios morales, y de los criterios posibles de justifica­ ción de dichos juicios, nuestro análisis desembocará finalmente en el problema crucial del relativismo ético. 4. La t e o r í a e m o t i v i s t a Los partidarios de la teoría emotivista sostienen que en los juicios morales no se afirma o dice nada cerca de hechos, pro­ piedades o cualidades objetivas, sino que se expresa una actitud emocional subjetiva (Ayer), o se intenta inculcar en otros una actitud emocional nuestra, o producir en ellos cierto efecto emo­ tivo (Stevenson). Cuando se dice, por ejemplo: «esta calle es ancha», el adjeti­ vo designa una propiedad objetiva de la calle, y, en consecuen­ cia, se informa algo acerca de ella, pero si digo «ayudar a un amigo es bueno», no se informa nada cerca de algo que exista o FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 227 esté sucediendo objetivamente; pura y simplemente se expresa una actitud emocional nuestra, sin informar acerca de ningún hecho. N o ocurriría lo mismo si en lugar de decir «ayudar a un amigo es bueno», se dijera «Pedro ha ayudado a su amigo», en cuyo caso sí se informaría acerca de algo que existe y ha su­ cedido. D e acuerdo con los partidarios del emotivismo —>como A . J. Ayer— , las proposiciones morales no se refieren a hechos, no pue­ den ser comprobadas empíricamente y, por consiguiente, carece de sentido hablar de su verdad o falsedad. Los juicios morales sólo cumplen una función expresiva. Pero otros emotivistas — como Stevenson— insisten más que en la función expresiva de los juicios morales, en su función efectiva o evocadora, ya que, se­ gún ellos, los juicios morales tienden, sobre todo, a evocar cier­ tas emociones en otros sujetos, o a producir en ellos cierto efecto emocional. Sin embargo, unos y otros coinciden en negar que los juicios morales cumplan una función cognoscitiva y que —¡en virtud de su significado emotivo— puedan ser justificados o fun­ dados racionalmente. El emotivismo subraya, con razón, los aspectos expresivo y prescriptivo de los juicios morales. Ciertamente, como juicio específico de valor, el juicio moral expresa la actitud del sujeto que valora, o sea, del sujeto que atribuye a cierto acto humano una propiedad que considera valiosa. Pero, com o ya hemos seña­ lado, quien valora no es exclusivamente un sujeto empírico, in­ dividual, que se deja llevar por sus emociones, sino el hombre concreto que, como ser social, valora conforme a ciertas necesi­ dades y finalidades sociales en unas circunstancias dadas. Tal es la situación por lo que se refiere a un juicio moral de valor como «ayudar a un amigo es bueno». Por lo que toca al juicio moral normativo, cabe decir que no se trata de un mandato arbitrario, o de una regla de acción puramente subjetiva, sino de una norma cuya exigencia de realización, o efecto práctico buscado, responde también en determinadas circunstancias a una necesidad social: regular la conducta de los individuos, en una comunidad dada, en cierta dirección. Así sucede con juicios morales com o «ayuda 228 ÉTICA a tu amigo», «ama a tu patria», «respeta los bienes públicos», etcétera. Así, pues, los juicios morales no pueden surgir de un estado emocional del sujeto, o movidos por el interés subjetivo de in­ fluir en otras personas, sino que responden a determinadas nece­ sidades y finalidades, y a unas condiciones sociales dadas, al mar­ gen de las cuales no podrían darse o carecerían por completo de sentido. Así, por ejemplo, el juicio normativo «respeta los bie­ nes de otro», que presupone la propiedad privada como una ins­ titución social valiosa, sólo puede darse en cierta fase del des­ arrollo de la humanidad y en una comunidad donde aparece y se mantiene dicha institución. Una norma de ese género no exis­ tía ni podía existir —-por ser innecesaria o superflua— bajo el régimen de la comunidad primitiva, regido por el principio de la propiedad colectiva o social de bienes. La norma es, pues, expre­ siva y efectiva, pero no en un sentido emocional subjetivo, sino en un sentido social: expresa intereses y necesidades sociales, y, a la vez, como regla de acción, busca un efecto práctico. Cumple así una función social regulativa. Toda norma presupone —^como ya hemos señalado— un jui­ cio de valor («ama a tu patria» implica «amar a la patria es bueno»). Tanto en un juicio com o en otro, se expresa el interés o necesidad de una comunidad dada (ya sea un grupo social más o menos amplio, o la sociedad en su conjunto). Pero si com­ paramos el juicio de valor antes citado con el juicio normativo correspondiente, veremos que el segundo — o sea, la n o r m a expresa más categórica o imperiosamente aquello que se presenta a una comunidad dada com o una necesidad. En pocas palabras, no se exige algo innecesario o superfluo desde el punto de vista social, sino justamente lo que responde vitalmente a una nece­ sidad de la comunidad. Al reducir los juicios morales a la expresión de una actitud emocional, o al efecto emotivo que pueden producir en otros, las diferencias de juicios se convierten en diferencias emocionales y, en rigor, no cabe hablar de diferencias o desacuerdos morales porque unos juicios tengan validez y otros, no. Ciertamente, el problema de la validez de un juicio moral frente a otro desapa­ FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 229 rece, pues si el juicio « a» expresa una actitud emocional, y « b » expresa otra, ambos serán igualmente válidos. Si el juicio moral no es más que la expresión de una emoción, cualquier emoción confiere validez al juicio que la expresa. Los desacuerdos serán desacuerdos emotivos, y no propiamente éticos. Pero si se aban­ dona el principio de que han de existir razones para formular un juicio moral, que son las que le dan validez frente a otros, y se hace de la actitud subjetiva la «razón última», se cae por un lado en el irraciotialismo (no hay razones para formular un juicio moral, y, por tanto, no puede ser justificado), y, por otro, en el relativismo (todos los juicios morales son igualmente válidos, o todos pueden ser igualmente justificados). Pero si cada quien valora un mismo acto, o trata de influir en los demás a través del prisma de su actitud emocional pro­ pia, ¿cómo se puede regular el comportamiento de los individuos de una misma comunidad, y cómo puede hablarse incluso de un comportamiento verdadero moral? Si todo es igualmente válido y todo se halla igualmente justificado desde el punto de vista moral, la consecuencia lógica no puede ser más que ésta: todo está permitido. Nos hallamos así en pleno amorálismo. 5, E l in tu íc io n is m o é t i c o A diferencia de los emotivistas, los intuicionistas éticos admi­ ten que en los juicios morales que incluyen el término «bueno», o que determinan deberes, se atribuyen propiedades a actos, per­ sonas o cosas y que, en este sentido, dicen algo que puede ser considerado verdadero o falso. Pero, al hablar de propiedades, procuran marcar claramente su distancia respecto de los natu­ ralistas éticos que identifican lo «bueno», que es una propie­ dad no natural, con «lo deseado», por ejemplo, que es una propiedad natural o fáctica. (A este intento de definir una pro­ piedad no natural — como «bueno»— a base de propiedades na­ turales, le llama Moore la «falacia naturalista».) En contraposición a los naturalistas éticos, los intuicionistas sostienen que la bondad y la obligatoriedad (la estimación de que 230 ÉTICA algo constituye un deber) no son propiedades que puedan ser observadas empíricamente, sino propiedades no naturales que no pueden ser aprehendidas por la observación empírica ni tam­ poco por un proceso racional de análisis y demostración. Lo bue­ no es indefinible, según M oore, y los deberes fundamentales se nos imponen, de acuerdo con los intuicionistas Prichard y Ross, sin necesidad de prueba, como algo evidente de suyo. Es decir, se captan de un modo directo e inmediato; o sea, por la vía de la intuición. Los juicios morales, por tanto, son intuitivos o autoevidentes y, en consecuencia, podemos considerarlos verdaderos sin nece­ sidad de recurrir a ninguna prueba empírica o a razonamiento alguno. Ahora bien, esta justificación del juicio moral por la vía intuitiva tiene que hacer frente a una serie de objeciones. Señalemos, en primer lugar, que el intuicionismo ético no explica satisfactoriamente lo que entiende por propiedad natu­ ral, a la que pertenecen la bondad y la propiedad de ser un deber. Si no son propiedades empíricas, sensibles — y, en verdad, no lo son— , ¿ante qué tipo de propiedad nos encontramos? Se nos dice que no son empíricas o físicas, pero, a su vez, no se afirma que sean propiedades humanas o sociales (bueno u obligatorio sólo para el hombre). Los intuicionistas nos dicen que son propieda­ des únicas, simples e indefinibles con lo cual adquieren un esta­ tuto un tanto misterioso o sobrenatural. Pero las fallas del intuicionismo ético no se reducen a la que acabamos de señalar, ya que ha de cargar también con las propias del intuicionismo en general. Veamos, en particular, lo que suce­ de cuando surge una discrepancia. Supongamos que existen las propiedades no naturales del tipo de las señaladas —-como la propiedad de que algo consti­ tuye un deber— y se formulan dos juicios acerca de esta propie­ dad sobre la base de su aprehensión directa e inmediata. Si dos personas (A y B), en una misma situación, intuyen respectiva­ mente dos deberes que se contraponen (A intuye que ambos de­ ben cumplir una promesa que antes hicieron, y B, que no deben cumplirla), ¿cuál de las dos intuiciones será válida? ¿O lo serán ambas? Pero las dos no pueden serlo —<om o sostendrían los emo- FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 231 tivistas— , ya que para los intuicionistas no se trata de actitudes emocionales diferentes, sino de diferentes modos de aprehender una propiedad normativa, o algo que constituye un deber. En consecuencia, en una misma situación, la aprehensión intuitiva de A en el sentido de que se debe cumplir la promesa es correcta, en tanto que la de B que expresa justamente lo contrario es errónea. Pero supongamos que A y B, conscientes de que sus intuido- · nes son contradictorias, reconocen que uno de los dos está equi­ vocado, ¿cóm o determinar cuál de ellas es válida?, y, a la vez, ¿cómo justificar — frente a la otra—> su validez? Si ambas son evidentes de suyo y si, por otro lado, no se puede recurrir a nin­ guna prueba o demostración que vaya más allá de la evidencia misma, es indudable que A y B, ante estas cuestiones, se encon­ trarán en un callejón sin salida, ya que ninguno de ellos puede justificar la validez del juicio moral respectivo. Resulta así que el intuicionismo, al sostener que los juidos morales se refieren a propiedades no naturales aprehendidas di­ recta e inmediatamente, no admite la posibilidad de que dichos juicios puedan justificarse racional y objetivamente; es decir, que puedan darse razones en favor de su validez. 6. L a ju s t if ic a c ió n r a c io n a l d e l o s ju ic io s m o r a le s Con respecto al problema del significado o naturaleza de los juicios morales, así como de la justificación de su validez, las dos posiciones que acabamos de examinar llevan respectivamente a las siguientes conclusiones: a) los juicios morales no pueden ser explicados, ya que son solamente la expresión de una actitud emocional, o de la tendencia subjetiva a suscitar un efecto emo­ tivo en otros, razón por la cual sólo se justifican emocionalmente, es decir, de un modo irracional (emotivismo); b) los juicios mo­ rales cumplen una función cognoscitiva, ya que en ellos se apre­ hende una propiedad valiosa, pero com o esta aprehensión es intuitiva (o sea, directa e inmediata), no se puede dar razones 232 ÉTICA en favor o en contra de ellos y, por consiguiente, no pueden ser justificados racionalmente (intuicionismo). Ahora bien, la naturaleza misma de la moral, y tanto más cuanto más se eleva y enriquece en el curso de su desenvolvi­ miento histórico-social, exige una justificación racional y objetiva de los juicios morales. Ya hemos señalado que la moral cumple una función necesaria, com o medio de regulación de la conducta de los individuos, del que no puede prescindir ninguna comuni­ dad humana. Hemos visto, asimismo, que los principios, valores y normas, conforme a los cuales se establece socialmente esa re­ gulación, han de pasar por la conciencia del individuo, quien de este modo los hace suyos o interioriza, conformando así volun­ tariamente sus propias acciones, o exhortando a los otros a que se ajusten a ellos, de un modo también voluntario y consciente. Pero, en las primeras fases del desarrollo social, o en las sociedades primitivas a las que corresponde una moral primitiva también, los individuos se caracterizan, desde el punto de vista moral, por su débil capacidad de interiorización; se ajustan a las normas no tanto por un convencimiento íntimo como por la fuer­ za de la tradición y la costumbre: porque «así se ha hecho siem­ pre» o «así lo hacen los demás». La justificación racional de los juicios morales es muy pobre; el código moral de la comunidad se acepta en general, sin necesidad de que haya que justificar en cada caso su aplicación. Ahora bien, a medida que se recorre nuevos y largos tramos en el desarrollo histórico-social de la humanidad, y se eleva y enriquece su moral, y sobre todo, al ir adquiriendo ésta — ya en los tiempos modernos— un contenido humanista, la justificación racional se hace cada vez más nece­ saria para que pueda cumplir más firmemente su función social regulativa. El tránsito de una moral fundada en la costumbre y la tradición a una moral reflexiva; o también, de una moral heterónoma, suprahumana, a otra, autónoma, humanista, se pone de manifiesto en la necesidad cada vez mayor de una justifica­ ción racional de las normas y los actos morales. El verdadero comportamiento moral no se agota, pues, en el reconocimiento de determinado código por los individuos, sino que reclama, a su vez — y a esto tiende el progreso moral— , la FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 233 justificación racional de las normas que se aceptan y aplican. Y es aquí donde la ética, com o teoría, contribuye a despejar el ca­ mino de una moral más elevada, esclareciendo el problema de si, en primer lugar, cabe una justificación racional de la moral, y, particularmente, de sus juicios de valor y normas, y, en se­ gundo, el problema de cuáles serían —^si esta justificación es posible— las razones o los criterios justificativos que podrían aportarse. Ya hemos rechazado dos respuestas negativas a estas dos cuestiones: las del emotivismo y el intuicionismo. Pero el re­ chazo de sus argumentos no ha hecho sino plantear con más fuerza aún el problema de la necesidad y posibilidad de justificar racionalmente los juicios morales. Abordemos, pues, directa­ mente el problema. 