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inducciones desde el banquillo - Daciel Perez

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Na c i o n a l
Daciel Pérez
d e I m p r e n tas
S i st e m a
cojedes
Serie Narrativa
c o l e c c i o n LI T E R AT U R A
Inducciones
desde el banquillo
Inducciones
desde el banquillo
Daciel Pérez
Inducciones
desde el banquillo
Inducciones desde el banquillo
© Daciel Pérez
Portada: Richard La Rosa / Sin Título / Mixta sobre papel / 2008
Por la 1ra Edición:
© Fundación Editorial el perro y la rana
Imprenta Regional Cojedes
Edificio Manrique, Primer Piso
sede de la Escuela Regional de Teatro
San Carlos-Venezuela 2201
Telefs.: 0424-4364577
correo electrónico:
imprentaregionalcojedes@gmail.com
ISBN 978-980-7163-20-0
Depósito Legal: LS 40220078003118
El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto editorial impulsado por
el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación
Editorial El perro y la rana, la participación en corresponsabilidad y cogestión de la Red Nacional de Escritores de Venezuela. Tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de
las ideas: El libro. El Sistema Nacional de Imprentas funciona en todo el
país y cuenta con tecnología de punta, cada módulo está compuesto por
una serie de equipos que facilitan la elaboración rápida y eficaz de textos.
Además, cuenta con un Consejo Editorial conformado por el Especialista
del Libro y la Lectura del Gabinete Estadal y un representante de la Red
Nacional de Escritores de Venezuela Capítulo Estadal.
“Hay días en que escribir es un acto simultáneo
de hipocresía entre la gastada vida y las intactas palabras”
Evaristo Jiménez, Vida profana
Presentación: Inducciones desde el asombro
La narrativa breve suele definirse como un arte
del asombro. Asimilando la nitidez de imágenes que
caracteriza a la poesía contemporánea, con la fluidez
narrativa de la anécdota pura, la narración corta juega
con la capacidad visual y recreativa del lector.
En Inducciones desde el banquillo la narración tiende a la maravilla, no sólo desde la manera en que se
presenta en cada texto la línea argumental sino como
el lenguaje va descubriéndole al lector los diversos
elementos compositivos. En ningún momento la imagen difumina la intención de Daciel Pérez de ir mostrando su realidad a fragmentos entrelazados. Cuando la poesía aparece es para matizar algún elemento
(alimentándome de la ambrosia del vaivén de tus caderas…
importas sólo tú y nada más) más no distrayendo de la
centralidad desde la cual se escriben los textos.
Hay una permanente sensación de frustración
que atraviesa estos cuentos como un pesimismo histriónico, más que filosófico. Como si al representar
su entorno inmediato y sus afectos más cercanos, el
autor quisiera mostrarnos cuán vacía está la vida, fuera
de y sin, la literatura, lo cual le da un aire de intimidad
confesional a las breves reflexiones de sus personajes,
a sus posturas y actitudes, y con este tratamiento sencillo pero eficaz, Inducciones desde el banquillo desarrolla
un estilo propio que se incorpora de esta manera a la
larga tradición de la narrativa escrita en Cojedes.
Eduardo Mariño
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
LA VISITA EN EL ESPACIO
Jamás el zaguán de mamá había adquirido tan
exacta dimensión a nivel metafísico, recuerdo que
me lo dijiste con aquella voz que se iba, como de
otra orilla: “Tu casa se levanta sobre una colina, es
bella como pocas, con sus amplios y cálidos espacios
no deja pie al cansancio”. Este café por la tarde me
trae a colación ese detalle. La vida es irónica, pues
son esas fugaces pinceladas los que alimentan nuestra
tonta existencia. Si la soberbia de nuestra condición
humana nos permitiera vivir cada momento como lo
es, movimiento y no concreción, un flash que se queda allí deslumbrado por un instante y no una mera
acumulación de efectos cinematográficos.
Tal vez delirabas o tal vez era yo. Un año de existencia no es mucho para una casa amplia, pero eran
muy certeros tus elogios, a pesar de ya no convivir
contigo y mamá, los sentía allí. Emily siempre me
lo decía, ¡Sabes, a ella le agradabas mucho! Más aún
después del día de aquella visita inesperada mientras
preparaba la cena, al reflexionar en torno a ello descubrí lo gracioso de tus hipótesis.
Tu cuerpo seguía allí pero tu mente… ¡Qué cosa
era el dueño de tus pensamientos! ¿Tendrías acaso
conversaciones de larga distancia con el averno o el
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edén?, ¿Sería alguna experiencia metafísica la que te
hacía balbucear aquellas ilógicas palabras?
Tú y la apacible mecedora (la que pretendiste regalarme para la luna de miel) seguían allí, en la sala de
mamá como un perfecto binomio. No en vano pasan
ochenta años por la piel de un hombre, “La vida de
los cuarenta en adelante viaja en una motocicleta”,
eran tus palabras cuando de niño me soportabas entre tus piernas. Los nudos de tus ojos se perdían en
la cuantificación, de aquel periódico cincuentón no
quedaba ni un cabello, sólo una blanca explanada; ni
hablar de la intensidad de tu respiración que iba en
degradatio, pero nos aseguraste que antes de amarrar
tu vida a una bombona de oxigeno la muerte sería la
solución de tu existencia, así demostrabas el temple
que nunca te había fallado, menos en esos días.
“Tu casa se levanta sobre una colina, es bella como
pocas, con sus amplios y cálidos espacios no deja pie
al cansancio”. Estaba justo detrás de ti con el cuerpo
apoyado sobre los finos marcos de madera de la casa
de mamá, proseguías en un tedioso dialogo con la
nada, toda oración al parecer con los pies fuera de lo
concreto.
La taza descansaba en tus labios con cada sorbo de
café, el zaguán te miraba desde arriba. Yo detrás de
ti, cerré los ojos para rememorar alguna anécdota: De
niño te ayude a hacerle muchas reparaciones, “Eso te
hará bien”, me decías, eran sólo excusas para que el
abuelo y el nieto compartiesen tiempo.
Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando escuche el crujir de la taza contra el suelo, allí estabas tú
con el rostro extasiado de satisfacción. Era cierto que
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
la esperabas para que te llevara de la mano, sonreías
porque era la única forma que te librases de los dos
años de inconmovible estado.
Jamás te sentí tan pesado, seguro invitaste a unos
cuantos, pues con cada paso sentíamos hundirnos en
el barro debajo del ataúd. Me acerque a la lapida luego que los rituales ceremoniales culminaron, es que
a mí (como a ti) nos fastidiaba aquello de ir a visitar
muertos, “Yo no voy a funeral de nadie, ¡eso si que
no!, ni por muy buen amigo que haya sido. De todas
formas ese muerto no va a visitarme en mi sepelio”,
las risas corrían entonces en la atmósfera con aquellas
observaciones que te daban pie para burlarte de la
vida, que luego con capricho propio, me demostraría
la falsedad de tus hipótesis. Dejé una rosa de capacho
con un camafeo que agradecía tu última visita.
“Tu casa se levanta sobre una colina, es bella como
pocas, con sus amplios y calidos espacios no deja pie
al cansancio”, esas descripciones, fútiles, tal vez sin
sentido alguno, me llevaban a la nada. Tal vez tú delirabas o era yo el que deliraba al escucharte decir
aquellas palabras, aún más cuando proseguías y me
hablabas de cada espacio de la casa de la colina como
si tú mismo la hubieses diseñado.
