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La Expiación Infinita por Callister

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Originalmente publicado bajo el título de The Infinite Atonement, © 2000 Tad R. Callister
Inglés © 2000 Tad R. Callister
Español © 2017 Deseret Book Company
Todos los derechos reservados. Este libro no es una publicación oficial de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días. El autor se hace responsable de los puntos de vista aquí expresados, los cuales no representan, necesariamente, la posición
de la Iglesia ni la de la Compañía Deseret Book.
Deseret Book constituye una marca registrada de Deseret Book Company.
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Library of Congress Cataloging-in-Publication Data
Names: Callister, Tad R., 1945– author.
Title: La expiación infinita / Tad R. Callister.
Other titles: Infinite atonement. Spanish
Description: Salt Lake City, Utah : Deseret Book, [2017] | Includes bibliographical references and index.
Identifiers: LCCN 2017013624 | ISBN 9781629723648 (paperbound)
Subjects: LCSH: Jesus Christ—Mormon interpretations. | Atonement—The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints. | The
Church of Jesus Christ of Latter-day Saints—Doctrines.
Classification: LCC BX8643.A85 C3518 2017 | DDC 232—dc23
LC record available at https://lccn.loc.gov/2017013624
Printed in the United States of America
LSC Communications, Crawfordsville, IN
10 9 8 7 6 5 4 3 2 1
Este libro ha llegado a ti como obsequio y sin ningún beneficio económico para mí, sólo el
beneficio de saber que más hermanos míos pueden conocer las bellezas doctrinales que
hay en este libro. Te pido encarecidamente que tú tampoco le des fines de lucro.
Fernando Illanes
Contenido
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
¿CUÁL ES LAIMPORTANCIA DE LA EXPIACIÓN?
¿POR QUÉ ESTUDIAR LA EXPIACIÓN?
¿PODEMOS COMPRENDER PLENAMENTE LA EXPIACIÓN?
¿QUÉ FINALIDAD TIENE LA EXPIACIÓN?
LA CAÍDA DE ADÁN
LA RELACIÓN ENTRE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN
LAS CONSECUENCIAS SI NO HUBIERA HABIDO EXPIACIÓN
LA NATURALEZA DE LA EXPIACIÓN
INFINITA EN LA DIVINIDAD DEL ELEGIDO
INFINITA EN PODER
INFINITA EN TIEMPO
INFINITA EN COBERTURA
INFINITA EN PROFUNDIDAD
INFINITA EN SUFRIMIENTO
INFINITA EN AMOR
LA BENDICIÓN DE LA RESURRECCIÓN
LA BENDICIÓN DEL ARREPENTIMIENTO
LA BENDICIÓN DE LA PAZ MENTAL
LA BENDICIÓN DEL SOCORRO
LA BENDICIÓN DE LA MOTIVACIÓN
LA BENDICIÓN DE LA EXALTACIÓN
LA BENDICIÓN DE LA LIBERTAD
LA BENDICIÓN DE LA GRACIA
¿QUÉ RELACIÓN TIENEN LAS ORDENANZAS CON LA EXPIACIÓN?
¿QUÉ RELACIÓN HAY ENTRE LA JUSTICIA, LA MISERICORDIA Y LA EXPIACIÓN?
¿FUE LA EXPIACIÓN NECESARIA, O HABÍA OTRA MANERA?
AGRADECIMIENTO POR LA EXPIACIÓN
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
Deseo expresar mi gratitud más profunda a las siguientes personas por sus
comentarios sinceros e inmensamente útiles y por darme su apoyo:
A mi esposa Kathy y a nuestros hijos y a sus cónyuges— Kenneth y Angela
Dalebout, Richard y Heather Callister, Nathan y Bethany Callister, Robert y
Rebecca Thompson, Jeremy Callister y Jared Callister—, por su paciencia y por
su buena voluntad a la hora de decirme, no solo lo que quería oír, sino lo que
necesitaba saber. Han sido una red de apoyo valiosísima que, además de
animarme, ha hecho oportunas aportaciones a lo largo del proceso.
A mi secretaria, Julie McLaren, quien durante dieciocho años ha
mecanografiado múltiples manuscritos, ha investigado, debatido numerosas
cuestiones conmigo y hecho comentarios constructivos reiteradamente en materia
de estilo y contenido, amén de haberme animado de principio a fin.
A mi hermano, Douglas L. Callister, cuyos conocimientos doctrinales son
amplios y me ayudó a refinar y a temperar mi manera de pensar y mis juicios
sobre multitud de asuntos doctrinales críticos y difíciles.
A Howard y a Joyce Swainston, quienes me sugirieron con valor que releyera el
manuscrito en voz alta delante de otras personas y participaron con paciencia y
cuidado en el proceso mismo. Hicieron aportaciones importantes con frecuencia,
aprovechando para ello sus profundos conocimientos culturales y espirituales.
A todos los que enumero a continuación por leer el manuscrito y aportar tanto
con sus penetrantes y perspicaces comentarios: Joseph Bentley, Stephen R.
Callister, Stephen M. D’Arc, Cathie Humphries, Ty Jamison, Paul A.
Manwaring, Thomas M. Pearson y John S. Welch.
A Randall Pixton, de Deseret Book Company, por los sobrios diseños de la
portada y el interior del libro; a Tonya Rae Facemyer y a Laurie C. Cook y a
Rachael Ward por su tipografía profesional; a Jay Parry por su meticulosa
revisión, unas extraordinarias dotes editoriales y su sensibilidad en la enseñanza
de la Expiación en toda su pureza.
TAD R. CALLISTER
NOTA DEL TRADUCTOR
En un artículo publicado en la revista BYU Studies, Joseph G. Stringham afirma
que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es una iglesia de
«citadores»1. La obra que el lector sostiene en sus manos es un excelente ejemplo
de ello en razón de las numerosas citas escriturarias, doctrinales y literarias que
abundan en sus páginas. Cuando ha sido posible, he procurado emplear
traducciones ya publicadas de las obras citadas en el original para su inclusión en
la versión en español. En dichas citas, tanto el título como los números de página
que figuran en las notas al final de los capítulos —así como las referencias
bibliográficas— se corresponden con las ediciones traducidas. Los títulos
aparecen, por tanto, en español. Por el contrario, en los casos en los que no ha
sido posible encontrar una traducción ya publicada, o cuando he optado por
aportar mi propia traducción del fragmento citado por el autor, se conservan el
título en inglés y los números de página de las ediciones originales.
SAMUEL LÓPEZ ALCALÁ
NOTA
1. Quote-users en el original. Véase Joseph G. Stringham (1981), «The Church and
Translation», BYU Studies Quarterly, vol. 21, núm. 1, artículo 5, 79.
PRÓLOGO
Sencillamente, algunas cosas son más importantes que otras. Incluso algunas
doctrinas, que por otra parte pueden dar lugar a conversaciones interesantes y
entretenidas, deben quedar en segundo plano y dejar sitio a doctrinas más
fundamentales y fundacionales. Y así sucede con la Expiación de Jesucristo. La
Expiación es el acto principal de la historia de la humanidad, el punto de
inflexión de las eras, la doctrina por excelencia. Todo lo que hacemos y todo lo
que enseñamos debería estar anclado de alguna forma en la Expiación. El
presidente Boyd K. Packer testificó: «La verdad, la gloriosa verdad proclama que
existe un Mediador. Mediante Él se puede extender la misericordia a cada uno de
nosotros, sin temor a ofender la eterna ley de la justicia», y continúa afirmando:
«Esta verdad es la raíz misma de la doctrina cristiana. Mucho podéis saber del
evangelio al ramificarse desde allí, pero si solamente conocéis las ramas y esas
ramas no tocan la raíz, si han sido cortadas del árbol de esa verdad, no habrá
vida, ni substancia, ni redención en ellas». (Conference Report, abril de 1977,
80).
A ello se debe sin duda que el profeta José Smith se refiriera a la resurrección y
a la Expiación como principios fundamentales de nuestra religión, con «todas las
otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente dependencias de
esto» (Enseñanzas del Profeta José Smith, 67). Una dependencia es un elemento
extra, una sección subordinada, dependiente de otra entidad. Doctrinas tan
notables como la existencia premortal y postmortal del hombre, la salvación de
los muertos y el conocimiento de los múltiples grados de Gloria en el más allá…
Tales doctrinas aportan vitalidad y sustancia a nuestro conocimiento del plan del
Padre y proporcionan respuestas a preguntas que se llevan planteando durante
siglos en el mundo religioso. Sin embargo, estas doctrinas tienen sentido para
nosotros únicamente por la mediación y la Expiación de Jesucristo.
Por esta razón, dado que la Expiación se encuentra en el centro mismo de lo
que hacemos, es vital que la estudiemos, la entendamos y la apliquemos. El élder
Bruce R. McConkie aconsejó con seriedad: «Ahora, la expiación de Cristo es la
doctrina más básica y fundamental del evangelio; y de todas las verdades
reveladas, es la que menos comprendemos. La mayoría de nosotros tenemos un
conocimiento superficial y dependemos de la bondad del Señor para ayudarnos a
superar las tribulaciones y los peligros de la vida. Pero si hemos de tener la fe de
Enoc y de Elías, debemos creer lo que ellos creyeron, saber lo que sabían y vivir
como vivieron. Quisiera invitarles a que se unan conmigo para obtener un
conocimiento firme y verídico de la Expiación. Debemos dejar a un lado las
filosofías de los hombres y el conocimiento de los sabios y dar oído a ese
Espíritu que se nos da para guiarnos a toda verdad. Debemos escudriñar las
Escrituras y aceptarlas como la voluntad y voz del Señor y el poder mismo de Él
para obtener la salvación» (Conference Report, abril de 1985, 11).
Afortunadamente, no existe un único capítulo en las Sagradas Escrituras al que
debamos acudir con vistas a aprender todo lo que hay que saber sobre la
Expiación. En su sabiduría, el Señor ha hablado a menudo y regularmente con
sus portavoces del convenio acerca de esta verdad central, de modo que los
dichos sobre la redención en Cristo recorren todas las Escrituras. Mientras Lehi y
Jacob tratan la Expiación de manera sublime, también hemos de leer a Juan y a
Pablo, a Pedro y a Benjamín, a Alma y a Amulek, sin omitir a Isaías, a fin de
aprender todos los detalles. La Expiación es el trasfondo de toda escritura.
Dada la necesidad imperiosa de fijar nuestros corazones y nuestras mentes en
este mensaje medular, me complació enormemente descubrir un libro como el
presente, tan obviamente centrado en la Expiación y cuyas páginas hablan con tal
elocuencia de ella. En la organización y la redacción de este volumen, debe
felicitarse a Tad Callister por la labor realizada, que, en su caso, debe haber sido
una labor desinteresada y fruto del amor. En mi opinión, el presente libro es uno
de los tratados más completos de la Expiación que conozco. El libro fluye
sistemática y ordenadamente, la prosa es escueta y penetrante; la doctrina,
rigurosa y bien fundamentada. El autor ha sido fiel al propósito de los videntes de
la Antigüedad y especialmente leal al mensaje subyacente del Libro de Mormón
y de los profetas de la Restauración, sin los cuales nuestros conocimientos de la
Expiación se hallarían extremadamente limitados.
No es tarea sencilla encontrar un equilibrio sutil entre una obra exhaustiva en lo
intelectual y fortificante en lo espiritual, presentar un escrito que proporcione una
razón más profunda de la esperanza que hay en nosotros (1 Pedro 3:15). De
cuando en cuando aparece un libro que consigue precisamente eso: ensanchar la
mente, al tiempo que se solaza y sosiega el corazón. Eso ha conseguido en mí el
trabajo de Callister. Mi lectura preliminar del libro me llevó a reflexionar
profundamente en cuanto a un asunto doctrinal particular, y en cuestión de
minutos me encontraba conectando entre sí pasajes selectos de cuya trabazón no
me había percatado anteriormente.
Tras instruir a los nefitas (y a nosotros, los lectores del Libro de Mormón)
acerca de la necesidad de reconciliación con Dios por la intermediación del
Cristo, Jacob preguntó: «Y ahora bien, amados míos, no os maravilléis de que os
diga estas cosas; pues, ¿por qué no hablar de la expiación de Cristo, y lograr un
perfecto conocimiento de él, así como el conocimiento de la resurrección y del
mundo venidero?» (Jacob 4:12). En efecto, ¿por qué no? De seguro alcanzar un
conocimiento perfecto de Cristo y la Expiación es un objetivo elevado,
probablemente imposible de lograr plenamente en esta vida. Se nos llama en la
vida mortal, empero, a seguir el rumbo que nos lleva en pos de ese ideal, y ello
implica escudriñar las Escrituras, leer y meditar las enseñanzas de los profetas y
recibir orientación y nuevas percepciones divinas de parte de ese Dios que se
deleita en honrar a los que le sirven en rectitud y en verdad (DyC 76:5).
Las Escrituras. Los profetas. La revelación individual. Esos son los
instrumentos principales en virtud de los cuales edificamos nuestra casa de fe. Y
contamos con la asistencia, en las tareas de construcción, de la búsqueda de
palabras de sabiduría en los mejores libros. En ellos «busca[mos] conocimiento,
tanto por el estudio como por la fe» (DyC 88:118). Confío en que el lector
concluya, como ha sido mi caso, que el presente libro es merecedor de un estudio
reiterado; primeramente, por lo bien escrito que está. En segundo lugar, por una
razón mucho más importante: porque trata un tema, el tema, de relevancia eterna
para todos y cada uno de los hijos e hijas de Dios.
ROBERT L. MILLET
Decano de Educación Religiosa y
Profesor de Escritura Antigua,
Brigham Young University
Capítulo 1
¿CUÁL ES LA
IMPORTANCIA DE LA EXPIACIÓN?
UNA DOCTRINA PARA LA ETERNIDAD
La persona que estudia la Expiación es en cierta manera como un hombre que
se retira a su cabaña de montaña para disfrutar del paisaje. Si mira por la ventana
hacia el este, verá los picos nevados de las Rocosas; pero si pasa por alto
contemplar la vista en dirección oeste, se perderá la puesta de sol teñida de
carmesí en el horizonte; si deja de mirar hacia el norte, nunca verá el rutilante
lago esmeralda; y si evita la ventana orientada al sur, se quedará sin admirar las
flores silvestres en todo su glorioso esplendor, mecidas por la suave brisa alpina.
La belleza le rodea en todas direcciones. Otro tanto sucede con la Expiación. Sea
cual sea la atalaya desde la que se mire, el paisaje es glorioso. Todo principio
subyacente, toda consecuencia que se derive de ella es una recompensa
intelectual, anima nuestras emociones y vivifica el espíritu. Es una doctrina para
la eternidad.
El intento de dominar esta doctrina exige una inmersión de todos los sentidos,
los sentimientos y el intelecto. Si se presenta la oportunidad, la Expiación invade
todas y cada una de las pasiones y facultades humanas, y al hacerlo invita al
agotamiento de cada una de ellas a fin de captar su sentido más plenamente. Los
que hayan refinado sus sensibilidades culturales enfocarán la Expiación con una
empatía más sincera por la ternura y la compasión que representa. Los que hayan
sacrificado su vida sirviendo experimentarán una reverencia aún mayor por el
que lo sacrificó todo. Los que han perfeccionado los poderes de la razón
investigarán, con una perspectiva más profunda si cabe, los «porqués» y los
«cómos», no solo las consecuencias de esta doctrina inmensamente sublime. Y
los de espíritu puro y vidas limpias sentirán un parentesco más estrecho hacia
aquel cuya vida han intentado emular, si bien someramente.
La Expiación no es una doctrina que se preste a un planteamiento singular, a
una fórmula universal. Debe sentirse, no solo «figurarse»; ha de interiorizarse, no
solo analizarse. La búsqueda de esta doctrina exige la persona en su totalidad,
dado que la Expiación de Jesucristo es la doctrina más celestial, más iluminadora
y ferviente que existirá en este mundo, o en este universo.
EL ACONTECIMIENTO MÁS IMPORTANTE DE LA HISTORIA
La última semana del ministerio terrenal del Salvador había llegado. Durante
cuatro mil años, los profetas habían predicado y profetizado sobre los
acontecimientos que culminarían en esta semana concreta. Todos los
acontecimientos de la historia, aunque fueran y serían memorables, carecían de
importancia en comparación con este momento. Era el eje central de la historia.
El que había creado mundos sin fin estaba a punto de entrar en un jardín
silencioso y retirado, un pedacito de terreno humilde en un lugar del inmenso
cosmos. No hubo música triunfal, ni multitudes reunidas para presenciar el
acontecimiento más trascendental que jamás se registraría en todas sus
creaciones. Este instante era tan sagrado, tan sublime, que ningún ojo humano
podía captar, ni mente mortal comprender, su suprema importancia. Tan solo tres
mortales más—Pedro, Santiago y Juan— estarían cerca, en incluso su testimonio
se vería atenuado por el crepúsculo y velado por el sueño.
La hora designada estaba cerca. El Hijo de Dios estaba solo en todo su
majestuoso poder contra toda la artillería del diablo. Ahí estaba el amor divino en
su más consumada expresión batallando contra una maldad diabólica de las más
crueles proporciones. Este era el lugar y el momento de la Expiación de
Jesucristo.
Si se realizara una encuesta sobre los acontecimientos más importantes de la
historia, algunas de las posibles respuestas más comunes quizás serían el
descubrimiento del fuego, el descubrimiento de América, la división del átomo,
la llegada a la luna, o la invención de la computadora. Todos ellos son eventos
maravillosos, pero en ausencia del telón de fondo de la Expiación, no dejan de
tener una importancia pasajera, como una estrella fugaz que ilumina el
firmamento unos instantes para luego desvanecerse en la noche. La Expiación
aporta sentido y fuerza a todos los acontecimientos históricos. El presidente
Gordon B. Hinckley habló de la relación de la Expiación con otros episodios de
la historia mundial: «Al fin y a la postre, cuando se examina la totalidad de la
historia, cuando se ha explorado lo más profundo de la mente humana, no hay
nada más maravilloso, majestuoso, más formidable que este acto de gracia».1 Este
no era simplemente otro gran acontecimiento en los anales de la historia. Fue, tal
y como observó Hugh Nibley: «¡la singular realidad suprema de nuestra vida en
esta tierra!».2
El profeta Alma compartía esta creencia. Había renunciado al cargo de juez
superior a fin de dedicar su tiempo plenamente al ministerio. Con visión
profética, Alma contempló el curso del tiempo y vio «muchas cosas que [habían]
de venir» (Alma 7:7), y concluyó, «hay una que es más importante que todas las
otras, pues he aquí, no está muy lejos el día en que el Redentor viva y venga
entre su pueblo» (Alma 7:7). El élder Bruce R. McConkie añadió su testimonio al
de Alma: «El acontecimiento más transcendental de toda su existencia eternal, el
suceso más glorioso desde los albores de la creación a la continuación sin final de
la eternidad, la obra que corona su bondad infinita: todo ello tuvo lugar en un
jardín llamado Getsemaní».3
Todos los demás acontecimientos, doctrinas y principios están subordinados a
ese acto divino o son meros apéndices de él. Eso es lo que enseñó el profeta José:
«Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los
apóstoles y profetas concernientes a Jesucristo: que murió, fue sepultado, se
levantó al tercer día y ascendió a los cielos; y todas las otras cosas que
pertenecen a nuestra religión son únicamente dependencias de esto».4
Lehi estaba al tanto del lugar preeminente de la Expiación entre los principios
del Evangelio. Percibiendo que el fin se acercaba, pronunció su último sermón a
sus hijos y delineó con sencillez magistral la esencia de la Caída y la Expiación.
Entonces concluyó: «os he hablado estas pocas palabras a todos vosotros, hijos
míos, en los últimos días de mi probación; y he escogido la buena parte» (2 Nefi
2:30).
La «buena parte» del Evangelio y, ciertamente, de la historia en su totalidad es
el Salvador y su sacrificio expiatorio. La Expiación de Jesucristo supera, rebasa y
trasciende cualquier otro acontecimiento humano, cualquier descubrimiento
nuevo y toda adquisición de conocimiento, puesto que, sin la Expiación, nada en
la vida tiene sentido.
El élder McConkie elogia adecuadamente esta acción de nobleza incomparable:
«Nada, en todo el plan de salvación, se compara de alguna manera en
importancia, con el más trascendental de los sucesos: el sacrificio expiatorio de
nuestro Señor. Es la única cosa más importante que haya sucedido en toda la
historia de las cosas creadas; es la piedra fundamental sobre la que descansa el
evangelio y todas las otras cosas».5 Siendo así, cabría pensar que el mundo entero
se volvería ansiosamente al Señor. Por desgracia, eso no ha sucedido. El
Salvador dijo: «(...) vine a los míos, y los míos no me recibieron» (DyC 6:21).
Nefi predijo esta situación deplorable: «Y el mundo, a causa de su iniquidad, lo
juzgará como cosa de ningún valor» (1 Nefi 19:9). Qué observación tan trágica.
Ya resulta grave rechazar al Salvador; pero ignorarlo, desairarlo, considerarlo
como «cosa de ningún valor», desagrada al Señor sobremanera. Su actitud al
respecto no deja lugar a dudas: «Yo conozco tus obras, que no eres frío ni
caliente (...) Pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca»
(Apocalipsis 3:15–16).
En un sorprendente contraste con los santos de temperatura ambiente que tanto
aborrece el Señor, Nefi mencionó la pasión de su pueblo respecto al Cristo «Y
hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo,
profetizamos de Cristo (…) para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de
acudir para la remisión de sus pecados» (2 Nefi 25:26). Tal regocijo manaba de
su confianza absoluta en la Expiación de Cristo por venir. Sabían que era el único
acontecimiento en la historia capaz de salvarlos, y que, en consecuencia, por ese
motivo —la redención del hombre— el Salvador haría su entrada en el mundo
mortal.
La experiencia terrenal del Salvador puede dividirse oportunamente en tres
categorías, a saber: su mensaje, su ministerio y su misión. Solamente los sucesos
asociados a su misión, empero, hacían imprescindible su presencia y, por tanto,
su misión, el sacrificio expiatorio, se tornó en la razón de peso para su
condescendencia.
SU MENSAJE
El mensaje del Salvador, dicho de otra manera, el evangelio de Jesucristo, se
había predicado antes del meridiano de los tiempos y se volvería a predicar
nuevamente todavía. De los labios de Adán se habían escuchado las verdades
prístinas del Evangelio milenios antes del ministerio del Salvador. El Señor dejó
claro que: «así se empezó a predicar el evangelio desde el principio» (Moisés
5:58). Enoc, Noé y Abraham igualmente predicaron el Evangelio en sus
dispensaciones. En los tiempos posteriores al meridiano de los tiempos, el
Profeta José restauraría el Evangelio en su plenitud, puesto que, según la promesa
recibida del Señor, «esta generación recibirá mi palabra por medio de ti» (DyC
5:10).
Ciertamente, fue una inmensa bendición que el Señor predicara el mensaje del
Evangelio en persona, pero esa no fue la razón primordial de su venida. Otros
han actuado como sus portavoces, tanto antes como después de su advenimiento
en la tierra. Con respecto a estos portavoces, el Señor declaró: «sea por mi propia
voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo» (DyC 1:38). El mensaje del
Salvador era esencial para nuestra salvación. Sin embargo, que él lo explicara
personalmente no era vital. El presidente J. Reuben Clark Jr. advirtió al respecto:
«Hermanos, está muy bien hablar del Salvador y de la belleza de sus doctrinas,
y de la belleza de la verdad. Pero recuerden, y esto es lo que deseo que lleven
(…) siempre con ustedes, debe considerarse al Salvador como el Mesías, el
Redentor del mundo. Sus enseñanzas estaban subordinadas y supeditadas a ese
hecho».6
SU MINISTERIO
El ministerio del Salvador incluyó milagros, pero Enoc, Moisés, Elías, entre
otros, habían obrado maravillas similares antes del nacimiento del Mesías. Pedro,
Pablo y otros también llevarían a cabo milagros después de la ascensión.
Entre los milagros realizados por el Salvador estaba su dominio de los
elementos de la naturaleza. ¿A quién no le causa sorpresa la lectura del
enfrentamiento del Salvador con la tempestad en el mar de Galilea? La furia de
los vientos se había desatado salvajemente. Las olas batían contra la pequeña
barca de pesca con una violencia desenfrenada. Toda esperanza parecía perdida.
«Maestro, maestro», dijeron ellos, «¿no tienes cuidado que perecemos?».
Entonces Jesús se levantó y con voz de trueno que penetró los agitados
elementos, gritó: «¡Calla, enmudece!». En respuesta, aquellas fuerzas de la
naturaleza inexorable para las que cualquier límite era ignoto, se calmaron en
humilde sumisión. Tan abrumadora fue tal demostración de poder, que incluso
sus discípulos exclamaron: «¿Quién es este, que aun el viento y el mar le
obedecen?» (Marcos 4:38–39, 41).
Sin embargo, el dominio que el Salvador tenía de la naturaleza y los elementos
no era una facultad exclusiva de su persona. Actuando con poder divino, Josué
mandó al sol que se parara y se hizo su voluntad. De acuerdo con el mandato
inspirado de Moisés, el mar Rojo se dividió. Las palabras de Enoc hacían que las
montañas se movieran, los ríos cambiaran su curso y la tierra temblara. ¿Cesó
acaso el poder de someter los elementos después del meridiano de los tiempos?
Mormón formuló una pregunta similar: «¿han cesado los milagros porque Cristo
ha subido a los cielos». Y la respuesta rotunda: «He aquí, os digo que no»
(Moroni 7:27,29). El Salvador prometió al creyente de generaciones futuras que
«las obras que yo hago él también las hará; y aún mayores que estas hará» (Juan
14:12).
El Salvador levantó a los muertos en múltiples ocasiones, pero no fue el único
en realizar tan extraordinaria proeza. En las Escrituras se narra que Elías hizo que
el hijo de la viuda volviera de la muerte (1 Reyes 17:20–22). Pedro y Pablo
revivieron a los muertos (Hechos 9:39–41; 20:9–13). José Smith conminó a
Elijah Fordham en su lecho de muerte: «hermano Fordham, en el nombre de
Jesucristo, levántate y anda». La historia narra que, acto seguido, el hermano
Fordham se levantó de un salto de su lecho, recuperado
instantáneamente.7 Ciertamente, los poderes sobre la muerte no se han visto
restringidos solamente al ministerio terrenal del Salvador.
El Salvador tenía el poder de anular las leyes de la gravedad, como cuando
anduvo sobre las aguas; pero no era la primera vez que esto sucedía. ¿Acaso
Eliseo, siglos antes, no había hecho flotar un hacha de hierro en el agua a fin de
que el afligido que la había tomado prestada pudiera recuperarla (2 Reyes 6:5–
6)?
¿Acaso no se ha sanado al ciego, al cojo y al leproso en otras dispensaciones?
El poder que subyace a todos los milagros efectuados por el Salvador ha estado
presente en todas las dispensaciones del Evangelio, y así debe ser. Una de las
señales de la iglesia verdadera es la posesión del mismo poder, de los mismos
dones y milagros que existieron en la iglesia primitiva.
El ministerio del Salvador incluyó la realización de ordenanzas sagradas (TJS,
Juan 4:1–4), además de los milagros, pero acaso sus apóstoles no bautizaron
también, y otorgaron el don del Espíritu Santo y llevaron a cabo en su totalidad
las demás ordenanzas del Evangelio esenciales? El ministerio terrenal del Señor
nos dejó un legado extraordinario de acciones compasivas, milagros y
ordenanzas del sacerdocio, pero ninguno de estos aspectos fue exclusivo de su
ministerio.
SU MISIÓN
Si bien otros han podido predicar el mensaje del Salvador e incluso llevar a
cabo un ministerio de milagros y ordenanzas del sacerdocio, solamente él era
capaz de cumplir esa misión dictada por los cielos, a saber, la redención del
mundo. Ni vicarios, ni sustitutos, ni trasuntos, ni tan siquiera ángeles enviados de
lo alto o profetas lo harían ni podrían hacerlo. La Expiación exigía la vida y el
poder de un ser perfecto. Él era el único candidato, «porque no hay otro nombre
bajo el cielo (…) en que podamos ser salvos» (Hechos 4:12). Esa es la razón
primordial de su venida a la tierra: «He aquí, he venido al mundo para traer
redención al mundo, para salvar al mundo del pecado» (3 Nefi 9:21; ver también
en DyC 49:5;76:40–42).8 Mateo, citando al Mesías mortal, dejó registrada la
misma verdad: «Porque el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había
perdido» (Mateo 18:11; véase también Mormón 7:6–7). Importantes como fueron
su mensaje y su ministerio personales, estos eran secundarios a su misión: el
sacrificio expiatorio.
EL CORAZÓN DEL EVANGELIO
La Expiación no es únicamente la principal enseñanza del Evangelio; es el
corazón mismo del Evangelio. Dota de vida a toda doctrina, todo principio y toda
ordenanza, transformando lo que de otra manera sería un ideal elevado pero
inerte en una verdad espiritual viva. Tan esencial es la Expiación para una vida
con sentido que en ocasiones nos referimos a ella como «el evangelio». Cuando
enseñó a los nefitas, el Salvador confirmó esta cuestión: «y este es el
evangelio…: que vine al mundo a cumplir la voluntad de mi Padre (…) Y mi
Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz» (3 Nefi 27: 13–14).
Idéntica doctrina se le declaró de forma claramente audible al profeta José: «Y
este es el evangelio, las buenas nuevas (…), que vino al mundo, sí, Jesús, para ser
crucificado por el mundo y para llevar los pecados del mundo» (DyC 76:40–41).
El diccionario bíblico de la edición inglesa SUD de las Escrituras9 define el
Evangelio como la «buena nueva» y añade a continuación: «la buena nueva es
que Jesucristo ha llevado a cabo la Expiación».10
En un sentido más amplio, se caracteriza al Evangelio como todos aquellos
principios y ordenanzas que componen el plan de salvación (véase DyC 39:6).
Incluso cuando se emplea en este último sentido, sin embargo, hemos de recordar
que estos principios y ordenanzas gozan de vida y eficacia únicamente por
motivo del sacrifico expiatorio del Salvador. Precisamente esto enseñó Enoc
cuando declaró: «Este es el plan de salvación para todos los hombres, mediante la
sangre de mi Unigénito» (Moisés 6:62). La Expiación es el sustento que da vida a
todo precepto evangélico. Es, como declaró el presidente Gordon B. Hinckley:
«la piedra angular en el arco del gran plan».11Sin ella, todo lo demás se desploma.
Ninguna doctrina supera a la Expiación, ni se aproxima siquiera a ella, en
importancia. Es el mayor milagro que jamás se haya producido. C. S. Lewis
observa que, si uno eliminara los milagros que se le atribuyen al budismo, dicha
religión no sufriría «pérdida» alguna. Si todos los milagros se borraran del islam,
añadió Lewis, «nada especial se vería alterado». Y entonces hace esta
observación sorprendente: «Pero no hay manera de hacer eso con el cristianismo,
porque el relato cristiano es precisamente la historia de un gran milagro, la
afirmación cristiana» de que Cristo «adoptó la naturaleza humana, descendió en
Su propio universo y se levantó nuevamente, levantando a la Naturaleza consigo.
Es eso precisamente: un gran milagro. Si le quitamos esto, no queda nada
singularmente cristiano».12
La Expiación es, como afirmó el élder McConkie, «el centro y el núcleo y el
corazón de la religión revelada».13 Efectivamente, se trata de la piedra angular del
cristianismo y el cimiento de una vida espiritual. Es un faro luminoso en un
mundo ignorante. Es la fuente de la que emana toda esperanza. Cualquier
teología, filosofía o doctrina cuyas enseñanzas contradigan la Expiación está
edificada sobre la arena. Brigham Young enseñó: «En el momento que se elimina
la expiación, en este momento, de un plumazo, las esperanzas de salvación que
alberga el mundo cristiano se destruyen, el cimiento de su fe desaparece y
entonces no les queda nada en lo que apoyarse».14 La Expiación es nuestra
esperanza singular para una vida con sentido.
NOTAS
1. Hinckley, Teachings of Gordon B. Hinckley, 28. (Nota: Las referencias completas se encuentran
en la Bibliografía).
2. Nibley, Of All Things, 6.
3. McConkie, Promised Messiah, 2.
4. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 67.
5. McConkie, Doctrina mormona, 289; énfasis añadido.
6. Clark, Selected Papers, 187.
7. Pratt, Autobiography of Parley P. Pratt, 254.
8. El presidente Joseph F. Smith mencionó otra razón para la venida del Cristo a la tierra: «Cristo
vino no sólo para expiar los pecados del mundo, sino para dar un ejemplo a todos los hombres y
establecer la norma de la perfección y de la ley de Dios, y de obediencia al Padre»
(Smith, Doctrina del Evangelio, 68). Esta afirmación está en consonancia con la observación de
Pedro: «Porque para esto fuisteis llamados, pues también Cristo padeció por nosotros,
dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pasos» (1 Pedro 2:21).
9. El diccionario de la Biblia producido por la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días e incluido en la edición inglesa de la Biblia SUD se cita a partir de ahora en el presente
trabajo como «LDS Bible Dictionary».
10. «LDS Bible Dictionary», 682.
11. Hinckley, Teachings of Gordon B. Hinckley, 30.
12. Lewis, Grand Miracle, 55.
13. McConkie, New Witness, 81.
14. Journal of Discourses, 14:41.
Capítulo 2
¿POR QUÉ ESTUDIAR LA EXPIACIÓN?
EL CONOCIMIENTO LLEVA A LA SALVACIÓN
Si la Expiación es el cimiento de nuestra fe (y lo es), entonces nadie debería
contentarse con un conocimiento superficial de esta doctrina. Todo lo contrario.
La Expiación debería tener un lugar excepcional en nuestras aspiraciones
intelectuales y espirituales. El presidente John Taylor, quien meditaba
fervientemente las complejidades de la Expiación, observó: «Debe existir una
razón por la cual se permitió que [Cristo] sufriera y perseverara; por qué fue
necesario que entregara su vida como sacrificio por los pecados del mundo…
Estas razones nos conciernen estrechamente a nosotros y al resto del mundo; hay
algo de gran importancia en todo esto para nosotros. Los porqués y los por tantos
de estos acontecimientos extraordinarios rezuman importancia para todos
nosotros».1
Lehi entendía la necesidad de explorar y enseñar la doctrina de la Expiación.
Cuando aconsejó a su hijo Jacob, le dijo lo siguiente: «Por lo tanto, cuán grande
es la importancia de dar a conocer estas cosas [la Expiación] a los habitantes de
la tierra, para que sepan que ninguna carne puede morar en la presencia de Dios,
sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías» (2 Nefi
2:8). Jacob captó la visión de este consejo, dado que durante un sermón que
predicó a su pueblo, preguntó pensativo: «¿por qué no hablar de la expiación de
Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de él (…)?» (Jacob 4:12). El profeta
José habló de las profundidades que hemos de explorar a fin de adquirir este
«conocimiento perfecto»:
«Las cosas de Dios son profundas, y sólo se pueden descubrir con el tiempo, la
experiencia y los pensamientos cuidadosos, serios y solemnes. Tu mente ¡oh
hombre! (…) debe elevarse a la altura del último cielo, y escudriñar y contemplar
el abismo más obscuro y la ancha expansión de la eternidad: debes tener
comunión con Dios».2
B. H. Roberts, uno de los más insignes eruditos de la Iglesia, se refirió a «la
doctrina difícil de la expiación».3 Después de un estudio intenso escribió: «A
base de profundizar cada vez más en el tema, mi intelecto ofrece asimismo su
asentimiento total y completo con respecto a la solidez de la filosofía y la
necesidad absoluta de la expiación de Jesucristo (…) En lo que a mí respecta se
trata de una nueva conversión, una conversión intelectual, a la expiación de
Jesucristo; y me he estado regocijando sumamente por su causa».4
Para el élder Roberts, un estudio tan intenso de la Expiación resultó ser una
experiencia que ensanchó la mente y el espíritu. Lo intelectual y lo espiritual se
fundieron en maravillosa armonía.
El rey Benjamín sabía que nuestro estudio de la Expiación no era meramente un
ejercicio intelectual orientado a satisfacer nuestra curiosidad mental, ni una
doctrina susceptible de ser comprendida por parte de unos pocos. Es una doctrina
crucial para nuestra salvación. Así se afirma en su último sermón: «os digo que si
habéis llegado al conocimiento de la bondad de Dios, y de su incomparable
poder, (…) y también la expiación que ha sido preparada desde la fundación del
mundo, (…) y fuera diligente en guardar sus mandamientos, (…) digo que este es
el hombre que recibe la salvación, (…)» (Mosíah 4:6–7). No hay manera de
eludirlo: nuestra salvación depende de nuestra comprensión y aceptación del
sacrificio expiatorio de Cristo.
UNA DOCTRINA INCOMPRENDIDA
Se antoja paradójico que la misma doctrina que es esencial para nuestra
salvación sea también una de las doctrinas menos comprendidas en el mundo
cristiano. Abundan los malentendidos, la confusión y las herejías doctrinales
asociadas a esta doctrina fundacional y a su precursora, la Caída. A continuación,
se enumeran ejemplos de tales conceptos erróneos, que muchos enseñan en la
Cristiandad hoy en día:5
1. Adán y Eva habrían tenido hijos en el Jardín de Edén si se les hubiera
permitido permanecer en él.
2. Adán y Eva no se encontraban en un estado de inocencia en el Jardín, sino
que estaban experimentando un gozo sin igual.
3. La Caída no era parte del plan maestro de Dios, sino un paso atrás bastante
trágico. Fue un escollo, no un trampolín en el viaje eterno del hombre.
4. Si Adán no hubiera caído, todos sus descendientes habrían nacido en un
estado de felicidad, para vivir «felices para siempre» en condiciones
paradisiacas.
5. Debido a la Caída, todos los niños nacen manchados por el pecado original.
6. La gracia por sí sola puede salvarnos (es decir, otorgar la exaltación), sin
tener en cuenta las obras que hayamos realizado.
7. La resurrección física del Salvador fue meramente simbólica; resucitaremos
como espíritus sin las «limitaciones» de un cuerpo físico.
8. La Expiación no tiene el poder de transformarnos en dioses; de hecho, ese
pensamiento mismo es una blasfemia.
Todas las afirmaciones doctrinales anteriores son falsas. No abordan asuntos
menores, sino cuestiones teológicas de primera magnitud que afectan al núcleo
doctrinal de la Expiación. Si no se entienden correctamente, uno «acaba» con
numerosos conceptos erróneos en lo relativo a esta enseñanza cristiana
fundamental. Afortunadamente, la verdad acerca de cada uno de estos puntos
doctrinales se enseña en el Libro de Mormón,6 con apoyo suplementario en las
Escrituras modernas. (Cada una de estas doctrinas se tratan en detalle en
capítulos posteriores).
De la misma manera, existen numerosos puntos clave de la Expiación que otras
religiones no enseñan incorrectamente; sencillamente, no los enseñan en
absoluto. Algunos ejemplos. ¿En qué otra religión se habla, no solo de que Cristo
tomaría sobre sí todos los pecados, sino que también asumiría todos los dolores,
todas las flaquezas y las enfermedades inherentes a la experiencia de la
mortalidad? ¿Quién más predica que el poder de la Expiación alcanza a aquellos
que vivieron sin ley o que afecta retroactivamente a los santos de épocas previas
al meridiano de los tiempos? ¿Quién habla de su poder para trascender la tumba y
redimir a los espíritus en el reino postmortal? ¿Quién trata las consecuencias
infinitas de la Expiación como los profetas del Libro de Mormón? Irónicamente,
las respuestas a estos interrogantes no se encuentran en lo que muchos llaman
cristianismo «tradicional», sino en la Iglesia restaurada de Jesucristo. El
presidente Ezra Taft Benson enseñó:
«La mayoría del mundo cristiano actual rechaza la divinidad del Salvador. Pone
en tela de juicio Su nacimiento milagroso, Su vida perfecta y la realidad de Su
gloriosa resurrección. El Libro de Mormón enseña en términos claros e
inequívocos la autenticidad de tales hechos. También proporciona la explicación
más completa de la doctrina de la Expiación. Verdaderamente, este libro
divinamente inspirado es una clave que da testimonio al mundo de que Jesús es el
Cristo».7
Hace algunos años, cené con un juez retirado. Durante nuestra conversación
acabamos centrándonos en el Libro de Mormón. En un momento, él hizo la
siguiente afirmación desconcertante: «He leído el Libro de Mormón y no hay
nada nuevo en él que ya no esté en la Biblia». Me quedé sin habla. Resultaba
obvio que, o bien no lo había leído, o no lo había entendido. Si no fuera por el
Libro de Mormón, seríamos víctimas de muchos de los ya mencionados
malentendidos que existen sobre la Caída y la Expiación, simplemente porque de
los contenidos originales de la Biblia, aunque inspirada, se han quitado muchas
«cosas claras y preciosas». Nefi profetizó, no obstante, que en los últimos días
«otros libros» restaurarían «las cosas claras y preciosas que se [le] han quitado [a
la Biblia]» (1 Nefi 13:39, 40). Por suerte, el Libro de Mormón ha acudido a
rescatarnos. Aclara ciertos aspectos doctrinales que son ambiguos en la Biblia,
confirma otros, y lo que es todavía más importante, resuelve muchas lagunas y
llena vacíos muy llamativos. Como ha dicho el élder Jeffrey R. Holland: «mucha
de esta doctrina [la Expiación] se ha perdido o ha sido quitada del registro
bíblico, por tanto, el que los profetas del Libro de Mormón la enseñaran con
detalle y con claridad tiene una gran trascendencia».8
En ocasiones es difícil para nosotros los fieles de la Iglesia distinguir entre
nuestras creencias en la Expiación y las del resto del mundo cristiano. Muchos
hemos crecido pensando que lo que sabemos y creemos con respecto a esta
doctrina central coincide con los conocimientos y las creencias del mundo, pero
no es así. Sin las Escrituras modernas, especialmente el Libro de Mormón,
resulta extremadamente difícil, si no imposible, captar muchos de los postulados
fundamentales de la Expiación. Casi dos mil años de interpretación bíblica y la
diversidad de conclusiones a las que muchos han llegado en el mundo cristiano
deberían poner de manifiesto la necesidad de nuevas perspectivas escriturarias.
Muchos despachan y relegan sumariamente la hermosa y profunda doctrina de
la Expiación con la respuesta facilona: «Solamente cree y te salvarás». ¿Y por
qué ese planteamiento? Quizá Hugh Nibley expresa mejor el motivo:
«Tan fría ha sido la recepción del mensaje [de la Expiación] que, a lo largo de
los siglos, mientras se han sucedido los debates y controversias incendiarias
sobre la evolución, el ateísmo, los sacramentos, la Trinidad, la autoridad, la
predestinación, la fe y las obras, entre otros, no ha habido ni discusión, ni debate
alguno sobre el sentido de la Expiación. ¿Por qué no hubo debates ni
pronunciamientos en los sínodos? O nadie se ha interesado lo suficiente, o no han
sabido lo suficiente, incluso para discutir al respecto. Y es que la doctrina de la
Expiación es harto compleja para gozar del atractivo de una religión mundial». 9
Satanás ha logrado desviar la atención de gran parte de la cristiandad de la
principal doctrina susceptible de salvarnos, la Expiación de Jesucristo, para
centrarla en las doctrinas secundarias cuyo sentido emana únicamente de dicho
acontecimiento redentor. Como el hábil mago, todos los movimientos de Satanás
están encaminados a desviar nuestra atención y disipar nuestra concentración
lejos del objeto primario a nuestro alcance, a saber, el sacrificio expiatorio de
Cristo, con la esperanza de que nos volvamos exclusivamente a las doctrinas
subalternas y de una importancia infinitamente menor.
Sus maniobras de distracción han sido, y serán, de tales proporciones
planetarias que Juan pudo exclamar trágicamente: «Satanás (…) engaña a todo el
mundo» (Apocalipsis 12:9; véase también DyC 10:63). Una vez cesen los juegos
de manos y se disipe el humo, seguirá siendo Jesucristo, su Expiación, y nuestra
obediencia hacia él lo que nos salva, nada más puede hacerlo.
UNA FUENTE DE FE Y MOTIVACIÓN
Quizá algunos se preguntarán qué importa si se entiende o no la Expiación,
siempre y cuando crean y acepten sus consecuencias. La necesidad de tal
comprensión la ilustra una experiencia de Florence Chadwick, según el relato de
Sterling W. Sill. La fecha era 4 de julio de 1952. Chadwick, quien previamente
había cruzado a nado el canal de la Mancha, intentaba ahora recorrer las 21
millas (33 kilómetros) que separaban el Sur de California continental de la Isla
Catalina. La temperatura del agua rondaba unos gélidos 48 grados Fahrenheit (9
grados centígrados). La niebla era densa y la visibilidad prácticamente nula.
Finalmente, a unos ochocientos metros de su destino, la nadadora se desanimó y
abandonó. Al día siguiente, los periodistas se arremolinaron a su alrededor
clamando por una explicación de su abandono: ¿había sido por la baja
temperatura del agua, o por la distancia? Ninguna de las dos. Su respuesta: «La
niebla me ha ganado». Acto seguido, la nadadora recordó una experiencia similar
que había tenido mientras cruzaba a nado el canal de la Mancha. Evidentemente,
la niebla había sido igual de abrumadora. Estaba exhausta. Cuando se hallaba a
punto de alargar la mano para aferrarse a la de su padre en la embarcación
cercana, él señaló hacia la costa. Ella alzó la cabeza por encima del agua, lo justo
para vislumbrar la tierra por delante. Con esa nueva visión, perseveró en su
empeño para convertirse en la primera mujer en conquistar el canal de la
Mancha.10
Este relato nos enseña un principio magnífico: una visión aumentada aumenta
la motivación. Otro tanto sucede con la Expiación. A medida que nuestra visión
de la Expiación aumenta, nuestra motivación para abrazar sus efectos plenos se
incrementa de manera directamente proporcional. El presidente Howard W.
Hunter prometió: «Cuando llegamos a comprender Su misión y la expiación que
Él llevó a cabo, deseamos vivir más como Él».11 El élder Neal A. Maxwell dio a
conocer las consecuencias divinas de estudiar de esa forma: «Cuanto más
conocemos la Expiación de Jesús, más lo alabamos con humildad y gozo; a Él, a
su Expiación y a su naturaleza».12 Por último, el élder Bruce R. McConkie
compartió su testimonio de la necesidad de esta búsqueda espiritual:
«La expiación de Cristo es la doctrina más básica y fundamental del evangelio,
y es la menos comprendida de todas nuestras verdades reveladas. Muchos de
nosotros tenemos un conocimiento superficial y dependemos del Señor y de su
bondad con vistas a superar las adversidades y los peligros de la vida. No
obstante, si tenemos fe semejante a la de Enoc y Elías, hemos de creer lo que
ellos creyeron, saber lo que ellos supieron y vivir como ellos vivieron.
«Deseo invitarles a acompañarme para obtener un conocimiento sólido y seguro
de la Expiación».13
Todo intento de reflexionar acerca de la Expiación, de estudiarla, de abrazarla,
de expresar reconocimiento por ella, por insignificante o tenue que este sea,
reavivará la llama de la fe y obrará su milagro en pos de una vida más a imagen y
semejanza de la de Cristo. Es una consecuencia inevitable. Nos volvemos como
aquello que amamos y admiramos habitualmente. Y así, cuando estudiamos la
vida de Cristo y vivimos de acuerdo a sus enseñanzas, nos volvemos más como
él.
NOTAS
1. Journal of Discourses, 10:115–16; énfasis añadido.
2. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith,161.
3. Madsen, «The Meaning of Christ», 277.
4. Conference Report, abril de 1911, 59.
5. Véase Smith, Religious Truths Defined, 99, 353, y 365, donde se ofrece un resumen de varias
inexactitudes cristianas con respecto a la Caída y la Expiación; véase también Roberts, The
Truth, The Way, The Life, 345–48, 428; y Smith, Way to Perfection, 35.
6. Se enseñan las respuestas correctas en los siguientes pasajes, entre otros:
Primera inexactitud: 2 Nefi 2:23; Moisés 5:11
Segunda inexactitud: 2 Nefi 2:22–23
Tercera inexactitud: 2 Nefi 2; Alma 42
Cuarta inexactitud: 2 Nefi 2:22–23
Quinta inexactitud: Moroni 8
Sexta inexactitud: 2 Nefi 25:23
Séptima inexactitud: Alma 40:23; 3 Nefi 11:13–17
Octava inexactitud: 3 Nefi 12:48; 27:27; Moroni 10:30–33.
7. Benson, Sermones y escritos, 85.
8. Holland, Cristo y el nuevo convenio, 205.
9. Nibley, Approaching Zion, 600–601.
10. Conference Report, abril de 1955, 117.
11. Hunter, Speeches of President Hunter, 7.
12. Maxwell, «Enduring Well» 10.
13. McConkie, New Witness, xv.
Capítulo 3
¿PODEMOS
COMPRENDER PLENAMENTE LA
EXPIACIÓN?
RECIBIR CONOCIMIENTO SOBRE CONOCIMIENTO
¿En nuestro estudio de la Expiación podemos dominar sus complejidades y
pormenores? ¿Podemos conocer los porqués y los cómos tan bien como
conocemos las consecuencias? El élder James E. Talmage arrojó luz sobre
nuestra incapacidad para comprender plenamente esta doctrina:
«No todos los pormenores del glorioso plan, en virtud del cual se asegura la
salvación de la familia humana, se encuentran al alcance de la comprensión
humana; pero el hombre ha aprendido, incluso gracias a sus vanos intentos de
desentrañar las causas primarias de los fenómenos de la naturaleza, que sus
poderes de comprensión son limitados; y admitirá que negar un efecto sobre la
base de su propia incapacidad para dilucidar su causa equivaldría a perder sus
pretensiones como ser observador y pensante.
»Sencillo como es el plan de redención en sus características generales, es un
reconocido misterio en sus detalles para la mente finita».1
Nuestra incapacidad para «saberlo todo», no obstante, no exime de la necesidad
(ni debería disminuir nuestro deseo de ello) de conocer lo «conocible». Puede
que agotando lo conocible empujemos y exploremos, e incluso de vez en cuando,
penetremos el infinito. El profeta José era nuestro ejemplo en este aspecto. Él era
el «preguntador magistral». Sus interrogantes desencadenaron la Primera Visión,
la Palabra de Sabiduría, la revelación sobre el matrimonio celestial, la visión de
los tres grados de gloria y, verdaderamente, casi todas y cada una de las
revelaciones notables de esta dispensación. Él hizo saltar por los aires los
parámetros de conocimiento divino porque preguntó rectamente. El profeta
mismo fue una prueba empírica de la invitación divina: «Si pides, recibirás
revelación tras revelación, conocimiento sobre conocimiento, a fin de que
conozcas los misterios y las cosas apacibles» (DyC 42:61; véase también 1 Nefi
10:19; DyC 6:7; 11:7).
Fue precisamente ese proceso espiritual de investigación el que permitió a Nefi
ver y comprender la visión que su padre había presenciado acerca del árbol de la
vida. ¿Sorprende acaso que Nefi se frustrara con sus hermanos cuando se enteró
de sus disputas a propósito del sueño de Lehi? Nefi les lanzó la pregunta de
introspección espiritual: «¿Habéis preguntado al Señor?». Su réplica fue de lo
más decepcionante: «No, porque el Señor no nos da a conocer tales cosas a
nosotros». Nefi no iba a dejar pasar tal respuesta. Hablando en nombre del Señor,
les describió el principio correcto que abre la puerta del conocimiento divino:
«¿Si no endurecéis vuestros corazones, y [pedís a Dios] con fe (…) guardando
diligentemente mis mandamientos, de seguro os serán manifestadas estas cosas?»
(1 Nefi 15:8, 9, 11). El Señor hizo esta promesa alentadora a todos aquellos que
buscan la verdad diligentemente: «Y si preguntas, conocerás misterios grandes y
maravillosos» (DyC 6:11).
Cabría pararse a considerar si el presidente Joseph F. Smith no hubiera
preguntado con respecto a los espíritus al otro lado del velo. ¿O si el presidente
Spencer W. Kimball no hubiera procurado obtener revelación sobre la
ampliación del sacerdocio a todos los hombres dignos de la iglesia? Si todos esos
hombres buenos no se hubieran aventurado rectamente, buscando algo más, las
verdades gloriosas que recibieron habrían permanecido ocultas en los reinos
celestes. Mientras haya verdad conocible y hombres rectos que pregunten, el
Señor puede y, a su debido momento: «[derramará] conocimiento desde el cielo
sobre la cabeza de los Santos de los Últimos Días» (DyC 121:33). No parece
haber límites para las posibilidades de revelaciones futuras, tal y como ha
predicho el Señor:
«Y a ellos les revelaré todos los misterios, sí, todos los misterios ocultos de mi
reino desde los días antiguos, y por siglos futuros. (…) Sí, aun las maravillas de
la eternidad sabrán ellos, y las cosas venideras les enseñaré, sí, cosas de muchas
generaciones. (…) Porque por mi Espíritu los iluminaré, y por mi poder les
revelaré los secretos de mi voluntad; sí, cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han
llegado siquiera al corazón del hombre.» (DyC 76:7–8, 10; ver también Artículos
de fe1:9).
Hecha esa promesa, el Señor abrió sus tesoros celestiales y de ellos brotaron
perlas de valor inestimable con relación a la resurrección y los grados de gloria
eterna en lo que muchos consideran la revelación más expansiva de esta
dispensación. Sin duda las puertas del cielo seguirán abriéndose y los tesoros
divinos continuarán ofreciendo sus perlas sagradas en respuesta a los hombres y
mujeres honrados que busquen mayor luz con humildad. Son almas de esa
naturaleza las que gozarán el privilegio de «[comprender] en sus corazones»
(3 Nefi 19:33), además de en sus mentes, la doctrina profunda y la pasión
purificadora de la Expiación.
NINGUNA GENERACIÓN DEBERÍA SABER MÁS
Cuando se finalizó la edición SUD en inglés de la edición de la Biblia del Rey
Jacobo en 1979, se inauguró una nueva era en el estudio del Evangelio. Debido a
ello, la generación actual está descubriendo más verdades, perspectivas y
confirmaciones desconocidas para sus predecesores, no porque la generación
actual sea necesariamente más justa, o intelectualmente superior, sino por tener a
su disposición unos instrumentos mejores. El agricultor más experto equipado
con un caballo y un arado no puede igualar a otro agricultor dotado de
conocimientos similares, pero que cuente además con un tractor de tecnología
avanzada. El matemático y su regla de cálculo son incapaces de superar a un
colega que tenga a su disposición una computadora potente. Un Galileo con un
telescopio portátil jamás podrá descubrir los misterios del universo como el
Galileo que mira a través del telescopio más avanzado. El Señor debe de esperar
mucho más de nosotros en términos de erudición sobre el Evangelio que de las
generaciones anteriores, porque tenemos a nuestro alcance mucho más.
El élder Boyd K. Packer afirmó: «La generación anterior se ha criado sin ellas
[la edición SUD de las Escrituras], pero está creciendo otra generación. Las
revelaciones se abrirán ante ellos como nunca lo han hecho con ninguna
generación anterior en la historia del mundo (…). Ellos desarrollarán una
erudición con respecto al evangelio que ira mucho más lejos de la que sus
antepasados podrían haber logrado».2
Nefi vio nuestros días y profetizó que los creyentes «[llegarían] al
conocimiento de su Redentor y de los principios exactos de su doctrina, para que
[supieran] cómo venir a él y ser salvos» (1 Nefi 15:14). Si bien es cierto que no
«[podemos] sobrellevar ahora todas las cosas», no deja de ser verdad también
que el Señor nos ha ofrecido esta esperanza consoladora: «sed de buen ánimo,
porque yo os guiaré» (DyC 78:18). Si tenemos paciencia y dejamos que el Señor
nos guíe en nuestros estudios del Evangelio, en última instancia puede que
seamos receptores de esa promesa gloriosa: «El día vendrá en que comprenderéis
aun a Dios, siendo vivificados en él y por él» (DyC 88:49).
La finalidad de los capítulos siguientes es hacer uso de este conjunto de
herramientas espirituales con las que el Señor nos ha bendecido en esta
generación y contribuir a nuestra búsqueda del agotamiento de lo «conocible» y,
de cuando en cuando, arañar quizá la superficie de lo que ahora se nos antoja
infinito. Al hacerlo, deseamos que aumente nuestra devoción y gratitud por el
Redentor y, en última instancia «venir a Él y ser salvos» (1 Nefi 15:14).
NOTAS
1. Talmage, Articles of Faith, 76–77; énfasis añadido.
2. Packer, Let Not Your Heart Be Troubled, 9.
Capítulo 4
¿QUÉ FINALIDAD TIENE LA EXPIACIÓN?
TRES FINALIDADES
¿Qué es la Expiación de Jesucristo? En pocas palabras, es ese
sufrimiento soportado, ese poder demostrado y ese amor manifestado por el
Salvador en tres lugares principales, a saber, el Jardín de Getsemaní, la cruz en el
Calvario y la tumba de Arimatea. En un sentido más amplio, la Expiación
comenzó cuando el Salvador planteó esa propuesta desinteresada en el concilio
preterrenal, «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27), y continúa sin fin
«[llevando] a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39).
La Expiación tiene al menos tres finalidades:
Primera: restaurar todo lo perdido por causa de la Caída de Adán. Esto se llevó
a efecto: (1) haciendo posible la resurrección de todos los hombres,1 venciendo a
la muerte física (véase 1 Corintios 15:21–22); y (2) restaurando a todos los
hombres a la presencia de Dios a fin de ser juzgados, venciendo así lo que las
Escrituras denominan una primera muerte espiritual (véase Helamán 14:16; DyC
29:41). Ambas muertes se impusieron a todos los hombres por causa de Adán;
ambas muertes fueron superadas para todos los hombres gracias a Cristo.
Segundo: brindar la oportunidad del arrepentimiento de modo que los hombres
puedan verse purificados de sus propios pecados y vencer así lo que las
Escrituras denominan una segunda muerte espiritual (véase Helamán 14:18).
Tercero: proporcionar el poder necesario a fin de exaltarnos hasta lograr el
estado de un dios (véase DyC 76:69).
Las tres finalidades mencionadas están concebidas al objeto de ayudarnos a
volver permanentemente a la presencia de Dios y llegar a ser como Él.
PARA SER «UNO» CON DIOS Y SER COMO DIOS
La palabra inglesa atonement, tal y como se emplea en las Escrituras SUD en
inglés, hace referencia por lo general a los acontecimientos que rodean a
Getsemaní, al Calvario y a la tumba. Asimismo, el término se relaciona con los
sacrificios que eran «símbolos» de dichos acontecimientos. Lo hechos
transcurridos en estos tres lugares constituyen el resorte principal de la misión del
Salvador. Hay quien ha sugerido que la estructura de esta palabra inglesa también
nos ayuda a entender la finalidad primordial que subyace a dichos
acontecimientos sagrados, es decir, lograr la unidad con Dios (one-ness, en
inglés).
La palabra inglesa atonement no proviene del griego ni del latín; su origen lo
encontramos en la lengua inglesa. Hugh Nibley explica que el vocablo ««en
realidad significa, cuando transcribimos sus componentes, ‘a tone-m ent’
[unificación], lo cual denota tanto un estado, ‘ser uno’ con respecto a otra
persona, como el proceso mediante el cual se logra dicho resultado».2 El élder
James E. Talmage ofrece más reflexiones sobre el significado de la
palabra atonement: «La estructura de la palabra en su forma actual sugiere su
significado verdadero; literalmente significa at- one- ment, ‘denota
reconciliación, o acuerdo entre dos partes que han estado distanciadas».3 Stephen
Robinson hace una observación similar: «Expiación significa limpiar a una
persona de toda culpa por medio del pago de una sanción en su nombre. De ese
modo, dos cosas que se habían separado o que se habían vuelto incompatibles
entre sí, como un Dios perfecto y un ser imperfecto como usted o yo, se pueden
volver a juntar, reconciliando las dos partes».4 El Diccionario de la Biblia SUD
en inglés («LDS Bible Dictionary») incluye un pensamiento a modo de corolario:
«La palabra [atonement] describe la ‘unión’ de aquellos que han sido separados,
y denota la reconciliación entre el hombre y Dios».5 Jacob hizo hincapié en esa
unidad cuando aconsejó a sus hermanos «reconciliaos con él por medio de la
expiación de Cristo» (Jacob 4:11; véase también 2 Crónicas 29:24). Asimismo, el
significado literal de la palabra atonement recibe la siguiente explicación por
parte de Hugh Nibley: «No hay una palabra entre las que se traducen por
‘atonement’ que no indique con claridad el retorno a un estado o condición
anteriores; uno se une a la familia; vuelve al Padre; se une, se reconcilia, es
aceptado y se sienta felizmente con los demás tras una triste separación».6
Así pues, una finalidad de la Expiación, tal y como denota la morfología de su
equivalente inglés, es ayudarnos llegar a ser uno con Dios, en el sentido de que
podemos morar físicamente en su presencia. La Expiación proporciona un medio
en virtud del cual podemos reconciliarnos con Dios y volver a nuestro hogar
original. Hugh Nibley se refirió a esta reunión divina: «La ley guía nuestro
camino a casa; la unificación [‘at- one- ment’, en inglés]tiene lugar cuando
lleguemos allí».7
Nuestras vidas mortales son una pugna constante entre la elección de la unidad
con Dios o la unidad con el mundo. Para ayudarnos en esta búsqueda, Cristo «se
dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos de este presente mundo malo»
(Gálatas 1:4). Él quiere traernos a la seguridad de su hogar. Por ello, el Salvador
imploró «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también
ellos estén conmigo» (Juan 17:24). El Salvador prometió a los fieles que «donde
mi Padre y yo estamos, allí también estaréis vosotros» (DyC 98:18). Esta es la
cualidad redentora de la Expiación: purificar de tal manera nuestras vidas que
podamos ser dignos de morar con Dios eternamente, pues «ninguna cosa impura
puede morar con Dios» (1 Nefi 10:21; véase también DyC 25:15). Esa es la
condición gloriosa que buscaba Eliza R. Snow, tal y como se revela en la última
estrofa del himno «Oh mi padre»:
Sí, después que yo acabe
cuanto tenga que cumplir,
permitidme ir al cielo
con vosotros a vivir.8
Sin embargo, la Expiación tiene otra finalidad, tal y como denota la estructura
de la palabra inglesa atonement. Dicha finalidad es ayudarnos a ser uno con Dios,
es decir, a llegar a ser como Él. Esta es la cualidad exaltadora: alcanzar tal nivel
de perfeccionamiento que, no solamente vivamos con Dios, sino que lleguemos a
ser como Él. Esta es la unidad por excelencia. La unidad no es únicamente
cuestión de geografía, sino de identidad. Lo importante no es solo dónde
vivimos, sino en qué nos convertimos. Vivir con Dios no nos asegura ser
semejantes a Él. Todos los que viven en el reino celestial moran con Dios, pero
solamente aquellos que son exaltados llegan a ser como Él es. El objetivo de la
Expiación no es únicamente purificarnos; busca transformar nuestras vidas,
nuestro modo de pensar y de actuar a fin de que seamos como Dios. Hugh Nibley
describió esta unión de la siguiente manera:
«Debería resultar claro a qué tipo de unidad se refiere la Expiación: significa
ser recibido en un estrecho abrazo del hijo pródigo, lo cual expresa, no solo
perdón, sino también unidad de corazón y mente, y ello equivale a identidad,
como una identidad familiar literal tal y como lo describe Juan con tanta viveza
en los capítulos 14 al 17 de su evangelio».9
Aproximándose el desenlace de su misión, el Salvador oró por todos aquellos
que creían en Él. En su oración, Él imploró que «todos sean uno, como tú, oh
Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (Juan 17:21;
véase también DyC 35:2). Y el Salvador afirmó a continuación: «Y la gloria que
me diste les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno» (Juan
17:22). Finalmente, rogó «que sean perfeccionados en uno» (Juan 17:23). Esta es
la unidad absoluta: ser como Dios es.
Si no se hubiera producido la Expiación de Jesucristo, se habría registrado una
unidad aterradora —una Expiación negativa, por así decirlo— una vida en
convivencia con el maligno y a semejanza suya. Jacob dijo la siniestra verdad
cuando afirmó que «permanecer con el padre de las mentiras» y, lo que es peor,
«iguales a ese ser» (2 Nefi 9:9). En pocas palabras, seríamos uno con Satanás,
tanto en ubicación como en términos de semejanza. Un pensamiento tan aterrador
nos permite situar la Expiación en el contexto adecuado. Sin ella, todo está
perdido. Con ella, todo puede ganarse. Sin embargo, por oscura o desesperada
que pueda parecer nuestra situación, por negros o amenazadores que puedan
aparecer los nubarrones, Mormón nos dio una respuesta alentadora: «He aquí, os
digo que debéis tener esperanza, por medio de la expiación de Cristo» (Moroni
7:41). Gracias al Salvador podemos reconciliarnos con Dios; podemos ser uno
nuevamente.
La posibilidad del hombre de ser uno con Dios, en términos de ubicación y de
semejanza, es posible únicamente porque el Salvador primeramente fue uno con
el hombre en lugar, por su nacimiento terrenal, y uno con el hombre en
semejanza, tomando sobre si las debilidades humanas, sin abandonar un instante
su naturaleza divina. Pablo observó que el Salvador «debía ser en
todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:17; énfasis añadido). Algo en el
descenso del Salvador hizo posible el ascenso del hombre.
UN SÍMBOLO FÍSICO DE LA EXPIACIÓN
Esta reconciliación entre Dios y el hombre se simboliza figurativa y
literalmente en un abrazo. Lehi se refirió a ello en el sermón dirigido a sus hijos
en su lecho de muerte: «el Señor ha redimido a mi alma del infierno; he visto su
gloria, y estoy para siempre envuelto entre los brazos de su amor» (2 Nefi 1:15).
Doctrina y Convenios incluye la misma imagen: «Sé fiel y diligente en guardar
los mandamientos de Dios, y te estrecharé entre los brazos de mi amor» (DyC
6:20). Amulek predicó de manera similar: «la misericordia satisface las
exigencias de la justicia, y ciñe a los hombres con brazos de seguridad» (Alma
34:16). ¡Qué metáfora tan hermosa! ¿Qué pequeño no se siente seguro en los
brazos de su padre gentil y amoroso? Qué paz, qué calidez, qué consuelo saber
que en sus brazos se encuentra seguro del crimen, el odio, el rechazo, la soledad
y todos los males de este mundo.
Isaías habló de esos momentos de gran ternura cuando el Señor «recogerá los
corderos y en su seno los llevará» (Isaías 40:11). El élder Orson F. Whitney vivió
un glorioso momento como ese cuando fue testigo de una maravillosa
manifestación del Salvador. En su sueño, dijo, «corrí [para salir a Su encuentro]
(…), caí a sus pies, me aferré a Sus rodillas, y le rogué que me llevara consigo.
Nunca olvidaré la bondad y la gentileza con la que se inclinó, me alzó y me
abrazó. Fue tan vívido, tan real. Sentí la calidez de su cuerpo mientras me
estrechaba entre sus brazos».10¿Quién no ansiaría esa calidez, ese abrazo?
¿Quién de nosotros acabará estrechado en esos brazos amorosos? ¿Les está
reservado este honor a unos pocos elegidos? Alma da a conocer que no hay una
norma de exclusión: «He aquí, él invita a todos los hombres, pues a todos ellos se
extienden los brazos de misericordia» (Alma 5:33; véase también 2 Nefi 26:25–
33). Eso es lo que el Salvador declaró a los nefitas cuando se les apareció: «He
aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que
venga, yo lo recibiré» (3 Nefi 9:14). Una invitación como esta no se extiende
solamente por un breve momento, sino que permanece vigente durante todo el
periodo de probación: «He aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia
vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré» (2 Nefi 28:32; véase también
3 Nefi 10:6). Incluso en los momentos de ira de Dios, sus brazos siguen
extendidos, atrayendo ansiosamente a las almas penitentes.
El Salvador le habló a Enoc de ese glorioso día de reconciliación para los justos
diciendo «los recibiremos en nuestro seno, y ellos nos verán; y nos echaremos
sobre su cuello, y ellos sobre el nuestro, y nos besaremos unos a otros» (Moisés
7:63). Se antoja difícil visualizar una reunión más gloriosa.
Retrospectivamente, Mormón se angustió ante el inevitable destino de la
civilización nefita, en acelerada decadencia: «¡Oh bello pueblo, cómo pudisteis
rechazar a ese Jesús que esperaba con los brazos abiertos para recibiros!»
(Mormón 6:17). Casi era superior a sus fuerzas. Si tan solo se hubieran
arrepentido podrían «[haber sido recibidos] en los brazos de Jesús» (Mormón
5:11); podrían haber sido «[circundados por] la incomparable munificencia de su
amor» (Alma 26:15).
El élder Neal A. Maxwell sugiere que el motivo principal de que el Salvador
actúe personalmente como guardián de la puerta del reino celestial no es excluir a
nadie, sino dar personalmente la bienvenida a quienes hayan conseguido regresar
al hogar, y abrazarlos. Es un pensamiento conmovedor, y muy íntimo, que
expresó de la siguiente manera:
«Si hay una metáfora en la que me gustaría centrar la atención en mi
conclusión, esta se encuentra en dos pasajes del Libro de Mormón. La primera en
la que se nos recuerda que Jesús mismo es el guardián de la puerta y que ‘y allí
no emplea ningún sirviente’ (2 Nefi 9:41.) (…) Les diré (…) desde el
convencimiento de mi alma (…) la que creo ser la razón primordial de que allí
[no emplee ‘ningún sirviente’], tal y como se expone en otro libro del Libro de
Mormón, donde se dice que les espera a ustedes ‘con los brazos abiertos’
(Mormón 6:17.) ¡Por eso está él allí! Él les está esperando ‘con los brazos
abiertos’. Esa imagen es demasiado poderosa como para descartarla (…) Es una
imagen que debería abrirse paso hasta el núcleo mismo de la mente humana; una
cita inminente, un momento en el tiempo y en el espacio, un instante sin igual. Y
esa cita es una realidad. Se lo certifico. Él nos espera con los brazos abiertos,
porque su amor hacia nosotros es perfecto».11
Consideren un momento la atracción magnética que se da cuando un niño
pequeño ve a su padre de rodillas con los brazos extendidos. La invitación es
irresistible. La reacción de regresar es automática. No hay análisis intelectual. Es
como tender la mano para agarrar una manta cuando hace frío, para encender la
luz en una habitación a oscuras. Algunas cosas no tienen su origen en la mente,
sino en el corazón. Estos son anhelos naturales del alma: la necesidad de calidez,
luz y amor. Asimismo, nuestro Padre Celestial extiende los brazos con la
intención de seducirnos a fin de regresar al hogar. Qué irresistibles son esos
brazos para los que buscan esta calidez, esta luz y este amor. Él nos invita al día
de la reconciliación, el retorno a nuestro verdadero hogar, el día de la
reunificación con nuestra familia primigenia; nos invita a correr a sus brazos y
disfrutar de su abrazo. Esta es la promesa del Señor a los hijos de Israel: «Os
redimiré con brazo extendido (…). Y os tomaré como mi pueblo y seré vuestro
Dios» (Éxodo 6:6–7).
LA NECESIDAD DE COMPRENDER LA CAÍDA
La estructura de la palabra inglesa atonement nos permite discernir la finalidad
de la Expiación. De igual manera, las definiciones de los diccionarios son de
utilidad. Tales definiciones nos informan que atonement significa «redimir»,
«reconciliar», «rescatar», «pagar una deuda», «reparar».12 Pero, ¿por qué? La
respuesta: por la Caída de Adán y por la «caída» de todo aquel que peca. La
Caída de Adán hizo necesaria la Expiación. En consecuencia, no podemos
esperar entender la Expiación sin entender primeramente la Caída. Ambas
doctrinas están inseparablemente entrelazadas. En esta dirección, el élder Bruce
R. McConkie comentó: «La Expiación infinita y eterna de nuestro Señor (…)
descansa sobre dos pilares. Uno es la caída de Adán; el otro, la divinidad de
Cristo como hijo de Dios».13 El presidente Benson enseñó una verdad
relacionada: «Nadie sabe en forma adecuada y precisa la razón por la que
necesita a Cristo hasta que comprenda y acepte la doctrina de la Caída y su efecto
sobre la humanidad».14 Intentar dominar la Expiación sin comprender
primeramente la Caída sería semejante a emprender el estudio de la geometría sin
una base de álgebra. Sería un proyecto fútil y frustrante, de ahí la necesidad de
estudiar la Caída previamente.
NOTAS
1. El capítulo 16 explica con más detalle por qué la resurrección forma parte de la Expiación.
2. Nibley, Approaching Zion, 556.
3. Talmage, Articles of Faith, 75.
4. Robinson, Créamosle a Cristo, 7–8.
5. «LDS Bible Dictionary», 617.
6. Nibley, Approaching Zion, 581.
7. Nibley, Approaching Zion, 578. Dicho retorno, sin embargo, no está ni mucho menos
garantizado. El élder Joseph Fielding Smith advirtió al respecto: «En inglés es común
descomponer el vocablo ‘expiación’ (‘atonement’) en la forma siguiente: ‘at- one- ment’,
buscándose así la manera de indicar la posible unidad entre el hombre y Dios. Esa unidad se
desprende de las dos primeras sílabas (‘at-one’, a uno, o, en uno). Pero eso [no] es todo lo que la
expiación significa; de hecho, la gran mayoría de los hombres nunca llega a ser uno con Dios,
aunque todos reciben la Expiación. ‘Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva
a la vida, y pocos son los que la hallan’». (Smith, Doctrinas de salvación, 1:120).
8. Snow, «Oh mi padre», Himnos, núm. 187.
9. Nibley, Approaching Zion, 567–68.
10. Whitney, Through Memory’s Halls, 83; énfasis añadido.
11. Maxwell, «But a Few Days», 7.
12. Roget’s 21st Century Thesaurus, véase la entrada «atone».
13. McConkie, New Witness, 110.
14. Benson, Sermones y escritos, 104.
Capítulo 5
LA CAÍDA DE ADÁN
LAS CONDICIONES ANTERIORES A LA CAÍDA
Cuando Adán y Eva vivían en el Jardín del Edén, se encontraban sometidos a
cuatro condiciones básicas; dos positivas y dos negativas.1 En primer lugar,
ambos eran inmortales,2 libres del dolor, la enfermedad y la muerte. Refiriéndose
al árbol del conocimiento del bien y del mal, Dios dijo: «el día que de él
comieres, de cierto morirás» (Génesis 2:17), dando a entender que, entre tanto y
hasta que se produjera dicho acontecimiento, Adán y Eva disfrutarían de un
estado de inmortalidad. Este era un aspecto positivo.
En segundo lugar, Adán y Eva hablaban y caminaban en la presencia de Dios.
Esto también era positivo. El profeta José habló de esta manera con respecto a
aquellos gloriosos días en los que «Dios conversó con Adán cara a cara. Se le
permitió estar en su presencia y de su propia boca se le permitió obtener
instrucción. Adán escuchó la voz de Dios, anduvo ante él y contempló su gloria,
mientras que la inteligencia ardía sobre su entendimiento».3
Parley P. Pratt tenía una perspectiva similar del Jardín: «Él [Adán] estaba en la
presencia de su Hacedor, conversaba con él cara a cara y contemplaba su gloria,
sin velo alguno entre ellos. Oh, lector, contempla un momento esta hermosa
creación, con paz y abundancia: la tierra rebosante de animales inofensivos, (…)
el aire plagado de hermosas aves cuyas notas incesantes llenan el lugar de
variada melodía; (…) mientras legiones de ángeles acampan alrededor de él y
unen sus voces jubilosas en cantos de gratitud, canciones de alabanza y gritos de
gozo. No se dejaban oír ni gruñidos, ni suspiros en la vasta extensión; ni había
pena, miedo, dolor, llanto, enfermedad, ni muerte; Tampoco contenciones,
guerras, ni derramamiento de sangre; al contrario: la paz coronaba las estaciones
en su discurrir y la vida y el amor reinaban sobre todas las obras de Dios».4
Resulta difícil imaginar un lugar más idílico en el que vivir. Adán y Eva
estaban vivos espiritualmente, disfrutando en la presencia de nuestro Padre
Celestial.
A diferencia de las primeras dos condiciones, la tercera tenía un carácter
negativo. Adán y Eva se encontraban en un estado de inocencia, carentes de un
conocimiento pleno del bien y del mal, y eran, por lo tanto, incapaces de
experimentar plenitud de gozo. Lehi describe su situación de la siguiente manera:
«Y todas las cosas que fueron creadas habrían permanecido en el mismo estado
en que se hallaban después de ser creadas; y habrían permanecido para siempre,
sin tener fin (…); por consiguiente, habrían permanecido en un estado de
inocencia, sin sentir gozo, porque no conocían la miseria; sin hacer lo bueno,
porque no conocían el pecado». (2 Nefi 2:22–23). Esto era un obstáculo para su
desarrollo y progreso personales. Sin un conocimiento completo del bien y del
mal, Adán y Eva no podían ejercer su albedrío moral pleno que era necesario a
fin de llevarlos a la divinidad. John Fiske, filósofo de Harvard, captó este dilema:
«Claramente, para hombres y mujeres fuertes y decididos un Edén sería el
paraíso de los necios. ¿Cómo podría haberse producido en un lugar así algo con
lo más mínima semblanza de personalidad? (…). Al menos podemos empezar a
reconocer con nitidez que, a menos que nuestros ojos se hubieran abierto en
algún momento, nunca habríamos llegado a estar formados a imagen de Dios.
Hubiéramos sido los moradores de un mundo de marionetas en el que ni la moral
ni la religión habrían tenido lugar, ni adquirido significado alguno». 5
El profesor Fiske entendió la naturaleza pasajera del Jardín de Edén en el plan
de Dios. Edén era una parada en el camino, no el destino. Era un lugar de
descanso temporal en el viaje de la vida. No cabía esperar llegar a ser como Dios
en el Jardín de Edén, del mismo modo que no tiene sentido pensar que es posible
llegar a Nueva York desde Los Ángeles en un vehículo con el motor apagado.
Con la excepción del árbol del conocimiento del bien y del mal, no había reto,
tentación ni obstáculo alguno en aquel lugar casi celestial. Por consiguiente, no
podía haber progreso. Estaban bloqueados temporalmente en un mundo de
esterilidad espiritual.
Lehi se refirió a las creaciones que se podrían haber hallado en un estado
carente de oposición: «Por lo tanto, tendría que haber sido creado en vano; de
modo que no habría habido ningún objeto en su creación» (2 Nefi 2:12).
La cuarta condición era también negativa. Mientras permanecieran en aquel
estado edénico, Adán y Eva no podían tener hijos (2 Nefi 2:23), ni gozo en su
descendencia. Menudo impedimento más demoledor. En estas condiciones no
podían obedecer el mandamiento divino de multiplicarse y henchir la tierra,
designio y objetivo primordial de su vida matrimonial. Esta condición, si se
hubiera permitido su permanencia, habría invalidado las razones que llevaron a
los hijos de Dios a gritar de gozo en la época premortal. El mantenimiento de esta
condición habría supuesto el fracaso, en pleno sentido del término, del plan de
salvación.
LAS CONDICIONES POSTERIORES A LA CAÍDA
Cuando Adán y Eva transgredieron fueron expulsados del Jardín. Así, la
expresión «la Caída de Adán» se emplea al menos por dos motivos: primero, a
fin de describir la Caída de Adán y Eva de la presencia física del Padre y,
segundo, para describir su caída del estado de inmortalidad a uno de
mortalidad.6 Dicha terminología la empleó Alma cuando describió las
consecuencias que tuvo comer el fruto prohibido: «Vemos que Adán cayó»
(Alma 12:22; véase también 2 Nefi 9:6; Alma 42:6). El élder Talmage confirma
que la Caída fue el resultado de comer el fruto prohibido y no la consecuencia de
un acto de otra naturaleza: «Y en esto, quiero decir, consistió la caída: la
ingestión de aquello que no era apto, (…) y aprovecho esta ocasión para alzar mi
voz en contra de esa falsa interpretación de las escrituras, a la cual (…) se hace
referencia con susurros y medio en secreto, que la caída del hombre fue alguna
afrenta contra las leyes de la castidad y la virtud. Tal doctrina es una
abominación».7
¿Con qué condiciones se encontrarían ahora Adán y Eva, como seres caídos?
Irónicamente, aquellas cuatro condiciones que existían con anterioridad a la
Caída invirtieron su signo. Las positivas se hicieron negativas y las negativas se
tornaron positivas.
Para empezar, ya no eran inmortales. Dios había decretado: «el día que de él
comieres, de cierto morirás» (Génesis 2:17). Es interesante poner de manifiesto
que Adán, quien vivió casi mil años, murió transcurrido un «día» en el tiempo del
Señor (2 Pedro 3:8; Abraham 3:4). Cuando se pronunció esa promesa de muerte,
la Tierra todavía se regía por «el tiempo del Señor, que era según el tiempo de
Kólob» (Abraham 5:13). La literalidad de la promesa de Dios salta a la vista
cuando consideramos el relato de Edward Stevenson, quien citó así al profeta
José: «El padre Adán empezó su obra y completó cuanto había que realizar en su
época, y vivió hasta alcanzar los mil años de edad, menos seis meses.
Ciertamente la Biblia le otorga a Matusalén el honor de ser el hombre más
anciano, pero el profeta José recibió información contraria por revelación. Se
trata únicamente de un error del hombre al traducir los anales».8 En el calendario
del Señor, Adán murió el mismo «día» que tomó el fruto, tal y como Dios lo
había decretado.
Cuando Adán y Eva comieron el fruto, las semillas de la muerte se plantaron en
sus venas y nosotros, sus hijos, heredamos su naturaleza mortal. El resultado fue
que la raza de Adán se encontró sometida a la muerte física, al dolor, a la
enfermedad y a todos los males de la humanidad. La inmortalidad se volvió
mortalidad, y una condición positiva se convirtió en una situación negativa
temporal en el plan eterno.
En segundo lugar, la transgresión de Adán y Eva dio lugar a su expulsión de la
presencia de Dios, separación que constituye la muerte espiritual. Los versos con
los que concluye el Paraíso perdidode John Milton captan ese momento
desgarrador de la expulsión:
Ante ellos el mundo extendido, donde elegir
su lugar de descanso, y la Providencia, su guía;
Ambos, las manos entrelazadas, con paso errante y pausado, a través del
Edén emprendieron la marcha solitaria.9
Doctrina y Convenios describe la suerte de Adán: «yo, Dios el Señor, hice que
fuese echado del Jardín de Edén, de mi presencia, a causa de su transgresión, y en
esto murió espiritualmente» (DyC 29:41). Por su parte, Jacob describe esta
muerte spiritual desencadenada por la Caída como estar «desterrado de la
presencia del Señor» (2 Nefi 9:6; véase también Helamán 14:16). Adán y Eva
cesaron de andar y conversar con Dios. Ahora se encontraban privados de su
compañía. Milton escenifica poéticamente el lamento trágico de Adán, cuando
nuestro primer padre contemplaba el pensamiento de ser «desechado» de la
presencia del Santo:
Por tanto, a su mandato me someto.
Harto me aflige, que, partiendo de allí,
De su rostro me hallaré escondido, privado
de su bendita faz; aquí frecuentaba,
con adoración, lugares mil donde él concedía
Presencia Divina, y a mis hijos narro,
«En este monte se me apareció; bajo este árbol
se alzó, visible; entre estos pinos escuché su voz; aquí con él, en esta
fuente, conversé».10
Adán y Eva no tardaron en conocer las duras consecuencias de la Caída: «Yo,
Dios el Señor (…) multiplicaré en gran manera tus dolores» y «maldita será la
tierra por tu causa» (Moisés 4:22–23). Por primera vez habría espinos y cardos
para herirlos y animales salvajes para amenazarlos. Se acabó para Adán comer
ociosamente las reservas inagotables de fruto del Jardín, puesto que el Señor
decretó: «con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Moisés 4:25).
Después de la expulsión, el Señor les habló a Adán y a Eva «[desde] la
dirección del Jardín de Edén», a lo que Moisés añade, «y no lo vieron, porque se
encontraban excluidos de su presencia» (Moisés 5:4). Estar apartados de la
presencia de Dios no excluía toda comunicación con Él; ello frustraría el plan de
salvación. Más bien, implicaba quedar desterrado de su presencia física, pero
dejando abiertas todas las demás formas de comunicación con Dios. Dicha
separación física, resultado de la Caída, parecen haberla desencadenado fuerzas
duales e irresistibles: primeramente, la ley eterna que prohíbe a un ser mortal y
caído estar en la presencia de Dios,11 puesto que «hombre natural alguno [puede]
aguantar la presencia de Dios» (DyC 67:12) y, en segundo lugar, el impulso
inherente al transgresor de apartarse espiritualmente de lo santo. Moisés estaba
tan avergonzado de su desobediencia que «escondió su rostro de Jehová» (TJS,
Éxodo 4:26). Pedro rogó ante el Salvador: «Apártate de mí, Señor, porque soy
hombre pecador» (Lucas 5:8). Era como si el rey Benjamín hubiera discernido el
espíritu de todos los hombres errantes cuando afirmó «las demandas de la divina
justicia despiertan en su alma inmortal un vivo sentimiento de su propia culpa
que lo hace retroceder de la presencia del Señor» (Mosíah 2:38).
Adán y Eva deben haber sentido tal deseo de desaparecer cuando procuraron
«esconderse de la presencia de Dios el Señor» (Moisés 4:14). El acto de
esconderse parece ser mucho más que una cuestión de recato. El élder Talmage
llega a esa conclusión: «Se escondieron, pues habían despertado al hecho de que
había algo vil en ellos, algo indecoroso, algo impuro, y se ocultaron».12Qué
incómodo debe haber sido para ellos estar en la presencia del Santo, el que había
«soplado» en ellos el aliento de vida, quien había proporcionado tanto el sustento
como la morada, y quien les había impuesto tan solo una restricción. Y ahora
habían incumplido su mandato.
Es difícil comprender plenamente por qué Dios dio mandamientos
aparentemente contradictorios en el Jardín. Algunos consideran que el
«mandamiento» de no comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del
mal era más una advertencia que un mandamiento como tal y, en consecuencia,
Adán y Eva «desobedecieron» a sabiendas una ley menor a fin de cumplir una
mayor.13
Las Escrituras sugieren, sin embargo, que Eva fue, al menos, engañada en
parte. Este «conflicto» de mandamientos parecía ser una parte necesaria del
grandioso plan, de manera que el hombre no pudiera reclamar posteriormente que
Dios le forzó a aceptar la colosal responsabilidad de la vida mortal. El hombre ya
había tomado la decisión de aceptar la vida en la tierra en la época premortal,
pero aquello tuvo lugar sin la perspectiva ventajosa del prisma terrenal. Ahora,
Adán y Eva, en calidad de representantes designados de la raza humana,
confirmarían desde la morada terráquea de ambos aquella decisión tomada
previamente. Después de su caída, no podrían culpar a Dios por sus aflicciones
mortales. Su elección no era resultado de un mandato de Dios. Al contrario, en
aparente oposición al mandamiento divino, ellos y solamente ellos eran los que
habían decidido cómo proseguir. Quizá de esta forma Dios llevó a cabo «sus
eternos designios», ya que dijo que «era menester una oposición; si, el fruto
prohibido en oposición al árbol de la vida» (2 Nefi 2:15).
En respuesta a la pregunta de Dios sobre lo que Eva había hecho, esta
respondió: «La serpiente me engañó, y yo comí» (Moisés 4:19; véase también
Génesis 3:13; 2 Corintios 11:3). En la edición SUD de la Biblia, el
encabezamiento del capítulo 3 de Génesis reza: «La serpiente (Lucifer) engaña a
Eva». Pablo hizo un comentario similar: «Adán no fue engañado, sino la mujer,
siendo engañada, incurrió en transgresión» (1 Timoteo 2:14). Doctrina y
Convenios nos informa que «el diablo tentó a Adán, y este comió del fruto
prohibido y transgredió el mandamiento, por lo que vino a quedar sujeto a la
voluntad del diablo, por haber cedido a la tentación» (DyC 29:40).
Si Adán y Eva hubieran comido fruto con «plena» conciencia de estar
obedeciendo una ley superior, como algunos mantienen, cabe preguntarse por
qué las Escrituras emplean palabras y expresiones como «engañados»,
«traicionados», «ceder» e incluso «morir espiritualmente» (DyC 29:41), para
describir su conducta en el jardín y el consiguiente estado de cosas. También uno
se pregunta cómo podrían tener «pleno» conocimiento de que vivían en un estado
de inocencia, sin conocer el bien ni el mal. En dicho estado de inocencia, no les
habría sido posible comprender totalmente qué opción era buena y cuál mala. Y
se plantea otro interrogante: ¿Por qué Adán, al responder a la pregunta del Señor:
«¿has comido del árbol del cual te mandé no comer (…)» (Moisés 4:17), procuró
«culpar» o responsabilizar a Eva, y, de igual manera, ella intentó «culpar» a su
vez a la serpiente (Moisés 4:18–19)? De haber actuado con un conocimiento
pleno o parcial de las consecuencias de sus actos, este habría sido un momento
adecuado para responder: «Hemos transgredido la ley menor a sabiendas a fin de
cumplir una ley superior. Entendemos que habrá consecuencias severas por el
momento, pero desde una perspectiva eterna, esto será una bendición, no una
maldición para nosotros y nuestra posteridad». Este punto habría sido el
momento, no de buscar culpables, sino de la explicación de la decisión que se
había tomado.
Cabe preguntarse también: «¿Qué habría pasado si Adán y Eva no hubieran
transgredido? ¿Qué habría pasado si ellos nunca hubieran cedido y tomado del
fruto prohibido, independientemente de la duración de su estancia en el Jardín?
¿Se habría frustrado el plan de Dios?». Naturalmente, la respuesta es negativa. La
obra de Dios nunca se frustra (véase DyC 3:3). Ciertamente, Dios en su
omnisciencia sabía que Adán y Eva, en virtud de su propio albedrío, comerían el
fruto. No obstante, el élder Talmage responde a las preguntas hipotéticas
planteadas anteriormente: «En caso de que se suponga que nuestros primeros
padres podrían no haber caído, seguramente se habrían empleado otros medios
para poner en marcha la condición mortal en la tierra».14
No conocemos todas las condiciones en virtud de las cuales Adán y Eva
tomaron aquella profética, a la vez que maravillosa, decisión en pos de la
mortalidad. Fueran cuales fueran las motivaciones subyacentes, podemos
aferrarnos a dos verdades fundamentales. Primeramente, Adán y Eva son dignos
de elogio, no de condenación. Algún día conoceremos plenamente la alta estatura
de su nobleza. Si comieron el fruto conscientemente, con una comprensión
suficiente de las consecuencias, los honramos. Si, a causa de su obediencia y
fidelidad, comieron en inocencia o fueron engañados en parte para aprender
posteriormente el plan de salvación, plan que en adelante enseñaron a su
posteridad con amor y diligencia, nuevamente los honramos. A propósito de la
Caída, Brigham Young explicó lo siguiente: «Todo formaba parte de la economía
del cielo, (…) todo está bien. No debemos culpar nunca a la madre Eva, en
absoluto».15 En ese mismo espíritu, las Escrituras se refieren a ella como «nuestra
gloriosa madre Eva» (DyC 138:39). Y el élder Talmage agregó su testimonio:
«Nuestros primeros padres fueron puros y nobles, y cuando pasemos allende el
velo quizá aprendamos algo con respecto a su elevada condición».16
La segunda verdad que debemos aprender es que la Caída fue parte del plan
maestro de Dios; no se trató de una ocurrencia de última hora orientada a
remediar alguna acción inesperada por parte de nuestros primeros padres.
Hablando de la Caída, Lehi afirmó: «todas las cosas han sido hechas según la
sabiduría de aquel que todo lo sabe» (2 Nefi 2:24). El presidente John Taylor
enseño: «¿Se sabía que el hombre iba a caer? Sí. Se nos dice con claridad que se
sabía que el hombre caería».17El diccionario de la Biblia SUD en inglés agrega:
«La caída no fue una sorpresa para el Señor. Fue un paso necesario en el
progreso del hombre».18
Llegaría el momento en que Adán y Eva se regocijarían a causa de su decisión,
pero en el momento de la expulsión solamente conocían los espinos, los cardos y
el sudor. Día tras día, Adán ofrecía sacrificios sin saber el porqué, sin
comprender plenamente el plan de salvación. Después de «muchos días» (Moisés
5:6), es decir, después de que Adán y Eva hubieran engendrado «hijos e hijas»
(Moisés 5:3), un ángel acudió y ofreció las siguientes palabras de consuelo
absoluto: «así como has caído [puedes] ser redimido». Adán no cabía en sí de
gozo; «bendijo a Dios» y «empezó a profetizar» y declaró: «tendré gozo en esta
vida». No cabe duda de que Adán corrió a toda prisa para compartir las buenas
nuevas con Eva, quien «oyó todas estas cosas y se regocijó». Fue en esta fecha
posterior, no en el momento de la expulsión del jardín, que Eva, con una
perspectiva recién descubierta, declaró: «De no haber sido por nuestra
transgresión, nunca habríamos tenido posteridad, ni hubiéramos conocido jamás
el bien y el mal, ni el gozo de nuestra redención». (Moisés 5:9–11).
