Originalmente publicado bajo el título de The Infinite Atonement, © 2000 Tad R. Callister Inglés © 2000 Tad R. Callister Español © 2017 Deseret Book Company Todos los derechos reservados. Este libro no es una publicación oficial de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. El autor se hace responsable de los puntos de vista aquí expresados, los cuales no representan, necesariamente, la posición de la Iglesia ni la de la Compañía Deseret Book. Deseret Book constituye una marca registrada de Deseret Book Company. Visítenos en DeseretBook.com Library of Congress Cataloging-in-Publication Data Names: Callister, Tad R., 1945– author. Title: La expiación infinita / Tad R. Callister. Other titles: Infinite atonement. Spanish Description: Salt Lake City, Utah : Deseret Book, [2017] | Includes bibliographical references and index. Identifiers: LCCN 2017013624 | ISBN 9781629723648 (paperbound) Subjects: LCSH: Jesus Christ—Mormon interpretations. | Atonement—The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints. | The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints—Doctrines. Classification: LCC BX8643.A85 C3518 2017 | DDC 232—dc23 LC record available at https://lccn.loc.gov/2017013624 Printed in the United States of America LSC Communications, Crawfordsville, IN 10 9 8 7 6 5 4 3 2 1 Este libro ha llegado a ti como obsequio y sin ningún beneficio económico para mí, sólo el beneficio de saber que más hermanos míos pueden conocer las bellezas doctrinales que hay en este libro. Te pido encarecidamente que tú tampoco le des fines de lucro. Fernando Illanes Contenido AGRADECIMIENTOS PRÓLOGO ¿CUÁL ES LAIMPORTANCIA DE LA EXPIACIÓN? ¿POR QUÉ ESTUDIAR LA EXPIACIÓN? ¿PODEMOS COMPRENDER PLENAMENTE LA EXPIACIÓN? ¿QUÉ FINALIDAD TIENE LA EXPIACIÓN? LA CAÍDA DE ADÁN LA RELACIÓN ENTRE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN LAS CONSECUENCIAS SI NO HUBIERA HABIDO EXPIACIÓN LA NATURALEZA DE LA EXPIACIÓN INFINITA EN LA DIVINIDAD DEL ELEGIDO INFINITA EN PODER INFINITA EN TIEMPO INFINITA EN COBERTURA INFINITA EN PROFUNDIDAD INFINITA EN SUFRIMIENTO INFINITA EN AMOR LA BENDICIÓN DE LA RESURRECCIÓN LA BENDICIÓN DEL ARREPENTIMIENTO LA BENDICIÓN DE LA PAZ MENTAL LA BENDICIÓN DEL SOCORRO LA BENDICIÓN DE LA MOTIVACIÓN LA BENDICIÓN DE LA EXALTACIÓN LA BENDICIÓN DE LA LIBERTAD LA BENDICIÓN DE LA GRACIA ¿QUÉ RELACIÓN TIENEN LAS ORDENANZAS CON LA EXPIACIÓN? ¿QUÉ RELACIÓN HAY ENTRE LA JUSTICIA, LA MISERICORDIA Y LA EXPIACIÓN? ¿FUE LA EXPIACIÓN NECESARIA, O HABÍA OTRA MANERA? AGRADECIMIENTO POR LA EXPIACIÓN BIBLIOGRAFÍA AGRADECIMIENTOS Deseo expresar mi gratitud más profunda a las siguientes personas por sus comentarios sinceros e inmensamente útiles y por darme su apoyo: A mi esposa Kathy y a nuestros hijos y a sus cónyuges— Kenneth y Angela Dalebout, Richard y Heather Callister, Nathan y Bethany Callister, Robert y Rebecca Thompson, Jeremy Callister y Jared Callister—, por su paciencia y por su buena voluntad a la hora de decirme, no solo lo que quería oír, sino lo que necesitaba saber. Han sido una red de apoyo valiosísima que, además de animarme, ha hecho oportunas aportaciones a lo largo del proceso. A mi secretaria, Julie McLaren, quien durante dieciocho años ha mecanografiado múltiples manuscritos, ha investigado, debatido numerosas cuestiones conmigo y hecho comentarios constructivos reiteradamente en materia de estilo y contenido, amén de haberme animado de principio a fin. A mi hermano, Douglas L. Callister, cuyos conocimientos doctrinales son amplios y me ayudó a refinar y a temperar mi manera de pensar y mis juicios sobre multitud de asuntos doctrinales críticos y difíciles. A Howard y a Joyce Swainston, quienes me sugirieron con valor que releyera el manuscrito en voz alta delante de otras personas y participaron con paciencia y cuidado en el proceso mismo. Hicieron aportaciones importantes con frecuencia, aprovechando para ello sus profundos conocimientos culturales y espirituales. A todos los que enumero a continuación por leer el manuscrito y aportar tanto con sus penetrantes y perspicaces comentarios: Joseph Bentley, Stephen R. Callister, Stephen M. D’Arc, Cathie Humphries, Ty Jamison, Paul A. Manwaring, Thomas M. Pearson y John S. Welch. A Randall Pixton, de Deseret Book Company, por los sobrios diseños de la portada y el interior del libro; a Tonya Rae Facemyer y a Laurie C. Cook y a Rachael Ward por su tipografía profesional; a Jay Parry por su meticulosa revisión, unas extraordinarias dotes editoriales y su sensibilidad en la enseñanza de la Expiación en toda su pureza. TAD R. CALLISTER NOTA DEL TRADUCTOR En un artículo publicado en la revista BYU Studies, Joseph G. Stringham afirma que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es una iglesia de «citadores»1. La obra que el lector sostiene en sus manos es un excelente ejemplo de ello en razón de las numerosas citas escriturarias, doctrinales y literarias que abundan en sus páginas. Cuando ha sido posible, he procurado emplear traducciones ya publicadas de las obras citadas en el original para su inclusión en la versión en español. En dichas citas, tanto el título como los números de página que figuran en las notas al final de los capítulos —así como las referencias bibliográficas— se corresponden con las ediciones traducidas. Los títulos aparecen, por tanto, en español. Por el contrario, en los casos en los que no ha sido posible encontrar una traducción ya publicada, o cuando he optado por aportar mi propia traducción del fragmento citado por el autor, se conservan el título en inglés y los números de página de las ediciones originales. SAMUEL LÓPEZ ALCALÁ NOTA 1. Quote-users en el original. Véase Joseph G. Stringham (1981), «The Church and Translation», BYU Studies Quarterly, vol. 21, núm. 1, artículo 5, 79. PRÓLOGO Sencillamente, algunas cosas son más importantes que otras. Incluso algunas doctrinas, que por otra parte pueden dar lugar a conversaciones interesantes y entretenidas, deben quedar en segundo plano y dejar sitio a doctrinas más fundamentales y fundacionales. Y así sucede con la Expiación de Jesucristo. La Expiación es el acto principal de la historia de la humanidad, el punto de inflexión de las eras, la doctrina por excelencia. Todo lo que hacemos y todo lo que enseñamos debería estar anclado de alguna forma en la Expiación. El presidente Boyd K. Packer testificó: «La verdad, la gloriosa verdad proclama que existe un Mediador. Mediante Él se puede extender la misericordia a cada uno de nosotros, sin temor a ofender la eterna ley de la justicia», y continúa afirmando: «Esta verdad es la raíz misma de la doctrina cristiana. Mucho podéis saber del evangelio al ramificarse desde allí, pero si solamente conocéis las ramas y esas ramas no tocan la raíz, si han sido cortadas del árbol de esa verdad, no habrá vida, ni substancia, ni redención en ellas». (Conference Report, abril de 1977, 80). A ello se debe sin duda que el profeta José Smith se refiriera a la resurrección y a la Expiación como principios fundamentales de nuestra religión, con «todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente dependencias de esto» (Enseñanzas del Profeta José Smith, 67). Una dependencia es un elemento extra, una sección subordinada, dependiente de otra entidad. Doctrinas tan notables como la existencia premortal y postmortal del hombre, la salvación de los muertos y el conocimiento de los múltiples grados de Gloria en el más allá… Tales doctrinas aportan vitalidad y sustancia a nuestro conocimiento del plan del Padre y proporcionan respuestas a preguntas que se llevan planteando durante siglos en el mundo religioso. Sin embargo, estas doctrinas tienen sentido para nosotros únicamente por la mediación y la Expiación de Jesucristo. Por esta razón, dado que la Expiación se encuentra en el centro mismo de lo que hacemos, es vital que la estudiemos, la entendamos y la apliquemos. El élder Bruce R. McConkie aconsejó con seriedad: «Ahora, la expiación de Cristo es la doctrina más básica y fundamental del evangelio; y de todas las verdades reveladas, es la que menos comprendemos. La mayoría de nosotros tenemos un conocimiento superficial y dependemos de la bondad del Señor para ayudarnos a superar las tribulaciones y los peligros de la vida. Pero si hemos de tener la fe de Enoc y de Elías, debemos creer lo que ellos creyeron, saber lo que sabían y vivir como vivieron. Quisiera invitarles a que se unan conmigo para obtener un conocimiento firme y verídico de la Expiación. Debemos dejar a un lado las filosofías de los hombres y el conocimiento de los sabios y dar oído a ese Espíritu que se nos da para guiarnos a toda verdad. Debemos escudriñar las Escrituras y aceptarlas como la voluntad y voz del Señor y el poder mismo de Él para obtener la salvación» (Conference Report, abril de 1985, 11). Afortunadamente, no existe un único capítulo en las Sagradas Escrituras al que debamos acudir con vistas a aprender todo lo que hay que saber sobre la Expiación. En su sabiduría, el Señor ha hablado a menudo y regularmente con sus portavoces del convenio acerca de esta verdad central, de modo que los dichos sobre la redención en Cristo recorren todas las Escrituras. Mientras Lehi y Jacob tratan la Expiación de manera sublime, también hemos de leer a Juan y a Pablo, a Pedro y a Benjamín, a Alma y a Amulek, sin omitir a Isaías, a fin de aprender todos los detalles. La Expiación es el trasfondo de toda escritura. Dada la necesidad imperiosa de fijar nuestros corazones y nuestras mentes en este mensaje medular, me complació enormemente descubrir un libro como el presente, tan obviamente centrado en la Expiación y cuyas páginas hablan con tal elocuencia de ella. En la organización y la redacción de este volumen, debe felicitarse a Tad Callister por la labor realizada, que, en su caso, debe haber sido una labor desinteresada y fruto del amor. En mi opinión, el presente libro es uno de los tratados más completos de la Expiación que conozco. El libro fluye sistemática y ordenadamente, la prosa es escueta y penetrante; la doctrina, rigurosa y bien fundamentada. El autor ha sido fiel al propósito de los videntes de la Antigüedad y especialmente leal al mensaje subyacente del Libro de Mormón y de los profetas de la Restauración, sin los cuales nuestros conocimientos de la Expiación se hallarían extremadamente limitados. No es tarea sencilla encontrar un equilibrio sutil entre una obra exhaustiva en lo intelectual y fortificante en lo espiritual, presentar un escrito que proporcione una razón más profunda de la esperanza que hay en nosotros (1 Pedro 3:15). De cuando en cuando aparece un libro que consigue precisamente eso: ensanchar la mente, al tiempo que se solaza y sosiega el corazón. Eso ha conseguido en mí el trabajo de Callister. Mi lectura preliminar del libro me llevó a reflexionar profundamente en cuanto a un asunto doctrinal particular, y en cuestión de minutos me encontraba conectando entre sí pasajes selectos de cuya trabazón no me había percatado anteriormente. Tras instruir a los nefitas (y a nosotros, los lectores del Libro de Mormón) acerca de la necesidad de reconciliación con Dios por la intermediación del Cristo, Jacob preguntó: «Y ahora bien, amados míos, no os maravilléis de que os diga estas cosas; pues, ¿por qué no hablar de la expiación de Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de él, así como el conocimiento de la resurrección y del mundo venidero?» (Jacob 4:12). En efecto, ¿por qué no? De seguro alcanzar un conocimiento perfecto de Cristo y la Expiación es un objetivo elevado, probablemente imposible de lograr plenamente en esta vida. Se nos llama en la vida mortal, empero, a seguir el rumbo que nos lleva en pos de ese ideal, y ello implica escudriñar las Escrituras, leer y meditar las enseñanzas de los profetas y recibir orientación y nuevas percepciones divinas de parte de ese Dios que se deleita en honrar a los que le sirven en rectitud y en verdad (DyC 76:5). Las Escrituras. Los profetas. La revelación individual. Esos son los instrumentos principales en virtud de los cuales edificamos nuestra casa de fe. Y contamos con la asistencia, en las tareas de construcción, de la búsqueda de palabras de sabiduría en los mejores libros. En ellos «busca[mos] conocimiento, tanto por el estudio como por la fe» (DyC 88:118). Confío en que el lector concluya, como ha sido mi caso, que el presente libro es merecedor de un estudio reiterado; primeramente, por lo bien escrito que está. En segundo lugar, por una razón mucho más importante: porque trata un tema, el tema, de relevancia eterna para todos y cada uno de los hijos e hijas de Dios. ROBERT L. MILLET Decano de Educación Religiosa y Profesor de Escritura Antigua, Brigham Young University Capítulo 1 ¿CUÁL ES LA IMPORTANCIA DE LA EXPIACIÓN? UNA DOCTRINA PARA LA ETERNIDAD La persona que estudia la Expiación es en cierta manera como un hombre que se retira a su cabaña de montaña para disfrutar del paisaje. Si mira por la ventana hacia el este, verá los picos nevados de las Rocosas; pero si pasa por alto contemplar la vista en dirección oeste, se perderá la puesta de sol teñida de carmesí en el horizonte; si deja de mirar hacia el norte, nunca verá el rutilante lago esmeralda; y si evita la ventana orientada al sur, se quedará sin admirar las flores silvestres en todo su glorioso esplendor, mecidas por la suave brisa alpina. La belleza le rodea en todas direcciones. Otro tanto sucede con la Expiación. Sea cual sea la atalaya desde la que se mire, el paisaje es glorioso. Todo principio subyacente, toda consecuencia que se derive de ella es una recompensa intelectual, anima nuestras emociones y vivifica el espíritu. Es una doctrina para la eternidad. El intento de dominar esta doctrina exige una inmersión de todos los sentidos, los sentimientos y el intelecto. Si se presenta la oportunidad, la Expiación invade todas y cada una de las pasiones y facultades humanas, y al hacerlo invita al agotamiento de cada una de ellas a fin de captar su sentido más plenamente. Los que hayan refinado sus sensibilidades culturales enfocarán la Expiación con una empatía más sincera por la ternura y la compasión que representa. Los que hayan sacrificado su vida sirviendo experimentarán una reverencia aún mayor por el que lo sacrificó todo. Los que han perfeccionado los poderes de la razón investigarán, con una perspectiva más profunda si cabe, los «porqués» y los «cómos», no solo las consecuencias de esta doctrina inmensamente sublime. Y los de espíritu puro y vidas limpias sentirán un parentesco más estrecho hacia aquel cuya vida han intentado emular, si bien someramente. La Expiación no es una doctrina que se preste a un planteamiento singular, a una fórmula universal. Debe sentirse, no solo «figurarse»; ha de interiorizarse, no solo analizarse. La búsqueda de esta doctrina exige la persona en su totalidad, dado que la Expiación de Jesucristo es la doctrina más celestial, más iluminadora y ferviente que existirá en este mundo, o en este universo. EL ACONTECIMIENTO MÁS IMPORTANTE DE LA HISTORIA La última semana del ministerio terrenal del Salvador había llegado. Durante cuatro mil años, los profetas habían predicado y profetizado sobre los acontecimientos que culminarían en esta semana concreta. Todos los acontecimientos de la historia, aunque fueran y serían memorables, carecían de importancia en comparación con este momento. Era el eje central de la historia. El que había creado mundos sin fin estaba a punto de entrar en un jardín silencioso y retirado, un pedacito de terreno humilde en un lugar del inmenso cosmos. No hubo música triunfal, ni multitudes reunidas para presenciar el acontecimiento más trascendental que jamás se registraría en todas sus creaciones. Este instante era tan sagrado, tan sublime, que ningún ojo humano podía captar, ni mente mortal comprender, su suprema importancia. Tan solo tres mortales más—Pedro, Santiago y Juan— estarían cerca, en incluso su testimonio se vería atenuado por el crepúsculo y velado por el sueño. La hora designada estaba cerca. El Hijo de Dios estaba solo en todo su majestuoso poder contra toda la artillería del diablo. Ahí estaba el amor divino en su más consumada expresión batallando contra una maldad diabólica de las más crueles proporciones. Este era el lugar y el momento de la Expiación de Jesucristo. Si se realizara una encuesta sobre los acontecimientos más importantes de la historia, algunas de las posibles respuestas más comunes quizás serían el descubrimiento del fuego, el descubrimiento de América, la división del átomo, la llegada a la luna, o la invención de la computadora. Todos ellos son eventos maravillosos, pero en ausencia del telón de fondo de la Expiación, no dejan de tener una importancia pasajera, como una estrella fugaz que ilumina el firmamento unos instantes para luego desvanecerse en la noche. La Expiación aporta sentido y fuerza a todos los acontecimientos históricos. El presidente Gordon B. Hinckley habló de la relación de la Expiación con otros episodios de la historia mundial: «Al fin y a la postre, cuando se examina la totalidad de la historia, cuando se ha explorado lo más profundo de la mente humana, no hay nada más maravilloso, majestuoso, más formidable que este acto de gracia».1 Este no era simplemente otro gran acontecimiento en los anales de la historia. Fue, tal y como observó Hugh Nibley: «¡la singular realidad suprema de nuestra vida en esta tierra!».2 El profeta Alma compartía esta creencia. Había renunciado al cargo de juez superior a fin de dedicar su tiempo plenamente al ministerio. Con visión profética, Alma contempló el curso del tiempo y vio «muchas cosas que [habían] de venir» (Alma 7:7), y concluyó, «hay una que es más importante que todas las otras, pues he aquí, no está muy lejos el día en que el Redentor viva y venga entre su pueblo» (Alma 7:7). El élder Bruce R. McConkie añadió su testimonio al de Alma: «El acontecimiento más transcendental de toda su existencia eternal, el suceso más glorioso desde los albores de la creación a la continuación sin final de la eternidad, la obra que corona su bondad infinita: todo ello tuvo lugar en un jardín llamado Getsemaní».3 Todos los demás acontecimientos, doctrinas y principios están subordinados a ese acto divino o son meros apéndices de él. Eso es lo que enseñó el profeta José: «Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y profetas concernientes a Jesucristo: que murió, fue sepultado, se levantó al tercer día y ascendió a los cielos; y todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente dependencias de esto».4 Lehi estaba al tanto del lugar preeminente de la Expiación entre los principios del Evangelio. Percibiendo que el fin se acercaba, pronunció su último sermón a sus hijos y delineó con sencillez magistral la esencia de la Caída y la Expiación. Entonces concluyó: «os he hablado estas pocas palabras a todos vosotros, hijos míos, en los últimos días de mi probación; y he escogido la buena parte» (2 Nefi 2:30). La «buena parte» del Evangelio y, ciertamente, de la historia en su totalidad es el Salvador y su sacrificio expiatorio. La Expiación de Jesucristo supera, rebasa y trasciende cualquier otro acontecimiento humano, cualquier descubrimiento nuevo y toda adquisición de conocimiento, puesto que, sin la Expiación, nada en la vida tiene sentido. El élder McConkie elogia adecuadamente esta acción de nobleza incomparable: «Nada, en todo el plan de salvación, se compara de alguna manera en importancia, con el más trascendental de los sucesos: el sacrificio expiatorio de nuestro Señor. Es la única cosa más importante que haya sucedido en toda la historia de las cosas creadas; es la piedra fundamental sobre la que descansa el evangelio y todas las otras cosas».5 Siendo así, cabría pensar que el mundo entero se volvería ansiosamente al Señor. Por desgracia, eso no ha sucedido. El Salvador dijo: «(...) vine a los míos, y los míos no me recibieron» (DyC 6:21). Nefi predijo esta situación deplorable: «Y el mundo, a causa de su iniquidad, lo juzgará como cosa de ningún valor» (1 Nefi 19:9). Qué observación tan trágica. Ya resulta grave rechazar al Salvador; pero ignorarlo, desairarlo, considerarlo como «cosa de ningún valor», desagrada al Señor sobremanera. Su actitud al respecto no deja lugar a dudas: «Yo conozco tus obras, que no eres frío ni caliente (...) Pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis 3:15–16). En un sorprendente contraste con los santos de temperatura ambiente que tanto aborrece el Señor, Nefi mencionó la pasión de su pueblo respecto al Cristo «Y hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo (…) para que nuestros hijos sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados» (2 Nefi 25:26). Tal regocijo manaba de su confianza absoluta en la Expiación de Cristo por venir. Sabían que era el único acontecimiento en la historia capaz de salvarlos, y que, en consecuencia, por ese motivo —la redención del hombre— el Salvador haría su entrada en el mundo mortal. La experiencia terrenal del Salvador puede dividirse oportunamente en tres categorías, a saber: su mensaje, su ministerio y su misión. Solamente los sucesos asociados a su misión, empero, hacían imprescindible su presencia y, por tanto, su misión, el sacrificio expiatorio, se tornó en la razón de peso para su condescendencia. SU MENSAJE El mensaje del Salvador, dicho de otra manera, el evangelio de Jesucristo, se había predicado antes del meridiano de los tiempos y se volvería a predicar nuevamente todavía. De los labios de Adán se habían escuchado las verdades prístinas del Evangelio milenios antes del ministerio del Salvador. El Señor dejó claro que: «así se empezó a predicar el evangelio desde el principio» (Moisés 5:58). Enoc, Noé y Abraham igualmente predicaron el Evangelio en sus dispensaciones. En los tiempos posteriores al meridiano de los tiempos, el Profeta José restauraría el Evangelio en su plenitud, puesto que, según la promesa recibida del Señor, «esta generación recibirá mi palabra por medio de ti» (DyC 5:10). Ciertamente, fue una inmensa bendición que el Señor predicara el mensaje del Evangelio en persona, pero esa no fue la razón primordial de su venida. Otros han actuado como sus portavoces, tanto antes como después de su advenimiento en la tierra. Con respecto a estos portavoces, el Señor declaró: «sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo» (DyC 1:38). El mensaje del Salvador era esencial para nuestra salvación. Sin embargo, que él lo explicara personalmente no era vital. El presidente J. Reuben Clark Jr. advirtió al respecto: «Hermanos, está muy bien hablar del Salvador y de la belleza de sus doctrinas, y de la belleza de la verdad. Pero recuerden, y esto es lo que deseo que lleven (…) siempre con ustedes, debe considerarse al Salvador como el Mesías, el Redentor del mundo. Sus enseñanzas estaban subordinadas y supeditadas a ese hecho».6 SU MINISTERIO El ministerio del Salvador incluyó milagros, pero Enoc, Moisés, Elías, entre otros, habían obrado maravillas similares antes del nacimiento del Mesías. Pedro, Pablo y otros también llevarían a cabo milagros después de la ascensión. Entre los milagros realizados por el Salvador estaba su dominio de los elementos de la naturaleza. ¿A quién no le causa sorpresa la lectura del enfrentamiento del Salvador con la tempestad en el mar de Galilea? La furia de los vientos se había desatado salvajemente. Las olas batían contra la pequeña barca de pesca con una violencia desenfrenada. Toda esperanza parecía perdida. «Maestro, maestro», dijeron ellos, «¿no tienes cuidado que perecemos?». Entonces Jesús se levantó y con voz de trueno que penetró los agitados elementos, gritó: «¡Calla, enmudece!». En respuesta, aquellas fuerzas de la naturaleza inexorable para las que cualquier límite era ignoto, se calmaron en humilde sumisión. Tan abrumadora fue tal demostración de poder, que incluso sus discípulos exclamaron: «¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?» (Marcos 4:38–39, 41). Sin embargo, el dominio que el Salvador tenía de la naturaleza y los elementos no era una facultad exclusiva de su persona. Actuando con poder divino, Josué mandó al sol que se parara y se hizo su voluntad. De acuerdo con el mandato inspirado de Moisés, el mar Rojo se dividió. Las palabras de Enoc hacían que las montañas se movieran, los ríos cambiaran su curso y la tierra temblara. ¿Cesó acaso el poder de someter los elementos después del meridiano de los tiempos? Mormón formuló una pregunta similar: «¿han cesado los milagros porque Cristo ha subido a los cielos». Y la respuesta rotunda: «He aquí, os digo que no» (Moroni 7:27,29). El Salvador prometió al creyente de generaciones futuras que «las obras que yo hago él también las hará; y aún mayores que estas hará» (Juan 14:12). El Salvador levantó a los muertos en múltiples ocasiones, pero no fue el único en realizar tan extraordinaria proeza. En las Escrituras se narra que Elías hizo que el hijo de la viuda volviera de la muerte (1 Reyes 17:20–22). Pedro y Pablo revivieron a los muertos (Hechos 9:39–41; 20:9–13). José Smith conminó a Elijah Fordham en su lecho de muerte: «hermano Fordham, en el nombre de Jesucristo, levántate y anda». La historia narra que, acto seguido, el hermano Fordham se levantó de un salto de su lecho, recuperado instantáneamente.7 Ciertamente, los poderes sobre la muerte no se han visto restringidos solamente al ministerio terrenal del Salvador. El Salvador tenía el poder de anular las leyes de la gravedad, como cuando anduvo sobre las aguas; pero no era la primera vez que esto sucedía. ¿Acaso Eliseo, siglos antes, no había hecho flotar un hacha de hierro en el agua a fin de que el afligido que la había tomado prestada pudiera recuperarla (2 Reyes 6:5– 6)? ¿Acaso no se ha sanado al ciego, al cojo y al leproso en otras dispensaciones? El poder que subyace a todos los milagros efectuados por el Salvador ha estado presente en todas las dispensaciones del Evangelio, y así debe ser. Una de las señales de la iglesia verdadera es la posesión del mismo poder, de los mismos dones y milagros que existieron en la iglesia primitiva. El ministerio del Salvador incluyó la realización de ordenanzas sagradas (TJS, Juan 4:1–4), además de los milagros, pero acaso sus apóstoles no bautizaron también, y otorgaron el don del Espíritu Santo y llevaron a cabo en su totalidad las demás ordenanzas del Evangelio esenciales? El ministerio terrenal del Señor nos dejó un legado extraordinario de acciones compasivas, milagros y ordenanzas del sacerdocio, pero ninguno de estos aspectos fue exclusivo de su ministerio. SU MISIÓN Si bien otros han podido predicar el mensaje del Salvador e incluso llevar a cabo un ministerio de milagros y ordenanzas del sacerdocio, solamente él era capaz de cumplir esa misión dictada por los cielos, a saber, la redención del mundo. Ni vicarios, ni sustitutos, ni trasuntos, ni tan siquiera ángeles enviados de lo alto o profetas lo harían ni podrían hacerlo. La Expiación exigía la vida y el poder de un ser perfecto. Él era el único candidato, «porque no hay otro nombre bajo el cielo (…) en que podamos ser salvos» (Hechos 4:12). Esa es la razón primordial de su venida a la tierra: «He aquí, he venido al mundo para traer redención al mundo, para salvar al mundo del pecado» (3 Nefi 9:21; ver también en DyC 49:5;76:40–42).8 Mateo, citando al Mesías mortal, dejó registrada la misma verdad: «Porque el Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido» (Mateo 18:11; véase también Mormón 7:6–7). Importantes como fueron su mensaje y su ministerio personales, estos eran secundarios a su misión: el sacrificio expiatorio. EL CORAZÓN DEL EVANGELIO La Expiación no es únicamente la principal enseñanza del Evangelio; es el corazón mismo del Evangelio. Dota de vida a toda doctrina, todo principio y toda ordenanza, transformando lo que de otra manera sería un ideal elevado pero inerte en una verdad espiritual viva. Tan esencial es la Expiación para una vida con sentido que en ocasiones nos referimos a ella como «el evangelio». Cuando enseñó a los nefitas, el Salvador confirmó esta cuestión: «y este es el evangelio…: que vine al mundo a cumplir la voluntad de mi Padre (…) Y mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz» (3 Nefi 27: 13–14). Idéntica doctrina se le declaró de forma claramente audible al profeta José: «Y este es el evangelio, las buenas nuevas (…), que vino al mundo, sí, Jesús, para ser crucificado por el mundo y para llevar los pecados del mundo» (DyC 76:40–41). El diccionario bíblico de la edición inglesa SUD de las Escrituras9 define el Evangelio como la «buena nueva» y añade a continuación: «la buena nueva es que Jesucristo ha llevado a cabo la Expiación».10 En un sentido más amplio, se caracteriza al Evangelio como todos aquellos principios y ordenanzas que componen el plan de salvación (véase DyC 39:6). Incluso cuando se emplea en este último sentido, sin embargo, hemos de recordar que estos principios y ordenanzas gozan de vida y eficacia únicamente por motivo del sacrifico expiatorio del Salvador. Precisamente esto enseñó Enoc cuando declaró: «Este es el plan de salvación para todos los hombres, mediante la sangre de mi Unigénito» (Moisés 6:62). La Expiación es el sustento que da vida a todo precepto evangélico. Es, como declaró el presidente Gordon B. Hinckley: «la piedra angular en el arco del gran plan».11Sin ella, todo lo demás se desploma. Ninguna doctrina supera a la Expiación, ni se aproxima siquiera a ella, en importancia. Es el mayor milagro que jamás se haya producido. C. S. Lewis observa que, si uno eliminara los milagros que se le atribuyen al budismo, dicha religión no sufriría «pérdida» alguna. Si todos los milagros se borraran del islam, añadió Lewis, «nada especial se vería alterado». Y entonces hace esta observación sorprendente: «Pero no hay manera de hacer eso con el cristianismo, porque el relato cristiano es precisamente la historia de un gran milagro, la afirmación cristiana» de que Cristo «adoptó la naturaleza humana, descendió en Su propio universo y se levantó nuevamente, levantando a la Naturaleza consigo. Es eso precisamente: un gran milagro. Si le quitamos esto, no queda nada singularmente cristiano».12 La Expiación es, como afirmó el élder McConkie, «el centro y el núcleo y el corazón de la religión revelada».13 Efectivamente, se trata de la piedra angular del cristianismo y el cimiento de una vida espiritual. Es un faro luminoso en un mundo ignorante. Es la fuente de la que emana toda esperanza. Cualquier teología, filosofía o doctrina cuyas enseñanzas contradigan la Expiación está edificada sobre la arena. Brigham Young enseñó: «En el momento que se elimina la expiación, en este momento, de un plumazo, las esperanzas de salvación que alberga el mundo cristiano se destruyen, el cimiento de su fe desaparece y entonces no les queda nada en lo que apoyarse».14 La Expiación es nuestra esperanza singular para una vida con sentido. NOTAS 1. Hinckley, Teachings of Gordon B. Hinckley, 28. (Nota: Las referencias completas se encuentran en la Bibliografía). 2. Nibley, Of All Things, 6. 3. McConkie, Promised Messiah, 2. 4. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 67. 5. McConkie, Doctrina mormona, 289; énfasis añadido. 6. Clark, Selected Papers, 187. 7. Pratt, Autobiography of Parley P. Pratt, 254. 8. El presidente Joseph F. Smith mencionó otra razón para la venida del Cristo a la tierra: «Cristo vino no sólo para expiar los pecados del mundo, sino para dar un ejemplo a todos los hombres y establecer la norma de la perfección y de la ley de Dios, y de obediencia al Padre» (Smith, Doctrina del Evangelio, 68). Esta afirmación está en consonancia con la observación de Pedro: «Porque para esto fuisteis llamados, pues también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pasos» (1 Pedro 2:21). 9. El diccionario de la Biblia producido por la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días e incluido en la edición inglesa de la Biblia SUD se cita a partir de ahora en el presente trabajo como «LDS Bible Dictionary». 10. «LDS Bible Dictionary», 682. 11. Hinckley, Teachings of Gordon B. Hinckley, 30. 12. Lewis, Grand Miracle, 55. 13. McConkie, New Witness, 81. 14. Journal of Discourses, 14:41. Capítulo 2 ¿POR QUÉ ESTUDIAR LA EXPIACIÓN? EL CONOCIMIENTO LLEVA A LA SALVACIÓN Si la Expiación es el cimiento de nuestra fe (y lo es), entonces nadie debería contentarse con un conocimiento superficial de esta doctrina. Todo lo contrario. La Expiación debería tener un lugar excepcional en nuestras aspiraciones intelectuales y espirituales. El presidente John Taylor, quien meditaba fervientemente las complejidades de la Expiación, observó: «Debe existir una razón por la cual se permitió que [Cristo] sufriera y perseverara; por qué fue necesario que entregara su vida como sacrificio por los pecados del mundo… Estas razones nos conciernen estrechamente a nosotros y al resto del mundo; hay algo de gran importancia en todo esto para nosotros. Los porqués y los por tantos de estos acontecimientos extraordinarios rezuman importancia para todos nosotros».1 Lehi entendía la necesidad de explorar y enseñar la doctrina de la Expiación. Cuando aconsejó a su hijo Jacob, le dijo lo siguiente: «Por lo tanto, cuán grande es la importancia de dar a conocer estas cosas [la Expiación] a los habitantes de la tierra, para que sepan que ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías» (2 Nefi 2:8). Jacob captó la visión de este consejo, dado que durante un sermón que predicó a su pueblo, preguntó pensativo: «¿por qué no hablar de la expiación de Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de él (…)?» (Jacob 4:12). El profeta José habló de las profundidades que hemos de explorar a fin de adquirir este «conocimiento perfecto»: «Las cosas de Dios son profundas, y sólo se pueden descubrir con el tiempo, la experiencia y los pensamientos cuidadosos, serios y solemnes. Tu mente ¡oh hombre! (…) debe elevarse a la altura del último cielo, y escudriñar y contemplar el abismo más obscuro y la ancha expansión de la eternidad: debes tener comunión con Dios».2 B. H. Roberts, uno de los más insignes eruditos de la Iglesia, se refirió a «la doctrina difícil de la expiación».3 Después de un estudio intenso escribió: «A base de profundizar cada vez más en el tema, mi intelecto ofrece asimismo su asentimiento total y completo con respecto a la solidez de la filosofía y la necesidad absoluta de la expiación de Jesucristo (…) En lo que a mí respecta se trata de una nueva conversión, una conversión intelectual, a la expiación de Jesucristo; y me he estado regocijando sumamente por su causa».4 Para el élder Roberts, un estudio tan intenso de la Expiación resultó ser una experiencia que ensanchó la mente y el espíritu. Lo intelectual y lo espiritual se fundieron en maravillosa armonía. El rey Benjamín sabía que nuestro estudio de la Expiación no era meramente un ejercicio intelectual orientado a satisfacer nuestra curiosidad mental, ni una doctrina susceptible de ser comprendida por parte de unos pocos. Es una doctrina crucial para nuestra salvación. Así se afirma en su último sermón: «os digo que si habéis llegado al conocimiento de la bondad de Dios, y de su incomparable poder, (…) y también la expiación que ha sido preparada desde la fundación del mundo, (…) y fuera diligente en guardar sus mandamientos, (…) digo que este es el hombre que recibe la salvación, (…)» (Mosíah 4:6–7). No hay manera de eludirlo: nuestra salvación depende de nuestra comprensión y aceptación del sacrificio expiatorio de Cristo. UNA DOCTRINA INCOMPRENDIDA Se antoja paradójico que la misma doctrina que es esencial para nuestra salvación sea también una de las doctrinas menos comprendidas en el mundo cristiano. Abundan los malentendidos, la confusión y las herejías doctrinales asociadas a esta doctrina fundacional y a su precursora, la Caída. A continuación, se enumeran ejemplos de tales conceptos erróneos, que muchos enseñan en la Cristiandad hoy en día:5 1. Adán y Eva habrían tenido hijos en el Jardín de Edén si se les hubiera permitido permanecer en él. 2. Adán y Eva no se encontraban en un estado de inocencia en el Jardín, sino que estaban experimentando un gozo sin igual. 3. La Caída no era parte del plan maestro de Dios, sino un paso atrás bastante trágico. Fue un escollo, no un trampolín en el viaje eterno del hombre. 4. Si Adán no hubiera caído, todos sus descendientes habrían nacido en un estado de felicidad, para vivir «felices para siempre» en condiciones paradisiacas. 5. Debido a la Caída, todos los niños nacen manchados por el pecado original. 6. La gracia por sí sola puede salvarnos (es decir, otorgar la exaltación), sin tener en cuenta las obras que hayamos realizado. 7. La resurrección física del Salvador fue meramente simbólica; resucitaremos como espíritus sin las «limitaciones» de un cuerpo físico. 8. La Expiación no tiene el poder de transformarnos en dioses; de hecho, ese pensamiento mismo es una blasfemia. Todas las afirmaciones doctrinales anteriores son falsas. No abordan asuntos menores, sino cuestiones teológicas de primera magnitud que afectan al núcleo doctrinal de la Expiación. Si no se entienden correctamente, uno «acaba» con numerosos conceptos erróneos en lo relativo a esta enseñanza cristiana fundamental. Afortunadamente, la verdad acerca de cada uno de estos puntos doctrinales se enseña en el Libro de Mormón,6 con apoyo suplementario en las Escrituras modernas. (Cada una de estas doctrinas se tratan en detalle en capítulos posteriores). De la misma manera, existen numerosos puntos clave de la Expiación que otras religiones no enseñan incorrectamente; sencillamente, no los enseñan en absoluto. Algunos ejemplos. ¿En qué otra religión se habla, no solo de que Cristo tomaría sobre sí todos los pecados, sino que también asumiría todos los dolores, todas las flaquezas y las enfermedades inherentes a la experiencia de la mortalidad? ¿Quién más predica que el poder de la Expiación alcanza a aquellos que vivieron sin ley o que afecta retroactivamente a los santos de épocas previas al meridiano de los tiempos? ¿Quién habla de su poder para trascender la tumba y redimir a los espíritus en el reino postmortal? ¿Quién trata las consecuencias infinitas de la Expiación como los profetas del Libro de Mormón? Irónicamente, las respuestas a estos interrogantes no se encuentran en lo que muchos llaman cristianismo «tradicional», sino en la Iglesia restaurada de Jesucristo. El presidente Ezra Taft Benson enseñó: «La mayoría del mundo cristiano actual rechaza la divinidad del Salvador. Pone en tela de juicio Su nacimiento milagroso, Su vida perfecta y la realidad de Su gloriosa resurrección. El Libro de Mormón enseña en términos claros e inequívocos la autenticidad de tales hechos. También proporciona la explicación más completa de la doctrina de la Expiación. Verdaderamente, este libro divinamente inspirado es una clave que da testimonio al mundo de que Jesús es el Cristo».7 Hace algunos años, cené con un juez retirado. Durante nuestra conversación acabamos centrándonos en el Libro de Mormón. En un momento, él hizo la siguiente afirmación desconcertante: «He leído el Libro de Mormón y no hay nada nuevo en él que ya no esté en la Biblia». Me quedé sin habla. Resultaba obvio que, o bien no lo había leído, o no lo había entendido. Si no fuera por el Libro de Mormón, seríamos víctimas de muchos de los ya mencionados malentendidos que existen sobre la Caída y la Expiación, simplemente porque de los contenidos originales de la Biblia, aunque inspirada, se han quitado muchas «cosas claras y preciosas». Nefi profetizó, no obstante, que en los últimos días «otros libros» restaurarían «las cosas claras y preciosas que se [le] han quitado [a la Biblia]» (1 Nefi 13:39, 40). Por suerte, el Libro de Mormón ha acudido a rescatarnos. Aclara ciertos aspectos doctrinales que son ambiguos en la Biblia, confirma otros, y lo que es todavía más importante, resuelve muchas lagunas y llena vacíos muy llamativos. Como ha dicho el élder Jeffrey R. Holland: «mucha de esta doctrina [la Expiación] se ha perdido o ha sido quitada del registro bíblico, por tanto, el que los profetas del Libro de Mormón la enseñaran con detalle y con claridad tiene una gran trascendencia».8 En ocasiones es difícil para nosotros los fieles de la Iglesia distinguir entre nuestras creencias en la Expiación y las del resto del mundo cristiano. Muchos hemos crecido pensando que lo que sabemos y creemos con respecto a esta doctrina central coincide con los conocimientos y las creencias del mundo, pero no es así. Sin las Escrituras modernas, especialmente el Libro de Mormón, resulta extremadamente difícil, si no imposible, captar muchos de los postulados fundamentales de la Expiación. Casi dos mil años de interpretación bíblica y la diversidad de conclusiones a las que muchos han llegado en el mundo cristiano deberían poner de manifiesto la necesidad de nuevas perspectivas escriturarias. Muchos despachan y relegan sumariamente la hermosa y profunda doctrina de la Expiación con la respuesta facilona: «Solamente cree y te salvarás». ¿Y por qué ese planteamiento? Quizá Hugh Nibley expresa mejor el motivo: «Tan fría ha sido la recepción del mensaje [de la Expiación] que, a lo largo de los siglos, mientras se han sucedido los debates y controversias incendiarias sobre la evolución, el ateísmo, los sacramentos, la Trinidad, la autoridad, la predestinación, la fe y las obras, entre otros, no ha habido ni discusión, ni debate alguno sobre el sentido de la Expiación. ¿Por qué no hubo debates ni pronunciamientos en los sínodos? O nadie se ha interesado lo suficiente, o no han sabido lo suficiente, incluso para discutir al respecto. Y es que la doctrina de la Expiación es harto compleja para gozar del atractivo de una religión mundial». 9 Satanás ha logrado desviar la atención de gran parte de la cristiandad de la principal doctrina susceptible de salvarnos, la Expiación de Jesucristo, para centrarla en las doctrinas secundarias cuyo sentido emana únicamente de dicho acontecimiento redentor. Como el hábil mago, todos los movimientos de Satanás están encaminados a desviar nuestra atención y disipar nuestra concentración lejos del objeto primario a nuestro alcance, a saber, el sacrificio expiatorio de Cristo, con la esperanza de que nos volvamos exclusivamente a las doctrinas subalternas y de una importancia infinitamente menor. Sus maniobras de distracción han sido, y serán, de tales proporciones planetarias que Juan pudo exclamar trágicamente: «Satanás (…) engaña a todo el mundo» (Apocalipsis 12:9; véase también DyC 10:63). Una vez cesen los juegos de manos y se disipe el humo, seguirá siendo Jesucristo, su Expiación, y nuestra obediencia hacia él lo que nos salva, nada más puede hacerlo. UNA FUENTE DE FE Y MOTIVACIÓN Quizá algunos se preguntarán qué importa si se entiende o no la Expiación, siempre y cuando crean y acepten sus consecuencias. La necesidad de tal comprensión la ilustra una experiencia de Florence Chadwick, según el relato de Sterling W. Sill. La fecha era 4 de julio de 1952. Chadwick, quien previamente había cruzado a nado el canal de la Mancha, intentaba ahora recorrer las 21 millas (33 kilómetros) que separaban el Sur de California continental de la Isla Catalina. La temperatura del agua rondaba unos gélidos 48 grados Fahrenheit (9 grados centígrados). La niebla era densa y la visibilidad prácticamente nula. Finalmente, a unos ochocientos metros de su destino, la nadadora se desanimó y abandonó. Al día siguiente, los periodistas se arremolinaron a su alrededor clamando por una explicación de su abandono: ¿había sido por la baja temperatura del agua, o por la distancia? Ninguna de las dos. Su respuesta: «La niebla me ha ganado». Acto seguido, la nadadora recordó una experiencia similar que había tenido mientras cruzaba a nado el canal de la Mancha. Evidentemente, la niebla había sido igual de abrumadora. Estaba exhausta. Cuando se hallaba a punto de alargar la mano para aferrarse a la de su padre en la embarcación cercana, él señaló hacia la costa. Ella alzó la cabeza por encima del agua, lo justo para vislumbrar la tierra por delante. Con esa nueva visión, perseveró en su empeño para convertirse en la primera mujer en conquistar el canal de la Mancha.10 Este relato nos enseña un principio magnífico: una visión aumentada aumenta la motivación. Otro tanto sucede con la Expiación. A medida que nuestra visión de la Expiación aumenta, nuestra motivación para abrazar sus efectos plenos se incrementa de manera directamente proporcional. El presidente Howard W. Hunter prometió: «Cuando llegamos a comprender Su misión y la expiación que Él llevó a cabo, deseamos vivir más como Él».11 El élder Neal A. Maxwell dio a conocer las consecuencias divinas de estudiar de esa forma: «Cuanto más conocemos la Expiación de Jesús, más lo alabamos con humildad y gozo; a Él, a su Expiación y a su naturaleza».12 Por último, el élder Bruce R. McConkie compartió su testimonio de la necesidad de esta búsqueda espiritual: «La expiación de Cristo es la doctrina más básica y fundamental del evangelio, y es la menos comprendida de todas nuestras verdades reveladas. Muchos de nosotros tenemos un conocimiento superficial y dependemos del Señor y de su bondad con vistas a superar las adversidades y los peligros de la vida. No obstante, si tenemos fe semejante a la de Enoc y Elías, hemos de creer lo que ellos creyeron, saber lo que ellos supieron y vivir como ellos vivieron. «Deseo invitarles a acompañarme para obtener un conocimiento sólido y seguro de la Expiación».13 Todo intento de reflexionar acerca de la Expiación, de estudiarla, de abrazarla, de expresar reconocimiento por ella, por insignificante o tenue que este sea, reavivará la llama de la fe y obrará su milagro en pos de una vida más a imagen y semejanza de la de Cristo. Es una consecuencia inevitable. Nos volvemos como aquello que amamos y admiramos habitualmente. Y así, cuando estudiamos la vida de Cristo y vivimos de acuerdo a sus enseñanzas, nos volvemos más como él. NOTAS 1. Journal of Discourses, 10:115–16; énfasis añadido. 2. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith,161. 3. Madsen, «The Meaning of Christ», 277. 4. Conference Report, abril de 1911, 59. 5. Véase Smith, Religious Truths Defined, 99, 353, y 365, donde se ofrece un resumen de varias inexactitudes cristianas con respecto a la Caída y la Expiación; véase también Roberts, The Truth, The Way, The Life, 345–48, 428; y Smith, Way to Perfection, 35. 6. Se enseñan las respuestas correctas en los siguientes pasajes, entre otros: Primera inexactitud: 2 Nefi 2:23; Moisés 5:11 Segunda inexactitud: 2 Nefi 2:22–23 Tercera inexactitud: 2 Nefi 2; Alma 42 Cuarta inexactitud: 2 Nefi 2:22–23 Quinta inexactitud: Moroni 8 Sexta inexactitud: 2 Nefi 25:23 Séptima inexactitud: Alma 40:23; 3 Nefi 11:13–17 Octava inexactitud: 3 Nefi 12:48; 27:27; Moroni 10:30–33. 7. Benson, Sermones y escritos, 85. 8. Holland, Cristo y el nuevo convenio, 205. 9. Nibley, Approaching Zion, 600–601. 10. Conference Report, abril de 1955, 117. 11. Hunter, Speeches of President Hunter, 7. 12. Maxwell, «Enduring Well» 10. 13. McConkie, New Witness, xv. Capítulo 3 ¿PODEMOS COMPRENDER PLENAMENTE LA EXPIACIÓN? RECIBIR CONOCIMIENTO SOBRE CONOCIMIENTO ¿En nuestro estudio de la Expiación podemos dominar sus complejidades y pormenores? ¿Podemos conocer los porqués y los cómos tan bien como conocemos las consecuencias? El élder James E. Talmage arrojó luz sobre nuestra incapacidad para comprender plenamente esta doctrina: «No todos los pormenores del glorioso plan, en virtud del cual se asegura la salvación de la familia humana, se encuentran al alcance de la comprensión humana; pero el hombre ha aprendido, incluso gracias a sus vanos intentos de desentrañar las causas primarias de los fenómenos de la naturaleza, que sus poderes de comprensión son limitados; y admitirá que negar un efecto sobre la base de su propia incapacidad para dilucidar su causa equivaldría a perder sus pretensiones como ser observador y pensante. »Sencillo como es el plan de redención en sus características generales, es un reconocido misterio en sus detalles para la mente finita».1 Nuestra incapacidad para «saberlo todo», no obstante, no exime de la necesidad (ni debería disminuir nuestro deseo de ello) de conocer lo «conocible». Puede que agotando lo conocible empujemos y exploremos, e incluso de vez en cuando, penetremos el infinito. El profeta José era nuestro ejemplo en este aspecto. Él era el «preguntador magistral». Sus interrogantes desencadenaron la Primera Visión, la Palabra de Sabiduría, la revelación sobre el matrimonio celestial, la visión de los tres grados de gloria y, verdaderamente, casi todas y cada una de las revelaciones notables de esta dispensación. Él hizo saltar por los aires los parámetros de conocimiento divino porque preguntó rectamente. El profeta mismo fue una prueba empírica de la invitación divina: «Si pides, recibirás revelación tras revelación, conocimiento sobre conocimiento, a fin de que conozcas los misterios y las cosas apacibles» (DyC 42:61; véase también 1 Nefi 10:19; DyC 6:7; 11:7). Fue precisamente ese proceso espiritual de investigación el que permitió a Nefi ver y comprender la visión que su padre había presenciado acerca del árbol de la vida. ¿Sorprende acaso que Nefi se frustrara con sus hermanos cuando se enteró de sus disputas a propósito del sueño de Lehi? Nefi les lanzó la pregunta de introspección espiritual: «¿Habéis preguntado al Señor?». Su réplica fue de lo más decepcionante: «No, porque el Señor no nos da a conocer tales cosas a nosotros». Nefi no iba a dejar pasar tal respuesta. Hablando en nombre del Señor, les describió el principio correcto que abre la puerta del conocimiento divino: «¿Si no endurecéis vuestros corazones, y [pedís a Dios] con fe (…) guardando diligentemente mis mandamientos, de seguro os serán manifestadas estas cosas?» (1 Nefi 15:8, 9, 11). El Señor hizo esta promesa alentadora a todos aquellos que buscan la verdad diligentemente: «Y si preguntas, conocerás misterios grandes y maravillosos» (DyC 6:11). Cabría pararse a considerar si el presidente Joseph F. Smith no hubiera preguntado con respecto a los espíritus al otro lado del velo. ¿O si el presidente Spencer W. Kimball no hubiera procurado obtener revelación sobre la ampliación del sacerdocio a todos los hombres dignos de la iglesia? Si todos esos hombres buenos no se hubieran aventurado rectamente, buscando algo más, las verdades gloriosas que recibieron habrían permanecido ocultas en los reinos celestes. Mientras haya verdad conocible y hombres rectos que pregunten, el Señor puede y, a su debido momento: «[derramará] conocimiento desde el cielo sobre la cabeza de los Santos de los Últimos Días» (DyC 121:33). No parece haber límites para las posibilidades de revelaciones futuras, tal y como ha predicho el Señor: «Y a ellos les revelaré todos los misterios, sí, todos los misterios ocultos de mi reino desde los días antiguos, y por siglos futuros. (…) Sí, aun las maravillas de la eternidad sabrán ellos, y las cosas venideras les enseñaré, sí, cosas de muchas generaciones. (…) Porque por mi Espíritu los iluminaré, y por mi poder les revelaré los secretos de mi voluntad; sí, cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han llegado siquiera al corazón del hombre.» (DyC 76:7–8, 10; ver también Artículos de fe1:9). Hecha esa promesa, el Señor abrió sus tesoros celestiales y de ellos brotaron perlas de valor inestimable con relación a la resurrección y los grados de gloria eterna en lo que muchos consideran la revelación más expansiva de esta dispensación. Sin duda las puertas del cielo seguirán abriéndose y los tesoros divinos continuarán ofreciendo sus perlas sagradas en respuesta a los hombres y mujeres honrados que busquen mayor luz con humildad. Son almas de esa naturaleza las que gozarán el privilegio de «[comprender] en sus corazones» (3 Nefi 19:33), además de en sus mentes, la doctrina profunda y la pasión purificadora de la Expiación. NINGUNA GENERACIÓN DEBERÍA SABER MÁS Cuando se finalizó la edición SUD en inglés de la edición de la Biblia del Rey Jacobo en 1979, se inauguró una nueva era en el estudio del Evangelio. Debido a ello, la generación actual está descubriendo más verdades, perspectivas y confirmaciones desconocidas para sus predecesores, no porque la generación actual sea necesariamente más justa, o intelectualmente superior, sino por tener a su disposición unos instrumentos mejores. El agricultor más experto equipado con un caballo y un arado no puede igualar a otro agricultor dotado de conocimientos similares, pero que cuente además con un tractor de tecnología avanzada. El matemático y su regla de cálculo son incapaces de superar a un colega que tenga a su disposición una computadora potente. Un Galileo con un telescopio portátil jamás podrá descubrir los misterios del universo como el Galileo que mira a través del telescopio más avanzado. El Señor debe de esperar mucho más de nosotros en términos de erudición sobre el Evangelio que de las generaciones anteriores, porque tenemos a nuestro alcance mucho más. El élder Boyd K. Packer afirmó: «La generación anterior se ha criado sin ellas [la edición SUD de las Escrituras], pero está creciendo otra generación. Las revelaciones se abrirán ante ellos como nunca lo han hecho con ninguna generación anterior en la historia del mundo (…). Ellos desarrollarán una erudición con respecto al evangelio que ira mucho más lejos de la que sus antepasados podrían haber logrado».2 Nefi vio nuestros días y profetizó que los creyentes «[llegarían] al conocimiento de su Redentor y de los principios exactos de su doctrina, para que [supieran] cómo venir a él y ser salvos» (1 Nefi 15:14). Si bien es cierto que no «[podemos] sobrellevar ahora todas las cosas», no deja de ser verdad también que el Señor nos ha ofrecido esta esperanza consoladora: «sed de buen ánimo, porque yo os guiaré» (DyC 78:18). Si tenemos paciencia y dejamos que el Señor nos guíe en nuestros estudios del Evangelio, en última instancia puede que seamos receptores de esa promesa gloriosa: «El día vendrá en que comprenderéis aun a Dios, siendo vivificados en él y por él» (DyC 88:49). La finalidad de los capítulos siguientes es hacer uso de este conjunto de herramientas espirituales con las que el Señor nos ha bendecido en esta generación y contribuir a nuestra búsqueda del agotamiento de lo «conocible» y, de cuando en cuando, arañar quizá la superficie de lo que ahora se nos antoja infinito. Al hacerlo, deseamos que aumente nuestra devoción y gratitud por el Redentor y, en última instancia «venir a Él y ser salvos» (1 Nefi 15:14). NOTAS 1. Talmage, Articles of Faith, 76–77; énfasis añadido. 2. Packer, Let Not Your Heart Be Troubled, 9. Capítulo 4 ¿QUÉ FINALIDAD TIENE LA EXPIACIÓN? TRES FINALIDADES ¿Qué es la Expiación de Jesucristo? En pocas palabras, es ese sufrimiento soportado, ese poder demostrado y ese amor manifestado por el Salvador en tres lugares principales, a saber, el Jardín de Getsemaní, la cruz en el Calvario y la tumba de Arimatea. En un sentido más amplio, la Expiación comenzó cuando el Salvador planteó esa propuesta desinteresada en el concilio preterrenal, «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27), y continúa sin fin «[llevando] a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39). La Expiación tiene al menos tres finalidades: Primera: restaurar todo lo perdido por causa de la Caída de Adán. Esto se llevó a efecto: (1) haciendo posible la resurrección de todos los hombres,1 venciendo a la muerte física (véase 1 Corintios 15:21–22); y (2) restaurando a todos los hombres a la presencia de Dios a fin de ser juzgados, venciendo así lo que las Escrituras denominan una primera muerte espiritual (véase Helamán 14:16; DyC 29:41). Ambas muertes se impusieron a todos los hombres por causa de Adán; ambas muertes fueron superadas para todos los hombres gracias a Cristo. Segundo: brindar la oportunidad del arrepentimiento de modo que los hombres puedan verse purificados de sus propios pecados y vencer así lo que las Escrituras denominan una segunda muerte espiritual (véase Helamán 14:18). Tercero: proporcionar el poder necesario a fin de exaltarnos hasta lograr el estado de un dios (véase DyC 76:69). Las tres finalidades mencionadas están concebidas al objeto de ayudarnos a volver permanentemente a la presencia de Dios y llegar a ser como Él. PARA SER «UNO» CON DIOS Y SER COMO DIOS La palabra inglesa atonement, tal y como se emplea en las Escrituras SUD en inglés, hace referencia por lo general a los acontecimientos que rodean a Getsemaní, al Calvario y a la tumba. Asimismo, el término se relaciona con los sacrificios que eran «símbolos» de dichos acontecimientos. Lo hechos transcurridos en estos tres lugares constituyen el resorte principal de la misión del Salvador. Hay quien ha sugerido que la estructura de esta palabra inglesa también nos ayuda a entender la finalidad primordial que subyace a dichos acontecimientos sagrados, es decir, lograr la unidad con Dios (one-ness, en inglés). La palabra inglesa atonement no proviene del griego ni del latín; su origen lo encontramos en la lengua inglesa. Hugh Nibley explica que el vocablo ««en realidad significa, cuando transcribimos sus componentes, ‘a tone-m ent’ [unificación], lo cual denota tanto un estado, ‘ser uno’ con respecto a otra persona, como el proceso mediante el cual se logra dicho resultado».2 El élder James E. Talmage ofrece más reflexiones sobre el significado de la palabra atonement: «La estructura de la palabra en su forma actual sugiere su significado verdadero; literalmente significa at- one- ment, ‘denota reconciliación, o acuerdo entre dos partes que han estado distanciadas».3 Stephen Robinson hace una observación similar: «Expiación significa limpiar a una persona de toda culpa por medio del pago de una sanción en su nombre. De ese modo, dos cosas que se habían separado o que se habían vuelto incompatibles entre sí, como un Dios perfecto y un ser imperfecto como usted o yo, se pueden volver a juntar, reconciliando las dos partes».4 El Diccionario de la Biblia SUD en inglés («LDS Bible Dictionary») incluye un pensamiento a modo de corolario: «La palabra [atonement] describe la ‘unión’ de aquellos que han sido separados, y denota la reconciliación entre el hombre y Dios».5 Jacob hizo hincapié en esa unidad cuando aconsejó a sus hermanos «reconciliaos con él por medio de la expiación de Cristo» (Jacob 4:11; véase también 2 Crónicas 29:24). Asimismo, el significado literal de la palabra atonement recibe la siguiente explicación por parte de Hugh Nibley: «No hay una palabra entre las que se traducen por ‘atonement’ que no indique con claridad el retorno a un estado o condición anteriores; uno se une a la familia; vuelve al Padre; se une, se reconcilia, es aceptado y se sienta felizmente con los demás tras una triste separación».6 Así pues, una finalidad de la Expiación, tal y como denota la morfología de su equivalente inglés, es ayudarnos llegar a ser uno con Dios, en el sentido de que podemos morar físicamente en su presencia. La Expiación proporciona un medio en virtud del cual podemos reconciliarnos con Dios y volver a nuestro hogar original. Hugh Nibley se refirió a esta reunión divina: «La ley guía nuestro camino a casa; la unificación [‘at- one- ment’, en inglés]tiene lugar cuando lleguemos allí».7 Nuestras vidas mortales son una pugna constante entre la elección de la unidad con Dios o la unidad con el mundo. Para ayudarnos en esta búsqueda, Cristo «se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos de este presente mundo malo» (Gálatas 1:4). Él quiere traernos a la seguridad de su hogar. Por ello, el Salvador imploró «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo» (Juan 17:24). El Salvador prometió a los fieles que «donde mi Padre y yo estamos, allí también estaréis vosotros» (DyC 98:18). Esta es la cualidad redentora de la Expiación: purificar de tal manera nuestras vidas que podamos ser dignos de morar con Dios eternamente, pues «ninguna cosa impura puede morar con Dios» (1 Nefi 10:21; véase también DyC 25:15). Esa es la condición gloriosa que buscaba Eliza R. Snow, tal y como se revela en la última estrofa del himno «Oh mi padre»: Sí, después que yo acabe cuanto tenga que cumplir, permitidme ir al cielo con vosotros a vivir.8 Sin embargo, la Expiación tiene otra finalidad, tal y como denota la estructura de la palabra inglesa atonement. Dicha finalidad es ayudarnos a ser uno con Dios, es decir, a llegar a ser como Él. Esta es la cualidad exaltadora: alcanzar tal nivel de perfeccionamiento que, no solamente vivamos con Dios, sino que lleguemos a ser como Él. Esta es la unidad por excelencia. La unidad no es únicamente cuestión de geografía, sino de identidad. Lo importante no es solo dónde vivimos, sino en qué nos convertimos. Vivir con Dios no nos asegura ser semejantes a Él. Todos los que viven en el reino celestial moran con Dios, pero solamente aquellos que son exaltados llegan a ser como Él es. El objetivo de la Expiación no es únicamente purificarnos; busca transformar nuestras vidas, nuestro modo de pensar y de actuar a fin de que seamos como Dios. Hugh Nibley describió esta unión de la siguiente manera: «Debería resultar claro a qué tipo de unidad se refiere la Expiación: significa ser recibido en un estrecho abrazo del hijo pródigo, lo cual expresa, no solo perdón, sino también unidad de corazón y mente, y ello equivale a identidad, como una identidad familiar literal tal y como lo describe Juan con tanta viveza en los capítulos 14 al 17 de su evangelio».9 Aproximándose el desenlace de su misión, el Salvador oró por todos aquellos que creían en Él. En su oración, Él imploró que «todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (Juan 17:21; véase también DyC 35:2). Y el Salvador afirmó a continuación: «Y la gloria que me diste les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno» (Juan 17:22). Finalmente, rogó «que sean perfeccionados en uno» (Juan 17:23). Esta es la unidad absoluta: ser como Dios es. Si no se hubiera producido la Expiación de Jesucristo, se habría registrado una unidad aterradora —una Expiación negativa, por así decirlo— una vida en convivencia con el maligno y a semejanza suya. Jacob dijo la siniestra verdad cuando afirmó que «permanecer con el padre de las mentiras» y, lo que es peor, «iguales a ese ser» (2 Nefi 9:9). En pocas palabras, seríamos uno con Satanás, tanto en ubicación como en términos de semejanza. Un pensamiento tan aterrador nos permite situar la Expiación en el contexto adecuado. Sin ella, todo está perdido. Con ella, todo puede ganarse. Sin embargo, por oscura o desesperada que pueda parecer nuestra situación, por negros o amenazadores que puedan aparecer los nubarrones, Mormón nos dio una respuesta alentadora: «He aquí, os digo que debéis tener esperanza, por medio de la expiación de Cristo» (Moroni 7:41). Gracias al Salvador podemos reconciliarnos con Dios; podemos ser uno nuevamente. La posibilidad del hombre de ser uno con Dios, en términos de ubicación y de semejanza, es posible únicamente porque el Salvador primeramente fue uno con el hombre en lugar, por su nacimiento terrenal, y uno con el hombre en semejanza, tomando sobre si las debilidades humanas, sin abandonar un instante su naturaleza divina. Pablo observó que el Salvador «debía ser en todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:17; énfasis añadido). Algo en el descenso del Salvador hizo posible el ascenso del hombre. UN SÍMBOLO FÍSICO DE LA EXPIACIÓN Esta reconciliación entre Dios y el hombre se simboliza figurativa y literalmente en un abrazo. Lehi se refirió a ello en el sermón dirigido a sus hijos en su lecho de muerte: «el Señor ha redimido a mi alma del infierno; he visto su gloria, y estoy para siempre envuelto entre los brazos de su amor» (2 Nefi 1:15). Doctrina y Convenios incluye la misma imagen: «Sé fiel y diligente en guardar los mandamientos de Dios, y te estrecharé entre los brazos de mi amor» (DyC 6:20). Amulek predicó de manera similar: «la misericordia satisface las exigencias de la justicia, y ciñe a los hombres con brazos de seguridad» (Alma 34:16). ¡Qué metáfora tan hermosa! ¿Qué pequeño no se siente seguro en los brazos de su padre gentil y amoroso? Qué paz, qué calidez, qué consuelo saber que en sus brazos se encuentra seguro del crimen, el odio, el rechazo, la soledad y todos los males de este mundo. Isaías habló de esos momentos de gran ternura cuando el Señor «recogerá los corderos y en su seno los llevará» (Isaías 40:11). El élder Orson F. Whitney vivió un glorioso momento como ese cuando fue testigo de una maravillosa manifestación del Salvador. En su sueño, dijo, «corrí [para salir a Su encuentro] (…), caí a sus pies, me aferré a Sus rodillas, y le rogué que me llevara consigo. Nunca olvidaré la bondad y la gentileza con la que se inclinó, me alzó y me abrazó. Fue tan vívido, tan real. Sentí la calidez de su cuerpo mientras me estrechaba entre sus brazos».10¿Quién no ansiaría esa calidez, ese abrazo? ¿Quién de nosotros acabará estrechado en esos brazos amorosos? ¿Les está reservado este honor a unos pocos elegidos? Alma da a conocer que no hay una norma de exclusión: «He aquí, él invita a todos los hombres, pues a todos ellos se extienden los brazos de misericordia» (Alma 5:33; véase también 2 Nefi 26:25– 33). Eso es lo que el Salvador declaró a los nefitas cuando se les apareció: «He aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré» (3 Nefi 9:14). Una invitación como esta no se extiende solamente por un breve momento, sino que permanece vigente durante todo el periodo de probación: «He aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré» (2 Nefi 28:32; véase también 3 Nefi 10:6). Incluso en los momentos de ira de Dios, sus brazos siguen extendidos, atrayendo ansiosamente a las almas penitentes. El Salvador le habló a Enoc de ese glorioso día de reconciliación para los justos diciendo «los recibiremos en nuestro seno, y ellos nos verán; y nos echaremos sobre su cuello, y ellos sobre el nuestro, y nos besaremos unos a otros» (Moisés 7:63). Se antoja difícil visualizar una reunión más gloriosa. Retrospectivamente, Mormón se angustió ante el inevitable destino de la civilización nefita, en acelerada decadencia: «¡Oh bello pueblo, cómo pudisteis rechazar a ese Jesús que esperaba con los brazos abiertos para recibiros!» (Mormón 6:17). Casi era superior a sus fuerzas. Si tan solo se hubieran arrepentido podrían «[haber sido recibidos] en los brazos de Jesús» (Mormón 5:11); podrían haber sido «[circundados por] la incomparable munificencia de su amor» (Alma 26:15). El élder Neal A. Maxwell sugiere que el motivo principal de que el Salvador actúe personalmente como guardián de la puerta del reino celestial no es excluir a nadie, sino dar personalmente la bienvenida a quienes hayan conseguido regresar al hogar, y abrazarlos. Es un pensamiento conmovedor, y muy íntimo, que expresó de la siguiente manera: «Si hay una metáfora en la que me gustaría centrar la atención en mi conclusión, esta se encuentra en dos pasajes del Libro de Mormón. La primera en la que se nos recuerda que Jesús mismo es el guardián de la puerta y que ‘y allí no emplea ningún sirviente’ (2 Nefi 9:41.) (…) Les diré (…) desde el convencimiento de mi alma (…) la que creo ser la razón primordial de que allí [no emplee ‘ningún sirviente’], tal y como se expone en otro libro del Libro de Mormón, donde se dice que les espera a ustedes ‘con los brazos abiertos’ (Mormón 6:17.) ¡Por eso está él allí! Él les está esperando ‘con los brazos abiertos’. Esa imagen es demasiado poderosa como para descartarla (…) Es una imagen que debería abrirse paso hasta el núcleo mismo de la mente humana; una cita inminente, un momento en el tiempo y en el espacio, un instante sin igual. Y esa cita es una realidad. Se lo certifico. Él nos espera con los brazos abiertos, porque su amor hacia nosotros es perfecto».11 Consideren un momento la atracción magnética que se da cuando un niño pequeño ve a su padre de rodillas con los brazos extendidos. La invitación es irresistible. La reacción de regresar es automática. No hay análisis intelectual. Es como tender la mano para agarrar una manta cuando hace frío, para encender la luz en una habitación a oscuras. Algunas cosas no tienen su origen en la mente, sino en el corazón. Estos son anhelos naturales del alma: la necesidad de calidez, luz y amor. Asimismo, nuestro Padre Celestial extiende los brazos con la intención de seducirnos a fin de regresar al hogar. Qué irresistibles son esos brazos para los que buscan esta calidez, esta luz y este amor. Él nos invita al día de la reconciliación, el retorno a nuestro verdadero hogar, el día de la reunificación con nuestra familia primigenia; nos invita a correr a sus brazos y disfrutar de su abrazo. Esta es la promesa del Señor a los hijos de Israel: «Os redimiré con brazo extendido (…). Y os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios» (Éxodo 6:6–7). LA NECESIDAD DE COMPRENDER LA CAÍDA La estructura de la palabra inglesa atonement nos permite discernir la finalidad de la Expiación. De igual manera, las definiciones de los diccionarios son de utilidad. Tales definiciones nos informan que atonement significa «redimir», «reconciliar», «rescatar», «pagar una deuda», «reparar».12 Pero, ¿por qué? La respuesta: por la Caída de Adán y por la «caída» de todo aquel que peca. La Caída de Adán hizo necesaria la Expiación. En consecuencia, no podemos esperar entender la Expiación sin entender primeramente la Caída. Ambas doctrinas están inseparablemente entrelazadas. En esta dirección, el élder Bruce R. McConkie comentó: «La Expiación infinita y eterna de nuestro Señor (…) descansa sobre dos pilares. Uno es la caída de Adán; el otro, la divinidad de Cristo como hijo de Dios».13 El presidente Benson enseñó una verdad relacionada: «Nadie sabe en forma adecuada y precisa la razón por la que necesita a Cristo hasta que comprenda y acepte la doctrina de la Caída y su efecto sobre la humanidad».14 Intentar dominar la Expiación sin comprender primeramente la Caída sería semejante a emprender el estudio de la geometría sin una base de álgebra. Sería un proyecto fútil y frustrante, de ahí la necesidad de estudiar la Caída previamente. NOTAS 1. El capítulo 16 explica con más detalle por qué la resurrección forma parte de la Expiación. 2. Nibley, Approaching Zion, 556. 3. Talmage, Articles of Faith, 75. 4. Robinson, Créamosle a Cristo, 7–8. 5. «LDS Bible Dictionary», 617. 6. Nibley, Approaching Zion, 581. 7. Nibley, Approaching Zion, 578. Dicho retorno, sin embargo, no está ni mucho menos garantizado. El élder Joseph Fielding Smith advirtió al respecto: «En inglés es común descomponer el vocablo ‘expiación’ (‘atonement’) en la forma siguiente: ‘at- one- ment’, buscándose así la manera de indicar la posible unidad entre el hombre y Dios. Esa unidad se desprende de las dos primeras sílabas (‘at-one’, a uno, o, en uno). Pero eso [no] es todo lo que la expiación significa; de hecho, la gran mayoría de los hombres nunca llega a ser uno con Dios, aunque todos reciben la Expiación. ‘Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan’». (Smith, Doctrinas de salvación, 1:120). 8. Snow, «Oh mi padre», Himnos, núm. 187. 9. Nibley, Approaching Zion, 567–68. 10. Whitney, Through Memory’s Halls, 83; énfasis añadido. 11. Maxwell, «But a Few Days», 7. 12. Roget’s 21st Century Thesaurus, véase la entrada «atone». 13. McConkie, New Witness, 110. 14. Benson, Sermones y escritos, 104. Capítulo 5 LA CAÍDA DE ADÁN LAS CONDICIONES ANTERIORES A LA CAÍDA Cuando Adán y Eva vivían en el Jardín del Edén, se encontraban sometidos a cuatro condiciones básicas; dos positivas y dos negativas.1 En primer lugar, ambos eran inmortales,2 libres del dolor, la enfermedad y la muerte. Refiriéndose al árbol del conocimiento del bien y del mal, Dios dijo: «el día que de él comieres, de cierto morirás» (Génesis 2:17), dando a entender que, entre tanto y hasta que se produjera dicho acontecimiento, Adán y Eva disfrutarían de un estado de inmortalidad. Este era un aspecto positivo. En segundo lugar, Adán y Eva hablaban y caminaban en la presencia de Dios. Esto también era positivo. El profeta José habló de esta manera con respecto a aquellos gloriosos días en los que «Dios conversó con Adán cara a cara. Se le permitió estar en su presencia y de su propia boca se le permitió obtener instrucción. Adán escuchó la voz de Dios, anduvo ante él y contempló su gloria, mientras que la inteligencia ardía sobre su entendimiento».3 Parley P. Pratt tenía una perspectiva similar del Jardín: «Él [Adán] estaba en la presencia de su Hacedor, conversaba con él cara a cara y contemplaba su gloria, sin velo alguno entre ellos. Oh, lector, contempla un momento esta hermosa creación, con paz y abundancia: la tierra rebosante de animales inofensivos, (…) el aire plagado de hermosas aves cuyas notas incesantes llenan el lugar de variada melodía; (…) mientras legiones de ángeles acampan alrededor de él y unen sus voces jubilosas en cantos de gratitud, canciones de alabanza y gritos de gozo. No se dejaban oír ni gruñidos, ni suspiros en la vasta extensión; ni había pena, miedo, dolor, llanto, enfermedad, ni muerte; Tampoco contenciones, guerras, ni derramamiento de sangre; al contrario: la paz coronaba las estaciones en su discurrir y la vida y el amor reinaban sobre todas las obras de Dios».4 Resulta difícil imaginar un lugar más idílico en el que vivir. Adán y Eva estaban vivos espiritualmente, disfrutando en la presencia de nuestro Padre Celestial. A diferencia de las primeras dos condiciones, la tercera tenía un carácter negativo. Adán y Eva se encontraban en un estado de inocencia, carentes de un conocimiento pleno del bien y del mal, y eran, por lo tanto, incapaces de experimentar plenitud de gozo. Lehi describe su situación de la siguiente manera: «Y todas las cosas que fueron creadas habrían permanecido en el mismo estado en que se hallaban después de ser creadas; y habrían permanecido para siempre, sin tener fin (…); por consiguiente, habrían permanecido en un estado de inocencia, sin sentir gozo, porque no conocían la miseria; sin hacer lo bueno, porque no conocían el pecado». (2 Nefi 2:22–23). Esto era un obstáculo para su desarrollo y progreso personales. Sin un conocimiento completo del bien y del mal, Adán y Eva no podían ejercer su albedrío moral pleno que era necesario a fin de llevarlos a la divinidad. John Fiske, filósofo de Harvard, captó este dilema: «Claramente, para hombres y mujeres fuertes y decididos un Edén sería el paraíso de los necios. ¿Cómo podría haberse producido en un lugar así algo con lo más mínima semblanza de personalidad? (…). Al menos podemos empezar a reconocer con nitidez que, a menos que nuestros ojos se hubieran abierto en algún momento, nunca habríamos llegado a estar formados a imagen de Dios. Hubiéramos sido los moradores de un mundo de marionetas en el que ni la moral ni la religión habrían tenido lugar, ni adquirido significado alguno». 5 El profesor Fiske entendió la naturaleza pasajera del Jardín de Edén en el plan de Dios. Edén era una parada en el camino, no el destino. Era un lugar de descanso temporal en el viaje de la vida. No cabía esperar llegar a ser como Dios en el Jardín de Edén, del mismo modo que no tiene sentido pensar que es posible llegar a Nueva York desde Los Ángeles en un vehículo con el motor apagado. Con la excepción del árbol del conocimiento del bien y del mal, no había reto, tentación ni obstáculo alguno en aquel lugar casi celestial. Por consiguiente, no podía haber progreso. Estaban bloqueados temporalmente en un mundo de esterilidad espiritual. Lehi se refirió a las creaciones que se podrían haber hallado en un estado carente de oposición: «Por lo tanto, tendría que haber sido creado en vano; de modo que no habría habido ningún objeto en su creación» (2 Nefi 2:12). La cuarta condición era también negativa. Mientras permanecieran en aquel estado edénico, Adán y Eva no podían tener hijos (2 Nefi 2:23), ni gozo en su descendencia. Menudo impedimento más demoledor. En estas condiciones no podían obedecer el mandamiento divino de multiplicarse y henchir la tierra, designio y objetivo primordial de su vida matrimonial. Esta condición, si se hubiera permitido su permanencia, habría invalidado las razones que llevaron a los hijos de Dios a gritar de gozo en la época premortal. El mantenimiento de esta condición habría supuesto el fracaso, en pleno sentido del término, del plan de salvación. LAS CONDICIONES POSTERIORES A LA CAÍDA Cuando Adán y Eva transgredieron fueron expulsados del Jardín. Así, la expresión «la Caída de Adán» se emplea al menos por dos motivos: primero, a fin de describir la Caída de Adán y Eva de la presencia física del Padre y, segundo, para describir su caída del estado de inmortalidad a uno de mortalidad.6 Dicha terminología la empleó Alma cuando describió las consecuencias que tuvo comer el fruto prohibido: «Vemos que Adán cayó» (Alma 12:22; véase también 2 Nefi 9:6; Alma 42:6). El élder Talmage confirma que la Caída fue el resultado de comer el fruto prohibido y no la consecuencia de un acto de otra naturaleza: «Y en esto, quiero decir, consistió la caída: la ingestión de aquello que no era apto, (…) y aprovecho esta ocasión para alzar mi voz en contra de esa falsa interpretación de las escrituras, a la cual (…) se hace referencia con susurros y medio en secreto, que la caída del hombre fue alguna afrenta contra las leyes de la castidad y la virtud. Tal doctrina es una abominación».7 ¿Con qué condiciones se encontrarían ahora Adán y Eva, como seres caídos? Irónicamente, aquellas cuatro condiciones que existían con anterioridad a la Caída invirtieron su signo. Las positivas se hicieron negativas y las negativas se tornaron positivas. Para empezar, ya no eran inmortales. Dios había decretado: «el día que de él comieres, de cierto morirás» (Génesis 2:17). Es interesante poner de manifiesto que Adán, quien vivió casi mil años, murió transcurrido un «día» en el tiempo del Señor (2 Pedro 3:8; Abraham 3:4). Cuando se pronunció esa promesa de muerte, la Tierra todavía se regía por «el tiempo del Señor, que era según el tiempo de Kólob» (Abraham 5:13). La literalidad de la promesa de Dios salta a la vista cuando consideramos el relato de Edward Stevenson, quien citó así al profeta José: «El padre Adán empezó su obra y completó cuanto había que realizar en su época, y vivió hasta alcanzar los mil años de edad, menos seis meses. Ciertamente la Biblia le otorga a Matusalén el honor de ser el hombre más anciano, pero el profeta José recibió información contraria por revelación. Se trata únicamente de un error del hombre al traducir los anales».8 En el calendario del Señor, Adán murió el mismo «día» que tomó el fruto, tal y como Dios lo había decretado. Cuando Adán y Eva comieron el fruto, las semillas de la muerte se plantaron en sus venas y nosotros, sus hijos, heredamos su naturaleza mortal. El resultado fue que la raza de Adán se encontró sometida a la muerte física, al dolor, a la enfermedad y a todos los males de la humanidad. La inmortalidad se volvió mortalidad, y una condición positiva se convirtió en una situación negativa temporal en el plan eterno. En segundo lugar, la transgresión de Adán y Eva dio lugar a su expulsión de la presencia de Dios, separación que constituye la muerte espiritual. Los versos con los que concluye el Paraíso perdidode John Milton captan ese momento desgarrador de la expulsión: Ante ellos el mundo extendido, donde elegir su lugar de descanso, y la Providencia, su guía; Ambos, las manos entrelazadas, con paso errante y pausado, a través del Edén emprendieron la marcha solitaria.9 Doctrina y Convenios describe la suerte de Adán: «yo, Dios el Señor, hice que fuese echado del Jardín de Edén, de mi presencia, a causa de su transgresión, y en esto murió espiritualmente» (DyC 29:41). Por su parte, Jacob describe esta muerte spiritual desencadenada por la Caída como estar «desterrado de la presencia del Señor» (2 Nefi 9:6; véase también Helamán 14:16). Adán y Eva cesaron de andar y conversar con Dios. Ahora se encontraban privados de su compañía. Milton escenifica poéticamente el lamento trágico de Adán, cuando nuestro primer padre contemplaba el pensamiento de ser «desechado» de la presencia del Santo: Por tanto, a su mandato me someto. Harto me aflige, que, partiendo de allí, De su rostro me hallaré escondido, privado de su bendita faz; aquí frecuentaba, con adoración, lugares mil donde él concedía Presencia Divina, y a mis hijos narro, «En este monte se me apareció; bajo este árbol se alzó, visible; entre estos pinos escuché su voz; aquí con él, en esta fuente, conversé».10 Adán y Eva no tardaron en conocer las duras consecuencias de la Caída: «Yo, Dios el Señor (…) multiplicaré en gran manera tus dolores» y «maldita será la tierra por tu causa» (Moisés 4:22–23). Por primera vez habría espinos y cardos para herirlos y animales salvajes para amenazarlos. Se acabó para Adán comer ociosamente las reservas inagotables de fruto del Jardín, puesto que el Señor decretó: «con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Moisés 4:25). Después de la expulsión, el Señor les habló a Adán y a Eva «[desde] la dirección del Jardín de Edén», a lo que Moisés añade, «y no lo vieron, porque se encontraban excluidos de su presencia» (Moisés 5:4). Estar apartados de la presencia de Dios no excluía toda comunicación con Él; ello frustraría el plan de salvación. Más bien, implicaba quedar desterrado de su presencia física, pero dejando abiertas todas las demás formas de comunicación con Dios. Dicha separación física, resultado de la Caída, parecen haberla desencadenado fuerzas duales e irresistibles: primeramente, la ley eterna que prohíbe a un ser mortal y caído estar en la presencia de Dios,11 puesto que «hombre natural alguno [puede] aguantar la presencia de Dios» (DyC 67:12) y, en segundo lugar, el impulso inherente al transgresor de apartarse espiritualmente de lo santo. Moisés estaba tan avergonzado de su desobediencia que «escondió su rostro de Jehová» (TJS, Éxodo 4:26). Pedro rogó ante el Salvador: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lucas 5:8). Era como si el rey Benjamín hubiera discernido el espíritu de todos los hombres errantes cuando afirmó «las demandas de la divina justicia despiertan en su alma inmortal un vivo sentimiento de su propia culpa que lo hace retroceder de la presencia del Señor» (Mosíah 2:38). Adán y Eva deben haber sentido tal deseo de desaparecer cuando procuraron «esconderse de la presencia de Dios el Señor» (Moisés 4:14). El acto de esconderse parece ser mucho más que una cuestión de recato. El élder Talmage llega a esa conclusión: «Se escondieron, pues habían despertado al hecho de que había algo vil en ellos, algo indecoroso, algo impuro, y se ocultaron».12Qué incómodo debe haber sido para ellos estar en la presencia del Santo, el que había «soplado» en ellos el aliento de vida, quien había proporcionado tanto el sustento como la morada, y quien les había impuesto tan solo una restricción. Y ahora habían incumplido su mandato. Es difícil comprender plenamente por qué Dios dio mandamientos aparentemente contradictorios en el Jardín. Algunos consideran que el «mandamiento» de no comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal era más una advertencia que un mandamiento como tal y, en consecuencia, Adán y Eva «desobedecieron» a sabiendas una ley menor a fin de cumplir una mayor.13 Las Escrituras sugieren, sin embargo, que Eva fue, al menos, engañada en parte. Este «conflicto» de mandamientos parecía ser una parte necesaria del grandioso plan, de manera que el hombre no pudiera reclamar posteriormente que Dios le forzó a aceptar la colosal responsabilidad de la vida mortal. El hombre ya había tomado la decisión de aceptar la vida en la tierra en la época premortal, pero aquello tuvo lugar sin la perspectiva ventajosa del prisma terrenal. Ahora, Adán y Eva, en calidad de representantes designados de la raza humana, confirmarían desde la morada terráquea de ambos aquella decisión tomada previamente. Después de su caída, no podrían culpar a Dios por sus aflicciones mortales. Su elección no era resultado de un mandato de Dios. Al contrario, en aparente oposición al mandamiento divino, ellos y solamente ellos eran los que habían decidido cómo proseguir. Quizá de esta forma Dios llevó a cabo «sus eternos designios», ya que dijo que «era menester una oposición; si, el fruto prohibido en oposición al árbol de la vida» (2 Nefi 2:15). En respuesta a la pregunta de Dios sobre lo que Eva había hecho, esta respondió: «La serpiente me engañó, y yo comí» (Moisés 4:19; véase también Génesis 3:13; 2 Corintios 11:3). En la edición SUD de la Biblia, el encabezamiento del capítulo 3 de Génesis reza: «La serpiente (Lucifer) engaña a Eva». Pablo hizo un comentario similar: «Adán no fue engañado, sino la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión» (1 Timoteo 2:14). Doctrina y Convenios nos informa que «el diablo tentó a Adán, y este comió del fruto prohibido y transgredió el mandamiento, por lo que vino a quedar sujeto a la voluntad del diablo, por haber cedido a la tentación» (DyC 29:40). Si Adán y Eva hubieran comido fruto con «plena» conciencia de estar obedeciendo una ley superior, como algunos mantienen, cabe preguntarse por qué las Escrituras emplean palabras y expresiones como «engañados», «traicionados», «ceder» e incluso «morir espiritualmente» (DyC 29:41), para describir su conducta en el jardín y el consiguiente estado de cosas. También uno se pregunta cómo podrían tener «pleno» conocimiento de que vivían en un estado de inocencia, sin conocer el bien ni el mal. En dicho estado de inocencia, no les habría sido posible comprender totalmente qué opción era buena y cuál mala. Y se plantea otro interrogante: ¿Por qué Adán, al responder a la pregunta del Señor: «¿has comido del árbol del cual te mandé no comer (…)» (Moisés 4:17), procuró «culpar» o responsabilizar a Eva, y, de igual manera, ella intentó «culpar» a su vez a la serpiente (Moisés 4:18–19)? De haber actuado con un conocimiento pleno o parcial de las consecuencias de sus actos, este habría sido un momento adecuado para responder: «Hemos transgredido la ley menor a sabiendas a fin de cumplir una ley superior. Entendemos que habrá consecuencias severas por el momento, pero desde una perspectiva eterna, esto será una bendición, no una maldición para nosotros y nuestra posteridad». Este punto habría sido el momento, no de buscar culpables, sino de la explicación de la decisión que se había tomado. Cabe preguntarse también: «¿Qué habría pasado si Adán y Eva no hubieran transgredido? ¿Qué habría pasado si ellos nunca hubieran cedido y tomado del fruto prohibido, independientemente de la duración de su estancia en el Jardín? ¿Se habría frustrado el plan de Dios?». Naturalmente, la respuesta es negativa. La obra de Dios nunca se frustra (véase DyC 3:3). Ciertamente, Dios en su omnisciencia sabía que Adán y Eva, en virtud de su propio albedrío, comerían el fruto. No obstante, el élder Talmage responde a las preguntas hipotéticas planteadas anteriormente: «En caso de que se suponga que nuestros primeros padres podrían no haber caído, seguramente se habrían empleado otros medios para poner en marcha la condición mortal en la tierra».14 No conocemos todas las condiciones en virtud de las cuales Adán y Eva tomaron aquella profética, a la vez que maravillosa, decisión en pos de la mortalidad. Fueran cuales fueran las motivaciones subyacentes, podemos aferrarnos a dos verdades fundamentales. Primeramente, Adán y Eva son dignos de elogio, no de condenación. Algún día conoceremos plenamente la alta estatura de su nobleza. Si comieron el fruto conscientemente, con una comprensión suficiente de las consecuencias, los honramos. Si, a causa de su obediencia y fidelidad, comieron en inocencia o fueron engañados en parte para aprender posteriormente el plan de salvación, plan que en adelante enseñaron a su posteridad con amor y diligencia, nuevamente los honramos. A propósito de la Caída, Brigham Young explicó lo siguiente: «Todo formaba parte de la economía del cielo, (…) todo está bien. No debemos culpar nunca a la madre Eva, en absoluto».15 En ese mismo espíritu, las Escrituras se refieren a ella como «nuestra gloriosa madre Eva» (DyC 138:39). Y el élder Talmage agregó su testimonio: «Nuestros primeros padres fueron puros y nobles, y cuando pasemos allende el velo quizá aprendamos algo con respecto a su elevada condición».16 La segunda verdad que debemos aprender es que la Caída fue parte del plan maestro de Dios; no se trató de una ocurrencia de última hora orientada a remediar alguna acción inesperada por parte de nuestros primeros padres. Hablando de la Caída, Lehi afirmó: «todas las cosas han sido hechas según la sabiduría de aquel que todo lo sabe» (2 Nefi 2:24). El presidente John Taylor enseño: «¿Se sabía que el hombre iba a caer? Sí. Se nos dice con claridad que se sabía que el hombre caería».17El diccionario de la Biblia SUD en inglés agrega: «La caída no fue una sorpresa para el Señor. Fue un paso necesario en el progreso del hombre».18 Llegaría el momento en que Adán y Eva se regocijarían a causa de su decisión, pero en el momento de la expulsión solamente conocían los espinos, los cardos y el sudor. Día tras día, Adán ofrecía sacrificios sin saber el porqué, sin comprender plenamente el plan de salvación. Después de «muchos días» (Moisés 5:6), es decir, después de que Adán y Eva hubieran engendrado «hijos e hijas» (Moisés 5:3), un ángel acudió y ofreció las siguientes palabras de consuelo absoluto: «así como has caído [puedes] ser redimido». Adán no cabía en sí de gozo; «bendijo a Dios» y «empezó a profetizar» y declaró: «tendré gozo en esta vida». No cabe duda de que Adán corrió a toda prisa para compartir las buenas nuevas con Eva, quien «oyó todas estas cosas y se regocijó». Fue en esta fecha posterior, no en el momento de la expulsión del jardín, que Eva, con una perspectiva recién descubierta, declaró: «De no haber sido por nuestra transgresión, nunca habríamos tenido posteridad, ni hubiéramos conocido jamás el bien y el mal, ni el gozo de nuestra redención». (Moisés 5:9–11). Quizás, igual que una parturienta, Adán y Eva albergaban la esperanza de que el resultado último de la Caída fuera glorioso, pero los momentos que siguieron inmediatamente a su expulsión estuvieron plagados de dolor y desvelos. El Salvador habló a sus discípulos acerca de un momento similar. En el transcurso de la semana final de su ministerio terrenal, profetizó su crucifixión y partida inminentes. Él sabía que sus seguidores «[estarían] tristes» por la separación, pero también prometió que a su debido tiempo «[su] tristeza se [convertiría] en gozo» (Juan 16:20). Así sería también con Adán y Eva. Las palabras del salmista son tan adecuadas en este caso: «Por la noche durará el llanto, y a la mañana vendrá la alegría» (Salmos 30:5). Nuestras mentes finitas son incapaces de captar, ni tan siquiera remotamente, la enormidad de la Caída y sus abrumadoras consecuencias. Adán y Eva habían disfrutado de una relación celestial en la presencia física de Dios. Melvin J. Ballard, quien tuvo el privilegio de sonar por unos breves instantes que se encontraba en esa misma presencia, lo narra de esta manera: «Si viviera un millón de años, jamás olvidaría esa sonrisa. ¡El [Salvador] me tomó en sus brazos y me besó, me estrechó contra su pecho y me bendijo, hasta que la médula de mis huesos pareció derretirse! (…) ¡El sentimiento que tuve en presencia de aquel en cuyas manos está todo, tener su amor, su afecto y su bendición fue tal que, si alguna vez pudiera obtener aquello de lo que entonces recibí, un mero preludio, daría todo lo que soy, todo lo espero poder llegar a ser, para sentir lo que sentí entonces!».19 David, que conocía los dolores propios de la separación, cantó: «En tu presencia hay plenitud de gozo, deleites en tu diestra para siempre» (Salmos 16:11). Más tarde, rogó: «No me eches de delante de ti» (Salmos 51:11). Existe una cierta sociabilidad en la presencia de Dios que se manifiesta en una plenitud de gozo. El élder Ballard la vivió; David la ansiaba; y Caín la perdió. Al saber que había sido «[echado] de ante la faz del Señor», Caín gritó: «mi castigo es más de lo que puedo soportar» (Moisés 5:38–39). Incluso Caín, en su estado depravado, se estremeció ante el pensamiento de quedar desterrado de la presencia de Dios, el mismo ser que había transmitido calidez y amor, incluso a él. Ser expulsado de la presencia del Santo es la peor clase de distanciamiento. Significa quitarnos lo que más valor tiene: nuestra sensación de pertenencia a la familia celestial. Equivale a arrebatarnos la seguridad y la autoestima de un único y fatídico plumazo. Es semejante a arrancar al bebé de pecho del seno de su madre, enviar al niño rebelde a su habitación, o condenar al incorregible a la celda de aislamiento. Recuerda a limitar al teléfono nuestras formas de comunicación con un ser amado; las líneas podrán funcionar sin obstáculos, las conversaciones podrán ser frecuentes, pero la felicidad que genera encontrarse en la presencia del otro está ausente. Juan entendía este principio, ya que al escribir a los santos dijo: «no he querido [escribir] por medio de papel y tinta, pues espero ir a vosotros y hablar cara a cara, para que nuestro gozo sea completo» (2 Juan 1:12; énfasis añadido). Este privilegio se les negaba ahora a Adán y a Eva, pues habían caído de la presencia de Dios. No solamente habían caído Adán y Eva; ahora su descendencia al completo quedaría relegada a un destino semejante: nacer y crecer alejados de la presencia de Dios, una forma de muerte espiritual. Tal condena universal fue objeto de la siguiente observación de Alma: «Por su caída, toda la humanidad llego a ser pueblo perdido y caído» (Alma 12:22). Dos de las consecuencias de la Caída fueron negativas, a saber, la muerte física y la muerte espiritual. Pero también en ello hubo algo de positivo. Los dos elementos negativos anteriores del Jardín se volvieron positivos. Adán and Eva ahora estaban bendecidos con un conocimiento del bien y del mal, y con buen motivo, ya que habían comido el fruto del árbol del bien y del mal. Ello les permitió «[llegar] a ser como dioses, discerniendo el bien y del mal» (Alma 12:31). Satanás les había dicho una media verdad: «No moriréis [esta era la falsedad]» sino que «el día en que comáis de él serán abiertos vuestros ojos y seréis como dioses, conociendo el bien y el mal» (Génesis 3:4–5; véase también Alma 42:3). La segunda parte de la promesa de Satanás era verdad. A la larga, al menos, ambos llegaron a ser como Dios en su conocimiento del bien y del mal; la inocencia fue sustituida por el conocimiento; y la posibilidad de obtener gozo se convirtió en una realidad. Un elemento negativo se convirtió en un punto gloriosamente positivo en el plan eterno. Además, los cuerpos mortales de Adán y Eva podían procrear ahora y cumplir el mandato divino de multiplicarse y henchir la tierra.20 Lehi escribió: «Adán cayó para que los hombres existiesen» (2 Nefi 2:25; véase también Moisés 6:48), o en palabras de Eva, uno de los mejores testigos, «De no haber sido por nuestra transgresión, nunca habríamos tenido posteridad» (Moisés 5:11). Así, con la Caída nació la raza humana. Todo esto estaba en armonía con el plan maestro de Dios. La Caída no fue un trágico paso atrás; al contrario, fue un paso de gigante hacia adelante, aunque doloroso, en nuestro viaje eterno. Fue la plataforma de lanzamiento para nuestro ascenso. NOTAS 1. El adjetivo negativo no se emplea con la intención de sugerir que ningún aspecto del plan de Dios era inadecuado, sino para dar expresar que las condiciones existentes en el Jardín de Edén y posteriormente como resultado de la Caída hubieran sido un obstáculo para nuestro progreso eterno si se hubiera permitido que dichas condiciones continuaran permanentemente. Para cada una de estas condiciones, Dios tenía preparada una solución. 