Adolf Reinach Introducción a la Fenomenología ü encuentro'Ti A d o lf R e in a c h Introducción a la Fenomenología P resentación, traducción y notas por R o g elio R ovira O e n cu c iilro /j l 2 i c d ír ío r t f y l í T í t u l o o ri gi nal J !ber PbUttotHtnologit? (V o rtra g gehalten in Marburg in ja n u a r 1914) <& 1986 Ediciones Encuentro, Madrid Cubierta y diseño T a lle r gráfico de Ediciones Encuentro En portada D ibujo de* Pablo Picasso Presentación A Miguel García-Baró, en testimonio de admiración y amistad Este breve escrito delp en sador alem án A d o lf Reinach constituye una adm irable introducción a la fenom enología , y aun a la filo sofía m ism a, plena de claridades y de sustancia filosófica. Aunque en otro tiem po notorias en España, la persona y la obra de A d olf Reinach son hoy casi desconocidas entre nosotros. N o será, pues, ocioso hacer su presentación ante e l público de lengua española. A d olf Reinach nació en Maguncia e l 23 de diciem bre de 1883, en el seno de una acom odada fam ilia judía de esa ciudad renana. Ya en la época en que cursaba el bachillerato se sintió hondam ente im presionado p o r la lectura d e los textos platónicos, que produjo en él una adm ira - ción p o r la filo so fía de Platón de la que nunca se desdijo. En 1901 com enzó sus estudios univer­ sitarios, asistiendo a cursos de filosofía, psicolo­ g ía , d erech o e historia en las Universidades de M unich y Tubinga. Se doctoró en 1905, bajo la tutela de su m aestro T h eod or Lipps, célebre filó s o fo y psicólogo de la Universidad de Mu­ nich, con una disertación titulada "Sobre el con cep to de causa en el derecho pen al vigente En esa ép oca, e l filó so fo A lexander Pfander dirigió la atención de Reinach y de otros estu­ diantes de IJp p s hacia las recientes Investiga­ ciones Lógicas de Edrnund Husserl. El estudio de esta obra les causó profunda huella, hasta el punto de que decidieron rom p er con el psicologism o representado p or Lipps y trasladarse a Gotinga para oir las enseñanzas de Husserl, entonces casi desconocido p rofesor universita­ rio. Pronto se convenció Reinach de que el m étod o fen om en ológico inaugurado p or Hus­ serl, con su exigencia de fidelidad a lo real, proporcionaba nuevas bases para la investiga­ ción filosófica, salvaguardándola del relati* vism o y del subjetivism o de toda laya en ese tiem p o im perantes. Tras un breve paréntesis en el que, p o r deseos fam iliares, Reinach interrum pió su trabajo en Gotinga para obten er la adrnisión en los tribudiales —aunque nunca quiso ejercer la abogacía —, el filó so fo se habilitó con H u sserl en 1909\ entrando a fo rm a r p arte de la U niversidad d e Gotinga en calidad d e d ocen te privado. Sus d is­ cípulos son unánim es a l afirm ar que fu e un m aestro de dotes extraordinarias, con una clari­ dad y una profundidad de p en sam ien to re a l­ m ente adm irables. M uchos d e estos estudiantes, com o Edith Stein , T h eod o r Conrad, H ans Lipps, A lexandre Koyré, Jean H éring, D ietrich von H ildebrand y H edivig Martius, tuvieron propiam en te a Reinach, y no a H usserl ’ com o su único verdadero m aestro de filo so fía fe n o m en o lógica. Aunque acaso la razón p rin cipal d e ello no haya de verse tan sólo en la excelen cia d e l m agisterio de R einach , sino tam bién en e l hecho de que nuestro filó s o fo no siguiera a H usserl en su tránsito intelectual hacia e l id ea ­ lism o , que éste hizo ex p reso en 1913 con la publicación de sus Ideas relativas a una fenom e­ nología pura y una filosofía fenomenológica. Y es que, en verdad, ese tránsito causó una p r o ­ funda decepción en tre los estudiantes que se habían reunido en Gotinga seducidos p o r la crítica radical y definitiva d el psicologism o, d e l subjetivism o y de toda clase d e relativism o que encontraron en las Investigaciones Lógicas. "De h ech o , ya el tom o segundo de las Investiga­ ciones Lógicas, p ero sobre todo las Ideas relati­ vas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica,” — escribe Hedwtg ConradM artius — 'se tíos presentaron a nosotros, los discípulos inmediatos, com o un giro incom ­ p ren sib le de Husserl hacia el trasccndentalismo y e l subjetivism o , si es tyue no, incluso, hacia el psicologisrno. Estábamos tan asom brados de la ruptura de H usserl con la pura objetividad y con la referen cia a las cosas, que nuestros sem ina­ rios de aquella época consistieron, por nuestra p a rte , en una casi constante oposición y disputa con e l gran maestro 1 Mas a pesar de que Reinach perm aneció fie l a la posición realista defendida en un principio p o r Husserl, el maestro siem pre mantuvo hacia él una íntima am istad y una verdadera adm ira­ ción intelectual. Buena prueba de esto último son estas bellas y sentidas palabras que Husserl dedicó a la m em oria de su discípulo: "Fue uno de los prim eros que entendieron plenam ente el carácter p rop io del nuevo m étodo fenom enológico y fu e capaz de abarcar con la mirada su alcance filosófico. El m odo fenom enológico de p en sar y de investigar se hizo pronto en él una segunda naturaleza y, desde ese m om ento, no vaciló nunca en la convicción, que tan feliz le 1 Hedwig Conrad -Martius, Die transzendentale und die ontotogtsche Ph'dnonienolofcie, ín: Edmund Husserl 1859-1959. Recuetl commémoratif publié a l'occasion du centenaire de la naissance du philosophe. (Phaenomcnologica, 4). I*a Haye, Martinus N ijhoff, 1959, pág. 177. hacía , de haber alcanzado la verdadera tierra firm e de la filbsofía y de saberse rodeado, p o r tanto, com o investigador, p or un horizon te in fi­ nito de descubrimientos posibles y decisivos para una filosofía estrictam ente cien tífica”.1 En 1914, al estallar la guerra europea, Reinach se alistó voluntario en el ejército y fu e destinado al fren te oriental. A llí experim en tó una profunda conversión religiosa, que le llevó a abrazar la fe cristiana. El y su esposa, Anna, fueron bautizados en la Iglesia evangélica a com ienzos de 1916. Murió en e l cam po de bata­ lla e l 17 de noviem bre de 1917, cuando todavía no había cumplido los treinta y cuatro años. Su muerte no sólo truncó sus últimas m editaciones, encaminadas a la elaboración de una filo so fía de la religión, sino que nos ha privado de lo que prom etía haber sido una de las obras filosóficas más interesantes de nuestro siglo.1 2 Edmund Husserl, A dolf Reinach. Ein Nachruf, in: "K an tStudien" 23 (1919), págs. 147-148. 5 Los datos biográficos están tomados, además del escrito de Husserl mencionado en la nota anterior, de las obras siguientes: John M. Oesterreicher, Walls are Crumbting. Seven Jewtsh Philosophers Discover Christ, New York, Devin-Adair, 1952, págs. 99-134. (Hay traducción española, debida a Manuel Fuen­ tes Benot, con el título Siete filó i ofo s judío s encuentran aCristo, Madrid, Aguilar, 1961); HerbertSpiegelberg, The Phenomenological Movement. A Histórical Introduction, T he Hague, Mar* tinus N ijhoff, 1965, 2* ed., vol. 1, págs. 195-205; Miguel García-Baró, Adolfo Reinach o la plenitud de la fenomenología, Con todo, los escritos que nos ha legado son verdaderam ente magistrales. Sus discípulos los rescataron de la dispersión y el difícil acceso en que los mantenían las publicaciones p eriódi­ cas donde aparecieron y los reunieron en un solo volumen. Fue publicado en 1921 por la cafa editorial Max N iem eyer de Halle bajo el título convencional de Gcsammchc Schriftcn. \m introducción va firm ada p or Hedwig Conrad• Martius y, a lo que parece, la mayor parle del trabajo de recopilación y ordenación fu e reali­ zado p o r lidith Stein* fís característico de muchos de estos escritos el que Reinach, con ocasión del tratamiento de una cuestión particular, traiga a la evidencia in: "El Olivo” VII/18 (1983), páp. 217-231; John F.Crosby,/í Britf Biography o f Reinach, in “Aletheia. An International Journal of Philosophy” III (1983), pígs. 1X-X. (El volumen, dedicado u la memoria de Reinach en el centenario de su nacimiento, incluye, entre otros trabajos, una seleu ¡ón de textos de Edmund Husserl, Dietrich von llildebrand, Edith Stein y Hedwig Gimad-Martius bajo el título Uvinacb uj PhitOfopbical Penotidlity, págs. XI X X X I). 4 l.u casa editorial I’hilosophia Verla/;, de Munich, ha anun­ ciado uña nueva edición de las obras de Reinach, a cargo de Kurt Schuhmann y Ilarry Sm ith.— En España, un grupo de (personas interesadas por la fenomenología ha emprendido, bajo la direc­ ción del profesor Miguel García-Raró, de la Universidad Com­ plutense, l.’i traducción española de los escritos de Reinach, de futura publicación. Sirva la presente traducción, realizada en el marco de ese grupo de trabajo, como primicia de ese empeño común. problem as filosóficos fundam entales y haga en ellos descubrimientos de valor perm anente, muchas veces form ulados p o r vez prim era. Así, su articulo La interpretación kantiana del proj blema de Hume (Kants Auffassung des Humeschcn Problema) arroja nueva luz sobre la esencia de la causalidad m ediante la distinción entre la necesidad m aterial y la necesidad modal. En su estudio Las reglas supremas de las inferencias de la razón según Kant {D ie obersten Kegeln der Vernunftschlüsse beí K ant), con m otivo del análisis de un aspecto parcial d el pensam iento kantiano, Reinach p on e en claro uno de los problem as básicos de la lógica: el problem a del objeto universal, distinguiendo entre la esencia y el objeto singular in d eterm i nado que participa de ella. ’ta m b ién en su escrito Para la teoría del juicio rogativo íZur Theoric des negativen Urteils) se encuentra , por ejem plo, además de una valiosa aclaración de la naturaleza de la "situación ob jetiv a" (Sachverhalt), una distinción fundam ental en e l sen o de los actos que pertenecen a la esfera teorética: la distinción entre la aprehensión cognoscitiva y la lom a de posición \ ' Kstu obra influyó grandemente en tu reflexión inicial de Ortega, como puede apreciarse ahora gracias a la publicación de lus Investigaciones Psicológicas del filósofo madrileño, donde la cita y hace ubundante uso de ella.