Quizás, igual que una parturienta, Adán y Eva albergaban la esperanza de que
el resultado último de la Caída fuera glorioso, pero los momentos que siguieron
inmediatamente a su expulsión estuvieron plagados de dolor y desvelos. El
Salvador habló a sus discípulos acerca de un momento similar. En el transcurso
de la semana final de su ministerio terrenal, profetizó su crucifixión y partida
inminentes. Él sabía que sus seguidores «[estarían] tristes» por la separación,
pero también prometió que a su debido tiempo «[su] tristeza se [convertiría] en
gozo» (Juan 16:20). Así sería también con Adán y Eva. Las palabras del salmista
son tan adecuadas en este caso: «Por la noche durará el llanto, y a la mañana
vendrá la alegría» (Salmos 30:5).
Nuestras mentes finitas son incapaces de captar, ni tan siquiera remotamente, la
enormidad de la Caída y sus abrumadoras consecuencias. Adán y Eva habían
disfrutado de una relación celestial en la presencia física de Dios. Melvin J.
Ballard, quien tuvo el privilegio de sonar por unos breves instantes que se
encontraba en esa misma presencia, lo narra de esta manera:
«Si viviera un millón de años, jamás olvidaría esa sonrisa. ¡El [Salvador] me
tomó en sus brazos y me besó, me estrechó contra su pecho y me bendijo, hasta
que la médula de mis huesos pareció derretirse! (…) ¡El sentimiento que tuve en
presencia de aquel en cuyas manos está todo, tener su amor, su afecto y su
bendición fue tal que, si alguna vez pudiera obtener aquello de lo que entonces
recibí, un mero preludio, daría todo lo que soy, todo lo espero poder llegar a ser,
para sentir lo que sentí entonces!».19
David, que conocía los dolores propios de la separación, cantó: «En tu
presencia hay plenitud de gozo, deleites en tu diestra para siempre» (Salmos
16:11). Más tarde, rogó: «No me eches de delante de ti» (Salmos 51:11). Existe
una cierta sociabilidad en la presencia de Dios que se manifiesta en una plenitud
de gozo. El élder Ballard la vivió; David la ansiaba; y Caín la perdió. Al saber
que había sido «[echado] de ante la faz del Señor», Caín gritó: «mi castigo es
más de lo que puedo soportar» (Moisés 5:38–39). Incluso Caín, en su estado
depravado, se estremeció ante el pensamiento de quedar desterrado de la
presencia de Dios, el mismo ser que había transmitido calidez y amor, incluso a
él.
Ser expulsado de la presencia del Santo es la peor clase de distanciamiento.
Significa quitarnos lo que más valor tiene: nuestra sensación de pertenencia a la
familia celestial. Equivale a arrebatarnos la seguridad y la autoestima de un único
y fatídico plumazo. Es semejante a arrancar al bebé de pecho del seno de su
madre, enviar al niño rebelde a su habitación, o condenar al incorregible a la
celda de aislamiento. Recuerda a limitar al teléfono nuestras formas de
comunicación con un ser amado; las líneas podrán funcionar sin obstáculos, las
conversaciones podrán ser frecuentes, pero la felicidad que genera encontrarse en
la presencia del otro está ausente. Juan entendía este principio, ya que al escribir
a los santos dijo: «no he querido [escribir] por medio de papel y tinta, pues
espero ir a vosotros y hablar cara a cara, para que nuestro gozo sea
completo» (2 Juan 1:12; énfasis añadido). Este privilegio se les negaba ahora a
Adán y a Eva, pues habían caído de la presencia de Dios.
No solamente habían caído Adán y Eva; ahora su descendencia al completo
quedaría relegada a un destino semejante: nacer y crecer alejados de la presencia
de Dios, una forma de muerte espiritual. Tal condena universal fue objeto de la
siguiente observación de Alma: «Por su caída, toda la humanidad llego a ser
pueblo perdido y caído» (Alma 12:22).
Dos de las consecuencias de la Caída fueron negativas, a saber, la muerte física
y la muerte espiritual. Pero también en ello hubo algo de positivo. Los dos
elementos negativos anteriores del Jardín se volvieron positivos. Adán and Eva
ahora estaban bendecidos con un conocimiento del bien y del mal, y con buen
motivo, ya que habían comido el fruto del árbol del bien y del mal. Ello les
permitió «[llegar] a ser como dioses, discerniendo el bien y del mal» (Alma
12:31). Satanás les había dicho una media verdad: «No moriréis [esta era la
falsedad]» sino que «el día en que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y
seréis como dioses, conociendo el bien y el mal» (Génesis 3:4–5; véase también
Alma 42:3). La segunda parte de la promesa de Satanás era verdad. A la larga, al
menos, ambos llegaron a ser como Dios en su conocimiento del bien y del mal; la
inocencia fue sustituida por el conocimiento; y la posibilidad de obtener gozo se
convirtió en una realidad. Un elemento negativo se convirtió en un punto
gloriosamente positivo en el plan eterno.
Además, los cuerpos mortales de Adán y Eva podían procrear ahora y cumplir
el mandato divino de multiplicarse y henchir la tierra.20 Lehi escribió: «Adán
cayó para que los hombres existiesen» (2 Nefi 2:25; véase también Moisés 6:48),
o en palabras de Eva, uno de los mejores testigos, «De no haber sido por nuestra
transgresión, nunca habríamos tenido posteridad» (Moisés 5:11). Así, con la
Caída nació la raza humana. Todo esto estaba en armonía con el plan maestro de
Dios.
La Caída no fue un trágico paso atrás; al contrario, fue un paso de gigante hacia
adelante, aunque doloroso, en nuestro viaje eterno. Fue la plataforma de
lanzamiento para nuestro ascenso.
NOTAS
1. El adjetivo negativo no se emplea con la intención de sugerir que ningún aspecto del plan de Dios
era inadecuado, sino para dar expresar que las condiciones existentes en el Jardín de Edén y
posteriormente como resultado de la Caída hubieran sido un obstáculo para nuestro progreso
eterno si se hubiera permitido que dichas condiciones continuaran permanentemente. Para cada
una de estas condiciones, Dios tenía preparada una solución.
2. El vocablo inmortal se emplea en este contexto para expresar que Adán y Eva podían vivir
indefinidamente; no se busca insinuar que poseían los mismos cuerpos que reciben los seres
resucitados inmortales.
3. Smith, Lectures on Faith, 13.
4. Pratt, Key to the Science of Theology and Voice of Warning, 85.
5. Fiske, Studies in Religion, 252, 266, en Roberts, The Truth, The Way, The Life, 349.
6. El élder Talmage escribió: «El cambio de Adán y Eva de la inmortalidad a la mortalidad se
denomina la Caída»(Talmage, Sunday Night Talks, 63).
7. Talmage, Essential James E. Talmage, 109. El élder Joseph Fielding Smith enseñó: «La
transgresión de Adán no tuvo nada que ver con el pecado sexual como algunos creen y enseñan
erróneamente. Adán y Eva fueron casados por el Señor mientras eran seres inmortales en el
Jardín de Edén» (Smith, Doctrinas de salvación, 1:109).
8. Joseph Grant Stevenson, «The Life of Edward Stevenson», tesis de maestría (Provo, Utah:
Brigham Young University, 1955), 73; citado en Matthews, «A Plainer Translation», 85.
9. Milton, Paradise Lost, 343.
10. Ibid., 308.
11. Por supuesto, ciertos mortales han estado en la presencia de Dios, como José Smith, pero
solamente: (1) por periodos de tiempo limitados, y (2) después de que sus cuerpos mortales
fueran transfigurados para tal fin. Después de ver a Dios, Moisés explicó que si no hubiera sido
transfigurado, «habría desfallecido y me habría muerto en su presencia» (Moisés 1:11).
12. Talmage, Essential James E. Talmage, 111.
13. El élder John A. Widtsoe expresó este sentimiento: «[La enseñanza de que Adán pudo elegir por
sí mismo] convierte el mandato en una advertencia, tanto como decir, si hacéis esto, traeréis
sobre vosotros un cierto castigo; pero hacedlo si así lo queréis». El élder Widtsoe sugiere
asimismo que «el evangelio se había enseñado [Adán and Eva] durante su estancia en el Jardín
de Edén. No podía habérseles dejado en la ignorancia absoluta del objeto de su creación»
(Widtsoe, Evidences and Reconciliations, 193–94). Joseph Fielding Smith tenía opiniones
semejantes: «Ahora bien, así es como yo lo interpreto: el Señor le dijo a Adán: aquí está el árbol
de conocimiento del bien y del mal. Si queréis quedaros aquí, entonces no podéis comer ese
fruto. Y si deseáis permanecer aquí, entonces os prohíbo que comáis. Pero podéis actuar por
vosotros mismos y podéis comer si lo deseáis. Y si coméis, moriréis» («Fall—Atonement—
Resurrection—Sacrament», en Sistema Educativo de la Iglesia, Charge to Religious
Educators, 124.)
14. Talmage, Sunday Night Talks, 69. Véase, sin embargo, 2 Nefi 2:22–23.
15. Journal of Discourses, 13:145.
16. Talmage, Essential James E. Talmage, 110.
17. Taylor, Gospel Kingdom, 97.
18. «LDS Bible Dictionary», 670.
19. Hinckley, Sermons and Missionary Services of Melvin J. Ballard, 156.
20. Los relatos del Jardín en las Escrituras incluidas en el canon sugieren que Eva no recibió su
nombre hasta después de que tanto ella como Adán hubieron comido el fruto prohibido. Cuando
Eva fue creada originalmente, Adán decretó «esta será llamada Varona» (Génesis 2:23; Moisés
3:23; Abraham 5:17). Todos los diálogos en el Jardín entre Eva y Dios, o Satanás,
llamativamente eliminan cualquier referencia al nombre de Eva. En lugar de nombrarla, se
refieren a ella como «La mujer», o la esposa de Adán. Hay una mención aislada del nombre de
Eva por parte de Moisés. Tan solo se estaba refiriendo a la mujer Eva, cuyo nombre ya conocía.
Después de la transgresión en el Jardín, el Señor anunció la manera en la que Eva habría de
concebir: «con dolor darás a luz los hijos» (Génesis 3:16; Moisés 4:22). Entonces, en el
momento justo en el que los futuros padres de todos los seres mortales estaban a punto de ser
expulsados de su hogar paradisiaco, «llamó Adán el nombre de su mujer Eva, por cuanto ella fue
la madre de todos los vivientes» (Génesis 3:20; Moisés 4:26). Moisés revelo que este nombre
había sido elección del Señor «porque así yo, Dios el Señor, he llamado a la primera de todas las
mujeres, que son muchas» (Moisés 4:26).
El momento del nombramiento de Eva es importante porque parece confirmar que ella no
podía convertirse en la madre de toda la raza humana hasta después de que los efectos del fruto
prohibido recorrieran sus venas. Esto se coherente con otros relatos de las Escrituras. Dicho de
otra manera, no se la llamó Eva hasta que fue capaz de ser Eva (es decir, la madre de todos los
vivientes).
Capítulo 6
LA RELACIÓN
ENTRE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN
LA EXPIACIÓN RECTIFICA LA CAÍDA
¿Cómo podían corregirse, enmendarse y conciliarse en el plan eterno los
efectos negativos de la Caída: la muerte espiritual y la muerte física? ¿Qué valor
tenían la descendencia o el conocimiento divino si tanto hombres como mujeres
estaban condenados a permanecer en la tumba, separados de la presencia de su
Dios? No había solución sin un Redentor, alguien que expiara, redimiera,
reconciliara y corrigiera estas condiciones negativas. Lehi lo afirma de manera
sencilla y concisa: «el Mesías vendrá en la plenitud de los tiempos, a fin de
redimir a los hijos de los hombres de la caída» (2 Nefi 2:26). Lehi entendía que la
Caída no era irremediable, cuando declaro: «la vía está preparada desde la caída
del hombre, y la salvación es gratuita» (2 Nefi 2:4).
La Expiación, según enseñó el élder Talmage, se convirtió en «una
continuación necesaria de la transgresión de Adán».1 Moroni explicó claramente
esta necesidad secuencial: «por Adán vino la caída del hombre. Y por causa de la
caída del hombre, vino Jesucristo, (…) y a causa de Jesucristo vino la redención
del hombre» (Mormón 9:12). Alma dedicó una cantidad de tiempo considerable a
abordar las consecuencias de la Caída antes de declarar: «se hizo menester que la
humanidad fuese rescatada de esta muerte espiritual» (Alma 42:9). La Expiación
fue ese instrumento de recuperación.
Pero, ¿cómo se llevó a cabo? Mediante un sacrificio infinito y eterno. Tal y
como declaró el élder Bruce R. McConkie: «De alguna manera, incomprensible
para nosotros, Getsemaní, la cruz y la tumba vacía se combinan en un drama
grandioso y eterno, en el transcurso del cual Jesús abolió la muerte y del cual
emanan la inmortalidad para todos y la vida eterna para los justos».2
LA SUPERACIÓN DE LA MUERTE FÍSICA Y LA PRIMERA MUERTE ESPIRITUAL PARA
TODOS
Si se les preguntara: «¿Cuáles son las consecuencias de la Expiación?», muchos
responderían: «Superó la muerte física para todos los hombres y la muerte
espiritual para los que se arrepienten». Aunque esa respuesta es correcta en lo
esencial, resulta incompleta. La Caída provocó la muerte física y un tipo de
muerte espiritual para todos los hombres. Esta última se debió a la transgresión
de nuestros primeros padres en el Jardín, y se conoce en el mundo con el nombre
de «pecado original». Todos los hombres mueren físicamente por la transgresión
de Adán. No hay escapatoria de esta consecuencia. Del mismo modo, todos los
hombres resucitarán gracias a Cristo. No hay excepción en lo que respecta a este
remedio. La muerte física, no obstante, no es la única consecuencia universal de
la Caída. Otra consecuencia de la transgresión de Adán es que todos los hombres
nacen en un contexto alejado de la presencia física de Dios. Esta separación
recibe en las Escrituras el nombre de primera muerte espiritual (véase Helamán
14:16–18; DyC 29:41). Es un alejamiento de Dios que se origina en Adán.
Existe asimismo una segunda muerte espiritual; esta es la separación de Dios
causada por los pecados de cada uno.
Ambas formas de muerte spiritual tienen su propia cura. La Expiación corrige
la primera muerte espiritual para todos los hombres sin ningún esfuerzo por su
parte, y es comprensible, puesto que ellos no son su causa en modo alguno. La
Expiación corrige la segunda muerte espiritual individualmente para quienes se
arrepienten, ya que cada uno de nosotros, que hemos pecado, hemos de contribuir
personalmente a nuestra propia redención, «pues sabemos que es por la gracia
por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos» (2 Nefi 25:23).
Los efectos universales de la primera muerte espiritual los impuso
externamente Adán y los corrigió externamente Cristo a favor de toda la
humanidad. Pablo enseñó: «Porque así como en Adán todos mueren, así también
en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22). Robert J. Matthews señala
que muchos no comprenden dichas palabras de Pablo. «La mayoría cree que se
aplican únicamente a la muerte del cuerpo y a la resurrección de este. En
realidad, la afirmación de Pablo comprende tanto la muerte física como la muerte
espiritual»;3 es decir, la primera muerte espiritual propiciada por Adán. A renglón
seguido, el hermano Matthews ofrece esta útil explicación:
«Existe la idea, muy arraigada, de que, pese a que la resurrección es gratuita,
solamente los que se arrepientan y obedezcan el evangelio volverán alguna vez a
la presencia de Dios. A los que apoyan este punto de vista parece habérseles
escapado un punto esencial y un concepto fundamental de la Expiación: que
Jesucristo ha redimido a toda la humanidad de todas las consecuencias de la
caída de Adán.
»Las escrituras enseñan que toda persona, santos o pecadores, retornarán a la
presencia de Dios después de la resurrección. Puede que esta sea únicamente una
reunión pasajera en su presencia, pero la justicia exige que todo lo que se perdió
en Adán se restaure en Jesucristo. Todos volverán a la presencia de Dios, verán
su rostro y serán juzgadas por sus propias obras. Entonces, los que hayan
obedecido el evangelio podrán permanecer en su presencia, mientras que todos
los demás serán expulsados de su presencia por segunda vez y morirán así en lo
que se denomina la segunda muerte espiritual».4
Las Escrituras enseñan que «ninguna cosa impura puede morar con Dios»
(1 Nefi 10:21). Sin embargo, esto no significa que no volveremos a la presencia
de Dios provisionalmente a fin de ser juzgados, y de hecho eso es lo que haremos
todos. Sencillamente, esto quiere decir que no podemos «morar» o permanecer
en la presencia de Dios de manera permanente ni «ser [recibidos] en el reino de
Dios» (Alma 7:21), si somos impuros. En el mismo versículo en el que Nefi
afirma que los impuros no pueden «morar con Dios», también enseña que los
impuros serán traídos «ante el tribunal de Dios» (1 Nefi 10:21). Lehi
evidentemente enseñó que todos los hombres, incluso los inicuos, volverán a la
presencia de Dios: «Y por motivo de la intercesión hecha por todos, todos los
hombres vienen a Dios; de modo que comparecen ante su presencia para que él
los juzgue de acuerdo con la verdad y santidad que hay en él» (2 Nefi 2:10; véase
también Alma 33:22). Jacob, quien aprendió tanto sobre la Expiación de su
padre, también habló de esta reunión temporal, incluso para los malvados: «¡ay
de todos aquellos que mueren en sus pecados!, porque volverán a Dios, y verán
su rostro y quedarán en sus pecados» (2 Nefi 9:38). Entonces Jacob profetizó que
los que rechacen a los profetas «se presentarán con vergüenza y con terrible
culpa ante el tribunal de Dios» (Jacob 6:9; véase también Mormón 9:5).
Alma deja claro que el retorno a la presencia de Dios no es un programa
optativo, ni una reunión gozosa para los inicuos, ya que «[se darían] por felices si
pudiéramos mandar a las piedras y montañas que cayesen sobre nosotros, para
que nos escondiesen de su presencia». Por si esto fuera poco, la siguiente
descripción abunda en el terror del momento: «tendremos que ir y presentarnos
ante él en su gloria, y en su poder, y en su fuerza, majestad y dominio, y
reconocer, para nuestra eterna vergüenza, que todos sus juicios son rectos»
(Alma 12:14–15). Este será el día de rendir cuentas, cuando «los juicios de Dios
[se cernirán] sobre ellos» (Helamán 4:23).
Amulek advirtió que en ese augurado momento de nuestro juicio «tendremos
un vivo recuerdo de toda nuestra culpa» (Alma 11:43). Jacob sabía que
tendremos «un conocimiento perfecto de toda nuestra culpa, y nuestra impureza»
(2 Nefi 9:14), y Alma previó que tendremos un «recuerdo perfecto» (Alma 5:18)
de todos nuestros actos malvados. Cuánto da esto que pensar. Alma enfrentó esta
realidad estremecedora: «Sí, me acordaba de todos mis pecados e iniquidades
(…), sí, y por último, mis iniquidades habían sido tan grandes que el solo pensar
en volver a la presencia de mi Dios atormentaba mi alma con indecible horror»
(Alma 36:13–14). Tan terrorífica era la perspectiva de este encuentro con el
Santo que Alma ansiaba el destierro y la aniquilación con tal de «no ser llevado
ante la presencia de mi Dios» (Alma 36:15).
Entonces se produjo un milagro. Sumido en el sufrimiento, Alma se acordó de
las palabras de su padre acerca del Salvador y de su sacrificio expiatorio por «los
pecados del mundo» (Alma 36:17). El pensamiento mismo del Salvador fue un
bálsamo para su alma herida y su mente enloquecida, hasta tal punto que
exclamó: «dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados» (Alma 36:19).
Entonces vio «a Dios sentado en su trono» y, en un vuelco espiritual
sorprendente, su «alma anheló estar allí» (Alma 36:22). El que antes había
deseado el destierro de la presencia de Dios y la aniquilación de su alma, ahora
anhelaba la vida eterna en la presencia de Dios.
Las Escrituras dejan clara esta cuestión: dulce o amargo, habrá un reencuentro
entre todos los hombres y su Hacedor.
En resumen, la Expiación tenía por objeto la restauración de todo lo perdido por
causa de la Caída, incluidas la resurrección y la vuelta a la presencia de Dios,
independientemente de nuestro estado de rectitud. Alma explica: «la expiación
lleva a efecto la resurrección de los muertos; y la resurrección de los muertos
lleva a los hombres de regreso a la presencia de Dios; y así son restaurados a su
presencia, para ser juzgados según sus obras» (Alma 42:23). Este retorno a la
presencia de Dios superó la primera muerte espiritual desencadenada por Adán, y
de esta manera, todo lo que se perdió por causa de la Caída lo restauró
igualmente la Expiación. Como enseñara Amulek con bellas palabras: «esta
restauración vendrá sobre todos» (Alma 11:44). En algunos casos, la mencionada
restauración se acelera temporalmente. Debido a la fe del hermano de Jared, el
Señor le prometió: «Porque sabes estas cosas, eres redimido de la caída; por
tanto, eres traído de nuevo a mi presencia; por consiguiente yo me manifiesto a
ti» (Éter 3:13; énfasis añadido).
No hay nada que pueda hacer persona alguna para rechazar estos poderes de la
Expiación, que descenderán sobre todo hombre «pese a sí mismo»,5 tal y como
observó Joseph F. Smith. No hay nadie a quien no le afecten, santo o pecador.
Estas bendiciones están garantizadas; de hecho, son obligatorias para todos los
hombres. Así todos los hombres se salvan de la muerte física y de la primera
muerte espiritual.
LA SUPERACIÓN DE LA SEGUNDA MUERTE ESPIRITUAL PARA EL ARREPENTIDO
La segunda muerte espiritual la provocan los pecados de cada cual. Es una
muerte separada e independiente de la transgresión original de Adán, aunque está
relacionada con ella. Y el resultado es una separación permanente de la presencia
de Dios, a menos que recurramos al arrepentimiento con anterioridad al día del
juicio. Samuel el Lamanita explicó la diferencia existente entre lo que las
Escrituras denominan la primera muerte y la segunda muerte. Al hacerlo, Samuel
habló de la muerte del Salvador como una muerte que «lleva a efecto la
resurrección, y redime a todo el género humano de la primera muerte, esa muerte
espiritual; porque, hallándose separados de la presencia del Señor por la caída de
Adán, todos los hombres son considerados como si estuvieran muertos». Este
profeta lamanita enseñó a continuación que la resurrección «trae de vuelta a la
presencia del Señor» a todos los hombres, con lo cual se salvan de la primera
muerte. Samuel declaró entonces de todos los que no se arrepientan: «aquel que
se arrepienta no será talado y arrojado al fuego; pero el que no se arrepienta será
talado y echado en el fuego; y viene otra vez sobre ellos una muerte espiritual; sí,
una segunda muerte, porque quedan nuevamente separados de las cosas que
conciernen a la justicia» (Helamán 14:16–18; véase también Alma 12:16;
Mormón 9:13–14).
El «pecado original» como tal no fue una herencia de la humanidad, pero sus
efectos universales sí se heredaron. Existe una diferencia sustancial en las
consecuencias. José Smith estableció la distinción siguiente: «Creemos que los
hombres serán castigados por sus propios pecados, y no por la transgresión de
Adán» (Segundo artículo de fe). Esto es correcto plenamente en un sentido
eterno. Las consecuencias del «pecado original» son temporales, puesto que
fueron remediadas por el Salvador incondicionalmente. Las consecuencias del
pecado individual, no obstante, son permanentes, a menos que nos arrepintamos.
Así, la Expiación proporciona la redención incondicional del «pecado original»,
pero una redención condicional del pecado individual.6 Las Escrituras enseñan
con claridad que la Expiación rectifica automáticamente todos los efectos de las
transgresiones de Adán, sin ninguna actuación por nuestra parte, y que, además,
nos redime a cada uno de nuestros propios pecados, si tan solo nos arrepentimos.
UN RESUMEN DE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN
La Expiación, en lo que a su relación con la Caída respecta, fue el precio que el
Salvador pagó para (1) superar la muerte física para todos los hombres, (2)
superar la primera muerte espiritual (o la separación de Dios causada por Adán)
para todos los hombres, y (3) superar la segunda muerte espiritual (causada por
nuestros pecados particulares) para todos los que están dispuestos a arrepentirse.
La tabla siguiente resume las consecuencias de la Caída y de la Expiación. No se
pretende que sea exhaustiva, pero puede resultar de utilidad como perspectiva
general de estos acontecimientos interrelacionados.
ANTES DE LA CAÍDA:
 Inmortalidad en un cuerpo sin debilidades pero carente de gloria en
el hombre, los animales, las plantas y toda la Tierra (+) Génesis 2:17
 Vida en la presencia de Dios ya que el Padre caminaba con ellos en el
Jardín (+) Génesis 3:8 Moisés 4:14
 Inocencia sin entender lo bueno y lo malo ( - ) 2 Nefi 2:22–23
 Sin descendencia ya que no podían tener hijos ( - ) 2 Nefi 2:23
DESPUÉS DE LA CAÍDA:
 Mortalidad en un cuerpo corruptible en el hombre, los animales, las
plantas y toda la Tierra ( - ) Génesis 2:17
 Muerte espiritual que consiste en nacer lejos de la presencia de Dios
DyC 29:41 ; 2 Nefi 9:6 ; Helamán 14:16. Y también la separación de
Dios por los pecados propios 1 Nefi 10:6 ; Alma 12:16; 42:9
 Conocimiento del bien y del mal ( + ) Génesis 3:5 ; Alma 42:3
 Descendencia ahora sí posible ( + ) 2 Nefi 2:25
DESPUÉS DE LA EXPIACIÓN:
 Resurrección a un cuerpo perfecto y glorificado ( + ) incondicional
para todos 1 Corintios 15:20-22

Antes de la Caída Después de la Caída Después de la Expiación
1. Inmortalidad (+) 1. Mortalidad (-)
Génesis 2:17
(a) El hombre
(b) Las plantas y los animales
(c) La Tierra
1. Resurrección (+) (incondicional
para todos)
1 Corintios 15:20–22
2. Muerte espiritual (-)
(a) La primera muerte
espiritual (nacer lejos de la
presencia de Dios)
2. Vida en la
DyC 29:41
presencia de Dios 2 Nefi 9:6
(+)
Helamán 14:16
(b) La segunda muerte
espiritual (separación de Dios
por los pecados propios)
1 Nefi 10:6
Alma 12:16; 42:9
2. Superación de la muerte espiritual
(+)
(a) Incondicional, porque todos los
hombres volverán a la presencia de
Dios para ser juzgados
2 Nefi 2:10
2 Nefi 9:38
Alma 12:15; 42:23
Helamán 14:15–18
Mormón 9:12–14
(b) Condicional, porque la segunda
muerte espiritual solamente se supera
mediante el arrepentimiento
Helamán 14:15–18
Moroni 9:12–14
3.
3. Conocimiento del bien y del 3. Conocimiento ilimitado del bien y
mal (+) Génesis 3:5
del mal para los exaltados (+)
Alma 42:3
Juan 14:26
4. Sin
descendencia (-)
2 Nefi 2:23
4. Descendencia (+)
2 Nefi 2:25
Moisés 5:11
4. Descendencia eterna para los
exaltados (+)
DyC 132:19
¿QUÉ SIGNIFICA SALVARSE MEDIANTE LA EXPIACIÓN?
El verbo «salvarse» en la expresión «salvarse mediante la Expiación» tiene
múltiples connotaciones. En gran parte del mundo cristiano, el término
«salvarse» se emplea como si tuviera un significado unívoco y universal. Y lo
cierto es que no lo tiene. En un sentido religioso, la expresión «salvarse»
significa ser rescatado de algún mal o de una consecuencia perniciosa. José
Smith lo definió así: «Salvación quiere decir que un hombre se encuentre fuera
del alcance del poder de todos sus enemigos».7 A continuación, se repasan cuatro
usos de «salvarse» y «salvación» en un contexto religioso:
Primero, todos los hombres, incluso los hijos de perdición, resucitarán y se
salvarán así de la muerte física. Pablo enseñó esta verdad: «Porque así como en
Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios
15:22).8 Y Amulek enseñó algo similar: «todos se levantarán de esta muerte
[temporal]» (Alma 11:42; véase también Alma 11:41). En este sentido, todos los
hombres se salvarán.
Segundo, todos los hombres, excepto los hijos de perdición, se salvarán además
de otra manera; resucitarán con un cuerpo glorificado y se les asignará un reino
de gloria que presidirán uno o varios miembros de la Trinidad (DyC 76:71, 77,
86). En este aspecto, todos estos hombres serán rescatados del poder y del
dominio de Satanás. Mientras que los que hereden el reino telestial «no serán
redimidos del diablo sino hasta la última resurrección» (DyC 76:85), no obstante,
a su debido tiempo, serán salvados de sus garras. A esto se refería el Señor
cuando dijo que «salva todas las obras de sus manos, menos a esos hijos de
perdición», quienes «irán al castigo perpetuo (…) para reinar con el diablo y sus
ángeles por la eternidad» (DyC 76:43–44). Así pues, los hijos de perdición son
«los únicos que no serán redimidos en el debido tiempo del Señor» (DyC 76:38).
Todos los demás heredarán un reino de gloria y serán salvados del dominio de
Satanás.
Tercero, la mayoría de los cristianos emplean el termino salvarse para expresar
que tienen garantizada una vida de felicidad eterna en presencia de Dios. Este uso
podría ser un equivalente más cercano, aunque ciertamente imperfectamente, de
nuestro concepto del reino celestial. Los que heredan el reino celestial, pero no el
nivel superior de la exaltación, se salvan en el sentido de que no se los destierra
de la presencia del Padre. Estos santos «permanecen separada y solitariamente,
sin exaltación, en su estado de salvación, por toda la eternidad» (DyC 132:17).
No se salvan, sin embargo, de todas las formas de condenación (por ejemplo, de
la incapacidad de progresar). No pueden tener simiente eterna, y no pueden llegar
a ser como Dios. En consecuencia, se salvan únicamente en un sentido limitado.
Cuarto, salvarse plenamente significa ser exaltado, es decir, que una persona no
solamente es rescatada de la muerte física, de Satanás, y del destierro de la
presencia de Padre; además, se salva de toda forma de condenación. Dicho de
otra manera, no hay nada en absoluto susceptible de frenar el progreso de esa
persona. Él o ella pueden tener progenie eterna, crear mundos sin fín y ser como
Dios (DyC 132:19–20, 37; véase también el capítulo 21). Después de referirse al
estado exaltado de Abraham como un dios, el Señor afirmó: «entra en mi ley, y
serás salvo» (DyC 132:32; véase también 2 Nefi 25:23). En referencia a la
exaltación, el élder McConkie enseñó: «Con unas pocas excepciones, esta es la
salvación de la que hablan las escrituras».9 En este sentido, la Expiación de
Jesucristo no solo nos salva de los efectos de la Caída; también nos dota de los
poderes necesarios para salvarnos de toda debilidad, de toda ignorancia, de todo
obstáculo que de otra manera podría obstaculizar o impedir nuestro progreso de
alguna forma. Esta es la salvación máxima que las Escrituras denominan
exaltación. Esta es la finalidad culminante de la Expiación.
NOTAS
1. Talmage, Articles of faith, 75.
2. McConkie, Mortal Messiah, 4:224.
3. Matthews, A Bible!, 260, 262.
4. Ibid., 262.
5. Smith, Doctrina del Evangelio, 66.
6. Orson Pratt nos ayuda a comprender la diferencia entre la redención incondicional y la redención
condicional:
«Pero la redención universal de los efectos del pecado original, nada tiene que ver con la
redención de nuestros pecados personales; porque el pecado original de Adán y los pecados
personales de sus hijos son dos cosas diferentes. (…)
»Los hijos de Adán no tuvieron albedrío en la transgresión de sus primeros padres y, por tanto,
no se les requiere ejercer albedrío alguno para la redención de su castigo. (…)
»La redención condicional es también universal en su naturaleza; se ofrece a todos, pero no es
recibida por todos; (…) sus beneficios pueden ser sólo obtenidos mediante la fe, arrepentimiento,
bautismo, imposición de manos y obediencia a todos los demás requisitos del evangelio.
»La redención incondicional es un don impuesto a la humanidad y ésta no lo puede rechazar,
aunque estuviera dispuesta. No sucede así con la redención condicional; ésta puede ser recibida o
rechazada de acuerdo con la voluntad de la criatura. (…)
»(…) Ambos son dones de la gracia gratuita. (…) La redención de uno es compulsiva [sic]; la
recepción del otro es voluntaria. El hombre no puede, por cualquier acto posible, evitar su
redención de la Caída; pero puede rechazar y evitar completamente su redención el castigo de
sus propios pecados» (Millennial Star, 12:69; citado en Smith, Doctrinas de salvación, 2:9–10).
7. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 367.
8. Los hijos de perdición resucitarán, pero lo harán con cuerpos sin glorificar, destinados a resucitar
«a la condenación de su propia inmundicia» (Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 448).
La Encyclopedia of Mormonism aporta otro comentario al respecto: «se ha sugerido que, en
ausencia de los poderes sustentadores del Espíritu de Dios, los hijos de perdición acabaran
desorganizándose y volviendo al ‘elemento nativo’ (JD, 1:349–52; 5:271; 7:358–59). Sin
embargo, las escrituras declaran que ‘el alma nunca puede morir’ (Alma 12:20) (…). El destino
final de los hijos de perdición se dará a conocer solamente a los que participarán en él y no se
revelará definitivamente hasta el juicio final (DyC 29:27–30; 43:33; 76:43–48; Enseñanzas del
profeta José Smith, 22)» (Encyclopedia of Mormonism, «Sons of Perdition» 3:1391–92). Véase
también 2 Nefi 1:22.
9. McConkie, Doctrina mormona, 670.
LAS CONSECUENCIAS SI NO HUBIERA
HABIDO EXPIACIÓN
UNA VIDA SIN ESPERANZA
Una mañana de domingo, nuestro hijo adolescente se puso en pie con otros dos
presbíteros a fin de administrar la Santa Cena, como lo habían hecho
anteriormente en multitud de ocasiones. Levantaron el mantel blanco y vieron
consternados que no había pan. Uno de ellos acudió a la sala de preparación con
la esperanza de encontrar algo. Pero no había nada. Finalmente, nuestro
atribulado hijo se acercó al obispo para hacerle partícipe de su preocupación.
Entonces el sabio obispo se levantó, explicó la situación a la congregación y
pregunto: «¿qué ocurriría si la mesa estuviera hoy vacía por no haberse
producido la Expiación?». He pensado en ello a menudo: ¿Qué pasaría si la
ausencia de pan se debiera a que no hubo crucifixión, si no hubiera agua porque
no se derramó sangre? Si no se hubiera producido la Expiación, ¿qué
consecuencias tendría para nosotros? Por supuesto, esa pregunta está de más
ahora mismo, pero permite poner en perspectiva nuestra dependencia total del
Señor. Formular esta pregunta y darle respuesta no sirve sino para agudizar
nuestra conciencia del Salvador y nuestro aprecio por Él. Qué habría pasado,
incluso para los «justos», si no hubiera habido sacrificio expiatorio, conmueve
las mismas entrañas de la emoción humana.
Primero, no habría resurrección, o como sugiere el crudo lenguaje de Jacob:
«esta carne tendría que descender para pudrirse y desmenuzarse en su madre
tierra, para no levantarse jamás» (2 Nefi 9:7).
Segundo, nuestros espíritus quedarían sometidos al diablo. Él tendría «todo
poder sobre [nosotros]» y «os sella como cosa suya» (Alma 34:35). De hecho,
nos volveríamos como el, «ángeles de un diablo» (2 Nefi 9:9).
Tercero, quedaríamos «separados de la presencia de nuestro Dios» (2 Nefi 9:9),
para permanecer para siempre con el padre de las mentiras.
Cuarto, tendríamos que «padecer un tormento sin fin» (Mosíah 2:39).
Quinto, perderíamos la esperanza, ya que «si Cristo no resucitó, vana es
entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe. (…) Si solamente en
esta vida tenemos esperanza en Cristo, somos los más dignos de lástima de todos
los hombres» (1 Corintios 15:14, 19). El poeta John Fletcher capta el sino
desesperado de la persona que hereda la vida de Lucifer:
Y cuando (…) cae, cae como Lucifer, para nunca más esperar...1
Dante se refirió a ese mismo destino cuando descubrió estas líneas grabadas en
las puertas del infierno: «¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!»2 Sin la
Expiación, la perspectiva vital fatalista de Macbeth habría sido trágicamente
correcta; sería una obra de teatro sin sentido:
La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor que,
orgulloso, consume su turno sobre el escenario
Para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un necio,
llena de ruido y furia, que nada significa.3
La vida no tendría sentido sin el acto redentor de Cristo. Los profetas del Libro
de Mormón enseñaron esta verdad frecuente y enérgicamente. Abinadí profetizó
que sin la redención «toda la humanidad (…) se habría perdido eternamente»
(Mosíah 16:4; véase también Mosíah 15:19). Amulek enseñó con claridad
infalible que sin una Expiación toda la humanidad «inevitablemente debe
perecer» (Alma 34:9). Alma, quien había probado los dolores del infierno,
instruyó en su sermón dirigido a Coriantón que las almas de todos los hombres
serían miserables, al estar «separados de la presencia del Señor» (Alma 42:11).
Quizás ningún otro profeta conocía tan bien como Alma «cosa tan intensa ni tan
amarga como [los] dolores» (Alma 36:21) de estar desterrado de la presencia del
Santo. Lehi enseñó a Jacob que «ninguna carne puede morar en la presencia de
Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías»
(2 Nefi 2:8).
Los profetas del Libro de Mormón predijeron las trágicas consecuencias que se
producirían naturalmente de no haberse registrado un sacrificio expiatorio. Y otro
tanto sabían los profetas modernos. Brigham Young enseñó que ningún reino de
gloria, ni siquiera el más bajo, puede obtenerse sin la Expiación: «[Los Santos de
los Últimos Días] creen que Jesús es el Salvador del mundo; creen que todos los
que alcanzan cualquier gloria, sea la que sea, en cualquier reino, lo harán porque
Jesús la compró con su Expiación».4
Si no hubiera habido una Expiación, la posibilidad de heredar un reino de
gloria, por no mencionar la oportunidad de llegar a ser como Dios y alcanzar la
exaltación, habrían sido un sueño ocioso; y la resurrección, una esperanza fútil.
Shakespeare puso en boca de Ofelia estos sentimientos, quien suspiró sumida en
la melancolía:
¿Queréis violetas? ¡Ay de mí! Se marchitaron todas cuando murió mi
padre.5
En una ocasión se me pidió que hablara en el entierro de un hombre bueno que
había fallecido. Antes del sepelio, me reuní con la familia en la funeraria. A
juzgar por los asistentes, resultaba obvio que el difunto era muy querido y se le
echaba en falta. Por unos instantes, mientras la familia se hallaba reunida en
torno al ataúd, intenté ofrecer unas palabras de consejo y consuelo. Oramos
después y todos salieron para el entierro. Me quedé un poco más para ver cómo
la desolada viuda se acercaba otra vez al féretro por última vez, besaba
delicadamente a su amado compañero en la frente y le decía: «adiós, cariño, te
amo». Qué poco sentido tendría la vida si ese adiós fuera para siempre. Y así
sería sin el Salvador.
Si no hubiera habido Expiación, cada amanecer habría sido un recordatorio para
nosotros de que un día el sol dejaría de salir, de que para cada uno de nosotros la
muerte reclamaría su victoria y el sepulcro tendría su aguijón. Cada muerte sería
una tragedia, y cada nacimiento una tragedia en embrión. La culminación del
amor entre marido y mujer, padres e hijos, madres e hijas perecería con el
sepulcro, para nunca más levantarse. Sin la Expiación, la inutilidad tomaría el
lugar del propósito, la desesperación usurparía el lugar de la esperanza, y la
miseria sustituiría a la felicidad. El élder Marion G. Romney declaró que, de no
haber habido Expiación, «todo el propósito de la creación de la tierra y nuestra
vida en ella fracasarían».6 El presidente David O. McKay citó a James L. Gordon
al respecto: «Una catedral sin ventanas, un rostro sin ojos, un campo si flores, un
alfabeto sin vocales, un continente sin ríos, una noche sin estrellas y un cielo sin
sol… Todos ellos no serían tan tristes como (…) un alma sin Cristo».7 Imaginarse
un mundo así sería el pensamiento más desolador que jamás pudiera ensombrecer
la mente o entristecer el corazón del hombre. Afortunadamente, sin embargo, hay
un Cristo, y hubo una Expiación, y esta es infinita para toda la humanidad.
NOTAS
1. Shakespeare, Enrique VIII, Acto III, escena II, 124.
2. Dante, Divina Comedia, 15.
3. Shakespeare, Macbeth, Acto V, escena V, 329–331.
4. Journal of Discourses, 13:328.
5. Shakespeare, Hamlet, Acto IV, escena V, 523.
6. Conference Report, octubre de 1953, 34.
7. Conference Report, octubre de 1952, 12.
Capítulo 8
LA NATURALEZA DE LA EXPIACIÓN
INFINITA DE VARIAS MANERAS
¿Qué quieren decir los profetas del Libro de Mormón cuando emplean el
término «Expiación infinita»? Jacob enseñó: «es preciso que sea una expiación
infinita, pues a menos que fuera una expiación infinita, esta corrupción no podría
revestirse de incorrupción» (2 Nefi 9:7). Nefi profetizó que la Expiación sería
«infinita para todo el género humano» (2 Nefi 25:16). Y Amulek enseñó de
manera similar: «debe ser un sacrificio infinito y eterno (…) por tanto, no hay
nada, a no ser una expiación infinita, que responda por los pecados del mundo»
(Alma 34:10, 12). Una y otra vez, la palabra clave es «infinita».
La expresión «expiación infinita» o «sacrificio infinito» puede hacer referencia
a una expiación o sacrificio por parte de un Dios, un ser infinito en conocimiento,
poder y gloria. Amulek establece esa conexión cuando observa que «ese gran y
postrer sacrificio será el Hijo de Dios, sí, infinito y eterno» (Alma 34:14). En
consecuencia, la Expiación es «infinita» porque su fuente es «infinita».
Dicho esto, la Expiación también es infinita de otras maneras. B. H. Roberts
comenta, a propósito del uso del término «expiación infinita» por parte de los
profetas nefitas: «Creo que procuraban expresar la idea de su suficiencia; su
integridad; su universalidad y su poder para restaurar todo lo que se perdió, tanto
espiritual como físicamente, además de expresar el rango y la dignidad del que
llevaría a cabo la expiación».1 Nefi se refería a los efectos de la Expiación, en
lugar de a su fuente, cuando afirmó: «La expiación (…) es infinita para todo el
género humano» (2 Nefi 25:16). La palabra infinita, empleada en este contexto,
puede referirse a una expiación que es infinita en su alcance y cobertura, o a una
expiación que se aplica simultáneamente de forma retroactiva y prospectiva,
ajena a limitaciones y medidas de tiempo. Puede apuntar a un sacrificio que
carece de confines, de límites externos, de extremos finales en lo relativo al
sufrimiento que habría de soportarse. Puede hacer referencia a una expiación
aplicable a todas las creaciones de Dios: pasadas, presentes y futuras y, por lo
tanto, infinita en su aplicación, duración y efecto. El élder McConkie parece estar
de acuerdo con todos estos puntos de vista: «Cuando los profetas hablan de
una infinita expiación, ello significa precisamente esto. Sus efectos cubren a
todos los hombres, la tierra misma y todas las formas de vida sobre ella, y
alcanzan los espacios sin fin de la eternidad».2
La Expiación parece infinita, tal y como la designan los profetas del Libro de
Mormón, al menos, por las siguientes ocho razones, como se trata en los
capítulos 9 al 23:
Primera: como ha sugerido el élder Maxwell, es «infinita en la divinidad del
sacrificado».3 El título de esa canción conmovedora, «O Divine Redeemer», es un
recordatorio apropiado de que el que llevó a cabo la Expiación es la expresión
absoluta de la divinidad.
Segunda: es infinita en poder. El Salvador fue recibiendo gracia sobre gracia
hasta que «recibió todo poder, tanto en el cielo como en la tierra» (DyC 93:17).
Tercero: la Expiación es infinita en tiempo. Se aplica retroactivamente y
prospectivamente a través del tiempo inmemorial.
Cuarto: es infinita en cobertura. Se aplica a todas las creaciones de Dios y a
todas las formas de vida que las habitan. El élder Maxwell la denominó «infinita
(…) en la exhaustividad de su alcance».4
Quinto: es infinita en su profundidad. Es infinita, no solo por quién incluye,
sino en lo que incluye. «El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello»
(DyC 122:8).
Sexta: es infinita en el grado de sufrimiento soportado por el Redentor. Ese
sufrimiento que causó «Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y
sangrara por cada poro» (DyC 19:18).
Séptima: es infinita en amor. Las palabras del himno «¡Murió! El Redentor
murió» son un conmovedor recordatorio de este amor sin límite:
¡Cuán grande sacrificio fue!
Su gloria celestial dejó.
Cantad loor a vuestro Rey.5
Octavo: es infinita en las bendiciones que confiere. Las bendiciones de la
Expiación se extienden mucho más allá de su célebre triunfo sobre las muertes
física y espiritual. Algunas de estas bendiciones se solapan; algunas se
complementan y suplementan mutuamente; pero globalmente el efecto de este
episodio nos bendice tanto y de tantas maneras, algunas conocidas y otras aún
por descubrir, que quizá puede decirse que la Expiación es infinita en su
naturaleza benefactora.
NOTAS
1. Roberts, Seventy’s Course in Theology, Cuarto año, 95.
2. McConkie, Doctrina mormona, 293.
3. Maxwell, Not My Will, But Thine, 51; énfasis añadido.
4. Ibid., 51.
5. Isaac Watts, «¡Murió! El Redentor murió», Himnos, núm. 117.
Capítulo 9
INFINITA
EN LA DIVINIDAD DEL ELEGIDO
INFINITA EN RASGOS DIVINOS
La Expiación es infinita en la divinidad del que fue sacrificado. Las Escrituras
se refieren al Salvador como el «Dios en el cielo, infinito y eterno» (DyC 20:17;
véase también DyC 20:28). Él posee toda pasión loable y atributo divino en una
medida ilimitada; de ahí la mención de su naturaleza infinita.
Resulta patente que el Cristo «tiene todo poder, toda sabiduría y todo
entendimiento; él comprende todas las cosas» (Alma 26:35); así pues, es
omnisciente. Jacob confirmó esta verdad: «no existe nada sin que él lo sepa»
(2 Nefi 9:20). Él ha llegado a dominar todas y cada una de las leyes. Es poliglota;
no existe una lengua que le sea extranjera. Conoce la cura de todo virus, toda
enfermedad y toda dolencia. Ha creado mundos sin fin. Nada se le escapa. Como
declara David: «su entendimiento es infinito» (Salmos 147:5). El élder
McConkie se refirió a la conexión entre el conocimiento infinito del Salvador y
su condición selecta cuando afirmó: «Por su obediencia y devoción a la verdad
alcanzó el pináculo de la inteligencia que lo elevó al grado de Dios, como Señor
Omnipotente, mientras estaba aún en su estado preexistente (…) y entonces fue
elegido para llevar a cabo la Expiación infinita y eterna».1
Del mismo modo que no existen límites a la omnisciencia del Salvador, su
amor y su poder carecen de restricciones (Juan 3:16; 15:13; Efesios 3:19; DyC
132:20). John Greenleaf Whittier escribió estas líneas perspicaces:
Ando con pies descalzos y callados
Sobre la tierra que pisáis audaces.
No me atrevo a tasar con ningún límite;
ni el amor ni el poder de Dios (...)
No sé dónde Sus islas alcen
Las frondas de palmas al aire;
Sólo sé que ni aun a la deriva
Me saldré de Su amor y Su ternura.2
Uno se pregunta si Milton no penetró el velo cuando escribió estos versos de
una agudeza similar:
Sin igual se vio al Hijo de Dios
con gloria inefable; en él brilló su Padre,
sustancialmente expresado; y en su faz
la divina compasión se tornó visible,
amor sin fin, gracia sublime.3
Las necesidades del hombre, por onerosas que sean, nunca agotarán el amor de
Dios. Su reserva de amor es ilimitada.
No solo posee Dios un amor infinito y poderoso; también posee una «infinita
bondad» (2 Nefi 1:10; Mosíah 5:3; Helamán 12:1; Moroni 8:3); demuestra
«infinita misericordia» (Mosíah 28:4; véase también 1 Crónicas 16:34); y está
lleno de «infinita (…) gracia» (Moroni 8:3). Tan amplias y profundas son las
virtudes del Señor, que el profeta José enumeró algunas de ellas en su oración
dedicatoria en el templo de Kirtland. El profeta José se refirió al Salvador como
ese ser sentado en su «trono, con gloria, honra, poder, majestad, fuerza, dominio,
verdad, justicia, juicio, misericordia», y entonces, quizá percibiendo la inutilidad
de escuchar las virtudes de Dios recitadas ad infinitum, concluyó describiéndolo
como en posesión de «un sinfín de plenitud, de eternidad en eternidad» (DyC
109:77; énfasis añadido). Los profetas del Libro de Mormón también
reconocieron las cualidades divinas del Salvador. El presidente Ezra Taft Benson
señaló, con respecto a Jesucristo, que «en el Libro de Mormón, se le menciona
con más de cien nombres diferente». A lo que agregó que esos nombres
«describen en forma particular Su naturaleza divina».4 Poéticamente, Isaías
recurrió a una amplia lista de nombres cuando escribió: «y se llamará su nombre
Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz» (Isaías 9:6). Él
era todo eso y mucho más.
Amulek enseñó que «ese gran y postrer sacrificio será (…) infinito y eterno»
porque «será el Hijo de Dios» (Alma 34:14). En consecuencia, es apropiado
calificar la Expiación de infinita porque ello expresa la naturaleza y el carácter
del que hizo ese sacrificio admirable.
LA CONDESCENDENCIA DE DIOS
Hace años, mi esposa y yo viajamos a Tierra Santa. Cuando ascendíamos en
dirección al Campo de los pastores, disfrutamos de las vistas de la ciudad de
Belén. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Intentamos imaginar la escena
como habría sido dos mil años antes: sin caminos asfaltados, agua corriente,
electricidad, centros comerciales... La vida se reducía a lo más elemental: toscos
refugios para guarecerse de los elementos, un pozo central para sacar agua,
transporte a pie, en burro o a caballo. Los días se pasaban trabajando los campos,
atendiendo a las ovejas o vendiendo mercancías sencillas. Era difícil creer que
estábamos contemplando el lugar en el que nació un Dios.
Cuando uno visualiza esta escena, capta por un efímero instante, aunque sea
muy remotamente, la dimensión de lo que las Escrituras llaman «la
condescendencia de Dios» (1 Nefi 11:16, 26; véase también 2 Nefi 9:53).5 La
palabra condescendencia proviene de los componentes
latinos con y descendere, y significa descender con. El descenso del Salvador a
la condición humana se lo anunció Él personalmente a Nefi en esa primera
«Nochebuena»: «He aquí, ha llegado el momento (…) mañana vengo al mundo»
(3 Nefi 1:13). ¡Oh, la magnitud de ese sacrificio, de esa condescendencia! Esa
noche, Dios el Hijo cambió su hogar en los cielos, con todos sus ornamentos
celestiales, por una morada mortal con todos sus elementos primitivos. Él, «el
Rey del cielo» (Alma 5:50), «el Señor Omnipotente que reina» (Mosíah 3:5),
abandonó un trono para heredar un pesebre. Cambió el dominio de un Dios por la
dependencia de un bebé. Renunció a riquezas, poder, dominio y a la plenitud de
su gloria ¿y a cambio de qué?: burlas, escarnio, humillación y sometimiento. Era
un intercambio sin precedentes, una condescendencia de proporciones inauditas,
un descenso de profundidad incalculable. Y así, el gran Jehová, el creador de
mundos sin fin, infinito en virtud y poder, hizo su entrada en este mundo vestido
con pañales y acostado en un pesebre.
UN RASTRO DE DIVINIDAD
De cualquier modo, nadie podía enmascarar su naturaleza divina. Podía
revestirse su espíritu con carne y sangre, cubrir su cuerpo con ropas terrenales,
correr el velo del olvido en su mente, pero nadie, nadie en absoluto, podía robarle
sus rasgos divinos heredados. No podían ocultarse en su cuerpo mortal. No
podían silenciarse. En todo momento, todos los días, sus atributos divinos se
marcaban en su revestimiento exterior. Se manifestaban en toda sonrisa, en toda
mirada, en toda palabra pronunciada. La divinidad se irradiaba en todo
pensamiento, en toda acción y en todo acto. En el corto período de treinta y tres
años, Él dejó un rastro de divinidad que nadie, salvo un cadáver espiritual, podría
negar. Sermón tras sermón, milagro tras milagro, bondad tras bondad, todos
testificaron de su origen divino.
Fueron estas cualidades trascendentales las que hicieron que las gentes de
Galilea quedaran asombradas por su doctrina. Cuando Cristo concluía el Sermón
del Monte, según las Escrituras, «les enseñaba como quien tiene autoridad, y no
como los escribas» (Mateo 7:29). Fueron los mencionados rasgos celestiales los
que motivaron a los que estaban iluminados espiritualmente a acercarse a él.
«Venid en pos de mí», dijo (Mateo 4:19), y los hombres dejaban sus redes,
abandonaban sus vidas (sus profesiones), y lo seguían. Era este fulgor espiritual
el que causaba que los malvados se encogieran ante su presencia cuando un
hombre —no, un Dios— los expulsó del templo; cuando el vicio, en todo su
abominable horror se retiró delante de la grandiosa virtud en todo su esplendor.
¿Sorprende acaso que este Jesús, coronado de espinas, ataviado con una túnica
púrpura, azotado y despreciado, oyera a Pilato decir de él, «¡He aquí el hombre!»
(Juan 19:5)?
Uno se maravilla ante su divinidad emergente, mientras crecía de la infancia a
la niñez, y de la niñez a la edad adulta. ¿Cuáles serían sus sentimientos? ¿Cómo
sería la vida de un Dios entre mortales? ¿Con quién podría hablar de lo que le
abrumaba? Cierto es que los cuerpos de otros hombres andaban a su lado, pero
ninguno lo igualaba intelectual ni espiritualmente. Ninguno podía ver y sentir y
entender como el veía y entendía. ¿Cómo sería para el Cristo andar por los
polvorientos caminos de su propia creación, ver sus obras divinas a través de
unos ojos mortales? ¿Cuándo llegó a comprender que los pájaros que deleitaban
sus oídos con su música, que las flores que perfumaban el aire, que las colinas y
los valles en los que le encantaba correr y jugar, las puestas de sol y las estrellas
bajo las cuales él gustaba de admirar y meditar eran sus creaciones? Él era su
diseñador, su arquitecto, su artífice… Sí, su creador mismo.
No sabemos con exactitud cuándo Cristo fue consciente de su misión divina,
pero la conciencia de su identidad divina estaba germinando a una edad
temprana. Con cada aliento y cada día que pasaba, sus cualidades divinas se
manifestaban hasta que su cuerpo mortal quedó inmerso en divinidad. Entonces
llegó el momento de su misión encomendada. Todo lo que podía rememorarse ya
se había recordado; todos los poderes que podían invocarse ya se habían
obtenido. La hora fijada había llegado. El momento del enfrentamiento, anhelado
por largo tiempo, estaba aquí. La divinidad y el mal habían recorrido sus caminos
dispares. Cristo estaba listo para salvar a sus hijos; irónicamente, ellos «buscaban
cómo matarle» (Lucas 22:2). Esta era la hora de la verdad, el clímax. Todo se
centraba en el poder del Eterno frente al poder del Maligno.
NOTAS
1. McConkie, Doctrina mormona, 176.
2. Whittier, «La bondad eternal» en Sánchez-Eppler, Poesía de John Greenleaf Whittier, 19, 23.
3. Milton, Paradise Lost, 95–96.
4. Benson, Sermones y escritos, 39.
5. Estos comentarios no tienen por objeto sugerir que esta frase no sea susceptible también de otras
interpretaciones.
Capítulo 10
INFINITA EN PODER
EL PODER ES PROPORCIONAL A LOS ATRIBUTOS DIVINOS QUE SE POSEEN
¿Por qué era esencial que Jesús, «infinito y eterno» (Alma 34:14), llevara a
cabo la Expiación? Porque la Expiación precisaba poder, un poder increíble, un
poder infinito. Exigía el poder de resucitar a los muertos, el poder para conquistar
la muerte espiritual y el poder para exaltar a una persona corriente a la condición
de un dios. Un poder como ese solamente podía ejercerlo un ser infinito; es decir,
un ser en posesión de todas las virtudes divinas en una medida ilimitada, y que,
por lo tanto, fuera un Dios. En la gran oración de intercesión del Salvador, este
aludió al poder que el Padre le había dado: «[me] has dado potestad sobre toda
carne» (Juan 17:2). Pilato no lo entendió. Pensó que tenía «autoridad para
crucificarle» y «autoridad para soltarle», pero el Salvador le corrigió
rápidamente: «Ninguna autoridad tendrías contra mí si no te fuese dada de
arriba» (Juan 19:10–11).
Ciertamente, Satanás tuvo su poder un momento, en su hora de oscuridad, pero
cuando llegue el fin, el Salvador, fuente de todo poder, «[abolirá] todo imperio, y
toda autoridad y todo poder» (1 Corintios 15:24). El Salvador ejercerá su poder,
muy superior al que le ha permitido poseer a Satanás temporalmente, «aun el de
destruir a Satanás y sus obras al fin del mundo» (DyC 19:3). Por consiguiente, el
Salvador tiene ese poder infinito indispensable para llevar a cabo la Expiación,
poder que emana de virtudes divinas manifestadas en una medida infinita. Tan
absoluto es el poder que posee el Salvador que Alma enseñó: «tiene todo poder
para salvar a todo hombre» (Alma 12:15; véase también Alma 9:28). El rey
Benjamín reconoció la presencia de ese poder incluso en la época premortal:
«Porque he aquí que viene el tiempo (…) que con poder, el Señor Omnipotente
que reina (…) descenderá del cielo entre los hijos de los hombres» (Mosíah 3:5).
Milton reconoció el poder de Jehová: «Grandes son tus obras, Jehová, e infinito
tu poder; ¿qué pensamiento puede medirte, o qué lengua hablar de ti?».1
No debería sorprender que, a medida que nos volvemos más como Dios, nos
volvamos más poderosos. El conocimiento otorga poder, la pureza otorga poder y
el amor otorga poder. La adquisición de cada rasgo divino otorga poder. El poder
y la divinidad están directamente relacionados. Pablo reafirmó esta verdad
cuando escribió que Jesús poseía «corporalmente toda la plenitud de la
divinidad», a lo que añadió que «es la cabeza de todo principado y potestad»
(Colosenses 2:9–10; véase también 1 Crónicas 29:12, Salmos 66:7). La vida del
Salvador es una confirmación de esta verdad. Fue gracia sobre gracia hasta
recibir la plenitud del Padre, cuando «recibió todo poder, tanto en el cielo como
en la tierra» (DyC 93:17; véase también 1 Nefi 1:14; Alma 26:35; DyC 100:1).
Hablando de los que pueden convertirse en dioses, el Señor declaró: «entonces
estarán sobre todo, porque todas las cosas les estarán sujetas. Entonces serán
dioses, porque tendrán todo poder» (DyC 132:20). El Salvador era infinito en sus
atributos divinos. Esto significaba que tenía un poder infinito y con ese poder
estaba facultado para llevar a cabo una Expiación infinita.
En el ámbito de la física, hay una ley de la termodinámica conocida por el
nombre de la ley de la entropía. Dicha ley sugiere que el universo, por sí solo,
tendería constantemente a un estado de desorden. Stephen W. Hawking, el
reputado matemático, explicó esta ley para los legos en la materia: «Es una
cuestión de experiencia diaria que el desorden tiende a aumentar, si las cosas se
abandonan a ellas mismas. (¡Uno sólo tiene que dejar de reparar cosas en la casa
para comprobarlo!)». A continuación, Hawking desarrolla su explicación de la
siguiente manera:
«La explicación que se da usualmente de por qué no vemos vasos rotos
recomponiéndose ellos solos en el suelo y saltando hacia atrás sobre la mesa, es
que lo prohíbe la segunda ley de la termodinámica. Esta ley dice que en cualquier
sistema cerrado el desorden, o la entropía, siempre aumenta con el tiempo. En
otras palabras, se trata de una forma de la ley de Murphy: ¡las cosas siempre
tienden a ir mal! Un vaso intacto encima de una mesa es un estado de orden
elevado, pero un vaso roto en el suelo es un estado desordenado. Se puede ir
desde el vaso que está sobre la mesa en el pasado hasta el vaso roto en el suelo en
el futuro, pero no así al revés».2
Este desorden, o condición de aleatoriedad progresiva, continuaría sin
interrupción a menos que hubiera en el universo una fuerza inteligente y
poderosa que revirtiera de alguna manera este curso natural. John Taylor habló
de una fuerza inteligente como esa:
«Estas leyes [que gobiernan el universo] se encuentran bajo la vigilancia y el
control del gran Legislador, quien maneja, controla y dirige todos estos mundos.
Si no fuera así, se moverían por el espacio en una confusión desatada y un
sistema se abalanzaría sobre el otro, y mundo tras mundo, sería destruido, con sus
habitantes».3
Ciertamente, la creación fue una impresionante demostración de estos poderes
de inversión. La Expiación fue otra manifestación similar. Una y otra vez, las
Escrituras se refieren a la Expiación como poder. Con la posible excepción de la
palabra amor, parece ser la palabra más empleada para describir el proceso
expiatorio. Tal poder era una extensión natural de la naturaleza infinita del
Salvador. Del mismo modo que la felicidad no puede adquirirse
independientemente de la obediencia a las leyes de Dios, el poder no puede
adquirirse permanentemente sin el desarrollo de las virtudes divinas. No se puede
tener lo uno sin lo otro. Están conectados inseparablemente.
EJERCICIO Y ADQUISICIÓN DE PODER
La Expiación fue tanto un ejercicio como una adquisición de poder. Una de las
ironías de la vida es que adquirimos amor cuando lo damos; aumentamos en
conocimiento cuando distribuimos el que tenemos. Y otro tanto sucede con
ciertos poderes. Cuando ejercemos poder en rectitud, adquirimos más poder.
Cuando ejercemos poder en iniquidad, perdemos incluso más de lo que hayamos
«regalado». No es más que un reflejo de la parábola de los talentos.
El Salvador ejerció poder cuando soportó las consecuencias del pecado, cuando
aguantó el dolor y, finalmente, entregó su vida. Moroni advirtió: «no neguéis el
poder de Dios; porque él obra por poder» (Moroni 10:7). El ejercicio de todos los
poderes necesarios para soportar los sufrimientos de toda la humanidad puede
haber abierto a su vez la puerta para los nuevos poderes necesarios a fin de
resucitar, redimir y exaltar. El coro celestial cantará un día: «El Cordero que fue
inmolado es digno de recibir el poder» (Apocalipsis 5:12; énfasis añadido).
Nótese la referencia a la recepción de poder en el futuro. El Cordero parece
recibir nuevo poder después de ser inmolado. Las Escrituras dejan claro que el
Salvador no podía haber resucitado al hombre de no haber muerto antes. Pablo se
refiere a esta secuencia necesaria cuando observa que «para destruir, mediante la
muerte, al que tenía el imperio de la muerte, a saber, al diablo» (Hebreos 2:14).
Alma aludió a esta misma relación causal: «Y tomará sobre sí la muerte» —¿Para
qué?— «para soltar las ligaduras de la muerte» (Alma 7:12). Más tarde, Alma
predicó: «la muerte de Cristo desatará las ligaduras de esta muerte temporal»
(Alma 11:42). Cada uno de estos profetas enseñó que la muerte del Salvador era
un requisito previo necesario para la resurrección del hombre. De la muerte de
uno nació el poder de la vida eterna para todos. El Salvador también enseñó este
principio: «si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, se queda solo; pero si
muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24; énfasis añadido).
Cabría preguntarse: ¿podía el Salvador redimirnos de la muerte espiritual, si no
hubiera padecido primero las consecuencias de nuestros pecados? ¿O podía
exaltar al hombre común sin haber interiorizado primero las calamidades de los
mortales? Por una parte, la Expiación fue un ejercicio de increíble poder que
facultó al Cristo para soportar la totalidad de la triste condición humana. Y por
otra, el proceso expiatorio fue la adquisición, y la manifestación después, de un
poder increíble para superar esa condición, tal y como lo demostró el poder para
resucitar, para redimir y para exaltar. ¿Pudiera ser que el ejercicio del poder de
soportar era esencial para la adquisición del poder de superar? ¿Nació el segundo
poder del primero? En cualquier caso, tanto el formidable poder de soportar
como el poder de superar fueron la consecuencia y el reflejo directos de la
naturaleza infinita del Salvador.
NOTAS
1. Milton, Paradise Lost, 213.
2. Hawking, Breve historia del tiempo, 96, 130.
3. Taylor, Gospel Kingdom, 67–68.
Capítulo 11
INFINITA EN TIEMPO
LOS MORTALES QUE ANTECEDEN EL SACRIFICIO DE SALVADOR
La Expiación fue claramente eficaz para los hombres mortales que vivieron
después del suplicio del Salvador en el jardín y en la cruz. Sin embargo, ¿qué
ocurre con los mortales que vivieron antes del Salvador o, si nos remontamos
incluso más atrás en el tiempo, con aquellos que eran espíritus en la esfera
preterrenal? ¿Tan lejos en el tiempo llega la Expiación? ¿Es infinita
temporalmente, tanto de forma retroactiva como prospectiva?
¿Se aplica la Expiación retroactivamente a los mortales que vivieron antes del
sacrificio expiatorio? Dicho de otra manera, ¿podían las gentes del Antiguo
Testamento arrepentirse y purificarse de sus pecados con anterioridad al
momento en el que se llevó a cabo la misión del Salvador? La respuesta es
afirmativa. El encabezamiento de Alma 39 reza, en parte: «La redención de
Cristo es retroactiva para la salvación de los fieles que la antecedieron». Pablo
enseñó que el Evangelio se «anunció de antemano (…) a Abraham» (Gálatas
3:8). La fe, el arrepentimiento y el bautismo se han enseñado en todas las
dispensaciones del Evangelio desde Adán. A esto se refieren las Escrituras
cuando dicen: «Y así se empezó a predicar el evangelio desde el principio»
(Moisés 5:58; véase también DyC 20:25–26).
Sin el efecto retroactivo de la Expiación del Salvador, la enseñanza de
principios del Evangelio y la realización de las ordenanzas afines en tiempos del
Antiguo Testamento habrían sido acciones inútiles. El Señor nos dejó esta
declaración incondicional en lo relativo al hermano de Jared, quien antecede la
Expiación del Salvador en unos dos mil doscientos años: «Porque sabes estas
cosas, eres redimido de la caída» (Éter 3:13). El rey Benjamín disipó cualquier
duda acerca de la naturaleza retroactiva de la Expiación en su magnífico
discurso: para que así «quienes creyesen que Cristo habría de venir, esos mismos
recibiesen la remisión de sus pecados y se regocijasen con un gozo sumamente
grande, aun como si él ya hubiese venido entre ellos» (Mosíah 3:13; énfasis
añadido). Entonces, el rey Benjamín confirmó la intemporalidad de la Expiación
testificando que los hombres serán condenados a menos que «crean que la
salvación fue, y es, y ha de venir en la sangre expiatoria de Cristo» (Mosíah 3:18;
énfasis añadido). Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo podría Dios extender las
bendiciones de la Expiación antes de que se pagara el precio de compra? ¿No
violaría esto los principios de la justicia? ¿Qué pasaría si el Salvador optara por
no seguir adelante? ¿Y si no se derramara sangre alguna?
El principio del crédito retroactivo no debería resultarnos extraño hoy en día.
De hecho, es algo cotidiano. Todos los días compramos productos con nuestras
tarjetas de crédito y los pagamos después de disfrutar de ellos. A medida que
probamos que somos dignos de confianza y puntuales efectuando nuestros pagos,
aumenta nuestra calificación de crédito. Una vez hemos probado que somos
solventes, las empresas incluso acudirán activamente a nosotros para ofrecernos
crédito. Saben que se puede contar con ciertas personas para pagar las facturas.
Cuánto más había demostrado el Salvador que era digno de confianza. Durante
largos eones en la esfera premortal, él dio prueba de su fidelidad, fiabilidad y
honorabilidad en todo compromiso, responsabilidad y encargo. Las Escrituras
afirman que «de eternidad en eternidad él es el mismo» (DyC 76:4).1 Nunca se
desvió del curso fijado, nunca fue negligente en su rendimiento, nunca se retractó
de la palabra dada. Ejecutó todo mandato con exactitud; desempeñó todos sus
deberes con precisión; Él «no se tarda en cumplir su promesa» (2 Pedro 3:9). Sus
promesas fueron «inalterable[s] e inmutable[s]» (DyC 104:2). Como
consecuencia, su crédito espiritual se incrementó con celeridad hasta convertirse
en oro puro, sí, infinito en valor. Por ello las leyes de la justicia podían reconocer
los beneficios de la Expiación antes incluso de que se pagara el precio de
compra, porque Su promesa, Su palabra, Su crédito era más que suficiente, y
todos los que cumplieron su primer estado lo sabían.
En el concilio premortal, el Salvador convino con el Padre que llevaría a cabo
la Expiación. John Taylor escribió: «Un convenio se formalizó entre Él y Su
Padre, en virtud del cual Él acordó expiar los pecados del mundo»,2 y de ahí en
adelante se le conoció como «el Cordero que fue inmolado desde el principio del
mundo» (Apocalipsis 13:8; véase también Moisés 7:47). El Evangelio de Felipe,
uno de los escritos hallados en la biblioteca de Nag Hammadi, sugiere de manera
similar: «No fue solamente cuando apareció que dio voluntariamente su vida,
sino que Él entregó voluntariamente Su vida desde el mismo día que el mundo
empezó a existir. Entonces vino a fin de tomarla, puesto que se había entregado
a modo de promesa».3 Y es sobre la base de dicha promesa o convenio que
tuvimos fe en Él. En virtud de ese convenio el Padre pudo prometer la remisión
de los pecados con anterioridad al sacrificio expiatorio, porque «sabía» que Su
Hijo no fallaría. La cuestión no era si Él era capaz de romper su pacto, sino que
no lo iba a hacer. Retóricamente hablando, el Salvador nos recuerda esa verdad:
«¿Quién soy yo?», pregunta, «¿para prometer y no cumplir?» (DyC 58:31; véase
también Números 23:19). Salomón reconoció que, en lo que al Señor respecta,
«ninguna palabra de todas sus promesas que expresó por Moisés, su siervo, ha
faltado» (1 Reyes 8:56; véase también Deuteronomio 7:8). Abraham fue otro
testigo de ello: «no hay nada que el Señor tu Dios disponga en su corazón hacer
que él no haga» (Abraham 3:17). No sorprende que Nehemías se refiriera a Él
como «Dios (…) que guardas el convenio» (Nehemías 9:32). Cualquier duda
acerca de la integridad subyacente a las promesas del Señor quedó despejada
cuando él mismo declaró en la antigüedad: «No quebrantaré jamás mi convenio
con vosotros» (Jueces 2:1; énfasis añadido).
En Cuento de Navidad, Charles Dickens trata la importancia de cumplir las
promesas, tal y como se desprende de su caracterización de Scrooge. Tras una
vida de tacañería, el espíritu de la Navidad ablanda finalmente el corazón de
Scrooge. Le promete a Bob Cratchit un aumento de sueldo y ayudar a su familia
en apuros; de hecho, promete empezar a hacerlo esa misma tarde. Y entonces
leemos ese magnífico homenaje a Scrooge: «[él] hizo más de lo que había dicho.
Hizo todo e infinitamente más».4 En un espíritu semejante lo hizo todo el
Salvador; cumplió su palabra; llevó a término una Expiación infinita.
Consideremos por un momento la naturaleza vinculante de un juramento en
tiempos del Antiguo Testamento y del Libro de Mormón. Ahora elevémoslo al
convenio de Dios, quien está «obligado» (DyC 82:10) cuando así lo pacta, y
quien «nunca varía de lo que ha dicho» (Mosíah 2:22). Acerca del juramento y
convenio del sacerdocio, el Señor declaró: «todos los que reciben el sacerdocio
reciben este juramento y convenio de mi Padre, que él no puede
quebrantar» (DyC 84:40; énfasis añadido).
Si un Dios «no puede quebrantar» un convenio, ¿entonces por qué no podrían
reconocer las leyes de la justicia los efectos de un convenio con anterioridad a su
realización? B. H. Roberts creía que esto era así: «Los efectos de la expiación
fueron reconocidos por los santos de la antigüedad con anterioridad a la llegada
de Cristo y, por ende, antes de que él llevara a efecto la expiación; pero ello se
debía a que la expiación de los pecados del hombre, la satisfacción de la justicia,
ya había sido predeterminada [mediante un convenio], y este hecho otorgó
eficacia a su fe, su arrepentimiento y su obediencia a las ordenanzas del
evangelio».5
Podría ser que un convenio como este ayudara a sostener al Salvador en el
jardín cuando sus fuerzas espirituales y físicas se habían agotado a todas luces,
cuando ya «no quedada nada» para combatir al Maligno y al pecado mismo, más
que el puro convenio consistente en llevar a cabo la Expiación. ¿Cuántos
convenios como este han elevado al hombre a alturas superiores? ¿cuántos le han
conferido fuerzas añadidas y generado reservas de resistencia sin explotar cuando
todo lo demás parecía derrumbarse a su alrededor? Así pues, quizá, de alguna
manera, este convenio puede haber satisfecho las leyes de la justicia a favor de
los que vivieron con anterioridad a la Expiación, y, asimismo, haber contribuido
a sustentar al Salvador en su hora de mayor necesidad.
LOS ESPÍRITUS PREMORTALES
Una vez establecida la naturaleza retroactiva de la Expiación, la pregunta lógica
que surge a continuación es, ¿«hasta donde se remonta?». ¿Llega la Expiación
hasta el mundo preterrenal de los espíritus? ¿Acaso es necesario? Resulta obvio
que los espíritus del mundo premortal contaban con albedrío moral y con la
capacidad de tomar decisiones. Joseph Fielding Smith lo dejó muy claro cuando
afirmó lo siguiente:
«Dios dio el albedrío a sus hijos aun en el mundo espiritual, mediante el cual
los espíritus tuvieron el privilegio, tal como hoy en día tienen los hombres aquí,
de elegir el bien y rechazar el mal, o de participar del mal y sufrir las
consecuencias de sus pecados. Por causa de esto, aun allá algunos eran más fieles
que otros en obedecer los mandamientos del Señor».6
En otra ocasión se expresó de manera similar: «Los espíritus de los hombres no
eran iguales. Tal vez hayan tenido un principio igual, y sabemos que todos eran
inocentes al principio; pero el derecho del libre albedrío que les fue dado los
capacitó para que unos aventajasen a otros, y así, a través de eones de existencia
inmortal, llegasen a ser más inteligentes, más fieles, pues ellos eran libres para
actuar por sí mismos, para pensar por sí mismos, para recibir la verdad o
rebelarse contra ella».7
Alma describió a los espíritus premortales como espíritus a los que se había
«concedido primeramente escoger el bien o el mal» (Alma 13:3); en
consecuencia, estaban en posición de poder pecar. Que los discípulos del
Salvador creían que una persona tenía la capacidad de pecar en la vida preterrenal
queda patente en su pregunta al Salvador: «Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres,
para que haya nacido ciego?» (Juan 9:2). La tercera parte de los espíritus
premortales cometió un pecado muy grave cuando optó por otorgarle su lealtad a
Lucifer que fueron expulsados de la presencia de Dios (DyC 29:36; Apocalipsis
12:4). Pedro explicó que «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que
[los arrojó] al infierno» (2 Pedro 2:4). No se trataba de una transgresión inocente;
era una rebelión manifiesta contra Dios, liderada por el Maligno, quien «peca
desde el principio» (1 Juan 3:8). Este tercio de las huestes celestiales eligió a
Satanás en lugar de a Dios «a causa de su albedrío» (DyC 29:36). De los dos
tercios, no todos ofrecieron su lealtad y obediencia a Dios por igual. Al momento
de su nacimiento espiritual, «se hallaban en la misma posición que sus
hermanos» (Alma 13:5), pero mediante las leyes del albedrío, cada espíritu
avanzó a su propio ritmo de modo que solamente unos pocos se convirtieron en
los «nobles y grandes» (Abraham 3:22).
Todos los espíritus premortales empiezan su existencia espiritual en un estado
de inocencia (es decir, libres de pecado), pero todos esos espíritus perdieron
dicha inocencia por sus propios pecados. Algunos pecados eran de tal gravedad
que ocasionaron la expulsión del cielo. Caín, que no fue echado, no obstante,
debió de haber pecado seriamente, puesto que el Señor decretó: «serás llamado
Perdición; porque también tú existías antes que el mundo» (Moisés 5:24; énfasis
añadido). El élder McConkie escribió: «Aunque fue un rebelde y estuvo asociado
con Lucifer en la preexistencia, y aún cuando fue un mentiroso desde el principio
y su nombre fue Perdición, Caín se las arregló para obtener el privilegio del
nacimiento mortal».8
Conceptos como albedrío, expulsión y preordenación, los cuales estaban
presentes plenamente en la vida premortal, implican una elección y una
oportunidad entre la obediencia o el pecado. Si no hubieran pecado después de la
expulsión de Satanás, entonces hemos de asumir que los dos tercios restantes
vivían en un estado de inocencia o que eran perfectos; ninguna de las dos
opciones es compatible con las condiciones premortales de albedrío y
preordenación. Resulta obvio que, si vivíamos en un estado de inocencia o
perfección, no habría distinción espiritual entre los espíritus y, por lo tanto, no
habría motivo para caracterizar a algunos como «nobles y grandes», ni para que
otros recibieran el nombre de «perdición». De igual manera, no habría razón para
designar a otros, y no a todos, como «gobernantes», «escogido[s]» o «buenos»
(Abraham 3:22–23), si todos eran inocentes o perfectos. Tanto las Escrituras
como la razón nos llevan a la inevitable conclusión de que el pecado estaba
presente en la época preterrenal. Joseph Fielding Smith Jr. llega a idéntica
conclusión: «La imagen está completa. El hombre podía pecar con anterioridad a
su nacimiento como ser mortal».9
Algunos se preguntarán: «¿Cómo conciliar este concepto con el pasaje según el
cual ‘ninguna cosa impura puede morar con Dios’?» (1 Nefi 10:21; véase
también 1 Nefi 15:33). Una lectura minuciosa de estos pasajes y otros afines
revelará que el verbo «morar», tal y como se emplea en este contexto, hace
referencia a una condición permanente o eterna que existe después de que los
hombres sean traídos «ante el tribunal de Dios» (1 Nefi 10:21; véase también
3 Nefi 27:19; Mormón 7:7; DyC 76:62). «Morar» es, en este sentido, un estado
futuro. Hasta que tenga lugar el juicio no parece que exista en las Escrituras
prohibición alguna de la comparecencia temporal de seres imperfectos en la
presencia de Dios. De hecho, las Escrituras dejan claro que pecadores vivieron
temporalmente en la presencia de Dios en la época preterrenal, tal y como pone
de manifiesto la rebelión de Satanás y la guerra que se desató en los cielos
posteriormente. Sabemos que todos los hombres, incluso los inicuos, volverán a
la presencia de Dios para ser juzgados y «verán su rostro» (2 Nefi 9:38). Incluso
Pablo, de camino en persecución de los santos de Damasco, estuvo en presencia
del Señor resucitado (Hechos 9:3–6, 17). Asimismo, el Salvador glorificado
«moró» entre los nefitas justos, pero aún imperfectos, que estuvieron presentes
en su venida. A estos nefitas el Salvador les predicó conminándolos a
arrepentirse de «de [sus] pecados» (3 Nefi 9:13; véase también 3 Nefi 11:23, 37).
Por consiguiente, no parece incompatible desde el punto de vista escriturario que
en el periodo preterrenal Dios permitiera que sus hijos imperfectos residieran
temporalmente en su presencia mientras les enseñaba, educaba y preparaba para
el día de su probación mortal. Allí «recibieron sus primeras lecciones en el
mundo de los espíritus» (DyC 138:56). Eliza R. Snow escribió acerca de este
periodo en su himno tan querido, «Oh mi padre»:
¿Tu morada antes era
de mi alma el hogar?
En mi juventud primera,
¿fue Tu lado mi altar?10
De acuerdo con su fidelidad, estos hijos espirituales volverían algún día a
nuestro padre, y vivirían (morarían) con Él «por los siglos de los siglos» (DyC
76:112).
Asumiendo que hayamos pecado en la etapa premortal, ¿cómo podrían
limpiarse nuestros pecados preterrenales para nacer en la inocencia? Quizá la
Expiación infinita del Salvador también englobaba esta fase de nuestro viaje
eterno, y aportó la purificación necesaria. Orson Pratt creía en esa doctrina y la
enseñó: «No vemos ninguna incorrección en el hecho de que Jesús se ofreció al
Padre como ofrenda y sacrificio aceptable a fin de expiar los pecados de Sus
hermanos, comprometido, no solo en el segundo, sino también en el primer
estado».11 Robert J. Matthews cita a Orson Pratt, y a continuación añade: «No se
está expresando la doctrina de la Iglesia, pero lo que dice resulta claro, coherente
y razonable y yo lo creo».12 Doctrina y Convenios parece confirmar esta creencia:
«Todos los espíritus de los hombres fueron inocentes en el principio [en
referencia a nuestro nacimiento espiritual]; y habiéndolo redimido Dios de la
caída [en referencia a la Expiación], el hombre llegó a quedar de nuevo en su
estado de infancia [en referencia al nacimiento terrenal], inocente delante de
Dios» (DyC 93:38; énfasis añadido).
Nuestro comienzo en la existencia espiritual fue en un estado de inocencia, es
decir, éramos puros y estábamos libres del pecado.13 Evidentemente, mediante la
Expiación de Jesucristo y sus poderes redentores, nacimos idénticamente
inocentes en la vida mortal, sin mácula y sin mancha por causa de nuestros
pecados premortales. Si bien sería prematuro llegar a una conclusión definitiva
antes de obtener más revelación al respecto, parece que la Expiación se extendía
hacia atrás lo suficiente como para incluir todos nuestros pecados, incluida, de
ser preciso, nuestra vida premortal. Así, se aplicaría de manera retroactiva con
efectos infinitos.
LOS ESPÍRITUS POSTMORTALES
Las consecuencias de la Expiación no son menos eficaces en el plano
prospectivo. Los poderes redentores del Salvador se extendían hacia adelante
hasta alcanzar a los espíritus de los muertos con idéntica facilidad como se
extendían hacia atrás hasta nuestra vida premortal.
El 3 de octubre de 1918 el presidente Joseph F. Smith se encontraba sentado en
su habitación, meditando con respecto a las Escrituras y reflexionando acerca del
gran sacrificio expiatorio del Salvador. Quedó impresionado con el relato que
Pedro ofrece de la visita del Salvador a los muertos (1 Pedros 3:18–20; 4:6).
Meditando estas cosas, «fueron abiertos los ojos de [su] entendimiento» (DyC
138:11) y vio las multitudes de los muertos de los que hablaba Pedro. Percibió
que el Salvador organizó sus fuerzas misionales y las envió a predicar el
Evangelio a los que aún no habían escuchado sus verdades gloriosas. En un
lenguaje que no dejaba lugar a dudas, el presidente Smith relató que la Redención
y sus efectos se enseñaron a aquellos espíritus que habían abandonado la tierra:
«y allí [el Salvador]14 les predicó el evangelio sempiterno, la doctrina de la
resurrección y la redención del género humano de la caída, y de los pecados
individuales, con la condición de que se arrepintieran» (DyC 138:19). A
continuación, leemos esta afirmación rotunda del presidente Smith: «Los muertos
que se arrepientan serán redimidos» (DyC 138:58). La Expiación fue enseñada y
se está enseñando a los muertos, es más, tendrá eficacia para los que elijan
arrepentirse.
¿DEMASIADO TARDE PARA LA REDENCIÓN?
¿Qué sucede entonces con los hombres mortales y los espíritus de los difuntos
que han escuchado el Evangelio en su plenitud y lo han rechazado con carácter
definitivo? ¿Vendrá un momento en el viaje del hombre a partir de cual el poder
purificador de la Expiación ya no podrá aplicarse más? ¿Existe un momento en el
que será «demasiado tarde», un instante en el que las bendiciones de la redención
ya no estarán a nuestro alcance? Samuel el Lamanita se refirió a un momento
como ese cuando predicó a los nefitas inicuos: «Mas he aquí, vuestros días de
probación ya pasaron; habéis demorado el día de vuestra salvación hasta que es
eternamente tarde ya, y vuestra destrucción está asegurada» (Helamán 13:38).
De forma análoga, Amulek vislumbró ese día y enseñó sobre él, rogándole a su
pueblo que no «[demorara] el día de [su] arrepentimiento hasta el fin; porque
después de este día de vida, que se nos da para prepararnos para la eternidad, he
aquí que, si no mejoramos nuestro tiempo durante esta vida, entonces viene la
noche de tinieblas en la cual no se puede hacer obra alguna» (Alma 34:33; véase
también 3 Nefi 27:33). Amulek hizo entonces hincapié en ese momento crucial
en el que ya no sería posible valerse de aquel glorioso principio del
arrepentimiento, cuando el último resquicio de esperanza se cerraría para los
impenitentes, cuando el último rayo de luz se apagaría y la noche descendería en
toda su negrura. Y Amulek continúa:
«No podréis decir, cuando os halléis ante esa terrible crisis: Me arrepentiré, me
volveré a mi Dios. No, no podréis decir esto (…) Porque si habéis demorado el
día de vuestro arrepentimiento, aun hasta la muerte, he aquí, os habéis sujetado al
espíritu del diablo y él os sella como cosa suya; por tanto, se ha retirado de
vosotros el Espíritu del Señor y no tiene cabida en vosotros, y el diablo tiene todo
poder sobre vosotros; y este es el estado final del malvado» (Alma 34:34–35;
énfasis añadido).
Mormón vio «que el día de gracia había pasado (…), tanto temporal como
espiritualmente» para su pueblo impenitente (Mormón 2:15). Oseas profetizó
acerca de ese día en el que el arrepentimiento «se esconderá» de los ojos de Dios
(Oseas 13:14). El Señor ha concedido un periodo de tiempo generoso en el que
sus poderes sanadores están desplegados, pero llegará finalmente el momento en
el que el bálsamo espiritual ya no estará a nuestro alcance. Emily Dickinson
habló de un momento como ese:
¿Es el cielo médico?
Dicen que Él es capaz de curar;
pero la medicina póstuma
está ausente.15
En ese momento sabremos que «¡la siega ha pasado, el verano ha terminado y
mi alma no se ha salvado!» (DyC 56:16; véase también Jeremías 8:20; DyC
45:2).
La Expiación tiene aplicación a través de «los espacios sin fin de la
eternidad»16 retroactiva y prospectivamente. Así lo expresó con claridad el Señor,
puesto que la salvación vendrá «no solo [a] los que creyeron después que él vino
en la carne, en el meridiano de los tiempos, sino que tuviesen vida eterna todos
los que fueron desde el principio, sí, todos cuantos existieron antes que él
viniese» (DyC 20:26). Los efectos de la Expiación de Cristo son eternos; el
momento de arrepentirse, no. Para los que se arrepienten, sin embargo, el proceso
de purificación es más que una limpieza temporal: es una sanación permanente
frente a los pecados de todos ellos, en todas las épocas, en todas las etapas de su
existencia. Asimismo, la resurrección durará un tiempo inmemorial. En
consecuencia, la Expiación es infinita en términos de tiempo. Pablo se refirió a su
naturaleza atemporal cuando enseñó que Cristo «[ofreció] por los pecados un
solo sacrificio para siempre» (Hebreos 10:12; énfasis añadido). Y ese fue el
testimonio del Salvador: «mi salvación será para siempre» (Isaías 51:6, énfasis
añadido; véase también Isaías 51:8). Y así es.
NOTAS
1. Según la interpretación que el élder Bruce R. McConkie ofrece de este pasaje de las Escrituras,
en todos y cada uno de los estados de la existencia del Salvador (incluida su vida premortal,
entre otros) fue «el poseedor y la personificación de todo atributo y característica divinos en su
plenitud y perfección» (Promised Messiah, 197).
2. Taylor, Mediation and Atonement, 97.
3. «The Gospel of Philip» [El Evangelio de Felipe], 132; énfasis añadido. «El Evangelio de Felipe»
es uno de los libros pertenecientes a la biblioteca de Nag Hammadi. Se trata de una colección de
escritos cristianos descubiertos en diciembre de 1945 en las inmediaciones de la población
egipcia de Nag Hammadi.
4. Dickens, Cuento de Navidad, 131.
5. Roberts, Seventy’s Course in Theology, cuarto año, 123, nota c.
6. Smith, Doctrinas de salvación, 1:55.
7. Ibid., 56.
8. McConkie, Doctrina mormona, 106.
9. Smith, Religious Truths Defined, 94.
10. Snow, «Oh mi padre», Himnos, núm. 187.
11. Pratt, The Seer, 1 (no. 4): 54; énfasis añadido.
12. Matthews, «The Price of Redemption», 4.
13. Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), Diccionario de la lengua española,
véase la entrada «inocente».
14. En los versículos 29–32 de esta misma sección, el presidente Joseph F. Smith aclara que el
Salvador no predicó el Evangelio personalmente a los «inicuos ni [a] los desobedientes», sino
que «organizó sus fuerzas» entre los justos y los envió a predicar.
15. Dickinson, «Life LVI», en Emily Dickinson, 42.
16. McConkie, Doctrina mormona, 293.
Capítulo 12
INFINITA
EN COBERTURA
EL HOMBRE, LOS ANIMALES,
LAS PLANTAS Y LA TIERRA
¿Son los mortales que habitan esta tierra los únicos beneficiarios de la
Expiación? ¿Qué sucede con otros mundos y otras formas de vida? ¿Quién los
salva de la muerte temporal y, cuando fuera necesario, de la muerte espiritual?
La Expiación no incluye solo a la humanidad; engloba mucho más. El élder
Joseph Fielding Smith se refirió directamente a esta cuestión: «Algunos sostienen
una idea muy incoherente: que la resurrección solamente afectará a las almas
humanas; que los animales y las plantas no tienen espíritus y, por lo tanto, no son
redimidos por el sacrificio del Hijo de Dios, y, en consecuencia, no les
corresponde resucitar».1 José Smith enseñó: «Supongo que Juan vio seres allí [en
los cielos], que se habían salvado y originarios de diez mil tierras como estas
multiplicadas por diez mil, animales extraños que nos resulta imposible concebir
y que se pueden contemplar en el cielo. Juan aprendió que Dios se glorificó a sí
mismo salvando todo lo que sus manos habían formado, tanto los animales
terrestres, como las aves, los peces, o el hombre».2 El Señor prometió: «todas las
cosas viejas pasarán, y todo será hecho nuevo, (…), tanto hombres como bestias,
las aves del aire, y los peces del mar» (DyC 29:24). Pero, ¿cómo se aplica la
Expiación a todas esas otras formas de vida? ¿Resucitan y reciben cuerpos
inmortales por la eternidad? ¿Necesitan también superar la muerte espiritual? El
élder McConkie aborda esta cuestión, formulando la pregunta siguiente en forma
de respuesta:
«¿Es la doctrina del evangelio (…) que esta muerte temporal se transmitió a
todas las formas de vida, a todo hombre y animal y pez y ave y vida vegetal; que
Cristo vino para rescatar al hombre y a todas las formas de vida de los efectos
de la muerte temporal, introducida en el mundo por la Caída, y en el caso del
hombre por la muerte espiritual también; que este rescate incluye una
resurrección para el hombre y todas las formas de vida?»3
Jacob parece confirmar que la redención de la muerte espiritual se encuentra
limitada al hombre, puesto que enseñó que Cristo «sufre los dolores de todos los
hombres, sí, los dolores de toda criatura viviente, tanto hombres como mujeres y
niños, que pertenecen a la familia de Adán»(2 Nefi 9:21; énfasis añadido).