2. El vocablo inmortal se emplea en este contexto para expresar que Adán y Eva podían vivir indefinidamente; no se busca insinuar que poseían los mismos cuerpos que reciben los seres resucitados inmortales. 3. Smith, Lectures on Faith, 13. 4. Pratt, Key to the Science of Theology and Voice of Warning, 85. 5. Fiske, Studies in Religion, 252, 266, en Roberts, The Truth, The Way, The Life, 349. 6. El élder Talmage escribió: «El cambio de Adán y Eva de la inmortalidad a la mortalidad se denomina la Caída»(Talmage, Sunday Night Talks, 63). 7. Talmage, Essential James E. Talmage, 109. El élder Joseph Fielding Smith enseñó: «La transgresión de Adán no tuvo nada que ver con el pecado sexual como algunos creen y enseñan erróneamente. Adán y Eva fueron casados por el Señor mientras eran seres inmortales en el Jardín de Edén» (Smith, Doctrinas de salvación, 1:109). 8. Joseph Grant Stevenson, «The Life of Edward Stevenson», tesis de maestría (Provo, Utah: Brigham Young University, 1955), 73; citado en Matthews, «A Plainer Translation», 85. 9. Milton, Paradise Lost, 343. 10. Ibid., 308. 11. Por supuesto, ciertos mortales han estado en la presencia de Dios, como José Smith, pero solamente: (1) por periodos de tiempo limitados, y (2) después de que sus cuerpos mortales fueran transfigurados para tal fin. Después de ver a Dios, Moisés explicó que si no hubiera sido transfigurado, «habría desfallecido y me habría muerto en su presencia» (Moisés 1:11). 12. Talmage, Essential James E. Talmage, 111. 13. El élder John A. Widtsoe expresó este sentimiento: «[La enseñanza de que Adán pudo elegir por sí mismo] convierte el mandato en una advertencia, tanto como decir, si hacéis esto, traeréis sobre vosotros un cierto castigo; pero hacedlo si así lo queréis». El élder Widtsoe sugiere asimismo que «el evangelio se había enseñado [Adán and Eva] durante su estancia en el Jardín de Edén. No podía habérseles dejado en la ignorancia absoluta del objeto de su creación» (Widtsoe, Evidences and Reconciliations, 193–94). Joseph Fielding Smith tenía opiniones semejantes: «Ahora bien, así es como yo lo interpreto: el Señor le dijo a Adán: aquí está el árbol de conocimiento del bien y del mal. Si queréis quedaros aquí, entonces no podéis comer ese fruto. Y si deseáis permanecer aquí, entonces os prohíbo que comáis. Pero podéis actuar por vosotros mismos y podéis comer si lo deseáis. Y si coméis, moriréis» («Fall—Atonement— Resurrection—Sacrament», en Sistema Educativo de la Iglesia, Charge to Religious Educators, 124.) 14. Talmage, Sunday Night Talks, 69. Véase, sin embargo, 2 Nefi 2:22–23. 15. Journal of Discourses, 13:145. 16. Talmage, Essential James E. Talmage, 110. 17. Taylor, Gospel Kingdom, 97. 18. «LDS Bible Dictionary», 670. 19. Hinckley, Sermons and Missionary Services of Melvin J. Ballard, 156. 20. Los relatos del Jardín en las Escrituras incluidas en el canon sugieren que Eva no recibió su nombre hasta después de que tanto ella como Adán hubieron comido el fruto prohibido. Cuando Eva fue creada originalmente, Adán decretó «esta será llamada Varona» (Génesis 2:23; Moisés 3:23; Abraham 5:17). Todos los diálogos en el Jardín entre Eva y Dios, o Satanás, llamativamente eliminan cualquier referencia al nombre de Eva. En lugar de nombrarla, se refieren a ella como «La mujer», o la esposa de Adán. Hay una mención aislada del nombre de Eva por parte de Moisés. Tan solo se estaba refiriendo a la mujer Eva, cuyo nombre ya conocía. Después de la transgresión en el Jardín, el Señor anunció la manera en la que Eva habría de concebir: «con dolor darás a luz los hijos» (Génesis 3:16; Moisés 4:22). Entonces, en el momento justo en el que los futuros padres de todos los seres mortales estaban a punto de ser expulsados de su hogar paradisiaco, «llamó Adán el nombre de su mujer Eva, por cuanto ella fue la madre de todos los vivientes» (Génesis 3:20; Moisés 4:26). Moisés revelo que este nombre había sido elección del Señor «porque así yo, Dios el Señor, he llamado a la primera de todas las mujeres, que son muchas» (Moisés 4:26). El momento del nombramiento de Eva es importante porque parece confirmar que ella no podía convertirse en la madre de toda la raza humana hasta después de que los efectos del fruto prohibido recorrieran sus venas. Esto se coherente con otros relatos de las Escrituras. Dicho de otra manera, no se la llamó Eva hasta que fue capaz de ser Eva (es decir, la madre de todos los vivientes). Capítulo 6 LA RELACIÓN ENTRE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN LA EXPIACIÓN RECTIFICA LA CAÍDA ¿Cómo podían corregirse, enmendarse y conciliarse en el plan eterno los efectos negativos de la Caída: la muerte espiritual y la muerte física? ¿Qué valor tenían la descendencia o el conocimiento divino si tanto hombres como mujeres estaban condenados a permanecer en la tumba, separados de la presencia de su Dios? No había solución sin un Redentor, alguien que expiara, redimiera, reconciliara y corrigiera estas condiciones negativas. Lehi lo afirma de manera sencilla y concisa: «el Mesías vendrá en la plenitud de los tiempos, a fin de redimir a los hijos de los hombres de la caída» (2 Nefi 2:26). Lehi entendía que la Caída no era irremediable, cuando declaro: «la vía está preparada desde la caída del hombre, y la salvación es gratuita» (2 Nefi 2:4). La Expiación, según enseñó el élder Talmage, se convirtió en «una continuación necesaria de la transgresión de Adán».1 Moroni explicó claramente esta necesidad secuencial: «por Adán vino la caída del hombre. Y por causa de la caída del hombre, vino Jesucristo, (…) y a causa de Jesucristo vino la redención del hombre» (Mormón 9:12). Alma dedicó una cantidad de tiempo considerable a abordar las consecuencias de la Caída antes de declarar: «se hizo menester que la humanidad fuese rescatada de esta muerte espiritual» (Alma 42:9). La Expiación fue ese instrumento de recuperación. Pero, ¿cómo se llevó a cabo? Mediante un sacrificio infinito y eterno. Tal y como declaró el élder Bruce R. McConkie: «De alguna manera, incomprensible para nosotros, Getsemaní, la cruz y la tumba vacía se combinan en un drama grandioso y eterno, en el transcurso del cual Jesús abolió la muerte y del cual emanan la inmortalidad para todos y la vida eterna para los justos».2 LA SUPERACIÓN DE LA MUERTE FÍSICA Y LA PRIMERA MUERTE ESPIRITUAL PARA TODOS Si se les preguntara: «¿Cuáles son las consecuencias de la Expiación?», muchos responderían: «Superó la muerte física para todos los hombres y la muerte espiritual para los que se arrepienten». Aunque esa respuesta es correcta en lo esencial, resulta incompleta. La Caída provocó la muerte física y un tipo de muerte espiritual para todos los hombres. Esta última se debió a la transgresión de nuestros primeros padres en el Jardín, y se conoce en el mundo con el nombre de «pecado original». Todos los hombres mueren físicamente por la transgresión de Adán. No hay escapatoria de esta consecuencia. Del mismo modo, todos los hombres resucitarán gracias a Cristo. No hay excepción en lo que respecta a este remedio. La muerte física, no obstante, no es la única consecuencia universal de la Caída. Otra consecuencia de la transgresión de Adán es que todos los hombres nacen en un contexto alejado de la presencia física de Dios. Esta separación recibe en las Escrituras el nombre de primera muerte espiritual (véase Helamán 14:16–18; DyC 29:41). Es un alejamiento de Dios que se origina en Adán. Existe asimismo una segunda muerte espiritual; esta es la separación de Dios causada por los pecados de cada uno. Ambas formas de muerte spiritual tienen su propia cura. La Expiación corrige la primera muerte espiritual para todos los hombres sin ningún esfuerzo por su parte, y es comprensible, puesto que ellos no son su causa en modo alguno. La Expiación corrige la segunda muerte espiritual individualmente para quienes se arrepienten, ya que cada uno de nosotros, que hemos pecado, hemos de contribuir personalmente a nuestra propia redención, «pues sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos» (2 Nefi 25:23). Los efectos universales de la primera muerte espiritual los impuso externamente Adán y los corrigió externamente Cristo a favor de toda la humanidad. Pablo enseñó: «Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22). Robert J. Matthews señala que muchos no comprenden dichas palabras de Pablo. «La mayoría cree que se aplican únicamente a la muerte del cuerpo y a la resurrección de este. En realidad, la afirmación de Pablo comprende tanto la muerte física como la muerte espiritual»;3 es decir, la primera muerte espiritual propiciada por Adán. A renglón seguido, el hermano Matthews ofrece esta útil explicación: «Existe la idea, muy arraigada, de que, pese a que la resurrección es gratuita, solamente los que se arrepientan y obedezcan el evangelio volverán alguna vez a la presencia de Dios. A los que apoyan este punto de vista parece habérseles escapado un punto esencial y un concepto fundamental de la Expiación: que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad de todas las consecuencias de la caída de Adán. »Las escrituras enseñan que toda persona, santos o pecadores, retornarán a la presencia de Dios después de la resurrección. Puede que esta sea únicamente una reunión pasajera en su presencia, pero la justicia exige que todo lo que se perdió en Adán se restaure en Jesucristo. Todos volverán a la presencia de Dios, verán su rostro y serán juzgadas por sus propias obras. Entonces, los que hayan obedecido el evangelio podrán permanecer en su presencia, mientras que todos los demás serán expulsados de su presencia por segunda vez y morirán así en lo que se denomina la segunda muerte espiritual».4 Las Escrituras enseñan que «ninguna cosa impura puede morar con Dios» (1 Nefi 10:21). Sin embargo, esto no significa que no volveremos a la presencia de Dios provisionalmente a fin de ser juzgados, y de hecho eso es lo que haremos todos. Sencillamente, esto quiere decir que no podemos «morar» o permanecer en la presencia de Dios de manera permanente ni «ser [recibidos] en el reino de Dios» (Alma 7:21), si somos impuros. En el mismo versículo en el que Nefi afirma que los impuros no pueden «morar con Dios», también enseña que los impuros serán traídos «ante el tribunal de Dios» (1 Nefi 10:21). Lehi evidentemente enseñó que todos los hombres, incluso los inicuos, volverán a la presencia de Dios: «Y por motivo de la intercesión hecha por todos, todos los hombres vienen a Dios; de modo que comparecen ante su presencia para que él los juzgue de acuerdo con la verdad y santidad que hay en él» (2 Nefi 2:10; véase también Alma 33:22). Jacob, quien aprendió tanto sobre la Expiación de su padre, también habló de esta reunión temporal, incluso para los malvados: «¡ay de todos aquellos que mueren en sus pecados!, porque volverán a Dios, y verán su rostro y quedarán en sus pecados» (2 Nefi 9:38). Entonces Jacob profetizó que los que rechacen a los profetas «se presentarán con vergüenza y con terrible culpa ante el tribunal de Dios» (Jacob 6:9; véase también Mormón 9:5). Alma deja claro que el retorno a la presencia de Dios no es un programa optativo, ni una reunión gozosa para los inicuos, ya que «[se darían] por felices si pudiéramos mandar a las piedras y montañas que cayesen sobre nosotros, para que nos escondiesen de su presencia». Por si esto fuera poco, la siguiente descripción abunda en el terror del momento: «tendremos que ir y presentarnos ante él en su gloria, y en su poder, y en su fuerza, majestad y dominio, y reconocer, para nuestra eterna vergüenza, que todos sus juicios son rectos» (Alma 12:14–15). Este será el día de rendir cuentas, cuando «los juicios de Dios [se cernirán] sobre ellos» (Helamán 4:23). Amulek advirtió que en ese augurado momento de nuestro juicio «tendremos un vivo recuerdo de toda nuestra culpa» (Alma 11:43). Jacob sabía que tendremos «un conocimiento perfecto de toda nuestra culpa, y nuestra impureza» (2 Nefi 9:14), y Alma previó que tendremos un «recuerdo perfecto» (Alma 5:18) de todos nuestros actos malvados. Cuánto da esto que pensar. Alma enfrentó esta realidad estremecedora: «Sí, me acordaba de todos mis pecados e iniquidades (…), sí, y por último, mis iniquidades habían sido tan grandes que el solo pensar en volver a la presencia de mi Dios atormentaba mi alma con indecible horror» (Alma 36:13–14). Tan terrorífica era la perspectiva de este encuentro con el Santo que Alma ansiaba el destierro y la aniquilación con tal de «no ser llevado ante la presencia de mi Dios» (Alma 36:15). Entonces se produjo un milagro. Sumido en el sufrimiento, Alma se acordó de las palabras de su padre acerca del Salvador y de su sacrificio expiatorio por «los pecados del mundo» (Alma 36:17). El pensamiento mismo del Salvador fue un bálsamo para su alma herida y su mente enloquecida, hasta tal punto que exclamó: «dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados» (Alma 36:19). Entonces vio «a Dios sentado en su trono» y, en un vuelco espiritual sorprendente, su «alma anheló estar allí» (Alma 36:22). El que antes había deseado el destierro de la presencia de Dios y la aniquilación de su alma, ahora anhelaba la vida eterna en la presencia de Dios. Las Escrituras dejan clara esta cuestión: dulce o amargo, habrá un reencuentro entre todos los hombres y su Hacedor. En resumen, la Expiación tenía por objeto la restauración de todo lo perdido por causa de la Caída, incluidas la resurrección y la vuelta a la presencia de Dios, independientemente de nuestro estado de rectitud. Alma explica: «la expiación lleva a efecto la resurrección de los muertos; y la resurrección de los muertos lleva a los hombres de regreso a la presencia de Dios; y así son restaurados a su presencia, para ser juzgados según sus obras» (Alma 42:23). Este retorno a la presencia de Dios superó la primera muerte espiritual desencadenada por Adán, y de esta manera, todo lo que se perdió por causa de la Caída lo restauró igualmente la Expiación. Como enseñara Amulek con bellas palabras: «esta restauración vendrá sobre todos» (Alma 11:44). En algunos casos, la mencionada restauración se acelera temporalmente. Debido a la fe del hermano de Jared, el Señor le prometió: «Porque sabes estas cosas, eres redimido de la caída; por tanto, eres traído de nuevo a mi presencia; por consiguiente yo me manifiesto a ti» (Éter 3:13; énfasis añadido). No hay nada que pueda hacer persona alguna para rechazar estos poderes de la Expiación, que descenderán sobre todo hombre «pese a sí mismo»,5 tal y como observó Joseph F. Smith. No hay nadie a quien no le afecten, santo o pecador. Estas bendiciones están garantizadas; de hecho, son obligatorias para todos los hombres. Así todos los hombres se salvan de la muerte física y de la primera muerte espiritual. LA SUPERACIÓN DE LA SEGUNDA MUERTE ESPIRITUAL PARA EL ARREPENTIDO La segunda muerte espiritual la provocan los pecados de cada cual. Es una muerte separada e independiente de la transgresión original de Adán, aunque está relacionada con ella. Y el resultado es una separación permanente de la presencia de Dios, a menos que recurramos al arrepentimiento con anterioridad al día del juicio. Samuel el Lamanita explicó la diferencia existente entre lo que las Escrituras denominan la primera muerte y la segunda muerte. Al hacerlo, Samuel habló de la muerte del Salvador como una muerte que «lleva a efecto la resurrección, y redime a todo el género humano de la primera muerte, esa muerte espiritual; porque, hallándose separados de la presencia del Señor por la caída de Adán, todos los hombres son considerados como si estuvieran muertos». Este profeta lamanita enseñó a continuación que la resurrección «trae de vuelta a la presencia del Señor» a todos los hombres, con lo cual se salvan de la primera muerte. Samuel declaró entonces de todos los que no se arrepientan: «aquel que se arrepienta no será talado y arrojado al fuego; pero el que no se arrepienta será talado y echado en el fuego; y viene otra vez sobre ellos una muerte espiritual; sí, una segunda muerte, porque quedan nuevamente separados de las cosas que conciernen a la justicia» (Helamán 14:16–18; véase también Alma 12:16; Mormón 9:13–14). El «pecado original» como tal no fue una herencia de la humanidad, pero sus efectos universales sí se heredaron. Existe una diferencia sustancial en las consecuencias. José Smith estableció la distinción siguiente: «Creemos que los hombres serán castigados por sus propios pecados, y no por la transgresión de Adán» (Segundo artículo de fe). Esto es correcto plenamente en un sentido eterno. Las consecuencias del «pecado original» son temporales, puesto que fueron remediadas por el Salvador incondicionalmente. Las consecuencias del pecado individual, no obstante, son permanentes, a menos que nos arrepintamos. Así, la Expiación proporciona la redención incondicional del «pecado original», pero una redención condicional del pecado individual.6 Las Escrituras enseñan con claridad que la Expiación rectifica automáticamente todos los efectos de las transgresiones de Adán, sin ninguna actuación por nuestra parte, y que, además, nos redime a cada uno de nuestros propios pecados, si tan solo nos arrepentimos. UN RESUMEN DE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN La Expiación, en lo que a su relación con la Caída respecta, fue el precio que el Salvador pagó para (1) superar la muerte física para todos los hombres, (2) superar la primera muerte espiritual (o la separación de Dios causada por Adán) para todos los hombres, y (3) superar la segunda muerte espiritual (causada por nuestros pecados particulares) para todos los que están dispuestos a arrepentirse. La tabla siguiente resume las consecuencias de la Caída y de la Expiación. No se pretende que sea exhaustiva, pero puede resultar de utilidad como perspectiva general de estos acontecimientos interrelacionados. ANTES DE LA CAÍDA: Inmortalidad en un cuerpo sin debilidades pero carente de gloria en el hombre, los animales, las plantas y toda la Tierra (+) Génesis 2:17 Vida en la presencia de Dios ya que el Padre caminaba con ellos en el Jardín (+) Génesis 3:8 Moisés 4:14 Inocencia sin entender lo bueno y lo malo ( - ) 2 Nefi 2:22–23 Sin descendencia ya que no podían tener hijos ( - ) 2 Nefi 2:23 DESPUÉS DE LA CAÍDA: Mortalidad en un cuerpo corruptible en el hombre, los animales, las plantas y toda la Tierra ( - ) Génesis 2:17 Muerte espiritual que consiste en nacer lejos de la presencia de Dios DyC 29:41 ; 2 Nefi 9:6 ; Helamán 14:16. Y también la separación de Dios por los pecados propios 1 Nefi 10:6 ; Alma 12:16; 42:9 Conocimiento del bien y del mal ( + ) Génesis 3:5 ; Alma 42:3 Descendencia ahora sí posible ( + ) 2 Nefi 2:25 DESPUÉS DE LA EXPIACIÓN: Resurrección a un cuerpo perfecto y glorificado ( + ) incondicional para todos 1 Corintios 15:20-22 Antes de la Caída Después de la Caída Después de la Expiación 1. Inmortalidad (+) 1. Mortalidad (-) Génesis 2:17 (a) El hombre (b) Las plantas y los animales (c) La Tierra 1. Resurrección (+) (incondicional para todos) 1 Corintios 15:20–22 2. Muerte espiritual (-) (a) La primera muerte espiritual (nacer lejos de la presencia de Dios) 2. Vida en la DyC 29:41 presencia de Dios 2 Nefi 9:6 (+) Helamán 14:16 (b) La segunda muerte espiritual (separación de Dios por los pecados propios) 1 Nefi 10:6 Alma 12:16; 42:9 2. Superación de la muerte espiritual (+) (a) Incondicional, porque todos los hombres volverán a la presencia de Dios para ser juzgados 2 Nefi 2:10 2 Nefi 9:38 Alma 12:15; 42:23 Helamán 14:15–18 Mormón 9:12–14 (b) Condicional, porque la segunda muerte espiritual solamente se supera mediante el arrepentimiento Helamán 14:15–18 Moroni 9:12–14 3. 3. Conocimiento del bien y del 3. Conocimiento ilimitado del bien y mal (+) Génesis 3:5 del mal para los exaltados (+) Alma 42:3 Juan 14:26 4. Sin descendencia (-) 2 Nefi 2:23 4. Descendencia (+) 2 Nefi 2:25 Moisés 5:11 4. Descendencia eterna para los exaltados (+) DyC 132:19 ¿QUÉ SIGNIFICA SALVARSE MEDIANTE LA EXPIACIÓN? El verbo «salvarse» en la expresión «salvarse mediante la Expiación» tiene múltiples connotaciones. En gran parte del mundo cristiano, el término «salvarse» se emplea como si tuviera un significado unívoco y universal. Y lo cierto es que no lo tiene. En un sentido religioso, la expresión «salvarse» significa ser rescatado de algún mal o de una consecuencia perniciosa. José Smith lo definió así: «Salvación quiere decir que un hombre se encuentre fuera del alcance del poder de todos sus enemigos».7 A continuación, se repasan cuatro usos de «salvarse» y «salvación» en un contexto religioso: Primero, todos los hombres, incluso los hijos de perdición, resucitarán y se salvarán así de la muerte física. Pablo enseñó esta verdad: «Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22).8 Y Amulek enseñó algo similar: «todos se levantarán de esta muerte [temporal]» (Alma 11:42; véase también Alma 11:41). En este sentido, todos los hombres se salvarán. Segundo, todos los hombres, excepto los hijos de perdición, se salvarán además de otra manera; resucitarán con un cuerpo glorificado y se les asignará un reino de gloria que presidirán uno o varios miembros de la Trinidad (DyC 76:71, 77, 86). En este aspecto, todos estos hombres serán rescatados del poder y del dominio de Satanás. Mientras que los que hereden el reino telestial «no serán redimidos del diablo sino hasta la última resurrección» (DyC 76:85), no obstante, a su debido tiempo, serán salvados de sus garras. A esto se refería el Señor cuando dijo que «salva todas las obras de sus manos, menos a esos hijos de perdición», quienes «irán al castigo perpetuo (…) para reinar con el diablo y sus ángeles por la eternidad» (DyC 76:43–44). Así pues, los hijos de perdición son «los únicos que no serán redimidos en el debido tiempo del Señor» (DyC 76:38). Todos los demás heredarán un reino de gloria y serán salvados del dominio de Satanás. Tercero, la mayoría de los cristianos emplean el termino salvarse para expresar que tienen garantizada una vida de felicidad eterna en presencia de Dios. Este uso podría ser un equivalente más cercano, aunque ciertamente imperfectamente, de nuestro concepto del reino celestial. Los que heredan el reino celestial, pero no el nivel superior de la exaltación, se salvan en el sentido de que no se los destierra de la presencia del Padre. Estos santos «permanecen separada y solitariamente, sin exaltación, en su estado de salvación, por toda la eternidad» (DyC 132:17). No se salvan, sin embargo, de todas las formas de condenación (por ejemplo, de la incapacidad de progresar). No pueden tener simiente eterna, y no pueden llegar a ser como Dios. En consecuencia, se salvan únicamente en un sentido limitado. Cuarto, salvarse plenamente significa ser exaltado, es decir, que una persona no solamente es rescatada de la muerte física, de Satanás, y del destierro de la presencia de Padre; además, se salva de toda forma de condenación. Dicho de otra manera, no hay nada en absoluto susceptible de frenar el progreso de esa persona. Él o ella pueden tener progenie eterna, crear mundos sin fín y ser como Dios (DyC 132:19–20, 37; véase también el capítulo 21). Después de referirse al estado exaltado de Abraham como un dios, el Señor afirmó: «entra en mi ley, y serás salvo» (DyC 132:32; véase también 2 Nefi 25:23). En referencia a la exaltación, el élder McConkie enseñó: «Con unas pocas excepciones, esta es la salvación de la que hablan las escrituras».9 En este sentido, la Expiación de Jesucristo no solo nos salva de los efectos de la Caída; también nos dota de los poderes necesarios para salvarnos de toda debilidad, de toda ignorancia, de todo obstáculo que de otra manera podría obstaculizar o impedir nuestro progreso de alguna forma. Esta es la salvación máxima que las Escrituras denominan exaltación. Esta es la finalidad culminante de la Expiación. NOTAS 1. Talmage, Articles of faith, 75. 2. McConkie, Mortal Messiah, 4:224. 3. Matthews, A Bible!, 260, 262. 4. Ibid., 262. 5. Smith, Doctrina del Evangelio, 66. 6. Orson Pratt nos ayuda a comprender la diferencia entre la redención incondicional y la redención condicional: «Pero la redención universal de los efectos del pecado original, nada tiene que ver con la redención de nuestros pecados personales; porque el pecado original de Adán y los pecados personales de sus hijos son dos cosas diferentes. (…) »Los hijos de Adán no tuvieron albedrío en la transgresión de sus primeros padres y, por tanto, no se les requiere ejercer albedrío alguno para la redención de su castigo. (…) »La redención condicional es también universal en su naturaleza; se ofrece a todos, pero no es recibida por todos; (…) sus beneficios pueden ser sólo obtenidos mediante la fe, arrepentimiento, bautismo, imposición de manos y obediencia a todos los demás requisitos del evangelio. »La redención incondicional es un don impuesto a la humanidad y ésta no lo puede rechazar, aunque estuviera dispuesta. No sucede así con la redención condicional; ésta puede ser recibida o rechazada de acuerdo con la voluntad de la criatura. (…) »(…) Ambos son dones de la gracia gratuita. (…) La redención de uno es compulsiva [sic]; la recepción del otro es voluntaria. El hombre no puede, por cualquier acto posible, evitar su redención de la Caída; pero puede rechazar y evitar completamente su redención el castigo de sus propios pecados» (Millennial Star, 12:69; citado en Smith, Doctrinas de salvación, 2:9–10). 7. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 367. 8. Los hijos de perdición resucitarán, pero lo harán con cuerpos sin glorificar, destinados a resucitar «a la condenación de su propia inmundicia» (Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 448). La Encyclopedia of Mormonism aporta otro comentario al respecto: «se ha sugerido que, en ausencia de los poderes sustentadores del Espíritu de Dios, los hijos de perdición acabaran desorganizándose y volviendo al ‘elemento nativo’ (JD, 1:349–52; 5:271; 7:358–59). Sin embargo, las escrituras declaran que ‘el alma nunca puede morir’ (Alma 12:20) (…). El destino final de los hijos de perdición se dará a conocer solamente a los que participarán en él y no se revelará definitivamente hasta el juicio final (DyC 29:27–30; 43:33; 76:43–48; Enseñanzas del profeta José Smith, 22)» (Encyclopedia of Mormonism, «Sons of Perdition» 3:1391–92). Véase también 2 Nefi 1:22. 9. McConkie, Doctrina mormona, 670. LAS CONSECUENCIAS SI NO HUBIERA HABIDO EXPIACIÓN UNA VIDA SIN ESPERANZA Una mañana de domingo, nuestro hijo adolescente se puso en pie con otros dos presbíteros a fin de administrar la Santa Cena, como lo habían hecho anteriormente en multitud de ocasiones. Levantaron el mantel blanco y vieron consternados que no había pan. Uno de ellos acudió a la sala de preparación con la esperanza de encontrar algo. Pero no había nada. Finalmente, nuestro atribulado hijo se acercó al obispo para hacerle partícipe de su preocupación. Entonces el sabio obispo se levantó, explicó la situación a la congregación y pregunto: «¿qué ocurriría si la mesa estuviera hoy vacía por no haberse producido la Expiación?». He pensado en ello a menudo: ¿Qué pasaría si la ausencia de pan se debiera a que no hubo crucifixión, si no hubiera agua porque no se derramó sangre? Si no se hubiera producido la Expiación, ¿qué consecuencias tendría para nosotros? Por supuesto, esa pregunta está de más ahora mismo, pero permite poner en perspectiva nuestra dependencia total del Señor. Formular esta pregunta y darle respuesta no sirve sino para agudizar nuestra conciencia del Salvador y nuestro aprecio por Él. Qué habría pasado, incluso para los «justos», si no hubiera habido sacrificio expiatorio, conmueve las mismas entrañas de la emoción humana. Primero, no habría resurrección, o como sugiere el crudo lenguaje de Jacob: «esta carne tendría que descender para pudrirse y desmenuzarse en su madre tierra, para no levantarse jamás» (2 Nefi 9:7). Segundo, nuestros espíritus quedarían sometidos al diablo. Él tendría «todo poder sobre [nosotros]» y «os sella como cosa suya» (Alma 34:35). De hecho, nos volveríamos como el, «ángeles de un diablo» (2 Nefi 9:9). Tercero, quedaríamos «separados de la presencia de nuestro Dios» (2 Nefi 9:9), para permanecer para siempre con el padre de las mentiras. Cuarto, tendríamos que «padecer un tormento sin fin» (Mosíah 2:39). Quinto, perderíamos la esperanza, ya que «si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe. (…) Si solamente en esta vida tenemos esperanza en Cristo, somos los más dignos de lástima de todos los hombres» (1 Corintios 15:14, 19). El poeta John Fletcher capta el sino desesperado de la persona que hereda la vida de Lucifer: Y cuando (…) cae, cae como Lucifer, para nunca más esperar...1 Dante se refirió a ese mismo destino cuando descubrió estas líneas grabadas en las puertas del infierno: «¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!»2 Sin la Expiación, la perspectiva vital fatalista de Macbeth habría sido trágicamente correcta; sería una obra de teatro sin sentido: La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario Para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa.3 La vida no tendría sentido sin el acto redentor de Cristo. Los profetas del Libro de Mormón enseñaron esta verdad frecuente y enérgicamente. Abinadí profetizó que sin la redención «toda la humanidad (…) se habría perdido eternamente» (Mosíah 16:4; véase también Mosíah 15:19). Amulek enseñó con claridad infalible que sin una Expiación toda la humanidad «inevitablemente debe perecer» (Alma 34:9). Alma, quien había probado los dolores del infierno, instruyó en su sermón dirigido a Coriantón que las almas de todos los hombres serían miserables, al estar «separados de la presencia del Señor» (Alma 42:11). Quizás ningún otro profeta conocía tan bien como Alma «cosa tan intensa ni tan amarga como [los] dolores» (Alma 36:21) de estar desterrado de la presencia del Santo. Lehi enseñó a Jacob que «ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías» (2 Nefi 2:8). Los profetas del Libro de Mormón predijeron las trágicas consecuencias que se producirían naturalmente de no haberse registrado un sacrificio expiatorio. Y otro tanto sabían los profetas modernos. Brigham Young enseñó que ningún reino de gloria, ni siquiera el más bajo, puede obtenerse sin la Expiación: «[Los Santos de los Últimos Días] creen que Jesús es el Salvador del mundo; creen que todos los que alcanzan cualquier gloria, sea la que sea, en cualquier reino, lo harán porque Jesús la compró con su Expiación».4 Si no hubiera habido una Expiación, la posibilidad de heredar un reino de gloria, por no mencionar la oportunidad de llegar a ser como Dios y alcanzar la exaltación, habrían sido un sueño ocioso; y la resurrección, una esperanza fútil. Shakespeare puso en boca de Ofelia estos sentimientos, quien suspiró sumida en la melancolía: ¿Queréis violetas? ¡Ay de mí! Se marchitaron todas cuando murió mi padre.5 En una ocasión se me pidió que hablara en el entierro de un hombre bueno que había fallecido. Antes del sepelio, me reuní con la familia en la funeraria. A juzgar por los asistentes, resultaba obvio que el difunto era muy querido y se le echaba en falta. Por unos instantes, mientras la familia se hallaba reunida en torno al ataúd, intenté ofrecer unas palabras de consejo y consuelo. Oramos después y todos salieron para el entierro. Me quedé un poco más para ver cómo la desolada viuda se acercaba otra vez al féretro por última vez, besaba delicadamente a su amado compañero en la frente y le decía: «adiós, cariño, te amo». Qué poco sentido tendría la vida si ese adiós fuera para siempre. Y así sería sin el Salvador. Si no hubiera habido Expiación, cada amanecer habría sido un recordatorio para nosotros de que un día el sol dejaría de salir, de que para cada uno de nosotros la muerte reclamaría su victoria y el sepulcro tendría su aguijón. Cada muerte sería una tragedia, y cada nacimiento una tragedia en embrión. La culminación del amor entre marido y mujer, padres e hijos, madres e hijas perecería con el sepulcro, para nunca más levantarse. Sin la Expiación, la inutilidad tomaría el lugar del propósito, la desesperación usurparía el lugar de la esperanza, y la miseria sustituiría a la felicidad. El élder Marion G. Romney declaró que, de no haber habido Expiación, «todo el propósito de la creación de la tierra y nuestra vida en ella fracasarían».6 El presidente David O. McKay citó a James L. Gordon al respecto: «Una catedral sin ventanas, un rostro sin ojos, un campo si flores, un alfabeto sin vocales, un continente sin ríos, una noche sin estrellas y un cielo sin sol… Todos ellos no serían tan tristes como (…) un alma sin Cristo».7 Imaginarse un mundo así sería el pensamiento más desolador que jamás pudiera ensombrecer la mente o entristecer el corazón del hombre. Afortunadamente, sin embargo, hay un Cristo, y hubo una Expiación, y esta es infinita para toda la humanidad. NOTAS 1. Shakespeare, Enrique VIII, Acto III, escena II, 124. 2. Dante, Divina Comedia, 15. 3. Shakespeare, Macbeth, Acto V, escena V, 329–331. 4. Journal of Discourses, 13:328. 5. Shakespeare, Hamlet, Acto IV, escena V, 523. 6. Conference Report, octubre de 1953, 34. 7. Conference Report, octubre de 1952, 12. Capítulo 8 LA NATURALEZA DE LA EXPIACIÓN INFINITA DE VARIAS MANERAS ¿Qué quieren decir los profetas del Libro de Mormón cuando emplean el término «Expiación infinita»? Jacob enseñó: «es preciso que sea una expiación infinita, pues a menos que fuera una expiación infinita, esta corrupción no podría revestirse de incorrupción» (2 Nefi 9:7). Nefi profetizó que la Expiación sería «infinita para todo el género humano» (2 Nefi 25:16). Y Amulek enseñó de manera similar: «debe ser un sacrificio infinito y eterno (…) por tanto, no hay nada, a no ser una expiación infinita, que responda por los pecados del mundo» (Alma 34:10, 12). Una y otra vez, la palabra clave es «infinita». La expresión «expiación infinita» o «sacrificio infinito» puede hacer referencia a una expiación o sacrificio por parte de un Dios, un ser infinito en conocimiento, poder y gloria. Amulek establece esa conexión cuando observa que «ese gran y postrer sacrificio será el Hijo de Dios, sí, infinito y eterno» (Alma 34:14). En consecuencia, la Expiación es «infinita» porque su fuente es «infinita». Dicho esto, la Expiación también es infinita de otras maneras. B. H. Roberts comenta, a propósito del uso del término «expiación infinita» por parte de los profetas nefitas: «Creo que procuraban expresar la idea de su suficiencia; su integridad; su universalidad y su poder para restaurar todo lo que se perdió, tanto espiritual como físicamente, además de expresar el rango y la dignidad del que llevaría a cabo la expiación».1 Nefi se refería a los efectos de la Expiación, en lugar de a su fuente, cuando afirmó: «La expiación (…) es infinita para todo el género humano» (2 Nefi 25:16). La palabra infinita, empleada en este contexto, puede referirse a una expiación que es infinita en su alcance y cobertura, o a una expiación que se aplica simultáneamente de forma retroactiva y prospectiva, ajena a limitaciones y medidas de tiempo. Puede apuntar a un sacrificio que carece de confines, de límites externos, de extremos finales en lo relativo al sufrimiento que habría de soportarse. Puede hacer referencia a una expiación aplicable a todas las creaciones de Dios: pasadas, presentes y futuras y, por lo tanto, infinita en su aplicación, duración y efecto. El élder McConkie parece estar de acuerdo con todos estos puntos de vista: «Cuando los profetas hablan de una infinita expiación, ello significa precisamente esto. Sus efectos cubren a todos los hombres, la tierra misma y todas las formas de vida sobre ella, y alcanzan los espacios sin fin de la eternidad».2 La Expiación parece infinita, tal y como la designan los profetas del Libro de Mormón, al menos, por las siguientes ocho razones, como se trata en los capítulos 9 al 23: Primera: como ha sugerido el élder Maxwell, es «infinita en la divinidad del sacrificado».3 El título de esa canción conmovedora, «O Divine Redeemer», es un recordatorio apropiado de que el que llevó a cabo la Expiación es la expresión absoluta de la divinidad. Segunda: es infinita en poder. El Salvador fue recibiendo gracia sobre gracia hasta que «recibió todo poder, tanto en el cielo como en la tierra» (DyC 93:17). Tercero: la Expiación es infinita en tiempo. Se aplica retroactivamente y prospectivamente a través del tiempo inmemorial. Cuarto: es infinita en cobertura. Se aplica a todas las creaciones de Dios y a todas las formas de vida que las habitan. El élder Maxwell la denominó «infinita (…) en la exhaustividad de su alcance».4 Quinto: es infinita en su profundidad. Es infinita, no solo por quién incluye, sino en lo que incluye. «El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello» (DyC 122:8). Sexta: es infinita en el grado de sufrimiento soportado por el Redentor. Ese sufrimiento que causó «Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro» (DyC 19:18). Séptima: es infinita en amor. Las palabras del himno «¡Murió! El Redentor murió» son un conmovedor recordatorio de este amor sin límite: ¡Cuán grande sacrificio fue! Su gloria celestial dejó. Cantad loor a vuestro Rey.5 Octavo: es infinita en las bendiciones que confiere. Las bendiciones de la Expiación se extienden mucho más allá de su célebre triunfo sobre las muertes física y espiritual. Algunas de estas bendiciones se solapan; algunas se complementan y suplementan mutuamente; pero globalmente el efecto de este episodio nos bendice tanto y de tantas maneras, algunas conocidas y otras aún por descubrir, que quizá puede decirse que la Expiación es infinita en su naturaleza benefactora. NOTAS 1. Roberts, Seventy’s Course in Theology, Cuarto año, 95. 2. McConkie, Doctrina mormona, 293. 3. Maxwell, Not My Will, But Thine, 51; énfasis añadido. 4. Ibid., 51. 5. Isaac Watts, «¡Murió! El Redentor murió», Himnos, núm. 117. Capítulo 9 INFINITA EN LA DIVINIDAD DEL ELEGIDO INFINITA EN RASGOS DIVINOS La Expiación es infinita en la divinidad del que fue sacrificado. Las Escrituras se refieren al Salvador como el «Dios en el cielo, infinito y eterno» (DyC 20:17; véase también DyC 20:28). Él posee toda pasión loable y atributo divino en una medida ilimitada; de ahí la mención de su naturaleza infinita. Resulta patente que el Cristo «tiene todo poder, toda sabiduría y todo entendimiento; él comprende todas las cosas» (Alma 26:35); así pues, es omnisciente. Jacob confirmó esta verdad: «no existe nada sin que él lo sepa» (2 Nefi 9:20). Él ha llegado a dominar todas y cada una de las leyes. Es poliglota; no existe una lengua que le sea extranjera. Conoce la cura de todo virus, toda enfermedad y toda dolencia. Ha creado mundos sin fin. Nada se le escapa. Como declara David: «su entendimiento es infinito» (Salmos 147:5). El élder McConkie se refirió a la conexión entre el conocimiento infinito del Salvador y su condición selecta cuando afirmó: «Por su obediencia y devoción a la verdad alcanzó el pináculo de la inteligencia que lo elevó al grado de Dios, como Señor Omnipotente, mientras estaba aún en su estado preexistente (…) y entonces fue elegido para llevar a cabo la Expiación infinita y eterna».1 Del mismo modo que no existen límites a la omnisciencia del Salvador, su amor y su poder carecen de restricciones (Juan 3:16; 15:13; Efesios 3:19; DyC 132:20). John Greenleaf Whittier escribió estas líneas perspicaces: Ando con pies descalzos y callados Sobre la tierra que pisáis audaces. No me atrevo a tasar con ningún límite; ni el amor ni el poder de Dios (...) No sé dónde Sus islas alcen Las frondas de palmas al aire; Sólo sé que ni aun a la deriva Me saldré de Su amor y Su ternura.2 Uno se pregunta si Milton no penetró el velo cuando escribió estos versos de una agudeza similar: Sin igual se vio al Hijo de Dios con gloria inefable; en él brilló su Padre, sustancialmente expresado; y en su faz la divina compasión se tornó visible, amor sin fin, gracia sublime.3 Las necesidades del hombre, por onerosas que sean, nunca agotarán el amor de Dios. Su reserva de amor es ilimitada. No solo posee Dios un amor infinito y poderoso; también posee una «infinita bondad» (2 Nefi 1:10; Mosíah 5:3; Helamán 12:1; Moroni 8:3); demuestra «infinita misericordia» (Mosíah 28:4; véase también 1 Crónicas 16:34); y está lleno de «infinita (…) gracia» (Moroni 8:3). Tan amplias y profundas son las virtudes del Señor, que el profeta José enumeró algunas de ellas en su oración dedicatoria en el templo de Kirtland. El profeta José se refirió al Salvador como ese ser sentado en su «trono, con gloria, honra, poder, majestad, fuerza, dominio, verdad, justicia, juicio, misericordia», y entonces, quizá percibiendo la inutilidad de escuchar las virtudes de Dios recitadas ad infinitum, concluyó describiéndolo como en posesión de «un sinfín de plenitud, de eternidad en eternidad» (DyC 109:77; énfasis añadido). Los profetas del Libro de Mormón también reconocieron las cualidades divinas del Salvador. El presidente Ezra Taft Benson señaló, con respecto a Jesucristo, que «en el Libro de Mormón, se le menciona con más de cien nombres diferente». A lo que agregó que esos nombres «describen en forma particular Su naturaleza divina».4 Poéticamente, Isaías recurrió a una amplia lista de nombres cuando escribió: «y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz» (Isaías 9:6). Él era todo eso y mucho más. Amulek enseñó que «ese gran y postrer sacrificio será (…) infinito y eterno» porque «será el Hijo de Dios» (Alma 34:14). En consecuencia, es apropiado calificar la Expiación de infinita porque ello expresa la naturaleza y el carácter del que hizo ese sacrificio admirable. LA CONDESCENDENCIA DE DIOS Hace años, mi esposa y yo viajamos a Tierra Santa. Cuando ascendíamos en dirección al Campo de los pastores, disfrutamos de las vistas de la ciudad de Belén. Era como si el tiempo se hubiera detenido. Intentamos imaginar la escena como habría sido dos mil años antes: sin caminos asfaltados, agua corriente, electricidad, centros comerciales... La vida se reducía a lo más elemental: toscos refugios para guarecerse de los elementos, un pozo central para sacar agua, transporte a pie, en burro o a caballo. Los días se pasaban trabajando los campos, atendiendo a las ovejas o vendiendo mercancías sencillas. Era difícil creer que estábamos contemplando el lugar en el que nació un Dios. Cuando uno visualiza esta escena, capta por un efímero instante, aunque sea muy remotamente, la dimensión de lo que las Escrituras llaman «la condescendencia de Dios» (1 Nefi 11:16, 26; véase también 2 Nefi 9:53).5 La palabra condescendencia proviene de los componentes latinos con y descendere, y significa descender con. El descenso del Salvador a la condición humana se lo anunció Él personalmente a Nefi en esa primera «Nochebuena»: «He aquí, ha llegado el momento (…) mañana vengo al mundo» (3 Nefi 1:13). ¡Oh, la magnitud de ese sacrificio, de esa condescendencia! Esa noche, Dios el Hijo cambió su hogar en los cielos, con todos sus ornamentos celestiales, por una morada mortal con todos sus elementos primitivos. Él, «el Rey del cielo» (Alma 5:50), «el Señor Omnipotente que reina» (Mosíah 3:5), abandonó un trono para heredar un pesebre. Cambió el dominio de un Dios por la dependencia de un bebé. Renunció a riquezas, poder, dominio y a la plenitud de su gloria ¿y a cambio de qué?: burlas, escarnio, humillación y sometimiento. Era un intercambio sin precedentes, una condescendencia de proporciones inauditas, un descenso de profundidad incalculable. Y así, el gran Jehová, el creador de mundos sin fin, infinito en virtud y poder, hizo su entrada en este mundo vestido con pañales y acostado en un pesebre. UN RASTRO DE DIVINIDAD De cualquier modo, nadie podía enmascarar su naturaleza divina. Podía revestirse su espíritu con carne y sangre, cubrir su cuerpo con ropas terrenales, correr el velo del olvido en su mente, pero nadie, nadie en absoluto, podía robarle sus rasgos divinos heredados. No podían ocultarse en su cuerpo mortal. No podían silenciarse. En todo momento, todos los días, sus atributos divinos se marcaban en su revestimiento exterior. Se manifestaban en toda sonrisa, en toda mirada, en toda palabra pronunciada. La divinidad se irradiaba en todo pensamiento, en toda acción y en todo acto. En el corto período de treinta y tres años, Él dejó un rastro de divinidad que nadie, salvo un cadáver espiritual, podría negar. Sermón tras sermón, milagro tras milagro, bondad tras bondad, todos testificaron de su origen divino. Fueron estas cualidades trascendentales las que hicieron que las gentes de Galilea quedaran asombradas por su doctrina. Cuando Cristo concluía el Sermón del Monte, según las Escrituras, «les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mateo 7:29). Fueron los mencionados rasgos celestiales los que motivaron a los que estaban iluminados espiritualmente a acercarse a él. «Venid en pos de mí», dijo (Mateo 4:19), y los hombres dejaban sus redes, abandonaban sus vidas (sus profesiones), y lo seguían. Era este fulgor espiritual el que causaba que los malvados se encogieran ante su presencia cuando un hombre —no, un Dios— los expulsó del templo; cuando el vicio, en todo su abominable horror se retiró delante de la grandiosa virtud en todo su esplendor. ¿Sorprende acaso que este Jesús, coronado de espinas, ataviado con una túnica púrpura, azotado y despreciado, oyera a Pilato decir de él, «¡He aquí el hombre!» (Juan 19:5)? Uno se maravilla ante su divinidad emergente, mientras crecía de la infancia a la niñez, y de la niñez a la edad adulta. ¿Cuáles serían sus sentimientos? ¿Cómo sería la vida de un Dios entre mortales? ¿Con quién podría hablar de lo que le abrumaba? Cierto es que los cuerpos de otros hombres andaban a su lado, pero ninguno lo igualaba intelectual ni espiritualmente. Ninguno podía ver y sentir y entender como el veía y entendía. ¿Cómo sería para el Cristo andar por los polvorientos caminos de su propia creación, ver sus obras divinas a través de unos ojos mortales? ¿Cuándo llegó a comprender que los pájaros que deleitaban sus oídos con su música, que las flores que perfumaban el aire, que las colinas y los valles en los que le encantaba correr y jugar, las puestas de sol y las estrellas bajo las cuales él gustaba de admirar y meditar eran sus creaciones? Él era su diseñador, su arquitecto, su artífice… Sí, su creador mismo. No sabemos con exactitud cuándo Cristo fue consciente de su misión divina, pero la conciencia de su identidad divina estaba germinando a una edad temprana. Con cada aliento y cada día que pasaba, sus cualidades divinas se manifestaban hasta que su cuerpo mortal quedó inmerso en divinidad. Entonces llegó el momento de su misión encomendada. Todo lo que podía rememorarse ya se había recordado; todos los poderes que podían invocarse ya se habían obtenido. La hora fijada había llegado. El momento del enfrentamiento, anhelado por largo tiempo, estaba aquí. La divinidad y el mal habían recorrido sus caminos dispares. Cristo estaba listo para salvar a sus hijos; irónicamente, ellos «buscaban cómo matarle» (Lucas 22:2). Esta era la hora de la verdad, el clímax. Todo se centraba en el poder del Eterno frente al poder del Maligno. NOTAS 1. McConkie, Doctrina mormona, 176. 2. Whittier, «La bondad eternal» en Sánchez-Eppler, Poesía de John Greenleaf Whittier, 19, 23. 3. Milton, Paradise Lost, 95–96. 4. Benson, Sermones y escritos, 39. 5. Estos comentarios no tienen por objeto sugerir que esta frase no sea susceptible también de otras interpretaciones. Capítulo 10 INFINITA EN PODER EL PODER ES PROPORCIONAL A LOS ATRIBUTOS DIVINOS QUE SE POSEEN ¿Por qué era esencial que Jesús, «infinito y eterno» (Alma 34:14), llevara a cabo la Expiación? Porque la Expiación precisaba poder, un poder increíble, un poder infinito. Exigía el poder de resucitar a los muertos, el poder para conquistar la muerte espiritual y el poder para exaltar a una persona corriente a la condición de un dios. Un poder como ese solamente podía ejercerlo un ser infinito; es decir, un ser en posesión de todas las virtudes divinas en una medida ilimitada, y que, por lo tanto, fuera un Dios. En la gran oración de intercesión del Salvador, este aludió al poder que el Padre le había dado: «[me] has dado potestad sobre toda carne» (Juan 17:2). Pilato no lo entendió. Pensó que tenía «autoridad para crucificarle» y «autoridad para soltarle», pero el Salvador le corrigió rápidamente: «Ninguna autoridad tendrías contra mí si no te fuese dada de arriba» (Juan 19:10–11). Ciertamente, Satanás tuvo su poder un momento, en su hora de oscuridad, pero cuando llegue el fin, el Salvador, fuente de todo poder, «[abolirá] todo imperio, y toda autoridad y todo poder» (1 Corintios 15:24). El Salvador ejercerá su poder, muy superior al que le ha permitido poseer a Satanás temporalmente, «aun el de destruir a Satanás y sus obras al fin del mundo» (DyC 19:3). Por consiguiente, el Salvador tiene ese poder infinito indispensable para llevar a cabo la Expiación, poder que emana de virtudes divinas manifestadas en una medida infinita. Tan absoluto es el poder que posee el Salvador que Alma enseñó: «tiene todo poder para salvar a todo hombre» (Alma 12:15; véase también Alma 9:28). El rey Benjamín reconoció la presencia de ese poder incluso en la época premortal: «Porque he aquí que viene el tiempo (…) que con poder, el Señor Omnipotente que reina (…) descenderá del cielo entre los hijos de los hombres» (Mosíah 3:5). Milton reconoció el poder de Jehová: «Grandes son tus obras, Jehová, e infinito tu poder; ¿qué pensamiento puede medirte, o qué lengua hablar de ti?».1 No debería sorprender que, a medida que nos volvemos más como Dios, nos volvamos más poderosos. El conocimiento otorga poder, la pureza otorga poder y el amor otorga poder. La adquisición de cada rasgo divino otorga poder. El poder y la divinidad están directamente relacionados. Pablo reafirmó esta verdad cuando escribió que Jesús poseía «corporalmente toda la plenitud de la divinidad», a lo que añadió que «es la cabeza de todo principado y potestad» (Colosenses 2:9–10; véase también 1 Crónicas 29:12, Salmos 66:7). La vida del Salvador es una confirmación de esta verdad. Fue gracia sobre gracia hasta recibir la plenitud del Padre, cuando «recibió todo poder, tanto en el cielo como en la tierra» (DyC 93:17; véase también 1 Nefi 1:14; Alma 26:35; DyC 100:1). Hablando de los que pueden convertirse en dioses, el Señor declaró: «entonces estarán sobre todo, porque todas las cosas les estarán sujetas. Entonces serán dioses, porque tendrán todo poder» (DyC 132:20). El Salvador era infinito en sus atributos divinos. Esto significaba que tenía un poder infinito y con ese poder estaba facultado para llevar a cabo una Expiación infinita. En el ámbito de la física, hay una ley de la termodinámica conocida por el nombre de la ley de la entropía. Dicha ley sugiere que el universo, por sí solo, tendería constantemente a un estado de desorden. Stephen W. Hawking, el reputado matemático, explicó esta ley para los legos en la materia: «Es una cuestión de experiencia diaria que el desorden tiende a aumentar, si las cosas se abandonan a ellas mismas. (¡Uno sólo tiene que dejar de reparar cosas en la casa para comprobarlo!)». A continuación, Hawking desarrolla su explicación de la siguiente manera: «La explicación que se da usualmente de por qué no vemos vasos rotos recomponiéndose ellos solos en el suelo y saltando hacia atrás sobre la mesa, es que lo prohíbe la segunda ley de la termodinámica. Esta ley dice que en cualquier sistema cerrado el desorden, o la entropía, siempre aumenta con el tiempo. En otras palabras, se trata de una forma de la ley de Murphy: ¡las cosas siempre tienden a ir mal! Un vaso intacto encima de una mesa es un estado de orden elevado, pero un vaso roto en el suelo es un estado desordenado. Se puede ir desde el vaso que está sobre la mesa en el pasado hasta el vaso roto en el suelo en el futuro, pero no así al revés».2 Este desorden, o condición de aleatoriedad progresiva, continuaría sin interrupción a menos que hubiera en el universo una fuerza inteligente y poderosa que revirtiera de alguna manera este curso natural. John Taylor habló de una fuerza inteligente como esa: «Estas leyes [que gobiernan el universo] se encuentran bajo la vigilancia y el control del gran Legislador, quien maneja, controla y dirige todos estos mundos. Si no fuera así, se moverían por el espacio en una confusión desatada y un sistema se abalanzaría sobre el otro, y mundo tras mundo, sería destruido, con sus habitantes».3 Ciertamente, la creación fue una impresionante demostración de estos poderes de inversión. La Expiación fue otra manifestación similar. Una y otra vez, las Escrituras se refieren a la Expiación como poder. Con la posible excepción de la palabra amor, parece ser la palabra más empleada para describir el proceso expiatorio. Tal poder era una extensión natural de la naturaleza infinita del Salvador. Del mismo modo que la felicidad no puede adquirirse independientemente de la obediencia a las leyes de Dios, el poder no puede adquirirse permanentemente sin el desarrollo de las virtudes divinas. No se puede tener lo uno sin lo otro. Están conectados inseparablemente. EJERCICIO Y ADQUISICIÓN DE PODER La Expiación fue tanto un ejercicio como una adquisición de poder. Una de las ironías de la vida es que adquirimos amor cuando lo damos; aumentamos en conocimiento cuando distribuimos el que tenemos. Y otro tanto sucede con ciertos poderes. Cuando ejercemos poder en rectitud, adquirimos más poder. Cuando ejercemos poder en iniquidad, perdemos incluso más de lo que hayamos «regalado». No es más que un reflejo de la parábola de los talentos. El Salvador ejerció poder cuando soportó las consecuencias del pecado, cuando aguantó el dolor y, finalmente, entregó su vida. Moroni advirtió: «no neguéis el poder de Dios; porque él obra por poder» (Moroni 10:7). El ejercicio de todos los poderes necesarios para soportar los sufrimientos de toda la humanidad puede haber abierto a su vez la puerta para los nuevos poderes necesarios a fin de resucitar, redimir y exaltar. El coro celestial cantará un día: «El Cordero que fue inmolado es digno de recibir el poder» (Apocalipsis 5:12; énfasis añadido). Nótese la referencia a la recepción de poder en el futuro. El Cordero parece recibir nuevo poder después de ser inmolado. Las Escrituras dejan claro que el Salvador no podía haber resucitado al hombre de no haber muerto antes. Pablo se refiere a esta secuencia necesaria cuando observa que «para destruir, mediante la muerte, al que tenía el imperio de la muerte, a saber, al diablo» (Hebreos 2:14). Alma aludió a esta misma relación causal: «Y tomará sobre sí la muerte» —¿Para qué?— «para soltar las ligaduras de la muerte» (Alma 7:12). Más tarde, Alma predicó: «la muerte de Cristo desatará las ligaduras de esta muerte temporal» (Alma 11:42). Cada uno de estos profetas enseñó que la muerte del Salvador era un requisito previo necesario para la resurrección del hombre. De la muerte de uno nació el poder de la vida eterna para todos. El Salvador también enseñó este principio: «si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, se queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24; énfasis añadido). Cabría preguntarse: ¿podía el Salvador redimirnos de la muerte espiritual, si no hubiera padecido primero las consecuencias de nuestros pecados? ¿O podía exaltar al hombre común sin haber interiorizado primero las calamidades de los mortales? Por una parte, la Expiación fue un ejercicio de increíble poder que facultó al Cristo para soportar la totalidad de la triste condición humana. Y por otra, el proceso expiatorio fue la adquisición, y la manifestación después, de un poder increíble para superar esa condición, tal y como lo demostró el poder para resucitar, para redimir y para exaltar. ¿Pudiera ser que el ejercicio del poder de soportar era esencial para la adquisición del poder de superar? ¿Nació el segundo poder del primero? En cualquier caso, tanto el formidable poder de soportar como el poder de superar fueron la consecuencia y el reflejo directos de la naturaleza infinita del Salvador. NOTAS 1. Milton, Paradise Lost, 213. 2. Hawking, Breve historia del tiempo, 96, 130. 3. Taylor, Gospel Kingdom, 67–68. Capítulo 11 INFINITA EN TIEMPO LOS MORTALES QUE ANTECEDEN EL SACRIFICIO DE SALVADOR La Expiación fue claramente eficaz para los hombres mortales que vivieron después del suplicio del Salvador en el jardín y en la cruz. Sin embargo, ¿qué ocurre con los mortales que vivieron antes del Salvador o, si nos remontamos incluso más atrás en el tiempo, con aquellos que eran espíritus en la esfera preterrenal? ¿Tan lejos en el tiempo llega la Expiación? ¿Es infinita temporalmente, tanto de forma retroactiva como prospectiva? ¿Se aplica la Expiación retroactivamente a los mortales que vivieron antes del sacrificio expiatorio? Dicho de otra manera, ¿podían las gentes del Antiguo Testamento arrepentirse y purificarse de sus pecados con anterioridad al momento en el que se llevó a cabo la misión del Salvador? La respuesta es afirmativa. El encabezamiento de Alma 39 reza, en parte: «La redención de Cristo es retroactiva para la salvación de los fieles que la antecedieron». Pablo enseñó que el Evangelio se «anunció de antemano (…) a Abraham» (Gálatas 3:8). La fe, el arrepentimiento y el bautismo se han enseñado en todas las dispensaciones del Evangelio desde Adán. A esto se refieren las Escrituras cuando dicen: «Y así se empezó a predicar el evangelio desde el principio» (Moisés 5:58; véase también DyC 20:25–26). Sin el efecto retroactivo de la Expiación del Salvador, la enseñanza de principios del Evangelio y la realización de las ordenanzas afines en tiempos del Antiguo Testamento habrían sido acciones inútiles. El Señor nos dejó esta declaración incondicional en lo relativo al hermano de Jared, quien antecede la Expiación del Salvador en unos dos mil doscientos años: «Porque sabes estas cosas, eres redimido de la caída» (Éter 3:13). El rey Benjamín disipó cualquier duda acerca de la naturaleza retroactiva de la Expiación en su magnífico discurso: para que así «quienes creyesen que Cristo habría de venir, esos mismos recibiesen la remisión de sus pecados y se regocijasen con un gozo sumamente grande, aun como si él ya hubiese venido entre ellos» (Mosíah 3:13; énfasis añadido). Entonces, el rey Benjamín confirmó la intemporalidad de la Expiación testificando que los hombres serán condenados a menos que «crean que la salvación fue, y es, y ha de venir en la sangre expiatoria de Cristo» (Mosíah 3:18; énfasis añadido). Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo podría Dios extender las bendiciones de la Expiación antes de que se pagara el precio de compra? ¿No violaría esto los principios de la justicia? ¿Qué pasaría si el Salvador optara por no seguir adelante? ¿Y si no se derramara sangre alguna? El principio del crédito retroactivo no debería resultarnos extraño hoy en día. De hecho, es algo cotidiano. Todos los días compramos productos con nuestras tarjetas de crédito y los pagamos después de disfrutar de ellos. A medida que probamos que somos dignos de confianza y puntuales efectuando nuestros pagos, aumenta nuestra calificación de crédito. Una vez hemos probado que somos solventes, las empresas incluso acudirán activamente a nosotros para ofrecernos crédito. Saben que se puede contar con ciertas personas para pagar las facturas. Cuánto más había demostrado el Salvador que era digno de confianza. Durante largos eones en la esfera premortal, él dio prueba de su fidelidad, fiabilidad y honorabilidad en todo compromiso, responsabilidad y encargo. Las Escrituras afirman que «de eternidad en eternidad él es el mismo» (DyC 76:4).1 Nunca se desvió del curso fijado, nunca fue negligente en su rendimiento, nunca se retractó de la palabra dada. Ejecutó todo mandato con exactitud; desempeñó todos sus deberes con precisión; Él «no se tarda en cumplir su promesa» (2 Pedro 3:9). Sus promesas fueron «inalterable[s] e inmutable[s]» (DyC 104:2). Como consecuencia, su crédito espiritual se incrementó con celeridad hasta convertirse en oro puro, sí, infinito en valor. Por ello las leyes de la justicia podían reconocer los beneficios de la Expiación antes incluso de que se pagara el precio de compra, porque Su promesa, Su palabra, Su crédito era más que suficiente, y todos los que cumplieron su primer estado lo sabían. En el concilio premortal, el Salvador convino con el Padre que llevaría a cabo la Expiación. John Taylor escribió: «Un convenio se formalizó entre Él y Su Padre, en virtud del cual Él acordó expiar los pecados del mundo»,2 y de ahí en adelante se le conoció como «el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo» (Apocalipsis 13:8; véase también Moisés 7:47). El Evangelio de Felipe, uno de los escritos hallados en la biblioteca de Nag Hammadi, sugiere de manera similar: «No fue solamente cuando apareció que dio voluntariamente su vida, sino que Él entregó voluntariamente Su vida desde el mismo día que el mundo empezó a existir. Entonces vino a fin de tomarla, puesto que se había entregado a modo de promesa».3 Y es sobre la base de dicha promesa o convenio que tuvimos fe en Él. En virtud de ese convenio el Padre pudo prometer la remisión de los pecados con anterioridad al sacrificio expiatorio, porque «sabía» que Su Hijo no fallaría. La cuestión no era si Él era capaz de romper su pacto, sino que no lo iba a hacer. Retóricamente hablando, el Salvador nos recuerda esa verdad: «¿Quién soy yo?», pregunta, «¿para prometer y no cumplir?» (DyC 58:31; véase también Números 23:19). Salomón reconoció que, en lo que al Señor respecta, «ninguna palabra de todas sus promesas que expresó por Moisés, su siervo, ha faltado» (1 Reyes 8:56; véase también Deuteronomio 7:8). Abraham fue otro testigo de ello: «no hay nada que el Señor tu Dios disponga en su corazón hacer que él no haga» (Abraham 3:17). No sorprende que Nehemías se refiriera a Él como «Dios (…) que guardas el convenio» (Nehemías 9:32). Cualquier duda acerca de la integridad subyacente a las promesas del Señor quedó despejada cuando él mismo declaró en la antigüedad: «No quebrantaré jamás mi convenio con vosotros» (Jueces 2:1; énfasis añadido). En Cuento de Navidad, Charles Dickens trata la importancia de cumplir las promesas, tal y como se desprende de su caracterización de Scrooge. Tras una vida de tacañería, el espíritu de la Navidad ablanda finalmente el corazón de Scrooge. Le promete a Bob Cratchit un aumento de sueldo y ayudar a su familia en apuros; de hecho, promete empezar a hacerlo esa misma tarde. Y entonces leemos ese magnífico homenaje a Scrooge: «[él] hizo más de lo que había dicho. Hizo todo e infinitamente más».4 En un espíritu semejante lo hizo todo el Salvador; cumplió su palabra; llevó a término una Expiación infinita. Consideremos por un momento la naturaleza vinculante de un juramento en tiempos del Antiguo Testamento y del Libro de Mormón. Ahora elevémoslo al convenio de Dios, quien está «obligado» (DyC 82:10) cuando así lo pacta, y quien «nunca varía de lo que ha dicho» (Mosíah 2:22). Acerca del juramento y convenio del sacerdocio, el Señor declaró: «todos los que reciben el sacerdocio reciben este juramento y convenio de mi Padre, que él no puede quebrantar» (DyC 84:40; énfasis añadido). Si un Dios «no puede quebrantar» un convenio, ¿entonces por qué no podrían reconocer las leyes de la justicia los efectos de un convenio con anterioridad a su realización? B. H. Roberts creía que esto era así: «Los efectos de la expiación fueron reconocidos por los santos de la antigüedad con anterioridad a la llegada de Cristo y, por ende, antes de que él llevara a efecto la expiación; pero ello se debía a que la expiación de los pecados del hombre, la satisfacción de la justicia, ya había sido predeterminada [mediante un convenio], y este hecho otorgó eficacia a su fe, su arrepentimiento y su obediencia a las ordenanzas del evangelio».5 Podría ser que un convenio como este ayudara a sostener al Salvador en el jardín cuando sus fuerzas espirituales y físicas se habían agotado a todas luces, cuando ya «no quedada nada» para combatir al Maligno y al pecado mismo, más que el puro convenio consistente en llevar a cabo la Expiación. ¿Cuántos convenios como este han elevado al hombre a alturas superiores? ¿cuántos le han conferido fuerzas añadidas y generado reservas de resistencia sin explotar cuando todo lo demás parecía derrumbarse a su alrededor? Así pues, quizá, de alguna manera, este convenio puede haber satisfecho las leyes de la justicia a favor de los que vivieron con anterioridad a la Expiación, y, asimismo, haber contribuido a sustentar al Salvador en su hora de mayor necesidad. LOS ESPÍRITUS PREMORTALES Una vez establecida la naturaleza retroactiva de la Expiación, la pregunta lógica que surge a continuación es, ¿«hasta donde se remonta?». ¿Llega la Expiación hasta el mundo preterrenal de los espíritus? ¿Acaso es necesario? Resulta obvio que los espíritus del mundo premortal contaban con albedrío moral y con la capacidad de tomar decisiones. Joseph Fielding Smith lo dejó muy claro cuando afirmó lo siguiente: «Dios dio el albedrío a sus hijos aun en el mundo espiritual, mediante el cual los espíritus tuvieron el privilegio, tal como hoy en día tienen los hombres aquí, de elegir el bien y rechazar el mal, o de participar del mal y sufrir las consecuencias de sus pecados. Por causa de esto, aun allá algunos eran más fieles que otros en obedecer los mandamientos del Señor».6 En otra ocasión se expresó de manera similar: «Los espíritus de los hombres no eran iguales. Tal vez hayan tenido un principio igual, y sabemos que todos eran inocentes al principio; pero el derecho del libre albedrío que les fue dado los capacitó para que unos aventajasen a otros, y así, a través de eones de existencia inmortal, llegasen a ser más inteligentes, más fieles, pues ellos eran libres para actuar por sí mismos, para pensar por sí mismos, para recibir la verdad o rebelarse contra ella».7 Alma describió a los espíritus premortales como espíritus a los que se había «concedido primeramente escoger el bien o el mal» (Alma 13:3); en consecuencia, estaban en posición de poder pecar. Que los discípulos del Salvador creían que una persona tenía la capacidad de pecar en la vida preterrenal queda patente en su pregunta al Salvador: «Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego?» (Juan 9:2). La tercera parte de los espíritus premortales cometió un pecado muy grave cuando optó por otorgarle su lealtad a Lucifer que fueron expulsados de la presencia de Dios (DyC 29:36; Apocalipsis 12:4). Pedro explicó que «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que [los arrojó] al infierno» (2 Pedro 2:4). No se trataba de una transgresión inocente; era una rebelión manifiesta contra Dios, liderada por el Maligno, quien «peca desde el principio» (1 Juan 3:8). Este tercio de las huestes celestiales eligió a Satanás en lugar de a Dios «a causa de su albedrío» (DyC 29:36). De los dos tercios, no todos ofrecieron su lealtad y obediencia a Dios por igual. Al momento de su nacimiento espiritual, «se hallaban en la misma posición que sus hermanos» (Alma 13:5), pero mediante las leyes del albedrío, cada espíritu avanzó a su propio ritmo de modo que solamente unos pocos se convirtieron en los «nobles y grandes» (Abraham 3:22). Todos los espíritus premortales empiezan su existencia espiritual en un estado de inocencia (es decir, libres de pecado), pero todos esos espíritus perdieron dicha inocencia por sus propios pecados. Algunos pecados eran de tal gravedad que ocasionaron la expulsión del cielo. Caín, que no fue echado, no obstante, debió de haber pecado seriamente, puesto que el Señor decretó: «serás llamado Perdición; porque también tú existías antes que el mundo» (Moisés 5:24; énfasis añadido). El élder McConkie escribió: «Aunque fue un rebelde y estuvo asociado con Lucifer en la preexistencia, y aún cuando fue un mentiroso desde el principio y su nombre fue Perdición, Caín se las arregló para obtener el privilegio del nacimiento mortal».8 Conceptos como albedrío, expulsión y preordenación, los cuales estaban presentes plenamente en la vida premortal, implican una elección y una oportunidad entre la obediencia o el pecado. Si no hubieran pecado después de la expulsión de Satanás, entonces hemos de asumir que los dos tercios restantes vivían en un estado de inocencia o que eran perfectos; ninguna de las dos opciones es compatible con las condiciones premortales de albedrío y preordenación. Resulta obvio que, si vivíamos en un estado de inocencia o perfección, no habría distinción espiritual entre los espíritus y, por lo tanto, no habría motivo para caracterizar a algunos como «nobles y grandes», ni para que otros recibieran el nombre de «perdición». De igual manera, no habría razón para designar a otros, y no a todos, como «gobernantes», «escogido[s]» o «buenos» (Abraham 3:22–23), si todos eran inocentes o perfectos. Tanto las Escrituras como la razón nos llevan a la inevitable conclusión de que el pecado estaba presente en la época preterrenal. Joseph Fielding Smith Jr. llega a idéntica conclusión: «La imagen está completa. El hombre podía pecar con anterioridad a su nacimiento como ser mortal».9 Algunos se preguntarán: «¿Cómo conciliar este concepto con el pasaje según el cual ‘ninguna cosa impura puede morar con Dios’?» (1 Nefi 10:21; véase también 1 Nefi 15:33). Una lectura minuciosa de estos pasajes y otros afines revelará que el verbo «morar», tal y como se emplea en este contexto, hace referencia a una condición permanente o eterna que existe después de que los hombres sean traídos «ante el tribunal de Dios» (1 Nefi 10:21; véase también 3 Nefi 27:19; Mormón 7:7; DyC 76:62). «Morar» es, en este sentido, un estado futuro. Hasta que tenga lugar el juicio no parece que exista en las Escrituras prohibición alguna de la comparecencia temporal de seres imperfectos en la presencia de Dios. De hecho, las Escrituras dejan claro que pecadores vivieron temporalmente en la presencia de Dios en la época preterrenal, tal y como pone de manifiesto la rebelión de Satanás y la guerra que se desató en los cielos posteriormente. Sabemos que todos los hombres, incluso los inicuos, volverán a la presencia de Dios para ser juzgados y «verán su rostro» (2 Nefi 9:38). Incluso Pablo, de camino en persecución de los santos de Damasco, estuvo en presencia del Señor resucitado (Hechos 9:3–6, 17). Asimismo, el Salvador glorificado «moró» entre los nefitas justos, pero aún imperfectos, que estuvieron presentes en su venida. A estos nefitas el Salvador les predicó conminándolos a arrepentirse de «de [sus] pecados» (3 Nefi 9:13; véase también 3 Nefi 11:23, 37). Por consiguiente, no parece incompatible desde el punto de vista escriturario que en el periodo preterrenal Dios permitiera que sus hijos imperfectos residieran temporalmente en su presencia mientras les enseñaba, educaba y preparaba para el día de su probación mortal. Allí «recibieron sus primeras lecciones en el mundo de los espíritus» (DyC 138:56). Eliza R. Snow escribió acerca de este periodo en su himno tan querido, «Oh mi padre»: ¿Tu morada antes era de mi alma el hogar? En mi juventud primera, ¿fue Tu lado mi altar?10 De acuerdo con su fidelidad, estos hijos espirituales volverían algún día a nuestro padre, y vivirían (morarían) con Él «por los siglos de los siglos» (DyC 76:112). Asumiendo que hayamos pecado en la etapa premortal, ¿cómo podrían limpiarse nuestros pecados preterrenales para nacer en la inocencia? Quizá la Expiación infinita del Salvador también englobaba esta fase de nuestro viaje eterno, y aportó la purificación necesaria. Orson Pratt creía en esa doctrina y la enseñó: «No vemos ninguna incorrección en el hecho de que Jesús se ofreció al Padre como ofrenda y sacrificio aceptable a fin de expiar los pecados de Sus hermanos, comprometido, no solo en el segundo, sino también en el primer estado».11 Robert J. Matthews cita a Orson Pratt, y a continuación añade: «No se está expresando la doctrina de la Iglesia, pero lo que dice resulta claro, coherente y razonable y yo lo creo».12 Doctrina y Convenios parece confirmar esta creencia: «Todos los espíritus de los hombres fueron inocentes en el principio [en referencia a nuestro nacimiento espiritual]; y habiéndolo redimido Dios de la caída [en referencia a la Expiación], el hombre llegó a quedar de nuevo en su estado de infancia [en referencia al nacimiento terrenal], inocente delante de Dios» (DyC 93:38; énfasis añadido). Nuestro comienzo en la existencia espiritual fue en un estado de inocencia, es decir, éramos puros y estábamos libres del pecado.13 Evidentemente, mediante la Expiación de Jesucristo y sus poderes redentores, nacimos idénticamente inocentes en la vida mortal, sin mácula y sin mancha por causa de nuestros pecados premortales. Si bien sería prematuro llegar a una conclusión definitiva antes de obtener más revelación al respecto, parece que la Expiación se extendía hacia atrás lo suficiente como para incluir todos nuestros pecados, incluida, de ser preciso, nuestra vida premortal. Así, se aplicaría de manera retroactiva con efectos infinitos. LOS ESPÍRITUS POSTMORTALES Las consecuencias de la Expiación no son menos eficaces en el plano prospectivo. Los poderes redentores del Salvador se extendían hacia adelante hasta alcanzar a los espíritus de los muertos con idéntica facilidad como se extendían hacia atrás hasta nuestra vida premortal. El 3 de octubre de 1918 el presidente Joseph F. Smith se encontraba sentado en su habitación, meditando con respecto a las Escrituras y reflexionando acerca del gran sacrificio expiatorio del Salvador. Quedó impresionado con el relato que Pedro ofrece de la visita del Salvador a los muertos (1 Pedros 3:18–20; 4:6). Meditando estas cosas, «fueron abiertos los ojos de [su] entendimiento» (DyC 138:11) y vio las multitudes de los muertos de los que hablaba Pedro. Percibió que el Salvador organizó sus fuerzas misionales y las envió a predicar el Evangelio a los que aún no habían escuchado sus verdades gloriosas. En un lenguaje que no dejaba lugar a dudas, el presidente Smith relató que la Redención y sus efectos se enseñaron a aquellos espíritus que habían abandonado la tierra: «y allí [el Salvador]14 les predicó el evangelio sempiterno, la doctrina de la resurrección y la redención del género humano de la caída, y de los pecados individuales, con la condición de que se arrepintieran» (DyC 138:19). A continuación, leemos esta afirmación rotunda del presidente Smith: «Los muertos que se arrepientan serán redimidos» (DyC 138:58). La Expiación fue enseñada y se está enseñando a los muertos, es más, tendrá eficacia para los que elijan arrepentirse. ¿DEMASIADO TARDE PARA LA REDENCIÓN? ¿Qué sucede entonces con los hombres mortales y los espíritus de los difuntos que han escuchado el Evangelio en su plenitud y lo han rechazado con carácter definitivo? ¿Vendrá un momento en el viaje del hombre a partir de cual el poder purificador de la Expiación ya no podrá aplicarse más? ¿Existe un momento en el que será «demasiado tarde», un instante en el que las bendiciones de la redención ya no estarán a nuestro alcance? Samuel el Lamanita se refirió a un momento como ese cuando predicó a los nefitas inicuos: «Mas he aquí, vuestros días de probación ya pasaron; habéis demorado el día de vuestra salvación hasta que es eternamente tarde ya, y vuestra destrucción está asegurada» (Helamán 13:38). De forma análoga, Amulek vislumbró ese día y enseñó sobre él, rogándole a su pueblo que no «[demorara] el día de [su] arrepentimiento hasta el fin; porque después de este día de vida, que se nos da para prepararnos para la eternidad, he aquí que, si no mejoramos nuestro tiempo durante esta vida, entonces viene la noche de tinieblas en la cual no se puede hacer obra alguna» (Alma 34:33; véase también 3 Nefi 27:33). Amulek hizo entonces hincapié en ese momento crucial en el que ya no sería posible valerse de aquel glorioso principio del arrepentimiento, cuando el último resquicio de esperanza se cerraría para los impenitentes, cuando el último rayo de luz se apagaría y la noche descendería en toda su negrura. Y Amulek continúa: «No podréis decir, cuando os halléis ante esa terrible crisis: Me arrepentiré, me volveré a mi Dios. No, no podréis decir esto (…) Porque si habéis demorado el día de vuestro arrepentimiento, aun hasta la muerte, he aquí, os habéis sujetado al espíritu del diablo y él os sella como cosa suya; por tanto, se ha retirado de vosotros el Espíritu del Señor y no tiene cabida en vosotros, y el diablo tiene todo poder sobre vosotros; y este es el estado final del malvado» (Alma 34:34–35; énfasis añadido). Mormón vio «que el día de gracia había pasado (…), tanto temporal como espiritualmente» para su pueblo impenitente (Mormón 2:15). Oseas profetizó acerca de ese día en el que el arrepentimiento «se esconderá» de los ojos de Dios (Oseas 13:14). El Señor ha concedido un periodo de tiempo generoso en el que sus poderes sanadores están desplegados, pero llegará finalmente el momento en el que el bálsamo espiritual ya no estará a nuestro alcance. Emily Dickinson habló de un momento como ese: ¿Es el cielo médico? Dicen que Él es capaz de curar; pero la medicina póstuma está ausente.15 En ese momento sabremos que «¡la siega ha pasado, el verano ha terminado y mi alma no se ha salvado!» (DyC 56:16; véase también Jeremías 8:20; DyC 45:2). La Expiación tiene aplicación a través de «los espacios sin fin de la eternidad»16 retroactiva y prospectivamente. Así lo expresó con claridad el Señor, puesto que la salvación vendrá «no solo [a] los que creyeron después que él vino en la carne, en el meridiano de los tiempos, sino que tuviesen vida eterna todos los que fueron desde el principio, sí, todos cuantos existieron antes que él viniese» (DyC 20:26). Los efectos de la Expiación de Cristo son eternos; el momento de arrepentirse, no. Para los que se arrepienten, sin embargo, el proceso de purificación es más que una limpieza temporal: es una sanación permanente frente a los pecados de todos ellos, en todas las épocas, en todas las etapas de su existencia. Asimismo, la resurrección durará un tiempo inmemorial. En consecuencia, la Expiación es infinita en términos de tiempo. Pablo se refirió a su naturaleza atemporal cuando enseñó que Cristo «[ofreció] por los pecados un solo sacrificio para siempre» (Hebreos 10:12; énfasis añadido). Y ese fue el testimonio del Salvador: «mi salvación será para siempre» (Isaías 51:6, énfasis añadido; véase también Isaías 51:8). Y así es. NOTAS 1. Según la interpretación que el élder Bruce R. McConkie ofrece de este pasaje de las Escrituras, en todos y cada uno de los estados de la existencia del Salvador (incluida su vida premortal, entre otros) fue «el poseedor y la personificación de todo atributo y característica divinos en su plenitud y perfección» (Promised Messiah, 197). 2. Taylor, Mediation and Atonement, 97. 3. «The Gospel of Philip» [El Evangelio de Felipe], 132; énfasis añadido. «El Evangelio de Felipe» es uno de los libros pertenecientes a la biblioteca de Nag Hammadi. Se trata de una colección de escritos cristianos descubiertos en diciembre de 1945 en las inmediaciones de la población egipcia de Nag Hammadi. 4. Dickens, Cuento de Navidad, 131. 5. Roberts, Seventy’s Course in Theology, cuarto año, 123, nota c. 6. Smith, Doctrinas de salvación, 1:55. 7. Ibid., 56. 8. McConkie, Doctrina mormona, 106. 9. Smith, Religious Truths Defined, 94. 10. Snow, «Oh mi padre», Himnos, núm. 187. 11. Pratt, The Seer, 1 (no. 4): 54; énfasis añadido. 12. Matthews, «The Price of Redemption», 4. 13. Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), Diccionario de la lengua española, véase la entrada «inocente». 14. En los versículos 29–32 de esta misma sección, el presidente Joseph F. Smith aclara que el Salvador no predicó el Evangelio personalmente a los «inicuos ni [a] los desobedientes», sino que «organizó sus fuerzas» entre los justos y los envió a predicar. 15. Dickinson, «Life LVI», en Emily Dickinson, 42. 