7. L a «GUILLOTINA DE H U M E » Desde hace ya tiempo se proclama que nos está cerrado un camino para justificar racionalmente los juicios morales: dedu­ cir lógicamente de algo que es, lo que debe ser, o también: de­ rivar de un juicio fáctico un juicio normativo. Con este motivo, se suele invocar el siguiente pasaje de Hume (de su Tratado del entendimiento humano)·. «E n todos los sistemas de moralidad que hemos examinado hasta ahora se habrá observado siempre que el autor, durante cierto tiempo, se expresa de un modo habi­ tual, y establece la existencia de Dios, o hace observaciones so­ bre los asuntos humanos; pero de pronto sorprende encontrarse con que — en vez de los verbos copulativos entre proposiciones "ser” y "no ser"— no hay ninguna proposición que no esté enlazada por un "debiera' o un "no debiera”. Este cambio es imperceptible; sin embargo, tiene una gran importancia. Porque dado que ese "debiera" o "no debiera" expresa una nueva relación o afirmación, es necesario que se la observe y explique; y al mismo tiempo que se da una razón para algo que nos parece totalmente inconcebible, deberá explicársenos cómo puede ser esta nueva relación una deducción de otras que son totalmen­ te diferentes». 234 ÉTICA Este argumento es considerado tan demoledor que Max Black lo llama la «guillotina de Hum e». Todo el que intente pasar de un es a un debe ser, como se pasa de una premisa a una conclu­ sión, habrá de resignarse a caer bajo esa guillotina. Doscientos años más tarde, G . E. Moore viene a reforzar el argumento de Hume con su famosa «falacia naturalista», de acuerdo con la cual no se puede definir una propiedad no natural como «lo bue­ n o» a base de propiedades naturales; lo que quiere decir que no se puede pasar lógicamente de lo natural (lo no ético) a lo no natural (lo ético). Pero, volviendo a la «guillotina de Hum e», tal como se nos presenta en el pasaje antes citado, hay que re­ conocer que lo que cae bajo ella es el intento de deducir una conclusión que contiene algo (un «debe ser») que no estaba con­ tenido en la premisa (un «es»). Tal tránsito, ciertamente, es ile­ gítimo desde un punto de vista lógico, pero ello no significa que el reino del deber ser no tenga ninguna relación, o incluso no hunda sus raíces, en el mundo del ser; o que entre el hecho y el valor (en este caso la bondad, o el deber) exista un abismo insalvable, cosa que ya rechazamos anteriormente al ocuparnos de los valores. Como no existen los valores en sí, sino pura y simple­ mente hechos u objetos valiosos, tal dicotomía carece de sentido. Pero volviendo al punto que nos interesa en este apartado, y teniendo presente sobre todo los juicios normativos, puede acep­ tarse que la norma moral —^que implica un «deber ser»— no puede ser identificado con el mero registro de un hecho, es de­ cir, con un juicio fáctico. Así, por ejemplo, las normas «no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti», o «debes poner los intereses de la patria por encima de la amistad», etc., no infor­ man acerca de los hechos y, por tanto, no pueden justificarse a base del comportamiento efectivo de los miembros de la comu­ nidad. Las normas señalan él deber de que los individuos ajus­ ten su conducta a las normas en cuestión. Puede ocurrir que tal comportamiento prescrito no se dé efectivamente y que, por el contrario, los individuos actúen en contradicción con ellas. Pero esta contradicción que implica la inexistencia total o parcial de la conducta debida, no anula la validez de la norma. Mas, inclu­ so aunque tal contradicción no se diera, y el comportamiento FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 235 efectivo de los miembros de la comunidad respondiera a lo que prescribe la norma, el juicio fáctico acerca del comportamiento predominante en la comunidad («todos hacen x » , es decir, cum­ plen la norma «haz x » ), dicho juicio no podría legitimar o justi­ ficar la norma, porque ésta no se deduce lógicamente de él. Antes pusimos el ejemplo de una norma que consideramos válida, aun­ que entre en contradicción con la conducta efectiva de los miem­ bros de la comunidad, y cualquiera que sea el grado en que se dé esa conducta. Ahora podemos poner un ejemplo contrario para corroborar lo mismo: en los Estados segregacionistas de Norteamérica la mayoría de la población no considera que sea reprobable moralmente humillar o maltratar a un negro; sin em­ bargo, no se podría aceptar en modo alguno que las normas que prescriben ese comportamiento, y que la población blanca hace suyas, son válidas. Vemos, pues, que los juicios fácticos acerca del comporta­ miento efectivo de los hombres de una comunidad dada no pue­ den justificar las normas que prescriben ese comportamiento. A su vez, cuando se reprueba moralmente una conducta domi­ nante (com o sucede en los países en que todavía se practica el racismo), se hace conforme a normas, o a un código moral, que contradice el comportamiento que predomina en la comunidad. Así, pues, lo que se debe hacer no puede justificarse en esos casos con lo que los individuos hacen realmente. Por otro lado, si los juicios morales pudieran justificarse re­ curriendo a los hechos, a una situación efectiva, se carecería de criterios para justificar el comportamiento moral opuesto de dos comunidades distintas, a menos que se adoptara con todas sus consecuencias esta conclusión relativista: se justifica el compor­ tamiento de diferentes individuos o comunidades humanas por la sencilla razón de que así se comportan efectivamente. N o ha­ bría, por tanto, razón alguna para condenar moralmente cierta forma de conducta predominante en la Alemania nazi o, en la actualidad, en los países que sufren todavía las prácticas del ra­ cismo o del colonialismo. Ahora bien, la imposibilidad lógica de que un juicio moral normativo (un «debe ser») se deduzca de un juicio fáctico (un 236 ÉTICA «es»), o de que lo fáctico se eleve necesariamente a la categoría de norma, no quiere decir que el hecho tenga valor de por sí, ni tampoco que el valor pueda darse al margen del hecho, o que la norma pueda surgir y valer al margen de la realidad humana efectiva. Esto último significa, por consiguiente, que si es cierto —>com o ya hemos subrayado—^ que la norma no puede derivarse lógicamente de un juicio fáctico, no por ello pende en el aire com o si no tuviera nada que ver con los hechos. Así, por ejem­ plo, si bien es verdad que la norma «n o se debe discriminar a nadie por motivos raciales» no puede deducirse lógicamente del juicio que informa acerca del estado efectivo en que se encuen­ tra en un país una raza supuestamente inferior, independiente­ mente de que la discriminación sea practicada por la mayoría de la comunidad o por una minoría ínfima de ella, la norma mis­ ma responde a una serie de hechos que reclaman su formulación y aplicación: a) la discriminación produce humillaciones y su­ frimientos; b) la discriminación encubre, a su vez, una terrible explotación económica y es, por ello, fuente de miseria y dolorosas carencias; c) la ciencia demuestra que no hay razas infe­ riores, etc. Todos estos hechos reclaman la abolición de la dis­ criminación racial, e impulsan a ella, y las normas responden a esta necesidad. Así, pues, aunque las normas no puedan derivarse lógica­ mente de los juicios acerca de los hechos citados, hay que recu­ rrir a ellos para comprender su existencia, su necesidad social e incluso su validez, aunque — como habremos de ver en el apar­ tado siguiente— no basta apoyarse en los hechos para justificar su razón de ser. En suma, la «guillotina de H um e» no veda recurrir a juicios fácticos para encontrar en ellos razones en favor de un juicio normativo. Estas razones —justamente Por derivar de los he­ chos— pueden desaparecer con el tiempo, o también subsistir, determinando así respectivamente una anulación o un enrique­ cimiento de la validez de la norma correspondiente. Y una vez que hemos puesto de relieve la verdadera relación entre los hechos y la norma, o entre los juicios fácticos y los FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 237 normativos, podemos examinar los criterios fundamentales de justificación de las normas morales. 8. C r it e r io s d e j u s t if ic a c ió n moral A nuestro juicio, pueden distinguirse cinco criterios funda­ mentales de justificación de las normas morales. Como veremos, estos criterios exigen forzosamente que no consideremos la nor­ ma moral como algo absoluto, suprahumano o intemporal, que existe en sí y por sí, sino como un producto humano que sola­ mente existe, vale y se justifica como nudo de relaciones. La consideración de la norma de estas diversas relaciones da lugar a los siguientes criterios de justificación — social, práctica, lógi­ ca, científica y dialéctica— de su validez; criterios que, a su vez, se hallan también en una mutua relación. I. La justificación social. — En cuanto que la moral cumple la función social de asegurar el comportamiento de los indivi­ duos de una comunidad en cierta dirección, toda norma responde a intereses y necesidades sociales. Sólo la norma que exige la conducta adecuada, o sea: la que se ajusta a esos intereses y ne­ cesidades, se justifica o es válida en la comunidad social corres­ pondiente. La validez de una norma es, pues, inseparable de cierta necesidad social. Si entra en contradicción con ella, será inoperante, y, por tanto, no se justificará en el marco de la co­ munidad dada. Es decir, su exigencia de realización, o su capa­ cidad de promover ciertas acciones, será nula, ya que se halla en contradicción con las necesidades e intereses sociales de la comunidad. N o hay que confundir esta contradicción entre una norma y determinados intereses y necesidades sociales, con la contradic­ ción que hemos señalado anteriormente entre la norma que res­ ponde a esos intereses y necesidades y el comportamiento efectivo de los miembros de la comunidad en cuestión. En el primer caso, la norma carece de validez; en el segundo, la contradicción no afecta a su validez. Podríamos decir también que, en este último 238 ÉTICA caso, la norma es la expresión misma de la contradicción entre la necesidad social de la comunidad que exige cierto comporta­ miento de los individuos, y la conducta efectiva de los individuos que no concuerda con los intereses y necesidades sociales. En la comunidad rigen las normas «no robes», «no mates» o «n o mien­ tas», precisamente porque se dan realmente, o en potencia, robos, asesinatos o engaños. Pero esta contradicción entre la norma y el comportamiento efectivo de los individuos, que no afecta a su va­ lidez, se da justamente con respecto a una norma que lejos de es­ tar en contradicción con los intereses y necesidades sociales, res­ ponde a ellos. La norma, pues, tiende a regular la conducta de los indivi­ duos de acuerdo con la necesidad o el interés de determinada comunidad, y se justifica, por tanto, en cuanto que se halla en concordancia con ellos. Toda norma, en consecuencia, para ser justificable, tiene que ser puesta en un contexto humano con­ creto, es decir, en el marco de una comunidad histórico-social determinada. Así, pues, en una comunidad en la que se da la necesidad so­ cial x o el interés y, se justifica la norma que exige la conducta adecuada. II. La justificación práctica. — Toda norma implica una ex gencia de realización; es por ello la guía de una acción, ya que con ella se aspira a regular la conducta de los individuos o de un grupo social de acuerdo con los intereses de la comunidad. Pero toda norma moral, en cuanto que tiende a desembocar en actos concretos, requiere ciertas condiciones reales para su cumpli­ miento. Si exige determinada acción cuando no se dan las con­ diciones necesarias para su realización, la norma será irrealizable y, por tanto, no podrá justificarse. A su vez, la inexistencia de ciertas condiciones reales puede justificar una norma que, una vez dadas aquéllas, sería inmoral. Así, por ejemplo, en las comunidades primitivas que aún no conocían un excedente de producción, ya que lo que producían apenas si bastaba para satisfacer las necesidades más elementa­ les, la existencia de ancianos que no podían desempeñar trabajo FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 239 alguno, o la conservación de la vida de los prisioneros a los que no se sabía cómo emplear, constituían un grave obstáculo para la subsistencia de la sociedad. En esas condiciones reales, una norma moral que postulara la conservación de la vida de los ancianos o el respeto a la vida de los prisioneros no habría podi­ do justificarse, ya que no se daban las condiciones reales (desa­ rrollo de la producción y del trabajo humano con la corres­ pondiente existencia de productos excedentes, que permitiera alimentar a una población inactiva) para que una norma seme­ jante no entrara en contradicción con los intereses y las nece­ sidades de la comunidad. Una norma moral sólo podrá justificarse prácticamente si se dan las condiciones reales para que su aplicación no se oponga a las necesidades sociales de la comunidad. Así, pues, en una comunidad dada en la que se dan las con­ diciones necesarias, se justifica la norma que responde a dichas condiciones. III. La justificación lógica. — Las normas no se dan aisla­ das, sino que forman parte de un conjunto articulado o sistema de ellas, que constituyen lo que se llama el «código moral» de la comunidad. Este código ha de caracterizarse por la no contradictoriedad de sus normas, y por su coherencia interna. Pueden darse, ciertamente, contradicciones entre la norma que prescribe determinado comportamiento de los individuos y su conducta efectiva, o también entre normas de códigos morales distintos, pero, dentro de un mismo código moral, una norma no puede en­ trar en contradicción con otra, o con la norma fundamental o el valor en torno a los cuales se articula sistemáticamente todo el código. El código moral — como sistema normativo—^ no se justifica por sí mismo, ya que es relativo a determinada comunidad hu­ mana. Ahora bien, una norma puede justificarse lógicamente, aunque no se presente en una relación directa con los intereses y necesidades sociales, en cuanto que muestra su coherencia y no contradictoriedad con las normas fundamentales del código m o­ ral del que forma parte. A l justificar lógicamente una norma, no 240 ÉTICA la separamos, sin embargo, del contexto humano concreto en que surge; por el contrario, la ponemos en relación con él, pero no directamente, sino a través de las normas fundamentales de las cuales se deduce lógicamente, o del sistema a que pertenece. La justificación lógica de las normas satisface, en definitiva, la función social de toda moral, ya que impide que en una comu­ nidad dada surjan normas