¿Y qué decir de la tierra misma? ¿Necesita redención? La respuesta es sí. Igual
que las plantas y los animales necesita la redención de la muerte física. El
presidente Brigham Young expresó sentimientos a este respecto:
«Cristo es el autor de este Evangelio, de esta tierra, de los hombres y las
mujeres, de toda la posteridad de Adán y Eva, y de toda criatura viviente que
mora sobre la faz de la tierra, que vuela por los cielos, que nada en las aguas o
que mora en el campo. Cristo es el autor de salvación para toda esta creación; de
todas las cosas pertenecientes a esta esfera terrestre que ocupamos (…) él ha
redimido la tierra; ha remido a la humanidad y a todo ser vivo que se mueve
sobre su faz».4
El élder McConkie trata ciertas herejías relacionadas con la Caída, entre ellas
que Adán fue el producto final de un proceso evolutivo. En respuesta, comentó:
«Cuando los que propugnan esta perspectiva hablan de una caída y una
expiación, asumen erróneamente que se aplican solamente al hombre en lugar de
a la tierra y a todas las formas de vida, como acreditan las escrituras».5 El élder
Talmage era de una opinión similar: «En las escrituras aprendemos que la
transgresión de Adán desembocó en un estado caído, no solo de la humanidad,
sino de la tierra misma también. En este y en muchos otros acontecimientos
históricos (…) la naturaleza parece estar íntimamente relacionada con el
hombre».6
¿Cómo ha redimiendo la tierra el Señor, entonces? ¿Acaso va a morir? Las
Escrituras así lo afirman con claridad. Isaías habló de un momento en el que «la
tierra se envejecerá como ropa de vestir; y de la misma manera perecerán sus
moradores» (Isaías 51:6; véase también 2 Nefi 8:6). La revelación de los últimos
días confirma esta verdad, ya que, al referirse a esta esfera terrestre, el Señor
afirmó: «será santificada; sí, a pesar de que morirá, será vivificada de nuevo; y
aguantará el poder que la vivifica, y los justos la heredarán» (DyC 88:26). Joseph
Fielding Smith también habló de la muerte de la tierra y su renovación o
resurrección posibilitada únicamente por la Expiación: «La tierra, como cuerpo
viviente, tendrá que morir y resucitar, pues ella también ha sido redimida por la
sangre de Jesucristo».7
Evidentemente, la resurrección de la tierra tendrá lugar cuando muera y sea
renovada y restaurada a su gloria paradisiaca. ¿Será necesaria otra redención de
la tierra, además de su «resurrección»? La Caída de Adán no solo trajo consigo la
muerte física para el hombre y la tierra; también dio lugar a la muerte física en
forma de una Caída de la presencia de Dios, conocida como primera muerte
espiritual. ¿Sufrió igualmente la Tierra una Caída semejante, lejos de la presencia
de Dios? El profeta José enseñó: «Esta tierra volverá a la presencia de Dios y
será coronada con gloria celestial».8 ¿Cómo podía la tierra ser «llevada de nuevo
a la presencia de Dios» a menos que hubiera estado situada geográficamente allí
con anterioridad? Lorenzo Snow, sin duda, aprendió esta verdad del profeta José
Smith, ya que habló en términos similares acerca del retorno de la tierra: «La
tierra será retornada en prístina pureza a su órbita primitiva y sus habitantes
moraran en ella en paz y rectitud perfectas».9
John Taylor enseñó que la tierra «fue organizada originariamente cerca del
planeta Kólob».10 Esto permite hacerse una idea de la proximidad de la tierra a
Dios en el momento de su creación, puesto que Kólob es el planeta más cercano a
Dios (Abraham 3:3, 16; facsímil núm. 2, Figura 1).
Brigham Young enseñó que la tierra «fue desplazada de su órbita o estado más
glorioso por causa del hombre».11 En otro lugar enseñó: «Cuando el hombre cayó,
la tierra se precipitó al espacio, y situó su morada en este sistema planetario (…)
Esta es la gloria de la cual la tierra provino, y cuando sea glorificada retornará
nuevamente a la presencia del Padre».12 El élder Bruce R. McConkie se hace eco
de estas enseñanzas: «Cuando Adán cayó, la tierra cayó también y se volvió una
esfera mortal».13
La transgresión de Adán no solo desembocó en la muerte del hombre y su
Caída de la presencia de Dios; la tierra también murió y fue apartada de la
presencia de Dios. Las consecuencias que afectaron a la tierra después de la
Caída reflejaron las consecuencias que esta tuvo para el hombre. De hecho, es
sorprendente reconocer las extraordinarias semejanzas existentes entre la tierra y
el hombre. Ambos están sujetos a la muerte; ambos resucitarán; ambos cayeron
de la presencia de Dios; ambos necesitan nacer del agua para ser limpiadas (la
tierra recibió el bautismo en la época de Noé); ambos necesitan ser purificados
por el fuego (la tierra recibirá el bautismo de fuego en la Segunda Venida y con
anterioridad a su juicio final) y ambos esperan el día de su celestialización y
retorno a la presencia de Dios. Mediante los poderes de la Expiación, la tierra
«resucitará» y será restaurada a la presencia física del Santo. Cada una de las
consecuencias negativas de la Caída, tanto si afectaban al hombre o esta esfera
terrestre, serán corregidas por la Expiación. Podemos vislumbrar cuán
extraordinarios han de ser los poderes de la Expiación, incluso para la tierra,
cuando reflexionamos acerca del grito angustiado que se oyó desde sus entrañas:
«¿Cuándo descansaré y quedaré limpia de la impureza que de mí ha salido?
¿Cuándo me santificará mi Creador para que yo descanse, y more la justicia
sobre mi faz por un tiempo?» (Moisés 7:48).
Animales, peces, aves, árboles e incluso la tierra son herederos del plan de
redención. Tan amplios y gloriosos son los trascendentales poderes de la
Expiación que toda forma de vida «[alabará] el nombre de Jehová» (Salmos
148:13; véase también Apocalipsis 5:7–9, 13), y «¡[declararán] para siempre
jamás su nombre!» (DyC 128:23; véase también DyC 77:2–3).
La Expiación es universal, no selectiva en su cobertura. Todas las formas de
vida están libres de la muerte temporal. Asimismo, el rescate del hombre incluye
librarse de todas las formas de muerte espiritual. Baste afirmar que la Expiación
amplía completamente sus poderes redentores a esta tierra y a toda forma de vida
que en ella existe, en la medida necesaria para salvarlos de la muerte física y,
cuando corresponda, de la muerte espiritual.
EL REDENTOR DEL UNIVERSO
¿Se extiende la Expiación del Salvador más allá de este mundo? El élder
McConkie enseñó: «Ahora, la jurisdicción y el poder de nuestro Señor se
extienden más allá de los límites de esta pequeña tierra en la cual nosotros
moramos; Él es, por debajo del Padre, el Creador de innumerables mundos
(Moisés 1:33). Y, por el poder de su expiación, los habitantes de estos mundos,
dice la revelación, ‘son engendrados hijos e hijas para Dios’, (DyC 76:24) lo que
significa que la expiación de Cristo siendo literal y verdaderamente infinita, se
aplica para un infinito número de mundos».14
¡Este concepto ensancha la mente extraordinariamente! Moisés postuló que,
incluso si pudiéramos contar millones de mundos, «no sería ni el principio del
número de tus creaciones; y tus cortinas aún están desplegadas» (Moisés 7:30).
El élder Marion G. Romney, quien escribió un artículo sobre Cristo el creador de
mundos sin fin, afirmó: «Jesucristo, en el sentido de ser su creador y redentor, es
el Señor de todo el universo. Con la excepción del ministerio terrenal que
culminó, su servicio y su relación con otros mundos y sus habitantes son
idénticos a la relación que existe entre su servicio y la relación con esta tierra y
sus habitantes».15 El élder Romney habla del papel del Salvador en la existencia
premortal como Redentor elegido, y agrega: «En definitiva, Jesucristo, mediante
el cual Dios creó el universo, fue elegido [como el Redentor en los concilios
preterrenales] para poner en marcha el gran plan de Elohim de ‘llevar a cabo la
inmortalidad y la vida eterna del hombre’».16 Concluye con su testimonio de la
universalidad del Salvador como Expiador:
«Todos los que tienen un concepto auténtico de Jesucristo y que han recibido
un testimonio por el espíritu de su divinidad se conmueven por siempre jamás
ante los anales de su vida. Ven en todas sus palabras y hechos la confirmación de
su señorío, como Creador y Redentor».17
Evidentemente, el profeta José enseñó esta doctrina en un poema que se le
atribuye y en el que puso en verso un fragmento de Doctrina y Convenios 76:
Y oí fuerte alta voz, dando desde el cielo testimonio,
Él es el Salvador, el unigénito de Dios
Por Él, de Él, y mediante Él, se hicieron todos los mundos,
Incluso todo el firmamento tan extenso,
Cuyos habitantes, del primero al postrero,
Obtienen salvación del mismo Salvador nuestro;
Y de Dios son engendrados hijos e hijas,
Por idénticas verdades e idénticos poderes.18
El encabezamiento de Doctrina y Convenios 76 resume los versículos 18–24 de
esta manera: «Los habitantes de muchos mundos son engendrados hijos e hijas
para Dios por medio de la expiación de Jesucristo» (énfasis añadido). Lorenzo
Snow aludió a esta doctrina cuando habló de la confianza del Padre en su Hijo:
«Miles de años antes de que [el Salvador] descendiera a la tierra, el Padre había
observado su trayectoria y sabía que podía depender de Él cuando la salvación de
los mundos estuviera en juego; y no le defraudaron».19
Dicho de otra manera, el Salvador es un redentor multiplanetario. Esto es
compatible con el hecho de que también es un creador multiplanetario, tal y
como se enseñó por intermediación de Moisés, «he creado incontables mundos;
(…) y por medio del Hijo, que es mi Unigénito» (Moisés 1:33). Pablo enseñó
otro tanto: «Dios (…) ha hablado por el Hijo, (…) por quien, asimismo, hizo
el universo» (Hebreos 1:1–2; énfasis añadido). Dado que el Hijo «hizo el
universo», una interpretación razonable de Doctrina y Convenios 76:42: —«para
que por medio de él fuesen salvos todos aquellos a quienes el Padre había puesto
en su poder y había hecho mediante él» (énfasis añadido)— podría sugerir que el
Salvador salvó a todos los habitantes de todos los mundos «hechos mediante él».
El versículo siguiente parece fundamentar esta afirmación: «él glorifica al Padre
y salva todas las obras de sus manos» (DyC 76:43). El élder Russell M. Nelson
confirmó estos pensamientos así: «Y la misericordia de la Expiación se extiende
no sólo a una cantidad infinita de personas, sino también a un número infinito de
mundos creados por Él».20
Hugh Nibley cita el Evangelio de la Verdad, que dice: «Todos los demás
mundos miran hacia el mismo Dios como miran a un sol común», y agrega esta
observación propia: «La crucifixión es eficaz en otros mundos».21 El hermano
Nibley cita otros autores de la antigüedad que tenían perspectivas interesantes
sobre el señorío universal del Salvador. Hablando de otros mundos, la Oda de
Salomón 42 reza: «Conocen al que los creó porque están en consonancia. Tienen
un gobernante común, un señor común, de modo que están mutuamente en
consonancia, y se comunican con Él y a través de Él entre ellos, pues la boca del
Altísimo les ha hablado».22 En otros escritos de la iglesia antigua (1 Clemente) se
encuentra registrado: «Dios es el Padre de todos los mundos (…) Como el Padre
de grandeza está en el mundo glorioso, también su Hijo gobierna sobre esos
cosmos como el Señor principal y supremo de todos los poderes».23 Finalmente,
Robert J. Matthews lo simplifica al máximo posible cuando afirma: «La cuestión
surge a menudo, ¿es Jesús el Salvador de otros mundos? La respuesta es sí».24
Doctrina y Convenios 88 habla de «la tierra y todos los planetas» (DyC 88:43).
Entonces se refiere a estas creaciones colectivamente con la designación de
«reinos» (DyC 88:46). Estos reinos se comparan a un hombre que poseía un
campo y que envía a sus siervos a cavar y a preparar el terreno. El Señor del
campo visita cada reino (o planeta) a su debido tiempo, uno en la primera hora,
otro en la segunda hora y finalmente el último en la duodécima, a fin de que cada
uno pueda disfrutar de la contemplación de su rostro. Un fragmento de la
parábola sigue a continuación:
«Y así, todos recibieron la luz del semblante de su señor, cada hombre en su
hora, en su tiempo y en su sazón, empezando por el primero, y así hasta el
último; y desde el último hasta el primero; y desde el primero hasta el último;
cada hombre en su propio orden, (…) para que su señor se glorificara en él, y él
en su señor, a fin de que todos fuesen glorificados. Por consiguiente, compararé
todos estos reinos [planetas] y sus habitantes a esta parábola» (DyC 88:58–61;
énfasis añadido).
¿Quién es este Señor que visita estos planetas y a sus habitantes, para que estos
puedan ser glorificados? Orson Pratt tiene la respuesta. Se refiere al reino
milenario del Salvador y a los puros de corazón que se alegrarán al contemplar su
rostro durante mil años. Entonces, Orson Pratt añade:
«Se aparta. ¿Y para qué? Para llevar a cabo otros designios; porque tiene otros
mundos o creaciones y otros hijos e hijas, quizá tan buenos como los que moran
en este planeta; y ellos, como nosotros, recibirán su visita y se alegrarán al
contemplar el rostro del Señor. Y así irá él, a su debido momento, de reino en
reino o de mundo en mundo, causando que los puros de corazón, la Sión [sic]
tomada de esas creaciones, se regocijen en su presencia».25
¿Por qué deberían estos habitantes de otros mundos ser glorificados en la
presencia de nuestro Salvador (DyC 88:60)? Porque él es también su Salvador.
Dado que Cristo también los ha creado a ellos, los amó y los redimió. Él es el
Salvador de todas las obras de sus manos. No es solamente su creador; también
es el Redentor y Señor del universo entero.
¿POR QUÉ ES ESTA TIERRA UN PLANETA REDENTOR?
Si la Expiación tuvo estas consecuencias infinitas en los mundos infinitos,
cabría preguntarse por qué esta tierra fue la seleccionada entre todas las demás,
«sí, millones de tierras como esta» (Moisés 7:30). ¿Por qué fue esta tierra el
campo de pruebas, el planeta redentor? Exponemos a continuación tres posibles
razones.
La primera posibilidad es que Cristo quizá viniera a esta tierra para
contrarrestar la gran maldad que existía en ella. Cuando Enoc construyó su
«ciudad de santidad» y algunos hombres conocieron la paz y la felicidad
perfectas, Enoc vio en visión el momento en el que la tierra se encontraría
inundada de una iniquidad extrema. El Señor observaría trágicamente: «puedo
extender mis manos y abarcar todas las creaciones que he hecho; y mi ojo las
puede traspasar también, y de entre toda la obra de mis manos jamás ha habido
tan grande iniquidad como entre tus hermanos». (Moisés 7:36; énfasis añadido).
Evidente, esta tierra conocía cotas más elevadas de maldad que cualquier otra
creación de Dios. ¡Qué comentario más trágico! Millones, miles de millones de
mundos, incluso más de los que pueden contarse, y este mundo ocupa un lugar
destacado por su maldad. Como testificara el élder Joseph Fielding Smith: «Su
presencia era necesaria debido a la extrema violencia de los habitantes de esta
tierra».26 Esperemos que lo opuesto sea también verdad, y que una iniquidad tan
profunda tenga su respuesta en alturas de rectitud sin parangón. Pudiera ser que
la vida terrenal del Salvador, y con ello su Expiación, estuvieran reservadas para
esta tierra con vistas a ejercer una influencia de estabilización, un contrapeso a
fin de compensar su inmensa maldad.
Una posible segunda razón por la que Cristo vino a nuestro mundo podría ser
que no existiera otro mundo lo suficientemente perverso como para crucificar a
su Dios. Enoc nos recuerda que el Salvador vino «en el meridiano de los tiempos,
en los días de iniquidad y venganza» (Moisés 7:46). Tan degenerada estaría la
gente en lo relativo a su condición espiritual en esta época que Nefi comentó que:
«ninguna otra nación sobre la tierra (…) crucificaría a su Dios» (2 Nefi 10:3).
¡Resulta casi inconcebible! Cuando tenemos en cuenta la infinidad de naciones
que han ocupado esta tierra, las guerras y los crímenes y la inmoralidad que sus
dirigentes han fomentado, la decadencia tan generalizada por igual entre los
países civilizados y sin civilizar, no nos queda sino preguntarnos cómo es posible
que una única nación fuera capaz de crucificar a su Dios. Sin embargo, las
Escrituras declaran que fue así. Dado que solamente una nación en la tierra
crucificaría a su Dios; puesto que este mundo era más inicuo que ningún otro
(Moisés 7:36), entonces, ¿en cuál de las creaciones infinitas de Dios podría él
encontrar una nación capaz de crucificar a su Salvador? El élder Joseph Fielding
Smith contempló este planteamiento: «Puede que esta sea la razón de que
Jesucristo fuera enviado aquí y no a otro mundo; en otro mundo diferente no lo
habrían crucificado».27
Hay al menos una tercera posibilidad para explicar el porqué de la venida de
Cristo a esta tierra en particular. Puede ser que aquí él encontrara una muestra
transversal de sus hijos —de lo mejor a lo peor—; una representación de los que
habrían de ser testigos de su Expiación.
Tan inicua era la tierra en los días del ministerio de Cristo que el presidente
Joseph F. Smith observó: «sin embargo, no obstante sus poderosas obras y
milagros y su proclamación de la verdad con gran poder y autoridad, fueron
pocos los que escucharon su voz» (DyC 138:26). Este rechazo estuvo tan
extendido que el Señor dijo: «Vine a los míos, y los míos no me recibieron»
(3 Nefi 9:16). Afortunadamente, en medio de tal maldad generalizada fue posible
encontrar un grupo de inmensa bondad. Pedro, Santiago y Juan son tres de los
mejores hombres que esta tierra haya conocido. Son gigantes espirituales en una
nación de niños espirituales. La ley de los opuestos estaba plenamente en
funcionamiento: el bien y el mal en sus extremos respectivos. La observación de
Charles Dickens con respecto a los momentos que precedieron a la Revolución
Francesa encaja a la perfección en lo que a la época terrenal de Cristo se refiere:
«Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos»;28 a lo que se puede añadir:
estos eran los mejores hombres, eran los peores hombres. Noah Webster se
expresó de esta manera a propósito de esa diversidad cultural: «La historia de los
judíos presenta la verdadera naturaleza del hombre en todas sus manifestaciones.
Todos los rasgos de la persona: buenos y malos; todas las pasiones del corazón
humano; todos los principios que descarrían al hombre en la sociedad se
representan en este breve relato, con una sencillez sin artificios sin igual en la
escritura moderna».29
Tal ambiente de contrastes parecía estar preparado para la venida del Salvador.
Habría burlas, provocaciones, incredulidad y finalmente la crucifixión. Por otra
parte, también habría devoción, fe, entendimiento y aprecio incesantes por parte
de una discreta minoría. La nación de Israel estaba viviendo simultáneamente las
profundidades de la maldad y las alturas de la rectitud. La Expiación del Salvador
se malinterpretaría y se comprendería a la vez; se despreciaría y se valoraría, todo
por parte de ambos extremos en esta dicotomía espiritual. Las consecuencias
opuestas del albedrío moral estaban en pleno apogeo. Algunos le traicionarían,
mientras que otros pagarían «mucho dinero» (Mateo 28:12) para cerrar las bocas
de los que sabían. También estarían los apáticos; los que casi se verían
persuadidos a hacerse cristianos, y otros que estarían a punto de lograr la
perfección, pero que no lo consagrarían todo. Por este trasfondo de las masas que
se quedarían cortas, habría unos pocos que lo darían todo sin reservas, incluidas
sus vidas; que dieron testimonio de su misión divina audazmente, sin miedo y
con fervor.
Acaso fueron estas condiciones encontradas de bondad consumada y maldad
desenfrenada las que causaron que esta tierra estuviera «madura» para la vida
mortal de Cristo. Los habitantes de esta tierra ocupaban la totalidad del espectro
en lo que a espiritualidad se refiere. Era la muestra transversal de la humanidad
del Señor. Este era un planeta en el que la Expiación se podía presenciar y, ser
rechazada o aceptada por una muestra completa de la raza universal, y, así, y
quizá por esta razón, se convirtió en el campo de pruebas elegido.
Sea cual sea la causa, Dios seleccionó esta tierra entre sus infinitas creaciones
con una finalidad en mente. Lehi dijo la verdad cuando declaró: «todas las cosas
han sido hechas según la sabiduría de aquel que todo lo sabe» (2 Nefi 2:24).
NOTAS
1. Smith, Answers to Gospel Questions, 5:7.
2. Smith, Words of Joseph Smith, 185.
3. McConkie, «Seven Deadly Heresies», 7–8; énfasis añadido.
4. Journal of Discourses, 3:80–81.
5. McConkie, New Witness, 99.
6. Talmage, Essential James E. Talmage, 211.
7. Smith, Doctrinas de salvación, 1:70. En otra ocasión escribió: «mediante su muerte, su ministerio
y el derramamiento de su sangre, ha efectuado la redención de la muerte para todos los
hombres, para todas las criaturas; no solamente para el hombre, sino para toda criatura viviente,
y aun para la tierra misma sobre la cual estamos, pues se no ha enseñado por revelación, que
ella también recibirá la resurrección» (Smith, Doctrinas de salvación, 1:133).
8. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 217.
9. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 333.
10. Taylor, The Mormon, 29 de agosto de 1857.
11. Smith, Words of Joseph Smith, 84, nota 12.
12. Journal of Discourses, 17:143; véase también Journal of Discourses, 9:317.
13. McConkie, Doctrina mormona, 756; véase también Times and Seasons 3: (1 de febrero de
1842), 672.
14. McConkie, Doctrina mormona, 294; énfasis añadido.
15. Romney, «Jesus Christ, Lord of the Universe», 46; énfasis añadido.
16. Ibid., 48.
17. Ibid., 48.
18. Holzapfel, «Eternity Sketch’d in a Vision», 145. Si bien se cree que José Smith escribió o,
cuando menos, aprobó este poema, véase ibid., 141–43, para un análisis más completo de la
autoría del poema.
19. Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 93; énfasis añadido.
20. Nelson, «The Atonement», 35.
21. Nibley, Old Testament and Related Studies, 142.
22. Ibid., 142; énfasis añadido.
23. Ibid., 143.
24. Matthews, A Bible!, 210.
25. Journal of Discourses, 17:332.
26. Smith, Signs of the Times, 10.
27. Ibid., 10.
28. Dickens, Historia de dos ciudades, 1.
29. Bennett, Our Sacred Honor, 397.
Capítulo 13
INFINITA EN PROFUNDIDAD
DESCENDIÓ POR DEBAJO DE TODO
Si la Expiación engloba todas las creaciones de Dios y todas las formas de vida
que en ellas hay, la pregunta que nos formulamos a continuación es, «¿Incluye la
Expiación todos nuestros pecados y dolores, o hay algunos que han pecado y
sufrido más allá de la gracia redentora de Cristo?». En A Winter’s
Tale, Shakespeare escribió acerca de Leontes, un hombre que parecía ser un caso
perdido, imposible de redimir. Estaba consumido por los celos. Encarceló
injustamente a su esposa, rechazó al oráculo de Delfos y, finalmente, mandó al
exilio a su hija de tierna edad. En una reacción en cadena, una serie de sucesos
calamitosos se precipita en respuesta a sus acciones indignas. Incapaz de
soportarlo más, Paulina, la esposa de uno de los señores de Leontes, lo criticó
mordazmente:
No te arrepientas de estas cosas, pues son más pesadas
de lo que tus desvelos pueden mover. Por tanto, abandónate a la
desesperación. Mil veces de rodillas,
diez mil años juntos, desnudo, en ayunas,
sobre un monte árido, y todavía invierno
en perpetua tormenta, no podría conmover a los dioses para que
miraran en tu dirección.1
Esta era una predicción siniestra, pero afortunadamente, Paulina subestimó la
misericordia de Dios hacia los penitentes sinceros. El Salvador descendió por
debajo de todo pecado, toda transgresión, toda dolencia y toda tentación
conocidos para la familia humana. Él conoce la suma total de la condición
humana no solo porque ha sido testigo de ella, sino porque la hizo suya también.
En una ocasión, el Señor le habló a José Smith de las pruebas a las que tenía que
hacer frente aún: «si eres echado en el foso o en manos de homicidas, y eres
condenado a muerte; si eres arrojado al abismo; si las bravas olas conspiran
contra ti; si el viento huracanado se hace tu enemigo; si los cielos se ennegrecen
y todos los elementos se combinan para obstruir la vía; y sobre todo, si las
puertas mismas del infierno se abren de par en par para tragarte, entiende, hijo
mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien» (DyC
122:7).
La escritura añade a continuación este pensamiento, a modo de fascinante
conclusión: «¿El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú
mayor que él?» (DyC 122:8). En otros términos, el Señor le estaba diciendo:
«José, no importa lo que el mundo ponga en tu camino; no importa lo que sufras;
no importa qué tentaciones te asedien: yo me he enfrentado a todo ello y a mucho
más».
La entrada del Salvador en la condición humana no fue una experiencia a
medias tintas. Fue una inmersión total. No experimentó algunos dolores y otros
no. Su vida no fue un muestreo aleatorio ni una prueba selectiva; fue una
confrontación total con todas y cada una de las experiencias, las dificultades y las
pruebas humanas, y una interiorización de ellas. De algún modo, su esponja
podía absorber el océano entero de la aflicción, la debilidad, el sufrimiento de los
seres humanos. El Señor haría este descenso a pecho humano descubierto. No se
emplearían poderes divinos a fin de escudarle de ni tan siquiera un ápice de dolor
humano. Pablo lo sabía: «Porque ciertamente [el Salvador] no auxilió a los
ángeles, sino que auxilió a la descendencia de Abraham. Por lo cual, debía ser en
todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:16–17).
La Expiación de Cristo fue un descenso a lo que parece el «pozo sin fondo» de
la agonía humana. Tomó sobre sí los pecados de los pecadores más abyectos;
descendió por debajo de las formas de tortura más crueles jamás diseñadas por el
hombre. Su viaje en pendiente englobaba las transgresiones de todos los que han
pecado ignorantemente; incorporaba el sufrimiento que no estaba relacionado
con el error espiritual, pero que era todavía eficaz en ocasionar un dolor
punzante: la agonía de la soledad, el dolor de las limitaciones, los suplicios de las
flaquezas y la enfermedad. En el curso de su descenso divino le asaltaron todas
las tentaciones que azotan a la raza humana.
Después de nuestros vanos intentos de explicar las profundidades insondables
de este viaje terrible, volvemos a esas palabras sencillas, aunque expresivas, de
las Escrituras: «descendió debajo de todo» (DyC 88:6). No hay lugar a
equívocos, ni a retractaciones, ni a disculpas… la Expiación es infinita en
profundidad.
Si la totalidad del sufrimiento y la ansiedad del ser humano fuera susceptible de
categorización, podría clasificarse como sigue: primero, el sufrimiento causado
por el pecado; segundo, el sufrimiento que emana de la transgresión inocente de
la ley; tercero, el sufrimiento relacionado con las flaquezas, las debilidades, las
deficiencias o las pruebas que no tienen nada que ver con el pecado ni la
transgresión; cuarto, el sufrimiento vinculado a nuestra confrontación con las
tentaciones del mundo; y quinto, el sufrimiento o la ansiedad que exige el
ejercicio de la fe. Las Escrituras están repletas de pruebas de que el Salvador no
estuvo exento de ninguno de estos males; más bien se enfrentó a cada uno de
ellos «frontalmente».
EL SUFRIMIENTO PROVOCADO POR EL PECADO
Pedro explicó que el Salvador «padeció una sola vez por los pecados, el justo
por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3:18). Tal sufrimiento no estuvo
limitado a unos cuantos pecadores cobardes. El Salvador mismo declaró que
padeció «estas cosas por todos» (DyC 19:16; énfasis añadido; véase también
DyC 18:11). Juan, en su anuncio del Salvador, lo presentó como «el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Cuando el Salvador visitó a
los nefitas, les habló de la amarga copa de la que había bebido «tomando sobre
mí los pecados del mundo» (3 Nefi 11:11). Nada de beber la copa parcialmente,
nada de discriminación selectiva en la absorción de ciertos pecados en lugar de
otros; él tomaría sobre sí, como mencionan las Escrituras, «los pecados (…) de
todo el mundo» (1 Juan 2:2). Nada se quedaría en el tintero. Así era la doctrina
revelatoria tal y como la enseñó José Smith, que Jesús fue «crucificado por el
mundo y para llevar los pecados del mundo, y para santificarlo y limpiarlo
de toda iniquidad» (DyC 76:41; énfasis añadido).
El sufrimiento del Salvador incluiría a «los más viles pecadores» (Mosíah
28:4); al conocido por ser «hombre muy malvado e idólatra» (Mosíah 27:8), al
que era un «blasfemo, y perseguidor» (1 Timoteo 1:13), a aquellos que «se
habían extraviado» y «se habían entregado a todo género de iniquidades» (Alma
13:17); a aquellos que fueron «sacad[os]» de su «estado terrible, pecaminoso y
corrompido» (Alma 26:17); aquellos que se encontraban «en el más tenebroso
abismo» (Alma 26:3); y a aquellos que reconocieron ser «los más perdidos de
todos los hombres» (Alma 24:11). Incluiría incluso el sufrimiento de los que
eligieron no arrepentirse. Dicho de otro modo, el Salvador sufrió no solo por los
que él sabía que se arrepentirían; también lo hizo incluso por los que optarían por
rechazar su ofrenda sacrificial. Brigham Young lo dejó claro: «[El Salvador]
había pagado la deuda completa, tanto como si recibimos su don como si no».2 El
«fue contado» como dijo Isaías, «con los transgresores» (Isaías 53:12).
¿Existe algún límite a los poderes en apariencia infinitos de la Expiación? ¿Hay
acaso alguna profundidad en la que incluso el Salvador no se haya hundido? Las
Escrituras nos dan la respuesta: «[El Salvador] descendió debajo de todo» (DyC
88:6). De hecho, «sufrió el dolor de todos los hombres, a fin de que todo hombre
pudiese arrepentirse y venir a él» (DyC 18:11; énfasis añadido).
Pero ¿qué sucede con el pecado imperdonable? El profeta José se refirió a la
situación de aquellos que lo hayan cometido: «Después que el hombre ha pecado
contra el Espíritu Santo, no hay arrepentimiento para él. Tiene que (…) negar a
Jesucristo cuando se le han manifestado los cielos, y renegar del plan de
salvación mientras sus ojos están viendo su verdad».3
En resumidas cuentas, esas personas «crucifican de nuevo para sí mismos al
Hijo de Dios y le exponen a vituperio» (Hebreos 6:6; véase también DyC 76:35;
132:27). Para ellos, los conocidos como hijos de perdición, hay una resurrección
y un retorno a la presencia de Dios a efectos del juicio, pero no hay escapatoria
de la segunda muerte espiritual para ellos. Esto no se debe a que la Expiación
tenga la más mínima carencia a lo que a su naturaleza infinita se refiere; la causa
es que estas almas rechazaron el don del arrepentimiento que se había ofrecido.
Recuerda al amigo de Galileo que se negó a mirar por el telescopio «puesto que
en realidad no quería ver lo que había negado con tanta firmeza».4 Del mismo
modo también, estos hijos de perdición han rechazado ese instrumento (a saber,
la Expiación) que proporciona el poder purificador que les redime. Las Escrituras
hablan del triste estado en el que se encontrarán todos los que no se arrepientan:
«Porque, ¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don, si no lo
recibe? He aquí, ni se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que
le dio la dádiva» (DyC 88:33).
El pecado imperdonable es un rechazo fundamentado, calculado e irreversible
del Salvador y de su sacrificio expiatorio. Afirmar a continuación que la
Expiación no es infinita sería como alegar que el hijo que rechaza la herencia de
un padre ha sido víctima de robo. Baste decir que rechazar un regalo no equivale
a refutar su existencia. Los hijos de perdición han elegido desheredarse,
convertirse en huérfanos espirituales. El Señor le habló a Alma de los que «no
quisieron ser redimidos» (Mosíah 26:26; véase también DyC 88:33). ¿Cómo
podría alguien sostener que la Expiación no es infinita cuando la única razón de
que no se aplique en la vida de una persona es el rechazo de ese don por parte del
interesado? En tales circunstancias no tenemos derecho a reclamar misericordia.
Esta fue precisamente la advertencia de Mormón: «Porque el que diga esto
vendrá a ser como el hijo de perdición, para quien no hubo misericordia, según la
palabra de Cristo» (3 Nefi 29:7).
Las Escrituras declaran que el Salvador «salva todas las obras de sus manos,
menos a esos hijos de perdición que niegan al Hijo después que el Padre lo ha
revelado. Por tanto, a todos salva él menos a ellos» (DyC 76:43–44; énfasis
añadido). Es decir, el Salvador salva a todos de las tinieblas de afuera excepto a
los hijos de perdición, puesto que «aman las tinieblas más bien que la luz» (DyC
10:21; véase también DyC 29:44). Hay una razón, y solo una, por la que el Señor
no puede salvarlos: porque ellos han elegido rechazarle a él y a sus poderes
redentores. Trágicamente, como Caín «[aman] a Satanás más que a Dios»
(Moisés 5:18). Se han quedado sometidos a la condenación de la que habló el
presidente Joseph F. Smith: «Si hay quien se oponga a que Cristo, el Hijo de
Dios, sea el Rey de Israel opóngase y márchese al infierno con la rapidez que le
plazca».5
La Expiación nos salva a todos en que todos resucitamos y retornamos a la
presencia de Dios a fin de ser juzgados sin ningún esfuerzo por nuestra parte. Sin
embargo, no puede exaltarnos a menos que nos arrepintamos. Si una persona no
alcanza la exaltación, lo que se pone en tela de juicio no es la naturaleza infinita
de la Expiación; la cuestión es el espíritu penitente de la persona. Para alcanzar la
exaltación no tiene más que arrepentirse. Cada uno de nosotros tiene la llave que
abre los poderes purificadores de la Expiación, pero nos corresponde a nosotros
girarla. En pocas palabras, la Expiación puede abrir la puerta a la divinidad si nos
limitamos a girarla.
Del mismo modo que la omnipotencia genuina consiste en la capacidad de
hacer cualquier cosa, en cualquier momento, en cualquier lugar, dentro de los
límites de las leyes inexorables de la justicia, la naturaleza infinita de la
Expiación redime a todos de la totalidad de los pecados en todas las épocas y en
todo el universo, en la medida en que esto sea posible con arreglo a las leyes de
la justicia. En algún momento, las leyes de la justicia exigen esfuerzo por nuestra
parte; que se ablanden nuestros corazones y se refinen nuestras almas antes de
que sea posible obtener la exaltacion.6 Alma enseñó este principio: «la
misericordia viene a causa de la expiación (…), y también la misericordia
reclama cuanto le pertenece; y así, nadie se salva sino los que verdaderamente se
arrepienten» (Alma 42:23–24).
Reconociendo el misericordioso derroche del Salvador, Truman Madsen
afirmó: «Hombres se han situado detrás de púlpitos y en otros lugares —grandes
hombres— y han testificado que sus rodillas nunca han temblado, que como unos
decían de otros, ‘no tenía nada que ocultar’. Hemos tenido colosos entre los
hombres que no tenían tanta necesidad de redención tanto como precisaban el
poder, y que nunca cayeron demasiado lejos de la luz de comunión a la que me
he referido. No puedo soportar un testimonio de esa naturaleza. Pero si alguno de
ustedes ha sido engañado hasta albergar la convicción de que ha ido demasiado
lejos; de que tiene el monopolio de las dudas que le abruman; de que porta el
veneno del pecado que imposibilita llegar a ser nuevamente lo que podría haber
sido… Quiero que me escuchen.
»Testifico que no pueden hundirse a una profundidad que la luz y la
arrolladora inteligencia de Jesucristo no puedan alcanzar. Testifico que,
mientras persista una chispa de la voluntad de arrepentimiento y acudir a él, él
estará ahí. Él no sólo se limitó a descender a su condición; descendió
por debajo de ella, ‘a fin de que estuviese en todas las cosas y a través de todas
las cosas, la luz de la verdad’ (DyC 88:6)».7
La Expiación del Salvador engloba todo pecado conocido para el hombre del
que uno se pueda arrepentir.8 Esto es a la vez lógico y reconfortante. Ciertamente,
en el consejo preterrenal el Señor debe haber sabido las profundidades a las que
se hundiría la humanidad. No era un principiante en lo que a la creación se
refiere. Él había repasado el proceso una y otra vez; había observado a nuestros
espíritus durante eones. Comprendía los entresijos del corazón de cada hombre.
Como le dijo al profeta Samuel: «Jehová no mira lo que el hombre mira, pues el
hombre mira lo que estádelante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón»
(1 Samuel 16:7). Había sido testigo de la trágica Guerra en el cielo y había visto
cómo un tercio de sus espíritus hermanos y hermanas se rebelaba contra él para
elegir al más célebre infiel de todos los tiempos. Seguramente entendía que
habría Sodomas y Gomorras y crímenes de lo más abyecto. Y con certeza tuvo
esto en cuenta mientras colaboraba con el Padre en la planificación de la
redención que englobaría todo aquello.
El profeta José confirma tanto la presciencia de Dios como la redención
universal: «El gran Jehová contempló todos los acontecimientos relacionados con
la tierra, en lo que al plan de salvación concierne (…) Él sabía de la caída de
Adán, de las iniquidades de los antediluvianos, de la profunda iniquidad en que
se hundiría la familia humana, de sus debilidades y fortalezas, de su poder y
gloria, de sus apostasías, sus delitos, su rectitud y su maldad; comprendía la
caída del hombre y su redención; conocía el plan de salvación y lo manifestó;
estaba al tanto de la situación de todas las naciones y de su destino. Él ordenó
todas las cosas de acuerdo con el designio de Su propia voluntad; Él conoce la
situación tanto de los vivos como de los muertos y ha proporcionado todo lo
necesario para su redención».9
Al rey Benjamín no se le escapaban estos planes preterrenales de gran calado,
puesto que enseñó que la Expiación «fue preparada desde la fundación del
mundo para todo el género humano que ha existido desde la caída de Adán, o que
existe, o que existirá jamás» (Mosíah 4:7).
En resumen, la Expiación del Salvador salva a todos los hombres de la primera
muerte espiritual, porque las leyes de la justicia no se pueden violar, y, además,
exalta a todos los hombres que se arrepienten, porque las leyes de la misericordia
así lo permiten. La Expiación no puede, sin embargo, exaltar a nadie que la haya
rechazado o que irreversiblemente haya cerrado las puertas del arrepentimiento,
puesto que las leyes de la justicia no son tan permisivas. Ese es el mensaje de
Amulek a Zeezrom: «no podéis ser salvos en vuestros pecados» (Alma 11:37;
véase también Mateo 1:21). Abinadí lo sabía, ya que al hablar de los que
murieron en sus pecados, observó: «el Señor no ha redimido a ninguno de los
tales; ni tampoco puede redimirlos; porque el Señor no puede contradecirse a sí
mismo; pues no puede negar a la justicia cuando esta reclama lo suyo» (Mosíah
15:27; véase también Alma 11:37). Mientras nos quede la más tenue chispa de
arrepentimiento en nuestro interior, Cristo y su Expiación están a la espera,
esperando ansiosamente que se los invoque. La cuestión no es si el Salvador pagó
el precio de todos los pecados —que lo hizo—; la pregunta es si estamos
dispuestos a valernos de su sacrificio mediante el arrepentimiento.
LA TRANSGRESIÓN DE LAS LEYES
No solamente sufrió el Salvador por nuestros pecados conscientes y
deliberados. Él también sufrió por nuestras transgresiones inocentes y por
aquellos que murieron «en su ignorancia, antes que Cristo viniese, no
habiéndoseles declarado la salvación» (Mosíah 15:24). Esto era coherente con la
ley mosaica. Moisés enseñó: «Y si toda la congregación de Israel hubiere errado
inadvertidamente, (…) el sacerdote hará expiación por ellos, y obtendrán perdón»
(Levítico 4:13, 20). El rey Benjamín une su voz a las anteriores, diciendo
respecto de los poderes purificadores de la Expiación: «Pues he aquí, y también
su sangre expía los pecados de aquellos que han caído por la transgresión de
Adán, que han muerto sin saber la voluntad de Dios concerniente a ellos, o que
han pecado por ignorancia» (Mosíah 3:11; véase también Alma 34:8). Una
Expiación como esa tuvo un precio. Incluso cuando se viola una ley
inocentemente, ha de pagarse un precio. Puede beberse veneno inocentemente,
pero las consecuencias físicas serán las mismas que las de una persona que
consuma el veneno con deseos de quitarse la vida. Cuando se incumple una ley
debe haber un pago. Este pago conlleva sufrimiento y, se trate de un inocente o
de un penitente, se centra en el sacrificio expiatorio del Salvador.
Jacob observó que «donde no se ha dado ninguna ley (…) las misericordias del
Santo de Israel tienen derecho a reclamarlos por motivo de la expiación» (2 Nefi
9:25). Y añadió a continuación: «la expiación satisface lo que su justicia
demanda de todos aquellos a quienes no se ha dado la ley» (2 Nefi 9:26).
Ciertamente, esto incluye a los niños pequeños y a los que no han escuchado
todavía el mensaje del Evangelio. Mormón abordó el mismo tema: «Porque he
aquí, todos los niños pequeñitos viven en Cristo, y también todos aquellos que
están sin ley. Porque el poder de la redención surte efecto en todos aquellos que
no tienen ley» (Moroni 8:22; véase también DyC 137:7–10). El Salvador explicó
por qué los niños pequeños se salvan: «los niños pequeños son sanos (…); por
tanto, la maldición de Adán les es quitada en mí» (Moroni 8:8; véase también
Moroni 8:20). El Salvador enseñó idéntica lección a sus discípulos: «Estos
pequeños no tienen necesidad de arrepentimiento, y yo los salvaré» (TJS, Mateo
18:11).
Además de entender, a todas luces, que los niños pequeños y los pecadores
«inocentes» gozan de la protección de la Expiación, el rey Benjamín era
consciente también de que llegaría el momento en que «el conocimiento de un
Salvador se esparcirá por toda nación, tribu, lengua y pueblo (…) y (…) nadie,
salvo los niños pequeños, será hallado sin culpa ante Dios, sino por el
arrepentimiento y la fe en el nombre del Señor Dios Omnipotente» (Mosíah
3:20–21). Isaías vio igualmente el día en que «conocerá toda carne que yo,
Jehová, soy tu Salvador y tu Redentor» (Isaías 49:26; véase también Jeremías
31:34). Tan completo será este torrente de conocimiento que Habacuc profetizó
así: «Porque la tierra estará llena del conocimiento de la gloria de Jehová como
las aguas cubren el mar» (Habacuc 2:14; véase también 2 Nefi 30:15). Estos
profetas predijeron el tiempo en el que el Evangelio se predicaría a lo largo y
ancho del mundo. En ese día, nadie se encontrará ya en la categoría de «pecador
ignorante», ya que el mensaje del Evangelio llegará a los cuatro cabos de la
tierra. Sin duda esta situación no se producirá hasta el periodo milenario (DyC
101:25–29).
La Expiación no solamente desciende por debajo de los actos del que peca
deliberadamente y se arrepiente, puesto que también lo hará por debajo de las
leyes quebrantadas por esos niños pequeños que «son incapaces de cometer
pecado» (Moroni 8:8) y, asimismo, para aquellas almas más maduras que todavía
no hayan escuchado la verdad y, en consecuencia, hayan «pecado por
ignorancia» (Mosíah 3:11).
EL SUFRIMIENTO AJENO AL PECADO O A LA TRANSGRESIÓN
Jacob no matizó sus palabras cuando afirmó que el Salvador sufriría «los
dolores de toda criatura viviente, tanto hombres como mujeres y niños, que
pertenecen a la familia de Adán» (2 Nefi 9:21). Estos dolores incluían tanto los
sufrimientos vinculados al pecado y a la transgresión como los que no lo estaban.
Dicho de otra manera, el Salvador tomó sobre sí voluntariamente, no solo la
carga acumulativa de todos los pecados y transgresiones; también cargaría con el
dolor propio de toda depresión, toda soledad, toda pena, todo el sufrimiento
mental, emocional y físico y todas las debilidades que afligen a la humanidad. Él
conoce la profundidad de la aflicción que emana de la muerte; él conoce la
angustia de la viuda. Él entiende el dolor de los padres de hijos perdidos; él ha
sentido la impactante agonía del cáncer y de toda otra enfermedad debilitadora
que aqueja al hombre. Por imposible que pueda parecer, él ha tomado sobre sí
esos sentimientos de insuficiencia, a veces incluso de total desesperanza, que
acompañan a nuestros rechazos y debilidades. Ninguna condición humana, por
espantosa, degradante o execrable que pueda antojarse, ha escapado a su
entendimiento o a su sufrimiento. Nadie podrá afirmar: «Pero no entiendes mi
drama particular». Las Escrituras subrayan esta cuestión: él «comprendió todas
las cosas» porque «descendió por debajo de todo» (DyC 88:6; véase también
DyC 122:8). Todo esto, según explica el élder Neal A. Maxwell, «formó parte
también de la aritmética de la Expiación».10
El presidente Ezra Taft Benson enseñó: «no existe una condición humana que
Él no pueda comprender, así sea el sufrimiento, la incapacidad, la deficiencia
mental o física o el pecado, Su amor alcanza a todas las personas que se
encuentran en ese estado».11 Este es un pensamiento asombroso cuando
consideramos el monte Everest de dolor que fue necesario para lograrlo. ¿Qué
peso habría que poner en la balanza del dolor a fin de calcular el sufrimiento de
incontables pacientes en un sinfín de hospitales? Añadamos la soledad de los
ancianos olvidados en los asilos de la sociedad, y que ansían desesperadamente
una tarjeta, una visita, una llamada, algún reconocimiento, en suma, del mundo
de afuera. Sigamos agregando el padecimiento de los niños hambrientos, el
suplicio del hambre, la sequía y la pestilencia. Sumemos la angustia de los padres
que, llorosos, ruegan que un hijo o hija descarriados regresen al hogar.
Incluyamos el trauma de todo divorcio y la tragedia de todo aborto.
Incorporemos el remordimiento que acompaña a la pérdida de cada hijo que
muere en la flor de la vida, de cada cónyuge que fallece en la plenitud del
matrimonio. Si agravamos el asunto con la miseria de las prisiones llenas a
rebosar, de las residencias de transición y los centros de salud mental para
discapacitados mentales abarrotados. Si lo multiplicamos por siglo tras siglo de
historia, y creación tras creación sin fin… Todo lo anterior es poco más que un
horrendo vistazo a la carga del Señor. ¿Quién puede soportar una carga
semejante, o escalar una montaña así? Nadie, nadie en absoluto, salvo Jesucristo,
el Redentor de todos y cada uno de nosotros.
Los profetas llevan testificando largo tiempo acerca de la naturaleza infinita y
doliente del Salvador. Años antes de su nacimiento, Isaías declaró: «Ciertamente
llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores» (Isaías 53:4). Y más
tarde: «En toda angustia de ellos él fue angustiado» (Isaías 63:9; véase también
DyC 133:53). Alma entendía la profundidad del descenso del Salvador cuando
observó: «Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas
clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores
y las enfermedades de su pueblo» (Alma 7:11; énfasis añadido). Tanto calado
tendría ese descenso que el rey Benjamín observó: «sufrirá tentaciones, y dolor
en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir»
(Mosíah 3:7). Nadie en las experiencias limitadas de la vida terrenal podrá ni tan
siquiera aproximarse al dolor que se infligió sobre el Señor infinito. Él lo soportó
todo, incluso el dolor acumulado que no tiene su origen ni en el pecado, ni en la
transgresión.
EL SUFRIMIENTO RELACIONADO CON LAS TENTACIONES
Parte de la experiencia humana consiste en hacer frente a la tentación. Nadie
escapa a ello. Es omnipresente. Es algo impulsado externamente y motivado
internamente. Es como un enemigo que ataca por todos los flancos. Nos asalta
osadamente en programas de televisión, películas, vallas publicitarias y
periódicos en nombre de la libertad del entretenimiento o la libertad de
expresión. Anda por nuestras calles y se sienta en nuestras oficinas en nombre de
la moda. Conduce por nuestras carreteras en nombre del estilo. Se representa a sí
mismo como corrección política o como una necesidad empresarial. Demanda
aprobación moral con el pretexto de la libertad de elección. En ocasiones ruge
con voz de trueno; en otras, susurra con tonos sutiles y sedantes. Con habilidad
camaleónica camufla su naturaleza constante, pero está ahí, siempre está.
Toda tentación supone un cruce de caminos en el que tenemos que elegir entre
el camino más elevado y uno inferior. En algunas ocasiones, se trata de una
prueba profundamente frustrante. Otras veces, es una simple molestia, un fastidio
menor. Pero en cada caso hay cierto componente de inquietud, ansiedad y
forcejeo espiritual; en última instancia, una elección que nos fuerza a optar por
un bando. La neutralidad no existe en esta vida. Siempre estamos eligiendo,
tomando partido. Esto forma parte de la experiencia humana: hacer frente a
tentaciones diariamente, casi a cada instante, enfrentándonos con ellas no solo en
los días buenos; también cuando estamos alicaídos, cansados, rechazados,
desanimados o enfermos. Todos los días de nuestra vida batallamos contra la
tentación, y otro tanto hizo el Señor. Es una parte integrante de la experiencia
humana, que nosotros hemos de afrontar como él lo hizo. Él bebió de la misma
copa.
Sabemos poco de los años de juventud del Salvador, pero tan pronto hubo
empezado su misión, «se le dejó para que el diablo le tentara» (TJS, Mateo 4:2).
El Salvador salió triunfante, pero Satanás habría de volver. Las Escrituras indican
que «el diablo (…) se alejó de él por un tiempo» (Lucas 4:13). Los fariseos lo
tentarían en numerosas ocasiones, un abogado intentaría tenderle una trampa,
todo ello sin éxito. Incluso estando en la cruz, Satanás escupiría su dardo final:
«si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mateo 27:40).
Las tentaciones del Salvador no fueron solamente enfrentamientos directos con
el Maligno y sus emisarios. Alma sabía que él sufriría «tentaciones de todas
clases» (Alma 7:11). También habría «dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga»
(Mosíah 3:7). Sin duda él tendría que hacer frente a las tentaciones de la avaricia,
el poder y la fama. Toda tentación de la carne se pondría en su camino. Como
dijo Pablo, él «fue tentado en todo según nuestra semejanza» (Hebreos 4:15;
énfasis añadido). Abinadí dejó claro, no obstante, que si bien él «[sufrió]
tentaciones» él «no [cedió] a ellas» (Mosíah 15:5). Doctrina y Convenios
confirma esta misma verdad: «Sufrió tentaciones pero no hizo caso de ellas»
(DyC 20:22). Hubo elecciones, confrontaciones y encuentros, pero nunca hubo
interiorización, justificación, ni gratificación de apetitos. Stephen Robinson
expresa este mismo principio con bellas palabras:
«No me malentienda. De ninguna manera estoy sugiriendo que Jesús haya
tenido pensamientos malsanos, porque eso sería pecar, y Él nunca cometió
pecado alguno. No creo que jamás haya ‘batallado’ con las tentaciones. Lo único
que quiero decir es que Él era tan vulnerable como cualquiera de nosotros a los
impulsos que llegaban a Su mente de naturaleza mortal, la cual había heredado de
Su madre mortal. La diferencia está en que Él nunca prestó atención a esos
impulsos, y de inmediato los alejó de su mente. La habilidad de la carne para
incitar y para seducir era igual para Él como lo es para nosotros, pero, a
diferencia de los demás, Él nunca se sometió a ella. Nunca meditó, pensó ni
contempló las opciones pecaminosas ni siquiera como posibilidades teóricas—
sencillamente no les prestó atención».12
El presidente David O. McKay escribió unas líneas poéticas que se hacen eco
de estas afirmaciones:
Las olas de la tentación batieron en torno a mí,
solo lograron templar mi hombría; ¿Y mi alma? ¡Sin tacha
permanecía!13
Siempre queda la pregunta: ¿por qué se enfrentó el Salvador con la tentación?
¿Por qué tal condescendencia? Y la respuesta es siempre la misma: «Pues por
cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son
tentados» (Hebreos 2:18). Habiendo pasado por ello, ahora él podía convertirse
en nuestro «intercesor, que conoce las flaquezas del hombre y sabe cómo
socorrer a los que son tentados» (DyC 62:1). Brigham Young hizo referencia a
esta misma cuestión: «ha de ser que Dios sabe algo de las cosas temporales y ha
tenido un cuerpo y estado en la tierra; de no ser así no sabría juzgar a los
hombres con rectitud, según las tentaciones y el pecado con los que estos hayan
tenido que contender».14
Algunos quizá sostengan que el Salvador no puede empatizar con los que
sucumben a la tentación, dado que él nunca cedió a ella y, en consecuencia, no
podría entender, según parece, las circunstancias singulares de los que sí han
cedido a la tentación. C. S. Lewis puso en evidencia la naturaleza falaz de tal
argumento: «Ningún hombre sabe lo malo que es hasta que no se ha esforzado lo
suficiente para ser bueno. Hoy se tiene la absurda idea de que la gente buena no
sabe lo que es la tentación. Eso es una mentira burda. Solamente los que procuran
resistir la tentación saben de su fortaleza. A fin de cuentas, uno constata el
poderío del ejército alemán combatiéndolo, no capitulando. Se siente la fuerza de
una ráfaga de viento intentando caminar en dirección contraria, y no tumbándose
en el suelo. Un hombre que cede a la tentación después de cinco minutos no sabe
cómo habrían sido las cosas una hora después. Por esa razón la gente mala, en un
sentido, saben muy poco de la maldad. Han vivido bien guarecidos al abrigo
continuo de la rendición. Nunca averiguamos la fortaleza del impulso malvado
hasta que procuramos luchar contra él: y Cristo, dado que fue el único hombre
que nunca cedió a la tentación, es también el único hombre que sabe al máximo
lo que significa la tentación: el único plenamente realista».15
EL EJERCICIO DE LA FE
Las Escrituras sugieren que el Salvador soportó todos los pecados, dolores y
tentaciones por las que pasa la raza humana. Sin embargo, ¿pudo haber alguna
experiencia humana que él nunca viviera plenamente debido a su naturaleza
única? ¿Se le exigió alguna vez que ejerciera fe o, estando en posesión de un
conocimiento espiritual extraordinario y una herencia divina, quedó descartada
esa posibilidad? ¿No tenemos todos que hacer frente a esos momentos en la vida
cuando la fe y la razón del mundo son en apariencia incompatibles y hemos de
escoger entre ambos? Nos hallamos en una encrucijada espiritual: un camino
empedrado con el conocimiento y la razón del hombre; el otro, con la fe en Dios.
Puede darse esta situación cuando nos falta dinero para pagar el diezmo. O quizá
toca a nuestra puerta cuando el Señor nos destina a un puesto muy por encima de
nuestras habilidades naturales. Puede suceder cuando nos llaman a servir en un
momento inoportuno. Puede sobrevenir cuando perdemos nuestro empleo, fallece
un ser querido o contraemos una enfermedad súbita e inesperada, pero de algo
podemos estar seguros: vendrá. ¿No deben todos los hombres enfrentarse en
algún momento vital al dilema: la razón del mundo frente a la fe en Jesucristo?
Moisés pasó por esa experiencia. Acababa de librar a los hijos de Israel. Y
ahora los guiaba en un curso aparentemente suicida directamente hacia el mar
Rojo. Los ejércitos egipcios los iban persiguiendo para darles caza. No hay duda
de que los poderes de la razón clamaron: «tuerce a la izquierda o a la derecha.
Continuar hacia adelante es entrar en una trampa mortal, acorralados entre la
barrera del mar Rojo por un lado y el ejército egipcio que se aproxima
velozmente por la retaguardia». Pero Moisés continuó firme en la dirección que
había fijado. Iban a marchar, pero directamente hacia el mar Rojo. Los israelitas,
viendo el destino que les aguardaba, alzaron la voz aterrorizados «mejor nos
hubiera sido servir a los egipcios que morir nosotros en el desierto» (Éxodo
14:12). Moisés estaba solo. El poder de la razón y el poder del pueblo se aliaron
contra él con gran furia. No obstante, en lo más profundo de su alma había un
poder que excedía ampliamente los poderes conocidos para el hombre, un poder
que lo impulsaba contra el mundo, contra viento y marea, contra todo lo racional
y lo razonable. Era el poder de la fe. Y ello acabó siendo su salvación temporal y
espiritual —y la de su pueblo—.
Pedro se enfrentó a un momento semejante. El Salvador predicaba en las costas
de Galilea. En las inmediaciones había dos embarcaciones vacías. Los pescadores
que faenaban habitualmente en ellas se encontraban lavando las redes en la orilla.
Toda la noche se habían esforzado sin pescar nada que compensase su vigilia
incansable. El Salvador le dijo a Simón Pedro: «Boga mar adentro, y echad
vuestras redes para pescar» (Lucas 5:4). Pedro, sorprendido, replicó: «Maestro,
hemos trabajado toda la noche y nada hemos pescado» (Lucas 5:5). Qué ridícula
debe de haber parecido la sugerencia del Salvador para las mentes racionales de
este mundo. ¿Acaso ignoraba que estos eran pescadores experimentados? Aquel
era su trabajo, su medio de vida, su negocio, «su» lago. Habían estado echando
sus redes toda la noche, para retomarlas y volverlas a lanzar después en una vana
repetición. Conocían ese lago, las corrientes, los vientos, los patrones de pesca.
¿Por qué malograr sus esfuerzos intentándolo otra vez? Era un simple carpintero
el que les hablaba. ¿Que sabía él de la pesca? Pedro se encontraba ahora en una
encrucijada. Debía elegir entre la razón y la fe. Y entonces llegó la emocionante
respuesta de Pedro: «pero por tu palabra echaré la red» (Lucas 5:5). Y se produjo
el milagro. Capturaron peces en abundancia; tantos que las redes apenas tenían
capacidad para contenerlos. Hubieron de pedir auxilio a otra embarcación para
que les ayudara a transportar tanta pesca. El Señor no envió a estos pescadores
fieles a pescar uno o dos peces, o una canasta llena de ellos. No; no habría nada
de mezquino en su naturaleza benefactora. Los discípulos habían pasado la
prueba de la fe y serían bendecidos abundantemente.
Todos nosotros hemos de enfrentarnos al momento en que los poderes de la
razón entran en conflicto directo con la fe. Toda la lógica, todo el entendimiento
de los hombres podrá crecerse al unísono, y allí, solitaria, en contraposición, se
encuentra la fe: inamovible, el ancla de nuestras vidas. Las mareas de las pruebas
podrán subir, las olas oceánicas de la razón mundana golpearán contra nuestras
almas, las tendencias populares del momento ejercerán su tensión con toda su
influencia, pero ahí, impasible, impertérrita, indemne, permanece el alma anclada
por la fe. El filósofo George Santayana escribió acerca de los que no eligen la
«mejor parte»:
¡Oh mundo, no escogiste nunca la mejor parte!
Pues no es sabiduría ser tan sólo sabio
y cerrar nuestros ojos en la visión interna;
mas sí es sabiduría creer al corazón.
Colón descubrió un mundo y no tuvo otros mapas
que aquellos que su fe descifraba en los cielos
siendo toda la base de su ciencia y su arte
entregarse a invencibles conjeturas del alma
El saber es cual tea de resinoso pino
que ilumina el sendero sólo un paso adelante
a través de un vacío de misterio y de miedo
Invito así al eterno resplandor de la fe:
el único que eleva el corazón del hombre
hasta ser del divino pensar, el pensamiento.16
Job poseía una fe como esta. Le habían arrebatado la familia, la riqueza, la
salud y las amistades. Incluso su esposa era incapaz de ver razón alguna en sus
pruebas. Finalmente, la esposa de Job clamó diciendo: «Maldice a Dios, y
muérete» (Job 2:9). Más tarde, Job, un pilar de fe, respondería: «aunque él me
matare, en él confiaré» (Job 13:15). Nada en este mundo podía extinguir la llama
de su fe.
Ese mismo fuego ardía vivamente en el alma de Nefi cuando regresó a casa de
Labán una vez más: «iba guiado por el Espíritu, sin saber de antemano lo que
tendría que hacer» (1 Nefi 4:6). Esta era una fe pura, absoluta, sin mezcla. Todos
los poderes de la razón se habían agotado. Nefi y sus hermanos le habían
solicitado las planchas a Labán y este se había negado a entregarlas; le habían
ofrecido toda la riqueza de su familia y la respuesta había sido negativa. Parecía
que habían agotado todas sus posibilidades. Nefi no tenía ni idea de cuál sería la
respuesta. ¿Quién habría podido imaginarse siquiera cómo sería la respuesta del
Señor? Pero la fe, ese poder invisible, le impulsó a seguir adelante.
Moisés, Pedro, Job, Nefi y los santos fieles de todas las épocas han tenido que
tomar esa difícil decisión en numerosas ocasiones: ¿la fe o la razón? Dicho esto,
¿tuvo el Salvador, dotado de sus poderes infinitos, tanto espirituales como
intelectuales, que hacer frente a ese dilema? ¿Hubo algún momento en que
conociera el final desde el principio? Como todos los mortales, ¿tuvo alguna vez
que optar por la fe en Dios en detrimento de las facultades de su raciocinio? ¿Fue
esta contraposición una parte de su experiencia? En caso contrario, ¿vivió él
verdaderamente la penosa condición humana en su totalidad?
Hay momentos en la vida del Salvador que sugieren que él también hubo de
avanzar por fe. Lucas nos cuenta que el joven Jesús «crecía en sabiduría» (Lucas
2:52), dando a entender que la omnisciencia no se le confirió en un momento
determinado. Evidentemente, sus conocimientos y sus facultades de
razonamiento progresaron paso a paso durante su vida mortal. Un progreso de
ese tipo sugiere la existencia de momentos en los que no sabía todas las cosas.
Incluso a la conclusión de su vida en la tierra, cuando el conocimiento de su
misión era primordial y sus facultades racionales estaban en su nivel máximo,
parecía que aún existían asuntos sin resolver, incluso para él. El ruego «Padre
mío, si es posible, pase de mí esta copa» (Mateo 26:39) fue una petición sincera
por una alternativa, de haber alguna, al sacrificio expiatorio. Su mente inquisitiva
repasó todas las opciones y todas las posibilidades, pero, siendo incapaz de
encontrar una alternativa, recurrió con esperanza al ser que sabía y había vivido
mucho más que él. La respuesta fue negativa; no había otra manera. Debía
depositar su confianza en Dios y seguir adelante con fe.
C. S. Lewis escribió acerca de la presciencia de Cristo en los momentos que
precedieron inmediatamente a su muerte. Lewis también creía que el Salvador
debía pasar por todas las situaciones propias de la mortalidad, incluidas las
ansiedades que acompañan al ejercicio de la fe. Lewis concilió de la siguiente
manera estas posturas en aparente contradicción: «Resulta claro que este
conocimiento [de su muerte] de alguna forma debe haberse retirado de Él antes
de orar en Getsemaní. No podía, con cualquier reserva en lo tocante a la voluntad
de Padre, haber orado que la copa pasara de Él sabiendo simultáneamente que no
sería así. Esto es una imposibilidad tanto lógica como psicológica. ¿Se dan
cuenta de lo que ello implica? A fin de asegurar que ninguna prueba asociada a la
humanidad estuviera ausente, los tormentos de la esperanza —del suspense, de la
ansiedad— fueron liberados sobre Él en el último momento: la supuesta
posibilidad de que, al fin y al cabo, ¿sería en verdad posible? se le acabara
ahorrando el horror supremo. Existía un precedente. A Isaac se le había salvado:
también en el último momento, también contra toda probabilidad aparente (…)
Sin embargo, por esta postrera (y errónea) esperanza frente a la esperanza, y al
consiguiente tumulto del alma, el sudor de sangre, quizá Él no habría sido muy
Hombre. Vivir en un mundo totalmente previsible no es ser hombre».17
Vivir una vida completamente previsible, tal y como sugiere C. S. Lewis, una
vida privada de ansiedad, suspense y fe, es una vida pseudohumana; poco menos
que una fachada. Pero ese no fue el caso del Salvador. Nunca se exigió más fe de
cualquier hombre, en ningún momento, que cuando el Salvador se enfrentó a la
terrorífica soledad de las horas que rodearon a la cruz. Este fue el momento en el
que el Padre retiró Su espíritu y lo dejó desconsolado.
La experiencia del Salvador guarda algunas semejanzas con el cautiverio del
profeta José en la cárcel de Liberty. Durante meses el profeta había estado
consumiéndose en una celda minúscula y maloliente sin perspectivas de recibir
socorro alguno. Estaba separado de esposa, hijos y amigos. Se había hecho caso
omiso de sus peticiones y apelaciones. En esa situación a todas luces
desesperada, José alzó la voz: «Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dónde está el
pabellón que cubre tu morada oculta? ¿Hasta cuándo se detendrá tu mano (…)?»
(DyC 121:1–2). Su frustración es comprensible. Había recibido un llamamiento
elevado y sagrado. Había tanto trabajo que hacer y, en plena misión, se sentía
ahora abandonado temporalmente por el mismo que le había llamado. Los cielos
parecían insensibles.
El Salvador también vivió su propio momento de abandono. El momento álgido
de su misión estaba cerca. Si hubo alguna vez un momento en que fue necesario
el apoyo y el Consuelo, era ese. Solamente unas horas antes él había declarado:
«no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Juan 16:32). Seguramente
conocía el día profetizado de «soledad», pero en ausencia de la experiencia
directa, quizá no pudo comprender plenamente su temible, incluso terrorífica,
magnitud. Y así, en su momento de agonía, gritó: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por
qué me has desamparado?» (Mateo 27:46).
El Salvador estaba afrontando su extraordinaria prueba sin ningún apoyo, salvo
su propia voluntad y su fe. Nunca antes se había exigido tanta fe de ningún
mortal. Los mortales reconocen su inferioridad intelectual en comparación con
Dios. Dicho de otra manera, son conscientes de que no lo saben todo. Esperan
vivir momentos en los que será necesaria la fe. Sin embargo, en este caso
tenemos a un Dios cuyo conocimiento era supremo, pero todavía marcado por un
«porqué», una laguna entre sus poderes cognitivos y su percepción sensorial. Él
se había encontrado con una zona oscura, una «tierra de nadie» intelectual,
incluso para él. Quizá no se esperaba algo así. Quizá no contemplaba un
abandono completo. Quizá no comprendía de antemano la totalidad de la soledad
que debía soportar. Quizás su mente infinita sabía y comprendía todo lo que es
posible saber con antelación, pero incluso esto fue insuficiente ante la dura
realidad que conlleva la experiencia real. Sea como fuere, ese fue un momento
desgarrador. ¿Seguiría teniendo fe en ese Dios que ahora se había retirado? El
salmo mesiánico de David nos ayuda a comprender más el pathos de ese
momento, cuando reflexionamos con respecto a la introspectiva pregunta del
Salvador: «¿Por quéestás [Padre] tan lejos de mi salvación y de las palabras de
mi clamor?» (Salmos 22:1). Este era un momento de crisis y de fe máxima. El
élder Erastus Snow se refirió a ese instante crítico y a la necesidad de fe que tenía
el Salvador:
«Finalmente, llegó el momento en que el Padre dijo: Debes sucumbir; debes
convertirte en la ofrenda. Y en esta hora oscura el poder del Padre se apartó de él
perceptiblemente (…). Y cuando se vio abocado a exclamar en su postrera agonía
en la cruz: Mi Dios, mi Dios ¿por qué me has abandonado? El Padre no se dignó
a responder; no había llegado todavía el momento de explicarlo y decírselo a él.
Pero al poco tiempo, cuando había pasado la prueba, realizado el sacrificio, y fue
levantado de los muertos mediante el poder de Dios, entonces todo quedó claro,
todo se explicó y se comprendió del todo».18 Fue como si no le hubieran
entregado la última pieza del rompecabezas hasta después de la resurrección.
Entonces la imagen quedó completa.
Entre tanto, el Salvador mostró su voluntad de continuar, sabiendo que no había
más que un único camino a través de Getsemaní y el Calvario: el sendero
invisible de la fe.
En nuestra experiencia terrenal no tenemos apenas nada que pueda compararse
a la experiencia de Cristo: el niño saltando en la oscuridad hacia un padre que
puede oír pero no ver; el trapecista que da el salto mortal hacia los brazos de su
compañero sin una red de seguridad; Moisés, sin saberlo, avanzando
directamente hacia el mar Rojo; Job, que no comprendía, pero confiaba;
Abraham maravillado, pero comprometido; Nefi, sin respuesta, pero regresando
una vez más; José Smith, preguntando por qué, y recibiendo por respuesta que,
pasara lo que pasara, incluso si «eres condenado a muerte», incluso «si las
puertas mismas del infierno se abren de par en par para tragarte», «el Hijo del
Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?» (DyC
122:7–8).
El Salvador tenía fe; ejercía la fe; y por el poder de dicha fe siguió vadeando
aguas desconocidas hasta consumar el sacrificio expiatorio. Como confirmara
Lorenzo Snow: «Exigía todo el poder con el que Él contaba y toda la fe que era
capaz de invocar para cumplir lo que el Padre le exigió».19
La Expiación la llevó a cabo un ser infinito de poder infinito, pero, igualmente
relevante, los efectos de la Expiación fueron infinitos en tiempo, cobertura y
profundidad. Este acontecimiento no tiene limitaciones geográficas: no hay
estado, país, ni frontera galáctica que no pueda cruzar o no cruce. No conoce
cortapisas temporales. Desciende por debajo de todas las transgresiones, todo el
dolor, todas las tentaciones y toda demanda de fe. Su influencia y efectos
transcienden todo el espacio, todos los mundos y todas las formas de vida. No
hay grieta que no llene, no hay abismo que no haya sondeado. La Expiación era
infinita en su calado.
NOTAS
1. Shakespeare, Winter’s Tale, Acto III, escena II, 209–15.
2. Young, Discourses of Brigham Young, 156.
3. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 443–444.
4. Maxwell, A More Excellent Way, 66.
5. Smith, Doctrina del Evangelio, 69.
6. Evidentemente, el asesinado deliberado y con conocimiento de causa había endurecido de tal
manera su corazón, quizá de manera irreversible, que en la balanza de la justicia adelantó su día
del juicio en lo relativo a su exaltación y se cerró para siempre la puerta del progreso eterno. Los
penitentes anti-nefi-lehítas se dieron cuenta de esta trágica posibilidad. Habían derramado sangre
antes de sus días de iluminación del Evangelio. Y eran conscientes ahora de las nefastas
consecuencias que tendría empuñar la espada una vez más: «porque si las manchásemos otra
vez, quizá ya no podrían ser limpiadas por medio de la sangre del Hijo de nuestro gran Dios»
(Alma 24:13).
7. Madsen, Christ and the Inner Life, 14; énfasis añadido.
8. Como se ha comentado anteriormente, no es posible el arrepentimiento del «pecado
imperdonable».
9. Smith, Enseñanzas de profeta José Smith, 267; énfasis añadido.
10. Maxwell, «Willing to Submit», 73.
11. Benson, Sermones y escritos, 6.
12. Robinson, Créamosle a Cristo, 129–30.
13. McKay, Home Memories of President David O. McKay, 33.
14. Journal of Discourses, 4:271.
15. Lewis, Inspirational Writings of C. S. Lewis, 337–38; énfasis añadido.
16. Santayana, «Oh, mundo», en Alonso Gamo, Un español en el mundo: Santayana, 258.
17. Lewis, Joyful Christian, 171–72.
18. Journal of Discourses, 21:26.
19. Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 98; énfasis añadido.
Capítulo 14
INFINITA EN SUFRIMIENTO
¿SUFRIÓ EL SALVADOR COMO
NOSOTROS SUFRIMOS?
El precio de la Expiación de Jesucristo fue la sangre, la vida y el sufrimiento
indescriptibles de un Dios. Contrariamente a los que algunos piensan, no solo fue
un sufrimiento mental; fue una angustia intensa, prolongada «tanto en el cuerpo
como en el espíritu» (DyC 19:18; énfasis añadido). Fue la combinación de un
dolor físico, espiritual, intelectual y emocional de primer orden. Tal fue su
colosal magnitud que hizo que «Dios, el mayor de todos, temblara a causa del
dolor y sangrara por cada poro» (DyC 19:18).
Tan sustantivo como pareció el sufrimiento del Salvador, ¿fue este atenuado
por el hecho de que poseía atributos divinos? ¿Tenía poderes de resistencia
sobrehumanos que le permitieron encarar y soportar más fácilmente la triste
condición humana? Dicho de otro modo, ¿contaba con un escudo, mientras que
todos los demás han de combatir sin tal protección? Ciertamente, puede que
hubiera ayunado durante cuarenta días, ¿pero estaba hambriento en su interior?
¿Necesitaba alimento su organismo imperiosamente? ¿Ansiaban sus labios saciar
la sed con agua? ¿Temblaban sus músculos y, en definitiva, sufría dolor su
cuerpo? ¿O unos poderes sobrehumanos le aportaban ventaja con respecto a sus
homólogos mortales? Algunos sostendrán que él pasó, como mera formalidad,
por las experiencias humanas, pero que nunca llegó a interiorizar el sufrimiento,
que, al igual que Sadrac, Mesac y Abed-nego, él anduvo por el horno ardiente de
la vida sin sentir jamás el calor de las llamas. Pablo contempló la cuestión, y
formula la respuesta siguiente: «Porque ciertamente no auxilió a los ángeles, sino
que auxilió a la descendencia de Abraham. Por lo cual, debía ser en todo
semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:16–17). Más tarde, Pablo confirmaría que
el Salvador era capaz de «compadecerse de nuestras flaquezas» (Hebreos 4:15).
La vida terrenal no fue para Cristo un mero ejercicio académico; fue una cruda
realidad que prensó el «sentir» de un hombre hasta extraer el ser de un Dios.
Pablo observó que el Salvador «[gustó] la muerte por todos» (Hebreos 2:9). Esas
palabras, sentir y gustar, son penosamente descriptivas. No se trataba de una
simple intelectualización, sino la interiorización de la patética condición humana.
Alma enseñó esta verdad, que «el Hijo de Dios padece según la carne» (Alma
7:13). Jacob añadió su testimonio de que el Salvador se «[dejaría] someter al
hombre en la carne» (2 Nefi 9:5; véase también Filipenses 2:7). Pablo predicó
que Cristo se hizo «semejante a los hombres» (Filipenses 2:7). E Isaías profetizó
que el Salvador sería «varón de dolores y experimentado en quebranto» (Isaías
53:3). Una y otra vez, los profetas han testificado que el Salvador no solamente
sufrió lo que nosotros sufrimos; también sufrió como nosotros. Quizá Robert
Browning no solamente escribió de sí mismo en estos versos:
Siempre fui un luchador, así que… una pelea más,
será la mejor y la última!
Detestaría que la muerte me vendara los ojos, y, comedida,
intentara con sigilo soslayarme.
¡No! Quiero saborearlo todo, vivir como mis iguales
los héroes de antaño,
aguantar el fragor de la lucha, pagar de buena gana la deuda
de dolor, oscuridad y frío que la vida reclama.1
El Salvador sintió y experimentó todo ello. Él pasó por esta vida igual que sus
semejantes mortales, y aguantó mucho más. Nefi lo entendía bien: «el Dios de
nuestros padres (…) se entrega a sí mismo como hombre (…) en manos de
hombres inicuos» (1 Nefi 19:10).
El élder Bruce R. McConkie citó al estudioso Alfred Edersheim en su análisis
de la humillación y el envilecimiento a los que se sometió el Salvador. A
continuación, el élder McConkie abunda en el asunto con estas palabras:
«Cuando Edersheim habla de la exinanición de Jesús, quiere decir que nuestro
Señor se humilló o, más bien, se autovació de todos su poder divino, o se debilitó
a sí mismo dependiendo de su humanidad y no en su divinidad, a fin de ser como
los demás hombres y ser puesto a prueba al máximo por toda la adversidad y los
tormentos de la carne».2 C. S. Lewis escribió con sentimiento: «Dios podría, si
hubiera querido, encarnarse en un hombre con nervios de acero, el tipo de
persona estoica a la que no se le escapa un suspiro. Fruto de Su gran humildad,
eligió encarnarse en un hombre de sensibilidades delicadas».3
El Salvador permitió voluntariamente que su humanidad prevaleciera con
respecto a su divinidad. Isaías se refirió de manera profética a aquellos días de
sumisión mesiánica: «Entregué mi espalda a los heridores (…): no escondí mi
rostro de injurias ni de esputos» (Isaías 50:6). Durante esos breves instantes en la
perspectiva eterna que llamamos mortalidad, el Salvador cedió a la condición
mortal; se sometió a la inhumanidad del hombre; su cuerpo anheló el sueño; tuvo
hambre; sintió los dolores de la enfermedad. En todos los aspectos se vio sujeto a
todas las carencias mortales que afectan a la familia humana. Ni una sola vez
alzó el escudo de la divinidad para amortiguar los golpes. Ni una sola vez se puso
el chaleco antibalas de la divinidad. El hecho de tener poderes divinos no
redundó en un sufrimiento menos atroz, menos conmovedor o menos real. Al
contrario, es precisamente por ese motivo que su sufrimiento fue mayor, no
menor, que el que sus semejantes humanos podían sentir. Él asumió un
sufrimiento infinito, pero eligió defenderse únicamente con sus facultades
humanas; una sola excepción: su divinidad fue invocada para contener la
inconsciencia y la muerte (es decir, el doble mecanismo de alivio del hombre),
que de otro modo habrían vencido a un simple mortal, cuando alcanzara su
umbral de dolor. Para el Salvador, no obstante, no habría tal alivio. Su divinidad
entraría en acción, no para hacerle inmune al dolor, sino para ampliar la
capacidad recipiente que habría de darle cabida. Sencillamente, él aportó una
copa mayor en que verter la amarga bebida.
SANGRAR POR CADA PORO
Lucas corrobora la realidad del sufrimiento del Salvador: «Y estando en agonía,
oraba más intensamente» (Lucas 22:44). ¿No fueron todas sus oraciones
intensas? ¿Podemos comprender la intensidad del sufrimiento, la profundidad del
dolor que le llevó a orar incluso con un mayorfervor? ¿Qué carga abrumadora ha
debido estar llevando sobre los hombros para obtener de parte de un Dios la
admisión de que estaba «muy triste» (Mateo 26:38)? ¿Qué tormento pesaba tanto
sobre él que «se postró sobre su rostro» en ferviente oración (Mateo 26:39)? Este
era un momento de crisis en la galaxia.
A medida que se aceleraba su agonía y, finalmente, se precipitaba a toda
velocidad hacia su momento culminante sin restricción ni liberación, su cuerpo
físico finalmente se rebeló y sangró con grandes gotas de sangre. Hace algunos
años, asistí a una clase de la Escuela Dominical cuyo maestro sugirió que el
Salvador no sudó sangre literalmente, sino que su perspiración fue tal que cayó al
suelo como gotas de sangre. El mencionado maestro basó sus afirmaciones en las
palabras de Lucas: «y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían a
tierra» (Lucas 22:44; énfasis añadido). El rey Benjamín, sin embargo, vio con
ojos proféticos la situación real: «he aquí, la sangre le brotará de cada poro, tan
grande será su angustia por la iniquidad y abominaciones de su pueblo» (Mosíah
3:7; véase también TSJ, Lucas 22:44). Además, contamos con el testimonio
incontestable de una persona que estaba presente, el Salvador mismo, quien
declaró: «padecimiento que hizo que yo, Dios (…) sangrara por cada poro» (DyC
19:18). Su cuerpo, en reacción violenta al sufrimiento sobrehumano que se le
clavaba, literalmente, no figurativamente, hizo que se derramara sangre por cada
poro.
¿POR QUÉ DEBE DERRAMARSE SANGRE?
Pablo predicó que «casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin
derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebreos 9:22; véase también
Hebreos 9:17–18). Esta verdad se enseña desde la antigüedad. Moisés declaró:
«la misma sangre hará expiación por el alma» (Levítico 17:11). Es «la sangre de
Jesucristo» la que «nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). La sangre del
Salvador actúa como agente purificador en virtud del cual nuestros «vestidos son
emblanquecidos en su sangre» (1 Nefi 12:10). Aprendemos incluso que la tierra
de América fue «redimida» por «el derramamiento de sangre» (DyC 101:80).
Así, de alguna forma, la sangre actúa como agente limpiador y redentor. No
sabemos cómo se lleva esto a efecto. John Taylor enseñó: «Por qué era necesario
que se derramara su sangre es un patente misterio (…). Sin el derramamiento de
sangre no hay remisión de pecados; pero ¿por qué? ¿Por qué existe una ley así?
No nos queda sino considerarlo una cuestión de fe».4 Joseph Fielding Smith llegó
a idéntica conclusión: «La forma en que el derramamiento de la sangre del
Salvador expió una Caída (…) no la explica por completo nuestro Padre
Celestial».5
Pablo nos ofrece una explicación parcial, no obstante, de por qué debe
derramarse sangre. Al referirse a los sacrificios de animales con arreglo a la ley
mosaica y los poderes redentores de la sangre, Pablo añade: «Fue, pues,
necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas con estas
cosas; pero las cosas celestiales mismas con mejores sacrificios que estos»
(Hebreos 9:23). Es como si estuviera diciendo que los sacrificios de animales son
un prototipo, o un equivalente terrenal de los sacrificios celestiales, pero que
Cristo es el sacrificio real o «mejor» que cumple todos los requisitos celestiales
de la purificación. El presidente Joseph F. Smith insinúa esta misma verdad: «las
cosas que están sobre la tierra, en cuanto no las haya pervertido la iniquidad, son
un modelo de las cosas que hay en el cielo. El cielo fue el prototipo de esta bella
creación».6Hasta que se reciba más luz al respecto, podemos encontrar consuelo
en las consecuencias que fluyen del derramamiento de la sangre del Salvador, sin
comprender del todo los motivos que subyacen a su necesidad.
Si bien Joseph Fielding Smith no intenta responder a la pregunta de cómo nos
limpia la sangre de Cristo, sí que comenta el porqué de la necesidad de que se
derramara su sangre: «Dado que fue por la creación de la sangre que sobrevino la
mortalidad, es mediante el sacrificio de sangre que la redención de la muerte se
llevó a cabo, y todas las criaturas fueron liberadas de las garras de Satanás. De
ninguna otra manera podría haberse realizado el sacrificio de redención de la
muerte para el mundo».7
La referencia a este acto sacrificial en el Jardín fue el objeto de la plegaria que
el Salvador elevó al Padre a favor nuestro: «en virtud de la sangre que he
derramado, he abogado por ellos ante el Padre» (DyC 38:4). Tras recordarle al
Padre «la sangre de tu Hijo que fue derramada (…) para que tú mismo fueses
glorificado», Cristo le suplicó al Padre que «[perdonara] a estos mis hermanos
que creen en mi nombre» (DyC 45:4–5). Siendo como es nuestro abogado, él
sabía que había algo de tal intensidad espiritual en ese acto que debía formar la
esencia de su ruego de misericordia. Con una convicción inamovible podría
declarar «que obró esta perfecta expiación derramando su propia sangre» (DyC
76:69).
EL DERRAMAMIENTO DE SANGRE ES SIMBÓLICO
Entre otras cosas, el derramamiento de sangre es simbólico. El derramamiento
de la sangre de un hombre propicia la muerte física. Por otra parte, el
derramamiento de la sangre de Cristo da lugar a la vida espiritual. Una y otra vez
en las Escrituras el mismo símbolo puede tener significados dobles, incluso
opuestos. En el Jardín de Edén fue la serpiente la que representaba al diablo, el
padre de la muerte y la oscuridad. Más tarde, sin embargo, sería la serpiente de
bronce la que representó al Salvador, la fuente de vida y luz. Las aguas de la
época de Noé destruyeron a todas las almas de la tierra con excepción de ocho,
pero las aguas del bautismo limpian simbólicamente y salvan a toda alma que
busque la vida eterna. El fuego es el símbolo del castigo para los angustiados
moradores del infierno, pero Isaías se refirió a los justos que vivirán en «llamas
eternas» (Isaías 33:14; véase también Apocalipsis 15:2). En la Segunda Venida
será el fuego lo que destruirá a los malvados, pero entre tanto es el fuego del
Espíritu Santo el que depura y conserva al que se arrepiente espiritualmente. De
similar manera dualística, es el derramamiento de la sangre del hombre lo que
simboliza la muerte, pero es el derramamiento de la sangre de Cristo lo que
simboliza la vida eterna.
Parece adecuado que el lugar en que se derramara su sangre fuera un jardín
llamado Getsemaní. Como explica Truman Madsen: «Geth o gat significa en
hebreo ‘prensa’. Shemen significa ‘aceite’. Este era el Jardín de la prensa de la
oliva». El hermano Madsen explica a continuación el funcionamiento de la
prensa: «A fin de producir aceite de oliva, los aceites refinados deben obtenerse
mediante el prensado de aceitunas refinadas. Las aceitunas ablandadas y
aderezadas se colocaban en bolsas resistentes y se trituraban sobre una piedra con
surcos. Entonces, una enorme roca de prensado lateral y circular se hacía rodar
por la parte superior, tirada por una mula, o un buey y un látigo punzante. Otro
método empleado consistía en el uso de palancas de madera pesadas o tornillos
que permitían girar vigas hacia abajo como un torno sobre la piedra con el mismo
efecto: presión, presión, presión… hasta que fluía el aceite».8
De modo que así existió «presión, presión, presión» de los pecados infinitos
hasta que brotó sangre por cada poro. «Ciertamente», como observó el hermano
Madsen: «el simbolismo del lugar es ineludible».9
UN ÁNGEL LE DA FUERZAS
¿Cómo sería el estado mental, físico y espiritual del Salvador en este momento
de crisis en el jardín que un ángel del cielo tuvo que acudir «para fortalecerle»
(Lucas 22:43)? ¿A un Dios? ¿Suponemos que él, un Dios, estaba tan debilitado
por este suplicio que ahora necesitaba que le fortalecieran? ¿Qué mensajero
celestial ofreció esa ayuda? ¿Fue Adán? ¿Noé? ¿Abraham? Ciertamente, en un
momento tan crítico para el destino del hombre, este ángel debe haber sido
alguien sobresaliente. El élder Bruce R. McConkie sugiere que se trataba del
«poderoso Miguel [Adán]».10 Si bien no conocemos con certeza la identidad de
este enviado del cielo para consolar al Salvador, hay al menos cuatro razones por
las que sí puede haber sido Adán.11 Primero, Adán, quien colaboró en la creación
de esta tierra y fue el padre del hombre mortal, habría tenido sumo interés en el
destino final del hombre. Sin duda, Adán tenía un interés particular en que la
creación de la tierra y de todos los dominios del planeta no se crearan en vano.
En segundo lugar, parece conveniente que la persona que desencadenó en parte la
necesidad de la Expiación fuera ahora el agente que en representación de la
humanidad asistiera al que rogó que se llevara a efecto su redención. En tercer
lugar, y tal y como enseñó José Smith, Adán tiene el papel de presidir la jerarquía
de los seres celestiales, dado que los «ángeles se hallan bajo la dirección de
Miguel o Adán»;12 parece que no habría ningún otro mensajero más idóneo que él
para fortalecer y bendecir que el arcángel presidente. Cuarto, Adán tuvo una
relación única con el Salvador. No solo colaboró con él en el proceso de la
creación; también estuvo a su lado en batalla cuando el Señor dirigió a las fuerzas
celestiales (Apocalipsis 12:7). Ahora, nuevamente, Adán estaría unos instantes
junto a él mientras el Salvador tomaba parte en la batalla más crucial de todas.
Adán no podía sustituir al Salvador (él debía sobrellevar todo esto en solitario),
pero lo que sí podía hacer, sin duda deseaba hacerlo. Puede que estuviera ahí para
consolarlo, confortarlo, apoyarlo e incluso para bendecirlo.
Las Escrituras guardan silencio en cuanto a la naturaleza del contacto entre
Cristo y su visitante angélico en esta ocasión. No cabe duda de que este fue uno
de esos momentos tan sagrados que no habría de quedar registrado en los anales
humanos.13 Evidentemente, ciertos pensamientos del espíritu son tan elevados,
tan conmovedores, que no pueden encerrarse en el lenguaje oral o escrito
empleado por el hombre. Sencillamente, se escapan a toda expresión mortal. A
todas luces, este era uno de estos momentos.
Fueran cuales fueran los pormenores de ese encuentro divino, seguramente el
visitante angélico debe haberle brindado a Cristo la bendición más plena que los
cielos podían aportar. Con certeza, este fue un momento
de pathos transcendental. Quizá ambos derramaran lágrimas y se transmitieran
una intensidad de amor conocida únicamente para los dioses y los ángeles. Puede
que el ángel ofreciera palabras de consuelo y confianza. O quizá bastó con la
fuerza de su presencia silente. Sea cual sea la naturaleza de este contacto divino,
el Salvador encontró la fuerza suficiente, en medio de un dolor inimaginable,
para seguir adelante. Truman Madsen nos recuerda que el ángel acudió para
«fortalecer; no para librar»14
Había llegado el momento. El punto más crucial de la historia estaba aquí. Las
palabras del letrista nunca habían sido más adecuadas que ahora: «en tus calles
brilla la luz de redención que da a todo hombre la eterna salvación».15 Todos los
demás acontecimientos, por relevantes que hayan parecido ser, se volvían
insignificantes en comparación con este momento. Sin este instante, toda la
historia sería en vano.
LAS PROFUNDIDADES DE SU SUFRIMIENTO
Cristo había estado ayunando cuarenta días, se había enfrentado cara a cara con
Satanás, aguantado burlas, insultos e injurias; había soportado las dolorosas
punzadas del rechazo, incluido el brutal golpe de la traición. ¿A qué nuevas
profundidades tuvo que hundirse ahora para clamar: «Padre mío, si es posible,
pase de mí esta copa» (Mateo 26:39)? ¡Pero era imposible!
Quizá los que estaban más cercanos al Señor pueden entender mejor su
sufrimiento, un sufrimiento que sobrepasó la capacidad de comprensión finita del
hombre. El presidente John Taylor dijo agudamente al respecto: «Sobre Él
cayeron el peso y la agonía de los siglos (…). De ahí Su dolor profundo, Su
angustia indescriptible, Su tortura abrumadora, todo ello vivido en la sumisión al
fíat eterno de Jehová y a las exigencias de una ley inexorable. (…) Gimiendo
bajo esta carga concentrada, esta presión intensa e incomprensible, esta terrible
exacción de justicia divina, ante la cual la frágil humanidad retrocedía, y a través
de la agonía vivida de esta forma sudando grandes gotas de sangre, se vio
inducido a exclamar: ‘Padre, si es posible, pase de mí esta copa».16
El presidente Taylor centra nuestra atención en la visión de Enoc, quien «vio
que el Hijo del Hombre era levantado sobre la cruz, (…) y fueron cubiertos los
cielos; y todas las creaciones de Dios lloraron; y la tierra gimió; y se hicieron
pedazos los peñascos» (Moisés 7:55–56). Y entonces comenta: «Y así, tal fue la
presión torturadora de esta agonía intensa e indescriptible, que esta explotó más
allá de los confines de Su cuerpo, sacudió toda la naturaleza y se extendió por el
espacio».17 Igual que el hombre se estremece ante el dolor y el sufrimiento,
también la naturaleza parece responder de manera semejante.
Cabe preguntarse si la respuesta de la naturaleza en el Nuevo Mundo al
sacrificio expiatorio del Salvador fue una indicación de lo que sucedió en otros
mundos. Sea como fuere la respuesta medioambiental en el Viejo Mundo, en el
Nuevo se registraron manifestaciones asociadas de una mayor magnitud. Parece
que se aplicó una ley de compensación divina: las naciones y los mundos que no
recibieron el privilegio del ministerio terrenal del Salvador obtuvieron
testimonios físicos mayores en calidad de testimonio compensatorio. El Viejo
Mundo y su estrella en los cielos como señal de la entrada del Salvador en la vida
terrenal. En el Nuevo Mundo hubo «muchas señales y prodigios en el cielo»
(Helamán 14:6), pero el testimonio más concluyente de todos fue la sucesión de
un día, una noche y un día de luz. Tan poderoso y convincente fue este
testimonio que «todos los habitantes (…) se asombraron a tal extremo que
cayeron al suelo» (3 Nefi 1:17). El Viejo Mundo tuvo sus temblores y sus tres
horas de oscuridad, pero estos acontecimientos se antojan una nimiedad cuando
se comparan con los cataclismos registrados en el Nuevo Mundo.
Esas tierras que no contaron con la presencia física del Salvador sin duda
respondieron con reacciones más intensamente elementales como testimonio
compensatorio. El Nuevo Mundo sufrió relámpagos cegadores, estruendos
temibles, tempestades, torbellinos y un terremoto de consecuencias tan colosales
que «sacudían toda la tierra como si estuviera a punto de dividirse» (3 Nefi 8:6).
Pero hubo más. Una oscuridad —espesa, vaporosa, total—envolvió la tierra
durante tres días. No eran unas tinieblas tenues y débiles, una oscuridad a la que
los ojos se adaptan a la larga; no: esta era una negrura impenetrable, «de modo
que no podía haber ninguna luz» (3 Nefi 8:21). Estas tinieblas eran frías, férreas,
sofocantes, un símbolo de la maldad y la tragedia en su máxima medida. Era una
oscuridad similar a la que cubrió Egipto en la época de Moisés, «tinieblas (…)
tan densas que cualquiera las palpe (…) y hubo densas tinieblas tres días por toda
la tierra de Egipto» (Éxodo 10:21–22).