— Recientem ente, en el En todos sus escritos se revela la maestría con que R einach em p lea el m étodo fen om en ológico, que hace d e sus análisis piezas acabadas en la descripción exacta y ordenada de las cosas que se ofrecen a la mirada del filósofo. A sí en su estudio La premeditación: su significación ética y jurídica (Die Uberlegung; ihre cthische und rechtliche Bedeutung) y en su obra principal: Los fundamentos aprióricos del derecho civil (D ie apriorischen Grundlagendes bürgerlichen Rechtes), que apareció p o r vez prim era en 1913 en el "Anuario de Filosofía e Investigación Fen om en plógica” fundado p o r H usserl y del que R einach, junto . con A lexander Pfander, Max S cheler y Moritz Geiger, era uno de los coedi­ tores. De esta obra escribió e l propio Husserl: "N adie que esté interesado en una filosofía del derecho estrictam ente científica, en una aclara­ ción definitiva de los conceptos básicos que son constitutivos para la idea de cualquier ley p o si­ tiva (...) puede pasar p o r alto esta obra de R ei­ nach, que marca nuevos rumbos. Está para m í fu era de duda que ella proporcion ará a su autor transcurso de poco tiempo, esta obra de Reinach ha conocido dos traducciones al inglés: una, debida a Don Ferrari y publicada en "Alerheia. An International Journal o í Philosophy” 11 (1 0 8 1 ), págs. 9-64; la otra, debida a Barry Sm ith y recogida en el libro colectivo: Barry Sm ith (ed.), Parts and Momenti. Studies in Logic and Form al Ontology. M ünchen-W íen, Philosophia V erlag, 1982. ' un puesto perm an ente en la historia de la filo s o ­ fía d el derecho ’H\ La edición de los escritos reunidos de R einach incluye tam bién —adem ás de una recen sión de la Psicología General de Paul N atorp — trabajos del filó sofo hasta aquel m om en to inéditos. I al es el caso de unas pocas notas para su filo s o fía de la religión, en cuya elaboración le sorp ren d ió la m uerte 7, d el estudio incom pleto Sobre la esen6 Edmund Husserl, A dolf Reinach. Ein Nachruf, in: "K an tStudicn" 23 (1919), pág. 149-— El español fue la primera lengua a la que se vertió esta obra de Reinach: Los Fundamentos Apriorísticos del Derecho Civil. Traducción de José Luis Alvarez, con un prólogo de José M* Alvarez M. Taladríz. Barcelona, Casa Editorial Bosch, 1934. La traducción incluye una com pletí­ sima bibliografía de las obras alemanas sobre filosofía y derecho que se refieren al libro de Reinach. La obra fue, además, am plia­ mente examinada por algunos filósofos españoles del derecho, como Luis Recasens Siches y Luis Legaz Lacambra — Actual­ mente, John F. Crosby ha traducido esta obra por vez prim era al inglés: The Apriori Foundaíions o f Civil Law, in: "A letheia. An International Journal of Philosophy” 111 (1 983), págs. 1-142. En este volumen aparecen también dos trabajos sobre la filosofía del derecho de Reinach: John F. Crosby, Reinach’s Discovery o f the Social Acts, págs. 143-194 y Josef Seifert, Is R ein ach’s "Apriorische R echtílehre" More Important fo r Positive Lato than Reinach H im self ThinkjP, págs. 197-230. 7 Esos fragmentos póstumos dieron ocasión a Kurt Stavenhagen para elaborar una obra sobre filosofía de la religión: A bio- lute Stellungnahmen. Eine ontologische Untenuchung über das Wesen der Religión. Erlangen, Verlag der Phílosophische Akademie, 1925. (Reproducción fotoestática en: New York and London, Garland Publishing, 1979). cía del movimiento (Líber das Wesen der Bewegung) y d el escrito cuya traducción ofrecem os a continuación. E ste último texto procede de una conferencia dictada p o r Reinach en enero de 1914 en Marburgo. Es realm ente difícil exagerar su im p or­ tancia e interés. Puede decirse que en esta co n fe­ rencia se contiene en com pendio el m odo de en ten d erla filosofía que hizo madurar, p rim ero, la obra filosófica de los pensadores de los círcu­ los fen om en ológ icos de G otingay de Munich y, aún hoy, la de los pensadores que siguen con nuevo vigor esta fecunda tradición B. En ella, bajo e l lema, hoy ya clásico, de "a las cosas m ism as”, encontrará el lector una clara delim i­ tación d el objeto propio de la filosofía, que se halla constituido, al decir de Reinach, p o r el estudio de las esencias y de las conexiones aprióricas entre ellas. Y hallará asim ism o una p e r ­ fecta exposición d el m étodo fen om en ológ ico —concebido com o el único adecuado #a ese• su objeto principalísim o —, al paso de una incursión en varios problem as filosóficos a la que nos 8 Hoy mismo, un grupo de pensadores —Josef Seifert, Fritz W enisch, Jo h n Crosby, William Marra, etc.— se declara here­ dero de la obra de Reinach. Este círculo de fenomenólogos realistas fundó en 1980 la "International Academy of Philosophy", con sede prim ero en los Estados Unidos y actualmente en Licchtenstein, y desde 1977 edita "Aletheia. An Internatio­ nal Journal of Philosophy". invita Reinach desde e l com ien zo d e su c o n fe ­ rencia. v 1* La traducción que p resen tam os es la p rim era de este escrito a la lengua española*. El origin al alem án se ha tom ado de la m en cion ada edición de los escritos de R einach debida a sus discípu­ los. Conviene saber, sin em bargo, qu e esta co n -» feren cia fu e editada tam bién, com o libro aparte, en la editorial K o sel de Munich en e l añ o 1931, precedida de un p rólog o d e H edw ig CoiiradMartius l0. En la única ocasión en que se separan los textos de estas dos ediciones, se señala en nota. Por lo dem ás, e l brevísim o aparato de notas que h em os añadido es puram efU e b ib lio ­ gráfico e inform a de las obras a las que se refiere el p rop io Reinach. Si el filósofo, más que un constructor de siste­ mas de ideas, es un "am igo d e m irar” —com o asegura Platón — , R einach fu e filó s o fo en grado em inente. El lector p od rá com p rob arlo con adm iración en lo que sigue. Rogelio Rovira U niversidad C om plu ten se 9 Sólo existe, que sepamos, una traducción al inglés, debida a Dallas W illard: Concem m g Phenom enology, in: "T h e Persona- list" 50 (1969), págs. 194-221. Se anuncia la reedición de esta traducción en el volumen V (1985) de "Aletheia. An Internatio­ nal Journal of Philosophy". 10 Adolí Reinach, Was ts( Pbanomettologie? Mit cincm Vorwort von Hedwig Conrad-Martius. München, KÓsel Vcrlag, 1951. INTRODUCCION A LA FENOMENOLOGIA No me he propuesto com o tarea decirles qiíé es fenom enología; más bien, quisiera in ten tar p o m a r fenom enológicam ente con ustedes. H a ­ blar sobre fenom enología es lo más ocioso del mundo si falta lo único que puede dar a toda comunicación la concreta plenitud y evidencia: la m irada y la actitud fenom enológicas. Pues éste es el punto esencial: la fenom enología no es un sistema de proposiciones y verdades filo ­ sóficas — un sistem a de proposiciones en las que deberían creer todos los que se denom inan fenomenólogos y que yo podría dem ostrar a ustedes aquí— , sino que es un método del filosofar que viene exigido por los problem as de la filosofía, y que se aparta mucho del modo en que nos desen­ volvemos y orientamos en la vida y, todavía más, del modo en que trabajamos y tenemos que trabajar en la mayoría de las ciencias. Así, pues, quiero hoy acercarme con ustedes a una serie de problemas filosóficos, con la esperanza de que en uno u otro lugar se les haga al punto evidente qué es lo peculiar de la actitud fenomenológica; sólo entonces se tendrá la base para ulteriores discusiones. Con los objetos — sean existentes o inexis­ tentes— nos conducimos de muchas maneras. En el mundo nos desenvolvemos como seres que obran prácticamente; vemos el mundo y, sin embargo, a la vez, no lo vemos; lo vemos con más o menos precisión; y lo que vemos de él se rige en general por nuestras necesidades y nues­ tros fines. Sabemos cuán penoso es aprender a ver realmente; qué trabajo se requiere, por ejemplo, para ver realmente los colores ante los que pasamos sin hacer caso y que, sin embargo, caen en nuestro campo de visión. Y lo que es válido para ellos, lo es todavía en mayor medida para el flujo del acontecer psíquico, para eso que llamamos vivir y que, en cuanto tal, no está __ i frente a nosotros como algo ajeno, como lo está el mundo sensible, sino que, por su esencia, pertenece al yo; es válido para los estados, los actos y las funciones del yo. Tan spgura es para nosotros la existencia de este vivir, como lejana y difícil de captar nos es su estructura cualita­ tiva, su naturaleza. Lo que el hombre normal percibe de él, es más, lo único en que repara, es bastante poco; sin duda se le presenta la alegría y el dolor, el amor y el odio, el anhelo, la nostal­ gia y otras cosas semejantes. Pero, en definitiva, esto es sólo captar toscos recortes de un campo de infinitos matices. Aun la vida consciente más pobre es todavía demasiado rica como para que su sujeto la puede aprehender plenamente. También aquí podemos apren der a ver; tam­ bién aquí es sobre todo el arte quien enseña al hombre normal a captar lo que antes se le había pasado por altó. Pues no sólo ocurre que mediante el arte se despiertaVi en nosotros vivencias que no tendríamos de otro modo, sino que también nos hacer ver, de entre la sobrea­ bundada del vivir, lo que ya antes estaba ahí sin que nosotros lo supiéramos. Las dificultades crecen si atendemos a otros elementos que están todavía más lejos de nosotros: el tiempo, el. espacio, el número, los conceptos, las proposicio­ nes, etc. De todo esto hablamos, y cuando habla­ mos estamos referidos a ello, lo m entam os; pero en esta mención nos hallamos todavía infinita­ mente lejos de ello; y también nos hallamos toda­ vía lejos cuando lo hemos circunscrito p o r definiciones. Definamos las proposiciones, por ejemplo, como todo aquello que es verdadero o que es falso; no por ello se nos hace más pró­ xima la esencia tic la proposición, lo que es, su que. Si queremos aprehender la esencia del rojo o del color, sólo necesitamos, en definitiva, diri­ gir la vista a cualquier color que percibimos o nos imaginamos o nos representamos y, de él, que no nos interesa en absoluto en tanto que individuo ni en tanto que real, extraer su esen­ cia, su qué. Si se trata ahora de acercarnos de este modo a las vivencias del yo, las dificultades son considerablemente mayores; sin duda, sabemos que hay algo así como voliciones, sentimientos o disposiciones del ánimo; sabemos también que ello, como todo lo que existe, puede