Subido por Noel Silva Dioaz

El-Heredero-Del-Futuro

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El heredero
del futuro
Diego Torres Pacheca
Primera edición: mayo 2019
ISBN: 978-84-1331-429-7
Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo
© Del texto: Diego Torres Pacheca
© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo
© Imagen de cubierta proporcionada por el autor
Editorial Círculo Rojo
www.editorialcirculorojo.com
info@editorialcirculorojo.com
Impreso en España - Printed in Spain
A mi familia
Prismáticos
Garrafa de agua
Botes de comida enlatada
Pastillas potabilizadoras
Mochila
CAPÍTULO 1
EN LA ACTUALIDAD. AÑO 2045
Vi un gran trono blanco y a alguien que estaba sentado en él.
De su presencia huyeron la tierra y el cielo, sin dejar rastro alguno.
Mi nombre es Daniel. Tengo vagos recuerdos del pasado. Se los ha llevado el
tiempo en el que he permanecido huyendo del yermo que nos rodea, buscando
un lugar donde refugiarme. No recuerdo la edad que tengo, pero rondaré la
treintena. Poco importa la edad que pueda tener, en este mundo lo realmente
importante es continuar vivo y con ganas de seguir adelante. Muchos
acontecimientos han ocurrido a lo largo de los años y todos y cada uno de ellos
ayudaron a que todo se fuera a la mierda. También desconozco en qué mes
estamos. Hace mucho tiempo que los calendarios dejaron de utilizarse porque ya
no sirven para nada. No importa qué día será mañana. Solo es importante el
presente y el día en el que vives, no puedes mirar más allá. La situación que me
rodea ha hecho que madure rápidamente. Llevo años huyendo del horror
radiactivo que asola nuestro planeta, y es algo que continuo haciendo a diario.
Hay una obsesión en mi cabeza que no me permite pensar en nada más. Deseo
encontrar un lugar seguro para poder sobrevivir y de eso ya queda poco o nada.
No sé si llegaré a encontrarlo pero no pierdo la fe ni la esperanza. Sigo
avanzando ante la adversidad e intento hallar vestigios de humanidad que
convivan en total armonía sobre alguna zona segura en la que poder asentarme y
continuar viviendo. Un grupo numeroso de personas que se encuentran en la
misma situación, viajan conmigo. Todas mis pertenencias son una garrafa de
agua, pastillas potabilizadoras y botes de comida enlatada. Todo ello en el
interior de una mochila desgastada por el roce y por el paso del tiempo. Sobre mi
cuello cuelgan unos prismáticos para otear el horizonte y asegurar mi camino,
ese camino que tiene más sombras que luces y en el que desconoces con qué te
encontrarás mañana. El páramo en que se ha convertido el planeta no es seguro,
y los pocos supervivientes que quedamos nos desplazamos con sumo cuidado. El
mal acecha en cada esquina y espera pacientemente para encontrar a su siguiente
víctima.
Visto un mono roído y pestilente y una máscara de protección que forman parte
de mí durante muchas horas al día. Si no los usara enfermaría en un breve
espacio de tiempo, como lo han hecho muchos a lo largo de todos estos años en
los que la superficie se ha vuelto estéril, inhabitable e irrespirable. Antes,
muchos acontecimientos han ocurrido sobre el planeta. Todos y cada uno de
ellos fueron los responsables de exterminar casi en su totalidad a la raza humana,
y el manto químico que pulula en el ambiente amenaza con hacerlo muy pronto.
Los elegidos para habitarlo viajamos de un lado a otro, digiriendo el tiempo
como podemos para lograr encontrar algún resquicio de lo que un día fue.
Desde la lejanía se puede observar lo que queda de las grandes ciudades. Se
muestran devastadas y humeantes, y distan mucho de lo que un día fueron. En
los días en los que el calor envuelve la atmósfera con su manto anaranjado se
pueden divisar las alargadas sombras de sus imponentes torres, apuntando al
cielo y permaneciendo impasibles al paso del tiempo. Bloques gigantescos de
acero y hormigón que seguirán viendo pasar el tiempo sin apenas inmutarse. El
paisaje que nos rodea es oscuro, tétrico y dantesco. Es una condena la que
vivimos los elegidos. Es como ir de la mano del mismísimo diablo, apartando el
mal a cada esquina de las desiertas avenidas de las grandes ciudades. En ellas
solo encuentras muerte y desolación. Sobre las aceras de las grandes avenidas
yacen miles de cadáveres en estado de descomposición, invadiendo los
alrededores de malos olores y putrefacción. En algunos lugares, el olor a muerte
es tan denso que puedes llegar a desmayarte. Las bacterias son los únicos seres
vivos que se multiplican sin control sobre los cadáveres. Es peligroso acercarse a
ellos debido a las enfermedades infecciosas que podrías contraer.
He visto morir a muchísimas personas en estos últimos años. La guerra absurda
e innecesaria que libraron durante un tiempo varias potencias mundiales, fue el
detonante del principio de la tragedia. Multitud de agentes químicos fueron
vertidos a la atmósfera de forma indiscriminada durante los meses que duraron
los bombardeos. Los científicos predijeron lo que ocurriría, pero sus informes
llegaron demasiado tarde. No hubo marcha atrás. Miles de personas del planeta
fallecieron aquejados de graves enfermedades respiratorias. Posteriormente, la
pandemia del NHCongus1, un virus mortal aparecido en la República
Democrática del Congo y que mutó de manera repentina en aves, terminó con la
vida de millones de personas en un breve espacio de tiempo, hasta que
milagrosamente hallaron una vacuna que consiguió frenar su infección por todo
#COM.
#COM.
Lore
el planeta. Cuando parecía que todo se recuperaba lentamente a pesar de las
numerosas bajas producidas, llegó el inesperado desplome económico a nivel
mundial, lo que desestabilizó el sistema y propició la paralización de la industria
y del conjunto nuclear de Estados Unidos. Los sistemas informáticos que
controlaban el entramado nuclear desaparecieron por falta de liquidez. Cesadas
las operaciones, se sucedieron los incendios y las explosiones descontroladas en
el interior de las centrales nucleares. La contaminación radiactiva liberada a la
atmósfera después de los accidentes de cada una de ellas, al cortar la energía que
las alimentaba, terminó con casi la totalidad de la población mundial pasados
unos años. Resulta aterrador tener a un enemigo invisible contra el que no se
puede luchar de ninguna manera y sabes que tarde o temprano acabará con tu
vida. Es imposible verlo, ni siquiera se puede palpar, pero está ahí, en el aire, y
se mantiene impasible ante el paso del tiempo. Es una amenaza etérea que te
persigue y que seguirá pululando en el ambiente durante miles de años. Solo
existe un muro infranqueable para poder luchar ante esa nube radiactiva, y es el
subsuelo.
Los últimos moradores de las grandes urbes sucumbieron en su intento de
frenar el avance incansable de la muerte, y terminaron sus días encerrados en
edificios a la espera de que les llegara, de forma tranquila y súbita, la última de
sus oraciones. Los elegidos nos erigimos como nómadas del tiempo
sobreviviendo como podemos, en lugares insospechados y peligrosos que nunca
hubiéramos imaginado poder habitar. Ha regresado a nosotros el instinto de
sobrevivir, algo que había desaparecido hacía muchos años.
Los días se hacen muy largos. No sabes qué te puedes encontrar cuando cae el
sol, que es cuando los pocos supervivientes que quedamos podemos salir al
exterior para no morir de un golpe de calor o deshidratados. Una vez ha
oscurecido, llega el momento de arriesgarse. Nos ponemos nuestras protecciones
y salimos. Realizamos escarceos por las calles sombrías y lúgubres de las
ciudades para poder encontrar algún alimento. Entramos en el interior de las
viviendas y buscamos por sus armarios y estanterías. Es sumamente arriesgado
porque corres el peligro de ser atacado o devorado por otros supervivientes que
se encuentran en la misma situación, pero es lo único que nos queda. Nos lleva
muchas horas buscar comida enlatada por pueblos y ciudades. En la periferia y
en las zonas alejadas de las grandes urbes todo es más fácil. Los cuerpos no se
acumulan en las entradas de las casas, granjas o graneros. Además, utilizamos
los pequeños cobertizos para refugiarnos en su interior durante varios días
seguidos, para mantenernos alejados de la radiactividad existente. Sin embargo,
cuando te desplazas a ciudades importantes y observas a su alrededor, puedes
comprobar que continúan inmersas en el más oscuro ostracismo y plagadas de
cadáveres por sus calles, plazas y comercios. Es muy complicado acceder a
través de ellas y es necesario tomar más medidas de protección si cabe. En
ocasiones tenemos la fortuna de encontrar botes de comida en conserva y en
otras vuelves con las manos vacías, lamentándote de la mala suerte que has
tenido. Intentamos no pensar en los días en los que no tenemos alimento debido
a que han sido muchos y la costumbre lo termina convirtiendo en rutina. El
cuerpo se ha acostumbrado a sufrir de dolor, de hambre y de resentimiento. Es
algo crónico que pervive en nuestro interior y que nos ha hecho duros, muy
duros. Desgraciadamente hemos aprendido a vivir con ello y lo vemos como
algo normal en nuestro día a día.
Hay otros muchos peligros. Uno de ellos es el peor que te puedes encontrar. Si
la suerte no te acompaña, puedes cruzarte con grupos de personas armadas que
buscan alimento. Es meramente imposible poder luchar contra ellos porque son
grupos numerosos perfectamente organizados. Han conseguido agruparse para
poder luchar contra las adversidades, y se han hecho fuertes. Son bandas de
caníbales que recorren el país de punta a punta buscando gasolina para poder
desplazarse y alimento para subsistir. Si logran sorprenderte atravesando el
páramo estás muerto. Te llevan como rehén y les sirves de alimento para varios
días. El canibalismo, después de haberse erradicado durante cientos de años, ha
regresado debido a la imperiosa necesidad de comer. Pero ya nos hemos
acostumbrado a escuchar de otras bocas esas historias. Se trata de esquivarlos y
tener la verdadera fortuna de no cruzarte con ellos. Solo hay dos obsesiones que
quedan latentes entre los supervivientes, encontrar alimento y hallar un refugio
seguro. Todo lo demás ha perdido importancia y tratamos de seguir
sobreviviendo y de vivir el presente, huyendo de los peligros que nos rodean. El
futuro es algo lejano y apenas pensamos en ello, pero en algún momento lo
hacemos, cuando una pequeña esperanza nos invade en sueños, imaginando que
un mundo mejor es posible.
Ya no se observan animales vivos en el exterior. Llevo años sin verlos. Se han
debido de extinguir. No se ven pájaros surcando los cielos ni tampoco animales
morando por las ciudades. Hace tiempo que las plantas han dejado de brotar. Los
cultivos han desaparecido. La extensa vegetación que nos rodeaba y nos
proporcionaba oxígeno, ha quedado sumida en un cúmulo de árboles secos
rodeados de hojarasca oscurecida por el calor y la contaminación. La ceniza
producida por los grandes incendios que asolaron muchas de las ciudades del
Similar a
Mad Max
planeta lo cubre prácticamente todo. El horizonte que se divisa está seco y
quemado por el sol, que aunque parezca más apagado, resulta abrasador. La
atmósfera terrestre, al permanecer contaminada con materiales radiactivos, no
permite pasar bien los rayos solares, pero los que consiguen atravesarla lo hacen
con más fuerza y queman todo lo que se encuentran a su paso. Si te aventuras a
salir a pleno sol, las graves quemaduras no tardan en aparecer sobre la piel. El
exterior se ha convertido en un lugar en el que puedes permanecer muy pocas
horas al día. El aire es irrespirable y el paisaje es sobrecogedor. Todo palidece y
resulta difícil encontrar algo que tenga un color llamativo. Hace días que
observo el horizonte y está tomando un color parduzco indescriptible,
mostrándonos el futuro que nos espera.
El planeta se apaga poco a poco. La arenisca y la suave ceniza que todo lo
ciega barren el asfalto agrietado y derretido de las carreteras. El terreno llano que
antes reverdecía por temporadas, ahora se encuentra quebrado y hendido por la
intensa sequía que hace años se instaló en el planeta. Ya nada es lo que era. La
mayoría de los ríos se han secado y los pocos que siguen llevando agua han
dejado de tener peces, todos han desaparecido de la faz de la tierra. También se
han contaminado los ríos subterráneos que antes emergían del subsuelo con agua
cristalina y limpia. Los insectos que una vez poblaron las zonas húmedas
buscaron refugio bajo tierra, y llegaron hasta donde el terreno les permitió,
buscando algo de humedad para intentar sobrevivir. Se quedaron enterrados
sobre una gruesa capa de barro seco y agrietado, olvidados para el resto de sus
días. Jamás volverán a salir al exterior y difícilmente pueda volver a verse
alguno sobre el planeta. Hoy por hoy puedo decir que se han extinguido para
siempre.
Nos queda un haz de luz, una pequeña esperanza de que todo, volverá a ser
como antes. No sé qué generación será la que vuelva a formar un nuevo mundo,
pero estoy seguro de que volveremos a vivir sobre la superficie como siempre lo
hemos hecho. No encontramos ninguna otra forma de poder animarnos entre
nosotros y de pensar en algo a lo que aferrarnos. Es lo que nos queda para vivir
el día a día como si nada hubiera pasado. Siendo sincero conmigo mismo, creo
que el planeta tardará miles de años en recuperar el aspecto que tenía antes y en
tener una atmósfera más limpia que la que tiene actualmente. Todo es cuestión
de esperar, porque el tiempo es el único juez sobre la tierra. Sólo él nos mostrará
el futuro, y el momento en el que ha de llegar. Ahora, solo podemos luchar
contra las adversidades y seguir contando los días que nos quedan de vida.
Me he convertido en un nómada que marcha de un lugar a otro esquivando los
peligros y agarrándome a lo que puedo para no caer en la depresión. Sigo
avanzando sin rumbo hacia algún lugar seguro. Miro hacia atrás y me derrumbo
pensando en todo lo bueno que tuvimos algún día. Es difícil entender cómo
hemos llegado a la situación en la que nos encontramos. No supimos dar el valor
suficiente al vergel sobre el que vivíamos, y ahora tenemos lo que no queríamos,
el verdadero infierno en el que luchamos a diario por no morir. Marcho con un
grupo de personas buenas que viajan como yo, hacia un lugar mejor. Nos
llevamos bien y estamos seguros de lo que queremos. Avanzamos hacia un
nuevo mundo. Uno que aún no conocemos y que nos permitirá empezar de cero.
Nuestra aventura continúa más allá de las fronteras que nos hemos puesto
algunos, concienciados de que hay un lugar mejor en el que se puede seguir
viviendo lejos de la contaminación existente. Pero está en algún lugar lejano y el
viaje puede hacernos sufrir un nuevo revés, uno capaz de terminar con todas
nuestras esperanzas para siempre. Volveremos a ver nuevas personas, animales,
plantas… y regresaremos con más fuerza que nunca. Este legado que hemos
heredado no lo queremos. Hubo un día en el que fuimos felices y nos
imaginábamos un futuro mejor. Permanecimos rodeados de tecnologías que nos
hacían la vida más fácil y de avances médicos que hicieron que la esperanza de
vida aumentara de forma considerable. Pero ya no queda nada de eso. Todo
terminó hace unos años y sufrimos las consecuencias de la toma de decisiones
equivocadas por determinadas personas. Hay algo que me pregunto una y otra
vez, ¿tantas barbaridades hemos cometido como para merecer esto? Pero lo que
no podemos hacer es quedarnos parados esperando a que algo mejor llegue a
nosotros solo. Eso no llegará. Sobre el planeta no hay un dios verdadero que te
ayude y se aferre a tu mano para salir adelante. Hay que partir para buscarlo y al
final lo encontraremos. Nos quedan pocas fuerzas pero las utilizaremos para
luchar un día más.
Sorprendentemente, mi padre, antes de morir, me dejó un legado que hará
renacer de las cenizas a la humanidad. Sólo unos pocos lo conocen y saben que
probablemente se pueda cambiar el curso del destino y dejar una puerta abierta
al nuevo mundo. Hay herencias que duelen debido a las ausencias que dejan,
pero hay otras que animan a seguir luchando por el día a día, aunque lo hagan
repletas de incógnitas y secretos de lo que acontecerá en el futuro. Soy el elegido
y el heredero del futuro, y lucharé por mantener intacto ese legado.
CAPÍTULO 2
QUÉ FUE DEL PASADO (I)
A pesar de haber permanecido en un círculo seguro, hemos escuchado un grito de espanto.
No hay paz, sino terror. Estábamos apercibidos, pero no lo tomamos en serio y ahora lo pagamos.
Todo parecía normal hacia el año 2030, cuando el conjunto de los países más
poderosos respiraban una calma inusual que había conseguido alargarse más de
una década. Jamás había existido semejante equilibrio. Los habitantes del
planeta se habían acostumbrado a vivir de una manera tranquila, pacífica y
dialogante. Las relaciones entre las naciones eran inmejorables y existía un
objetivo común: el bienestar de todos y cada uno de los habitantes de la tierra.
Siempre aparecían focos que se escapaban a esa normalidad entre los países más
pobres, pero recibían ayudas efímeras de las potencias más desarrolladas y
permanecían en silencio y en calma, a la espera de que en los años venideros
pudieran resurgir de sus cenizas.
Se lograron avances espectaculares en el campo biogenético y celular. También
se consiguió controlar la plaga mortal de los últimos cien años, el cáncer. Los
laboratorios farmacéuticos se especializaron en realizar estudios genéticos y
cromosómicos individuales. A través de la sangre se conocía el tipo de secuencia
genética de toda la población. Bastaba con tomar unas cápsulas específicas y con
unas sencillas pruebas se conseguían las secuencias de cada persona. Nuestras
vidas iban encaminadas a vivir más y más años. Pasaríamos de los cien años de
edad sin problemas importantes de salud. También los avances médicos habían
llegado hasta los hogares y los hospitales solo eran visitados por enfermos
graves y terminales. Casi toda la población mundial tenía acceso a esos avances
y tenían medicinas individualizadas para cada una de sus dolencias. Nuestros
estudios genéticos nos mostraban los problemas coronarios que tendríamos en un
futuro y a qué edad nos afectarían. Desapareció la fecha de caducidad de las
medicinas. Los principios activos eran tan puros y estaban tan bien definidos que
no se temía por la pérdida de efectividad. Teníamos armarios llenos de botes de
comprimidos con las fechas impresas de cuándo tendríamos que tomarlas. Todo
estaba planificado gracias a los datos cromosómicos y genéticos que teníamos, y
que año tras año renovábamos para poder vigilar cualquier desviación sufrida.
Gracias a la tranquilidad que eso nos aportaba, las enfermedades psicológicas y
psiquiátricas se esfumaron del planeta. Después de miles de años pudimos decir
que lo habíamos conseguido casi todo.
Ya no era necesario realizar donaciones de sangre. La sangre artificial era un
hecho y se fabricaba en el interior de varios laboratorios japoneses, después de
realizar exhaustivos estudios sobre cientos de miles de personas. En un primer
momento, los estados se mostraron reacios a la firma de los convenios
farmacológicos, pero después de un tiempo dieron vía libre a los acuerdos para
que todo el planeta pudiera beneficiarse. Después de los tratados, proliferaron las
fábricas de sangre artificial por todo el planeta. Las tres cuartas partes de la
población habían recibido transfusiones de sangre artificial sin necesidad de
tomar ningún fármaco para que el cuerpo no la rechazara. Desgraciadamente, los
continentes más pobres del planeta no tuvieron la misma suerte y no tenían
dinero para pagar los tratamientos. Asia y África fueron los grandes olvidados de
los avances que consiguieron implantar en el resto del mundo.
Los avances tecnológicos también superaron con creces lo imaginado años
atrás y las casas eran ordenadores gigantescos manejados por unos pequeños
aparatos que nos hacían la vida más fácil. Al frente de la tecnología se
encontraba la compañía ULISES CORPORATION, que se había especializado
en aportar comodidad a todos los hogares del mundo. La compañía creció de
manera espectacular cuando sacó al mercado uno de sus mejores inventos. Fue
uno de los más sonados en la última década y se llegaron a vender cerca de cien
millones en todo el mundo. Se llamaban Wellfar o bola del bienestar. Desde ellos
controlabas la temperatura de la casa, la alarma, la graduación de la luminosidad
de las estancias, la hora de levantarse, la temperatura del agua de los grifos, la
cantidad de comida que debías ingerir… La compañía formaba parte de la
mayoría de los hogares a través de una gran cantidad de robots de limpieza y de
módulos de seguridad en puertas y ventanas. En pocos años se había conseguido
llegar a lo que los antepasados habían soñado, a una vida totalmente controlada
por la tecnología en casi todos los hogares. Realizábamos escasos esfuerzos para
llevar el control de todo lo que nos rodeaba. Por primera vez nos sentimos
poderosos.
En el tema de los vehículos de transporte poco se había avanzado. Después de
estar durante unos treinta años intentando implantar los vehículos eléctricos, se
llegó a la conclusión de que el mantenimiento era bastante más costoso que el
que se necesitaba para los vehículos de gasolina. Mucha culpa de aquello lo tuvo
el descubrimiento de innumerables pozos petrolíferos sobre el Ártico. Las
grandes compañías petrolíferas realizaron importantes esfuerzos económicos y
habían dado sus frutos. Había combustible suficiente para cientos de años más,
algo que ayudó al aumento de la contaminación y a la destrucción de la capa de
ozono, hasta llegar a destruirla casi por completo.
Durante una década, muchos vehículos circularon sin conductor por las
autopistas de diferentes países. Tampoco dieron buenos resultados. Los
accidentes se producían a diario debido a los fallos de conexión y de software
que se producían en las centralitas. Se dio marcha atrás y se terminaron
prohibiendo. Se depositaron muchas esperanzas y numerosas expectativas en su
funcionamiento, pero resultaron ser un auténtico desastre.
Los tipos de cáncer de piel experimentaron un ascenso preocupante durante
muchos años hasta que consiguieron reducirlos paulatinamente. En un
laboratorio de China, descubrieron una loción corporal que paralizaba cualquier
resquicio de carcinoma o melanoma en la piel. Bastaba con aplicársela por todo
el cuerpo para estar protegido de los rayos solares. Regeneraban las células
muertas de la piel y conseguían eliminar restos de material genético defectuoso
producido por la exposición solar. Fue otro gran descubrimiento que marcó un
antes y un después en el control de algunas enfermedades graves.
La contaminación de la atmósfera fue en aumento. También las enfermedades
respiratorias hicieron estragos en la población cobrándose millones de muertes
en el mundo, sobre todo en los lugares más industrializados. Las alergias y
problemas alimenticios se dispararon y se cobraron muchísimas muertes.
Las grandes compañías dedicadas a explorar el espacio se habían adelantado a
su época y habían conseguido grandes logros. Estados Unidos había sido el país
que más había apostado por visitar otros planetas y tenía proyectos muy
avanzados para continuar exitósamente su carrera espacial. Aportaciones
económicas de empresas privadas ayudaron a posicionarse por delante de las
demás potencias, que desgraciadamente se habían apartado de la carrera por
conquistar el espacio. El mayor de los logros conseguidos había sido viajar a
Marte con una nave tripulada por astronautas. Lo repitieron hasta en ocho
ocasiones y había sido todo un éxito. El excesivo tiempo que se tardaba antaño
en llegar hasta el planeta rojo, se había reducido considerablemente de
trescientos días a ciento cincuenta. Sobre la superficie de Marte había instalados
módulos especiales preparados para acoger a varios astronautas. Estudiaron la
posibilidad de seguir instalándolos año tras año hasta conseguir fijar colonias
humanas permanentes. Constaban de generadores de oxígeno y de depósitos de
agua potable. Varios módulos, tenían instalados cápsulas de cultivo para poder
simular huertos hidropónicos de algas, acelgas, lechugas, patatas y espinacas,
que a su vez suministraban oxígeno a través de las hojas de las plantas. Habían
conseguido que los huertos sobrevivieran y crecieran ayudados por las heces y la
orina de los astronautas, al contener gran cantidad de proteínas que favorecían su
crecimiento. Se tenía la ligera sospecha de que decenas de personas vivían desde
hacía años en los módulos, pero el secretismo que rodeaban las misiones al
planeta rojo era absoluto y no dejaban nada suelto al azar. Hasta que no tuvieran
informaciones esperanzadoras y prometedoras, no podrían compartir con el
mundo la noticia de la existencia de colonias humanas permanentes en Marte.
Había varios proyectos en marcha pero se llevaban con la más absoluta
discreción, para evitar que las demás potencias plagiaran los métodos utilizados
en la creación del nuevo mundo.
La paz mundial también iba en concordancia con la normalidad reinante. Pero
los ambiciosos proyectos que tenían algunos países no eran aceptados por otros.
Volvió a aparecer la avaricia, y el poder del dinero apremiaba por encima de todo
lo demás. Y desgraciadamente, después de muchos años sin guerras locales entre
comunidades y sin guerras internacionales, llegó un conflicto bélico que
aumentó la contaminación del aire que respirábamos en nuestro planeta. Estados
Unidos, Rusia y China entraron en guerra, pero no en una cualquiera, sino en
una que fue cruel y absurda. Las tres grandes potencias lucharon por imponer sus
leyes para convertirse en los más poderosos del planeta. El descubrimiento de
gran cantidad de pozos petrolíferos en el Ártico mermó la unidad entre unos y
otros. Todos querían hacerse con su propiedad para ser los siguientes que
reinaran en el mundo. Había mucho dinero en juego y entraron en conflicto.
Durante meses lucharon encarnizadamente a través de innumerables bombardeos
químicos y biológicos sobre sus poblaciones. Sinceramente, nunca se conocerá a
ciencia cierta cuantas personas fallecieron a causa de los agentes químicos, pero
a día de hoy siguen viajando de un lugar a otro del planeta a través de la
atmósfera. Y los casos de fallecimientos por enfermedades derivadas de la
exposición a esos elementos químicos fueron en aumento sin poder frenarlos.
Las muertes habían aumentado en un veinticinco por ciento debido a diferentes
tipos de cáncer. Pero seguíamos viviendo dentro de una burbuja pensando que
aquello no acabaría con todos los habitantes del planeta. Se miraba hacia otra
parte para no revertir el alto nivel de vida que llevábamos.
Se hicieron avances y descubrimientos en la medicina para poder rebajar los
efectos secundarios de esa exposición prolongada y continuamos durante
muchos años sin guerras. La paz volvió a reinar entre los países, sabiendo que
una nueva guerra acabaría con toda la humanidad. De nuevo se dieron cuenta de
que las guerras por el poder no llegaban a nada bueno. Las miles de muertes
derivadas por problemas respiratorios que había año tras año, se tenían en
cuenta, pero se ocultaban para no alarmar al resto de los habitantes del planeta.
Las mayores potencias lo mantenían en secreto. De haber salido a la luz pública,
hubiera cundido el pánico entre la población.
Pareció que todo se normalizaba durante años y los países realizaron enormes
esfuerzos para mantener la paz mundial. Los países desarrollados volvieron a la
vía pacífica y empezaron a ayudarse entre ellos. Se destinaron enormes
cantidades de dinero para ayudar a los más necesitados. Anualmente, se
realizaban reuniones internacionales en diferentes países para rebajar tensiones
entre las naciones más poderosas. Se firmaron importantes acuerdos entre los
países subdesarrollados para poder mejorar su posición respecto a los más
avanzados. Se merecían una oportunidad y accedieron a celebrar reuniones en
países pobres, para poder adherirlos a los nuevos proyectos iniciados. Y en una
de esas reuniones ocurrió algo tan catastrófico que significó el principio del fin
para el planeta. Fue algo tan macabro y casual, que sin saberlo, iba a marcar el
principio del fin del bienestar en todos los países del mundo.
CAPÍTULO 3
QUE FUE DEL PASADO (II)
República Democrática del Congo. Kinshasa.
Reunión Anual de Naciones Unidas. 18 de Abril de 2035
Entonces los espíritus de los demonios reunieron a los
reyes en el lugar que en hebreo, se llama Armagedón.
Era una mañana del mes de Abril. Un sol de justicia iluminaba con fuerza una
zona a las afueras de la capital de la República Democrática del Congo. Parecía
un día cualquiera, pero escondía algo terrorífico tras el umbral de lo lógico. Ese
día iba a marcar el devenir del planeta. Nadie sabía lo que estaba por llegar.
Lionel Labou Tasik, pastor evangélico de Kinshasa, trabajaba como de
costumbre en su granja de animales al sur de la ciudad, en una zona escarpada
ligada al parque natural. Lionel era un tipo peculiar. Vestía con trajes elegantes,
camisa blanca y zapatos de piel, aunque se le viera trabajando en la granja. Era
una persona alta y corpulenta, y como miembro de la iglesia era buen orador. Sus
facciones no pasaban inadvertidas. Tez ancha, cejas pobladas y amplia sonrisa.
Era de raza negra, pero su piel no era tan oscura como la de sus fieles y
seguidores, que provenían de familias ligadas a importantes tribus del interior
del país.
Por las mañanas se dedicaba solo y exclusivamente a su granja, y por las tardes
se desplazaba a dos iglesias para poder profesar su fe hacia los más necesitados
de la ciudad. Sus fieles seguidores se encontraban muy unidos a Lionel, y éste
les profesaba un apoyo incondicional. Les infundía un curioso cariño hacia lo
desconocido para que se evadieran de los problemas de su día a día.
Sinceramente, lo necesitaban, si no querían verse apocados a una vida que girara
en torno a la delincuencia. Vivían inmersos en una pobreza extrema y
necesitaban algo por lo que luchar. Lionel sabía cómo ayudarlos y se dedicaba a
ello muchas horas al día. El hecho de escucharles a diario, hacía que acudieran
en masa a las misas que ofrecía en la iglesia del centro de Kinshasa y en la que
había al sur de la ciudad. Nadie faltaba a sus oraciones. Era curioso el amor y el
apego que todo el mundo le profesaba. Se los había ganado a todos a base de
escucharles y comprenderles, además de ayudarles con pequeñas aportaciones de
dinero y comida.
Como cada día, Lionel Labou se levantaba a las seis de la mañana, preparaba
un buen desayuno a base de leche cruda de cabra y tostadas, se aseaba, y salía a
la calle para cuidar de sus animales. Cada día tenía una serie de actividades
enfocadas a llevar un orden estricto dentro de su granja. Le ocupaba muchas
horas al día, pero aquella era su vida y se sentía orgulloso de seguir con ella. Era
lo que más quería y todos y cada uno de los días daba gracias por poder tener
aquello. Solo descansaba los domingos, que los dedicaba exclusivamente a
montar en bicicleta por el centro de Kinshasa y a pasear por los caminos de tierra
que había en la periferia de la ciudad. Era una persona deportista y su
complexión atlética daba buena fe de ello.
Era viernes y le tocaba entrar en la sala de despiece de aves, elegir las gallinas
más veteranas y sacrificarlas. Las vendería al día siguiente en el pequeño
mercado de la ciudad. Sacaría algo de dinero para ayudar a sus fieles y aportaría
su granito de arena para que pudieran disfrutar de una vida mejor. Pero ese día
tenía prisa porque estaba invitado a una reunión de las Naciones Unidas que se
celebraba anualmente. Y el lugar en el que se celebraba era Kinshasa. Una
semana antes había recibido una invitación al evento por parte del Ministerio del
Interior del país. Para ellos era una persona muy importante y muy querida en la
ciudad. Uno de los requisitos marcados para acudir a la cita era la obligación de
asistir junto a una comitiva especializada en relaciones internacionales. Para
Lionel, aquello no era ningún inconveniente y sabía que nunca se le volvería a
presentar una oportunidad parecida. Jamás había asistido a reuniones de
semejante calibre, pero sabía que su envidiable comportamiento y su
caballerosidad eran una buena carta de presentación frente a su escasa
experiencia en actos parecidos. Siempre había mostrado una educación y un trato
exquisito hacia todo el mundo y había conseguido sacar de la extrema pobreza a
gran cantidad de personas de Kinshasa, ayudándoles a incorporarse al mundo
laboral y apartándoles de las calles.
Ese día tenía que estar más despierto que nunca para no dejar nada suelto al
azar y para poder terminar todo lo que acumulaba en su agenda. Sabía que a
pesar de que sería un día agotador, obtendría su recompensa al llegar la noche.
Tenía que realizar sus tareas diarias en la granja, comer y asearse para estar en
perfectas condiciones para la reunión. Se encontraba totalmente emocionado y
no cabía en sí de la alegría que lo embargaba. Debido a la magnitud e
importancia de la invitación, había tenido una semana bastante complicada. Se
encontraba agotado después de que los nervios no le permitieran conciliar el
sueño con facilidad. Sabía que iba a compartir espacio con las personas más
importantes del planeta y le engrandecía notablemente su presencia en la cita.
Sabía que aquello le abriría muchísimas puertas al considerarse algo irrepetible,
y no quería perder la oportunidad de poder asistir a algo así.
Se trasladó hacía los vallados de las gallinas y se quedó inmóvil, pensativo,
con la mirada perdida. Afiló sus cuchillos en la enorme piedra que había a la
entrada de la sala de despiece y se dirigió hacia los animales. Un momento antes,
desde la distancia, había elegido a las gallinas que sacrificaría. Había observado
a lo largo de la semana que algunas habían dejado de poner huevos. Las conocía
a la perfección y sabía, por la forma de moverse o de comer, cuál era más vieja o
cuál se encontraba enferma. Llevaba tantos años haciendo aquello que había
adquirido una capacidad innata. Eligió las más grandes y las metió en un saco de
hilo grueso. Sabía que contra más grandes fueran, más dinero conseguiría. Le
costó hacerlo debido a que tenían un buen tamaño. Salió del vallado y se dirigió
hacia el interior de la sala de despiece de la granja, para poder sacrificarlas.
Pero el destino le tenía guardada una sorpresa. Las prisas y los nervios no le
ayudaron aquella mañana. No estaba concentrado en la actividad que llevaba a
cabo y fue pasando por alto algunos detalles importantes en la sala de despiece.
Desde que en el año dos mil catorce se expandió por el centro de África el virus
del Ébola, extendiéndose hacia el resto del mundo y provocando numerosas
muertes en el planeta, se ordenaron unos protocolos de seguridad a seguir en las
granjas de animales y de aves de todo el mundo. Se impusieron unas normas de
higiene bastante estrictas. Había un establecimiento obligatorio en el orden y en
la forma de colocarse la ropa de protección y la mascarilla. También lo había a la
hora de quitarse todas las protecciones. Eran unas normas de obligado
cumplimiento y que había que llevarlas a rajatabla para no caer en ningún fallo
humano que pudiera resultar catastrófico. Pero aquella mañana, Lionel no siguió
el orden de los protocolos de seguridad obligatorios y se saltó alguno de ellos,
víctima de las prisas y los nervios.
Lionel se arremangó su camisa blanca impoluta hasta la altura de los codos, se
colocó el mandil oscurecido por la sangre reseca de otros animales y se dirigió
hacia la pila de alcohol. Volvió a observar a las gallinas dentro del saco, se calzó
las botas de agua para no manchar sus brillantes zapatos y se le olvidó
embadurnarse las manos con alcohol, para desinfectárselas antes de introducirlas
en los guantes. Aquel no fue el único error cometido. En la mesa de despiece y
una vez seleccionados los animales, fue sacrificando las gallinas una a una y las
fue sesgando el cuello con un enorme cuchillo afilado. No lo hizo como de
costumbre, y se le pasó colocarse la mascarilla. Una de las gallinas, al notar el
frío del metal del cuchillo, realizó un movimiento brusco hacia uno de los lados
y expulsó gran cantidad de sangre hacia su rostro. Desgraciadamente, tragó
buena parte. Notó el extraño sabor deslizándose por su garganta y entró en cólera
con el animal ya muerto. Le pareció tan asqueroso que se puso a vomitar allí
mismo, junto a la pila del alcohol. Pero no cejó en su empeño de terminar y
continuó con su tarea sin lavarse. No podía perder tiempo o no estaría preparado
para cuando fueran a buscarle. Tampoco le importó que el cuello de su camisa de
color blanco nuclear quedara embadurnado de un líquido viscoso, rojizo y
oscuro. Aquello no significó un problema para él. Más tarde la metería en lejía
para volver a dejarla como nueva. Necesitaba acabar con aquel trabajo lo antes
posible. Era su día y no iba a desaprovecharlo.
Sobre las tres de la tarde, y después de haber realizado la ardua tarea de
despiezar a los animales y de limpiar la sala de despiece, regresó a casa y subió
la empinada escalera hacia el porche. Retiró la mosquitera de la puerta y entró
dentro. Se descalzó las botas de agua y las metió en el armario que tenía para tal
fin. Enseguida sintió alivio en la planta de sus pies. Subió a la primera planta y
se cambió de ropa, antes de regresar a la planta baja para comer. Más tarde se
ducharía para estar en perfectas condiciones.
Se sentó a la mesa y se puso a comer. Levantó la mirada y se sorprendió de no
haber encendido la televisión. Era algo inusual en él. Tenía la costumbre de
escuchar los avances de noticias mientras comía, pero se encontraba tan distraído
con la reunión que no cayó en la cuenta de encenderla. Pensó que le vendría bien
mantenerse alejado de noticias procedentes del exterior que solo conseguirían
ponerle más nervioso. Él mismo se dio cuenta de que aquella mañana se
encontraba algo despistado y que había actuado de una manera un tanto
atropellada. Observó el plato de comida y empezó a sentir angustia. Su estómago
empezó a cerrarse tras probar varias cucharadas del guiso de patatas con carne
que había preparado. Sintió unos ligeros pinchazos sobre el abdomen y se dio
cuenta de que no se encontraba bien. Enseguida lo achacó a los nervios,
pensando que eran los causantes de la falta de apetito. Minutos después dejó la
cuchara sobre la mesa y dejó el plato sobre la encimera. No pudo comer más
debido a que los dolores abdominales fueron en aumento.
Se dirigió al salón y se tumbó a descansar sobre el sofá. Empezó a sentir
mareos. Para poder mitigarlos, dejó de lado la tensión que acumulaba y se relajó,
observando el techo y pensando en sus cosas. Se acomodó un cojín bajo la
cabeza y cerró los ojos. Enseguida se quedó dormido, pero no unos minutos, si
no más de la cuenta. Para cuando quiso despertarse, estaba a tan sólo una hora de
que llegara el coche oficial para recogerle. No se lo podía creer. Maldecía una y
otra vez el momento en el que se había quedado dormido. Empezó a ponerse
nervioso. Se incorporó y sintió un mareo agudo, que hizo que volviera a sentarse
de inmediato. Empezó a sentir frío y se encontraba empapado en sudor. Se pasó
la mano por la frente y la deslizó sobre ella, secándola con un pañuelo. Tenía el
pecho hundido y notaba una presión inusual en él. Pero hizo caso omiso a
aquellos síntomas y subió a la segunda planta para ducharse. Pensó que aquello
le ayudaría a mejorar su estado y se espabilaría.
En pocos minutos se encontraba preparado para la cita. Aún le sobraron diez
minutos, que aprovechó para recoger la cocina. Después se dirigió al pasillo de
la entrada y se miró sobre el espejo. El mareo había desaparecido pero su rostro
no tenía buen aspecto. Tenía los ojos muy enrojecidos a pesar de haber dormido
un par de horas sobre el sofá. Cogió un colirio que tenía en el interior de uno de
los cajones de la cómoda de la entrada y se echó unas gotas en los ojos.
Enseguida sintió un escozor inusual y un intenso pinchazo sobre las pupilas. Se
secó con un pañuelo y volvió a mirarse al espejo. Pasados cinco minutos su
aspecto no había mejorado en absoluto. Empezó a preocuparse por el malestar
que sentía al desconocer qué le estaba ocurriendo. Aquella mañana se levantó
con la misma vitalidad con la que lo hacía todos los días, pero conforme pasaban
las horas se encontraba más cansado y decaído. Se dirigió a la cocina y se tomó
unas vitaminas que guardaba en el interior de uno de los armarios. Pensó que en
unas horas se encontraría mejor.
A las siete en punto divisó sobre el horizonte de su granja un Cadillac negro,
dejando tras de sí una estela de polvo provocada por la fina arena del carril sin
asfaltar. Se acercó a la casa a toda velocidad. Lionel salió al porche con su
maletín de cuero bajo el brazo y bajó la empinada escalera. Esperó
pacientemente a que el coche llegara hasta donde él se encontraba. Bajaron
cuatro personas. A una de ellas ya la conocía. Era Ángel Monje Maldonado, su
ayudante en las iglesias y parroquias de Kinshasa. Se dirigió hacia él y le dio una
buena palmadita en la espalda. No llegaron a abrazarse para no arrugar sus
estiradas camisas. Se alegraron de volver a verse. La cita a la que asistirían era
muy importante para ellos.
—¿Qué tal estás, hermano? ¿Preparado? ¡No tienes buen aspecto!—exclamó
Ángel—. ¿No has dormido bien esta noche?
—Hola, Ángel. No me encuentro muy bien, no sé si serán los nervios o que
estoy incubando una buena gripe. Pero no te preocupes, tampoco es preocupante.
Ya se me irá pasando conforme vaya transcurriendo la tarde. Estaré bien.
¿Quiénes son tus amigos? —preguntó Lionel.
—Estas personas que nos acompañan son más que amigos. Gracias a ellos
podemos asistir a la reunión de la ONU. Te los presento, ellos son Lixardo
Montoya, ayudante de la orden católica de Kinshasa, y Haim Letona, nuestro
cónsul en República Democrática del Congo. Es la persona que propuso al
presidente nuestra presencia en la cita. Internacionalmente, está muy ligado al
papel que llevamos a cabo con la gente necesitada y está informado de todos
nuestros esfuerzos. Y por último te presento a Moise Katumbi Chapwe, el
mismísimo jefe de las milicias del sur del país. Él fue quién erradicó las guerras
entre etnias y tribus que acabaron con miles de muertos hace algunos años. ¿Qué
te parece el equipo? ¿Estarás contento de venir no? —preguntó Ángel,
frunciendo el ceño al observar el aspecto demacrado de Lionel.
—Encantadísimo de estar al lado de tan buen equipo. ¡Por supuesto que sí!
Estoy deseando llegar a la reunión y disfrutarla junto a todos ustedes. Gracias de
verdad por contar conmigo para tal evento, es algo que significa muchísimo para
mí y no tengo suficientes palabras de agradecimiento por haber tenido este
maravilloso gesto hacia mi persona. ¡Vámonos pues! ¡No quiero llegar tarde!
—exclamó Lionel entre risas.
Subieron al coche oficial y tras charlar unos minutos animadamente entre ellos,
continuaron el trayecto en silencio. Ángel Monje ejercía de chófer improvisado,
al no haberse presentado la persona que debía de hacerlo. Llamó una hora antes
para avisar de que se encontraba enfermo en cama y que no iba a poder llevarlos
a la reunión. Pero la verdad es que a Ángel no le importó ponerse al volante. Con
tal de asistir a la reunión hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa. Además,
para él era un honor poder trasladar a personas tan importantes del gobierno de
la República Democrática del Congo.
Lionel seguía sin encontrarse bien. No conseguía superar el dolor de cabeza y
la pesadez que sentía sobre su cuerpo le estaba dejando agotado. No dejó de
sonarse la nariz, estornudar y toser durante los cincuenta minutos que duró el
trayecto. Su malestar fue en aumento. Conforme pasaron los minutos notó cómo
le subía la fiebre, por las tiriteras que sufría. Además, le empezó a sangrar la
nariz abundantemente. No terminaba de entender lo que le ocurría. Se
encontraba tan agotado que le parecía que hubiese estado trabajando durante
varios días seguidos. El cansancio que sentía hacía que se encontrara exhausto y
agotado. Su compañero de iglesia, Ángel, no dejó de observarle a través del
retrovisor interior del coche. Le miraba de forma extraña, como cuando se mira a
un enfermo. Realmente, y sin él saberlo, lo estaba. Había caído enfermo, víctima
de algo desconocido para él. Y Ángel, sabía que su amigo no se encontraba en
perfectas condiciones, bastaba con ver el aspecto que tenía. A Lionel se le hizo
eterno el viaje a la capital del país. Los minutos pasaron lentamente hasta que
por fin se aproximaron al perímetro del palacio de congresos de Kinshasa. Dos
estrictos controles de seguridad se apostaban a la entrada. Una larga caravana de
coches oficiales avanzaban lentamente hacia el patio interior de las instalaciones.
El ejército ayudaba meticulosamente en la labor a la policía. Era un día muy
importante para el país, y si todo marchaba bien, sería todo un éxito para la
República Democrática del Congo. Pusieron todos los medios a su alcance para
que nada se pasara por alto durante el evento. Sabían que el esfuerzo que habían
realizado daría sus frutos, algo que el país agradecería.
Los grandes mandatarios de todos los países del mundo ya se encontraban en
su interior. Para poder acceder tuvieron que presentar en la ventanilla de acceso
al recinto los papeles de acreditación de entrada al evento. Nadie podía acceder
al interior sin el pase especial de invitado. Era una reunión muy importante para
el planeta y la organización llevada a cabo estaba estrictamente controlada.
Había una vigilancia extrema. Después de una larga espera de veinte minutos, le
llegó el turno al coche de Lionel, Ángel y los otros tres acompañantes. Les
invitaron a salir del coche y recibieron los oportunos cacheos, como habían
hecho con los demás asistentes a la cita. Se vieron obligados a enseñar sus
maletas y maletines a los militares. Un perro adiestrado accedió al interior del
vehículo para que olfateara posibles explosivos. Se entretuvo olisqueando más
de la cuenta en el asiento donde había permanecido sentado Lionel Labou.
Sacaron al animal del vehículo, pero antes de llevárselo para que olisqueara otro
coche, volvieron a introducirle de nuevo, al observar cierto nerviosismo en él.
Pero había sido una falsa alarma. La segunda vez que entró se entretuvo
lamiendo la manilla de la puerta en la que había estado agarrado Lionel. El
soldado pegó un tirón de la correa y lo sacó bruscamente de la parte de atrás. Les
dieron la orden de volver al interior del vehículo. Les sellaron las invitaciones a
la reunión y prosiguieron su camino para que siguieran registrando a todos y
cada uno de los vehículos. Circularon durante una milla por un pequeño carril
asfaltado, hasta llegar al aparcamiento habilitado para los invitados al evento.
Desde allí se podía observar la explanada principal del palacio de congresos.
Ante ellos se erigía un majestuoso edificio de mediados del siglo XIX. Poseía a
ambos lados unas torres con cúpulas recubiertas de algún tipo de metal dorado.
En la parte central se encontraba la entrada principal, a la que se accedía a través
de una gran escalinata de mármol. Observaron a su alrededor y comprobaron que
había una vigilancia extrema. La prensa tomaba instantáneas desde la parte
inferior de la escalinata, en un lugar reservado para ellos y rodeado por unas
vallas de seguridad que los militares habían instalado unas horas antes. El
perímetro no podía ser rebasado bajo ninguna circunstancia hasta que no hubiera
finalizado la reunión. Los líderes mundiales invitados a la reunión permanecían
rodeados de una exhaustiva vigilancia por parte del ejército y de un buen número
de guardaespaldas alrededor.
Los diferentes jefes de estado de todos y cada uno de los países participantes
fueron posicionándose sobre la escalera principal. Posaron sonrientes para las
fotos de los medios locales, nacionales e internacionales. Había mucho
movimiento por allí. Era el momento más tenso de la reunión, debido al miedo
que existía a que se produjera algún atentado. Innumerables miembros de
seguridad rodearon la escalinata principal y las puertas de acceso al edificio. El
blindaje era absoluto debido a las numerosas manifestaciones que se habían
sucedido por las calles de Kinshasa unas semanas antes, cuando se hizo oficial el
comunicado del lugar en el que se celebraría la reunión anual de la Organización
de las Naciones Unidas.
Fuera del recinto, tras las vallas, y tras el primer cordón policial, las masas
protestaban enfervorizadas por el elevado gasto de dinero que se había realizado.
Múltiples protestas se llevaban a cabo por toda la ciudad, pero el grueso se
encontraba allí. No entendían, que aun siendo uno de los países más pobres del
mundo, dispusiera de medios económicos para tal evento. El país se encontraba
inmerso en la más absoluta de las pobrezas y no se había hecho nada por
evitarla. Aunque la población sabía que si la reunión marchaba bien y
conseguían firmar importantes acuerdos, podrían recibir ayudas para los más
necesitados y para los centros de internamiento que había repartidos por toda la
ciudad. También conservaban la esperanza de que al asistir a la reunión personas
adheridas a la iglesia como lo eran Lionel Labou y Lixardo Montoya, podrían
conseguir algo beneficioso de todo aquello. Kinshasa era conocida por tener una
fe inquebrantable hacia las personas que idolatraban, y gracias a eso los
manifestantes mantuvieron la calma y los disturbios no fueron a más. Además,
estaban estrechamente vigilados por multitud de soldados del ejército y no
dejarían que aquello fuera a mayores. La seguridad existente iba en concordancia
con la importancia del evento, que era retransmitido en directo por todas las
cadenas de televisión del planeta.
Todos los invitados fueron colocándose en filas de a dos para poder entrar a la
reunión. Se acercaba el momento y los nervios empezaron a aparecer entre los
líderes congregados. Sólo faltaba que llegara el momento culminante. Aún no
habían hecho acto de presencia las dos personas más importantes del país, pero
no tuvieron que esperar mucho tiempo. Pasados cinco minutos, apareció un
llamativo Lincoln blindado y estacionó a los pies de la escalinata principal.
Antes de abrir la puerta para que salieran, varios escoltas privados y miembros
del ejército se posicionaron delante del coche para protegerlos. Existía un miedo
atroz en el país a que fueran víctimas de algún tipo de atentado. Les abrieron la
puerta trasera del vehículo y salieron. Omari Bikandi, presidente del país y
Obomo Scuba, vicepresidente, posaron sonrientes ante la prensa. Era un acto
superlativo para ellos. Tener una reunión de tal magnitud de cara al mundo
entero, les engrandecía como mandatarios. Mostraban con orgullo la bandera de
su país, ondeándola sin pausa. Saludaron con la mano en alto y subieron la
escalinata hasta llegar a la parte superior del palacio de congresos. Allí se dieron
un apretón de manos y saludaron al presidente de la Organización de las
Naciones Unidas, Steve Olson, que los esperaba en la puerta principal. Les
hicieron unas últimas fotos y se volvieron sonrientes hacia el interior.
Acto seguido, les llegó el turno a los casi ciento cincuenta jefes de estado,
delegados e invitados a la cita. Pacientemente, entraron tras la estela de los
presidentes y el vicepresidente del país. Pero a pocos pasos de allí algo no
marchaba bien. Lionel Labou se encontraba peor e intentaba disimularlo para no
alarmar a los demás. Sabía que no podía echarse atrás en aquel momento. Si
decidía abandonar, nunca más podría estar al frente de las dos iglesias que le
habían asignado. No quería protagonizar una huida a la carrera de la reunión, era
el pastor evangélico de Kinshasa y sus fieles no llegarían a perdonárselo nunca.
Además, quedaría relegado a la más absoluta de las miserias. Sudaba muchísimo
y sangraba abundantemente por la nariz. Apretó el pañuelo con fuerza para
cortar la hemorragia. Le dolían las cuencas de los ojos y empezó a ver borroso.
La vista le fallaba y sintió cómo sus globos oculares se hinchaban. Por
momentos creyó que los ojos se le saldrían de su sitio. Los tenía muy
enrojecidos. Pensó en el colirio que utilizó antes de salir de casa, y maldijo el
momento en el que se echó aquellas gotas. Pero no se rindió y aguantó con las
escasas fuerzas que le quedaban.
Entraron por el pasillo central que comunicaba con el auditorio. Los asistentes
se sorprendieron con la exquisita decoración que llenaba de colorido los pasillos
principales. Espectaculares adornos florales y tapetes dorados vestían las
estancias de una manera excepcional. El murmullo que pululaba sobre el pasillo
principal llegaba hasta los oídos de Lionel en forma de dolorosas punzadas sobre
sus tímpanos, que empezaron a sentir un intenso dolor en su interior. Tenía la
mirada perdida. Sus acompañantes intentaron hablar con él en repetidas
ocasiones, pero le fue imposible mantener una conversación fluida con ellos.
Intentó ocultar su rostro a los demás agachando la cabeza. Estaba muy asustado
porque no sabía lo que le ocurría. Atravesaron el vestíbulo principal y llegaron a
la puerta número dos del auditorio. A la entrada esperaban los acomodadores
para acompañar a cada persona a su asiento. Llegaron a la fila que les pertenecía
y tomaron asiento. Conversaron animadamente entre ellos durante un rato, a la
espera de que empezara la reunión. Lionel siguió inmerso en su malestar y
continuó sin articular palabra. Buscó dentro de su maletín una botella de agua
que había guardado antes de salir casa. No atinaba a cogerla y se le escurría de
las manos una y otra vez. Le temblaban las manos y el malestar fue en aumento,
lo que hizo que se pusiera más nervioso. Las fuerzas le fallaban y no sabía si iba
a estar en condiciones de presenciar la reunión completa. La duda fue
acentuándose según fueron pasando los minutos porque no aguantaba la presión
que sentía en su cabeza.
Por megafonía anunciaron el inicio de la reunión y pidieron silencio desde la
tribuna para dar la bienvenida a todos los participantes e invitados. Los líderes
de cada país entraron y se acomodaron sobre sus sillas. La mesa tenía forma de
media luna para que todos tuvieran contacto visual entre ellos y se pudieran ver
cuando empezaran a hablar. Ya antes, en otras reuniones globales celebradas lo
habían hecho así y habían manifestado su conformidad con la forma de hacerlo.
Había sido todo un éxito poder comunicarse entre ellos cara a cara, para dar a
conocer todos y cada uno de los temas que se trataban. Delante de ellos, una
botella de agua y una bandera de cada país participante adornaban la mesa. Una
multitud de banderines de todos los países participantes aportaban un tono alegre
y una mayor credibilidad a la reunión. Al menos transmitían normalidad al
mundo, algo que sin la celebración anual de aquellas reuniones no hubiera
existido. En ellas se firmaban importantes acuerdos para consensuar los
problemas y para evitar enfrentamientos entre los países participantes.
Comenzó con la palabra Steve Olson, originario de Suecia, y principal valedor
de la Organización de las Naciones Unidas. Era el presidente de la organización
hacía ya diez años, y con él había llegado un progreso lento pero seguro. Era la
persona encargada de comprobar que todos y cada uno de los compromisos
firmados por los países participantes se llevaran a cabo. Era bien conocido por
los numerosos bloqueos internacionales que había impuesto a algunos países que
se habían saltado los compromisos. Era una persona seria y tenaz con el medio
ambiente y con el reparto de las fortunas entre los países más necesitados. No
había estado exento de polémicas, pero al menos cumplía al pie de la letra con
las promesas que realizaba. Le habían llovido las críticas desde los países más
desarrollados pero tenía la convicción de que el nivel de vida de todos y cada
uno de los países llegaría a igualarse con el paso de los años. El reparto de las
ayudas se hacía en función del nivel económico de cada país, y llegaban de una
manera o de otra según la pobreza que existía en cada lugar del mundo.
Steve Olson dio pie al inicio de las presentaciones de cada país. Se iba a tratar
la pobreza en África y en Asia, así como la contaminación gradual de la capa de
ozono del planeta, que cada vez preocupaba más a las altas esferas debido a que
estaban incrementándose los problemas de salud entre la población mundial. Los
jefes de estado de los países subdesarrollados tomaron la palabra primero. Les
tocaba el turno a ellos y necesitaban establecer un orden mundial en ese sentido.
Eran los países que menos contaminaban la atmósfera del planeta debido a que
tenían una industria más reducida en su territorio y muy diferente a la que
poseían los países desarrollados. Se pronunciaron mediante innumerables quejas
verbales con la disconformidad que tenían respecto al nivel económico que
existían en otros países. No habían llegado los recursos necesarios a los países
necesitados porque los más poderosos se habían opuesto a ello, haciendo gala de
un capitalismo egoísta y materialista. El reparto equitativo de la riqueza mundial
entre unos y otros seguía muy alejado de lo que se esperaba. Aquella fue la
mecha que encendió la llama de las protestas que inundaron las calles de
Kinshasa en los últimos días.
Mientras la reunión transcurría dentro de una normalidad latente, en la fila dos
del anfiteatro las cosas no iban como se esperaba. Lionel empezó a tener severos
ataques de tos. Se tapaba la boca con un pañuelo que manchaba de sangre cada
vez que le venía un ataque repentino. Las personas que se encontraban sentados
a ambos lados no daban crédito a la cantidad de sangre que el pastor evangélico
expulsaba por boca, nariz y ojos. También los oídos le sangraban. Cundió el
pánico entre las personas que estaban en la misma fila en la que se encontraba
Lionel. Cayó hacia delante y se dio de bruces contra el suelo. Inmediatamente se
levantaron para atenderle. Yacía inmóvil sobre el reluciente tapete, asustado a la
vez que compungido, y mirándose una y otra vez las manos ensangrentadas. Los
ojos no le dejaban ver más allá de unos metros. Se le fueron poblando de venas a
punto de estallar. Ángel Monje, su compañero de iglesia, y Lixardo Montoya le
ayudaron a levantarse. Se produjo un tumulto entre las butacas y el murmullo fue
creciendo por momentos. La reunión se suspendió unos minutos para intentar
silenciar el murmullo existente. Hubo momentos de nerviosismo y preocupación
entre los asistentes y muchísimas personas se levantaron de sus butacas para
poder ayudar al pastor evangélico. Era muy querido por todos los conocidos que
tenía alrededor del público asistente. Llegaron varios escoltas de seguridad y
sacaron a Lionel del anfiteatro para llevárselo en volandas. El incidente había
alterado el orden de la reunión y recibieron órdenes de sacarle al pasillo para que
la reunión siguiera su curso con total normalidad. Ángel y Lixardo siguieron sus
pasos hasta el vomitorio principal, donde dejaron caer al suelo a Lionel, a la
espera de que llegaran los sanitarios y le atendieran. Los escoltas se volvieron de
nuevo hacia la entrada y establecieron una guardia para evitar que alguien se
colara en la reunión. Posteriormente, y tras incorporarse repentinamente, Lionel
comenzó a vomitar la poca comida que había ingerido al mediodía, lo poco que
le quedaba ya en su enfermo estómago. Observó sobre el vómito del suelo una
gran cantidad de sangre mezclada con restos de comida en descomposición.
Intentaron ayudarle pero sabían que no se encontraba nada bien. Su aspecto era
preocupante. Le trasladaron al baño más cercano para poder limpiarle y
refrescarle la cabeza. Parecía muy enfermo. Camino del baño, dejó una estela de
vómito por el suelo de mármol del pasillo principal. Los lavabos de los baños
dieron fe del amargo momento en el que se encontraba el pastor evangélico.
Siguió vomitando abundantemente y para colmo empezó a sentir pinchazos
insoportables en el estómago. Sintió cómo se hacía sus necesidades encima. Ya
por entonces, Lionel había perdido el control de su cuerpo, no conseguía
dominarlo. Era como una marioneta movida por unos hilos finos y era incapaz
de reaccionar a nada. Por más que intentaban ayudarle, no podía articular palabra
ni realizar movimiento alguno. Estaba totalmente desactivado, igual que un
aparato eléctrico desenchufado. Se dejó llevar por lo que fuese que le estaba
dominando. Se quedó inmóvil sobre el suelo con los ojos fuera de sus órbitas
mirando hacia el techo del baño. Lixardo empezó a aporrearle y a echarle vasos
de agua por la cabeza. No tenía buen aspecto y le sangraban las cuencas de los
ojos. No recordaba haber visto algo parecido en su vida. Como no llegaban los
sanitarios decidieron acercarse a la carrera para avisarlos, ya que los escoltas no
se habían molestado lo más mínimo en ayudarle. No tardaron mucho en llegar
hasta donde se encontraba Lionel. Tres médicos intentaron estabilizarle después
de limpiarle las vías respiratorias pero enseguida se percataron de que su estado
de salud era alarmante. Le subieron en una camilla para intentar reanimarle. Le
desnudaron para poder atenderle mejor y para que pudiera recobrar el aliento.
Tenía sudores fríos y la fiebre seguía subiéndole. Pensaron que algo de fresco le
vendría bien para volver en sí. Empezó a tener convulsiones severas sobre la
camilla. Se sentó sobre ella y se quedó observando alrededor con las pupilas
dilatadas y la cara hinchada. No dijo nada, pero su rostro empezó a desfigurarse.
Sus pulsaciones le golpeaban con violencia las sienes, que también empezaron a
hincharse. Los médicos pensaron que en cualquier momento iba a estallar. El
cuello se le empezó a amoratar y volvió a vomitar con violencia. Ésta vez sí que
echó de su interior bastante cantidad de sangre. Se estaba muriendo por dentro.
El hedor a animal muerto paralizó a sus amigos y a los sanitarios. No podían
creer que aquel olor tan fuerte pudiera salir del estómago de una persona normal.
Desprendía tal hedor que la muerte parecía lo más cercano que podía llegar a
experimentar. Enseguida salieron del baño y empujaron la camilla a toda
velocidad por el pasillo principal. Nunca antes habían visto algo parecido. Lo
metieron en la ambulancia y salieron rápido de allí, camino del hospital general
de Kinshasa. Lixardo y Ángel Monje observaron desde la distancia cómo se
alejaba la ambulancia. Se quedaron estupefactos con lo que habían contemplado.
Estaban aterrorizados ante lo que habían presenciado, y más, sabiendo que
Lionel era uno de los suyos. Todo había sido muy extraño y no daban crédito.
Permanecieron en la calle en silencio, uno frente al otro, tratando de entender lo
que había ocurrido. Esperaron pacientemente a que finalizara la reunión para
poder contactar con sus compañeros en el interior, ya que les fue imposible
volver a entrar. Ellos desconocían lo que había sucedido en el pasillo principal y
en el baño.
La reunión siguió su curso con total normalidad hasta que pasadas tres horas,
se dio por finalizada. Al término de la misma, los asistentes fueron saliendo de
forma escalonada del auditorio principal y del anfiteatro. Haim Letona, cónsul
del país, corrió hacia Ángel y Lixardo para interesarse por el estado de Lionel.
Al escuchar lo que había ocurrido se quedó callado y pensativo, como si no
terminara de creérselo. También a él le resultó extraño.
CAPÍTULO 4
QUÉ FUE DEL PASADO (III)
EXPANSIÓN DE LA PANDEMIA DEL NHCONGUS1
Ten en cuenta que en los últimos días vendrán tiempos difíciles.
Decidieron desplazarse al hospital para ver cómo evolucionaba. No tardaron
mucho tiempo en llegar debido a que las protestas por las calles adyacentes se
habían dispersado. Eso ayudó a que enseguida estuvieran en la centralita de
información esperando noticias sobre su amigo. Permanecieron a la espera unos
minutos antes de que llegara una enfermera para informarles sobre su estado de
salud. La acompañaron hasta la zona de urgencias, que era donde se encontraba
Lionel. Los pasillos del hospital se encontraban sumidos en una penumbra
inusual debido a los cortes de luz que habían sufrido en la ciudad. Un panorama
gris que ensombrecía la esperanza de escuchar buenas noticias sobre su amigo.
El futuro del pastor evangélico colgaba de un hilo. Esperaron pacientemente a
que el médico que le había atendido a su llegada les proporcionara un parte
médico. El tiempo se paró en la sala de urgencias. Los calificativos sobre el
acontecimiento que había ocurrido se habían acabado para ellos. Les costaba
creer que la reunión hubiera finalizado de aquella manera para Lionel, con la
ilusión que tenía por acudir a la misma. Desde el momento en el que le habían
recogido en su granja supieron que no se encontraba en buenas condiciones. Se
había comportado de forma extraña. Él siempre había sido una persona muy
alegre y jamás se escondía de nada ni de nadie. Sabían que era un tipo peculiar
que contagiaba a los demás sus ganas de vivir, y aquella tarde había sido incapaz
de entablar conversación con nadie.
Permanecieron sobre la lúgubre y oscura sala alrededor de una hora, hasta que
un médico se acercó cabizbajo hacia ellos. Les observó en silencio y cuando se
sintió preparado, les comunicó que su amigo Lionel había fallecido. Había
perdido demasiada sangre y por más que habían intentado reanimarle no habían
podido hacer nada por él. Les fue imposible taponar la hemorragia interna que
sufría. El médico tenía un aspecto horrible y su bata se encontraba teñida de
sangre por todas partes. Venía directo de la sala de operaciones y no tuvo tiempo
para cambiarse. Se volvió a dirigir a ellos y les explicó que se había producido
un colapso en el interior de su organismo y su cuerpo no lo había soportado.
Había reventado por dentro y sus órganos vitales se encontraban destrozados.
Ahora tocaba someter su cuerpo a una investigación exhaustiva para conocer de
primera mano qué fue lo que provocó su muerte. Había pasado a manos de los
especialistas en el hospital y era necesario esperar a la autopsia. Sabían que
aquello no había sido un episodio normal y lo iban a trasladar a la sala de
cuarentena de los frigoríficos del tanatorio principal para hacer unas pruebas.
Tenían ligeras sospechas de que se trataba de algún tipo de enfermedad
contagiosa pero no podían comunicárselo a las autoridades porque aún no tenían
los resultados pertinentes. Pero lo preocupante era que tan solo él sabía qué le
habría podido pasar, o hacerse una ligera idea de qué se había infectado. Ahora
estaba muerto y nadie sabía qué era lo que había hecho horas antes de la reunión.
A esa misma hora, el palacio de congresos de Kinshasa se encontraba desierto
debido a que todos los asistentes a la reunión se habían marchado. Viajaban de
regreso a sus lugares de origen, o trasladándose a los hoteles de la ciudad en los
que estaban alojados. Los invitados que vivían en los alrededores volvieron a sus
hogares para compartir junto a sus familias los buenos momentos que habían
vivido y las experiencias que habían adquirido aquella tarde. Sabían que pasarían
muchos años hasta que volvieran a participar en algún evento de aquella
importancia.
Mucha gente pasó por alto el incidente que hizo que Lionel fuera expulsado de
la sala donde se celebraba la reunión. Nadie le dio suma importancia, pero la
tenía. Únicamente los amigos que le siguieron hasta el pasillo sabían que algo
extraño le ocurría. Nadie contaba con que lo que acababa de suceder allí no iba a
quedar en el olvido. Lionel Labou, mientras trabajaba en la sala de despiece de
su granja, se infectó de un virus mortal nunca antes conocido y cuyos efectos
eran similares a los del virus del Ébola, con la diferencia de que era más
agresivo, rápido y mortal. Analizaron y estudiaron el cuerpo del fallecido en el
hospital de Kinshasa. Pero no fueron eficientes a la hora de emitir un
comunicado. Cuando quisieron advertir a los responsables de seguridad de la
Organización Mundial de la Salud sobre el descubrimiento de un nuevo virus, ya
era demasiado tarde. Habían pasado tres días del primer caso detectado en el
interior del cuerpo del pastor evangelista llamado Lionel, y con total seguridad
se habría expandido por multitud de países a través de las personas que
estuvieron en contacto con él. A las quince horas de finalizar la reunión de la
Organización de las Naciones Unidas, en Kinshasa, habían fallecido cuarenta y
cinco personas en las mismas circunstancias y con los mismos síntomas. Entre
ellos se encontraban Lixardo Montoya, Ángel Monje, Haim Letona y Moise
Katumbi. Fueron los primeros en entrar en contacto con el virus que portaba su
amigo y que por desgracia se los había llevado por delante también.
Cuando las autoridades se dirigieron a la casa de Lionel para investigar la
procedencia del virus, analizaron todo a fondo y lo encontraron por todos y cada
uno de los objetos y cosas que habían estado en contacto con el pastor
evangélico. Todos los animales de la granja eran portadores del virus. La
situación era grave y solo pudieron llevarse las manos a la cabeza. Tras
innumerables análisis sobre la cepa del virus, llegaron a la conclusión de que
probablemente se tratara del más tóxico y peligroso de la historia de la
humanidad. Era necesario acabar con aquello de una manera rápida y eficaz. Y la
solución fue quemarlo todo. Y así lo hicieron. La vivienda y la granja anexa de
Lionel desaparecieron pasto de las llamas y después de unas horas no quedó
nada en pie. Precintaron la entrada a la finca. No podían arriesgarse a que
cualquier persona cercana al pastor evangelista se acercara y terminara
contagiándose, como lo habían hecho tantas personas de su círculo cercano.
Después de un estudio pormenorizado y una intensa investigación, llegaron a
la conclusión de que el virus se contagiaba mediante el intercambio de fluidos,
heces, orina, saliva y también a través del aire si el infectado se encontraba
cerca. Pero ya era tarde para pensar en ello. No había marcha atrás y sólo
quedaba luchar por erradicar la infección lo más rápido posible, una vez
descubierto el lugar donde se originó.
Todo parecía muy complicado de entender. Pero nada más lejos de la realidad,
era muy sencillo, y más si se había metido por medio un virus tan infeccioso y
peligroso como el que portaban los animales de la granja del pastor evangelista.
Lionel Labou se contagió del virus mortal el día que, accidentalmente, tragó
sangre de una gallina de su granja. Sin saberlo, a las pocas horas del incidente se
empezó a encontrar mal. Ya estaba intoxicado por el virus. Se montó en el coche
con otras cuatro personas, se desplazó hasta el palacio de congresos y se dirigió
al interior. Se acomodó en su butaca correspondiente hasta que pasado un rato no
pudo resistir más. Empezó a descomponerse por dentro y para cuándo le
quisieron trasladar al baño para reanimarle ya era demasiado tarde. El virus
siguió avanzando por el interior de sus órganos hasta que acabó con él.
Posteriormente, una ambulancia le trasladó hasta el hospital general de Kinshasa,
donde falleció.
En todo el proceso que duró el incidente, apretó las manos de sus compañeros
del coche oficial, los cuales terminaron infectados también. El perro del ejército
que entró en el coche en el que viajaban, y que lamió la manilla de la puerta
sobre la que iba agarrado Lionel, también terminó contagiándose, infectando
posteriormente a los dos militares que cuidaban de él. Llegó al palacio de
congresos con ataques severos de tos que continuaron durante la reunión, y todos
los que se encontraban a su alrededor también terminaron infectados por el virus.
Los dos escoltas de seguridad de la Organización de las Naciones Unidas que le
sacaron en volandas del anfiteatro también se contagiaron. Pero ellos lo
desconocían. En el baño, después de haber vomitado y haber tenido deposiciones
líquidas, las personas dedicadas a la limpieza terminaron contagiándose también,
llevándoselo consigo a sus casas e infectando a todos sus familiares. Ya en la
ambulancia, junto a los tres sanitarios que le acompañaron hasta el hospital, el
virus siguió abriéndose paso. Llegó al hospital y estuvo en contacto con al
menos nueve médicos, los cuáles también se intoxicaron. Varios de los
contagiados en la sala de congresos de Kinshasa viajaron esa misma noche hacia
sus países de origen en avión, y tocaron barandillas, estrecharon manos con el
resto de asistentes, estuvieron en contacto con otros viajeros hacia el centro de
Europa, Asia, Rusia, Corea del Norte, Estados Unidos, Japón… y llegaron a sus
casas después de unas horas… Analizando la situación, llegaba a considerarse
alarmante. En pocas horas, la lista de infectados era innumerable. En el hospital
de Kinshasa cientos de personas se infectaron enseguida. Todos los médicos que
estuvieron en contacto con Lionel, visitaron otras habitaciones con personas y
familiares que se encontraban en el interior. Los invitados que esa noche se
alojaron en diferentes hoteles de Kinshasa, y que estuvieron en contacto con
alguien que había estado al lado de Lionel, también terminaron impregnando
todos y cada uno de los lugares que habían tocado. Las sábanas de las camas,
pomos de las puertas, duchas, toallas, etc…
A los tres días del comienzo de la mortal infección, habían fallecido alrededor
de siete mil personas en el mundo, debido a la velocidad con la que se extendió
por numerosos países. La Organización Mundial de la Salud emitió un
comunicado en directo para todos los países, explicando la patología del nuevo
virus aparecido en una granja de Kinshasa. Establecieron el nivel seis de alerta,
lo que le convertía en el virus más amenazador y peligroso que había existido
sobre el planeta en toda la historia.
Desde la antigüedad habían surgido innumerables epidemias que habían
amenazado la supervivencia del ser humano, como la llamada gripe española, la
peste negra y enfermedades como la difteria, tuberculosis, gripe y viruela. Pero
ninguna de ellas había emprendido la aventura de ir infectando a tantas personas
con tanta rapidez y acabando con ellas en tan breve espacio de tiempo. Se creó
un gabinete de crisis con urgencia para tratar el problema e invitaron a los
laboratorios farmacéuticos más importantes del mundo para intentar crear una
vacuna o producto eficaz en tiempo record. Había que hacer todo lo posible para
combatirlo. En la prensa mundial podía leerse un alarmante comunicado emitido
por ellos:
“Debido a un problema de salud a nivel global, la Organización Mundial de la
Salud se ve obligada a comunicar el nacimiento de un nuevo virus especialmente
agresivo y mortal, que ha aparecido en nuestras vidas repentinamente. Debido a
la gravedad con la que se está expandiendo el virus, nos vemos obligados a fijar
un nivel de alerta seis, el más alto en nuestra escala. A falta de la existencia de
nuevas noticias, la disgregación en laboratorios de la cepa del virus, bautizado
como “NHCongus1”, nos proporciona datos extremadamente alarmantes. Es un
virus nuevo y por lo tanto es totalmente desconocido para nosotros. Solo
tenemos conocimiento de que se ha desarrollado en el interior del organismo de
un ave de corral. La zona cero del primer contagio se ubica en una granja que
se encuentra cerca del río Congo, que atraviesa la ciudad de Kinshasa. Según
los primeros estudios realizados, el NHCongus1 se contagia a través de la
saliva, sangre, orina, heces, vómitos, fluidos corporales, y es altamente
peligroso a través del aire.
Ya se han producido innumerables fallecimientos debido al contagio y se ha
extendido a más de veinticinco países, por lo que nos vemos obligados a
extremar las precauciones dentro del marco internacional de control de
enfermedades y virus contagiosos. Se trata de un virus muy agresivo y que causa
la muerte a las pocas horas de haber entrado en contacto con él. Hacemos un
llamamiento a la calma mundial, pese a que aún no hemos podido hallar una
vacuna para poder frenar el brote contagioso que afecta a miles de personas. Se
recomienda utilizar mascarillas y todas las medidas de seguridad al alcance de
la mano, sobre todo en las zonas en las que se está expandiendo más
rápidamente. Estamos trabajando incansablemente para hallar la solución al
problema y hay varios laboratorios investigando la cadena celular y
cromosómica de la cepa del virus, para poder revertirla con algún tipo de
tratamiento. En breve podremos contar con algún fármaco o vacuna que pueda
frenar dicha pandemia. Paralelamente ya estamos realizando innumerables
pruebas en humanos para poder mitigar más contagios”.
Después del comunicado emitido por la Organización Mundial de la Salud, las
personas se confinaron en sus hogares debido al miedo a salir a la calle y
contagiarse. Era cuestión de tiempo que volvieran a recuperar la normalidad y
regresaran a sus rutinas diarias, pero siempre tendrían el fantasma de la infección
acechándoles. El virus seguiría campando a sus anchas viajando de una persona
a otra y de un país a otro sin ningún control. Era un viajero rápido e intrépido y
colonizaba en el interior de cualquier ser vivo que se encontrara a su alcance. Ni
siquiera los animales consiguieron librarse de la infección, con la diferencia que
no les afectaba de igual manera. Su metabolismo era más fuerte que el de los
humanos y en cierta medida, sus células no eran invadidas completamente por el
virus. Aquella era la causa por la que no les causaba la muerte.
Desgraciadamente, el contagio masivo continuó de forma imparable por todo el
planeta, abriendo puertas e infectando a la población. La situación había llegado
al límite.
Pero afortunadamente un laboratorio descubrió la fórmula para conseguir aislar
al virus y parar su infección. Bastaba con licuar la sangre de una persona
infectada y mezclarla con células extraídas de aves infectadas del virus
NHCongus1. Al inyectar la mezcla sobre una persona contagiada se conseguían
disminuir las fiebres altas, se paralizaba el sangrado interno y regulaba el
funcionamiento normal del cuerpo humano para luchar contra el virus. Dicho de
otra manera, ayudaba al sistema inmunológico de las personas a aislar el virus y
dejarle sin posibilidad de propagarse por el resto del cuerpo. Desgraciadamente,
era imposible eliminarlo de la sangre, pero al menos lo paralizaba y evitaba que
el portador falleciera.
Se había conseguido lo más complicado. Ya existía una cura provisional para
paralizar al causante de millones de muertes en el planeta pero el miedo continuó
campando a sus anchas entre la población. Quizá con el tiempo podría volver a
mutar en el interior del cuerpo de los infectados. En el laboratorio farmacéutico
trabajaron sin descanso para poder abastecer a toda la población. Fue una tarea
ardua y complicada y se necesitaban millones de dosis para frenar el contagio
imparable por todos los países. Firmaron nuevos acuerdos para que diferentes
laboratorios se dedicaran a fabricarlos, pero desgraciadamente y a pesar de
hacerlo a gran escala y en grandes cantidades, muchas vacunas no llegaron a
tiempo a todos los lugares del planeta. Fallecieron millones de infectados. Tras
unos meses se consiguió controlar la expansión del virus hasta hacerla
desaparecer por completo, pero la elevada cantidad de muertes no ayudó a
estabilizar el debilitado orden mundial y el sistema económico se vio al borde de
la quiebra. Salió a la luz pública la cantidad de muertes producidas. Fueron datos
verdaderamente escalofriantes. Cerca de cuatro mil millones de personas habían
fallecido en el planeta debido al NHCongus1. Solo quedaba reflexionar para
poder llegar a entender la magnitud de lo sucedido en un breve espacio de
tiempo. Estados Unidos fue el país en el que menos personas habían fallecido
debido a la cantidad de laboratorios que habían fabricado la vacuna y a la buena
labor realizada en el reparto de las dosis necesarias a toda la población en un
tiempo récord. Pero después de la infección y la posterior cura, quedó el enorme
vacío en todos y cada uno de los países. El equilibrio existente antes de la
pandemia había desaparecido y se asomaba en el horizonte una crisis
internacional desconocida hasta la fecha.
CAPÍTULO 5
QUE FUE DEL PASADO (IV)
CÓMO SIGUIÓ LA VIDA EN ALGÚN LUGAR DE ESTADOS UNIDOS,
UNOS AÑOS DESPUÉS DE HALLAR LA VACUNA PARA EL VIRUS
NHCONGUS1
FLANAGAN (ILLINOIS)
Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y
la primera tierra habían dejado de existir, lo mismo que el mar.
Hacía calor en el parque Artesiano Park aquella tarde de Abril. La población no
llegaba a acostumbrarse a las altas temperaturas, a pesar de llevar varios años
sufriéndolas. Sabían que lo peor estaba por llegar a partir del mes de Mayo. El
cambio climático seguía su curso. Años atrás se había revelado un informe sobre
el aumento gradual de las temperaturas que se había producido en el planeta,
pero las altas esferas estaban entretenidas en otros quehaceres, presuponiendo
que eran más importantes. La meta principal era el aumento de la natalidad en
todos los países del planeta y el montante de ayudas económicas iba en esa
dirección. La población había mermado considerablemente en número y un
setenta por ciento de la misma sobrepasaba los sesenta años. Pero
desgraciadamente no se estaban consiguiendo los resultados esperados. Los
jóvenes no pensaban en tener descendencia. Ante sus ojos se presentaba un
futuro negro y poco prometedor en el que no había cabida para los hijos. El
planeta se apagaba lentamente y existía el temor a que llegara otra pandemia y
acabara con todo.
La atmósfera siguió contaminándose año tras año y no hicieron nada por
evitarlo. La población empezó a sufrir las consecuencias y no se tomaron
medidas para poder erradicarla. Las altas temperaturas se habían adueñado del
planeta y los termómetros alcanzaban los cincuenta grados en las horas centrales
del día. Las calles de las ciudades permanecían desiertas hasta que se iba el sol,
momento en el que las personas salían a dar un paseo, aprovechando la leve
bajada de las temperaturas. El intenso calor hizo que se modificaran los horarios
en colegios, trabajos y hogares. Solo así podían llevar una vida normal.
La probabilidad de que apareciera un nuevo brote del virus NHCongus1 era
escasa, pero hacía que la gente siguiera sintiendo miedo de salir a la calle.
Existía cierto recelo en la forma en la que se relacionaban las personas debido al
miedo existente a ser contagiado por algún portador. Del fin de la pandemia
habían pasado un par de años, pero aún se podía sentir la desconfianza. Muchas
personas salían a la calle protegidos con guantes y mascarillas, a pesar de las
elevadas temperaturas. No se habían recuperado psicológicamente y el miedo al
resurgir de un nuevo brote les asfixiaba lentamente. Y más después de la gran
cantidad de muertes sufridas debido a los contagios masivos. Las viviendas de
los fallecidos permanecían cerradas y expuestas al miedo de los vecinos.
Después de los fallecimientos nadie se aventuró a entrar en ellas por miedo a
contagiarse. Ni siquiera se atrevían a acercarse a menos de diez metros. Sobre
las fachadas aún se podían observar las grandes equis marcadas con pintura
negra, indicando que en su interior podría haber restos del virus NHCongus1.
Existía tal desconfianza que cualquier simple constipado en el seno de una
familia hacía saltar todas las alarmas entre los ciudadanos. Se les aislaba y
prohibía el acceso a zonas públicas, centros médicos y hospitales para no
infectar a las demás personas. Eran sometidos a una cuarentena de varios días y
se quedaban bajo una vigilancia exhaustiva, para asegurarse de que no había
regresado la infección del virus mortal. La población conocía de primera mano
que aquello era exagerado pero no podían permitirse un nuevo brote del virus.
Solo así se conseguiría preservar la raza humana, ya que la pandemia estuvo
muy cerca de acabar con la totalidad de la población del planeta.
Pero fue pasando el tiempo y poco a poco fue llegando la normalidad, una vez
aniquilado el contagio y la infección por todo el mundo. Las vacunas y fármacos
fabricados para acabar con la pandemia hicieron que se frenaran las muertes y el
contagio masivo entre la población, pero desgraciadamente, la alarma social
continuó latente durante una larga temporada. Las personas contagiadas que
consiguieron curarse, sabían que seguían estando contaminados por el virus,
debido a que nunca consiguieron eliminarlo por completo de la sangre. Pero el
riesgo de que mutara de nuevo en el interior del cuerpo de un humano estaba
presente. Habían conseguido aislarlo en el interior del organismo pero no
aniquilarlo por completo.
Todas las familias habían sufrido alguna pérdida en su entorno. Ninguna había
escapado al horror y algún miembro lo había padecido. Pero en Flanagan, desde
la infección, todo había sido un cúmulo de despropósitos y malas noticias. A las
múltiples muertes por los contagios, se sumaron el cierre de empresas y
comercios debido al miedo existente que había entre la población y al escaso
consumo que se hacía en los comercios. Las familias disponían de menos dinero,
repercutiendo en los ingresos de los negocios del pueblo. Los lujos habían
desaparecido entre los vecinos y la capacidad de ahorro había descendido
notablemente. Los ingresos económicos cayeron en picado, pero no sólo en
Estados Unidos, ocurrió en todo el planeta. Ya no se disponía de la misma
cantidad de dinero que existía años atrás y la industria se había ralentizado
alarmantemente. Uno de los efectos que más preocupaba a la población era la
pérdida de las actualizaciones de las redes informáticas disponibles a nivel
mundial. Había desaparecido la tecnología existente años atrás y los aparatos
electrónicos e informáticos desaparecieron de todos los hogares. Ya no era
necesario tener todo informatizado y poco a poco se fue retrocediendo en la
calidad de vida de la población. Se retornó al tipo de vida que se llevaba
cuarenta años atrás, alejados de lujos, de las tecnologías y de las comodidades.
Todo había cambiado drásticamente y jamás volvería a ser como antes.
Noah y Charlotte se encontraban especialmente activos aquella tarde. El calor
no frenaba sus ganas de correr alrededor del parque, sobre las viejas y agrietadas
pistas de atletismo. Desde lo alto de un cartel, en el medio del parque, los
observaba Daniel. Permanecía sentado en lo más alto, con sus delgadas piernas
colgando de la señal y a la espera de que el calor le diera un respiro y sintiera
ganas de bajar a correr con ellos. Su excelente estado físico no le impedía poder
subirse a cualquier sitio que se propusiera. Pero aquel día se encontraba agotado
y la mejor manera de recuperarse era permanecer tranquilo, evitando quemar las
pocas fuerzas que tenía. No le apetecía competir con nadie, y menos con sus
amigos. Se limitó a mirar cómo corrían y saltaban y a otear el horizonte, que
aquella tarde se encontraba más oscuro y plomizo que de costumbre. Había
tenido un día duro en el instituto, después de hacer dos exámenes y otros tantos
trabajos sobre circuitos eléctricos, que era la especialidad que estaba cursando.
La madre de Daniel charlaba con Julia, la madre de Charlotte, y con Sophie, la
madre de Noah. Se encontraban sentadas sobre un banco a bastante distancia de
donde los chicos corrían. Allí pasaban las tardes entretenidas mientras sus hijos
se divertían. Ya tenían edad suficiente como para poder permanecer sin
vigilancias maternas, pero el miedo existente en Flanagan hacía que
acompañaran a los chavales a todos lados. No les dejaban solos en ningún
momento, a pesar de que eran unos adolescentes que necesitaban tener su
espacio vital. Tenían una edad difícil para entender por qué les había tocado vivir
aquella situación.
Artesiano Park era un parque muy grande. Ocupaba una gran parte del extenso
terreno no urbanizable de Flanagan y estaba rodeado de grandes arboledas. Pero
no era ni una mínima parte de lo que fue en su día, cuando lucía resplandeciente
y coqueto antes de que llegara la temida y alarmante sequía. Durante muchos
años fue la envidia de buena parte del estado de Illinois. Todos los domingos se
abarrotaba de personas llegadas de otros pueblos para pasar el día en familia.
Pero aquello cambió. El césped había desaparecido por completo. Sólo había
matorrales secos y hojarasca esparcida por lo que antes eran amplias explanadas
verdes. Se había cortado el riego automático de toda la ciudad debido a las
intensas sequías que había sufrido el país en los últimos años. Otro problema
añadido fue la escasa financiación existente para poder abonar las facturas de
agua por parte de los ayuntamientos, llegando a la situación en la que se
encontraban. Era primordial y necesario el abastecimiento de agua en los
hogares, aunque a ciertas horas del día se produjeran cortes de suministro. Unos
años atrás, en el centro del parque existió un gran lago poblado por patos y ocas,
que daban un colorido especial a Flanagan. Pero debido a la falta de lluvias se
secó y el lodo que permanecía sobre la superficie desprendía un olor bastante
nauseabundo al atardecer. Cuando las altas temperaturas apretaban y el aire
soplaba en dirección al pueblo, hacía que el hedor se colara a través de las
ventanas de las casas. Por entonces, los vecinos del pueblo se veían obligados a
cerrarlas y los aires acondicionados funcionaban a pleno rendimiento. Pero esto
llevaba al recalentamiento de las centralitas, que debido al excesivo consumo de
energía se incendiaban y dejaban sin luz al pueblo entero durante algunos días,
que era lo que tardaban los operarios de las compañías eléctricas en arreglar las
averías. En otras ocasiones se producían apagones de luz porque se sobrepasaban
los kilovatios consumidos. Pero aquello no sólo ocurría en Flanagan. En todos y
cada uno de los estados del país se controlaba el consumo de la electricidad de
los hogares. El excedente de energía había caído a mínimos y los cortes en el
suministro eran habituales. Se ahorraban costes para poder sacar al país de la
situación en la que se encontraba. Aun así se hacía difícil sobrellevar la situación
casi insostenible que se vivía en la mayoría de las ciudades del estado. Eran
tiempos difíciles pero estaban por llegar unos aún más duros. El planeta no
enderezaba el rumbo hacia la recuperación y parecía que no iba a haber marcha
atrás. Pero a ciertas edades todo aquello poco importaba. Daniel y sus amigos
aún eran unos chavales jóvenes y no pensaban en ello. Se divertían a diario
ignorando los problemas que ya existían.
Los padres de los muchachos eran compañeros de trabajo. Hacían largos
trayectos en coche para desplazarse hasta Lasalle County, una de las muchas
centrales nucleares que había en el estado de Illinois y que se encontraba a
cincuenta y ocho millas de Flanagan. Era un trayecto muy largo hasta la central,
pero los únicos trabajos seguros que existían por aquella época eran los
dedicados a la energía nuclear. Era la única fuente de energía que proveía al país
de lo necesario para no quedarse a oscuras y para seguir manteniendo a la
industria en marcha. Ésta se había resentido notablemente en los últimos años.