La naturaleza y todos sus elementos se unieron en horrenda armonía. Incluso
los reyes de las islas del mar exclamaron: «El Dios de la naturaleza padece»
(1 Nefi 19:12). Los elementos se retorcieron y contorsionaron en toda su furia
como prueba innegable de un sufrimiento que, sin duda, era de alcance galáctico:
todo hombre, animal terrestre, pez, planta y todo elemento en esa vasta extensión
del espacio que llamamos el universo. Los sufrimientos del Salvador semejaron a
un peñasco de dimensiones prodigiosas lanzado en medio de un estanque
cristalino: las ondas que se proyectaron desde Getsemaní y el Calvario, como
dijera el presidente John Taylor, se «[expandirían] por todo el espacio»,18 y por el
momento, «toda la eternidad padece» (DyC 38:12).19 John Taylor entendió que el
padecimiento del Salvador afectó a la naturaleza universalmente:
Mundo tras mundo, cosas eternas,
Soporta en tu angustia, Rey de reyes.20
Aunque las palabras son inadecuadas para describir esta prueba infinita, quizá
Frederik Farrar ha expresado mejor que nadie, con extraordinaria elocuencia y
precisión de pensamiento, lo que para otros no ha pasado del mero intento:
«Jesús supo que la horrenda hora de Su humillación más profunda había
llegado; que, desde ese momento hasta la expresión de ese gran lamento con el
que entregó el espíritu, nada quedaba para Él en la tierra sino la tortura del dolor
físico y el patetismo de la angustia mental. Todo lo que el organismo humano
puede tolerar en lo que a sufrimiento se refiere se acumularía sobre Su cuerpo
encogido; Toda la miseria que el insulto cruel y aplastante pueden infligir
supondrían una pesada carga para Su alma; y en este tormento del cuerpo y
agonía del alma incluso la serenidad excelsa y radiante de Su espíritu divino
habría de sufrir un temible, aunque breve, eclipse. El dolor en su aguijón más
punzante, la vergüenza en su brutalidad más abrumadora, toda la carga del
pecado y la miseria de la existencia humana en su apostasía y caída… aquello era
lo que Él debía ahora enfrentar en toda su acumulación más inexplicable».21
Y por si lo anterior fuera poco, Farrar continúa afirmando:
«Es tan natural la muerte como lo es el nacimiento. El cristiano apenas necesita
que se le diga que no fue tal vulgar temor lo que forzó a su Salvador a sudar
sangre. No; fue algo infinitamente mayor: infinitamente mayor de lo que nuestra
imaginación más desatada es capaz de aprehender. Fue algo mucho más
mortífero que la muerte. Fue la carga y el misterio del pecado del mundo lo que
abrumaba Su corazón; fue saborear, en la humanidad divina de una vida sin
pecado, la amarga copa que el pecado había envenenado (…). Fue el
padecimiento, por parte del perfectamente inocente, de la peor malicia que el
odio humano fue capaz de concebir; fue albergar, en el seno de la inocencia
perfecta y el amor perfecto, todo lo que había de detestable en la ingratitud
humana; todo lo que había de pestilente en la hipocresía humana; todo lo que
había de cruel en la cólera humana. Fue desafiar el último triunfo de la furia y el
rancor satánicos, uniéndose contra Su solitaria cabeza todos los dardos
flamígeros de la falsedad judía y corrupción pagana: la ira concentrada de los
ricos y los respetables, la cólera vociferante de la turba ciega y brutal. Fue sentir
que los suyos, aquellos a los que había venido, amaron más la oscuridad que la
luz; que la raza del pueblo escogido podía absorberse por completo en un rechazo
uniforme y descabellado contra la bondad y la pureza y el amor infinitos.
»Él pasó por todo esto en aquella hora en que, con un estremecimiento de
horror sin pecado, más allá de nuestra capacidad de comprensión, anunció una
amargura mayor que la amargura de la misma muerte».22
Ni las mejores mentes, ni la más brillante elocuencia pueden describir
adecuadamente el suplicio del Salvador. Farrar nos recuerda que su sufrimiento
«trascendió todo el supuesto conocimiento que, incluso en nuestros momentos de
mayor pureza, podemos siquiera profesar al respecto».23 Va más allá de cualquier
experiencia conocida para el hombre o concebida por él. John Taylor declaró
sencillamente: «De una forma incomprensible e inexplicable para nosotros, él
sobrellevó el peso de los pecados del mundo entero».24 El élder Orson F. Whitney
compartía esta opinión: «Nuestras pequeñas aflicciones finitas no son más que
una gota en el océano en comparación con la agonía infinita e indecible que él
soportó por nosotros porque no éramos capaces de aguantarla nosotros
mismos».25 En un esfuerzo inspirado por definir el sufrimiento del Salvador, el
élder Neal A. Maxwell lo denominó « la enormidad multiplicada por
la infinidad».26 Por intensos que sean nuestros esfuerzos, el Señor nos recuerda
nuestra incapacidad para empatizar completamente, ya que, hablando con el
profeta José, él describe sus propios sufrimiento de esta forma: «cuán
dolorosos no lo sabes; cuán intensos no lo sabes; sí, cuán difíciles de aguantar no
lo sabes» (DyC 19:15; énfasis añadido). El sufrimiento soportado por el Salvador
no puede convertirse a una masa cuantificable o reducirse a alguna ecuación
matemática. Lo cierto es que no poseemos los medios adecuados para medirlo ni
el lenguaje necesario para explicarlo. Parte de la naturaleza sagrada de este
acontecimiento emana del hecho de que nosotros sentimos mucho más de lo que
somos capaces de expresar con palabras. La letra del himno así lo pone de
manifiesto:
Jamás podremos comprender,
las penas que sufrió,
mas para darnos salvación,
Él en la cruz murió.27
Si el sufrimiento es proporcional a las sensibilidades físicas, intelectuales,
espirituales y emocionales de uno, entonces el Salvador sufrió más que el hombre
mortal, porque él sabía más, sentía más y se preocupaba más que ningún otro
mortal. Joseph Fielding Smith testifica lo siguiente de este sufrimiento único:
«Un hombre mortal no lo habría aguantado; es decir, un hombre como nosotros.
No me importa su fortaleza ni su poder, ningún hombre nacido en este mundo
habría podido soportar el peso de la carga que soportó el Hijo de Dios al tomar
sobre sí mis pecados y los vuestros (…) [Aquello] fue superior al poder de un
hombre mortal, tanto para llevarlo a efecto como para sobrellevarlo».28
El sacrificio del Salvador exigió una energía inagotable a fin de cargar con las
consecuencias de nuestros pecados y aguantar las tentaciones del Maligno. Pero
su sufrimiento debe haber sido más que una sumisión resignada o un «aguantar
los azotes» con los dientes apretados. Debe haber sido más que una actitud
defensiva o un intento de escudarse de los dardos ardientes del Adversario. Parte
de la empresa expiatoria del Salvador debe haber incluido un aspecto de
conquista, en cierta manera, una lucha ofensiva. Era necesario que el Salvador
entregara su vida voluntariamente a fin de ser capaz de «[romper] las ligaduras
de la muerte» (Mosíah 15:8) y «destruir (…) al que tenía el imperio de la
muerte» (Hebreos 2:14; véase también 1 Corintios 15:26). Había necesidad de
rescatar y liberar a las almas de «las cadenas del infierno» (Alma 12:11). Esta
parte de la batalla puede haber hecho necesaria una invasión del territorio de
Satanás, quizá incluso una incursión audaz en el abismo oscuro de los dominios
del diablo. Orson F. Whitney alude a estos momentos de conflicto clásico:
Espada de lucero, bracamarte flamígero,
destello fulgurante desenvainado,
hiende las ligaduras del sueño mortífero
De los reinos oscuros, el velo rasgado.
¡Revientan las catacumbas del infierno!
Baten abiertas sus puertas,
rotos los barrotes de eterno hierro,
almas rescatadas, por fin vuelan.
Allende las estrellas… el cielo.29
La redención del Salvador fue una misión de rescate en solitario para liberar de
la muerte y del infierno a los prisioneros de todas las épocas, vigilados de forma
perenne por Satanás. La descripción que ofrece Tennyson de «La brigada ligera»
puede guardar ciertas similitudes con la batalla del Salvador en Getsemaní:
Cañón a la derecha,
Cañón a la izquierda,
Cañón al frente
Contra hierro y estruendo;
aguacero de balas y obuses,
Cómo cabalgaron gallardos,
a las fauces de la muerte,
a las puertas del infierno.30
Su carga, sin embargo, el Salvador la haría solo; en soledad cabalgaría hacia las
fauces de la muerte y el infierno. Esta era una guerra abierta. Esta fue «lucha (…)
contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de
este mundo, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes»
(Efesios 6:12). Esta era una lucha hasta el final. Una lucha a muerte; a la muerte
de todas las muertes. Hemos visto a hombres luchando contra obstáculos
extraordinarios para salvarse; a hombres combatir con frenesí irrefrenable para
conservar su país y su libertad; y a hombres batallar con fuerza casi sobrehumana
para proteger a esposa e hijos, pero ahora la causa era mucho más grandiosa que
todas estas. El élder James E. Talmage se refirió a la ferocidad de esta batalla en
la «hora» expiatoria: «este combate supremo con los poderes del maligno
sobrepujó y eclipsó la terrible lucha comprendida en las tentaciones que
sobrevinieron al Señor inmediatamente después del bautismo».31
Con furia inmisericorde, las fuerzas de Satanás deben de haber atacado al
Salvador por todos los frentes: frenética y diabólicamente, buscando un punto
vulnerable, una debilidad, un talón de Aquiles por el que infligir una herida
«mortal»; todo con la esperanza de detener la carga inminente… pero todo era en
vano. El Salvador continuó su avance en un asalto audaz hasta que todos los
prisioneros fueron liberados de los tentáculos pertinaces del Maligno. La suya fue
una misión de rescate de repercusiones infinitas. Todos los músculos del
Salvador, toda virtud, toda reserva espiritual existente se emplearía en la lid. No
cabe duda de que todas las energías se agotaron, de que todas las facultades se
llevaron al límite, de que se ejercieron todos los poderes. Solamente entonces,
cuando parecía que no quedaba nada, abandonarían sus puestos las huestes de la
maldad y se retirarían en una terrible derrota. Solamente entonces liberaría Cristo
a «sus santos de ese terrible monstruo, el diablo y muerte e infierno» (2 Nefi
9:19). David vio este momento de triunfo, temible toda vez que glorioso, cuando
cantó: «has librado mi alma de lo más profundo del Seol» (Salmos 86:13). Nefi
también se regocijó: «él ha redimido mi alma del infierno» (2 Nefi 33:6). Con el
tiempo, los santos de todas las épocas reconocerán al «Hijo de Dios como su
Redentor y Libertador de la muerte y de las cadenas del infierno» (DyC 138:23;
véase también Apocalipsis 20:13). El Gran Rescatador nos ha librado, ha salvado
la situación, salvado la eternidad. Sin embargo, ¡oh, qué batalla! ¡Qué heridas!
¡Qué amor! ¡Y a qué precio!
Puede que los mortales nunca comprendan Getsemaní plenamente, puesto que
la muerte le habría sobrevenido a los demás hombres como un bienvenido alivio
mucho antes de que la intensidad y la duración de este suplicio infinito llegaran a
su cenit. No hubo tal liberación temprana, empero, en el caso del Salvador,
porque él «[sufriría] tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún
más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7; énfasis añadido). El profeta
José testificó al respecto: «[El Salvador] padeció sufrimientos mayores y se vio
expuesto a contradicciones más poderosas que cualquier hombre».32
El dolor, la agonía, la burla y el insulto culminarían en toda su horripilante furia
para extraer del Redentor hasta el último ápice de angustia que la justicia
demandaría y que el maligno podía arrancar. Como ocurre con los mortales, su
válvula de escape era la muerte. Solamente él poseía el poder para «[poner su]
vida» (Juan 10:17), pero no renunció ni se libró del dolor en ningún momento.
Para él no habría pérdida de conocimiento, ni sedantes, ni analgésicos. Más bien,
habría una absoluta y plena consciencia de todo lo que se le imponía. Él bebería
la copa llena a rebosar. Como les dijera a los nefitas: «he bebido de la amarga
copa que el Padre me ha dado (…) tomando sobre mí los pecados del mundo»
(3 Nefi 11:11). Edna St. Vincent Millay escribe de un mortal que se vio dotado
de omnisciencia por un instante, por lo cual «pagó [el] precio / Infinito
remordimiento del alma». Los versos siguientes son un símbolo del sacrificio del
Salvador y captan la angustia de su hora expiatoria:
Todo pecado era mi pecar, toda
expiación era mía, y mía la hiel
del pesar. Mío era el lastre
de todo agravio incubado, el odio
que consentía cada estocada envidiosa,
mía toda avaricia, mía toda lujuria.
Y entre tanto, para toda pena,
todo sufrimiento, anhelé alivio
con un deseo tan mío…
¡Mi anhelo es en vano! Y atravesada por el fuego. ...
Todo el suplicio era mío, y mía su vara;
mía, piedad, como la piedad de Dios.
¡Ah, peso temible! ¡La infinidad
apisona mi finito yo! ...
Y hundida bajo la carga me hallo
y sufría la muerte, pero no podía morir.33
Las palabras finales son muy expresivas: «pero no podía morir». En lo que
respecta al Salvador, sería más adecuado decir «pero no quiso morir». Había que
pagar el precio al completo. Todo pecado de Sodoma, Gomorra, Babilonia, los
pecados del lector y los míos… había que incluirlos todos, sufrir por todos, y
pagarlos todos antes de que el Salvador pudiera tomar la decisión de dejar entrar
a la muerte.
¡Le deja a uno meditabundo caer en la cuenta de que nuestros pecados
contribuyeron al inmenso sufrimiento de nuestros Salvador! El élder James E.
Faust lo expresó así: «Es inevitable preguntarse cuántas gotas de esa preciada
sangre puedan ser responsabilidad de cada uno de nosotros».34
EL SUPLICIO CONTINÚA EN LA CRUZ
El élder McConkie expresó su creencia de que «estas agonías infinitas [en el
Jardín de Getsemaní], este sufrimiento sin igual, continuó durante tres o cuatro
horas».35 Intenso y terrible como fue el sufrimiento del Señor, no terminaría con
el Jardín: aún tenía que soportar la cruz. ¿Y por qué la cruz? ¿Por qué no la
lapidación u otro método de ejecución? La cruz era considerada como la forma
más terrible de ejecución concebida por el hombre. El presidente J. Reuben Clark
Jr. declaró de la crucifixión que: «era la [forma de ejecución] más dolorosa jamás
ideada por los antiguos».36 En ella se mantenía a la víctima al borde de la muerte
durante horas, sin aliviarle unos instantes siquiera, ocasionando a la vez en los
nervios y los sentidos todo el dolor que la víctima era capaz de soportar sin
perder la consciencia. Empujaba a un hombre a su umbral de agonía, pero sin
llevarlo más lejos. La víctima, quien acababa ansiando la muerte sin recibir el
alivio temprano deseado, sentía un dolor intenso y palpitante. El Salvador
aguantaría con nobleza la cruz, todo lo que el hombre es capaz de soportar y
mucho, mucho más. Sin embargo, sumido como estaba en todo aquello, no había
venganza, rancor ni veneno en su alma. El élder Maxwell observó: «¡Jesús tomó
la copa más amarga de la historia sin amargarse!».37 Y Eliza R. Snow lo expresó
poéticamente:
En agonía él colgó,
y en silencio padeció.38
Los que han menospreciado el sacrificio del Salvador sosteniendo que no se
trata de una proeza sobrehumana, ya que muchos otros han sido de igual manera
crucificados y han sucumbido «noblemente», parecen haber olvidado los
momentos en el jardín. El dolor físico de la cruz por sí solo, cuando se compara
al dolor acumulado del jardín y de la cruz, es como comparar la noche y el día.
Quizá la cruz se eligiera porque el Salvador quería que supiéramos que él había
soportado la forma de tortura más inhumana conocida; pero, así y todo, tal
angustia era relativamente insignificante en comparación con el suplicio
espiritual vivido en el jardín, y del cual la cruz fue una extensión. El élder Joseph
Fielding Smith confirma esta verdad con su testimonio: «Mucha gente tiene la
idea de que su mayor sufrimiento tuvo lugar cuando él estuvo sobre la cruz, y le
clavaron las manos y los pies. Este [sufrimiento] ocurrió antes de que fuera
puesto sobre la cruz, en el Jardín de Getsemaní».39
El élder McConkie establece esta comparación entre el jardín y la cruz: «Al
salir del jardín y entregarse voluntariamente en manos de hombres inicuos, la
victoria ya era un hecho. Todavía quedaba el escarnio y el dolor de su arresto, de
los juicios y de la cruz. Pero todo ello quedó eclipsado por las agonías y los
suplicios vividos en Getsemaní».40
Y el élder Marion G. Romney compartía una opinión semejante: «Jesús se
adentró entonces en el Jardín de Getsemaní. Allí es donde más sufrió. Él sufrió
enormemente en la crucifixión, por supuesto, pero otros hombres habían muerto
en la cruz; de hecho, dos hombres colgaron a ambos lados cuando él murió en la
cruz. Sin embargo, ningún hombre, o grupo de hombres, ni todos los hombres del
mundo, sufrieron jamás como el Redentor sufrió en el jardín».41
¡Qué doctrina! El sufrimiento acumulado de todos los hombres en todas las
épocas, en todos los mundos, no puede sobrepasar el sufrimiento del Salvador en
el jardín. ¿Cómo podemos empezar siquiera a comprender el sufrimiento
acumulado de toda la humanidad, o como enseñó el élder Orson F. Whitney, «la
agonía amontonada de la raza humana»? 42 ¿Qué se arroja en la balanza del
remordimiento, según una observación de Truman Madsen, cuando agregamos
«el impacto cumulativo de nuestros pensamientos, motivaciones y actos
maliciosos»?43 ¿Cuál es, preguntó el élder Vaughn J. Featherstone, el «peso y la
inmensidad de los castigos de todas las leyes violadas clamando desde el polvo y
desde el futuro: un incomprensible maremoto de culpa»? 44 ¿Cuántas conciencias
atormentadas ha producido este mundo y a qué profundidades de depravación se
ha hundido esta esfera terrenal? ¿Acaso puede alguien llegar a entender las
horrendas consecuencias de un pecado así? El Salvador no solo lo entendió: lo
sintió y lo sufrió.
Muchos autores establecen un contraste entre el dolor infinito sufrido por el
Salvador durante su presencia en el jardín, y el sufrimiento finito de la muerte
física en la cruz. Tal comparación es adecuada, puesto que el jardín es el lugar
donde el Salvador dio comienzo a su sufrimiento por los pecados y donde sangró
por cada poro en respuesta a dicho dolor. Por consiguiente, el jardín a menudo se
identifica con el lugar o símbolo de su sufrimiento espiritual, mientras que la cruz
es el marco o el símbolo de su sufrimiento físico. Dicho esto, no creo que los
mencionados autores quieran dar a entender que el sufrimiento del Salvador por
los pecados se limitó exclusivamente al jardín. Eruditos como el élder Talmage y
el élder McConkie nos ayudan a comprender que no existe tal línea de
demarcación nítida entre el jardín y la cruz. Más bien sugieren que los suplicios
de Getsemaní continuaron afligiendo al Salvador en la cruz. «Parece», opina el
élder Talmage, «que además de los espantosos sufrimientos consiguientes a la
crucifixión, se había repetido de nuevo la agonía de Getsemaní, intensificada más
de lo que el poder humano puede soportar. En esa hora más crítica, el Cristo
agonizante se hallaba a solas, solo en la más terrible realidad».45 El élder
McConkie hace una apreciación similar: «Nuevamente, en el Calvario, durante
las últimas tres horas de su pasión mortal, los sufrimientos de Getsemaní
regresaron y él apuró la copa que su Padre Celestial le había dado».46 En otra
ocasión, también reafirmó este criterio: «A esto añadimos, si interpretamos
correctamente las Santas Escrituras, que toda la angustia, toda la pena y todo el
tormento de Getsemaní se repitieron en las tres horas finales de la cruz, horas en
que la oscuridad cubrió la tierra».47 Con respecto a las tinieblas que rodearon la
crucifixión, el élder McConkie preguntó: «¿Pudiera ser que este fuera su
momento de mayor prueba, o que, en estos instantes las agonías de Getsemaní se
reprodujeran e incluso se intensificaron?».48
El élder McConkie y el élder Talmage creían que el dolor que empezó en
Getsemaní, pero concluyó en el Calvario, superaron de lejos el dolor físico
asociado a la cruz. Los que relativizan el sacrificio del Salvador apoyándose en
que dos ladrones crucificados a ambos lados de él sufrieron de manera similar no
han entendido nada. Por supuesto que el tormento físico en la cruz fue tremendo;
por supuesto que ambos ladrones sintieron los mismos dolores físicos de la
crucifixión que el Salvador. Sin embargo, la angustia de los clavos se vio
superada por el suplicio espiritual, emocional y físico que el Salvador acaparó
mientras tomaba sobre sí los pecados y las flaquezas del mundo: una ofrenda que
evidentemente continuó en la cruz. Esta doctrina es coherente con la observación
que tenemos de Pedro acerca de que el Salvador «llevó nuestros pecados en su
cuerpo sobre el madero» (1 Pedro 2:24; énfasis añadido). Otros pasajes de las
Escrituras, aunque no son definitivos necesariamente, sugieren que la misión del
Salvador en la cruz incluyó Su enfrentamiento con el pecado. Pablo se refirió a la
reconciliación «mediante la sangre de su cruz» (Colosenses 1:20). Nefi escribió
su visión del Salvador «levantado sobre la cruz y muerto por los pecados del
mundo» (1 Nefi 11:33). Más tarde, el profeta José Smith añadió su testimonio de
que «Jesús fue crucificado por hombres inicuos, por los pecados del mundo»
(DyC 21:9).
Los acontecimientos que servían de conclusión a la vida del Salvador, tal y
como se tratan a continuación, sugieren que las pruebas de Getsemaní
ciertamente reaparecieron e incluso se intensificaron en la cruz.
En primer lugar, tras la experiencia espeluznante del jardín, el Salvador pasó
por una noche de azotes, burlas e insultos que lo dejaron exhausto y abandonado.
En el jardín pudo recurrir a la totalidad de sus facultades físicas, emocionales y
mentales a fin de enfrentar el aluvión de dolor que se lanzó sobre él. Cuando
entró en el jardín, se encontraba en «su mejor momento». Un ángel acudió a su
lado con la misión expresa de «fortalecerle» (Lucas 22:43). Pero ahora, estirado
sobre la cruz, sus reservas físicas y emocionales se estaban disipando
rápidamente. La sustancia que le daba la vida ya había fluido de cada poro. Lo
habían azotado, escupido y golpeado. Las horas de insomnio estaban haciendo
mella en su cuerpo terrenal. Uno de los Doce lo había traicionado. Otro lo había
negado. El embate de dolor creciente lo encontraría sin consuelo mortal ni
divino. Todos los recursos terrenales y celestiales le estaban siendo arrebatados
sistemáticamente hasta que no quedó nada, a excepción del amor desinteresado y
la determinación de llevar a cabo la Expiación.
Quizá algunos que tan solo unos días antes lo aclamaban llamándole su rey y
gritaban «¡Hosanna al Hijo de David!» (Mateo 21:9) ahora se unieron
trágicamente en la consigna condenatoria «Crucifícale, crucifícale» (Lucas
23:21). ¿Sorprende acaso que en un día futuro se lamentara diciendo: «Estas son
las heridas con que fui herido en casa de mis amigos» (DyC 45:52; véase también
Zacarías 13:6)? El Salvador había sido repudiado por su pueblo (Mosíah 15:5).
Como él mismo observó trágicamente: «Vine a los míos, y los míos no me
recibieron» (3 Nefi 9:16). Si hubo para el Salvador un momento de
susceptibilidad particular a la tentación sería este. En un estado tal de
agotamiento y rechazo tendría que hacer frente a la cruz. Uno se pregunta cómo
podía quedarle algo de resistencia, un ápice de voluntad para resistirse, una
reserva de fuerza para prevalecer o algo de amor que ofrecer. Estaba andando por
la delgada línea que separa la vida de la muerte, la consciencia de la
inconsciencia. Desde la perspectiva de Satanás, el momento de la vulnerabilidad
había llegado.
No sorprende que Satanás llegara en este momento tan propicio, vomitando
tentaciones insidiosas por los labios de sus peones mortales: «si eres el Hijo de
Dios, desciende de la cruz» (Mateo 27:40). El cuerpo del Salvador se retorció de
dolor; su espíritu puro e inmaculado reaccionó violentamente y con repugnancia
al pecado y sus consecuencias. Los cielos parecían estar hechos de bronce. ¡Oh,
qué tentadora debe de haber parecido la sugerencia del Maligno, incluso para un
Dios, de descender de la cruz y obtener el alivio, incluso por unos momentos, de
un dolor tan superlativo! Farrar hizo referencia a un momento análogo en el que
Satanás se enfrentó al Salvador debilitado tras cuarenta días de ayuno:
«Este era la ocasión del tentador. Todo el periodo había estado marcado por la
tensión moral y espiritual. En horas intensas de tal excitación, los hombres
soportan, sin sucumbir, una increíble cantidad de trabajo, y los soldados
combaten durante una larga jornada de batalla sin ser conscientes de sus heridas
o habiéndolas olvidado. Mas cuando el entusiasmo se disipa, cuando desaparece
la emoción, cuando la llama pierde intensidad, la Naturaleza fatigada y forzada
reafirma sus derechos. En pocas palabras: cuando se ha puesto en marcha una
reacción poderosa, que deja al hombre sufriendo, desanimado, exhausto,
entonces se está en la hora de peligro extremo, y ese ha sido, en muchos casos
fatales, el instante en el que un hombre ha caído víctima de la seducción insidiosa
o del asalto osado. Fue en un momento así cuando se libró, y ganó, la gran batalla
de nuestro Señor contra los poderes del mal».49
Que Satanás acudiera en un momento como ese en la cruz sugiere que el
Salvador estaba alcanzando el umbral de su dolor, el punto álgido de su misión.
Esta era la última oportunidad de Satanás, su último intento desesperado de
frustrar el plan de redención. Era ahora o nunca. No había ángel que fortaleciera
al Santo, ni influencia sustentadora del Padre. Seguramente, a Satanás le
agradaban las probabilidades de éxito. Milton escribió acerca de probabilidades
similares cuando visualizó el encargo del Salvador de enfrentarse a las fuerzas
rebeldes en la guerra preterrenal. Jehová, en el preludio a la confrontación con las
huestes malignas, observó que él marcharía contra ellas:
Que ellas [las fuerzas rebeldes] tengan
lo que desean, medirse conmigo
en buena lid y ver quién es el más fuerte, todas sus filas,
o yo solo contra ellos.50
Este fue el enfrentamiento: Satán, acompañado quizá por sus legiones de viles
soldados, contra el Salvador en toda su conmovedora soledad: el Salvador, en su
estado de extrema debilidad, casi sin vida, batiéndose contra una acumulación
universal de tormento. La elección del momento por parte de Satanás no podía
haber sido más atinada. La luz sanadora del Padre se estaba retirando; las fuerzas
torturadoras del método de ejecución más horrendo que haya diseñado la mente
humana llegaban a su cenit; y la naturaleza se encontraba al borde de la rebelión
expresada en un lenguaje sísmico. Mientras, Satanás acechaba entre bastidores,
esperando para enfrentarse con su adversario en el momento exacto en que el
Salvador era más vulnerable y las consecuencias del pecado eran más intensas.
Este era el momento de crisis en el que las fuerzas de Satanás eran más, y las del
Salvador estaban más agotadas. Este era el instante de crisis en la cruz, el
momento en el que el dolor del Salvador era más intenso y su vulnerabilidad más
profunda; pero Milton estaba en lo cierto: «el amor celeste vencerá al odio
infernal».51
Un segundo factor que pone de manifiesto la intensificación del sufrimiento en
la cruz es la retirada del Espíritu de Dios. Las Escrituras afirman reiteradamente
que el Salvador había «pisado, [él] solo, el lagar» (DyC 76:107; DyC 88:106;
DyC 133:50). Sin embargo, parece que no estuvo totalmente solo en el jardín, ya
que fue allí donde el ángel acudió a ofrecer consuelo divino. Si la «soledad» fue
parte de su descenso, de su infinito tormento, de la cima de su agonía, entonces
esa exigencia no parece haberse cumplido plenamente en el jardín. Fue más bien
en la cruz, donde el ángel estuvo ausente, el Padre se retiró, y el llanto de la más
deplorable soledad se oyó en toda su cruda realidad: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por
qué me has desamparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34). Por supuesto que las
consecuencias físicas de la cruz no dictaron una retirada así de Espíritu de Dios.
En cambio, puede haberse tratado de una respuesta natural a la avalancha de
maldad que se precipitó sobre el inocente Salvador. Cuando el Señor alcanzó el
momento culminante de su prueba —cuando los pecados infinitos de mundos
infinitos pesaron sobre él—, el Espíritu de Dios se retiró ante las consecuencias
de un mal universal de tal naturaleza. Isaías enseñó esta verdad cuando declaró:
«nuestras iniquidades nos llevan como el viento», e igualmente, Dios escondió su
«rostro (…) a causa de nuestras iniquidades» (Isaías 64:6, 7). Si Dios retiró su
Espíritu porque Jesús asumió las iniquidades de los mundos, entonces el
tormento de Getsemaní se reprodujo, efectivamente, en la cruz.
En tercer lugar, el élder Talmage creía que el Salvador murió en la cruz de un
corazón roto, en sentido literal, y sugirió que este episodio fue culminación y
conclusión de su misión. Puede que esta fuera la continuación física de su
hemorragia por cada poro. Sin perder de vista el control que el Salvador tenía de
la vida y la muerte, el élder Talmage ofreció este punto de vista: «Aun cuando,
como se dijo en el texto, Jesucristo entregó su vida voluntariamente, porque tenía
vida en sí mismo y nadie podía arrebatársela sin que Él lo permitiera (Juan 1:4;
5:26; 10:15–18) tuvo que haber por fuerza una causa física de su muerte (…). El
fuerte grito, en seguida del cual inclinó la cabeza y ‘expiró’, considerado junto
con otros detalles narrados, indican que la causa directa de su muerte fue un
rompimiento físico del corazón (…). Entre las causas conocidas y aceptadas de la
rotura del corazón podemos mencionar una inmensa tensión mental, punzante
emoción de pena o alegría y una lucha espiritual intensa».52
Talmage añadió a continuación: «El autor de la presente obra cree que el Señor
Jesús murió de un corazón quebrantado».53 Quizá el inspirado salmista vio, tanto
literal como figurativamente, la causa del fallecimiento del Salvador: «La afrenta
ha quebrantado mi corazón» (Salmos 69:20). Si el corazón roto del Salvador fue
la gota que colmó el vaso, el golpe de gracia que simbolizaba la quintaesencia del
sufrimiento en toda su terrible crudeza y realidad, entonces una ruptura así puede
simbolizar ese momento culminante cuando su cuerpo mortal y su cuerpo
espiritual no podían, o no necesitaban, soportar más. Lo había dado todo. Su
corazón se había roto en el proceso de dar. No quedaba nada que aportar ni otro
precio que pagar.
Es un símbolo apropiado que nosotros hemos de tener también un «corazón
quebrantado» a fin de disfrutar de las bendiciones del sacrificio expiatorio. Lehi
enseñó que «él [Cristo] se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado (…) por
todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito» (2 Nefi 2:7). El Salvador
enseñó a los nefitas que ellos también debían sacrificarse de la misma manera, y
les mandó: «Y me ofreceréis como sacrificio un corazón quebrantado y un
espíritu contrito» (3 Nefi 9:20; véase también DyC 59:8). Como el Salvador,
nosotros también debemos consagrarlo todo, tanto temporal como
espiritualmente, si queremos ser aptos para recibir las bendiciones supremas del
sacrificio infinito de Cristo. Rudyard Kipling reconocía este remedio espiritual
antiquísimo:
Enmudecen el tumulto y el griterío;
parten capitanes y reyes:
Aún se alza Tu sacrificio antiguo,
un humilde y contrito corazón.54
En un principio, quizá concluyamos que el mayor sufrimiento del Salvador tuvo
lugar en el Jardín, cuando sangró por cada poro. Allí, la intensidad de su ofrenda
se manifestó en un fenómeno físico que derivó en un brote de sangre por cada
poro. Esta secreción externa parecía ser una respuesta física al tormento
sobrehumano que se lanzaba sobre él. Sin embargo, esto plantea un interrogante:
«Si el Salvador sufrió en una medida idéntica o superior en la cruz, ¿por qué no
se produjo una reacción física semejante sobre ese cruel madero? ¿Por qué no
hubo sangrado por los poros o alguna otra forma de reacción física extrema?».
Quizá la respuesta física que se produjo fue su corazón roto. De rasgarse o
romperse su corazón como respuesta al tormento infinito, entonces el hecho de
que sucediera en la cruz —y no en el jardín— quizá sugiera que la cruz puede en
efecto haber constituido el clímax de su sufrimiento universal.
UNA EXPIACIÓN PERSONAL
En un momento determinado, los pecados multitudinarios de épocas
innumerables se acumularon sobre el Salvador, pero su sumisión fue mucho más
que una respuesta fría a las demandas de la justicia. Esta no era una Expiación
anónima, fría, llevada a cabo por un ser desapegado y estoico. En realidad, fue
una ofrenda fruto de un amor infinito. Se trataba de una Expiación personalizada,
no de una Expiación en masa. De algún modo, puede ser que los pecados de
todas y cada una de las almas se hayan tenido en cuenta individualmente (y
cumulativamente también); que se haya sufrido por ellos, se haya redimido por
ellos, todo con un amor desconocido para el hombre. Cristo gustó «la muerte por
todos» (Hebreos 2:9; énfasis añadido), lo cual puede significar «por cada persona
individualmente». Una lectura de Isaías sugiere que Cristo puede habernos
visualizado a cada uno mientras el sacrificio expiatorio estaba haciendo mayores
estragos: «Cuando haya puesto su alma como ofrenda por la culpa, verá su
linaje» (Isaías 53:10; énfasis añadido; véase también Mosíah 15:10–11). De la
misma manera que el Salvador bendijo a los «niños pequeños, uno por uno»
(3 Nefi 17:21); igual que los nefitas sintieron sus heridas «uno por uno» (3 Nefi
11:15); así como él escucha nuestras oraciones una por una… Quizá él también
sufrió por nosotros, uno por uno.
El presidente Heber J. Grant habló de este enfoque concreto: «No solo vino
Jesús en calidad de don universal. Él vino como ofrenda individual con un
mensaje personal para cada uno de nosotros. Por cada uno de nosotros Él murió
en el calvario, y Su sangre nos salvará condicionalmente. No como naciones,
comunidades o grupos, sino como personas».55 C. S. Lewis compartía opiniones
semejantes: «Él [Cristo] tiene atención infinita y de sobra para cada uno de
nosotros. No tiene que tratar con nosotros en masa. Estás tan a solas con Él como
si fueras el único ser que haya creado. Cuando Cristo murió, lo hizo por ti
individualmente, como si fueras el único hombre que hubiera existido en el
mundo».56 El élder Merrill J. Bateman no solamente habló de la naturaleza
infinita de la Expiación; también de su alcance infinito: «La expiación del
Salvador en Getsemaní y sobre la cruz es tan personal como infinita. Infinita
porque abarca las eternidades; personal porque el Salvador sintió los dolores, los
sufrimientos y las enfermedades de toda persona».57 Dado que el Salvador, siendo
un Dios, tiene la capacidad de pensar varias cosas a la vez, quizá no era
imposible para el Jesús mortal contemplar cada uno de nuestros nombres y
transgresiones de forma concomitante a medida que avanzaba la Expiación, sin
sacrificar la atención personal para ninguno de nosotros. Su tormento nunca tenía
por qué perder su naturaleza personal. Mientras que un suplicio como ese
contaba con dimensiones micro y macro, en última instancia la Expiación se
ofreció por todos y cada uno de nosotros.
La visión que se le mostró a Moisés del mundo puede arrojar luz sobre la
manera en las que los dolores y las flaquezas de innumerables personas podrían
ser percibidas en un periodo de tiempo relativamente breve, y puede que de
manera concurrente. Moisés vio a los numerosos habitantes de la tierra, pero las
Escrituras ponen de manifiesto que no se trató únicamente de una visión
panorámica, en masa, un barrido de las multitudes de la humanidad de un
nanosegundo de duración, como si se tratara de una película épica reproducida a
la velocidad de la luz. Al contrario, en los escritos sagrados leemos lo siguiente:
«no hubo una sola alma que no viese; y pudo discernirlos por el Espíritu de
Dios» (Moisés 1:28; énfasis añadido; véase también Éter 3:25). Qué pensamiento
tan genial, y a la vez reconfortante. Nadie, «[ni] una sola alma» fue olvidada ni
desairada, ni menospreciada, en el proceso redentor. Este fue personal,
concentrado, íntimo; un sacrificio y una preocupación cara a cara por ti y por mí.
¿POR QUÉ RETIRÓ DIOS SU ESPÍRITU?
A diferencia de la experiencia del jardín, no hubo ningún ángel ministrante en
la cruz. En cambio, parece que la luz sanadora del Padre fue retirada por
completo, y en ese momento extremo, el Señor, un Dios por derecho propio, gritó
las palabras inolvidables: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
desamparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34). Brigham Young enseñó que, en
este momento de crisis, «El Padre se retiró, retiró Su Espíritu y corrió un velo
sobre él». En este instante desgarrador, el Hijo le suplicó al Padre que no lo
abandonara, a lo que el Padre replicó: «‘No, (…) debes tener tus propias pruebas,
igual que los demás’».58 El Salvador conocía ahora, en su medida máxima, lo que
era estar desterrado de la presencia de Dios. Su sufrimiento por los pecados no
era un ejercicio académico. Era una amarga realidad.
Esto plantea una pregunta de fondo: «¿Por qué era necesario que Dios apartara
su Espíritu?». Puede que la manera de responder mejor a esta pregunta sea
abordando otra: «¿Qué ocurre con el Espíritu de Dios cuando pecamos?». Por
necesidad, el Espíritu se retira. Cuando pecamos, nuestro espíritu es alejado o
separado de Dios y de su Espíritu divino. El rey Benjamín enseñó: «si transgredís
(…) os separáis del Espíritu del Señor, para que no tenga cabida en vosotros»
(Mosíah 2:36; véase también DyC 97:17). Cuando el Salvador asumió los
pecados infinitos de mundos infinitos y todas las consecuencias que ellos
conllevan, parece que el Espíritu de Dios se retiró de manera natural. Se trataba
del cumplimiento de la ley, «lejos está Jehová de los malvados» (Proverbios
15:29). El Salvador, por supuesto, no era malvado, pero ciertamente cargó con
los pecados de los inicuos. De no haberse producido esta retirada, el Salvador no
podría haber conocido plenamente las consecuencias del pecado como las viven
aquellos por los que él sufrió. Si así hubiera sido, los hombres podrían haber
dicho: «él nunca entendió al cien por cien todas las ramificaciones del pecado. Es
cierto que sufrió, que agonizó, pero nunca sintió la soledad, el rechazo, el
distanciamiento que acompañan a la retirada de la luz de Dios». Pero eso no
ocurrió.
Finalmente, la prueba del Salvador había alcanzado su punto álgido. La
tormenta de culpa, remordimiento, vergüenza, humillación y desesperanza que
acompaña al pecado pesaron sobre él con todo su peso y furia. Su alma pura y
sensible, sin mácula, sin mancha, que no había conocido el pecado en absoluto,
en ningún momento o lugar estaba ahora enfrentándose a un mal de proporciones
colosales. El precio del mal en medida infinita se contabilizó y se pagó. Todos
los sentidos de un hombre: intelectuales, emocionales, espirituales y psicológicos
(mucho más sintonizados en el alma refinada del Salvador) se vieron
monopolizados por los efectos que siguen el mal. El último destello de la luz
sanadora de Dios se retiró para dejar que los efectos del mal, desatados, siguieran
su curso por completo. El Espíritu del Padre ya no podía permanecer en presencia
del mal infinito, asumido ahora por el mismo que había encarnado la bondad
infinita. En este momento, el Hijo del Hombre, profundamente solo en el sentido
más pleno del término, alzó la voz en un instante de pathos insuperable: «¡Dios
mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34).
Nadie podía afirmar que se le había escatimado alguna repercusión del pecado.
No se amortiguó el golpe en lo más mínimo. Él descendió por debajo de todo
ello.
Fue una retirada del Espíritu como esta lo que sintió en menor medida el
profeta José Smith cuando se perdieron las 116 páginas del manuscrito del Libro
de Mormón. En esa ocasión el Señor dijo: «te mando que te arrepientas, no sea
que te humille con mi omnipotencia; y que confieses tus pecados para que no
sufras estos castigos de que he hablado, los cuales en muy pequeño grado, sí, en
grado mínimo probaste en la ocasión en que retiré mi Espíritu» (DyC 19:20;
énfasis añadido).
Tan abrumadores eran los nubarrones de este momento que la madre de José,
Lucy Mack Smith, comentaría más tarde: «Recuerdo muy bien aquel día de
oscuridad, tanto interior como exterior. Para nosotros, por lo menos, los cielos
parecían estar revestidos de tinieblas, y la tierra envuelta en desolación. A
menudo me he dicho que, si un castigo continuo, tan duro como el que sentimos
en aquella ocasión, se impusiera sobre los más perversos que jamás se hayan
alzado sobre el escabel del Todopoderoso: de ser su castigo incluso inferior a ese,
sentiría conmiseración por su estado».59
¿Cómo podemos extrapolar esa experiencia y acercarla a la del Salvador, quien
no sintió «en grado más inferior», sino en grado infinito, la retirada del Padre? La
verdad es que no podemos hacerlo.
LO SOPORTÓ SOLO
El élder James E. Talmage sugirió otra razón convincente para la retirada del
Espíritu del Padre: «A fin de que el sacrificio completo del Hijo pudiera
consumarse en toda su plenitud, parece que el Padre retiró el apoyo de su
Presencia inmediata, dejando al Salvador de los hombres la gloria de una victoria
completa sobre las fuerzas del pecado y la muerte».60 Hubo algo en la
exhaustividad de su sacrificio, en su profundidad, que le exigía cercenar todos los
vínculos mortales y celestiales y quedar solo, totalmente solo.
Así, en los momentos finales de tinieblas cuando Dios el Padre retiró su
Espíritu e incluso la naturaleza misma se lamentó, el Salvador de la humanidad
sufrió el peso combinado de la cruz y la carga del jardín, y las sobrellevó ¡solo!
De esta verdad, él mismo dio testimonio ferviente: «He pisado yo solo el lagar, y
de los pueblos nadie había conmigo (…). Y miré y no había quien ayudara»
(Isaías 63:3, 5; véase también DyC 76:107; 88:106; 133:50).
¿No había nadie con él, nadie que pudiera socorrerle? ¿Qué pasó con sus tres
apóstoles principales en el jardín? ¿No le dieron consuelo y sostén en su
momento de mayor necesidad? Marcos dejó constancia escrita de esos momentos
transcurridos en el jardín, y nos confirma que los apóstoles estaban muy
afligidos. Evidentemente, no eran capaces de reconciliar en sus corazones que el
Mesías prometido pudiera sucumbir a la muerte. Parece que, para ellos, las
atribuciones mesiánicas y el martirio eran teologías irreconciliables. El momento
de la verdad había llegado y, en términos temporales, era más de lo que eran
capaces de soportar. Así lo escribió Marcos:
«Y llegaron al lugar que se llama Getsemaní, el cual era un jardín; y los
discípulos empezaron a afligirse en extremo, y a angustiarse, y a quejarse en sus
corazones, preguntándose si sería este el Mesías. Y Jesús, conociendo sus
corazones, les dijo, sentaos aquí mientras oro. Y llevó consigo a Pedro, y a
Jacobo y a Juan, y los reprendió, diciéndoles, Mi alma está muy triste, hasta la
muerte; quedaos aquí y velad» (TJS, Marcos 14:36–38; énfasis añadido).
Buenos como eran estos hombres, por un momento cuestionaron el carácter
mesiánico de Jesús. En estos instantes de máxima necesidad, cuando su espíritu
anhelaba apoyo mortal, aquellos en los que más había confiado, los tres apóstoles
principales que más tarde dirigirían la iglesia dudaron primero y cedieron al
sueño después. ¡Cuán punzantes deben haber sido para Pedro esas palabras de
reprensión: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?» (Mateo
26:40). El salmo mesiánico de David se estaba cumpliendo trágicamente: «La
afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé a quien se
compadeciese de mí, y no lo hubo; busqué consoladores y ninguno
hallé» (Salmos 69:20; énfasis del autor).
El ocaso de Getsemaní se apagó hasta tornarse en la más oscura de las noches.
Los principales sacerdotes y ancianos siguieron a Judas hasta el retiro santo del
Salvador. Ahora, en ese momento, cuando la conspiración y la traición
adquirieron siniestros tintes color rojo carmesí, las Escrituras revelan: «Entonces
todos los discípulos, dejándole, huyeron» (Mateo 26:56). Esto no fue ninguna
sorpresa para el Salvador: «He aquí, la hora viene, y ha venido ya, en que seréis
esparcidos cada uno a lo suyo y me dejaréis solo» (Juan 16:32; véase también
Marcos 14:27). La descripción que nos dejó Samuel Taylor Coleridge del viejo
marino encierra reminiscencias de la grave situación del Salvador:
Solo, solo, totalmente, solo,
¡solo en un vasto, vasto mar!
Y no hubo santo que se apiadara
de mi alma que agoniza.61
Moroni vivió, en parte, esta nada envidiable situación de dura soledad. En sus
propias palabras: «me hallo solo. Mi padre ha sido muerto en la batalla, y todos
mis parientes, y no tengo amigos ni adónde ir» (Mormón 8:5). Moisés tuvo a
Aarón y Hur para sostenerle en su momento de necesidad; para el Salvador no
habría nadie. No hubo soledad como la suya: ni palabras de consuelo,62 ni brazo
rodeándole los hombros, ni ángel para fortalecerlo en la cruz, y, en última
instancia, ningún vestigio del Espíritu de su Padre. Él se enfrentó completamente
solo frente al pecado, la muerte y todos los viles asaltos del Maligno, hasta que
pudo exclamar con gloria triunfal: «¡Consumado es!» (Juan 19:30).
Entonces, el Salvador entregó su vida. Su sacrificio de dimensiones infinitas se
había completado, pero su misión todavía no había terminado. Aún no había
vencido a la muerte mediante el poder de la resurrección. El élder Joseph F.
Smith ayudó a enfocar de manera adecuada estos últimos acontecimientos de la
vida del Salvador: «Muchos en el mundo cristiano creen que nuestro Salvador
acabó su misión cuando expiró en la cruz; y sus últimas palabras pronunciadas en
la cruz, según las cita el apóstol Juan, ‘consumado es’, se emplean
frecuentemente a modo de prueba de ese hecho. Esto es un error. Cristo no
culminó su misión sobre la tierra hasta después de que su cuerpo fue levantado de
los muertos (…). Además, la misión de Jesús permanecerá inconclusa hasta que
redima a toda la familia humana, excepto los hijos de perdición, así como a esta
tierra de la maldición que pesa sobre ella, y tanto la tierra como sus habitantes
puedan presentarse ante el Padre, redimidos, santificados y gloriosos».63
¿PUEDE UN SUFRIMIENTO INFINITO COMPRIMIRSE EN UN TIEMPO FINITO?
¿Cómo pudo el Salvador, en los momentos «limitados» de Getsemaní y el
Calvario, sufrir de tal manera que le fuera posible redimir a los que habían
sufrido durante periodos de tiempo prolongados? ¿Hay alguna manera de
equiparar el tormento de Getsemaní y la cruz con el dolor y la agonía de un
enfermo que ha luchado contra el cáncer durante veinte años, a la soledad de la
viuda cuyo marido murió en la flor de la juventud? Las Escrituras no dan lugar a
dudas en su afirmación: «El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello»
(DyC 122:8). La auténtica cuestión no es si sufrió así; la pregunta es cómo lo
hizo. ¿Cómo comprimió en un momento «breve» un tormento de tal magnitud
para poder afirmar que había vivido todo lo que los mortales han sufrido y más?
Los siguientes pensamientos no se ofrece como certezas doctrinales, sino como
posibles explicaciones.
En primer lugar, en el contexto de la Expiación quizá el tiempo es inmaterial o,
como mínimo, de una menor importancia. Con nuestras mentes finitas
traducimos toda acción en tiempo, pero Alma enseñó: «solo para los hombres
está medido el tiempo» (Alma 40:8). Para Dios pareciera que no hay pasado,
presente ni futuro; más bien, «todas las cosas (…) están presentes ante [los ojos
de Dios]» (DyC 38:2; véase también DyC 130:7). Él no vive momento a
momento, ni día a día. No lleva reloj ni consulta calendarios, porque «todo es
como un día para Dios» (Alma 40:8). Dado que Dios sabe todas las cosas, el
futuro es tan real como el presente. No existe línea divisoria entre el ahora y el
entonces. José Smith observó que «lo pasado, lo presente y lo futuro fueron y
son, para El, un eterno ‘Hoy’».64 C. S. Lewis manifestó una opinión similar:
«Dios, eso creo, no vive en serie temporal alguna. Su vida no es un goteo de
momentos como la nuestra (…). Todos los días son ‘Ahora’ para Él. No te
recuerda haciendo cosas ayer; Él sencillamente te ve haciéndolas, porque, si bien
para ti el ayer está perdido, para Él no lo está. Él no ‘vaticina’ tus acciones de
mañana; simplemente te ve llevándolas a cabo; y esto es así porque, si bien
mañana no ha llegado todavía para ti, para Él sí lo ha hecho».65
Moroni pudo apreciar una pequeña muestra de la atemporalidad cuando miró al
futuro distante y notó: «He aquí, os hablo como si os hallaseis presentes, y sin
embargo, no lo estáis» (Mormón 8:35). Quizá el Salvador tuvo una sensación
similar de atemporalidad cuando tomó sobre sí nuestros pecados. En este
contexto, palabras como «breve» o «ampliado» carecerían de sentido. Por
consiguiente, puede ser que el dolor inmenso sobrellevado por el Salvador no
pueda medirse con las restricciones temporales humanas.
En segundo lugar, todo el mundo sabe que el área de un rectángulo se calcula
multiplicando la base por la altura. No importa lo pequeña que sea la altura, el
área puede mantenerse constante incrementando la base proporcionalmente.
¿Podría ocurrir lo mismo con el sufrimiento? Quizá la totalidad del sufrimiento
se exprese mediante una fórmula similar: Sufrimiento = intensidad del dolor x
tiempo. De ser así, ¿podría reducirse el tiempo e incrementarse el dolor de forma
inversamente proporcional de modo que fuera posible comprimir una vida de
sufrimiento en un día, una hora, incluso un segundo, pero manteniendo el
sufrimiento constante?
El concepto humano del dolor es de lo más limitado. Cuando alcanzamos
nuestro umbral del dolor, «se activa» una válvula de escape. O perdemos el
conocimiento o morimos. Por consiguiente, no podemos conocer una intensidad
de dolor que trascienda la muerte o la consciencia, ni somos capaces de
concebirla.
En el caso del Salvador, no obstante, no hubo tal mecanismo de escape. El
dolor continuaría intensificándose más allá de la experiencia o la imaginación de
cualquier hombre mortal. El élder Erastus Snow sugirió que, en este momento de
crisis, cuando «el fin estaba próximo, todas las debilidades de la carne, por así
decirlo, se acumularon en él».66 El rey Benjamín nos recuerda que el Salvador
sufrió «aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7). Si no hubiera
muerte ni inconsciencia y el dolor pudiera aumentar sin límites, no parecería falto
de razón suponer que el sufrimiento podría permanecer constante, incluso si el
factor temporal disminuyera drásticamente.
En tercer lugar, puede que el sufrimiento del Salvador no se limitó al jardín y a
la cruz. Quizá una porción de su sufrimiento se encontró, no solamente en el
acontecimiento desencadenante, sino que también en la espera del acto mismo.
José Smith enseñó: «No hay castigo tan terrible como el de la
incertidumbre».67 Un dolor como ese roe al acusado mientras aguarda,
conteniendo el aliento, a que el jurado emita el veredicto. Un dolor como ese
hace que las madres angustiadas pasen la noche en vela preguntándose si sus
hijos están seguros en campos de batalla lejanos. Un dolor como ese es más que
un dolor psicológico. Es demasiado real. También es sufrimiento.
Si la espera es dolor, entonces en un sentido el tormento del Salvador no
empezó siendo hombre, sino eones antes: en la existencia premortal cuando
proclamó con estas palabras: «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27). La espera
de su Expiación desde las épocas premortales no sustituyó la realidad asombrosa
de Getsemaní y la cruz (la cual superó incluso sus expectativas telescópicas),
pero bien es verdad que debe de haber contribuido a incrementar la magnitud del
dolor que sobrellevó. En este sentido, su sufrimiento fue más allá de los límites
del jardín y en la cruz.
En cuarto lugar, y de otra manera, el sufrimiento del Salvador es interminable y
no «breve»; implica más que el jardín y la cruz, más que su vida terrenal, más
que el dolor de la incertidumbre. Si Dios sufre como los padres mortales cuando
sus hijos sufren, entonces, mientras se prolongue la procreación de Dios, este
seguirá sufriendo. Mientras sus creaciones tengan experiencias con el pecado, la
soledad, la enfermedad, el rechazo, o cualquiera de las penas que constituyen la
triste condición humana, Dios seguirá sufriendo y derramando lágrimas. En cierta
ocasión, Abigail Adams le expresó de esta manera a una de sus amistades la
profunda devoción que sentía por su esposo, el presidente: «Cuando él está
herido, yo sangro».68 De manera semejante, el Salvador continúa «sangrando»
con cada herida y cada dolor. Cuando Satanás fue expulsado de la presencia de
Dios, «los cielos lloraron por él» (DyC 76:26). Cuando Enoc tuvo una visión de
los habitantes de la tierra, se maravilló al ver que «el Dios del cielo miró al resto
del pueblo, y lloró» (Moisés 7:28). Después de que el Salvador supo de la muerte
de Lázaro y el dolor que ello les causaba a María y Marta, las Escrituras indican
que «lloró Jesús» (Juan 11:35). Fue este mismo Jesús el que sintió que su «gozo
[era] completo» cuando visitó a los nefitas, si bien les declaró proféticamente que
«me aflijo por motivo de los de la cuarta generación» a partir de ese momento
(3 Nefi 27:31–32).69 Dios ha sentido y sentirá todavía nuestras debilidades porque
nos ama, se regocija con nosotros y llora con nosotros. Su sufrimiento es un
proceso interminable del cual la Expiación fue una parte esencial. En este
sentido, el sufrimiento del Salvador continúa, por toda la eternidad. B. H. Roberts
estaba plenamente de acuerdo con este concepto: «El sufrimiento de Jesucristo
no fue un episodio aislado, una hora breve, ni tres años cortos: el sufrimiento de
Jesucristo fue una revelación del hecho eterno de que Dios es la fuente de vida
desde las eternidades, y que otorgar la vida tiene un precio para Dios igual que lo
tiene para nosotros».70
Por mucho que sopesemos, analicemos o examinemos detenidamente la
cuestión, hemos de admitir que no sabemos con certeza cómo englobó el
Salvador la gama completa de las aflicciones humanas. Quizá una revelación por
venir nos lo haga saber; quizá nuestras mentes deben adquirir más cualidades
infinitas antes de poder comprenderlo. En la actualidad, solamente podemos
conjeturar. Puede que un «dilema» de esta naturaleza nos recuerde los
pensamientos de John Keats acerca de una urna griega de la antigüedad, a la que
hace referencia en este poema, «Oda a una urna griega»:
Tú, forma silenciosa, escapas a nuestro pensamiento
como la eternidad.
Y estas palabras de consuelo:
La beldad es verdad; la verdad, beldad», eso es todo
lo que sabéis en la tierra, y no precisáis saber más.71
El Salvador «descendió debajo de todo» (DyC 88:6). Esta es la conclusión
doctrinal importante. Conocemos la consecuencia: algún día conoceremos los
medios. Mientras tanto, no precisamos saber nada más.
¿SABÍA EL SALVADOR DE ANTEMANO EL INTENSO SUFRIMIENTO POR EL QUE
PASARÍA?
¿Se le previno con antelación al Salvador acerca de Getsemaní y el Calvario?
¿Podría haber ejercido plenamente su albedrío si se le hubiera llevado al jardín y
a la cruz a ciegas o con información insuficiente? ¿Puede haber mérito o censura
en toda su gloria o infamia, respectivamente, cuando uno actúa con información
parcial? La respuesta a estas preguntas debería ser evidente. Ningún principio en
el reino celestial es más sagrado que el principio del albedrío. Es la piedra
angular del gobierno del cielo y de la tierra. Sin decisiones tomadas con
conocimiento de causa, el albedrío sería una burla. El Salvador estaba informado
y tenía el conocimiento necesario de su prueba inminente.
Pero, ¿cómo lo sabía? Quizá su mente muy superior conocía todo lo pasado,
presente y futuro, incluso aquello que jamás había vivido con anterioridad. O
puede que el Padre le revelara lo que necesitaba saber: enseñanza, instrucción y
preparación para que el Salvador pasara por la prueba divina.72 Sea cual sea el
método empleado a fin de preparar al Salvador para sus momentos en Getsemaní
y la cruz, una cuestión resulta clara: su sumisión se fundamentaba en el
conocimiento, no en la ignorancia. «Cuando acudió a Getsemaní», declaró el
élder McConkie, «lo hizo con una conciencia total de lo que le esperaba».73 El
élder Vaughn J. Featherstone expresó un punto de vista similar: «Nuestro Señor
invocó todos los poderes de Su Divinidad y Su fortaleza mortal y física con una
comprensión absoluta y sin cortapisas de lo que iba a suceder en aquellos
momentos breves. Estaba preparado para aquella noche».74 No cabe duda de que
el Salvador supo intelectualmente todo lo que se podía saber de antemano sobre
el acontecimiento; nada estaba oculto ni era desconocido. En la última cena él
dejó claro que estaba al tanto de su destino inminente: «En gran manera he
deseado comer con vosotros esta Pascua antes que yo padezca» (Lucas 22:15;
énfasis añadido). Otra versión reza: «sabiendo Jesús que su hora había llegado»
(Juan13:1; énfasis añadido). Juan añade que «Jesús, sabiendo todo lo que le iba a
suceder» (Juan 18:4). El Salvador llegó al altar del sacrificio con una
comprensión intelectual completa de lo que le esperaba. Fue este conocimiento lo
que le permitió seguir adelante con todo su albedrío. Así y todo, uno se pregunta
si no hubo, incluso para Cristo, alguna laguna entre lo que sabía y lo que pronto
sabría por experiencia propia. El élder Neal A. Maxwell enseñó: «Jesús supo
cognitivamente lo que debía hacer, pero no por experiencia. Nunca había vivido
en carne propia el intenso y riguroso proceso de la Expiación. ¡Así, cuando la
agonía alcanzó su plenitud, fue mucho, muchísimo peor de lo que Él, incluso
dotado de un intelecto único, podría haber imaginado!».75
El grito que brotó del alma del Señor: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
desamparado?» (Marcos 15:34) no era una pregunta retórica; era el ruego
apremiante de un ser divino que, sometido a un dolor insondable, buscaba
respuestas y solaz en su momento de necesidad. A todo hombre le llega ese
momento en que, pese a su agudo intelecto, ha de confiar en la fe y solo en la fe.
Abraham lo vivió él mismo cuando desenvainó el cuchillo en el monte Moriah;
Moisés lo sintió cuando marchaba en dirección al Mar Rojo. En ninguno de estos
casos existía otra solución obvia al alcance de la mano que la obediencia; todas
las demás opciones barajadas por el raciocinio humano se habían agotado.
Solamente restaba aferrarse a la fe, la fe más pura.
Ahora el Salvador había llegado a un momento como ese, con el Padre apartado
de él y solo en la cruz. ¿Por qué se le había abandonado? ¿No era el Cordero
elegido? El Salvador sabía con antelación de momento esclarecedor, en que
estaría solo, ya que los profetas así lo habían dicho (Salmos 22:1; 69:20; Isaías
63:3); sin embargo, cuando llegó la hora de la verdad, quizá fue muchísimo más
intenso en realidad que en la mera contemplación, de modo que su mente no
pudo concebir el horrendo trauma físico, emocional y espiritual que se
abalanzaba sobre él. Era una experiencia imposible de concebir intelectualmente.
Y otro tanto sucede con el amor. Podemos leer ampliamente sobre el tema, pero
la experiencia propia siempre será muy superior. Y quizá sea eso lo que le
sucedió al Salvador en el momento de la Expiación. En este instante de crisis fue
la fe, no la omnisciencia, lo que le sostuvo.
Una vez más, el Señor probó que es el gran ejemplo a seguir. No solo conoció
la totalidad de la tentación mortal, no solo conoció el dolor y las debilidades del
hombre, no solo conoció las consecuencias de todo pecado; también conoció lo
que significa que se le arrebate a uno todo vestigio de la razón y que todo lo que
quede sea la fe, y solo la fe, para seguir adelante. Todo lo que poseía
intelectualmente fue un porqué sin respuesta, pero lo que tenía espiritualmente
era fe, y con esa fe siguió adelante y descendió por debajo de todo.
Cuando el Salvador pidió que se apartara la copa, demostró su comprensión de
la situación. Él sabía intelectualmente lo que contenía esa copa, o no habría
implorado tal cosa. Tanto la alternativa como el poder de retirarse, de apartarse, o
de abandonar la prueba en cualquiera de sus fases estuvieron a su alcance. ¡La
última pulla de Satanás: «si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mateo
27:40), no fue una sugerencia vacía, sino un punzante recordatorio de que tenía la
posibilidad de hacerlo!
En el sentido pleno del término, la suya fue una decisión consciente y
deliberada. Sabía todo lo que era posible conocer (o lo que su Padre deseaba que
supiera) con antelación al tormento infinito que pronto sería exclusivamente
suyo. Sus ojos estaban abiertos de par en par cuando lanzó la oferta más amorosa
de la historia: «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27).
No hay duda al respecto: el sufrimiento del Salvador fue infinito. Él lo soportó
todo: con conocimiento de causa, por voluntad propia y por amor.
NOTAS
1. Browning, «Prospice» en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 876; énfasis añadido.
2. McConkie, Mortal Messiah, 3:88, nota 1.
3. Lewis, Inspirational Writings of C. S. Lewis, 501.
4. Journal of Discourses, 10:114.
5. Smith, Religious Truths Defined, 121.
6. Smith, Doctrina del Evangelio, 21.
7. Smith, Answers to Gospel Questions, 3:103.
8. Madsen, «Olive Press», 58; énfasis añadido.
9. Ibid., 60.
10. McConkie, «Purifying Power», 9.
11. Si bien esta conclusión parece lógica, no es una certeza escrituraria. El élder Maxwell escribió
en cuanto a este mensajero celestial: «Un ángel, cuya identidad desconocemos, acudió a
fortalecerle» («Enduring Well», 10; énfasis añadido).
12. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 200.
13. Nefi habló de un momento de ternura semejante. El Salvador, rodilla en tierra, oró a su Padre
por los nefitas supervivientes de la destrucción. Las palabras pronunciadas atravesaron los
corazones y los llenó por completo. Hay que releer la narración para percibir la emoción y el
gozo abrumadores que sintieron los presentes. Nefi observó: «las cosas que oró no se pueden
escribir (…) ni el oído ha escuchado, antes de ahora, tan grandes y maravillosas cosas como las
que vimos y oímos que Jesús habló al Padre; y no hay lengua que pueda hablar, ni hombre
alguno que pueda escribir, ni corazón de hombre que pueda concebir tan grandes y maravillosas
cosas como las que vimos y oímos a Jesús hablar» (3 Nefi 17:15–17).
14. Madsen, «Olive Press», 61.
15. Phillips Brooks, «Oh, pueblecito de Belén», Himnos, núm. 129.
16. Taylor, Mediation and Atonement, 149–50.
17. Ibid., 152.
18. Ibid., 152.
19. Aunque el contexto de este pasaje hay que encontrarlo en los «últimos días», se ha insertado
aquí porque la verdad que enseña parece tener una doble aplicación en lo que la Expiación se
refiere.
20. Taylor, Mediation and Atonement, 151; énfasis añadido.
21. Farrar, Life of Christ, 575.
22. Ibid., 579.
23. Ibid., 577.
24. Taylor, Mediation and Atonement, 148–49.
25. Whitney, Baptism, 4.
26. Maxwell, «Willing to Submit», 73.
27. Cecil Frances Alexander, «En un lejano cerro fue», Himnos, núm. 119.
28. Smith, Doctrinas de salvación, 1:125–26.
29. Whitney, Saturday Night Thoughts, 149.
30. Tennyson, «The Charge of the Light Brigade», en Harvard Classics, 42:1006.
31. Talmage, Jesús el Cristo, 644.
32. Smith, Lectures on Faith, 59.
33. Millay, «Renascence», en Cook, Famous Poems, 175–76.
34. Faust, «Supernal Gift», 13.
35. McConkie, «Purifying Power», 9.
36. Clark, Conference Report, octubre de 1955, 24.
37. Maxwell, «Enduring Well», 10.
38. Snow, «Murió, el redentor murió», Himnos, núm. 114.
39. Smith, Doctrinas de salvación, 1:124.
40. McConkie, Mortal Messiah, 4:127–28.
41. Conference Report, octubre de 1953, 35; énfasis añadido.
42. Whitney, Saturday Night Thoughts, 152.
43. Madsen, Christ and the Inner Life, 4.
44. Featherstone, Disciple of Christ, 4.
45. Talmage, Jesús el Cristo, 695.
46. McConkie, «Seven Christs», 33.
47. McConkie, Mortal Messiah, 4:232, nota 22.
48. Ibid., 225; énfasis añadido.
49. Farrar, Life of Christ, 115.
50. Milton, Paradise Lost, 192.
51. Ibid., 100.
52. Talmage, Jesús el Cristo, 703–4, nota 8; énfasis añadido.
53. Ibid., 704, nota 8.
54. Kipling, «Recessional», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 1047.
55. Grant, «Marvelous Growth», 697.
56. Lewis, Quotable Lewis, 248.
57. Bateman, «El poder de sanar».
58. Journal of Discourses, 3:206.
59. Smith, History of Joseph Smith, 132.
60. Talmage, Jesús el Cristo, 695.
61. Coleridge, «The Rime of the Ancient Mariner», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 673.
62. Hay que matizarlo con el grado en que las tres Marías y Juan el Amado pueden haber aportado
consuelo con su sola presencia cuando «estaban junto a la cruz» (Juan 19:25), sin olvidar la
bendición de contar con «muchas mujeres mirando de lejos, las cuales habían seguido a Jesús
desde Galilea, sirviéndole» (Mateo 27:55).
63. Journal of Discourses, 23:173, 175.
64. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 267.
65. Lewis, Inspirational Writings of C. S. Lewis, 475–77.
66. Journal of Discourses, 7:357.
67. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 349.
68. Bennett, Our Sacred Honor, 137.
69. Puede que en esta cuestión el Salvador fuera como los tres nefitas, quienes «no [padecieron]
dolor ni pesar, sino por los pecados del mundo» (3 Nefi 28:38; véase también 4 Nefi 1:44).
70. Roberts, The Seventy’s Course in Theology, 158–59.
71. En Cook, Famous Poems, 151.
72. El apóstol Juan se refirió a esta última posibilidad: «Porque el Padre ama al Hijo y le muestra
todas las cosas que él hace» (Juan 5:20; énfasis añadido). El élder McConkie cita este pasaje y a
continuación parafrasea las palabras de Jesús de la siguiente manera: «He visto en una visión
todas las obras de mi Padre; he visto lo que hizo en épocas pretéritas; también lo que hace ahora;
y me ha manifestado sus obras futuras, incluso ‘todas las cosas que él hace’» (Mortal
Messiah, 2:71). Joseph Fielding Smith comparte una opinión similar: «La declaración del Señor
de que no podía hacer sino lo que había visto hacer al Padre, significa sencillamente que a Él le
fue revelado lo que el Padre había hecho» (Doctrinas de salvación, 1:30; énfasis añadido). De
esa manera puede el Salvador haber sabido de la naturaleza del sacrificio que estaba
contemplando.
73. McConkie, Mortal Messiah, 4:126; énfasis añadido.
74. Featherstone, Disciple of Christ, 3.
75. Maxwell, «Willing to Submit», 72–73.
Capítulo 15
INFINITA
EN AMOR
EL SACRIFICIO: EL AMOR MÁS ELEVADO
Si el sacrificio por el prójimo es la máxima expresión de amor, entonces la
Expiación de Jesucristo es la demostración de amor más extraordinaria que este
mundo haya conocido jamás. La fuerza motriz e irresistible de su sacrificio fue el
amor. No lo impulsaban ni el deber, ni la gloria, ni el honor, ni ninguna otra
recompensa temporal. Fue el amor en sentido más puro, profundo y duradero del
término.
A la visión que tuvo el presidente Joseph F. Smith del mundo de los espíritus la
precedió —y motivó—, su reflexión acerca de «el grande y maravilloso amor
manifestado por el Padre y el Hijo en la venida del Redentor al mundo» (DyC
138:3). Con un tenor similar, Ammón se refirió a «la incomparable munificencia
[del] amor [del Salvador]» (Alma 26:15).
Fue este amor lo que dio lugar al don expiatorio del Salvador. Emerson nos
ayuda a ver en su justa perspectiva el valor de dicho don: «El único don es una
parte de ti».1 En esta línea, el sacrificio del Salvador fue el don más noble de
todos, ya que el que lo tenía todo lo dio todo. Sus poderes espirituales,
emocionales, psicológicos y vivificantes se depositaron totalmente en el altar del
sacrificio sin restricciones. Él dio hasta que no quedó nada más que dar, nada
más que hacer: hasta que hubo agotado esa reserva de virtudes que poseía a fin
de elaborar un sacrificio infinito. Brigham Young afirmó: «No hay nada que el
Señor no haría por la salvación de la familia humana y que haya dejado de hacer
por descuido; (…) todo lo que es posible lograr por su salvación, independiente
de ellos, el Salvador lo ha llevado a cabo».2
El sacrificio expiatorio excede y transciende con mucho todos los sacrificios de
amor. Nadie más ha dado tanto a tantos y de tan buena gana. La letra del himno
es un recordatorio conmovedor:
Su santa sangre aceptad,
preciosas gotas de virtud.
¡Cuán grande sacrificio fue!3
EL AMOR DEL HIJO
Desde el concilio preterrenal hasta que expiró en el Calvario, al Salvador lo
impulsó un amor sincero puesto que «en su amor y en su clemencia los redimió»
(DyC 133:53). A Nefi le fue dado comprender la vejación a la que el Salvador se
vería expuesto por parte de un mundo insensible e ingrato: «lo azotan, y él lo
soporta; lo hieren y él lo soporta. Sí, escupen sobre él, y él lo soporta» (1 Nefi
19:9). ¿A qué se debía tal sumisión? Nefi nos ofrece una respuesta sencilla a la
vez que profunda: «por motivo de su amorosa bondad y su longanimidad para
con los hijos de los hombres» (1 Nefi 19:9). No hubo segundas intenciones ni
designios ocultos en el ministerio del Salvador; solamente hubo un amor que Él
brindó sin trabas y pródigamente.
Juan el Amado, quien anduvo junto al Salvador, quien compartió con él las
vivencias del Monte de la Transfiguración, quien estuvo tan cerca y vio el
sacrificio expiatorio del Salvador más nítidamente que cualquier otro ser
humano, se refirió al Santo con tono reverencial: «[el] que nos ama, y nos ha
lavado de nuestros pecados con su sangre» (Apocalipsis 1:5). Pablo afirmó
acertadamente que «difícilmente alguien muere por un justo (…). Mas Dios
demuestra su amor para con nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió
por nosotros». (Romanos 5:7–8).
El amor del Salvador no era un amor para los justos exclusivamente; no era un
amor abstracto; ni se demostraba mediante un acto sacrificial únicamente. Al
contrario, ¡era un amor diario, dispensado casi hora tras hora, incluso a cada
instante! Era un amor que se extendía desde la esfera premortal a la eternidad.
Era un amor que llevó a preparar con detalle un fuego para cocinar pescado y pan
para unos discípulos hambrientos y exhaustos cuando regresaron de una larga y
agotadora noche de pesca en el mar de Galilea. Era un amor que bendecía a los
niños pequeños, sanaba a los enfermos y ofrecía esperanza a los desesperados.
Era un amor que llegaba a todas las personas y los elevaba a alturas superiores.
Se dieron muestras de amor en todos los momentos conscientes, de cada instante
de vigilia de su vida mortal. El amor fluyó de cada poro, de cada pensamiento, de
cada acto. De forma tan natural y habitual como nosotros procuramos inhalar el
aire que respiramos, él procuró bendecir a los demás. Una y otra vez, en esos
momentos de agotamiento físico e interés encontrados que pesaban sobre él, el
Salvador estuvo ahí, al alcance del individuo: para escuchar, para amar y para
bendecir. Toda su vida fue una acumulación de actos de amor, culminados por el
más importante de todos: su sacrificio expiatorio. Pedro resumió la vida del
Señor con esta frase, sencilla, pero tan expresiva: «anduvo haciendo bienes»
(Hechos 10:38).
Pensemos unos instantes en el amor de una madre por su hijo recién nacido.
Supongamos ahora que se arrancara a ese niño de los brazos de su madre.
Aunque esa madre viviera hasta cumplir los cien años, no cabe duda de que
jamás olvidaría a ese bebé venido del cielo que estrechó con fuerza contra su
pecho amoroso. Algunos recuerdos no pueden borrarse jamás, los vínculos de
algunas relaciones nunca se destruyen, algunos pensamientos nunca caen en el
olvido, algunas cosas permanecen más allá del tiempo y la muerte. Sabiendo todo
esto, el Señor preguntó: «¿puede una mujer olvidar a su niño de pecho al grado
de no compadecerse del hijo de sus entrañas?» (1 Nefi 21:15). Entonces el Señor
afirma lo siguiente: «¡Pues aun cuando ella se olvidare, yo nunca me olvidaré de
ti, oh casa de Israel!» (1 Nefi 21:15; énfasis añadido). Si hubiera alguna duda con
respecto al compromiso y al amor del Señor por la casa de Israel, él mismo la ha
despejado. La magnitud de sus desvelos se ha apreciado en su correcta
perspectiva y sobrepasa a todo lo que el hombres capaz de brindar, incluso el
amor de una madre por su hijo. Y entonces nos ofrece este recordatorio a todos:
«Pues he aquí, te tengo grabada en las palmas de mis manos» (1 Nefi 21:16). Las
heridas en las manos son su testimonio, su prueba tangible e irrefutable de su
sacrificio y de su amor.
Supongamos que fuéramos capaces de pasar hacia atrás las páginas de la
historia hasta llegar al meridiano de los tiempos. Supongamos que hubiéramos
podido estar presentes aquella noche en que el Salvador declaró desde su morada
celestial: «he aquí, (…) mañana vengo al mundo para mostrar al mundo» (3 Nefi
1:13). Supongamos que tuviéramos el poder de contemplar el pequeño pueblecito
de Belén, en marcado contraste con el hogar celestial del Salvador. ¿Quién de
entre nosotros podría imaginar la profundidad del amor que le llevó aquella
noche a dejar atrás la divinidad para hacerse hombre? Así el Salvador, el
omnipotente, el creador de mundos sin fin, entró en el mundo como un bebé
desvalido.
¿Y por qué? ¿Por qué todo esto… por nosotros? ¿Por qué entregar su poder y
honor a cambio de vejaciones, burlas, condenas y, finalmente, la crucifixión?
Pablo enseñó que Cristo se hizo «en todo semejante a sus hermanos, para venir a
ser misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Hebreos 2:17). Y Alma escribió que el
Señor tomó sobre sí las debilidades del hombre «para que sus entrañas sean
llenas de misericordia» (Alma 7:12). Sin embargo, el Salvador respondió mejor
que nadie a nuestro interrogante: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno
ponga su vida por sus amigos» (Juan 15:13). Y era cierto, «de tal manera amó al
mundo que dio su propia vida» (DyC 34:3; véase también 1 Juan 3:16; Éter
12:33). El presidente Ezra Taft Benson se refirió a este amor inagotable: «Tal vez
nunca lleguemos a entender en nuestra vida mortal cómo logró hacerlo; pero sí
tenemos el deber de comprender por qué lo hizo. Todo lo que Él hizo fue
motivado por el infinito y generoso amor que siente por nosotros».4 Este era el
humilde reconocimiento de Nefi, quien replicó, en respuesta a la pregunta
formulada por el ángel acerca de la condescendencia de Dios: «Sé que ama a sus
hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas» (1 Nefi 11:17).
EL AMOR DEL PADRE
¿Acaso el sufrimiento y el amor del Hijo —tan inmensos—, no hacen sino
magnificar el amor del Padre todavía más si cabe? ¿Qué Padre amoroso, si se le
presentara la ocasión, no intentaría anhelosamente —desesperadamente,
incluso— un intercambio de lugar con su hijo atormentado? El rey David, por
ejemplo, cuando recibió la noticia de la muerte de un hijo rebelde, alzó la voz
diciendo: «¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera
haber muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (2 Samuel 18:33;
énfasis añadido; véase también Alma 53:15). David supo por experiencia propia
que podía haber un sacrificio mayor que el sufrimiento por uno mismo. ¿Y qué
sufrimiento podría ser mayor que tener que contemplar del tormento
incomparable de un hijo cuando se posee el poder necesario para aliviarlo?
Supongamos que fuera nuestra la capacidad de liberar a un hijo de un dolor
inmenso con una orden, un dolor que le hubiera empujado a gritar: «Padre, si
quieres, pasa de mí esta copa» (Lucas 22:42). ¿Quién podría resistir una solicitud
como esa de un hijo que nunca ha errado, que nunca se ha quejado, que nunca ha
pedido nada para sí mismo; en definitiva, que toda su vida nos ha honrado y
servido, y cuyo único pensamiento ha sido para los demás, y ahora en este
momento de agonía suprema imploró pidiendo socorro, solo esta vez, para sí?
¿Acaso nuestros corazones no habrían ardido de compasión? ¿Acaso ese alarido
de pathos, «Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has abandonado?», viniendo del más
puro de los seres, el más obediente de los hijos, no nos sobrepasaría hasta romper
nuestros corazones y quebrar nuestra determinación? ¿Cuánto más podría
soportar este padre, el más amoroso entre los padres? Pero las palabras del salmo
mesiánico traspasarían en lo más profundo incluso el tierno corazón del mas
amoroso de los padres: «¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las
palabras de mi clamor?» (Salmos 22:1). ¿Habría la emoción del momento
inundado de tal manera nuestros poderes de raciocinio que habríamos cedido y
acabado por liberarlo? ¿Habríamos, en nuestra sapiencia, enviado a legiones de
ángeles para sanar los poros sangrantes y extraer los clavos de su carne
desgarrada? Afortunadamente, incluso teniendo un amor incomparable por su
Hijo, nuestro Padre Celestial no cedió un ápice.
Pablo rindió tributo a nuestro Padre, quien optó por no ejercer su poder
salvífico en favor de su Hijo Unigénito para que nosotros pudiéramos salvarnos:
«El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros»
(Romanos 8:32). Ciertamente, «de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a
su Hijo Unigénito» (Juan 3:16), o como observó Juan más tarde, «En esto se
mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo Unigénito
al mundo para que vivamos por medio de él» (1 Juan 4:9). ¿Por qué no liberó
Dios a su Hijo? Porque sabía que no había otra forma de salvar al resto de sus
hijos. Cristo era nuestra única esperanza, nuestro único medio de obtener la
salvación.
El élder Melvin J. Ballard, con una tierna mirada que parecía penetrar el velo,
comentó la elección del Padre de no rescatar a su hijo:
«Dios oyó la llamada de Su Hijo en ese momento de dolor y agonía, en el
jardín, cuando se nos dice que los poros de su cuerpo se abrieron y gotas de
sangre corrieron por su piel y clamó en alta voz: ‘Padre, si quieres, aparta esta
copa de mí’.
»Les pregunto, ¿qué padre y madre estaría ahí escuchando el grito de dolor de
sus hijos atormentados, en este mundo, sin socorrerlos y darles ayuda? (…)
»No podemos estar ahí quietos escuchando esos gritos sin que toquen nuestros
corazones. El Señor no nos ha dado el poder de salvar a los nuestros. Nos ha
dado fe y nos sometemos a lo inevitable, pero él tenía el poder de salvar, y amaba
a su Hijo, y podría haberlo salvado (…). Finalmente, vio al Hijo en el Calvario;
vio su cuerpo estirado en la cruz de madera; vio los crueles clavos atravesando
sus manos y sus pies; los golpes que rasgaron la piel, desgarraron la carne e
hicieron brotar la sangre vivificante de su Hijo. Lo vio todo desde arriba.
»En el caso de nuestro Padre, el cuchillo no fue frenado, sino que cayó y la
sangre que daba la vida a su Amado Hijo se derramó. Su Padre lo vio todo con
gran dolor y agonía por su Hijo Amado, hasta que parece haber llegado el
momento en que incluso nuestro Salvador exclamó desesperadamente: ‘Mi Dios,
mi Dios, ¿por qué me has desamparado?’.
»En este instante creo que puedo ver a nuestro querido Padre detrás del velo,
observando estos esfuerzos mortales hasta que incluso Él tal vez ya no pudo
soportarlo más; y, como la madre que despide a un hijo agonizante y tienen que
sacarla de la habitación, a fin de que no presencie los últimos estertores, Él
también, cabizbajo, se escondió en algún rincón de Su universo, Su corazón
prácticamente roto por el amor que sentía por Su Hijo. Oh, en este momento
cuando podría haber salvado a Su Hijo, le doy gracias y lo alabo por no habernos
fallado, ya que no solamente tenía presente el amor que tenía por Su Hijo;
también sentía amor por nosotros».5
Las palabras de Eliza R. Snow confirman esta verdad eterna:
Jesús, en la corte celestial,
mostró Su gran amor
al ofrecerse a venir
y ser el Salvador.6
UN ACTO DE AMOR CONJUNTO
¿De qué forma comunica un Dios un amor de esta naturaleza a los mortales?
Quizá en nuestro estado temporal somos incapaces, pero en el relato de Abraham
e Isaac tenemos nuestro paralelo más cercano. Jacob habla del sacrificio de Isaac
como «una semejanza de Dios y de su Hijo Unigénito» (Jacob 4:5). Abraham
había alcanzado el siglo de vida sin tener un hijo varón que recibiera la
primogenitura. Este hijo era todo lo que había esperado. Entonces llegó aquel día
ominoso en que la voz divina decretó: Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a
quien amas (…) y ofrécelo (…) en holocausto sobre uno de los montes que yo te
diré» (Génesis 22:2). ¿Cómo podía ser posible? Este hijo iba a ser receptor de la
primogenitura, ser padre de numerosas naciones. Este era el hijo prometido.
Abraham entregaría de buen grado sus tierras, su dinero, toda la riqueza que el
mundo le había dado, pero, «por favor», pueden haber sido sus pensamientos,
«mi hijo no». Sin embargo, y ahí radica su mérito eterno, Abraham no se resistió;
se sometió humildemente a la voluntad de Dios.7
Temprano a la mañana siguiente, Abraham se levantó y emprendió la marcha
con Isaac en dirección al lugar establecido. Mientras ascendían la ladera del
monte, Abraham «tomó (…) la leña del holocausto y la puso sobre Isaac, su hijo»
(Génesis 22:6), puede que para simbolizar la cruz que se cargaría sobre la espalda
del Salvador. Isaac preguntó inocentemente: «¿dónde está el cordero para el
holocausto?» (Génesis 22:7). Abraham apenas pudo responder, «Dios se
proveerá de cordero para el holocausto» (Génesis 22:8). El libro del Génesis
guarda silencio en cuanto al tenor de la conversación que se desarrolló entre
padre e hijo en la cima de aquel monte sagrado. Sin duda fue uno de esos
momentos sagrados en los que el silencio dice más que mil palabras.
El Libro de Jaser incluye la primera respuesta de Isaac a la noticia: «Haré todo
lo que el Señor te ha dicho con gozo y corazón alegre».8 Aunque se ha puesto en
tela de juicio la autenticidad de dicho libro, el principio que se enseña aquí
parece ser correcto. Abraham quería confirmar que los sentimientos de su hijo no
contradecían sus palabras. En consecuencia, le preguntó a Isaac si albergaba
alguna reserva. Isaac replicó como se halla registrado en Jaser: «Nada hay en mi
corazón que me haga desviarme a mi derecha o a mi izquierda de la palabra que
él te ha dado (…), pero tengo el corazón alegre y contento en este asunto, y digo:
bendito sea el Señor que este día me ha elegido para ser el holocausto ante
Él».9 Josefo puso de relieve ese mismo espíritu obediente: «Ahora Isaac era de
naturaleza generosa, digno hijo de un padre como el suyo, (…) y dijo: ‘Que no
era digno de nacer primeramente, si rechazara el designio de Dios y de su propio
padre (…)’, de modo que se dirigió inmediatamente al altar para ser
sacrificado».10
¡Cómo se parecía Isaac al Salvador! Su sacrificio no se haría a regañadientes, ni
se basaría en un sentido del deber. No habría fuerza, ni coacción, ni siquiera
persuasión amable. Todos los detalles serían voluntarios. Cualquier
representación pictórica, cualquier relato, cualquier inferencia que sugiriera que
Abraham tomó a Isaac por la fuerza menoscabaría el paralelismo con el sacrificio
del Salvador con la consiguiente destrucción del fondo y la sustancia de cualquier
similitud significativa. El principio subyacente y primordial de la Expiación
estribó en la respuesta voluntaria del Salvador, «Heme aquí; envíame» (Abraham
3:27). Y otro tanto debe haber sido el caso de Isaac: un prototipo del Salvador.
El Libro de Jaser capta la ternura de esta última conversación entre padre e
hijo: «Abraham escuchó las palabras de Isaac, y alzó la voz y lloró cuando Isaac
pronunció estas palabras; y las lágrimas de Abraham se derramaron sobre Isaac,
su hijo».11 Abraham ató a Isaac sobre el altar, quizá a petición del mismo Isaac, a
fin de evitar que obstaculizara el acto sacrificial.
Entonces Abraham alzó el cuchillo para arrancar la sangre vital de su amado
hijo… En ese instante un ángel de misericordia, alzó la voz: «No extiendas tu
mano sobre el muchacho ni le hagas nada, porque ya sé que temes a Dios, pues
no me rehusaste a tu hijo, tu único» (Génesis 22:12). Abraham encontró acto
seguido un carnero enganchado en unos matorrales y lo ofreció como holocausto
en lugar de su hijo. Sin embargo, en el caso de nuestro Padre Celestial no hubo
un ángel que frenara el golpe de gracia de la muerte, ni carnero alguno enredado
en los matorrales. Todos los elementos de su sacrificio se habrían de completar.
No habría sustitutos, alternativas, caminos más sencillos que recorrer. Esta era la
única manera de salvar a la humanidad.
Abraham comprendía ahora —más profundamente que antes—, el sentido del
sacrificio expiatorio. Con el corazón a punto de estallarle en este breve instante
en que se alzó el puñal, Abraham sintió un dolor semejante al sufrimiento del
Padre, y un amor homólogo al suyo.
NOTAS
1. Emerson, «Gifts», 5:220.
2. Journal of Discourses, 13:59.
3. Isaac Watts, «¡Murió! El Redentor murió», Himnos, núm. 192.
4. Benson, Sermones y escritos, 4.
5. Hinckley, Sermons and Missionary Services of Melvin J. Ballard, 153–54.
6. Snow, «Jesús, en la corte celestial», Himnos, núm. 116.
7. Las Escrituras sugieren que Abraham no esperaba la aparición de un ángel de misericordia que lo
librara del mandato que había recibido. Más bien, parece que creyó que la vida de Isaac acabaría
arrebatándose según lo establecido, pensando a la vez «que Dios es poderoso para levantar aun
de entre los muertos» (Hebreos 11:19). Puede que Abraham creyera que Isaac sería levantado de
los muertos para perpetuar su estirpe, en cumplimiento de la promesa divina.
8. Libro de Jaser, 61.
9. Ibid., 62.
10. Josephus, Complete Works, 37.
11. Libro de Jaser, 62.
Capítulo 16
LA BENDICIÓN
DE LA RESURRECCIÓN
UNA DEMOSTRACIÓN DE PODER INMENSO
La Expiación es infinita en sus poderes para bendecir; da lugar a «una
multiplicidad de bendiciones (…) para siempre jamás» (DyC 97:28; véase
también DyC 104:2). Una de esas bendiciones es la resurrección. Algunos se han
preguntado si la resurrección fue parte de la Expiación, o si, por el contrario, la
Expiación concluyó en la cruz y la resurrección fue un acto independiente y
ajeno a ella. En un sentido estricto, la Expiación implica el sufrimiento de Cristo
en el jardín y la cruz a fin de «expiar» nuestros pecados. En el sentido más
amplio y completo, también incluye el poder ejercido por el Salvador para
reconciliar todas las consecuencias de la Caída, incluida la muerte física. Por
consiguiente, la Expiación no solamente fue el tormento del jardín y la cruz;
también el ejercicio del poder necesario para resucitarnos.
El diccionario de la Biblia SUD en inglés hace referencia a la naturaleza
integral de la Expiación: «Mediante (…) su vida sin pecado, el derramamiento de
su sangre en el jardín de Getsemaní, su muerte en la cruz y posterior
resurrección física de la tumba, llevó a cabo la expiación perfecta para toda la
humanidad».1 Esto es lo que Jacob entendía, ya que enseñó que sin «expiación
infinita (…) esta carne tendría que descender (…) para no levantarse jamás»
(2 Nefi 9:7); es decir, la resurrección era ese componente necesario de la
Expiación que venció la muerte física. Alma enseñó igualmente: «la expiación
lleva a efecto la resurrección de los muertos» (Alma 42:23).
Jacob señaló que, de no existir un poder compensador, «esta carne tendría que
descender para pudrirse y desmenuzarse en su madre tierra, para no levantarse
jamás» (2 Nefi 9:7). Esta es una manifestación de entropía; es decir, el proceso
de transición de un estado más organizado a uno menos organizado. Hugh Nibley
observó: «Sin la resurrección, la entropía —la conocida Segunda Ley de la
Termodinámica— tomaría el control».2 No sorprende que Jacob, quien observó
que «la muerte ha pasado sobre todos los hombres», también apuntó que
«también es menester que haya un poder de resurrección» (2 Nefi 9:6; énfasis
añadido). Tenía que actuar un poder revocador que impidiera la inexorable
marcha de la decrepitud, la descomposición y, en última instancia, del caos. La
decadencia y la muerte son fuerzas, o poderes, constantes que causan estragos en
las creaciones de Dios. David las llamó el «poder del Seol» (Salmos 49:15).
Pablo se refirió «al que tenía el imperio de la muerte, a saber, al diablo» (Hebreos
2:14). No resulta sorprendente que en las Escrituras se le denomine en ocasiones
«el destructor» (1 Corintios 10:10). Con penetrante perspectiva poética, Goethe
denominó al diablo el «hijo del caos».3
Isaías vio el día en que el Señor finalmente castigaría a «Leviatán» (Isaías
27:1), que en las notas a pie de página de la edición SUD de la Biblia en inglés se
define como «monstruo marino legendario que representa las fuerzas del caos
que se oponen al Creador». Por poderosa que sea esta fuerza siniestra que
promueve la muerte y la destrucción de todos los seres vivos, existe un poder
compensatorio y neutralizador que emana de la Expiación. Es el poder de la
resurrección.
El Salvador tenía poder para entregar su propia vida y el «poder para volverla a
tomar» (Juan 10:18). Él es «la resurrección y la vida» (Juan 11:25). Las
Escrituras dejan claro que «también a nosotros nos levantará con su poder»
(1 Corintios 6:14), y que mientras el cuerpo «se siembra en debilidad, resucitará
en poder» (1 Corintios 15:43). La resurrección es un acto de poder inmenso.
Jacob dijo al respecto: «el poder de la resurrección que está en Cristo» (Jacob
4:11; véase también 2 Nefi 10:25). Alma habló de «la resurrección de los
muertos (…) que iba a realizarse por medio del poder (. . .) de Cristo» (Mosíah
18:2). Alma hijo se refirió a «la resurrección de los muertos, de acuerdo con la
voluntad y el poder y la liberación de Jesucristo» (Alma 4:14). Y Moroni escribió
acerca de la muerte como el sueño «del cual todos los hombres despertarán, por
el poder de Dios» (Mormón 9:13).
Una y otra vez las Escrituras revelan el remedio para la muerte. Es el poder, no
poder humano, ni atómico: el poder divino de la resurrección. El efecto de este
poder divino va mucho más lejos que un Lázaro levantado de los muertos: hay
que multiplicar el poder manifestado en esa ocasión varias veces. No se trata
solamente de restaurar a los muertos a la vida de los mortales; Este poder no se
limita a poner en remisión el proceso de la entropía; es un poder infinito, que
reside únicamente en un ser infinito y en que reúne tanto una cura permanente
como una mejora eterna. Este poder, de alguna forma, transforma nuestros
cuerpos y los lleva a un estado libre del proceso entrópico. Un cuerpo inmortal,
terrestre, como el de Adán en el jardín, está libre de deterioro. Sin embargo, un
cuerpo resucitado y exaltado es la antítesis total de la entropía; cuenta con todos
los poderes de la divinidad: el poder de tener simiente infinita, el poder de crear y
poblar otros mundos (véase DyC 132:19–20).4 Cuando un cuerpo exaltado
emplea sus poderes creativos, su descendencia se convierte en agentes divinos
para traer el orden y la armonía a un universo que de otro modo se tornaría más
caótico. Y ese es únicamente un atisbo del poder fabuloso de la resurrección.
¿Y cómo se desencadena este poder? Mediante la Expiación de Jesucristo. Este
último rompió las cadenas de la muerte para todos los hombres y, al hacerlo
venció la muerte física en favor de todos. Abinadí confirmó esta verdad: «no hay
victoria para el sepulcro, y el aguijón de la muerte es consumido en Cristo»
(Mosíah 16:8).
¿Qué es, entonces, esta resurrección? La muerte consiste en la separación del
cuerpo y el espíritu, mientras que la resurrección es precisamente lo contrario: la
reunión permanente del cuerpo y el espíritu para constituir un ser inmortal (véase
Alma 11:45). No conocemos el proceso exacto por el que esto se lleva a cabo,
pero de algo sí podemos estar seguros, como lo estaba Alma: que sucederá: «El
alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma; sí, y todo miembro y
coyuntura serán restablecidos a su cuerpo; sí, ni un cabello de la cabeza se
perderá, sino que todo será restablecido a su propia y perfecta forma» (Alma
40:23).
