El heredero del futuro Diego Torres Pacheca Primera edición: mayo 2019 ISBN: 978-84-1331-429-7 Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo © Del texto: Diego Torres Pacheca © Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo © Imagen de cubierta proporcionada por el autor Editorial Círculo Rojo www.editorialcirculorojo.com info@editorialcirculorojo.com Impreso en España - Printed in Spain A mi familia Prismáticos Garrafa de agua Botes de comida enlatada Pastillas potabilizadoras Mochila CAPÍTULO 1 EN LA ACTUALIDAD. AÑO 2045 Vi un gran trono blanco y a alguien que estaba sentado en él. De su presencia huyeron la tierra y el cielo, sin dejar rastro alguno. Mi nombre es Daniel. Tengo vagos recuerdos del pasado. Se los ha llevado el tiempo en el que he permanecido huyendo del yermo que nos rodea, buscando un lugar donde refugiarme. No recuerdo la edad que tengo, pero rondaré la treintena. Poco importa la edad que pueda tener, en este mundo lo realmente importante es continuar vivo y con ganas de seguir adelante. Muchos acontecimientos han ocurrido a lo largo de los años y todos y cada uno de ellos ayudaron a que todo se fuera a la mierda. También desconozco en qué mes estamos. Hace mucho tiempo que los calendarios dejaron de utilizarse porque ya no sirven para nada. No importa qué día será mañana. Solo es importante el presente y el día en el que vives, no puedes mirar más allá. La situación que me rodea ha hecho que madure rápidamente. Llevo años huyendo del horror radiactivo que asola nuestro planeta, y es algo que continuo haciendo a diario. Hay una obsesión en mi cabeza que no me permite pensar en nada más. Deseo encontrar un lugar seguro para poder sobrevivir y de eso ya queda poco o nada. No sé si llegaré a encontrarlo pero no pierdo la fe ni la esperanza. Sigo avanzando ante la adversidad e intento hallar vestigios de humanidad que convivan en total armonía sobre alguna zona segura en la que poder asentarme y continuar viviendo. Un grupo numeroso de personas que se encuentran en la misma situación, viajan conmigo. Todas mis pertenencias son una garrafa de agua, pastillas potabilizadoras y botes de comida enlatada. Todo ello en el interior de una mochila desgastada por el roce y por el paso del tiempo. Sobre mi cuello cuelgan unos prismáticos para otear el horizonte y asegurar mi camino, ese camino que tiene más sombras que luces y en el que desconoces con qué te encontrarás mañana. El páramo en que se ha convertido el planeta no es seguro, y los pocos supervivientes que quedamos nos desplazamos con sumo cuidado. El mal acecha en cada esquina y espera pacientemente para encontrar a su siguiente víctima. Visto un mono roído y pestilente y una máscara de protección que forman parte de mí durante muchas horas al día. Si no los usara enfermaría en un breve espacio de tiempo, como lo han hecho muchos a lo largo de todos estos años en los que la superficie se ha vuelto estéril, inhabitable e irrespirable. Antes, muchos acontecimientos han ocurrido sobre el planeta. Todos y cada uno de ellos fueron los responsables de exterminar casi en su totalidad a la raza humana, y el manto químico que pulula en el ambiente amenaza con hacerlo muy pronto. Los elegidos para habitarlo viajamos de un lado a otro, digiriendo el tiempo como podemos para lograr encontrar algún resquicio de lo que un día fue. Desde la lejanía se puede observar lo que queda de las grandes ciudades. Se muestran devastadas y humeantes, y distan mucho de lo que un día fueron. En los días en los que el calor envuelve la atmósfera con su manto anaranjado se pueden divisar las alargadas sombras de sus imponentes torres, apuntando al cielo y permaneciendo impasibles al paso del tiempo. Bloques gigantescos de acero y hormigón que seguirán viendo pasar el tiempo sin apenas inmutarse. El paisaje que nos rodea es oscuro, tétrico y dantesco. Es una condena la que vivimos los elegidos. Es como ir de la mano del mismísimo diablo, apartando el mal a cada esquina de las desiertas avenidas de las grandes ciudades. En ellas solo encuentras muerte y desolación. Sobre las aceras de las grandes avenidas yacen miles de cadáveres en estado de descomposición, invadiendo los alrededores de malos olores y putrefacción. En algunos lugares, el olor a muerte es tan denso que puedes llegar a desmayarte. Las bacterias son los únicos seres vivos que se multiplican sin control sobre los cadáveres. Es peligroso acercarse a ellos debido a las enfermedades infecciosas que podrías contraer. He visto morir a muchísimas personas en estos últimos años. La guerra absurda e innecesaria que libraron durante un tiempo varias potencias mundiales, fue el detonante del principio de la tragedia. Multitud de agentes químicos fueron vertidos a la atmósfera de forma indiscriminada durante los meses que duraron los bombardeos. Los científicos predijeron lo que ocurriría, pero sus informes llegaron demasiado tarde. No hubo marcha atrás. Miles de personas del planeta fallecieron aquejados de graves enfermedades respiratorias. Posteriormente, la pandemia del NHCongus1, un virus mortal aparecido en la República Democrática del Congo y que mutó de manera repentina en aves, terminó con la vida de millones de personas en un breve espacio de tiempo, hasta que milagrosamente hallaron una vacuna que consiguió frenar su infección por todo #COM. #COM. Lore el planeta. Cuando parecía que todo se recuperaba lentamente a pesar de las numerosas bajas producidas, llegó el inesperado desplome económico a nivel mundial, lo que desestabilizó el sistema y propició la paralización de la industria y del conjunto nuclear de Estados Unidos. Los sistemas informáticos que controlaban el entramado nuclear desaparecieron por falta de liquidez. Cesadas las operaciones, se sucedieron los incendios y las explosiones descontroladas en el interior de las centrales nucleares. La contaminación radiactiva liberada a la atmósfera después de los accidentes de cada una de ellas, al cortar la energía que las alimentaba, terminó con casi la totalidad de la población mundial pasados unos años. Resulta aterrador tener a un enemigo invisible contra el que no se puede luchar de ninguna manera y sabes que tarde o temprano acabará con tu vida. Es imposible verlo, ni siquiera se puede palpar, pero está ahí, en el aire, y se mantiene impasible ante el paso del tiempo. Es una amenaza etérea que te persigue y que seguirá pululando en el ambiente durante miles de años. Solo existe un muro infranqueable para poder luchar ante esa nube radiactiva, y es el subsuelo. Los últimos moradores de las grandes urbes sucumbieron en su intento de frenar el avance incansable de la muerte, y terminaron sus días encerrados en edificios a la espera de que les llegara, de forma tranquila y súbita, la última de sus oraciones. Los elegidos nos erigimos como nómadas del tiempo sobreviviendo como podemos, en lugares insospechados y peligrosos que nunca hubiéramos imaginado poder habitar. Ha regresado a nosotros el instinto de sobrevivir, algo que había desaparecido hacía muchos años. Los días se hacen muy largos. No sabes qué te puedes encontrar cuando cae el sol, que es cuando los pocos supervivientes que quedamos podemos salir al exterior para no morir de un golpe de calor o deshidratados. Una vez ha oscurecido, llega el momento de arriesgarse. Nos ponemos nuestras protecciones y salimos. Realizamos escarceos por las calles sombrías y lúgubres de las ciudades para poder encontrar algún alimento. Entramos en el interior de las viviendas y buscamos por sus armarios y estanterías. Es sumamente arriesgado porque corres el peligro de ser atacado o devorado por otros supervivientes que se encuentran en la misma situación, pero es lo único que nos queda. Nos lleva muchas horas buscar comida enlatada por pueblos y ciudades. En la periferia y en las zonas alejadas de las grandes urbes todo es más fácil. Los cuerpos no se acumulan en las entradas de las casas, granjas o graneros. Además, utilizamos los pequeños cobertizos para refugiarnos en su interior durante varios días seguidos, para mantenernos alejados de la radiactividad existente. Sin embargo, cuando te desplazas a ciudades importantes y observas a su alrededor, puedes comprobar que continúan inmersas en el más oscuro ostracismo y plagadas de cadáveres por sus calles, plazas y comercios. Es muy complicado acceder a través de ellas y es necesario tomar más medidas de protección si cabe. En ocasiones tenemos la fortuna de encontrar botes de comida en conserva y en otras vuelves con las manos vacías, lamentándote de la mala suerte que has tenido. Intentamos no pensar en los días en los que no tenemos alimento debido a que han sido muchos y la costumbre lo termina convirtiendo en rutina. El cuerpo se ha acostumbrado a sufrir de dolor, de hambre y de resentimiento. Es algo crónico que pervive en nuestro interior y que nos ha hecho duros, muy duros. Desgraciadamente hemos aprendido a vivir con ello y lo vemos como algo normal en nuestro día a día. Hay otros muchos peligros. Uno de ellos es el peor que te puedes encontrar. Si la suerte no te acompaña, puedes cruzarte con grupos de personas armadas que buscan alimento. Es meramente imposible poder luchar contra ellos porque son grupos numerosos perfectamente organizados. Han conseguido agruparse para poder luchar contra las adversidades, y se han hecho fuertes. Son bandas de caníbales que recorren el país de punta a punta buscando gasolina para poder desplazarse y alimento para subsistir. Si logran sorprenderte atravesando el páramo estás muerto. Te llevan como rehén y les sirves de alimento para varios días. El canibalismo, después de haberse erradicado durante cientos de años, ha regresado debido a la imperiosa necesidad de comer. Pero ya nos hemos acostumbrado a escuchar de otras bocas esas historias. Se trata de esquivarlos y tener la verdadera fortuna de no cruzarte con ellos. Solo hay dos obsesiones que quedan latentes entre los supervivientes, encontrar alimento y hallar un refugio seguro. Todo lo demás ha perdido importancia y tratamos de seguir sobreviviendo y de vivir el presente, huyendo de los peligros que nos rodean. El futuro es algo lejano y apenas pensamos en ello, pero en algún momento lo hacemos, cuando una pequeña esperanza nos invade en sueños, imaginando que un mundo mejor es posible. Ya no se observan animales vivos en el exterior. Llevo años sin verlos. Se han debido de extinguir. No se ven pájaros surcando los cielos ni tampoco animales morando por las ciudades. Hace tiempo que las plantas han dejado de brotar. Los cultivos han desaparecido. La extensa vegetación que nos rodeaba y nos proporcionaba oxígeno, ha quedado sumida en un cúmulo de árboles secos rodeados de hojarasca oscurecida por el calor y la contaminación. La ceniza producida por los grandes incendios que asolaron muchas de las ciudades del Similar a Mad Max planeta lo cubre prácticamente todo. El horizonte que se divisa está seco y quemado por el sol, que aunque parezca más apagado, resulta abrasador. La atmósfera terrestre, al permanecer contaminada con materiales radiactivos, no permite pasar bien los rayos solares, pero los que consiguen atravesarla lo hacen con más fuerza y queman todo lo que se encuentran a su paso. Si te aventuras a salir a pleno sol, las graves quemaduras no tardan en aparecer sobre la piel. El exterior se ha convertido en un lugar en el que puedes permanecer muy pocas horas al día. El aire es irrespirable y el paisaje es sobrecogedor. Todo palidece y resulta difícil encontrar algo que tenga un color llamativo. Hace días que observo el horizonte y está tomando un color parduzco indescriptible, mostrándonos el futuro que nos espera. El planeta se apaga poco a poco. La arenisca y la suave ceniza que todo lo ciega barren el asfalto agrietado y derretido de las carreteras. El terreno llano que antes reverdecía por temporadas, ahora se encuentra quebrado y hendido por la intensa sequía que hace años se instaló en el planeta. Ya nada es lo que era. La mayoría de los ríos se han secado y los pocos que siguen llevando agua han dejado de tener peces, todos han desaparecido de la faz de la tierra. También se han contaminado los ríos subterráneos que antes emergían del subsuelo con agua cristalina y limpia. Los insectos que una vez poblaron las zonas húmedas buscaron refugio bajo tierra, y llegaron hasta donde el terreno les permitió, buscando algo de humedad para intentar sobrevivir. Se quedaron enterrados sobre una gruesa capa de barro seco y agrietado, olvidados para el resto de sus días. Jamás volverán a salir al exterior y difícilmente pueda volver a verse alguno sobre el planeta. Hoy por hoy puedo decir que se han extinguido para siempre. Nos queda un haz de luz, una pequeña esperanza de que todo, volverá a ser como antes. No sé qué generación será la que vuelva a formar un nuevo mundo, pero estoy seguro de que volveremos a vivir sobre la superficie como siempre lo hemos hecho. No encontramos ninguna otra forma de poder animarnos entre nosotros y de pensar en algo a lo que aferrarnos. Es lo que nos queda para vivir el día a día como si nada hubiera pasado. Siendo sincero conmigo mismo, creo que el planeta tardará miles de años en recuperar el aspecto que tenía antes y en tener una atmósfera más limpia que la que tiene actualmente. Todo es cuestión de esperar, porque el tiempo es el único juez sobre la tierra. Sólo él nos mostrará el futuro, y el momento en el que ha de llegar. Ahora, solo podemos luchar contra las adversidades y seguir contando los días que nos quedan de vida. Me he convertido en un nómada que marcha de un lugar a otro esquivando los peligros y agarrándome a lo que puedo para no caer en la depresión. Sigo avanzando sin rumbo hacia algún lugar seguro. Miro hacia atrás y me derrumbo pensando en todo lo bueno que tuvimos algún día. Es difícil entender cómo hemos llegado a la situación en la que nos encontramos. No supimos dar el valor suficiente al vergel sobre el que vivíamos, y ahora tenemos lo que no queríamos, el verdadero infierno en el que luchamos a diario por no morir. Marcho con un grupo de personas buenas que viajan como yo, hacia un lugar mejor. Nos llevamos bien y estamos seguros de lo que queremos. Avanzamos hacia un nuevo mundo. Uno que aún no conocemos y que nos permitirá empezar de cero. Nuestra aventura continúa más allá de las fronteras que nos hemos puesto algunos, concienciados de que hay un lugar mejor en el que se puede seguir viviendo lejos de la contaminación existente. Pero está en algún lugar lejano y el viaje puede hacernos sufrir un nuevo revés, uno capaz de terminar con todas nuestras esperanzas para siempre. Volveremos a ver nuevas personas, animales, plantas… y regresaremos con más fuerza que nunca. Este legado que hemos heredado no lo queremos. Hubo un día en el que fuimos felices y nos imaginábamos un futuro mejor. Permanecimos rodeados de tecnologías que nos hacían la vida más fácil y de avances médicos que hicieron que la esperanza de vida aumentara de forma considerable. Pero ya no queda nada de eso. Todo terminó hace unos años y sufrimos las consecuencias de la toma de decisiones equivocadas por determinadas personas. Hay algo que me pregunto una y otra vez, ¿tantas barbaridades hemos cometido como para merecer esto? Pero lo que no podemos hacer es quedarnos parados esperando a que algo mejor llegue a nosotros solo. Eso no llegará. Sobre el planeta no hay un dios verdadero que te ayude y se aferre a tu mano para salir adelante. Hay que partir para buscarlo y al final lo encontraremos. Nos quedan pocas fuerzas pero las utilizaremos para luchar un día más. Sorprendentemente, mi padre, antes de morir, me dejó un legado que hará renacer de las cenizas a la humanidad. Sólo unos pocos lo conocen y saben que probablemente se pueda cambiar el curso del destino y dejar una puerta abierta al nuevo mundo. Hay herencias que duelen debido a las ausencias que dejan, pero hay otras que animan a seguir luchando por el día a día, aunque lo hagan repletas de incógnitas y secretos de lo que acontecerá en el futuro. Soy el elegido y el heredero del futuro, y lucharé por mantener intacto ese legado. CAPÍTULO 2 QUÉ FUE DEL PASADO (I) A pesar de haber permanecido en un círculo seguro, hemos escuchado un grito de espanto. No hay paz, sino terror. Estábamos apercibidos, pero no lo tomamos en serio y ahora lo pagamos. Todo parecía normal hacia el año 2030, cuando el conjunto de los países más poderosos respiraban una calma inusual que había conseguido alargarse más de una década. Jamás había existido semejante equilibrio. Los habitantes del planeta se habían acostumbrado a vivir de una manera tranquila, pacífica y dialogante. Las relaciones entre las naciones eran inmejorables y existía un objetivo común: el bienestar de todos y cada uno de los habitantes de la tierra. Siempre aparecían focos que se escapaban a esa normalidad entre los países más pobres, pero recibían ayudas efímeras de las potencias más desarrolladas y permanecían en silencio y en calma, a la espera de que en los años venideros pudieran resurgir de sus cenizas. Se lograron avances espectaculares en el campo biogenético y celular. También se consiguió controlar la plaga mortal de los últimos cien años, el cáncer. Los laboratorios farmacéuticos se especializaron en realizar estudios genéticos y cromosómicos individuales. A través de la sangre se conocía el tipo de secuencia genética de toda la población. Bastaba con tomar unas cápsulas específicas y con unas sencillas pruebas se conseguían las secuencias de cada persona. Nuestras vidas iban encaminadas a vivir más y más años. Pasaríamos de los cien años de edad sin problemas importantes de salud. También los avances médicos habían llegado hasta los hogares y los hospitales solo eran visitados por enfermos graves y terminales. Casi toda la población mundial tenía acceso a esos avances y tenían medicinas individualizadas para cada una de sus dolencias. Nuestros estudios genéticos nos mostraban los problemas coronarios que tendríamos en un futuro y a qué edad nos afectarían. Desapareció la fecha de caducidad de las medicinas. Los principios activos eran tan puros y estaban tan bien definidos que no se temía por la pérdida de efectividad. Teníamos armarios llenos de botes de comprimidos con las fechas impresas de cuándo tendríamos que tomarlas. Todo estaba planificado gracias a los datos cromosómicos y genéticos que teníamos, y que año tras año renovábamos para poder vigilar cualquier desviación sufrida. Gracias a la tranquilidad que eso nos aportaba, las enfermedades psicológicas y psiquiátricas se esfumaron del planeta. Después de miles de años pudimos decir que lo habíamos conseguido casi todo. Ya no era necesario realizar donaciones de sangre. La sangre artificial era un hecho y se fabricaba en el interior de varios laboratorios japoneses, después de realizar exhaustivos estudios sobre cientos de miles de personas. En un primer momento, los estados se mostraron reacios a la firma de los convenios farmacológicos, pero después de un tiempo dieron vía libre a los acuerdos para que todo el planeta pudiera beneficiarse. Después de los tratados, proliferaron las fábricas de sangre artificial por todo el planeta. Las tres cuartas partes de la población habían recibido transfusiones de sangre artificial sin necesidad de tomar ningún fármaco para que el cuerpo no la rechazara. Desgraciadamente, los continentes más pobres del planeta no tuvieron la misma suerte y no tenían dinero para pagar los tratamientos. Asia y África fueron los grandes olvidados de los avances que consiguieron implantar en el resto del mundo. Los avances tecnológicos también superaron con creces lo imaginado años atrás y las casas eran ordenadores gigantescos manejados por unos pequeños aparatos que nos hacían la vida más fácil. Al frente de la tecnología se encontraba la compañía ULISES CORPORATION, que se había especializado en aportar comodidad a todos los hogares del mundo. La compañía creció de manera espectacular cuando sacó al mercado uno de sus mejores inventos. Fue uno de los más sonados en la última década y se llegaron a vender cerca de cien millones en todo el mundo. Se llamaban Wellfar o bola del bienestar. Desde ellos controlabas la temperatura de la casa, la alarma, la graduación de la luminosidad de las estancias, la hora de levantarse, la temperatura del agua de los grifos, la cantidad de comida que debías ingerir… La compañía formaba parte de la mayoría de los hogares a través de una gran cantidad de robots de limpieza y de módulos de seguridad en puertas y ventanas. En pocos años se había conseguido llegar a lo que los antepasados habían soñado, a una vida totalmente controlada por la tecnología en casi todos los hogares. Realizábamos escasos esfuerzos para llevar el control de todo lo que nos rodeaba. Por primera vez nos sentimos poderosos. En el tema de los vehículos de transporte poco se había avanzado. Después de estar durante unos treinta años intentando implantar los vehículos eléctricos, se llegó a la conclusión de que el mantenimiento era bastante más costoso que el que se necesitaba para los vehículos de gasolina. Mucha culpa de aquello lo tuvo el descubrimiento de innumerables pozos petrolíferos sobre el Ártico. Las grandes compañías petrolíferas realizaron importantes esfuerzos económicos y habían dado sus frutos. Había combustible suficiente para cientos de años más, algo que ayudó al aumento de la contaminación y a la destrucción de la capa de ozono, hasta llegar a destruirla casi por completo. Durante una década, muchos vehículos circularon sin conductor por las autopistas de diferentes países. Tampoco dieron buenos resultados. Los accidentes se producían a diario debido a los fallos de conexión y de software que se producían en las centralitas. Se dio marcha atrás y se terminaron prohibiendo. Se depositaron muchas esperanzas y numerosas expectativas en su funcionamiento, pero resultaron ser un auténtico desastre. Los tipos de cáncer de piel experimentaron un ascenso preocupante durante muchos años hasta que consiguieron reducirlos paulatinamente. En un laboratorio de China, descubrieron una loción corporal que paralizaba cualquier resquicio de carcinoma o melanoma en la piel. Bastaba con aplicársela por todo el cuerpo para estar protegido de los rayos solares. Regeneraban las células muertas de la piel y conseguían eliminar restos de material genético defectuoso producido por la exposición solar. Fue otro gran descubrimiento que marcó un antes y un después en el control de algunas enfermedades graves. La contaminación de la atmósfera fue en aumento. También las enfermedades respiratorias hicieron estragos en la población cobrándose millones de muertes en el mundo, sobre todo en los lugares más industrializados. Las alergias y problemas alimenticios se dispararon y se cobraron muchísimas muertes. Las grandes compañías dedicadas a explorar el espacio se habían adelantado a su época y habían conseguido grandes logros. Estados Unidos había sido el país que más había apostado por visitar otros planetas y tenía proyectos muy avanzados para continuar exitósamente su carrera espacial. Aportaciones económicas de empresas privadas ayudaron a posicionarse por delante de las demás potencias, que desgraciadamente se habían apartado de la carrera por conquistar el espacio. El mayor de los logros conseguidos había sido viajar a Marte con una nave tripulada por astronautas. Lo repitieron hasta en ocho ocasiones y había sido todo un éxito. El excesivo tiempo que se tardaba antaño en llegar hasta el planeta rojo, se había reducido considerablemente de trescientos días a ciento cincuenta. Sobre la superficie de Marte había instalados módulos especiales preparados para acoger a varios astronautas. Estudiaron la posibilidad de seguir instalándolos año tras año hasta conseguir fijar colonias humanas permanentes. Constaban de generadores de oxígeno y de depósitos de agua potable. Varios módulos, tenían instalados cápsulas de cultivo para poder simular huertos hidropónicos de algas, acelgas, lechugas, patatas y espinacas, que a su vez suministraban oxígeno a través de las hojas de las plantas. Habían conseguido que los huertos sobrevivieran y crecieran ayudados por las heces y la orina de los astronautas, al contener gran cantidad de proteínas que favorecían su crecimiento. Se tenía la ligera sospecha de que decenas de personas vivían desde hacía años en los módulos, pero el secretismo que rodeaban las misiones al planeta rojo era absoluto y no dejaban nada suelto al azar. Hasta que no tuvieran informaciones esperanzadoras y prometedoras, no podrían compartir con el mundo la noticia de la existencia de colonias humanas permanentes en Marte. Había varios proyectos en marcha pero se llevaban con la más absoluta discreción, para evitar que las demás potencias plagiaran los métodos utilizados en la creación del nuevo mundo. La paz mundial también iba en concordancia con la normalidad reinante. Pero los ambiciosos proyectos que tenían algunos países no eran aceptados por otros. Volvió a aparecer la avaricia, y el poder del dinero apremiaba por encima de todo lo demás. Y desgraciadamente, después de muchos años sin guerras locales entre comunidades y sin guerras internacionales, llegó un conflicto bélico que aumentó la contaminación del aire que respirábamos en nuestro planeta. Estados Unidos, Rusia y China entraron en guerra, pero no en una cualquiera, sino en una que fue cruel y absurda. Las tres grandes potencias lucharon por imponer sus leyes para convertirse en los más poderosos del planeta. El descubrimiento de gran cantidad de pozos petrolíferos en el Ártico mermó la unidad entre unos y otros. Todos querían hacerse con su propiedad para ser los siguientes que reinaran en el mundo. Había mucho dinero en juego y entraron en conflicto. Durante meses lucharon encarnizadamente a través de innumerables bombardeos químicos y biológicos sobre sus poblaciones. Sinceramente, nunca se conocerá a ciencia cierta cuantas personas fallecieron a causa de los agentes químicos, pero a día de hoy siguen viajando de un lugar a otro del planeta a través de la atmósfera. Y los casos de fallecimientos por enfermedades derivadas de la exposición a esos elementos químicos fueron en aumento sin poder frenarlos. Las muertes habían aumentado en un veinticinco por ciento debido a diferentes tipos de cáncer. Pero seguíamos viviendo dentro de una burbuja pensando que aquello no acabaría con todos los habitantes del planeta. Se miraba hacia otra parte para no revertir el alto nivel de vida que llevábamos. Se hicieron avances y descubrimientos en la medicina para poder rebajar los efectos secundarios de esa exposición prolongada y continuamos durante muchos años sin guerras. La paz volvió a reinar entre los países, sabiendo que una nueva guerra acabaría con toda la humanidad. De nuevo se dieron cuenta de que las guerras por el poder no llegaban a nada bueno. Las miles de muertes derivadas por problemas respiratorios que había año tras año, se tenían en cuenta, pero se ocultaban para no alarmar al resto de los habitantes del planeta. Las mayores potencias lo mantenían en secreto. De haber salido a la luz pública, hubiera cundido el pánico entre la población. Pareció que todo se normalizaba durante años y los países realizaron enormes esfuerzos para mantener la paz mundial. Los países desarrollados volvieron a la vía pacífica y empezaron a ayudarse entre ellos. Se destinaron enormes cantidades de dinero para ayudar a los más necesitados. Anualmente, se realizaban reuniones internacionales en diferentes países para rebajar tensiones entre las naciones más poderosas. Se firmaron importantes acuerdos entre los países subdesarrollados para poder mejorar su posición respecto a los más avanzados. Se merecían una oportunidad y accedieron a celebrar reuniones en países pobres, para poder adherirlos a los nuevos proyectos iniciados. Y en una de esas reuniones ocurrió algo tan catastrófico que significó el principio del fin para el planeta. Fue algo tan macabro y casual, que sin saberlo, iba a marcar el principio del fin del bienestar en todos los países del mundo. CAPÍTULO 3 QUE FUE DEL PASADO (II) República Democrática del Congo. Kinshasa. Reunión Anual de Naciones Unidas. 18 de Abril de 2035 Entonces los espíritus de los demonios reunieron a los reyes en el lugar que en hebreo, se llama Armagedón. Era una mañana del mes de Abril. Un sol de justicia iluminaba con fuerza una zona a las afueras de la capital de la República Democrática del Congo. Parecía un día cualquiera, pero escondía algo terrorífico tras el umbral de lo lógico. Ese día iba a marcar el devenir del planeta. Nadie sabía lo que estaba por llegar. Lionel Labou Tasik, pastor evangélico de Kinshasa, trabajaba como de costumbre en su granja de animales al sur de la ciudad, en una zona escarpada ligada al parque natural. Lionel era un tipo peculiar. Vestía con trajes elegantes, camisa blanca y zapatos de piel, aunque se le viera trabajando en la granja. Era una persona alta y corpulenta, y como miembro de la iglesia era buen orador. Sus facciones no pasaban inadvertidas. Tez ancha, cejas pobladas y amplia sonrisa. Era de raza negra, pero su piel no era tan oscura como la de sus fieles y seguidores, que provenían de familias ligadas a importantes tribus del interior del país. Por las mañanas se dedicaba solo y exclusivamente a su granja, y por las tardes se desplazaba a dos iglesias para poder profesar su fe hacia los más necesitados de la ciudad. Sus fieles seguidores se encontraban muy unidos a Lionel, y éste les profesaba un apoyo incondicional. Les infundía un curioso cariño hacia lo desconocido para que se evadieran de los problemas de su día a día. Sinceramente, lo necesitaban, si no querían verse apocados a una vida que girara en torno a la delincuencia. Vivían inmersos en una pobreza extrema y necesitaban algo por lo que luchar. Lionel sabía cómo ayudarlos y se dedicaba a ello muchas horas al día. El hecho de escucharles a diario, hacía que acudieran en masa a las misas que ofrecía en la iglesia del centro de Kinshasa y en la que había al sur de la ciudad. Nadie faltaba a sus oraciones. Era curioso el amor y el apego que todo el mundo le profesaba. Se los había ganado a todos a base de escucharles y comprenderles, además de ayudarles con pequeñas aportaciones de dinero y comida. Como cada día, Lionel Labou se levantaba a las seis de la mañana, preparaba un buen desayuno a base de leche cruda de cabra y tostadas, se aseaba, y salía a la calle para cuidar de sus animales. Cada día tenía una serie de actividades enfocadas a llevar un orden estricto dentro de su granja. Le ocupaba muchas horas al día, pero aquella era su vida y se sentía orgulloso de seguir con ella. Era lo que más quería y todos y cada uno de los días daba gracias por poder tener aquello. Solo descansaba los domingos, que los dedicaba exclusivamente a montar en bicicleta por el centro de Kinshasa y a pasear por los caminos de tierra que había en la periferia de la ciudad. Era una persona deportista y su complexión atlética daba buena fe de ello. Era viernes y le tocaba entrar en la sala de despiece de aves, elegir las gallinas más veteranas y sacrificarlas. Las vendería al día siguiente en el pequeño mercado de la ciudad. Sacaría algo de dinero para ayudar a sus fieles y aportaría su granito de arena para que pudieran disfrutar de una vida mejor. Pero ese día tenía prisa porque estaba invitado a una reunión de las Naciones Unidas que se celebraba anualmente. Y el lugar en el que se celebraba era Kinshasa. Una semana antes había recibido una invitación al evento por parte del Ministerio del Interior del país. Para ellos era una persona muy importante y muy querida en la ciudad. Uno de los requisitos marcados para acudir a la cita era la obligación de asistir junto a una comitiva especializada en relaciones internacionales. Para Lionel, aquello no era ningún inconveniente y sabía que nunca se le volvería a presentar una oportunidad parecida. Jamás había asistido a reuniones de semejante calibre, pero sabía que su envidiable comportamiento y su caballerosidad eran una buena carta de presentación frente a su escasa experiencia en actos parecidos. Siempre había mostrado una educación y un trato exquisito hacia todo el mundo y había conseguido sacar de la extrema pobreza a gran cantidad de personas de Kinshasa, ayudándoles a incorporarse al mundo laboral y apartándoles de las calles. Ese día tenía que estar más despierto que nunca para no dejar nada suelto al azar y para poder terminar todo lo que acumulaba en su agenda. Sabía que a pesar de que sería un día agotador, obtendría su recompensa al llegar la noche. Tenía que realizar sus tareas diarias en la granja, comer y asearse para estar en perfectas condiciones para la reunión. Se encontraba totalmente emocionado y no cabía en sí de la alegría que lo embargaba. Debido a la magnitud e importancia de la invitación, había tenido una semana bastante complicada. Se encontraba agotado después de que los nervios no le permitieran conciliar el sueño con facilidad. Sabía que iba a compartir espacio con las personas más importantes del planeta y le engrandecía notablemente su presencia en la cita. Sabía que aquello le abriría muchísimas puertas al considerarse algo irrepetible, y no quería perder la oportunidad de poder asistir a algo así. Se trasladó hacía los vallados de las gallinas y se quedó inmóvil, pensativo, con la mirada perdida. Afiló sus cuchillos en la enorme piedra que había a la entrada de la sala de despiece y se dirigió hacia los animales. Un momento antes, desde la distancia, había elegido a las gallinas que sacrificaría. Había observado a lo largo de la semana que algunas habían dejado de poner huevos. Las conocía a la perfección y sabía, por la forma de moverse o de comer, cuál era más vieja o cuál se encontraba enferma. Llevaba tantos años haciendo aquello que había adquirido una capacidad innata. Eligió las más grandes y las metió en un saco de hilo grueso. Sabía que contra más grandes fueran, más dinero conseguiría. Le costó hacerlo debido a que tenían un buen tamaño. Salió del vallado y se dirigió hacia el interior de la sala de despiece de la granja, para poder sacrificarlas. Pero el destino le tenía guardada una sorpresa. Las prisas y los nervios no le ayudaron aquella mañana. No estaba concentrado en la actividad que llevaba a cabo y fue pasando por alto algunos detalles importantes en la sala de despiece. Desde que en el año dos mil catorce se expandió por el centro de África el virus del Ébola, extendiéndose hacia el resto del mundo y provocando numerosas muertes en el planeta, se ordenaron unos protocolos de seguridad a seguir en las granjas de animales y de aves de todo el mundo. Se impusieron unas normas de higiene bastante estrictas. Había un establecimiento obligatorio en el orden y en la forma de colocarse la ropa de protección y la mascarilla. También lo había a la hora de quitarse todas las protecciones. Eran unas normas de obligado cumplimiento y que había que llevarlas a rajatabla para no caer en ningún fallo humano que pudiera resultar catastrófico. Pero aquella mañana, Lionel no siguió el orden de los protocolos de seguridad obligatorios y se saltó alguno de ellos, víctima de las prisas y los nervios. Lionel se arremangó su camisa blanca impoluta hasta la altura de los codos, se colocó el mandil oscurecido por la sangre reseca de otros animales y se dirigió hacia la pila de alcohol. Volvió a observar a las gallinas dentro del saco, se calzó las botas de agua para no manchar sus brillantes zapatos y se le olvidó embadurnarse las manos con alcohol, para desinfectárselas antes de introducirlas en los guantes. Aquel no fue el único error cometido. En la mesa de despiece y una vez seleccionados los animales, fue sacrificando las gallinas una a una y las fue sesgando el cuello con un enorme cuchillo afilado. No lo hizo como de costumbre, y se le pasó colocarse la mascarilla. Una de las gallinas, al notar el frío del metal del cuchillo, realizó un movimiento brusco hacia uno de los lados y expulsó gran cantidad de sangre hacia su rostro. Desgraciadamente, tragó buena parte. Notó el extraño sabor deslizándose por su garganta y entró en cólera con el animal ya muerto. Le pareció tan asqueroso que se puso a vomitar allí mismo, junto a la pila del alcohol. Pero no cejó en su empeño de terminar y continuó con su tarea sin lavarse. No podía perder tiempo o no estaría preparado para cuando fueran a buscarle. Tampoco le importó que el cuello de su camisa de color blanco nuclear quedara embadurnado de un líquido viscoso, rojizo y oscuro. Aquello no significó un problema para él. Más tarde la metería en lejía para volver a dejarla como nueva. Necesitaba acabar con aquel trabajo lo antes posible. Era su día y no iba a desaprovecharlo. Sobre las tres de la tarde, y después de haber realizado la ardua tarea de despiezar a los animales y de limpiar la sala de despiece, regresó a casa y subió la empinada escalera hacia el porche. Retiró la mosquitera de la puerta y entró dentro. Se descalzó las botas de agua y las metió en el armario que tenía para tal fin. Enseguida sintió alivio en la planta de sus pies. Subió a la primera planta y se cambió de ropa, antes de regresar a la planta baja para comer. Más tarde se ducharía para estar en perfectas condiciones. Se sentó a la mesa y se puso a comer. Levantó la mirada y se sorprendió de no haber encendido la televisión. Era algo inusual en él. Tenía la costumbre de escuchar los avances de noticias mientras comía, pero se encontraba tan distraído con la reunión que no cayó en la cuenta de encenderla. Pensó que le vendría bien mantenerse alejado de noticias procedentes del exterior que solo conseguirían ponerle más nervioso. Él mismo se dio cuenta de que aquella mañana se encontraba algo despistado y que había actuado de una manera un tanto atropellada. Observó el plato de comida y empezó a sentir angustia. Su estómago empezó a cerrarse tras probar varias cucharadas del guiso de patatas con carne que había preparado. Sintió unos ligeros pinchazos sobre el abdomen y se dio cuenta de que no se encontraba bien. Enseguida lo achacó a los nervios, pensando que eran los causantes de la falta de apetito. Minutos después dejó la cuchara sobre la mesa y dejó el plato sobre la encimera. No pudo comer más debido a que los dolores abdominales fueron en aumento. Se dirigió al salón y se tumbó a descansar sobre el sofá. Empezó a sentir mareos. Para poder mitigarlos, dejó de lado la tensión que acumulaba y se relajó, observando el techo y pensando en sus cosas. Se acomodó un cojín bajo la cabeza y cerró los ojos. Enseguida se quedó dormido, pero no unos minutos, si no más de la cuenta. Para cuando quiso despertarse, estaba a tan sólo una hora de que llegara el coche oficial para recogerle. No se lo podía creer. Maldecía una y otra vez el momento en el que se había quedado dormido. Empezó a ponerse nervioso. Se incorporó y sintió un mareo agudo, que hizo que volviera a sentarse de inmediato. Empezó a sentir frío y se encontraba empapado en sudor. Se pasó la mano por la frente y la deslizó sobre ella, secándola con un pañuelo. Tenía el pecho hundido y notaba una presión inusual en él. Pero hizo caso omiso a aquellos síntomas y subió a la segunda planta para ducharse. Pensó que aquello le ayudaría a mejorar su estado y se espabilaría. En pocos minutos se encontraba preparado para la cita. Aún le sobraron diez minutos, que aprovechó para recoger la cocina. Después se dirigió al pasillo de la entrada y se miró sobre el espejo. El mareo había desaparecido pero su rostro no tenía buen aspecto. Tenía los ojos muy enrojecidos a pesar de haber dormido un par de horas sobre el sofá. Cogió un colirio que tenía en el interior de uno de los cajones de la cómoda de la entrada y se echó unas gotas en los ojos. Enseguida sintió un escozor inusual y un intenso pinchazo sobre las pupilas. Se secó con un pañuelo y volvió a mirarse al espejo. Pasados cinco minutos su aspecto no había mejorado en absoluto. Empezó a preocuparse por el malestar que sentía al desconocer qué le estaba ocurriendo. Aquella mañana se levantó con la misma vitalidad con la que lo hacía todos los días, pero conforme pasaban las horas se encontraba más cansado y decaído. Se dirigió a la cocina y se tomó unas vitaminas que guardaba en el interior de uno de los armarios. Pensó que en unas horas se encontraría mejor. A las siete en punto divisó sobre el horizonte de su granja un Cadillac negro, dejando tras de sí una estela de polvo provocada por la fina arena del carril sin asfaltar. Se acercó a la casa a toda velocidad. Lionel salió al porche con su maletín de cuero bajo el brazo y bajó la empinada escalera. Esperó pacientemente a que el coche llegara hasta donde él se encontraba. Bajaron cuatro personas. A una de ellas ya la conocía. Era Ángel Monje Maldonado, su ayudante en las iglesias y parroquias de Kinshasa. Se dirigió hacia él y le dio una buena palmadita en la espalda. No llegaron a abrazarse para no arrugar sus estiradas camisas. Se alegraron de volver a verse. La cita a la que asistirían era muy importante para ellos. —¿Qué tal estás, hermano? ¿Preparado? ¡No tienes buen aspecto!