La casa de mamá se cargó con tu partida de cierta
atmósfera pesada, ella tiene algo de ti y de mí. De
seguro te esperaré en mi funeral, pero avísame de tu
presencia por los pasillos de la casa cálida, así no asustaras a Emily, como cuando habló contigo al tiempo
que yo escuchaba crujir la taza debajo del zaguán de
mamá.
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ANTES DEL AMANECER
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Su presencia deslizó el miedo por encima de la
nicotina y en los pantalones de los presentes. Parecía
un Aníbal a las puertas de Roma. Había llegado con
los nervios forjados por el estruendo de las bala y con
la mirada llena de muerte. Lo aquejaba la omnipresencia del hombre del habano encajado en la boca.
Tomó el lugar acostumbrado y entre el inventario de
brebajes multicolores ordenó el maridaje perfecto a
su situación: Ron.
Entre trago y trago lo interrumpió un muchacho
de andar tambaleante, sólo la vista del acostumbrado
sobre amarillo fue suficiente para partir de inmediato
al parque. Ambos habían luchado codo a codo con la
furia de la calle, forjando la precisión del águila en
el gatillo.
Habían salido por la puerta estrecha del bar. Uno
a paso nervioso, el otro a ritmo de quien se prepara
para el choque de trincheras.
Luego de sacar el sobre amarillo, el de andar perturbado pormenorizaba en su compañero los ojos
teñidos de muerte. Conciente de la penumbra acrecentándose a medida que se acercaban al parque tarareaba mentalmente una canción:
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
"Somos dos perros pequeños
mandados una y otra vez
La vida no vale nada
Caín mató a Abel
Tan fuerte la incertidumbre
que no nos pase otra vez"
***
Una vez nos dijiste que los nuevos asesinos no esperan al amanecer, no importa si se merece o no, cada
hombre de aquí tiene su puñalada sentenciada.
También nos enseñaste que se llevan vivos, pero se
dejan muertos y amordazados. Que cada frente tiene
su precio. En esa práctica le debías por lo menos uno
a cada familia de la ciudad, ¿Cuánta sangre y gritos a
desborde?, ¿Cuántos hijos sin padre?
Nos recalcaste incontables veces la importancia
del metro de distancia, no muy lejos de la precisión
ni muy cerca de la salpicada; nos mostraste la importancia del ácido para evitar el escaneo facial y
dactilar. Recuerdo tu sonrisa cuando contabas como
descubriste el por qué de los zapatos a un lado de las
carreteras, que no tienen su par sino unos cuantos
kilómetros después, si los examinasen encontrarían
en las suelas la escena del crimen.
Nos hablabas una y otra vez de la importancia de
la serenidad, de la mente en blanco y el sello de las
emociones. ¿Tú y el otro dónde dejaron esas instrucciones?, ¿Envueltas en celofán?
¡Una sola bala en el martillo!, ¿Qué confianza le
tenían? Por eso nos mandan a sacar la basura. Si fueras
inteligente hubieses hecho lo mismo que él y así te
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evitabas nuestra visita.
***
Su propio retrato entre sus manos, sacado del sobre amarillo de costumbre, hizo explotar de sorpresa
a sus ojos llenos de muerte.
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"La vida no vale nada
tú eres sólo un papel
yo tengo el arma y tú no
La vida sólo es un papel"
El cañón con todo su frío metálico reposó sobre
la sien del que tenía los ojos de estruendo. Al otro se
lo había dicho el hombre del habano, “Una bala, sólo
una bala en el martillo, confío en tu trabajo, más que
en el de mi sobrino”. Esa noche sus manos decidirían
el destino de aquel que lucho codo a codo junto a él.
La transpiración y el pulso acelerado desbordaban a
gritos en los dos.
"Se el cachorro más astuto
no como un Caín otra vez
La vida no vale nada
tengo el arma y soy papel"
La bala, la única en el martillo, había cruzado la
garganta del de paso nervioso en un estruendoso accionar, azotando a quienes clamaban a las deidades,
para que los hiciera extranjeros de estas calles divorciadas de las casas, venidas a prisiones nocturnas hace
mucho tiempo.
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
Al ver la sangre del otro explayarse sobre el prostituido suelo del parque, viuda y huérfano / grito y
sangre, para él, con mirada forjada en el estruendo de
la calle, dejaron de ser palabras vacías. Comprendió
en esa inmolación el precio que se paga por querer
salir, por anhelar una vida más allá de esa ley forjada
en los extramuros.
El que nació con el primer trabajo moría hoy, sabia
que se nace una o dos veces, pero los nuevos asesinos
a veces no esperan al amanecer.
***
Tu Némesis prefirió inmolarse antes que traicionarte, por eso dudó en hacerlo camino al parque.
Luego con tu huida pagabas el sacrificio, ¡que cobarde fuiste!
Cuándo empezamos en esto los llamaban Cielo y
Tierra, como si fueran peleadores de películas chinas.
Defiendo que los golpes de navajas y la pólvora comida en la calle, tienen más mérito que una coreografía
elaborada a puerta cerrada.
Huiste a los brazos de una pobre mujer que te
guarda tantas esperanzas, a ti gloria de la escoria.
Acaso no te importa tanta desidia causada, ¿Cuántas mujeres viudas y huérfanos has dejado?, ¿Cuántas
frentes has coleccionado?
Imagino los gritos de la pobre, en medio de un
escuadrón de policías, la puerta tumbada, el sollozo
de cuatro pobres niños con apellidos diferentes.
La justicia de chapa te deja libre por una prueba de
balística; para ellos eres el testigo de un suicidio en
el parque Los Naranjos, sospechándote de criminal
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amparado en el silencio; ellos no tienen las pruebas
de tus proezas, de los muertos que arrastras en tu mirada; pero no me interesa vengar a tantos gritos hambrientos. Vengo a cobrarte los siete años que tiraste a
la basura por querer salir.
No me sorprende tanto verte arrodillado y con las
manos sobre la nuca sino esa mirada, serena incluso
para quien espera la muerte…
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***
A las tinieblas no se le ha escapado ningún espacio
de este campo de batalla llamado calle, esa furia sin
cuartel se venda los ojos a su paso y cercena a cuanto
débil perciben sus garras.
Luego de escuchar por teléfono: “el sapo muere reventado”, al hombre con el habano encajado en la boca
le resuena una frase de Maquiavelo: “Los males pueden
ser prevenidos de antemano; pero si se aguarda a que sobrevengan no hay tiempo de remediarlos, porque la enfermedad
se ha vuelto incurable”.
***
13 de octubre…
SUCESOS
Posible relación con el suicidio
del Parque Los Naranjos
Muere hombre abatido en ajuste de cuentas
(…)Las evidencias encontradas apoyan la teoría, el cuerpo fue hallado maniatado a orilla de la carretera, con siete
impactos de bala en la espalda y dos en la nuca.
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
LA CASILDA DE PASO LARGO
Nunca imaginé que una acción sencilla, un pequeño esfuerzo por satisfacer mi curiosidad, sería el
causante de sonrisas, alabanzas y hasta desprecio de
algunos catedráticos, en especial de aquellos que tenían una fe ciega en su labor archireconocida. Lo que
me paso no es más que una cuestión de casualidad,
una evidencia de la influencia de los astros a la hora
del nacimiento.