LA NATURALEZA FÍSICA
DE UN CUERPO RESUCITADO
Un cuerpo resucitado no está sometido al dolor ni a la enfermedad, ni al
agotamiento. No hay bala que pueda hacerle daño, no existe veneno susceptible
de contaminarlo, ni cáncer capaz de invadirlo. No hay ser resucitado que pueda
perder un miembro, tener un defecto del habla, o una vista debilitada. Un hombre
resucitado tiene un cuerpo glorificado, inmortal, libre de los factores destructivos
de este mundo temporal. El Salvador testificó a sus discípulos acerca de la
naturaleza física de su cuerpo resucitado: «Mirad mis manos y mis pies, que yo
mismo soy; palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis
que yo tengo» (Lucas 24:39). Más tarde, Jesús comió pescado asado y un panal
de miel en su presencia, como una prueba más de su naturaleza corpórea. Ciertos
testigos afirmaron que ellos también «[comieron y bebieron] con Él después que
resucitó de entre los muertos» (Hechos 10:41).
Pese a tal cantidad de pruebas, muchos niegan la resurrección física del
Salvador. Algunos creen que las apariciones físicas de Jesús posteriores a su
muerte eran meras manifestaciones materiales cuyo motivo era apelar al hombre
mortal, pero que su verdadera naturaleza no estaba «limitada» por un cuerpo
tangible. Semejante creencia, sin embargo, contradice frontalmente las
enseñanzas de Pablo. Este apóstol de gran erudición enseñó que el Salvador «ya
no muere» (Romanos 6:9). Esta afirmación no se refería al cuerpo espiritual,
dado que este no muere en absoluto. La muerte a la que se refería Pablo era la
muerte física, puesto que Cristo ya había muerto físicamente una vez, y ya no
moriría nuevamente. Dado que las Escrituras definen la muerte como «el cuerpo
sin elespíritu» (Santiago 2:26), la afirmación de Pablo ha de significar que el
cuerpo físico resucitado del Salvador nunca podrá separarse de su espíritu; de lo
contrario, podría sufrir la muerte física nuevamente, el acontecimiento que, según
declaraciones del mismo Pablo, no podía volver a reproducirse. Amulek enseñó
que la unión eterna del cuerpo y el espíritu de Cristo, tras su resurrección, era un
prototipo que tiene aplicación para todos los seres resucitados. Refiriéndose a la
resurrección de todos los hombres, dijo que «sus espíritus se unirán a sus cuerpos
para no ser separados nunca más» (Alma 11:45).
Al igual que Cristo, los cuerpos de todos los que mueren serán restaurados a su
«propia y perfecta forma» (Alma 40:23). Joseph Fielding Smith aclaró que las
marcas de clavos presentes en las manos y los pies de Cristo son temporales, ya
que sirven de «manifestación especial».5 para ciertos grupos. Cuando se aparezca
a los judíos en el momento de mayor dificultad, le mirarán y dirán: «Estas son las
heridas con que fui herido en casa de mis amigos. Soy el que fue levantado. Soy
Jesús que fue crucificado» (DyC 45:52; véase también Zacarías 12:10). Cuando
todos sean juzgados, esta parece ser la razón, ya que sus heridas desaparecerán.
Un cuerpo resucitado está compuesto de carne y espíritu; no tiene sangre. Los
profetas han testificado que la sangre, el elemento mortal que conlleva la muerte
en última instancia, será sustituido un día por una sustancia espiritual que fluirá
por nuestras venas. John Taylor escribió al respecto: «Cuando se consumen la
resurrección y la exaltación del hombre, aunque será más pura, refinada y
gloriosa, mantendrá su misma imagen y conservará su aspecto, sin variación ni
cambios en ninguna de sus partes y facultades, excepto la sustitución de la sangre
por espíritu».6
El profeta José dijo algo parecido: «Cuando nuestra carne sea vivificada por el
Espíritu, ya no habrá sangre en este cuerpo».7 En ese momento, «el cuerpo de
nuestra humillación» será «semejante al cuerpo de su gloria» (Filipenses 3:21).
En esa condición de ser resucitado, nuestro rostro, nuestra belleza y brillo
externos serán un reflejo de nuestra espiritualidad interior. De esta manera, el ser
interior y el ser externo serán, esencialmente, un reflejo mutuo. Los cuerpos
celestiales irradiarán gloria celestial; los cuerpos terrestres, gloria terrestre, y los
cuerpos telestiales, gloria telestial.
¿QUIÉN RESUCITARÁ?
Cuál es la respuesta a la antiquísima pregunta de Job: «Si el hombre muriere,
¿volverá a vivir?» (Job 14:14). La respuesta, por supuesto, es afirmativa. Todos
los que hayan tenido un cuerpo físico resucitarán: los justos, los malvados,
incluso los tibios, porque la resurrección es universal. Es un don gratuito para
todos los hombres, sin tener en cuenta su rectitud. ¿Y por qué? ¿Por qué el
desobediente, el sinvergüenza, el ateo? ¿Es acaso justo? Lo es. Adán trajo la
muerte física al mundo a causa de su transgresión y como resultado transmitió su
naturaleza mortal, las semillas de la muerte, a todas las criaturas vivientes sin que
estas hicieran nada al respecto. No hubo acto por su parte que los hiciera
merecedores de la muerte en esta odisea terrenal, de modo que, a cambio, el
Salvador restaura la vida inmortal sin necesidad de que el hombre lleve a cabo
acción redentora alguna. El plan es justo, equitativo y misericordioso. Con una
brevedad extraordinaria, Pablo cristalizó esta doctrina de la siguiente manera:
«Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán
vivificados» (1 Corintios 15:22; énfasis añadido). La solución probó ser tan
amplia como la maldición. Esta parte de la Expiación de Cristo venció la muerte
física para todos los hombres. Fue universal. En este sentido, todos los hombres
se salvarán.
Asimismo, el élder McConkie observó que no solo los habitantes de esta tierra
resucitarían: «Así como los poderes de creación y redención de Cristo se
extienden a la tierra, a todo lo que en ella hay y a la infinita expansión de mundos
en la inmensidad, de la misma manera el poder de la resurrección es de alcance
universal. El hombre, la tierra y toda la vida que en ella hay, se levantará en la
resurrección. Y la resurrección se aplica y continúa en otros mundos y
galaxias».8
CRISTO ES LAS PRIMICIAS
La resurrección de Jesucristo se predijo años antes de producirse. Siglos antes
de ese glorioso día, Nefi profetizó: «He aquí, lo crucificarán; y después de ser
puesto en un sepulcro por el espacio de tres días, se levantará de entre los
muertos, con sanidad en sus alas» (2 Nefi 25:13). Mateo escribió: «le matarán;
mas al tercer día resucitará» (Mateo 17:23; véase también Mateo 16:21). Y en
efecto, el tercer día llegó. Cristo resucitó y se convirtió en «primicias de los que
durmieron» (1 Corintios 15:20), «el primogénito de entre los muertos»
(Colosenses 1:18), designación de la que también se hizo eco Juan, «el
primogénito de los muertos» (Apocalipsis 1:5).
El élder Joseph Fielding Smith sugiere que el Salvador no adquirió las llaves de
la resurrección para todos los hombres hasta después de ser crucificado y vencer
la muerte. Según el élder Smith «Al tercer día después de la crucifixión, levantó
su cuerpo y obtuvo las llaves de la resurrección y en esa forma tiene el poder de
abrir las tumbas de todos los hombres; mas no podía hacer esto hasta haber
pasado Él mismo a través de la muerte para conquistarla».9 De esta manera, el
Salvador no pudo haber abierto los sepulcros de ninguno de los difuntos hasta
adquirir previamente las llaves necesarias en su propia resurrección (véase
también Mosíah 16:7; Alma 11:42). Provisto de dichas llaves, Cristo abrió de
inmediato las compuertas de la resurrección, puesto que las Escrituras nos
informan que tanto en Jerusalén como en las tierras del Libro de Mormón «se
abrieron los sepulcros» (Mateo 27:52), y «muchos cuerpos de santos que habían
dormido se levantaron» (3 Nefi 23:11). Puede que estas mismas llaves abrieran
simultáneamente las tumbas en otras esferas más distantes.
LA MUERTE DESTRUIDA
¡Qué golpe monumental recibió la muerte cuando Cristo abrió por vez primera
las puertas para las masas de espíritus encarcelados que habían estado esperando
el día de Su resurrección triunfante! Se levantó de la tumba «con sanidad en sus
alas» (2 Nefi 25:13) para todos los hombres. Abrió la puerta que había
permanecido cerrada durante milenios para miles de millones de tumbas. Él fue
el primero en franquear esa puerta, y entonces, en una muestra de misericordia
sin igual, la dejó abierta para que otros salieran por ella en una secuencia
predeterminada por Dios. John Donne captó ese momento en estos versos
certeros:
Muerte, desecha tu orgullo; unos te llaman
grande y temible, pero no lo eres tanto; (...)
Tras un corto sueño, nos despertamos eternamente,
Y la muerte cesará de existir: muerte, tú morirás.10
Con la resurrección de Cristo, las palabras de Oseas, esperadas por largo
tiempo, se llevaron a efecto: «los rescataré, los redimiré de la muerte. ¿Dónde
están, oh muerte, tus plagas? ¿Dónde está, oh Seol, tu destrucción?» (Oseas
13:14). ¿Acaso sorprende que Ammón y sus hermanos, quienes abrigaban una
convicción inquebrantable con respecto a la futura resurrección de Jesús,
pudieran enfrentarse a la muerte una y otra vez sin ningún temor? Las Escrituras
dicen: «y no veían la muerte con ningún grado de terror, a causa de su esperanza
y conceptos de Cristo y la resurrección; por tanto, para ellos la muerte era
consumida por la victoria de Cristo sobre ella» (Alma 27:28). Así se sentían los
justos de épocas pretéritas: «Todos estos habían partido de la vida terrenal,
firmes en la esperanza de una gloriosa resurrección» (DyC 138:14).
TESTIGOS DE SU RESURRECCIÓN
La resurrección de Cristo «no se ha hecho esto en algún rincón» (Hechos
26:26). Los testigos de este acontecimiento fueron legión y de lo más variopinto.
Había mujeres junto a la tumba (Lucas 24:1–10), María Magdalena en el jardín
(Juan 20:11–18); los diez apóstoles (Lucas 24:36–43), Tomás (Juan 20:24–29);
los dos discípulos en el camino a Emaús (Lucas 24:13–34); «más de quinientos
hermanos a la vez» (1 Corintios 15:6) y Pablo en el camino a Damasco (Hechos
9:3–9). A sus apóstoles, Cristo les diría: «Y vosotros sois testigos de estas cosas»
(Lucas 24:48). De todos estos testimonios de primera mano, ninguno fue más
profundo que la primera aparición del Salvador resucitado a los nefitas, tal y
como se narra en el Libro de Mormón. Una multitud de dos mil quinientas
personas que, una a una, «se adelantaron y metieron las manos en su costado, y
palparon las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies; y esto hicieron,
yendo uno por uno, hasta que todos hubieron llegado; y vieron con los ojos y
palparon con las manos, y supieron con certeza, y dieron testimonio de que era
él, de quien habían escrito los profetas que había de venir» (3 Nefi 11:15).
El Señor resucitado se apareció a personas solas, en grupos y en multitudes.
Hombres, mujeres y niños fueron testigos espirituales de su resurrección. Muchos
de ellos escucharon el testimonio de nuestro Padre, algunos el de los ángeles, y
otros, de boca del Señor resucitado. Algunos vieron con sus ojos, mientras que
otros palparon con las manos, algunos oyeron con sus oídos y los corazones de
otros ardieron en su pecho. Tan extendido estaba el conocimiento de la
resurrección de Cristo entre los iluminados espiritualmente, que Pedro testificó:
«Dios (…) hizo que apareciese; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios
había escogido de antemano» (Hechos 10:40–41; énfasis añadido).
El Señor resucitado apareció en la paz del jardín, en el polvoriento camino de
Emaús, en la estancia cerrada donde los apóstoles se hallaban congregados, y en
el templo de Bountiful. A medida que avanzan los tiempos, el número de testigos
sigue aumentando: José Smith, Oliver Cowdery, Sidney Rigdon, Lorenzo Snow,
y sin duda, un grupo de los humildes espiritualmente, de cuyos testimonios ha
quedado constancia en los libros celestiales, y los cuales se darán a conocer algún
día a los hombres en la carne, como vivos recordatorios de «¡Que vive!» (DyC
76:22).
Evidentemente, en la hora fijada, el Salvador resucitado visitará todos los
reinos que ha creado (DyC 88:58–61). Testigos sinceros y creíbles de todas las
edades añadirán sus testimonios al del mensajero angélico que proclamó: «ha
resucitado» (Mateo 28:6). Y de igual manera, todos nosotros pronunciaremos
esas históricas palabras un día.
NOTAS
1. «LDS Bible Dictionary», 617.
2. Nibley, Approaching Zion, 555.
3. Goethe, Fausto, 90.
4. Para un análisis más profundo de estas doctrinas, véase el capítulo 21.
5. Smith, Doctrinas de salvación, 2:291.
6. Taylor, Mediation and Atonement, 166.
7. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 456.
8. McConkie, Doctrina mormona, 640; énfasis añadido.
9. Smith, Doctrinas de salvación, 1:123.
10. Donne, «Death, Be Not Proud», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 368.
Capítulo 17
LA BENDICIÓN DEL ARREPENTIMIENTO
OTRA DEMOSTRACIÓN DE PODER INMENSO
Una de las bendiciones notables de la Expiación surge del poder de Cristo de
redimir de la muerte espiritual. La muerte espiritual es una forma de
distanciamiento espiritual o disolución de la relación con la deidad. Pero es más
que un destierro geográfico de la presencia de Dios. Así como el cuerpo físico se
debilita por los estragos de la enfermedad, parece que del mismo modo nosotros
flaqueamos espiritualmente con cada pecado que abrazamos. Quizá perdamos
nuestra capacidad, o voluntad, de absorber la luz y la verdad. Quizá, como
cuando tenemos un músculo lastimado, perdemos fuerza y resistencia cuando se
trata de encarar cada tentación nueva. Sea como sea la mecánica del proceso, la
muerte espiritual parece derivar de una forma de degeneración o entropía
espiritual. Como sucede con la muerte física, tiene que haber algún poder para
revertir el proceso de decadencia, para curar nuestras heridas espirituales, para
fortalecer nuestra fibra espiritual. Nuevamente, la Expiación es la fuente de ese
poder revocador, esa fuente a la cual los hombres «han de acudir para la remisión
de sus pecados» (2 Nefi 25:26).
El salmista cantó acerca del bálsamo curativo del Salvador: «Confortará mi
alma» (Salmos 23:3). Y Helamán testificó: «Y ha recibido poder, que le ha sido
dado del Padre, para redimir a los hombres de sus pecados» (Helamán 5:11). El
Salvador indagó: «¿Acaso se ha acortado mi mano para no redimir? ¿No hay en
mí poder para librar?» (Isaías 50:2; véase también Alma 7:13). Él respondió más
tarde a su propia pregunta: «el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para
perdonar pecados» (Mateo 9:6). Con poder, «dio vida» a quienes estaban
«muertos en [sus] delitos y pecados» (Efesios 2:1). Ese acto de dar vida era una
sanación de nuestro ser espiritual. En las palabras del Salvador mismo «[volved]
a mí ahora, y [arrepentíos] de vuestros pecados, y [convertíos] para que yo os
sane» (3 Nefi 9:13). Mediante este proceso curativo, Él «nos ha librado del poder
de las tinieblas» (Colosenses 1:13). Verdaderamente, Satanás fue vencido por la
«sangre del Cordero» (Apocalipsis 12:11).
Una y otra vez, las Escrituras revelan que la Expiación es la fuente definitiva de
poder redentor. Jacob llegó a esta conclusión, y enseñó acerca de la redención
«de la muerte eterna por el poder de la expiación» (2 Nefi 10:25). Tal alcance
tiene este poder para salvar a los perdidos espiritualmente que, al hablar de los
que participarán en la primera resurrección, Juan afirmó de forma concluyente:
«la segunda muerte no tiene poder sobre estos» (Apocalipsis 20:6).
UNA LIMPIEZA CON EL ARREPENTIMIENTO COMO CONDICIÓN
No cabe duda de que la Expiación generó el poder suficiente para restaurar y
limpiar el alma descarriada. Pero, ¿cómo se lleva esto a efecto, y quién reúne las
condiciones para obtener los beneficios de un poder tan bendito? ¿Cómo puede
cualquiera que haya pecado limpiarse lo suficiente como para regresar a la
presencia de Dios y disfrutar de su compañía nuevamente? A diferencia de la
resurrección, esta parte de la Expiación no fue universal; fue individual, es decir,
el sufrimiento de Dios, el cual hizo posible el proceso de purificación, se hizo
eficaz solamente para aquellos que se arrepientan. Aunque «el Señor, no [puede]
considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia», ha prometido, no
obstante, que «el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será
perdonado» (DyC 1:31–32).
Esta naturaleza condicional de una limpieza espiritual se le reveló al profeta
José: «El Señor vuestro Redentor (…) sufrió el dolor de todos los hombres (…)
para traer a todos los hombres a él, mediante las condiciones del
arrepentimiento» (DyC 18:11–12). Samuel el Lamanita también enseñó que la
Expiación «lleva a efecto la condición del arrepentimiento» (Helamán 14:18).
Dicho de otra manera, de no haberse efectuado una Expiación, no habría
oportunidad de arrepentimiento. Los hombres podrían sentir pesar; podrían
modificar su comportamiento de acuerdo a ciertos parámetros; pero no estaría en
funcionamiento ningún proceso divino de rehabilitación. En pocas palabras, sin
la Expiación, no habría purificación del alma del pecador, independientemente de
sus acciones, fueran estas cuales fueran.
Con la Expiación, esa purificación puede llegar; pero solamente si nos
arrepentimos. Así lo predicó el rey Benjamín: «Porque a ninguno de estos viene
la salvación, sino por medio del arrepentimiento» (Mosíah 3:12). El élder Marion
G. Romney subrayó la naturaleza condicional de esta fase de la Expiación: «él
pagó la deuda de tus pecados personales y de los pecados personales de toda
alma viviente que haya morado en la tierra o que morará en ella en la vida
mortal. Pero esto lo hizo de manera condicional. Los beneficios de este
sufrimiento por nuestras propias no lo obtendremos incondicionalmente, tal y
como sucederá en la resurrección, sin importar lo que hagamos. Si participamos
de las bendiciones de la Expiación en lo que a nuestras transgresiones
individuales respecta, hemos de obedecer la ley».1
El presidente David O. McKay declaró: «Todo principio y ordenanza del
evangelio de Jesucristo es significativo e importante (…), pero no hay ninguno
más esencial para la salvación de la familia humana que el principio operativo
eternamente: el arrepentimiento. Sin él, nadie puede salvarse. Sin él, nadie puede
progresar».2 Pero, ¿por qué? Porque es la llave que desbloquea el poder
purificador de la Expiación. Eso es exactamente lo que enseñó Helamán: «Y
[Cristo] ha recibido poder, que le ha sido dado del Padre, para redimir a los
hombres de sus pecados por motivo del arrepentimiento» (Helamán 5:11; énfasis
añadido).
El arrepentimiento no es un principio negativo. Muy al contrario, es positivo y
glorioso. No fue obra de un padre enojado y dominante, sino del Padre más
amoroso de todos. No es para los malos únicamente, sino que también se aplica a
todas las personas buenas y excelentes que quieren mejorar. Es para todas las
personas que no hayan alcanzado la perfección todavía. Es el único camino que
conduce a la paz mental, al perdón del pecado y, en última instancia, a la
divinidad misma.
¿QUÉ ES EL ARREPENTIMIENTO?
¿En qué consiste, entonces, el arrepentimiento genuino y cómo se relaciona con
la Expiación? Es mucho más que un proceso de cinco o siete etapas en virtud del
cual avanzamos mecánicamente. Es más que la mera interrupción de la mala
conducta, el paso del tiempo, o la expresión del pesar. Ninguno de estos aspectos
por sí solo constituye el arrepentimiento verdadero. Alma hijo describió lo que es
el arrepentimiento auténtico cuando se dirigió a los habitantes de Zarahemla. En
su relato, narró la vida de su padre, Alma, quien había sido uno de los sacerdotes
inicuos del rey Noé. Un día, el profeta Abinadí entró en escena. Algo en el
mensaje de Abinadí penetró el corazón y el alma de su padre. Según Alma hijo:
«Y según su fe, se realizó un potente cambio en su corazón». Alma añadió a
continuación: «[Mi padre] predicó la palabra a vuestros padres, y en sus
corazones también se efectuó un potente cambio». Y entonces el sermón llegó a
su punto culminante: «Y ahora os pregunto, hermanos míos de la iglesia, (…)
¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros?» (Alma 5:12–14).
Eso es el arrepentimiento genuino. Es un proceso de deshielo, ablandamiento y
refinado que da lugar a un potente cambio del corazón. Se manifiesta en todos los
que dan un paso adelante con corazones quebrantados y espíritus contritos. Es
una determinación férrea de reconciliación con Dios, cueste lo que cueste. Un
cambio de esta naturaleza implica no tener «más disposición a obrar mal, sino a
hacer lo bueno continuamente» (Mosíah 5:2). Un cambio así se produjo en
Lamoni y sus siervos. Al despertar de su sopor espiritual, «todos declararon al
pueblo la misma cosa: Que había habido un cambio en sus corazones, y que ya
no tenían más deseos de hacer lo malo» (Alma 19:33).
¿Y qué decir de los que no viven este cambio, pero obtienen una
recomendación para el templo de todas maneras? ¿Qué sucede con aquellos que
ha cometido pecados graves y evitan la amonestación o las medidas
disciplinarias, o un tercero en circunstancias similares ha llevado su cruz? El
presidente Harold B. Lee abordó directamente esta cuestión con estas palabras:
«No hay pecadores de éxito».3
Hace años, un padre compartió conmigo algunas inquietudes que albergaba con
respecto a su hija adolescente. Ella les había comunicado sus planes. Quería
«vivir la gran vida» por una temporada, practicar sexo activamente, y poner sus
asuntos en orden tres meses antes de contraer matrimonio y obtener una
recomendación para el templo. Este padre estaba enormemente decepcionado y
con razón. Cabría plantear una pregunta muy apropiada: «¿Es este un ejemplo de
un corazón quebrantado y un espíritu contrito, de una firme decisión de
reconciliarse con Dios a cualquier precio?». ¿Acaso creía de verdad esa joven
que un obispo o un presidente de estaca firmaría una recomendación para una
persona con una actitud semejante? Incluso si lo hiciesen, no sería una bendición
para ella. Su actitud reflejaba la mentalidad de los fariseos y los saduceos cuya
concepción de la ley judaica era una larga lista de reglas mecánicas: un máximo
de pasos, un tiempo determinado. Se había convertido en una cuestión de forma y
no de sustancia. Ezequiel nos dio la clave de la verdad: «Echad de vosotros todas
vuestras transgresiones que habéis cometido (…) haceos un corazón nuevo y un
espíritu nuevo» (Ezequiel 18:31). Los nefitas obtuvieron finalmente la
santificación «que viene de entregar el corazón a Dios» (Helamán 3:35). De
forma reiterada, en las Escrituras se asocia el arrepentimiento con el corazón. Es
un corazón nuevo, un corazón roto, un corazón cambiado, un corazón contrito.
El élder Spencer W. Kimball dijo de Holman Hunt, el artista, que un día le
mostró a un amigo el cuadro de Cristo llamando a la puerta. Súbitamente, el
amigo exclamó:
—Le falta un detalle a su cuadro.
—¿Cuál es?— preguntó el artista.
—La puerta a la cual Jesus está llamando no tiene tirador— replicó su
amigo.
—Ah —respondió el Sr. Hunt—, pero no es un error. Es que esta puerta
es la puerta al corazón humano. No se puede abrir sino desde dentro.
El élder Kimball continuó: «Y así es. Jesús puede llegar y llamar. Pero cada
uno de nosotros decide si vamos a abrirle».4 Los líderes del sacerdocio pueden
advertir, aconsejar, disciplinar y animar amorosamente, pero todo esto será en
vano a menos que en algún momento, en algún lugar, haya un cambio de
corazón.
¿ARREPENTIMIENTO
O AUTOJUSTIFICACIÓN?
¿Cómo se produce este cambio en el corazón? En primer lugar, debe haber un
reconocimiento sincero, incondicional, y no una autojustificación de nuestros
pecados. Alma le aconsejó de manera brillante a su hijo Coriantón: «No trates de
excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados» (Alma 42:30). Qué contraste
con la filosofía de Korihor: «no era ningún crimen el que un hombre hiciese cosa
cualquiera» (Alma 30:17), o con la creencia de los lamanitas que «suponían que
todo lo que hacían era justo» (Alma 18:5). Uno debe escoger en última instancia
entre estas doctrinas conflictivas. No pueden coexistir el arrepentimiento y la
autojustificación. Esta última es la respuesta del mundo al pecado; el
arrepentimiento, la del Señor. Son dos caminos divergentes con destinos
opuestos. Robert Frost nos cuenta de su llegada a una bifurcación en el camino
que recorría. Se planteó qué camino debía seguir y entonces escribió cuál fue su
opción:
Lo diré con un suspiro
En algún lugar, de aquí a una eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en la espesura, y yo
seguí el menos transitado,
Y eso ha marcado por completo la diferencia.5
Cada vez que pecamos nos encontramos en una encrucijada espiritual. Podemos
intentar justificar el pecado racionalmente o arrepentirnos de él. El camino «no
elegido» marcará «toda la diferencia».
En tiempos del Libro de Mormón existía un estrecho paralelismo entre las leyes
morales y las leyes civiles. Hoy en día no se da tal coincidencia. La ley civil no
castiga muchos delitos morales, como el adulterio o el aborto. Oímos las excusas
que se ofrecen para dichos pecados como el «libre albedrío» o «todo el mundo lo
hace», o «nadie se va a enterar». Sin embargo, no hay defensa, ni excusa
adecuada, ni coartada posible para la violación de las leyes de Dios. Así se lo
confirmó el Señor a José Smith: «no hay justificación para tus transgresiones»
(DyC 24:2). Cuando lo reconocemos honradamente, estamos en el camino que
conduce al arrepentimiento.
La principal barrera que nos separa del arrepentimiento es siempre el yo.
Thomas Carlyle lo expresó de esta manera: «El mayor de los defectos es no ser
consciente de tenerlos».6 Esta es la advertencia que Alma estaba procurando
transmitirle a su hijo rebelde, Coriantón: «reconoce tus faltas y la maldad que
hayas cometido» (Alma 39:13). Por el contrario, aquellos que optan por una vida
de negación, que eligen una actitud defensiva frente a la ley de Dios, descubrirán
la cruda verdad: «vuestros pecados han ascendido hasta mí y no son perdonados,
porque procuráis aconsejaros [justificaros] de acuerdo con vuestras propias
maneras» (DyC 56:14).
La autojustificación es la droga intelectual que anestesia el aguijón de la
conciencia. Mormón fue testigo de esta sobredosis letal cuando su pueblo se
encontró sin «principios y han perdido toda sensibilidad» (Moroni 9:20). Nefi vio
las señales de peligro en las vidas de Lamán y Lemuel cuando afirmó: «[Dios] os
ha hablado con una voz apacible y delicada, pero habíais dejado de sentir»
(1 Nefi 17:45). Comparemos estas palabras con el lamento posterior del propio
Nefi: «¡Oh, miserable hombre que soy! (…) mi corazón gime a causa de mis
pecados; no obstante, sé en quién he confiado» (2 Nefi 4:17, 19). Cuesta
imaginar estas palabras en boca de un profeta de Dios. La vida de Nefi era
ejemplo de devoción y obediencia; sin embargo, era muy consciente de la
distancia que aún restaba por recorrer antes de alcanzar la perfección. Cuanto
mayor es la espiritualidad del hombre, más sensible se vuelve a sus
imperfecciones. Cuanto más se mejora, más cuenta se da uno de lo malo que fue.
Puesto que todos nosotros, como Nefi, hemos pecado, de lo que se trata no es
solamente de si hemos hecho algo malo; la cuestión es si, habiendo hecho algo
malo, estamos ahora dispuestos a arrepentirnos. John Donne se refirió a la
eficacia del arrepentimiento:
Enséñame a arrepentirme; pues tan valioso es
como ver sellado mi perdón con tu sangre [la de Cristo].7
La finalidad de esta vida terrenal es servir de estado de probación, para
comprobar si nos arrepentimos y seguimos a Cristo. El señor le fijó «al hombre
los días de su probación» (DyC 29:43). De hecho, el Señor dispuso que la
descendencia de Adán «no [muriese], en cuanto a la muerte temporal, hasta que
yo, Dios el Señor, enviara ángeles para declararles el arrepentimiento y la
redención» (DyC 29:42). Lehi enseñó esto mismo con claridad: «los días de los
hijos de los hombres fueron prolongados (…) para que se arrepintiesen mientras
se hallaran en la carne» (2 Nefi 2:21). Igualmente, Alma enseñó que si no hubiera
existido «un tiempo para arrepentirse (…) habría sido vana la palabra de Dios, y
se habría frustrado el gran plan de salvación» (Alma 42:5).
La iniquidad por sí sola rara vez ha sido, si es que se puede encontrar un caso,
el motivo de la destrucción del hombre; la tragedia más pavorosa es la maldad
combinada con la negativa a arrepentirse. La destrucción predicha de los inicuos
habitantes de Nínive se frenó porque demostraron su disposición de volver a
Dios. La gente de la época de Melquisedec «había aumentado en la iniquidad»
(Alma 13:17), pero evitaron la destrucción porque «se arrepintieron» (Alma
13:18). Alma padre hizo «muchas cosas abominables a la vista del Señor»
(Mosíah 23:9), y a los hijos de Mosíah se los conoció como a «los más viles
pecadores» (Mosíah 28:4); no obstante, en ambos casos se encontró el ímpetu
necesario para corregir el rumbo. En cada una de estas situaciones brillaron las
ascuas del arrepentimiento. Para los que dejaron que se extinguieran los
rescoldos del arrepentimiento, el Señor reafirmó las consecuencias: «y al que no
se arrepienta, le será quitada aun la luz que haya recibido; porque mi Espíritu no
luchará siempre con el hombre» (DyC 1:33). Fue el mismo mensaje que el Señor
transmitió a los malvados habitantes de Ammoníah: «si persistís en vuestra
iniquidad» y «si no os arrepentís», entonces «vuestros días no serán prolongados
sobre la tierra» (Alma 9:18). Era una lógica sencilla. La razón de ser de esta vida
mortal es proporcionar un período de prueba en el que arrepentirse; si un hombre
se negaba a hacerlo después de habérsele ofrecido todas las oportunidades
razonables, perdía su derecho a permanecer. En ese punto, estarían, como lo
expresan las Escrituras «maduros para la destrucción» (Helamán 13:14).
En un momento Oliver Cowdery se separó de la Iglesia. José estaba deseoso de
que se arrepintiera y regresara. El profeta le solicitó a su secretario: «Me gustaría
que le escribieras a Oliver Cowdery y le preguntaras si no lleva ya demasiado
tiempo comiendo algarrobas».8 La autojustificación y la procrastinación producen
las algarrobas de la vida, mientras que el arrepentimiento reporta un fruto
apetecible.
LA TRISTEZA SEGÚN DIOS
Aquellos en los que se produce un cambio de corazón manifiestan pesar; no una
simple tristeza, sino el pesar según Dios. El pesar según el mundo y el pesar
según Dios están separados por una enorme sima. Pablo hizo la siguiente
distinción entre ambos: «Ahora me regocijo, no porque hayáis sido contristados,
sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento, porque habéis sido
contristados según Dios (…) Porque la tristeza que es según Dios produce
arrepentimiento para salvación» (2 Corintios 7:9–10). No todos los pesares son
idénticos. Existe el pesar mundano, un reconocimiento intelectual del error
cometido. Es el pesar del delincuente sorprendido en su delito. Es el pesar de la
joven inmoral cuando descubre que está embarazada. Es el pesar del pecador al
ver que sus malvados designios no se han hecho realidad. El profeta Mormón fue
testigo de esta clase de tristeza. Era el general de los ejércitos nefitas. Debido a
su maldad, muchos habían perecido en el campo de batalla. Su corazón se
regocijó súbitamente cuando vio sus lamentos y su duelo ante el Señor. Pero las
Escrituras añaden acto seguido: «Pero he aquí, fue en vano este gozo mío, porque
su aflicción no era para arrepentimiento, (…) sino que era más bien el pesar de
los condenados, porque el Señor no siempre iba a permitirles que hallasen
felicidad en el pecado» (Mormón 2:13). En sentido contrario, Alma le rogó a su
hijo: «deja que te preocupen tus pecados, con esa zozobra que te conducirá al
arrepentimiento» (Alma 42:29).
El pesar según Dios tiene una calidad infinitamente trascendental. No hay
necesidad de presiones externas. La transformación se origina en el interior.
Puede que se derramen las lágrimas. Habrá un dolor que desgarrará el alma; a
veces será un sufrimiento casi insoportable. Puede que nos haga «[humillarnos]
hasta el polvo» (Alma 42:30). Incluso los justos, de cuando en cuando, podrán
exclamar: «¡Oh, miserable hombre que soy!» (2 Nefi 4:17). Los hijos de Mosíah
conocían el proceso: «padecieron mucha angustia de alma (…), sufriendo mucho,
y temiendo ser rechazados para siempre» (Mosíah 28:4). Alma admitió que su
pasado de hombre pecador le «ocasionó angustioso arrepentimiento» (Mosíah
23:9). Habrá reservas de compasión nuevas para los que todavía pueden haber
sufrido; quizá haya una vergüenza irresistible, y finalmente, y siempre, un deseo
de someterse a lo que sea necesario —una disculpa, la confesión, las medidas
disciplinarias, o cualquier otra exigencia divina—, a fin de reconciliarse con
Dios. Habrá una ausencia de excusas, de coartadas, de asignación de culpas a
terceros. Habrá una aceptación completa de la responsabilidad por nuestras
actitudes y acciones, así como una resolución inquebrantable de volver a
restablecer los lazos con Dios. En resumidas cuentas, el arrepentimiento nos lleva
a un momento de total integridad intelectual, emocional y espiritual, a poder
decir que hemos hecho nuestro por completo el consejo de Polonio: «Sé fiel ti
mismo».9
El Señor enseñó que, si no nos arrepentimos, tendremos que sufrir como él
sufrió. Ello no quiere decir, empero, que no habrá ningún sufrimiento si nos
arrepentimos. De hecho, el presidente Kimball enseñó que el sufrimiento propio
«es una parte importantísima del arrepentimiento. Una persona no ha empezado a
arrepentirse hasta que ha sufrido intensamente por sus pecados».10 A lo que el
presidente Kimball agregó: «Si una persona no ha sufrido, no se ha arrepentido
(…); tiene que pasar por un cambio en su ser que conlleve sufrimiento y entonces
el perdón es una posibilidad».11 Este sufrimiento, por intenso que sea, es
sustancialmente menor para el alma del penitente que para el que rehúsa
arrepentirse. El Salvador «se queda» parte de la carga de los que se arrepienten
de este modo. Este principio lo ilustra un relato que B. H. Roberts gustaba de
compartir con los santos:
«Se dice de Lord Byron que, cuando era un muchacho en la escuela, un
compañero suyo se granjeó el desagrado de un acosador cruel y despótico, quien
le pegaba despiadadamente. Por casualidad, Byron estuvo presente, pero siendo
consciente de la inutilidad de recurrir a una pelea con el acosador, intervino y le
preguntó cuánto tiempo tenía pensado seguir pegando a su amigo. ‘¿Y a ti qué te
importa?’ preguntó el brabucón. ‘Porque’ replicó el joven Byron con lágrimas en
los ojos, ‘yo aguantaré el resto de la paliza, si le dejas marchar’».12
El Salvador aguanta «lo que queda de la paliza» por aquellos que someten sus
voluntades a la suya. Isaías profetizó que Él sería «herido fue por nuestras
transgresiones» y prometió entonces que «por sus heridas fuimos nosotros
sanados» (Isaías 53:5; véase también 1 Pedro 2:24). Una sanación de esta
naturaleza es el fruto de las raíces medicinales de Getsemaní.
El élder Vaughn J. Featherstone cuenta la historia de un joven que se sentó con
él para una entrevista misional. El élder Featherstone le preguntó al joven con
respecto a sus transgresiones. Con altivez, el joven replicó: ‘No hay nada que no
haya hecho’. El élder Featherstone solicitó más información acerca de los
pormenores: castidad, drogas, etcétera. Nuevamente, la respuesta fue: ‘Se lo
acabo de decir: lo he hecho todo’. El élder Featherstone preguntó: ‘¿Y qué le
hace creer que va a poder ir a la misión?’. ‘Me he arrepentido’, fue la respuesta.
‘No he hecho nada de esto durante un año’. El élder Featherstone miró al joven
que se sentaba frente a él, al otro lado del escritorio: veinte años de edad,
sarcástico, altanero, con una actitud muy alejada de lo que es el arrepentimiento
sincero. ‘Querido amigo’, dijo, ‘Siento decírselo, pero no va a ir a la misión. (…)
No tendrían que haberle ordenado élder y en realidad deberían haberle juzgado
para excomulgarle de la Iglesia. Sus actos constituyen una serie de transgresiones
monumentales. Usted no se ha arrepentido; solamente se ha limitado a dejar de
hacer ciertas cosas. Algún día, cuando haya ido a Getsemaní y haya regresado de
allí, entenderá lo que es el arrepentimiento’». En ese momento, el joven rompió a
llorar. Aquello se prolongó unos cinco minutos. No se pronunció palabra alguna,
solo hubo silencio. Entonces, el joven salió del despacho del élder Featherstone.
Habían transcurrido cerca de seis meses cuando el élder Featherstone se
encontraba discursando ante un grupo de instituto en Arizona. Al término de la
reunión, vio cómo ese mismo joven se dirigía hacia él desde el auditorio y las
circunstancias de su entrevista meses atrás pasaron por su mente en rápida
sucesión. El élder Featherstone se inclinó desde el estrado para estrechar la mano
del joven. Cuando el joven miró hacia arriba, el élder Featherstone pudo ver que
algo maravilloso le había sucedido. Las lágrimas surcaron las mejillas del joven y
un brillo casi sagrado emanaba de su rostro. «Ha estado allí, ¿verdad?», fue la
pregunta del élder Featherstone. Pese a las lágrimas el joven respondió, «Sí,
obispo Featherstone, he estado en Getsemaní y ya he regresado». «Lo sé»,
replicó el élder Featherstone. «Se percibe en su rostro. Ahora creo que el Señor le
ha perdonado».13
El pesar según Dios implica unirse al Salvador en la tristeza de Getsemaní. Es
un pesar que engendra un corazón y un espíritu nuevos.
UNA RENUNCIA ABSOLUTA
Pero el arrepentimiento exige más que pesar. El verdadero arrepentimiento
implica un abandono absoluto. Dante habló de un alma que fingió el
arrepentimiento, y cuyas promesas se veían desmentidas por los hechos.
Creyendo que las promesas solemnes lo salvarían, alegó ser merecedor de una
corona celestial. Justo antes de producirse la ascensión que él esperaba, no
obstante, un «querubín negro» apareció en escena. La trágica figura de Dante,
ahora en el infierno, recuerda el encuentro y las palabras condenatorias del
intruso infernal:
«No te lo lleves, que me harás entuerto.
Bajar debe a mi centro maldecido,
(…) no hay perdón sin final arrepentimiento.
arrepentirse y reincidir no es dado:
contradicción no admite el argumento.
¡Pobre de mí!, cuál me sentí apenado,
cuando al asirme, dijo: «¡Ciertamente,
que tan lógico fuera no has pensado!».14
Incluso los siervos del inframundo sabían que no podía haber perdón sin
renuncia.
El élder Matthew Cowley nos brinda la seguridad reconfortante de que es
posible abandonar cualquier pecado: «No hay ninguna persona en la tierra que no
sea superior a sus pecados, más grande que sus debilidades y sus faltas».15 Esa es
la verdad. A menudo se repite la pregunta: «¿Durante cuánto tiempo he de
renunciar?». «¿Cuánto tiempo ha de pasar antes de volver a ser miembro de la
iglesia nuevamente o poder rebautizarme?». Y la respuesta es invariablemente la
misma: cuando se produzca un potente cambio en el corazón y una mente nueva
haga de la voluntad del Señor el centro de nuestra vida, a pesar de nuestros
deseos fervientes; cuando poseamos una determinación a toda prueba para dejar
atrás nuestros caminos pasados. Hay una vara de medir, pero es cuestión de
actitud y no de tiempo.
Bjorn Borg, considerado uno de los mejores tenistas de su época, fue, según la
revista Time, «imperturbable en la pista, competidor cortés que rara vez discutía
las decisiones del juez de línea, hacía aspavientos, lanzaba las raquetas o
golpeaba las pelotas, presa de la rabia. ‘Iceborg’ le llamaban». El artículo
prosigue: «Controla sus emociones de tal manera que, si llega a fruncir el ceño en
la pista, tanto sus fans como los demás jugadores se quedan boquiabiertos». Pero
no siempre fue así. Time revela una faceta oscura del jugador antes de que se
produjera un cambio extraordinario en él:
«Cuando contaba once años de edad, el joven Bjorn juraba como un carretero,
arrojaba la raqueta, intimidaba a los jueces y renegaba en cada jugada dudosa.
‘Estaba loco, era un demente en la cancha. Era terrible. Entonces el club al que
pertenecía me expulsó durante cinco meses y mi madre tomó mi raqueta y la
guardó bajo llave en el armario. Cinco meses, tuvo mi raqueta guardada con
llave. Después de aquello, jamás volví a abrir la boca en la pista de tenis. Desde
que regresé al término de ese periodo de expulsión, pasara lo que pasara, me he
portado como es debido en la cancha’».16
Cuando tenemos la determinación de abstenernos de una conducta determinada,
sin importar lo que suceda, el arrepentimiento está en marcha. Hemos renunciado
al pecado cuando hemos dominado el hábito en cualquier circunstancia que se
ponga en nuestro camino. No se trata del paso del tiempo; lo esencial es un
cambio de corazón.
RESTITUCIÓN
El arrepentimiento exigió una restitución completa en el espíritu de Zaqueo,
quien dijo: «si en algo he defraudado a alguno, (…) se lo devolveré
cuadruplicado» (Lucas 19:8; véase también Levítico 6:4). Cuando el élder
Spencer W. Kimball recibió el llamamiento al apostolado, irradiaba este mismo
espíritu. ¿Qué ocurre con la gente que puede haber ofendido? ¿Sentirían rancor
hacia él? Visitó a todos y cada uno de los hombres con los que había mantenido
relaciones empresariales para explicarle la situación. «‘Me han llamado a servir
en puesto muy elevado en mi Iglesia. No puedo servir con una conciencia limpia
a menos que mi vida haya sido honorable. (…) Si se ha cometido alguna
injusticia, quiero reparar el daño ocasionado y he traído mi chequera’. La
mayoría se limitaron a estrecharle la mano y no quisieron saber nada más. Dos
hombres, [sin embargo] opinaban que, para ser justos, tendrían que haber
obtenido unos cientos de dólares más en ciertas ventas. El [élder Kimball]
extendió los correspondientes cheques».17 La restitución puede adoptar diversas
formas. Puede consistir en la devolución de sumas de dinero, una disculpa,
oraciones ofrecidas a favor de la parte perjudicada, la compensación de años de
servicios perdidos redoblando nuestros esfuerzos, o corrigiendo las actitudes
negativas con palabras y actos positivos. El espíritu de arrepentimiento demanda
una restitución de todo lo que sea posible y esté en nuestra mano.
El pueblo de anti-nefi-lehi comprendía este principio. Antes de escuchar el
Evangelio, en su estado oscurantista habían cometido numerosos asesinatos y
transgresiones contra los nefitas. En un intento sincero de restitución, el penitente
rey de los lamanitas le hizo un ofrecimiento a Ammón: «seremos [esclavos de los
nefitas] hasta compensarlos por los muchos asesinatos y pecados que hemos
cometido en contra de ellos» (Alma 27:8; véase también Helamán 5:17). Este rey
humilde sabía que su pueblo no podía devolver a la vida a los nefitas que habían
matado, pero ardía en su corazón un deseo de hacer todo lo posible para reparar
los males cometidos. El rey y su pueblo servirían a los que habían agraviado y,
de ser necesario, serían incluso sus esclavos. Este era el espíritu de la restitución.
Este era el espíritu que ardía en los corazones de los hijos arrepentidos de
Mosíah, quienes salieron por el país «esforzándose celosamente por reparar todos
los daños que habían causado a la iglesia» (Mosíah 27:35).
LA CONFESIÓN
El arrepentimiento verdadero, sin embargo, es un capataz severo; exige mucho
más de lo antedicho. Moisés enseñó: «Y será que cuando peque en alguna de
estas cosas, confesará aquello en que pecó» (Levítico 5:5; véase también
Números 5:6–7; Nehemías 9:3). David prometió: «declararé mi iniquidad»
(Salmos 38:18). Los que buscaban el bautismo de manos de Juan acudían a él
«confesando sus pecados» (Mateo 3:6). Y el Señor le declaró al profeta José,
«otra vez te mando que te arrepientas (…) y que confieses tus pecados» (DyC
19:20). Más tarde aconsejó: «Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de
sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará» (DyC 58:43). Samuel
Taylor Coleridge, a través de las palabras del marino de la antigüedad, transmite
un conocimiento perfecto de las punzadas que causan los secretos sin divulgar:
En el acto, mi mente se estremeció
con penosa agonía,
forzado así a comenzar mi relato;
y entonces me dejó libre.
Desde entonces, a una hora incierta, esa agonía regresa:
y hasta que finalice mi espantoso relato,
En mi pecho arderá este corazón.18
Afortunadamente para el que se arrepiente de corazón, y a diferencia de lo que
ocurría en el caso del marino de la antigüedad, no es necesario que confiese sus
pecados una y otra vez cuando se ha producido una confesión honrada al
correspondiente líder del sacerdocio. Sin embargo, hasta que se lleve a cabo
dicha confesión, cómo puede arder un corazón. El Señor ha dicho con claridad
meridiana que «El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los
confiesa y los abandona alcanzará misericordia.» (Proverbios 28:13). Cuando
Alma le preguntó al Señor qué hacer con ciertos transgresores en la Iglesia,
recibió la siguiente respuesta: «si confiesa sus pecados ante ti y mí, y se
arrepiente con sinceridad de corazón, a este has de perdonar, y yo lo perdonaré
también» (Mosíah 26:29; véase también DyC 64:7). Pero si no confesaban, sus
nombres eran «borrados» (Mosíah 26:36); es decir, se los excomulgaba.
¿Cuándo hay que confesarse? Cuando el pecado es de tal magnitud que puede
dar lugar a un proceso disciplinario o permanece en nuestras mentes y nos priva
de la paz. David entendía este segundo supuesto, tal y como se puso de
manifiesto cuando admitió «mi pecado está siempre delante de mí» (Salmos
51:3). Si no confesamos en estos casos, nuestros horizontes espirituales quedan
limitados. Es como estar rodeado de un muro circular e impenetrable. En tales
circunstancias, tenemos cierta libertad de movimientos, pero estamos atrapados.
Buscaremos en vano un resquicio por el que introducirnos a duras penas, una
abertura por la que salir, un punto que podamos sortear. Pero no existen puntos
que rodear, ni puertas ocultas, ni pasadizos secretos. Los años de servicio
acumulado no eximen de una confesión; los años de abstinencia no borran su
necesidad; una lucha en solitario ante el Señor no la sustituye. A la larga y de
alguna manera, tendremos que ponernos frente a la pared, cara a cara, y trepar
por ella. Eso es confesar. Cuando lo hacemos, nuestros horizontes espirituales se
ensanchan.
Oscar Wilde tenía presente esta verdad cuando narró la historia de Dorian Gray.
Un día, Dorian vendió su alma a cambio de la promesa de la juventud eterna.
Wilde describe el descenso a plomo de Dorian, desde su inocencia de juventud
hasta convertirse en un asesino despiadado. Finalmente, no queda nada de él
salvo el semblante sórdido de un pobre desgraciado. Incluso en este estado de
patente desazón moral, en la conciencia de Dorian titiló una postrera lumbre de
esperanza: «Con todo, era su deber confesar, sufrir el escarnio público, y expiar
ante la sociedad. Había un Dios que solicitaba de los hombres que contaran sus
pecados tanto a la tierra como al cielo. Nada podría purificarle hasta que hubiera
contado su propio pecado».19
Y de la misma manera, cuando sea necesario, no hay nada que nos aporte la
limpieza deseada como deseamos, a menos que haya una confesión sincera a los
que el Señor ha designado para ello en la tierra.
¿Con qué espíritu hacemos una confesión como esta? El Señor nos da la clave:
«porque yo, el Señor, perdono los pecados y soy misericordioso con aquellos que
los confiesan con corazones humildes» (DyC 61:2). Ese es el espíritu. No hay
espacio para el fingimiento ni el engaño, ni para maquillar los hechos, ni para
divulgar el 99 por ciento a la vez que se escamotea el uno por ciento restante. Es
una revelación de toda la verdad y nada más que la verdad. El padre de Lamoni
dio muestras de tener el espíritu adecuado: «abandonaré todos mis pecados para
conocerte» (Alma 22:18; énfasis añadido). La confesión y el arrepentimiento
comportan el acto de desnudar el alma por completo, un sometimiento
incondicional del yo. Fluye de manera voluntaria; no es el resultado de la presión
ejercida por las circunstancias externas. Una de las almas condenadas de Dante
descubrió por las malas que la confesión en el lecho de muerte nunca invocaría el
proceso de purificación:
Cuando hube entrado en los maduros años que la vela aferrar y atar el
cable,
hacen al hombre, tristes desengaños,
lo que antes me agradó, fue detestable;
y contrito y confeso, mi deseo
de remisión llenara ¡miserable!20
La resistencia a la confesión se da incluso entre los santos buenos. Pueden
sentir vergüenza o bochorno. Quizá crean que la imagen que sus líderes del
sacerdocio tienen de ellos se desmoronará cuando se destape el pecado. Hay que
recordar que los obispos y demás líderes del sacerdocio son amigos que están
deseando desesperadamente ayudarnos y aligerar nuestras cargas. Son humanos
que han cometido errores, pero quieren mejorar. Cada uno es el padre de su grey.
Con total sinceridad puedo afirmar que, en calidad de líder del sacerdocio, jamás
cambió mi concepto de un hombre o de una mujer que acudieron, voluntaria y
humildemente, a confesarse. Al contrario, me regocijé al constatar que
procuraban poner sus vidas en orden. En cada caso, creo que los lazos de
hermandad se hicieron más fuertes, no se debilitaron.
Cuando Mahatma Gandhi era un muchacho de quince años de edad le robó algo
a su hermano. Este llevaba una pepita de oro macizo en el brazo. A Gandhi le
resultó fácil separar un fragmento para quedárselo. Según él mismo, sintió tales
remordimientos que tomó la firme decisión de nunca volver a robar. Tras saldar
la deuda con su hermano, Gandhi cuenta que se decidió por confesárselo también
a su padre, pero tenía miedo de hacerlo, no porque su padre fuera a golpearlo,
sino por el dolor que la noticia podía ocasionarle. Finalmente, dijo: «Sentí que
era un riesgo que había que correr; que no habría purificación sin una franca
confesión». Gandhi decidió confesarse por escrito. Y así lo hizo, confesando su
culpa, prometiendo que jamás volvería a robar y pidiendo un castigo apropiado.
Concluyó la nota solicitándole a su padre que no se mortificara por lo que él —
Gandhi— había hecho. Por aquel entonces, el padre de Gandhi se encontraba
enfermo y postrado en una cama que consistía únicamente en una tabla de
madera. Gandhi, temblando, le entregó la confesión a su padre, y a continuación
se sentó frente a él esperando una respuesta angustiado. Reproducimos a
continuación su propia descripción del encuentro:
«La leyó de principio a fin, y las lágrimas le surcaban las mejillas como perlas,
humedeciendo el papel al caer. Por un momento cerró los ojos, inmerso en sus
pensamientos; entonces rompió el papel. (…) Podía ver la agonía que sentía mi
padre. Si fuera pintor, podría dibujar hoy mismo un cuadro de la escena
completa. Tan vivamente grabada la tengo en la mente.
»Aquellas lágrimas de perla purificaron mi corazón y limpiaron mi pecado.
Solamente el que ha sentido un amor como este sabe lo que es; (. . .) transforma
todo lo que toca. Este poder no tiene límites.
»Esta clase de perdón sublime no era natural para mi padre. Yo había pensado
que se enojaría, me dedicaría palabras duras y se golpearía la frente. Sin
embargo, se comportó con tal maravillosa serenidad… Y creo que esto se debe a
la franqueza de mi confesión. Una confesión sincera, combinada con una
promesa de nunca volver a cometer el pecado nuevamente, cuando se ofrece al
que tiene el derecho de recibirla, es el arrepentimiento más puro que existe. Sé
que mi confesión hizo que mi padre sintiera una total seguridad con respecto a
mí, y aumentó su afecto por mí».21
Qué observación más bella. La confesión sincera incrementa, no disminuye, el
afecto de un líder del sacerdocio por el alma arrepentida.
El élder Marion G. Romney dijo: «Mis hermanos y hermanas, hay entre
nosotros muchos cuya angustia y cuyo sufrimiento se prolongan
innecesariamente porque no completan su arrepentimiento con la confesión de
sus pecados».22 Naamán el leproso acudió al profeta Eliseo queriendo ser sanado.
Eliseo le dijo a Naamán que fuera a lavarse siete veces al río Jordán. Cabe
preguntarse qué habría sucedido si Naamán el Sirio se hubiera sumergido tres
veces en las aguas de río Jordán para abandonar después la causa. ¿Se habría
limpiado su cuerpo en la misma proporción, tres de siete? O, ¿qué habría
sucedido si lo hubiera hecho seis veces y abandonado al sexto intento? ¿Le
habría faltado una séptima parte de la ansiada sanación? Sabemos la respuesta.
La limpieza se produjo después de la séptima zambullida, una vez se materializó
la sumisión total a la palabra de Dios. Y entonces se produjo una purificación
extraordinaria. Según las Escrituras: «su carne se volvió como la carne de un
niño» (2 Reyes 5:14). Y otro tanto sucede con el pecador, el leproso espiritual.
Debe existir una total sumisión a la voluntad del Señor, un corazón quebrantado
y un espíritu contrito, incluida la confesión —si fuera necesaria—, a fin de
completar la séptima inmersión, y entonces el espíritu queda limpio «como el
espíritu de un niño». ¿Por qué exige el Señor la confesión? Es tan sumamente
difícil… Quizá se deba a que no hay ningún acto que nos humille de esta forma,
hasta las profundidades mismas de la humildad. Hablando al respecto del proceso
de arrepentimiento, Alma declaró: «permite que esto te humille hasta el polvo»
(Alma 42:30). Pero, oh, la promesa a los que lo hacen: «Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda
maldad» (1 Juan 1:9). Por otra parte, el Señor ha advertido: «El que encubre sus
pecados no prosperará» (Proverbios 28:13). Lo que un hombre es en realidad
siempre saldrá a la superficie. Cualquier disfraz, cualquier farsa, cualquier
subterfugio, puede durar días, semanas, meses, o quizá años, pero a la larga la
naturaleza real de un hombre se manifestará en sus palabras, la revelarán sus
acciones y se reflejará en su semblante. Es mucho mejor divulgar
voluntariamente la verdadera naturaleza de uno antes de que la descubran
involuntariamente. La confesión es un medio de cerrar la brecha.
UN PODER PURIFICADOR
Los frutos del arrepentimiento nos limpian. Isaías declaró: «aunque vuestros
pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos» (Isaías 1:18).
En el Israel antiguo, el Día de la Expiación simbolizaba las consecuencias del
verdadero día de la Expiación. En las Escrituras leemos: «porque en este día se
hará expiación por vosotros para limpiaros; y seréis limpios de todos vuestros
pecados delante de Jehová» (Levítico 16:30; véase también Levítico 23:27–28).
Esto era posible únicamente por el día de redención futuro del Salvador.
Mediante esa Expiación, el Señor ha prometido que los «vestidos [de los justos
serán] hechos blancos mediante la sangre del Cordero» (Éter 13:10; véase
también Alma 13:11).23
David le imploró al Señor: «Lávame por completo de mi maldad y límpiame de
mi pecado». Entonces describió el milagro: «Purifícame (…) y seré limpio;
lávame, y seré más blanco que la nieve» (Salmos 51:2, 7). No existe un penitente
de color crema o con lunares. De las aguas del bautismo no emerge ninguna
marca negra; ninguna mancha sobrevive a los rigores del arrepentimiento. El
alma penitente se vuelve blanca como la nieve. Para un santo así, será como si el
acto pecaminoso nunca se hubiera cometido.24 Ese es el milagro del
arrepentimiento. Como dijera el élder Matthew Cowley: «Creo que cuando nos
arrepentimos se produce algún borrado allí arriba para que cuando lleguemos allí
seamos juzgados tal y como somos, por lo que somos y quizá no por lo que
fuimos una vez». Y añadió: «Eso lo que me gusta de todo esto: el
borrado».25 Pero para los impenitentes no habrá tal borrado. El Señor advirtió:
«he aquí, mi sangre no los limpiará si no me escuchan» (DyC 29:17).
El Señor ama a sus hijos y anhela perdonar a todos y cada uno de ellos. Si tan
solo se arrepienten, «[él] será amplio en perdonar» (Isaías 55:7). Pedro explicó
que el Señor «no [quiere] que ninguno perezca, sino que todos lleguen al
arrepentimiento» (2 Pedro 3:9). Incluso Acab, el monarca réprobo de Israel, tuvo
un instante transitorio de arrepentimiento que recibió su galardón por parte del
Señor: «Pues por cuanto se ha humillado delante de mí, no traeré el mal en sus
días» (1 Reyes 21:29). Es como si el Señor quisiera bendecirnos por cada intento
—por insignificante y tímido que parezca—, de poner nuestras vidas en sus
manos. A los que se arrepienten de todo corazón, el Señor ha prometido «He
aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los
recuerdo más» (DyC 58:42). Ezequiel nos tranquilizó a propósito de la misma
verdad extraordinaria: «No se le recordará ninguno de sus pecados que había
cometido» (Ezequiel 33:16; véase también Ezequiel 18:22). Es un pensamiento
glorioso: el Señor nos juzgará por aquello en lo que nos hayamos convertido, no
por lo que fuimos. Si nos arrepentimos, él juzgará al hombre nuevo; no al
antiguo. Este fue el ruego de David: «De los pecados de mi juventud y de mis
rebeliones, no te acuerdes; conforme a tu misericordia acuérdate de mí, por tu
bondad, oh Jehová» (Salmos 25:7).
El perdón del Señor es total e incondicional, una vez nos hemos arrepentido.
Samuel el lamanita les dijo a los nefitas que el Salvador, en virtud de su
Expiación, posibilitó «la condición del arrepentimiento» (Helamán 14:18). El
Señor le transmitió al profeta José su parecer acerca de este principio divino:
«Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no
padezcan, si se arrepienten; mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así
como yo» (DyC 19:16–17). El élder Neal A. Maxwell lo resumió a la perfección:
«¡Acabaremos teniendo que elegir entre la forma de vivir del Señor o su forma de
sufrir!».26 Cuando optamos por su forma de vivir, vencemos la muerte espiritual,
gracias a los milagrosos poderes purificadores de la Expiación.
NOTAS
1. Conference Report, octubre de 1953, 35.
2. McKay, Gospel Ideals, 13.
3. Lee, Stand Ye in Holy Places, 221.
4. Kimball, El milagro del perdón, 212–13.
5. Frost, «The Road Not Taken», 105.
6. In McKay, Gospel Ideals, 13.
7. Donne, «Holy Sonnets VII», 249.
8. Smith, Doctrinas de salvación, 1:227.
9. Shakespeare, Hamlet, Acto I, escena III, 78.
10. Kimball, Teachings of President Spencer W. Kimball, 88.
11. Ibid., 99.
12. Roberts, Gospel and Man’s Relationship to Deity, 25.
13. Featherstone, Generation of Excellence, 156–59.
14. Dante, Divina comedia, 159.
15. Smith, Matthew Cowley, 298.
16. Phillips, «The Tennis Machine», 56–57.
17. Kimball and Kimball, Spencer W. Kimball, 197.
18. Coleridge, «The Rime of the Ancient Mariner», en Williams, Immortal Poems, 287; énfasis
añadido.
19. Wilde, Picture of Dorian Gray, 176; énfasis añadido.
20. Dante, Divina comedia, 158.
21. Gandhi, Autobiography, 23–24; énfasis añadido.
22. Conference Report, octubre de 1955, 124.
23. El poeta John Donne se refirió elocuentemente a la sangre expiatoria de Cristo y su poder
asombroso para transformar al pecador en santo:
La gracia, si te arrepientes, no faltará; pero
¿quién te concederá esa gracia de partida?
Oh, tórnate negra en luto santo,
y enrojecidas tus mejillas, por tu pecado;
o límpiate en la sangre de Cristo, que esta virtud tiene;
siendo como la grana, tiñe las almas de blanco.
(Donne, «Holy Sonnets IV», 248)
24. Incluso cuando nos arrepentimos, sin embargo, puede que suframos todavía a causa de las
consecuencias del pecado que hayamos cometido: oportunidades perdidas, relaciones rotas,
etcétera.
25. Smith, Matthew Cowley, 295.
26. Maxwell, «Overcome . . . Even As I Also Overcame», 72.
Capítulo 18
LA BENDICIÓN DE LA PAZ MENTAL
UN PODER CONSOLADOR
Entre sus numerosas bendiciones, la Expiación trae paz. No solamente nos
limpia, sino que también nos consuela. Mi propia experiencia práctica me ha
llevado a concluir que ambas bendiciones no siempre van de la mano. En
ocasiones, me he reunido con buenos santos que —según creía yo— estaban
totalmente arrepentidos y habían sido partícipes del poder purificador del
sacrificio del Salvador, pero todavía confiesan vivir con conciencias inquietas.
No ven cómo es posible que el Señor les pueda perdonar lo que han hecho. Esto
me impresionó hondamente cuando entrevisté para la recomendación del templo
a un converso que llevaba unos quince años en la iglesia. Este hermano había
sido fiel y devoto desde el día de su bautismo, pero se preguntaba si el Señor
podría perdonarle de verdad por la vida accidentaba que había llevado antes de
aceptar el mensaje del evangelio. Un perdón así parecía demasiado pedir. No
creo que este hermano fuera el único que albergara sentimientos así.
Aun creyendo en Cristo y en su Expiación, algunos —de manera inocente, pero
errónea— les han puesto límites a sus poderes regenerativos. De alguna manera
han convertido una Expiación infinita en un sacrificio finito. Han tomado la
Expiación y la han delimitado con una linde artificial que sin saber cómo no
incluye su pecado particular. Stephen Robinson observó de manera similar:
«He aprendido que son muchos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios y el
Salvador del mundo, pero no creen que sea capaz de salvarlos. Creen en su
identidad, pero no en su poder de limpiar, purificar y salvar. Tener fe en su
identidad es solamente la mitad del principio. Tener fe en su capacidad y en su
poder de limpiar y salvar, esa es la otra mitad».1
Estos santos son más duros con ellos mismos de lo que sería el Salvador. En
cierto sentido, han adoptado sus propios parámetros de justicia y misericordia.
C. S. Lewis ofreció este consejo: «Creo que, si Dios nos perdona, nosotros hemos
de perdonarnos también. De otra manera, prácticamente estaremos
compareciendo por deseo propio ante un tribunal superior a Él».2 Dicha actitud
puede provocar la ira del Señor, tal y como observó Zenoc: «Estás enojado, ¡oh
Señor!, con los de este pueblo, porque no quieren comprender tus misericordias
que les has concedido a causa de tu Hijo» (Alma 33:16). En resumidas cuentas,
estos santos fijan ellos mismos la altura del listón que deben superar para obtener
la paz mental. Por esa razón, entre otras, es tan esencial entender la Expiación y
su naturaleza infinita, buscar los porqués y los cómos, amén de las
consecuencias, ya que, a medida que aumenta nuestra comprensión de la
Expiación, nuestra capacidad para perdonarnos a nosotros y a nuestros
semejantes se incrementa de igual manera.
Cuando entendemos más plenamente las profundidades a las que descendió el
Señor, la amplitud de su alcance y las alturas a las que ascendió, podemos aceptar
más prontamente que nuestros propios pecados se encuentran en el interior de la
esfera del dominio conquistado por el Salvador. Entonces nos convertimos en
creyentes, no solo en la envergadura infinita de la Expiación; también en su
alcance personal. La oferta amorosa del Salvador: «mi paz os doy» (Juan 14:27),
pasa a ser, de una esperanza abstracta a una realidad profunda. En ese momento
recibimos, tanto del poder purificador como del poder consolador de la
Expiación. Pablo se refirió a esta bendición: «nuestro Señor Jesucristo (…),
quien nos amó, y nos dio consuelo eterno, y buena esperanza mediante la gracia»
(2 Tesalonicenses 2:16). Es mediante este poder consolador que se nos
«[concede] que sean ligeras [nuestras] cargas mediante el gozo de su Hijo»
(Alma 33:23). Podemos apreciar y aceptar la invitación de Jacob a su pueblo:
«dejemos a un lado nuestros pecados, y no inclinemos la cabeza, porque no
somos desechados» (2 Nefi 10:20; énfasis añadido). Podemos obtener «tan
inmenso gozo» que viene a los que han recibido una remisión de sus pecados tras
haber «llegado al conocimiento de la gloria de Dios» (Mosíah 4:11).
Durante mi servicio en puestos de responsabilidad del sacerdocio, conocí a un
hombre excepcional que unos años antes había cometido una transgresión que le
ocasionó profundos remordimientos. Su sufrimiento fue prolongado e intenso.
Sentí gran conmiseración por él. Con el tiempo llegué a creer que estaba
plenamente preparado a fin de intentar renovar su recomendación para el templo.
Le animé a que siguiera adelante en esa dirección, pero él estaba reticente.
Aunque yo sentía que había recibido el perdón, él no parecía capaz de
perdonarse. Puede que se hubiera limpiado, pero no hallaba ni la convicción, ni el
consuelo. Por esta razón estaba posponiendo su regreso a la Casa del Señor. Me
era imposible dejar de pensar en su situación. Un día, mientras reflexionaba al
respecto, en mi mente recibí una vívida impresión: «El hermano ________ ha
pagado hasta el último cuadrante». Al poco tiempo, la misma impresión volvió a
mí, con idéntica intensidad. Compartí esta experiencia con este buen hermano y
pronto encontró la paz suficiente para renovar sus convenios del templo. Desde
entonces me he preguntado por qué esas impresiones vinieron a mí en lugar de al
propio interesado. Puede ser que su incapacidad para perdonarse a sí mismo se
convirtiera en una barrera impenetrable para las impresiones espirituales. Puede
que él hubiera hecho caso omiso de cualquier impresión —o la hubiera
interpretado racionalmente como fruto de su propia imaginación—, si esta
hubiera venido a él directamente. O quizá el Señor, en su bondad amorosa, supo
que la única forma de llegar a este hombre era enviando un mensaje a través de
una fuente externa, a saber, su líder del sacerdocio, y que hubiera sido imposible
descartarla como producto de sus meras ilusiones. En cualquier caso, la paz que
sana, tranquiliza y consuela el alma herida acabó encontrando finalmente abrigo
en otro corazón humano.
El pueblo del rey Benjamín luchó por obtener ese poder sereno y consolador.
Se vieron «a sí mismos en su propio estado carnal», y se sintieron «aún menos
que el polvo de la tierra». A una misma voz clamaron: «¡Oh, ten misericordia, y
aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros
pecados!». Y entonces vino la respuesta del cielo: «el Espíritu del Señor
descendió sobre ellos, y fueron llenos de gozo, habiendo recibido la remisión de
sus pecados, y teniendo paz de conciencia a causa de la gran fe que tenían en
Jesucristo» (Mosíah 4:2–3). Además de purificarles, la Expiación les trajo
consuelo.
LA EXPIACIÓN ES LA RESPUESTA:
LA ÚNICA RESPUESTA
Nefi y Lehi, los hijos de Helamán, fueron encarcelados por sus trabajos
misionales entre los lamanitas. Pasaron muchos días sin comida. Entonces llegó
el día funesto en el que sus captores volvieron a la prisión para ejecutarles; pero
en esta ocasión el Señor dejaría de frenar su mano. Nefi y Lehi fueron envueltos
«como por fuego». A sus asaltantes «los cubrió una nube de obscuridad, y se
apoderó de ellos un espantoso e imponente temor». Una voz apacible y delicada
penetró en ellos hasta llegar al alma misma. Esto se repitió tres veces. El mensaje
estaba claro: «Arrepentíos, arrepentíos». La tierra se sacudió, los muros de la
prisión temblaron y la nube de oscuridad se cernió sobre ellos con tenacidad
implacable y «no se disipó» (Helamán 5:23, 28, 29, 31). La mencionada nube de
oscuridad era una manifestación física de la sombra espiritual que nublaba sus
almas impenitentes. El simbolismo del momento era claro e inequívoco.
Irónicamente, los impenitentes eran ahora los encarcelados, ya que no podían
«moverse». Las paredes tangibles de la prisión eran una señal de la prisión
espiritual que habían levantado ladrillo a ladrillo entregados a una vida de
maldad. No eran libres en absoluto. Era como si su condición espiritual, en
apariencia invisible al ojo mortal por tantos años, ahora se reflejara en marcado
contraste con símbolos tangibles.
Finalmente, los lamanitas no pudieron soportarlo más. Clamaron al Señor:
«¿Qué haremos para que sea quitada esta nube de tinieblas que nos cubre?». La
nube simbolizaba todo lo que en su vida era deprimente y debilitante. Entonces
Aminadab, un disidente nefita, les respondió con una fuerza persuasiva que
despejaría, tanto la nube física como la espiritual que los había estado cubriendo:
«Debéis arrepentiros y clamar a la voz, hasta que tengáis fe en Cristo (…); y
cuando hagáis esto, será quitada la nube de tinieblas que os cubre».
El tiempo y el lugar no importan. La solución para el impenitente es siempre la
misma: arrepentirse y tener fe en Cristo. Y así fue en el caso de estos lamanitas
incapaces de «moverse». En respuesta a la crisis inminente, clamaron a Dios en
alta voz hasta que se dispersó la nube. Entonces fueron rodeados, «sí, cada uno
de ellos, por una columna de fuego (…) y fueron llenos de ese gozo que es
inefable y lleno de gloria». Y vinieron esas reconfortantes palabras de solaz:
«Paz, paz a vosotros por motivo de vuestra fe en mi Bien Amado» (Helamán
5:34, 40, 41, 43, 44, 47).
Lo acaecido en esa ocasión recuerda la experiencia de Alma hijo. Él también
libró una batalla por la paz. Se hallaba en las profundidades de la desesperación.
Con un lenguaje de lo más gráfico, Alma describe su situación: «yo estaba a
punto de ser desechado. (…) Me hallaba en el más tenebroso abismo. (…)
Atormentaba mi alma un suplicio eterno» (Mosíah 27:27, 29). Tan solo cuando
pensó en Jesucristo y su Expiación recibió la paz que anhelaba tan
desesperadamente:
«Mientras así me agobiaba este tormento, mientras me atribulaba el recuerdo de
mis muchos pecados, he aquí, también me acordé de haber oído a mi padre
profetizar al pueblo concerniente a la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios,
para expiar los pecados del mundo.
»Y al concentrarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón:
¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí (…) Y he aquí que cuando pensé
esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el
recuerdo de mis pecados. Y, ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que
vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor»
(Alma 36:17–20; énfasis añadido; véase también Mosíah 27:29).
En tiempos del Libro de Mormón, como en los nuestros, la respuesta para
obtener paz mental sigue siendo la misma: entender la Expiación de Jesucristo y
ser partícipes de ella. Esta fue la solución eficaz para los lamanitas en más de una
ocasión. En los días de los anti-nefi-lehitas, su rey comentó que ellos habían sido
«los más perdidos de todos los hombres» (Alma 24:11). Y después se
arrepintieron. El rey reconoció que habían sido perdonados, pero asimismo dio
gracias a Dios porque «ha depurado nuestros corazones de toda culpa, por los
méritos de su Hijo» (Alma 24:10). Enós oyó la voz de Dios que le decía: «tus
pecados te son perdonados», y se regocijó por el maravilloso milagro que se
produjo a continuación: «por tanto, mi culpa fue expurgada» (Enós 1:5–6).
Macbeth anhelaba esa misma paz para Lady Macbeth, esa misma conciencia libre
de culpa. Puede que sus deseos resuenen en los corazones de muchos hoy en día:
¿No puedes tratar un alma enferma,
arrancar de la memoria un dolor arraigado,
borrar una angustia grabada en la mente
y, con dulce antídoto que haga olvidar,
extraer lo que ahoga su pecho
y le oprime el corazón?3
Profundamente enraizadas, hay penas que permanecen hoy por hoy en los
corazones de muchos, y el mundo todavía busca en vano un antídoto. Muchos
esperan hallar soluciones en terapeutas mundanos, en el dinero y la fama, pero su
búsqueda es en vano.
El Señor señaló la futilidad de las soluciones aportadas por el mundo: «En el
mundo tendréis aflicción» (Juan 16:33), y «no conocieron camino de paz» (Isaías
59:8). En ningún hombre puede encontrarse la paz; únicamente viene por el
Salvador. Con particularidad, las Escrituras describen las horrendas
consecuencias de las soluciones del mundo: el alma de un hombre estará
«atormentada por la conciencia de su propia culpa» (Alma 14:6), incluso
teniendo «cauterizada la conciencia» (1 Timoteo 4:2). «Las demandas de la
divina justicia despiertan en su alma inmortal un vivo sentimiento de su propia
culpa, (…) y le llena el pecho de culpa, dolor y angustia, que es como un fuego
inextinguible, cuya llama asciende para siempre jamás» (Mosíah 2:38). Nefi
añade esta advertencia: «los culpables hallan la verdad dura, porque los hiere
hasta el centro» (1 Nefi 16:2). Los malos son quienes «[huirán] sin que haya
quien [los] persiga» (Levítico 26:17; véase también Proverbios 28:1) y están «de
duelo todo el día» (Salmos 38:6). Job habló con aspereza —pero verazmente—de
los que no tienen nada que ofrecer más que el consuelo del mundo: «¿Cómo,
pues, me consoláis en vano? En vuestras respuestas hay falsedad» (Job 21:34).
Todas las tentaciones seductoras, programas falsificados y promesas
especiosas, incorporadas de una forma u otra a las soluciones del mundo con todo
su atractivo, oratoria y brillo multidimensionales, simplemente se hunden a la luz
de la declaración consagrada en las eternidades del Señor: «No hay paz para los
malvados, dice mi Dios» (Isaías 57:21). La letra del himno nos hace pensar:
¿Dónde hallo el solaz
dónde, el alivio
cuando mi llanto nadie puede calmar?4
El Señor dio la respuesta, la única réplica segura: «mi paz os doy; yo no os la
doy como el mundo la da» (Juan 14:27). Esa paz de la que habló es la paz «que
sobrepasa todo entendimiento» (Filipenses 4:7). Se encuentra solamente cuando
llegamos a conocer, apreciar y aceptar la Expiación de Jesucristo. Entonces la
«paz os [será multiplicada] mediante el conocimiento de Dios y de nuestro Señor
Jesús» (2 Pedro 1:2; véase también Helamán 5:47). Ammón fue un testigo vivo
de ello; habló de la desesperanza de los que han probado otro camino: «He aquí,
este es un gozo que nadie recibe sino el que verdaderamente se arrepiente y
humildemente busca la felicidad» (Alma 27:18). David sabía de la futilidad de
buscar otra fuente de paz: «Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en
ti» (Salmos 39:7).
Tras el conmovedor sermón del Pan de vida —quizá el sermón más memorable
del Señor, si descontamos el Sermón del Monte—, muchos de sus discípulos lo
abandonaron. El Salvador se volvió entonces a Pedro, y preguntó: «¿También
vosotros queréis iros?». La respuesta de Pedro debería hacer arder todos los
corazones y colgar de los muros de todos los hogares: «Señor, ¿a quién iremos?
Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan 6:67–68). Uno podrá buscar en vano a lo
largo y ancho del mundo, escudriñar los diarios en busca de pensamientos,
acariciar las filosofías de los hombres, pero a la larga aprenderá que no existe
esperanza, ni paz duradera, más que en Jesucristo.
El sacrificio expiatorio de Cristo, y nuestra aceptación total de la Expiación,
son el antídoto espiritual que sana el alma herida. Es un antídoto que aporta
esperanza en lugar de desesperación, luz en lugar de oscuridad y paz en lugar de
zozobra. Fue este antídoto lo que funcionó en el caso de Zeezrom. Postrado en
cama y ardiendo de fiebre. Repasaba sus numerosos pecados, creyendo que no
había «liberación» por lo que había hecho. Entonces Alma planteó una de esas
preguntas que cambian las reglas del juego radicalmente: «¿Crees en el poder de
Cristo para salvar? (…) Si crees en la redención de Cristo, tú puedes ser sanado»
(Alma 15:3, 6, 8). La respuesta fue afirmativa. La curación subsiguiente fue tanto
física como espiritual. La condición previa fue la creencia en la Expiación de
Jesucristo.
Jacob invitó a su pueblo a «oír la agradable palabra de Dios; sí, la palabra que
sana el alma herida» (Jacob 2:8). Una invitación semejante la cursó nuevamente
el Salvador durante su ministerio terrenal: «Venid a mí todos los que estáis
trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y
aprended de mí, (…) y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mateo 11:28–
29). Nefi habló de aquellos días gloriosos en los que «el Hijo de Justicia se les
aparecerá [a los justos]; y él los sanará, y tendrán paz» (2 Nefi 26:9).
Así, no resulta sorprendente que el Salvador, tras ofrecer una valiosa
información de naturaleza autobiográfica acerca de su propia Expiación, diera las
siguientes instrucciones a los Santos de los últimos días: «Aprende de mí y
escucha mis palabras (…) y en mí tendrás paz» (DyC 19:23). En efecto, el
Salvador es el autor de la paz, el «fundador de la paz» (Mosíah 15:18), el
«Príncipe de paz» (Isaías 9:6), para todos los que vienen a Él. Enós fue un testigo
de esta promesa: «Y pronto iré (...) [a] mi Redentor, porque sé que en él
reposaré» (Enós 1:27; véase también DyC 54:10).
El Señor desea ansiosamente que vivamos en paz. Es uno de los dones de su
Expiación. Como cualquier padre amoroso, anhela colmarnos de los dones que
redundarán en nuestro bienestar espiritual. Lucas nos cuenta de la mujer que
había padecido «de un flujo de sangre» doce años (Lucas 8:43). Según Lucas, la
mujer se acercó al Salvador por detrás, tocó el borde de su manto y fue sanada
instantáneamente. ¿Cómo se sintió? Ciertamente, su curación inmediata provocó
alborozo, pero cabe preguntarse si no hubo también cierto ligero y persistente
sentimiento de culpa por haber actuado secretamente. ¿Había algo de
incongruente —desde el punto de vista espiritual— en su acto? ¿Creía ella en los
poderes curativos del Salvador, pero se sentía indigna de solicitarle lo que tanto
deseaba directamente? Fuera cual fuera la causa de su actuación encubierta, en
cuanto esta se produjo, el Salvador preguntó «¿Quién es el que me ha tocado?»
(Lucas 8:45). Pedro estaba atónito. ¿Y qué importancia tenía eso? Se encontraban
en medio de una multitud; muchos le empujaban, pero el espíritu del Salvador
había sido estimulado por el contacto de alguien que no lo había tocado por
casualidad. Con ese contacto, supo que había salido poder de su persona. La
mujer, incapaz de esconderse, cayó ante Él temblorosa y confesó lo que había
hecho. Su cuerpo mortal estaba rejuvenecido, pero su serenidad espiritual y
emocional todavía dejaba mucho que desear. La mujer tenía paz corporal, pero
carecía de paz mental. Ahora el Señor le iba a brindar ambas: «Hija, tu fe te ha
sanado; ve en paz» (Lucas 8:48; énfasis añadido). ¡Oh, qué bálsamo deben haber
sido estas pocas palabras para su espíritu enfermo! El alma sensible y tierna del
Salvador sabía que la sanación de esta buena mujer de fe solamente había sido
parcial.
Ni la curación del cuerpo ni la sanación del espíritu están completas sin la paz
mental. Por ello el Salvador le dijo al paralítico: «Ten ánimo, hijo; tus pecados te
son perdonados» (Mateo 9:2). Este fue el mismo mensaje que recibió Thomas
Marsh después de que le perdonaran también sus pecados: «Sea de buen ánimo tu
corazón ante mi faz» (DyC 112:4). A Lyman Sherman, el Señor le prometió:
«son perdonados tus pecados» (DyC 108:1). Esa fue la parte purificadora. A
continuación, vinieron las palabras de consuelo: «Repose, por tanto, tu alma en
cuanto a tu condición espiritual» (DyC 108:2). Palabras de consuelo similares
recibieron el profeta José Smith y Oliver Cowdery en el templo de Kirtland.
Primero vino la purificación: «os halláis limpios delante de mí». Y acto seguido
la promesa consoladora de que todo estaba bien: «por tanto, alzad la cabeza y
regocijaos» (DyC 110:5). En cada ocasión, el Señor culminó sus sanaciones con
una piedra cimera: la paz mental. En la última cena, el Señor situó las cosas en su
justa perspectiva: «os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo
tendréis aflicción. Pero confiad; yo he vencido al mundo» (Juan 16:33; véase
también DyC 78:18).
Resulta asombroso que en esta ocasión el Señor pudiera animar a sus discípulos
a «confiar», cuando todo parecía indicar que oscuros nubarrones se aproximaban
en el horizonte. Getsemaní era inminente. La traición de Judas estaba cerca. La
negación de Pedro se produciría muy pronto. También le esperaba la burla de un
pseudojuicio, los gritos proferidos a coro por aquellos que había venido a salvar:
«¡Crucifícalo, crucifícalo, crucifícalo!». Y, finalmente, el Calvario mismo. Todo
esto le esperaba, pero, con todo, todavía era capaz de decir: «confiad». ¿Por qué?
Porque vencería al mundo; descendería por debajo de todo ello. Él haría posible
que todas las personas en todas las épocas, superaran cualquier obstáculo,
debilidad, pecado y punzada de culpa. Por el sacrificio del Salvador, todos y cada
uno de nosotros podemos revivir la experiencia de Alma: «imploré misericordia
al Señor Jesucristo (…) y hallé paz para mi alma» (Alma 38:8).
NOTAS
1. Robinson, «Believing Christ», 26.
2. Lewis, Quotable Lewis, 221.
3. Shakespeare, Macbeth, Acto V, escena IV, 40–45.
4. Emma Lou Thayne, «¿Dónde hallo el solaz?», Himnos, núm. 69; empleado con el permiso de la
autora.
Capítulo 19
LA BENDICIÓN DEL SOCORRO
«EL MÁXIMO CONSOLADOR»
Una de las bendiciones de la Expiación es el acceso a los poderes de socorro
del Salvador. Isaías habló reiteradamente de Su influencia sanadora y calmante.
El profeta testificó además que el Salvador era «fortaleza para el menesteroso en
su aflicción, amparo contra la tempestad, sombra contra el calor» (Isaías 25:4).
En lo relativo a los que sufren, Isaías declaró que el Salvador poseía el poder de
«consolar a todos los que lloran» (Isaías 61:2), «[enjugar] (…) toda lágrima de
todos los rostros» (Isaías 25:8; véase también Apocalipsis 7:17), «vivificar el
espíritu de los humildes» (Isaías 57:15) y «vendar a los quebrantados de
corazón» (Isaías 61:1; véase también Lucas 4:18; Salmos 147:3). Tan expansivo
era su poder de Socorro que podía dar «gloria en lugar de ceniza, aceite de gozo
en lugar de luto, manto de alegría en lugar de espíritu apesadumbrado» (Isaías
61:3).
¡Oh, qué esperanza surge de esas promesas! Aunque nuestra vida pueda parecer
vacía y sin sentido —quizá reducida a poco más que las cenizas esparcidas de un
curso de autodestrucción— hay un renacer milagroso, un fénix espiritual que
emerge de nuestra aceptación del Salvador y su Expiación. Su espíritu sana,
refina, consuela, insufla vida renovada en los corazones desesperanzados. Tiene
el poder de transformar todo lo negativo, lo vicioso y lo inútil en algo
caracterizado por un esplendor supremo y glorioso. Él tiene el poder de convertir
las cenizas de la mortalidad en las bellezas de la eternidad. Tan arrollador es el
bálsamo curativo del Salvador prometido por Isaías, que «huirán la tristeza y el
gemido» (Isaías 35:10).
Aunque el Salvador sabía todas las cosas en el Espíritu (Alma 7:13), también
era conocedor de los dolores, las debilidades y las tentaciones del hombre en la
carne. Nunca permitió que el poder divino lo aislara cuando anduvo por los
caminos que pisaban los mortales. El Salvador optó por permitir que todos los
dolores, aflicciones y debilidades del hombre surcaran y envolvieran su cuerpo
físico. Pablo observó que Él llegó a «ser en todo semejante a sus hermanos, para
venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Hebreos 2:17). El fuego
purificador de la experiencia humana confirmó en su naturaleza divina la ternura
del corazón, la suavidad del alma, las cuales hicieron al Salvador, además de
misericordioso y omnipotente, compasivo.
El élder Neal A. Maxwell arrojó luz sobre la relación existente entre la
Expiación y los poderes de socorro del Salvador: «Su empatía y capacidad para
socorrernos —en nuestras enfermedades, tentaciones o pecados— se
demostraron y perfeccionaron en el proceso de la gran expiación».1 Y añadió:
«La maravillosa expiación dio lugar, no solamente a la inmortalidad, sino
también a la perfección definitiva de la capacidad empática y ayudadora de
Jesús».2 William Wordsworth ofreció un pensamiento coherente con esto en su
poema «Character of the Happy Warrior»:
Más diestro conocedor de sí mismo, incluso más puro,
Más tentado; más capaz de aguantar,
Más expuesto a sufrimiento y a aflicción;
por ende, también, más despierto a la ternura.3
El Salvador es un Dios cuyos milagros estaban motivados por la compasión; un
Dios que entabló amistad con mortales; un Dios que lloró ante el sufrimiento
humano; un Dios que vivió una vida de intimidad, no de «distanciamiento», con
respecto a sus homólogos humanos. Nuestro Señor es un Dios personal, amoroso,
bondadoso, que es también nuestro amigo, hermano, abogado y Salvador. ¡Qué
misericordia y compasión llenan su alma! Isaías lo sintetizó bien: «Cantad
alabanzas, oh cielos, y regocíjate, oh tierra (…) porque Jehová ha consolado a su
pueblo y de sus pobres tendrá misericordia» (Isaías 49:13).
El Salvador no era un observador aislado en una torre de marfil, ni un capitán
de la retaguardia. No era un espectador, ni «un sumo sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que fue tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15). Pablo continúa su
explicación así: «Pues por cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso
para socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18; véase también DyC 62:1).
El Salvador era un participante activo, un actor principal, quien, además de
entender nuestra triste situación intelectualmente, sintió nuestras heridas porque
se convirtieron en sus propias heridas. Él tuvo experiencia directa, «en las
trincheras». Él sabía «según la carne (…) cómo socorrer a los de su pueblo, de
acuerdo con las debilidades de ellos» (Alma 7:12). Él podía consolar con
empatía, no solo con simpatía, a todos «los humildes» (2 Corintios 7:6). Por eso
Pedro invitó a todos los santos a poner «toda [su] ansiedad sobre él, porque él
tiene cuidado de [nosotros]» (1 Pedro 5:7). El Salvador era ciertamente lo que el
presidente Ezra Taft Benson denominó «el máximo Consolador».4
Mormón, en sus últimas palabras en la tierra, le habló a su hijo Moroni. Aludió
a las atrocidades de los lamanitas, para agregar una sorprendente condena de su
propio pueblo: «Mas no obstante esta gran abominación de los lamanitas, no
excede a la de nuestro pueblo» (Moroni 9:9). La inmoralidad, el asesinato, la
tortura, la perversión… lo habían hecho todo. Mormón reconoció que eran
«como bestias salvajes» (Moroni 9:10). Era incapaz de encomendarlos a Dios, no
fuera que Dios lo castigara. Ese era el panorama desolador. En circunstancias tan
calamitosas, ¿podía Mormón ofrecer alguna esperanza a su fiel hijo Moroni?
Leamos estas hermosas palabras de consuelo de un padre sensible a su hijo:
«Hijo mío, sé fiel en Cristo; y que las cosas que he escrito no te aflijan, para
apesadumbrarte hasta la muerte; sino Cristo te anime, y sus padecimientos y
muerte, y la manifestación de su cuerpo a nuestros padres, y su misericordia y
longanimidad, y la esperanza de su gloria y de la vida eterna, reposen en tu mente
para siempre». (Moroni 9:25; énfasis añadido).
Sin importar lo perdido que el mundo en general parezca estar, ni lo depravado
o degenerado que pueda llegar a ser, existe aún una luz brillante de esperanza
para los que tienen fe en Cristo. Los que hacen de Él y de Su sacrificio expiatorio
el centro de atención, quienes permiten que sus mentes alberguen estas verdades
gloriosas de forma constante, encontrarán que el poder de Cristo para elevar el
alma humana sobrepasa incluso las cargas más pesadas que el mundo pueda
lanzarles. Hay un cierto optimismo espiritual que acompaña al estudio de la
Expiación y la reflexión sobre ella. Dicha serenidad espiritual acabó por llegarle
finalmente a Abraham, pero solamente después de que a su espíritu turbado se le
permitiera atravesar el velo de la historia y pudiera ver con ojos proféticos «los
días del Hijo del Hombre, y se alegró, y su alma descansó» (TJS, Génesis 15:12).
Alma, quien conocía esta fuente de consuelo definitivo, alzó la voz diciendo:
«¡Oh Señor, mi corazón se halla afligido en sumo grado; consuela mi alma en
Cristo!» (Alma 31:31).
Ningún hombre puede exclamar: «Él no entiende mi situación; nadie tiene las
mismas pruebas que yo». No hay nada que quede fuera del ámbito de experiencia
del Salvador. Como observara el élder Maxwell: «Ninguno de nosotros puede
enseñarle a Cristo nada acerca de la depresión».5Como resultado de su
experiencia mortal —culminado en la Expiación—, el Salvador sabe, entiende y
siente toda condición, toda desgracia y toda pérdida del hombre. Nadie puede
consolar como Él. Nadie puede levantar las cargas como Él. Nadie puede
escuchar como Él. No hay pena que no sea capaz de aliviar, ni rechazo que no
pueda mitigar, ni soledad por la que no pueda reconfortar. Sea cual sea la
aflicción que el mundo interponga en nuestro camino, Él tiene un remedio de
poder curativo superior. Truman Madsen habló convincentemente de los poderes
consoladores del Salvador:
«Ningún trance humano, cualquier pérdida trágica, ningún fallo espiritual,
quedan fuera del alcance de su conocimiento y compasión presentes. (…) Y
cualquier teología que enseña que hubo algunas cosas que Él no sufrió es una
falsificación de su vida. Él las conocía todas. ¿Por qué? A fin de socorrer —o lo
que es lo mismo, consolar y sanar— a su pueblo. Él estaba al tanto de la
naturaleza plena de la lucha humana».6
Las necesidades del hombre, por onerosas o numerosas que sean, nunca
superarán los poderes de Dios para socorrer. Son parte del milagro de su
redención. Él está siempre ahí. Nunca nos dice que no volvamos a casa. Nunca le
falta ansiosa preocupación. Nunca le falta un remedio. El amor y la compasión
del Salvador siempre circunscribirán toda necesidad real e imaginaria del
hombre.
Nos regocijamos en su invitación y su promesa gloriosas: «Venid a mí todos los
que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11:28). De
igual manera, esto forma parte del poder y la bendición de la Expiación: socorrer
a los que lo necesitan. Esa era la esencia del mensaje de Alma a los zoramitas.
Les enseñó acerca de la Expiación, les exhortó a «plantar esta palabra» en sus
corazones, y concluyó: «Y entonces Dios os conceda que sean ligeras vuestras
cargas mediante el gozo de su Hijo» (Alma 33:23).
Cuanto más fácil es seguir y amar a un líder que ha sentido todo lo que hemos
sentido y más; uno que, además de simpatizar, también siente empatía por
nuestra causa. Si bien el Salvador puede haber sabido todas las cosas en el
Espíritu, incluidas las angustias de la carne, el hecho de haber tomado un cuerpo
de carne y hueso, y sufrir después las humillaciones del hombre, aumenta tanto
nuestro afecto por el Salvador como nuestra capacidad de identificarnos con él.
El élder Maxwell cita a G. K. Chesterton en este aspecto: «Ningún monarca
misterioso, escondido en su pabellón estrellado en la base de la campaña
cósmica, se parece en lo más mínimo al caballeresco y celestial capitán que porta
sus cinco heridas en el frente de batalla».7 Es ese líder «herido» al que tenemos la
fortuna de seguir. Ese es el líder herido que nos socorre en nuestras propias
heridas.
