CHIERI La ciudad de Chieri está situada a doce kilómetros de Castelnuovo y a diecisiete de Turín. Es capital de la provincia. En tiempos de Juan Bosco tenía unos 13.000 habitantes, y su principal actividad económica era el hilado del algodón y la seda. El núcleo central de la ciudad, el más antiguo, todavía conserva el sello medieval típico. Abundan las iglesias y monumentos. En uno de ellos, el palacio Tana, vivió san Luis Gonzaga durante algún tiempo. Don Bosco llegó a Chieri en otoño de 1831, con dieciséis años y se marchó en 1841, ya sacerdote, a punto de cumplir los veintiséis. Diez años llenos de juventud y de vitalidad. Los diez años de su juventud en Chieri fueron decisivos en su vida y dejaron en él una huella imborrable. La vida de Juan Bosco en Chieri tiene dos dimensiones complementarias: -La exterior: estudios, trabajos, actividades, anécdotas. -La interior: maduración humana y espiritual, progresiva opción vocacional. Cronológicamente hay que distinguir dos grandes etapas sucesivas: - La de estudiante, en la escuela pública. - La de seminarista, en el Seminario, como preparación al sacerdocio. El trabajo, la asidua dedicación al estudio, la fidelidad a los propios deberes, la amistad con compañeros ejemplares, la alegría y los juegos, la obediencia a sus guías espirituales, un trabajo espiritual constante, una vida cristiana generosa y coherente, fueron elementos que ayudaron a Juan Bosco a madurar humana, cristiana y apostólicamente. Es importante esta observación de Juan: "Para mí, el acontecimiento más importante fue la elección de un confesor fijo, el sacerdote Maloria". Un aspecto fundamental en la vida del joven Juan Bosco en Chieri fue su empeño constante de buscar la vocación que Dios quería confiarle. Y manifestó siempre una decidida actitud de seguirla con total generosidad. Juan Bosco estudiante (1831-1835) La decisión de ir a estudiar a Chieri fue un gran acierto, ya que las Escuelas de la ciudad tenían merecido prestigio intelectual. Pero vivir en Chieri suponía un gasto que Mamá Margarita no podía sostener. Para no cargar a su madre, Juan, armándose de valor, comenzó pidiendo ayuda, limosna, a sus vecinos de I Becchi, que le dieron algo de dinero o productos del campo. En Chieri, haciendo diversos trabajos o dando clase de repaso a sus compañeros o ganando becas logró pagar sus estudios, pensión y gastos personales. Al final de su vida afirmó: "Siempre he tenido necesidad de todos". Don Bosco fue quizás el mayor pedigüeño del siglo XIX, buscando siempre hacer el bien a los más necesitados. Pero fue, al mismo tiempo, la persona más cordialmente agradecida a sus bienhechores. En los primeros meses de su estancia en Chieri, sufrió la humillación de pasar literalmente hambre, cuando estaba en pleno crecimiento, a sus dieciséis años. Un compañero suyo llamado José Blanchard, cuando tenía pan y fruta, se los daba: "Toma, Juan, que te hará bien". Don Bosco volvió muchas veces a Chieri, también cuando era un personaje muy conocido. Un día, se encontraba con algunos sacerdotes sobre la escalera de entrada al colegio de las Hijas de María Auxiliadora, y se dio cuenta de que por el otro lado de la calle pasaba José Blanchard. Lo llamó y delante de todos contó, con emocionada gratitud, todo el bien que había recibido de él. Después le invitó a hacerle alguna visita en el Oratorio de Turín. Desde los dieciséis hasta los veinte años, Juan Bosco vio pasar el tiempo con gran rapidez. Se dedicó con interés y tesón al estudio, avanzando rápidamente. Con su simpatía, responsabilidad y espíritu de servicio se ganó el respeto y el afecto de compañeros y profesores. En esos años cultivó profundas amistades entre sus compañeros, fundando con ellos La Sociedad de la Alegría. En esta época se