TEMA 3. HISTORIA DE LA ÉTICA Las ideas éticas se relacionan unas con otras formando sistema: bien (mal), valor (contravalor), deber, norma, virtud (vicio), felicidad, hábito, libertad, responsabilidad, utilidad, razón, voluntad, sentimiento, etc. Los filósofos han reflexionado sobre estas ideas a lo largo de la historia interpretándolas y conectándolas de modos diversos. Por eso los sistemas de ideas éticas han ido variando a lo largo del tiempo. A continuación se presenta un esbozo de la historia de estas ideas éticas. 1.- GRACIA ANTIGUA Aportaciones griegas a la Humanidad: Democracia; ciencia (Geometría, Aritmética, Astronomía); Filosofía; teatro (formación de la idea de persona). Periodos de la historia griega: Civilización minoica o cretense (3000-1500 a. C.). Civilización pre-helena. Civilización micénica (1500-1200 a. C.). Primera civilización helena. Sociedad aristocrática (moral aristocrática): dos “clases sociales”: de una parte, la plebe, que conforma el grueso de la población y representa la parte productiva (economía basada en la agricultura y la ganadería); de otra parte, la aristocracia (aristoi, “los mejores”), que vive del trabajo de la plebe y justifica su poder ideológicamente en base a su superioridad “natural”. Esta clase hace la guerra. La importancia de la guerra en esta sociedad hace que la figura más valorada sea la del héroe guerrero y que la idea de virtud (areté, “excelencia”), asociada a los valores de la guerra, se aplique solo a los aristócratas. Dicha virtud no puede aprenderse o adquirirse en vida, sino que es innata y se hereda en función del linaje. El rey (basileus) forma parte de la aristocracia y es un primus inter pares. Se cree que esta civilización acaba desapareciendo por causa de las invasiones de unos pueblos venidos del norte llamados dorios. Edad oscura (1200-1100). Se cree que Homero vivió en esta época. En sus obras, Iliada y Odisea, transmite una imagen legendaria, mezcla de historia y mito, de la sociedad micénica y de su moral aristocrática. Época arcaica (siglos VIII-VI a. C.) (Se desarrolla a continuación). Época clásica (siglos V-IV a. C.). Coincide básicamente con el periodo de esplendor de la democracia ateniense, que se abre con la victoria sobre los persas en las Guerras Médicas y comienza a cerrarse con la derrota contra Esparta en la Guerra del Peloponeso. (Se desarrolla a continuación). Helenismo (siglos IV-I a. C.) (Se desarrolla a continuación). 1.1. ÉPOCA ARCAICA Comienzan a transformarse las bases de la sociedad aristocrática heredada. Fundación de las polis (ciudades-Estado): Los ciudadanos adquieren una participación y un protagonismo cada vez mayores. Aparición de la moneda y del alfabeto y desarrollo del comercio: El desarrollo del comercio marítimo transforma la economía y permite el intercambio de ideas. También determina el surgimiento de un cierto individualismo vinculado al hecho de que la posición social pase a depender cada vez más del mérito personal y no del origen familiar como ocurría en la sociedad aristocrática tradicional. El desarrollo económico da lugar a un aumento de la población de las polis y a un consiguiente incremento de los conflictos sociales en el interior de las mismas. La colonización de nuevos territorios (Gran Colonización) será la válvula de escape de estas tensiones. 1 Paso del mito al logos: La Filosofía nace con Platón, pero sus orígenes se pueden rastrear en Sócrates y los sofistas y aún antes en los presocráticos, quienes protagonizan el paso del mito al logos. Esta transformación intelectual es una de las consecuencias del proceso de colonización (Gran Colonización) por el que las polis griegas fundan colonias a los largo de las costas de Asia Menor (actual Turquía) y Magna Grecia (en la actualidad, sur de Italia y Sicilia). En estas colonias tiene lugar un choque de cosmovisiones sin precedentes: los colonos llevan consigo los mitos griegos tradicionales (narraciones que explican el mundo a partir de la acción de los dioses y que son aceptadas por la autoridad que les presta la tradición y el arraigo que tienen en la comunidad), pero se topan con los mitos de los pueblos “bárbaros” (pueblos que no hablan griego: persas, cartagineses y fenicios) que rodean las colonias, cuyo contenido es completamente diferente. Los presocráticos, que están entre esos colonos, se dan cuenta de que los mitos, aunque pretenden transmitir una verdad absoluta, tienen una validez relativa (cada pueblo cree en los suyos), y llegan a la conclusión de que es necesario instaurar un nuevo discurso, un discurso más racional (logos), que explique lo natural desde lo natural, se base en pruebas y razones y pueda suscitar un acuerdo universal. Para ello toman como modelo las construcciones científicas que ellos mismos están desarrollando, puesto que ven en ellas el ejemplo más claro de un logos racional y universal (válido para todo sujeto, independientemente de su origen familiar o cultural). 1.2. ÉPOCA CLÁSICA Contexto En este momento se produce un giro antropológico: los asuntos relativos a la naturaleza y el origen del mundo, que habían preocupado a los presocráticos, pasan a un segundo plano, al tiempo que el estudio se centra en las cuestiones relacionadas con el ser humano. Esta transformación se deriva de los cambios políticos y socioculturales que tienen lugar en la época: Tras la victoria sobre los persas y el fin de las Guerras Médicas se crea la Liga de Delos, liderada por Atenas, que pasa así a convertirse en la gran potencia del mundo griego. Comienza la época de máximo esplendor político y cultural de Atenas, conocida como “el siglo de Pericles”, en honor al gran líder ateniense de mediados del siglo V a. C. Desarrollo de la democracia como forma de gobierno: El poder reside en el pueblo (demos). Todos los ciudadanos pueden participar de forma directa en los dos órganos democráticos fundamentales: la Asamblea y los Tribunales populares de justicia. Ambas instituciones se rigen por los principios de isonomía (igualdad ante la ley) e isegoría (igualdad en el derecho a usar la palabra). Los cargos políticos se establecen por elección o por sorteo. Se produce una identificación plena entre el individuo y la polis. El triunfo en política ya no depende del linaje, sino de la capacidad de persuasión. Hay que instruirse de manera adecuada en el arte de la retórica. Los sofistas satisfacen esa necesidad. Los sofistas Los primeros sofistas llegan a Atenas desde otras ciudades. Los dos más importantes son Protágoras y Gorgias. Los sofistas (del griego sophía, “sabiduría” y sophós, “sabio”) son sabios profesionales de la enseñanza que cobran por sus lecciones. Son los primeros en ofrecer una educación integral (paideia), aunque pronto se especializan en las disciplinas humanísticas (sobre todo en retórica, pero también en política, derecho y moral). En el nuevo marco democrático sostienen, contra el modelo aristocrático, que la virtud es enseñable. 