16. McConkie, Doctrina mormona, 293. Capítulo 12 INFINITA EN COBERTURA EL HOMBRE, LOS ANIMALES, LAS PLANTAS Y LA TIERRA ¿Son los mortales que habitan esta tierra los únicos beneficiarios de la Expiación? ¿Qué sucede con otros mundos y otras formas de vida? ¿Quién los salva de la muerte temporal y, cuando fuera necesario, de la muerte espiritual? La Expiación no incluye solo a la humanidad; engloba mucho más. El élder Joseph Fielding Smith se refirió directamente a esta cuestión: «Algunos sostienen una idea muy incoherente: que la resurrección solamente afectará a las almas humanas; que los animales y las plantas no tienen espíritus y, por lo tanto, no son redimidos por el sacrificio del Hijo de Dios, y, en consecuencia, no les corresponde resucitar».1 José Smith enseñó: «Supongo que Juan vio seres allí [en los cielos], que se habían salvado y originarios de diez mil tierras como estas multiplicadas por diez mil, animales extraños que nos resulta imposible concebir y que se pueden contemplar en el cielo. Juan aprendió que Dios se glorificó a sí mismo salvando todo lo que sus manos habían formado, tanto los animales terrestres, como las aves, los peces, o el hombre».2 El Señor prometió: «todas las cosas viejas pasarán, y todo será hecho nuevo, (…), tanto hombres como bestias, las aves del aire, y los peces del mar» (DyC 29:24). Pero, ¿cómo se aplica la Expiación a todas esas otras formas de vida? ¿Resucitan y reciben cuerpos inmortales por la eternidad? ¿Necesitan también superar la muerte espiritual? El élder McConkie aborda esta cuestión, formulando la pregunta siguiente en forma de respuesta: «¿Es la doctrina del evangelio (…) que esta muerte temporal se transmitió a todas las formas de vida, a todo hombre y animal y pez y ave y vida vegetal; que Cristo vino para rescatar al hombre y a todas las formas de vida de los efectos de la muerte temporal, introducida en el mundo por la Caída, y en el caso del hombre por la muerte espiritual también; que este rescate incluye una resurrección para el hombre y todas las formas de vida?»3 Jacob parece confirmar que la redención de la muerte espiritual se encuentra limitada al hombre, puesto que enseñó que Cristo «sufre los dolores de todos los hombres, sí, los dolores de toda criatura viviente, tanto hombres como mujeres y niños, que pertenecen a la familia de Adán»(2 Nefi 9:21; énfasis añadido). ¿Y qué decir de la tierra misma? ¿Necesita redención? La respuesta es sí. Igual que las plantas y los animales necesita la redención de la muerte física. El presidente Brigham Young expresó sentimientos a este respecto: «Cristo es el autor de este Evangelio, de esta tierra, de los hombres y las mujeres, de toda la posteridad de Adán y Eva, y de toda criatura viviente que mora sobre la faz de la tierra, que vuela por los cielos, que nada en las aguas o que mora en el campo. Cristo es el autor de salvación para toda esta creación; de todas las cosas pertenecientes a esta esfera terrestre que ocupamos (…) él ha redimido la tierra; ha remido a la humanidad y a todo ser vivo que se mueve sobre su faz».4 El élder McConkie trata ciertas herejías relacionadas con la Caída, entre ellas que Adán fue el producto final de un proceso evolutivo. En respuesta, comentó: «Cuando los que propugnan esta perspectiva hablan de una caída y una expiación, asumen erróneamente que se aplican solamente al hombre en lugar de a la tierra y a todas las formas de vida, como acreditan las escrituras».5 El élder Talmage era de una opinión similar: «En las escrituras aprendemos que la transgresión de Adán desembocó en un estado caído, no solo de la humanidad, sino de la tierra misma también. En este y en muchos otros acontecimientos históricos (…) la naturaleza parece estar íntimamente relacionada con el hombre».6 ¿Cómo ha redimiendo la tierra el Señor, entonces? ¿Acaso va a morir? Las Escrituras así lo afirman con claridad. Isaías habló de un momento en el que «la tierra se envejecerá como ropa de vestir; y de la misma manera perecerán sus moradores» (Isaías 51:6; véase también 2 Nefi 8:6). La revelación de los últimos días confirma esta verdad, ya que, al referirse a esta esfera terrestre, el Señor afirmó: «será santificada; sí, a pesar de que morirá, será vivificada de nuevo; y aguantará el poder que la vivifica, y los justos la heredarán» (DyC 88:26). Joseph Fielding Smith también habló de la muerte de la tierra y su renovación o resurrección posibilitada únicamente por la Expiación: «La tierra, como cuerpo viviente, tendrá que morir y resucitar, pues ella también ha sido redimida por la sangre de Jesucristo».7 Evidentemente, la resurrección de la tierra tendrá lugar cuando muera y sea renovada y restaurada a su gloria paradisiaca. ¿Será necesaria otra redención de la tierra, además de su «resurrección»? La Caída de Adán no solo trajo consigo la muerte física para el hombre y la tierra; también dio lugar a la muerte física en forma de una Caída de la presencia de Dios, conocida como primera muerte espiritual. ¿Sufrió igualmente la Tierra una Caída semejante, lejos de la presencia de Dios? El profeta José enseñó: «Esta tierra volverá a la presencia de Dios y será coronada con gloria celestial».8 ¿Cómo podía la tierra ser «llevada de nuevo a la presencia de Dios» a menos que hubiera estado situada geográficamente allí con anterioridad? Lorenzo Snow, sin duda, aprendió esta verdad del profeta José Smith, ya que habló en términos similares acerca del retorno de la tierra: «La tierra será retornada en prístina pureza a su órbita primitiva y sus habitantes moraran en ella en paz y rectitud perfectas».9 John Taylor enseñó que la tierra «fue organizada originariamente cerca del planeta Kólob».10 Esto permite hacerse una idea de la proximidad de la tierra a Dios en el momento de su creación, puesto que Kólob es el planeta más cercano a Dios (Abraham 3:3, 16; facsímil núm. 2, Figura 1). Brigham Young enseñó que la tierra «fue desplazada de su órbita o estado más glorioso por causa del hombre».11 En otro lugar enseñó: «Cuando el hombre cayó, la tierra se precipitó al espacio, y situó su morada en este sistema planetario (…) Esta es la gloria de la cual la tierra provino, y cuando sea glorificada retornará nuevamente a la presencia del Padre».12 El élder Bruce R. McConkie se hace eco de estas enseñanzas: «Cuando Adán cayó, la tierra cayó también y se volvió una esfera mortal».13 La transgresión de Adán no solo desembocó en la muerte del hombre y su Caída de la presencia de Dios; la tierra también murió y fue apartada de la presencia de Dios. Las consecuencias que afectaron a la tierra después de la Caída reflejaron las consecuencias que esta tuvo para el hombre. De hecho, es sorprendente reconocer las extraordinarias semejanzas existentes entre la tierra y el hombre. Ambos están sujetos a la muerte; ambos resucitarán; ambos cayeron de la presencia de Dios; ambos necesitan nacer del agua para ser limpiadas (la tierra recibió el bautismo en la época de Noé); ambos necesitan ser purificados por el fuego (la tierra recibirá el bautismo de fuego en la Segunda Venida y con anterioridad a su juicio final) y ambos esperan el día de su celestialización y retorno a la presencia de Dios. Mediante los poderes de la Expiación, la tierra «resucitará» y será restaurada a la presencia física del Santo. Cada una de las consecuencias negativas de la Caída, tanto si afectaban al hombre o esta esfera terrestre, serán corregidas por la Expiación. Podemos vislumbrar cuán extraordinarios han de ser los poderes de la Expiación, incluso para la tierra, cuando reflexionamos acerca del grito angustiado que se oyó desde sus entrañas: «¿Cuándo descansaré y quedaré limpia de la impureza que de mí ha salido? ¿Cuándo me santificará mi Creador para que yo descanse, y more la justicia sobre mi faz por un tiempo?» (Moisés 7:48). Animales, peces, aves, árboles e incluso la tierra son herederos del plan de redención. Tan amplios y gloriosos son los trascendentales poderes de la Expiación que toda forma de vida «[alabará] el nombre de Jehová» (Salmos 148:13; véase también Apocalipsis 5:7–9, 13), y «¡[declararán] para siempre jamás su nombre!» (DyC 128:23; véase también DyC 77:2–3). La Expiación es universal, no selectiva en su cobertura. Todas las formas de vida están libres de la muerte temporal. Asimismo, el rescate del hombre incluye librarse de todas las formas de muerte espiritual. Baste afirmar que la Expiación amplía completamente sus poderes redentores a esta tierra y a toda forma de vida que en ella existe, en la medida necesaria para salvarlos de la muerte física y, cuando corresponda, de la muerte espiritual. EL REDENTOR DEL UNIVERSO ¿Se extiende la Expiación del Salvador más allá de este mundo? El élder McConkie enseñó: «Ahora, la jurisdicción y el poder de nuestro Señor se extienden más allá de los límites de esta pequeña tierra en la cual nosotros moramos; Él es, por debajo del Padre, el Creador de innumerables mundos (Moisés 1:33). Y, por el poder de su expiación, los habitantes de estos mundos, dice la revelación, ‘son engendrados hijos e hijas para Dios’, (DyC 76:24) lo que significa que la expiación de Cristo siendo literal y verdaderamente infinita, se aplica para un infinito número de mundos».14 ¡Este concepto ensancha la mente extraordinariamente! Moisés postuló que, incluso si pudiéramos contar millones de mundos, «no sería ni el principio del número de tus creaciones; y tus cortinas aún están desplegadas» (Moisés 7:30). El élder Marion G. Romney, quien escribió un artículo sobre Cristo el creador de mundos sin fin, afirmó: «Jesucristo, en el sentido de ser su creador y redentor, es el Señor de todo el universo. Con la excepción del ministerio terrenal que culminó, su servicio y su relación con otros mundos y sus habitantes son idénticos a la relación que existe entre su servicio y la relación con esta tierra y sus habitantes».15 El élder Romney habla del papel del Salvador en la existencia premortal como Redentor elegido, y agrega: «En definitiva, Jesucristo, mediante el cual Dios creó el universo, fue elegido [como el Redentor en los concilios preterrenales] para poner en marcha el gran plan de Elohim de ‘llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre’».16 Concluye con su testimonio de la universalidad del Salvador como Expiador: «Todos los que tienen un concepto auténtico de Jesucristo y que han recibido un testimonio por el espíritu de su divinidad se conmueven por siempre jamás ante los anales de su vida. Ven en todas sus palabras y hechos la confirmación de su señorío, como Creador y Redentor».17 Evidentemente, el profeta José enseñó esta doctrina en un poema que se le atribuye y en el que puso en verso un fragmento de Doctrina y Convenios 76: Y oí fuerte alta voz, dando desde el cielo testimonio, Él es el Salvador, el unigénito de Dios Por Él, de Él, y mediante Él, se hicieron todos los mundos, Incluso todo el firmamento tan extenso, Cuyos habitantes, del primero al postrero, Obtienen salvación del mismo Salvador nuestro; Y de Dios son engendrados hijos e hijas, Por idénticas verdades e idénticos poderes.18 El encabezamiento de Doctrina y Convenios 76 resume los versículos 18–24 de esta manera: «Los habitantes de muchos mundos son engendrados hijos e hijas para Dios por medio de la expiación de Jesucristo» (énfasis añadido). Lorenzo Snow aludió a esta doctrina cuando habló de la confianza del Padre en su Hijo: «Miles de años antes de que [el Salvador] descendiera a la tierra, el Padre había observado su trayectoria y sabía que podía depender de Él cuando la salvación de los mundos estuviera en juego; y no le defraudaron».19 Dicho de otra manera, el Salvador es un redentor multiplanetario. Esto es compatible con el hecho de que también es un creador multiplanetario, tal y como se enseñó por intermediación de Moisés, «he creado incontables mundos; (…) y por medio del Hijo, que es mi Unigénito» (Moisés 1:33). Pablo enseñó otro tanto: «Dios (…) ha hablado por el Hijo, (…) por quien, asimismo, hizo el universo» (Hebreos 1:1–2; énfasis añadido). Dado que el Hijo «hizo el universo», una interpretación razonable de Doctrina y Convenios 76:42: —«para que por medio de él fuesen salvos todos aquellos a quienes el Padre había puesto en su poder y había hecho mediante él» (énfasis añadido)— podría sugerir que el Salvador salvó a todos los habitantes de todos los mundos «hechos mediante él». El versículo siguiente parece fundamentar esta afirmación: «él glorifica al Padre y salva todas las obras de sus manos» (DyC 76:43). El élder Russell M. Nelson confirmó estos pensamientos así: «Y la misericordia de la Expiación se extiende no sólo a una cantidad infinita de personas, sino también a un número infinito de mundos creados por Él».20 Hugh Nibley cita el Evangelio de la Verdad, que dice: «Todos los demás mundos miran hacia el mismo Dios como miran a un sol común», y agrega esta observación propia: «La crucifixión es eficaz en otros mundos».21 El hermano Nibley cita otros autores de la antigüedad que tenían perspectivas interesantes sobre el señorío universal del Salvador. Hablando de otros mundos, la Oda de Salomón 42 reza: «Conocen al que los creó porque están en consonancia. Tienen un gobernante común, un señor común, de modo que están mutuamente en consonancia, y se comunican con Él y a través de Él entre ellos, pues la boca del Altísimo les ha hablado».22 En otros escritos de la iglesia antigua (1 Clemente) se encuentra registrado: «Dios es el Padre de todos los mundos (…) Como el Padre de grandeza está en el mundo glorioso, también su Hijo gobierna sobre esos cosmos como el Señor principal y supremo de todos los poderes».23 Finalmente, Robert J. Matthews lo simplifica al máximo posible cuando afirma: «La cuestión surge a menudo, ¿es Jesús el Salvador de otros mundos? La respuesta es sí».24 Doctrina y Convenios 88 habla de «la tierra y todos los planetas» (DyC 88:43). Entonces se refiere a estas creaciones colectivamente con la designación de «reinos» (DyC 88:46). Estos reinos se comparan a un hombre que poseía un campo y que envía a sus siervos a cavar y a preparar el terreno. El Señor del campo visita cada reino (o planeta) a su debido tiempo, uno en la primera hora, otro en la segunda hora y finalmente el último en la duodécima, a fin de que cada uno pueda disfrutar de la contemplación de su rostro. Un fragmento de la parábola sigue a continuación: «Y así, todos recibieron la luz del semblante de su señor, cada hombre en su hora, en su tiempo y en su sazón, empezando por el primero, y así hasta el último; y desde el último hasta el primero; y desde el primero hasta el último; cada hombre en su propio orden, (…) para que su señor se glorificara en él, y él en su señor, a fin de que todos fuesen glorificados. Por consiguiente, compararé todos estos reinos [planetas] y sus habitantes a esta parábola» (DyC 88:58–61; énfasis añadido). ¿Quién es este Señor que visita estos planetas y a sus habitantes, para que estos puedan ser glorificados? Orson Pratt tiene la respuesta. Se refiere al reino milenario del Salvador y a los puros de corazón que se alegrarán al contemplar su rostro durante mil años. Entonces, Orson Pratt añade: «Se aparta. ¿Y para qué? Para llevar a cabo otros designios; porque tiene otros mundos o creaciones y otros hijos e hijas, quizá tan buenos como los que moran en este planeta; y ellos, como nosotros, recibirán su visita y se alegrarán al contemplar el rostro del Señor. Y así irá él, a su debido momento, de reino en reino o de mundo en mundo, causando que los puros de corazón, la Sión [sic] tomada de esas creaciones, se regocijen en su presencia».25 ¿Por qué deberían estos habitantes de otros mundos ser glorificados en la presencia de nuestro Salvador (DyC 88:60)? Porque él es también su Salvador. Dado que Cristo también los ha creado a ellos, los amó y los redimió. Él es el Salvador de todas las obras de sus manos. No es solamente su creador; también es el Redentor y Señor del universo entero. ¿POR QUÉ ES ESTA TIERRA UN PLANETA REDENTOR? Si la Expiación tuvo estas consecuencias infinitas en los mundos infinitos, cabría preguntarse por qué esta tierra fue la seleccionada entre todas las demás, «sí, millones de tierras como esta» (Moisés 7:30). ¿Por qué fue esta tierra el campo de pruebas, el planeta redentor? Exponemos a continuación tres posibles razones. La primera posibilidad es que Cristo quizá viniera a esta tierra para contrarrestar la gran maldad que existía en ella. Cuando Enoc construyó su «ciudad de santidad» y algunos hombres conocieron la paz y la felicidad perfectas, Enoc vio en visión el momento en el que la tierra se encontraría inundada de una iniquidad extrema. El Señor observaría trágicamente: «puedo extender mis manos y abarcar todas las creaciones que he hecho; y mi ojo las puede traspasar también, y de entre toda la obra de mis manos jamás ha habido tan grande iniquidad como entre tus hermanos». (Moisés 7:36; énfasis añadido). Evidente, esta tierra conocía cotas más elevadas de maldad que cualquier otra creación de Dios. ¡Qué comentario más trágico! Millones, miles de millones de mundos, incluso más de los que pueden contarse, y este mundo ocupa un lugar destacado por su maldad. Como testificara el élder Joseph Fielding Smith: «Su presencia era necesaria debido a la extrema violencia de los habitantes de esta tierra».26 Esperemos que lo opuesto sea también verdad, y que una iniquidad tan profunda tenga su respuesta en alturas de rectitud sin parangón. Pudiera ser que la vida terrenal del Salvador, y con ello su Expiación, estuvieran reservadas para esta tierra con vistas a ejercer una influencia de estabilización, un contrapeso a fin de compensar su inmensa maldad. Una posible segunda razón por la que Cristo vino a nuestro mundo podría ser que no existiera otro mundo lo suficientemente perverso como para crucificar a su Dios. Enoc nos recuerda que el Salvador vino «en el meridiano de los tiempos, en los días de iniquidad y venganza» (Moisés 7:46). Tan degenerada estaría la gente en lo relativo a su condición espiritual en esta época que Nefi comentó que: «ninguna otra nación sobre la tierra (…) crucificaría a su Dios» (2 Nefi 10:3). ¡Resulta casi inconcebible! Cuando tenemos en cuenta la infinidad de naciones que han ocupado esta tierra, las guerras y los crímenes y la inmoralidad que sus dirigentes han fomentado, la decadencia tan generalizada por igual entre los países civilizados y sin civilizar, no nos queda sino preguntarnos cómo es posible que una única nación fuera capaz de crucificar a su Dios. Sin embargo, las Escrituras declaran que fue así. Dado que solamente una nación en la tierra crucificaría a su Dios; puesto que este mundo era más inicuo que ningún otro (Moisés 7:36), entonces, ¿en cuál de las creaciones infinitas de Dios podría él encontrar una nación capaz de crucificar a su Salvador? El élder Joseph Fielding Smith contempló este planteamiento: «Puede que esta sea la razón de que Jesucristo fuera enviado aquí y no a otro mundo; en otro mundo diferente no lo habrían crucificado».27 Hay al menos una tercera posibilidad para explicar el porqué de la venida de Cristo a esta tierra en particular. Puede ser que aquí él encontrara una muestra transversal de sus hijos —de lo mejor a lo peor—; una representación de los que habrían de ser testigos de su Expiación. Tan inicua era la tierra en los días del ministerio de Cristo que el presidente Joseph F. Smith observó: «sin embargo, no obstante sus poderosas obras y milagros y su proclamación de la verdad con gran poder y autoridad, fueron pocos los que escucharon su voz» (DyC 138:26). Este rechazo estuvo tan extendido que el Señor dijo: «Vine a los míos, y los míos no me recibieron» (3 Nefi 9:16). Afortunadamente, en medio de tal maldad generalizada fue posible encontrar un grupo de inmensa bondad. Pedro, Santiago y Juan son tres de los mejores hombres que esta tierra haya conocido. Son gigantes espirituales en una nación de niños espirituales. La ley de los opuestos estaba plenamente en funcionamiento: el bien y el mal en sus extremos respectivos. La observación de Charles Dickens con respecto a los momentos que precedieron a la Revolución Francesa encaja a la perfección en lo que a la época terrenal de Cristo se refiere: «Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos»;28 a lo que se puede añadir: estos eran los mejores hombres, eran los peores hombres. Noah Webster se expresó de esta manera a propósito de esa diversidad cultural: «La historia de los judíos presenta la verdadera naturaleza del hombre en todas sus manifestaciones. Todos los rasgos de la persona: buenos y malos; todas las pasiones del corazón humano; todos los principios que descarrían al hombre en la sociedad se representan en este breve relato, con una sencillez sin artificios sin igual en la escritura moderna».29 Tal ambiente de contrastes parecía estar preparado para la venida del Salvador. Habría burlas, provocaciones, incredulidad y finalmente la crucifixión. Por otra parte, también habría devoción, fe, entendimiento y aprecio incesantes por parte de una discreta minoría. La nación de Israel estaba viviendo simultáneamente las profundidades de la maldad y las alturas de la rectitud. La Expiación del Salvador se malinterpretaría y se comprendería a la vez; se despreciaría y se valoraría, todo por parte de ambos extremos en esta dicotomía espiritual. Las consecuencias opuestas del albedrío moral estaban en pleno apogeo. Algunos le traicionarían, mientras que otros pagarían «mucho dinero» (Mateo 28:12) para cerrar las bocas de los que sabían. También estarían los apáticos; los que casi se verían persuadidos a hacerse cristianos, y otros que estarían a punto de lograr la perfección, pero que no lo consagrarían todo. Por este trasfondo de las masas que se quedarían cortas, habría unos pocos que lo darían todo sin reservas, incluidas sus vidas; que dieron testimonio de su misión divina audazmente, sin miedo y con fervor. Acaso fueron estas condiciones encontradas de bondad consumada y maldad desenfrenada las que causaron que esta tierra estuviera «madura» para la vida mortal de Cristo. Los habitantes de esta tierra ocupaban la totalidad del espectro en lo que a espiritualidad se refiere. Era la muestra transversal de la humanidad del Señor. Este era un planeta en el que la Expiación se podía presenciar y, ser rechazada o aceptada por una muestra completa de la raza universal, y, así, y quizá por esta razón, se convirtió en el campo de pruebas elegido. Sea cual sea la causa, Dios seleccionó esta tierra entre sus infinitas creaciones con una finalidad en mente. Lehi dijo la verdad cuando declaró: «todas las cosas han sido hechas según la sabiduría de aquel que todo lo sabe» (2 Nefi 2:24). NOTAS 1. Smith, Answers to Gospel Questions, 5:7. 2. Smith, Words of Joseph Smith, 185. 3. McConkie, «Seven Deadly Heresies», 7–8; énfasis añadido. 4. Journal of Discourses, 3:80–81. 5. McConkie, New Witness, 99. 6. Talmage, Essential James E. Talmage, 211. 7. Smith, Doctrinas de salvación, 1:70. En otra ocasión escribió: «mediante su muerte, su ministerio y el derramamiento de su sangre, ha efectuado la redención de la muerte para todos los hombres, para todas las criaturas; no solamente para el hombre, sino para toda criatura viviente, y aun para la tierra misma sobre la cual estamos, pues se no ha enseñado por revelación, que ella también recibirá la resurrección» (Smith, Doctrinas de salvación, 1:133). 8. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 217. 9. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 333. 10. Taylor, The Mormon, 29 de agosto de 1857. 11. Smith, Words of Joseph Smith, 84, nota 12. 12. Journal of Discourses, 17:143; véase también Journal of Discourses, 9:317. 13. McConkie, Doctrina mormona, 756; véase también Times and Seasons 3: (1 de febrero de 1842), 672. 14. McConkie, Doctrina mormona, 294; énfasis añadido. 15. Romney, «Jesus Christ, Lord of the Universe», 46; énfasis añadido. 16. Ibid., 48. 17. Ibid., 48. 18. Holzapfel, «Eternity Sketch’d in a Vision», 145. Si bien se cree que José Smith escribió o, cuando menos, aprobó este poema, véase ibid., 141–43, para un análisis más completo de la autoría del poema. 19. Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 93; énfasis añadido. 20. Nelson, «The Atonement», 35. 21. Nibley, Old Testament and Related Studies, 142. 22. Ibid., 142; énfasis añadido. 23. Ibid., 143. 24. Matthews, A Bible!, 210. 25. Journal of Discourses, 17:332. 26. Smith, Signs of the Times, 10. 27. Ibid., 10. 28. Dickens, Historia de dos ciudades, 1. 29. Bennett, Our Sacred Honor, 397. Capítulo 13 INFINITA EN PROFUNDIDAD DESCENDIÓ POR DEBAJO DE TODO Si la Expiación engloba todas las creaciones de Dios y todas las formas de vida que en ellas hay, la pregunta que nos formulamos a continuación es, «¿Incluye la Expiación todos nuestros pecados y dolores, o hay algunos que han pecado y sufrido más allá de la gracia redentora de Cristo?». En A Winter’s Tale, Shakespeare escribió acerca de Leontes, un hombre que parecía ser un caso perdido, imposible de redimir. Estaba consumido por los celos. Encarceló injustamente a su esposa, rechazó al oráculo de Delfos y, finalmente, mandó al exilio a su hija de tierna edad. En una reacción en cadena, una serie de sucesos calamitosos se precipita en respuesta a sus acciones indignas. Incapaz de soportarlo más, Paulina, la esposa de uno de los señores de Leontes, lo criticó mordazmente: No te arrepientas de estas cosas, pues son más pesadas de lo que tus desvelos pueden mover. Por tanto, abandónate a la desesperación. Mil veces de rodillas, diez mil años juntos, desnudo, en ayunas, sobre un monte árido, y todavía invierno en perpetua tormenta, no podría conmover a los dioses para que miraran en tu dirección.1 Esta era una predicción siniestra, pero afortunadamente, Paulina subestimó la misericordia de Dios hacia los penitentes sinceros. El Salvador descendió por debajo de todo pecado, toda transgresión, toda dolencia y toda tentación conocidos para la familia humana. Él conoce la suma total de la condición humana no solo porque ha sido testigo de ella, sino porque la hizo suya también. En una ocasión, el Señor le habló a José Smith de las pruebas a las que tenía que hacer frente aún: «si eres echado en el foso o en manos de homicidas, y eres condenado a muerte; si eres arrojado al abismo; si las bravas olas conspiran contra ti; si el viento huracanado se hace tu enemigo; si los cielos se ennegrecen y todos los elementos se combinan para obstruir la vía; y sobre todo, si las puertas mismas del infierno se abren de par en par para tragarte, entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien» (DyC 122:7). La escritura añade a continuación este pensamiento, a modo de fascinante conclusión: «¿El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?» (DyC 122:8). En otros términos, el Señor le estaba diciendo: «José, no importa lo que el mundo ponga en tu camino; no importa lo que sufras; no importa qué tentaciones te asedien: yo me he enfrentado a todo ello y a mucho más». La entrada del Salvador en la condición humana no fue una experiencia a medias tintas. Fue una inmersión total. No experimentó algunos dolores y otros no. Su vida no fue un muestreo aleatorio ni una prueba selectiva; fue una confrontación total con todas y cada una de las experiencias, las dificultades y las pruebas humanas, y una interiorización de ellas. De algún modo, su esponja podía absorber el océano entero de la aflicción, la debilidad, el sufrimiento de los seres humanos. El Señor haría este descenso a pecho humano descubierto. No se emplearían poderes divinos a fin de escudarle de ni tan siquiera un ápice de dolor humano. Pablo lo sabía: «Porque ciertamente [el Salvador] no auxilió a los ángeles, sino que auxilió a la descendencia de Abraham. Por lo cual, debía ser en todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:16–17). La Expiación de Cristo fue un descenso a lo que parece el «pozo sin fondo» de la agonía humana. Tomó sobre sí los pecados de los pecadores más abyectos; descendió por debajo de las formas de tortura más crueles jamás diseñadas por el hombre. Su viaje en pendiente englobaba las transgresiones de todos los que han pecado ignorantemente; incorporaba el sufrimiento que no estaba relacionado con el error espiritual, pero que era todavía eficaz en ocasionar un dolor punzante: la agonía de la soledad, el dolor de las limitaciones, los suplicios de las flaquezas y la enfermedad. En el curso de su descenso divino le asaltaron todas las tentaciones que azotan a la raza humana. Después de nuestros vanos intentos de explicar las profundidades insondables de este viaje terrible, volvemos a esas palabras sencillas, aunque expresivas, de las Escrituras: «descendió debajo de todo» (DyC 88:6). No hay lugar a equívocos, ni a retractaciones, ni a disculpas… la Expiación es infinita en profundidad. Si la totalidad del sufrimiento y la ansiedad del ser humano fuera susceptible de categorización, podría clasificarse como sigue: primero, el sufrimiento causado por el pecado; segundo, el sufrimiento que emana de la transgresión inocente de la ley; tercero, el sufrimiento relacionado con las flaquezas, las debilidades, las deficiencias o las pruebas que no tienen nada que ver con el pecado ni la transgresión; cuarto, el sufrimiento vinculado a nuestra confrontación con las tentaciones del mundo; y quinto, el sufrimiento o la ansiedad que exige el ejercicio de la fe. Las Escrituras están repletas de pruebas de que el Salvador no estuvo exento de ninguno de estos males; más bien se enfrentó a cada uno de ellos «frontalmente». EL SUFRIMIENTO PROVOCADO POR EL PECADO Pedro explicó que el Salvador «padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3:18). Tal sufrimiento no estuvo limitado a unos cuantos pecadores cobardes. El Salvador mismo declaró que padeció «estas cosas por todos» (DyC 19:16; énfasis añadido; véase también DyC 18:11). Juan, en su anuncio del Salvador, lo presentó como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Cuando el Salvador visitó a los nefitas, les habló de la amarga copa de la que había bebido «tomando sobre mí los pecados del mundo» (3 Nefi 11:11). Nada de beber la copa parcialmente, nada de discriminación selectiva en la absorción de ciertos pecados en lugar de otros; él tomaría sobre sí, como mencionan las Escrituras, «los pecados (…) de todo el mundo» (1 Juan 2:2). Nada se quedaría en el tintero. Así era la doctrina revelatoria tal y como la enseñó José Smith, que Jesús fue «crucificado por el mundo y para llevar los pecados del mundo, y para santificarlo y limpiarlo de toda iniquidad» (DyC 76:41; énfasis añadido). El sufrimiento del Salvador incluiría a «los más viles pecadores» (Mosíah 28:4); al conocido por ser «hombre muy malvado e idólatra» (Mosíah 27:8), al que era un «blasfemo, y perseguidor» (1 Timoteo 1:13), a aquellos que «se habían extraviado» y «se habían entregado a todo género de iniquidades» (Alma 13:17); a aquellos que fueron «sacad[os]» de su «estado terrible, pecaminoso y corrompido» (Alma 26:17); aquellos que se encontraban «en el más tenebroso abismo» (Alma 26:3); y a aquellos que reconocieron ser «los más perdidos de todos los hombres» (Alma 24:11). Incluiría incluso el sufrimiento de los que eligieron no arrepentirse. Dicho de otro modo, el Salvador sufrió no solo por los que él sabía que se arrepentirían; también lo hizo incluso por los que optarían por rechazar su ofrenda sacrificial. Brigham Young lo dejó claro: «[El Salvador] había pagado la deuda completa, tanto como si recibimos su don como si no».2 El «fue contado» como dijo Isaías, «con los transgresores» (Isaías 53:12). ¿Existe algún límite a los poderes en apariencia infinitos de la Expiación? ¿Hay acaso alguna profundidad en la que incluso el Salvador no se haya hundido? Las Escrituras nos dan la respuesta: «[El Salvador] descendió debajo de todo» (DyC 88:6). De hecho, «sufrió el dolor de todos los hombres, a fin de que todo hombre pudiese arrepentirse y venir a él» (DyC 18:11; énfasis añadido). Pero ¿qué sucede con el pecado imperdonable? El profeta José se refirió a la situación de aquellos que lo hayan cometido: «Después que el hombre ha pecado contra el Espíritu Santo, no hay arrepentimiento para él. Tiene que (…) negar a Jesucristo cuando se le han manifestado los cielos, y renegar del plan de salvación mientras sus ojos están viendo su verdad».3 En resumidas cuentas, esas personas «crucifican de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y le exponen a vituperio» (Hebreos 6:6; véase también DyC 76:35; 132:27). Para ellos, los conocidos como hijos de perdición, hay una resurrección y un retorno a la presencia de Dios a efectos del juicio, pero no hay escapatoria de la segunda muerte espiritual para ellos. Esto no se debe a que la Expiación tenga la más mínima carencia a lo que a su naturaleza infinita se refiere; la causa es que estas almas rechazaron el don del arrepentimiento que se había ofrecido. Recuerda al amigo de Galileo que se negó a mirar por el telescopio «puesto que en realidad no quería ver lo que había negado con tanta firmeza».4 Del mismo modo también, estos hijos de perdición han rechazado ese instrumento (a saber, la Expiación) que proporciona el poder purificador que les redime. Las Escrituras hablan del triste estado en el que se encontrarán todos los que no se arrepientan: «Porque, ¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don, si no lo recibe? He aquí, ni se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que le dio la dádiva» (DyC 88:33). El pecado imperdonable es un rechazo fundamentado, calculado e irreversible del Salvador y de su sacrificio expiatorio. Afirmar a continuación que la Expiación no es infinita sería como alegar que el hijo que rechaza la herencia de un padre ha sido víctima de robo. Baste decir que rechazar un regalo no equivale a refutar su existencia. Los hijos de perdición han elegido desheredarse, convertirse en huérfanos espirituales. El Señor le habló a Alma de los que «no quisieron ser redimidos» (Mosíah 26:26; véase también DyC 88:33). ¿Cómo podría alguien sostener que la Expiación no es infinita cuando la única razón de que no se aplique en la vida de una persona es el rechazo de ese don por parte del interesado? En tales circunstancias no tenemos derecho a reclamar misericordia. Esta fue precisamente la advertencia de Mormón: «Porque el que diga esto vendrá a ser como el hijo de perdición, para quien no hubo misericordia, según la palabra de Cristo» (3 Nefi 29:7). Las Escrituras declaran que el Salvador «salva todas las obras de sus manos, menos a esos hijos de perdición que niegan al Hijo después que el Padre lo ha revelado. Por tanto, a todos salva él menos a ellos» (DyC 76:43–44; énfasis añadido). Es decir, el Salvador salva a todos de las tinieblas de afuera excepto a los hijos de perdición, puesto que «aman las tinieblas más bien que la luz» (DyC 10:21; véase también DyC 29:44). Hay una razón, y solo una, por la que el Señor no puede salvarlos: porque ellos han elegido rechazarle a él y a sus poderes redentores. Trágicamente, como Caín «[aman] a Satanás más que a Dios» (Moisés 5:18). Se han quedado sometidos a la condenación de la que habló el presidente Joseph F. Smith: «Si hay quien se oponga a que Cristo, el Hijo de Dios, sea el Rey de Israel opóngase y márchese al infierno con la rapidez que le plazca».5 La Expiación nos salva a todos en que todos resucitamos y retornamos a la presencia de Dios a fin de ser juzgados sin ningún esfuerzo por nuestra parte. Sin embargo, no puede exaltarnos a menos que nos arrepintamos. Si una persona no alcanza la exaltación, lo que se pone en tela de juicio no es la naturaleza infinita de la Expiación; la cuestión es el espíritu penitente de la persona. Para alcanzar la exaltación no tiene más que arrepentirse. Cada uno de nosotros tiene la llave que abre los poderes purificadores de la Expiación, pero nos corresponde a nosotros girarla. En pocas palabras, la Expiación puede abrir la puerta a la divinidad si nos limitamos a girarla. Del mismo modo que la omnipotencia genuina consiste en la capacidad de hacer cualquier cosa, en cualquier momento, en cualquier lugar, dentro de los límites de las leyes inexorables de la justicia, la naturaleza infinita de la Expiación redime a todos de la totalidad de los pecados en todas las épocas y en todo el universo, en la medida en que esto sea posible con arreglo a las leyes de la justicia. En algún momento, las leyes de la justicia exigen esfuerzo por nuestra parte; que se ablanden nuestros corazones y se refinen nuestras almas antes de que sea posible obtener la exaltacion.6 Alma enseñó este principio: «la misericordia viene a causa de la expiación (…), y también la misericordia reclama cuanto le pertenece; y así, nadie se salva sino los que verdaderamente se arrepienten» (Alma 42:23–24). Reconociendo el misericordioso derroche del Salvador, Truman Madsen afirmó: «Hombres se han situado detrás de púlpitos y en otros lugares —grandes hombres— y han testificado que sus rodillas nunca han temblado, que como unos decían de otros, ‘no tenía nada que ocultar’. Hemos tenido colosos entre los hombres que no tenían tanta necesidad de redención tanto como precisaban el poder, y que nunca cayeron demasiado lejos de la luz de comunión a la que me he referido. No puedo soportar un testimonio de esa naturaleza. Pero si alguno de ustedes ha sido engañado hasta albergar la convicción de que ha ido demasiado lejos; de que tiene el monopolio de las dudas que le abruman; de que porta el veneno del pecado que imposibilita llegar a ser nuevamente lo que podría haber sido… Quiero que me escuchen. »Testifico que no pueden hundirse a una profundidad que la luz y la arrolladora inteligencia de Jesucristo no puedan alcanzar. Testifico que, mientras persista una chispa de la voluntad de arrepentimiento y acudir a él, él estará ahí. Él no sólo se limitó a descender a su condición; descendió por debajo de ella, ‘a fin de que estuviese en todas las cosas y a través de todas las cosas, la luz de la verdad’ (DyC 88:6)».7 La Expiación del Salvador engloba todo pecado conocido para el hombre del que uno se pueda arrepentir.8 Esto es a la vez lógico y reconfortante. Ciertamente, en el consejo preterrenal el Señor debe haber sabido las profundidades a las que se hundiría la humanidad. No era un principiante en lo que a la creación se refiere. Él había repasado el proceso una y otra vez; había observado a nuestros espíritus durante eones. Comprendía los entresijos del corazón de cada hombre. Como le dijo al profeta Samuel: «Jehová no mira lo que el hombre mira, pues el hombre mira lo que estádelante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Samuel 16:7). Había sido testigo de la trágica Guerra en el cielo y había visto cómo un tercio de sus espíritus hermanos y hermanas se rebelaba contra él para elegir al más célebre infiel de todos los tiempos. Seguramente entendía que habría Sodomas y Gomorras y crímenes de lo más abyecto. Y con certeza tuvo esto en cuenta mientras colaboraba con el Padre en la planificación de la redención que englobaría todo aquello. El profeta José confirma tanto la presciencia de Dios como la redención universal: «El gran Jehová contempló todos los acontecimientos relacionados con la tierra, en lo que al plan de salvación concierne (…) Él sabía de la caída de Adán, de las iniquidades de los antediluvianos, de la profunda iniquidad en que se hundiría la familia humana, de sus debilidades y fortalezas, de su poder y gloria, de sus apostasías, sus delitos, su rectitud y su maldad; comprendía la caída del hombre y su redención; conocía el plan de salvación y lo manifestó; estaba al tanto de la situación de todas las naciones y de su destino. Él ordenó todas las cosas de acuerdo con el designio de Su propia voluntad; Él conoce la situación tanto de los vivos como de los muertos y ha proporcionado todo lo necesario para su redención».9 Al rey Benjamín no se le escapaban estos planes preterrenales de gran calado, puesto que enseñó que la Expiación «fue preparada desde la fundación del mundo para todo el género humano que ha existido desde la caída de Adán, o que existe, o que existirá jamás» (Mosíah 4:7). En resumen, la Expiación del Salvador salva a todos los hombres de la primera muerte espiritual, porque las leyes de la justicia no se pueden violar, y, además, exalta a todos los hombres que se arrepienten, porque las leyes de la misericordia así lo permiten. La Expiación no puede, sin embargo, exaltar a nadie que la haya rechazado o que irreversiblemente haya cerrado las puertas del arrepentimiento, puesto que las leyes de la justicia no son tan permisivas. Ese es el mensaje de Amulek a Zeezrom: «no podéis ser salvos en vuestros pecados» (Alma 11:37; véase también Mateo 1:21). Abinadí lo sabía, ya que al hablar de los que murieron en sus pecados, observó: «el Señor no ha redimido a ninguno de los tales; ni tampoco puede redimirlos; porque el Señor no puede contradecirse a sí mismo; pues no puede negar a la justicia cuando esta reclama lo suyo» (Mosíah 15:27; véase también Alma 11:37). Mientras nos quede la más tenue chispa de arrepentimiento en nuestro interior, Cristo y su Expiación están a la espera, esperando ansiosamente que se los invoque. La cuestión no es si el Salvador pagó el precio de todos los pecados —que lo hizo—; la pregunta es si estamos dispuestos a valernos de su sacrificio mediante el arrepentimiento. LA TRANSGRESIÓN DE LAS LEYES No solamente sufrió el Salvador por nuestros pecados conscientes y deliberados. Él también sufrió por nuestras transgresiones inocentes y por aquellos que murieron «en su ignorancia, antes que Cristo viniese, no habiéndoseles declarado la salvación» (Mosíah 15:24). Esto era coherente con la ley mosaica. Moisés enseñó: «Y si toda la congregación de Israel hubiere errado inadvertidamente, (…) el sacerdote hará expiación por ellos, y obtendrán perdón» (Levítico 4:13, 20). El rey Benjamín une su voz a las anteriores, diciendo respecto de los poderes purificadores de la Expiación: «Pues he aquí, y también su sangre expía los pecados de aquellos que han caído por la transgresión de Adán, que han muerto sin saber la voluntad de Dios concerniente a ellos, o que han pecado por ignorancia» (Mosíah 3:11; véase también Alma 34:8). Una Expiación como esa tuvo un precio. Incluso cuando se viola una ley inocentemente, ha de pagarse un precio. Puede beberse veneno inocentemente, pero las consecuencias físicas serán las mismas que las de una persona que consuma el veneno con deseos de quitarse la vida. Cuando se incumple una ley debe haber un pago. Este pago conlleva sufrimiento y, se trate de un inocente o de un penitente, se centra en el sacrificio expiatorio del Salvador. Jacob observó que «donde no se ha dado ninguna ley (…) las misericordias del Santo de Israel tienen derecho a reclamarlos por motivo de la expiación» (2 Nefi 9:25). Y añadió a continuación: «la expiación satisface lo que su justicia demanda de todos aquellos a quienes no se ha dado la ley» (2 Nefi 9:26). Ciertamente, esto incluye a los niños pequeños y a los que no han escuchado todavía el mensaje del Evangelio. Mormón abordó el mismo tema: «Porque he aquí, todos los niños pequeñitos viven en Cristo, y también todos aquellos que están sin ley. Porque el poder de la redención surte efecto en todos aquellos que no tienen ley» (Moroni 8:22; véase también DyC 137:7–10). El Salvador explicó por qué los niños pequeños se salvan: «los niños pequeños son sanos (…); por tanto, la maldición de Adán les es quitada en mí» (Moroni 8:8; véase también Moroni 8:20). El Salvador enseñó idéntica lección a sus discípulos: «Estos pequeños no tienen necesidad de arrepentimiento, y yo los salvaré» (TJS, Mateo 18:11). Además de entender, a todas luces, que los niños pequeños y los pecadores «inocentes» gozan de la protección de la Expiación, el rey Benjamín era consciente también de que llegaría el momento en que «el conocimiento de un Salvador se esparcirá por toda nación, tribu, lengua y pueblo (…) y (…) nadie, salvo los niños pequeños, será hallado sin culpa ante Dios, sino por el arrepentimiento y la fe en el nombre del Señor Dios Omnipotente» (Mosíah 3:20–21). Isaías vio igualmente el día en que «conocerá toda carne que yo, Jehová, soy tu Salvador y tu Redentor» (Isaías 49:26; véase también Jeremías 31:34). Tan completo será este torrente de conocimiento que Habacuc profetizó así: «Porque la tierra estará llena del conocimiento de la gloria de Jehová como las aguas cubren el mar» (Habacuc 2:14; véase también 2 Nefi 30:15). Estos profetas predijeron el tiempo en el que el Evangelio se predicaría a lo largo y ancho del mundo. En ese día, nadie se encontrará ya en la categoría de «pecador ignorante», ya que el mensaje del Evangelio llegará a los cuatro cabos de la tierra. Sin duda esta situación no se producirá hasta el periodo milenario (DyC 101:25–29). La Expiación no solamente desciende por debajo de los actos del que peca deliberadamente y se arrepiente, puesto que también lo hará por debajo de las leyes quebrantadas por esos niños pequeños que «son incapaces de cometer pecado» (Moroni 8:8) y, asimismo, para aquellas almas más maduras que todavía no hayan escuchado la verdad y, en consecuencia, hayan «pecado por ignorancia» (Mosíah 3:11). EL SUFRIMIENTO AJENO AL PECADO O A LA TRANSGRESIÓN Jacob no matizó sus palabras cuando afirmó que el Salvador sufriría «los dolores de toda criatura viviente, tanto hombres como mujeres y niños, que pertenecen a la familia de Adán» (2 Nefi 9:21). Estos dolores incluían tanto los sufrimientos vinculados al pecado y a la transgresión como los que no lo estaban. Dicho de otra manera, el Salvador tomó sobre sí voluntariamente, no solo la carga acumulativa de todos los pecados y transgresiones; también cargaría con el dolor propio de toda depresión, toda soledad, toda pena, todo el sufrimiento mental, emocional y físico y todas las debilidades que afligen a la humanidad. Él conoce la profundidad de la aflicción que emana de la muerte; él conoce la angustia de la viuda. Él entiende el dolor de los padres de hijos perdidos; él ha sentido la impactante agonía del cáncer y de toda otra enfermedad debilitadora que aqueja al hombre. Por imposible que pueda parecer, él ha tomado sobre sí esos sentimientos de insuficiencia, a veces incluso de total desesperanza, que acompañan a nuestros rechazos y debilidades. Ninguna condición humana, por espantosa, degradante o execrable que pueda antojarse, ha escapado a su entendimiento o a su sufrimiento. Nadie podrá afirmar: «Pero no entiendes mi drama particular». Las Escrituras subrayan esta cuestión: él «comprendió todas las cosas» porque «descendió por debajo de todo» (DyC 88:6; véase también DyC 122:8). Todo esto, según explica el élder Neal A. Maxwell, «formó parte también de la aritmética de la Expiación».10 El presidente Ezra Taft Benson enseñó: «no existe una condición humana que Él no pueda comprender, así sea el sufrimiento, la incapacidad, la deficiencia mental o física o el pecado, Su amor alcanza a todas las personas que se encuentran en ese estado».11 Este es un pensamiento asombroso cuando consideramos el monte Everest de dolor que fue necesario para lograrlo. ¿Qué peso habría que poner en la balanza del dolor a fin de calcular el sufrimiento de incontables pacientes en un sinfín de hospitales? Añadamos la soledad de los ancianos olvidados en los asilos de la sociedad, y que ansían desesperadamente una tarjeta, una visita, una llamada, algún reconocimiento, en suma, del mundo de afuera. Sigamos agregando el padecimiento de los niños hambrientos, el suplicio del hambre, la sequía y la pestilencia. Sumemos la angustia de los padres que, llorosos, ruegan que un hijo o hija descarriados regresen al hogar. Incluyamos el trauma de todo divorcio y la tragedia de todo aborto. Incorporemos el remordimiento que acompaña a la pérdida de cada hijo que muere en la flor de la vida, de cada cónyuge que fallece en la plenitud del matrimonio. Si agravamos el asunto con la miseria de las prisiones llenas a rebosar, de las residencias de transición y los centros de salud mental para discapacitados mentales abarrotados. Si lo multiplicamos por siglo tras siglo de historia, y creación tras creación sin fin… Todo lo anterior es poco más que un horrendo vistazo a la carga del Señor. ¿Quién puede soportar una carga semejante, o escalar una montaña así? Nadie, nadie en absoluto, salvo Jesucristo, el Redentor de todos y cada uno de nosotros. Los profetas llevan testificando largo tiempo acerca de la naturaleza infinita y doliente del Salvador. Años antes de su nacimiento, Isaías declaró: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores» (Isaías 53:4). Y más tarde: «En toda angustia de ellos él fue angustiado» (Isaías 63:9; véase también DyC 133:53). Alma entendía la profundidad del descenso del Salvador cuando observó: «Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases; y esto para que se cumpla la palabra que dice: Tomará sobre sí los dolores y las enfermedades de su pueblo» (Alma 7:11; énfasis añadido). Tanto calado tendría ese descenso que el rey Benjamín observó: «sufrirá tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7). Nadie en las experiencias limitadas de la vida terrenal podrá ni tan siquiera aproximarse al dolor que se infligió sobre el Señor infinito. Él lo soportó todo, incluso el dolor acumulado que no tiene su origen ni en el pecado, ni en la transgresión. EL SUFRIMIENTO RELACIONADO CON LAS TENTACIONES Parte de la experiencia humana consiste en hacer frente a la tentación. Nadie escapa a ello. Es omnipresente. Es algo impulsado externamente y motivado internamente. Es como un enemigo que ataca por todos los flancos. Nos asalta osadamente en programas de televisión, películas, vallas publicitarias y periódicos en nombre de la libertad del entretenimiento o la libertad de expresión. Anda por nuestras calles y se sienta en nuestras oficinas en nombre de la moda. Conduce por nuestras carreteras en nombre del estilo. Se representa a sí mismo como corrección política o como una necesidad empresarial. Demanda aprobación moral con el pretexto de la libertad de elección. En ocasiones ruge con voz de trueno; en otras, susurra con tonos sutiles y sedantes. Con habilidad camaleónica camufla su naturaleza constante, pero está ahí, siempre está. Toda tentación supone un cruce de caminos en el que tenemos que elegir entre el camino más elevado y uno inferior. En algunas ocasiones, se trata de una prueba profundamente frustrante. Otras veces, es una simple molestia, un fastidio menor. Pero en cada caso hay cierto componente de inquietud, ansiedad y forcejeo espiritual; en última instancia, una elección que nos fuerza a optar por un bando. La neutralidad no existe en esta vida. Siempre estamos eligiendo, tomando partido. Esto forma parte de la experiencia humana: hacer frente a tentaciones diariamente, casi a cada instante, enfrentándonos con ellas no solo en los días buenos; también cuando estamos alicaídos, cansados, rechazados, desanimados o enfermos. Todos los días de nuestra vida batallamos contra la tentación, y otro tanto hizo el Señor. Es una parte integrante de la experiencia humana, que nosotros hemos de afrontar como él lo hizo. Él bebió de la misma copa. Sabemos poco de los años de juventud del Salvador, pero tan pronto hubo empezado su misión, «se le dejó para que el diablo le tentara» (TJS, Mateo 4:2). El Salvador salió triunfante, pero Satanás habría de volver. Las Escrituras indican que «el diablo (…) se alejó de él por un tiempo» (Lucas 4:13). Los fariseos lo tentarían en numerosas ocasiones, un abogado intentaría tenderle una trampa, todo ello sin éxito. Incluso estando en la cruz, Satanás escupiría su dardo final: «si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mateo 27:40). Las tentaciones del Salvador no fueron solamente enfrentamientos directos con el Maligno y sus emisarios. Alma sabía que él sufriría «tentaciones de todas clases» (Alma 7:11). También habría «dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga» (Mosíah 3:7). Sin duda él tendría que hacer frente a las tentaciones de la avaricia, el poder y la fama. Toda tentación de la carne se pondría en su camino. Como dijo Pablo, él «fue tentado en todo según nuestra semejanza» (Hebreos 4:15; énfasis añadido). Abinadí dejó claro, no obstante, que si bien él «[sufrió] tentaciones» él «no [cedió] a ellas» (Mosíah 15:5). Doctrina y Convenios confirma esta misma verdad: «Sufrió tentaciones pero no hizo caso de ellas» (DyC 20:22). Hubo elecciones, confrontaciones y encuentros, pero nunca hubo interiorización, justificación, ni gratificación de apetitos. Stephen Robinson expresa este mismo principio con bellas palabras: «No me malentienda. De ninguna manera estoy sugiriendo que Jesús haya tenido pensamientos malsanos, porque eso sería pecar, y Él nunca cometió pecado alguno. No creo que jamás haya ‘batallado’ con las tentaciones. Lo único que quiero decir es que Él era tan vulnerable como cualquiera de nosotros a los impulsos que llegaban a Su mente de naturaleza mortal, la cual había heredado de Su madre mortal. La diferencia está en que Él nunca prestó atención a esos impulsos, y de inmediato los alejó de su mente. La habilidad de la carne para incitar y para seducir era igual para Él como lo es para nosotros, pero, a diferencia de los demás, Él nunca se sometió a ella. Nunca meditó, pensó ni contempló las opciones pecaminosas ni siquiera como posibilidades teóricas— sencillamente no les prestó atención».12 El presidente David O. McKay escribió unas líneas poéticas que se hacen eco de estas afirmaciones: Las olas de la tentación batieron en torno a mí, solo lograron templar mi hombría; ¿Y mi alma? ¡Sin tacha permanecía!13 Siempre queda la pregunta: ¿por qué se enfrentó el Salvador con la tentación? ¿Por qué tal condescendencia? Y la respuesta es siempre la misma: «Pues por cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18). Habiendo pasado por ello, ahora él podía convertirse en nuestro «intercesor, que conoce las flaquezas del hombre y sabe cómo socorrer a los que son tentados» (DyC 62:1). Brigham Young hizo referencia a esta misma cuestión: «ha de ser que Dios sabe algo de las cosas temporales y ha tenido un cuerpo y estado en la tierra; de no ser así no sabría juzgar a los hombres con rectitud, según las tentaciones y el pecado con los que estos hayan tenido que contender».14 Algunos quizá sostengan que el Salvador no puede empatizar con los que sucumben a la tentación, dado que él nunca cedió a ella y, en consecuencia, no podría entender, según parece, las circunstancias singulares de los que sí han cedido a la tentación. C. S. Lewis puso en evidencia la naturaleza falaz de tal argumento: «Ningún hombre sabe lo malo que es hasta que no se ha esforzado lo suficiente para ser bueno. Hoy se tiene la absurda idea de que la gente buena no sabe lo que es la tentación. Eso es una mentira burda. Solamente los que procuran resistir la tentación saben de su fortaleza. A fin de cuentas, uno constata el poderío del ejército alemán combatiéndolo, no capitulando. Se siente la fuerza de una ráfaga de viento intentando caminar en dirección contraria, y no tumbándose en el suelo. Un hombre que cede a la tentación después de cinco minutos no sabe cómo habrían sido las cosas una hora después. Por esa razón la gente mala, en un sentido, saben muy poco de la maldad. Han vivido bien guarecidos al abrigo continuo de la rendición. Nunca averiguamos la fortaleza del impulso malvado hasta que procuramos luchar contra él: y Cristo, dado que fue el único hombre que nunca cedió a la tentación, es también el único hombre que sabe al máximo lo que significa la tentación: el único plenamente realista».15 EL EJERCICIO DE LA FE Las Escrituras sugieren que el Salvador soportó todos los pecados, dolores y tentaciones por las que pasa la raza humana. Sin embargo, ¿pudo haber alguna experiencia humana que él nunca viviera plenamente debido a su naturaleza única? ¿Se le exigió alguna vez que ejerciera fe o, estando en posesión de un conocimiento espiritual extraordinario y una herencia divina, quedó descartada esa posibilidad? ¿No tenemos todos que hacer frente a esos momentos en la vida cuando la fe y la razón del mundo son en apariencia incompatibles y hemos de escoger entre ambos? Nos hallamos en una encrucijada espiritual: un camino empedrado con el conocimiento y la razón del hombre; el otro, con la fe en Dios. Puede darse esta situación cuando nos falta dinero para pagar el diezmo. O quizá toca a nuestra puerta cuando el Señor nos destina a un puesto muy por encima de nuestras habilidades naturales. Puede suceder cuando nos llaman a servir en un momento inoportuno. Puede sobrevenir cuando perdemos nuestro empleo, fallece un ser querido o contraemos una enfermedad súbita e inesperada, pero de algo podemos estar seguros: vendrá. ¿No deben todos los hombres enfrentarse en algún momento vital al dilema: la razón del mundo frente a la fe en Jesucristo? Moisés pasó por esa experiencia. Acababa de librar a los hijos de Israel. Y ahora los guiaba en un curso aparentemente suicida directamente hacia el mar Rojo. Los ejércitos egipcios los iban persiguiendo para darles caza. No hay duda de que los poderes de la razón clamaron: «tuerce a la izquierda o a la derecha. Continuar hacia adelante es entrar en una trampa mortal, acorralados entre la barrera del mar Rojo por un lado y el ejército egipcio que se aproxima velozmente por la retaguardia». Pero Moisés continuó firme en la dirección que había fijado. Iban a marchar, pero directamente hacia el mar Rojo. Los israelitas, viendo el destino que les aguardaba, alzaron la voz aterrorizados «mejor nos hubiera sido servir a los egipcios que morir nosotros en el desierto» (Éxodo 14:12). Moisés estaba solo. El poder de la razón y el poder del pueblo se aliaron contra él con gran furia. No obstante, en lo más profundo de su alma había un poder que excedía ampliamente los poderes conocidos para el hombre, un poder que lo impulsaba contra el mundo, contra viento y marea, contra todo lo racional y lo razonable. Era el poder de la fe. Y ello acabó siendo su salvación temporal y espiritual —y la de su pueblo—. Pedro se enfrentó a un momento semejante. El Salvador predicaba en las costas de Galilea. En las inmediaciones había dos embarcaciones vacías. Los pescadores que faenaban habitualmente en ellas se encontraban lavando las redes en la orilla. Toda la noche se habían esforzado sin pescar nada que compensase su vigilia incansable. El Salvador le dijo a Simón Pedro: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar» (Lucas 5:4). Pedro, sorprendido, replicó: «Maestro, hemos trabajado toda la noche y nada hemos pescado» (Lucas 5:5). Qué ridícula debe de haber parecido la sugerencia del Salvador para las mentes racionales de este mundo. ¿Acaso ignoraba que estos eran pescadores experimentados? Aquel era su trabajo, su medio de vida, su negocio, «su» lago. Habían estado echando sus redes toda la noche, para retomarlas y volverlas a lanzar después en una vana repetición. Conocían ese lago, las corrientes, los vientos, los patrones de pesca. ¿Por qué malograr sus esfuerzos intentándolo otra vez? Era un simple carpintero el que les hablaba. ¿Que sabía él de la pesca? Pedro se encontraba ahora en una encrucijada. Debía elegir entre la razón y la fe. Y entonces llegó la emocionante respuesta de Pedro: «pero por tu palabra echaré la red» (Lucas 5:5). Y se produjo el milagro. Capturaron peces en abundancia; tantos que las redes apenas tenían capacidad para contenerlos. Hubieron de pedir auxilio a otra embarcación para que les ayudara a transportar tanta pesca. El Señor no envió a estos pescadores fieles a pescar uno o dos peces, o una canasta llena de ellos. No; no habría nada de mezquino en su naturaleza benefactora. Los discípulos habían pasado la prueba de la fe y serían bendecidos abundantemente. Todos nosotros hemos de enfrentarnos al momento en que los poderes de la razón entran en conflicto directo con la fe. Toda la lógica, todo el entendimiento de los hombres podrá crecerse al unísono, y allí, solitaria, en contraposición, se encuentra la fe: inamovible, el ancla de nuestras vidas. Las mareas de las pruebas podrán subir, las olas oceánicas de la razón mundana golpearán contra nuestras almas, las tendencias populares del momento ejercerán su tensión con toda su influencia, pero ahí, impasible, impertérrita, indemne, permanece el alma anclada por la fe. El filósofo George Santayana escribió acerca de los que no eligen la «mejor parte»: ¡Oh mundo, no escogiste nunca la mejor parte! Pues no es sabiduría ser tan sólo sabio y cerrar nuestros ojos en la visión interna; mas sí es sabiduría creer al corazón. Colón descubrió un mundo y no tuvo otros mapas que aquellos que su fe descifraba en los cielos siendo toda la base de su ciencia y su arte entregarse a invencibles conjeturas del alma El saber es cual tea de resinoso pino que ilumina el sendero sólo un paso adelante a través de un vacío de misterio y de miedo Invito así al eterno resplandor de la fe: el único que eleva el corazón del hombre hasta ser del divino pensar, el pensamiento.16 Job poseía una fe como esta. Le habían arrebatado la familia, la riqueza, la salud y las amistades. Incluso su esposa era incapaz de ver razón alguna en sus pruebas. Finalmente, la esposa de Job clamó diciendo: «Maldice a Dios, y muérete» (Job 2:9). Más tarde, Job, un pilar de fe, respondería: «aunque él me matare, en él confiaré» (Job 13:15). Nada en este mundo podía extinguir la llama de su fe. Ese mismo fuego ardía vivamente en el alma de Nefi cuando regresó a casa de Labán una vez más: «iba guiado por el Espíritu, sin saber de antemano lo que tendría que hacer» (1 Nefi 4:6). Esta era una fe pura, absoluta, sin mezcla. Todos los poderes de la razón se habían agotado. Nefi y sus hermanos le habían solicitado las planchas a Labán y este se había negado a entregarlas; le habían ofrecido toda la riqueza de su familia y la respuesta había sido negativa. Parecía que habían agotado todas sus posibilidades. Nefi no tenía ni idea de cuál sería la respuesta. ¿Quién habría podido imaginarse siquiera cómo sería la respuesta del Señor? Pero la fe, ese poder invisible, le impulsó a seguir adelante. Moisés, Pedro, Job, Nefi y los santos fieles de todas las épocas han tenido que tomar esa difícil decisión en numerosas ocasiones: ¿la fe o la razón? Dicho esto, ¿tuvo el Salvador, dotado de sus poderes infinitos, tanto espirituales como intelectuales, que hacer frente a ese dilema? ¿Hubo algún momento en que conociera el final desde el principio? Como todos los mortales, ¿tuvo alguna vez que optar por la fe en Dios en detrimento de las facultades de su raciocinio? ¿Fue esta contraposición una parte de su experiencia? En caso contrario, ¿vivió él verdaderamente la penosa condición humana en su totalidad? Hay momentos en la vida del Salvador que sugieren que él también hubo de avanzar por fe. Lucas nos cuenta que el joven Jesús «crecía en sabiduría» (Lucas 2:52), dando a entender que la omnisciencia no se le confirió en un momento determinado. Evidentemente, sus conocimientos y sus facultades de razonamiento progresaron paso a paso durante su vida mortal. Un progreso de ese tipo sugiere la existencia de momentos en los que no sabía todas las cosas. Incluso a la conclusión de su vida en la tierra, cuando el conocimiento de su misión era primordial y sus facultades racionales estaban en su nivel máximo, parecía que aún existían asuntos sin resolver, incluso para él. El ruego «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa» (Mateo 26:39) fue una petición sincera por una alternativa, de haber alguna, al sacrificio expiatorio. Su mente inquisitiva repasó todas las opciones y todas las posibilidades, pero, siendo incapaz de encontrar una alternativa, recurrió con esperanza al ser que sabía y había vivido mucho más que él. La respuesta fue negativa; no había otra manera. Debía depositar su confianza en Dios y seguir adelante con fe. C. S. Lewis escribió acerca de la presciencia de Cristo en los momentos que precedieron inmediatamente a su muerte. Lewis también creía que el Salvador debía pasar por todas las situaciones propias de la mortalidad, incluidas las ansiedades que acompañan al ejercicio de la fe. Lewis concilió de la siguiente manera estas posturas en aparente contradicción: «Resulta claro que este conocimiento [de su muerte] de alguna forma debe haberse retirado de Él antes de orar en Getsemaní. No podía, con cualquier reserva en lo tocante a la voluntad de Padre, haber orado que la copa pasara de Él sabiendo simultáneamente que no sería así. Esto es una imposibilidad tanto lógica como psicológica. ¿Se dan cuenta de lo que ello implica? A fin de asegurar que ninguna prueba asociada a la humanidad estuviera ausente, los tormentos de la esperanza —del suspense, de la ansiedad— fueron liberados sobre Él en el último momento: la supuesta posibilidad de que, al fin y al cabo, ¿sería en verdad posible? se le acabara ahorrando el horror supremo. Existía un precedente. A Isaac se le había salvado: también en el último momento, también contra toda probabilidad aparente (…) Sin embargo, por esta postrera (y errónea) esperanza frente a la esperanza, y al consiguiente tumulto del alma, el sudor de sangre, quizá Él no habría sido muy Hombre. Vivir en un mundo totalmente previsible no es ser hombre».17 Vivir una vida completamente previsible, tal y como sugiere C. S. Lewis, una vida privada de ansiedad, suspense y fe, es una vida pseudohumana; poco menos que una fachada. Pero ese no fue el caso del Salvador. Nunca se exigió más fe de cualquier hombre, en ningún momento, que cuando el Salvador se enfrentó a la terrorífica soledad de las horas que rodearon a la cruz. Este fue el momento en el que el Padre retiró Su espíritu y lo dejó desconsolado. La experiencia del Salvador guarda algunas semejanzas con el cautiverio del profeta José en la cárcel de Liberty. Durante meses el profeta había estado consumiéndose en una celda minúscula y maloliente sin perspectivas de recibir socorro alguno. Estaba separado de esposa, hijos y amigos. Se había hecho caso omiso de sus peticiones y apelaciones. En esa situación a todas luces desesperada, José alzó la voz: «Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta? ¿Hasta cuándo se detendrá tu mano (…)?» (DyC 121:1–2). Su frustración es comprensible. Había recibido un llamamiento elevado y sagrado. Había tanto trabajo que hacer y, en plena misión, se sentía ahora abandonado temporalmente por el mismo que le había llamado. Los cielos parecían insensibles. El Salvador también vivió su propio momento de abandono. El momento álgido de su misión estaba cerca. Si hubo alguna vez un momento en que fue necesario el apoyo y el Consuelo, era ese. Solamente unas horas antes él había declarado: «no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Juan 16:32). Seguramente conocía el día profetizado de «soledad», pero en ausencia de la experiencia directa, quizá no pudo comprender plenamente su temible, incluso terrorífica, magnitud. Y así, en su momento de agonía, gritó: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46). El Salvador estaba afrontando su extraordinaria prueba sin ningún apoyo, salvo su propia voluntad y su fe. Nunca antes se había exigido tanta fe de ningún mortal. Los mortales reconocen su inferioridad intelectual en comparación con Dios. Dicho de otra manera, son conscientes de que no lo saben todo. Esperan vivir momentos en los que será necesaria la fe. Sin embargo, en este caso tenemos a un Dios cuyo conocimiento era supremo, pero todavía marcado por un «porqué», una laguna entre sus poderes cognitivos y su percepción sensorial. Él se había encontrado con una zona oscura, una «tierra de nadie» intelectual, incluso para él. Quizá no se esperaba algo así. Quizá no contemplaba un abandono completo. Quizá no comprendía de antemano la totalidad de la soledad que debía soportar. Quizás su mente infinita sabía y comprendía todo lo que es posible saber con antelación, pero incluso esto fue insuficiente ante la dura realidad que conlleva la experiencia real. Sea como fuere, ese fue un momento desgarrador. ¿Seguiría teniendo fe en ese Dios que ahora se había retirado? El salmo mesiánico de David nos ayuda a comprender más el pathos de ese momento, cuando reflexionamos con respecto a la introspectiva pregunta del Salvador: «¿Por quéestás [Padre] tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?» (Salmos 22:1). Este era un momento de crisis y de fe máxima. El élder Erastus Snow se refirió a ese instante crítico y a la necesidad de fe que tenía el Salvador: «Finalmente, llegó el momento en que el Padre dijo: Debes sucumbir; debes convertirte en la ofrenda. Y en esta hora oscura el poder del Padre se apartó de él perceptiblemente (…). Y cuando se vio abocado a exclamar en su postrera agonía en la cruz: Mi Dios, mi Dios ¿por qué me has abandonado? El Padre no se dignó a responder; no había llegado todavía el momento de explicarlo y decírselo a él. Pero al poco tiempo, cuando había pasado la prueba, realizado el sacrificio, y fue levantado de los muertos mediante el poder de Dios, entonces todo quedó claro, todo se explicó y se comprendió del todo».18 Fue como si no le hubieran entregado la última pieza del rompecabezas hasta después de la resurrección. Entonces la imagen quedó completa. Entre tanto, el Salvador mostró su voluntad de continuar, sabiendo que no había más que un único camino a través de Getsemaní y el Calvario: el sendero invisible de la fe. En nuestra experiencia terrenal no tenemos apenas nada que pueda compararse a la experiencia de Cristo: el niño saltando en la oscuridad hacia un padre que puede oír pero no ver; el trapecista que da el salto mortal hacia los brazos de su compañero sin una red de seguridad; Moisés, sin saberlo, avanzando directamente hacia el mar Rojo; Job, que no comprendía, pero confiaba; Abraham maravillado, pero comprometido; Nefi, sin respuesta, pero regresando una vez más; José Smith, preguntando por qué, y recibiendo por respuesta que, pasara lo que pasara, incluso si «eres condenado a muerte», incluso «si las puertas mismas del infierno se abren de par en par para tragarte», «el Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?» (DyC 122:7–8). El Salvador tenía fe; ejercía la fe; y por el poder de dicha fe siguió vadeando aguas desconocidas hasta consumar el sacrificio expiatorio. Como confirmara Lorenzo Snow: «Exigía todo el poder con el que Él contaba y toda la fe que era capaz de invocar para cumplir lo que el Padre le exigió».19 La Expiación la llevó a cabo un ser infinito de poder infinito, pero, igualmente relevante, los efectos de la Expiación fueron infinitos en tiempo, cobertura y profundidad. Este acontecimiento no tiene limitaciones geográficas: no hay estado, país, ni frontera galáctica que no pueda cruzar o no cruce. No conoce cortapisas temporales. Desciende por debajo de todas las transgresiones, todo el dolor, todas las tentaciones y toda demanda de fe. Su influencia y efectos transcienden todo el espacio, todos los mundos y todas las formas de vida. No hay grieta que no llene, no hay abismo que no haya sondeado. La Expiación era infinita en su calado. NOTAS 1. Shakespeare, Winter’s Tale, Acto III, escena II, 209–15. 2. Young, Discourses of Brigham Young, 156. 3. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 443–444. 4. Maxwell, A More Excellent Way, 66. 5. Smith, Doctrina del Evangelio, 69. 6. Evidentemente, el asesinado deliberado y con conocimiento de causa había endurecido de tal manera su corazón, quizá de manera irreversible, que en la balanza de la justicia adelantó su día del juicio en lo relativo a su exaltación y se cerró para siempre la puerta del progreso eterno. Los penitentes anti-nefi-lehítas se dieron cuenta de esta trágica posibilidad. Habían derramado sangre antes de sus días de iluminación del Evangelio. Y eran conscientes ahora de las nefastas consecuencias que tendría empuñar la espada una vez más: «porque si las manchásemos otra vez, quizá ya no podrían ser limpiadas por medio de la sangre del Hijo de nuestro gran Dios» (Alma 24:13). 7. Madsen, Christ and the Inner Life, 14; énfasis añadido. 8. Como se ha comentado anteriormente, no es posible el arrepentimiento del «pecado imperdonable». 9. Smith, Enseñanzas de profeta José Smith, 267; énfasis añadido. 10. Maxwell, «Willing to Submit», 73. 11. Benson, Sermones y escritos, 6. 12. Robinson, Créamosle a Cristo, 129–30. 13. McKay, Home Memories of President David O. McKay, 33. 14. Journal of Discourses, 4:271. 15. Lewis, Inspirational Writings of C. S. Lewis, 337–38; énfasis añadido. 16. Santayana, «Oh, mundo», en Alonso Gamo, Un español en el mundo: Santayana, 258. 17. Lewis, Joyful Christian, 171–72. 18. Journal of Discourses, 21:26. 19. Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 98; énfasis añadido. Capítulo 14 INFINITA EN SUFRIMIENTO ¿SUFRIÓ EL SALVADOR COMO NOSOTROS SUFRIMOS? El precio de la Expiación de Jesucristo fue la sangre, la vida y el sufrimiento indescriptibles de un Dios. Contrariamente a los que algunos piensan, no solo fue un sufrimiento mental; fue una angustia intensa, prolongada «tanto en el cuerpo como en el espíritu» (DyC 19:18; énfasis añadido). Fue la combinación de un dolor físico, espiritual, intelectual y emocional de primer orden. Tal fue su colosal magnitud que hizo que «Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro» (DyC 19:18). Tan sustantivo como pareció el sufrimiento del Salvador, ¿fue este atenuado por el hecho de que poseía atributos divinos? ¿Tenía poderes de resistencia sobrehumanos que le permitieron encarar y soportar más fácilmente la triste condición humana? Dicho de otro modo, ¿contaba con un escudo, mientras que todos los demás han de combatir sin tal protección? Ciertamente, puede que hubiera ayunado durante cuarenta días, ¿pero estaba hambriento en su interior? ¿Necesitaba alimento su organismo imperiosamente? ¿Ansiaban sus labios saciar la sed con agua? ¿Temblaban sus músculos y, en definitiva, sufría dolor su cuerpo? ¿O unos poderes sobrehumanos le aportaban ventaja con respecto a sus homólogos mortales? Algunos sostendrán que él pasó, como mera formalidad, por las experiencias humanas, pero que nunca llegó a interiorizar el sufrimiento, que, al igual que Sadrac, Mesac y Abed-nego, él anduvo por el horno ardiente de la vida sin sentir jamás el calor de las llamas. Pablo contempló la cuestión, y formula la respuesta siguiente: «Porque ciertamente no auxilió a los ángeles, sino que auxilió a la descendencia de Abraham. Por lo cual, debía ser en todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:16–17). Más tarde, Pablo confirmaría que el Salvador era capaz de «compadecerse de nuestras flaquezas» (Hebreos 4:15). La vida terrenal no fue para Cristo un mero ejercicio académico; fue una cruda realidad que prensó el «sentir» de un hombre hasta extraer el ser de un Dios. Pablo observó que el Salvador «[gustó] la muerte por todos» (Hebreos 2:9). Esas palabras, sentir y gustar, son penosamente descriptivas. No se trataba de una simple intelectualización, sino la interiorización de la patética condición humana. Alma enseñó esta verdad, que «el Hijo de Dios padece según la carne» (Alma 7:13). Jacob añadió su testimonio de que el Salvador se «[dejaría] someter al hombre en la carne» (2 Nefi 9:5; véase también Filipenses 2:7). Pablo predicó que Cristo se hizo «semejante a los hombres» (Filipenses 2:7). E Isaías profetizó que el Salvador sería «varón de dolores y experimentado en quebranto» (Isaías 53:3). Una y otra vez, los profetas han testificado que el Salvador no solamente sufrió lo que nosotros sufrimos; también sufrió como nosotros. Quizá Robert Browning no solamente escribió de sí mismo en estos versos: Siempre fui un luchador, así que… una pelea más, será la mejor y la última! Detestaría que la muerte me vendara los ojos, y, comedida, intentara con sigilo soslayarme. ¡No! Quiero saborearlo todo, vivir como mis iguales los héroes de antaño, aguantar el fragor de la lucha, pagar de buena gana la deuda de dolor, oscuridad y frío que la vida reclama.1 El Salvador sintió y experimentó todo ello. Él pasó por esta vida igual que sus semejantes mortales, y aguantó mucho más. Nefi lo entendía bien: «el Dios de nuestros padres (…) se entrega a sí mismo como hombre (…) en manos de hombres inicuos» (1 Nefi 19:10). El élder Bruce R. McConkie citó al estudioso Alfred Edersheim en su análisis de la humillación y el envilecimiento a los que se sometió el Salvador. A continuación, el élder McConkie abunda en el asunto con estas palabras: «Cuando Edersheim habla de la exinanición de Jesús, quiere decir que nuestro Señor se humilló o, más bien, se autovació de todos su poder divino, o se debilitó a sí mismo dependiendo de su humanidad y no en su divinidad, a fin de ser como los demás hombres y ser puesto a prueba al máximo por toda la adversidad y los tormentos de la carne».2 C. S. Lewis escribió con sentimiento: «Dios podría, si hubiera querido, encarnarse en un hombre con nervios de acero, el tipo de persona estoica a la que no se le escapa un suspiro. Fruto de Su gran humildad, eligió encarnarse en un hombre de sensibilidades delicadas».3 El Salvador permitió voluntariamente que su humanidad prevaleciera con respecto a su divinidad. Isaías se refirió de manera profética a aquellos días de sumisión mesiánica: «Entregué mi espalda a los heridores (…): no escondí mi rostro de injurias ni de esputos» (Isaías 50:6). Durante esos breves instantes en la perspectiva eterna que llamamos mortalidad, el Salvador cedió a la condición mortal; se sometió a la inhumanidad del hombre; su cuerpo anheló el sueño; tuvo hambre; sintió los dolores de la enfermedad. En todos los aspectos se vio sujeto a todas las carencias mortales que afectan a la familia humana. Ni una sola vez alzó el escudo de la divinidad para amortiguar los golpes. Ni una sola vez se puso el chaleco antibalas de la divinidad. El hecho de tener poderes divinos no redundó en un sufrimiento menos atroz, menos conmovedor o menos real. Al contrario, es precisamente por ese motivo que su sufrimiento fue mayor, no menor, que el que sus semejantes humanos podían sentir. Él asumió un sufrimiento infinito, pero eligió defenderse únicamente con sus facultades humanas; una sola excepción: su divinidad fue invocada para contener la inconsciencia y la muerte (es decir, el doble mecanismo de alivio del hombre), que de otro modo habrían vencido a un simple mortal, cuando alcanzara su umbral de dolor. Para el Salvador, no obstante, no habría tal alivio. Su divinidad entraría en acción, no para hacerle inmune al dolor, sino para ampliar la capacidad recipiente que habría de darle cabida. Sencillamente, él aportó una copa mayor en que verter la amarga bebida. SANGRAR POR CADA PORO Lucas corrobora la realidad del sufrimiento del Salvador: «Y estando en agonía, oraba más intensamente» (Lucas 22:44). ¿No fueron todas sus oraciones intensas? ¿Podemos comprender la intensidad del sufrimiento, la profundidad del dolor que le llevó a orar incluso con un mayorfervor? ¿Qué carga abrumadora ha debido estar llevando sobre los hombros para obtener de parte de un Dios la admisión de que estaba «muy triste» (Mateo 26:38)? ¿Qué tormento pesaba tanto sobre él que «se postró sobre su rostro» en ferviente oración (Mateo 26:39)? Este era un momento de crisis en la galaxia. A medida que se aceleraba su agonía y, finalmente, se precipitaba a toda velocidad hacia su momento culminante sin restricción ni liberación, su cuerpo físico finalmente se rebeló y sangró con grandes gotas de sangre. Hace algunos años, asistí a una clase de la Escuela Dominical cuyo maestro sugirió que el Salvador no sudó sangre literalmente, sino que su perspiración fue tal que cayó al suelo como gotas de sangre. El mencionado maestro basó sus afirmaciones en las palabras de Lucas: «y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían a tierra» (Lucas 22:44; énfasis añadido). El rey Benjamín, sin embargo, vio con ojos proféticos la situación real: «he aquí, la sangre le brotará de cada poro, tan grande será su angustia por la iniquidad y abominaciones de su pueblo» (Mosíah 3:7; véase también TSJ, Lucas 22:44). Además, contamos con el testimonio incontestable de una persona que estaba presente, el Salvador mismo, quien declaró: «padecimiento que hizo que yo, Dios (…) sangrara por cada poro» (DyC 19:18). Su cuerpo, en reacción violenta al sufrimiento sobrehumano que se le clavaba, literalmente, no figurativamente, hizo que se derramara sangre por cada poro. ¿POR QUÉ DEBE DERRAMARSE SANGRE? Pablo predicó que «casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebreos 9:22; véase también Hebreos 9:17–18). Esta verdad se enseña desde la antigüedad. Moisés declaró: «la misma sangre hará expiación por el alma» (Levítico 17:11). Es «la sangre de Jesucristo» la que «nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). La sangre del Salvador actúa como agente purificador en virtud del cual nuestros «vestidos son emblanquecidos en su sangre» (1 Nefi 12:10). Aprendemos incluso que la tierra de América fue «redimida» por «el derramamiento de sangre» (DyC 101:80). Así, de alguna forma, la sangre actúa como agente limpiador y redentor. No sabemos cómo se lleva esto a efecto. John Taylor enseñó: «Por qué era necesario que se derramara su sangre es un patente misterio (…). Sin el derramamiento de sangre no hay remisión de pecados; pero ¿por qué? ¿Por qué existe una ley así? No nos queda sino considerarlo una cuestión de fe».4 Joseph Fielding Smith llegó a idéntica conclusión: «La forma en que el derramamiento de la sangre del Salvador expió una Caída (…) no la explica por completo nuestro Padre Celestial».5 Pablo nos ofrece una explicación parcial, no obstante, de por qué debe derramarse sangre. Al referirse a los sacrificios de animales con arreglo a la ley mosaica y los poderes redentores de la sangre, Pablo añade: «Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas con estas cosas; pero las cosas celestiales mismas con mejores sacrificios que estos» (Hebreos 9:23). Es como si estuviera diciendo que los sacrificios de animales son un prototipo, o un equivalente terrenal de los sacrificios celestiales, pero que Cristo es el sacrificio real o «mejor» que cumple todos los requisitos celestiales de la purificación. El presidente Joseph F. Smith insinúa esta misma verdad: «las cosas que están sobre la tierra, en cuanto no las haya pervertido la iniquidad, son un modelo de las cosas que hay en el cielo. El cielo fue el prototipo de esta bella creación».6Hasta que se reciba más luz al respecto, podemos encontrar consuelo en las consecuencias que fluyen del derramamiento de la sangre del Salvador, sin comprender del todo los motivos que subyacen a su necesidad. Si bien Joseph Fielding Smith no intenta responder a la pregunta de cómo nos limpia la sangre de Cristo, sí que comenta el porqué de la necesidad de que se derramara su sangre: «Dado que fue por la creación de la sangre que sobrevino la mortalidad, es mediante el sacrificio de sangre que la redención de la muerte se llevó a cabo, y todas las criaturas fueron liberadas de las garras de Satanás. De ninguna otra manera podría haberse realizado el sacrificio de redención de la muerte para el mundo».7 La referencia a este acto sacrificial en el Jardín fue el objeto de la plegaria que el Salvador elevó al Padre a favor nuestro: «en virtud de la sangre que he derramado, he abogado por ellos ante el Padre» (DyC 38:4). Tras recordarle al Padre «la sangre de tu Hijo que fue derramada (…) para que tú mismo fueses glorificado», Cristo le suplicó al Padre que «[perdonara] a estos mis hermanos que creen en mi nombre» (DyC 45:4–5). Siendo como es nuestro abogado, él sabía que había algo de tal intensidad espiritual en ese acto que debía formar la esencia de su ruego de misericordia. Con una convicción inamovible podría declarar «que obró esta perfecta expiación derramando su propia sangre» (DyC 76:69). EL DERRAMAMIENTO DE SANGRE ES SIMBÓLICO Entre otras cosas, el derramamiento de sangre es simbólico. El derramamiento de la sangre de un hombre propicia la muerte física. Por otra parte, el derramamiento de la sangre de Cristo da lugar a la vida espiritual. Una y otra vez en las Escrituras el mismo símbolo puede tener significados dobles, incluso opuestos. En el Jardín de Edén fue la serpiente la que representaba al diablo, el padre de la muerte y la oscuridad. Más tarde, sin embargo, sería la serpiente de bronce la que representó al Salvador, la fuente de vida y luz. Las aguas de la época de Noé destruyeron a todas las almas de la tierra con excepción de ocho, pero las aguas del bautismo limpian simbólicamente y salvan a toda alma que busque la vida eterna. El fuego es el símbolo del castigo para los angustiados moradores del infierno, pero Isaías se refirió a los justos que vivirán en «llamas eternas» (Isaías 33:14; véase también Apocalipsis 15:2). En la Segunda Venida será el fuego lo que destruirá a los malvados, pero entre tanto es el fuego del Espíritu Santo el que depura y conserva al que se arrepiente espiritualmente. De similar manera dualística, es el derramamiento de la sangre del hombre lo que simboliza la muerte, pero es el derramamiento de la sangre de Cristo lo que simboliza la vida eterna. Parece adecuado que el lugar en que se derramara su sangre fuera un jardín llamado Getsemaní. Como explica Truman Madsen: «Geth o gat significa en hebreo ‘prensa’. Shemen significa ‘aceite’. Este era el Jardín de la prensa de la oliva». El hermano Madsen explica a continuación el funcionamiento de la prensa: «A fin de producir aceite de oliva, los aceites refinados deben obtenerse mediante el prensado de aceitunas refinadas. Las aceitunas ablandadas y aderezadas se colocaban en bolsas resistentes y se trituraban sobre una piedra con surcos. Entonces, una enorme roca de prensado lateral y circular se hacía rodar por la parte superior, tirada por una mula, o un buey y un látigo punzante. Otro método empleado consistía en el uso de palancas de madera pesadas o tornillos que permitían girar vigas hacia abajo como un torno sobre la piedra con el mismo efecto: presión, presión, presión… hasta que fluía el aceite».8 De modo que así existió «presión, presión, presión» de los pecados infinitos hasta que brotó sangre por cada poro. «Ciertamente», como observó el hermano Madsen: «el simbolismo del lugar es ineludible».9 UN ÁNGEL LE DA FUERZAS ¿Cómo sería el estado mental, físico y espiritual del Salvador en este momento de crisis en el jardín que un ángel del cielo tuvo que acudir «para fortalecerle» (Lucas 22:43)? ¿A un Dios? ¿Suponemos que él, un Dios, estaba tan debilitado por este suplicio que ahora necesitaba que le fortalecieran? ¿Qué mensajero celestial ofreció esa ayuda? ¿Fue Adán? ¿Noé? ¿Abraham? Ciertamente, en un momento tan crítico para el destino del hombre, este ángel debe haber sido alguien sobresaliente. El élder Bruce R. McConkie sugiere que se trataba del «poderoso Miguel [Adán]».10 Si bien no conocemos con certeza la identidad de este enviado del cielo para consolar al Salvador, hay al menos cuatro razones por las que sí puede haber sido Adán.11 Primero, Adán, quien colaboró en la creación de esta tierra y fue el padre del hombre mortal, habría tenido sumo interés en el destino final del hombre. Sin duda, Adán tenía un interés particular en que la creación de la tierra y de todos los dominios del planeta no se crearan en vano. En segundo lugar, parece conveniente que la persona que desencadenó en parte la necesidad de la Expiación fuera ahora el agente que en representación de la humanidad asistiera al que rogó que se llevara a efecto su redención. En tercer lugar, y tal y como enseñó José Smith, Adán tiene el papel de presidir la jerarquía de los seres celestiales, dado que los «ángeles se hallan bajo la dirección de Miguel o Adán»;12 parece que no habría ningún otro mensajero más idóneo que él para fortalecer y bendecir que el arcángel presidente. Cuarto, Adán tuvo una relación única con el Salvador. No solo colaboró con él en el proceso de la creación; también estuvo a su lado en batalla cuando el Señor dirigió a las fuerzas celestiales (Apocalipsis 12:7). Ahora, nuevamente, Adán estaría unos instantes junto a él mientras el Salvador tomaba parte en la batalla más crucial de todas. Adán no podía sustituir al Salvador (él debía sobrellevar todo esto en solitario), pero lo que sí podía hacer, sin duda deseaba hacerlo. Puede que estuviera ahí para consolarlo, confortarlo, apoyarlo e incluso para bendecirlo. Las Escrituras guardan silencio en cuanto a la naturaleza del contacto entre Cristo y su visitante angélico en esta ocasión. No cabe duda de que este fue uno de esos momentos tan sagrados que no habría de quedar registrado en los anales humanos.13 Evidentemente, ciertos pensamientos del espíritu son tan elevados, tan conmovedores, que no pueden encerrarse en el lenguaje oral o escrito empleado por el hombre. Sencillamente, se escapan a toda expresión mortal. A todas luces, este era uno de estos momentos. Fueran cuales fueran los pormenores de ese encuentro divino, seguramente el visitante angélico debe haberle brindado a Cristo la bendición más plena que los cielos podían aportar. Con certeza, este fue un momento de pathos transcendental. Quizá ambos derramaran lágrimas y se transmitieran una intensidad de amor conocida únicamente para los dioses y los ángeles. Puede que el ángel ofreciera palabras de consuelo y confianza. O quizá bastó con la fuerza de su presencia silente. Sea cual sea la naturaleza de este contacto divino, el Salvador encontró la fuerza suficiente, en medio de un dolor inimaginable, para seguir adelante. Truman Madsen nos recuerda que el ángel acudió para «fortalecer; no para librar»14 Había llegado el momento. El punto más crucial de la historia estaba aquí. Las palabras del letrista nunca habían sido más adecuadas que ahora: «en tus calles brilla la luz de redención que da a todo hombre la eterna salvación».15 Todos los demás acontecimientos, por relevantes que hayan parecido ser, se volvían insignificantes en comparación con este momento. Sin este instante, toda la historia sería en vano. LAS PROFUNDIDADES DE SU SUFRIMIENTO Cristo había estado ayunando cuarenta días, se había enfrentado cara a cara con Satanás, aguantado burlas, insultos e injurias; había soportado las dolorosas punzadas del rechazo, incluido el brutal golpe de la traición. ¿A qué nuevas profundidades tuvo que hundirse ahora para clamar: «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa» (Mateo 26:39)? ¡Pero era imposible! Quizá los que estaban más cercanos al Señor pueden entender mejor su sufrimiento, un sufrimiento que sobrepasó la capacidad de comprensión finita del hombre. El presidente John Taylor dijo agudamente al respecto: «Sobre Él cayeron el peso y la agonía de los siglos (…). De ahí Su dolor profundo, Su angustia indescriptible, Su tortura abrumadora, todo ello vivido en la sumisión al fíat eterno de Jehová y a las exigencias de una ley inexorable. (…) Gimiendo bajo esta carga concentrada, esta presión intensa e incomprensible, esta terrible exacción de justicia divina, ante la cual la frágil humanidad retrocedía, y a través de la agonía vivida de esta forma sudando grandes gotas de sangre, se vio inducido a exclamar: ‘Padre, si es posible, pase de mí esta copa».16 El presidente Taylor centra nuestra atención en la visión de Enoc, quien «vio que el Hijo del Hombre era levantado sobre la cruz, (…) y fueron cubiertos los cielos; y todas las creaciones de Dios lloraron; y la tierra gimió; y se hicieron pedazos los peñascos» (Moisés 7:55–56). Y entonces comenta: «Y así, tal fue la presión torturadora de esta agonía intensa e indescriptible, que esta explotó más allá de los confines de Su cuerpo, sacudió toda la naturaleza y se extendió por el espacio».17 Igual que el hombre se estremece ante el dolor y el sufrimiento, también la naturaleza parece responder de manera semejante. Cabe preguntarse si la respuesta de la naturaleza en el Nuevo Mundo al sacrificio expiatorio del Salvador fue una indicación de lo que sucedió en otros mundos. Sea como fuere la respuesta medioambiental en el Viejo Mundo, en el Nuevo se registraron manifestaciones asociadas de una mayor magnitud. Parece que se aplicó una ley de compensación divina: las naciones y los mundos que no recibieron el privilegio del ministerio terrenal del Salvador obtuvieron testimonios físicos mayores en calidad de testimonio compensatorio. El Viejo Mundo y su estrella en los cielos como señal de la entrada del Salvador en la vida terrenal. En el Nuevo Mundo hubo «muchas señales y prodigios en el cielo» (Helamán 14:6), pero el testimonio más concluyente de todos fue la sucesión de un día, una noche y un día de luz. Tan poderoso y convincente fue este testimonio que «todos los habitantes (…) se asombraron a tal extremo que cayeron al suelo» (3 Nefi 1:17). El Viejo Mundo tuvo sus temblores y sus tres horas de oscuridad, pero estos acontecimientos se antojan una nimiedad cuando se comparan con los cataclismos registrados en el Nuevo Mundo. Esas tierras que no contaron con la presencia física del Salvador sin duda respondieron con reacciones más intensamente elementales como testimonio compensatorio. El Nuevo Mundo sufrió relámpagos cegadores, estruendos temibles, tempestades, torbellinos y un terremoto de consecuencias tan colosales que «sacudían toda la tierra como si estuviera a punto de dividirse» (3 Nefi 8:6). Pero hubo más. Una oscuridad —espesa, vaporosa, total—envolvió la tierra durante tres días. No eran unas tinieblas tenues y débiles, una oscuridad a la que los ojos se adaptan a la larga; no: esta era una negrura impenetrable, «de modo que no podía haber ninguna luz» (3 Nefi 8:21). Estas tinieblas eran frías, férreas, sofocantes, un símbolo de la maldad y la tragedia en su máxima medida. Era una oscuridad similar a la que cubrió Egipto en la época de Moisés, «tinieblas (…) tan densas que cualquiera las palpe (…) y hubo densas tinieblas tres días por toda la tierra de Egipto» (Éxodo 10:21–22). La naturaleza y todos sus elementos se unieron en horrenda armonía. Incluso los reyes de las islas del mar exclamaron: «El Dios de la naturaleza padece» (1 Nefi 19:12). Los elementos se retorcieron y contorsionaron en toda su furia como prueba innegable de un sufrimiento que, sin duda, era de alcance galáctico: todo hombre, animal terrestre, pez, planta y todo elemento en esa vasta extensión del espacio que llamamos el universo. Los sufrimientos del Salvador semejaron a un peñasco de dimensiones prodigiosas lanzado en medio de un estanque cristalino: las ondas que se proyectaron desde Getsemaní y el Calvario, como dijera el presidente John Taylor, se «[expandirían] por todo el espacio»,18 y por el momento, «toda la eternidad padece» (DyC 38:12).19 John Taylor entendió que el padecimiento del Salvador afectó a la naturaleza universalmente: Mundo tras mundo, cosas eternas, Soporta en tu angustia, Rey de reyes.20 Aunque las palabras son inadecuadas para describir esta prueba infinita, quizá Frederik Farrar ha expresado mejor que nadie, con extraordinaria elocuencia y precisión de pensamiento, lo que para