arbitrarias o caprichosas que, justa­ mente por no integrarse en el sistema normativo correspondien­ te, entrarían en contradicción con los intereses y necesidades de la comunidad. Así, pues, una norma se justifica lógicamente si demuestra su coherencia y no contradictoriedad con las demás normas del có­ digo moral del que forma parte. IV . La justificación científica. — Una norma se justifica cien tíficamente cuando no sólo se ajusta a la lógica, sino también a los conocimientos científicos ya establecidos o es compatible con las leyes científicas conocidas (Bunge). Las normas morales que tienden a regular las relaciones entre los hombres han de contar con los conocimientos que acerca de ellos proporcionan diferentes ciencias (fisiología, psicología, bio­ logía, economía política, sociología, antropología física, social o cultural, etc.), o, al menos, no han de entrar en contradicción con los conocimientos científicos ya comprobados. Normas mora­ les que, en el pasado, se aplicaban a los niños, a las mujeres, a los enfermos mentales, a los delincuentes o a los pobladores de regiones muy atrasadas, tenían com o supuestos falsas ideas acer­ ca del hombre y la sociedad, como, por ejemplo: la desigualdad mental del hombre y la mujer, la existencia de pueblos o razas inferiores, la idea de que el choque de las diferentes ambiciones redunda en interés de la colectividad, o de que persiguiendo cada uno su beneficio económico se asegura la comunidad de in­ tereses en la sociedad, etc. Ahora bien, no se pueden justificar los juicios morales que tienen por base unos supuestos que la ciencia rechaza o que son incompatibles con las leyes científicas ya descubiertas. FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 241 Vemos, por tanto, que aunque una norma se justifique social­ mente —.en cuanto que responda a los intereses o necesidades de una comunidad— , sólo podrá justificarse científicamente si se basa en conocimientos científicos o es compatible con el estado que guardan éstos en el momento en que se formula la norma. Es fácil comprender, por esta razón, que las justificaciones sociales y prácticas de una norma pueden entrar en contradicción con la científica, como ha sucedido en el pasado. Así, por ejemplo, las normas morales con que los colonialistas pretenden todavía re­ gular la conducta de los individuos en los países coloniales o neocoloniales, siguen siendo — como en otros tiempos— normas que presuponen — contra lo que el conocimiento científico esta­ blece— una supuesta inferioridad de los pueblos sojuzgados. A l poner muy claramente la ciencia al descubierto lo que hace si­ glos no podía demostrar, la justificación de esas normas morales carece por completo de valor científico, y reviste exclusivamente un carácter ideológico. Así, pues, dado el estado de conocimientos alcanzados por la sociedad, una norma moral sólo se justifica científicamente si se basa en esos conocimientos o es compatible con ellos. V. La justificación dialéctica. — 'Un código moral, con las normas que lo integran, es un producto humano y, como tal, forma parte del proceso práctico histórico de la humanidad que abarca, asimismo, un proceso histórico moral. Puesto que la his­ toria de la moral tiene un sentido ascensional — com o ya subra­ yamos al hablar del progreso moral— , una norma o un código moral se justifican por el lugar que ocupan dentro de ese movi­ miento progresivo. El progreso moral se caracteriza, como ya señalamos, por una elevación del dominio de los hombres sobre sí mismos; por sus relaciones cada vez más conscientes, libres y responsables con los demás; por la regulación de sus actos de tal manera que los intereses propios se fundan cada vez más con los de la comuni­ dad; por una afirmación cada vez más plena de su convicción íntinuTfrente a la aceptación puramente formal o externa de las reglas de convivencia, etc. El progreso moral es, por ello, proceso 16. — É T IC A 242 ÉTICA de acercamiento a una moral universalmente humana a medida que se van dando las condiciones reales para ello. Dentro de este proceso ascensional, una norma o un código moral tienen un carácter relativo y transitorio. Algunas normas —co m o las antes citadas de la comunidad primitiva— desapare­ cen para siempre. Pero otras subsisten, corregidas o enriqueci­ das, y ya con un contenido más rico, pasan a formar parte de una moral superior y más universal. Así, por ejemplo, el princi­ pio moral kantiano verdaderamente humanista «trata siempre al hombre com o un fin y no como un medio», que se presenta con una forma universal abstracta y una aplicación limitada mien­ tras no se dan las condiciones reales para su plena y universal realización — es decir, mientras la sociedad se halla estructura­ da de tal m odo que en ella el hombre se transforma necesaria­ mente en medio, cosa o mercancía— , adquiere en nuevas con­ diciones sociales toda la riqueza y universalidad concreta que antes no podía tener. Y aunque ese principio moral en sus dife­ rentes formulaciones haya respondido a los intereses y necesi­ dades de diversas comunidades humanas, o clases sociales, ello no impide que contuviera ya elementos positivos universales que, posteriormente, han podido mostrar toda su riqueza. Esto significa que una norma o un código moral no pueden ser considerados com o algo inmóvil y fijo, sino dentro del movi­ miento ascensional en el que despliega toda su riqueza. En este sentido, en cuanto que una norma o un código se presenta como un peldaño o fase de ese proceso de universalización de la mo­ ral, y no com o algo estático e inmutable, cabe hablar de una justificación dialéctica. Hay, en cambio, normas que, aun respon­ diendo en el pasado o en el presente a los intereses de una comu­ nidad social determinada — com o sucede con las normas primiti­ vas antes citadas o las normas racistas que aún subsisten— , no pueden justificarse dialécticamente, ya que no aportan elementos positivos, susceptibles de enriquecerse o de integrarse en una moral superior o universalmente humana. Así, pues, una norma moral se justifica dialécticamente cuan­ do contiene aspectos o elementos que, dentro del proceso progre­ sivo moral, se integran a un nuevo nivel en una moral superior. FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 9. La s u p e r a c ió n del r e l a t iv is m o 243 é t ic o Después de exponer nuestros cinco criterios de justificación de los juicios morales, tenemos que plantearnos esta última y decisiva cuestión: ¿podemos superar el relativismo ético al jus­ tificar, como lo hemos hecho, los juicios morales, o sea, al soste­ ner que pueden argüirse diferentes razones en favor de su va­ lidez? El relativismo ético parte de lo que ya hemos señalado, a sa­ ber: que diferentes comunidades enjuician de distinto modo el mismo tipo de actos, o postulan diversas normas morales ante situaciones semejantes. La causa de estas diferencias hay que buscarla en la diversidad de intereses y necesidades de las comu­ nidades correspondientes. El relativismo ético proclama, pues, que juicios morales, relativos a diferentes grupos sociales o co­ munidades, y que, por ello, son diferentes entre sí e incluso con­ tradictorios, se justifican por el contexto social respectivo. Pero este relativismo no se limita a justificar *un juicio moral por su relación con la comunidad en que se formula, sino que considera que un juicio distinto, o incluso opuesto, será igual­ mente correcto, ya que responde también a necesidades e inte­ reses. Cada juicio moral quedaría justificado por esa referencia, y, por tanto, todos serían igualmente válidos. Tal es el meollo del relativismo en el terreno moral. Ahora bien, supongamos que nos encontramos con dos comu­ nidades humanas C y C en las que se formulan respectivamen­ te, de acuerdo con sus intereses y necesidades propios, las normas N («H az x » ) y N ' («N o hagas x »). Conforme al relativismo ético, N será válida en C, y N ’ en C’. Esto quiere decir que las normas «haz x » o «n o hagas x » carecerán de validez por sí mis­ mas, y sólo la tendrán por su referencia a la comunidad corres­ pondiente. Pero esta justificación social, que hemos aceptado anteriormente (com o criterio I), no implica necesariamente una posición relativista. Ya hemos subrayado que cada código moral — y, a través de él, cada norma— es relativo a una comunidad dada (a sus necesidades e intereses comunes), y ello explica por qué se formula y acepta en el seno de ella ese código y no otro. 244 ÉTICA Pero aunque esta justificación no entraña forzosamente una po­ sición relativista, tampoco la excluye necesariamente, ya que si sólo empleáramos este criterio de justificación (I), habría que llegar a la conclusión —-ésta sí relativista— de que la norma opuesta N ’ a la que rige en C sería igualmente válida. Debe quedar claro que el relativismo ético no consiste en poner en relación una norma con la comunidad correspondiente, sino en sostener que dos juicios normativos distintos, u opuestos, acerca de un mismo acto, tienen la misma validez. Pero el hecho de que dos normas (una racista, y otra antirracista, por ejem­ plo) respondan a diferentes u opuestas necesidades sociales, no significa que sean igualmente válidas. Su relación respectiva con los intereses y necesidades de un sector social sólo justifican una validez relativa (en cuanto que en un caso y otro cumplen la función social de armonizar la conducta de los individuos con las necesidades e intereses de la comunidad respectiva), pero la validez de una de estas normas (la racista) no puede extenderse más allá de los límites estrechos de la comunidad cuyos intereses y necesidades expresa. En cuanto que trasciende esos límites — y no puede dejar de trascenderlos, ya que afecta por sus consecuen­ cias a los miembros de otra comunidad— , lo válido o justo se revela com o inválido o injusto, precisamente por la imposibilidad de trascender su particularidad (el marco de los intereses y ne­ cesidades de su comunidad). Vemos, pues, que si bien es cierto que la naturaleza relativa de un código moral no entraña forzosamente un relativismo, tampoco lo descarta por principio. En suma, la justificación social (I) no basta por sí sola para sortear los escollos relati­ vistas. Por razones análogas, tampoco puede salvarnos del relativis­ mo ético el criterio de justificación práctica (II), según el cual para justificar una norma se requiere no sólo que responda a los intereses y necesidades de una comunidad, sino también que se den las condiciones reales para su cumplimiento. Puede ocu­ rrir que dos normas, opuestas y contradictorias, sean realizables porque se den las condiciones reales, indispensables para ello. ¿Habrá que afirmar por esto que son igualmente válidas? Si nos FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 245 atenemos exclusivamente a este criterio (II), que justifica una norma por la viabilidad de su realización, es evidente que sí, con lo cual seguiríamos nadando en el piélago del relativismo. Pero el verdadero alcance de esta justificación práctica está más bien en lo que niega. En efecto, no se trata tanto de justificar todo lo que puede ser realizado, com o de no justificar una norma moral cuando no se dan las condiciones reales para su aplicación. Pero esto es aplicable a cualquier norma, cualquiera que sean las ne­ cesidades e intereses a que responda, y de ahí que le acechen los mismos peligros relativistas que acosaban al criterio anterior (I), con el que, por otra parte, se halla estrechamente vinculado. Pero, ¿acaso la exigencia de coherencia y no contradictoriedad entre las normas de un sistema o código moral —^postulada por el criterio de justificación lógica (III)— nos permitirá elu­ dir el grave escollo del relativismo? Ciertamente, la integración de una norma en un sistema o código, dentro del cual se articula lógicamente, invalida toda norma arbitraria o caprichosa (es de­ cir, incoherente o contradictoria con respecto al todo), pero si se considerara suficiente este criterio, resultaría que dos normas opuestas entre sí, pero igualmente coherentes y no contradicto­ rias con sus respectivos códigos, tendrían la misma validez. Y , una vez más, el relativismo se haría presente. Todo lo anterior quiere decir que los tres criterios anteriores de justificación — social, práctica y lógica— tienen un alcance limitado y resultan, por tanto, insuficientes, ya que si bien per­ miten justificar una norma por las necesidades de una comuni­ dad (I), por las condiciones de su realización (I I ) o por su ar­ ticulación lógica con un código moral dado (I II), no permiten establecer, en cambio, lo único que puede salvarnos del relati­ vismo: criterios de validez entre normas que rigen en diferentes comunidades, que forman parte de distintos códigos, o que apa­ recen en distintas etapas del desarrollo histórico-moral de la hu­ manidad. Hay que recurrir, pues, a criterios que, sin excluir la relatividad de la moral, no entrañen forzosamente un relativismo. El criterio de justificación científica (IV ) impide poner dos normas opuestas de distintos códigos, o dos sistemas morales con­ tradictorios, o diversos en el tiempo, en un mismo plano, si una 246 ÉTICA de estas normas o uno de estos códigos tienen por base supuestos que la ciencia rechaza, o son incompatibles con el estado actual de los conocimientos científicos. Así, por ejemplo, se rechaza la validez de las normas racistas o de las normas tradicionales que regulan las relaciones entre el hombre y la mujer porque se basan en principios cuya falsedad ha demostrado la ciencia (exis­ tencia de razas inferiores, o inferioridad mental de la mujer). Tanto en un caso como en otro dichas normas podrían justifi­ carse, en algunas comunidades, con los tres criterios antes seña­ lados, es decir, social, práctica y lógicamente. Sin embargo, de acuerdo con el presente criterio (IV ), no puede justificarse una norma que derive de una premisa cuya falsedad se ha encargado la ciencia de demostrar, razón por la cual dos normas opuestas que responden a intereses y necesidades sociales distintos no pue­ den tener la misma validez si una de ellas no se justifica cientí­ ficamente. Aquí el relativismo tropieza con un límite insalvable, ya que disponemos de un criterio firme para invalidar un juicio moral. Pero, con todo, por no tratarse de un criterio específica­ mente ético, la concordancia del juicio moral con los conocimien­ tos científicos no basta para justificar el grado de validez de una norma o un código más allá de las necesidades o condiciones sociales a que responde. Es el criterio de justificación dialéctica (V ) el que, al situar una norma o un código moral dentro de un proceso histórico as­ censional, permite, por un lado, reconocer la relatividad de la moral (puesta de manifiesto por los criterios I, II y I II ) y, por