Las familias que conservaban algún puesto de trabajo se consideraban unas
afortunadas porque en sus casas no faltaba de nada. El planeta sufría una fuerte
crisis internacional y tener un sueldo significaba poseer una estabilidad
económica que muy pocos conservaban. Muchas familias se marcharon de
Flanagan en busca de nuevas oportunidades laborales debido a la crisis, pero no
encontraron nada mejor en otros lugares. Algunos optaron por huir al campo
para poder vivir de lo que les proporcionaba la tierra y alimentarse sin tener que
gastar dinero en ello. Se pasaban verdaderas penurias y un futuro incierto se
cernía sobre el país y contagiaba al resto del mundo.
Para cuando los padres de los chicos regresaban a casa, el resto de miembros
de las familias habían terminado de cenar. Tenían una dura jornada diaria de
trabajo debido a la precariedad laboral que existía. Necesitaban alargar sus
turnos de trabajo para poder llevar una vida digna. Aun así, consideraban un
verdadero lujo poder tener aquello. La madre de Daniel se lo repetía todas las
noches. Hablaba mucho con él y le explicaba las miserias que sufrían
muchísimas familias en Flanagan y en el país entero. Quería que fuera
consciente del problema en el que se encontraba el mundo laboral y que dejara
de quejarse por no ver a su padre durante el día. Pero a Daniel, lo que le apetecía
era poder pasar las tardes junto a su padre y le costaba aceptar que no estuviera.
A su edad era normal enfadarse por cualquier cosa y él y sus amigos no eran
conscientes del problema que existía. La madre le explicaba una y otra vez que
el hecho de que su padre pasara muchas horas fuera de casa tenía una buena
justificación. Pasear por Flanagan y observar la cantidad de negocios que habían
cerrado, le producía escalofríos. La fuerte crisis que se vivía en el estado de
Illinois era el reflejo de la que ocurría en los Estados Unidos y en el resto del
mundo. Todo se desmoronaba lentamente y la pobreza mundial le ganaba el
pulso al futuro próspero que un día pareció no tener fecha de caducidad, justo
antes de aparecer la pandemia del virus NHCongus1. Después de los contagios,
la forma de ver las cosas cambió drásticamente. Nunca volvió a ser igual.
Cuando llegaba la noche, Daniel solía pensar en cómo vivían antes de que la
pandemia apareciera. Le gustaba viajar en el tiempo y recordar lo bien que le iba
a todo el mundo. Eran más felices y todo marchaba mejor. No podía evitar
dibujar una leve sonrisa en su rostro recordando aquellos tiempos. En aquella
época, las personas no temían por su futuro. No había miedo a nada y se
disfrutaba de manera diferente de la libertad que tenían. Pero enseguida
regresaba de sus sueños y la preocupación terminaba nublándole los buenos
recuerdos de su infancia. Intentaba no hacer una montaña de aquello porque
sabía que no merecía la pena pensarlo una y otra vez. Ya no se podía cambiar
nada de lo que había ocurrido y había que mirar hacia adelante. No deseaba
entrar en más detalles escabrosos de lo que se avecinaba si la situación
empeoraba. Era un adolescente centrado en sus estudios y en pasar buenos ratos
con sus amigos.
Daniel conservaba el mismo grupo de amigos de la infancia. Además de Noah
y Charlotte, Emma y Logan también solían acompañarle al Artesiano Park
algunas tardes. Rara vez solía acudir Olivia Wood, y eso le atormentaba. Habían
vivido momentos especiales entre ellos, pero hacía tiempo que no salía a
disfrutar del tiempo libre. Era una buena chica, pero entendía a la perfección que
su familia no pasara por un buen momento económico. Olivia tenía una buena
excusa para no salir a disfrutar con sus amigos. Ayudaba a sus padres todos los
días en el negocio familiar. Sus padres atravesaban una mala racha y no podían
permitirse el lujo de contratar a alguien. Olivia, a pesar de tener dieciséis años,
era una chica madura y enérgica. El taller de costura de su familia, situado en
Maine Street, no terminaba de despegar. Tenían buenos clientes en Ottawa pero
no podía competir con un sector que se encontraba en decadencia, al igual que
todos los demás. Había una feroz competencia y el dinero brillaba por su
ausencia en los bolsillos de los clientes. Olivia, a fuerza de trabajar, maduró de
inmediato por la situación por la que pasaba su familia. No tenía otra opción y
sabía que su esfuerzo diario ayudaría a que sus padres se sintieran orgullosos de
ella. La enseñaron a cortar y a coser patrones de pantalones y camisas, y una vez
acabado el instituto se dedicaba a ello en cuerpo y alma. A Daniel le pareció una
locura que a su edad trabajara tantas horas pero sabía que si no lo hacía,
terminarían abandonando el pueblo en un breve espacio de tiempo, y eso sería
algo que no podría soportar.
Noah y Charlotte, al contrario que Olivia, pasaban muchas horas con Daniel y
siempre tenían un motivo de conflicto a la hora de irse a casa. Las discusiones
entre madres e hijos se repetían todos los días. Las negociaciones entre ambas
partes se habían convertido en una rutina molesta y costaba mucho llegar a un
entendimiento para abandonar las pistas y el parque. No había mucho más que
hacer en Flanagan, y Artesiano Park era el lugar de encuentro y de
entretenimiento para los más jóvenes del pueblo.
Pero aquella tarde era distinta a las demás. Pululaba en el ambiente una tensión
inusual y el subconsciente de Daniel le mantuvo en alerta, sabiendo que el día
acabaría mal. Nada era igual que las demás tardes y supo que algo ocurriría.
Estaba seguro de ello y no se equivocó. Observó movimientos extraños desde lo
más alto de la señal sobre la que se encontraba encaramado. Se percató de ello
un rato antes, pero no quiso alarmar a nadie. Sabía que si decía algo se acabaría
el entretenimiento y regresarían a sus casas, por lo que decidió permanecer en
silencio.
Mientras observaba a sus amigos jugar al fútbol en la explanada y a las madres
charlar en uno de los bancos, ocurrió algo que iba a recordar el resto de su vida.
Volvió la cabeza y observó la carretera interestatal que llegaba a Flanagan.
Desde allí vio la inmensa arboleda que rodeaba la zona sur del pueblo y que
seguía por Jackson Street, una de las calles más largas de Flanagan y que llegaba
hasta el cruce de la interestatal del norte. No observó un flujo normal de
vehículos sobre las calles para las horas que eran. Ninguna tarde, ni siquiera en
vísperas de festivo, había observado semejante tráfico. El pueblo tampoco
acostumbraba a ver aquello debido a que apenas contaba con novecientos
vecinos. En la única ocasión que Daniel vio algo parecido fue el día que
emitieron por televisión la noticia que anunciaba la pandemia del virus
NHCongus1. Desde los contagios masivos jamás había visto semejante
movimiento. Se acomodó sobre la señal, sabiendo que aquello prometía una
tarde entretenida.
Las mañanas de los viernes eran más movidas debido a la gran afluencia de
camiones. Llegaban desde muy lejos para dirigirse hasta Flanagan Co-Up, para
comprar cantidades ingentes de grano molido. Maxle Piperton, el dueño de la
fábrica, había conseguido ajustar los precios a niveles muy bajos comparados
con los del resto del estado. La fábrica era una enorme hilera de silos que se
podía observar desde cualquier punto del pueblo. Maxle Piperton había
conseguido enriquecerse debido a los bajos salarios que pagaba a los vecinos del
pueblo que trabajaban para él. Éstos, al vivir en una constante incertidumbre,
aceptaban los puestos de trabajo para poder dar de comer a sus familias. Todas
las personas que se aventuraron a poner quejas en la fábrica habían sido
despedidas, y de eso se aprovechaba el dueño para sacar más beneficio. La
situación económica en el pueblo no era la mejor, pero algunos como el señor
Maxle Piperton, se hacían cada vez más ricos. El dinero que se ahorraba en
salarios lo invertía en la compra de más silos. Y para que la fábrica funcionara a
pleno rendimiento ampliaba la producción de grano molido a triples turnos,
obligando a sus empleados a trabajar durante largas jornadas. Gracias a aquello
podía bajar el precio del grano molido y aumentar las ventas. En todo el estado
de Illinois se habían hecho eco de ello y acudían en masa a realizar su compra
semanal. Flanagan Co-Up abría sus puertas al público los viernes, que era el
único día que permanecía abierto. La ciudad se llenaba de clientes buscando su
preciada mercancía a un precio muy bajo. La fábrica se encontraba en la calle
Maine Street y el único inconveniente que tenía era poder alojar a la gran
cantidad de camiones que llegaban hasta allí. Pero aquello no supuso un
problema para el dueño y pensó en ello para no ver disminuida su venta. Y
encontró una solución. Para poder acoger tantos camiones, solicitó al
ayuntamiento el alquiler de unos terrenos en la misma calle para mantenerlos en
lista de espera hasta que les llegara el turno de cargar su material. La única nota
positiva era que el señor Maxle Piperton aportaba buenas cantidades de dinero
en el pueblo para poder realizar mejoras. Y por ello, desde el ayuntamiento se le
proporcionaba todo lo que solicitaba. Existía miedo entre los vecinos de que se
trasladara a otro estado, hecho que dejaría a muchas familias sin ingresos,
aunque fueran ínfimos. En la fábrica solo había dos muelles de carga y descarga
y ese era el motivo de la larga espera de los transportistas. Pero cuando el día
llegaba a su fin, todos los transportistas abandonaban Flanagan con todo el grano
molido que se había fabricado durante toda la semana. Y así era una semana tras
otra.
Pero resultó que ese día no era viernes. Era martes y lo normal era cruzarse con
una decena de vehículos por las calles del pueblo. Pero en el parque nadie
pareció darse cuenta de aquello, a excepción de Daniel, que se encontraba
perplejo ante aquella situación. Sus amigos no se cansaban de correr y las
madres continuaban ensimismadas entre ellas, contándose sus problemas
sentadas sobre el banco, ajenas a todo lo que se podía ver desde lo alto del cartel.
El parque se asentaba sobre una pequeña colina y ayudaba a poder divisar
mejor todo aquello desde allí. Daniel llamó a voces a Noah y Charlotte. Quería
que ellos pudieran observar aquello y que le dieran sus impresiones. No tardaron
en llegar hasta el cartel y subieron para observar la larga caravana de coches que
había en una de las salidas del pueblo. Miraron a Daniel pensando que se
preocupaba en exceso y enseguida siguieron a lo suyo. No mostraron la más
mínima preocupación. No eran tan observadores y se encontraban un escalón por
debajo de su madurez, por lo que terminaron ignorándole. Pero Daniel estaba
seguro de que algo no marchaba bien y continuó encaramado allí durante más de
media hora. Observó que aquello no cesaba e iba en aumento a cada minuto que
pasaba.
Algo hizo que Daniel se asustara de verdad. Se oyeron voces y gritos cerca del
parque. Sintió un inusual alboroto a sus espaldas y se volvió para comprobar qué
era lo que ocurría. Cundía el pánico a su alrededor. Observó cómo las madres
corrían hacia la explanada.
—¡Daniel!, ¡Daniel! —voceó su madre con la cara desencajada—. Ahí supo
que algo iba mal.
—¡Corred chicos!, nos tenemos que ir a casa —gritaban las otras madres.
Estaba en lo correcto. Algo grave ocurría. Se encontraban agitadas y nerviosas.
Tenían el rostro desencajado y los chicos se asustaron al verlas en semejante
estado. Los amigos de Daniel comprendieron entonces que las sospechas de su
amigo no eran infundadas y dieron credibilidad a lo que les había comentado
desde lo alto del cartel. El alboroto fue en aumento y los nervios se apoderaron
de ellos.
—¡Salid ya de ahí! Nos vamos corriendo a casa. ¡Vamosssssss! —gritó la
madre de Charlotte.
Charlotte y Noah dejaron de correr por la pista de atletismo y salieron a toda
velocidad. Ésta vez no hubo negociación para continuar más tiempo en el
parque. No podían perder el tiempo en estúpidas discusiones.
—¡Corre Daniel! Me ha llamado papá y me ha dicho que regresemos a casa y
que no salgamos hasta que él llegue. En un rato llegará de la central. ¡Algo ha
ocurrido y tenemos que marcharnos ya! —Le explicó la madre, algo más
calmada que las de sus amigos.
—Pero, ¿a dónde vamos a ir? ¿Qué ha pasado, mamá? ¡Me estás asustando!
—Daniel sintió miedo y los nervios aparecieron en él. Observó a su madre y
tenía la cara fuera de sí. Enseguida bajó del cartel deslizándose por el poste.
El parque se encontraba a dos millas del pueblo pero enseguida llegaron a la
entrada. Se miraron sin llegar a entender lo que ocurría. Era temprano y sabían
que sus padres solían regresar más tarde de la central en un día normal. Pero
aquel no era un día cualquiera y regresarían a sus casas unas horas antes. Todos
se preguntaban si habría empezado alguna otra guerra o algo parecido. También
sobrevolaba sobre sus cabezas la posibilidad de que el virus NHCongus1 hubiera
mutado, infectando de nuevo a la población y sembrando el pánico en todo el
planeta. Habían pasado unos años muy duros y eso era lo que menos les apetecía
sufrir de nuevo. ¡O quizá se acercara un tornado! El estado de Illinois era
sacudido por un gran número de ellos al año, así como cuarenta o cincuenta.
Pero en realidad podían imaginarse cualquier cosa. Los chicos no sabían nada y
corrían detrás de sus madres desconociendo la causa de tanta prisa por regresar a
sus casas.
Una larga hilera de coches hacía cola en la gasolinera Flanagan Fuel 24, a la
entrada de Maine Street. Al menos una veintena de vehículos esperaban para
poder llenar sus depósitos. Sus ocupantes se mostraban nerviosos a la espera de
que llegara su turno. Muchos tocaban el claxon intentando meter prisa a los
primeros, que se encontraban sobre los surtidores. Reinaba el caos. El operario
de la gasolinera no conseguía apaciguar los nervios de los clientes que
abarrotaban la estación de servicio y no daba abasto a llenar tanto depósito.
Llevaba años sin observar semejante cantidad de coches repostando y no sabía
cómo actuar, al sentirse realmente desbordado por la situación.
Por las avenidas de Flanagan cundía el pánico y había carreras de una acera a
otra. El nerviosismo se palpaba en el ambiente. A través de las ventanas de los
edificios salían gritos ahogados de desesperación. Pero las personas más
mayores del lugar permanecían en calma, sentados en los bancos de la entrada de
sus casas, como a la espera de que les llegara el momento de irse para siempre.
Habían soportado muchísimo sufrimiento durante años y la experiencia les
aportaba tranquilidad. No le temían ni siquiera a la muerte.
Nunca antes se había observado tanto movimiento por aquellas calles. Al llegar
al final de Maine Street, junto al local Molly Seamstress Workshop, Olivia se
asomó al escaparate de la tienda de sus padres y se quedó sorprendida al ver lo
que estaba ocurriendo por las calles del pueblo. Observó a través de la cristalera
cómo sus amigos corrían tras sus madres, sin poder explicarse qué era lo que
ocurría. El alboroto la sorprendió trabajando, como lo hacía todas y cada una de
las tardes. Asustada, les saludó a través de la cristalera, alzando la mano
tímidamente. Había desaparecido de su cara la dulce sonrisa que solía
caracterizarla. Daniel la observó desde la distancia, y supo que aquello había
llegado a su fin. Olivia se despidió de sus amigos sabiendo que quizá fuera la
última vez que los viera. No tuvo opción de hacer otra cosa. No volverían a ver
aquel rostro angelical con dos trenzas perfectas cayendo sobre sus finos
hombros. Su padre apareció por detrás de las cortinas y la retiró del escaparate,
para introducirla de nuevo en el interior del local. No quería que su hija
observara el caos que reinaba por las calles del pueblo.
Las madres tiraban con fuerza de los brazos de sus hijos y no tuvieron tiempo
de hablar entre ellos. Sabían que no volverían a verse más o, al menos, lo
sospechaban. Cruzaron al otro lado de la calle y se separaron. Noah y Charlotte
vivían en Jefferson Street y los perdieron de vista en la última esquina de la calle
principal. Daniel vivía más alejado y seguía corriendo junto a su madre. Antes
de doblar la última de las calles del pueblo pasaron por la acera del Flanagan
Irish Pub. Sobre las enormes cristaleras se agolpaban decenas de personas que
observaban el gran televisor que se encontraba dentro del bar. Con gran
dificultad, consiguieron entrar esquivando a la multitud para poder ver en la
pantalla al presidente de los Estados Unidos de América. Emitían un avance de
noticias relativas a la seguridad nuclear del país. No llegaba hasta allí el sonido
del televisor, pero un rótulo en la parte inferior así lo anunciaba. Ana, la madre
de Daniel, también se interesó por la información que emitían. Necesitaba
informarse mejor de lo que sucedía. La gente permanecía callada intentando oír
la rueda de prensa del presidente. Era difícil abrirse paso a través de la
muchedumbre, por lo que decidieron salir de allí. Ana ya había sido informada
por su marido y pensó que lo mejor era no exponer a su hijo a las duras palabras
que escucharía de boca del presidente. Se arrepintió de haber entrado en el
Flanagan Irish Pub.
—¡Vámonos de aquí! ¡Corre Daniel! —volvió a gritar su madre. Le cogió del
brazo y le sacó de entre la multitud, que se agolpaba sobre la entrada.
—Pero si no hemos escuchado nada. ¡Espera, por favor! ¡Quiero saber qué
pasa!
Volvió a tirar fuerte del brazo y salieron de allí. No quería que Daniel se
enterara de lo que sucedía. Pero el hecho de ver en semejante estado a su madre
no terminaba de tranquilizar a Daniel. Se encontraba muy asustada y el
nerviosismo laceraba su rostro. Notó cómo los dedos de su madre se hundían en
el antebrazo. Tiraba con tanta fuerza de él que le hacía daño, pero ella no era
consciente. Se encontraba demasiado nerviosa como para darse cuenta.
Enseguida llegaron a casa. Encendieron las luces y bajaron todas las persianas
del salón y de las habitaciones. Ana quería tener a Daniel alejado del bullicio de
la calle para mantenerlo apartado de lo que sucedía. Su intención era protegerlo
para que no sufriera. Ana se fue corriendo a uno de los armarios del pasillo
principal y sacó varias maletas. Daniel se limitó a observar debido a que seguía
sin saber qué era lo que ocurría. Se mostró sorprendido por la situación en la que
se encontraban y como su madre no le explicaba nada se sentó sobre el sofá del
salón. Sentía pavor a hacer algo que pudiera molestarle. Los últimos meses había
padecido episodios depresivos derivados de la mala relación que llevaba con su
padre. Paul regresaba a casa muy tarde todos los días y atravesaban una mala
época entre ellos. Ana había perdido la confianza en él debido a que todas las
noches, mientras ella dormía, hablaba por teléfono con otras personas. Y eso
hacía crecer la desconfianza entre ellos, y Daniel llevaba un tiempo dándose
cuenta. También descubrió varios móviles diferentes en la mochila que solía
llevar a la central, cuando en un descuido de su padre se le salieron de uno de los
bolsillos laterales y cayeron al suelo del pasillo. Se limitó a decir que los
necesitaba para hablar con diferentes personas de la central. Ocupaba diferentes
posiciones y para acceder a él debían de llamarlo a distintos teléfonos. Pero Ana
y Daniel no se creyeron semejantes excusas y las discusiones fueron a más. La
situación familiar se vio afectada notablemente.
Daniel permaneció sentado alrededor de una hora sin articular palabra. En ese
intervalo de tiempo oyó a su madre llorar desconsoladamente en la habitación
mientras preparaba toda la ropa en una de las maletas. No sabía qué hacer, por lo
que encendió la televisión y bajó el volumen para que no se enterara de que
estaba viéndola. En todos los canales emitían la misma información. Repetían
una y otra vez el mismo discurso que habían visto en el Flanagan Irish Pub. Pero
ahora sí estaba enterándose de lo que ocurría. No dio crédito a lo que estaba
escuchando en la televisión. Era algo terrible. A pesar de su edad era
suficientemente maduro como para poder entender la magnitud de lo que se
avecinaba. Entonces entendió perfectamente por qué su madre no quería que
escuchara las noticias. Nunca se iba a olvidar de aquel día. Era otro golpe duro
que se unía al de la pandemia que asoló medio planeta. No había marcha atrás y
eso iba a terminar de hundirlos del todo. Pero no sólo a ellos, sino al país y al
planeta entero.
El estado anunciaba el cese de las actividades en todas las centrales nucleares
del país. Explicaba detalladamente la escasa financiación que existía y la fuerte
crisis a la que se enfrentaban, que llevaba años creciendo alarmantemente. Los
sistemas informáticos instalados en las centrales nucleares necesitaban costosas
actualizaciones de software para poder controlar el funcionamiento interno. No
había financiación para poder llevarlas a cabo y las empresas y compañías que
llevaban el control iban a desaparecer. Se desconectarían todos los ordenadores y
servidores que llegaban hasta el corazón de todas y cada una de las centrales
nucleares de Estados Unidos. No había marcha atrás, ni nadie que se hiciera
cargo de ello. La fuerte crisis golpeaba de nuevo al país y dejaba unos días de
margen para que alguna otra compañía se ocupara de continuar con el servicio.
Estaban preparados para realizar el apagón informático. No había más dinero en
las arcas públicas y arrastraban problemas económicos desde hacía varios años.
La financiación privada ya no funcionaba y nadie se aventuraba a invertir
millones de dólares porque ya no existían. El capital financiero del país se
esfumó en pocos días y en las semanas siguientes ocurrió lo mismo en los demás
países. Ocurrió a nivel mundial. La fuerte crisis había estallado incluso en los
países más poderosos. Los gobiernos desaparecerían debido a que tampoco había
dinero para ellos. No había nada. El funcionamiento de las centrales nucleares
era muy costoso, y no había ni para alimentar a la tercera parte de ellas.
Tampoco había dinero para los laboratorios que trabajaban en investigación y
desarrollo, debido a que habían quebrado por los inmensos esfuerzos que habían
realizado para encontrar una cura para el virus NHCongus1 durante mucho
tiempo. Los puestos de trabajo públicos iban a desaparecer también. Había un
desconcierto total con lo que ocurriría en el futuro. En esos momentos, lo más
importante era mantener el ciclo de la distribución de los alimentos dentro de los
estados más afectados por la crisis y el desalojo de las zonas que se pudieran ver
afectadas por los accidentes nucleares que se empezarían a suceder uno tras otro,
debido a la falta del suministro eléctrico en las centrales. En los Estados Unidos,
había al menos cien centrales nucleares a pleno rendimiento que dejarían de
funcionar. El presidente no avanzaba mucho más en el discurso pero sí que
dejaba en el aire bastantes cosas. Era un discurso traumático. Se encontraba
abatido y no encontró las palabras precisas para tranquilizar a la población. No
consiguió levantar la cabeza del informe que leía y eso era una señal negativa.
¿Qué sería del país? ¿Y del planeta? El caos se asomó de forma repentina y
desencadenaría una huida general de la población de unos países a otros.
Daniel se hizo una ligera idea de lo que se aproximaba. Ya no era una crisis, no
era un problema de financiación ni tampoco de paro laboral. Era el fin de los
días. Si Estados Unidos era la primera potencia mundial y tenía problemas de
financiación, qué no tendrían los demás países. Tomarían las mismas medidas en
todos los lugares y seguramente todas las centrales nucleares del planeta dejarían
de funcionar, se pararía la electricidad en ellas y ocurriría una catástrofe a nivel
mundial. Y lo peor de aquello era que los sistemas que controlaban esas centrales
no podían retroceder veinte años. Eran sistemas informáticos obsoletos debido a
la poca capacidad interna que tenían. Los actuales eran incompatibles con los
sistemas antiguos debido a que en su día se adecuaron a las nuevas instalaciones
y a las modernas tecnologías. Los espectaculares avances logrados durante la
última década serían los causantes del fin de la humanidad. No se podía dar
marcha atrás, y a pesar de tener conocimiento de ello dejaron que pasaran los
años hasta que no se pudo hacer nada por evitarlo.
Ana, la madre de Daniel, apareció por la puerta del salón de manera repentina,
lo que hizo que Daniel se levantara de un salto del sofá y se quedara
observándola sin saber qué decir. Miró aterrorizada a Daniel, al ver que tenía la
televisión encendida y que había escuchado el avance de noticias de la Casa
Blanca. Sabía que Daniel entendía perfectamente el funcionamiento de las
centrales nucleares, y que se hacía una ligera idea de lo que estaba a punto de
ocurrir. Su padre le había explicado en numerosas ocasiones lo peligroso que era
su trabajo y lo que podría ocurrir si se escapaban a la superficie las sustancias
que había en el interior del núcleo de las centrales. A la vez, sabía que era muy
inteligente y tenía una facilidad asombrosa para entablar una lógica a las cosas
que sucedían a su alrededor. Apagó la televisión y permaneció observándole en
silencio, sin articular palabra alguna. Le miró fijamente y se sintió incapaz de
explicarle lo que ocurriría en adelante. Era una situación difícil y complicada.
No consiguió encontrar las palabras apropiadas para que no se asustara, por lo
que se levantó y le dijo que la ayudara a meter la ropa y las cosas necesarias en
una de las maletas. No pudo decirle mucho más, hubiera quedado muy mal
intentando mentirle sobre lo que sucedería en adelante. Más tarde hablaría con él
para explicarle qué tipo de futuro les esperaba.
Sacó gran cantidad de latas de conserva de uno de los armarios de la cocina y
los fue guardando en varias mochilas. Guardó mucha pasta, legumbres y arroz.
Daniel no se había fijado nunca en un detalle, pero se acababa de dar cuenta de
que su madre tenía la despensa repleta de alimento en conserva. No llegaba a
entender cómo podía guardar tanta comida en aquellas estanterías. Sí había sido
consciente de que nunca había faltado de nada en casa, pero no se había
imaginado que allí dentro, en aquel pequeño armario de cocina, hubiera comida
suficiente como para permanecer en casa un par de meses sin necesidad de salir
a comprar. Aunque pensó en la situación detenidamente y dio gracias por tener
una madre tan precavida. El hecho de haber estado tanto tiempo recluidos en
casa durante la infección masiva del virus NHCongus1, marcó
significativamente la mentalidad de guardar alimentos no perecederos en
grandes cantidades.
Siguieron guardando bolsas en las maletas sin preguntarse para qué servirían.
Permanecieron largo rato sin articular palabra y encontraron el perfecto
equilibrio entre ellos para no derrumbarse ante lo que se acercaba. Daniel le daba
vueltas a la cabeza y pensaba en lo que diría su padre en cuanto llegara. Siempre
se había llevado mejor con él que con su madre y deseaba ansiosamente que
entrara por la puerta para poder abrazarle y escucharle. Aquella situación iba a
mostrarles lo verdaderamente importante que era tener una familia y estar
arropados los unos con los otros.
La larga espera a la llegada de su padre empezó a ponerle nervioso, pero logró
mantener la calma y quedarse sentado, esperando a que llegara. Para
tranquilizarse, contaba los segundos, los minutos y las horas. Y se le hizo largo,
muy largo. Anhelaba no poder estar abrazado a él porque se encontraba muy
asustado. Fueron unas horas plomizas, pesadas y desesperantes para él. Ana, su
madre, permanecía tumbada en la cama, angustiada por la situación que se les
presentaba y pensando en el futuro que les aguardaba.
El pasillo de la entrada se encontraba lleno de bolsas y de maletas preparadas
para emprender la marcha en cuanto llegara Paul, el padre de Daniel. Pero no
tuvieron que esperar mucho más. Se oyeron las llaves y se abrió la puerta. Paul
pasó corriendo hasta el salón y se quedó observándoles. No sabía exactamente
qué hacer ni qué decir. Se acercó despacio y se abrazó a ellos. Rompió a llorar y
los abrazó con fuerza. Aquello iba a ser muy duro. Se encontraba tiritando y Ana
se puso aún más nerviosa de lo que estaba. Daniel le observaba y no recordaba
haberle visto así nunca. Jamás le había visto tan desesperado. Aunque intentaba
mantener la calma, le notaba tenso y muy preocupado. Había algo en él que no
terminaba de creerse, quizá debido a que en otras ocasiones les había ocultado
cosas y les había engañado. Pero no le dijo nada y se limitó a darle un fuerte
abrazo para poder tranquilizarle. Los dos tiritaban y se secaban las lágrimas de
sus ojos. Ana se acercó a ellos y se fundieron entre los tres. Enseguida
entablaron conversación para rebajar el pesimismo que los invadía. Se
encontraban bastante perdidos y necesitaban respuestas rápidas para no volverse
locos.
—¿Qué está ocurriendo?, ¿dónde vamos a ir? —gritó Ana, arrastrándole hasta
la cocina para hablar con él a solas. No quería que Daniel escuchara la
conversación entre ellos.
—¡Tranquila cariño! Todo saldrá bien. —Sabía que no le creería pero tenía que
haber alguien que se comportara como si no ocurriera nada. Hacía falta mucha
sangre fría en ese momento, y Paul la tenía—. He hablado con mi hermana y nos
ha dicho que podemos ir a su casa. Allí estaremos mejor que aquí. Éste no va a
ser un lugar seguro en unos días.
—Pero, ¿qué ha ocurrido? —Ana, presa del miedo, rompió a llorar de nuevo
—. No entiendo por qué la vida nos golpea una y otra vez. ¡Es injusto vivir así!
—exclamó Ana entre sollozos.
—¡Todo ha terminado!—exclamó Paul, sin importarle lo que pensara su mujer
—. Los sistemas informáticos que controlan el funcionamiento de las centrales
nucleares van a apagarse. No hay más dinero y las centrales se van a cerrar como
están. En un par de días cortarán la electricidad y se quedarán expuestas a lo que
suceda después de los cortes. Los generadores de emergencia aguantarán un par
de días, no más. Nos ha reunido el director y nos ha comunicado la decisión que
ha adoptado el gobierno. Nos ha aconsejado huir a determinadas zonas seguras
porque parece que no hay marcha atrás, y los accidentes van a producirse de aquí
a unos días. Donde vive mi hermana estaremos más seguros que aquí. Es posible
que la contaminación por radiación a la que se va a ver inmerso el país en los
próximos meses sea menos elevada allí y podamos sobrevivir. ¡Tenemos que
marcharnos ya! No sabemos qué nos encontraremos en la carretera ni cuántos
días tardaremos en llegar.
—¡Ay dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros? ¿No hay otra alternativa? ¿No os
han dicho nada más? —preguntaba Ana una y otra vez a la par que apretaba con
fuerza el brazo de su marido.
—No hay nada que hacer —repitió—. Pero hay que estar tranquilos.
¡Saldremos de ésta! —dijo Paul—. Nos han suministrado unas cajas de pastillas
de yodo y empezaremos a tomarlas en una semana. Justo después de lo que se
espera como el accidente nuclear más potente que haya ocurrido jamás.
Tendremos para un par de años o tres. E incluso podría adquirir más con mi
tarjeta de la central. Tenemos prioridad absoluta a la hora de conseguir ciertas
cosas. Al ser trabajador de una central nuclear tendré más derechos que los
demás, y eso resulta muy positivo de cara a problemas que nos puedan surgir de
aquí en adelante. Los tratamientos oncológicos se agotarán mañana o pasado
mañana. La gente ya está acudiendo en masa a las farmacias para conseguir todo
lo que puedan necesitar, pero lo que aún no saben es que no van a servir más de
tres blíster por persona. Ya nos lo han comunicado. Me han proporcionado una
bolsa llena de medicinas, calmantes, antibióticos y todo tipo de tranquilizantes.
Nos vendrán bien con el paso del tiempo.
—Y ¿para qué sirve el yodo ese? —Ana se encontraba sumamente nerviosa y
cada vez que abría la boca para decir algo alzaba la voz de una forma inusitada
—. ¿Tendremos para los tres? —preguntó.
—¡Claro que tendremos para los tres! ¡Te lo aseguro!—exclamó Paul—. Esas
pastillas sirven para poder saturar la glándula tiroides y evitar que se fije el yodo
radiactivo inhalado o ingerido del exterior. Éstas se eliminan por medio de la
orina y se evita contraer cáncer de tiroides. Al menos ese tipo de cáncer lo
tendremos controlado. Lo importante es que las sustancias radioactivas no vayan
en la sangre. Así estaremos libres de la enorme concentración que se liberará
dentro de unos días a la atmósfera.
—Entonces, tengo que asustarme ¿no? —Ana no conseguía tranquilizarse y no
estaba ayudando demasiado. Daniel se encontraba asombrado ante el espectáculo
que estaba presenciando.
—Ana, me gustaría que fueras más positiva. Confía en que todo salga bien.
¡Estás asustando a Daniel! Ya no tengo trabajo a partir de hoy y tampoco lo
vamos a necesitar. Ha llegado el momento de sobrevivir. Habrá que vivir como
se pueda. He sacado el dinero que teníamos en el banco cuando venía hacía aquí,
aunque dudo que nos vaya a servir de algo. ¡Va a desaparecer todo! Más tarde te
seguiré contando. ¡Ahora tenemos que irnos! Vamos a cargarlo todo en el coche
y salimos. ¿Has cogido linternas y velas? Nos vamos a quedar sin luz en pocos
días. Hay que llevarse todo lo que podamos necesitar.
—No, eso no. Pero ahora mismo las cogemos. También cogeré la bolsa de las
pilas que tenemos en la mesa baja. —Ana se encontraba mal. Tenía el rostro
congestionado y se mostró ausente mientras preparaba el resto de cosas,
sabiendo que aquellos podrían ser sus últimos días.
Sacaron todas las maletas y las bolsas al rellano de la escalera y las bajaron al
coche, que se encontraba aparcado enfrente del portal. Se alegraron de tener un
coche tan grande. No tuvieron problemas de espacio a pesar de haber llenado el
maletero de una gran cantidad de bultos. Mientras, por la calle cundía el pánico
entre los vecinos de Flanagan. Los gritos y la angustia se sucedían de un lado a
otro del pueblo. El anuncio había dejado sin habla a la mayoría de los
estadounidenses y todo el mundo quería huir, sin saber dónde encontrarían el
lugar perfecto para poder sobrevivir. Flanagan estaba rodeada de centrales
nucleares en cuarenta o cincuenta millas a la redonda y se encontraba en el ojo
del huracán. En pocos días estaría en el centro de la tormenta radiactiva. Si los
vecinos no escapaban ahora no iban a poder hacerlo en los siguientes días.
Después ya sería tarde porque morirían intoxicados en un breve espacio de
tiempo.
Paul se metió en el coche y se quedó pensativo antes de arrancar. Se volvió y
les ordenó que permanecieran dentro del vehículo hasta que regresara. Salió y
regresó al portal para coger algo que se le había olvidado en casa. Ana y Daniel
se quedaron en el interior a la espera de que volviera para poder emprender la
huida. Observaron atónitos y en silencio el espectáculo que acontecía por las
calles del pueblo. El miedo les tenía atenazados. No era para menos. La huida de
todos los habitantes de Flanagan iba a dejar sus calles desiertas en pocas horas.
Enfrente del portal se encontraba la tienda de alimentación Pontiac Shop. Era
regentada por una familia originaria de Alaska. Llegaron a Flanagan en busca de
una vida mejor. Eran buenas personas y enseguida supieron ganarse la confianza
de los vecinos. La situación originada les había pillado de sorpresa, como a
todos los demás. Nadie sabía con certeza lo que se aproximaba. Iba a ser algo
traumático para todos pero no podían luchar contra ello. Se encontraban en
manos del estado y si las únicas personas que podían revertir la situación no eran
capaces de hacerlo, significaba que algo terrorífico se acercaba. Sólo algunos
conservaban la esperanza de que apareciera alguien y arreglara la situación.
La espera en el interior del coche se les hizo eterna. Pensaron en el largo viaje
que tenían por delante, camino de casa de tía Alice. Se preguntaban cómo sería
aquello. Al menos el estado de Wyoming se encontraba bastante alejado de todas
las centrales nucleares que había en el país y pensaron, como ya les había dicho
Paul, que estarían más alejados de la radiactividad. Suponían que algún día se
alegrarían de haber podido huir hasta allí, dejando atrás la tormenta radiactiva
que se originaría en los próximos días.
Tía Alice era una mujer de unos cuarenta y cinco años y tenía una alegría
desbordante. Siempre había permanecido soltera debido a lo terca que era. Era
tan sumamente testaruda que vivía sola para demostrarse así misma que era
capaz de vivir sin que nadie la ayudara a nada. Pero también era una persona
muy trabajadora. Aunque llevaba un año sin trabajar, tampoco la preocupaba
mucho. Había sido despedida de su antigua empresa junto a todas sus
compañeras, al entrar la compañía en quiebra. Al menos tuvo la fortuna de
percibir una buena indemnización para poder vivir tranquilamente y sin apuros.
Cultivaba sus propias verduras y hortalizas en un pequeño huerto que tenía sobre
el terreno de su casa. Eso le ocupaba buena parte del día. Nunca se aburría.
Siempre tenía algo que hacer. Cada dos o tres días solía llamar por teléfono a su
hermano Paul. No quería perder el contacto con la familia. La única vez que
estuvieron en su casa, Daniel tenía apenas dos años. Él ya no se acordaba de
nada de aquello pero le pareció buena idea viajar hasta allí. Esperaba poder
compartir con ella momentos que nunca habían compartido. Les encantaba la
idea de estar a su lado, aunque se hubieran visto forzados por la situación que se
avecinaba. Habían sido muchos años sin poder verse y había llegado el
momento. Su alegría desbordante y la cantidad de anécdotas que la rodeaban, la
caracterizaban eternamente. Era una persona muy positiva con todo lo que la
rodeaba y haría que todo fluyera de diferente manera. Una mentalidad como la
suya ayudaría a ver de otra manera la vida que tendrían a partir de ese momento.
Todo en ella parecía bueno.
CAPÍTULO 6
LA HUÍDA DE FLANAGAN (ILLINOIS)
El Señor dijo mediante el profeta que huyeran
los creyentes cuando vieran acercarse el peligro.
Cuando Paul regresó, Daniel seguía absorto en sus pensamientos y recuerdos.
Como una ráfaga de luz entró en el coche, depositando entre los asientos
delanteros una mochila fina y alargada. Se acomodó sobre su asiento, respiró
hondo y sin mediar palabra arrancó. Su tez arrugada denotaba que escondía algo
y que no se encontraba en su mejor momento. Su rostro mostraba cierta
preocupación e intentaba disimularlo sin éxito. Pero no hizo comentarios de
ningún tipo durante largo rato. Daniel observó la mochila y se preguntó qué
contendría. Nunca la había visto por casa, pero sabía que en su interior había
algo importante. Aquel comportamiento le resultó muy extraño, al igual que el
puesto de trabajo que tenía en la central nuclear. Daniel y su madre se
encontraban inmersos en un mar de dudas de si realmente Paul se dedicaba a la
energía nuclear, o si por el contrario realizaba cualquier otro trabajo que no
quería delatar para no sentirse rechazado por su familia. ¿Por qué nunca les
había explicado a qué se dedicaba realmente? Trabajaba en la central nuclear, de
eso no había duda, pero ¿qué hacía? Sus compañeros eran los padres de los
amigos de Daniel, pero tampoco consiguieron que ellos delataran qué tipo de
trabajo realizaba. Sabían que detrás de todo aquel secretismo se escondía algo
que con el tiempo descubrirían. Daniel no era un chico espabilado, ni sentía
curiosidad por ciertos temas, pero lo que sí poseía era una inteligencia superior a
los demás muchachos de su edad y difícilmente se le podían esconder ciertas
cosas. Decidió dejar de pensar en todo aquello y volvió a fijar su vista sobre la
mochila. Observó un pequeño candado sobre la cremallera. Ni él ni su madre
tuvieron el valor de aventurarse a preguntarle por el contenido de la misma.
Sabían que no obtendrían respuesta alguna por su parte, por lo que decidieron
hacer como que no habían visto nada extraño. Pero Paul sabía que tarde o
temprano preguntarían por ello.
Avanzaron lentamente por Maine Street debido a la gran cantidad de personas
que cruzaban a la carrera de un lado a otro de la calle. Estuvieron a punto de
atropellar a un pobre anciano, que ayudado por una garrota no llegó a percatarse
de la presencia del vehículo sobre la carretera. Las personas se encontraban
nerviosas corriendo de un lado a otro sin saber qué hacer o a dónde marchar. Se
enfrentaban a algo desconocido y el horror hacía que cundiera el pánico. Bastaba
con observar los rostros de todos y cada uno de los vecinos del pueblo. Cuando
llegaron al final de la calle tuvieron que parar el coche debido a que el cruce se
encontraba bloqueado por algunos vehículos estacionados sobre la calzada.
Observaron a varias personas discutiendo sobre la entrada principal de la tienda
de ultramarinos. Había un gran alboroto. La discusión fue a mayores y tras unos
forcejeos se enzarzaron en una dura pelea. Golpes y más golpes. Gritos. Al
momento, la muchedumbre consiguió deshacerse del vigilante y pasaron al
interior. Enseguida se produjeron duras peleas entre ellos y los trabajadores de la
tienda. Los vecinos se agolpaban sobre los grandes ventanales, para observar lo
que ocurría en el interior. La lucha se endureció por momentos. Salieron dos
personas corriendo con bolsas en sus manos. Los demás aprovecharon los
momentos de tensión e incertidumbre para sustraer latas de conserva de las
estanterías. Volvieron nuevos gritos y más golpes. La población se encontraba
confundida y atenazada por la situación que se les venía encima y actuaban
violentamente movidos por la desesperación. Inmediatamente se oyeron roturas
de cristales. El escaparate se vino abajo y la masa que permanecía sobre la acera
se agolpó hacía el interior en busca de comida. La situación se había
descontrolado y no había manera de pararlo. Las calles de Flanagan se
encontraban sumidas en el caos y nadie era capaz de entenderlo. La gente
empezó a enloquecer. Se había perdido el respeto y cada uno buscaba su propia
supervivencia, sin importarle qué le pudiera ocurrir a los demás. Se habían
acabado las leyes y las normas. Pero todavía no había llegado la violencia a su
punto más álgido. Al momento se oyeron disparos y gritos en el interior del
establecimiento. Desde el vehículo pudieron observar cómo una gran cantidad de
vecinos salían a la carrera a través del escaparate reventado. Paul, sin pensárselo,
salió del coche para ver qué ocurría. Ana intentó sujetarle del brazo pero no tuvo
tiempo suficiente para poder hacerlo. Le gritó a través de la ventanilla del coche.
Pero él hizo caso omiso a sus gritos y echó a correr hacia la puerta de la tienda
de ultramarinos, al mismo tiempo que llegaban más vecinos para intentar poner
algo de cordura a la situación que se estaba viviendo. Los saqueos se sucedían
sin control alguno. Continuaron oyéndose disparos. Al momento salieron más
personas con carros llenos de comida. Tras ellos aparecieron otras dos personas
totalmente ensangrentadas por los impactos de bala que habían recibido. Les
llamó la atención que no hubiera presencia policial por las calles. La violencia
desatada sobre el pueblo hacía temer por la vida y probablemente muchas
personas resultaran gravemente heridas. Paul, al ver que corría peligro, regresó
rápidamente al coche. Dio marcha atrás y circuló por otras calles paralelas para
poder salir del pueblo. Flanagan, a pesar de ser un lugar tranquilo y pacífico para
vivir, parecía un pueblo sacado de un film bélico. Todo se había desmoronado.
Por las demás calles también se sucedían los saqueos en tiendas y bares. Entre la
población se había corrido la voz de la posibilidad de quedarse sin comida en las
próximas semanas. El temor existente a quedarse sin alimento hizo que sacaran
de su interior lo peor de cada uno de ellos para poder sobrevivir. Paul siguió
esquivando a peatones que corrían descontrolados de un lado a otro de las calles.
Fue un milagro que no atropellara a nadie. Ana optó por mantenerse en silencio
debido a que se encontraba aterrada con la situación que se vivía por las calles
del pueblo.
Tras circular lentamente durante unos minutos por la calles del pueblo,
consiguieron llegar a la gasolinera. Había una larga cola para repostar
carburante, pero por allí todo se encontraba más calmado. Para que el tráfico a la
salida del pueblo fuera más fluida y se desarrollara sin incidentes, la policía
había levantado un pequeño control. La escasez de agentes en el pueblo hacía
que no pudieran atender todos los problemas que se presentaban en aquel
momento. A ellos también les había afectado la situación y se encontraron con la
dificultad de no saber coordinar bien los pasos a seguir. Habían dejado de recibir
órdenes de sus superiores y lo hacían lo mejor que sabían. Era algo nuevo para
todos y era necesario hallar una salida lo menos angustiosa posible. Pasados
quince minutos de espera, les llegó el turno en la gasolinera y llenaron el
depósito de carburante. Siguieron las órdenes de la policía y salieron de allí.
Pero en ese preciso instante, los agentes se subieron rápidamente al coche
patrulla y partieron hacia el centro del pueblo, en dirección a la tienda de
ultramarinos. Era necesario intentar apaciguar los ánimos de los vecinos, que
saqueaban sin control los comercios de la calle principal de Flanagan. Sus calles
eran lo más parecido a un escenario bélico y apocalíptico.
Salieron del pueblo y se incorporaron a la carretera. Se circulaba lentamente.
Todos intentaban huir hacia algún lugar más seguro, al igual que hacían Daniel y
sus padres. Ana y Daniel volvieron la cabeza hacia la luna trasera del coche para
poder despedirse del pueblo que los vio nacer y crecer. Sabían que nunca
regresarían, y les invadió un sentimiento de tristeza y rabia entremezcladas. Se
sumieron en el desánimo mientras se despedían de su querido Flanagan, hasta
que unas millas más adelante lo perdieron de vista. Continuaron en dirección a la
carretera del norte, buscando la interestatal. Daniel sabía que se habían
terminado los buenos momentos que había pasado junto a sus amigos de toda la
vida y junto a su querida y especial amiga Olivia. A ella la echaría más de menos
que a nadie. Los abrazos, caricias y arrumacos que le había regalado iban a caer
en el olvido, y eso le atormentaba más que cualquier otra cosa. No iba a
olvidarse fácilmente de todo aquello. También se habían acabado las fiestas que
organizaban los fines de semana a las afueras de Flanagan, cerca del parque.
Aquella etapa de su vida terminaba allí y empezaba una nueva. Dejaban a
muchas personas queridas atrás. Pero ellos harían lo mismo, huirían lejos, muy
lejos, con tal de dejar atrás el horror que estaba a punto de llegar. Imaginaron
que quizá coincidirían por Wyoming, debido a que los padres de algunos de ellos
habían trabajado juntos en la central y a todos les habían indicado la misma
información de a dónde huir. A todos ellos se les presentaban nuevos retos y
deberían permanecer juntos y unidos para poder salir adelante. Todos sus
recuerdos hasta la fecha cambiarían para siempre y solo quedarían en el
recuerdo.
A lo largo de las millas se sucedieron lágrimas de dolor e impotencia. Se
quedaron atrás tantos sueños por cumplir que no pudieron evitar sumirse en el
silencio y la tristeza. Quedaron sumergidos en un mundo imaginario que se
presentaba ante ellos de una manera desconocida y miserable. Evitaron cruzar
palabras, abatidos cada uno por su propia pena. El tiempo pasó lentamente y
viajaron en el tiempo imaginando lo que pudo ser y no fue. Pero no podían
luchar contra los elementos y se vieron obligados a mirar hacia adelante. Había
un futuro, desconocido e incierto, pero lo había. Era la única alternativa que les
quedaba para seguir luchando por sobrevivir. Siguieron su camino pensando que,
quizás a la vuelta de un tiempo, un mundo mejor emergiera con fuerza por el
horizonte y se quedara para siempre.
Camino de Iowa City, observaron multitud de columnas de humo que se
elevaban sobre el cielo de Chicago. La situación parecía más tensa por aquella
zona. El hecho de ser una gran ciudad hacía que todo se viviera de una manera
más alarmante. La población se había echado a las calles para saquear por
completo los comercios. El pillaje y el vandalismo se habían extendido hasta su
forma más abrupta y amenazaba con contagiar a todo el país. Los episodios
violentos se sucedían por todos los rincones e incluso los lugares más seguros
habían dejado de serlo. El miedo y el temor a ser detenido habían desaparecido.
Si habían tenido graves problemas en Flanagan no querían ni imaginarse lo que
estaba ocurriendo en las principales ciudades del país. El ejército, al encontrarse
con una situación insostenible, había salido a las calles. No eran capaces de parar
la violencia con la que se empleaban los manifestantes. La marea humana se
había movilizado y se desconocía hasta dónde podía llegar. Jamás se habían
tenido que enfrentar a una situación parecida y desconocían cómo iba a actuar la
población ante lo que se aproximaba.
El país era castigado de nuevo con un duro golpe. Unos años atrás había sido
azotado por la terrible pandemia del virus NHCongus1. Habían fallecido
millones de personas esperando una cura a través de las vacunas que ayudaron a
paliar la sangría humana. Antes de la gran infección por el virus, la guerra
protagonizada con Rusia y China poco había ayudado. Habían fallecido miles de
personas de una forma brutal e innecesaria. Nadie llegó a entender el por qué se
enfrentaron. A las demás potencias les resultó imposible frenar la demostración
bélica mostrada para comprobar quién mandaba en el planeta. Consiguieron
acabar con muchas vidas humanas. Todo empezó con unos duros
enfrentamientos verbales a través de las televisiones y los medios de
comunicación, y acabó poco tiempo después con la muerte de miles de civiles.
El esparcimiento de innumerables compuestos químicos sobre las principales
ciudades donde se había llevado a cabo la contienda, continuaba viajando de un
lugar a otro del planeta a través de su atmósfera. Se tardarían cientos, quizá
miles de años en hacer desaparecer esos compuestos. Diferentes enfermedades
habían aparecido en toda la parte septentrional de Europa, Rusia, Japón y China
entera, así como en las islas de Corea del Norte y Corea del Sur. Pocos meses
después se incrementaron los casos de cáncer. Los estados intentaron ocultar
gran cantidad de fallecimientos causados por diferentes enfermedades derivadas
de estar en contacto con compuestos químicos, mostrando una normalidad
indiferente ante la situación. Se movían grandes intereses económicos y se
vieron obligados a mantenerlo en secreto. Sabían que si salía a la luz pública
cualquier información detallada de los efectos nocivos a los que se había
expuesto a los seres humanos del planeta, la población se echaría a las calles e
iniciarían una gran revolución por las principales ciudades del mundo entero. Si
alguien se hubiera atrevido a exponerlo públicamente, posiblemente hubiera sido
asesinado, sin lugar a dudas. Y mucha gente tenía conocimiento de ello, pero se
vieron obligados a guardar silencio para no desestabilizar el equilibrio que
intentaban encontrar.
Había empezado la gran crisis económica. Se hundieron los mercados, se
desestabilizaron las bolsas de las principales capitales europeas y cayeron las
inversiones. Las grandes compañías, al ver cómo el problema se asomaba al
horizonte, cerraron las fábricas, despidieron a los trabajadores y huyeron con el
dinero a países lejanos para poder vivir tranquilamente el resto de sus días. Y
copiando el modelo de las grandes empresas y multinacionales, llegaron los
cierres masivos de pequeñas empresas. Los accionistas retiraron sus acciones,
cogieron su dinero y también huyeron. Grandes bancos, al encontrarse en medio
de esa agitación económica, cerraron sucursales y oficinas, y todos y cada uno
de los ahorros de millones de personas desaparecieron. Ocurrió en todos los
países desarrollados de todos los continentes y no parecía que aquella situación
fuera a cambiar. Empezó a ocurrir a gran escala, y la tasa de desempleo creció
sin parar, mostrando la escasa esperanza que existía en que algo cambiara en un
futuro cercano. Y después de aquello pasaron al menos cinco años. Muchos
problemas continuados y entrelazados unos con otros. Para colmo, el país, falto
de dinero público y privado, accedió a ahorrar energía y almacenarla para
cuando llegaran años peores. Y después de esto, llegó el anuncio del presidente,
alertando a la población de la más que probable caída de los principales soportes
informáticos, y con ello la solución de paralizar todas las centrales nucleares
debido a su alto coste e imposibilidad de mantenerlas en activo. Aun haciéndose
una ligera idea de las consecuencias que esto acarrearía a la población, el estado
decidió dar luz verde al apagón nuclear y seguir adelante con lo que viniera en
los siguientes años. No hubo miramientos hacia los más necesitados porque ya
no les importaban. Pero no se dieron cuenta de que el dinero tampoco les serviría
a ellos. Iba a carecer de valor porque todo iba a desaparecer. A partir de ese
momento había otras cosas más valiosas que el dinero. Una máscara de gas, una
simple linterna o unas latas de comida en conserva valían mucho más que varios
cientos de miles de dólares.
Continuaron el viaje inmersos en sus pensamientos e imaginándose lo que sería
de ellos a partir de ese día. Las ilusiones se habían esfumado y con ellas todo lo
demás. Dejaron atrás las grandes columnas de humo sobre la zona de Chicago y
llegaron a la zona de Des Moines, la capital. Era la ciudad más extensa del
estado de Iowa. Tres grandes controles policiales se apostaban a la entrada de la
ciudad. Paraban los coches al azar y los revisaban de arriba abajo. Había un gran
atasco para acceder a las áreas de servicio y la espera se hizo pesada. A través de
la hilera de coches pudieron divisar una gran cantidad de policías, que sacaban a
las personas de los coches en busca de armas o de mercancías peligrosas en su
interior. Todo era controlado y vigilado al detalle.
Paul no soportaba el silencio reinante en el interior del vehículo y encendió la
radio para escuchar los avances informativos de lo que estaba sucediendo en el
país. Se informaba del caos reinante en las grandes ciudades. Los atracos a
tiendas y los robos masivos a supermercados se sucedían de norte a sur, de una
ciudad a otra sin control alguno. Internet sufrió un colapso y dejó de funcionar.
Había caído el gigante. Con eso se demostró que internet no era indestructible y
la red desapareció por completo unas horas después de haberse emitido el
comunicado del presidente. A pesar de que el país tenía unas infraestructuras
bastante importantes, fueron cayendo abajo, dejando a la población
incomunicada. Pero tampoco eran de fiar las primeras informaciones y la
desconfianza hacia la emisión de noticias creció ante la dificultad de poder
digerirlas en tan breve espacio de tiempo. Se hizo un intento por poder mantener
la calma para que no cundiera el pánico entre la población.
Llegaron hasta el punto de control de la policía. Se acercaron dos agentes y se
asomaron a través de las ventanillas del coche. Paul apagó la radio y se quedó
paralizado, observando los extraños movimientos que realizaban. Iban
acompañados de varios militares armados con fusiles y les observaban de
manera desafiante. Estaban ataviados con grandes monos impermeables y
llevaban máscaras especiales, como las que se utilizaron cuando se realizaron los
ataques con agentes químicos años atrás. Dieron la orden de abrir las puertas del
coche. Abrieron el maletero y rebuscaron entre las bolsas y las maletas que
tenían en la parte trasera. Husmearon por la guantera y por entre los huecos de
las puertas. No encontraron nada sospechoso y volvieron a dejar todo como
estaba, antes de dirigirse al siguiente coche. Antes de hacerlo les dieron la orden
de continuar su camino. Estaba prohibido acceder a Des Moines, pero por suerte
no se dirigían a esa ciudad. Sólo estaban de paso. Se había restringido el paso de
personas y vehículos de otros lugares. Era una ciudad con una gran cantidad de
industria y se temía que los saqueos fueran a mayores, y que la gente furiosa y
enfervorizada se hiciera con su control.
Daniel se quedó observando una de las arterias principales de entrada a la
ciudad y pudo divisar sobre ella un gran despliegue de militares armados.
Habían desplegado un amplio dispositivo de vigilancia en los accesos principales
y tenían todo bajo control. Iban equipados con monos especiales y voluminosas
máscaras.
Sin posibilidad de poder descansar siguieron su camino por la Interestatal 80,
camino de Lincoln. El tráfico había disminuido considerablemente desde Des
Moines y la circulación era mucho más fluida. La caravana se concentraba en el
sentido opuesto de la Interestatal, debido a que muchísimos coches se habían
visto obligados a dar la vuelta hacía sus lugares de origen. Se había prohibido el
acceso a las grandes ciudades y nadie podía entrar ni salir de ellas. Todo estaba
bloqueado, excepto para los que pasaban de largo y se dirigían a otros estados
alejados de aquella zona. Desgraciadamente, para los que no pudieron salir de
las principales ciudades solo les quedaba esperar acontecimientos y encerrarse
en sus casas a la espera de alguna noticia alentadora que les despertara nuevas
esperanzas.
Después de un largo trayecto decidieron hacer un alto en el camino en una
estación de servicio pegada a la carretera. Estacionaron el coche al lado de un
surtidor y esperaron unos minutos para que algún operario saliera para poder
repostar combustible. No observaron movimiento alguno en la gasolinera. Se
empezaron a impacientar debido a la tardanza y salieron del coche para avisar a
alguien del interior del autoservicio. Necesitaban repostar y volver a la carretera.
Se dirigieron al interior para avisar a algún dependiente y pensaron en comprar
unos bocadillos para el viaje. Pero no se imaginaron lo que iban a presenciar,
algo que les dejaría marcados de por vida. Enseguida sospecharon que algo no
iba bien en el interior del autoservicio. Todo se encontraba tirado por los suelos.
Un silencio sepulcral llegaba hasta sus oídos, algo que hizo que se sintieran
incómodos y se mostraran nerviosos. Avanzaron a través del pasillo principal
apartando con los pies gran cantidad de bolsas y botellas de cristal rotas. Había
todo tipo de género desparramado por todas partes. Varios cartones de leche
reventados sobre el suelo se mezclaban con botes rotos de tomate,
proporcionando una llamativa mezcla de colores a la vista. Siguieron avanzando
y se acercaron a la caja para ver si había algún dependiente. Llegaron hasta un
mostrador totalmente desordenado y patas arriba. La caja estaba abierta y solo
había unas pocas monedas sobre los diferentes alojamientos. Todo hacía indicar
que habían robado. Se asomaron sobre un lateral y encontraron a una persona
tumbada en el suelo. Sangraba por la cabeza y no se movía. Había un charco de
sangre alrededor. Paul apartó a Daniel hacia atrás para que no observara al
dependiente tirado en el suelo. Se acercó para comprobar si aún respiraba. Le
puso los dedos en el cuello y al instante los retiró asustado. El color del rostro de
Paul se tornó pálido, idéntico al del color de la leche que acababan de ver
desparramada por el suelo. No dio crédito a lo que veía y empezó a ponerse
nervioso de verdad. Nunca había visto a una persona muerta e hizo que le diera
un pequeño brote de ansiedad. Le costaba poder gestionar aquello y enseguida
empezó a temblar con pequeños espasmos nerviosos. Se volvió para volver a
observarle y se fijó en la pistola que sostenía en una de sus manos. Seguía
teniendo el seguro puesto y dudaba de que se tratara de una pistola de verdad. Le
pareció de fogueo. Le volteó para comprobar de dónde procedía la sangre, y al
ladearlo pudo comprobar que ya no se podía hacer nada por él. Volvió a dejarlo
como estaba y se retiró. Le habían disparado en la sien derecha y por el orificio
continuaba saliendo sangre abundantemente. No llevaría mucho tiempo muerto.
Aún se encontraba caliente, pero no pudieron ayudarle y se quedaron paralizados
sin saber qué hacer. En lo único en que pensaron fue en salir rápido de allí. Ana
cogió del brazo a Daniel y salieron del autoservicio. Voceó a Paul desde la puerta
para que saliera rápido. Inmediatamente corrió hacia el baño que había en el
exterior para vomitar, pero no la dio tiempo. Lo hizo en la misma puerta. Ver
aquello hizo que se sintiera descompuesta. Daniel la acompañó al coche para que
bebiera agua y se limpiara, tratando de tranquilizarla. Pero Paul continuó en el
interior del autoservicio unos minutos, hasta que por fin salió con el móvil en la
mano. Intentó marcar el número de la policía para dar parte de lo que había
ocurrido, pero se olvidó de un detalle. Las centralitas se encontraban colapsadas
de llamadas y no era posible establecer llamadas a través de los teléfonos. La
saturación de las líneas telefónicas provocadas por el caos que existía en el país,
hizo que fuera imposible llamar a nadie. Desgraciadamente no se pudieron
atender las llamadas de emergencia de la población y todo se volvió más caótico
si cabe. Volvió a meterse el móvil en el bolsillo del pantalón y volvió a observar
la entrada del autoservicio. Ana se acercó a él y mantuvieron una tensa discusión
para decidir qué era lo que debían hacer. Paul regresó al interior y accionó el
surtidor a través del ordenador. No había otra forma de poder repostar, así que se
armó de valor y lo hizo sin pensar. Tenían que seguir su camino y llegar a otro
lugar más seguro. Ese era su objetivo.
Mientras Paul se encontraba llenando el depósito, oyeron pasar a toda
velocidad a tres patrullas de policía por la interestatal. Pensaron en el cadáver
que había sobre el suelo del autoservicio y les entró el pánico. Por un momento
llegaron a pensar que pararían allí y que los detendrían. ¿Cómo explicarían
aquello a la policía? Verdaderamente iba a ser difícil de explicar, aun sabiendo
que ellos no habían asesinado a nadie. Pero por suerte pasaron de largo y
siguieron su camino. Pero Daniel era muy inteligente y se puso a observar
alrededor. Se percató de que había varias cámaras de seguridad en la entrada del
autoservicio y al lado de los surtidores. Se lo indicó a sus padres para que se
tranquilizaran y Paul volvió a entrar para dejar el dinero en el interior de la caja
registradora. Antes de hacerlo, enseñó los billetes uno a uno a la cámara
principal, y enseguida salieron de allí. Sabían que el dinero ya no tenía valor,
pero al menos no se verían involucrados en ningún asunto turbio de asesinato.
No querían problemas con la justicia. Se montaron en el coche y se incorporaron
de nuevo a la interestatal, dejando atrás la estación de servicio. Paul siguió
marcando el número de la policía y no encontró la manera de contactar con ellos.
Al rato se dio por vencido y dejó de hacerlo. Ana se tumbó al lado de Daniel
sobre los asientos traseros. Después de haber vomitado en la estación de servicio
se sintió descompuesta. No se encontraba bien. Su rostro pálido y ojeroso
presentaba un aspecto horroroso. También tenía las cuencas de los ojos hundidas.
Daniel estaba algo asustado, pero se tranquilizó al observar a su padre a través
del retrovisor interior. Su rostro se encontraba sereno y parecía concentrado en lo
que hacía, aun habiendo presenciado semejante horror en la estación de servicio.
Siguieron pasando las millas y consiguieron tranquilizarse, dejando de lado lo
que habían presenciado. No querían pensar demasiado en lo que le había
ocurrido a aquel operario. Ya no se podía hacer nada por él y el futuro que se
aproximaba no era demasiado alentador para nadie.
El viaje se les estaba haciendo interminable. Deseaban llegar a casa de tía
Alice, pero conforme avanzaban siguieron encontrándose con obstáculos y
problemas. Llegando a Lincoln se toparon con más controles instalados por el
ejército. Era una de las ciudades más grandes del estado de Nebraska y se
encontraba totalmente blindada. Estaba prohibida la entrada de personas de fuera
del estado. Sintieron escalofríos pensando en la posibilidad de que les obligaran
a regresar a Flanagan y desandar el largo trayecto realizado. No entraba en sus
planes la intención de regresar a su pueblo y se mostraron sumamente nerviosos
ante el control de seguridad del ejército. Pero tuvieron tiempo para pensar qué
hacer, debido a que permanecieron parados alrededor de media hora. No podían
seguir parados mucho tiempo, por lo que Paul se salió de la interestatal por un
camino de tierra que iba a parar a un pequeño pueblo a dos millas de allí. Miró a
través del retrovisor para comprobar que nadie del ejército les seguía y evitaron
la larga espera que se hubiera alargado más de la cuenta, y siguieron su camino.
Atravesaron el pequeño pueblo y volvieron de nuevo a la interestatal, camino de
North Platte. Ya habían pasado ocho horas desde su salida de Flanagan y se
encontraban muy cansados. Paul era el que más cansancio acumulaba debido a
las horas que llevaba conduciendo. Se encontraba verdaderamente desfallecido,
pero no emitió queja alguna en todo el trayecto. Además, empezó a caer el sol y
pensaron en hacer un descanso y echarse a dormir. Necesitaban hacer una
parada. Pero era complicado encontrar un lugar seguro. Pensaron que sería
peligroso parar cerca de la carretera debido a que podrían sufrir robos, por lo que
descartaron esa opción. Unas millas más adelante divisaron en la lejanía la
silueta de un establo. Pensaron que aquel sería un buen lugar para poder
reponerse. Había un camino de tierra que llegaba hasta él y a Paul le pareció
buena idea. Apagaron las luces del coche para no ser vistos por nadie y
avanzaron por el carril. Al llegar todo parecía en calma. Encontraron una
pequeña casa enfrente de lo que parecía un granero, y pegado a la entrada había
un tractor con un gran remolque lleno de paja. No se veía luz a través de ninguna
de sus ventanas. Se situaron detrás del granero y esperaron unos minutos en el
interior del coche para comprobar si alguien salía de la casa al oírlos llegar. Paul
se acercó sigiloso a la entrada para asegurarse de que nadie viviera allí. No oyó
ruidos en su interior a través de la puerta. Iluminó con una linterna a través de
las ventanas y no vio a nadie. Regresó al coche y tranquilizó a Ana y a Daniel.
Sacaron algunas bolsas del maletero y cenaron. No habían comido nada desde
que salieron de Flanagan y se encontraban hambrientos. Nada más cenar, se
quedaron dormidos. Se encontraban tan cansados que no echaron en falta sus
camas para poder dormir. No se dieron cuenta de lo incómodos que podían llegar
a resultar aquellos asientos antiguos del coche. El día había sido muy tenso y el
hecho de encontrarse juntos ante la adversidad les aportó mucha tranquilidad.
Afuera, todo seguía en calma y el coche no podía ser divisado desde la carretera.
El amanecer les despertó sobre las siete de la mañana, cuando los primeros
rayos de sol aparecieron. Salieron del coche y se desperezaron en el exterior.
Observaron a su alrededor y no encontraron indicios de que alguien viviera allí.
Todo seguía como lo habían encontrado la noche anterior. Desayunaron unos
zumos y unos panecillos para ponerse en marcha lo antes posible. No podían
permitirse el lujo de permanecer mucho tiempo parados. El tiempo apremiaba y
debían partir de nuevo. Paul no llegó a recuperarse de lo vivido el día anterior y
seguía nervioso. Además, el hecho de regresar a la carretera le producía
ansiedad, no sabía lo que volvería a encontrarse en el camino. Deseaba como
nadie llegar a casa de su hermana Alice para poder instalarse y saborear la
tranquilidad que supondría vivir alejado de la futura radiactividad que irradiaría
al país. Ana, la madre de Daniel, continuaba con el cuerpo revuelto. El aspecto
de su rostro no había mejorado. No desayunó nada. Tenía el estómago cerrado y
solo ingirió líquidos. Se volvió a tumbar sobre la parte trasera del coche para
estar más relajada y más cómoda. Daniel, para que ella descansara, se sentó
sobre el asiento delantero, al lado de Paul.
Circularon por el camino de tierra dejando una amplia estela de polvo a sus
espaldas y retomaron de nuevo la marcha por la interestatal. La siguiente ciudad
importante por la que pasarían era North Platte. No era tan grande como Lincoln
y Des Moines pero sí que tenía gran importancia por la zona en la que se
encontraba. Por North Platte nunca llegaban las malas noticias. Sus habitantes
eran personas con un carácter muy clásico, por no llamarlo antiguo, que no
profesaban simpatía alguna hacia el resto de habitantes de otros estados. Se
habían acostumbrado a vivir aislados del mundo y hacían caso omiso a las
noticias alarmantes que llegaban del exterior de su estado. Ni siquiera cuando
apareció el virus mortal NHCongus1 llegaron a creer que las muertes producidas
habían sido debidas a dicha pandemia. La incredulidad había sido heredada de
unas generaciones a otras, adquiriendo también las mismas creencias. Allí nunca
cambiaba nada. El tiempo se había detenido y pareció no importarle a nadie.
Seguían viviendo sus vidas sin importarle lo que sucedía a su alrededor. Sólo
temían a las catástrofes naturales que llegaban en forma de tornados y
terremotos. Era lo que más les asustaba.
La interestatal se encontraba despejada de vehículos y enseguida llegaron a
North Platte. No volvieron a encontrarse con ningún otro control del ejército.
Entraron en la ciudad y buscaron una gasolinera para poder repostar debido a
que en la periferia no consiguieron divisar ninguna. Se desviaron hacia el centro
a través de una de las calles principales. Aparentemente, por aquellas calles se
respiraba cierta tranquilidad. Las pocas personas con las que se cruzaron lo
hacían ajenas a lo que estaba ocurriendo. Observaron varios grupos de niños
jugando a la pelota en uno de los parques, mientras que otros se balanceaban
alegremente sobre los balancines y los columpios. ¿A los vecinos de North Platte
no les afectaba lo que ocurriría en unos días? Paul no dio crédito a lo que veían
sus ojos por aquellas calles. Enseguida encontraron una gasolinera. Estacionaron
el coche en uno de los surtidores y esperaron a que saliera alguien del
autoservicio. Paul estaba nervioso y salió del coche para que la espera fuera más
llevadera. Entró en el autoservicio y habló con el dependiente que se encontraba
en la caja registradora. Salieron juntos charlando. Todo se encontraba dentro de
la normalidad. Ana permanecía dormida sobre los asientos traseros del coche y
Daniel aprovechó para bajar levemente la ventanilla. Deseaba enterarse de la
conversación entre su padre y el dependiente de la gasolinera.
—¿Cuánto le pongo, caballero? —dijo el dependiente de la gasolinera.
—¡Llene el depósito de gasolina! ¡Aun me quedan bastantes millas para llegar!
Paul se encontraba confundido y extrañado. No entendía cómo no había
cundido el pánico en aquellas calles. ¿Cómo era posible?
—¡Ahora mismo se lo lleno, señor! —Daniel se percató a través del retrovisor
de que el dependiente observaba de reojo a su padre. Por como gesticulaba,
pareció incomodarle tener que repostar gasolina.
Deslizó de mala gana la manguera sobre la apertura del depósito de gasolina
del coche. A primera vista, le dio la sensación de que el dependiente era un tipo
amargado por la forma en que les observaba. Desvió la mirada hacia el interior
del coche y observó detenidamente a Ana y a Daniel. No parecía fiarse mucho
de su presencia en la ciudad porque sabía que eran forasteros. Paul se encontraba
muy exaltado y el operario se percató de ello enseguida.
—¡Qué tranquilo está todo por aquí!, ¿no tenéis problemas de saqueos en los
comercios? ¿Aún no se ha vuelto la gente loca por lo del anuncio del paro de las
centrales nucleares? —preguntó Paul.
—¡Oh, no! ¡Claro que no! Los vecinos de North Place estamos en paz con los
demás. ¿Por qué íbamos a robarnos entre nosotros? ¿Usted cree que eso ayudaría
en algo? Eso que dices no tiene sentido. ¿No cree? —preguntó el dependiente.
Las preguntas de Paul no parecieron animarle mucho. Continuó desafiándole
con la mirada y si no cambiaban rápido de conversación les despacharía
enseguida.
—¡Creo que no ayudaría! Pero venimos de Flanagan y los saqueos se están
produciendo por todas las ciudades. El ejército ha tomado sus calles para intentar
restaurar el orden. ¿No has escuchado las noticias en la radio?
—¡Llevan unas cuantas millas desde allí! ¡Venís desde muy lejos! ¿Tan
asustados estáis por el condado de Illinois? —sonrió sarcásticamente, antes de
escupir una asquerosa flema verde sobre el asfalto. Pareció burlarse de ellos con
la actitud que había tomado y decidió no contestar a la última pregunta que le
hizo Paul—. Además, creo que eso del cierre de las centrales nucleares es un
farol del gobierno. Están decididos a no tener que desembolsar grandes
cantidades de dinero a todas esas personas que trabajan allí. ¿No le ha dado por
pensar eso? Aquí somos muy desconfiados con el gobierno porque nunca nos ha
regalado nada. Todos los vecinos de North Platte piensan que todo esto es una
excusa y una estrategia del gobierno para ahorrarse un buen dinero. Siempre han
actuado de esa manera. Y ahora no iba a ser diferente, y menos viendo cómo van
las cosas por el país. Piense en los muchos cientos de miles de dólares que se
van a repartir entre ellos. ¿No ha pensado en eso? —preguntó de nuevo el
dependiente.
—¡Lo dudo mucho!, pero nunca se sabe de lo que son capaces de hacer
después de la crisis que estamos viviendo —contestó Paul, enarcando las cejas y
sorprendiéndose de la testarudez del dependiente.
—Espere unos días y verá como lo que le digo es cierto. Bueno, ya está su
gasolina en el depósito. Son cincuenta y tres dólares con cincuenta. ¿En efectivo
o con tarjeta? —preguntó.
—Efectivo. Muchas gracias señor. Ojalá tenga razón con lo que ha dicho. Me
alegraría de ello, sin lugar a dudas. Estaríamos a salvo de la radioactividad que
se va a escapar a la atmósfera en unos días —sentenció Paul. Le dio su dinero y
volvió hacia el coche para marcharse de allí.
—No se preocupe tanto, señor. Es un gran farol el que están montando esos
sinvergüenzas. Que tenga buen viaje. ¡Hasta la vista! Y ya verá como todo
seguirá su curso y acabará dándome la razón. Acuérdese de ello.
Volvió a soltar una carcajada y regresó al interior del autoservicio. No paró de
mover la cabeza de un lado a otro mostrando cierta incredulidad ante lo que
acababa de contarle Paul. Daniel subió la ventanilla del coche para que su padre
no se diera cuenta de que había escuchado la conversación y disimuló, haciendo
que cogía unos papeles de la guantera. Salieron de la gasolinera y regresaron por
una de las avenidas principales de North Platte para poder incorporarse de nuevo
a la carretera. Continuaron el viaje en silencio. Daniel y Paul se hacían las
mismas preguntas pero no se atrevían a formularlas. ¿Los habitantes de aquella
ciudad estarían más cuerdos que los del resto de los estados? ¿O quizá fueran tan
ignorantes que no se daban cuenta del peligro al que se iban a exponer? Daniel
empezó a sentir la imperiosa necesidad de enterarse bien de lo que estaba a
punto de ocurrir. Se hacía muchísimas preguntas y se estaba volviendo loco, pero
tampoco quería agobiar a su padre debido a que ya tenía bastante con lo que se
suponía que iba a ocurrir en unos días. No lograba imaginarse un desastre de tal
magnitud en los Estados Unidos. No conocía a la perfección los efectos nocivos
que podían provocar los escapes radiactivos pero se podía hacer una ligera idea.
Su padre los había sacado de su pueblo para huir lejos de la zona del país en la
que había más centrales nucleares. El hecho de salir de Flanagan suponía un
castigo para su familia, por lo que supuso que aquello sería más serio de lo que
en un primer momento imaginó. Pero siempre regresaban las preguntas a su
cabeza, era algo irremediable. Y pensó en la conversación que había tenido su
padre en la gasolinera. ¿Y si aquel dependiente de North Place tenía razón?
¿Todo aquello sería una inventiva del gobierno? ¿Sería verdad que el fin de los
días se aproximaba? Pensó en ello y no se imaginó la destrucción del planeta sin
que nadie hiciera lo posible por evitarla.
Paul encendió de nuevo la radio para que el trayecto se hiciera más ameno.
Necesitaba oír las informaciones que proporcionaban las distintas emisoras de
diferentes estados. Ya no le importaba que su hijo se enterara de la verdadera
realidad, y más después de haber vivido la horrible experiencia de haber
encontrado el cadáver de aquel operario en la estación de servicio. Sabía que
después de haber presenciado aquello estaría preparado para cualquier cosa.
Subió el volumen para poder escuchar bien el parte de noticias. Ana se despertó
sobresaltada al encontrarse con la cabeza apoyada sobre uno de los altavoces
traseros del coche. Permanecieron en silencio y escucharon atentamente las
diferentes informaciones.
“Se están produciendo saqueos masivos en la mayoría de los establecimientos
de todo el país. Las fuerzas de seguridad del estado y los militares desplazados
hasta las ciudades más importantes del país se están retirando debido a la
gravedad de los disturbios”.
“Las grandes tiendas de armas han echado sus cierres debido a los importantes
robos que han sufrido en las últimas horas.”
“Se ha instalado el caos en las calles de la ciudad de Chicago. Se han levantado
grandes barricadas en las avenidas principales, cerrando el paso a la policía y al
ejército. Se han producido innumerables muertes por los duros enfrentamientos y
los hospitales se encuentran colapsados por la llegada masiva de heridos. Se
teme un corte de energía general, que sin lugar a dudas acarrearía más disturbios
por parte de los manifestantes. Numerosos incendios continúan activos y sin
control en los edificios más emblemáticos de las ciudades más importantes del
país.”
“Una cantidad importante de ciudades han cerrado el paso a la entrada y salida
de personas para evitar la escalada de tensión. Ahora mismo no se disponen de
los medios necesarios para poder atender a la población en caso de emergencia,
al encontrarse saturados los servicios. Los estados de Wyoming, Nebraska,
Illinois, Alabama, Arizona, Arkansas, California, y otros muchos más han
decretado el toque de queda en las calles, para evitar los saqueos multitudinarios
y la ola de violencia desatada. El hecho de saltarse el decreto de ley firmado esta
misma mañana en el Senado, podría acarrear penas de cárcel a los alborotadores.
Desde los sectores más críticos se piensa que se ha tomado esta medida para
intentar tranquilizar a la población.”
“Se espera que en los próximos días aumente la escalada de tensión en el resto
de estados de país. Se ha perdido el control y no hay noticias de los
gobernadores, alcaldes y demás políticos. Se teme que hayan podido huir del
país, abandonándolo a su suerte. No hay suficientes medios para contener a la
gran multitud que se agolpa en las calles de las ciudades. Ni siquiera el ejército
es capaz de reestablecer la situación y les resulta imposible mantener el orden
público.”
“Las autoridades sanitarias del país advierten del peligro al que se expondrá la
población durante los siguientes días, con la suspensión del funcionamiento de
todas las centrales nucleares del país. Se aconseja huir a zonas alejadas para
evitar el contacto directo con la radiactividad que se va a liberar a la atmósfera.
Las condiciones meteorológicas van a jugar un papel principal a la hora de que
se produzcan los incendios y las explosiones en las centrales. Se han instalado
medidores de radiactividad en los alrededores de todas ellas. Se han establecido
las conexiones a las centralitas de los ordenadores del Centro Nacional de
Desastres Nucleares, en el estado de Arkansas. Se ha producido la evacuación de
todos los trabajadores y el ejército ha instalado medidas de seguridad y de
contención alrededor de ellas, con el propósito de que nadie se acerque debido al
peligro inminente de accidentes e incendios.”
“Se repartirán dos blíster de pastillas de yodo por persona en todas las
farmacias del país. Interminables colas para conseguirlas hacen que se esté
dificultando el acceso a los medicamentos, que se agotarán en las próximas
horas.”
“Se ha procedido al cierre de todos los colegios del país, universidades, centros
especiales de formación y centros de trabajo donde se estima que existe más
riesgo de contaminación.”
“Se recomienda mantener la calma ante la crisis que se avecina y se aconseja a
la población no salir de sus casas.”
“A la espera de más noticias procedentes de los estamentos políticos elegidos
para tal evento, les saludamos atentamente desde Radio Oeste. Que pasen un
feliz día y no se olviden de que el mañana nos espera. No desesperen, un futuro
venidero aguarda en algún rincón del país y seguiremos luchando por
encontrarlo, aunque a día de hoy nos encontremos inmersos en uno de los
momentos más difíciles en la historia de nuestro país”
Paul pensó que encender la radio no había sido buena idea. Las noticias eran
poco alentadoras y solo consiguieron añadir más incertidumbre al futuro. Daniel,
al observar el rostro de su padre, estiró el brazo sobre el salpicadero del coche y
apagó la radio. Pensó que ya habían oído suficiente. No le apetecía seguir
escuchando malas noticias y a buen seguro que sus padres pensaron lo mismo.
Se encontraba confundido después de escuchar el avance de noticias. Seguía sin
entender cómo se había llegado a aquella situación. Sintió la imperiosa
necesidad de proteger a sus padres de lo que se avecinaba. Se sentía fuerte, quizá
animado por la ignorancia de lo que estaba por llegar.
Ana continuó sin articular palabra sobre la parte trasera del coche. El silencio
se fue haciendo molesto conforme pasaron las millas y ella continuó con los ojos
cerrados, haciéndose la dormida. Paul y Daniel sabían perfectamente que había
oído el avance de noticias aunque intentara disimularlo. Dieron gracias a que se
encontrara como ausente y no se viera superada por los nervios. Había sufrido
numerosos estados de ansiedad a lo largo de los últimos años y no querían que se
pusiera nerviosa. Ansiaban llegar lo antes posible a casa de tía Alice. El hecho
de cambiar de aires sería un soplo de aire fresco para ellos.
Avanzaron por la interestatal a buen ritmo. No llegaron a cruzarse con más de
una decena de vehículos en las siguientes millas. No fue necesario parar a
repostar de nuevo debido a que tenían el depósito de gasolina prácticamente
lleno y llegarían sin problemas a Rock Springs. Paul intentó marcar el número de
teléfono de su hermana Alice, pero comprobó que seguía sin señal. Aún no se
habían reestablecido los servicios de telefonía, aunque dudaba de que llegaran a
hacerlo después de lo que estaba sucediendo. Alice debía de estar muy
preocupada esperando a su familia, debido a que tampoco ella podía realizar
llamadas. Sólo quedaba esperar pacientemente a que llegaran para poder reunirse
de nuevo.
A pocas millas de Rock Springs volvieron a encontrarse con algo con lo que no
contaban. Sobre la carretera había un fuerte dispositivo militar, pero sabían que
se encontraban muy cerca de su destino y buscarían cualquier salida para llegar.
Fue una sorpresa inesperada. Supusieron que por aquel estado todo se
encontraría más tranquilo pero comprobaron que no era así. El puesto militar se
encontraba situado en el cruce que llevaba hasta la ciudad de Denver. Un militar
armado les dio el alto y les hizo detenerse sobre el arcén. Les obligaron a bajar
del coche y a sacar del maletero todo el equipaje que había en el interior.
Dejaron todo esparcido sobre la cuneta de la carretera y registraron todos y cada
uno de los rincones del vehículo. Cogieron del brazo a Paul y se lo llevaron a
una especie de garita improvisada a un lado de la carretera. Ana y Daniel se
sintieron amenazados por la situación tan violenta a la que se enfrentaban.
Intentaron mantener la calma pero Ana empezó a gritar sin control. Daniel temió
que le diera un ataque de ansiedad e intentó tranquilizarla para que no se la
llevaran detenida.
Pasada media hora, Paul salió acompañado de un alto mando militar. Le
ayudaron a cargar todo en el interior del maletero del coche. Habían restringido
el paso de personas al estado de Wyoming debido a que era una zona reservada
para gente importante. Tuvieron la fortuna de que Paul fuera trabajador de una
de las centrales nucleares del país. Se vio obligado a enseñar los papeles que lo
demostraban y después de unas comprobaciones rutinarias les dejaron continuar.
Paul y su familia eran personas protegidas por el gobierno de los Estados
Unidos. Pero existía un protocolo que era de obligado cumplimiento. Fue
necesario que firmara unos documentos para poder llegar a Rock Springs. Le
obligaron a entregar la dirección del lugar al que se dirigían. Paul les contó a su
mujer y a Daniel que estaba obligado a estar localizado desde ese momento.
Cabía la posibilidad de que en los próximos días el gobierno diera marcha atrás
en la decisión de paralizar las centrales nucleares. Si eso ocurría, debía regresar
de inmediato a su puesto de trabajo para reiniciar la central nuclear en la que
trabajaba, al igual que lo harían todos sus antiguos compañeros. Esas fueron las
explicaciones que los militares le habían proporcionado a Paul. Existía una
pequeña esperanza de que se pudiera revertir la situación, pero Paul sabía que
aquello no iba a ocurrir. Era demasiado tarde para volver a rearmar las turbinas
principales de las centrales nucleares. Además, los generadores auxiliares se
habían desconectado hacía días para evitar el consumo de la escasa energía que
quedaba almacenada en el país.
Un militar les indicó que podían abandonar el lugar y proseguir su marcha
hacia Rock Springs. Faltaba aproximadamente una hora escasa para llegar y
necesitaban hacerlo sin volver a encontrarse obstáculos por la carretera. El viaje
se había alargado más de la cuenta y el cansancio se empezó a apoderar de ellos.
Llevaban muchas horas sin descansar y ansiaban el momento de la llegada. Las
últimas millas se les hicieron eternas.
Divisaron en el horizonte la ciudad de Rock Springs. Apenas se habían cruzado
con vehículos en las últimas millas, y eso ayudó a rebajar el estado de ansiedad
de Ana, que aún se encontraba sumamente nerviosa sobre la parte trasera del
coche. Su estado de ánimo cambió de repente cuando observaron la calma que se
respiraba por las calles de Rock Springs. Era una ciudad tranquila, cuya
población superaba los veinte mil habitantes. Se habían dedicado durante
muchísimos años a la minería, pero los recursos naturales de las minas se habían
agotado. Apenas existían ingresos económicos derivados de las mismas. Alice,
la hermana de Paul, vivía en la parte alta de la ciudad, en la zona más tranquila.
Había multitud de casas bajas y las familias que vivían en ellas disfrutaban de
una vida acomodada, rodeadas de paz y naturaleza. Nada parecido a lo que había
en Flanagan. Eran zonas muy distintas y lo más llamativo de aquel estado era la
inmensa naturaleza virgen que lo rodeaba. Flanagan era un estado llano y árido,
y en Rock Springs había al menos tres inmensos parques naturales hacia el norte,
con grandes picos y extensos bosques frondosos. Había muchísima fauna y flora
en aquella zona. En las zonas altas de los parques naturales abundaban las
manadas de lobos. Daniel recordó los cuentos sobre lobos que le contaba su
padre cuando era pequeño, y cómo se acercaban a las ciudades para llevarse a
los niños malos. Se le había quedado grabada esa parte y se sentía atemorizado
ante esos animales. Aún conservaba un pequeño trauma de aquellas montañas
tan altas y de sus fieros moradores, pero al menos le habían ayudado a
comportarse bien debido al miedo de ser llevado por ellos. Nunca consiguió
soltar ese lastre y continuó mostrando un respeto absoluto por esos animales.
Al llegar a la casa de tía Alice, la observaron a través de las ventanillas del
coche. Se encontraba cortando las malas hierbas del terreno de su casa. Fue de
las pocas personas que llegaron a ver fuera de su casa. El resto de vecinos de
Rock Springs permanecían encerrados en el interior de sus viviendas y
preparándose para lo que estaba por venir. Se observaba más calma que en
Flanagan y que en el resto de ciudades importantes del país, pero sabían que si
sus vecinos permanecían ocultos era porque sentían miedo a lo que se
aproximaba.
Alice se giró al oír el claxon del coche de Paul, y dejó lo que estaba haciendo
para correr a abrazarlos. Se llevó una inmensa alegría al verles llegar. Había
intentado llamarles por teléfono en repetidas ocasiones pero le había resultado
imposible contactar con ellos. Se fundieron en un inmenso abrazo y les fue
imposible disimular la emoción que sentían. No lograron contener las lágrimas
de alegría al verse todos juntos otra vez, aunque sinceramente lo habían hecho
por la situación que se vivía en el país. Pensaron que juntos lo llevarían mejor y
se sentirían con más fuerza para afrontar lo que se avecinaba. Alice era una
mujer de aspecto decidido, con el cabello castaño y espeso, rostro pecoso y con
una destreza en sus movimientos que advertían una edad inferior a la que
realmente tenía. Daniel había visto innumerables fotografías suyas, pero nunca
llegó a imaginársela tan ágil y atlética. Fue una grata sorpresa para él.
Nada más entrar en casa pudieron observar lo cuidadosa y maniática que era tía
Alice. Por todos los rincones olía a limpio y el orden en el que se encontraban
todos los objetos invitaba a sentirse como en casa. Les acondicionó en las
habitaciones de la parte de arriba de la casa. Ya tenía todo preparado para
recibirles. Era una bonita vivienda de estilo neozelandés con cerca de cien años a
sus espaldas. Tenía un atractivo tejado anaranjado que había sido reformado
hacía unos años, y un porche amplio y luminoso que daba luz propia al patio
delantero, que se encontraba rodeado de una atractiva valla de madera. Parecía
que en aquella ciudad se respiraba paz y tranquilidad, pero percibieron algo que
no llegó a emocionarles de igual manera. Todos los vecinos de Rock Springs se
mostraban recelosos ante lo que se avecinaba. Daniel y sus padres percibieron
desde el momento en que llegaron que los forasteros no eran bienvenidos en la
ciudad, aunque se encontraran de paso o de visita en casa de algún familiar. Los
vecinos de las casas colindantes les observaban desde las ventanas de sus casas y
controlaban sus movimientos constantemente. Se preguntaban una y otra vez qué
habrían hecho para ser recibidos de aquella manera. No comentaron nada a Alice
para que no se preocupara en exceso y no le diera demasiadas vueltas a la
cabeza. Querían evitar enfrentamientos directos. Pensaron que con el paso de los
días los nervios se calmarían y la situación se normalizaría.