otros no ha pasado del mero intento: «Jesús supo que la horrenda hora de Su humillación más profunda había llegado; que, desde ese momento hasta la expresión de ese gran lamento con el que entregó el espíritu, nada quedaba para Él en la tierra sino la tortura del dolor físico y el patetismo de la angustia mental. Todo lo que el organismo humano puede tolerar en lo que a sufrimiento se refiere se acumularía sobre Su cuerpo encogido; Toda la miseria que el insulto cruel y aplastante pueden infligir supondrían una pesada carga para Su alma; y en este tormento del cuerpo y agonía del alma incluso la serenidad excelsa y radiante de Su espíritu divino habría de sufrir un temible, aunque breve, eclipse. El dolor en su aguijón más punzante, la vergüenza en su brutalidad más abrumadora, toda la carga del pecado y la miseria de la existencia humana en su apostasía y caída… aquello era lo que Él debía ahora enfrentar en toda su acumulación más inexplicable».21 Y por si lo anterior fuera poco, Farrar continúa afirmando: «Es tan natural la muerte como lo es el nacimiento. El cristiano apenas necesita que se le diga que no fue tal vulgar temor lo que forzó a su Salvador a sudar sangre. No; fue algo infinitamente mayor: infinitamente mayor de lo que nuestra imaginación más desatada es capaz de aprehender. Fue algo mucho más mortífero que la muerte. Fue la carga y el misterio del pecado del mundo lo que abrumaba Su corazón; fue saborear, en la humanidad divina de una vida sin pecado, la amarga copa que el pecado había envenenado (…). Fue el padecimiento, por parte del perfectamente inocente, de la peor malicia que el odio humano fue capaz de concebir; fue albergar, en el seno de la inocencia perfecta y el amor perfecto, todo lo que había de detestable en la ingratitud humana; todo lo que había de pestilente en la hipocresía humana; todo lo que había de cruel en la cólera humana. Fue desafiar el último triunfo de la furia y el rancor satánicos, uniéndose contra Su solitaria cabeza todos los dardos flamígeros de la falsedad judía y corrupción pagana: la ira concentrada de los ricos y los respetables, la cólera vociferante de la turba ciega y brutal. Fue sentir que los suyos, aquellos a los que había venido, amaron más la oscuridad que la luz; que la raza del pueblo escogido podía absorberse por completo en un rechazo uniforme y descabellado contra la bondad y la pureza y el amor infinitos. »Él pasó por todo esto en aquella hora en que, con un estremecimiento de horror sin pecado, más allá de nuestra capacidad de comprensión, anunció una amargura mayor que la amargura de la misma muerte».22 Ni las mejores mentes, ni la más brillante elocuencia pueden describir adecuadamente el suplicio del Salvador. Farrar nos recuerda que su sufrimiento «trascendió todo el supuesto conocimiento que, incluso en nuestros momentos de mayor pureza, podemos siquiera profesar al respecto».23 Va más allá de cualquier experiencia conocida para el hombre o concebida por él. John Taylor declaró sencillamente: «De una forma incomprensible e inexplicable para nosotros, él sobrellevó el peso de los pecados del mundo entero».24 El élder Orson F. Whitney compartía esta opinión: «Nuestras pequeñas aflicciones finitas no son más que una gota en el océano en comparación con la agonía infinita e indecible que él soportó por nosotros porque no éramos capaces de aguantarla nosotros mismos».25 En un esfuerzo inspirado por definir el sufrimiento del Salvador, el élder Neal A. Maxwell lo denominó « la enormidad multiplicada por la infinidad».26 Por intensos que sean nuestros esfuerzos, el Señor nos recuerda nuestra incapacidad para empatizar completamente, ya que, hablando con el profeta José, él describe sus propios sufrimiento de esta forma: «cuán dolorosos no lo sabes; cuán intensos no lo sabes; sí, cuán difíciles de aguantar no lo sabes» (DyC 19:15; énfasis añadido). El sufrimiento soportado por el Salvador no puede convertirse a una masa cuantificable o reducirse a alguna ecuación matemática. Lo cierto es que no poseemos los medios adecuados para medirlo ni el lenguaje necesario para explicarlo. Parte de la naturaleza sagrada de este acontecimiento emana del hecho de que nosotros sentimos mucho más de lo que somos capaces de expresar con palabras. La letra del himno así lo pone de manifiesto: Jamás podremos comprender, las penas que sufrió, mas para darnos salvación, Él en la cruz murió.27 Si el sufrimiento es proporcional a las sensibilidades físicas, intelectuales, espirituales y emocionales de uno, entonces el Salvador sufrió más que el hombre mortal, porque él sabía más, sentía más y se preocupaba más que ningún otro mortal. Joseph Fielding Smith testifica lo siguiente de este sufrimiento único: «Un hombre mortal no lo habría aguantado; es decir, un hombre como nosotros. No me importa su fortaleza ni su poder, ningún hombre nacido en este mundo habría podido soportar el peso de la carga que soportó el Hijo de Dios al tomar sobre sí mis pecados y los vuestros (…) [Aquello] fue superior al poder de un hombre mortal, tanto para llevarlo a efecto como para sobrellevarlo».28 El sacrificio del Salvador exigió una energía inagotable a fin de cargar con las consecuencias de nuestros pecados y aguantar las tentaciones del Maligno. Pero su sufrimiento debe haber sido más que una sumisión resignada o un «aguantar los azotes» con los dientes apretados. Debe haber sido más que una actitud defensiva o un intento de escudarse de los dardos ardientes del Adversario. Parte de la empresa expiatoria del Salvador debe haber incluido un aspecto de conquista, en cierta manera, una lucha ofensiva. Era necesario que el Salvador entregara su vida voluntariamente a fin de ser capaz de «[romper] las ligaduras de la muerte» (Mosíah 15:8) y «destruir (…) al que tenía el imperio de la muerte» (Hebreos 2:14; véase también 1 Corintios 15:26). Había necesidad de rescatar y liberar a las almas de «las cadenas del infierno» (Alma 12:11). Esta parte de la batalla puede haber hecho necesaria una invasión del territorio de Satanás, quizá incluso una incursión audaz en el abismo oscuro de los dominios del diablo. Orson F. Whitney alude a estos momentos de conflicto clásico: Espada de lucero, bracamarte flamígero, destello fulgurante desenvainado, hiende las ligaduras del sueño mortífero De los reinos oscuros, el velo rasgado. ¡Revientan las catacumbas del infierno! Baten abiertas sus puertas, rotos los barrotes de eterno hierro, almas rescatadas, por fin vuelan. Allende las estrellas… el cielo.29 La redención del Salvador fue una misión de rescate en solitario para liberar de la muerte y del infierno a los prisioneros de todas las épocas, vigilados de forma perenne por Satanás. La descripción que ofrece Tennyson de «La brigada ligera» puede guardar ciertas similitudes con la batalla del Salvador en Getsemaní: Cañón a la derecha, Cañón a la izquierda, Cañón al frente Contra hierro y estruendo; aguacero de balas y obuses, Cómo cabalgaron gallardos, a las fauces de la muerte, a las puertas del infierno.30 Su carga, sin embargo, el Salvador la haría solo; en soledad cabalgaría hacia las fauces de la muerte y el infierno. Esta era una guerra abierta. Esta fue «lucha (…) contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este mundo, contra las fuerzas espirituales de maldad en las regiones celestes» (Efesios 6:12). Esta era una lucha hasta el final. Una lucha a muerte; a la muerte de todas las muertes. Hemos visto a hombres luchando contra obstáculos extraordinarios para salvarse; a hombres combatir con frenesí irrefrenable para conservar su país y su libertad; y a hombres batallar con fuerza casi sobrehumana para proteger a esposa e hijos, pero ahora la causa era mucho más grandiosa que todas estas. El élder James E. Talmage se refirió a la ferocidad de esta batalla en la «hora» expiatoria: «este combate supremo con los poderes del maligno sobrepujó y eclipsó la terrible lucha comprendida en las tentaciones que sobrevinieron al Señor inmediatamente después del bautismo».31 Con furia inmisericorde, las fuerzas de Satanás deben de haber atacado al Salvador por todos los frentes: frenética y diabólicamente, buscando un punto vulnerable, una debilidad, un talón de Aquiles por el que infligir una herida «mortal»; todo con la esperanza de detener la carga inminente… pero todo era en vano. El Salvador continuó su avance en un asalto audaz hasta que todos los prisioneros fueron liberados de los tentáculos pertinaces del Maligno. La suya fue una misión de rescate de repercusiones infinitas. Todos los músculos del Salvador, toda virtud, toda reserva espiritual existente se emplearía en la lid. No cabe duda de que todas las energías se agotaron, de que todas las facultades se llevaron al límite, de que se ejercieron todos los poderes. Solamente entonces, cuando parecía que no quedaba nada, abandonarían sus puestos las huestes de la maldad y se retirarían en una terrible derrota. Solamente entonces liberaría Cristo a «sus santos de ese terrible monstruo, el diablo y muerte e infierno» (2 Nefi 9:19). David vio este momento de triunfo, temible toda vez que glorioso, cuando cantó: «has librado mi alma de lo más profundo del Seol» (Salmos 86:13). Nefi también se regocijó: «él ha redimido mi alma del infierno» (2 Nefi 33:6). Con el tiempo, los santos de todas las épocas reconocerán al «Hijo de Dios como su Redentor y Libertador de la muerte y de las cadenas del infierno» (DyC 138:23; véase también Apocalipsis 20:13). El Gran Rescatador nos ha librado, ha salvado la situación, salvado la eternidad. Sin embargo, ¡oh, qué batalla! ¡Qué heridas! ¡Qué amor! ¡Y a qué precio! Puede que los mortales nunca comprendan Getsemaní plenamente, puesto que la muerte le habría sobrevenido a los demás hombres como un bienvenido alivio mucho antes de que la intensidad y la duración de este suplicio infinito llegaran a su cenit. No hubo tal liberación temprana, empero, en el caso del Salvador, porque él «[sufriría] tentaciones, y dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7; énfasis añadido). El profeta José testificó al respecto: «[El Salvador] padeció sufrimientos mayores y se vio expuesto a contradicciones más poderosas que cualquier hombre».32 El dolor, la agonía, la burla y el insulto culminarían en toda su horripilante furia para extraer del Redentor hasta el último ápice de angustia que la justicia demandaría y que el maligno podía arrancar. Como ocurre con los mortales, su válvula de escape era la muerte. Solamente él poseía el poder para «[poner su] vida» (Juan 10:17), pero no renunció ni se libró del dolor en ningún momento. Para él no habría pérdida de conocimiento, ni sedantes, ni analgésicos. Más bien, habría una absoluta y plena consciencia de todo lo que se le imponía. Él bebería la copa llena a rebosar. Como les dijera a los nefitas: «he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado (…) tomando sobre mí los pecados del mundo» (3 Nefi 11:11). Edna St. Vincent Millay escribe de un mortal que se vio dotado de omnisciencia por un instante, por lo cual «pagó [el] precio / Infinito remordimiento del alma». Los versos siguientes son un símbolo del sacrificio del Salvador y captan la angustia de su hora expiatoria: Todo pecado era mi pecar, toda expiación era mía, y mía la hiel del pesar. Mío era el lastre de todo agravio incubado, el odio que consentía cada estocada envidiosa, mía toda avaricia, mía toda lujuria. Y entre tanto, para toda pena, todo sufrimiento, anhelé alivio con un deseo tan mío… ¡Mi anhelo es en vano! Y atravesada por el fuego. ... Todo el suplicio era mío, y mía su vara; mía, piedad, como la piedad de Dios. ¡Ah, peso temible! ¡La infinidad apisona mi finito yo! ... Y hundida bajo la carga me hallo y sufría la muerte, pero no podía morir.33 Las palabras finales son muy expresivas: «pero no podía morir». En lo que respecta al Salvador, sería más adecuado decir «pero no quiso morir». Había que pagar el precio al completo. Todo pecado de Sodoma, Gomorra, Babilonia, los pecados del lector y los míos… había que incluirlos todos, sufrir por todos, y pagarlos todos antes de que el Salvador pudiera tomar la decisión de dejar entrar a la muerte. ¡Le deja a uno meditabundo caer en la cuenta de que nuestros pecados contribuyeron al inmenso sufrimiento de nuestros Salvador! El élder James E. Faust lo expresó así: «Es inevitable preguntarse cuántas gotas de esa preciada sangre puedan ser responsabilidad de cada uno de nosotros».34 EL SUPLICIO CONTINÚA EN LA CRUZ El élder McConkie expresó su creencia de que «estas agonías infinitas [en el Jardín de Getsemaní], este sufrimiento sin igual, continuó durante tres o cuatro horas».35 Intenso y terrible como fue el sufrimiento del Señor, no terminaría con el Jardín: aún tenía que soportar la cruz. ¿Y por qué la cruz? ¿Por qué no la lapidación u otro método de ejecución? La cruz era considerada como la forma más terrible de ejecución concebida por el hombre. El presidente J. Reuben Clark Jr. declaró de la crucifixión que: «era la [forma de ejecución] más dolorosa jamás ideada por los antiguos».36 En ella se mantenía a la víctima al borde de la muerte durante horas, sin aliviarle unos instantes siquiera, ocasionando a la vez en los nervios y los sentidos todo el dolor que la víctima era capaz de soportar sin perder la consciencia. Empujaba a un hombre a su umbral de agonía, pero sin llevarlo más lejos. La víctima, quien acababa ansiando la muerte sin recibir el alivio temprano deseado, sentía un dolor intenso y palpitante. El Salvador aguantaría con nobleza la cruz, todo lo que el hombre es capaz de soportar y mucho, mucho más. Sin embargo, sumido como estaba en todo aquello, no había venganza, rancor ni veneno en su alma. El élder Maxwell observó: «¡Jesús tomó la copa más amarga de la historia sin amargarse!».37 Y Eliza R. Snow lo expresó poéticamente: En agonía él colgó, y en silencio padeció.38 Los que han menospreciado el sacrificio del Salvador sosteniendo que no se trata de una proeza sobrehumana, ya que muchos otros han sido de igual manera crucificados y han sucumbido «noblemente», parecen haber olvidado los momentos en el jardín. El dolor físico de la cruz por sí solo, cuando se compara al dolor acumulado del jardín y de la cruz, es como comparar la noche y el día. Quizá la cruz se eligiera porque el Salvador quería que supiéramos que él había soportado la forma de tortura más inhumana conocida; pero, así y todo, tal angustia era relativamente insignificante en comparación con el suplicio espiritual vivido en el jardín, y del cual la cruz fue una extensión. El élder Joseph Fielding Smith confirma esta verdad con su testimonio: «Mucha gente tiene la idea de que su mayor sufrimiento tuvo lugar cuando él estuvo sobre la cruz, y le clavaron las manos y los pies. Este [sufrimiento] ocurrió antes de que fuera puesto sobre la cruz, en el Jardín de Getsemaní».39 El élder McConkie establece esta comparación entre el jardín y la cruz: «Al salir del jardín y entregarse voluntariamente en manos de hombres inicuos, la victoria ya era un hecho. Todavía quedaba el escarnio y el dolor de su arresto, de los juicios y de la cruz. Pero todo ello quedó eclipsado por las agonías y los suplicios vividos en Getsemaní».40 Y el élder Marion G. Romney compartía una opinión semejante: «Jesús se adentró entonces en el Jardín de Getsemaní. Allí es donde más sufrió. Él sufrió enormemente en la crucifixión, por supuesto, pero otros hombres habían muerto en la cruz; de hecho, dos hombres colgaron a ambos lados cuando él murió en la cruz. Sin embargo, ningún hombre, o grupo de hombres, ni todos los hombres del mundo, sufrieron jamás como el Redentor sufrió en el jardín».41 ¡Qué doctrina! El sufrimiento acumulado de todos los hombres en todas las épocas, en todos los mundos, no puede sobrepasar el sufrimiento del Salvador en el jardín. ¿Cómo podemos empezar siquiera a comprender el sufrimiento acumulado de toda la humanidad, o como enseñó el élder Orson F. Whitney, «la agonía amontonada de la raza humana»? 42 ¿Qué se arroja en la balanza del remordimiento, según una observación de Truman Madsen, cuando agregamos «el impacto cumulativo de nuestros pensamientos, motivaciones y actos maliciosos»?43 ¿Cuál es, preguntó el élder Vaughn J. Featherstone, el «peso y la inmensidad de los castigos de todas las leyes violadas clamando desde el polvo y desde el futuro: un incomprensible maremoto de culpa»? 44 ¿Cuántas conciencias atormentadas ha producido este mundo y a qué profundidades de depravación se ha hundido esta esfera terrenal? ¿Acaso puede alguien llegar a entender las horrendas consecuencias de un pecado así? El Salvador no solo lo entendió: lo sintió y lo sufrió. Muchos autores establecen un contraste entre el dolor infinito sufrido por el Salvador durante su presencia en el jardín, y el sufrimiento finito de la muerte física en la cruz. Tal comparación es adecuada, puesto que el jardín es el lugar donde el Salvador dio comienzo a su sufrimiento por los pecados y donde sangró por cada poro en respuesta a dicho dolor. Por consiguiente, el jardín a menudo se identifica con el lugar o símbolo de su sufrimiento espiritual, mientras que la cruz es el marco o el símbolo de su sufrimiento físico. Dicho esto, no creo que los mencionados autores quieran dar a entender que el sufrimiento del Salvador por los pecados se limitó exclusivamente al jardín. Eruditos como el élder Talmage y el élder McConkie nos ayudan a comprender que no existe tal línea de demarcación nítida entre el jardín y la cruz. Más bien sugieren que los suplicios de Getsemaní continuaron afligiendo al Salvador en la cruz. «Parece», opina el élder Talmage, «que además de los espantosos sufrimientos consiguientes a la crucifixión, se había repetido de nuevo la agonía de Getsemaní, intensificada más de lo que el poder humano puede soportar. En esa hora más crítica, el Cristo agonizante se hallaba a solas, solo en la más terrible realidad».45 El élder McConkie hace una apreciación similar: «Nuevamente, en el Calvario, durante las últimas tres horas de su pasión mortal, los sufrimientos de Getsemaní regresaron y él apuró la copa que su Padre Celestial le había dado».46 En otra ocasión, también reafirmó este criterio: «A esto añadimos, si interpretamos correctamente las Santas Escrituras, que toda la angustia, toda la pena y todo el tormento de Getsemaní se repitieron en las tres horas finales de la cruz, horas en que la oscuridad cubrió la tierra».47 Con respecto a las tinieblas que rodearon la crucifixión, el élder McConkie preguntó: «¿Pudiera ser que este fuera su momento de mayor prueba, o que, en estos instantes las agonías de Getsemaní se reprodujeran e incluso se intensificaron?».48 El élder McConkie y el élder Talmage creían que el dolor que empezó en Getsemaní, pero concluyó en el Calvario, superaron de lejos el dolor físico asociado a la cruz. Los que relativizan el sacrificio del Salvador apoyándose en que dos ladrones crucificados a ambos lados de él sufrieron de manera similar no han entendido nada. Por supuesto que el tormento físico en la cruz fue tremendo; por supuesto que ambos ladrones sintieron los mismos dolores físicos de la crucifixión que el Salvador. Sin embargo, la angustia de los clavos se vio superada por el suplicio espiritual, emocional y físico que el Salvador acaparó mientras tomaba sobre sí los pecados y las flaquezas del mundo: una ofrenda que evidentemente continuó en la cruz. Esta doctrina es coherente con la observación que tenemos de Pedro acerca de que el Salvador «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Pedro 2:24; énfasis añadido). Otros pasajes de las Escrituras, aunque no son definitivos necesariamente, sugieren que la misión del Salvador en la cruz incluyó Su enfrentamiento con el pecado. Pablo se refirió a la reconciliación «mediante la sangre de su cruz» (Colosenses 1:20). Nefi escribió su visión del Salvador «levantado sobre la cruz y muerto por los pecados del mundo» (1 Nefi 11:33). Más tarde, el profeta José Smith añadió su testimonio de que «Jesús fue crucificado por hombres inicuos, por los pecados del mundo» (DyC 21:9). Los acontecimientos que servían de conclusión a la vida del Salvador, tal y como se tratan a continuación, sugieren que las pruebas de Getsemaní ciertamente reaparecieron e incluso se intensificaron en la cruz. En primer lugar, tras la experiencia espeluznante del jardín, el Salvador pasó por una noche de azotes, burlas e insultos que lo dejaron exhausto y abandonado. En el jardín pudo recurrir a la totalidad de sus facultades físicas, emocionales y mentales a fin de enfrentar el aluvión de dolor que se lanzó sobre él. Cuando entró en el jardín, se encontraba en «su mejor momento». Un ángel acudió a su lado con la misión expresa de «fortalecerle» (Lucas 22:43). Pero ahora, estirado sobre la cruz, sus reservas físicas y emocionales se estaban disipando rápidamente. La sustancia que le daba la vida ya había fluido de cada poro. Lo habían azotado, escupido y golpeado. Las horas de insomnio estaban haciendo mella en su cuerpo terrenal. Uno de los Doce lo había traicionado. Otro lo había negado. El embate de dolor creciente lo encontraría sin consuelo mortal ni divino. Todos los recursos terrenales y celestiales le estaban siendo arrebatados sistemáticamente hasta que no quedó nada, a excepción del amor desinteresado y la determinación de llevar a cabo la Expiación. Quizá algunos que tan solo unos días antes lo aclamaban llamándole su rey y gritaban «¡Hosanna al Hijo de David!» (Mateo 21:9) ahora se unieron trágicamente en la consigna condenatoria «Crucifícale, crucifícale» (Lucas 23:21). ¿Sorprende acaso que en un día futuro se lamentara diciendo: «Estas son las heridas con que fui herido en casa de mis amigos» (DyC 45:52; véase también Zacarías 13:6)? El Salvador había sido repudiado por su pueblo (Mosíah 15:5). Como él mismo observó trágicamente: «Vine a los míos, y los míos no me recibieron» (3 Nefi 9:16). Si hubo para el Salvador un momento de susceptibilidad particular a la tentación sería este. En un estado tal de agotamiento y rechazo tendría que hacer frente a la cruz. Uno se pregunta cómo podía quedarle algo de resistencia, un ápice de voluntad para resistirse, una reserva de fuerza para prevalecer o algo de amor que ofrecer. Estaba andando por la delgada línea que separa la vida de la muerte, la consciencia de la inconsciencia. Desde la perspectiva de Satanás, el momento de la vulnerabilidad había llegado. No sorprende que Satanás llegara en este momento tan propicio, vomitando tentaciones insidiosas por los labios de sus peones mortales: «si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mateo 27:40). El cuerpo del Salvador se retorció de dolor; su espíritu puro e inmaculado reaccionó violentamente y con repugnancia al pecado y sus consecuencias. Los cielos parecían estar hechos de bronce. ¡Oh, qué tentadora debe de haber parecido la sugerencia del Maligno, incluso para un Dios, de descender de la cruz y obtener el alivio, incluso por unos momentos, de un dolor tan superlativo! Farrar hizo referencia a un momento análogo en el que Satanás se enfrentó al Salvador debilitado tras cuarenta días de ayuno: «Este era la ocasión del tentador. Todo el periodo había estado marcado por la tensión moral y espiritual. En horas intensas de tal excitación, los hombres soportan, sin sucumbir, una increíble cantidad de trabajo, y los soldados combaten durante una larga jornada de batalla sin ser conscientes de sus heridas o habiéndolas olvidado. Mas cuando el entusiasmo se disipa, cuando desaparece la emoción, cuando la llama pierde intensidad, la Naturaleza fatigada y forzada reafirma sus derechos. En pocas palabras: cuando se ha puesto en marcha una reacción poderosa, que deja al hombre sufriendo, desanimado, exhausto, entonces se está en la hora de peligro extremo, y ese ha sido, en muchos casos fatales, el instante en el que un hombre ha caído víctima de la seducción insidiosa o del asalto osado. Fue en un momento así cuando se libró, y ganó, la gran batalla de nuestro Señor contra los poderes del mal».49 Que Satanás acudiera en un momento como ese en la cruz sugiere que el Salvador estaba alcanzando el umbral de su dolor, el punto álgido de su misión. Esta era la última oportunidad de Satanás, su último intento desesperado de frustrar el plan de redención. Era ahora o nunca. No había ángel que fortaleciera al Santo, ni influencia sustentadora del Padre. Seguramente, a Satanás le agradaban las probabilidades de éxito. Milton escribió acerca de probabilidades similares cuando visualizó el encargo del Salvador de enfrentarse a las fuerzas rebeldes en la guerra preterrenal. Jehová, en el preludio a la confrontación con las huestes malignas, observó que él marcharía contra ellas: Que ellas [las fuerzas rebeldes] tengan lo que desean, medirse conmigo en buena lid y ver quién es el más fuerte, todas sus filas, o yo solo contra ellos.50 Este fue el enfrentamiento: Satán, acompañado quizá por sus legiones de viles soldados, contra el Salvador en toda su conmovedora soledad: el Salvador, en su estado de extrema debilidad, casi sin vida, batiéndose contra una acumulación universal de tormento. La elección del momento por parte de Satanás no podía haber sido más atinada. La luz sanadora del Padre se estaba retirando; las fuerzas torturadoras del método de ejecución más horrendo que haya diseñado la mente humana llegaban a su cenit; y la naturaleza se encontraba al borde de la rebelión expresada en un lenguaje sísmico. Mientras, Satanás acechaba entre bastidores, esperando para enfrentarse con su adversario en el momento exacto en que el Salvador era más vulnerable y las consecuencias del pecado eran más intensas. Este era el momento de crisis en el que las fuerzas de Satanás eran más, y las del Salvador estaban más agotadas. Este era el instante de crisis en la cruz, el momento en el que el dolor del Salvador era más intenso y su vulnerabilidad más profunda; pero Milton estaba en lo cierto: «el amor celeste vencerá al odio infernal».51 Un segundo factor que pone de manifiesto la intensificación del sufrimiento en la cruz es la retirada del Espíritu de Dios. Las Escrituras afirman reiteradamente que el Salvador había «pisado, [él] solo, el lagar» (DyC 76:107; DyC 88:106; DyC 133:50). Sin embargo, parece que no estuvo totalmente solo en el jardín, ya que fue allí donde el ángel acudió a ofrecer consuelo divino. Si la «soledad» fue parte de su descenso, de su infinito tormento, de la cima de su agonía, entonces esa exigencia no parece haberse cumplido plenamente en el jardín. Fue más bien en la cruz, donde el ángel estuvo ausente, el Padre se retiró, y el llanto de la más deplorable soledad se oyó en toda su cruda realidad: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34). Por supuesto que las consecuencias físicas de la cruz no dictaron una retirada así de Espíritu de Dios. En cambio, puede haberse tratado de una respuesta natural a la avalancha de maldad que se precipitó sobre el inocente Salvador. Cuando el Señor alcanzó el momento culminante de su prueba —cuando los pecados infinitos de mundos infinitos pesaron sobre él—, el Espíritu de Dios se retiró ante las consecuencias de un mal universal de tal naturaleza. Isaías enseñó esta verdad cuando declaró: «nuestras iniquidades nos llevan como el viento», e igualmente, Dios escondió su «rostro (…) a causa de nuestras iniquidades» (Isaías 64:6, 7). Si Dios retiró su Espíritu porque Jesús asumió las iniquidades de los mundos, entonces el tormento de Getsemaní se reprodujo, efectivamente, en la cruz. En tercer lugar, el élder Talmage creía que el Salvador murió en la cruz de un corazón roto, en sentido literal, y sugirió que este episodio fue culminación y conclusión de su misión. Puede que esta fuera la continuación física de su hemorragia por cada poro. Sin perder de vista el control que el Salvador tenía de la vida y la muerte, el élder Talmage ofreció este punto de vista: «Aun cuando, como se dijo en el texto, Jesucristo entregó su vida voluntariamente, porque tenía vida en sí mismo y nadie podía arrebatársela sin que Él lo permitiera (Juan 1:4; 5:26; 10:15–18) tuvo que haber por fuerza una causa física de su muerte (…). El fuerte grito, en seguida del cual inclinó la cabeza y ‘expiró’, considerado junto con otros detalles narrados, indican que la causa directa de su muerte fue un rompimiento físico del corazón (…). Entre las causas conocidas y aceptadas de la rotura del corazón podemos mencionar una inmensa tensión mental, punzante emoción de pena o alegría y una lucha espiritual intensa».52 Talmage añadió a continuación: «El autor de la presente obra cree que el Señor Jesús murió de un corazón quebrantado».53 Quizá el inspirado salmista vio, tanto literal como figurativamente, la causa del fallecimiento del Salvador: «La afrenta ha quebrantado mi corazón» (Salmos 69:20). Si el corazón roto del Salvador fue la gota que colmó el vaso, el golpe de gracia que simbolizaba la quintaesencia del sufrimiento en toda su terrible crudeza y realidad, entonces una ruptura así puede simbolizar ese momento culminante cuando su cuerpo mortal y su cuerpo espiritual no podían, o no necesitaban, soportar más. Lo había dado todo. Su corazón se había roto en el proceso de dar. No quedaba nada que aportar ni otro precio que pagar. Es un símbolo apropiado que nosotros hemos de tener también un «corazón quebrantado» a fin de disfrutar de las bendiciones del sacrificio expiatorio. Lehi enseñó que «él [Cristo] se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado (…) por todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito» (2 Nefi 2:7). El Salvador enseñó a los nefitas que ellos también debían sacrificarse de la misma manera, y les mandó: «Y me ofreceréis como sacrificio un corazón quebrantado y un espíritu contrito» (3 Nefi 9:20; véase también DyC 59:8). Como el Salvador, nosotros también debemos consagrarlo todo, tanto temporal como espiritualmente, si queremos ser aptos para recibir las bendiciones supremas del sacrificio infinito de Cristo. Rudyard Kipling reconocía este remedio espiritual antiquísimo: Enmudecen el tumulto y el griterío; parten capitanes y reyes: Aún se alza Tu sacrificio antiguo, un humilde y contrito corazón.54 En un principio, quizá concluyamos que el mayor sufrimiento del Salvador tuvo lugar en el Jardín, cuando sangró por cada poro. Allí, la intensidad de su ofrenda se manifestó en un fenómeno físico que derivó en un brote de sangre por cada poro. Esta secreción externa parecía ser una respuesta física al tormento sobrehumano que se lanzaba sobre él. Sin embargo, esto plantea un interrogante: «Si el Salvador sufrió en una medida idéntica o superior en la cruz, ¿por qué no se produjo una reacción física semejante sobre ese cruel madero? ¿Por qué no hubo sangrado por los poros o alguna otra forma de reacción física extrema?». Quizá la respuesta física que se produjo fue su corazón roto. De rasgarse o romperse su corazón como respuesta al tormento infinito, entonces el hecho de que sucediera en la cruz —y no en el jardín— quizá sugiera que la cruz puede en efecto haber constituido el clímax de su sufrimiento universal. UNA EXPIACIÓN PERSONAL En un momento determinado, los pecados multitudinarios de épocas innumerables se acumularon sobre el Salvador, pero su sumisión fue mucho más que una respuesta fría a las demandas de la justicia. Esta no era una Expiación anónima, fría, llevada a cabo por un ser desapegado y estoico. En realidad, fue una ofrenda fruto de un amor infinito. Se trataba de una Expiación personalizada, no de una Expiación en masa. De algún modo, puede ser que los pecados de todas y cada una de las almas se hayan tenido en cuenta individualmente (y cumulativamente también); que se haya sufrido por ellos, se haya redimido por ellos, todo con un amor desconocido para el hombre. Cristo gustó «la muerte por todos» (Hebreos 2:9; énfasis añadido), lo cual puede significar «por cada persona individualmente». Una lectura de Isaías sugiere que Cristo puede habernos visualizado a cada uno mientras el sacrificio expiatorio estaba haciendo mayores estragos: «Cuando haya puesto su alma como ofrenda por la culpa, verá su linaje» (Isaías 53:10; énfasis añadido; véase también Mosíah 15:10–11). De la misma manera que el Salvador bendijo a los «niños pequeños, uno por uno» (3 Nefi 17:21); igual que los nefitas sintieron sus heridas «uno por uno» (3 Nefi 11:15); así como él escucha nuestras oraciones una por una… Quizá él también sufrió por nosotros, uno por uno. El presidente Heber J. Grant habló de este enfoque concreto: «No solo vino Jesús en calidad de don universal. Él vino como ofrenda individual con un mensaje personal para cada uno de nosotros. Por cada uno de nosotros Él murió en el calvario, y Su sangre nos salvará condicionalmente. No como naciones, comunidades o grupos, sino como personas».55 C. S. Lewis compartía opiniones semejantes: «Él [Cristo] tiene atención infinita y de sobra para cada uno de nosotros. No tiene que tratar con nosotros en masa. Estás tan a solas con Él como si fueras el único ser que haya creado. Cuando Cristo murió, lo hizo por ti individualmente, como si fueras el único hombre que hubiera existido en el mundo».56 El élder Merrill J. Bateman no solamente habló de la naturaleza infinita de la Expiación; también de su alcance infinito: «La expiación del Salvador en Getsemaní y sobre la cruz es tan personal como infinita. Infinita porque abarca las eternidades; personal porque el Salvador sintió los dolores, los sufrimientos y las enfermedades de toda persona».57 Dado que el Salvador, siendo un Dios, tiene la capacidad de pensar varias cosas a la vez, quizá no era imposible para el Jesús mortal contemplar cada uno de nuestros nombres y transgresiones de forma concomitante a medida que avanzaba la Expiación, sin sacrificar la atención personal para ninguno de nosotros. Su tormento nunca tenía por qué perder su naturaleza personal. Mientras que un suplicio como ese contaba con dimensiones micro y macro, en última instancia la Expiación se ofreció por todos y cada uno de nosotros. La visión que se le mostró a Moisés del mundo puede arrojar luz sobre la manera en las que los dolores y las flaquezas de innumerables personas podrían ser percibidas en un periodo de tiempo relativamente breve, y puede que de manera concurrente. Moisés vio a los numerosos habitantes de la tierra, pero las Escrituras ponen de manifiesto que no se trató únicamente de una visión panorámica, en masa, un barrido de las multitudes de la humanidad de un nanosegundo de duración, como si se tratara de una película épica reproducida a la velocidad de la luz. Al contrario, en los escritos sagrados leemos lo siguiente: «no hubo una sola alma que no viese; y pudo discernirlos por el Espíritu de Dios» (Moisés 1:28; énfasis añadido; véase también Éter 3:25). Qué pensamiento tan genial, y a la vez reconfortante. Nadie, «[ni] una sola alma» fue olvidada ni desairada, ni menospreciada, en el proceso redentor. Este fue personal, concentrado, íntimo; un sacrificio y una preocupación cara a cara por ti y por mí. ¿POR QUÉ RETIRÓ DIOS SU ESPÍRITU? A diferencia de la experiencia del jardín, no hubo ningún ángel ministrante en la cruz. En cambio, parece que la luz sanadora del Padre fue retirada por completo, y en ese momento extremo, el Señor, un Dios por derecho propio, gritó las palabras inolvidables: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34). Brigham Young enseñó que, en este momento de crisis, «El Padre se retiró, retiró Su Espíritu y corrió un velo sobre él». En este instante desgarrador, el Hijo le suplicó al Padre que no lo abandonara, a lo que el Padre replicó: «‘No, (…) debes tener tus propias pruebas, igual que los demás’».58 El Salvador conocía ahora, en su medida máxima, lo que era estar desterrado de la presencia de Dios. Su sufrimiento por los pecados no era un ejercicio académico. Era una amarga realidad. Esto plantea una pregunta de fondo: «¿Por qué era necesario que Dios apartara su Espíritu?». Puede que la manera de responder mejor a esta pregunta sea abordando otra: «¿Qué ocurre con el Espíritu de Dios cuando pecamos?». Por necesidad, el Espíritu se retira. Cuando pecamos, nuestro espíritu es alejado o separado de Dios y de su Espíritu divino. El rey Benjamín enseñó: «si transgredís (…) os separáis del Espíritu del Señor, para que no tenga cabida en vosotros» (Mosíah 2:36; véase también DyC 97:17). Cuando el Salvador asumió los pecados infinitos de mundos infinitos y todas las consecuencias que ellos conllevan, parece que el Espíritu de Dios se retiró de manera natural. Se trataba del cumplimiento de la ley, «lejos está Jehová de los malvados» (Proverbios 15:29). El Salvador, por supuesto, no era malvado, pero ciertamente cargó con los pecados de los inicuos. De no haberse producido esta retirada, el Salvador no podría haber conocido plenamente las consecuencias del pecado como las viven aquellos por los que él sufrió. Si así hubiera sido, los hombres podrían haber dicho: «él nunca entendió al cien por cien todas las ramificaciones del pecado. Es cierto que sufrió, que agonizó, pero nunca sintió la soledad, el rechazo, el distanciamiento que acompañan a la retirada de la luz de Dios». Pero eso no ocurrió. Finalmente, la prueba del Salvador había alcanzado su punto álgido. La tormenta de culpa, remordimiento, vergüenza, humillación y desesperanza que acompaña al pecado pesaron sobre él con todo su peso y furia. Su alma pura y sensible, sin mácula, sin mancha, que no había conocido el pecado en absoluto, en ningún momento o lugar estaba ahora enfrentándose a un mal de proporciones colosales. El precio del mal en medida infinita se contabilizó y se pagó. Todos los sentidos de un hombre: intelectuales, emocionales, espirituales y psicológicos (mucho más sintonizados en el alma refinada del Salvador) se vieron monopolizados por los efectos que siguen el mal. El último destello de la luz sanadora de Dios se retiró para dejar que los efectos del mal, desatados, siguieran su curso por completo. El Espíritu del Padre ya no podía permanecer en presencia del mal infinito, asumido ahora por el mismo que había encarnado la bondad infinita. En este momento, el Hijo del Hombre, profundamente solo en el sentido más pleno del término, alzó la voz en un instante de pathos insuperable: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46; Marcos 15:34). Nadie podía afirmar que se le había escatimado alguna repercusión del pecado. No se amortiguó el golpe en lo más mínimo. Él descendió por debajo de todo ello. Fue una retirada del Espíritu como esta lo que sintió en menor medida el profeta José Smith cuando se perdieron las 116 páginas del manuscrito del Libro de Mormón. En esa ocasión el Señor dijo: «te mando que te arrepientas, no sea que te humille con mi omnipotencia; y que confieses tus pecados para que no sufras estos castigos de que he hablado, los cuales en muy pequeño grado, sí, en grado mínimo probaste en la ocasión en que retiré mi Espíritu» (DyC 19:20; énfasis añadido). Tan abrumadores eran los nubarrones de este momento que la madre de José, Lucy Mack Smith, comentaría más tarde: «Recuerdo muy bien aquel día de oscuridad, tanto interior como exterior. Para nosotros, por lo menos, los cielos parecían estar revestidos de tinieblas, y la tierra envuelta en desolación. A menudo me he dicho que, si un castigo continuo, tan duro como el que sentimos en aquella ocasión, se impusiera sobre los más perversos que jamás se hayan alzado sobre el escabel del Todopoderoso: de ser su castigo incluso inferior a ese, sentiría conmiseración por su estado».59 ¿Cómo podemos extrapolar esa experiencia y acercarla a la del Salvador, quien no sintió «en grado más inferior», sino en grado infinito, la retirada del Padre? La verdad es que no podemos hacerlo. LO SOPORTÓ SOLO El élder James E. Talmage sugirió otra razón convincente para la retirada del Espíritu del Padre: «A fin de que el sacrificio completo del Hijo pudiera consumarse en toda su plenitud, parece que el Padre retiró el apoyo de su Presencia inmediata, dejando al Salvador de los hombres la gloria de una victoria completa sobre las fuerzas del pecado y la muerte».60 Hubo algo en la exhaustividad de su sacrificio, en su profundidad, que le exigía cercenar todos los vínculos mortales y celestiales y quedar solo, totalmente solo. Así, en los momentos finales de tinieblas cuando Dios el Padre retiró su Espíritu e incluso la naturaleza misma se lamentó, el Salvador de la humanidad sufrió el peso combinado de la cruz y la carga del jardín, y las sobrellevó ¡solo! De esta verdad, él mismo dio testimonio ferviente: «He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo (…). Y miré y no había quien ayudara» (Isaías 63:3, 5; véase también DyC 76:107; 88:106; 133:50). ¿No había nadie con él, nadie que pudiera socorrerle? ¿Qué pasó con sus tres apóstoles principales en el jardín? ¿No le dieron consuelo y sostén en su momento de mayor necesidad? Marcos dejó constancia escrita de esos momentos transcurridos en el jardín, y nos confirma que los apóstoles estaban muy afligidos. Evidentemente, no eran capaces de reconciliar en sus corazones que el Mesías prometido pudiera sucumbir a la muerte. Parece que, para ellos, las atribuciones mesiánicas y el martirio eran teologías irreconciliables. El momento de la verdad había llegado y, en términos temporales, era más de lo que eran capaces de soportar. Así lo escribió Marcos: «Y llegaron al lugar que se llama Getsemaní, el cual era un jardín; y los discípulos empezaron a afligirse en extremo, y a angustiarse, y a quejarse en sus corazones, preguntándose si sería este el Mesías. Y Jesús, conociendo sus corazones, les dijo, sentaos aquí mientras oro. Y llevó consigo a Pedro, y a Jacobo y a Juan, y los reprendió, diciéndoles, Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad» (TJS, Marcos 14:36–38; énfasis añadido). Buenos como eran estos hombres, por un momento cuestionaron el carácter mesiánico de Jesús. En estos instantes de máxima necesidad, cuando su espíritu anhelaba apoyo mortal, aquellos en los que más había confiado, los tres apóstoles principales que más tarde dirigirían la iglesia dudaron primero y cedieron al sueño después. ¡Cuán punzantes deben haber sido para Pedro esas palabras de reprensión: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?» (Mateo 26:40). El salmo mesiánico de David se estaba cumpliendo trágicamente: «La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé a quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; busqué consoladores y ninguno hallé» (Salmos 69:20; énfasis del autor). El ocaso de Getsemaní se apagó hasta tornarse en la más oscura de las noches. Los principales sacerdotes y ancianos siguieron a Judas hasta el retiro santo del Salvador. Ahora, en ese momento, cuando la conspiración y la traición adquirieron siniestros tintes color rojo carmesí, las Escrituras revelan: «Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron» (Mateo 26:56). Esto no fue ninguna sorpresa para el Salvador: «He aquí, la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada uno a lo suyo y me dejaréis solo» (Juan 16:32; véase también Marcos 14:27). La descripción que nos dejó Samuel Taylor Coleridge del viejo marino encierra reminiscencias de la grave situación del Salvador: Solo, solo, totalmente, solo, ¡solo en un vasto, vasto mar! Y no hubo santo que se apiadara de mi alma que agoniza.61 Moroni vivió, en parte, esta nada envidiable situación de dura soledad. En sus propias palabras: «me hallo solo. Mi padre ha sido muerto en la batalla, y todos mis parientes, y no tengo amigos ni adónde ir» (Mormón 8:5). Moisés tuvo a Aarón y Hur para sostenerle en su momento de necesidad; para el Salvador no habría nadie. No hubo soledad como la suya: ni palabras de consuelo,62 ni brazo rodeándole los hombros, ni ángel para fortalecerlo en la cruz, y, en última instancia, ningún vestigio del Espíritu de su Padre. Él se enfrentó completamente solo frente al pecado, la muerte y todos los viles asaltos del Maligno, hasta que pudo exclamar con gloria triunfal: «¡Consumado es!» (Juan 19:30). Entonces, el Salvador entregó su vida. Su sacrificio de dimensiones infinitas se había completado, pero su misión todavía no había terminado. Aún no había vencido a la muerte mediante el poder de la resurrección. El élder Joseph F. Smith ayudó a enfocar de manera adecuada estos últimos acontecimientos de la vida del Salvador: «Muchos en el mundo cristiano creen que nuestro Salvador acabó su misión cuando expiró en la cruz; y sus últimas palabras pronunciadas en la cruz, según las cita el apóstol Juan, ‘consumado es’, se emplean frecuentemente a modo de prueba de ese hecho. Esto es un error. Cristo no culminó su misión sobre la tierra hasta después de que su cuerpo fue levantado de los muertos (…). Además, la misión de Jesús permanecerá inconclusa hasta que redima a toda la familia humana, excepto los hijos de perdición, así como a esta tierra de la maldición que pesa sobre ella, y tanto la tierra como sus habitantes puedan presentarse ante el Padre, redimidos, santificados y gloriosos».63 ¿PUEDE UN SUFRIMIENTO INFINITO COMPRIMIRSE EN UN TIEMPO FINITO? ¿Cómo pudo el Salvador, en los momentos «limitados» de Getsemaní y el Calvario, sufrir de tal manera que le fuera posible redimir a los que habían sufrido durante periodos de tiempo prolongados? ¿Hay alguna manera de equiparar el tormento de Getsemaní y la cruz con el dolor y la agonía de un enfermo que ha luchado contra el cáncer durante veinte años, a la soledad de la viuda cuyo marido murió en la flor de la juventud? Las Escrituras no dan lugar a dudas en su afirmación: «El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello» (DyC 122:8). La auténtica cuestión no es si sufrió así; la pregunta es cómo lo hizo. ¿Cómo comprimió en un momento «breve» un tormento de tal magnitud para poder afirmar que había vivido todo lo que los mortales han sufrido y más? Los siguientes pensamientos no se ofrece como certezas doctrinales, sino como posibles explicaciones. En primer lugar, en el contexto de la Expiación quizá el tiempo es inmaterial o, como mínimo, de una menor importancia. Con nuestras mentes finitas traducimos toda acción en tiempo, pero Alma enseñó: «solo para los hombres está medido el tiempo» (Alma 40:8). Para Dios pareciera que no hay pasado, presente ni futuro; más bien, «todas las cosas (…) están presentes ante [los ojos de Dios]» (DyC 38:2; véase también DyC 130:7). Él no vive momento a momento, ni día a día. No lleva reloj ni consulta calendarios, porque «todo es como un día para Dios» (Alma 40:8). Dado que Dios sabe todas las cosas, el futuro es tan real como el presente. No existe línea divisoria entre el ahora y el entonces. José Smith observó que «lo pasado, lo presente y lo futuro fueron y son, para El, un eterno ‘Hoy’».64 C. S. Lewis manifestó una opinión similar: «Dios, eso creo, no vive en serie temporal alguna. Su vida no es un goteo de momentos como la nuestra (…). Todos los días son ‘Ahora’ para Él. No te recuerda haciendo cosas ayer; Él sencillamente te ve haciéndolas, porque, si bien para ti el ayer está perdido, para Él no lo está. Él no ‘vaticina’ tus acciones de mañana; simplemente te ve llevándolas a cabo; y esto es así porque, si bien mañana no ha llegado todavía para ti, para Él sí lo ha hecho».65 Moroni pudo apreciar una pequeña muestra de la atemporalidad cuando miró al futuro distante y notó: «He aquí, os hablo como si os hallaseis presentes, y sin embargo, no lo estáis» (Mormón 8:35). Quizá el Salvador tuvo una sensación similar de atemporalidad cuando tomó sobre sí nuestros pecados. En este contexto, palabras como «breve» o «ampliado» carecerían de sentido. Por consiguiente, puede ser que el dolor inmenso sobrellevado por el Salvador no pueda medirse con las restricciones temporales humanas. En segundo lugar, todo el mundo sabe que el área de un rectángulo se calcula multiplicando la base por la altura. No importa lo pequeña que sea la altura, el área puede mantenerse constante incrementando la base proporcionalmente. ¿Podría ocurrir lo mismo con el sufrimiento? Quizá la totalidad del sufrimiento se exprese mediante una fórmula similar: Sufrimiento = intensidad del dolor x tiempo. De ser así, ¿podría reducirse el tiempo e incrementarse el dolor de forma inversamente proporcional de modo que fuera posible comprimir una vida de sufrimiento en un día, una hora, incluso un segundo, pero manteniendo el sufrimiento constante? El concepto humano del dolor es de lo más limitado. Cuando alcanzamos nuestro umbral del dolor, «se activa» una válvula de escape. O perdemos el conocimiento o morimos. Por consiguiente, no podemos conocer una intensidad de dolor que trascienda la muerte o la consciencia, ni somos capaces de concebirla. En el caso del Salvador, no obstante, no hubo tal mecanismo de escape. El dolor continuaría intensificándose más allá de la experiencia o la imaginación de cualquier hombre mortal. El élder Erastus Snow sugirió que, en este momento de crisis, cuando «el fin estaba próximo, todas las debilidades de la carne, por así decirlo, se acumularon en él».66 El rey Benjamín nos recuerda que el Salvador sufrió «aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7). Si no hubiera muerte ni inconsciencia y el dolor pudiera aumentar sin límites, no parecería falto de razón suponer que el sufrimiento podría permanecer constante, incluso si el factor temporal disminuyera drásticamente. En tercer lugar, puede que el sufrimiento del Salvador no se limitó al jardín y a la cruz. Quizá una porción de su sufrimiento se encontró, no solamente en el acontecimiento desencadenante, sino que también en la espera del acto mismo. José Smith enseñó: «No hay castigo tan terrible como el de la incertidumbre».67 Un dolor como ese roe al acusado mientras aguarda, conteniendo el aliento, a que el jurado emita el veredicto. Un dolor como ese hace que las madres angustiadas pasen la noche en vela preguntándose si sus hijos están seguros en campos de batalla lejanos. Un dolor como ese es más que un dolor psicológico. Es demasiado real. También es sufrimiento. Si la espera es dolor, entonces en un sentido el tormento del Salvador no empezó siendo hombre, sino eones antes: en la existencia premortal cuando proclamó con estas palabras: «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27). La espera de su Expiación desde las épocas premortales no sustituyó la realidad asombrosa de Getsemaní y la cruz (la cual superó incluso sus expectativas telescópicas), pero bien es verdad que debe de haber contribuido a incrementar la magnitud del dolor que sobrellevó. En este sentido, su sufrimiento fue más allá de los límites del jardín y en la cruz. En cuarto lugar, y de otra manera, el sufrimiento del Salvador es interminable y no «breve»; implica más que el jardín y la cruz, más que su vida terrenal, más que el dolor de la incertidumbre. Si Dios sufre como los padres mortales cuando sus hijos sufren, entonces, mientras se prolongue la procreación de Dios, este seguirá sufriendo. Mientras sus creaciones tengan experiencias con el pecado, la soledad, la enfermedad, el rechazo, o cualquiera de las penas que constituyen la triste condición humana, Dios seguirá sufriendo y derramando lágrimas. En cierta ocasión, Abigail Adams le expresó de esta manera a una de sus amistades la profunda devoción que sentía por su esposo, el presidente: «Cuando él está herido, yo sangro».68 De manera semejante, el Salvador continúa «sangrando» con cada herida y cada dolor. Cuando Satanás fue expulsado de la presencia de Dios, «los cielos lloraron por él» (DyC 76:26). Cuando Enoc tuvo una visión de los habitantes de la tierra, se maravilló al ver que «el Dios del cielo miró al resto del pueblo, y lloró» (Moisés 7:28). Después de que el Salvador supo de la muerte de Lázaro y el dolor que ello les causaba a María y Marta, las Escrituras indican que «lloró Jesús» (Juan 11:35). Fue este mismo Jesús el que sintió que su «gozo [era] completo» cuando visitó a los nefitas, si bien les declaró proféticamente que «me aflijo por motivo de los de la cuarta generación» a partir de ese momento (3 Nefi 27:31–32).69 Dios ha sentido y sentirá todavía nuestras debilidades porque nos ama, se regocija con nosotros y llora con nosotros. Su sufrimiento es un proceso interminable del cual la Expiación fue una parte esencial. En este sentido, el sufrimiento del Salvador continúa, por toda la eternidad. B. H. Roberts estaba plenamente de acuerdo con este concepto: «El sufrimiento de Jesucristo no fue un episodio aislado, una hora breve, ni tres años cortos: el sufrimiento de Jesucristo fue una revelación del hecho eterno de que Dios es la fuente de vida desde las eternidades, y que otorgar la vida tiene un precio para Dios igual que lo tiene para nosotros».70 Por mucho que sopesemos, analicemos o examinemos detenidamente la cuestión, hemos de admitir que no sabemos con certeza cómo englobó el Salvador la gama completa de las aflicciones humanas. Quizá una revelación por venir nos lo haga saber; quizá nuestras mentes deben adquirir más cualidades infinitas antes de poder comprenderlo. En la actualidad, solamente podemos conjeturar. Puede que un «dilema» de esta naturaleza nos recuerde los pensamientos de John Keats acerca de una urna griega de la antigüedad, a la que hace referencia en este poema, «Oda a una urna griega»: Tú, forma silenciosa, escapas a nuestro pensamiento como la eternidad. Y estas palabras de consuelo: La beldad es verdad; la verdad, beldad», eso es todo lo que sabéis en la tierra, y no precisáis saber más.71 El Salvador «descendió debajo de todo» (DyC 88:6). Esta es la conclusión doctrinal importante. Conocemos la consecuencia: algún día conoceremos los medios. Mientras tanto, no precisamos saber nada más. ¿SABÍA EL SALVADOR DE ANTEMANO EL INTENSO SUFRIMIENTO POR EL QUE PASARÍA? ¿Se le previno con antelación al Salvador acerca de Getsemaní y el Calvario? ¿Podría haber ejercido plenamente su albedrío si se le hubiera llevado al jardín y a la cruz a ciegas o con información insuficiente? ¿Puede haber mérito o censura en toda su gloria o infamia, respectivamente, cuando uno actúa con información parcial? La respuesta a estas preguntas debería ser evidente. Ningún principio en el reino celestial es más sagrado que el principio del albedrío. Es la piedra angular del gobierno del cielo y de la tierra. Sin decisiones tomadas con conocimiento de causa, el albedrío sería una burla. El Salvador estaba informado y tenía el conocimiento necesario de su prueba inminente. Pero, ¿cómo lo sabía? Quizá su mente muy superior conocía todo lo pasado, presente y futuro, incluso aquello que jamás había vivido con anterioridad. O puede que el Padre le revelara lo que necesitaba saber: enseñanza, instrucción y preparación para que el Salvador pasara por la prueba divina.72 Sea cual sea el método empleado a fin de preparar al Salvador para sus momentos en Getsemaní y la cruz, una cuestión resulta clara: su sumisión se fundamentaba en el conocimiento, no en la ignorancia. «Cuando acudió a Getsemaní», declaró el élder McConkie, «lo hizo con una conciencia total de lo que le esperaba».73 El élder Vaughn J. Featherstone expresó un punto de vista similar: «Nuestro Señor invocó todos los poderes de Su Divinidad y Su fortaleza mortal y física con una comprensión absoluta y sin cortapisas de lo que iba a suceder en aquellos momentos breves. Estaba preparado para aquella noche».74 No cabe duda de que el Salvador supo intelectualmente todo lo que se podía saber de antemano sobre el acontecimiento; nada estaba oculto ni era desconocido. En la última cena él dejó claro que estaba al tanto de su destino inminente: «En gran manera he deseado comer con vosotros esta Pascua antes que yo padezca» (Lucas 22:15; énfasis añadido). Otra versión reza: «sabiendo Jesús que su hora había llegado» (Juan13:1; énfasis añadido). Juan añade que «Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder» (Juan 18:4). El Salvador llegó al altar del sacrificio con una comprensión intelectual completa de lo que le esperaba. Fue este conocimiento lo que le permitió seguir adelante con todo su albedrío. Así y todo, uno se pregunta si no hubo, incluso para Cristo, alguna laguna entre lo que sabía y lo que pronto sabría por experiencia propia. El élder Neal A. Maxwell enseñó: «Jesús supo cognitivamente lo que debía hacer, pero no por experiencia. Nunca había vivido en carne propia el intenso y riguroso proceso de la Expiación. ¡Así, cuando la agonía alcanzó su plenitud, fue mucho, muchísimo peor de lo que Él, incluso dotado de un intelecto único, podría haber imaginado!».75 El grito que brotó del alma del Señor: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Marcos 15:34) no era una pregunta retórica; era el ruego apremiante de un ser divino que, sometido a un dolor insondable, buscaba respuestas y solaz en su momento de necesidad. A todo hombre le llega ese momento en que, pese a su agudo intelecto, ha de confiar en la fe y solo en la fe. Abraham lo vivió él mismo cuando desenvainó el cuchillo en el monte Moriah; Moisés lo sintió cuando marchaba en dirección al Mar Rojo. En ninguno de estos casos existía otra solución obvia al alcance de la mano que la obediencia; todas las demás opciones barajadas por el raciocinio humano se habían agotado. Solamente restaba aferrarse a la fe, la fe más pura. Ahora el Salvador había llegado a un momento como ese, con el Padre apartado de él y solo en la cruz. ¿Por qué se le había abandonado? ¿No era el Cordero elegido? El Salvador sabía con antelación de momento esclarecedor, en que estaría solo, ya que los profetas así lo habían dicho (Salmos 22:1; 69:20; Isaías 63:3); sin embargo, cuando llegó la hora de la verdad, quizá fue muchísimo más intenso en realidad que en la mera contemplación, de modo que su mente no pudo concebir el horrendo trauma físico, emocional y espiritual que se abalanzaba sobre él. Era una experiencia imposible de concebir intelectualmente. Y otro tanto sucede con el amor. Podemos leer ampliamente sobre el tema, pero la experiencia propia siempre será muy superior. Y quizá sea eso lo que le sucedió al Salvador en el momento de la Expiación. En este instante de crisis fue la fe, no la omnisciencia, lo que le sostuvo. Una vez más, el Señor probó que es el gran ejemplo a seguir. No solo conoció la totalidad de la tentación mortal, no solo conoció el dolor y las debilidades del hombre, no solo conoció las consecuencias de todo pecado; también conoció lo que significa que se le arrebate a uno todo vestigio de la razón y que todo lo que quede sea la fe, y solo la fe, para seguir adelante. Todo lo que poseía intelectualmente fue un porqué sin respuesta, pero lo que tenía espiritualmente era fe, y con esa fe siguió adelante y descendió por debajo de todo. Cuando el Salvador pidió que se apartara la copa, demostró su comprensión de la situación. Él sabía intelectualmente lo que contenía esa copa, o no habría implorado tal cosa. Tanto la alternativa como el poder de retirarse, de apartarse, o de abandonar la prueba en cualquiera de sus fases estuvieron a su alcance. ¡La última pulla de Satanás: «si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mateo 27:40), no fue una sugerencia vacía, sino un punzante recordatorio de que tenía la posibilidad de hacerlo! En el sentido pleno del término, la suya fue una decisión consciente y deliberada. Sabía todo lo que era posible conocer (o lo que su Padre deseaba que supiera) con antelación al tormento infinito que pronto sería exclusivamente suyo. Sus ojos estaban abiertos de par en par cuando lanzó la oferta más amorosa de la historia: «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27). No hay duda al respecto: el sufrimiento del Salvador fue infinito. Él lo soportó todo: con conocimiento de causa, por voluntad propia y por amor. NOTAS 1. Browning, «Prospice» en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 876; énfasis añadido. 2. McConkie, Mortal Messiah, 3:88, nota 1. 3. Lewis, Inspirational Writings of C. S. Lewis, 501. 4. Journal of Discourses, 10:114. 5. Smith, Religious Truths Defined, 121. 6. Smith, Doctrina del Evangelio, 21. 7. Smith, Answers to Gospel Questions, 3:103. 8. Madsen, «Olive Press», 58; énfasis añadido. 9. Ibid., 60. 10. McConkie, «Purifying Power», 9. 11. Si bien esta conclusión parece lógica, no es una certeza escrituraria. El élder Maxwell escribió en cuanto a este mensajero celestial: «Un ángel, cuya identidad desconocemos, acudió a fortalecerle» («Enduring Well», 10; énfasis añadido). 12. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 200. 13. Nefi habló de un momento de ternura semejante. El Salvador, rodilla en tierra, oró a su Padre por los nefitas supervivientes de la destrucción. Las palabras pronunciadas atravesaron los corazones y los llenó por completo. Hay que releer la narración para percibir la emoción y el gozo abrumadores que sintieron los presentes. Nefi observó: «las cosas que oró no se pueden escribir (…) ni el oído ha escuchado, antes de ahora, tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos que Jesús habló al Padre; y no hay lengua que pueda hablar, ni hombre alguno que pueda escribir, ni corazón de hombre que pueda concebir tan grandes y maravillosas cosas como las que vimos y oímos a Jesús hablar» (3 Nefi 17:15–17). 14. Madsen, «Olive Press», 61. 15. Phillips Brooks, «Oh, pueblecito de Belén», Himnos, núm. 129. 16. Taylor, Mediation and Atonement, 149–50. 17. Ibid., 152. 18. Ibid., 152. 19. Aunque el contexto de este pasaje hay que encontrarlo en los «últimos días», se ha insertado aquí porque la verdad que enseña parece tener una doble aplicación en lo que la Expiación se refiere. 20. Taylor, Mediation and Atonement, 151; énfasis añadido. 21. Farrar, Life of Christ, 575. 22. Ibid., 579. 23. Ibid., 577. 24. Taylor, Mediation and Atonement, 148–49. 25. Whitney, Baptism, 4. 26. Maxwell, «Willing to Submit», 73. 27. Cecil Frances Alexander, «En un lejano cerro fue», Himnos, núm. 119. 28. Smith, Doctrinas de salvación, 1:125–26. 29. Whitney, Saturday Night Thoughts, 149. 30. Tennyson, «The Charge of the Light Brigade», en Harvard Classics, 42:1006. 31. Talmage, Jesús el Cristo, 644. 32. Smith, Lectures on Faith, 59. 33. Millay, «Renascence», en Cook, Famous Poems, 175–76. 34. Faust, «Supernal Gift», 13. 35. McConkie, «Purifying Power», 9. 36. Clark, Conference Report, octubre de 1955, 24. 37. Maxwell, «Enduring Well», 10. 38. Snow, «Murió, el redentor murió», Himnos, núm. 114. 39. Smith, Doctrinas de salvación, 1:124. 40. McConkie, Mortal Messiah, 4:127–28. 41. Conference Report, octubre de 1953, 35; énfasis añadido. 42. Whitney, Saturday Night Thoughts, 152. 43. Madsen, Christ and the Inner Life, 4. 44. Featherstone, Disciple of Christ, 4. 45. Talmage, Jesús el Cristo, 695. 46. McConkie, «Seven Christs», 33. 47. McConkie, Mortal Messiah, 4:232, nota 22. 48. Ibid., 225; énfasis añadido. 49. Farrar, Life of Christ, 115. 50. Milton, Paradise Lost, 192. 51. Ibid., 100. 52. Talmage, Jesús el Cristo, 703–4, nota 8; énfasis añadido. 53. Ibid., 704, nota 8. 54. Kipling, «Recessional», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 1047. 55. Grant, «Marvelous Growth», 697. 56. Lewis, Quotable Lewis, 248. 57. Bateman, «El poder de sanar». 58. Journal of Discourses, 3:206. 59. Smith, History of Joseph Smith, 132. 60. Talmage, Jesús el Cristo, 695. 61. Coleridge, «The Rime of the Ancient Mariner», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 673. 62. Hay que matizarlo con el grado en que las tres Marías y Juan el Amado pueden haber aportado consuelo con su sola presencia cuando «estaban junto a la cruz» (Juan 19:25), sin olvidar la bendición de contar con «muchas mujeres mirando de lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea, sirviéndole» (Mateo 27:55). 63. Journal of Discourses, 23:173, 175. 64. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 267. 65. Lewis, Inspirational Writings of C. S. Lewis, 475–77. 66. Journal of Discourses, 7:357. 67. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 349. 68. Bennett, Our Sacred Honor, 137. 69. Puede que en esta cuestión el Salvador fuera como los tres nefitas, quienes «no [padecieron] dolor ni pesar, sino por los pecados del mundo» (3 Nefi 28:38; véase también 4 Nefi 1:44). 70. Roberts, The Seventy’s Course in Theology, 158–59. 71. En Cook, Famous Poems, 151. 72. El apóstol Juan se refirió a esta última posibilidad: «Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todas las cosas que él hace» (Juan 5:20; énfasis añadido). El élder McConkie cita este pasaje y a continuación parafrasea las palabras de Jesús de la siguiente manera: «He visto en una visión todas las obras de mi Padre; he visto lo que hizo en épocas pretéritas; también lo que hace ahora; y me ha manifestado sus obras futuras, incluso ‘todas las cosas que él hace’» (Mortal Messiah, 2:71). Joseph Fielding Smith comparte una opinión similar: «La declaración del Señor de que no podía hacer sino lo que había visto hacer al Padre, significa sencillamente que a Él le fue revelado lo que el Padre había hecho» (Doctrinas de salvación, 1:30; énfasis añadido). De esa manera puede el Salvador haber sabido de la naturaleza del sacrificio que estaba contemplando. 73. McConkie, Mortal Messiah, 4:126; énfasis añadido. 74. Featherstone, Disciple of Christ, 3. 75. Maxwell, «Willing to Submit», 72–73. Capítulo 15 INFINITA EN AMOR EL SACRIFICIO: EL AMOR MÁS ELEVADO Si el sacrificio por el prójimo es la máxima expresión de amor, entonces la Expiación de Jesucristo es la demostración de amor más extraordinaria que este mundo haya conocido jamás. La fuerza motriz e irresistible de su sacrificio fue el amor. No lo impulsaban ni el deber, ni la gloria, ni el honor, ni ninguna otra recompensa temporal. Fue el amor en sentido más puro, profundo y duradero del término. A la visión que tuvo el presidente Joseph F. Smith del mundo de los espíritus la precedió —y motivó—, su reflexión acerca de «el grande y maravilloso amor manifestado por el Padre y el Hijo en la venida del Redentor al mundo» (DyC 138:3). Con un tenor similar, Ammón se refirió a «la incomparable munificencia [del] amor [del Salvador]» (Alma 26:15). Fue este amor lo que dio lugar al don expiatorio del Salvador. Emerson nos ayuda a ver en su justa perspectiva el valor de dicho don: «El único don es una parte de ti».1 En esta línea, el sacrificio del Salvador fue el don más noble de todos, ya que el que lo tenía todo lo dio todo. Sus poderes espirituales, emocionales, psicológicos y vivificantes se depositaron totalmente en el altar del sacrificio sin restricciones. Él dio hasta que no quedó nada más que dar, nada más que hacer: hasta que hubo agotado esa reserva de virtudes que poseía a fin de elaborar un sacrificio infinito. Brigham Young afirmó: «No hay nada que el Señor no haría por la salvación de la familia humana y que haya dejado de hacer por descuido; (…) todo lo que es posible lograr por su salvación, independiente de ellos, el Salvador lo ha llevado a cabo».2 El sacrificio expiatorio excede y transciende con mucho todos los sacrificios de amor. Nadie más ha dado tanto a tantos y de tan buena gana. La letra del himno es un recordatorio conmovedor: Su santa sangre aceptad, preciosas gotas de virtud. ¡Cuán grande sacrificio fue!3 EL AMOR DEL HIJO Desde el concilio preterrenal hasta que expiró en el Calvario, al Salvador lo impulsó un amor sincero puesto que «en su amor y en su clemencia los redimió» (DyC 133:53). A Nefi le fue dado comprender la vejación a la que el Salvador se vería expuesto por parte de un mundo insensible e ingrato: «lo azotan, y él lo soporta; lo hieren y él lo soporta. Sí, escupen sobre él, y él lo soporta» (1 Nefi 19:9). ¿A qué se debía tal sumisión? Nefi nos ofrece una respuesta sencilla a la vez que profunda: «por motivo de su amorosa bondad y su longanimidad para con los hijos de los hombres» (1 Nefi 19:9). No hubo segundas intenciones ni designios ocultos en el ministerio del Salvador; solamente hubo un amor que Él brindó sin trabas y pródigamente. Juan el Amado, quien anduvo junto al Salvador, quien compartió con él las vivencias del Monte de la Transfiguración, quien estuvo tan cerca y vio el sacrificio expiatorio del Salvador más nítidamente que cualquier otro ser humano, se refirió al Santo con tono reverencial: «[el] que nos ama, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre» (Apocalipsis 1:5). Pablo afirmó acertadamente que «difícilmente alguien muere por un justo (…). Mas Dios demuestra su amor para con nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros». (Romanos 5:7–8). El amor del Salvador no era un amor para los justos exclusivamente; no era un amor abstracto; ni se demostraba mediante un acto sacrificial únicamente. Al contrario, ¡era un amor diario, dispensado casi hora tras hora, incluso a cada instante! Era un amor que se extendía desde la esfera premortal a la eternidad. Era un amor que llevó a preparar con detalle un fuego para cocinar pescado y pan para unos discípulos hambrientos y exhaustos cuando regresaron de una larga y agotadora noche de pesca en el mar de Galilea. Era un amor que bendecía a los niños pequeños, sanaba a los enfermos y ofrecía esperanza a los desesperados. Era un amor que llegaba a todas las personas y los elevaba a alturas superiores. Se dieron muestras de amor en todos los momentos conscientes, de cada instante de vigilia de su vida mortal. El amor fluyó de cada poro, de cada pensamiento, de cada acto. De forma tan natural y habitual como nosotros procuramos inhalar el aire que respiramos, él procuró bendecir a los demás. Una y otra vez, en esos momentos de agotamiento físico e interés encontrados que pesaban sobre él, el Salvador estuvo ahí, al alcance del individuo: para escuchar, para amar y para bendecir. Toda su vida fue una acumulación de actos de amor, culminados por el más importante de todos: su sacrificio expiatorio. Pedro resumió la vida del Señor con esta frase, sencilla, pero tan expresiva: «anduvo haciendo bienes» (Hechos 10:38). Pensemos unos instantes en el amor de una madre por su hijo recién nacido. Supongamos ahora que se arrancara a ese niño de los brazos de su madre. Aunque esa madre viviera hasta cumplir los cien años, no cabe duda de que jamás olvidaría a ese bebé venido del cielo que estrechó con fuerza contra su pecho amoroso. Algunos recuerdos no pueden borrarse jamás, los vínculos de algunas relaciones nunca se destruyen, algunos pensamientos nunca caen en el olvido, algunas cosas permanecen más allá del tiempo y la muerte. Sabiendo todo esto, el Señor preguntó: «¿puede una mujer olvidar a su niño de pecho al grado de no compadecerse del hijo de sus entrañas?» (1 Nefi 21:15). Entonces el Señor afirma lo siguiente: «¡Pues aun cuando ella se olvidare, yo nunca me olvidaré de ti, oh casa de Israel!» (1 Nefi 21:15; énfasis añadido). Si hubiera alguna duda con respecto al compromiso y al amor del Señor por la casa de Israel, él mismo la ha despejado. La magnitud de sus desvelos se ha apreciado en su correcta perspectiva y sobrepasa a todo lo que el hombres capaz de brindar, incluso el amor de una madre por su hijo. Y entonces nos ofrece este recordatorio a todos: «Pues he aquí, te tengo grabada en las palmas de mis manos» (1 Nefi 21:16). Las heridas en las manos son su testimonio, su prueba tangible e irrefutable de su sacrificio y de su amor. Supongamos que fuéramos capaces de pasar hacia atrás las páginas de la historia hasta llegar al meridiano de los tiempos. Supongamos que hubiéramos podido estar presentes aquella noche en que el Salvador declaró desde su morada celestial: «he aquí, (…) mañana vengo al mundo para mostrar al mundo» (3 Nefi 1:13). Supongamos que tuviéramos el poder de contemplar el pequeño pueblecito de Belén, en marcado contraste con el hogar celestial del Salvador. ¿Quién de entre nosotros podría imaginar la profundidad del amor que le llevó aquella noche a dejar atrás la divinidad para hacerse hombre? Así el Salvador, el omnipotente, el creador de mundos sin fin, entró en el mundo como un bebé desvalido. ¿Y por qué? ¿Por qué todo esto… por nosotros? ¿Por qué entregar su poder y honor a cambio de vejaciones, burlas, condenas y, finalmente, la crucifixión? Pablo enseñó que Cristo se hizo «en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Hebreos 2:17). Y Alma escribió que el Señor tomó sobre sí las debilidades del hombre «para que sus entrañas sean llenas de misericordia» (Alma 7:12). Sin embargo, el Salvador respondió mejor que nadie a nuestro interrogante: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Juan 15:13). Y era cierto, «de tal manera amó al mundo que dio su propia vida» (DyC 34:3; véase también 1 Juan 3:16; Éter 12:33). El presidente Ezra Taft Benson se refirió a este amor inagotable: «Tal vez nunca lleguemos a entender en nuestra vida mortal cómo logró hacerlo; pero sí tenemos el deber de comprender por qué lo hizo. Todo lo que Él hizo fue motivado por el infinito y generoso amor que siente por nosotros».4 Este era el humilde reconocimiento de Nefi, quien replicó, en respuesta a la pregunta formulada por el ángel acerca de la condescendencia de Dios: «Sé que ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas» (1 Nefi 11:17). EL AMOR DEL PADRE ¿Acaso el sufrimiento y el amor del Hijo —tan inmensos—, no hacen sino magnificar el amor del Padre todavía más si cabe? ¿Qué Padre amoroso, si se le presentara la ocasión, no intentaría anhelosamente —desesperadamente, incluso— un intercambio de lugar con su hijo atormentado? El rey David, por ejemplo, cuando recibió la noticia de la muerte de un hijo rebelde, alzó la voz diciendo: «¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera haber muerto yo en tu lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (2 Samuel 18:33; énfasis añadido; véase también Alma 53:15). David supo por experiencia propia que podía haber un sacrificio mayor que el sufrimiento por uno mismo. ¿Y qué sufrimiento podría ser mayor que tener que contemplar del tormento incomparable de un hijo cuando se posee el poder necesario para aliviarlo? Supongamos que fuera nuestra la capacidad de liberar a un hijo de un dolor inmenso con una orden, un dolor que le hubiera empujado a gritar: «Padre, si quieres, pasa de mí esta copa» (Lucas 22:42). ¿Quién podría resistir una solicitud como esa de un hijo que nunca ha errado, que nunca se ha quejado, que nunca ha pedido nada para sí mismo; en definitiva, que toda su vida nos ha honrado y servido, y cuyo único pensamiento ha sido para los demás, y ahora en este momento de agonía suprema imploró pidiendo socorro, solo esta vez, para sí? ¿Acaso nuestros corazones no habrían ardido de compasión? ¿Acaso ese alarido de pathos, «Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has abandonado?», viniendo del más puro de los seres, el más obediente de los hijos, no nos sobrepasaría hasta romper nuestros corazones y quebrar nuestra determinación? ¿Cuánto más podría soportar este padre, el más amoroso entre los padres? Pero las palabras del salmo mesiánico traspasarían en lo más profundo incluso el tierno corazón del mas amoroso de los padres: «¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?» (Salmos 22:1). ¿Habría la emoción del momento inundado de tal manera nuestros poderes de raciocinio que habríamos cedido y acabado por liberarlo? ¿Habríamos, en nuestra sapiencia, enviado a legiones de ángeles para sanar los poros sangrantes y extraer los clavos de su carne desgarrada? Afortunadamente, incluso teniendo un amor incomparable por su Hijo, nuestro Padre Celestial no cedió un ápice. Pablo rindió tributo a nuestro Padre, quien optó por no ejercer su poder salvífico en favor de su Hijo Unigénito para que nosotros pudiéramos salvarnos: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros» (Romanos 8:32). Ciertamente, «de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito» (Juan 3:16), o como observó Juan más tarde, «En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que vivamos por medio de él» (1 Juan 4:9). ¿Por qué no liberó Dios a su Hijo? Porque sabía que no había otra forma de salvar al resto de sus hijos. Cristo era nuestra única esperanza, nuestro único medio de obtener la salvación. El élder Melvin J. Ballard, con una tierna mirada que parecía penetrar el velo, comentó la elección del Padre de no rescatar a su hijo: «Dios oyó la llamada de Su Hijo en ese momento de dolor y agonía, en el jardín, cuando se nos dice que los poros de su cuerpo se abrieron y gotas de sangre corrieron por su piel y clamó en alta voz: ‘Padre, si quieres, aparta esta copa de mí’. »Les pregunto, ¿qué padre y madre estaría ahí escuchando el grito de dolor de sus hijos atormentados, en este mundo, sin socorrerlos y darles ayuda? (…) »No podemos estar ahí quietos escuchando esos gritos sin que toquen nuestros corazones. El Señor no nos ha dado el poder de salvar a los nuestros. Nos ha dado fe y nos sometemos a lo inevitable, pero él tenía el poder de salvar, y amaba a su Hijo, y podría haberlo salvado (…). Finalmente, vio al Hijo en el Calvario; vio su cuerpo estirado en la cruz de madera; vio los crueles clavos atravesando sus manos y sus pies; los golpes que rasgaron la piel, desgarraron la carne e hicieron brotar la sangre vivificante de su Hijo. Lo vio todo desde arriba. »En el caso de nuestro Padre, el cuchillo no fue frenado, sino que cayó y la sangre que daba la vida a su Amado Hijo se derramó. Su Padre lo vio todo con gran dolor y agonía por su Hijo Amado, hasta que parece haber llegado el momento en que incluso nuestro Salvador exclamó desesperadamente: ‘Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has desamparado?’. »En este instante creo que puedo ver a nuestro querido Padre detrás del velo, observando estos esfuerzos mortales hasta que incluso Él tal vez ya no pudo soportarlo más; y, como la madre que despide a un hijo agonizante y tienen que sacarla de la habitación, a fin de que no presencie los últimos estertores, Él también, cabizbajo, se escondió en algún rincón de Su universo, Su corazón prácticamente roto por el amor que sentía por Su Hijo. Oh, en este momento cuando podría haber salvado a Su Hijo, le doy gracias y lo alabo por no habernos fallado, ya que no solamente tenía presente el amor que tenía por Su Hijo; también sentía amor por nosotros».5 Las palabras de Eliza R. Snow confirman esta verdad eterna: Jesús, en la corte celestial, mostró Su gran amor al ofrecerse a venir y ser el Salvador.6 UN ACTO DE AMOR CONJUNTO ¿De qué forma comunica un Dios un amor de esta naturaleza a los mortales? Quizá en nuestro estado temporal somos incapaces, pero en el relato de Abraham e Isaac tenemos nuestro paralelo más cercano. Jacob habla del sacrificio de Isaac como «una semejanza de Dios y de su Hijo Unigénito» (Jacob 4:5). Abraham había alcanzado el siglo de vida sin tener un hijo varón que recibiera la primogenitura. Este hijo era todo lo que había esperado. Entonces llegó aquel día ominoso en que la voz divina decretó: Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas (…) y ofrécelo (…) en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré» (Génesis 22:2). ¿Cómo podía ser posible? Este hijo iba a ser receptor de la primogenitura, ser padre de numerosas naciones. Este era el hijo prometido. Abraham entregaría de buen grado sus tierras, su dinero, toda la riqueza que el mundo le había dado, pero, «por favor», pueden haber sido sus pensamientos, «mi hijo no». Sin embargo, y ahí radica su mérito eterno, Abraham no se resistió; se sometió humildemente a la voluntad de Dios.7 Temprano a la mañana siguiente, Abraham se levantó y emprendió la marcha con Isaac en dirección al lugar establecido. Mientras ascendían la ladera del monte, Abraham «tomó (…) la leña del holocausto y la puso sobre Isaac, su hijo» (Génesis 22:6), puede que para simbolizar la cruz que se cargaría sobre la espalda del Salvador. Isaac preguntó inocentemente: «¿dónde está el cordero para el holocausto?» (Génesis 22:7). Abraham apenas pudo responder, «Dios se proveerá de cordero para el holocausto» (Génesis 22:8). El libro del Génesis guarda silencio en cuanto al tenor de la conversación que se desarrolló entre padre e hijo en la cima de aquel monte sagrado. Sin duda fue uno de esos momentos sagrados en los que el silencio dice más que mil palabras. El Libro de Jaser incluye la primera respuesta de Isaac a la noticia: «Haré todo lo que el Señor te ha dicho con gozo y corazón alegre».8 Aunque se ha puesto en tela de juicio la autenticidad de dicho libro, el principio que se enseña aquí parece ser correcto. Abraham quería confirmar que los sentimientos de su hijo no contradecían sus palabras. En consecuencia, le preguntó a Isaac si albergaba alguna reserva. Isaac replicó como se halla registrado en Jaser: «Nada hay en mi corazón que me haga desviarme a mi derecha o a mi izquierda de la palabra que él te ha dado (…), pero tengo el corazón alegre y contento en este asunto, y digo: bendito sea el Señor que este día me ha elegido para ser el holocausto ante Él».9 Josefo puso de relieve ese mismo espíritu obediente: «Ahora Isaac era de naturaleza generosa, digno hijo de un padre como el suyo, (…) y dijo: ‘Que no era digno de nacer primeramente, si rechazara el designio de Dios y de su propio padre (…)’, de modo que se dirigió inmediatamente al altar para ser sacrificado».10 ¡Cómo se parecía Isaac al Salvador! Su sacrificio no se haría a regañadientes, ni se basaría en un sentido del deber. No habría fuerza, ni coacción, ni siquiera persuasión amable. Todos los detalles serían voluntarios. Cualquier representación pictórica, cualquier relato, cualquier inferencia que sugiriera que Abraham tomó a Isaac por la fuerza menoscabaría el paralelismo con el sacrificio del Salvador con la consiguiente destrucción del fondo y la sustancia de cualquier similitud significativa. El principio subyacente y primordial de la Expiación estribó en la respuesta voluntaria del Salvador, «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27). Y otro tanto debe haber sido el caso de Isaac: un prototipo del Salvador. El Libro de Jaser capta la ternura de esta última conversación entre padre e hijo: «Abraham escuchó las palabras de Isaac, y alzó la voz y lloró cuando Isaac pronunció estas palabras; y las lágrimas de Abraham se derramaron sobre Isaac, su hijo».11 Abraham ató a Isaac sobre el altar, quizá a petición del mismo Isaac, a fin de evitar que obstaculizara el acto sacrificial. Entonces Abraham alzó el cuchillo para arrancar la sangre vital de su amado hijo… En ese instante un ángel de misericordia, alzó la voz: «No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas nada, porque ya sé que temes a Dios, pues no me rehusaste a tu hijo, tu único» (Génesis 22:12). Abraham encontró acto seguido un carnero enganchado en unos matorrales y lo ofreció como holocausto en lugar de su hijo. Sin embargo, en el caso de nuestro Padre Celestial no hubo un ángel que frenara el golpe de gracia de la muerte, ni carnero alguno enredado en los matorrales. Todos los elementos de su sacrificio se habrían de completar. No habría sustitutos, alternativas, caminos más sencillos que recorrer. Esta era la única manera de salvar a la humanidad. Abraham comprendía ahora —más profundamente que antes—, el sentido del sacrificio expiatorio. Con el corazón a punto de estallarle en este breve instante en que se alzó el puñal, Abraham sintió un dolor semejante al sufrimiento del Padre, y un amor homólogo al suyo. NOTAS 1. Emerson, «Gifts», 5:220. 2. Journal of Discourses, 13:59. 3. Isaac Watts, «¡Murió! El Redentor murió», Himnos, núm. 192. 4. Benson, Sermones y escritos, 4. 5. Hinckley, Sermons and Missionary Services of Melvin J. Ballard, 153–54. 6. Snow, «Jesús, en la corte celestial», Himnos, núm. 116. 7. Las Escrituras sugieren que Abraham no esperaba la aparición de un ángel de misericordia que lo librara del mandato que había recibido. Más bien, parece que creyó que la vida de Isaac acabaría arrebatándose según lo establecido, pensando a la vez «que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos» (Hebreos 11:19). Puede que Abraham creyera que Isaac sería levantado de los muertos para perpetuar su estirpe, en cumplimiento de la promesa divina. 8. Libro de Jaser, 61. 9. Ibid., 62. 10. Josephus, Complete Works, 37. 