otro, admitir la existencia de elementos positivos que van más allá de las limitaciones y particularidades de las necesidades so­ ciales de la comunidad correspondiente, y de las condiciones rea­ les que explican su aparición y aplicación. A través de zigzags, retrocesos y contradicciones, se observa en el proceso histórico-moral un movimiento ascensional de una moral a otra, o, como ya hemos señalado, un progreso moral. La relatividad de las morales —^y, por tanto, de sus normas y códi­ gos— no conduce forzosamente al relativismo ético, es decir, a la concepción de que todas, por su relatividad, son igualmente váli­ das. Determinados sistemas morales, sin dejar de ser relativos FORMA Y JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS 247 y transitorios, contienen elementos que sobreviven y se inte­ gran, posteriormente, en una moral más elevada. Hay un progreso hacia una moral verdaderamente universal y humanista, que arranca de las morales primitivas y que pasa por las morales de clase con sus limitaciones y particularismos. Y cabe hablar de progreso, de elevación a niveles morales más altos, en cuanto que se afirman los aspectos propiamente mora­ les: dominio de sí mismo, decisión libre y consciente, responsa­ bilidad personal, conjugación de lo individual y lo colectivo, li­ beración de la coerción exterior, predominio del convencimiento íntimo sobre la adhesión externa y formal a las normas, amplia­ ción de la esfera moral en la vida social, primacía de los estímu­ los morales sobre los materiales en nuestras actividades, etcétera. Todos estos aspectos del comportamiento moral nos sirven para situar el lugar que ocupa una norma o un código, o deter­ minada moral en su conjunto, dentro del proceso histórico-moral. Y nos permiten, asimismo, comprender hasta qué punto ha caducado su validez, o se conserva ésta dentro de ese proceso. De la misma manera, nos permite justificar así —^es decir, dia­ lécticamente—^ la validez de una norma o un código moral frente a otra norma o código que postulan actos humanos diametral­ mente opuestos. Esta justificación dialéctica nos veda — contra lo que sostiene el relativismo ético—* poner diversas normas, re­ lativas a diferentes comunidades o diversas épocas, en el mis­ mo plano, considerándolas igualmente válidas. ¿Qué alcance tienen, pues, los criterios I, II y III , que hacen hincapié en la relatividad de la moral, es decir, en sus aspectos relativos, históricos, condicionados? Nos impiden justificar una norma, un acto, un código o una moral determinada fuera de su contexto concreto (social o formal) y aplicarle un criterio abso­ luto que no tome en cuenta su relatividad. Pero sólo recurriendo a los criterios IV y V podemos impedir que lo relativo extienda sus límites más allá de las necesidades y condiciones sociales res­ pectivas, elevando de este modo, al plano de lo absoluto lo que sólo eS relativo, histórico y limitado. Si una norma o un código moral contiene elementos que se integran en una nueva moral más elevada, ello significa que lo 248 ÉTICA relativo se trasciende a sí mismo — a las necesidades y condicio­ nes sociales a que respondía— , pero lo relativo se trasciende para elevarse a un nuevo nivel, para enriquecer su contenido, para in­ tegrarse con sus elementos positivos en una moral más univer­ sal y humana. Y esto impide hacer de lo relativo un nuevo ab­ soluto. Con lo cual resulta que la relatividad de la moral no entraña forzosamente un relativismo, ya que no todas las morales se ha­ llan en el mismo plano, pues no todas —consideradas histórica­ mente como etapas o elementos de un proceso ascensional, pro­ gresivo— tienen la misma validez. Esto significa por último: todas las normas, los códigos o las morales efectivas son relativas a··· y, por ello, pueden ser justificadas de acuerdo con los criterios I, II y III ; pero, al poner unas en relación con otras, como elemen­ tos de un proceso histórico-moral, no todas esas relaciones o re­ latividades tienen el mismo alcance desde el punto de vista del progreso moral. Y de ahí la necesidad de justificarlas dialéctica­ mente. C apítulo 11 DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 1. ÉTICA E H ISTO RIA Las doctrinas éticas fundamentales surgen y se desarrollan en diferentes épocas y sociedades como respuestas a los proble­ mas básicos planteados por las relaciones entre los hombres, y, en particular, por su comportamiento moral efectivo. Existe, por ello, una estrecha vinculación entre los conceptos morales y la realidad humana, social, sujeta históricamente a cambio. Las doctrinas éticas no pueden ser consideradas, por tanto, aislada­ mente, sino dentro de un proceso de cambio y sucesión que cons­ tituyen propiamente su historia. Ética e historia se hallan, pues, doblemente relacionadas: a) con la vida social y, dentro de ésta, con las morales concretas que forman parte de ella; bj con su historia propia, ya que cada doctrina se halla en conexión con las anteriores (al tomar posición contra éstas o hacer suyos al­ gunos problemas y soluciones precedentes), o con las doctrinas posteriores (al prolongarse o enriquecerse en ellas). En toda moral efectiva se plasman ciertos principios, valores o normas. Al cambiar radicalmente la vida social, cambia también la vida moral. Los principios, valores o normas encarnados en ella entran en crisis y exigen su esclarecimiento o sustitución por otros. Surge entonces la necesidad de nuevas reflexiones éticas o de una nueva teoría moral, ya que los conceptos, valores y normas vigentes se han vuelto problemáticos. Así se explica la 250 ÉTICA aparición y sucesión de doctrinas éticas fundamentales en rela­ ción con el cambio y sucesión de estructuras sociales, y, dentro de ellas, la vida moral. Sobre este fondo histórico-social e histórico-moral, veamos ahora algunas de las doctrinas éticas funda­ mentales. 2. É TIC A GRIEGA Los problemas éticos son objeto de una atención especial en la filosofía griega justamente cuando se democratiza la vida po­ lítica de la antigua Grecia y particularmente Atenas. A l natura­ lismo de los filósofos del primer período (los presocráticos), sucede una preocupación por los problemas del hombre, y, so­ bre todo, por los políticos y morales. Las nuevas condiciones que se dan en el siglo v a. G. en muchas ciudades griegas —-y es­ pecialmente en Atenas—' al triunfar la democracia esclavista frente al poder de la vieja aristocracia, democratizarse la vida política, crearse nuevas instituciones electivas y desarrollarse una intensa vida pública, dieron nacimiento a la filosofía políti­ ca y moral. Las ideas de Sócrates, Platón y Aristóteles en este terreno se hallan vinculadas a la existencia de una comunidad democrática limitada y local (el Estado-ciudad o polis), en tanto que la filosofía de los estoicos y epicúreos surge cuando ese tipo de organización social ya ha caducado y se plantea en otros tér­ minos la relación entre el individuo y la comunidad. Los sofistas Constituyen un movimiento intelectual en la Grecia del si­ glo v a. C. El vocablo «sofista» — que desde Platón y Aristóteles adquiere un sentido peyorativo— significa originariamente maes­ tro o sabio, como lo demuestra su parentesco con la palabra grie­ ga sofía (sabiduría). El sofista reacciona contra el saber acerca del mundo por considerarlo estéril, y se siente atraído sobre todo por un saber acerca del hombre, particularmente político y jurí­ DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 251 dico. Pero no persigue un conocimiento gratuito o especulativo, sino práctico, tendiente a influir en la vida pública. Por esta ra­ zón, los sofistas se convierten en maestros que enseñan princi­ palmente el arte de convencer, o retórica. En una sociedad en que el ciudadano interviene activamente en la vida política, y en la que importa tanto triunfar en ella, el arte de exponer, argu­ mentar o discutir que los sofistas enseñan —-cobrando por ello, con gran escándalo de sus conciudadanos— no puede dejar de tener una acogida excepcional hasta el punto de hacer de ellos una verdadera fuerza social. Pero este arte de persuadir lo de­ sarrollan y transmiten desconfiando no sólo de la tradición, sino de la existencia de verdades y normas universalmente válidas. N o hay verdad ni error, y las normas, por ser humanas, son tran­ sitorias. Protágoras cae así en el relativismo o subjetivismo (todo es relativo al sujeto: al «hombre, medida de todas las cosas»), y Gorgias sostiene que es imposible saber lo que existe verda­ deramente y lo que no existe. Sócrates Nace en Atenas en 470 a. C.; adversario de la democracia ateniense, y maestro de Platón; acusado de corromper a la ju­ ventud y de impiedad, es condenado a beber la cicuta y muere en 399. Comparte el desdén de los sofistas por el conocimiento de la naturaleza, así como su crítica de la tradición, pero rechaza su relativismo y subjetivismo. El saber fundamental, para Sócrates, es el saber acerca del hombre (de ahí su máxima: «conócete a ti mism o»), que se ca­ racteriza a su vez, por estos tres rasgos: 1) es un conocimiento universalmente válido, contra lo que sostienen los sofistas; 2) es ante todo conocimiento moral, y 3) es un conocimiento práctico (conocer para obrar rectamente). La ética socrática es, pues, racionalista. En ella encontramos: a) una concepción del bien (como felicidad del alma) y de lo bueno (como lo útil a la felicidad); b) la tesis de la virtud [are­ lé] —capacidad radical y última del hombre— como conocimien­ 252 ÉTICA to, y del vicio como ignorancia (el que obra mal es porque ignora el bien; por tanto, nadie hace el mal voluntariamente), y c) la tesis de origen sofista de que la virtud puede ser transmitida o enseñada. En suma, para Sócrates, bondad, conocimiento y felicidad se enlazan estrechamente. El hombre obra rectamente cuando cono­ ce el bien, y al conocerlo no puede dejar de practicarlo; por otro lado, al perseguir el bien, se siente dueño de sí mismo y es, por tanto, feliz. Platón Nace en Atenas en 427 y muere en 347 a. C. Discípulo de Sócrates y, como él, enemigo de la democracia ateniense. La con­ dena y ejecución de su maestro le llevan a renunciar a la política efectiva. La ética de Platón se halla vinculada estrechamente a su filosofía política, ya que para él —-como para Aristóteles—^ la polis es el terreno propio de la vida moral. La ética de Platón depende estrechamente — como su polí­ tica— : a) de su concepción metafísica (dualismo del mundo sen­ sible y del mundo de las ideas permanentes, eternas, perfectas e inmutables, que constituyen la verdadera realidad y tienen como cima la Idea del Bien, divinidad, artífice o demiurgo del mundo); b) de su doctrina del alma (principio que anima o mueve al hombre y consta de tres partes: razón, voluntad o ánimo, y apetito; la razón que contempla y quiere racionalmente es la parte superior, y el apetito, ligado a las necesidades corporales, es la inferior). Por la razón, como facultad superior y distintiva del hombre, el alma se eleva —mediante la contemplación— al mundo de las ideas. Su fin último es purificar o liberarse de la materia para contemplar lo que realmente es y, sobre todo, la Idea del Bien. Para alcanzar esta purificación, hay que practicar diferentes vir­ tudes, que corresponden a cada una de las partes del alma y con­ sisten en su funcionamiento perfecto: la virtud de la razón es la prudencia; la de la voluntad o ánimo, la fortaleza, v la del DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 253 apetito, la templanza. Estas virtudes guían o refrenan una parte del alma. La armonía entre las diversas partes constituye la cuarta virtud, o justicia. Como el individuo por sí solo no puede acercarse a la per­ fección, se hace necesario el Estado o comunidad política. El hombre bueno lo es como buen ciudadano. La Idea del hombre sólo se realiza en la comunidad. La ética desemboca necesaria­ mente en la teoría política. En La República, Platón construye un Estado ideal a seme­ janza del alma. A cada parte de ella corresponde una clase especial que debe ser guiada por la virtud correspondiente: a la razón, la clase de los gobernantes — filósofos, guiados por la prudencia— ; al ánimo o voluntad, la clase de los guerreros, defensores del Estado, guiados por la fortaleza, y al apetito, los artesanos y co­ merciantes, encargados de los trabajos materiales y utilitarios, guiados por la templanza. Cada clase social debe consagrarse a su tarea propia, y abtenerse de realizar otras. De modo análogo a lo que sucede en el alma, corresponde a la justicia social establecer en la ciudad la armonía indispensable entre las diferentes clases. Y con el fin de asegurar esa armonía social, Platón propone la abolición de la propiedad privada para las dos clases superiores (gobernantes y guerreros). En la ética platónica se refleja el desprecio al trabajo físico característico de la Antigüedad, razón por la cual los artesanos ocupan el escalón social inferior, y se ensalza a las clases dedi­ cadas a las actividades superiores (la contemplación, la política y la guerra). Por otra parte, de acuerdo con las ideas dominan­ tes y la realidad política y social de aquel tiempo, en el Estado ideal no hay lugar alguno para los esclavos, ya que carecen de virtudes morales y derechos cívicos. Con estas limitaciones de cla­ se, en la ética de Platón encontramos la estrecha unidad de la moral y la política, puesto que, para él, el hombre sólo se forma espiritualmente en el Estado, y mediante la subordinación del individuo a la comunidad. 