Rock Springs había sido una de las ciudades que más habían sufrido por la
infección del virus mortal del NHCongus1, que asoló medio país unos años
atrás. Alrededor de quince mil personas fallecieron debido al contagio, y desde
entonces, los forasteros no eran bienvenidos. Los vecinos pensaban que no
habían llevado nada bueno a la ciudad y recordaban los malos momentos que
vivieron tras su llegada. Durante las obras de las nuevas carreteras que rodeaban
la ciudad se desencadenó la infección. Llegaron decenas de personas de otros
estados para reforzar los turnos de trabajo en las obras. Desgraciadamente,
algunos de ellos portaban el virus y contagiaron a la gran mayoría de los
habitantes de Rock Springs. Pocos fueron los que consiguieron librarse del virus.
Pero tras la tragedia, volvieron a resurgir de sus cenizas y consiguieron
reestablecer el funcionamiento de su industria, que se vio paralizada durante una
larga temporada.
CAPÍTULO 7
Y LA ATMÓSFERA IRRADIÓ AL
PLANETA BAJO SU MANTO INVISIBLE
En tiempos del cólera, cualquier pequeño momento de existencia vale más
que una vida entera. La espera se hace corta si peligra nuestra vida.
Daniel recordaba con total nitidez el día que llegaron a Rock Springs. Nunca lo
olvidaría. Había sido un momento emocionante el hecho de volver a encontrarse
con un ser querido. Apenas conocía a su tía Alice, pero habían mantenido
durante muchos años un constante contacto telefónico que hacía que se
encontraran muy unidos. Fue un momento muy emocionante para ambos que
recordarían el resto de sus días. En casa de tía Alice se respiraba un ambiente
acogedor. Era amplia y muy cómoda Para Daniel era como estar de vacaciones.
Disponía de todo lo necesario para poder vivir plácidamente y sabía que pasarían
unos días agradables hasta que se desataran los accidentes en las centrales
nucleares, si es que terminaban haciéndolo. Existía una mínima esperanza de que
se retrocediera en la decisión drástica que habían tomado. Habían sufrido un
viaje cargado de tensión pero el llegar a casa de tía Alice ayudó a que se
tranquilizaran. La relajación hizo que la primera noche durmieran cerca de
quince horas seguidas, ayudados por la tranquilidad que les aportaba la hermana
de Paul. A Daniel le bastó con descansar algunas horas menos. Su deseo de salir
a la calle con su tía había vencido al sueño. Quería ver aquella ciudad y
comprobar cómo era el lugar donde vivía. Pero lo que desconocía era que no iba
a ser una buena idea hacerlo en aquel momento, cuando todos los vecinos se
encontraban recluidos en sus casas a la espera de la fatídica noticia que estaba
por llegar.
Los vecinos conocían de antemano su llegada desde Illinois y no vieron con
buenos ojos su visita. Y Alice lo sabía, pero se armó de valor y salió a la calle
con su sobrino para enseñarle las grandes avenidas y las zonas de ocio de Rock
Springs. Pasearon por el parque más grande de la ciudad y disfrutaron de un rato
agradable hablando de sus cosas. Existía una gran química entre ellos a pesar de
vivir a tantas millas de distancia.
Pasaron por la única tienda de alimentación que se encontraba abierta por la
zona y compraron unas cosas que necesitaban para hacer la comida. El resto de
comercios de alrededor, temerosos ante lo ocurrido en el resto de ciudades del
país, habían cerrado sus puertas por el temor a ser saqueados. La ciudad se
encontraba desierta. Alice estaba muy asustada porque jamás había vivido una
situación similar en Rock Springs. Ni siquiera la familia Blomm, que vivía
enfrente de su casa, se había dignado a saludar a su familia. Tampoco sus amigas
gemelas, Julie y Gemma, la habían abierto la puerta en la parte baja de la calle,
donde se encontraba la frutería que regentaban. Alguien se asomó por la ventana
de la planta superior de la vivienda, pero no tuvo el valor suficiente para hablar
con ella, por miedo a represalias de los demás vecinos. Fue un gesto muy
indignante para ella y se sintió invadida por un sentimiento de frustración. Sus
mejores amigos jamás la habían hecho algo parecido. Todo había cambiado en la
actitud de los vecinos de la ciudad y no daba crédito a semejante
comportamiento.
Los habitantes de Rock Springs eran personas muy arraigadas al lugar en el
que vivían, pero Alice no entendía por qué los forasteros no eran bienvenidos en
la ciudad. El hecho de que sintieran que alguien de fuera impusiera sus propias
costumbres y desencadenaran todo tipo de enfermedades infecciosas, hacía que
les detestaran. El brote de NHCongus1 que asoló la ciudad les dejó marcados
para siempre y no conseguirían quitarse ese fantasma de la cabeza en la vida. No
querían que aquello se repitiera. Pero se equivocaban porque no eran conscientes
de que iban a necesitar ayuda de los demás después de lo que se acercaba.
Aquella situación no se frenaría de ninguna manera. La barbarie se acercaba y
era tarde para hacer cambiar de opinión a una ciudad entera.
Los siguientes días fueron extraños. Una mañana, Paul y Alice decidieron salir
para hacer unas compras en el comercio que continuaba abierto, en la parte baja
de la ciudad. Rock Springs se encontraba desierto y podía palparse el ambiente
enrarecido que invadía sus calles. Se desconocía exactamente en qué momento
saltaría por los aires la primera central nuclear del país y aquello no ayudaba a la
población, que continuaba recluida en sus casas a la espera de la noticia. Paul no
había recibido llamada alguna por parte de las autoridades para hacerle regresar
a su puesto de trabajo, y ya habían pasado más de cuatro días desde el anuncio
del parón nuclear en el país. Según fueron pasando las horas el nerviosismo fue
en aumento. Las redes telefónicas cayeron por completo y no consiguieron
ponerlas en funcionamiento de nuevo. ¿Cómo iban a avisar a Paul desde la
central nuclear en el caso de volver a ponerla en marcha? ¡No había manera de
avisarle! Salvo que los militares se desplazaran hasta casa de tía Alice para
entregarle cualquier notificación. Conocían la ubicación exacta del lugar en el
que se encontraba Paul. Pero desgraciadamente, la esperanza de recibir un aviso
por parte del gobierno se desvaneció ante la falta de noticias alentadoras. En
realidad, ya no habría tiempo disponible para revertir la situación.
Desgraciadamente, los accidentes se iban a ir sucediendo a lo largo del país, uno
tras otro. Era cuestión de horas o de días. Paul conocía con exactitud la cantidad
de materiales contaminantes que existía en el interior de una central nuclear y le
aterraba sobremanera saber que se escaparían sin remedio al exterior.
Las televisiones emitían imágenes en diferido, anuncios, documentales de
entretenimiento y películas para tener a la población tranquila y entretenida. Las
únicas emisiones en directo eran los avances informativos oficiales que emitía el
gobierno un par de veces al día. La población permanecía muchas horas frente al
televisor a la espera de noticias esperanzadoras. Pero el paso de los días solo
consiguió alargar la agonía que sufrían a diario desde sus hogares. La mayoría de
las emisoras de radio habían dejado de emitir. Sólo alguna de ellas permaneció
activa y emitía noticias, dejando a un lado la música que se escuchaba días antes.
El país entero se encontraba en estado de sitio. Había empezado el apagón y con
él, el principio del fin.
Una mañana ocurrió algo. Desde el salón de casa de tía Alice observaron un
movimiento inusual por la calle principal. Había un elevado tránsito de
vehículos. Muchos vecinos de Rock Springs se marchaban de la ciudad en
dirección al Parque Nacional de Yellowstone. Imaginaron que aquel lugar les
aportaría más seguridad por el mero hecho de encontrarse rodeado de frondosos
bosques. La situación les dejó boquiabiertos. Tía Alice también tenía una
pequeña cabaña en la parte baja del parque nacional. Paul, Ana y Daniel, lo
desconocían. Una noche, mientras cenaban, les comentó que si la situación se
complicaba podrían viajar hasta allí e instalarse en ella. No tendrían problemas
para llegar hasta el lugar donde se encontraba y estaba perfectamente
acondicionada para poder vivir. Aquello les aportó más tranquilidad al tener otro
lugar al que poder huir, porque según los partes informativos que emitían en la
televisión la situación se iba a volver insostenible.
En las televisiones informaron de los problemas derivados de la crisis nuclear.
La bolsa había cerrado hacía unos días debido a las caídas bursátiles de todas las
compañías y a los cierres de potentes multinacionales. El dinero de la población
había desaparecido y el sistema económico mundial había quebrado. Las noticias
que llegaban del exterior no eran nada alentadoras. La situación se había
extendido a todo el planeta. Además, las fronteras de Estados Unidos con los
demás países colindantes habían cerrado para evitar un éxodo masivo hacia otros
lugares. Pero lo curioso fue que las personas más poderosas e importantes del
país habían conseguido permisos especiales para poder viajar a otros lugares en
sus avionetas privadas. Ellos tendrían más oportunidades de permanecer alejados
de la radiactividad que estaba por llegar. Los aeropuertos más importantes del
país habían cerrado y se encontraban estrechamente vigilados por el ejército.
Desgraciadamente llegó el octavo día, y con él, el terror. Se consumó la
catástrofe. La primera información llegó por radio. Emitieron un parte en el que
se informaba del inicio de un incendio en una de las centrales nucleares del país.
La primera deflagración ocurrió en Florida, a primera hora del día. La central
nuclear Turkey Point-3 dejó de funcionar al dejar de recibir la energía mínima
necesaria para el movimiento de las turbinas. Los aerogeneradores siguieron
funcionando hasta que se detuvieron por falta de lubricación. Se sobrecalentó
sobremanera debido a la falta de refrigeración y comenzó a arder sin control,
hasta que una fuerte explosión en el interior la desintegró por completo. Horas
más tarde, las primeras imágenes llegaron a las televisiones. El país entero
permaneció delante de los televisores, observando el hundimiento americano.
Todo estaba perdido, era tarde para reaccionar.
Pero aquello no había hecho nada más que empezar. Los siguientes partes
fueron aún más duros. El resto de centrales nucleares del país fueron cayendo.
Llegaron las explosiones en Ohio, Arkansas y Texas. Las centrales situadas en
New York fueron las siguientes. Éstas fueron las que más daño hicieron a la
población. Una gran cantidad de uranio, plutonio y cesio se liberó a la atmósfera
y sitió a una de las ciudades más importantes del país. No dio tiempo a desalojar
a la población y miles de personas permanecieron recluidas en sus hogares. Una
gran nube tóxica cubrió la ciudad entera y la sumió en el más absoluto de los
horrores. Después de las explosiones más potentes y devastadoras, la mayoría de
las cadenas de televisión dejaron de emitir los partes informativos que emitían a
diario, como era de esperar. La población carecía de información de lo que
ocurría en el resto del país. Las cadenas de radio emitían escasa información
debido a que había pocas personas disponibles para ello. Tan sólo la CNN
ofrecía un parte informativo de escasos minutos al día. Era todo lo que había
quedado de las comunicaciones en el país. Al menos un par de profesionales se
embarcaron en la difícil misión de informar a la población afectada. Lo hacían
todos los días durante unos minutos. Enviaban la señal desde una caravana
portátil que se desplazaba por el norte del país. Captaban imágenes desde uno de
los satélites empleado para la vigilancia de las centrales nucleares y estudiaban
el movimiento de las nubes radiactivas desde los lugares en los que se habían
producido los accidentes. Los medidores de radiactividad instalados en las
proximidades de las centrales incendiadas habían sobrepasado los niveles
mínimos de seguridad, y terminaron averiándose. No volvieron a recoger datos,
debido a que no estaban preparados para soportar semejante cantidad de
radiactividad. Una gran cantidad de sustancias gaseosas y volátiles se
dispersaron por muchos puntos del país a través del aire. Inmensas llamaradas
iluminaron el cielo de las grandes ciudades y las fuertes explosiones se fueron
sucediendo sin control alguno.
Se formó una gran nube radiactiva que recorrió el país de punta a punta. Se
desplazó imparable hacia el resto de países y no hubo manera de revertir la
situación. Y llegó el silencio a todos los hogares estadounidenses. Se instaló el
miedo en las calles y la gente esperó lo peor. El país se había estado preparado
para la guerra durante toda su existencia, y estaba especialmente capacitado para
ello, pero aquello era una guerra etérea contra la que no se podía luchar. Era algo
que no se podía palpar ni oler. Era un enemigo invisible que avanzaba sin parar,
arrasando todo lo que encontraba a su alcance. Aquella situación no se había
vivido nunca y nadie sabía cómo actuar ante semejante catástrofe. Los
estadounidenses no terminaban de creerse que aquello fuera real y no entendían
por qué les estaba ocurriendo a ellos, que se sentían los dueños del mundo y los
más poderosos.
Llegó el día en el que dejaron de recibir señal por televisión. Las imágenes en
diferido que unos días antes habían conseguido mantener entretenida y
despistada a la mayoría de la población del país en sus casas, dejaron de
emitirse. Hubo un gran apagón en varios estados del sur y seguidamente se
trasladó a todo el país. La furgoneta de la BBC que mantenía informada a la
población, también dejó de emitir señal. Sólo quedó el ruido mudo de fondo de
todas y cada una de las emisoras. También internet había dejado de funcionar
hacía días, fue lo primero en fallar por la caída de los servidores. De nada sirvió
poseer los mejores avances en tecnología. Los medios de comunicación se
habían convertido en algo inerte y sin vida, para desgracia de la población.
Los suicidios fueron sucediéndose entre la población y pareció la mejor salida
para los escépticos a un futuro prometedor. Uno de cada dos estadounidenses
poseía armas de fuego y las utilizó para acabar con todo aquello lo antes posible,
sin esperar a que la temida radiactividad acabara lentamente con ellos. Los
incendios y las explosiones continuaron en todas y cada una de las centrales
nucleares. Siguieron sin control y su avance implacable arrasó campos, pueblos,
ciudades y todo lo que llegó a alcanzar. Era una guerra invisible en la que
irremediablemente iba a morir casi toda la población del planeta, debido a las
graves consecuencias de las enfermedades que iba a causar la radiación.
La familia de Daniel llevaba unos días tomándose los comprimidos de yodo
que le habían administrado a Paul en la central. Al menos podrían protegerse de
contraer cáncer de tiroides. La glándula tiroidea se bloqueaba de una gran
cantidad de yodo y no dejaba al organismo ingerir el que había pululando en el
aire del exterior, que se encontraba contaminado de productos radiactivos. Pero
aquello no conseguiría hacerles inmunes a la enfermedad. Tendrían una
protección más, pero no era un arma eficaz para los demás tipos de cáncer y otro
tipo de enfermedades derivadas de una exposición prolongada a determinadas
sustancias peligrosas.
Pasadas unas semanas, la ciudad de Rock Springs recuperó su actividad por las
calles, y eso les extrañó. Desde casa de tía Alice pudieron observar cómo
enormes caravanas de vehículos militares se dirigían al norte. Por las noches les
era imposible dormir debido al paso constante de helicópteros y aviones
militares. La estela de ruido que dejaban a sus espaldas retumbaba por toda la
ciudad día y noche. El ejército huía del país, que se presuponía abocado a la
desaparición. Se les perdió de vista en el horizonte de los parques naturales al
norte de Rock Springs, en busca de una zona libre de contaminación.
Una mañana, Paul salió de casa y se dirigió hasta la carretera para observar de
cerca lo que ocurría. Daniel salió corriendo tras él. Los militares, antes de
abandonar la ciudad, colocaron por sus calles unas señales metálicas. En ellas se
podía leer con enormes letras que aquel ya no era un sitio seguro: “LA NUBE
RADIACTIVA SE ACERCA A LA ZONA”. “HUYAN HACÍA EL NORTE”.
“ES UN SITIO MÁS SEGURO”. Aquello le sorprendió a Paul, que empezó a
madurar la idea de abandonar Rock Springs. Se lo hizo saber a su hermana
Alice. Pensaron que en los parques naturales, donde Alice tenía una cabaña,
podrían estar más resguardados de la temible contaminación que se acercaba.
Pensaron que la alta concentración de oxígeno presente en los bosques frondosos
del norte frenaría de alguna manera la radiactividad liberada a la atmósfera.
CAPÍTULO 8
CONFINADOS
Y se extendió la semilla germinada durante largo tiempo,
ante la atónita mirada de los escasos supervivientes.
Los nervios dentro de la familia aumentaron. Valoraron la posibilidad de huir a
la cabaña que tenía Alice al norte, pero no estaban convencidos de que fuera un
lugar más seguro que Rock Springs. Bajo la casa existía una bodega bastante
amplia en la que podrían protegerse durante un tiempo de la radiactividad.
Además, había suficiente comida almacenada para permanecer mucho tiempo
viviendo bajo tierra. Pensaron en la nube radiactiva que se acercaba y valoraron
los pros y los contras de quedarse. La confusión por tomar una decisión acertada
hizo que tuvieran acaloradas discusiones. Finalmente decidieron salir de Rock
Springs para intentar sobrevivir a la barbarie que se avecinaba. Pensaron que si
todos los vecinos de la ciudad habían huido hacia el norte, al igual que lo había
hecho el ejército, probablemente ese sería el lugar más seguro.
Cargaron todo lo necesario en los maleteros de los coches y enseguida
partieron. La carretera que les llevaba al parque natural se encontraba desierta.
No se cruzaron con ningún control militar ni con otros vehículos. A lo largo del
trayecto continuaron viendo carteles informativos a los lados de la carretera.
Eran similares a los que habían colocado los militares en Rock Springs. Pero
sabían que ocurría algo extraño. No había animales por la zona y eso hizo que se
alarmaran. A esas alturas de temporada solía estar plagado de ellos, cruzando de
un lado al otro las carreteras del parque natural. ¿Qué explicación tenía aquello?
¿Y si se encontraran escondidos, a la espera de que les llegara la muerte?
¿Tendrían un sexto sentido que les obligó a huir del lugar? Existía un extraño y
molesto silencio alrededor del parque natural. A varias millas de allí tomaron un
desvío por un carril de arena que llegaba hasta una zona boscosa. Se vieron
sorprendidos por la maleza que invadía la mayor parte del carril, hasta el punto
de cerrarlo casi por completo. Avanzaron lentamente hasta conseguir llegar a la
explanada de la cabaña. Daniel le echó una primera ojeada y le pareció una
auténtica pasada. La observó nada más bajar del coche y se quedó ensimismado,
olvidando por un momento que aquel sería el refugio que les permitiría
sobrevivir más tiempo. La parte delantera de la cabaña tenía un porche bastante
llamativo, al que se accedía a través de unas pequeñas escaleras de madera.
Enseguida le llamó la atención un viejo balancín que colgaba del techo.
Permanecía en movimiento al son de la suave brisa que corría aquella mañana.
Se acercaron a la puerta y observaron los enormes cerramientos de madera que
había sobre las ventanas. Era imposible ver nada a través de ellos. Intentaron
abrir uno pero les fue imposible hacerlo. Se habían quedado encajados sobre los
raíles repletos de polvo y suciedad. El tejado se encontraba en perfectas
condiciones y los aislamientos exteriores habían soportado los crudos inviernos
de la zona. No era una simple cabaña. Estaba protegida para que la humedad del
invierno no acabara pudriendo la madera. Abrieron la doble puerta mosquitera y
entraron con precaución. Tenían ligeras sospechas de que alguien hubiera podido
ocupar la cabaña. Cualquier persona desesperada por la situación podría haberlo
hecho. Pero Alice comprobó que todo se encontraba como se había quedado la
última vez que la había visitado. Sólo existían tres estancias en la cabaña, pero
les parecieron suficientes para poder permanecer cuatro personas en su interior.
En el salón había una chimenea con una gran viga de madera en la parte
superior. Sobre ella descansaban varias fotos antiguas de toda la familia. Daniel
pudo reconocerse en una de ellas. Observó su pequeña silueta disfrutando sobre
una playa, unos años atrás. Ver aquello le llenó de optimismo y consiguió
arrancarle una sonrisa. Fueron a la cocina y descubrieron que había un par de
hornillos de gas, una nevera grande y un pequeño cobertizo bajo el suelo, que no
tendría más de dos metros cuadrados. Lo utilizaron para guardar toda la comida
envasada que habían llevado. Era el mejor lugar para mantener los alimentos en
buen estado. Al lado de la cocina se encontraba un pequeño baño, al que no le
faltaba detalle. Sabían que iban a tener todo lo necesario para poder vivir
cómodamente hasta que pensaran detenidamente en lo que hacer los siguientes
meses. Dispondrían de tiempo suficiente para hacerlo.
La naturaleza permanecía ajena a lo que se avecinaba. En cuanto llegaran las
primeras lluvias el agua arrastraría los materiales pesados y alojaría el manto
ácido sobre el terreno, empapándolo de muerte y desolación. Y
desgraciadamente ese momento llegó antes de lo esperado. Paul conocía las
consecuencias de lo que ocurriría y fue el primero en tomar medidas. No quiso
decir nada para que no cundiera el pánico entre su familia, pero les prohibió que
salieran de la cabaña durante los días en los que la lluvia hiciera acto de
presencia. Era lo peor que podía ocurrir. Los aguaceros y tormentas acaecidos
durante los siguientes días empaparon el suelo del parque natural, acelerando la
contaminación ambiental de buena parte del estado. El terreno se encargó de
transportar hasta el interior de sus propias entrañas el agua contaminada de
materiales radiactivos. Nada se escapó al desastre. El agua contaminada llegó al
curso de los ríos y los peces quedaron expuestos al veneno mortal. En pocos días
aparecieron gran cantidad de ellos muertos por las orillas de los ríos cercanos a
la cabaña. Paul se encontraba malhumorado. No podía luchar contra aquello y
los nervios hicieron que le fuera imposible pensar claramente. Le invadió un
sentimiento de rabia por no poder hacer nada más por su familia. Se comportaba
de forma extraña e intentaba esconder algún tipo de información que solo él
conocía. Daniel le observaba constantemente y se percató de que tenía algo que
contarles, pero no quiso preguntarle directamente. Sabía que tarde o temprano se
lo diría, era cuestión de tiempo.
Pasadas unas semanas llegaron los problemas. Tía Alice empezó a sentirse
mal. Se encontraba entumecida debido a los fuertes dolores que la maniataban
día y noche. Sufría fuertes pinchazos en su estómago e intensos dolores de
huesos. Intentaba amortiguarlos descansando sobre una de las camas. Pero no
fue solo ella. Ana tampoco se encontraba bien. Llevaba varios días vomitando y
no sentía ganas de hacer nada. Y todo por no haber obedecido a Paul, cuando las
avisó del peligro al que se exponían saliendo a pasear al exterior después de las
intensas lluvias acaecidas semanas atrás. La atmósfera contaminada había
irradiado los alrededores de la cabaña y las míseras mascarillas utilizadas para
sus paseos no les habían servido de mucho. Daniel y su padre se encontraban
bien de salud pero también sufrían fuertes dolores de cabeza por las noches, que
tardaban horas en desaparecer. Al menos en el interior de la cabaña se
encontraban protegidos y no les faltaba comida. Salían muy poco al exterior.
Alice se había ocupado de llenar el cobertizo de gran cantidad de alimento para
que pudieran permanecer allí mucho tiempo sin necesidad de salir a buscarlo.
A pesar de las comodidades, los días se hicieron pesados. Permanecían largas
horas asomados a las ventanas, observando los paisajes de alrededor de la
cabaña. Todo había cambiado en el bosque y sucedía algo muy extraño. Alice
estaba preocupada debido a que jamás había visto algo parecido. Las plantas y
los árboles se estaban muriendo. Tampoco llegaron a observar a animales
corretear por los alrededores. Todo estaba perdiendo vida alrededor del parque
natural.
Alguna tarde se aventuraron a pasear por los alrededores para comprobar cómo
se encontraba el bosque. Lo hicieron protegidos con unos monos especiales y
unas máscaras de protección que le habían proporcionado a Paul en la central
nuclear. No consiguieron encontrar ni una sola abeja o avispa por la zona.
Tampoco había escarabajos ni insectos en general. Y había algo más
preocupante. Desde su llegada no habían conseguido oír ni un solo canto de los
pájaros. ¡No había por ninguna parte! El silencio era brutal. Se había convertido
en un lugar sin vida. Los ríos habían aumentado su caudal considerablemente
después de las lluvias que habían caído días atrás. Pero ya no había peces por
aquella zona. Habían muerto contaminados y arrastrados por la corriente, río
abajo. Las cañas de pescar que tenía Alice guardadas en la cabaña no les
servirían de nada. Daniel pensó en la posibilidad de poder alimentarse de
animales, pero además de no haber visto ninguno, no podrían comerlos ya que
estarían enfermos.
Y fueron pasando los meses. Desgraciadamente, el estado de salud de Ana y
Alice empeoró de manera considerable. Alice pasaba muchas horas al día
tumbada sobre la cama, aquejada de fuertes dolores. Se encontraba agotada y no
tenía fuerzas ni para levantarse. Sobre su cuerpo aparecieron unas manchas
grandes que supuraban bastante cantidad de pus y sangre. Paul y Daniel le
realizaban curas todos los días con lociones desinfectantes. Presentaban un
aspecto horrible. Daniel, a cada día que pasaba, más sufría. No le gustaba ver el
estado en el que se encontraban su tía Alice y su madre. Ana vomitaba todos los
días y había perdido bastante peso. Estaba totalmente irreconocible para ellos. El
estómago se le había cerrado y todo lo que ingería lo devolvía al poco de
comerlo. Las dos tenían un aspecto horrible. Las ojeras se fijaron a sus rostros de
manera permanente y el color amarillento apareció sobre su piel. Estaban
enfermas de verdad. Aquello fue una constante para Paul y Daniel. El
sufrimiento los consumía poco a poco y la felicidad se había esfumado de sus
vidas. Se encontraron arrinconados ante la dura realidad que existía. Nadie podía
ayudarlos porque todo había desaparecido. Los centros médicos y los hospitales
habían cerrado meses atrás. Se encontraban solos ante la adversidad. Pero lejos
de mejorar, la situación se tensó sobremanera. El empeoramiento sucesivo siguió
su curso. Las manchas que Alice tenía esparcidas por todo el cuerpo crecieron
sin control. Necesitaba muchos más cuidados, y los apósitos, vendas y lociones
antibióticas se agotaron. De nada les sirvió llevar una mochila llena de ellas.
También Ana necesitó más cuidados diarios. Paul y Daniel lucharon con todas
sus fuerzas y ocultaron su pena para intentar animarlas. Por las noches caían
derrotados sobre sus camas. En alguna ocasión, Daniel se había percatado de que
su padre se escapaba al exterior para poder desahogarse lejos de su familia, que
irremediablemente se estaba desmoronando. Le observaba llorar como un niño
pequeño que acaba de perder su juguete preferido. No había nada que pudiera
consolarle. Se encontraba abatido e intentaba sacar todas las fuerzas posibles de
su interior para que aquello no terminara psicológicamente con ellos. Pensaron
que no podrían superar aquello. Sabían que Alice y Ana se estaban muriendo.
Solo podían permanecer a su lado y esperar a que llegara su día.
Días después empezaron a perder gran cantidad de pelo. Paul lo retiraba de las
almohadas sin que se dieran cuenta, para evitar que se asustaran más. Por mucho
que intentaron animarlas a levantarse e incorporarse, les fue imposible. Apenas
abrían los ojos y el dolor las consumía lentamente por dentro. Después de
aquello llegaron las deposiciones constantes cubiertas de sangre y mucosidad. Se
encontraban en la fase final de la enfermedad. Se retorcían hacia sus adentros
debido a los fuertes dolores que sentían. Para poder acabar con aquella angustia,
Paul las administró unos analgésicos muy fuertes y unas inyecciones de morfina.
Solo así podrían descansar de los dolores insoportables que sufrían.
Permanecieron tranquilas y relajadas sobre sus camas.
Tras muchos meses de lucha, sufrimiento y dolor infrahumano, fallecieron las
dos. Alice murió un lunes, y Ana, dos días después. Tenían sus cuerpos
completamente hinchados, tanto que no pudieron vestirlas con sus ropas. Les fue
imposible hacerlo. Al intentar moverlas, los huesos se les salían de las
articulaciones. Estaban completamente deshechas por dentro y tenían un aspecto
muy deteriorado. Daniel y Paul se armaron de valor y las enterraron detrás de la
cabaña de madera. Antes de enterrarlas, las taparon con unas grandes lonas de
plástico para evitar que con el tiempo desprendieran olor. La descomposición de
sus órganos había comenzado hacía ya tiempo, de una manera lenta y
destructiva. Paul lo pasó especialmente mal. Abrazaba a Daniel y le decía una y
otra vez que aquello era una maldita pesadilla. Había amado a Ana toda su vida
y, aunque habían pasado unos años difíciles debido a las horas que pasaba en el
trabajo, se encontraba abatido por su pérdida. Había sufrido mucho la muerte de
su hermana, pero la de su mujer le dejó totalmente destrozado.
Pero un tiempo después abrieron los ojos y decidieron dejar el sufrimiento de
lado para poder afrontar el futuro que se les presentaba. Aunaron sus fuerzas
para luchar por sobrevivir y no se rindieron ante la adversidad. Dejaron de
compadecerse entre ellos para no seguir sufriendo. Meses luchando contra el
horror radiactivo y un final. Solo un final, la muerte. Daniel lo sobrellevó como
pudo. No exteriorizó tanto sus sentimientos como su padre pero eso no significó
que no lo pasara mal. Estaba psicológicamente hundido pero sabía que tenía una
vida por delante. Estaba obligado a luchar por seguir sobreviviendo.
Continuaron viviendo el día a día en el interior de la cabaña, evitando hablar de
cómo se sentían. Pero no podían olvidarse de todo. Las intensas jaquecas que
habían sufrido durante meses, regresaron, martilleándoles día y noche. También
a ellos les había afectado la contaminación pero eran más duros, algo que ayudó
a que no enfermaran como Ana y Alice lo habían hecho. Resistieron mejor las
embestidas radiactivas que había en el entorno y en la atmósfera.
Pero el ambiente fue cargándose conforme pasaron las semanas y los meses.
Paul tenía guardado un dosímetro para medir la radiactividad existente, algo que
Daniel desconocía. No quería que su hijo se enterase de la cantidad de
contaminación que había en el interior de la cabaña. Lo encendía por las noches,
cuando Daniel dormía profundamente. La radiactividad crecía por días y el
aparato repiqueteaba sin cesar cada vez que lo encendía. Había unos niveles tan
elevados en el exterior que en ocasiones el aparato llegaba a bloquearse.
Enseguida percibieron en sus bocas un cierto sabor metálico, indescriptible para
ambos, al resultar totalmente desconocido hasta ese momento. Les era imposible
captar el sabor de los alimentos y la sensación que tenían era de comer materia
muerta. Bebían muchos litros de agua a diario para poder calmar la sed que
padecían. Paul se obsesionó tanto con la contaminación que selló con silicona
todas las rendijas de puertas y ventanas.
—Así estaremos seguros. ¡Ganaremos esta batalla! —decía constantemente,
intentando convencer a su hijo de que la contaminación no era tan alarmante.
Pasaron cerca dos años viviendo de aquella manera. Les pareció extraño que
hubieran pasado tan rápido después de todo lo que habían vivido en la cabaña.
Buscaron entretenimientos diversos para poder mantener la mente alejada del
horror que asolaba el exterior. Pero sabían que no podían continuar así toda la
vida. Se atrevieron a salir de vez en cuando a pasear por los bosques próximos.
Tenían que conocer de primera mano los alrededores. Se protegían bien y
andaban durante horas. Y no les ayudó en absoluto. El exterior había cambiado
de una forma brutal y no había nada con vida alrededor. Parecía que todo se
había esfumado del planeta. Eran lo más parecido a unos ermitaños viviendo en
medio de una montaña rodeada de árboles secos y oscurecidos. No había
animales ni personas y lo poco que quedaba había muerto. Un silencio sepulcral
lo invadía todo. Algunas noches, mientras dormían en la cabaña, oían a lo lejos
helicópteros del ejército, y eso les daba esperanzas. Había supervivientes en
algún lugar pero no sabían exactamente a dónde dirigirse para encontrar un sitio
seguro. Sabían que en algún momento tenían que atreverse a salir de aquel
agujero y buscar algún vestigio de humanidad que se alojara en algún refugio
seguro. Aunque en el interior de la cabaña no les faltaba alimento ni agua, y eso
era un problema porque nada les empujaba a salir al exterior.
No tenían mucho que hacer dentro de la cabaña, por lo que Paul permanecía
largas horas con una vieja radio que Alice tenía de adorno encima de la
chimenea. Intentaba interceptar señales de alguna cadena de noticias que hubiera
vuelto a emitir. Y de tanto intentarlo, una tarde ocurrió el milagro. A fuerza de
perseverar consiguió captar una señal. Una emisora canadiense emitió un parte
en el que informaba sobre la situación en la que se encontraban todos los países
de Norteamérica. Era devastador y catastrófico. No quedaba ninguna central
nuclear en pie. El ejército se había dispersado y había huido al norte en busca de
una nueva nación en la que establecerse. Nueva York, Chicago, Los Ángeles,
San Francisco, Detroit y las demás ciudades importantes del país habían caído
hacía ya tiempo. Grandes llamaradas acabaron con sus enormes edificios y desde
la lejanía podían observarse inmensas columnas de humo. Miles de cuerpos
muertos se hacinaban por las aceras de las grandes avenidas. La mayoría de las
carreteras de salida de las principales ciudades resultaron ser una ratonera y
nadie pudo abandonarlas. Se informaba de que en los demás países había
ocurrido algo similar y nada quedaba ya de lo que un día fue un planeta próspero
y venidero. Se ponía en conocimiento de los demás que los altos cargos del
gobierno y las personas más poderosas del país habían huido a Canadá, y se
habían instalado en búnker secretos ubicados en zonas de montaña. Las nubes
contaminadas que habían emergido del interior de las centrales nucleares de todo
el país se habían desplazado a todos los rincones del planeta. Tardarían cientos
de años en desaparecer. Ya no existían lugares seguros en los que vivir. En los
avances de noticias aconsejaban refugiarse bajo tierra para huir del horror
radiactivo. Aportaron unas coordenadas de varios refugios seguros ubicados en
diversas zonas de Canadá, por si alguien escuchaba sus emisiones. Eran unos
refugios construidos bajo tierra y estaban preparados para desastres similares a
los que habían ocurrido. Los demás continentes no habían emitido comunicados
de ningún tipo, por lo que se presuponía que todo había estallado a nivel
mundial.
Las informaciones se repetían todos los días a la misma hora. Eran escuetas
pero al menos les mantenía distraídos e informados. El hecho de oír la voz de
otras personas les aportaba compañía. Paul apuntaba en su libreta las
coordenadas que facilitaban, por si algún día se veían empujados a salir de la
cabaña. Al no tener otra cosa mejor que hacer, todos los días se sentaban a la
espera del parte diario que ofrecían en aquel dial de Canadá. Al menos, durante
ese pequeño instante conseguían distraerse.
Paul sabía que el mejor lugar para mantenerse alejado de la radiactividad era el
subsuelo, por lo que se puso manos a la obra y comenzó a excavar en el pequeño
cobertizo que había bajo la cocina. Decidió agrandar el habitáculo y habilitarlo
para poder dormir alejados de la contaminación. Daniel decidió ayudarle para
poder terminarlo rápido. Forraron todo el cobertizo con unas grandes lonas
plásticas para mantenerlo protegido de la humedad y lo dejaron preparado. La
primera noche que se aventuraron a dormir en el interior del agujero apenas
pudieron pegar ojo. Les resultó extraño permanecer bajo tierra, pero al menos
sabían que su cuerpo se lo agradecería. A las pocas semanas, los fuertes dolores
de cabeza que les había martirizado durante tantos días, desaparecieron como
por arte de magia. Se sintieron orgullosos de ver cómo el cobertizo que habían
excavado les mantenía alejados de la radiactividad. Sabían que había merecido la
pena.
Con el paso de los días disminuyeron las informaciones que emitían desde el
dial de Canadá. Pero aportaron coordenadas de otros lugares sobre los que se
habían levantado colonias bajo tierra. Paul captó señales de radio procedentes
del desierto de Sonora, en la frontera entre Estados Unidos y México, y las anotó
sobre una libreta. Desplegaron un mapa sobre la pared del salón y marcaron el
lugar exacto en el que se encontraba el refugio. Paul pareció convencido de la
existencia de aquel lugar y lo comentaba una y otra vez con Daniel, que
mostraba cierta incredulidad ante semejante descubrimiento. México no quedaba
tan lejos como Canadá, y con suerte, podrían llegar en pocos días si encontraban
algún vehículo con el que poder desplazarse. Se animaron con la noticia y se
alegraron de que hubiera un lugar más cercano en el que poder refugiarse. Todo
sería más fácil para ellos.
Fueron pasando los días y los posibles planes de huida fueron tomando forma.
Sabían que no podían permanecer encerrados toda la vida en el interior de la
cabaña sin intentar hallar un lugar para poder empezar una nueva vida.
Necesitaban pensar cómo desplazarse hasta México en un breve espacio de
tiempo. Eso les ocupaba muchas horas al día y estudiaron la manera más rápida
de llegar hasta el desierto de Sonora. Únicamente les faltaba saber qué día
partirían. Pero desgraciadamente, aquella aventura les aterrorizaba. Una mañana
salieron al exterior para comprobar en qué estado se encontraban las baterías de
los dos coches. Intentaron arrancarlos pero les fue imposible hacerlo. Las
baterías estaban totalmente descargadas y significó un serio contratiempo a las
expectativas que habían puesto en la posible huida a México.
CAPÍTULO 9
CUANDO UN SECRETO ALBERGA UNA
PEQUEÑA ESPERANZA
Cuando un oscuro secreto se esconde en pequeñas porciones repartidas,
prepárate para cuando se junten de nuevo, pues no habrá marcha atrás.
Cuando más convencidos estaban de partir hacia México, ocurrió algo que frenó
las ansias de hacerlo. Paul enfermó como lo habían hecho su hermana y su
mujer. Daniel, días antes, ya se había percatado de lo fatigado que se encontraba
su padre. Además, perdió el apetito y las ganas de hacer cualquier actividad
dentro de la cabaña. Se despertaba en medio de la noche con intensos ataques de
tos que iban acompañados de expectoración sanguinolenta. Todos los pañuelos
que usaba para amortiguar la tos acababan manchados de gran cantidad de
sangre. Según pasaron los días la preocupación fue en aumento, pero al menos él
permanecía tranquilo tumbado sobre el colchón del cobertizo, observando a
Daniel y guardando silencio para sus adentros. Nunca se lo dijo a su hijo, pero
tenía pavor a dejarlo solo en aquel mundo cruel y siniestro. Sabía que la
juventud que atesoraba le había privado de una mayor experiencia en la vida y
que lo pasaría francamente mal. No se lo imaginó marchando en solitario por el
exterior, enfrentándose a lo que había ocurrido en el planeta. Pensaba en ello a
todas horas y sufría ataques de ansiedad. Tenía que confesarle un secreto que
guardaba desde hacía años y no sabía cómo hacerlo. Y no era un secreto
cualquiera. Paul sabía que era algo que podría dejar a Daniel sin habla. Temía su
reacción y no encontraba el momento oportuno para contárselo. Pero no podría
esperar mucho o se arriesgaba a morir sin habérselo confesado, y eso era algo
que no podía permitirse.
Daniel observaba a su padre por las noches, a la luz de las velas. No podía
imaginarse una vida sin él, pero sabía que no se podía luchar contra aquella
enfermedad. No tenía ni los medios ni los conocimientos necesarios para intentar
alejarle de los intensos dolores que sufría todos los días. Su aspecto empeoraba a
cada día que pasaba. Era un proceso similar al que habían pasado Ana y Alice.
Daniel se convenció de que en algún momento tendría que salir de aquella
cabaña si no quería enfermar como su familia lo había hecho. Se imaginó
marchando en solitario por el páramo desolado y le invadió la tristeza. Pero ya
no podía llorar más. Lo había pasado francamente mal con la pérdida de sus
familiares pero había aprendido a convivir con el dolor.
El tiempo en el interior de la cabaña se ralentizó desde el momento en el que
Paul enfermó. Las horas se volvieron plomizas y pesadas. No conversaban en
ningún momento del día y resultaba muy triste y aburrido permanecer allí.
Daniel, para conseguir evadirse de los problemas, buscó compañía en la pequeña
radio, a la espera de noticias del exterior. El siseo producido por el ruido sordo
de fondo consiguió hacer más monótono el transcurrir de los días. Sentía una
enorme frustración y maldecía a cada momento encontrarse en aquella situación.
Pensó en el suicidio en infinidad de ocasiones pero no consiguió encontrar en su
interior el valor necesario para hacerlo. Apartó aquella estúpida idea de su
cabeza y decidió pensar en positivo, aunque fuera complicado hacerlo en
aquellas circunstancias. Con el paso de los días el estado de salud de Paul
empeoró. Una mañana empezó a vocear desde el cobertizo. Se incorporó como
pudo y se acercó a Daniel. Le abrazó con fuerza, haciéndole daño sobre sus
delgados hombros. Se retiró las lágrimas de los ojos y le miró fijamente.
—¡Daniel! Escúchame con atención —dijo Paul, con el rostro compungido.
—Dime papá —contestó Daniel.
—Ya sabes que estoy enfermo y que no me queda mucho tiempo. Me gustaría
pasarme una vida entera a tu lado, pero eso va a ser imposible. Mi estado de
salud no me lo va a permitir y no sé el tiempo que voy a vivir. Llegará el día en
el que tengas que salir al exterior. No puedes permanecer aquí toda la vida. El
alimento se acabará y tendrás que salir fuera a buscarlo. Al menos tienes que
intentar llegar hasta México. Te aconsejo que lo hagas cuanto antes y que ni se te
ocurra dirigirte a Canadá, que se encuentra a muchas más millas de aquí.
Tardarías muchísimo tiempo en llegar y probablemente fallecerías por el camino.
El mejor lugar para intentar sobrevivir es el desierto de Sonora. No tendrás
problema en encontrarlo si sabes leer bien sobre los mapas que tengo en mi
mochila.
—¡Tranquilo papá!, verás cómo te recuperas pronto. ¡Podemos ir a México los
dos juntos!, ¿Qué te parece la idea? —preguntó Daniel. Intentó tranquilizarlo,
pero los dos sabían que no le quedaba mucho tiempo. Se encontraba gravemente
enfermo y el aspecto que tenía daba fe de ello. Ojos hundidos, ojeras profundas y
un color amarillento preocupante. No había mucho más que hacer por él. Daniel
sabía que era prácticamente imposible que se llegara a recuperar, pero al menos
intentaba animarle para que no terminara hundiéndose por completo.
—¡Imposible!, yo no voy a ir a ninguna parte. No tardaría en morir. Quiero
permanecer tranquilo el tiempo que me quede. Vete mentalizando para lo que se
te viene encima porque no me encuentro bien y los dolores se hacen difíciles de
aguantar. Tengo que contarte algo importante, hijo. ¡Escucha con atención! Hace
tiempo que debí decirte algo. Lo he mantenido en secreto, pero en el interior de
mi mochila tengo algo muy importante que puede ayudarte a sobrevivir cuando
salgas de la cabaña. Tengo una máscara especial que me proporcionaron en la
central el último día que trabajé allí. Es más segura que las otras. Te servirá para
emprender el viaje hacía México. En uno de los bolsillos tengo varios filtros que
deberás ir cambiando cada semana. Pero también podrás lavarlos si te quedas sin
ellos. Si los limpias bajo el grifo con agua tibia se vuelven a quedar como
nuevos. Bastará con dejarlos secar un par de horas y podrás utilizarlos de nuevo.
Podrás moverte por los lugares contaminados del exterior, que como tú y yo
sabemos, son todos. ¡Por favor! ¡Prométeme que lo harás! El tiempo va a seguir
corriendo y tú tienes que buscar lugares en los que emprender una nueva vida.
¡Tienes que ser duro! Tu aventura ahí fuera no va a ser fácil pero estoy seguro de
que lo conseguirás. También tengo en uno de los bolsillos laterales una pistola
guardada. Hay varias balas en una caja de cartón. Quiero que sepas que nunca
me han gustado las armas, pero quiero que la utilices si ves peligrar tu vida.
Protégete por encima de todo lo demás y sólo así conseguirás sobrevivir. ¿De
acuerdo?, ¿me prometes que lo harás?
—¡De acuerdo! ¡Lo haré! Pero ahora descansa. Tú no sufras por mí. Seguro
que voy a estar bien. Ya voy madurando y no necesitaré ayuda de nadie para
poder sobrevivir. Ya me sé de memoria el plan trazado y lo que tengo que hacer.
—Hay algo más, Daniel. Eso no es lo más importante. —Se hizo un silencio
incómodo para ambos, hasta que Paul volvió a tomar la palabra—. Tengo que
explicarte algo muy importante. Sólo espero que no te moleste el hecho de
haberlo mantenido en secreto durante tantos años —Paul se recostó sobre una de
las almohadas intentando encontrar una posición más cómoda—. No me queda
mucho tiempo de vida y tienes que saberlo. Serás portador de una información
vital para el futuro de la humanidad. Así como lo oyes.
—Te escucho, sorpréndeme —dijo Daniel, mostrando en su rostro un gesto de
sorpresa ante el secreto que le iba a confesar su padre, aunque dudaba
profundamente que pudiera hacer algo por la humanidad, y más en ese momento
en el que el país se encontraba contaminado.
—No soy operario de una central nuclear. He trabajado durante muchos años
en la central pero lo he hecho infiltrado. Llevo toda la vida trabajando para los
servicios secretos de Estados Unidos y mi cometido era muy diferente al que te
he contado. Seguramente todo esto no llegues a entenderlo, pero es necesario
que lo sepas porque está en juego tu vida y la del resto de supervivientes que
puedas encontrar en el exterior.
—¿Cómo? ¿No has trabajado de operario en la central? ¿Eso es verdad?
¿También los padres de mis amigos pertenecían al servicio secreto? —Daniel
dudó de si estaba contándole la verdad o si por el contrario había empezado a
delirar debido a su enfermedad—. ¡Creo que me estás vacilando! —exclamó—.
¿Todavía te quedan fuerzas para bromear sobre eso? No lo entiendo —dijo
Daniel.
—Hijo, escúchame con atención. Los padres de tus amigos sí trabajaban como
operarios en la central nuclear, pero ellos también desconocían a qué me
dedicaba yo. Nunca se lo conté. Hubiera tenido serios problemas si me hubieran
descubierto. Y lo que respecta a vosotros, tampoco sabíais nada debido a que era
estrictamente secreto. Firmé un contrato que no podía incumplir. Si lo hubiera
hecho habría tenido serios problemas con el gobierno. Esto funciona así, hijo.
Siento no habértelo contado antes, pero también espero que entiendas qué
significa pertenecer a un cuerpo secreto del gobierno. ¿Te acuerdas del día que
salimos de Flanagan? Antes de salir regresé a casa para coger una mochila
alargada, ¿lo recuerdas?
—Sí, claro que me acuerdo. Mamá y yo nos quedamos extrañados de que
regresaras a casa para coger algo, pero decidimos no preguntarte nada. Y claro
que sabíamos que en esa mochila había algo importante, pero nunca nos lo
hubieras contado. Ahora que ya no te importa contarlo, ¿qué es eso tan
importante? —preguntó Daniel.
—Es una pistola para insertar pequeños chip en el interior del cuerpo.
Contienen información confidencial. Sé que esto te sonará extraño, pero es algo
necesario para que sobrevivas. Cuando te cuente la historia completa entenderás
lo del chip. —Daniel enarcó las cejas y no dio crédito a lo que escuchaba de
boca de su padre—. A mí me insertaron uno en el antebrazo antes de abandonar
la central nuclear, cuando nos visitaron los jefes del servicio secreto de Estados
Unidos. Trabajé en unos experimentos junto a un grupo de científicos, y ellos
fueron los que me proporcionaron la información que llevo en el chip. No me
explicaron exactamente qué era lo que me habían facilitado, pero me avisaron
que era muy importante para poder sobrevivir. Además, me indicaron que los
servicios secretos desconocían algunos archivos que habían grabado y que debía
de mantenerlo en secreto. Y como yo voy a fallecer en breve, esa información
debes llevarla tú. Y si algún día vieras peligrar tu vida, debes proporcionárselo a
otra persona que pueda portarlo hasta llevarlo a buen recaudo. No hay nada más
importante que esto, no lo olvides. Hay dos claves que debes memorizar para
poder desbloquear los archivos. ¿Te ha quedado claro, Daniel?
—Eh….Vale, voy a intentar escucharte sin interrumpirte, porque tengo tantas
dudas de lo que me estás contando que primero prefiero oír lo que me vas a
explicar. Quiero que me cuentes toda la historia desde el principio para poder
entenderla, porque ahora mismo estoy muy pero que muy perdido. Esto me
supera. —Guardó silencio y escuchó con atención lo que le iba a contar su padre,
algo que no llegaba a creerse del todo pero que sabía que podría ser real.
Paul le explicó a Daniel que pertenecía a un grupo especial desde hacía
muchos años. Era un grupo secreto que había creado el gobierno de los Estados
Unidos y que se dedicaba al almacenamiento de energía atómica en baterías
especiales. Lo había mantenido en secreto durante toda su vida. Trabajó
alrededor de doce años en un proyecto que se dedicaba a la extracción de energía
nuclear del interior del átomo. Posteriormente, las baterías se transportaban en el
interior de camiones a diferentes puntos secretos del país, donde se quedaban
almacenadas. Desconocía el paradero de las baterías debido a que aquel no era
su cometido. Era un especialista en la conversión y almacenamiento de energía
eléctrica generada por la central nuclear y durante todos y cada uno de los años
que trabajó lo hizo de una manera rápida y eficaz. Era de los pocos operarios en
la central que se le podía considerar imprescindible. Se vio obligado a mantener
en secreto el trabajo que realizaba y ni siquiera se lo contó a su mujer. Hubiera
tenido problemas serios con la organización, llegando a estar en juego hasta su
vida. El día que reunieron a todos los trabajadores de la central nuclear para
explicarles que se iban a paralizar, fue el día que le implantaron el chip bajo el
brazo, al igual que a los científicos que trabajaban con él. En un primer momento
pensaron que aquello era una broma pesada, pero pasados unos minutos se
percataron de que aquello era real y necesitaban portar la información
defendiéndola con su propia vida si era necesario. Si después de un tiempo
conseguían reunirse de nuevo para consultar los archivos, conseguirían revertir
el devenir del destino de la humanidad.
Le resultó complicado de entender, pero no tenían otra opción que aceptar lo
que les ofrecían. Le proporcionaron una copia de seguridad en el interior de un
segundo chip. Sólo así se asegurarían de no perder la información al completo.
También le proporcionaron una pistola para poder implantárselo a alguna otra
persona si su vida corría peligro. Solo podían portar aquella información las
personas que se habían dedicado durante varios años a trabajar para el Proyecto
Monte Olimpo, u otras personas que pudieran mantenerlo en secreto. Desde
aquel momento eran portadores de una información que les abriría las puertas en
alguno de los refugios que tenía preparados el ejército. El hecho de haber oído
las emisiones por radio no había sido fruto de la casualidad. Paul estaba
informado de ello hacía un tiempo. Sabía que el ejército emitiría en unos
determinados diales desde algún refugio seguro para proporcionar las
coordenadas exactas hacia las que dirigirse. Sólo le hizo falta esperar a que
alguno de ellos se pronunciara, y si era así, significaría que se habían conseguido
establecer con éxito en el interior de los mismos. Se había visto inmerso en un
oscuro entramado en el que no tenía margen de maniobra. Paul sabía que no iba
a poder desplazarse hasta el búnker en el desierto de Sonora porque se
encontraba gravemente enfermo. Y no tuvo otro remedio que informar a Daniel
del proyecto secreto e implantarle el chip, para que lo llevara consigo y pudiera
salvarse con aquella información que iba a llevar encima. Le indicó que se
dirigiera a México, al desierto de Sonora, y que protegiera el chip con su propia
vida. Sólo tendría que esperar el momento oportuno para comunicarle a la
persona correcta que tenía una información confidencial. A poder ser, un alto
mando del ejército. Sólo así podría finalizar con éxito su misión. Le apuntó en
un papel las dos contraseñas numéricas que debía de memorizar para cuando se
las solicitaran, y se las entregó. Le explicó que la primera era la que daba acceso
a la coordenada correcta del lugar al que tendrían que dirigirse, aparte de ciertas
informaciones de las baterías con las que había trabajado durante tantos años, y
la segunda contraseña sólo podía proporcionarla cuando estuviera en el interior
de un vehículo especial que le pudiera llevar a un lugar seguro y libre de
contaminación. Daniel no entendió muy bien todo aquel entramado pero le
siguió la corriente. Visualizó las numeraciones de las contraseñas: 210769 y
121230.
—Hijo, sabrás en qué momento utilizar esta información, te lo aseguro.
Gracias a esto podrás continuar con tu vida en otro lugar. No puedes imaginarte
de lo que es capaz de construir el ser humano. Puedo decirte con total seguridad
que cuando estés allí te acordarás de esta conversación y de por qué no os conté
nada del proyecto secreto para el que trabajaba. Lo entenderás a la perfección.
Sólo espero que no me guardes rencor. Detrás de todo esto hay algo grandioso
que te dejará boquiabierto. Cuando tengas que comunicarle lo del chip a algún
militar podrás decirle abiertamente que te dé su opinión sobre el Proyecto Monte
Olimpo. Si ese militar ha estado vinculado a este proyecto, automáticamente
sabrá de qué se trata y te protegerá con su vida si es necesario, te lo aseguro.
Tendrás una sobreprotección que a ti mismo te sorprenderá. Todo va a salir bien,
no temas por nada. Estoy seguro de ello. Un último consejo, Daniel. No pierdas
esas contraseñas y memorízalas, o no te servirá de nada portar esa información
bajo el brazo. Hay algo más. Sé que esto va a ser muy duro para ti, pero tienes
que hacerlo. Cuando yo muera tienes que extraerme el chip que llevo en el brazo
y destruirlo. Quémalo si es necesario. Si llegara a las manos equivocadas podrían
utilizarlo maliciosamente, y eso es algo que no puedes permitir. Serás víctima de
un chantaje si hay más de un chip. Sólo deseo que todo finalice con éxito. No
voy a verlo con mis propios ojos, pero estoy seguro de que serás capaz de
conseguirlo. Si llegas al lugar exacto que te marca el chip pregunta por los
científicos que trabajaron conmigo en la central, son unos auténticos genios y te
ayudarán en lo que necesites. Sólo hace falta unir todas las informaciones
disponibles para dar por finalizado el Proyecto Monte Olimpo.
Paul se sintió liberado después de hablar largo y tendido con su hijo y de poder
quitarse aquel peso de encima. Necesitaba compartirlo con alguien después de
haber pasado tanto tiempo ocultando aquel secreto. Se tumbó sobre el colchón y
se relajó. Pensó que ya podía morirse tranquilo al haberse quitado aquel
remordimiento que le castigaba sin cesar. Daniel ya sabía lo que tenía que hacer
y cómo tenía que actuar de ahí en adelante. Antes de echarse a dormir, pidió a
Daniel que le acercara la mochila alargada y misteriosa en la que se encontraba
el chip y la pistola. No tardó demasiado en implantárselo en el brazo. Sintió un
fuerte dolor en el momento de hacerlo, pero enseguida le desaparecieron las
molestias. Su tamaño era minúsculo y no tendría más de medio centímetro de
diámetro. Se observaron a través de la penumbra del cobertizo y sonrieron,
sabiendo que la complicidad entre ambos se había reforzado. Aquella noche,
Paul no consiguió conciliar el sueño. Se vio inmerso en fuertes dolores
producidos por la enfermedad que sufría. Pero no le importó recibir aquel
castigo, estaba orgulloso de su hijo y de cómo se había tomado la información
que le había proporcionado. Estaba seguro de que se desenvolvería bien sin él.
Daniel tampoco pudo dormir aquella noche. Su cabeza no paró de dar vueltas
pensando en lo que le había contado su padre. Haber recibido tal cantidad de
datos en tan poco espacio de tiempo no le ayudó. Se encontraba inmerso en unos
sentimientos enfrentados que no le dejaban pensar con claridad. Le pareció algo
tan sumamente complejo que deseaba saber de qué se trataba. Un proyecto
llamado Monte Olimpo y liderado por los servicios secretos de los Estados
Unidos… le pareció algo grandioso, y sabía que terminaría descubriéndolo.
Tenía fe ciega en ello.
Los días pasaron y Paul empeoró considerablemente. Dejó de alimentarse y lo
único que ingería era agua, que al menos le ayudaba a mantenerse hidratado. Le
costaba respirar y sentía un ardor constante sobre la garganta. El calor asfixiante
que hacía en el interior de la cabaña tampoco ayudaba. Le resultaba imposible
poder levantarse, por lo que pasaba día y noche tumbado sobre el colchón del
cobertizo. El dolor de huesos se volvió insoportable y sufría delirios
incontrolados que le dejaban totalmente exhausto. Daniel tomó la determinación
de dejarle a solas porque no podía soportar verle sufrir de aquella manera.
Empezó a proporcionarle calmantes para que pudiera descansar sin los dolores
que sufría constantemente.
Y desgraciadamente, después de unos días, Paul falleció. Daniel bajó al
cobertizo para despertarle y le notó frío como el hielo. Permaneció abrazado a él
alrededor de dos horas. Sintió una enorme pena y un inmenso vacío. No
encontró el momento de dejar de llorar y de decirle todo lo que le quería. Le
susurró al oído algo cariñoso pero ya no le escuchaba. A pesar de saber que tarde
o temprano fallecería por la enfermedad, fue un duro golpe para él. Se armó de
valor y logró sacarlo del cobertizo de la cocina para poder enterrarlo junto a su
madre. Pensó detenidamente en lo que le había explicado su padre y extrajo el
chip de su brazo, ayudado por un cúter. Lo colocó sobre un poyete de granito
que encontró cerca de allí y lo machacó con una piedra. Después, esparció los
restos por los alrededores de la cabaña para no dejar rastro alguno. Pensó en la
información que acababa de destruir pero le tranquilizó el hecho de llevar una
copia en su antebrazo.
Su situación en el interior de la cabaña cambió drásticamente durante los
siguientes meses. Daniel había perdido el miedo a la muerte y realizaba
pequeñas salidas al exterior para conocer mejor el terreno. En breve huiría a
México y necesitaba prepararse para ello. Pero ya nada fue igual. Se sentía muy
sólo y extrañaba muchísimo la falta de su padre. Además, el bosque tenía un
aspecto extraño. Hacía un calor excesivo y el ambiente se encontraba demasiado
cargado. Las temperaturas diurnas eran muy elevadas y el bochorno existente se
hacía insoportable. La escasez de lluvias no ayudaba a que las temperaturas
fueran más suaves y fue notando cómo aumentaban según pasaban los días. El
sol parecía apagado por la espesa canícula anaranjada que lo rodeaba y que
flotaba en el ambiente, haciéndolo irrespirable.
Durante varios días le ocurrió algo muy extraño a lo que no encontraba
explicación alguna. A determinadas horas de la noche oía ruidos en el exterior.
Sentía como si alguien rondara por los alrededores de la cabaña. En más de una
ocasión llegó a sentirse observado a través de las ventanas, pero cuando se
acercaba a ellas no conseguía ver a nadie. Llegó a pensar que aquello era
producto de su imaginación y que se estaba volviendo loco. Pero en más de una
ocasión oyó pisadas sobre el porche de la cabaña a altas horas de la madrugada y
estaba completamente seguro de que alguien le acosaba. ¡No estaba loco! Cerró
los portones de madera de las ventanas y reforzó la puerta de entrada para
sentirse más seguro. Quería evitar verse sorprendido en mitad de la noche por
alguien que quisiera entrar para protegerse de la radiactividad del exterior. Sabía
que alguien le espiaba y le vigilaba constantemente. Pero según fueron pasando
los días volvió a recobrar la tranquilidad, al cesar las visitas nocturnas.
Después de tanto tiempo encerrado en el interior de la cabaña, Daniel tenía
todos los músculos de su cuerpo entumecidos. Necesitaba ponerse en forma y
empezó a hacer ejercicio. Los primeros días fueron duros y las agujetas
aparecieron enseguida debido al poco ejercicio que había realizado durante el
tiempo que permaneció encerrado. A pesar del calor que hacía dentro de la
cabaña, hacía flexiones, abdominales, dominadas y todo tipo de movimientos
para ponerse a punto. El día que partiera necesitaba encontrarse fuerte y
preparado para lo peor. El exterior ya no era como él lo conocía y necesitaba
prepararse. No tendría una cama cómoda para dormir ni un lugar donde
permanecer tranquilo. Aun así no tenía nada que perder. Los días en los que
realizaba más ejercicios, sentía fuertes pinchazos en la zona donde tenía el chip
que le había implantado su padre. Apretaba con fuerza sobre la pequeña cicatriz
y conseguía que enseguida desaparecieran las molestias que sentía.
Volvió a estudiar los mapas y las rutas que tenía que hacer a pie. Necesitaba
memorizar los atajos para poder sortear las grandes ciudades y marchar por
lugares seguros. Temía cruzarse con saqueadores, caníbales o asesinos por el
camino. La vida de una persona no tenía ningún valor en los tiempos que
corrían. Pensó que si la fortuna le acompañaba podría encontrar algún vehículo
con el que poder desplazarse hasta el desierto de Sonora. Solo necesitaba evitar
las carreteras principales para no verse sorprendido por la gran cantidad de
coches abandonados que habría sobre el asfalto. Por desgracia, los que
intentaron huir de las grandes ciudades después de los anuncios de la
desconexión nuclear, se encontraron con la prohibición de salir de ellas. El
ejército habilitó puntos de control para bloquear las salidas y evitar los
desplazamientos por todo el país.
Pensaba constantemente en el chip que tenía bajo el brazo y no consiguió
quitarse de la cabeza la información que contendría. No le guardaba rencor a su
padre por haber mantenido en secreto a lo que se había dedicado. Entendió lo
que significaba trabajar para un grupo secreto de los Estados Unidos. Sabía que
todo profesional de la materia jamás compartiría con sus allegados el secreto de
su éxito, y menos relatar a los demás a qué se dedicaba exactamente en su día a
día.
Preparó una mochila con todo lo necesario para el día que partiera de la
cabaña. Plastificó los mapas para evitar que se humedecieran y los guardó en
uno de los bolsillos. Los iba a necesitar constantemente y si no los reforzaba se
quedaría sin ellos a los pocos días. Metió en el interior de la mochila la radio y
unos paquetes de pilas. Necesitaba seguir informado por si en cualquier
momento proporcionaban alguna otra información importante sobre el refugio de
México.
El calor era asfixiante durante el día, pero intentaría moverse por el exterior
cuando cayera el sol, debido que durante las horas centrales, las temperaturas
alcanzaban los cuarenta y cinco grados. Por las noches bajaban levemente y era
el mejor momento para partir. Si durante el día no se refugiaba bajo cobertizos
subterráneos, cuevas o pozos, moriría deshidratado o de un golpe de calor. Se
guardó una buena cantidad de botes de conserva y una bolsa de pastillas
potabilizadoras. Iba a llevar mucho peso a la espalda pero necesitaba todo
aquello para poder sobrevivir hasta que llegara a México. Se encontraba
preparado físicamente para ello. Sólo le faltaba elegir el día de partida.
CAPÍTULO 10
Y EL FUEGO APARECIÓ PARA
QUEDARSE
Los elementos serán destruidos con fuego, y
la tierra y lo que hay en ella será calcinado.
Una noche sucedió algo que empujó a Daniel a abandonar la cabaña. Unos
fuertes golpes procedentes del exterior le despertaron, mientras dormía
plácidamente sobre el cobertizo subterráneo de la cabaña. Se desperezó y subió
para comprobar qué era lo que ocurría. Llegó al salón y enseguida percibió una
claridad inusual para ser aún de noche. Se asomó a la ventana y lo que observó
le dejó de piedra. Un enorme incendio en lo alto de la colina arrasaba con todo lo
que se encontraba a su paso y era avivado por el fuerte viento y por las elevadas
temperaturas. Las llamaradas se desplazaban de un lado a otro sin control. Tras
la estela que dejaban atrás las llamas, los árboles se desplomaban montaña abajo
y el sonido provocado por las rodaduras de los troncos resultaba atronador.
Aquel ruido ensordecedor fue el que le había despertado. Había llegado el
momento de salir corriendo si no quería morir abrasado. El fuego se encontraba
muy cerca de la cabaña. Cogió los prismáticos que tenía colgados de un perchero
de madera y se los colgó al cuello. Se colocó las protecciones y se preparó para
huir. Se acomodó la pesada mochila sobre la espalda y abrió la puerta para
escapar del aparatoso incendio que se acercaba peligrosamente a la cabaña. En
pocos minutos quedaría todo arrasado por las llamas. Antes de salir pensó en
cómo poder salvar de la quema toda la comida envasada que tenía sobre las
estanterías de la cocina. Tiró todos los botes al interior del cobertizo, sabiendo
que quizá los pudiera necesitar algún día. No sabía si necesitaría regresar de un
posible viaje fallido a México.
Echó de menos no tener algún vehículo disponible para poder huir rápidamente
de allí, pero desgraciadamente los dos coches tenían las baterías completamente
descargadas. No tuvo más remedio que huir a la carrera. Enseguida cogió cierta
distancia con las inmensas llamaradas que arrasaban aquella zona del parque
natural, pero empezó a sentir un calor asfixiante. El mono no dejaba escapar el
calor corporal hacia fuera y empezó a sudar de forma exagerada. En ese
momento supo que lo iba a pasar mal, pero ya no había marcha atrás. Tenía que
mirar al frente y se convenció de que encontraría algún lugar seguro en el que
empezar una nueva vida.
Corrió a buen ritmo durante un par de horas y logró dejar el incendio atrás.
Estaba agotado después del esfuerzo realizado y se dio cuenta de que no estaba
preparado para aquello, a pesar de haberse entrenado durante muchos días. Se
sentó sobre la base de un árbol para poder recuperar el aliento. A pesar de la
oscuridad reinante le sorprendió cómo había cambiado el paisaje. Iluminó a su
alrededor con la linterna y todo le pareció sacado de una película apocalíptica.
La cantidad de hojarasca esparcida por el suelo y los árboles secos y podridos
proporcionaban un aspecto tétrico al bosque. Sintió un silencio sepulcral y dudó
si las palpitaciones sobre sus sienes amortiguaban algún tipo de ruido procedente
de los alrededores. Todavía era media noche, por lo que había escasa claridad
sobre la negrura del bosque. Volvió a levantarse y se dirigió hacia un pequeño
sendero para comprobar hacia dónde llevaba. Caminó por él durante un par de
millas y tuvo la fortuna de observar varias viviendas cerca de allí. No habría más
de diez casas, pero sabía que le servirían de refugio. Apagó la linterna y se
acercó sigilosamente para no ser descubierto por alguna persona que continuara
viviendo allí. Se aproximó a la entrada de la pequeña aldea y se agazapó sobre
un pequeño muro de hormigón. Observó posibles movimientos pero no
consiguió ver nada. No había luces encendidas en el interior de las casas. Se
acercó a un pequeño granero que se encontraba abierto y se coló dentro. Se
encaramó al altillo ayudado por una pequeña escalera de madera y observó a
través de un viejo ventanuco. Todo se encontraba sumido en una absoluta
oscuridad y no pudo ver ninguna fuente de luz cercana. Pasado un rato, y
después de comprobar el silencio sepulcral que invadía el pueblo, consiguió
relajarse. Necesitaba descansar y pensó que aquel granero sería el lugar perfecto
para hacerlo. Se encontraba exhausto. Dentro del granero encontró una pequeña
bodega que había en la planta baja. Sacó una lona de plástico de su mochila y la
extendió sobre la puerta de la entrada para poder dormir alejado de la
radiactividad existente. Encendió el dosímetro de su padre y empezó a emitir
pitidos de manera lenta y pausada. Enseguida amanecería, por lo que se tumbó
sobre el pequeño agujero para mantenerse alejado de las altas temperaturas que
azotarían la zona por el día. Tapó la entrada a la bodega con un pallet de madera
y se puso la lona por encima. Le costó conciliar el sueño debido a la tensión que
acumulaba y al intenso olor que había en el interior del agujero. Proyectó el haz
de luz de la linterna hacia una de las esquinas. Observó unas enormes barricas de
madera de roble e imaginó que el hedor provenía de allí. Se olvidó de aquello y
se centró en intentar descansar para poder reponerse del esfuerzo realizado.
Cuando despertó todo seguía igual. No calculó el tiempo que llegó a estar
dormido pero se sintió descansado y con fuerzas. Desde allí no oyó ruidos
provenientes del exterior. Sintió un leve dolor en sus piernas y le costó
levantarse del suelo. Volvió a vestirse con las protecciones y salió a la calle. No
hacía demasiado calor y decidió dar una vuelta para asegurarse que no había
nadie por el pueblo. El día estaba más oscuro que de costumbre y una canícula
grisácea pululaba en el ambiente, proveniente de los incendios del norte. El olor
a madera quemada envolvía las pequeñas calles del pueblo. Comprobó que se
encontraban sin asfaltar y carecían de aceras. No había señales identificativas
por ninguna parte y los adoquines de antiguo granito hacían las veces de bancos
improvisados. Pero las casas mantenían un aspecto cuidado y a su alrededor no
había vehículos. Imaginó que sus habitantes habían huido. Se acercó a una de las
casas y se quedó paralizado sobre la entrada. Pegó el oído a la puerta e intentó
percibir algún ruido procedente del interior. Comprobó que no se oía nada y giró
el pomo de la puerta. Se oyó un clic metálico al abrirla y se deslizó al interior.
Observó alrededor y comprobó que se encontraba desierta. Al soltar la puerta,
las bisagras chirriaron ruidosamente a sus espaldas. Por suerte no había nadie.
Observó un pasillo completamente desordenado y en el que se encontraban
multitud de papeles y objetos tirados por el suelo. Aquello le hizo pensar que los
dueños se habían largado apresuradamente de allí. Se asomó a una pequeña salita
que se comunicaba con la cocina y todo se encontraba patas arriba. Entró
esquivando sillas, enseres y platos rotos y esparcidos por toda la estancia. Pero
aquello no fue lo que más le llamó la atención. Captó un olor nauseabundo que
le echó para atrás en cuanto su olfato lo detectó. Algo se encontraba en proceso
de descomposición y el olor invadía todos los rincones. Decidió comprobar de
qué se trataba y se dirigió a la cocina, que también presentaba un desparrame
general de cubiertos, ensaladeras y sartenes tiradas por el suelo. Revisó los
muebles y se encontraban totalmente vacíos. Se habían llevado todo lo que había
en su interior. La nevera permanecía abierta y en su interior vio varios botes
cerrados. Se acercó para observar lo que contenían y vio algo verdoso en su
interior. Comprobó que era moho. Los alimentos estaban en proceso de
descomposición. Salió de la cocina y se dirigió pasillo adelante. Conforme
avanzó notó cómo el olor se hacía más insoportable. Y enseguida encontró el
causante del mismo. El cuerpo de un pequeño animal se descomponía
lentamente al son del calor reinante y era devorado por unos pequeños gusanos
que no paraban de moverse en su interior. Le dio tanto asco que empezó a sentir
nauseas. Intentó contener la respiración y salió corriendo de allí. Vomitó sobre el
pasillo, dejándolo todo manchado. Le resultó sumamente asqueroso observar
cómo aquellos pequeños seres se comían el cadáver del animal. El olor había
impregnado la tela del mono y no paró de dar arcadas. No consiguió quitárselo
de encima. Salió a la calle principal y volvió a colocarse la máscara. Después de
recuperarse de las náuseas y del malestar, se pasó por el resto de las casas. Todas
estaban cerradas con llave. Se asomó a las ventanas y no observó movimiento
alguno dentro de ellas. El pequeño pueblo se encontraba desierto. Regresó sobre
sus pasos para comprobar qué había en el interior de un pequeño almacén que
había visto un momento antes, cuando se dirigía hacia las demás casas. Se
acordó del enorme portón de la entrada e imaginó que en su interior podría haber
algún vehículo. Necesitaba imperiosamente un coche para poder desplazarse a
México. Llegó a la puerta metálica y la empujó con fuerza, pero no se abrió. Se
encontraba cerrada. Alzó la mirada hacia la parte más alta y comprobó que había
una pequeña ventana. Regresó al porche de una de las casas y cogió una escalera
metálica que se encontraba abandonada. Necesitaba saber qué había allí. Subió
hasta el último peldaño y observó el interior. Vio unos barriles de madera al
fondo del almacén y una gran cantidad de herramientas colgadas sobre un tablón
anclado a la pared. A simple vista no le pareció observar nada de valor, pero al
instante divisó algo que le vendría de maravilla. Había una bicicleta colgada en
la pared. Pensó que le podría valer para desplazarse hasta que encontrara algún
coche con el que poder moverse más rápido. Rompió el ventanal con una piedra
y retiró los restos del cristal que habían quedado adheridos al marco de madera.
Pasó a través de la ventana y se acercó apresuradamente a la bicicleta. No estaba
en muy buenas condiciones pero podría utilizarla. Cogió un bote de grasa que
había junto a las herramientas y la untó sobre la cadena. El estado en el que se
encontraban las ruedas no era el mejor, pero podría recorrer bastantes millas. Al
menos lo haría más rápido que a pie. Conforme avanzaron las primeras horas del
día empezó a sentir cómo aumentaban las temperaturas. Abrió el portón metálico
del almacén y salió a la calle para dirigirse a la bodega del granero en el que
había dormido unas horas antes. Comió unas latas envasadas y esperó
pacientemente a que anocheciera.
Pasadas unas horas volvió a ponerse las protecciones y salió de nuevo al
exterior. No quería perder demasiado tiempo, así que se montó en la bicicleta y
marchó calle abajo. Notó que era bastante inestable al tener las ruedas
desinfladas, pero sabía que era más rápido que moverse a pie. Llegó a una
carretera y puso un buen ritmo de pedaleo. Se encontró gran cantidad de
vehículos calcinados en las cunetas de la carretera y con otros que la bloqueaban.
Se sintió afortunado por poder desplazarse en bicicleta. Si se hubiera desplazado
en coche no hubiera sido capaz de sortear la gran cantidad de vehículos que se
encontraban cruzados sobre el asfalto. Algunos lo hacían sobre las ruedas
pinchadas o reventadas por el paso del tiempo y otros descansaban sobre el viejo
y oscurecido esqueleto oxidado en que se habían convertido.
Pedaleó durante varias horas. El cansancio empezó a hacer mella sobre sus
piernas pero decidió no parar hasta más adelante. Debido al calor reinante, la
asfixia se apoderó de él. El intenso sudor apareció un buen rato antes y se
encontraba empapado. Sintió cómo el mono se le pegaba a la piel y le costaba
moverse con soltura. Pasadas unas millas se detuvo para descansar. Necesitaba
reponerse y beber agua para no deshidratarse. Se sentó en la cuneta de la
carretera. A lo lejos pudo divisar las grandes llamaradas que calcinaban
lentamente el parque natural que había al norte de Rock Springs. También divisó
la gran cantidad de columnas de humo que emanaban de grandes ciudades
cercanas al lugar. El resplandor anaranjado de los incendios se reflejaba sobre el
cielo oscurecido que cubría todo el estado. Le pareció que el apocalipsis había
llegado y que se quedaría para siempre.
A su alrededor todo permanecía muerto e inerte. Aquella sensación le creó
cierta ansiedad al saber que el futuro que le esperaba era poco alentador.
Encontrar un lugar seguro para seguir viviendo iba a resultar muy complicado.
Los incendios penetraron hacia el interior del país, quemando hojarasca seca,
madera y todo material inflamable a su paso, creando un paisaje masacrado por
el fuego y por la contaminación radiactiva existente, que lo invadía todo.
Daniel intentó pensar en algo, pero le fue imposible porque tenía la mente en
blanco. Desgraciadamente no era la primera vez que le ocurría aquello. La sorda
desesperación repiqueteaba una y otra vez dentro de él. Todo estaba cayendo en
el olvido. Los alrededores permanecían envueltos en tonos anaranjados,
apagados y oscuros, y le mostraban el negro e incoloro mañana. Se quedó
absorto y abducido en sus pensamientos sobre la cepa de un árbol seco. Pensó en
sus padres y en su tía. No pudo evitar llorar, recordando lo mucho que los echaba
de menos. También recordó las tardes en las que se divertía con sus amigos en el
Artesiano Park, en Flanagan. Habían sido muchos años juntos y en ese momento
se encontraba tan sólo que creyó estar viviendo una pesadilla. Difícilmente
podría superar aquello y se desesperó. Agotado por el esfuerzo que había
realizado con la bicicleta, se acomodó hacia un lado y enseguida se durmió.
Permaneció inmóvil alrededor de tres horas, hasta que se despertó sobresaltado
al oír el crujido de una rama seca de un árbol cercano. Al momento, volvió a oír
un ruido más intenso, hasta que seguidamente observó cómo un árbol se
desplomaba cerca de donde se encontraba. El impacto sobre el suelo fue tan
brutal que le dejó aturdido durante largo rato, sin saber qué hacer. No había
tenido tiempo de reacción y se había librado por poco de morir aplastado.
Se sintió inseguro bajo aquella arboleda seca y podrida. Sabía que en cualquier
momento podría caer otro árbol sobre él y aplastarle mientras dormía. No le
agradó aquel pensamiento y pensó a dónde dirigirse. Sacó el mapa de la mochila
y marcó con un bolígrafo la ruta que había realizado. No se había desviado del
camino que pensaba seguir, por lo que, a pesar del cansancio que tenía, se montó
de nuevo en la bicicleta y siguió pedaleando para llegar a un lugar más seguro.
A unas diez millas de allí le sorprendió un pequeño repecho en la carretera.
Tenía tanta pendiente que se vio obligado a bajar de la bicicleta para poder
continuar. Observó la carretera hasta donde alcanzaba su vista y comprobó que
se encontraba despejada de coches. Pero hubo algo que empezó a inquietarle.
Aun no se había cruzado con ningún superviviente. Le aterrorizaba la posibilidad
de encontrarse con algún grupo armado o con algún alma desesperada por
encontrar alimento. Se quitó la idea de la cabeza y continuó su camino para
seguir avanzando y no perder más tiempo. Pasadas dos millas llegó al final del
repecho y volvió a montarse sobre la bicicleta. El terreno era más llano y le
ayudó a recuperar fuerzas. Cruzó un túnel excavado en la roca y unas millas
después, llegó a una estación de servicio. Se escondió tras unos grandes
matorrales para poder echar una ojeada rápida. No había luces en el interior del
autoservicio. Permaneció agazapado, observando durante más de media hora.
Todo permanecía en silencio y no había movimiento de personas. Vio que había
dos vehículos estacionados detrás de los surtidores, uno delante del otro. Era su
oportunidad. Sabía que tenía que acercarse para ver si podía utilizar alguno de
ellos. Irremediablemente se le iluminó la mirada y echó una risotada tras la
enorme mascarilla que llevaba puesta, sintiendo una alegría desbordante por
semejante descubrimiento. Su éxito dependía de uno de aquellos coches,
sabiendo que alguno podría funcionar aún. Cruzó sigilosamente el asfalto y se
dirigió hasta el enorme cartel que indicaba los precios de los carburantes. Se
puso en cuclillas y volvió a observar a su alrededor. Para llamar la atención,
lanzó varias piedras sobre la única cristalera que seguía en pie en el autoservicio,
y se escondió para volver a comprobar que no salía nadie del interior. Esperó
unos minutos. Sacó la linterna y la encendió. Proyectó el haz de luz sobre la
entrada de la cafetería, que se encontraba abierta. Los cristales de las ventanas
yacían sobre el suelo, formando montoneras esparcidas de una punta a otra del
local. Se giró y volvió a observar los surtidores de gasolina. Las mangueras
estaban perfectamente colgadas en su sitio. Detrás, los dos vehículos parecían
encontrarse en perfectas condiciones, o al menos eso parecía desde la distancia a
la que se encontraba. Dirigió la linterna sobre ellos y observó la gran cantidad de
polvo y suciedad que los cubría. Debían de llevar mucho tiempo allí
estacionados. Se acercó lentamente con el dosímetro en la mano. Repiqueteaba
sin cesar, por lo que se vio obligado a actuar con rapidez. Aceleró el paso y llegó
al primero de los coches. Lo observó detenidamente a través de la ventanilla del
copiloto y no vio nada extraño en su interior. Intentó meterse dentro, pero al
intentar abrir la puerta, la manilla no giraba. Estaba cerrado. Se volvió hacia el
otro coche y lo observó desde la distancia. Su aspecto exterior no tenía buen
aspecto. Las ruedas se encontraban bastante desinfladas y la chapa tenía
abollones por todas partes. Pero le importó poco. Pensó que si había llegado
hasta allí en una bicicleta con las ruedas desinfladas, podría desplazarse una
buena cantidad de millas con un coche en las mismas condiciones. Se acercó a la
puerta del conductor y la encontró entreabierta. Se metió dentro, pero no
encontró la llave para arrancarlo. La buscó por la guantera y por los pequeños
habitáculos de las puertas, pero no la encontró. Sabía que si no conseguía
encontrarla no serviría de nada tener dos coches. Los nervios comenzaron a
aflorar y sintió la necesidad imperiosa de gritar. Pero sabía que si lo hacía no le
ayudaría en absoluto, podría hacer un efecto llamada sobre alguien que se
encontrara cerca de allí, desconociendo las intenciones que tendría. Se acomodó
un momento sobre el asiento del copiloto y pensó fríamente en lo que hacer. No
podía perder el tiempo allí sentado. Tenía que actuar rápido. ¿Y si la llave
estuviera en la cafetería de la estación de servicio? Era una posibilidad, por lo
que enseguida salió del coche y se aventuró a entrar dentro. Podría encontrarse
con cualquier cosa en el interior, pero se armó de valor y lo hizo. Poco tenía que
perder. Volvió a sacar la linterna y se asomó. Enseguida llegó hasta él un olor
nauseabundo, a pesar de llevar la máscara puesta. Pero avanzó por el local para
seguir buscando por allí. Observó cómo el polvo cubría todas las superficies que
se encontraban al alcance de su vista. Las mesas y las sillas estaban
perfectamente colocadas y la barra se encontraba vacía. Encontró una máquina
de refrescos reventada en una de las esquinas y sin ninguna bebida sobre los
estantes interiores. Lo habían saqueado todo. Siguió avanzando a través de un
pasillo hasta llegar a lo que parecía un pequeño almacén. Llegó a la puerta y no
pudo abrirla. Se encontraba cerrada. Allí el olor era más fuerte que en la entrada
de la cafetería. Pensó que algo se estaba pudriendo detrás de aquella puerta
porque aguantar el olor se hacía insoportable. Forzó la cerradura pero no
consiguió abrirla. Empezó a aporrearla enérgicamente con un mazo de madera.
Sabía que tenía que entrar como fuera y pensó en echar la puerta abajo si era
necesario. Se preguntó qué sería lo que se escondía en aquel almacén. Pero no se
iba a quedar con la duda porque necesitaba descubrirlo. Después de dar varias
patadas sobre la manilla, consiguió tumbarla. Inmediatamente le sorprendió el
fuerte olor y le hizo retroceder varios pasos. El hedor invadía el pequeño
almacén y era bastante desagradable. Se colocó un trapo sobre los filtros de la
máscara y entró dentro. Enseguida entendió por qué olía tan fuerte. Sobre el
suelo del almacén yacían los cuerpos de dos personas en estado de
descomposición. Se encontraban al lado de unas estanterías metálicas que se
encontraban llenas de latas de comida envasada. Se acercó a los cuerpos y
rebuscó por los bolsillos de sus chaquetas. Uno de ellos tenía una cajetilla de
tabaco y una pequeña cartera de piel con su documentación. Registró la ropa del
otro y sobre uno de los bolsillos del pantalón encontró las llaves de un coche. Se
la guardó en el bolsillo del mono para probar de qué coche era. Observó los
cuerpos inertes sobre el suelo y se percató de que uno de ellos había fallecido de
forma violenta. Tenía un disparo en la cabeza. El otro se encontraba ladeado
sobre la estantería y no había ni rastro de sangre en él. Observó las manos del
que estaba tirado sobre el reguero de sangre seca y oscura, y comprobó que tenía
una pistola empuñada. Cogió una vara metálica del almacén y la utilizó para
quitársela de entre sus dedos. Abrió el cargador y aún le quedaban cuatro balas.
Se la guardó dentro de la mochila y salió de allí. Ya tenía una pistola que le había
dado su padre, pero no sabía si necesitaría otra más, por lo que se la guardó.
Paul, antes de fallecer, avisó a Daniel de que desplazarse por el exterior iba a
ser muy peligroso y que en algún momento tendría que defenderse. Le aconsejó
que se desplazara con los ojos bien abiertos para evitar ataques de grupos de
personas necesitadas de alimento. Los supervivientes que seguían habitando el
yermo tenían que luchar por sobrevivir a cualquier precio. Ya no había reglas
que cumplir y sólo sobreviviría el más fuerte. Nadie se iba a entretener en robar
dinero ni joyas porque carecían de valor, pero sí en otras cosas que antes eran
insignificantes y ahora eran auténticos tesoros, como unas simples mascarillas o
unos monos de protección. Daniel tenía claro que defendería a muerte sus
pertenencias si fuera necesario.
Salió de la cafetería y dejó tras de sí la estela de olor podrido que invadía el
interior del pequeño almacén. Lo primero que hizo fue dirigirse a los coches para
ver cuál era el que se podía arrancar con la llave. Se metió en el que se
encontraba abierto y al pulsar el botón de arranque no hizo nada. Salió y se
dirigió al otro vehículo, y al aproximarse se abrieron automáticamente los
seguros. Entró y se sentó al volante. Pulsó el botón de arranque y empezó a
carraspear el motor. Arrancó tras realizar un par de intentos, pero al momento se
volvió a parar. El motor se encontraba demasiado ahogado de suciedad y hollín.
Salió y levantó el capó para ver el estado en el que se encontraba el motor.
Enfocó con la linterna y después de observarlo detenidamente, le pareció que se
encontraba en perfectas condiciones. No había pérdidas de líquidos por ningún
lado. Apretó los manguitos y los tapones del aceite y de la bomba del
anticongelante, pero todo estaba en su sitio. Se encontraba totalmente cubierto
de polvo pero sabía que aquello no podía hacer que no funcionara. Volvió a
entrar en el coche e intentó arrancar un par de veces más. Al final lo consiguió y
se felicitó por ello. Mantuvo el pie sobre el acelerador durante un momento para
evitar que se ahogara de nuevo, y aceleró para salir de allí, provocando una
enorme humareda. Los surtidores de gasolina de la estación de servicio se
quedaron envueltos en un humo denso y oscuro, propio de un coche que llevaba
demasiado tiempo sin arrancarse. Observó el panel de mandos y comprobó que
el depósito de gasolina se encontraba lleno. Estaba de enhorabuena.
Circuló por la carretera con las luces apagadas para no ser descubierto por
nadie. Pero al momento de partir se acordó de algo que le hizo regresar a la
estación de servicio. No tenía pensado hacerlo pero necesitaba coger unas cosas
para continuar su camino. Recordó la cantidad de comida almacenada sobre las
estanterías metálicas del almacén de la cafetería. Pensó que sería buena idea
poder llevar más cantidad de comida en el maletero del coche porque sabía que
la necesitaría. En escasos minutos llegó a la estación de servicio y dejó el coche
estacionado en la misma puerta. Corrió hacia el pequeño almacén con un par de
bolsas en la mano. Llegó hasta las estanterías y las vació en el interior de las
bolsas. Había todo tipo de comida, frutas en almíbar, tomates envasados,
mermeladas, pan tostado y mucho más. Arrastró las bolsas hasta el maletero y
las vació dentro. Enseguida volvió a partir de nuevo. No tenía tiempo que perder.
Enfiló la carretera que llevaba de vuelta a Rock Springs para coger la
interestatal 80, en busca de un lugar seguro para poder pasar el día. Estaba
amaneciendo y debía encontrarlo rápido. Rock Springs quedó a la izquierda de la
interestatal, y desde allí pudo observar la gran cantidad de columnas de humo
que se erigían hacia el cielo. Se felicitó por no haber elegido aquella ruta, debido
a que el centro de la ciudad se había convertido en un infierno. Tomó una de las
carreteras que la bordeaban para circular más rápido, dejándola atrás. Según fue
recorriendo millas se encontró algunos coches abandonados sobre las cunetas.
Su máxima preocupación era encontrarse con las carreteras bloqueadas y que le
impidieran continuar, pero hasta ese momento, por fortuna, pudo seguir
avanzando.