2 El término “sofista” tiene hoy una connotación negativa por obra de las críticas de Platón, quien consideraba a los sofistas embaucadores y maestros en artes ilusorias. Al viajar por distintas ciudades, se familiarizaron con sus distintas leyes y costumbres, lo que les permitió establecer una distinción clara entre nomos (“ley, “costumbre”) y physis (“naturaleza”). La naturaleza es lo común y universal, pero el nomos no procede de ella, sino que es resultado de la convención, es adaptativo y cambia en el tiempo y el espacio (no es lo mismo en Atenas que en Esparta o en Corinto). Fueron los primeros en defender el relativismo cultural: “No puede hablarse de justicia en sí, sino de justicia en Atenas, justicia en Esparta o justicia en Corinto”. En general, mantuvieron su relativismo no solamente en relación con la cultura (valores, normas, instituciones), sino también en relación con el conocimiento, abrazando el subjetivismo: “No hay una verdad absoluta; la verdad es relativa al que la conoce”. Protágoras sintetiza muy bien estas posiciones: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son, y de las que no son en cuanto no son”. Sócrates (470 – 399 a. C.). Vida y muerte: El principal problema que tenemos a la hora de hablar de la filosofía de Sócrates es que no dejó nada escrito (“problema socrático”). Tenemos, no obstante, varias fuentes (Aristófanes, Jenofonte, Platón, Aristóteles), pero ninguna neutral. Sócrates se distingue de los sofistas y filósofos contemporáneos, incluido Platón, por su profunda identificación con Atenas. Sócrates es el filósofo de Atenas. Los sofistas son en su mayoría extranjeros y Platón, aunque es ateniense, es el filósofo de la ciudad ideal, que está dispuesto a implantar en cualquier sitio. Para Sócrates, en cambio, Atenas es la única ciudad que hace posible su actividad filosófica y su propio desarrollo como persona. Por eso acata sus leyes incluso cuando sirven para ajusticiarlo. Opuesto a la democracia (las opiniones no valen todas lo mismo), pero mal visto por la aristocracia de sangre (critica los valores tradicionales), acaba siendo condenado a muerte tras la reinstauración democrática que siguió al Gobierno de los Treinta Tiranos, bajo la acusación de impiedad y de corrupción de la juventud. Fiel a los dictados de su conciencia, que le impone obediencia a su deber de ciudadano leal, no huye de la cárcel cuando los amigos se lo ofrecen. Descubrimiento de la subjetividad: “Conócete a ti mismo”, reza el lema socrático. Este principio significa que el hombre no puede aprender nada fuera de sí mismo, en las convenciones sociales, sino que solo a través de sí mismo puede llegar a la verdad acerca de qué es lo bueno. Esa subjetividad no recae, como en los sofistas, en simple subjetivismo o relativismo, porque el contenido de ese conocimiento subjetivo, lo bueno, posee un valor objetivo, universal y absoluto. El método socrático marca el camino para alcanzar, a partir de la propia subjetividad, ese conocimiento universalmente válido. Intelectualismo moral: Sócrates defiende que la felicidad depende de la virtud (solo el hombre virtuoso es verdaderamente feliz) y que, a su vez, la virtud depende del conocimiento (solamente el que sabe qué es la justicia puede verdaderamente ser justo, obrar justamente; aun más, quien de verdad sabe qué es lo justo, no puede sino obrar justamente; y quien obra injustamente es por ignorancia). El primero que criticó el intelectualismo socrático fue Aristóteles. Piensa que el error de Sócrates está, en primer lugar, en considerar que en el alma humana no hay ninguna parte irracional, en no tener en cuenta la akrasía (“debilidad”, “incontinencia” -“Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor”); y en segundo lugar, en confundir el modo de conocer de las ciencias teóricas con las ciencias prácticas, “porque no queremos saber que es la justicia, sino ser justos”. 3 PLATÓN (428 o 427 – 348 o 347 a. C.) Padre de la Filosofía. Funda la primera escuela filosófica, la Academia. Crítico de la democracia por la condena a muerte de Sócrates, “el hombre más sabio, bueno y justo de cuantos había conocido”. Formula el primer modelo de una sociedad utópica, que intenta llevar a la práctica en repetidas ocasiones. Su propuesta, que va más allá de los esquemas aristocráticos y democráticos, representa la realización del ideal de justicia tanto en el hombre como en la sociedad. El modelo utópico de la República. El gobierno del sabio: Individuo – Alma Razón (alma racional) Ánimo (alma irascible) Apetito (alma concupiscible) (Mito del carro alado) Virtud Prudencia Fortaleza Justicia Templanza Virtud Prudencia Fortaleza Templanza Sociedad - Estado Gobernantes - Filósofos Guerreros Productores (Mito de la caverna) Platón piensa que la finalidad fundamental del Estado es de carácter ético-moral: promover la virtud y la justicia, tanto individual como socialmente. De este modo, se conseguirá una vida feliz. Platón mantiene la convicción socrática de que la felicidad depende esencialmente de la virtud. Aunque reconoce la existencia de virtudes no racionales y admite, por tanto, la posibilidad de modos de vida feliz no vinculados al cultivo de la razón, sigue privilegiando la vía del conocimiento y mantiene un cierto intelectualismo moral. En efecto, el gobierno debe corresponder a los que saben, a los sabios, a los filósofos, que encarnan la parte racional de la sociedad. Solo ellos, que conocen el bien, pueden ponerlo en práctica. Bajo su gobierno no son necesarias las leyes, ya que su saber les permitirá adoptar en cada caso las disposiciones más adecuadas. Con una concepción tan fuertemente “moralizante” del Estado, no tiene nada de particular que Platón conceda una importancia fundamental a la educación. A esta, que será competencia exclusiva del Estado, dedica Platón muchas páginas en sus obras políticas. La utopía platónica comporta, además, otras medidas radicales, cuya finalidad es también de carácter ético-moral. Así, Platón