11. Libro de Jaser, 62. Capítulo 16 LA BENDICIÓN DE LA RESURRECCIÓN UNA DEMOSTRACIÓN DE PODER INMENSO La Expiación es infinita en sus poderes para bendecir; da lugar a «una multiplicidad de bendiciones (…) para siempre jamás» (DyC 97:28; véase también DyC 104:2). Una de esas bendiciones es la resurrección. Algunos se han preguntado si la resurrección fue parte de la Expiación, o si, por el contrario, la Expiación concluyó en la cruz y la resurrección fue un acto independiente y ajeno a ella. En un sentido estricto, la Expiación implica el sufrimiento de Cristo en el jardín y la cruz a fin de «expiar» nuestros pecados. En el sentido más amplio y completo, también incluye el poder ejercido por el Salvador para reconciliar todas las consecuencias de la Caída, incluida la muerte física. Por consiguiente, la Expiación no solamente fue el tormento del jardín y la cruz; también el ejercicio del poder necesario para resucitarnos. El diccionario de la Biblia SUD en inglés hace referencia a la naturaleza integral de la Expiación: «Mediante (…) su vida sin pecado, el derramamiento de su sangre en el jardín de Getsemaní, su muerte en la cruz y posterior resurrección física de la tumba, llevó a cabo la expiación perfecta para toda la humanidad».1 Esto es lo que Jacob entendía, ya que enseñó que sin «expiación infinita (…) esta carne tendría que descender (…) para no levantarse jamás» (2 Nefi 9:7); es decir, la resurrección era ese componente necesario de la Expiación que venció la muerte física. Alma enseñó igualmente: «la expiación lleva a efecto la resurrección de los muertos» (Alma 42:23). Jacob señaló que, de no existir un poder compensador, «esta carne tendría que descender para pudrirse y desmenuzarse en su madre tierra, para no levantarse jamás» (2 Nefi 9:7). Esta es una manifestación de entropía; es decir, el proceso de transición de un estado más organizado a uno menos organizado. Hugh Nibley observó: «Sin la resurrección, la entropía —la conocida Segunda Ley de la Termodinámica— tomaría el control».2 No sorprende que Jacob, quien observó que «la muerte ha pasado sobre todos los hombres», también apuntó que «también es menester que haya un poder de resurrección» (2 Nefi 9:6; énfasis añadido). Tenía que actuar un poder revocador que impidiera la inexorable marcha de la decrepitud, la descomposición y, en última instancia, del caos. La decadencia y la muerte son fuerzas, o poderes, constantes que causan estragos en las creaciones de Dios. David las llamó el «poder del Seol» (Salmos 49:15). Pablo se refirió «al que tenía el imperio de la muerte, a saber, al diablo» (Hebreos 2:14). No resulta sorprendente que en las Escrituras se le denomine en ocasiones «el destructor» (1 Corintios 10:10). Con penetrante perspectiva poética, Goethe denominó al diablo el «hijo del caos».3 Isaías vio el día en que el Señor finalmente castigaría a «Leviatán» (Isaías 27:1), que en las notas a pie de página de la edición SUD de la Biblia en inglés se define como «monstruo marino legendario que representa las fuerzas del caos que se oponen al Creador». Por poderosa que sea esta fuerza siniestra que promueve la muerte y la destrucción de todos los seres vivos, existe un poder compensatorio y neutralizador que emana de la Expiación. Es el poder de la resurrección. El Salvador tenía poder para entregar su propia vida y el «poder para volverla a tomar» (Juan 10:18). Él es «la resurrección y la vida» (Juan 11:25). Las Escrituras dejan claro que «también a nosotros nos levantará con su poder» (1 Corintios 6:14), y que mientras el cuerpo «se siembra en debilidad, resucitará en poder» (1 Corintios 15:43). La resurrección es un acto de poder inmenso. Jacob dijo al respecto: «el poder de la resurrección que está en Cristo» (Jacob 4:11; véase también 2 Nefi 10:25). Alma habló de «la resurrección de los muertos (…) que iba a realizarse por medio del poder (. . .) de Cristo» (Mosíah 18:2). Alma hijo se refirió a «la resurrección de los muertos, de acuerdo con la voluntad y el poder y la liberación de Jesucristo» (Alma 4:14). Y Moroni escribió acerca de la muerte como el sueño «del cual todos los hombres despertarán, por el poder de Dios» (Mormón 9:13). Una y otra vez las Escrituras revelan el remedio para la muerte. Es el poder, no poder humano, ni atómico: el poder divino de la resurrección. El efecto de este poder divino va mucho más lejos que un Lázaro levantado de los muertos: hay que multiplicar el poder manifestado en esa ocasión varias veces. No se trata solamente de restaurar a los muertos a la vida de los mortales; Este poder no se limita a poner en remisión el proceso de la entropía; es un poder infinito, que reside únicamente en un ser infinito y en que reúne tanto una cura permanente como una mejora eterna. Este poder, de alguna forma, transforma nuestros cuerpos y los lleva a un estado libre del proceso entrópico. Un cuerpo inmortal, terrestre, como el de Adán en el jardín, está libre de deterioro. Sin embargo, un cuerpo resucitado y exaltado es la antítesis total de la entropía; cuenta con todos los poderes de la divinidad: el poder de tener simiente infinita, el poder de crear y poblar otros mundos (véase DyC 132:19–20).4 Cuando un cuerpo exaltado emplea sus poderes creativos, su descendencia se convierte en agentes divinos para traer el orden y la armonía a un universo que de otro modo se tornaría más caótico. Y ese es únicamente un atisbo del poder fabuloso de la resurrección. ¿Y cómo se desencadena este poder? Mediante la Expiación de Jesucristo. Este último rompió las cadenas de la muerte para todos los hombres y, al hacerlo venció la muerte física en favor de todos. Abinadí confirmó esta verdad: «no hay victoria para el sepulcro, y el aguijón de la muerte es consumido en Cristo» (Mosíah 16:8). ¿Qué es, entonces, esta resurrección? La muerte consiste en la separación del cuerpo y el espíritu, mientras que la resurrección es precisamente lo contrario: la reunión permanente del cuerpo y el espíritu para constituir un ser inmortal (véase Alma 11:45). No conocemos el proceso exacto por el que esto se lleva a cabo, pero de algo sí podemos estar seguros, como lo estaba Alma: que sucederá: «El alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma; sí, y todo miembro y coyuntura serán restablecidos a su cuerpo; sí, ni un cabello de la cabeza se perderá, sino que todo será restablecido a su propia y perfecta forma» (Alma 40:23). LA NATURALEZA FÍSICA DE UN CUERPO RESUCITADO Un cuerpo resucitado no está sometido al dolor ni a la enfermedad, ni al agotamiento. No hay bala que pueda hacerle daño, no existe veneno susceptible de contaminarlo, ni cáncer capaz de invadirlo. No hay ser resucitado que pueda perder un miembro, tener un defecto del habla, o una vista debilitada. Un hombre resucitado tiene un cuerpo glorificado, inmortal, libre de los factores destructivos de este mundo temporal. El Salvador testificó a sus discípulos acerca de la naturaleza física de su cuerpo resucitado: «Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo» (Lucas 24:39). Más tarde, Jesús comió pescado asado y un panal de miel en su presencia, como una prueba más de su naturaleza corpórea. Ciertos testigos afirmaron que ellos también «[comieron y bebieron] con Él después que resucitó de entre los muertos» (Hechos 10:41). Pese a tal cantidad de pruebas, muchos niegan la resurrección física del Salvador. Algunos creen que las apariciones físicas de Jesús posteriores a su muerte eran meras manifestaciones materiales cuyo motivo era apelar al hombre mortal, pero que su verdadera naturaleza no estaba «limitada» por un cuerpo tangible. Semejante creencia, sin embargo, contradice frontalmente las enseñanzas de Pablo. Este apóstol de gran erudición enseñó que el Salvador «ya no muere» (Romanos 6:9). Esta afirmación no se refería al cuerpo espiritual, dado que este no muere en absoluto. La muerte a la que se refería Pablo era la muerte física, puesto que Cristo ya había muerto físicamente una vez, y ya no moriría nuevamente. Dado que las Escrituras definen la muerte como «el cuerpo sin elespíritu» (Santiago 2:26), la afirmación de Pablo ha de significar que el cuerpo físico resucitado del Salvador nunca podrá separarse de su espíritu; de lo contrario, podría sufrir la muerte física nuevamente, el acontecimiento que, según declaraciones del mismo Pablo, no podía volver a reproducirse. Amulek enseñó que la unión eterna del cuerpo y el espíritu de Cristo, tras su resurrección, era un prototipo que tiene aplicación para todos los seres resucitados. Refiriéndose a la resurrección de todos los hombres, dijo que «sus espíritus se unirán a sus cuerpos para no ser separados nunca más» (Alma 11:45). Al igual que Cristo, los cuerpos de todos los que mueren serán restaurados a su «propia y perfecta forma» (Alma 40:23). Joseph Fielding Smith aclaró que las marcas de clavos presentes en las manos y los pies de Cristo son temporales, ya que sirven de «manifestación especial».5 para ciertos grupos. Cuando se aparezca a los judíos en el momento de mayor dificultad, le mirarán y dirán: «Estas son las heridas con que fui herido en casa de mis amigos. Soy el que fue levantado. Soy Jesús que fue crucificado» (DyC 45:52; véase también Zacarías 12:10). Cuando todos sean juzgados, esta parece ser la razón, ya que sus heridas desaparecerán. Un cuerpo resucitado está compuesto de carne y espíritu; no tiene sangre. Los profetas han testificado que la sangre, el elemento mortal que conlleva la muerte en última instancia, será sustituido un día por una sustancia espiritual que fluirá por nuestras venas. John Taylor escribió al respecto: «Cuando se consumen la resurrección y la exaltación del hombre, aunque será más pura, refinada y gloriosa, mantendrá su misma imagen y conservará su aspecto, sin variación ni cambios en ninguna de sus partes y facultades, excepto la sustitución de la sangre por espíritu».6 El profeta José dijo algo parecido: «Cuando nuestra carne sea vivificada por el Espíritu, ya no habrá sangre en este cuerpo».7 En ese momento, «el cuerpo de nuestra humillación» será «semejante al cuerpo de su gloria» (Filipenses 3:21). En esa condición de ser resucitado, nuestro rostro, nuestra belleza y brillo externos serán un reflejo de nuestra espiritualidad interior. De esta manera, el ser interior y el ser externo serán, esencialmente, un reflejo mutuo. Los cuerpos celestiales irradiarán gloria celestial; los cuerpos terrestres, gloria terrestre, y los cuerpos telestiales, gloria telestial. ¿QUIÉN RESUCITARÁ? Cuál es la respuesta a la antiquísima pregunta de Job: «Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?» (Job 14:14). La respuesta, por supuesto, es afirmativa. Todos los que hayan tenido un cuerpo físico resucitarán: los justos, los malvados, incluso los tibios, porque la resurrección es universal. Es un don gratuito para todos los hombres, sin tener en cuenta su rectitud. ¿Y por qué? ¿Por qué el desobediente, el sinvergüenza, el ateo? ¿Es acaso justo? Lo es. Adán trajo la muerte física al mundo a causa de su transgresión y como resultado transmitió su naturaleza mortal, las semillas de la muerte, a todas las criaturas vivientes sin que estas hicieran nada al respecto. No hubo acto por su parte que los hiciera merecedores de la muerte en esta odisea terrenal, de modo que, a cambio, el Salvador restaura la vida inmortal sin necesidad de que el hombre lleve a cabo acción redentora alguna. El plan es justo, equitativo y misericordioso. Con una brevedad extraordinaria, Pablo cristalizó esta doctrina de la siguiente manera: «Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22; énfasis añadido). La solución probó ser tan amplia como la maldición. Esta parte de la Expiación de Cristo venció la muerte física para todos los hombres. Fue universal. En este sentido, todos los hombres se salvarán. Asimismo, el élder McConkie observó que no solo los habitantes de esta tierra resucitarían: «Así como los poderes de creación y redención de Cristo se extienden a la tierra, a todo lo que en ella hay y a la infinita expansión de mundos en la inmensidad, de la misma manera el poder de la resurrección es de alcance universal. El hombre, la tierra y toda la vida que en ella hay, se levantará en la resurrección. Y la resurrección se aplica y continúa en otros mundos y galaxias».8 CRISTO ES LAS PRIMICIAS La resurrección de Jesucristo se predijo años antes de producirse. Siglos antes de ese glorioso día, Nefi profetizó: «He aquí, lo crucificarán; y después de ser puesto en un sepulcro por el espacio de tres días, se levantará de entre los muertos, con sanidad en sus alas» (2 Nefi 25:13). Mateo escribió: «le matarán; mas al tercer día resucitará» (Mateo 17:23; véase también Mateo 16:21). Y en efecto, el tercer día llegó. Cristo resucitó y se convirtió en «primicias de los que durmieron» (1 Corintios 15:20), «el primogénito de entre los muertos» (Colosenses 1:18), designación de la que también se hizo eco Juan, «el primogénito de los muertos» (Apocalipsis 1:5). El élder Joseph Fielding Smith sugiere que el Salvador no adquirió las llaves de la resurrección para todos los hombres hasta después de ser crucificado y vencer la muerte. Según el élder Smith «Al tercer día después de la crucifixión, levantó su cuerpo y obtuvo las llaves de la resurrección y en esa forma tiene el poder de abrir las tumbas de todos los hombres; mas no podía hacer esto hasta haber pasado Él mismo a través de la muerte para conquistarla».9 De esta manera, el Salvador no pudo haber abierto los sepulcros de ninguno de los difuntos hasta adquirir previamente las llaves necesarias en su propia resurrección (véase también Mosíah 16:7; Alma 11:42). Provisto de dichas llaves, Cristo abrió de inmediato las compuertas de la resurrección, puesto que las Escrituras nos informan que tanto en Jerusalén como en las tierras del Libro de Mormón «se abrieron los sepulcros» (Mateo 27:52), y «muchos cuerpos de santos que habían dormido se levantaron» (3 Nefi 23:11). Puede que estas mismas llaves abrieran simultáneamente las tumbas en otras esferas más distantes. LA MUERTE DESTRUIDA ¡Qué golpe monumental recibió la muerte cuando Cristo abrió por vez primera las puertas para las masas de espíritus encarcelados que habían estado esperando el día de Su resurrección triunfante! Se levantó de la tumba «con sanidad en sus alas» (2 Nefi 25:13) para todos los hombres. Abrió la puerta que había permanecido cerrada durante milenios para miles de millones de tumbas. Él fue el primero en franquear esa puerta, y entonces, en una muestra de misericordia sin igual, la dejó abierta para que otros salieran por ella en una secuencia predeterminada por Dios. John Donne captó ese momento en estos versos certeros: Muerte, desecha tu orgullo; unos te llaman grande y temible, pero no lo eres tanto; (...) Tras un corto sueño, nos despertamos eternamente, Y la muerte cesará de existir: muerte, tú morirás.10 Con la resurrección de Cristo, las palabras de Oseas, esperadas por largo tiempo, se llevaron a efecto: «los rescataré, los redimiré de la muerte. ¿Dónde están, oh muerte, tus plagas? ¿Dónde está, oh Seol, tu destrucción?» (Oseas 13:14). ¿Acaso sorprende que Ammón y sus hermanos, quienes abrigaban una convicción inquebrantable con respecto a la futura resurrección de Jesús, pudieran enfrentarse a la muerte una y otra vez sin ningún temor? Las Escrituras dicen: «y no veían la muerte con ningún grado de terror, a causa de su esperanza y conceptos de Cristo y la resurrección; por tanto, para ellos la muerte era consumida por la victoria de Cristo sobre ella» (Alma 27:28). Así se sentían los justos de épocas pretéritas: «Todos estos habían partido de la vida terrenal, firmes en la esperanza de una gloriosa resurrección» (DyC 138:14). TESTIGOS DE SU RESURRECCIÓN La resurrección de Cristo «no se ha hecho esto en algún rincón» (Hechos 26:26). Los testigos de este acontecimiento fueron legión y de lo más variopinto. Había mujeres junto a la tumba (Lucas 24:1–10), María Magdalena en el jardín (Juan 20:11–18); los diez apóstoles (Lucas 24:36–43), Tomás (Juan 20:24–29); los dos discípulos en el camino a Emaús (Lucas 24:13–34); «más de quinientos hermanos a la vez» (1 Corintios 15:6) y Pablo en el camino a Damasco (Hechos 9:3–9). A sus apóstoles, Cristo les diría: «Y vosotros sois testigos de estas cosas» (Lucas 24:48). De todos estos testimonios de primera mano, ninguno fue más profundo que la primera aparición del Salvador resucitado a los nefitas, tal y como se narra en el Libro de Mormón. Una multitud de dos mil quinientas personas que, una a una, «se adelantaron y metieron las manos en su costado, y palparon las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies; y esto hicieron, yendo uno por uno, hasta que todos hubieron llegado; y vieron con los ojos y palparon con las manos, y supieron con certeza, y dieron testimonio de que era él, de quien habían escrito los profetas que había de venir» (3 Nefi 11:15). El Señor resucitado se apareció a personas solas, en grupos y en multitudes. Hombres, mujeres y niños fueron testigos espirituales de su resurrección. Muchos de ellos escucharon el testimonio de nuestro Padre, algunos el de los ángeles, y otros, de boca del Señor resucitado. Algunos vieron con sus ojos, mientras que otros palparon con las manos, algunos oyeron con sus oídos y los corazones de otros ardieron en su pecho. Tan extendido estaba el conocimiento de la resurrección de Cristo entre los iluminados espiritualmente, que Pedro testificó: «Dios (…) hizo que apareciese; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano» (Hechos 10:40–41; énfasis añadido). El Señor resucitado apareció en la paz del jardín, en el polvoriento camino de Emaús, en la estancia cerrada donde los apóstoles se hallaban congregados, y en el templo de Bountiful. A medida que avanzan los tiempos, el número de testigos sigue aumentando: José Smith, Oliver Cowdery, Sidney Rigdon, Lorenzo Snow, y sin duda, un grupo de los humildes espiritualmente, de cuyos testimonios ha quedado constancia en los libros celestiales, y los cuales se darán a conocer algún día a los hombres en la carne, como vivos recordatorios de «¡Que vive!» (DyC 76:22). Evidentemente, en la hora fijada, el Salvador resucitado visitará todos los reinos que ha creado (DyC 88:58–61). Testigos sinceros y creíbles de todas las edades añadirán sus testimonios al del mensajero angélico que proclamó: «ha resucitado» (Mateo 28:6). Y de igual manera, todos nosotros pronunciaremos esas históricas palabras un día. NOTAS 1. «LDS Bible Dictionary», 617. 2. Nibley, Approaching Zion, 555. 3. Goethe, Fausto, 90. 4. Para un análisis más profundo de estas doctrinas, véase el capítulo 21. 5. Smith, Doctrinas de salvación, 2:291. 6. Taylor, Mediation and Atonement, 166. 7. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 456. 8. McConkie, Doctrina mormona, 640; énfasis añadido. 9. Smith, Doctrinas de salvación, 1:123. 10. Donne, «Death, Be Not Proud», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 368. Capítulo 17 LA BENDICIÓN DEL ARREPENTIMIENTO OTRA DEMOSTRACIÓN DE PODER INMENSO Una de las bendiciones notables de la Expiación surge del poder de Cristo de redimir de la muerte espiritual. La muerte espiritual es una forma de distanciamiento espiritual o disolución de la relación con la deidad. Pero es más que un destierro geográfico de la presencia de Dios. Así como el cuerpo físico se debilita por los estragos de la enfermedad, parece que del mismo modo nosotros flaqueamos espiritualmente con cada pecado que abrazamos. Quizá perdamos nuestra capacidad, o voluntad, de absorber la luz y la verdad. Quizá, como cuando tenemos un músculo lastimado, perdemos fuerza y resistencia cuando se trata de encarar cada tentación nueva. Sea como sea la mecánica del proceso, la muerte espiritual parece derivar de una forma de degeneración o entropía espiritual. Como sucede con la muerte física, tiene que haber algún poder para revertir el proceso de decadencia, para curar nuestras heridas espirituales, para fortalecer nuestra fibra espiritual. Nuevamente, la Expiación es la fuente de ese poder revocador, esa fuente a la cual los hombres «han de acudir para la remisión de sus pecados» (2 Nefi 25:26). El salmista cantó acerca del bálsamo curativo del Salvador: «Confortará mi alma» (Salmos 23:3). Y Helamán testificó: «Y ha recibido poder, que le ha sido dado del Padre, para redimir a los hombres de sus pecados» (Helamán 5:11). El Salvador indagó: «¿Acaso se ha acortado mi mano para no redimir? ¿No hay en mí poder para librar?» (Isaías 50:2; véase también Alma 7:13). Él respondió más tarde a su propia pregunta: «el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados» (Mateo 9:6). Con poder, «dio vida» a quienes estaban «muertos en [sus] delitos y pecados» (Efesios 2:1). Ese acto de dar vida era una sanación de nuestro ser espiritual. En las palabras del Salvador mismo «[volved] a mí ahora, y [arrepentíos] de vuestros pecados, y [convertíos] para que yo os sane» (3 Nefi 9:13). Mediante este proceso curativo, Él «nos ha librado del poder de las tinieblas» (Colosenses 1:13). Verdaderamente, Satanás fue vencido por la «sangre del Cordero» (Apocalipsis 12:11). Una y otra vez, las Escrituras revelan que la Expiación es la fuente definitiva de poder redentor. Jacob llegó a esta conclusión, y enseñó acerca de la redención «de la muerte eterna por el poder de la expiación» (2 Nefi 10:25). Tal alcance tiene este poder para salvar a los perdidos espiritualmente que, al hablar de los que participarán en la primera resurrección, Juan afirmó de forma concluyente: «la segunda muerte no tiene poder sobre estos» (Apocalipsis 20:6). UNA LIMPIEZA CON EL ARREPENTIMIENTO COMO CONDICIÓN No cabe duda de que la Expiación generó el poder suficiente para restaurar y limpiar el alma descarriada. Pero, ¿cómo se lleva esto a efecto, y quién reúne las condiciones para obtener los beneficios de un poder tan bendito? ¿Cómo puede cualquiera que haya pecado limpiarse lo suficiente como para regresar a la presencia de Dios y disfrutar de su compañía nuevamente? A diferencia de la resurrección, esta parte de la Expiación no fue universal; fue individual, es decir, el sufrimiento de Dios, el cual hizo posible el proceso de purificación, se hizo eficaz solamente para aquellos que se arrepientan. Aunque «el Señor, no [puede] considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia», ha prometido, no obstante, que «el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado» (DyC 1:31–32). Esta naturaleza condicional de una limpieza espiritual se le reveló al profeta José: «El Señor vuestro Redentor (…) sufrió el dolor de todos los hombres (…) para traer a todos los hombres a él, mediante las condiciones del arrepentimiento» (DyC 18:11–12). Samuel el Lamanita también enseñó que la Expiación «lleva a efecto la condición del arrepentimiento» (Helamán 14:18). Dicho de otra manera, de no haberse efectuado una Expiación, no habría oportunidad de arrepentimiento. Los hombres podrían sentir pesar; podrían modificar su comportamiento de acuerdo a ciertos parámetros; pero no estaría en funcionamiento ningún proceso divino de rehabilitación. En pocas palabras, sin la Expiación, no habría purificación del alma del pecador, independientemente de sus acciones, fueran estas cuales fueran. Con la Expiación, esa purificación puede llegar; pero solamente si nos arrepentimos. Así lo predicó el rey Benjamín: «Porque a ninguno de estos viene la salvación, sino por medio del arrepentimiento» (Mosíah 3:12). El élder Marion G. Romney subrayó la naturaleza condicional de esta fase de la Expiación: «él pagó la deuda de tus pecados personales y de los pecados personales de toda alma viviente que haya morado en la tierra o que morará en ella en la vida mortal. Pero esto lo hizo de manera condicional. Los beneficios de este sufrimiento por nuestras propias no lo obtendremos incondicionalmente, tal y como sucederá en la resurrección, sin importar lo que hagamos. Si participamos de las bendiciones de la Expiación en lo que a nuestras transgresiones individuales respecta, hemos de obedecer la ley».1 El presidente David O. McKay declaró: «Todo principio y ordenanza del evangelio de Jesucristo es significativo e importante (…), pero no hay ninguno más esencial para la salvación de la familia humana que el principio operativo eternamente: el arrepentimiento. Sin él, nadie puede salvarse. Sin él, nadie puede progresar».2 Pero, ¿por qué? Porque es la llave que desbloquea el poder purificador de la Expiación. Eso es exactamente lo que enseñó Helamán: «Y [Cristo] ha recibido poder, que le ha sido dado del Padre, para redimir a los hombres de sus pecados por motivo del arrepentimiento» (Helamán 5:11; énfasis añadido). El arrepentimiento no es un principio negativo. Muy al contrario, es positivo y glorioso. No fue obra de un padre enojado y dominante, sino del Padre más amoroso de todos. No es para los malos únicamente, sino que también se aplica a todas las personas buenas y excelentes que quieren mejorar. Es para todas las personas que no hayan alcanzado la perfección todavía. Es el único camino que conduce a la paz mental, al perdón del pecado y, en última instancia, a la divinidad misma. ¿QUÉ ES EL ARREPENTIMIENTO? ¿En qué consiste, entonces, el arrepentimiento genuino y cómo se relaciona con la Expiación? Es mucho más que un proceso de cinco o siete etapas en virtud del cual avanzamos mecánicamente. Es más que la mera interrupción de la mala conducta, el paso del tiempo, o la expresión del pesar. Ninguno de estos aspectos por sí solo constituye el arrepentimiento verdadero. Alma hijo describió lo que es el arrepentimiento auténtico cuando se dirigió a los habitantes de Zarahemla. En su relato, narró la vida de su padre, Alma, quien había sido uno de los sacerdotes inicuos del rey Noé. Un día, el profeta Abinadí entró en escena. Algo en el mensaje de Abinadí penetró el corazón y el alma de su padre. Según Alma hijo: «Y según su fe, se realizó un potente cambio en su corazón». Alma añadió a continuación: «[Mi padre] predicó la palabra a vuestros padres, y en sus corazones también se efectuó un potente cambio». Y entonces el sermón llegó a su punto culminante: «Y ahora os pregunto, hermanos míos de la iglesia, (…) ¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros?» (Alma 5:12–14). Eso es el arrepentimiento genuino. Es un proceso de deshielo, ablandamiento y refinado que da lugar a un potente cambio del corazón. Se manifiesta en todos los que dan un paso adelante con corazones quebrantados y espíritus contritos. Es una determinación férrea de reconciliación con Dios, cueste lo que cueste. Un cambio de esta naturaleza implica no tener «más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente» (Mosíah 5:2). Un cambio así se produjo en Lamoni y sus siervos. Al despertar de su sopor espiritual, «todos declararon al pueblo la misma cosa: Que había habido un cambio en sus corazones, y que ya no tenían más deseos de hacer lo malo» (Alma 19:33). ¿Y qué decir de los que no viven este cambio, pero obtienen una recomendación para el templo de todas maneras? ¿Qué sucede con aquellos que ha cometido pecados graves y evitan la amonestación o las medidas disciplinarias, o un tercero en circunstancias similares ha llevado su cruz? El presidente Harold B. Lee abordó directamente esta cuestión con estas palabras: «No hay pecadores de éxito».3 Hace años, un padre compartió conmigo algunas inquietudes que albergaba con respecto a su hija adolescente. Ella les había comunicado sus planes. Quería «vivir la gran vida» por una temporada, practicar sexo activamente, y poner sus asuntos en orden tres meses antes de contraer matrimonio y obtener una recomendación para el templo. Este padre estaba enormemente decepcionado y con razón. Cabría plantear una pregunta muy apropiada: «¿Es este un ejemplo de un corazón quebrantado y un espíritu contrito, de una firme decisión de reconciliarse con Dios a cualquier precio?». ¿Acaso creía de verdad esa joven que un obispo o un presidente de estaca firmaría una recomendación para una persona con una actitud semejante? Incluso si lo hiciesen, no sería una bendición para ella. Su actitud reflejaba la mentalidad de los fariseos y los saduceos cuya concepción de la ley judaica era una larga lista de reglas mecánicas: un máximo de pasos, un tiempo determinado. Se había convertido en una cuestión de forma y no de sustancia. Ezequiel nos dio la clave de la verdad: «Echad de vosotros todas vuestras transgresiones que habéis cometido (…) haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ezequiel 18:31). Los nefitas obtuvieron finalmente la santificación «que viene de entregar el corazón a Dios» (Helamán 3:35). De forma reiterada, en las Escrituras se asocia el arrepentimiento con el corazón. Es un corazón nuevo, un corazón roto, un corazón cambiado, un corazón contrito. El élder Spencer W. Kimball dijo de Holman Hunt, el artista, que un día le mostró a un amigo el cuadro de Cristo llamando a la puerta. Súbitamente, el amigo exclamó: —Le falta un detalle a su cuadro. —¿Cuál es?— preguntó el artista. —La puerta a la cual Jesus está llamando no tiene tirador— replicó su amigo. —Ah —respondió el Sr. Hunt—, pero no es un error. Es que esta puerta es la puerta al corazón humano. No se puede abrir sino desde dentro. El élder Kimball continuó: «Y así es. Jesús puede llegar y llamar. Pero cada uno de nosotros decide si vamos a abrirle».4 Los líderes del sacerdocio pueden advertir, aconsejar, disciplinar y animar amorosamente, pero todo esto será en vano a menos que en algún momento, en algún lugar, haya un cambio de corazón. ¿ARREPENTIMIENTO O AUTOJUSTIFICACIÓN? ¿Cómo se produce este cambio en el corazón? En primer lugar, debe haber un reconocimiento sincero, incondicional, y no una autojustificación de nuestros pecados. Alma le aconsejó de manera brillante a su hijo Coriantón: «No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados» (Alma 42:30). Qué contraste con la filosofía de Korihor: «no era ningún crimen el que un hombre hiciese cosa cualquiera» (Alma 30:17), o con la creencia de los lamanitas que «suponían que todo lo que hacían era justo» (Alma 18:5). Uno debe escoger en última instancia entre estas doctrinas conflictivas. No pueden coexistir el arrepentimiento y la autojustificación. Esta última es la respuesta del mundo al pecado; el arrepentimiento, la del Señor. Son dos caminos divergentes con destinos opuestos. Robert Frost nos cuenta de su llegada a una bifurcación en el camino que recorría. Se planteó qué camino debía seguir y entonces escribió cuál fue su opción: Lo diré con un suspiro En algún lugar, de aquí a una eternidad: Dos caminos se bifurcaban en la espesura, y yo seguí el menos transitado, Y eso ha marcado por completo la diferencia.5 Cada vez que pecamos nos encontramos en una encrucijada espiritual. Podemos intentar justificar el pecado racionalmente o arrepentirnos de él. El camino «no elegido» marcará «toda la diferencia». En tiempos del Libro de Mormón existía un estrecho paralelismo entre las leyes morales y las leyes civiles. Hoy en día no se da tal coincidencia. La ley civil no castiga muchos delitos morales, como el adulterio o el aborto. Oímos las excusas que se ofrecen para dichos pecados como el «libre albedrío» o «todo el mundo lo hace», o «nadie se va a enterar». Sin embargo, no hay defensa, ni excusa adecuada, ni coartada posible para la violación de las leyes de Dios. Así se lo confirmó el Señor a José Smith: «no hay justificación para tus transgresiones» (DyC 24:2). Cuando lo reconocemos honradamente, estamos en el camino que conduce al arrepentimiento. La principal barrera que nos separa del arrepentimiento es siempre el yo. Thomas Carlyle lo expresó de esta manera: «El mayor de los defectos es no ser consciente de tenerlos».6 Esta es la advertencia que Alma estaba procurando transmitirle a su hijo rebelde, Coriantón: «reconoce tus faltas y la maldad que hayas cometido» (Alma 39:13). Por el contrario, aquellos que optan por una vida de negación, que eligen una actitud defensiva frente a la ley de Dios, descubrirán la cruda verdad: «vuestros pecados han ascendido hasta mí y no son perdonados, porque procuráis aconsejaros [justificaros] de acuerdo con vuestras propias maneras» (DyC 56:14). La autojustificación es la droga intelectual que anestesia el aguijón de la conciencia. Mormón fue testigo de esta sobredosis letal cuando su pueblo se encontró sin «principios y han perdido toda sensibilidad» (Moroni 9:20). Nefi vio las señales de peligro en las vidas de Lamán y Lemuel cuando afirmó: «[Dios] os ha hablado con una voz apacible y delicada, pero habíais dejado de sentir» (1 Nefi 17:45). Comparemos estas palabras con el lamento posterior del propio Nefi: «¡Oh, miserable hombre que soy! (…) mi corazón gime a causa de mis pecados; no obstante, sé en quién he confiado» (2 Nefi 4:17, 19). Cuesta imaginar estas palabras en boca de un profeta de Dios. La vida de Nefi era ejemplo de devoción y obediencia; sin embargo, era muy consciente de la distancia que aún restaba por recorrer antes de alcanzar la perfección. Cuanto mayor es la espiritualidad del hombre, más sensible se vuelve a sus imperfecciones. Cuanto más se mejora, más cuenta se da uno de lo malo que fue. Puesto que todos nosotros, como Nefi, hemos pecado, de lo que se trata no es solamente de si hemos hecho algo malo; la cuestión es si, habiendo hecho algo malo, estamos ahora dispuestos a arrepentirnos. John Donne se refirió a la eficacia del arrepentimiento: Enséñame a arrepentirme; pues tan valioso es como ver sellado mi perdón con tu sangre [la de Cristo].7 La finalidad de esta vida terrenal es servir de estado de probación, para comprobar si nos arrepentimos y seguimos a Cristo. El señor le fijó «al hombre los días de su probación» (DyC 29:43). De hecho, el Señor dispuso que la descendencia de Adán «no [muriese], en cuanto a la muerte temporal, hasta que yo, Dios el Señor, enviara ángeles para declararles el arrepentimiento y la redención» (DyC 29:42). Lehi enseñó esto mismo con claridad: «los días de los hijos de los hombres fueron prolongados (…) para que se arrepintiesen mientras se hallaran en la carne» (2 Nefi 2:21). Igualmente, Alma enseñó que si no hubiera existido «un tiempo para arrepentirse (…) habría sido vana la palabra de Dios, y se habría frustrado el gran plan de salvación» (Alma 42:5). La iniquidad por sí sola rara vez ha sido, si es que se puede encontrar un caso, el motivo de la destrucción del hombre; la tragedia más pavorosa es la maldad combinada con la negativa a arrepentirse. La destrucción predicha de los inicuos habitantes de Nínive se frenó porque demostraron su disposición de volver a Dios. La gente de la época de Melquisedec «había aumentado en la iniquidad» (Alma 13:17), pero evitaron la destrucción porque «se arrepintieron» (Alma 13:18). Alma padre hizo «muchas cosas abominables a la vista del Señor» (Mosíah 23:9), y a los hijos de Mosíah se los conoció como a «los más viles pecadores» (Mosíah 28:4); no obstante, en ambos casos se encontró el ímpetu necesario para corregir el rumbo. En cada una de estas situaciones brillaron las ascuas del arrepentimiento. Para los que dejaron que se extinguieran los rescoldos del arrepentimiento, el Señor reafirmó las consecuencias: «y al que no se arrepienta, le será quitada aun la luz que haya recibido; porque mi Espíritu no luchará siempre con el hombre» (DyC 1:33). Fue el mismo mensaje que el Señor transmitió a los malvados habitantes de Ammoníah: «si persistís en vuestra iniquidad» y «si no os arrepentís», entonces «vuestros días no serán prolongados sobre la tierra» (Alma 9:18). Era una lógica sencilla. La razón de ser de esta vida mortal es proporcionar un período de prueba en el que arrepentirse; si un hombre se negaba a hacerlo después de habérsele ofrecido todas las oportunidades razonables, perdía su derecho a permanecer. En ese punto, estarían, como lo expresan las Escrituras «maduros para la destrucción» (Helamán 13:14). En un momento Oliver Cowdery se separó de la Iglesia. José estaba deseoso de que se arrepintiera y regresara. El profeta le solicitó a su secretario: «Me gustaría que le escribieras a Oliver Cowdery y le preguntaras si no lleva ya demasiado tiempo comiendo algarrobas».8 La autojustificación y la procrastinación producen las algarrobas de la vida, mientras que el arrepentimiento reporta un fruto apetecible. LA TRISTEZA SEGÚN DIOS Aquellos en los que se produce un cambio de corazón manifiestan pesar; no una simple tristeza, sino el pesar según Dios. El pesar según el mundo y el pesar según Dios están separados por una enorme sima. Pablo hizo la siguiente distinción entre ambos: «Ahora me regocijo, no porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento, porque habéis sido contristados según Dios (…) Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación» (2 Corintios 7:9–10). No todos los pesares son idénticos. Existe el pesar mundano, un reconocimiento intelectual del error cometido. Es el pesar del delincuente sorprendido en su delito. Es el pesar de la joven inmoral cuando descubre que está embarazada. Es el pesar del pecador al ver que sus malvados designios no se han hecho realidad. El profeta Mormón fue testigo de esta clase de tristeza. Era el general de los ejércitos nefitas. Debido a su maldad, muchos habían perecido en el campo de batalla. Su corazón se regocijó súbitamente cuando vio sus lamentos y su duelo ante el Señor. Pero las Escrituras añaden acto seguido: «Pero he aquí, fue en vano este gozo mío, porque su aflicción no era para arrepentimiento, (…) sino que era más bien el pesar de los condenados, porque el Señor no siempre iba a permitirles que hallasen felicidad en el pecado» (Mormón 2:13). En sentido contrario, Alma le rogó a su hijo: «deja que te preocupen tus pecados, con esa zozobra que te conducirá al arrepentimiento» (Alma 42:29). El pesar según Dios tiene una calidad infinitamente trascendental. No hay necesidad de presiones externas. La transformación se origina en el interior. Puede que se derramen las lágrimas. Habrá un dolor que desgarrará el alma; a veces será un sufrimiento casi insoportable. Puede que nos haga «[humillarnos] hasta el polvo» (Alma 42:30). Incluso los justos, de cuando en cuando, podrán exclamar: «¡Oh, miserable hombre que soy!» (2 Nefi 4:17). Los hijos de Mosíah conocían el proceso: «padecieron mucha angustia de alma (…), sufriendo mucho, y temiendo ser rechazados para siempre» (Mosíah 28:4). Alma admitió que su pasado de hombre pecador le «ocasionó angustioso arrepentimiento» (Mosíah 23:9). Habrá reservas de compasión nuevas para los que todavía pueden haber sufrido; quizá haya una vergüenza irresistible, y finalmente, y siempre, un deseo de someterse a lo que sea necesario —una disculpa, la confesión, las medidas disciplinarias, o cualquier otra exigencia divina—, a fin de reconciliarse con Dios. Habrá una ausencia de excusas, de coartadas, de asignación de culpas a terceros. Habrá una aceptación completa de la responsabilidad por nuestras actitudes y acciones, así como una resolución inquebrantable de volver a restablecer los lazos con Dios. En resumidas cuentas, el arrepentimiento nos lleva a un momento de total integridad intelectual, emocional y espiritual, a poder decir que hemos hecho nuestro por completo el consejo de Polonio: «Sé fiel ti mismo».9 El Señor enseñó que, si no nos arrepentimos, tendremos que sufrir como él sufrió. Ello no quiere decir, empero, que no habrá ningún sufrimiento si nos arrepentimos. De hecho, el presidente Kimball enseñó que el sufrimiento propio «es una parte importantísima del arrepentimiento. Una persona no ha empezado a arrepentirse hasta que ha sufrido intensamente por sus pecados».10 A lo que el presidente Kimball agregó: «Si una persona no ha sufrido, no se ha arrepentido (…); tiene que pasar por un cambio en su ser que conlleve sufrimiento y entonces el perdón es una posibilidad».11 Este sufrimiento, por intenso que sea, es sustancialmente menor para el alma del penitente que para el que rehúsa arrepentirse. El Salvador «se queda» parte de la carga de los que se arrepienten de este modo. Este principio lo ilustra un relato que B. H. Roberts gustaba de compartir con los santos: «Se dice de Lord Byron que, cuando era un muchacho en la escuela, un compañero suyo se granjeó el desagrado de un acosador cruel y despótico, quien le pegaba despiadadamente. Por casualidad, Byron estuvo presente, pero siendo consciente de la inutilidad de recurrir a una pelea con el acosador, intervino y le preguntó cuánto tiempo tenía pensado seguir pegando a su amigo. ‘¿Y a ti qué te importa?’ preguntó el brabucón. ‘Porque’ replicó el joven Byron con lágrimas en los ojos, ‘yo aguantaré el resto de la paliza, si le dejas marchar’».12 El Salvador aguanta «lo que queda de la paliza» por aquellos que someten sus voluntades a la suya. Isaías profetizó que Él sería «herido fue por nuestras transgresiones» y prometió entonces que «por sus heridas fuimos nosotros sanados» (Isaías 53:5; véase también 1 Pedro 2:24). Una sanación de esta naturaleza es el fruto de las raíces medicinales de Getsemaní. El élder Vaughn J. Featherstone cuenta la historia de un joven que se sentó con él para una entrevista misional. El élder Featherstone le preguntó al joven con respecto a sus transgresiones. Con altivez, el joven replicó: ‘No hay nada que no haya hecho’. El élder Featherstone solicitó más información acerca de los pormenores: castidad, drogas, etcétera. Nuevamente, la respuesta fue: ‘Se lo acabo de decir: lo he hecho todo’. El élder Featherstone preguntó: ‘¿Y qué le hace creer que va a poder ir a la misión?’. ‘Me he arrepentido’, fue la respuesta. ‘No he hecho nada de esto durante un año’. El élder Featherstone miró al joven que se sentaba frente a él, al otro lado del escritorio: veinte años de edad, sarcástico, altanero, con una actitud muy alejada de lo que es el arrepentimiento sincero. ‘Querido amigo’, dijo, ‘Siento decírselo, pero no va a ir a la misión. (…) No tendrían que haberle ordenado élder y en realidad deberían haberle juzgado para excomulgarle de la Iglesia. Sus actos constituyen una serie de transgresiones monumentales. Usted no se ha arrepentido; solamente se ha limitado a dejar de hacer ciertas cosas. Algún día, cuando haya ido a Getsemaní y haya regresado de allí, entenderá lo que es el arrepentimiento’». En ese momento, el joven rompió a llorar. Aquello se prolongó unos cinco minutos. No se pronunció palabra alguna, solo hubo silencio. Entonces, el joven salió del despacho del élder Featherstone. Habían transcurrido cerca de seis meses cuando el élder Featherstone se encontraba discursando ante un grupo de instituto en Arizona. Al término de la reunión, vio cómo ese mismo joven se dirigía hacia él desde el auditorio y las circunstancias de su entrevista meses atrás pasaron por su mente en rápida sucesión. El élder Featherstone se inclinó desde el estrado para estrechar la mano del joven. Cuando el joven miró hacia arriba, el élder Featherstone pudo ver que algo maravilloso le había sucedido. Las lágrimas surcaron las mejillas del joven y un brillo casi sagrado emanaba de su rostro. «Ha estado allí, ¿verdad?», fue la pregunta del élder Featherstone. Pese a las lágrimas el joven respondió, «Sí, obispo Featherstone, he estado en Getsemaní y ya he regresado». «Lo sé», replicó el élder Featherstone. «Se percibe en su rostro. Ahora creo que el Señor le ha perdonado».13 El pesar según Dios implica unirse al Salvador en la tristeza de Getsemaní. Es un pesar que engendra un corazón y un espíritu nuevos. UNA RENUNCIA ABSOLUTA Pero el arrepentimiento exige más que pesar. El verdadero arrepentimiento implica un abandono absoluto. Dante habló de un alma que fingió el arrepentimiento, y cuyas promesas se veían desmentidas por los hechos. Creyendo que las promesas solemnes lo salvarían, alegó ser merecedor de una corona celestial. Justo antes de producirse la ascensión que él esperaba, no obstante, un «querubín negro» apareció en escena. La trágica figura de Dante, ahora en el infierno, recuerda el encuentro y las palabras condenatorias del intruso infernal: «No te lo lleves, que me harás entuerto. Bajar debe a mi centro maldecido, (…) no hay perdón sin final arrepentimiento. arrepentirse y reincidir no es dado: contradicción no admite el argumento. ¡Pobre de mí!, cuál me sentí apenado, cuando al asirme, dijo: «¡Ciertamente, que tan lógico fuera no has pensado!».14 Incluso los siervos del inframundo sabían que no podía haber perdón sin renuncia. El élder Matthew Cowley nos brinda la seguridad reconfortante de que es posible abandonar cualquier pecado: «No hay ninguna persona en la tierra que no sea superior a sus pecados, más grande que sus debilidades y sus faltas».15 Esa es la verdad. A menudo se repite la pregunta: «¿Durante cuánto tiempo he de renunciar?». «¿Cuánto tiempo ha de pasar antes de volver a ser miembro de la iglesia nuevamente o poder rebautizarme?». Y la respuesta es invariablemente la misma: cuando se produzca un potente cambio en el corazón y una mente nueva haga de la voluntad del Señor el centro de nuestra vida, a pesar de nuestros deseos fervientes; cuando poseamos una determinación a toda prueba para dejar atrás nuestros caminos pasados. Hay una vara de medir, pero es cuestión de actitud y no de tiempo. Bjorn Borg, considerado uno de los mejores tenistas de su época, fue, según la revista Time, «imperturbable en la pista, competidor cortés que rara vez discutía las decisiones del juez de línea, hacía aspavientos, lanzaba las raquetas o golpeaba las pelotas, presa de la rabia. ‘Iceborg’ le llamaban». El artículo prosigue: «Controla sus emociones de tal manera que, si llega a fruncir el ceño en la pista, tanto sus fans como los demás jugadores se quedan boquiabiertos». Pero no siempre fue así. Time revela una faceta oscura del jugador antes de que se produjera un cambio extraordinario en él: «Cuando contaba once años de edad, el joven Bjorn juraba como un carretero, arrojaba la raqueta, intimidaba a los jueces y renegaba en cada jugada dudosa. ‘Estaba loco, era un demente en la cancha. Era terrible. Entonces el club al que pertenecía me expulsó durante cinco meses y mi madre tomó mi raqueta y la guardó bajo llave en el armario. Cinco meses, tuvo mi raqueta guardada con llave. Después de aquello, jamás volví a abrir la boca en la pista de tenis. Desde que regresé al término de ese periodo de expulsión, pasara lo que pasara, me he portado como es debido en la cancha’».16 Cuando tenemos la determinación de abstenernos de una conducta determinada, sin importar lo que suceda, el arrepentimiento está en marcha. Hemos renunciado al pecado cuando hemos dominado el hábito en cualquier circunstancia que se ponga en nuestro camino. No se trata del paso del tiempo; lo esencial es un cambio de corazón. RESTITUCIÓN El arrepentimiento exigió una restitución completa en el espíritu de Zaqueo, quien dijo: «si en algo he defraudado a alguno, (…) se lo devolveré cuadruplicado» (Lucas 19:8; véase también Levítico 6:4). Cuando el élder Spencer W. Kimball recibió el llamamiento al apostolado, irradiaba este mismo espíritu. ¿Qué ocurre con la gente que puede haber ofendido? ¿Sentirían rancor hacia él? Visitó a todos y cada uno de los hombres con los que había mantenido relaciones empresariales para explicarle la situación. «‘Me han llamado a servir en puesto muy elevado en mi Iglesia. No puedo servir con una conciencia limpia a menos que mi vida haya sido honorable. (…) Si se ha cometido alguna injusticia, quiero reparar el daño ocasionado y he traído mi chequera’. La mayoría se limitaron a estrecharle la mano y no quisieron saber nada más. Dos hombres, [sin embargo] opinaban que, para ser justos, tendrían que haber obtenido unos cientos de dólares más en ciertas ventas. El [élder Kimball] extendió los correspondientes cheques».17 La restitución puede adoptar diversas formas. Puede consistir en la devolución de sumas de dinero, una disculpa, oraciones ofrecidas a favor de la parte perjudicada, la compensación de años de servicios perdidos redoblando nuestros esfuerzos, o corrigiendo las actitudes negativas con palabras y actos positivos. El espíritu de arrepentimiento demanda una restitución de todo lo que sea posible y esté en nuestra mano. El pueblo de anti-nefi-lehi comprendía este principio. Antes de escuchar el Evangelio, en su estado oscurantista habían cometido numerosos asesinatos y transgresiones contra los nefitas. En un intento sincero de restitución, el penitente rey de los lamanitas le hizo un ofrecimiento a Ammón: «seremos [esclavos de los nefitas] hasta compensarlos por los muchos asesinatos y pecados que hemos cometido en contra de ellos» (Alma 27:8; véase también Helamán 5:17). Este rey humilde sabía que su pueblo no podía devolver a la vida a los nefitas que habían matado, pero ardía en su corazón un deseo de hacer todo lo posible para reparar los males cometidos. El rey y su pueblo servirían a los que habían agraviado y, de ser necesario, serían incluso sus esclavos. Este era el espíritu de la restitución. Este era el espíritu que ardía en los corazones de los hijos arrepentidos de Mosíah, quienes salieron por el país «esforzándose celosamente por reparar todos los daños que habían causado a la iglesia» (Mosíah 27:35). LA CONFESIÓN El arrepentimiento verdadero, sin embargo, es un capataz severo; exige mucho más de lo antedicho. Moisés enseñó: «Y será que cuando peque en alguna de estas cosas, confesará aquello en que pecó» (Levítico 5:5; véase también Números 5:6–7; Nehemías 9:3). David prometió: «declararé mi iniquidad» (Salmos 38:18). Los que buscaban el bautismo de manos de Juan acudían a él «confesando sus pecados» (Mateo 3:6). Y el Señor le declaró al profeta José, «otra vez te mando que te arrepientas (…) y que confieses tus pecados» (DyC 19:20). Más tarde aconsejó: «Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará» (DyC 58:43). Samuel Taylor Coleridge, a través de las palabras del marino de la antigüedad, transmite un conocimiento perfecto de las punzadas que causan los secretos sin divulgar: En el acto, mi mente se estremeció con penosa agonía, forzado así a comenzar mi relato; y entonces me dejó libre. Desde entonces, a una hora incierta, esa agonía regresa: y hasta que finalice mi espantoso relato, En mi pecho arderá este corazón.18 Afortunadamente para el que se arrepiente de corazón, y a diferencia de lo que ocurría en el caso del marino de la antigüedad, no es necesario que confiese sus pecados una y otra vez cuando se ha producido una confesión honrada al correspondiente líder del sacerdocio. Sin embargo, hasta que se lleve a cabo dicha confesión, cómo puede arder un corazón. El Señor ha dicho con claridad meridiana que «El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y los abandona alcanzará misericordia.» (Proverbios 28:13). Cuando Alma le preguntó al Señor qué hacer con ciertos transgresores en la Iglesia, recibió la siguiente respuesta: «si confiesa sus pecados ante ti y mí, y se arrepiente con sinceridad de corazón, a este has de perdonar, y yo lo perdonaré también» (Mosíah 26:29; véase también DyC 64:7). Pero si no confesaban, sus nombres eran «borrados» (Mosíah 26:36); es decir, se los excomulgaba. ¿Cuándo hay que confesarse? Cuando el pecado es de tal magnitud que puede dar lugar a un proceso disciplinario o permanece en nuestras mentes y nos priva de la paz. David entendía este segundo supuesto, tal y como se puso de manifiesto cuando admitió «mi pecado está siempre delante de mí» (Salmos 51:3). Si no confesamos en estos casos, nuestros horizontes espirituales quedan limitados. Es como estar rodeado de un muro circular e impenetrable. En tales circunstancias, tenemos cierta libertad de movimientos, pero estamos atrapados. Buscaremos en vano un resquicio por el que introducirnos a duras penas, una abertura por la que salir, un punto que podamos sortear. Pero no existen puntos que rodear, ni puertas ocultas, ni pasadizos secretos. Los años de servicio acumulado no eximen de una confesión; los años de abstinencia no borran su necesidad; una lucha en solitario ante el Señor no la sustituye. A la larga y de alguna manera, tendremos que ponernos frente a la pared, cara a cara, y trepar por ella. Eso es confesar. Cuando lo hacemos, nuestros horizontes espirituales se ensanchan. Oscar Wilde tenía presente esta verdad cuando narró la historia de Dorian Gray. Un día, Dorian vendió su alma a cambio de la promesa de la juventud eterna. Wilde describe el descenso a plomo de Dorian, desde su inocencia de juventud hasta convertirse en un asesino despiadado. Finalmente, no queda nada de él salvo el semblante sórdido de un pobre desgraciado. Incluso en este estado de patente desazón moral, en la conciencia de Dorian titiló una postrera lumbre de esperanza: «Con todo, era su deber confesar, sufrir el escarnio público, y expiar ante la sociedad. Había un Dios que solicitaba de los hombres que contaran sus pecados tanto a la tierra como al cielo. Nada podría purificarle hasta que hubiera contado su propio pecado».19 Y de la misma manera, cuando sea necesario, no hay nada que nos aporte la limpieza deseada como deseamos, a menos que haya una confesión sincera a los que el Señor ha designado para ello en la tierra. ¿Con qué espíritu hacemos una confesión como esta? El Señor nos da la clave: «porque yo, el Señor, perdono los pecados y soy misericordioso con aquellos que los confiesan con corazones humildes» (DyC 61:2). Ese es el espíritu. No hay espacio para el fingimiento ni el engaño, ni para maquillar los hechos, ni para divulgar el 99 por ciento a la vez que se escamotea el uno por ciento restante. Es una revelación de toda la verdad y nada más que la verdad. El padre de Lamoni dio muestras de tener el espíritu adecuado: «abandonaré todos mis pecados para conocerte» (Alma 22:18; énfasis añadido). La confesión y el arrepentimiento comportan el acto de desnudar el alma por completo, un sometimiento incondicional del yo. Fluye de manera voluntaria; no es el resultado de la presión ejercida por las circunstancias externas. Una de las almas condenadas de Dante descubrió por las malas que la confesión en el lecho de muerte nunca invocaría el proceso de purificación: Cuando hube entrado en los maduros años que la vela aferrar y atar el cable, hacen al hombre, tristes desengaños, lo que antes me agradó, fue detestable; y contrito y confeso, mi deseo de remisión llenara ¡miserable!20 La resistencia a la confesión se da incluso entre los santos buenos. Pueden sentir vergüenza o bochorno. Quizá crean que la imagen que sus líderes del sacerdocio tienen de ellos se desmoronará cuando se destape el pecado. Hay que recordar que los obispos y demás líderes del sacerdocio son amigos que están deseando desesperadamente ayudarnos y aligerar nuestras cargas. Son humanos que han cometido errores, pero quieren mejorar. Cada uno es el padre de su grey. Con total sinceridad puedo afirmar que, en calidad de líder del sacerdocio, jamás cambió mi concepto de un hombre o de una mujer que acudieron, voluntaria y humildemente, a confesarse. Al contrario, me regocijé al constatar que procuraban poner sus vidas en orden. En cada caso, creo que los lazos de hermandad se hicieron más fuertes, no se debilitaron. Cuando Mahatma Gandhi era un muchacho de quince años de edad le robó algo a su hermano. Este llevaba una pepita de oro macizo en el brazo. A Gandhi le resultó fácil separar un fragmento para quedárselo. Según él mismo, sintió tales remordimientos que tomó la firme decisión de nunca volver a robar. Tras saldar la deuda con su hermano, Gandhi cuenta que se decidió por confesárselo también a su padre, pero tenía miedo de hacerlo, no porque su padre fuera a golpearlo, sino por el dolor que la noticia podía ocasionarle. Finalmente, dijo: «Sentí que era un riesgo que había que correr; que no habría purificación sin una franca confesión». Gandhi decidió confesarse por escrito. Y así lo hizo, confesando su culpa, prometiendo que jamás volvería a robar y pidiendo un castigo apropiado. Concluyó la nota solicitándole a su padre que no se mortificara por lo que él — Gandhi— había hecho. Por aquel entonces, el padre de Gandhi se encontraba enfermo y postrado en una cama que consistía únicamente en una tabla de madera. Gandhi, temblando, le entregó la confesión a su padre, y a continuación se sentó frente a él esperando una respuesta angustiado. Reproducimos a continuación su propia descripción del encuentro: «La leyó de principio a fin, y las lágrimas le surcaban las mejillas como perlas, humedeciendo el papel al caer. Por un momento cerró los ojos, inmerso en sus pensamientos; entonces rompió el papel. (…) Podía ver la agonía que sentía mi padre. Si fuera pintor, podría dibujar hoy mismo un cuadro de la escena completa. Tan vivamente grabada la tengo en la mente. »Aquellas lágrimas de perla purificaron mi corazón y limpiaron mi pecado. Solamente el que ha sentido un amor como este sabe lo que es; (. . .) transforma todo lo que toca. Este poder no tiene límites. »Esta clase de perdón sublime no era natural para mi padre. Yo había pensado que se enojaría, me dedicaría palabras duras y se golpearía la frente. Sin embargo, se comportó con tal maravillosa serenidad… Y creo que esto se debe a la franqueza de mi confesión. Una confesión sincera, combinada con una promesa de nunca volver a cometer el pecado nuevamente, cuando se ofrece al que tiene el derecho de recibirla, es el arrepentimiento más puro que existe. Sé que mi confesión hizo que mi padre sintiera una total seguridad con respecto a mí, y aumentó su afecto por mí».21 Qué observación más bella. La confesión sincera incrementa, no disminuye, el afecto de un líder del sacerdocio por el alma arrepentida. El élder Marion G. Romney dijo: «Mis hermanos y hermanas, hay entre nosotros muchos cuya angustia y cuyo sufrimiento se prolongan innecesariamente porque no completan su arrepentimiento con la confesión de sus pecados».22 Naamán el leproso acudió al profeta Eliseo queriendo ser sanado. Eliseo le dijo a Naamán que fuera a lavarse siete veces al río Jordán. Cabe preguntarse qué habría sucedido si Naamán el Sirio se hubiera sumergido tres veces en las aguas de río Jordán para abandonar después la causa. ¿Se habría limpiado su cuerpo en la misma proporción, tres de siete? O, ¿qué habría sucedido si lo hubiera hecho seis veces y abandonado al sexto intento? ¿Le habría faltado una séptima parte de la ansiada sanación? Sabemos la respuesta. La limpieza se produjo después de la séptima zambullida, una vez se materializó la sumisión total a la palabra de Dios. Y entonces se produjo una purificación extraordinaria. Según las Escrituras: «su carne se volvió como la carne de un niño» (2 Reyes 5:14). Y otro tanto sucede con el pecador, el leproso espiritual. Debe existir una total sumisión a la voluntad del Señor, un corazón quebrantado y un espíritu contrito, incluida la confesión —si fuera necesaria—, a fin de completar la séptima inmersión, y entonces el espíritu queda limpio «como el espíritu de un niño». ¿Por qué exige el Señor la confesión? Es tan sumamente difícil… Quizá se deba a que no hay ningún acto que nos humille de esta forma, hasta las profundidades mismas de la humildad. Hablando al respecto del proceso de arrepentimiento, Alma declaró: «permite que esto te humille hasta el polvo» (Alma 42:30). Pero, oh, la promesa a los que lo hacen: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Por otra parte, el Señor ha advertido: «El que encubre sus pecados no prosperará» (Proverbios 28:13). Lo que un hombre es en realidad siempre saldrá a la superficie. Cualquier disfraz, cualquier farsa, cualquier subterfugio, puede durar días, semanas, meses, o quizá años, pero a la larga la naturaleza real de un hombre se manifestará en sus palabras, la revelarán sus acciones y se reflejará en su semblante. Es mucho mejor divulgar voluntariamente la verdadera naturaleza de uno antes de que la descubran involuntariamente. La confesión es un medio de cerrar la brecha. UN PODER PURIFICADOR Los frutos del arrepentimiento nos limpian. Isaías declaró: «aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos» (Isaías 1:18). En el Israel antiguo, el Día de la Expiación simbolizaba las consecuencias del verdadero día de la Expiación. En las Escrituras leemos: «porque en este día se hará expiación por vosotros para limpiaros; y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová» (Levítico 16:30; véase también Levítico 23:27–28). Esto era posible únicamente por el día de redención futuro del Salvador. Mediante esa Expiación, el Señor ha prometido que los «vestidos [de los justos serán] hechos blancos mediante la sangre del Cordero» (Éter 13:10; véase también Alma 13:11).23 David le imploró al Señor: «Lávame por completo de mi maldad y límpiame de mi pecado». Entonces describió el milagro: «Purifícame (…) y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve» (Salmos 51:2, 7). No existe un penitente de color crema o con lunares. De las aguas del bautismo no emerge ninguna marca negra; ninguna mancha sobrevive a los rigores del arrepentimiento. El alma penitente se vuelve blanca como la nieve. Para un santo así, será como si el acto pecaminoso nunca se hubiera cometido.24 Ese es el milagro del arrepentimiento. Como dijera el élder Matthew Cowley: «Creo que cuando nos arrepentimos se produce algún borrado allí arriba para que cuando lleguemos allí seamos juzgados tal y como somos, por lo que somos y quizá no por lo que fuimos una vez». Y añadió: «Eso lo que me gusta de todo esto: el borrado».25 Pero para los impenitentes no habrá tal borrado. El Señor advirtió: «he aquí, mi sangre no los limpiará si no me escuchan» (DyC 29:17). El Señor ama a sus hijos y anhela perdonar a todos y cada uno de ellos. Si tan solo se arrepienten, «[él] será amplio en perdonar» (Isaías 55:7). Pedro explicó que el Señor «no [quiere] que ninguno perezca, sino que todos lleguen al arrepentimiento» (2 Pedro 3:9). Incluso Acab, el monarca réprobo de Israel, tuvo un instante transitorio de arrepentimiento que recibió su galardón por parte del Señor: «Pues por cuanto se ha humillado delante de mí, no traeré el mal en sus días» (1 Reyes 21:29). Es como si el Señor quisiera bendecirnos por cada intento —por insignificante y tímido que parezca—, de poner nuestras vidas en sus manos. A los que se arrepienten de todo corazón, el Señor ha prometido «He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más» (DyC 58:42). Ezequiel nos tranquilizó a propósito de la misma verdad extraordinaria: «No se le recordará ninguno de sus pecados que había cometido» (Ezequiel 33:16; véase también Ezequiel 18:22). Es un pensamiento glorioso: el Señor nos juzgará por aquello en lo que nos hayamos convertido, no por lo que fuimos. Si nos arrepentimos, él juzgará al hombre nuevo; no al antiguo. Este fue el ruego de David: «De los pecados de mi juventud y de mis rebeliones, no te acuerdes; conforme a tu misericordia acuérdate de mí, por tu bondad, oh Jehová» (Salmos 25:7). El perdón del Señor es total e incondicional, una vez nos hemos arrepentido. Samuel el lamanita les dijo a los nefitas que el Salvador, en virtud de su Expiación, posibilitó «la condición del arrepentimiento» (Helamán 14:18). El Señor le transmitió al profeta José su parecer acerca de este principio divino: «Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten; mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo» (DyC 19:16–17). El élder Neal A. Maxwell lo resumió a la perfección: «¡Acabaremos teniendo que elegir entre la forma de vivir del Señor o su forma de sufrir!».26 Cuando optamos por su forma de vivir, vencemos la muerte espiritual, gracias a los milagrosos poderes purificadores de la Expiación. NOTAS 1. Conference Report, octubre de 1953, 35. 2. McKay, Gospel Ideals, 13. 3. Lee, Stand Ye in Holy Places, 221. 4. Kimball, El milagro del perdón, 212–13. 5. Frost, «The Road Not Taken», 105. 6. In McKay, Gospel Ideals, 13. 7. Donne, «Holy Sonnets VII», 249. 8. Smith, Doctrinas de salvación, 1:227. 9. Shakespeare, Hamlet, Acto I, escena III, 78. 10. Kimball, Teachings of President Spencer W. Kimball, 88. 11. Ibid., 99. 12. Roberts, Gospel and Man’s Relationship to Deity, 25. 13. Featherstone, Generation of Excellence, 156–59. 14. Dante, Divina comedia, 159. 15. Smith, Matthew Cowley, 298. 16. Phillips, «The Tennis Machine», 56–57. 17. Kimball and Kimball, Spencer W. Kimball, 197. 18. Coleridge, «The Rime of the Ancient Mariner», en Williams, Immortal Poems, 287; énfasis añadido. 19. Wilde, Picture of Dorian Gray, 176; énfasis añadido. 20. Dante, Divina comedia, 158. 21. Gandhi, Autobiography, 23–24; énfasis añadido. 22. Conference Report, octubre de 1955, 124. 23. El poeta John Donne se refirió elocuentemente a la sangre expiatoria de Cristo y su poder asombroso para transformar al pecador en santo: La gracia, si te arrepientes, no faltará; pero ¿quién te concederá esa gracia de partida? Oh, tórnate negra en luto santo, y enrojecidas tus mejillas, por tu pecado; o límpiate en la sangre de Cristo, que esta virtud tiene; siendo como la grana, tiñe las almas de blanco. (Donne, «Holy Sonnets IV», 248) 24. Incluso cuando nos arrepentimos, sin embargo, puede que suframos todavía a causa de las consecuencias del pecado que hayamos cometido: oportunidades perdidas, relaciones rotas, etcétera. 25. Smith, Matthew Cowley, 295. 26. Maxwell, «Overcome . . . Even As I Also Overcame», 72. Capítulo 18 LA BENDICIÓN DE LA PAZ MENTAL UN PODER CONSOLADOR Entre sus numerosas bendiciones, la Expiación trae paz. No solamente nos limpia, sino que también nos consuela. Mi propia experiencia práctica me ha llevado a concluir que ambas bendiciones no siempre van de la mano. En ocasiones, me he reunido con buenos santos que —según creía yo— estaban totalmente arrepentidos y habían sido partícipes del poder purificador del sacrificio del Salvador, pero todavía confiesan vivir con conciencias inquietas. No ven cómo es posible que el Señor les pueda perdonar lo que han hecho. Esto me impresionó hondamente cuando entrevisté para la recomendación del templo a un converso que llevaba unos quince años en la iglesia. Este hermano había sido fiel y devoto desde el día de su bautismo, pero se preguntaba si el Señor podría perdonarle de verdad por la vida accidentaba que había llevado antes de aceptar el mensaje del evangelio. Un perdón así parecía demasiado pedir. No creo que este hermano fuera el único que albergara sentimientos así. Aun creyendo en Cristo y en su Expiación, algunos —de manera inocente, pero errónea— les han puesto límites a sus poderes regenerativos. De alguna manera han convertido una Expiación infinita en un sacrificio finito. Han tomado la Expiación y la han delimitado con una linde artificial que sin saber cómo no incluye su pecado particular. Stephen Robinson observó de manera similar: «He aprendido que son muchos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo, pero no creen que sea capaz de salvarlos. Creen en su identidad, pero no en su poder de limpiar, purificar y salvar. Tener fe en su identidad es solamente la mitad del principio. Tener fe en su capacidad y en su poder de limpiar y salvar, esa es la otra mitad».1 Estos santos son más duros con ellos mismos de lo que sería el Salvador. En cierto sentido, han adoptado sus propios parámetros de justicia y misericordia. C. S. Lewis ofreció este consejo: «Creo que, si Dios nos perdona, nosotros hemos de perdonarnos también. De otra manera, prácticamente estaremos compareciendo por deseo propio ante un tribunal superior a Él».2 Dicha actitud puede provocar la ira del Señor, tal y como observó Zenoc: «Estás enojado, ¡oh Señor!, con los de este pueblo, porque no quieren comprender tus misericordias que les has concedido a causa de tu Hijo» (Alma 33:16). En resumidas cuentas, estos santos fijan ellos mismos la altura del listón que deben superar para obtener la paz mental. Por esa razón, entre otras, es tan esencial entender la Expiación y su naturaleza infinita, buscar los porqués y los cómos, amén de las consecuencias, ya que, a medida que aumenta nuestra comprensión de la Expiación, nuestra capacidad para perdonarnos a nosotros y a nuestros semejantes se incrementa de igual manera. Cuando entendemos más plenamente las profundidades a las que descendió el Señor, la amplitud de su alcance y las alturas a las que ascendió, podemos aceptar más prontamente que nuestros propios pecados se encuentran en el interior de la esfera del dominio conquistado por el Salvador. Entonces nos convertimos en creyentes, no solo en la envergadura infinita de la Expiación; también en su alcance personal. La oferta amorosa del Salvador: «mi paz os doy» (Juan 14:27), pasa a ser, de una esperanza abstracta a una realidad profunda. En ese momento recibimos, tanto del poder purificador como del poder consolador de la Expiación. Pablo se refirió a esta bendición: «nuestro Señor Jesucristo (…), quien nos amó, y nos dio consuelo eterno, y buena esperanza mediante la gracia» (2 Tesalonicenses 2:16). Es mediante este poder consolador que se nos «[concede] que sean ligeras [nuestras] cargas mediante el gozo de su Hijo» (Alma 33:23). Podemos apreciar y aceptar la invitación de Jacob a su pueblo: «dejemos a un lado nuestros pecados, y no inclinemos la cabeza, porque no somos desechados» (2 Nefi 10:20; énfasis añadido). Podemos obtener «tan inmenso gozo» que viene a los que han recibido una remisión de sus pecados tras haber «llegado al conocimiento de la gloria de Dios» (Mosíah 4:11). Durante mi servicio en puestos de responsabilidad del sacerdocio, conocí a un hombre excepcional que unos años antes había cometido una transgresión que le ocasionó profundos remordimientos. Su sufrimiento fue prolongado e intenso. Sentí gran conmiseración por él. Con el tiempo llegué a creer que estaba plenamente preparado a fin de intentar renovar su recomendación para el templo. Le animé a que siguiera adelante en esa dirección, pero él estaba reticente. Aunque yo sentía que había recibido el perdón, él no parecía capaz de perdonarse. Puede que se hubiera limpiado, pero no hallaba ni la convicción, ni el consuelo. Por esta razón estaba posponiendo su regreso a la Casa del Señor. Me era imposible dejar de pensar en su situación. Un día, mientras reflexionaba al respecto, en mi mente recibí una vívida impresión: «El hermano ________ ha pagado hasta el último cuadrante». Al poco tiempo, la misma impresión volvió a mí, con idéntica intensidad. Compartí esta experiencia con este buen hermano y pronto encontró la paz suficiente para renovar sus convenios del templo. Desde entonces me he preguntado por qué esas impresiones vinieron a mí en lugar de al propio interesado. Puede ser que su incapacidad para perdonarse a sí mismo se convirtiera en una barrera impenetrable para las impresiones espirituales. Puede que él hubiera hecho caso omiso de cualquier impresión —o la hubiera interpretado racionalmente como fruto de su propia imaginación—, si esta hubiera venido a él directamente. O quizá el Señor, en su bondad amorosa, supo que la única forma de llegar a este hombre era enviando un mensaje a través de una fuente externa, a saber, su líder del sacerdocio, y que hubiera sido imposible descartarla como producto de sus meras ilusiones. En cualquier caso, la paz que sana, tranquiliza y consuela el alma herida acabó encontrando finalmente abrigo en otro corazón humano. El pueblo del rey Benjamín luchó por obtener ese poder sereno y consolador. Se vieron «a sí mismos en su propio estado carnal», y se sintieron «aún menos que el polvo de la tierra». A una misma voz clamaron: «¡Oh, ten misericordia, y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados!». Y entonces vino la respuesta del cielo: «el Espíritu del Señor descendió sobre ellos, y fueron llenos de gozo, habiendo recibido la remisión de sus pecados, y teniendo paz de conciencia a causa de la gran fe que tenían en Jesucristo» (Mosíah 4:2–3). Además de purificarles, la Expiación les trajo consuelo. LA EXPIACIÓN ES LA RESPUESTA: LA ÚNICA RESPUESTA Nefi y Lehi, los hijos de Helamán, fueron encarcelados por sus trabajos misionales entre los lamanitas. Pasaron muchos días sin comida. Entonces llegó el día funesto en el que sus captores volvieron a la prisión para ejecutarles; pero en esta ocasión el Señor dejaría de frenar su mano. Nefi y Lehi fueron envueltos «como por fuego». A sus asaltantes «los cubrió una nube de obscuridad, y se apoderó de ellos un espantoso e imponente temor». Una voz apacible y delicada penetró en ellos hasta llegar al alma misma. Esto se repitió tres veces. El mensaje estaba claro: «Arrepentíos, arrepentíos». La tierra se sacudió, los muros de la prisión temblaron y la nube de oscuridad se cernió sobre ellos con tenacidad implacable y «no se disipó» (Helamán 5:23, 28, 29, 31). La mencionada nube de oscuridad era una manifestación física de la sombra espiritual que nublaba sus almas impenitentes. El simbolismo del momento era claro e inequívoco. Irónicamente, los impenitentes eran ahora los encarcelados, ya que no podían «moverse». Las paredes tangibles de la prisión eran una señal de la prisión espiritual que habían levantado ladrillo a ladrillo entregados a una vida de maldad. No eran libres en absoluto. Era como si su condición espiritual, en apariencia invisible al ojo mortal por tantos años, ahora se reflejara en marcado contraste con símbolos tangibles. Finalmente, los lamanitas no pudieron soportarlo más. Clamaron al Señor: «¿Qué haremos para que sea quitada esta nube de tinieblas que nos cubre?». La nube simbolizaba todo lo que en su vida era deprimente y debilitante. Entonces Aminadab, un disidente nefita, les respondió con una fuerza persuasiva que despejaría, tanto la nube física como la espiritual que los había estado cubriendo: «Debéis arrepentiros y clamar a la voz, hasta que tengáis fe en Cristo (…); y cuando hagáis esto, será quitada la nube de tinieblas que os cubre». El tiempo y el lugar no importan. La solución para el impenitente es siempre la misma: arrepentirse y tener fe en Cristo. Y así fue en el caso de estos lamanitas incapaces de «moverse». En respuesta a la crisis inminente, clamaron a Dios en alta voz hasta que se dispersó la nube. Entonces fueron rodeados, «sí, cada uno de ellos, por una columna de fuego (…) y fueron llenos de ese gozo que es inefable y lleno de gloria». Y vinieron esas reconfortantes palabras de solaz: «Paz, paz a vosotros por motivo de vuestra fe en mi Bien Amado» (Helamán 5:34, 40, 41, 43, 44, 47). Lo acaecido en esa ocasión recuerda la experiencia de Alma hijo. Él también libró una batalla por la paz. Se hallaba en las profundidades de la desesperación. Con un lenguaje de lo más gráfico, Alma describe su situación: «yo estaba a punto de ser desechado. (…) Me hallaba en el más tenebroso abismo. (…) Atormentaba mi alma un suplicio eterno» (Mosíah 27:27, 29). Tan solo cuando pensó en Jesucristo y su Expiación recibió la paz que anhelaba tan desesperadamente: «Mientras así me agobiaba este tormento, mientras me atribulaba el recuerdo de mis muchos pecados, he aquí, también me acordé de haber oído a mi padre profetizar al pueblo concerniente a la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios, para expiar los pecados del mundo. »Y al concentrarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí (…) Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados. Y, ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor» (Alma 36:17–20; énfasis añadido; véase también Mosíah 27:29). En tiempos del Libro de Mormón, como en los nuestros, la respuesta para obtener paz mental sigue siendo la misma: entender la Expiación de Jesucristo y ser partícipes de ella. Esta fue la solución eficaz para los lamanitas en más de una ocasión. En los días de los anti-nefi-lehitas, su rey comentó que ellos habían sido «los más perdidos de todos los hombres» (Alma 24:11). Y después se arrepintieron. El rey reconoció que habían sido perdonados, pero asimismo dio gracias a Dios porque «ha depurado nuestros corazones de toda culpa, por los méritos de su Hijo» (Alma 24:10). Enós oyó la voz de Dios que le decía: «tus pecados te son perdonados», y se regocijó por el maravilloso milagro que se produjo a continuación: «por tanto, mi culpa fue expurgada» (Enós 1:5–6). Macbeth anhelaba esa misma paz para Lady Macbeth, esa misma conciencia libre de culpa. Puede que sus deseos resuenen en los corazones de muchos hoy en día: ¿No puedes tratar un alma enferma, arrancar de la memoria un dolor arraigado, borrar una angustia grabada en la mente y, con dulce antídoto que haga olvidar, extraer lo que ahoga su pecho y le oprime el corazón?3 Profundamente enraizadas, hay penas que permanecen hoy por hoy en los corazones de muchos, y el mundo todavía busca en vano un antídoto. Muchos esperan hallar soluciones en terapeutas mundanos, en el dinero y la fama, pero su búsqueda es en vano. El Señor señaló la futilidad de las soluciones aportadas por el mundo: «En el mundo tendréis aflicción» (Juan 16:33), y «no conocieron camino de paz» (Isaías 59:8). En ningún hombre puede encontrarse la paz; únicamente viene por el Salvador. Con particularidad, las Escrituras describen las horrendas consecuencias de las soluciones del mundo: el alma de un hombre estará «atormentada por la conciencia de su propia culpa» (Alma 14:6), incluso teniendo «cauterizada la conciencia» (1 Timoteo 4:2). «Las demandas de la divina justicia despiertan en su alma inmortal un vivo sentimiento de su propia culpa, (…) y le llena el pecho de culpa, dolor y angustia, que es como un fuego inextinguible, cuya llama asciende para siempre jamás» (Mosíah 2:38). Nefi añade esta advertencia: «los culpables hallan la verdad dura, porque los hiere hasta el centro» (1 Nefi 16:2). Los malos son quienes «[huirán] sin que haya quien [los] persiga» (Levítico 26:17; véase también Proverbios 28:1) y están «de duelo todo el día» (Salmos 38:6). Job habló con aspereza —pero verazmente—de los que no tienen nada que ofrecer más que el consuelo del mundo: «¿Cómo, pues, me consoláis en vano? En vuestras respuestas hay falsedad» (Job 21:34). Todas las tentaciones seductoras, programas falsificados y promesas especiosas, incorporadas de una forma u otra a las soluciones del mundo con todo su atractivo, oratoria y brillo multidimensionales, simplemente se hunden a la luz de la declaración consagrada en las eternidades del Señor: «No hay paz para los malvados, dice mi Dios» (Isaías 57:21). La letra del himno nos hace pensar: ¿Dónde hallo el solaz dónde, el alivio cuando mi llanto nadie puede calmar?4 El Señor dio la respuesta, la única réplica segura: «mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da» (Juan 14:27). Esa paz de la que habló es la paz «que sobrepasa todo entendimiento» (Filipenses 4:7). Se encuentra solamente cuando llegamos a conocer, apreciar y aceptar la Expiación de Jesucristo. Entonces la «paz os [será multiplicada] mediante el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús» (2 Pedro 1:2; véase también Helamán 5:47). Ammón fue un testigo vivo de ello; habló de la desesperanza de los que han probado otro camino: «He aquí, este es un gozo que nadie recibe sino el que verdaderamente se arrepiente y humildemente busca la felicidad» (Alma 27:18). David sabía de la futilidad de buscar otra fuente de paz: «Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti» (Salmos 39:7). Tras el conmovedor sermón del Pan de vida —quizá el sermón más memorable del Señor, si descontamos el Sermón del Monte—, muchos de sus discípulos lo abandonaron. El Salvador se volvió entonces a Pedro, y preguntó: «¿También vosotros queréis iros?». La respuesta de Pedro debería hacer arder todos los corazones y colgar de los muros de todos los hogares: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan 6:67–68). Uno podrá buscar en vano a lo largo y ancho del mundo, escudriñar los diarios en busca de pensamientos, acariciar las filosofías de los hombres, pero a la larga aprenderá que no existe esperanza, ni paz duradera, más que en Jesucristo. El sacrificio expiatorio de Cristo, y nuestra aceptación total de la Expiación, son el antídoto espiritual que sana el alma herida. Es un antídoto que aporta esperanza en lugar de desesperación, luz en lugar de oscuridad y paz en lugar de zozobra. Fue este antídoto lo que funcionó en el caso de Zeezrom. Postrado en cama y ardiendo de fiebre. Repasaba sus numerosos pecados, creyendo que no había «liberación» por lo que había hecho. Entonces Alma planteó una de esas preguntas que cambian las reglas del juego radicalmente: «¿Crees en el poder de Cristo para salvar? (…) Si crees en la redención de Cristo, tú puedes ser sanado» (Alma 15:3, 6, 8). La respuesta fue afirmativa. La curación subsiguiente fue tanto física como espiritual. La condición previa fue la creencia en la Expiación de Jesucristo. Jacob invitó a su pueblo a «oír la agradable palabra de Dios; sí, la palabra que sana el alma herida» (Jacob 2:8). Una invitación semejante la cursó nuevamente el Salvador durante su ministerio terrenal: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, (…) y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mateo 11:28– 29). Nefi habló de aquellos días gloriosos en los que «el Hijo de Justicia se les aparecerá [a los justos]; y él los sanará, y tendrán paz» (2 Nefi 26:9). Así, no resulta sorprendente que el Salvador, tras ofrecer una valiosa información de naturaleza autobiográfica acerca de su propia Expiación, diera las siguientes instrucciones a los Santos de los últimos días: «Aprende de mí y escucha mis palabras (…) y en mí tendrás paz» (DyC 19:23). En efecto, el Salvador es el autor de la paz, el «fundador de la paz» (Mosíah 15:18), el «Príncipe de paz» (Isaías 9:6), para todos los que vienen a Él. Enós fue un testigo de esta promesa: «Y pronto iré (...) [a] mi Redentor, porque sé que en él reposaré» (Enós 1:27; véase también DyC 54:10). El Señor desea ansiosamente que vivamos en paz. Es uno de los dones de su Expiación. Como cualquier padre amoroso, anhela colmarnos de los dones que redundarán en nuestro bienestar espiritual. Lucas nos cuenta de la mujer que había padecido «de un flujo de sangre» doce años (Lucas 8:43). Según Lucas, la mujer se acercó al Salvador por detrás, tocó el borde de su manto y fue sanada instantáneamente. ¿Cómo se sintió? Ciertamente, su curación inmediata provocó alborozo, pero cabe preguntarse si no hubo también cierto ligero y persistente sentimiento de culpa por haber actuado secretamente. ¿Había algo de incongruente —desde el punto de vista espiritual— en su acto? ¿Creía ella en los poderes curativos del Salvador, pero se sentía indigna de solicitarle lo que tanto deseaba directamente? Fuera cual fuera la causa de su actuación encubierta, en cuanto esta se produjo, el Salvador preguntó «¿Quién es el que me ha tocado?» (Lucas 8:45). Pedro estaba atónito. ¿Y qué importancia tenía eso? Se encontraban en medio de una multitud; muchos le empujaban, pero el espíritu del Salvador había sido estimulado por el contacto de alguien que no lo había tocado por casualidad. Con ese contacto, supo que había salido poder de su persona. La mujer, incapaz de esconderse, cayó ante Él temblorosa y confesó lo que había hecho. Su cuerpo mortal estaba rejuvenecido, pero su serenidad espiritual y emocional todavía dejaba mucho que desear. La mujer tenía paz corporal, pero carecía de paz mental. Ahora el Señor le iba a brindar ambas: «Hija, tu fe te ha sanado; ve en paz» (Lucas 8:48; énfasis añadido). ¡Oh, qué bálsamo deben haber sido estas pocas palabras para su espíritu enfermo! El alma sensible y tierna del Salvador sabía que la sanación de esta buena mujer de fe solamente había sido parcial. Ni la curación del cuerpo ni la sanación del espíritu están completas sin la paz mental. Por ello el Salvador le dijo al paralítico: «Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados» (Mateo 9:2). Este fue el mismo mensaje que recibió Thomas Marsh después de que le perdonaran también sus pecados: «Sea de buen ánimo tu corazón ante mi faz» (DyC 112:4). A Lyman Sherman, el Señor le prometió: «son perdonados tus pecados» (DyC 108:1). Esa fue la parte purificadora. A continuación, vinieron las palabras de consuelo: «Repose, por tanto, tu alma en cuanto a tu condición espiritual» (DyC 108:2). Palabras de consuelo similares recibieron el profeta José Smith y Oliver Cowdery en el templo de Kirtland. Primero vino la purificación: «os halláis limpios delante de mí». Y acto seguido la promesa consoladora de que todo estaba bien: «por tanto, alzad la cabeza y regocijaos» (DyC 110:5). En cada ocasión, el Señor culminó sus sanaciones con una piedra cimera: la paz mental. En la última cena, el Señor situó las cosas en su justa perspectiva: «os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción. Pero confiad; yo he vencido al mundo» (Juan 16:33; véase también DyC 78:18). Resulta asombroso que en esta ocasión el Señor pudiera animar a sus discípulos a «confiar», cuando todo parecía indicar que oscuros nubarrones se aproximaban en el horizonte. Getsemaní era inminente. La traición de Judas estaba cerca. La negación de Pedro se produciría muy pronto. También le esperaba la burla de un pseudojuicio, los gritos proferidos a coro por aquellos que había venido a salvar: «¡Crucifícalo, crucifícalo, crucifícalo!». Y, finalmente, el Calvario mismo. Todo esto le esperaba, pero, con todo, todavía era capaz de decir: «confiad». ¿Por qué? Porque vencería al mundo; descendería por debajo de todo ello. Él haría posible que todas las personas en todas las épocas, superaran cualquier obstáculo, debilidad, pecado y punzada de culpa. Por el sacrificio del Salvador, todos y cada uno de nosotros podemos revivir la experiencia de Alma: «imploré misericordia al Señor Jesucristo (…) y hallé paz para mi alma» (Alma 38:8). NOTAS 1. Robinson, «Believing Christ», 26. 2. Lewis, Quotable Lewis, 221. 3. Shakespeare, Macbeth, Acto V, escena IV, 40–45. 4. Emma Lou Thayne, «¿Dónde hallo el solaz?», Himnos, núm. 69; empleado con el permiso de la autora. Capítulo 19 LA BENDICIÓN DEL SOCORRO «EL MÁXIMO CONSOLADOR» Una de las bendiciones de la Expiación es el acceso a los poderes de socorro del Salvador. Isaías habló reiteradamente de Su influencia sanadora y calmante. El profeta testificó además que el Salvador era «fortaleza para el menesteroso en su aflicción, amparo contra la tempestad, sombra contra el calor» (Isaías 25:4). En lo relativo a los que sufren, Isaías declaró que el Salvador poseía el poder de «consolar a todos los que lloran» (Isaías 61:2), «[enjugar] (…) toda lágrima de todos los rostros» (Isaías 25:8; véase también Apocalipsis 7:17), «vivificar el espíritu de los humildes» (Isaías 57:15) y «vendar a los quebrantados de corazón» (Isaías 61:1; véase también Lucas 4:18; Salmos 147:3). Tan expansivo era su poder de Socorro que podía dar «gloria en lugar de ceniza, aceite de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar de espíritu apesadumbrado» (Isaías 61:3). ¡Oh, qué esperanza surge de esas promesas! Aunque nuestra vida pueda parecer vacía y sin sentido —quizá reducida a poco más que las cenizas esparcidas de un curso de autodestrucción— hay un renacer milagroso, un fénix espiritual que emerge de nuestra aceptación del Salvador y su Expiación. Su espíritu sana, refina, consuela, insufla vida renovada en los corazones desesperanzados. Tiene el poder de transformar todo lo negativo, lo vicioso y lo inútil en algo caracterizado por un esplendor supremo y glorioso. Él tiene el poder de convertir las cenizas de la mortalidad en las bellezas de la eternidad. Tan arrollador es el bálsamo curativo del Salvador prometido por Isaías, que «huirán la tristeza y el gemido» (Isaías 35:10). Aunque el Salvador sabía todas las cosas en el Espíritu (Alma 7:13), también era conocedor de los dolores, las debilidades y las tentaciones del hombre en la carne. Nunca permitió que el poder divino lo aislara cuando anduvo por los caminos que pisaban los mortales. El Salvador optó por permitir que todos los dolores, aflicciones y debilidades del hombre surcaran y envolvieran su cuerpo físico. Pablo observó que Él llegó a «ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Hebreos 2:17). El fuego purificador de la experiencia humana confirmó en su naturaleza divina la ternura del corazón, la suavidad del alma, las cuales hicieron al Salvador, además de misericordioso y omnipotente, compasivo. El élder Neal A. Maxwell arrojó luz sobre la relación existente entre la Expiación y los poderes de socorro del Salvador: «Su empatía y capacidad para socorrernos —en nuestras enfermedades, tentaciones o pecados— se demostraron y perfeccionaron en el proceso de la gran expiación».1 Y añadió: «La maravillosa expiación dio lugar, no solamente a la inmortalidad, sino también a la perfección definitiva de la capacidad empática y ayudadora de Jesús».2 William Wordsworth ofreció un pensamiento coherente con esto en su poema «Character of the Happy Warrior»: Más diestro conocedor de sí mismo, incluso más puro, Más tentado; más capaz de aguantar, Más expuesto a sufrimiento y a aflicción; por ende, también, más despierto a la ternura.3 El Salvador es un Dios cuyos milagros estaban motivados por la compasión; un Dios que entabló amistad con mortales; un Dios que lloró ante el sufrimiento humano; un Dios que vivió una vida de intimidad, no de «distanciamiento», con respecto a sus homólogos humanos. Nuestro Señor es un Dios personal, amoroso, bondadoso, que es también nuestro amigo, hermano, abogado y Salvador. ¡Qué misericordia y compasión llenan su alma! Isaías lo sintetizó bien: «Cantad alabanzas, oh cielos, y regocíjate, oh tierra (…) porque Jehová ha consolado a su pueblo y de sus pobres tendrá misericordia» (Isaías 49:13). El Salvador no era un observador aislado en una torre de marfil, ni un capitán de la retaguardia. No era un espectador, ni «un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15). Pablo continúa su explicación así: «Pues por cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18; véase también DyC 62:1). El Salvador era un participante activo, un actor principal, quien, además de entender nuestra triste situación intelectualmente, sintió nuestras heridas porque se convirtieron en sus propias heridas. Él tuvo experiencia directa, «en las trincheras». Él sabía «según la carne (…) cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las debilidades de ellos» (Alma 7:12). Él podía consolar con empatía, no solo con simpatía, a todos «los humildes» (2 Corintios 7:6). Por eso Pedro invitó a todos los santos a poner «toda [su] ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de [nosotros]» (1 Pedro 5:7). El Salvador era ciertamente lo que el presidente Ezra Taft Benson denominó «el máximo Consolador».4 Mormón, en sus últimas palabras en la tierra, le habló a su hijo Moroni. Aludió a las atrocidades de los lamanitas, para agregar una sorprendente condena de su propio pueblo: «Mas no obstante esta gran abominación de los lamanitas, no excede a la de nuestro pueblo» (Moroni 9:9). La inmoralidad, el asesinato, la tortura, la perversión… lo habían hecho todo. Mormón reconoció que eran «como bestias salvajes» (Moroni 9:10). Era incapaz de encomendarlos a Dios, no fuera que Dios lo castigara. Ese era el panorama desolador. En circunstancias tan calamitosas, ¿podía Mormón ofrecer alguna esperanza a su fiel hijo Moroni? Leamos estas hermosas palabras de consuelo de un padre sensible a su hijo: «Hijo mío, sé fiel en Cristo; y que las cosas que he escrito no te aflijan, para apesadumbrarte hasta la muerte; sino Cristo te anime, y sus padecimientos y muerte, y la manifestación de su cuerpo a nuestros padres, y su misericordia y longanimidad, y la esperanza de su gloria y de la vida eterna, reposen en tu mente para siempre». (Moroni 9:25; énfasis añadido). Sin importar lo perdido que el mundo en general parezca estar, ni lo depravado o degenerado que pueda llegar a ser, existe aún una luz brillante de esperanza para los que tienen fe en Cristo. Los que hacen de Él y de Su sacrificio expiatorio el centro de atención, quienes permiten que sus mentes alberguen estas verdades gloriosas de forma constante, encontrarán que el poder de Cristo para elevar el alma humana sobrepasa incluso las cargas más pesadas que el mundo pueda lanzarles. Hay un cierto optimismo espiritual que acompaña al estudio de la Expiación y la reflexión sobre ella. Dicha serenidad espiritual acabó por llegarle finalmente a Abraham, pero solamente después de que a su espíritu turbado se le permitiera atravesar el velo de la historia y pudiera ver con ojos proféticos «los días del Hijo del Hombre, y se alegró, y su alma descansó» (TJS, Génesis 15:12). Alma, quien conocía esta fuente de consuelo definitivo, alzó la voz diciendo: «¡Oh Señor, mi corazón se halla afligido en sumo grado; consuela mi alma en Cristo!» (Alma 31:31). Ningún hombre puede exclamar: «Él no entiende mi situación; nadie tiene las mismas pruebas que yo». No hay nada que quede fuera del ámbito de experiencia del Salvador. Como observara el élder Maxwell: «Ninguno de nosotros puede enseñarle a Cristo nada acerca de la depresión».5Como resultado de su experiencia mortal —culminado en la Expiación—, el Salvador sabe, entiende y siente toda condición, toda desgracia y toda pérdida del hombre. Nadie puede consolar como Él. Nadie puede levantar las cargas como Él. Nadie puede escuchar como Él. No hay pena que no sea capaz de aliviar, ni rechazo que no pueda mitigar, ni soledad por la que no pueda reconfortar. Sea cual sea la aflicción que el mundo interponga en nuestro camino, Él tiene un remedio de poder curativo superior. Truman Madsen habló convincentemente de los poderes consoladores del Salvador: «Ningún trance humano, cualquier pérdida trágica, ningún fallo espiritual, quedan fuera del alcance de su conocimiento y compasión presentes. (…) Y cualquier teología que enseña que hubo algunas cosas que Él no sufrió es una falsificación de su vida. Él las conocía todas. ¿Por qué? A fin de socorrer —o lo que es lo mismo, consolar y sanar— a su pueblo. Él estaba al tanto de la naturaleza plena de la lucha humana».6 Las necesidades del hombre, por onerosas o numerosas que sean, nunca superarán los poderes de Dios para socorrer. Son parte del milagro de su redención. Él está siempre ahí. Nunca nos dice que no volvamos a casa. Nunca le falta ansiosa preocupación. Nunca le falta un remedio. El amor y la compasión del Salvador siempre circunscribirán toda necesidad real e imaginaria del hombre. Nos regocijamos en su invitación y su promesa gloriosas: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11:28). De igual manera, esto forma parte del poder y la bendición de la Expiación: socorrer a los que lo necesitan. Esa era la esencia del mensaje de Alma a los zoramitas. Les enseñó acerca de la Expiación, les exhortó a «plantar esta palabra» en sus corazones, y concluyó: «Y entonces Dios os conceda que sean ligeras vuestras cargas mediante el gozo de su Hijo» (Alma 33:23). Cuanto más fácil es seguir y amar a un líder que ha sentido todo lo que hemos sentido y más; uno que, además de simpatizar, también siente empatía por nuestra causa. Si bien el Salvador puede haber sabido todas las cosas en el Espíritu, incluidas las angustias de la carne, el hecho de haber tomado un cuerpo de carne y hueso, y sufrir después las humillaciones del hombre, aumenta tanto nuestro afecto por el Salvador como nuestra capacidad de identificarnos con él. El élder Maxwell cita a G. K. Chesterton en este aspecto: «Ningún monarca misterioso, escondido en su pabellón estrellado en la base de la campaña cósmica, se parece en lo más mínimo al caballeresco y celestial capitán que porta sus cinco heridas en el frente de batalla».7 Es ese líder «herido» al que tenemos la fortuna de seguir. Ese es el líder herido que nos socorre en nuestras propias heridas. NOTAS 1. Maxwell, Plain and Precious Things, 99. 2. Ibid., 42. 3. Clark and Thomas, Out of the Best Books, 1:67. 4. Benson, Sermones y escritos, 6. 5. Maxwell, «Enduring Well», 10. 6. Madsen, Christ and the Inner Life, 5, 12. 