SOBRE LA DIGNIDAD “Mejor tener hambre de pie que comer de rodillas” Desde la declaración de los Derechos Humanos de 1948 se afirma la dignidad intrínseca de cada ser humano. Naturalmente todos quienes apreciamos la vida asumimos esto, consentimos en el respeto universal que merece la existencia. Es decir, que por el mero hecho de nacer ya somos dignos. Llevamos en cada uno el tesoro más magnífico y milagroso: el don de la vida, cualidad que por sí sola despierta respeto. Todo espíritu sano venera la vida. En los templos orientales no se mata ni un gusano, las tradiciones americanas saben agradecer y amar la tierra, concebida como madre de todos los seres, es decir sinónimo de vida. Por otro lado, todo derecho conlleva algún deber. Todo tiene su contrapartida, es la ley del equilibrio. La dignidad la portamos, es cierto, pero también hay que merecerla, en el sentido de estar a la altura. Nos colocamos a la altura cuando nuestros pensamientos unen en vez que separan, nos merecemos la dignidad cuando nuestro corazón prefiere la bondad al odio, tenemos el mérito cuando nuestros actos no transgreden los derechos de los otros, somos justos cuando no dañamos ni quitamos a otros sus méritos ni sus libertades. Somos dignos y merecemos este título cuando a su vez consideramos a otros dignos y no dejamos que las circunstancias empañen la visión más diáfana sobre lo que son y lo que somos. Si renunciamos a desarrollar nuestra mente y adquirir conocimiento, si escogemos sufrir en vez de considerar la vida una dichosa aventura, si nos arruinamos consumiendo nuestras fuerzas físicas en actividades malignamente ociosas, y si escogemos los goces más bajos y efímeros en vez de anhelar los altos vuelos del espíritu, estamos tirando nuestra dignidad a la basura. Sï, podemos perder la dignidad rápidamente, de un momento a otro. ¿cómo conservarla entonces? ¿cómo sostenerla junto a nosotros? Si amamos la vida debemos exaltarla desplegando nuestras más bellas virtudes y posibilidades. Si amamos la vida llevaremos nuestra mente hasta las regiones más lejanas y misteriosas; alojaremos en nuestro corazón la compasión más extraña y preciosa, nuestros nervios serán recorridos por una energía insospechada y placentera, conquistaremos sensaciones y percepciones inauditas, amplificaremos nuestra batería interna, descubriremos el extraordinario rendimiento de nuestra musculatura, conoceremos poderes personales hasta ahora desconocidos. Si amamos la vida imitaremos a la naturaleza que jamás está ociosa, experimentaremos un entusiasmo permanente, nos sentiremos cada día más dichosos más listos, más activos y más preparados, alcanzaremos una longevidad plácida, vivir nos será liviano, agradeceremos el milagro y encarnaremos la suposición inicial: seremos dignos hijos de la vida. Para vivir la dignidad debemos extender y expresar todos nuestros potenciales de vida, decidir deliberadamente emplear y explotar nuestros talentos y facultades en pos de una armonía superlativa. Somos dignos cuando merecemos lo que logramos, cuando admitimos una derrota honorable en vez de buscar una victoria con maniobras obscuras. La dignidad lleva en sí una profundidad que para un espíritu tosco es imperceptible. Alcanzamos la dignidad cuando buscamos ser en vez de parecer. Cuando la victoria es alcanzada merced a unos esfuerzos limpios, geniales y heroicos, capacidad latente en todos. Si aceptamos estar a la altura de la dignidad con que la vida nos bendice, este halo se extenderá en todas direcciones: estableceremos relaciones dignas con los otros, nos rodearemos de personas que a su vez se conducen bajo idénticos principios, nuestro rostro reflejará estas luminosas corrientes subterráneas que nos impulsan, sabremos mirar con la dignidad que nos anima y cosecharemos similares reconocimientos. Nos emplearemos en una labor y misión digna, firmaremos contratos dignos, a lo que le seguirá una remuneración digna por nuestro propio mérito. Viviremos con honor, el cual también irradiaremos para así construir una sociedad digna por hechos y no sólo por derechos. ¨Por otro lado, el sentido de dignidad enriquece poderosamente nuestro carácter. Consiste en una fuerza incombustible que nos sostiene en el camino del honor personal, es nuestro escudo contra la tentación de transar o de “venderle el alma al diablo” cuando la adversidades nos acosen. El horror de perderla nos mantiene en la senda correcta, nos recuerda que no todo es relativo, que no todos los medios son legítimos, nos recuerda que ningún triunfo justifica maniobras espurias, que es un muy mal negocio renunciar a los valores y principios esenciales. Dignidad es vivir sin traicionar y sobretodo sin traicionarse. Cuando esta sea la divisa de nuestra existencia, nuestro valor habrá aumentado, conoceremos un fulgor que los condescendientes ignoran, seremos la dignidad misma y no un mero título ni una declaración vana: alcanzaremos una gloria nítida, constante y dichosa cuales sean las circunstancias.