—exclamó Ángel—. ¿No has dormido bien esta noche? —Hola, Ángel. No me encuentro muy bien, no sé si serán los nervios o que estoy incubando una buena gripe. Pero no te preocupes, tampoco es preocupante. Ya se me irá pasando conforme vaya transcurriendo la tarde. Estaré bien. ¿Quiénes son tus amigos? —preguntó Lionel. —Estas personas que nos acompañan son más que amigos. Gracias a ellos podemos asistir a la reunión de la ONU. Te los presento, ellos son Lixardo Montoya, ayudante de la orden católica de Kinshasa, y Haim Letona, nuestro cónsul en República Democrática del Congo. Es la persona que propuso al presidente nuestra presencia en la cita. Internacionalmente, está muy ligado al papel que llevamos a cabo con la gente necesitada y está informado de todos nuestros esfuerzos. Y por último te presento a Moise Katumbi Chapwe, el mismísimo jefe de las milicias del sur del país. Él fue quién erradicó las guerras entre etnias y tribus que acabaron con miles de muertos hace algunos años. ¿Qué te parece el equipo? ¿Estarás contento de venir no? —preguntó Ángel, frunciendo el ceño al observar el aspecto demacrado de Lionel. —Encantadísimo de estar al lado de tan buen equipo. ¡Por supuesto que sí! Estoy deseando llegar a la reunión y disfrutarla junto a todos ustedes. Gracias de verdad por contar conmigo para tal evento, es algo que significa muchísimo para mí y no tengo suficientes palabras de agradecimiento por haber tenido este maravilloso gesto hacia mi persona. ¡Vámonos pues! ¡No quiero llegar tarde! —exclamó Lionel entre risas. Subieron al coche oficial y tras charlar unos minutos animadamente entre ellos, continuaron el trayecto en silencio. Ángel Monje ejercía de chófer improvisado, al no haberse presentado la persona que debía de hacerlo. Llamó una hora antes para avisar de que se encontraba enfermo en cama y que no iba a poder llevarlos a la reunión. Pero la verdad es que a Ángel no le importó ponerse al volante. Con tal de asistir a la reunión hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa. Además, para él era un honor poder trasladar a personas tan importantes del gobierno de la República Democrática del Congo. Lionel seguía sin encontrarse bien. No conseguía superar el dolor de cabeza y la pesadez que sentía sobre su cuerpo le estaba dejando agotado. No dejó de sonarse la nariz, estornudar y toser durante los cincuenta minutos que duró el trayecto. Su malestar fue en aumento. Conforme pasaron los minutos notó cómo le subía la fiebre, por las tiriteras que sufría. Además, le empezó a sangrar la nariz abundantemente. No terminaba de entender lo que le ocurría. Se encontraba tan agotado que le parecía que hubiese estado trabajando durante varios días seguidos. El cansancio que sentía hacía que se encontrara exhausto y agotado. Su compañero de iglesia, Ángel, no dejó de observarle a través del retrovisor interior del coche. Le miraba de forma extraña, como cuando se mira a un enfermo. Realmente, y sin él saberlo, lo estaba. Había caído enfermo, víctima de algo desconocido para él. Y Ángel, sabía que su amigo no se encontraba en perfectas condiciones, bastaba con ver el aspecto que tenía. A Lionel se le hizo eterno el viaje a la capital del país. Los minutos pasaron lentamente hasta que por fin se aproximaron al perímetro del palacio de congresos de Kinshasa. Dos estrictos controles de seguridad se apostaban a la entrada. Una larga caravana de coches oficiales avanzaban lentamente hacia el patio interior de las instalaciones. El ejército ayudaba meticulosamente en la labor a la policía. Era un día muy importante para el país, y si todo marchaba bien, sería todo un éxito para la República Democrática del Congo. Pusieron todos los medios a su alcance para que nada se pasara por alto durante el evento. Sabían que el esfuerzo que habían realizado daría sus frutos, algo que el país agradecería. Los grandes mandatarios de todos los países del mundo ya se encontraban en su interior. Para poder acceder tuvieron que presentar en la ventanilla de acceso al recinto los papeles de acreditación de entrada al evento. Nadie podía acceder al interior sin el pase especial de invitado. Era una reunión muy importante para el planeta y la organización llevada a cabo estaba estrictamente controlada. Había una vigilancia extrema. Después de una larga espera de veinte minutos, le llegó el turno al coche de Lionel, Ángel y los otros tres acompañantes. Les invitaron a salir del coche y recibieron los oportunos cacheos, como habían hecho con los demás asistentes a la cita. Se vieron obligados a enseñar sus maletas y maletines a los militares. Un perro adiestrado accedió al interior del vehículo para que olfateara posibles explosivos. Se entretuvo olisqueando más de la cuenta en el asiento donde había permanecido sentado Lionel Labou. Sacaron al animal del vehículo, pero antes de llevárselo para que olisqueara otro coche, volvieron a introducirle de nuevo, al observar cierto nerviosismo en él. Pero había sido una falsa alarma. La segunda vez que entró se entretuvo lamiendo la manilla de la puerta en la que había estado agarrado Lionel. El soldado pegó un tirón de la correa y lo sacó bruscamente de la parte de atrás. Les dieron la orden de volver al interior del vehículo. Les sellaron las invitaciones a la reunión y prosiguieron su camino para que siguieran registrando a todos y cada uno de los vehículos. Circularon durante una milla por un pequeño carril asfaltado, hasta llegar al aparcamiento habilitado para los invitados al evento. Desde allí se podía observar la explanada principal del palacio de congresos. Ante ellos se erigía un majestuoso edificio de mediados del siglo XIX. Poseía a ambos lados unas torres con cúpulas recubiertas de algún tipo de metal dorado. En la parte central se encontraba la entrada principal, a la que se accedía a través de una gran escalinata de mármol. Observaron a su alrededor y comprobaron que había una vigilancia extrema. La prensa tomaba instantáneas desde la parte inferior de la escalinata, en un lugar reservado para ellos y rodeado por unas vallas de seguridad que los militares habían instalado unas horas antes. El perímetro no podía ser rebasado bajo ninguna circunstancia hasta que no hubiera finalizado la reunión. Los líderes mundiales invitados a la reunión permanecían rodeados de una exhaustiva vigilancia por parte del ejército y de un buen número de guardaespaldas alrededor. Los diferentes jefes de estado de todos y cada uno de los países participantes fueron posicionándose sobre la escalera principal. Posaron sonrientes para las fotos de los medios locales, nacionales e internacionales. Había mucho movimiento por allí. Era el momento más tenso de la reunión, debido al miedo que existía a que se produjera algún atentado. Innumerables miembros de seguridad rodearon la escalinata principal y las puertas de acceso al edificio. El blindaje era absoluto debido a las numerosas manifestaciones que se habían sucedido por las calles de Kinshasa unas semanas antes, cuando se hizo oficial el comunicado del lugar en el que se celebraría la reunión anual de la Organización de las Naciones Unidas. Fuera del recinto, tras las vallas, y tras el primer cordón policial, las masas protestaban enfervorizadas por el elevado gasto de dinero que se había realizado. Múltiples protestas se llevaban a cabo por toda la ciudad, pero el grueso se encontraba allí. No entendían, que aun siendo uno de los países más pobres del mundo, dispusiera de medios económicos para tal evento. El país se encontraba inmerso en la más absoluta de las pobrezas y no se había hecho nada por evitarla. Aunque la población sabía que si la reunión marchaba bien y conseguían firmar importantes acuerdos, podrían recibir ayudas para los más necesitados y para los centros de internamiento que había repartidos por toda la ciudad. También conservaban la esperanza de que al asistir a la reunión personas adheridas a la iglesia como lo eran Lionel Labou y Lixardo Montoya, podrían conseguir algo beneficioso de todo aquello. Kinshasa era conocida por tener una fe inquebrantable hacia las personas que idolatraban, y gracias a eso los manifestantes mantuvieron la calma y los disturbios no fueron a más. Además, estaban estrechamente vigilados por multitud de soldados del ejército y no dejarían que aquello fuera a mayores. La seguridad existente iba en concordancia con la importancia del evento, que era retransmitido en directo por todas las cadenas de televisión del planeta. Todos los invitados fueron colocándose en filas de a dos para poder entrar a la reunión. Se acercaba el momento y los nervios empezaron a aparecer entre los líderes congregados. Sólo faltaba que llegara el momento culminante. Aún no habían hecho acto de presencia las dos personas más importantes del país, pero no tuvieron que esperar mucho tiempo. Pasados cinco minutos, apareció un llamativo Lincoln blindado y estacionó a los pies de la escalinata principal. Antes de abrir la puerta para que salieran, varios escoltas privados y miembros del ejército se posicionaron delante del coche para protegerlos. Existía un miedo atroz en el país a que fueran víctimas de algún tipo de atentado. Les abrieron la puerta trasera del vehículo y salieron. Omari Bikandi, presidente del país y Obomo Scuba, vicepresidente, posaron sonrientes ante la prensa. Era un acto superlativo para ellos. Tener una reunión de tal magnitud de cara al mundo entero, les engrandecía como mandatarios. Mostraban con orgullo la bandera de su país, ondeándola sin pausa. Saludaron con la mano en alto y subieron la escalinata hasta llegar a la parte superior del palacio de congresos. Allí se dieron un apretón de manos y saludaron al presidente de la Organización de las Naciones Unidas, Steve Olson, que los esperaba en la puerta principal. Les hicieron unas últimas fotos y se volvieron sonrientes hacia el interior. Acto seguido, les llegó el turno a los casi ciento cincuenta jefes de estado, delegados e invitados a la cita. Pacientemente, entraron tras la estela de los presidentes y el vicepresidente del país. Pero a pocos pasos de allí algo no marchaba bien. Lionel Labou se encontraba peor e intentaba disimularlo para no alarmar a los demás. Sabía que no podía echarse atrás en aquel momento. Si decidía abandonar, nunca más podría estar al frente de las dos iglesias que le habían asignado. No quería protagonizar una huida a la carrera de la reunión, era el pastor evangélico de Kinshasa y sus fieles no llegarían a perdonárselo nunca. Además, quedaría relegado a la más absoluta de las miserias. Sudaba muchísimo y sangraba abundantemente por la nariz. Apretó el pañuelo con fuerza para cortar la hemorragia. Le dolían las cuencas de los ojos y empezó a ver borroso. La vista le fallaba y sintió cómo sus globos oculares se hinchaban. Por momentos creyó que los ojos se le saldrían de su sitio. Los tenía muy enrojecidos. Pensó en el colirio que utilizó antes de salir de casa, y maldijo el momento en el que se echó aquellas gotas. Pero no se rindió y aguantó con las escasas fuerzas que le quedaban. Entraron por el pasillo central que comunicaba con el auditorio. Los asistentes se sorprendieron con la exquisita decoración que llenaba de colorido los pasillos principales. Espectaculares adornos florales y tapetes dorados vestían las estancias de una manera excepcional. El murmullo que pululaba sobre el pasillo principal llegaba hasta los oídos de Lionel en forma de dolorosas punzadas sobre sus tímpanos, que empezaron a sentir un intenso dolor en su interior. Tenía la mirada perdida. Sus acompañantes intentaron hablar con él en repetidas ocasiones, pero le fue imposible mantener una conversación fluida con ellos. Intentó ocultar su rostro a los demás agachando la cabeza. Estaba muy asustado porque no sabía lo que le ocurría. Atravesaron el vestíbulo principal y llegaron a la puerta número dos del auditorio. A la entrada esperaban los acomodadores para acompañar a cada persona a su asiento. Llegaron a la fila que les pertenecía y tomaron asiento. Conversaron animadamente entre ellos durante un rato, a la espera de que empezara la reunión. Lionel siguió inmerso en su malestar y continuó sin articular palabra. Buscó dentro de su maletín una botella de agua que había guardado antes de salir casa. No atinaba a cogerla y se le escurría de las manos una y otra vez. Le temblaban las manos y el malestar fue en aumento, lo que hizo que se pusiera más nervioso. Las fuerzas le fallaban y no sabía si iba a estar en condiciones de presenciar la reunión completa. La duda fue acentuándose según fueron pasando los minutos porque no aguantaba la presión que sentía en su cabeza. Por megafonía anunciaron el inicio de la reunión y pidieron silencio desde la tribuna para dar la bienvenida a todos los participantes e invitados. Los líderes de cada país entraron y se acomodaron sobre sus sillas. La mesa tenía forma de media luna para que todos tuvieran contacto visual entre ellos y se pudieran ver cuando empezaran a hablar. Ya antes, en otras reuniones globales celebradas lo habían hecho así y habían manifestado su conformidad con la forma de hacerlo. Había sido todo un éxito poder comunicarse entre ellos cara a cara, para dar a conocer todos y cada uno de los temas que se trataban. Delante de ellos, una botella de agua y una bandera de cada país participante adornaban la mesa. Una multitud de banderines de todos los países participantes aportaban un tono alegre y una mayor credibilidad a la reunión. Al menos transmitían normalidad al mundo, algo que sin la celebración anual de aquellas reuniones no hubiera existido. En ellas se firmaban importantes acuerdos para consensuar los problemas y para evitar enfrentamientos entre los países participantes. Comenzó con la palabra Steve Olson, originario de Suecia, y principal valedor de la Organización de las Naciones Unidas. Era el presidente de la organización hacía ya diez años, y con él había llegado un progreso lento pero seguro. Era la persona encargada de comprobar que todos y cada uno de los compromisos firmados por los países participantes se llevaran a cabo. Era bien conocido por los numerosos bloqueos internacionales que había impuesto a algunos países que se habían saltado los compromisos. Era una persona seria y tenaz con el medio ambiente y con el reparto de las fortunas entre los países más necesitados. No había estado exento de polémicas, pero al menos cumplía al pie de la letra con las promesas que realizaba. Le habían llovido las críticas desde los países más desarrollados pero tenía la convicción de que el nivel de vida de todos y cada uno de los países llegaría a igualarse con el paso de los años. El reparto de las ayudas se hacía en función del nivel económico de cada país, y llegaban de una manera o de otra según la pobreza que existía en cada lugar del mundo. Steve Olson dio pie al inicio de las presentaciones de cada país. Se iba a tratar la pobreza en África y en Asia, así como la contaminación gradual de la capa de ozono del planeta, que cada vez preocupaba más a las altas esferas debido a que estaban incrementándose los problemas de salud entre la población mundial. Los jefes de estado de los países subdesarrollados tomaron la palabra primero. Les tocaba el turno a ellos y necesitaban establecer un orden mundial en ese sentido. Eran los países que menos contaminaban la atmósfera del planeta debido a que tenían una industria más reducida en su territorio y muy diferente a la que poseían los países desarrollados. Se pronunciaron mediante innumerables quejas verbales con la disconformidad que tenían respecto al nivel económico que existían en otros países. No habían llegado los recursos necesarios a los países necesitados porque los más poderosos se habían opuesto a ello, haciendo gala de un capitalismo egoísta y materialista. El reparto equitativo de la riqueza mundial entre unos y otros seguía muy alejado de lo que se esperaba. Aquella fue la mecha que encendió la llama de las protestas que inundaron las calles de Kinshasa en los últimos días. Mientras la reunión transcurría dentro de una normalidad latente, en la fila dos del anfiteatro las cosas no iban como se esperaba. Lionel empezó a tener severos ataques de tos. Se tapaba la boca con un pañuelo que manchaba de sangre cada vez que le venía un ataque repentino. Las personas que se encontraban sentados a ambos lados no daban crédito a la cantidad de sangre que el pastor evangélico expulsaba por boca, nariz y ojos. También los oídos le sangraban. Cundió el pánico entre las personas que estaban en la misma fila en la que se encontraba Lionel. Cayó hacia delante y se dio de bruces contra el suelo. Inmediatamente se levantaron para atenderle. Yacía inmóvil sobre el reluciente tapete, asustado a la vez que compungido, y mirándose una y otra vez las manos ensangrentadas. Los ojos no le dejaban ver más allá de unos metros. Se le fueron poblando de venas a punto de estallar. Ángel Monje, su compañero de iglesia, y Lixardo Montoya le ayudaron a levantarse. Se produjo un tumulto entre las butacas y el murmullo fue creciendo por momentos. La reunión se suspendió unos minutos para intentar silenciar el murmullo existente. Hubo momentos de nerviosismo y preocupación entre los asistentes y muchísimas personas se levantaron de sus butacas para poder ayudar al pastor evangélico. Era muy querido por todos los conocidos que tenía alrededor del público asistente. Llegaron varios escoltas de seguridad y sacaron a Lionel del anfiteatro para llevárselo en volandas. El incidente había alterado el orden de la reunión y recibieron órdenes de sacarle al pasillo para que la reunión siguiera su curso con total normalidad. Ángel y Lixardo siguieron sus pasos hasta el vomitorio principal, donde dejaron caer al suelo a Lionel, a la espera de que llegaran los sanitarios y le atendieran. Los escoltas se volvieron de nuevo hacia la entrada y establecieron una guardia para evitar que alguien se colara en la reunión. Posteriormente, y tras incorporarse repentinamente, Lionel comenzó a vomitar la poca comida que había ingerido al mediodía, lo poco que le quedaba ya en su enfermo estómago. Observó sobre el vómito del suelo una gran cantidad de sangre mezclada con restos de comida en descomposición. Intentaron ayudarle pero sabían que no se encontraba nada bien. Su aspecto era preocupante. Le trasladaron al baño más cercano para poder limpiarle y refrescarle la cabeza. Parecía muy enfermo. Camino del baño, dejó una estela de vómito por el suelo de mármol del pasillo principal. Los lavabos de los baños dieron fe del amargo momento en el que se encontraba el pastor evangélico. Siguió vomitando abundantemente y para colmo empezó a sentir pinchazos insoportables en el estómago. Sintió cómo se hacía sus necesidades encima. Ya por entonces, Lionel había perdido el control de su cuerpo, no conseguía dominarlo. Era como una marioneta movida por unos hilos finos y era incapaz de reaccionar a nada. Por más que intentaban ayudarle, no podía articular palabra ni realizar movimiento alguno. Estaba totalmente desactivado, igual que un aparato eléctrico desenchufado. Se dejó llevar por lo que fuese que le estaba dominando. Se quedó inmóvil sobre el suelo con los ojos fuera de sus órbitas mirando hacia el techo del baño. Lixardo empezó a aporrearle y a echarle vasos de agua por la cabeza. No tenía buen aspecto y le sangraban las cuencas de los ojos. No recordaba haber visto algo parecido en su vida. Como no llegaban los sanitarios decidieron acercarse a la carrera para avisarlos, ya que los escoltas no se habían molestado lo más mínimo en ayudarle. No tardaron mucho en llegar hasta donde se encontraba Lionel. Tres médicos intentaron estabilizarle después de limpiarle las vías respiratorias pero enseguida se percataron de que su estado de salud era alarmante. Le subieron en una camilla para intentar reanimarle. Le desnudaron para poder atenderle mejor y para que pudiera recobrar el aliento. Tenía sudores fríos y la fiebre seguía subiéndole. Pensaron que algo de fresco le vendría bien para volver en sí. Empezó a tener convulsiones severas sobre la camilla. Se sentó sobre ella y se quedó observando alrededor con las pupilas dilatadas y la cara hinchada. No dijo nada, pero su rostro empezó a desfigurarse. Sus pulsaciones le golpeaban con violencia las sienes, que también empezaron a hincharse. Los médicos pensaron que en cualquier momento iba a estallar. El cuello se le empezó a amoratar y volvió a vomitar con violencia. Ésta vez sí que echó de su interior bastante cantidad de sangre. Se estaba muriendo por dentro. El hedor a animal muerto paralizó a sus amigos y a los sanitarios. No podían creer que aquel olor tan fuerte pudiera salir del estómago de una persona normal. Desprendía tal hedor que la muerte parecía lo más cercano que podía llegar a experimentar. Enseguida salieron del baño y empujaron la camilla a toda velocidad por el pasillo principal. Nunca antes habían visto algo parecido. Lo metieron en la ambulancia y salieron rápido de allí, camino del hospital general de Kinshasa. Lixardo y Ángel Monje observaron desde la distancia cómo se alejaba la ambulancia. Se quedaron estupefactos con lo que habían contemplado. Estaban aterrorizados ante lo que habían presenciado, y más, sabiendo que Lionel era uno de los suyos. Todo había sido muy extraño y no daban crédito. Permanecieron en la calle en silencio, uno frente al otro, tratando de entender lo que había ocurrido. Esperaron pacientemente a que finalizara la reunión para poder contactar con sus compañeros en el interior, ya que les fue imposible volver a entrar. Ellos desconocían lo que había sucedido en el pasillo principal y en el baño. La reunión siguió su curso con total normalidad hasta que pasadas tres horas, se dio por finalizada. Al término de la misma, los asistentes fueron saliendo de forma escalonada del auditorio principal y del anfiteatro. Haim Letona, cónsul del país, corrió hacia Ángel y Lixardo para interesarse por el estado de Lionel. Al escuchar lo que había ocurrido se quedó callado y pensativo, como si no terminara de creérselo. También a él le resultó extraño. CAPÍTULO 4 QUÉ FUE DEL PASADO (III) EXPANSIÓN DE LA PANDEMIA DEL NHCONGUS1 Ten en cuenta que en los últimos días vendrán tiempos difíciles. Decidieron desplazarse al hospital para ver cómo evolucionaba. No tardaron mucho tiempo en llegar debido a que las protestas por las calles adyacentes se habían dispersado. Eso ayudó a que enseguida estuvieran en la centralita de información esperando noticias sobre su amigo. Permanecieron a la espera unos minutos antes de que llegara una enfermera para informarles sobre su estado de salud. La acompañaron hasta la zona de urgencias, que era donde se encontraba Lionel. Los pasillos del hospital se encontraban sumidos en una penumbra inusual debido a los cortes de luz que habían sufrido en la ciudad. Un panorama gris que ensombrecía la esperanza de escuchar buenas noticias sobre su amigo. El futuro del pastor evangélico colgaba de un hilo. Esperaron pacientemente a que el médico que le había atendido a su llegada les proporcionara un parte médico. El tiempo se paró en la sala de urgencias. Los calificativos sobre el acontecimiento que había ocurrido se habían acabado para ellos. Les costaba creer que la reunión hubiera finalizado de aquella manera para Lionel, con la ilusión que tenía por acudir a la misma. Desde el momento en el que le habían recogido en su granja supieron que no se encontraba en buenas condiciones. Se había comportado de forma extraña. Él siempre había sido una persona muy alegre y jamás se escondía de nada ni de nadie. Sabían que era un tipo peculiar que contagiaba a los demás sus ganas de vivir, y aquella tarde había sido incapaz de entablar conversación con nadie. Permanecieron sobre la lúgubre y oscura sala alrededor de una hora, hasta que un médico se acercó cabizbajo hacia ellos. Les observó en silencio y cuando se sintió preparado, les comunicó que su amigo Lionel había fallecido. Había perdido demasiada sangre y por más que habían intentado reanimarle no habían podido hacer nada por él. Les fue imposible taponar la hemorragia interna que sufría. El médico tenía un aspecto horrible y su bata se encontraba teñida de sangre por todas partes. Venía directo de la sala de operaciones y no tuvo tiempo para cambiarse. Se volvió a dirigir a ellos y les explicó que se había producido un colapso en el interior de su organismo y su cuerpo no lo había soportado. Había reventado por dentro y sus órganos vitales se encontraban destrozados. Ahora tocaba someter su cuerpo a una investigación exhaustiva para conocer de primera mano qué fue lo que provocó su muerte. Había pasado a manos de los especialistas en el hospital y era necesario esperar a la autopsia. Sabían que aquello no había sido un episodio normal y lo iban a trasladar a la sala de cuarentena de los frigoríficos del tanatorio principal para hacer unas pruebas. Tenían ligeras sospechas de que se trataba de algún tipo de enfermedad contagiosa pero no podían comunicárselo a las autoridades porque aún no tenían los resultados pertinentes. Pero lo preocupante era que tan solo él sabía qué le habría podido pasar, o hacerse una ligera idea de qué se había infectado. Ahora estaba muerto y nadie sabía qué era lo que había hecho horas antes de la reunión. A esa misma hora, el palacio de congresos de Kinshasa se encontraba desierto debido a que todos los asistentes a la reunión se habían marchado. Viajaban de regreso a sus lugares de origen, o trasladándose a los hoteles de la ciudad en los que estaban alojados. Los invitados que vivían en los alrededores volvieron a sus hogares para compartir junto a sus familias los buenos momentos que habían vivido y las experiencias que habían adquirido aquella tarde. Sabían que pasarían muchos años hasta que volvieran a participar en algún evento de aquella importancia. Mucha gente pasó por alto el incidente que hizo que Lionel fuera expulsado de la sala donde se celebraba la reunión. Nadie le dio suma importancia, pero la tenía. Únicamente los amigos que le siguieron hasta el pasillo sabían que algo extraño le ocurría. Nadie contaba con que lo que acababa de suceder allí no iba a quedar en el olvido. Lionel Labou, mientras trabajaba en la sala de despiece de su granja, se infectó de un virus mortal nunca antes conocido y cuyos efectos eran similares a los del virus del Ébola, con la diferencia de que era más agresivo, rápido y mortal. Analizaron y estudiaron el cuerpo del fallecido en el hospital de Kinshasa. Pero no fueron eficientes a la hora de emitir un comunicado. Cuando quisieron advertir a los responsables de seguridad de la Organización Mundial de la Salud sobre el descubrimiento de un nuevo virus, ya era demasiado tarde. Habían pasado tres días del primer caso detectado en el interior del cuerpo del pastor evangelista llamado Lionel, y con total seguridad se habría expandido por multitud de países a través de las personas que estuvieron en contacto con él. A las quince horas de finalizar la reunión de la Organización de las Naciones Unidas, en Kinshasa, habían fallecido cuarenta y cinco personas en las mismas circunstancias y con los mismos síntomas. Entre ellos se encontraban Lixardo Montoya, Ángel Monje, Haim Letona y Moise Katumbi. Fueron los primeros en entrar en contacto con el virus que portaba su amigo y que por desgracia se los había llevado por delante también. Cuando las autoridades se dirigieron a la casa de Lionel para investigar la procedencia del virus, analizaron todo a fondo y lo encontraron por todos y cada uno de los objetos y cosas que habían estado en contacto con el pastor evangélico. Todos los animales de la granja eran portadores del virus. La situación era grave y solo pudieron llevarse las manos a la cabeza. Tras innumerables análisis sobre la cepa del virus, llegaron a la conclusión de que probablemente se tratara del más tóxico y peligroso de la historia de la humanidad. Era necesario acabar con aquello de una manera rápida y eficaz. Y la solución fue quemarlo todo. Y así lo hicieron. La vivienda y la granja anexa de Lionel desaparecieron pasto de las llamas y después de unas horas no quedó nada en pie. Precintaron la entrada a la finca. No podían arriesgarse a que cualquier persona cercana al pastor evangelista se acercara y terminara contagiándose, como lo habían hecho tantas personas de su círculo cercano. Después de un estudio pormenorizado y una intensa investigación, llegaron a la conclusión de que el virus se contagiaba mediante el intercambio de fluidos, heces, orina, saliva y también a través del aire si el infectado se encontraba cerca. Pero ya era tarde para pensar en ello. No había marcha atrás y sólo quedaba luchar por erradicar la infección lo más rápido posible, una vez descubierto el lugar donde se originó. Todo parecía muy complicado de entender. Pero nada más lejos de la realidad, era muy sencillo, y más si se había metido por medio un virus tan infeccioso y peligroso como el que portaban los animales de la granja del pastor evangelista. Lionel Labou se contagió del virus mortal el día que, accidentalmente, tragó sangre de una gallina de su granja. Sin saberlo, a las pocas horas del incidente se empezó a encontrar mal. Ya estaba intoxicado por el virus. Se montó en el coche con otras cuatro personas, se desplazó hasta el palacio de congresos y se dirigió al interior. Se acomodó en su butaca correspondiente hasta que pasado un rato no pudo resistir más. Empezó a descomponerse por dentro y para cuándo le quisieron trasladar al baño para reanimarle ya era demasiado tarde. El virus siguió avanzando por el interior de sus órganos hasta que acabó con él. Posteriormente, una ambulancia le trasladó hasta el hospital general de Kinshasa, donde falleció. En todo el proceso que duró el incidente, apretó las manos de sus compañeros del coche oficial, los cuales terminaron infectados también. El perro del ejército que entró en el coche en el que viajaban, y que lamió la manilla de la puerta sobre la que iba agarrado Lionel, también terminó contagiándose, infectando posteriormente a los dos militares que cuidaban de él. Llegó al palacio de congresos con ataques severos de tos que continuaron durante la reunión, y todos los que se encontraban a su alrededor también terminaron infectados por el virus. Los dos escoltas de seguridad de la Organización de las Naciones Unidas que le sacaron en volandas del anfiteatro también se contagiaron. Pero ellos lo desconocían. En el baño, después de haber vomitado y haber tenido deposiciones líquidas, las personas dedicadas a la limpieza terminaron contagiándose también, llevándoselo consigo a sus casas e infectando a todos sus familiares. Ya en la ambulancia, junto a los tres sanitarios que le acompañaron hasta el hospital, el virus siguió abriéndose paso. Llegó al hospital y estuvo en contacto con al menos nueve médicos, los cuáles también se intoxicaron. Varios de los contagiados en la sala de congresos de Kinshasa viajaron esa misma noche hacia sus países de origen en avión, y tocaron barandillas, estrecharon manos con el resto de asistentes, estuvieron en contacto con otros viajeros hacia el centro de Europa, Asia, Rusia, Corea del Norte, Estados Unidos, Japón… y llegaron a sus casas después de unas horas… Analizando la situación, llegaba a considerarse alarmante. En pocas horas, la lista de infectados era innumerable. En el hospital de Kinshasa cientos de personas se infectaron enseguida. Todos los médicos que estuvieron en contacto con Lionel, visitaron otras habitaciones con personas y familiares que se encontraban en el interior. Los invitados que esa noche se alojaron en diferentes hoteles de Kinshasa, y que estuvieron en contacto con alguien que había estado al lado de Lionel, también terminaron impregnando todos y cada uno de los lugares que habían tocado. Las sábanas de las camas, pomos de las puertas, duchas, toallas, etc… A los tres días del comienzo de la mortal infección, habían fallecido alrededor de siete mil personas en el mundo, debido a la velocidad con la que se extendió por numerosos países. La Organización Mundial de la Salud emitió un comunicado en directo para todos los países, explicando la patología del nuevo virus aparecido en una granja de Kinshasa. Establecieron el nivel seis de alerta, lo que le convertía en el virus más amenazador y peligroso que había existido sobre el planeta en toda la historia. Desde la antigüedad habían surgido innumerables epidemias que habían amenazado la supervivencia del ser humano, como la llamada gripe española, la peste negra y enfermedades como la difteria, tuberculosis, gripe y viruela. Pero ninguna de ellas había emprendido la aventura de ir infectando a tantas personas con tanta rapidez y acabando con ellas en tan breve espacio de tiempo. Se creó un gabinete de crisis con urgencia para tratar el problema e invitaron a los laboratorios farmacéuticos más importantes del mundo para intentar crear una vacuna o producto eficaz en tiempo record. Había que hacer todo lo posible para combatirlo. En la prensa mundial podía leerse un alarmante comunicado emitido por ellos: “Debido a un problema de salud a nivel global, la Organización Mundial de la Salud se ve obligada a comunicar el nacimiento de un nuevo virus especialmente agresivo y mortal, que ha aparecido en nuestras vidas repentinamente. Debido a la gravedad con la que se está expandiendo el virus, nos vemos obligados a fijar un nivel de alerta seis, el más alto en nuestra escala. A falta de la existencia de nuevas noticias, la disgregación en laboratorios de la cepa del virus, bautizado como “NHCongus1”, nos proporciona datos extremadamente alarmantes. Es un virus nuevo y por lo