Subido por Cristian M

Cinismo y método Cuento Muñoz 2023

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Cinismo y método*
«El cinismo es lo más elevado que puede alcanzarse en la tierra; para conquistarlo, hacen falta los puños
más audaces y los dedos más delicados».
Nietzsche, Ecce homo (2018).
póstata lector:
Diógenes —ser de insolente saber, mirada lejana,
sueños vencidos, errante e íntimo de las estrellas—
escuchó a lo lejos el retumbar de los tambores y vio
círculos de fuego en el cielo. Sintió que el
momento había llegado. Antes le había preguntado
a su sombra: ¿he realizado algo grande?, ¿he hecho
una acción que la humanidad considere
inolvidable?, y ¿quién soy, sino un peregrino pobre,
trágico, vergonzoso que no tiene donde arrojar sus
dolores? Con esto, le vino un ansia de cloaca y de
placeres subterráneos. Visitaba a su hija en el
cementerio, después de catorce años, cerca donde
A. Urbaneta predicaba su discurso, según el cual
acabaría con la miseria de la clase baja, trabajaría
para engrosar las filas de la clase media, cubriría el
abismo que se sostenía entre el pobre y el rico,
bajaría el precio de los transportes y el porcentaje
de los impuestos, acabaría la corrupción y la guerra
civil a través de su consigna de «seguridad
militarizada».
Pero la ética de A. Urbaneta era su punto más
débil. Él era un burócrata desviado que continuaría
ampliando la miseria, mediante dudosos contratos
con corporaciones extranjeras —el pueblo viajaría
en los vagones de su interminable retórica y
acabaría por estrellarse—. Algunos sentirían un
obsoleto respeto por aquel pálido ser que se
vanagloriaba sin poder liberarse de los hilos del
aciago demiurgo que lo conducía.
Una niebla densa y oscura envolvió la calle por la
que se echó a andar Diógenes, quien escondía
palabras en el interior de una boca anónima,
situada bajo el yugo de una barba desarreglada y
enmarañada. La atmósfera era lúgubre, violenta y
amenazante; prendió un cigarrillo y siguió
caminando hacia aquel putrefacto teatro; el retrato
de su venganza ante la tiranía.
Al llegar, observó en la alta pared un rostro
esculpido en piedra, era alguno de los tantos
«ilustres» del país que representaba el juego
anquilosado de la cultura. Diógenes sabía que
nadie lo esperaba cerca de la ventana de su casa
vacía. Iba con todo lo que tenía y dos perros: Apolo
y Dante.
proceso de su autodestrucción. No podía desalojar
de su morada pensativa aquel acontecimiento y sus
consecuencias para el país, el mundo y la vida. En
ese momento, una amalgama de sensaciones
místicas surgía de inexplorados rincones de su
alma.
No lo pensó más y, con delicadeza, saco un
revólver calibre 35, puso su dedo índice sobre el
gatillo y dio tres disparos, dos de ellos golpearon en
el pecho y uno cerca de la oreja de A. Urbaneta.
Echó a correr de inmediato mientras las personas
enajenadas en la profunda abstracción de aquel
suceso irremediable lo señalaban y decían: «¡Fue
ese vagabundo!, cójanlo, cójanlo».
El cielo tenía una profundidad vertiginosa y
Diógenes se encontraba un poco paranoico,
trémulo, acongojado. La policía iba de aquí para
allá como atontada y eso lo atravesaba con densos
escalofríos; vio los ojos de A. Urbaneta y una
sonrisa fraudulenta que se dibujaba sobre sus
labios. Sentía que ya tenía su psicología barata de
masas en la palma de sus manos. El viejo Diógenes
contenía dentro de sí diversas artes y pasiones que
devenían de una ideología disidente. Era
profundamente metódico, cartesiano, incluso.
Había estudiado con prudente anticipación los
hechos y lo había seguido, de reojo, por algún
tiempo para conocer, escrupulosamente, la vida de
aquel títere; pensaba que mediante el intelecto
podía dominar sus secretos más recónditos y
descubrir sus aspectos más vulnerables.
Calor y frío se produjeron a la vez en su cuerpo.
Le asestaron un balazo en la pierna derecha.
Diógenes apenas si podía andar, sus ojos, como sus
perros, corrían inquietos, daban vueltas, de un
lugar a otro. Todo se agolpaba en medio de su
cabeza y sentía una opresión en la sien. Era otro
ser, un ser distinto a sí mismo. Estaba pálido,
temblaba, respiraba con dificultad. Con el
revólver, en su mano más cercana al corazón, se
pegó un tiro en la sien diciendo: «nunca nadie fue
súbdito, amo o señor mío».
En su juventud, Diógenes había participado en
un sinfín de manifestaciones contra la feroz
destrucción de la naturaleza por parte de
corporaciones extranjeras, la militarización de la
sociedad, la opresión a la acción y el ultraje a la
libertad de expresión. Era la hora de culminar todo
aquello. El devenir jadeante se sujetaba al lento
*Cristian Muñoz Villegas
cristianmv200@gmail.com
II
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