Horas más tarde, el sol empezó a asomarse por el horizonte y Daniel continuó
su búsqueda de un lugar seguro para poder refugiarse. Tomó todas las
precauciones posibles y circuló durante bastantes millas a toda velocidad, hasta
que llegó a otra estación de servicio que había pegada a la carretera. Paró el
coche a una distancia prudente para no ser descubierto y observó a su alrededor
para cerciorarse de la presencia de otras personas por los alrededores. Salió del
coche y se acercó para ver si podría pasar allí el día, debido a que había un
pequeño hotel de carretera pegado a la estación de servicio. Le pareció un buen
lugar para dormir. Necesitaba descansar porque se estaba quedando sin fuerzas y
porque necesitaba asearse y quitarse durante unas horas el mono y la máscara de
protección. Llevaba varias horas con las protecciones puestas y el calor le estaba
asfixiando. Si no se refrescaba iba a terminar agotado y exhausto y la
deshidratación le pondría en serios apuros.
Se acercó a la recepción del hotel y se escondió detrás de un cubo de basura
que se encontraba enfrente de la entrada principal. Desde allí podía divisar
cualquier movimiento que se produjera en el interior. Pero no observó nada
extraño, por lo que entró por la puerta principal y llegó hasta la recepción. Vio
que todo estaba revuelto sobre el mostrador. Sobre el suelo yacían gran cantidad
de papeles y de cartones. Observó que los sofás de las zonas comunes se
encontraban completamente rajados. Se preguntó qué sería lo que buscaban en el
interior de los cojines, que se encontraban totalmente destrozados. Decidió no
darle mucha importancia a los destrozos y siguió husmeando por el interior.
Echó una mirada fugaz sobre la parte trasera del mostrador y observó que las
llaves de las siete habitaciones permanecían colgadas en el atril inferior de la
mesa principal. Había dos copias de cada una de ellas y parecía que aquello se
encontraba vacío. Siguió por uno de los pasillos y también encontró todo
destrozado. No habían dejado ni siquiera un cuadro en buenas condiciones. Se
alegró de no haberse encontrado a ningún otro muerto allí tirado, como lo había
hecho en la anterior estación de servicio.
Estaba tan cansado que no se molestó en seguir rebuscando. Decidió volver al
mostrador y se acercó hasta el atril de donde colgaban las llaves de las
habitaciones. Alargó el brazo y cogió la llave de la habitación número tres.
Pensó que sería la más segura, debido a que si alguien se acercaba mientras
dormía tendría más tiempo de reacción. Sólo así tendría un leve espacio de
tiempo para escapar o para poder hacerle frente. Decidió coger los demás juegos
de llaves y se las guardó en la mochila. Sólo así evitaría que alguien las cogiera
y pudiera entrar en la que él se iba a esconder. Salió de la recepción y, antes de
dirigirse a la habitación, pasó al interior del autoservicio de la gasolinera para
asegurarse de que todo estaba en orden. No quería sorpresas. Se asomó a la
puerta y encendió la linterna para poder ver dentro. Todo se encontraba por los
suelos, destrozado y aplastado. Habían saqueado la gasolinera y sólo había cosas
inservibles repartidas sobre el suelo de los pasillos. Las estanterías se
encontraban prácticamente vacías. Observó gran cantidad de sangre seca sobre el
pasillo principal que llegaba hasta la caja principal, por lo que decidió no entrar.
Temió encontrarse algún cuerpo tirado sobre el suelo y dio media vuelta. Antes
de marcharse hacia la habitación se dirigió al coche y lo escondió detrás de unos
grandes matorrales que había enfrente de la gasolinera. No podía permitirse el
lujo de que alguien lo descubriera. Cogió varias latas de comida del maletero y
se dirigió a la habitación del hotel. Llegó a la número tres y la abrió sin ningún
problema. Entró dentro y observó que se encontraba sumida en una oscuridad
absoluta, por lo que encendió la linterna para poder moverse dentro de ella. Más
tarde, sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo apagarla. Todo se
encontraba limpio y en orden. Cerró con llave y deslizó la cerradura interior.
Corrió una de las cortinas tupidas para asomarse al exterior y comprobó que
nadie le había seguido. Todo permanecía en calma. Se sintió seguro dentro de la
habitación, por lo que se acomodó sobre la cama. Sacó el dosímetro de la
mochila y lo encendió. Esperó unos minutos y comprobó que la radiación era
escasa. Se quitó la máscara y el mono para poder descansar un rato. Fue hasta el
baño y abrió el grifo de la bañera para comprobar si había agua corriente. Giró la
manivela y vio cómo el agua corría hacia el desagüe. Lo hizo con un color
levemente oscurecido, pero pensó que aquel grifo llevaba mucho tiempo sin
abrirse y sus tuberías se encontraban sucias. La dejó correr un rato y enseguida
empezó a salir clara, por lo que se alegró de poder darse una ducha. Antes, lavó
las protecciones para liberarlas del polvo radiactivo que se había acumulado
sobre su superficie y las dejó colgadas en el armario abierto, para que se secaran
a temperatura ambiente. Hacía excesivo calor y no le llevaría mucho tiempo
secarse. Después llenó la bañera y se dio un baño relajante para recuperar el
ánimo. Después de aquello se sintió de maravilla. Todo marchaba como esperaba
y se le habían presentado pocos problemas por el exterior.
En el apartamento no había toallas para poder secarse pero no le importó, la
elevada temperatura que había en el interior de la habitación no tardaría en secar
el agua que permanecía adherida a su piel. Se sentó sobre la cama y se comió un
par de latas de comida para paliar el hambre que le embargaba. Encendió la radio
para intentar captar algún tipo de señal de alguna emisora, pero sólo oyó el
rumor y el pitido de fondo. Lo siguió intentando durante al menos un par de
horas, pero no hubo manera de poder captar ninguna emisión. Después de
aquello decidió tumbarse sobre la cama para relajarse y enseguida se quedó
dormido debido al cansancio que acumulaba. Se encontraba realmente agotado.
Le despertaron unos rayos de luz que se colaron por la parte superior de las
cortinas. Preso del atontamiento, perdió la cuenta de las horas que permaneció
dormido. No sabía qué hora era pero realmente poco importaba. El tiempo se
había detenido hacía ya mucho tiempo. Notó un calor insoportable dentro de la
habitación. No se quería ni imaginar la temperatura que debía de hacer en el
exterior. El sudor se deslizaba por su rostro y le llegaba hasta el pecho. Se lo
secó con la sábana de la cama y se incorporó para asomarse a la ventana.
Observó el exterior y comprobó que todo seguía igual. Volvió a correr las
cortinas y se sentó nuevamente sobre la cama para comerse un bote de conserva.
Se encontraba hambriento. Sacó una botella de agua de la mochila y la volvió a
llenar en el grifo para poder potabilizarla con una pastilla. En un par de horas
estaría en condiciones para poder bebérsela. Sabía que si no bebía suficiente
agua se deshidrataría debido al intenso calor que hacía y a los líquidos que
estaba perdiendo.
Extendió los mapas sobre la pequeña mesa que había junto a la ventana y los
observó. Según sus cálculos, en pocos días podría alcanzar el siguiente estado y
estaría muy cerca de México. Se mostró entusiasmado con la idea de encontrar
aquel refugio en el que empezar de nuevo su vida. Dudó si salir y seguir
moviéndose por las carreteras que llegaban a México o por el contrario quedarse
allí y descansar para partir cuando cayera la noche, que era cuando menos calor
hacía. No le fue fácil decantarse por una opción, pero al final decidió quedarse.
Quería reponer fuerzas para encontrarse más descansado. Le quedaba un largo
viaje por delante y no podía arriesgarse a perderse en su propio agotamiento.
Sabía que aquello sería un grave error que podría costarle la vida.
Se relajó sobre el sofá individual que se encontraba a los pies de la cama y
pensó en lo que le gustaría hacer cuando llegara a ese lugar de México. Pensaba
una y otra vez en la información confidencial que llevaba en el chip de su
antebrazo. No se terminaba de hacer a la idea de que su padre hubiera trabajado
para los servicios secretos del país. Eso era algo muy serio. No llegaba a encajar
el hecho de que su padre les hubiera tenido engañados a él y a su madre durante
tanto tiempo, y les hubiera escondido a lo que se había dedicado durante
muchísimos años de su vida. Había visto comportamientos extraños por parte de
su padre, como tener varios móviles diferentes a través de los cuáles hablaba
todas las noches, pero tampoco llegó a hacerles pensar que trabajaba para algo
tan serio como lo eran los servicios secretos. Pero decidió no darle más vueltas
al asunto y se relajó, intentando dejar su mente en blanco para quitarse de
encima determinadas preocupaciones que le invadían. Volvió a imaginar cómo
sería aquel refugio al que se dirigía y cómo le tratarían si consiguiera llegar hasta
él. Se quedó absorto en sus pensamientos y sin quererlo volvió a quedarse
dormido. Pero aquel sueño no le iba a durar demasiado y con lo que no contaba
era con que se tornaría en pesadilla.
CAPÍTULO 11
EXTRAÑOS
Cuando los visitantes lleguen al infierno
no habrá ningún lugar donde ocultarse.
El rugido del motor de un coche le despertó sobresaltado. Alarmado, se
incorporó de un salto y se agachó detrás de las cortinas. Había alguien en el
aparcamiento de la estación de servicio. Cuando quiso asomarse a la ventana se
golpeó en la cabeza con la repisa interior, lo que hizo que se quedara atontado y
aturdido durante un momento. Volvió a incorporarse y observó fuera. Vio cómo
llegaba una furgoneta negra y aparcaba frente al autoservicio de la gasolinera.
Bajaron tres personas. Vestían monos de protección y máscaras voluminosas.
Permanecieron un rato a las puertas del autoservicio, observando a su alrededor
y hablando entre ellos. Daniel empezó a ponerse nervioso y se levantó para
coger la pistola que tenía en la mochila, por si se veía obligado a utilizarla.
Regresó al filo de la ventana y observó cómo entraban en el autoservicio. Esperó
pacientemente a que salieran, y enseguida aparecieron por la puerta arrastrando
un cadáver. Lo dejaron tirado sobre el asfalto del aparcamiento del hotel, y
regresaron a la furgoneta. Sacaron un lanzallamas del interior y carbonizaron el
cuerpo inerte. Hasta la habitación llegó el fuerte olor a quemado. No daba
crédito a lo que veía. El corazón le latía con fuerza y notaba las fuertes
pulsaciones sobre sus sienes. Observó de nuevo a través de la ventana y vio el
cuerpo reducido a cenizas y apenas quedaba nada de él sobre el asfalto. Lo que
vio le dejó perplejo. Se arrepintió de haber observado aquello debido a que la
crudeza de la situación le iba a afectar psicológicamente durante los siguientes
días. No lo iba a olvidar fácilmente. Le sorprendió que no les temblara el pulso a
la hora de quemarlo y no conseguía encontrar una explicación a lo que acababa
de presenciar. Se preguntó si habría vuelto a mutar el virus NHCongus1 y esa
fuera la razón por la que quemaban todos los cuerpos que se encontraban. Pero
no se iba a quedar sentado a pensar en ello. Tenía que evitar que le descubriesen
en la habitación. Sabía que aquellas personas no eran de fiar. Volvió al armario y
se vistió rápidamente. Si intentaban entrar en su habitación tendría que salir
corriendo para evitar ser apresado. No sabía cómo lo iba a hacer, por lo que
decidió tranquilizarse y pensar en cómo escapar de allí sin ser visto. Su vida
corría peligro. Se dirigió al baño y observó la pequeña ventana que daba a la
parte trasera del hotel. Sabía que aquella era la única salida posible si se
aventuraban a quemar el hotel con el lanzallamas. Después de oír golpes y
roturas de cristales, se asomó de nuevo a la ventana que daba al aparcamiento de
la gasolinera y observó una gran bola de fuego sobre la entrada al autoservicio.
El edificio principal se encontraba envuelto en llamas. Observó cómo entraban
en la recepción del hotel y lo quemaban también. En un momento habían
reducido todo a cenizas. Oyó golpes cercanos, sobre la escalinata de la entrada a
las habitaciones. Se acercaban peligrosamente a su habitación y eso significaba
que iban a revisar el hotel entero antes de quemarlo. Se convenció de que no
dejarían nada en pie. Tenía que salir de allí como fuera si no quería morir
quemado. Cogió la mochila y corrió hacia el baño. Intentó abrir la ventana pero
se quedó encasquillada a mitad de recorrido. La madera era vieja y se encontraba
combada. Observó la pequeña rendija que había quedado abierta y comprobó
que le sería imposible salir por aquel hueco. Empezó a ponerse muy nervioso y
lo temblores aparecieron. Los tenía muy cerca y aun no sabía si podría salir por
la ventanilla del baño. Oyó un fuerte golpe que provenía de la habitación de al
lado. Aprovechó el momento del alboroto para golpear con el codo sobre el
cristal de la ventana del cuarto de baño. Su pequeña estructura de madera estaba
tan podrida por el paso del tiempo que consiguió echarla abajo sin demasiados
esfuerzos, cayendo hacia fuera. Se encaramó a ella y se dejó caer sobre un
montículo de arena que había bajo la ventana. Salió corriendo hacia la pequeña
colina que había en la parte trasera del hotel. No le dio tiempo a ponerse la
máscara pero en ese momento no llegó a preocuparle. Se la puso a la carrera y se
escondió detrás de unos rastrojos tupidos, a la espera de que se marcharan de
allí. Nada más abandonar la habitación se oyeron golpes en el interior de la
número tres, que era la que había utilizado para descansar. Sintió que se había
salvado de milagro. Si no hubiera sido por la rapidez con la que había actuado,
hubiera sido apresado por ellos. Permaneció agazapado sobre el matorral un
buen rato, preguntándose una y otra vez quién habría sido la persona que les
había dado la orden de quemarlo todo. No le pareció que estuvieran buscando
alimento o gasolina. No habían probado ninguno de los surtidores de la
gasolinera y tampoco observó que se entretuvieran en buscar algo que les
pudiera interesar. Actuaron muy rápido.
Daniel sintió miedo por primera vez desde que salió de la cabaña de su tía
Alice. Había pasado mucho tiempo encerrado allí y desconocía lo que ocurría en
el exterior. No había tenido contacto con nadie más que no hubieran sido su tía y
sus padres. Pero ya conocía de primera mano cómo iba a ser su paso por el
exterior. Las personas eran unas perfectas desconocidas para él. Fue en ese
preciso instante cuando entendió la conversación que había mantenido con su
padre. El mundo se había vuelto loco y tenía que ir con mucho cuidado allá por
donde fuera. Todo lo que antes conocía había desaparecido y el futuro se
presentaba de forma violenta y desconocida.
Permaneció agazapado detrás de los matorrales al menos durante cuarenta
minutos más, el tiempo necesario para que dejaran todo arrasado. No dejó ni un
momento de observar todos sus movimientos, hasta que volvieron a subirse a la
furgoneta negra y desaparecieron por donde habían llegado. Atrás dejaron toda
la estación de servicio devorada por las llamas. Por fin pudo respirar tranquilo.
Se felicitó de haber dejado el coche alejado de la gasolinera, detrás de unos
árboles. Lo hubieran quemado como habían hecho con todo lo demás. Pero
Daniel se alarmó por el intenso calor que hacía a esas horas. Eran las cuatro de la
tarde y sabía que el día se le iba a hacer muy largo. Quedaban muchas horas
hasta que se fuera el sol. Se había quedado sin un lugar en el que refugiarse del
intenso calor que hacía y le preocupó la situación que se iba a encontrar por
delante. Salió de detrás de los matorrales y se dirigió al coche para salir de allí lo
antes posible. Extendió el mapa sobre el capó y estudió por qué carretera
continuar. Solo se encontraba a tres millas de la carretera 191, que se dirigía al
Parque Nacional Ashley, y pensó que sería la ruta más segura para dirigirse al
sur. Quería evitar circular por las carreteras principales para no encontrarse a
aquellos tipos de la furgoneta negra.
Se montó en el coche y lo arrancó. Le costó hacerlo, pero al tercer intento y
después de expulsar varias bocanadas de humo negro por el tubo de escape,
consiguió salir de allí. Observó a través del retrovisor y vio todo arrasado a sus
espaldas. Solo se habían salvado los surtidores de la gasolinera. El resto ardía
sobre los escombros de los tejados hundidos. Observó de nuevo la cantidad de
columnas de humo negro que seguían saliendo de Rock Springs. Se preguntó si
aquellas personas serían las causantes de los incendios que se sucedían de una
punta a otra del país. Se concentró en la carretera y continuó su ruta. El coche
respondió bien, por lo que aceleró la marcha para salir lo antes posible del
estado. Sabía que si iba más rápido llegaría antes a su destino, que estaba en el
desierto de Sonora. Esperaba que aquel refugio siguiera existiendo, pero empezó
a tener ciertas dudas después de lo que había presenciado con sus propios ojos.
La cabeza le daba muchas vueltas y decidió concentrarse en el presente y no
mirar más allá, y así poder evitar futuras decepciones, que sin duda harían que
perdiera la esperanza de encontrar un lugar seguro. Fueron pasando las millas y
tuvo la fortuna de no cruzarse con ningún otro vehículo. ¿Cómo era posible que
se hubieran esfumado del país tantas personas en tan breve espacio de tiempo?
¿Estaría todo devastado y arrasado más allá? ¿Habría afectado también al sur del
país? No paró de hacerse preguntas sobre el estado en el que se encontraría
México. Decidió no parar y continuó su ruta.
Después de recorrer cuarenta millas empezó a sortear gran cantidad de
vehículos abandonados sobre las cunetas. Algunos se encontraban totalmente
calcinados y otros simplemente averiados por el paso del tiempo. Echó un
vistazo al nivel de combustible del coche y observó que se encontraba bastante
bajo. No pensó que aquel modelo tuviera un consumo tan elevado y se equivocó
en los cálculos que hizo en un primer momento, pensando que con el depósito
lleno podría llegar hasta Sonora. Necesitaba encontrar alguna gasolinera para
poder repostar. En dos horas no había visto ninguna y empezó a inquietarse.
Siguió adelante, hasta que unas decenas de millas después, el coche se detuvo
por falta de gasolina. Unas millas antes empezó a notar los tirones que daba el
motor ante la escasez de combustible. No tuvo más remedio que continuar a pie.
Salió y se sentó sobre el capó del coche para observar el horizonte. En un par de
horas anochecería. No observó ninguna casa por los alrededores y necesitaba
descansar. El calor le había dejado agotado pero no podía quitarse las
protecciones. Tenía que acostumbrarse a ellas si no quería intoxicarse y enfermar
en poco tiempo. El ambiente era irrespirable y no podía permitirse el lujo de
envenenarse como tantos lo habían hecho. Pese al cansancio y al calor que hacía,
se colocó la mochila a la espalda y siguió caminando dirección al sur. Cada paso
que daba era una odisea. Soportaba muchísimo peso a la espalda pero no podía
dejar la mochila abandonada en una cuneta. Era su salvación. Continuó andando
por un sendero y se fijó en todo lo que le rodeaba. No dejó de sorprenderle el
paisaje que se mostraba ante él. La vegetación del camino había desaparecido y
sólo quedaba hojarasca negra y quemada. La perspectiva que se podía divisar era
apocalíptica. Atravesaba un parque nacional y por aquella época del año debería
estar cubierto de verde. Los pájaros deberían de estar cantando sin parar, pero
allí no se oía nada. El silencio le abrumaba de tal manera que por momentos le
hacía enloquecer. Un zumbido se apoderó de su cabeza y continuó golpeándole
intermitentemente una y otra vez sin que supiera de dónde provenía. A su
alrededor todo se encontraba arrasado. La atmósfera estaba contaminada y en el
horizonte se podía divisar una neblina anaranjada envuelta en ceniza, que era
iluminada por los incendios que destruían poco a poco las grandes ciudades a lo
lejos. Llegó a imaginar que aquello era una alucinación suya, pero se equivocó.
Era la realidad a la que se tenía que enfrentar si quería seguir luchando por
sobrevivir. Sabía que aquello no podría revertirse de ninguna manera.
Abandonó sus pensamientos y siguió adelante. Recorrió dos millas hacia el sur
y divisó desde la lejanía el tejado de una casa y un granero. Se encontraban en el
interior de una pequeña finca. Fue algo que le sorprendió gratamente. Estaba de
enhorabuena. Se encontraba más allá de la espesura de los árboles que perfilaban
el Parque Nacional, y que aún no había sido arrasada por los aparatosos
incendios que recorrían gran parte del estado. Pero lejos de alegrarse se sintió
triste y apagado. Se preguntó si habría mucha más gente como él, vagando por el
páramo.
Después de caminar diez minutos se acercó al carril que llegaba a la puerta de
la finca. Se asomó a través del muro de piedra que lo rodeaba y observó que
tenía un aspecto muy cuidado. Se alegró de que por fin anocheciera. Las
temperaturas se tomaron un respiro y con la caída del sol bajaron algunos
grados, algo que agradeció. No observó ningún foco de luz dentro de la casa.
Recorrió un amplio perímetro para asegurarse de que allí no había nadie. Estaba
agotado y necesitaba descansar para reponer fuerzas. Aceleró el paso y abrió el
portón oxidado de la entrada para dirigirse a la vivienda. Dejó a su derecha un
buzón metálico oxidado y agujereado por el paso del tiempo. Su aspecto
denotaba la falta de mantenimiento. Tenía la tapa abierta y unos sobres viejos y
oscurecidos asomaban tímidamente desde el interior. Continuó andando y se
paró en seco, llevándose las manos a las sienes. Volvió a percibir un zumbido
punzante sobre su cabeza. No tuvo más remedio que sentarse sobre el suelo y
esperar a que se le pasara. Bebió bastante cantidad de agua y pareció aliviarse
levemente. Después de recuperarse, se levantó y llegó hasta el granero. Se quedó
al lado de la puerta, se agachó y escuchó posibles movimientos en su interior.
Todo estaba en calma, por lo que la abrió y se coló dentro sigilosamente.
Encendió la linterna e iluminó el interior. Observó bastantes balas de heno
amontonadas al final del granero. No había ni rastro de personas ni de animales.
Buscó algún cobertizo subterráneo para poder descansar, pero
sorprendentemente no encontró ninguno. Se quedó extrañado de aquello, debido
a que por aquel estado existían gran cantidad de refugios preparados para los
tornados que arrasaban la zona año tras año y sin descanso.
Siguió mirando a su alrededor y vio una enorme escalera de madera. Se acercó
hasta ella y comprobó que las traviesas se encontraban podridas por el paso del
tiempo. La levantó hacia la parte voladiza y subió lentamente para evitar que se
rompiera. Llegó a encaramarse a la parte alta del granero. Se asomó a la pequeña
ventana de la parte superior del altillo y comprobó que no había nadie en la
vivienda de enfrente. Encontró otra pila de balas de heno y se acomodó sobre
ellas para seguir observando a través de la ventana. Permaneció largo rato allí
apostado, hasta que se convenció de que allí no había nadie. Comió algo y se
tumbó a descansar. Pasado un rato se durmió sobre la paja del altillo. Lo hizo
durante varias horas hasta que un sonido seco y estruendoso le despertó. Se
incorporó asustado, pero enseguida se percató de que el ruido había sido
producido por la dilatación de las vigas de madera del tejado. Como no pudo
volver a dormirse, decidió bajar del altillo para dirigirse hacia la casa de
enfrente. Se acercó a ella y subió un par de peldaños hacia el porche, que crujía a
cada paso que daba. Tenía la madera podrida y agrietada y le fue imposible
llegar hasta la entrada sin hacer ruido. Sobre la puerta principal había una
mosquitera fina que se encontraba cerrada. Estaba totalmente cubierta de polvo y
de telarañas. Supuso que hacía mucho tiempo que nadie entraba en aquella casa.
Intentó empujar la puerta pero no cedió. Se dirigió a una de las ventanas e
iluminó con la linterna a través de ella. Observó que se encontraba
perfectamente ordenada. Parecía una vivienda estancada en el tiempo. Su viejo
mobiliario se encontraba decorado con objetos de otra época. Fotos antiguas en
blanco y negro colgaban de las paredes. Le pareció un buen lugar en el que
poder descansar, por lo que se volvió y cogió una piedra del suelo para poder
romper la ventana. La empuño con fuerza y la lanzó contra la cristalera. Al
impactar sobre el cristal se oyó un ruido ensordecedor, pero Daniel sabía que no
había nadie por la zona.
Apartó los cristales para evitar cortarse y entró por la ventana. Enfocó el
interior con la linterna y observó todo con detenimiento. Una chimenea de estilo
colonial reinaba en el centro del salón. Vio dos sofás perfectamente colocados
uno enfrente del otro y protegidos con un par de mantas muy antiguas, que se
encontraban perfectamente estiradas. Todo se encontraba inmaculado e
impecable. Se adentró en el pasillo principal y se dirigió a la parte de arriba.
Sabía que allí no había nadie pero quería asegurarse al cien por cien. Antes de
subir pasó por la cocina y todo estaba en orden. Los muebles permanecían
cerrados y la nevera también. Regresó al pasillo y subió por las escaleras,
apuntando con la pistola y la linterna hacia el frente. Llegó al descansillo de las
habitaciones superiores y encontró las puertas abiertas. Estaban vacías. Imaginó
que la vivienda servía de disfrute veraniego de alguna familia. Pero en realidad
le dio igual y siguió rebuscando. Después de permanecer bastante tiempo
husmeando por la casa, llegó a la conclusión de que sus propietarios eran
personas de avanzada edad. Las ropas que encontró en el interior de los armarios
y en los cajones de las cómodas los delataban. Dedujo que tendrían sobre setenta
años. Llevarían mucho tiempo sin aparecer por allí y dudaba de que incluso
siguieran con vida. Cómo se habían desarrollado los acontecimientos durante los
últimos dos años hacía pensar claramente cuál había sido su destino. Bajó al
salón y pensó cómo tapar la ventana que había roto. Arrancó dos puertas de los
muebles de la cocina y las clavó en el marco de la misma. Así se encontró más
seguro. Se quitó las protecciones y volvió a subir arriba para poder dormir un
rato y se acomodó sobre un sofá individual que había en el interior de una de las
habitaciones. Pensó que la casa debía de tener buenos aislantes en el tejado
porque no notó excesivo calor en la primera planta.
Siguió pensando en el plan que trazaría los siguientes días. Sabía de primera
mano que podría encontrarse con numerosos obstáculos en el trayecto, por lo
que le resultó complicado pensar por qué carretera dirigirse hacia el sur.
Descansó un par de horas y al despertar se percató de que necesitaba una buena
ducha. Sintió repugnancia ante el olor que desprendía su cuerpo. Fue al baño y
comprobó que había agua corriente, a pesar de haber muy poca presión. Abrió el
grifo para llenar la bañera y tardó demasiado tiempo en cubrirla. Cogió un jabón
casero del cestillo que había en la pared lateral de la bañera y lo sumergió en el
agua para que se ablandara. No quiso imaginar el tiempo que llevaría sin usarse.
Le pareció un lujo poder tener aquello a mano y disfrutó de un baño relajante.
Tras asearse, bajó a la cocina y rebuscó por los muebles. Encontró varios botes
de semillas de tomates y pimientos. Imaginó que antaño, los dueños de la casa
debieron de tener un huerto en la parte trasera de la casa. Pero ya no quedaba
nada de aquello dentro del pequeño vallado, y las malas hierbas lo invadían por
completo. El paisaje había cambiado drásticamente y nada era igual que hacía
unos años. Al menos él podía comprobarlo al haber sobrevivido.
Siguió buscando por los armarios de una pequeña salita adjunta a la cocina y
encontró botes de tomates envasados, que habían sido hervidos al baño maría. Se
acercó y observó que se encontraban en buenas condiciones. Al dejarlos sobre la
encimera se fijó en una enorme lata que descansaba sobre una de las estanterías.
Leyó la etiqueta y comprobó que se trataba de maíz dulce. Nada menos que un
bote de cinco kilos. Se fijó en la fecha de caducidad y había caducado hacía dos
años. Sacó un abrelatas de uno de los cajones y lo abrió, pero enseguida
comprobó que aquello estaba podrido. Retrocedió unos pasos. El hedor
avinagrado que despedía la lata le pareció insoportable. Enseguida se llevó las
manos a la nariz para intentar taponar semejante olor. Lo metió dentro de una
bolsa de basura para que no se extendiera por toda la casa y lo tiró a la calle a
través de la ventana de la cocina. Sus fosas nasales se quedaron adormecidas
durante muchos minutos, dejándole ligeramente angustiado.
Un haz de luz apareció por el horizonte. Empezó a amanecer y Daniel fue
corriendo las cortinas de la casa, que eran tan tupidas que no dejaban atravesar
los primeros rayos de sol. No quería que si alguien llegaba hasta la casa pudiera
husmear a través de las ventanas. Se quedó totalmente a oscuras y encendió unas
velas en el salón y en la cocina. En unas horas, el calor sería insoportable en el
exterior, pero por suerte, aquella casa conservaba en su interior un ambiente
bastante fresco. Subió arriba para observar a través de las ventanas. No quería
verse sorprendido ante alguna visita inesperada. Se sentó sobre una vieja
mecedora y observó la lejanía a través de sus prismáticos. En el horizonte pudo
contemplar la curva de la carretera en la que había dejado el coche. Era un buen
sitio desde el que poder vigilar cualquier acercamiento. Se veía todo con total
claridad desde la segunda planta. Observó el granero a través de la otra ventana
y comprobó que todo seguía igual. Volvió a correr la cortina y se tumbó sobre el
sofá para dormir un rato.
Permaneció encerrado en la casa durante dos días. Cogió fuerzas suficientes
para continuar su camino y salió al exterior con aire nuevo y renovado. Antes de
salir de la casa, cogió los botes de semillas que había en uno de los armarios por
si los pudiera utilizar en algún otro lugar. Imaginó que todavía habría tierras
fértiles en algún lugar, a pesar de permanecer todo contaminado. Se preparó de
nuevo la mochila y se puso las protecciones para continuar por la ruta que se
había marcado. El sol empezó a caer y aprovechó ese momento para partir. El
calor fue amainando y salió definitivamente de la casa, sabiendo que jamás
regresaría. El sueño de llegar a México estaba cerca y se armó de valor para
continuar con su aventura.
Antes de ponerse en marcha hacia su objetivo, regresó al coche que había
abandonado unos días antes en la carretera para coger varios botes de comida del
maletero. Debía tener reservas en su mochila o tendría problemas. Observó que
seguía como lo había dejado y a simple vista nadie lo había abierto. Se colocó la
mochila a la espalda y enseguida notó el peso que tendría que soportar de nuevo.
Pero no le importó y se echó a andar carretera adelante. Se sentía con energía y
recobró la ilusión de hallar vestigios de humanidad en algún otro lugar. Al
observar que no había movimiento de personas ni de vehículos por la zona,
caminó por el arcén de la carretera a un buen ritmo. Era más peligroso que ir por
el campo a través, pero también le pareció más rápido y cómodo, al no tener que
ir sorteando arbustos secos y punzantes. Avanzó lentamente al viajar a pie, pero
siguió su camino pensando que más adelante encontraría otro vehículo. No
desistió de su ilusión por encontrar un refugio seguro y su optimismo hizo que
no se rindiera fácilmente.
La noche estaba cerrada y las temperaturas habían bajado significativamente.
El cansancio que días antes le había dejado agotado, le enseñó a economizar
energía, sabiendo que si se hidrataba y alimentaba mientras se desplazaba,
aguantaría mejor el esfuerzo realizado. Decidió girar a un lado y seguir su ruta a
través de una hilera de árboles secos y podridos. Iluminó a través de ellos con la
linterna y encontró una zona más escondida sobre la que poder tumbarse un rato
para recuperar fuerzas. Necesitaba mantenerse alejado de los peligros de la
carretera.
Observó a su alrededor y pensó en lo bello que tuvo que ser aquel lugar años
atrás, cuando todavía había vida animal y vegetal por cada uno de sus rincones.
Llegó hasta él la percepción de todo su antiguo esplendor rodeado de una
inexorable belleza ya desaparecida. Se acomodó en sus pensamientos e
imaginaciones y se tumbó sobre la hojarasca seca, acomodándose la mochila
bajo la cabeza. No tenía intención de dormirse, debido a que se encontraba
descansado, y solo pensó en hacer tranquilamente la digestión de los alimentos
que había ingerido. Su estómago se lo agradecería. Dio gracias a no haberse
dormido, porque inmediatamente unas voces hicieron que se pusiera en guardia.
Las oyó a lo lejos y se incorporó sobresaltado. Se agazapó sobre un matorral
para poder observar desde allí. Distinguió a través de la oscuridad la silueta de
varias personas que se acercaban hacia dónde él se encontraba. Salió de detrás
del matorral y se camufló tras el tronco de un árbol para poder ocultarse. Se
encontraban muy cerca y empezó a faltarle el aire. Los nervios elevaron sus
pulsaciones por encima de lo normal y el pecho empezó a latirle con fuerza.
Observó cómo el haz de luz de sus linternas se acercaba. Se agazapó todo lo que
pudo y empuñó la pistola con fuerza, a pesar de los temblores que sufría sobre
sus manos. Se encogió sobre la cepa del árbol y, aterrorizado, esperó a que
pasaran a su lado para poder dispararles. Pensó en hacerlo si se aproximaban
más de la cuenta. Sintió cómo se le echaban encima y se puso más nervioso. Le
dio tiempo a contar el número de sombras que se acercaban para saber a qué se
enfrentaba. Eran cuatro hombres. Pero hubo algo que le extrañó bastante. Se fijó
en ellos y comprobó que iban vestidos como los que habían incendiado la
estación de servicio y el hotel. Observó sus andares y supuso que estaban
agotados por la forma en que lo hacían. Avanzaban lentamente. Iban armados
con ametralladoras y uno de ellos portaba un lanzallamas, algo que le dejó
bastante asustado. Sabía que no podría hacerles frente con tan solo una pistola.
La espera se le hizo eterna. Tuvo la fortuna de que se detuvieran un momento
para conversar entre ellos. Aprovechó ese mínimo instante para reptar hacia una
zanja que había a unos metros de distancia de donde se encontraba, porque sabía
que no se encontraba en igualdad de condiciones para poder hacerles frente.
Reptó con sumo cuidado, sabiendo que cualquier ruido les pondría en alerta y le
descubrirían. Se dejó caer al interior de la acequia que había sobre el terreno y se
quedó inmóvil. Se retiró el gorro del mono para poder oír lo que decían y se
concentró en su conversación. Desde allí consiguió oírles perfectamente debido
al silencio sepulcral que se cernía sobre el lugar.
—Tenemos que girar treinta grados a la derecha. Nos llevará a la carretera
—dijo el que iba primero—. ¿Pero fue por aquí por donde dejamos la furgoneta?
No me suena esta zona. ¡Creo que nos hemos perdido! ¡Joder!
—Estamos llegando. Es un poco más adelante. Ahora lo verás. —Al oírlo,
Daniel imaginó que aquella persona era la que llevaba la voz cantante en el
grupo. Era el único que hablaba con cierta seguridad sobre los demás.
—¡Ah, por cierto! ¿Cogisteis las máscaras que tenía ese imbécil en la
caravana? ¡Porque las vamos a necesitar! —preguntó uno de ellos a los demás.
—Sí. Las tengo en mi mochila. ¡Pobre! Ya no podrá protegerse. Jajajajaja….
Pero no importa. Será un muerto más dentro de esta mierda de mundo. No me da
ninguna pena. ¿Acaso a ti te la da? ¡Flojo, que eres un flojo! —Notó cierta
tensión entre ellos. No parecían muy contentos.
—¡Tenías que haberle matado! ¡Te lo dije! —sentenció uno de ellos. Hablaba
sin importarle lo que le pasara a los demás—. No entiendo por qué le dejaste
marchar. Nos ha intentado engañar, y tú vas y le perdonas la vida. ¡No hay quien
te entienda! Un día quieres cargarte a unos cuantos y otro, por el contrario, no
haces lo que tendrías que haber hecho. ¡Aclárate! ¡Me tienes hecho un lío!
—¡Déjalo ya! ¡Joder! Morirá pronto. Si quieres volver a rematarlo dímelo y lo
hacemos, y si no, cállate de una puta vez y deja de darme por el culo. ¿De
acuerdo? ¿Te parece bien? Me estás empezando a tocar las pelotas y no estoy por
la labor de tener que aguantarte toda la noche. Vámonos al búnker que ya está
bien por hoy. Necesito descansar y dejar de oír gilipolleces. ¡No sabéis hacer otra
cosa mejor que esa!
—Está bien. Sigamos. Ya es tarde para volver a buscarle. Además, no quiero
imaginar lo que sería tener que andar otra hora para ver cómo se ha quemado la
caravana del idiota ese. Estará llorando en medio del páramo observando cómo
se reduce a cenizas. Ya no podrá ir muy lejos. De ese no te tienes que preocupar.
—Pues sigamos entonces. Ilumina el sendero que nos vamos a perder otra vez.
—El primero de ellos volvió a dirigirse a los demás, con aire prepotente.
Daniel observó cómo se alejaban sendero abajo. Permaneció inmóvil sobre la
zanja, a la espera de que se marcharan definitivamente. Pensó en la posibilidad
de que regresaran, pero inmediatamente se oyó el rugido de un motor. Las luces
de la furgoneta en la que se desplazaban iluminaron el horizonte, realizando un
vaivén y un baile significativo a través de las curvas de la carretera. Divisó desde
allí cómo se perdían sobre el último tramo de la carretera. Pensó en la
conversación que habían mantenido los cuatro tipos y le sorprendió lo que
habían dicho de volver al búnker. No llegaba a creerse lo que acababa de oír.
También pensó en la persona que habían dejado abandonada a su suerte cerca de
allí, y que por una razón o por otra le habían perdonado la vida. Se colgó la
mochila a la espalda y continuó su camino por el sendero para intentar
encontrarle. Estaba seguro de que necesitaría ayuda.
Le extrañó haberse cruzado con aquellas personas en una zona tan apartada de
grandes ciudades y carreteras principales. Por las protecciones que llevaban
puestas debían de ser un grupo militar o algo parecido. Se preguntó dónde las
habrían conseguido y si serían los mismos que habían quemado la estación de
servicio. Si lo eran, ¿por qué estaban comportándose de aquella manera? ¿No
había suficiente desgracia ya sobre el país?
Para no perderse, enfocó con la linterna a su alrededor y subió colina arriba.
Decidió seguir el sendero por el que habían aparecido aquellas cuatro personas.
Le resultó difícil avanzar a través del camino debido a que se encontraba repleto
de ramas y piedras por todas partes. Siguió ascendiendo y conforme se fue
acercando a lo más alto, observó cómo el cielo se iluminaba con una tonalidad
anaranjada que provenía de detrás de la colina. Un momento antes, la noche
estaba cerrada y todo permanecía en penumbra. Llegó hasta el pico más alto y se
sentó a observar qué era lo que hacía que la luz hubiera regresado de forma
repentina. Lo que vio a continuación le dejó perplejo. Divisó un espectacular
incendio a unas dos o tres millas de allí. Sacó los prismáticos de la mochila y
observó a través de ellos. Consiguió ver un granero en llamas en un claro del
bosque, y junto a él, el esqueleto de una casa humeando sobre sus escombros.
Pero aquello no fue lo que más le llamó la atención. Divisó multitud de
incendios repartidos por todos los lugares a los que alcanzaba su campo de
visión. No terminó de creerse lo que estaba viendo. Primero vio un par de ellos,
luego tres, después cinco. Se preguntó intrigado si habrían sido aquellas
personas las causantes de los incendios.
Bajó de las piedras en las que se había sentado y continuó su camino. Tenía
que llegar a ese primer incendio para poder enterarse de lo que había ocurrido.
Ya había visto cosas muy extrañas que nada tenían que ver con la radiación que
había contaminado al país. Quería averiguar qué era lo que movía a aquellas
personas a actuar de esa manera. Aquello que estaba sucediendo no era algo
casual. Los incidentes que había sufrido en sus propias carnes en pocos días
estaban perfectamente unidos entre sí, y solo le faltaba averiguar por qué lo
habían hecho.
Continuó a paso ligero para poder llegar rápido al lugar del incendio. No tardó
demasiado tiempo en llegar. Enseguida sintió sobre su rostro el calor que
desprendía el fuego, provocado por las violentas llamaradas que despedía el
granero. Se vio obligado a mojar la mascarilla debido a que se había calentado
más de la cuenta y temía que se cuartearan las gomas que la recubrían. Se retiró
hacia atrás y observó alrededor. No vio a nadie por allí. A la derecha del granero
humeaba el esqueleto metálico de lo que parecía una caravana. Quedaba poco de
ella y tan sólo las ruedas continuaban ardiendo, desprendiendo un espeso humo
negro. El resto eran barrotes y chapas metálicas humeantes. Habían acabado con
todo y nada seguía en pie. Buscó a la persona que habían abandonado a su suerte
pero no pudo encontrarle. Decidió salir del claro del bosque para dirigirse hacia
el siguiente incendio, que estaba a pocas millas de allí. Subió otra colina y llegó
a lo más alto. Desde allí volvió a divisar decenas de fuegos. Para él fue duro
poder presenciar aquello. También observó grandes ciudades envueltas en
llamas. Seguidamente, una explosión iluminó el cielo y el enorme estruendo
resonó por todos los rincones del parque nacional. Se colocó los prismáticos y
los dirigió hacia el lugar de dónde provenía la espectacular llamarada. Se trataba
de lo que quedaba de una gasolinera en una estación de servicio, a varias millas
de allí. Intentó divisar luces de vehículos sobre la carretera que atravesaba el
parque nacional, pero no vio nada. Se encontraba oscura y desierta.
Daniel sacó el mapa de la mochila y lo iluminó con la linterna para intentar
hallar una salida rápida de aquella zona. Los incendios no tardarían en engullir el
Parque Nacional. Además, pensó que si no encontraba rápido alguna casa o
refugio cerca de allí, el día se le echaría encima y sufriría sobre sus carnes el
calor sofocante que había sufrido días antes. Pensó en volver a la carretera para
avanzar más rápido. Sólo así podría encontrar algún pueblo para poder
descansar, si tenía suerte de que aún no hubiera sido devorado pasto de las
llamas. Además, necesitaba un coche para seguir desplazándose rápido, y en el
bosque no lo encontraría.
Faltaba poco para que amaneciera y se puso en marcha. A pesar del cansancio
que sufría aligeró el paso, pero los primeros rayos de luz le sorprendieron. Había
sido una noche muy larga y se encontraba agotado, al borde de la extenuación.
Después de una larga búsqueda, no logró encontrar ningún lugar seguro para
pasar el día, por lo que se dirigió hacía un río que pasaba cerca de allí para poder
refrescarse y poder aclarar sus ideas. Llegó a la orilla y se quitó la máscara para
poder mojarse la cabeza. Sintió alivio al notar la frescura del agua sobre su
rostro, y se alegró de seguir sintiendo aquello, estaba vivo. Levantó la cabeza y a
lo lejos divisó un puente sobre el que pasaba una carretera. Se acercó y observó
que debajo había una zona sobre la que podría descansar durante el día. Estaba
cerca del río y le proporcionaría una temperatura más agradable. Sacó una lona
de plástico de la mochila y selló un par de metros cuadrados bajo del puente.
Acondicionó un habitáculo perfecto para poder descansar y poder quitarse las
protecciones al menos durante unas horas. Estaba sudando y la vista se le
empezó a nublar debido a la deshidratación que sufría. Se encontraba agotado y
exhausto, por lo que se metió dentro a descansar. Un intenso dolor de estómago
le alertó de que no había tomado alimentos hacía ya varias horas, y el hambre le
tenía atenazado. Abrió unas latas de calamares para poder calmar su apetito.
Nunca le habían gustado, pero en ese momento le parecieron un verdadero
manjar. Después de saciar su apetito, se quitó el mono y lo lavó en la orilla del
río. No hubiera aguantado un día más con aquel olor nauseabundo encima.
Además, necesitaba dejarlo limpio de polvo radiactivo. Después, la dejó tendida
dentro del habitáculo para tenerla seca en unas horas. Se tumbó sobre el suelo, y
acomodó la mochila bajo su cabeza. Desde allí oyó el borboteo del agua del río y
le ayudó a relajarse. Su rumor contrastaba con el doloroso silencio que envolvía
al bosque. Enseguida se quedó dormido y soñó cómo sería el planeta en unos
años. Y desgraciadamente para él, el sueño se tornó en pesadilla, mostrándole la
realidad a la que se encontraba expuesto. Se sucedieron los pasajes por explorar,
un planeta nuevo, con huertas, árboles frutales y animales corriendo por sus
praderas, niños saltando y gritando por las calles de las grandes ciudades. La
obsesión por vivir en un lugar seguro se fijó a una parte de su cerebro y cuando
dormía se manifestaba de aquella manera, despertándole y devolviéndole a la
dura realidad en la que se había convertido su vida. Después, el trance hacía que
le invadiera la pena y la resignación. No era feliz viviendo así. No quería ser el
último nómada del planeta que huyera de un lugar a otro sin encontrar nada por
lo que luchar. Observó el cielo oscurecido por una atmósfera contaminada y
turbia, repleta de materiales pesados que viajaban de un lado a otro, sin pausa,
intoxicando lentamente todo lo que cubría. Se despertó empapado en sudor
debido al calor sofocante. Se sintió perdido durante un instante, hasta que volvió
en sí y volvió a escuchar el rumor del agua. Relajó la respiración y dio un largo
sorbo de agua de la cantimplora. Se encontraba mareado y los síntomas de la
deshidratación aparecieron de nuevo. Se colocó la máscara y bajó al río para
poder refrescarse y para volver a rellenar la cantimplora. No podía agotar sus
reservas.
Una vez recuperado de los mareos, se sentó sobre una piedra y sacó la pequeña
radio de la mochila. Llevaba varios días sin encenderla e intentó captar alguna
emisora que estuviera retransmitiendo. Recorrió todos los diales y solo consiguió
oír el siseo de fondo. La dejó encendida en la franja en la que solían emitir desde
Canadá y México, pero no tuvo la fortuna de recibir ninguna señal. Tenía
depositada una pequeña esperanza de volver a oír de nuevo la llamada desde
México, pero si no lo conseguía, atravesaría el yermo deambulando de un sitio a
otro hasta encontrar la muerte. Desesperado, apagó la radio para no alimentar
unas ilusiones vacías.
Pensó en una salida a la situación en la que se encontraba y le resultó
imposible hacerlo. Si el país más importante del planeta había caído, no quería
imaginarse por lo que habrían pasado las demás naciones. Ya no existían
fronteras. La contaminación radiactiva viajó de un país a otro y de un continente
a otro, aun estando separados por mares y océanos. El desánimo se adueñó de él
y entró en cólera, pateando todo lo que encontró a su alrededor. El viaje hasta el
desierto de Sonora no estaba saliendo como había previsto y se había encontrado
con demasiados problemas. Aún estaba muy lejos de su objetivo y no tenía
esperanzas de que su situación fuera a cambiar. Estaba obsesionado por
encontrar el refugio en México. Sabía, que si seguía existiendo, podría continuar
con su vida alejado de la contaminación existente, de los pillajes y de los actos
vandálicos que había presenciado durante los últimos días.
Intentó tranquilizarse para no verse superado por la inevitable desilusión en la
que se encontraba y sacó unas latas de comida para poder saciar su hambre. En
el interior del bolsillo delantero de la mochila tenía un paquete galletas ya
arranciadas por el paso del tiempo. No le importó el sabor, sabía que tenía que
alimentarse para poder continuar su camino. Cuando terminó de comer regresó
al interior del habitáculo. Se tumbó a descansar, sin llegar a dormirse. Sintió
cómo las punzadas volvieron a instalarse en el interior de su cabeza, golpeando
fuertemente las sienes de dentro a afuera. Se tomó varios antiinflamatorios para
intentar acabar con las terribles jaquecas repentinas que le aquejaban.
El dolor de cabeza persistió durante varias horas, y cuando empezó a
desaparecer bajó de nuevo al río para mojarse la cabeza y terminar de
recuperarse. Se sentó sobre una piedra para relajarse y observó el correr del agua
del río. Algo hizo que el sosiego y la tranquilidad de que disfrutaba,
desapareciera de inmediato. Oyó el rumor de un motor a lo lejos, lo que hizo que
se pusiera en alerta. Aguzó el oído. Cogió los prismáticos y subió rápidamente a
la carretera. Se agazapó tras unos arbustos que había sobre la cuneta para
observar quién se acercaba por la serpenteante carretera. Una furgoneta vieja de
gasoil se dirigía hacia el puente, y lo hacía a toda velocidad. Corrió colina abajo
para regresar a su escondite bajo el puente y lo cubrió con una buena cantidad de
ramas que había junto al río. Sintió miedo de volver a cruzarse con los
enmascarados de las furgonetas que quemaban todo lo que se encontraban a su
paso. Esperó pacientemente a que pasaran de largo para poder salir de nuevo.
Sacó la pistola de la mochila y la empuñó. Sabía que enseguida tendría que
alejarse de aquella zona porque corría peligro. Se le hizo muy larga la espera,
pero enseguida sintió un fuerte temblor sobre las columnas del puente,
provocado por el paso de la furgoneta. Por suerte, el intenso ruido del viejo
motor de gasoil se fue alejando poco a poco en la distancia. Respiró hondo y se
tranquilizó al comprobar que habían pasado de largo. Pero no tuvo tiempo para
relajarse. Regresó a la carretera al escuchar un fuerte disparo desde la distancia.
Pensó que debía de tratarse de un proyectil de gran calibre. Observó a través de
los prismáticos y lo que observó le dejó atónito. Lejos de perderlos de vista en la
lejanía, observó cómo la furgoneta había saltado por los aires envuelta en una
gran bola de fuego. El ruido producido por la fuerte explosión no tardó en llegar
hasta donde se encontraba Daniel y sintió una pequeña onda expansiva sobre su
cuerpo. Volvió a observar a través de los prismáticos y vio a un grupo de
personas sobre la carretera, rodeando el vehículo que se encontraba envuelto en
llamas. Contó una decena de ellos. Vestían trajes haraposos y mugrientos, y
tenían sobre sus rostros viejas máscaras de protección. Los observó bien y se
percató de que no eran los mismos con los que se había cruzado días antes. Se
trataba de un grupo de caníbales que cruzaba el país en busca de alimento para
seguir sobreviviendo. Empezó a temblar al sentir que se encontraba en serio
peligro. Abandonaron el vehículo en llamas y se volvieron para dirigirse hacia el
puente. Daniel entró en pánico. Bajó corriendo para poder esconderse en el
interior del pequeño refugio improvisado que había montado bajo el puente. Se
agazapó detrás de las ramas secas que había colocado sobre el refugio y esperó
pacientemente a que llegaran. No estaba seguro de que le hubieran visto, pero
aun así se ocultó para esperar a que pasaran de largo. Si le encontraban estaba
perdido y acabarían con él. Pasaron varios minutos e imaginó que posiblemente
habrían cruzado el puente. Se vio obligado a salir para comprobarlo, por lo que
salió de su escondite y regresó a la carretera. Pero se encontró con algo que no
esperaba. Desgraciadamente se topó de frente con uno de ellos. Enmudeció y no
supo qué hacer, a pesar de llevar la pistola empuñada en su mano derecha. Se
miraron fijamente sin mediar palabra, desafiándose mutuamente a la espera de
ver quién disparaba primero. Inconscientemente observaron al resto del grupo
que avanzaba a través del puente, pero comprobaron que continuaban su paso,
ajenos a lo que ocurría a sus espaldas. El marchante se quitó la máscara y le
observó fijamente. Sus ojos hundidos denotaban el cansancio que sufría. Tenía el
rostro mugriento y el rodal de la máscara sobre la frente palidecía de entre tanta
suciedad. Era un tipo corpulento y se movía rápidamente.
—¿Dónde te crees que vas? —Al encapuchado no le tembló el pulso y le
apuntó con la pistola.
—Vuelve con tu grupo si no quieres que te pegue un tiro, ¡imbécil! Te voy a
dar un consejo, ¡haz como si no me hubieses visto! ¡Date la vuelta y vuelve a la
carretera! —Daniel se sintió amenazado y optó por pasar a la acción,
apuntándole con el arma a la cabeza. No se sintió seguro de lo que hacía pero no
podía dar un paso atrás o aquel tipo le destrozaría con sus enormes manos.
Pelearse cuerpo a cuerpo con él no tendría ningún sentido.
—¿Qué vuelva dónde? Pero, ¿tú quién te has creído, muchacho? ¡Te voy a
pegar un tiro en la frente y voy a acabar con esta gilipollez! —Apretó con fuerza
la pistola y adelantó el brazo para disparar a Daniel.
Antes de poder hacerlo, cayó fulminado al suelo. Daniel le observó asustado
sin saber qué era lo que había ocurrido. Recibió el impacto de una bala, pero no
había salido de su pistola. Se asustó y dio varios pasos atrás. Volvió la cabeza
hacia el puente y observó cómo el resto del grupo de caníbales corría hacia él.
¡Estaba jodido! ¿Quién había disparado? ¡Él no había sido! Corrió de nuevo
hacia el río, oyendo disparos a sus espaldas. No tenía escapatoria y se escondió
en el interior del pequeño refugio, tras las ramas y los plásticos. Al menos
tendría alguna pequeña posibilidad de sobrevivir a aquel grupo de sanguinarios.
Cogió la otra pistola que tenía en uno de los bolsillos de la mochila y las empuñó
hacia la pequeña apertura de la lona. Siguió escuchando disparos que procedían
de la carretera, hasta que momentos después cesaron y volvió la calma al lugar.
Daniel se encontraba aterrorizado y sus dientes castañeaban unos contra otros.
Le costaba pensar con claridad fruto de los nervios. Estaba seguro de que él no le
había disparado en la cabeza. La procedencia de la detonación había venido de
entre los árboles cercanos a la carretera. Oyó el disparo un momento antes de
impactar sobre la mugrienta cabeza del caníbal. Cuando todo pareció recuperar
la calma y el silencio, salió de su escondite para ver qué era lo que había
sucedido, y llegó hasta la carretera. Lo que vio le dejó más desconcertado aún.
Todos los miembros del grupo yacían muertos sobre el asfalto agrietado de la
carretera, acompañados de una buena cantidad de charcos de sangre a su
alrededor. El desconcierto se adueñó de él y decidió abandonar aquel lugar antes
de que alguien le volara la cabeza también a él. Pero extrañamente no vio a nadie
alrededor. Se habían sucedido los disparos un momento antes de un lado al otro
del puente y ahora invadía el lugar un silencio sepulcral. Se concentró para poder
oír algo. Aguzó el oído y llegó hasta él el rumor de un motor alejándose de la
zona, en la lejanía de la carretera que desaparecía al final del horizonte.
Bajó corriendo a su pequeño refugio y recogió todo. Sabía que no tardarían en
volver. Se comió unos azucarillos para evitar los mareos y volvió a partir hacia
cualquier lugar, sin un rumbo claro. Pensó que ya después buscaría de nuevo una
ruta directa para desplazarse, debido a que aquello se encontraba demasiado
controlado por aquellos tipos extraños. Asustado, se colgó la mochila a la
espalda y volvió a dirigirse campo a través hacia el sur. Pero no se encontraba
bien. Notó una leve flojera sobre sus piernas pero siguió adelante. Sabía que no
era el momento de rendirse y tenía que luchar por sobrevivir como pudiera.
Avanzó lentamente durante millas debido al calor que hacía. Atravesó un páramo
arrasado por el fuego, aún humeante. Sabía que si se desplazaba por allí se
encontraría alejado de aquellos pirados y evitaría que le atacaran. Descansó
intermitentemente donde pudo, alejado de carreteras principales y cerca de los
cursos de los ríos, para poder refrescarse de vez en cuando. No tenía otra salida y
pensó en sus padres para poder seguir avanzando. Pero no sabía hasta cuándo
podría estar engañándose a sí mismo. Hasta ese momento le había funcionado,
animándose en los momentos más duros, pero más adelante sabía que aquello
podría jugarle una mala pasada.
Todo a su alrededor estaba abocado a la desaparición, y el paisaje gris y
apagado se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista. La travesía parecía
no tener fin. Sus pensamientos cayeron en el olvido y con ellas su nombre, edad,
familiares y amigos que había tenido durante su vida. Era más frágil de lo que
había llegado a imaginar, y en ese instante supo que era alguien insignificante en
medio de la nada. Con tan solo levantar la mirada un momento, podía comprobar
el horror y la incertidumbre a partes iguales. A cuál mayor. Se desvaneció sobre
el terreno carbonizado, empujado por el desánimo. Dudó de si merecería la pena
tanto sufrimiento. Estaba condicionado por los agentes nocivos que viajaban por
el aire y sentía pavor a enfermar. Sabía que era cuestión de tiempo enfrentarse
cara a cara con la muerte y la enfermedad. Se mentalizó para ello, pero sintió
miedo de encontrarse solo en aquel desolado paisaje.
Permaneció varios días vagando por el páramo, de un lugar a otro y buscando
refugios bajo las rocas o en el interior de pequeñas casas de campo derruidas.
Encontró el tronco de un árbol enorme cerca de la carretera. Se acercó y
comprobó que estaba hueco por dentro. Se deslizó al interior y lo adaptó a modo
de refugio, colocando sobre la parte superior una lona plástica. Lo acondicionó
bien, pensando que le llevaría varios días poder abandonar aquella zona, y se
echó a dormir para poder mantenerse alejado del excesivo calor del exterior. Y
cuando menos lo esperaba, le ocurrió algo que iba a cambiar el devenir de sus
días. Se despertó sobresaltado al sentir ruidos cerca de dónde se encontraba, algo
que le hizo enmudecer de repente. No imaginó volver a encontrarse con nadie
debido a que llevaba días sin hacerlo. Los golpes metálicos que llegaban hasta
donde se encontraba le hicieron sentir curiosidad, aunque el miedo le mantuviera
atenazado. Venció al temor que sentía y se asomó por un lateral del tronco del
árbol, para ver qué ocurría. Lo que vio le dejó perplejo. A escasos metros de
donde se encontraba había una furgoneta negra aparcada sobre la cuneta.
Observó cómo dos encapuchados intentaban cambiar una rueda, que al parecer
se había pinchado. No podía creerse que de nuevo volviera a cruzarse con
aquellos desgraciados de los lanzallamas. Comprobó que iban armados. Vestían
monos y máscaras especiales, como las cuatro personas con las que se había
cruzado en medio del bosque días atrás, al igual que los que habían quemado el
hotel y la estación de servicio. Se preguntó cuántos serían en total, porque
comprobó que no eran los mismos. Las furgonetas eran similares, pero tenían
matrículas diferentes. Imaginó que debía de ser un grupo bastante numeroso.
Observó cómo intentaban descolgar la rueda de repuesto de la parte inferior del
vehículo. Uno de ellos martilleaba sin descanso sobre los tornillos, para que
cedieran. Finalmente, la rueda se descolgó hasta caer sobre la carretera. No
tardaron demasiado tiempo en cambiarla. Pero Daniel se quedó perplejo al
comprobar que no reanudaban la marcha. Se sentaron sobre la sombra de un
árbol que aún permanecía en pie. Tenían empuñadas sus armas. Calculó a ojo a
qué distancia se encontraban de él y llegó a la conclusión de que no estarían a
más de veinte metros. Temió que se volvieran y le descubrieran, por lo que se
camufló detrás del tronco sobre el que había descansado. Se le pasaron por la
cabeza infinidad de ideas descabelladas. Sopesó alguna de ellas, y decidió
plantarles cara cuando llegara el momento preciso. Permaneció inmóvil durante
veinte minutos, observándolos. Supuso que se habían dormido, debido a que
llevaban mucho tiempo sin moverse. Pensó que aquel era el momento de
sorprenderlos y salió de detrás del tronco. Sabía que no podía perder el tiempo y
decidió acercarse sigilosamente, cuidando especialmente cada paso que daba
sobre la hojarasca seca del terreno. Se acercó hasta llegar a una gran piedra. Se
camufló detrás de ella un momento para poder observarles más de cerca.
Llevaban las máscaras puestas y no pudo distinguir si estaban dormidos. Pero
tenía poco que perder y decidió arriesgarse y dar el siguiente paso. Salió de
detrás de la piedra y se desplazó hasta la carretera sin emitir ruido alguno.
Cualquier movimiento en falso podía alertar a alguno de los dos. Su vida estaba
en juego pero sabía que si no se arriesgaba nunca conseguiría lo que quería.
Empuñó la pistola y les apuntó según se desplazaba lateralmente. No les perdió
de vista en ningún momento y llegó hasta la parte trasera de la furgoneta. Estuvo
a punto de tropezar con las herramientas que habían utilizado para cambiar la
rueda de repuesto, al encontrarse en medio de la carretera. Por suerte no lo hizo
y avanzó hasta el lado del copiloto. Se asomó a través de la ventanilla para poder
ver si estaba la llave sobre el salpicadero. Vio un lanzallamas sobre el asiento
delantero y volvió a sentir miedo. Siguió observando el interior a través de la
ventana y finalmente la encontró. La llave colgaba de uno de los parasoles
delanteros. Pero en vez de tranquilizarse, se puso más nervioso. Se le aceleró el
pulso y una ligera flojera sobre sus piernas apareció de repente. No había marcha
atrás. Sabía que aquel era el momento de marcharse de allí con la furgoneta.
Abrió lentamente la puerta del copiloto y se metió dentro sin hacer el menor
ruido. Sabía que cualquier sonido desde aquella distancia los despertaría de
inmediato. Volvió a observarles y comprobó que seguían en la misma posición.
Se deslizó sobre el asiento para poder ponerse al volante. Se colocó el cinturón y
acto seguido pulsó el botón de arranque. El potente rugido del motor sorprendió
a Daniel. Miró a su izquierda y observó cómo se incorporaban los dos tipos,
empuñando sus pistolas en dirección a la furgoneta. Le dieron el alto antes de
disparar, pero hizo caso omiso y pisó fuerte el acelerador. Salió de la cuneta
haciendo ruedas. Los impactos de bala empezaron a sentirse sobre la chapa de la
furgoneta, a la vez que avanzaba rápido sobre el asfalto. Los cristales traseros se
rompieron en mil pedazos. Sintió una bala pasar cerca de su cabeza al oír el
silbido que produjo sobre su oído derecho. Impactó sobre el cristal delantero,
desquebrajándolo por completo. Se agachó todo lo que pudo para protegerse y
siguió acelerando. Llegó a la primera curva y enfiló la carretera a toda velocidad
en dirección al sur. Siguió escuchando ráfagas a sus espaldas, hasta que se alejó
lo suficiente. Sintió tal descarga de adrenalina que olvidó lo agotado que se
encontraba. Aquello hizo que recuperara las ganas por vivir que había perdido
los últimos días y de seguir luchando por encontrar un lugar seguro. Se vio
obligado a detenerse dos millas después para terminar de romper la luna
delantera. Necesitaba tener una mejor visión de la carretera.
Continuó su trayecto hacia al sur y tuvo la suerte de no cruzarse con nadie.
Dejó atrás los pueblos de Vernal, Jensen y Dinosaur, y una vez pasado Rangel se
dirigió hacia la carretera 139. Desde allí no habría más de cien millas de
distancia con Alburquerque. Hacía mucho calor, pero el aire que pasaba a través
del hueco de la luna delantera ventilaba el interior de la furgoneta. Poco le
importaba ya la radiación que pudiera haber en el exterior, en su mente solo tenía
una idea fija, llegar a México lo antes posible.
Enseguida se hizo de noche y la bajada de las temperaturas ayudó a que se
recuperase del agotamiento que sufría. Tenía el mono pegado a su cuerpo como
una especie de doble piel, hasta el punto de que dejó de sentir su aspereza.
Encendió las luces de la furgoneta para poder ver mejor sobre la carretera. No
podía arriesgarse a tener un accidente y perder la oportunidad de al menos,
intentar llegar al desierto de Sonora. Siguió observando desde la lejanía ciudades
envueltas en llamas. Divisó grandes columnas de humo sobre ellas y cómo la
estela anaranjada de los incendios aclaraba el horizonte. Siguió circulando a gran
velocidad por la interestatal, distraído en sus pensamientos y apartando la
tensión que había vivido durante los últimos días.
CAPÍTULO 12
UN HILO DE ESPERANZA EN COMPAÑÍA
Viajar con un compañero en la noche,
es mejor que hacerlo sólo ante la luz.
El amanecer asomaba por el horizonte e hizo que Daniel empezara a
preocuparse. Se encontraba exhausto después de haber viajado toda la noche.
Necesitaba encontrar un techo sobre el que pasar las horas centrales del día.
Permaneció varios días vagando por el parque nacional y necesitaba asearse y
quitarse las protecciones, al menos durante unas horas. No podía continuar el
viaje por carretera hasta Sonora sin realizar un descanso porque sabía que su
vida estaba en peligro. Cualquier despiste podría jugarle una mala pasada y se
arriesgaba a tener un accidente. Paró en una pequeña intersección y se desvió a
su derecha por un carril de arena. Pensó en las posibilidades que tenía de poder
encontrar alguna casa perdida por aquella zona, y aunque eran escasas, sabía que
si la encontraba se encontraría más seguro al permanecer alejado de las
carreteras principales. Recorrió alrededor de diez millas y llegó al final del carril,
donde había un pequeño rancho. Se bajó de la furgoneta e intentó abrir la valla.
Pero no pudo hacerlo debido a que se encontraba cerrada con un candado y una
cadena. Levantó la mirada y observó detenidamente alrededor. En su interior
había una casa de estilo colonial bastante antigua. Tenía el tejado combado
debido al paso del tiempo, pero a simple vista le pareció que se encontraba en
buenas condiciones. No divisó ningún vehículo por los alrededores y pensó que
sería buena idea dejar allí la furgoneta y acercarse hasta la casa, saltando el muro
de piedra que la rodeaba. Cogió los prismáticos y echó un vistazo a través de
ellos. Observó la vivienda y no vio movimiento a través de sus ventanas. Esperó
pacientemente unos minutos y enseguida se aventuró a entrar al rancho. Había
llegado el momento. Le pareció el lugar ideal para descansar, debido a que se
encontraba alejado de todo peligro. Saltó el muro de piedra y se acercó a la
entrada. Marchó a paso ligero hasta las escaleras del porche, y antes de subir por
ellas se fijó en un viejo balancín situado al lado de la puerta principal.
Aparentemente se encontraba en buen estado. Aquello le hizo sospechar y
desconfió de que en la casa no hubiera nadie. Observó las mosquiteras y no vio
sobre ellas ni una mota de polvo ni telarañas. Aquello hizo que las sospechas
aumentaran. Intentó observar el interior a través de las ventanas pero le fue
imposible ver nada, debido a que había unas cortinas oscuras muy tupidas.
Bordeó la vivienda para buscar otra entrada pero no la encontró. Regresó al
porche y llamó a la puerta, esperando pacientemente a que alguien abriera. No
obtuvo respuesta. Sabía que había algo extraño. Se acordó de la casa en la que
había pasado unos días descansando y cómo había corrido las cortinas desde el
interior para que nadie pudiera descubrirle. Por eso estaba casi seguro de que en
el interior había alguien, pero desconocía si seguiría con vida o si por el
contrario habría fallecido. Volvió a rodear la casa para comprobar si se le había
pasado por alto algún pequeño detalle que pudiera ayudarle, e intentó abrir una
de las ventanas traseras. Se encontraba cerrada y no cedió de ninguna de las
maneras. Enseguida comprobó que alguien las había fijado con clavos al marco
de madera, de ahí que no pudiera abrirlas. Regresó nuevamente a la entrada
principal y totalmente desanimado volvió a observar a su alrededor. Sabía que
tendría que romper un cristal con una piedra para poder entrar. Oyó un leve
chirrido y se volvió hacia la puerta principal. Un escalofrío le recorrió el cuerpo
de arriba abajo. No daba crédito a lo que estaba presenciando. Empezó a ponerse
nervioso. Un momento antes la puerta y la mosquitera se encontraban cerradas y
sabía que en el pequeño intervalo de tiempo que había transcurrido no le había
dado tiempo a nadie a salir huyendo de allí. El miedo le dejó paralizado y
empezó a dudar. Ya no tenía tan claro que quisiera entrar. No le pareció tan
buena idea. Sintió ganas de salir corriendo de allí, pero lo pensó mejor al no
tener ningún lugar a donde ir, por lo que se acercó lentamente y empezó a vocear
desde fuera. El silencio que había en el interior no le gustaba nada. Nadie
contestó. Siguió acercándose hasta llegar a la mosquitera, que se encontraba
entreabierta. La abrió lentamente y se asomó al interior. La luz que entraba desde
el exterior iluminaba el pasillo principal, que llegaba hasta lo que parecía una
cocina. La oscuridad en la que se encontraba inmersa la casa no le dejaba ver
nada más. Dejó la mosquitera enganchada con el alambre exterior y dio un paso
al frente. Sintió un silencio espantoso sobre la entrada que hacía daño a los
oídos. No le dio tiempo a dar el segundo paso hacia el pasillo cuando sintió que
alguien le encañonaba con una escopeta sobre su cabeza. Notó sobre la sien el
frío del metal de la escopeta y se quedó totalmente paralizado. Estaba
aterrorizado y empezó a temblar. Sus pulsaciones se dispararon y su pecho
bombeaba sangre constantemente. Permaneció en silencio esperando lo peor.
Abrió la mano y dejó caer la pistola sobre la vieja madera del suelo de la casa,
para no poner más nervioso al individuo que le encañonaba. Se oyó un fuerte
golpe al caer y cerró los ojos pensando en lo peor. No deseaba morir, y menos
hacerlo de aquella manera. Se limitó a poner los brazos flexionados sobre la
nuca y a esperar órdenes.
—¿Dónde demonios vas, desgraciado? ¡Ya te estás dando la vuelta! —Le gritó
al oído, apretándole sobre la cabeza el cañón de la escopeta.
—Ehhh…. Alto, alto. ¡Lo siento! —Empezó a temblar y el tono de su voz se
quebró—. ¡Sólo quería asearme y descansar en un lugar seguro! No vine a robar
nada en su casa. ¡Se lo prometo! —Daniel no sabía cómo explicarle que quería
refugiarse allí para que no dieran con él las personas de las furgonetas negras.
Sabía que resultaría una historia difícil de creer.
—¿Cómo? Mira muchacho, no te creo. Sé sincero. Has venido a joderme y no
te lo voy a permitir. Dime, ¿quién te ha mandado a quemar esta casa? ¡Te voy a
volar los sesos! —El hombre estaba enfurecido. Apretó la escopeta contra la
cabeza de Daniel y estuvo a punto de apretar el gatillo. Daniel sintió una
punzada sobre la sien, justo en el punto donde le apretaba con la escopeta—.
Hace tiempo que llevo huyendo de vosotros y no vais a acabar conmigo.
—¡No, por favor! ¡Se lo juro! Vine a dormir un rato. Nadie me envió a quemar
su propiedad. ¿Por qué iba a hacerlo? No soy ninguno de esos cabrones que
están arrasando todo lo que se encuentran por el camino. ¡Se lo juro! —Le miró
a los ojos fijamente y se percató de que no había conseguido convencerle.
Observó su rostro enfurecido y miró hacia otro lado para intentar no enfadarlo
más.
—Y, ¿por qué vienes en esa furgoneta negra? ¡Eres uno de ellos! No me cabe
la menor duda. Llevo tiempo controlando lo que hacéis. No tenéis perdón de
Dios. ¿Nadie os ha enseñado a ayudar a las personas necesitadas? —El asunto
tomó un cariz demasiado serio y Daniel pensó detenidamente en cómo salir
airoso de aquella situación. Tenía que pensar rápido en algo o acabaría con una
bala en la cabeza.
—No tengo nada que ver con ellos. ¡Se lo juro! En un descuido les robé la
furgoneta cerca de la interestatal, por eso la tengo yo. Puede usted comprobarlo
si se acerca a ella. Me dispararon desde la distancia cuando se la robé, pero
conseguí escapar. Vengo desde el Parque Nacional, al norte de Rock Springs.
Comprueba mi mochila si quieres. Ahí tengo los planos y los mapas así como las
rutas que tengo marcadas para llegar a México.
—¿A México? ¿Y para qué demonios quieres ir a México? Allí no queda nada.
¿Tú no sabes que aquella zona está totalmente despoblada? Si antes era difícil
llegar hasta allí, imagínate lo que será atravesar el páramo desierto con esos
locos controlándolo todo. —Enarcaba las cejas constantemente, no le creía.
—Le aseguro que hay un refugio en el que vive gente bajo tierra. He oído sus
mensajes y han proporcionado las coordenadas exactas por radio. Las tengo
apuntadas en la libreta que hay en el bolsillo de mi mochila. Puede usted verlo si
le apetece. No pretendo engañar a nadie, se lo prometo.
—¡Debes de estar loco! ¡Quítate esa máscara que no te oigo bien! —Relajó el
gesto en su rostro y le guiñó un ojo irónicamente. Daniel se sintió perdido con la
actitud que mostraba aquel hombre con él. Le pareció sumamente extraño y no
conseguía adivinar qué intenciones tenía. No se encontraba a gusto y temía por
su vida. Le observó detenidamente y comprobó que era un hombre grande y
fornido. Dos inmensas cicatrices sobre su rostro le hacían más temible aún. No
podía luchar con aquel gigante, sabía que si entraba al cuerpo a cuerpo con él,
tendría todas las de perder. Observó sus manos y le parecieron dos enormes
tenazas.
Bajó la recortada y le invitó a entrar. Cerró la puerta y echó la llave y el
cerrojo.
—Pasa y siéntate en el sofá. Sólo te voy a decir una cosa, y recuérdala. Si
intentas hacerme algo te vuelo los sesos, ¿Entendido?
—Sí, señor. No haré nada que usted no quiera. Ya le digo que no voy a matar a
nadie. Sólo quiero coger fuerzas para poder marchar en un par de días. Me dirijo
hacía el sur. Después se quedará tranquilo en su casa como lo ha estado hasta
ahora, se lo aseguro. ¡Solo necesito descansar!
Daniel se deslizó hacia la penumbra del pequeño salón y se sentó sobre el sofá.
El tipo se quedó observándole fijamente, a la espera de que le proporcionara las
coordenadas del refugio al que se dirigía. No terminó de creerle, por lo que le
hizo un gesto con la barbilla y le ordenó sacar la libreta de la mochila. Encendió
un par de velas para iluminar la estancia y Daniel depositó sobre la mesa todo lo
que tenía en el interior de su mochila. Tener una recortada apuntándole
directamente a la cabeza no ayudó a que se relajara. Le acercó la libreta y el
mapa y puso una vela sobre la mesa para que observara lo que tenía apuntado. Se
retiró hacia atrás y le invitó con la mirada a que se acercara para comprobarlo.
Se acercó lentamente y empezó a revisar todos los apuntes y las rutas que tenía
apuntadas. Mientras, Daniel le observó desde el sofá, a la espera de que se
pronunciara. Vio cómo torcía el gesto de vez en cuando pero no articulaba
palabra alguna. Se mostró extrañado y no daba crédito a lo que leía. Cambió el
gesto de su rostro y miró de reojo a Daniel. No sabía si confiar en él, después de
todo no le conocía y había aparecido de repente en su vida. Siguió revisando los
mapas y se retiró un momento hacia la cocina. Regresó al salón con un mapa
enorme bajo el brazo y lo extendió sobre la mesa del comedor. Acercó la vela y
sacó un rotulador para marcar las coordenadas que le había proporcionado
Daniel. Se rascó la cabeza en más de una ocasión y no terminó de creerse el
lugar que había marcado. Se giró hacia Daniel y empezó a menear la cabeza de
un lado a otro. Empezó a reírse a carcajadas y enseguida recobró la seriedad.
—¿Estás seguro de esto, chico? Estamos hablando de un puto desierto.
¿Seguro que esas son las coordenadas? En ese lugar han muerto miles de
personas a lo largo de la historia. ¿Por qué iban a estar viviendo allí? ¿No hay
otro lugar más seguro que ese? Me cuesta creerlo, te lo aseguro. ¿Dónde has
escuchado semejante estupidez?
—¡Estoy seguro de que es allí! Un grupo de personas vive bajo tierra en ese
desierto. He oído las emisiones por radio en más de una ocasión y siempre han
proporcionado esas que te he mostrado. Hace tiempo que no he vuelto a captar la
emisión, pero te aseguro que es verdad. Animaban a todas los supervivientes a
viajar hasta allí. Dijeron que permanecían en un lugar seguro bajo tierra y que
había sitio para muchas personas. No les faltaba alimento y necesitaban reunir a
la mayor cantidad de personas posible. —Daniel sabía que aquello era cierto e
intentaba explicar a aquel tipo que la información era real.
—Pero, ¿y qué te dice que eso sea verdad? ¿Y si estaban vendiendo humo por
la radio? Todo ese rollo que me estás contando me parece muy extraño, porque si
hay muchas personas viviendo allí, no entiendo por qué tienen que acoger a todo
el que se aproxime al lugar. Pensándolo bien, perderían calidad de vida y
tendrían que repartir el alimento que tuvieran entre todos los que llegaran. Dime
la verdad, ¿no te parece extraño? ¿Sigues pensando que es verdad?
—Explicaron que necesitaban más personas para poder empezar de cero en el
refugio. Tengo esperanza de encontrar ese lugar. Es la única salvación que
tenemos ahora mismo. También apunté otras coordenadas en Canadá, pero se
encuentra muy lejos de aquí y sería muy difícil llegar. Creo que merece la pena
intentar llegar hasta México. No veo otra salida. ¿Tienes algo que perder?,
porque yo no tengo otro sitio u otra idea a la que aferrarme. Es posible que el
futuro pase por allí, por ese lugar escondido en el desierto de México.
—La verdad es que no tengo nada que perder. Ya lo hemos perdido todo. Ya no
podemos estar seguros en ningún lugar. Sólo me queda esperar a que la muerte
me visite. Pensándolo bien puede que tengas razón. Lo podemos pensar unos
días si quieres y ya decidimos lo que hacemos. ¿Te parece bien? —Le había
cambiado el gesto al hombre. Ya parecía más relajado que cuando encañonó a
Daniel en la entrada de la casa. Eso ayudó a que la situación se destensara.
—Me parece una estupenda idea. ¡Por cierto!, ¿Cómo te llamas? Mi nombre es
Daniel. Mucho gusto en conocerle. —Se estrecharon las manos y Daniel sintió
cómo sus dedos crujían. Enseguida la retiró para que no se la lastimara. Parecía
fuerte e intentó disimular el dolor que le había ocasionado y siguió con la
conversación.
—Soy Alexander. Mucho gusto también. Y siento la forma en la que te he
recibido. Te pido mil disculpas pero presentarte así en mi casa y con esa
furgoneta… me dio muy mala espina. No he podido evitarlo. Lo siento mucho.
Tengo que reconocer que he estado a punto de pegarte un tiro en la cabeza.
—Es normal que hayas reaccionado así. Estás en tu casa y tienes que
defenderla —dijo Daniel.
—Voy a abrir la valla de la entrada para que metas la furgoneta. La
esconderemos detrás de la casa para que nadie la vea desde el carril. No se puede
quedar ahí fuera. Vente conmigo y la metemos. Te parece buena idea ¿verdad?
—A Daniel le pareció un tipo precavido. El hecho de que continuara con vida
después de la llegada de la terrible radiactividad liberada, le aportaba
tranquilidad.
—Sí, claro. Vamos ahora mismo. Ahí fuera sólo puede traernos problemas.
Salieron de casa y se dirigieron a la entrada. Alexander retiró el candado y las
dos cadenas que cruzaban de un lado a otro de la puerta. Deslizó el vallado sobre
un viejo raíl oxidado y dejó vía libre para que Daniel pasara con la furgoneta
dentro del vallado, para dejarla aparcada en la parte trasera de la casa.
Alexander, antes de cerrar el portón metálico, observó el horizonte con unos
prismáticos para asegurarse de que nadie le había seguido. Daniel se bajó de la
furgoneta e intentó abrir los dos portones traseros. No había tenido tiempo de
comprobar qué contenía la furgoneta en la parte trasera, y deseaba averiguarlo.
El interior carecía de ventanilla y le fue imposible comprobarlo. Sacó la llave y
observó que tenía otra pequeña en el llavero. Probó con ella sobre la cerradura
del portón. Giró la manecilla y la abrió sin ningún problema. Observó lo que
había en su interior. Una lona plástica cubría varios bultos y no dejaba ver lo que
escondía, pero después de retirarla se quedó paralizado por el descubrimiento.
Empezó a ponerse nervioso, no era para menos. En su interior encontró un
verdadero arsenal; lanzallamas, ametralladoras, bombas de humo, granadas de
mano, un lanzamisiles, chalecos antibalas, pistolas y munición de todo tipo.
También había un par de ficheros con documentación e innumerables mapas de
Estados Unidos. Llamó a gritos a Alexander, que aún no había regresado de la
entrada del rancho. Enseguida llegó a la altura de Daniel y se quedó sin habla
durante un instante. No daba crédito a lo que veían sus ojos.
—¿Dónde demonios has encontrado esto? ¡Qué barbaridad! Es un verdadero
arsenal —dijo Alexander, sorprendido.
—Ya te lo he dicho. Les robé la furgoneta a un par de tíos que cambiaban la
rueda de repuesto sobre el arcén de la carretera. Aproveché el momento en el
que se tumbaron a descansar bajo un árbol para llevármela.
—Pues sí que tienes un par de huevos, muchacho. Esto nos va a ayudar
muchísimo si necesitamos utilizarlo. Nos vendrá de maravilla. —Alexander se
encontraba fuera de sí. En su vida había visto semejante cantidad de armas.
Era un hallazgo muy valioso, a la vez que peligroso, y más en los tiempos que
corrían. Volvieron a taparlo con la lona y cerraron la puerta con llave. Alexander
se quedó observando a Daniel y se alegró de que hubiera llegado a su casa. Tarde
o temprano tendría que abandonar aquel rancho y si lo hacía al lado de Daniel
tendría una ligera posibilidad de encontrar un lugar más seguro. Alexander entró
en la furgoneta y comprobó sobre el cuadro de mandos que el depósito estaba en
la reserva. Se dirigió al pequeño cobertizo que había adjunto a la casa y sacó
varias garrafas de gasolina. Llenaron el depósito y dejaron la furgoneta
preparada por si tenían que huir en cualquier momento.
Regresaron a la casa buscando una temperatura más agradable. En el exterior
hacía un calor insoportable. Alexander se dirigió a la cocina y regresó al salón
con una enorme fuente llena de garbanzos cocidos. Durante la comida
permanecieron callados y sumidos en sus propios pensamientos. Intentaban
planificar el viaje a México. Daniel lo tenía bastante claro y Alexander conocía a
la perfección las carreteras que les podrían llevar hasta allí. Sabían que si lo
hacían acompañados tendrían más fuerza y se mostraron convencidos de hacerlo.
Al fin y al cabo, Alexander parecía un tipo experimentado y que probablemente
hubiera librado mil batallas. Se miraron fijamente y volvieron a entablar
conversación.
—Estoy sorprendido de que en el desierto de Sonora haya vida. Allí no hay
nada más que cactus. Quiero creer lo que me cuentas, pero hay algo que me
inquieta. Es una zona bastante conflictiva. En ese lugar han fallecido miles de
mexicanos mientras intentaban cruzar la frontera hacia Estados Unidos,
sorprendidos por las altas temperaturas y por el ataque de coyotes. ¿No te parece
un poco extraño que haya gente viviendo en ese lugar? Y no es que lo dude
profundamente pero es algo insólito. Allí sólo han conseguido vivir los Seris
durante muchos años. Esos sí que estaban preparados para ello.
—¿Los Seris? ¿Quiénes son? —Daniel no entendía a quién se refería
Alexander.
—Los Seris son una comunidad indígena que ha vivido durante cientos de años
en ese desierto. Originariamente vivían en unas islas declaradas reserva natural
de la biosfera, pero fueron desplazados hasta ese desierto hace cientos de años.
Actualmente desconozco si continúan viviendo allí, pero se adaptaron a ese
desierto desde recién nacidos, por eso no tuvieron problemas para seguir
haciéndolo. Pero nosotros, las personas normales… no estoy seguro de si
seríamos capaces de hacerlo. A mi parecer no tardaríamos ni dos días en
desfallecer, créeme. —Alexander mostró cierta incredulidad y sabía que aquel
plan conllevaba muchos riesgos.
—Nosotros no estamos adaptados a vivir en un lugar como ese pero debemos
mantener la esperanza de que lo encontraremos. No podemos quedarnos parados.
Confía en mí y ya verás cómo todo saldrá bien. —Daniel intentó convencerle de
la idea de partir hacia aquel desierto. Quería hacerle ver que aquello era posible.
—Está bien muchacho. Así lo haremos. Pero ya te digo que ese lugar es un
infierno. Sería el último lugar en el que me refugiaría. Ya he visitado ese desierto
un par de veces y no encontré nada bueno por allí. O, pensándolo bien… quizá
tengas razón. Nunca se sabe, pero… ¡Claro que sí! ¡Joder! ¿Cómo no he caído
antes? Por allí hay muy poco tránsito de vehículos y de personas. Gracias
muchacho, has conseguido abrirme los ojos. ¿Cómo he sido tan estúpido de
desconfiar de lo que me decías? Es un buen lugar para esconderse, pero si
queremos que todo salga bien debemos tomar ciertas precauciones. Es un
desierto inmenso. Marcaremos sobre el mapa el punto exacto de las coordenadas
para no desviarnos del lugar exacto. Si no damos con el refugio, en pocas horas
moriremos de sed, hambre y calor. En ese lugar no se pueden cometer errores.
—Sé positivo. Nos costará encontrarlo, pero daremos con el refugio. Estoy
totalmente convencido de ello. Soy muy joven pero estoy seguro de que te
llevaré hasta allí. Cuéntame… ¿Ya has estado por aquella zona? Queda algo
retirado de Denver, ¿no crees? —A Daniel le intrigó el hecho de que Alexander
conociera ese desierto y que lo hubiera visitado al menos un par de veces.
—Eso es algo que no me gustaría explicarte, muchacho. A lo largo de mi vida
me he dedicado a trabajos diversos. A lo mejor, si llegamos sanos y salvos a ese
refugio, te lo cuento, pero ahora prefiero no decirte nada. ¿Te parece bien?
—Alexander no estaba por la labor de explicarle ciertos detalles de su vida
pasada y decidió mantenerlo en secreto.
—Está bien. No te enfades, no era mi intención, tan solo me extrañó el hecho
de que conocieras esa zona. Has vivido muy lejos de allí. Al menos tendrás
conocimiento de las carreteras más seguras para poder llegar. Para mí es una
suerte haber dado contigo, tu experiencia hará que viajemos más seguros.
—Sí, eso déjamelo a mí. Te llevaré hasta ese lugar y después buscaremos el
refugio. ¿Sabes una cosa, Daniel? Al final voy a terminar alegrándome de
haberte conocido. Llevo más de un año encerrado en esta casa sin apenas salir al
exterior y sin entablar conversación con nadie. Me estaba volviendo loco.
—¿No has visto a nadie en todo ese tiempo? —preguntó Daniel.
—No. Tú eres el primero. Las últimas personas que vi lo hice de camino a esta
casa, cuando huía de Denver. Y tengo que decirte que viajaban en una furgoneta
negra como la que te ha traído hasta aquí.
—¿Qué fue de ellos? —preguntó Daniel, intrigado.
—Conseguí despistarlos en uno de los cruces cercanos a la interestatal,
dirección al sur. Destrozaron todo lo que se encontraron por el camino. Me vi
obligado a huir de Denver, mi ciudad. Después de los accidentes nucleares, la
mayoría de la población enfermó y a los pocos meses muchos fallecieron. A
estas alturas, en la ciudad no debe de quedar nadie con vida. Los tipos de las
furgonetas negras acabaron con todo. Quemaron edificios, casas, comercios,
gasolineras… El fuego avanzó sin control. Ocurrieron sucesos muy extraños.
Poco a poco, la ciudad se quedó desierta. Solo unos pocos conseguimos resistir
hacinados en nuestras casas. Algunos huyeron y otros desaparecieron sin dejar
rastro alguno. Pareció como si se los hubiese tragado la tierra. Pero claro, nadie
se ocupó de investigar qué había sido de ellos porque todo se encontraba sumido
en el caos. Yo vivía en uno de los edificios a las afueras de la ciudad, en un
quinto piso. Tuve la fortuna de poder huir de las garras de aquellos malnacidos.
Fue un auténtico milagro haber salido con vida de aquella encerrona.
Una mañana se presentaron varias personas en mi casa. Aporrearon la puerta y
dijeron que tenían que hacerme unas preguntas. Yo no contesté, pero sabían que
me encontraba en el interior. Una vecina con la cual tenía mis diferencias fue la
delatora. Había sido apresada y pensó que si delataba a los vecinos que seguían
viviendo en sus viviendas, la dejarían libre. Decidí no abrir la puerta a aquellos
extraños enmascarados. Sabía que me detendrían en cuanto abriera la puerta. La
echaron abajo, pero antes tuve tiempo de buscar una salida. Salí por el balcón
con lo que llevaba puesto. Solo me dio tiempo a preparar una pequeña mochila
con algunas pertenencias. Salí a la balconada exterior y me desplacé lateralmente
por las repisas de los ventanales. Conseguí llegar hasta la bajada principal de los
canalones del tejado y me descolgué por ellos, deslizándome lentamente. Una de
las fijaciones se rompió y estuve a punto de caer desde una altura considerable,
pero después de realizar un esfuerzo sobrehumano conseguí llegar hasta la acera
de la avenida principal. A ambos lados de la calle había varias furgonetas negras
aparcadas. El barrio se encontraba sumido en el caos absoluto y eché a correr por
los callejones colindantes a mi edificio para buscar un sitio donde esconderme.