proclama la absoluta igualdad entre hombres y mujeres. Además, se suprime la familia y se elimina la propiedad privada para los guardianes (guerreros y gobernantes). Estas dos últimas medidas “comunistas” no tienen una función económica, sino ético-moral: se pretende evitar que el egoísmo se apodere de guerreros y gobernantes; se trata de promover el sentimiento de comunidad entre ellos, evitando que “desgarren la ciudad llamando mío no a lo mismo, sino cada cual a una cosa distinta”, algo que sin duda ocurriría si cada cual tuviera “mujeres e hijos distintos”. ARISTÓTELES (384 – 322 a. C.) Vida: Nace en Estagira (Macedonia). Con 17 años va a Atenas y entra en la Academia de Platón, donde permanece durante 20 años. Tras la muerte de Platón, abandona Atenas. Filipo II de Macedonia lo llama para que se haga cargo de la instrucción de su hijo de 13 años, quien más tarde será conocido como Alejandro Magno. Cuando éste comienza su carrera militar, regresa a Atenas y funda el Liceo. Tras la muerte de Alejandro en 323 a. C., Atenas se convierte en un lugar hostil para los macedonios. Decide huir de la ciudad para evitar que ésta cometa un segundo crimen contra la filosofía. Muere al año siguiente. 4 - - - - Felicidad: La felicidad o eudaimonía, que Aristóteles identifica con la vida buena o plena, es el bien último al que aspiran todos los hombres por naturaleza. Pero no todos los hombres tienen la misma concepción de lo que es una vida buena, de la felicidad: para unos consiste en el placer, para otros en las riquezas, para otros en los honores, etc. ¿Es posible decidir en qué consiste la felicidad, más allá de los prejuicios de cada cual? Como Platón, Aristóteles se vuelve al estudio de la naturaleza humana, estableciendo el principio de que cada ser es feliz realizando la actividad que le es propia y natural. Ahora bien, la actividad más propia y natural del hombre es la actividad intelectual, que conduce a la sabiduría (sophía). En el ejercicio de dicha actividad consistirá, por tanto, la forma más perfecta de felicidad. Sin embargo, Aristóteles sabe (como ya supo Platón) que el hombre no se agota en la facultad de la razón ni en la actividad intelectual (necesidades corporales, problemas económicos, “interferencias sociales”, etc.). El hombre no puede, pues, alcanzar esa felicidad absoluta, propia de dios (theos), sino que ha de contentarse con una felicidad limitada. La consecución de esta forma rebajada de felicidad exige, desde luego, la posesión de virtudes intelectuales o dianoéticas (regulan la parte racional del alma; perfeccionan el conocimiento; se adquieren por aprendizaje o instrucción), pero también el cultivo de las virtudes éticas (regulan las pasiones, los sentimientos y los deseos; perfeccionan el carácter -ethos-, el modo de ser, de comportarse y de relacionarse con los demás), así como la posesión de ciertos bienes corporales (salud, etc.) y exteriores (medios económicos, etc.). Virtudes éticas: La prudencia (“buen juicio”, “sabiduría práctica”), que es una virtud intelectual o dianoética, es de enorme importancia para la vida ética. A ella corresponde determinar atinadamente qué es correcto y adecuado en cada caso. Solo el hombre prudente sabe elegir siempre del modo acertado, mientras que el ignorante yerra con facilidad. Sin embargo, Aristóteles no defiende un intelectualismo moral ingenuo, como Sócrates; si la voluntad de una persona no es fuerte, si no ha sido disciplinada y entrenada para la realización de lo correcto aun a pesar de la pereza o de las inclinaciones negativas, si no ha contraído el hábito de cumplir con lo que la razón le dicta, por más que ésta le enseñe lo que es preciso hacer, es improbable que dicha persona lo haga. La virtud o excelencia ética es, pues, un hábito, es decir, una disposición estable a actuar de un cierto modo que se crea en nosotros por ejercicio, costumbre y repetición. No es algo adquirido por simple instrucción, ni algo innato. Las virtudes éticas se obtienen practicándolas primero: “No me porto bien porque soy bueno, sino que soy bueno porque me porto bien”. Nos hacemos justos practicando la justicia, generosos practicando la generosidad, valientes practicando la valentía. El hombre virtuoso es el hombre equilibrado. La virtud es, pues, el hábito de elegir y hacer siempre lo intermedio; lo que está entre dos extremos (dos vicios), uno por exceso y otro por defecto. El término medio se dice de las pasiones, los sentimientos, los deseos y las acciones pues, como afirma este filósofo, en el temor, el atrevimiento, la apetencia, la ira, la compasión y, en general, en el placer y el dolor, caben el más y el menos, y ninguno de los dos es correcto. Ahora bien, para establecer lo que es mucho o poco en asuntos relativos al bien de las personas, es preciso atender a las circunstancias, al sujeto que realiza la acción, sus necesidades y posibilidades y, para ello, Aristóteles introduce la idea de término medio respecto a nosotros: parece claro, por ejemplo, que respecto de ser buen estudiante, lo que para unos es mucho tiempo de estudio para otros es poco, y establecer el tiempo adecuado depende de las circunstancias y de las personas. Como ejemplos de virtud cabe señalar el valor (medio entre la temeridad y la cobardía) o la templanza (medio entre la intemperancia o libertinaje y la insensibilidad); pero la virtud más importante es la justicia que, como en Platón, realiza el ajuste perfecto entre el individuo y la comunidad. 5 - El hombre es un animal político. Solamente en la polis le es posible alcanzar su bien, esto es, una vida digna y feliz. Pero el bien de la comunidad y el del individuo no pueden separarse; deben identificarse. 