tanto es totalmente desconocido para nosotros. Solo tenemos conocimiento de que se ha desarrollado en el interior del organismo de un ave de corral. La zona cero del primer contagio se ubica en una granja que se encuentra cerca del río Congo, que atraviesa la ciudad de Kinshasa. Según los primeros estudios realizados, el NHCongus1 se contagia a través de la saliva, sangre, orina, heces, vómitos, fluidos corporales, y es altamente peligroso a través del aire. Ya se han producido innumerables fallecimientos debido al contagio y se ha extendido a más de veinticinco países, por lo que nos vemos obligados a extremar las precauciones dentro del marco internacional de control de enfermedades y virus contagiosos. Se trata de un virus muy agresivo y que causa la muerte a las pocas horas de haber entrado en contacto con él. Hacemos un llamamiento a la calma mundial, pese a que aún no hemos podido hallar una vacuna para poder frenar el brote contagioso que afecta a miles de personas. Se recomienda utilizar mascarillas y todas las medidas de seguridad al alcance de la mano, sobre todo en las zonas en las que se está expandiendo más rápidamente. Estamos trabajando incansablemente para hallar la solución al problema y hay varios laboratorios investigando la cadena celular y cromosómica de la cepa del virus, para poder revertirla con algún tipo de tratamiento. En breve podremos contar con algún fármaco o vacuna que pueda frenar dicha pandemia. Paralelamente ya estamos realizando innumerables pruebas en humanos para poder mitigar más contagios”. Después del comunicado emitido por la Organización Mundial de la Salud, las personas se confinaron en sus hogares debido al miedo a salir a la calle y contagiarse. Era cuestión de tiempo que volvieran a recuperar la normalidad y regresaran a sus rutinas diarias, pero siempre tendrían el fantasma de la infección acechándoles. El virus seguiría campando a sus anchas viajando de una persona a otra y de un país a otro sin ningún control. Era un viajero rápido e intrépido y colonizaba en el interior de cualquier ser vivo que se encontrara a su alcance. Ni siquiera los animales consiguieron librarse de la infección, con la diferencia que no les afectaba de igual manera. Su metabolismo era más fuerte que el de los humanos y en cierta medida, sus células no eran invadidas completamente por el virus. Aquella era la causa por la que no les causaba la muerte. Desgraciadamente, el contagio masivo continuó de forma imparable por todo el planeta, abriendo puertas e infectando a la población. La situación había llegado al límite. Pero afortunadamente un laboratorio descubrió la fórmula para conseguir aislar al virus y parar su infección. Bastaba con licuar la sangre de una persona infectada y mezclarla con células extraídas de aves infectadas del virus NHCongus1. Al inyectar la mezcla sobre una persona contagiada se conseguían disminuir las fiebres altas, se paralizaba el sangrado interno y regulaba el funcionamiento normal del cuerpo humano para luchar contra el virus. Dicho de otra manera, ayudaba al sistema inmunológico de las personas a aislar el virus y dejarle sin posibilidad de propagarse por el resto del cuerpo. Desgraciadamente, era imposible eliminarlo de la sangre, pero al menos lo paralizaba y evitaba que el portador falleciera. Se había conseguido lo más complicado. Ya existía una cura provisional para paralizar al causante de millones de muertes en el planeta pero el miedo continuó campando a sus anchas entre la población. Quizá con el tiempo podría volver a mutar en el interior del cuerpo de los infectados. En el laboratorio farmacéutico trabajaron sin descanso para poder abastecer a toda la población. Fue una tarea ardua y complicada y se necesitaban millones de dosis para frenar el contagio imparable por todos los países. Firmaron nuevos acuerdos para que diferentes laboratorios se dedicaran a fabricarlos, pero desgraciadamente y a pesar de hacerlo a gran escala y en grandes cantidades, muchas vacunas no llegaron a tiempo a todos los lugares del planeta. Fallecieron millones de infectados. Tras unos meses se consiguió controlar la expansión del virus hasta hacerla desaparecer por completo, pero la elevada cantidad de muertes no ayudó a estabilizar el debilitado orden mundial y el sistema económico se vio al borde de la quiebra. Salió a la luz pública la cantidad de muertes producidas. Fueron datos verdaderamente escalofriantes. Cerca de cuatro mil millones de personas habían fallecido en el planeta debido al NHCongus1. Solo quedaba reflexionar para poder llegar a entender la magnitud de lo sucedido en un breve espacio de tiempo. Estados Unidos fue el país en el que menos personas habían fallecido debido a la cantidad de laboratorios que habían fabricado la vacuna y a la buena labor realizada en el reparto de las dosis necesarias a toda la población en un tiempo récord. Pero después de la infección y la posterior cura, quedó el enorme vacío en todos y cada uno de los países. El equilibrio existente antes de la pandemia había desaparecido y se asomaba en el horizonte una crisis internacional desconocida hasta la fecha. CAPÍTULO 5 QUE FUE DEL PASADO (IV) CÓMO SIGUIÓ LA VIDA EN ALGÚN LUGAR DE ESTADOS UNIDOS, UNOS AÑOS DESPUÉS DE HALLAR LA VACUNA PARA EL VIRUS NHCONGUS1 FLANAGAN (ILLINOIS) Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, lo mismo que el mar. Hacía calor en el parque Artesiano Park aquella tarde de Abril. La población no llegaba a acostumbrarse a las altas temperaturas, a pesar de llevar varios años sufriéndolas. Sabían que lo peor estaba por llegar a partir del mes de Mayo. El cambio climático seguía su curso. Años atrás se había revelado un informe sobre el aumento gradual de las temperaturas que se había producido en el planeta, pero las altas esferas estaban entretenidas en otros quehaceres, presuponiendo que eran más importantes. La meta principal era el aumento de la natalidad en todos los países del planeta y el montante de ayudas económicas iba en esa dirección. La población había mermado considerablemente en número y un setenta por ciento de la misma sobrepasaba los sesenta años. Pero desgraciadamente no se estaban consiguiendo los resultados esperados. Los jóvenes no pensaban en tener descendencia. Ante sus ojos se presentaba un futuro negro y poco prometedor en el que no había cabida para los hijos. El planeta se apagaba lentamente y existía el temor a que llegara otra pandemia y acabara con todo. La atmósfera siguió contaminándose año tras año y no hicieron nada por evitarlo. La población empezó a sufrir las consecuencias y no se tomaron medidas para poder erradicarla. Las altas temperaturas se habían adueñado del planeta y los termómetros alcanzaban los cincuenta grados en las horas centrales del día. Las calles de las ciudades permanecían desiertas hasta que se iba el sol, momento en el que las personas salían a dar un paseo, aprovechando la leve bajada de las temperaturas. El intenso calor hizo que se modificaran los horarios en colegios, trabajos y hogares. Solo así podían llevar una vida normal. La probabilidad de que apareciera un nuevo brote del virus NHCongus1 era escasa, pero hacía que la gente siguiera sintiendo miedo de salir a la calle. Existía cierto recelo en la forma en la que se relacionaban las personas debido al miedo existente a ser contagiado por algún portador. Del fin de la pandemia habían pasado un par de años, pero aún se podía sentir la desconfianza. Muchas personas salían a la calle protegidos con guantes y mascarillas, a pesar de las elevadas temperaturas. No se habían recuperado psicológicamente y el miedo al resurgir de un nuevo brote les asfixiaba lentamente. Y más después de la gran cantidad de muertes sufridas debido a los contagios masivos. Las viviendas de los fallecidos permanecían cerradas y expuestas al miedo de los vecinos. Después de los fallecimientos nadie se aventuró a entrar en ellas por miedo a contagiarse. Ni siquiera se atrevían a acercarse a menos de diez metros. Sobre las fachadas aún se podían observar las grandes equis marcadas con pintura negra, indicando que en su interior podría haber restos del virus NHCongus1. Existía tal desconfianza que cualquier simple constipado en el seno de una familia hacía saltar todas las alarmas entre los ciudadanos. Se les aislaba y prohibía el acceso a zonas públicas, centros médicos y hospitales para no infectar a las demás personas. Eran sometidos a una cuarentena de varios días y se quedaban bajo una vigilancia exhaustiva, para asegurarse de que no había regresado la infección del virus mortal. La población conocía de primera mano que aquello era exagerado pero no podían permitirse un nuevo brote del virus. Solo así se conseguiría preservar la raza humana, ya que la pandemia estuvo muy cerca de acabar con la totalidad de la población del planeta. Pero fue pasando el tiempo y poco a poco fue llegando la normalidad, una vez aniquilado el contagio y la infección por todo el mundo. Las vacunas y fármacos fabricados para acabar con la pandemia hicieron que se frenaran las muertes y el contagio masivo entre la población, pero desgraciadamente, la alarma social continuó latente durante una larga temporada. Las personas contagiadas que consiguieron curarse, sabían que seguían estando contaminados por el virus, debido a que nunca consiguieron eliminarlo por completo de la sangre. Pero el riesgo de que mutara de nuevo en el interior del cuerpo de un humano estaba presente. Habían conseguido aislarlo en el interior del organismo pero no aniquilarlo por completo. Todas las familias habían sufrido alguna pérdida en su entorno. Ninguna había escapado al horror y algún miembro lo había padecido. Pero en Flanagan, desde la infección, todo había sido un cúmulo de despropósitos y malas noticias. A las múltiples muertes por los contagios, se sumaron el cierre de empresas y comercios debido al miedo existente que había entre la población y al escaso consumo que se hacía en los comercios. Las familias disponían de menos dinero, repercutiendo en los ingresos de los negocios del pueblo. Los lujos habían desaparecido entre los vecinos y la capacidad de ahorro había descendido notablemente. Los ingresos económicos cayeron en picado, pero no sólo en Estados Unidos, ocurrió en todo el planeta. Ya no se disponía de la misma cantidad de dinero que existía años atrás y la industria se había ralentizado alarmantemente. Uno de los efectos que más preocupaba a la población era la pérdida de las actualizaciones de las redes informáticas disponibles a nivel mundial. Había desaparecido la tecnología existente años atrás y los aparatos electrónicos e informáticos desaparecieron de todos los hogares. Ya no era necesario tener todo informatizado y poco a poco se fue retrocediendo en la calidad de vida de la población. Se retornó al tipo de vida que se llevaba cuarenta años atrás, alejados de lujos, de las tecnologías y de las comodidades. Todo había cambiado drásticamente y jamás volvería a ser como antes. Noah y Charlotte se encontraban especialmente activos aquella tarde. El calor no frenaba sus ganas de correr alrededor del parque, sobre las viejas y agrietadas pistas de atletismo. Desde lo alto de un cartel, en el medio del parque, los observaba Daniel. Permanecía sentado en lo más alto, con sus delgadas piernas colgando de la señal y a la espera de que el calor le diera un respiro y sintiera ganas de bajar a correr con ellos. Su excelente estado físico no le impedía poder subirse a cualquier sitio que se propusiera. Pero aquel día se encontraba agotado y la mejor manera de recuperarse era permanecer tranquilo, evitando quemar las pocas fuerzas que tenía. No le apetecía competir con nadie, y menos con sus amigos. Se limitó a mirar cómo corrían y saltaban y a otear el horizonte, que aquella tarde se encontraba más oscuro y plomizo que de costumbre. Había tenido un día duro en el instituto, después de hacer dos exámenes y otros tantos trabajos sobre circuitos eléctricos, que era la especialidad que estaba cursando. La madre de Daniel charlaba con Julia, la madre de Charlotte, y con Sophie, la madre de Noah. Se encontraban sentadas sobre un banco a bastante distancia de donde los chicos corrían. Allí pasaban las tardes entretenidas mientras sus hijos se divertían. Ya tenían edad suficiente como para poder permanecer sin vigilancias maternas, pero el miedo existente en Flanagan hacía que acompañaran a los chavales a todos lados. No les dejaban solos en ningún momento, a pesar de que eran unos adolescentes que necesitaban tener su espacio vital. Tenían una edad difícil para entender por qué les había tocado vivir aquella situación. Artesiano Park era un parque muy grande. Ocupaba una gran parte del extenso terreno no urbanizable de Flanagan y estaba rodeado de grandes arboledas. Pero no era ni una mínima parte de lo que fue en su día, cuando lucía resplandeciente y coqueto antes de que llegara la temida y alarmante sequía. Durante muchos años fue la envidia de buena parte del estado de Illinois. Todos los domingos se abarrotaba de personas llegadas de otros pueblos para pasar el día en familia. Pero aquello cambió. El césped había desaparecido por completo. Sólo había matorrales secos y hojarasca esparcida por lo que antes eran amplias explanadas verdes. Se había cortado el riego automático de toda la ciudad debido a las intensas sequías que había sufrido el país en los últimos años. Otro problema añadido fue la escasa financiación existente para poder abonar las facturas de agua por parte de los ayuntamientos, llegando a la situación en la que se encontraban. Era primordial y necesario el abastecimiento de agua en los hogares, aunque a ciertas horas del día se produjeran cortes de suministro. Unos años atrás, en el centro del parque existió un gran lago poblado por patos y ocas, que daban un colorido especial a Flanagan. Pero debido a la falta de lluvias se secó y el lodo que permanecía sobre la superficie desprendía un olor bastante nauseabundo al atardecer. Cuando las altas temperaturas apretaban y el aire soplaba en dirección al pueblo, hacía que el hedor se colara a través de las ventanas de las casas. Por entonces, los vecinos del pueblo se veían obligados a cerrarlas y los aires acondicionados funcionaban a pleno rendimiento. Pero esto llevaba al recalentamiento de las centralitas, que debido al excesivo consumo de energía se incendiaban y dejaban sin luz al pueblo entero durante algunos días, que era lo que tardaban los operarios de las compañías eléctricas en arreglar las averías. En otras ocasiones se producían apagones de luz porque se sobrepasaban los kilovatios consumidos. Pero aquello no sólo ocurría en Flanagan. En todos y cada uno de los estados del país se controlaba el consumo de la electricidad de los hogares. El excedente de energía había caído a mínimos y los cortes en el suministro eran habituales. Se ahorraban costes para poder sacar al país de la situación en la que se encontraba. Aun así se hacía difícil sobrellevar la situación casi insostenible que se vivía en la mayoría de las ciudades del estado. Eran tiempos difíciles pero estaban por llegar unos aún más duros. El planeta no enderezaba el rumbo hacia la recuperación y parecía que no iba a haber marcha atrás. Pero a ciertas edades todo aquello poco importaba. Daniel y sus amigos aún eran unos chavales jóvenes y no pensaban en ello. Se divertían a diario ignorando los problemas que ya existían. Los padres de los muchachos eran compañeros de trabajo. Hacían largos trayectos en coche para desplazarse hasta Lasalle County, una de las muchas centrales nucleares que había en el estado de Illinois y que se encontraba a cincuenta y ocho millas de Flanagan. Era un trayecto muy largo hasta la central, pero los únicos trabajos seguros que existían por aquella época eran los dedicados a la energía nuclear. Era la única fuente de energía que proveía al país de lo necesario para no quedarse a oscuras y para seguir manteniendo a la industria en marcha. Ésta se había resentido notablemente en los últimos años. Las familias que conservaban algún puesto de trabajo se consideraban unas afortunadas porque en sus casas no faltaba de nada. El planeta sufría una fuerte crisis internacional y tener un sueldo significaba poseer una estabilidad económica que muy pocos conservaban. Muchas familias se marcharon de Flanagan en busca de nuevas oportunidades laborales debido a la crisis, pero no encontraron nada mejor en otros lugares. Algunos optaron por huir al campo para poder vivir de lo que les proporcionaba la tierra y alimentarse sin tener que gastar dinero en ello. Se pasaban verdaderas penurias y un futuro incierto se cernía sobre el país y contagiaba al resto del mundo. Para cuando los padres de los chicos regresaban a casa, el resto de miembros de las familias habían terminado de cenar. Tenían una dura jornada diaria de trabajo debido a la precariedad laboral que existía. Necesitaban alargar sus turnos de trabajo para poder llevar una vida digna. Aun así, consideraban un verdadero lujo poder tener aquello. La madre de Daniel se lo repetía todas las noches. Hablaba mucho con él y le explicaba las miserias que sufrían muchísimas familias en Flanagan y en el país entero. Quería que fuera consciente del problema en el que se encontraba el mundo laboral y que dejara de quejarse por no ver a su padre durante el día. Pero a Daniel, lo que le apetecía era poder pasar las tardes junto a su padre y le costaba aceptar que no estuviera. A su edad era normal enfadarse por cualquier cosa y él y sus amigos no eran conscientes del problema que existía. La madre le explicaba una y otra vez que el hecho de que su padre pasara muchas horas fuera de casa tenía una buena justificación. Pasear por Flanagan y observar la cantidad de negocios que habían cerrado, le producía escalofríos. La fuerte crisis que se vivía en el estado de Illinois era el reflejo de la que ocurría en los Estados Unidos y en el resto del mundo. Todo se desmoronaba lentamente y la pobreza mundial le ganaba el pulso al futuro próspero que un día pareció no tener fecha de caducidad, justo antes de aparecer la pandemia del virus NHCongus1. Después de los contagios, la forma de ver las cosas cambió drásticamente. Nunca volvió a ser igual. Cuando llegaba la noche, Daniel solía pensar en cómo vivían antes de que la pandemia apareciera. Le gustaba viajar en el tiempo y recordar lo bien que le iba a todo el mundo. Eran más felices y todo marchaba mejor. No podía evitar dibujar una leve sonrisa en su rostro recordando aquellos tiempos. En aquella época, las personas no temían por su futuro. No había miedo a nada y se disfrutaba de manera diferente de la libertad que tenían. Pero enseguida regresaba de sus sueños y la preocupación terminaba nublándole los buenos recuerdos de su infancia. Intentaba no hacer una montaña de aquello porque sabía que no merecía la pena pensarlo una y otra vez. Ya no se podía cambiar nada de lo que había ocurrido y había que mirar hacia adelante. No deseaba entrar en más detalles escabrosos de lo que se avecinaba si la situación empeoraba. Era un adolescente centrado en sus estudios y en pasar buenos ratos con sus amigos. Daniel conservaba el mismo grupo de amigos de la infancia. Además de Noah y Charlotte, Emma y Logan también solían acompañarle al Artesiano Park algunas tardes. Rara vez solía acudir Olivia Wood, y eso le atormentaba. Habían vivido momentos especiales entre ellos, pero hacía tiempo que no salía a disfrutar del tiempo libre. Era una buena chica, pero entendía a la perfección que su familia no pasara por un buen momento económico. Olivia tenía una buena excusa para no salir a disfrutar con sus amigos. Ayudaba a sus padres todos los días en el negocio familiar. Sus padres atravesaban una mala racha y no podían permitirse el lujo de contratar a alguien. Olivia, a pesar de tener dieciséis años, era una chica madura y enérgica. El taller de costura de su familia, situado en Maine Street, no terminaba de despegar. Tenían buenos clientes en Ottawa pero no podía competir con un sector que se encontraba en decadencia, al igual que todos los demás. Había una feroz competencia y el dinero brillaba por su ausencia en los bolsillos de los clientes. Olivia, a fuerza de trabajar, maduró de inmediato por la situación por la que pasaba su familia. No tenía otra opción y sabía que su esfuerzo diario ayudaría a que sus padres se sintieran orgullosos de ella. La enseñaron a cortar y a coser patrones de pantalones y camisas, y una vez acabado el instituto se dedicaba a ello en cuerpo y alma. A Daniel le pareció una locura que a su edad trabajara tantas horas pero sabía que si no lo hacía, terminarían abandonando el pueblo en un breve espacio de tiempo, y eso sería algo que no podría soportar. Noah y Charlotte, al contrario que Olivia, pasaban muchas horas con Daniel y siempre tenían un motivo de conflicto a la hora de irse a casa. Las discusiones entre madres e hijos se repetían todos los días. Las negociaciones entre ambas partes se habían convertido en una rutina molesta y costaba mucho llegar a un entendimiento para abandonar las pistas y el parque. No había mucho más que hacer en Flanagan, y Artesiano Park era el lugar de encuentro y de entretenimiento para los más jóvenes del pueblo. Pero aquella tarde era distinta a las demás. Pululaba en el ambiente una tensión inusual y el subconsciente de Daniel le mantuvo en alerta, sabiendo que el día acabaría mal. Nada era igual que las demás tardes y supo que algo ocurriría. Estaba seguro de ello y no se equivocó. Observó movimientos extraños desde lo más alto de la señal sobre la que se encontraba encaramado. Se percató de ello un rato antes, pero no quiso alarmar a nadie. Sabía que si decía algo se acabaría el entretenimiento y regresarían a sus casas, por lo que decidió permanecer en silencio. Mientras observaba a sus amigos jugar al fútbol en la explanada y a las madres charlar en uno de los bancos, ocurrió algo que iba a recordar el resto de su vida. Volvió la cabeza y observó la carretera interestatal que llegaba a Flanagan. Desde allí vio la inmensa arboleda que rodeaba la zona sur del pueblo y que seguía por Jackson Street, una de las calles más largas de Flanagan y que llegaba hasta el cruce de la interestatal del norte. No observó un flujo normal de vehículos sobre las calles para las horas que eran. Ninguna tarde, ni siquiera en vísperas de festivo, había observado semejante tráfico. El pueblo tampoco acostumbraba a ver aquello debido a que apenas contaba con novecientos vecinos. En la única ocasión que Daniel vio algo parecido fue el día que emitieron por televisión la noticia que anunciaba la pandemia del virus NHCongus1. Desde los contagios masivos jamás había visto semejante movimiento. Se acomodó sobre la señal, sabiendo que aquello prometía una tarde entretenida. Las mañanas de los viernes eran más movidas debido a la gran afluencia de camiones. Llegaban desde muy lejos para dirigirse hasta Flanagan Co-Up, para comprar cantidades ingentes de grano molido. Maxle Piperton, el dueño de la fábrica, había conseguido ajustar los precios a niveles muy bajos comparados con los del resto del estado. La fábrica era una enorme hilera de silos que se podía observar desde cualquier punto del pueblo. Maxle Piperton había conseguido enriquecerse debido a los bajos salarios que pagaba a los vecinos del pueblo que trabajaban para él. Éstos, al vivir en una constante incertidumbre, aceptaban los puestos de trabajo para poder dar de comer a sus familias. Todas las personas que se aventuraron a poner quejas en la fábrica habían sido despedidas, y de eso se aprovechaba el dueño para sacar más beneficio. La situación económica en el pueblo no era la mejor, pero algunos como el señor Maxle Piperton, se hacían cada vez más ricos. El dinero que se ahorraba en salarios lo invertía en la compra de más silos. Y para que la fábrica funcionara a pleno rendimiento ampliaba la producción de grano molido a triples turnos, obligando a sus empleados a trabajar durante largas jornadas. Gracias a aquello podía bajar el precio del grano molido y aumentar las ventas. En todo el estado de Illinois se habían hecho eco de ello y acudían en masa a realizar su compra semanal. Flanagan Co-Up abría sus puertas al público los viernes, que era el único día que permanecía abierto. La ciudad se llenaba de clientes buscando su preciada mercancía a un precio muy bajo. La fábrica se encontraba en la calle Maine Street y el único inconveniente que tenía era poder alojar a la gran cantidad de camiones que llegaban hasta allí. Pero aquello no supuso un problema para el dueño y pensó en ello para no ver disminuida su venta. Y encontró una solución. Para poder acoger tantos camiones, solicitó al ayuntamiento el alquiler de unos terrenos en la misma calle para mantenerlos en lista de espera hasta que les llegara el turno de cargar su material. La única nota positiva era que el señor Maxle Piperton aportaba buenas cantidades de dinero en el pueblo para poder realizar mejoras. Y por ello, desde el ayuntamiento se le proporcionaba todo lo que solicitaba. Existía miedo entre los vecinos de que se trasladara a otro estado, hecho que dejaría a muchas familias sin ingresos, aunque fueran ínfimos. En la fábrica solo había dos muelles de carga y descarga y ese era el motivo de la larga espera de los transportistas. Pero cuando el día llegaba a su fin, todos los transportistas abandonaban Flanagan con todo el grano molido que se había fabricado durante toda la semana. Y así era una semana tras otra. Pero resultó que ese día no era viernes. Era martes y lo normal era cruzarse con una decena de vehículos por las calles del pueblo. Pero en el parque nadie pareció darse cuenta de aquello, a excepción de Daniel, que se encontraba perplejo ante aquella situación. Sus amigos no se cansaban de correr y las madres continuaban ensimismadas entre ellas, contándose sus problemas sentadas sobre el banco, ajenas a todo lo que se podía ver desde lo alto del cartel. El parque se asentaba sobre una pequeña colina y ayudaba a poder divisar mejor todo aquello desde allí. Daniel llamó a voces a Noah y Charlotte. Quería que ellos pudieran observar aquello y que le dieran sus impresiones. No tardaron en llegar hasta el cartel y subieron para observar la larga caravana de coches que había en una de las salidas del pueblo. Miraron a Daniel pensando que se preocupaba en exceso y enseguida siguieron a lo suyo. No mostraron la más mínima preocupación. No eran tan observadores y se encontraban un escalón por debajo de su madurez, por lo que terminaron ignorándole. Pero Daniel estaba seguro de que algo no marchaba bien y continuó encaramado allí durante más de media hora. Observó que aquello no cesaba e iba en aumento a cada minuto que pasaba. Algo hizo que Daniel se asustara de verdad. Se oyeron voces y gritos cerca del parque. Sintió un inusual alboroto a sus espaldas y se volvió para comprobar qué era lo que ocurría. Cundía el pánico a su alrededor. Observó cómo las madres corrían hacia la explanada. —¡Daniel!, ¡Daniel! —voceó su madre con la cara desencajada—. Ahí supo que algo iba mal. —¡Corred chicos!, nos tenemos que ir a casa —gritaban las otras madres. Estaba en lo correcto. Algo grave ocurría. Se encontraban agitadas y nerviosas. Tenían el rostro desencajado y los chicos se asustaron al verlas en semejante estado. Los amigos de Daniel comprendieron entonces que las sospechas de su amigo no eran infundadas y dieron credibilidad a lo que les había comentado desde lo alto del cartel. El alboroto fue en aumento y los nervios se apoderaron de ellos. —¡Salid ya de ahí! Nos vamos corriendo a casa. ¡Vamosssssss! —gritó la madre de Charlotte. Charlotte y Noah dejaron de correr por la pista de atletismo y salieron a toda velocidad. Ésta vez no hubo negociación para continuar más tiempo en el parque. No podían perder el tiempo en estúpidas discusiones. —¡Corre Daniel! Me ha llamado papá y me ha dicho que regresemos a casa y que no salgamos hasta que él llegue. En un rato llegará de la central. ¡Algo ha ocurrido y tenemos que marcharnos ya! —Le explicó la madre, algo más calmada que las de sus amigos. —Pero, ¿a dónde vamos a ir? ¿Qué ha pasado, mamá? ¡Me estás asustando! —Daniel sintió miedo y los nervios aparecieron en él. Observó a su madre y tenía la cara fuera de sí. Enseguida bajó del cartel deslizándose por el poste. El parque se encontraba a dos millas del pueblo pero enseguida llegaron a la entrada. Se miraron sin llegar a entender lo que ocurría. Era temprano y sabían que sus padres solían regresar más tarde de la central en un día normal. Pero aquel no era un día cualquiera y regresarían a sus casas unas horas antes. Todos se preguntaban si habría empezado alguna otra guerra o algo parecido. También sobrevolaba sobre sus cabezas la posibilidad de que el virus NHCongus1 hubiera mutado, infectando de nuevo a la población y sembrando el pánico en todo el planeta. Habían pasado unos años muy duros y eso era lo que menos les apetecía sufrir de nuevo. ¡O quizá se acercara un tornado! El estado de Illinois era sacudido por un gran número de ellos al año, así como cuarenta o cincuenta. Pero en realidad podían imaginarse cualquier cosa. Los chicos no sabían nada y corrían detrás de sus madres desconociendo la causa de tanta prisa por regresar a sus casas. Una larga hilera de coches hacía cola en la gasolinera Flanagan Fuel 24, a la entrada de Maine Street. Al menos una veintena de vehículos esperaban para poder llenar sus depósitos. Sus ocupantes se mostraban nerviosos a la espera de que llegara su turno. Muchos tocaban el claxon intentando meter prisa a los primeros, que se encontraban sobre los surtidores. Reinaba el caos. El operario de la gasolinera no conseguía apaciguar los nervios de los clientes que abarrotaban la estación de servicio y no daba abasto a llenar tanto depósito. Llevaba años sin observar semejante cantidad de coches repostando y no sabía cómo actuar, al sentirse realmente desbordado por la situación. Por las avenidas de Flanagan cundía el pánico y había carreras de una acera a otra. El nerviosismo se palpaba en el ambiente. A través de las ventanas de los edificios salían gritos ahogados de desesperación. Pero las personas más mayores del lugar permanecían en calma, sentados en los bancos de la entrada de sus casas, como a la espera de que les llegara el momento de irse para siempre. Habían soportado muchísimo sufrimiento durante años y la experiencia les aportaba tranquilidad. No le temían ni siquiera a la muerte. Nunca antes se había observado tanto movimiento por aquellas calles. Al llegar al final de Maine Street, junto al local Molly Seamstress Workshop, Olivia se asomó al escaparate de la tienda de sus padres y se quedó sorprendida al ver lo que estaba ocurriendo por las calles del pueblo. Observó a través de la cristalera cómo sus amigos corrían tras sus madres, sin poder explicarse qué era lo que ocurría. El alboroto la sorprendió trabajando, como lo hacía todas y cada una de las tardes. Asustada, les saludó a través de la cristalera, alzando la mano tímidamente. Había desaparecido de su cara la dulce sonrisa que solía caracterizarla. Daniel la observó desde la distancia, y supo que aquello había llegado a su fin. Olivia se despidió de sus amigos sabiendo que quizá fuera la última vez que los viera. No tuvo opción de hacer otra cosa. No volverían a ver aquel rostro angelical con dos trenzas perfectas cayendo sobre sus finos hombros. Su padre apareció por detrás de las cortinas y la retiró del escaparate, para introducirla de nuevo en el interior del local. No quería que su hija observara el caos que reinaba por las calles del pueblo. Las madres tiraban con fuerza de los brazos de sus hijos y no tuvieron tiempo de hablar entre ellos. Sabían que no volverían a verse más o, al menos, lo sospechaban. Cruzaron al otro lado de la calle y se separaron. Noah y Charlotte vivían en Jefferson Street y los perdieron de vista en la última esquina de la calle principal. Daniel vivía más alejado y seguía corriendo junto a su madre. Antes de doblar la última de las calles del pueblo pasaron por la acera del Flanagan Irish Pub. Sobre las enormes cristaleras se agolpaban decenas de personas que observaban el gran televisor que se encontraba dentro del bar. Con gran dificultad, consiguieron entrar esquivando a la multitud para poder ver en la pantalla al presidente de los Estados Unidos de América. Emitían un avance de noticias relativas a la seguridad nuclear del país. No llegaba hasta allí el sonido del televisor, pero un rótulo en la parte inferior así lo anunciaba. Ana, la madre de Daniel, también se interesó por la información que emitían. Necesitaba informarse mejor de lo que sucedía. La gente permanecía callada intentando oír la rueda de prensa del presidente. Era difícil abrirse paso a través de la muchedumbre, por lo que decidieron salir de allí. Ana ya había sido informada por su marido y pensó que lo mejor era no exponer a su hijo a las duras palabras que escucharía de boca del presidente. Se arrepintió de haber entrado en el Flanagan Irish Pub. —¡Vámonos de aquí! ¡Corre Daniel! —volvió a gritar su madre. Le cogió del brazo y le sacó de entre la multitud, que se agolpaba sobre la entrada. —Pero si no hemos escuchado nada. ¡Espera, por favor! ¡Quiero saber qué pasa! Volvió a tirar fuerte del brazo y salieron de allí. No quería que Daniel se enterara de lo que sucedía. Pero el hecho de ver en semejante estado a su madre no terminaba de tranquilizar a Daniel. Se encontraba muy asustada y el nerviosismo laceraba su rostro. Notó cómo los dedos de su madre se hundían en el antebrazo. Tiraba con tanta fuerza de él que le hacía daño, pero ella no era consciente. Se encontraba demasiado nerviosa como para darse cuenta. Enseguida llegaron a casa. Encendieron las luces y bajaron todas las persianas del salón y de las habitaciones. Ana quería tener a Daniel alejado del bullicio de la calle para mantenerlo apartado de lo que sucedía. Su intención era protegerlo para que no sufriera. Ana se fue corriendo a uno de los armarios del pasillo principal y sacó varias maletas. Daniel se limitó a observar debido a que seguía sin saber qué era lo que ocurría. Se mostró sorprendido por la situación en la que se encontraban y como su madre no le explicaba nada se sentó sobre el sofá del salón. Sentía pavor a hacer algo que pudiera molestarle. Los últimos meses había padecido episodios depresivos derivados de la mala relación que llevaba con su padre. Paul regresaba a casa muy tarde todos los días y atravesaban una mala época entre ellos. Ana había perdido la confianza en él debido a que todas las noches, mientras ella dormía, hablaba por teléfono con otras personas. Y eso hacía crecer la desconfianza entre ellos, y Daniel llevaba un tiempo dándose cuenta. También descubrió varios móviles diferentes en la mochila que solía llevar a la central, cuando en un descuido de su padre se le salieron de uno de los bolsillos laterales y cayeron al suelo del pasillo. Se limitó a decir que los necesitaba para hablar con diferentes personas de la central. Ocupaba diferentes posiciones y para acceder a él debían de llamarlo a distintos teléfonos. Pero Ana y Daniel no se creyeron semejantes excusas y las discusiones fueron a más. La situación familiar se vio afectada notablemente. Daniel permaneció sentado alrededor de una hora sin articular palabra. En ese intervalo de tiempo oyó a su madre llorar desconsoladamente en la habitación mientras preparaba toda la ropa en una de las maletas. No sabía qué hacer, por lo que encendió la televisión y bajó el volumen para que no se enterara de que estaba viéndola. En todos los canales emitían la misma información. Repetían una y otra vez el mismo discurso que habían visto en el Flanagan Irish Pub. Pero ahora sí estaba enterándose de lo que ocurría. No dio crédito a lo que estaba escuchando en la televisión. Era algo terrible. A pesar de su edad era suficientemente maduro como para poder entender la magnitud de lo que se avecinaba. Entonces entendió perfectamente por qué su madre no quería que escuchara las noticias. Nunca se iba a olvidar de aquel día. Era otro golpe duro que se unía al de la pandemia que asoló medio planeta. No había marcha atrás y eso iba a terminar de hundirlos del todo. Pero no sólo a ellos, sino al país y al planeta entero. El estado anunciaba el cese de las actividades en todas las centrales nucleares del país. Explicaba detalladamente la escasa financiación que existía y la fuerte crisis a la que se enfrentaban, que llevaba años creciendo alarmantemente. Los sistemas informáticos instalados en las centrales nucleares necesitaban costosas actualizaciones de software para poder controlar el funcionamiento interno. No había financiación para poder llevarlas a cabo y las empresas y compañías que llevaban el control iban a desaparecer. Se desconectarían todos los ordenadores y servidores que llegaban hasta el corazón de todas y cada una de las centrales nucleares de Estados Unidos. No había marcha atrás, ni nadie que se hiciera cargo de ello. La fuerte crisis golpeaba de nuevo al país y dejaba unos días de margen para que alguna otra compañía se ocupara de continuar con el servicio. Estaban preparados para realizar el apagón informático. No había más dinero en las arcas públicas y arrastraban problemas económicos desde hacía varios años. La financiación privada ya no funcionaba y nadie se aventuraba a invertir millones de