Intentaron atraparme pero logré despistarles metiéndome en una cisterna que se
encontraba abandonada en un callejón cercano a mi barrio. Permanecí un par de
días guarecido en ella. Aún tengo metido en el cerebro el desagradable olor a
gasolina de aquella maldita cisterna. No sé cómo no he enfermado de respirar
aquello, no me lo explico. No lo voy a olvidar fácilmente. Al salir de allí, habían
acabado con todo. Todo estaba arrasado y las calles se encontraban desiertas.
Apresaron a todos los vecinos que permanecían en el interior de sus casas y se
los llevaron. En un primer momento pensé que estaban desinfectando las
ciudades, pero nunca llegué a entenderlo. Y me fijé en que aquellos grupos de
personas eran cada vez más numerosos. Se hacían relevos de día y de noche. Las
furgonetas iban y venían de todas partes. Eran muchos y vigilaban cualquier
movimiento. No sé si habrá quedado alguien con vida en la ciudad. Allí se
quedaron mis recuerdos. ¡No he podido entender lo que ha ocurrido! El odio y el
dolor que sufrí durante días me obligaron a llegar hasta este lugar. Me vi
obligado a luchar por sobrevivir y no pude hacer nada por mis amigos y
familiares. Dejé todo atrás para poder empezar una vida en solitario y alejado de
las ciudades. Ahí fue cuando supe que estaría más seguro alejado de ellas. Y he
comprobado que no me equivocaba.
—¡Siento lo que has pasado, Alexander! Entonces… ¿Ésta no es tu casa?
—preguntó Daniel.
—No. Llegué a esta casa a los pocos días de huir de Denver. Conseguí robar un
coche en un garaje subterráneo que se había salvado de la quema. Volví a
cruzarme con ellos en un cruce al sur de la ciudad. Me siguieron durante varias
millas a una distancia prudencial para saber hacia dónde me dirigía, pero
conseguí despistarlos en uno de los cruces de la carretera principal. Sigo vivo
gracias a eso. El día que llegué a este rancho encontré una familia de cuatro
miembros. Demostraron ser unas maravillosas personas. Me vieron tan asustado
que decidieron acogerme como a uno más en su familia. Dejaron que me
instalara y desde entonces no me he movido de esta casa. Me siento afortunado
de poder contarte esto, muchacho. Pero desgraciadamente no todos han tenido la
misma suerte que yo.
—No entiendo cómo has podido sobrevivir. No veo alimentos por ninguna
parte. ¿De dónde los obtienes? Y, ¿dónde está la familia que vivía aquí? ¿Se
marcharon?—preguntó Daniel, extrañado.
—La familia se marchó al poco de llegar yo. Me dijeron que tenían una
vivienda al norte del país, en una zona más segura. Me invitaron a viajar con
ellos pero me encontraba seguro en esta casa. No sé qué habrá sido de ellos, pero
gracias a la ayuda que me prestaron sigo vivo. Y respecto a lo de la comida…
¡fácil muchacho! ¡Fácil! Ven conmigo y te lo enseñaré. Los dueños me
proporcionaron la llave de un cobertizo subterráneo, por si necesitaba refugiarme
de la temida contaminación que irremediablemente se acercaba. —Daniel se
mostró sorprendido e intrigado por lo que quería enseñarle Alexander. Una
pequeña sonrisa delataba su alegría. Observó con atención sus movimientos.
Se desplazó hasta la cocina y movió la alfombra que había sobre el suelo. Dejó
tras de sí una gran cantidad de polvo que pululó sobre el ambiente durante unos
minutos. Daniel abrió bien los ojos al comprobar que había una puerta metálica
sobre el suelo. Su pulso se agitó y volvió a sentir las pulsaciones sobre sus
sienes. Le pidió a Alexander que la abriera de una vez, no podía esperar más. Se
subió a un taburete de la cocina y cogió una llave que había en lo alto de un
mueble. Introdujo la llave y tiró hacia arriba. Cogió un par de linternas que había
en un cajón de la cocina. Le pasó una a Daniel para que iluminara hacia la
pequeña escalera que descendía desde la cocina. Al bajar, la escalera de madera
crujió a cada paso. Enfocaron hacia abajo para poder ver dónde pisaban. La
penumbra invadía la estancia. Cuando llegaron abajo, Daniel se quedó
sorprendido ante el majestuoso cobertizo. Observó que estaba perfectamente
acondicionado y que carecía de restos de humedad sobre las paredes. Unos
conductos colgados a los lados de la escalera ventilaban el sótano. Observó unos
colchones sobre el suelo y una pequeña cocina de gas con varias bombonas
viejas al lado. Una mesa baja de madera y un sofá de piel completaban el
mobiliario de la estancia. Se giró sobre él mismo y observó una gran cantidad de
velas sobre una estantería metálica, al fondo del cobertizo. Además, contaba con
un cuarto de baño que tenía agua corriente. Aquello sí que le llegó a sorprender
gratamente. En ese momento, Daniel entendió por qué Alexander había
conseguido sobrevivir tanto tiempo allí escondido. Pero le faltaba algo. Aún no
había visto ni rastro de la comida, y aquello hizo que se intrigara más. Entonces,
Alexander se quedó mirándole fijamente y le subió las cejas a la vez que le
sonreía. Adivinó lo que estaba pensando y se dispuso a enseñarle el escondite.
Se volvió y le indicó con un leve movimiento de cabeza una puerta camuflada
debajo de las escaleras de madera. A Daniel le hizo gracia cómo se había
dirigido a él. La abrió e iluminó el interior con la linterna. Daniel no pudo
esconder su fascinación por lo que tenía almacenado. Había comida como para
pasar varios años en aquel cobertizo. De repente le vinieron a la cabeza los
recuerdos de la comida que dejó enterrada en la cabaña de su tía Alice, cuando
se vio obligado a huir de los incendios que arrasaban el parque natural. Al menos
se alegró de ver aquella cantidad de comida, y más cuando la que portaba en su
mochila empezaba a escasear. Observó gran cantidad de botes de comida casera
envasada. Los acarició suavemente para saber qué se sentía al hacerlo.
Comprobó que había todo tipo de variedad de alimentos, entre ellos pepinos,
calabaza, miel, tomates…
—Esto es un auténtico tesoro. ¿Cómo conseguiste todo esto? —preguntó
Daniel. Había una ingente cantidad de comida.
—Me lo dejaron los dueños. Tenían todo el cobertizo lleno de comida, pero se
llevaron el resto en un remolque, cuando partieron hacia el norte. Se portaron
muy bien conmigo. Seguro que ahora entiendes por qué decidí quedarme aquí.
—Ya veo. Has tenido mucha suerte. Y supongo que aquí es donde duermes,
¿verdad?
—Así es. Este es el lugar más seguro de la casa. Permaneceremos aquí hasta
que pensemos lo que hacer y tengamos claro un buen plan. Hasta entonces aquí
estaremos bien. ¿Dónde puedes estar mejor que aquí? Ahí fuera todo se ha
terminado… a no ser que lo que dices que has oído en la radio sea cierto.
—Alexander cambió el tono de voz. Ya no dudaba tanto de aquello y se le veía
dispuesto a emprender el mismo camino que Daniel, acompañándole hasta
donde se dirigiera. Quería seguir viviendo y la idea de viajar a otro lugar más
seguro le entusiasmaba. Había sido como un soplo de aire fresco para él y se iba
a aferrar a aquel viaje con fuerza.
—Aquí estaremos muy bien. Gracias por haberme dejado entrar a tu casa, no
sé qué hubiera sido de mí si no llego a encontrar este rancho. Estoy agotado y
necesito descansar. Y respecto al plan, ya iremos pensando en qué momento salir
para buscar ese refugio en México. Si no te importa voy a subir a coger el
dosímetro, para comprobar la cantidad de radiación que hay en el cobertizo.
¿Puedo, verdad? —preguntó Daniel, antes de que empezara a desconfiar de él.
—¡Claro que puedes! Esta es tu casa, Daniel. Te puedes mover libremente por
ella. ¡Ve a por él! Pero te aseguro que aquí no hay nada a lo que temer. ¿No me
ves? ¡Estoy fuerte y sano!
Daniel volvió al salón para coger su mochila y regresó al cobertizo subterráneo
con el dosímetro en la mano. Lo encendió y comprobó cómo al pie de las
escaleras repiqueteaba pausadamente, pero al llegar abajo dejó de hacerlo. El
cobertizo estaba limpio de radiactividad. Se lo colgó del hombro y empezó a
pitar de nuevo, hasta que cayó en la cuenta de que se trataba de la contaminación
adherida a su mono de protección. Pensó que era necesario lavarla. Había
viajado hasta allí con la luna delantera de la furgoneta rota y durante horas
estuvo expuesto a la contaminación del exterior. Se alegró de haber llegado hasta
aquella casa y de haber encontrado a una persona como Alexander. Sabía que
aquel era el lugar perfecto para poder recuperar fuerzas de nuevo y pensar
detenidamente en cómo llegar al desierto de Sonora, en México.
Utilizó un pequeño armario del cobertizo para guardar sus pertenencias y se
quitó el mono y la ropa que llevaba puesta. Alexander le proporcionó ropa
limpia y calzado para que se encontrara cómodo. Lavó el mono y la máscara de
protección en la bañera y los dejó en un pequeño tendedero que encontró en el
salón. Volvió a encender el dosímetro y se paseó por toda la casa. Comprobó que
en el interior de la casa se concentraban dosis muy bajas de radiación y dudó de
que funcionara correctamente. Alexander le explicó que había forrado el tejado y
las paredes de la casa con un producto especial que impedía pasar a la
radiactividad. Le enseño los sellos de aislante que había inyectado por todas las
ventanas y los filtros especiales que había en los conductos de aire, para que no
penetrara el aire contaminado del exterior. Había conseguido construir un
refugio perfecto.
Enseguida llegó la noche y bajaron al sótano para poder descansar. La puerta
metálica que daba acceso al cobertizo contaba con unos cerramientos metálicos
interiores que aportaban mayor seguridad, al ser imposible que alguien pudiera
abrirla desde fuera. Pero antes de irse a dormir, Alexander preparó una suculenta
cena para los dos. No era de los que se acostaban con el estómago vacío. Se
alimentaba alegremente todos los días debido a la gran cantidad de alimentos
que tenía almacenados en la despensa. Sabía que tendría comida para mucho
tiempo, por lo que se dedicaba a disfrutarla. Estaba feliz de haber conocido a
Daniel y su presencia le levantó el ánimo y las ganas por seguir viviendo.
Llevaba encerrado en aquella casa mucho tiempo y estaba necesitado de
compañía. Había sido muy duro para él tener que enfrentarse en solitario al
horror que asolaba al planeta.
—Alexander, ¿te puedo llamar Alex? —preguntó Daniel. Se le hacía muy largo
su nombre cada vez que tenía que pronunciarlo.
—¡Claro! ¿Por qué no? Mis amigos me llamaban así. No me molesta en
absoluto.
—¡Gracias, Alex!
—¡De nada, muchacho! Por cierto, creo que deberíamos dormir un rato. Debes
de estar cansado del viaje tan accidentado que has tenido. —Alexander sacó una
almohada de un armario y se la dio a Daniel, que la miró ensimismado. Llevaba
mucho tiempo sin apoyar la cabeza en una almohada para dormir. Lo más
parecido había sido su mochila.
—Gracias Alex. Me vendrá bien descansar un rato. Llevo muchos días sin
dormir bien y creo que voy a caer rendido enseguida. Se lamentó de no poder
ofrecerle más cosas a Alexander. Se estaba portando muy bien con él.
Daniel se tumbó en el colchón y enseguida le envolvió el aroma a limpio que
desprendían las sábanas. Sabía que iba a tener un descanso reparador.
—Tengo que hacerte una pregunta, y perdona por ser tan pesado. ¿Por qué
estás dispuesto a jugarte la vida por llegar al desierto de Sonora? ¿Nadie te ha
dicho lo que hay por allí? —preguntó Alexander, añadiendo un énfasis
misterioso.
—No sé, Alexander —contestó Daniel, aparentando poca convicción—.
Quiero llegar a ese refugio. Estoy prácticamente seguro de que existe y creo que
no hay otro tipo de esperanza en este mundo que nos rodea. Me cuesta imaginar
que todo se haya acabado, pero sinceramente creo que hay un futuro muy negro
por delante. Me gustaría amortiguarlo si consigo encontrarlo. Confío en esas
coordenadas.
—Sé que va a ser difícil sobrevivir en este planeta de aquí en adelante, pero
alcanzar ese desierto va a resultar sumamente complicado. Si queremos llegar
debemos planear bien lo que vamos a hacer. Voy a ir contigo, quiero que lo
sepas. Tengo que reconocer que en un primer momento me pareció una locura,
pero ahora estoy convencido de hacerlo. No me gustaría convivir con la soledad
toda mi vida. Resulta insoportable de aguantar. Puedo asegurarte que he estado
al borde de la locura en más de una ocasión.
—¡Estupendo Alex! Eso es lo que quería oír. A mí tampoco me ha resultado
fácil llegar hasta aquí, pero he llegado sano y salvo, como puedes comprobar. Yo
creo que podemos lograrlo.
—Daniel, hay una cosa que debes saber. El desierto de Sonora es el mismísimo
infierno. Durante las horas centrales del día es prácticamente imposible
permanecer en el exterior debido a las altas temperaturas. La vegetación escasea
y no hay lugares en los que guarecerse de las altas temperaturas. Si queremos
que todo salga bien debemos partir por el día para llegar al anochecer, y así
evitar la exposición prolongada al sol de mediodía. Y como ya sabes, va a
resultar muy complicado, y más teniendo la furgoneta sin la luna delantera. El
aire contaminado va a estar en contacto con nosotros todo el tiempo que dure el
trayecto. Pensaré en algo para poder arreglarla.
—Tienes razón, pero ese inconveniente no puede frenarnos. Podríamos coger
otro coche que encontráramos en algún otro pueblo —dijo Daniel.
—Bueno, no te preocupes por eso ahora. Tenemos tiempo para pensar en ello.
No es necesario que los nervios nos nublen las ideas, o nos veremos obligados a
permanecer encerrados en este cobertizo mucho tiempo y eso es algo que
debemos evitar. Te voy a dar unos pequeños datos, Daniel. ¿Sabías que el
desierto de Sonora tiene una superficie de alrededor de cien mil millas
cuadradas? Es una absoluta barbaridad. Cubre la mayor parte de la mitad sur del
estado de Arizona, el sureste de California, buena parte de la península de Baja
California y el estado de Sonora, en México. Allí no hay más que cactus, agave y
mezquite. Tiene grandes llanuras arenosas y unas montañas inhóspitas. Tiene un
hábitat tan extremo que en ocasiones se experimentan peligrosas tormentas de
arena y polvo, que terminan convirtiéndose en tormentas eléctricas. Abundan los
escorpiones y las serpientes de cascabel. Tengo entendido que existen una gran
cantidad de minas abandonadas y multitud de cuevas, en las que sí sería posible
sobrevivir, pero son difíciles de encontrar debido a la amplitud del desierto.
Además, dudo que en esas minas o cuevas puedan refugiarse cientos de
personas. Cuesta creerlo, pero es posible que el ejército de los Estados Unidos
tuviera alguna base militar secreta más allá de la frontera. Es otra posibilidad que
existe, ¿no crees?
—¿Y cómo sabes tanto de ese lugar? —preguntó Daniel, abrumado por el
extenso conocimiento que tenía Alexander sobre el desierto de Sonora.
—¿Que por qué? Te lo voy a contar. No tenía pensado hacerlo, pero mereces
saberlo. Trabajé durante varios años en un centro médico cercano a la frontera
con México. Por mis manos han pasado cientos de personas que se atrevieron a
atravesar el desierto de Sonora. Un día venía uno. Al día siguiente, tres. En una
semana, quince. Y pasaban los meses y la afluencia no cesaba. Llegaban en
pésimas condiciones y completamente deshidratados. No te podría decir al
número exacto al que llegué a atender y a curar, pero no te puedes hacer una
ligera idea. Aquellas personas llegaban desesperadas y muertas de miedo al
haberse enfrentado cara a cara con la muerte. La prolongada exposición al sol
abrasador del desierto les causaba graves quemaduras por todo el cuerpo y eran
francamente difíciles de curar. Muchos fallecieron en el intento de cruzar la
frontera hasta nuestro país, y quedaban sepultados bajo la arena del desierto en
pocas horas. La larga travesía que se atrevían a realizar los intrépidos hacía que
sufrieran calamidades durante varios días. Sobre las camillas del centro médico
han fallecido muchas personas debido a los golpes de calor y a la deshidratación
severa que sufrieron durante su andadura por el desierto. Nunca podré olvidarme
de ellos. Intentaron encontrar un futuro mejor, desconociendo por completo a lo
que se exponían. Algunos aventurados en hacerlo huían de los cárteles de la
droga y otros del hambre que padecían. Imaginaron que en nuestro país
encontrarían una buena vida, pero se equivocaron.
Pasados unos años, cuando levantaron las vallas en la frontera y colocaron
puestos de vigilancia, el problema se recrudeció. Se dificultó el acceso al país y
el tiempo de travesía de los grupos que se aventuraron a hacerlo aumentó. Y
¿con qué problemas se encontraron? Que solo podían llevar agua encima para
cuatro días. Les resultaba imposible cargar más cantidad sobre sus espaldas y
además no podían llevar ni mapas ni brújulas. Si alguno de ellos era detenido y
le encontraban algo de eso encima podría tener problemas muy serios con la
justicia. Se le acusaría de tráfico de personas. Y aquello significaba que podrían
permanecer en la sombra muchos años. Como puedes ver es una historia muy
triste. Pero pasaron los años y siguieron acudiendo en masa a nuestro país.
Imagínate en qué condiciones se encontrarían en México. Los desangelados que
fallecían durante el trayecto eran enterrados con piedras en mitad del desierto,
para que no se los comieran los buitres y las alimañas. Se contabilizaron entre
doscientos y trescientos muertos al año sin contar a los que desaparecían
enterrados por la arena. A ese lugar se le conoce como el desierto de los mil
cadáveres.
—¿Qué te parece Daniel? ¡Te has quedado asombrado, muchacho! Me gustaría
que te miraras al espejo. ¡Estás pálido! —exclamó entre risas Alexander.
—La verdad es que desconocía todo eso que me cuentas. Pero, ¿Crees que
seguirá estando en pie el refugio? —Después de lo que le había contado
Alexander, hasta Daniel empezó a dudar de la existencia de dichas coordenadas.
—Claro que creo que pueda estar allí. Como te he dicho antes, ahora estoy más
seguro que nunca. ¿Quién iría a refugiarse a aquel lugar conociendo el infierno
que lo rodea? Es el lugar más seguro para vivir, siempre y cuando exista un lugar
en el subsuelo para refugiarse. Si no es así, es imposible permanecer con vida
más de cuatro o cinco días seguidos. Eso ya te lo digo yo. Estoy seguro de ello.
—Soñemos amigo, soñemos. Volveremos a captar alguna señal de radio y nos
dirigiremos hacia allí. Estamos más cerca de ese lugar y en pocos días podrás
comprobar que es real. Colocaré unas antenas especiales a la radio para que la
señal mejore. Y si es posible me subiré al tejado de la casa para poder captarla.
—Daniel se mostraba seguro de sí mismo y sabía que tarde o temprano volverían
a escuchar los mensajes desde México.
—Me parece bien Daniel. Pareces un chico astuto e inteligente para la edad
que tienes. Una pena no haberme cruzado contigo antes. Creo que haremos un
buen equipo y saldremos adelante. Yo ya me voy haciendo viejo y tu empuje me
vendrá bien para seguir luchando.
—¡Seguro que sí! Descansaremos y mañana seguiremos planificando la ruta a
seguir. —Daniel se percató del entusiasmo que derrochaba Alexander. En poco
tiempo se había convencido de ser capaz de llegar hasta Sonora, en México.
Pensó que tenían poco que perder, dentro de aquel mundo estéril y muerto en el
que todo había perdido su importancia y las personas viajaban de un lugar a otro
buscando un mínimo reducto de vida.
El cobertizo subterráneo de Alexander aportaba tal seguridad y tranquilidad
que Daniel descansó como no lo había hecho en muchos días. Al despertar se
sintió invadido por una energía inusual en él. Pero tras desperezarse y observar
alrededor, se percató de que Alexander no se encontraba a su lado, y eso le
asustó. Se levantó como un resorte del colchón sobre el que había dormido y
subió escaleras arriba. Le llamó a voces por la casa pero no halló respuesta
alguna. Empezó a ponerse nervioso y se dirigió a todas las estancias de la casa,
tratando de encontrarle. El silencio impregnaba y envolvía todos los rincones.
Sintió un dolor agudo en el antebrazo y recordó que tenía el chip en su interior.
Notó un ligero pinchazo y rápidamente se llevó la mano a la zona para intentar
amortiguarlo. Intentó olvidarse de aquello y siguió buscando a Alexander. Llegó
al salón y tampoco le encontró allí. La casa estaba vacía, por lo que decidió
volver a la cocina y correr una de las cortinas de la ventana para ver si
continuaba estacionada en la parte trasera su furgoneta. Llegó a temer que
Alexander se hubiera marchado, abandonándole a su suerte. Se asomó y
comprobó que seguía allí, al igual que Alex, que se encontraba manipulando un
gran bulto sobre la arena. Le observó detenidamente para ver qué estaba
haciendo y enseguida lo averiguó. Trataba de arreglar la luna delantera de la
furgoneta. Tenía una luna nueva entre sus manos y la estaba fijando a los
laterales. Se preguntó de dónde la habría sacado. Vestía un mono parecido al
suyo y tenía puesta una mísera mascarilla, similar a las que utilizaban los
campesinos para fumigar los campos. Le extrañó que no tuviera otra mejor y,
antes de salir para ayudarle, cogió una que tenía sin estrenar en el interior de su
mochila. Le colocó los filtros nuevos y se la colgó del brazo para llevarla fuera.
Era lo mínimo que podía hacer por aquel hombre que le había acogido, y más
después de la confianza que le había proporcionado. Se puso las protecciones y
salió a la calle para poder ayudarle.
—Buenos días, Alex —saludó Daniel, desperezándose de su letargo nocturno.
—Hola Daniel. ¿Qué tal has dormido? Perdona que no te haya avisado esta
mañana, pero te encontrabas sumido en un sueño tan profundo que me dio pena
hacerlo. Te necesito con fuerzas para lo que pueda venir. ¿Cuánto tiempo llevas
sin dormir? En mi vida he oído semejantes ronquidos.
—La verdad es que he dormido de maravilla. Ha ayudado mucho el colchón y
la tranquilidad que me proporciona tu cobertizo. Eso y el cansancio acumulado
han hecho que haya tenido un sueño reparador. ¡Ah, y cambiando de tema!, ¿qué
haces con esa máscara? Eso no te ayudará a protegerte de la radiactividad. Toma
esta. Yo ya tengo una y se pueden lavar los filtros con agua, por lo que no
necesito dos. Estarás más protegido. —Alexander se quedó observando a Daniel
y se le enterneció el gesto en su rostro.
—¡Oh, Dios mío! Esta sí que parece profesional. ¡Muchas gracias Daniel!
Llevo tanto tiempo sin recibir nada de nadie que se me había olvidado lo que se
siente cuando alguien hace algo por ti. Si te digo la verdad, llevo esta mascarilla
porque no tengo otra. ¿De dónde la has sacado? ¡Está nueva! —Alexander se
emocionó ante el gesto que había tenido Daniel.
—Es una larga historia. Otro día te contaré de dónde proviene. Tú póntela y así
estarás más protegido. Y no olvides lavarla cuando entres dentro. ¿De dónde has
sacado esa luna que estás colocando? —Daniel observó el cristal delantero que
había dejado posicionado sobre el frontal de la furgoneta y comprobó que era
similar al que se había roto en mil pedazos.
—Encontré piezas de una furgoneta parecida en el granero. Los antiguos
dueños del rancho tendrían un modelo similar a ese. Anoche, cuando nos
acostamos, pensé en cómo arreglarla y se me ocurrió que sería buena idea
probarla. ¿Qué te parece, muchacho? ¿No ha quedado mal, verdad?
—Pues has tenido una idea excelente. Solo falta fijarla bien para que no se
salga del marco. Le falta al menos un centímetro para encajar a la perfección.
¿Tienes algún tipo de masilla o de silicona? Eso ayudará a que se fije
correctamente y evitará que se mueva por las vibraciones.
—Es posible que queden algunos botes aún, pero no sé si se habrán secado. A
lo mejor el calor los ha endurecido, si es así tendremos que pensar en algo.
Búscalos ahí detrás de ese pallet de madera que hay apoyado en la pared. Están
en el interior de la caja de herramientas. —Indicó con un ligero movimiento de
cabeza dónde se encontraban guardados.
Les llevó un buen rato fijar la luna al marco de la furgoneta, pero por suerte,
los botes de silicona se encontraban en perfectas condiciones. Con los botes que
tenían les fue suficiente para sellar las rendijas laterales. A Daniel le pareció que
Alexander tenía prisa por salir de allí lo antes posible. Se encontraba
entusiasmado con la idea de encontrar aquel lugar en México, y el hecho de
haber madrugado para dejar preparada la furgoneta, evidenciaba que quería salir
en breve. Enseguida se vieron obligados a regresar al interior de la casa,
empujados por las altas temperaturas del exterior. Regresaron al cobertizo
subterráneo. Permanecer bajo tierra en las horas centrales del día era más seguro.
Daniel observaba constantemente a Alexander y comprobó que era una persona
bastante nerviosa. No permanecía quieto ni un solo instante. Preparó un par de
mochilas bastante grandes. Las llenó de comida y otras cosas. Ojeó el mapa que
colgaba de la pared del cobertizo y trazó varias rutas con un rotulador. Dejó
apuntadas las millas que recorrerían por cada uno de los caminos que seguirían.
A Daniel le extrañó que se comportara de aquella manera. Parecía tener más
ganas que él de llegar hasta Sonora a pesar de que aquella casa se encontraba
acondicionada para soportar la contaminación del exterior.
El resto del día lo pasaron jugando partidas de cartas y charlando sobre cómo
lo habían pasado desde el momento en el que se desencadenaron los accidentes.
Aquello hizo que el día se les hiciera más ameno y entretenido. Ya cuando
empezó a meterse el sol y las temperaturas dieron algún respiro, subieron a la
parte superior de la casa con la vieja emisora y unas antenas extensibles que
Alexander tenía guardadas en un armario. Lo instalaron en la parte más alta y se
desearon suerte. Se miraron fijamente, convencidos de que recibirían alguna
señal desde México.
Daniel recordó que durante su estancia en la cabaña de tía Alice, por la noche
era el mejor momento para intentar captar algún dial que emitiera partes de
información. A esas horas era más seguro debido a que los que se aventuraban a
hacerlo, tenían menos peligros en el exterior.
Colocaron las dos antenas mirando hacia el sur. Pusieron unas pilas nuevas a la
vieja radio y se sentaron a esperar. Daniel giró una y otra vez la ruleta de
búsqueda de emisoras para poder captar algo y alzó el volumen. Un leve siseo
salió a través del pequeño altavoz, pero no captaban la señal con nitidez.
Permanecieron alrededor de dos horas intentándolo y lo único que consiguieron
fue oír el molesto e insoportable ruido de fondo. Ya había anochecido del todo y
a través de las ventanas se podían observar en la lejanía los grandes incendios
que se sucedían por todo el estado.
El cielo, como todas las noches, teñía el horizonte de un tono anaranjado,
formando arcos gigantescos sobre las ciudades en llamas. Les llenó de temor y
tristeza verse obligados a enfrentarse a aquel futuro desolador que se les
presentaba. Se miraron fijamente a través de las máscaras pero no articularon
palabra alguna. Los sentimientos se expresaban sin necesidad de abrir la boca.
Con una mirada bastaba para entender lo que se les venía encima durante los
próximos años. Todo estaba arrasado y quemado. Daniel se sentó en una esquina
de la pequeña habitación y volvió a observar a Alexander. No entendió por qué
antes no se había percatado del enorme tamaño que tenía. Medía alrededor de
dos metros y su espalda hacía que el mono le quedara extremadamente ajustado.
Hacía movimientos lentos a cada paso que daba debido a lo voluminoso que era,
pero al menos los realizaba de una manera firme y segura.
CAPÍTULO 13
VIGILADOS
Cuando creas que estás a salvo, corre hacia la luz,
cuidará de ti y te envolverá con su eterna claridad.
Ocurrió algo que perturbó su tranquilidad. Daniel se acercó a la ventana y se
quedó paralizado. Agarró a Alexander por el cuello del mono y le giró para que
observara a través de ella. No supo cómo expresar con palabras lo que veían sus
ojos. Se miraron fijamente y se levantaron del suelo. Algo no iba bien.
Observaron luces a unas dos millas de la casa. Un vehículo se acercaba hacia el
rancho. Recogieron a toda velocidad la radio y las antenas. Bajaron corriendo al
cobertizo a coger lo necesario para poder marcharse lo antes posible, porque
sabían que si no huían de allí les descubrirían. Guardaron comida en unas bolsas
y se pusieron las mochilas a la espalda. Cogieron el mapa sobre el que habían
marcado las rutas y volvieron a subir a la primera planta para comprobar a qué
distancia se encontraban de la casa. Se acercaron a una de las ventanas del salón
y les vieron cerca de la puerta del rancho. Cerraron la trampilla del cobertizo y
volvieron a cubrirla con la alfombra que la tapaba. Daniel pensó en lo poco que
había durado la tranquilidad. Se encontraban en una situación complicada pero
se vio seguro de poder escapar de ellos, como lo había hecho en otras ocasiones.
Salieron por una de las ventanas de la cocina y se metieron en la furgoneta.
Alexander se puso al volante y arrancó. Se desplazaron por el terreno con las
luces apagadas para no ser vistos desde la distancia por las personas que se
habían presentado en el rancho. Lo hicieron lentamente para evitar quedar
embarrancados en algún bache o chocar con cualquier árbol caído por el terreno
que rodeaba el rancho. Salieron por el vallado de la parte trasera y llegaron a un
carril de grava. A tres millas del rancho se incorporaron a una pequeña carretera
asfaltada y encendieron las luces de la furgoneta, ya que había una pequeña
colina que evitaba que pudieran divisarles desde allí.
Daniel se fijó en la luna que había colocado Alexander y se dio cuenta que
aguantaba. No se había secado por completo el sellado de silicona pero al menos
parecía que aguantaría. Pero no las tenían todas consigo. En el interior de la
furgoneta, el dosímetro repiqueteaba sin cesar. Había una elevada concentración
de agentes radiactivos. Mientras, Alexander no articulaba palabra alguna. Estaba
totalmente concentrado sobre el volante y Daniel se sintió seguro a su lado. Le
pareció que sabía bien lo que hacía.
Siguieron por la carretera a gran velocidad, buscando una salida. Sabían que
las personas que habían llegado al rancho no se iban a rendir fácilmente y
seguirían su rastro durante las próximas horas. Pero con lo que no contaban era
que no habían conseguido despistarlos. A pocas millas de allí observaron a
través del retrovisor unas luces que les seguían. Al parecer se habían percatado
de que existía una salida en la parte trasera del rancho y les estaban siguiendo.
Daniel avisó a Alexander de que ya se encontraban cerca de ellos y aceleró todo
lo que dio de sí la furgoneta. Con los acelerones, sintieron el ruido del motor en
el interior, ensordeciendo el ambiente. La luna delantera empezó a temblar más
de la cuenta pero seguía sin moverse de su sitio. Si no pensaban rápidamente en
cómo despistarles, les iban a alcanzar enseguida. Circulaban a más velocidad
que ellos. Daniel alargó el brazo hacia la parte trasera de su asiento y sacó dos
pistolas de uno de los bolsillos laterales. Le alargó una a Alexander y la otra la
empuñó fuertemente para poder utilizarla. Se encontraban a escasos ochocientos
metros. El motor de la furgoneta no daba para más y rugía de una forma violenta.
En el interior, las fuertes vibraciones amenazaban con desmontar la furgoneta
entera. Les pareció que todo estaba perdido, pero Alexander demostró su pericia
al volante e hizo unos movimientos extraños que Daniel no se atrevió a juzgar,
debido a que le vio muy seguro de lo que hacía. Apagó las luces y aprovechó
para desviarse bruscamente hacia un carril que salía hacia la derecha de la
carretera principal. Frenó de una manera brusca y estacionó la furgoneta detrás
de unos matorrales bastante frondosos. Daniel dio gracias a no haber sufrido un
aparatoso accidente al tomar la curva del carril, debido a la velocidad con la que
la habían tomado. Sintieron cómo las ruedas del lateral derecho de la furgoneta
llegaron a quedarse en el aire durante un instante. Pero Daniel, lejos de renegar
de la maniobra de Alexander, aplaudió su forma de hacerlo. Le pareció un
conductor experimentado y había actuado de una forma sumamente profesional.
Salieron rápido del coche y se agazaparon en un lateral de la furgoneta.
Observaron la carretera para comprobar si los habían despistado. Contuvieron la
respiración y permanecieron inmóviles. Enseguida oyeron cómo se acercaban.
Al momento observaron el haz de luz que dejó el vehículo al pasar a toda
velocidad. Les dio tiempo a comprobar que se trataba de una furgoneta negra
como la que ellos tenían. Al pasar de largo y comprobar que se perdían en la
lejanía, respiraron tranquilos. La maniobra de Alexander había resultado un
éxito. Si no se hubieran desviado les hubieran envestido por detrás y hubieran
acabado con ellos.
—¡Dios mío! ¿Los has visto? Han venido a por nosotros. —A Alexander le
tembló la voz al dirigirse a Daniel. Se alegró de haberles despistado.
—¡Eres la ostia! Sólo me queda felicitarte, amigo. —Daniel le dio un abrazo y
un par de palmadas en la espalda.
—Tenemos que buscar una ruta algo más segura. Conozco una carretera que se
encuentra a diez millas de aquí. Pasaremos por unos pueblos que se encuentran
más escondidos y alejados. Echaremos gasolina en alguno de ellos y
descansaremos. Esos desgraciados tienen vigiladas todas las carreteras
principales. ¿Te has fijado en la cantidad de coches con las ruedas reventadas
que había pasada la colina del rancho? Te aseguro que eso no es ninguna
casualidad. Hay algo que me extraña mucho, Daniel. ¿Crees que te siguieron el
día que llegaste? ¿Viste algo extraño?
—No, Alex. No me siguieron, te lo aseguro. Lo comprobé yo mismo y nadie
siguió mi rastro.
—Entonces, no me extrañaría que esta furgoneta llevara incorporado algún tipo
de localizador. ¿Lo has comprobado? —Daniel se puso nervioso con la idea de
que pudieran estar siguiéndole.
—¿Crees que puede llevarlo? ¿Dónde se suelen colocar? Pero, ¿eso no
funciona por GPS? ¿Crees que siguen funcionando los satélites? —preguntó
Daniel, mostrándose sorprendido.
—Es muy probable que alguno de ellos siga funcionando y que desde una base
militar se esté utilizando. Vamos a buscarlo por debajo del paragolpes —dijo
Alexander.
—Pero Alex… no creo que… No es posible que me hayan colocado un
localizador. Les robé la furgoneta sin que les diera tiempo a detenerme. ¿Cómo
iba a tenerlo?
—Claro, muchacho, pero es que estos vehículos oficiales suelen llevar
incorporados localizadores para tenerlos controlados en todo momento. No
pueden perderlos de vista debido a que suelen transportar en ellos cosas
importantes. Esto es algo que controla el ejército o algún cuerpo militar
especializado.
Encendieron las linternas e intentaron localizarlo. Examinaron algún cable
colgando de alguna parte de la furgoneta. Revisaron el interior de los dos
paragolpes, debajo del motor y en la zona interna de las ruedas, entre las llantas.
Entraron en la parte trasera y rebuscaron por todos los sitios visibles, hasta que
Alexander vio un cableado que no pertenecía a la furgoneta. Tiró de él y lo
observó. Sus sospechas se habían confirmado. Había un localizador instalado en
el techo de la parte trasera para poder rastrear la ubicación del vehículo. Lo
arrancaron y lo tiraron a un lado de la carretera. Estaban en peligro y, si volvían
a rastrear su posición, regresarían a por ellos. No tenían tiempo que perder y se
pusieron de nuevo al volante de la furgoneta.
—¡Malditos bastardos! Debí haberlo imaginado. No caí en la cuenta de que
podían seguirme a través de un rastreador o localizador. Tenemos que irnos ya.
Tú conoces bien la zona, ¿verdad? Yo nunca he estado por aquí. —Alexander
parecía nervioso, pero se puso al volante y volvió a centrarse en lo que tenía que
hacer.
Regresaron a la carretera con las luces apagadas. Daniel maldijo una y otra vez
a aquellas personas. No le habían dejado descansar ni siquiera un par de días en
el rancho. En pocas horas aquella maravillosa casa, junto a su cobertizo, sería
reducida a cenizas.
A unas ocho millas de allí observaron un indicador donde se leía simplemente:
ALAMOSA. Bajo el nombre del pueblo, una flecha anunciaba un desvío a la
derecha. Había otro cartel en el que se podía leer: ZONA CONTAMINADA
POR MATERIALES RADIACTIVOS. PROHIBIDO EL PASO. Era un cartel
metálico similar a los que habían colocado en Rock Springs, días después de los
incendios y accidentes. Lo ignoraron y continuaron su camino. Antes de girar,
Alexander aminoró la marcha de la furgoneta. Más adelante llegaron hasta otro
cartel, algo más grande y oxidado que los anteriores y que rezaba: EL
MUNICIPIO DE ALAMOSA LES DA LA BIENVENIDA. Estaban cerca del
pueblo y Alexander permaneció mudo. Daniel llevaba largo rato observándolo
de reojo y tampoco se aventuraba a comentarle nada. Veía algo raro en él, pero
supuso que su comportamiento era fruto del estado de nervios en el que se
encontraba.
Al entrar en el pueblo aminoraron la velocidad de la furgoneta para poder
detectar cualquier movimiento sospechoso. Continuaron con las luces apagadas
por la avenida principal de pueblo. A los lados, gran cantidad de viviendas bajas
permanecían sin luz en su interior y tenían un aspecto siniestro y abandonado. A
su derecha observaron un antiguo camping con unas caravanas en un estado
pésimo, rodeadas de árboles secos y hojarasca. Las alambradas que bordeaban el
complejo se encontraban totalmente destrozadas. Alamosa era un pueblo
pequeño que no tenía más de siete calles, rodeadas de varios edificios de
hormigón utilizados como tiendas o comercios. Al final de la avenida principal
hallaron una estación de servicio repleta de coches que se encontraban
estacionados sobre los surtidores. Al otro lado, un par de restaurantes
descansaban sobre sus ruinas, con sus carteles publicitarios venidos a menos y
rodeados de tiras de plástico del ejército que anunciaban: PROHIBIDO EL
PASO. Pensaron que aquello ya no tenía sentido, a nadie le importaría que
alguien entrara en aquellas propiedades aunque fueran privadas. Por el aspecto
viejo y roído, dedujeron que llevarían meses puestas allí, quizá años. Pasaron al
lado de una vieja lavandería que tenía sus puertas abiertas. Desde la ventanilla de
la furgoneta divisaron la hilera de lavadoras que había en su interior. Todo estaba
sin vida y abandonado.
El pueblo permanecía inmerso en el más absoluto de los silencios y sólo el
rumor del motor de la furgoneta alteraba la tranquilidad del lugar. Rastrojos de
paja empujados por el aire cruzaron de un lado a otro de la avenida. Era lo único
que se movía por allí. Las fachadas de los edificios tenían un aspecto
apesadumbrado y desquebrajado. Hacía tiempo que no se daba una capa de
pintura por allí y todo estaba expuesto al abandono y a la contaminación
existente. Pensaron que aquello había dejado de ser pasajero para convertirse en
algo para la eternidad.
Estacionaron al final de la avenida, al lado de lo que parecía un cine. Salieron
de la furgoneta y se quedaron observando alrededor. Se quedaron parados,
intentando captar algún ruido proveniente de alguna calle del pueblo. A pesar del
silencio incómodo que invadía sus calles, llegaron a captar un pequeño silbido
que procedía de una de las últimas calles del pueblo. Empuñaron las pistolas y se
dirigieron sigilosamente hacia el lugar de donde procedía el molesto pitido.
Cuando se encontraron lo suficientemente cerca, continuaron oyéndolo. Era un
monótono y repetitivo chirrido metálico. Echaron una ojeada rápida por la calle
y la cruzaron. Seguían sin saber qué era lo que provocaba aquel ruido, por lo que
llegaron a otra calle para tratar de averiguarlo. Se agacharon detrás de un coche
abandonado para protegerse de un posible ataque de alguna persona que siguiera
viviendo allí. No sabían qué podían encontrarse en aquel pueblo. Continuaron
sin ver nada, pero el sonido seguía oyéndose. Miraron hacia arriba y observaron
sobre el tejado algo en movimiento. Al momento, se miraron fijamente y
respiraron tranquilos. El causante del ruido tan molesto era una veleta que se
movía al son de la pequeña brisa que había en el pueblo.
Volvieron sobre sus pasos hacia la avenida principal. Necesitaban hallar un
sitio seguro sobre el que permanecer cuando saliera el sol de nuevo, para poder
protegerse del calor. Siguieron caminando por la acera y se asomaron por todos
los locales que tenían sus entradas abiertas o reventadas. Todo estaba arrasado y
saqueado. El pueblo presentaba un aspecto desolador y parecía un viejo plató de
cine sobre el que se grababan películas. Poco quedaba ya del esplendor que
brilló algún día sobre Alamosa. La mayoría de los comercios se encontraban
abiertos y el interior de los mismos estaba en penosas condiciones. Por sus
ventanas y puertas rotas se colaba el polvo radiactivo y la suciedad de las calles.
Había una gran cantidad de hojarasca sobre las aceras y la carretera. No
observaron movimientos de personas por sus calles, por lo que siguieron
paseando tranquilamente por ellas, en busca de algún edificio que ocupar. A un
par de manzanas divisaron un imponente edificio de estilo clásico. Llegaron
hasta él y observaron un gran cartel blanco que anunciaba: CENTRO DE
SALUD DE ALAMOSA. Bajo el cartel estaba la entrada principal, que se
encontraba cerrada. Observaron la cerradura y extrañamente no estaba forzada.
Aquel edificio parecía haberse librado de los saqueos que habían sufrido los
demás locales y comercios del pueblo. Alexander sabía que aquel lugar era el
idóneo para poder descansar, por lo que intentó encontrar una entrada por la que
colarse al interior. Sabía que si nadie se había aventurado a entrar a robar, allí
habría cosas que podrían necesitar, como vendas, gasas y medicinas, algo muy
preciado en los tiempos que corrían. Rodearon el edificio y observaron todas y
cada una de las ventanas. En la parte trasera del centro había una larga hilera de
ventanas a ras de suelo que daban a lo que algún día fue un extenso jardín, y que
ahora se había convertido en una montonera de hojarasca y matorrales secos.
Extrañamente, el edificio carecía de rejas, por lo que no tuvieron demasiados
problemas para acceder al interior. Rompieron una de las pequeñas ventanillas
con una piedra y alumbraron el interior con las linternas. Todo parecía en orden.
Alexander, antes de entrar, pensó en la furgoneta. No le pareció buena idea
dejarla aparcada sobre la avenida principal y regresó a por ella, para esconderla
en un pequeño callejón que había enfrente del centro de salud. No terminaba de
fiarse de aquellos delincuentes que los estaban siguiendo. Sabía que lo que
llevaban en su interior era un verdadero arsenal de armas y podrían llegar a
necesitarlas algún día, como protección o como intercambio por otras cosas
necesarias.
Regresaron al centro de salud y, antes de entrar, retiraron los pequeños cristales
que habían quedado adheridos al marco de la ventana para no cortarse con ellos.
Daniel entró sin demasiados problemas, pero Alexander lo pasó verdaderamente
mal. Su enorme tamaño hizo que pasara muy justo por el hueco de la ventana.
Necesitó ayuda por parte de Daniel para poder entrar. Fue necesario que tirara de
sus brazos para ayudarle, debido a que se quedó encajado sobre el pequeño
marco de la ventana. Llegó a caer de cabeza sobre una librería baja que había
bajo la ventana, pero no sufrió mayores daños y se incorporó sin problemas. Se
quedaron observando la pequeña sala en la que se habían colado. Parecía una
consulta de algún médico. Infinidad de libros se almacenaban ordenadamente al
lado de un viejo ordenador que ya no valía para nada. Una pizarra con unos
últimos apuntes de algún tipo de enfermedad ocupaba buena parte de la pared
frontal de la habitación. Todo se encontraba perfectamente ordenado. Giraron el
pomo de la puerta del despacho y se abrió sin problemas. Carecía de cerradura.
Salieron a un pasillo y percibieron una intensa bocanada de aire fresco. Se
retiraron las mascarillas para poder disfrutar de la temperatura de los
subterráneos del centro de salud. Era como una especie de sótano en el que
podrían permanecer seguros y protegidos, siempre y cuando nadie los
sorprendiera allí escondidos. Como todo estaba sumido en una penumbra total,
enfocaron con las linternas de un lado a otro del pasillo. Afinaron los oídos y
solo llegó hasta ellos el rumor de un goteo de agua constante que provenía de
uno de los baños del centro. Siguieron avanzando por el pasillo y llegaron a unas
escaleras que daban a la planta superior. Se encontraron con una puerta enorme
que se encontraba cerrada con cadenas. Al no poder avanzar, volvieron sobre sus
pasos para seguir merodeando. Al otro lado del pasillo había más salas. Todas
estaban abiertas y perfectamente ordenadas. Llegaron hasta el final de uno de los
pasillos y se encontraron con un cartel que rezaba: QUIRÓFANO (PROHIBIDO
EL ACCESO A TODA PERSONA AJENA AL CENTRO DE SALUD). Ahí era
donde quería llegar Alexander. A Daniel llegó a extrañarle que un centro médico
normal tuviera un quirófano, aunque dedujo que el hospital más cercano a
Alamosa se encontraba a muchas millas de allí y fuera necesario tenerlo para
cualquier emergencia. Tampoco le dio muchas vueltas en su cabeza debido a que
aquello poco importaba en ese momento. Entraron con sigilo e iluminaron el
interior. Aquello sí que se encontraba desordenado. Todo se encontraba
esparcido por los suelos y había indicios de que alguien hubiera entrado para
llevarse cosas. Al fondo del quirófano había un armario metálico que se
encontraba abierto y vacío. Avanzaron como pudieron a través de infinidad de
materiales quirúrgicos desparramados por el suelo, y llegaron a uno de los
armarios que se encontraban cerrados. Había un cartel en la parte superior en el
que ponía: PSICÓTROPOS. Antes de abrirlo, imaginaron que lo habrían
saqueado por completo, pero se equivocaron. Encontraron calmantes y
tranquilizantes sobre el último estante, todo lo demás había desaparecido.
Alexander cogió una bolsa de su mochila y la llenó con los medicamentos. No
sabían en qué momento las necesitarían, pero les vendría de maravilla disponer
de aquello para calmar cualquier tipo de dolor. No dejaron ni un solo
comprimido dentro del mueble. Daniel entendió el porqué de refugiarse dentro
del centro de salud del pueblo. Alexander había elegido aquel edificio sabiendo
que encontraría algo valioso, y más sabiendo la situación en la que se encontraba
el país. Había trabajado con médicos una larga temporada y tenía experiencia en
curas. A Daniel le pareció que Alexander era una persona preparada para vivir en
el mundo que se presentaba. Era hábil y pícaro, y sabía en cada momento qué era
lo mejor para continuar sobreviviendo.
—Nos quedaremos a pasar el día aquí. ¿Te parece bien, Daniel? —Le miró
fijamente mientras le preguntaba.
—Perfecto. Parece un sitio seguro. Aquí abajo no nos podrán encontrar
—contestó enérgicamente y asintiendo con la cabeza.
—Tenemos que ir a tapiar la ventana que hemos roto al colarnos dentro del
centro de salud. Sólo así podemos asegurarnos de que nadie nos encuentre
—dijo Alexander.
—He visto un par de maderas gruesas en una de las salas del pasillo principal.
Voy a cogerlas para poder colocarlas.
—Yo seguiré husmeando por aquí. Seguro que encuentro vendas y apósitos por
algún cajón. Nos puede venir bien más adelante, por lo que pueda pasar. Ve tú a
cerrar esa ventana y procura no hacer mucho ruido. Podrían oírte desde fuera.
—Está bien, Alexander.
Daniel salió del quirófano y regresó a la sala en la que había visto los tablones
apoyados sobre la pared. Pasó al interior alumbrando con la linterna y los cogió,
acomodándolos bajo su axila derecha. Siguió pasillo adelante y antes de llegar al
despacho por el que se habían colado, empezó a oír ruidos extraños. Oyó cómo
se caían varios objetos en el interior del despacho y enseguida se puso en alerta.
Daniel sabía que no podía ser Alexander, debido a que se había quedado en el
quirófano. No le habría dado tiempo a regresar, además de que se habría cruzado
con él en el pasillo. Se aproximó a la puerta e intentó escuchar a través de ella,
pegando la oreja. Dejó las tablas en el suelo para poder empuñar la pistola.
Sintió de nuevo las pulsaciones sobre la cabeza y su respiración se tornó
nerviosa al comprobar que los ruidos provenían de aquel despacho. Daniel se
encontraba nervioso debido a que no sabía cómo iba a actuar si se encontraba a
alguien en el interior. Antes de entrar pensó en avisar a Alexander, pero decidió
no hacerlo y enfrentarse él solo a sus miedos. Quería prepararse para lo que se le
avecinaba. Era su oportunidad y estaba dispuesto a llevarla a cabo.
Contuvo la respiración durante un instante y se armó de valor para girar la
manilla de la puerta. Abrió poco a poco y enfocó con la linterna al interior. Subió
la pistola y se coló dentro. Para sorpresa, no encontró a nadie. Corrió hacia el
escritorio y se asomó debajo, para comprobar que no se encontrara nadie
escondido. No vio a nadie. Sin esperárselo, algo hizo que se tranquilizara de
inmediato, al oír unos maullidos a su espalda. Se volvió y observó cómo el gato
le miraba de forma extraña. No tenía buen aspecto y parecía hambriento. Hizo
un par de amagos de atacarle pero Daniel se lo quitó de encima, golpeándolo con
la linterna. No quería que le mordiera o le contagiaría cualquier enfermedad.
Empezó a asustarse debido al comportamiento agresivo que mostraba. Le enfocó
de nuevo y observó el aspecto horrible de su pelaje. Parecía gravemente enfermo
pero continuaba con vida. Se preguntó cuánto tiempo llevaría buscando comida
por el pueblo y por qué no le afectaba la radiación del exterior. A esas alturas
debería estar muerto hace tiempo, y más si había estado vagando de un lado a
otro. Aquel gato era el primer animal que observaba Daniel desde la salida de la
cabaña de su tía Alice.
Siguió mostrándose agresivo durante largo rato. Se acercaba violentamente y le
bufaba una y otra vez al sentirse acorralado en el interior del despacho. Daniel
pensó en cómo quitárselo de encima y se acordó de unas latas de albóndigas que
tenía en la mochila. Se la descolgó de la espalda y sin perder la guardia sobre el
animal, la sacó de un lateral. La abrió y la lanzó a la calle, a través de la pequeña
ventana que habían roto. El gato se percató del olor que desprendía la lata y
rápidamente saltó por encima de Daniel para salir fuera a comer. Se encontraba
hambriento. Daniel aprovechó aquel momento para fijar las maderas sobre el
marco de la ventana. Pensó en el rato que había perdido intentando echarle del
despacho, pero al final, con un poco de ingenio lo consiguió. Cogió un martillo
de la mochila y fijó las maderas con varios clavos. Ya nadie podría entrar al
interior del centro de salud y podrían descansar tranquilos durante el tiempo que
permanecieran dentro.
Para cuando Daniel regresó de nuevo al quirófano, Alexander había
conseguido bastante cantidad de medicinas que quizá necesitaran en algún
momento. Salieron de aquella estancia empujados por la gran cantidad de
suciedad que había esparcida por el suelo. Alexander conocía de primera mano
que un quirófano no era un buen lugar para permanecer tumbado sobre el suelo,
debido a que podía ser un nido de bacterias bastante importante, y más si había
pasado demasiado tiempo sin haberse desinfectado. Se dirigieron al despacho en
el que había encontrado las maderas Daniel. Estaban agotados y necesitaban
dormir para recuperar fuerzas. Apartaron las mesas y las sillas de una de las
esquinas y extendieron los sacos de dormir. En el interior de la sala había una
temperatura perfecta para poder conciliar el sueño. Fijaron uno de los muebles
bajos a la manilla de la puerta antes de dormirse, para que nadie pudiera
sorprenderlos mientras descansaban. Si alguien lo intentaba, tendrían más
tiempo de reacción para poder hacerle frente. Fuera estaba amaneciendo y pronto
empezarían a subir las temperaturas.
Daniel se quedó absorto en sus pensamientos y analizó la situación en la que se
encontraban. Alexander le aportaba mucha tranquilidad dentro del yermo en el
que se encontraban. Se sentía afortunado por seguir con vida y por haber
encontrado a aquella persona, que unos días antes era un verdadero desconocido
para él. Sabía que iban a tener un viaje muy complicado hasta México. La
estrecha vigilancia a la que estaban sometidas las carreteras principales y las
altas temperaturas, unidas a la contaminación radiactiva, hacía casi imposible
llegar a la meta que se habían propuesto. El exterior había sufrido una
transformación alarmante. Todo lo que antes reverdecía, ahora se encontraba
contaminado, seco y quemado. El planeta caminaba imparable hacia la
desaparición a un ritmo vertiginoso. Poco quedaba ya del amplio abanico de
paisajes coloridos que un día decoraron los campos del país. Sabía que aquello
no volvería jamás. Se había perdido para siempre.
Durmieron alrededor de ocho horas. Al despertar se encontraron desorientados
y sumidos en una oscuridad absoluta. La falta de ventanas en el despacho hacía
que no se colara ningún resquicio de luz del exterior. El aire estaba viciado al
carecer de ventilación, pero al menos permanecían en un ambiente fresco. Se
desperezaron lentamente y encendieron unas velas sobre una librería para tener
algo de luz.
—¿Has descansado? He dormido como un niño pequeño. El cansancio
acumulado me está matando y de verdad que lo necesitaba. ¿Cuándo saldremos
fuera, Alex? ¿Cuándo anochezca de nuevo? —preguntó Daniel, aun
desperezándose.
—He dormido de maravilla. A la noche nos pondremos en marcha, ahora no
nos interesa. Además, tenemos que ir a la gasolinera de la entrada del pueblo
para ver si podemos extraer gasolina de algún surtidor. ¿Te fijaste en la cantidad
de coches que había aparcados? Habrá que retirar alguno para poder aproximar
la furgoneta.
—¡Es verdad! Se me había escapado ese detalle. ¿Crees que se podrá accionar
algún surtidor? No sé cómo funcionarán aquí en Alamosa, pero lo que es en el
condado de Illinois, si no se activan desde el ordenador es imposible repostar. Si
es así estamos perdidos. —Alexander meneó la cabeza de arriba abajo cayendo
en la cuenta de que lo tendrían complicado.
—Lo sé. Bueno, no nos preocupemos por eso ahora. Seguro que si no es de esa
manera, podremos extraerla de otra. Llevo una pequeña manguera de goma en la
mochila, por si tuviéramos que recurrir a la del interior de los coches. Ya lo he
hecho en más de una ocasión. Sin ir más lejos, antes de salir de Denver tuve que
hacerlo para poder escapar. Me costó llevarme un trago amargo de gasolina pero
al menos mereció la pena. Seguro que si no es de una manera será de otra. Aquí
no nos vamos a quedar, eso ya te lo digo yo.
—De acuerdo. Me parece bien. Vamos a descansar lo que podamos y a la
noche, cuando nos acerquemos hasta allí, podremos ver qué hacemos. Cada vez
nos queda menos para llegar a nuestro destino. —Una acumulación de nervios
invadía el cuerpo de Daniel cada vez que pensaba en llegar a México—. Es
nuestra única salvación —comentó animadamente—. Pero a Alexander le
rondaba otra idea la cabeza y se quedó observando fijamente a Daniel desde su
saco de dormir, antes de volver a dirigirse a él.
—Cambiando de tema, Daniel. Se me ha ocurrido una idea, a ver qué te
parece. ¿Crees que podremos captar alguna señal de la radio desde lo alto del
centro de salud? Anoche, cuando llegamos, pude observar que tiene una pequeña
torre en la parte central del edificio. No creo que sea muy difícil acceder a ella.
¿No te fijaste? Quizá desde ahí podamos captar alguna señal. Piensa que en un
rato empezará a anochecer y será el mejor momento para intentarlo. No tenemos
nada que perder y, además, desde esa altura será más fácil hacerlo.
—Yo también lo vi. Desde esa altura es posible que podamos captar señales.
Me parece buena idea. Pero tenemos que encontrar un acceso a esa parte del
centro de salud. Tendremos que ponernos los monos y las máscaras porque ahí
arriba el dosímetro va a repiquetear más de lo normal. Cuando quieras
comprobamos cómo subir y lo intentamos. Por mí, ningún problema. Pero te
aseguro que las coordenadas que tengo apuntadas son las buenas. Creo que no te
terminas de fiar, ¿verdad? Las oí tres veces desde la cabaña en la que vivía con
mi padre, y las tres veces coincidieron exactamente.
—No dudo de ti, amigo, te lo vuelvo a repetir. Pero si lo oigo terminaré de
convencerme y me aportará un plus de confianza que a día de hoy necesito.
Tenemos varias horas por delante, así que si quieres preparamos todo ahora
mismo y buscamos esa entrada desde el interior del centro. ¿Te parece bien?
—preguntó Alexander.
—Claro que me parece bien. ¿A qué esperamos? Subamos. —Le ayudó a
levantarse del suelo para cambiarse.
Se pusieron los monos y portaron la radio con las antenas extensibles. Salieron
del despacho en el que habían descansado y siguieron pasillo adelante. Llegaron
a una escalinata que daba a parar a una salida de emergencia, pero al
aproximarse comprobaron que las puertas estaban cerradas con cadenas, por lo
que no pudieron abrirlas. Buscaron otro acceso a través del pasillo que llegaba al
quirófano y llegaron a una especie de puerta corredera. Era una puerta
automática pero al no haber electricidad, no funcionaba el sensor de apertura.
Cogieron una barra metálica que había en una esquina del pasillo para poder
apalancarla. Unieron sus fuerzas y la forzaron, hasta que terminó cediendo.
Dejaron un hueco lo bastante grande como para poder acceder y antes de hacerlo
observaron a través de él. Vieron que había una sala de espera y todo estaba
revuelto. No llegaba ningún ruido hasta sus oídos. Gran cantidad de sillas se
encontraban desparramadas por todos sitios y en el suelo se acumulaba gran
cantidad de hojarasca y de polvo que entraba por uno de los grandes ventanales,
que estaba reventado. Observaron dos máquinas expendedoras saqueadas que se
encontraban sobre el rellano. No había movimiento alguno por aquella zona del
centro de salud. Entraron y se dirigieron al fondo de la sala de espera. El
dosímetro empezó a repiquetear y se pusieron las máscaras para seguir buscando
un acceso a la torre principal. Siguieron pasillo adelante hasta que dieron con
unas escaleras que conducían a la segunda planta. Conforme avanzaban sintieron
el calor asfixiante que había en la última planta del centro médico. Se asomaron
por las pequeñas ventanillas de la sala central y se quedaron observando posibles
movimientos por el pueblo. Desde allí se divisaban prácticamente todas las
calles y les tranquilizó comprobar que todo se encontraba sumido en una
tranquilidad absoluta. Observaron que la furgoneta seguía estacionada sobre el
pequeño callejón sobre el que la había dejado Alex la noche anterior.
Desde allí también divisaron las enormes columnas de humo que salían de las
ciudades que se encontraban en llamas. Era más seguro permanecer en pueblos
pequeños y apartados de carreteras principales. En las grandes ciudades la
situación se erigía más complicada. Alexander se había mostrado reacio a pasar
a través de ellas porque tuvo la desagradable experiencia de haber tenido que
huir de Denver. Imaginó que el resto de grandes urbes se encontrarían en una
situación similar, y estarían más expuestos a los peligros externos.
Sufrieron el sofocante calor que hacía en la torreta central del centro de salud.
Los primeros sudores corrieron por la frente sin encontrar el final de recorrido.
Estaban incómodos al llevar los monos puestos, pero sabían que no podían
quitárselos. Si no fallaban sus cuentas, se encontrarían sobre el mes de Junio,
pero tampoco llevaban la cuenta de los meses. Todo el año hacía prácticamente
el mismo calor. Ya habían dejado de mirar los días, los meses y hasta los años.
Les daba exactamente igual. Sabían que con la gran cantidad de contaminación
radiactiva que se había esparcido por todo el planeta, posiblemente no llegarían
con vida al siguiente verano.
Sacaron las antenas por el hueco de las pequeñas ventanas de la torreta y las
enchufaron en la radio. Pusieron las pilas y la encendieron. Alexander no
terminó de fiarse y vigiló a través de las ventanillas cualquier movimiento
sospechoso. Daniel se concentró en la radio y buscó emisoras que estuvieran en
activo. Pasado un rato empezaron a oír ruidos de fondo. La radio comenzó a
emitir un débil carraspeo. Daniel empezó a ponerse nervioso e
irremediablemente le temblaban las manos y le costaba atinar con el movimiento
del sintonizador.
—¡Ven aquí, Alex!, consigo escuchar algo. ¡Corre! —Daniel se encontraba
fuera de sí y le chistó a Alexander para que se acercara lo más rápido posible.
Enseguida se pegó al aparato para poder sentir alguna voz. Empezó a captarse el
ruido estático de la radio y de fondo una voz débil, casi imperceptible para el
oído humano. Orientaron una de las antenas más al sur para poder captar mejor
la señal. Y tras unos minutos ocurrió. Habían conseguido oírla. La señal no era
perfecta pero sí que era más nítida.
Pshhhhhhhhhh…….pshhhhhhh….encontrarnos…..en…..México….enemos
sitio
seguro
para
todos…pshhhh…..
…rdenadas..cuatro..dsis…
cinco..tres.,spshhhh…….pshhhh.spshhhhhhhs desierto….pshhhhh…
Al momento, volvieron a perder la señal y solo quedó la estática de fondo.
Pero habían conseguido captarla y asegurarse de que la colonia que se asentaba
en México seguía existiendo. Daniel se quitó la máscara y sonrió a Alexander.
—¡Te lo dije! Jajajajaja, te lo dije, Alex, ¿lo has oído?, ha dicho en México.
—Se encontraba eufórico de haber podido captar la señal de nuevo y abrazó
enérgicamente a su compañero de viaje.
—Tenías razón. ¡No te lo inventabas! —Alexander no sabía cómo mostrar su
alegría y volvió a abrazar fuertemente a Daniel. Se encontraba fuera de sí y se
percató de que un achuchón como aquel no se lo había dado nunca a nadie. Le
invadió una inmensa alegría. Ahora estaba seguro de viajar a Sonora, en México.
—Ahora ya sabes que vamos en el camino correcto. Llegaremos mañana y
descubriremos dónde está ese agujero. No he podido oír bien las coordenadas
pero las que he apuntado coinciden con los cuatro primeros dígitos que llevo
escritos en mi libreta. —Se encontraba exaltado y con una ilusión desbordante.
—Esta noche salimos. Hay que llegar cuanto antes para poder salvarnos de éste
maldito páramo que nos rodea. Por aquí ya no hay esperanza y aquello nos abrirá
nuevos horizontes. Nos esperan con los brazos abiertos allí en México.
Envueltos en una euforia inusual en ellos, recogieron las antenas y la radio, y
regresaron a la planta baja del centro médico. No cabían dentro de sí al haber
escuchado otras voces en la emisora y habían conseguido descargar adrenalina a
raudales. Solo pensaban en salir de allí lo antes posible hacia el desierto de
Sonora. Se miraron fijamente y se fundieron nuevamente en un largo abrazo.
Sabían que aquello era una excelente noticia para ellos. Alexander lo oyó por
primera vez, pero Daniel lo había hecho más veces, y pudo reconocer la voz del
emisor como lo había hecho las anteriores veces. Estaba seguro de que había
sido la misma persona. Hubiera reconocido aquella voz hasta debajo del agua. El
hecho de haber oído aquel mensaje les aportó seguridad y tranquilidad, al
comprobar que seguía habiendo vida en el interior de aquel refugio.
Cuando consiguieron tranquilizarse, recordaron que llevaban varias horas sin
comer, por lo que sacaron de las mochilas unos botes de comida para reponer
fuerzas. Comieron tranquilamente y después de haber llenado el estómago,
permanecieron largo rato tumbados sobre los sacos de dormir. Pensaron en las
horas que les quedaban de trayecto y se encontraban pletóricos. Estaban muy
cerca de su meta y se convencieron de que lo lograrían.
Quedaba una hora para que se metiera el sol y recogieron todo para echarse de
nuevo a la calle. Retiraron las maderas y salieron por la pequeña ventana por la
que habían entrado el día anterior. Al salir al exterior percibieron el intenso calor
que aun hacía. Se dirigieron hacia el callejón para montarse en la furgoneta y
salir de allí. Las calles seguían desiertas y no había el más mínimo movimiento
por ellas. Todo seguía como el día anterior y el silencio lo invadía todo. A su
alrededor sólo permanecía un pueblo mudo y apagado desde sus raíces, y sabían
que nunca volvería a tener vida como algún día la tuvo. Se pararon a observar un
pequeño parque que había enfrente del centro de salud, y no pudieron evitar
imaginarse a niños jugando y gritando a su alrededor y divirtiéndose sobre los
columpios. Volvieron en sí y entendieron que las voces se habían apagado, al
igual que en la mayoría de lugares del mundo. Todo había enmudecido y
permanecía inerte y sin vida.
Dejaron atrás sus pensamientos y se subieron a la furgoneta. Arrancaron y se
dirigieron a la gasolinera. Enseguida llegaron a la entrada. Observaron al menos
seis coches estacionados, formando dos hileras casi perfectas a las puertas del
autoservicio. Tampoco vieron a nadie por allí. Bajaron de la furgoneta y se
acercaron a la tienda. Empuñaron sus pistolas pero rápido se dieron cuenta de
que no haría falta utilizarlas. Alamosa se había convertido en un pueblo
fantasma y sólo se habían cruzado con un gato medio moribundo en el centro de
salud. En el interior del autoservicio había una gran cantidad de polvo
acumulado sobre las estanterías vacías y multitud de hojarasca seca y quemada
sobre el suelo, que se había colado a través de la puerta, que permanecía abierta.
Avanzaron por uno de los pasillos hasta llegar a la zona de la caja registradora. A
su lado quedaron varias cajas de cartón con bultos en su interior. Las abrieron y
comprobaron que se trataba de latas de aceite, filtros de aire y limpiaparabrisas.
Buscaron pulsadores manuales por el cuadro de mandos, pero no llegaron a
encontrarlos para poder accionar los surtidores de gasolina. Maldijeron el hecho
de que todo estuviera controlado por ordenadores y tecnologías modernas. Pero
no se preocuparon en exceso por aquel imprevisto debido a que Alexander tenía
experiencia en succionar gasolina de otros coches. Antes de salir husmearon un
momento por el interior, pero no encontraron nada de valor. Habían saqueado
todo.
Salieron del autoservicio y Alexander buscó en su mochila la pequeña
manguera de silicona, encontrándola en uno de sus bolsillos laterales.
Necesitaban gasolina de otros coches y la única forma de conseguirla era
extrayéndola de los depósitos de forma manual. Se dirigió al primer coche de la
fila y abrió la tapa del depósito. Daniel le ayudó, colocándole un cubo de acero
inoxidable bajo la pequeña manguera, para que no se derramara la gasolina sobre
el suelo cuando saliera. Alexander introdujo la manguera en el interior del
depósito y empezó a sorber con fuerza. Daniel observó el esfuerzo que realizaba
y le pareció sobrehumano. Pero desgraciadamente en aquel coche no quedaba ni
gota de combustible. Acercó la nariz al depósito y notó cómo salía de él un olor
arranciado, echándole para atrás de inmediato al sentir semejante pestilencia.
Extrajo la manguera de nuevo y se dirigió al siguiente coche que había
estacionado frente a la puerta del autoservicio. Realizó la misma operación y
tuvo la fortuna de encontrar bastante cantidad de combustible. Continuó
haciendo lo mismo con los demás coches y consiguió llenar varias garrafas de
cinco litros. Alexander se quedó tirado sobre el suelo, exhausto de haber
succionado con la boca tal cantidad de gasolina de los depósitos, y Daniel se
acercó para ayudarle a levantarse. Le observó el rostro y comprobó cómo sudaba
debido al esfuerzo que había realizado. Se encontraba agotado. Pero no tenían
tiempo que perder y se pusieron en marcha. Cogieron las garrafas y las
guardaron en el interior de la furgoneta. Consiguieron lo que necesitaban para
poder partir hacia el desierto de Sonora.
Aprovecharon que había anochecido y salieron de Alamosa. Tomaron una
pequeña carretera asfaltada al otro lado del pueblo y se dirigieron hacia lo que
quedaba del Parque Natural Caron. A los laterales del quebrado y agrietado
asfalto de la carretera no quedaban más que árboles pelados y abrasados. El haz
de luz de los faros de la furgoneta iluminaba débilmente y era necesario que
mantuvieran en todo momento la atención sobre la carretera. A su paso, dejaron
tras de sí una estela de polvo y ceniza. Observaron multitud de vehículos
calcinados y oxidados sobre las cunetas de la carretera, con sus ennegrecidos
esqueletos metálicos expuestos al triste páramo en lo que se había convertido el
país.
En un par de horas consiguieron llegar a la interestatal 25. Sabían que podrían
verse sorprendidos por diferentes obstáculos al ser una de las carreteras
principales de la zona sur de los Estados Unidos. Pero querían llegar a su destino
antes de tiempo y sabían que esa ruta era la más rápida. Se dirigieron
directamente hacia Alburquerque, que era una de las ciudades más importantes
del sur del país. Desconocían en qué estado se encontraba pero enseguida lo
descubrirían. Si no tenían ningún tipo de problema se dirigirían hacia El Paso, y
de ahí al desierto de Sonora. Esa era la ruta que se habían marcado y era lo único
que les separaba de su nueva vida.
Continuaron su camino a gran velocidad por la interestatal. Circularon a buen
ritmo y tuvieron la fortuna de no encontrarse con nadie. Unas millas más
adelante aparecieron los primeros carteles que anunciaban la proximidad a la
ciudad de Alburquerque. Quedaban pocas millas y el paisaje que les rodeaba
parecía fantasmagórico. No se habían cruzado con nadie en todo el trayecto que
habían completado hasta ese momento, pero sabían que no les iba a resultar fácil
llegar hasta su destino sin encontrarse con alguna adversidad. Aquella zona a la
que se aproximaban era extremadamente desértica y se extendía hasta la mitad
de México. Enseguida sintieron cómo la temperatura, a pesar de ser de noche,
era más alta que en las zonas por las que habían pasado. Pero continuaron su
camino protegidos con sus monos y sus máscaras para prevenir la intensa
contaminación radiactiva, que se colaba también en el interior del coche. El
sudor empezó a aparecer pero decidieron aguantarlo y evitar bajar las ventanillas
de la furgoneta.
Conforme avanzaron por la interestatal 25 se fueron encontrando cada vez más
coches abandonados a su suerte sobre las cunetas. Redujeron la velocidad
considerablemente por miedo a chocar con algún que otro vehículo que
encontraron cruzado sobre la carretera. Para seguir avanzando tuvieron que
esquivar y sortear a una buena cantidad de ellos. Ante sus ojos se presentaba un
espectáculo abrumador y desproporcionado que nunca antes habían presenciado.
Se preguntaron cuántas personas se quedarían a las puertas de poder huir al sur.
Aquellos vehículos abandonados sobre el quemado y quebradizo asfalto, eran
huérfanos de sus antiguos dueños, que viendo imposible la huida a través de
ellos, no tuvieron más remedio que hacerlo a pie. Llegó el momento en el que
tuvieron que parar la furgoneta y bajarse de ella. Encontraron dos vehículos
cruzados y los tuvieron que apartar hacia un lateral para poder continuar su
camino. Todo estaba atascado y les resultaba muy complicado avanzar a cada
milla que recorrían. Encontraron varios vehículos militares apostados sobre la
cuneta con sus esqueletos oxidados al aire. Tuvieron la fortuna de desviarse
hacia una vía de servicio de la interestatal 25. De no haberlo hecho se hubieran
quedado atascados unas millas más adelante. Era un carril de arena, pero al
menos no había otros vehículos obstaculizando el paso y pudieron avanzar en
paralelo a la carretera principal.
Para que el trayecto se les hiciera más ameno, Alexander decidió encender la
vieja radio de la furgoneta para comprobar si funcionaba. Había un pendrive
enchufado en ella y al activarla, una antigua canción de Bruce Springsteen salió
por los altavoces delanteros a gran volumen. Streets of Philadelphia era una de
las canciones preferidas del padre de Daniel. Sonrió, acordándose de los
momentos vividos junto a él y se acomodó en el asiento para continuar el viaje
en perfecta armonía los dos juntos. Irremediablemente se acordó del chip que le
había implantado su padre, e inconscientemente se llevó la mano al pequeño
bulto que tenía en su antebrazo. Por un momento pensó en contarle aquello a
Alexander, pero decidió no hacerlo debido a que su padre le había dado unas
instrucciones precisas de a quién proporcionarle aquellos datos que llevaba
consigo.
Desde el carril de la vía de servicio observaron la multitud de coches que se
amontonaban sobre la interestatal 25, dejándola bloqueada e intransitable. Se
había convertido en una auténtica ratonera para los millones de personas que
habían intentado huir hacia el sur del país. Se preguntaba una y otra vez a dónde
habrían huido todas aquellas personas que se vieron bloqueadas en medio de
aquella zona árida y calurosa del sur de Estados Unidos.
Pero Alexander y Daniel, al ritmo de Bruce, continuaron a buen ritmo. Fueron
atisbando el amanecer y sabían que pronto los primeros rayos de sol aparecerían
sobre el horizonte de Alburquerque. Ya casi podían divisarlo desde la furgoneta
y pisaron el acelerador más a fondo. Incrementaron la velocidad de la furgoneta
dejando atrás la estela de polvo que las ruedas levantaban a su paso. Se
olvidaron de todo lo que habían vivido antes, sabiendo que jamás regresarían
hacia el norte del país. Necesitaban dejarlo atrás, otro tipo de vida se presentaba
ante ellos y el futuro que antes habían imaginado se había tornado imposible. Era
un momento delicado pero estaban convencidos de que había un sitio reservado
para ellos en algún remoto lugar.
Llegando a la ciudad de Alburquerque se vieron obligados a parar la furgoneta
de nuevo. Se encontraron un camión atravesado sobre el carril y les fue
imposible retirarlo. Bajaron y se asomaron para observarlo. Llevaría abandonado
algunos años ya, oxidado y con las ruedas totalmente desinfladas y cuarteadas
bajo las llantas, debido al paso del tiempo y a las altas temperaturas de la zona.
Buscaron la manera de sortearlo, pero la única salida que vieron posible fue la de
desviarse hacia una zona de piedras y arena que había a la derecha del camión.
Sabían que corrían el riesgo de quedarse atascados, pero volvieron a subirse y
pasaron muy lentamente. Estuvieron a punto de quedarse anclados sobre el
terreno, pero Alexander volvió a demostrar su pericia al volante y consiguió
sortearlo. Era un verdadero experto en salir de situaciones embarazosas y se lo
había demostrado en varias ocasiones. Observaron el horizonte y empezaron a
ponerse nerviosos. Se fueron acercando a Alburquerque, y era como marchar
hacia la ciudad de los muertos, que era en lo que imaginaban que se habría
convertido. No había nada más que observar la gran cantidad de coches
abandonados a su suerte sobre la carretera.
Enfilaron una cuesta bastante empinada hasta que llegaron a una bifurcación
que dividía la ciudad. A partir de allí les fue imposible continuar. Frenaron,
pararon el motor y bajaron para poder buscar alguna salida. Un cartel a su
derecha rezaba: ALBURQUERQUE EN ESTADO DE SITIO. PROHIBIDO EL
PASO A TODA PERSONA PROVENIENTE DE OTRAS CIUDADES.
EJERCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA. Alrededor del cartel
había una cantidad inusual de vehículos parados, unos junto a otros,
amontonados. Era un espectáculo dantesco que ninguno de los dos había
observado nunca. Jamás habían presenciado algo similar. Y sólo pudieron
llevarse las manos a la cabeza como gesto de compasión. Se percataron de que a
su alrededor yacían miles de cuerpos petrificados, amontonados unos sobre otros
y envueltos en jirones de ropa podrida. Habían fallecido en medio de la nada y
no se molestaron en retirarlos. Pero enseguida entendieron lo que había ocurrido.
Sólo les vasto un pequeño momento para imaginar cómo los habían retenido
antes de poder entrar a Alburquerque. Habían cerrado el paso a la ciudad y
aquellas personas fallecieron a causa de tiroteos descontrolados por parte del
ejército, para poder frenar a la multitud que se agolpaba ante ellos. Les fue
imposible acoger a tantas personas en la ciudad y se limitaron a cerrarlas el paso
de aquella manera. Una montaña de cuerpos inertes inundaba la entrada a la
ciudad. Encontraron multitud de agujeros por los coches, producidos por las
balas de las ametralladoras de los militares. Los cadáveres yacían descompuestos
sobre los capós de los vehículos. Había muchos cuerpos sobre el volante de sus
coches. Cuerpos apagados y oscurecidos apoyados sobre la cuneta, muertos con
gestos de horror en sus rostros grisáceos y quemados. Montones de cadáveres en
descomposición rodeados de moscas e intoxicados de bacterias. Un olor
nauseabundo entraba a través de los filtros de las máscaras de protección hasta el
punto de llegar a resultarles insoportable. Era el olor a muerte, putrefacción y
descomposición. Allá a dónde les alcanzaba la vista se encontraba de la misma
manera. Observaron al otro lado de los controles y comprobaron que también
habían intentado huir de la ciudad dirección al norte, y habían corrido la misma
suerte que los que huían al sur. El imponente esqueleto de un camión cisterna
taponaba la salida de los vehículos. Yacía en el derretido asfalto apoyado sobre
las cubiertas y los ejes de las ruedas. Les llamó la atención el enorme agujero
negro sobre el que se encontraba y el aspecto que tenía todo lo que se encontraba
a los lados, en un diámetro circular bastante amplio. Imaginaron la explosión que
debió de ocurrir en medio del caos general, abrasando y matando a todo lo que
se encontró en ese momento a su alrededor. El asfalto se encontraba totalmente
derretido y las señales cercanas eran meros carteles oscurecidos y oxidados.
Había desaparecido por completo su imprimación debido a la gran deflagración.
Los coches más próximos también se encontraban calcinados. Todo permanecía
oscurecido, grisáceo y opaco. Después de observar aquello sabían que nada
volvería a ser como antes. El silencio se apoderó de ellos y permanecieron
mudos durante largo rato a la vez que observaban semejante barbaridad. Hasta el
cielo les pareció de otro color, el llamativo azulado de antaño había desaparecido
y la atmósfera humeante y anaranjada lo teñía hasta la saciedad. Para ellos había
desaparecido hasta el horizonte.
Volvieron sobre sus pasos y pensaron en otra alternativa para continuar la ruta
marcada hacia el sur. Alexander recordó haber visto otro carril de tierra unas
millas antes de llegar a Alburquerque. Necesitaban bordear la ciudad para no
verse embutidos entre los coches calcinados y quedarse bloqueados. Y la
preocupación fue en aumento debido a que los primeros rayos de sol
aparecieron. Las altas temperaturas se asomaban lentamente y de manera
alarmante, profiriéndoles un trayecto complicado.
Llegaron hasta el carril que había visto Alexander y se desviaron por él para
poder bordear la ciudad. Aquel imprevisto les había retrasado pero al menos
pudieron continuar rumbo al sur. A su izquierda quedaba una ciudad humeante y
sin vida. Les pareció imposible que alguien hubiera podido sobrevivir a
semejante barbaridad, que desgraciadamente habían podido comprobar en la
entrada a Alburquerque. Sólo quedaban columnas de humo procedentes de
incendios descontrolados y un infierno inmerso en muerte y desolación.
Durante el trayecto permanecieron callados, ajenos al otro mundo que les
aguardaba en algún otro lugar y aun asustados por lo que habían presenciado. Se
preguntaban una y otra vez si esa sería la realidad que se encontrarían en todos
los lugares por los que pasaran. No se mostraba ningún futuro esperanzador por
delante y eso les martilleaba una y otra vez. Pero se armaron de valor y
continuaron la búsqueda del desierto de Sonora. Daniel tenía más fuerzas que
Alexander y su ímpetu empujaba a su compañero de viaje a seguir adelante
pensando en algo mejor. Estaba seguro de que llegarían a su destino y
comenzarían una nueva vida en el interior de algún complejo subterráneo en
México.
CAPÍTULO 14
DESIERTO DE SONORA (MÉXICO)
(ÁREA 37)
Se creó el desierto para que el hombre pudiera observarlo.
Al ver un brote verde salir de la arena, creyeron en la salvación.
Siguieron recorriendo millas con un sofocante calor en el interior de la
furgoneta. Habría unos cuarenta grados pero no podían permitirse el lujo de
parar. Pasaron por una ciudad llamada Los Lunas y enseguida llegaron a
Socorro. Desde el interior de la furgoneta observaron cómo habían sido
devastadas. Estaban desiertas y habían sido abandonadas por sus antiguos
moradores. No observaron vehículos sobre sus calles y avenidas y tampoco se
cruzaron con ningún superviviente. Su estado era menos lamentable que el que
se habían encontrado en Alburquerque. Por las aceras de las amplias avenidas no
encontraron cadáveres ni fuertes olores derivados de la putrefacción. Imaginaron
que sus habitantes habrían huido a lugares más seguros. Pararon en una de las
avenidas y entraron en una farmacia para buscar más medicinas que pudieran
necesitar, pero había sido saqueada por completo, por lo que volvieron a subir a
la furgoneta y salieron de la ciudad dirección al sur.
Conforme avanzaron, el estado de ánimo de ambos fue cambiando. Sabían que
estaban más cerca del desierto de Sonora. Pero en el interior de la furgoneta
hacía un calor infernal y se encontraban sedientos y deshidratados. Bebieron
gran cantidad de agua que tenían en la parte trasera de la furgoneta y siguieron
adelante. Alexander observó el nivel de gasolina sobre el cuadro de mandos y
comprobó que había descendido alarmantemente. Ya habían utilizado todas las
garrafas que habían llenado en la gasolinera de Alamosa, pero hicieron sus
estimaciones y calcularon que no tendrían problema para llegar hasta aquel
desierto con lo que les quedaba de combustible.
Se encontraban a pocas millas de la ciudad de El Paso y temieron toparse con
la misma situación que se habían encontrado en Alburquerque. El Paso era una
gran ciudad que se encontraba entre la frontera de México y Estados Unidos y
supusieron que había sido un lugar con muchísimo movimiento en los últimos
meses. Se desviaron por otra carretera a unas cinco millas de la entrada a la
ciudad. El tiempo jugaba en su contra y si se encontraban con algún obstáculo
haría que el intenso calor no les dejara llegar al desierto ese mismo día. Minutos
después se alegraron de haberse desviado por aquella carretera, debido a que
desde la distancia divisaron varias columnas de humo negro que salían de la
ciudad. Sabían que habría sido un grave error haberla atravesado por el centro.
Regresaron de nuevo a la carretera principal a través de un carril que salía del
sur de la ciudad, y siguieron su camino hasta que llegaron a la región de Sonora.
Habían conseguido llegar al Área 37 de México, a las puertas del desierto.
Enseguida se vieron sorprendidos por enormes montañas de piedra y por
extensas dunas de arena. La intensa claridad reflectaba una luz cegadora sobre el
terreno polvoriento del desierto que se hacía insoportable a la vista. Enseguida
notaron la inestabilidad de la furgoneta sobre los carriles áridos y arenosos del
desierto. Les costaba un mundo poder avanzar a través de la masa de arena que
se presentaba ante ellos. Estaban llegando a las coordenadas que había marcado
Daniel sobre el mapa, pero desde la lejanía no se veía absolutamente nada.
Tomaron los prismáticos y no vieron movimiento alguno por la zona. No
consiguieron divisar ningún tipo de edificio ni de entrada a alguna cueva en la
que poder refugiarse del intenso calor. Alexander permaneció en silencio
percatándose del problema ante el que se enfrentaban. Se mostró preocupado y
su voz grave había desaparecido por completo. Se afinaba conforme su
preocupación aumentaba, provocada por los nervios del momento. Alrededor de
ellos sólo existía arena, rocas y vegetación seca y oscurecida por el sol. Se
habían metido en un buen lío y no parecía fácil salir airoso de aquello. Se
observaron de reojo y entendieron que aquello iba a resultar difícil. Se
encontraban verdaderamente asustados ante la inmensidad de aquel desierto, que
por momentos pensaron que terminaría engulléndoles.
Habían llegado al corazón de Sonora y pensaron que se podrían haber
equivocado con las coordenadas marcadas. Pararon un momento para
comprobarlo sobre el mapa y dedujeron que era exactamente allí. Habían llegado
a la zona del refugio que habían anunciado tantas veces por radio. Pensaron en
qué hacer, no podían quedarse parados, pero desgraciadamente no se les ocurrió
nada ingenioso. El calor no les dejaba pensar con claridad. El terreno se
encontraba en ebullición y el calor levitaba lentamente hacia sus cuerpos,
haciéndoles sudar hasta la extenuación. Daniel se quedó observando el horizonte
y no vio absolutamente nada que marcara con exactitud algún punto de
encuentro. Se alegró de haber llegado a su destino, pero sabía que lo habían
hecho en el peor momento, por el día, que era cuando más calor hacía y cuando
probablemente los supervivientes no se atrevieran a salir al exterior. Habían
sorteado multitud de obstáculos y lo complicado había quedado atrás, o al
menos, eso era lo que ellos creían. Estaban agotados y necesitaban encontrar un
lugar en el que descansar y poder refrescarse. Pero no tardaron mucho tiempo en
darse cuenta de que no había salida en aquella ratonera en la que se habían
metido. Estaban bloqueados y desconocían por completo la zona. Y para colmo,
sabían que no tenían suficiente gasolina para poder dar la vuelta y buscar un
buen lugar para descansar. Era tarde para eso y se arrepintieron de no haber
intentado conseguir gasolina por alguna de las ciudades por las que habían
pasado.
Permanecieron tumbados sobre la sombra que proyectaba la furgoneta,
pensando qué hacer. Pese al agotamiento del viaje realizado y del calor
sofocante, decidieron realizar unos escarceos por la zona para intentar localizar
el refugio. Sabían que de existir no se encontraría muy lejos de allí. Pensaron
que ya cuando lo encontraran se repondrían y volverían a coger fuerzas. Se
dividieron y cada uno batió una zona diferente. Aquel desierto era una vasta
extensión de arena, piedras y montañas. Observaron una gran colina a un par de
millas de allí y pensaron que aquella era su única salvación. A duras penas se
acercaron, paso a paso, pensando en lo que les aguardaría el futuro en aquel
desierto devastado. Se encontraban cerca, muy cerca, pero Alexander, después
de realizar un esfuerzo por encima de sus posibilidades y de no haberse
hidratado convenientemente, no aguantó más y cayó al suelo mareado. No pudo
mantener el equilibrio. Necesitaba descansar y beber líquidos, pero no se vio
capaz de hacerlo. A través de los cristales de la máscara vio su vida pasar. Se
sintió mareado y creyó que la cabeza le iba a estallar. No consiguió incorporarse
y se quedó tumbado. Sabía que se encontraba en serios problemas y que sería
muy complicado superarlo. Observó desde la distancia a Daniel y se percató de
que se acercaba hacia él. Comprobó que también se encontraba en malas
condiciones. Llegó y le ayudó a levantarse cogiéndole del brazo. Se observaron
en silencio. No les quedaban fuerzas ni para mantener una conversación. Sabían
que su aventura llegaba a su fin, a pesar de haber conseguido llegar al lugar que
se habían propuesto. Pero a simple vista, allí no existía nada.