llegar a ser intuido adecuadamente; pero si intentamos aprehenderlo, si intentamos traerlo cerca de nosotros en su peculiaridad específica, nos rehuye: es como si asiéramos en el vacío. El psicólogo sabe que se requiere una práctica de muchos años para llegar a dominar estas dificul­ tades. Pero estarnos enteramente en los comien­ zos primeros en lo que respecta a los objetos ideales. Es verdad que hablamos de números y cosas semejantes, que los manejamos, y que los signos y reglas que conocemos nos bastan per­ fectamente para conseguir los objetivos de la vida práctica. Pero nos hallamos infinitamente lejos de su esencia; y si somos lo bastante since­ ros como para no contentarnos con definicio- ncs, que no nos acercan la cosa misma lo más mínimo, debemos entonces decir lo que San Agustín dijo del tiempo: "Si no me preguntas qué es, creo saberlo. Pero si me lo preguntas, ya no lo sé”1. Un error más grave y más funesto es opinar que esta lejanía natural de los objetos, que tan difícil nos resulta de salyar, se suprime gracias a la ciencia. No es esto así. Algunas ciencias, por su idea misma, eluden la visión directa de la esencia; se conforman, y les es lícito confor­ marse, con definiciones y deducciones de las definiciones. Otras, por su idea misma, están obligadas, ciertamente, a una aprehensión di­ recta de la esencia, pero en su desarrollo fáctico hasta ahora se han sustraído a esta tarea. El ejemplo más llamativo — y, en verdad, alarman­ te— de estas últimas es la psicología. No hablo de ella en tanto que es ciencia de leyes, en tanto que intenta establecer las leyes del transcurso efectivo y real de la conciencia; ahí son las cosas de otra manera. Me refiero a la llamada psicolo­ gía descriptiva, a la disciplina que aspira a esta­ blecer un inventario de la conciencia, que aspira a registrar las especies de las vivencias como tales. No se trata en ella de registrar existencias; en esta esfera carece de importancia la vivencia 1 Confetitonei, X I, 14. singular y su aparición en el mundo, en algún momento del tiempo objetivo, así como su suje­ ción a un cuerpo localizado espacialmente. No Se trata de existencias, sino de esencias, de las especies posibles de conciencia como tales, sin que interese si se presentan ni cuándo ni cómo se presentan. Se objetará, sin duda, que no po­ dríamos saber de las esencias de las vivencias si éstas no se realizaran en el mundo. Pero esto, planteado de esta forma, no es correcto, pues también conocemos especies de vivencias de las que sabemos que quizá no se han realizado nunca en el mundo con la pureza con la que las hemos aprehendido nosotros; mas, aun cuando el planteamiento fuese totalmente correcto, sólo se nos podría remitir, sin embargo, al hecho de que los hombres estamos limitados en nuestro acceso a las especies de las vivencias, y que esa limitación se debe a lo que nos es dado vivir; pero con ello no se establece, en verdad, ninguna dependencia de. la esencia misma res­ pecto de su realización eventual en la conciencia. Si volvemos la vista a la psicología que de hecho existe, vemos que ni siquiera ha logrado ponerse en claro sobre su esencia suprema, #• aquella que delimita su esfera: sobre la esencia de lo psíquico mismo. No se trata de que la oposición de lo psíquico y lo no psíquico quede constituida sólo por nuestras determinaciones y definiciones, sino que, al revés, estas últim as deben regirse por las diferencias de esen cia halladas y que se dan originariam ente. Según su esencia, todo lo que puede entrar en la corriente de nuestro vivir, todo lo que pertenece al yo en sentido propio, como nuestro sentir, nuestro querer, nuestro percibir, etc., se distingue de todo lo demás que es transcendente a la corriente de la conciencia, que es extraño al yo y está frente a él/como las casas, o los conceptos o los números. Pongamos el caso de que yo vea un objeto material de color en el mundo; el objeto, con sus propiedades y modos de ser, es algo físico, pero mi percepción del objeto, mi vol­ verme a él y atenderlo, la alegría que por él experimento, mi admiración, en una palabra, todo lo que se describe com o ocupación o estado o función del yo, todo eso es psíquico. S in embargo, la psicología de hoy se ocupa de los colores, los sonidos, los olores, etc., com o si en ellos tuviéramos que habérnoslas con vivencias^ de la conciencia, como si ellos no nos fueran extraños y no estuvieran frente a nosotros como lo están los más grandes y recios árboles. Se nos asegura que los colores y los sonidos no son reales, y que, por tanto, son subjetivos y p sí­ quicos; pero esto no son más que palabras oscu­ ras. Dejem os en suspenso la irrealidad de los colores y de los sonidos; supongamos que sean irreales. ¿Habrárvde ser por ello algo psíquico? ¿Cabe desconocer hasta tal punto la diferencia entre esencia y existencia que se confunda elnegar la existencia con una alteración de la esencia, de la índole esencial? Hablando en con­ creto: una casa grande y sólida con cinco plantas que yo pretendo percibir, ¿se convertirá enton­ ces, si se comprueba que esa percepción es una alucinación, se convertirá entonces esa sólida casa en una vivencia? Por tanto, ninguna inves­ tigación sobre los sonidos, los colores, los olo­ res, etc., puede pretender el derecho de ser una investigación psicológica. De los investigadores que no se ocupan más que de las cualidades sensibles ha de decirse que lo propiamente psí­ quico les permanece ajeno, aun cuando se deno­ minen a sí mismos psicó-logos. Naturalmente, v er colores, oír sonidos son funciones del yo y pertenecen a la psicología; pero, ¿cómo es posi­ ble confundir el oir los sonidos, que tiene su ' esencia propia y está sujeto a sus propias leyes, con los sonidos oidos? Se da, por ejemplo, la audición confusa de un sonido intenso. La inten­ sidad pertenece en este caso al sonido; la clari­ dad o la confusión son, en cambio, modifica­ ciones de la función del o ir ., . Ciertamente, no todos los psicólogos han des­ conocido de esta manera la esfera de lo psíquico; pero son muy pocos los que han comprendido las careas de la pura aprehensión de las esencias. Se quiso aprender de las ciencias de la natura­ leza, se quiso "reducir las vivencias a las m enos posibles. Y , sin em bargo, ni aun proponerse esta tarea tiene sentido. Si el físico reduce los colores y los sonidos a vibraciones de cierta clase, es porque está referido a existen cias rea­ les, cuya facticidad quiere exp licar. D ejem o s a un lado el sentido más profundo del reducir: con seguridad que no se aplica a las esencias. Se quiso reducir, por ejem plo, la esencia del rojo, que puedo intuir en todos los casos de rojo, a la esencia de las vibraciones, la cual, no obstante, es evidentemente otra. El psicólogo descriptivo no tiene que habérselas precisam ente con h e ­ chos, con la explicación de existencias y su re­ ducción a otras. S i se olvida de esto, surgen entonces todos los intentos de reducción, que son, en verdad, un em pobrecim iento y una falsi­ ficación de la conciencia. A ello se agrega, ade­ más, que se establecen com o especies funda­ mentales de esencias de la conciencia, por ejem ­ plo, el sentir, el querer y el p ensar, o el re p re ­ sentar, el juzgar y el sen tir, o cualquier otra división insuficiente. Y luego, cuando se consi­ dera cualquier especie de vivencia, una de en tre las infinitas que no se cobijan bajo esta clasifica­ ción, se la tiene que interpretar falsam ente, por tanto, como algo que no es. Tom em os, por ejem - pío, el perdonar, acto profundo y notable de índole propia. No es, ciertam ente, un repre­ sentar. De ahí que se haya intentado decir que es un juicio: el juicio de que el agravio ocasionado no es cón todo tan malo o no es en absoluto un agravio. Se ha intentado decir, por tanto; que es precisamente aquello que hace absoluta­ mente imposible que se dé un perdonar con pleno sentido. O se dice que es el cese de un sentimiento, el cese de un enojo, como si el perdonar no fuera algo propio y positivo, mu­ cho más que un mero olvidar o un desapare­ cer en la memoria. La psicología descriptiva no tiene porqué explicar algo reduciéndolo a otra cosa; lo que quiere es esclarecer algo acercán­ donos a ello. Quiere que se nos dé en la intuición originaria el qué de las vivencias, del cual, en sí mismo, estamos tan lejos; quiere determinarlo en sí mismo y distinguirlo y separarlo de otros. Con ello, ciertamente, no se alcanza todavía ningún punto último de apoyo. Respecto de las esencias rigen leyes, leyes de una índole y una dignidad tales, que se distinguen absolutamente de todas las conexiones y leyes empíricas. La _intuición pura de esencias es el medio para llegar a la intelección y a la aprehensión ade­ cuada de estas leyes. Pero de ellas quisiera hablar, sobre todo, en la segunda parte de estas consideraciones. La intuición de esencias se exige tam bién en otras disciplinas. El esclarecim iento y el análisis no se impone tan sólo respecto de la esencia de aquello que se puede realizar tan a m enudo c o ­ mo se quiera, sino tam bién respecto de la e se n ­ cia de lo que, por naturaleza, es único e irre­ petible. Vemos aí historiador ocupado, no sólo en traer a la luz lo desconocido, sino tam bién en acercarnos lo conocido, en traérn oslo a la intuición adecuada a su naturaleza. En este ca ­ so se trata de otros objetivos y de otros m éto­ dos. Pero también en este caso vemos las g ran ­ des dificultades y los peligros que acarrean el alejamiento y la construcción. Vem os cóm o una y otra vez se habla de evolución y se prescinde de la cuestión de qué es lo que evoluciona. V em os cómo se roza medrosamente la p e riferia de una cosa, sólo para no tener que analizarla a ella misma; cómo se cree resolver la cuestión de la esencia de una cosa mediante respuestas que se refieren a su origen o a sus efectos. ¡Qué caracte­ rístico es en este terreno el poner juntos tan a menudo a Goethe y a Schiller, a K eller y a Meller, etc.! Es característico de ensayos que están condenados de antem ano al fracaso, ya que pretenden definir algo por lo que no es. Que una aprehensión directa de la esencia es tan desacostumbrada y difícil que a muchos Ies parece imposible se explica, en parte, por la actitud, profundamente arraigada, de la vida practica, que, más que considerar contemplati­ vamente los objetos y penetrarlos en su propio ser, los coge y los utiliza. Pero se explica tam­ bién, además, porque algunas disciplinas cientí­ ficas — en oposición a las mencionadas hasta ahora— prescinden,' p or p rin cip io , de toda intuición directa de esencias, provocando así en todos los que se dedican a ellas una profunda aversión hacia la aprehensión directa de esen­ cias. Como es claro, ahora me refiero, sobre todo, a la matemática. Es el orgullo del matemá­ tico no conocer aquello de lo que habla, no conocerlo según su esencia material. Les cito a ustedes de qué manera introduce David Hilbert los números: "Pensamos un sistema de cosas, denominamos a estas cosas números y los designamos mediante a, b, c... Pensamos estos números en ciertas relaciones recíprocas, cuya descripción se verifica en los siguientes axio­ mas, etc.” 