dólares porque ya no existían. El capital financiero del país se esfumó en pocos días y en las semanas siguientes ocurrió lo mismo en los demás países. Ocurrió a nivel mundial. La fuerte crisis había estallado incluso en los países más poderosos. Los gobiernos desaparecerían debido a que tampoco había dinero para ellos. No había nada. El funcionamiento de las centrales nucleares era muy costoso, y no había ni para alimentar a la tercera parte de ellas. Tampoco había dinero para los laboratorios que trabajaban en investigación y desarrollo, debido a que habían quebrado por los inmensos esfuerzos que habían realizado para encontrar una cura para el virus NHCongus1 durante mucho tiempo. Los puestos de trabajo públicos iban a desaparecer también. Había un desconcierto total con lo que ocurriría en el futuro. En esos momentos, lo más importante era mantener el ciclo de la distribución de los alimentos dentro de los estados más afectados por la crisis y el desalojo de las zonas que se pudieran ver afectadas por los accidentes nucleares que se empezarían a suceder uno tras otro, debido a la falta del suministro eléctrico en las centrales. En los Estados Unidos, había al menos cien centrales nucleares a pleno rendimiento que dejarían de funcionar. El presidente no avanzaba mucho más en el discurso pero sí que dejaba en el aire bastantes cosas. Era un discurso traumático. Se encontraba abatido y no encontró las palabras precisas para tranquilizar a la población. No consiguió levantar la cabeza del informe que leía y eso era una señal negativa. ¿Qué sería del país? ¿Y del planeta? El caos se asomó de forma repentina y desencadenaría una huida general de la población de unos países a otros. Daniel se hizo una ligera idea de lo que se aproximaba. Ya no era una crisis, no era un problema de financiación ni tampoco de paro laboral. Era el fin de los días. Si Estados Unidos era la primera potencia mundial y tenía problemas de financiación, qué no tendrían los demás países. Tomarían las mismas medidas en todos los lugares y seguramente todas las centrales nucleares del planeta dejarían de funcionar, se pararía la electricidad en ellas y ocurriría una catástrofe a nivel mundial. Y lo peor de aquello era que los sistemas que controlaban esas centrales no podían retroceder veinte años. Eran sistemas informáticos obsoletos debido a la poca capacidad interna que tenían. Los actuales eran incompatibles con los sistemas antiguos debido a que en su día se adecuaron a las nuevas instalaciones y a las modernas tecnologías. Los espectaculares avances logrados durante la última década serían los causantes del fin de la humanidad. No se podía dar marcha atrás, y a pesar de tener conocimiento de ello dejaron que pasaran los años hasta que no se pudo hacer nada por evitarlo. Ana, la madre de Daniel, apareció por la puerta del salón de manera repentina, lo que hizo que Daniel se levantara de un salto del sofá y se quedara observándola sin saber qué decir. Miró aterrorizada a Daniel, al ver que tenía la televisión encendida y que había escuchado el avance de noticias de la Casa Blanca. Sabía que Daniel entendía perfectamente el funcionamiento de las centrales nucleares, y que se hacía una ligera idea de lo que estaba a punto de ocurrir. Su padre le había explicado en numerosas ocasiones lo peligroso que era su trabajo y lo que podría ocurrir si se escapaban a la superficie las sustancias que había en el interior del núcleo de las centrales. A la vez, sabía que era muy inteligente y tenía una facilidad asombrosa para entablar una lógica a las cosas que sucedían a su alrededor. Apagó la televisión y permaneció observándole en silencio, sin articular palabra alguna. Le miró fijamente y se sintió incapaz de explicarle lo que ocurriría en adelante. Era una situación difícil y complicada. No consiguió encontrar las palabras apropiadas para que no se asustara, por lo que se levantó y le dijo que la ayudara a meter la ropa y las cosas necesarias en una de las maletas. No pudo decirle mucho más, hubiera quedado muy mal intentando mentirle sobre lo que sucedería en adelante. Más tarde hablaría con él para explicarle qué tipo de futuro les esperaba. Sacó gran cantidad de latas de conserva de uno de los armarios de la cocina y los fue guardando en varias mochilas. Guardó mucha pasta, legumbres y arroz. Daniel no se había fijado nunca en un detalle, pero se acababa de dar cuenta de que su madre tenía la despensa repleta de alimento en conserva. No llegaba a entender cómo podía guardar tanta comida en aquellas estanterías. Sí había sido consciente de que nunca había faltado de nada en casa, pero no se había imaginado que allí dentro, en aquel pequeño armario de cocina, hubiera comida suficiente como para permanecer en casa un par de meses sin necesidad de salir a comprar. Aunque pensó en la situación detenidamente y dio gracias por tener una madre tan precavida. El hecho de haber estado tanto tiempo recluidos en casa durante la infección masiva del virus NHCongus1, marcó significativamente la mentalidad de guardar alimentos no perecederos en grandes cantidades. Siguieron guardando bolsas en las maletas sin preguntarse para qué servirían. Permanecieron largo rato sin articular palabra y encontraron el perfecto equilibrio entre ellos para no derrumbarse ante lo que se acercaba. Daniel le daba vueltas a la cabeza y pensaba en lo que diría su padre en cuanto llegara. Siempre se había llevado mejor con él que con su madre y deseaba ansiosamente que entrara por la puerta para poder abrazarle y escucharle. Aquella situación iba a mostrarles lo verdaderamente importante que era tener una familia y estar arropados los unos con los otros. La larga espera a la llegada de su padre empezó a ponerle nervioso, pero logró mantener la calma y quedarse sentado, esperando a que llegara. Para tranquilizarse, contaba los segundos, los minutos y las horas. Y se le hizo largo, muy largo. Anhelaba no poder estar abrazado a él porque se encontraba muy asustado. Fueron unas horas plomizas, pesadas y desesperantes para él. Ana, su madre, permanecía tumbada en la cama, angustiada por la situación que se les presentaba y pensando en el futuro que les aguardaba. El pasillo de la entrada se encontraba lleno de bolsas y de maletas preparadas para emprender la marcha en cuanto llegara Paul, el padre de Daniel. Pero no tuvieron que esperar mucho más. Se oyeron las llaves y se abrió la puerta. Paul pasó corriendo hasta el salón y se quedó observándoles. No sabía exactamente qué hacer ni qué decir. Se acercó despacio y se abrazó a ellos. Rompió a llorar y los abrazó con fuerza. Aquello iba a ser muy duro. Se encontraba tiritando y Ana se puso aún más nerviosa de lo que estaba. Daniel le observaba y no recordaba haberle visto así nunca. Jamás le había visto tan desesperado. Aunque intentaba mantener la calma, le notaba tenso y muy preocupado. Había algo en él que no terminaba de creerse, quizá debido a que en otras ocasiones les había ocultado cosas y les había engañado. Pero no le dijo nada y se limitó a darle un fuerte abrazo para poder tranquilizarle. Los dos tiritaban y se secaban las lágrimas de sus ojos. Ana se acercó a ellos y se fundieron entre los tres. Enseguida entablaron conversación para rebajar el pesimismo que los invadía. Se encontraban bastante perdidos y necesitaban respuestas rápidas para no volverse locos. —¿Qué está ocurriendo?, ¿dónde vamos a ir? —gritó Ana, arrastrándole hasta la cocina para hablar con él a solas. No quería que Daniel escuchara la conversación entre ellos. —¡Tranquila cariño! Todo saldrá bien. —Sabía que no le creería pero tenía que haber alguien que se comportara como si no ocurriera nada. Hacía falta mucha sangre fría en ese momento, y Paul la tenía—. He hablado con mi hermana y nos ha dicho que podemos ir a su casa. Allí estaremos mejor que aquí. Éste no va a ser un lugar seguro en unos días. —Pero, ¿qué ha ocurrido? —Ana, presa del miedo, rompió a llorar de nuevo —. No entiendo por qué la vida nos golpea una y otra vez. ¡Es injusto vivir así! —exclamó Ana entre sollozos. —¡Todo ha terminado!—exclamó Paul, sin importarle lo que pensara su mujer —. Los sistemas informáticos que controlan el funcionamiento de las centrales nucleares van a apagarse. No hay más dinero y las centrales se van a cerrar como están. En un par de días cortarán la electricidad y se quedarán expuestas a lo que suceda después de los cortes. Los generadores de emergencia aguantarán un par de días, no más. Nos ha reunido el director y nos ha comunicado la decisión que ha adoptado el gobierno. Nos ha aconsejado huir a determinadas zonas seguras porque parece que no hay marcha atrás, y los accidentes van a producirse de aquí a unos días. Donde vive mi hermana estaremos más seguros que aquí. Es posible que la contaminación por radiación a la que se va a ver inmerso el país en los próximos meses sea menos elevada allí y podamos sobrevivir. ¡Tenemos que marcharnos ya! No sabemos qué nos encontraremos en la carretera ni cuántos días tardaremos en llegar. —¡Ay dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros? ¿No hay otra alternativa? ¿No os han dicho nada más? —preguntaba Ana una y otra vez a la par que apretaba con fuerza el brazo de su marido. —No hay nada que hacer —repitió—. Pero hay que estar tranquilos. ¡Saldremos de ésta! —dijo Paul—. Nos han suministrado unas cajas de pastillas de yodo y empezaremos a tomarlas en una semana. Justo después de lo que se espera como el accidente nuclear más potente que haya ocurrido jamás. Tendremos para un par de años o tres. E incluso podría adquirir más con mi tarjeta de la central. Tenemos prioridad absoluta a la hora de conseguir ciertas cosas. Al ser trabajador de una central nuclear tendré más derechos que los demás, y eso resulta muy positivo de cara a problemas que nos puedan surgir de aquí en adelante. Los tratamientos oncológicos se agotarán mañana o pasado mañana. La gente ya está acudiendo en masa a las farmacias para conseguir todo lo que puedan necesitar, pero lo que aún no saben es que no van a servir más de tres blíster por persona. Ya nos lo han comunicado. Me han proporcionado una bolsa llena de medicinas, calmantes, antibióticos y todo tipo de tranquilizantes. Nos vendrán bien con el paso del tiempo. —Y ¿para qué sirve el yodo ese? —Ana se encontraba sumamente nerviosa y cada vez que abría la boca para decir algo alzaba la voz de una forma inusitada —. ¿Tendremos para los tres? —preguntó. —¡Claro que tendremos para los tres! ¡Te lo aseguro!—exclamó Paul—. Esas pastillas sirven para poder saturar la glándula tiroides y evitar que se fije el yodo radiactivo inhalado o ingerido del exterior. Éstas se eliminan por medio de la orina y se evita contraer cáncer de tiroides. Al menos ese tipo de cáncer lo tendremos controlado. Lo importante es que las sustancias radioactivas no vayan en la sangre. Así estaremos libres de la enorme concentración que se liberará dentro de unos días a la atmósfera. —Entonces, tengo que asustarme ¿no? —Ana no conseguía tranquilizarse y no estaba ayudando demasiado. Daniel se encontraba asombrado ante el espectáculo que estaba presenciando. —Ana, me gustaría que fueras más positiva. Confía en que todo salga bien. ¡Estás asustando a Daniel! Ya no tengo trabajo a partir de hoy y tampoco lo vamos a necesitar. Ha llegado el momento de sobrevivir. Habrá que vivir como se pueda. He sacado el dinero que teníamos en el banco cuando venía hacía aquí, aunque dudo que nos vaya a servir de algo. ¡Va a desaparecer todo! Más tarde te seguiré contando. ¡Ahora tenemos que irnos! Vamos a cargarlo todo en el coche y salimos. ¿Has cogido linternas y velas? Nos vamos a quedar sin luz en pocos días. Hay que llevarse todo lo que podamos necesitar. —No, eso no. Pero ahora mismo las cogemos. También cogeré la bolsa de las pilas que tenemos en la mesa baja. —Ana se encontraba mal. Tenía el rostro congestionado y se mostró ausente mientras preparaba el resto de cosas, sabiendo que aquellos podrían ser sus últimos días. Sacaron todas las maletas y las bolsas al rellano de la escalera y las bajaron al coche, que se encontraba aparcado enfrente del portal. Se alegraron de tener un coche tan grande. No tuvieron problemas de espacio a pesar de haber llenado el maletero de una gran cantidad de bultos. Mientras, por la calle cundía el pánico entre los vecinos de Flanagan. Los gritos y la angustia se sucedían de un lado a otro del pueblo. El anuncio había dejado sin habla a la mayoría de los estadounidenses y todo el mundo quería huir, sin saber dónde encontrarían el lugar perfecto para poder sobrevivir. Flanagan estaba rodeada de centrales nucleares en cuarenta o cincuenta millas a la redonda y se encontraba en el ojo del huracán. En pocos días estaría en el centro de la tormenta radiactiva. Si los vecinos no escapaban ahora no iban a poder hacerlo en los siguientes días. Después ya sería tarde porque morirían intoxicados en un breve espacio de tiempo. Paul se metió en el coche y se quedó pensativo antes de arrancar. Se volvió y les ordenó que permanecieran dentro del vehículo hasta que regresara. Salió y regresó al portal para coger algo que se le había olvidado en casa. Ana y Daniel se quedaron en el interior a la espera de que volviera para poder emprender la huida. Observaron atónitos y en silencio el espectáculo que acontecía por las calles del pueblo. El miedo les tenía atenazados. No era para menos. La huida de todos los habitantes de Flanagan iba a dejar sus calles desiertas en pocas horas. Enfrente del portal se encontraba la tienda de alimentación Pontiac Shop. Era regentada por una familia originaria de Alaska. Llegaron a Flanagan en busca de una vida mejor. Eran buenas personas y enseguida supieron ganarse la confianza de los vecinos. La situación originada les había pillado de sorpresa, como a todos los demás. Nadie sabía con certeza lo que se aproximaba. Iba a ser algo traumático para todos pero no podían luchar contra ello. Se encontraban en manos del estado y si las únicas personas que podían revertir la situación no eran capaces de hacerlo, significaba que algo terrorífico se acercaba. Sólo algunos conservaban la esperanza de que apareciera alguien y arreglara la situación. La espera en el interior del coche se les hizo eterna. Pensaron en el largo viaje que tenían por delante, camino de casa de tía Alice. Se preguntaban cómo sería aquello. Al menos el estado de Wyoming se encontraba bastante alejado de todas las centrales nucleares que había en el país y pensaron, como ya les había dicho Paul, que estarían más alejados de la radiactividad. Suponían que algún día se alegrarían de haber podido huir hasta allí, dejando atrás la tormenta radiactiva que se originaría en los próximos días. Tía Alice era una mujer de unos cuarenta y cinco años y tenía una alegría desbordante. Siempre había permanecido soltera debido a lo terca que era. Era tan sumamente testaruda que vivía sola para demostrarse así misma que era capaz de vivir sin que nadie la ayudara a nada. Pero también era una persona muy trabajadora. Aunque llevaba un año sin trabajar, tampoco la preocupaba mucho. Había sido despedida de su antigua empresa junto a todas sus compañeras, al entrar la compañía en quiebra. Al menos tuvo la fortuna de percibir una buena indemnización para poder vivir tranquilamente y sin apuros. Cultivaba sus propias verduras y hortalizas en un pequeño huerto que tenía sobre el terreno de su casa. Eso le ocupaba buena parte del día. Nunca se aburría. Siempre tenía algo que hacer. Cada dos o tres días solía llamar por teléfono a su hermano Paul. No quería perder el contacto con la familia. La única vez que estuvieron en su casa, Daniel tenía apenas dos años. Él ya no se acordaba de nada de aquello pero le pareció buena idea viajar hasta allí. Esperaba poder compartir con ella momentos que nunca habían compartido. Les encantaba la idea de estar a su lado, aunque se hubieran visto forzados por la situación que se avecinaba. Habían sido muchos años sin poder verse y había llegado el momento. Su alegría desbordante y la cantidad de anécdotas que la rodeaban, la caracterizaban eternamente. Era una persona muy positiva con todo lo que la rodeaba y haría que todo fluyera de diferente manera. Una mentalidad como la suya ayudaría a ver de otra manera la vida que tendrían a partir de ese momento. Todo en ella parecía bueno. CAPÍTULO 6 LA HUÍDA DE FLANAGAN (ILLINOIS) El Señor dijo mediante el profeta que huyeran los creyentes cuando vieran acercarse el peligro. Cuando Paul regresó, Daniel seguía absorto en sus pensamientos y recuerdos. Como una ráfaga de luz entró en el coche, depositando entre los asientos delanteros una mochila fina y alargada. Se acomodó sobre su asiento, respiró hondo y sin mediar palabra arrancó. Su tez arrugada denotaba que escondía algo y que no se encontraba en su mejor momento. Su rostro mostraba cierta preocupación e intentaba disimularlo sin éxito. Pero no hizo comentarios de ningún tipo durante largo rato. Daniel observó la mochila y se preguntó qué contendría. Nunca la había visto por casa, pero sabía que en su interior había algo importante. Aquel comportamiento le resultó muy extraño, al igual que el puesto de trabajo que tenía en la central nuclear. Daniel y su madre se encontraban inmersos en un mar de dudas de si realmente Paul se dedicaba a la energía nuclear, o si por el contrario realizaba cualquier otro trabajo que no quería delatar para no sentirse rechazado por su familia. ¿Por qué nunca les había explicado a qué se dedicaba realmente? Trabajaba en la central nuclear, de eso no había duda, pero ¿qué hacía? Sus compañeros eran los padres de los amigos de Daniel, pero tampoco consiguieron que ellos delataran qué tipo de trabajo realizaba. Sabían que detrás de todo aquel secretismo se escondía algo que con el tiempo descubrirían. Daniel no era un chico espabilado, ni sentía curiosidad por ciertos temas, pero lo que sí poseía era una inteligencia superior a los demás muchachos de su edad y difícilmente se le podían esconder ciertas cosas. Decidió dejar de pensar en todo aquello y volvió a fijar su vista sobre la mochila. Observó un pequeño candado sobre la cremallera. Ni él ni su madre tuvieron el valor de aventurarse a preguntarle por el contenido de la misma. Sabían que no obtendrían respuesta alguna por su parte, por lo que decidieron hacer como que no habían visto nada extraño. Pero Paul sabía que tarde o temprano preguntarían por ello. Avanzaron lentamente por Maine Street debido a la gran cantidad de personas que cruzaban a la carrera de un lado a otro de la calle. Estuvieron a punto de atropellar a un pobre anciano, que ayudado por una garrota no llegó a percatarse de la presencia del vehículo sobre la carretera. Las personas se encontraban nerviosas corriendo de un lado a otro sin saber qué hacer o a dónde marchar. Se enfrentaban a algo desconocido y el horror hacía que cundiera el pánico. Bastaba con observar los rostros de todos y cada uno de los vecinos del pueblo. Cuando llegaron al final de la calle tuvieron que parar el coche debido a que el cruce se encontraba bloqueado por algunos vehículos estacionados sobre la calzada. Observaron a varias personas discutiendo sobre la entrada principal de la tienda de ultramarinos. Había un gran alboroto. La discusión fue a mayores y tras unos forcejeos se enzarzaron en una dura pelea. Golpes y más golpes. Gritos. Al momento, la muchedumbre consiguió deshacerse del vigilante y pasaron al interior. Enseguida se produjeron duras peleas entre ellos y los trabajadores de la tienda. Los vecinos se agolpaban sobre los grandes ventanales, para observar lo que ocurría en el interior. La lucha se endureció por momentos. Salieron dos personas corriendo con bolsas en sus manos. Los demás aprovecharon los momentos de tensión e incertidumbre para sustraer latas de conserva de las estanterías. Volvieron nuevos gritos y más golpes. La población se encontraba confundida y atenazada por la situación que se les venía encima y actuaban violentamente movidos por la desesperación. Inmediatamente se oyeron roturas de cristales. El escaparate se vino abajo y la masa que permanecía sobre la acera se agolpó hacía el interior en busca de comida. La situación se había descontrolado y no había manera de pararlo. Las calles de Flanagan se encontraban sumidas en el caos y nadie era capaz de entenderlo. La gente empezó a enloquecer. Se había perdido el respeto y cada uno buscaba su propia supervivencia, sin importarle qué le pudiera ocurrir a los demás. Se habían acabado las leyes y las normas. Pero todavía no había llegado la violencia a su punto más álgido. Al momento se oyeron disparos y gritos en el interior del establecimiento. Desde el vehículo pudieron observar cómo una gran cantidad de vecinos salían a la carrera a través del escaparate reventado. Paul, sin pensárselo, salió del coche para ver qué ocurría. Ana intentó sujetarle del brazo pero no tuvo tiempo suficiente para poder hacerlo. Le gritó a través de la ventanilla del coche. Pero él hizo caso omiso a sus gritos y echó a correr hacia la puerta de la tienda de ultramarinos, al mismo tiempo que llegaban más vecinos para intentar poner algo de cordura a la situación que se estaba viviendo. Los saqueos se sucedían sin control alguno. Continuaron oyéndose disparos. Al momento salieron más personas con carros llenos de comida. Tras ellos aparecieron otras dos personas totalmente ensangrentadas por los impactos de bala que habían recibido. Les llamó la atención que no hubiera presencia policial por las calles. La violencia desatada sobre el pueblo hacía temer por la vida y probablemente muchas personas resultaran gravemente heridas. Paul, al ver que corría peligro, regresó rápidamente al coche. Dio marcha atrás y circuló por otras calles paralelas para poder salir del pueblo. Flanagan, a pesar de ser un lugar tranquilo y pacífico para vivir, parecía un pueblo sacado de un film bélico. Todo se había desmoronado. Por las demás calles también se sucedían los saqueos en tiendas y bares. Entre la población se había corrido la voz de la posibilidad de quedarse sin comida en las próximas semanas. El temor existente a quedarse sin alimento hizo que sacaran de su interior lo peor de cada uno de ellos para poder sobrevivir. Paul siguió esquivando a peatones que corrían descontrolados de un lado a otro de las calles. Fue un milagro que no atropellara a nadie. Ana optó por mantenerse en silencio debido a que se encontraba aterrada con la situación que se vivía por las calles del pueblo. Tras circular lentamente durante unos minutos por la calles del pueblo, consiguieron llegar a la gasolinera. Había una larga cola para repostar carburante, pero por allí todo se encontraba más calmado. Para que el tráfico a la salida del pueblo fuera más fluida y se desarrollara sin incidentes, la policía había levantado un pequeño control. La escasez de agentes en el pueblo hacía que no pudieran atender todos los problemas que se presentaban en aquel momento. A ellos también les había afectado la situación y se encontraron con la dificultad de no saber coordinar bien los pasos a seguir. Habían dejado de recibir órdenes de sus superiores y lo hacían lo mejor que sabían. Era algo nuevo para todos y era necesario hallar una salida lo menos angustiosa posible. Pasados quince minutos de espera, les llegó el turno en la gasolinera y llenaron el depósito de carburante. Siguieron las órdenes de la policía y salieron de allí. Pero en ese preciso instante, los agentes se subieron rápidamente al coche patrulla y partieron hacia el centro del pueblo, en dirección a la tienda de ultramarinos. Era necesario intentar apaciguar los ánimos de los vecinos, que saqueaban sin control los comercios de la calle principal de Flanagan. Sus calles eran lo más parecido a un escenario bélico y apocalíptico. Salieron del pueblo y se incorporaron a la carretera. Se circulaba lentamente. Todos intentaban huir hacia algún lugar más seguro, al igual que hacían Daniel y sus padres. Ana y Daniel volvieron la cabeza hacia la luna trasera del coche para poder despedirse del pueblo que los vio nacer y crecer. Sabían que nunca regresarían, y les invadió un sentimiento de tristeza y rabia entremezcladas. Se sumieron en el desánimo mientras se despedían de su querido Flanagan, hasta que unas millas más adelante lo perdieron de vista. Continuaron en dirección a la carretera del norte, buscando la interestatal. Daniel sabía que se habían terminado los buenos momentos que había pasado junto a sus amigos de toda la vida y junto a su querida y especial amiga Olivia. A ella la echaría más de menos que a nadie. Los abrazos, caricias y arrumacos que le había regalado iban a caer en el olvido, y eso le atormentaba más que cualquier otra cosa. No iba a olvidarse fácilmente de todo aquello. También se habían acabado las fiestas que organizaban los fines de semana a las afueras de Flanagan, cerca del parque. Aquella etapa de su vida terminaba allí y empezaba una nueva. Dejaban a muchas personas queridas atrás. Pero ellos harían lo mismo, huirían lejos, muy lejos, con tal de dejar atrás el horror que estaba a punto de llegar. Imaginaron que quizá coincidirían por Wyoming, debido a que los padres de algunos de ellos habían trabajado juntos en la central y a todos les habían indicado la misma información de a dónde huir. A todos ellos se les presentaban nuevos retos y deberían permanecer juntos y unidos para poder salir adelante. Todos sus recuerdos hasta la fecha cambiarían para siempre y solo quedarían en el recuerdo. A lo largo de las millas se sucedieron lágrimas de dolor e impotencia. Se quedaron atrás tantos sueños por cumplir que no pudieron evitar sumirse en el silencio y la tristeza. Quedaron sumergidos en un mundo imaginario que se presentaba ante ellos de una manera desconocida y miserable. Evitaron cruzar palabras, abatidos cada uno por su propia pena. El tiempo pasó lentamente y viajaron en el tiempo imaginando lo que pudo ser y no fue. Pero no podían luchar contra los elementos y se vieron obligados a mirar hacia adelante. Había un futuro, desconocido e incierto, pero lo había. Era la única alternativa que les quedaba para seguir luchando por sobrevivir. Siguieron su camino pensando que, quizás a la vuelta de un tiempo, un mundo mejor emergiera con fuerza por el horizonte y se quedara para siempre. Camino de Iowa City, observaron multitud de columnas de humo que se elevaban sobre el cielo de Chicago. La situación parecía más tensa por aquella zona. El hecho de ser una gran ciudad hacía que todo se viviera de una manera más alarmante. La población se había echado a las calles para saquear por completo los comercios. El pillaje y el vandalismo se habían extendido hasta su forma más abrupta y amenazaba con contagiar a todo el país. Los episodios violentos se sucedían por todos los rincones e incluso los lugares más seguros habían dejado de serlo. El miedo y el temor a ser detenido habían desaparecido. Si habían tenido graves problemas en Flanagan no querían ni imaginarse lo que estaba ocurriendo en las principales ciudades del país. El ejército, al encontrarse con una situación insostenible, había salido a las calles. No eran capaces de parar la violencia con la que se empleaban los manifestantes. La marea humana se había movilizado y se desconocía hasta dónde podía llegar. Jamás se habían tenido que enfrentar a una situación parecida y desconocían cómo iba a actuar la población ante lo que se aproximaba. El país era castigado de nuevo con un duro golpe. Unos años atrás había sido azotado por la terrible pandemia del virus NHCongus1. Habían fallecido millones de personas esperando una cura a través de las vacunas que ayudaron a paliar la sangría humana. Antes de la gran infección por el virus, la guerra protagonizada con Rusia y China poco había ayudado. Habían fallecido miles de personas de una forma brutal e innecesaria. Nadie llegó a entender el por qué se enfrentaron. A las demás potencias les resultó imposible frenar la demostración bélica mostrada para comprobar quién mandaba en el planeta. Consiguieron acabar con muchas vidas humanas. Todo empezó con unos duros enfrentamientos verbales a través de las televisiones y los medios de comunicación, y acabó poco tiempo después con la muerte de miles de civiles. El esparcimiento de innumerables compuestos químicos sobre las principales ciudades donde se había llevado a cabo la contienda, continuaba viajando de un lugar a otro del planeta a través de su atmósfera. Se tardarían cientos, quizá miles de años en hacer desaparecer esos compuestos. Diferentes enfermedades habían aparecido en toda la parte septentrional de Europa, Rusia, Japón y China entera, así como en las islas de Corea del Norte y Corea del Sur. Pocos meses después se incrementaron los casos de cáncer. Los estados intentaron ocultar gran cantidad de fallecimientos causados por diferentes enfermedades derivadas de estar en contacto con compuestos químicos, mostrando una normalidad indiferente ante la situación. Se movían grandes intereses económicos y se vieron obligados a mantenerlo en secreto. Sabían que si salía a la luz pública cualquier información detallada de los efectos nocivos a los que se había expuesto a los seres humanos del planeta, la población se echaría a las calles e iniciarían una gran revolución por las principales ciudades del mundo entero. Si alguien se hubiera atrevido a exponerlo públicamente, posiblemente hubiera sido asesinado, sin lugar a dudas. Y mucha gente tenía conocimiento de ello, pero se vieron obligados a guardar silencio para no desestabilizar el equilibrio que intentaban encontrar. Había empezado la gran crisis económica. Se hundieron los mercados, se desestabilizaron las bolsas de las principales capitales europeas y cayeron las inversiones. Las grandes compañías, al ver cómo el problema se asomaba al horizonte, cerraron las fábricas, despidieron a los trabajadores y huyeron con el dinero a países lejanos para poder vivir tranquilamente el resto de sus días. Y copiando el modelo de las grandes empresas y multinacionales, llegaron los cierres masivos de pequeñas empresas. Los accionistas retiraron sus acciones, cogieron su dinero y también huyeron. Grandes bancos, al encontrarse en medio de esa agitación económica, cerraron sucursales y oficinas, y todos y cada uno de los ahorros de millones de personas desaparecieron. Ocurrió en todos los países desarrollados de todos los continentes y no parecía que aquella situación fuera a cambiar. Empezó a ocurrir a gran escala, y la tasa de desempleo creció sin parar, mostrando la escasa esperanza que existía en que algo cambiara en un futuro cercano. Y después de aquello pasaron al menos cinco años. Muchos problemas continuados y entrelazados unos con otros. Para colmo, el país, falto de dinero público y privado, accedió a ahorrar energía y almacenarla para cuando llegaran años peores. Y después de esto, llegó el anuncio del presidente, alertando a la población de la más que probable caída de los principales soportes informáticos, y con ello la solución de paralizar todas las centrales nucleares debido a su alto coste e imposibilidad de mantenerlas en activo. Aun haciéndose una ligera idea de las consecuencias que esto acarrearía a la población, el estado decidió dar luz verde al apagón nuclear y seguir adelante con lo que viniera en los siguientes años. No hubo miramientos hacia los más necesitados porque ya no les importaban. Pero no se dieron cuenta de que el dinero tampoco les serviría a ellos. Iba a carecer de valor porque todo iba a desaparecer. A partir de ese momento había otras cosas más valiosas que el dinero. Una máscara de gas, una simple linterna o unas latas de comida en conserva valían mucho más que varios cientos de miles de dólares. Continuaron el viaje inmersos en sus pensamientos e imaginándose lo que sería de ellos a partir de ese día. Las ilusiones se habían esfumado y con ellas todo lo demás. Dejaron atrás las grandes columnas de humo sobre la zona de Chicago y llegaron a la zona de Des Moines, la capital. Era la ciudad más extensa del estado de Iowa. Tres grandes controles policiales se apostaban a la entrada de la ciudad. Paraban los coches al azar y los revisaban de arriba abajo. Había un gran atasco para acceder a las áreas de servicio y la espera se hizo pesada. A través de la hilera de coches pudieron divisar una gran cantidad de policías, que sacaban a las personas de los coches en busca de armas o de mercancías peligrosas en su interior. Todo era controlado y vigilado al detalle. Paul no soportaba el silencio reinante en el interior del vehículo y encendió la radio para escuchar los avances informativos de lo que estaba sucediendo en el país. Se informaba del caos reinante en las grandes ciudades. Los atracos a tiendas y los robos masivos a supermercados se sucedían de norte a sur, de una ciudad a otra sin control alguno. Internet sufrió un colapso y dejó de funcionar. Había caído el gigante. Con eso se demostró que internet no era indestructible y la red desapareció por completo unas horas después de haberse emitido el comunicado del presidente. A pesar de que el país tenía unas infraestructuras bastante importantes, fueron cayendo abajo, dejando a la población incomunicada. Pero tampoco eran de fiar las primeras informaciones y la desconfianza hacia la emisión de noticias creció ante la dificultad de poder digerirlas en tan breve espacio de tiempo. Se hizo un intento por poder mantener la calma para que no cundiera el pánico entre la población. Llegaron hasta el punto de control de la policía. Se acercaron dos agentes y se asomaron a través de las ventanillas del coche. Paul apagó la radio y se quedó paralizado, observando los extraños movimientos que realizaban. Iban acompañados de varios militares armados con fusiles y les observaban de manera desafiante. Estaban ataviados con grandes monos impermeables y llevaban máscaras especiales, como las que se utilizaron cuando se realizaron los ataques con agentes químicos años atrás. Dieron la orden de abrir las puertas del coche. Abrieron el maletero y rebuscaron entre las bolsas y las maletas que tenían en la parte trasera. Husmearon por la guantera y por entre los huecos de las puertas. No encontraron nada sospechoso y volvieron a dejar todo como estaba, antes de dirigirse al siguiente coche. Antes de hacerlo les dieron la orden de continuar su camino. Estaba prohibido acceder a Des Moines, pero por suerte no se dirigían a esa ciudad. Sólo estaban de paso. Se había restringido el paso de personas y vehículos de otros lugares. Era una ciudad con una gran cantidad de industria y se temía que los saqueos fueran a mayores, y que la gente furiosa y enfervorizada se hiciera con su control. Daniel se quedó observando una de las arterias principales de entrada a la ciudad y pudo divisar sobre ella un gran despliegue de militares armados. Habían desplegado un amplio dispositivo de vigilancia en los accesos principales y tenían todo bajo control. Iban equipados con monos especiales y voluminosas máscaras. Sin posibilidad de poder descansar siguieron su camino por la Interestatal 80, camino de Lincoln. El tráfico había disminuido considerablemente desde Des Moines y la circulación era mucho más fluida. La caravana se concentraba en el sentido opuesto de la Interestatal, debido a que muchísimos coches se habían visto obligados a dar la vuelta hacía sus lugares de origen. Se había prohibido el acceso a las grandes ciudades y nadie podía entrar ni salir de ellas. Todo estaba bloqueado, excepto para los que pasaban de largo y se dirigían a otros estados alejados de aquella zona. Desgraciadamente, para los que no pudieron salir de las principales ciudades solo les quedaba esperar acontecimientos y encerrarse en sus casas a la espera de alguna noticia alentadora que les despertara nuevas esperanzas. Después de un largo trayecto decidieron hacer un alto en el camino en una estación de servicio pegada a la carretera. Estacionaron el coche al lado de un surtidor y esperaron unos minutos para que algún operario saliera para poder repostar combustible. No observaron movimiento alguno en la gasolinera. Se empezaron a impacientar debido a la tardanza y salieron del coche para avisar a alguien del interior del autoservicio. Necesitaban repostar y volver a la carretera. Se dirigieron al interior para avisar a algún dependiente y pensaron en comprar unos bocadillos para el viaje. Pero no se imaginaron lo que iban a presenciar, algo que les dejaría marcados de por vida. Enseguida sospecharon que algo no iba bien en el interior del autoservicio. Todo se encontraba tirado por los suelos. Un silencio sepulcral llegaba hasta sus oídos, algo que hizo que se sintieran incómodos y se mostraran nerviosos. Avanzaron a través del pasillo principal apartando con los pies gran cantidad de bolsas y botellas de cristal rotas. Había todo tipo de género desparramado por todas partes. Varios cartones de leche reventados sobre el suelo se mezclaban con botes rotos de tomate, proporcionando una llamativa mezcla de colores a la vista. Siguieron avanzando y se acercaron a la caja para ver si había algún dependiente. Llegaron hasta un mostrador totalmente desordenado y patas arriba. La caja estaba abierta y solo había unas pocas monedas sobre los diferentes alojamientos. Todo hacía indicar que habían robado. Se asomaron sobre un lateral y encontraron a una persona tumbada en el suelo. Sangraba por la cabeza y no se movía. Había un charco