NOTAS
1. Maxwell, Plain and Precious Things, 99.
2. Ibid., 42.
3. Clark and Thomas, Out of the Best Books, 1:67.
4. Benson, Sermones y escritos, 6.
5. Maxwell, «Enduring Well», 10.
6. Madsen, Christ and the Inner Life, 5, 12.
7. Maxwell, More Excellent Way, 12.
Capítulo 20
LA BENDICIÓN
DE LA MOTIVACIÓN
EL PODER DE ATRAER A LOS HOMBRES A ÉL
Otra bendición significativa que emana de la Expiación es el poder de motivar.
La finalidad primordial del sufrimiento del Salvador era redimirnos de la Caída y
de los efectos de nuestros propios pecados. En el proceso de llevar a cabo ese
acto divino, sin embargo, hubo una «repercusión divina», parte de la cual
consistía en el poder motivador que atrae a los hombres a él. Algunos se han
referido a ello con el nombre de «teoría de la influencia moral» o «síndrome del
atractivo del amor», pero el nombre reviste escasa importancia en comparación
con las consecuencias.
Los poderes de la Expiación no permanecen inactivos hasta que se comete un
pecado y entonces, súbitamente, se activan para satisfacer las necesidades de la
persona arrepentida. Más bien, al igual que sucede con la fuerza de la gravedad,
están presentes por doquier, ejerciendo su influencia invisible y potente a la vez.
Nefi hizo referencia a la omnipresencia de estos poderes motivadores: «Él no
hace nada a menos que sea para el beneficio del mundo; porque él ama al mundo,
al grado de dar su propia vida para traer a todos los hombres a él». (2 Nefi
26:24; énfasis añadido). Tras su resurrección, el Salvador enseñó: «y por esta
razón he sido levantado; por consiguiente, (…) atraeré a mí mismo a todos los
hombres» (3 Nefi 27:15; énfasis añadido; véase también Santiago 4:10). En este
sentido, el Salvador ejerce una forma de gravedad espiritual que atrae y seduce a
todos los hombres para que se acerquen a él.
Estos poderes motivadores siempre están extendiéndose, alargando la mano,
penetrando en cada corazón abierto. Son estos poderes los que contribuyen a
encender el deseo de arrepentimiento. Son estos poderes los que pueden inspirar
nuestra línea de conducta antes de que se cometa siquiera el pecado. De la misma
manera que pensar en las vidas y el sacrificio de nuestras madres puede influir en
nuestra conducta para bien, reflexionar sobre la vida y el sacrificio del Salvador
puede inspirar nuestro proceder antes incluso de que se cometa un pecado. Por
tanto, los poderes que emanan de la Expiación no son exclusivamente de
naturaleza reactiva; son también proactivos, y este hecho reviste idéntica
importancia. Baste señalar que la Expiación es mucho más que un remedio
divino orientado a corregir nuestros pecados una vez cometidos. La Expiación es,
de hecho, la motivación más poderosa del mundo para ser bueno cotidianamente
y, de ser necesario, arrepentirse cuando nos quedamos cortos. El élder Charles
W. Penrose enseñó: «Si en verdad creemos en Dios y en Jesucristo», entonces
«en nuestros corazones entrará el deseo de apartarnos del pecado».1
La fuerza nunca ha sido el cetro de gobierno del Salvador. Más bien, nos
enseña que el poder y la influencia divina se ejercen «por persuasión, por
longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero» (DyC 121:41). Su
modus operandi consiste en invitar y atraer a todos los hombres a él. Alma
enseñó este principio gratificante: «He aquí, él invita a todos los hombres, pues a
todos ellos se extienden los brazos de misericordia» (Alma 5:33; véase también
2 Nefi 26:25). No hace falta poseer una imaginación desbordante para visualizar
a un padre con los brazos extendidos en señal de bienvenida a un hijo descarriado
que vuelve al hogar de seguridad y amor. Ese marco tiene un indudable
magnetismo. ¿Acaso un hijo podría resistirse a una invitación como esa? Por
supuesto, esa es la cuestión: si somos como niños, no nos resistiremos, no lo
pospondremos, sino que correremos hacia los brazos abiertos que nos llaman.
Incluso cuando somos rebeldes; incluso cuando representamos el papel del hijo o
la hija pródigos, no podemos olvidar al padre amoroso que «fue movido a
misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello y le besó» (Lucas 15:20). Un
amor compasivo de esa naturaleza es difícil de resistir; es una poderosa
invitación a regresar al hogar. Y ese es el efecto del sacrificio amoroso del
Salvador.
¿Y CÓMO FUNCIONA?
¿Y cómo motiva, invita y atrae a todos los hombres al Salvador la Expiación?
¿Qué causa esta atracción gravitatoria, este tirón espiritual? Un cierto poder
irresistible mana del sufrimiento justo; no un sufrimiento indiscriminado,
innecesario, sino del sufrimiento justo, voluntario, por el prójimo. Este
sufrimiento es otra de las formas más puras de motivación que podemos ofrecer a
los que amamos. Pensémoslo unos instantes: ¿cómo cambia uno la actitud o la
línea de actuación de un ser querido cuyos pasos parecen guiarlo directamente a
la destrucción? Si un ejemplo no consigue ejercer influencia; si las palabras
amables se ignoran y los poderes de la lógica se descartan como el tamo delante
del viento, ¿a dónde se puede acudir entonces? Jag Parvesh Chader habló acerca
de agotar todas las fuentes no violentas y agregó lo siguiente: «Cuando no
produce ningún efecto saludable, se invita voluntariamente el sufrimiento en el
cuerpo propio a fin de abrir los ojos de la persona que se empecina en no ver la
luz».2
El ayuno se ha empleado a menudo para tal fin. Los efectos de la abstinencia
van más allá de hacernos pasar hambre; hacen más que refinar nuestros espíritus;
contiene cierto poder motivador inherente susceptible de cambiar y ablandar los
corazones de los demás, sobre todo cuando saben que estamos ayunando por
ellos. Ahí se encuentra una fuerza capaz de penetrar los muros pétreos del
orgullo, reponer las reservas de humildad y engendrar más afecto y gratitud por
el que sufre.
En palabras del misionero evangélico, E. Stanley Jones, el sufrimiento tiene un
«intenso atractivo moral». Jones le preguntó en una ocasión a Mahatma Gandhi
mientras se encontraba sentado en un catre en el patio abierto de la cárcel de
Yeravda: «‘¿No es su ayuno una forma de coerción?’ ‘Sí’, respondió muy
pausadamente, ‘el mismo tipo de coerción que Jesús ejerce sobre usted desde la
cruz’». Cuando Jones reflexionó sobre tan profunda réplica, dijo: «Me quedé en
silencio. La veracidad de aquello era tan obvia que me quedo sin palabras cada
vez que pienso en ello. Tenía toda la razón. Los años lo han aclarado. Y ahora lo
veo por lo que es: un potente poder moral y redentor si se emplea correctamente.
Sin embargo, debe emplearse de la forma adecuada».3
No todo sufrimiento motiva para el bien. Está el sufrimiento del preso, pero las
cárceles continúan llenándose a rebosar. Está el dolor y el sufrimiento recurrentes
de la guerra, pero el mundo sigue resonando con conflictos bélicos y
confrontaciones. También está el sufrimiento de los que contraen enfermedades
contagiosas por su conducta inmoral, pero miles siguen haciendo lo mismo. Y
tenemos el sufrimiento de las almas puras y nobles que logran sufrir más allá de
sí mismas, cuyo sufrimiento conlleva más que un poder purificador para la
persona: es fuente de poder redentor para otros también.
Este principio se ilustra persuasivamente en el Libro de Mormón. Ammón y sus
hermanos habían traído a miles de los lamanitas al conocimiento de la verdad.
Deseando distinguirse de los incrédulos, estos conversos adoptaron el nombre de
«pueblo de Anti-Nefi-Lehi». Lamentablemente, el cisma producido entre
creyentes y no creyentes empeoró hasta que el odio de los incrédulos alcanzó
niveles desmedidos, incluso hasta que «su odio contra ellos llegó a ser
sumamente intenso» (Alma 24:2). La guerra era inminente. Entonces llegó el
sacrificio humano supremo. El pueblo de Anti-Nefi-Lehi, teniendo plena
consciencia del ataque inminente, enterró sus armas de guerra, «prometiendo y
haciendo convenio con Dios de que antes que derramar la sangre de sus
hermanos, ellos darían sus propias vidas; y antes que privar a un hermano, ellos
le darían». Si fuera necesario, «[padecerían] hasta la muerte» (Alma 24:18–19).
Es posible imaginar la desgarradora escena que se produciría a continuación.
Por un lado, estaban los creyentes: desarmados, cándidos, postrados en tierra en
el acto de orar, sometiéndose humildemente a la voluntad de Dios; en el otro, los
incrédulos: vengativos, llenos de odio, armados hasta los dientes, a todo correr y
lanzando alaridos que helaban la sangre en las venas, como si de demonios se
tratara, abalanzándose sobre su presa indefensa y con un único objetivo en
mente: «destruir al pueblo de Anti-Nefi-Lehi» (Alma 24:20). La masacre fue
atroz: 1005 de los creyentes fueron talados. En todo el proceso no hubo
resistencia, ni un ápice de oposición, ni medidas defensivas y de contrataque,
solamente una muda e inquebrantable determinación de confiar en Dios, fueran
cuales fueran las consecuencias. ¡Y menudas fueron las consecuencias!
Finalmente, el sufrimiento cumulativo de esos santos inamovibles fue
magnificado en extremo para obrar un milagro inolvidable. Un ejército
desconocido para los rangos militares barrió el campo de batalla. Sin duda un
silencio ominoso se cernió sobre la carnicería. Era como si se estuviera
produciendo una transfusión espiritual en masa. El péndulo había tomado el
rumbo opuesto. El odio, la venganza y el orgullo se estaban dejando de lado,
mientras la culpabilidad, la vergüenza, el remordimiento y, finalmente, el
arrepentimiento, llenaron el vacío. Alma narra lo que sucedió a continuación:
«Sí, cuando los lamanitas vieron esto [el sacrificio propio de sus hermanos], se
abstuvieron de matarlos; y hubo muchos cuyos corazones se habían conmovido
dentro de ellos por los de sus hermanos que habían caído por la espada, pues se
arrepintieron de lo que habían hecho. Y aconteció que arrojaron al suelo sus
armas de guerra y no las quisieron volver a tomar, porque los atormentaba los
asesinatos que habían cometido; y se postraron, igual que sus hermanos,
confiando en la clemencia de aquellos que tenían las armas alzadas para
matarlos. Y sucedió que el número de los que se unieron al pueblo de Dios aquel
día fue mayor que el de los que habían sido muertos (…). Y no había un solo
hombre inicuo entre los que perecieron; pero hubo más de mil que llegaron al
conocimiento de la verdad; así vemos que el Señor obra de muchas maneras para
la salvación de su pueblo» (Alma 24:24–27).
Un sufrimiento de inmensas proporciones había traído la salvación. Donde la
razón había fallado, los lazos familiares habían sido cercenados y el legado
cultural habían resultado insuficiente como base para establecer vínculos
duraderos, el sufrimiento de los justos había triunfado. El sufrimiento probó ser
más que un proceso purificador para el donante; también aportó poderes
redentores para el receptor.
Mohandas Gandhi aprovechó el sufrimiento justo como un poderoso
instrumento motivador para el bien. Cada uno de sus ayunos poseía cierto poder
motivador, pero ninguno tuvo repercusiones más profundas que sus huelgas de
hambre de Calcuta y Delhi. Calcuta era un campo de batalla del odio. Gandhi,
que era hindú, se alojó en la casa de un musulmán en el corazón del distrito de
los disturbios. A algunos hindús les enfureció la actitud conciliadora de Gandhi
hacia el enemigo. Un atentado contra él fracasó. Enviaron varios grupos de
jóvenes hindús exaltados para convencer a Gandhi de su error. En cada ocasión,
los jóvenes volvían diciendo: «Mahatma tiene razón». La guerra continuó.
Finalmente, Gandhi anunció un ayuno hasta la muerte a menos que sus enemigos
cambiaran su proceder. Sería la paz entre ellos o la muerte para él. Transcurridos
tres días de ayuno, el sufrimiento de una figura venerada por una nación entera
fue más de lo que el pueblo podía soportar. Los poderes para ablandar y
persuadir de su dolor fundieron «corazones de piedra». Se trajeron a sus pies
armas, desde cuchillos hasta ametralladoras. Casi de la noche a la mañana se
produjo la curación. Lord Mountbatten, uno de los jefes militares presentes,
comentó: «Lo que 50 000 soldados bien equipados no eran capaces de lograr,
Mahatma lo había conseguido. Ha conseguido la paz».4 Y así fue.
Delhi era su siguiente reto. La tensión era absoluta. Gandhi propuso ocho
puntos con respecto a los cuales hindús y musulmanes debían encontrar un
acuerdo. De lo contrario, emprendería un nuevo ayuno hasta la muerte. De los
ocho puntos, la totalidad era favorable a los musulmanes. El riesgo era inmenso,
pero su objetivo era honorable: unificar una nación dividida. A los seis días se
rubricó el acuerdo de paz. E. Stanley Jones, presente justo antes del ayuno,
escribió al respecto: «No se trataba de la firma cualquiera de un acuerdo de paz
cualquiera. Había en ello una cualidad moral que lo hacía diferente. Su sangre y
sus lágrimas eran la base del pacto». Y añadió: «Su método y su objetivo eran
justos (…). Gandhi sacudió los cimientos de esa nación: la sacudió
moralmente».5 Mediante el poder del sufrimiento justo de un diminuto anciano de
setenta y nueve años, en el crepúsculo de su vida, ciertamente se salvó a una
nación haciendo que recuperara su cordura espiritual.
Cuando era profesor auxiliar en Harvard, Truman Madsen supo de una
experiencia que el rector de la universidad, Charles Eliot, compartió con un
alumno que estaba pensando dejar los estudios y abandonar. Evidentemente, el
rector Eliot puso en juego todas las facultades racionales que poseía a fin de
disuadir al joven y hacerle cambiar de idea. Todo era en vano. El estudiante no
daba su brazo a torcer; estaba decidido a seguir aquel rumbo destructivo.
Entonces, un pensamiento vino a la mente del rector Eliot. Le preguntó al
alumno: «¿Qué me dice de su esposa y sus padres que han trabajado y se han
esforzado para que usted llegue hasta aquí? ¿Su sacrificio no cuenta para nada?».
Aquel pensamiento tocó una fibra sensible en el joven. Seguiría adelante, no por
él, sino por aquellos que habían amado, habían sufrido y habían sacrificado tanto.
Sus sufrimientos no serían en vano.6
LOS ELEMENTOS
DEL SUFRIMIENTO QUE REDIMEN
Sufrir en beneficio del prójimo parece tener mayores efectos positivos en
presencia de cuatro elementos. Primero, el que sufre es puro y digno. En este
sentido, solamente ha habido uno totalmente libre de manchas; uno que fuera
digno de sufrir espiritualmente por todos los demás. Segundo, la causa por la que
sufre es justa. No hay causa más noble que la que motivó el sufrimiento del
Salvador; a saber, llevar a cabo «la inmortalidad y la vida eterna del hombre»
(Moisés 1:39). Tercero, el beneficiario conoce y ama al que sufre. Y cuarto, el
beneficiario acepta y aprecia el motivo por el que se produce el sufrimiento.
Cuando se dan simultáneamente estos cuatro elementos, la química del cambio
de la conducta humana se torna explosiva.
En el contexto de la Expiación, los primeros dos elementos anteriores se dan
por hecho. Los últimos dos dependen por completo de nosotros. Y ahí tenemos
una razón de que sea tan esencial entender la Expiación, incluidos sus porqués y
sus cómos, amén de sus consecuencias. Imaginemos el poder para el bien que
podría desatarse si entendiéramos totalmente la amplitud del amor de Cristo y la
profundidad de su sufrimiento. Pabló percibía este potencial cuando enseñó que
«la sangre de Cristo» depura o aparta «conciencias de obras muertas para que
sirváis al Dios vivo» (Hebreos 9:14). Cuando ampliamos nuestro conocimiento
de la Expiación e incrementamos nuestro amor por el Salvador y la causa por la
que sufrió, nuestros corazones empiezan a ablandarse y a someterse más
prontamente a los poderes motivadores de su sacrificio. Encontramos nuevas
reservas de compromiso para «servir al Dios vivo». Con el tiempo, nace una
llama de firmeza personal orientada a que su sufrimiento no sea en vano.
Justo antes de la organización de la Iglesia, el Señor aconsejó instructivamente
a José y Oliver; les perdonó sus debilidades y les animó a ser fieles y a guardar
los mandamientos. Al hacerlo, les dio la clave de la espiritualidad: «Mirad hacia
mí en todo pensamiento (…). Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y
también las marcas de los clavos en mis manos y pies» (DyC 6:36–37). El
Salvador sabía que una contemplación de la Expiación orienta nuestros
pensamientos y acciones hacia el cielo. Por eso se nos hace tanto hincapié en
recordar al Salvador y su Expiación. Es un componente central de las oraciones
sacramentales (véase DyC 20:77, 79). «Recordar» el sacrificio del Salvador es un
tema recurrente en las Escrituras (2 Nefi 10:20; Mosíah 4:11, 30). El Señor sabe
que esta reflexión es más que un ejercicio mental: es, en realidad, un precursor de
obras como las de Cristo.
Hace años, Handel compuso su obra maestra de la música coral: el
incomparable Mesías. Esta composición no es solamente el producto de la
genialidad de un hombre. De la letra fluyen las señales de la intervención divina.
La impresión vocal de los cielos es inconfundible. Durante veinticuatro días,
Handel se recluyó espiritualmente en su habitación para escribir línea tras línea
de una música que a todas luces era digna de coros celestiales. En un momento,
después de componer el coro del Aleluya, llamó a su criado y exclamó: «Creí
haber visto el cielo al completo ante mí y al gran Dios mismo». Tras una de sus
actuaciones, un amigo afirmó que se había entretenido mucho. Handel replicó:
«Lamentaría sobremanera entretenerles nada más. Mi deseo es hacer de ellos
mejores personas».7 Del mismo modo, el Salvador anhela que la Expiación nos
haga mejorar. Debe estar extremadamente desilusionado si las personas se
limitan a reconocer su Expiación como un sacrificio magnífico que hay que
admirar con reverencia, pero sin pensar siquiera en el cambio. El sacrificio
expiatorio estaba diseñado para motivarnos, atraernos al Salvador, elevarnos a
mayores alturas, y, en última instancia, ayudarnos a llegar a ser como Él.
NOTAS
1. Journal of Discourses, 21:85.
2. Jones, Mahatma Gandhi, 110.
3. Ibid., 110.
4. Ibid., 116–17.
5. Ibid., 117–18.
6. Truman G. Madsen compartió esta experiencia con el autor.
7. Kavanaugh, Spiritual Lives of Great Composers, 3, 6.
Capítulo 21
LA BENDICIÓN DE LA EXALTACIÓN
EL PODER PARA EXALTAR
La Expiación no solo fue una redención de lo que se perdió en la Caída;
también supuso un «añadido» (Abraham 3:26) para Adán y Eva y todos sus
descendientes, elevándolos por encima de su condición anterior a la Caída. La
Expiación tiene una naturaleza redentora y exaltadora al mismo tiempo. C. S.
Lewis entendía este principio: «Porque Dios no está solamente arreglando, no se
limita a restaurar un statu quo. La humanidad redimida es algo más glorioso de
lo que habría sido una humanidad sin caída, más gloriosa de lo que es ahora
cualquier raza sin caída (si es que, en estos momentos, el cielo nocturno oculta
una raza semejante). (…) Y esta gloria superpuesta exaltará, de forma
genuinamente vicaria, a todas las criaturas».1 Reconociendo la necesidad de la
Expiación por sus cualidades perfeccionadoras además de por sus virtudes
redentoras, Lewis agregó: «Habría tenido lugar para la Glorificación y la
Perfección, incluso si no hubiese sido una exigencia para la Redención».2
Qué tragedia sería que la Expiación se hubiera limitado a restaurarnos a un
estado edénico. Una redención literal de la transgresión de Adán, así sin más,
hubiera conllevado el retorno a la inocencia, a la incapacidad para tener hijos, a
una ausencia de oportunidad de elección entre el bien o el mal y a esperanzas
frustradas de alcanzar la naturaleza divina. Afortunadamente, la Expiación fue
más que una restauración de lo que se había perdido, mucho más que un retorno a
la línea de partida. El presidente John Taylor ofreció información reveladora al
respecto:
«El Evangelio, presentado y predicado a Adán después de la caída —mediante
la expiación de Jesucristo—, le permitió, no sólo triunfar sobre la muerte, sino
tener también a su alcance la perennidad, no solo de la vida terrenal, sino de la
vida celestial; no solo del dominio terrenal; también del dominio celestial; y en
virtud de la ley de ese evangelio se hizo posible (y no solamente a él; a toda su
posteridad también) obtener, tanto su primer estado, como una exaltación más
alta en la tierra y en los cielos de la que hubiese podido tener si no hubiera
caído, siendo los poderes y las bendiciones relacionados con la Expiación
totalmente más elevados y superiores a cualquier disfrute o privilegios que
hubiese podido tener en su primer estado».3
Y en otra ocasión, el presidente Taylor afirmó: «Como hombre, mediante las
facultades de su cuerpo, puede llegar a la dignidad y plenitud de la edad adulta,
pero no puede ir más allá; como hombre nace, como hombre vive y como
hombre muere; sin embargo, mediante la esencia y el poder de la divinidad, que
en él residen, y que han descendido sobre él como el don de Dios procedente de
su Padre Celestial, es capaz alzarse de los reducidos límites de los hombres hasta
alcanzar la dignidad de un Dios, y, de ese modo, gracias a la expiación de
Jesucristo y la adopción es capaz de alcanzar la exaltación eterna, vidas eternas y
progreso eterno. Pero esa transición de su condición humana a la de Dios sólo se
es posible en virtud de un poder superior al hombre: un poder infinito, un poder
eterno, sí, el poder de la Deidad».4
El élder Bruce Hafen escribió un artículo esclarecedor titulado «La Expiación
no es solo para los pecadores».5 De este título se desprende, naturalmente, que el
círculo de influencia de la Expiación va mucho más allá de una purificación de
nuestras fechorías voluntarias. De hecho, cuanto más se explora, se investiga y se
analiza esta doctrina, más lejos parecen expandirse sus lindes, casi con
elasticidad sin fin. Es como si alguien hubiera instalado una interminable serie de
telones en el espacio. Al principio, cada telón se levanta con la expectativa de
que sea el último, la conclusión de todo espacio; pero, cuando se sigue en esta
dirección sin descanso, finalmente uno se da cuenta de que estos telones no
terminan nunca. Asimismo, no hay límite en las bendiciones que otorga la
Expiación; no hay final para los interrogantes ni para sus respuestas… Al menos
no lo hay en nuestras vidas terrenales. Es una búsqueda de lo más emocionante,
pero también una lección de humildad; una mente finita en pos del infinito. En
algún momento, uno siente que ha llegado a una nube; ve el objeto cercano, pero
carece de los instrumentos necesarios para captarlo. Esta circunstancia, en modo
alguno supone una enmienda a la totalidad de la búsqueda; más bien se trata de
un acicate para volver a emprenderla con renovado vigor, sabiendo que, con cada
nueva verdad, cada nueva perspectiva, incluso con cada pregunta nueva, la
búsqueda de la verdad, esa verdad que salva almas, fortalece la fe y aumenta
nuestra comprensión de la eternidad, está avanzando, por insignificante que
pueda ser en la escala de las verdades cósmicas.
El rey Benjamín concibió un círculo de influencia de la Expiación en
expansión, mucho más allá del que peca deliberadamente. «su sangre», enseñó,
«expía los pecados de aquellos que (…) han muerto sin saber la voluntad de Dios
(…) o que han pecado por ignorancia» (Mosíah 3:11; véase también 3 Nefi 6:18).
Así, los poderes redentores de la Expiación no son solamente para el que peca a
sabiendas; también pueden redimir las almas de los que han pecado sin
conocimiento ni comprensión de la voluntad de Dios. Pero, ¿qué sucede con las
debilidades, defectos y carencias que no dependen tanto del pecado como de una
falta de capacidad? ¿Puede la Expiación remediar esta laguna? ¿Puede, acaso,
además de corregir, dotar, añadir y aumentar nuestra capacidad para llegar a ser
como Dios? ¿Puede tomar una cuenta espiritual deficitaria y, amén de borrar el
problema, transformar la carencia en un excedente? El élder Bruce Hafen
comparte esta conversación instructiva que mantuvo con el élder Bruce R.
McConkie:
«El élder Bruce R. McConkie visitó Ricks College para pronunciar un discurso.
Cuando íbamos en el auto al aeropuerto desde el campus, le pregunté al élder
McConkie si creía que los conceptos de la gracia y la Expiación del Señor tenían
algo que ver con el proceso afirmativo de perfeccionamiento de nuestra
naturaleza, una parte de la conexión entre estos conceptos y el perdón del pecado.
»Él respondió que eso es lo que las escrituras enseñan. Tras abrir Doctrina y
Convenios, leyó en voz alta la descripción dada por José Smith de los que se
encuentran en el reino celestial: ‘Son hombres justos hechos perfectos mediante
Jesús, el mediador del nuevo convenio, que obró esta perfecta expiación
derramando su propia sangre’ (DyC 76:69; énfasis añadido). (…) El élder
McConkie les dijo a los estudiantes de Ricks que la Expiación
compensa todos los efectos de la Caída y posibilita que heredemos la calidad de
vida de Dios: la vida eterna».6
La definición del término «gracia» tal y como figura en el Diccionario de la
Biblia SUD en inglés es coherente con la observación del élder McConkie: «Esta
gracia es un poder habilitador que permite a los hombres y a las mujeres obtener
la vida eterna y la exaltación una vez se han esforzado personalmente al
máximo».7
El rey Benjamín le rogó a su pueblo que todos se despojaran del hombre natural
y se convirtieran en un «santo por la expiación de Cristo el Señor» (Mosíah
3:19). El élder Hafen se extiende acerca de este pensamiento: «Como sugiere
aquí el rey Benjamín, la Expiación hace más que pagar nuestros pecados.
También es el agente mediante el cual desarrollamos una naturaleza santa».8 Eso
es exactamente lo que enseñó Moroni: «Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él,
(…) para que por su gracia seáis perfectos en Cristo; (…) entonces sois
santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la
sangre de Cristo» (Moroni 10:32–33). El élder Hafen continúa desarrollando este
concepto: «Aquí veremos que la gracia del Señor, desatada por la Expiación,
puede perfeccionar nuestras imperfecciones. (…) Si bien gran parte del proceso
de la perfección implica una limpieza de la contaminación del pecado y el rencor,
hay otra dimensión afirmativa mediante la cual adquirimos una naturaleza como
la de Cristo, llegando a ser perfectos, sí, como el Padre y el Hijo son perfectos».9
El élder Hafen añade entonces este comentario: «La victoria del Salvador puede
compensar, no solo nuestros pecados, también nuestras carencias; no solo
nuestros errores deliberados, también nuestros pecados cometidos en la
ignorancia, nuestros errores de criterio y nuestras inevitables imperfecciones.
Nuestra máxima aspiración va más allá de recibir el perdón por el pecado:
buscamos llegar a ser santos, dotados afirmativamente de atributos como los de
Cristo, ser uno con él, ser como él. La gracia divina es la única fuente capaz de
llevar a efecto por fin esta aspiración, después de hacer cuanto podamos».10
Hay quien ha preguntado: «Si nos sometemos a las leyes de la justicia,
¿recibiremos el mismo fruto que obtendríamos si nos hubiéramos sometido a
Cristo y recibido las bendiciones de las leyes de misericordia?». Dicho de otra
manera, ¿podemos «comer, beber y [divertirnos]» para, a última hora, llevar el
peso total de la justicia y recibir una recompensa idéntica a la del hombre que se
ha arrepentido? La respuesta es no. Pagar el precio de la justicia, por sí solo, ni
purifica el alma ni perfecciona nuestra naturaleza. Con todo, por causa de Cristo,
el arrepentimiento puede hacer ambas cosas.
El hombre que ha cumplido sus cinco años de condena en la cárcel ha cumplido
con las exigencias de las leyes del país; ha pagado la deuda contraída con la
justicia, pero ese cumplimiento, esa perseverancia, no transforma por sí sola al
delincuente en un santo. Uno se «[hace] santo» únicamente «por la expiación de
Cristo el Señor» (Mosíah 3:19). Toda la justicia del universo, administrada a
través de los eones, no producirá un solo santo. La santidad, que lleva a la
divinidad, exige el arrepentimiento; el arrepentimiento exige misericordia; y la
misericordia exige la Expiación de Jesucristo. Todo desemboca siempre en la
Expiación.
La pesada mano de la justicia no cambia, no ablanda, no rehabilita ni reforma.
A diferencia del arrepentimiento, no es un catalizador espiritual. Al contrario, es
neutral, siempre neutral. El Señor se refirió a la naturaleza inflexible y no
purificadora de la justicia: «Aquello que traspasa una ley, y no se rige por la ley,
antes procura ser una ley a sí mismo, y dispone permanecer en el pecado, y del
todo permanece en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la
misericordia, ni por la justicia ni por el juicio. Por tanto, tendrá que permanecer
sucio aún» (DyC 88:35).
El juez, con todo su formidable poder, es incapaz de purificar a golpe de mazo;
ni pueden los barrotes de hierro de la fortaleza más inexpugnable confinar en una
catarsis purificadora. La justicia puede ser satisfecha hasta el último cuadrante, y
sin embargo, uno puede seguir estando sucio. ¿Por qué? Porque el poder de
limpiar no se confiere de esta manera. Lo confiere el que tiene el derecho de
hacerlo. La justicia es externa; el arrepentimiento, interno. El alma de un hombre
puede soportar la justicia estoicamente, pero la justicia no puede efectuar más
cambios en el alma de un hombre que un martillo golpeando el acero en frío. En
cambio, el alma penitente es maleable y flexible. Es acero fundido en la forja del
herrero, arcilla húmeda en el torno del alfarero, un Stradivarius en manos del
virtuoso. El arrepentimiento es un corazón quebrantado y un espíritu contrito en
manos del Gran Médico. Es el deseo interno del hombre combinado con el poder
externo de Dios, amalgamados de tal manera en milagrosa armonía que confieren
al espíritu del hombre una naturaleza divina con la cual se ensancha y se ilumina.
El arrepentimiento es el proceso elegido por Dios que lleva a la divinidad,
satisfaciendo a la vez las demandas de la justicia a cada paso.
La ley de la justicia da lugar al orden y a la estabilidad en el universo. Esto es
bueno. Sin embargo, la ley del arrepentimiento logra mucho más: propicia la
divinidad. El arrepentimiento es más que un proceso pasivo orientado a
«ajustarnos las cuentas»; es el proceso afirmativo para mejorarnos, refinarnos y,
en última instancia, perfeccionarnos. Su finalidad llega más lejos que la mera
satisfacción de las demandas de la justicia; abre la puerta a los poderes de
purificación y perfeccionamiento de la Expiación.
El élder Bruce Hafen ha escrito: «Una vez me pregunté si los que se niegan a
arrepentirse, pero satisfacen las demandas de la ley de la justicia pagando por sus
propios pecados son dignos entonces de entrar en el reino celestial. La respuesta
es negativa. Las condiciones de entrada en la vida celestial son simplemente más
elevadas de lo que es darle a la ley de la justicia lo que le corresponde. Por esa
razón, pagar por nuestros pecados no produce los mismos frutos que
arrepentirnos de ellos. La justicia es una ley de equilibrio y orden, y han de
satisfacerse sus demandas, bien mediante nuestro propio pago o a través del suyo.
Pero si rechazamos la invitación del Salvador de dejarle llevar nuestros pecados,
y entonces satisfacemos las demandas de la justicia nosotros mismos, no
habremos pasado por la rehabilitación completa que puede tener lugar por una
combinación de asistencia divina y arrepentimiento genuino. En colaboración,
estas fuerzas tienen el poder de cambiar nuestros corazones y nuestras vidas de
modo permanente, preparándonos para la vida celestial (…).
»Las doctrinas de la misericordia son de naturaleza rehabilitadora y no punitiva.
El Salvador nos pide nuestro arrepentimiento, no solamente para compensarle a
él por haber pagado la deuda que mantenemos con la justicia; lo hace también
para persuadirnos a pasar por el proceso de desarrollo que hará que nuestra
naturaleza se convierta en divina, otorgándonos la capacidad de vivir de acuerdo
a la ley celestial».11
SUPERAR DEBILIDADES, CARENCIAS
Y DEFICIENCIAS
Parece que algunas personas pierden de vista la esperanza de la divinidad, no
debido a pecados de gravedad, sino a causa de errores o debilidades inocentes.
«No soy una mala persona», dicen, «es que parece que soy incapaz de vencer las
debilidades que me asedian con tanta facilidad y me distancian de Dios. No se
trata tanto de los pecados; es la falta de talento, la falta de capacidad, la falta de
fuerza lo que me separa de Dios». A los que pertenecemos a esta categoría es
necesario recordarnos el alcance de la Expiación, tan íntimo como infinito. No
importa la profundidad ni la multiplicidad de nuestras debilidades personales, la
Expiación siempre está ahí. Y en eso consiste precisamente la belleza y el genio
de la Expiación: nunca está fuera de nuestro alcance. El Salvador siempre se
encuentra cerca, anhelando conferirnos esos poderes que convertirán todas
nuestras debilidades en fortalezas. El diccionario de la Biblia SUD en inglés sitúa
la necesidad que el hombre tiene de este poder en su justa perspectiva: «La gracia
divina es necesaria para todas las almas como consecuencia de la caída de Adán
y también a causa de las debilidades y limitaciones humanas».12
Cuando nuestra hija Angela estaba en cuarto curso de primaria, vino de la
escuela un día sintiéndose muy afligida. Llevaba las calificaciones recibidas en la
mano. Su maestra había puesto una marca bajo la columna «Escritura», lo cual
indicaba que tenía que mejorar en esa categoría. Aquella valoración académica
era más de lo que su alma sensible podía aguantar. Con lágrimas en los ojos y
abatida, Angela se sentía como una auténtica fracasada. Intentamos consolarla,
pero todo era en vano. Finalmente, un amoroso Padre Celestial nos iluminó en
aquel momento complicado. Mientras comentábamos posibles soluciones, vino a
la mente un pasaje de las Escrituras: Éter 12:26–27. Abrimos el Libro de
Mormón y se lo leímos a nuestra hija. Leímos acerca de Moroni que, mientras
compendiaba las planchas de Éter, alzó sus lamentos al Señor preocupado porque
los gentiles se reirían de sus escritos. Moroni se sentía a sus anchas al hablar; de
hecho, reconoció que el Señor le había hecho fuerte «en palabras», pero añadió
acto seguido: «no nos has hecho fuertes para escribir» (Éter 12:23). Moroni tenía
sentimientos de auténtica inferioridad e inseguridad, reconociendo una debilidad
real que iba a airearse, quizá incluso a ser aprovechada por parte de algunos.
Moroni confiesa: «cuando escribimos, vemos nuestra debilidad, y tropezamos
por la manera de colocar nuestras palabras; y temo que los gentiles se burlen de
nuestras palabras» (Éter 12:25).
En respuesta a los temores de Moroni, el Señor le hizo esta promesa grandiosa:
«Doy a los hombres debilidad para que sean humildes; y basta mi gracia a todos
los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe
en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos» (Éter 12:27).
¡Qué poder encierra esa promesa! El Señor prometió mucho más que la
superación de nuestras flaquezas; proclamó que se tornarían en fortalezas para
nosotros. ¡Menudo cambio de perspectiva! ¡Menudo cambio de transcendencia!
Después de leer esta cita, comentamos con nuestra hija la experiencia de
Moroni. Nosotros sabíamos —y ella sabía— que el Señor no haría promesas
vacías. Como exigía la escritura, teníamos fe en el poder que tiene para
fortalecer. Sabíamos, empero, que el Señor espera de nosotros que hagamos todo
lo que esté en nuestra mano para contribuir a ese proceso. En consecuencia, le di
a mi hija una bendición de padre. Éramos conscientes de que aquello no
resolvería el problema por sí solo, pero sería uno de muchos pasos positivos que
podíamos dar. Angela hizo un letrero en el que escribió la promesa que el Señor
le hizo a Moroni, y lo puso en un lugar visible de su habitación para que sirviera
de recordatorio constante de su potencial y de esa promesa divina. Nuestra hija
decidió que todos los días oraría al Señor para pedirle su ayuda con sus
necesidades en materia de escritura. Asimismo, accedió a que sus padres
revisaran sus tareas todas las tardes; si su escritura no daba muestra de mejora,
ella repetiría la tarea. Mi esposa le compró un juego de caligrafía, lo cual avivó
en Angela el deseo de mejorar su pericia con las letras. El tiempo pasó casi
imperceptiblemente y, años después, Angela estaba en sexto curso y a punto de
graduarse. El director anunció que los cinco estudiantes con la mejor caligrafía
iban a recibir sendos diplomas. El lector puede imaginarse nuestro regocijo
cuando se oyó el nombre de Angela Callister para hacerle entrega de su
certificado. Lo que de otro modo habría sido un principio abstracto se convirtió
en un testimonio muy palpable y personal para esta dulce niña.
Algunos años después visité a nuestra hija, quien entonces era estudiante en la
Universidad Brigham Young. Nos invitó a pasar a su habitación. Yo miraba las
fotografías y las citas que tenía en las paredes cuando mis ojos se detuvieron en
aquellas palabras del Señor a Moroni: «si se humillan ante mí, y tienen fe en mí,
entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos» (Éter 12:27). Angela
sabía por experiencia propia que esta promesa era verdad. Y otro tanto sabía el
Pablo de la antigüedad: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses
4:13). Jacob dejó claro que ese poder de fortaleza tiene su origen, no en uno
mismo, sino en la gracia de Cristo: «el Señor Dios nos manifiesta nuestra
debilidad para que sepamos que es por su gracia (…) que tenemos poder para
hacer estas cosas» (Jacob 4:7).
El poder de convertir debilidad en fortaleza es posible en virtud de la gracia de
Cristo, pero el Señor ha impuesto dos condiciones previas: la humildad y la fe. Si
estos requisitos se cumplen, la gracia de Cristo se convierte en un motor de
reacción que nos impulsa y nos eleva por encima de nuestras flaquezas. Y esto es
lo que enseñó Santiago: «Dios (…) da gracia a los humildes. Humillaos delante
del Señor, y él os ensalzará» (Santiago 4:6, 10; véase también 1 Pedro 5:5). De
igual manera, Isaías escribió acerca de este poder capaz de darnos alas: «Él da
fuerzas al cansado y multiplica las fuerzas del que no tiene vigor. (…) los que
esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán las alas como
águilas» (Isaías 40:29, 31; énfasis añadido).
Qué descripción tan idónea. Los que esperan en Jehová humilde y fielmente
puede elevarse —como las águilas—, por encima de sus debilidades.
Moisés se sintió abrumado por sus flagrantes debilidades. Se le llamaba profeta,
pero a pesar de ello se angustiaba de esta manera: «¡Ay, Señor! Yo no soy
hombre de fácil palabra, (…) porque soy tardo en el habla y torpe de lengua».
Era como si estuviera diciendo: «¿Cómo puedo guiar a este pueblo si no hablo
con facilidad y no tengo el don de la oratoria?». El Señor respondió a sus
preocupaciones con estas célebres palabras: «¿Quién dio la boca al hombre?».
Dicho de otra manera, el Señor le estaba recordando a Moisés que Dios, quien
había creado al hombre y a mundos sin fin, ciertamente podía corregir el sencillo
problema que representaba la ausencia de facilidad de palabra de un hombre. El
Señor le hizo a Moisés esta promesa: «Ahora pues, ve, que yo estaré en tu boca,
y te enseñaré lo que has de decir».
Eso habría resuelto el asunto y cerrado la compuerta de la duda. Sin embargo, a
Moisés —en toda su grandeza—, todavía le faltó fe en esta ocasión. Su respuesta
es reveladora: «¡Ay, Señor! Envía por mano del que tú quieras enviar». A Moisés
le era imposible creer que sus problemas de expresión los pudiera solucionar el
Señor. De hecho, buscó su propia solución: un portavoz. ¿Y cómo reaccionó el
Señor? «Entonces Jehová se enojó contra Moisés» (Éxodo 4:10–14). La
consecuencia: Moisés tuvo su portavoz, pero una debilidad no acabó
convirtiéndose en el punto fuerte que podría haber llegado a ser.
Comparemos la experiencia de Moisés con la de Enoc. Los elementos
contextuales de partida son prácticamente idénticos, pero a partir de ese punto
ambos relatos difieren. Igual que Moisés, a Enoc también se le había llamado a
ser profeta. Y Enoc también sufría de un notorio defecto del habla: «¿Por qué he
hallado gracia ante tu vista, si no soy más que un jovenzuelo, y toda la gente me
desprecia, por cuanto soy tardo en el habla; por qué soy tu siervo?» (Moisés
6:31). La respuesta del Señor a Enoc fue semejante al consejo que impartiría a
Moisés: «Abre tu boca y se llenará, y yo te daré poder para expresarte» (Moisés
6:32). Hasta este momento, ambos guiones son paralelos. Es el mismo texto
teatral, el mismo acto e idéntica escena. Solamente cambian los nombres y las
fechas. Hasta este punto, sin embargo, donde se separan los argumentos. Las
Escrituras no sugieren que Enoc dudara de la promesa del Señor; más bien,
cuentan que se humilló en obediencia y fe sencillas. Enoc, en su descripción de
aquel encuentro, dice: «el Señor habló conmigo y me dio un mandamiento
[predicar el evangelio]; de modo que, por esta causa hablo estas palabras a fin de
cumplir el mandamiento» (Moisés 6:42).
Las Escrituras revelan entonces el poder formidable de la gracia de Dios: «Y al
hablar Enoc las palabras de Dios, la gente tembló y no pudo estar en su
presencia» (Moisés 6:47). Las Escrituras continúan: «y tan grande fue la fe de
Enoc que (…) habló la palabra del Señor, y tembló la tierra, y huyeron las
montañas, de acuerdo con su mandato; y los ríos de agua se desviaron de su
cauce; (…) y todas las naciones temieron en gran manera, por ser tan poderosa
la palabra de Enoc, y tan grande el poder de la palabra que Dios le había
dado» (Moisés 7:13; énfasis añadido).
¿Acaso este versículo describe a una persona con problemas de habla? Al
contrario, su debilidad se había vuelto una extraordinaria fortaleza. La promesa
del Señor, transmitida a través del apóstol Pablo, fue una confirmación de la
experiencia de Enoc: «Te basta mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la
debilidad» (2 Corintios 12:9).
LA BÚSQUEDA DE LA DIVINIDAD
Vencer una debilidad es un logro maravilloso; convertirla en una fortaleza raya
en lo milagroso; pero afirmar que puede irse más allá, hasta alcanzar incluso la
perfección, entra en el terreno de la herejía para algunos. Sin embargo, en cada
caso el proceso es el mismo. Es un caso de «gracia sobre gracia» (DyC 93:12).
David conocía este proceso de perfeccionamiento y escribió: «Pues todos sus
decretos estaban delante de mí, y de sus estatutos no me he apartado» (2 Samuel
22:33).
Puede que no exista doctrina, enseñanza ni filosofía que haya generado tanta
controversia como esta: que el hombre puede llegar a ser perfecto como Dios lo
es. Este es un foco de atención principal de la literatura antimormona; fue la
motivación subyacente de los gritos proferidos por los judíos cuando se
enfrentaron con el Salvador: «Por buena obra no te apedreamos, sino por la
blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te crees Dios» (Juan 10:33).
Irónicamente, la consecución de la divinidad para sus hijos es el objetivo
culminante del sacrificio expiatorio del Salvador.
Vivimos en una época en que este glorioso principio que defiende la búsqueda
de la divinidad por parte del hombre es objeto de difamación y ridículo. Algunos
lo consideran una blasfemia, otros piensan que es absurdo. Según su
impugnación, este concepto rebaja a Dios a la condición humana y le despoja de
su dignidad y divinidad. Otros afirman que estas enseñanzas carecen de base en
las Escrituras. «Ciertamente», dicen, «ninguna persona temerosa de Dios,
consciente, centrada en la Biblia puede aceptar una filosofía como esa». Y los
ataques siguen y siguen.
Pero ¿dónde está la verdad? En nuestra búsqueda acudimos sobre todo y ante
todo al testimonio de las Escrituras; en segundo lugar, a la sabiduría de poetas y
autores que bebieron de la fuente divina; en tercer lugar, al poder de la lógica; y
finalmente, a la voz de la historia. Estos testimonios pueden susurrar la verdad
silenciosa, aunque certera, a nuestras almas.
ESCRITURAS
Las Escrituras están repletas de referencias al potencial del hombre para lograr
la perfección y, por ende, la divinidad. Ya en el libro del Génesis un ángel se
aparece a Abraham y le transmite el mandato celestial: «anda delante de mí y sé
perfecto» (Génesis 17:1). ¿A qué clase de perfección se refería el ángel? ¿En
comparación con otros hombres? ¿Con los ángeles? ¿Con Dios? En el Sermón
del Monte el Señor no dejó lugar a dudas con su respuesta: «Sed, pues, vosotros
perfectos, así comovuestro Padre que está en los cielos es perfecto»13 (Mateo
5:48; énfasis añadido). Este reto era coherente con la oración del sumo sacerdote
que ofreció el Salvador. Refiriéndose a los creyentes, pidió que «para que sean
uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean
perfeccionados en uno» (Juan 17:22–23). Pablo enseñó que una razón de ser
esencial de la iglesia era «perfeccionar a los santos, (…) hasta que todos
lleguemos (…) a [ser] un varón perfecto, (…) a la medida de la estatura de
la plenitud de Cristo» (Efesios 4:12–13; énfasis añadido). Téngase en cuenta la
vara de medir que se emplea: ni el hombre, ni ninguna clase de minicristo o
pseudodios, sino «la plenitud de Cristo». La norma de la perfección no eran otros
hombres, ni los ángeles, sino Cristo mismo.
Las Escrituras que corroboran esta doctrina siguen desplegándose con
testimonios reiterados y potentes. En una ocasión, los judíos estuvieron a punto
de lapidar al Salvador por blasfemia. Su respuesta a tal acusación fue la
siguiente: «¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije: ¿Sois dioses?» (Juan 10:34).
Se estaba refiriendo a su propia declaración en el Antiguo Testamento, que
tendría que ser conocida para los judíos: «Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos
vosotros hijos del Altísimo» (Salmos 82:6). El Salvador se estaba limitando a
reafirmar una enseñanza profética según la cual todos los hombres son hijos de
Dios y, por lo tanto, son susceptibles de llegar a ser como él. Pablo entendía este
principio, ya que al dirigirse a los atenienses dijo: «como algunos de vuestros
propios poetas también dijeron: Porque linaje suyo somos» (Hechos 17:28).
Pablo sabía cuál es nuestro potencial como linaje de Dios, ya que al escribir a
los romanos declaró lo siguiente: «Porque el Espíritu mismo da testimonio a
nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos;
herederos de Dios, y coherederos con Cristo» (Romanos 8:16–17). Ni herederos
subordinados, ni secundarios, ni eventuales, sino coherederos, iguales con Cristo,
para compartir todo lo que él reciba. El presidente Joseph F. Smith entendía la
importancia de este pasaje de las Escrituras, puesto que afirmó: «El gran objeto
de nuestra venida a esta tierra es para que podamos llegar a ser como Cristo —
pues si no somos como El, no podemos llegar a ser hijos de Dios— y ser
coherederos con Cristo».14 Juan el Revelador contempló en una visión lo
completa que puede ser dicha herencia, incluso para un mortal en apuros: « El
que venciere heredará todas las cosas; y yo seré su Dios, y él será mi hijo»
(Apocalipsis 21:7). Esta es una afirmación sin matices. El Señor no promete
«algunas cosas» ni tampoco «muchas cosas»; promete «todas las cosas».
Timoteo estaba al tanto de esta posibilidad. Pablo le prometió: «si perseveramos,
también reinaremos con él» (2 Timoteo 2:12). El verbo reinar sugiere la
existencia de un reino, de un dominio en que nosotros gobernaremos. La
expresión reinaremos con él sugiere una posición de poder y gobierno semejante.
El Señor fue más concreto con respecto a esta cuestión: «y él [Dios] los hace
iguales en poder, en fuerza y en dominio» (DyC 76:95). Una y otra vez, el
mensaje es claro y uniforme.
¿Sorprende acaso que Pablo escribiera a los santos de Filipo diciendo «prosigo
a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús»
(Filipenses 3:14)? Pablo, que entendía esta doctrina, estaba esforzándose por
alcanzar el premio de la divinidad. Entonces hizo extensiva a todos los santos
esta invitación universal: «Así que, todos los que somos perfectos,
esto mismosintamos» (Filipenses 3:15). A los hebreos les hizo llegar un mensaje
idéntico: «Por tanto, no dejando los principios de la doctrina de Cristo, vamos
adelante a la perfección (…). Y seguiremos adelante hacia la perfección, si Dios
en verdad lo permite» (TJS, Hebreos 6:1, 3). Pedro, quien también estaba al
corriente de estas «preciosas y grandísimas promesas», agregó su testimonio de
que podemos llegar a ser «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4), es
decir, receptores de la divinidad. Esto es exactamente lo que mandó Jesús: «Por
lo tanto, ¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo
soy» (3 Nefi 27:27).
El detractor, incapaz de comprenderlo, responde: «Pero un concepto como este
rebaja a Dios al nivel del hombre y despoja a Dios de su divinidad». Y la
respuesta: «Al contrario. ¿Acaso no eleva al hombre en su potencial divino?».
Pablo conocía bien el argumento del escéptico y ofreció la respuesta que debería
silenciarlo para siempre. Dirigiéndose a los santos de Filipo, Pablo afirmó:
«Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el que,
siendo en forma de Dios, no tuvo como usurpación el ser igual a
Dios» (Filipenses 2:5–6; énfasis añadido). El Salvador sabía que el hecho de que
él fuera un dios no privaba a Dios de su divinidad. Pablo abunda en esta cuestión
sugiriendo que nosotros deberíamos ver estas cosas del mismo modo que Jesús
las veía, dado que, si lo hacemos así, también sabremos que tenemos la
posibilidad de llegar a ser como Dios sin robarle su divinidad. La lógica es
impecable. A fin de cuentas, ¿quién es mayor, el ser que limita o el que mejora el
progreso eterno del hombre? Brigham Young se refirió a esto mismo: «[La
divinidad del hombre] no menoscaba ni un ápice la gloria y el poder de nuestro
Padre celestial, pues él seguirá siendo nuestro Padre, y nosotros seguiremos
estando sometidos a él, y cuanto mayor sea nuestro progreso en gloria y
poder, mayores serán la gloria y el poder de nuestro Padre celestial».15 Esa es la
ironía del argumento del escéptico: la divinidad para el hombre no disminuye la
categoría de Dios. Al contrario, la eleva produciendo santos más inteligentes,
más sensibles, más respetuosos, quienes han desplegado sus habilidades para
entenderlo, honrarlo y adorarlo.
El conmovedor y provocador mandato dado por el Salvador de ser «vosotros
perfectos» era más que metal que suena o címbalo que retiñe. El suyo era un
mandato celestial orientado a hacernos alcanzar nuestro pleno potencial y llegar a
ser como Dios, nuestro Padre. C. S. Lewis, elocuente defensor de esta verdad
simple pero gloriosa, escribió:
«El mandamiento de ‘Sed vosotros perfectos’ no es una vaciedad idealista. Ni
tampoco es un mandato de realizar lo imposible. Él va a hacer de nosotros
criaturas capaces de obedecer ese mandato. Él dijo (en la Biblia) que éramos
‘dioses’, y va a cumplir Su palabra. (…). El proceso será largo y, en ciertos
puntos, muy doloroso; pero eso es lo que nos espera. Nada menos. Él hablaba en
serio. (…) Los que se ponen en Sus manos llegarán a ser perfectos, tal y
como como Él es perfecto: perfecto en amor, sabiduría, gozo, belleza e
inmortalidad»16
Las Escrituras enseñan reiteradamente y con claridad que el hombre puede
llegar a ser como Dios.
LA VISIÓN POÉTICA
También podemos encontrar un testimonio de esta verdad en la sapiencia de
poetas y escritores selectos; hombres y mujeres de integridad y perspicacia
espiritual. Fue C. S. Lewis el que reafirmó nuevamente esta propuesta divina:
«Es cosa seria vivir en una sociedad de dioses y diosas en potencia; recordar que
la persona más insulsa y la menos interesante con la que hablemos puede
convertirse algún día en una criatura que (…) uno estaría extremadamente
tentado de adorar, o bien un horror y una corrupción que solamente
encontraríamos, si acaso, en una pesadilla. Todo el día estamos, en cierto modo,
ayudándonos mutuamente a alcanzar uno u otro destino de los mencionados. Es a
la luz de estas posibilidades abrumadoras; es con el asombro y la circunspección
que les corresponden, que deberíamos tratar los unos con los otros, que deberían
llevarse todas nuestras amistades, amores, juegos y política. No hay personas
corrientes. Nunca ha hablado a un mero mortal. Naciones, culturas, artes,
civilización: son mortales y su vida es para la nuestra igual que la vida de un
mosquito. Pero es con inmortales con quienes bromeamos, trabajamos, nos
casamos, rechazamos y explotamos: horrores inmortales o esplendores eternos».17
No hay personas corrientes: ni ceros a la izquierda, ni ceros, solo dioses y
diosas potenciales a nuestro alrededor. Henry Drummond, poeta canadiense, puso
de manifiesto la diferencia existente entre el simple hombre mortal y el hombre
espiritual: «La finalidad de la salvación es la perfección; la mente, el carácter y la
vida semejantes a los de Cristo. (…) Por lo tanto, el hombre que tiene en su
interior este extraordinario agente formativo —la ‘vida’ [espiritual] con
mayúscula—, se encuentra más cerca del final que el hombre que cuenta
únicamente con la moral. El segundo puede alcanzar la perfección, el
primero debe hacerlo. Puesto que la vida ha de desarrollarse en función de su
clase; y siendo como es una semilla de la vida de Cristo, ha de desarrollarse
hasta dar lugar a un Cristo».18
Víctor Hugo, el maestro de la literatura francesa, ofreció el siguiente corolario
con profundas repercusiones: «La sed de lo infinito es prueba de la infinidad».
Puede que nuestra sed y nuestro deseo de alcanzar la divinidad sean prueba de la
posibilidad de esa divinidad. ¿Acaso plantaría el Dios del cielo la visión y el
impulso de la divinidad en el alma de un hombre para frustrarlo a continuación
en su capacidad de alcanzarla?
Robert Browning, cuya visión atravesó el velo de la mortalidad en tantas
ocasiones, conocía la respuesta, tal y como se pone de manifiesto en su poema
«Rabí Ben Ezra»:
ahora que la lucha por la vida alcanza su fin;
así avanzaré, reconocido como un hombre
por siempre alejado de las bestias; un dios seré,
aunque sólo en gestación.19
¿Y no es el caso que todas las iglesias cristianas abogan por la conducta
cristiana? Entonces, ¿somos mejores hombres y mujeres, mejores cristianos, si
deseamos ser semejantes a Cristo tan solo en un 90 por ciento, en lugar de desear
un cien por cien? Si es una blasfemia pensar que podemos llegar a ser como Dios
es ahora, entonces en qué porcentaje exacto deja de ser blasfema la obtención de
la naturaleza divina: ¿en el 90, en el 50, en el 20, en el 1 por ciento? ¿Es más
honorable buscar la divinidad parcial que la divinidad total? ¿Hemos de andar
por el sendero de la divinidad sin esperanzas de llegar alguna vez al destino? Sin
embargo, esta parece ser la trágica conclusión que muchos extraen.
Afortunadamente, Lorenzo Snow vio tanto el sendero como el destino
prometido. Antes de que el presidente Snow entrara en la iglesia, el padre del
profeta, Joseph Smith Sr., quien por aquel entonces era el patriarca de la Iglesia,
profetizó que Lorenzo se bautizaría, y apostilló: «Llegarás a ser tan grande como
desees serlo: INCLUSO TAN GRANDE COMO DIOS, y no hay deseo mayor
que este».20 Dos semanas más tarde, Lorenzo se bautizó, pero la parte restante de
la promesa siguió siendo una «parábola opaca» para él hasta recibir, cuatro años
después, una corriente revelatoria que iluminó la cuestión en su mente. Él mismo
narra esta experiencia extraordinaria de la siguiente manera:
«El Espíritu del Señor descansó sobre mí con gran poder, los ojos de mi
entendimiento fueron abiertos, y vi con la misma claridad del sol al mediodía,
con gran sorpresa y asombro, el sendero de Dios y del hombre. Compuse estos
versos pareados que expresan esta revelación, tal y como se me mostró, y
explican la críptica afirmación del patriarca Smith en una reunión de bendiciones
en el templo de Kirtland, con anterioridad a mi bautismo, tal y como se mencionó
en mi primera conversación con el patriarca.
Como el hombre ahora es, Dios fue una vez:
Como Dios ahora es, el hombre puede llegar a ser21
Lorenzo Snow, a la vez profeta y poeta, captó este principio glorioso y lo
expresó en lenguaje poético, en uno de esos poemas llenos de verdad espiritual:
Querido hermano:
¿No has sido imprudentemente osado
al descubrir en esta forma el destino del hombre?
¿En despertar y fomentar tan elevado deseo
e inspirar en esta forma tan amplia ambición?
Sin embargo, no es quimérico que tracemos
lo máximo del hombre en la carrera de la vida;
esta senda real ha sido recorrida hace mucho
por hombres justos, hoy cada uno un Dios.
Como Abraham, Isaac y Jacob también,
primero niños, hombres más tarde, a dioses llegaron.
Como el hombre ahora es, Dios fue una vez;
como Dios ahora es, el hombre puede llegar a ser,
lo cual descubre el destino del hombre. (…)
El joven, que crece como su padre,
no ha sino logrado lo que es suyo;
crecer para engendrar partiendo de la condición de hijo
no es correr contra el curso de la naturaleza.
Un hijo de Dios, como Dios puede ser,
y eso no sería robarle a la Deidad;
y aquel que tiene esta esperanza
se purificará del pecado.22
LA LÓGICA
El poder de la lógica también nos enseña nuestro potencial divino. ¿Acaso no
aprendemos de las leyes de la ciencia que cada especie engendra a seres de su
propia especie? La ciencia ha descubierto que un complejo código genético que
se transfiere de padres a hijos es el responsable de que el niño adquiera los
atributos físicos de sus progenitores. Si esto es así, ¿es ilógico concluir que la
descendencia espiritual recibe un código espiritual que les otorga el potencial
divino de su padre, es decir, de Dios mismo? No; es únicamente el cumplimiento
de la ley que un ser engendra a un ser semejante. Esta es la misma verdad
enseñada por Lorenzo Snow, quien, en virtud de la revelación persona, estaba
muy familiarizado con este principio:
«Nacimos a imagen de Dios, nuestro Padre. Él nos engendró a su semejanza. La
naturaleza de Dios está presente en la composición de nuestra organización
espiritual. En nuestro nacimiento espiritual, nuestro Padre nos transmitió las
capacidades, los poderes y las facultades que poseía, tanto como el hijo en el
vientre de su madre posee —aún sin desarrollar—, las facultades, los poderes y
las susceptibilidades de su progenitor».23
El élder Boyd K. Packer cuenta que volvió a casa un día y sus hijos pequeños lo
recibieron, ansiosos por enseñarle unos pollitos que acaban de romper el
cascarón. Cuando su hija pequeña de cuatro años tomó uno de ellos en las manos,
el élder Packer dijo: ‘Cuando crezca tendremos un gran perro guardián, ¿no
crees?’. Su hija le miró con una expresión que sugería que el padre no tenía
mucha idea de lo que hablaba. Continuó diciendo el élder Packer: ‘no será un
perro guardián, ¿verdad?’. La niña sacudió la cabeza y replicó: ‘no, papá’. Él
añadió: ‘será un caballo para montar’. La pequeña pareció decirle con la mirada
‘¡pero papa, mira!’. El élder Packer dijo: ‘Incluso una niña de cuatro años sabe
que un pollito no crece para convertirse en un perro, ni en un caballo, ni siquiera
en un pavo. Será un pollo. Seguirá el patrón de su parentesco’».24 El presidente
John Taylor enseñó este principio formulando una serie de preguntas retóricas:
«¿Qué serán los muchachos cuando crezcan? Serán hombres, ¿verdad? Ahora
son los hijos de los hombres. Si a un hombre se le acepta en la familia de Dios y
se convierte en hijo de Dios, ¿en que se convertirá cuando crezca? Pueden
determinarlo ustedes mismos».25 ¿Quién puede entonar la emocionante canción
«Soy un hijo de Dios» sin sentir instintivamente su potencial divino?
El Evangelio de Felipe, uno de los textos descubiertos en Nag Hammadi,
contiene esta sencilla afirmación lógica: «El caballo engendra al caballo; el
hombre engendra al hombre y un dios da lugar a un dios».26 Y eso es exactamente
lo que enseñó John Taylor: «Como el caballo, el buey, la oveja y toda criatura
viviente, incluido el hombre, propaga su especie y perpetúa su propio género,
igualmente Dios perpetúa la suya».27
La diferencia entre el hombre y Dios es significativa, pero es una diferencia de
grado, no de especie. Es la diferencia que separa a una bellota de un roble, al
capullo de la rosa, a un hijo y a un padre. En verdad, todo hombre es un dios en
embrión, en cumplimiento de esa ley eterna según la cual los seres de una especie
engendran a seres de la misma especie. Sugerir otra cosa equivale a sugerir que
Dios creó una descendencia inferior, en conflicto directo con toda ley científica
conocida para el hombre. Sin embargo, de alguna forma el mundo sigue errando.
En Paraíso perdido, John Milton se hace eco de los sentimientos del mundo: «El
hombre ha ofendido la majestad de Dios aspirando a la divinidad».28 Pero, ¿por
qué se ofendería la majestad de Dios? ¿Qué prueba basada en las Escrituras, qué
prueba basada en la lógica, o qué espíritu dicta una afirmación como esa?
Milton hace que sea Satanás quien presente el argumento a favor de la
divinidad a Eva, sugiriendo así que la búsqueda de lo divino va en contra del plan
de Dios. Satanás presenta sus mejores argumentos a favor de la divinidad.
Curiosamente, Milton nunca lo refuta satisfactoriamente. Los versos clave son
los siguientes:
... Oh, fruto divino,
Dulce fruto en sí mismo, pero mucho más dulce así arrancado,
Vedado está aquí, parece, y reservado
para los dioses; ¡pero capaz es de hacer dioses de los hombres!
¿Y por qué no hacer dioses de los hombres, cuando el bien,
ampliamente difundido, más abundante crece,
y no mengua la gloria de su autor, sino prevalece?29
En el último verso se encuentra el punto central. ¿Se ve Dios mermado,
degradado, menoscabado, destronado por dar a otros la capacidad de llegar a ser
como él? ¿Quién puede honrar o adorar con mayor efecto, una criatura de una
condición menor o una de posición más exaltada? ¿Puede una planta ofrecer el
mismo honor o adorar con el mismo sentimiento que un animal? ¿Puede un
animal tener la misma carga emocional y las impresiones espirituales que un
humano? ¿Puede un mero mortal experimentar los sentimientos sublimes o el
fervor espiritual de un Dios en potencia? La capacidad de honrar y de adorar se
incrementa con la iluminación intelectual, emocional, cultural y espiritual. En
consecuencia, cuanto más nos volvemos como Dios, mayor es nuestra capacidad
de rendirle homenaje. En ese proceso de elevar a los hombres hacia el cielo, Dios
multiplica simultáneamente su propio honor y por lo tanto recibe mayor honra y
no menos.
La creación culminante de Dios poseía el poder definitivo para honrarle, y
además contaba con el potencial de llegar a ser como él. La finalidad de esta
creación y la razón del sacrificio de Dios le resultaban obvias a C. S. Lewis:
«[Dios] no creo a los humanos —no se hizo uno de ellos y murió entre ellos
mediante torturas— a fin de producir candidatos para el Limbo, humanos
‘fallidos’. Quería hacer Santos; dioses; cosas iguales a él».30 Lewis expresó una
opinión semejante en otra ocasión: «Sean cuales sean los poderes del hombre
libre de la Caída, parece que los del Hombre redimido son casi ilimitados. Cristo,
ascendiendo nuevamente después de precipitarse, lleva consigo la Naturaleza
Humana en su ascenso. A donde Él va, esta le sigue también. Y se hará ‘como
Él’».31
José Smith habló de la gran finalidad de la salvación, la razón última
subyacente a todo, con estas palabras: «Él [Cristo] propuso hacerles [a los
hombres] a su imagen, y él era a imagen del Padre, el gran prototipo de todos los
seres salvados; y que cualquier parte de la familia humana se asimile en su
imagen es ser salvos: (…) y con esta bisagra se mueve la puerta de la
salvación».32 Si la finalidad de la salvación es llegar a ser más semejantes al
«gran prototipo de todos los seres salvados», entonces no debe sorprender que
Dios haya prometido un camino para cumplir ese mismo objetivo. José Smith
declaró al respecto: «Todos los que guarden sus mandamientos crecerán de
gracia en gracia, y llegarán a ser herederos del reino celestial, y coherederos con
Jesucristo; poseerán la misma mente, transformados a la misma imagen o
semejanza, incluso la imagen expresa del que lo llena todo; estarán llenos de la
plenitud de su gloria, y serán uno en él».33 Tal afirmación está en armonía total
con la promesa de la escritura: «los santos serán llenos de la gloria de él, y
recibirán su herencia y serán hechos iguales con él» (DyC 88:107). Parece lógico
y reconfortante a un tiempo que podamos llegar a ser como él, quien es
literalmente nuestro Padre celestial.
LA VOZ DE LA HISTORIA
La voz de la historia verifica de igual manera nuestro potencial divino. Puede
que todos nos sintamos incapaces cuando contemplamos la distancia que nos
separa de Dios, pero quizá nos sirva de consuelo considerar lo que se logra en el
breve tiempo que ocupa una vida terrenal. B. H. Roberts lo expresó con
grandilocuencia:
«Consideremos un momento el progreso alcanzado por un hombre entre los
estrechos confines de esta vida. Imaginémoslo en el regazo de su madre (…) ¡un
niño recién nacido! (…) Ahí está un hombre en embrión, pero ahora
desamparado. Y, sin embargo, en el espacio de setenta años, en virtud de la
maravillosa actuación de ese extraordinario poder que reside en el interior de ese
pequeño, ¡qué cambio puede llevarse a cabo! De ese bebé desvalido puede surgir
un hombre semejante a Demóstenes, Cicerón, Pitt, Burke, Fox o Webster, quien
obligará a senadores a escucharle, y en virtud de su mente maestra dominará sus
inteligencias y sus voluntades, y los llevará a pensar en las líneas que él les
marque. O puede que ese bebé llegue a ser un Nabucodonosor, un Alejandro, un
Napoleón, que fundará imperios o decidirá el curso de la historia. De tales
comienzos puede aparecer un Licurgo, un Solón, un Moisés, o un Justiniano,
quien otorgará constituciones y leyes a reinos, imperios y repúblicas, bendiciendo
a millones de personas felices aún por nacer en su época, y dirigir el rumbo de
naciones por caminos de paz ordenada y libertad virtuosa. Del bebé desprotegido
puede alzarse un Miguel Ángel, quien a partir de una masa pétrea informe
arrancada de la montaña labre una visión celestial que cautive la atención del
hombre durante generaciones, y les haga maravillarse ante los poderes
cuasidivinos de un hombre capaz de crear una estatua a la que solamente le
faltaría vivir y respirar. O el bebé crecerá hasta llegar a ser un Mozart, un
Beethoven, un Handel, y conjurar del silencio esas melodías y sus ricas armonías
que elevan el alma y la liberan de su pequeña prisión presente y, por un tiempo,
la ponen en compañía de los Dioses. (…)
»¡Y todo esto puede llevarlo a cabo un hombre en su vida! No, se ha hecho
entre la cuna y la tumba, en el transcurso de una corta vida. ¿Qué no podrán
lograr estos dioses hombre en la eternidad?».34
Pensemos un momento en lo que puede lograrse en el breve lapso de una vida
mortal. Ahora supongamos que eliminamos la barrera de la muerte, le
concedemos la inmortalidad y a Dios en calidad de guía. ¿Qué límites querríamos
atribuir a sus logros mentales, morales o espirituales? De nuevo, B. H. Roberts lo
expresó bien: «Si en la breve duración de la vida mortal hay hombres que se
alzan desde la infancia para convertirse en maestros de los elementos: el fuego, el
agua, la tierra y el aire, hasta dominarlos prácticamente como si fueran Dioses,
¿qué no sería posible hacer para ellos si contaran con cientos, miles o millones de
años para ello? ¿Qué no harían en la eternidad? ¿A qué alturas de poder y gloria
no ascenderían?».35
C. S. Lewis nos recuerda que «La tarea no se completará en esta vida: pero Él
tiene intención de ayudarnos a progresar tanto como sea posible antes de la
muerte».36
Un vistazo allende del velo nos indica que nuestro progreso no finaliza con la
muerte. Víctor Hugo intuyó las posibilidades ilimitadas que aguardan en el más
allá: «Cuanto más cerca me encuentro del fin, más claramente escucho a mi
alrededor las sinfonías inmortales del mundo que me invita (…). Por medio siglo
he estado escribiendo mis pensamientos en prosa y en verso: historia, filosofía,
teatro, romance, tradición, sátira, oda y canción… Lo he probado todo. Sin
embargo, creo que no he dicho ni la milésima parte de lo que llevo dentro.
Cuando vaya a mi tumba podré decir como otros muchos: ‘He acabado mi
jornada de trabajo’. Pero no puedo decir: ‘He acabado el trabajo de mi vida’. Mi
jornada de trabajo empezará otra vez a la mañana siguiente. La tumba no es una
calle sin salida; es una vía pública. Se cierra al anochecer y abre al amanecer. Mi
trabajo acaba de empezar».37
Las Escrituras sugieren que la búsqueda no es fácil ni rápida. Pedro exhortó a
los santos a «[humillarse], pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os
exalte a su debido tiempo»(1 Pedro 5:6; énfasis añadido). Juan habló de una
forma similar: «para que vengáis al Padre en mi nombre, y en el debido
tiempo recibáis de su plenitud» (DyC 93:19; énfasis añadido). Sin duda, la
búsqueda de la perfección es importante, pero el Señor no exige que se lleve a
cabo en un día. El Señor nos recuerda —quizá incluso nos previene— con estas
palabras: «continuad con paciencia hasta perfeccionaros» (DyC 67:13; véase
también Hebreos 12:1).
Hace falta tanta paciencia, incluso más allá de las ataduras de la mortalidad. El
profeta José dijo en referencia al proceso: «Cuando subís por una escalera, tenéis
que empezar desde abajo y ascender paso por paso hasta que llegáis a la cima; y
así es con los principios del evangelio: tenéis que empezar por el primero, y
seguir adelante hasta aprender todos los principios que atañen a la exaltación.
Pero no los aprenderéis sino hasta mucho después que hayáis pasado por el velo.
No todo se va a entender en este mundo; la obra de aprender nuestra salvación y
exaltación aún más allá de la tumba será grande».38
La Primera Presidencia de la Iglesia en 1909 reiteró, tanto la promesa como el
calendario: «La descendencia aún por desarrollarse de progenitores celestiales es
capaz, mediante la experiencia de milenios y aeones, de evolucionar hasta
convertirse en un Dios».39
Poco antes de su muerte, el presidente Lorenzo Snow visitó Brigham Young
University para dirigirse a la comunidad estudiantil, reunida en asamblea. De
camino a la sala donde se iba a celebrar la reunión, el presidente de BYU, George
H. Brimhall, escoltó al presidente Snow al pasar por una de las salas de
guardería. Allí, el presidente Snow vio a los niños haciendo esferas de arcilla y
dijo:
«Presidente Brimhall, estos niños están jugando ahora, haciendo mundos de
barro; llegará el momento en que algunos de estos muchachos —por su fidelidad
al evangelio—, progresarán y se desarrollaran en conocimiento, inteligencia y
poder, en eternidades por venir, hasta ser capaces de salir al espacio donde hay
materia sin organizar, y convocarán los elementos necesarios, y mediante su
conocimiento de las leyes y los poderes de la naturaleza y su control de ellos,
para organizar esa materia y hacer así mundos en los que more su posteridad, y
en los que gobernarán como dioses».40
C. S. Lewis reveló el que es el único obstáculo que nos separa de la «perfección
absoluta» y la divinidad: nosotros mismos. Lewis enseña este principio
recurriendo a una experiencia de infancia. Recuerda sus recurrentes dolores de
muelas y su deseo de encontrar alivio, acompañado, no obstante, del miedo a que
sus padres le llevaran al dentista si llegaba a desvelar que le dolía. Dijo Lewis:
«Yo conocía a esos dentistas: sabía que empezaban a toquetear los demás dientes
que no te dolían todavía (…). Si les dabas la más mínima oportunidad, se
tomaban todas las libertades del mundo». Y entonces establece la siguiente
comparación: «Nuestro Señor es como los dentistas (…). Decenas de personas
acuden a Él para que los sane a causa de un pecado determinado del que están
avergonzados. (…) Pues bien: él los curará, por supuesto, pero no se limitará solo
a eso. Puede que una sanación fuera todo lo que habían pedido; pero, si alguna
vez acudimos a Él, nos dispensará el tratamiento completo.
»(…) ‘podéis estar seguros’, dice, ‘si me lo permitís, os haré perfectos. En el
momento que os ponéis en mis manos, eso es lo que podéis esperar. Ni más, ni
menos. Tenéis libre albedrío y, si así lo elegís, podéis apartarme de vosotros.
Pero si no me apartáis, entended que voy a llevar esta obra a término. No importa
el sufrimiento que os cueste en vuestra vida terrenal; sea cual sea la inconcebible
purificación que preciséis tras la muerte; por mucho que me cueste a mí, nunca
descansaré, ni os dejaré descansar, hasta que seas perfectos en el sentido literal
del término, hasta que mi Padre pueda decir sin reservas que está complacido con
vosotros, tal y como dijo estar complacido conmigo. Todo esto puedo hacerlo y
lo haré; pero no haré menos que esto.
» (…) Debéis daros cuenta desde el principio de que el objetivo en pos del cual
Él está empezando a guiaros es la perfección absoluta; y ningún poder en todo el
universo, excepto vosotros, puede impedirle que os lleve a la consecución de ese
objetivo. Para eso estáis en esto. Y es muy importante que lo reconozcáis».41
La última observación de Lewis es muy reveladora, ya que nos recuerda que
nadie en este vasto universo es capaz de robarnos la perfección, salvo nosotros
mismos.
Desafortunadamente, algunas personas se menosprecian. Rindiéndole un honor
fingido a Dios se venden al mejor postor en calidad de siervos, no como hijos.
Algunos culpan de sus fracasos a padres abusivos, a maestros desatentos o a
amigos descarriados. Algunos procuran excusarse en las tragedias temporales de
la vida: la muerte de un ser amado, la pérdida de un empleo o un impedimento
físico. Sin embargo, en lo más profundo de nuestros momentos de reflexión
silenciosa y comunión con la deidad, sabemos que no hay fuerza externa capaz
de despojarnos de nuestra fuerza espiritual. Todo acontecimiento, encuentro,
desastre, por desesperante que sea desde el exterior, puede afrontarse de tal
manera que acabe tornándose en un éxito espiritual. Una tragedia temporal no
tiene por qué derivar en una derrota espiritual. Al contrario, «tragedias» de esta
naturaleza han probado ser a menudo una plataforma de lanzamiento para una
victoria espiritual sublime. Un hombre acepta su sordera fustigando a Dios; otro,
Beethoven, compone la Novena sinfonía. Una mujer pierde la vista y ve
solamente oscuridad; otra, dotada de una visión mayor, Helen Keller, se
convierte en un faro para un mundo ciego. Un hombre responde a su enfermedad
con la pérdida de la fe; otro, Job, declara: «He aquí, aunque él me matare, en él
confiaré» (Job 13:15). Un hombre pierde a su esposa y, de paso, las ganas de
vivir; otro, Robert Browning, extrae inspiración de lo más profundo de la fuente
para escribir poseía apasionada de dimensiones celestiales. Un hombre puede
responder a los acontecimientos aparentemente desastrosos de la vida con deseos
de venganza y malicia; otro puede responder con humilde sumisión a la voluntad
de Dios, agradecimiento por la vida como es y una firme decisión de mejorar.
Para uno, los retos y las tragedias de la vida se convierten en piedras de tropiezo;
para otro, son un peldaño en su ascenso. Y así fue con los nefitas tras una guerra
prolongada y encarnizada con los lamanitas. Las Escrituras revelan que «muchos
se habían vuelto insensibles por motivo de la extremadamente larga duración de
la guerra; y muchos se ablandaron a causa de sus aflicciones, al grado de que se
humillaron delante de Dios con la más profunda humildad» (Alma 62:41).
Quizá no podamos controlar nuestros contratiempos terrenales, pero siempre,
siempre, siempre, controlamos nuestro destino espiritual. A toda tragedia
temporal puede contraponerse una victoria espiritual: y la victoria máxima es la
divinidad. En última instancia, en virtud de su gracia, Dios nos ha permitido
definir nuestro propio destino divino.
Las Escrituras, la visión poética, la lógica y la historia testifican, no solo de la
posibilidad divina, sino de la realidad divina de que el hombre puede llegar a ser
como Dios. Hace casi dos mil años, el Señor le hizo esta sorprendente promesa a
Juan el Revelador: «Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi
trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono»
(Apocalipsis 3:21; énfasis añadido). ¿Y qué era ese trono? Nada más y nada
menos que el trono de Dios. Una promesa semejante la había recibido Enoc
milenios antes: «Tú me has (…) dado derecho a tu trono» (Moisés 7:59). ¿Hay
alguna prueba de que cualquier mortal haya obtenido en verdad ese trono?
Doctrina y Convenios revela que Abraham, Isaac y Jacob «porque no hicieron
sino lo que se les mandó, han entrado en su exaltación, (…) y se sientan sobre
tronos, y no son ángeles sino dioses» (DyC 132:37; énfasis añadido; véase
también DyC 124:19; Moisés 7:59). Para estos hombres, la posibilidad divina se
tornó la realidad divina. La promesa es definitiva: «Y al que venciere, y guardare
mis obras hasta el fin, yo le daré potestad sobre muchos reinos» (TJS,
Apocalipsis 2:26).
Algunos preguntarán: ¿Y qué importancia tiene que yo entienda de verdad este
principio de la divinidad? El élder McConkie escribió al respecto: «Ninguna
doctrina es más fundamental, ninguna doctrina incorpora un mayor incentivo
para la rectitud personal (…) que el prodigioso concepto de que el hombre puede
ser como su Hacedor».42 Cuando entendemos mejor esta meta sublime, nuestro
nivel de confianza y de motivación aumenta enormemente. ¿Cómo sería posible
no incrementar la fe en Dios y en nosotros mismos sabiendo que él ha plantado
en nuestras almas las semillas de la naturaleza divina?
La Expiación es el sol, el agua y el terreno que nutre dichas semillas. Es el
poder eterno, tan esencial para nuestro crecimiento. Eso es lo que enseñó John
Taylor: «Es para la exaltación del hombre a ese estado de inteligencia superior y
divinidad que la mediación y la expiación de Jesucristo fueron instituidas; y a ese
noble ser, al hombre, (…) se le otorga la capacidad de convertirse en un Dios, en
posesión del poder, la majestad, la exaltación y la posición de un Dios».43 No
cabe error al respecto, como opinó Brigham Young: «Somos creados, nacemos,
para el fin expreso de crecer desde el bajo estado de la humanidad, hasta
convertirnos en Dioses como nuestro Padre celestial».44
Si no estamos destinados a la divinidad, el detractor ha de responder a la
pregunta «¿por qué no?». Quizá podamos sugerir tres respuestas para someterlas
a la consideración de los detractores.
Puede que el hombre no pueda llegar a ser como Dios porque Dios carece del
poder para crear una descendencia celestial. Esta posibilidad queda fuera de su
nivel de comprensión e inteligencia presente. «Blasfemia», replica el detractor.
«Él posee todo conocimiento y todo poder».
Puede ser que Dios no cree una descendencia divina porque no nos ama. «Eso
es ridículo», responde el detractor. «‘Porque de tal manera amó Dios al mundo
que ha dado a su Hijo Unigénito’» (Juan 3:16).
Bien, quizá Dios no ha plantado en nuestro interior la chispa divina porque
quiere conservar en sus manos toda esta divinidad; Él se siente amenazado por
nuestro progreso; puede conservar su superioridad solamente reafirmando la
inferioridad del hombre. «No, no» insiste el detractor. «¿Conoce a algún padre
amoroso y amable que no quiera que sus hijos sean todo lo que él es y más?».
Pues otro tanto sucede con Dios, nuestro Padre. Él tiene el poder, el amor y el
deseo de hacer que seamos como Él, y por esas mismas razones precisamente ha
plantado en el interior de todos nosotros las semillas de la divinidad. Creer otra
cosa equivale a sugerir que Dios no tiene el poder de hacernos semejantes a Él, o
lo que es peor, que elige no hacerlo. Con todo, esta es la postura defendida por la
mayor parte del mundo. En contraposición, las Escrituras, la visión poética, la
lógica y la historia se combinan para enseñarnos con poder y convicción que no
hay personas corrientes entre los hijos de Dios: solamente hay entre nosotros
dioses y diosas en potencia. La Expiación es el medio de desencadenar este
potencial divino.
NOTAS
1. Lewis, Miracles, 122–23; énfasis añadido.
2. Ibid., 123.
3. Taylor, Gospel Kingdom, 278; énfasis añadido.
4. Taylor, Mediation and Atonement, 141.
5. Hafen, Broken Heart, 1.
6. Ibid., 17.
7. «LDS Bible Dictionary», 697.
8. Hafen, Broken Heart, 8.
9. Ibid., 16.
10. Ibid., 20.
11. Ibid., 7–8.
12. «LDS Bible Dictionary», 697.
13. La palabra perfecto que se emplea en este pasaje proviene del vocablo griego telios. Según
algunos, puede traducirse por «finalizado» o «completado», lo cual introduce una connotación
distinta a la perfección moral, cuyo significado puede ser un santo completo o maduro. Si bien
esta es una posible interpretación, el pasaje de las Escrituras no excluye una referencia a la
perfección moral. De hecho, cuando se lee en contexto, dicho pasaje parece exigir perfección
moral. El pasaje delimita concretamente el tipo de completamiento o perfección a los que se
refiere cuando establece la comparación: «así como vuestro Padre que está en los cielos es
perfecto» (énfasis añadido). Dios no es perfecto como un santo maduro o un sentido relativo. Es
totalmente perfecto. Asimismo, el pasaje corolario a Mateo 5:8 que se encuentra en el Libro de
Mormón no se escribió originalmente en griego, sino en egipcio reformado, pero la palabra clave
todavía se traduce como «perfecto». Si José se sentía inspirado a cambiar la palabra o el sentido,
podría haberlo hecho con facilidad. Esto debe ser verdad Esto se refleja sobre todo en el hecho
de que debe de haberse concentrado en ese versículo tal y como lo pone de manifiesto el cambio
de algunas palabras, con la redacción resultante: «perfectos así como yo, o como vuestro Padre
que está en los cielos es perfecto» (3 Nefi 12:48). Nuevamente, la norma de la perfección era
Dios el Padre y, además, Su hijo glorificado. No era el hombre ni ningún atributo mortal. Este
pasaje del Libro de Mormón no hace sino solidificar el argumento de que Dios nos estaba
invitando a tomar parte en la perfección divina, y no de un sustitutivo mortal o diluido. (Para
otro tratamiento de esta cuestión, véase Welch, Sermon at the Temple and the Sermon on the
Mount, 57–62).
14. Joseph F. Smith, Doctrina del Evangelio, 18.
15. Discourses of Brigham Young, 20; énfasis añadido.
16. Lewis, Mere Christianity, 176–77; énfasis añadido.
17. Lewis, Joyful Christian, 197; énfasis añadido.
18. Drummond, Natural Law in the Spiritual World, citado en Smith, Enseñanzas del profeta José
Smith, 428, nota 3.
19. Trad. de Armando Roa Vial, Rabbi Ben Ezra y otros nueve poemas. C. S. Lewis se refirió a la
gestación, a esa semilla en desarrollo, como el «fuego» divino que estremece a toda alma:
Que nosotros, aunque pequeños, pudiéramos temblar con la misma
forma sustancial del fuego que Tú
Y no meramente reflejarnos
como ángeles lunares de regreso a ti, llama fría.
Dioses somos, según Tu palabra; y caro lo pagamos.
(«Scazons», en Wain, Evaryman’s Book of English Verse, 614)
20. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 10.
21. Ibid., 46. El antiguo Códice Askew era muy explícito con respecto a las posibilidades de los que
cumplen la ley. «Hay muchas mansiones, muchas regiones, grados, mundos, espacios y cielos,
pero en todos rige una única ley. Si se cumple esa ley, uno puede convertirse también en creador
de mundos» (citado en Nibley, Old Testament and Related Studies, 142; énfasis añadido).
22. El original del poema en inglés en Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 8–9. Traducción del
manual La vida y las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, capítulo 40: «Herederos de Dios y
coherederos con Cristo», 338–345.
23. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 335; énfasis añadido.
24. Packer, Let Not Your Heart Be Troubled, 289.
25. Journal of Discourses, 24:3.
26. «Gospel of Philip» [El Evangelio de Felipe], 145.
27. Taylor, Mediation and Atonement, 165.
28. Milton, Paradise Lost, 91.
29. Ibid., 146–47.
30. Lewis, Quotable Lewis, 308.
31. Ibid., 525.
32. Smith, Lectures on Faith, 79; énfasis añadido.
33. Ibid., 60.
34. Roberts, «Mormon» Doctrine of Deity, 33–34.
35. Ibid., 35.
36. Lewis, Mere Christianity, 175.
37. Citado por Hugh B. Brown, en Conference Report, abril de 1967, 50. Robert Browning también
sabía que el proceso de perfeccionamiento continúa más allá de la tumba:
Pero, te necesito, ahora como entonces,
A ti, Dios, que moldeas a los hombres; (... )
Toma pues y emplea Tu obra:
Corrige cuantas taras acechan ocultas,
¡Qué cargas, qué alabeos!
¡Mi tiempo esté en Tu mano!
¡Copa perfecta según lo planeado!
¡Que la edad apruebe la juventud, y la muerte la complete!
(Clark and Thomas, Out of the Best Books, 1:466)
38. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 430–31.
39. Smith, «The Origin of Man», 81.
40. Snow, «Devotion to Divine Inspiration», 658–59; énfasis añadido. Brigham Young prometió
también que los que conservaran «su primer y segundo estado» y fueran «dignos de ser
coronados Dioses (…) serían ordenados para organizar la materia» (Journal of
Discourses, 15:137). C. S. Lewis coincidía: «Cristo ha resucitado, y del mismo modo
resucitaremos nosotros. San Pedro anduvo sobre el agua durante unos segundos, y el día llegará
en que habrá un universo rehecho, obediente infinitamente a la voluntad de hombres glorificados
y obedientes, cuando podremos hacer todas las cosas, cuando seremos esos dioses que las
escrituras describen que seremos» (Lewis, Grand Miracle,62).
41. Lewis, Joyful Christian, 77–78.
42. McConkie, Promised Messiah, 133.
43. Taylor, Mediation and Atonement, 140–41.
44. Journal of Discourses, 3:93.
Capítulo 22
LA BENDICIÓN DE LA LIBERTAD
¿QUÉ ES LA LIBERTAD?
Nefi habló de una consecuencia más, otra bendición, que fluye de la fuente
inagotable de la Expiación: «Y porque son redimidos de la caída, han llegado a
quedar libres para siempre» (2 Nefi 2:26). El élder James E. Talmage entendía
que sin la Expiación no podía haber libertad: «Proclamamos que la expiación
efectuada por Jesucristo (…) es para todos los seres humanos; es el mensaje de
liberación del pecado y de las penas que lo acompañan, el decreto de la libertad,
la carta de la libertad».1 Como sucede con las demás bendiciones de la Expiación,
esta no se encuentra aislada; complementa, suplementa a las demás y se solapa
con ellas.
El poder de llegar a ser como Dios, la bendición culminante de la Expiación,
está relacionada esencialmente con el poder de ser libre, puesto que,
verdaderamente, el más libre de todos los seres es Dios mismo. El presidente
David O. McKay observó que «Dios no podía hacer al hombre a su semejanza
sin hacerlos libres». Y a continuación citó al Dr. Iverach, filósofo escocés, quien
compartió esta interesante afirmación suplementaria: «Es una manifestación
enorme de poder divino hacer a seres susceptibles de hacer ellos mismos, a su
vez que seres incapaces de hacerlo, puesto que los primeros son hombres y los
segundos marionetas y, a fin de cuentas, las marionetas no son más que objetos».2
Si la Expiación nos hace libres, entonces cabe preguntarse: «¿Qué significa ser
libre?». Ser libre es ser como Dios. Los Dioses son los seres más libres de todos
«porque todas las cosas les estarán sujetas (…) porque tendrán todo poder» (DyC
132:20). Actúan «por sí mismos» en lugar de «se actúe sobre ellos» (2 Nefi
2:26). Eso era lo que Alma intentaba decirnos acerca de Adán y Eva, que en
algunos aspectos se volvieron «como dioses». ¿Y por qué? Porque conocían «el
bien del mal», y estaban «en condiciones de actuar según su voluntad y placer»
(Alma 12:31).
Las vidas de los dioses se mueven por un motor interno, y no por fuerzas
externas. Su libertad emana del poder que tienen de actuar por voluntad propia
sin cortapisas impuestas desde fuentes exteriores. No existe una fuerza exógena
que controle su destino, ninguna limitación espiritual ni física que restrinja su
expresión deseada. Si desean viajar a la velocidad del pensamiento, parece que
pueden hacerlo. Si quieren comprender todo pensamiento de toda criatura
viviente, lo hacen (quizá automáticamente). Los dioses actúan, no se actúa sobre
ellos. Controlan todos y cada uno de los elementos en todas las esferas. No están
sometidos a la enfermedad ni a las inclemencias del tiempo. Al contrario, todas
las formas de vida, incluidos los elementos mismos, ceden rindiendo pleitesía a
los dioses.
Las Escrituras revelan que «todas las cosas les [están]sujetas» y, por lo tanto,
están «sobre todo» (DyC 132:20). Los dioses no viven al margen de las leyes,
sino que por su obediencia han llegado a dominarlas a fin de emplearlas para
cumplir sus designios.
La libertad se obtiene paso a paso en un proceso de sumisión obediente a la
voluntad de Dios. Por consiguiente, cuanto más semejantes a Dios nos volvemos,
más libres somos. La libertad y la divinidad son caminos paralelos; de hecho, son
el mismo camino.
DIOS HACE LIBRES A LOS HOMBRES
El hombre no podría disfrutar jamás los poderes plenos del albedrío sin la
intervención de Dios. Samuel le dijo al pueblo de Zarahemla: «sois libres; se os
permite obrar por vosotros mismos» y añadió «Dios os (…) ha hecho libres».
(Helamán 14:30). La segunda frase la han empleado profetas de ambos
hemisferios a lo largo de los siglos. El rey Benjamín enseñó, «bajo este título
[Cristo] sois librados». Entonces aclara que no existe una fuente alternativa de
libertad: «no hay otro título por medio del cual podáis ser librados» (Mosíah 5:8).
El Salvador enseñó que la libertad verdadera se obtiene por el Hijo, ya que «si el
Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36). Pablo instó a los
santos de Galacia a que retuvieran «la libertad con que Cristo nos hizo libres»
(Gálatas 5:1). Y en los últimos días el Señor ha declarado sin lugar a equívoco:
«Yo, Dios el Señor, os hago libres; por consiguiente, sois verdaderamente libres»
(DyC 98:8; véase también DyC 88:86). John Donne concibió esta relación entre
Cristo y la libertad:
Llévame a ti [Cristo]; encarcélame, pues,
si tú no me cautivas, jamás seré libre.3
La libertad se describe como el poder o el albedrío para actuar por cuenta
propia. En repetidas ocasiones, el Señor ha revelado la fuente de dicho albedrío.
Lehi enseñó: «el Señor Dios le concedió al hombre que obrara por sí mismo»
(2 Nefi 2:16). Y en los últimos días se ha empleado lenguaje escriturario similar:
«He aquí, yo le concedí que fuese su propio agente» (DyC 29:35; véase también
Moisés 4:3).
LOS CUATRO COMPONENTES DE LA LIBERTAD
Pero, ¿cómo nos confiere Dios el albedrío, y qué papel desempeña la Expiación
para que seamos libres? La manera de entender mejor esta cuestión es
diseccionar la libertad en sus cuatro componentes principales, a saber: la
necesidad de un ser inteligente, un conocimiento del bien y del mal, la existencia
de elecciones y el poder de hacer o llevar a cabo dichas elecciones.
Primero está la necesidad de un ser inteligente. Si la libertad consiste en ser
capaz de actuar por nosotros mismos y no que «se actúe sobre [nosotros]» (2 Nefi
2:26), como sugiriera Lehi, entonces en algún momento debemos tener la
capacidad innata de tomar decisiones sobre las que basan nuestras acciones. En
pocas palabras: no puede haber libertad sin un agente decisor, un ser inteligente.