planteó con toda responsabilidad su opción vocacional, pero no le fue fácil encontrar el camino. Eso le exigió un verdadero trabajo de maduración. Eligió un confesor fijo, que le ayudó a ser un buen cristiano, pero que no quiso meterse nunca en cuestiones de vocación. Juan Bosco echó de menos una persona que se hubiese interesado por su vocación. "¡Oh, si entonces hubiera tenido un guía que se hubiese ocupado de mi porvenir! Hubiera sido para mí un gran tesoro; pero ese tesoro me faltó". Aconsejándose consigo mismo, se decidió a ingresar en la orden franciscana y fue aceptado en el convento de la Paz. El párroco de su pueblo no estaba de acuerdo y quiso convencer a Juan, a través de Mamá Margarita, de que renunciara al convento y entrara en el Seminario, porque así le podría ayudar a ella cuando fuera anciana. La madre fue a Chieri y le dijo a Juan: "Piensa bien el paso que vas a dar. Sigue tu vocación sin mirar a nadie. Lo primero es la salvación de tu alma. El párroco quiere que te haga cambiar de idea. Pero no pienses en mí. En ese asunto no entro, porque Dios es antes que todo. Yo soy pobre, pero si por desgracia llegaras a ser rico, nunca iría a verte". Mamá Margarita intuyó la vocación sacerdotal de su hijo desde que era pequeño, le ayudó a estudiar, le animó siempre en su vocación y, cuando Juan llegó a sacerdote, pasó los diez últimos años de su vida compartiendo con él el trabajo agotador de atender a los chicos pobres del Oratorio. Margarita fue madre de Juan Bosco y su mejor colaboradora. Juan pidió consejo a dos sacerdotes, don Comollo, tío de Luis Comollo, y don Cafasso. Los dos le animaron a entrar en el Seminario. Don Comollo le aconsejó que siguiera reflexionando y rezando. Dios le haría conocer lo que quería de él. Don Cafasso le animó a confiar en la Providencia de Dios, y él mismo actuó en nombre de la Providencia ayudando económicamente a Juan. Además, pocos días antes de ingresar en el convento de la Paz, Juan tuvo un sueño donde escuchó: "Tú buscas la paz y aquí no vas a encontrarla. Dios te prepara otro lugar, otra mies". Todos esos hechos le animaron a entrar en el Seminario. Así encontró la paz. Dentro de las condiciones personales e históricas, que son irrepetibles para cada persona, Juan Bosco como niño, preadolescente, adolescente y joven, como trabajador y estudiante, como animador de la Sociedad de la Alegría, como buscador de su vocación, presenta rasgos de verdadero modelo. Lo que él recomendó después a la juventud fue el primero en vivirlo. La Iglesia le ha reconocido como Padre y Maestro de la juventud. Juan Bosco seminarista (1835-1841) Mamá Margarita, antes de que Juan fuera al Seminario, le dijo unas memorables palabras: "Honra siempre tu sotana de sacerdote. Prefiero tener un hijo que sea un pobre campesino, que no un sacerdote que descuida su deber. Cuando naciste te consagré a la Virgen, después te recomendé su devoción. Ahora sé todo suyo. Y si llegas a ser sacerdote, propaga siempre la devoción hacia ella". Juan Bosco vistió la sotana y entró en el seminario el año 1835, cuando tenía veinte años. El ritmo de vida y de trabajo del Seminario estaba marcado por un reglamento detallado y exigente. La actividad comenzaba a las 5,30 en invierno y a las 4,30 en verano, para concluir a las 22,00. Hay que tener en cuenta que a Italia llega el sol una hora antes que a España. El estudio, la oración, la obediencia y la disciplina eran las columnas de la formación de los seminaristas. A Juan Bosco, acostumbrado a una vida dura pero viva, espontánea, alegre, le costaron no poco los cinco años de Seminario. Aceptó aquel ambiente con buena voluntad, como una etapa de preparación imprescindible para recibir la ordenación sacerdotal. Avanzó mucho en el estudio y en el compromiso