de sangre alrededor. Paul apartó a Daniel hacia atrás para que no observara al dependiente tirado en el suelo. Se acercó para comprobar si aún respiraba. Le puso los dedos en el cuello y al instante los retiró asustado. El color del rostro de Paul se tornó pálido, idéntico al del color de la leche que acababan de ver desparramada por el suelo. No dio crédito a lo que veía y empezó a ponerse nervioso de verdad. Nunca había visto a una persona muerta e hizo que le diera un pequeño brote de ansiedad. Le costaba poder gestionar aquello y enseguida empezó a temblar con pequeños espasmos nerviosos. Se volvió para volver a observarle y se fijó en la pistola que sostenía en una de sus manos. Seguía teniendo el seguro puesto y dudaba de que se tratara de una pistola de verdad. Le pareció de fogueo. Le volteó para comprobar de dónde procedía la sangre, y al ladearlo pudo comprobar que ya no se podía hacer nada por él. Volvió a dejarlo como estaba y se retiró. Le habían disparado en la sien derecha y por el orificio continuaba saliendo sangre abundantemente. No llevaría mucho tiempo muerto. Aún se encontraba caliente, pero no pudieron ayudarle y se quedaron paralizados sin saber qué hacer. En lo único en que pensaron fue en salir rápido de allí. Ana cogió del brazo a Daniel y salieron del autoservicio. Voceó a Paul desde la puerta para que saliera rápido. Inmediatamente corrió hacia el baño que había en el exterior para vomitar, pero no la dio tiempo. Lo hizo en la misma puerta. Ver aquello hizo que se sintiera descompuesta. Daniel la acompañó al coche para que bebiera agua y se limpiara, tratando de tranquilizarla. Pero Paul continuó en el interior del autoservicio unos minutos, hasta que por fin salió con el móvil en la mano. Intentó marcar el número de la policía para dar parte de lo que había ocurrido, pero se olvidó de un detalle. Las centralitas se encontraban colapsadas de llamadas y no era posible establecer llamadas a través de los teléfonos. La saturación de las líneas telefónicas provocadas por el caos que existía en el país, hizo que fuera imposible llamar a nadie. Desgraciadamente no se pudieron atender las llamadas de emergencia de la población y todo se volvió más caótico si cabe. Volvió a meterse el móvil en el bolsillo del pantalón y volvió a observar la entrada del autoservicio. Ana se acercó a él y mantuvieron una tensa discusión para decidir qué era lo que debían hacer. Paul regresó al interior y accionó el surtidor a través del ordenador. No había otra forma de poder repostar, así que se armó de valor y lo hizo sin pensar. Tenían que seguir su camino y llegar a otro lugar más seguro. Ese era su objetivo. Mientras Paul se encontraba llenando el depósito, oyeron pasar a toda velocidad a tres patrullas de policía por la interestatal. Pensaron en el cadáver que había sobre el suelo del autoservicio y les entró el pánico. Por un momento llegaron a pensar que pararían allí y que los detendrían. ¿Cómo explicarían aquello a la policía? Verdaderamente iba a ser difícil de explicar, aun sabiendo que ellos no habían asesinado a nadie. Pero por suerte pasaron de largo y siguieron su camino. Pero Daniel era muy inteligente y se puso a observar alrededor. Se percató de que había varias cámaras de seguridad en la entrada del autoservicio y al lado de los surtidores. Se lo indicó a sus padres para que se tranquilizaran y Paul volvió a entrar para dejar el dinero en el interior de la caja registradora. Antes de hacerlo, enseñó los billetes uno a uno a la cámara principal, y enseguida salieron de allí. Sabían que el dinero ya no tenía valor, pero al menos no se verían involucrados en ningún asunto turbio de asesinato. No querían problemas con la justicia. Se montaron en el coche y se incorporaron de nuevo a la interestatal, dejando atrás la estación de servicio. Paul siguió marcando el número de la policía y no encontró la manera de contactar con ellos. Al rato se dio por vencido y dejó de hacerlo. Ana se tumbó al lado de Daniel sobre los asientos traseros. Después de haber vomitado en la estación de servicio se sintió descompuesta. No se encontraba bien. Su rostro pálido y ojeroso presentaba un aspecto horroroso. También tenía las cuencas de los ojos hundidas. Daniel estaba algo asustado, pero se tranquilizó al observar a su padre a través del retrovisor interior. Su rostro se encontraba sereno y parecía concentrado en lo que hacía, aun habiendo presenciado semejante horror en la estación de servicio. Siguieron pasando las millas y consiguieron tranquilizarse, dejando de lado lo que habían presenciado. No querían pensar demasiado en lo que le había ocurrido a aquel operario. Ya no se podía hacer nada por él y el futuro que se aproximaba no era demasiado alentador para nadie. El viaje se les estaba haciendo interminable. Deseaban llegar a casa de tía Alice, pero conforme avanzaban siguieron encontrándose con obstáculos y problemas. Llegando a Lincoln se toparon con más controles instalados por el ejército. Era una de las ciudades más grandes del estado de Nebraska y se encontraba totalmente blindada. Estaba prohibida la entrada de personas de fuera del estado. Sintieron escalofríos pensando en la posibilidad de que les obligaran a regresar a Flanagan y desandar el largo trayecto realizado. No entraba en sus planes la intención de regresar a su pueblo y se mostraron sumamente nerviosos ante el control de seguridad del ejército. Pero tuvieron tiempo para pensar qué hacer, debido a que permanecieron parados alrededor de media hora. No podían seguir parados mucho tiempo, por lo que Paul se salió de la interestatal por un camino de tierra que iba a parar a un pequeño pueblo a dos millas de allí. Miró a través del retrovisor para comprobar que nadie del ejército les seguía y evitaron la larga espera que se hubiera alargado más de la cuenta, y siguieron su camino. Atravesaron el pequeño pueblo y volvieron de nuevo a la interestatal, camino de North Platte. Ya habían pasado ocho horas desde su salida de Flanagan y se encontraban muy cansados. Paul era el que más cansancio acumulaba debido a las horas que llevaba conduciendo. Se encontraba verdaderamente desfallecido, pero no emitió queja alguna en todo el trayecto. Además, empezó a caer el sol y pensaron en hacer un descanso y echarse a dormir. Necesitaban hacer una parada. Pero era complicado encontrar un lugar seguro. Pensaron que sería peligroso parar cerca de la carretera debido a que podrían sufrir robos, por lo que descartaron esa opción. Unas millas más adelante divisaron en la lejanía la silueta de un establo. Pensaron que aquel sería un buen lugar para poder reponerse. Había un camino de tierra que llegaba hasta él y a Paul le pareció buena idea. Apagaron las luces del coche para no ser vistos por nadie y avanzaron por el carril. Al llegar todo parecía en calma. Encontraron una pequeña casa enfrente de lo que parecía un granero, y pegado a la entrada había un tractor con un gran remolque lleno de paja. No se veía luz a través de ninguna de sus ventanas. Se situaron detrás del granero y esperaron unos minutos en el interior del coche para comprobar si alguien salía de la casa al oírlos llegar. Paul se acercó sigiloso a la entrada para asegurarse de que nadie viviera allí. No oyó ruidos en su interior a través de la puerta. Iluminó con una linterna a través de las ventanas y no vio a nadie. Regresó al coche y tranquilizó a Ana y a Daniel. Sacaron algunas bolsas del maletero y cenaron. No habían comido nada desde que salieron de Flanagan y se encontraban hambrientos. Nada más cenar, se quedaron dormidos. Se encontraban tan cansados que no echaron en falta sus camas para poder dormir. No se dieron cuenta de lo incómodos que podían llegar a resultar aquellos asientos antiguos del coche. El día había sido muy tenso y el hecho de encontrarse juntos ante la adversidad les aportó mucha tranquilidad. Afuera, todo seguía en calma y el coche no podía ser divisado desde la carretera. El amanecer les despertó sobre las siete de la mañana, cuando los primeros rayos de sol aparecieron. Salieron del coche y se desperezaron en el exterior. Observaron a su alrededor y no encontraron indicios de que alguien viviera allí. Todo seguía como lo habían encontrado la noche anterior. Desayunaron unos zumos y unos panecillos para ponerse en marcha lo antes posible. No podían permitirse el lujo de permanecer mucho tiempo parados. El tiempo apremiaba y debían partir de nuevo. Paul no llegó a recuperarse de lo vivido el día anterior y seguía nervioso. Además, el hecho de regresar a la carretera le producía ansiedad, no sabía lo que volvería a encontrarse en el camino. Deseaba como nadie llegar a casa de su hermana Alice para poder instalarse y saborear la tranquilidad que supondría vivir alejado de la futura radiactividad que irradiaría al país. Ana, la madre de Daniel, continuaba con el cuerpo revuelto. El aspecto de su rostro no había mejorado. No desayunó nada. Tenía el estómago cerrado y solo ingirió líquidos. Se volvió a tumbar sobre la parte trasera del coche para estar más relajada y más cómoda. Daniel, para que ella descansara, se sentó sobre el asiento delantero, al lado de Paul. Circularon por el camino de tierra dejando una amplia estela de polvo a sus espaldas y retomaron de nuevo la marcha por la interestatal. La siguiente ciudad importante por la que pasarían era North Platte. No era tan grande como Lincoln y Des Moines pero sí que tenía gran importancia por la zona en la que se encontraba. Por North Platte nunca llegaban las malas noticias. Sus habitantes eran personas con un carácter muy clásico, por no llamarlo antiguo, que no profesaban simpatía alguna hacia el resto de habitantes de otros estados. Se habían acostumbrado a vivir aislados del mundo y hacían caso omiso a las noticias alarmantes que llegaban del exterior de su estado. Ni siquiera cuando apareció el virus mortal NHCongus1 llegaron a creer que las muertes producidas habían sido debidas a dicha pandemia. La incredulidad había sido heredada de unas generaciones a otras, adquiriendo también las mismas creencias. Allí nunca cambiaba nada. El tiempo se había detenido y pareció no importarle a nadie. Seguían viviendo sus vidas sin importarle lo que sucedía a su alrededor. Sólo temían a las catástrofes naturales que llegaban en forma de tornados y terremotos. Era lo que más les asustaba. La interestatal se encontraba despejada de vehículos y enseguida llegaron a North Platte. No volvieron a encontrarse con ningún otro control del ejército. Entraron en la ciudad y buscaron una gasolinera para poder repostar debido a que en la periferia no consiguieron divisar ninguna. Se desviaron hacia el centro a través de una de las calles principales. Aparentemente, por aquellas calles se respiraba cierta tranquilidad. Las pocas personas con las que se cruzaron lo hacían ajenas a lo que estaba ocurriendo. Observaron varios grupos de niños jugando a la pelota en uno de los parques, mientras que otros se balanceaban alegremente sobre los balancines y los columpios. ¿A los vecinos de North Platte no les afectaba lo que ocurriría en unos días? Paul no dio crédito a lo que veían sus ojos por aquellas calles. Enseguida encontraron una gasolinera. Estacionaron el coche en uno de los surtidores y esperaron a que saliera alguien del autoservicio. Paul estaba nervioso y salió del coche para que la espera fuera más llevadera. Entró en el autoservicio y habló con el dependiente que se encontraba en la caja registradora. Salieron juntos charlando. Todo se encontraba dentro de la normalidad. Ana permanecía dormida sobre los asientos traseros del coche y Daniel aprovechó para bajar levemente la ventanilla. Deseaba enterarse de la conversación entre su padre y el dependiente de la gasolinera. —¿Cuánto le pongo, caballero? —dijo el dependiente de la gasolinera. —¡Llene el depósito de gasolina! ¡Aun me quedan bastantes millas para llegar! Paul se encontraba confundido y extrañado. No entendía cómo no había cundido el pánico en aquellas calles. ¿Cómo era posible? —¡Ahora mismo se lo lleno, señor! —Daniel se percató a través del retrovisor de que el dependiente observaba de reojo a su padre. Por como gesticulaba, pareció incomodarle tener que repostar gasolina. Deslizó de mala gana la manguera sobre la apertura del depósito de gasolina del coche. A primera vista, le dio la sensación de que el dependiente era un tipo amargado por la forma en que les observaba. Desvió la mirada hacia el interior del coche y observó detenidamente a Ana y a Daniel. No parecía fiarse mucho de su presencia en la ciudad porque sabía que eran forasteros. Paul se encontraba muy exaltado y el operario se percató de ello enseguida. —¡Qué tranquilo está todo por aquí!, ¿no tenéis problemas de saqueos en los comercios? ¿Aún no se ha vuelto la gente loca por lo del anuncio del paro de las centrales nucleares? —preguntó Paul. —¡Oh, no! ¡Claro que no! Los vecinos de North Place estamos en paz con los demás. ¿Por qué íbamos a robarnos entre nosotros? ¿Usted cree que eso ayudaría en algo? Eso que dices no tiene sentido. ¿No cree? —preguntó el dependiente. Las preguntas de Paul no parecieron animarle mucho. Continuó desafiándole con la mirada y si no cambiaban rápido de conversación les despacharía enseguida. —¡Creo que no ayudaría! Pero venimos de Flanagan y los saqueos se están produciendo por todas las ciudades. El ejército ha tomado sus calles para intentar restaurar el orden. ¿No has escuchado las noticias en la radio? —¡Llevan unas cuantas millas desde allí! ¡Venís desde muy lejos! ¿Tan asustados estáis por el condado de Illinois? —sonrió sarcásticamente, antes de escupir una asquerosa flema verde sobre el asfalto. Pareció burlarse de ellos con la actitud que había tomado y decidió no contestar a la última pregunta que le hizo Paul—. Además, creo que eso del cierre de las centrales nucleares es un farol del gobierno. Están decididos a no tener que desembolsar grandes cantidades de dinero a todas esas personas que trabajan allí. ¿No le ha dado por pensar eso? Aquí somos muy desconfiados con el gobierno porque nunca nos ha regalado nada. Todos los vecinos de North Platte piensan que todo esto es una excusa y una estrategia del gobierno para ahorrarse un buen dinero. Siempre han actuado de esa manera. Y ahora no iba a ser diferente, y menos viendo cómo van las cosas por el país. Piense en los muchos cientos de miles de dólares que se van a repartir entre ellos. ¿No ha pensado en eso? —preguntó de nuevo el dependiente. —¡Lo dudo mucho!, pero nunca se sabe de lo que son capaces de hacer después de la crisis que estamos viviendo —contestó Paul, enarcando las cejas y sorprendiéndose de la testarudez del dependiente. —Espere unos días y verá como lo que le digo es cierto. Bueno, ya está su gasolina en el depósito. Son cincuenta y tres dólares con cincuenta. ¿En efectivo o con tarjeta? —preguntó. —Efectivo. Muchas gracias señor. Ojalá tenga razón con lo que ha dicho. Me alegraría de ello, sin lugar a dudas. Estaríamos a salvo de la radioactividad que se va a escapar a la atmósfera en unos días —sentenció Paul. Le dio su dinero y volvió hacia el coche para marcharse de allí. —No se preocupe tanto, señor. Es un gran farol el que están montando esos sinvergüenzas. Que tenga buen viaje. ¡Hasta la vista! Y ya verá como todo seguirá su curso y acabará dándome la razón. Acuérdese de ello. Volvió a soltar una carcajada y regresó al interior del autoservicio. No paró de mover la cabeza de un lado a otro mostrando cierta incredulidad ante lo que acababa de contarle Paul. Daniel subió la ventanilla del coche para que su padre no se diera cuenta de que había escuchado la conversación y disimuló, haciendo que cogía unos papeles de la guantera. Salieron de la gasolinera y regresaron por una de las avenidas principales de North Platte para poder incorporarse de nuevo a la carretera. Continuaron el viaje en silencio. Daniel y Paul se hacían las mismas preguntas pero no se atrevían a formularlas. ¿Los habitantes de aquella ciudad estarían más cuerdos que los del resto de los estados? ¿O quizá fueran tan ignorantes que no se daban cuenta del peligro al que se iban a exponer? Daniel empezó a sentir la imperiosa necesidad de enterarse bien de lo que estaba a punto de ocurrir. Se hacía muchísimas preguntas y se estaba volviendo loco, pero tampoco quería agobiar a su padre debido a que ya tenía bastante con lo que se suponía que iba a ocurrir en unos días. No lograba imaginarse un desastre de tal magnitud en los Estados Unidos. No conocía a la perfección los efectos nocivos que podían provocar los escapes radiactivos pero se podía hacer una ligera idea. Su padre los había sacado de su pueblo para huir lejos de la zona del país en la que había más centrales nucleares. El hecho de salir de Flanagan suponía un castigo para su familia, por lo que supuso que aquello sería más serio de lo que en un primer momento imaginó. Pero siempre regresaban las preguntas a su cabeza, era algo irremediable. Y pensó en la conversación que había tenido su padre en la gasolinera. ¿Y si aquel dependiente de North Place tenía razón? ¿Todo aquello sería una inventiva del gobierno? ¿Sería verdad que el fin de los días se aproximaba? Pensó en ello y no se imaginó la destrucción del planeta sin que nadie hiciera lo posible por evitarla. Paul encendió de nuevo la radio para que el trayecto se hiciera más ameno. Necesitaba oír las informaciones que proporcionaban las distintas emisoras de diferentes estados. Ya no le importaba que su hijo se enterara de la verdadera realidad, y más después de haber vivido la horrible experiencia de haber encontrado el cadáver de aquel operario en la estación de servicio. Sabía que después de haber presenciado aquello estaría preparado para cualquier cosa. Subió el volumen para poder escuchar bien el parte de noticias. Ana se despertó sobresaltada al encontrarse con la cabeza apoyada sobre uno de los altavoces traseros del coche. Permanecieron en silencio y escucharon atentamente las diferentes informaciones. “Se están produciendo saqueos masivos en la mayoría de los establecimientos de todo el país. Las fuerzas de seguridad del estado y los militares desplazados hasta las ciudades más importantes del país se están retirando debido a la gravedad de los disturbios”. “Las grandes tiendas de armas han echado sus cierres debido a los importantes robos que han sufrido en las últimas horas.” “Se ha instalado el caos en las calles de la ciudad de Chicago. Se han levantado grandes barricadas en las avenidas principales, cerrando el paso a la policía y al ejército. Se han producido innumerables muertes por los duros enfrentamientos y los hospitales se encuentran colapsados por la llegada masiva de heridos. Se teme un corte de energía general, que sin lugar a dudas acarrearía más disturbios por parte de los manifestantes. Numerosos incendios continúan activos y sin control en los edificios más emblemáticos de las ciudades más importantes del país.” “Una cantidad importante de ciudades han cerrado el paso a la entrada y salida de personas para evitar la escalada de tensión. Ahora mismo no se disponen de los medios necesarios para poder atender a la población en caso de emergencia, al encontrarse saturados los servicios. Los estados de Wyoming, Nebraska, Illinois, Alabama, Arizona, Arkansas, California, y otros muchos más han decretado el toque de queda en las calles, para evitar los saqueos multitudinarios y la ola de violencia desatada. El hecho de saltarse el decreto de ley firmado esta misma mañana en el Senado, podría acarrear penas de cárcel a los alborotadores. Desde los sectores más críticos se piensa que se ha tomado esta medida para intentar tranquilizar a la población.” “Se espera que en los próximos días aumente la escalada de tensión en el resto de estados de país. Se ha perdido el control y no hay noticias de los gobernadores, alcaldes y demás políticos. Se teme que hayan podido huir del país, abandonándolo a su suerte. No hay suficientes medios para contener a la gran multitud que se agolpa en las calles de las ciudades. Ni siquiera el ejército es capaz de reestablecer la situación y les resulta imposible mantener el orden público.” “Las autoridades sanitarias del país advierten del peligro al que se expondrá la población durante los siguientes días, con la suspensión del funcionamiento de todas las centrales nucleares del país. Se aconseja huir a zonas alejadas para evitar el contacto directo con la radiactividad que se va a liberar a la atmósfera. Las condiciones meteorológicas van a jugar un papel principal a la hora de que se produzcan los incendios y las explosiones en las centrales. Se han instalado medidores de radiactividad en los alrededores de todas ellas. Se han establecido las conexiones a las centralitas de los ordenadores del Centro Nacional de Desastres Nucleares, en el estado de Arkansas. Se ha producido la evacuación de todos los trabajadores y el ejército ha instalado medidas de seguridad y de contención alrededor de ellas, con el propósito de que nadie se acerque debido al peligro inminente de accidentes e incendios.” “Se repartirán dos blíster de pastillas de yodo por persona en todas las farmacias del país. Interminables colas para conseguirlas hacen que se esté dificultando el acceso a los medicamentos, que se agotarán en las próximas horas.” “Se ha procedido al cierre de todos los colegios del país, universidades, centros especiales de formación y centros de trabajo donde se estima que existe más riesgo de contaminación.” “Se recomienda mantener la calma ante la crisis que se avecina y se aconseja a la población no salir de sus casas.” “A la espera de más noticias procedentes de los estamentos políticos elegidos para tal evento, les saludamos atentamente desde Radio Oeste. Que pasen un feliz día y no se olviden de que el mañana nos espera. No desesperen, un futuro venidero aguarda en algún rincón del país y seguiremos luchando por encontrarlo, aunque a día de hoy nos encontremos inmersos en uno de los momentos más difíciles en la historia de nuestro país” Paul pensó que encender la radio no había sido buena idea. Las noticias eran poco alentadoras y solo consiguieron añadir más incertidumbre al futuro. Daniel, al observar el rostro de su padre, estiró el brazo sobre el salpicadero del coche y apagó la radio. Pensó que ya habían oído suficiente. No le apetecía seguir escuchando malas noticias y a buen seguro que sus padres pensaron lo mismo. Se encontraba confundido después de escuchar el avance de noticias. Seguía sin entender cómo se había llegado a aquella situación. Sintió la imperiosa necesidad de proteger a sus padres de lo que se avecinaba. Se sentía fuerte, quizá animado por la ignorancia de lo que estaba por llegar. Ana continuó sin articular palabra sobre la parte trasera del coche. El silencio se fue haciendo molesto conforme pasaron las millas y ella continuó con los ojos cerrados, haciéndose la dormida. Paul y Daniel sabían perfectamente que había oído el avance de noticias aunque intentara disimularlo. Dieron gracias a que se encontrara como ausente y no se viera superada por los nervios. Había sufrido numerosos estados de ansiedad a lo largo de los últimos años y no querían que se pusiera nerviosa. Ansiaban llegar lo antes posible a casa de tía Alice. El hecho de cambiar de aires sería un soplo de aire fresco para ellos. Avanzaron por la interestatal a buen ritmo. No llegaron a cruzarse con más de una decena de vehículos en las siguientes millas. No fue necesario parar a repostar de nuevo debido a que tenían el depósito de gasolina prácticamente lleno y llegarían sin problemas a Rock Springs. Paul intentó marcar el número de teléfono de su hermana Alice, pero comprobó que seguía sin señal. Aún no se habían reestablecido los servicios de telefonía, aunque dudaba de que llegaran a hacerlo después de lo que estaba sucediendo. Alice debía de estar muy preocupada esperando a su familia, debido a que tampoco ella podía realizar llamadas. Sólo quedaba esperar pacientemente a que llegaran para poder reunirse de nuevo. A pocas millas de Rock Springs volvieron a encontrarse con algo con lo que no contaban. Sobre la carretera había un fuerte dispositivo militar, pero sabían que se encontraban muy cerca de su destino y buscarían cualquier salida para llegar. Fue una sorpresa inesperada. Supusieron que por aquel estado todo se encontraría más tranquilo pero comprobaron que no era así. El puesto militar se encontraba situado en el cruce que llevaba hasta la ciudad de Denver. Un militar armado les dio el alto y les hizo detenerse sobre el arcén. Les obligaron a bajar del coche y a sacar del maletero todo el equipaje que había en el interior. Dejaron todo esparcido sobre la cuneta de la carretera y registraron todos y cada uno de los rincones del vehículo. Cogieron del brazo a Paul y se lo llevaron a una especie de garita improvisada a un lado de la carretera. Ana y Daniel se sintieron amenazados por la situación tan violenta a la que se enfrentaban. Intentaron mantener la calma pero Ana empezó a gritar sin control. Daniel temió que le diera un ataque de ansiedad e intentó tranquilizarla para que no se la llevaran detenida. Pasada media hora, Paul salió acompañado de un alto mando militar. Le ayudaron a cargar todo en el interior del maletero del coche. Habían restringido el paso de personas al estado de Wyoming debido a que era una zona reservada para gente importante. Tuvieron la fortuna de que Paul fuera trabajador de una de las centrales nucleares del país. Se vio obligado a enseñar los papeles que lo demostraban y después de unas comprobaciones rutinarias les dejaron continuar. Paul y su familia eran personas protegidas por el gobierno de los Estados Unidos. Pero existía un protocolo que era de obligado cumplimiento. Fue necesario que firmara unos documentos para poder llegar a Rock Springs. Le obligaron a entregar la dirección del lugar al que se dirigían. Paul les contó a su mujer y a Daniel que estaba obligado a estar localizado desde ese momento. Cabía la posibilidad de que en los próximos días el gobierno diera marcha atrás en la decisión de paralizar las centrales nucleares. Si eso ocurría, debía regresar de inmediato a su puesto de trabajo para reiniciar la central nuclear en la que trabajaba, al igual que lo harían todos sus antiguos compañeros. Esas fueron las explicaciones que los militares le habían proporcionado a Paul. Existía una pequeña esperanza de que se pudiera revertir la situación, pero Paul sabía que aquello no iba a ocurrir. Era demasiado tarde para volver a rearmar las turbinas principales de las centrales nucleares. Además, los generadores auxiliares se habían desconectado hacía días para evitar el consumo de la escasa energía que quedaba almacenada en el país. Un militar les indicó que podían abandonar el lugar y proseguir su marcha hacia Rock Springs. Faltaba aproximadamente una hora escasa para llegar y necesitaban hacerlo sin volver a encontrarse obstáculos por la carretera. El viaje se había alargado más de la cuenta y el cansancio se empezó a apoderar de ellos. Llevaban muchas horas sin descansar y ansiaban el momento de la llegada. Las últimas millas se les hicieron eternas. Divisaron en el horizonte la ciudad de Rock Springs. Apenas se habían cruzado con vehículos en las últimas millas, y eso ayudó a rebajar el estado de ansiedad de Ana, que aún se encontraba sumamente nerviosa sobre la parte trasera del coche. Su estado de ánimo cambió de repente cuando observaron la calma que se respiraba por las calles de Rock Springs. Era una ciudad tranquila, cuya población superaba los veinte mil habitantes. Se habían dedicado durante muchísimos años a la minería, pero los recursos naturales de las minas se habían agotado. Apenas existían ingresos económicos derivados de las mismas. Alice, la hermana de Paul, vivía en la parte alta de la ciudad, en la zona más tranquila. Había multitud de casas bajas y las familias que vivían en ellas disfrutaban de una vida acomodada, rodeadas de paz y naturaleza. Nada parecido a lo que había en Flanagan. Eran zonas muy distintas y lo más llamativo de aquel estado era la inmensa naturaleza virgen que lo rodeaba. Flanagan era un estado llano y árido, y en Rock Springs había al menos tres inmensos parques naturales hacia el norte, con grandes picos y extensos bosques frondosos. Había muchísima fauna y flora en aquella zona. En las zonas altas de los parques naturales abundaban las manadas de lobos. Daniel recordó los cuentos sobre lobos que le contaba su padre cuando era pequeño, y cómo se acercaban a las ciudades para llevarse a los niños malos. Se le había quedado grabada esa parte y se sentía atemorizado ante esos animales. Aún conservaba un pequeño trauma de aquellas montañas tan altas y de sus fieros moradores, pero al menos le habían ayudado a comportarse bien debido al miedo de ser llevado por ellos. Nunca consiguió soltar ese lastre y continuó mostrando un respeto absoluto por esos animales. Al llegar a la casa de tía Alice, la observaron a través de las ventanillas del coche. Se encontraba cortando las malas hierbas del terreno de su casa. Fue de las pocas personas que llegaron a ver fuera de su casa. El resto de vecinos de Rock Springs permanecían encerrados en el interior de sus viviendas y preparándose para lo que estaba por venir. Se observaba más calma que en Flanagan y que en el resto de ciudades importantes del país, pero sabían que si sus vecinos permanecían ocultos era porque sentían miedo a lo que se aproximaba. Alice se giró al oír el claxon del coche de Paul, y dejó lo que estaba haciendo para correr a abrazarlos. Se llevó una inmensa alegría al verles llegar. Había intentado llamarles por teléfono en repetidas ocasiones pero le había resultado imposible contactar con ellos. Se fundieron en un inmenso abrazo y les fue imposible disimular la emoción que sentían. No lograron contener las lágrimas de alegría al verse todos juntos otra vez, aunque sinceramente lo habían hecho por la situación que se vivía en el país. Pensaron que juntos lo llevarían mejor y se sentirían con más fuerza para afrontar lo que se avecinaba. Alice era una mujer de aspecto decidido, con el cabello castaño y espeso, rostro pecoso y con una destreza en sus movimientos que advertían una edad inferior a la que realmente tenía. Daniel había visto innumerables fotografías suyas, pero nunca llegó a imaginársela tan ágil y atlética. Fue una grata sorpresa para él. Nada más entrar en casa pudieron observar lo cuidadosa y maniática que era tía Alice. Por todos los rincones olía a limpio y el orden en el que se encontraban todos los objetos invitaba a sentirse como en casa. Les acondicionó en las habitaciones de la parte de arriba de la casa. Ya tenía todo preparado para recibirles. Era una bonita vivienda de estilo neozelandés con cerca de cien años a sus espaldas. Tenía un atractivo tejado anaranjado que había sido reformado hacía unos años, y un porche amplio y luminoso que daba luz propia al patio delantero, que se encontraba rodeado de una atractiva valla de madera. Parecía que en aquella ciudad se respiraba paz y tranquilidad, pero percibieron algo que no llegó a emocionarles de igual manera. Todos los vecinos de Rock Springs se mostraban recelosos ante lo que se avecinaba. Daniel y sus padres percibieron desde el momento en que llegaron que los forasteros no eran bienvenidos en la ciudad, aunque se encontraran de paso o de visita en casa de algún familiar. Los vecinos de las casas colindantes les observaban desde las ventanas de sus casas y controlaban sus movimientos constantemente. Se preguntaban una y otra vez qué habrían hecho para ser recibidos de aquella manera. No comentaron nada a Alice para que no se preocupara en exceso y no le diera demasiadas vueltas a la cabeza. Querían evitar enfrentamientos directos. Pensaron que con el paso de los días los nervios se calmarían y la situación se normalizaría. Rock Springs había sido una de las ciudades que más habían sufrido por la infección del virus mortal del NHCongus1, que asoló medio país unos años atrás. Alrededor de quince mil personas fallecieron debido al contagio, y desde entonces, los forasteros no eran bienvenidos. Los vecinos pensaban que no habían llevado nada bueno a la ciudad y recordaban los malos momentos que vivieron tras su llegada. Durante las obras de las nuevas carreteras que rodeaban la ciudad se desencadenó la infección. Llegaron decenas de personas de otros estados para reforzar los turnos de trabajo en las obras. Desgraciadamente, algunos de ellos portaban el virus y contagiaron a la gran mayoría de los habitantes de Rock Springs. Pocos fueron los que consiguieron librarse del virus. Pero tras la tragedia, volvieron a resurgir de sus cenizas y consiguieron reestablecer el funcionamiento de su industria, que se vio paralizada durante una larga temporada. CAPÍTULO 7 Y LA ATMÓSFERA IRRADIÓ AL PLANETA BAJO SU MANTO INVISIBLE En tiempos del cólera, cualquier pequeño momento de existencia vale más que una vida entera. La espera se hace corta si peligra nuestra vida. Daniel recordaba con total nitidez el día que llegaron a Rock Springs. Nunca lo olvidaría. Había sido un momento emocionante el hecho de volver a encontrarse con un ser querido. Apenas conocía a su tía Alice, pero habían mantenido durante muchos años un constante contacto telefónico que hacía que se encontraran muy unidos. Fue un momento muy emocionante para ambos que recordarían el resto de sus días. En casa de tía Alice se respiraba un ambiente acogedor. Era amplia y muy cómoda Para Daniel era como estar de vacaciones. Disponía de todo lo necesario para poder vivir plácidamente y sabía que pasarían unos días agradables hasta que se desataran los accidentes en las centrales nucleares, si es que terminaban haciéndolo. Existía una mínima esperanza de que se retrocediera en la decisión drástica que habían tomado. Habían sufrido un viaje cargado de tensión pero el llegar a casa de tía Alice ayudó a que se tranquilizaran. La relajación hizo que la primera noche durmieran cerca de quince horas seguidas, ayudados por la tranquilidad que les aportaba la hermana de Paul. A Daniel le bastó con descansar algunas horas menos. Su deseo de salir a la calle con su tía había vencido al sueño. Quería ver aquella ciudad y comprobar cómo era el lugar donde vivía. Pero lo que desconocía era que no iba a ser una buena idea hacerlo en aquel momento, cuando todos los vecinos se encontraban recluidos en sus casas a la espera de la fatídica noticia que estaba por llegar. Los vecinos conocían de antemano su llegada desde Illinois y no vieron con buenos ojos su visita. Y Alice lo sabía, pero se armó de valor y salió a la calle con su sobrino para enseñarle las grandes avenidas y las zonas de ocio de Rock Springs. Pasearon por el parque más grande de la ciudad y disfrutaron de un rato agradable hablando de sus cosas. Existía una gran química entre ellos a pesar de vivir a tantas millas de distancia. Pasaron por la única tienda de alimentación que se encontraba abierta por la zona y compraron unas cosas que necesitaban para hacer la comida. El resto de comercios de alrededor, temerosos ante lo ocurrido en el resto de ciudades del país, habían cerrado sus puertas por el temor a ser saqueados. La ciudad se encontraba desierta. Alice estaba muy asustada porque jamás había vivido una situación similar en Rock Springs. Ni siquiera la familia Blomm, que vivía enfrente de su casa, se había dignado a saludar a su familia. Tampoco sus amigas gemelas, Julie y Gemma, la habían abierto la puerta en la parte baja de la calle, donde se encontraba la frutería que regentaban. Alguien se asomó por la ventana de la planta superior de la vivienda, pero no tuvo el valor suficiente para hablar con ella, por miedo a represalias de los demás vecinos. Fue un gesto muy indignante para ella y se sintió invadida por un sentimiento de frustración. Sus mejores amigos jamás la habían hecho algo parecido. Todo había cambiado en la actitud de los vecinos de la ciudad y no daba crédito a semejante comportamiento. Los habitantes de Rock Springs eran personas muy arraigadas al lugar en el que vivían, pero Alice no entendía por qué los forasteros no eran bienvenidos en la ciudad. El hecho de que sintieran que alguien de fuera impusiera sus propias costumbres y desencadenaran todo tipo de enfermedades infecciosas, hacía que les detestaran. El brote de NHCongus1 que asoló la ciudad les dejó marcados para siempre y no conseguirían quitarse ese fantasma de la cabeza en la vida. No querían que aquello se repitiera. Pero se equivocaban porque no eran conscientes de que iban a necesitar ayuda de los demás después de lo que se acercaba. Aquella situación no se frenaría de ninguna manera. La barbarie se acercaba y era tarde para hacer cambiar de opinión a una ciudad entera. Los siguientes días fueron extraños. Una mañana, Paul y Alice decidieron salir para hacer unas compras en el comercio que continuaba abierto, en la parte baja de la ciudad. Rock Springs se encontraba desierto y podía palparse el ambiente enrarecido que invadía sus calles. Se desconocía exactamente en qué momento saltaría por los aires la primera central nuclear del país y aquello no ayudaba a la población, que continuaba recluida en sus casas a la espera de la noticia. Paul no había recibido llamada alguna por parte de las autoridades para hacerle regresar a su puesto de trabajo, y ya habían pasado más de cuatro días desde el anuncio del parón nuclear en el