'Pensamos un sistema de cosas, denominamos a estas cosas números y luego designamos un sistema de proposiciones a las cuales han de subordinarse estas cosas’. Ni una palabra sobre el qué, sobre la esencia de estas cosas. Incluso la palabra "cosa” resulta todavía exagerada. No cabe entenderla en el sentido filosófico en el que designa una determinada forma categorial; sustituye tan sólo al concepto universalísimo y absolutamente vacio de algo en general. De este algo se enuncia luego o, m ejor, se “anota” toda suerte de cosas, por ejem plo: a + b = b + a, y luego, sobre ésta y otras muchas proposiciones, se construye de un modo conse­ cuente e irrefutable, en pura cadena lógica, un sistema, sin que se dé contacto alguno con la esencia de los objetos. No cabe alejarse más de los objetos que lo que aquí se hace. Se renuncia por principio a una intelección de su estructura, a una evidencia de las últimas leyes fundamen­ tales; la única intelección que tiene aquí lugares la puramente lógica, la evidencia de que, por ejemplo, un A que es B debe ser C si todo B es C, sin que se sometan a investigación las esencias que están detrás de A y B y C. No se exam inan en sí mismos los axiomas que sirven de funda­ mento, ni se comprueba si Son válidos; en este caso, ni siquiera cabe hacer uso del único medio de comprobación que posee la m atem ática, de la prueba. Son tesis al lado de las cuales son posi­ bles otras opuestas; y sobre las tesis opuestas se puede intentar construir sistemas de proposi­ ciones que también se hallen libres de contradic­ ción en sí mismos. Pero aún hay más. El m ate­ mático no sólo no necesita exam inar los axio­ mas que sirven de fundamento en el seno de su disciplina, sino que ni'siquiera necesita en ­ tenderlos respecto de su contenido material originario. Pues, ¿qué significa propiamente a + b — b + a? ¿Cual es el sentido de esta proposi­ ción? El matemático puede rechazar esta pre­ gunta. I x basta con la posibilidad de conmutar los signos. Si obtenemos además información adicional, ésta no resulta, por lo general, satis­ factoria. Es verdad que la proposición no se refiere a la disposición espacial de los signos en el papel. Pero tampoco puede referirse a la disposición temporal de los actos psíquicos de un sujeto; no se puede referir al hecho de que sea indiferente el que yo o cualquier otro sujeto adicione b a a o a a b. Pues en este caso tenemos una proposición en la que en modo alguno se habla de los sujetos ni de sus actos ni de su decurso en el tiempo. Se trata, antes bien, de que es indiferente el que b se añada a a o a a b. ¿Qué significa, sin embargo, esta adición, que no es ni espacial ni temporal? Este es, en verdad, el problema, problema que puede ser indiferente al matemático, pero que ha de ocupar muy intensam ente al filósofo, a quien no le es lícito quedarse en los signos, sino que ha de penetrar en la esencia de lo que los signos significan. O tomen ustedes la ley de la asociación: a 4- (b + c) = (a + b) + c. Sin duda, la proposi­ ción tiene un sentido; es más: un sentido de ex­ trem a importancia y, ciertamente, no se trata, en rigor, de que los signos del paréntesis se puedan escribir de manera diversa. El paréntesis tiene, sin duda, un significado, y este significado se ha de poder investigar. Es cierto que, como signo, no se halla en el mismo nivel que el = o el +; no significa relación o proceso alguno, sino que proporciona una indicación de la misma ín­ dole y rango que encontramos también en los signos de puntuación. ‘ Pero en virtud de esta indicación de reunir o separar de otro bien ésto bien aquéllo, se cambia, en verdad, la significa­ ción de toda la expresión, y de lo que se trata es precisamente de comprender esta modificación del sentido y su posibilidad, por poco que impor­ te al matemático este problema. Esta es la cues­ tión del sentido; al lado de ella se halla la cuestión del ser; es decir, se trata de llevar a la intuición y, si es posible, a la evidencia última si la tesis es legítima, si lo que expresa la proposición a 4- b — b + a puede acreditarse como válido y como fundado en la esencia de los números. Ju sto esta consideración le es especialmente lejana al matemático. El establece sus tesis y, dentro de sistemas distintos, quizás tesis contradictorias. Establece como axioma, por ejemplo, que, en un mismo plano, por un punto exterior a una recta se puede trazar una recta y sólo una que no corte a la primera. También hubiera podido establecer la tesis de que por el punto exterior a la recta se pueden trazar más rectas, o bien que no se puede trazar ninguna, y también a partir de estas tesis se puede fundar un sistema de proposiciones no contradictorias en si mismas. El matemático en cuanto tal ha de afirmar que todos estos siste­ mas son equivalentes; para él sólo hay tesis y la serie lógicamente completa y no contradictoria de argumentaciones que se construye sobre ellas. Pero los sistemas no son equivalentes. Es cierto que hay cosas tales como puntos y líneas, aunque no existen realiter en el mundo. Y nos­ otros podemos traer estos objetos a la intuición adecuada en actos de índole propia. Pero, si lo hacemos, entonces vemos que, en el mismo pla­ no, por un punto exterior a una recta se puede trazar realmente una recta que no corte a la primera, y que es falso que no se pueda trazar ninguna. Por tanto, o bien en esta segunda tesis se entiende algo distinto con las mismas expre­ siones, o bien se trata de un sistema de proposi­ ciones que está construido sobre una tesis que no es válida, aunque, sin duda, esta tesis, como tal, puede tener también un valor, particular­ mente un valor matemático. Si por punto y recta se entienden cosas que tienen que satisfacer a los respectivos sistemas de axiomas, entonces no se puede objetar lo más mínimo. Pero, en este caso, resulta especialmente claro el aleja­ miento de todo contenido material.2 ,1 ■■ ' — ____ V 2 En la edición de este escrito aparecida en Munich en 1951 Desde el carácter propio de la matematica se hace comprensible el carácter propio del que es sólo matemático, el cual, si bien ha logrado algo importante dentro de la matemática, ha dañado a la filosofía mucho más de lo que puede decirse en pocas palabras. Es ese tipo humano que se limita a establecer tesis y demostrar a partir de ellas, y cjue ha perdido así el sentido para el ser último y absoluto. Ha olvidado el mirar; tan sólo sabe demostrar. Pero precisamente con eso que a él no le interesa es con lo que la filosofía tiene que ocuparse; y es por ello también por lo que una filosofía m ore g eom étrico , tomada literal­ mente, es un absoluto contrasentido. Es, por el contrario, sólo de la filosofía de donde la m ate­ mática puede obtener su esclarecimiento defini­ tivo. Sólo en la filosofía se lleva a cabo la investigación de las esencias matemáticas fun­ damentales y de las leyes últimas que se fundan en ellas. Sólo la filosofía puede hacer desde aquí plenamente comprensibles los caminos de la matemática, que tanto se alejan del contenido eidético intuitivo, para, sin embargo, volver siem­ pre de nuevo a él. Nuestra prim era tarea ha de ser, pues, la de aprender a ver aquí de nuevo el problema, la de abrirnos camino, a través de (cf. Presentación) se lee: "... el alejamiento de todo lo que se puede encontrar intuitivam ente". la eapeaura de siggoa y regís* que tan bien ne dejan manejar, hacia el contenido material. De loa números negativos, por ejemplo, propia» m ente sólo de niños se ha preocupndo en realidad la mayof parte de nosotros; en aquella ¿poca nos hallábamos ante algo enigmático. Luego esta duda se ha ido acallando, la mayoría de las veces por motivos perfectamente discutible*. Hoy parece haber casi desaparecido en muchos la conciencia de que, ciertam ente, hay números, pero que la oposición entre los positivos y los negativos descansa en una estipulación artificial cuyo estatuto y derecho no se deja en absoiutQ comprender, de modo análogo a lo que ocurre con la estipulación de las personas jurídicas en el derecho civil. Si conseguimos lo que como filósofos'debe­ mos conseguir: abrirnos camino a través de todos los signos, definiciones y reglas hasta las cosas mismas, se nos ofrecerá a la vista algo muy distinto de lo que hoy se cree. Perm ítanm e uste­ des que, para este propósito, aduzca un ejemplo sencillo y muy fácil de pasar inadvertido. Hoy se acepta universalm ente ia división de los núme­ ros en ordinales y cardinales; únicamente no se está de acuerdo en cuál es el originario, si el núm efo ordinal o el cardinal, o si no nos es lícito calificar de originario a ninguno de ellos.. S i se interpreta el núm ero ordinal como el origi- nirio, se cft* generalm ente a H elm h o lti y ■ Kronecker; y cu muy instructivo para nueitro fin examinar lo que propiam ente dicen esroa matemático». K ronecker1 declara que encuentra el punto de partida natural del desarrollo del concepto de número en lo» números ordinales, los cuales presentan un acopio de designaciones ordenadas que podemos atribuir a un determ i­ nado conjunto de objetos. Sea dada, por ejem ­ plo, la serle de las letras a, b, c, d, e; ahora les atribuimos sucesivamente la designación de p ri­ mero, segundo, tercero, cuarto y, finalm ente, quinto. Si queremos designar la totalidad de los números ordinales empleados, o la