ascético y espiritual. Hoy no podemos comprender cómo entonces los seminaristas comulgaban sólo los domingos y las fiestas. Por tanto, no se daba la comunión en la Misa diaria del Seminario. Juan Bosco y otros, bastantes veces en el tiempo del desayuno, se acercaban a la vecina iglesia de san Felipe Neri a comulgar, y después iban directamente a su clase. Él escribió después: "La comunión fue el alimento principal de mi vocación". Aunque consiguió buenos resultados, el esfuerzo y los sacrificios que hizo fueron tales que un par de veces su vida corrió serio peligro por problemas de salud. En los exámenes se daba un premio de sesenta francos al que en cada curso obtuviera las mejores calificaciones por estudio y comportamiento. Juan Bosco consiguió ese premio los seis años que estuvo en el Seminario. Con otros trabajos y con la ayuda de don Cafasso, logró reunir el dinero para pagar su pensión y gastos personales. Juan no renunció a sus dotes naturales de simpatía y de alegría ni tampoco rompió las relaciones con sus amigos de la Sociedad de la Alegría. Consciente o no, fue forjando la figura de sacerdote ideal que tenía desde niño: un sacerdote sociable y afectuoso, consagrado totalmente al bien de los jóvenes. * Iglesia de San Antonio y Sociedad de la Alegría Los domingos y días de fiesta, la Sociedad de la Alegría se reunía en la iglesia de san Antonio, dirigida por los Padres Jesuitas, que daban excelentes lecciones de Catecismo, contando hechos y ejemplos que Juan Bosco recordó toda la vida. La Sociedad de la Alegría era una especie de Club de Amigos, reunidos en torno a Juan Bosco, que se encontró así a la cabeza de un grupo selecto de jóvenes, que eran como la levadura dentro de la gran masa de estudiantes. Cada uno se proponía organizar juegos, mantener conversaciones y leer libros que contribuyeran a la alegría de todos. De común acuerdo, adoptaron este sencillísimo reglamento: - Evitar toda conversación y toda acción que no sea digna de un buen cristiano. - Cumplir exactamente con los propios deberes escolares y religiosos. - Estar alegres. Un momento mágico e inolvidable en la historia de la Sociedad de la Alegría fue el desafío en que, sin pretenderlo, se vio envuelto Juan con un saltimbanqui profesional, que era la admiración de la ciudad. Ese hecho hizo época en Chieri. Juan tenía entonces veinte años. El desafío consistió en una carrera a lo largo de la ciudad, con una apuesta de 20 liras, que reunieron los miembros de la Sociedad de la Alegría. Juan ganó la apuesta, lo que dolió al saltimbanqui en el bolsillo y en su honrilla profesional. Pidió la revancha: saltar un arroyo, apostando esta vez, 40 liras. Volvió a ganarle Juan, y ello recalentó al saltimbanqui. Nueva revancha y nueva apuesta, 80 liras. Juan hizo pasar una varita desde la mano al brazo y hasta la cara, deshaciendo después el camino; al saltimbanqui se le cayó. Como último recurso, el saltimbanqui, furioso, apostó todo lo que tenía, cien liras, en una nueva prueba: trepar lo más alto posible a un árbol. Juan le volvió a ganar en medio del clamoroso regocijo juvenil. El saltimbanqui quedó humillado y en la ruina. Apenados por la situación, los miembros de la Sociedad de la Alegría arreglaron generosamente el asunto: gastaron 25 liras en una merienda a la que invitaron al saltimbanqui, y le devolvieron 215, ¡un tesoro! Todos contentos: los jóvenes disfrutaron lo indecible, el saltimbanqui se libró de la ruina y Juan Bosco, un estudiante, se cubrió de gloria al vencer cuatro veces a todo un profesional. Juan Bosco en aquellos años de estudiante se dedicó al canto, al piano, a la declamación, el teatro. Le gustaba divertirse con los naipes, las bolas, las chapas, los zancos, los saltos, las carreras, los juegos de manos.