1.3. HELENISMO El “periodo helenístico” comienza con la muerte de Alejandro Magno en 323 a. C. y finaliza con el establecimiento del Imperio Romano por Augusto, después de la batalla naval de Actium, en 31 a. C. Alejandro Magno había forjado el mayor imperio conocido hasta el momento. A su muerte, el imperio se desmembró, dando lugar a las grandes unidades políticas que se conocen con el nombre de “monarquías helenísticas”. El nuevo mapa político levantado por Alejandro hizo posible la extensión de la cultura griega hacia vastas áreas geográficas de Asia y África, en las cuales floreció con pujanza. Alejandría y Rodas, por ejemplo, superaron pronto a Atenas en todas las ramas de la cultura y del saber, excepto en la filosofía, que, aunque también se cultivó en otros lugares, siguió teniendo su centro en Atenas. El imperio de Alejandro, primero, y las monarquías sucesoras, después, supusieron el fin de la polis como entidad política autónoma y soberana. Los individuos dejaron de sentirse identificados con las nuevas estructuras políticas; ya no participaban en su organización ni decidían su destino, y sentían que habían adquirido unas dimensiones tan grandes que los desbordaban. Por otra parte, las guerras eran continuas, y su destrucción y ferocidad cada vez mayores. Las hambrunas y las epidemias se generalizaron. Las revueltas eran cotidianas. El sentimiento de seguridad de los seres humanos se resquebrajó y nació, en su lugar, un sentimiento de angustia. Los principales cambios que experimentó el mundo griego fueron los siguientes: Individualismo y ruptura de la identificación entre ética y política. Al desaparecer la polis como forma de organización, el griego del siglo IV vio cómo cambiaba su relación con el Estado. Los gobernantes dejaron de ser personas conocidas con las que era posible convivir, y se convirtieron en extraños a los que no se veía nunca. Esto provocó una reacción psicológica que llevó a los individuos a replegarse sobre sí mismos. Como consecuencia, los planteamientos éticos dejaron de buscar la comunidad política justa, armoniosa y bien organizada, para pasar a centrarse en la búsqueda de la felicidad individual. Esta felicidad se concebía como autónoma e independiente de la realidad social y de las contingencias de la vida. El ideal ético es la vida tranquila, en la que la serenidad del ánimo no se ve alterada por los sucesos externos. Hundimiento de los prejuicios etnocentristas. Los griegos se habían considerado superiores a los pueblos extranjeros, a los que trataban como bárbaros y dignos únicamente de servirles como esclavos. Alejandro Magno adoptó una postura diametralmente opuesta, promoviendo la asimilación de los pueblos conquistados y la equiparación de todos sus súbditos. Propagación de los ideales cosmopolitas. El ascenso del individualismo y la desaparición del rechazo al extranjero tuvieron como consecuencia inmediata la pérdida de capacidad del Estado para generar sentimientos de identificación. Así, desde la identidad personal se saltó directamente a la identificación con toda la humanidad. No hay, pues, término medio, ya que la polis está ahora integrada por todos los seres humanos: es una cosmopolis. La cultura helénica se transformó en cultura helenística. Al propagarse la cultura helénica entre todos los pueblos conquistados por Alejandro Magno, el contacto entre culturas diversas produjo un enorme cruce de influencias. Esto dio como resultado el surgimiento de una cultura nueva, la helenística, en la que dominaba lo helénico, pero sin la pureza que había tenido anteriormente. El ideal del sabio. En este contexto, la filosofía dio un nuevo giro. El sabio pasó a ser “el que sabe vivir”, antes que el que tiene conocimientos sobre la realidad. La filosofía se 6 convirtió en un saber práctico que facultaba a quien la seguía el autodominio y la paz interior. Precisamente la recomendación, tan común en la actualidad, de “tomarse las cosas con filosofía”, tiene su origen en esta nueva concepción de la filosofía. El conocimiento dejó de ser un fin en sí mismo; su función pasó a ser hacer posible la tranquilidad de ánimo que permite sobrellevar felizmente las distintas circunstancias de la vida. El conocimiento de las leyes naturales era la base segura para saber cómo comportarme, qué esperar de la vida y qué aceptar sin remedio. Epicureísmo La escuela epicúrea debe su nombre a Epicuro, originario de Samos, quien fundó en Atenas una escuela filosófica propia, el “Jardín”. La ética de Epicuro es hedonista: el fin último de la vida humana es la felicidad, que consiste en la consecución del placer sabiamente administrado junto con el alejamiento del dolor. Se trata, en el fondo, de alcanzar un estado de autarquía (autonomía, autosuficiencia, independencia del exterior) y de bienestar sereno e imperturbable (ataraxia), en el que el individuo, rodeado de los amigos y apartado de la vida política, es capaz de prescindir de todo aquello que le puede acarrear sufrimiento. Estoicismo Zenón de Citio abrió una escuela de filosofía en Atenas, en el año 306 a. C., junto a uno de los pórticos (stoas) de acceso a la ciudad. Por este motivo, los seguidores de la doctrina que se enseñaba en esta escuela fueron denominados estoicos. Los estoicos más famosos fueron los del periodo romano, como Séneca, Epicteto o Marco Aurelio. Según los estoicos, la naturaleza es un todo armónico, cuyas leyes son necesarias. Para alcanzar la felicidad, es imprescindible que la razón acepte y acate de modo voluntario el orden natural universal que, de cualquier modo, no es posible alterar. El sufrimiento es causado principalmente por las pasiones, entendidas como deseos irracionales que perturban el equilibrio natural. Por tanto, para lograr la felicidad es necesario liberarse de las pasiones. La perfección ética consiste en alcanzar la autarquía (independencia del exterior), la apatheia (impasibilidad ante los sucesos positivos y negativos) y la ataraxia (imperturbabilidad del ánimo). 2. ROMA ANTIGUA Roma adoptó la mayoría de las escuelas éticas griegas pero, sobre todo, a partir de Constantino, quien legalizó la religión cristiana por el Edicto de Milán en 313, fue adoptando el cristianismo hasta llegar a una cristianización total de las costumbres (en 380 el cristianismo se convierte en religión oficial del imperio por decreto del emperador Teodosio), a la vez que la Iglesia se romanizó cultural y legalmente. Con la caída del Imperio Romano se abre una época extensa (unos mil años) mal o bien llamada “Edad Media” y dominada por la moral cristiana. 3. SURGIMIENTO DEL CRISTIANISMO La concepción cristiana del ser humano incluye tres elementos fundamentales: que el hombre fue creado a imagen de Dios, que el alma es inmortal y que al final de los tiempos los cuerpos resucitarán. Esta última afirmación resultaba especialmente extraña para los griegos. La concepción cristiana del hombre trae también consigo una importante novedad en el terreno de la moral. La filosofía moral de los griegos era básicamente intelectualista. En el intelectualismo, el pecado no es más que ignorancia; en el cristianismo, el pecado no es ignorancia, sino el resultado de dos factores: la maldad humana, que inclina a la infracción, y la libertad del individuo, que cede a tal inclinación. Cobran así 7 sentido pleno y dramático las ideas de culpa y arrepentimiento, de pecado y de redención. 