7. Maxwell, More Excellent Way, 12. Capítulo 20 LA BENDICIÓN DE LA MOTIVACIÓN EL PODER DE ATRAER A LOS HOMBRES A ÉL Otra bendición significativa que emana de la Expiación es el poder de motivar. La finalidad primordial del sufrimiento del Salvador era redimirnos de la Caída y de los efectos de nuestros propios pecados. En el proceso de llevar a cabo ese acto divino, sin embargo, hubo una «repercusión divina», parte de la cual consistía en el poder motivador que atrae a los hombres a él. Algunos se han referido a ello con el nombre de «teoría de la influencia moral» o «síndrome del atractivo del amor», pero el nombre reviste escasa importancia en comparación con las consecuencias. Los poderes de la Expiación no permanecen inactivos hasta que se comete un pecado y entonces, súbitamente, se activan para satisfacer las necesidades de la persona arrepentida. Más bien, al igual que sucede con la fuerza de la gravedad, están presentes por doquier, ejerciendo su influencia invisible y potente a la vez. Nefi hizo referencia a la omnipresencia de estos poderes motivadores: «Él no hace nada a menos que sea para el beneficio del mundo; porque él ama al mundo, al grado de dar su propia vida para traer a todos los hombres a él». (2 Nefi 26:24; énfasis añadido). Tras su resurrección, el Salvador enseñó: «y por esta razón he sido levantado; por consiguiente, (…) atraeré a mí mismo a todos los hombres» (3 Nefi 27:15; énfasis añadido; véase también Santiago 4:10). En este sentido, el Salvador ejerce una forma de gravedad espiritual que atrae y seduce a todos los hombres para que se acerquen a él. Estos poderes motivadores siempre están extendiéndose, alargando la mano, penetrando en cada corazón abierto. Son estos poderes los que contribuyen a encender el deseo de arrepentimiento. Son estos poderes los que pueden inspirar nuestra línea de conducta antes de que se cometa siquiera el pecado. De la misma manera que pensar en las vidas y el sacrificio de nuestras madres puede influir en nuestra conducta para bien, reflexionar sobre la vida y el sacrificio del Salvador puede inspirar nuestro proceder antes incluso de que se cometa un pecado. Por tanto, los poderes que emanan de la Expiación no son exclusivamente de naturaleza reactiva; son también proactivos, y este hecho reviste idéntica importancia. Baste señalar que la Expiación es mucho más que un remedio divino orientado a corregir nuestros pecados una vez cometidos. La Expiación es, de hecho, la motivación más poderosa del mundo para ser bueno cotidianamente y, de ser necesario, arrepentirse cuando nos quedamos cortos. El élder Charles W. Penrose enseñó: «Si en verdad creemos en Dios y en Jesucristo», entonces «en nuestros corazones entrará el deseo de apartarnos del pecado».1 La fuerza nunca ha sido el cetro de gobierno del Salvador. Más bien, nos enseña que el poder y la influencia divina se ejercen «por persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero» (DyC 121:41). Su modus operandi consiste en invitar y atraer a todos los hombres a él. Alma enseñó este principio gratificante: «He aquí, él invita a todos los hombres, pues a todos ellos se extienden los brazos de misericordia» (Alma 5:33; véase también 2 Nefi 26:25). No hace falta poseer una imaginación desbordante para visualizar a un padre con los brazos extendidos en señal de bienvenida a un hijo descarriado que vuelve al hogar de seguridad y amor. Ese marco tiene un indudable magnetismo. ¿Acaso un hijo podría resistirse a una invitación como esa? Por supuesto, esa es la cuestión: si somos como niños, no nos resistiremos, no lo pospondremos, sino que correremos hacia los brazos abiertos que nos llaman. Incluso cuando somos rebeldes; incluso cuando representamos el papel del hijo o la hija pródigos, no podemos olvidar al padre amoroso que «fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello y le besó» (Lucas 15:20). Un amor compasivo de esa naturaleza es difícil de resistir; es una poderosa invitación a regresar al hogar. Y ese es el efecto del sacrificio amoroso del Salvador. ¿Y CÓMO FUNCIONA? ¿Y cómo motiva, invita y atrae a todos los hombres al Salvador la Expiación? ¿Qué causa esta atracción gravitatoria, este tirón espiritual? Un cierto poder irresistible mana del sufrimiento justo; no un sufrimiento indiscriminado, innecesario, sino del sufrimiento justo, voluntario, por el prójimo. Este sufrimiento es otra de las formas más puras de motivación que podemos ofrecer a los que amamos. Pensémoslo unos instantes: ¿cómo cambia uno la actitud o la línea de actuación de un ser querido cuyos pasos parecen guiarlo directamente a la destrucción? Si un ejemplo no consigue ejercer influencia; si las palabras amables se ignoran y los poderes de la lógica se descartan como el tamo delante del viento, ¿a dónde se puede acudir entonces? Jag Parvesh Chader habló acerca de agotar todas las fuentes no violentas y agregó lo siguiente: «Cuando no produce ningún efecto saludable, se invita voluntariamente el sufrimiento en el cuerpo propio a fin de abrir los ojos de la persona que se empecina en no ver la luz».2 El ayuno se ha empleado a menudo para tal fin. Los efectos de la abstinencia van más allá de hacernos pasar hambre; hacen más que refinar nuestros espíritus; contiene cierto poder motivador inherente susceptible de cambiar y ablandar los corazones de los demás, sobre todo cuando saben que estamos ayunando por ellos. Ahí se encuentra una fuerza capaz de penetrar los muros pétreos del orgullo, reponer las reservas de humildad y engendrar más afecto y gratitud por el que sufre. En palabras del misionero evangélico, E. Stanley Jones, el sufrimiento tiene un «intenso atractivo moral». Jones le preguntó en una ocasión a Mahatma Gandhi mientras se encontraba sentado en un catre en el patio abierto de la cárcel de Yeravda: «‘¿No es su ayuno una forma de coerción?’ ‘Sí’, respondió muy pausadamente, ‘el mismo tipo de coerción que Jesús ejerce sobre usted desde la cruz’». Cuando Jones reflexionó sobre tan profunda réplica, dijo: «Me quedé en silencio. La veracidad de aquello era tan obvia que me quedo sin palabras cada vez que pienso en ello. Tenía toda la razón. Los años lo han aclarado. Y ahora lo veo por lo que es: un potente poder moral y redentor si se emplea correctamente. Sin embargo, debe emplearse de la forma adecuada».3 No todo sufrimiento motiva para el bien. Está el sufrimiento del preso, pero las cárceles continúan llenándose a rebosar. Está el dolor y el sufrimiento recurrentes de la guerra, pero el mundo sigue resonando con conflictos bélicos y confrontaciones. También está el sufrimiento de los que contraen enfermedades contagiosas por su conducta inmoral, pero miles siguen haciendo lo mismo. Y tenemos el sufrimiento de las almas puras y nobles que logran sufrir más allá de sí mismas, cuyo sufrimiento conlleva más que un poder purificador para la persona: es fuente de poder redentor para otros también. Este principio se ilustra persuasivamente en el Libro de Mormón. Ammón y sus hermanos habían traído a miles de los lamanitas al conocimiento de la verdad. Deseando distinguirse de los incrédulos, estos conversos adoptaron el nombre de «pueblo de Anti-Nefi-Lehi». Lamentablemente, el cisma producido entre creyentes y no creyentes empeoró hasta que el odio de los incrédulos alcanzó niveles desmedidos, incluso hasta que «su odio contra ellos llegó a ser sumamente intenso» (Alma 24:2). La guerra era inminente. Entonces llegó el sacrificio humano supremo. El pueblo de Anti-Nefi-Lehi, teniendo plena consciencia del ataque inminente, enterró sus armas de guerra, «prometiendo y haciendo convenio con Dios de que antes que derramar la sangre de sus hermanos, ellos darían sus propias vidas; y antes que privar a un hermano, ellos le darían». Si fuera necesario, «[padecerían] hasta la muerte» (Alma 24:18–19). Es posible imaginar la desgarradora escena que se produciría a continuación. Por un lado, estaban los creyentes: desarmados, cándidos, postrados en tierra en el acto de orar, sometiéndose humildemente a la voluntad de Dios; en el otro, los incrédulos: vengativos, llenos de odio, armados hasta los dientes, a todo correr y lanzando alaridos que helaban la sangre en las venas, como si de demonios se tratara, abalanzándose sobre su presa indefensa y con un único objetivo en mente: «destruir al pueblo de Anti-Nefi-Lehi» (Alma 24:20). La masacre fue atroz: 1005 de los creyentes fueron talados. En todo el proceso no hubo resistencia, ni un ápice de oposición, ni medidas defensivas y de contrataque, solamente una muda e inquebrantable determinación de confiar en Dios, fueran cuales fueran las consecuencias. ¡Y menudas fueron las consecuencias! Finalmente, el sufrimiento cumulativo de esos santos inamovibles fue magnificado en extremo para obrar un milagro inolvidable. Un ejército desconocido para los rangos militares barrió el campo de batalla. Sin duda un silencio ominoso se cernió sobre la carnicería. Era como si se estuviera produciendo una transfusión espiritual en masa. El péndulo había tomado el rumbo opuesto. El odio, la venganza y el orgullo se estaban dejando de lado, mientras la culpabilidad, la vergüenza, el remordimiento y, finalmente, el arrepentimiento, llenaron el vacío. Alma narra lo que sucedió a continuación: «Sí, cuando los lamanitas vieron esto [el sacrificio propio de sus hermanos], se abstuvieron de matarlos; y hubo muchos cuyos corazones se habían conmovido dentro de ellos por los de sus hermanos que habían caído por la espada, pues se arrepintieron de lo que habían hecho. Y aconteció que arrojaron al suelo sus armas de guerra y no las quisieron volver a tomar, porque los atormentaba los asesinatos que habían cometido; y se postraron, igual que sus hermanos, confiando en la clemencia de aquellos que tenían las armas alzadas para matarlos. Y sucedió que el número de los que se unieron al pueblo de Dios aquel día fue mayor que el de los que habían sido muertos (…). Y no había un solo hombre inicuo entre los que perecieron; pero hubo más de mil que llegaron al conocimiento de la verdad; así vemos que el Señor obra de muchas maneras para la salvación de su pueblo» (Alma 24:24–27). Un sufrimiento de inmensas proporciones había traído la salvación. Donde la razón había fallado, los lazos familiares habían sido cercenados y el legado cultural habían resultado insuficiente como base para establecer vínculos duraderos, el sufrimiento de los justos había triunfado. El sufrimiento probó ser más que un proceso purificador para el donante; también aportó poderes redentores para el receptor. Mohandas Gandhi aprovechó el sufrimiento justo como un poderoso instrumento motivador para el bien. Cada uno de sus ayunos poseía cierto poder motivador, pero ninguno tuvo repercusiones más profundas que sus huelgas de hambre de Calcuta y Delhi. Calcuta era un campo de batalla del odio. Gandhi, que era hindú, se alojó en la casa de un musulmán en el corazón del distrito de los disturbios. A algunos hindús les enfureció la actitud conciliadora de Gandhi hacia el enemigo. Un atentado contra él fracasó. Enviaron varios grupos de jóvenes hindús exaltados para convencer a Gandhi de su error. En cada ocasión, los jóvenes volvían diciendo: «Mahatma tiene razón». La guerra continuó. Finalmente, Gandhi anunció un ayuno hasta la muerte a menos que sus enemigos cambiaran su proceder. Sería la paz entre ellos o la muerte para él. Transcurridos tres días de ayuno, el sufrimiento de una figura venerada por una nación entera fue más de lo que el pueblo podía soportar. Los poderes para ablandar y persuadir de su dolor fundieron «corazones de piedra». Se trajeron a sus pies armas, desde cuchillos hasta ametralladoras. Casi de la noche a la mañana se produjo la curación. Lord Mountbatten, uno de los jefes militares presentes, comentó: «Lo que 50 000 soldados bien equipados no eran capaces de lograr, Mahatma lo había conseguido. Ha conseguido la paz».4 Y así fue. Delhi era su siguiente reto. La tensión era absoluta. Gandhi propuso ocho puntos con respecto a los cuales hindús y musulmanes debían encontrar un acuerdo. De lo contrario, emprendería un nuevo ayuno hasta la muerte. De los ocho puntos, la totalidad era favorable a los musulmanes. El riesgo era inmenso, pero su objetivo era honorable: unificar una nación dividida. A los seis días se rubricó el acuerdo de paz. E. Stanley Jones, presente justo antes del ayuno, escribió al respecto: «No se trataba de la firma cualquiera de un acuerdo de paz cualquiera. Había en ello una cualidad moral que lo hacía diferente. Su sangre y sus lágrimas eran la base del pacto». Y añadió: «Su método y su objetivo eran justos (…). Gandhi sacudió los cimientos de esa nación: la sacudió moralmente».5 Mediante el poder del sufrimiento justo de un diminuto anciano de setenta y nueve años, en el crepúsculo de su vida, ciertamente se salvó a una nación haciendo que recuperara su cordura espiritual. Cuando era profesor auxiliar en Harvard, Truman Madsen supo de una experiencia que el rector de la universidad, Charles Eliot, compartió con un alumno que estaba pensando dejar los estudios y abandonar. Evidentemente, el rector Eliot puso en juego todas las facultades racionales que poseía a fin de disuadir al joven y hacerle cambiar de idea. Todo era en vano. El estudiante no daba su brazo a torcer; estaba decidido a seguir aquel rumbo destructivo. Entonces, un pensamiento vino a la mente del rector Eliot. Le preguntó al alumno: «¿Qué me dice de su esposa y sus padres que han trabajado y se han esforzado para que usted llegue hasta aquí? ¿Su sacrificio no cuenta para nada?». Aquel pensamiento tocó una fibra sensible en el joven. Seguiría adelante, no por él, sino por aquellos que habían amado, habían sufrido y habían sacrificado tanto. Sus sufrimientos no serían en vano.6 LOS ELEMENTOS DEL SUFRIMIENTO QUE REDIMEN Sufrir en beneficio del prójimo parece tener mayores efectos positivos en presencia de cuatro elementos. Primero, el que sufre es puro y digno. En este sentido, solamente ha habido uno totalmente libre de manchas; uno que fuera digno de sufrir espiritualmente por todos los demás. Segundo, la causa por la que sufre es justa. No hay causa más noble que la que motivó el sufrimiento del Salvador; a saber, llevar a cabo «la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39). Tercero, el beneficiario conoce y ama al que sufre. Y cuarto, el beneficiario acepta y aprecia el motivo por el que se produce el sufrimiento. Cuando se dan simultáneamente estos cuatro elementos, la química del cambio de la conducta humana se torna explosiva. En el contexto de la Expiación, los primeros dos elementos anteriores se dan por hecho. Los últimos dos dependen por completo de nosotros. Y ahí tenemos una razón de que sea tan esencial entender la Expiación, incluidos sus porqués y sus cómos, amén de sus consecuencias. Imaginemos el poder para el bien que podría desatarse si entendiéramos totalmente la amplitud del amor de Cristo y la profundidad de su sufrimiento. Pabló percibía este potencial cuando enseñó que «la sangre de Cristo» depura o aparta «conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo» (Hebreos 9:14). Cuando ampliamos nuestro conocimiento de la Expiación e incrementamos nuestro amor por el Salvador y la causa por la que sufrió, nuestros corazones empiezan a ablandarse y a someterse más prontamente a los poderes motivadores de su sacrificio. Encontramos nuevas reservas de compromiso para «servir al Dios vivo». Con el tiempo, nace una llama de firmeza personal orientada a que su sufrimiento no sea en vano. Justo antes de la organización de la Iglesia, el Señor aconsejó instructivamente a José y Oliver; les perdonó sus debilidades y les animó a ser fieles y a guardar los mandamientos. Al hacerlo, les dio la clave de la espiritualidad: «Mirad hacia mí en todo pensamiento (…). Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies» (DyC 6:36–37). El Salvador sabía que una contemplación de la Expiación orienta nuestros pensamientos y acciones hacia el cielo. Por eso se nos hace tanto hincapié en recordar al Salvador y su Expiación. Es un componente central de las oraciones sacramentales (véase DyC 20:77, 79). «Recordar» el sacrificio del Salvador es un tema recurrente en las Escrituras (2 Nefi 10:20; Mosíah 4:11, 30). El Señor sabe que esta reflexión es más que un ejercicio mental: es, en realidad, un precursor de obras como las de Cristo. Hace años, Handel compuso su obra maestra de la música coral: el incomparable Mesías. Esta composición no es solamente el producto de la genialidad de un hombre. De la letra fluyen las señales de la intervención divina. La impresión vocal de los cielos es inconfundible. Durante veinticuatro días, Handel se recluyó espiritualmente en su habitación para escribir línea tras línea de una música que a todas luces era digna de coros celestiales. En un momento, después de componer el coro del Aleluya, llamó a su criado y exclamó: «Creí haber visto el cielo al completo ante mí y al gran Dios mismo». Tras una de sus actuaciones, un amigo afirmó que se había entretenido mucho. Handel replicó: «Lamentaría sobremanera entretenerles nada más. Mi deseo es hacer de ellos mejores personas».7 Del mismo modo, el Salvador anhela que la Expiación nos haga mejorar. Debe estar extremadamente desilusionado si las personas se limitan a reconocer su Expiación como un sacrificio magnífico que hay que admirar con reverencia, pero sin pensar siquiera en el cambio. El sacrificio expiatorio estaba diseñado para motivarnos, atraernos al Salvador, elevarnos a mayores alturas, y, en última instancia, ayudarnos a llegar a ser como Él. NOTAS 1. Journal of Discourses, 21:85. 2. Jones, Mahatma Gandhi, 110. 3. Ibid., 110. 4. Ibid., 116–17. 5. Ibid., 117–18. 6. Truman G. Madsen compartió esta experiencia con el autor. 7. Kavanaugh, Spiritual Lives of Great Composers, 3, 6. Capítulo 21 LA BENDICIÓN DE LA EXALTACIÓN EL PODER PARA EXALTAR La Expiación no solo fue una redención de lo que se perdió en la Caída; también supuso un «añadido» (Abraham 3:26) para Adán y Eva y todos sus descendientes, elevándolos por encima de su condición anterior a la Caída. La Expiación tiene una naturaleza redentora y exaltadora al mismo tiempo. C. S. Lewis entendía este principio: «Porque Dios no está solamente arreglando, no se limita a restaurar un statu quo. La humanidad redimida es algo más glorioso de lo que habría sido una humanidad sin caída, más gloriosa de lo que es ahora cualquier raza sin caída (si es que, en estos momentos, el cielo nocturno oculta una raza semejante). (…) Y esta gloria superpuesta exaltará, de forma genuinamente vicaria, a todas las criaturas».1 Reconociendo la necesidad de la Expiación por sus cualidades perfeccionadoras además de por sus virtudes redentoras, Lewis agregó: «Habría tenido lugar para la Glorificación y la Perfección, incluso si no hubiese sido una exigencia para la Redención».2 Qué tragedia sería que la Expiación se hubiera limitado a restaurarnos a un estado edénico. Una redención literal de la transgresión de Adán, así sin más, hubiera conllevado el retorno a la inocencia, a la incapacidad para tener hijos, a una ausencia de oportunidad de elección entre el bien o el mal y a esperanzas frustradas de alcanzar la naturaleza divina. Afortunadamente, la Expiación fue más que una restauración de lo que se había perdido, mucho más que un retorno a la línea de partida. El presidente John Taylor ofreció información reveladora al respecto: «El Evangelio, presentado y predicado a Adán después de la caída —mediante la expiación de Jesucristo—, le permitió, no sólo triunfar sobre la muerte, sino tener también a su alcance la perennidad, no solo de la vida terrenal, sino de la vida celestial; no solo del dominio terrenal; también del dominio celestial; y en virtud de la ley de ese evangelio se hizo posible (y no solamente a él; a toda su posteridad también) obtener, tanto su primer estado, como una exaltación más alta en la tierra y en los cielos de la que hubiese podido tener si no hubiera caído, siendo los poderes y las bendiciones relacionados con la Expiación totalmente más elevados y superiores a cualquier disfrute o privilegios que hubiese podido tener en su primer estado».3 Y en otra ocasión, el presidente Taylor afirmó: «Como hombre, mediante las facultades de su cuerpo, puede llegar a la dignidad y plenitud de la edad adulta, pero no puede ir más allá; como hombre nace, como hombre vive y como hombre muere; sin embargo, mediante la esencia y el poder de la divinidad, que en él residen, y que han descendido sobre él como el don de Dios procedente de su Padre Celestial, es capaz alzarse de los reducidos límites de los hombres hasta alcanzar la dignidad de un Dios, y, de ese modo, gracias a la expiación de Jesucristo y la adopción es capaz de alcanzar la exaltación eterna, vidas eternas y progreso eterno. Pero esa transición de su condición humana a la de Dios sólo se es posible en virtud de un poder superior al hombre: un poder infinito, un poder eterno, sí, el poder de la Deidad».4 El élder Bruce Hafen escribió un artículo esclarecedor titulado «La Expiación no es solo para los pecadores».5 De este título se desprende, naturalmente, que el círculo de influencia de la Expiación va mucho más allá de una purificación de nuestras fechorías voluntarias. De hecho, cuanto más se explora, se investiga y se analiza esta doctrina, más lejos parecen expandirse sus lindes, casi con elasticidad sin fin. Es como si alguien hubiera instalado una interminable serie de telones en el espacio. Al principio, cada telón se levanta con la expectativa de que sea el último, la conclusión de todo espacio; pero, cuando se sigue en esta dirección sin descanso, finalmente uno se da cuenta de que estos telones no terminan nunca. Asimismo, no hay límite en las bendiciones que otorga la Expiación; no hay final para los interrogantes ni para sus respuestas… Al menos no lo hay en nuestras vidas terrenales. Es una búsqueda de lo más emocionante, pero también una lección de humildad; una mente finita en pos del infinito. En algún momento, uno siente que ha llegado a una nube; ve el objeto cercano, pero carece de los instrumentos necesarios para captarlo. Esta circunstancia, en modo alguno supone una enmienda a la totalidad de la búsqueda; más bien se trata de un acicate para volver a emprenderla con renovado vigor, sabiendo que, con cada nueva verdad, cada nueva perspectiva, incluso con cada pregunta nueva, la búsqueda de la verdad, esa verdad que salva almas, fortalece la fe y aumenta nuestra comprensión de la eternidad, está avanzando, por insignificante que pueda ser en la escala de las verdades cósmicas. El rey Benjamín concibió un círculo de influencia de la Expiación en expansión, mucho más allá del que peca deliberadamente. «su sangre», enseñó, «expía los pecados de aquellos que (…) han muerto sin saber la voluntad de Dios (…) o que han pecado por ignorancia» (Mosíah 3:11; véase también 3 Nefi 6:18). Así, los poderes redentores de la Expiación no son solamente para el que peca a sabiendas; también pueden redimir las almas de los que han pecado sin conocimiento ni comprensión de la voluntad de Dios. Pero, ¿qué sucede con las debilidades, defectos y carencias que no dependen tanto del pecado como de una falta de capacidad? ¿Puede la Expiación remediar esta laguna? ¿Puede, acaso, además de corregir, dotar, añadir y aumentar nuestra capacidad para llegar a ser como Dios? ¿Puede tomar una cuenta espiritual deficitaria y, amén de borrar el problema, transformar la carencia en un excedente? El élder Bruce Hafen comparte esta conversación instructiva que mantuvo con el élder Bruce R. McConkie: «El élder Bruce R. McConkie visitó Ricks College para pronunciar un discurso. Cuando íbamos en el auto al aeropuerto desde el campus, le pregunté al élder McConkie si creía que los conceptos de la gracia y la Expiación del Señor tenían algo que ver con el proceso afirmativo de perfeccionamiento de nuestra naturaleza, una parte de la conexión entre estos conceptos y el perdón del pecado. »Él respondió que eso es lo que las escrituras enseñan. Tras abrir Doctrina y Convenios, leyó en voz alta la descripción dada por José Smith de los que se encuentran en el reino celestial: ‘Son hombres justos hechos perfectos mediante Jesús, el mediador del nuevo convenio, que obró esta perfecta expiación derramando su propia sangre’ (DyC 76:69; énfasis añadido). (…) El élder McConkie les dijo a los estudiantes de Ricks que la Expiación compensa todos los efectos de la Caída y posibilita que heredemos la calidad de vida de Dios: la vida eterna».6 La definición del término «gracia» tal y como figura en el Diccionario de la Biblia SUD en inglés es coherente con la observación del élder McConkie: «Esta gracia es un poder habilitador que permite a los hombres y a las mujeres obtener la vida eterna y la exaltación una vez se han esforzado personalmente al máximo».7 El rey Benjamín le rogó a su pueblo que todos se despojaran del hombre natural y se convirtieran en un «santo por la expiación de Cristo el Señor» (Mosíah 3:19). El élder Hafen se extiende acerca de este pensamiento: «Como sugiere aquí el rey Benjamín, la Expiación hace más que pagar nuestros pecados. También es el agente mediante el cual desarrollamos una naturaleza santa».8 Eso es exactamente lo que enseñó Moroni: «Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, (…) para que por su gracia seáis perfectos en Cristo; (…) entonces sois santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo» (Moroni 10:32–33). El élder Hafen continúa desarrollando este concepto: «Aquí veremos que la gracia del Señor, desatada por la Expiación, puede perfeccionar nuestras imperfecciones. (…) Si bien gran parte del proceso de la perfección implica una limpieza de la contaminación del pecado y el rencor, hay otra dimensión afirmativa mediante la cual adquirimos una naturaleza como la de Cristo, llegando a ser perfectos, sí, como el Padre y el Hijo son perfectos».9 El élder Hafen añade entonces este comentario: «La victoria del Salvador puede compensar, no solo nuestros pecados, también nuestras carencias; no solo nuestros errores deliberados, también nuestros pecados cometidos en la ignorancia, nuestros errores de criterio y nuestras inevitables imperfecciones. Nuestra máxima aspiración va más allá de recibir el perdón por el pecado: buscamos llegar a ser santos, dotados afirmativamente de atributos como los de Cristo, ser uno con él, ser como él. La gracia divina es la única fuente capaz de llevar a efecto por fin esta aspiración, después de hacer cuanto podamos».10 Hay quien ha preguntado: «Si nos sometemos a las leyes de la justicia, ¿recibiremos el mismo fruto que obtendríamos si nos hubiéramos sometido a Cristo y recibido las bendiciones de las leyes de misericordia?». Dicho de otra manera, ¿podemos «comer, beber y [divertirnos]» para, a última hora, llevar el peso total de la justicia y recibir una recompensa idéntica a la del hombre que se ha arrepentido? La respuesta es no. Pagar el precio de la justicia, por sí solo, ni purifica el alma ni perfecciona nuestra naturaleza. Con todo, por causa de Cristo, el arrepentimiento puede hacer ambas cosas. El hombre que ha cumplido sus cinco años de condena en la cárcel ha cumplido con las exigencias de las leyes del país; ha pagado la deuda contraída con la justicia, pero ese cumplimiento, esa perseverancia, no transforma por sí sola al delincuente en un santo. Uno se «[hace] santo» únicamente «por la expiación de Cristo el Señor» (Mosíah 3:19). Toda la justicia del universo, administrada a través de los eones, no producirá un solo santo. La santidad, que lleva a la divinidad, exige el arrepentimiento; el arrepentimiento exige misericordia; y la misericordia exige la Expiación de Jesucristo. Todo desemboca siempre en la Expiación. La pesada mano de la justicia no cambia, no ablanda, no rehabilita ni reforma. A diferencia del arrepentimiento, no es un catalizador espiritual. Al contrario, es neutral, siempre neutral. El Señor se refirió a la naturaleza inflexible y no purificadora de la justicia: «Aquello que traspasa una ley, y no se rige por la ley, antes procura ser una ley a sí mismo, y dispone permanecer en el pecado, y del todo permanece en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la misericordia, ni por la justicia ni por el juicio. Por tanto, tendrá que permanecer sucio aún» (DyC 88:35). El juez, con todo su formidable poder, es incapaz de purificar a golpe de mazo; ni pueden los barrotes de hierro de la fortaleza más inexpugnable confinar en una catarsis purificadora. La justicia puede ser satisfecha hasta el último cuadrante, y sin embargo, uno puede seguir estando sucio. ¿Por qué? Porque el poder de limpiar no se confiere de esta manera. Lo confiere el que tiene el derecho de hacerlo. La justicia es externa; el arrepentimiento, interno. El alma de un hombre puede soportar la justicia estoicamente, pero la justicia no puede efectuar más cambios en el alma de un hombre que un martillo golpeando el acero en frío. En cambio, el alma penitente es maleable y flexible. Es acero fundido en la forja del herrero, arcilla húmeda en el torno del alfarero, un Stradivarius en manos del virtuoso. El arrepentimiento es un corazón quebrantado y un espíritu contrito en manos del Gran Médico. Es el deseo interno del hombre combinado con el poder externo de Dios, amalgamados de tal manera en milagrosa armonía que confieren al espíritu del hombre una naturaleza divina con la cual se ensancha y se ilumina. El arrepentimiento es el proceso elegido por Dios que lleva a la divinidad, satisfaciendo a la vez las demandas de la justicia a cada paso. La ley de la justicia da lugar al orden y a la estabilidad en el universo. Esto es bueno. Sin embargo, la ley del arrepentimiento logra mucho más: propicia la divinidad. El arrepentimiento es más que un proceso pasivo orientado a «ajustarnos las cuentas»; es el proceso afirmativo para mejorarnos, refinarnos y, en última instancia, perfeccionarnos. Su finalidad llega más lejos que la mera satisfacción de las demandas de la justicia; abre la puerta a los poderes de purificación y perfeccionamiento de la Expiación. El élder Bruce Hafen ha escrito: «Una vez me pregunté si los que se niegan a arrepentirse, pero satisfacen las demandas de la ley de la justicia pagando por sus propios pecados son dignos entonces de entrar en el reino celestial. La respuesta es negativa. Las condiciones de entrada en la vida celestial son simplemente más elevadas de lo que es darle a la ley de la justicia lo que le corresponde. Por esa razón, pagar por nuestros pecados no produce los mismos frutos que arrepentirnos de ellos. La justicia es una ley de equilibrio y orden, y han de satisfacerse sus demandas, bien mediante nuestro propio pago o a través del suyo. Pero si rechazamos la invitación del Salvador de dejarle llevar nuestros pecados, y entonces satisfacemos las demandas de la justicia nosotros mismos, no habremos pasado por la rehabilitación completa que puede tener lugar por una combinación de asistencia divina y arrepentimiento genuino. En colaboración, estas fuerzas tienen el poder de cambiar nuestros corazones y nuestras vidas de modo permanente, preparándonos para la vida celestial (…). »Las doctrinas de la misericordia son de naturaleza rehabilitadora y no punitiva. El Salvador nos pide nuestro arrepentimiento, no solamente para compensarle a él por haber pagado la deuda que mantenemos con la justicia; lo hace también para persuadirnos a pasar por el proceso de desarrollo que hará que nuestra naturaleza se convierta en divina, otorgándonos la capacidad de vivir de acuerdo a la ley celestial».11 SUPERAR DEBILIDADES, CARENCIAS Y DEFICIENCIAS Parece que algunas personas pierden de vista la esperanza de la divinidad, no debido a pecados de gravedad, sino a causa de errores o debilidades inocentes. «No soy una mala persona», dicen, «es que parece que soy incapaz de vencer las debilidades que me asedian con tanta facilidad y me distancian de Dios. No se trata tanto de los pecados; es la falta de talento, la falta de capacidad, la falta de fuerza lo que me separa de Dios». A los que pertenecemos a esta categoría es necesario recordarnos el alcance de la Expiación, tan íntimo como infinito. No importa la profundidad ni la multiplicidad de nuestras debilidades personales, la Expiación siempre está ahí. Y en eso consiste precisamente la belleza y el genio de la Expiación: nunca está fuera de nuestro alcance. El Salvador siempre se encuentra cerca, anhelando conferirnos esos poderes que convertirán todas nuestras debilidades en fortalezas. El diccionario de la Biblia SUD en inglés sitúa la necesidad que el hombre tiene de este poder en su justa perspectiva: «La gracia divina es necesaria para todas las almas como consecuencia de la caída de Adán y también a causa de las debilidades y limitaciones humanas».12 Cuando nuestra hija Angela estaba en cuarto curso de primaria, vino de la escuela un día sintiéndose muy afligida. Llevaba las calificaciones recibidas en la mano. Su maestra había puesto una marca bajo la columna «Escritura», lo cual indicaba que tenía que mejorar en esa categoría. Aquella valoración académica era más de lo que su alma sensible podía aguantar. Con lágrimas en los ojos y abatida, Angela se sentía como una auténtica fracasada. Intentamos consolarla, pero todo era en vano. Finalmente, un amoroso Padre Celestial nos iluminó en aquel momento complicado. Mientras comentábamos posibles soluciones, vino a la mente un pasaje de las Escrituras: Éter 12:26–27. Abrimos el Libro de Mormón y se lo leímos a nuestra hija. Leímos acerca de Moroni que, mientras compendiaba las planchas de Éter, alzó sus lamentos al Señor preocupado porque los gentiles se reirían de sus escritos. Moroni se sentía a sus anchas al hablar; de hecho, reconoció que el Señor le había hecho fuerte «en palabras», pero añadió acto seguido: «no nos has hecho fuertes para escribir» (Éter 12:23). Moroni tenía sentimientos de auténtica inferioridad e inseguridad, reconociendo una debilidad real que iba a airearse, quizá incluso a ser aprovechada por parte de algunos. Moroni confiesa: «cuando escribimos, vemos nuestra debilidad, y tropezamos por la manera de colocar nuestras palabras; y temo que los gentiles se burlen de nuestras palabras» (Éter 12:25). En respuesta a los temores de Moroni, el Señor le hizo esta promesa grandiosa: «Doy a los hombres debilidad para que sean humildes; y basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos» (Éter 12:27). ¡Qué poder encierra esa promesa! El Señor prometió mucho más que la superación de nuestras flaquezas; proclamó que se tornarían en fortalezas para nosotros. ¡Menudo cambio de perspectiva! ¡Menudo cambio de transcendencia! Después de leer esta cita, comentamos con nuestra hija la experiencia de Moroni. Nosotros sabíamos —y ella sabía— que el Señor no haría promesas vacías. Como exigía la escritura, teníamos fe en el poder que tiene para fortalecer. Sabíamos, empero, que el Señor espera de nosotros que hagamos todo lo que esté en nuestra mano para contribuir a ese proceso. En consecuencia, le di a mi hija una bendición de padre. Éramos conscientes de que aquello no resolvería el problema por sí solo, pero sería uno de muchos pasos positivos que podíamos dar. Angela hizo un letrero en el que escribió la promesa que el Señor le hizo a Moroni, y lo puso en un lugar visible de su habitación para que sirviera de recordatorio constante de su potencial y de esa promesa divina. Nuestra hija decidió que todos los días oraría al Señor para pedirle su ayuda con sus necesidades en materia de escritura. Asimismo, accedió a que sus padres revisaran sus tareas todas las tardes; si su escritura no daba muestra de mejora, ella repetiría la tarea. Mi esposa le compró un juego de caligrafía, lo cual avivó en Angela el deseo de mejorar su pericia con las letras. El tiempo pasó casi imperceptiblemente y, años después, Angela estaba en sexto curso y a punto de graduarse. El director anunció que los cinco estudiantes con la mejor caligrafía iban a recibir sendos diplomas. El lector puede imaginarse nuestro regocijo cuando se oyó el nombre de Angela Callister para hacerle entrega de su certificado. Lo que de otro modo habría sido un principio abstracto se convirtió en un testimonio muy palpable y personal para esta dulce niña. Algunos años después visité a nuestra hija, quien entonces era estudiante en la Universidad Brigham Young. Nos invitó a pasar a su habitación. Yo miraba las fotografías y las citas que tenía en las paredes cuando mis ojos se detuvieron en aquellas palabras del Señor a Moroni: «si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos» (Éter 12:27). Angela sabía por experiencia propia que esta promesa era verdad. Y otro tanto sabía el Pablo de la antigüedad: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13). Jacob dejó claro que ese poder de fortaleza tiene su origen, no en uno mismo, sino en la gracia de Cristo: «el Señor Dios nos manifiesta nuestra debilidad para que sepamos que es por su gracia (…) que tenemos poder para hacer estas cosas» (Jacob 4:7). El poder de convertir debilidad en fortaleza es posible en virtud de la gracia de Cristo, pero el Señor ha impuesto dos condiciones previas: la humildad y la fe. Si estos requisitos se cumplen, la gracia de Cristo se convierte en un motor de reacción que nos impulsa y nos eleva por encima de nuestras flaquezas. Y esto es lo que enseñó Santiago: «Dios (…) da gracia a los humildes. Humillaos delante del Señor, y él os ensalzará» (Santiago 4:6, 10; véase también 1 Pedro 5:5). De igual manera, Isaías escribió acerca de este poder capaz de darnos alas: «Él da fuerzas al cansado y multiplica las fuerzas del que no tiene vigor. (…) los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarán las alas como águilas» (Isaías 40:29, 31; énfasis añadido). Qué descripción tan idónea. Los que esperan en Jehová humilde y fielmente puede elevarse —como las águilas—, por encima de sus debilidades. Moisés se sintió abrumado por sus flagrantes debilidades. Se le llamaba profeta, pero a pesar de ello se angustiaba de esta manera: «¡Ay, Señor! Yo no soy hombre de fácil palabra, (…) porque soy tardo en el habla y torpe de lengua». Era como si estuviera diciendo: «¿Cómo puedo guiar a este pueblo si no hablo con facilidad y no tengo el don de la oratoria?». El Señor respondió a sus preocupaciones con estas célebres palabras: «¿Quién dio la boca al hombre?». Dicho de otra manera, el Señor le estaba recordando a Moisés que Dios, quien había creado al hombre y a mundos sin fin, ciertamente podía corregir el sencillo problema que representaba la ausencia de facilidad de palabra de un hombre. El Señor le hizo a Moisés esta promesa: «Ahora pues, ve, que yo estaré en tu boca, y te enseñaré lo que has de decir». Eso habría resuelto el asunto y cerrado la compuerta de la duda. Sin embargo, a Moisés —en toda su grandeza—, todavía le faltó fe en esta ocasión. Su respuesta es reveladora: «¡Ay, Señor! Envía por mano del que tú quieras enviar». A Moisés le era imposible creer que sus problemas de expresión los pudiera solucionar el Señor. De hecho, buscó su propia solución: un portavoz. ¿Y cómo reaccionó el Señor? «Entonces Jehová se enojó contra Moisés» (Éxodo 4:10–14). La consecuencia: Moisés tuvo su portavoz, pero una debilidad no acabó convirtiéndose en el punto fuerte que podría haber llegado a ser. Comparemos la experiencia de Moisés con la de Enoc. Los elementos contextuales de partida son prácticamente idénticos, pero a partir de ese punto ambos relatos difieren. Igual que Moisés, a Enoc también se le había llamado a ser profeta. Y Enoc también sufría de un notorio defecto del habla: «¿Por qué he hallado gracia ante tu vista, si no soy más que un jovenzuelo, y toda la gente me desprecia, por cuanto soy tardo en el habla; por qué soy tu siervo?» (Moisés 6:31). La respuesta del Señor a Enoc fue semejante al consejo que impartiría a Moisés: «Abre tu boca y se llenará, y yo te daré poder para expresarte» (Moisés 6:32). Hasta este momento, ambos guiones son paralelos. Es el mismo texto teatral, el mismo acto e idéntica escena. Solamente cambian los nombres y las fechas. Hasta este punto, sin embargo, donde se separan los argumentos. Las Escrituras no sugieren que Enoc dudara de la promesa del Señor; más bien, cuentan que se humilló en obediencia y fe sencillas. Enoc, en su descripción de aquel encuentro, dice: «el Señor habló conmigo y me dio un mandamiento [predicar el evangelio]; de modo que, por esta causa hablo estas palabras a fin de cumplir el mandamiento» (Moisés 6:42). Las Escrituras revelan entonces el poder formidable de la gracia de Dios: «Y al hablar Enoc las palabras de Dios, la gente tembló y no pudo estar en su presencia» (Moisés 6:47). Las Escrituras continúan: «y tan grande fue la fe de Enoc que (…) habló la palabra del Señor, y tembló la tierra, y huyeron las montañas, de acuerdo con su mandato; y los ríos de agua se desviaron de su cauce; (…) y todas las naciones temieron en gran manera, por ser tan poderosa la palabra de Enoc, y tan grande el poder de la palabra que Dios le había dado» (Moisés 7:13; énfasis añadido). ¿Acaso este versículo describe a una persona con problemas de habla? Al contrario, su debilidad se había vuelto una extraordinaria fortaleza. La promesa del Señor, transmitida a través del apóstol Pablo, fue una confirmación de la experiencia de Enoc: «Te basta mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Corintios 12:9). LA BÚSQUEDA DE LA DIVINIDAD Vencer una debilidad es un logro maravilloso; convertirla en una fortaleza raya en lo milagroso; pero afirmar que puede irse más allá, hasta alcanzar incluso la perfección, entra en el terreno de la herejía para algunos. Sin embargo, en cada caso el proceso es el mismo. Es un caso de «gracia sobre gracia» (DyC 93:12). David conocía este proceso de perfeccionamiento y escribió: «Pues todos sus decretos estaban delante de mí, y de sus estatutos no me he apartado» (2 Samuel 22:33). Puede que no exista doctrina, enseñanza ni filosofía que haya generado tanta controversia como esta: que el hombre puede llegar a ser perfecto como Dios lo es. Este es un foco de atención principal de la literatura antimormona; fue la motivación subyacente de los gritos proferidos por los judíos cuando se enfrentaron con el Salvador: «Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te crees Dios» (Juan 10:33). Irónicamente, la consecución de la divinidad para sus hijos es el objetivo culminante del sacrificio expiatorio del Salvador. Vivimos en una época en que este glorioso principio que defiende la búsqueda de la divinidad por parte del hombre es objeto de difamación y ridículo. Algunos lo consideran una blasfemia, otros piensan que es absurdo. Según su impugnación, este concepto rebaja a Dios a la condición humana y le despoja de su dignidad y divinidad. Otros afirman que estas enseñanzas carecen de base en las Escrituras. «Ciertamente», dicen, «ninguna persona temerosa de Dios, consciente, centrada en la Biblia puede aceptar una filosofía como esa». Y los ataques siguen y siguen. Pero ¿dónde está la verdad? En nuestra búsqueda acudimos sobre todo y ante todo al testimonio de las Escrituras; en segundo lugar, a la sabiduría de poetas y autores que bebieron de la fuente divina; en tercer lugar, al poder de la lógica; y finalmente, a la voz de la historia. Estos testimonios pueden susurrar la verdad silenciosa, aunque certera, a nuestras almas. ESCRITURAS Las Escrituras están repletas de referencias al potencial del hombre para lograr la perfección y, por ende, la divinidad. Ya en el libro del Génesis un ángel se aparece a Abraham y le transmite el mandato celestial: «anda delante de mí y sé perfecto» (Génesis 17:1). ¿A qué clase de perfección se refería el ángel? ¿En comparación con otros hombres? ¿Con los ángeles? ¿Con Dios? En el Sermón del Monte el Señor no dejó lugar a dudas con su respuesta: «Sed, pues, vosotros perfectos, así comovuestro Padre que está en los cielos es perfecto»13 (Mateo 5:48; énfasis añadido). Este reto era coherente con la oración del sumo sacerdote que ofreció el Salvador. Refiriéndose a los creyentes, pidió que «para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfeccionados en uno» (Juan 17:22–23). Pablo enseñó que una razón de ser esencial de la iglesia era «perfeccionar a los santos, (…) hasta que todos lleguemos (…) a [ser] un varón perfecto, (…) a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4:12–13; énfasis añadido). Téngase en cuenta la vara de medir que se emplea: ni el hombre, ni ninguna clase de minicristo o pseudodios, sino «la plenitud de Cristo». La norma de la perfección no eran otros hombres, ni los ángeles, sino Cristo mismo. Las Escrituras que corroboran esta doctrina siguen desplegándose con testimonios reiterados y potentes. En una ocasión, los judíos estuvieron a punto de lapidar al Salvador por blasfemia. Su respuesta a tal acusación fue la siguiente: «¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije: ¿Sois dioses?» (Juan 10:34). Se estaba refiriendo a su propia declaración en el Antiguo Testamento, que tendría que ser conocida para los judíos: «Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del Altísimo» (Salmos 82:6). El Salvador se estaba limitando a reafirmar una enseñanza profética según la cual todos los hombres son hijos de Dios y, por lo tanto, son susceptibles de llegar a ser como él. Pablo entendía este principio, ya que al dirigirse a los atenienses dijo: «como algunos de vuestros propios poetas también dijeron: Porque linaje suyo somos» (Hechos 17:28). Pablo sabía cuál es nuestro potencial como linaje de Dios, ya que al escribir a los romanos declaró lo siguiente: «Porque el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Cristo» (Romanos 8:16–17). Ni herederos subordinados, ni secundarios, ni eventuales, sino coherederos, iguales con Cristo, para compartir todo lo que él reciba. El presidente Joseph F. Smith entendía la importancia de este pasaje de las Escrituras, puesto que afirmó: «El gran objeto de nuestra venida a esta tierra es para que podamos llegar a ser como Cristo — pues si no somos como El, no podemos llegar a ser hijos de Dios— y ser coherederos con Cristo».14 Juan el Revelador contempló en una visión lo completa que puede ser dicha herencia, incluso para un mortal en apuros: « El que venciere heredará todas las cosas; y yo seré su Dios, y él será mi hijo» (Apocalipsis 21:7). Esta es una afirmación sin matices. El Señor no promete «algunas cosas» ni tampoco «muchas cosas»; promete «todas las cosas». Timoteo estaba al tanto de esta posibilidad. Pablo le prometió: «si perseveramos, también reinaremos con él» (2 Timoteo 2:12). El verbo reinar sugiere la existencia de un reino, de un dominio en que nosotros gobernaremos. La expresión reinaremos con él sugiere una posición de poder y gobierno semejante. El Señor fue más concreto con respecto a esta cuestión: «y él [Dios] los hace iguales en poder, en fuerza y en dominio» (DyC 76:95). Una y otra vez, el mensaje es claro y uniforme. ¿Sorprende acaso que Pablo escribiera a los santos de Filipo diciendo «prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Filipenses 3:14)? Pablo, que entendía esta doctrina, estaba esforzándose por alcanzar el premio de la divinidad. Entonces hizo extensiva a todos los santos esta invitación universal: «Así que, todos los que somos perfectos, esto mismosintamos» (Filipenses 3:15). A los hebreos les hizo llegar un mensaje idéntico: «Por tanto, no dejando los principios de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección (…). Y seguiremos adelante hacia la perfección, si Dios en verdad lo permite» (TJS, Hebreos 6:1, 3). Pedro, quien también estaba al corriente de estas «preciosas y grandísimas promesas», agregó su testimonio de que podemos llegar a ser «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4), es decir, receptores de la divinidad. Esto es exactamente lo que mandó Jesús: «Por lo tanto, ¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy» (3 Nefi 27:27). El detractor, incapaz de comprenderlo, responde: «Pero un concepto como este rebaja a Dios al nivel del hombre y despoja a Dios de su divinidad». Y la respuesta: «Al contrario. ¿Acaso no eleva al hombre en su potencial divino?». Pablo conocía bien el argumento del escéptico y ofreció la respuesta que debería silenciarlo para siempre. Dirigiéndose a los santos de Filipo, Pablo afirmó: «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el que, siendo en forma de Dios, no tuvo como usurpación el ser igual a Dios» (Filipenses 2:5–6; énfasis añadido). El Salvador sabía que el hecho de que él fuera un dios no privaba a Dios de su divinidad. Pablo abunda en esta cuestión sugiriendo que nosotros deberíamos ver estas cosas del mismo modo que Jesús las veía, dado que, si lo hacemos así, también sabremos que tenemos la posibilidad de llegar a ser como Dios sin robarle su divinidad. La lógica es impecable. A fin de cuentas, ¿quién es mayor, el ser que limita o el que mejora el progreso eterno del hombre? Brigham Young se refirió a esto mismo: «[La divinidad del hombre] no menoscaba ni un ápice la gloria y el poder de nuestro Padre celestial, pues él seguirá siendo nuestro Padre, y nosotros seguiremos estando sometidos a él, y cuanto mayor sea nuestro progreso en gloria y poder, mayores serán la gloria y el poder de nuestro Padre celestial».15 Esa es la ironía del argumento del escéptico: la divinidad para el hombre no disminuye la categoría de Dios. Al contrario, la eleva produciendo santos más inteligentes, más sensibles, más respetuosos, quienes han desplegado sus habilidades para entenderlo, honrarlo y adorarlo. El conmovedor y provocador mandato dado por el Salvador de ser «vosotros perfectos» era más que metal que suena o címbalo que retiñe. El suyo era un mandato celestial orientado a hacernos alcanzar nuestro pleno potencial y llegar a ser como Dios, nuestro Padre. C. S. Lewis, elocuente defensor de esta verdad simple pero gloriosa, escribió: «El mandamiento de ‘Sed vosotros perfectos’ no es una vaciedad idealista. Ni tampoco es un mandato de realizar lo imposible. Él va a hacer de nosotros criaturas capaces de obedecer ese mandato. Él dijo (en la Biblia) que éramos ‘dioses’, y va a cumplir Su palabra. (…). El proceso será largo y, en ciertos puntos, muy doloroso; pero eso es lo que nos espera. Nada menos. Él hablaba en serio. (…) Los que se ponen en Sus manos llegarán a ser perfectos, tal y como como Él es perfecto: perfecto en amor, sabiduría, gozo, belleza e inmortalidad»16 Las Escrituras enseñan reiteradamente y con claridad que el hombre puede llegar a ser como Dios. LA VISIÓN POÉTICA También podemos encontrar un testimonio de esta verdad en la sapiencia de poetas y escritores selectos; hombres y mujeres de integridad y perspicacia espiritual. Fue C. S. Lewis el que reafirmó nuevamente esta propuesta divina: «Es cosa seria vivir en una sociedad de dioses y diosas en potencia; recordar que la persona más insulsa y la menos interesante con la que hablemos puede convertirse algún día en una criatura que (…) uno estaría extremadamente tentado de adorar, o bien un horror y una corrupción que solamente encontraríamos, si acaso, en una pesadilla. Todo el día estamos, en cierto modo, ayudándonos mutuamente a alcanzar uno u otro destino de los mencionados. Es a la luz de estas posibilidades abrumadoras; es con el asombro y la circunspección que les corresponden, que deberíamos tratar los unos con los otros, que deberían llevarse todas nuestras amistades, amores, juegos y política. No hay personas corrientes. Nunca ha hablado a un mero mortal. Naciones, culturas, artes, civilización: son mortales y su vida es para la nuestra igual que la vida de un mosquito. Pero es con inmortales con quienes bromeamos, trabajamos, nos casamos, rechazamos y explotamos: horrores inmortales o esplendores eternos».17 No hay personas corrientes: ni ceros a la izquierda, ni ceros, solo dioses y diosas potenciales a nuestro alrededor. Henry Drummond, poeta canadiense, puso de manifiesto la diferencia existente entre el simple hombre mortal y el hombre espiritual: «La finalidad de la salvación es la perfección; la mente, el carácter y la vida semejantes a los de Cristo. (…) Por lo tanto, el hombre que tiene en su interior este extraordinario agente formativo —la ‘vida’ [espiritual] con mayúscula—, se encuentra más cerca del final que el hombre que cuenta únicamente con la moral. El segundo puede alcanzar la perfección, el primero debe hacerlo. Puesto que la vida ha de desarrollarse en función de su clase; y siendo como es una semilla de la vida de Cristo, ha de desarrollarse hasta dar lugar a un Cristo».18 Víctor Hugo, el maestro de la literatura francesa, ofreció el siguiente corolario con profundas repercusiones: «La sed de lo infinito es prueba de la infinidad». Puede que nuestra sed y nuestro deseo de alcanzar la divinidad sean prueba de la posibilidad de esa divinidad. ¿Acaso plantaría el Dios del cielo la visión y el impulso de la divinidad en el alma de un hombre para frustrarlo a continuación en su capacidad de alcanzarla? Robert Browning, cuya visión atravesó el velo de la mortalidad en tantas ocasiones, conocía la respuesta, tal y como se pone de manifiesto en su poema «Rabí Ben Ezra»: ahora que la lucha por la vida alcanza su fin; así avanzaré, reconocido como un hombre por siempre alejado de las bestias; un dios seré, aunque sólo en gestación.19 ¿Y no es el caso que todas las iglesias cristianas abogan por la conducta cristiana? Entonces, ¿somos mejores hombres y mujeres, mejores cristianos, si deseamos ser semejantes a Cristo tan solo en un 90 por ciento, en lugar de desear un cien por cien? Si es una blasfemia pensar que podemos llegar a ser como Dios es ahora, entonces en qué porcentaje exacto deja de ser blasfema la obtención de la naturaleza divina: ¿en el 90, en el 50, en el 20, en el 1 por ciento? ¿Es más honorable buscar la divinidad parcial que la divinidad total? ¿Hemos de andar por el sendero de la divinidad sin esperanzas de llegar alguna vez al destino? Sin embargo, esta parece ser la trágica conclusión que muchos extraen. Afortunadamente, Lorenzo Snow vio tanto el sendero como el destino prometido. Antes de que el presidente Snow entrara en la iglesia, el padre del profeta, Joseph Smith Sr., quien por aquel entonces era el patriarca de la Iglesia, profetizó que Lorenzo se bautizaría, y apostilló: «Llegarás a ser tan grande como desees serlo: INCLUSO TAN GRANDE COMO DIOS, y no hay deseo mayor que este».20 Dos semanas más tarde, Lorenzo se bautizó, pero la parte restante de la promesa siguió siendo una «parábola opaca» para él hasta recibir, cuatro años después, una corriente revelatoria que iluminó la cuestión en su mente. Él mismo narra esta experiencia extraordinaria de la siguiente manera: «El Espíritu del Señor descansó sobre mí con gran poder, los ojos de mi entendimiento fueron abiertos, y vi con la misma claridad del sol al mediodía, con gran sorpresa y asombro, el sendero de Dios y del hombre. Compuse estos versos pareados que expresan esta revelación, tal y como se me mostró, y explican la críptica afirmación del patriarca Smith en una reunión de bendiciones en el templo de Kirtland, con anterioridad a mi bautismo, tal y como se mencionó en mi primera conversación con el patriarca. Como el hombre ahora es, Dios fue una vez: Como Dios ahora es, el hombre puede llegar a ser21 Lorenzo Snow, a la vez profeta y poeta, captó este principio glorioso y lo expresó en lenguaje poético, en uno de esos poemas llenos de verdad espiritual: Querido hermano: ¿No has sido imprudentemente osado al descubrir en esta forma el destino del hombre? ¿En despertar y fomentar tan elevado deseo e inspirar en esta forma tan amplia ambición? Sin embargo, no es quimérico que tracemos lo máximo del hombre en la carrera de la vida; esta senda real ha sido recorrida hace mucho por hombres justos, hoy cada uno un Dios. Como Abraham, Isaac y Jacob también, primero niños, hombres más tarde, a dioses llegaron. Como el hombre ahora es, Dios fue una vez; como Dios ahora es, el hombre puede llegar a ser, lo cual descubre el destino del hombre. (…) El joven, que crece como su padre, no ha sino logrado lo que es suyo; crecer para engendrar partiendo de la condición de hijo no es correr contra el curso de la naturaleza. Un hijo de Dios, como Dios puede ser, y eso no sería robarle a la Deidad; y aquel que tiene esta esperanza se purificará del pecado.22 LA LÓGICA El poder de la lógica también nos enseña nuestro potencial divino. ¿Acaso no aprendemos de las leyes de la ciencia que cada especie engendra a seres de su propia especie? La ciencia ha descubierto que un complejo código genético que se transfiere de padres a hijos es el responsable de que el niño adquiera los atributos físicos de sus progenitores. Si esto es así, ¿es ilógico concluir que la descendencia espiritual recibe un código espiritual que les otorga el potencial divino de su padre, es decir, de Dios mismo? No; es únicamente el cumplimiento de la ley que un ser engendra a un ser semejante. Esta es la misma verdad enseñada por Lorenzo Snow, quien, en virtud de la revelación persona, estaba muy familiarizado con este principio: «Nacimos a imagen de Dios, nuestro Padre. Él nos engendró a su semejanza. La naturaleza de Dios está presente en la composición de nuestra organización espiritual. En nuestro nacimiento espiritual, nuestro Padre nos transmitió las capacidades, los poderes y las facultades que poseía, tanto como el hijo en el vientre de su madre posee —aún sin desarrollar—, las facultades, los poderes y las susceptibilidades de su progenitor».23 El élder Boyd K. Packer cuenta que volvió a casa un día y sus hijos pequeños lo recibieron, ansiosos por enseñarle unos pollitos que acaban de romper el cascarón. Cuando su hija pequeña de cuatro años tomó uno de ellos en las manos, el élder Packer dijo: ‘Cuando crezca tendremos un gran perro guardián, ¿no crees?’. Su hija le miró con una expresión que sugería que el padre no tenía mucha idea de lo que hablaba. Continuó diciendo el élder Packer: ‘no será un perro guardián, ¿verdad?’. La niña sacudió la cabeza y replicó: ‘no, papá’. Él añadió: ‘será un caballo para montar’. La pequeña pareció decirle con la mirada ‘¡pero papa, mira!’. El élder Packer dijo: ‘Incluso una niña de cuatro años sabe que un pollito no crece para convertirse en un perro, ni en un caballo, ni siquiera en un pavo. Será un pollo. Seguirá el patrón de su parentesco’».24 El presidente John Taylor enseñó este principio formulando una serie de preguntas retóricas: «¿Qué serán los muchachos cuando crezcan? Serán hombres, ¿verdad? Ahora son los hijos de los hombres. Si a un hombre se le acepta en la familia de Dios y se convierte en hijo de Dios, ¿en que se convertirá cuando crezca? Pueden determinarlo ustedes mismos».25 ¿Quién puede entonar la emocionante canción «Soy un hijo de Dios» sin sentir instintivamente su potencial divino? El Evangelio de Felipe, uno de los textos descubiertos en Nag Hammadi, contiene esta sencilla afirmación lógica: «El caballo engendra al caballo; el hombre engendra al hombre y un dios da lugar a un dios».26 Y eso es exactamente lo que enseñó John Taylor: «Como el caballo, el buey, la oveja y toda criatura viviente, incluido el hombre, propaga su especie y perpetúa su propio género, igualmente Dios perpetúa la suya».27 La diferencia entre el hombre y Dios es significativa, pero es una diferencia de grado, no de especie. Es la diferencia que separa a una bellota de un roble, al capullo de la rosa, a un hijo y a un padre. En verdad, todo hombre es un dios en embrión, en cumplimiento de esa ley eterna según la cual los seres de una especie engendran a seres de la misma especie. Sugerir otra cosa equivale a sugerir que Dios creó una descendencia inferior, en conflicto directo con toda ley científica conocida para el hombre. Sin embargo, de alguna forma el mundo sigue errando. En Paraíso perdido, John Milton se hace eco de los sentimientos del mundo: «El hombre ha ofendido la majestad de Dios aspirando a la divinidad».28 Pero, ¿por qué se ofendería la majestad de Dios? ¿Qué prueba basada en las Escrituras, qué prueba basada en la lógica, o qué espíritu dicta una afirmación como esa? Milton hace que sea Satanás quien presente el argumento a favor de la divinidad a Eva, sugiriendo así que la búsqueda de lo divino va en contra del plan de Dios. Satanás presenta sus mejores argumentos a favor de la divinidad. Curiosamente, Milton nunca lo refuta satisfactoriamente. Los versos clave son los siguientes: ... Oh, fruto divino, Dulce fruto en sí mismo, pero mucho más dulce así arrancado, Vedado está aquí, parece, y reservado para los dioses; ¡pero capaz es de hacer dioses de los hombres! ¿Y por qué no hacer dioses de los hombres, cuando el bien, ampliamente difundido, más abundante crece, y no mengua la gloria de su autor, sino prevalece?29 En el último verso se encuentra el punto central. ¿Se ve Dios mermado, degradado, menoscabado, destronado por dar a otros la capacidad de llegar a ser como él? ¿Quién puede honrar o adorar con mayor efecto, una criatura de una condición menor o una de posición más exaltada? ¿Puede una planta ofrecer el mismo honor o adorar con el mismo sentimiento que un animal? ¿Puede un animal tener la misma carga emocional y las impresiones espirituales que un humano? ¿Puede un mero mortal experimentar los sentimientos sublimes o el fervor espiritual de un Dios en potencia? La capacidad de honrar y de adorar se incrementa con la iluminación intelectual, emocional, cultural y espiritual. En consecuencia, cuanto más nos volvemos como Dios, mayor es nuestra capacidad de rendirle homenaje. En ese proceso de elevar a los hombres hacia el cielo, Dios multiplica simultáneamente su propio honor y por lo tanto recibe mayor honra y no menos. La creación culminante de Dios poseía el poder definitivo para honrarle, y además contaba con el potencial de llegar a ser como él. La finalidad de esta creación y la razón del sacrificio de Dios le resultaban obvias a C. S. Lewis: «[Dios] no creo a los humanos —no se hizo uno de ellos y murió entre ellos mediante torturas— a fin de producir candidatos para el Limbo, humanos ‘fallidos’. Quería hacer Santos; dioses; cosas iguales a él».30 Lewis expresó una opinión semejante en otra ocasión: «Sean cuales sean los poderes del hombre libre de la Caída, parece que los del Hombre redimido son casi ilimitados. Cristo, ascendiendo nuevamente después de precipitarse, lleva consigo la Naturaleza Humana en su ascenso. A donde Él va, esta le sigue también. Y se hará ‘como Él’».31 José Smith habló de la gran finalidad de la salvación, la razón última subyacente a todo, con estas palabras: «Él [Cristo] propuso hacerles [a los hombres] a su imagen, y él era a imagen del Padre, el gran prototipo de todos los seres salvados; y que cualquier parte de la familia humana se asimile en su imagen es ser salvos: (…) y con esta bisagra se mueve la puerta de la salvación».32 Si la finalidad de la salvación es llegar a ser más semejantes al «gran prototipo de todos los seres salvados», entonces no debe sorprender que Dios haya prometido un camino para cumplir ese mismo objetivo. José Smith declaró al respecto: «Todos los que guarden sus mandamientos crecerán de gracia en gracia, y llegarán a ser herederos del reino celestial, y coherederos con Jesucristo; poseerán la misma mente, transformados a la misma imagen o semejanza, incluso la imagen expresa del que lo llena todo; estarán llenos de la plenitud de su gloria, y serán uno en él».33 Tal afirmación está en armonía total con la promesa de la escritura: «los santos serán llenos de la gloria de él, y recibirán su herencia y serán hechos iguales con él» (DyC 88:107). Parece lógico y reconfortante a un tiempo que podamos llegar a ser como él, quien es literalmente nuestro Padre celestial. LA VOZ DE LA HISTORIA La voz de la historia verifica de igual manera nuestro potencial divino. Puede que todos nos sintamos incapaces cuando contemplamos la distancia que nos separa de Dios, pero quizá nos sirva de consuelo considerar lo que se logra en el breve tiempo que ocupa una vida terrenal. B. H. Roberts lo expresó con grandilocuencia: «Consideremos un momento el progreso alcanzado por un hombre entre los estrechos confines de esta vida. Imaginémoslo en el regazo de su madre (…) ¡un niño recién nacido! (…) Ahí está un hombre en embrión, pero ahora desamparado. Y, sin embargo, en el espacio de setenta años, en virtud de la maravillosa actuación de ese extraordinario poder que reside en el interior de ese pequeño, ¡qué cambio puede llevarse a cabo! De ese bebé desvalido puede surgir un hombre semejante a Demóstenes, Cicerón, Pitt, Burke, Fox o Webster, quien obligará a senadores a escucharle, y en virtud de su mente maestra dominará sus inteligencias y sus voluntades, y los llevará a pensar en las líneas que él les marque. O puede que ese bebé llegue a ser un Nabucodonosor, un Alejandro, un Napoleón, que fundará imperios o decidirá el curso de la historia. De tales comienzos puede aparecer un Licurgo, un Solón, un Moisés, o un Justiniano, quien otorgará constituciones y leyes a reinos, imperios y repúblicas, bendiciendo a millones de personas felices aún por nacer en su época, y dirigir el rumbo de naciones por caminos de paz ordenada y libertad virtuosa. Del bebé desprotegido puede alzarse un Miguel Ángel, quien a partir de una masa pétrea informe arrancada de la montaña labre una visión celestial que cautive la atención del hombre durante generaciones, y les haga maravillarse ante los poderes cuasidivinos de un hombre capaz de crear una estatua a la que solamente le faltaría vivir y respirar. O el bebé crecerá hasta llegar a ser un Mozart, un Beethoven, un Handel, y conjurar del silencio esas melodías y sus ricas armonías que elevan el alma y la liberan de su pequeña prisión presente y, por un tiempo, la ponen en compañía de los Dioses. (…) »¡Y todo esto puede llevarlo a cabo un hombre en su vida! No, se ha hecho entre la cuna y la tumba, en el transcurso de una corta vida. ¿Qué no podrán lograr estos dioses hombre en la eternidad?».34 Pensemos un momento en lo que puede lograrse en el breve lapso de una vida mortal. Ahora supongamos que eliminamos la barrera de la muerte, le concedemos la inmortalidad y a Dios en calidad de guía. ¿Qué límites querríamos atribuir a sus logros mentales, morales o espirituales? De nuevo, B. H. Roberts lo expresó bien: «Si en la breve duración de la vida mortal hay hombres que se alzan desde la infancia para convertirse en maestros de los elementos: el fuego, el agua, la tierra y el aire, hasta dominarlos prácticamente como si fueran Dioses, ¿qué no sería posible hacer para ellos si contaran con cientos, miles o millones de años para ello? ¿Qué no harían en la eternidad? ¿A qué alturas de poder y gloria no ascenderían?».35 C. S. Lewis nos recuerda que «La tarea no se completará en esta vida: pero Él tiene intención de ayudarnos a progresar tanto como sea posible antes de la muerte».36 Un vistazo allende del velo nos indica que nuestro progreso no finaliza con la muerte. Víctor Hugo intuyó las posibilidades ilimitadas que aguardan en el más allá: «Cuanto más cerca me encuentro del fin, más claramente escucho a mi alrededor las sinfonías inmortales del mundo que me invita (…). Por medio siglo he estado escribiendo mis pensamientos en prosa y en verso: historia, filosofía, teatro, romance, tradición, sátira, oda y canción… Lo he probado todo. Sin embargo, creo que no he dicho ni la milésima parte de lo que llevo dentro. Cuando vaya a mi tumba podré decir como otros muchos: ‘He acabado mi jornada de trabajo’. Pero no puedo decir: ‘He acabado el trabajo de mi vida’. Mi jornada de trabajo empezará otra vez a la mañana siguiente. La tumba no es una calle sin salida; es una vía pública. Se cierra al anochecer y abre al amanecer. Mi trabajo acaba de empezar».37 Las Escrituras sugieren que la búsqueda no es fácil ni rápida. Pedro exhortó a los santos a «[humillarse], pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte a su debido tiempo»(1 Pedro 5:6; énfasis añadido). Juan habló de una forma similar: «para que vengáis al Padre en mi nombre, y en el debido tiempo recibáis de su plenitud» (DyC 93:19; énfasis añadido). Sin duda, la búsqueda de la perfección es importante, pero el Señor no exige que se lleve a cabo en un día. El Señor nos recuerda —quizá incluso nos previene— con estas palabras: «continuad con paciencia hasta perfeccionaros» (DyC 67:13; véase también Hebreos 12:1). Hace falta tanta paciencia, incluso más allá de las ataduras de la mortalidad. El profeta José dijo en referencia al proceso: «Cuando subís por una escalera, tenéis que empezar desde abajo y ascender paso por paso hasta que llegáis a la cima; y así es con los principios del evangelio: tenéis que empezar por el primero, y seguir adelante hasta aprender todos los principios que atañen a la exaltación. Pero no los aprenderéis sino hasta mucho después que hayáis pasado por el velo. No todo se va a entender en este mundo; la obra de aprender nuestra salvación y exaltación aún más allá de la tumba será grande».38 La Primera Presidencia de la Iglesia en 1909 reiteró, tanto la promesa como el calendario: «La descendencia aún por desarrollarse de progenitores celestiales es capaz, mediante la experiencia de milenios y aeones, de evolucionar hasta convertirse en un Dios».39 Poco antes de su muerte, el presidente Lorenzo Snow visitó Brigham Young University para dirigirse a la comunidad estudiantil, reunida en asamblea. De camino a la sala donde se iba a celebrar la reunión, el presidente de BYU, George H. Brimhall, escoltó al presidente Snow al pasar por una de las salas de guardería. Allí, el presidente Snow vio a los niños haciendo esferas de arcilla y dijo: «Presidente Brimhall, estos niños están jugando ahora, haciendo mundos de barro; llegará el momento en que algunos de estos muchachos —por su fidelidad al evangelio—, progresarán y se desarrollaran en conocimiento, inteligencia y poder, en eternidades por venir, hasta ser capaces de salir al espacio donde hay materia sin organizar, y convocarán los elementos necesarios, y mediante su conocimiento de las leyes y los poderes de la naturaleza y su control de ellos, para organizar esa materia y hacer así mundos en los que more su posteridad, y en los que gobernarán como dioses».40 C. S. Lewis reveló el que es el único obstáculo que nos separa de la «perfección absoluta» y la divinidad: nosotros mismos. Lewis enseña este principio recurriendo a una experiencia de infancia. Recuerda sus recurrentes dolores de muelas y su deseo de encontrar alivio, acompañado, no obstante, del miedo a que sus padres le llevaran al dentista si llegaba a desvelar que le dolía. Dijo Lewis: «Yo conocía a esos dentistas: sabía que empezaban a toquetear los demás dientes que no te dolían todavía (…). Si les dabas la más mínima oportunidad, se tomaban todas las libertades del mundo». Y entonces establece la siguiente comparación: «Nuestro Señor es como los dentistas (…). Decenas de personas acuden a Él para que los sane a causa de un pecado determinado del que están avergonzados. (…) Pues bien: él los curará, por supuesto, pero no se limitará solo a eso. Puede que una sanación fuera todo lo que habían pedido; pero, si alguna vez acudimos a Él, nos dispensará el tratamiento completo. »(…) ‘podéis estar seguros’, dice, ‘si me lo permitís, os haré perfectos. En el momento que os ponéis en mis manos, eso es lo que podéis esperar. Ni más, ni menos. Tenéis libre albedrío y, si así lo elegís, podéis apartarme de vosotros. Pero si no me apartáis, entended que voy a llevar esta obra a término. No importa el sufrimiento que os cueste en vuestra vida terrenal; sea cual sea la inconcebible purificación que preciséis tras la muerte; por mucho que me cueste a mí, nunca descansaré, ni os dejaré descansar, hasta que seas perfectos en el sentido literal del término, hasta que mi Padre pueda decir sin reservas que está complacido con vosotros, tal y como dijo estar complacido conmigo. Todo esto puedo hacerlo y lo haré; pero no haré menos que esto. » (…) Debéis daros cuenta desde el principio de que el objetivo en pos del cual Él está empezando a guiaros es la perfección absoluta; y ningún poder en todo el universo, excepto vosotros, puede impedirle que os lleve a la consecución de ese objetivo. Para eso estáis en esto. Y es muy importante que lo reconozcáis».41 La última observación de Lewis es muy reveladora, ya que nos recuerda que nadie en este vasto universo es capaz de robarnos la perfección, salvo nosotros mismos. Desafortunadamente, algunas personas se menosprecian. Rindiéndole un honor fingido a Dios se venden al mejor postor en calidad de siervos, no como hijos. Algunos culpan de sus fracasos a padres abusivos, a maestros desatentos o a amigos descarriados. Algunos procuran excusarse en las tragedias temporales de la vida: la muerte de un ser amado, la pérdida de un empleo o un impedimento físico. Sin embargo, en lo más profundo de nuestros momentos de reflexión silenciosa y comunión con la deidad, sabemos que no hay fuerza externa capaz de despojarnos de nuestra fuerza espiritual. Todo acontecimiento, encuentro, desastre, por desesperante que sea desde el exterior, puede afrontarse de tal manera que acabe tornándose en un éxito espiritual. Una tragedia temporal no tiene por qué derivar en una derrota espiritual. Al contrario, «tragedias» de esta naturaleza han probado ser a menudo una plataforma de lanzamiento para una victoria espiritual sublime. Un hombre acepta su sordera fustigando a Dios; otro, Beethoven, compone la Novena sinfonía. Una mujer pierde la vista y ve solamente oscuridad; otra, dotada de una visión mayor, Helen Keller, se convierte en un faro para un mundo ciego. Un hombre responde a su enfermedad con la pérdida de la fe; otro, Job, declara: «He aquí, aunque él me matare, en él confiaré» (Job 13:15). Un hombre pierde a su esposa y, de paso, las ganas de vivir; otro, Robert Browning, extrae inspiración de lo más profundo de la fuente para escribir poseía apasionada de dimensiones celestiales. Un hombre puede responder a los acontecimientos aparentemente desastrosos de la vida con deseos de venganza y malicia; otro puede responder con humilde sumisión a la voluntad de Dios, agradecimiento por la vida como es y una firme decisión de mejorar. Para uno, los retos y las tragedias de la vida se convierten en piedras de tropiezo; para otro, son un peldaño en su ascenso. Y así fue con los nefitas tras una guerra prolongada y encarnizada con los lamanitas. Las Escrituras revelan que «muchos se habían vuelto insensibles por motivo de la extremadamente larga duración de la guerra; y muchos se ablandaron a causa de sus aflicciones, al grado de que se humillaron delante de Dios con la más profunda humildad» (Alma 62:41). Quizá no podamos controlar nuestros contratiempos terrenales, pero siempre, siempre, siempre, controlamos nuestro destino espiritual. A toda tragedia temporal puede contraponerse una victoria espiritual: y la victoria máxima es la divinidad. En última instancia, en virtud de su gracia, Dios nos ha permitido definir nuestro propio destino divino. Las Escrituras, la visión poética, la lógica y la historia testifican, no solo de la posibilidad divina, sino de la realidad divina de que el hombre puede llegar a ser como Dios. Hace casi dos mil años, el Señor le hizo esta sorprendente promesa a Juan el Revelador: «Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono» (Apocalipsis 3:21; énfasis añadido). ¿Y qué era ese trono? Nada más y nada menos que el trono de Dios. Una promesa semejante la había recibido Enoc milenios antes: «Tú me has (…) dado derecho a tu trono» (Moisés 7:59). ¿Hay alguna prueba de que cualquier mortal haya obtenido en verdad ese trono? Doctrina y Convenios revela que Abraham, Isaac y Jacob «porque no hicieron sino lo que se les mandó, han entrado en su exaltación, (…) y se sientan sobre tronos, y no son ángeles sino dioses» (DyC 132:37; énfasis añadido; véase también DyC 124:19; Moisés 7:59). Para estos hombres, la posibilidad divina se tornó la realidad divina. La promesa es definitiva: «Y al que venciere, y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré potestad sobre muchos reinos» (TJS, Apocalipsis 2:26). Algunos preguntarán: ¿Y qué importancia tiene que yo entienda de verdad este principio de la divinidad? El élder McConkie escribió al respecto: «Ninguna doctrina es más fundamental, ninguna doctrina incorpora un mayor incentivo para la rectitud personal (…) que el prodigioso concepto de que el hombre puede ser como su Hacedor».42 Cuando entendemos mejor esta meta sublime, nuestro nivel de confianza y de motivación aumenta enormemente. ¿Cómo sería posible no incrementar la fe en Dios y en nosotros mismos sabiendo que él ha plantado en nuestras almas las semillas de la naturaleza divina? La Expiación es el sol, el agua y el terreno que nutre dichas semillas. Es el poder eterno, tan esencial para nuestro crecimiento. Eso es lo que enseñó John Taylor: «Es para la exaltación del hombre a ese estado de inteligencia superior y divinidad que la mediación y la expiación de Jesucristo fueron instituidas; y a ese noble ser, al hombre, (…) se le otorga la capacidad de convertirse en un Dios, en posesión del poder, la majestad, la exaltación y la posición de un Dios».43 No cabe error al respecto, como opinó Brigham Young: «Somos creados, nacemos, para el fin expreso de crecer desde el bajo estado de la humanidad, hasta convertirnos en Dioses como nuestro Padre celestial».44 Si no estamos destinados a la divinidad, el detractor ha de responder a la pregunta «¿por qué no?». Quizá podamos sugerir tres respuestas para someterlas a la consideración de los detractores. Puede que el hombre no pueda llegar a ser como Dios porque Dios carece del poder para crear una descendencia celestial. Esta posibilidad queda fuera de su nivel de comprensión e inteligencia presente. «Blasfemia», replica el detractor. «Él posee todo conocimiento y todo poder». Puede ser que Dios no cree una descendencia divina porque no nos ama. «Eso es ridículo», responde el detractor. «‘Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito’» (Juan 3:16). Bien, quizá Dios no ha plantado en nuestro interior la chispa divina porque quiere conservar en sus manos toda esta divinidad; Él se siente amenazado por nuestro progreso; puede conservar su superioridad solamente reafirmando la inferioridad del hombre. «No, no» insiste el detractor. «¿Conoce a algún padre amoroso y amable que no quiera que sus hijos sean todo lo que él es y más?». Pues otro tanto sucede con Dios, nuestro Padre. Él tiene el poder, el amor y el deseo de hacer que seamos como Él, y por esas mismas razones precisamente ha plantado en el interior de todos nosotros las semillas de la divinidad. Creer otra cosa equivale a sugerir que Dios no tiene el poder de hacernos semejantes a Él, o lo que es peor, que elige no hacerlo. Con todo, esta es la postura defendida por la mayor parte del mundo. En contraposición, las Escrituras, la visión poética, la lógica y la historia se combinan para enseñarnos con poder y convicción que no hay personas corrientes entre los hijos de Dios: solamente hay entre nosotros dioses y diosas en potencia. La Expiación es el medio de desencadenar este potencial divino. NOTAS 1. Lewis, Miracles, 122–23; énfasis añadido. 2. Ibid., 123. 3. Taylor, Gospel Kingdom, 278; énfasis añadido. 4. Taylor, Mediation and Atonement, 141. 5. Hafen, Broken Heart, 1. 6. Ibid., 17. 7. «LDS Bible Dictionary», 697. 8. Hafen, Broken Heart, 8. 9. Ibid., 16. 10. Ibid., 20. 11. Ibid., 7–8. 12. «LDS Bible Dictionary», 697. 13. La palabra perfecto que se emplea en este pasaje proviene del vocablo griego telios. Según algunos, puede traducirse por «finalizado» o «completado», lo cual introduce una connotación distinta a la perfección moral, cuyo significado puede ser un santo completo o maduro. Si bien esta es una posible interpretación, el pasaje de las Escrituras no excluye una referencia a la perfección moral. De hecho, cuando se lee en contexto, dicho pasaje parece exigir perfección moral. El pasaje delimita concretamente el tipo de completamiento o perfección a los que se refiere cuando establece la comparación: «así como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (énfasis añadido). Dios no es perfecto como un santo maduro o un sentido relativo. Es totalmente perfecto. Asimismo, el pasaje corolario a Mateo 5:8 que se encuentra en el Libro de Mormón no se escribió originalmente en griego, sino en egipcio reformado, pero la palabra clave todavía se traduce como «perfecto». Si José se sentía inspirado a cambiar la palabra o el sentido, podría haberlo hecho con facilidad. Esto debe ser verdad Esto se refleja sobre todo en el hecho de que debe de haberse concentrado en ese versículo tal y como lo pone de manifiesto el cambio de algunas palabras, con la redacción resultante: «perfectos así como yo, o como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (3 Nefi 12:48). Nuevamente, la norma de la perfección era Dios el Padre y, además, Su hijo glorificado. No era el hombre ni ningún atributo mortal. Este pasaje del Libro de Mormón no hace sino solidificar el argumento de que Dios nos estaba invitando a tomar parte en la perfección divina, y no de un sustitutivo mortal o diluido. (Para otro tratamiento de esta cuestión, véase Welch, Sermon at the Temple and the Sermon on the Mount, 57–62). 14. Joseph F. Smith, Doctrina del Evangelio, 18. 15. Discourses of Brigham Young, 20; énfasis añadido. 16. Lewis, Mere Christianity, 176–77; énfasis añadido. 17. Lewis, Joyful Christian, 197; énfasis añadido. 18. Drummond, Natural Law in the Spiritual World, citado en Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 428, nota 3. 19. Trad. de Armando Roa Vial, Rabbi Ben Ezra y otros nueve poemas. C. S. Lewis se refirió a la gestación, a esa semilla en desarrollo, como el «fuego» divino que estremece a toda alma: Que nosotros, aunque pequeños, pudiéramos temblar con la misma forma sustancial del fuego que Tú Y no meramente reflejarnos como ángeles lunares de regreso a ti, llama fría. Dioses somos, según Tu palabra; y caro lo pagamos. («Scazons», en Wain, Evaryman’s Book of English Verse, 614) 20. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 10. 21. Ibid., 46. El antiguo Códice Askew era muy explícito con respecto a las posibilidades de los que cumplen la ley. «Hay muchas mansiones, muchas regiones, grados, mundos, espacios y cielos, pero en todos rige una única ley. Si se cumple esa ley, uno puede convertirse también en creador de mundos» (citado en Nibley, Old Testament and Related Studies, 142; énfasis añadido). 22. El original del poema en inglés en Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 8–9. Traducción del manual La vida y las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, capítulo 40: «Herederos de Dios y coherederos con Cristo», 338–345. 23. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 335; énfasis añadido. 24. Packer, Let Not Your Heart Be Troubled, 289. 25. Journal of Discourses, 24:3. 26. «Gospel of Philip» [El Evangelio de Felipe], 145. 27. Taylor, Mediation and Atonement, 165. 28. Milton, Paradise Lost, 91. 29. Ibid., 146–47. 30. Lewis, Quotable Lewis, 308. 31. Ibid., 525. 32. Smith, Lectures on Faith, 79; énfasis añadido. 33. Ibid., 60. 34. Roberts, «Mormon» Doctrine of Deity, 33–34. 35. Ibid., 35. 36. Lewis, Mere Christianity, 175. 37. Citado por Hugh B. Brown, en Conference Report, abril de 1967, 50. Robert Browning también sabía que el proceso de perfeccionamiento continúa más allá de la tumba: Pero, te necesito, ahora como entonces, A ti, Dios, que moldeas a los hombres; (... ) Toma pues y emplea Tu obra: Corrige cuantas taras acechan ocultas, ¡Qué cargas, qué alabeos! ¡Mi tiempo esté en Tu mano! ¡Copa perfecta según lo planeado! ¡Que la edad apruebe la juventud, y la muerte la complete! (Clark and Thomas, Out of the Best Books, 1:466) 38. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 430–31. 39. Smith, «The Origin of Man», 81. 40. Snow, «Devotion to Divine Inspiration», 658–59; énfasis añadido. Brigham Young prometió también que los que conservaran «su primer y segundo estado» y fueran «dignos de ser coronados Dioses (…) serían ordenados para organizar la materia» (Journal of Discourses, 15:137). C. S. Lewis coincidía: «Cristo ha resucitado, y del mismo modo resucitaremos nosotros. San Pedro anduvo sobre el agua durante unos segundos, y el día llegará en que habrá un universo rehecho, obediente infinitamente a la voluntad de hombres glorificados y obedientes, cuando podremos hacer todas las cosas, cuando seremos esos dioses que las escrituras describen que seremos» (Lewis, Grand Miracle,62). 41. Lewis, Joyful Christian, 77–78. 42. McConkie, Promised Messiah, 133. 43. Taylor, Mediation and Atonement, 140–41. 