Recuerdo la tarde cuando le comunique al jefe
de reporteros que anhelaba desentrañar las historias
de esos rincones, que a veces por pereza se convierten en invisibles, también porque la ciudad podía ser
muy grande pero pasaba siempre lo mismo y allí en
los extramuros están los orígenes de esta desconstrucción que vivimos. Su respuesta fue un rizo de ironía
colándose entre sus dientes, me hablo de gasto de
recursos y eficiencia, pero que si la quijotada era tan
grande en mí, que procediera, total pensaba en darle
un vuelco a la línea editorial.
Mis aspiraciones me condujeron a las afueras de la
ciudad, un arrabal olvidado por la gracia de Dios llamado “Paso Largo”. A medida que me acercaba iban
desapareciendo las espaciosas casas, iniciándose una
etapa poco conocida de la multifacética ciudad. Al
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llegar a la comunidad, sólo se distinguían unos cuantos camiones que iban y venían de las fincas cercanas,
dejando a su paso estelas de polvo. Un calor del demonio se apoderaba de las calles, me imaginé que la
gente estaba en su casa refrescándose sentados frente
al televisor con una cerveza acogida en las manos y el
ventilador a máxima potencia, ya que no llegué a ver
algún acondicionador de aire en mi travesía. Al fin
observe a una mujer mayor de mal aspecto, enjuta ya,
de cabellos blancos, le calculé unos setenta años.
Logré abordar a la señora, entrando inmediatamente en conversación con ella. Se llamaba Eva María, la madre de la familia, quedó viuda a la edad de
veinte años. Siempre protegida por su madre cuando
niña y por su esposo Juan Gregorio durante seis años
antes de que la vida lo separara de su lado, según ella
todo el mundo que conocía era a través de éste; luego
de eso se casó por segunda vez con José Abraham. No
era setenta su edad sino alrededor de cuarenta años,
eso me dejó anonadado, ¿Cómo podría haber envejecido tan prematuramente?
Me comentó que tenían dos hijos Gregorio y Juana, ambos del primer matrimonio, convivía sólo con
la última a razón de un altercado entre su hijo mayor
y su actual esposo, según ella me comentó. Su casa
era una suerte de cuchitril de cuatro laminas de zinc,
un techo apenas visible, una puerta destartalada, no
llegue a ver el interior de la casa, pues me dejó bien
claro desde el principio que la entrevista sería allí en
el frente mientras le daba de comer a las gallinas, “las
cuales nunca aparecieron”.
Eva María contempló mi cámara por unos segun-
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
dos, advirtiéndome que si le tomaba una foto me
arrancaba la cabeza de un machetazo.
- ¿Es que ud. no sabe que eso roba el espíritu? ¡Ese es
un artefacto del demonio!
Tales afirmaciones eran previsibles en un lugar
como ese, en donde para poder encender la nevera de
seguro que se debía apagar el bombillo. Hasta entonces nada de eso me había inmutado, ni siquiera que
la señora cambiará de actitud inesperadamente, llegando en uno de esos cambios emotivos a advertirme
que debía irme antes de que se ocultará el sol, pues
su esposo podría comportarse de manera agresiva con
ella si llegaba a ver otro hombre en su casa, a lo que
le dije:
- Por favor señora, si él llega antes de que yo me vaya,
me encargaré de contentarlo. Además, él puede ayudarme a
terminar el reportaje
Pero lo más probable, es que no sólo me tendría
que colocar los guantes con el furioso hombre sino
también con media comunidad, seguro serían buenos
tiradores de piedras.
Ya me disponía a partir pero de pronto escuche
ciertos quejidos, algo así como una mujer en pleno
orgasmo. Ante mi inquietud, Eva me dijo que solo
era su hija Juana, que estaba loca, que no le prestará
atención pues los gritos era por un problema de sordomudez que tenía desde niña. Decidí que lo mejor
era investigar la situación, no obstante, se llegaba la
hora de alzar el vuelo, tomé mis cosas y me despedí
de la señora, al preguntarle cuando podría venir de
nuevo me dijo aquellas palabras casi mudas, como
entre dientes:
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- En el próximo paso de luna.
Luego de pasadas tres horas volví al humilde ranchito. La noche y el frío se apoderaron del cielo en un
pueblo absorto en el silencio. Rodeé sigilosamente la
casa, unos gritos empezaron a emerger inesperadamente de la misma, ya no eran los gemidos semieróticos que había escuchado por la tarde; golpes de una
correa resonaban sobre un cuerpo, pensé inmediatamente en el marido de la mujer, seguro se enteró de
mi presencia en horas de la tarde, ¡El energúmeno
en acción!, lo que me elevó la sangre, tenía ganas
de derribar la puerta y detener la barbarie de aquel
hombre.
Los gritos iban creciendo en intensidad; me sorprendí de que nadie -ni siquiera el vecino- pareciera
alarmarse por aquella brutalidad, la mayoría de las
luces de la comunidad estaban apagadas lo que le daba
un cierto aire de barrio fantasma al lugar, sólo las
pocas luces de la calle y la de la luna llena.
Los gritos continuaban, me acerque más y más
lentamente, al llegar detrás de la casa me asomé por
una pequeña abertura entre las láminas, la victima
no resultó ser Eva, para mi sorpresa era la victimaria
que descargaba con todas sus fuerzas la ira sobre su
hija, estando ésta atada a la cama. No vi señas del
esposo por ningún lado de la deplorable vivienda.
Apunté la cámara y tome unas cuantas fotos. Debía
partir pronto o seguro los policías me detendrían, el
barrio no era zona segura y yo pasaría fácilmente por
un sospechoso.
Agotada de asestar varios latigazos sobre su hija la
mujer se retiró hacia el fondo y abrió la nevera. Mien-
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tras escuchaba los llantos y rezos de Eva implorándole
al Señor que la perdonara, pues ella era simplemente
victima de sus designios, adentré mi vista aún más
por la abertura; hasta entonces no había conocido la
severidad del miedo y un corazón con tal ritmo, con
los ojos fijos en la escena casi sin respirar mi humanidad cayó inmolada, una fría sensación recorrió mi
espalda despuntando mi cabello y provocándome una
insoportable sensación de angustia que se apoderaba
con gran intensidad de mis órganos. Eva, la frágil y
tímida señora de aspecto loable, sostenía entre sus pequeñas manos un frasco lleno de algún líquido transparente y dentro del mismo una cabeza.
Ya ha pasado cierto tiempo de aquella dantesca
situación, recuerdo con memoria fotográfica los hechos del siguiente día, la exclusiva que me valió mi
jactancioso premio.
Los efectivos policiales iban enfilando más de una
cuadra de cuerpos sacados de las casas de ese barrio
fantasma, cada uno al parecer víctima de la locura
de Eva María “La Casilda de Paso Largo”, así la apodé
en analogía a la iracunda esposa que luego de la maldición pre mortem de su madre se convertiría en el
espectro más aterrador de la llanura venezolana. Aún
hoy recuerdo las palabras que le profirió a la cabeza
en el frasco:
- José Abraham malditos tú y toda tu generación de
hombres.
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HISTORIA PARA ESCRIBIR EN SERVILLETA
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Entro al restaurante chino ubicado en la esquina de la Alcaldía; lo típico al entrar solo, los demás
clientes asientan sus miradas en mi andar, nunca he
llegado a saber con exactitud cuál es la causa que motiva tales instintos, tal vez les resulte medio extraño
que un imberbe llegué sin la compañía habitual del
padre o la madre y con un esbozo de naturalidad
suficiente como para ordenar el número 3 al mesonero cerca de la barra, evitándole la incomodidad de
traerme el fastidioso menú, el mismo de siempre, sin
variación, los mismos siete platos de siempre con los
típicos adornos.