cantidad de las letras, nos servimos para ello del último de los números ordinales empleados. D ebería ser claro que Kronecker introduce aquí signos, y no números. Y, en efecto, introduce prim ero los signos ordinales porque luego puede em plear el último de estos signos para designar la cantidad. Para el filósofo, los problemas com ienzan sobre todo en este punto. ¿Cómo se explica que el último signo ordinal pueda indicar a la vez la carttídad de todos los algos designados?» ¿Qué es en definitiva el número ordinal y qué el cardi} Cf. Leopold Kronecker, Uber den Z shlbegtiff (1887), in: 1_K., W erke (cd. K. Hensel), New. York, Chelse* Publishtng Company, 1968, vol III, 1, págs. 251-274. Especialmente: $ l. Definition der Z ablbegñffi, págs. 253-255. nal? Dem os ahora unos pasos por el camino que lleva a una aclaración de estos conceptos. Se ha planteado la cuestión del sentido de los enuncia­ dos numéricos; más exactam ente, el problema que se ha suscitado es: ¿de qué se predica la cantidad? A él se han dado muchas y muy diver­ sas respuestas; consideremos más de cerca algu­ nas de ellas. Una no requiere extensa consi­ deración; es la tesis que ha sostenido Mili: que la cantidad se enuncia de las cosas contadas4. Si la cantidad tres conviniera realmente a las cosas contadas, como les conviene, por ejemplo, el color rojo, entonces justamente cada una de ellas sería tres, del mismo modo que cada una de ellas es roja. De ahí que se haya dicho: no es de las cosas contadas de las que se» enuncia la canti( dad, sino que el enunciado se hace de la colec­ ción, del conjunto formado por las cosas con­ tadas. Pero también hemos de oponernos a ésto. Los conjuntos pueden tener diversas cuali­ dades según los objetos de los que se compon­ gan; un conjunto de árboles puede ser contiguo de otro, un conjunto puede tener más o menos extensión, pero un conjunto no puede ser cuatro - ____^ * 4 Cf. Jo h n Stuart Mili, A System o f Logic Ratiocinative and Inductive Being a Connected View o fth e Principies o f Evidence an d the M ethods o f Scientific lnvestigation, in: j . S. M., Collected Works, University of T oronto Press, Routledge and Kegan Paul, 1973, vol. VII, Libro III, cap. X X IV , § 5, págs. 610-613. o cinco. Ciertam ente, un conjunto puede co n te­ ner cuatro o cinco objetos, pero, en ese caso, lo que se predica de él es este contener los cuatro objetos, no el cuatro. T an absurdo es decir que un conjunto que contiene cuatro objetos es cua­ tro como decir que un conjunto que incluye objetos de un rojo vivo es por eso m ism o rojo. Si bien el cuatro se puedfc agregar al conjunto si contiene cuatro elem entos, del conjunto, sin embargo, no cabe predicar el cuatro; y com o el cuatro, según se ha señalado, tam poco puede predicarse de los objetos que con tien e el con ­ junto, llegamos a una difícil situación. Estas dificultades han dado m otivo a Frege para co n ­ cebir la cantidad como un enunciado que se hace de un con cep to 5. "E l carruaje del em perador es arrastrado por cuatro caballos” tendría que sig ­ nificar que bajo el concepto de los caballos que arrastran el carruaje del em perador se co m ­ prenden cuatro objetos. N atu ralm ente, nada se 5 Cf. G ottlob Frege, Die G rundlagen d er A rithm etik. E ine logisch- m atem atische Untersuchung über den B e g r iff d er Zahl. ^reslau, M. und H . Marcus, 1934 (ed. fot., H ild esheim , G eo rg Olms, 1961). La crítica de la tesis de M ili se exp on e en el § 23, págs. 29-30;-su propia tesis en el § 4 5 ,p á g s . 59-60. (D e esta obra hay una traducción al español debida a U lises M oulines: Los Fundam entos de tu A ritm ética. In v estig ación ló g ic o • matemática sobre e l con cepto de número. Estudio prelim in ar de Claude Im bert y Prólogo de Jesú s M osterín. Barcelona, Laia 1972). remedia con esto. Si bien del concepto se enun­ cia que bajo el se com prenden cuatro objetos, el cuatro, sin em bargo, no se enuncia del concepto. T an absurdo es decir que un concepto que con­ tiene bajo si cuatro objetos es cuatro como decir que un concepto que contiene bajo sí objetos m ateriales es por eso mismo material. No voy a en trar en los otros muchos intentos de solución del problem a. En tales situaciones, es perfecta­ m ente com prensible que la filosofía haga esta pregunta: ¿no se aborda aquí el problema con un determ inado prejuicio? No hay duda de que es esto lo que acontece. El prejuicio está ya contenido en el planteam iento del problema en cuanto tal. Se pregunta por el sujeto del que se predica la cantidad. Pero ¿cómo es que se sabe que la cantidad se predica en definitiva de algo? <;Es que hay que suponer, entonces, que todo elem ento de nuestro pensar ha de ser predica­ ble? C iertam ente, no. Consideremos tan sólo un sencillo caso. Decim os, por ejem plo, que "sólo A es B ”; el "só lo ” es un elem ento im portante en el enunciado, pero es evidente que sería un absoluto desatino preguntar de qué se predica el “sólo”. El “sólo” se refiere a A de un modo determ inado, pero no se puede predicar ni de ella ni de cualquier otro algo del mundo. Y lo m ism o ocurre si decimos “todo A es B o algún A es B ”, etc. Todos estos elem entos categoriales no son predicables; únicamente indican el ámbito de un objeto que es afectado por una predicación, por el “ser ü ”. Desde aquí se arroja también nueva luz sobre la cantidad. Esto se aplica a ella, en efecto, de dos formas. La canti­ dad no es, en sí y por sí, predicable. Y, todavía más, la cantidad presupone una predicación en la medida en que determina el ámbito cuantitativo de algos, la pluralidad de algos que son afectados |X)r una predicación. La cantidad no responde a la pregunta: ¿cuántos A son B? Esto es de extrema importancia para la doctrina de las categorías. En la medida en que la determ ina­ ción cuantitativa presupone que unos algos son afectados por una predicación, se halla en otra esfera distinta, como, por ejem plo, la categoría de la causalidad; se. halla en una esfera que más tarde conoceremos como la esfera de la situa­ ción objetiva. Por lo demás, desde aquí se resuel­ ven muy fácilmente diferencias ulteriores. Por ejemplo, puede suceder que la predicación de que se trate alcance a cada uno de los objetos Cuyo ámbito ella determina, o bien sólo a estos objetos en conjunto. Si decimos "cinco árboles son verdes”, se menta que cada uno de los árbo­ les es verde. Si, en cambio, decimos 'cuatro caballos bastan para tirar del carruaje”, no basta, ciertamente, cada uno de los caballos. Estas dife­ rencias sólo pueden hacerse comprensibles desde la interpretación de la cantidad aquí defendida, según la cual — como ya ha quedado dicho— la cantidad no es ella misma predicable, pero presupone que unos algos son afectados por una predicación, cuyo ámbito determina ella luego.— Esto ha de bastarnos aquí por lo que toca a la determinación de la cantidad. Pero parece haber todavía otra clase de números, los núme­ ros ordinales; arremetamos, pues, ahora contra ellos un poco más detenidamente. La cantidad se revela como no predicable; por el contrario, la predicabilidad de los números ordinales pa­ rece estar, a primera vista, fuera de toda duda. Es manifiesto que los números ordinales se enun­ cian siempre, en verdad, de un miembro de un conjunto ordenado; parecen indicar a este miem­ bro su puesto dentro del conjunto. Nada más natural, por tanto, que decir que el número or­ dinal es aquél que determina el puesto respec­ tivo de los elementos de un conjunto ordenado. Pero precisamente esto no se mantiene en pie si prescindimos ahora de las palabras y de los signos y nos volvemos a las cosas mismas. ¿Qué es, pues, lo que ocurre propiamente con los miembros- de la serie y su puesto? Tenemos prim ero el miembro inicial, el primer miembro de la serie, y el correspondiente miembro final, el último miembro. Luego tenemos uno que sigue al prim ero; luego otro que sigue al que sigue al primero, etc. De esta manera, el puesto de cada uno dé los miembros se puede determ i­ nar mediante la continua referencia al m iem bro que inaugura la serie. Hasta ahora no se ha hablado en absoluto de números ni de nada numérico. Pues, cuando se habla del prim er miembro, no se hace alusión, en verdad, a un número; el primero tiene exactamente tan poco que ver con el uno como el último con el cinco o 'con el siete. Y más todavía: no hay absoluta­ mente nada, ni en la serie ni en el carácter propio de los miembros de la serie como tales, de lo que podamos extraer algo numérico. Los elementos tienen su puesto en la serie; este puesto se puede determinar mediante la rela­ ción consecutiva al miembro inicial; no se habla para nada de números. Pero, si esto es así, ¿cómo es que se llevan a cabo esas designaciones ordinales que recuerdan continuamente a los números? Muy sencillo. Las designaciones del puesto referidas hace un momento eran excesi­ vamente complicadas. Ya el miembro c ha de ser designado Como el miembro que sigue al que sigue al primer miembro; esto resulta, en defi­ nitiva, insoportable; hay que pensar, pues, un modo de designación más cómodo. Ahora bien, entre el conjunto y sus miembros y las cantida­ des — nótese bien, las cantidades— se dan natu­ ralmente relaciones. La serie contiene una can- tidad, un numero de miembros, y lo mismo cada parte de la serie. El miembro c es aquel miembro hasta el cual la serie contiene tres miembros; por eso le denominamos el tercero; asimismo, d es el cuarto, y, de esta forma, a cada miembro de la serie le podemos aplicar una designación semejante, porque la serie contiene hasta cada miembro una determinada y siempre distinta cantidad de miembros. Pero vean uste­ des ahora la confusión que ha deparado el per­ manecer en los signos. Junto a las cantidades, junto a los números cardinales, parece haber una segunda clase de números, los ordinales; pero, ¿dónde están? Podemos buscar tanto como queramos: no los encontraremos. Hay las cantidades y las designaciones de la cantidad, y hay, además, designaciones ordinales que, con ayuda de los números cardinales, pueden deter­ minar el jugar de los elementos de un conjunto ordenado. Pero no hay números ordinales. La filosofía se ha dejado aturdir porque ha seguido con ojos ciegos la disposición de los signos del