El sentido de la evaluación Por: Por Francisco Cajiao | 7:35 p.m. | 22 de Noviembre del 2010 Una oportunidad excepcional para reflexionar sobre la función social de los maestros y de las instituciones escolares. Cuando se acude al médico, lo primero que se recibe es un diagnóstico que el profesional realiza a partir de la historia clínica del paciente y un conjunto de exámenes y pruebas orientadas a establecer las posibles causas de sus dolencias. A nadie se le ocurriría que luego de esta evaluación se le dijera algo así: "Usted está mal, tiene problemas de tensión arterial, alto el colesterol, le funciona pésimo el hígado... si sigue así se va a morir muy pronto. Vea a ver qué hace, va a tener que hacer esfuerzo para mejorarse". Estoy seguro de que ninguna persona normal aceptaría semejante fallo de alguien cuya obligación es encontrar un camino para recuperar la salud. No se acude al servicio de salud para recibir una calificación, sino para recibir la ayuda necesaria de acuerdo con el conocimiento de que disponen los médicos y que les otorga la condición de profesionales idóneos, capaces de garantizar la vida. Lo que sigue de la evaluación clínica es un conjunto de "remedios", que a lo mejor incluyen algunas reconvenciones por malos hábitos, pero también terapias específicas, medicamentos y nuevas pruebas que hagan seguimiento de la efectividad de las recomendaciones y la precisión del diagnóstico inicial. Algo similar debe ser la evaluación escolar: un diagnóstico que conduzca a fórmulas y estrategias pedagógicas que permitan superar los problemas propios del aprendizaje. Esto es lo que hace que un maestro se comporte como un profesional, ya que el saber científico y pedagógico del que dispone por su preparación le debe dar las herramientas para identificar las dificultades de sus estudiantes y proponer caminos que los conduzcan en una ruta de superación permanente. Desde luego, no es tarea sencilla. Son justamente los niños y niñas con mayores problemas los que ponen a prueba la capacidad pedagógica de los maestros y de las instituciones. Por eso, quienes hemos pasado muchos años en las aulas de primaria y secundaria recordamos con especial afecto esos casos difíciles que nos obligaron a leer, a estudiar, y que salieron adelante. Y también recordamos con dolor aquellos que perdimos por el camino porque no fuimos capaces de hallar la forma de ayudarles. Siguiendo con el símil de la salud, no habría mérito en los hospitales si todos allí llegaran sanos. A los colegios llegan miles de niños y jóvenes agobiados de problemas: los específicos de aprendizaje, dificultades originadas por la pobreza, conflictos familiares, maltrato, limitaciones físicas... Para lidiar con esto y garantizar el derecho que todos ellos tienen de aprender y convertirse en ciudadanos y seres humanos dignos, se necesitan profesionales preparados, capaces de comprometerse con conocimiento y consagración a esta tarea, que garantiza la vida y el ejercicio de los demás derechos. El final de este año, con la polémica que se ha abierto en torno a la reprobación del curso de miles de estudiantes, es una oportunidad excepcional para reflexionar sobre la función social de los maestros y de las instituciones escolares, así como sobre el grado de profesionalidad que hemos logrado a través de las últimas décadas. Conviene que esta reflexión se extienda a las universidades que los preparan y a los mecanismos tradicionales de capacitación, que en muchos casos son inútiles y costosos. Es hora de valorar el saber de los maestros y las instituciones que lo hacen bien, por encima de quienes creen saber las respuestas sin contar con experiencia práctica. Y, desde luego, revisar muy seriamente el sentido de una evaluación tradicional, que hace un juicio final expresado en una nota antes que un diagnóstico permanente y enriquecedor. Por Francisco Cajiao