Parece que llegue a buena hora, hay varias mesas
vacías. Mientras espero saco un libro de mi vetusto bolso… sí, igual que el menú el mismo de toda
mi vida. Alguien interrumpe mi concentración en el
tratado de Ritos, fuegos, ceremonias y fantasmas del
Dr. Silva; no es más que un pobre diablo de los que
usan imitaciones, andan acompañado de un hombre
de perfil regular – al que dicho sea de paso no hacen
más que lustrarle las botas – que desempeña cierto
cargo en el gobierno o es familiar de algún diputado
o concejal, usan un pacholí con jazmín que de ser
yo funcionario de la sanidad lo pongo en cuarentena
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
inmediatamente; el atorrante ser en cuestión le pregunta al encargado de la barra por una legumbre de
aspecto raro que uno de los distribuidores del restaurante trae religiosamente todos los martes; el chino
por cortesía le responde que la hortaliza se llama lo
mei, lu mua, … o algo por el estilo. ¿Qué diantre va
a ser alguien como él, que sin ánimos de despreciarlo,
a simple vista se ve que vive de pedir prestados a los
incautos y su techo es el que le ofrece la madre o el
piadoso cuñado – con intervención de la hermana
por supuesto – con saber eso? A priori se ve que no
posee las ventajas corporativas ni comparativas para
cocinar mínimo una lumpia.
Tal hastía estupidez ha servido para darme cuenta
del esbelto mausoleo u oda a la mujer que no noté al
entrar, que casualmente está frente a mí y que tiene
todo lo que he deseado o aspirado en la vida de una
mujer, ojos, cuerpo, piel, color… Tomo rápido una
servilleta, muy transparente por cierto para la labor
a la que está destinada, pienso en escribirle cualquier
estulticia, aunque sea mi número para que me llame,
que estupidez digo ella no me va a llamar, pero nada
pierdo con acercármele.
Todo parece perfecto, como desearía detener el
tiempo entre nuestras miradas huidizas, alguien tose
devolviéndome a la realidad, es allí que observo al
defecto que le hace compañía: un hombre pasado de
los cuarentaitantos, a simple vista se deduce que es
su pareja aunque pareciera más bien su padre; él le
dirige la palabra, ella está inmutada, absorta en la
puerta, si me vio entrar a lo mejor espera que alguien de mayor estatus y edad cruce la puerta. En
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más de tres minutos nadie ha pasado, además de mí,
por esa puerta; trato de buscar su mirada, indagando
un halo de seducción, escarbando empatias entre dos
desconocidos que marchan divergentes, trato de ver
lo intimo de su psique. El marido sigue hablándole
y ella aún como si no le importará; empiezo a cuadrar cuentas, una esposa joven fastidiada + un marido
pendejo = mujer necesitada, mujer necesitada + joven libinidoso + intenciones de arrollar al mundo en
su cuerpo = affaire, esto último algo muy bueno para
mi currículo. Ya las cuentas están listas, nada es mejor, ya empiezo a imaginar tu nombre Marlene, Maryory, Miriam… es lo que menos importa, empiezo
a sacar los análisis financieros de una tarde contigo,
mi cuerpo cediendo ante tus manos, nuestros labios
caminando juntos al beso eterno, alimentándome de
la ambrosia del vaivén de tus caderas… importas sólo
tú y nada más, ahora resuena en mis recuerdos aquel
aforismo maquiavélico extraído del libro que le robé
al portugués de la frutería, no he fijado los medios
pero los objetivos ya fueron dados.
Yo mientras entre mis fantasías observándote sin
que te des cuentas, o acaso ¿Sí lo sabes? ¿Estarás jugando a ver si caigo en tu red? ¿Cuántos más habrán pasado por tus labios?, eso a mi moral le importa poco, total es fulgor de un rato. En eso llega
el mesonero con el menú 3, el muy imbécil nubla
mi panorama con su camisa otrora blanca hoy nácar,
cuando por fin se aleja, algo ha cambiado, ¿De dónde
diantre salió ese niño?, un bebe de brazos, ahora me
explico el tamaño de aquel par de monumentos, todos los sueños se han ido contra el suelo, las matemá-
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
ticas ya no están a mi favor, las ecuaciones perdieron
su configuración inicial por esa variable imprevista,
una esposa joven fastidiada + niño + marido pendejo = mujer en búsqueda de candidato, mujer en
búsqueda de candidato + joven libinidoso = affaire,
affaire + mujer desilusionada = problemas, problemas
+ marido pendejo celoso + amigos medio mafiosos o
cleptómanos de vidas a sueldo = mi mamá tomando
chocolate y mis allegados hablando de lo bueno que
era el muchacho.
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DESDE EL BANQUILLO DEL ACUSADO
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¿Qué nos hace más humanos a unos de los otros?
… qué, si no más que el mismísimo regalo teológico
del corazón, del que me obligaron a desarraigarme
durante siete años de atrocidades.
Hoy heme aquí, sentado en el banquillo del acusado, tratando de explicar que ningún hombre puede ser
sometido a tal despojo, ¡semejante a la colonización
española en tierras americanas! Pasaron siete años de
destierro y sufrimiento. ¿Acaso no fueron suficientes?
Me pregunto: ¿Por qué se me acusa hoy?, ¿Por qué
me aíslan en contra de mi voluntad en la búsqueda de
una reforma social de mis actitudes?, para la cual…
mi mente y toda la extensión del cuerpo no dieron
permiso alguno.
Como sacado de una biografía grotesca me catalogan -como diría el Asterión de Borges- de un poco
misántropo, de un poco lunático, y de un poco soberbio; afirmaciones éstas, “tan falsas como un intento
de capitalismo sin la explotación del proletariado”.
¡No, no…no!
En mi defensa alego que es cierto el hecho de que
no pude salir alguna vez de mi morada, y por eso,
con el tiempo llegué ha desarrollar cierta agorafobia,
por el miedo a ser nuevamente rechazado… miedo
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
a hundirme. ¡¿Y por qué no había de sentirlo?! Si mi
primer recuerdo cuando he llegado a pisar la calle,
fue la discriminación de sus miradas, me increparon
como extraño, se escondían y no bastando con eso
me enfrentaban con escaramuzas. Si salí por la noche,
fue por esa antipatía que aún hoy percibo de la gente,
con sus caras pálidas y alargadas; ¡busco las causas sociales de tan despreciable efecto! pero no hacen gala
de su presencia por mucho que mi cabeza se rompa
en el experimento… no lo sé, me sigo diciendo. Pero
aún siendo así, estaba yo predispuesto a recibir y disfrutar cualquier compañía, que en soledad es totalmente grata. “Que fuese a visitarme quien desease”,
mujer, hombre, niño, anciano… yo no le limitaría,
dejaría que se expresará como le pareciera; el único
inconveniente sería pues, la escasez de muebles en mi
residencia, sin duda alguna un hogar como pocos:
improvisación de manos tiranas.
Lo espantoso – que daba vueltas en mi cabeza – es
que con cada minuto que moría se reducían las posibilidades de que alguien – aunque sea por compasión
– fuese a visitarme.
Postrado sobre mi cama sólo me consolaba la esperanza de mi Redentor, el cual vendría a liberarme
de ese confinamiento tan inhumano, de esa soledad,
de ese sufrimiento que se calaba poco a poco en mis
entrañas.