matemático y, con ello, ha confundido la palabra con la cosa. Se ha ido, en verdad, demasiado lejos al querer derivar el número cardinal del ordinal, es decir, al derivar la cantidad de un modo de designación que, por lo demás, tiene la cantidad como presupuesto. En lo que atañe, pues, a este modo de designación, no es lícito, ciertamente, inducir sin más a la equiparación de las designa­ ciones mediante palabras con las designaciones mediante cifras. Las designaciones mediante palabras no proceden en absoluto examinando la cantidad —el primero no es lo primero— ; si hay una forma lingüística que exprese que el miembro inicial es, a la vez, el miembro hasta el cual la serie contiene‘un miembro, no lo sé. Tampoco es necesario designar al miembro que sigue al primero con ayuda de la cantidad; es verdad que nosotros decimos el segundo (das zw eite), pero en latín se dice secundus. Por tanto, no todas las designaciones ordinales son designaciones ordinales numéricas; natural­ mente, la investigación ulterior se ha de dejar en manos del lingüista. Si pretendemos el análisis de las esencias, partiremos normalmente de las palabras y sus significados. No es por casualidad por lo que las Investigaciones Lógicas de Husserl comienzan con un análisis de los conceptos "palabra”, "expresión”, "significación”, etc.6 Esto es útil ante todo para dominar los casi increíbles equí­ vocos que se encuentran especialmente en la 6 Cf. Edmund Husserl, Logische Untenuchungen, I. Tübingen, Max Niemeyer, 1968. Zw citer Band, I. T cil, págs. 23 ss.‘ (Hay traducción española debida a Manuel García M orente y José Gaos. Madrid, Revista de Occidente, 1929. Actualmente reeditada en Madrid, Alianza Editorial, 1982). terminología filosófica. Husserl ha expuesto catorce significaciones distintas del concepto de representación, y con ello no ha agotado en manera alguna todas las significaciones que se utilizan — la mayoría indistintamente— en la filosofía. A estas distinciones de significación se les ha hecho el reproche de sutileza, muy sin motivo. Una distinción pequeña y evidente en sí misma puede derribar toda una teoría filosófica si el gran filósofo de que se trate no ha reparado en ella; instructivos ejemplos de ello son preci­ samente el término "representación” e incluso el término "concepto”, con sus numerosas y radicalmente distintas significaciones. Pero, ade­ más — y sobre este aspecto hemos profundi­ zado ahora— , el análisis de la significación no puede llevar tan sólo a hacer distinciones, sino también a suprimir distinciones injustificadas. Es com prensible que la joven fenomenología admirase primero la infinita riqueza de aquello que hasta ahora se había excluido o descuidado. Pero, en su desarrollo, habrá de eliminar tam­ bién muchas cosas que pretenden ser falsa­ mente elementos propios; me parece que un ejem plo de ello son precisamente los números ordinales. Por lo demás, no necesito acentuar más especialm ente que el análisis de las esencias que reclamamos no se agota en manera alguna 7 Cf. Op. cit., V ,§ $ 41-45, págs. 493 ss. con la investigación de las significaciones. In­ cluso cuando nos referimos a las palabras y a las significaciones de las palabras no puede ello por menos de conducirnos a las cosas mismas, que es preciso aclarar. Y, a mayor abunda­ miento, es posible el acceso directo a las cosas sin la guía de la significación de las palabras; no sólo hay que aclarar lo ya consabido, sino que se han de descubrir también nuevas esencias y ser traídas a la intuición. Trátase aquí, en cierto modo, del paso de Sócrates a Platón. El análisis de la significación fue lo que movió a Sócrates cuando hacía sus preguntas por las calles de Atenas: tú hablas de ésto o de aquéllo, pero ¿qué mientas con ello? Este proceder — que, dicho sea de paso, no tiene nada que ver realmente con la definición ni con la inducción—: es necesario para traer a la luz la falta de claridad y las contradicciones de lo significado. Platón, en cambio, no toma como punto de partida la pala­ bra y la significación; su objetivo es la contem ­ plación directa de las Ideas, la aprehensión inmediata de las esencias en cuanto tales. Ya he señalado que el análisis de las esencias no\es un fin último, sino un medio. Respecto de las esencias rigen leyes, y estas leyes no ofrecen punto de comparación con todos los hechos y con todas las conexiones entre los hechos de los que nos da noticia la percepción sensible. Rigen respecto de las esencias como tales, en virtud de su esencia, en ellas no tenemos un "ser así" contingente, sino un tener que ser así” necesa­ rio y un no poder ser, por esencia, de otro modo . Que hay estas leyes es cosa que perte­ nece a lo más im portante de la filosofía y — si lo pensam os detenidam ente hasta el final— a lo mas im portante del mundoen definitiva. Expo­ nerlas en toda su pureza es, por tanto, una im portante tarea de la filosofía; pero no se puede negar que ella no ha cumplido esta tarea. Es verdad que siem pre se ha reconocido lo a p r io r i : Platón lo descubrió y, desde entonces, no ha desaparecido ya del campo visual de la histo­ ria de la filosofía; pero ha sido tergiversado y recortado, incluso por los que han defendido su derecho. Debem os elevar, sobre todo, dos reproches: el de la subjetivación de lo a p riori y el de su lim itación arbitraria a unas pocas esfe­ ras, pues su ámbito de dominio se extiende absolutam ente a todo. Ocupémonos prim ero de su subjetivación. Siem pre se ha estado de acuerdo en un punto: los conocim ientos aprióricos no se sacan de la experiencia. Esto se nos ha hecho patente a nosotros desde nuestras más tem pranas consideraciones. La experiencia, en tan to que percepción sensible, rem ite, ante todo, a lo individual, a ésto de aquí, y busca aprehenderlo en tanto que ésto. Aquello que se quiere experim entar fuerza al sujeto, por así decirlo, a que se le acerque: la percepción sensi­ ble, por su esencia, sólo es posible desde algún punto; y este punto de partida de la percepción se ha de encontrar donde nosotros, hombres, percibimos, en los alrededores más próxim os de lo percibido. En lo a p r io r i , por el contrario, se trata de la visión de la esencia y del conoci­ miento de la esencia. Pero para aprehender la esencia no se requiere ninguna percepción sen­ sible; en este caso se trata de actos intuitivos de índole muy distinta, que se pueden llevar acabo en todo momento, incluso dondequiera que se encuentre el sujeto representante. D el hecho de que el naranja — por considerar un ejem plo muy sencillo y trivial— se halla, por su cualidad, entre el rojo y el am arillo, me puedo convencer ahora, en este m om ento, y con toda seguridad, con sólo conseguir traer a la intuición clara la correspondiente quididad, sin tener que refe­ rirme a ninguna percepción sensible que me obligue a trasladarme a algún lugar del mundo donde se encuentre un caso de naranja, rojo y amarillo. No se trata únicam ente — com o se* dice tan a menudo— de que sólo se necesite percibir un único caso para aprehender en él la legalidad apriórica; en realidad, tampoco se necesita percibir, "exp erim en tar”, el caso singu­ lar; no se necesita percibir nada en absoluto; basta la pura imaginación. Continuamente y dondequiera que nos encontrem os en el mundo, siem pre y en tocias partes, nos está abierto el acceso al mundo de las esencias y de sus leyes. Pero precisamente aquí, en este punto incontro­ vertible, han aparecido las más funestas tergi­ versaciones. Lo que no nos sale al encuentro en la percepción sensible desde fuera, por así decirlo, parece que tiene que hallarse en el interior". De este modo, los conocimientos aprióricos se adscriben al patrimonio del alma, a lo innato — aun cuando sólo virtual— , al que el sujeto únicam ente necesita dirigir la mirada para descubrir el suyo con indudable seguri­ dad. Según esta peculiar imagen del conoci­ m iento humano, que tan eficaz se ha mostrado históricam ente, todos los hom bres son, en el fondo, iguales respecto de la posesión del cono­ cimiento. Sólo se diferencian en la manera de sacar a flote el tesoro común. Algunos viven y mueren sin vislumbrar un poco de su riqueza. Pero si se saca a la luz un conocimiento apriórico, nadie puede sustraerse a su intelección. Frente a él hay descubrimiento o no descubri­ m iento, pero nunca engaño o error. En favor de este punto de vista se halla el ideal pedagógico del Sócrates platónico,tal como lo ha concebido la filosofía de la ilustración: el que sonsacó al esclavo, mediante simples preguntas, las verda­ des matemáticas, de las que sólo es preciso des­ pertar su recuerdo8. Una variante' de esta concepción es la doctrina del Consensus om tiium como garantía indiscutible de los principios supremos del conocim iento. U na variante de ella es también el considerar los con ocim ien ­ tos aprióricos com o necesidades de nuestro pensar, como una consecuencia del "te n er que pensar así y del "n o poder pensar de otra manera -.' Pero todo esto e s radicalm ente falso; y, frente a tales concepciones, el em pirism o se halla en posición ventajosa. Las conexiones aprióricas existen, con independencia de que 1 todos, muchos o ningún hom bre en absoluto u otros sujetos las reconozcan. Son universal­ mente válidas a lo sumo en el sentido de que todo el que quiera juzgar rectam ente ha de reco­ nocerlas. Pero esto es propio no sólo de las verdades aprióricas, sino de toda verdad en general. Tam bién la suprema verdad em pírica de que a cualquier hombre, en cualquier m om en­ to, le sabe dulce un terrón de azúcar, tam bién esta verdad es universalm ente válida en e ste sentido. Hemos de rechazar com pleta y d efin i­ tivam ente el concepto de la necesidad del p en ­ sar como nota esencial de lo apriórico. Si me pregunto qué ha sido antes, si la guerra de los * Cf. Platón, Menón, 82 b ss. treinta años o la guerra de los siete años, com­ pruebo una necesidad de pensar a la primera com o mas antigua y, sin embargo, se trata de un conocim iento em p írico. En cambio, es mani­ fiesto que quien siem pre niegue una conexión apriórica, quien rechace el principio de contra­ dicción, o quien no admita el principio de la determ inación unívoca de todo lo que sucede, no ha comprobado ninguna necesidad del