254 ÉTICA Aristóteles De Estagira, Macedonia (384-322 a. C,). Discípulo de Pla­ tón, en Atenas; preceptor más tarde de Alejandro de Macedonia y fundador de su propia escuela, el Liceo, a cuyos discípulos se les llamaba los peripatéticos (por aprender mientras paseaban con su maestro). Aristóteles se opone al dualismo ontológico de Platón. Para él, la idea no existe separada de los individuos concretos, que son lo único real; la idea sólo existe en los seres individuales. Pero en el ser individual hay que distinguir lo que es actual­ mente y lo que tiende a ser (o sea, el acto y la potencia: el grano es planta en potencia, y la planta — como acto—^ es la realiza­ ción definitiva de la potencia). El cambio universal es paso in­ cesante de la potencia al acto. Sólo hay un ser que es acto puro, sin potencia: Dios. El hombre ha de realizar también con su esfuerzo lo que es potencia, para realizarse como ser humano. El hombre es, pues, actividad, paso de la potencia al acto. Pero, ¿cuál es el fin de esa actividad?, ¿a dónde tiende? Con esta cuestión, se entra ya en el terreno moral. Hay muchos fines, y unos sirven para alcanzar otros. Pero ¿cuál es el fin último al que tiende el hombre? Debe quedar claro que no se pregunta por el fin de un hombre específico —-el zapatero o el tocador de flauta— , sino por el del hombre en cuanto tal, el de todo hombre. Y Aris­ tóteles responde: la felicidad ( eudainomia). Pero ¿en qué con­ siste el fin o bien absoluto, entendido como plena realización de lo que el hombre tiene de humano? No es el placer (o hedoné) ni tampoco la riqueza: es la vida teórica o contemplación, como actividad humana guiada por lo que hay de más propio y eleva­ do en el hombre: la razón. Pero esta vida no se da accidental o esporádicamente, sino mediante la adquisición de ciertos modos constantes de obrar (o hábitos) que son las virtudes. ÉStas no son aptitudes innatas, sino modos de ser que se adquieren o conquistan por el ejerci­ cio, y, como el hombre es a la vez racional e irracional, hay que distinguir dos clases de virtudes: intelectuales o dianoéticas (que operan sobre lo que hay en el hombre de ser racional, es DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 255 decir, sobre su razón), y prácticas o éticas (que operan sobre lo que hay en él de irracional, o sea, sobre sus pasiones y apeti­ tos, encauzándolos racionalmente). La virtud consiste, a su vez, en el término medio entre dos extremos (un exceso y un defecto). Así, el valor, se da entre la temeridad y la cobardía; la liberali­ dad, entre la prodigalidad y la avaricia; la justicia, entre el egoís­ mo y el olvido de sí mismo. La virtud es, por consiguiente, un equilibrio entre dos extremos inestables e igualmente perjudi­ ciales. Finalmente, la felicidad que se alcanza mediante la virtud y que es el coronamiento de ella, requiere necesariamente de al­ gunas condiciones — madurez, bienes externos, libertad personal, salud, etc.— , aunque estas condiciones no basten por sí solas para hacer feliz. La ética de Aristóteles — como la de Platón— se halla unida a su filosofía política, ya que para él — como para su maestro—* la comunidad social o política es el medio necesario de la moral. Sólo en ella puede realizarse el ideal de la vida teórica en que estriba la felicidad. El hombre como tal únicamente puede vivir en la ciudad o polis·, es por naturaleza un animal político, o sea, social. Sólo los dioses o las bestias no necesitan de la comunidad política para vivir; el hombre, en cambio, tiene que vivir nece­ sariamente en sociedad. Por consiguiente, no puede llevar una vida moral com o individuo aislado, sino com o miembro de la comunidad. Pero, a su vez, la vida social no es un fin en sí mis­ mo, sino condición o medio para la vida verdaderamente huma­ na: la vida teórica en que consiste la felicidad. Ahora bien, para Aristóteles, esta vida teórica que presupone necesariamente la vida en común, es, por un lado, accesible sólo a una minoría o élite, y, por otro, implica una estructura social —“corno la de la antigua Grecia— en la que la mayor parte de la población — los esclavos—■ queda excluida no sólo de la vida teó­ rica, sino de la vida política. La verdadera vida moral es, por ello, propia de una élite que puede llevarla — es decir, consagrar­ se a buscar la felicidad en la contemplación— en el marco de una sociedad basada en la esclavitud. Dentro de ese marco, el hombre bueno (el sabio) ha de ser a la vez un buen ciudadano. 256 ÉTICA Estoicos y epicúreos El estoicismo y el epicureismo surgen en el proceso de deca­ dencia y de hundimiento del mundo antiguo grecorromano, que se caracteriza por la pérdida de la autonomía de los Estados grie­ gos y por la aparición, desarrollo y ocaso de los grandes imperios: primero el macedónico y después el romano. El estoicismo tiene como principales representantes a Zenón de Citio, en Grecia, y a Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, en Roma; el epicureismo se halla representado por Epicuro, en Grecia, y Tito Lucrecio Caro, en Roma. Para unos y otros, la moral ya no se define en relación con la polis, sino con el universo. El problema moral se plantea teniendo como fondo la necesidad física, natural, del mundo. Por ello, tanto en el estoicismo com o en el epicureismo, la física es la pre­ misa de la ética. Para los estoicos, el mundo o cosmos es un gran ser único que tiene como principio, alma o razón, a Dios, que es su animador u ordenador. En el mundo sólo sucede lo que Dios quiere, y por ello reina en él una fatalidad absoluta; no hay libertad ni azar. El hombre, como parte de este mundo, tiene en él su destino. Y , como todo se halla regido por una necesidad radical, lo único que le queda es admitir su destino y obrar con conciencia de él. Tal es la actitud del sabio. El bien supremo es vivir conforme a la naturaleza, o sea, de acuerdo con la razón, con conciencia de nuestro destino y papel en el universo, sin dejarse llevar por pasiones o afectos interio­ res, o por las cosas externas. Practicando para ello la apatía y la imperturbabilidad, el hombre (el sabio) se afirma frente a sus pasiones o frente a los golpes del mundo exterior, y conquis­ ta su libertad interior así como su autarquía (o autosuficiencia) absoluta. El individuo se define así moralmente, sin necesidad de la comunidad como escenario necesario de la vida moral. El estoi­ co vive moralmente com o ciudadano del cosmos, no de la polis. Para los epicúreos, todo lo que existe, incluyendo el alma, está formado de átomos materiales que tienen un cierto grado de libertad en cuanto que pueden desviarse ligeramente en su DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 257 caída. No hay ninguna intervención divina en los fenómenos fí­ sicos ni en la vida del hombre. Liberado así del temor religioso, el hombre puede buscar el bien en este mundo (el bien, para Epicuro, es el placer). Pero hay muchos placeres, y no todos son igualmente buenos. Hay que escoger entre ellos para encontrar los más duraderos y estables, que no son los corporales (fugaces e inmediatos), sino los espirituales; es decir, los que contribu­ yen a la paz del alma. Así,'pues, el epicúreo alcanza el bien, retirado de la vida so­ cial, sin caer en el temor a lo sobrenatural, encontrando en sí mismo, o rodeado de un pequeño círculo de amigos, la tranqui­ lidad de ánimo y la autosuficiencia. De este modo, en la ética epicúrea y estoica, que surgen en una época de crisis y decadencia social, la unidad de la moral y la política, sostenida por la ética griega anterior, queda rota. 3. La é tica c r is t ia n a m e d ie v a l El cristianismo se alza sobre las ruinas de la sociedad antigua; tras de una larga y sostenida lucha se convierte en la religión oficial de Roma (siglo iv) y acaba por imponer su dominio duran­ te diez siglos. A l hundirse el mundo antiguo, la esclavitud cede su sitio al régimen de servidumbre, y sobre la base de éste se organiza la sociedad medieval como un sistema de dependencias y vasallajes que le dan un carácter estratificado y jerárquico. En esta sociedad, caracterizada asimismo por su profunda frag­ mentación económica y política, debida a la existencia de una multitud de feudos, la religión garantiza cierta unidad social, ya que la política se halla supeditada a ella, y la Iglesia —-como ins­ titución que vela por la defensa de la religión—*· ejerce plena­ mente un poder espiritual y monopoliza toda la vida intelectual. La moral concreta, efectiva, y la ética — como doctrina moral— se hallan impregnadas, asimismo, de un contenido religioso que encontramos en todas las manifestaciones de la vida medieval. 17. — É T IC A 258 ÉTICA La ética religiosa La ética cristiana —co m o la filosofía cristiana en g e n e r a lparte de un conjunto de verdades reveladas acerca de Dios, las relaciones del hombre con su creador y el modo de vida práctico que aquél ha de seguir para salvarse en el otro mundo. Dios, creador del mundo y del hombre, es concebido como un ser personal, bueno, omnisciente y todopoderoso. El hombre, com o criatura divina, tiene su fin último en Dios, que es para él el bien más alto y el valor supremo. Dios reclama su obedien­ cia, y la sujeción a sus mandamientos, que tienen en este mundo humano terreno el carácter de imperativos supremos. Así, pues, en la religión cristiana, lo que el hombre es y lo que debe hacer se definen esencialmente no en relación con una comunidad humana (com o la polis) o con el universo entero, sino, ante todo, en relación con Dios. El hombre viene de Dios, y toda su conducta —incluyendo a la moral— ha de apuntar a él como objeto supremo. La esencia de la felicidad (la beatitud) es la contemplación de Dios; el amor humano queda subordina­ do al divino; el orden sobrenatural tiene la primacía sobre el orden natural, humano. La doctrina cristiana de las virtudes expresa también esta superioridad de lo divino. Aunque hace suyas — com o virtudes cardinales— la prudencia, fortaleza, templanza y justicia, ya pro­ clamadas por Platón, y que son las propiamente morales, admite unas virtudes supremas o teologales (fe, esperanza y caridad). Mientras las cardinales regulan las relaciones entre los hombres y son, por ello, virtudes a escala humana, las teologales regulan las relaciones entre el hombre y Dios, y son, por ende, virtudes a la medida divina. El cristianismo pretende elevar al hombre del orden terreno a un orden sobrenatural en el que pueda vivir una vida plena, feliz y verdadera, sin las imperfecciones, desigualdades e injus­ ticias terrenas. A l proponer la solución de graves males munda­ nos en un más allá, el cristianismo introduce una idea de una enorme riqueza moral: la de la igualdad de los hombres. Todos los hombres sin distinción — esclavos y libres, cultos e ignoran­ DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 259 tes— son iguales ante Dios y están llamados a alcanzar la per­ fección y la justicia en el mundo sobrenatural. El mensaje cristiano de la igualdad es lanzado en un mundo social en que los hombres conocen la más terrible desigualdad — la división entre esclavos y hombres libres, o entre siervos y señores feudales—·. La ética cristiana medieval no condena esta desigualdad social e incluso llega a justificarla. La igualdad y la justicia son transferidas a un mundo ideal, mientras que aquí se mantiene y sanciona la desigualdad social. ¿Significa esto que el mensaje cristiano medieval careciese de efectividad y sólo cum­ pliera una función social justificativa? El problema tiene que ser abordado no de un m odo abstracto, sino en el marco de las con­ diciones histórico-sociales de su tiempo. Y tomando en cuenta éstas, no puede darse una respuesta simplista. En verdad, el cristianismo ha dado por primera vez a los hombres, incluyendo a los más oprimidos y explotados, la conciencia de su igualdad, justamente cuando no se daban las condiciones reales, sociales, de una igualdad efectiva, que —«romo hoy sabemos— pasa histó­ ricamente por la eliminación de una serie de desigualdades con­ cretas (políticas, raciales, jurídicas, sociales y económicas). La igualdad en la Edad Media sólo podía ser espiritual, o también una igualdad para mañana en un mundo sobrenatural, o una igualdad efectiva pero limitada en nuestro mundo real a algunas comunidades religiosas. Por ello, tenía que coexistir necesaria­ mente con la más profunda desigualdad social, mientras no se creasen las bases materiales y las condiciones reales para una igualdad efectiva. Así, pues, el mensaje cristiano tenía un pro­ fundo contenido moral en la Edad Media, es decir, cuando era completamente ilusorio y utópico plantearse la realización de una igualdad real de todos los hombres. Con todo, la ética cristiana tiende a regular la conducta de los hombres con vistas al otro mundo (a un orden sobrenatural) y teniendo su objeto o valor supremo fuera del hombre, es de­ cir, en Dios. De ahí que para ella la vida moral sólo alcance su plena realización al elevarse el hombre a ese orden sobrenatu­ ral, y de ahí también que los mandamientos supremos que rigen su comportamiento, y de los cuales derivan todas sus reglas de 260 ÉTICA conducta, procedan de Dios y apunten a él como objeto último. El cristianismo como religión ofrece así al hombre unos princi­ pios supremos morales que, por venir de Dios, tienen para él eL carácter de imperativos absolutos e incondicionados. La ética cristiana filosófica El cristianismo no es una filosofía, sino una religión (es de­ cir, ante todo, una fe y un dogma). Sin embargo, se hace filoso­ fía en la Edad Media para esclarecer o justificar, echando mano de la razón, el dominio de las verdades reveladas, o para abordar cuestiones que derivan (o surgen en relación con) las cuestio­ nes teológicas. Por ello, se dice en aquel tiempo que la filosofía es la sierva de la teología. A l subordinarse la filosofía a la teo­ logía, se le subordina también la ética. Así, en el ámbito de la filosofía cristiana medieval, se da asimismo una ética limitada por el marco religioso y dogmático de ella. En esta elaboración conceptual de los problemas filosóficos en general, y morales en particular, se aprovecha el. legado de la Antigüedad y, parti­ cularmente, el de Platón y Aristóteles, sometiéndolos respecti­ vamente a un proceso de cristianización. Esto se refleja espe­ cialmente en la ética de San Agustín (354-430) y de Santo Tomás de Aquino (1226-1274). La purificación del alma, en Platón, y su ascenso liberador hasta elevarse a la contemplación de las ideas, se convierte en San Agustín en la elevación ascética a Dios, que culmina en el éxtasis místico, o felicidad que no puede ser alcanzada en este mundo. Sin embargo, San Agustín se separa del pensamiento griego antiguo al subrayar el valor de la experiencia personal, de la interioridad, de la voluntad y del amor. La ética agustiniana se contrapone así al racionalismo ético de los griegos. La ética tomista coincide en sus rasgos generales con la de Aristóteles, pero teniendo en cuenta que se trata de cristianizar su moral como, en general, su filosofía. Dios es para el estagirita el bien objetivo o fin supremo, cuya posesión causa goce o felicidad, que es un bien subjetivo (en esto se aparta de Aris- m DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 261 tóteles, para el cual la felicidad es el fin último). Pero, como en Aristóteles, la contemplación, el conocimiento (com o visión de Dios) es el medio más adecuado para alcanzar el fin último. Por este acento intelectualista, se acerca a Aristóteles. En su doctrina político-social se atiene a la tesis del hombre como ser social o político, y, al referirse a las diversas formas de gobierno, se inclina por la monarquía moderada, aunque con­ sidera que todo poder deriva de Dios, y la potestad superior per­ tenece a la Iglesia. 