De mis pasatiempos allí -pues como todo ser humano tengo distracciones- qué les puedo decir; jugaba con los escasos espacios de mi casa y los hacía
infinitos en mi mente: la misma silla era otra, la ventana se hacía más alta, la cama era una de millares, del
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patio no les podría contar: “se me hacía eterna su extensión”. Algunas veces fingía que esperaba visita y al
llegar le enseñaba de los recuerdos que estaban entre
las paredes, no podía ver bien su rostro, lo observaba,
parpadeaba, ya no era el mismo: había cambiado algún detalle de su borrosa cara, seguía parpadeando y
era otro nuevamente y así con cada nuevo parpadeo,
pero en esencia sabía que seguía siendo el mismo;
conversábamos gratamente durante horas, a veces lo
llegué a imaginar dotado de conocimientos universales e interesantes, o tal vez alguien destacado en cierta
área: comercio, deportes o literatura, arte esta que me
ha llamado mucho la atención desde que entre allí y
que admito es la causa de mis incontables desvelos.
Aprendo todo lo que puedo de mis fantasmas, más
que fantasmas son un reflejo de esas pequeñas individualidades que se mezclan con las hojas y el polvo
que a diario alimentan mi curiosidad, que además
componen la suma de mi alma. Pero no me limitaba a
eso. Mi juego favorito era soñar, porque sólo en ellos
me deformo a lo deseado; fingía que olvidaba los gritos que me atormentan día y noche, pero en vano, era
la voz de mi consciencia. Despertaba y por instantes
creía dominar el tiempo, lo alargaba o lo achicaba,
todo a mi preferencia como un Dios; pero agrego,
¡ojo! … “que no se deben olvidar de mi modestia”.
Una tarde me visitó un hombre con la cabeza
lustrada, nariz aguileña, ojos arrugados, de vestidos
negros y pliegues alargados, con un libro grueso y
negro entre sus manos, manos víctimas del paso de
los años; lo que me hizo reflexionar si alguna vez
llegaría a ser vejete. Conversó amenamente conmigo,
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
no fue hipócrita e igual le correspondí, si llegamos a
reírnos fue de manera espontánea, natural; sin conocerlo divisé que podría saberme mejor que cualquiera
que haya estrechado su mano conmigo. Supe que era
mi Redentor, había llegado la hora de decir adiós
a Goethe, Schopenhauer, Hegel, Feuerbach, Marx,
Engels, Lenin, el Che y a otros que se hicieron de mis
pensamientos en esos siete años. Mi redentor abrió
su libro, y con cada párrafo leído me llenaba de una
tremenda paz interior al punto que no quedó ningún
rincón de mi cuerpo que no fuese sacudido por esa
corriente milagrosa.
¡Benditos los que son perseguidos, porque de ellos
es el reino de los cielos! le llegué ha escuchar decir.
Rodeado de barrotes, de pecados a los lados custodios de historias diversas y profanas- marchaba camino hacia la redención, entonces recordé los
vestigios de sangre que bordaban aquellas paredes
que fueron testigos silenciosas de mi inoportunidad.
Todo pasó en un instante, no sentí dolor alguno, aunque mis venas hayan sido invadidas por torrentes de
sustancias emponzoñadas.
“Al fin me había liberado del confinamiento”…
Cuando soñaba que mi alma por fin se alejaba de
su cuerpo hacía los ríos oscuros de la muerte, con el
terrible destino de ser un condenado errante sobre la
tierra, que padecería sed y hambre insatisfecha por la
infinitud: ¡ABRÍ LOS OJOS!, y con no menospreciada exaltación ya no estaban los barrotes; frente a
mí el cuadro de un hombre con aspecto griego, con
su dedo índice y medio en su corazón cubierto de
llamas brotándole del pecho; a mi derecha en la repisa
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un libro grueso y negro. Di unos cuantos pasos hacia
el baño y al ver mi rostro en el espejo ¡para mi sorpresa!… la misma cabeza lustrada, la nariz aguileña, las
mismas manos y ojos envejecidos de mi redención.
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Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
AURIGA
¡Preparen! Ordenaba la agreste voz sobre los veinte, al tiempo que rompía con la pereza de la tarde.
¡Apunten! Veinte fúsiles se erguían señalando al hombre de espaldas al muro bermellón. ¡Fuego! Y veinte
balas se desperdigaban al mismo tiempo, batiendo el
cuerpo contra la tosquedad del suelo. Sólo el calor se
cotejaba con tan detestable escena. El albor de la tarde
se hacía más intenso y la sangre de aquel hombre se
expandía vertiginosamente llegando hasta donde me
encontraba extenuado.
Sin noción alguna me encontraba en este aborrecible lugar, olores almizclados y sulfurosos lo inundaban, así como escombros monumentales que se
interponían en mi búsqueda de horizonte alguno,
los gritos y sus ecos jugaban con mis oídos en un
vaivén insoportable. El dolor fue copando lentamente
cada célula de mi humanidad, las nauseas vaciaron
mi estomago; la sangre seguía expandiéndose infinitamente y tras ella la oscuridad. Pronto la sangre se
convirtió en cenizas y luego en polvo, a la oscuridad
no se le escapó nada, cerré los ojos con la esperanza
de despertar.
Seguía allí extenuado, en el esfuerzo de recordar
el dolor transgredía mi cuerpo progresivamente, im-
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pidiéndome escapar de la agnosia. La luz se hizo, sorprendiéndome exactamente en el mismo lugar donde
presencie la grotesca escena, caminé a través de la
inclemencia del calor con los pedregosos centinelas a
mí alrededor. Miré mi reloj, eran las 3:15 p.m., ¿Por
qué se me hacía familiar la hora? Algo sólido truncó
mi andar, era el muro bermellón, intenté esquivarlo
bordeándole, pero si me desplazaba tantos pasos hacía
la derecha o la izquierda seguía encontrándome a la
misma distancia como si no hubiese avanzado nada;
pensé en saltar o escalar el mismo, intempestivamente el muro creció haciéndome sentir al tamaño de
una nimia hormiga. Sin duda alguna era el fin del
camino.
Al dar media vuelta veintiún seres de aspecto sepulcral emergían de la tierra, todos menos uno, fúsil al hombro; ¡Preparen! Ordenaba el de la agreste
voz sobre los veinte de rostros putrefactos. ¡Apunten!
Veinte fúsiles se erguían señalándome, mientras me
retorcía internamente en una mueca de horror plantado sin poder moverme. ¡Fuego! Y veinte balas se
desperdigaban al mismo tiempo batiendo mi cuerpo
contra el tosco suelo. Mi sangre se expandió trayendo
con ella la oscuridad, los gritos se hicieron presentes,
el dolor no dejó cuartel.
La luz me sorprende nuevamente en el mismo lugar, el hostigamiento y el dolor son partes inexecrables de mí. ¿Qué me trajo a este sitio? En mi reloj son
las 3:15 p.m. Tras un insufrible intento vienen a mí
las palabras del Caronte cuando pagué con el óbolo
correspondiente. Al cruzar las puertas me dijo:
-Te enfrentarás a tu infierno personal, un laberinto que
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
sólo a través de la autoexpiación que proviene del recuerdo
podrás encontrar salida.