44. Journal of Discourses, 3:93. Capítulo 22 LA BENDICIÓN DE LA LIBERTAD ¿QUÉ ES LA LIBERTAD? Nefi habló de una consecuencia más, otra bendición, que fluye de la fuente inagotable de la Expiación: «Y porque son redimidos de la caída, han llegado a quedar libres para siempre» (2 Nefi 2:26). El élder James E. Talmage entendía que sin la Expiación no podía haber libertad: «Proclamamos que la expiación efectuada por Jesucristo (…) es para todos los seres humanos; es el mensaje de liberación del pecado y de las penas que lo acompañan, el decreto de la libertad, la carta de la libertad».1 Como sucede con las demás bendiciones de la Expiación, esta no se encuentra aislada; complementa, suplementa a las demás y se solapa con ellas. El poder de llegar a ser como Dios, la bendición culminante de la Expiación, está relacionada esencialmente con el poder de ser libre, puesto que, verdaderamente, el más libre de todos los seres es Dios mismo. El presidente David O. McKay observó que «Dios no podía hacer al hombre a su semejanza sin hacerlos libres». Y a continuación citó al Dr. Iverach, filósofo escocés, quien compartió esta interesante afirmación suplementaria: «Es una manifestación enorme de poder divino hacer a seres susceptibles de hacer ellos mismos, a su vez que seres incapaces de hacerlo, puesto que los primeros son hombres y los segundos marionetas y, a fin de cuentas, las marionetas no son más que objetos».2 Si la Expiación nos hace libres, entonces cabe preguntarse: «¿Qué significa ser libre?». Ser libre es ser como Dios. Los Dioses son los seres más libres de todos «porque todas las cosas les estarán sujetas (…) porque tendrán todo poder» (DyC 132:20). Actúan «por sí mismos» en lugar de «se actúe sobre ellos» (2 Nefi 2:26). Eso era lo que Alma intentaba decirnos acerca de Adán y Eva, que en algunos aspectos se volvieron «como dioses». ¿Y por qué? Porque conocían «el bien del mal», y estaban «en condiciones de actuar según su voluntad y placer» (Alma 12:31). Las vidas de los dioses se mueven por un motor interno, y no por fuerzas externas. Su libertad emana del poder que tienen de actuar por voluntad propia sin cortapisas impuestas desde fuentes exteriores. No existe una fuerza exógena que controle su destino, ninguna limitación espiritual ni física que restrinja su expresión deseada. Si desean viajar a la velocidad del pensamiento, parece que pueden hacerlo. Si quieren comprender todo pensamiento de toda criatura viviente, lo hacen (quizá automáticamente). Los dioses actúan, no se actúa sobre ellos. Controlan todos y cada uno de los elementos en todas las esferas. No están sometidos a la enfermedad ni a las inclemencias del tiempo. Al contrario, todas las formas de vida, incluidos los elementos mismos, ceden rindiendo pleitesía a los dioses. Las Escrituras revelan que «todas las cosas les [están]sujetas» y, por lo tanto, están «sobre todo» (DyC 132:20). Los dioses no viven al margen de las leyes, sino que por su obediencia han llegado a dominarlas a fin de emplearlas para cumplir sus designios. La libertad se obtiene paso a paso en un proceso de sumisión obediente a la voluntad de Dios. Por consiguiente, cuanto más semejantes a Dios nos volvemos, más libres somos. La libertad y la divinidad son caminos paralelos; de hecho, son el mismo camino. DIOS HACE LIBRES A LOS HOMBRES El hombre no podría disfrutar jamás los poderes plenos del albedrío sin la intervención de Dios. Samuel le dijo al pueblo de Zarahemla: «sois libres; se os permite obrar por vosotros mismos» y añadió «Dios os (…) ha hecho libres». (Helamán 14:30). La segunda frase la han empleado profetas de ambos hemisferios a lo largo de los siglos. El rey Benjamín enseñó, «bajo este título [Cristo] sois librados». Entonces aclara que no existe una fuente alternativa de libertad: «no hay otro título por medio del cual podáis ser librados» (Mosíah 5:8). El Salvador enseñó que la libertad verdadera se obtiene por el Hijo, ya que «si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36). Pablo instó a los santos de Galacia a que retuvieran «la libertad con que Cristo nos hizo libres» (Gálatas 5:1). Y en los últimos días el Señor ha declarado sin lugar a equívoco: «Yo, Dios el Señor, os hago libres; por consiguiente, sois verdaderamente libres» (DyC 98:8; véase también DyC 88:86). John Donne concibió esta relación entre Cristo y la libertad: Llévame a ti [Cristo]; encarcélame, pues, si tú no me cautivas, jamás seré libre.3 La libertad se describe como el poder o el albedrío para actuar por cuenta propia. En repetidas ocasiones, el Señor ha revelado la fuente de dicho albedrío. Lehi enseñó: «el Señor Dios le concedió al hombre que obrara por sí mismo» (2 Nefi 2:16). Y en los últimos días se ha empleado lenguaje escriturario similar: «He aquí, yo le concedí que fuese su propio agente» (DyC 29:35; véase también Moisés 4:3). LOS CUATRO COMPONENTES DE LA LIBERTAD Pero, ¿cómo nos confiere Dios el albedrío, y qué papel desempeña la Expiación para que seamos libres? La manera de entender mejor esta cuestión es diseccionar la libertad en sus cuatro componentes principales, a saber: la necesidad de un ser inteligente, un conocimiento del bien y del mal, la existencia de elecciones y el poder de hacer o llevar a cabo dichas elecciones. Primero está la necesidad de un ser inteligente. Si la libertad consiste en ser capaz de actuar por nosotros mismos y no que «se actúe sobre [nosotros]» (2 Nefi 2:26), como sugiriera Lehi, entonces en algún momento debemos tener la capacidad innata de tomar decisiones sobre las que basan nuestras acciones. En pocas palabras: no puede haber libertad sin un agente decisor, un ser inteligente. El hombre es una entidad consciente, pensante, lo cual cumple la primera condición necesaria para que exista la libertad. En segundo lugar, está la necesidad de un conocimiento del bien y del mal. Este es un elemento indispensable de la libertad. El presidente Joseph F. Smith escribió: «Nadie es o puede ser librado sin poseer un conocimiento de la verdad y sin obedecerla».4 Moisés escribió: «Y les es concedido discernir el bien del mal; de modo que, son sus propios agentes» (Moisés 6:56). La relación de causalidad entre la libertad y el conocimiento del bien y del mal es un tema común abordado por muchos de los profetas de la antigüedad. Uno de esos profetas, Samuel el lamanita, declaró que el pueblo era libre porque Dios les «[había] concedido que [discernieran] el bien del mal» (Helamán 14:31; véase también 2 Nefi 2:18, 23; Alma 12:31–32). El conocimiento inicial del hombre con respecto al bien y el mal se activó en el momento de la Caída. El Señor afirmó: «He aquí el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, conociendo el bien y el mal» (Génesis 3:22). Eva se hizo eco de esa verdad cuando exclamó: «De no haber sido por nuestra transgresión, nunca habríamos (…) conocido (…) el bien y el mal» (Moisés 5:11). En ausencia de esa concesión de conocimiento, Adán y Eva habrían quedado atrapados en un estado de inocencia. A primera vista, uno podría verse persuadido a creer que la Caída, con independencia de la Expiación de Cristo, fue lo que entregó ese conocimiento suficiente para darle la libertad al hombre. En realidad, fue una pieza esencial, pero fue solamente el principio, el portal de acceso al conocimiento. La Caída abrió puertas que hasta el momento habían permanecido selladas y ojos que anteriormente habían estado cerrados. En lo tocante a Adán y Eva, las Escrituras revelan que «fueron abiertos los ojos de ambos» (Génesis 3:7). Ello era esencial, pero solamente era el comienzo, no el fin del camino. Con un mayor conocimiento se presenta la oportunidad de una mayor libertad. Este fue el testimonio del Salvador a los escribas y fariseos: «conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8:32). Una vez más, aquellos hipócritas fueron incapaces de captar el mensaje del Salvador. Su respuesta fue: «jamás hemos sido esclavos de nadie» (Juan 8:33). Qué fuertes eran. Poseían conocimientos seculares, pero ignoraban la verdad espiritual que hace libre al hombre. Eran los maestros a la hora de no enterarse de nada. Una vez más estaban sintonizando el canal equivocado y el Salvador tuvo que dirigirse a ellos con claridad meridiana: «si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36). Y aquí reside la esencia de la libertad: conocer al Señor y obedecer sus verdades. Cuando lo hacemos, nos volvemos libres de prejuicios, falsedades, pecados, contención y cualquier otra práctica lesiva o vil conocida para el hombre. Si bien la Caída abrió la puerta al camino del conocimiento, fue la Expiación la que proporcionó el vehículo para proseguir. Mediante la Expiación nos limpiamos en las aguas del bautismo, lo que nos hace aptos para el don del Espíritu Santo. Este don es el que «os guiará a toda la verdad» (Juan 16:13). A medida que llegamos a conocer al Salvador y sus verdades, se agranda nuestra capacidad para la libertad. Y esto se debe a que el conocimiento es poder; y el poder, en su máxima expresión, es la divinidad; y la divinidad, es la quintaesencia de la libertad. El tercer elemento de la libertad es la existencia de elecciones. El presidente David O. McKay observó: «Solamente al ser humano le dijo el Creador: ‘(…) podrás escoger según tu voluntad, porque te es concedido’ (Moisés 3:17). Puesto que Dios pretendía que el hombre llegara a ser como él, era necesario hacerlos libres primero».5 De no ser por la Expiación, no habría habido elección entre la vida eterna y la condenación eterna. La Caída habría abierto la puerta a un camino y solamente a uno. Nuestra «carne tendría que descender para pudrirse y desmenuzarse en su madre tierra, para no levantarse jamás. (…) Nuestros espíritus tendrían que estar sujetos a (…) [al] diablo, para no levantarse más» (2 Nefi 9:7–8): un panorama más bien sombrío. Sin la Expiación, todos se habrían visto obligados a participar en este plan sin opciones. La Caída, sin la Expiación, haría que nos precipitáramos en una caída de la que no hay escapatoria. Jacob explicó esta turbadora perspectiva y exclamó después con regocijo: «¡Oh cuán grande es la bondad de nuestro Dios, que prepara un medio para que escapemos de las garras de este terrible monstruo; sí, ese monstruo, muerte e infierno, que llamo la muerte del cuerpo, y también la muerte del espíritu!» (2 Nefi 9:10). Jacob siguió explicando que, «a causa del medio de la liberación de nuestro Dios (…) el infierno ha de entregar sus espíritus cautivos, y la tumba sus cuerpos cautivos» (2 Nefi 9:11–12). La Expiación es el medio de liberación, el medio empleado para liberar nuestros cuerpos de la tumba y nuestros espíritus del infierno, de ofrecer otro camino, otra elección, otra opción. El élder McConkie escribió en verso acerca de esta misma verdad: Creo en Cristo; me salvará, de Satanás me librará.6 Lehi enseñó que, debido a que los hombres «son redimidos de la caída, han llegado a quedar libres para siempre, (…) libres para escoger la libertad y la vida eterna, por medio del gran Mediador de todos los hombres, o escoger la cautividad y la muerte» (2 Nefi 2:26–27). Entonces Lehi les rogó a sus hijos que escogieran «el gran Mediador (…) y escoged la vida eterna»; de otro modo, advirtió Jacob, el diablo tendría «el poder de cautivar[los]» y «reinar sobre [ellos]» en su reino (2 Nefi 2:28, 29). El mensaje está claro. Podemos aceptar la Expiación, una elección que nos lleva a la vida eterna (la forma suprema de la libertad); o podemos optar por el camino del Maligno, una elección que nos lleva a la destrucción, las cadenas y la cautividad (la forma suprema de cautiverio). Cuando elegimos al Señor, él nos da una barra de hierro a la que aferrarnos; cuando elegimos a Satanás, él nos ata con una cadena, cada vez más corta, hasta que estamos en su poder. Charles Dickens ilustró esta verdad vivamente. En su famoso relato Cuento de Navidad, Scrooge, al ver al fantasma de su antiguo socio cargado de cadenas, le pregunta: «Estás encadenado. (…) Dime por qué». La respuesta de Jacob Marley nos da qué pensar: «Llevo la cadena que forjé en vida (…). La hice eslabón a eslabón, metro a metro; la ciño a mi cuerpo por mi libre voluntad y por mi libre voluntad la usaré».7 El profeta Jacob concluyó su hermoso discurso sobre la Expiación instando a su pueblo a «animarse». A fin de cuentas, explicó, «sois libres para obrar por vosotros mismos, para escoger la vía de la muerte interminable, o la vía de la vida eterna» (2 Nefi 10:23). Esa libertad de elección proviene de la Expiación de Jesucristo. Eso es lo que enseñó Lehi: «el Señor Dios le concedió al hombre que obrara por sí mismo. De modo que el hombre no podía actuar por sí a menos que lo atrajera lo uno o lo otro» (2 Nefi 2:16). Falta todavía un elemento para que sea posible una plenitud de libertad; es el poder de llevar a cabo o hacer las elecciones que se nos planteen. Puede que tengamos conocimiento del bien y del mal; que incluso tengamos elecciones ante nosotros; pero a menos que tengamos el poder de ejecutar, el poder de hacer, nuestra libertad no será más que una fachada. Somos en cierta manera como un astrónomo que mira los cielos estrellados a simple vista con la esperanza de avistar Neptuno. Por mucho que escrute el firmamento, por muy intensa que sea su mirada, observará en vano. Ahora bien, dadle un telescopio y ¡qué visión se abrirá ante sus ojos! La cuestión aquí no es el conocimiento, pues el astrónomo tiene memorizada la bóveda celeste al milímetro. La cuestión no es la elección, pues tiene la opción de mirar o no sin obstrucción. La cuestión, simple y llanamente, es el poder: el poder de ver. Dios tiene un nutrido inventario de telescopios espirituales, aparatos auditivos, cápsulas del tiempo e instrumentos intensificadores del poder con el fin de enriquecer nuestras vidas y liberarnos para ver, oír y hacer sin cortapisas. Todos los hombres reciben algún poder de Dios. El Señor declaró: «los hombres deben estar anhelosamente consagrados a una causa buena, y hacer muchas cosas de su propia voluntad y efectuar mucha justicia; porque el poder está en ellos, y en esto vienen a ser sus propios agentes» (DyC 58:27–28). ¿Y cómo podemos aumentar este poder? De antiguo, la historia ha confirmado que el conocimiento es precursor del poder. Es el conocimiento el que ha ampliado el espacio, conquistado la enfermedad, incrementado la velocidad de desplazamiento y revolucionado nuestros medios de comunicación. Dios no menosprecia estos poderes adquiridos mediante el aprendizaje secular; de hecho, fomenta esas iniciativas. Él nos invita a convertirnos en maestros «de cosas tanto en el cielo como en la tierra» (DyC 88:79) y a estudiar en «los mejores libros» (DyC 88:118). Nos da también inspiración para ayudarnos en estos empeños. Aunque Dios es ciertamente promotor del conocimiento terrenal, también quiere que sepamos que los poderes de una fuente más elevada emanan de la adquisición de verdades espirituales. Es este poder espiritual el que dividió el mar Rojo; que hizo que el sol «se [detuviera]»; que los ríos cambiaran su curso y las montañas huyeran (Éxodo 14:21–29; Josué 10:12–14; Moisés 7:13). Esta fuerza invisible ha calmado el mar embravecido, aquietado la tormenta desatada, obligado a los cielos heridos por la sequía a descargar sus perlas de rocío ocultas, y, en definitiva, controlado, dirigido y gobernado todo elemento nativo del universo (Mateo 8:23–27; 1 Reyes 18:41–46; Moisés 7:13–14). Donde la ciencia ha flaqueado —o incluso se ha quedado atrás—este poder divino ha tomado el relevo y, según la voluntad de Dios, sanado a los que no podían obtener alivio en lo temporal. Este poder alcanza tal magnitud que ha penetrado y ablandado incluso los corazones de aquellos a los que se conocía como «un pueblo salvaje, empedernido y feroz» (Alma 17:14). Tanto el poder terrenal como el espiritual (que son un único poder en última instancia) constituyen el poder de la deidad, pues los dioses tienen «todo poder» (DyC 132:20; énfasis añadido). Con cada poder adquirido, desarrollamos un mayor control, tanto de los elementos, como de nuestros propios destinos. De esta manera, nos convertimos en el conductor —no en el pasajero—en la causa —no en el efecto—. Actuamos por nosotros mismos y no se actúa «sobre [nosotros]» (2 Nefi 2:26); y así seremos libres. Si bien este conocimiento es esencial para la adquisición del poder, hay un ingrediente más, a menudo ignorado y en ocasiones ridiculizado, que es además una condición previa para la recibir los poderes «superiores», esos poderes necesarios para disfrutar una plenitud de libertad. El elemento que falta es la obediencia. LA OBEDIENCIA: UNA CLAVE DE LA LIBERTAD Los hay que dirán que la libertad se da en ausencia de leyes y restricciones. Aseveran que la libertad en su esencia más pura es el derecho de hacer cualquier cosa, en cualquier momento y lugar, sin repercusiones. Hace unos dos mil quinientos años, Nefi profetizó acerca de estas almas confundidas que difundirían enseñanzas como «comed, bebed y divertíos, porque mañana moriremos; y nos irá bien» (2 Nefi 28:7; véase también Mormón 8:31). ¿No resulta irónico que el autor de una filosofía de esta naturaleza sea el maestro de los esclavos mismo? Fue él a quien expulsaron del cielo, quien perdió la oportunidad de tener un cuerpo físico, quien estará atado mil años y será desterrado finalmente a las tinieblas de afuera. La libertad que él promete es ilusoria; es un espejismo en el desierto; es la condición que siempre ha eludido su mano. Era la misma mentira urdida por Caín tras asesinar a su hermano Abel: «Estoy libre», se dijo (Moisés 5:33). En realidad, nunca había estado más cautivo que en ese momento. Era un siervo, sí, el siervo del pecado. Las Escrituras describen una y otra vez el estado real de los que adoptan esta filosofía mundana. Ellos también se convierten en esclavos del pecado, atados con cadenas eternas y sujetos a la cautividad, la muerte y el infierno, lo cual tiene poco de feliz estado de libertad (2 Nefi 1:13; Alma 12:11). ¿Cómo propone entonces el Señor librarnos? La respuesta es la obediencia. De hecho, Brigham Young indicó que no hay otra manera: «¿Rendir (…) una obediencia estricta, acaso no nos convierte en esclavos? No, es la única manera existente en la faz de la tierra que tenemos ustedes y yo de ser libres».8 Al contrario de lo que muchos creen, la obediencia no es la antítesis de la libertad, sino su fundamento. Charles Kingsley distinguió entre la perspectiva de la libertad mantenida por el mundo y la del Señor: «Hay dos libertades, la falsa en la que se es libre de hacer lo que se desee, y la verdadera, en la que se es libre de hacer lo que se debe».9 Lehi se refería a la segunda cuando aconsejaba a sus hijos, Lamán y Lemuel: «[escuchad] sus grandes mandamientos» (2 Nefi 2:28). El patriarca les dijo que si lo hacían el diablo no tendría poder «reinar sobre [ellos]» (2 Nefi 2:29). The Doctrina y Convenios afirman otro tanto: «la ley [o podríamos decir los mandamientos] también os hace libres» (DyC 98:8). Jacob le dijo a su pueblo: «sois libres para obrar por vosotros mismos» (2 Nefi 10:23). Y entonces les enseñó los medios, no solo para mantener su libertad, sino para aumentarla: «reconciliaos con la voluntad de Dios» (2 Nefi 10:24). El Señor anunció que había hecho a Adán «su propio agente» y a continuación compartió la segunda parte divina en lo que al mantenimiento y el desarrollo de dicho albedrío se refiere: «y le di mandamientos» (DyC 29:35). Dicho de otro modo, sin mandamientos ni obediencia a ellos, el hombre no tardaría en haber visto menguar irreversiblemente su albedrío recién adquirido. Los mandamientos son tan restrictivos para el hombre espiritual como las señales de tráfico para un conductor en su auto. Ninguno de los dos impone prohibiciones a nuestro progreso; al contrario, lo mejoran al servir de postes indicadores o señales de dirección que nos ayudan a encontrar nuestro destino y llegar a él. El Señor le mencionó al profeta José de un «un mandamiento nuevo», y añadió acto seguido: «o en otras palabras, os doy instrucciones en cuanto a la manera de conduciros delante de mí, a fin de que se torne para vuestra salvación» (DyC 82:8–9; énfasis añadido). El gran productor de cine, Cecil B. De Mille, famoso por la película Los diez mandamientos, entendía la diferencia entre la ley y la libertad: «Somos demasiado propensos a ver la ley como algo meramente restrictivo (…) algo que nos cerca. A veces pensamos que la ley es lo opuesto a la libertad. Pero esto es un concepto erróneo. (…) Dios no se contradice. No creó al hombre para después, como una ocurrencia de última hora, imponerle una serie de reglas restrictivas, irritantes y arbitrarias. Dios creó al hombre libre, y entonces le dio mandamientos para mantenerlo en la libertad. No podemos quebrantar los Diez Mandamientos. Solamente podemos quebrantarnos nosotros contra ellos; o bien, mediante su cumplimiento, levantarnos hasta alcanzar la plenitud de la libertad bajo Dios».10 Hay una serie de verdades espirituales que al mundo secular deben parecerle ironías irreconciliables: la humildad engendra fuerza; la fe alimenta la visión y la obediencia conlleva la libertad. Sin embargo, hay una pequeña prueba mediante la cual podemos darnos cuenta por nosotros mismos de la veracidad de estos preceptos espirituales. El Señor reveló cuál es. «El que quiera hacer la voluntad de él conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mí mismo» (Juan 7:17). Sencillamente, si somos obedientes a la voluntad de Dios, encontraremos nuevas libertades; si somos desobedientes, la libertad será nuestra estrella inalcanzable. Como ya se ha comentado, la libertad exige un conocimiento del bien y del mal, la existencia de elecciones y el poder de hacerlas o llevarlas a cabo. Cada uno de estos aspectos adquiere más relieve mediante la obediencia a la voluntad de Dios. Cuando obedecemos las leyes de Dios, obtenemos un conocimiento aumentado de Su plan, y con un mayor conocimiento viene una mayor capacidad para la libertad. Isaías enseñó que cuando escuchamos al Señor recibimos «mandato tras mandato, línea sobre línea» (Isaías 28:10). La promesa hecha a los que obedecen la Palabra de Sabiduría es que «hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos» (DyC 89:19). El Señor dejó claro que la adquisición de conocimiento no era únicamente una empresa intelectual, cuando dijo «El que guarda sus mandamientos recibe verdad y luz, hasta que es glorificado en la verdad y sabe todas las cosas» (DyC 93:28; véase también DyC 93:39). La obediencia trae ese tipo de conocimiento que es indispensable para la libertad divina. Por ello el Señor prometió, «y si en esta vida una persona adquiere más conocimiento e inteligencia que otra, por medio de su diligencia y obediencia, hasta ese grado le llevará la ventaja en el mundo venidero» (DyC 130:19). La obediencia desbloquea las puertas del conocimiento; el conocimiento es un requisito previo de la divinidad, y la divinidad es el apogeo de la libertad. La obediencia también amplía nuestra lista de elecciones. Si no somos obedientes, no tenemos la opción de bautizarnos, ni la opción de recibir el sacerdocio, ni de recibir la investidura, ni el sellamiento en el templo, condiciones necesarias para nuestra transformación en los seres más libres que existen, es decir, los dioses. Pero la obediencia tiene más efectos aún si cabe. También genera poder, otra conexión vital con la libertad. Hace unos cuantos años, en una conferencia para jóvenes llamé a un muchacho que se hallaba sentado en la congregación y lo invité a sentarse a mi lado, en la butaca del piano. Saqué de mi billetera un billete de veinte dólares estadounidenses nuevecito y se lo ofrecí a cambio de tocar cualquier canción del himnario que quisiera. Mientras su mirada iba del billete al piano, se le notaba frustrado. «No sé tocar», dijo. «¿Y por qué no?» fue mi respuesta. «Tienes la música, el piano, los dedos de las manos, parece que no te falta nada de lo que necesitas para tocar». «¡Pero no sé hacerlo!», insistió el joven. En efecto, él tenía todo lo que necesitaba, con una excepción: el poder de ejecutar, que es un elemento indispensable de la libertad. El poder se genera mediante la obediencia. Obtenemos el poder para tocar el piano cuando obedecemos la ley de la práctica. Obtenemos el poder de dominar una lengua cuando aprendemos y seguimos las reglas de la lingüística. Obtenemos el poder sobre los elementos cuando obedecemos las leyes de Dios. Por ello el Señor les dijo a los obedientes: «serán dioses, porque tendrán todo poder». Entonces divulgó el secreto de ese logro: «a menos que cumpláis mi ley, no podréis alcanzar esta gloria» (DyC 132:20, 21). La obediencia es una de las principales llaves que abren el poder de la divinidad, trayendo consigo la libertad en grado sumo. La obediencia no es un enemigo de la libertad; al contrario, es su mejor amiga. El Señor así lo dijo: «escuchad mi voz y seguidme, y seréis un pueblo libre» (DyC 38:22). El profeta José nombró el vínculo entre la Expiación, la divinidad y la obediencia en el tercer artículo de fe: «Creemos que por la expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio» (véase también DyC 138:4). El producto final de una vida obediente es el poder, no el poder del dictador que blande su cetro, ni el poder cargado de emociones del demagogo, ni el poder irreverente y decadente del charlatán, sino el poder puro y benevolente de un dios. Irónicamente, si deseamos obtener ese poder, hemos de obedecer los mandamientos con exactitud. En lo que respecta al desobediente, el Señor profetizó sobre el atolladero en el que se hallarían: «no pueden venir a donde yo estoy, porque no tienen poder». (DyC 29:29; énfasis añadido). La obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio otorga un mayor conocimiento, una multiplicidad de elecciones y un poder aumentado para actuar, todo lo cual deriva en un incremento de libertad. Es la Expiación, no obstante, lo que aporta sustancia y sentido a esas leyes y ordenanzas. ¿Qué vitalidad tendrían los principios de la fe y el arrepentimiento sin la misión del Salvador? ¿Qué poder purificador conferirían las aguas bautismales de no haber habido Expiación? ¿Qué poderes curativos tendría la Santa Cena si no hubiera redención? ¿Qué longevidad tendrían los poderes selladores si no se hubiera dado la condescendencia del Salvador? La obediencia a estas ordenanzas y leyes sin la Expiación sería un gesto vacuo. La Expiación de Jesucristo abrió las compuertas del conocimiento espiritual mediante el bautismo y el don del Espíritu Santo. Proporciona un abanico de elecciones, desde la cautividad y el diablo, en un extremo, hasta la vida eterna y la divinidad en el otro. Desata poder sobre poder para esos santos humildes que cumplen las leyes y las ordenanzas del Evangelio, cada una de las cuales deriva su fuerza de sustento en el sacrificio expiatorio. La Expiación de Jesucristo es la fuerza nutriente de cada uno de esos elementos que fomentan la libertad. Brigham Young enseñó: «La diferencia entre el justo y el pecador, la vida eterna o la muerte, la felicidad o la miseria, es la siguiente: los privilegios de los que reciben la exaltación no tienen restricciones ni límites».11 ¡Eso es libertad! Lehi entendía esta verdad gloriosa y declaró que, debido a la redención de Cristo, los hombres son «libres para siempre» (2 Nefi 2:26). NOTAS 1. Talmage, Essential James E. Talmage, 89. 2. McKay, «Whither Shall We Go?», 3. 3. Donne, «Batter My Heart», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 367. 4. Smith, Doctrina del Evangelio, 205. 5. Conference Report, octubre de 1963, 5. 6. McConkie, «Creo en Cristo», Himnos, 72. 7. Dickens, Christmas Stories, 28. 8. Journal of Discourses, 18:246; énfasis añadido. 9. En Wallis, Treasure Chest, 47. 10. Citado por Richard L. Evans, Conference Report, octubre de 1959, 127; énfasis añadido. 11. Young, Discourses of Brigham Young, 63. Capítulo 23 LA BENDICIÓN DE LA GRACIA EL PODER PARA EXALTARNOS Puede resultar apropiado preguntarse cómo la Expiación es eficaz en las vidas de los seres mortales. Aunque procuramos ser dignos y arrepentirnos de nuestros pecados, al final somos, de una forma u otra, siervos improductivos (véase Mosíah 2:21). A la vista de nuestras debilidades y nuestros defectos recurrentes, ¿cómo podemos recibir las numerosas bendiciones de la Expiación? ¿Cómo podemos recibir sus poderes purificadores, o la paz, el socorro o la libertad? ¿Cómo se producen la perfección y la exaltación de un ser imperfecto? Nefi nos da la respuesta: «sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos» (2 Nefi 25:23). Este pasaje bien podría leerse de la siguiente manera: «sabemos que es por la gracia por la que nos exaltamos, después de hacer cuanto podamos». Algunos no han entendido este pasaje correctamente y suponen que la Expiación aporta el poder purificador, mientras que nuestras obras exclusivamente proporcionan el poder perfeccionador; y así, codo con codo, se alcanza la exaltación. Pero esta interpretación no es correcta. Es cierto que la Expiación proporciona el poder purificador. Asimismo, es también verdad que las obras son un ingrediente necesario del proceso de perfeccionamiento. Dicho esto, sin la Expiación, sin la gracia, sin el poder de Cristo, todas las obras del mundo se quedarían cortas, muy cortas, a la hora de perfeccionar incluso a un único ser humano. Las obras deben ir acompañadas de la gracia, tanto para perfeccionar como para purificar a una persona hasta alcanzar la exaltación. Dicho de otra manera, la gracia no es solamente necesaria para limpiarnos; también la necesitamos para perfeccionarnos. El diccionario de la Biblia SUD en inglés define la gracia como «medio divino de ayuda o fortaleza» posibilitada por la Expiación. Y a continuación, añade que la gracia es un medio de «fortalecer y ayudar a hacer buenas obras que [el hombre] no podría mantener por sí solo». Y finalmente, el diccionario afirma que la gracia es «un poder que faculta», necesario para elevar al hombre por encima de sus debilidades y defectos, a fin de poder «obtener la vida eterna y la exaltación después de haber dedicado sus propios esfuerzos».1 En definitiva, la gracia es un don de poder divino, que la Expiación hace posible, y susceptible de transformar a un simple mortal con todas sus carencias en un dios con todas sus fortalezas; todo ello siempre y cuando hayamos hecho «cuanto podamos» (2 Nefi 25:23). Eso es exactamente lo que enseñó Pedro: «todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder [el de Cristo]» (2 Pedro 1:3; énfasis añadido). El principio divino que hay aprender es el siguiente: que Dios emplea sus poderes celestiales para exaltarnos, pero solamente en la medida en que hayamos hecho todo lo que humanamente hayamos podido hacer para lograr tal fin. El hermano de Jared aprendió este principio cuando le solicitó al Señor que iluminara las embarcaciones de los jareditas. El Señor pudo haberle dado la solución inmediatamente. Sin embargo, respondió: «¿Qué quieres que yo haga para que tengáis luz en vuestros barcos?» (Éter 2:23). Ante aquel reto divino, el hermano de Jared concibió y puso en práctica un plan ingenioso: fundió de la roca dieciséis piedras transparentes que llevó al Señor, a quien le solicitó que las tocara «para que [brillaran] en la obscuridad» (Éter 3:4). Cuando el hermano de Jared hubo puesto sus mejores esfuerzos, la puerta a los poderes celestiales se abrió de par en par. El levantamiento de Lázaro de entre los muertos ilustra de manera dramática esta misma ley celestial. El Salvador se acercó a la tumba o cueva en la que el cuerpo de Lázaro llevaba depositado cuatro días. Les mandó a los más cercanos que quitaran la piedra que cubría la entrada. Entonces en alta voz gritó: «¡Lázaro, ven fuera!» (Juan 11:43), y las Escrituras indican que «el que había estado muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario» (Juan 11:44). En ese momento, Jesús mandó a los que miraban que desataran a Lázaro. Cabe preguntarse, «¿Por qué no quitó Jesús la piedra con una demostración de su poder? ¿Por qué no desató él mismo el cuerpo revivido?». Su respuesta fue una demostración de la ley divina de economía, es decir, que hemos de hacer cuanto podamos y cuando hayamos llegado a nuestros límites, cuando hayamos gastado todas nuestras energías mentales, morales y espirituales, entonces intervienen los poderes del cielo. Como el hombre podía retirar la piedra y desatar el cuerpo, debía hacerlo, pero solamente el poder de Dios era capaz de levantar a los muertos. En consecuencia, solamente el último acontecimiento contó con la intervención divina directa. El mismo principio rige nuestra exaltación. En ciertas ocasiones, nuestros mejores esfuerzos, por extraordinarios que sean, sencillamente no bastan. No se trata únicamente de una cuestión de tiempo y esfuerzo (en otras palabras, si hemos dedicado la cantidad de tiempo suficiente y hemos estado dispuestos a poner de nuestro esfuerzo, a la larga acabaremos convirtiéndonos en dioses); hace falta más. También es una cuestión de capacidad. ¿Podemos por nosotros mismos, sin ayuda de medios artificiales, volar por los aires? Puede que tengamos la necesidad imperiosa de hacerlo. Podemos saltar desde lo alto de un acantilado y acometer la empresa de volar con una voluntad de hierro; puede que nuestros bíceps sean extraordinariamente grandes; podemos hacer girar los brazos a una velocidad impresionante; puede que incluso tengamos un doctorado en aerodinámica… pero acabaremos cayendo de todas formas. Si deseamos desplazarnos igual que Dios, algún poder externo debe transformar nuestros cuerpos físicos en cuerpos hechos de material celestial. ¿Podemos adquirir por cuenta propia la sabiduría de Dios? ¿Y si a lo largo de las eternidades nos leyéramos todos y cada uno de los libros existentes, domináramos toda ecuación matemática y conquistáramos todos los idiomas? ¿Estaríamos entonces a la par con Dios intelectualmente? ¡La respuesta es un sonoro «no»! Todavía nos encontraríamos limitados por una mente finita, todavía tendríamos la restricción de un número limitado de pensamientos en un momento dado. El Señor hizo referencia a esta desigualdad: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos (…). Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:8–9). El rey Benjamín se hizo eco de esta realidad: «creed que el hombre no comprende todas las cosas que el Señor puede comprender» (Mosíah 4:9). En algún momento, de alguna manera, en algún lugar, «nos será añadido». Hemos de recibir una dotación divina a fin de poder mantener múltiples, incluso infinitos, pensamientos de forma simultánea. Solamente entonces podrá nuestra mente empezar a ser como la de Dios. No podemos ser como Dios sin esa dotación: esencialmente, una manifestación de gracia. Y esa gracia es posible por la Expiación de Jesucristo. Esa fue la promesa que Enoc comprendió y le expresó a Dios de la siguiente manera: «tú me has creado y me has dado derecho a tu trono, y no de mí mismo, sino mediante tu propia gracia» (Moisés 7:59). Nuestra aceptación de la Expiación abre un tesoro de poderes espirituales que «añaden» y confieren al hombre rasgos divinos que no pueden generarse exclusivamente a partir de fuentes internas. Es en ese momento que se cumple el objetivo máximo de la Expiación: somos «uno» con Dios (la cualidad redentora) y «uno» como Dios (la cualidad exaltadora). Esa fue la promesa de Juan a los «hijos de Dios»: «cuando él aparezca, seremos semejantes a él» (1 John 3:2; énfasis añadido), no solo estaremos con él. Ciertos poderes de la Expiación nos limpian y nos hacen dignos de estar en la presencia de Dios y ser uno con él. Dichos poderes purificadores purgan nuestras almas y nos dejan inocentes (es decir, sin pecado), pero inocencia no es sinónimo de perfección. La inocencia es la entrada al sendero recto y angosto; la perfección es el destino. Un bebé recién nacido es puro e inocente, pero ciertamente carece de perfección, entendida esta como la posesión de todos los poderes de la divinidad. El Salvador era puro e inocente al nacer, pero incluso él creció gracia sobre gracia hasta alcanzar la plenitud de la deidad. Las Escrituras narran que el Salvador «no recibió de la plenitud al principio, sino que continuó de gracia en gracia hasta que recibió la plenitud» (DyC 93:13). Joseph F. Smith se refirió a este viaje progresivo de Cristo: «Aun el propio Cristo no fue perfecto al principio; (…) no recibió la plenitud al principio, sino creció en fe, en conocimiento, entendimiento y gracia, hasta que recibió la plenitud».2 Es por la gracia que esos poderes facilitadores, dotadores, exaltadores de la Expiación —aportados gradualmente, línea por línea—, transforman al hombre en un dios. El Salvador dio testimonio de ello. Él nos exhortó a que escucháramos el mensaje de Juan relativo a la gracia, a fin de que viniéramos al Padre en Su nombre «en el debido tiempo [recibir] de su plenitud» (DyC 93:19). Entonces describió la manera en que alcanzamos la plenitud: «Porque si guardáis mis mandamientos, recibiréis de su plenitud y seréis glorificados en mí como yo lo soy en el Padre; por lo tanto, os digo, recibiréis gracia sobre gracia» (DyC 93:20). Línea por línea, gracia sobre gracia, gradualmente, seremos uno, como el Hijo y el Padre son uno. Eso es exactamente lo que enseñó el profeta José: «vosotros mismos tenéis que aprender a ser Dioses, (…) como lo han hecho todos los Dioses antes de vosotros, es decir, por avanzar de un grado pequeño a otro, y de una capacidad pequeña a una mayor; yendo de gracia en gracia, de exaltación en exaltación, hasta que logréis (…) morar en fulgor eterno y sentaros en gloria, como aquellos que se sientan sobre tronos de poder infinito».3 ¿CÓMO RECIBE LA GRACIA UN MORTAL? ¿Y cómo se nos transfiere esta gracia? ¿Cómo transmite Dios cualidades y poderes divinos a un simple mortal? El medio para la transferencia de los poderes y los rasgos divinos de un ser divino a un hombre corriente es el Espíritu Santo. En una cita clásica, el élder Parley P. Pratt describe su poder refinador y perfeccionador: «El don del Espíritu Santo … estimula todas las facultades intelectuales, incrementa, amplia, despliega y purifica todas las pasiones y afectos naturales y los adapta, por el don de la sabiduría, a su uso legítimo. Inspira, desarrolla, cultiva y madura las finas compasiones, gozos, gustos, afinidades y afectos de nuestra naturaleza. Inspira virtud, amabilidad, bondad, ternura, mansedumbre y caridad. Desarrolla la belleza de la persona, de la forma y de los rasgos. Se inclina hacia la salud, el vigor, el ánimo y el sentimiento social. Estimula todas las facultades físicas e intelectuales del hombre. Fortalece y tonifica los nervios. En pocas palabras, es, por decirlo así, refrigerio para los huesos, gozo para el corazón, luz para los ojos, música para los oídos y vida para todo el ser».4 Todas estas cualidades divinas, tan elocuentemente expresadas por el élder Pratt, se etiquetan en las Escrituras como «dones espirituales» o «dones del Espíritu». ¿QUÉ SON LOS DONES DEL ESPÍRITU? Los dones del Espíritu son, efectivamente, investiduras de rasgos divinos; y así, a medida que adquirimos estos dones, nos volvemos partícipes de la naturaleza divina. Cada uno de estos dones es una manifestación de alguna cualidad celestial. A través del Espíritu Santo, cada uno de estos dones puede serle conferido a un ser imperfecto y ayudarle de esta forma en su búsqueda de la divinidad. El élder Orson Pratt enseñó que estos dones no se han dado solamente para contribuir a la conversión de los gentiles, sino que también están para el perfeccionamiento de los Santos: «Es una idea absolutamente errada que estos dones se dieron tan solo para el convencimiento de los incrédulos. Pablo afirma expresamente que los dones otorgados por nuestro Señor tras su ascensión eran para otros fines (…). Estos, junto con muchos otros dones, se dieron, no solamente para establecer la verdad del cristianismo, como afirma Pablo: ‘a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo’ (…). »En estas declaraciones descubrimos los propósitos que el Señor tiene en mente, al conceder estos dones a los hombres. Se afirma que un propósito es ‘perfeccionar a los santos (…)’. El único plan que Jesús ha trazado para el cumplimiento de este gran propósito, se lleva a cabo a través de los dones espirituales. Cuando los sobrenaturales dones del Espíritu cesan, los Santos cesan de perfeccionarse, por lo cual no pueden tener esperanzas de obtener una salvación perfecta. (…) »¿Ha dicho Jesús en algún lugar de Su mundo que Su plan para perfeccionar a los Santos cesaría, y que la humanidad idearía un plan mejor? Si no es así, ¿por qué entonces no habríamos de preferir el plan del Salvador por encima de todos los demás? ¿Por qué prescindir de los poderes y los dones del Espíritu Santo, que estaban concebidos, no solamente para el convencimiento de los incrédulos, sino para el perfeccionamiento de los creyentes? En toda nación y en toda época en que haya habido creyentes, deben existir los dones para perfeccionarlos; de lo contrario, no estarían en absoluto preparados para la recepción de poderes y glorias del mundo eterno aún mayores. De no haber incrédulos en la tierra, todavía habría idéntica necesidad de los dones milagrosos presentes entre los primeros cristianos; ya que si el mundo entero estuviera compuesto de creyentes en Cristo no podrían perfeccionarse de ninguna manera sin estos dones».5 Los dones del Espíritu se tratan con largueza en 1 Corintios 12–14, Doctrina y Convenios 46 y Moroni 10. Evidentemente, su importancia es tal que Dios está ansioso por que este mensaje se enseñe repetidamente en cada uno de los libros de Escritura sagrada. Los profetas han dejado claro que tales dones, en su plenitud, están reservados a los fieles de la Iglesia. Pablo dio comienzo a su discurso sobre los dones diciendo: «Y acerca de los dones espirituales, no quiero, hermanos, que seáis ignorantes» (1 Corintios 12:1). Pablo dirigía su carta a los santos de Corinto y de ahí que se refiriera a ellos como «hermanos». El encabezamiento del capítulo apoya esta conclusión: «Los dones espirituales están presentes entre los santos» (1 Corintios 12). La sección 46 de Doctrina y Convenios enseña el mismo principio. Las palabras con las que abre dicha sección son: «Escuchad, oh pueblo de mi iglesia» (DyC 46:1). Esta sección revela que los dones son para los que «guardan todos mis mandamientos» (DyC 46:9) y añade a continuación esta reconfortante posdata: «y de los que procuran hacerlo» (DyC 46:9). El Salvador también nos informa que estos dones «se dan a la iglesia» (DyC 46:10; énfasis añadido). En consonancia con esa interpretación, se describe al obispo como el que recibe el poder de discernir todos los dones a fin de evitar confusión entre los que se atribuyen falsamente la posesión de estos tesoros espirituales. Coherente también con estos relatos escriturarios, Moroni confirma que estos dones sagrados solamente «se dan a los fieles» (Moroni 10, encabezamiento del capítulo), de nuevo en referencia a los fieles activos y devotos de la Iglesia. Todo esto parece razonable, dado que estos dones «se dan a los hombres por las manifestaciones del Espíritu» (Moroni 10:8), es decir, el Espíritu Santo. Por esa razón se denominan dones del Espíritu, porque su origen, su influencia sustentadora y sus cualidades facilitadoras emanan en su totalidad del Espíritu Santo. Puesto que el don del Espíritu Santo se otorga solamente a los fieles bautizados en la Iglesia, la conclusión lógica es que los frutos y los dones de ese Espíritu se dan en su plenitud solamente a los fieles bautizados. El élder Bruce R. McConkie enseñó este mismo principio: «Los hombres deben recibir el don del Espíritu Santo antes de que un integrante de la Trinidad pueda morar con ellos y dar comienzo al proceso sobrenatural de distribución de los dones entre ellos. (…) Así, los dones del Espíritu son para los creyentes, los fieles y los justos; están reservados para los santos de Dios».6 Con esto no se pretende dar a entender que otras personas no tienen fe para ser sanados, ni sabiduría, ni amor, ya que esas cualidades pueden desarrollarse hasta cierto punto en virtud de la luz de Cristo, la cual ilumina a toda alma, y del mismo modo por esas manifestaciones del Espíritu Santo que pueden descender temporalmente sobre una persona sin bautizar. Hay muchas personas buenas y honorables fuera de la iglesia de Cristo que dan muestra de virtudes divinas. Pero la fe en su máxima plenitud y en su medida más duradera, esa fe que mueve montañas, cierra las fauces de los leones y sofoca la virulencia del fuego; esa sabiduría que duplica la mente y la voluntad del Señor; y esa caridad que se asemeja al amor puro de Cristo… Estos y todos los demás atributos divinos en su máxima y más grandiosa expresión, en sus proporciones divinas plenas e ilimitadas, solamente se dan mediante el don del Espíritu Santo. Y vienen a los que han abrazado al Salvador y su sacrificio expiatorio y que han dado testimonio de ello mediante el bautismo y la recepción del Espíritu Santo. Razonar otra cosa sugiere que podríamos desarrollar una virtud hasta su absoluta perfección sin el don del Espíritu Santo y que, de ser posible el desarrollo de esa virtud, entonces se podría mantener que es posible otro tanto con todas las virtudes. De existir un estado de cosas semejante, podríamos alcanzar la condición de Dios sin el don del Espíritu Santo, lo cual es un imposible espiritual. El hecho de si la Expiación misma es o no la fuente de estos dones espirituales no parece haber sido revelado aún en las Escrituras, pero ciertamente su disponibilidad parece estar condicionada a nuestra fe en ese acto divino y nuestra aceptación demostrada del mismo. La recepción por nuestra parte de la Expiación es la clave para liberar estos dones y todos sus poderes facultadores, pues es la Expiación la que nos purifica y nos prepara para ser receptores aptos. Los discursos doctrinales que se hallan en 1 Corintios 12–14, Doctrina y Convenios 46 y Moroni 10 detallan los diversos dones del Espíritu. Estos pasajes hacen referencia al don de la sabiduría, el don de una fe sumamente grande, el don de sanar, el don de la caridad, el poder de obrar poderosos milagros, el don de administración, entre otros. La enumeración de ciertos dones por parte de los profetas nunca tuvo la finalidad de proporcionar una lista exhaustiva; más bien se trata de una muestra representativa. El élder McConkie enseñó: «Estos dones son infinitos e interminables en sus manifestaciones, porque Dios mismo es infinito e interminable».7 Ciertamente, cualidades divinas como la paciencia, la humildad, la integridad, la bondad y el altruismo, los cuales no mencionan los profetas en los capítulos antedichos, son también dones espirituales dignos de obtenerse. El élder Marvin J. Ashton describió algunos de estos «dones no tan evidentes, pero que sin embargo son reales y valiosos», como el «don de escuchar», el «don de preocuparse por el prójimo» y el «don de la capacidad para la meditación».8 El presidente de estaca tiene la responsabilidad de revisar periódicamente las bendiciones patriarcales que emite el patriarca de su estaca. En el desempeño de este deber, descubrí que esas bendiciones estaban llenas de dones que ni Pablo ni Moroni nombran concretamente. Entre ellos estaban el don de la compasión, el don de la música y el don de la mansedumbre. Pablo solamente cita algunos de los dones espirituales para concluir que el más grande de todos es el don de la caridad: «Y ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Corintios 13:13). Mormón define la caridad como «el amor puro de Cristo» (Moroni 7:47; véase también Moroni 8:17). Semejante cualidad es la quintaesencia de la divinidad. No es de extrañar que Mormón nos implorara «al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis llenos de este amor». ¿Por qué? «Para que lleguéis a ser hijos de Dios; para que cuando él aparezca, seamos semejantes a él» (Moroni 7:48). Ese es todo el propósito de la vida, el objetivo primordial de la Expiación: ayudarnos a volver a él y ser como él. A medida que adquirimos los dones del Espíritu, la brecha entre el hombre y Dios se estrecha, ya que con cada don que adquirimos avanzamos en el sendero que lleva a la divinidad. ¿Sorprende acaso que el Señor quiera que procuremos estos dones con una férrea determinación? LOS DONES DEL ESPÍRITU SUPERAN DEBILIDADES Benjamin Franklin creó un plan sistemático para lograr la perfección. Aunque procuró seguirlo diligentemente, Franklin recordó sus frecuentes recaídas en viejos hábitos, su falta de progreso y, finalmente, estar a punto de adoptar la firme determinación de «abandonar mi intento, y contentarme con una naturaleza defectuosa». Tales pensamientos le recordaron al hombre que le llevó un hacha al herrero y «expresó el deseo de que toda su superficie estuviera tan bruñida como el filo. El herrero aceptó pulirla hasta sacarle el brillo deseado por el hombre si este accedía a hacer girar la piedra; y así la hizo dar vueltas, mientras el herrero presionaba la superficie ancha del hacha con suma presión y gran fuerza contra la piedra, lo cual hizo que la tarea de hacer girar dicha piedra fuera sumamente gravosa. El hombre acudía de vez en cuando para ver cómo iba el trabajo, y pasado un tiempo tomó su hacha como estaba, sin seguir puliéndola. ‘No’, exclamó el herrero, ‘siga dándole vueltas, siga dándole vueltas; enseguida la tendremos brillante; ahora mismo, sigue estando manchada’. ‘Sí’ replicó el hombre, ‘es que creo que me gustan más las hachas con manchas’».9 Quizá haya algunos que se hayan conformado con una vida llena de manchas, que hayan encontrado que es más fácil aceptar el statu quo espiritual en lugar de ejercer el esfuerzo exigido para hacer brillar la totalidad de sus vidas. Sin duda hay algunos que creen poseer debilidades y flaquezas irremediables, defectos espiritual incurables, temperamentos indomables, rencores irreprimibles, o una falta de fe inconquistable. Muchas de estas almas buenas pueden haberse topado con una «meseta espiritual». «Es mi naturaleza», dicen. Pero las palabras del Señor a Moisés resuenan en nuestras mentes una y otra vez: «¿Quién dio la boca al hombre?». (Éxodo 4:11). ¿No puede Dios, el creador de todos, formar, modelar, añadir, modificar y ayudar a vencer cualquier debilidad que aqueje a cualquier persona fiel y humilde? ¿No fue esa la promesa del Santo mismo? El presidente George Q. Cannon se refirió a las carencias del hombre y a la solución divina. Reconoció el vínculo entre los dones espirituales y la divinidad. Elocuente y fervientemente exhortó a los santos a que vencieran cada debilidad manifestada mediante la adquisición de un don revocador de fortaleza, conocido como un don del Espíritu. Dijo lo siguiente: «Ningún hombre debería decir: ‘Oh, no puedo evitarlo; es mi naturaleza’. No está justificado en ello, y la razón es que Dios ha prometido otorgar la fuerza para corregir estas cosas, y dar los dones que las erradicarán (…). »Él desea que Sus santos se perfeccionen en la verdad. Para este fin, les da estos dones, y confiere a aquellos que los procuran, a fin de que puedan ser un pueblo perfecto sobre la faz de la tierra, pese a sus numerosas debilidades, porque Dios ha prometido otorgar los dones necesarios para su perfección. (…) »Si alguno de nosotros es imperfecto, es nuestro deber orar solicitando el don que nos hará perfectos. ¿Tengo yo imperfecciones? Estoy lleno de ellas. ¿Cuál es mi deber? Orar a Dios que me de los dones que corregirán dichas imperfecciones. Si soy un hombre iracundo, es mi deber orar pidiendo caridad, que es sufrida y benigna. ¿Soy un hombre envidioso? Es mi deber pedir caridad, que no tiene envidia. Y así con todos los dones del Evangelio. Esa es su finalidad».10 ¿CÓMO ADQUIRIMOS LOS DONES DEL ESPÍRITU? Si los dones del Espíritu son el medio por el que nos perfeccionamos, ¿cómo podemos acelerar nuestra adquisición de estos dones? Pablo pronuncia su discurso sobre los dones espirituales y a continuación resalta la manera en que pueden obtenerse: «Procurad, pues, los mejores dones» (1 Corintios 12:31). O sea, no os contentéis con un único don (pues todo santo recibe por lo menos un don), sino que procurad los «mejores» dones del Espíritu; y a medida que lo hagamos en una búsqueda ordenada y persistente —procurando diligentemente al mismo tiempo las demás bendiciones de la Expiación—, el Señor nos guiará por el sendero que lleva a la divinidad. El élder McConkie reconoció la absoluta necesidad de este empeño: «Se espera que las personas fieles busquen los dones del Espíritu con toda la fuerza de su corazón».11 Pablo mismo estaba esforzándose por alcanza el «premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Filipenses 3:14), y vuelve a subrayar la importancia de este tema: «Seguid la caridad y procurad los donesespirituales» (1 Corintios 14:1). Moroni, hablando directa y francamente a nuestra generación, reitera el mandato: «Y otra vez quisiera exhortaros a que vinieseis a Cristo, y procuraseis todabuena dádiva» (Moroni 10:30; énfasis añadido). Y el mismo consejo recibió el profeta José para nuestra dispensación: «buscad diligentemente los mejores dones, recordando siempre para qué son dados» (DyC 46:8). El Señor, en su bondad sin límites, busca ansiosamente derramar estos dones espirituales sobre nosotros. Es su forma de impartirnos algunos de los atributos de la divinidad. En algunos aspectos, estos dones son como una mina de oro espiritual a nuestro alcance, la cual permanece sin explotar si no llevamos a cabo el proceso de extracción. Pero ¿cómo sacamos provecho de la mina de oro y adquirimos estos dones del Espíritu que pueden estar escapando a nuestra mano, estos dones que nos refinan, nos ennoblecen y, en última instancia, incluso nos perfeccionan? Ciertamente, la obediencia a la palabra de Dios es necesaria, pero es insuficiente por sí sola. Existe otro requisito previo —quizá más sutil—: tenemos que pedir. Hemos de desear los dones tan fervientemente que esta búsqueda sea una lucha constante e incesante. Mormón sabía que una solicitud informal nunca sería suficiente. En referencia al don de la caridad, dijo que hemos de «pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis llenos de este amor» (Moroni 7:48). Esto recuerda a uno de los estudiantes que se habían graduado con el número uno de su promoción en una universidad de élite. Había otros con coeficientes intelectuales más altos, otros con genios creativos más desarrollados. Cuando se le preguntó cómo los había superado a todos, él respondió: «Acerca de los demás, no sabría decirle, solamente sé que a mí esto me importaba muchísimo». En algún lugar, en algún momento, ese nivel de interés tiene que salir a la luz. La obediencia pura y la resistencia silenciosa no bastan. Debe haber un deseo ardiente, un tender la mano, una búsqueda, en breve: un ejercicio exhaustivo de nuestras energías espirituales, intelectuales y emocionales combinadas, todo centrado en la obtención de estos dones divinos. El Salvador prometió una y otra vez «Pedid, y se os dará» (Mateo 7:7). Después de enseñar a los nefitas acerca de la fe, el arrepentimiento, el bautismo y el poder santificador del Espíritu Santo, Jesús les dio este mandamiento divino: «¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy». Esta era su invitación para que los nefitas llegaran a ser perfectos. A continuación, señaló los medios para alcanzar semejantes alturas: «cualesquiera cosas que pidáis al Padre en mi nombre, os serán concedidas» (3 Nefi 27:27–29). ¿Y qué es lo que hay que pedir? Ayuda con todas nuestras necesidades, incluido aquello que refina y perfecciona, principalmente los dones del Espíritu. Hugh Nibley hizo esta afirmación destacable: «Los dones [espirituales] no son evidentes hoy en día, excepto uno de ellos, que vemos a la gente solicitar: el don de sanar. Lo solicitan con buenas intenciones y corazones sinceros, y de verdad tenemos ese don, porque estamos desesperados y nadie más puede ayudarnos. (…) »En lo que respecta a estos otros dones: ¿con cuánta frecuencia los pedimos? ¿Con cuánta diligencia los buscamos? Podríamos tenerlos, si los pidiéramos, pero no lo hacemos. ‘Pues bien, ¿quién los niega?’ Cualquiera que no los pida «.12 Las consecuencias de las peticiones justas y persistentes son asombrosas. ¿Quién podría haber tenido más fe que los Doce originales? Sin embargo, acudieron al Salvador y le imploraron, «Auméntanos la fe» (Lucas 17:5). Qué petición más admirable. Era una solicitud sencilla y sincera para la concesión del don del que habló Moroni: «una fe sumamente grande» (Moroni 10:11). ¡Y qué fe produjo el acto de pedirla! Cuando David, el poderoso rey de Israel, murió, su hijo y heredero Salomón ascendió al trono. Salomón, quien probablemente contaba veintipocos años de edad, se sintió abrumado por la responsabilidad que había recaído sobre sus hombros. Se sentía incapaz. En esa situación, alzó su voz al Señor diciendo: «No sé cómo gobernarlos, y no sé cómo entrar ni salir, y yo, tu siervo, soy muy joven, y tu siervo está en medio del pueblo al que tú escogiste; un pueblo grande que no se puede contar ni numerar por su multitud. (…) ¿quién podrá gobernar a este pueblo tuyo tan grande?» (TJS, 1 Reyes 3:8–9). La carga abrumadora de la corona pesaba como una losa sobre él. Sin duda en su nación escogida había muchos con más edad y más sabiduría que él. ¿Cómo podía gobernar a un pueblo tan grande como ese? De modo que imploró al Señor que le concediera un corazón con entendimiento. ¿Y cómo reaccionó el Señor a esta petición? «Y le agradó al Señor que Salomón pidiese esto» (1 Reyes 3:10). Puesto que había deseado y pedido este don en rectitud, le fue concedido su deseo. El Señor le dio un corazón con entendimiento. Y según el relato de las Escrituras, «Dios dio a Salomón sabiduría y entendimiento muy grandes, y grandeza de corazón como la arena que está a la orilla del mar. (…) Y fue más sabio que todos los hombres» (1 Reyes 4:29, 31). Con el don de la sabiduría, la mente de Salomón empezó, aunque no totalmente, a ser partícipe de la mente de Dios, y así los efectos de la Expiación —el proceso de «unificación» del hombre y Dios— fueron operativos. Los dones del Espíritu, accesibles solamente gracias a la Expiación, se convirtieron en el medio de facilitar esa potenciación espiritual. LA RELACIÓN ENTRE LA GRACIA, LOS DONES Y LA DIVINIDAD El capítulo 10 de Moroni contiene su mensaje final, es su última «conferencia magistral» dirigida las generaciones de esta dispensación. Moroni vio nuestra época con la visión perfecta del futuro que da la experiencia propia: «He aquí, os hablo como si os hallaseis presentes, y sin embargo, no lo estáis. Pero he aquí, Jesucristo me os ha mostrado, y conozco vuestras obras» (Mormón 8:35). Con esa visión, ¿cuál sería su despedida final a esta generación que conocía tan íntimamente? ¿Qué consejo podía darles que los ayudara, que los salvara, que los exaltara? Moroni 10 es la respuesta. Moroni describe ciertos dones del Espíritu y concluye con la fórmula espiritual que nos hará como Dios: «Y otra vez quisiera exhortaros a que vinieseis a Cristo, y procuraseis toda buena dádiva [es decir, los dones del Espíritu y las otras bendiciones de la Expiación]. (…) »Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con todo vuestro poder, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia seáis perfectos en Cristo; (…) »Y además, si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo y no negáis su poder, entonces sois santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo, que está en el convenio del Padre para la remisión de vuestros pecados, a fin de que lleguéis a ser santos, sin mancha» (Moroni 10:30, 32, 33; énfasis añadido). El capítulo 10 de Moroni es la última disertación doctrinal del Libro de Mormón. Define la relación entre la gracia, los dones y la divinidad. La gracia que fluye del sacrificio expiatorio del Salvador abre la puerta al camino divino; los dones son el vehículo; la divinidad, el destino. Por la gracia de Dios vienen los dones, y con su adquisición, emerge la deidad. NOTAS 1. «LDS Bible Dictionary», 697. 2. Smith, Doctrina del Evangelio, 65. 3. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 428–29. 4. Pratt, Key to the Science of Theology and a Voice of Warning, 61, en L. Tom Perry, «Ese espíritu que induce a hacer lo bueno», Liahona, abril de 1997. 5. Pratt, Orson Pratt’s Works, 1:96–97; énfasis añadido. 6. McConkie, New Witness, 370, 371. Orson Pratt enseñó otro tanto: «Aquí damos [a los que buscan la verdad sinceramente] un signo infalible con el cual pueden diferenciar siempre el reino de Dios de todos los demás reinos. Dondequiera que se disfruten los milagrosos dones del Espíritu Santo, existe el reino de Dios[;] dondequiera que no se disfruten estos dones, el reino de Dios no existe» (Pratt, Orson Pratt’s Works, 1:76). 7. McConkie, New Witness, 270. 8. Ashton, Measure of Our Hearts, 17. 9. Franklin, Benjamin Franklin, 83. 10. In Ashton, Measure of Our Hearts, 24–25; énfasis añadido. 11. McConkie, Doctrina Mormona, 225. 12. Nibley, Of All Things, 5; énfasis añadido. Capítulo 24 ¿QUÉ RELACIÓN TIENEN LAS ORDENANZAS CON LA EXPIACIÓN? LA ESENCIA ESPIRITUAL DE TODA ORDENANZA Hace algunos años, el gerente de nuestro despacho de abogados depositó por error dos de mis pagos de nómina en la cuenta bancaria de mi secretaria. Al poco recibí una llamada embarazosa del banco. Habían rechazado mis cheques por no tener fondos suficientes. Por buenas que hubieran sido mis intenciones, no había habido el dinero necesario en mis cuentas en el momento justo para cubrir las cantidades de los cheques emitidos. De manera semejante, si no hubiera habido Expiación, todo bautismo, todo matrimonio, toda ordenanza sería como un cheque extendido con cargo a una cuenta vacía. Sencillamente, no habría fondos para pagar la suma exigida para limpiarnos en el momento del bautismo, para sellarnos en el momento de celebrarse el matrimonio, ni para resucitar en la Segunda Venida. Sin la Expiación, todas las ordenanzas del Evangelio podrían tener un sello que dijera «Sin fondos», en negrita y en grandes letras. La Expiación es lo que aporta la vida, el aliento y la esencia a cada principio y ordenanza del Evangelio. Es el banco espiritual, la carta de crédito que nos permite retirar los fondos necesarios para el rescate y satisfacer así las demandas de la justicia. A este respecto, el élder George F. Richards enseñó: «Las ordenanzas del Evangelio poseen una virtud intrínseca en razón de la sangre expiatoria de Jesucristo, y sin ella, no habría virtud para la salvación en ellas».1 Por consiguiente, si deseamos entender mejor una ordenanza de salvación y su simbolismo, convendría preguntarse: «¿Qué relación guarda esta ordenanza con la Expiación de Jesucristo?». EL SACRIFICIO Y LAS OFRENDAS La primera ordenanza instituida entre los hombres fue el sacrificio de animales. Adán había recibido el mandato de ofrecer las primicias de su rebaño. Esta ordenanza estaba diseñada para dirigir los pensamientos y la atención del hombre al punto neurálgico de la historia: la Expiación. El ángel afirmó ante Adán: «Esto es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, el cual es lleno de gracia y de verdad» (Moisés 5:7). El Señor se apresuró a concentrar los esfuerzos espirituales, emocionales e intelectuales del hombre en ese acontecimiento de la mayor importancia. El sacrificio de animales fue uno de los primeros mandamientos de Dios al hombre mortal. La intención subyacente de la ordenanza sacrificial era dirigir los pensamientos y poderes reflexivos hacia la Expiación. Este era «el significado entero de la ley, pues todo ápice señala a ese gran y postrer sacrificio; y ese gran y postrer sacrificio será el Hijo de Dios, sí, infinito y eterno» (Alma 34:14; véase también Alma 13:16). Jacob enseñó: «guardamos la ley de Moisés, dado que orienta nuestras almas hacia él» (Jacob 4:5). Cuando las huestes de Israel ofrecían sus sacrificios, no obstante, uno se pregunta cuántos entendían de verdad el significado divino debajo del proceso mecánico. Desafortunadamente, muchos en Israel nunca entendieron las ordenanzas y los sacrificios relacionados con la misión del Salvador. Al parecer pensaban que en las ordenanzas mismas residía la salvación, sin el sacrificio de un redentor. Abinadí testificó a este respecto: «por tanto, les fue dada una ley; sí, una ley de prácticas y ordenanzas. (…) Y bien, ¿entendieron la ley? Os digo que no; no todos entendieron la ley; y esto a causa de la dureza de sus corazones; pues no entendían que ningún hombre podía ser salvo sino por medio de la redención de Dios» (Mosíah 13:30, 32; véase también Alma 33:19–20). Algunas almas erradas sabían de la necesidad de un Redentor, pero creían incorrectamente que la sangre de Abel, y no la sangre de Cristo, era el agente purificador. El Señor le mencionó esta herejía a Abraham: «Y Dios habló con [Abraham], diciendo, mi pueblo se ha apartado de mis preceptos, y no han mantenido mis ordenanzas, las que les di a sus padres; (…) y han dicho que la sangre del justo Abel fue derramada por los pecados; y no han sabido en lo que son responsables ante mí» (TJS, Génesis 17:4, 7; énfasis añadido). Retrospectivamente, parece increíble que un pueblo fuera capaz de entender la necesidad del sacrificio expiatorio, pero no pudiera conocer al cordero sacrificial. El rey Benjamín llegó a la misma conclusión trágica: «Y les mostró muchas señales, y maravillas, y símbolos, y figuras, concernientes a su venida; y también les hablaron santos profetas referente a su venida; y sin embargo, endurecieron sus corazones, y no comprendieron que la ley de Moisés nada logra salvo que sea por la expiación de su sangre» (Mosíah 3:15). El Señor le hizo una pregunta al Israel apóstata: «¿Para qué me sirve, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? (…) no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas ni de machos cabríos» (Isaías 1:11). Dicho de otra manera, los sacrificios en sí mismos carecen de sentido. No son un fin. Solamente adquieren sentido si sirven para centrar la mente y el corazón del oferente en el sacrificio expiatorio del Salvador. De no ser así, son una matanza y no un sacrificio; son repulsivos y no agradan al Señor. Uno se pregunta cómo es posible que para tantos resultara incomprensible la Expiación cuando día tras día, año tras año, incontables animales fueron sacrificados como prototipos del Expiador. ¿No vieron las masas en esta ordenanza preparada por Dios un prototipo sencillo y claro de la redención? De manera similar, ¿por qué solamente Daniel vio la manifestación divina «y no la vieron los hombres que estaban [con él]» (Daniel 10:7)? Cuando la multitud de las huestes del cielo prorrumpió en cánticos desde los dominios celestiales: «¡Gloria a Dios en las alturas!» (Lucas 2:14), ¿por qué tan solo un grupo selecto de pastores de los montes escuchó esas verdades gloriosas (Lucas 2:8–11)? Probablemente la estrella era visible para todos, pero ¿por qué fueron únicamente los magos quienes la siguieron desde Oriente? ¿Por qué no fueron multitudes desde aquellos horizontes lejanos? Allí estaba Saulo en el camino a Damasco, pero ¿por qué entre sus compañeros de viaje fue él en solitario el único que testificó plenamente del Señor resucitado? Porque los acontecimientos espirituales pueden discernirse solamente con los sentidos espirituales.2 Una y otra vez se reafirma esta verdad multisecular y de primera ley: los episodios proféticos y las ordenanzas espirituales pueden entenderse únicamente por medios espirituales. Cualquier intento de entender desprovisto del espíritu, sean cuales sean la capacidad cerebral, los estudios universitarios o la experiencia según el mundo, es sencillamente inútil. Afortunadamente, hay algunos que sí entendieron la importancia espiritual de los sacrificios. Durante cuatrocientos años, todo creyente que alzó el cuchillo para matar al primogénito de su rebaño puede haberse identificado por un instante con el Padre de todos nosotros. ¿Cuál de estos pastores podía hundir la hoja del cuchillo con gélida emoción en la carne cálida del cordero que había criado con amor —y en ocasiones, quizá incluso protegido contra los elementos y los enemigos— sin estremecerse siquiera cuando la sangre palpitante teñía su hoja de acero? En semejante ocasión, los corazones de la oveja y del pastor se veían desgarrados. Tan significativo como era el simbolismo de la ocasión, sin embargo, la lección perdurable no pertenecía a la mente, sino al corazón. Nunca podremos entender el ferviente simbolismo de este acontecimiento aplicando exclusivamente la fría lógica; hay que sentirlo. Todo ganadero que haya mirado al futuro con un Redentor en el horizonte pasaría por su propia catarsis espiritual, sentiría su propio corazón roto. Mediante esta experiencia, el oferente empezaría a sentir —por sutiles que fueran sus estremecimientos—, la profundidad del sacrificio que habría de producirse en el meridiano de los tiempos. La ordenanza antigua del sacrificio incluía todos los elementos y los símbolos necesarios para enseñar las verdades fundamentales de la Expiación. Las primicias del rebaño representaban al primogénito de la Deidad. El Salvador, como la ofrenda obligatoria en el Israel de la antigüedad, tenía que ser sin defecto (Éxodo 12:5; 1 Pedro 1:19). Ningún hueso podía quebrarse (Éxodo 12:46). El sacrificio debía «ser sin defecto para ser aceptado» (Levítico 22:21). La ofrenda había de ser voluntaria. Moisés declaró: «de su voluntad lo ofrecerá» (Levítico 1:3; véase también Éxodo 35:5). La sangre de ambos sacrificios (el animal y Cristo) debería derramarse (1 Pedro 1:19). Aarón recibió el mandamiento de «sobre los cuernos del altar [del sacrificio] hará Aarón expiación (…) con la sangre de la ofrenda por el pecado». El Señor pronunció entonces su bendición sobre la ofrenda: «será muy santo a Jehová» (Éxodo 30:10). La finalidad subyacente de estas ordenanzas se enseñó con claridad: «seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová» (Levítico 16:30). Para que nadie olvide el significado espiritual en el que se basan estas ordenanzas antiguas, Pablo ayudó aportando la perspectiva correcta: «Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados. En esa voluntad [a de Dios] somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez y para siempre. Así que todo sacerdote se presenta cada día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados. Pero Cristo, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio para siempre, se ha sentado a la diestra de Dios» (Hebreos 10:4, 10–12).3 La naturaleza de los poderes redentores de la Expiación tiene dos partes: primero, vencer la muerte física; y segundo, vencer la muerte espiritual. La ordenanza sacrificial simbolizaba el derramamiento de su sangre por parte de Cristo a fin de posibilitar la conquista de la muerte espiritual. Sin embargo, ¿existía una ordenanza u ofrenda antiguas que simbolizaran la conquista porvenir de la muerte física por parte de Salvador? La ofrenda de las primicias que de su tierra hacían los antiguos puede haber sido un símbolo de esta naturaleza.4 Moisés mandó: «Las primicias de los primeros frutos de tu tierra traerás a la casa de Jehová tu Dios» (Éxodo 23:19; véase también Éxodo 22:29). Salomón y Nehemías, en calidad de portavoces del Señor, darían más tarde instrucciones similares a su pueblo (Proverbios 3:9; Nehemías 10:35). Este simbolismo encajaba a la perfección con una sociedad dedicada al pastoreo. Cada estación era un recordatorio de la muerte y la vida. Cada hierba, cada ser vivo acabaría sucumbiendo a su naturaleza mortal. Con la absoluta certeza la tierra reclamaría a los suyos y cada estación engendraría, en un ciclo sin interrupción, nueva vida. Las primicias simbolizaban esa nueva vida. De manera similar, el arriendo de nuestro barro mortal por parte de la tierra sería temporal, no una propiedad perpetua. A su debido momento, nuestros tabernáculos mortales se levantarían de la tierra como nacen las primicias en su debida estación. Pablo, plenamente consciente de este simbolismo, habló de la resurrección del salvador en los siguientes términos, relacionados con lo anterior: «Pero ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos; y llegó a ser primicias de los que durmieron» (1 Corintios 15:20). La Escritura moderna confirma que la práctica antigua de ofrecer las primicias tenía implicaciones más amplias todavía. Los que honran a Dios y le obedecen serán honrados de igual manera como primicias cuando se alcen en la mañana de la primera resurrección. Así se encuentra reflejado en las Escrituras: «Ellos son de Cristo, las primicias, los que descenderán con él primero, y los que se encuentran en la tierra y en sus sepulcros, que son los primeros en ser arrebatados para recibirlo» (DyC 88:98). La ordenanza del sacrificio, combinada con la ofrenda de las primicias del campo, era un tipo de drama teológico concebido para enseñar a toda alma sensible que Cristo vendría para poner su vida sobre el altar y que se levantaría de la tumba posteriormente. Estas ofrendas de la antigüedad eran frecuentes y su simbolismo profundo. Eran recordatorios conmovedores y fervorosos de que el precio de la salvación solamente podía pagarse en el sacrificio de un Dios. EL BAUTISMO Las consecuencias dobles de la Expiación, a saber, la conquista de las muertes física y temporal, quedan simbolizadas en tándem en la singular ordenanza del bautismo. Pese a su aparente sencillez, el bautismo abunda en riqueza simbólica de gran profundidad. El bautismo simboliza la muerte, la sepultura y la resurrección de Cristo. Pablo enseñó que «los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte» (Romanos 6:3). Al entrar en las aguas del bautismo, representamos al hombre pecador que debe morir, o como dice Pablo: «nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho» (Romanos 6:6). Y la analogía se amplía más todavía: «somos sepultados juntamente con él para muerte por medio del bautismo» (Romanos 6:4; véase también Colosenses 2:12). Nuestra inmersión en el agua se corresponde con la sepultura de Cristo: el periodo de transición entre el viejo hombre y el hombre nuevo. Somos «bautizados según la manera de su sepultura, siendo sepultados en el agua en su nombre» (DyC 76:51). Cuando emergemos del agua, nos levantamos de una sepultura acuática, y salimos para andar «en vida nueva» (Romanos 6:4), puesto que «así también lo seremos en la de su resurrección» (Romanos 6:5). Así, la muerte, sepultura y resurrección de Cristo quedan simbolizadas en perfecta armonía. Cambiar el modo del bautismo de la inmersión a la aspersión, al vertido o a cualquier otra forma es menoscabar el simbolismo sencillo y profundo a la vez de esta ordenanza sagrada. Por ello el bautismo verdadero ha de llevarse a cabo única y exclusivamente por inmersión. Existen dos agentes purificadores naturales conocidos para el hombre: el agua y el fuego. El Evangelio de Felipe, uno de los hallazgos de Nag Hammadi, propugna esta verdad: «Es mediante el agua y el fuego que se purifica todo el lugar».5 Estos elementos son partes integrantes del bautismo y de su ordenanza complementaria, la recepción del don del Espíritu Santo. En el momento de su conversión, Pablo recibió el mandato: «Levántate, y bautízate y lava tus pecados» (Hechos 22:16). Las aguas del bautismo simbolizaban ese lavamiento. El fuego se reconoce igualmente como agente purificador, refinador y limpiador. Nefi enseñó: «entonces viene una remisión de vuestros pecados por fuego y por el Espíritu Santo» (2 Nefi 31:17). A través de José Smith, el Señor enseñó además que existía una interrelación entre las dos ordenanzas y sus respectivos símbolos: «declararás el arrepentimiento y la fe en el Salvador, y la remisión de pecados por el bautismo y por fuego, sí, por el Espíritu Santo» (DyC 19:31). Así vemos dos elementos limpiadores, el agua y el fuego, combinados en unisonancia de simbolismos para llevar acabo nuestra purificación. Sin embargo, no debemos permitir que los símbolos distorsionen la realidad: el agua no limpia el pecado y el «fuego» del Espíritu Santo no es la causa última de la purificación. Se trata de símbolos poderosos, pero son símbolos, al fin y a la postre. En palabras a Adán y su posteridad, el Señor aporta la interpretación acertada: «tendréis que nacer otra vez en el reino de los cielos, del agua y del Espíritu, y ser purificados por sangre, a saber, la sangre de mi Unigénito, para que seáis santificados de todo pecado» (Moisés 6:59; énfasis añadido; véase también Apocalipsis 1:5). Y otro tanto enseñó Juan: «la sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7). Todo se reduce siempre a la sangre de Cristo, Getsemaní, la Expiación. Orson F. Whitney puso los elementos del bautismo en su justa perspectiva: «Hay tres elementos en el bautismo: el agua, el espíritu y la sangre, aunque solamente se suele hace mención de dos de ellos, el agua y el espíritu. Sin la sangre expiatoria de Cristo, el bautismo no podría existir un bautismo de naturaleza salvadora».6 Es la Expiación de Jesucristo la que aporta el sentido profundo y la esencia espiritual a la ordenanza del bautismo; sin ella, todo el simbolismo del mundo sería en vano. LA SANTA CENA: EN MEMORIA SUYA Cuatro mil años antes de Cristo, los antiguos ofrecían sacrificios con la mira puesta en la Expiación prometida del Salvador. No obstante, en el transcurso de su última semana, con la inminencia de la noche en Getsemaní y el Gólgota, el Salvador sustituyó el sacrificio por la Santa Cena. Esta ordenanza simbolizaría la sangre y el cuerpo que él iba a entregar. Tiempo después se instituyó entre los nefitas y más tarde entre los santos de la Iglesia restaurada con el mandato de que tomaran los emblemas simbólicos con frecuencia. Brigham Young declaró: «Las generaciones vienen y van; no importa: los creyentes en Él tienen la obligación de comer el pan y beber el vino en memoria de Su muerte y Sus sufrimientos».7 En cierto sentido, la Santa Cena es una celebración conmemorativa en honor del Salvador que murió por nosotros. Es como si Kipling hubiera hablado Escritura cuando estos versos salieron de su pluma: El tumulto y el griterío fenecen; capitanes y reyes parten; Pero aún permanece tu sacrificio antiguo, un humilde y contrito corazón. Señor Dios de las huestes, permanece con nosotros un poco más, ¡Para que no olvidemos, para que no olvidemos!8 Así pues, para no olvidar, comemos y bebemos Sus emblemas a menudo. Esto es lo que enseñó Brigham Young: «¿Es esta costumbre [la Santa Cena] necesaria? Sí; porque tenemos tendencia a olvidar».9 Y la historia le da la razón. En tan solo una generación, tras la muerte de Josué, las Escrituras afirman que el pueblo ya había olvidado «la obra que él [Jehová] había hecho por Israel» (Jueces 2:10). Asimismo, las Escrituras continúan narrando que, apenas transcurrido un breve periodo de tiempo desde entonces, «no se acordaron los hijos de Israel de Jehová su Dios, que los había librado de todos sus enemigos de alrededor» (Jueces 8:34). Con qué celeridad se desdibujan nuestros recuerdos. Esa fue la observación hecha por Mormón mientras trabajaba en el compendio de las planchas de Nefi: «Así vemos cuán rápidamente se olvidan del Señor su Dios los hijos de los hombres» (Alma 46:8). En las aguas sagradas del bautismo hacemos convenio de tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo. Pero el Señor sabe que los mortales tienen tendencia a olvidar sus convenios a menos que se los recuerden constantemente. En tiempo del Antiguo Testamento, las personas no hacían un único sacrificio que durara toda su vida. Al contrario, se hacían sacrificios de manera constante a lo largo de la existencia de cada cual. ¿Y por qué? Pablo tenía la respuesta: «Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados» (Hebreos 10:3; énfasis añadido). Este fue el mensaje del Salvador al Israel de la antigüedad: «Acuérdate, no olvides» (Deuteronomio 9:7; véase también Salmos 105:5; 106:7). La mesa sacramental es el lugar donde se produce ese acto de «recordar nuevamente» los convenios bautismales. El Señor sabe que una de nuestras debilidades mortales son los fallos de la memoria. El Señor estaba deseoso de que los hijos de Israel no olvidaran que había dividido el río Jordán. A modo de recordatorio, se mandaba a todas las tribus que tomaran una piedra del río y la colocaran en un lugar del campamento previamente designado al efecto. El Señor entonces decretó: «estas piedras serán un monumento conmemorativo para los hijos de Israel para siempre» (Josué 4:7). Cada vez que ellos o sus descendientes miraban aquel monumento pétreo, este se convertía en un recordatorio tangible de que Dios los había librado en su momento de necesidad. Tales monumentos mantienen vivo el heroísmo de actos pretéritos. El alto obelisco del Monumento a Washington, la rotonda de mármol del Monumento a Jefferson, o la sencilla cruz blanca del Cementerio de Arlington… cada uno de estos monumentos inspira una profunda reflexión y una reverencia solemne por el pasado. De igual manera, la Santa Cena constituye un monumento a la Expiación de Cristo. La fiesta de la Pascua se instituyó en parte para recordarles a los israelitas que el ángel destructor pasó de ellos por la sangre de cordero que impregnaba los postes de sus puertas. Esta era la señal de la sangre del Mesías, que podía salvarles espiritualmente. A fin de que no olvidaran este episodio que salvó vidas en Egipto y el acontecimiento del que era la prefiguración, el Señor les mandó: «Y habréis de conmemorar este día, y lo celebraréis como fiesta solemne a Jehová durante vuestras generaciones» (Éxodo 12:14). Del mismo modo, la Santa Cena está pensada para constituir un recordatorio físico del amor y el poder salvífico de Dios por todas las generaciones. Cuando comemos y bebemos con verdadera intención, la Santa Cena atrae, canaliza y centra nuestros pensamientos espirituales en la esencia del Evangelio, la Expiación, simbolizada por el pan (símbolo de su cuerpo) y el agua (símbolo de su sangre). El Salvador enseñó esta verdad: «haced esto en memoria de mí. (…) Porque todas las veces que comáis este pan, y bebáis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga» (1 Corintios 11:24, 26). Es por esta razón que en las oraciones sacramentales se dice: «para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo», y a continuación, «para que lo hagan en memoria de la sangre de tu Hijo» (DyC 20:77, 79; véase también DyC 27:2). El élder Spencer W. Kimball afirmó: «Cuando busquen en el diccionario la palabra más importante, ¿saben cuál es? Debería ser ‘recordar’. Porque todos ustedes han hecho convenios —saben lo que tienen que hacer y cómo hacerlo—, nuestra necesidad más acuciante es recordar. Por eso todos acuden a la reunión sacramental todos los días de reposo».10 Semejante focalización en la vida del Salvador, y en particular en su Expiación, está orientada a producir un festín espiritual formidable. Brigham Young declaró: «El Señor ha plantado una divinidad en nuestro interior; y ese espíritu divino e inmortal precisa alimento. (…) Esa divinidad que llevamos dentro necesita alimento de la fuente de la que procedió».11 Dicho alimento puede encontrarse en la mesa sacramental. Pero el élder Melvin J. Ballard nos advierte que «hemos de acudir (…) a la mesa sacramental hambrientos».12 Algunos llegan al banquete todas las semanas con jarras, listos para llenarlas y beber hasta la última gota de vida eterna que se ofrezca. Otros, sin embargo, vienen con tazas, y otros incluso con recipientes de menor tamaño. Jedediah M. Grant opinó al respecto: «Muchos toman la Santa Cena mientras piensan ‘¿cuántas yuntas puedo conseguir para transportar piedra? ¿Me pregunto si esa hermana tiene un sombrero como el mío? o ¿puedo conseguir uno como el suyo? ¿Me pregunto si hará buen tiempo mañana o si va a llover, o a nevar?’ (…). Uno puede sentarse en este estrado y leer en sus mentes pensamientos como estos mirando sus rostros».13 Imagino que, si pudiéramos observar el barómetro celestial que lee y registra los pensamientos de cada persona durante esta ordenanza sagrada, tendríamos una medida muy precisa de la espiritualidad de cada cual. Cuando era joven, S. Dilworth Young asistió a una conferencia en que unos cuantos líderes del sacerdocio estaban presentes. Durante la reunión, el hermano Young se fijó en un hermano anciano que se encontraba sentado en uno de los bancos del fondo de la sala. Estaba dormido profundamente, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta de par en par. El hermano Young advirtió que había un tragaluz situado justo sobre la cabeza del caballero de edad avanzada. Le pasó por la cabeza una idea: si pudiera trepar hasta la claraboya, podría bolitas de papel desde arriba a la boca del señor y darle un susto de muerte. La idea era tan fascinante le mantuvo su mente ocupada el resto de la reunión. Finalmente, esta terminó y al ofrecerse la última oración, todos se levantaron para marcharse. El élder Young se encontró detrás de un hombre visiblemente conmovido. El hermano en cuestión se dirigió al hombre que tenía al lado y le dijo: ‘Menudo banquete espiritual hemos tenido hoy’. El élder Young se dijo a sí mismo: ‘Dilworth, ¿dónde has estado cuando se sirvió el banquete?».14 Todas las semanas se sirve un festín en la reunión sacramental. Los discursantes, los músicos y las oraciones son partes integrantes de esta reunión, pero no son el plato principal. La música puede resultar desafinada; los oradores, monótonos, pero los que acudan hambrientos a la mesa sacramental todavía pueden saciarse. Cualquier hombre o mujer que viene a la reunión sacramental con hambre y sed de alimento espiritual hallará refrigerio y nutrición para su alma. El Salvador prometió a los nefitas: «Y si os acordáis siempre de mí, tendréis mi Espíritu para que esté con vosotros» (3 Nefi 18:7). Más tarde, mediante la repetición, les prometió que todos los que coman y beban de sus emblemas adecuadamente: «su alma nunca tendrá hambre ni sed, sino que será llena» (3 Nefi 20:8). Cuando recordamos la Expiación y reflexionamos sinceramente sobre su sacrificio y su amor, nuestras almas se llenan de agradecimiento, paz y un sentimiento de autoestima que proviene de ser uno con el Salvador. El presidente Brigham Young enseñó: «Es una de las mayores bendiciones que podríamos disfrutar, venir ante el Señor, ante los ángeles y ante los demás, para dar testimonio de que recordamos que el Señor Jesucristo ha muerto por nosotros».15 El Señor les recordó a José y a Oliver de la necesidad constante de reflexionar así: «Mirad hacia mí en todo pensamiento; (…) Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies» (DyC 6:36–37). De algún modo, el acto mismo de recordar al Salvador y meditar acerca de su vida es, en sí mismo, un catalizador de bondad. Debe ser difícil, si no imposible, reflexionar con sinceridad acerca de la vida del Salvador y hacer el mal simultáneamente. Hacerlo así equivaldría a pedirle a alguien que avanzara y retrocediera al mismo tiempo. Cada vez que nos paramos a meditar sobre el Salvador, damos un paso espiritual hacia delante. Alguien dijo en una ocasión: «Recordar es la semilla de la gratitud». Pedro escribió su segunda epístola a los amados santos con la esperanza de poder «despertar» su «limpio entendimiento para que tengáis memoria» (2 Pedro 3:1–2; véase también 2 Pedro 1:13). Alma, reconociendo la fuerza conversora de la reflexión espiritual, les preguntó a los santos pasivos de Zarahemla: «¿habéis retenido suficientemente en la memoria la misericordia (…)» (Alma 5:6). El rey Benjamín, después de su sermón sobre la Expiación, le rogó a su pueblo: «¡oh hombre!, recuerda, y no perezcas» (Mosíah 4:30). El élder Marion G. Romney recordó que el presidente Wilford Woodruff dijo una vez «que, mientras se repartía la santa cena, podía verse cómo movía los labios silenciosamente mientras se repetía a sí mismo, una y otra vez: ‘me acuerdo de ti, me acuerdo de ti’».16 Helamán, un padre sabio, entendía el sencillo, pero profundo poder de recordar. Les dio a sus hijos los nombres de Nefi y Lehi; entonces, cuando alcanzaron la madurez les explicó por qué: «He aquí, hijos míos, quiero que os acordéis de guardar los mandamientos de Dios; y quisiera que declaraseis al pueblo estas palabras. He aquí, os he dado los nombres de nuestros primeros padres que salieron de la tierra de Jerusalén; y he hecho esto para que cuando recordéis vuestros nombres, los recordéis a ellos; y cuando os acordéis de ellos, recordéis sus obras; y cuando recordéis sus obras, sepáis (…) que eran buenos. Por lo tanto, hijos míos, quisiera que hicieseis lo que es bueno, a fin de que se diga, y también se escriba, de vosotros, así como se ha dicho y escrito de ellos» (Helamán 5:6–7). Helamán sabía que cuando sus hijos pensaran en las vidas y las buenas obras de sus homónimos, crecería en sus corazones un deseo de hacer lo mismo. Helamán invitó entonces a sus hijos a recordar algo todavía más importante: «recordad que no hay otra manera ni medio por los cuales el hombre pueda ser salvo, sino por la sangre expiatoria de Jesucristo; (…) sí, recordad que él viene para redimir al mundo» (Helamán 5:9). Helamán concluyó su sermón a sus hijos con un doble recordatorio: «recordad, hijos míos, recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento, (…) un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán» (Helamán 5:12). Mormón, que compendió estos anales, leyó el relato biográfico de estos hijos extraordinarios y concluyó con este homenaje tan adecuado: «Y se acordaron de sus palabras» (Helamán 5:14; énfasis añadido). Gerald Lund compartió el relato de lo que había leído acerca de un monitor de escalada, Alan Czenkusch, que regentaba una escuela de alpinismo en Colorado. A modo de contexto, el hermano Lund explicó que el «aseguramiento» es el sistema de seguridad que emplean los montañeros, el cual consiste en que un escalador ancla la cuerda y a sí mismo a fin de estar mejor preparado para sostener a su compañero en caso de producirse una caída. El hermano Lund cito a continuación el relato original de la ocasión en la que Czenkusch estuvo cerca de la muerte: «El aseguramiento le ha brindado a Czenkusch su mejor y su peor momento en el alpinismo. Czenkusch cayó una vez desde un precipicio muy alto, arrancando tres soportes mecánicos y arrastrando a su asegurador desde una cornisa. Frenó, cabeza abajo, a diez pies del suelo cuando su asegurador, miembros extendidos de par en par, detuvo la caída con la fuerza de sus brazos extendidos. »‘Don me salvó la vida’, dice Czenkusch. ‘¿Cómo se responde a un joven como ese? ¿Se le da una cuerda de escalada de segunda mano por Navidad? No; te acuerdas de él. Siempre te acuerdas de él».17 Qué pensamiento más sencillo, a la vez que conmovedor: recordarle siempre. Como comenta el hermano Lund: «Esas son las palabras exactas del convenio sacramental».18 LA SANTA CENA: UN MOMENTO PARA LA INTROSPECCIÓN Y EL COMPROMISO La Santa Cena es también un momento para la introspección profunda y la autoevaluación. Pablo exhortó así: «Por tanto, examínese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa» (1 Corintios 11:28). La Santa Cena es un momento en que, no nos limitamos a recordar al Salvador; también comparamos nuestra vida con la del Gran Ejemplo. Es un momento de apartar cualquier autoengaño; es un momento de verdad absoluta y sublime. Todas las excusas, todas las fachadas deben descartarse, permitiéndose que nuestro espíritu, tal y como es en realidad, esté en comunión, espíritu con Espíritu, con nuestro Padre. En este momento nos erigimos en nuestros propios jueces, contemplando cómo son nuestras vidas en realidad y cómo deberían ser. David debe haberse sentido así cuando imploró: «Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos: Y ve si hay camino de perversidad en mí y guíame por el camino eterno» (Salmos 139:23–24). El élder David O. McKay aíslo los dos elementos clave de la adoración: la enseñanza y la meditación, pero «de los dos, el más provechoso introspectivamente es la meditación».19 Es durante la Santa Cena que se nos presenta la oportunidad suprema para la meditación, la introspección y la autoevaluación. Es un momento para «[meditar] en [nuestro] corazón» (Salmos 4:4). Es en el transcurso de esos momentos solemnes y sagrados que la Santa Cena se convierte en un espacio de compromiso donde podemos tomar la firme decisión de poner nuestras vidas en orden de acuerdo a la norma divina de la cual nos hemos desviado. No solo es el Salvador el maestro entre maestros, el líder entre líderes, sino que también es el maestro psicólogo. Sabe que en nuestra debilidad necesitamos comprometernos, no solo una vez en el bautismo, sino con frecuencia a partir de entonces. Todas las semanas, todos los meses, todos los años, cuando alargamos la mano para comer y beber de los emblemas, nos comprometemos por nuestro honor —si sirve de algo— a guardar sus mandamientos y poner nuestra vida en armonía con las normas divinas. En un sentido, nos volvemos como los israelitas de antaño, de los que Josué afirmó: «Vosotros sois testigos contra vosotros mismos de que habéis elegido a Jehová para servirle». Y en las Escrituras se encuentra la respuesta del pueblo: «ellos respondieron: Testigos somos» (Josué 24:22). Durante la Santa Cena nos convertimos en testigos contra nosotros mismos cada vez que extendemos la mano. No puede haber justificaciones, en una fecha posterior, que contemplamos, que consideramos, pero que no lo cometimos. El acto físico supera cualquier excusa que podamos poner. Es nuestra firma vinculante estampada en el contrato celestial. La Santa Cena es un momento para reflexionar con verdadera intención acerca de la vida del Salvador; para examinar nuestras vidas y compararlas con su ejemplo perfecto y entonces decidirnos con determinación a cerrar la brecha que separa a ambas. Pero no es fácil. Afortunadamente, existe un poder divino para ayudarnos en estas decisiones: es el poder del amor del Salvador, el cual se manifestó tan visiblemente en su Expiación. Su amor es como un imán espiritual que nos atrae hacia arriba. Nefi escribió: «Él no hace nada a menos que sea para el beneficio del mundo; porque él ama al mundo, al grado de dar su propia vida para traer a todos los hombres a él» (2 Nefi 26:24; énfasis añadido). En efecto, la Expiación tiene un poder de atracción. El élder Joseph F. Smith opinó al respecto: «La ordenanza [la Santa Cena] tiene una tendencia a atraer nuestras mentes y a apartarlas de las cosas del mundo para centrarla en las cosas que son espirituales, divinas y celestiales».20 En estos momentos sagrados y meditativos de la Santa Cena, cuando nuestros espíritus se hallan sometidos a tensión debido al incremento de conocimiento y aceptación espirituales, vislumbramos más claramente el significado de su sacrificio y su amor. Mientras nuestros pensamientos de tornan hacia él, se produce una cierta atracción «gravitatoria» de espíritu a Espíritu que nos atrae hacia el cielo. Estos son momentos de valor incalculable, de decisión y compromiso de ser uno con él. LA SANTA CENA: MOMENTO PARA LA SANACIÓN La Santa Cena es también un momento de sanación espiritual. El élder Melvin J. Ballard sopesó esta cuestión: «¿Quién de entre nosotros no hiere su espíritu en palabra, pensamiento o acto, entre domingo y domingo? Hacemos cosas por las que nos causan pesadumbre y deseamos que nos perdonen».21 Puede que en ocasiones hayamos ofendido a alguien, o pronunciado palabras de las que quisiéramos retractarnos, o descuidado el pago de diezmos y ofrendas, o sido maestros orientadores negligentes, o no hayamos dado lo mejor de nosotros en nuestro servicio eclesiástico. Algunos puede que, pese a saber que son correctas, hayan dejado de obedecer la Palabra de Sabiduría o hayan quebrantado las normas de castidad. A cada uno de nosotros que no hemos estado a la altura de un modo u otro, el élder Ballard ha ofrecido esta esperanza gloriosa: «Si en nuestros corazones sentimos lo que hemos hecho (…) que quisiéramos que nos perdonaran, entonces (…) acudamos a la mesa sacramental donde, si nos hemos arrepentido con sinceridad y hecho lo necesario para mejorar nuestra situación, seremos perdonados, y la curación espiritual entrara en nuestras almas. (…) Soy testigo de que en torno a la administración de la santa cena hay un espíritu que llenará de calidez el alma, de los pies a la cabeza; sentirán cómo sanan las heridas del espíritu, y se levantará la carga de sus hombros».22 En estos momentos, cobran vida las palabras de Isaías: «por sus heridas fuimos nosotros sanados» (Isaías 53:5). La Santa Cena administra el bálsamo curativo al alma herida. LAS ORDENANZAS DEL TEMPLO La ordenanza del bautismo abre las puertas del reino celestial. Nefi se refirió a esta puerta cuando dijo «Porque la puerta por la cual debéis entrar es el arrepentimiento y el bautismo en el agua» (2 Nefi 31:17). Son las ordenanzas del templo, no obstante, las que abren la puerta de la exaltación. El presidente Brigham Young así lo declaró: «Permítanme ofrecerles una definición abreviada. Su investidura es recibir todas esas ordenanzas en la casa del Señor, que ustedes necesitan, después de dejar esta vida, para regresar a la presencia del Padre, pasando ante los ángeles centinelas, (…) y ganar su exaltación eterna».23 Joseph Fielding Smith añadió su propio testimonio: «No podéis recibir una exaltación hasta que hayáis hecho convenios en la casa del Señor y recibido las llaves y autoridades que ahí se confieren y no pueden darse en otro lugar en la tierra hoy en día».24 Moisés enseñó a los hijos de Israel que sin las ordenanzas del templo no podían «ver la faz de Dios, sí, el Padre, y vivir» (DyC 84:20–22). Entonces procuró santificar al pueblo con estas ordenanzas mayores. Tristemente, debido a la dureza de sus corazones, perdieron ese privilegio. El Señor les concedió a los israelitas, pese a todo, el privilegio de construir un «templo» en forma de tabernáculo portátil, donde podían realizarse ordenanzas menores. El apóstol Pablo enseñó que la ley menor, llamada ley de Moisés, era un «ayo para llevarnos a Cristo» (Gálatas 3:24). En consecuencia, el tabernáculo se diseñó de tal manera que, como enseña el Sistema Educativo de la Iglesia (SEI) en una presentación de diapositivas dedicada a los templos, «su ubicación, el mobiliario, la vestimenta, todos los detalles fueron concretados por el Señor para dar testimonio, en tipología, simbolismo y similitud de Jesucristo y su sacrificio expiatorio».25 La puerta del atrio del tabernáculo estaba hecha de lino fino torcido blanco, azul, púrpura y carmesí. El blanco simbolizaba la pureza, el azul representaba los cielos, el púrpura la realeza de Cristo y el carmesí la sangre que se derramaría en Getsemaní. En el interior del atrio se encontraba un altar con cuernos de madera (semejantes a cuernos de animales) en cada esquina, en representación de los cuatro puntos cardinales. El objetivo era recordarle al pueblo el poder salvífico global del Cristo, quien recibiría el nombre de «cuerno de salvación» (Lucas 1:69). Los cuernos se salpicaban con la sangre del sacrificio en referencia a la sangre expiatoria de Cristo. A Aarón se le mandó que hiciera una «expiación (…) con la sangre de la ofrenda» (Éxodo 30:10). Al acercarse al tabernáculo, resultaba visible que la estructura estaba cubierta con tres capas de tejido. Las capas inferiores seguían una idéntica combinación cromática que la entrada del atrio y, por lo tanto, compartían su simbolismo. La tercera capa o cubierta exterior era de lana carmesí. La mencionada presentación del SEI explicaba lo siguiente: «La importancia de esta cortina parece estar vinculada con la idea de que el Cordero de Dios (la lana) y su sangre expiatoria (el color carmesí) cubrían los pecados de Israel, cuya expiación se llevaba a cabo en el interior de esa estructura sagrada».26 En el interior del lugar santísimo se encontraba el arca del pacto. La tapa de madera del arca estaba cubierta de una única capa de oro. Dos querubines, cubiertos con una idéntica capa dorada, tenían las alas extendidas para proteger el arca. No hay que interpretar las alas de forma literal, ya que eran más bien una «representación de poder» (DyC 77:4) y simbolizaban el poder salvífico de la Expiación. La tapa del arca recibía el nombre de «propiciatorio» (Éxodo 25:17– 22; otra posible traducción del hebreo es «tapa de la expiación»27), porque en ella, según la presentación del SEI, «se salpicaba sangre para expiar o pagar (hacer propiciación) por los pecados de Israel».28 Esta «experiencia del templo» de los israelitas de la antigüedad estaba concebida para grabar en sus mentes la redención futura del Salvador. En consecuencia, no debería resultar sorprendente que la Expiación sea el eje central en la adoración en los templos modernos, tal y como sucedía en tiempos pretéritos. Los primeros cristianos también tenían ritos del templo; eruditos como Hugh Nibley así lo han puesto de manifiesto. En su investigación, Nibley descubrió la siguiente declaración de Cirilo acerca de lavatorios y unciones practicados en la antigüedad: «El bautismo en cuestión, según la explicación de Cirilo, es más una ablución que un bautismo, dado que no se realiza por inmersión; le sigue una unción, la cual nuestro guía denomina ‘el antitipo de la unción de Cristo mismo’, haciendo de cada candidato un Mesías, por así decirlo. (…) Asimismo, al candidato se le recordaba que la ordenanza en su totalidad ‘es una imitación de los sufrimientos de Cristo’ en la que ‘sufrimos sin dolor por mera imitación de la recepción de los clavos en sus manos y pies: el antitipo de los suplicios de Cristo’».29 Hugh Nibley opinó: «a menudo se ha afirmado que el Libro de Mormón no puede contener la ‘plenitud del evangelio’, puesto que no incluye las ordenanzas del templo». Y responde de la siguiente manera: «De hecho, estas ordenanzas están presentes por todas partes en el libro, si sabemos dónde buscarlas, y la docena aproximada de discursos sobre la Expiación en el Libro de Mormón están llenos a rebosar de imágenes relacionadas con el templo».30 Una parte integrante de la experiencia del templo es hacer convenios. ¿Por qué? Porque la fiel observancia de esos convenios puede contribuir a propiciar el corazón quebrantado y el espíritu contrito que nos permiten disfrutar más plenamente de las bendiciones infinitas de la Expiación. El hermano Nibley nos recuerda que la Expiación fue «el sacrificio supremo hecho por nosotros, y para recibirlo hemos de estar a la altura de cada promesa y convenio asociados a ella: el Día de la Expiación fue el día de los convenios, y el lugar era el templo».31 Los templos están diseñados para dotarnos de poder con vistas a retornar a la presencia de Dios y ser como él. A medida que entendemos y abrazamos el impacto total de la Expiación, ese poder aumenta. Cuando se dedican los templos, el grito de Hosanna nos recuerda —en este contexto sagrado— la misión de Cristo. La palabra hosanna significa «Oh, sálvanos», en alusión al poder de Cristo para salvarnos en virtud de su acto expiatorio. Es nuestro privilegio, en la santidad de estos santos lugares, estar en comunión y reflexionar más profundamente acerca del Salvador y su acto vicario de amor por todos nosotros, y recibir entonces ese poder dotador que nos eleva hacia el cielo. Cuando se entra en el salón celestial, se nos recuerda que podemos ser uno con Dios. Sin embargo, cuando se ven las salas de sellamiento, se nos recuerda que en el interior de esos muros sagrados se llevan a cabo las ordenanzas de exaltación que pueden darnos el poder de llegar a ser como Dios, y así, en el templo residen el poder y los medios de alcanzar el fin último de la Expiación. La Expiación es el eje central de cada ordenanza de salvación. El élder Dallin Oaks describió una ordenanza sagrada como «un acto sagrado estipulado por nuestro Salvador Jesucristo como una de las condiciones en virtud de las cuales recibimos las bendiciones purificadoras y exaltadoras de su Expiación».32 Así, parece adecuado que las ordenanzas, que sirven de compuertas para las bendiciones de la Expiación, también simbolicen ese acto sublime. NOTAS 1. En Madsen, «Temple and Atonement», 72. 