4. La é t ic a moderna Entendemos por moderna la ética dominante desde el si­ glo x v i hasta comienzos del siglo xix. Aunque es difícil reducir las múltiples y variadas doctrinas éticas de este período a un de­ nominador común, podemos destacar la tendencia antropocéntrica de ellas — en contraste con la ética teocéntrica y teológica me­ dieval— que alcanza su punto culminante en la ética de Kant. La ética antropocéntrica en el mundo moderno La ética moderna se cultiva en la nueva sociedad que sucede a la sociedad feudal del Medievo, y se caracteriza por una serie de cambios fundamentales en todos los órdenes. En el económico, se incrementan considerablemente las fuerzas productivas en re­ lación con el desarrollo científico que cristaliza en la constitu­ ción de la ciencia moderna (Galileo, Newton), y se desarrollan las relaciones capitalistas de producción; en el orden social, se fortalece una nueva clase social — la burguesía-^ que trata de extender su poder económico y lucha por imponer su hegemonía política a través de una serie de revoluciones (en Holanda, Ingla­ terra y Francia); en el plano estatal, desaparece la fragmentación de la sociedad feudal — con su multitud de pequeños Estados— y se crean los grandes Estados modernos, únicos y centralizados. Hav que señalar, sin embargo, que esta transformación social no 262 ÉTICA tiene un carácter uniforme, y que coexiste con ella el atraso po­ lítico y económico de otros países (como Alemania e talia), que sólo en el siglo x ix logran realizar su unidad nacional. En el orden espiritual, la religión deja de ser la forma ideo­ lógica dominante, y la Iglesia católica pierde su papel rector. Se producen los movimientos de reforma que destruyen la uni­ dad cristiana medieval. Cristaliza en la nueva sociedad un proceso de separación de lo que la Edad Medía había unido: a) la ra­ zón, de la fe (y la filosofía, de la teología); b) la naturaleza, de Dios (y las ciencias naturales, de los supuestos teológicos); c) el Estado, de la Iglesia, y d) el hombre, de Dios. El hombre adquiere un valor propio no sólo com o ser espi­ ritual, sino también corpóreo, sensible, y no sólo como ente de razón, sino de voluntad. Su naturaleza no solamente se ve en la contemplación, sino también en la acción. El hombre afirma su valor en todos los campos: en la ciencia (al ponerla al servicio de las necesidades humanas); en la naturaleza (al considerarla com o objeto de la transformación o producción humanas); en el arte (al representar todo — incluso las vírgenes— con ojos hu­ manos). El hombre aparece, pues, en el centro de la política, de la ciencia, del arte, y también de la moral. A l trasladarse el centro de Dios al hombre, éste acabará por presentarse como lo ab­ soluto, o como el creador o legislador en diferentes dominios, en­ tre ellos, la moral. En Descartes (siglo x v i i ) se perfila ya claramente la tenden­ cia a asentar la filosofía en el hombre, aunque éste se conciba com o un abstracto yo pensante; en los ilustrados y materialistas franceses del x v i i i , la filosofía está al servicio de la tarea de des­ truir los pilares ideológicos de un mundo ya caduco (el Antiguo Régimen u orden feudal-absolutista) y de formar — mediante la ilustración— un nuevo hombre acorde con su naturaleza racio­ nal (la filosofía — según estos pensadores que preparan ideoló­ gicamente la Revolución Francesa— ha de regir la reforma del hombre); en Kant, el hombre como conciencia cognoscente o mo­ ral es, ante todo, un ser activo, creador y legislador, tanto en el plano del conocimiento como en el de ¡a moral. DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 263 Vemos, pues, que en el mundo moderno todo conduce a que la ética, liberada de sus supuestos teológicos, sea antropocéntrica, es decir, tenga su centro y fundamento en el hombre, aunque éste se conciba, todavía de un modo abstracto, dotado de una natura­ leza universal e inmutable. La expresión más acabada de la ética moderna es la de Kant, razón por la cual nos referiremos de un modo especial a ella, aunque sucintamente y para situarla —-por el viraje decisivo que implica— dentro de la evolución del pen­ samiento ético que rematará en nuestra época. Por otra parte, recordamos que ya hemos expuesto las tesis kantianas funda­ mentales acerca de la bondad (cap. 7, ap. 5) y sobre la obligato­ riedad moral (cap. 8, ap. 7). La ética de Kant Kant (1724-1804), desde su solitario retiro de Koenisberg, fue contemporáneo de los grandes acontecimientos que estreme­ cieron a Francia y habrían de culminar en la Revolución de 1789. Sus dos obras éticas fundamentales aparecieron en los años in­ mediatos anteriores a dicha revolución: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, en 1785, y Crítica de la razón prác­ tica, en 1788. A l igual que otras grandes mentes alemanas de su tiempo — Goethe, Fíchte y Hegel— Kant sigue con admiración la revo­ lución que se produce al otro lado del Rin, y como sus coetáneos aspira también a un cambio revolucionario, sólo que, dadas las condiciones peculiares de la realidad social alemana, ese cambio sólo se operará en el campo del pensamiento. Y , en efecto, Kant considera que él ha revolucionado la filosofía, y por analogía a lo realizado por Copérnico, al demostrar que la Tierra gira al­ rededor del Sol y no al revés, afirma que ha llevado a cabo una revolución copernicana al invertir el orden que se admitía tra­ dicionalmente en las relaciones sujeto-objeto. En el terreno del conocimiento —sostiene Kant— n o 'e s el sujeto el que gira en torno al objeto, sino al revés. Lo que el sujeto conoce es el pro­ ducto de su conciencia. Y lo mismo sucede en la moral: el sujeto 264 ÉTICA — la conciencia moral— se da a sí mismo su propia ley. El hom­ bre como sujeto cognoscente o moral es activo, creador, y se halla en el centro tanto del conocimiento como de la moral. Kant toma como punto de partida de su ética el factum (he­ cho) de la moralidad. Es un hecho indiscutible, ciertamente, que el hombre se siente responsable de sus actos y tiene conciencia de su deber. Pero esta conciencia exige suponer que el hombre es libre. Ahora bien, puesto que el hombre como sujeto empí­ rico se halla determinado causalmente y la razón teórica nos dice que no puede ser libre, hay que admitir entonces, como un pos­ tulado de la razón práctica, la existencia de un mundo de la liber­ tad al que pertenece el hombre como ser moral. El problema de la moralidad exige plantear la cuestión de en qué estriba la bondad de los actos, o en qué consiste lo bue­ no. Ya conocemos la respuesta de Kant: lo único bueno en sí mismo, sin restricción, es una buena voluntad. La bondad de una acción no hay que buscarla en ella misma, sino en la voluntad con que se ha hecho. Pero ¿cuándo una voluntad es buena, o cóm o actúa o quiere una buena voluntad? La buena voluntad es la que actúa por puro respeto al deber sin razones distintas de las del cumplimiento del deber o de la sujeción a ley moral. El mandato o deber que ha de ser cumplido es incondicionado y absoluto; o sea, lo que manda la buena voluntad es universal por su forma y no tiene un contenido concreto: se refiere a todos los hombres, en todo tiempo y en todas las circunstancias y condicio­ nes. Kant llama imperativo categórico a ese mandato, y lo formu­ la así: «Obra de manera que puedas querer que el motivo que te ha llevado a obrar sea una ley universal». Si el hombre obra por puro respeto al deber y no obedece a otra ley que la que le dicta su conciencia moral, él es — como ser racional puro o persona moral— su propio legislador. N o se somete a nada ajeno y es, por tanto, un fin en sí mismo. Tomar, por ello, al hombre com o medio le parece a Kant profundamente inmoral, pues todos los hombres son fines en sí mismos y, como tales — es decir, com o personas morales—·, forman parte del mun­ do de la libertad o del reino de los fines. Kant — fiel a su antropocentrismo ético— da así a la moral DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 265 su principio más alto y se lo da justamente en un mundo hu­ mano concreto en el que el hombre, lejos de ser un fin en sí, es medio, instrumento u objeto (como mercancía), y en el que, por otra parte, no se dan todavía las condiciones reales, efec­ tivas para hacer de él efectivamente un fin. Pero esta concien­ cia de que no debe ser tratado como medio, sino como fin, tiene un profundo contenido humanista, moral, e inspira hoy a todos aquellos que aspiran a que ese principio kantiano se cumpla no ya en un reino ideal, sino en nuestro mundo real. La ética kantiana es una ética formal y autónoma. Por ser puramente formal, tiene que postular un deber para todos los hombres, independientemente de su situación social y cualquiera que sea su contenido concreto. Por ser autónoma (y oponerse así a las morales heterónomas, en las que la ley que rige a la con­ ciencia moral le viene de fuera), se consuma en ella la tendencia antropocéntrica que, en oposición a la ética medieval, se inicia en el Renacimiento. Finalmente, por concebir el comportamiento moral como propio de un sujeto autónomo y libre, activo y crea­ dor, Kant es el punto de partida de una filosofía y una ética en la que el hombre se define ante todo como ser activo, productor o creador. 5. La é tic a co n te m p o rá n e a Dentro de la ética contemporánea incluimos no sólo las doc­ trinas éticas actuales, sino también aquellas que, no obstante ha­ ber surgido en el siglo xix, siguen influyendo en nuestros días. Tal es el caso de las ideas de Kierkegaard, Stirner o Marx. Las doctrinas éticas que vienen después de Kant y de Hegel aparecen en un mundo social que, tras la revolución de 1789, no sólo ha conocido la instauración de un orden social que se presenta conforme a la naturaleza racional del hombre, sino tam­ bién una sociedad en la que afloran y se agudizan las contradic­ ciones profundas que se pondrán de manifiesto en las revolucio­ nes sociales del pasado siglo y del presente. La sociedad racional de los ilustrados del siglo x v m , y el Estado hegeliano, encarna­ 266 ÉTICA ción de la razón universal, muestran en la realidad burguesa una profunda irracionalidad. La ética contemporánea aparece, asimismo, en una época de incesantes progresos científicos y técnicos y de un inmenso desarrollo de las fuerzas productivas, que acabarán por plantear —?por la amenaza que entrañan sus usos destructivos^ la existencia misma de la humanidad. Final­ mente, la ética contemporánea en su fase más reciente no sólo conoce un nuevo sistema social — el socialismo— , sino también un proceso de descolonización y, paralelo a él, una revaloración de conductas, principios y herencias que no encajan en el legado occidental tradicional. En el plano filosófico, la ética contemporánea se presenta en sus orígenes como una reacción contra el formalismo y el racio­ nalismo abstracto kantiano, y sobre todo contra el carácter ab­ soluto que esto último adquiere en Hegel. En la filosofía hegeliana llega a su cúspide la concepción kantiana del sujeto soberano, activo y libre, pero en Hegel el sujeto es la Idea, Razón o Espí­ ritu absoluto, que es todo lo real, incluyendo com o un predicado suyo al hombre mismo. Su actividad moral no es sino una fase del desenvolvimiento del Espíritu, o un medio por el que éste — como verdadero sujeto—* se manifiesta y realiza. La reacción ética contra el formalismo kantiano y el racio­ nalismo absoluto de Hegel es un intento de salvar lo concreto frente a lo formal, o también al hombre real frente a su con­ versión en una abstracción, o en un simple predicado de lo abs­ tracto o lo universal. De acuerdo con la línea general que sigue el movimiento filosófico, desde Hegel hasta nuestros días, el pensamiento ético reacciona también: a) contra el formalismo y el universalismo abstracto, y en favor del hombre concreto (el individuo, para Kierkegaard y el existencialismo actual; el hombre social, para Marx); b) contra el racionalismo absoluto y en favor del reconoci­ miento de lo irracional en el comportamiento humano (Kierke­ gaard, el existencialismo, el pragmatismo, y psicoanálisis); c) contra la fundamentación trascendente (metafísica) de la ética y en favor de la búsqueda de su fuente en el hombre DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 267 mismo (en general, todas las doctrinas que examinamos, y con un matiz peculiar, la ética de inspiración analítica, que para escapar de toda metafísica se refugia en el análisis del lenguaje moral). Tales son los cauces principales en que se mueven las doctri­ nas fundamentales contemporáneas en el campo de la ética, que de un modo sumarísimo presentamos a continuación. D e Kierkegaard al exietencialismo Kierkegaard (1813-1855) es considerado hoy com o el padre del existencialismo. Él mismo se caracterizó como el anti-Hegel, para marcar categóricamente su oposición al racionalismo abso­ luto hegeliano. Para Hegel — afirmaba el filósofo danés— , el hombre se integra com o un elemento más dentro del desenvolvi­ miento universal de la razón. Su racionalismo es indiferente a la existencia del individuo; lo que vale en éste es lo que tiene de abstracto o universal. Para Kierkegaard, en cambio, lo que vale es el hombre concreto, el individuo en cuanto tal, es decir, su subjetividad. Hegel pretende explicarlo todo (nada escapa a su racionalidad absoluta), pero no cabe una explicación racio­ nal, objetiva, de la existencia individual (ésta no puede ser ex­ plicada, sino vivida). Así, pues, al racionalismo absoluto hegeliano contrapone Kierkegaard su irracionalismo absoluto y su individualismo ra­ dical, que es, a su vez, un subjetivismo total, ya que el individuo sólo existe únicamente en su comportamiento plenamente subje­ tivo. De acuerdo con el grado de autenticidad de la existencia individual, Kierkegaard distingue tres estadios de ella: estético, ético y religioso. El estadio superior es el religioso, porque la fe que lo sustenta es una relación personal, puramente subjetiva, con Dios. Lo ético ocupa un escalón inferior, aunque superior al estético; en ese estadio ético, el individuo en su comportamiento tiene que adecuarse a normas generales, con lo cual pierde en subjetividad, o sea, en autenticidad. Por no asegurar todavía la conquista del hombre concreto como individuo radical, que sólo 268 ÉTICA se alcanza en la religión, la ética no es más que la antesala de ésta. Max Stirner (1806-1856), autor de El 'Único y su propiedad, puede ser considerado com o uno de los precursores del anar­ quismo moderno. Pretende también reconquistar al hombre con­ creto, y lo encuentra en el Y o, la voluntad individual o el tínico. La actitud consecuente y sincera es, por tanto, el egoísmo inte­ gral, así como la negación absoluta de toda instancia o autori­ dad que pueda sujetar al individuo (la religión, la sociedad, la ley, la moral o el Estado). Si en Kierkegaard la moral ocupa una zona limitada de la individualidad auténtica, en Stirner se hace sencillamente imposible. El exístencialismo de Jean-Paul Sartre (1905) renueva en nuestros días la línea individualista e irracíonalista de Kierke­ gaard que, como vemos, pasa también por