Me es tan doloroso recordar, la conciencia me flagela sin tregua. Vuelven a emerger el muro bermellón
y los veintiún seres, la agreste voz rompe el silencio,
mi cuerpo vuelve a caer abatido sobre la tosquedad
del suelo…
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COLLAGE DE UN INSOMNE
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La casa abría sus puertas para recibir a la mujer, ya
estaba al corriente de su aroma y acento particular;
intimaban en un juego de espejos y facciones pleno en
vaivenes y gemidos leves, conmoviendo los cimientos, a la vez que descubrían una juventud perdida.
Todo ello es parte del ayer, hoy la casa es más profunda, extraña de sus pieles ha decidido aletargarse en
la erosión de los muros, sólo aquella mujer de acento
particular podrá florecerla como ningún otro alarife
puede.
La noche es una muerte segura, más aun cuando el
espacio vacío de la cama espera por ella. Desde el balcón el ocupante contempla una lejanía que se resiste
al exilio y un patio que nunca estuvo allí, es ahora en
la nostalgia que valora las tardes, allí sentados al amparo de las ramas del viejo roble dialogaban en torno
a la eternidad, a lo metafísico, a la irónica historia y
la caprichosa literatura. Ese árbol resquebrajadizo a la
orilla del muro le recuerda a un ser despreciable, que
contempla su vida esfumarse en la ojeras que cada
mañana le detalla el espejo.
Treinta y tres años no es buena edad para partir
dejando vacíos, expiaba las penas con goce y comprensión, lamentablemente sólo queda su recuerdo
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
cabalgando sobre las olas del olvido, algunas fotos y
uno que otro objeto que alimenta cierto fetiche con
vaho de ansias.
Hay ruidos de pasos sigilosos trepando por las paredes y moviéndose entre los pasillos, tal vez son voces que llegan de paisajes pasados, así como las risas
bajo el amparo de las sabanas y las lenguas acopladas
sorbiendo el alba, acompañada de un ¡Te quiero más
que a mi vida!, al que le seguían exigencias recíprocas por pedacitos de amor y un supuesto “ juramento
eterno”; como si fuese posible condensar la eternidad
entre dos miradas…
La mirada del inquilino se resiste a su palpable ausencia, aún espera que esa mujer viré su cuello inquieto por simple casualidad y consiga sonrisa anhelando
la trampa de su mirada, es absurdo pero los sueños se
van cuando a ellos les da la gana. Estos largos pasillos
van perdiendo objetos, ¿Será que emigraron con ella
o un ente extraño los sustrae? A ciencia cierta queda
sólo el destello de la luna atravesando las ventanas.
Una fuerza extraña lo toma por las muñecas, debe
defenderse, pero en ese estado la muerte siempre es
bienvenida, aunque vuelve en sí tal vez por la imagen
de sus rulos descansando sobre el pecho en vigilia,
reacomodándose la esperanza de que cruce las puertas
que siempre la han esperado. El invasor es más vigoroso, el hombre es un inútil en medio de la noche
contra la incertidumbre, su cuerpo es sacudido sin
misericordia contra el espacio, de las entrañas brota
un grito que corta la noche en dos, surgen entonces
ciertas objeciones de quien arremete más convenientes a un espectáculo de circo que a la contemplación
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del vejamen y la violencia. No queda más refugio que
la añoranza del regreso de esa mujer.
El piso húmedo con sus malezas hacen recordar
que ella nunca estuvo (ni él mismo fue dueño de su
vida), pero quedan las gracias por el disfrute entre
brazos, piernas y labios. El gallo eclosiona su canto y
hace recordar que es la hora propicia para las caricias
entre los cuerpos vencidos; pero eso ya no es posible,
la sangre que corre por debajo del cuerpo y lo distante que ahora se encuentra el balcón, es suficiente
para saber que no verá jamás a la mujer cruzar las
puertas, que anhelantes esperan su acento evaporador
de heridas.
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Daciel Pérez
LA CONFESIÓN DE LAS PAREDES
Soy la máscara
el amanecer
la ausencia
Manuel Da Silva, Inventario de silencios
Ayer tome la decisión. Me lo dijeron tantas veces.
Nunca como hoy las pocas horas de sueño requeridas por mi cuerpo me habían endosado tanto castigo,
sólo con ellas a mano puedo lidiar con tanta hambre
y angustia lacerante.
Como dice Coronel Urtecho “no todo el mundo
puede, en el momento dado, reconocer a su mujer y casarse
con ella”; pero sucede que después de seguirla a todos
lados ella te decreta muerte (que se llama olvido),
agregándole que para sucumbir de pena cualquier
esquina es buena, cualquier botella. Como puedes
metes quijada entre el pecho y partes a ningún camino, sin los pies y con la cabeza revuelta entre risas
y rabietas.
En esta habitación hay rastros de sacrificios copulares sobre las sábanas, manchas de cuerpos bajo la
cama, imágenes fragmentadas en grotescos reflejos;
pero eso no importa ya he tomado la decisión. Mi
cuerpo se topa con un fino y largo cabello oscuro,
inmediatamente me ocupa la tarea de recrear la ficha
técnica: profusa cabellera, espalda suelta, manos inquietas y hábiles, planicies y colinas, piel humedecida
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por la batalla de los cuerpos tendidos uno sobre el
otro… ¿busco variantes sísmicas en esta mujer?, ¿opiniones sagradas?, ¿desbordarme a gritos?...
Meditando en torno de esta divina obsesión me
doy cuenta que el silencio no necesita reclamar su
puesto como lenguaje, más allá del batir de alas de las
moscas se impone hondo y profundo en una sucesión
grotesca de ecos, profesando certezas ocultas que patean todo raciocinio valedero.
Por aquí pasaron Vanessa y Juan.
Considero harto ridículo dejar mensajes de ese
tipo sobre paredes de habitaciones desconocidas. Supongo por la reciente hora señalada que el cabello/fetiche pertenece a Vanessa; aunque el estado del baño
confiesa las irregulares (o las nunca en cuando) visitas
de la conserje; por tanto el cabello puede ser de María, Ana, Cristina, quién sabe.
Aquí estuvieron José y Vanessa.
La experiencia social de la desconocida comienza
a asaltarme con inevitable enfado, ha desgajado un
entrañable discurso, acalló el canto encendido de las
hojas renaciendo. No importa, ya tome la decisión.
Trato de dormir sin prestarle mucha atención a
las frases sobre la pared, que explotan como la última
hoja de adolescente cursi; sin embargo hay una que
me impresiona por la fina tinta púrpura y la esmerada
rúbrica:
En el peligro está lo excitante de la vida.
Y más adelante en idénticos caracteres:
Aquí Juan descubrió el sentido de la vida.
En apariencia inofensivas y sin destino alguno,
funcionan perfectamente como estructura proposi-
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
ción/derivación, que parte de lo verdadero y termina
en ese patio. A medida que me interno en el sueño
me agobian imágenes de espejos fragmentados, cerámicas bañadas en púrpura, sombras fijándose con
firmeza sobre mi cuello, son ríos de cabellos oscuros
muy hermosos. Es una sensación agridulce, inexplicablemente culposa y excitante, un astillero de fino
terciopelo.
En el peligro está lo excitante de la vida/Aquí Juan
descubrió el sentido de la vida
La excitación lleva mi mente hasta la confesión
muda de Juan con el cuchillo reverberando en sangre,
con ojos desorbitados de tanta excitación culposa en
el olor que lo llama desde la tina plagada de moscas.
En oleadas de transpiraciones comparto la excitación
de Juan, soy su cómplice en medio de tanto silencio.