Se refugiaron sobre la sombra que proyectaba una enorme piedra y
permanecieron sin máscaras largo rato. Las protecciones les pesaban una
barbaridad y sus cuerpos no se encontraban en condiciones de realizar más
esfuerzos, por pequeños que fueran. Se bebieron lo poco que quedaba de agua de
la pequeña garrafa. Tenían más agua en la parte trasera de la furgoneta, pero se
encontraba a mucha distancia de donde estaban. Les sería imposible llegar, y
más sabiendo lo justo que iban de fuerzas. Intentaron recuperar el aliento y
refrescar sus cuerpos, pero el ambiente extremadamente seco y contaminado de
aquel desierto les dejó extenuados. Volvieron a ponerse las protecciones y
siguieron tumbados a la espera de que algún milagro apareciera para sacarlos de
allí. Las fuerzas no les daban para más. Las quemaduras comenzaron a aparecer
por manos, cuello y cara, avivadas por las extremas temperaturas y por el tiempo
prolongado de exposición al sol abrasador del mediodía. Alexander luchaba con
su cuerpo en medio del calor abrasador y le resultaba imposible poder moverse.
Se encontraba amordazado y entumecido. Hacer cualquier movimiento le exigía
un enorme esfuerzo que ya no podía realizar. Daniel esbozó una sonrisa burlona
mientras observaba a su amigo y decidió levantarse para enfrentarse cara a cara a
la muerte. Se incorporó de nuevo tras realizar un gran esfuerzo, y tomó el
sendero de regreso a la furgoneta. No podía esperar a que la muerte le ganara la
batalla y le encontrara de aquella guisa. Su orgullo interior impedía que se
rindiera fácilmente. Se preguntaba por qué iba a dejar de luchar por sobrevivir, si
era lo que había estado haciendo durante los últimos años. Mientras le quedaran
fuerzas iba a luchar por su vida y por la de su compañero. Pero la verdadera
realidad era la que tenían por delante. Sentía cómo su cuerpo pesaba más y más a
cada paso que daba y fue disminuyendo la velocidad. Sintió pinchazos sobre sus
piernas y una pesadez abrumadora. Él sabía que a ese paso difícilmente llegaría a
la furgoneta, pero al menos quería intentarlo. Estaba completamente empapado
en sudor y el mono se le quedó pegado, multiplicando su peso sobre el cuerpo.
Los filtros se atascaron de polvo y su respiración fue aumentando de ritmo hasta
sentir una leve asfixia, que le obligó a parar de nuevo para tomar aire. Se apoyó
en una piedra que encontró sobre el sendero y observó el horizonte. Cada vez se
encontraba más cerca la furgoneta. Había conseguido recorrer un buen trecho a
pesar de encontrarse agotado. Se animó asimismo y pensó que si realizaba un
pequeño esfuerzo más, estaría con una garrafa de agua entre sus manos. Se
convenció una y otra vez de que si había llegado hasta la mitad del camino
podría llegar hasta el final. Era un tipo rudo y cabezón, y al menos lo intentaría
una vez más. Estaba convencido de conseguirlo y se creció. Aceleró la marcha,
pero sus pasos se convirtieron en irregulares, idénticos a los de un borracho en
una larga noche de fiesta. Quería imaginárselo así para intentar tomárselo de
buena manera. Y como era de esperar, los delirios aparecieron. Desconocía de
dónde sacaba las fuerzas. La máscara se empañó debido al sudor y empezó a ver
nublado. Continuó andando a tientas por el camino y con los brazos hacia
adelante, como lo hace un ciego sin bastón. Sabía que si llegaba a la furgoneta
podría beber agua y alimentarse para poder recuperar fuerzas. Más tarde volvería
a por su amigo Alexander y le llevaría alimento y agua para hidratarle de nuevo.
Pero el tiempo se acababa y no terminaba de llegar. Dio un traspiés y cayo de
bruces contra unas piedras. Había perdido por completo el control de su cuerpo y
notó un fuerte golpe sobre su cabeza. Cuando volvió en sí, sintió cómo un
líquido se deslizaba a través de su rostro y llegaba hasta el cuello. No podía
levantarse. Se quitó la máscara para poder respirar mejor. Esperó a la muerte a
pecho descubierto. Volvió a sentir cómo se le nublaba la visión y cómo su cuerpo
no reaccionaba ante ningún estímulo. Dejó de notar el intenso calor que recorría
su cuerpo momentos antes y tuvo la sensación de sentirse libre. Su cuerpo
flotaba en mitad de aquel inhóspito desierto rodeado de arenisca flotando en el
ambiente. Empezó a oír voces a lo lejos, pero no pensó en Alexander. Sabía que
se encontraba peor que él y dudaba de que hubiera sacado fuerzas para seguirlo
hasta allí. Daniel no dio para más. Intentó incorporarse de nuevo para comprobar
quién se encontraba cerca de él pero volvió a caer y perdió el conocimiento. No
volvió a realizar ningún otro intento. Por primera vez pensó que la muerte le iba
a visitar e iba a ser de la forma más cruel, embistiéndole contra su propio
esfuerzo que unos años antes había empezado a mostrar con una eficiencia y un
aprendizaje absoluto. Sabía que estaba preparado para ese momento pero aún no
quería que aquella aventura terminase. Se había preparado durante años para ese
momento y había aprendido a luchar y a defenderse de uñas ante la adversidad.
¿De qué le había servido? Algo le hizo recobrar el aliento, al acordarse del chip
que tenía en su antebrazo y de su padre, pero lo único que pudo hacer fue
agarrarlo con una mano y esperar un milagro. Un momento antes, Alexander
también había quedado expuesto al sol y al calor, al yacer fuera de la sombra que
proyectaba la piedra y que le había dado cobijo unos momentos antes. Yacía
inmóvil sobre el suelo pero conservaba una respiración pausada que le mantenía
con vida. El aire empezó a soplar con fuerza sobre el desierto y levantó el polvo
radiactivo acumulado sobre la arena. La arenisca movida por el fuerte viento fue
tapando los cuerpos lentamente. Solo quedaba esperar a que pasara el tiempo y
que la arena les sepultara por completo para terminar con aquel sufrimiento que
estaban viviendo. No había más que hacer, solo esperar a que llegara el
momento.
Se rindieron sobre la arena ardiente y contaminada del desierto de Sonora a la
espera del último día de sus vidas y no tuvieron la esperanza de ser ayudados por
nadie. Pensaron que la muerte les había visitado y se irían para siempre. Aquel
era un desierto siniestro y tétrico, similar a lo que se había convertido el resto del
país, un páramo seco y olvidado para siempre en el que era imposible sobrevivir.
Pero Daniel y Alexander no se encontraban solos en aquel interminable desierto
que los rodeaba. Jamás se hubieran imaginado que iban a ser localizados por
otras personas que se encontraban por la zona.
CAPÍTULO 15
LLEGADA AL BÚNKER ZONA ZERO
ÁREA 37 (DESIERTO DE SONORA)
BÚNKER MILITAR SECRETO DE LOS EEUU ABANDONADO EN
LOS AÑOS 80
Cuando las plantas echaron sus raíces bajo tierra, sabían que
estarían protegidas durante mucho tiempo, pero no el necesario.
Daniel había llegado al punto exacto que había marcado sobre el mapa. Después
de un accidentado viaje habían encontrado el refugio. Eso era lo que indicaban
las coordenadas que tenían apuntadas y significaba que eran las correctas. Las
comunicaciones por radio habían sido emitidas desde el lugar en el que se
encontraban. Habían conseguido llegar el lugar correcto, pero como el refugio se
encontraba bajo tierra, no habían conseguido encontrar la entrada. Por suerte
para ellos, los militares de una de las entradas al búnker les oyeron llegar, al
sentir el rugido del motor de la furgoneta al acercarse. Al cabo de un rato
salieron al exterior para ver de quién se trataba, no sin antes tomarse un tiempo
de precaución para asegurarse de que hacían lo correcto. Tenían órdenes precisas
desde la cúpula del búnker de que salieran a rescatar a cualquier persona que se
presentara por allí, siempre salvaguardando cada una de las entradas secretas al
mismo.
Habían emitido por radio aquellas coordenadas durante años para recoger a la
mayor cantidad de gente posible. Desgraciadamente, las llegadas habían ido a
menos en los últimos tiempos y apenas llegaba nadie, de ahí que desde el interior
del refugio se relajaran a la hora de vigilar las llegadas. La afluencia masiva de
supervivientes que acudieron en masa durante los primeros meses había llegado
a su fin. Resultaba extraño rescatar a alguna persona que se aventurara a viajar a
ese lugar inhóspito y solitario, y que además llegara en perfectas condiciones.
Apenas quedaban supervivientes y solo algunos conseguían sortear las
enfermedades o ataques de grupos de caníbales que asolaban el país. Otros
fallecían víctimas de graves dolencias o asesinados. La nueva era había llegado y
la forma de vida había girado de forma radical, tanto, que se quedaría para
siempre.
El resurgir del planeta tenía que darse en algún lugar. Era necesario bautizar el
búnker gigantesco en el que poder crear el nuevo mundo. Se le denominó Zona
Zero. Se creó un nuevo mundo bajo tierra y empezó con el nacimiento de las
siguientes generaciones. Aquellas que lucharían por volver a poblar el exterior
del planeta dentro de unas nuevas reglas y gobernado por nuevos líderes. Todo
estaba sometido a estrictas normas de seguridad dentro del agujero. Las personas
que llevaban varios años alojadas en el interior tenían memorizada su forma de
actuar en cada momento. La vigilancia y control sobre las distintas entradas al
búnker estaba perfectamente estudiada. Aquello no era un simple agujero en una
cueva, era una ciudad subterránea construida por el ejército de los Estados
Unidos de América en los años setenta. En su día, se utilizó para realizar pruebas
secretas y como refugio en casos de emergencia, por si la guerra mediática entre
Estados Unidos y Moscú seguía su curso y se recrudecía. Años después, al
rebajarse la tensión entre ambas potencias, decidieron abandonarlo a su suerte
debido al miedo de ser descubierto, al encontrarse en un lugar alejado de las
fronteras de los Estados Unidos, sobre territorio Mexicano. Y permaneció
cerrado al menos durante sesenta años. Pero en el año 2014 lo volvieron a abrir,
temiendo un contagio a nivel mundial cuando apareció el temido virus del ébola,
e hicieron una renovación de la maquinaria de las instalaciones y lo abastecieron
de alimentos necesarios para poder pasar allí varios años. La OMS alertó a la
población de la alta tasa de mortalidad de las personas que se infectaban del
temido virus. El noventa por ciento de los infectados fallecía a los pocos días.
Entonces se creó un equipo de emergencia para poder habilitar zonas militares
bajo tierra que estuvieran libres de la infección, para poder alojar en ellas a las
personas más importantes del país, al considerarse lugares seguros. Acumularon
centenares de botes de semillas, abonos especiales para zonas subterráneas,
lámparas de calor para construir huertos hidropónicos, centenares de camas,
pupitres, mesas, sillas, e infinidad de cosas que se pudieran necesitar en el
búnker. Pero a los pocos meses consiguieron paliar la temida infección a nivel
mundial y volvieron a abandonar los búnker que habían preparado, incluido el
que se encontraba en el desierto de Sonora. Desde entonces nadie más había
regresado a aquel refugio militar abandonado a su suerte. Tan sólo unos pocos
militares dedicados a operaciones especiales estaban al tanto de la existencia de
aquel lugar. En el pentágono, militares dedicados a proyectos secretos lo
conocían y sabían exactamente las coordenadas en las que se encontraba el
búnker. Desconocían cómo se encontraba el interior de las instalaciones después
de permanecer tantos años cerradas, pero se vieron obligados a huir hacía allí
cuando comunicaron el cese del funcionamiento de las centrales nucleares del
país. El gobierno no contó con ellos a la hora de la evacuación de las personas
más importantes del país y éstos decidieron trasladarse con sus familias hasta el
desierto de Sonora. Fueron los primeros en acceder al interior después de
muchos años y de comprobar qué era lo que iban a necesitar para poder vivir allí
dentro durante el resto de sus días. Fue un golpe duro, pero al menos sabían que
tendrían más oportunidades de sobrevivir que los que se permanecieran en el
exterior. Tuvieron pocos días para movilizar a distintos militares de
determinadas zonas y aprovisionarlo de todo lo necesario para empezar una
nueva vida. Hicieron un gran trabajo. Y lo bautizaron como Zona Zero. Todo
lugar tenía un nombre, y el búnker no podía ser menos. Era el lugar indicado
para poder avanzar ante la adversidad y sabían que si seguían a rajatabla unas
normas de convivencia, podrían seguir viviendo durante muchos años con sus
familias. El hecho de poder vivir en un lugar subterráneo y no permanecer
expuesto a la contaminación radiactiva del exterior, era para ellos un auténtico
milagro. El único problema que se les presentaba era poder recolectar alimentos
sin tener que salir al exterior a por ellos. Sabían que los botes en conserva que
tenían acumulados no durarían toda la vida.
Aquella tarde en la que lanzaron el comunicado por todas las televisiones del
país iba a ser el día cero de una nueva vida. El alto mando militar, Edward
Santos, fue el primero en acceder al búnker. Utilizó un GPS especial del ejército
para poder encontrar las coordenadas exactas del refugio que se hallaba en el
desierto de Sonora. Conocía a la perfección el funcionamiento de los refugios
nucleares del país. Había colaborado en infinidad de trabajos secretos para el
estado que tenían que ver con aquellos refugios. En el momento de llegar al
búnker, a Edward Santos le acompañaba su familia y un general de alto rango
perteneciente al pentágono, llamado Louis Perton, que reclutó a los mejores
militares que estaban a su cargo. Les resultó complicado hallar alguna de las
entradas al interior debido a que se encontraban sepultadas bajo toneladas de
arena y piedras del desierto. Habían pasado decenas de años sin que nadie
entrara al búnker. Utilizaron una pequeña excavadora para dejar al aire una de
las escotillas de acceso. Aquella fue una de varias entradas que más tarde
descubrieron. No les fue fácil encontrar las demás. Después de innumerables
esfuerzos, consiguieron encontrar la entrada principal a Zona Zero. Se
encontraba atascada y necesitaron utilizar varios coches militares para poder
deslizar la pasarela metálica, debido al peso que atesoraba y al atasco de piedras
que había sobre los raíles metálicos que hacían que se deslizara. Después de
mucho esfuerzo consiguieron abrir el acceso para vehículos, lo que ayudó a que
almacenaran coches, remolques y camiones. Se accedía a través de una rampa de
hormigón al interior del mismo. Entraron con linterna en mano hasta la sala
central, en la que se encontraban todos los generadores de corriente del interior
de las instalaciones. Observaron gran cantidad de suciedad y una gruesa capa de
polvo sobre todo el mobiliario existente. Algunas máquinas estaban ya obsoletas
por el paso del tiempo, pero otras permanecían en perfectas condiciones y
comprobaron que funcionaban a la perfección. No le dieron demasiada
importancia a aquello, debido a que lo que consideraban importante era poder
tener un refugio seguro en el que vivir. En cuanto comprobaron la magnitud de
aquel búnker, supieron que iban a necesitar una gran cantidad de personas para
poder mantener el funcionamiento del lugar. No perdieron el tiempo y
contactaron con otros compañeros del pentágono para poder formar un buen
equipo en aquella nueva andadura.
Enseguida consiguieron reunir a varios de los mejores profesionales del
ejército y se organizaron de tal forma, que en pocos días habían conseguido todo
lo que iban a necesitar. Arreglaron las correas de los generadores de electricidad
y se hicieron con gran cantidad de combustible para mantenerlos en
funcionamiento durante un largo periodo. Los pusieron en marcha y revisaron
palmo a palmo todas las instalaciones subterráneas. Para poder instalarse lo antes
posible, se organizaron por grupos, y metralleta en mano asaltaron fábricas,
tiendas y comercios por la zona de El Paso, Alburquerque y otras ciudades
cercanas. Aprovecharon la incertidumbre del momento sobre la población para
utilizar la fuerza, y consiguieron reunir todo lo necesario para permanecer
durante mucho tiempo bajo tierra, sin necesidad de salir al exterior. Jugaron con
ventaja frente a los demás, debido a que habían sido entrenados por el ejército
durante muchos años y sabían cómo actuar en cada una de las situaciones que se
les presentaran. Eran personas experimentadas en situaciones extremas y su
mentalidad era ordenada y eficiente. Para cuando empezaron las explosiones
nucleares y los incendios descontrolados, ya se encontraban perfectamente
preparados para afrontar una larga espera bajo tierra. Sólo necesitaron salir de
vez en cuando para conseguir herramientas que les fueran de utilidad o para
realizar maniobras de exploración por la zona, para que fuera más segura. Pero
después de un tiempo se percataron de que eran muy pocas personas y
necesitaban a muchas más personas para poder levantar aquel agujero.
Decidieron emitir señales de radio para captar la atención de supervivientes que
buscaban un sitio seguro para poder vivir. Lo hicieron a través de diales secretos
militares. Tenían conocimiento de que las personas que trabajaban para el
ejército estarían a la espera de informaciones a través de ellos. Además de salvar
muchas vidas en el páramo radiactivo en que se había convertido el país, les
ayudarían en sus quehaceres en el interior del búnker para poder crear una nueva
comunidad. Un nuevo amanecer estaba por venir en el planeta.
CAPÍTULO 16
EL DESPERTAR EN ZONA ZERO
Siempre que la luz irrumpe en la oscuridad,
la penumbra se hace más llevadera.
Daniel despertó sobre una cama dura y en total oscuridad. Sentía un fuerte dolor
en la cabeza e instintivamente la rodeó con sus manos. Tenía una venda
alrededor de ella y al tocarse la frente sintió un dolor agudo que le hizo
estremecerse. Se palpó el resto del cuerpo y también descubrió vendajes sobre
sus manos y cuello. Sintió un escozor punzante por debajo de las vendas, y notó
que estaban empapadas de algún tipo de loción. Llegó el fuerte olor hasta su
nariz y enseguida descubrió que se trataba de algún gel desinfectante. No
recordaba qué le había ocurrido. Se encontró perdido sobre el silencio que se
cernía a su alrededor y sobre la penumbra infinita que no le dejaba ver dónde
estaba. A duras penas consiguió incorporarse para quedarse sentado, apoyando
los codos sobre sus muslos doloridos. Notó un leve dolor sobre el antebrazo y al
rodearlo con la mano notó un bulto. Inmediatamente se acordó del chip que
llevaba dentro. Comprobó que seguía allí y se tranquilizó al saber que seguía
portando la información que le había proporcionado su padre. Intentó acordarse
de algo más pero desconocía el lugar en el que se encontraba. Alzó la vista a su
alrededor y observó unos barrotes metálicos a los pies de la cama. Se encontraba
encerrado en una especie de celda y solo podía ver un metro más allá de las
rejas. No se veía nada más a partir de esa distancia. Tampoco había nadie más en
aquella celda, se encontraba solo. Se acercó hasta los fríos barrotes y se quedó
apoyado sobre ellos largo rato, intentando oír algún ruido que procediera de la
sala. Afinó el oído y consiguió oír unos sollozos cerca de allí. Eran tímidos y
suaves, similares a los que emite un niño pequeño después de haber tenido una
fuerte rabieta, agotado por el cansancio del momento. Se acercó al extremo de
las rejas para poder escuchar algo más. Lo sentía tan cerca que pensó que se
encontraba en alguna celda adosada a la suya, y percibió que aquella persona no
pasaba por un buen momento. Pero enseguida se dio cuenta de que no se trataba
de un niño pequeño. Un ligero ronquido ahogado se coló en el interior de su
celda, para volver a desaparecer de inmediato.
Divisó una ligera luz de una pequeña lámpara que se encontraba en la pared
lateral del exterior de las celdas y cuya luz repiqueteaba constantemente como si
no le llegara bien la electricidad. Aquello le llamó la atención. Se encontraba en
un lugar en el que había energía eléctrica y eso era algo significativo. Llevaba
muchísimo tiempo sin ver iluminación artificial. La última vez que vio algo
parecido fue antes de que empezaran los incendios y explosiones en las centrales
nucleares del país.
Sus ojos se acostumbraron a la penumbra existente y pudo ver más allá de los
barrotes de su celda. Había más celdas a los lados, pero no observó a nadie
apostillado sobre ellas. Se volvió y buscó pacientemente sus cosas entre la
oscuridad. La celda se encontraba vacía y sólo pudo divisar un pequeño lavabo
mugriento. Abrió el grifo y comprobó que había agua corriente. Se lavó la cara
para poder espabilarse del atontamiento que aun sufría. Se volvió a sentar sobre
el duro camastro e intentó recordar qué le había ocurrido antes de llegar hasta
allí. Empezó a volver en sí. Recordó cómo se había dado un fuerte golpe en la
cabeza, al caer sobre las rocas del desierto. Pero se preguntaba quién le había
llevado hasta allí y dónde habían dejado todas sus pertenencias. Se encontraba
en calzones en el interior de aquella celda y la mochila, el mono y la máscara
habían desaparecido. No recordaba haber visto ningún pueblo o ciudad cercana
al desierto de Sonora y desconocía en qué lugar se encontraba. Alguien le había
rescatado del exterior, cuando desfalleció sobre la arena del desierto. De repente
sintió miedo y empezó a temer por su vida. Pensó que podría haberle apresado
algún grupo de caníbales y por eso le habían dejado encerrado en aquella celda.
Imaginó que permanecería allí hasta que necesitaran alimento. Aquella idea
llegó a aterrorizarle, y los gemidos que provenían de la celda contigua no
terminaban de apaciguarle y tranquilizarle. Sólo consiguieron ponerle más
nervioso y no dejó de darle vueltas a su cabeza.
Con el paso de los minutos siguió acordándose de más cosas. ¿Qué le habría
ocurrido a su amigo Alexander? Desconocía si a él también le habrían rescatado
o si por el contrario habría fallecido. Pensó en ello y se tranquilizó, sabía que era
un tipo duro y fuerte que había sabido lidiar con la muerte en varias ocasiones.
Lo único que le preocupaba era saber dónde se encontraba. La última vez que le
había visto se encontraba inmóvil sobre la arena y expuesto a un sol de justicia.
No paró de hacerse preguntas y por momentos pensó que se volvería loco. Le
invadió un total desconocimiento de la situación en la que se encontraba. Se pasó
la mano por la cabeza y se tocó de nuevo el vendaje, pensando en quién le habría
curado. Dedujo que si hubiera sido capturado por un grupo de caníbales no le
habrían ayudado. No hubiera tenido ningún sentido. Se levantó y volvió a
encaramarse sobre los barrotes de la celda, dispuesto a recibir respuesta de
alguien que se encontrara por allí. Necesitaba entablar conversación con alguien
y descubrir en qué lugar se encontraba. Empezó a chistar en dirección a las
demás celdas para comprobar si podía llamar la atención de alguien que
permaneciera en alguna de ellas. No recibió respuesta alguna y empezó a subir el
tono de voz para conseguir que alguien le escuchara. Fruto de los nervios,
empezó a golpear los barrotes con un trozo de piedra que encontró a los pies del
lavabo. Paró un momento, y volvió a golpearlos enérgicamente, cada vez con
más fuerza. El ruido hacía que el eco retumbara por toda la sala. No consiguió
que nadie contestara a sus llamadas de atención. ¿Habría alguien por allí? Pensó
que si hubiera habido alguien ya se lo habría hecho saber hacía ya un rato. Sus
ojos habían conseguido acostumbrarse a la oscuridad y al parpadeo constante de
la pequeña bombilla de la sala. Pero por sorpresa, consiguió detectar un pequeño
movimiento enfrente de su celda. Estaba de enhorabuena y los nervios
aparecieron en él. Se incorporó sobre las rejas y observó detenidamente. Vio la
sombra de una pequeña silueta, moviéndose dentro de los barrotes de una de las
celdas. Fijó la mirada en ella hasta que se detuvo. Era una sombra diminuta,
arrodillada sobre los pies de su cama. Forzó la vista y consiguió distinguir un
pequeño rostro reflejado por la escasa iluminación de la sala. Vio cómo le
observaba en silencio. No articuló palabra alguna, solo se dedicó a mirarle
fijamente. Se quedó quieto un instante para seguir observando, pero seguía sin
contestar.
—Hola. ¿Puedes oírme? —voceó a la silueta que se cernía sobre el suelo de la
celda.
—¡Claro que puedo!—contestó enérgicamente el extraño que había en la celda
—. ¿Por qué voceas tanto? —preguntó de mala manera. Pareció molestarle el
hecho de que hubiera estado haciendo ruido y preguntando a voces si había
alguien por las demás celdas—. Llevas dos días durmiendo. ¿Has descansado lo
suficiente o necesitas más?
—¿Dos días? ¿Me viste llegar? ¿Quién me trajo a esta celda? —preguntó
Daniel, mostrándose sorprendido de llevar tanto tiempo allí encerrado y
haciendo varias preguntas a la vez.
—Claro que te vi llegar. Y a tu compañero también. Habéis estado muy cerca
de la muerte, o al menos eso es lo que le he oído decir a los soldados que os
trajeron a las celdas. Yo llevo aquí encerrado tres días y hoy será el último, o al
menos eso creo. En breve vendrán a por mí y formaré parte de su equipo en el
búnker, lo estoy deseando. He llegado para quedarme y lo he conseguido, a no
ser que tú lo estropees y sigas dando esas voces. —Daniel consiguió quedarse
más tranquilo al saber que su amigo Alexander no había fallecido.
—¿Qué es lo que quieren de nosotros? ¿Has podido hablar cara a cara con
ellos? ¿En qué lugar nos encontramos? —preguntó al extraño.
—He podido charlar con ellos, claro que sí. Al menos yo entré por mi propio
pie en este agujero. Vosotros llegasteis en unas condiciones pésimas y lo hicisteis
en camilla. Ya os contarán los planes que tienen para vosotros cuando os liberen.
Me han prohibido hablar con vosotros, por eso permanecía en silencio. Cada
cinco o seis horas se pasan para comprobar que todo está en orden. Por cierto, mi
nombre es José Morales, ¿cuáles son vuestros nombres? —Parecía interesado en
mantener una conversación con Daniel y había dejado de lado su tono burlesco y
agresivo que había mostrado en un primer momento.
—Daniel, mi nombre es Daniel.
—Encantado, Daniel. ¿Qué has traído contigo? ¿Alguna información o
documento importante? ¿Algo de valor?
Daniel se quedó pensando en lo que llevaba bajo el brazo, pero prefirió guardar
silencio. Se puso nervioso al oír aquellas preguntas. ¿Por qué se las formulaba a
él? ¿Acaso aquel tipo de la celda sabría que llevaba alguna información
confidencial? Sabía que no era el momento más apropiado para hablar de
aquello. La persona que decía llamarse José Morales no era ningún militar y no
le valdría de nada hablar de ello con él, pensando que aprovecharía aquella
información para poder chantajearle más adelante. No terminó de fiarse y
enseguida cambió de tema.
—Vinimos de muy lejos, pero he de decirte que no traemos ninguna
información relevante o algo de valor. Mi compañero se llama Alexander.
¿Sabes dónde se encuentra mi amigo?
—Está a tu lado. En la celda contigua. Es ese que no para de gemir en sueños.
Tiene que estar bien jodido por que no deja de emitir ruidos extraños que alteran
la paz en esta mierda de sala oscura. Y solo estamos nosotros tres. No hay nadie
más—aclaró José Morales—. Y para tu información, me he enterado que si
aportas datos de valor o algo que pueda ayudar a los militares, formas parte de su
equipo desde el primer día, en lugar de enviarte con los más necesitados de Zona
Zero, donde sin lugar a dudas, lo pasarás mal. Yo ya aporté lo mío y en cuanto
salga de esta celda me premiarán, ya me lo han dicho. Tenlo en cuenta, amigo.
—¡Alexander! ¡Alexander! —gritó Daniel. Estaba preocupado por el estado de
salud de su amigo, que no conseguía despertarse. Pensó detenidamente en lo que
volvió a decirle el tipo de enfrente de su celda y le extrañó que siguiera
insistiendo en lo de la información.
—¿Pero qué haces? ¡No grites tanto! Tu compañero tiene que descansar y es
posible que los militares se molesten al oír los gritos. Vas a conseguir que se
enfaden con nosotros y que nos dejen encerrados en las celdas durante más
tiempo. —Volvió a vocearle y enseguida desapareció de su ángulo de visión,
mostrándose esquivo a continuar con aquella conversación. José, al oír unas
fuertes pisadas al otro lado de la puerta principal de la sala, se volvió hacia el
final de la celda y se sentó sobre la cama para evitar problemas con los militares.
Inmediatamente, Daniel consiguió oír las pisadas al fondo de la sala y escuchó
cómo se abría una cerradura. Un par de sombras proyectadas por una
iluminación amarillenta y pobre se acercaron hasta la celda de Daniel.
Retrocedió un par de pasos, temiendo una reacción violenta por parte de los
militares. Volvió a sentarse sobre la cama. Se acercaron hasta los barrotes de su
celda y los golpearon con una porra para avisarle de que se mantuviera tranquilo
y que dejara de gritar. No podía alterar la tranquilidad y el silencio que había en
aquel lugar. Daniel se limitó a asentir con la cabeza y a pedir perdón por las
molestias que había ocasionado. Enseguida se dieron la vuelta y se dirigieron a
la celda de José Morales. Uno de los militares sacó un juego de llaves de su
cinturón y abrió la puerta de su celda, invitándole a que la abandonara
rápidamente. Ya era libre.
—¡Ya puedes salir! ¡Edward Santos te espera en la sala de reuniones! Quiere
hablar contigo enseguida —comentó el militar que portaba las llaves.
—¡Gracias a Dios! Pensaba que iba a permanecer aquí más días encerrado.
Esta maldita penumbra estaba empezando a volverme loco. —José volvió su
rostro hacia la celda de Daniel y le saludó con la mano. Desde la distancia
parecía una persona más pequeña a los ojos de Daniel, pero le observó de cerca y
comprobó que tendría el mismo tamaño que él. Pensó que el aturdimiento
mezclado con la penumbra de aquella sala le había confundido.
—¡Aguanta Daniel! Ten paciencia y pórtate bien, no vaya a ser que te dejen
más días ahí metido. No desesperes, en unos días te veo fuera. Y acuérdate de lo
que te he dicho, dales algo de valor, no te arrepentirás. —Se marchó lentamente
y con una media sonrisa en la cara, acompañado por los dos militares. Daniel
observó su rostro y consiguió verle de cerca. Descubrió una mirada profunda e
inconfundible, no se olvidaría nunca de su forma de mirar. Sus ojos negros
brillaban en la opaca oscuridad como lo hacen los de una serpiente a punto de
lanzarse hacia su presa. Aquello le dejó marcado y sabía que si volvía a
encontrarse con él le reconocería de inmediato. Le despidió con la mano en alto,
a la espera de que llegara su turno en uno o dos días. Se limitó a observarle y a
permanecer en silencio. No conocía a aquellas personas y tampoco sabía
exactamente dónde se encontraba. Él suponía que estaba dentro del búnker del
desierto de Sonora, pero tampoco lo sabía con total seguridad. Comprobó la
alegría que reflejaba en su rostro José Morales en el momento de abandonar su
celda, y eso le proporcionó un buen augurio. Daniel pensó que no se habían
portado mal. Les habían curado las heridas y si no hubiera sido por ellos
hubieran perecido sobre las cálidas arenas del desierto de Sonora. Le intrigó la
insistencia de aquel tipo en que les proporcionara algo de valor, pareció como si
supiese algo de lo que guardaba en secreto bajo su brazo. En unos días le
buscaría para conocerle más a fondo, ya que había sido la primera persona que
había visto después del desfallecimiento que había sufrido sobre la arena del
desierto.
Antes de salir de la sala, los militares se volvieron para dirigirse a Daniel.
—¡Muchacho!, no vuelvas a liar ningún tipo de alboroto o nos veremos
obligados a dejarte más días encerrado en esa celda, ¿de acuerdo? —Asintió y
observó a través de la penumbra cómo volvían a darse la vuelta y salían de la
sala de las celdas. Le pareció que no les había hecho gracia el hecho de haber
estado voceando y dando golpes para llamar la atención de alguien que se
encontrara por allí.
—¡Está bien, no volveré a hacerlo! ¡Lo siento mucho! —Daniel se mostró
sumiso ante los militares temiendo un doloroso castigo. Había realizado un
esfuerzo sobrehumano para llegar allí y no iba a desaprovechar la oportunidad de
seguir viviendo.
La sala volvió a sumirse en una total oscuridad después de que la puerta se
cerrara de golpe. Pasó un buen rato hasta que sus ojos volvieron a acostumbrarse
a semejante penumbra. Volvió a sisear a Alexander pero seguía sin contestar. Al
menos llegaba hasta su celda el sonido de su respiración, pero no podía tener
contacto visual con él. Decidió tumbarse de nuevo sobre la cama para descansar.
Tenía el cuerpo entumecido y la cabeza no paraba de darle vueltas. Palpó las
paredes del interior de la celda y comprobó que eran de hormigón. Alargó el
brazo hasta el suelo y se percató de que no había baldosas. Lo acarició
lentamente con las yemas de sus dedos pero enseguida las apartó debido a la
rugosidad fría y áspera, propia del hormigón. La temperatura que había en el
interior de la celda era agradable, por lo que dedujo que se encontraba bajo
tierra. Observó hacia arriba y vio sobre el techo una pequeña lámpara metálica.
Tenía una bombilla puesta, buscó dentro de la celda algún interruptor para poder
encenderla, pero no lo encontró. Se subió a la cama para enroscar la bombilla,
por si estuviera floja, pero al apretarla tampoco emitió luz. Pensó que se
encendería desde fuera, por lo que volvió a tumbarse. Había acumulado tanto
cansancio y tal cantidad de tensión en el yermo exterior, que al momento volvió
a quedarse dormido.
Daniel y Alexander descansaban en unas celdas de un lugar que desconocían.
La muerte había estado muy cerca de ellos pero tuvieron la fortuna de que
alguien los rescatara antes de fallecer. Pero ellos, aún desconocían que se
encontraban en el interior del búnker al que se habían dirigido. Daniel, al
despertarse sin sus protecciones llegó a temer por su vida debido a que en muy
pocos lugares se podía permanecer sin ellas. Alexander tardó en despertar y en
volver en sí, pero enseguida se encontró igual de sorprendido que su amigo. La
única diferencia que había entre los dos era que Alexander iba a necesitar más
tiempo de recuperación que Daniel, al haber estado más cerca de la muerte que
él.
Los militares entraban a menudo para comprobar que se encontraban bien y
para proporcionarles alimento a través de las rejas. Solo tenían que alargar el
brazo para cogerlos. Se limitaron a comer y a callar. Solían mantener
conversaciones en voz baja para no irritar a los militares. Ante ellos se
mostraban agradecidos por la ayuda que les habían prestado. Al menos les
estaban cuidando y no les faltaba alimento. Sólo les quedaba esperar a que les
sacaran de allí como antes lo habían hecho con José Morales, el otro
acompañante que había llegado antes que ellos. Se encontraban expectantes ante
lo que pudiera haber detrás de aquella puerta metálica por donde entraban y
salían los militares.
CAPÍTULO 17
SALIDA DE LAS CELDAS
El camino hacia la luz estará lleno de obstáculos, te cruzarás con
el morador de los sueños prohibidos y le ofrecerás tu cuerpo y alma.
Al cabo de dos días, llegó el momento de abandonar las celdas. Lo hicieron en
diferentes momentos. Primero fue Alexander y pasadas unas horas, Daniel.
Alexander se despidió de su amigo y quedaron para verse más tarde. Daniel se
despidió de su amigo y le observó detenidamente hasta que salió de la sala de las
celdas y volvió a quedarse sumido en la penumbra absoluta. Pero su momento no
tardó en llegar. Un par de militares abrieron su celda y le invitaron a salir de ella
para acompañarles hasta el despacho de Edward. Pensó que debía de ser el que
mandaba allí. Le cogieron de ambos brazos y le acompañaron hasta la salida.
Pasaron a través de un estrecho pasillo abovedado iluminado por una luz muy
tenue. A Daniel le pareció estar pasando a través de un alcantarillado de una gran
ciudad. Al menos, la recubierta de ladrillo antiguo le condicionaba en ese
aspecto. Observó varias puertas metálicas cerradas a ambos lados.
Permanecieron parados delante de una de ellas y golpearon tres veces,
aporreando una aldaba metálica que había en el centro de la puerta. Alguien, con
voz ronca, dio el permiso para que pudieran entrar. La puerta chirrió con fuerza
al abrirse. Otro militar armado les saludó y avanzaron a través de un pasillo
similar al anterior que habían atravesado. Llegaron hasta un descansillo con algo
más de luz. Daniel observó varias puertas que pertenecían a distintos despachos.
Llamaron de nuevo a una de las puertas y entraron dentro. Daniel fue el primero
en entrar y seguidamente lo hicieron los militares que le acompañaban. Le
obligaron a sentarse sobre una vieja silla de madera, que al momento cedió al
apoyar por completo el peso de su cuerpo. Enfrente de Daniel permanecía un
hombre sentado en su sofá individual. Se encontraba con las piernas cruzadas y
su puño cerrado soportaba el peso de su cabeza sobre la barbilla, como si llevara
muchísimo tiempo esperando a alguien y no se hubiera presentado aún. Su
vestimenta distaba bastante de la que llevaban los otros militares. Bajo una
solapa descansaban gran cantidad de condecoraciones y medallas. Permanecía
serio y con aspecto arrogante. Cambió de posición y se llevó las manos
entrelazadas entre sí sobre su regazo. No parecía contento con la situación, y
Daniel empezó a ponerse nervioso. Se echó para atrás el pelo que le caía hasta
los ojos e inmediatamente se atusó sus pobladas cejas. Se percató de un pequeño
detalle. De su cuello colgaba un pequeño reloj de bolsillo plateado. ¿Para qué
quería un reloj? Pensó que ya no era necesario usarlos. Daba igual la hora que
fuera, no por ello iba a cambiar el destino de la humanidad y del planeta. A sus
espaldas descansaban un par de banderas de los Estados Unidos.
—Hola Daniel. Mi nombre es Edward. Soy la persona que preside este lugar.
Bienvenido a Zona Zero. ¿Cómo te encuentras? —preguntó, mirándole
fijamente.
—Bien, me encuentro bastante mejor. Os agradezco enormemente lo que
habéis hecho por mí. El hecho de encontrarme con vida es gracias a vosotros.
Ah, por cierto, buen trabajo con la venda que me habéis puesto en la cabeza. He
tenido tiempo para descansar y para poder recuperarme. ¿Dónde nos
encontramos? ¿Zona Zero? ¿Quién me salvó cuando estaba tirado en el suelo del
desierto? —Edward apenas gesticulaba mientras le realizaba las preguntas, y le
observaba detenidamente.
—Te hemos salvado nosotros. El vigilante del turno de mañana os oyó llegar
con la furgoneta y enseguida dio la alerta de que alguien se encontraba en el
exterior. Él fue quien salió fuera para rescataros, pero no pudo hacerlo antes
porque para hacerlo es necesario recibir por escrito una orden directa firmada
por mí. Habéis estado a punto de morir, sobre todo tu amigo Alexander. Y en
cuanto a tu pregunta de dónde te encuentras, estás en Zona Zero, un búnker
subterráneo del desierto de Sonora. Aquí estarás bien, siempre y cuando estés
preparado para seguir nuestras instrucciones y sigas al pie de la letra las órdenes
que se te den. Me gustaría hacerte unas preguntas, Daniel. Quiero saber si tu
historia coincide con la de tu amigo. No es fácil poder acoger a todas las
personas que se presentan aquí porque algunas llegan con oscuras intenciones.
Seguro que lo entiendes. Tenemos presente que alguien podría sabotear el
refugio y acabar con lo que hemos construido aquí abajo, y como tú
comprenderás, no estoy por la labor de permitir eso. Esta es nuestra casa y la
protegeremos con nuestras vidas.
—Claro, pregúnteme lo que quiera. Yo le responderé siempre con la verdad por
delante, se lo aseguro. No tengo nada que esconder, y más después de lo que
habéis hecho por nosotros. Esto significa que es cierto que existe un lugar seguro
para poder vivir en él. He averiguado el lugar exacto de donde se encontraba este
refugio, ¿verdad? Las coordenadas eran las correctas —El rostro de Edward se
tornaba menos juicioso que cuando Daniel entró en su despacho. Sintió un ligero
alivio al notar que su mirada perdía intensidad. Las dos cicatrices que tenía sobre
la frente y su nariz ganchuda se relajaron sobre su rostro y le pareció observar
otro rostro completamente distinto.
—Primera pregunta, y por favor, no me engañe. ¿Dónde consiguió la furgoneta
que les trajo hasta aquí?
—Conseguí robársela a unos tipos. Se encontraban cambiando una rueda
después de haber pinchado. Cuando pusieron la de repuesto se tumbaron bajo la
sombra de un árbol para descansar. Esperé un rato hasta que comprobé que se
habían quedado dormidos y entonces me monté en ella y hui de allí —contestó
Daniel.
—¿Sabes a quién pertenecía esa furgoneta? ¿Los habías visto en otras
ocasiones? —Daniel torció el gesto al ser preguntado. Se quedó pensativo un
instante, antes de contestar. Sabía que la pregunta podría ir con trampa. Había
algo oscuro detrás de aquellas personas y temía no contestar acertadamente. De
eso dependía su permanencia en Zona Zero.
—Sí. Me he cruzado con ellos por diferentes zonas del país. Todos viajaban en
furgonetas como la que me ha traído hasta aquí. Los he visto en el parque natural
a pie, por un par de estaciones de servicio en el norte, por las carreteras más
concurridas e importantes y por última vez cerca de Denver, cuando me
siguieron hasta la casa de Alexander.
—Y, ¿sabes qué fue de esos que os siguieron?, ¿Crees que podrían haberos
seguido hasta aquí? Es muy importante para nosotros tener esa información.
—Oh, no lo creo. Alexander les despistó a unas doscientas millas de aquí, al
poco de salir de su rancho. Encontramos un localizador en la furgoneta pero lo
arrancamos y lo dejamos tirado en una cuneta de la carretera. Ellos siguieron su
camino y nosotros el nuestro. No hemos vuelto a verlos después.
—Repentinamente le vino a la cabeza la cantidad de armas que había en el
interior del maletero de la furgoneta y decidió no comentar nada al respecto.
Aunque imaginó que ya las habrían descubierto.
—Ya veo lo avispado que fue tu compañero. Hizo un buen trabajo. Parece que
vuestras historias coinciden. Alexander nos ha contado exactamente lo mismo.
Parece que no hay nada por lo que temer. —Pareció quedarse más tranquilo
después de hacerle aquellas preguntas y ver que no tenían nada que esconder—.
Quiero que entiendas que me muestre algo inquieto por el hecho de que hayáis
venido en esa furgoneta. Es un modelo de los vehículos que han utilizado los
servicios secretos de los Estados Unidos. Me pongo nervioso cada vez que veo
una. Lo que no llego a entender es cómo habéis conseguido escapar de ellos
porque son personas especialmente preparadas y siguen cumpliendo órdenes de
las personas más poderosas del país. Eso no ha cambiado y temo que se pueda
recrudecer con el tiempo.
—Hay algo que no llego a entender. ¿Cómo puede pensar en los más
poderosos? ¿Usted cree que siguen viviendo en algún lugar seguro de los
Estados Unidos? —preguntó Daniel. Sospechaba que esas personas se habrían
marchado a países más seguros.
—Claro que siguen viviendo en nuestro país. Y sé dónde están alojados. Creo
que he empezado mal contigo, Daniel. Debería de haberte explicado a qué me he
dedicado toda mi vida, antes de que cundiera el pánico en el país. He trabajado
durante toda mi vida en el pentágono. He llevado a cabo tareas estrictamente
secretas sobre todas las bases militares que posee Estados Unidos. Ese es el
motivo por el que ahora nos encontramos en Zona Zero. Tenía conocimiento de
este búnker desde que empecé a trabajar en todos estos asuntos relacionados con
el ejército. Llevaba abandonado muchos años, pero sabía que se encontraba en
perfectas condiciones para poder habitarlo. Y cuando empezaron los accidentes
nucleares, los cargos más importantes del país huyeron a un lugar seguro, como
era de esperar. Pero en el pentágono trabajábamos muchísimas personas y fue
imposible reunirnos a todos en el mismo lugar, eso era imposible. Después de
eso, formamos un equipo y entre todos decidimos a qué lugar marchar para
poder seguir con vida. Esta fue la salida más viable. Y acertamos de pleno. Pero
en el país había otras instalaciones más modernas que esta y en mejores
condiciones de habitabilidad. Había otro búnker del ejército equipado con todo
tipo de lujos situado en Colorado Springs, bajo su gran montaña. Son las
instalaciones subterráneas más modernas de los Estados Unidos. Se llama
Cheyenne Mountain Complex. —Daniel escuchaba embobado a Edward pero
tuvo que interrumpirle un momento.
—¿Colorado Springs? Yo vengo de Rock Springs y he estado de paso por allí.
Eso está muy cerca de Denver, ¿No es así? ¿He tenido un búnker cerca de mí
durante todos estos días y no lo he sabido? ¡Maldita sea! Ahora entiendo por qué
me he encontrado tanto acoso y vigilancia por parte de esos locos de las
furgonetas negras durante mi viaje hasta aquí. El día que mi familia y yo huimos
hacia el norte del parque nacional para instalarnos en la cabaña que tenía mi tía
Alice, observamos cómo una gran caravana militar marchaba hacia el norte. A
los pocos días regresaron y volvieron a dirigirse al sur. Pero no le dimos
excesiva importancia a aquel movimiento. Ahora estoy seguro de que regresaron
al sur para entrar en ese búnker. Al menos eso lo explica todo. ¿No es así?
—No sabría decirte, Daniel. Pero quiero saber una cosa, ¿cuándo empezaste a
ver esas furgonetas negras? ¿Llevas mucho tiempo viéndolas? Me temo que han
estado controlando todo el país desde que sucedió el primer accidente nuclear.
—Edward parecía sorprendido por lo que le estaba contando, pero había algo
extraño en la forma en cómo miraba a Daniel. Por momentos, su rostro
evidenciaba tener total conocimiento de todo lo que había ocurrido, sin embargo
se mostraba inquieto después de escuchar de su boca ciertos comentarios.
Enseguida supo que algo escondía.
—No sabría decirle, señor —contestó Daniel—. Permanecí mucho tiempo
encerrado en una cabaña en medio del bosque. Estábamos aislados de todo. La
primera vez que los vi habían pasado casi dos años desde los accidentes. Me
libré de ellos por muy poco. Quemaron todo lo que se encontraron por el
camino. Estuvieron a punto de sorprenderme dentro de la habitación de un viejo
hotel de carretera y por suerte pude escapar por una de las ventanas traseras sin
que consiguieran descubrirme. Vi cómo se deshacían de los muertos,
quemándolos con sus lanzallamas. Me siento afortunado de haber podido
escapar de ellos. No parecen personas con las que se pueda mantener una
conversación. —Edward no llegó a inmutarse de lo que le estaba contando y
parecía acostumbrado a oír aquellas historias. Se acarició la perilla suavemente
con la mano derecha y se limitó a observarle, fijando en él la mirada. Daniel
sospechó que guardaba algún secreto que no podía contarle.
—Aquella zona debe de estar arrasada por completo en la actualidad.
Conociendo a esas personas, seguramente ya no quede ni un solo alimento
enlatado en cien millas a la redonda y ni una gota de combustible en ninguna de
las gasolineras. Debe de haber muchas personas viviendo en aquel agujero de
Colorado Springs. Es un lugar muy seguro con una montaña de granito sobre él.
Nada podría hundir ese lugar. Además, están muy bien equipados.
Probablemente tengan serios problemas con el abastecimiento de alimentos para
tantas personas y por eso salen al exterior a menudo para poder llenar sus
almacenes.
—Y… ¿puedo hacerle una pregunta? —dijo Daniel.
—Claro muchacho. Seguro que tienes miles de preguntas que hacerme
—contestó Edward, asintiendo con la cabeza.
—Cambiando un poco de tema, ¿Zona Zero? ¿Por qué se llama así este lugar?
—preguntó.
—Eso es. Ese es su nombre y así se seguirá llamando mientras yo esté al
mando. Yo soy, dijéramos…. el alcalde, o el presidente, o…. como quieras
llamarlo, de este lugar. Yo fui quien lo abrió y yo seré el que lo mantenga a lo
largo de los años, hasta que encontremos otro lugar más seguro o hasta que
podamos huir a otro sitio. Ya que nos estamos sincerando mutuamente, ¿cómo
supiste de la ubicación de este lugar? ¿Fue a través de las señales que estuvimos
transmitiendo a través de la radio?
—Sí. Mi padre cogió una vieja radio de la cabaña de mi tía Alice y captó la
emisión de Zona Zero. Lo hizo desde Rock Springs. También apuntó unas
coordenadas de un refugio del sur de Canadá, pero por cercanía era más fácil
llegar a éste de México que al otro. Y estas coordenadas las apuntamos en un
papel. Nos pareció apropiado viajar hasta aquí para poder encontrar un lugar
seguro. —Daniel, al hablar de su padre, volvió a acordarse irremediablemente
del chip que llevaba insertado en el antebrazo y se puso la mano izquierda sobre
la cicatriz. Decidió guardar silencio hasta que se encontrara seguro de a quién
decirle lo que contenía dicho chip. Su padre le aconsejó que guardara el secreto
hasta que viera el momento oportuno de poder decírselo a alguien de confianza,
y Edward aún no lo era aunque fuera un militar de rango superior, porque
acababa de conocerle y no terminaba de confiar en él. Pensó que era muy pronto
para comentárselo, debido a que no conocía de primera mano las intenciones de
los militares de Zona Zero, y si les entregaba las informaciones confidenciales
podrían usarlas indebidamente. Volvió en sí y retomó la conversación que tenía
con Edward—. Casi perdí la esperanza cuando más tarde dejasteis de emitir.
Pensaba que el refugio había caído pero hace unas semanas volvimos a oírlas
cuando estaba con Alexander. No pudimos captar perfectamente la señal, pero
algunos de los números de las coordenadas coincidían con los que tenía
apuntados y enseguida supimos que seguía existiendo. Nos arriesgamos a
desplazarnos hasta aquí y afortunadamente llegamos. Lo posterior ya lo conocéis
vosotros muy bien. Nos habéis salvado y vuelvo a sentirme agradecido por ello.
Sólo me queda daros las gracias por ayudarnos y por habernos acogido en este
lugar. Dime una cosa, Edward, las personas que están en el búnker Cheyenne,
tienen conocimiento de que en Zona Zero hay personas viviendo, ¿verdad? Si mi
padre y yo hemos logrado captar la señal con una mísera radio, ellos, teniendo
mejores aparatos, la habrán captado también. ¿No le preocupa eso? —Preguntó
Daniel. Edward se quedó pensativo observando al chico, y se sorprendió por
cómo utilizaba su inteligencia. En ese momento supo que sería alguien
importante para él y para el búnker.
—Claro que me preocupa, pero tenemos que hacer lo posible para poder reunir
a personas sanas que nos ayuden a levantar este lugar. En el búnker Cheyenne
saben que en el interior de Zona Zero hay un grupo numeroso alojado, y no creo
que estén muy contentos de ver lo bien que nos va. Pero hay algo que me
preocupa más, y es saber cómo conseguisteis el dial por el que emitíamos,
debido a que lo hacíamos a través de equipos de radio del ejército y muy pocas
personas conocían exactamente la numeración. Ya me contarás otro día a qué se
dedicaba tu padre antes de fallecer, pero si él consiguió captar la señal es porque
era alguien importante. Aparte de esto, tengo que decirte que necesitamos a
personas para seguir con nuestro proyecto de volver a empezar de cero. Y se está
convirtiendo en un auténtico problema porque hace mucho tiempo que ya no
viene nadie por aquí. Parece que todo el mundo se ha esfumado ahí afuera.
Estuvimos emitiendo durante varios meses seguidos y todos los días llegaban
personas hasta el desierto. La mayoría habían sido militares o excombatientes.
Salíamos todos los días a rescatar a los que se dejaban caer por aquí. Aún
estaban sanos, llevaban poco tiempo respirando el ambiente hostil y radiactivo
que había en el exterior. Y casi todos siguen vivos a día de hoy. Siguen
esforzándose para que este lugar siga en pie durante muchos años más. Pero
desgraciadamente, según fueron pasando los meses, todos los que acudían a
Zona Zero llegaban en muy malas condiciones. Aquí abajo han fallecido
muchísimas personas debido a los males que traían del exterior. Los puedo
contar por cientos. Y el día que subimos a por vosotros pensábamos que no
sobreviviríais. Os bajamos a la enfermería y necesitasteis muchas curas. Os
hicimos unas analíticas en el laboratorio y hasta que no las hemos obtenido no os
hemos dejado salir de las celdas. Ese es el motivo por el que habéis permanecido
más tiempo encerrados.
—Veo que tenéis un estricto control sobre el acceso al búnker. Seguramente os
encontréis más seguros y solo así podéis evitar que algún tipo de enfermedad
infecciosa se propague por Zona Zero. —Daniel se mostró sorprendido por lo
que le contaba Edward.
—El protocolo a seguir es ese y no podemos saltárnoslo. Las personas que
rescatamos del exterior son sometidas a una cuarentena exhaustiva para no
contagiar ningún tipo de virus o enfermedad a ninguna persona del interior del
búnker. Espero que sepas entender el porqué de ello. Una infección masiva en
Zona Zero sería el mayor desastre que pudiera haber. Nos obligaría a salir otra
vez al exterior y aquí tenemos un equilibrio que nos puede llevar a vivir en él
durante muchos años. Pero solo siguiendo unas directrices y unas normas
llegaremos a eso. Solo dios sabe qué nos encontraríamos ahí fuera pasados unos
años. Pocos lugares habrán quedado libres de peligros y por eso debemos
salvaguardar bien éste búnker. ¡Ah, Daniel, por cierto! ¿Cómo te hiciste esa
cicatriz que tienes en el antebrazo? No tiene muy buena pinta. ¿No tendrás
infección? La veo muy roja y abultada. —Daniel se removió sobre la silla en la
que se encontraba sentado y empezó a ponerse nervioso. Volvió a dejar su mano
izquierda sobre la cicatriz e intentó persuadir a Edward de lo que
verdaderamente tenía en su interior.
—Ah, un accidente. No se preocupe por mí. Estoy bien y ya ha dejado de
dolerme. Me clavé un hierro cerca de la cabaña de mi tía Alice, cuando salí de
ella para huir del parque nacional. Se me infectó y por eso tiene ese color tan
oscuro, pero no se preocupe que ya apenas me duele. —Daniel no titubeó ni un
solo momento ante la mirada impasible del militar. Pero Edward sabía que
aquella herida cicatrizada escondía algo que le interesaba, aunque decidió dejar
el asunto de lado para seguir hablando con Daniel.
—Hay otra cosa más —dijo Edward, mirando fijamente a Daniel—. Una vez
estés instalado en el interior del búnker no se puede salir al exterior, a no ser que
se os incluya en alguna misión de reconocimiento. Será complicado que les
proponga algo así al ser los últimos en llegar a Zona Zero, pero tampoco lo
descarto viendo desde donde han venido y comprobando que han podido
sobrevivir en el exterior durante tanto tiempo. Son unos verdaderos héroes. Yo
diría que esto ha sido un auténtico milagro y han obtenido una experiencia vital
de supervivencia. Ya están entrenados como los mejores militares del país. Ah,
y…otra cosa, ¿dónde han encontrado tantas armas? En el maletero de la
furgoneta había un auténtico arsenal. —Daniel se ruborizó pensando en si la
respuesta que le diera serviría para convencerle.
—Esas armas siempre han estado en la parte trasera de la furgoneta. Cuando la
robé, desconocía lo que había en su interior, pero al llegar a casa de Alexander
fue cuando las descubrimos. ¿Las han cogido? Es posible que algún día las
pudiéramos necesitar.
—Sí, no se preocupe por eso, Daniel. Ya están a buen recaudo en la armería y
la furgoneta la hemos dejado en el garaje que tenemos en el búnker. Nos vendrá
bien tener otro vehículo con el que poder movernos por el exterior. —Edward se
mostró feliz por el hallazgo en la parte trasera de la furgoneta. El brillo de sus
ojos lo demostraba.
—Y, ¿qué tenemos que hacer para permanecer en Zona Ze…
—No tiene que preocuparse por nada, Daniel. —Le interrumpió en mitad de la
pregunta, sin darle la posibilidad de terminarla—. Únicamente tiene que firmar
estos documentos para poder incluirle en el registro de personas de Zona Zero. Y
léase las normas de conducta que hay que seguir en este lugar. Esto es muy
sencillo, Daniel. Tú cumples, nosotros cumplimos. Somos una comunidad que
ha conseguido sobrevivir al horror del exterior y debemos seguir así. Has llegado
al mejor lugar para poder vivir durante muchos años, pero mantenerlo en
perfectas condiciones depende de todos nosotros. Deberá ayudar a las tareas
diarias cotidianas que se realizan y a cumplir las órdenes que se le exijan.
Escuche con atención todo lo que le voy a explicar porque este lugar va a ser su
hogar durante mucho tiempo. Todo es muy sencillo, siempre y cuando ponga
cada uno de su parte. Hay tres turnos de comidas en el comedor y se avisará
mediante una señal acústica el turno de cada planta. Más tarde se le asignará la
habitación a la que ha de acudir. Allí le presentarán a sus nuevos compañeros y
se le explicará lo que ha de hacer. Tendrá ropa limpia sobre la cama que se le
asigne y una bolsa con las cosas que necesitará. No disponemos de grandes
lujos, eso solo se consigue trabajando mucho y aportando lo máximo posible a la
comunidad. Pero he de decirle que usted y su amigo han entrado con buen pie.
Podrán disponer de algún privilegio más que los demás, tan solo por el hecho de
haber llegado hasta aquí con semejante arsenal en el interior de la furgoneta, y
que nos servirá para poder protegernos ante ataques externos si algún día los
hubiera. Es lo más valioso que ha entrado en Zona Zero en los últimos años.
Ahora nos pertenece y lo guardaremos a buen recaudo en la sala de armas. Pero
tienen terminantemente prohibido hablar de ello a los demás compañeros. Deben
mantener en secreto que trajeron armas en la furgoneta, y tampoco pueden decir
nada de lo que van a encontrar en sus bolsas personales. Se lo pido por favor, no
digan nada o se les trasladará a la tercera planta. No es una amenaza, es una
realidad y así lo haremos porque no nos andaremos con contemplaciones. No
queremos que haya ningún tipo de discusión entre las personas de la comunidad
y menos aun cuando ustedes han sido los últimos en entrar. Zona Zero es un
búnker muy pero que muy grande. No podría decirle exactamente los metros
cuadrados que tiene pero le aseguro que son muchos. Consta de tres plantas.
Ahora mismo nos encontramos en la primera planta. Aquí vivimos las personas
que dirigimos y vigilamos este lugar. Es la zona con más seguridad. En el ala
uno de esta planta se encuentran las oficinas, las habitaciones, baños
compartidos, salas de reuniones, la enfermería y la sala de las celdas, en la que
habéis permanecido unos días. En el ala dos están la sala de armas, la sala de
control y la sala de máquinas, cuyo engranaje mantiene este lugar en perfectas
condiciones de habitabilidad. Tenemos dos generadores de energía, el principal y
el secundario. El principal funciona las veinticuatro horas y desgraciadamente lo
hace con gasolina. Eso significa que cada poco tiempo nos vemos obligados a
salir al exterior con un camión cisterna para poder llenarlo de combustible, con
el riesgo que eso conlleva. El secundario permanece desconectado, por si algún
día lo necesitáramos en caso de avería en el principal. También está el garaje con
acceso al exterior en el que se encuentran todos los vehículos de que
disponemos. Hay un cuarto con duchas de desintoxicación que se utilizan cada
vez que se regresa del exterior. Es obligatorio pasar a través de ellas antes de
entrar en el búnker. Aquí no se deja nada al azar, todo está perfectamente
controlado y vigilado. También se encuentra en esta planta el almacén de comida
enlatada y en conserva. Tenemos una cantidad importante de comida que hemos
conseguido en diferentes zonas de los alrededores y de fábricas que se
encontraban a pocas millas de aquí. Esta planta es la más cercana al exterior, por
lo que como usted imaginará, es la que más vigilancia tiene y desde donde se
controla todo el búnker. También es la más peligrosa debido a que desde ella se
puede salir al exterior por varias escotillas y por la rampa del garaje con los
vehículos. Hacemos guardias las veinticuatro horas del día para mantener seguro
el refugio.
El búnker también tiene una segunda planta que es tan grande como esta. En
ella se encuentran el comedor, la cocina principal, habitaciones, baños, salas de
reuniones, etc… Ahí es donde os instalareis, solo por el hecho de haber llegado
con tantas armas. Como ya te he dicho antes, recibirás más cosas que los demás.
Ese será tu premio por el aporte al búnker. Si no hubieras aportado nada te
hubiéramos enviado a la tercera planta, que es donde han ido todas las personas
que han llegado del exterior durante todo este tiempo. Pero aquí no acaba todo.
Lo más sorprendente es lo que tenemos en esa segunda planta. Tenemos un
huerto hidropónico que ocupa casi la totalidad del espacio que hay allí. Hay
cultivos de productos frescos que nacen sin desperdiciar ni una gota de agua.
Todo lo reciclamos. Es como un pequeño milagro. Y hasta el momento nos está
funcionando de maravilla. Nuestro estado de salud es envidiable gracias a toda
esa cantidad de alimentos que salen del huerto. Muchas personas trabajan a
diario recolectando lechugas, tomates, hierbas aromáticas, setas, puerros, apios,
patatas, zanahorias… es un milagro tener todo eso bajo tierra. No tenemos luz
solar, pero por medio de unas potentes lámparas LED hemos conseguido simular
la luz del exterior y aportamos todo el calor que necesitan los alimentos, para
que crezcan rápidamente. Solo existe un inconveniente, y es que buena parte de
la cantidad de electricidad que generamos la perdemos en esa luz que utilizamos
en el huerto. Pero somos muchas personas viviendo en Zona Zero, por lo que
compensa el gasto de energía. Recortamos ese consumo en otras cosas para que
no falten alimentos frescos en nuestras mesas.
Y más abajo, está la tercera planta. Allí es donde más gente vive. Nunca suben
a las plantas superiores, a no ser que se les requiera para algún trabajo
esporádico. Tres veces al día se les proporciona alimentos como a todos los
demás, a diferencia de que comen allí abajo y no en el comedor principal. No se
les permite subir porque algunos son peligrosos. Los días que tengas que bajar a
la tercera planta te vas a cruzar con ellos, así que intenta guardar las distancias.
Intentarán provocarte por el hecho de ser nuevo en el búnker, además de que
sabrán que te alojarás en la segunda planta, y posiblemente no lleguen a entender
por qué tú puedes estar alojado ahí y ellos no. Algunos son muy problemáticos
porque no entienden que tengan que vivir en la peor zona del búnker. Aun así es
un lugar más seguro que el exterior, pero no se lo aconsejo. Allí se hacen los
trabajos más duros de la comunidad. Hay un ambiente muy cargado y la
renovación del aire no funciona correctamente debido a la profundidad en la que
se halla. Allí se encuentran los grandes motores que hacen que este lugar siga
respirando. Rara vez las hay, pero de vez en cuando se producen pequeñas
inundaciones debido al atasco que sufren los sumideros y tienen que trabajar
durante muchas horas para solucionarlo. A diferencia con la primera y la
segunda planta, no tienen habitaciones. Allí abajo se vive como se puede, en
tiendas de campaña para tener algo de intimidad entre unos y otros. Fabrican
habitáculos separados con restos de cartones y maderas, para dividir las zonas en
las que vive cada familia. Como todos los habitantes de Zona Zero, ellos
también son importantes para que esto siga funcionando, pero intenta mantenerte
alejado de ellos, algunos son muy conflictivos. Para mantenerlos tranquilos, una
vez al mes se les premia con alguna recompensa. Se les contenta fácilmente con
paquetes de tabaco y con algunas botellas de tequila. Son personas duras y
colaboran a diario para que este refugio no caiga y siga adelante. También tengo
que decir que allí se encuentran las personas más fuertes, los mecánicos que
hacen que este lugar nunca se detenga y siga adelante. Con su trabajo, aportan
una gran cantidad de energía eléctrica, que es muy necesaria para el día a día.
Allí abajo tenemos una granja con gallinas, cerdos, cabras, ovejas y vacas.
Cuidan de los animales y los mantienen en un estado de limpieza impecable,
para evitar contraer enfermedades derivadas de una mala higiene. Mantenemos
sobre la pequeña granja una cría exhaustiva para evitar la carencia de carne.
Trabajan sin descanso en ello y miman a los mejores animales para la cría. Como
podrás imaginar, aun teniendo a los animales en perfectas condiciones, allí abajo
se acumulan una buena cantidad de olores desagradables totalmente inexistentes
en las demás plantas del búnker. Pero esto es lo que tenemos y debemos
mantenerlo así, en perfecto equilibrio para seguir sobreviviendo. No pienses
demasiado en ello, ya lo visitarás más adelante acompañado de alguno de los
militares y lo comprobarás con tus propios ojos. Es posible que puedas ayudar en
la tercera planta algún día. Nadie está exento de determinados trabajos porque
aquí funcionamos como una gran familia. Nos ayudamos mutuamente. Pero no
te asustes por ello, te sorprenderá el mundo que hemos creado bajo tierra, donde
no llegan ni los insectos. Supongo que no esperabas encontrarte con este
magnífico lugar, porque cuesta imaginarse lo grande que puede llegar a ser, y
más estando en un lugar como el desierto de Sonora.
Ah, y se me olvidaba. Bajo la tercera planta, hay un acceso a un río
subterráneo, donde no se puede permanecer demasiadas horas debido a la gran
cantidad de humedad que se respira. Allí es donde varias personas de la tercera
planta trabajan a diario sobre el viejo molino, que es el que proporciona gran
parte de la cantidad de energía que se necesita a diario en el búnker. El río mueve
las aspas del molino y la energía producida la almacenamos en el interior de
unos acumuladores instalados allí abajo. Ese es nuestro plan B para aligerar al
generador de la primera planta y para no consumir tanto combustible. Allí abajo
se encuentran los motores que transforman el aire que respiramos en oxígeno a
través de sus purificadores y filtros, y hacen que el dióxido de carbono salga al
exterior. Aunque su funcionamiento lo manejamos nosotros desde la primera
planta, imagínese que a algún loco de esa planta le diera por desconectar los
motores. También son los encargados de mantener a raya los niveles de agua
potabilizada. Sin ella moriríamos de sed. Creo que no se me escapa nada, pero
descuida que siempre tendrás a alguien cerca para poder preguntarle cualquier
duda que puedas tener sobre el funcionamiento del búnker. No dudes en acceder
a la información. Sólo así podrás entender nuestros principios. Ahora, si te ha
quedado todo claro, me gustaría que me firmaras estos papeles.
—Vaya, me alegro de haber llegado hasta aquí. Parece que lo tenéis todo bajo
control. Me gusta lo que me cuentas. Llevaba mucho tiempo sin tener buenas
noticias. He pasado un verdadero infierno en el exterior, ni te lo imaginas.
—Edward empezó a reír a carcajadas y dejó un silencio prolongado entre
medias. Daniel se quedó pensando en lo que le había dicho y no le encontraba la
gracia. Le miró con gesto serio esperando algún tipo de explicación, pero
tampoco llegó a aclararle qué le había hecho tanta gracia.
—Ya te contaré lo que he pasado yo ahí afuera, pero ahora tenemos muchas
cosas que hacer. El deber me llama, pero quiero que sepas que estamos
encantados de haberos recogido del desierto. Ahora mismo, lo importante es que
tú y tu amigo os encontráis en perfectas condiciones y que vais a aportar grandes
cosas al búnker. Estás de acuerdo, ¿verdad? —Zanjó la conversación y
automáticamente le alargó los papeles a Daniel para que los firmara. Deseaba
que se marchara enseguida de su despacho para quitárselo de encima. Daniel no
perdió tiempo en leerlos y los firmó.
—Muchas gracias por haberme ayudado, señor Edward. —Se levantó de la
silla y le dio un buen apretón de manos. Notó la aspereza de sus dedos al
apretarlos. Debió de ser un militar de campo de batalla, no le dio la sensación de
que fuera uno de oficina o de despacho. Parecía un tipo rudo y serio y pensó que
sabía lo que hacía en Zona Zero.
—Gracias a usted, Daniel, y recuerda que a partir de este momento nos
podemos tutear. Ya somos compañeros, ¿de acuerdo?
—Perfecto señor. Así será —contestó.
—Por último, ¿tienes algo más que contarme? ¿Alguna otra información? No
hace falta que me contestes ahora mismo, tienes tiempo suficiente para poder
hacerlo cuando te encuentres preparado. No dude en comentárselo a los militares
si recuerda algo que yo debería saber. Nunca se sabe qué será lo que nos salvará
de este planeta envenenado por la gran cantidad de radiactividad liberada a la
atmósfera. Cualquier información puede valer oro, aunque de primeras parezca
una tontería.
—No tengo nada más que contarle. Se lo aseguro. Y si me acuerdo de algo se
lo haré saber de inmediato, no se preocupe por eso. —Daniel se sintió extrañado
ante la última pregunta que le había realizado Edward. Le resultó inquietante,
pero pensó que la información que llevaba bajo el brazo tenía que mantenerla en
secreto el mayor tiempo posible. Primero tenía que conocer el entorno y a los de
su alrededor.
Al acabar la reunión, fue trasladado por otros dos militares hacia el corazón de
las instalaciones. Louis Perton, un ex general del pentágono y Nicolás
Rodríguez, antiguo excombatiente de las milicias mexicanas, fueron los elegidos
para enseñar a Daniel las instalaciones. Tenían órdenes estrictas y muy claras del
tipo de información que podían proporcionarle. Sabían qué cosas podían
mostrarle y cuáles no. Estaban entrenados para eso y sabían que si le
proporcionaban información confidencial serían sancionados por la cúpula del
búnker.
Salieron por el pasillo principal y se dirigieron hacia el ala 1 de la primera
planta. Los militares le mostraron a través de una pequeña ventanilla de cristal el
lugar donde se hallaba el garaje del búnker. Poco se podía ver desde allí, pero no
podían atravesarla sin una orden directa o un pase especial firmado por el
general Edward. Un cartel blanco en la entrada, explicaba el riesgo que se corría
al pasar a través de aquella sala. Los vehículos que se encontraban aparcados en
el garaje portaban una gran cantidad de radiactividad adherida al metal de los
mismos, por el mero hecho de haber circulado por el exterior. Además, en
aquella sala se encontraba el almacén de armas del búnker, por lo que se
encontraba estrechamente vigilado por militares con escafandras y monos de
protección. Enseguida salieron de aquel pasillo para adentrarse en el resto de la
primera planta.
Los pasillos eran lo suficientemente anchos como para que pasara a través de
ellos un vehículo a motor. Tenían una buena altura y se encontraban escasamente
iluminados para ahorrar energía. La mayor parte de las paredes era de hormigón
y el resto se encontraba reforzado con ladrillos abovedados. La humedad era
inexistente, pero a pesar de tener una ventilación constante, un cierto olor a
catacumba cerrada invadía todos los rincones. Daniel se mostró sorprendido por
el tamaño que atesoraba aquel refugio y le costó creer que aquello fuera real.
Jamás había estado en el interior de un búnker subterráneo, pero nunca llegó a
imaginarse que alguno de ellos fuera tan grande como aquel.
Los militares explicaron a Daniel el funcionamiento del refugio. Pasaron por la
sala de los generadores para enseñarle cómo se ponían en marcha. Daniel se
limitó a observar las largas hileras de botones y de luces encendidas que había
sobre los ordenadores. Al otro lado pudo ver varias estanterías repletas de
ficheros y carpetas que explicaban las instrucciones de funcionamiento de todos
los aparatos que había en el interior del búnker. Los militares hacían especial
hincapié a la forma que tenían de ahorrar energía. Era una de las primeras
enseñanzas que ofrecían a los nuevos huéspedes. Su afán era concienciarles de
que no había excedentes allí abajo y que era necesario el ahorro energético.
Había un futuro por delante y solo así podrían formar parte de él. Salieron de allí
y evitaron entrar a la sala de control. Pocas personas estaban autorizadas para
hacerlo. La sala de control era la más grande de aquella planta y en su interior
trabajaban los altos mandos que habían sido ignorados por el gobierno del país,
cuando estalló la crisis nuclear.
Desde el pasillo principal, Daniel sintió un leve temblor constante sobre el
suelo. Se trataba del funcionamiento del eje de la turbina principal, que extendía
el murmullo por buena parte del búnker. Al lado del principal descansaba el
secundario. A Daniel le sorprendió que siguiera funcionando aquello después de
tantos años, mostrando cierta incredulidad ante los militares. Hizo acopio de una
gran cantidad de información para poder hacerse un mapa imaginario del búnker.
Utilizó su memoria fotográfica para poder retener la máxima cantidad de datos,
por si los tuviera que utilizar en un futuro. Se había fijado en las chapas
identificativas de las máquinas y en el año de fabricación de cada una de ellas.
Eran aparatos rusos y sabía que tendrían una larga vida por delante. Pero
también conocía sus puntos débiles. Desde su infancia tenía una pequeña
obsesión con los aparatos. Acumulaba en su habitación cientos de revistas de
maquinarias rusas y americanas y las conocía a la perfección. Decidió no
comentarles nada de sus conocimientos a los militares. No le apetecía ser
utilizado como persona de mantenimiento en aquel agujero. No quería parecer
inoportuno y molesto. Acababa de entrar allí y le habían salvado la vida. No
podía pedir más, por lo que se limitó a escuchar y a observar las instalaciones.
Daniel se encontraba feliz por haber conseguido llegar hasta el búnker. Había
esquivado a la muerte en varias ocasiones, cuando viajaba de un lugar a otro
sobre el exterior. Pero observó algo muy extraño en el interior del búnker. Había
visto a pocas personas en la primera planta. Pensó que no debía de haber muchos
militares, pero pensó que estarían en alguna otra sala. Más tarde se encontraría
con ellos.
Se percató de que se respiraba cierta tensión entre los mandos militares. Hacía
un par de días que un destacamento había salido al exterior en busca de
combustible, y aún no habían regresado. Aquella era una de las pocas cosas que
conseguían desarbolar la tranquilidad que se respiraba en el interior. Sabían que
las personas que salían al exterior se exponían a no volver jamás. Cada salida
significaba poder perder a alguien con quien habían compartido muchísimas
cosas allí dentro.
Llegaron al acceso a la segunda planta de Zona Zero y saludaron a un militar
que se encontraba apoyado sobre un murete. Era el encargado de vigilar el
acceso a esa planta. Daniel observó la puerta metálica y se fijó en que
funcionaba mediante unos ejes hidráulicos. Se percató de que se podía acceder a
la segunda planta, pero no de la segunda a la primera, a no ser que alguien
accionara la apertura desde el otro lado. Los militares tenían prohibido saltarse
aquella norma y para evitarse sorpresas habían anulado los botones de apertura
desde las plantas inferiores a las superiores. A cambio habían instalado unos
interfonos para poder comunicarse en caso de haber una emergencia.
Pasaron a través de la puerta y a sus espaldas se oyó un chirrido metálico al
cerrarse de nuevo. Avanzaron hacia unas pequeñas escaleras metálicas y
escucharon el murmullo de los habitantes de la planta inferior. Daniel dedujo que
era la hora de la comida, debido al ajetreo de pasos y voces que llegaban hasta
sus oídos. Llegaron al pasillo principal de la segunda planta y, efectivamente, al
final del pasillo pudieron observar cómo las puertas del comedor se encontraban
abiertas y una fila de personas entraba al interior. Encontraron más bullicio en
aquella planta que en la primera, aunque se mantenía un orden y una tranquilidad
inusual. Todos iban vestidos de la misma manera. Monos grises y botas militares
decoraban los delgados cuerpos de los habitantes de aquella planta. Esperaron
pacientemente a que la fila avanzara para poder entrar tras ellos. Avanzaron
lentamente hasta llegar al armario en el que podían coger las bandejas metálicas
de acero inoxidable. Dedujo que las bandejas llevaban mucho tiempo usándose
después de comprobar que se encontraban excesivamente ralladas y abolladas.
Pero eso carecía de importancia en Zona Zero. Lo importante para ellos era
poder alimentarse y sentirse seguros en el interior de refugio.
Tras acomodarse el grupo al completo sobre las mesas y que se apaciguara el
jolgorio general sobre en el comedor, Nicolás Rodríguez, el militar
excombatiente mexicano, cogió la bandeja de comida que le correspondía a
Daniel y juntos salieron de allí. Los demás se volvieron para poder comprobar de
quién se trataba antes de abandonar el comedor por la puerta principal.
Mostraron cierta incredulidad al poder ver una cara nueva en el búnker, debido a
que llevaban mucho tiempo sin hacerlo. Aquello les sorprendió. Habían perdido
la esperanza de volver a ver compañeros nuevos dentro de Zona Zero. Antes de
salir del comedor, Daniel buscó con la mirada a su amigo Alexander, pero no le
vio entre la multitud. No había ni rastro de él y se sintió extrañado por su
ausencia. No sabía dónde se encontraba pero más tarde preguntaría por él.
Habían recorrido un largo camino y le había ayudado en su andadura por el
páramo exterior. Sabía que sin él no hubieran llegado hasta el búnker y le había
cogido cierto cariño.
Al dejar atrás el comedor volvieron a subir los decibelios que procedían de
todas las mesas. Doblaron la esquina del pasillo principal y se dirigieron hacia la
zona de las habitaciones para poder acomodar a Daniel en su estancia. A esa
hora, las habitaciones se encontraban desiertas y reinaba la tranquilidad sobre
ellas. Daniel, absorto en sus pensamientos y en lo que iba descubriendo en el
búnker, no era consciente de ello, pero no vestía como los demás y era una
norma estricta. Le habían proporcionado un mono verde militar desgastado y
rasgado por varias zonas de la entrepierna. Además, le quedaba por encima de
los tobillos. Pero enseguida pudo comprobar que su vestimenta nueva y sus
botas militares descansaban sobre una de las literas que había en la habitación
que le había correspondido. Le enseñaron su pequeña taquilla y le dieron una
llave para que la llevara siempre encima con un cordón al cuello. No era muy
grande pero en Zona Zero necesitaría pocas cosas. Los militares le
proporcionaron una bolsa negra con varias cosas que iba a necesitar para su aseo
diario. Le mostraron las duchas para que se aseara y se hiciera el cambio de
ropa. Esperaron pacientemente en el pasillo hasta que salió perfectamente
vestido con su nueva vestimenta. Les devolvió la ropa vieja que había llevado
puesta hasta ese momento y se sintió bien después de haber podido ducharse y
de tener ropa limpia y planchada. Le dieron diez minutos para que comiera, pero
no se entretuvo demasiado debido a que se encontraba hambriento. El menú era
variado y estaba compuesto por puré de verduras acompañado de carne con
champiñones. Lo completaba una diminuta manzana, que al menos llegó a
reconocer como un auténtico lujo debido a lo extraño que era poder encontrar
fruta fresca en el exterior. Pero en el búnker había de todo y Daniel se mostró
emocionado por aquel descubrimiento. Le costó creer que hubieran conseguido
tener árboles frutales, pero no se imaginó que hubieran podido conseguirla de
otro lugar que no fuera ese. El exterior se encontraba arrasado y hacía tiempo
que ya no crecía nada sobre la tierra contaminada.
Cuando terminó de comer, salieron de la habitación para continuar con la visita
por el búnker. Volvieron al comedor para dejar la bandeja sobre el mostrador y
regresaron al pasillo. Al ir vestido como los demás habitantes del búnker parecía
un compañero más. Las botas eran algún número más grandes pero le bastaron
un par de plantillas para que se le ajustaran bien a los pies. El mono también era
amplio pero a Daniel no le importó porque se encontraba a gusto con él.
Enseguida llegaron a la zona del huerto hidropónico. Entraron a través de unas
puertas correderas que se accionaban con unos pulsadores. Había un sistema de
seguridad que no permitía abrir la siguiente puerta sin haber cerrado la anterior.
Era necesario mantener la humedad que había en su interior. Si no se vigilaban
estrictamente los niveles de humedad y de temperatura existía el riesgo de que
los cultivos no crecieran a un ritmo normal. Tras pasar por la última puerta, les
cegó el intenso haz de luz que proyectaban las lámparas LED del techo,
obligándoles a cerrar los ojos en un primer momento. Pasados unos minutos
consiguieron acostumbrarse a la intensa claridad existente. Los militares pasaban
por allí todos los días y ya estaban acostumbrados a semejante reacción
mecánica, pero Daniel nunca había entrado y lo desconocía. En un primer
momento les costó hacerse a la humedad del huerto pero enseguida empezaron a
respirar normalmente. Había una gran diferencia de una estancia a otra. Observó
a su alrededor y lo que vio le dejó perplejo. Se quedó un momento en silencio al
observar la gran dimensión que poseía el huerto. Le sorprendió que aquello
pudiera mantenerse bajo tierra y que aportara semejante cantidad de alimentos
como para alimentar a todos los habitantes de Zona Zero. Su vista no llegaba a
alcanzar a ver el final de los interminables pasillos. Los laterales de los largos
pasillos estaban cubiertos de infinidad de vegetales, hortalizas y frutos de hojas
verdes, que colgaban alegremente de cada una de las estanterías hidropónicas.
Aquello le pareció una obra maestra digna de las mejores ingenierías de aquella
época. Estaba alucinado porque nunca había visto algo parecido. Pasearon por
los distintos pasillos y los militares le explicaron todos y cada uno de los
alimentos que crecían sobre aquellas rampas verticales. Al final del huerto, a
unos trescientos metros de la puerta de la entrada, una gran cantidad de árboles
frutales crecían en línea recta hasta el final de la sala. Eran tratados y cuidados
con mimo por los operarios que cubrían el turno de comidas a los que ya estaban
en el comedor. Observó a unas veinte personas trabajando cuidadosamente sobre
los vegetales. Le extrañó que apenas reaccionaran ante su presencia y la de los
militares. Trabajaban con una concentración innata. Eran conscientes de que de
ellos dependía la alimentación de todas las personas que vivían allí y no era fácil
que se despistasen de sus quehaceres diarios. Tenían una enorme responsabilidad
sobre sus espaldas y no podían dejar de lado sus delicadas tareas. El castigo de
llevarlos hasta la tercera planta planeaba sobre ellos si no conseguían hacer bien
su trabajo. Observó el revestimiento de las paredes y del techo y se dio cuenta de
que estaban forrados de largas lonas de plástico plateado para conseguir
proyectar más luz sobre el huerto que crecía bajo tierra. Ese era el secreto de que
los alimentos crecieran y aumentaran su tamaño de forma considerable. Había
unos ventiladores sobre las esquinas del huerto que se ponían en funcionamiento
cada diez minutos y se paraban automáticamente cuando llegaban a la
temperatura ideal. El aire que proyectaba iba cargado de oxígeno renovado y rico
en minerales, algo que generaba un aporte extra al crecimiento intensivo de la
plantación entera.
Tras permanecer alrededor de quince minutos en el interior del huerto
hidropónico, salieron para dirigirse a la zona que se consideraba prohibida para
los habitantes de la primera y de la segunda planta. Hablar de aquello era un
tema tabú en el interior de Zona Zero, pero existían ciertas leyendas de cómo
vivían. Era algo desconocido para todo aquel que había tenido un
comportamiento ejemplar en el búnker. Jamás habían bajado a lo más profundo
del búnker y escuchaban muchos chismorreos e historias de aquella planta.
Aquellas conversaciones siempre se hacían de forma clandestina. Desde la
cúpula del búnker prohibían a sus habitantes hablar mal del funcionamiento en el
interior. Nadie se había aventurado a bajar debido a la prohibición que existía.
Únicamente podías entrar si eras enviado junto a varios militares para la
realización de tareas especiales o haciéndolo de manera voluntaria. Si alguien
solicitaba por escrito la marcha voluntaria hacia la tercera planta, no podría
volver a regresar jamás a las plantas superiores.
CAPÍTULO 18
VISITA A LA TERCERA PLANTA DEL
BÚNKER
Penetró hasta las profundidades de la tierra oscura, y encontró
resquicios de humanidad desatendida. Nada había cambiado.
Avanzaron por el pasillo hasta llegar a la puerta de acceso a la tercera planta.
Dos militares armados con metralletas vigilaban el acceso. Se saludaron e
introdujeron una numeración sobre el teclado que había anclado a la pared. La
puerta poseía el mismo sistema hidráulico que la que habían atravesado en la
primera planta y tenía una doble seguridad. Poseía un retardo de dos minutos
antes de abrirse. Esperaron pacientemente hasta su apertura y se pusieron unas
mascarillas de papel. Bajaron unas pequeñas escaleras y llegaron al interior de
una sala en la que había unas duchas de seguridad. En el techo había un cañón de
aire con proyección de iones para poder eliminar bacterias y hongos en el cuerpo
de cualquier persona. Todos los que regresaban de la tercera planta estaban
obligados a pasar por él y por las duchas de seguridad. Ellos tendrían que
hacerlo cuando regresaran de nuevo a la planta superior. Daniel no entendió muy
bien el hecho de tener que realizar aquello, pero pronto descubriría el porqué.
Cuando abrieron la segunda puerta, la que daba acceso directo a la escalinata que
descendía hacía el final del búnker, les invadió un olor nauseabundo mezclado
con un sofocante calor.
—¡Prepárate muchacho! No te asustes con lo que vas a ver porque vas a tener
que acostumbrarte a ello cada vez que te enviemos a portear algo a la tercera
planta. Nosotros ya hemos aprendido a convivir con ello. Nos llevó un tiempo
hacerlo, pero con el día a día termina siendo parte de tu vida —El militar
empezó a rascarse la cabeza a la espera de ver la reacción de Daniel.
Daniel guardó silencio y se limitó a esperar pacientemente para comprobar qué
era lo que había sobre la tercera planta. Una curiosidad repentina le invadió por
completo y le entraron las prisas por llegar. Cuando llegó al último escalón de la
escalera metálica se paró en seco y observó alrededor. Se quedó mudo y no pudo
explicar con palabras lo que veían sus ojos. Una inmensa sala repleta de cabañas,
tiendas de campaña y pequeños campamentos improvisados se abría ante él.
Desde allí se divisaba la planta al completo, y observar semejante paisaje
apesadumbrado le dejó de piedra. Se quedó mirando fijamente a los militares sin
saber qué decirles. Empezó a sentir náuseas y la cabeza le daba vueltas. Se
encontraba mareado. El olor a estiércol y a humedad le dejaron descompuesto y
no paró de dar arcadas. Aquel lugar olía peor que la propia muerte. ¿Cómo
podían vivir en aquellas condiciones infrahumanas? Se llevó las manos a la
mascarilla para poder taponar el hedor que se colaba por su nariz, pero enseguida
se vio obligado a bajarlas al ser observado por una gran cantidad de habitantes
de aquella planta, que le miraban desafiantes. El grupo que se agolpaba a los pies
de la entrada observaban expectantes para comprobar de quién se trataba. Se
quedaron mirándole fijamente con cara de pocos amigos. Daniel, al comprobar
que no era bien recibido en aquella planta, decidió bajar la cabeza y se limitó a
esperar órdenes de los militares para poder continuar con la visita. Recibió un
gesto de aprobación por parte de varias personas que se habían percatado de su
gesto respetuoso hacia ellos, al retirar sus manos de la mascarilla. Los militares
se fueron abriendo paso a través de la muchedumbre y avanzaron por el pequeño
pasillo que dejaron libre. Pero la situación empezó a ponerse tensa. Sintieron sus
apestosos alientos sobre sus rostros y se vieron obligados a apartarlos a la fuerza,
con las metralletas apuntando a sus cabezas. Querían evitar a toda costa
cualquier tipo de contacto con ellos. A pesar de haberse retirado unos metros
sintieron el pestilente olor que desprendían sus cuerpos. ¿Cuánto tiempo
llevarían sin lavarse? Las personas congregadas alrededor de ellos guardaron las
distancias por miedo a las futuras represalias que pudieran tomar. En alguna que
otra ocasión habían recibido severos castigos y no les apetecía volver a pasar por
ellos. Tenían terminantemente prohibido acercarse a menos de un metro a los
militares. Para apaciguar los ánimos, Nicolás se quitó la mochila de la espalda y
sacó unos pequeños paquetillos de tabaco de liar para repartirlos entre las
personas que se encontraban cerca, para poder disuadirlos pacíficamente.
Consiguieron calmar los ánimos entre la multitud y continuaron con la visita sin
sobresaltos. Habían aprendido con el paso del tiempo que si utilizaban con ellos
mano izquierda todo era más fácil.