El hombre es una entidad consciente, pensante, lo cual cumple la primera
condición necesaria para que exista la libertad.
En segundo lugar, está la necesidad de un conocimiento del bien y del mal. Este
es un elemento indispensable de la libertad. El presidente Joseph F. Smith
escribió: «Nadie es o puede ser librado sin poseer un conocimiento de la verdad y
sin obedecerla».4 Moisés escribió: «Y les es concedido discernir el bien del mal;
de modo que, son sus propios agentes» (Moisés 6:56). La relación de causalidad
entre la libertad y el conocimiento del bien y del mal es un tema común abordado
por muchos de los profetas de la antigüedad. Uno de esos profetas, Samuel el
lamanita, declaró que el pueblo era libre porque Dios les «[había] concedido que
[discernieran] el bien del mal» (Helamán 14:31; véase también 2 Nefi 2:18, 23;
Alma 12:31–32).
El conocimiento inicial del hombre con respecto al bien y el mal se activó en el
momento de la Caída. El Señor afirmó: «He aquí el hombre ha llegado a ser
como uno de nosotros, conociendo el bien y el mal» (Génesis 3:22). Eva se hizo
eco de esa verdad cuando exclamó: «De no haber sido por nuestra transgresión,
nunca habríamos (…) conocido (…) el bien y el mal» (Moisés 5:11). En ausencia
de esa concesión de conocimiento, Adán y Eva habrían quedado atrapados en un
estado de inocencia.
A primera vista, uno podría verse persuadido a creer que la Caída, con
independencia de la Expiación de Cristo, fue lo que entregó ese conocimiento
suficiente para darle la libertad al hombre. En realidad, fue una pieza esencial,
pero fue solamente el principio, el portal de acceso al conocimiento. La Caída
abrió puertas que hasta el momento habían permanecido selladas y ojos que
anteriormente habían estado cerrados. En lo tocante a Adán y Eva, las Escrituras
revelan que «fueron abiertos los ojos de ambos» (Génesis 3:7). Ello era esencial,
pero solamente era el comienzo, no el fin del camino. Con un mayor
conocimiento se presenta la oportunidad de una mayor libertad. Este fue el
testimonio del Salvador a los escribas y fariseos: «conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres» (Juan 8:32). Una vez más, aquellos hipócritas fueron
incapaces de captar el mensaje del Salvador. Su respuesta fue: «jamás hemos
sido esclavos de nadie» (Juan 8:33). Qué fuertes eran. Poseían conocimientos
seculares, pero ignoraban la verdad espiritual que hace libre al hombre. Eran los
maestros a la hora de no enterarse de nada. Una vez más estaban sintonizando el
canal equivocado y el Salvador tuvo que dirigirse a ellos con claridad meridiana:
«si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36). Y aquí
reside la esencia de la libertad: conocer al Señor y obedecer sus verdades.
Cuando lo hacemos, nos volvemos libres de prejuicios, falsedades, pecados,
contención y cualquier otra práctica lesiva o vil conocida para el hombre.
Si bien la Caída abrió la puerta al camino del conocimiento, fue la Expiación la
que proporcionó el vehículo para proseguir. Mediante la Expiación nos
limpiamos en las aguas del bautismo, lo que nos hace aptos para el don del
Espíritu Santo. Este don es el que «os guiará a toda la verdad» (Juan 16:13). A
medida que llegamos a conocer al Salvador y sus verdades, se agranda nuestra
capacidad para la libertad. Y esto se debe a que el conocimiento es poder; y el
poder, en su máxima expresión, es la divinidad; y la divinidad, es la
quintaesencia de la libertad.
El tercer elemento de la libertad es la existencia de elecciones. El presidente
David O. McKay observó: «Solamente al ser humano le dijo el Creador: ‘(…)
podrás escoger según tu voluntad, porque te es concedido’ (Moisés 3:17). Puesto
que Dios pretendía que el hombre llegara a ser como él, era necesario hacerlos
libres primero».5 De no ser por la Expiación, no habría habido elección entre la
vida eterna y la condenación eterna. La Caída habría abierto la puerta a un
camino y solamente a uno. Nuestra «carne tendría que descender para pudrirse y
desmenuzarse en su madre tierra, para no levantarse jamás. (…) Nuestros
espíritus tendrían que estar sujetos a (…) [al] diablo, para no levantarse más»
(2 Nefi 9:7–8): un panorama más bien sombrío. Sin la Expiación, todos se
habrían visto obligados a participar en este plan sin opciones. La Caída, sin la
Expiación, haría que nos precipitáramos en una caída de la que no hay
escapatoria. Jacob explicó esta turbadora perspectiva y exclamó después con
regocijo: «¡Oh cuán grande es la bondad de nuestro Dios, que prepara un medio
para que escapemos de las garras de este terrible monstruo; sí, ese monstruo,
muerte e infierno, que llamo la muerte del cuerpo, y también la muerte del
espíritu!» (2 Nefi 9:10). Jacob siguió explicando que, «a causa del medio de la
liberación de nuestro Dios (…) el infierno ha de entregar sus espíritus cautivos, y
la tumba sus cuerpos cautivos» (2 Nefi 9:11–12).
La Expiación es el medio de liberación, el medio empleado para liberar
nuestros cuerpos de la tumba y nuestros espíritus del infierno, de ofrecer otro
camino, otra elección, otra opción. El élder McConkie escribió en verso acerca
de esta misma verdad:
Creo en Cristo; me salvará,
de Satanás me librará.6
Lehi enseñó que, debido a que los hombres «son redimidos de la caída, han
llegado a quedar libres para siempre, (…) libres para escoger la libertad y la vida
eterna, por medio del gran Mediador de todos los hombres, o escoger la
cautividad y la muerte» (2 Nefi 2:26–27). Entonces Lehi les rogó a sus hijos que
escogieran «el gran Mediador (…) y escoged la vida eterna»; de otro modo,
advirtió Jacob, el diablo tendría «el poder de cautivar[los]» y «reinar sobre
[ellos]» en su reino (2 Nefi 2:28, 29).
El mensaje está claro. Podemos aceptar la Expiación, una elección que nos
lleva a la vida eterna (la forma suprema de la libertad); o podemos optar por el
camino del Maligno, una elección que nos lleva a la destrucción, las cadenas y la
cautividad (la forma suprema de cautiverio). Cuando elegimos al Señor, él nos da
una barra de hierro a la que aferrarnos; cuando elegimos a Satanás, él nos ata con
una cadena, cada vez más corta, hasta que estamos en su poder. Charles Dickens
ilustró esta verdad vivamente. En su famoso relato Cuento de
Navidad, Scrooge, al ver al fantasma de su antiguo socio cargado de cadenas, le
pregunta: «Estás encadenado. (…) Dime por qué». La respuesta de Jacob Marley
nos da qué pensar: «Llevo la cadena que forjé en vida (…). La hice eslabón a
eslabón, metro a metro; la ciño a mi cuerpo por mi libre voluntad y por mi libre
voluntad la usaré».7
El profeta Jacob concluyó su hermoso discurso sobre la Expiación instando a su
pueblo a «animarse». A fin de cuentas, explicó, «sois libres para obrar por
vosotros mismos, para escoger la vía de la muerte interminable, o la vía de la
vida eterna» (2 Nefi 10:23). Esa libertad de elección proviene de la Expiación de
Jesucristo. Eso es lo que enseñó Lehi: «el Señor Dios le concedió al hombre que
obrara por sí mismo. De modo que el hombre no podía actuar por sí a menos que
lo atrajera lo uno o lo otro» (2 Nefi 2:16).
Falta todavía un elemento para que sea posible una plenitud de libertad; es el
poder de llevar a cabo o hacer las elecciones que se nos planteen. Puede que
tengamos conocimiento del bien y del mal; que incluso tengamos elecciones ante
nosotros; pero a menos que tengamos el poder de ejecutar, el poder de hacer,
nuestra libertad no será más que una fachada. Somos en cierta manera como un
astrónomo que mira los cielos estrellados a simple vista con la esperanza de
avistar Neptuno. Por mucho que escrute el firmamento, por muy intensa que sea
su mirada, observará en vano. Ahora bien, dadle un telescopio y ¡qué visión se
abrirá ante sus ojos! La cuestión aquí no es el conocimiento, pues el astrónomo
tiene memorizada la bóveda celeste al milímetro. La cuestión no es la elección,
pues tiene la opción de mirar o no sin obstrucción. La cuestión, simple y
llanamente, es el poder: el poder de ver. Dios tiene un nutrido inventario de
telescopios espirituales, aparatos auditivos, cápsulas del tiempo e instrumentos
intensificadores del poder con el fin de enriquecer nuestras vidas y liberarnos
para ver, oír y hacer sin cortapisas.
Todos los hombres reciben algún poder de Dios. El Señor declaró: «los
hombres deben estar anhelosamente consagrados a una causa buena, y hacer
muchas cosas de su propia voluntad y efectuar mucha justicia; porque el poder
está en ellos, y en esto vienen a ser sus propios agentes» (DyC 58:27–28). ¿Y
cómo podemos aumentar este poder? De antiguo, la historia ha confirmado que el
conocimiento es precursor del poder. Es el conocimiento el que ha ampliado el
espacio, conquistado la enfermedad, incrementado la velocidad de
desplazamiento y revolucionado nuestros medios de comunicación. Dios no
menosprecia estos poderes adquiridos mediante el aprendizaje secular; de hecho,
fomenta esas iniciativas. Él nos invita a convertirnos en maestros «de cosas tanto
en el cielo como en la tierra» (DyC 88:79) y a estudiar en «los mejores libros»
(DyC 88:118). Nos da también inspiración para ayudarnos en estos empeños.
Aunque Dios es ciertamente promotor del conocimiento terrenal, también
quiere que sepamos que los poderes de una fuente más elevada emanan de la
adquisición de verdades espirituales. Es este poder espiritual el que dividió el
mar Rojo; que hizo que el sol «se [detuviera]»; que los ríos cambiaran su curso y
las montañas huyeran (Éxodo 14:21–29; Josué 10:12–14; Moisés 7:13). Esta
fuerza invisible ha calmado el mar embravecido, aquietado la tormenta desatada,
obligado a los cielos heridos por la sequía a descargar sus perlas de rocío ocultas,
y, en definitiva, controlado, dirigido y gobernado todo elemento nativo del
universo (Mateo 8:23–27; 1 Reyes 18:41–46; Moisés 7:13–14).
Donde la ciencia ha flaqueado —o incluso se ha quedado atrás—este poder
divino ha tomado el relevo y, según la voluntad de Dios, sanado a los que no
podían obtener alivio en lo temporal. Este poder alcanza tal magnitud que ha
penetrado y ablandado incluso los corazones de aquellos a los que se conocía
como «un pueblo salvaje, empedernido y feroz» (Alma 17:14).
Tanto el poder terrenal como el espiritual (que son un único poder en última
instancia) constituyen el poder de la deidad, pues los dioses tienen «todo poder»
(DyC 132:20; énfasis añadido). Con cada poder adquirido, desarrollamos un
mayor control, tanto de los elementos, como de nuestros propios destinos. De
esta manera, nos convertimos en el conductor —no en el pasajero—en la causa
—no en el efecto—. Actuamos por nosotros mismos y no se actúa «sobre
[nosotros]» (2 Nefi 2:26); y así seremos libres.
Si bien este conocimiento es esencial para la adquisición del poder, hay un
ingrediente más, a menudo ignorado y en ocasiones ridiculizado, que es además
una condición previa para la recibir los poderes «superiores», esos poderes
necesarios para disfrutar una plenitud de libertad. El elemento que falta es la
obediencia.
LA OBEDIENCIA:
UNA CLAVE DE LA LIBERTAD
Los hay que dirán que la libertad se da en ausencia de leyes y restricciones.
Aseveran que la libertad en su esencia más pura es el derecho de hacer cualquier
cosa, en cualquier momento y lugar, sin repercusiones. Hace unos dos mil
quinientos años, Nefi profetizó acerca de estas almas confundidas que difundirían
enseñanzas como «comed, bebed y divertíos, porque mañana moriremos; y nos
irá bien» (2 Nefi 28:7; véase también Mormón 8:31). ¿No resulta irónico que el
autor de una filosofía de esta naturaleza sea el maestro de los esclavos mismo?
Fue él a quien expulsaron del cielo, quien perdió la oportunidad de tener un
cuerpo físico, quien estará atado mil años y será desterrado finalmente a las
tinieblas de afuera. La libertad que él promete es ilusoria; es un espejismo en el
desierto; es la condición que siempre ha eludido su mano. Era la misma mentira
urdida por Caín tras asesinar a su hermano Abel: «Estoy libre», se dijo (Moisés
5:33). En realidad, nunca había estado más cautivo que en ese momento. Era un
siervo, sí, el siervo del pecado. Las Escrituras describen una y otra vez el estado
real de los que adoptan esta filosofía mundana. Ellos también se convierten en
esclavos del pecado, atados con cadenas eternas y sujetos a la cautividad, la
muerte y el infierno, lo cual tiene poco de feliz estado de libertad (2 Nefi 1:13;
Alma 12:11).
¿Cómo propone entonces el Señor librarnos? La respuesta es la obediencia. De
hecho, Brigham Young indicó que no hay otra manera: «¿Rendir (…) una
obediencia estricta, acaso no nos convierte en esclavos? No, es la única manera
existente en la faz de la tierra que tenemos ustedes y yo de ser libres».8
Al contrario de lo que muchos creen, la obediencia no es la antítesis de la
libertad, sino su fundamento. Charles Kingsley distinguió entre la perspectiva de
la libertad mantenida por el mundo y la del Señor: «Hay dos libertades, la falsa
en la que se es libre de hacer lo que se desee, y la verdadera, en la que se es libre
de hacer lo que se debe».9 Lehi se refería a la segunda cuando aconsejaba a sus
hijos, Lamán y Lemuel: «[escuchad] sus grandes mandamientos» (2 Nefi 2:28).
El patriarca les dijo que si lo hacían el diablo no tendría poder «reinar sobre
[ellos]» (2 Nefi 2:29). The Doctrina y Convenios afirman otro tanto: «la ley [o
podríamos decir los mandamientos] también os hace libres» (DyC 98:8). Jacob le
dijo a su pueblo: «sois libres para obrar por vosotros mismos» (2 Nefi 10:23). Y
entonces les enseñó los medios, no solo para mantener su libertad, sino para
aumentarla: «reconciliaos con la voluntad de Dios» (2 Nefi 10:24). El Señor
anunció que había hecho a Adán «su propio agente» y a continuación compartió
la segunda parte divina en lo que al mantenimiento y el desarrollo de dicho
albedrío se refiere: «y le di mandamientos» (DyC 29:35). Dicho de otro modo,
sin mandamientos ni obediencia a ellos, el hombre no tardaría en haber visto
menguar irreversiblemente su albedrío recién adquirido.
Los mandamientos son tan restrictivos para el hombre espiritual como las
señales de tráfico para un conductor en su auto. Ninguno de los dos impone
prohibiciones a nuestro progreso; al contrario, lo mejoran al servir de postes
indicadores o señales de dirección que nos ayudan a encontrar nuestro destino y
llegar a él. El Señor le mencionó al profeta José de un «un mandamiento nuevo»,
y añadió acto seguido: «o en otras palabras, os doy instrucciones en cuanto a la
manera de conduciros delante de mí, a fin de que se torne para vuestra salvación»
(DyC 82:8–9; énfasis añadido). El gran productor de cine, Cecil B. De Mille,
famoso por la película Los diez mandamientos, entendía la diferencia entre la ley
y la libertad:
«Somos demasiado propensos a ver la ley como algo meramente restrictivo
(…) algo que nos cerca. A veces pensamos que la ley es lo opuesto a la libertad.
Pero esto es un concepto erróneo. (…) Dios no se contradice. No creó al hombre
para después, como una ocurrencia de última hora, imponerle una serie de reglas
restrictivas, irritantes y arbitrarias. Dios creó al hombre libre, y entonces le dio
mandamientos para mantenerlo en la libertad. No podemos quebrantar los Diez
Mandamientos. Solamente podemos quebrantarnos nosotros contra ellos; o bien,
mediante su cumplimiento, levantarnos hasta alcanzar la plenitud de la libertad
bajo Dios».10
Hay una serie de verdades espirituales que al mundo secular deben parecerle
ironías irreconciliables: la humildad engendra fuerza; la fe alimenta la visión y la
obediencia conlleva la libertad. Sin embargo, hay una pequeña prueba mediante
la cual podemos darnos cuenta por nosotros mismos de la veracidad de estos
preceptos espirituales. El Señor reveló cuál es. «El que quiera hacer la voluntad
de él conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mí mismo» (Juan 7:17).
Sencillamente, si somos obedientes a la voluntad de Dios, encontraremos nuevas
libertades; si somos desobedientes, la libertad será nuestra estrella inalcanzable.
Como ya se ha comentado, la libertad exige un conocimiento del bien y del
mal, la existencia de elecciones y el poder de hacerlas o llevarlas a cabo. Cada
uno de estos aspectos adquiere más relieve mediante la obediencia a la voluntad
de Dios.
Cuando obedecemos las leyes de Dios, obtenemos un conocimiento aumentado
de Su plan, y con un mayor conocimiento viene una mayor capacidad para la
libertad. Isaías enseñó que cuando escuchamos al Señor recibimos «mandato tras
mandato, línea sobre línea» (Isaías 28:10). La promesa hecha a los que obedecen
la Palabra de Sabiduría es que «hallarán sabiduría y grandes tesoros de
conocimiento, sí, tesoros escondidos» (DyC 89:19). El Señor dejó claro que la
adquisición de conocimiento no era únicamente una empresa intelectual, cuando
dijo «El que guarda sus mandamientos recibe verdad y luz, hasta que es
glorificado en la verdad y sabe todas las cosas» (DyC 93:28; véase también DyC
93:39). La obediencia trae ese tipo de conocimiento que es indispensable para la
libertad divina. Por ello el Señor prometió, «y si en esta vida una persona
adquiere más conocimiento e inteligencia que otra, por medio de su diligencia y
obediencia, hasta ese grado le llevará la ventaja en el mundo venidero» (DyC
130:19). La obediencia desbloquea las puertas del conocimiento; el conocimiento
es un requisito previo de la divinidad, y la divinidad es el apogeo de la libertad.
La obediencia también amplía nuestra lista de elecciones. Si no somos
obedientes, no tenemos la opción de bautizarnos, ni la opción de recibir el
sacerdocio, ni de recibir la investidura, ni el sellamiento en el templo,
condiciones necesarias para nuestra transformación en los seres más libres que
existen, es decir, los dioses.
Pero la obediencia tiene más efectos aún si cabe. También genera poder, otra
conexión vital con la libertad. Hace unos cuantos años, en una conferencia para
jóvenes llamé a un muchacho que se hallaba sentado en la congregación y lo
invité a sentarse a mi lado, en la butaca del piano. Saqué de mi billetera un billete
de veinte dólares estadounidenses nuevecito y se lo ofrecí a cambio de tocar
cualquier canción del himnario que quisiera. Mientras su mirada iba del billete al
piano, se le notaba frustrado. «No sé tocar», dijo. «¿Y por qué no?» fue mi
respuesta. «Tienes la música, el piano, los dedos de las manos, parece que no te
falta nada de lo que necesitas para tocar». «¡Pero no sé hacerlo!», insistió el
joven. En efecto, él tenía todo lo que necesitaba, con una excepción: el poder de
ejecutar, que es un elemento indispensable de la libertad. El poder se genera
mediante la obediencia. Obtenemos el poder para tocar el piano cuando
obedecemos la ley de la práctica. Obtenemos el poder de dominar una lengua
cuando aprendemos y seguimos las reglas de la lingüística. Obtenemos el poder
sobre los elementos cuando obedecemos las leyes de Dios. Por ello el Señor les
dijo a los obedientes: «serán dioses, porque tendrán todo poder». Entonces
divulgó el secreto de ese logro: «a menos que cumpláis mi ley, no podréis
alcanzar esta gloria» (DyC 132:20, 21). La obediencia es una de las principales
llaves que abren el poder de la divinidad, trayendo consigo la libertad en grado
sumo. La obediencia no es un enemigo de la libertad; al contrario, es su mejor
amiga.
El Señor así lo dijo: «escuchad mi voz y seguidme, y seréis un pueblo libre»
(DyC 38:22). El profeta José nombró el vínculo entre la Expiación, la divinidad y
la obediencia en el tercer artículo de fe: «Creemos que por la expiación de Cristo,
todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y
ordenanzas del Evangelio» (véase también DyC 138:4).
El producto final de una vida obediente es el poder, no el poder del dictador que
blande su cetro, ni el poder cargado de emociones del demagogo, ni el poder
irreverente y decadente del charlatán, sino el poder puro y benevolente de un
dios. Irónicamente, si deseamos obtener ese poder, hemos de obedecer los
mandamientos con exactitud. En lo que respecta al desobediente, el Señor
profetizó sobre el atolladero en el que se hallarían: «no pueden venir a donde yo
estoy, porque no tienen poder». (DyC 29:29; énfasis añadido).
La obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio otorga un mayor
conocimiento, una multiplicidad de elecciones y un poder aumentado para actuar,
todo lo cual deriva en un incremento de libertad. Es la Expiación, no obstante, lo
que aporta sustancia y sentido a esas leyes y ordenanzas. ¿Qué vitalidad tendrían
los principios de la fe y el arrepentimiento sin la misión del Salvador? ¿Qué
poder purificador conferirían las aguas bautismales de no haber habido
Expiación? ¿Qué poderes curativos tendría la Santa Cena si no hubiera
redención? ¿Qué longevidad tendrían los poderes selladores si no se hubiera dado
la condescendencia del Salvador? La obediencia a estas ordenanzas y leyes sin la
Expiación sería un gesto vacuo.
La Expiación de Jesucristo abrió las compuertas del conocimiento espiritual
mediante el bautismo y el don del Espíritu Santo. Proporciona un abanico de
elecciones, desde la cautividad y el diablo, en un extremo, hasta la vida eterna y
la divinidad en el otro. Desata poder sobre poder para esos santos humildes que
cumplen las leyes y las ordenanzas del Evangelio, cada una de las cuales deriva
su fuerza de sustento en el sacrificio expiatorio. La Expiación de Jesucristo es la
fuerza nutriente de cada uno de esos elementos que fomentan la libertad.
Brigham Young enseñó: «La diferencia entre el justo y el pecador, la vida
eterna o la muerte, la felicidad o la miseria, es la siguiente: los privilegios de los
que reciben la exaltación no tienen restricciones ni límites».11 ¡Eso es libertad!
Lehi entendía esta verdad gloriosa y declaró que, debido a la redención de Cristo,
los hombres son «libres para siempre» (2 Nefi 2:26).
NOTAS
1. Talmage, Essential James E. Talmage, 89.
2. McKay, «Whither Shall We Go?», 3.
3. Donne, «Batter My Heart», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 367.
4. Smith, Doctrina del Evangelio, 205.
5. Conference Report, octubre de 1963, 5.
6. McConkie, «Creo en Cristo», Himnos, 72.
7. Dickens, Christmas Stories, 28.
8. Journal of Discourses, 18:246; énfasis añadido.
9. En Wallis, Treasure Chest, 47.
10. Citado por Richard L. Evans, Conference Report, octubre de 1959, 127; énfasis añadido.
11. Young, Discourses of Brigham Young, 63.
Capítulo 23
LA BENDICIÓN DE LA GRACIA
EL PODER PARA EXALTARNOS
Puede resultar apropiado preguntarse cómo la Expiación es eficaz en las vidas
de los seres mortales. Aunque procuramos ser dignos y arrepentirnos de nuestros
pecados, al final somos, de una forma u otra, siervos improductivos (véase
Mosíah 2:21). A la vista de nuestras debilidades y nuestros defectos recurrentes,
¿cómo podemos recibir las numerosas bendiciones de la Expiación? ¿Cómo
podemos recibir sus poderes purificadores, o la paz, el socorro o la libertad?
¿Cómo se producen la perfección y la exaltación de un ser imperfecto? Nefi nos
da la respuesta: «sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después
de hacer cuanto podamos» (2 Nefi 25:23). Este pasaje bien podría leerse de la
siguiente manera: «sabemos que es por la gracia por la que nos exaltamos,
después de hacer cuanto podamos». Algunos no han entendido este pasaje
correctamente y suponen que la Expiación aporta el poder purificador, mientras
que nuestras obras exclusivamente proporcionan el poder perfeccionador; y así,
codo con codo, se alcanza la exaltación. Pero esta interpretación no es correcta.
Es cierto que la Expiación proporciona el poder purificador. Asimismo, es
también verdad que las obras son un ingrediente necesario del proceso de
perfeccionamiento. Dicho esto, sin la Expiación, sin la gracia, sin el poder de
Cristo, todas las obras del mundo se quedarían cortas, muy cortas, a la hora de
perfeccionar incluso a un único ser humano. Las obras deben ir acompañadas de
la gracia, tanto para perfeccionar como para purificar a una persona hasta
alcanzar la exaltación. Dicho de otra manera, la gracia no es solamente necesaria
para limpiarnos; también la necesitamos para perfeccionarnos.
El diccionario de la Biblia SUD en inglés define la gracia como «medio divino
de ayuda o fortaleza» posibilitada por la Expiación. Y a continuación, añade que
la gracia es un medio de «fortalecer y ayudar a hacer buenas obras que [el
hombre] no podría mantener por sí solo». Y finalmente, el diccionario afirma que
la gracia es «un poder que faculta», necesario para elevar al hombre por encima
de sus debilidades y defectos, a fin de poder «obtener la vida eterna y la
exaltación después de haber dedicado sus propios esfuerzos».1 En definitiva, la
gracia es un don de poder divino, que la Expiación hace posible, y susceptible de
transformar a un simple mortal con todas sus carencias en un dios con todas sus
fortalezas; todo ello siempre y cuando hayamos hecho «cuanto podamos» (2 Nefi
25:23). Eso es exactamente lo que enseñó Pedro: «todas las cosas que pertenecen
a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder [el de
Cristo]» (2 Pedro 1:3; énfasis añadido).
El principio divino que hay aprender es el siguiente: que Dios emplea sus
poderes celestiales para exaltarnos, pero solamente en la medida en que hayamos
hecho todo lo que humanamente hayamos podido hacer para lograr tal fin. El
hermano de Jared aprendió este principio cuando le solicitó al Señor que
iluminara las embarcaciones de los jareditas. El Señor pudo haberle dado la
solución inmediatamente. Sin embargo, respondió: «¿Qué quieres que yo haga
para que tengáis luz en vuestros barcos?» (Éter 2:23). Ante aquel reto divino, el
hermano de Jared concibió y puso en práctica un plan ingenioso: fundió de la
roca dieciséis piedras transparentes que llevó al Señor, a quien le solicitó que las
tocara «para que [brillaran] en la obscuridad» (Éter 3:4). Cuando el hermano de
Jared hubo puesto sus mejores esfuerzos, la puerta a los poderes celestiales se
abrió de par en par.
El levantamiento de Lázaro de entre los muertos ilustra de manera dramática
esta misma ley celestial. El Salvador se acercó a la tumba o cueva en la que el
cuerpo de Lázaro llevaba depositado cuatro días. Les mandó a los más cercanos
que quitaran la piedra que cubría la entrada. Entonces en alta voz gritó: «¡Lázaro,
ven fuera!» (Juan 11:43), y las Escrituras indican que «el que había estado
muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un
sudario» (Juan 11:44). En ese momento, Jesús mandó a los que miraban que
desataran a Lázaro. Cabe preguntarse, «¿Por qué no quitó Jesús la piedra con una
demostración de su poder? ¿Por qué no desató él mismo el cuerpo revivido?». Su
respuesta fue una demostración de la ley divina de economía, es decir, que hemos
de hacer cuanto podamos y cuando hayamos llegado a nuestros límites, cuando
hayamos gastado todas nuestras energías mentales, morales y espirituales,
entonces intervienen los poderes del cielo. Como el hombre podía retirar la
piedra y desatar el cuerpo, debía hacerlo, pero solamente el poder de Dios era
capaz de levantar a los muertos. En consecuencia, solamente el último
acontecimiento contó con la intervención divina directa. El mismo principio rige
nuestra exaltación.
En ciertas ocasiones, nuestros mejores esfuerzos, por extraordinarios que sean,
sencillamente no bastan. No se trata únicamente de una cuestión de tiempo y
esfuerzo (en otras palabras, si hemos dedicado la cantidad de tiempo suficiente y
hemos estado dispuestos a poner de nuestro esfuerzo, a la larga acabaremos
convirtiéndonos en dioses); hace falta más. También es una cuestión de
capacidad. ¿Podemos por nosotros mismos, sin ayuda de medios artificiales,
volar por los aires? Puede que tengamos la necesidad imperiosa de hacerlo.
Podemos saltar desde lo alto de un acantilado y acometer la empresa de volar con
una voluntad de hierro; puede que nuestros bíceps sean extraordinariamente
grandes; podemos hacer girar los brazos a una velocidad impresionante; puede
que incluso tengamos un doctorado en aerodinámica… pero acabaremos cayendo
de todas formas. Si deseamos desplazarnos igual que Dios, algún poder externo
debe transformar nuestros cuerpos físicos en cuerpos hechos de material celestial.
¿Podemos adquirir por cuenta propia la sabiduría de Dios? ¿Y si a lo largo de
las eternidades nos leyéramos todos y cada uno de los libros existentes,
domináramos toda ecuación matemática y conquistáramos todos los idiomas?
¿Estaríamos entonces a la par con Dios intelectualmente? ¡La respuesta es un
sonoro «no»! Todavía nos encontraríamos limitados por una mente finita, todavía
tendríamos la restricción de un número limitado de pensamientos en un momento
dado. El Señor hizo referencia a esta desigualdad: «Porque mis pensamientos no
son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos (…). Como son
más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros
caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:8–9). El
rey Benjamín se hizo eco de esta realidad: «creed que el hombre no comprende
todas las cosas que el Señor puede comprender» (Mosíah 4:9). En algún
momento, de alguna manera, en algún lugar, «nos será añadido». Hemos de
recibir una dotación divina a fin de poder mantener múltiples, incluso infinitos,
pensamientos de forma simultánea. Solamente entonces podrá nuestra mente
empezar a ser como la de Dios.
No podemos ser como Dios sin esa dotación: esencialmente, una manifestación
de gracia. Y esa gracia es posible por la Expiación de Jesucristo. Esa fue la
promesa que Enoc comprendió y le expresó a Dios de la siguiente manera: «tú
me has creado y me has dado derecho a tu trono, y no de mí mismo, sino
mediante tu propia gracia» (Moisés 7:59).
Nuestra aceptación de la Expiación abre un tesoro de poderes espirituales que
«añaden» y confieren al hombre rasgos divinos que no pueden generarse
exclusivamente a partir de fuentes internas. Es en ese momento que se cumple el
objetivo máximo de la Expiación: somos «uno» con Dios (la cualidad redentora)
y «uno» como Dios (la cualidad exaltadora). Esa fue la promesa de Juan a los
«hijos de Dios»: «cuando él aparezca, seremos semejantes a él» (1 John 3:2;
énfasis añadido), no solo estaremos con él.
Ciertos poderes de la Expiación nos limpian y nos hacen dignos de estar en la
presencia de Dios y ser uno con él. Dichos poderes purificadores purgan nuestras
almas y nos dejan inocentes (es decir, sin pecado), pero inocencia no es sinónimo
de perfección. La inocencia es la entrada al sendero recto y angosto; la
perfección es el destino. Un bebé recién nacido es puro e inocente, pero
ciertamente carece de perfección, entendida esta como la posesión de todos los
poderes de la divinidad. El Salvador era puro e inocente al nacer, pero incluso él
creció gracia sobre gracia hasta alcanzar la plenitud de la deidad. Las Escrituras
narran que el Salvador «no recibió de la plenitud al principio, sino que continuó
de gracia en gracia hasta que recibió la plenitud» (DyC 93:13). Joseph F. Smith
se refirió a este viaje progresivo de Cristo: «Aun el propio Cristo no fue perfecto
al principio; (…) no recibió la plenitud al principio, sino creció en fe, en
conocimiento, entendimiento y gracia, hasta que recibió la plenitud».2
Es por la gracia que esos poderes facilitadores, dotadores, exaltadores de la
Expiación —aportados gradualmente, línea por línea—, transforman al hombre
en un dios. El Salvador dio testimonio de ello. Él nos exhortó a que
escucháramos el mensaje de Juan relativo a la gracia, a fin de que viniéramos al
Padre en Su nombre «en el debido tiempo [recibir] de su plenitud» (DyC 93:19).
Entonces describió la manera en que alcanzamos la plenitud: «Porque si guardáis
mis mandamientos, recibiréis de su plenitud y seréis glorificados en mí como yo
lo soy en el Padre; por lo tanto, os digo, recibiréis gracia sobre gracia» (DyC
93:20). Línea por línea, gracia sobre gracia, gradualmente, seremos uno, como el
Hijo y el Padre son uno. Eso es exactamente lo que enseñó el profeta José:
«vosotros mismos tenéis que aprender a ser Dioses, (…) como lo han hecho
todos los Dioses antes de vosotros, es decir, por avanzar de un grado pequeño a
otro, y de una capacidad pequeña a una mayor; yendo de gracia en gracia, de
exaltación en exaltación, hasta que logréis (…) morar en fulgor eterno y sentaros
en gloria, como aquellos que se sientan sobre tronos de poder infinito».3
¿CÓMO RECIBE LA GRACIA UN MORTAL?
¿Y cómo se nos transfiere esta gracia? ¿Cómo transmite Dios cualidades y
poderes divinos a un simple mortal? El medio para la transferencia de los poderes
y los rasgos divinos de un ser divino a un hombre corriente es el Espíritu Santo.
En una cita clásica, el élder Parley P. Pratt describe su poder refinador y
perfeccionador: «El don del Espíritu Santo … estimula todas las facultades
intelectuales, incrementa, amplia, despliega y purifica todas las pasiones y
afectos naturales y los adapta, por el don de la sabiduría, a su uso legítimo.
Inspira, desarrolla, cultiva y madura las finas compasiones, gozos, gustos,
afinidades y afectos de nuestra naturaleza. Inspira virtud, amabilidad, bondad,
ternura, mansedumbre y caridad. Desarrolla la belleza de la persona, de la forma
y de los rasgos. Se inclina hacia la salud, el vigor, el ánimo y el sentimiento
social. Estimula todas las facultades físicas e intelectuales del hombre. Fortalece
y tonifica los nervios. En pocas palabras, es, por decirlo así, refrigerio para los
huesos, gozo para el corazón, luz para los ojos, música para los oídos y vida para
todo el ser».4 Todas estas cualidades divinas, tan elocuentemente expresadas por
el élder Pratt, se etiquetan en las Escrituras como «dones espirituales» o «dones
del Espíritu».
¿QUÉ SON LOS DONES DEL ESPÍRITU?
Los dones del Espíritu son, efectivamente, investiduras de rasgos divinos; y así,
a medida que adquirimos estos dones, nos volvemos partícipes de la naturaleza
divina. Cada uno de estos dones es una manifestación de alguna cualidad
celestial. A través del Espíritu Santo, cada uno de estos dones puede serle
conferido a un ser imperfecto y ayudarle de esta forma en su búsqueda de la
divinidad. El élder Orson Pratt enseñó que estos dones no se han dado solamente
para contribuir a la conversión de los gentiles, sino que también están para el
perfeccionamiento de los Santos:
«Es una idea absolutamente errada que estos dones se dieron tan solo para el
convencimiento de los incrédulos. Pablo afirma expresamente que los dones
otorgados por nuestro Señor tras su ascensión eran para otros fines (…). Estos,
junto con muchos otros dones, se dieron, no solamente para establecer la verdad
del cristianismo, como afirma Pablo: ‘a fin de perfeccionar a los santos para la
obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo’ (…).
»En estas declaraciones descubrimos los propósitos que el Señor tiene en
mente, al conceder estos dones a los hombres. Se afirma que un propósito es
‘perfeccionar a los santos (…)’. El único plan que Jesús ha trazado para el
cumplimiento de este gran propósito, se lleva a cabo a través de los dones
espirituales. Cuando los sobrenaturales dones del Espíritu cesan, los Santos
cesan de perfeccionarse, por lo cual no pueden tener esperanzas de obtener una
salvación perfecta. (…)
»¿Ha dicho Jesús en algún lugar de Su mundo que Su plan para perfeccionar a
los Santos cesaría, y que la humanidad idearía un plan mejor? Si no es así, ¿por
qué entonces no habríamos de preferir el plan del Salvador por encima de todos
los demás? ¿Por qué prescindir de los poderes y los dones del Espíritu Santo, que
estaban concebidos, no solamente para el convencimiento de los incrédulos, sino
para el perfeccionamiento de los creyentes? En toda nación y en toda época en
que haya habido creyentes, deben existir los dones para perfeccionarlos; de lo
contrario, no estarían en absoluto preparados para la recepción de poderes y
glorias del mundo eterno aún mayores. De no haber incrédulos en la tierra,
todavía habría idéntica necesidad de los dones milagrosos presentes entre los
primeros cristianos; ya que si el mundo entero estuviera compuesto de creyentes
en Cristo no podrían perfeccionarse de ninguna manera sin estos dones».5
Los dones del Espíritu se tratan con largueza en 1 Corintios 12–14, Doctrina y
Convenios 46 y Moroni 10. Evidentemente, su importancia es tal que Dios está
ansioso por que este mensaje se enseñe repetidamente en cada uno de los libros
de Escritura sagrada. Los profetas han dejado claro que tales dones, en su
plenitud, están reservados a los fieles de la Iglesia. Pablo dio comienzo a su
discurso sobre los dones diciendo: «Y acerca de los dones espirituales, no quiero,
hermanos, que seáis ignorantes» (1 Corintios 12:1). Pablo dirigía su carta a los
santos de Corinto y de ahí que se refiriera a ellos como «hermanos». El
encabezamiento del capítulo apoya esta conclusión: «Los dones espirituales están
presentes entre los santos» (1 Corintios 12). La sección 46 de Doctrina y
Convenios enseña el mismo principio. Las palabras con las que abre dicha
sección son: «Escuchad, oh pueblo de mi iglesia» (DyC 46:1). Esta sección
revela que los dones son para los que «guardan todos mis mandamientos» (DyC
46:9) y añade a continuación esta reconfortante posdata: «y de los que procuran
hacerlo» (DyC 46:9). El Salvador también nos informa que estos dones «se dan a
la iglesia» (DyC 46:10; énfasis añadido). En consonancia con esa interpretación,
se describe al obispo como el que recibe el poder de discernir todos los dones a
fin de evitar confusión entre los que se atribuyen falsamente la posesión de estos
tesoros espirituales. Coherente también con estos relatos escriturarios, Moroni
confirma que estos dones sagrados solamente «se dan a los fieles» (Moroni 10,
encabezamiento del capítulo), de nuevo en referencia a los fieles activos y
devotos de la Iglesia. Todo esto parece razonable, dado que estos dones «se dan a
los hombres por las manifestaciones del Espíritu» (Moroni 10:8), es decir, el
Espíritu Santo. Por esa razón se denominan dones del Espíritu, porque su origen,
su influencia sustentadora y sus cualidades facilitadoras emanan en su totalidad
del Espíritu Santo.
Puesto que el don del Espíritu Santo se otorga solamente a los fieles bautizados
en la Iglesia, la conclusión lógica es que los frutos y los dones de ese Espíritu se
dan en su plenitud solamente a los fieles bautizados. El élder Bruce R. McConkie
enseñó este mismo principio: «Los hombres deben recibir el don del Espíritu
Santo antes de que un integrante de la Trinidad pueda morar con ellos y dar
comienzo al proceso sobrenatural de distribución de los dones entre ellos. (…)
Así, los dones del Espíritu son para los creyentes, los fieles y los justos; están
reservados para los santos de Dios».6
Con esto no se pretende dar a entender que otras personas no tienen fe para ser
sanados, ni sabiduría, ni amor, ya que esas cualidades pueden desarrollarse hasta
cierto punto en virtud de la luz de Cristo, la cual ilumina a toda alma, y del
mismo modo por esas manifestaciones del Espíritu Santo que pueden descender
temporalmente sobre una persona sin bautizar. Hay muchas personas buenas y
honorables fuera de la iglesia de Cristo que dan muestra de virtudes divinas. Pero
la fe en su máxima plenitud y en su medida más duradera, esa fe que mueve
montañas, cierra las fauces de los leones y sofoca la virulencia del fuego; esa
sabiduría que duplica la mente y la voluntad del Señor; y esa caridad que se
asemeja al amor puro de Cristo… Estos y todos los demás atributos divinos en su
máxima y más grandiosa expresión, en sus proporciones divinas plenas e
ilimitadas, solamente se dan mediante el don del Espíritu Santo. Y vienen a los
que han abrazado al Salvador y su sacrificio expiatorio y que han dado
testimonio de ello mediante el bautismo y la recepción del Espíritu Santo.
Razonar otra cosa sugiere que podríamos desarrollar una virtud hasta su absoluta
perfección sin el don del Espíritu Santo y que, de ser posible el desarrollo de esa
virtud, entonces se podría mantener que es posible otro tanto con todas las
virtudes. De existir un estado de cosas semejante, podríamos alcanzar la
condición de Dios sin el don del Espíritu Santo, lo cual es un imposible
espiritual.
El hecho de si la Expiación misma es o no la fuente de estos dones espirituales
no parece haber sido revelado aún en las Escrituras, pero ciertamente su
disponibilidad parece estar condicionada a nuestra fe en ese acto divino y nuestra
aceptación demostrada del mismo. La recepción por nuestra parte de la Expiación
es la clave para liberar estos dones y todos sus poderes facultadores, pues es la
Expiación la que nos purifica y nos prepara para ser receptores aptos.
Los discursos doctrinales que se hallan en 1 Corintios 12–14, Doctrina y
Convenios 46 y Moroni 10 detallan los diversos dones del Espíritu. Estos pasajes
hacen referencia al don de la sabiduría, el don de una fe sumamente grande, el
don de sanar, el don de la caridad, el poder de obrar poderosos milagros, el don
de administración, entre otros. La enumeración de ciertos dones por parte de los
profetas nunca tuvo la finalidad de proporcionar una lista exhaustiva; más bien se
trata de una muestra representativa. El élder McConkie enseñó: «Estos dones son
infinitos e interminables en sus manifestaciones, porque Dios mismo es infinito e
interminable».7 Ciertamente, cualidades divinas como la paciencia, la humildad,
la integridad, la bondad y el altruismo, los cuales no mencionan los profetas en
los capítulos antedichos, son también dones espirituales dignos de obtenerse. El
élder Marvin J. Ashton describió algunos de estos «dones no tan evidentes, pero
que sin embargo son reales y valiosos», como el «don de escuchar», el «don de
preocuparse por el prójimo» y el «don de la capacidad para la meditación».8
El presidente de estaca tiene la responsabilidad de revisar periódicamente las
bendiciones patriarcales que emite el patriarca de su estaca. En el desempeño de
este deber, descubrí que esas bendiciones estaban llenas de dones que ni Pablo ni
Moroni nombran concretamente. Entre ellos estaban el don de la compasión, el
don de la música y el don de la mansedumbre. Pablo solamente cita algunos de
los dones espirituales para concluir que el más grande de todos es el don de la
caridad: «Y ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; pero la
mayor de ellas es la caridad» (1 Corintios 13:13). Mormón define la caridad
como «el amor puro de Cristo» (Moroni 7:47; véase también Moroni 8:17).
Semejante cualidad es la quintaesencia de la divinidad. No es de extrañar que
Mormón nos implorara «al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que
seáis llenos de este amor». ¿Por qué? «Para que lleguéis a ser hijos de Dios; para
que cuando él aparezca, seamos semejantes a él» (Moroni 7:48). Ese es todo el
propósito de la vida, el objetivo primordial de la Expiación: ayudarnos a volver a
él y ser como él. A medida que adquirimos los dones del Espíritu, la brecha entre
el hombre y Dios se estrecha, ya que con cada don que adquirimos avanzamos en
el sendero que lleva a la divinidad. ¿Sorprende acaso que el Señor quiera que
procuremos estos dones con una férrea determinación?
LOS DONES DEL ESPÍRITU
SUPERAN DEBILIDADES
Benjamin Franklin creó un plan sistemático para lograr la perfección. Aunque
procuró seguirlo diligentemente, Franklin recordó sus frecuentes recaídas en
viejos hábitos, su falta de progreso y, finalmente, estar a punto de adoptar la
firme determinación de «abandonar mi intento, y contentarme con una naturaleza
defectuosa». Tales pensamientos le recordaron al hombre que le llevó un hacha al
herrero y «expresó el deseo de que toda su superficie estuviera tan bruñida como
el filo. El herrero aceptó pulirla hasta sacarle el brillo deseado por el hombre si
este accedía a hacer girar la piedra; y así la hizo dar vueltas, mientras el herrero
presionaba la superficie ancha del hacha con suma presión y gran fuerza contra la
piedra, lo cual hizo que la tarea de hacer girar dicha piedra fuera sumamente
gravosa. El hombre acudía de vez en cuando para ver cómo iba el trabajo, y
pasado un tiempo tomó su hacha como estaba, sin seguir puliéndola. ‘No’,
exclamó el herrero, ‘siga dándole vueltas, siga dándole vueltas; enseguida la
tendremos brillante; ahora mismo, sigue estando manchada’. ‘Sí’ replicó el
hombre, ‘es que creo que me gustan más las hachas con manchas’».9
Quizá haya algunos que se hayan conformado con una vida llena de manchas,
que hayan encontrado que es más fácil aceptar el statu quo espiritual en lugar de
ejercer el esfuerzo exigido para hacer brillar la totalidad de sus vidas. Sin duda
hay algunos que creen poseer debilidades y flaquezas irremediables, defectos
espiritual incurables, temperamentos indomables, rencores irreprimibles, o una
falta de fe inconquistable. Muchas de estas almas buenas pueden haberse topado
con una «meseta espiritual». «Es mi naturaleza», dicen. Pero las palabras del
Señor a Moisés resuenan en nuestras mentes una y otra vez: «¿Quién dio la boca
al hombre?». (Éxodo 4:11). ¿No puede Dios, el creador de todos, formar,
modelar, añadir, modificar y ayudar a vencer cualquier debilidad que aqueje a
cualquier persona fiel y humilde? ¿No fue esa la promesa del Santo mismo?
El presidente George Q. Cannon se refirió a las carencias del hombre y a la
solución divina. Reconoció el vínculo entre los dones espirituales y la divinidad.
Elocuente y fervientemente exhortó a los santos a que vencieran cada debilidad
manifestada mediante la adquisición de un don revocador de fortaleza, conocido
como un don del Espíritu. Dijo lo siguiente:
«Ningún hombre debería decir: ‘Oh, no puedo evitarlo; es mi naturaleza’. No
está justificado en ello, y la razón es que Dios ha prometido otorgar la fuerza para
corregir estas cosas, y dar los dones que las erradicarán (…).
ȃl desea que Sus santos se perfeccionen en la verdad. Para este fin, les da
estos dones, y confiere a aquellos que los procuran, a fin de que puedan ser un
pueblo perfecto sobre la faz de la tierra, pese a sus numerosas debilidades,
porque Dios ha prometido otorgar los dones necesarios para su perfección. (…)
»Si alguno de nosotros es imperfecto, es nuestro deber orar solicitando el don
que nos hará perfectos. ¿Tengo yo imperfecciones? Estoy lleno de ellas. ¿Cuál es
mi deber? Orar a Dios que me de los dones que corregirán dichas
imperfecciones. Si soy un hombre iracundo, es mi deber orar pidiendo caridad,
que es sufrida y benigna. ¿Soy un hombre envidioso? Es mi deber pedir caridad,
que no tiene envidia. Y así con todos los dones del Evangelio. Esa es su
finalidad».10
¿CÓMO ADQUIRIMOS
LOS DONES DEL ESPÍRITU?
Si los dones del Espíritu son el medio por el que nos perfeccionamos, ¿cómo
podemos acelerar nuestra adquisición de estos dones? Pablo pronuncia su
discurso sobre los dones espirituales y a continuación resalta la manera en que
pueden obtenerse: «Procurad, pues, los mejores dones» (1 Corintios 12:31). O
sea, no os contentéis con un único don (pues todo santo recibe por lo menos un
don), sino que procurad los «mejores» dones del Espíritu; y a medida que lo
hagamos en una búsqueda ordenada y persistente —procurando diligentemente al
mismo tiempo las demás bendiciones de la Expiación—, el Señor nos guiará por
el sendero que lleva a la divinidad. El élder McConkie reconoció la absoluta
necesidad de este empeño: «Se espera que las personas fieles busquen los dones
del Espíritu con toda la fuerza de su corazón».11 Pablo mismo estaba esforzándose
por alcanza el «premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús»
(Filipenses 3:14), y vuelve a subrayar la importancia de este tema: «Seguid la
caridad y procurad los donesespirituales» (1 Corintios 14:1). Moroni, hablando
directa y francamente a nuestra generación, reitera el mandato: «Y otra vez
quisiera exhortaros a que vinieseis a Cristo, y procuraseis todabuena dádiva»
(Moroni 10:30; énfasis añadido). Y el mismo consejo recibió el profeta José para
nuestra dispensación: «buscad diligentemente los mejores dones, recordando
siempre para qué son dados» (DyC 46:8).
El Señor, en su bondad sin límites, busca ansiosamente derramar estos dones
espirituales sobre nosotros. Es su forma de impartirnos algunos de los atributos
de la divinidad. En algunos aspectos, estos dones son como una mina de oro
espiritual a nuestro alcance, la cual permanece sin explotar si no llevamos a cabo
el proceso de extracción. Pero ¿cómo sacamos provecho de la mina de oro y
adquirimos estos dones del Espíritu que pueden estar escapando a nuestra mano,
estos dones que nos refinan, nos ennoblecen y, en última instancia, incluso nos
perfeccionan? Ciertamente, la obediencia a la palabra de Dios es necesaria, pero
es insuficiente por sí sola. Existe otro requisito previo —quizá más sutil—:
tenemos que pedir. Hemos de desear los dones tan fervientemente que esta
búsqueda sea una lucha constante e incesante.
Mormón sabía que una solicitud informal nunca sería suficiente. En referencia
al don de la caridad, dijo que hemos de «pedid al Padre con toda la energía de
vuestros corazones, que seáis llenos de este amor» (Moroni 7:48). Esto recuerda
a uno de los estudiantes que se habían graduado con el número uno de su
promoción en una universidad de élite. Había otros con coeficientes intelectuales
más altos, otros con genios creativos más desarrollados. Cuando se le preguntó
cómo los había superado a todos, él respondió: «Acerca de los demás, no sabría
decirle, solamente sé que a mí esto me importaba muchísimo». En algún lugar, en
algún momento, ese nivel de interés tiene que salir a la luz. La obediencia pura y
la resistencia silenciosa no bastan. Debe haber un deseo ardiente, un tender la
mano, una búsqueda, en breve: un ejercicio exhaustivo de nuestras energías
espirituales, intelectuales y emocionales combinadas, todo centrado en la
obtención de estos dones divinos.
El Salvador prometió una y otra vez «Pedid, y se os dará» (Mateo 7:7). Después
de enseñar a los nefitas acerca de la fe, el arrepentimiento, el bautismo y el poder
santificador del Espíritu Santo, Jesús les dio este mandamiento divino: «¿qué
clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy». Esta era
su invitación para que los nefitas llegaran a ser perfectos. A continuación, señaló
los medios para alcanzar semejantes alturas: «cualesquiera cosas que pidáis al
Padre en mi nombre, os serán concedidas» (3 Nefi 27:27–29). ¿Y qué es lo que
hay que pedir? Ayuda con todas nuestras necesidades, incluido aquello que refina
y perfecciona, principalmente los dones del Espíritu. Hugh Nibley hizo esta
afirmación destacable: «Los dones [espirituales] no son evidentes hoy en día,
excepto uno de ellos, que vemos a la gente solicitar: el don de sanar. Lo solicitan
con buenas intenciones y corazones sinceros, y de verdad tenemos ese don,
porque estamos desesperados y nadie más puede ayudarnos. (…)
»En lo que respecta a estos otros dones: ¿con cuánta frecuencia los pedimos?
¿Con cuánta diligencia los buscamos? Podríamos tenerlos, si los pidiéramos,
pero no lo hacemos. ‘Pues bien, ¿quién los niega?’ Cualquiera que no los pida
«.12
Las consecuencias de las peticiones justas y persistentes son asombrosas.
¿Quién podría haber tenido más fe que los Doce originales? Sin embargo,
acudieron al Salvador y le imploraron, «Auméntanos la fe» (Lucas 17:5). Qué
petición más admirable. Era una solicitud sencilla y sincera para la concesión del
don del que habló Moroni: «una fe sumamente grande» (Moroni 10:11). ¡Y qué
fe produjo el acto de pedirla!
Cuando David, el poderoso rey de Israel, murió, su hijo y heredero Salomón
ascendió al trono. Salomón, quien probablemente contaba veintipocos años de
edad, se sintió abrumado por la responsabilidad que había recaído sobre sus
hombros. Se sentía incapaz. En esa situación, alzó su voz al Señor diciendo: «No
sé cómo gobernarlos, y no sé cómo entrar ni salir, y yo, tu siervo, soy muy joven,
y tu siervo está en medio del pueblo al que tú escogiste; un pueblo grande que no
se puede contar ni numerar por su multitud. (…) ¿quién podrá gobernar a este
pueblo tuyo tan grande?» (TJS, 1 Reyes 3:8–9).
La carga abrumadora de la corona pesaba como una losa sobre él. Sin duda en
su nación escogida había muchos con más edad y más sabiduría que él. ¿Cómo
podía gobernar a un pueblo tan grande como ese? De modo que imploró al Señor
que le concediera un corazón con entendimiento. ¿Y cómo reaccionó el Señor a
esta petición? «Y le agradó al Señor que Salomón pidiese esto» (1 Reyes 3:10).
Puesto que había deseado y pedido este don en rectitud, le fue concedido su
deseo. El Señor le dio un corazón con entendimiento. Y según el relato de las
Escrituras, «Dios dio a Salomón sabiduría y entendimiento muy grandes, y
grandeza de corazón como la arena que está a la orilla del mar. (…) Y fue más
sabio que todos los hombres» (1 Reyes 4:29, 31). Con el don de la sabiduría, la
mente de Salomón empezó, aunque no totalmente, a ser partícipe de la mente de
Dios, y así los efectos de la Expiación —el proceso de «unificación» del hombre
y Dios— fueron operativos. Los dones del Espíritu, accesibles solamente gracias
a la Expiación, se convirtieron en el medio de facilitar esa potenciación
espiritual.
LA RELACIÓN ENTRE LA GRACIA, LOS DONES Y LA DIVINIDAD
El capítulo 10 de Moroni contiene su mensaje final, es su última «conferencia
magistral» dirigida las generaciones de esta dispensación. Moroni vio nuestra
época con la visión perfecta del futuro que da la experiencia propia: «He aquí, os
hablo como si os hallaseis presentes, y sin embargo, no lo estáis. Pero he aquí,
Jesucristo me os ha mostrado, y conozco vuestras obras» (Mormón 8:35). Con
esa visión, ¿cuál sería su despedida final a esta generación que conocía tan
íntimamente? ¿Qué consejo podía darles que los ayudara, que los salvara, que los
exaltara? Moroni 10 es la respuesta. Moroni describe ciertos dones del Espíritu y
concluye con la fórmula espiritual que nos hará como Dios:
«Y otra vez quisiera exhortaros a que vinieseis a Cristo, y procuraseis toda
buena dádiva [es decir, los dones del Espíritu y las otras bendiciones de la
Expiación]. (…)
»Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os
abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con todo vuestro poder, mente y
fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia seáis perfectos
en Cristo; (…)
»Y además, si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo y no negáis su
poder, entonces sois santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el
derramamiento de la sangre de Cristo, que está en el convenio del Padre para la
remisión de vuestros pecados, a fin de que lleguéis a ser santos, sin mancha»
(Moroni 10:30, 32, 33; énfasis añadido).
El capítulo 10 de Moroni es la última disertación doctrinal del Libro de
Mormón. Define la relación entre la gracia, los dones y la divinidad. La gracia
que fluye del sacrificio expiatorio del Salvador abre la puerta al camino divino;
los dones son el vehículo; la divinidad, el destino. Por la gracia de Dios vienen
los dones, y con su adquisición, emerge la deidad.
NOTAS
1. «LDS Bible Dictionary», 697.
2. Smith, Doctrina del Evangelio, 65.
3. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 428–29.
4. Pratt, Key to the Science of Theology and a Voice of Warning, 61, en L. Tom Perry, «Ese espíritu
que induce a hacer lo bueno», Liahona, abril de 1997.
5. Pratt, Orson Pratt’s Works, 1:96–97; énfasis añadido.
6. McConkie, New Witness, 370, 371. Orson Pratt enseñó otro tanto: «Aquí damos [a los que buscan
la verdad sinceramente] un signo infalible con el cual pueden diferenciar siempre el reino de
Dios de todos los demás reinos. Dondequiera que se disfruten los milagrosos dones del Espíritu
Santo, existe el reino de Dios[;] dondequiera que no se disfruten estos dones, el reino de Dios no
existe» (Pratt, Orson Pratt’s Works, 1:76).
7. McConkie, New Witness, 270.
8. Ashton, Measure of Our Hearts, 17.
9. Franklin, Benjamin Franklin, 83.
10. In Ashton, Measure of Our Hearts, 24–25; énfasis añadido.
11. McConkie, Doctrina Mormona, 225.
12. Nibley, Of All Things, 5; énfasis añadido.
Capítulo 24
¿QUÉ RELACIÓN TIENEN LAS
ORDENANZAS CON LA EXPIACIÓN?
LA ESENCIA ESPIRITUAL DE TODA ORDENANZA
Hace algunos años, el gerente de nuestro despacho de abogados depositó por
error dos de mis pagos de nómina en la cuenta bancaria de mi secretaria. Al poco
recibí una llamada embarazosa del banco. Habían rechazado mis cheques por no
tener fondos suficientes. Por buenas que hubieran sido mis intenciones, no había
habido el dinero necesario en mis cuentas en el momento justo para cubrir las
cantidades de los cheques emitidos. De manera semejante, si no hubiera habido
Expiación, todo bautismo, todo matrimonio, toda ordenanza sería como un
cheque extendido con cargo a una cuenta vacía. Sencillamente, no habría fondos
para pagar la suma exigida para limpiarnos en el momento del bautismo, para
sellarnos en el momento de celebrarse el matrimonio, ni para resucitar en la
Segunda Venida. Sin la Expiación, todas las ordenanzas del Evangelio podrían
tener un sello que dijera «Sin fondos», en negrita y en grandes letras. La
Expiación es lo que aporta la vida, el aliento y la esencia a cada principio y
ordenanza del Evangelio. Es el banco espiritual, la carta de crédito que nos
permite retirar los fondos necesarios para el rescate y satisfacer así las demandas
de la justicia. A este respecto, el élder George F. Richards enseñó: «Las
ordenanzas del Evangelio poseen una virtud intrínseca en razón de la sangre
expiatoria de Jesucristo, y sin ella, no habría virtud para la salvación en
ellas».1 Por consiguiente, si deseamos entender mejor una ordenanza de salvación
y su simbolismo, convendría preguntarse: «¿Qué relación guarda esta ordenanza
con la Expiación de Jesucristo?».
EL SACRIFICIO Y LAS OFRENDAS
La primera ordenanza instituida entre los hombres fue el sacrificio de animales.
Adán había recibido el mandato de ofrecer las primicias de su rebaño. Esta
ordenanza estaba diseñada para dirigir los pensamientos y la atención del hombre
al punto neurálgico de la historia: la Expiación. El ángel afirmó ante Adán: «Esto
es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, el cual es lleno de gracia
y de verdad» (Moisés 5:7). El Señor se apresuró a concentrar los esfuerzos
espirituales, emocionales e intelectuales del hombre en ese acontecimiento de la
mayor importancia. El sacrificio de animales fue uno de los primeros
mandamientos de Dios al hombre mortal.
La intención subyacente de la ordenanza sacrificial era dirigir los pensamientos
y poderes reflexivos hacia la Expiación. Este era «el significado entero de la ley,
pues todo ápice señala a ese gran y postrer sacrificio; y ese gran y postrer
sacrificio será el Hijo de Dios, sí, infinito y eterno» (Alma 34:14; véase también
Alma 13:16). Jacob enseñó: «guardamos la ley de Moisés, dado que orienta
nuestras almas hacia él» (Jacob 4:5).
Cuando las huestes de Israel ofrecían sus sacrificios, no obstante, uno se
pregunta cuántos entendían de verdad el significado divino debajo del proceso
mecánico. Desafortunadamente, muchos en Israel nunca entendieron las
ordenanzas y los sacrificios relacionados con la misión del Salvador. Al parecer
pensaban que en las ordenanzas mismas residía la salvación, sin el sacrificio de
un redentor. Abinadí testificó a este respecto: «por tanto, les fue dada una ley; sí,
una ley de prácticas y ordenanzas. (…) Y bien, ¿entendieron la ley? Os digo que
no; no todos entendieron la ley; y esto a causa de la dureza de sus corazones;
pues no entendían que ningún hombre podía ser salvo sino por medio de la
redención de Dios» (Mosíah 13:30, 32; véase también Alma 33:19–20).
Algunas almas erradas sabían de la necesidad de un Redentor, pero creían
incorrectamente que la sangre de Abel, y no la sangre de Cristo, era el agente
purificador. El Señor le mencionó esta herejía a Abraham: «Y Dios habló con
[Abraham], diciendo, mi pueblo se ha apartado de mis preceptos, y no han
mantenido mis ordenanzas, las que les di a sus padres; (…) y han dicho que la
sangre del justo Abel fue derramada por los pecados; y no han sabido en lo que
son responsables ante mí» (TJS, Génesis 17:4, 7; énfasis añadido).
Retrospectivamente, parece increíble que un pueblo fuera capaz de entender la
necesidad del sacrificio expiatorio, pero no pudiera conocer al cordero sacrificial.
El rey Benjamín llegó a la misma conclusión trágica: «Y les mostró muchas
señales, y maravillas, y símbolos, y figuras, concernientes a su venida; y también
les hablaron santos profetas referente a su venida; y sin embargo, endurecieron
sus corazones, y no comprendieron que la ley de Moisés nada logra salvo que sea
por la expiación de su sangre» (Mosíah 3:15).
El Señor le hizo una pregunta al Israel apóstata: «¿Para qué me sirve, dice
Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? (…) no quiero sangre de bueyes, ni
de ovejas ni de machos cabríos» (Isaías 1:11). Dicho de otra manera, los
sacrificios en sí mismos carecen de sentido. No son un fin. Solamente adquieren
sentido si sirven para centrar la mente y el corazón del oferente en el sacrificio
expiatorio del Salvador. De no ser así, son una matanza y no un sacrificio; son
repulsivos y no agradan al Señor.
Uno se pregunta cómo es posible que para tantos resultara incomprensible la
Expiación cuando día tras día, año tras año, incontables animales fueron
sacrificados como prototipos del Expiador. ¿No vieron las masas en esta
ordenanza preparada por Dios un prototipo sencillo y claro de la redención? De
manera similar, ¿por qué solamente Daniel vio la manifestación divina «y no la
vieron los hombres que estaban [con él]» (Daniel 10:7)? Cuando la multitud de
las huestes del cielo prorrumpió en cánticos desde los dominios celestiales:
«¡Gloria a Dios en las alturas!» (Lucas 2:14), ¿por qué tan solo un grupo selecto
de pastores de los montes escuchó esas verdades gloriosas (Lucas 2:8–11)?
Probablemente la estrella era visible para todos, pero ¿por qué fueron únicamente
los magos quienes la siguieron desde Oriente? ¿Por qué no fueron multitudes
desde aquellos horizontes lejanos? Allí estaba Saulo en el camino a Damasco,
pero ¿por qué entre sus compañeros de viaje fue él en solitario el único que
testificó plenamente del Señor resucitado? Porque los acontecimientos
espirituales pueden discernirse solamente con los sentidos espirituales.2 Una y
otra vez se reafirma esta verdad multisecular y de primera ley: los episodios
proféticos y las ordenanzas espirituales pueden entenderse únicamente por
medios espirituales. Cualquier intento de entender desprovisto del espíritu, sean
cuales sean la capacidad cerebral, los estudios universitarios o la experiencia
según el mundo, es sencillamente inútil.
Afortunadamente, hay algunos que sí entendieron la importancia espiritual de
los sacrificios. Durante cuatrocientos años, todo creyente que alzó el cuchillo
para matar al primogénito de su rebaño puede haberse identificado por un
instante con el Padre de todos nosotros. ¿Cuál de estos pastores podía hundir la
hoja del cuchillo con gélida emoción en la carne cálida del cordero que había
criado con amor —y en ocasiones, quizá incluso protegido contra los elementos y
los enemigos— sin estremecerse siquiera cuando la sangre palpitante teñía su
hoja de acero? En semejante ocasión, los corazones de la oveja y del pastor se
veían desgarrados. Tan significativo como era el simbolismo de la ocasión, sin
embargo, la lección perdurable no pertenecía a la mente, sino al corazón. Nunca
podremos entender el ferviente simbolismo de este acontecimiento aplicando
exclusivamente la fría lógica; hay que sentirlo. Todo ganadero que haya mirado
al futuro con un Redentor en el horizonte pasaría por su propia catarsis espiritual,
sentiría su propio corazón roto. Mediante esta experiencia, el oferente empezaría
a sentir —por sutiles que fueran sus estremecimientos—, la profundidad del
sacrificio que habría de producirse en el meridiano de los tiempos.
La ordenanza antigua del sacrificio incluía todos los elementos y los símbolos
necesarios para enseñar las verdades fundamentales de la Expiación. Las
primicias del rebaño representaban al primogénito de la Deidad. El Salvador,
como la ofrenda obligatoria en el Israel de la antigüedad, tenía que ser sin defecto
(Éxodo 12:5; 1 Pedro 1:19). Ningún hueso podía quebrarse (Éxodo 12:46). El
sacrificio debía «ser sin defecto para ser aceptado» (Levítico 22:21). La ofrenda
había de ser voluntaria. Moisés declaró: «de su voluntad lo ofrecerá» (Levítico
1:3; véase también Éxodo 35:5). La sangre de ambos sacrificios (el animal y
Cristo) debería derramarse (1 Pedro 1:19). Aarón recibió el mandamiento de
«sobre los cuernos del altar [del sacrificio] hará Aarón expiación (…) con la
sangre de la ofrenda por el pecado». El Señor pronunció entonces su bendición
sobre la ofrenda: «será muy santo a Jehová» (Éxodo 30:10). La finalidad
subyacente de estas ordenanzas se enseñó con claridad: «seréis limpios de todos
vuestros pecados delante de Jehová» (Levítico 16:30). Para que nadie olvide el
significado espiritual en el que se basan estas ordenanzas antiguas, Pablo ayudó
aportando la perspectiva correcta:
«Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los
pecados. En esa voluntad [a de Dios] somos santificados mediante la ofrenda del
cuerpo de Jesucristo hecha una vez y para siempre. Así que todo sacerdote se
presenta cada día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios,
que nunca pueden quitar los pecados. Pero Cristo, habiendo ofrecido por los
pecados un solo sacrificio para siempre, se ha sentado a la diestra de Dios»
(Hebreos 10:4, 10–12).3
La naturaleza de los poderes redentores de la Expiación tiene dos partes:
primero, vencer la muerte física; y segundo, vencer la muerte espiritual. La
ordenanza sacrificial simbolizaba el derramamiento de su sangre por parte de
Cristo a fin de posibilitar la conquista de la muerte espiritual. Sin embargo,
¿existía una ordenanza u ofrenda antiguas que simbolizaran la conquista porvenir
de la muerte física por parte de Salvador? La ofrenda de las primicias que de su
tierra hacían los antiguos puede haber sido un símbolo de esta naturaleza.4
Moisés mandó: «Las primicias de los primeros frutos de tu tierra traerás a la
casa de Jehová tu Dios» (Éxodo 23:19; véase también Éxodo 22:29). Salomón y
Nehemías, en calidad de portavoces del Señor, darían más tarde instrucciones
similares a su pueblo (Proverbios 3:9; Nehemías 10:35). Este simbolismo
encajaba a la perfección con una sociedad dedicada al pastoreo. Cada estación era
un recordatorio de la muerte y la vida. Cada hierba, cada ser vivo acabaría
sucumbiendo a su naturaleza mortal. Con la absoluta certeza la tierra reclamaría a
los suyos y cada estación engendraría, en un ciclo sin interrupción, nueva vida.
Las primicias simbolizaban esa nueva vida. De manera similar, el arriendo de
nuestro barro mortal por parte de la tierra sería temporal, no una propiedad
perpetua. A su debido momento, nuestros tabernáculos mortales se levantarían de
la tierra como nacen las primicias en su debida estación. Pablo, plenamente
consciente de este simbolismo, habló de la resurrección del salvador en los
siguientes términos, relacionados con lo anterior: «Pero ahora Cristo ha
resucitado de entre los muertos; y llegó a ser primicias de los que durmieron»
(1 Corintios 15:20). La Escritura moderna confirma que la práctica antigua de
ofrecer las primicias tenía implicaciones más amplias todavía. Los que honran a
Dios y le obedecen serán honrados de igual manera como primicias cuando se
alcen en la mañana de la primera resurrección. Así se encuentra reflejado en las
Escrituras: «Ellos son de Cristo, las primicias, los que descenderán con él
primero, y los que se encuentran en la tierra y en sus sepulcros, que son los
primeros en ser arrebatados para recibirlo» (DyC 88:98).
La ordenanza del sacrificio, combinada con la ofrenda de las primicias del
campo, era un tipo de drama teológico concebido para enseñar a toda alma
sensible que Cristo vendría para poner su vida sobre el altar y que se levantaría
de la tumba posteriormente. Estas ofrendas de la antigüedad eran frecuentes y su
simbolismo profundo. Eran recordatorios conmovedores y fervorosos de que el
precio de la salvación solamente podía pagarse en el sacrificio de un Dios.
EL BAUTISMO
Las consecuencias dobles de la Expiación, a saber, la conquista de las muertes
física y temporal, quedan simbolizadas en tándem en la singular ordenanza del
bautismo. Pese a su aparente sencillez, el bautismo abunda en riqueza simbólica
de gran profundidad. El bautismo simboliza la muerte, la sepultura y la
resurrección de Cristo. Pablo enseñó que «los que hemos sido bautizados en
Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte» (Romanos 6:3). Al entrar en
las aguas del bautismo, representamos al hombre pecador que debe morir, o
como dice Pablo: «nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para
que el cuerpo del pecado sea deshecho» (Romanos 6:6). Y la analogía se amplía
más todavía: «somos sepultados juntamente con él para muerte por medio del
bautismo» (Romanos 6:4; véase también Colosenses 2:12). Nuestra inmersión en
el agua se corresponde con la sepultura de Cristo: el periodo de transición entre el
viejo hombre y el hombre nuevo. Somos «bautizados según la manera de su
sepultura, siendo sepultados en el agua en su nombre» (DyC 76:51). Cuando
emergemos del agua, nos levantamos de una sepultura acuática, y salimos para
andar «en vida nueva» (Romanos 6:4), puesto que «así también lo seremos en
la de su resurrección» (Romanos 6:5). Así, la muerte, sepultura y resurrección de
Cristo quedan simbolizadas en perfecta armonía. Cambiar el modo del bautismo
de la inmersión a la aspersión, al vertido o a cualquier otra forma es menoscabar
el simbolismo sencillo y profundo a la vez de esta ordenanza sagrada. Por ello el
bautismo verdadero ha de llevarse a cabo única y exclusivamente por inmersión.
Existen dos agentes purificadores naturales conocidos para el hombre: el agua y
el fuego. El Evangelio de Felipe, uno de los hallazgos de Nag Hammadi,
propugna esta verdad: «Es mediante el agua y el fuego que se purifica todo el
lugar».5 Estos elementos son partes integrantes del bautismo y de su ordenanza
complementaria, la recepción del don del Espíritu Santo. En el momento de su
conversión, Pablo recibió el mandato: «Levántate, y bautízate y lava tus
pecados» (Hechos 22:16). Las aguas del bautismo simbolizaban ese lavamiento.
El fuego se reconoce igualmente como agente purificador, refinador y limpiador.
Nefi enseñó: «entonces viene una remisión de vuestros pecados por fuego y por
el Espíritu Santo» (2 Nefi 31:17). A través de José Smith, el Señor enseñó
además que existía una interrelación entre las dos ordenanzas y sus respectivos
símbolos: «declararás el arrepentimiento y la fe en el Salvador, y la remisión de
pecados por el bautismo y por fuego, sí, por el Espíritu Santo» (DyC 19:31). Así
vemos dos elementos limpiadores, el agua y el fuego, combinados en unisonancia
de simbolismos para llevar acabo nuestra purificación. Sin embargo, no debemos
permitir que los símbolos distorsionen la realidad: el agua no limpia el pecado y
el «fuego» del Espíritu Santo no es la causa última de la purificación. Se trata de
símbolos poderosos, pero son símbolos, al fin y a la postre. En palabras a Adán y
su posteridad, el Señor aporta la interpretación acertada: «tendréis que nacer otra
vez en el reino de los cielos, del agua y del Espíritu, y ser purificados por sangre,
a saber, la sangre de mi Unigénito, para que seáis santificados de todo pecado»
(Moisés 6:59; énfasis añadido; véase también Apocalipsis 1:5). Y otro tanto
enseñó Juan: «la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado»
(1 Juan 1:7).
Todo se reduce siempre a la sangre de Cristo, Getsemaní, la Expiación. Orson
F. Whitney puso los elementos del bautismo en su justa perspectiva: «Hay tres
elementos en el bautismo: el agua, el espíritu y la sangre, aunque solamente se
suele hace mención de dos de ellos, el agua y el espíritu. Sin la sangre expiatoria
de Cristo, el bautismo no podría existir un bautismo de naturaleza salvadora».6 Es
la Expiación de Jesucristo la que aporta el sentido profundo y la esencia
espiritual a la ordenanza del bautismo; sin ella, todo el simbolismo del mundo
sería en vano.
LA SANTA CENA: EN MEMORIA SUYA
Cuatro mil años antes de Cristo, los antiguos ofrecían sacrificios con la mira
puesta en la Expiación prometida del Salvador. No obstante, en el transcurso de
su última semana, con la inminencia de la noche en Getsemaní y el Gólgota, el
Salvador sustituyó el sacrificio por la Santa Cena. Esta ordenanza simbolizaría la
sangre y el cuerpo que él iba a entregar. Tiempo después se instituyó entre los
nefitas y más tarde entre los santos de la Iglesia restaurada con el mandato de que
tomaran los emblemas simbólicos con frecuencia.
Brigham Young declaró: «Las generaciones vienen y van; no importa: los
creyentes en Él tienen la obligación de comer el pan y beber el vino en memoria
de Su muerte y Sus sufrimientos».7 En cierto sentido, la Santa Cena es una
celebración conmemorativa en honor del Salvador que murió por nosotros. Es
como si Kipling hubiera hablado Escritura cuando estos versos salieron de su
pluma:
El tumulto y el griterío fenecen;
capitanes y reyes parten;
Pero aún permanece tu sacrificio antiguo,
un humilde y contrito corazón.
Señor Dios de las huestes, permanece con nosotros un poco más,
¡Para que no olvidemos, para que no olvidemos!8
Así pues, para no olvidar, comemos y bebemos Sus emblemas a menudo. Esto
es lo que enseñó Brigham Young: «¿Es esta costumbre [la Santa Cena]
necesaria? Sí; porque tenemos tendencia a olvidar».9 Y la historia le da la razón.
En tan solo una generación, tras la muerte de Josué, las Escrituras afirman que el
pueblo ya había olvidado «la obra que él [Jehová] había hecho por Israel»
(Jueces 2:10). Asimismo, las Escrituras continúan narrando que, apenas
transcurrido un breve periodo de tiempo desde entonces, «no se acordaron los
hijos de Israel de Jehová su Dios, que los había librado de todos sus enemigos de
alrededor» (Jueces 8:34). Con qué celeridad se desdibujan nuestros recuerdos.
Esa fue la observación hecha por Mormón mientras trabajaba en el compendio de
las planchas de Nefi: «Así vemos cuán rápidamente se olvidan del Señor su Dios
los hijos de los hombres» (Alma 46:8).
En las aguas sagradas del bautismo hacemos convenio de tomar sobre nosotros
el nombre de Jesucristo. Pero el Señor sabe que los mortales tienen tendencia a
olvidar sus convenios a menos que se los recuerden constantemente. En tiempo
del Antiguo Testamento, las personas no hacían un único sacrificio que durara
toda su vida. Al contrario, se hacían sacrificios de manera constante a lo largo de
la existencia de cada cual. ¿Y por qué? Pablo tenía la respuesta: «Pero en estos
sacrificios cada año se hace memoria de los pecados» (Hebreos 10:3; énfasis
añadido). Este fue el mensaje del Salvador al Israel de la antigüedad: «Acuérdate,
no olvides» (Deuteronomio 9:7; véase también Salmos 105:5; 106:7). La mesa
sacramental es el lugar donde se produce ese acto de «recordar nuevamente» los
convenios bautismales. El Señor sabe que una de nuestras debilidades mortales
son los fallos de la memoria.
El Señor estaba deseoso de que los hijos de Israel no olvidaran que había
dividido el río Jordán. A modo de recordatorio, se mandaba a todas las tribus que
tomaran una piedra del río y la colocaran en un lugar del campamento
previamente designado al efecto. El Señor entonces decretó: «estas piedras serán
un monumento conmemorativo para los hijos de Israel para siempre» (Josué 4:7).
Cada vez que ellos o sus descendientes miraban aquel monumento pétreo, este se
convertía en un recordatorio tangible de que Dios los había librado en su
momento de necesidad.
Tales monumentos mantienen vivo el heroísmo de actos pretéritos. El alto
obelisco del Monumento a Washington, la rotonda de mármol del Monumento a
Jefferson, o la sencilla cruz blanca del Cementerio de Arlington… cada uno de
estos monumentos inspira una profunda reflexión y una reverencia solemne por
el pasado. De igual manera, la Santa Cena constituye un monumento a la
Expiación de Cristo.
La fiesta de la Pascua se instituyó en parte para recordarles a los israelitas que
el ángel destructor pasó de ellos por la sangre de cordero que impregnaba los
postes de sus puertas. Esta era la señal de la sangre del Mesías, que podía
salvarles espiritualmente. A fin de que no olvidaran este episodio que salvó vidas
en Egipto y el acontecimiento del que era la prefiguración, el Señor les mandó:
«Y habréis de conmemorar este día, y lo celebraréis como fiesta solemne a
Jehová durante vuestras generaciones» (Éxodo 12:14).
Del mismo modo, la Santa Cena está pensada para constituir un recordatorio
físico del amor y el poder salvífico de Dios por todas las generaciones. Cuando
comemos y bebemos con verdadera intención, la Santa Cena atrae, canaliza y
centra nuestros pensamientos espirituales en la esencia del Evangelio, la
Expiación, simbolizada por el pan (símbolo de su cuerpo) y el agua (símbolo de
su sangre). El Salvador enseñó esta verdad: «haced esto en memoria de mí. (…)
Porque todas las veces que comáis este pan, y bebáis esta copa, la muerte del
Señor anunciáis hasta que él venga» (1 Corintios 11:24, 26). Es por esta razón
que en las oraciones sacramentales se dice: «para que lo coman en memoria del
cuerpo de tu Hijo», y a continuación, «para que lo hagan en memoria de la sangre
de tu Hijo» (DyC 20:77, 79; véase también DyC 27:2).
El élder Spencer W. Kimball afirmó: «Cuando busquen en el diccionario la
palabra más importante, ¿saben cuál es? Debería ser ‘recordar’. Porque todos
ustedes han hecho convenios —saben lo que tienen que hacer y cómo hacerlo—,
nuestra necesidad más acuciante es recordar. Por eso todos acuden a la reunión
sacramental todos los días de reposo».10
Semejante focalización en la vida del Salvador, y en particular en su Expiación,
está orientada a producir un festín espiritual formidable. Brigham Young declaró:
«El Señor ha plantado una divinidad en nuestro interior; y ese espíritu divino e
inmortal precisa alimento. (…) Esa divinidad que llevamos dentro necesita
alimento de la fuente de la que procedió».11 Dicho alimento puede encontrarse en
la mesa sacramental. Pero el élder Melvin J. Ballard nos advierte que «hemos de
acudir (…) a la mesa sacramental hambrientos».12 Algunos llegan al banquete
todas las semanas con jarras, listos para llenarlas y beber hasta la última gota de
vida eterna que se ofrezca. Otros, sin embargo, vienen con tazas, y otros incluso
con recipientes de menor tamaño. Jedediah M. Grant opinó al respecto: «Muchos
toman la Santa Cena mientras piensan ‘¿cuántas yuntas puedo conseguir para
transportar piedra? ¿Me pregunto si esa hermana tiene un sombrero como el mío?
o ¿puedo conseguir uno como el suyo? ¿Me pregunto si hará buen tiempo
mañana o si va a llover, o a nevar?’ (…). Uno puede sentarse en este estrado y
leer en sus mentes pensamientos como estos mirando sus rostros».13 Imagino que,
si pudiéramos observar el barómetro celestial que lee y registra los pensamientos
de cada persona durante esta ordenanza sagrada, tendríamos una medida muy
precisa de la espiritualidad de cada cual.
Cuando era joven, S. Dilworth Young asistió a una conferencia en que unos
cuantos líderes del sacerdocio estaban presentes. Durante la reunión, el hermano
Young se fijó en un hermano anciano que se encontraba sentado en uno de los
bancos del fondo de la sala. Estaba dormido profundamente, con la cabeza
echada hacia atrás y la boca abierta de par en par. El hermano Young advirtió que
había un tragaluz situado justo sobre la cabeza del caballero de edad avanzada.
Le pasó por la cabeza una idea: si pudiera trepar hasta la claraboya, podría bolitas
de papel desde arriba a la boca del señor y darle un susto de muerte. La idea era
tan fascinante le mantuvo su mente ocupada el resto de la reunión. Finalmente,
esta terminó y al ofrecerse la última oración, todos se levantaron para marcharse.
El élder Young se encontró detrás de un hombre visiblemente conmovido. El
hermano en cuestión se dirigió al hombre que tenía al lado y le dijo: ‘Menudo
banquete espiritual hemos tenido hoy’. El élder Young se dijo a sí mismo:
‘Dilworth, ¿dónde has estado cuando se sirvió el banquete?».14
Todas las semanas se sirve un festín en la reunión sacramental. Los
discursantes, los músicos y las oraciones son partes integrantes de esta reunión,
pero no son el plato principal. La música puede resultar desafinada; los oradores,
monótonos, pero los que acudan hambrientos a la mesa sacramental todavía
pueden saciarse. Cualquier hombre o mujer que viene a la reunión sacramental
con hambre y sed de alimento espiritual hallará refrigerio y nutrición para su
alma. El Salvador prometió a los nefitas: «Y si os acordáis siempre de mí,
tendréis mi Espíritu para que esté con vosotros» (3 Nefi 18:7). Más tarde,
mediante la repetición, les prometió que todos los que coman y beban de sus
emblemas adecuadamente: «su alma nunca tendrá hambre ni sed, sino que será
llena» (3 Nefi 20:8).
Cuando recordamos la Expiación y reflexionamos sinceramente sobre su
sacrificio y su amor, nuestras almas se llenan de agradecimiento, paz y un
sentimiento de autoestima que proviene de ser uno con el Salvador. El presidente
Brigham Young enseñó: «Es una de las mayores bendiciones que podríamos
disfrutar, venir ante el Señor, ante los ángeles y ante los demás, para dar
testimonio de que recordamos que el Señor Jesucristo ha muerto por
nosotros».15 El Señor les recordó a José y a Oliver de la necesidad constante de
reflexionar así: «Mirad hacia mí en todo pensamiento; (…) Mirad las heridas que
traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies»
(DyC 6:36–37).
De algún modo, el acto mismo de recordar al Salvador y meditar acerca de su
vida es, en sí mismo, un catalizador de bondad. Debe ser difícil, si no imposible,
reflexionar con sinceridad acerca de la vida del Salvador y hacer el mal
simultáneamente. Hacerlo así equivaldría a pedirle a alguien que avanzara y
retrocediera al mismo tiempo. Cada vez que nos paramos a meditar sobre el
Salvador, damos un paso espiritual hacia delante.
Alguien dijo en una ocasión: «Recordar es la semilla de la gratitud». Pedro
escribió su segunda epístola a los amados santos con la esperanza de poder
«despertar» su «limpio entendimiento para que tengáis memoria» (2 Pedro 3:1–2;
véase también 2 Pedro 1:13). Alma, reconociendo la fuerza conversora de la
reflexión espiritual, les preguntó a los santos pasivos de Zarahemla: «¿habéis
retenido suficientemente en la memoria la misericordia (…)» (Alma 5:6). El rey
Benjamín, después de su sermón sobre la Expiación, le rogó a su pueblo: «¡oh
hombre!, recuerda, y no perezcas» (Mosíah 4:30). El élder Marion G. Romney
recordó que el presidente Wilford Woodruff dijo una vez «que, mientras se
repartía la santa cena, podía verse cómo movía los labios silenciosamente
mientras se repetía a sí mismo, una y otra vez: ‘me acuerdo de ti, me acuerdo de
ti’».16
Helamán, un padre sabio, entendía el sencillo, pero profundo poder de recordar.
Les dio a sus hijos los nombres de Nefi y Lehi; entonces, cuando alcanzaron la
madurez les explicó por qué: «He aquí, hijos míos, quiero que os acordéis de
guardar los mandamientos de Dios; y quisiera que declaraseis al pueblo estas
palabras. He aquí, os he dado los nombres de nuestros primeros padres que
salieron de la tierra de Jerusalén; y he hecho esto para que cuando recordéis
vuestros nombres, los recordéis a ellos; y cuando os acordéis de ellos, recordéis
sus obras; y cuando recordéis sus obras, sepáis (…) que eran buenos. Por lo
tanto, hijos míos, quisiera que hicieseis lo que es bueno, a fin de que se diga, y
también se escriba, de vosotros, así como se ha dicho y escrito de ellos»
(Helamán 5:6–7).
Helamán sabía que cuando sus hijos pensaran en las vidas y las buenas obras de
sus homónimos, crecería en sus corazones un deseo de hacer lo mismo. Helamán
invitó entonces a sus hijos a recordar algo todavía más importante: «recordad que
no hay otra manera ni medio por los cuales el hombre pueda ser salvo, sino por la
sangre expiatoria de Jesucristo; (…) sí, recordad que él viene para redimir al
mundo» (Helamán 5:9). Helamán concluyó su sermón a sus hijos con un doble
recordatorio: «recordad, hijos míos, recordad que es sobre la roca de nuestro
Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro
fundamento, (…) un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no
caerán» (Helamán 5:12). Mormón, que compendió estos anales, leyó el relato
biográfico de estos hijos extraordinarios y concluyó con este homenaje tan
adecuado: «Y se acordaron de sus palabras» (Helamán 5:14; énfasis añadido).
Gerald Lund compartió el relato de lo que había leído acerca de un monitor de
escalada, Alan Czenkusch, que regentaba una escuela de alpinismo en Colorado.
A modo de contexto, el hermano Lund explicó que el «aseguramiento» es el
sistema de seguridad que emplean los montañeros, el cual consiste en que un
escalador ancla la cuerda y a sí mismo a fin de estar mejor preparado para
sostener a su compañero en caso de producirse una caída. El hermano Lund cito a
continuación el relato original de la ocasión en la que Czenkusch estuvo cerca de
la muerte:
«El aseguramiento le ha brindado a Czenkusch su mejor y su peor momento en
el alpinismo. Czenkusch cayó una vez desde un precipicio muy alto, arrancando
tres soportes mecánicos y arrastrando a su asegurador desde una cornisa. Frenó,
cabeza abajo, a diez pies del suelo cuando su asegurador, miembros extendidos
de par en par, detuvo la caída con la fuerza de sus brazos extendidos.
»‘Don me salvó la vida’, dice Czenkusch. ‘¿Cómo se responde a un joven como
ese? ¿Se le da una cuerda de escalada de segunda mano por Navidad? No;
te acuerdas de él. Siempre te acuerdas de él».17
Qué pensamiento más sencillo, a la vez que conmovedor: recordarle siempre.
Como comenta el hermano Lund: «Esas son las palabras exactas del convenio
sacramental».18
LA SANTA CENA: UN MOMENTO PARA LA INTROSPECCIÓN Y EL
COMPROMISO
La Santa Cena es también un momento para la introspección profunda y la
autoevaluación. Pablo exhortó así: «Por tanto, examínese cada uno a sí mismo, y
coma así del pan, y beba de la copa» (1 Corintios 11:28). La Santa Cena es un
momento en que, no nos limitamos a recordar al Salvador; también comparamos
nuestra vida con la del Gran Ejemplo. Es un momento de apartar cualquier
autoengaño; es un momento de verdad absoluta y sublime. Todas las excusas,
todas las fachadas deben descartarse, permitiéndose que nuestro espíritu, tal y
como es en realidad, esté en comunión, espíritu con Espíritu, con nuestro Padre.
En este momento nos erigimos en nuestros propios jueces, contemplando cómo
son nuestras vidas en realidad y cómo deberían ser. David debe haberse sentido
así cuando imploró: «Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y
conoce mis pensamientos: Y ve si hay camino de perversidad en mí y guíame por
el camino eterno» (Salmos 139:23–24).
El élder David O. McKay aíslo los dos elementos clave de la adoración: la
enseñanza y la meditación, pero «de los dos, el más provechoso
introspectivamente es la meditación».19 Es durante la Santa Cena que se nos
presenta la oportunidad suprema para la meditación, la introspección y la
autoevaluación. Es un momento para «[meditar] en [nuestro] corazón» (Salmos
4:4). Es en el transcurso de esos momentos solemnes y sagrados que la Santa
Cena se convierte en un espacio de compromiso donde podemos tomar la firme
decisión de poner nuestras vidas en orden de acuerdo a la norma divina de la cual
nos hemos desviado.
No solo es el Salvador el maestro entre maestros, el líder entre líderes, sino que
también es el maestro psicólogo. Sabe que en nuestra debilidad necesitamos
comprometernos, no solo una vez en el bautismo, sino con frecuencia a partir de
entonces. Todas las semanas, todos los meses, todos los años, cuando alargamos
la mano para comer y beber de los emblemas, nos comprometemos por nuestro
honor —si sirve de algo— a guardar sus mandamientos y poner nuestra vida en
armonía con las normas divinas.
En un sentido, nos volvemos como los israelitas de antaño, de los que Josué
afirmó: «Vosotros sois testigos contra vosotros mismos de que habéis elegido a
Jehová para servirle». Y en las Escrituras se encuentra la respuesta del pueblo:
«ellos respondieron: Testigos somos» (Josué 24:22). Durante la Santa Cena nos
convertimos en testigos contra nosotros mismos cada vez que extendemos la
mano. No puede haber justificaciones, en una fecha posterior, que contemplamos,
que consideramos, pero que no lo cometimos. El acto físico supera cualquier
excusa que podamos poner. Es nuestra firma vinculante estampada en el contrato
celestial.
La Santa Cena es un momento para reflexionar con verdadera intención acerca
de la vida del Salvador; para examinar nuestras vidas y compararlas con su
ejemplo perfecto y entonces decidirnos con determinación a cerrar la brecha que
separa a ambas. Pero no es fácil. Afortunadamente, existe un poder divino para
ayudarnos en estas decisiones: es el poder del amor del Salvador, el cual se
manifestó tan visiblemente en su Expiación. Su amor es como un imán espiritual
que nos atrae hacia arriba. Nefi escribió: «Él no hace nada a menos que sea para
el beneficio del mundo; porque él ama al mundo, al grado de dar su propia
vida para traer a todos los hombres a él» (2 Nefi 26:24; énfasis añadido). En
efecto, la Expiación tiene un poder de atracción. El élder Joseph F. Smith opinó
al respecto: «La ordenanza [la Santa Cena] tiene una tendencia a atraer nuestras
mentes y a apartarlas de las cosas del mundo para centrarla en las cosas que son
espirituales, divinas y celestiales».20
En estos momentos sagrados y meditativos de la Santa Cena, cuando nuestros
espíritus se hallan sometidos a tensión debido al incremento de conocimiento y
aceptación espirituales, vislumbramos más claramente el significado de su
sacrificio y su amor. Mientras nuestros pensamientos de tornan hacia él, se
produce una cierta atracción «gravitatoria» de espíritu a Espíritu que nos atrae
hacia el cielo. Estos son momentos de valor incalculable, de decisión y
compromiso de ser uno con él.
LA SANTA CENA:
MOMENTO PARA LA SANACIÓN
La Santa Cena es también un momento de sanación espiritual. El élder Melvin
J. Ballard sopesó esta cuestión: «¿Quién de entre nosotros no hiere su espíritu en
palabra, pensamiento o acto, entre domingo y domingo? Hacemos cosas por las
que nos causan pesadumbre y deseamos que nos perdonen».21 Puede que en
ocasiones hayamos ofendido a alguien, o pronunciado palabras de las que
quisiéramos retractarnos, o descuidado el pago de diezmos y ofrendas, o sido
maestros orientadores negligentes, o no hayamos dado lo mejor de nosotros en
nuestro servicio eclesiástico. Algunos puede que, pese a saber que son correctas,
hayan dejado de obedecer la Palabra de Sabiduría o hayan quebrantado las
normas de castidad. A cada uno de nosotros que no hemos estado a la altura de
un modo u otro, el élder Ballard ha ofrecido esta esperanza gloriosa:
«Si en nuestros corazones sentimos lo que hemos hecho (…) que quisiéramos
que nos perdonaran, entonces (…) acudamos a la mesa sacramental donde, si nos
hemos arrepentido con sinceridad y hecho lo necesario para mejorar nuestra
situación, seremos perdonados, y la curación espiritual entrara en nuestras almas.