Stirner. Pero Sartre se aparta, en ciertos aspectos, de uno y otro. D e Kierkegaard se separa por su ateísmo. Para Sartre, Dios no existe, y de esta verdad hay que sacar todas las consecuencias (recuerda a este respecto las palabras de Dostoiewski: «Si Dios no existiera, todo estaría permitido»). A l desaparecer el fundamento último de los valores, ya no puede hablarse de valores, principios o normas que tengan objetividad y universalidad. Queda sólo el hombre como fundamento sin fundamento (sin razón de ser) de los va­ lores. Del individualismo nihilista de Stirner se separa Sartre por el reconocimiento de la necesidad de tomar en cuenta a los otros, reconocimiento que cobra mayor fuerza aún en la etapa posterior de la obra de Sartre en la que éste acusa el impacto de los grandes problemas políticos y sociales de nuestro tiempo, y se acerca al marxismo, pretendiendo integrar al existencialismo en él, para colmar —=a juicio suyo— sus limitaciones en el tratamiento del individuo. D o s ingredientes fundam entales se suman de un m odo pecu­ liar en la filosofía de Sartre: su individualism o radical y su Iibertarism o. Según Sartre, el hom bre es libertad. Cada uno de nosotros es absolutam ente libre, y m uestra su libertad siendo lo que ha elegido ser. L a libertad es, adem ás, la única fuente de valor. DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 269 Cada individuo escoge libremente, y al hacerlo crea su valor. Así, pues, al no existir valores objetivamente fundados, cada uno debe crear o inventar los valores y normas que guíen su conducta. Pero si no existen normas generales, ¿qué es lo que determina el valor de cada acto? No es su fin real ni su contenido concreto, sino el grado de libertad con que se efectúa. Cada acto o cada individuo vale moralmente no por su sumisión a una nor­ ma o a un valor establecidos —c o n lo cual renunciaría a su propia libertad— , sino por el uso que hace de su propia libertad. Si la libertad es el valor supremo, lo valioso es elegir y actuar li­ bremente. Pero existen los otros, y yo sólo puedo tomar mi libertad como fin, si tomo también como fin la libertad de los demás. A l elegir, no sólo me comprometo yo, sino que comprometo a toda la humanidad. Así, pues, al no existir valores morales trascenden­ tes y universales, y admitirse sólo la libertad del hombre como valor supremo, la vida es un compromiso constante, un cons­ tante escoger por parte del individuo, tanto más valioso moral­ mente cuanto más libre es. Sartre rechaza que se trate de una elección arbitraria, ya que se elige en una situación dada y dentro de determinada estruc­ tura social. Pero, con todo, su ética no pierde su cuño libertario e individualista, ya que el hombre se define con ella: a) por su absoluta libertad de elección (nadie es víctima de las circuns­ tancias), y b) por el carácter radicalmente singular de esta elec­ ción (se toma en cuenta a los otros y su correspondiente libertad, pero yo — justamente porque soy libre— elijo por ellos, y trazo el camino a seguir por mí mismo — incluso con respecto a un programa o acción común— , pues de otro modo abdicaría de mi propia libertad). El pragmatismo El pragmatismo, como filosofía y doctrina ética, surge y se difunde particularmente en los Estados Unidos en el último cuar­ to del siglo pasado y primeras décadas del presente; sus princi­ 270 ÉTICA pales exponentes son Ch. S. Peirce, W . James y J. Dewey. El progreso científico y técnico y el desarrollo del «espíritu de em­ presa» en dicho país y la correspondiente mercantilización de las distintas actividades humanas, creaban condiciones favora­ bles para la aparición y difusión de una filosofía antiespeculativa, com o la pragmatista, alejada de los problemas abstractos de la vieja metafísica, y atenta sobre todo a las cuestiones prácticas, entendidas en un sentido utilitario. El pragmatismo se distingue por su identificación de la ver­ dad con lo útil, como aquello que ayuda mejor a vivir y convivir. En el terreno de la ética, decir que algo es bueno equivale a de­ cir que conduce eficazmente al logro de un fin, que lleva al éxito. Los valores, principios y normas carecen, por tanto, de un contenido objetivo, y el valor de lo bueno — considerado como aquello que ayuda al individuo en su actividad práctica— varía con cada situación. A l reducir el comportamiento moral a los actos que conducen al éxito personal, el pragmatismo se convierte en una variante utilitarista teñida de egoísmo; a su vez, al rechazar la existencia de valores o normas objetivos, se presenta como una versión más del subjetivismo e irracionalismo. Psicoanálisis y ética El psicoanálisis, com o corriente psiquiátrica y psicoterapéutica, fue fundado por Sigmund Freud (1856-1939). Del tronco co­ mún de la escuela freudiana se han desprendido una serie de ramas — representadas entre otros por Adler, Jung, Sullivan y Fromm— en las que se somete a un proceso de revisión las tesis del psicoanálisis freudiano. Aunque no cabe hablar propia­ mente de una ética psicoanalítica, es innegable que algunos de sus descubrimientos más importantes acerca del papel de la motivación inconsciente en la conducta humana tienen conse­ cuencias importantes para las investigaciones éticas. Por ello, tomando en cuenta, sobre todo, el psicoanálisis en su versión clásica — la de Freud— , que parte de una concepción naturalis­ ta del hombre, y la versión revisada de Fromm, que trata de DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 271 completarla integrando en ella los factores sociales, es justo ha­ blar de una ética de inspiración psicoanalítica. El supuesto básico del psicoanálisis es la afirmación de que existe una zona de la personalidad, de la que el sujeto no tiene conciencia, y que es precisamente el inconsciente. En ella son arrojados y se almacenan recuerdos, deseos o impulsos reprimi­ dos que pugnan por salir de ese fondo oscuro, burlando la «cen­ sura» que ejerce la conciencia. El inconsciente, por ello, no es· algo pasivo e inerte, sino activo y dinámico, e influye poderosa­ mente en la conducta real del sujeto. Para Freud, la energía que se manifiesta en esa actividad inconsciente es de carácter sexual y le llama libido. Cuando no puede ser encauzada o adaptada y es reprimida, se crean las condiciones para perturbaciones psí­ quicas como la neurosis. Freud distingue tres zonas de la personalidad: el ello (con­ junto de fuerzas, impulsos o tendencias inconscientes); el yo (que es propiamente la conciencia) y el super-yo (conjunto de normas y prescripciones que se imponen de un modo autoritario e inconsciente al sujeto). El super-yo, del que forman parte los valores y normas morales adquiridos a lo largo de la educación, se presenta como una especie de conciencia moral inconsciente — lo cual no deja de ser una contradicción en los términos— que entra en conflicto con la conciencia moral (consciente). A l subrayar que el comportamiento moral del hombre, que se presenta como consciente, obedece a fuerzas o impulsos que escapan al control de su conciencia, Freud hace una contribución importante a la ética, ya que le invita a tener presente esa mo­ tivación, con lo cual tiene que llegar a esta importante conclu­ sión, a saber: que si el acto propiamente moral es aquel en el que el individuo actúa consciente y libremente, los actos que tie­ nen una motivación inconsciente deben ser descartados del cam­ po de la moral. La ética no puede ignorar esta motivación, y por ello ha de mostrar que es inmoral tratar como un acto mo­ ral el de obedecer a fuerzas inconscientes irresistibles. Por otro lado, el psicoanálisis le ayuda a poner en su verdadero lugar — es decir, com o ajenas a la moral— aquellas normas que se im­ ponen al sujeto autoritariamente. 272 ÉTICA Las aportaciones del psicoanálisis de Freud no invalidan las objeciones que le fueron ya hechas por algunos de sus discípu­ los: a) haber extendido desmesuradamente el campo y la influen­ cia de los factores inconscientes — de carácter natural, instinti­ vo— , sin tomar en cuenta el papel de la educación y, en general, de los factores sociales; b ) haber dado al inconsciente un carác­ ter exclusivamente sexual, aunque hay que reconocer que ya el propio Freud trató de superar el pansexualismo de sus primeros trabajos. De estas objeciones deriva la tendencia a destacar también el papel de los factores sociales (Fromm), o a admitir la existencia de un inconsciente no exclusivamente sexual (por ejemplo, la voluntad de poder, en Adler). A diferencia de Freud, Fromm no cree que la conducta del hombre —incluida la moral— pueda explicarse sólo por la fuer­ za de los instintos (explicación mecánico-naturalista), sino por las relaciones del hombre (relaciones abiertas y no instintiva­ mente determinadas) con el mundo exterior: 1) proceso de asimilación de objetos, y 2) procesos de socialización, o de re­ laciones con otras personas y consigo mismo. A l analizar la vin­ culación entre los factores inconscientes y los sociales, teniendo como fondo de su análisis la sociedad capitalista, Fromm niega que los primeros tengan el papel decisivo que le adjudicaba Freud, e imprime así al psicoanálisis una orientación social. Y aunque, al pasar de la vida instintiva a la social, cae Fromm en concepciones antropológicas abstractas del hombre y en una vi­ sión utópica del cambio social, es evidente que su versión del psicoanálisis —^influida en ciertos aspectos por Marx— ofrece más aportaciones a la ética que el psicoanálisis clásico de Freud. El marxismo El marxismo como doctrina ética aporta una explicación y una crítica de las morales del pasado al mismo tiempo que se­ ñala las bases teóricas y prácticas de una nueva moral. Los fun­ damentos de la teoría marxista de la moral se encuentran en los intentos de Marx de reconquistar también al hombre concreto DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 273 que se había convertido en una serie de abstracciones: en Hegel (como predicado de la Idea), en Stirner (com o yo absoluto o el único), y en Feuerbach (como el hombre en general). El hombre real, para Marx es, en unidad indisoluble, un ser espiritual y sensible, natural y propiamente humano, teórico y práctico, objetivo y subjetivo. El hombre es, ante todo, praxis; es decir, se define como un ser productor, transformador, crea­ dor; mediante su trabajo, transforma la naturaleza exterior, se plasma en ella-y, a la vez, crea un mundo a su medida, es decir, a la medida de su naturaleza humana. Esta objetivación del hombre en el mundo exterior, por la cual produce un mundo de objetos útiles, responde a su naturaleza como ser productor, creador, que se manifiesta también en el arte, y en otras acti­ vidades. El hombre es, además, un ser social. Sólo produce, produ­ ciendo a su vez determinadas relaciones sociales (relaciones de producción) sobre las cuales se elevan las demás relaciones hu­ manas, entre ellas las que constituyen la supraestructura ideo­ lógica, de la que forma parte la moral. El hombre es, además, un ser histórico. Las relaciones diver­ sas que contrae en una época dada constituyen una unidad o formación económico-social que cambia históricamente bajo el impulso de sus contradicciones internas y, particularmente, cuan­ do llega a su madurez la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. A l cambiar la base económica, cambia también la supraestructura ideológi­ ca, y con ella, la moral. La historia del hombre — como historia de la producción ma­ terial y de la producción espiritual en las cuales el hombre se produce a sí mismo— se presenta como un proceso objetivo e inevitable, pero no fatal. Son los hombres los que hacen su pro­ pia historia, cualquiera que sea el grado de conciencia con que la realicen y de su participación consciente en ella. Pero, en cada época histórica, el agente principal del cambio es la clase o clases cuyos intereses coinciden con la marcha ascendente del movimiento histórico. De estas premisas se deducen las siguien­ tes tesis fundamentales para la ética: 18. — ¿T IC A 274 ÉTICA 1) La moral, como toda forma de la supraestructura ideoló­ gica, cumple una función social; en su caso, sancionar las relacio­ nes y condiciones de existencia de acuerdo con los intereses de la clase dominante. En las sociedades divididas en clases anta­ gónicas, la moral tiene, por ello, un carácter de clase. 2) Han existido hasta ahora diferentes morales de clase, e incluso en una misma sociedad pueden coexistir varias morales, ya que a cada clase corresponde una moral peculiar. Por ello, mientras no se den las condiciones reales de una moral univer­ sal, válida para toda la sociedad, no puede existir un sistema de moral válido para todos los tiempos y todas las sociedades. Los intentos de construir semejante sistema en el pasado, o de presentarse con tal universalidad, tendían a expresar en una for­ ma universal intereses pafticulares. 3) La moral de cada sociedad, o de cada clase, tiene un carácter relativo, pero en la medida se dan en ella, junto a sus elementos caducos, elementos vivos, las morales particulares se integran en un proceso de conquista de una moral verdadera­ mente humana y universal. La moral proletaria es la moral de una clase que está destinada históricamente a abolirse a sí mis­ ma com o clase para dar paso a una sociedad verdaderamente humana; por ello, prepara también el tránsito a una moral uni­ versalmente humana. 4 ) La historia se halla sujeta a una necesidad objetiva, y las morales surgen en ese proceso histórico necesario que de­ termina, a su vez, su aparición. Los hombres necesitan la moral, com o necesitan la producción; la necesidad de la moral se explica por la función social que, de acuerdo con la estructura social dada, cumple. 5 ) Una nueva moral — que ya no sea expresión de las re­ laciones sociales enajenadas— se hace necesaria para regular las relaciones de los individuos tanto con vistas a la transformación de la vieja sociedad com o con vistas a asegurar la unidad y la armonía entre los miembros de la nueva sociedad, socialista. Puesto que tanto la transformación del viejo orden social como la construcción y el mantenimiento del nuevo requieren la par­ DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 275 ticipación consciente de los hombres, la moral —-con sus nuevas virtudes— se convierte en una necesidad. 6) La necesidad de la moral en la transformación radical de la sociedad no significa caer en un moralismo — -propio del socialismo utópico— que aspira a esa transformación por una vía moral, apelando a principios de justicia o a sentimientos mo­ rales. Pero esto no quiere decir tampoco que se desdeñe —-Marx no las ha desdeñado— las apelaciones morales. En efecto, una vez que se toma conciencia de que el hombre es el ser supremo para el hombre, y de que éste se halla humillado, abandonado, la transformación de las relaciones sociales que lo mantienen en ese estado se convierte para él — como dice Marx— en un impe­ rativo categórico. Tal imperativo carecería de sentido, cierta­ mente, si esa transformación, o restauración de la dignidad huma­ na, fuera un proceso automático o fatal. Ahora bien, la posibilidad de que la historia tome otro curso, si el hombre no actúa cons­ cientemente como sujeto de ella, le plantea un problema moral. 