A Daniel le dieron ganas de llevarse las manos a la cabeza al comprobar en qué
condiciones vivían aquellas personas. A los laterales del pasillo principal
existían divisiones pintadas sobre el suelo para poder diferenciar los espacios
individuales de cada familia. Casi todas las personas descansaban sobre cartones
mugrientos y desgastados, que desprendían un olor inmundo. Algunos, ajenos a
lo que había a su alrededor, se divertían jugando a juegos de mesa fabricados por
ellos mismos en lo que parecían mesas improvisadas. Utilizaban piedras robustas
o maderos anchos como asientos. A la mitad de la sala, se encontraron una zona
poblada de pequeñas chabolas fabricadas con madera. Aquello fue lo más
sofisticado que observó allí abajo. También había pequeños soportes anclados a
las paredes de hormigón que servían de camas improvisadas a las personas con
menos recursos o que no tenían familia en el interior del búnker. Para Daniel fue
como volver a ver de nuevo a vagabundos, sólo que esta vez vivían bajo tierra,
alejados del páramo exterior. Otras personas vivían en el interior de pequeñas
tiendas de campaña iluminadas con pequeñas velas. Aquella era la mayor
intimidad que existía en la tercera planta. No existían paredes divisorias entre
unos y otros y tenían que convivir de aquella manera todo el tiempo que
permanecieran allí, sin importarles el futuro que les esperaba al saber que en el
exterior lo tendrían más difícil que allí abajo.
Varios niños correteaban por los largos pasillos, ajenos a lo que se cernía a su
alrededor y perseguidos por las madres que portaban grandes barrigas, a la
espera de aumentar la familia. Aquello le pareció algo incomprensible. ¿Cómo
podían quedarse embarazadas viviendo en aquel agujero y sabiendo que no
tendrían un futuro esperanzador por delante? Pensó en aquellos niños y le
invadió un sentimiento de tristeza que intentó apartar de su cabeza rápidamente.
Cuando su inocencia desapareciera descubrirían en qué tipo de lugar vivían y se
preguntarían por qué les había tocado vivir aquello. Quizás no sintieran
sufrimiento alguno porque no conocían otro lugar diferente a aquel. Habían
nacido allí y aquel era su sitio. Pero Daniel, perfecto conocedor del infierno que
se cernía en el exterior, por un momento pensó que aquellas personas eran unas
privilegiadas por vivir en un refugio seguro, aun haciéndolo en las condiciones
en que lo estaban haciendo. Siguió su recorrido por el pasillo central y pasó
cerca de lo que le pareció un hospital improvisado. Varias personas permanecían
tumbadas sobre camillas. Sufrían quemaduras sobre sus rostros y algunos de
ellos estaban lisiados. Una joven, de no más de treinta años, le miró fijamente
desde el pequeño sillón sobre el que descansaba. Tenía un parche sobre su ojo
derecho y la faltaba una pierna. Al fondo observó a un niño totalmente
deformado. Estaba totalmente calvo y su rostro denotaba una falta total de
sentimientos. Le faltaban varios dedos en su mano derecha y con la izquierda
sujetaba un pequeño bastón de madera que le servía de ayuda para poder andar.
Otros tantos se encontraban sentados sobre el muro de hormigón, a la espera de
que les curaran las heridas que tenían sobre rostro, brazos y piernas. A pesar de
la penumbra existente sobre la estancia, llegó a observar desde la distancia las
terribles infecciones y quemaduras que padecían sobre sus cuerpos. Se giró para
no seguir observando aquello e intento borrar de su mente lo que acababa de ver.
Los militares, a fuerza de ver a diario semejante espectáculo, se habían
acostumbrado y todo les parecía normal. Ni sentían ni padecían. Simplemente, se
comportaban como robots sin sentimientos y solo se dedicaban a obedecer
órdenes. Para avanzar más deprisa le dieron un tirón sobre el brazo. No había
tiempo que perder.
Edward era perfectamente conocedor del hacinamiento que existía en aquella
planta pero era consciente de que al menos les había ofrecido una nueva
oportunidad para seguir viviendo. Para que no se sublevaran les contentaba de
vez en cuando con obsequios. Les ofrecía cigarrillos, botellas de aguardiente y
de tequila. Sabía que si se mantenían distraídos con aquellos regalos
permanecerían más tranquilos y calmados. Pero sabía que corría un riesgo muy
alto. Con el tiempo, y en un futuro no muy lejano, aquello terminaría y no podría
contenerlos en la tercera planta, que se iba pudriendo poco a poco, presa de la
humedad y la insalubridad.
Daniel llevaba muy poco tiempo en el interior del búnker, pero fue más que
suficiente para darse cuenta de que había sobre él tres clases muy diferenciadas y
que calcaban el modelo del exterior. Existía una clase alta, una media y otra baja.
Vivían en cada una de las plantas y sus espacios estaban muy bien diferenciados.
Pero pensó en ello y había tenido suerte de que le dejaran vivir en la segunda,
que al menos tenía habitaciones bien acondicionadas y perfectamente equipadas,
además de una buena limpieza. Se sintió un privilegiado.
Llegaron al final de la gigantesca sala. A Daniel le sorprendió ver a varias
personas haciendo trueques. Intercambiaban viejos objetos por vales de comida.
Otras preparaban té en pequeños cazos y los ofrecían a cambio de cigarrillos o
chocolatinas. Allí abajo se comerciaba con casi todo. Los vales de comida iban
pasando de unas manos a otras a la velocidad de la luz. Daban derecho a
cambiarlos por una pieza de fruta, una ración de champiñones o un vaso de caldo
de pollo. Valían para eso y poco más. Pero para ellos, tener varios vales
significaba poseer una verdadera fortuna. Aquello era una forma de premiar a las
personas por su buen comportamiento o por realizar trabajos extras que no tenían
asignados en su día a día. En aquella planta, las personas tenían que buscarse la
vida para poder tener más alimentos que los que les proporcionaban a diario.
Además, no podían subir a las siguientes plantas, y sólo los militares que
vigilaban a diario la granja de la tercera planta y el viejo molino, podían hacerlo.
Todos los demás lo tenían terminantemente prohibido.
Como cada día, el destacamento militar del nivel superior bajaba para repartir
las raciones individuales de comida de cada persona. Se entregaban por orden de
lista para mantener un orden lógico dentro de aquel descerebrado mundo que
habitaba en lo más profundo del búnker. Después de ver aquello, Daniel entendió
por qué le había explicado el general Edward el peligro que corría allí abajo si
no se andaba con cuidado. No había personas de las que fiarse. No podía confiar
en nadie y debía evitar que le engañaran con cualquier tontería.
Llegaron a la granja del búnker. Allí el olor era más fuerte que en la entrada a
aquella planta, pero pareció que Daniel se había acostumbrado a semejante hedor
y lo llevaba con total naturalidad. Observó dentro de la zona vallada y se
sorprendió de la cantidad de ganado que había en su interior. Era la zona más
grande de aquella planta y se encontraba atestada de una gran cantidad de
animales. Al menos una veintena de militares vigilaban desde detrás de las
vallas, y hacían que aquello fuera un fortín inexpugnable. En más de una
ocasión, los habitantes de aquella planta habían intentado robar animales para
poder saciar el hambre que padecían, pero los que lo hicieron no terminaron muy
bien parados. Era algo que no podían permitir. Decenas de personas habían sido
expulsadas de Zona Zero por intentar robar, quedando expuestas al horror
radiactivo del exterior. No había sido fácil para los militares haber tomado
ciertas decisiones, pero eran necesarias para poder mantener el orden y la
disciplina en el interior del búnker. Había muchas personas a las que alimentar y
el racionamiento diario de comida hacía que se mantuviera el equilibrio
necesario.
Daniel continuó mirando a su alrededor y observó bastante trasiego de
personas transportando cestos sobre sus hombros. Se acercó a ellos para
comprobar qué llevaban en su interior y descubrió que se trataba de huevos de
gallina. Había gran cantidad de ellas encerradas en el interior de diminutas
jaulas. Otras personas permanecían sentadas sobre taburetes de madera
ordeñando a cabras, que se alimentaban de piensos compuestos en unos cestos
de mimbre. Se percató de que en aquella planta se vivía de otra manera y que
había tiempo para todo. Las personas dedicadas a transportar los alimentos eran
los que más prisa tenían. Ese era su cometido y enseguida tenían que estar de
vuelta en la cocina de Zona Zero, para poder preparar las comidas y las cenas.
Eran acompañados en todo momento por varios militares armados para evitar
que les robaran los alimentos que portaban hacia la segunda planta.
Pero hubo algo que le llamó especialmente la atención a Daniel. Le resultó
curioso que el mayor peso del funcionamiento del búnker se llevara a cabo en la
tercera planta. Sin el esfuerzo diario de todas aquellas personas no podrían tener
excedente de energía eléctrica, ni animales, ni agua corriente potable, ni siquiera
oxígeno para poder respirar a través de los conductos de ventilación. Era la
planta más activa y la intensa actividad que existía daba otro tipo de vida allí
abajo. Costaba imaginarse la vida en Zona Zero sin aquellas personas que
movían el corazón del búnker sin pedir más a cambio que una simple comida
que se servía a diario, en ocasiones a deshoras. Era su forma de agradecer que
les hubieran dado una nueva oportunidad de vivir, aunque fuera bajo tierra.
CAPÍTULO 19
VISITA A LA ENTREPLANTA DEL
BÚNKER
Y de la mayor de las profundidades brotó un sorbo de vida,
a través de las aguas de un río que pasaba por debajo del templo.
La vida se mostró con su máxima expresión.
Dejaron la granja atrás y pasaron por un pasadizo excavado a mano. A Daniel le
dio la impresión de encontrarse sobre los oscuros y abandonados pasillos de una
antigua mina. Sólo faltaban los raíles metálicos de las vagonetas sobre el suelo.
Aquel era el último de los rincones del búnker y la zona más subterránea del
mismo. Accedieron a través de unas escalerillas metálicas. Conforme se fueron
acercando al viejo molino llegó hasta sus oídos el rumor del agua. Por un
momento, Daniel pensó que habían regresado al exterior y se encontraban cerca
de un río parecido a los que se encontró en su andadura a través del parque
natural. Llegaron al final de las escalerillas y vio a varias personas trabajando
sobre el molino. Este, abastecía de energía a los acumuladores que se
encontraban en la primera planta, y ayudaba a que el generador principal no se
viera obligado a funcionar a pleno rendimiento las veinticuatro horas del día,
ahorrando de esa forma una gran cantidad de combustible. Solo había una
manera de que aquello funcionara bien, y era así. Si cualquiera de los dos fallaba
sería necesario poner en marcha el generador secundario y eso no entraba dentro
de los planes de la cúpula del búnker.
Se acercaron y sintieron que el ruido producido por el agua al chocar con las
aspas del molino era ensordecedor. Los viejos engranajes de madera chirriaban a
cada vuelta que daban. Pasado un rato, el sonido se convirtió en algo monótono
y molesto, que hacía que los militares detestaran bajar hasta allí. Se mostraron
inquietos y nerviosos debido a que no era de su agrado visitar los subterráneos.
Cualquier paso en falso sobre el viejo puente les haría caer al agua y desaparecer
bajo las grandes rocas que arropaban el paso del río subterráneo. Daniel, para
sentirse seguro, se agarró a la barandilla metálica que había sobre la pasarela del
puente y miró hacia abajo. Observó la fuerza con que pasaba el torrente de agua.
Debido al intenso ruido producido por la rueda del molino y por la alta
concentración de humedad, empezó a sentirse aturdido y mareado. Avanzó junto
a los militares y observó a las personas que trabajaban. Lo hacían sobre la
enorme rueda del molino y a su parecer realizaban un esfuerzo sobrehumano. Se
quedó embelesado observando el movimiento de las aspas y el constante
martilleo al que eran sometidas por los trabajadores para poder ajustarlas sobre
su eje central. Si dejaban que las aspas se desajustaran, las maderas se separarían
y acabarían soltándose sobre el río, siguiendo su curso y desapareciendo para
siempre. Aquello no se lo podían permitir porque sabían que el viejo molino era
una fuente inagotable de energía.
Los militares se separaron un momento de Daniel para atender un aviso en la
emisora que portaban. Abandonaron la sala, dejándole solo sobre la pasarela.
—¡No te muevas de aquí y no hables con nadie! ¿De acuerdo? En un momento
volveremos a por ti. —Los militares subieron por la escalerilla metálica dejando
atrás el ruido ensordecedor del molino. Daniel observó desde la distancia cómo
se alejaban.
Se apoyó sobre la barandilla y se limitó a observar el trabajo minucioso que
realizaban aquellas personas sobre las aspas de madera. Supuso que algo extraño
había ocurrido en la zona superior del búnker y por eso los militares
abandonaron a toda prisa el lugar.
Uno de los trabajadores se percató de que Daniel se encontraba solo y se
acercó a él, después de hablar con los otros dos que trabajaban al lado. Soltó el
martillo sobre una mesa de madera y se acercó apresuradamente hacia la
barandilla, hasta llegar a la altura de Daniel. Se puso frente a él y le miró de
arriba abajo. Daniel le observó e intuyó que no estaba de buen humor. El sudor
de su frente caía ligeramente sobre sus mejillas dándole un brillo tétrico a su
rostro. Su negra melena, humedecida y mugrienta, parecía un saco de mimbre
oscurecido. Estaba embadurnado de grasa y aceite y el mono tenía una tonalidad
más oscura de lo normal, debido a la suciedad que acumulaba. Masticaba chicle
de una forma chulesca y guardaba silencio, a la espera de que Daniel entablara
conversación con él, ahora que los militares se habían marchado
apresuradamente. Pero Daniel sabía que no podía caer en estupideces con
aquellas personas, ya le habían avisado, por lo que se quedó mirándole sin
mediar palabra.
—Hola muchacho, no te he visto antes por aquí. ¿Eres nuevo? —preguntó, sin
apartar la vista de los ojos de Daniel y esperando una respuesta.
—Hola. Efectivamente. Soy nuevo aquí. Llegué hace tres días —contestó,
mostrando un ligero tartamudeo propiciado por los nervios. Tenía el rostro muy
cerca del suyo y eso le intimidó—. He permanecido unos días en una celda, pero
hoy he salido y me están enseñando este lugar. Parece bastante grande, no me lo
imaginaba así. ¿Cómo te llamas?, mi nombre es Daniel. Encantado de conocerte.
—Alargó la mano hacia él para poder estrechársela.
—Encantado Daniel. Puedes llamarme Charlie. Todo el mundo me conoce por
ese nombre. —Se dieron un ligero apretón de manos y consiguieron romper el
hielo del primer momento.
—¿Y tus amigos? ¿Cómo se llaman? Me refiero a esos que están trabajando
sobre las aspas del molino.
—Ya te los presentaré. No es momento de hacerlo, enseguida llegaran los
militares. Te voy a decir una cosa, pero debes mantenerla en secreto, te lo pido
por favor. No puedes decirles que hemos entablado conversación porque
tendremos problemas, es algo que tenemos prohibido. No les hace gracia que os
mezcléis entre nosotros, los de la tercera planta. Si se enteran dejarán de darme
ciertos privilegios que consigo trabajando sobre el molino. Y no quiero que
ocurra eso, ¿De acuerdo?
—No te preocupes. No diré nada, te lo prometo —dijo Daniel, intrigado ante lo
que tenía que decirle.
—Mira chico, aquí abajo nada es lo que parece. No dejes que las apariencias te
engañen. Los habitantes de esta planta no podemos subir a las otras debido a que
sabemos más de la cuenta. Si contáramos todo lo que sabemos a los demás
habitantes de las otras plantas contaminaríamos sus pensamientos positivos, que
a día de hoy siguen intactos, aunque te parezca extraño. Pero tú que eres nuevo
debes saberlo desde el primer día, para que no te coja desprevenido. ¿Has venido
con alguien más a Zona Zero? —preguntó Charlie a Daniel.
—Sí. Llegué con un amigo que encontré cerca de Denver. Se llama Alexander.
Nos rescataron del desierto cuando nos quedaba un hilo de aliento. Gracias a
ellos estamos vivos —contestó, intentando darle cierta normalidad a su situación
en el búnker.
—Tu compañero ha venido esta mañana. ¿Es un tipo bastante grande, verdad?
Un momento antes del primer turno de comidas llegó con un par de militares. Ha
ocurrido algo con él. No sé exactamente qué ha sido pero creo que la ha cagado.
Se lo han llevado en volandas después de mantener una fuerte discusión entre
ellos. Pudimos oír las voces desde aquí. Dime una cosa, ¿le has vuelto a ver?
—Alexander es bastante corpulento, seguro que era él. ¿Dónde se lo han
llevado? No he vuelto a verle desde que salimos de las celdas. —A Daniel le
costaba creer lo que escuchaba debido a que sabía que no debía fiarse de lo que
le contaran. Pero le dio cierta credibilidad porque no había vuelto a ver a su
amigo. No tenía noticias de él y desconocía su paradero.
—No sé dónde se le habrán llevado, pero creo que no se ha comportado
correctamente con los militares, por lo que presiento que en breve acabará en la
tercera planta, al menos por algún tiempo. Estoy seguro que se lo han vuelto a
llevar a las celdas. Pero hay una cosa que no sé. Tú estás en la segunda planta y
eso me tiene intrigado. Dime, muchacho, ¿eres amigo de alguno de los militares?
—preguntó Charlie, extrañado ante semejante trato de favor hacia él. En aquella
planta solo vivían las personas mejor miradas del búnker.
—¿Por qué sabes que estoy en la segunda planta? ¿Quién te lo ha dicho?
—preguntó Daniel.
—¡Nadie me lo dijo! —Se echó a reír a carcajadas—. Te recuerdo que tenemos
prohibido hablar con las personas que vienen de visita con los militares. Y de
visita solo vienen los que proceden de las plantas superiores. Las personas que
son condenadas a vivir en la tercera planta se quedan para siempre, no regresan.
Por eso lo sé —aclaró Charlie, sabiendo que en cuanto terminara su charla
volvería a subir a la siguiente planta.
—Pura lógica, desde luego. No pensé en la pregunta que te hacía, ¡qué
tontería! Lo que me preocupa es lo que le haya podido pasar a Alexander. En
cuanto regresen los militares les preguntaré por él. Seguro que ha sido un
malentendido.
—No se te ocurra decir nada de lo que te he dicho. ¿De acuerdo? No deben
saber que hemos hablado o tendremos problemas. Tú solo intenta averiguar qué
está pasando por allí arriba. Por favor, confía en mí. En unos días nos pondremos
en contacto contigo para que nos cuentes. Desde aquí abajo llevamos unos meses
observando movimientos extraños. Tenemos que averiguar qué ocurre. Nuestro
futuro depende de lo que descubras. Si me he atrevido a acercarme a ti es por
una buena razón. Tienes que ayudarnos a descubrir la verdad.
—No tendría problema en ayudaros, pero necesito algo más de información.
¿Qué cosas extrañas habéis observado últimamente? —Daniel se puso nervioso
y le empezó a tiritar la voz. No pudo disimular su rostro compungido frente a
Charlie. Temía que los militares se presentaran de inmediato y les descubrieran
hablando. Acabaría de nuevo en el interior de una celda. Pensó detenidamente lo
que le había comentado Charlie y decidió confiar en él, aunque acabara de
conocerle. Tenía que descubrir qué estaban tramando los militares. No tenía otra
cosa mejor que hacer y aprovecharía cada minuto de que dispusiera.
—Llevamos tiempo soportando fuertes presiones desde arriba. Necesitan más
cría de animales y más puesta de huevos por parte de las gallinas. Ordeñan a las
vacas y a las cabras con más frecuencia de la normal. Constantemente
desaparecen crías de animales. Desconocemos qué hacen con ellos. Si los
sacrificaran para repartirlos como alimento para los habitantes lo entenderíamos,
pero sabemos que no es así, ni en la tercera planta ni en la segunda. Ocurre algo
extraño. Durante meses no ha habido crecimiento de la población en Zona Zero
y no se necesita más cantidad de comida. Tenemos un topo en el huerto
hidropónico y nos ha comentado que también vienen recibiendo presiones desde
hace un tiempo, obligándoles a acelerar la producción de verduras y hortalizas.
Se ha triplicado la recolección de vegetales que había en un primer momento, y
misteriosamente nunca llegan hasta las cocinas del comedor, ni tampoco se
almacenan en los grandes congeladores. En el almacén, han echado en falta gran
cantidad de botes de semillas puras que se encontraban almacenadas y
preparadas para el cultivo. Se desconoce su paradero. También se han
incrementado las horas de trabajo para la producción de energía, que tampoco
sabemos dónde va. La acumulan en grandes baterías que posteriormente son
enviadas hacia la primera planta. En la tercera planta no han instalado más líneas
de luz ni tampoco más bombillas, por lo que no hay más consumo que de
costumbre. Es más, cada vez que hay una avería y algo deja de funcionar, no
recibimos ningún recambio ni repuesto para arreglarlo. Nos están dejando
completamente a oscuras y poco les importa. Lo habrás comprobado con tus
propios ojos. Nos está comiendo la inmensa penumbra que existe sobre la sala, y
así resulta muy complicado vivir aquí abajo. Les hemos pedido explicaciones
pero sólo hemos recibido evasivas y más presión sobre nuestros trabajos. Nos
están callando con botellas de aguardiente, de tequila y con sus bolsas de tabaco
de liar. Saben que con eso nos motivan, pero desconocemos hacia dónde van los
excedentes que producimos.
—¡Está bien, Charlie! Haré lo que pueda y ya veremos cómo podemos
ponernos en contacto. A mí también me parece extraño lo que me cuentas, pero
descuida que lo averiguaré —Daniel se sintió mal por lo que le había contado
Charlie, debido a que en aquella planta vivían hacinados y de una manera
antihigiénica. Enseguida se convenció de que tenía que ayudarlos. Tenía que
destapar el oscuro secreto que pululaba por el búnker. Llevaba muy poco tiempo
en Zona Zero, pero enseguida pudo comprobar que no todo pintaba como le
había explicado Edward. Aquel búnker escondía algo que olía a podrido.
—¡Muchas gracias, Daniel! Durante los próximos días recibirás noticias a
través del contacto que tenemos en el huerto hidropónico. ¡Ni se te ocurra fiarte
de los militares!, se lo contarán a Edward y nos expulsaran del búnker. Debes
mantenerlo en secreto o nos mandarán al exterior sin ningún tipo de
contemplaciones. Esto funciona así, quiero que tengas conocimiento de ello
antes de que puedas llevarte una desagradable sorpresa. —Charlie se mostró
preocupado y desesperado por la situación que estaban viviendo. Debido a ello,
decidió contárselo a Daniel, sabiendo que era la única oportunidad que tenía de
esclarecer lo que ocurría en Zona Zero.
Al momento se oyó un fuerte golpe que provenía del pasillo de la entreplanta,
y Charlie regresó rápidamente a su puesto de trabajo, antes de que pudieran
descubrirle hablando con Daniel. Cogió su martillo y siguió trabajando, haciendo
como si no hubiera abandonado su puesto en ningún momento. Disimuló que
hacía el relevo con sus compañeros y antes de que Daniel se volviera le dirigió
una mirada furtiva para guiñarle un ojo. Aquello le aportaría algo más de
confianza.
Los militares llegaron al interior de la sala del viejo molino y se quedaron
observando a los operarios. Comprobaron que trabajaban incansablemente sobre
él y que todo se encontraba en orden. Uno de ellos se acercó hasta donde estaban
y les corrigió la forma de golpear sobre las maderas para que su trabajo fuera
más eficiente. Les obsequió con unas bolsas de tabaco de liar y enseguida se las
guardaron en sus bandoleras. Les dio una palmadita en la espalda a modo de
felicitación y se volvió para salir de allí junto a Daniel y a su otro compañero. En
ningún momento llegaron a sospechar de lo que había ocurrido y abandonaron la
sala, dejando atrás el murmullo del agua golpeando sobre las viejas maderas del
molino. Acompañaron a Daniel a la salida y regresaron a la puerta de acceso a la
segunda planta. De regreso, Daniel volvió a buscar entre la muchedumbre a su
amigo Alexander. No había ni rastro de él. Se había fijado en todas las personas
que había observado y se percató de que tampoco se encontraba por allí José
Morales, compañero unos días antes en la sala de las celdas. Siguió buscándole
por entre la multitud de personas que se arremolinaban por aquella planta y no
consiguió verle. Aquello sí que le extrañó. Si no le había visto en la segunda
planta ni tampoco en la tercera, ¿estaría en la primera?
Hubo algo que se le quedó grabado para siempre. Jamás había observado
semejante pobreza y desesperación. No consiguió encontrar ningún tipo de
sentimientos sobre los rostros de los habitantes de la tercera planta, y eso le
asustó. Se encontraban tan delgados que los harapos que usaban como ropas,
colgaban airosos bailando sobre sus costillas. Su tristeza era tan desesperante
que les ahogaba lentamente en aquella especie de horno subterráneo sobre el que
vivían hacinados. Su alimentación diaria se resumía a una pequeña porción de
comida, a pesar de los trabajos tan duros que realizaban. Pensó en ellos y el
futuro que les esperaba no le pareció muy alentador. Descansaban sobre cartones
y a su alrededor había gran cantidad de desperdicios y suciedad. El olor inmundo
que había en aquella planta era inaguantable, pero desgraciadamente ya se
habían adaptado a vivir con él, aunque a su alrededor flotara una atmosfera
fétida e irrespirable. La renovación del aire era escasa y el excesivo calor
envolvía todas las estancias, haciéndolas inhabitables y no aptas para
permanecer en ellas. Daniel no llegaba a entender cómo podían tener a aquellas
personas viviendo de aquella manera, y más habiendo comprobado cómo se
vivía en las otras dos plantas del búnker. Algunos de los que habitaban en aquel
infierno conocían las diferencias de trato que había entre unos y otros, y no
estaban contentos con la situación, pero permanecían en silencio para no alterar
el orden lógico de Zona Zero y para evitar una revolución. Sin lugar a dudas, eso
les enviaría de nuevo al exterior. Si los militares se percataban de cualquier
mínimo atisbo de levantamiento de las personas de la última planta, actuarían sin
contemplaciones sobre ellos y les impondrían un castigo ejemplar. Si lo hacían
así, evitarían que los demás se contagiaran de las posibles revueltas. Esa era la
única manera de salir de allí y de ascender hacia arriba, la salida al yermo inerte
que invadía el planeta. Daniel se vio obligado a investigar qué era lo que ocurría
en el interior del búnker, aunque le pareció una misión muy complicada. Pero
más lo había sido llegar hasta allí, sorteando a la muerte en diversas ocasiones
sabiendo que había un futuro poco prometedor por delante.
Los militares, una vez apostados sobre la puerta de acceso a la segunda planta
avisaron a través del interfono que iban a proceder a introducir la contraseña
numérica sobre el reloj digital que se encontraba anclado a la pared. Daniel
observó la puerta y descubrió que tenía una pequeña cerradura. Los militares no
utilizaron ninguna llave y eso llegó a extrañarle. Al accionarse la apertura
automática se oyó el sonido metálico de un cerrojo al moverse. Pasaron a través
de ella y seguidamente se cerró, hasta que llegara el siguiente turno de los
porteadores de alimentos que subían desde la granja. Pasaron por las duchas
desintoxicantes y regresaron a la habitación de Daniel para que pudiera
descansar un rato. La visita a Zona Zero había finalizado.
CAPÍTULO 20
MOVIMIENTOS EXTRAÑOS
Aparentarán ser piadosos, pero su conducta
desmentirá el poder de la piedad…
Daniel se tumbó sobre la cama que le habían asignado y disfrutó del silencio y la
tranquilidad, al encontrarse solo en la habitación. Los demás ocupantes
realizaban sus tareas diarias en los puestos de trabajo que tenían asignados. Se
acordó de la bolsa que le habían proporcionado y se levantó de la cama para
comprobar qué era lo que había en su interior. La sacó de la taquilla y la vació
sobre la cama. Había varias piezas de ropa interior, un mono de repuesto y un
par de camisetas. En el interior de una pequeña cartera encontró una navaja
multiusos. También encontró dos bolsas de tabaco de liar, algo que con total
certeza sabía que no utilizaría porque no fumaba. Decidió guardárselas por si
tuviera que negociar algún día con alguien de la tercera planta. Había mucho
menudeo de pequeñas cosas y sabía que le podía salvar de algún pequeño apuro.
Edward le comentó unas horas antes que sería recompensado con algo más de
valor en la mochila por haber llevado consigo en la furgoneta gran cantidad de
armas, pero en su interior no observó nada que le llamara la atención. Pensó en
ello e imaginó que habría sido un farol. Pero enseguida se dio cuenta de que
estaba equivocado. Tras colocar los objetos de la bolsa sobre la pequeña
estantería de la taquilla, notó algo extraño en el interior de una de las bolsas de
tabaco de liar. La apretó nuevamente con sus manos y notó algo pequeño y duro,
que evidentemente no era tabaco. La abrió cuidadosamente para evitar que se
cayera el tabaco al suelo y encontró una pequeña llave. ¿Para qué sería aquella
llave? ¿Qué puerta abriría? Se mostró sorprendido por el descubrimiento y se la
guardó en el bolsillo, sabiendo que más adelante le serviría para algo. Miró a su
alrededor para asegurarse de que nadie le había visto dentro de la habitación y
comprobó que se encontraba solo. Volvió a meter todo en el interior de la
taquilla antes de que regresaran sus compañeros de habitación. Regresó a la
cama y se tumbó para inmiscuirse en sus pensamientos y para asimilar por lo que
había pasado los últimos días. Ahora tenía otra cosa más en la que pensar al
haber recibido una misteriosa llave que desconocía lo que abría. Pensó que
tendría tiempo por delante para descubrir algo que desconocía. Otra cosa no,
pero tiempo iba a tener todo el del mundo.
Daniel sintió la imperiosa necesidad de saber cómo se encontraba su amigo
Alexander, pero no sabía a quién dirigirse para preguntar por él. Se levantó de la
cama y abrió la puerta de la habitación para asomarse al pasillo. Observó
alrededor y no vio a nadie. Tampoco llegaban a sus oídos las voces de otras
personas, por lo que salió y se dirigió hasta el comedor, para ver si veía a alguien
por allí. Se aproximó a la puerta y se asomó dentro. Comprobó que permanecía
vacío y en silencio, a pesar de que un rato antes se encontraba repleto de gente
comiendo. Las mesas estaban limpias y recogidas y observó que el suelo se
encontraba humedecido, como si alguien acabara de fregarlo. Le pareció oír
unos extraños ruidos en el interior de la cocina y se dirigió hasta las puertas
correderas que la separaban del comedor. Pegó el oído a la pequeña ventana de
la puerta e intentó escuchar algo en el interior. Consiguió oír algo parecido a un
trasteo de cubiertos y corrió la puerta para entrar. Avanzó a través de la cocina y
para su asombro, allí no encontró a nadie. A su alrededor reinaba el orden
absoluto y todo estaba impecable. Siguió oyendo el ruido y se percató que de
donde procedía era de una de las cámaras frigoríficas, que se encontraba
entreabierta. Llegó hasta ella y la abrió del todo. Entró y comprobó que era
inmensa. Había decenas de estanterías repletas de comida congelada. Se asomó a
los tres pasillos que había en su interior pero no encontró a nadie. Pero siguió
oyendo el ruido metálico allí dentro. Llegó hasta el final del tercer pasillo y
descubrió de dónde procedía. Una de las aspas del ventilador de refrigeración
estaba levemente doblada y cada vez que pasaba por la rejilla de seguridad
golpeaba sobre ella, generando un ruido parecido al de los cubiertos de acero
inoxidable al chocar entre ellos. Se extrañó de haberse encontrado la puerta de la
cámara frigorífica abierta y no encontrar a nadie. Volvió tras sus pasos para salir,
pero antes volvió la vista atrás para percatarse de que en realidad no había nadie
dentro. Cuando volvió a girarse, observó cómo una pequeña sombra se acercaba
hacia el interior de la cámara. En ese mismo instante no supo qué hacer y se
quedó paralizado. Pero como no tenía nada que esconder decidió salir fuera. Dio
unos pasos en firme y al salir chocó con alguien, que le hizo caer al suelo al
golpearse la cabeza con él. El aturdimiento hizo que se quedara un momento
atontado, hasta que volvió en sí y levantó la mirada para ver de quién se trataba.
Se sorprendió al ver que era Edward, que en ese momento tenía las manos sobre
su rostro, reaccionando al golpe que se habían dado.
—¿Qué demonios haces en la cámara frigorífica? ¿Se te ha perdido algo por
aquí? —preguntó Edward. Daniel seguía tumbado sobre el suelo helado de la
cámara frigorífica.
—¡Lo siento! Sólo estaba buscando a algún militar y desde el pasillo oí ruidos
que procedían de la cocina. Por eso me aventuré a entrar, para comprobar de qué
se trataba. —Daniel no sabía cómo deshacer aquel entuerto en el que se había
metido y pensaba a contra reloj la manera de persuadir a Edward. Pero no se le
ocurrió nada y se quedó observándole desde el suelo. Se preguntó qué estaría
haciendo Edward por allí. Era la persona que dirigía el búnker y se extrañó de
habérselo encontrado en la cocina a él solo. Se preguntó dónde se encontrarían
los demás habitantes de la segunda planta, cuando un rato antes los había visto
en el comedor.
—Levántate de ahí, muchacho. —Le alargó la mano para ayudarle a
levantarse. Le miró fijamente y arrugó su tez, enrojecida por el fuerte golpe que
acababan de darse—. Vuelve a tu habitación si no quieres tener problemas. A la
cocina sólo pueden entrar los cocineros. —Edward cambió el tono de voz y se
mostró enfadado con Daniel por haberlo encontrado fuera de su habitación. No
le agradaba que los habitantes del búnker curiosearan libremente por las
estancias comunes y así se lo hacía saber a todos los que se atrevían a hacerlo.
Daniel observó que su frente se había enrojecido al golpearse con él, haciendo
que sus dos grandes cicatrices adoptaran un color amoratado.
—¡Lo siento, Edward! No volverá a ocurrir. Mi intención era encontrar a
alguien que pudiera decirme dónde se encontraba mi amigo Alexander. Estoy
preocupado por él. ¿Dónde se encuentra? Desde que salimos de las celdas no he
vuelto a verlo.
—No te preocupes por tu amigo. Pronto lo verás. Tuvo un pequeño percance
sin importancia en la tercera planta y en breve volverá a estar entre nosotros.
—Se aproximó rápidamente a Daniel para agarrarle del brazo y sacarle de la
cocina. Así lo llevó hasta su habitación. Daniel no opuso resistencia y se dejó
llevar. Anduvo pasillo adelante pensando en lo que le había contado Charlie
sobre Alexander, y del altercado que se había producido entre él y los militares.
La versión de Charlie cobraba cierta credibilidad al corroborar la situación que
se había vivido en la tercera planta, pero tampoco podía decírselo a Edward
debido a que si lo hacía descubriría que había hablado con los chicos del molino.
Decidió callarse y esperar pacientemente a ver cómo se desarrollaban los
acontecimientos.
—Pero, ¿ha hecho algo malo? Es una persona muy impulsiva, pero le aseguro
de que será de gran ayuda en el búnker. Es un buen tío. —Intentó convencer a
Edward para que le diera una nueva oportunidad, pero le pareció que no se
quedó muy convencido de lo que le había dicho.
—No lo dudo, Daniel. Pero aquí dentro hay unas reglas que hay que seguir a
rajatabla y si alguien se las salta será castigado. Ya habéis sido informados en la
reunión que hemos tenido y creo que nos hemos mostrado muy transparentes
respecto a eso. Lleváis poco tiempo en Zona Zero, pero me ha bastado para
comprobar que al menos tú posees un carácter más afable que tu amigo. Daniel,
eres una persona muy inteligente y eso te hará grande en Zona Zero, no te
olvides de ese pequeño detalle que marcará la diferencia en el futuro.
—A parte de lo de mi compañero, hay algo más que me preocupa. ¿Dónde se
encuentran todos los habitantes de la segunda planta? ¡No hay nadie por aquí!
—Frunció el ceño simulando preocupación y miró fijamente a Edward,
esperando una respuesta.
—Nos hemos visto obligados a enviar a otro grupo al exterior para buscar al
que salió hace unos días y que aún no ha regresado. Tememos que les haya
podido pasar algo. Hemos rastreado el localizador del vehículo y se encuentra a
muchas millas de distancia de aquí. Y lo que respecta a los demás, están en el
huerto hidropónico. Necesitábamos más personal trabajando en los cultivos y
estarán unos días de refuerzo. En breve te unirás a ellos para aprender un nuevo
oficio. Espero que te haya quedado claro. ¿Tienes alguna pregunta más?
¿Necesitas más información? —Daniel se fijó en el rostro de Edward y no le
pareció que estuviera de buen humor. Más bien le pareció ofuscado y
tremendamente enfadado.
—Está bien, Edward. Espero no haberle causado demasiadas molestias. No era
mi intención. Me gustaría que entendiera mi situación y la preocupación que
tengo al no ver a Alexander. —Edward no le contestó y se limitó a dejarle en su
habitación para que se calmara.
—¡No salga de su habitación! ¿De acuerdo? —dijo Edward.
—¡Está bien! No lo haré —contestó Daniel, sin ni siquiera volverse para
mirarle a la cara.
Edward salió de la habitación y dejó a Daniel sentado sobre su cama. Cerró la
puerta y regresó a la primera planta. Daniel pensó en lo que había ocurrido y le
pareció sumamente extraño el haberse encontrado con Edward en la cocina.
¿Cómo supo que se encontraba por allí? ¿Habría cámaras por las estancias de la
segunda planta? Pensó en ello, y la siguiente vez que saliera al pasillo, se fijaría.
Pensó de nuevo en el chip que llevaba en el brazo y en la llave que le habían
proporcionado dentro de una pequeña bolsa de tabaco de liar. Su cabeza no paró
de dar vueltas durante largo rato. Recordó la conversación que había tenido con
Charlie, el hombre que trabajaba en el molino, y empezaron a cuadrarle ciertas
cosas que le había contado. ¿Por qué había gente de refuerzo en el huerto
hidropónico? Había algo extraño en aquello y más sabiendo que la población de
Zona Zero no había crecido en número de personas durante los últimos meses.
Sabía que en breve terminaría averiguando qué era lo que ocurría en Zona Zero.
El comportamiento de Edward y el hacinamiento de los habitantes de la tercera
planta le habían abierto los ojos para devolverle a la cruda realidad. Además,
Alexander permanecía encerrado en algún sitio del búnker, porque no había
vuelto a verle desde que salieron de las celdas. Pero tenía clara una cosa, y es
que iba a investigar todo lo que pudiera para poder descubrir la trama que
empezaba a vislumbrar en el horizonte. Supuso que en pocos días tendría
noticias del topo que trabajaba en el huerto hidropónico. Dejó de lado todos sus
pensamientos y se volvió a tumbar sobre la cama, quedándose dormido al
momento.
El portazo de una taquilla metálica de la habitación hizo que Daniel se
despertara sobresaltado. Se incorporó asustado y se quedó sentado sobre la
cama, intentando tranquilizarse. Malhumorado, dirigió su mirada hacia las
taquillas intentando entender qué era lo que ocurría. Observó cómo una persona
arrodillada sobre el suelo buscaba algo en el interior de un saco de hilo. Por la
forma en que movía el saco se encontraba bastante irritado. Le saludó
tímidamente pero no obtuvo respuesta alguna por su parte. Ni siquiera se dignó a
saludarlo y siguió a lo suyo. Volvió a meter el saco en el interior de la taquilla y
la cerró de mala manera. Se levantó del suelo y salió rápidamente de la
habitación. Daniel se quedó sorprendido por lo que acababa de presenciar pero
tampoco le preocupó en exceso. Aún se encontraba adormilado pero enseguida
comprobó que no era bienvenido allí. En lo único que pensaba era en agradar a
sus compañeros de habitación, pero se encontró con el primero de ellos y no le
dio la sensación de ser bien recibido. Se levantó y se asomó al pasillo. Oyó
voces de nuevo en el interior del comedor y eso significaba que se aproximaba la
hora de la cena.
No recordaba exactamente el tiempo que había permanecido dormido, pero
sabía que habían sido varias horas. Se encontraba bastante descansado. Se sentó
sobre la cama y se calzó las botas para dirigirse de nuevo al comedor. Salió al
pasillo y lo primero que hizo fue dirigir su mirada al techo para verificar si había
cámaras de vigilancia, pero por más que buscó no encontró ninguna. Llegó hasta
la puerta del comedor y entró dentro. Miró a su derecha y observó a una decena
de personas cenando sobre una de las mesas. Asintió con la cabeza y les saludó.
Solo algunos le devolvieron el saludo pero continuaron con su conversación sin
hacerle demasiado caso. Vio al tipo que le había despertado un momento antes.
Se encontraba apartado de los demás, sobre una mesa al final del comedor.
Emitió un leve suspiro de alivio al comprobar que no era el único que se
encontraba malhumorado. Parecía muy enfadado consigo mismo y con todos los
que se encontraban cerca de él.
Llegó hasta el mostrador y cogió una bandeja metálica para que le sirvieran la
cena. No se encontraba hambriento, pero sabía que aquel momento era el único
en el que podría conocer mejor a los habitantes de aquella planta. Necesitaba
imperiosamente entablar conversación con alguien para poder entender mejor el
funcionamiento del búnker. Pero no le iba a resultar fácil hacerlo. Se sentó sobre
una mesa en la que no había nadie y desde allí observó cómo seguían entrando
personas. No le parecieron muy educados y percibió cómo le evitaban a toda
costa, hasta tal punto que nadie llegó a sentarse a su lado. Todas las miradas
estaban puestas en él, y se cruzaban de un punto al otro del comedor. Daniel era
el extraño en aquella planta y pareció que nadie entendiera que lo hubieran
alojado junto a ellos, sabiendo que a todos los que rescataban del exterior les
enviaban a la tercera planta. Aquello no iba a ayudarle en absoluto dentro de
Zona Zero.
Daniel, al ver que nadie se acercaba para tratar de hablar con él, se levantó para
dejar su bandeja sobre la encimera de la cocina. Al volverse para salir del
comedor se encontró con que dos personas fornidas le cerraban el paso. Tenían
un aspecto aterrador y por el tamaño de sus brazos dedujo que eran mecánicos.
Se quedó parado observándoles sin saber qué decirles. Intentaron intimidarle y
empezó a asustarse. Sabía que no podría batirse cuerpo a cuerpo con ellos
porque tendría todas las de perder, por lo que decidió continuar en silencio y
bordearles para evitarse futuros problemas. Salió con la cabeza agachada,
dejando atrás un jolgorio generalizado. Aquella era la prueba que necesitaba para
saber que no era bienvenido en aquella planta. Se sintió verdaderamente mal al
saber que no iba a tener más remedio que compartir espacio con personas que,
además de ignorarle por completo, le harían la vida imposible para obligarle a
bajar a la tercera planta.
Pasaron los días y la situación no cambió para Daniel. Permaneció aislado en
su habitación y no interactuó con ninguno de los compañeros que dormían junto
a él. Tenía mucho tiempo para pensar y era lo único a lo que se dedicaba. Sufrió
un inmenso vacío por parte de los militares y tampoco recibió órdenes de dónde
tenía que trabajar. No había coincidido con Edward desde que se lo encontrara
en la cocina, y tampoco tenía noticias de su amigo Alexander. Pero una mañana,
mientras desayunaba tranquilamente sobre una de las mesas del comedor alguien
se acercó a él y, disimuladamente le metió una nota en el bolsillo de su mono,
antes de seguir su camino hacia una de las mesas que se encontraban al final del
comedor. Comprobó cómo se sentaba al lado de otras tres personas que
conversaban animadamente entre ellas. Se quedó observándole y se fijó en algo
que le llamó la atención. El tipo que le había pasado la nota tenía medio rostro
desfigurado. Pensó que habría sufrido quemaduras graves y se preguntó de
dónde habría salido. Nunca le había visto desde el día de su llegada a Zona Zero.
Apenas tenía pelo sobre su cabeza y bajo la oreja derecha tenía un llamativo
tatuaje que intentaba esconder la cicatriz que posiblemente llegara hasta el
hombro. Dejó de observarle para no levantar sospechas y continuó desayunando
para terminar lo antes posible. Sintió curiosidad por lo que pondría en la nota,
pero sabía que no podía leerla en medio del comedor. No quería que alguien se
percatara de lo que acababa de ocurrir y fuera directamente a chivarse a Edward.
Pero antes de desayunar cayó en la cuenta de que aquel hombre era el topo que
trabajaba en el huerto hidropónico y que permanecía en contacto con Charlie.
Recordó la conversación que había mantenido con él sobre la entreplanta del
viejo molino, pero no había sido consciente de ello y olvidó por completo que
alguien contactaría con él los siguientes días. Se levantó como un resorte de la
silla y dejó el vaso de leche a medio terminar sobre la bandeja metálica. Se
volvió y salió del comedor a toda prisa. Necesitaba leer la información que le
habían pasado.
—¡Eh, tú! —Sintió cómo alguien le voceaba desde la puerta del comedor.
—¡Dime! —contestó Daniel.
—Las bandejas hay que dejarlas sobre la encimera de la cocina, ¿nadie te ha
enseñado modales? ¿O es que esperas a que alguien la recoja de la mesa?
—¡Lo siento! ¡Se me olvidó! No sé en qué estaría pensando. Ahora mismo la
recojo —dijo Daniel. Regresó al comedor para recoger la bandeja. Se había
olvidado por completo al acordarse del topo que se iba a poner en contacto con
él. La depositó sobre la pequeña encimera de la cocina. Cuando se dirigió hacia
la salida volvió a oír a sus espaldas el jolgorio generalizado de todos los que se
encontraban desayunando en el comedor.
—¡Que no vuelva a ocurrir! ¿De acuerdo? No queremos a niñatos ricos en
Zona Zero.
—¡Está bien, no volverá a repetirse! ¡Lo siento! —contestó Daniel, dejando
atrás el comedor. Se sintió mal, debido a que no llegaba a entender por qué se
portaban así con él. No recordaba que les hubiera dado motivos para burlarse de
él de aquella manera.
Llegó a la habitación y aprovechó que no había nadie en su interior para
entornar la puerta y sacar el papel de su bolsillo. Estaba ansioso por poder leerla
y desplegó el pequeño papel: “Mañana por la noche paso a buscarte. A las
cinco de la mañana hay cambio de guardia en la puerta de acceso a la tercera
planta. Dispondremos de diez minutos para pasar a través de ella sin que nadie
nos descubra. Tenemos que reunirnos urgentemente con Charlie en el viejo
molino. Algo va a ocurrir en los siguientes días y tenemos que pararlo de alguna
manera. Tu amigo Alexander ya ha salido de la celda y hoy llegó a la tercera
planta. Se encuentra con Charlie. En unas horas nos vemos. Recuerda no decirle
nada a nadie de lo que te he comunicado. Deshazte de esta nota y tírala por el
sumidero del baño, nadie puede leerla o nos descubrirán. Suerte.”
Daniel sintió una leve flojera sobre sus piernas, provocada por un estado de
nervios al que se iba a ver abocado durante las siguientes horas. Pensó que la
espera se le iba a hacer interminable. Sintió unos pinchazos sobre el estómago e
intentó calmarlos llevándose las manos a la tripa. Pero inevitablemente se vio
obligado a salir corriendo hacia el baño y se arrodilló sobre el váter para vomitar
todo lo que había desayunado un momento antes. Permaneció arrodillado
durante un buen rato hasta que dejó de dar arcadas. Se limpió, y antes de
levantarse rompió en mil trozos la pequeña nota que tenía entre sus manos. Los
dejó caer sobre el vómito y tiró de la cadena. Al salir del baño, respiró aliviado
al comprobar que aún no había regresado nadie del comedor. Se tumbó sobre la
cama y pensó detenidamente lo que tenía que hacer. No podía levantar sospecha
alguna entre sus compañeros de habitación porque terminarían descubriéndole a
él y al topo infiltrado del huerto hidropónico, tirando por tierra el plan que tenía
preparado Charlie.
Pensó en los días que llevaba viviendo en el interior del búnker y se dio cuenta
de que había recibido más apoyo por parte de los habitantes de la tercera planta
que de los de la segunda, que ni siquiera le dirigían la palabra. Tan solo lo hacían
para echarle en cara determinados comportamientos o para provocarle. Además,
todo había dado un giro inesperado. Alexander había sido enviado a la última
planta y se encontraba junto a Charlie, algo que le animó a llevar a cabo la
escapada nocturna junto al topo hacia los subterráneos. No tenía mucho que
perder.
El día transcurrió como de costumbre y ningún acontecimiento alteró su
tranquilidad en el interior de la habitación. Cuando sus compañeros de
habitación terminaron con la conversación y apagaron la luz, pudo cerrar los
ojos para intentar dormirse. Le costó conciliar el sueño debido a los ronquidos
que provenían de las demás camas, pero cuando se acostumbró a ellos cayó
rendido. Las horas pasaron rápido y algo le hizo despertar sobresaltado. Sintió
una mano sobre su boca y al abrir los ojos observó a través de la penumbra el
rostro del tipo que le había pasado la nota en el comedor. Supuso que serían las
cinco de la mañana, que era la hora a la que se pasaría a por él. Volvió a mirarle
y vio cómo se llevaba su dedo índice a la boca para indicarle que guardara
silencio. Se calzó las botas y salieron al pasillo. El tipo le cogió del brazo y le
ayudó a avanzar hasta el final del pasillo, que era donde se encontraba la puerta
de acceso a la tercera planta. Antes de pasar a través de ella, esperaron
pacientemente unos minutos para cerciorarse de que nadie les había oído. Como
le había dicho a Daniel, sobre la puerta de acceso no encontraron a ningún
militar, que se encontraban haciendo el cambio de guardia y dispondrían de
varios minutos para poder pasar a través de ella. Después de asegurarse de que
nadie se había percatado de sus movimientos por la segunda planta, sacó un
pequeño papel de uno de los bolsillos y tecleó una numeración sobre el marcador
que se encontraba anclado a la pared. Volvió a guardárselo en el bolsillo y al
momento se activó la apertura de la puerta. Tras abrirse se oyó un fuerte chirrido
metálico. Pasaron al interior y volvieron a cerrarla para que nadie sospechara
que habían entrado en la sala de limpieza con iones y duchas desinfectantes, que
estaba adjunta al paso de la siguiente planta. Daniel se quedó observándole a
través de la penumbra y dio por hecho que la mitad de su cara había sufrido
graves quemaduras en algún momento de su vida. Lucía un llamativo y
aparatoso tatuaje sobre el cuello para intentar disimularlas. Su rostro le imponía
respeto.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Daniel.
—Andrei. Soy el amigo de Charlie. Y tú debes de ser Daniel. Ya me han
hablado de ti. Después te explicaremos qué es lo que tenemos pensado hacer.
Nuestra supervivencia está en peligro y hace falta una revuelta que haga cambiar
el funcionamiento del búnker. Si no lo hacemos ahora nos arrepentiremos de ello
toda la vida. —Aquello que acababa de contarle Andrei hizo que Daniel se
sintiera más perdido. Deseaba llegar al viejo molino para enterarse bien de la
trama que tenían en marcha. Quería ayudarles, pero sabía que la información que
portaba en el brazo solo podía proporcionársela a algún militar, y si se ponía en
contra de ellos lo tendría muy complicado para seguir adelante.
Andrei activó la segunda puerta que llegaba hasta la tercera planta y pasaron a
través de ella. Se sentaron sobre la escalinata metálica que llegaba hasta la
estancia general de la tercera planta y esperaron en silencio a que alguna persona
enviada por Charlie les hiciera alguna señal. Daniel observó que, a diferencia de
lo que había vivido en su anterior visita, todo se encontraba bajo una calma
preocupante. Sospechó que aquello no era normal en aquella planta. Todos
permanecían en el interior de sus pequeños habitáculos durmiendo, y sólo
algunos paseaban con la mirada perdida por los pasillos centrales, vagando sin
rumbo fijo de un lado a otro de la gran sala, poseídos por la cantidad de
ansiolíticos que se les administraba. Vieron una sombra moverse entre las
tiendas de campaña y las casas de cartón. Lo hacía de una forma rápida y
sigilosa, temeroso por ser descubierto por el resto de habitantes que descansaban
sobre sus pequeños habitáculos. Enseguida se aproximó hasta la escalera. Daniel
no consiguió adivinar sus rasgos faciales al tener la cabeza cubierta por una
enorme capucha. Además, de haberla llevado descubierta, la penumbra existente
tampoco le hubiera permitido hacerlo. Se agachó junto a Andrei y le susurró algo
al oído para que nadie se alertara de que se encontraban apostados sobre la
escalera. No les interesaba llamar la atención en exceso o el resto de los
habitantes, que ahora dormían, se alarmarían.
—Charlie ya está preparado. Os espera en el molino. Hay diez militares
apostados sobre el vallado principal de la granja, será fácil distraerles. Solo falta
dar la orden y empezará el juego.
—Ahora es el mejor momento para hacerlo. Arriba están durmiendo y si
dejamos pasar el tiempo podrían mandar refuerzos al comprobar que no nos
encontramos en las habitaciones. Avisa a los demás para que empiece la fiesta.
—Daniel no consiguió oír bien lo que susurraban y empezó a ponerse nervioso,
por lo que se limitó a esperar pacientemente alguna orden.
—Esto se va a poner feo, Daniel. En cuanto dé la señal, salimos corriendo
hacia la entrada al molino, ¿de acuerdo? ¿Lo has entendido, muchacho?
—preguntó Andrei.
—¡De acuerdo! Yo te sigo. —Daniel desconocía lo que ocurriría a
continuación, pero se sintió animado por sumarse a la causa. No tenía nada que
perder y el peor castigo que podría sufrir sería quedarse en la tercera planta para
siempre, algo que no le preocupaba en absoluto. Al fin y al cabo había sido
mejor recibido allí que en la segunda planta.
El encapuchado bajó de la escalinata y corrió hacia unas tiendas de campaña
que se encontraban cerca de la entrada. Tras golpear con un pequeño bastón
sobre las finas lonas, varias personas salieron. Sin mediar palabra alguna se
dirigieron hacia la zona de las cabañas de madera, que era donde vivían las
personas con más poder en aquella planta. Por decirlo de otra manera, en su
interior descansaban los chivatos de los militares, que les proporcionaban
informaciones de las entrañas del búnker y de los comportamientos de todos y
cada uno de los habitantes. Daniel observó los movimientos en silencio y desde
la distancia. Le picaba la curiosidad, pero no llegó a imaginarse lo que en breves
instantes sucedería. Observó cómo uno de ellos se echaba mano al bolsillo y
sacaba una caja de cerillas. Prendieron varias antorchas y las lanzaron sobre las
cabañas. Las llamas no tardaron en envolverlas por completo. Enseguida
observaron una gran bola de fuego que iluminaba por completo la tercera planta,
desapareciendo la penumbra que antes la invadía por completo. Lo avivaron con
varias botellas de gasolina para evitar que lo sofocaran enseguida. Las personas
que un momento antes dormían plácidamente en su interior, consiguieron salir a
la carrera. Sobre el pasillo central se formó un tumulto entre varios grupos de
personas y enseguida se formó una brutal pelea. Pasados unos segundos, una luz
roja empezó a emitir destellos desde una de las esquinas y la alarma de incendios
se activó, despidiendo a través de los megáfonos un ruido infernal. Fue necesario
que se llevaran las manos a los oídos para poder amortiguar los pitidos infernales
que se habían activado tras detectar humo sobre la sala.
Los militares que vigilaban la granja, tras observar lo que ocurría, corrieron
metralleta en mano hacia donde se había originado el incendio. Cuando llegaron
se encontraron con una pelea multitudinaria en medio del pasillo principal. En
ese preciso instante, Andrei y Daniel, aprovechando que los militares se
encontraban despistados intentando mediar en la pelea y en apagar el fuego de
las cabañas, echaron a correr. Avanzaron a toda velocidad entre la multitud que
se agolpaba sobre el pasillo y enseguida dejaron atrás a la muchedumbre. A sus
espaldas dejaron la enorme bola de fuego y desde la distancia continuaron
oyendo el crepitar de la madera al arder. Las voces, insultos y golpes se
sucedieron durante un largo rato entre los alborotadores. Daniel se quedó atónito
ante lo que acababa de presenciar. Se preguntó cómo acabaría todo aquel
desaguisado y se imaginó durmiendo de nuevo sobre una celda o andando por el
páramo exterior de Sonora.
Tuvieron la fortuna de no encontrar a ningún militar apostado sobre la puerta
de entrada al viejo molino. La gravedad que había alcanzado el incendio
provocado obligó a que todos se desplazaran hasta el centro de la sala.
Permanecían agrupados intentando sofocar el incendio y tranquilizando a las
personas que se habían enzarzado en la multitudinaria pelea. El ruido
ensordecedor de la alarma no dejaba pensar claramente a Daniel, pero cuando se
acostumbró al rumor constante y molesto, entendió lo que había ocurrido sobre
la tercera planta. Todo había sido orquestado por Charlie, provocando un foco de
atención para poder distraer a los militares apostados en el vallado de la granja.
Además, incitó a varios de sus contactos para que se enzarzaran en una fuerte
pelea entre dos bandos muy diferenciados en aquella planta. Conocía de primera
mano que aquello sería más alarmante y aumentaría la tensión en los militares.
El caso es que solo había una forma de hacerlo, y era aquella. Tuvieron vía libre
para llegar hasta la sala subterránea del viejo molino y poder reunirse con
Charlie. Antes de descender hasta lo más profundo del búnker, Daniel se alegró
de estar allí, junto a aquel grupo de personas que se ayudaban en la adversidad y
que tenía una estrecha unión entre ellos. Aquello no hizo más que aumentar su
confianza hacia aquel grupo de personas. Aquel era el lugar sobre el que se
sentía más seguro y lucharía junto a ellos.
Avanzaron a través del pasadizo subterráneo que llegaba hasta el molino, no
sin antes cerrar la puerta de entrada con una estaca de madera, para evitar que
alguien se colara al interior. Necesitaban reunirse con Charlie e idear un plan
para salir de aquel atolladero en el que se habían metido. Al llegar a la pasarela
del molino se encontraron con Charlie y con Alexander, que hablaban entre
ellos. Pudieron observar rostros de preocupación a su llegada. Alexander, al
volver a ver a Daniel, le cambió el gesto. No tardó en esbozar una amplia sonrisa
provocada por su presencia.
—¡Alex! ¿Qué tal estás, amigo? —voceó Daniel, mostrando una alegría
desbordante por reencontrarse con él. Le encontró en buen estado e incluso llegó
a verle con algo más de peso.
—Me encuentro bien, Daniel. He estado unos días encerrado en una celda pero
no me han tratado mal. No he tenido más remedio que sufrir otro interrogatorio
por parte de Edward en su despacho, pero finalmente optó por dejarme salir y
enviarme a la tercera planta.
—¿Con Edward? Y, ¿qué te ha preguntado esta vez? —preguntó Daniel.
—Daniel, ha intentado volverme loco. Dice que tenemos algo que le pertenece
y que no va a parar hasta que lo consiga. Me dio la orden de que te lo comentara
si llegábamos a coincidir por el búnker. ¿Tienes algún secreto guardado que no
conozca? Porque me ha hecho pasar un mal rato y dice que todo esto es
responsabilidad tuya. Estoy algo perdido porque no llegué a entender lo que
buscaba.
—¡No me lo puedo creer! ¿Te ha dicho eso? Bueno, amigo, al menos te ha
dejado libre. Ya hablaré contigo de algo que debes saber, pero ahora no es el
momento, ¿de acuerdo? Pero descuida, que no es nada importante.
—¡De acuerdo! No te preocupes, Daniel. Todo se aclarará.
Daniel se quedó perplejo ante lo que le había comentado Alexander. Edward
tenía conocimiento de que escondía algo. Pensó que no pararía hasta conseguirlo
y haría todo lo posible por hacerse con el chip que llevaba bajo el brazo. Empezó
a sentir preocupación por la situación en la que se encontraba, pero se convenció
de continuar guardando su secreto hasta que encontrara el momento oportuno de
comentárselo a los demás.
—Bien, chicos. Dejemos esto para luego —comentó Charlie—. Lo que nos
importa ahora es poder conocer de primera mano lo que está sucediendo en Zona
Zero, y tengo que deciros que hay algo que apesta. Voy a ir al grano, no
disponemos de mucho tiempo. Sobre mi cabeza, y desde hace algún tiempo,
sobrevolaba la sospecha de por qué se había incrementado la cría de animales y
la producción de energía y de vegetales en el huerto hidropónico. Y hoy, tengo
que deciros que ha quedado clara. —Daniel escuchó con atención lo que decía
Charlie, pero palideció pensando que en pocos días el búnker se convirtiera en
un verdadero polvorín. Un oscuro secreto se cernía sobre Zona Zero, y en pocos
días estallaría por los aires y se convertiría en algo conocido por todos.
—¡Cuéntanos! Estamos expectantes. Además, necesito saberlo porque creo
que puedo servir de gran ayuda. ¡No lo dudéis! —contestó Daniel, decidido a
colaborar con ellos.
Charlie alzó la voz y mandó callar a los demás para que estuvieran al corriente
de lo que sucedía. Se vio obligado a subir el tono de voz debido al intenso ruido
que generaba el agua al golpear las palas del molino, mezclado con el penetrante
pitido de fondo de la alarma de incendios que llegaba desde la tercera planta.
—Tengo que deciros que están saliendo crías de animales fuera de Zona Zero.
Las baterías que cargamos todos los días con la energía producida por el molino
también son enviadas al exterior, junto a gran cantidad de vegetales frescos que
produce el huerto hidropónico. ¿Dónde? Tengo una ligera sospecha, pero no
estoy seguro del todo.
—Corroboro lo que dice Charlie. Me han proporcionado la misma información
y os aseguro que la fuente es de fiar. Un militar de alto rango que vive en la
primera planta nos lo comunicó hace unos días —comentó Andrei, dejando a los
demás boquiabiertos y sin saber qué decir.
—Pero, ¿cómo sabéis eso? ¿Lo han visto desde arriba? —preguntó Daniel,
mostrándose un tanto dubitativo de que alguien de la primera planta hubiera
abierto la boca sobre aquella sospecha. Pensó que quizá fuera un movimiento de
distracción para tenerlos entretenidos con algo en lo que pensar, y que
seguramente había un trasfondo más serio en todo aquello.
—Un militar de alto rango está colaborando con nosotros porque no se fía de
sus compañeros en la primera planta. No podemos desconfiar de él porque
siempre nos muestra su apoyo y nos concede ciertos privilegios. —Andrei
asintió con la cabeza confirmando la explicación que proporcionaba Charlie.
—¡Os voy a dar números! ¡Escuchad con atención! —exclamó Charlie,
haciendo que los demás se volvieran hacia él enseguida—. De Zona Zero, han
salido sesenta y seis crías de animales, más de seiscientos kilos de vegetales
frescos, al menos un centenar de botes de semillas puras e innumerables
kilovatios de energía acumulada en baterías. Hay otra cosa más. Me consta que
el grupo que salió al exterior hace unos días para realizar tareas de
reconocimiento de la zona y a conseguir combustible, no ha regresado porque
han huido a otro lugar. Se sintieron amenazados por el núcleo duro del búnker y
el acoso al que eran sometidos resultaba insostenible. ¿A qué lugar han huido?
Casi con total seguridad que el lugar elegido ha sido el búnker Cheyenne, en
Colorado Springs. ¡Es una suposición! No estoy seguro al cien por cien, pero lo
intuyo. Lo que desconozco es si les habrán permitido entrar o si por el contrario
se encontraran presos en aquel complejo. Lo que ocurre en ese lugar nadie lo
sabe, excepto alguien de la cúpula de arriba, que sin lugar a dudas mantiene
contacto con ellos. La pregunta es… ¿Para qué tienen contacto con ese otro
búnker? ¿Para enviarles nuestros animales, nuestra energía y nuestros vegetales?
Amigos, aquí pasa algo y nos queda muy poco tiempo para descubrirlo.
—Y ¿qué pensáis que podríamos hacer? —preguntó Daniel.
—Daniel, esto hay que pararlo. Nos vemos obligados a pedir explicaciones a
Edward, necesitamos saber de primera mano lo que está ocurriendo. ¡Andrei! Sal
de nuevo a la tercera planta para ver cómo está la revuelta y para comprobar si
han regresado los militares a la granja. Tenemos que hablar con los demás
habitantes para contarles lo que está ocurriendo, también tienen derecho a
saberlo. —Daniel comprobó cómo los demás obedecían a Charlie, que daba
órdenes directas.
—¡Está bien! ¡Ahora mismo voy! —exclamó Andrei.
CAPÍTULO 21
ENCERRADOS
Los hombres serán encerrados en las profundidades,
pero cuando se levanten, su ira hará temblar la tierra.
Avanzó por el pasillo hasta llegar a la puerta que daba acceso a la tercera planta,
dejando atrás el intenso ruido del viejo molino. Retiró la estaca de madera que
habían dejado atravesada sobre la puerta y se asomó a la sala. Enseguida captó el
intenso olor a madera quemada. Afortunadamente, la alarma de incendios había
dejado de funcionar, imaginando que el incendio había sido sofocado unos
instantes antes. Observó desde la distancia la granja y comprobó que no había
ningún militar apostado sobre las vallas. Le extrañó ver a varios habitantes de la
tercera planta merodeando en el interior, donde se encontraban las jaulas
acondicionadas para los animales. Se asomó al pasillo principal y observó que
una de las cabañas de madera aún humeaba. La penumbra había vuelto a la sala
y era imposible divisar el principio de la misma. Comprobó con cierta
incredulidad cómo una histeria colectiva se cernía sobre todos los habitantes.
Los gritos y llantos ahogados se sucedían de una esquina a otra de la larga
estancia. Se acercó a un pequeño grupo que se encontraba sobre el pasillo
principal y les preguntó qué era lo que había ocurrido durante su ausencia.
—¡Se han marchado! ¡Nos han dejado aquí encerrados para siempre y se han
llevado a las mujeres embarazadas y a los niños!
—¿Cómo? ¡No me lo puedo creer! Y, ¿a cuantas mujeres y niños se han
llevado? —preguntó Andrei.
—¡A todas! ¡Se han llevado lo más valioso que teníamos! Han sobrepasado la
frontera de lo racional. Nos han dicho que nos despidiéramos de volver a verlos
porque nos habíamos excedido con nuestros comportamientos y merecíamos un
castigo. ¡Esto hay que pararlo! Además, han llegado con los carrillos y se han
llevado a todos los animales de la granja. No han dejado ni uno. No tuvimos
tiempo de reacción después de que llegaran refuerzos de las demás plantas. Por
más que hemos intentado impedírselo, no hemos podido. Han cargado con
dureza y hay varios heridos en la enfermería. ¡Nos han dejado sin nada! ¡¿Qué
vamos a hacer ahora?!
—Tranquilo, voy a ver si se me ocurre algo. Hacedme un favor, tranquilizad a
la gente y pensaremos en algo. ¡Confiad en nosotros! Todo esto se arreglará.
A Andrei le costaba creer lo que había ocurrido pero sabía que no era momento
para pensar en ello. Sintió que se encontraban en peligro. Corrió a toda
velocidad a través de la sala y llegó hasta la escalinata metálica que daba acceso
a la segunda planta. Apartó a la multitud enfervorizada y empezó a golpear sobre
la puerta, sin obtener respuesta por parte de los militares que se encontraban al
otro lado. Observó el marcador de la pared y comprobó que se encontraba
desactivado. Tampoco funcionaba el interfono. Supuso que los militares habían
arrancado el cableado para evitar cualquier tipo de contacto con los habitantes de
la tercera planta. La puerta estaba bloqueada y la multitud se encontraba
encolerizada y fuera de sí por el suceso que acababa de ocurrir. Andrei se volvió
hacia ellos e intentó tranquilizarlos. Se encontraban arremolinados sobre la
escalinata y su comportamiento era excesivamente violento. Les ordenó que
regresaran a sus estancias para que no cundiera el pánico. Pero el alboroto fue en
aumento y Andrei sabía que en breve estallaría un motín importante. Conocía de
primera mano la paciencia que tenían aquellas personas, pero se encontraban
cansados y hastiados de sufrir tantas injusticias. Al contrario de lo que pensaban
que ocurriría, habían vivido unos años muy duros en el búnker. No lo habían
tenido fácil. Pero decidió luchar por ellos y se propuso buscar alguna solución
antes de que la situación se volviera insostenible.
Regresó a la puerta de acceso al molino y se cruzó con Charlie, Daniel y
Alexander. Habían sido informados de lo que había sucedido y mostraban cierta
preocupación por la situación que se les presentaba. Registraron todos los
rincones de la granja y no encontraron ningún animal. Lo único que
consiguieron encontrar fueron varios cestos repletos de huevos sobre uno de los
comederos, que olvidaron los militares debido a las prisas por abandonar aquella
planta. Enseguida los ocultaron, porque sabían que aquel sería el único alimento
que tendrían durante los siguientes días. Sin que nadie se percatara de ello,
consiguieron esconderlos en un pequeño escondrijo que había cerca del molino.
El hecho de mantenerlos a buen recaudo, evitaría enfrentamientos y peleas entre
los habitantes de aquella planta. Sabían que en cuanto el hambre empezara a
mermar los estómagos de aquellas personas empezarían los problemas y harían
peligrar la unión que existía entre ellos.
Daniel sabía que había llegado el momento de actuar, pero debía seguir a
rajatabla las órdenes de Charlie, que era la persona más importante en aquella
planta y en la que todos confiaban ciegamente. Era lo más parecido a un ídolo y
a base de ayudarles se había ganado su respeto y admiración. Pero para poder
preparar un plan era necesario saber cómo iban a actuar los militares en adelante.
Si no les proporcionaban alimento durante los siguientes días, morirían de
hambre. En la recamara guardaban algún as bajo la manga para poder darle la
vuelta a la situación, sabiendo que desde allí abajo se manejaba maquinaria
importante y vital para el perfecto funcionamiento de Zona Zero.
Como era de esperar, pasaron dos días y no recibieron noticia alguna de los
militares. Los nervios hicieron aflorar lo peor de cada una de las personas que
abarrotaban la tercera planta. El estado de ánimo de todos y cada uno de los
habitantes se encontraba por los suelos. Una mezcla de rabia, odio y tristeza
pululaba en el ambiente. Si no recibían alimentos, les quedarían pocos días de
vida. Habían intentado contactar con el núcleo militar del búnker de todas las
maneras posibles, pero no lo habían conseguido. La puerta de acceso a la
segunda planta continuaba cerrada y por más que intentaron forzarla no
consiguieron abrirla. Tampoco habían recibido noticias por la megafonía que
había instalada en la parte más alta de la sala principal, algo que les hizo perder
la esperanza de volver a ver a las mujeres embarazadas y a los niños que se
habían llevado a la fuerza. Idearon varios planes para ejercer algún tipo de
presión sobre los militares. Cerraron las válvulas principales de suministro de
agua potable hacia las plantas superiores y desmontaron las palas de madera del
molino de agua para dejar de abastecer de energía al resto del búnker. Pero
después de varios días se dieron cuenta de que aquello no les serviría de nada.
Desde allí abajo se seguía sintiendo el rumor constante del generador principal
que se encontraba en la primera planta, y sabían que la energía que producía era
más que suficiente para poder mantener en funcionamiento las dos primeras
plantas. Supusieron que los militares habían sopesado la posibilidad de sufrir
cortes de energía y de agua, por lo que llevarían tiempo acumulándola en otra
parte. Aquello terminó de desanimarles, sabiendo que sus días estaban contados.
Se encontraban hundidos en lo más profundo del búnker, sabiendo que desde el
primer momento habían sido utilizados cruelmente por los militares. Fueron
ubicados en la última planta para ayudar a levantar aquel lugar, pero lo que
desconocían era que les aguardaban los trabajos más duros. No entendían por
qué se lo pagaban de aquella manera tan cruel e inhumana.
Charlie siguió dándole vueltas a la cabeza para poder hallar alguna forma de
salir de allí, pero no consiguió encontrar ninguna salida a la delicada situación en
la que se encontraban. Sabía que las horas estaban contadas dentro del búnker y
se sentía responsable de toda su gente en la tercera planta, algo que le hacía
sentir remordimientos. Comentó la situación con Daniel, Alexander y Andrei,
pero nadie se aventuró a dar alguna idea convincente. Después de sopesar
algunas alternativas, Daniel cayó en la cuenta de que tenía algo importante. No
se le había ocurrido antes. ¿Cómo no lo había recordado? Se acordó de la llave
que le habían proporcionado a su llegada a la habitación, y que encontró en el
interior de una pequeña bolsa de tabaco de liar. Siempre la había llevado atada
en el cordón del cuello, junto a la de su taquilla, y sabía que algún día necesitaría
utilizarla. Se sacó la cuerda de dentro del mono y la observó, suponiendo que
probablemente abriría la puerta de acceso a la segunda planta. Empezó a faltarle
el aire y los nervios le dejaron atenazado. Pensó detenidamente en cómo actuar
sin levantar sospecha alguna entre todos los habitantes de aquella planta. Se
alejó de los demás para poder pensar claramente. Era una situación difícil para
él. Por un lado imaginó que si se la habían proporcionado era para ayudarle a
escapar de allí en caso de necesidad, pero por otro sabía que no podía abandonar
a sus amigos dentro del búnker. Le habían ayudado y apoyado como nadie lo
había hecho en Zona Zero y seguiría a su lado aunque llegara a costarle la vida.
Se alejó de la multitud y se dirigió hacia la puerta que se encontraba en lo alto de
la escalinata metálica de la tercera planta. Apartó a varias personas del acceso y
observó el centro de la puerta. Días antes, cuando bajó de visita con los militares
para que le enseñaran la tercera planta, ya se había percatado de la existencia de
una pequeña cerradura en la puerta. ¿Se abriría con aquella llave? ¿Se la habían
proporcionado para poder salir de allí en caso necesario? De una manera o de
otra necesitaba ponerse en contacto con los militares para comunicarles lo que
tenía escondido bajo su antebrazo, el chip con información confidencial que
podía salvarle de la muerte. Volvió la mirada hacia atrás y observó que varias
personas vigilaban sus movimientos desde detrás de la escalinata. Intentó
disimular para no levantar sospecha alguna y dejó de observar la pequeña
cerradura. Se incorporó y regresó a la sala principal. No era el momento más
indicado para probar a abrirla, y pensó que en otro momento en el que se
encontrara solo, podría hacerlo. Sabía que tarde o temprano se vería obligado a
decírselo a Charlie, Andrei y a Alexander. De una cosa estaba seguro, ellos le
acompañarían a la zona superior del búnker. Pero sabía que no podría llevarse
consigo a todos los habitantes de aquella planta debido a que se encontraría con
la negativa de Edward y probablemente se desataría una dura guerra en el
interior del búnker. Entre los habitantes de la tercera planta se encontraban los
ánimos muy caldeados, y no era para menos. Vieron cómo les arrancaban de sus
brazos a sus mujeres y a sus hijos. Si llegaba a desatarse la revuelta que se estaba
preparando habría una lucha encarnizada entre habitantes y militares que dejaría
muchos muertos. No podía permitir que algo así sucediera, por lo que pensó que
había que soltar lastre para poder salvarse ellos. Desconocía cómo reaccionaría
Charlie cuando le propusiera el plan de huida, pero se vería obligado a
convencerle debido a que no había otra salida.
Daniel se acercó a sus amigos y les comentó que era necesario que le
escucharan con atención. No había tiempo que perder. Salieron de la sala y se
dirigieron a la entreplanta del viejo molino para evitar que los demás escucharan
la conversación. Era necesario que lo mantuvieran en secreto. Les explicó lo que
le habían proporcionado el día que entró en el búnker y cómo se abría una
pequeña esperanza de poder salir de allí. Tras enterarse de la existencia de
aquella llave, se quedaron atónitos. Se alegraron de tener una pequeña esperanza
y decidieron esperar a que todos los habitantes de la tercera planta durmieran
para poder intentar la huida. Charlie pensó en cómo mantener al grupo exaltado
alejado de ellos para poder llevar con éxito aquel plan. Entendió a la perfección
la propuesta de Daniel. Sabía que era imposible poder llevarse a todos consigo, a
no ser que los necesitaran para iniciar una cruenta batalla cuerpo a cuerpo con
los militares en las plantas superiores. Pensaron en mil maneras de poder
engatusarlos, pero se le ocurrió una idea brillante que sin duda los mantendría
alejados. Se acordó de la cantidad de huevos que tenían escondidos detrás del
molino y los cogió para poder repartirlos. Se sintió mal por utilizarles de aquella
manera, pero la única salida para tenerlos calmados, era engañándoles. Salieron
de la sala del molino y se dirigieron al centro de la gran sala. Charlie reunió a
todos los habitantes y les informó de que aquella noche les iba a proporcionar
alimentos que tenía guardados para casos de emergencia. Sólo tenían que
cumplir una condición. Debían de irse rápido a dormir para estar descansados al
día siguiente. Les explicó que a la mañana siguiente intentarían tirar la puerta
abajo y entrarían en lucha con los militares en la segunda planta. Siguió
diciéndoles que para que la situación en el interior del búnker cambiara, era
necesario luchar, y no había mejor manera de hacerlo que aquella. Ellos habían
luchado más que nadie por mantenerlo en condiciones y no se podían rendir en
ese momento. Los demás asintieron y no se opusieron a hacerlo. El hambre que
padecían priorizó sobre todo lo demás, y sabían que si hacían caso a Charlie,
tarde o temprano les llegaría su recompensa. Siempre había sido así y por suerte
para él, pensaban que todo sería igual que hasta ese momento.
La espera se hizo larga. Esperaron pacientemente a que todos descansaran
sobre sus habitáculos improvisados hechos con cartones, maderas y plásticos.
Ellos lo hacían en el interior de una pequeña tienda de campaña y hablaban en
voz baja para no levantar sospechas entre los demás. Andrei asomó la cabeza por
entre la cremallera de la tienda y observó el pasillo principal de la gran sala. Allí
observó que permanecían los de siempre, movidos por sus intoxicadas mentes y
paseando de un lado a otro sin inmutarse de lo que ocurría a su alrededor. Sabían
que no causarían problemas debido a que se encontraban sumidos en un sueño
del que difícilmente se les podía despertar. Charlie era muy inteligente y había
hecho bien su trabajo. Sabía que no alzarían la voz debido a que ya los había
surtido de huevos, bolsitas de tabaco y de botellines de vodka, anticipándose a lo
que pudiera ocurrir. Solo había una forma de anular a aquellas personas, y era
comprándolas con minucias insignificantes que para ellos eran auténticos
tesoros.
Pasadas un par de horas, y después de comprobar que todo se encontraba
sumido en un silencio absoluto, salieron del interior de la tienda de campaña. Se
dirigieron sigilosamente hacia la puerta, que se encontraba sobre la escalinata
metálica de la tercera planta. La intensa penumbra existente sobre la entrada hizo
que se vieran obligados a encender una pequeña linterna para poder probar la
llave que llevaba Daniel. Dirigieron el haz de luz sobre la pequeña cerradura de
la parte central de la puerta y Daniel la introdujo. Sintieron cómo el tiempo se
paraba. Un silencio sobrecogedor recorrió sus cuerpos al oír la llave deslizarse
sobre los engranajes de la cerradura. Los escasos segundos que tardó en girarla
se les hicieron eternos, pero mereció la pena debido a que, sorprendentemente, la
puerta se abrió. Se asombraron ante la facilidad con la que la habían abierto y se
colaron al interior de la sala de las duchas y de los chorros de limpieza con
iones. Sin apenas hacer ruido, volvieron a cerrar la puerta para que nadie de la
tercera planta pudiera percatarse de su huida. Ya en el interior, la oscuridad
existente hizo que siguieran avanzando con las linternas encendidas. No
encontraron ni rastro de militares en aquella sala y se encontraba desierta. Lo
único que conseguía llegar a sus oídos era el incesante goteo de una de las
alcachofas de las duchas. Subieron por la pequeña escalera que daba acceso a la
última puerta de seguridad y se apostaron detrás de ella. Daniel se asomó a
través de la pequeña ventanilla para comprobar si había alguien haciendo
guardia al otro lado, pero sorprendentemente no encontró a nadie apostado sobre
el puesto de vigilancia. Vio luz sobre el pasillo de acceso a las habitaciones y el
comedor, pero no observó movimiento alguno. Sobre el suelo del pasillo yacían
multitud de papeles y objetos tirados, e imaginaron que probablemente habían
tenido que salir de allí a toda prisa. Aquello sí que le extrañó y empezó a ponerse
nervioso. ¿Les habrían abandonado en aquel agujero? Buscó a tientas la
existencia de alguna pequeña cerradura en la puerta y la encontró.
Inmediatamente sacó la llave del cordón que tenía atado al cuello y la deslizó
sobre el engranaje metálico. Se mostró confiado de que también se pudiera abrir
y en efecto lo hizo. Pero sabía que la visita a aquella planta entrañaría más
peligros. Los militares se encontraban armados y debían de andar con más
cuidado si no querían verse en un aprieto. Al empujar la puerta hacia el interior,
una de las bisagras metálicas chirrió, haciendo que se quedaran inmóviles
durante un rato. Si algún militar les oía estaban perdidos, pero
sorprendentemente nadie se asomó al pasillo principal. Daniel se adelantó y los
demás le siguieron sigilosamente para evitar hacer ruidos innecesarios. Llegaron
a la primera de las habitaciones y observaron todo por los suelos. Las taquillas se
encontraban abiertas y no había nada en su interior. Se habían llevado todo. Las
literas carecían de colchones y mantas y los botiquines que antes estaban llenos
de medicinas y vendas, ahora se encontraban vacíos por completo. Ante su
asombro, se dirigieron rápido hacia la siguiente habitación, pero comprobaron
que se encontraba exactamente igual que la anterior. Vacía y desbalijada.
Llegaron hasta la habitación en la que había dormido Daniel y comprobaron que
todas las taquillas se encontraban abiertas, excepto dos de ellas. Observó
detenidamente su taquilla y comprobó que también había sido forzada y sus
escasas pertenencias habían desaparecido. Se alegró de haberse llevado consigo
la pequeña llave que le habían proporcionado. Ahora tocaba descubrir quién le
había dado aquello y con qué propósito lo había hecho. Daniel sentía que por
momentos se estaba volviendo loco y sabía que tenía que descubrirlo a toda
costa.
Siguieron moviéndose por la segunda planta y les extrañó no encontrarse a
nadie por allí. Sabían que en la segunda planta se encontraba el comedor y el
huerto hidropónico, dos elementos clave para el perfecto funcionamiento del
búnker. Andrei sabía que el huerto hidropónico era el verdadero corazón del
búnker y el que les hacía la vida más fácil allí abajo, debido al alimento que
proporcionaba a sus habitantes todos los días. Avanzaron rápidamente hasta él y
movieron manualmente las puertas correderas para poder acceder a su interior,
debido a que no disponían de ninguna tarjeta electrónica de apertura. Después de
un enorme esfuerzo consiguieron abrirlas entre los cuatro. Cuando deslizaron la
segunda puerta se encontraron con algo con lo que no contaban. No llegaban a
ver la sala al completo debido a la oscuridad existente en su interior. Solo las
luces de emergencia permanecían encendidas. Pero la escasa iluminación que
existía les fue suficiente para comprobar cómo se encontraba el huerto. Lo
habían abandonado. A Andrei le resultó difícil de creer, debido a que sólo unos
días antes había trabajado sobre él. Ya no había sobre los estantes de regadío ni
vegetales, ni hortalizas ni champiñones. No quedaba absolutamente nada de
nada. Habían desaparecido hasta las pequeñas macetas sobre las que crecían las
primeras raíces de las futuras plantaciones. Los pequeños almacenes que se
encontraban al fondo del huerto se encontraban vacíos. Conforme fueron
avanzando por el huerto, la oscuridad fue envolviéndolos. Al final de la sala no
existían luces de emergencia y solo conseguían distinguir pequeñas sombras
proyectadas por la luz que se colaba desde la entrada del huerto. Tras encender
las linternas descubrieron que los árboles frutales también habían desaparecido.
Andrei no pudo evitar echarse a llorar pensando en el gran esfuerzo que habían
realizado para sacar adelante aquella parte tan importante del búnker. Pensaba en
la cantidad de horas que había trabajado allí y no llegaba a entender por qué les
habían hecho trabajar tan duro para terminar de aquella manera. Los demás se
acercaron e intentaron consolarle, pero tuvieron que apartarse debido a que se
empezó a comportar de forma agresiva con todo lo que le rodeaba. Golpeó con
fuerza sobre una de las mesas metálicas que se encontraban cerca de los tubos de
regadío. Volvieron a acercarse y le agarraron con fuerza para evitar que se
lastimara. La ira y la rabia le invadieron por completo, pero le convencieron para
que la dejara para más adelante, cuando llegara el momento oportuno para
utilizarla.
Salieron del huerto y avanzaron por el pasillo hasta llegar al comedor. También
se encontraba totalmente a oscuras pero todo se encontraba en orden. Lo que
unos días antes se encontraba repleto de personas, ahora estaba desierto, y el
silencio lo invadía todo. Andrei, Charlie y Alexander registraron el interior de
los muebles que había alojados bajo la encimera de la cocina. Todo se
encontraba vacío. Lejos de preocuparse, Daniel corrió hacia la cámara
frigorífica. Sabía que unos días antes se encontraba repleta de comida en su
interior. Abrió la puerta corredera y se asomó dentro. El paisaje del interior había
cambiado por completo. Sólo habían dejado un par de cajas sobre una de las
estanterías metálicas. Lo demás había desaparecido. Comprobaron el interior de
las cajas y encontraron bandejas de pollo troceado. Había una cantidad
importante de pollo, pero sabían que sería insuficiente para alimentar a todas las
personas que aún permanecían en la tercera planta. Siguieron buscando por los
demás armarios que había por el comedor y la cocina. Solo encontraron vajillas,
cubiertos y bandejas.
Daniel salió de allí y llegó a la pequeña escalera que daba acceso a la primera
planta. Sacó de nuevo la llave que había abierto las anteriores puertas e intentó
abrir aquella, pero sorprendentemente no encontró cerradura alguna sobre la
puerta. Desilusionado, dejó caer la llave sobre el suelo, al comprobar que
únicamente se podía abrir desde el otro lado. Regresó al comedor para
comunicarles a los demás que, debido a la falta de cerradura sobre la puerta, les
sería imposible acceder a la siguiente planta. Al oírle decir aquello, se quedaron
en silencio, mostrando una enorme decepción. Pero sabían que no podían
quedarse de brazos cruzados y se animaron entre ellos para seguir luchando.
Decidieron no rendirse y seguir adelante. Pero se toparon con algo con lo que no
contaban. Charlie fue el primero en darse cuenta. Se subió a una silla y puso las
manos sobre los conductos de ventilación. ¡No funcionaba el aire! Aquello
significaba que los conductos que proveían de oxígeno y aire renovado al
búnker, habían dejado de funcionar. Aquello era un contratiempo bastante
importante. Había muchos metros cuadrados en cada una de las plantas, pero
sabían que si no volvía a funcionar terminarían muriendo asfixiados. Y los
primeros perjudicados serían los habitantes que seguían en la tercera planta. Allí
el ambiente estaba mucho más cargado que en el resto de las plantas y la
concentración de oxígeno era más baja. Además, había un elevado número de
personas viviendo allí, lo cual empeoraba la situación alarmantemente.
Desesperados ante la situación en la que se encontraban, decidieron centrarse
en su lucha por alcanzar la primera planta de Zona Zero. Volvieron tras sus pasos
para intentar encontrar alguna otra vía de acceso a lo más alto del búnker. Todos
lo hicieron excepto Daniel, que se quedó apostado sobre la puerta metálica. Se
sentía engañado y defraudado por los militares de aquel búnker. Pero lejos de
derrumbarse se le ocurrió algo que podría funcionar. No tenía nada que perder.
Sabía que la información que poseía bajo su brazo era la llave que podría
proporcionar el acceso a aquella planta. Sólo tenía que saber cómo utilizarla para
poder salir de aquel agujero. Se levantó del escalón y observó el teclado
numérico que había anclado a la pared. La pequeña pantalla no tenía luz y
parecía desenchufado desde el otro lado de la puerta. Intentó ver algo a través
del ojo de buey de la puerta, pero comprobó que el tintado del cristal no le
permitía hacerlo. No fue capaz de ver nada de lo que había al otro lado de la
puerta. Pero sabía que aún permanecían allí. El rumor que llegaba hasta sus
oídos y el temblor que sentía sobre sus pies indicaba que el generador principal
seguía funcionando. El runrún de la turbina llegaba hasta donde se encontraba.
Para intentar llamar la atención, aporreó con fuerza la puerta metálica con un
pequeño barrote, pero no recibió respuesta alguna. Insistió durante largo rato
pero no consiguió nada, excepto hacerse daño sobre una de sus manos. Se
tranquilizó e intentó pensar en algo más ingenioso y que llamara la atención de
los militares. No podía permitir que abandonaran el lugar y los dejaran
encerrados sin posibilidad de salir al exterior.
Pensó en cómo llamar su atención y le vino algo a la cabeza que sin duda
pondría en alerta a los militares. Sabía que aquello en lo que había pensado
podría sacarle del apuro. Aprovechó que los demás buscaban otra salida para
dirigirse corriendo hasta su habitación. Se sentó sobre su cama y observó las
taquillas. Solo dos se encontraban cerradas y sabía que probablemente alguna
tuviera herramientas en su interior. Intentó recordar qué taquilla era la del
compañero de habitación que había visto el primer día, y que asqueado por su
situación había dado dos portazos a la puerta, víctima de un cabreo monumental.