país. Según fueron pasando las horas el nerviosismo fue en aumento. Las redes telefónicas cayeron por completo y no consiguieron ponerlas en funcionamiento de nuevo. ¿Cómo iban a avisar a Paul desde la central nuclear en el caso de volver a ponerla en marcha? ¡No había manera de avisarle! Salvo que los militares se desplazaran hasta casa de tía Alice para entregarle cualquier notificación. Conocían la ubicación exacta del lugar en el que se encontraba Paul. Pero desgraciadamente, la esperanza de recibir un aviso por parte del gobierno se desvaneció ante la falta de noticias alentadoras. En realidad, ya no habría tiempo disponible para revertir la situación. Desgraciadamente, los accidentes se iban a ir sucediendo a lo largo del país, uno tras otro. Era cuestión de horas o de días. Paul conocía con exactitud la cantidad de materiales contaminantes que existía en el interior de una central nuclear y le aterraba sobremanera saber que se escaparían sin remedio al exterior. Las televisiones emitían imágenes en diferido, anuncios, documentales de entretenimiento y películas para tener a la población tranquila y entretenida. Las únicas emisiones en directo eran los avances informativos oficiales que emitía el gobierno un par de veces al día. La población permanecía muchas horas frente al televisor a la espera de noticias esperanzadoras. Pero el paso de los días solo consiguió alargar la agonía que sufrían a diario desde sus hogares. La mayoría de las emisoras de radio habían dejado de emitir. Sólo alguna de ellas permaneció activa y emitía noticias, dejando a un lado la música que se escuchaba días antes. El país entero se encontraba en estado de sitio. Había empezado el apagón y con él, el principio del fin. Una mañana ocurrió algo. Desde el salón de casa de tía Alice observaron un movimiento inusual por la calle principal. Había un elevado tránsito de vehículos. Muchos vecinos de Rock Springs se marchaban de la ciudad en dirección al Parque Nacional de Yellowstone. Imaginaron que aquel lugar les aportaría más seguridad por el mero hecho de encontrarse rodeado de frondosos bosques. La situación les dejó boquiabiertos. Tía Alice también tenía una pequeña cabaña en la parte baja del parque nacional. Paul, Ana y Daniel, lo desconocían. Una noche, mientras cenaban, les comentó que si la situación se complicaba podrían viajar hasta allí e instalarse en ella. No tendrían problemas para llegar hasta el lugar donde se encontraba y estaba perfectamente acondicionada para poder vivir. Aquello les aportó más tranquilidad al tener otro lugar al que poder huir, porque según los partes informativos que emitían en la televisión la situación se iba a volver insostenible. En las televisiones informaron de los problemas derivados de la crisis nuclear. La bolsa había cerrado hacía unos días debido a las caídas bursátiles de todas las compañías y a los cierres de potentes multinacionales. El dinero de la población había desaparecido y el sistema económico mundial había quebrado. Las noticias que llegaban del exterior no eran nada alentadoras. La situación se había extendido a todo el planeta. Además, las fronteras de Estados Unidos con los demás países colindantes habían cerrado para evitar un éxodo masivo hacia otros lugares. Pero lo curioso fue que las personas más poderosas e importantes del país habían conseguido permisos especiales para poder viajar a otros lugares en sus avionetas privadas. Ellos tendrían más oportunidades de permanecer alejados de la radiactividad que estaba por llegar. Los aeropuertos más importantes del país habían cerrado y se encontraban estrechamente vigilados por el ejército. Desgraciadamente llegó el octavo día, y con él, el terror. Se consumó la catástrofe. La primera información llegó por radio. Emitieron un parte en el que se informaba del inicio de un incendio en una de las centrales nucleares del país. La primera deflagración ocurrió en Florida, a primera hora del día. La central nuclear Turkey Point-3 dejó de funcionar al dejar de recibir la energía mínima necesaria para el movimiento de las turbinas. Los aerogeneradores siguieron funcionando hasta que se detuvieron por falta de lubricación. Se sobrecalentó sobremanera debido a la falta de refrigeración y comenzó a arder sin control, hasta que una fuerte explosión en el interior la desintegró por completo. Horas más tarde, las primeras imágenes llegaron a las televisiones. El país entero permaneció delante de los televisores, observando el hundimiento americano. Todo estaba perdido, era tarde para reaccionar. Pero aquello no había hecho nada más que empezar. Los siguientes partes fueron aún más duros. El resto de centrales nucleares del país fueron cayendo. Llegaron las explosiones en Ohio, Arkansas y Texas. Las centrales situadas en New York fueron las siguientes. Éstas fueron las que más daño hicieron a la población. Una gran cantidad de uranio, plutonio y cesio se liberó a la atmósfera y sitió a una de las ciudades más importantes del país. No dio tiempo a desalojar a la población y miles de personas permanecieron recluidas en sus hogares. Una gran nube tóxica cubrió la ciudad entera y la sumió en el más absoluto de los horrores. Después de las explosiones más potentes y devastadoras, la mayoría de las cadenas de televisión dejaron de emitir los partes informativos que emitían a diario, como era de esperar. La población carecía de información de lo que ocurría en el resto del país. Las cadenas de radio emitían escasa información debido a que había pocas personas disponibles para ello. Tan sólo la CNN ofrecía un parte informativo de escasos minutos al día. Era todo lo que había quedado de las comunicaciones en el país. Al menos un par de profesionales se embarcaron en la difícil misión de informar a la población afectada. Lo hacían todos los días durante unos minutos. Enviaban la señal desde una caravana portátil que se desplazaba por el norte del país. Captaban imágenes desde uno de los satélites empleado para la vigilancia de las centrales nucleares y estudiaban el movimiento de las nubes radiactivas desde los lugares en los que se habían producido los accidentes. Los medidores de radiactividad instalados en las proximidades de las centrales incendiadas habían sobrepasado los niveles mínimos de seguridad, y terminaron averiándose. No volvieron a recoger datos, debido a que no estaban preparados para soportar semejante cantidad de radiactividad. Una gran cantidad de sustancias gaseosas y volátiles se dispersaron por muchos puntos del país a través del aire. Inmensas llamaradas iluminaron el cielo de las grandes ciudades y las fuertes explosiones se fueron sucediendo sin control alguno. Se formó una gran nube radiactiva que recorrió el país de punta a punta. Se desplazó imparable hacia el resto de países y no hubo manera de revertir la situación. Y llegó el silencio a todos los hogares estadounidenses. Se instaló el miedo en las calles y la gente esperó lo peor. El país se había estado preparado para la guerra durante toda su existencia, y estaba especialmente capacitado para ello, pero aquello era una guerra etérea contra la que no se podía luchar. Era algo que no se podía palpar ni oler. Era un enemigo invisible que avanzaba sin parar, arrasando todo lo que encontraba a su alcance. Aquella situación no se había vivido nunca y nadie sabía cómo actuar ante semejante catástrofe. Los estadounidenses no terminaban de creerse que aquello fuera real y no entendían por qué les estaba ocurriendo a ellos, que se sentían los dueños del mundo y los más poderosos. Llegó el día en el que dejaron de recibir señal por televisión. Las imágenes en diferido que unos días antes habían conseguido mantener entretenida y despistada a la mayoría de la población del país en sus casas, dejaron de emitirse. Hubo un gran apagón en varios estados del sur y seguidamente se trasladó a todo el país. La furgoneta de la BBC que mantenía informada a la población, también dejó de emitir señal. Sólo quedó el ruido mudo de fondo de todas y cada una de las emisoras. También internet había dejado de funcionar hacía días, fue lo primero en fallar por la caída de los servidores. De nada sirvió poseer los mejores avances en tecnología. Los medios de comunicación se habían convertido en algo inerte y sin vida, para desgracia de la población. Los suicidios fueron sucediéndose entre la población y pareció la mejor salida para los escépticos a un futuro prometedor. Uno de cada dos estadounidenses poseía armas de fuego y las utilizó para acabar con todo aquello lo antes posible, sin esperar a que la temida radiactividad acabara lentamente con ellos. Los incendios y las explosiones continuaron en todas y cada una de las centrales nucleares. Siguieron sin control y su avance implacable arrasó campos, pueblos, ciudades y todo lo que llegó a alcanzar. Era una guerra invisible en la que irremediablemente iba a morir casi toda la población del planeta, debido a las graves consecuencias de las enfermedades que iba a causar la radiación. La familia de Daniel llevaba unos días tomándose los comprimidos de yodo que le habían administrado a Paul en la central. Al menos podrían protegerse de contraer cáncer de tiroides. La glándula tiroidea se bloqueaba de una gran cantidad de yodo y no dejaba al organismo ingerir el que había pululando en el aire del exterior, que se encontraba contaminado de productos radiactivos. Pero aquello no conseguiría hacerles inmunes a la enfermedad. Tendrían una protección más, pero no era un arma eficaz para los demás tipos de cáncer y otro tipo de enfermedades derivadas de una exposición prolongada a determinadas sustancias peligrosas. Pasadas unas semanas, la ciudad de Rock Springs recuperó su actividad por las calles, y eso les extrañó. Desde casa de tía Alice pudieron observar cómo enormes caravanas de vehículos militares se dirigían al norte. Por las noches les era imposible dormir debido al paso constante de helicópteros y aviones militares. La estela de ruido que dejaban a sus espaldas retumbaba por toda la ciudad día y noche. El ejército huía del país, que se presuponía abocado a la desaparición. Se les perdió de vista en el horizonte de los parques naturales al norte de Rock Springs, en busca de una zona libre de contaminación. Una mañana, Paul salió de casa y se dirigió hasta la carretera para observar de cerca lo que ocurría. Daniel salió corriendo tras él. Los militares, antes de abandonar la ciudad, colocaron por sus calles unas señales metálicas. En ellas se podía leer con enormes letras que aquel ya no era un sitio seguro: “LA NUBE RADIACTIVA SE ACERCA A LA ZONA”. “HUYAN HACÍA EL NORTE”. “ES UN SITIO MÁS SEGURO”. Aquello le sorprendió a Paul, que empezó a madurar la idea de abandonar Rock Springs. Se lo hizo saber a su hermana Alice. Pensaron que en los parques naturales, donde Alice tenía una cabaña, podrían estar más resguardados de la temible contaminación que se acercaba. Pensaron que la alta concentración de oxígeno presente en los bosques frondosos del norte frenaría de alguna manera la radiactividad liberada a la atmósfera. CAPÍTULO 8 CONFINADOS Y se extendió la semilla germinada durante largo tiempo, ante la atónita mirada de los escasos supervivientes. Los nervios dentro de la familia aumentaron. Valoraron la posibilidad de huir a la cabaña que tenía Alice al norte, pero no estaban convencidos de que fuera un lugar más seguro que Rock Springs. Bajo la casa existía una bodega bastante amplia en la que podrían protegerse durante un tiempo de la radiactividad. Además, había suficiente comida almacenada para permanecer mucho tiempo viviendo bajo tierra. Pensaron en la nube radiactiva que se acercaba y valoraron los pros y los contras de quedarse. La confusión por tomar una decisión acertada hizo que tuvieran acaloradas discusiones. Finalmente decidieron salir de Rock Springs para intentar sobrevivir a la barbarie que se avecinaba. Pensaron que si todos los vecinos de la ciudad habían huido hacia el norte, al igual que lo había hecho el ejército, probablemente ese sería el lugar más seguro. Cargaron todo lo necesario en los maleteros de los coches y enseguida partieron. La carretera que les llevaba al parque natural se encontraba desierta. No se cruzaron con ningún control militar ni con otros vehículos. A lo largo del trayecto continuaron viendo carteles informativos a los lados de la carretera. Eran similares a los que habían colocado los militares en Rock Springs. Pero sabían que ocurría algo extraño. No había animales por la zona y eso hizo que se alarmaran. A esas alturas de temporada solía estar plagado de ellos, cruzando de un lado al otro las carreteras del parque natural. ¿Qué explicación tenía aquello? ¿Y si se encontraran escondidos, a la espera de que les llegara la muerte? ¿Tendrían un sexto sentido que les obligó a huir del lugar? Existía un extraño y molesto silencio alrededor del parque natural. A varias millas de allí tomaron un desvío por un carril de arena que llegaba hasta una zona boscosa. Se vieron sorprendidos por la maleza que invadía la mayor parte del carril, hasta el punto de cerrarlo casi por completo. Avanzaron lentamente hasta conseguir llegar a la explanada de la cabaña. Daniel le echó una primera ojeada y le pareció una auténtica pasada. La observó nada más bajar del coche y se quedó ensimismado, olvidando por un momento que aquel sería el refugio que les permitiría sobrevivir más tiempo. La parte delantera de la cabaña tenía un porche bastante llamativo, al que se accedía a través de unas pequeñas escaleras de madera. Enseguida le llamó la atención un viejo balancín que colgaba del techo. Permanecía en movimiento al son de la suave brisa que corría aquella mañana. Se acercaron a la puerta y observaron los enormes cerramientos de madera que había sobre las ventanas. Era imposible ver nada a través de ellos. Intentaron abrir uno pero les fue imposible hacerlo. Se habían quedado encajados sobre los raíles repletos de polvo y suciedad. El tejado se encontraba en perfectas condiciones y los aislamientos exteriores habían soportado los crudos inviernos de la zona. No era una simple cabaña. Estaba protegida para que la humedad del invierno no acabara pudriendo la madera. Abrieron la doble puerta mosquitera y entraron con precaución. Tenían ligeras sospechas de que alguien hubiera podido ocupar la cabaña. Cualquier persona desesperada por la situación podría haberlo hecho. Pero Alice comprobó que todo se encontraba como se había quedado la última vez que la había visitado. Sólo existían tres estancias en la cabaña, pero les parecieron suficientes para poder permanecer cuatro personas en su interior. En el salón había una chimenea con una gran viga de madera en la parte superior. Sobre ella descansaban varias fotos antiguas de toda la familia. Daniel pudo reconocerse en una de ellas. Observó su pequeña silueta disfrutando sobre una playa, unos años atrás. Ver aquello le llenó de optimismo y consiguió arrancarle una sonrisa. Fueron a la cocina y descubrieron que había un par de hornillos de gas, una nevera grande y un pequeño cobertizo bajo el suelo, que no tendría más de dos metros cuadrados. Lo utilizaron para guardar toda la comida envasada que habían llevado. Era el mejor lugar para mantener los alimentos en buen estado. Al lado de la cocina se encontraba un pequeño baño, al que no le faltaba detalle. Sabían que iban a tener todo lo necesario para poder vivir cómodamente hasta que pensaran detenidamente en lo que hacer los siguientes meses. Dispondrían de tiempo suficiente para hacerlo. La naturaleza permanecía ajena a lo que se avecinaba. En cuanto llegaran las primeras lluvias el agua arrastraría los materiales pesados y alojaría el manto ácido sobre el terreno, empapándolo de muerte y desolación. Y desgraciadamente ese momento llegó antes de lo esperado. Paul conocía las consecuencias de lo que ocurriría y fue el primero en tomar medidas. No quiso decir nada para que no cundiera el pánico entre su familia, pero les prohibió que salieran de la cabaña durante los días en los que la lluvia hiciera acto de presencia. Era lo peor que podía ocurrir. Los aguaceros y tormentas acaecidos durante los siguientes días empaparon el suelo del parque natural, acelerando la contaminación ambiental de buena parte del estado. El terreno se encargó de transportar hasta el interior de sus propias entrañas el agua contaminada de materiales radiactivos. Nada se escapó al desastre. El agua contaminada llegó al curso de los ríos y los peces quedaron expuestos al veneno mortal. En pocos días aparecieron gran cantidad de ellos muertos por las orillas de los ríos cercanos a la cabaña. Paul se encontraba malhumorado. No podía luchar contra aquello y los nervios hicieron que le fuera imposible pensar claramente. Le invadió un sentimiento de rabia por no poder hacer nada más por su familia. Se comportaba de forma extraña e intentaba esconder algún tipo de información que solo él conocía. Daniel le observaba constantemente y se percató de que tenía algo que contarles, pero no quiso preguntarle directamente. Sabía que tarde o temprano se lo diría, era cuestión de tiempo. Pasadas unas semanas llegaron los problemas. Tía Alice empezó a sentirse mal. Se encontraba entumecida debido a los fuertes dolores que la maniataban día y noche. Sufría fuertes pinchazos en su estómago e intensos dolores de huesos. Intentaba amortiguarlos descansando sobre una de las camas. Pero no fue solo ella. Ana tampoco se encontraba bien. Llevaba varios días vomitando y no sentía ganas de hacer nada. Y todo por no haber obedecido a Paul, cuando las avisó del peligro al que se exponían saliendo a pasear al exterior después de las intensas lluvias acaecidas semanas atrás. La atmósfera contaminada había irradiado los alrededores de la cabaña y las míseras mascarillas utilizadas para sus paseos no les habían servido de mucho. Daniel y su padre se encontraban bien de salud pero también sufrían fuertes dolores de cabeza por las noches, que tardaban horas en desaparecer. Al menos en el interior de la cabaña se encontraban protegidos y no les faltaba comida. Salían muy poco al exterior. Alice se había ocupado de llenar el cobertizo de gran cantidad de alimento para que pudieran permanecer allí mucho tiempo sin necesidad de salir a buscarlo. A pesar de las comodidades, los días se hicieron pesados. Permanecían largas horas asomados a las ventanas, observando los paisajes de alrededor de la cabaña. Todo había cambiado en el bosque y sucedía algo muy extraño. Alice estaba preocupada debido a que jamás había visto algo parecido. Las plantas y los árboles se estaban muriendo. Tampoco llegaron a observar a animales corretear por los alrededores. Todo estaba perdiendo vida alrededor del parque natural. Alguna tarde se aventuraron a pasear por los alrededores para comprobar cómo se encontraba el bosque. Lo hicieron protegidos con unos monos especiales y unas máscaras de protección que le habían proporcionado a Paul en la central nuclear. No consiguieron encontrar ni una sola abeja o avispa por la zona. Tampoco había escarabajos ni insectos en general. Y había algo más preocupante. Desde su llegada no habían conseguido oír ni un solo canto de los pájaros. ¡No había por ninguna parte! El silencio era brutal. Se había convertido en un lugar sin vida. Los ríos habían aumentado su caudal considerablemente después de las lluvias que habían caído días atrás. Pero ya no había peces por aquella zona. Habían muerto contaminados y arrastrados por la corriente, río abajo. Las cañas de pescar que tenía Alice guardadas en la cabaña no les servirían de nada. Daniel pensó en la posibilidad de poder alimentarse de animales, pero además de no haber visto ninguno, no podrían comerlos ya que estarían enfermos. Y fueron pasando los meses. Desgraciadamente, el estado de salud de Ana y Alice empeoró de manera considerable. Alice pasaba muchas horas al día tumbada sobre la cama, aquejada de fuertes dolores. Se encontraba agotada y no tenía fuerzas ni para levantarse. Sobre su cuerpo aparecieron unas manchas grandes que supuraban bastante cantidad de pus y sangre. Paul y Daniel le realizaban curas todos los días con lociones desinfectantes. Presentaban un aspecto horrible. Daniel, a cada día que pasaba, más sufría. No le gustaba ver el estado en el que se encontraban su tía Alice y su madre. Ana vomitaba todos los días y había perdido bastante peso. Estaba totalmente irreconocible para ellos. El estómago se le había cerrado y todo lo que ingería lo devolvía al poco de comerlo. Las dos tenían un aspecto horrible. Las ojeras se fijaron a sus rostros de manera permanente y el color amarillento apareció sobre su piel. Estaban enfermas de verdad. Aquello fue una constante para Paul y Daniel. El sufrimiento los consumía poco a poco y la felicidad se había esfumado de sus vidas. Se encontraron arrinconados ante la dura realidad que existía. Nadie podía ayudarlos porque todo había desaparecido. Los centros médicos y los hospitales habían cerrado meses atrás. Se encontraban solos ante la adversidad. Pero lejos de mejorar, la situación se tensó sobremanera. El empeoramiento sucesivo siguió su curso. Las manchas que Alice tenía esparcidas por todo el cuerpo crecieron sin control. Necesitaba muchos más cuidados, y los apósitos, vendas y lociones antibióticas se agotaron. De nada les sirvió llevar una mochila llena de ellas. También Ana necesitó más cuidados diarios. Paul y Daniel lucharon con todas sus fuerzas y ocultaron su pena para intentar animarlas. Por las noches caían derrotados sobre sus camas. En alguna ocasión, Daniel se había percatado de que su padre se escapaba al exterior para poder desahogarse lejos de su familia, que irremediablemente se estaba desmoronando. Le observaba llorar como un niño pequeño que acaba de perder su juguete preferido. No había nada que pudiera consolarle. Se encontraba abatido e intentaba sacar todas las fuerzas posibles de su interior para que aquello no terminara psicológicamente con ellos. Pensaron que no podrían superar aquello. Sabían que Alice y Ana se estaban muriendo. Solo podían permanecer a su lado y esperar a que llegara su día. Días después empezaron a perder gran cantidad de pelo. Paul lo retiraba de las almohadas sin que se dieran cuenta, para evitar que se asustaran más. Por mucho que intentaron animarlas a levantarse e incorporarse, les fue imposible. Apenas abrían los ojos y el dolor las consumía lentamente por dentro. Después de aquello llegaron las deposiciones constantes cubiertas de sangre y mucosidad. Se encontraban en la fase final de la enfermedad. Se retorcían hacia sus adentros debido a los fuertes dolores que sentían. Para poder acabar con aquella angustia, Paul las administró unos analgésicos muy fuertes y unas inyecciones de morfina. Solo así podrían descansar de los dolores insoportables que sufrían. Permanecieron tranquilas y relajadas sobre sus camas. Tras muchos meses de lucha, sufrimiento y dolor infrahumano, fallecieron las dos. Alice murió un lunes, y Ana, dos días después. Tenían sus cuerpos completamente hinchados, tanto que no pudieron vestirlas con sus ropas. Les fue imposible hacerlo. Al intentar moverlas, los huesos se les salían de las articulaciones. Estaban completamente deshechas por dentro y tenían un aspecto muy deteriorado. Daniel y Paul se armaron de valor y las enterraron detrás de la cabaña de madera. Antes de enterrarlas, las taparon con unas grandes lonas de plástico para evitar que con el tiempo desprendieran olor. La descomposición de sus órganos había comenzado hacía ya tiempo, de una manera lenta y destructiva. Paul lo pasó especialmente mal. Abrazaba a Daniel y le decía una y otra vez que aquello era una maldita pesadilla. Había amado a Ana toda su vida y, aunque habían pasado unos años difíciles debido a las horas que pasaba en el trabajo, se encontraba abatido por su pérdida. Había sufrido mucho la muerte de su hermana, pero la de su mujer le dejó totalmente destrozado. Pero un tiempo después abrieron los ojos y decidieron dejar el sufrimiento de lado para poder afrontar el futuro que se les presentaba. Aunaron sus fuerzas para luchar por sobrevivir y no se rindieron ante la adversidad. Dejaron de compadecerse entre ellos para no seguir sufriendo. Meses luchando contra el horror radiactivo y un final. Solo un final, la muerte. Daniel lo sobrellevó como pudo. No exteriorizó tanto sus sentimientos como su padre pero eso no significó que no lo pasara mal. Estaba psicológicamente hundido pero sabía que tenía una vida por delante. Estaba obligado a luchar por seguir sobreviviendo. Continuaron viviendo el día a día en el interior de la cabaña, evitando hablar de cómo se sentían. Pero no podían olvidarse de todo. Las intensas jaquecas que habían sufrido durante meses, regresaron, martilleándoles día y noche. También a ellos les había afectado la contaminación pero eran más duros, algo que ayudó a que no enfermaran como Ana y Alice lo habían hecho. Resistieron mejor las embestidas radiactivas que había en el entorno y en la atmósfera. Pero el ambiente fue cargándose conforme pasaron las semanas y los meses. Paul tenía guardado un dosímetro para medir la radiactividad existente, algo que Daniel desconocía. No quería que su hijo se enterase de la cantidad de contaminación que había en el interior de la cabaña. Lo encendía por las noches, cuando Daniel dormía profundamente. La radiactividad crecía por días y el aparato repiqueteaba sin cesar cada vez que lo encendía. Había unos niveles tan elevados en el exterior que en ocasiones el aparato llegaba a bloquearse. Enseguida percibieron en sus bocas un cierto sabor metálico, indescriptible para ambos, al resultar totalmente desconocido hasta ese momento. Les era imposible captar el sabor de los alimentos y la sensación que tenían era de comer materia muerta. Bebían muchos litros de agua a diario para poder calmar la sed que padecían. Paul se obsesionó tanto con la contaminación que selló con silicona todas las rendijas de puertas y ventanas. —Así estaremos seguros. ¡Ganaremos esta batalla! —decía constantemente, intentando convencer a su hijo de que la contaminación no era tan alarmante. Pasaron cerca dos años viviendo de aquella manera. Les pareció extraño que hubieran pasado tan rápido después de todo lo que habían vivido en la cabaña. Buscaron entretenimientos diversos para poder mantener la mente alejada del horror que asolaba el exterior. Pero sabían que no podían continuar así toda la vida. Se atrevieron a salir de vez en cuando a pasear por los bosques próximos. Tenían que conocer de primera mano los alrededores. Se protegían bien y andaban durante horas. Y no les ayudó en absoluto. El exterior había cambiado de una forma brutal y no había nada con vida alrededor. Parecía que todo se había esfumado del planeta. Eran lo más parecido a unos ermitaños viviendo en medio de una montaña rodeada de árboles secos y oscurecidos. No había animales ni personas y lo poco que quedaba había muerto. Un silencio sepulcral lo invadía todo. Algunas noches, mientras dormían en la cabaña, oían a lo lejos helicópteros del ejército, y eso les daba esperanzas. Había supervivientes en algún lugar pero no sabían exactamente a dónde dirigirse para encontrar un sitio seguro. Sabían que en algún momento tenían que atreverse a salir de aquel agujero y buscar algún vestigio de humanidad que se alojara en algún refugio seguro. Aunque en el interior de la cabaña no les faltaba alimento ni agua, y eso era un problema porque nada les empujaba a salir al exterior. No tenían mucho que hacer dentro de la cabaña, por lo que Paul permanecía largas horas con una vieja radio que Alice tenía de adorno encima de la chimenea. Intentaba interceptar señales de alguna cadena de noticias que hubiera vuelto a emitir. Y de tanto intentarlo, una tarde ocurrió el milagro. A fuerza de perseverar consiguió captar una señal. Una emisora canadiense emitió un parte en el que informaba sobre la situación en la que se encontraban todos los países de Norteamérica. Era devastador y catastrófico. No quedaba ninguna central nuclear en pie. El ejército se había dispersado y había huido al norte en busca de una nueva nación en la que establecerse. Nueva York, Chicago, Los Ángeles, San Francisco, Detroit y las demás ciudades importantes del país habían caído hacía ya tiempo. Grandes llamaradas acabaron con sus enormes edificios y desde la lejanía podían observarse inmensas columnas de humo. Miles de cuerpos muertos se hacinaban por las aceras de las grandes avenidas. La mayoría de las carreteras de salida de las principales ciudades resultaron ser una ratonera y nadie pudo abandonarlas. Se informaba de que en los demás países había ocurrido algo similar y nada quedaba ya de lo que un día fue un planeta próspero y venidero. Se ponía en conocimiento de los demás que los altos cargos del gobierno y las personas más poderosas del país habían huido a Canadá, y se habían instalado en búnker secretos ubicados en zonas de montaña. Las nubes contaminadas que habían emergido del interior de las centrales nucleares de todo el país se habían desplazado a todos los rincones del planeta. Tardarían cientos de años en desaparecer. Ya no existían lugares seguros en los que vivir. En los avances de noticias aconsejaban refugiarse bajo tierra para huir del horror radiactivo. Aportaron unas coordenadas de varios refugios seguros ubicados en diversas zonas de Canadá, por si alguien escuchaba sus emisiones. Eran unos refugios construidos bajo tierra y estaban preparados para desastres similares a los que habían ocurrido. Los demás continentes no habían emitido comunicados de ningún tipo, por lo que se presuponía que todo había estallado a nivel mundial. Las informaciones se repetían todos los días a la misma hora. Eran escuetas pero al menos les mantenía distraídos e informados. El hecho de oír la voz de otras personas les aportaba compañía. Paul apuntaba en su libreta las coordenadas que facilitaban, por si algún día se veían empujados a salir de la cabaña. Al no tener otra cosa mejor que hacer, todos los días se sentaban a la espera del parte diario que ofrecían en aquel dial de Canadá. Al menos, durante ese pequeño instante conseguían distraerse. Paul sabía que el mejor lugar para mantenerse alejado de la radiactividad era el subsuelo, por lo que se puso manos a la obra y comenzó a excavar en el pequeño cobertizo que había bajo la cocina. Decidió agrandar el habitáculo y habilitarlo para poder dormir alejados de la contaminación. Daniel decidió ayudarle para poder terminarlo rápido. Forraron todo el cobertizo con unas grandes lonas plásticas para mantenerlo protegido de la humedad y lo dejaron preparado. La primera noche que se aventuraron a dormir en el interior del agujero apenas pudieron pegar ojo. Les resultó extraño permanecer bajo tierra, pero al menos sabían que su cuerpo se lo agradecería. A las pocas semanas, los fuertes dolores de cabeza que les había martirizado durante tantos días, desaparecieron como por arte de magia. Se sintieron orgullosos de ver cómo el cobertizo que habían excavado les mantenía alejados de la radiactividad. Sabían que había merecido la pena. Con el paso de los días disminuyeron las informaciones que emitían desde el dial de Canadá. Pero aportaron coordenadas de otros lugares sobre los que se habían levantado colonias bajo tierra. Paul captó señales de radio procedentes del desierto de Sonora, en la frontera entre Estados Unidos y México, y las anotó sobre una libreta. Desplegaron un mapa sobre la pared del salón y marcaron el lugar exacto en el que se encontraba el refugio. Paul pareció convencido de la existencia de aquel lugar y lo comentaba una y otra vez con Daniel, que mostraba cierta incredulidad ante semejante descubrimiento. México no quedaba tan lejos como Canadá, y con suerte, podrían llegar en pocos días si encontraban algún vehículo con el que poder desplazarse. Se animaron con la noticia y se alegraron de que hubiera un lugar más cercano en el que poder refugiarse. Todo sería más fácil para ellos. Fueron pasando los días y los posibles planes de huida fueron tomando forma. Sabían que no podían permanecer encerrados toda la vida en el interior de la cabaña sin intentar hallar un lugar para poder empezar una nueva vida. Necesitaban pensar cómo desplazarse hasta México en un breve espacio de tiempo. Eso les ocupaba muchas horas al día y estudiaron la manera más rápida de llegar hasta el desierto de Sonora. Únicamente les faltaba saber qué día partirían. Pero desgraciadamente, aquella aventura les aterrorizaba. Una mañana salieron al exterior para comprobar en qué estado se encontraban las baterías de los dos coches. Intentaron arrancarlos pero les fue imposible hacerlo. Las baterías estaban totalmente descargadas y significó un serio contratiempo a las expectativas que habían puesto en la posible huida a México. CAPÍTULO 9 CUANDO UN SECRETO ALBERGA UNA PEQUEÑA ESPERANZA Cuando un oscuro secreto se esconde en pequeñas porciones repartidas, prepárate para cuando se junten de nuevo, pues no habrá marcha atrás. Cuando más convencidos estaban de partir hacia México, ocurrió algo que frenó las ansias de hacerlo. Paul enfermó como lo habían hecho su hermana y su mujer. Daniel, días antes, ya se había percatado de lo fatigado que se encontraba su padre. Además, perdió el apetito y las ganas de hacer cualquier actividad dentro de la cabaña. Se despertaba en medio de la noche con intensos ataques de tos que iban acompañados de expectoración sanguinolenta. Todos los pañuelos que usaba para amortiguar la tos acababan manchados de gran cantidad de sangre. Según pasaron los días la preocupación fue en aumento, pero al menos él permanecía tranquilo tumbado sobre el colchón del cobertizo, observando a Daniel y guardando silencio para sus adentros. Nunca se lo dijo a su hijo, pero tenía pavor a dejarlo solo en aquel mundo cruel y siniestro. Sabía que la juventud que atesoraba le había privado de una mayor experiencia en la vida y que lo pasaría francamente mal. No se lo imaginó marchando en solitario por el exterior, enfrentándose a lo que había ocurrido en el planeta. Pensaba en ello a todas horas y sufría ataques de ansiedad. Tenía que confesarle un secreto que guardaba desde hacía años y no sabía cómo hacerlo. Y no era un secreto cualquiera. Paul sabía que era algo que podría dejar a Daniel sin habla. Temía su reacción y no encontraba el momento oportuno para contárselo. Pero no podría esperar mucho o se arriesgaba a morir sin habérselo confesado, y eso era algo que no podía permitirse. Daniel observaba a su padre por las noches, a la luz de las velas. No podía imaginarse una vida sin él, pero sabía que no se podía luchar contra aquella enfermedad. No tenía ni los medios ni los conocimientos necesarios para intentar alejarle de los intensos dolores que sufría todos los días. Su aspecto empeoraba a cada día que pasaba. Era un proceso similar al que habían pasado Ana y Alice. Daniel se convenció de que en algún momento tendría que salir de aquella cabaña si no quería enfermar como su familia lo había hecho. Se imaginó marchando en solitario por el páramo desolado y le invadió la tristeza. Pero ya no podía llorar más. Lo había pasado francamente mal con la pérdida de sus familiares pero había aprendido a convivir con el dolor. El tiempo en el interior de la cabaña se ralentizó desde el momento en el que Paul enfermó. Las horas se volvieron plomizas y pesadas. No conversaban en ningún momento del día y resultaba muy triste y aburrido permanecer allí. Daniel, para conseguir evadirse de los problemas, buscó compañía en la pequeña radio, a la espera de noticias del exterior. El siseo producido por el ruido sordo de fondo consiguió hacer más monótono el transcurrir de los días. Sentía una enorme frustración y maldecía a cada momento encontrarse en aquella situación. Pensó en el suicidio en infinidad de ocasiones pero no consiguió encontrar en su interior el valor necesario para hacerlo. Apartó aquella estúpida idea de su cabeza y decidió pensar en positivo, aunque fuera complicado hacerlo en aquellas circunstancias. Con el paso de los días el estado de salud de Paul empeoró. Una mañana empezó a vocear desde el cobertizo. Se incorporó como pudo y se acercó a Daniel. Le abrazó con fuerza, haciéndole daño sobre sus delgados hombros. Se retiró las lágrimas de los ojos y le miró fijamente. —¡Daniel! Escúchame con atención —dijo Paul, con el rostro compungido. —Dime papá —contestó Daniel. —Ya sabes que estoy enfermo y que no me queda mucho tiempo. Me gustaría pasarme una vida entera a tu lado, pero eso va a ser imposible. Mi estado de salud no me lo va a permitir y no sé el tiempo que voy a vivir. Llegará el día en el que tengas que salir al exterior. No puedes permanecer aquí toda la vida. El alimento se acabará y tendrás que salir fuera a buscarlo. Al menos tienes que intentar llegar hasta México. Te aconsejo que lo hagas cuanto antes y que ni se te ocurra dirigirte a Canadá, que se encuentra a muchas más millas de aquí. Tardarías muchísimo tiempo en llegar y probablemente fallecerías por el camino. El mejor lugar para intentar sobrevivir es el desierto de Sonora. No tendrás problema en encontrarlo si sabes leer bien sobre los mapas que tengo en mi mochila. —¡Tranquilo papá!, verás cómo te recuperas pronto. ¡Podemos ir a México los dos juntos!, ¿Qué te parece la idea? —preguntó Daniel. Intentó tranquilizarlo, pero los dos sabían que no le quedaba mucho tiempo. Se encontraba gravemente enfermo y el aspecto