(…) Soy testigo de que en torno a la administración de la santa cena hay un
espíritu que llenará de calidez el alma, de los pies a la cabeza; sentirán cómo
sanan las heridas del espíritu, y se levantará la carga de sus hombros».22
En estos momentos, cobran vida las palabras de Isaías: «por sus heridas fuimos
nosotros sanados» (Isaías 53:5). La Santa Cena administra el bálsamo curativo al
alma herida.
LAS ORDENANZAS DEL TEMPLO
La ordenanza del bautismo abre las puertas del reino celestial. Nefi se refirió a
esta puerta cuando dijo «Porque la puerta por la cual debéis entrar es el
arrepentimiento y el bautismo en el agua» (2 Nefi 31:17). Son las ordenanzas del
templo, no obstante, las que abren la puerta de la exaltación. El presidente
Brigham Young así lo declaró: «Permítanme ofrecerles una definición abreviada.
Su investidura es recibir todas esas ordenanzas en la casa del Señor, que ustedes
necesitan, después de dejar esta vida, para regresar a la presencia del Padre,
pasando ante los ángeles centinelas, (…) y ganar su exaltación eterna».23
Joseph Fielding Smith añadió su propio testimonio: «No podéis recibir una
exaltación hasta que hayáis hecho convenios en la casa del Señor y recibido las
llaves y autoridades que ahí se confieren y no pueden darse en otro lugar en la
tierra hoy en día».24
Moisés enseñó a los hijos de Israel que sin las ordenanzas del templo no podían
«ver la faz de Dios, sí, el Padre, y vivir» (DyC 84:20–22). Entonces procuró
santificar al pueblo con estas ordenanzas mayores. Tristemente, debido a la
dureza de sus corazones, perdieron ese privilegio. El Señor les concedió a los
israelitas, pese a todo, el privilegio de construir un «templo» en forma de
tabernáculo portátil, donde podían realizarse ordenanzas menores. El apóstol
Pablo enseñó que la ley menor, llamada ley de Moisés, era un «ayo
para llevarnos a Cristo» (Gálatas 3:24). En consecuencia, el tabernáculo se
diseñó de tal manera que, como enseña el Sistema Educativo de la Iglesia (SEI)
en una presentación de diapositivas dedicada a los templos, «su ubicación, el
mobiliario, la vestimenta, todos los detalles fueron concretados por el Señor para
dar testimonio, en tipología, simbolismo y similitud de Jesucristo y su sacrificio
expiatorio».25
La puerta del atrio del tabernáculo estaba hecha de lino fino torcido blanco,
azul, púrpura y carmesí. El blanco simbolizaba la pureza, el azul representaba los
cielos, el púrpura la realeza de Cristo y el carmesí la sangre que se derramaría en
Getsemaní. En el interior del atrio se encontraba un altar con cuernos de madera
(semejantes a cuernos de animales) en cada esquina, en representación de los
cuatro puntos cardinales. El objetivo era recordarle al pueblo el poder salvífico
global del Cristo, quien recibiría el nombre de «cuerno de salvación» (Lucas
1:69). Los cuernos se salpicaban con la sangre del sacrificio en referencia a la
sangre expiatoria de Cristo. A Aarón se le mandó que hiciera una «expiación (…)
con la sangre de la ofrenda» (Éxodo 30:10).
Al acercarse al tabernáculo, resultaba visible que la estructura estaba cubierta
con tres capas de tejido. Las capas inferiores seguían una idéntica combinación
cromática que la entrada del atrio y, por lo tanto, compartían su simbolismo. La
tercera capa o cubierta exterior era de lana carmesí. La mencionada presentación
del SEI explicaba lo siguiente: «La importancia de esta cortina parece estar
vinculada con la idea de que el Cordero de Dios (la lana) y su sangre expiatoria
(el color carmesí) cubrían los pecados de Israel, cuya expiación se llevaba a cabo
en el interior de esa estructura sagrada».26
En el interior del lugar santísimo se encontraba el arca del pacto. La tapa de
madera del arca estaba cubierta de una única capa de oro. Dos querubines,
cubiertos con una idéntica capa dorada, tenían las alas extendidas para proteger el
arca. No hay que interpretar las alas de forma literal, ya que eran más bien una
«representación de poder» (DyC 77:4) y simbolizaban el poder salvífico de la
Expiación. La tapa del arca recibía el nombre de «propiciatorio» (Éxodo 25:17–
22; otra posible traducción del hebreo es «tapa de la expiación»27), porque en ella,
según la presentación del SEI, «se salpicaba sangre para expiar o pagar (hacer
propiciación) por los pecados de Israel».28
Esta «experiencia del templo» de los israelitas de la antigüedad estaba
concebida para grabar en sus mentes la redención futura del Salvador. En
consecuencia, no debería resultar sorprendente que la Expiación sea el eje central
en la adoración en los templos modernos, tal y como sucedía en tiempos
pretéritos.
Los primeros cristianos también tenían ritos del templo; eruditos como Hugh
Nibley así lo han puesto de manifiesto. En su investigación, Nibley descubrió la
siguiente declaración de Cirilo acerca de lavatorios y unciones practicados en la
antigüedad: «El bautismo en cuestión, según la explicación de Cirilo, es más una
ablución que un bautismo, dado que no se realiza por inmersión; le sigue una
unción, la cual nuestro guía denomina ‘el antitipo de la unción de Cristo mismo’,
haciendo de cada candidato un Mesías, por así decirlo. (…) Asimismo, al
candidato se le recordaba que la ordenanza en su totalidad ‘es una imitación de
los sufrimientos de Cristo’ en la que ‘sufrimos sin dolor por mera imitación de la
recepción de los clavos en sus manos y pies: el antitipo de los suplicios de
Cristo’».29
Hugh Nibley opinó: «a menudo se ha afirmado que el Libro de Mormón no
puede contener la ‘plenitud del evangelio’, puesto que no incluye las ordenanzas
del templo». Y responde de la siguiente manera: «De hecho, estas ordenanzas
están presentes por todas partes en el libro, si sabemos dónde buscarlas, y la
docena aproximada de discursos sobre la Expiación en el Libro de Mormón están
llenos a rebosar de imágenes relacionadas con el templo».30
Una parte integrante de la experiencia del templo es hacer convenios. ¿Por qué?
Porque la fiel observancia de esos convenios puede contribuir a propiciar el
corazón quebrantado y el espíritu contrito que nos permiten disfrutar más
plenamente de las bendiciones infinitas de la Expiación. El hermano Nibley nos
recuerda que la Expiación fue «el sacrificio supremo hecho por nosotros, y para
recibirlo hemos de estar a la altura de cada promesa y convenio asociados a ella:
el Día de la Expiación fue el día de los convenios, y el lugar era el templo».31
Los templos están diseñados para dotarnos de poder con vistas a retornar a la
presencia de Dios y ser como él. A medida que entendemos y abrazamos el
impacto total de la Expiación, ese poder aumenta. Cuando se dedican los
templos, el grito de Hosanna nos recuerda —en este contexto sagrado— la
misión de Cristo. La palabra hosanna significa «Oh, sálvanos», en alusión al
poder de Cristo para salvarnos en virtud de su acto expiatorio. Es nuestro
privilegio, en la santidad de estos santos lugares, estar en comunión y reflexionar
más profundamente acerca del Salvador y su acto vicario de amor por todos
nosotros, y recibir entonces ese poder dotador que nos eleva hacia el cielo.
Cuando se entra en el salón celestial, se nos recuerda que podemos ser uno con
Dios. Sin embargo, cuando se ven las salas de sellamiento, se nos recuerda que
en el interior de esos muros sagrados se llevan a cabo las ordenanzas de
exaltación que pueden darnos el poder de llegar a ser como Dios, y así, en el
templo residen el poder y los medios de alcanzar el fin último de la Expiación.
La Expiación es el eje central de cada ordenanza de salvación. El élder Dallin
Oaks describió una ordenanza sagrada como «un acto sagrado estipulado por
nuestro Salvador Jesucristo como una de las condiciones en virtud de las cuales
recibimos las bendiciones purificadoras y exaltadoras de su Expiación».32 Así,
parece adecuado que las ordenanzas, que sirven de compuertas para las
bendiciones de la Expiación, también simbolicen ese acto sublime.
NOTAS
1. En Madsen, «Temple and Atonement», 72.
2. Por supuesto, las manifestaciones celestiales exigen, tanto sensibilidad espiritual, como que se
desarrollen de acuerdo con la voluntad de Dios.
3. Empleando el sermón de Pablo como apoyo, Milton se refirió a la relación existente entre la ley
del sacrificio y la fe en Cristo:
La ley puede descubrir el pecado, no quitarlo,
solo aparentar débil expiación,
con la sangre de todos y machos cabríos; concluirán
que sangre más preciosa ha de pagar por el Hombre,
El justo por los injustos, que en tal rectitud
ha de imputárseles por fe, puedan ellos hallar
justificación ante Dios, y paz
de conciencia, la cual la ley con ceremonias
aplacar no puede, ni hombre alguno la parte moral
ejecutar y, sin ejecutarla, vivir.
(Milton, Paradise Lost, 333)
4. El autor reconoce que sus puntos de vista sobre este asunto deben sopesarse a la luz de los
siguientes pensamientos del élder James E. Talmage: «Es un hecho que en vano buscamos en la
naturaleza cualquier analogía de la resurrección. (…) Las yemas se abren en la primavera, los
árboles se cubren nuevamente de follaje y algunos han forzado y llevado las cosas al extremo
para ver en ello un nuevo ejemplo de la resurrección de los muertos; a mi modo de ver, empero,
sigue siendo una analogía igualmente defectuosa, pues el árbol muerto no se cubre de hojas en la
primavera y la planta marchita no produce nuevos brotes» (Talmage, Essential James E.
Talmage, 95. Véase, sin embargo, Juan 12:23–24).
5. «Gospel of Philip» 135.
6. Whitney, Baptism, 11.
7. Young, Discourses of Brigham Young, 172.
8. Kipling, «Recessional», en Cook, Famous Poems, 40.
9. Journal of Discourses, 6:195.
10. Kimball, «Circles of Exaltation», 3.
11. Young, Discourses of Brigham Young, 165.
12. Ballard, Melvin J. Ballard, 132.
13. Journal of Discourses, 2:277.
14. Esta anécdota la relató el élder S. Dilworth Young en una sesión de la conferencia de la estaca
Glendale, en California, a la que asistió el autor.
15. Young, Discourses of Brigham Young, 172.
16. Romney, «Reverence», 3.
17. Lund, Jesus Christ, 45.
18. Ibid.
19. Conference Report, abril de 1946, 113.
20. Journal of Discourses, 12:346.
21. Ballard, Melvin J. Ballard, 132.
22. Ibid., 132–33.
23. Young, Discourses of Brigham Young, 416.
24. Smith, Doctrinas de salvación, 2:253.
25. Sistema Educativo de la Iglesia, «The Tabernacle», diapositiva núm. 74.
26. Ibid., diapositiva núm. 45.
27. Véase la edición SUD de la Biblia en inglés, Éxodo 25:17, nota a.
28. Sistema Educativo de la Iglesia, «The Tabernacle», diapositiva núm. 62.
29. Nibley, Mormonism and Early Christianity, 364.
30. Nibley, Approaching Zion, 567.
31. Ibid., 589.
32. Citado por el élder John Madsen en una reunión espiritual del Templo de Los Ángeles, 13 de
diciembre de 1998.
Capítulo 25
¿QUÉ RELACIÓN
HAY ENTRE LA JUSTICIA, LA
MISERICORDIA Y
LA EXPIACIÓN?
LAS LEYES INMUTABLES DEL UNIVERSO
La justicia y la misericordia son conceptos difíciles de explorar, no por una
ausencia de referencias al respecto en las Escrituras, sino porque estos conceptos
agotan nuestros recursos intelectuales mucho antes de divulgarse todas las
respuestas. El élder McConkie escribió: «Sabemos que, de alguna forma,
incomprensible para nosotros, su sufrimiento satisfizo las demandas de la
justicia».1
Las Escrituras se refieren con frecuencia a la «justicia» y a sus demandas de
satisfacción. ¿Qué es pues, la justicia y quien la exige? Las definiciones del
diccionario son numerosas: «dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece»,
«Derecho, razón, equidad», «conjunto de todas las virtudes», «es bueno quien las
tiene»… por mencionar solamente unas pocas. Pero ¿quién establece qué es
justo? ¿Cuáles son las consecuencias de quebrantar lo que es justo o de
obedecerlo?
Hay ciertas leyes del universo que son inmutables, que no tienen principio de
días ni fin de vida. No son la creación de ningún ser inteligente, ni el producto
del pensamiento moral; son eternas, realidades coexistentes con las inteligencias
del universo. Estas leyes son inmutables ya que no pueden modificarse ni
alterarse de ninguna manera. Son inmutables, de eternidad en eternidad. Son
leyes que existen y se perpetúan por sí mismas, y a las que Dios mismo está
sometido. B. H. Roberts habló de «existencias eternas» que gobiernan incluso a
los Dioses: «Hay cosas que limitan incluso la omnipotencia de Dios. ¿Qué quiere
decirse, entonces, cuando se le atribuye el atributo de la omnipotencia?
Sencillamente, que todo lo que es posible hacer, o se tiene la capacidad de hacer,
en virtud del poder condicionado por otras existencias eternas: duración, espacio,
materia, verdad, justicia, imperio de la ley… Dios puede hacerlo. Pero incluso él
no puede actuar en discordancia con las otras existencias eternas que lo
condicionan o lo limitan incluso a él».2
Brigham Young enseñó la misma verdad: «Nuestra religión no es ni más ni
menos que el orden verdadero del cielo: el sistema de leyes por el que se
gobiernan los Dioses y los ángeles. ¿Están gobernados por la ley? Por supuesto.
No hay ningún ser en las eternidades que no esté gobernado por la ley».3
Algunas de estas leyes inmutables afectan al mundo físico o natural. Por
ejemplo, el profeta José enseñó que los «principios puros de los elementos (…)
jamás pueden ser destruidos; pueden ser organizados, y reorganizados, mas no
destruidos. No tuvieron principio y no puede tener fin».4 De igual manera,
Doctrina y Convenios enseña, «los elementos son eternos» (DyC 93:33). Dicho
de otra manera, el universo contiene materia básica, elemental, que no puede
crearse ni destruirse o, como dijera Brigham Young: «No puede ser
erradicada».5 No hay excepción a esta ley natural. Ni siquiera Dios está exento.
El profeta José confirmó este extremo cuando enseñó: «la inteligencia (…) no fue
creada ni hecha, ni tampoco lo puede ser» (DyC 93:29; énfasis añadido).
Por sí mismas, las leyes del mundo físico o natural parecen no tener
repercusiones morales. No afectan a nuestro crecimiento espiritual. No podemos
pecar transgrediendo estas leyes, porque no es posible contravenirlas. No
lanzaríamos una pelota desde lo alto de una torre y deduciríamos: «Esta pelota
siempre cae de esta forma, porque las leyes de la gravedad son justas». La
justicia y la misericordia carecen de sentido en estas circunstancias; la equidad y
la rectitud no son importantes cuando se trata de las leyes físicas y naturales;
estas no consideran la obediencia por elección propia; más bien exigen un
cumplimiento sin fisuras e involuntario.
Parece haber otras leyes inmutables en el universo, sin embargo, que ofrecen
tanto una elección como una consecuencia y, por lo tanto, en este sentido, son
leyes espirituales. Estas leyes espirituales gobiernan a todos los seres inteligentes
del universo: y también rigen su progreso. A estos efectos, progreso significa un
incremento de poder eterno. Dicho de otro modo, parece que existen ciertas leyes
inmutables que traen poder si se siguen o se «obedecen», pero si se descuidan o
se «desobedecen», pueden desencadenar el resultado opuesto. Por ejemplo, puede
ser que una persona no pueda progresar sin la adquisición de conocimiento. El
presidente John Taylor afirmó que incluso los dioses se someten a estas leyes
inmutables: «Hay ciertas leyes eternas en virtud de las cuales se gobiernan los
Dioses en los mundos eternos y que no pueden vulnerar, y no quieren vulnerar.
Estos principios eternos deben cumplirse, y un principio es que nada impuro
puede entrar en el Reino de Dios».6
Así, ciertas leyes gobiernan incluso a los dioses. El presidente Taylor no parece
estar sugiriendo que estas leyes no pueden conculcarse o quebrantarse bajo
ninguna circunstancia, sino que los dioses no pueden desobedecerlas si quieren
seguir siendo dioses.
El Salvador acató toda ley espiritual con total exactitud. Según parece, debido a
su observancia de cada una de ellas, recibió poder sobre poder hasta adquirir los
atributos de Dios, incluso en la época preterrenal. Semejante progreso fue una
consecuencia natural de su obediencia perfecta. Su divinidad parecía ser
resultado, no de una creación de estas leyes, sino de su respeto a ellas. Sin
embargo, ¿qué sucede con el resto, que no cumplimos todas y cada una de las
leyes inmutables? ¿No podríamos intentarlo una y otra vez hasta acertar
finalmente, y convertirnos entonces en dioses, incluso si lo hacemos con retraso?
La respuesta es no. Evidentemente, estas leyes espirituales inmutables no ofrecen
clemencia, misericordia ni segundas oportunidades. Si no obedecemos, hemos
perdido para siempre esa oportunidad de poder aumentado que fluye
naturalmente de tal cumplimiento. Aarón enseñó que una vez «el hombre había
caído, este no podía merecer nada de sí mismo» (Alma 22:14). O sea, que no
podía levantarse por su cuenta, independientemente de la cantidad de tiempo que
tuviera para hacerlo. El Señor enseñó el mismo principio a los nefitas: «mientras
te halles en la prisión, ¿podrás pagar aun siquiera un senine? De cierto, de cierto
te digo que no» (3 Nefi 12:26). El mensaje estaba claro: una vez pecamos e
infringimos las leyes de la eternidad, no hay vía de escape sin ayuda externa.
Si alguien se cae de un avión, se precipita al suelo. La ley de la gravedad no
cambia para adaptarse a las circunstancias complicadas de esa persona. No habrá
una ralentización del descenso ni un ablandamiento de la tierra para absorber el
impacto de la caída, por buena persona que sea el que cae. No puede decir antes
del golpe: «déjenme repetir ese último paso una vez más». No; solamente habrá
una aplicación automática de la ley: dura, rápida e inflexible. ¿Por qué funciona
así? No hay respuesta para esa pregunta. Es como preguntar: «¿por qué existe la
materia?», o «¿por qué nunca termina el firmamento?». «¿Por qué?» no es una
pregunta que se pueda plantear acerca de algo que nunca fue creado. Existe
porque existe.
LA JUSTICIA DE DIOS
Quizá podamos referirnos a estas leyes espirituales inmutables que rigen
nuestro progreso con el término «justicia». Sin embargo, semejante «justicia» es
sencillamente la consecuencia que emana de una ley increada. Existe de forma
coeterna e independiente de las inteligencias increadas del universo. Respecto a
esto, cabría preguntarse: «¿Estas leyes constituyen o determinan la justicia? ¿La
justicia, como concepto de equidad y rectitud, existe solamente como la
determina y la crea un ser moral?». Si la respuesta es afirmativa, entonces puede
que la justicia no sea una ley que exista por sí misma, sino más bien un principio
de moralidad, producto del pensamiento inteligente. ¿Si este es el caso, entonces,
¿qué ser o seres determinan la justicia y la demandan? ¿Es Dios solamente? ¿La
humanidad? ¿Las inteligencias del universo? ¿Todo lo anterior o parte de ello?
Las Escrituras dejan claro que Dios cuenta con un sistema de justicia.
Habitualmente se refieren a él como «la justicia de Dios» (Alma 41:3; 42:14, 30;
DyC 10:28) o «su justicia» (2 Nefi 9:26) o «divina justicia» (Mosíah 2:38); pero
claramente los profetas confirman que Dios proporciona un sistema moral en
virtud del cual se gobierna al hombre. Pero, ¿en qué se relaciona este sistema
moral con las leyes inmutables e increadas que acabamos de mencionar? Dios
entendía que nuestro incumplimiento de estas leyes inmutables nos desterraría
para siempre de la divinidad a menos que hubiera otra fuente de poder disponible
para el hombre, no solo porque lo haya ganado, no porque tenga el derecho a ello
por su rectitud, sino porque otro ser con más poder era tan amoroso y bondadoso
que estaba dispuesto, incluso ansioso de hacerlo, a poner en marcha un plan que
proporcionara el poder necesario para exaltar al hombre. Dios instituyó ese plan,
conocido como el «plan de salvación» (Alma 42:5; Moisés 6:62), el «plan de
redención» (Alma 12:25, 33; 22:13; 34:16), «el plan de misericordia» (Alma
42:15) y «el gran plan de felicidad» (Alma 42:8). Cuando Jacob pensó en el
«misericordioso designio del gran Creador» (2 Nefi 9:6), se regocijó y exclamó:
«¡Oh cuán grande es el plan de nuestro Dios!» (2 Nefi 9:13). José Smith habló
acerca de la finalidad de este plan:
«Dios, hallándose en medio de espíritus y gloria, porque era más inteligente,
consideró propio instituir leyes por medio de las cuales los demás podrían tener
el privilegio de avanzar como Él (…). Él tiene el poder de instituir leyes para
instruir a las inteligencias más débiles, a fin de que puedan ser exaltadas como
Él, y recibir una gloria tras otra».7
Estas leyes encaminadas a «instruir a las inteligencias más débiles» reciben los
apelativos de «su ley» (2 Nefi 9:17) o «la justicia y las leyes de Dios» (DyC
107:84).
El élder Erastus Snow escribió lo siguiente acerca de las leyes inmutables del
universo: «Entiendo que aquello que ha exaltado a vida y salvación a nuestro
Padre Celestial y a todos los Dioses de la eternidad también nos exaltará a
nosotros, sus hijos[.] Y aquello que hace que Lucifer y sus seguidores desciendan
a regiones de muerte y perdición también nos llevará a nosotros en la misma
dirección; y ninguna expiación de nuestro Señor y Salvador Jesucristo puede
alterar esa ley eterna, igual que es imposible hacer que dos y dos sumen
dieciséis».8
Esa «ley eterna» a la que se refirió es la ley inmutable que gobierna el plan
hacia la divinidad. La ley de Dios nunca puede quebrantarla, rodearla, ni
«embaucarla», pero puede complementar y suplementarla. Quizá no sea una
situación muy distinta a las condiciones en virtud de las cuales Nefíah ejercía el
cargo de juez superior. Se le concedió «el poder de decretar leyes, de
conformidad con las que se habían dado» (Alma 4:16). Dicho de otra manera,
Nefíah podía decretar leyes «menores», siempre y cuando no fueran en contra de
los principios codificados en ninguna de las leyes «mayores». Es un principio
jurídico de sobra conocido en Estados Unidos que los estados que conforman la
unión están facultados para promulgar leyes que no incumplan lo prohibido
expresamente en la constitución federal. Ello otorga cierto margen a cada estado
en el establecimiento de un sistema de justicia que gobierne a sus ciudadanos, a
condición de que dichas leyes no sean inconstitucionales. Puede que, de manera
similar, Dios puede decretar cualquier ley según su voluntad, siempre y cuando
no vaya en contra de una de las leyes inmutables del universo. La obediencia a
estas leyes promulgadas por Dios dotará a sus hijos de poderes añadidos, sí,
incluso el poder de llegar a ser dioses.
A título de ejemplo, Dios no podría robarle a un hombre su albedrío para que
este saltara de un avión (dicho de otro modo, impedirle pecar), pero quizá pueda
poner un paracaídas en la espalda del hombre antes de que este salte (en otras
palabras, proporcionar los medios para arrepentirse). A medida que las
consecuencias nefastas de la insensata decisión de este hombre se precipitan con
celeridad, todavía tiene una oportunidad de aterrizar sano y salvo: puede tirar de
la cuerda. En circunstancias semejantes no se incumple ni se rodea ninguna ley.
La ley de la gravedad todavía está en vigor plenamente. Nadie le roba a la
justicia; pero se le otorga al pecador el poder de tocar tierra con seguridad con
solo tirar de la cuerda del paracaídas (es decir, arrepentirse y confiar en el poder
protector de la vida que tiene la Expiación). Nefi se refirió a los que dependen de
las «tiernas misericordias del Señor» como «poderosos, sí, hasta tener el poder de
librarse» (1 Nefi 1:20).
¿Qué constituye la base, la motivación subyacente, de las leyes de Dios? Dios
posee ciertas cualidades inherentes y eternas que nunca cambian. Nunca puede
actuar de forma incoherente con respecto a esas cualidades ni de forma contraria
a ellas, no porque carezca del poder necesario para ello, sino porque no tiene
ningún deseo de hacerlo. Puede que el hermano de Jared se estuviera refiriendo a
este hecho cuando afirmó: «oh Señor, (…) tienes todo poder, y (…) puedes hacer
cuanto quieras» (Éter 3:4; énfasis añadido). El cumplimiento uniforme, por parte
de Dios, de esas cualidades inherentes es una forma de justicia (es decir, la
aplicación de lo que él considera justo y correcto) porque su propio sentido de la
moralidad demanda ese cumplimiento. Y esto nos lleva a nuestra siguiente
pregunta: ¿Es posible que Dios demande justicia, no solamente para satisfacer su
propio sentido inherente de la moral, sino para satisfacer a todos los demás seres
morales del universo que comparten normas morales similares? Dicho de otra
manera, ¿podría ser que Dios tuviera en común con todo hombre que haya
elegido ser ciudadano de su reino un conjunto de valores morales en virtud de los
cuales ellos desean que se les gobierne?
EL PUEBLO TAMBIÉN DESEA JUSTICIA
La justicia —en el sentido secular del término—, es la aplicación de las leyes
promulgadas y aprobadas por los ciudadanos de una nación o un reino. Esta
justicia la demanda el pueblo. Sin una justicia de esta naturaleza, reinaría el caos
en lugar del orden. De igual forma, la justicia en la dimensión divina es la
aplicación de las leyes promulgadas y aprobadas por el pueblo que forma el reino
de Dios. Sin duda en el gran concilio primigenio, se debatieron leyes divinas
semejantes y se acabó llegando a un acuerdo al respecto. El profeta José explicó
lo siguiente: «Ha sido una doctrina enseñada por esta iglesia que estábamos
presentes en el Gran Concilio entre los Dioses cuando se contemplaba la
organización de este mundo y que las leyes de gobierno fueron, en su totalidad,
decididas y sancionadas por todos los presentes».9 Nosotros, el pueblo que
estaría sometido a tales leyes, tuvo voz y voto en su adopción.
No cabe duda que el Gran Concilio de los cielos entrañó mucho más que una
propuesta divina seguida inmediatamente por un voto de ratificación. Lo más
seguro es que en dicho concilio (o puede que concilios, en plural) se contara con
tiempo más que suficiente para el debate, las preguntas, el intercambio de
opiniones y los testimonios. No se pretende sugerir que el plan de salvación fuere
alterado o refinado en modo alguno, pues el plan presentado por el Padre tiene
que haber sido perfecto en todo sentido. Pero los participantes, con la excepción
del Padre y del Hijo, no eran perfectos. Sin duda muchos de nosotros ardíamos en
deseos de explorar todas y cada una de las facetas del plan, de comprender las
consecuencias del albedrío moral y los riesgos inherentes al nacimiento mortal.
Todos sabían que habría peligros, encrucijadas, caminos elevados y caminos más
bajos, e incluso en ocasiones una ausencia total de caminos. No cabe duda que el
plan no lo recibimos con un espíritu de ligereza. Sin duda, esto debe de haber
sido un período de atención absorta e intensa investigación. Estábamos
profundamente interesados y preocupados, no en vano nuestros destinos eternos
estaban en juego. El élder Joseph F. Smith enseñó: «[Nosotros] estábamos
presentes en los concilios celestiales antes de que se pusieran los cimientos de la
tierra. (…) Estuvimos allí, sin duda, y participamos en todas aquellas escenas;
estábamos implicados en lo esencial, en el desarrollo de aquellos grandes planes
y propósitos; nosotros los entendíamos y fue por nosotros que fueron decretados
y deben llevarse a cabo».10
En algún momento Satanás y sus seguidores deben haber planteado objeciones
y asuntos contrarios. Ciertamente, Dios tuvo el poder de silenciar los argumentos
en contra y censurar cualquier pensamiento en oposición a su lógica persuasiva e
imponente presencia espiritual; sin embargo, parece que debe de haber dado un
paso atrás temporalmente; quizá por preservar el albedrío permitió que los
acontecimientos siguieran su curso. Si el Gran Concilio fue similar en algo a los
concilios del presente, cada hombre que deseaba participar habrá tenido la
oportunidad de hacerlo, «con igual privilegio» (DyC 88:122), de comunicar los
sentimientos sinceros de su corazón. Probablemente, los nobles y grandes dieron
un paso adelante y defendieron valiente y osadamente el plan. Igual que los
Dioses «acordaron entre sí» (Abraham 5:3), también los miembros de este
concilio pueden haber debatido entre ellos, no para mejorar el plan, sino para
entenderlo y abrazarlo. Entonces, una vez que se hubieron planteado y
respondido todas las preguntas y compartido testimonios, seguramente la
cuestión decisiva se sometió a votación.
Entre los principios del Evangelio más básicos destaca la ley del común
acuerdo. Mosíah enseñó esta ley a su pueblo: «Ahora bien, no es cosa común que
la voz del pueblo desee algo que sea contrario a lo que es justo; pero sí es común
que la parte menor del pueblo desee lo que no es justo; por tanto, esto
observaréis y tendréis por ley: Trataréis vuestros asuntos según la voz del
pueblo»(Mosíah 29:26; énfasis añadido; véase también Alma 1:14; Mosíah 22:1).
Este principio de gobierno fundamental se anunció en el momento de la
organización de la Iglesia en los últimos días, y un consejo similar se repitió
posteriormente dos veces, en el breve espacio de seis meses. En cada ocasión, el
mensaje fue parecido: «Y todas las cosas se harán de común acuerdo en la
iglesia» (DyC 26:2; véase también DyC 28:13).
Esta ley es fundamental, no solo en la vida terrenal; también en todas las
esferas de nuestra existencia. Brigham Young enseñó: «Las leyes eternas en
virtud de las cuales él [Dios] y todos los demás existen en las eternidades de los
dioses, decretan que el consentimiento de la criatura debe obtenerse antes de que
el Creador pueda gobernar perfectamente».11 Incluso cuando la voz del pueblo es
contraria a la voluntad de Dios, él ha respetado su albedrío. Israel deseó un rey
terrenal en lugar de un rey celestial. Dios le pidió a Samuel que le explicara al
pueblo las consecuencias de tener rey, para que no hubiera lugar a equívoco con
respecto a su futuro político. Entonces, el mandato a Samuel fue «oye su voz»
(1 Samuel 8:9), y dales un rey.
¿Hubiera parecido razonable que Dios quebrantara este principio básico del
común acuerdo, tan subrayado por él mismo, para imponer sobre sus súbditos
leyes que la voz del pueblo no hubiera aprobado? Al contrario, parece que nadie
está más ansioso de promover y fomentar un entorno de albedrío y común
acuerdo que Dios mismo. Desafortunadamente, «la parte menor del pueblo» (en
nuestro caso, Satanás y la tercera parte de las huestes del cielo) deseó «lo que no
es justo» (Mosíah 29:26) y, en consecuencia, fue expulsada de la presencia de
Dios. Esta parecía una consecuencia adecuada, dado que eligieron no estar
vinculados por las leyes que habían de gobernar el reino de Dios. Aunque cuesta
creerlo, eligieron el caos en lugar del orden, la contención en lugar de la armonía,
la guerra el lugar de la paz. Al rechazar el plan del Padre, no podían convertirse
en beneficiarios de esas mismas leyes que tenían el poder de exaltarles. El porqué
de su elección de Satanás, en lugar del Salvador, es el gran enigma de la historia.
¿Fue por falta de fe en la capacidad del Salvador de pasar por el sacrificio
expiatorio? ¿Fue por falta de fe en su propia capacidad para cumplir las
condiciones de las leyes de Dios? ¿Fue orgullo, ambición, egoísmo, o la
combinación de todas esas debilidades? Sea cual fuere la causa, los cielos
lloraron por su iniquidad, pero honraron el derecho de cada cual a ser
desobediente.
Los dos tercios que permanecieron aceptaron las leyes otorgadas por el Padre.
«La voz del pueblo» (Mosíah 29:26) sancionó las leyes divinas que él propuso
por medio del Hijo. Eso es lo que enseñó el profeta José: «Al efectuarse la
primera organización en los cielos, todos estuvimos presentes, y presenciamos la
elección y nombramiento del Salvador, y la formación del plan de salvación, y
nosotros lo aprobamos».12 Si nosotros sancionamos las leyes que nos gobernarían,
parece que lo hicimos con plena consciencia de sus bendiciones y castigos
asociados. Estas leyes, con sus consecuencias, se consideraron justas. Nadie nos
forzó a dar nuestro consentimiento. Elegimos voluntariamente aceptar estas leyes
que gobernarían nuestras vidas espirituales a fin de que reinara el orden en lugar
del caos.
¿QUIÉN APLICA LAS LEYES?
La aplicación, la supervisión y la ejecución de estas leyes, los castigos y las
bendiciones que según nuestra elección serían vinculantes es lo que conocemos
con el término «justicia». La persona responsable de aplicar estas leyes es el juez.
Mosíah instó a su pueblo a que designara «hombres sabios como jueces, quienes
juzgarán a este pueblo según los mandamientos de Dios» (Mosíah 29:11). Los
presentes en el gran concilio primigenio dieron su consentimiento para que el
más sabio de los hijos del Padre —el Salvador— fuera el juez. Y lo hicimos con
el convencimiento reconfortante de que sería por completo justo y misericordioso
en la aplicación de la ley. Enoc lo llamó «un justo Juez que vendrá en el
meridiano de los tiempos» (Moisés 6:57). No solamente podía el Salvador
simpatizar con nuestro caso; también podía sentir empatía. Él sufriría el abanico
completo de las experiencias de la mortalidad. Nadie conocería las leyes mejor
que el que había sido nuestro legislador. Nadia era más sabio, ya que él era «más
inteligente que todos ellos» (Abraham 3:19). Y nadie era más misericordioso,
más amable, más amoroso o preocupado que el Salvador mismo.
El Salvador poseía todas las cualificaciones necesarias o deseadas en un juez
perfecto. La «voz del pueblo» (Mosíah 29:26) lo quería a él y lo aprobó y se
regocijó en que él fuera su juez. Nadie en fecha posterior podría reclamarse
exento de sus decretos. Nadie podría alegar que él no entendía. Nadie podría
argüir que era inaceptable, pues contaba con nuestra aprobación, nuestro
consentimiento, nuestro voto con antelación al juicio final. David lo reconoció
así: «Dios es el juez» (Salmos 75:7). Isaías lo sabía: «Jehová es nuestro juez»
(Isaías 33:22). Y Moroni habló del Salvador como «el Juez Eterno de vivos y
muertos» (Moroni 10:34). Jesús también testificó de esta verdad: «Porque el
Padre a nadie juzga, sino que ha dado todo el juicio al Hijo» (Juan 5:22).
LA MISERICORDIA Y LA GRACIA: DONES DE DIOS
Tan cruciales como son las leyes de la justicia, estas no pueden salvarnos. Lehi
se refirió al destino del hombre si la justicia por sí sola tuviera el cetro de mando:
«por la ley los hombres son desarraigados» (2 Nefi 2:5). Jacob, un hijo de Lehi,
sabía que solamente había un remedio espiritual susceptible de impedir la
separación permanente de Dios: «tan solo en la gracia de Dios, y por ella, sois
salvos» (2 Nefi 10:24; véase también 2 Nefi 2:8). Pablo enseñó otro tanto: «nos
salvó (…) por su misericordia» (Tito 3:5). No hay excepciones: sin la
misericordia y la gracia no hay ni salvación ni exaltación. Con su habitual
perspicacia, Shakespeare escribió acerca de esa verdad espiritual:
Aunque sea la justicia lo que pretendes, considera
que en la aplicación de la justicia ninguno de nosotros
obtendría salvación: rezamos pidiendo clemencia.13
La misericordia y la gracia son dones de Dios. En lo esencial, son doctrinas que
van de la mano. El diccionario de la Biblia SUD en inglés define la gracia como
«medio divino de ayuda o fortaleza, otorgado en virtud de la generosa
misericordia y el amor de Jesucristo».14 Dicho de otro modo, la naturaleza
misericordiosa de Dios lo lleva a proporcionarnos con amor dones y poderes (es
decir, su gracia) que mejorarán nuestra naturaleza divina.
En ocasiones, tenemos tendencia a huir de la palabra gracia y hacer hincapié en
las obras (mientras algunos adoptan precisamente el punto de vista contrario),
pero, en honor a la verdad, estos conceptos van de la mano. Cuando un socorrista
extiende una pértiga al bañista que se ahoga, este debe extender la mano y
aferrarse a ella si desea ser rescatado. Tanto el socorrista como el bañista han de
participar plenamente, si la vida del segundo ha de salvarse. De la misma manera,
las obras y la gracia no son doctrinas encontradas, como se dice tan a menudo. Al
contrario, son compañeras indispensables en el proceso de la exaltación.
El equivalente inglés de la palabra «gracia» (grace) se encuentra 252 veces en
la versión inglesa de los libros canónicos, mientras que el término inglés que
traduce «misericordia» (mercy) aparece en 396 ocasiones. Resulta obvio que
estas palabras no son principios del Evangelio descriptivos o marginales. Ambos
se encuentran en el núcleo de la doctrina SUD, y fluyen directamente de la
Expiación de Jesucristo. El élder McConkie enseñó: «Como la justicia es hija de
la caída, la misericordia es fruto de la expiación».15 Podemos agregar que la
gracia es fruto de la misericordia.
La gracia, término que denota ayuda divina o dones de Dios, como nos informa
el diccionario de la edición inglesa de la Biblia, «se hace posible por el sacrificio
expiatorio [de Jesus]».16 Cada uno de estos dones es una forma de «poder
facultador»,17 diseñado para fortalecernos o ayudarnos en nuestra búsqueda de la
divinidad. Los términos misericordia y gracia describen tanto la naturaleza
amorosa de Dios como los dones reales que Dios nos confiere. Por definición, el
beneficiario de estos dones no los gana. Pablo se refirió a la gracia como «el don
gratuito» (Romanos 5:15, traducción de la Biblia del rey Jacobo en inglés). Lehi
dejó claro que «la salvación es gratuita» (2 Nefi 2:4), y Nefi se hizo eco de los
sentimientos de su padre cuando predicó que la salvación ha sido dada
«gratuitamente para todos los hombres» (2 Nefi 26:27). En ciertas circunstancias,
estos dones se confieren sin ninguna acción obligada por parte del receptor; en
otras, el beneficiario debe cumplir ciertas condiciones, no como medios para
ganar el don —pues no hay un quid pro quo equitativo—, sino porque el
otorgante no entrega un don hasta que se hayan cumplido ciertas condiciones
mínimas.
Stephen E. Robinson nos cuenta que su hija pequeña le pedía con impaciencia
una bicicleta. Él le prometió que, si ahorraba todo lo que pudiera, podría tener
una un día. Motivada por la promesa de su padre, la niña realizó tareas en casa,
guardando con cuidado cada moneda que ganaba. Un día vino a su padre con un
frasco lleno de monedas, deseosa de comprarse la bicicleta por fin. Fiel a su
promesa, el hermano Robinson llevó a su exultante hija a la tienda donde
enseguida encontró la bici perfecta. Entonces llegó el momento de la verdad: el
precio de venta excedía los cien dólares. Abatida, su hija contó sus sesenta y un
centavos. Pronto se dio cuenta de que, a ese ritmo, nunca tendría suficiente
dinero para comprar su bicicleta soñada. Entonces el hermano Robinson llegó al
rescate con amor. «Te diré lo que haremos, cariño. Vamos a ver si podemos
llegar a un arreglo. Dame todo lo que tienes, los sesenta y un centavos, un abrazo
y un beso y la bicicleta es tuya».18Ciertamente, la niña no ganó la bicicleta en su
totalidad, sin embargo, un padre que reconocía que ella había dado todo lo que
tenía se la dio de buen grado.
Este es el espíritu con el que Nefi aconsejó: «pues sabemos que es por la gracia
por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos» (2 Nefi 25:23). En
otras palabras, contribuimos a nuestra salvación, pero no la ganamos. Este era
también el espíritu del mensaje de Pablo: «Porque por gracia sois salvos por
medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que
nadie se gloríe» (Efesios 2:8–9). Así, las obras por sí solas no pueden salvarnos;
la gracia es un requisito previo absoluto. Sin embargo, cierta cantidad de obras
(es decir, lo mejor que podamos ofrecer) es necesaria a fin de activar la gracia y
la misericordia de Dios. Por duramente que trabajemos, por diligentemente que
sirvamos, o por rectamente que vivamos, nunca merecemos más de lo que
recibimos. Nunca estaremos demasiado cualificados para nuestro reino de gloria.
Brigham Young enseñó este principio con su concisión característica: «Nunca ha
habido ninguna persona que haya sido salvada en exceso; todos los que han sido
salvados, y todos los que lo serán en el futuro, son salvados a duras penas, y no
se vence sin luchar, lo cual requiere toda la energía del alma».19
Alma reveló que solamente los penitentes, es decir, los que han dado lo mejor
espiritualmente, tendrán derecho «a reclamar la misericordia, por medio de mi
Hijo Unigénito» (Alma 12:34). De esta manera, las obras y la gracia son
compañeros, elementos complementarios. De hecho, son socios inseparables en
nuestra búsqueda de la perfección. Al tratar el tema de la superioridad de la fe o
de las obras, C. S. Lewis respondió en su estilo pragmático, tan característico,
«Se antoja que esta pregunta es semejante a preguntar qué cuchilla de unas tijeras
es más necesaria».20 Puede que nadie haya resumido tan bien como Brigham
Young la relación entre la gracia y las obras: «Exige que toda la Expiación de
Cristo, la misericordia del Padre, la compasión de los ángeles y la gracia del
Señor Jesucristo estén con nosotros siempre, y entonces hacer lo mejor que
podamos para deshacernos de este pecado que llevamos dentro».21
La misericordia de Dios, tanto condicional como incondicional, se manifiesta
en abundancia. Se demostró en nuestro nacimiento espiritual, nuestro nacimiento
físico y en la creación del mundo. Estas efusiones de misericordia parecen ser
independientes de la Expiación, aunque cada uno de ellas ha añadido poder a
nuestras vidas. Ciertos otros actos de misericordia o gracia fluyen directamente
del sacrificio expiatorio. En cada caso son manifestaciones de dones o poderes
facultadores que se confieren al hombre. Pruebas de estos poderes o bendiciones
se han tratado en capítulos anteriores.
LA MISERICORDIA:
LA COMPASIÓN Y LA CLEMENCIA
En cierto sentido, la misericordia es la madre de la gracia (y todos los poderes
que fluyen de ella), tal y como se ha comentado anteriormente. En otro sentido,
la misericordia equivale a lenidad y clemencia; es la compasión dada al infractor.
En su manifestación máxima, es amor y compasión y sabiduría, combinadas
todas en proporción divina. Porcia imploró a un tribunal terrenal que ejerciera
esta cualidad, que a tal grado constituye la quintaesencia de la divinidad:
La cualidad de la clemencia no se obliga:
se desprende como la dulce lluvia del cielo
sobre el lugar que haya debajo: así es doblemente bendita:
bendice al que da y al que recibe:
con más poder entre los más poderosos: le sienta
al monarca entronizado mejor la corona. (…)
es un atributo del Dios mismo.22
Ese atributo era plenamente operativo en el Salvador en todo momento. Él
podía haber invocado sus amplias reservas de poder celestial; haberse arrancado
de la cruz por sí solo y haberse vengado de sus perseguidores con ardiente
indignación. Todo esto le correspondía en justicia, pero la misericordia, no la
represalia, era su cetro de gobierno.
Nehemías habló de la benevolencia sin límites de Dios: «eres un Dios que
perdonas, clemente y misericordioso» (Nehemías 9:17; énfasis añadido). David
empleó las mismas imágenes: «Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador, y
abundas en misericordia» (Salmos 86:5; énfasis añadido). Uno puede casi
visualizar las imágenes de esos pasajes: Dios, velando por sus creaciones ansiosa
y tiernamente, para detectar cualquier acto justo o pensamiento benevolente y
poder recompensar en abundancia. Él busca lo bueno constantemente: «sus
entrañas de misericordia cubren toda la tierra» (Alma 26:37; véase también DyC
101:9). Es él quien «[se deleita] en bendecir con la mayor de todas las
bendiciones» (DyC 41:1). A los tiernos Santos de la Iglesia recién restaurada, el
Salvador les dijo: «tendré compasión de vosotros. (…) para mi propia gloria y
para la salvación de las almas, que os he perdonado vuestros pecados» (DyC
64:2–3). Incluso en el día de la furia de Dios, él ha dicho: «con misericordia
eterna tendré compasión de ti» (Isaías 54:8; véase también DyC 101:9). Todas las
facultades de Dios, todas sus inclinaciones, están dispuestas y orientadas a
bendecir con el más mínimo pretexto. ¡Oh, cuánto gusta Dios de ser
misericordioso y bendecir a sus hijos! Quizás es su mayor gozo. Es esta cualidad
inherente la que le impulsa con vigilancia incansable a salvar a sus hijos. Lehi
hizo esta observación: «porque eres misericordioso, no dejarás perecer a los que
acudan a ti» (1 Nefi 1:14). Verdaderamente, nuestro Dios «es poderoso para
salvar» (Alma 34:18).
La misericordia era un atributo que Abraham Lincoln poseía en una medida
inmensa. Robert Ingersoll le dedicó este homenaje escrito: «Nada revela la
personalidad genuina como el uso del poder. Es fácil para el débil ser gentil. La
mayoría puede soportar la adversidad. Pero si deseas saber quién es un hombre
en realidad, dale poder. Esta es la prueba suprema. Es la gloria de Lincoln que,
habiendo poseído un poder prácticamente absoluto, él nunca abusó de él, excepto
en el lado de la misericordia».23 Lincoln merecía este homenaje… Cristo
infinitamente más.
¿EN QUÉ SE RELACIONAN
LA JUSTICIA Y LA MISERICORDIA?
En un extremo de la ley está la misericordia en todo su esplendor compasivo,
en el otro, la justicia con toda su severa realidad. La Expiación es el acto singular
en la historia que demostró la misericordia máxima, pero que nunca robó a la
justicia ni un ápice de sus pagos. La Expiación recorría la totalidad de la ley, de
un extremo a otro, de la misericordia a la justicia. Era completa, infinita, por así
decirlo, en su complimiento de la ley. Lehi explicó esta doctrina: «He aquí, él se
ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado, para satisfacer los fines de la ley,
por todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito; y por nadie más se
pueden satisfacer los fines de la ley» (2 Nefi 2:7; véase también 2 Nefi 2:10).
Brigham Young dijo que los que no se arrepienten sufrirán todo lo que «la
justicia exija de ellos; y cuando hayan sufrido la ira de Dios hasta haber pagado
el último cuadrante, saldrán de la prisión».24 El élder Marion G. Romney también
habló de las terribles consecuencias de los que no se arrepienten: «Sin cumplir
estos requisitos y los otros principios y ordenanzas del evangelio, uno queda
fuera del alcance del plan de misericordia, para depender de la ley de la justicia,
la cual exigirá que sufra por sus propios pecados, como Jesús sufrió».25 La
justicia exige la imposición del castigo en su totalidad —cada pizca de su peso
aplastante— sobre el impenitente; no hay escapatoria.
Pero ¿qué sucede con el penitente? ¿Hay alguna clemencia para ellos? El élder
Bruce R. McConkie nos da la respuesta: «Es mediante el arrepentimiento y la
rectitud que los hombres son liberados de las garras de esa justicia que de otro
modo hubiera impuesto sobre ellos el castigo completo por sus
pecados».26 Amulek enseñó que los impenitentes «queda[n] expuesto[s] a las
exigencias de toda la ley de la justicia» (Alma 34:16), con lo que se sugería que
los que se arrepienten sufren algo menos. Al continuar con este pensamiento,
Amulek concluye: «únicamente para aquel que tiene fe para arrepentimiento se
realizará el gran y eterno plan de la redención» (Alma 34:16). Alma enseñó esta
relación secuencial entre el arrepentimiento y la misericordia: «el que se
arrepienta, y no endurezca su corazón, tendrá derecho a reclamar la misericordia,
por medio de mi Hijo Unigénito, para la remisión de sus pecados; y ellos entrarán
en mi descanso» (Alma 12:34).
La persona que no se arrepiente es como el delincuente forzado a cumplir cada
año, cada mes y cada día de su condena de diez años. Por otra parte, el
arrepentido es como el preso al que se deja libre por buena conducta
transcurridos cinco años de los diez a los que fue condenado. Ambos han pagado
el precio establecido por ley; ambos han satisfecho las leyes de la justicia; pero
uno recibió una «sentencia reducida» al sacar provecho de las leyes de la
misericordia.
En el proceso de la clemencia, el Señor no ha eximido al penitente de todo
sufrimiento. Orson F. Whitney enseñó: «Los hombres y las mujeres todavía
sufren, pese a los sufrimientos y la expiación de Cristo, pero no en la medida en
la que habrían tenido que sufrir de no haberse producido una expiación». 27
El arrepentimiento todavía exige remordimiento de conciencia y pesar según
Dios, pero el Señor permite al arrepentido escapar el tipo y la profundidad de
sufrimiento que él vivió. Así, la misericordia reclama lo suyo y el que se
arrepiente no «queda expuesto a las exigencias de toda la ley». La lenidad y la
clemencia se aplican al máximo, pero no más allá, y al hacerlo son capaces de
«apaciguar las demandas de la justicia, para que Dios sea un Dios perfecto, justo
y misericordioso también» (Alma 42:15).
Este principio se ilustra a la perfección en una parábola del élder Boyd K.
Packer. Un hombre había adquirido una deuda cuantiosa a fin de adquirir unos
bienes muy deseados. Al hombre le habían advertido que tuviera cuidado con las
deudas, pero él no podía esperar a disfrutar de los lujos de la vida. Tenía que
obtenerlos ahora mismo. El hombre firmó un contrato para pagar la obligación en
lo que entonces parecía un futuro muy distante. La fecha del pago parecía estar
todavía lejos en el tiempo, pero a medida que pasaban los días, los pensamientos
del acreedor empezaron a surgir en la mente del deudor. Finalmente, como
siempre sucede, llegó el día de rendir cuentas. El deudor no tenía los medios
necesarios para pagar. El acreedor amenazó con ejecutar el préstamo y quedarse
con los bienes del deudor si no se abonaba lo adeudado. El deudor suplicó que
tuvieran misericordia, pero todo fue en vano. El acreedor demandó la justicia —
severa e inquebrantable— que le correspondía. El acreedor le recordó al deudor
que había firmado un contrato y aceptado las consecuencias. El deudor respondió
que carecía de los medios para pagar y suplicó el perdón. El acreedor no dio su
brazo a torcer. No habría justicia si se perdonaba la deuda. Justo en el momento
en que todas las posibles vías de escape se habían desvanecido, un liberador
apareció en escena. El élder Packer continúa narrando la parábola como sigue:
«El deudor tenía un amigo. Él vino en su ayuda. Conocía bien al deudor. Sabía
de su cortedad de miras. Pensaba que era un insensato por haberse metido en una
situación tan complicada. Sin embargo, quería ayudar porque lo amaba. Se
interpuso entre ambos, y, mirando al acreedor, le hizo la siguiente oferta.
»‘Pagaré la deuda si libera al deudor de su contrato para que pueda conservar
sus posesiones y no vaya a la cárcel’. Mientras el acreedor pensaba en la oferta,
el mediador añadió: ‘Usted demanda justicia. Aunque él no puede pagarle, yo lo
haré. A usted se le habrá tratado justamente y no puede pedir más. No sería
justo’.
»Y el acreedor accedió.
»El mediador se giró ahora al deudor. ‘Si pago tu deuda, ¿me aceptarás a mí
como tu acreedor?’
»‘Oh, claro que sí’, dijo el deudor entre sollozos. ‘Me salvas de la cárcel y
tienes misericordia de mí’.
»‘Entonces’, dijo el benefactor, ‘me pagarás la deuda a mí y yo fijaré las
condiciones. No será fácil, pero será posible. Yo pondré el camino. No tendrás
que ir a la cárcel’.
»Y así fue que el acreedor recibió su pago completo. Se le había tratado con
justicia. No se había incumplido ningún contrato.
»El deudor, por su parte, había obtenido misericordia. Ambas leyes se habían
cumplido. Al haber un mediador, la justicia había reclamado su parte al
completo, y la misericordia había recibido satisfacción plena».28
Al deudor de este relato no se le perdonó por completo su deuda, pero con la
intercesión de su amigo, las condiciones de pago se tornaron más aceptables y
cuando aquellas condiciones fueron cumplidas, la deuda quedó cancelada. De
igual manera, el Salvador hizo posible que pagáramos nuestra deuda con arreglo
a unas condiciones más misericordiosas gracias al principio divino del
arrepentimiento. Él siempre nos ofrece la máxima misericordia sin menoscabar
en lo más mínimo las demandas de justicia.
El presidente John Taylor se refirió a la interesante relación existente entre la
justicia y la misericordia en el Evangelio: «La justicia, el juicio, la misericordia y
la verdad armonizan como atributos de la deidad. ‘La justicia y la verdad se han
encontrado, la rectitud y la paz se han besado’».29 Eliza R. Snow enseñó en verso
esa misma verdad celestial:
Oh cuán glorioso y cabal,
el plan de redención:
merced, justicia y amor
en celestial unión!30
CRISTO SE CONVIERTE
EN NUESTRO ABOGADO
El Salvador aboga por nosotros para obtener misericordia. Él es nuestro
abogado.31 Él es el campeón de nuestra causa como nadie más puede serlo.
Hemos visto a abogados ante tribuales terrenales: meros mortales que han
defendido a sus clientes con fascinante suspense, cuya lógica era aplastante, cuyo
dominio de Derecho era abrumador y cuyas potentes peticiones era convincentes.
Ante mortales como ellos, los jurados han guardado un silencio casi reverencial,
se han movido y mecido con cada mirada, cada palabra formulada con exquisito
cuidado, cada alegato apasionado. Sin embargo, abogados como esos,
prácticamente héroes hercúleos para sus clientes, no se comparan en absoluto con
el que nos defiende en las alturas. Él es el defensor ideal «para presentarse ahora
por nosotros ante Dios» (Hebreos 9:24). ¡Qué afortunados somos de que él sea
nuestro «abogado (…) ante el Padre» (1 Juan 2:1).
En más de una ocasión, una madre devota le rogaba a Abraham Lincoln por la
vida de un hijo que había cometido un delito grave mientras servía en el ejercito
de la Unión. A menudo, conmovido por el sacrificio de la madre por su país,
Lincoln concedía el indulto. Quizás pensara: «No lo haré por su hijo, pero le
concederé el indulto por usted». Del mismo modo, a Dios el Padre debe de
haberle conmovido profundamente el incomparable sacrificio del Salvador.
Como la madre que rogaba por la vida de su hijo, el Salvador implora por las
vidas espirituales de sus hijos espirituales. Y se les perdonará; no por ninguna
dignidad suya, sino por el sacrificio del Salvador. Este es el ruego del Hijo al
Padre:
«Escuchad al que es vuestro intercesor con el Padre, que aboga por vuestra
causa ante él, diciendo: Padre, ve los padecimientos y la muerte de aquel que no
pecó, en quien te complaciste; ve la sangre de tu Hijo que fue derramada, la
sangre de aquel que diste para que tú mismo fueses glorificado; por tanto, Padre,
perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre, para que vengan a mí y
tengan vida sempiterna» (DyC 45:3–5; véase también Hebreos 7:25; DyC 38:4;
110:4).
Por causa del Salvador, nuestro Padre concedió el indulto necesario. El profeta
Zenós reconoció esta verdad prontamente: «a causa de tu Hijo has apartado tus
juicios de mí» (Alma 33:11).
El profeta José puso de manifiesto estos poderes de influencia del Salvador.
Mientras ofrecía la inspirada oración dedicatoria en el Templo de Kirtland, hizo
referencia al poder del Salvador para influir en el Padre: «Tú (…) apartarás tu ira
al mirar la faz de tu Ungido» (DyC 109:53). Parece que hubo algo tan noble en el
rostro del Salvador, tan conmovedor y poderoso en una reflexión acerca de su
sacrificio, que afecta profundamente al Padre.
La defensa de Cristo no tiene por objeto cambiar la naturaleza de un Dios que
ya es perfecto, del mismo modo que el ruego de Moisés de salvar a Israel
(Deuteronomio 9:13–29; Éxodo 32:10–14) o la «negociación» de Abraham con
el Señor para que salvara a Sodoma (Génesis 18:23–33) no transformaron a Dios
en un ser más misericordioso y compasivo. Las Escrituras afirman muy
claramente: «no obstante sus pecados, mis entrañas están llenas de compasión
por ellos» (DyC 101:9; véase también Isaías 54:8). Independientemente de la
maldad del hombre, las entrañas de Dios ya están llenas de compasión, antes de
que tenga lugar cualquier ruego o defensa.
Si la naturaleza de Dios no se altera con semejantes acciones, entonces, ¿por
qué aboga Cristo por nosotros y defiende nuestra causa? Semejantes ruegos
pueden abrir puertas para Dios que de otro modo permanecerían cerradas en
virtud de las leyes de la justicia. Por ejemplo, la fe abre la puerta de los milagros.
Moroni declaró: «Porque si no hay fe entre los hijos de los hombres, Dios no
puede hacer ningún milagro» (Éter 12:12; énfasis añadido; véase también
Marcos 6:5–6; 3 Nefi 19:35). Pedir abre las puertas de la revelación: «Si pides,
recibirás revelación tras revelación» (DyC 42:61). De manera similar, quizá la
defensa, al combinarse con el sacrificio del Salvador, abra la puerta a los indultos
divinos. Pudiera ser que, de acuerdo con las leyes de la justicia, la defensa sean
un requisito previo para invocar la misericordia de Dios: una manifestación de
este principio eterno de que todos los recursos existentes deben agotarse antes de
que se produzca la intervención de los poderes del cielo.32 En otras palabras,
pudiera ser que el hombre, o su abogado divino, deban defender su caso de la
mejor manera posible antes de que se concedan los indultos divinos.
Por tanto, puede ser que la ardiente petición de misericordia del Salvador —
unida a su sacrificio infinito— permite que el Dios del cielo, de acuerdo con las
leyes de la justicia, responda de manera similar. Es un cumplimiento de la verdad
escrituraria «la misericordia tiene compasión de la misericordia» (DyC 88:40).
La fe precede a los milagros, las peticiones precipitan la revelación y el alegato
de la defensa da lugar al perdón.
Puede que haya otra razón más para la defensa, en particular la de Cristo: da
lugar a una unión espiritual entre Cristo y sus hijos que no se puede obtener de
otra manera. Es el hilo que une nuestros corazones y nuestras almas. ¿Quién
entre nosotros podría verle defender nuestro caso con ferviente pasión;
escucharle relatar los horribles acontecimientos de Getsemaní, oír sus
expresiones de amor sin límite, y no sentir una afinidad espiritual hacia él?
Gracias a la Expiación y la defensa del Salvador, en el día del juicio —cuando
el destino eterno de todos esté en juego—, el Salvador se «[interpondrá] entre
ellos y la justicia» (Mosíah 15:9). Entonces, él «[intercederá] por los hijos de los
hombres» (Mosíah 15:8). Él suplicará por el equilibrio perfecto entre la
misericordia y la justicia. Él será el abogado de todos los hombres y su esperanza
de salvación.
NOTAS
1. McConkie, «Purifying Power», 9.
2. Roberts, The Truth, The Way, The Life, 418.
3. Journal of Discourses, 14:280.
4. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 435–36.
5. Journal of Discourses, 3:356.
6. Journal of Discourses, 25:165–66.
7. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 439.
8. Journal of Discourses, 7:354; énfasis añadido.
9. Smith, Words of Joseph Smith, 84; énfasis añadido.
10. Journal of Discourses, 25:57.
11. Journal of Discourses, 15:134; énfasis añadido.
12. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 216–17.
13. Shakespeare, El mercader de Venecia, Acto IV, escena I, 144.
14. «LDS Bible Dictionary», 697.
15. McConkie, Promised Messiah, 245.
16. «LDS Bible Dictionary», 697.
17. Ibid.
18. Robinson, Creámosle a Cristo, 36.
19. Young, Discourses of Brigham Young, 387.
20. Lewis, Mere Christianity, 131.
21. Journal of Discourses, 11:301.
22. Shakespeare, El mercader de Venecia, Acto IV, escena 1ª, 143–44.
23. Ingersoll, Works of Robert G. Ingersoll, 3:172.
24. Young, Discourses of Brigham Young, 382.
25. Romney, «Resurrection of Jesus», 9.
26. McConkie, Promised Messiah, 326.
27. Whitney, Baptism, 4.
28. Packer, That All May Be Edified, 319.
29. Taylor, Mediation and Atonement, 171–72.
30. Snow, «Jesús en la corte celestial», Himnos, núm. 116.
31. Hemos comentado anteriormente que Cristo es nuestro juez. Si ese es el caso, cabe preguntarse
cómo puede ser también nuestro abogado. ¿Tiene sentido que presentara su alegato ante sí
mismo para pedir clemencia en nuestro favor? Las Escrituras dejan muy claro que el Salvador no
está rogándose a sí mismo, sino que es nuestro «intercesor con el Padre» (DyC 45:3; énfasis
añadido; véase también 1 Juan 2:1; DyC 38:4; 110:4). Si ese es el caso, entonces el Padre debe
ser también un juez. Doctrina y Convenios confirma esta afirmación: «Dios y Cristo son los
jueces de todo» (DyC 76:68; véase también 2 Timoteo 4:1). Ello es coherente con la apreciación
hecha por Juan de que el Padre «también le dio [a Cristo] poder para hacer juicio» (Juan 5:27;
énfasis añadido). Evidentemente, el Padre es en cierta manera un «juez presidente de sala», es
decir, los demás jueces, los jueces de primera instancia (es decir el Salvador y sus apóstoles),
ven las causas y dictan sentencia, pero cada uno de ellos es responsable de sus actos en última
instancia, ante el juez presidente. El Padre delegó las facultades judiciales en su Hijo (quien a su
vez delegó ciertos poderes en sus apóstoles) pero el Hijo sigue rindiendo cuentas al Padre. Juan
nos ayuda a entender el papel de cada uno en el proceso del juicio: «como oigo, juzgo; y mi
juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió» (Juan
5:30). En el proceso de abogar por nosotros, la voluntad del Padre se manifiesta en las
circunstancias más favorables para el hombre, voluntad que el Hijo ejecuta mediante sus juicios.
32. Este principio lo enseña el Señor en la Sección 101 de Doctrina y Convenios. Las turbas habían
expulsado a muchos Santos de sus hogares en Misuri; habían amenazado y perseguido a muchos
otros. El Señor le da instrucciones al profeta José con respecto al orden de resarcimiento que los
Santos debían adoptar. Primero, debían importunar al juez; después, al gobernador, y entonces,
al presidente. Si ninguna de esas instancias daba resultado, «entonces el Señor se levantará y
saldrá de su morada oculta, y en su furor afligirá a la nación» (DyC 101:89).
Capítulo 26
¿FUE LA EXPIACIÓN NECESARIA, O HABÍA
OTRA MANERA?
LA NECESIDAD ABSOLUTA DE LA EXPIACIÓN
Amulek enseñó sobre la necesidad imperiosa de la Expiación: «Porque
es necesario que se realice una expiación; pues según el gran plan del Dios
Eterno, debe efectuarse una expiación, o de lo contrario, todo el género humano
inevitablemente debe perecer» (Alma 34:9; énfasis añadido; véase también Alma
42:15).
A la conclusión de la vida del Salvador, él mismo reafirmó la necesidad
absoluta de la redención inminente. Cuando los sacerdotes y los ancianos se
enfrentaron a él en el Jardín, el Salvador le mandó a Pedro que envainara su
espada y le recordó acto seguido su capacidad para convocar a «más de doce
legiones de ángeles» si fuera necesario. Entonces, el Salvador aportó la razón de
aquella contención: «¿Cómo, pues, se cumplirían las Escrituras de que así debe
suceder?» (Mateo 26:53–54).
Aarón sabía que cuando un hombre pecaba, no podía levantarse espiritualmente
por sí mismo, y enseñó: «en vista de que el hombre había caído, este no podía
merecer nada de sí mismo» (Alma 22:14). Alma explicó que sin la redención «no
habría medio de redimir al hombre de este estado caído» (Alma 42:12). El élder
James E. Talmage compartió un testimonio semejante: «Afirmamos que el
hombre está solo y en una necesidad absoluta de un Redentor, ya que por sus
propios esfuerzos es totalmente incapaz de elevarse de un plano inferior a un
plano superior».1 Hasta cierto punto, somos como el hombre incapaz de trepar
fuera del foso que ha cavado él mismo hasta que adquiere una escalera en primer
lugar. Pero ahí está la «trampa»: ¿Dónde encontrar la escalera? Sin importar la
fuerza física o el ingenio, no hay esperanzas de que esta situación cambie si las
cosas se dejan como están. El hombre debe confiar en que un tercero (en este
caso, el Salvador) aporte los medios para escapar. La Expiación es esa escalera
espiritual. David cantó acerca de ese momento Mesiánico de rescate:
«Pacientemente esperé a Jehová (…). Y me sacó del pozo turbulento, del lodo
cenagoso; y puso mis pies sobre una roca y enderezó mis pasos» (Salmos 40:1–
2).
Zeezrom debe de haber sentido el dilema del hombre, ya que le preguntó
directamente a Amulek: «¿Salvará [Dios] a su pueblo en sus pecados?» (Alma
11:34). Esta era una pregunta clave. Estaba preguntando si Dios, por decreto
divino, puede perdonar a los pecadores —se arrepientan o no—, simplemente en
virtud de su voluntad y deseo. Amulek fue directo en su respuesta: «no podéis ser
salvos en vuestros pecados» (Alma 11:37; énfasis añadido). Algunos años antes,
Abinadí había hablado de los que murieron «en sus pecados», y de su destino
posterior, «ni tampoco puede redimirlos; porque el Señor no puede contradecirse
a sí mismo; pues no puede negar a la justicia cuando esta reclama lo suyo»
(Mosíah 15:26, 27; énfasis añadido). Dicho de otra manera, Dios no podía
redimir a los hombres en sus pecados porque las leyes de la justicia, que él
obedece, no lo permiten. John Taylor ofreció la razón de este cumplimiento
divino: «Sería imposible para [Dios] incumplir la ley, porque al hacerlo atentaría
contra Su propia dignidad, poder, principios, gloria, exaltación y existencia». 2
El rey Benjamín habló de la Expiación y, entonces, en el lenguaje más riguroso
posible, detalló la necesidad absoluta del sacrificio expiatorio: «Y este es el
medio por el cual viene la salvación. Y no hay otra salvación aparte de esta de
que se ha hablado; ni hay tampoco otras condiciones según las cuales el hombre
pueda ser salvo, sino por las que os he dicho» (Mosíah 4:8; énfasis añadido).
El rey Benjamín estaba seguro en esta cuestión —no hay otro medio de
salvación que el Salvador— ninguna otra condición, ni caminos alternativos.
Algunos podrán sugerir que no hay vías alternativas únicamente porque Dios
eligió este camino en la vida premortal (es decir, la Expiación). Si fallara la
Expiación, dicen, Dios todavía podía recurrir a una de las demás opciones
existentes en la vida premortal. El lenguaje del rey Benjamín, no obstante, parece
no incluir la opción de un «plan B». Claramente afirma que, con la excepción del
Salvador y su Expiación, no hay «otras condiciones según las cuales el hombre
pueda ser salvo» (Mosíah 4:8). No parece que Dios eligiera la mejor alternativa;
más bien, parece que esta era la única opción para la redención del hombre. En
pocas palabras, no había ni un camino más sencillo, ni alternativa alguna a la
Expiación de Jesucristo.
Pero, ¿por qué era necesaria una Expiación? Quizá fuera necesaria para cumplir
alguna ley inmutable (por ejemplo, una de esas leyes que siempre han existido y
que permanece inmutable a lo largo de la eternidad). O quizá su necesidad
estuviera dictada por los atributos perfectos de Dios. Él sabía que había algo en
ese acto, y solamente en ese acto, que maximizaría el progreso de sus hijos. Es un
reflejo de su naturaleza esencial y, por lo tanto, obligatoria en ese sentido. B. H.
Roberts aborda las primeras dos posibilidades: «La absoluta necesidad de la
Expiación que se aprecia actualmente tendría todavía más relieve en la confianza
que uno tiene de que si se hubieran presentado medios más leves para responder
como si de una Expiación se tratara, o si la satisfacción de la justicia se hubiera
dejado de lado, o si la reconciliación del hombre con el orden divino de las cosas
pudiera haberse llevado a efecto con un acto de pura benevolencia sin ninguna
otra consideración, sin duda se habría hecho así; pues es inconcebible que tanto
la justicia de Dios como su misericordia exigieran o permitieran un sufrimiento
mayor del Redentor del absolutamente necesario para alcanzar el fin propuesto.
Cualquier sufrimiento superior al absolutamente necesario constituiría una
crueldad, pura y dura, e impensable en un Dios de justicia y misericordia
perfectas».3
El élder Roberts sugiere lo improbable de que Dios hiciera a su Hijo pasar por
un sufrimiento tan extremo como ese, de haber existido un camino más fácil.
Semejante conclusión sugiere verdaderamente la inexistencia de una alternativa
que fuera igual de viable, o Dios habría optado por ella, salvando así al Pastor sin
sacrificar a las ovejas.
Algunos han propuesto una tercera posibilidad para explicar la necesidad de la
Expiación. Sugieren que los espíritus que eligieron ser parte del reino de Dios
pueden haber tenido un sentido de la moralidad similar al de Dios, y así, como
Él, «sintieron» la necesidad inherente de un acto expiatorio antes de que pudieran
materializarse los poderes de purificación y exaltación. Quizá de alguna manera
estos espíritus gemelos se unieron a Dios a la hora de sancionar la necesidad de
la Expiación. Puede que haya sido parte de la ley de común acuerdo. Este
concepto sugiere que el sentido de la equidad o justicia compartido por los
integrantes del reino de Dios puede haber contribuido a respaldar las leyes de
justicia en el universo.
La cuarta alternativa se centra en el componente motivador de la Expiación.
Puede que este acontecimiento fuera necesario debido a que era el único evento
del universo dotado del poder motivador necesario a fin de atraer a los hombres a
la divinidad. Cualquier cosa inferior sencillamente habría sido insuficiente para
lograr tal fin. La tasa de «abandono» habría sido incluso más monstruosa en
ausencia de alguna fuerza cósmica que nos levantara en dirección al cielo. En
consecuencia, Dios puede haber elegido la Expiación porque era el poder más
persuasivo en el universo capaz de traernos de regreso al hogar. B. H. Roberts
citó a Sabine Baring-Gould al respecto: «No había ninguna necesidad —según
ciertos teólogos— de que Cristo muriera, pero como dice S. Bernard: ‘quizá ese
método fuera el mejor, para que en una tierra de olvido e indolencia se nos
recordara nuestra caída más poderosa y vivamente, mediante los exquisitos y
variados sufrimientos del que puso remedio a ella’».4
Existe al menos una quinta posibilidad para la necesidad de esta Expiación.
Puede haber sido el único acontecimiento con el suficiente atractivo de calado
universal para atraer al sentido de equidad instintivo en los hijos de Dios, quienes
podrían alegar de otro modo en virtud de las leyes de la justicia que algunos
habían llegado a la exaltación sin haberse «ganado» sus tronos. Dicho de otra
manera, era el único acontecimiento de tal magnitud persuasiva capaz de
promover la exaltación para los arrepentidos sin destruir el orden y la armonía
entre los demás hijos de Dios.
Con la Expiación, parece que el Padre podía responder al ruego del Hijo
pidiendo misericordia sin que ninguno de los integrantes del reino presentara
objeción alguna. ¿Y por qué? Porque ellos compartían un sentido moral similar y
análogos sentimientos de compasión, los cuales pueden haberles hecho decir: ‘Es
cierto que este hombre no ha merecido la salvación por sus propias obras, sino
por el incomparable sacrificio del Salvador a su favor, y por motivo de nuestro
inmenso amor y reverencia hacia Él, accederemos a su petición de clemencia’».
Si la Expiación es o no una «necesidad» por una o más de las razones descritas
anteriormente, no lo sabemos. Por el momento parece existir un velo sagrado e
impenetrable que impide nuestra irrupción en el infinito. Lo que sí sabemos, sin
embargo, es que la Expiación es una «necesidad». Esa es la conclusión doctrinal
subyacente y de mayor relevancia.
¿ERA OBLIGATORIO UN SACRIFICIO?
Reconocido que una Expiación era necesaria de alguna forma, se nos plantea la
siguiente pregunta: «¿Por qué era obligatorio un sacrificio en lugar de algún otro
método alternativo?». Alma deja claro que el sacrificio anunciado no era
meramente la mejor opción; era la única posible. Alma dejó constancia de ello:
«Porque es preciso que haya un gran y postrer sacrificio; sí, no un sacrificio de
hombre, ni de bestia, ni de ningún género de ave; pues no será un sacrificio
humano, sino debe ser un sacrificio infinito y eterno. Y no hay hombre alguno
que sacrifique su propia sangre, la cual expíe los pecados de otro. Y si un hombre
mata, he aquí, ¿tomará nuestra ley, que es justa, la vida de su hermano? Os digo
que no. Sino que la ley exige la vida de aquel que ha cometido homicidio; por
tanto, no hay nada, a no ser una Expiación infinita, que responda por los pecados
del mundo.
»De modo que es menester que haya un gran y postrer sacrificio; y entonces se
pondrá, o será preciso que se ponga, fin al derramamiento de sangre; entonces
quedará cumplida la ley de Moisés; sí, será totalmente cumplida, sin faltar ni una
jota ni una tilde, y nada se habrá perdido» (Alma 34:10–13; énfasis añadido).
No cabe duda de que el sacrificio del Salvador entrañaba enseñanzas
extraordinarias, amén de inmensas cualidades motivadoras, pero lo que era más
vital incluso era el hecho sencillo de que, sin un sacrificio infinito, no podía
haber salvación alguna. Este sacrificio parece haber sido el único medio de pagar
esas deudas contraídas como resultado de una ley quebrantada. Puede que el
sufrimiento de Cristo fuera la única moneda legal en el universo capaz de pagar
la deuda de la justicia y abrir la puerta de la misericordia al mismo tiempo. Su
sacrificio se tornó en la recompensa (véase Mateo 9:28), la «cancelación» de la
deuda, el precio de adquisición. El élder Marion G. Romney escribió: «Fue (…)
por medio de actos de amor y misericordia infinitos que él pagó vicariamente la
deuda de la ley transgredida y satisfizo las demandas de la justicia».5 Esta deuda
tiene una doble dimensión. Primeramente, se trata de la deuda adquirida a causa
de la transgresión de la ley por parte de Adán. A esto se refería Brigham Young
cuando dijo que el Salvador «ha pagado la deuda adquirida por nuestros primeros
padres».6 En segundo lugar, está la deuda que vence cada vez que un hombre o
una mujer desobedece una ley de Dios.
Brigham Young también habló de su deuda personal y el medio de pago: «Los
hijos han contraído una deuda y el Padre demanda compensación. Él les dice a
sus hijos en esta tierra, quienes están sumidos en el pecado y la transgresión, ‘es
imposible para vosotros devolver esta deuda. (…) A menos que Dios proporcione
un Salvador para pagar esta deuda, nunca podrá pagarse. ¿Puede acaso toda la
sabiduría del mundo diseñar medios para redimirnos y volver a la presencia de
nuestro Padre y nuestro hermano mayor, y morar con ángeles santos y seres
celestiales? No; va más allá del poder y el conocimiento de los habitantes de la
tierra, que viven ahora o que vivirán en el futuro, preparar o crear un sacrificio
que pague esta deuda divina. Pero Dios lo proporcionó y su Hijo la ha pagado».7
Mormón enseñó que el Salvador «ha subido a los cielos (…) para reclamar del
Padre sus derechos de Misericordia» porque «él ha cumplido los fines de la ley
(…); por tanto, él aboga por la causa de los hijos de los hombres;» (Moroni 7:27–
28). El Salvador pagó la deuda y por lo tanto poseía el derecho de reclamar
misericordia en nombre de cada deudor. En este sentido, Cristo fue el campeón
de la causa de todos los hombres, siempre y cuando el hombre en cuestión
tuviera fe en él y se arrepintiera.
Las Escrituras enseñan que fuimos «comprados por precio» (1 Corintios 6:20;
7:23) y que el Salvador dio «su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28; véase
también 1 Timoteo 2:6). Su repago generoso abrió una nueva puerta, o, como
enseñara Amulek, «[provee] (…) la manera de tener (…) arrepentimiento» (Alma
34:15). Ciertamente hemos de pagar el precio de nuestra propia insensatez —de
la cual no hay escapatoria—, pero la Expiación nos proporciona un programa de
pago alternativo basado en la misericordia, no en la justicia exclusivamente. Con
la Expiación se nos presenta una elección. O pagamos el precio de la justicia, que
es intransigente e inflexible en sus exigencias; o pagamos el precio del
arrepentimiento, según lo ha definido el Salvador. Esto no implica que la persona
que se arrepiente escapa a todo sufrimiento; más bien, que ahora tiene un nuevo
acreedor, el Expiador, «[al] cual él ganó por su propia sangre» (Hechos 20:28).8
Sin duda, el sacrificio de Cristo era necesario para satisfacer las demandas de la
justicia. Quizá otra razón de este sacrificio se encuentra en sus poderes inherentes
para la motivación. Puede haber sido el medio máximo de «atraer [a Cristo] a
todos los hombres» (3 Nefi 27:14).
Amulek también nos dejó una observación reveladora acerca de la finalidad del
sacrificio expiatorio: «es el propósito [el objetivo] de este último sacrificio poner
en efecto las entrañas de misericordia» (Alma 34:15). Es decir, la magnitud del
sufrimiento fue tan intensa, tan profunda, tan abrumadora e inclemente que quizá
todos los espíritus del universo, incluso los más empedernidos, deben de haber
gritado en un coro cósmico, «ya basta». El conjunto de los espíritus de las
creaciones de Dios debe de haberse conmovido de tal manera, impresionado por
la intensidad formidable de los suplicios de Cristo, que cedería a su petición de
aceptar al arrepentido, no porque mortal alguno hubiera ganado semejante
derecho, sino porque Cristo, y solamente él, lo había conquistado para ellos. El
sacrificio expiatorio puede haber sido el único catalizador susceptible de llevar al
hombre a un consenso de esa naturaleza. Cabe reiterar que este concepto se
apoya en la posibilidad de que las leyes de la justicia y la misericordia en el
universo sean dependientes —al menos parcialmente—, en un sentido de la
equidad o la justicia común a los integrantes del reino de Dios.
¿ERA EL SALVADOR EL ÚNICO
CORDERO POSIBLE PARA EL SACRIFICIO?
Una última pregunta se centra en la cuestión de si el Salvador era o no el único,
o si era sencillamente el mejor para desempeñar el papel de cordero expiatorio.
Hace algunos años, Robert J. Matthews estaba debatiendo el asunto de si había
habido o no un «plan alternativo, otro Salvador, un hombre de reserva». Dice que
la siguiente conversación se desarrolló en un grupo de docentes, mientras se
exploraba este asunto:
«Noté que ellos mantenían firmemente la opinión de que, si Jesús hubiera
fallado, habría existido otro medio para lograr la salvación. Reconocían que
cualquier otro método sería probablemente más arduo sin Jesús, pero, según
decían, el hombre podría haberse salvado a sí mismo a la larga sin Jesús, de
haber fallado el Salvador. (…) Estos maestros estaban diciendo, en efecto, que
Jesucristo era una comodidad, pero no una necesidad absoluta. Yo les contesté en
sentido contrario citando Hechos 4:12, donde leemos estas palabras de Pedro: ‘Y
en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los
hombres, en que podamos ser salvos’. Su réplica fue que Pedro había dicho
esto después de que la Expiación y la resurrección de Cristo fueran hechos
consumados y que, por lo tanto, ahora no hay otro camino; pero que, si Jesús
hubiera fracasado en llevar a cabo la Expiación, continuaron razonando, tendría
que haber habido otra alternativa, y la habría habido».9
El hermano Matthews dijo que protestó contra sus conclusiones, pero no fue
capaz de pensar en ese momento en una referencia de las Escrituras para
refutarlas. Más tarde, siguió diciendo que habría sometido los siguientes pasajes
a su consideración: «Encontramos en Moisés 6:52 la referencia más temprana
que conocemos al hecho de que no hay otro nombre más que el de Jesucristo por
el que se obtenga la salvación. (…) El Señor le dice a Adán que debe
‘[bautizarse] en el agua, en el nombre de mi Hijo Unigénito (…), el cual es
Jesucristo, el único nombre que se darádebajo del cielo mediante el cual vendrá
la salvación a los hijos de los hombres’ (cursiva añadida). (…)
»Y [tenemos] 2 Nefi 31:21: ‘no hay otro camino, ni nombre dado debajo del
cielo por el cual el hombre pueda salvarse en el reino de Dios’ (cursiva añadida).
»Pero la expresión más clara de este concepto es la del rey Benjamín, que cita
las palabras de un ángel del cielo: ‘no se dará otro nombre, ni otra senda ni
medio, por el cual la salvación llegue a los hijos de los hombres, sino en el
nombre de Cristo’ (Mosíah 3:17; cursiva añadida). (…)
»El valor de estos pasajes reside en que se pronunciaron antes de que se
produjera la Expiación. Esta circunstancia les otorga más fuerza y concentración
de los que tendrían si se hubieran registrado con posterioridad».10
El hermano Matthews se estaba limitando a ofrecer una muestra representativa
de pasajes de las Escrituras que apoyaban esta tesis. Más de ochocientos años
antes del nacimiento de Cristo, el Salvador anunció su condición singular como
el Redentor: «Yo, yo soy Jehová, y fuera de mí no hay quien salve» (Isaías
43:11). Lehi vio en el horizonte temporal, a seiscientos años de distancia, la
época de la venida del Mesías: «todo el género humano se hallaba en un estado
perdido y caído, y lo estaría para siempre, a menos que confiase
en este Redentor» (1 Nefi 10:6; énfasis añadido). Poco después, un ángel
confirmó que «todos los hombres vengan [al Salvador del mundo], o no serán
salvos» (1 Nefi 13:40). En su sermón de despedida, Lehi le recordó a su familia
nuevamente que «ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por
medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías» (2 Nefi 2:8).
Jacob no lo podía haber dicho más claramente: «mi alma se deleita en comprobar
a mi pueblo que salvo que Cristo venga, todos los hombres deben perecer»
(2 Nefi 11:6).
Nefi profetizó que el día de la restauración de los judíos llegaría solamente
cuando estos «no esperen más a otro Mesías, (…) porque no hay sino un Mesías
de quien los profetas han hablado, y ese Mesías es el que los judíos rechazarán»
(2 Nefi 25:16, 18). El rey Benjamín les imploró a sus conciudadanos que tomaran
sobre sí el nombre de Jesucristo. Y entonces les dio la razón: «No hay otro
nombre dado por el cual venga la salvación» (Mosíah 5:8). Unos años antes,
Abinadí expuso, con poder ferviente, ante Noé y sus depravados sacerdotes todo
lo relacionado con el poder salvífico del Santo: «si Cristo no hubiese venido al
mundo, hablando de cosas futuras como si ya hubiesen acontecido, no habría
habido redención» (Mosíah 16:6). Aarón predicó la misma verdad a los
amalekitas: «que no habría redención para la humanidad, salvo que fuese por la
muerte y padecimientos de Cristo, y la expiación de su sangre» (Alma 21:9).
Amulek dio su testimonio de la venida de Cristo, y explicó acto seguido la
necesidad de «un sacrificio infinito y eterno», porque «no hay hombre alguno
que sacrifique su propia sangre, la cual expíe los pecados de otro» (Alma 34:10,
11). En tiempos modernos, el Señor ha confirmado su misión única como
Redentor, «porque el Señor es Dios, y aparte de él no hay Salvador» (DyC 76:1;
véase también DyC 109:4).
Uno puede buscar otro redentor; podrá especular en cuanto a otras
posibilidades, pero todo será en vano. El Salvador no solo es el mejor candidato;
él era mucho más: era el único candidato. La razón es muy sencilla: era el único
de los hijos del Padre en venir a la tierra dotado de cualidades divinas infinitas, y,
por lo tanto, poseía el poder infinito necesario para llevar a cabo el acto
expiatorio. Cualquier otro carecía del poder y de los medios para vencer las dos
muertes: la física y la espiritual.
NOTAS
1. Talmage, Essential James E. Talmage, 148.
2. Taylor, Mediation and Atonement, 168.
3. Roberts, The Truth, The Way, The Life, 428.
4. Roberts, The Seventy’s Course in Theology, 125.
5. Romney, «Resurrection of Jesus», 8.
6. Journal of Discourses, 12:69.
7. Journal of Discourses, 14:71, 72.
8. Al contrario de lo expuesto en la conclusión anterior, algunos han afirmado que la Expiación no
es el repago de una deuda. Su argumento se basa en el siguiente versículo: «id y no pequéis más;
pero los pecados anteriores volverán al alma que peque» (DyC 82:7). Una vez se paga una deuda
legal, argumentan, esta desaparece para siempre y, por lo tanto, no podrían regresar si la teoría
del «repago de deuda» fuera correcta. Dicho de otra manera, si se ha aportado suficiente
sufrimiento para pagar la deuda, entonces la deuda queda perdonada para siempre, para nunca
volver a reaparecer.
En Derecho, sin embargo, existe un principio muy conocido que recibe el nombre de
«condición resolutoria». Significa que puede formalizarse un contrato, pero si se produce un
acontecimiento determinado con posterioridad, dicho contrato puede declararse nulo retroactivamente. (El diccionario de Derecho Ballentine define el término «condición resolutoria»
[condition subsequent en inglés] de la siguiente manera: «una condición posterior a la ejecución
y que se aplica para revocarla o anularla al incumplir después dicha condición cualquiera de las
partes» [Ballentine, Law Dictionary with Pronunciations, 258].) Por ejemplo, un acreedor puede
haber obtenido un fallo favorable contra un deudor por 1 000 000 $. Por cualquier razón, el
acreedor puede acceder a resolver el conflicto objeto del fallo por un importe menor, como 200
000 $, siempre y cuando: (1) se abone la cantidad inmediatamente, y (2) el deudor se
comprometa a no divulgar jamás las condiciones de la oferta de acuerdo. (Algunos abogados
puede referirse a la obligación de confidencialidad con el término «covenant» [pacto, promesa o
garantía] en lugar de «condición resolutoria» [condition subsequent en inglés]; en cualquier
caso, el contrato puede redactarse a fin de que el resultado definitivo sea el mismo, a saber, que
la cantidad menor del acuerdo se declare nula y la original de 1 000 000 $ sea reinstituida en
caso de divulgarse los detalles del acuerdo).
Efectivamente, si el deudor da a conocer las condiciones de la oferta de acuerdo, al acreedor le
corresponde solicitar la cantidad completa de 1 000 000 $ fijada en el fallo y las estipulaciones
del acuerdo menor cesarán de ser vinculantes. En coherencia con esta teoría jurídica, el Señor
diría: «He pagado tu deuda y ahora estás limpio, pero este contrato contiene una condición
resolutoria; es decir, si vuelves a cometer el mismo pecado, la purificación quedará anulada
retroactivamente». Dicho de otra manera, Cristo pagó el precio de nuestros pecados, pero la
purificación sólo es permanente si nosotros no regresamos al estado anterior. Esta interpretación
jurídica es coherente con el planteamiento escriturario según el cual el sufrimiento de Cristo
pagó la deuda generada por nuestros pecados.
9. Matthews, A Bible!, 265–66.
10. Ibid., 266.
Capítulo 27
AGRADECIMIENTO POR LA EXPIACIÓN
«ASOMBRO ME DA EL AMOR QUE ME DA JESÚS»
Cuando Jesús entró en cierta aldea, vio a diez leprosos que venían de lejos. Su
enfermedad, considerada una especie de muerte en vida, obligaba a los afligidos
a gritar «¡Impuro! ¡Impuro!» (Levítico 13:45), al aproximarse a personas sanas.
De manera semejante, cada uno de nosotros tiene —en una u otra medida— una
forma de lepra espiritual: pecados que han empañado, desfigurado y roído
nuestro bienestar espiritual. Semejante situación nos hace impuros en la
presencia del Santo y, como los leprosos de la aldea israelita de la antigüedad,
también nosotros debemos mantenernos en la distancia espiritual hasta el día de
nuestra purificación. De forma muy parecida a los diez leprosos, nosotros
gritamos: «¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!» (Lucas 17:13).
Sabemos que no hay esperanza de purificarse por casualidad ni de una curación
autoinducida. La única esperanza, la única cura, es buscar la misericordia y los
poderes limpiadores que ofrece el Expiador.
El Salvador ejerció esos poderes sanadores sobre los diez leprosos y entonces
les dio el mandato: «Id, mostraos a los sacerdotes» (Lucas 17:14). Cuando la
limpieza se hubo completado, uno de los leprosos regresó y a gran voz
glorificaba a Dios. Entonces cayó a los pies del Salvador «dándole gracias»
(Lucas 17:16). El que momentos antes era una sombra de vida ahora tenía la vida
en su plenitud. El Salvador planteó una pregunta que motivaba un examen de
conciencia de repercusiones universales: «¿No son diez los que fueron
limpiados? Y los nueve, ¿dónde están?» (Lucas 17:17). ¿No les corresponde a
todos los mortales contar con los poderes sanadores de la Expiación? ¿No se ha
pagado acaso el precio por todos? ¿Nos contamos entre los nueve que se alejaron
sanados pero desatentos —quizá incluso ingratos—, como si no se hubiera
producido el pago que lo hizo todo posible? Podríamos cantar una y otra vez la
letra del himno «Asombro me da»:
Me cuesta entender que quisiera Jesús bajar del trono divino para mi
alma rescatar. ...
Comprendo que Él en la cruz se dejó clavar. Pagó mi rescate; no lo
podré olvidar.1
Nunca podemos olvidar. Las palabras de David deberían resonar siempre en
nuestros corazones: «Oh Jehová, Dios mío, te alabaré para siempre» (Salmos
30:12).
No se habla de la Expiación con ligereza ni se expresa aprecio por ella
superficialmente. Es el acontecimiento más sagrado y sublime de la eternidad.
Merece nuestros pensamientos más intensos, nuestros sentimientos más
profundos y nuestros hechos más nobles. Se habla de ella con tono reverencial; se
contempla con veneración; se aprende de ella con solemnidad. Este
acontecimiento destaca en solitario sobre todos los demás, ahora, y en toda la
eternidad.
Cuando Ammón repasó sus éxitos entre los lamanitas, se glorió en el Señor, y
entonces, reconocimiento humildemente su incapacidad para expresarlo todo
adecuadamente, declaró: «no puedo expresar ni la más mínima parte de lo que
siento» (Alma 26:16). De igual manera, las pasiones de mi propio corazón
superan con mucho mis capacidades verbales. Me siento como el élder Marion G.
Romney, quien dijo: «Meditar la Expiación (…) me mueve a la más intensa
gratitud y al mayor aprecio que mi alma es capaz de abrigar».2 Con todo y con
eso, me siento seriamente limitado.
He sido formado profesionalmente para ser un escéptico; es inherente a la
experiencia jurídica. Sin embargo, en lo que al Salvador se refiere, soy como un
niño pequeño. Creo todas y cada una de las palabras habladas y escritas de las
que él es autor. Acepto todos los milagros «tal cual». Creo todos y cada uno de
los aspectos de su divinidad, y me regocijo en cada ápice de su misericordia. Le
doy gracias sin cesar por su sacrificio expiatorio, pero nunca es suficiente, ni lo
será jamás. Su acto redentor se recordará y saboreará «para siempre jamás» (DyC
133:52). Estoy abrumado, incluso humillado, y asombrado por «el amor que me
da Jesús».3 Me siento como Nefi, quien confesó, embargado de júbilo: «mi
corazón magnifica su santo nombre» (2 Nefi 25:13).
Se espera que esta obra, con sus deficiencias, pueda servir de veraz y justo
homenaje a quien merece todo lo que somos. En el proceso de escribir el presente
libro, he sentido su espíritu gentil constantemente. Puedo testificar en verdad que
Él vive. Y añado ahora mi testimonio a los numerosos testimonios que me
preceden: ciertamente su sacrificio fue una Expiación infinita y eterna.
NOTAS
1. Charles H. Gabriel «Asombro me da», Himnos, núm. 118.
2. Romney, «Resurrection of Jesus», 9.
3. Gabriel, «Asombro me da», Himnos, núm. 118.
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