2. Por supuesto, las manifestaciones celestiales exigen, tanto sensibilidad espiritual, como que se desarrollen de acuerdo con la voluntad de Dios. 3. Empleando el sermón de Pablo como apoyo, Milton se refirió a la relación existente entre la ley del sacrificio y la fe en Cristo: La ley puede descubrir el pecado, no quitarlo, solo aparentar débil expiación, con la sangre de todos y machos cabríos; concluirán que sangre más preciosa ha de pagar por el Hombre, El justo por los injustos, que en tal rectitud ha de imputárseles por fe, puedan ellos hallar justificación ante Dios, y paz de conciencia, la cual la ley con ceremonias aplacar no puede, ni hombre alguno la parte moral ejecutar y, sin ejecutarla, vivir. (Milton, Paradise Lost, 333) 4. El autor reconoce que sus puntos de vista sobre este asunto deben sopesarse a la luz de los siguientes pensamientos del élder James E. Talmage: «Es un hecho que en vano buscamos en la naturaleza cualquier analogía de la resurrección. (…) Las yemas se abren en la primavera, los árboles se cubren nuevamente de follaje y algunos han forzado y llevado las cosas al extremo para ver en ello un nuevo ejemplo de la resurrección de los muertos; a mi modo de ver, empero, sigue siendo una analogía igualmente defectuosa, pues el árbol muerto no se cubre de hojas en la primavera y la planta marchita no produce nuevos brotes» (Talmage, Essential James E. Talmage, 95. Véase, sin embargo, Juan 12:23–24). 5. «Gospel of Philip» 135. 6. Whitney, Baptism, 11. 7. Young, Discourses of Brigham Young, 172. 8. Kipling, «Recessional», en Cook, Famous Poems, 40. 9. Journal of Discourses, 6:195. 10. Kimball, «Circles of Exaltation», 3. 11. Young, Discourses of Brigham Young, 165. 12. Ballard, Melvin J. Ballard, 132. 13. Journal of Discourses, 2:277. 14. Esta anécdota la relató el élder S. Dilworth Young en una sesión de la conferencia de la estaca Glendale, en California, a la que asistió el autor. 15. Young, Discourses of Brigham Young, 172. 16. Romney, «Reverence», 3. 17. Lund, Jesus Christ, 45. 18. Ibid. 19. Conference Report, abril de 1946, 113. 20. Journal of Discourses, 12:346. 21. Ballard, Melvin J. Ballard, 132. 22. Ibid., 132–33. 23. Young, Discourses of Brigham Young, 416. 24. Smith, Doctrinas de salvación, 2:253. 25. Sistema Educativo de la Iglesia, «The Tabernacle», diapositiva núm. 74. 26. Ibid., diapositiva núm. 45. 27. Véase la edición SUD de la Biblia en inglés, Éxodo 25:17, nota a. 28. Sistema Educativo de la Iglesia, «The Tabernacle», diapositiva núm. 62. 29. Nibley, Mormonism and Early Christianity, 364. 30. Nibley, Approaching Zion, 567. 31. Ibid., 589. 32. Citado por el élder John Madsen en una reunión espiritual del Templo de Los Ángeles, 13 de diciembre de 1998. Capítulo 25 ¿QUÉ RELACIÓN HAY ENTRE LA JUSTICIA, LA MISERICORDIA Y LA EXPIACIÓN? LAS LEYES INMUTABLES DEL UNIVERSO La justicia y la misericordia son conceptos difíciles de explorar, no por una ausencia de referencias al respecto en las Escrituras, sino porque estos conceptos agotan nuestros recursos intelectuales mucho antes de divulgarse todas las respuestas. El élder McConkie escribió: «Sabemos que, de alguna forma, incomprensible para nosotros, su sufrimiento satisfizo las demandas de la justicia».1 Las Escrituras se refieren con frecuencia a la «justicia» y a sus demandas de satisfacción. ¿Qué es pues, la justicia y quien la exige? Las definiciones del diccionario son numerosas: «dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece», «Derecho, razón, equidad», «conjunto de todas las virtudes», «es bueno quien las tiene»… por mencionar solamente unas pocas. Pero ¿quién establece qué es justo? ¿Cuáles son las consecuencias de quebrantar lo que es justo o de obedecerlo? Hay ciertas leyes del universo que son inmutables, que no tienen principio de días ni fin de vida. No son la creación de ningún ser inteligente, ni el producto del pensamiento moral; son eternas, realidades coexistentes con las inteligencias del universo. Estas leyes son inmutables ya que no pueden modificarse ni alterarse de ninguna manera. Son inmutables, de eternidad en eternidad. Son leyes que existen y se perpetúan por sí mismas, y a las que Dios mismo está sometido. B. H. Roberts habló de «existencias eternas» que gobiernan incluso a los Dioses: «Hay cosas que limitan incluso la omnipotencia de Dios. ¿Qué quiere decirse, entonces, cuando se le atribuye el atributo de la omnipotencia? Sencillamente, que todo lo que es posible hacer, o se tiene la capacidad de hacer, en virtud del poder condicionado por otras existencias eternas: duración, espacio, materia, verdad, justicia, imperio de la ley… Dios puede hacerlo. Pero incluso él no puede actuar en discordancia con las otras existencias eternas que lo condicionan o lo limitan incluso a él».2 Brigham Young enseñó la misma verdad: «Nuestra religión no es ni más ni menos que el orden verdadero del cielo: el sistema de leyes por el que se gobiernan los Dioses y los ángeles. ¿Están gobernados por la ley? Por supuesto. No hay ningún ser en las eternidades que no esté gobernado por la ley».3 Algunas de estas leyes inmutables afectan al mundo físico o natural. Por ejemplo, el profeta José enseñó que los «principios puros de los elementos (…) jamás pueden ser destruidos; pueden ser organizados, y reorganizados, mas no destruidos. No tuvieron principio y no puede tener fin».4 De igual manera, Doctrina y Convenios enseña, «los elementos son eternos» (DyC 93:33). Dicho de otra manera, el universo contiene materia básica, elemental, que no puede crearse ni destruirse o, como dijera Brigham Young: «No puede ser erradicada».5 No hay excepción a esta ley natural. Ni siquiera Dios está exento. El profeta José confirmó este extremo cuando enseñó: «la inteligencia (…) no fue creada ni hecha, ni tampoco lo puede ser» (DyC 93:29; énfasis añadido). Por sí mismas, las leyes del mundo físico o natural parecen no tener repercusiones morales. No afectan a nuestro crecimiento espiritual. No podemos pecar transgrediendo estas leyes, porque no es posible contravenirlas. No lanzaríamos una pelota desde lo alto de una torre y deduciríamos: «Esta pelota siempre cae de esta forma, porque las leyes de la gravedad son justas». La justicia y la misericordia carecen de sentido en estas circunstancias; la equidad y la rectitud no son importantes cuando se trata de las leyes físicas y naturales; estas no consideran la obediencia por elección propia; más bien exigen un cumplimiento sin fisuras e involuntario. Parece haber otras leyes inmutables en el universo, sin embargo, que ofrecen tanto una elección como una consecuencia y, por lo tanto, en este sentido, son leyes espirituales. Estas leyes espirituales gobiernan a todos los seres inteligentes del universo: y también rigen su progreso. A estos efectos, progreso significa un incremento de poder eterno. Dicho de otro modo, parece que existen ciertas leyes inmutables que traen poder si se siguen o se «obedecen», pero si se descuidan o se «desobedecen», pueden desencadenar el resultado opuesto. Por ejemplo, puede ser que una persona no pueda progresar sin la adquisición de conocimiento. El presidente John Taylor afirmó que incluso los dioses se someten a estas leyes inmutables: «Hay ciertas leyes eternas en virtud de las cuales se gobiernan los Dioses en los mundos eternos y que no pueden vulnerar, y no quieren vulnerar. Estos principios eternos deben cumplirse, y un principio es que nada impuro puede entrar en el Reino de Dios».6 Así, ciertas leyes gobiernan incluso a los dioses. El presidente Taylor no parece estar sugiriendo que estas leyes no pueden conculcarse o quebrantarse bajo ninguna circunstancia, sino que los dioses no pueden desobedecerlas si quieren seguir siendo dioses. El Salvador acató toda ley espiritual con total exactitud. Según parece, debido a su observancia de cada una de ellas, recibió poder sobre poder hasta adquirir los atributos de Dios, incluso en la época preterrenal. Semejante progreso fue una consecuencia natural de su obediencia perfecta. Su divinidad parecía ser resultado, no de una creación de estas leyes, sino de su respeto a ellas. Sin embargo, ¿qué sucede con el resto, que no cumplimos todas y cada una de las leyes inmutables? ¿No podríamos intentarlo una y otra vez hasta acertar finalmente, y convertirnos entonces en dioses, incluso si lo hacemos con retraso? La respuesta es no. Evidentemente, estas leyes espirituales inmutables no ofrecen clemencia, misericordia ni segundas oportunidades. Si no obedecemos, hemos perdido para siempre esa oportunidad de poder aumentado que fluye naturalmente de tal cumplimiento. Aarón enseñó que una vez «el hombre había caído, este no podía merecer nada de sí mismo» (Alma 22:14). O sea, que no podía levantarse por su cuenta, independientemente de la cantidad de tiempo que tuviera para hacerlo. El Señor enseñó el mismo principio a los nefitas: «mientras te halles en la prisión, ¿podrás pagar aun siquiera un senine? De cierto, de cierto te digo que no» (3 Nefi 12:26). El mensaje estaba claro: una vez pecamos e infringimos las leyes de la eternidad, no hay vía de escape sin ayuda externa. Si alguien se cae de un avión, se precipita al suelo. La ley de la gravedad no cambia para adaptarse a las circunstancias complicadas de esa persona. No habrá una ralentización del descenso ni un ablandamiento de la tierra para absorber el impacto de la caída, por buena persona que sea el que cae. No puede decir antes del golpe: «déjenme repetir ese último paso una vez más». No; solamente habrá una aplicación automática de la ley: dura, rápida e inflexible. ¿Por qué funciona así? No hay respuesta para esa pregunta. Es como preguntar: «¿por qué existe la materia?», o «¿por qué nunca termina el firmamento?». «¿Por qué?» no es una pregunta que se pueda plantear acerca de algo que nunca fue creado. Existe porque existe. LA JUSTICIA DE DIOS Quizá podamos referirnos a estas leyes espirituales inmutables que rigen nuestro progreso con el término «justicia». Sin embargo, semejante «justicia» es sencillamente la consecuencia que emana de una ley increada. Existe de forma coeterna e independiente de las inteligencias increadas del universo. Respecto a esto, cabría preguntarse: «¿Estas leyes constituyen o determinan la justicia? ¿La justicia, como concepto de equidad y rectitud, existe solamente como la determina y la crea un ser moral?». Si la respuesta es afirmativa, entonces puede que la justicia no sea una ley que exista por sí misma, sino más bien un principio de moralidad, producto del pensamiento inteligente. ¿Si este es el caso, entonces, ¿qué ser o seres determinan la justicia y la demandan? ¿Es Dios solamente? ¿La humanidad? ¿Las inteligencias del universo? ¿Todo lo anterior o parte de ello? Las Escrituras dejan claro que Dios cuenta con un sistema de justicia. Habitualmente se refieren a él como «la justicia de Dios» (Alma 41:3; 42:14, 30; DyC 10:28) o «su justicia» (2 Nefi 9:26) o «divina justicia» (Mosíah 2:38); pero claramente los profetas confirman que Dios proporciona un sistema moral en virtud del cual se gobierna al hombre. Pero, ¿en qué se relaciona este sistema moral con las leyes inmutables e increadas que acabamos de mencionar? Dios entendía que nuestro incumplimiento de estas leyes inmutables nos desterraría para siempre de la divinidad a menos que hubiera otra fuente de poder disponible para el hombre, no solo porque lo haya ganado, no porque tenga el derecho a ello por su rectitud, sino porque otro ser con más poder era tan amoroso y bondadoso que estaba dispuesto, incluso ansioso de hacerlo, a poner en marcha un plan que proporcionara el poder necesario para exaltar al hombre. Dios instituyó ese plan, conocido como el «plan de salvación» (Alma 42:5; Moisés 6:62), el «plan de redención» (Alma 12:25, 33; 22:13; 34:16), «el plan de misericordia» (Alma 42:15) y «el gran plan de felicidad» (Alma 42:8). Cuando Jacob pensó en el «misericordioso designio del gran Creador» (2 Nefi 9:6), se regocijó y exclamó: «¡Oh cuán grande es el plan de nuestro Dios!» (2 Nefi 9:13). José Smith habló acerca de la finalidad de este plan: «Dios, hallándose en medio de espíritus y gloria, porque era más inteligente, consideró propio instituir leyes por medio de las cuales los demás podrían tener el privilegio de avanzar como Él (…). Él tiene el poder de instituir leyes para instruir a las inteligencias más débiles, a fin de que puedan ser exaltadas como Él, y recibir una gloria tras otra».7 Estas leyes encaminadas a «instruir a las inteligencias más débiles» reciben los apelativos de «su ley» (2 Nefi 9:17) o «la justicia y las leyes de Dios» (DyC 107:84). El élder Erastus Snow escribió lo siguiente acerca de las leyes inmutables del universo: «Entiendo que aquello que ha exaltado a vida y salvación a nuestro Padre Celestial y a todos los Dioses de la eternidad también nos exaltará a nosotros, sus hijos[.] Y aquello que hace que Lucifer y sus seguidores desciendan a regiones de muerte y perdición también nos llevará a nosotros en la misma dirección; y ninguna expiación de nuestro Señor y Salvador Jesucristo puede alterar esa ley eterna, igual que es imposible hacer que dos y dos sumen dieciséis».8 Esa «ley eterna» a la que se refirió es la ley inmutable que gobierna el plan hacia la divinidad. La ley de Dios nunca puede quebrantarla, rodearla, ni «embaucarla», pero puede complementar y suplementarla. Quizá no sea una situación muy distinta a las condiciones en virtud de las cuales Nefíah ejercía el cargo de juez superior. Se le concedió «el poder de decretar leyes, de conformidad con las que se habían dado» (Alma 4:16). Dicho de otra manera, Nefíah podía decretar leyes «menores», siempre y cuando no fueran en contra de los principios codificados en ninguna de las leyes «mayores». Es un principio jurídico de sobra conocido en Estados Unidos que los estados que conforman la unión están facultados para promulgar leyes que no incumplan lo prohibido expresamente en la constitución federal. Ello otorga cierto margen a cada estado en el establecimiento de un sistema de justicia que gobierne a sus ciudadanos, a condición de que dichas leyes no sean inconstitucionales. Puede que, de manera similar, Dios puede decretar cualquier ley según su voluntad, siempre y cuando no vaya en contra de una de las leyes inmutables del universo. La obediencia a estas leyes promulgadas por Dios dotará a sus hijos de poderes añadidos, sí, incluso el poder de llegar a ser dioses. A título de ejemplo, Dios no podría robarle a un hombre su albedrío para que este saltara de un avión (dicho de otro modo, impedirle pecar), pero quizá pueda poner un paracaídas en la espalda del hombre antes de que este salte (en otras palabras, proporcionar los medios para arrepentirse). A medida que las consecuencias nefastas de la insensata decisión de este hombre se precipitan con celeridad, todavía tiene una oportunidad de aterrizar sano y salvo: puede tirar de la cuerda. En circunstancias semejantes no se incumple ni se rodea ninguna ley. La ley de la gravedad todavía está en vigor plenamente. Nadie le roba a la justicia; pero se le otorga al pecador el poder de tocar tierra con seguridad con solo tirar de la cuerda del paracaídas (es decir, arrepentirse y confiar en el poder protector de la vida que tiene la Expiación). Nefi se refirió a los que dependen de las «tiernas misericordias del Señor» como «poderosos, sí, hasta tener el poder de librarse» (1 Nefi 1:20). ¿Qué constituye la base, la motivación subyacente, de las leyes de Dios? Dios posee ciertas cualidades inherentes y eternas que nunca cambian. Nunca puede actuar de forma incoherente con respecto a esas cualidades ni de forma contraria a ellas, no porque carezca del poder necesario para ello, sino porque no tiene ningún deseo de hacerlo. Puede que el hermano de Jared se estuviera refiriendo a este hecho cuando afirmó: «oh Señor, (…) tienes todo poder, y (…) puedes hacer cuanto quieras» (Éter 3:4; énfasis añadido). El cumplimiento uniforme, por parte de Dios, de esas cualidades inherentes es una forma de justicia (es decir, la aplicación de lo que él considera justo y correcto) porque su propio sentido de la moralidad demanda ese cumplimiento. Y esto nos lleva a nuestra siguiente pregunta: ¿Es posible que Dios demande justicia, no solamente para satisfacer su propio sentido inherente de la moral, sino para satisfacer a todos los demás seres morales del universo que comparten normas morales similares? Dicho de otra manera, ¿podría ser que Dios tuviera en común con todo hombre que haya elegido ser ciudadano de su reino un conjunto de valores morales en virtud de los cuales ellos desean que se les gobierne? EL PUEBLO TAMBIÉN DESEA JUSTICIA La justicia —en el sentido secular del término—, es la aplicación de las leyes promulgadas y aprobadas por los ciudadanos de una nación o un reino. Esta justicia la demanda el pueblo. Sin una justicia de esta naturaleza, reinaría el caos en lugar del orden. De igual forma, la justicia en la dimensión divina es la aplicación de las leyes promulgadas y aprobadas por el pueblo que forma el reino de Dios. Sin duda en el gran concilio primigenio, se debatieron leyes divinas semejantes y se acabó llegando a un acuerdo al respecto. El profeta José explicó lo siguiente: «Ha sido una doctrina enseñada por esta iglesia que estábamos presentes en el Gran Concilio entre los Dioses cuando se contemplaba la organización de este mundo y que las leyes de gobierno fueron, en su totalidad, decididas y sancionadas por todos los presentes».9 Nosotros, el pueblo que estaría sometido a tales leyes, tuvo voz y voto en su adopción. No cabe duda que el Gran Concilio de los cielos entrañó mucho más que una propuesta divina seguida inmediatamente por un voto de ratificación. Lo más seguro es que en dicho concilio (o puede que concilios, en plural) se contara con tiempo más que suficiente para el debate, las preguntas, el intercambio de opiniones y los testimonios. No se pretende sugerir que el plan de salvación fuere alterado o refinado en modo alguno, pues el plan presentado por el Padre tiene que haber sido perfecto en todo sentido. Pero los participantes, con la excepción del Padre y del Hijo, no eran perfectos. Sin duda muchos de nosotros ardíamos en deseos de explorar todas y cada una de las facetas del plan, de comprender las consecuencias del albedrío moral y los riesgos inherentes al nacimiento mortal. Todos sabían que habría peligros, encrucijadas, caminos elevados y caminos más bajos, e incluso en ocasiones una ausencia total de caminos. No cabe duda que el plan no lo recibimos con un espíritu de ligereza. Sin duda, esto debe de haber sido un período de atención absorta e intensa investigación. Estábamos profundamente interesados y preocupados, no en vano nuestros destinos eternos estaban en juego. El élder Joseph F. Smith enseñó: «[Nosotros] estábamos presentes en los concilios celestiales antes de que se pusieran los cimientos de la tierra. (…) Estuvimos allí, sin duda, y participamos en todas aquellas escenas; estábamos implicados en lo esencial, en el desarrollo de aquellos grandes planes y propósitos; nosotros los entendíamos y fue por nosotros que fueron decretados y deben llevarse a cabo».10 En algún momento Satanás y sus seguidores deben haber planteado objeciones y asuntos contrarios. Ciertamente, Dios tuvo el poder de silenciar los argumentos en contra y censurar cualquier pensamiento en oposición a su lógica persuasiva e imponente presencia espiritual; sin embargo, parece que debe de haber dado un paso atrás temporalmente; quizá por preservar el albedrío permitió que los acontecimientos siguieran su curso. Si el Gran Concilio fue similar en algo a los concilios del presente, cada hombre que deseaba participar habrá tenido la oportunidad de hacerlo, «con igual privilegio» (DyC 88:122), de comunicar los sentimientos sinceros de su corazón. Probablemente, los nobles y grandes dieron un paso adelante y defendieron valiente y osadamente el plan. Igual que los Dioses «acordaron entre sí» (Abraham 5:3), también los miembros de este concilio pueden haber debatido entre ellos, no para mejorar el plan, sino para entenderlo y abrazarlo. Entonces, una vez que se hubieron planteado y respondido todas las preguntas y compartido testimonios, seguramente la cuestión decisiva se sometió a votación. Entre los principios del Evangelio más básicos destaca la ley del común acuerdo. Mosíah enseñó esta ley a su pueblo: «Ahora bien, no es cosa común que la voz del pueblo desee algo que sea contrario a lo que es justo; pero sí es común que la parte menor del pueblo desee lo que no es justo; por tanto, esto observaréis y tendréis por ley: Trataréis vuestros asuntos según la voz del pueblo»(Mosíah 29:26; énfasis añadido; véase también Alma 1:14; Mosíah 22:1). Este principio de gobierno fundamental se anunció en el momento de la organización de la Iglesia en los últimos días, y un consejo similar se repitió posteriormente dos veces, en el breve espacio de seis meses. En cada ocasión, el mensaje fue parecido: «Y todas las cosas se harán de común acuerdo en la iglesia» (DyC 26:2; véase también DyC 28:13). Esta ley es fundamental, no solo en la vida terrenal; también en todas las esferas de nuestra existencia. Brigham Young enseñó: «Las leyes eternas en virtud de las cuales él [Dios] y todos los demás existen en las eternidades de los dioses, decretan que el consentimiento de la criatura debe obtenerse antes de que el Creador pueda gobernar perfectamente».11 Incluso cuando la voz del pueblo es contraria a la voluntad de Dios, él ha respetado su albedrío. Israel deseó un rey terrenal en lugar de un rey celestial. Dios le pidió a Samuel que le explicara al pueblo las consecuencias de tener rey, para que no hubiera lugar a equívoco con respecto a su futuro político. Entonces, el mandato a Samuel fue «oye su voz» (1 Samuel 8:9), y dales un rey. ¿Hubiera parecido razonable que Dios quebrantara este principio básico del común acuerdo, tan subrayado por él mismo, para imponer sobre sus súbditos leyes que la voz del pueblo no hubiera aprobado? Al contrario, parece que nadie está más ansioso de promover y fomentar un entorno de albedrío y común acuerdo que Dios mismo. Desafortunadamente, «la parte menor del pueblo» (en nuestro caso, Satanás y la tercera parte de las huestes del cielo) deseó «lo que no es justo» (Mosíah 29:26) y, en consecuencia, fue expulsada de la presencia de Dios. Esta parecía una consecuencia adecuada, dado que eligieron no estar vinculados por las leyes que habían de gobernar el reino de Dios. Aunque cuesta creerlo, eligieron el caos en lugar del orden, la contención en lugar de la armonía, la guerra el lugar de la paz. Al rechazar el plan del Padre, no podían convertirse en beneficiarios de esas mismas leyes que tenían el poder de exaltarles. El porqué de su elección de Satanás, en lugar del Salvador, es el gran enigma de la historia. ¿Fue por falta de fe en la capacidad del Salvador de pasar por el sacrificio expiatorio? ¿Fue por falta de fe en su propia capacidad para cumplir las condiciones de las leyes de Dios? ¿Fue orgullo, ambición, egoísmo, o la combinación de todas esas debilidades? Sea cual fuere la causa, los cielos lloraron por su iniquidad, pero honraron el derecho de cada cual a ser desobediente. Los dos tercios que permanecieron aceptaron las leyes otorgadas por el Padre. «La voz del pueblo» (Mosíah 29:26) sancionó las leyes divinas que él propuso por medio del Hijo. Eso es lo que enseñó el profeta José: «Al efectuarse la primera organización en los cielos, todos estuvimos presentes, y presenciamos la elección y nombramiento del Salvador, y la formación del plan de salvación, y nosotros lo aprobamos».12 Si nosotros sancionamos las leyes que nos gobernarían, parece que lo hicimos con plena consciencia de sus bendiciones y castigos asociados. Estas leyes, con sus consecuencias, se consideraron justas. Nadie nos forzó a dar nuestro consentimiento. Elegimos voluntariamente aceptar estas leyes que gobernarían nuestras vidas espirituales a fin de que reinara el orden en lugar del caos. ¿QUIÉN APLICA LAS LEYES? La aplicación, la supervisión y la ejecución de estas leyes, los castigos y las bendiciones que según nuestra elección serían vinculantes es lo que conocemos con el término «justicia». La persona responsable de aplicar estas leyes es el juez. Mosíah instó a su pueblo a que designara «hombres sabios como jueces, quienes juzgarán a este pueblo según los mandamientos de Dios» (Mosíah 29:11). Los presentes en el gran concilio primigenio dieron su consentimiento para que el más sabio de los hijos del Padre —el Salvador— fuera el juez. Y lo hicimos con el convencimiento reconfortante de que sería por completo justo y misericordioso en la aplicación de la ley. Enoc lo llamó «un justo Juez que vendrá en el meridiano de los tiempos» (Moisés 6:57). No solamente podía el Salvador simpatizar con nuestro caso; también podía sentir empatía. Él sufriría el abanico completo de las experiencias de la mortalidad. Nadie conocería las leyes mejor que el que había sido nuestro legislador. Nadia era más sabio, ya que él era «más inteligente que todos ellos» (Abraham 3:19). Y nadie era más misericordioso, más amable, más amoroso o preocupado que el Salvador mismo. El Salvador poseía todas las cualificaciones necesarias o deseadas en un juez perfecto. La «voz del pueblo» (Mosíah 29:26) lo quería a él y lo aprobó y se regocijó en que él fuera su juez. Nadie en fecha posterior podría reclamarse exento de sus decretos. Nadie podría alegar que él no entendía. Nadie podría argüir que era inaceptable, pues contaba con nuestra aprobación, nuestro consentimiento, nuestro voto con antelación al juicio final. David lo reconoció así: «Dios es el juez» (Salmos 75:7). Isaías lo sabía: «Jehová es nuestro juez» (Isaías 33:22). Y Moroni habló del Salvador como «el Juez Eterno de vivos y muertos» (Moroni 10:34). Jesús también testificó de esta verdad: «Porque el Padre a nadie juzga, sino que ha dado todo el juicio al Hijo» (Juan 5:22). LA MISERICORDIA Y LA GRACIA: DONES DE DIOS Tan cruciales como son las leyes de la justicia, estas no pueden salvarnos. Lehi se refirió al destino del hombre si la justicia por sí sola tuviera el cetro de mando: «por la ley los hombres son desarraigados» (2 Nefi 2:5). Jacob, un hijo de Lehi, sabía que solamente había un remedio espiritual susceptible de impedir la separación permanente de Dios: «tan solo en la gracia de Dios, y por ella, sois salvos» (2 Nefi 10:24; véase también 2 Nefi 2:8). Pablo enseñó otro tanto: «nos salvó (…) por su misericordia» (Tito 3:5). No hay excepciones: sin la misericordia y la gracia no hay ni salvación ni exaltación. Con su habitual perspicacia, Shakespeare escribió acerca de esa verdad espiritual: Aunque sea la justicia lo que pretendes, considera que en la aplicación de la justicia ninguno de nosotros obtendría salvación: rezamos pidiendo clemencia.13 La misericordia y la gracia son dones de Dios. En lo esencial, son doctrinas que van de la mano. El diccionario de la Biblia SUD en inglés define la gracia como «medio divino de ayuda o fortaleza, otorgado en virtud de la generosa misericordia y el amor de Jesucristo».14 Dicho de otro modo, la naturaleza misericordiosa de Dios lo lleva a proporcionarnos con amor dones y poderes (es decir, su gracia) que mejorarán nuestra naturaleza divina. En ocasiones, tenemos tendencia a huir de la palabra gracia y hacer hincapié en las obras (mientras algunos adoptan precisamente el punto de vista contrario), pero, en honor a la verdad, estos conceptos van de la mano. Cuando un socorrista extiende una pértiga al bañista que se ahoga, este debe extender la mano y aferrarse a ella si desea ser rescatado. Tanto el socorrista como el bañista han de participar plenamente, si la vida del segundo ha de salvarse. De la misma manera, las obras y la gracia no son doctrinas encontradas, como se dice tan a menudo. Al contrario, son compañeras indispensables en el proceso de la exaltación. El equivalente inglés de la palabra «gracia» (grace) se encuentra 252 veces en la versión inglesa de los libros canónicos, mientras que el término inglés que traduce «misericordia» (mercy) aparece en 396 ocasiones. Resulta obvio que estas palabras no son principios del Evangelio descriptivos o marginales. Ambos se encuentran en el núcleo de la doctrina SUD, y fluyen directamente de la Expiación de Jesucristo. El élder McConkie enseñó: «Como la justicia es hija de la caída, la misericordia es fruto de la expiación».15 Podemos agregar que la gracia es fruto de la misericordia. La gracia, término que denota ayuda divina o dones de Dios, como nos informa el diccionario de la edición inglesa de la Biblia, «se hace posible por el sacrificio expiatorio [de Jesus]».16 Cada uno de estos dones es una forma de «poder facultador»,17 diseñado para fortalecernos o ayudarnos en nuestra búsqueda de la divinidad. Los términos misericordia y gracia describen tanto la naturaleza amorosa de Dios como los dones reales que Dios nos confiere. Por definición, el beneficiario de estos dones no los gana. Pablo se refirió a la gracia como «el don gratuito» (Romanos 5:15, traducción de la Biblia del rey Jacobo en inglés). Lehi dejó claro que «la salvación es gratuita» (2 Nefi 2:4), y Nefi se hizo eco de los sentimientos de su padre cuando predicó que la salvación ha sido dada «gratuitamente para todos los hombres» (2 Nefi 26:27). En ciertas circunstancias, estos dones se confieren sin ninguna acción obligada por parte del receptor; en otras, el beneficiario debe cumplir ciertas condiciones, no como medios para ganar el don —pues no hay un quid pro quo equitativo—, sino porque el otorgante no entrega un don hasta que se hayan cumplido ciertas condiciones mínimas. Stephen E. Robinson nos cuenta que su hija pequeña le pedía con impaciencia una bicicleta. Él le prometió que, si ahorraba todo lo que pudiera, podría tener una un día. Motivada por la promesa de su padre, la niña realizó tareas en casa, guardando con cuidado cada moneda que ganaba. Un día vino a su padre con un frasco lleno de monedas, deseosa de comprarse la bicicleta por fin. Fiel a su promesa, el hermano Robinson llevó a su exultante hija a la tienda donde enseguida encontró la bici perfecta. Entonces llegó el momento de la verdad: el precio de venta excedía los cien dólares. Abatida, su hija contó sus sesenta y un centavos. Pronto se dio cuenta de que, a ese ritmo, nunca tendría suficiente dinero para comprar su bicicleta soñada. Entonces el hermano Robinson llegó al rescate con amor. «Te diré lo que haremos, cariño. Vamos a ver si podemos llegar a un arreglo. Dame todo lo que tienes, los sesenta y un centavos, un abrazo y un beso y la bicicleta es tuya».18Ciertamente, la niña no ganó la bicicleta en su totalidad, sin embargo, un padre que reconocía que ella había dado todo lo que tenía se la dio de buen grado. Este es el espíritu con el que Nefi aconsejó: «pues sabemos que es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos» (2 Nefi 25:23). En otras palabras, contribuimos a nuestra salvación, pero no la ganamos. Este era también el espíritu del mensaje de Pablo: «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8–9). Así, las obras por sí solas no pueden salvarnos; la gracia es un requisito previo absoluto. Sin embargo, cierta cantidad de obras (es decir, lo mejor que podamos ofrecer) es necesaria a fin de activar la gracia y la misericordia de Dios. Por duramente que trabajemos, por diligentemente que sirvamos, o por rectamente que vivamos, nunca merecemos más de lo que recibimos. Nunca estaremos demasiado cualificados para nuestro reino de gloria. Brigham Young enseñó este principio con su concisión característica: «Nunca ha habido ninguna persona que haya sido salvada en exceso; todos los que han sido salvados, y todos los que lo serán en el futuro, son salvados a duras penas, y no se vence sin luchar, lo cual requiere toda la energía del alma».19 Alma reveló que solamente los penitentes, es decir, los que han dado lo mejor espiritualmente, tendrán derecho «a reclamar la misericordia, por medio de mi Hijo Unigénito» (Alma 12:34). De esta manera, las obras y la gracia son compañeros, elementos complementarios. De hecho, son socios inseparables en nuestra búsqueda de la perfección. Al tratar el tema de la superioridad de la fe o de las obras, C. S. Lewis respondió en su estilo pragmático, tan característico, «Se antoja que esta pregunta es semejante a preguntar qué cuchilla de unas tijeras es más necesaria».20 Puede que nadie haya resumido tan bien como Brigham Young la relación entre la gracia y las obras: «Exige que toda la Expiación de Cristo, la misericordia del Padre, la compasión de los ángeles y la gracia del Señor Jesucristo estén con nosotros siempre, y entonces hacer lo mejor que podamos para deshacernos de este pecado que llevamos dentro».21 La misericordia de Dios, tanto condicional como incondicional, se manifiesta en abundancia. Se demostró en nuestro nacimiento espiritual, nuestro nacimiento físico y en la creación del mundo. Estas efusiones de misericordia parecen ser independientes de la Expiación, aunque cada uno de ellas ha añadido poder a nuestras vidas. Ciertos otros actos de misericordia o gracia fluyen directamente del sacrificio expiatorio. En cada caso son manifestaciones de dones o poderes facultadores que se confieren al hombre. Pruebas de estos poderes o bendiciones se han tratado en capítulos anteriores. LA MISERICORDIA: LA COMPASIÓN Y LA CLEMENCIA En cierto sentido, la misericordia es la madre de la gracia (y todos los poderes que fluyen de ella), tal y como se ha comentado anteriormente. En otro sentido, la misericordia equivale a lenidad y clemencia; es la compasión dada al infractor. En su manifestación máxima, es amor y compasión y sabiduría, combinadas todas en proporción divina. Porcia imploró a un tribunal terrenal que ejerciera esta cualidad, que a tal grado constituye la quintaesencia de la divinidad: La cualidad de la clemencia no se obliga: se desprende como la dulce lluvia del cielo sobre el lugar que haya debajo: así es doblemente bendita: bendice al que da y al que recibe: con más poder entre los más poderosos: le sienta al monarca entronizado mejor la corona. (…) es un atributo del Dios mismo.22 Ese atributo era plenamente operativo en el Salvador en todo momento. Él podía haber invocado sus amplias reservas de poder celestial; haberse arrancado de la cruz por sí solo y haberse vengado de sus perseguidores con ardiente indignación. Todo esto le correspondía en justicia, pero la misericordia, no la represalia, era su cetro de gobierno. Nehemías habló de la benevolencia sin límites de Dios: «eres un Dios que perdonas, clemente y misericordioso» (Nehemías 9:17; énfasis añadido). David empleó las mismas imágenes: «Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador, y abundas en misericordia» (Salmos 86:5; énfasis añadido). Uno puede casi visualizar las imágenes de esos pasajes: Dios, velando por sus creaciones ansiosa y tiernamente, para detectar cualquier acto justo o pensamiento benevolente y poder recompensar en abundancia. Él busca lo bueno constantemente: «sus entrañas de misericordia cubren toda la tierra» (Alma 26:37; véase también DyC 101:9). Es él quien «[se deleita] en bendecir con la mayor de todas las bendiciones» (DyC 41:1). A los tiernos Santos de la Iglesia recién restaurada, el Salvador les dijo: «tendré compasión de vosotros. (…) para mi propia gloria y para la salvación de las almas, que os he perdonado vuestros pecados» (DyC 64:2–3). Incluso en el día de la furia de Dios, él ha dicho: «con misericordia eterna tendré compasión de ti» (Isaías 54:8; véase también DyC 101:9). Todas las facultades de Dios, todas sus inclinaciones, están dispuestas y orientadas a bendecir con el más mínimo pretexto. ¡Oh, cuánto gusta Dios de ser misericordioso y bendecir a sus hijos! Quizás es su mayor gozo. Es esta cualidad inherente la que le impulsa con vigilancia incansable a salvar a sus hijos. Lehi hizo esta observación: «porque eres misericordioso, no dejarás perecer a los que acudan a ti» (1 Nefi 1:14). Verdaderamente, nuestro Dios «es poderoso para salvar» (Alma 34:18). La misericordia era un atributo que Abraham Lincoln poseía en una medida inmensa. Robert Ingersoll le dedicó este homenaje escrito: «Nada revela la personalidad genuina como el uso del poder. Es fácil para el débil ser gentil. La mayoría puede soportar la adversidad. Pero si deseas saber quién es un hombre en realidad, dale poder. Esta es la prueba suprema. Es la gloria de Lincoln que, habiendo poseído un poder prácticamente absoluto, él nunca abusó de él, excepto en el lado de la misericordia».23 Lincoln merecía este homenaje… Cristo infinitamente más. ¿EN QUÉ SE RELACIONAN LA JUSTICIA Y LA MISERICORDIA? En un extremo de la ley está la misericordia en todo su esplendor compasivo, en el otro, la justicia con toda su severa realidad. La Expiación es el acto singular en la historia que demostró la misericordia máxima, pero que nunca robó a la justicia ni un ápice de sus pagos. La Expiación recorría la totalidad de la ley, de un extremo a otro, de la misericordia a la justicia. Era completa, infinita, por así decirlo, en su complimiento de la ley. Lehi explicó esta doctrina: «He aquí, él se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado, para satisfacer los fines de la ley, por todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito; y por nadie más se pueden satisfacer los fines de la ley» (2 Nefi 2:7; véase también 2 Nefi 2:10). Brigham Young dijo que los que no se arrepienten sufrirán todo lo que «la justicia exija de ellos; y cuando hayan sufrido la ira de Dios hasta haber pagado el último cuadrante, saldrán de la prisión».24 El élder Marion G. Romney también habló de las terribles consecuencias de los que no se arrepienten: «Sin cumplir estos requisitos y los otros principios y ordenanzas del evangelio, uno queda fuera del alcance del plan de misericordia, para depender de la ley de la justicia, la cual exigirá que sufra por sus propios pecados, como Jesús sufrió».25 La justicia exige la imposición del castigo en su totalidad —cada pizca de su peso aplastante— sobre el impenitente; no hay escapatoria. Pero ¿qué sucede con el penitente? ¿Hay alguna clemencia para ellos? El élder Bruce R. McConkie nos da la respuesta: «Es mediante el arrepentimiento y la rectitud que los hombres son liberados de las garras de esa justicia que de otro modo hubiera impuesto sobre ellos el castigo completo por sus pecados».26 Amulek enseñó que los impenitentes «queda[n] expuesto[s] a las exigencias de toda la ley de la justicia» (Alma 34:16), con lo que se sugería que los que se arrepienten sufren algo menos. Al continuar con este pensamiento, Amulek concluye: «únicamente para aquel que tiene fe para arrepentimiento se realizará el gran y eterno plan de la redención» (Alma 34:16). Alma enseñó esta relación secuencial entre el arrepentimiento y la misericordia: «el que se arrepienta, y no endurezca su corazón, tendrá derecho a reclamar la misericordia, por medio de mi Hijo Unigénito, para la remisión de sus pecados; y ellos entrarán en mi descanso» (Alma 12:34). La persona que no se arrepiente es como el delincuente forzado a cumplir cada año, cada mes y cada día de su condena de diez años. Por otra parte, el arrepentido es como el preso al que se deja libre por buena conducta transcurridos cinco años de los diez a los que fue condenado. Ambos han pagado el precio establecido por ley; ambos han satisfecho las leyes de la justicia; pero uno recibió una «sentencia reducida» al sacar provecho de las leyes de la misericordia. En el proceso de la clemencia, el Señor no ha eximido al penitente de todo sufrimiento. Orson F. Whitney enseñó: «Los hombres y las mujeres todavía sufren, pese a los sufrimientos y la expiación de Cristo, pero no en la medida en la que habrían tenido que sufrir de no haberse producido una expiación». 27 El arrepentimiento todavía exige remordimiento de conciencia y pesar según Dios, pero el Señor permite al arrepentido escapar el tipo y la profundidad de sufrimiento que él vivió. Así, la misericordia reclama lo suyo y el que se arrepiente no «queda expuesto a las exigencias de toda la ley». La lenidad y la clemencia se aplican al máximo, pero no más allá, y al hacerlo son capaces de «apaciguar las demandas de la justicia, para que Dios sea un Dios perfecto, justo y misericordioso también» (Alma 42:15). Este principio se ilustra a la perfección en una parábola del élder Boyd K. Packer. Un hombre había adquirido una deuda cuantiosa a fin de adquirir unos bienes muy deseados. Al hombre le habían advertido que tuviera cuidado con las deudas, pero él no podía esperar a disfrutar de los lujos de la vida. Tenía que obtenerlos ahora mismo. El hombre firmó un contrato para pagar la obligación en lo que entonces parecía un futuro muy distante. La fecha del pago parecía estar todavía lejos en el tiempo, pero a medida que pasaban los días, los pensamientos del acreedor empezaron a surgir en la mente del deudor. Finalmente, como siempre sucede, llegó el día de rendir cuentas. El deudor no tenía los medios necesarios para pagar. El acreedor amenazó con ejecutar el préstamo y quedarse con los bienes del deudor si no se abonaba lo adeudado. El deudor suplicó que tuvieran misericordia, pero todo fue en vano. El acreedor demandó la justicia — severa e inquebrantable— que le correspondía. El acreedor le recordó al deudor que había firmado un contrato y aceptado las consecuencias. El deudor respondió que carecía de los medios para pagar y suplicó el perdón. El acreedor no dio su brazo a torcer. No habría justicia si se perdonaba la deuda. Justo en el momento en que todas las posibles vías de escape se habían desvanecido, un liberador apareció en escena. El élder Packer continúa narrando la parábola como sigue: «El deudor tenía un amigo. Él vino en su ayuda. Conocía bien al deudor. Sabía de su cortedad de miras. Pensaba que era un insensato por haberse metido en una situación tan complicada. Sin embargo, quería ayudar porque lo amaba. Se interpuso entre ambos, y, mirando al acreedor, le hizo la siguiente oferta. »‘Pagaré la deuda si libera al deudor de su contrato para que pueda conservar sus posesiones y no vaya a la cárcel’. Mientras el acreedor pensaba en la oferta, el mediador añadió: ‘Usted demanda justicia. Aunque él no puede pagarle, yo lo haré. A usted se le habrá tratado justamente y no puede pedir más. No sería justo’. »Y el acreedor accedió. »El mediador se giró ahora al deudor. ‘Si pago tu deuda, ¿me aceptarás a mí como tu acreedor?’ »‘Oh, claro que sí’, dijo el deudor entre sollozos. ‘Me salvas de la cárcel y tienes misericordia de mí’. »‘Entonces’, dijo el benefactor, ‘me pagarás la deuda a mí y yo fijaré las condiciones. No será fácil, pero será posible. Yo pondré el camino. No tendrás que ir a la cárcel’. »Y así fue que el acreedor recibió su pago completo. Se le había tratado con justicia. No se había incumplido ningún contrato. »El deudor, por su parte, había obtenido misericordia. Ambas leyes se habían cumplido. Al haber un mediador, la justicia había reclamado su parte al completo, y la misericordia había recibido satisfacción plena».28 Al deudor de este relato no se le perdonó por completo su deuda, pero con la intercesión de su amigo, las condiciones de pago se tornaron más aceptables y cuando aquellas condiciones fueron cumplidas, la deuda quedó cancelada. De igual manera, el Salvador hizo posible que pagáramos nuestra deuda con arreglo a unas condiciones más misericordiosas gracias al principio divino del arrepentimiento. Él siempre nos ofrece la máxima misericordia sin menoscabar en lo más mínimo las demandas de justicia. El presidente John Taylor se refirió a la interesante relación existente entre la justicia y la misericordia en el Evangelio: «La justicia, el juicio, la misericordia y la verdad armonizan como atributos de la deidad. ‘La justicia y la verdad se han encontrado, la rectitud y la paz se han besado’».29 Eliza R. Snow enseñó en verso esa misma verdad celestial: Oh cuán glorioso y cabal, el plan de redención: merced, justicia y amor en celestial unión!30 CRISTO SE CONVIERTE EN NUESTRO ABOGADO El Salvador aboga por nosotros para obtener misericordia. Él es nuestro abogado.31 Él es el campeón de nuestra causa como nadie más puede serlo. Hemos visto a abogados ante tribuales terrenales: meros mortales que han defendido a sus clientes con fascinante suspense, cuya lógica era aplastante, cuyo dominio de Derecho era abrumador y cuyas potentes peticiones era convincentes. Ante mortales como ellos, los jurados han guardado un silencio casi reverencial, se han movido y mecido con cada mirada, cada palabra formulada con exquisito cuidado, cada alegato apasionado. Sin embargo, abogados como esos, prácticamente héroes hercúleos para sus clientes, no se comparan en absoluto con el que nos defiende en las alturas. Él es el defensor ideal «para presentarse ahora por nosotros ante Dios» (Hebreos 9:24). ¡Qué afortunados somos de que él sea nuestro «abogado (…) ante el Padre» (1 Juan 2:1). En más de una ocasión, una madre devota le rogaba a Abraham Lincoln por la vida de un hijo que había cometido un delito grave mientras servía en el ejercito de la Unión. A menudo, conmovido por el sacrificio de la madre por su país, Lincoln concedía el indulto. Quizás pensara: «No lo haré por su hijo, pero le concederé el indulto por usted». Del mismo modo, a Dios el Padre debe de haberle conmovido profundamente el incomparable sacrificio del Salvador. Como la madre que rogaba por la vida de su hijo, el Salvador implora por las vidas espirituales de sus hijos espirituales. Y se les perdonará; no por ninguna dignidad suya, sino por el sacrificio del Salvador. Este es el ruego del Hijo al Padre: «Escuchad al que es vuestro intercesor con el Padre, que aboga por vuestra causa ante él, diciendo: Padre, ve los padecimientos y la muerte de aquel que no pecó, en quien te complaciste; ve la sangre de tu Hijo que fue derramada, la sangre de aquel que diste para que tú mismo fueses glorificado; por tanto, Padre, perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre, para que vengan a mí y tengan vida sempiterna» (DyC 45:3–5; véase también Hebreos 7:25; DyC 38:4; 110:4). Por causa del Salvador, nuestro Padre concedió el indulto necesario. El profeta Zenós reconoció esta verdad prontamente: «a causa de tu Hijo has apartado tus juicios de mí» (Alma 33:11). El profeta José puso de manifiesto estos poderes de influencia del Salvador. Mientras ofrecía la inspirada oración dedicatoria en el Templo de Kirtland, hizo referencia al poder del Salvador para influir en el Padre: «Tú (…) apartarás tu ira al mirar la faz de tu Ungido» (DyC 109:53). Parece que hubo algo tan noble en el rostro del Salvador, tan conmovedor y poderoso en una reflexión acerca de su sacrificio, que afecta profundamente al Padre. La defensa de Cristo no tiene por objeto cambiar la naturaleza de un Dios que ya es perfecto, del mismo modo que el ruego de Moisés de salvar a Israel (Deuteronomio 9:13–29; Éxodo 32:10–14) o la «negociación» de Abraham con el Señor para que salvara a Sodoma (Génesis 18:23–33) no transformaron a Dios en un ser más misericordioso y compasivo. Las Escrituras afirman muy claramente: «no obstante sus pecados, mis entrañas están llenas de compasión por ellos» (DyC 101:9; véase también Isaías 54:8). Independientemente de la maldad del hombre, las entrañas de Dios ya están llenas de compasión, antes de que tenga lugar cualquier ruego o defensa. Si la naturaleza de Dios no se altera con semejantes acciones, entonces, ¿por qué aboga Cristo por nosotros y defiende nuestra causa? Semejantes ruegos pueden abrir puertas para Dios que de otro modo permanecerían cerradas en virtud de las leyes de la justicia. Por ejemplo, la fe abre la puerta de los milagros. Moroni declaró: «Porque si no hay fe entre los hijos de los hombres, Dios no puede hacer ningún milagro» (Éter 12:12; énfasis añadido; véase también Marcos 6:5–6; 3 Nefi 19:35). Pedir abre las puertas de la revelación: «Si pides, recibirás revelación tras revelación» (DyC 42:61). De manera similar, quizá la defensa, al combinarse con el sacrificio del Salvador, abra la puerta a los indultos divinos. Pudiera ser que, de acuerdo con las leyes de la justicia, la defensa sean un requisito previo para invocar la misericordia de Dios: una manifestación de este principio eterno de que todos los recursos existentes deben agotarse antes de que se produzca la intervención de los poderes del cielo.32 En otras palabras, pudiera ser que el hombre, o su abogado divino, deban defender su caso de la mejor manera posible antes de que se concedan los indultos divinos. Por tanto, puede ser que la ardiente petición de misericordia del Salvador — unida a su sacrificio infinito— permite que el Dios del cielo, de acuerdo con las leyes de la justicia, responda de manera similar. Es un cumplimiento de la verdad escrituraria «la misericordia tiene compasión de la misericordia» (DyC 88:40). La fe precede a los milagros, las peticiones precipitan la revelación y el alegato de la defensa da lugar al perdón. Puede que haya otra razón más para la defensa, en particular la de Cristo: da lugar a una unión espiritual entre Cristo y sus hijos que no se puede obtener de otra manera. Es el hilo que une nuestros corazones y nuestras almas. ¿Quién entre nosotros podría verle defender nuestro caso con ferviente pasión; escucharle relatar los horribles acontecimientos de Getsemaní, oír sus expresiones de amor sin límite, y no sentir una afinidad espiritual hacia él? Gracias a la Expiación y la defensa del Salvador, en el día del juicio —cuando el destino eterno de todos esté en juego—, el Salvador se «[interpondrá] entre ellos y la justicia» (Mosíah 15:9). Entonces, él «[intercederá] por los hijos de los hombres» (Mosíah 15:8). Él suplicará por el equilibrio perfecto entre la misericordia y la justicia. Él será el abogado de todos los hombres y su esperanza de salvación. NOTAS 1. McConkie, «Purifying Power», 9. 2. Roberts, The Truth, The Way, The Life, 418. 3. Journal of Discourses, 14:280. 4. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 435–36. 5. Journal of Discourses, 3:356. 6. Journal of Discourses, 25:165–66. 7. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 439. 8. Journal of Discourses, 7:354; énfasis añadido. 9. Smith, Words of Joseph Smith, 84; énfasis añadido. 10. Journal of Discourses, 25:57. 11. Journal of Discourses, 15:134; énfasis añadido. 12. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 216–17. 13. Shakespeare, El mercader de Venecia, Acto IV, escena I, 144. 14. «LDS Bible Dictionary», 697. 15. McConkie, Promised Messiah, 245. 16. «LDS Bible Dictionary», 697. 17. Ibid. 18. Robinson, Creámosle a Cristo, 36. 19. Young, Discourses of Brigham Young, 387. 20. Lewis, Mere Christianity, 131. 21. Journal of Discourses, 11:301. 22. Shakespeare, El mercader de Venecia, Acto IV, escena 1ª, 143–44. 23. Ingersoll, Works of Robert G. Ingersoll, 3:172. 24. Young, Discourses of Brigham Young, 382. 25. Romney, «Resurrection of Jesus», 9. 26. McConkie, Promised Messiah, 326. 27. Whitney, Baptism, 4. 28. Packer, That All May Be Edified, 319. 29. Taylor, Mediation and Atonement, 171–72. 30. Snow, «Jesús en la corte celestial», Himnos, núm. 116. 31. Hemos comentado anteriormente que Cristo es nuestro juez. Si ese es el caso, cabe preguntarse cómo puede ser también nuestro abogado. ¿Tiene sentido que presentara su alegato ante sí mismo para pedir clemencia en nuestro favor? Las Escrituras dejan muy claro que el Salvador no está rogándose a sí mismo, sino que es nuestro «intercesor con el Padre» (DyC 45:3; énfasis añadido; véase también 1 Juan 2:1; DyC 38:4; 110:4). Si ese es el caso, entonces el Padre debe ser también un juez. Doctrina y Convenios confirma esta afirmación: «Dios y Cristo son los jueces de todo» (DyC 76:68; véase también 2 Timoteo 4:1). Ello es coherente con la apreciación hecha por Juan de que el Padre «también le dio [a Cristo] poder para hacer juicio» (Juan 5:27; énfasis añadido). Evidentemente, el Padre es en cierta manera un «juez presidente de sala», es decir, los demás jueces, los jueces de primera instancia (es decir el Salvador y sus apóstoles), ven las causas y dictan sentencia, pero cada uno de ellos es responsable de sus actos en última instancia, ante el juez presidente. El Padre delegó las facultades judiciales en su Hijo (quien a su vez delegó ciertos poderes en sus apóstoles) pero el Hijo sigue rindiendo cuentas al Padre. Juan nos ayuda a entender el papel de cada uno en el proceso del juicio: «como oigo, juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió» (Juan 5:30). En el proceso de abogar por nosotros, la voluntad del Padre se manifiesta en las circunstancias más favorables para el hombre, voluntad que el Hijo ejecuta mediante sus juicios. 32. Este principio lo enseña el Señor en la Sección 101 de Doctrina y Convenios. Las turbas habían expulsado a muchos Santos de sus hogares en Misuri; habían amenazado y perseguido a muchos otros. El Señor le da instrucciones al profeta José con respecto al orden de resarcimiento que los Santos debían adoptar. Primero, debían importunar al juez; después, al gobernador, y entonces, al presidente. Si ninguna de esas instancias daba resultado, «entonces el Señor se levantará y saldrá de su morada oculta, y en su furor afligirá a la nación» (DyC 101:89). Capítulo 26 ¿FUE LA EXPIACIÓN NECESARIA, O HABÍA OTRA MANERA? LA NECESIDAD ABSOLUTA DE LA EXPIACIÓN Amulek enseñó sobre la necesidad imperiosa de la Expiación: «Porque es necesario que se realice una expiación; pues según el gran plan del Dios Eterno, debe efectuarse una expiación, o de lo contrario, todo el género humano inevitablemente debe perecer» (Alma 34:9; énfasis añadido; véase también Alma 42:15). A la conclusión de la vida del Salvador, él mismo reafirmó la necesidad absoluta de la redención inminente. Cuando los sacerdotes y los ancianos se enfrentaron a él en el Jardín, el Salvador le mandó a Pedro que envainara su espada y le recordó acto seguido su capacidad para convocar a «más de doce legiones de ángeles» si fuera necesario. Entonces, el Salvador aportó la razón de aquella contención: «¿Cómo, pues, se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?» (Mateo 26:53–54). Aarón sabía que cuando un hombre pecaba, no podía levantarse espiritualmente por sí mismo, y enseñó: «en vista de que el hombre había caído, este no podía merecer nada de sí mismo» (Alma 22:14). Alma explicó que sin la redención «no habría medio de redimir al hombre de este estado caído» (Alma 42:12). El élder James E. Talmage compartió un testimonio semejante: «Afirmamos que el hombre está solo y en una necesidad absoluta de un Redentor, ya que por sus propios esfuerzos es totalmente incapaz de elevarse de un plano inferior a un plano superior».1 Hasta cierto punto, somos como el hombre incapaz de trepar fuera del foso que ha cavado él mismo hasta que adquiere una escalera en primer lugar. Pero ahí está la «trampa»: ¿Dónde encontrar la escalera? Sin importar la fuerza física o el ingenio, no hay esperanzas de que esta situación cambie si las cosas se dejan como están. El hombre debe confiar en que un tercero (en este caso, el Salvador) aporte los medios para escapar. La Expiación es esa escalera espiritual. David cantó acerca de ese momento Mesiánico de rescate: «Pacientemente esperé a Jehová (…). Y me sacó del pozo turbulento, del lodo cenagoso; y puso mis pies sobre una roca y enderezó mis pasos» (Salmos 40:1– 2). Zeezrom debe de haber sentido el dilema del hombre, ya que le preguntó directamente a Amulek: «¿Salvará [Dios] a su pueblo en sus pecados?» (Alma 11:34). Esta era una pregunta clave. Estaba preguntando si Dios, por decreto divino, puede perdonar a los pecadores —se arrepientan o no—, simplemente en virtud de su voluntad y deseo. Amulek fue directo en su respuesta: «no podéis ser salvos en vuestros pecados» (Alma 11:37; énfasis añadido). Algunos años antes, Abinadí había hablado de los que murieron «en sus pecados», y de su destino posterior, «ni tampoco puede redimirlos; porque el Señor no puede contradecirse a sí mismo; pues no puede negar a la justicia cuando esta reclama lo suyo» (Mosíah 15:26, 27; énfasis añadido). Dicho de otra manera, Dios no podía redimir a los hombres en sus pecados porque las leyes de la justicia, que él obedece, no lo permiten. John Taylor ofreció la razón de este cumplimiento divino: «Sería imposible para [Dios] incumplir la ley, porque al hacerlo atentaría contra Su propia dignidad, poder, principios, gloria, exaltación y existencia». 2 El rey Benjamín habló de la Expiación y, entonces, en el lenguaje más riguroso posible, detalló la necesidad absoluta del sacrificio expiatorio: «Y este es el medio por el cual viene la salvación. Y no hay otra salvación aparte de esta de que se ha hablado; ni hay tampoco otras condiciones según las cuales el hombre pueda ser salvo, sino por las que os he dicho» (Mosíah 4:8; énfasis añadido). El rey Benjamín estaba seguro en esta cuestión —no hay otro medio de salvación que el Salvador— ninguna otra condición, ni caminos alternativos. Algunos podrán sugerir que no hay vías alternativas únicamente porque Dios eligió este camino en la vida premortal (es decir, la Expiación). Si fallara la Expiación, dicen, Dios todavía podía recurrir a una de las demás opciones existentes en la vida premortal. El lenguaje del rey Benjamín, no obstante, parece no incluir la opción de un «plan B». Claramente afirma que, con la excepción del Salvador y su Expiación, no hay «otras condiciones según las cuales el hombre pueda ser salvo» (Mosíah 4:8). No parece que Dios eligiera la mejor alternativa; más bien, parece que esta era la única opción para la redención del hombre. En pocas palabras, no había ni un camino más sencillo, ni alternativa alguna a la Expiación de Jesucristo. Pero, ¿por qué era necesaria una Expiación? Quizá fuera necesaria para cumplir alguna ley inmutable (por ejemplo, una de esas leyes que siempre han existido y que permanece inmutable a lo largo de la eternidad). O quizá su necesidad estuviera dictada por los atributos perfectos de Dios. Él sabía que había algo en ese acto, y solamente en ese acto, que maximizaría el progreso de sus hijos. Es un reflejo de su naturaleza esencial y, por lo tanto, obligatoria en ese sentido. B. H. Roberts aborda las primeras dos posibilidades: «La absoluta necesidad de la Expiación que se aprecia actualmente tendría todavía más relieve en la confianza que uno tiene de que si se hubieran presentado medios más leves para responder como si de una Expiación se tratara, o si la satisfacción de la justicia se hubiera dejado de lado, o si la reconciliación del hombre con el orden divino de las cosas pudiera haberse llevado a efecto con un acto de pura benevolencia sin ninguna otra consideración, sin duda se habría hecho así; pues es inconcebible que tanto la justicia de Dios como su misericordia exigieran o permitieran un sufrimiento mayor del Redentor del absolutamente necesario para alcanzar el fin propuesto. Cualquier sufrimiento superior al absolutamente necesario constituiría una crueldad, pura y dura, e impensable en un Dios de justicia y misericordia perfectas».3 El élder Roberts sugiere lo improbable de que Dios hiciera a su Hijo pasar por un sufrimiento tan extremo como ese, de haber existido un camino más fácil. Semejante conclusión sugiere verdaderamente la inexistencia de una alternativa que fuera igual de viable, o Dios habría optado por ella, salvando así al Pastor sin sacrificar a las ovejas. Algunos han propuesto una tercera posibilidad para explicar la necesidad de la Expiación. Sugieren que los espíritus que eligieron ser parte del reino de Dios pueden haber tenido un sentido de la moralidad similar al de Dios, y así, como Él, «sintieron» la necesidad inherente de un acto expiatorio antes de que pudieran materializarse los poderes de purificación y exaltación. Quizá de alguna manera estos espíritus gemelos se unieron a Dios a la hora de sancionar la necesidad de la Expiación. Puede que haya sido parte de la ley de común acuerdo. Este concepto sugiere que el sentido de la equidad o justicia compartido por los integrantes del reino de Dios puede haber contribuido a respaldar las leyes de justicia en el universo. La cuarta alternativa se centra en el componente motivador de la Expiación. Puede que este acontecimiento fuera necesario debido a que era el único evento del universo dotado del poder motivador necesario a fin de atraer a los hombres a la divinidad. Cualquier cosa inferior sencillamente habría sido insuficiente para lograr tal fin. La tasa de «abandono» habría sido incluso más monstruosa en ausencia de alguna fuerza cósmica que nos levantara en dirección al cielo. En consecuencia, Dios puede haber elegido la Expiación porque era el poder más persuasivo en el universo capaz de traernos de regreso al hogar. B. H. Roberts citó a Sabine Baring-Gould al respecto: «No había ninguna necesidad —según ciertos teólogos— de que Cristo muriera, pero como dice S. Bernard: ‘quizá ese método fuera el mejor, para que en una tierra de olvido e indolencia se nos recordara nuestra caída más poderosa y vivamente, mediante los exquisitos y variados sufrimientos del que puso remedio a ella’».4 Existe al menos una quinta posibilidad para la necesidad de esta Expiación. Puede haber sido el único acontecimiento con el suficiente atractivo de calado universal para atraer al sentido de equidad instintivo en los hijos de Dios, quienes podrían alegar de otro modo en virtud de las leyes de la justicia que algunos habían llegado a la exaltación sin haberse «ganado» sus tronos. Dicho de otra manera, era el único acontecimiento de tal magnitud persuasiva capaz de promover la exaltación para los arrepentidos sin destruir el orden y la armonía entre los demás hijos de Dios. Con la Expiación, parece que el Padre podía responder al ruego del Hijo pidiendo misericordia sin que ninguno de los integrantes del reino presentara objeción alguna. ¿Y por qué? Porque ellos compartían un sentido moral similar y análogos sentimientos de compasión, los cuales pueden haberles hecho decir: ‘Es cierto que este hombre no ha merecido la salvación por sus propias obras, sino por el incomparable sacrificio del Salvador a su favor, y por motivo de nuestro inmenso amor y reverencia hacia Él, accederemos a su petición de clemencia’». Si la Expiación es o no una «necesidad» por una o más de las razones descritas anteriormente, no lo sabemos. Por el momento parece existir un velo sagrado e impenetrable que impide nuestra irrupción en el infinito. Lo que sí sabemos, sin embargo, es que la Expiación es una «necesidad». Esa es la conclusión doctrinal subyacente y de mayor relevancia. ¿ERA OBLIGATORIO UN SACRIFICIO? Reconocido que una Expiación era necesaria de alguna forma, se nos plantea la siguiente pregunta: «¿Por qué era obligatorio un sacrificio en lugar de algún otro método alternativo?». Alma deja claro que el sacrificio anunciado no era meramente la mejor opción; era la única posible. Alma dejó constancia de ello: «Porque es preciso que haya un gran y postrer sacrificio; sí, no un sacrificio de hombre, ni de bestia, ni de ningún género de ave; pues no será un sacrificio humano, sino debe ser un sacrificio infinito y eterno. Y no hay hombre alguno que sacrifique su propia sangre, la cual expíe los pecados de otro. Y si un hombre mata, he aquí, ¿tomará nuestra ley, que es justa, la vida de su hermano? Os digo que no. Sino que la ley exige la vida de aquel que ha cometido homicidio; por tanto, no hay nada, a no ser una Expiación infinita, que responda por los pecados del mundo. »De modo que es menester que haya un gran y postrer sacrificio; y entonces se pondrá, o será preciso que se ponga, fin al derramamiento de sangre; entonces quedará cumplida la ley de Moisés; sí, será totalmente cumplida, sin faltar ni una jota ni una tilde, y nada se habrá perdido» (Alma 34:10–13; énfasis añadido). No cabe duda de que el sacrificio del Salvador entrañaba enseñanzas extraordinarias, amén de inmensas cualidades motivadoras, pero lo que era más vital incluso era el hecho sencillo de que, sin un sacrificio infinito, no podía haber salvación alguna. Este sacrificio parece haber sido el único medio de pagar esas deudas contraídas como resultado de una ley quebrantada. Puede que el sufrimiento de Cristo fuera la única moneda legal en el universo capaz de pagar la deuda de la justicia y abrir la puerta de la misericordia al mismo tiempo. Su sacrificio se tornó en la recompensa (véase Mateo 9:28), la «cancelación» de la deuda, el precio de adquisición. El élder Marion G. Romney escribió: «Fue (…) por medio de actos de amor y misericordia infinitos que él pagó vicariamente la deuda de la ley transgredida y satisfizo las demandas de la justicia».5 Esta deuda tiene una doble dimensión. Primeramente, se trata de la deuda adquirida a causa de la transgresión de la ley por parte de Adán. A esto se refería Brigham Young cuando dijo que el Salvador «ha pagado la deuda adquirida por nuestros primeros padres».6 En segundo lugar, está la deuda que vence cada vez que un hombre o una mujer desobedece una ley de Dios. Brigham Young también habló de su deuda personal y el medio de pago: «Los hijos han contraído una deuda y el Padre demanda compensación. Él les dice a sus hijos en esta tierra, quienes están sumidos en el pecado y la transgresión, ‘es imposible para vosotros devolver esta deuda. (…) A menos que Dios proporcione un Salvador para pagar esta deuda, nunca podrá pagarse. ¿Puede acaso toda la sabiduría del mundo diseñar medios para redimirnos y volver a la presencia de nuestro Padre y nuestro hermano mayor, y morar con ángeles santos y seres celestiales? No; va más allá del poder y el conocimiento de los habitantes de la tierra, que viven ahora o que vivirán en el futuro, preparar o crear un sacrificio que pague esta deuda divina. Pero Dios lo proporcionó y su Hijo la ha pagado».7 Mormón enseñó que el Salvador «ha subido a los cielos (…) para reclamar del Padre sus derechos de Misericordia» porque «él ha cumplido los fines de la ley (…); por tanto, él aboga por la causa de los hijos de los hombres;» (Moroni 7:27– 28). El Salvador pagó la deuda y por lo tanto poseía el derecho de reclamar misericordia en nombre de cada deudor. En este sentido, Cristo fue el campeón de la causa de todos los hombres, siempre y cuando el hombre en cuestión tuviera fe en él y se arrepintiera. Las Escrituras enseñan que fuimos «comprados por precio» (1 Corintios 6:20; 7:23) y que el Salvador dio «su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28; véase también 1 Timoteo 2:6). Su repago generoso abrió una nueva puerta, o, como enseñara Amulek, «[provee] (…) la manera de tener (…) arrepentimiento» (Alma 34:15). Ciertamente hemos de pagar el precio de nuestra propia insensatez —de la cual no hay escapatoria—, pero la Expiación nos proporciona un programa de pago alternativo basado en la misericordia, no en la justicia exclusivamente. Con la Expiación se nos presenta una elección. O pagamos el precio de la justicia, que es intransigente e inflexible en sus exigencias; o pagamos el precio del arrepentimiento, según lo ha definido el Salvador. Esto no implica que la persona que se arrepiente escapa a todo sufrimiento; más bien, que ahora tiene un nuevo acreedor, el Expiador, «[al] cual él ganó por su propia sangre» (Hechos 20:28).8 Sin duda, el sacrificio de Cristo era necesario para satisfacer las demandas de la justicia. Quizá otra razón de este sacrificio se encuentra en sus poderes inherentes para la motivación. Puede haber sido el medio máximo de «atraer [a Cristo] a todos los hombres» (3 Nefi 27:14). Amulek también nos dejó una observación reveladora acerca de la finalidad del sacrificio expiatorio: «es el propósito [el objetivo] de este último sacrificio poner en efecto las entrañas de misericordia» (Alma 34:15). Es decir, la magnitud del sufrimiento fue tan intensa, tan profunda, tan abrumadora e inclemente que quizá todos los espíritus del universo, incluso los más empedernidos, deben de haber gritado en un coro cósmico, «ya basta». El conjunto de los espíritus de las creaciones de Dios debe de haberse conmovido de tal manera, impresionado por la intensidad formidable de los suplicios de Cristo, que cedería a su petición de aceptar al arrepentido, no porque mortal alguno hubiera ganado semejante derecho, sino porque Cristo, y solamente él, lo había conquistado para ellos. El sacrificio expiatorio puede haber sido el único catalizador susceptible de llevar al hombre a un consenso de esa naturaleza. Cabe reiterar que este concepto se apoya en la posibilidad de que las leyes de la justicia y la misericordia en el universo sean dependientes —al menos parcialmente—, en un sentido de la equidad o la justicia común a los integrantes del reino de Dios. ¿ERA EL SALVADOR EL ÚNICO CORDERO POSIBLE PARA EL SACRIFICIO? Una última pregunta se centra en la cuestión de si el Salvador era o no el único, o si era sencillamente el mejor para desempeñar el papel de cordero expiatorio. Hace algunos años, Robert J. Matthews estaba debatiendo el asunto de si había habido o no un «plan alternativo, otro Salvador, un hombre de reserva». Dice que la siguiente conversación se desarrolló en un grupo de docentes, mientras se exploraba este asunto: «Noté que ellos mantenían firmemente la opinión de que, si Jesús hubiera fallado, habría existido otro medio para lograr la salvación. Reconocían que cualquier otro método sería probablemente más arduo sin Jesús, pero, según decían, el hombre podría haberse salvado a sí mismo a la larga sin Jesús, de haber fallado el Salvador. (…) Estos maestros estaban diciendo, en efecto, que Jesucristo era una comodidad, pero no una necesidad absoluta. Yo les contesté en sentido contrario citando Hechos 4:12, donde leemos estas palabras de Pedro: ‘Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos’. Su réplica fue que Pedro había dicho esto después de que la Expiación y la resurrección de Cristo fueran hechos consumados y que, por lo tanto, ahora no hay otro camino; pero que, si Jesús hubiera fracasado en llevar a cabo la Expiación, continuaron razonando, tendría que haber habido otra alternativa, y la habría habido».9 El hermano Matthews dijo que protestó contra sus conclusiones, pero no fue capaz de pensar en ese momento en una referencia de las Escrituras para refutarlas. Más tarde, siguió diciendo que habría sometido los siguientes pasajes a su consideración: «Encontramos en Moisés 6:52 la referencia más temprana que conocemos al hecho de que no hay otro nombre más que el de Jesucristo por el que se obtenga la salvación. (…) El Señor le dice a Adán que debe ‘[bautizarse] en el agua, en el nombre de mi Hijo Unigénito (…), el cual es Jesucristo, el único nombre que se darádebajo del cielo mediante el cual vendrá la salvación a los hijos de los hombres’ (cursiva añadida). (…) »Y [tenemos] 2 Nefi 31:21: ‘no hay otro camino, ni nombre dado debajo del cielo por el cual el hombre pueda salvarse en el reino de Dios’ (cursiva añadida). »Pero la expresión más clara de este concepto es la del rey Benjamín, que cita las palabras de un ángel del cielo: ‘no se dará otro nombre, ni otra senda ni medio, por el cual la salvación llegue a los hijos de los hombres, sino en el nombre de Cristo’ (Mosíah 3:17; cursiva añadida). (…) »El valor de estos pasajes reside en que se pronunciaron antes de que se produjera la Expiación. Esta circunstancia les otorga más fuerza y concentración de los que tendrían si se hubieran registrado con posterioridad».10 El hermano Matthews se estaba limitando a ofrecer una muestra representativa de pasajes de las Escrituras que apoyaban esta tesis. Más de ochocientos años antes del nacimiento de Cristo, el Salvador anunció su condición singular como el Redentor: «Yo, yo soy Jehová, y fuera de mí no hay quien salve» (Isaías 43:11). Lehi vio en el horizonte temporal, a seiscientos años de distancia, la época de la venida del Mesías: «todo el género humano se hallaba en un estado perdido y caído, y lo estaría para siempre, a menos que confiase en este Redentor» (1 Nefi 10:6; énfasis añadido). Poco después, un ángel confirmó que «todos los hombres vengan [al Salvador del mundo], o no serán salvos» (1 Nefi 13:40). En su sermón de despedida, Lehi le recordó a su familia nuevamente que «ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías» (2 Nefi 2:8). Jacob no lo podía haber dicho más claramente: «mi alma se deleita en comprobar a mi pueblo que salvo que Cristo venga, todos los hombres deben perecer» (2 Nefi 11:6). Nefi profetizó que el día de la restauración de los judíos llegaría solamente cuando estos «no esperen más a otro Mesías, (…) porque no hay sino un Mesías de quien los profetas han hablado, y ese Mesías es el que los judíos rechazarán» (2 Nefi 25:16, 18). El rey Benjamín les imploró a sus conciudadanos que tomaran sobre sí el nombre de Jesucristo. Y entonces les dio la razón: «No hay otro nombre dado por el cual venga la salvación» (Mosíah 5:8). Unos años antes, Abinadí expuso, con poder ferviente, ante Noé y sus depravados sacerdotes todo lo relacionado con el poder salvífico del Santo: «si Cristo no hubiese venido al mundo, hablando de cosas futuras como si ya hubiesen acontecido, no habría habido redención» (Mosíah 16:6). Aarón predicó la misma verdad a los amalekitas: «que no habría redención para la humanidad, salvo que fuese por la muerte y padecimientos de Cristo, y la expiación de su sangre» (Alma 21:9). Amulek dio su testimonio de la venida de Cristo, y explicó acto seguido la necesidad de «un sacrificio infinito y eterno», porque «no hay hombre alguno que sacrifique su propia sangre, la cual expíe los pecados de otro» (Alma 34:10, 11). En tiempos modernos, el Señor ha confirmado su misión única como Redentor, «porque el Señor es Dios, y aparte de él no hay Salvador» (DyC 76:1; véase también DyC 109:4). Uno puede buscar otro redentor; podrá especular en cuanto a otras posibilidades, pero todo será en vano. El Salvador no solo es el mejor candidato; él era mucho más: era el único candidato. La razón es muy sencilla: era el único de los hijos del Padre en venir a la tierra dotado de cualidades divinas infinitas, y, por lo tanto, poseía el poder infinito necesario para llevar a cabo el acto expiatorio. Cualquier otro carecía del poder y de los medios para vencer las dos muertes: la física y la espiritual. NOTAS 1. Talmage, Essential James E. Talmage, 148. 2. Taylor, Mediation and Atonement, 168. 3. Roberts, The Truth, The Way, The Life, 428. 4. Roberts, The Seventy’s Course in Theology, 125. 5. Romney, «Resurrection of Jesus», 8. 6. Journal of Discourses, 12:69. 7. Journal of Discourses, 14:71, 72. 8. Al contrario de lo expuesto en la conclusión anterior, algunos han afirmado que la Expiación no es el repago de una deuda. Su argumento se basa en el siguiente versículo: «id y no pequéis más; pero los pecados anteriores volverán al alma que peque» (DyC 82:7). Una vez se paga una deuda legal, argumentan, esta desaparece para siempre y, por lo tanto, no podrían regresar si la teoría del «repago de deuda» fuera correcta. Dicho de otra manera, si se ha aportado suficiente sufrimiento para pagar la deuda, entonces la deuda queda perdonada para siempre, para nunca volver a reaparecer. En Derecho, sin embargo, existe un principio muy conocido que recibe el nombre de «condición resolutoria». Significa que puede formalizarse un contrato, pero si se produce un acontecimiento determinado con posterioridad, dicho contrato puede declararse nulo retroactivamente. (El diccionario de Derecho Ballentine define el término «condición resolutoria» [condition subsequent en inglés] de la siguiente manera: «una condición posterior a la ejecución y que se aplica para revocarla o anularla al incumplir después dicha condición cualquiera de las partes» [Ballentine, Law Dictionary with Pronunciations, 258].) Por ejemplo, un acreedor puede haber obtenido un fallo favorable contra un deudor por 1 000 000 $. Por cualquier razón, el acreedor puede acceder a resolver el conflicto objeto del fallo por un importe menor, como 200 000 $, siempre y cuando: (1) se abone la cantidad inmediatamente, y (2) el deudor se comprometa a no divulgar jamás las condiciones de la oferta de acuerdo. (Algunos abogados puede referirse a la obligación de confidencialidad con el término «covenant» [pacto, promesa o garantía] en lugar de «condición resolutoria» [condition subsequent en inglés]; en cualquier caso, el contrato puede redactarse a fin de que el resultado definitivo sea el mismo, a saber, que la cantidad menor del acuerdo se declare nula y la original de 1 000 000 $ sea reinstituida en caso de divulgarse los detalles del acuerdo). Efectivamente, si el deudor da a conocer las condiciones de la oferta de acuerdo, al acreedor le corresponde solicitar la cantidad completa de 1 000 000 $ fijada en el fallo y las estipulaciones del acuerdo menor cesarán de ser vinculantes. En coherencia con esta teoría jurídica, el Señor diría: «He pagado tu deuda y ahora estás limpio, pero este contrato contiene una condición resolutoria; es decir, si vuelves a cometer el mismo pecado, la purificación quedará anulada retroactivamente». Dicho de otra manera, Cristo pagó el precio de nuestros pecados, pero la purificación sólo es permanente si nosotros no regresamos al estado anterior. Esta interpretación jurídica es coherente con el planteamiento escriturario según el cual el sufrimiento de Cristo pagó la deuda generada por nuestros pecados. 9. Matthews, A Bible!, 265–66. 10. Ibid., 266. Capítulo 27 AGRADECIMIENTO POR LA EXPIACIÓN «ASOMBRO ME DA EL AMOR QUE ME DA JESÚS» Cuando Jesús entró en cierta aldea, vio a diez leprosos que venían de lejos. Su enfermedad, considerada una especie de muerte en vida, obligaba a los afligidos a gritar «¡Impuro! ¡Impuro!» (Levítico 13:45), al aproximarse a personas sanas. De manera semejante, cada uno de nosotros tiene —en una u otra medida— una forma de lepra espiritual: pecados que han empañado, desfigurado y roído nuestro bienestar espiritual. Semejante situación nos hace impuros en la presencia del Santo y, como los leprosos de la aldea israelita de la antigüedad, también nosotros debemos mantenernos en la distancia espiritual hasta el día de nuestra purificación. De forma muy parecida a los diez leprosos, nosotros gritamos: «¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros!» (Lucas 17:13). Sabemos que no hay esperanza de purificarse por casualidad ni de una curación autoinducida. La única esperanza, la única cura, es buscar la misericordia y los poderes limpiadores que ofrece el Expiador. El Salvador ejerció esos poderes sanadores sobre los diez leprosos y entonces les dio el mandato: «Id, mostraos a los sacerdotes» (Lucas 17:14). Cuando la limpieza se hubo completado, uno de los leprosos regresó y a gran voz glorificaba a Dios. Entonces cayó a los pies del Salvador «dándole gracias» (Lucas 17:16). El que momentos antes era una sombra de vida ahora tenía la vida en su plenitud. El Salvador planteó una pregunta que motivaba un examen de conciencia de repercusiones universales: «¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están?» (Lucas 17:17). ¿No les corresponde a todos los mortales contar con los poderes sanadores de la Expiación? ¿No se ha pagado acaso el precio por todos? ¿Nos contamos entre los nueve que se alejaron sanados pero desatentos —quizá incluso ingratos—, como si no se hubiera producido el pago que lo hizo todo posible? Podríamos cantar una y otra vez la letra del himno «Asombro me da»: Me cuesta entender que quisiera Jesús bajar del trono divino para mi alma rescatar. ... Comprendo que Él en la cruz se dejó clavar. Pagó mi rescate; no lo podré olvidar.1 Nunca podemos olvidar. Las palabras de David deberían resonar siempre en nuestros corazones: «Oh Jehová, Dios mío, te alabaré para siempre» (Salmos 30:12). No se habla de la Expiación con ligereza ni se expresa aprecio por ella superficialmente. Es el acontecimiento más sagrado y sublime de la eternidad. Merece nuestros pensamientos más intensos, nuestros sentimientos más profundos y nuestros hechos más nobles. Se habla de ella con tono reverencial; se contempla con veneración; se aprende de ella con solemnidad. Este acontecimiento destaca en solitario sobre todos los demás, ahora, y en toda la eternidad. Cuando Ammón repasó sus éxitos entre los lamanitas, se glorió en el Señor, y entonces, reconocimiento humildemente su incapacidad para expresarlo todo adecuadamente, declaró: «no puedo expresar ni la más mínima parte de lo que siento» (Alma 26:16). De igual manera, las pasiones de mi propio corazón superan con mucho mis capacidades verbales. Me siento como el élder Marion G. Romney, quien dijo: «Meditar la Expiación (…) me mueve a la más intensa gratitud y al mayor aprecio que mi alma es capaz de abrigar».2 Con todo y con eso, me siento seriamente limitado. He sido formado profesionalmente para ser un escéptico; es inherente a la experiencia jurídica. Sin embargo, en lo que al Salvador se refiere, soy como un niño pequeño. Creo todas y cada una de las palabras habladas y escritas de las que él es autor. Acepto todos los milagros «tal cual». Creo todos y cada uno de los aspectos de su divinidad, y me regocijo en cada ápice de su misericordia. Le doy gracias sin cesar por su sacrificio expiatorio, pero nunca es suficiente, ni lo será jamás. Su acto redentor se recordará y saboreará «para siempre jamás» (DyC 133:52). Estoy abrumado, incluso humillado, y asombrado por «el amor que me da Jesús».3 Me siento como Nefi, quien confesó, embargado de júbilo: «mi corazón magnifica su santo nombre» (2 Nefi 25:13). Se espera que esta obra, con sus deficiencias, pueda servir de veraz y justo homenaje a quien merece todo lo que somos. En el proceso de escribir el presente libro, he sentido su espíritu gentil constantemente. Puedo testificar en verdad que Él vive. Y añado ahora mi testimonio a los numerosos testimonios que me preceden: ciertamente su sacrificio fue una Expiación infinita y eterna. NOTAS 1. Charles H. Gabriel «Asombro me da», Himnos, núm. 118. 2. Romney, «Resurrection of Jesus», 9. 3. Gabriel, «Asombro me da», Himnos, núm. 118. BIBLIOGRAFÍA Alonso Gamo, José María. Un español en el mundo: Santayana. Obras completas de Alonso Gamo, vol. 2, Guadalajara: Aache, 2007. Ashton, Marvin J. The Measure of Our Hearts. Salt Lake City, Utah: Deseret Book Company, 1991. Ballard, M. Russell, ed. Melvin J. Ballard: Crusader for Righteousness. Salt Lake City, Utah: Bookcraft, 1977. Ballentine, James A. Law Dictionary with Pronunciations. 2.ª ed. Rochester, Nueva York: The Lawyers Co-Operative Publishing Company, 1948. Bateman, Merrill J. «El poder de sanar interiormente», Liahona, abril de 1995. Bennett, William J., ed. 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