Intempestivamente la puerta es derribada por
tres figuras uniformadas, dicen algo relacionado con
cuerpos desmembrados, pero desenfocados todos mis
sentidos por la excitación sólo logro captar una voz
gruesa que pronuncia:
- En el peligro está lo excitante de la vida. Aquí Juan
descubrió el sentido de la vida.
En medio del éxtasis como un autómata replico:
- Soy Juan y en el silencio está mi confesión.
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EL ARTE DE CAPTAR IMÁGENES
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Si había algo que le molestaba era la luz del sol tras
haber pasado su punto cenital, no tanto por la temperatura a esas horas -cosa que solventaría con unos
cuantos tragos- sino por como la cantidad de fotones
quemaban la película de su Nikon.
Por eso prefería la luz de las primeras horas de la
mañana, adecuadas para fijar el pulso de la ciudad: El
ajetreo de la gente, la heterogeneidad de coros humanos y automotores aglutinándose para formar la
voz de la calle, parecía un oso que intempestivamente
salía de su hibernación; de la noche sólo quedaba uno
que otro paseante ebrio de esquina a esquina con una
atroz canción en sus labios o insultando a quien lo
mirase por cierto instante.
La gente lo conocía como Martín, si tenía apellido
poco importaba, eso a pesar de su conocida reputación de vida nocturna. No llegaba al metro sesenta de
estatura, su voz aguda no inspiraba más que humor,
tenía una cintura que la farra le había pronunciado
cerca de los ciento veinte centímetros y un rostro
muy ajado. A parte de la cámara no poseía más que
un viejo LTD motor 8-en-V 3.08, que hacía las veces
de barra, o de techo si la noche lo sorprendía con el
capo abierto en una calle desconocida. Gozaba del
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Daciel Pérez
alquiler de un pequeño garaje en el que además de su
laboratorio, había una vieja colchoneta conseguida en
vaya usted a saber dónde. Sin embargo se podía decir
con total confianza que eso no le afectaba.
Lo único que le gustaba de las cuatro de la tarde
era el pequeño café bien cargado, en la pastelería de
los evangélicos; se sentaba cerca de la ventana para
contemplar la gama de colores de la luz natural al
pasar a través de los vidrios de la misma.
Una de esas tardes en el café, ese ruido de luz que
odiaba impactó en los ojos claros de una muchacha
como de diecinueve años, de cuerpo menudo y dedos
gráciles. Era nueva en el establecimiento, pero seguro
ya el dueño le había entrenado para servirle el café
al fotógrafo como a él le gustaba. Se quedó parada
frente a él esperando su impresión, conducta natural
de alguien en su primer trabajo; como buen fotógrafo
entendía el comportamiento humano a través de las
expresiones del cuerpo y el rostro, pero no hizo más
que precisar cuanto pesaba la bola de emoción que se
le atoraba en la garganta; tampoco pudo evitar que la
pequeña línea de su mirada se expandiera hasta dos
grandes esferas que hicieron que ella se sonrojara y se
retirara cortésmente con la bandeja de servir apostada
a su pecho entre sus brazos.
Un montón de imágenes cruzaron en cuestión
de segundos por la mente del fotógrafo, emociones
que explotaban una tras otras, como cuando miraba los juegos de Caracas vs. La Guaira, por allá en
los ochenta. Pero ninguno, absolutamente ninguno
le había producido una sobrecarga emocional como
los ojos de esa muchacha. Se levantó y pensó alzarse
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con la Nikon y fijar para siempre sus ojos, pensó hacer
planos cerrados a sus manos, pensó, pensó y siguió
pensando… pero su pulso no le permitiría apretar con
la calma del profesional el disparador de su cámara.
De ese segundo en que el mundo había girado sobre si
mismo para detenerse en ese encuentro fortuito todo
empezó a correr a velocidades siderales.
Ella se le acercó y le preguntó con cierta preocupación, pero no más allá de la que puede originar un
cliente ¿No va a tomarse su café?
-No… digo si… No hay nada con el café es sólo
que… que… me, este… he estado un poco ajetreado. Pero Ud. tranquilícese, yo me sentaré aquí como
siempre. Vuelva a sus labores.
Cuando ella se giró él se armó de valor e ingenió
una estratagema para preguntarle su nombre, pero
mientras izaba la taza de café, observó en sus manos
los profundos surcos de las palmas y las cicatrices del
dorso, además de precisar en el espejo que jamás le
había importado su grotesca figura. Mas como ya la
había advertido al girarse nuevamente hacía él, al fotógrafo no le quedó más que preguntarle:
-¿Cómo hizo para saber que me gusta cargado el
café?
-Nuestra prioridad es el cliente. Ella volvió a girar
y se retiró con la bandeja de servir apostada sobre su
pecho y encerrada entre sus brazos, y aquellas palabras interpretadas en el tono de cualquier franquicia
comercial, le parecieron tan duras y vacías. Él se sentó por un minuto sin pensar en nada, con la mirada
hacía la taza de café, que reposaba entre la mesa y
sus nuevas manos. Echó mano al bolsillo y sacó un
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
avejentado billete, dejándolo sobre la mesa, se terció
la Nikon al hombro y partió a paso suave, en silencio
y sin voltear hacía el mostrador por miedo a caerse de
sus piernas por culpa de esos ojos.
Subió al LTD, como de costumbre el auto no quiso arrancar, trató de realizar la ceremonia de siempre:
arranque, bornes, carburador, correa,… pero esta vez
no se sentía tan cómodo como para pernoctar en él,
menos frente al café; así que bajó el capó y lo dejó
allí. Tomó rumbo hacía la licorería de la Bolívar, que
era lo más cercano y gastó lo que le quedaba de efectivo. Llegó a la plaza, se sentó cerca del monumento
y cuando destapó su botella la miró con cierto recelo. Se le acercó uno de esos paseantes de esquina
a esquina con un aliento etílico peor al suyo, con la
intención de pedirle un sorbo, Martín que entendía la
conducta humana al punto de anticiparla se adelantó
y le donó la botella entera.
-Tome familia, Ud. lo necesita más que yo
Martín partió con el sol muriendo en el horizonte,
mientras le dolían sus nuevas manos, su nueva cintura.
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EL BOMBILLO ROJO
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Siempre hay un bombillo rojo entre las fantasías
nocturnas de todo adolescente, figurándose soldadito
vencedor entre subastas de sexo, a la espera del ritual de iniciación. Luego de aquel 12 de octubre las
noches de mi barrio siempre tuvieron su bombillo
rojo, específicamente en una casa verde al final del
callejón contiguo a la mía. Lamentablemente el origen de esa luz no se debía a una casa de citas, allí sólo
se prostituían narices en busca de raciones extras de
dopamina y serotonina.
La dueña del negocio era una mujer morena pasada de los treinta y algo. Recuerdo que se llamaba
María y que fueron contadas las veces que la vi en
una pose que no fuera sentada, semblante al suelo
apoyado sobre las dos palmas, con los codos sobre las
rodillas. También recuerdo que sólo la vi una vez a
los ojos, fue un domingo mientras conversaba con
unos compañeros del equipo de beisbol, ella llevaba
una bolsa de pan mientras Sergio, el mayor de sus
cuatro hijos, la seguía con una olla de sopa; esa vez
la sonrisa a medio camino delató su sorpresa cuando
la saludé; fue Sergio -al que nunca vi en la escuela o
en el campo de juego- quien me preguntó sino compraba una taza. Era raro pero hasta ese momento no
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
había notado que a pesar de su estatura -algo menor
a la mía- por las facciones de su rostro posiblemente
tenía mi edad, además que jamás había compartido
con él más que ese instante.