4. RENACIMIENTO La Reforma protestante provocó un retorno general a los principios básicos del cristianismo original, cambiando el énfasis puesto en algunas ideas e introduciendo otras nuevas. En general, durante la Reforma, la responsabilidad individual se consideró más importante que la obediencia a la autoridad o a la tradición (se rompió con Roma y se situó al individuo, solo con su conciencia, directamente ante Dios). En cuanto a la salvación, Lutero subrayó el carácter corrompido de la naturaleza humana (pecado original), afirmando que el ser humano, por sí mismo, no es libre de hacer el bien, que todas sus obras son malas y que, por tanto, solamente puede ser salvado por la fe y por la gracia. Calvino, por su parte, dio especial importancia a la idea de predestinación. Los puritanos (reformistas ingleses opuestos a la Iglesia Anglicana que emigraron a las colonias de la costa este de América del Norte) eran calvinistas y se adhirieron a la defensa que hizo Calvino de la sobriedad, la diligencia, el ahorro y la ausencia de ostentación. Para ellos, la contemplación no era sino holgazanería y la pobreza era, o bien un castigo por el pecado, o bien la evidencia de que no se estaba en la gracia de Dios. Los puritanos creían que solo los elegidos (predestinación) podrían alcanzar la salvación, y que la prosperidad era la señal de los agraciados. La bondad se asoció a la riqueza y la pobreza al mal. No lograr el éxito en la profesión de cada uno pareció ser un signo claro de que la aprobación de Dios había sido negada (estas ideas siguen estando muy presentes en la sociedad americana y han recibido un nuevo impulso de la mano del darwinismo social). La conducta que una vez se pensó llevaría a la santidad, acabó conduciendo a los descendientes de los puritanos a la riqueza material. En relación con este hecho, cabe señalar la célebre tesis de Max Weber de que la ética protestante está a la base del auge de la burguesía y del capitalismo mercantil de la época. El Renacimiento supuso, además de esta escisión religiosa, un resurgir de la reflexión en muchos ámbitos. Habían cambiado las coordenadas económicas, políticas y culturales. El descubrimiento del Nuevo Mundo planteaba nuevos problemas morales. Las naciones colonizadoras se preguntaban sobre el valor de la vida y del "alma" de los nuevos hombres descubiertos. La organización política y social llevó a frecuentes discusiones sobre las condiciones del trabajo. Se incrementó la trata de esclavos y proliferaron los escritos en su defensa. Por otra parte, la constitución de los Estados Modernos exigió el desarrollo de reflexiones que justificasen el poder cada vez más autoritario de los nuevos monarcas (este tema será recuperado, algunas décadas después, por el contractualismo de Hobbes, Locke y Rousseau). Junto a todo esto, la imprenta permitió divulgar las nuevas ideas humanistas, los nuevos descubrimientos científicos, y la nueva concepción astronómica del universo. Destacamos dos figuras muy representativas de este periodo, aunque por motivos distintos. Tomás Moro (1478-1535). Escribe una obra que se conoce abreviadamente por Utopía y que tuvo un gran impacto en la época. Retomando ideas de la República de Platón, propone una sociedad imaginaria en la que reina un orden social y político perfecto y sus habitantes son felices. No existe propiedad privada, el trabajo se distribuye adecuadamente entre todos y el tiempo libre se dedica al ocio y a la cultura. Maquiavelo (1469-1527). Frente al pensamiento utópico, cuyas propuestas carecen de realismo, se alza Nicolás Maquiavelo, autor de El príncipe. Maquiavelo (de cuyo nombre deriva la palabra “maquiavélico”) no se interesa por los aspectos éticos de la política, no pretende establecer cómo deben actuar los gobernantes conforme a principios de carácter ético. Le interesa, más bien, analizar cuáles son los modos más adecuados de actuación política con vistas a mantener y a ampliar el poder del Estado. 8 Con razón suele ser considerado como el primer teórico moderno de la política; como el creador de la ciencia política. 5. EDAD MODERNA, EDAD CONTEMPORÁNEA Y MUNDO ACTUAL A partir de la Edad Moderna asistimos a la aparición de una enorme variedad de teorías éticas. No podemos tratarlas todas. Nos limitaremos a presentar algunas de las más importantes desde una perspectiva más sistemática que histórica, intentando poner de manifiesto sus relaciones mutuas y su conexión con otros teorías que ya hemos estudiado. PLACER PARA TODOS: ¡SOY UTILITARISTA! El hedonismo tuvo poca importancia en la Edad Media a causa de la predominancia del cristianismo durante este periodo, pero reapareció en el Renacimiento. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XVIII que adquirió una nueva forma en el llamado utilitarismo. Los utilitaristas también identifican la felicidad con el placer. La diferencia está en que para los utilitaristas, la felicidad no puede considerarse de modo individualista, como la entendían los epicúreos. Yo no puedo ser feliz si estoy rodeado de personas infelices. Por ello, el principio utilitarista básico, formulado por Jeremy Bentham, el fundador de esta corriente, fue: “La mayor felicidad para el mayor número”. Los dos grandes utilitaristas fueron J. Bentham y John Stuart Mill, pero entre ellos hay notables diferencias. Jeremy Bentham (1748-1832) es el más hedonista de los dos. Según él, la naturaleza nos ha dado dos grandes “maestros”: el placer y el dolor. Estos nos muestran lo que es bueno y lo que es malo para nosotros. La felicidad consistirá, por tanto, en “maximizar el placer y minimizar el dolor”. Para conseguirlo, debemos dirigir nuestras acciones según la llamada “aritmética de los placeres”: frente a cada acción, debemos calcular la cantidad de placer que nos proporcionará y restarle la cantidad de dolor que puede provocar; cuanto más positivo sea el resultado, mejor será la acción. Pero, puesto que vivimos en sociedad, el cálculo no puede hacerse solo en relación a nosotros mismos. En el cálculo también hay que prever si mi acción provocará placer o dolor en los demás. De ahí que Bentham estuviera muy preocupado por las cuestiones políticas y sociales: la bondad o maldad de una ley (o de una acción) se juzgaba por su utilidad para promover la mayor felicidad para la mayoría. El criterio para juzgar