que tenía daba fe de ello. Ojos hundidos, ojeras profundas y un color amarillento preocupante. No había mucho más que hacer por él. Daniel sabía que era prácticamente imposible que se llegara a recuperar, pero al menos intentaba animarle para que no terminara hundiéndose por completo. —¡Imposible!, yo no voy a ir a ninguna parte. No tardaría en morir. Quiero permanecer tranquilo el tiempo que me quede. Vete mentalizando para lo que se te viene encima porque no me encuentro bien y los dolores se hacen difíciles de aguantar. Tengo que contarte algo importante, hijo. ¡Escucha con atención! Hace tiempo que debí decirte algo. Lo he mantenido en secreto, pero en el interior de mi mochila tengo algo muy importante que puede ayudarte a sobrevivir cuando salgas de la cabaña. Tengo una máscara especial que me proporcionaron en la central el último día que trabajé allí. Es más segura que las otras. Te servirá para emprender el viaje hacía México. En uno de los bolsillos tengo varios filtros que deberás ir cambiando cada semana. Pero también podrás lavarlos si te quedas sin ellos. Si los limpias bajo el grifo con agua tibia se vuelven a quedar como nuevos. Bastará con dejarlos secar un par de horas y podrás utilizarlos de nuevo. Podrás moverte por los lugares contaminados del exterior, que como tú y yo sabemos, son todos. ¡Por favor! ¡Prométeme que lo harás! El tiempo va a seguir corriendo y tú tienes que buscar lugares en los que emprender una nueva vida. ¡Tienes que ser duro! Tu aventura ahí fuera no va a ser fácil pero estoy seguro de que lo conseguirás. También tengo en uno de los bolsillos laterales una pistola guardada. Hay varias balas en una caja de cartón. Quiero que sepas que nunca me han gustado las armas, pero quiero que la utilices si ves peligrar tu vida. Protégete por encima de todo lo demás y sólo así conseguirás sobrevivir. ¿De acuerdo?, ¿me prometes que lo harás? —¡De acuerdo! ¡Lo haré! Pero ahora descansa. Tú no sufras por mí. Seguro que voy a estar bien. Ya voy madurando y no necesitaré ayuda de nadie para poder sobrevivir. Ya me sé de memoria el plan trazado y lo que tengo que hacer. —Hay algo más, Daniel. Eso no es lo más importante. —Se hizo un silencio incómodo para ambos, hasta que Paul volvió a tomar la palabra—. Tengo que explicarte algo muy importante. Sólo espero que no te moleste el hecho de haberlo mantenido en secreto durante tantos años —Paul se recostó sobre una de las almohadas intentando encontrar una posición más cómoda—. No me queda mucho tiempo de vida y tienes que saberlo. Serás portador de una información vital para el futuro de la humanidad. Así como lo oyes. —Te escucho, sorpréndeme —dijo Daniel, mostrando en su rostro un gesto de sorpresa ante el secreto que le iba a confesar su padre, aunque dudaba profundamente que pudiera hacer algo por la humanidad, y más en ese momento en el que el país se encontraba contaminado. —No soy operario de una central nuclear. He trabajado durante muchos años en la central pero lo he hecho infiltrado. Llevo toda la vida trabajando para los servicios secretos de Estados Unidos y mi cometido era muy diferente al que te he contado. Seguramente todo esto no llegues a entenderlo, pero es necesario que lo sepas porque está en juego tu vida y la del resto de supervivientes que puedas encontrar en el exterior. —¿Cómo? ¿No has trabajado de operario en la central? ¿Eso es verdad? ¿También los padres de mis amigos pertenecían al servicio secreto? —Daniel dudó de si estaba contándole la verdad o si por el contrario había empezado a delirar debido a su enfermedad—. ¡Creo que me estás vacilando! —exclamó—. ¿Todavía te quedan fuerzas para bromear sobre eso? No lo entiendo —dijo Daniel. —Hijo, escúchame con atención. Los padres de tus amigos sí trabajaban como operarios en la central nuclear, pero ellos también desconocían a qué me dedicaba yo. Nunca se lo conté. Hubiera tenido serios problemas si me hubieran descubierto. Y lo que respecta a vosotros, tampoco sabíais nada debido a que era estrictamente secreto. Firmé un contrato que no podía incumplir. Si lo hubiera hecho habría tenido serios problemas con el gobierno. Esto funciona así, hijo. Siento no habértelo contado antes, pero también espero que entiendas qué significa pertenecer a un cuerpo secreto del gobierno. ¿Te acuerdas del día que salimos de Flanagan? Antes de salir regresé a casa para coger una mochila alargada, ¿lo recuerdas? —Sí, claro que me acuerdo. Mamá y yo nos quedamos extrañados de que regresaras a casa para coger algo, pero decidimos no preguntarte nada. Y claro que sabíamos que en esa mochila había algo importante, pero nunca nos lo hubieras contado. Ahora que ya no te importa contarlo, ¿qué es eso tan importante? —preguntó Daniel. —Es una pistola para insertar pequeños chip en el interior del cuerpo. Contienen información confidencial. Sé que esto te sonará extraño, pero es algo necesario para que sobrevivas. Cuando te cuente la historia completa entenderás lo del chip. —Daniel enarcó las cejas y no dio crédito a lo que escuchaba de boca de su padre—. A mí me insertaron uno en el antebrazo antes de abandonar la central nuclear, cuando nos visitaron los jefes del servicio secreto de Estados Unidos. Trabajé en unos experimentos junto a un grupo de científicos, y ellos fueron los que me proporcionaron la información que llevo en el chip. No me explicaron exactamente qué era lo que me habían facilitado, pero me avisaron que era muy importante para poder sobrevivir. Además, me indicaron que los servicios secretos desconocían algunos archivos que habían grabado y que debía de mantenerlo en secreto. Y como yo voy a fallecer en breve, esa información debes llevarla tú. Y si algún día vieras peligrar tu vida, debes proporcionárselo a otra persona que pueda portarlo hasta llevarlo a buen recaudo. No hay nada más importante que esto, no lo olvides. Hay dos claves que debes memorizar para poder desbloquear los archivos. ¿Te ha quedado claro, Daniel? —Eh….Vale, voy a intentar escucharte sin interrumpirte, porque tengo tantas dudas de lo que me estás contando que primero prefiero oír lo que me vas a explicar. Quiero que me cuentes toda la historia desde el principio para poder entenderla, porque ahora mismo estoy muy pero que muy perdido. Esto me supera. —Guardó silencio y escuchó con atención lo que le iba a contar su padre, algo que no llegaba a creerse del todo pero que sabía que podría ser real. Paul le explicó a Daniel que pertenecía a un grupo especial desde hacía muchos años. Era un grupo secreto que había creado el gobierno de los Estados Unidos y que se dedicaba al almacenamiento de energía atómica en baterías especiales. Lo había mantenido en secreto durante toda su vida. Trabajó alrededor de doce años en un proyecto que se dedicaba a la extracción de energía nuclear del interior del átomo. Posteriormente, las baterías se transportaban en el interior de camiones a diferentes puntos secretos del país, donde se quedaban almacenadas. Desconocía el paradero de las baterías debido a que aquel no era su cometido. Era un especialista en la conversión y almacenamiento de energía eléctrica generada por la central nuclear y durante todos y cada uno de los años que trabajó lo hizo de una manera rápida y eficaz. Era de los pocos operarios en la central que se le podía considerar imprescindible. Se vio obligado a mantener en secreto el trabajo que realizaba y ni siquiera se lo contó a su mujer. Hubiera tenido problemas serios con la organización, llegando a estar en juego hasta su vida. El día que reunieron a todos los trabajadores de la central nuclear para explicarles que se iban a paralizar, fue el día que le implantaron el chip bajo el brazo, al igual que a los científicos que trabajaban con él. En un primer momento pensaron que aquello era una broma pesada, pero pasados unos minutos se percataron de que aquello era real y necesitaban portar la información defendiéndola con su propia vida si era necesario. Si después de un tiempo conseguían reunirse de nuevo para consultar los archivos, conseguirían revertir el devenir del destino de la humanidad. Le resultó complicado de entender, pero no tenían otra opción que aceptar lo que les ofrecían. Le proporcionaron una copia de seguridad en el interior de un segundo chip. Sólo así se asegurarían de no perder la información al completo. También le proporcionaron una pistola para poder implantárselo a alguna otra persona si su vida corría peligro. Solo podían portar aquella información las personas que se habían dedicado durante varios años a trabajar para el Proyecto Monte Olimpo, u otras personas que pudieran mantenerlo en secreto. Desde aquel momento eran portadores de una información que les abriría las puertas en alguno de los refugios que tenía preparados el ejército. El hecho de haber oído las emisiones por radio no había sido fruto de la casualidad. Paul estaba informado de ello hacía un tiempo. Sabía que el ejército emitiría en unos determinados diales desde algún refugio seguro para proporcionar las coordenadas exactas hacia las que dirigirse. Sólo le hizo falta esperar a que alguno de ellos se pronunciara, y si era así, significaría que se habían conseguido establecer con éxito en el interior de los mismos. Se había visto inmerso en un oscuro entramado en el que no tenía margen de maniobra. Paul sabía que no iba a poder desplazarse hasta el búnker en el desierto de Sonora porque se encontraba gravemente enfermo. Y no tuvo otro remedio que informar a Daniel del proyecto secreto e implantarle el chip, para que lo llevara consigo y pudiera salvarse con aquella información que iba a llevar encima. Le indicó que se dirigiera a México, al desierto de Sonora, y que protegiera el chip con su propia vida. Sólo tendría que esperar el momento oportuno para comunicarle a la persona correcta que tenía una información confidencial. A poder ser, un alto mando del ejército. Sólo así podría finalizar con éxito su misión. Le apuntó en un papel las dos contraseñas numéricas que debía de memorizar para cuando se las solicitaran, y se las entregó. Le explicó que la primera era la que daba acceso a la coordenada correcta del lugar al que tendrían que dirigirse, aparte de ciertas informaciones de las baterías con las que había trabajado durante tantos años, y la segunda contraseña sólo podía proporcionarla cuando estuviera en el interior de un vehículo especial que le pudiera llevar a un lugar seguro y libre de contaminación. Daniel no entendió muy bien todo aquel entramado pero le siguió la corriente. Visualizó las numeraciones de las contraseñas: 210769 y 121230. —Hijo, sabrás en qué momento utilizar esta información, te lo aseguro. Gracias a esto podrás continuar con tu vida en otro lugar. No puedes imaginarte de lo que es capaz de construir el ser humano. Puedo decirte con total seguridad que cuando estés allí te acordarás de esta conversación y de por qué no os conté nada del proyecto secreto para el que trabajaba. Lo entenderás a la perfección. Sólo espero que no me guardes rencor. Detrás de todo esto hay algo grandioso que te dejará boquiabierto. Cuando tengas que comunicarle lo del chip a algún militar podrás decirle abiertamente que te dé su opinión sobre el Proyecto Monte Olimpo. Si ese militar ha estado vinculado a este proyecto, automáticamente sabrá de qué se trata y te protegerá con su vida si es necesario, te lo aseguro. Tendrás una sobreprotección que a ti mismo te sorprenderá. Todo va a salir bien, no temas por nada. Estoy seguro de ello. Un último consejo, Daniel. No pierdas esas contraseñas y memorízalas, o no te servirá de nada portar esa información bajo el brazo. Hay algo más. Sé que esto va a ser muy duro para ti, pero tienes que hacerlo. Cuando yo muera tienes que extraerme el chip que llevo en el brazo y destruirlo. Quémalo si es necesario. Si llegara a las manos equivocadas podrían utilizarlo maliciosamente, y eso es algo que no puedes permitir. Serás víctima de un chantaje si hay más de un chip. Sólo deseo que todo finalice con éxito. No voy a verlo con mis propios ojos, pero estoy seguro de que serás capaz de conseguirlo. Si llegas al lugar exacto que te marca el chip pregunta por los científicos que trabajaron conmigo en la central, son unos auténticos genios y te ayudarán en lo que necesites. Sólo hace falta unir todas las informaciones disponibles para dar por finalizado el Proyecto Monte Olimpo. Paul se sintió liberado después de hablar largo y tendido con su hijo y de poder quitarse aquel peso de encima. Necesitaba compartirlo con alguien después de haber pasado tanto tiempo ocultando aquel secreto. Se tumbó sobre el colchón y se relajó. Pensó que ya podía morirse tranquilo al haberse quitado aquel remordimiento que le castigaba sin cesar. Daniel ya sabía lo que tenía que hacer y cómo tenía que actuar de ahí en adelante. Antes de echarse a dormir, pidió a Daniel que le acercara la mochila alargada y misteriosa en la que se encontraba el chip y la pistola. No tardó demasiado en implantárselo en el brazo. Sintió un fuerte dolor en el momento de hacerlo, pero enseguida le desaparecieron las molestias. Su tamaño era minúsculo y no tendría más de medio centímetro de diámetro. Se observaron a través de la penumbra del cobertizo y sonrieron, sabiendo que la complicidad entre ambos se había reforzado. Aquella noche, Paul no consiguió conciliar el sueño. Se vio inmerso en fuertes dolores producidos por la enfermedad que sufría. Pero no le importó recibir aquel castigo, estaba orgulloso de su hijo y de cómo se había tomado la información que le había proporcionado. Estaba seguro de que se desenvolvería bien sin él. Daniel tampoco pudo dormir aquella noche. Su cabeza no paró de dar vueltas pensando en lo que le había contado su padre. Haber recibido tal cantidad de datos en tan poco espacio de tiempo no le ayudó. Se encontraba inmerso en unos sentimientos enfrentados que no le dejaban pensar con claridad. Le pareció algo tan sumamente complejo que deseaba saber de qué se trataba. Un proyecto llamado Monte Olimpo y liderado por los servicios secretos de los Estados Unidos… le pareció algo grandioso, y sabía que terminaría descubriéndolo. Tenía fe ciega en ello. Los días pasaron y Paul empeoró considerablemente. Dejó de alimentarse y lo único que ingería era agua, que al menos le ayudaba a mantenerse hidratado. Le costaba respirar y sentía un ardor constante sobre la garganta. El calor asfixiante que hacía en el interior de la cabaña tampoco ayudaba. Le resultaba imposible poder levantarse, por lo que pasaba día y noche tumbado sobre el colchón del cobertizo. El dolor de huesos se volvió insoportable y sufría delirios incontrolados que le dejaban totalmente exhausto. Daniel tomó la determinación de dejarle a solas porque no podía soportar verle sufrir de aquella manera. Empezó a proporcionarle calmantes para que pudiera descansar sin los dolores que sufría constantemente. Y desgraciadamente, después de unos días, Paul falleció. Daniel bajó al cobertizo para despertarle y le notó frío como el hielo. Permaneció abrazado a él alrededor de dos horas. Sintió una enorme pena y un inmenso vacío. No encontró el momento de dejar de llorar y de decirle todo lo que le quería. Le susurró al oído algo cariñoso pero ya no le escuchaba. A pesar de saber que tarde o temprano fallecería por la enfermedad, fue un duro golpe para él. Se armó de valor y logró sacarlo del cobertizo de la cocina para poder enterrarlo junto a su madre. Pensó detenidamente en lo que le había explicado su padre y extrajo el chip de su brazo, ayudado por un cúter. Lo colocó sobre un poyete de granito que encontró cerca de allí y lo machacó con una piedra. Después, esparció los restos por los alrededores de la cabaña para no dejar rastro alguno. Pensó en la información que acababa de destruir pero le tranquilizó el hecho de llevar una copia en su antebrazo. Su situación en el interior de la cabaña cambió drásticamente durante los siguientes meses. Daniel había perdido el miedo a la muerte y realizaba pequeñas salidas al exterior para conocer mejor el terreno. En breve huiría a México y necesitaba prepararse para ello. Pero ya nada fue igual. Se sentía muy sólo y extrañaba muchísimo la falta de su padre. Además, el bosque tenía un aspecto extraño. Hacía un calor excesivo y el ambiente se encontraba demasiado cargado. Las temperaturas diurnas eran muy elevadas y el bochorno existente se hacía insoportable. La escasez de lluvias no ayudaba a que las temperaturas fueran más suaves y fue notando cómo aumentaban según pasaban los días. El sol parecía apagado por la espesa canícula anaranjada que lo rodeaba y que flotaba en el ambiente, haciéndolo irrespirable. Durante varios días le ocurrió algo muy extraño a lo que no encontraba explicación alguna. A determinadas horas de la noche oía ruidos en el exterior. Sentía como si alguien rondara por los alrededores de la cabaña. En más de una ocasión llegó a sentirse observado a través de las ventanas, pero cuando se acercaba a ellas no conseguía ver a nadie. Llegó a pensar que aquello era producto de su imaginación y que se estaba volviendo loco. Pero en más de una ocasión oyó pisadas sobre el porche de la cabaña a altas horas de la madrugada y estaba completamente seguro de que alguien le acosaba. ¡No estaba loco! Cerró los portones de madera de las ventanas y reforzó la puerta de entrada para sentirse más seguro. Quería evitar verse sorprendido en mitad de la noche por alguien que quisiera entrar para protegerse de la radiactividad del exterior. Sabía que alguien le espiaba y le vigilaba constantemente. Pero según fueron pasando los días volvió a recobrar la tranquilidad, al cesar las visitas nocturnas. Después de tanto tiempo encerrado en el interior de la cabaña, Daniel tenía todos los músculos de su cuerpo entumecidos. Necesitaba ponerse en forma y empezó a hacer ejercicio. Los primeros días fueron duros y las agujetas aparecieron enseguida debido al poco ejercicio que había realizado durante el tiempo que permaneció encerrado. A pesar del calor que hacía dentro de la cabaña, hacía flexiones, abdominales, dominadas y todo tipo de movimientos para ponerse a punto. El día que partiera necesitaba encontrarse fuerte y preparado para lo peor. El exterior ya no era como él lo conocía y necesitaba prepararse. No tendría una cama cómoda para dormir ni un lugar donde permanecer tranquilo. Aun así no tenía nada que perder. Los días en los que realizaba más ejercicios, sentía fuertes pinchazos en la zona donde tenía el chip que le había implantado su padre. Apretaba con fuerza sobre la pequeña cicatriz y conseguía que enseguida desaparecieran las molestias que sentía. Volvió a estudiar los mapas y las rutas que tenía que hacer a pie. Necesitaba memorizar los atajos para poder sortear las grandes ciudades y marchar por lugares seguros. Temía cruzarse con saqueadores, caníbales o asesinos por el camino. La vida de una persona no tenía ningún valor en los tiempos que corrían. Pensó que si la fortuna le acompañaba podría encontrar algún vehículo con el que poder desplazarse hasta el desierto de Sonora. Solo necesitaba evitar las carreteras principales para no verse sorprendido por la gran cantidad de coches abandonados que habría sobre el asfalto. Por desgracia, los que intentaron huir de las grandes ciudades después de los anuncios de la desconexión nuclear, se encontraron con la prohibición de salir de ellas. El ejército habilitó puntos de control para bloquear las salidas y evitar los desplazamientos por todo el país. Pensaba constantemente en el chip que tenía bajo el brazo y no consiguió quitarse de la cabeza la información que contendría. No le guardaba rencor a su padre por haber mantenido en secreto a lo que se había dedicado. Entendió lo que significaba trabajar para un grupo secreto de los Estados Unidos. Sabía que todo profesional de la materia jamás compartiría con sus allegados el secreto de su éxito, y menos relatar a los demás a qué se dedicaba exactamente en su día a día. Preparó una mochila con todo lo necesario para el día que partiera de la cabaña. Plastificó los mapas para evitar que se humedecieran y los guardó en uno de los bolsillos. Los iba a necesitar constantemente y si no los reforzaba se quedaría sin ellos a los pocos días. Metió en el interior de la mochila la radio y unos paquetes de pilas. Necesitaba seguir informado por si en cualquier momento proporcionaban alguna otra información importante sobre el refugio de México. El calor era asfixiante durante el día, pero intentaría moverse por el exterior cuando cayera el sol, debido que durante las horas centrales, las temperaturas alcanzaban los cuarenta y cinco grados. Por las noches bajaban levemente y era el mejor momento para partir. Si durante el día no se refugiaba bajo cobertizos subterráneos, cuevas o pozos, moriría deshidratado o de un golpe de calor. Se guardó una buena cantidad de botes de conserva y una bolsa de pastillas potabilizadoras. Iba a llevar mucho peso a la espalda pero necesitaba todo aquello para poder sobrevivir hasta que llegara a México. Se encontraba preparado físicamente para ello. Sólo le faltaba elegir el día de partida. CAPÍTULO 10 Y EL FUEGO APARECIÓ PARA QUEDARSE Los elementos serán destruidos con fuego, y la tierra y lo que hay en ella será calcinado. Una noche sucedió algo que empujó a Daniel a abandonar la cabaña. Unos fuertes golpes procedentes del exterior le despertaron, mientras dormía plácidamente sobre el cobertizo subterráneo de la cabaña. Se desperezó y subió para comprobar qué era lo que ocurría. Llegó al salón y enseguida percibió una claridad inusual para ser aún de noche. Se asomó a la ventana y lo que observó le dejó de piedra. Un enorme incendio en lo alto de la colina arrasaba con todo lo que se encontraba a su paso y era avivado por el fuerte viento y por las elevadas temperaturas. Las llamaradas se desplazaban de un lado a otro sin control. Tras la estela que dejaban atrás las llamas, los árboles se desplomaban montaña abajo y el sonido provocado por las rodaduras de los troncos resultaba atronador. Aquel ruido ensordecedor fue el que le había despertado. Había llegado el momento de salir corriendo si no quería morir abrasado. El fuego se encontraba muy cerca de la cabaña. Cogió los prismáticos que tenía colgados de un perchero de madera y se los colgó al cuello. Se colocó las protecciones y se preparó para huir. Se acomodó la pesada mochila sobre la espalda y abrió la puerta para escapar del aparatoso incendio que se acercaba peligrosamente a la cabaña. En pocos minutos quedaría todo arrasado por las llamas. Antes de salir pensó en cómo poder salvar de la quema toda la comida envasada que tenía sobre las estanterías de la cocina. Tiró todos los botes al interior del cobertizo, sabiendo que quizá los pudiera necesitar algún día. No sabía si necesitaría regresar de un posible viaje fallido a México. Echó de menos no tener algún vehículo disponible para poder huir rápidamente de allí, pero desgraciadamente los dos coches tenían las baterías completamente descargadas. No tuvo más remedio que huir a la carrera. Enseguida cogió cierta distancia con las inmensas llamaradas que arrasaban aquella zona del parque natural, pero empezó a sentir un calor asfixiante. El mono no dejaba escapar el calor corporal hacia fuera y empezó a sudar de forma exagerada. En ese momento supo que lo iba a pasar mal, pero ya no había marcha atrás. Tenía que mirar al frente y se convenció de que encontraría algún lugar seguro en el que empezar una nueva vida. Corrió a buen ritmo durante un par de horas y logró dejar el incendio atrás. Estaba agotado después del esfuerzo realizado y se dio cuenta de que no estaba preparado para aquello, a pesar de haberse entrenado durante muchos días. Se sentó sobre la base de un árbol para poder recuperar el aliento. A pesar de la oscuridad reinante le sorprendió cómo había cambiado el paisaje. Iluminó a su alrededor con la linterna y todo le pareció sacado de una película apocalíptica. La cantidad de hojarasca esparcida por el suelo y los árboles secos y podridos proporcionaban un aspecto tétrico al bosque. Sintió un silencio sepulcral y dudó si las palpitaciones sobre sus sienes amortiguaban algún tipo de ruido procedente de los alrededores. Todavía era media noche, por lo que había escasa claridad sobre la negrura del bosque. Volvió a levantarse y se dirigió hacia un pequeño sendero para comprobar hacia dónde llevaba. Caminó por él durante un par de millas y tuvo la fortuna de observar varias viviendas cerca de allí. No habría más de diez casas, pero sabía que le servirían de refugio. Apagó la linterna y se acercó sigilosamente para no ser descubierto por alguna persona que continuara viviendo allí. Se aproximó a la entrada de la pequeña aldea y se agazapó sobre un pequeño muro de hormigón. Observó posibles movimientos pero no consiguió ver nada. No había luces encendidas en el interior de las casas. Se acercó a un pequeño granero que se encontraba abierto y se coló dentro. Se encaramó al altillo ayudado por una pequeña escalera de madera y observó a través de un viejo ventanuco. Todo se encontraba sumido en una absoluta oscuridad y no pudo ver ninguna fuente de luz cercana. Pasado un rato, y después de comprobar el silencio sepulcral que invadía el pueblo, consiguió relajarse. Necesitaba descansar y pensó que aquel granero sería el lugar perfecto para hacerlo. Se encontraba exhausto. Dentro del granero encontró una pequeña bodega que había en la planta baja. Sacó una lona de plástico de su mochila y la extendió sobre la puerta de la entrada para poder dormir alejado de la radiactividad existente. Encendió el dosímetro de su padre y empezó a emitir pitidos de manera lenta y pausada. Enseguida amanecería, por lo que se tumbó sobre el pequeño agujero para mantenerse alejado de las altas temperaturas que azotarían la zona por el día. Tapó la entrada a la bodega con un pallet de madera y se puso la lona por encima. Le costó conciliar el sueño debido a la tensión que acumulaba y al intenso olor que había en el interior del agujero. Proyectó el haz de luz de la linterna hacia una de las esquinas. Observó unas enormes barricas de madera de roble e imaginó que el hedor provenía de allí. Se olvidó de aquello y se centró en intentar descansar para poder reponerse del esfuerzo realizado. Cuando despertó todo seguía igual. No calculó el tiempo que llegó a estar dormido pero se sintió descansado y con fuerzas. Desde allí no oyó ruidos provenientes del exterior. Sintió un leve dolor en sus piernas y le costó levantarse del suelo. Volvió a vestirse con las protecciones y salió a la calle. No hacía demasiado calor y decidió dar una vuelta para asegurarse que no había nadie por el pueblo. El día estaba más oscuro que de costumbre y una canícula grisácea pululaba en el ambiente, proveniente de los incendios del norte. El olor a madera quemada envolvía las pequeñas calles del pueblo. Comprobó que se encontraban sin asfaltar y carecían de aceras. No había señales identificativas por ninguna parte y los adoquines de antiguo granito hacían las veces de bancos improvisados. Pero las casas mantenían un aspecto cuidado y a su alrededor no había vehículos. Imaginó que sus habitantes habían huido. Se acercó a una de las casas y se quedó paralizado sobre la entrada. Pegó el oído a la puerta e intentó percibir algún ruido procedente del interior. Comprobó que no se oía nada y giró el pomo de la puerta. Se oyó un clic metálico al abrirla y se deslizó al interior. Observó alrededor y comprobó que se encontraba desierta. Al soltar la puerta, las bisagras chirriaron ruidosamente a sus espaldas. Por suerte no había nadie. Observó un pasillo completamente desordenado y en el que se encontraban multitud de papeles y objetos tirados por el suelo. Aquello le hizo pensar que los dueños se habían largado apresuradamente de allí. Se asomó a una pequeña salita que se comunicaba con la cocina y todo se encontraba patas arriba. Entró esquivando sillas, enseres y platos rotos y esparcidos por toda la estancia. Pero aquello no fue lo que más le llamó la atención. Captó un olor nauseabundo que le echó para atrás en cuanto su olfato lo detectó. Algo se encontraba en proceso de descomposición y el olor invadía todos los rincones. Decidió comprobar de qué se trataba y se dirigió a la cocina, que también presentaba un desparrame general de cubiertos, ensaladeras y sartenes tiradas por el suelo. Revisó los muebles y se encontraban totalmente vacíos. Se habían llevado todo lo que había en su interior. La nevera permanecía abierta y en su interior vio varios botes cerrados. Se acercó para observar lo que contenían y vio algo verdoso en su interior. Comprobó que era moho. Los alimentos estaban en proceso de descomposición. Salió de la cocina y se dirigió pasillo adelante. Conforme avanzó notó cómo el olor se hacía más insoportable. Y enseguida encontró el causante del mismo. El cuerpo de un pequeño animal se descomponía lentamente al son del calor reinante y era devorado por unos pequeños gusanos que no paraban de moverse en su interior. Le dio tanto asco que empezó a sentir nauseas. Intentó contener la respiración y salió corriendo de allí. Vomitó sobre el pasillo, dejándolo todo manchado. Le resultó sumamente asqueroso observar cómo aquellos pequeños seres se comían el cadáver del animal. El olor había impregnado la tela del mono y no paró de dar arcadas. No consiguió quitárselo de encima. Salió a la calle principal y volvió a colocarse la máscara. Después de recuperarse de las náuseas y del malestar, se pasó por el resto de las casas. Todas estaban cerradas con llave. Se asomó a las ventanas y no observó movimiento alguno dentro de ellas. El pequeño pueblo se encontraba desierto. Regresó sobre sus pasos para comprobar qué había en el interior de un pequeño almacén que había visto un momento antes, cuando se dirigía hacia las demás casas. Se acordó del enorme portón de la entrada e imaginó que en su interior podría haber algún vehículo. Necesitaba imperiosamente un coche para poder desplazarse a México. Llegó a la puerta metálica y la empujó con fuerza, pero no se abrió. Se encontraba cerrada. Alzó la mirada hacia la parte más alta y comprobó que había una pequeña ventana. Regresó al porche de una de las casas y cogió una escalera metálica que se encontraba abandonada. Necesitaba saber qué había allí. Subió hasta el último peldaño y observó el interior. Vio unos barriles de madera al fondo del almacén y una gran cantidad de herramientas colgadas sobre un tablón anclado a la pared. A simple vista no le pareció observar nada de valor, pero al instante divisó algo que le vendría de maravilla. Había una bicicleta colgada en la pared. Pensó que le podría valer para desplazarse hasta que encontrara algún coche con el que poder moverse más rápido. Rompió el ventanal con una piedra y retiró los restos del cristal que habían quedado adheridos al marco de madera. Pasó a través de la ventana y se acercó apresuradamente a la bicicleta. No estaba en muy buenas condiciones pero podría utilizarla. Cogió un bote de grasa que había junto a las herramientas y la untó sobre la cadena. El estado en el que se encontraban las ruedas no era el mejor, pero podría recorrer bastantes millas. Al menos lo haría más rápido que a pie. Conforme avanzaron las primeras horas del día empezó a sentir cómo aumentaban las temperaturas. Abrió el portón metálico del almacén y salió a la calle para dirigirse a la bodega del granero en el que había dormido unas horas antes. Comió unas latas envasadas y esperó pacientemente a que anocheciera. Pasadas unas horas volvió a ponerse las protecciones y salió de nuevo al exterior. No quería perder demasiado tiempo, así que se montó en la bicicleta y marchó calle abajo. Notó que era bastante inestable al tener las ruedas desinfladas, pero sabía que era más rápido que moverse a pie. Llegó a una carretera y puso un buen ritmo de pedaleo. Se encontró gran cantidad de vehículos calcinados en las cunetas de la carretera y con otros que la bloqueaban. Se sintió afortunado por poder desplazarse en bicicleta. Si se hubiera desplazado en coche no hubiera sido capaz de sortear la gran cantidad de vehículos que se encontraban cruzados sobre el asfalto. Algunos lo hacían sobre las ruedas pinchadas o reventadas por el paso del tiempo y otros descansaban sobre el viejo y oscurecido esqueleto oxidado en que se habían convertido. Pedaleó durante varias horas. El cansancio empezó a hacer mella sobre sus piernas pero decidió no parar hasta más adelante. Debido al calor reinante, la asfixia se apoderó de él. El intenso sudor apareció un buen rato antes y se encontraba empapado. Sintió cómo el mono se le pegaba a la piel y le costaba moverse con soltura. Pasadas unas millas se detuvo para descansar. Necesitaba reponerse y beber agua para no deshidratarse. Se sentó en la cuneta de la carretera. A lo lejos pudo divisar las grandes llamaradas que calcinaban lentamente el parque natural que había al norte de Rock Springs. También divisó la gran cantidad de columnas de humo que emanaban de grandes ciudades cercanas al lugar. El resplandor anaranjado de los incendios se reflejaba sobre el cielo oscurecido que cubría todo el estado. Le pareció que el apocalipsis había llegado y que se quedaría para siempre. A su alrededor todo permanecía muerto e inerte. Aquella sensación le creó cierta ansiedad al saber que el futuro que le esperaba era poco alentador. Encontrar un lugar seguro para seguir viviendo iba a resultar muy complicado. Los incendios penetraron hacia el interior del país, quemando hojarasca seca, madera y todo material inflamable a su paso, creando un paisaje masacrado por el fuego y por la contaminación radiactiva existente, que lo invadía todo. Daniel intentó pensar en algo, pero le fue imposible porque tenía la mente en blanco. Desgraciadamente no era la primera vez que le ocurría aquello. La sorda desesperación repiqueteaba una y otra vez dentro de él. Todo estaba cayendo en el olvido. Los alrededores permanecían envueltos en tonos anaranjados, apagados y oscuros, y le mostraban el negro e incoloro mañana. Se quedó absorto y abducido en sus pensamientos sobre la cepa de un árbol seco. Pensó en sus padres y en su tía. No pudo evitar llorar, recordando lo mucho que los echaba de menos. También recordó las tardes en las que se divertía con sus amigos en el Artesiano Park, en Flanagan. Habían sido muchos años juntos y en ese momento se encontraba tan sólo que creyó estar viviendo una pesadilla. Difícilmente podría superar aquello y se desesperó. Agotado por el esfuerzo que había realizado con la bicicleta, se acomodó hacia un lado y enseguida se durmió. Permaneció inmóvil alrededor de tres horas, hasta que se despertó sobresaltado al oír el crujido de una rama seca de un árbol cercano. Al momento, volvió a oír un ruido más intenso, hasta que seguidamente observó cómo un árbol se desplomaba cerca de donde se encontraba. El impacto sobre el suelo fue tan brutal que le dejó aturdido durante largo rato, sin saber qué hacer. No había tenido tiempo de reacción y se había librado por poco de morir aplastado. Se sintió inseguro bajo aquella arboleda seca y podrida. Sabía que en cualquier momento podría caer otro árbol sobre él y aplastarle mientras dormía. No le agradó aquel pensamiento y pensó a dónde dirigirse. Sacó el mapa de la mochila y marcó con un bolígrafo la ruta que había realizado. No se había desviado del camino que pensaba seguir, por lo que, a pesar del cansancio que tenía, se montó de nuevo en la bicicleta y siguió pedaleando para llegar a un lugar más seguro. A unas diez millas de allí le sorprendió un pequeño repecho en la carretera. Tenía tanta pendiente que se vio obligado a bajar de la bicicleta para poder continuar. Observó la carretera hasta donde alcanzaba su vista y comprobó que se encontraba despejada de coches. Pero hubo algo que empezó a inquietarle. Aun no se había cruzado con ningún superviviente. Le aterrorizaba la posibilidad de encontrarse con algún grupo armado o con algún alma desesperada por encontrar alimento. Se quitó la idea de la cabeza y continuó su camino para seguir avanzando y no perder más tiempo. Pasadas dos millas llegó al final del repecho y volvió a montarse sobre la bicicleta. El terreno era más llano y le ayudó a recuperar fuerzas. Cruzó un túnel excavado en la roca y unas millas después, llegó a una estación de servicio. Se escondió tras unos grandes matorrales para poder echar una ojeada rápida. No había luces en el interior del autoservicio. Permaneció agazapado, observando durante más de media hora. Todo permanecía en silencio y no había movimiento de personas. Vio que había dos vehículos estacionados detrás de los surtidores, uno delante del otro. Era su oportunidad. Sabía que tenía que acercarse para ver si podía utilizar alguno de ellos. Irremediablemente se le iluminó la mirada y echó una risotada tras la enorme mascarilla que llevaba puesta, sintiendo una alegría desbordante por semejante descubrimiento. Su éxito dependía de uno de aquellos coches, sabiendo que alguno podría funcionar aún. Cruzó sigilosamente el asfalto y se dirigió hasta el enorme cartel que indicaba los precios de los carburantes. Se puso en cuclillas y volvió a observar a su alrededor. Para llamar la atención, lanzó varias piedras sobre la única cristalera que seguía en pie en el autoservicio, y se escondió para volver a comprobar que no salía nadie del interior. Esperó unos minutos. Sacó la linterna y la encendió. Proyectó