pensar. ¿Qué quieren decir, entonces, todas estas falsifi­ caciones psicologistas? Es cierto que la necesi­ dad desempeña un papel en lo a priori; pero no es una necesidad del pensar, sino una necesidad del ser. Atendamos tan sólo a estas relaciones de seres. U n objeto se halla en un lugar cualquiera del espacio al lado de otro; esto es un ser contin­ gente, contingente en el sentido de que ambos objetos, por su esencia, podrían estar también alejados uno del otro. Pero, en cambio, la línea recta es la más corta entre dos puntos; en este caso no tiene sentido decir que también podría ser de otra manera; en la esencia de la recta en cuanto recta se funda el ser la línea más corta en tre dos puntos; en este caso tenemos un "ser así” necesario. Esto es, por tanto, lo esencial: lo apriórico son las situaciones objetiv as , y lo son en la medida en que en ellas la predicación, por ejem plo, el ser B, está exigida por la esencia de A, en la medida en que se funda necesariamente i * * en esta esencia. Pero las situaciones objetivas existen, con independencia de qué conciencia las aprehende o de si las aprehende alguna concien­ cia. Lo a priori, en sí y por sí, no tiene tampoco lo más mínimo que ver con el pensar ni con el conocer. Es preciso evidenciar esto con toda exactitud. Y, una vez evidenciado, se pueden evitar también los pseudo-problemas que se han erigido en torno a lo a p riori , y que en la historia de la filosofía han conducido a las más peregrinas construcciones. Las conexiones aprióricas encuentran aplicación, por ejem plo, en lo que ocurre en la naturaleza. Si se in terp re­ tan como leyes del pensar, entonces se pregunta cómo es posible esta aplicación, cómo se explica que la naturaleza obedezca las leyes de nuestro pensar; se pregunta,si en este caso debemos admitir una enigmática armonía preestablecida, o si es que acaso la naturaleza no puede preten­ der un ser propio y en sí, si es que hay que pen­ sarla en alguna dependencia funcional de los actos pensantes y ponentes. En realidad, no hay que evidenciar por qué la naturaleza tiene que someterse a las leyes de nuestro pensar. Pues, en verdad, no se trata en absoluto de las leyes del pensar. Se trata de que en la esencia de algo se funda el ser o el com portarse de esta o aquella manera. ¿Es entonces extraño que todo lo que participa de esta esencia sea afectado por la mism a predicación? Hablemos en concreto y lo más sencillam ente posible. Si en la esencia del cam bio se funda el estar en dependencia unívoca de los procesos tem poralm ente precedentes — no si nosotros tenemos que pensarlo así, sino si ello tiene que ser así— , ¿es entonces extraño que ello valga también para cada cambio con­ creto y único del mundo? Creo que sería incon­ cebible que fuera de otro modo; mejor dicho: es evidente que no puede ser de otro modo. U na vez que se ha comprobado en sí misma la peculiaridad de las conexiones aprióricas — co­ mo formas de situaciones objetivas, no como form as del pensar— , puede plantearse ahora, com o segundo problema, la cuestión de cómo se nos dan propiam ente estas situaciones objeti­ vas, de cómo son pensadas o, mejor, conocidas. Se ha hablado de la evidencia inmediata de lo a p rto ri en oposición a la no-evidencia de lo em pí­ rico. Pero esta oposición no es sostenible. Cier­ tam ente, lo que con ella quiere decirse es claro. En el acto mismo de percepción tenemos, en verdad, un apoyo, pero no una garantía indiscu­ tible, de que esto que se me presenta como ' subsistente y existente en el mundo sensible, subsista y exista realmente. La posibilidad de i / que las casas y los árboles que percibo no exis­ tan, perm anece siem pre abierta frente a este percibir; no hay aquí una evidencia última y absoluta. Si se dijera, por tanto, que los juicios sobre la existencia real de lo físico no pueden pretender una evidencia última, se tendría toda la razón; pero es que esto se dice de todos los juicios empíricos en general, y, en este caso, no se tiene razón ninguna. Supongamos que la percepción de la casa de la que antes hablé sea una ilusión, que, por tanto, la casa percibida no existe; en este caso, permanece todavía, como es claro, el hecho de que yo he tenido esa percep­ ción, si bien engañosa; pues, ¿cómo podría hablar si no de ilusión? El juicio "yo veo una casa” posee, en oposición al juicio "ahí hay una casa”, evidencia última e indiscutible; y es, evi­ dentemente, un juicio empírico: en la esencia del yo no se funda el que se vea una casa; por * tanto, la carencia de evidencia no es un rasgo característico de los conocimientos empíricos. Lo único que es correcto es que todos los conoci­ mientos aprióricos , sin excepción, son suscepti­ bles de una evidencia indiscutible, es decir, de una intuición originaria de su contenido. Lo que se futida en la esencia de los objetos puede darse originariamente en la intuición de la esen­ cia. Es cierto que hay conocimientos aprióricos que no pueden ser conocidos en sí mismos, sino que requieren ser derivados de otros. Pero inclu­ so éstos remiten, en última instancia, a las co­ nexiones originarias y evidentes en sí mismas. Estos conocim ien tos no se adm iten, en verdad, de un modo ciego, no se construyen sobre un m ítico con setisu s om niutn ni sobre una im pre­ cisa necesidad del pensar; nada está más lejos ju stam en te de la fenom enologíá que ésto; antes bien, es preciso traerlos al esclareci­ m iento, a lo dado en la intuición originaria, y lo .que precisam ente resaltamos es que, para e llo ,. se requiere un esfuerzo y un método propios.^ Pero hem os de hacer frente, con todo rigor, al intento de querer justificar de nuevo las conexio­ nes aprióricas originarias, de querer demostrar su derecho derivándolas de otra cosa; al intento de fundam entar las fuentes absolutamente cla­ ras y evidentes del conocimiento remitiendo a hechos no evidentes que, por su parte, sólo pueden fundam entarse en virtud de aquéllas. M e parece nuevamente que en este caso se abre paso eso de lo que ya hemos hablado: el miedo a tener ante la vista las conexiones originarias m ism as, el ciego apelar a otra cosa que lo sos­ tenga; y ello com o si sem ejante ensayo ¿le fundam entación no tuviera que apoyarse también, en últim a instancia — si es que no ha de ser to ta l-. m ente arbitrario— , en las conexiones origina­ rias evidentes. H asta aquí me he pronunciado contra la subjetivación de lo a p r io r i ; pero no menos malo es lo que hace un m om ento he llamado el e m fo - brecim iento de, lo a p rio ri . Hay pocos filósofos que no hayan reconocido, de alguna manera, el hecho de lo a p rio ri , pero no hay ninguno que, de algún modo, no lo haya reducido a una pe­ queña provincia de su territorio real. H um e nos enumera algunas relaciones de ideas: son conexiones aprióricas; pero no se echa dé ver por qué las limita a reldciones y, además, a unas pocas. Y, para colmo, la estrechez con que ha concebido'Kant lo a p rio ri resultó funesta para la filosofía posterior. En verdad, el territorio de ,1o a p riori es inm ensam ente grande. Lo que siempre conocemos de los objetos es que todos ellos tienen su "qué”, su 'esen cia '’, y respecto de todas las esencias rigen leyes de esencia. N o hay razón, ninguna razón para lim itar lo a p r io r i a lo formal en cualquier sentido; también respecto de lo material, e incluso respecto de lo sensible, de los sonidos y de los colores, rigen leyes aprióri­ cas. Con ello se abre a la investigación uii terre­ no tan grande y tan rico, que todavía hoy. no podemos abarcarlo com pletam ente. P erm í­ tanme que mencione tan sólo unas pocas parce­ las. Nuestra psicología está demasiado orgullosa de ser psicología em pírica. Y esto tiene como consecuencia que ella desatiende todo el reperto-. rio de conocimientos que se funda en la esencia de las vivencias, en la esencia del percibir y del repre­ sentar, del juzgar, sentir, querer, etc. Incíuso si descubre por casualidad tales leyes,-las tomará erróneam ente por empíricas. Les cito como ejem plo clásico a David Hume. Al comienzo de su obra principal se ocupa de la percepción y de la representación y afirma que a toda percep­ ción le corresponde una representación del mis­ mo objeto: esto constituye para Hume una de las bases de su filosofía9. Pero, ¿cómo debemos in­ terpretar esta proposición? ¿Quiere decir que en toda conciencia en la que se efectúa la percep­ ción de un objeto se ha de verificar también una representación del mismo objeto? Esto sería una proposición muy aventurada; pues, sin du­ da, percibimos muchas cosas que luego no nos representamos, que posiblemente nadie en ab­ soluto se representa jamás; en todo caso, no tenemos ningún derecho de afirmar lo contra­ rio. Pero, entonces, ¿cómo es que Hume coloca esta proposición en la cúspide de sus meditacio­ nes? ¿De dónde le viene a la proposición la fuerza de convicción que, sin embargo, tiene? Naturalm ente, es exacto que a toda percepción se le añade una representación correspondiente,y viceversa; pero es exacto en el'sentido en que, por ejem plo, a toda recta se le añade un círculo 9 Cf. David Hume, A Treatise o f Human N ature; betng an A tte m p tto introduce th e experim ental M etbod o f Réasoning into M oral Subjects. (London, 1739-1740), Book I, Part I, Section I. cuyo radio es ella. N o se trata de u n * e x lste n c i* real, de algo que ocurre en la conciencia em p írica, sino de una adición ide^l. Y , así, tam b ién la conexión que Hume tiene por em p írica $9*, en realidad, apriórica, ya que se funda en la esen cia de la percepción y de la representación. Lo m is­ mo ocurre, análogamente, con la segunda pro­ posición que constituye otro de los fundam en­ tos de la teóría hum eána del con ocim ien to: que toda representación, según sus elem entos, presupone una percepción anterior del m ism o sujeto; que, por tanto, sólo podemos represen­ tarnos lo que, según sus elem entos, ya hem os percibido antes10. La proposición lleva a difíciles problemas; pero una cosa es de antem ano cier­ ta: no puede ser de naturaleza em pírica. ¿Cómo vamos a saber si el niño recién nacido tien e prim ero percepciones o tiene rep resen tacio ­ nes? N o es lícito decir: se e n tie n d e d e suyo que, antes de que pueda tener representaciones, ha