esta utilidad eran sus consecuencias. Si en vez de más felicidad producía más dolor, había que cambiarla. Para Bentham, lo que importaba era solo la cantidad de placer, no la clase del mismo. Así, para él, tanto placer podría proporcionar una buena comida como la contemplación de una obra de arte. De este modo, la vida humana no sería muy distinta de la de los animales, cuyo objetivo es solamente obtener el placer mediante la comida, la bebida y el sexo. John Stuart Mill (1806-1873) argumenta que esto sería así si los seres humanos tuvieran las mismas facultades que los animales, pero no es verdad: los humanos tienen otras facultades (como la inteligencia y la voluntad) que, debidamente cultivadas, se satisfacen con placeres superiores. Por tanto, respecto de los placeres, la calidad es preferible a la cantidad. También es cierto, y Mill lo reconoce, que cuanto más cultivada sea una persona, si bien puede tener un disfrute mayor, sus sufrimientos también serán mayores, ya que su sensibilidad será mucho más fina: si esta persona causa algún perjuicio a los demás, lo sentirá mucho más que otros, o sufrirá mucho más al contemplar las desgracias ajenas. Sin embargo, afirmará Mill, quien haya desarrollado sus capacidades superiores sabe que: “Más vale ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho; es mejor ser Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho”. Así, cuanto más educada, cultivada y desarrollada esté una persona, más nobles y elevados serán sus intereses, de tal manera que llegará un momento en que su máximo placer lo hallará en promover el bienestar de los demás. Por eso, la máxima virtud de la moral utilitarista será el altruismo. La sociedad utilitarista será, pues, aquella que, mediante la educación, tienda a conseguir que “en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de los motivos habituales de la acción.”. 9 YO CUMPLO MI DEBER SOLO PORQUE ES MI DEBER: ¡SOY KANTIANO! Fue el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) quien afirmó que lo que hace buena o mala una acción es simple y únicamente la voluntad con que se hace. En los sistemas morales que hemos visto hasta ahora, lo que hacía buena o mala una acción era la propia acción: era buena si servía para alcanzar el fin (el placer, la felicidad, etc.) y mala en caso contrario. Así, para el hedonismo una acción era buena si producía placer y mala si producía dolor. En estos sistemas (hedonismo, utilitarismo, eudaimonismo, etc.), la intención no decide la bondad o maldad. En cambio, según Kant, lo único que puede considerarse como bueno o malo es la voluntad con la que se realiza una acción y no el acto en sí. Pero, ¿cuándo podremos considerar que una voluntad es buena? Cuando aquello que hace, lo hace únicamente porque cree que es su deber. Supongamos que un hijo cuida a su padre enfermo y viejo. ¿Podemos decir que ésta es una buena acción? La mayoría diría que sí. Sin embargo, Kant nos diría que en sí misma no es ni buena ni mala: lo que la hace buena o mala es el motivo por el que se lleva a cabo. Si lo hace por obediencia, ya que siempre ha temido a su padre, o porque le da pena su estado, esta acción, siendo elogiable, no tendría mérito moral. Incluso podría ser moralmente mala, por ejemplo, si lo hace solamente para que su padre dicte testamento en su favor o por temor a ser criticado por los demás. Solo será moralmente buena, o meritoria, si lo hace porque cree que el deber de un hijo es cuidar a su padre, y no por cualquier otro motivo. Acabamos de ver que, según Kant, solo tiene mérito moral aquella acción que se hace con buena voluntad, y la buena voluntad es la que actúa solo por deber. Esto significa que lo que hace que una acción sea moralmente buena no es “lo que” se hace sino “cómo” se hace, es decir, el motivo. Y este motivo, como acabamos de decir, es el deber o, como dice Kant, el puro respeto a la ley moral o imperativo categórico, que Kant formula del siguiente modo: “Obra siempre de tal manera que puedas querer que la máxima de tu actuación se convierta en ley universal”. Supongamos, por ejemplo, que me encuentro un sobre con una cantidad importante de dinero sin ninguna identificación: ¿me lo puedo quedar, en vez de depositarlo en la oficina de objetos perdidos? Según Kant tendría que razonar así: “¿Podría yo establecer una ley según la cual todo aquel que se encentre una cantidad importante de dinero se lo puede quedar?”. Si sinceramente creo que sí, incluso siendo yo quien lo ha perdido, puedo quedármelo tranquilamente. Sin embargo, resulta difícil pensar que quien lo pierda pueda querer esta ley. La ley moral viene a decir, en definitiva, que no puedo actuar en interés propio, tratándome a mí mismo de modo distinto a los demás. Al no existir, pues, un código normativo que me indique qué acciones concretas son buenas y cuáles malas, soy yo quien ha de decidir en cada situación qué debo hacer. Nadie puede decírmelo, ya que entonces lo haría no porque es mi deber sino por obediencia. A eso lo llama Kant autonomía moral: una persona actúa moralmente cuando no está sometida a nada externo sino a su propia razón. En el resto de sistemas éticos, lo que me indicaba qué acciones eran buenas era algo externo a mí. Por eso Kant las llama éticas heterónomas. Si en el hedonismo y en el utilitarismo el placer es el criterio de bondad, no soy yo quien decide qué es lo que me produce placer, sino la naturaleza. El caso extremo de heteronomía son las éticas religiosas, como el cristianismo, en el que es Dios quien decide lo que hay que hacer. En cambio, la moral kantiana es autónoma porque el sujeto no es sometido a nada más que a su propia razón. Esta autonomía está en la raíz misma de su planteamiento. Como hemos visto, hay que cumplir el deber simplemente porque es el deber, no para alcanzar la felicidad. Es más, en esta vida vemos que, en general, los que se lo pasan bien, los “felices”, no son precisamente aquellos cuyas acciones están motivadas por el puro cumplimiento del deber, sino por otras razones, como el incremento de la riqueza, la consecución del poder, etc. Los que actúan por el cumplimiento del deber, los que son honestos, veraces, leales, etc., normalmente no “tienen éxito en la vida”. Un comerciante honesto, que cobra lo justo por su mercancía, que paga 10 puntualmente a sus acreedores, que cumple con los impuestos, que no especula, que ayuda a los necesitados, etc., no solo no acumulará riquezas, sino que corre el peligro de ser