7) El hombre debe intervenir en la transformación de la sociedad porque, sin su intervención práctica y consciente, puede cumplirse una posibilidad que Marx entrevio — y que el uso destructivo de la energía atómica le da hoy una dramática actua­ lidad— : la posibilidad de una vuelta a la barbarie, o de que el hombre no subsista como tal. Pero, por otro lado, todo in­ tento de reducir esa participación al cumplimiento de un impe­ rativo moral, o de un ideal —«1 margen de las condiciones y posibilidades reales— sólo harían de la moral lo que Marx llamó alguna vez «la impotencia en acción». Neopositivismo y filosofía analítica Bajo este rubro agrupamos las corrientes éticas contemporá­ neas que, partiendo de la necesidad de desembarazar a la ética del dominio de la metafísica, acaban por concentrar su atención en el análisis del lenguaje moral. La publicación de Principia Etbica, de G. E. M oore, en 1903, suele considerarse como el pun­ to de partida de esas corrientes. Predominan, sobre todo, en los 276 ÉTICA países de lengua inglesa, en los que su influencia se ha ido afir­ mando cada vez más en los últimos años. Con matices peculiares, que entrañan a veces notables diferencias, dichas corrientes tie­ nen como principales portavoces a Ayer, Stevenson, Haré, Nowell-Smith y Toulmin. A l reducir la tarea de las investigaciones éticas a un análisis de las proposiciones morales o del lenguaje sobre la conducta moral (metaética), estos filósofos —-particu­ larmente los analíticos—^ se declaran neutrales en el terreno de la moral, y se niegan a tomar partido en las grandes cuestiones morales que han preocupado tradicionalmente a la ética. Vea­ mos, pues, a grandes zancadas, los pasos fundamentales de este movimiento que, en el terreno de la ética, arranca de Moore y llega hasta los filósofos analíticos de nuestros días. Moore se alza contra toda ética que pretenda definir lo bueno como una propiedad natural, cuando se trata de algo que no puede ser definido. A este intento le llama él la «falacia natu­ ralista», y en ella cae, a su juicio, toda ética naturalista (com o la utilitarista de J. S. Mili), o metafísica (que trate de explicar lo bueno en términos de una realidad metafísica). Si lo bueno es indefinible y, por otro lado, existe como una propiedad no natu­ ral, Moore tiene que llegar a la conclusión de que sólo puede ser captado por una vía intuicionista. Lo que Moore hace con el concepto de bueno lo extienden otros intuicionistas (com o Prichard y Ross) a otros conceptos com o los de deber, recto o justo, obligación. Prichard es autor de un famoso artículo titulado «¿Descansa la filosofía moral en un error?» (1912). A esta pregunta responde afirmativamente; el error consiste para él, como para todos los intuicionistas éticos, en buscar argumentos o razones para determinar qué es lo bue­ no o qué debe hacerse, cuando esto tiene que ser aprehendido de un modo directo e inmediato, es decir, intuitivamente. Con el intuicionismo quedaba preparado el terreno para dar un nuevo paso que consistiría en extender este carácter vivencial no sólo al modo de aprehensión del concepto, sino al objeto mismo de ella: lo bueno, el deber, la obligación, etc. Este paso es el que dan los positivistas lógicos, cuya posición representa muy claramente el inglés Alfred J. Ayer (en su obra Lenguaje, DOCTRINAS ÉTICAS FUNDAMENTALES 277 verdad y lógica, 1936). Los conceptos éticos no describen ni re­ presentan nada por 3a sencilla razón de que no existen tales propiedades como bueno, deber, etc.; son solamente expresiones de emociones del sujeto. Se pasa así al emotivismo ético, es decir, a la conclusión de que los términos éticos sólo tienen un signifi­ cado emotivo, ya que no enuncian hechos y, por tanto, las propo­ siciones morales carecen de valor científico. Partiendo de la posición de Ayer y, en general, de los posi­ tivistas lógicos, Stevenson (Ethic and language, 1945) investiga el significado emotivo de los términos éticos, y frente a Ayer, que había dejado a la ética sin objeto, considera que la tarea específica de ella es precisamente el estudio del lenguaje emo­ tivo. El lenguaje ético es para él no sólo expresión de emociones, sino producción de emociones en otros. R. M . Haré {The Langua­ ge of Moráis, 1952) sigue también esta vía del análisis del len­ guaje moral; en él ve una variedad del lenguaje prescriptivo, destinado a sugerir modos de acción, y, por tanto, muy relacio­ nado con la lógica de los imperativos. Finalmente, Nowell-Smith {Ethic, 1954) sostiene que las palabras o enunciados pueden desempeñar, en un momento dado, las dos funciones emotivas antes consideradas — expresiva y efectiva— u otras que él ana­ liza detalladamente. Las aportaciones de los filósofos analíticos en la investiga­ ción del lenguaje de la moral, tanto por lo que toca a su diferen­ ciación de otros lenguajes como a su estructura, son innegables. Sin embargo, cabe plantear el problema de si puede estable­ cerse, en definitiva, esa estructura y esa distinción, si se olvida que el lenguaje moral es el medio por el cual se manifiestan en el mundo real las relaciones efectivas; es decir, si no se toma en cuenta la función social específica que cumple la moral en la sociedad y que necesita del lenguaje para ejercerse. A l reducir­ se la tarea de la ética al análisis del lenguaje moral, se abstraen de ella su aspecto ideal o la forma lingüística de los juicios y términos morales, y se evaden las grandes cuestiones de la m o­ ral; pero estas cuestiones no pueden ser soslayadas. De ahí que el propio Stevenson haya puesto de relieve la insuficiencia de la investigación analítica al verse obligado a reconocer que los 278 ÉTICA grandes problemas morales empiezan allí donde termina esa in­ vestigación. Este análisis, por tanto, puede justificarse y revelar su fecundidad al permitir dar un nuevo paso, com o tarea pre­ paratoria para el examen de los problemas morales de la propia vida social. En cierto m odo, esto es lo que viene a decir Mary Warnock después de pasar revista en su Ética contemporánea a los principales exponentes de esta corriente: «Todas las analo­ gías y modelos destinados a iluminar el lenguaje ético tienen el aire de intentos preliminares para despejar el terreno de juego. Y es natural que nos sintamos defraudados al comprobar que, una vez despejado el terreno, parece haber concluido el juego, mismo». Ahora bien, para que el juego comience es preciso que se tenga presente que los juicios morales y el lenguaje moral se hallan en relación con la moral existente en la vida social. BIBLIOGRAFÍA O br as ge n e ra le s Aranguren, J. L., Ética, Revista de Occidente, Madrid, 1958 \ Frankena, W . K., Ética, UTEHA, México, 1965. García Maynez, Eduardo, Ética, Porrúa, México (varias ediciones). Hartmann, Nikolai, Ethics, George Alien and Unwin Ltd., Londres. Hospers, John, La conducta humana, Tecnos, Madrid, 1964. Larroyo, Francisco, Los principios de la ética social, Porrúa, México (varias ediciones). Moore, G. E., Principia ethica, UNAM, México, 1959. , Ética, Labor, Barcelona-Buenos Aires, 1929. Maritain, Jacques, Filosofía moral, Morata, Madrid, 1962. Nohl, H., Introducción a la ética, FCE, México-Buenos Aires. Nowell-Smith, P. H., Ethics, Penguin Books, Londres, 1954. Shiskin, A. F., Ética marxista, Grijalbo, México, 1966. 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ÍNDICE Prólogo a la presente e d i c i ó n .................................................. 7 Prólogo a la primera e d i c i ó n .......................................................... 13 Capítulo 1. 2. 3. 4. 5. 1. —-O b jeto de la é t i c a ................................................... 17 Problemas morales y problemas éticos . . . 17 El campo de la é t ic a ......................................................... 22 Definición de la é t ic a .........................................................24 Ética y f i l o s o f í a ................................................................ 27 La ética y otras c i e n c i a s .................................................. 31 Capítulo 1. 2. 3. 4. 2. — Moral e h i s t o r i a ................................................... 37 Carácter histórico de lam o r a l ........................................37 Orígenes de la m o r a l......................................................... 39 Cambios histórico-sociales y cambios de moral . 42 El progreso m o r a l .........................................................53 Capítulo 3. —1La esencia de la m o r a l ............................................61 1. Lo normativo y lo fá c tic o ..................................................61 2. Moral y m o r a l id a d ......................................................... 63 3. Carácter social de la m o r a l ............................................65 4. Lo individual y lo colectivo en la moral . . . 68 5. Estructura del acto m o r a l ...........................................73 6. Singularidad del acto m o r a l ...........................................78 7. C o n c l u s i ó n .......................................................................80 Capítulo 4. — La moral y otras formas de conducta hu­ mana .........................................................................83 1. Diversidad del comportamiento humano . . . 83 2. Moral y r e l i g ió n .................................................. ' . 85 3. Moral y p o l í t i c a ................................................................. 88 4. Moral y d e r e c h o .................................................................. 93 5. Moral y trato s o c i a l .......................................................... 97 6. Moral y c i e n c i a ..................................................................99 284 ÉTICA Capítulo 5 . — Responsabilidad moral, determinismo y li­ bertad ................................................................. 103 1. Condiciones de la responsabilidad moral . . . 103 2. La ignorancia y la responsabilidad moral . . . 105 3. Coacción exterior y responsabilidad moral . . 107 4. Coacción interna y responsabilidad moral . . 110 5. Responsabilidad moral y libertad . . . . 112 6. Tres posiciones fundamentales en el problema de la l i b e r t a d ...................................................113 7. El determinismo a b s o l u t o .....................114 8. El lib e r ta r is m o ........................................... 117 9. Dialéctica de la libertad y de la necesidad . . 120 10. C o n c l u s i ó n .................................................. 124 Capítulo 6 , —^Los v a l o r e s ........................................................ 127 1. Qué son los valores . . . . . . . . 128 2. Sobre el valor econ óm ico ............................ 130 3. Definición del v a l o r ................................... 132 4. Objetivismo y subjetivismo axiológicos . . . 133 5. La objetividad de los v a l o r e s .............. 138 6. Valores morales y no m o r a l e s .............. 139 Capítulo 7. — La valoración m o r a l .......................................... 143 1. Carácter concreto de la valoración moral . . 143 2. Lo bueno como v a l o r .............................145 3. Lo bueno com o felicidad (Eudemonismo) . . 148 4. Lo bueno como placer (Hedonismo) . . . . 151 5. Lo bueno como «buena voluntad» (Formalismo k a n t i a n o ) ....................................................154 6. Lo bueno como lo útil (Utilitarismo) . . . . 158 7. Conclusiones acerca de la naturaleza de lo bueno . 161 Capítulo 8. — La obligatoriedad m o r a l ...................................167 1. Necesidad, coacción y obligatoriedad moral . . 168 2. Obligación moral y l ib e r t a d ..................... 170 3. Carácter social de la obligación moral . . . 171 4. La conciencia m o r a l ................................... 172 5. Teorías de la obligación m o r a l .............. 177 ÍNDICE 6. 7. 8. 9. 10. Teorías deontológicas del a c t o .......................179 Teorías deontológicas de la norma(La teoría kantiana de la obligación m o r a l ) ....................... 181 Teorías teleológicas (Egoísmo y utilitarismo) . . Utilitarismo del acto y utilitarismo de la norma . C onclusiones.......................................................... 193 285 186 188 Capítulo 9. —■La realización de la m o r a l ................................... 195 1. Los principios morales b á s i c o s ................................... 196 2. La moralización del i n d i v i d u o ................................... 198 3. Las virtudes m orales........................................................200 4. La realización de la moral como empresa colectiva 203 5. La vida económica y la realización de la moral . 204 6. La estructura social y política de la sociedad y la vida m o r a l ....................................................................... 210 7. La vida espiritual de la sociedad y la realización de la m o r a l ......................................................................216 8. C on clu sion es..................................................................... 219 Capítulo 10. — Forma y justificación de los juicios morales 221 1. La forma lógica de los juicios morales . . . 221 2. Formas enunciativas, preferenciales o imperativas 222 3. Significado del juicio m o r a l ......................................... 226 4. La teoría em otivista ....................................................... 226 5. El intuicionismo é t i c o ................................................ 229 6. La justificación racional de los juicios morales . 231 7. La «guillotina de H u m e » ................................................233 8. Criterios de justificación m o r a l ..................................237 9. La superación del relativismo ético . . . . 243 Capítulo 1. 2. 3. 4. 5. 11. — Doctrinas éticas fundamentales . . . 249 Ética e h i s t o r i a ..............................................................249 Ética g r ie g a ......................................................................250 La ética cristiana m e d ie v a l .........................................257 La ética m o d e r n a ....................................................... 261 La ética con tem porán ea ................................................265 B ib lio g r a fía .......................................................................... 279