de haber percibido prim ero; justam ente ahí donde se apela a estos "se entiende de suyo” debemos agarrarnos: se refieren siem p re a c o ­ nexiones de esencia que esp eran ahora la acla­ ración cierítífica. .i . Hasta ahora estábam os todavía en las viven­ cias periféricas, pero en los estratos psíquicos i l0 lbid. , mas profundos rio sucede de otro modo. Piensen ustedes sobre todo en las relaciones de motiva­ ción, que, como algo que se entiende de suyo, tratamos de aclararnos tanto en la vida práctica como en las disciplinas históricas. Entendem os que esta o aquella acción pudo surgir, o tuvo que sufgir, de esta o aquélla disposición de ánimo, de este vivir. N o es aquí el caso de que hayamos tenido muchas veces la experiencia de que hom­ bres con ciertas vivencias han obrado en este o aquel sentido, y de que digamos ahora: es, por tanto, presumible que también este hombre obrará de esta manera. Entendemos que ello es así y que tiene que ser así; lo comprendemos desde la vivencia que lo motiva; en un puro hecho em pírico, sin embargo, no se da com ­ prensión ninguna. El historiador qué trata de aclararse por endopatía una relación de motiva­ ción, el psiquiatra que observa el curso de una enfermedad, todos ellos entienden; incluso cuando se les presenta por vez primera el pro­ ceso de que se trate, se dejan guiar por las conexiones de esencia, aun cuando no hayan formulado nunca estas conexiones de esencia ni puedan formularlas en absoluto. En esto se funda la conexión entre la psicología y la histo­ ria, de la que tanto se ha hablado; conexión que, sin em bargo, no conciérné a la psicología em pí­ rica; sino a la apriórica, cuya iniciación es cos;a del futuro. La psicología em pírica no es inde­ pendiente en modo alguno dte la apriórica. Las leyes que se fundan en la esencia de la percep-, ción y de la representación, del pensar y del juzgar, se presuponen continuam ente cuando se investiga el transcurso em pírico de estas vivenciasen la conciencia. Hoy el psicólogo saca estas leyes de las oscuras representaciones del vivir natural; hoy estas leyes forman parte de ese ámbito integrado por lo que borrosam ente se entiende dé suyo, que todavía no preocupa al psicólogo. Y , sin em bargo, una doctrina psicoló­ gica de las esencias acabada podría adquirir una importancia para la psicología em pírica pare­ cida a la que la geom etría tiene para las ciencias de la naturaleza. Piensen ustedes en las leyes de asociación. ¡Cómo se ha tergiversado su sentido propio! Su formulación es, con frecuencia,.direc­ tamente falsa. N o es correcto decir que, cuando yo he percibido A y B al m ism o tiem po y me represento ahora A, existe una tendencia a representar tam bién B. Y o tengo que habei percibido juntas A y B en una unidad fenom é­ nica1; y aun ello sería sólo la más débil relación para que fuera com prensible esa tendencia. Siem pre que dos objetos se nos aparecen en una relación, se form a una asociación; y más aún: - si se trata de una relación fundada en las ideas m ism as, como la sem ejanza o el contraste, en- tonces ni siquiera es necesario ese aparecer pre­ vio; en este caso, en efecto, la representación de un A lleva ya, como tal, a la representación del B que se le parece o que contrasta con él, sin que yo precise haber percibido alguna vez A y B juntos. Es totalm ente arbitrario basar la asocia­ ción, com o hoy se hace, en varias relaciones determinadas, por ejem plo, la semejanza o la contigüidad espacial o temporal. Pues toda rela­ ción es capaz de fundar asociaciones. Pero, sobre todo, aquí no se trata de hechos recopilados em píricam ente, sino de conexiones inteligibles y fundadas en la esencia de las cosas. Naturalc / m ente, lo que en este caso se nos presenta es un nuevo género de conexiones de esencia: no son conexiones de necesidad, sino conexiones de posibilidad. Lo que nos es patente es que la representación de un A puede llevar a la repre­ sentación de un B que se le parece, no que tenga que llevar a ella. Precisamente así son también, en gran parte, las relaciones de motivación: en ellas se trata de un 'poder ser así” por esencia, no de un "tener que ser así’*. Al igual que se requiere una doctrina de la esencia de lo psíquico, se necesita también una doctrina de la esencia de la naturaleza; en ella, naturalmente, se ha de renunciar, por difícil que ello nos resulte en este caso, a la actitud específica de las ciencias de la naturaleza, que persigue fines y objetivos totalm ente determinados. T a m ­ bién aquí hem os de lograr ap reh en d er los fe ­ nómenos con pureza, p rofu n d izar en su e s e n ­ cia sin conceptos previos ni prejuicios: en la esencia del color, de la dilatación y de la m ateria, de la luz y de la oscuridad, de los sonidos, etc. Hemos de investigar tam bién la constitución de las cosas fenom énicas, investigarla puram ente en sí misma, según jsu estructura esencial, en la cual, por ejem plo, el color tiene ciertam ente otra función que la dilatación o que la m ateria. En todas partes están e n cuestión las leyes de esencia; la existencia no se introduce en sitio alguno. Con ello, no ponem os obstáculo a la ciencia de la naturaleza, sino que establecem os los fundamentos sólo desde los cuales podem os entender su construcción. D e esto no puedo ocuparme ahora más por menudo. E l p rim er esfuerzo de la fenom enología ha sido co m p ro ­ bar las relaciones ude esen cia en los más diversos dominios, en la psicología y e n la estética, en la ética y en el derecho; en todas partes se abren ante nosotros nuevos dom inios. P ero p rescin ­ damos de los nuevos problem as; tam bién las viejas cuestiones que nos transm ite la historia de la filosofía reciben una nueva ilum inación desde el punto de vista de la consideración de las esencias, especialm ente el problem a del conoci­ miento. ¿Qué sentido puede tener ahora definir el conocim iento, tergiversarlo y reducirlo a algo distinto, alejarse de él todo lo posible para poder im putarle luego algo que no es? Ciertamente, todos hablamos del conocer y mentamos algo con ello. Y si esta mención nos es demasiado im precisa, siem pre podemos orientarnos por cualquier caso en el que tenga lugar un conocer, un conocer seguro e indudable; el ejemplo menos complicado y más trivial es precisa­ m ente el m ejor. Piensen ustedes en el caso en el que conocemos que nos invade un sentimiento de alegría, o que vemos un color rojo, o que el sonido y el color son distintos, o en un caso sem ejante. Tam poco nos interesan aquí los casos singulares del conocer y de su existencia, pero en ellos intuimos que, en todas partes, el qué, la esencia del conocer estriba en un aceptar, ^en un recibir y hacer propio algo que se ofrece. A esta esencia es a la que tenemos que acercarnos, esta-esencia es lo que tenemos que investigar; pero no nos es lícito imputarle algo que le sea ajeno. N o nos es lícito decir, por ejem plo, que el conocer es, en realidad, un determ inar, un poner o algo por el estilo; y no nos es lícito porque, aun cuando quepa reducir los colores a vibraciones, las esencias no se pueden reducir a otras esen­ cias. Sin duda hay algo así com o poner o deter­ m inar, y tam bién su esencia tiene que ser aclarada. T enem os en este caso el juicio, espe­ cialmente la aseveración, como ún acto espontá­ neo, instantáneo y ponente; y tenemos ciertas aseveraciones que se muestran como posiciones determinantes; así las aseveraciones de la forma A es B. Pero, cuando consideramos más de cerca la esencia de un determ inar que nosotros efec­ tuamos, vemos claramente, sin embargo, que no es idéntica a la esencia* del conocer; es más: vemos que toda determinación remite, por esencia, a un conocer, sólo del cual puede obte­ ner su justificación y su confirmación. Si se dijera que los hombres no pueden llevar a cabo actos de conocimiento, sino sólo actos determ i­ nantes, sería esto una afirmación tem eraria, pero no carecería de sentido en sí misma. Pero si se dice que el conocim iento es, en realidad, de­ terminación, entonces esto se halla exacta­ mente a la misma altura que si se dijera que los sonidos son, en realidad, colores. N atural­ mente, el análisis de la esencia no se agota con distinguir todo lo que no es'lícito que se con­ funda con lo que se está investigando, sino que esto es sólo algo que este análisis añade. Y esto es, en definitiva, lo que yo quisiera inculcarles a ustedes con todo rigor. En la >fenomenología, .cuando queremos rom per con las teorías y la$ construcciones, cuando nos esforzam os por vol­ ver a las cosas mismas, a la pura y no oculta intuición de las esencias, no se concibe por ello la intuición com o una inspiración e iluminación repentinas. Lo he acentuado hoy a cada paso: se requieren grandes y peculiares esfuerzos para, desde la lejanía en que por sí estamos de los objetos, obtener una aprehensión ciara y dis­ tin ta de ellos; precisamente en virtud de esto hablam os de método fenomenológico. Se da aquí un acercam iento cada vez mayor, y en este cam in o se dan también todas las posibilidades de engaño que todo conocer lleva consigo. Tam ­ b ién las intuiciones de las esencias han de lograrse a base de esfuerzo; y este trabajo res­ ponde a la imagen que describe Platón en el F e d r o 11 de las almas que han de ascen der con sus carros al cielo para contemplar las Ideas. En el m om ento en que, en lugar de las ocurrencias súbitas, se implanta el ímprobo trabajo de acla­ ración, el trabajo filosófico deja de ser Cosa de una persona aislada y pasa a las manos de las generaciones que se suceden trabajando ince­ santem ente. Las generaciones posteriores no encenderán que una persona aislada pueda idear filosofías, al igual que hoy no se entiende que una persona aislada idee la ciencia de la natura­ leza. Si se Jlega a una continuidad dentro delv trabajo filosófico, tendrá lugar, ahora también en la filosofía misma, el proceso evolutivo de la i “ Cf. Pedro, 2 4 7 a ss. historia universal en el que una ciencia eras otra se desprendió dé la filosofía. Ella llegará a ser ciencia rigurosa, no en la medida en que im ite a otras ciencias rigurosas, sino cuando le ^ é Atóñ* ta de que sus problemas exigen un p t d t a i f t propio que requiere para su realización U(1 tf®> bajo de siglos.