fagocitado por quienes hacen lo contrario. Vemos, pues, que en Kant se separan los conceptos de bondad y felicidad que eran la base de las éticas anteriores, en las que lo bueno es justamente aquello que hace feliz. De todos modos, el mismo Kant reconoce que lo lógico, lo racional, es que la persona buena sea feliz, y esto, al parecer, no ocurre en esta vida. Es verdad que la persona buena tiene la conciencia tranquila, pero esto no constituye la felicidad total, que debería incluir el bienestar en todos los sentidos. Al no ser así en este mundo, al no coincidir aquí aquello que debería coincidir (bondad y felicidad), Kant concluye que debe existir otro mundo donde sea aquello que debe ser, y esto implica la inmortalidad de nuestra alma, y también la existencia de Dios, como aquel ser en quien coincidan bondad y felicidad. Pero esto es un postulado, como lo llama Kant. Teóricamente no se puede demostrar que sea así. SOY NIHILISTA Y CREADOR: ¡SOY NIETZSCHANO! El filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) reaccionó contra todas las morales anteriores (Nietzsche decía de sí mismo que él era el primer “inmoralista”). Consideró que toda obligación moral convertía al hombre en un esclavo, en un niño. Especialmente dura fue la crítica contra el cristianismo. Dios es como un padre que con sus imposiciones impide que el niño se convierta en adulto y elija por sí mismo. La única solución para que el hombre pudiera ser hombre era matar a Dios. De hecho, decía Nietzsche, la sociedad occidental ya había matado a Dios, el ateísmo se estaba extendiendo. Pero no había asumido todas las consecuencias de este hecho. Porque matar al padre tiene también el aspecto negativo de pérdida de protección, de seguridad, y supone tener que afrontar los peligros en soledad. En vez de cargar con su responsabilidad, la sociedad europea había sustituido al Dios cristiano por otros dioses como la ciencia, la técnica, las riquezas; en definitiva, la comodidad. Ahora se había convertida en esclavo de estos nuevos dioses. La muerte de Dios significa la pérdida de todos aquellos valores superiores en los que la humanidad se había apoyado hasta entonces: la Verdad, el Bien, la Belleza, el Orden, etc. De ellos habían derivado las principales virtudes predicadas sobre todo por la moral cristiana: la moderación, la humildad, la caridad, la fe, etc. Todas estas virtudes van contra lo único auténtico, que es la vida (vitalismo). Esta, tal como la observamos en la naturaleza, es una lucha constante para superarse, es una fuerza creadora. Solo triunfan los fuertes, los que no se dejan llevar por sentimientos de compasión, de piedad, etc., sino por sus instintos. Las virtudes citadas son justamente la negación de estas fuerzas creadoras. Si esta moral se ha impuesto durante tantos siglos es porque los que la siguen, los débiles, han sido mayoría y se han unido contra los fuertes. Pero esto ha provocado la destrucción de lo auténtico, la decadencia de la sociedad, el nihilismo (de nihil = nada), como lo llama Nietzsche. A este nihilismo decadente y pasivo se opone otro nihilismo, el activo, que consiste en la destrucción de todos los fundamentos de esta moral, que Nietzsche llama “moral de los esclavos”. Frente a ésta, la “moral de los señores” parte de asumir plenamente el significado de la muerte de Dios. Ya no hay ningún fundamente por encima del hombre ni, por tanto, ningún valor absoluto: es él quien debe crear todos los valores a partir de la afirmación de la vida. Es lo que llama “la transmutación de todos los valores”. Puesto que el nuevo valor fundamental es justamente la creación, y este es un acto completamente original, el resultado no puede preverse. Además, los nuevos valores no podrían ser eternos, sino constantemente cambiantes como la vida misma. La nueva moral ya no se basará en los conceptos de bueno y malo, sino en los de fuerte y débil. Pero estos no se corresponden, ya que en la moral clásica el hombre bueno es el débil que cree en los valores eternos y defiende todo aquello que, como la aceptación de cualquier imposición, va en contra de la afirmación de sí mismo. Es vulgar, está a la defensiva refugiándose en la multitud: es un hombre-rebaño. En cambio, el hombre nuevo, al que llama el “superhombre”, es fuerte y solitario, activo, agresivo y noble. Está “más allá del bien y del mal”. 11 Esta filosofía nietzscheana, como cabía esperar, ha sido interpretada en muchos sentidos, algunos de ellos contradictorios. Los nazis la utilizaron para justificar sus prácticas invasoras y racistas, pero la mayoría de interpretaciones han ido en sentido contrario: han visto en Nietzsche una vigorosa denuncia de una moral enfermiza y opresora, y una invitación a realizarse como personas auténticamente libres y creadoras. SOY REVOLUCIONARIO: ¡SOY MARXISTA! El capitalismo parece basarse en la “libertad” e “igualdad” de los sujetos que intervienen en el mercado. Sin embargo, Marx (1818-1883) descubre que, bajo esa igualdad y libertad aparentes, se esconde una desigualdad real entre el trabajador y el capitalista. La desigualdad y la explotación se producen porque, mientras que el capitalista es propietario de todos los medios de producción (el suelo, las fábricas, la maquinaria, etc.), el trabajador, desposeído de cualquier medio de subsistencia, se ve forzado a vender su fuerza de trabajo en el mercado a cambio de un salario para poder sobrevivir. Así, nace el proletariado, que no es sino el conjunto de los trabajadores asalariados. Lo que Marx señala es que la lógica del capitalismo impone la pauperización progresiva del proletariado: la formación de oligopolios y monopolios y la paulatina automatización de las tareas de producción hacen aumentar el desempleo y, por consiguiente, el empresario puede adquirir mano de obra más barata. Es el concepto de plusvalía el que explica, según Marx, la contradicción entre la burguesía y el proletariado. El obrero recibe el salario justo para subsistir y poder seguir trabajando. Pero su fuerza de trabajo produce más de lo que recibe como salario, es decir, de lo que produce, al proletario se le arrebata una parte, que es la que constituye la ganancia del burgués. La plusvalía es un plustrabajo no pagado al trabajador. Aquí reside el fundamento de la explotación capitalista y de la alienación del proletariado, así como de las desigualdades económicas entre los distintos estratos sociales. Además, la alienación se agudiza cuando el trabajador asume como “natural” (falsa conciencia) que el capitalista se apropie de la plusvalía porque es el dueño “legal” de los medios de producción. La única posibilidad, por tanto, de remediar esta situación de explotación es eliminar la plusvalía, y esto significa, entre otras cosas, la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Ahora bien, según Marx, serán las propias contradicciones del sistema capitalista las que lo hundirán. En una situación de descontento general, la clase trabajadora alcanzará su conciencia de clase y se rebelará contra la burguesía y contra el poder político (el Estado) que sirve a sus intereses. Será el momento de la revolución del proletariado, que triunfará de manera necesaria, ya que la burguesía, a pesar de su poder económico, es una clase minoritaria. Comenzará, entonces, lo que se ha llamado la “dictadura del proletariado”, en la que se abolirá la propiedad privada y se socializarán los medios de producción, que pasarán a ser titularidad del Estado, controlado por el proletariado. Esta fase de dictadura fue pensada por Marx como necesaria aunque provisional; el siguiente paso habría de ser la supresión del Estado. La sociedad comunista se organizará en comunas de producción regidas por el criterio de justicia y reparto: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. En este tipo de sociedad no habrá ya diferencias de clases sociales, los medios de producción serán colectivos y se superará toda forma de alienación. Aquí, según Marx, terminará la prehistoria de la humanidad y dará comienzo la auténtica historia. Algunos autores marxistas creían que el triunfo del comunismo traería consigo el surgimiento de un “nuevo hombre”, altruista, saludable, culto y comprometido con la justicia social y la revolución. León Trotsky, quien fuera el organizador original del Ejército Rojo y uno de los principales asistentes de Lenin durante la Revolución bolchevique, escribió en su obra Literatura y revolución que “La especie humana (…) ingresará otra vez en la etapa de la reconstrucción radical y se convertirá, en sus propias, manos en el objeto de los más complejos métodos de selección artificial (…) y de entrenamiento psicofísico. El hombre logrará su meta (…), un tipo sociobiológico superior, un superhombre (Übermensch), si se quiere”. El mismo 12 Trotsky es también el autor de la muy ambiciosa afirmación de que “bajo el comunismo un hombre medio podría llegar a ser un Marx, un Aristóteles o un Goethe y, por encima de tales picos, cumbres aún mayores”. QUIERO SER AUTÉNTICO: ¡SOY EXISTENCIALISTA! “Estamos condenados a ser libres”: no podemos no elegir. En cada momento tenemos que decidir qué hacemos. Incluso cuando nos limitamos a seguir las normas que nos imponen en casa, en el instituto, etc., y hacemos siempre lo que nos dicen, hemos elegido hacer los que nos dicen. El filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre (1905-1980) sacó todas las consecuencias del significado de la libertad. Ser libre significa no estar sometido a nada, ni a Dios, ni a valores absolutos, ni a normas de ninguna clase; libertad significa crear, inventarnos en cada momento lo que vamos a hacer. Por eso, cuando nace un niño, no se puede saber ni qué ni cómo será, todo dependerá de lo que vaya decidiendo en cada momento. Sastre expresa estas ideas diciendo que la existencia precede a la esencia; es decir, primero existo y soy yo quien decido lo que seré, y solo al final de la vida se puede decir qué soy, o he sido (esencia). Esto no pasa con los animales. Cuando nace un león o una vaca, ya sabemos qué será, qué tipo de vida llevará: no hay muchos modos distintos de ser león o vaca. En cambio, ¿cuál es el tipo de vida del ser humano? Se puede ser un excelente profesional o un asesino, un atleta o un alcohólico. Aquello que seamos depende de nuestras decisiones. Los únicos modelos humanos que tenemos son la vida de las otras personas, del mismo modo que lo que nosotros hagamos será un modelo para las demás personas. Este tener que ir creando constantemente nuestra vida a través de nuestras decisiones, que para Nietzsche constituye la base de la grandeza humana, Sartre lo entiende de un modo trágico, como una condena. Cada situación con la que nos enfrentamos es nueva y exige nuestra elección. No hay nada que nos determine, nosotros decidimos y nosotros tenemos que hacernos cargo de nuestra decisión. Esto nos produce angustia, ya que nos hallamos ante el vacío. “Si nos asomamos a un precipicio no nos angustia el precipicio, sino la posibilidad de arrojarnos al precipicio, porque nada puede impedirlo, sino solo nosotros.” Por eso muchas veces intentamos eludir nuestra responsabilidad recurriendo a normas, o a otras personas, que decidan por nosotros. Sin embargo, esa evasión es ilusoria ya que, de todas maneras, como hemos dicho al principio, elegimos. Pero lo que elegimos en este caso es no ser nosotros mismos, y esto es lo que Sastre llama la mala fe. La mala fe consiste en el intento de escapar de la angustia de tener que decidir, pretendiendo persuadirnos a nosotros mismos de que no somos libres a causa de las normas, de nuestro carácter, de nuestra educación, etc., e intentamos responsabilizar a los demás de nuestra vida. Lo contrario de la mala fe es la sinceridad con nosotros mismos, que Sastre denomina autenticidad. Esta consiste en asumir nuestra libertad con todas sus consecuencias. No hay, pues, ningún modelo objetivo de conducta humana, ya que tampoco hay valores absolutos. Somos nosotros quienes con nuestras preferencias mostramos aquello a lo que damos valor. Por eso los únicos modelos que tenemos son las vidas de los demás, pero estas no son más que creaciones subjetivas. Con mis decisiones estoy, pues, creando modelos para los otros, y aquí es donde, como hemos dicho, radica nuestra responsabilidad. Ésta exige que asuma mi libertad y actúe, por tanto, con autenticidad y condene la mala fe. Asumir nuestra libertad, que es lo único que tenemos, implica comprometernos con todas los problemas humanos, luchando contra la injusticia, contra las desigualdades, etc. Cada situación es distinta y debemos tomar una decisión, sin excusas. Por eso algunas veces a esta moral sartriana se la ha llamado moral de situación. Como podemos ver, Sastre lleva hasta el extremo lo que Kant llamaba autonomía moral, pues en Kant existía todavía una norma de conducta, el imperativo categórico, aunque se tratara de nuestra razón cuando actúa como razón universal. 13