Se acercó y observó un número 25 en su puerta. Estaba convencido de que era
aquella. Mientras recordaba el momento en el que le despertó y giraba la cabeza
para observar de dónde provenían aquellos golpes, visualizó el número y
enseguida le vino a la cabeza. Cogió una pequeña barra metálica que había sobre
una litera y la deslizó por la parte superior de la puerta, haciendo palanca sobre
ella. Enseguida, la pequeña cerradura se partió. Se asomó dentro y el saco de
hilo que había dejado aquel militar seguía en su interior. Lo agarró y comprobó
que pesaba bastante. Lo dejó sobre la cama y lo abrió. Se felicitó por haber
pensado aquello, debido a que en el interior del saco encontró destornilladores,
llaves inglesas y un martillo, además de cinta americana, cortacables y botes de
silicona. Después del hallazgo, imaginó que aquella persona había sido la
encargada del mantenimiento del búnker, y consiguió entender por qué se
encontraba tan asqueado en aquel momento en el que se encontró con él en la
habitación Por entonces, esa persona sabía que la huida de los militares ya estaba
planeada, denotando con su actitud su oposición a la misma. Su enfado aquella
mañana estaba completamente justificado, y era algo que se sabía con suficiente
antelación. No había sido una decisión de última hora. Daniel empezó a atar
cabos y averiguó que aquella persona tenía una misión que no quería hacer, pero
se vio obligado a ello por parte de los militares para no ser encerrado o enviado
al exterior. Él fue quien desactivó los teclados de marcación de contraseñas de
una planta a otra dentro del búnker. Estaba seguro de ello.
La confusión hizo que la cabeza de Daniel empezara a dar más vueltas de lo
normal. Se hacía preguntas una y otra vez, ¿quién le facilitó aquella llave en el
interior de su bolsa? ¿Por qué habían dejado dentro de aquella taquilla las
herramientas? ¿Todo lo que le estaba sucediendo era una prueba o algo parecido
para saber si era capaz de descifrar todo aquello? Todo le pareció muy extraño,
pero siguió pensando en cómo salir de allí junto a sus tres amigos. Sabía que no
lo haría solo y ellos le acompañarían allá donde fuera.
Aprovechó que los demás seguían entretenidos rebuscando por la segunda
planta, para regresar de nuevo a la puerta de acceso de la planta superior. Se
sentó frente al marcaje electrónico y encendió la linterna para poder ver mejor
sobre la penumbra absoluta sobre la que se encontraba sumergida aquella
estancia. Desmontó con el destornillador la pequeña tapa metálica y accedió al
cableado. Tenía conocimientos de electricidad adquiridos en sus años de
estudiante y había llegado el momento de utilizarlos. Sabía que el interfono
podría funcionar si lo activaba desde allí, aunque estuviera desconectado desde
el otro lado. Utilizó el cortacables y unió el cable rojo con el azul, para poder
activar el altavoz. Los unió con cinta americana y habló a través del pequeño
micrófono que había en el interior. Oyó el eco de su voz al otro lado y se felicitó
por ello. ¡Funcionaba! Ahora solo quedaba pensar qué decir para llamar su
atención, y sabía que no iba a ser fácil. Aclaró sus ideas y se convenció de que
en cuanto pronunciara las palabras adecuadas, abrirían aquella puerta. Tenía
noticias frescas para ellos y sabía que si no lo hacía en ese momento iba a ser
tarde para encontrar una salida a su situación. Cogió el pequeño micrófono y se
lo llevó a la boca.
—¡Escúchenme! ¡Tengo algo importante para vosotros! Quien quiera que esté
ahí, que avise a Edward. Soy Daniel. Tengo una información confidencial que
proporcionarle. Por favor, avisen a Edward o a algún otro mando militar para
poder ofrecerle algo que nos ayudará a todos.
Comprobó que el micrófono funcionaba a la perfección e insistió en varias
ocasiones para poder llamar la atención a los militares de la primera planta.
Esperó sentado pacientemente sobre el último escalón de la pequeña escalera.
Por la pequeña rendija inferior de la puerta pudo observar movimientos al otro
lado. Pequeñas sombras pasaban de un lado al otro del pasillo principal de la
primera planta, pero nadie contestaba a sus llamadas. Decidió pasar al ataque
probando con algo más llamativo. Solo así lo conseguiría. Cogió nuevamente el
micrófono y volvió a la carga.
—Señor Edward, por favor, me necesita si quiere llegar a un lugar seguro.
Tengo información confidencial para usted, abra la puerta.
Pero lejos de recibir alguna respuesta, aquello pareció enquistarse más de lo
esperado. Imaginó que todo se había terminado y se vino abajo. Empezó a
ponerse nervioso ante la imposibilidad de hablar directamente con ellos y
decidió aprovechar la última oportunidad que tenía para hablar una vez más.
—Señor Edward, sé que me está oyendo. Le voy a decir algo importante,
¿recuerda usted cómo empezó el Proyecto Monte Olimpo? ¿Lo conoce? Me han
proporcionado información detallada de cómo dirigirse a un lugar majestuoso.
Solo tiene que abrir esta puerta y se la explicaré. —Se volvió a sentar sobre el
frío escalón y murmuró para sus adentros, impacientándose por la situación en la
que se encontraba—. ¡Abra la puerta de una puta vez, Edward, y deje de hacerse
el sordo! ¡Sin el chip que llevo insertado en mi brazo no tiene muchas
posibilidades de sobrevivir, se lo aseguro! Si no lo hace, todos los esfuerzos que
realice serán en vano. No tiene escapatoria.
Pasaron los minutos y Daniel se tumbó entre el escalón y la puerta metálica.
Estaba cansado de luchar. Todo se le estaba viniendo abajo. Empezó a sentir
presión sobre el pecho y ausencia de oxígeno sobre sus pulmones. La ansiedad
hizo acto de presencia. Desde que salió de la cabaña de su tía Alice había
soportado una presión fuera de lo común y no había conseguido disfrutar de un
solo día de tranquilidad desde entonces. La desesperación por hallar un lugar
seguro para poder sobrevivir se había convertido en un verdadero infierno. Y
justo después de encontrarlo, los militares responsables del refugio decidieron
abandonarlos a su suerte. Tanto sacrificio vivido le había dejado sin fuerzas para
continuar luchando.
Las carreras de militares al otro lado de la puerta se seguían sucediendo.
Aquello llegó a desquiciarle. Sabía que se encontraban recogiendo todo lo
necesario para poder huir lo antes posible de Zona Zero. Eran una gran cantidad
de personas, pero no tendrían problemas para poder marchar a otro lugar debido
a que había una gran cantidad de vehículos en el garaje del búnker. Imaginó que
aquella aventura había finalizado para él y sus amigos, y que perecerían bajo
tierra por inanición. Apoyó la cabeza sobre la fría puerta metálica y se sintió
ausente de lo que le rodeaba. Pensó en todas aquellas personas que se
encontraban en la tercera planta. La suerte les había abandonado al igual que a él
y sus amigos. ¿Cómo habían llegado a aquella situación? ¿Cuánto valía una vida
humana en los tiempos en los que se encontraban?
CAPÍTULO 22
RESCATADOS DE LA MUERTE
Me paré sobre la arena del mar, y vi subir de entre las olas una
bestia,y enseñé lo que guardaba, mostrándole lo que le aguardaba.
De repente oyó cómo una persona se acercaba a la puerta metálica y la abría a
sus espaldas. Sin darle tiempo a reaccionar para poder darse la vuelta, alguien le
cogió con fuerza de las hombreras del mono y lo arrastró hasta el pasillo de la
primera planta. Dos militares cerraron rápidamente la puerta, dejándola
bloqueada desde el interior. Daniel alzó la mirada y se encontró cara a cara con
José Morales, la persona con la que había coincidido en la sala de las celdas, y
que salió unos días antes que él y Alexander. Le observó de arriba abajo y no
supo qué decir. Se sintió confundido al verle de nuevo. Nunca se imaginó que
perteneciera al núcleo duro militar del búnker y se encontró en una situación más
que complicada.
—Hola Daniel. ¡Vamos al centro de mando! ¡Edward te espera! Dice que
tienes algo que le interesa. No entiende por qué has tardado tanto tiempo en abrir
la maldita boca. ¿Por qué no se lo has contado antes? ¡Arriba!
—José, ¿qué haces aquí? ¿Eres uno de ellos? Pensé que eras una persona
corriente y me encuentro con que no eres más que un militar de la primera
planta. Ahora entiendo por qué no volví a verte en todo este tiempo dentro de
Zona Zero. Siempre has estado aquí arriba, ¿verdad? ¡Dime la verdad!
—¿Qué verdad tengo que contarte? Nunca dije nada que te hiciera pensar que
no fuera un militar. Me dediqué a cumplir órdenes que venían desde arriba.
¡Levántate! ¡Te esperan! Después podremos hablar largo y tendido sobre lo que
quieras, pero ahora tienes que acompañarme, no te hagas el interesante.
—¿El interesante? ¡De acuerdo! Más tarde hablaremos, pero intenta no
esconderte de nuevo —contestó Daniel, enfadado por encontrarse con José en la
primera planta. Fue algo que no podía terminar de creer.
Se levantó del suelo y acompañó a José Morales. Avanzaron por el pasillo
principal, sorteando a los militares que cargaban cajas de un lado a otro del
mismo. Todas las estancias se encontraban con las puertas abiertas y observó
mucho movimiento a través de ellas. Antes de doblar la esquina para dirigirse
hacia el despacho de Edward, giró la cabeza y observó cómo los militares
cargaban gran cantidad de paquetes y bultos a través del acceso al garaje.
Enseguida averiguó la razón de todo aquel movimiento. Ultimaban los
preparativos para poder huir de Zona Zero, exactamente lo que él había
sospechado. Sabía que ese era su momento y no podía desperdiciarlo. Había
llegado la hora de hablar de su secreto para poder continuar con vida, como le
había explicado su padre. Pero supo que si le daban la posibilidad de ir con ellos,
no lo haría solo, le acompañarían sus amigos del búnker. No podía dejarlos
abandonados. Decidió que aquella iba a ser una condición innegociable para
poder llegar a un acuerdo con los militares.
Llegaron hasta la puerta del despacho de Edward y esperaron pacientemente a
que les dieran la orden de entrar. Era la única que se encontraba cerrada. El
militar apostado sobre la entrada esperó un momento a que finalizara una
discusión acalorada en el interior del despacho. Se abrió la puerta y salieron dos
militares bastante enfadados. Agarraron del brazo a Daniel y le metieron al
interior, sentándole de golpe sobre una silla que había frente a Edward, que no
parecía tener cara de hacer amigos. Su rostro reflejaba cierta similitud con el de
las dos personas que habían acompañado a Daniel al interior del despacho.
—Hola Daniel. ¿Qué tal todo por aquí? ¿Has tenido tiempo para pensar en tu
futuro? He podido comprobar que me equivoqué contigo. Eres un tipo
inteligente y has sabido sortear todos tus obstáculos para llegar a la primera
planta. Por un momento pensé que no lo conseguirías, pero si has llegado hasta
aquí es porque vamos a salir juntos de este refugio. ¿Estás preparado para ello?
Tienes una información que me interesa y estoy dispuesto a negociar contigo.
¿Qué te parece?
—Hola Edward. Tienes razón. Tengo información confidencial para ti. Pero
antes, quiero saber algo. ¿Desde cuándo tienes conocimiento de que la poseo?
—preguntó.
—¿Desde cuándo? Jajajajaja…. Perdona que me ría, pero… —Edward soltó
una larga risotada, observando el techo del despacho antes de continuar hablando
con Daniel—. ¡Desde siempre! Siempre lo he sabido, muchacho.
—¿Siempre? ¿Cómo un completo desconocido puede haberse enterado de eso?
¡Explícate, por favor! —contestó Daniel.
—Si recuerdas bien, en nuestra primera charla te expliqué a qué me dedicaba y
en qué lugar trabajaba, ¿verdad? Seguro que recuerdas que trabajé para el
pentágono durante muchos años y que tenía conocimiento de los refugios más
seguros del país, aparte de trabajar para proyectos secretos en los que intervenía
el estado. ¿Y si te dijera que conocía de primera mano a qué se dedicaba tu
padre? —Edward seguía teniendo sobre su rostro una media sonrisa,
demostrando a Daniel que tenía todo bajo control. Necesitaba la información que
poseía Daniel para poder acceder a datos confidenciales que sólo conocían las
personas que habían llevado a cabo determinados trabajos, y Paul, el padre de
Daniel, era uno de ellos.
—Edward, ¿conociste a mi padre? ¿Es eso? ¿Trabajaste con él? ¿Por eso me
dijo que contactara con algún militar de confianza?
—¡Claro que no! No tuve el placer de conocerle en persona. ¡Pero sí que
estaba al tanto de su trabajo! ¡Necesito esos datos! ¡Los necesito ya! ¡Yo soy un
militar de confianza! Si no lo hubiera sido te hubiera pegado un tiro hace mucho
tiempo. ¿No has llegado a pensar eso? Y además, no tenemos tiempo que perder,
nos pondremos en marcha enseguida. —La situación pareció ponerse tensa entre
los dos.
—¡Tranquilo!—exclamó Daniel—. No hay por qué ponerse nervioso.
Llegaremos a un acuerdo.
—¡No me pidas que me tranquilice, por favor! Sabes que estamos a punto de
abandonar este lugar y ¿todavía me pides que esté tranquilo? ¿Cómo eres capaz
de actuar con semejante frialdad? ¡Tenemos que salir ya! Daniel. ¡Dame esos
datos y saldremos por esa puerta juntos! ¿O prefieres no dármelos y quedarte
aquí para siempre? No sé si sabes que tarde o temprano moriréis de hambre.
¡Parece que no te importa!
—¡Está bien!—contestó Daniel—. Pero antes quiero que me digas por qué
sabes que poseo esa información. Es algo que me intriga y necesito saberlo. ¡Te
lo pido por favor!
—Mira, Daniel. No conocí personalmente a tu padre, pero estoy seguro de que
en ese chip tiene la clave para poder salvarnos. Te voy a contar algo. Esto es
muy serio, no te lo tomes a cachondeo porque todos dependemos de esa
información. Hace unos años me entregaron unos informes desde la central
nuclear. En ellos se detallaban determinados comportamientos sospechosos de
algunas personas que trabajaban para el proyecto secreto, y entre ellas se
encontraba Paul, tu padre. Entabló algo más que una gran amistad con otros tres
científicos que trabajaban en la fusión del átomo. Realizaron extraños
experimentos que nunca vieron la luz porque los guardaron a buen recaudo. Tras
detectar esos extraños movimientos, se realizó un seguimiento exhaustivo desde
el pentágono. Después de meses, descubrieron multitud de envíos de
informaciones encriptadas a través de correos informáticos. Trabajaron sobre
algo muy importante, sabiendo el destino que nos esperaba en el planeta. Todo se
aceleró después de los contagios masivos del virus NHCongus1 por todos los
países. Y continuaron con ello hasta el día en el que anunciaron el cese definitivo
de las centrales nucleares. Entonces, tu padre decidió huir a Rock Springs, y los
tres científicos que trabajaban con él desaparecieron. A día de hoy se encuentran
en paradero desconocido. No se sabe nada de ellos debido a que nos fue
imposible seguirles el rastro. Llegamos a pensar que se los había tragado la
tierra. Intentamos localizarlos de todas las maneras posibles pero no tuvimos
suerte, por lo que esa información es lo único que nos queda. Es de suma
importancia para todos nosotros y el devenir de nuestros días. Yo diría que
podría ser lo más valioso que hay en el planeta. El único dato importante que
poseemos son unas conversaciones que mantuvieron una hora después de haber
salido de la central, en una de las gasolineras cercanas. En ellas se puede oír
cómo quedan en verse en algún lugar secreto de Florida, pasado un tiempo
después del desastre nuclear.
—Poco te puedo ayudar ahí, Edward. Lo único que se es lo que me contó mi
padre. Me dijo que se dedicaba a almacenar energía nuclear en baterías
especiales. Ya no sé qué pensar. ¿Se dedicaba a otras cosas más serias o solo a la
recarga de las baterías?
—Ese fue su cometido durante muchísimos años, y profesionalmente
hablando, me consta que lo hacía de una forma muy eficiente. Era uno de los
mejores y lo tenía todo controlado. Nunca daba problemas y poseía una
proactividad excelente hacia los servicios secretos. Pero era más inteligente que
los demás y guardó demasiada información para compartirla con esas tres
personas. Y la encriptó para que nadie pudiera acceder a ella. Hemos intentado
acceder a los archivos por medio de varios ordenadores y servidores, pero no
dejó ninguna pista al azar que nos permitiera hacerlo. Además, se cubrió las
espaldas sabiendo que algún día la podría necesitar para poder salvar su propia
vida y la de su familia. Sabía muy bien lo que hacía y por eso sé que trabajaba en
algo muy importante.
—Mi padre era muy inteligente. Supongo que ese fue el motivo por el que
trabajó para los servicios secretos y lo mantuvo oculto durante tanto tiempo
—dijo Daniel.
—Sí que lo era, y veo que tú has heredado eso de tu padre. Daniel, tienes que
escucharme con atención. Ahora voy a contarte algo que no te va a gustar, pero
que es necesario que sepas. Empezaré desde el principio, porque solo así podrás
entender todo esto. Desde el momento en el que se dio la orden de paralizar las
centrales nucleares, intentamos sin demasiado éxito reunir a gran parte de las
personas que trabajaron para el “Proyecto Monte Olimpo”. Dicho proyecto se
inició hace muchos años. La orden salió directamente de la presidencia de la
Casa Blanca. Se aprobaron una gran cantidad de partidas presupuestarias
destinadas a la inversión en nuevas tecnologías, acopio de energía eléctrica y
nuclear, armamento, robots para uso militar, medicinas, etc… Se nombró un
equipo de expertos en la materia y contrataron a especialistas, ingenieros,
arquitectos, informáticos, astrólogos, científicos… Tu padre fue contratado como
experto de transformación y acumulación de energía procedente de las centrales
nucleares. No fueron capaces de encontrar a ninguna persona capaz de extraer tal
cantidad de energía del interior del núcleo del átomo en tan breve espacio de
tiempo. Era el mejor del país, sin lugar a dudas. Los años pasaron y siguió dando
lo mejor de él. Nos proveía de gran cantidad de baterías todas las semanas. Se
dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo y era un ejemplo a seguir para los demás
compañeros que formaban parte del “Proyecto Monte Olimpo”. Pero aquello
cambió de un día para otro. Con la llegada de los tres científicos a la central
nuclear bajó el nivel de compromiso hacia los líderes del proyecto. Nunca volvió
a ser el mismo. Y después… llegó el día del anuncio del cese de las actividades
en las centrales nucleares. Y el equipo dedicado al proyecto se dividió por varios
estados del país. Desde el ejército se intentó divulgar una información falsa para
atraer hasta el estado de Wyoming a todos las personas que habían trabajado
para nosotros. Se les aseguró que aquel estado sería el menos afectado por el
escape de radiactividad en todo el país. Llevaban consigo la información
necesaria para poder escapar de la barbarie en la que se iba a sumergir el país
entero y los necesitábamos a todos juntos. Eran la salvación. Pero aquello no
surtió efecto debido al caos que se generó días después, y conseguimos reunir a
muy pocos. Entre ellos tenemos a José Morales, el tipo con el que hablaste en la
sala de las celdas, y a otros dos más. Nos faltaban varios miembros, entre ellos tu
padre y los tres científicos. Y para desgracia nuestra, tu padre falleció, y los
científicos desaparecieron sin dejar rastro alguno. Pensábamos que íbamos a
perder esa información, pero cuando creímos que todo estaba perdido
descubrimos que la señal del localizador de un chip se encontraba activa. Y
rápido supimos que eras tú quien la llevaba encima. Sabemos que portas esa
información que necesitamos. Te tomaste demasiadas molestias en hacer
desaparecer el chip que tenía tu padre bajo el brazo, ¿verdad? Supongo que era
una copia similar a la que tenía tu padre. ¿Es cierto?
—¿Cómo sabes eso? ¡No me lo puedo creer! ¿Nos teníais vigilados en la
cabaña de mi tía Alice?
—Daniel, hemos sabido en todo momento dónde os encontrabais. Desde
vuestra salida de Flanagan os hemos vigilado. ¿No recuerdas lo que ocurrió en
uno de los controles militares, antes de llegar a Rock Springs? Sacamos a Paul
del coche y le obligamos a entrar en una garita pegada a la carretera. Permaneció
reunido con nosotros alrededor de media hora.
—¡Ah, sí! ¡Claro que lo recuerdo! ¡Cómo lo iba a olvidar! Llegamos a dudar
que regresara a nuestro lado. Le tratasteis de una manera bastante agresiva. ¿No
crees?
—Tu padre se puso testarudo y se negó a entregarnos el chip, ¡el muy cabrón
sabía que lo hacía! Perdona que hable así de él, pero el tío era listo de cojones. Y
no pudimos retenerlo. Sabíamos que si lo hacíamos, de una manera o de otra
destruiría la información que contenía. Y no tuvimos más remedio que dejarle
marchar hacia Rock Springs. Por eso, cuando regresó al coche, os contó que todo
estaba en orden. Os explicó la idiotez esa de que tenía que estar localizado en
todo momento por si le necesitaban en la central. Yo mismo le oí decirlo cuando
entró en el coche. Tenía la ventanilla bajada y se escuchó todo a la perfección.
Habéis estado localizados desde aquel día. Lo que no sabía tu padre era que esos
chips contenían un localizador incrustado en su interior. También desconocía que
si destruías uno, automáticamente se activaba el localizador del otro. Y
decidimos activar el protocolo de seguridad para no perder su rastro en ningún
momento. Con un simple rastreador obtuvimos la localización exacta de donde
os encontrabais. Es lo que tiene la tecnología, Daniel. Hace cosas que ni siquiera
puedes imaginar. Después de aquello, permanecimos tranquilos sabiendo dónde
estabais. Solo quedaba esperar, pero con el paso de los meses el país se vino
abajo delante de nuestros propios ojos. Conseguimos reunir a varias personas
importantes, pero nos faltaba la última pieza para poder encajar el puzle, ¡tu
padre! Rastreamos la señal del localizador y la encontramos en el parque natural,
al norte de Rock Springs. Nos resultó complicado llegar hasta allí, pero al final
dimos con vosotros. Sólo nos faltaba esperar a que llegara el momento oportuno
para actuar, siempre dentro de unos cánones normales de conducta. Y
desgraciadamente, tu padre enfermó y falleció. Y antes de hacerlo te pasó el
relevo, ¿verdad?
—Me estoy empezando a asustar, Edward. ¿Todo esto es real o estoy soñando?
—preguntó Daniel.
—Real, Daniel. Todo lo que te estoy contando es verdad. Y sabes que es así
porque tú mismo estuviste a punto de descubrirnos fuera de la cabaña, cuando
merodeábamos por la zona. En un par de ocasiones pude observarte sobre la
ventana, alarmado por los ruidos que se sucedían en el exterior.
—¡La madre que m….! ¡Estaba convencido de que alguien nos vigilaba! ¡Qué
cabrones! ¡Cómo lo sabía, joderrr….!
—Hay algo más. El incendio que te sorprendió en la cabaña… —Se hizo un
silencio absoluto en el despacho, y Daniel alzó la vista, sabiendo que todo
aquello había sido orquestado por Edward. Decidió calmarse y seguir
escuchándole para terminar de enterarse de todo lo que tenía que contarle, que
parecía bastante—. Al momento de marcharte colina abajo, desenterramos a tu
padre para poder extraerle el chip de su brazo. Pero, ¡no estaba! Ahí supimos que
tendríamos problemas si no lo recuperábamos. Enviamos una señal por radio a
Zona Zero para que volvieran a rastrear el otro chip, y entonces descubrimos que
lo llevabas encima. Te hemos vigilado todos los días y te hemos seguido una y
otra vez. Pero tienes mucho que agradecernos. No te olvides de eso. ¿No
recuerdas el día en el que un grupo numeroso de personas te sorprendió sobre el
puente? ¿Lo recuerdas? ¡Pues ese día te salvamos la vida! Era un grupo de
caníbales que viajaban a pie por la carretera. Y te aseguro que eran muy
agresivos, no hubieran tenido piedad contigo. Te topaste de frente con uno de
ellos y si no llega a ser por nosotros hubiera acabado contigo. Te recuerdo que
por estar cerca de ti, aquellos desalmados volaron una furgoneta de las nuestras
por los aires. Nos topamos con aquel maldito grupo y perdimos a cuatro
hombres. No deberías olvidarte de eso, muchacho.
—¡Joder, Edward! Claro que me acuerdo de ese día. Pero, ¿dónde cojones
estabais escondidos? Ahí no llegué a sospechar que alguien me siguiera ¡Os
cargasteis al menos a una decena de personas! Pero después de aquello solo
recuerdo el cese del tiroteo. Después subí de nuevo a la carretera y vuestra
furgoneta ya se encontraba muy alejada del puente. Bueno… estoy de acuerdo
contigo. Me salvasteis la vida y tengo que agradecértelo. Aquel disparo certero
sobre la cabeza del caníbal hizo que sobreviviera. Pero todo esto me supera,
espero que puedas entenderme.
—¿Qué pretendías que hiciéramos? ¿Dejar que te asesinaran? Estuviste muy
cerca de morir. No teníamos intención de matar a aquellos haraposos, pero no
tuvimos otra alternativa. Nos encontrábamos escondidos entre la maleza que
había a los lados de la carretera y no nos fue muy difícil terminar con ellos.
Después de aquello, mantuvimos una distancia de seguridad contigo, hasta el día
que llegaste a la casa de Alexander. Os vimos salir a toda velocidad de la casa de
tu amigo y os seguimos, pero dejamos que siguierais huyendo. ¿O acaso
pensabas que nos habías despistado cuando os desviasteis con la furgoneta hacia
un carril de arena? Ese día supimos con total seguridad que te dirigías hacia
México. Y después de todo aquello… ya lo conoces. Conseguisteis llegar hasta
aquí y os recogimos del desierto cuando os quedaba un hilo de vida.
—¿Qué demonios tengo que decir yo ahora? Si te digo la verdad, desde la
llegada a la cabaña de mi tía Alice supuse que ocurría algo extraño. Me he
sentido observado desde entonces, aunque nunca conseguía ver a nadie
alrededor. De una forma o de otra, eso se siente, no sé si sabes a qué me refiero.
Ahora… hay algo que quieres y no tengo más remedio que dártelo, pero será con
alguna condición, ¿de acuerdo? Ya que habéis estado tras mi pista durante todo
este tiempo, creo que merezco algo así, ¿no crees? Todos ganaremos con esa
información. Al fin y al cabo, mi padre me comentó que podría salvar muchas
vidas, incluida la mía.
—Me parece bien, Daniel. Explícame cuáles son esas condiciones. Que no te
quepa duda que si están en mi mano te las concederé sin problemas.
—Voy a dejar que me extraigas el chip del brazo y te daré la contraseña. Pero
mis amigos del búnker vienen conmigo. Es innegociable, te lo aseguro. Son
buena gente y nos podrán ayudar. Y hay otra cosa, Edward. Sólo te
proporcionaré la información del primer archivo. El segundo se hará esperar, ¿te
parece bien? —Edward puso cara de póker y pareció no llegar a entender algo.
Su rostro hablaba por sí solo.
—¿Dos archivos? Tengo conocimiento de que en ese chip hay uno, pero dos…
¿Sabes qué es lo que contiene el segundo? Podría tener información muy
valiosa.
—No tengo ni idea, te lo juro. Mi padre se llevó el secreto con él. No quiso
decírmelo y me comentó que lo mejor era que lo descubriera por mí mismo. Me
dijo que era muy importante saber a quién dárselo y en qué orden lo hacía. Me
proporcionó las contraseñas y me dijo que las memorizara. No podía olvidarlas
porque de mí dependían muchas vidas humanas. Pero, hay algo que no me
cuadra, Edward. Volviendo a lo del chip de mi brazo, si lleváis tanto tiempo
sabiendo de él, ¿por qué habéis tardado tanto tiempo en intentar conseguir la
información que llevo? ¡No lo entiendo!
—No teníamos más remedio que esperar un tiempo prudencial. En Zona Zero
hemos seguido trabajando alrededor de un par de años con el “Proyecto Monte
Olimpo”. No teníamos prisa por obtenerla. Nuestra única obligación era tenerte
localizado y protegerte para poder conseguirla una vez realizadas las pruebas
con las que estábamos trabajando. Ahora que el tiempo ha pasado, podemos
decir que es el momento preciso para hacerlo. Además, teníamos que estar
seguros de que podíamos contar con una persona con un poco de cabeza, y tú has
demostrado que eres un buen portador de esa información. Después de conseguir
llegar hasta Sonora, has conseguido llegar hasta nosotros desde la tercera planta,
utilizando tu inteligencia para encontrar todos los atajos posibles. Esto es algo
muy serio, Daniel. No debería decirte esto, pero llevamos mucho tiempo
haciendo pruebas en el interior del búnker. No puedes decirle nada a nadie. Los
experimentos realizados durante más de dos años bajo el subsuelo nos han
proporcionado una gran cantidad de datos importantes, que sin duda nos
ayudarán en el futuro. Hemos experimentado cómo se comportan los animales
bajo tierra, estudiando su cría en unas condiciones totalmente diferentes a las del
exterior. También hemos conseguido crear un huerto hidropónico y un cultivo
sin luz solar. Nuestra obligación era estar completamente seguros de que
podríamos seguir adelante con un proyecto de tal envergadura y hemos
finalizado las pruebas con éxito. Para completar el proyecto, sólo falta la
información que tienes bajo el brazo. ¡No podemos esperar más, Daniel! Si me
lo permites, voy a por mis cosas para poder acceder a ella. Más tarde, de camino
a Florida te explicaré con todo detalle cuál era nuestro propósito en el búnker.
¡Ahora mismo vengo! Voy a por el lector, por suerte no hará falta sacarte el chip
del brazo. Tengo que saber qué es lo que contiene porque nuestras vidas
dependen de él.
Edward abandonó el despacho y un militar armado se quedó vigilando a
Daniel. Se cruzaron miradas desafiantes en más de una ocasión. Por la forma en
cómo le miraba, Daniel volvió a sentirse extraño sobre aquella planta, sintiendo
que no era bien recibido entre los militares. Aquello hizo que la espera se le
hiciera interminable. Después de largo rato, Edward regresó con un ordenador
portátil bajo el brazo y con el lector de códigos en la mano. Se percató de la
seriedad que invadía el rostro del militar, y le echó del despacho. No podía estar
perdiendo el tiempo en gilipolleces, y menos con militares con un rango inferior
al suyo. Le ordenó que se alejara de la puerta del despacho, explicándole que no
necesitaba ningún tipo de vigilancia. En ese momento pareció posicionarse del
lado de Daniel. Al fin y al cabo lo que le interesaba era descubrir qué portaba
bajo el brazo, por lo que no tuvo más remedio que mostrarle su apoyo
incondicional. Antes de sentarse sobre su silla, Edward volvió a asomarse al
pasillo para asegurarse que no había nadie al otro lado. No quería que nadie
escuchara la conversación que iban a mantener. Quería mantenerlo en secreto
para evitar alguna revuelta entre sus chicos, al ocultarles una información
confidencial a la que no tenían acceso. Dentro de la cúpula militar del búnker no
sentó nada bien que accediera a hablar con Daniel, por lo que debía de andar con
cuidado para no hacerles sospechar lo que se traía entre manos. Encendió el
ordenador y activó el lector. Esperó a que se encendiera y que emitiera la señal
acústica de que se encontraba activo. Sonó un leve pitido y lo pasó por el
antebrazo de Daniel. Automáticamente, aparecieron en la pantalla dos archivos
protegidos por unas celdas. En ellas había seis huecos para introducir una
contraseña de seis dígitos. Levantó la mirada del ordenador y observó a Daniel,
esperando a que le proporcionara la contraseña del primer archivo.
—¿Me la vas a decir? ¡No tenemos todo el día! —exclamó Edward, enfadado.
—Sí, perdona. Estaba intentando recordarla. ¿Recuerdas el día en el que el
hombre pisó por primera vez la luna? ¡Esa es la contraseña!
—¡Jajajajaja! ¿Me estás tomando el pelo? ¿No será una broma, verdad? No
estamos para perder el tiempo en tonterías, Daniel.
—Edward, ¿tú ves que esté bromeando? ¡Prueba y verás! Al menos es la que
me proporcionó mi padre, y él nunca mentía… bueno… sí nos mintió respecto a
lo que se había dedicado todos esos años en la central, pero en lo demás
rebosaba sinceridad. O al menos eso creo… —Daniel empezó a ponerse
nervioso, sabiendo que si aquella contraseña no abría los archivos, estaba
perdido. Se llevó las manos a la cabeza disimulando rascarse el pelo y se dedicó
a observar las celdas de la pantalla.
—De acuerdo. Voy a ello. —Edward tecleó 200769, que correspondía al veinte
de Julio de mil novecientos sesenta y nueve. ¡Y salió como errónea!—. ¡Mierda!
¿Seguro que es esa? ¡No me jodas, Daniel! ¡No estoy para bromas!
—¡Edward! Esa no es la fecha en la que el hombre pisó la luna por primera
vez. Lo hizo al día siguiente. El veinte de Julio aterrizaron en la luna, pero hasta
el día siguiente no descendieron del Apolo 11. ¿Lo has olvidado? Parece mentira
que seas un militar distinguido. Tu patriotismo es de baja estima, ¿no crees?
—¡Vale, vale, vale! ¡Lo he pillado! No me expliques más, que me acabo de
acordar. ¡Cómo pude olvidarlo! —Introdujo la contraseña 210769 y ¡bingo!
Aquella era la correcta. Se felicitaron y tardaron un momento en dirigir la mirada
hacia el ordenador. El miedo les invadió y se apoderó de ellos antes de volverse
para mirar la pantalla. Automáticamente se fueron desplegando sobre la pantalla
del portátil una infinidad de archivos numerados y ordenados por fechas. Se
quedaron embobados observando el enorme listado que se había abierto ante sus
ojos, sin saber qué hacer para acceder a tanta información. Leerse tal cantidad de
archivos les llevaría días, por lo que fueron accediendo al azar sobre ellos y sin
un orden establecido. Visualizaron multitud de datos de todas y cada una de las
baterías que había cargado Paul durante todos los años que se había dedicado a
ello. A la derecha de los archivos aparecía anotado el peso de cada una de ellas.
Edward se mostró sorprendido ante ese dato, debido a que cada batería llena de
energía procedente de las centrales nucleares solía pesar no más de quince
kilogramos, y aquellas no bajaban de treinta, treinta y dos. No se entretuvo
demasiado en aquello debido a que no tenían tiempo que perder. Siguieron
indagando entre los archivos. Pero enseguida encontraron el que les interesaba
de verdad. Al abrir el archivo pudieron leer el título “Lugar exacto de partida en
caso de emergencia”. Edward pinchó sobre él y se desplegaron unas
coordenadas sobre un pequeño mapa. Comprobaron el lugar exacto y vieron que
era en Florida. Sacó una pequeña libreta y las dejó apuntadas junto con otras
coordenadas de seguridad que aparecían adjuntas a ese archivo. Daniel supuso
que se trataba de refugios militares que quizá fueran más seguros que Zona Zero.
Edward cayó en la cuenta que aquellas coordenadas coincidían con el lugar en el
que habían quedado los científicos con Paul, en Florida. Recordó el extracto de
la conversación grabada que tenían en su poder. Pensó en el lugar y rápido cayó
en la cuenta de que se trataba de una de las bases militares más importantes de
los Estados Unidos. Ya sabía cuál era el punto de encuentro. ¡Cabo Cañaveral!
Se hizo un silencio incómodo en el interior del despacho de Edward. ¿Estaban
pensando lo mismo? ¿Cabo Cañaveral? Se miraron fijamente y no supieron qué
decir. El tiempo se detuvo.
—¡Vámonos! ¡Rápido! Espera, hay algo más. Nadie puede enterarse a dónde
nos dirigimos, ¿entendido? Esto tiene que quedar en secreto entre nosotros dos,
al menos hasta que lleguemos allí.
—Claro, Edward. No abriré la boca. Pero… ¿has pensado cómo desplazarte
hasta allí? Creo que hay bastantes millas de distancia y tardaríamos días en
llegar.
—Por eso no te preocupes. Ahora hablo con un par de compañeros de
confianza y después te comento. Voy a dar la orden de que dejen subir a tus
amigos. Un trato es un trato y hay que cumplirlo —sentenció Edward.
Descolgó un teléfono anclado a la pared, y dio la orden de subir a los tres
amigos de Daniel para llevarlos al interior de una de las furgonetas. Indicó a los
militares del otro lado del teléfono que fueran arrancando los camiones que
transportaban a los animales. No había tiempo que perder porque iban a salir en
breve. Les proporcionó el destino: Aeropuerto de El Paso.
—Muchas gracias Edward. Supongo que los habitantes de la tercera planta no
podrán venir, ¿verdad? —Daniel se quedó pensando… ¿Aeropuerto de El Paso?
Pero… ¿no se iban a dirigir a Florida? Prefirió no pensar en ello y seguirle la
corriente. Sabía que tenía la sartén por el mango al contener un segundo archivo
que no podía abrir sin la contraseña que tenía memorizada.
—Efectivamente. Lo siento por la gente de allí abajo, pero aunque hayan
colaborado con nosotros para conseguir finalizar con éxito nuestros
experimentos, no podré ayudarlos. Son muchos y no podemos cargar con tanta
gente si queremos llegar a Florida. Lo siento, Daniel. Espero que lo entiendas.
Antes de irnos activaré la apertura de las puertas de seguridad para que puedan
salir al exterior si lo desean. Y si por el contrario desean quedarse, hablaré con
mis compañeros para que les dejen algunos animales para que puedan seguir con
la cría. Les vendría bien esa pequeña ayuda. Tampoco tenía en mente dejarlos
encerrados y que fallecieran en el búnker sin darles la oportunidad de intentar
sobrevivir. Lo van a tener complicado pero seguro que sabrán desenvolverse.
Son unos auténticos luchadores.
—Está bien. Aunque no lo comparta, lo entiendo a la perfección. ¡Somos
demasiados!
CAPÍTULO 23
EL ÚLTIMO VIAJE
No todo aquel que deambula por el páramo está perdido, si
lo hacen, es para intentar salvar al hombre de sus miedos.
Salieron del despacho pensando en lo que acababan de descubrir en uno de los
archivos. ¿Qué les esperaba en Cabo Cañaveral? ¿Otro búnker más seguro que el
de Zona Zero? ¿Un lugar alejado de la radiactividad y del horror? La cabeza de
Daniel no paraba de dar vueltas pensando en ello, y sabía que algo muy
importante les esperaba. Supuso que su padre no hubiera llevado consigo
semejante información sin saber a lo que se enfrentaba. En cambio, la cabeza de
Edward parecía estar preparada para lo que se acercaba. Imaginó que se hacía a
la idea de hacia dónde se dirigían. Pensó que quizá lo supiera a pesar de que
intentaba escondérselo. Pudo comprobar cómo cambiaba el gesto de sorpresa en
su rostro a uno de aparente normalidad en cuestión de segundos. Pareció quitarse
un peso de encima al haber contrastado la información del chip con la que
supuestamente conocía él de primera mano. Edward se dirigió hacia la sala del
centro de mando e indicó a Daniel que se trasladara al garaje, donde ya se
encontraban sus amigos. Varios militares abrieron la puerta de acceso y le
invitaron a subir a uno de los camiones. No vio por allí a Alexander, Charlie ni a
Andrei, pero supuso que ya habrían subido de la segunda planta. Antes de llegar
al garaje se percató de que la puerta de acceso a la segunda planta se encontraba
abierta. Antes de subir al camión tuvo tiempo suficiente para observar alrededor
y comprobar lo grande que era aquella estancia. Se volvió para observar la
rampa de salida y enseguida se llevó las manos a los ojos para no deslumbrarse,
debido al tiempo que llevaba sin percibir la intensa claridad del exterior. Se
encontraba abierta y a través de ella entraba una luz cegadora procedente del
desierto. La salida de coches, furgonetas y camiones al exterior se fueron
sucediendo durante un largo rato. El dióxido de carbono que emanaba de los
tubos de escape de los vehículos pululaba en el ambiente del garaje,
convirtiéndolo en irrespirable. Un militar llegó corriendo hasta Daniel y le dio la
orden de subir al camión. Entró y se acomodó sobre uno de los asientos laterales,
a la espera de que llegaran todos los demás. En breve partirían hacia el
aeropuerto de El Paso. En el interior del camión le proporcionaron un mono y las
protecciones especiales para poder protegerse del ambiente radiactivo del
exterior. La espera se le hizo larga, hasta que apareció Edward y dio la orden de
partir. Se acomodaron sobre los asientos traseros y guardaron silencio.
Abandonaron Zona Zero y salieron al exterior. Unos minutos antes habían
partido los demás vehículos y les llevaban bastantes millas de distancia, pero
Edward sabía que más tarde se reunirían todos en el aeropuerto, por lo que se
mostró tranquilo.
El trayecto transcurrió sin sobresaltos y enseguida llegaron. Daniel se mostró
sorprendido por la rapidez con la que lo habían hecho, imaginando que quizá se
encontrara a más millas de distancia de Zona Zero. A la llegada al aeropuerto,
divisó varios controles del ejército sobre la entrada. Durante las últimas semanas
habían sufrido numerosos ataques de grupos armados y se vieron obligados a
reforzar la vigilancia. En el interior de los hangares se encontraban almacenadas
grandes cantidades de comida y ropa. Tras el estallido nuclear en el país hicieron
acopio de todo lo necesario para poder sobrevivir muchos años. Y los grupos
armados que buscaban alimento, armas y combustible tenían conocimiento de
ello, por lo que no dudaron en intentar realizar hurtos en las instalaciones cuando
caía la noche. Además, esos grupos cada vez eran más numerosos y contaban
con más experiencia, ayudados por antiguos miembros del ejército que habían
sido expulsados años atrás. La situación se había vuelto insostenible y si no
querían tener problemas más serios era necesario que abandonaran el lugar lo
antes posible. Bajaron del camión y avanzaron hacia uno de los hangares. Antes
de entrar, Daniel vio todos los vehículos que habían salido de Zona Zero
apostados sobre uno de los garajes adjuntos al hangar. Los militares que
vigilaban la puerta de acceso saludaron a Edward y les acompañaron al interior.
Al acceder al hangar, un grupo numeroso de altos mandos conversaban entre
ellos a los pies de un avión militar. Les dieron la orden de subir y enseguida el
hangar quedó desierto. Cerraron la puerta del avión y tras de sí solo quedó el
silencio.
El grupo de militares del aeropuerto pasaron varios meses a la espera de la
llegada de la comitiva de Zona Zero. Vivieron un auténtico infierno durante
meses en el interior de las instalaciones militares del aeropuerto, pero el esfuerzo
realizado les había merecido la pena. Habían conseguido proteger con sus vidas
las instalaciones y con la llegada de los militares desde el búnker habían
conseguido completar la misión con éxito.
Edward se dirigió a la cabina de vuelo para proporcionarle al piloto las
coordenadas exactas del destino al que se tenían que dirigir. Daniel se sentó
sobre uno de los asientos libres e intentó divisar a sus amigos, pero no consiguió
encontrarlos. Pensó que se encontrarían en la cola del avión, que se encontraba
bastante alejada del pasaje de primera clase, que era donde él estaba. Se extrañó
de no verles, pero no pensó en que Edward hubiera podido engañarle. Se quitó la
idea de la cabeza y lo dejó para más tarde. Después de relajarse sobre su asiento,
llegó hasta él un fuerte hedor que provenía de los conductos de ventilación del
avión. Cerró la rejilla que tenía sobre su cabeza para que no le llegara
directamente pero si no lo hacían con todas las rejillas seguirían envueltos en
aquel olor nauseabundo. Pero enseguida le explicaron a qué se debía. En el
interior de la bodega del avión se encontraban todos los animales que habían
sacado de Zona Zero, y al tener bloqueado el paso del aire contaminado del
exterior para evitar respirarlo, hacía que recirculara el del interior del avión,
llegando el fuerte olor a todo el habitáculo al completo. Pensó que se le iba a
hacer largo el trayecto hasta Florida. Solo esperaba poder acostumbrarse rápido
al olor, porque si no lo hacía se sentiría descompuesto enseguida.
Observó alrededor y comprobó que la mayoría de los pasajeros eran militares.
Solo unos pocos vestían otro tipo de ropas y sus rostros delataban que no lo
habían pasado nada bien. Pasados unos minutos y tras abrir las puertas del
hangar, encendieron los motores del avión. Desde el interior se sintieron las
intensas vibraciones sobre los asientos. Empezó a moverse lentamente hasta
llegar a una de las pistas que se encontraba libre de obstáculos. Se posicionó
para iniciar la maniobra de despegue. Daniel empezó a ponerse nervioso y notó
la ausencia de aire sobre sus pulmones. Se armó de valor e intentó pensar en otra
cosa para evitar que le entrara otro ataque de ansiedad. El avión fue cogiendo
velocidad conforme avanzaba por la pista, hasta que consiguió elevarse y
despegar. Fue cogiendo altura poco a poco hasta que llegó a estabilizarse en el
aire. Daniel abrió los ojos y consiguió dejar atrás la tensión acumulada durante el
despegue. Nunca antes había montado en avión y sabía que probablemente
aquella sería la última vez, sabiendo cómo se habían desarrollado los
acontecimientos sobre el planeta. Se preguntó si alguien más, aparte de Edward,
el piloto y él, sabrían hacia dónde se dirigían. Siguió dándole vueltas a la cabeza
y no llegaba a hacerse una ligera idea de lo que les esperaba en Cabo Cañaveral.
Pero se sintió seguro de lo que portaba en su brazo y sabía que algo bueno había.
Su padre se había encargado de ello durante mucho tiempo y consiguió dejarle
ese legado. Minutos después consiguió relajarse sobre su asiento y se dedicó a
observar a través de la ventanilla del avión. Desde allí observó multitud de
ciudades que se encontraban humeantes, destruidas y desoladas. Vio campos
devastados y envueltos en ceniza, carreteras atascadas por vehículos calcinados
y abandonados por la mera desesperación de sus dueños al intentar huir del
horror hacia otros lugares. En general, observó un país devastado por el horror.
Sintió tristeza y pena por comprobar en lo que se había convertido el planeta. Ya
no había marcha atrás. Solo faltaba esperar a que todo se acabara. No fue el
único que pudo comprobar cómo había quedado el país. Volvió la cabeza hacia
la parte trasera del avión y observó a los demás pasajeros cómo miraban
horrorizados a través de las ventanillas. Todos divisaban con consternación el
espectáculo visual al que estaban asistiendo y, desesperados, asistían a un futuro
envuelto en muerte y desolación. Intentó centrarse en el comportamiento que
tenían los demás y no observó movimientos extraños en el interior del avión.
Tampoco escuchó conversaciones furtivas entre los militares más cercanos y
permanecían en absoluto silencio, a la espera de descubrir lo que les tenía
guardado el destino. Pero sí se percató del nerviosismo y el pesimismo que se
palpaba a su alrededor. Nadie se hacía una ligera idea de adonde se dirigían.
Permanecían absortos en la situación en la que se encontraban. Pero en el
interior del avión ocurrió algo que les hizo dejar de lado sus pensamientos y
preocupaciones. Para ellos, oír aquello significó divisar un rayo de luz dentro de
la oscuridad absoluta en la que se había sumido el planeta. Un bebé empezó a
llorar en la parte trasera del avión. Inmediatamente, todos los pasajeros
volvieron la cabeza para comprobar de qué se trataba. Sintieron la pureza del ser
humano en el seno de la infancia, esa etapa en la que no se detecta el horror. Fue
como sentir un pequeño rayo de esperanza dentro de un mundo arrasado y
desolado. Pequeñas sonrisas en sus rostros. Sueños turbados de infancia sobre
sus cabezas y recuerdos del pasado que ya no regresarían. Los sentimientos
afloraron entre los pasajeros, ayudándoles a pasar de puntillas ante la adversidad
que se les presentaba en forma de horror, muerte y desolación. Para el pasaje, oír
aquellos lloros fue como escuchar una música celestial que se había extinguido
de la faz de la tierra y que se había extraído forzosamente de la mente de los
supervivientes. Antes de ese impetuoso momento, nadie recordó que sobre la
parte trasera del avión viajaban mujeres embarazadas y niños, que unos días
antes habían sido arrancados de sus raíces en la tercera planta de Zona Zero,
donde vivían tranquilos y ajenos a la devastación del exterior. Si había algún
futuro por delante, se encontraba en la retaguardia del avión, donde la inocencia
de aquellos niños escapaba al horror desatado sobre el planeta. Aquel era el
futuro e irremediablemente se vieron obligados a protegerlo hasta la muerte.
Se oyó un siseo por los altavoces del avión. Seguidamente, una voz áspera y
ronca informó por megafonía que en breves minutos se iniciaría la maniobra de
descenso, para poder posicionarse en paralelo a la pista de aterrizaje. Estaban
muy cerca de su destino. Según fue descendiendo el avión, los pasajeros
empezaron a sentir el ligero cosquilleo sobre sus estómagos. Cuando
descendieron hasta los quinientos pies se acercaron a las ventanillas para poder
comprobar con sus propios ojos cómo se encontraba aquella parte del país. Las
sonrisas nerviosas reflejadas sobre sus rostros se tornaron en gestos de horror, al
comprobar que también aquello se encontraba devastado. Habían mantenido la
pequeña esperanza de que después de unas horas de viaje, llegarían a un lugar en
mejores condiciones, pero comprobaron que todo se encontraba destruido. De
inmediato regresó la desesperación al interior del avión y se acentuó con el
llanto del bebé de fondo, que cada vez era más desesperado. Daniel se levantó de
su asiento y se dirigió hasta la cabina del piloto para intentar hablar con Edward.
Los pasajeros se encontraban nerviosos y quería comunicárselo. Llamó a la
puerta y enseguida abrieron. Le invitaron a entrar.
—Edward, ¿va todo bien? —preguntó.
—No. Ha ocurrido algo. Nadie contesta desde la torre de control. Hemos
intentado contactar con ellos y no obtenemos respuesta. Se supone que ahí abajo
tiene que haber alguien controlando la llegada de aviones militares.
—Y… eso es alarmante, ¿no? ¿Tengo que empezar a asustarme?
—Me temo que sí. Además, hemos dado un rodeo a la pista de aterrizaje y hay
multitud de objetos sobre ella. El tren de aterrizaje podría sufrir daños
irreparables y hacer que nos estrelláramos. Debe de haber pasado mucho tiempo
desde que aterrizara el último avión.
—¿No hay ninguna otra pista de aterrizaje cercana? ¿Quizá otro aeropuerto en
el que poder aterrizar?
Edward se quedó mirando fijamente a Daniel y le enarcó las cejas, dándole a
entender que no existía ningún otro lugar. Ya no quedaba nada en pie, sólo
aquello. Le puso una mano firme sobre su hombro y agachó la cabeza
desesperado.
—No hay nada, Daniel. Los aeropuertos más cercanos están a muchísimas
millas de distancia de aquí y dudo de que se encuentren en mejores condiciones.
Además, no tenemos combustible para llegar a otro sitio.
—Y… ¿qué tenéis pensado hacer?
—Daniel, no hay otra opción. Aterrizaremos aquí. ¡Nos la vamos a jugar! ¡No
podemos aterrizar en ningún otro lugar! ¡Vuelve a tu asiento!
—¡Suerte, Edward! ¡Lo vamos a conseguir! Antes de aterrizar, necesito saber
algo. ¿Dónde están mis amigos de Zona Zero? No los he visto desde que salí de
tu despacho en el búnker.
—¿Tus amigos? Están en la bodega. Viajan en un compartimento aislado, junto
a los animales. Si hubieran viajado al lado de los militares se hubiera producido
algún enfrentamiento entre ellos. Tú estás protegido, pero ellos no. Espero que lo
entiendas, Daniel.
—Está bien, Edward. Después hablaré con ellos —dijo Daniel.
—¡Rápido! ¡Vuelve a tu asiento! Seguimos descendiendo para tomar pista.
Salió de la cabina de vuelo del avión y regresó a su asiento. Se volvió a oír a
través de la megafonía la voz ronca del piloto, dando la orden a todo el pasaje de
abrocharse los cinturones de seguridad. Necesitaba la máxima colaboración de
los pasajeros debido a que el aterrizaje iba a ser arriesgado. Unos minutos
después de haber escuchado sus palabras, el silencio se hizo más incómodo en el
interior del avión. Ya ni siquiera llegaban a sus oídos los lloros del bebé que se
encontraba en la parte trasera. El nerviosismo aumentó entre los pasajeros al
saber que se enfrentaban a una situación extremadamente peligrosa. Algunos se
habían percatado de que la pista de aterrizaje no se encontraba en las mejores
condiciones y en una de las vueltas de reconocimiento habían conseguido divisar
una pequeña avioneta calcinada atravesada en mitad de la pista, que acortaba
alarmantemente la distancia de seguridad en la frenada del avión. Siguió
descendiendo y se prepararon para tomar tierra. Los temblores en el interior del
aparato aumentaron se forma considerable e inmediatamente se desató el miedo
y el horror entre el pasaje. Se oyeron gritos alrededor de Daniel. Estaban a punto
de estrellarse sobre el asfalto agrietado de la pista. Se asomaron a través de las
ventanillas para observar cómo conseguían tocar tierra, sintiendo un fuerte golpe
sobre los bajos del avión. Se posó bruscamente sobre el asfalto y volvió a
levantarse en el aire. Planeó durante unos segundos levitando sobre la pista, lo
que pareció para los pasajeros una eternidad, antes de volver a caer. Esta vez lo
hizo de golpe y todos los pasajeros sintieron un ruido sordo sobre los bajos del
avión, que se inclinó hacia el morro y siguió arrastrándose sobre la pista
golpeándose con todo lo que encontró a su paso, hasta que un violento impacto
los dejó sin los motores del ala derecha. Impactó con el esqueleto de la pequeña
avioneta que se encontraba atravesada en medio de la pista y se llevó por delante
un par de camiones estacionados. Seguidamente se instaló el sepulcral silencio
en el interior del avión, pero una vez recuperado el aliento por parte de la
mayoría de los pasajeros, algunos gritos comenzaron a mezclarse con el silencio
aterrador. Se habían estrellado pero habían conseguido salvar sus vidas gracias a
la pericia del piloto. Muchos militares se encontraban inconscientes debido al
fuerte impacto que habían recibido, pero no pareció que tuvieran que lamentar la
muerte de ninguno de ellos. El resto del pasaje se encontraba aturdido y
asustado. Se asomaron a través de las ventanillas del avión para observar el
exterior. Se asustaron al comprobar que se había iniciado un incendio sobre el
ala que había perdido los dos motores sobre la pista. El avión se encontraba
inclinado hacia ese lado y empezaron a temer que las llamas se propagaran hasta
el pasaje. Daniel consiguió levantarse de su asiento y fue sorteando gran
cantidad de maletas y aparatos de radio que había sobre el pasillo central para
llegar hasta la puerta de la cabina de vuelo. Necesitaba comprobar cómo se
encontraban Edward y el piloto del avión. Llamó a la puerta y nadie contestó.
Volvió a hacerlo y oyó unos sollozos en el interior. Giró la manilla de la puerta y
se abrió. Pasó y observó a Edward sobre el suelo. Le ayudó a levantarse y
comprobó que se encontraba aturdido. Le sangraba la cabeza abundantemente.
Levantó la mirada y observó los cristales de las ventanillas frontales. Se habían
reventado debido al impacto y todo estaba patas arriba sobre la cabina de vuelo.
Observó que el piloto se encontraba inconsciente sobre el cuadro de mandos de
la cabina. Intentó reanimarlo, posicionándolo sobre su asiento y limpiándole la
sangre que tenía sobre el rostro con una vieja chaqueta que encontró en el suelo.
—No lo intentes. ¡Está muerto! ¡Ya lo he comprobado! —dijo Edward.
—¡Oh, mierda! ¡Nos ha salvado la vida a todos! ¿Cómo te encuentras?
Tenemos que salir fuera. Hay un pequeño incendio en el ala derecha del avión.
—Estoy bastante dolorido pero no tengo nada grave. ¡Rápido! Vamos fuera.
Coge la máscara y toma este extintor.
Se colocaron las máscaras y desplegaron la rampa hinchable para descender
del aparato. Se deslizaron sobre ella y llegaron a pie de pista. Sofocaron las
llamas con los extintores y se sentaron sobre el asfalto para poder recuperar el
aliento. Levantaron la vista y observaron alrededor. Aquello estaba muerto.
Había multitud de restos metálicos del avión esparcidos por la pista de aterrizaje
y una estela de humo negro emergía del ala del avión. Observaron la torre de
control a no más de una milla de donde se encontraban. Los grandes ventanales
que alguna vez cubrieron la cúpula superior, habían desaparecido. Los hangares
se encontraban abiertos y sin nada en su interior. Estaban vacíos. Ni vehículos
militares, ni camiones ni aviones. Allí no había nadie. Edward se incorporó y
volvió a subir al avión. Necesitaba ponerse en contacto con los militares de
aquella base. No podía creerse que no hubiera nadie esperándoles. Estaba seguro
de las indicaciones que había recibido cuando nació el Proyecto Monte Olimpo.
El general al mando les explicó cómo conseguir las metas marcadas
exitosamente y qué hacer cuando hubieran finalizado con sus investigaciones en
Zona Zero. Y después de haberlas finalizado con éxito, no podía creer que les
hubieran abandonado sin haberles avisado previamente, aun sabiendo que Cabo
Cañaveral era el lugar elegido para la recogida de los habitantes del búnker.
Pasado un rato, bajó de nuevo por la rampa hasta la pista de aterrizaje con la
emisora y el pequeño micrófono en sus manos. Hizo que cerraran la puerta y le
indicó al pasaje que se quedaran en el interior del avión, a pesar del calor que
hacía. Allí estarían más seguros que en el exterior. La temperatura en el interior
del aparato había subido alarmantemente debido al roce que había sufrido el
morro del avión contra el asfalto, al perder el tren delantero en el accidentado
aterrizaje. Informó a Daniel de que sus amigos se encontraban perfectamente, al
igual que los animales, que viajaban junto a ellos en la bodega del avión. Ahora
sólo les faltaba contactar con alguien. Desgraciadamente, ya no podrían viajar a
ningún otro lugar debido a que no tenían vehículos para desplazarse. Sería
imposible volver a utilizar el avión. Había quedado inservible después del
accidente. Edward se ajustó el mono y se sentó junto a Daniel para encender la
emisora. Alargó la antena en dirección al edificio principal de la base militar y
encendió el aparato. Subió el volumen hasta que oyó la estática, comprobando
que el aparato funcionaba. Giró la ruleta y buscó las frecuencias en las que solía
emitir el ejército. Pulsó el botón y el siseo producido por la estática se quedó
mudo. Ya podía hablar a través de ella.
—Grupo de mando, grupo de mando, a la espera de recibir instrucciones, por
favor. Soy Edward y emito desde Cabo Cañaveral. ¿Podéis oírme? Nos
encontramos a pie de pista.
Miró a Daniel, que permanecía impasible sobre el asfalto agrietado de la pista
de aterrizaje, pensando que le ocurría algo. Seguía observando los restos del
avión esparcidos por todos lados. No llegaba a entender que hubieran
sobrevivido al aterrizaje. Siguió preguntándose cómo lo habían hecho y
desgraciadamente no pudo darle las gracias al piloto, que había fallecido debido
al fuerte impacto sufrido en tierra. Edward volvió a coger el aparato y siguió
intentándolo.
—Por favor, decidme algo si os encontráis cerca de la base militar.
¡Necesitamos ayuda! Proyecto Monte Olimpo llega a su fin. ¡Atención! Proyecto
finalizado con éxito, tenemos mujeres embarazadas, niños y animales. También
hemos conseguido la información del chip de Paul. Necesito respuestas.
Soltó el micrófono sobre el asfalto y se apartó el pelo por encima de la
máscara, que empezaba a molestarle debido al calor sofocante que hacía sobre la
pista de aterrizaje, dejando entrever las cicatrices de su frente.
—Creo que no van a venir a ayudarnos —respondió Daniel—. Este lugar está
muerto. Mira a tu alrededor, Edward. Es imposible que haya nadie. ¿No crees
que la pista de aterrizaje debería de haber estado limpia? Si alguien hubiera
estado esperándonos la hubieran dejado en condiciones. ¿No lo has pensado?
—No puede ser verdad. Tiene que haber alguien escondido por alguna parte.
Quizá en algún edificio de esos de enfrente. Hace un par de semanas, un militar
se puso en contacto con nosotros en Zona Zero, a través de una emisora del
ejército. Y nos comunicó que el punto de encuentro se encontraba en un lugar
cercano a la costa, al este del país, y que estaban preparados para recibirnos. No
hay muchas más bases militares por esta zona. No nos facilitó el lugar exacto de
recogida, pero en el chip de tu antebrazo indicaba estas coordenadas, que
coinciden con la conversación que tuvieron los tres científicos con tu padre.
Tiene que ser aquí, estoy seguro de ello. Seguiré intentándolo. No me voy a
rendir ahora, Daniel.
—Grupo de mando, estamos sobre la pista de aterrizaje de Cabo Cañaveral.
Necesitamos ayuda. Contestad, por favor.
Volvió el siseo de fondo. Se dejó caer sobre el asfalto, desquiciado. Daniel se
levantó y se dirigió hacia el edificio principal para poder comprobar si había
alguien por allí. No tenía otra cosa mejor que hacer, por lo que no esperó a ver
qué hacía Edward, ya poco le importaba. Parecía que toda esperanza de
encontrarse con alguien se había desvanecido.
—¿Dónde demonios vas, Daniel? ¡Ven aquí!
—Voy al edificio, no conseguiremos nada si nos quedamos ahí sentados sobre
el asfalto de la pista de aterrizaje. Vamos, levántate.
A Edward le costó levantarse, pero enseguida consiguió llegar hasta la altura
de Daniel a pesar de que cojeaba considerablemente y le impedía andar más
rápido. Durante el aterrizaje sufrió fuertes golpes sobre su cuerpo. Se encontraba
excesivamente excitado y nervioso debido a la situación en la que se encontraba.
Se acomodó la mochila con la emisora y acompañó a Daniel hasta la puerta del
edificio principal. Desde la distancia no observaron movimiento alguno por allí.
Se acercaron y comprobaron que las enormes cristaleras se encontraban rotas.
Un mar de cristal reposaba sobre la escalinata principal, y los marcos de
aluminio se encontraban totalmente retorcidos sobre los marcos fijos de la
entrada. Había gran cantidad de metralla incrustada sobre las paredes de
hormigón. Se asomaron dentro y todo se encontraba arrasado. Además, una gran
cantidad de polvo y suciedad lo cubría todo, desde la fila de asientos de la sala
de espera hasta la zona de las máquinas expendedoras, que yacían sobre el suelo,
reventadas y vacías. No encontraron pisadas sobre la oscura polvareda del viejo
mármol, por lo que dedujeron que aquel lugar llevaba muchísimo tiempo
abandonado.
—¡Vámonos de aquí, Daniel! Aquí no hay nada —dijo Edward.
—Espera, yo creo que deberíamos seguir buscando. Vamos a la torre de
control, no está muy lejos de aquí. Al menos desde allí será más fácil intentar
entablar conversación por radio. La torre tiene una altura considerable y
probablemente puedan oír mejor nuestra señal.
—Me parece buena idea, no sé cómo no se me ha ocurrido antes.
Salieron del edificio principal y se dirigieron con ritmo anodino hasta la
pasarela que llevaba a la torre de control. Aquello era un mar de hormigón.
Atravesaron los tornos metálicos que daban acceso a la torre y entraron por la
carpa de entrada. Tras sus pasos dejaron una espesa neblina de polvo. Llegaron
hasta el rellano de la escalera de acceso a la torre e iniciaron la subida. Tenían
por delante siete pisos para subir a pie debido a que no funcionaban los
ascensores. Daniel no tendría problemas para hacerlo, pero Edward no se
encontraba en las mejores condiciones físicas. Iniciaron la subida y enseguida
sufrió un fuerte dolor en el abdomen. Se fue acentuando con cada paso que daba,
hasta el punto de llegar a encogerse de dolor. Cuando llegó a la cuarta planta
sintió que no podría continuar, se encontraba destrozado y su cabeza no paraba
de sangrar. Necesitaba que alguien le curara y que le desinfectara la enorme
herida que no paraba de supurar. Daniel le observó la brecha y pudo ver
pequeños trozos de cristal clavados sobre el cuero cabelludo. Pero decidió no
decirle nada para no preocuparle en exceso. Le pareció un tipo duro, por lo que
no dudó en que conseguiría llegar hasta el séptimo piso. Después de hacer una
pequeña pausa para que recobrara el aliento, siguieron ascendiendo. No se oía
nada por la escalinata. La paz y el silencio que invadían las amplias escaleras,
hacía que sus pasos retumbaran por todos los rincones. Parecía que eran
seguidos por ellos mismos, al percibir el eco de sus pisadas.
Después de realizar varias paradas, llegaron al séptimo piso, que era donde se
encontraba la base de operaciones de la torre de control. Se asomaron con sigilo
a la puerta, que se encontraba abierta, y comprobaron que, como todo lo demás,
también aquello se encontraba destrozado y desvalijado. Se acercaron a la sala
de los monitores y vieron cables arrancados, pantallas rotas y cuadros de fusibles
quemados. La prueba fehaciente de que hacía mucho tiempo que nadie pisaba
aquellas instalaciones estaba allí, la tenían delante de sus ojos. Se asomaron a
través de las ventanas destrozadas de la torre de control y observaron la base.
Era realmente inmensa. Desde aquella altura era fácil distinguir cualquier
movimiento sobre ella. Al final de la misma consiguieron divisar varias
plataformas de lanzamiento de cohetes que había utilizado el país a lo largo de la
historia. Se encontraban abandonadas y los gigantescos soportes de los
trasbordadores se encontraban vacíos, reposando sobre sus esqueletos metálicos.
Edward sacó de su mochila la emisora y volvió a intentarlo. Extendió la antena y
la encendió. Volvió a pulsar el botón y habló por el micrófono. Necesitaba
imperiosamente entablar conversación con el grupo de mando militar que había
estado en contacto con él durante muchísimo tiempo. Se preguntaba si habrían
perecido o cambiado de punto de encuentro. Pero si era así, ¿qué les obligó a
abandonar la base? ¿Se vieron obligados a hacerlo? ¿O todo aquello era una
farsa para tenerlos entretenidos?
—Al habla Edward. Hemos llegado a Cabo Cañaveral. ¿Hay alguien ahí?
Hemos completado con éxito las pruebas en el búnker. Tenemos todo lo
necesario para partir. Contestad, por favor. Os necesitamos.
Al soltar el botón volvió a aparecer el siseo de la estática. Siguió buscando
frecuencias que utilizaban los militares. Necesitaba intentarlo una vez más.
Pensó que alguien tenía que estar escuchándole al otro lado de la emisora. Si no
conseguían contactar con nadie desde aquella altura desde la que se encontraban,
no podrían hacerlo desde ningún otro sitio.
—Edward al habla. Estamos en el punto de recogida en Cabo Cañaveral.
Necesitamos ayuda. Repito, grupo militar de Zona Zero en pista, ¿dónde os
encontráis?
Lo siguió intentando una y otra vez, pasando por todas las frecuencias posibles
y repitiendo sus mensajes. Daniel le observaba desde uno de los rincones de la
sala de monitores, aturdido por la situación. Sabía que si no habían devuelto
ningún mensaje por radio era porque allí no había nadie. Con solo mirar a través
de las ventanas podías hacerte una ligera idea del tiempo que llevaba
abandonada la base. Pero se preguntaba cómo era posible que en el chip que le
había proporcionado su padre indicara aquellas coordenadas para poder escapar
del horror radiactivo del país, si aquello se encontraba abandonado. Le vino a la
memoria todo lo que había acontecido desde el día que anunciaron el cese del
funcionamiento de las centrales nucleares. Recordó a sus padres y se desplomó
en el suelo. Se apoyó sobre sus rodillas y comenzó a llorar como un niño
pequeño al que le han quitado su juguete favorito. Se encontraba desconsolado y
fuera de sí. No merecía estar viviendo aquella pesadilla, al igual que todos los
supervivientes que había en el interior del avión, ni tampoco los que se habían
quedado en Zona Zero. Nadie se merecía aquel castigo que estaban recibiendo.
¿Por qué le había tocado vivir a ellos semejante infierno? Se lo preguntaba una y
otra vez. No sabía si habría algo más allí fuera. ¿Se acabaría todo o por el
contrario habría algún sitio seguro sobre el que vivir el resto de sus días? Se
encontraba tan afectado que dejó de prestar atención a lo que hacía Edward, que
seguía micrófono en mano intentando contactar con el grupo de mando. Se
levantó y se lo quitó de las manos, para dejarlo caer sobre el suelo. Le miró a los
ojos fijamente y le ordenó que lo dejara.
—¡Olvídate, Edward! No va a venir nadie. ¡Todo se ha acabado! —dijo Daniel.
Edward soltó la emisora sobre una mesa y se quedó observándola, como
esperando a que cobrara vida de inmediato. Pensó en todo lo que había luchado
por llegar hasta allí y todo lo que había dejado atrás. Se sentó sobre una silla y se
llevó las manos a la cabeza, presa del pánico. Enseguida se percató de las heridas
que tenía y se observó las manos llenas de sangre. Su rostro estaba
completamente ensangrentado pero no le importó. Estaba ante el fin de sus días
y se sentía responsable de todas las personas que le habían acompañado en el
avión. No estaba preparado para decirles que toda aquella aventura que habían
compartido llegaba a su fin. Intentó incorporarse para regresar a la pista de
aterrizaje, pero sintió que no tenía fuerzas ni para levantarse. Pasada la tensión
del momento se dio cuenta de que se encontraba entumecido por los golpes
recibidos durante el aterrizaje. Sintió dolor en el esternón y el abdomen, y notó
que le faltaba el aire para poder respirar. Se volvió como pudo y observó a
Daniel, que se encontraba sumido en un llanto descontrolado, intentando
olvidarse de todo lo que les rodeaba. Se mostró ausente ante su mirada, pero
enseguida se giró para ver qué podían hacer para seguir luchando.
—Daniel, tengo algo que contarte. Ya he estado mucho tiempo calladito y no
me da la gana seguir ocultándolo —Daniel se secó las lágrimas de su cara con el
puño del mono y se giró en silencio hacia él.
—Dime, Edward. Te escucho. Tengo todo el tiempo del mundo.
—Ahora que estamos los dos a solas y que todo se ha ido a la mierda, ya no
tengo que estar pensando en secretos que no puedo relatar a los que se
encuentran a mí alrededor. Esos hijos de puta que nos han abandonado están
muy, pero que muy lejos de aquí.
—¿Cómo lo sabes? Quizá nunca estuvieron aquí —contestó Daniel, enarcando
las cejas.
—Siempre han estado aquí, Daniel. Este era el lugar elegido para empezar de
cero, no el búnker en el que hemos vivido estos años. Todo estaba orquestado
desde la cúpula del gobierno y del ejército. Sólo nos faltaba averiguar si las
informaciones eran ciertas, contrastándolo con los datos que contenía tu padre en
el chip. Y después de estar seguro de ello, me encuentro con que todos se han
largado.
—No llego a entenderte, Edward. ¿Dónde se han marchado? Explícate mejor
—dijo Daniel.
—¡Está bien! Te lo voy a contar. Hace aproximadamente diez años que los
humanos hemos creado algo grandioso fuera del planeta. No podría contarte esto
si la vida siguiera su curso, pero como en este momento se ha ido todo al carajo,
te lo confesaré. Debes saberlo. Nadie podrá detenerme o enviarme a los
tribunales para enfrentarme a un juicio militar, acusándome de deslealtad hacia
el gobierno de los Estados Unidos. ¡A la mierda con los secretos! Ya estoy hasta
las pelotas de seguir obedeciendo a cuatro pelagatos de tres al cuarto. Ya me
cansé de hacerlo todo bien. Mira de qué me ha servido. ¡Me han abandonado!
¡Me han mentido, joder!
Edward se encontraba bastante afectado con la situación y su enfado fue en
aumento. Se quitaron las máscaras de protección y se sentaron sobre la mesa en
la que descansaba la emisora. Iban a mantener una conversación más que
interesante y ya no tenían prisa por nada. Daniel recobró el interés por
escucharle, al notar su monumental enfado con el gobierno y con el ejército.
Aquel momento le pareció el más interesante desde que se desatara el horror en
el planeta. No iba a desperdiciarlo, sabiendo que poco más podría llamarle la
atención como aquella charla que mantendría con Edward.
—Daniel, hace varios años que tenemos colonias humanas viviendo sobre la
superficie de Marte.
—¿Cómo? ¿Te estás quedando conmigo? Jajajajaj… ¡Vete a la mierda,
Edward! Creo que te han afectado los golpes que te has dado durante el
aterrizaje. ¿Todavía te quedan fuerzas para bromas?
—Daniel, te juro que es verdad. ¡Escúchame con atención! ¡Te lo suplico! De
acuerdo, entiendo que todo esto te pueda parecer de chiste, pero es verdad y
necesitas saberlo.
—¡Por favor, Edward! Que no tengo diez años. ¡No me cuentes historias de
otros planetas! —exclamó Daniel.
Edward se levantó de inmediato y agarró a Daniel de las solapas del mono,
empujándolo hacia la pared de muy malas maneras.
—¡Escúchame, joder! Te digo que esto es verdad. —Daniel se asustó debido a
la reacción que había tenido, y volvieron a sentarse sobre la mesa.
—Todo esto se ha mantenido en secreto, pero no quiere decir que sea mentira.
A pesar de que salieron a la luz determinadas informaciones en los medios de
comunicación, indicando que se habían producido espectaculares avances sobre
la colonización de otro planeta, enseguida los enterraron informando que aquello
era imposible. Que era un engaño a la población. No escatimaron en recursos
para poder callar las bocas de aquellas personas que pusieron el grito en el cielo,
informando de que existía la posibilidad de que ya hubiera personas viviendo
fuera de la tierra. ¡Y es verdad, Daniel! ¡En ese puto planeta llamado Marte hay
humanos viviendo! Es por eso por lo que llevábamos muchos años trabajando
para hacer realidad el sueño americano. ¿Dónde están los millones y millones de
dólares que se esfumaron de un día para otro? En Marte, esa es la respuesta. Los
años anteriores al inicio de la contaminación radiactiva fueron muy importantes.
Se hicieron infinidad de descubrimientos sobre ese planeta, pero se mantuvieron
en secreto. Rusia y China se encontraban al acecho pero no podían enterarse de
aquello. Y poco a poco se fue acelerando la destrucción del planeta tierra. Aquí
ya no había nada interesante y las pandemias, guerras y demás catástrofes que
progresivamente llegaron, aceleraron el Proyecto Monte Olimpo. El motivo de la
paralización del funcionamiento de las centrales nucleares fue ese. Empujarnos a
salir fuera para poder empezar de cero en otro lugar virgen, en el que poder
cometer los mismos putos errores que condenaron la vida en nuestro planeta.
También por eso, tu padre trabajó durante tantos años para el gobierno y para los
servicios secretos. Muchos se quedaron en el camino, al no haber mantenido en
secreto sus trabajos para el proyecto. Fueron asesinados y los hicieron
desaparecer para que nadie pudiera investigar qué les había ocurrido. ¡Sí! Sé que
todo esto es una locura, pero es real como la vida misma. Hemos estado
engañando a todo el planeta para que no cundiera el pánico entre la población.
¿Qué hubiera ocurrido si se hubiera sabido lo de las colonias en Marte? Todo el
mundo hubiera querido viajar allí, huyendo del horror al que se iban a ver
sometidos durante los siguientes años. Y eso no hubiera sido posible. Se
hubieran multiplicado las guerras por todo el planeta y hubiera puesto en riesgo
el Proyecto Monte Olimpo.
—¡Joder! Pensé que ya lo había visto y oído todo. Pero veo que no. ¿Mi padre
estaba al corriente de todo esto? No me comentó nada al respecto antes de morir.
Solo me dijo que me sorprendería de lo que llevaba bajo el brazo cuando llegara
el momento.
—Claro que lo estaba. Por eso te entregó el chip. Para que pudieras huir del
planeta. Él tenía pensado hacerlo contigo, tu madre y tu tía Alice. Consiguió un
pase para cuatro personas, al igual que todos los que trabajaron lealmente para el
proyecto. Su trabajo hubiera continuado en Marte, todo estaba más que hablado
y firmado. Ese fue el motivo por el cual os dirigisteis a la cabaña de tu tía. Sólo
era necesario aguantar un tiempo prudencial en un lugar seguro y permanecer
oculto y a salvo de la radiactividad. Esa era su obsesión, esconderse para poder
huir en el momento oportuno a Marte. Sólo así sobrevivirían los más fuertes y
habría una selección natural sobre el planeta, como la ha habido entre los
animales toda la vida. Los más fuertes viajarían a Marte, y lo harían desde una
base militar especializada en lanzamientos de cohetes y trasbordadores. ¡Y esa
base es la de Cabo Cañaveral! ¡No hay otra como esta! O al menos, no la había.
Por lo que hemos podido comprobar, aquí no hay nadie esperándonos para poder
partir. Todo se ha ido a la mierda, por eso ya no me importa contarle todo esto a
alguien.
—No te preocupes, Edward. Al menos ya lo hemos intentado. ¿No crees que
todo esto debería saberlo el pasaje del avión? Todos tienen derecho a conocer la
verdad de esta historia, no sólo yo. Lo que me cuesta creer es que mi padre
tuviera conocimiento de todo eso y no nos contara nada.
—Pues lo sabía, te lo aseguro. Trabajó en ello muchos años. Respecto a lo de
contarle esto al pasaje del avión… no quiero desanimar a nadie más. Esto es lo
que tenemos y ya me he cansado de luchar. No me veo con el valor suficiente de
explicárselo a mis compañeros. Van a acabar conmigo por no habérselo contado
antes. Me duele hasta el alma de haberlo mantenido en secreto durante tanto
tiempo. Ni te imaginas lo que duele. Todas esas mujeres embarazadas, todos esos
niños inocentes arrastrados hasta aquí y apartados de sus padres en la tercera
planta del búnker. ¡Eso no tiene perdón, Daniel! ¡No lo tiene! ¿Qué pensaran de
mí? Para ellos tengo que ser lo más parecido a un monstruo que les ha robado lo
que más querían.
—¿Y qué piensas hacer? Esas personas no se merecen esto. ¿Qué les
explicaremos cuando regresemos a la pista de aterrizaje? ¿Qué aquí no hay
nada? ¿Cómo piensas decírselo?
—Lo siento, Daniel. Ya está pensado. Yo no regresaré a ninguna parte. Aquí
está mi lecho de muerte. No saldré de esta sala, te lo aseguro. Estoy cansado de
huir, de mentir y de esconder información a todos los militares que me han
acompañado en esta aventura. Hasta mi mujer falleció sin saber nada de esta
historia. A ella también se lo oculté. ¡Nunca se lo conté! Y me maldigo todos y
cada uno de los días por no haberlo hecho. ¿Y qué? ¿Para qué? ¡Para llegar hasta
aquí y encontrarme con todo abandonado y arrasado! ¡Aquí no hay nadie! ¡Esto
es una mierda, Daniel! ¡Una auténtica mierda!
—¡Tranquilízate, Edward! Necesitas descansar para verlo todo más claro y que
te curen esas heridas. Regresemos al avión, por favor.
—¡Que no voy a regresar al puto avión! ¡Ya te lo he dicho, joder! Ve tú y se lo
cuentas, ¡me importa una mierda! Buscad un edificio en el que alojaros. Hay
cientos de ellos repartidos por toda la base. Hay zonas subterráneas en las que
viviréis más seguros. Podréis vivir un tiempo hasta que se os acaben las
provisiones. ¿A qué esperas? ¡Fuera de aquí, Daniel! ¡Vete con tus amigos y
sigue luchando! Yo ya estoy cansado de vivir así, no lucharé más. Ah, y otra
cosa. A esos a los que llamas amigos… no estés tan seguro de que lo sean.
Pregúntale a Alexander a qué se ha dedicado durante su vida. ¿No te ha contado
que trabajó para nosotros en el desierto de Sonora? Daniel, aquí nada es lo que
parece, y por muy inteligente que seas jamás llegarás a entender todo este
entramado. Te lo aseguro. ¿Crees que le volvimos a encerrar en las celdas por su
mal comportamiento? ¿Estás de broma? ¡Por favor! ¡Es uno de los nuestros!
A Edward le había pasado factura llevar tanto tiempo ocultando secretos y se
encontraba fuera de sí. Siguió voceando en medio de aquella sala de monitores,
ajeno a lo que pensara Daniel de él. Poco o nada le importaba ya. Daniel siguió
inmóvil, observándole fijamente sin pronunciar palabra alguna. Se quedó
pensativo y dubitativo ante lo que acababa de contarle Edward. No podía creerse
que Alexander hubiera sido otro topo dentro del proyecto que habían llevado a
cabo en secreto. Iba a ser difícil olvidar aquello, pero había ciertas cosas que
hacían confiar en lo que le había contado Alexander. Pequeños detalles que
había pasado por alto pero que ahora podía enlazarlos perfectamente. Y mientras
intentaba poner en orden su cabeza, Edward se encontraba inmerso en un estado
de locura bestial. Esperó a que llegara a su fin y lo hizo en silencio. Sabía que
más tarde podría pensar fríamente en la forma en la que se comportaba. Todo era
cuestión de esperar a que la tormenta pasara. Pero lejos de tranquilizarse, se vio
superado por la situación. Bajó el brazo hacia uno de los bolsillos del mono y
metió la mano en él para coger algo. Daniel le observó sin inmutarse lo más
mínimo. Pero le vio hacer un movimiento extraño y se asustó. Dedujo que
aquello no iba a acabar bien. Todo sucedió muy rápido. Sorprendentemente, al
instante se colocó una pistola sobre la boca y empezó a gritar sin control. Daniel
se apartó asustado, y dio un paso atrás.
—¡Edward! ¡Para! ¡No lo hagas! ¡Te necesitamos, por favor!
Hasta los oídos de Daniel llegó el sonido de un castañeo metálico. Los dientes
de Edward golpeaban sobre la pistola temblorosa. Por un momento pareció que
se le iban a salir los ojos ensangrentados de las cuencas. La tensión fue
creciendo, pero cuando todo pareció llegar a su fin, algo hizo que se quedaran
boquiabiertos y dirigieran sus miradas hacia la emisora. Escucharon unos
indescriptibles sonidos sobre la mesa en la que estaba. La radio emitió un
chirrido breve, que siguió con una voz entrecortada en la lejanía. Se
entremezclaron siseos y ruidos. Se quedaron escuchando la emisora con las
manos temblorosas y la mirada perdida. ¿Qué demonios eran esas voces?
—¡Edward! ¿Estás ahí? Rep… ¿estás ahí? Estam… a la… …yuda.
Dejó escurrir la pistola por su mano y cayó sobre la mesa de madera, haciendo
un ruido sordo. Por suerte para los dos, no llegó a dispararse. Cogió rápidamente
la emisora entre sus manos y agarró el micrófono con fuerza. Aquello le pareció
increíble. Le costó pulsar el botón debido a la sacudida que sufrían sus manos,
pero lo apretó y habló con voz temblorosa.
—Edward al habla, volved a hablar, por favor. ¿Sois vosotros?
—¡Edward! ¡Qué alegría oírte! ¿Dónde has estado todo este tiempo?
¡Llevamos días esperándote! ¿Dónde te encuentras? Habíamos llegado a pensar
que no lo conseguirías.
—¡Dios mío! ¡Sois vosotros! ¡Gracias, gracias! Estoy en la torre de control de
Cabo Cañaveral. ¡Dime que estáis cerca! ¡No tenemos medios para
desplazarnos! Tenemos a los niños, a las mujeres embarazadas y a los animales.
También tenemos en nuestro poder el chip con los códigos de lanzamiento.
—¿Cómo habéis lleg….? Ensegui…
La estática se tragó la voz, interrumpiendo la comunicación. Edward agarró la
emisora y la sacudió de un lado al otro. Movió la antena y empuñó de nuevo el
micrófono.
—Repite, por favor. Te he perdido —dijo Edward.
—Te preguntaba que cómo habíais llegado hasta aquí. No ha tenido que ser
fácil. Los científicos que trabajaron en la central al lado de Paul llegaron hace
unas semanas. Se encuentran en perfectas condiciones. —Daniel abrió los ojos al
oír aquello y se alegró de que se encontraran bien.
—¡Gracias a dios! ¡Ya estamos todos! Nosotros vinimos en un avión militar.
Hemos sufrido un accidente al aterrizar y estamos heridos. El piloto ha fallecido
y varios pasajeros están graves. ¿A cuántas millas os encontráis? —preguntó
Edward.
—Asómate al ventanal de la torre de control y mira al sur. Si observas la larga
hilera de las plataformas de lanzamiento, podrás vernos. Estamos en la número
seis. Debajo hay un pequeño edificio de color blanco sobre el que ondea una
gran bandera de los Estados Unidos. Haremos señales para que puedas vernos.
Danos un minuto.
Edward se levantó de inmediato olvidándose de los dolores que un momento
antes le impedían moverse. Se colocó los prismáticos y observó a través de ellos.
Contó lentamente las plataformas de una en una hasta llegar a la sexta. Ajustó la
visión de los prismáticos para que se volviera más nítida, y vio la enorme
bandera ondeando. Debajo, estaba el pequeño edificio blanco, como le había
indicado el militar a través de la emisora. Sus manos sintieron enormes
sacudidas en el momento en que consiguió divisar las señales luminosas que les
mostraban. Varias bengalas de color naranja fueron lanzadas hacia el cielo.
Detrás del edificio pudo ver el trasbordador posicionado sobre la plataforma.
Dejó caer los prismáticos sobre el pecho y se volvió para abrazar a Daniel, que
se encontraba detrás de él. Se fundieron en un largo abrazo, sabiendo que en
breve se unirían a aquel destacamento de Cabo Cañaveral. Enseguida se
separaron debido al dolor que sentía Edward sobre el pecho y que fruto de la
emoción no recordaba.
—¡Nos vamos, Daniel! ¡Nos vamos de este puto planeta contaminado! ¡Lo
hemos conseguido!
Inmediatamente se echó a llorar sobre el hombro de Daniel, liberando así la
tensión acumulada. Un momento antes había estado a punto de suicidarse, y se
alegró de no haberlo hecho. ¡El grupo de mando estaba allí! Y se iban a marchar
de aquel yermo contaminado en el que se había convertido el planeta. Regresó a
la mesa sobre la que estaba la emisora y, eufórico, volvió a coger el micrófono
entre sus manos.
—¡Dios os bendiga, amigos! ¡He visto las señales luminosas! ¡Las he visto!
—¡Recibido, Edward! ¡Bienvenido! Enseguida enviamos los camiones para
recogeros. Esperadnos sobre la pista, ahora nos vemos. Corto y cierro la
comunicación.
—¡Gracias, amigos! ¡No sabéis qué alegría nos habéis dado! ¡Hemos vuelto a
nacer! Corto y cierro.
Envueltos en una espiral de alegría guardaron la emisora en el interior de la
mochila de Edward y salieron de la sala de monitores. Pero cuando se dirigían
hacia la escalera oyeron unos pasos que se acercaban. Alguien subía hacia la sala
de la torre de control. Enseguida divisaron la sombra proyectada sobre la pared y
comprobaron de quién se trataba. ¡Era Alexander!, que les observaba en silencio
desde una distancia prudencial. Edward cojeaba considerablemente y se sentó
sobre uno de los escalones. Sacó del bolsillo de su chaleco un pequeño bote y
una jeringuilla. Daniel imaginó que lo que Edward sostenía sobre sus manos era
un calmante para aliviar los dolores que sufría, pero en cuanto se sentó a su lado
para poder ayudarle, sintió un pinchazo sobre el cuello. Miró a Alexander, que
permanecía apoyado sobre la pared, e inmediatamente se volvió hacia Edward.
Se quedó mirándole sin poder articular palabra. Aquello que le había inyectado
se lo impedía. Imaginó que debía de ser una droga muy fuerte. La boca se le secó
de inmediato y dejó de sentir la lengua. Empezó a ver borroso y sintió cómo todo
daba vueltas a su alrededor. Intentó gritar pero no fue capaz. Su ángulo de visión
fue disminuyendo hasta quedarse completamente ciego. Vio todo oscuro y
empezó a bracear, intentando volver en sí. Sintió un fuerte mareo y enseguida
cayó de lado y se quedó inconsciente sobre la escalinata de bajada a pista.
Edward se acercó para comprobar que había perdido el conocimiento por
completo y le enganchó del mono con la ayuda de Alexander para subirlo de
nuevo hasta la sala de los monitores. A duras penas pudieron colocarle sobre una
silla. Apoyaron su cuerpo sobre la pared, para evitar que cayera de golpe sobre el
suelo. Le observó y, aun sabiendo que ya no le oía, se dirigió a él.
—¡Buen chico! ¡Lo siento, Daniel! No me has dejado otra opción. Alguien
vendrá a por ti enseguida. ¡Es hora de irnos a Marte!
FIN
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