Para cuando llegué al barrio, junto a la oleada de
nuevos pobladores, María tenía tiempo viviendo en
la casa verde. Mi padre solía decir que en esta forma
de éxodo e intercambio cultural afloraba la solidaridad de la gente, que en estas situaciones el carro que
conducías o la marca de tus prendas no importaba,
porque todos encajábamos en la situación de nuevos, que nos necesitábamos los unos a los otros. No
pasó mucho tiempo entre el cambio de linderos de
alambrada a paredes de bloque de catorce hiladas, la
popularización de cercas eléctricas y la aparición de
razas de perros de más de cuarenta kilos. Creo que mi
padre no conoció bien a sus vecinos.
Mucho se hablaba que por culpa de ese bombillo
rojo las noches estaban vedadas, pero cuando se decía
algo de María se hablaba entre dientes, sólo se afirmaba con claridad que en su pasado si había un bombillo
rojo, de allí el apodo de “La Pantera Zumosa” y de
allí también que mi madre nunca le permitió a papá
ayudar a María a levantar el porche que nunca fue.
La mañana de aquel 12 de octubre perturbó a todos los contiguos al callejón de la casa verde; los ojos
se extendían más allá de las ventanas, aunque en el
pasado siempre se hicieron de la vista gorda a la situación. Los gritos desgarraban la mañana, no tanto por
la puerta en el suelo sino por el sollozo infantil que
reposaba sobre el pecho de María.
-Callen a esa puta -alcancé a escucharle a uno de
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los policías- Cállenla coño o le meto el rolo por el
culo, pa’ que tenga razón.
-Páguenme mi puerta malditos, páguenme mi
puerta…
Vi que dos agentes sacaban esposado de la casa a
un hombre de mirada serena, un poco alto y de manos grandes; el tercero de los agentes llevaba entre las
manos dos paquetes envueltos en cinta de embalaje.
El oficial a cargo del allanamiento tomó uno de los
paquetes y lo atravesó con una navaja, del polvo blanco que salió tomó un poco con la yema de sus dedos
y lo llevó a la lengua.
Esa mañana pensaba ir a trotar para llegar a tono
al juego de la tarde, lamentablemente las últimas palabras de María no me lo permitieron. Me la imaginé
tratando de preparar el desayuno, con un cigarro para
los nervios y una lágrima descendiendo hasta evaporarse en la sartén.
Una vez en el juego, durante siete innings no hacía más que recordar la puerta de la casa verde en
el suelo. El coach me entregó el 36 y me dijo que
por mi condición de derecho esperara la recta afuera,
“mueve el corredor hasta tercera, sólo concéntrate en
la maldita recta afuera”. No sé si fue de tanto pensar
en María que empecé a valorar oportunidades, luego
de dos lanzamientos adentro aún esperaba la recta
afuera, el lanzador presentía mis intenciones, así que
decidió engañarme con un lanzamiento quebrado en
la esquina externa, pero se le quedó alto, en un ángulo lo suficientemente bueno para extender los brazos
en un swing ascendente. La pelota terminó en línea
tendida a dos metros por encima del left. Al coach
Inducciones desde el banquillo
Daciel Pérez
no le gustó mucho, pero al final fueron las carreras
de ventaja.
Luego de celebrar partimos de regreso. Por vivir
en la última cuadra del barrio me tocaba llegar solo.
Del callejón se dirigieron con agilidad hacia mi andar
dos figuras, una de ellas colocó la escopeta recortada
sobre mi frente, mientras la otra me sacaba la cartera
y me despojaba del 36 y el rawling.
-Tranquilo viejo. Tranquilo… ya no le puedes pedir más a la vida, diste un buen coñazo viejo, de paso
pa’ gana el juego. Tranquilo, esto va a ser rápido
No importaba que tan rápido me prometiera que
iba ser el trayecto de la bala hasta mi frente; los sonidos llegaban como en estéreo, podía escuchar mi
pulso y sentía el olor de la calle.
-“Psss… se volvieron locos, dejen a ese muchacho.
No ven que no me conviene que roben a la gente o los
maten; así los clientes no vienen y voy a quebrar. A
ustedes no les conviene eso. Dejen a ese muchacho”.
La escopeta fue apartada con lentitud de mi frente,
el tipo me miró fijamente como tratando de buscar
más miedo en mis ojos, el otro se quedó con mis pertenencias; los tres se retiraron entre las sombras del
callejón. Lo primero que explotó en mi memoria fue
“Dios te salve María…”
A la mañana siguiente decidí salir a trotar. En la
puerta de la casa habían dejado la cartera, el bate y el
guante. Los guardé y decidí pasar por la casa verde,
para agradecer el gesto, pero la patrulla estacionada
en su frente me detuvo, noté a dos policías en actitud
de espera, sobre unos muebles apoyados en la pared
que nunca fue. Eran los agentes del allanamiento, fal-
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taba uno de ellos; entonces noté uno de los muebles
vacíos y la ausencia de María.
Después de ese 12 de octubre, a eso de las diez se
enciende el potente bombillo rojo en la casa verde
del callejón contiguo a la mía. Desde ese entonces me
imaginé policía sobre su espalda, viniéndome en un
Dios te salve María.
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Indice
LA VISITA EN EL ESPACIO
ANTES DEL AMANECER
LA CASILDA DE PASO LARGO
HISTORIA PARA ESCRIBIR EN SERVILLETA
DESDE EL BANQUILLO DEL ACUSADO
AURIGA
COLLAGE DE UN INSOMNE
LA CONFESIÓN DE LAS PAREDES
SOBRE EL ARTE DE HACER IMÁGENES
EL BOMBILLO ROJO
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Fundación Editorial El perro y la rana
Imprenta Regional Cojedes
Consejo Editorial Popular Estado Cojedes:
Aurymar Granadillo
Especialista en Gestión Cultural - Area del Libro y la Lectura
Deibi Díaz
Red de Escritores de Venezuela - Capítulo Cojedes
Eduardo Mariño
Diseño Gráfico y Edición
José Baute
Impresión y Montaje
Esta edición de 500 ejemplares se culminó en enero de 2009
en la Imprenta Regional Cojedes
de la Fundación Editorial "El perro y la rana"
En su impresión se usaron tipos Linotype Univers y Bembo
Daciel Pérez (San Carlos, 1986). Narrador
y Promotor de Lectura. Miembro de la
Red Nacional de Escritores. Ha trabajado
con el Centro Nacional del Libro como
tallerista y organizador de diversos
eventos en la región. Dirigió el taller
para reclusos “Lectura contra Rejas” de
la Casa Nacional de las Letras “Andrés
Bello”, en el Comando de Policía del
Estado Cojedes. Finalista del II Concurso
Iberoamericano de Minicuentos “El
Dinosaurio”, auspiciado por el Centro
“Onelio Cardoso” de Cuba. Parte de su
obra ha sido publicada en diversos medios
de la región y blogs de internet. Aparece
en la III Antología de Jóvenes Escritores
(Fundalea-Mérida, 2007).
La narrativa breve suele definirse como un arte del
asombro. Daciel Pérez nos ofrece en su primer libro una
decena de cuentos que tienden a la maravilla, no sólo en la
línea argumental sino en la manera en que el lenguaje va
descubriéndole al lector los diversos elementos compositivos.
Inducciones desde el banquillo se incorpora así a la larga
tradición de la narrativa escrita en Cojedes.
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