el haz de luz sobre la entrada de la cafetería, que se encontraba abierta. Los cristales de las ventanas yacían sobre el suelo, formando montoneras esparcidas de una punta a otra del local. Se giró y volvió a observar los surtidores de gasolina. Las mangueras estaban perfectamente colgadas en su sitio. Detrás, los dos vehículos parecían encontrarse en perfectas condiciones, o al menos eso parecía desde la distancia a la que se encontraba. Dirigió la linterna sobre ellos y observó la gran cantidad de polvo y suciedad que los cubría. Debían de llevar mucho tiempo allí estacionados. Se acercó lentamente con el dosímetro en la mano. Repiqueteaba sin cesar, por lo que se vio obligado a actuar con rapidez. Aceleró el paso y llegó al primero de los coches. Lo observó detenidamente a través de la ventanilla del copiloto y no vio nada extraño en su interior. Intentó meterse dentro, pero al intentar abrir la puerta, la manilla no giraba. Estaba cerrado. Se volvió hacia el otro coche y lo observó desde la distancia. Su aspecto exterior no tenía buen aspecto. Las ruedas se encontraban bastante desinfladas y la chapa tenía abollones por todas partes. Pero le importó poco. Pensó que si había llegado hasta allí en una bicicleta con las ruedas desinfladas, podría desplazarse una buena cantidad de millas con un coche en las mismas condiciones. Se acercó a la puerta del conductor y la encontró entreabierta. Se metió dentro, pero no encontró la llave para arrancarlo. La buscó por la guantera y por los pequeños habitáculos de las puertas, pero no la encontró. Sabía que si no conseguía encontrarla no serviría de nada tener dos coches. Los nervios comenzaron a aflorar y sintió la necesidad imperiosa de gritar. Pero sabía que si lo hacía no le ayudaría en absoluto, podría hacer un efecto llamada sobre alguien que se encontrara cerca de allí, desconociendo las intenciones que tendría. Se acomodó un momento sobre el asiento del copiloto y pensó fríamente en lo que hacer. No podía perder el tiempo allí sentado. Tenía que actuar rápido. ¿Y si la llave estuviera en la cafetería de la estación de servicio? Era una posibilidad, por lo que enseguida salió del coche y se aventuró a entrar dentro. Podría encontrarse con cualquier cosa en el interior, pero se armó de valor y lo hizo. Poco tenía que perder. Volvió a sacar la linterna y se asomó. Enseguida llegó hasta él un olor nauseabundo, a pesar de llevar la máscara puesta. Pero avanzó por el local para seguir buscando por allí. Observó cómo el polvo cubría todas las superficies que se encontraban al alcance de su vista. Las mesas y las sillas estaban perfectamente colocadas y la barra se encontraba vacía. Encontró una máquina de refrescos reventada en una de las esquinas y sin ninguna bebida sobre los estantes interiores. Lo habían saqueado todo. Siguió avanzando a través de un pasillo hasta llegar a lo que parecía un pequeño almacén. Llegó a la puerta y no pudo abrirla. Se encontraba cerrada. Allí el olor era más fuerte que en la entrada de la cafetería. Pensó que algo se estaba pudriendo detrás de aquella puerta porque aguantar el olor se hacía insoportable. Forzó la cerradura pero no consiguió abrirla. Empezó a aporrearla enérgicamente con un mazo de madera. Sabía que tenía que entrar como fuera y pensó en echar la puerta abajo si era necesario. Se preguntó qué sería lo que se escondía en aquel almacén. Pero no se iba a quedar con la duda porque necesitaba descubrirlo. Después de dar varias patadas sobre la manilla, consiguió tumbarla. Inmediatamente le sorprendió el fuerte olor y le hizo retroceder varios pasos. El hedor invadía el pequeño almacén y era bastante desagradable. Se colocó un trapo sobre los filtros de la máscara y entró dentro. Enseguida entendió por qué olía tan fuerte. Sobre el suelo del almacén yacían los cuerpos de dos personas en estado de descomposición. Se encontraban al lado de unas estanterías metálicas que se encontraban llenas de latas de comida envasada. Se acercó a los cuerpos y rebuscó por los bolsillos de sus chaquetas. Uno de ellos tenía una cajetilla de tabaco y una pequeña cartera de piel con su documentación. Registró la ropa del otro y sobre uno de los bolsillos del pantalón encontró las llaves de un coche. Se la guardó en el bolsillo del mono para probar de qué coche era. Observó los cuerpos inertes sobre el suelo y se percató de que uno de ellos había fallecido de forma violenta. Tenía un disparo en la cabeza. El otro se encontraba ladeado sobre la estantería y no había ni rastro de sangre en él. Observó las manos del que estaba tirado sobre el reguero de sangre seca y oscura, y comprobó que tenía una pistola empuñada. Cogió una vara metálica del almacén y la utilizó para quitársela de entre sus dedos. Abrió el cargador y aún le quedaban cuatro balas. Se la guardó dentro de la mochila y salió de allí. Ya tenía una pistola que le había dado su padre, pero no sabía si necesitaría otra más, por lo que se la guardó. Paul, antes de fallecer, avisó a Daniel de que desplazarse por el exterior iba a ser muy peligroso y que en algún momento tendría que defenderse. Le aconsejó que se desplazara con los ojos bien abiertos para evitar ataques de grupos de personas necesitadas de alimento. Los supervivientes que seguían habitando el yermo tenían que luchar por sobrevivir a cualquier precio. Ya no había reglas que cumplir y sólo sobreviviría el más fuerte. Nadie se iba a entretener en robar dinero ni joyas porque carecían de valor, pero sí en otras cosas que antes eran insignificantes y ahora eran auténticos tesoros, como unas simples mascarillas o unos monos de protección. Daniel tenía claro que defendería a muerte sus pertenencias si fuera necesario. Salió de la cafetería y dejó tras de sí la estela de olor podrido que invadía el interior del pequeño almacén. Lo primero que hizo fue dirigirse a los coches para ver cuál era el que se podía arrancar con la llave. Se metió en el que se encontraba abierto y al pulsar el botón de arranque no hizo nada. Salió y se dirigió al otro vehículo, y al aproximarse se abrieron automáticamente los seguros. Entró y se sentó al volante. Pulsó el botón de arranque y empezó a carraspear el motor. Arrancó tras realizar un par de intentos, pero al momento se volvió a parar. El motor se encontraba demasiado ahogado de suciedad y hollín. Salió y levantó el capó para ver el estado en el que se encontraba el motor. Enfocó con la linterna y después de observarlo detenidamente, le pareció que se encontraba en perfectas condiciones. No había pérdidas de líquidos por ningún lado. Apretó los manguitos y los tapones del aceite y de la bomba del anticongelante, pero todo estaba en su sitio. Se encontraba totalmente cubierto de polvo pero sabía que aquello no podía hacer que no funcionara. Volvió a entrar en el coche e intentó arrancar un par de veces más. Al final lo consiguió y se felicitó por ello. Mantuvo el pie sobre el acelerador durante un momento para evitar que se ahogara de nuevo, y aceleró para salir de allí, provocando una enorme humareda. Los surtidores de gasolina de la estación de servicio se quedaron envueltos en un humo denso y oscuro, propio de un coche que llevaba demasiado tiempo sin arrancarse. Observó el panel de mandos y comprobó que el depósito de gasolina se encontraba lleno. Estaba de enhorabuena. Circuló por la carretera con las luces apagadas para no ser descubierto por nadie. Pero al momento de partir se acordó de algo que le hizo regresar a la estación de servicio. No tenía pensado hacerlo pero necesitaba coger unas cosas para continuar su camino. Recordó la cantidad de comida almacenada sobre las estanterías metálicas del almacén de la cafetería. Pensó que sería buena idea poder llevar más cantidad de comida en el maletero del coche porque sabía que la necesitaría. En escasos minutos llegó a la estación de servicio y dejó el coche estacionado en la misma puerta. Corrió hacia el pequeño almacén con un par de bolsas en la mano. Llegó hasta las estanterías y las vació en el interior de las bolsas. Había todo tipo de comida, frutas en almíbar, tomates envasados, mermeladas, pan tostado y mucho más. Arrastró las bolsas hasta el maletero y las vació dentro. Enseguida volvió a partir de nuevo. No tenía tiempo que perder. Enfiló la carretera que llevaba de vuelta a Rock Springs para coger la interestatal 80, en busca de un lugar seguro para poder pasar el día. Estaba amaneciendo y debía encontrarlo rápido. Rock Springs quedó a la izquierda de la interestatal, y desde allí pudo observar la gran cantidad de columnas de humo que se erigían hacia el cielo. Se felicitó por no haber elegido aquella ruta, debido a que el centro de la ciudad se había convertido en un infierno. Tomó una de las carreteras que la bordeaban para circular más rápido, dejándola atrás. Según fue recorriendo millas se encontró algunos coches abandonados sobre las cunetas. Su máxima preocupación era encontrarse con las carreteras bloqueadas y que le impidieran continuar, pero hasta ese momento, por fortuna, pudo seguir avanzando. Horas más tarde, el sol empezó a asomarse por el horizonte y Daniel continuó su búsqueda de un lugar seguro para poder refugiarse. Tomó todas las precauciones posibles y circuló durante bastantes millas a toda velocidad, hasta que llegó a otra estación de servicio que había pegada a la carretera. Paró el coche a una distancia prudente para no ser descubierto y observó a su alrededor para cerciorarse de la presencia de otras personas por los alrededores. Salió del coche y se acercó para ver si podría pasar allí el día, debido a que había un pequeño hotel de carretera pegado a la estación de servicio. Le pareció un buen lugar para dormir. Necesitaba descansar porque se estaba quedando sin fuerzas y porque necesitaba asearse y quitarse durante unas horas el mono y la máscara de protección. Llevaba varias horas con las protecciones puestas y el calor le estaba asfixiando. Si no se refrescaba iba a terminar agotado y exhausto y la deshidratación le pondría en serios apuros. Se acercó a la recepción del hotel y se escondió detrás de un cubo de basura que se encontraba enfrente de la entrada principal. Desde allí podía divisar cualquier movimiento que se produjera en el interior. Pero no observó nada extraño, por lo que entró por la puerta principal y llegó hasta la recepción. Vio que todo estaba revuelto sobre el mostrador. Sobre el suelo yacían gran cantidad de papeles y de cartones. Observó que los sofás de las zonas comunes se encontraban completamente rajados. Se preguntó qué sería lo que buscaban en el interior de los cojines, que se encontraban totalmente destrozados. Decidió no darle mucha importancia a los destrozos y siguió husmeando por el interior. Echó una mirada fugaz sobre la parte trasera del mostrador y observó que las llaves de las siete habitaciones permanecían colgadas en el atril inferior de la mesa principal. Había dos copias de cada una de ellas y parecía que aquello se encontraba vacío. Siguió por uno de los pasillos y también encontró todo destrozado. No habían dejado ni siquiera un cuadro en buenas condiciones. Se alegró de no haberse encontrado a ningún otro muerto allí tirado, como lo había hecho en la anterior estación de servicio. Estaba tan cansado que no se molestó en seguir rebuscando. Decidió volver al mostrador y se acercó hasta el atril de donde colgaban las llaves de las habitaciones. Alargó el brazo y cogió la llave de la habitación número tres. Pensó que sería la más segura, debido a que si alguien se acercaba mientras dormía tendría más tiempo de reacción. Sólo así tendría un leve espacio de tiempo para escapar o para poder hacerle frente. Decidió coger los demás juegos de llaves y se las guardó en la mochila. Sólo así evitaría que alguien las cogiera y pudiera entrar en la que él se iba a esconder. Salió de la recepción y, antes de dirigirse a la habitación, pasó al interior del autoservicio de la gasolinera para asegurarse de que todo estaba en orden. No quería sorpresas. Se asomó a la puerta y encendió la linterna para poder ver dentro. Todo se encontraba por los suelos, destrozado y aplastado. Habían saqueado la gasolinera y sólo había cosas inservibles repartidas sobre el suelo de los pasillos. Las estanterías se encontraban prácticamente vacías. Observó gran cantidad de sangre seca sobre el pasillo principal que llegaba hasta la caja principal, por lo que decidió no entrar. Temió encontrarse algún cuerpo tirado sobre el suelo y dio media vuelta. Antes de marcharse hacia la habitación se dirigió al coche y lo escondió detrás de unos grandes matorrales que había enfrente de la gasolinera. No podía permitirse el lujo de que alguien lo descubriera. Cogió varias latas de comida del maletero y se dirigió a la habitación del hotel. Llegó a la número tres y la abrió sin ningún problema. Entró dentro y observó que se encontraba sumida en una oscuridad absoluta, por lo que encendió la linterna para poder moverse dentro de ella. Más tarde, sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo apagarla. Todo se encontraba limpio y en orden. Cerró con llave y deslizó la cerradura interior. Corrió una de las cortinas tupidas para asomarse al exterior y comprobó que nadie le había seguido. Todo permanecía en calma. Se sintió seguro dentro de la habitación, por lo que se acomodó sobre la cama. Sacó el dosímetro de la mochila y lo encendió. Esperó unos minutos y comprobó que la radiación era escasa. Se quitó la máscara y el mono para poder descansar un rato. Fue hasta el baño y abrió el grifo de la bañera para comprobar si había agua corriente. Giró la manivela y vio cómo el agua corría hacia el desagüe. Lo hizo con un color levemente oscurecido, pero pensó que aquel grifo llevaba mucho tiempo sin abrirse y sus tuberías se encontraban sucias. La dejó correr un rato y enseguida empezó a salir clara, por lo que se alegró de poder darse una ducha. Antes, lavó las protecciones para liberarlas del polvo radiactivo que se había acumulado sobre su superficie y las dejó colgadas en el armario abierto, para que se secaran a temperatura ambiente. Hacía excesivo calor y no le llevaría mucho tiempo secarse. Después llenó la bañera y se dio un baño relajante para recuperar el ánimo. Después de aquello se sintió de maravilla. Todo marchaba como esperaba y se le habían presentado pocos problemas por el exterior. En el apartamento no había toallas para poder secarse pero no le importó, la elevada temperatura que había en el interior de la habitación no tardaría en secar el agua que permanecía adherida a su piel. Se sentó sobre la cama y se comió un par de latas de comida para paliar el hambre que le embargaba. Encendió la radio para intentar captar algún tipo de señal de alguna emisora, pero sólo oyó el rumor y el pitido de fondo. Lo siguió intentando durante al menos un par de horas, pero no hubo manera de poder captar ninguna emisión. Después de aquello decidió tumbarse sobre la cama para relajarse y enseguida se quedó dormido debido al cansancio que acumulaba. Se encontraba realmente agotado. Le despertaron unos rayos de luz que se colaron por la parte superior de las cortinas. Preso del atontamiento, perdió la cuenta de las horas que permaneció dormido. No sabía qué hora era pero realmente poco importaba. El tiempo se había detenido hacía ya mucho tiempo. Notó un calor insoportable dentro de la habitación. No se quería ni imaginar la temperatura que debía de hacer en el exterior. El sudor se deslizaba por su rostro y le llegaba hasta el pecho. Se lo secó con la sábana de la cama y se incorporó para asomarse a la ventana. Observó el exterior y comprobó que todo seguía igual. Volvió a correr las cortinas y se sentó nuevamente sobre la cama para comerse un bote de conserva. Se encontraba hambriento. Sacó una botella de agua de la mochila y la volvió a llenar en el grifo para poder potabilizarla con una pastilla. En un par de horas estaría en condiciones para poder bebérsela. Sabía que si no bebía suficiente agua se deshidrataría debido al intenso calor que hacía y a los líquidos que estaba perdiendo. Extendió los mapas sobre la pequeña mesa que había junto a la ventana y los observó. Según sus cálculos, en pocos días podría alcanzar el siguiente estado y estaría muy cerca de México. Se mostró entusiasmado con la idea de encontrar aquel refugio en el que empezar de nuevo su vida. Dudó si salir y seguir moviéndose por las carreteras que llegaban a México o por el contrario quedarse allí y descansar para partir cuando cayera la noche, que era cuando menos calor hacía. No le fue fácil decantarse por una opción, pero al final decidió quedarse. Quería reponer fuerzas para encontrarse más descansado. Le quedaba un largo viaje por delante y no podía arriesgarse a perderse en su propio agotamiento. Sabía que aquello sería un grave error que podría costarle la vida. Se relajó sobre el sofá individual que se encontraba a los pies de la cama y pensó en lo que le gustaría hacer cuando llegara a ese lugar de México. Pensaba una y otra vez en la información confidencial que llevaba en el chip de su antebrazo. No se terminaba de hacer a la idea de que su padre hubiera trabajado para los servicios secretos del país. Eso era algo muy serio. No llegaba a encajar el hecho de que su padre les hubiera tenido engañados a él y a su madre durante tanto tiempo, y les hubiera escondido a lo que se había dedicado durante muchísimos años de su vida. Había visto comportamientos extraños por parte de su padre, como tener varios móviles diferentes a través de los cuáles hablaba todas las noches, pero tampoco llegó a hacerles pensar que trabajaba para algo tan serio como lo eran los servicios secretos. Pero decidió no darle más vueltas al asunto y se relajó, intentando dejar su mente en blanco para quitarse de encima determinadas preocupaciones que le invadían. Volvió a imaginar cómo sería aquel refugio al que se dirigía y cómo le tratarían si consiguiera llegar hasta él. Se quedó absorto en sus pensamientos y sin quererlo volvió a quedarse dormido. Pero aquel sueño no le iba a durar demasiado y con lo que no contaba era con que se tornaría en pesadilla. CAPÍTULO 11 EXTRAÑOS Cuando los visitantes lleguen al infierno no habrá ningún lugar donde ocultarse. El rugido del motor de un coche le despertó sobresaltado. Alarmado, se incorporó de un salto y se agachó detrás de las cortinas. Había alguien en el aparcamiento de la estación de servicio. Cuando quiso asomarse a la ventana se golpeó en la cabeza con la repisa interior, lo que hizo que se quedara atontado y aturdido durante un momento. Volvió a incorporarse y observó fuera. Vio cómo llegaba una furgoneta negra y aparcaba frente al autoservicio de la gasolinera. Bajaron tres personas. Vestían monos de protección y máscaras voluminosas. Permanecieron un rato a las puertas del autoservicio, observando a su alrededor y hablando entre ellos. Daniel empezó a ponerse nervioso y se levantó para coger la pistola que tenía en la mochila, por si se veía obligado a utilizarla. Regresó al filo de la ventana y observó cómo entraban en el autoservicio. Esperó pacientemente a que salieran, y enseguida aparecieron por la puerta arrastrando un cadáver. Lo dejaron tirado sobre el asfalto del aparcamiento del hotel, y regresaron a la furgoneta. Sacaron un lanzallamas del interior y carbonizaron el cuerpo inerte. Hasta la habitación llegó el fuerte olor a quemado. No daba crédito a lo que veía. El corazón le latía con fuerza y notaba las fuertes pulsaciones sobre sus sienes. Observó de nuevo a través de la ventana y vio el cuerpo reducido a cenizas y apenas quedaba nada de él sobre el asfalto. Lo que vio le dejó perplejo. Se arrepintió de haber observado aquello debido a que la crudeza de la situación le iba a afectar psicológicamente durante los siguientes días. No lo iba a olvidar fácilmente. Le sorprendió que no les temblara el pulso a la hora de quemarlo y no conseguía encontrar una explicación a lo que acababa de presenciar. Se preguntó si habría vuelto a mutar el virus NHCongus1 y esa fuera la razón por la que quemaban todos los cuerpos que se encontraban. Pero no se iba a quedar sentado a pensar en ello. Tenía que evitar que le descubriesen en la habitación. Sabía que aquellas personas no eran de fiar. Volvió al armario y se vistió rápidamente. Si intentaban entrar en su habitación tendría que salir corriendo para evitar ser apresado. No sabía cómo lo iba a hacer, por lo que decidió tranquilizarse y pensar en cómo escapar de allí sin ser visto. Su vida corría peligro. Se dirigió al baño y observó la pequeña ventana que daba a la parte trasera del hotel. Sabía que aquella era la única salida posible si se aventuraban a quemar el hotel con el lanzallamas. Después de oír golpes y roturas de cristales, se asomó de nuevo a la ventana que daba al aparcamiento de la gasolinera y observó una gran bola de fuego sobre la entrada al autoservicio. El edificio principal se encontraba envuelto en llamas. Observó cómo entraban en la recepción del hotel y lo quemaban también. En un momento habían reducido todo a cenizas. Oyó golpes cercanos, sobre la escalinata de la entrada a las habitaciones. Se acercaban peligrosamente a su habitación y eso significaba que iban a revisar el hotel entero antes de quemarlo. Se convenció de que no dejarían nada en pie. Tenía que salir de allí como fuera si no quería morir quemado. Cogió la mochila y corrió hacia el baño. Intentó abrir la ventana pero se quedó encasquillada a mitad de recorrido. La madera era vieja y se encontraba combada. Observó la pequeña rendija que había quedado abierta y comprobó que le sería imposible salir por aquel hueco. Empezó a ponerse muy nervioso y lo temblores aparecieron. Los tenía muy cerca y aun no sabía si podría salir por la ventanilla del baño. Oyó un fuerte golpe que provenía de la habitación de al lado. Aprovechó el momento del alboroto para golpear con el codo sobre el cristal de la ventana del cuarto de baño. Su pequeña estructura de madera estaba tan podrida por el paso del tiempo que consiguió echarla abajo sin demasiados esfuerzos, cayendo hacia fuera. Se encaramó a ella y se dejó caer sobre un montículo de arena que había bajo la ventana. Salió corriendo hacia la pequeña colina que había en la parte trasera del hotel. No le dio tiempo a ponerse la máscara pero en ese momento no llegó a preocuparle. Se la puso a la carrera y se escondió detrás de unos rastrojos tupidos, a la espera de que se marcharan de allí. Nada más abandonar la habitación se oyeron golpes en el interior de la número tres, que era la que había utilizado para descansar. Sintió que se había salvado de milagro. Si no hubiera sido por la rapidez con la que había actuado, hubiera sido apresado por ellos. Permaneció agazapado sobre el matorral un buen rato, preguntándose una y otra vez quién habría sido la persona que les había dado la orden de quemarlo todo. No le pareció que estuvieran buscando alimento o gasolina. No habían probado ninguno de los surtidores de la gasolinera y tampoco observó que se entretuvieran en buscar algo que les pudiera interesar. Actuaron muy rápido. Daniel sintió miedo por primera vez desde que salió de la cabaña de su tía Alice. Había pasado mucho tiempo encerrado allí y desconocía lo que ocurría en el exterior. No había tenido contacto con nadie más que no hubieran sido su tía y sus padres. Pero ya conocía de primera mano cómo iba a ser su paso por el exterior. Las personas eran unas perfectas desconocidas para él. Fue en ese preciso instante cuando entendió la conversación que había mantenido con su padre. El mundo se había vuelto loco y tenía que ir con mucho cuidado allá por donde fuera. Todo lo que antes conocía había desaparecido y el futuro se presentaba de forma violenta y desconocida. Permaneció agazapado detrás de los matorrales al menos durante cuarenta minutos más, el tiempo necesario para que dejaran todo arrasado. No dejó ni un momento de observar todos sus movimientos, hasta que volvieron a subirse a la furgoneta negra y desaparecieron por donde habían llegado. Atrás dejaron toda la estación de servicio devorada por las llamas. Por fin pudo respirar tranquilo. Se felicitó de haber dejado el coche alejado de la gasolinera, detrás de unos árboles. Lo hubieran quemado como habían hecho con todo lo demás. Pero Daniel se alarmó por el intenso calor que hacía a esas horas. Eran las cuatro de la tarde y sabía que el día se le iba a hacer muy largo. Quedaban muchas horas hasta que se fuera el sol. Se había quedado sin un lugar en el que refugiarse del intenso calor que hacía y le preocupó la situación que se iba a encontrar por delante. Salió de detrás de los matorrales y se dirigió al coche para salir de allí lo antes posible. Extendió el mapa sobre el capó y estudió por qué carretera continuar. Solo se encontraba a tres millas de la carretera 191, que se dirigía al Parque Nacional Ashley, y pensó que sería la ruta más segura para dirigirse al sur. Quería evitar circular por las carreteras principales para no encontrarse a aquellos tipos de la furgoneta negra. Se montó en el coche y lo arrancó. Le costó hacerlo, pero al tercer intento y después de expulsar varias bocanadas de humo negro por el tubo de escape, consiguió salir de allí. Observó a través del retrovisor y vio todo arrasado a sus espaldas. Solo se habían salvado los surtidores de la gasolinera. El resto ardía sobre los escombros de los tejados hundidos. Observó de nuevo la cantidad de columnas de humo negro que seguían saliendo de Rock Springs. Se preguntó si aquellas personas serían las causantes de los incendios que se sucedían de una punta a otra del país. Se concentró en la carretera y continuó su ruta. El coche respondió bien, por lo que aceleró la marcha para salir lo antes posible del estado. Sabía que si iba más rápido llegaría antes a su destino, que estaba en el desierto de Sonora. Esperaba que aquel refugio siguiera existiendo, pero empezó a tener ciertas dudas después de lo que había presenciado con sus propios ojos. La cabeza le daba muchas vueltas y decidió concentrarse en el presente y no mirar más allá, y así poder evitar futuras decepciones, que sin duda harían que perdiera la esperanza de encontrar un lugar seguro. Fueron pasando las millas y tuvo la fortuna de no cruzarse con ningún otro vehículo. ¿Cómo era posible que se hubieran esfumado del país tantas personas en tan breve espacio de tiempo? ¿Estaría todo devastado y arrasado más allá? ¿Habría afectado también al sur del país? No paró de hacerse preguntas sobre el estado en el que se encontraría México. Decidió no parar y continuó su ruta. Después de recorrer cuarenta millas empezó a sortear gran cantidad de vehículos abandonados sobre las cunetas. Algunos se encontraban totalmente calcinados y otros simplemente averiados por el paso del tiempo. Echó un vistazo al nivel de combustible del coche y observó que se encontraba bastante bajo. No pensó que aquel modelo tuviera un consumo tan elevado y se equivocó en los cálculos que hizo en un primer momento, pensando que con el depósito lleno podría llegar hasta Sonora. Necesitaba encontrar alguna gasolinera para poder repostar. En dos horas no había visto ninguna y empezó a inquietarse. Siguió adelante, hasta que unas decenas de millas después, el coche se detuvo por falta de gasolina. Unas millas antes empezó a notar los tirones que daba el motor ante la escasez de combustible. No tuvo más remedio que continuar a pie. Salió y se sentó sobre el capó del coche para observar el horizonte. En un par de horas anochecería. No observó ninguna casa por los alrededores y necesitaba descansar. El calor le había dejado agotado pero no podía quitarse las protecciones. Tenía que acostumbrarse a ellas si no quería intoxicarse y enfermar en poco tiempo. El ambiente era irrespirable y no podía permitirse el lujo de envenenarse como tantos lo habían hecho. Pese al cansancio y al calor que hacía, se colocó la mochila a la espalda y siguió caminando dirección al sur. Cada paso que daba era una odisea. Soportaba muchísimo peso a la espalda pero no podía dejar la mochila abandonada en una cuneta. Era su salvación. Continuó andando por un sendero y se fijó en todo lo que le rodeaba. No dejó de sorprenderle el paisaje que se mostraba ante él. La vegetación del camino había desaparecido y sólo quedaba hojarasca negra y quemada. La perspectiva que se podía divisar era apocalíptica. Atravesaba un parque nacional y por aquella época del año debería estar cubierto de verde. Los pájaros deberían de estar cantando sin parar, pero allí no se oía nada. El silencio le abrumaba de tal manera que por momentos le hacía enloquecer. Un zumbido se apoderó de su cabeza y continuó golpeándole intermitentemente una y otra vez sin que supiera de dónde provenía. A su alrededor todo se encontraba arrasado. La atmósfera estaba contaminada y en el horizonte se podía divisar una neblina anaranjada envuelta en ceniza, que era iluminada por los incendios que destruían poco a poco las grandes ciudades a lo lejos. Llegó a imaginar que aquello era una alucinación suya, pero se equivocó. Era la realidad a la que se tenía que enfrentar si quería seguir luchando por sobrevivir. Sabía que aquello no podría revertirse de ninguna manera. Abandonó sus pensamientos y siguió adelante. Recorrió dos millas hacia el sur y divisó desde la lejanía el tejado de una casa y un granero. Se encontraban en el interior de una pequeña finca. Fue algo que le sorprendió gratamente. Estaba de enhorabuena. Se encontraba más allá de la espesura de los árboles que perfilaban el Parque Nacional, y que aún no había sido arrasada por los aparatosos incendios que recorrían gran parte del estado. Pero lejos de alegrarse se sintió triste y apagado. Se preguntó si habría mucha más gente como él, vagando por el páramo. Después de caminar diez minutos se acercó al carril que llegaba a la puerta de la finca. Se asomó a través del muro de piedra que lo rodeaba y observó que tenía un aspecto muy cuidado. Se alegró de que por fin anocheciera. Las temperaturas se tomaron un respiro y con la caída del sol bajaron algunos grados, algo que agradeció. No observó ningún foco de luz dentro de la casa. Recorrió un amplio perímetro para asegurarse de que allí no había nadie. Estaba agotado y necesitaba descansar para reponer fuerzas. Aceleró el paso y abrió el portón oxidado de la entrada para dirigirse a la vivienda. Dejó a su derecha un buzón metálico oxidado y agujereado por el paso del tiempo. Su aspecto denotaba la falta de mantenimiento. Tenía la tapa abierta y unos sobres viejos y oscurecidos asomaban tímidamente desde el interior. Continuó andando y se paró en seco, llevándose las manos a las sienes. Volvió a percibir un zumbido punzante sobre su cabeza. No tuvo más remedio que sentarse sobre el suelo y esperar a que se le pasara. Bebió bastante cantidad de agua y pareció aliviarse levemente. Después de recuperarse, se levantó y llegó hasta el granero. Se quedó al lado de la puerta, se agachó y escuchó posibles movimientos en su interior. Todo estaba en calma, por lo que la abrió y se coló dentro sigilosamente. Encendió la linterna e iluminó el interior. Observó bastantes balas de heno amontonadas al final del granero. No había ni rastro de personas ni de animales. Buscó algún cobertizo subterráneo para poder descansar, pero sorprendentemente no encontró ninguno. Se quedó extrañado de aquello, debido a que por aquel estado existían gran cantidad de refugios preparados para los tornados que arrasaban la zona año tras año y sin descanso. Siguió mirando a su alrededor y vio una enorme escalera de madera. Se acercó hasta ella y comprobó que las traviesas se encontraban podridas por el paso del tiempo. La levantó hacia la parte voladiza y subió lentamente para evitar que se rompiera. Llegó a encaramarse a la parte alta del granero. Se asomó a la pequeña ventana de la parte superior del altillo y comprobó que no había nadie en la vivienda de enfrente. Encontró otra pila de balas de heno y se acomodó sobre ellas para seguir observando a través de la ventana. Permaneció largo rato allí apostado, hasta que se convenció de que allí no había nadie. Comió algo y se tumbó a descansar. Pasado un rato se durmió sobre la paja del altillo. Lo hizo durante varias horas hasta que un sonido seco y estruendoso le despertó. Se incorporó asustado, pero enseguida se percató de que el ruido había sido producido por la dilatación de las vigas de madera del tejado. Como no pudo volver a dormirse, decidió bajar del altillo para dirigirse hacia la casa de enfrente. Se acercó a ella y subió un par de peldaños hacia el porche, que crujía a cada paso que daba. Tenía la madera podrida y agrietada y le fue imposible llegar hasta la entrada sin hacer ruido. Sobre la puerta principal había una mosquitera fina que se encontraba cerrada. Estaba totalmente cubierta de polvo y de telarañas. Supuso que hacía mucho tiempo que nadie entraba en aquella casa. Intentó empujar la puerta pero no cedió. Se dirigió a una de las ventanas e iluminó con la linterna a través de ella. Observó que se encontraba perfectamente ordenada. Parecía una vivienda estancada en el tiempo. Su viejo mobiliario se encontraba decorado con objetos de otra época. Fotos antiguas en blanco y negro colgaban de las paredes. Le pareció un buen lugar en el que poder descansar, por lo que se volvió y cogió una piedra del suelo para poder romper la ventana. La empuño con fuerza y la lanzó contra la cristalera. Al impactar sobre el cristal se oyó un ruido ensordecedor, pero Daniel sabía que no había nadie por la zona. Apartó los cristales para evitar cortarse y entró por la ventana. Enfocó el interior con la linterna y observó todo con detenimiento. Una chimenea de estilo colonial reinaba en el centro del salón. Vio dos sofás perfectamente colocados uno enfrente del otro y protegidos con un par de mantas muy antiguas, que se encontraban perfectamente estiradas. Todo se encontraba inmaculado e impecable. Se adentró en el pasillo principal y se dirigió a la parte de arriba. Sabía que allí no había nadie pero quería asegurarse al cien por cien. Antes de subir pasó por la cocina y todo estaba en orden. Los muebles permanecían cerrados y la nevera también. Regresó al pasillo y subió por las escaleras, apuntando con la pistola y la linterna hacia el frente. Llegó al descansillo de las habitaciones superiores y encontró las puertas abiertas. Estaban vacías. Imaginó que la vivienda servía de disfrute veraniego de alguna familia. Pero en realidad le dio igual y siguió rebuscando. Después de permanecer bastante tiempo husmeando por la casa, llegó a la conclusión de que sus propietarios eran personas de avanzada edad. Las ropas que encontró en el interior de los armarios y en los cajones de las cómodas los delataban. Dedujo que tendrían sobre setenta años. Llevarían mucho tiempo sin aparecer por allí y dudaba de que incluso siguieran con vida. Cómo se habían desarrollado los acontecimientos durante los últimos dos años hacía pensar claramente cuál había sido su destino. Bajó al salón y pensó cómo tapar la ventana que había roto. Arrancó dos puertas de los muebles de la cocina y las clavó en el marco de la misma. Así se encontró más seguro. Se quitó las protecciones y volvió a subir arriba para poder dormir un rato y se acomodó sobre un sofá individual que había en el interior de una de las habitaciones. Pensó que la casa debía de tener buenos aislantes en el tejado porque no notó excesivo calor en la primera planta. Siguió pensando en el plan que trazaría los siguientes días. Sabía de primera mano que podría encontrarse con numerosos obstáculos en el trayecto, por lo que le resultó complicado pensar por qué carretera dirigirse hacia el sur. Descansó un par de horas y al despertar se percató de que necesitaba una buena ducha. Sintió repugnancia ante el olor que desprendía su cuerpo. Fue al baño y comprobó que había agua corriente, a pesar de haber muy poca presión. Abrió el grifo para llenar la bañera y tardó demasiado tiempo en cubrirla. Cogió un jabón casero del cestillo que había en la pared lateral de la bañera y lo sumergió en el agua para que se ablandara. No quiso imaginar el tiempo que llevaría sin usarse. Le pareció un lujo poder tener aquello a mano y disfrutó de un baño relajante. Tras asearse, bajó a la cocina y rebuscó por los muebles. Encontró varios botes de semillas de tomates y pimientos. Imaginó que antaño, los dueños de la casa debieron de tener un huerto en la parte trasera de la casa. Pero ya no quedaba nada de aquello dentro del pequeño vallado, y las malas hierbas lo invadían por completo. El paisaje había cambiado drásticamente y nada era igual que hacía unos años. Al menos él podía comprobarlo al haber sobrevivido. Siguió buscando por los armarios de una pequeña salita adjunta a la cocina y encontró botes de tomates envasados, que habían sido hervidos al baño maría. Se acercó y observó que se encontraban en buenas condiciones. Al dejarlos sobre la encimera se fijó en una enorme lata que descansaba sobre una de las estanterías. Leyó la etiqueta y comprobó que se trataba de maíz dulce. Nada menos que un bote de cinco kilos. Se fijó en la fecha de caducidad y había caducado hacía dos años. Sacó un abrelatas de uno de los cajones y lo abrió, pero enseguida comprobó que aquello estaba podrido. Retrocedió unos pasos. El hedor avinagrado que despedía la lata le pareció insoportable. Enseguida se llevó las manos a la nariz para intentar taponar semejante olor. Lo metió dentro de una bolsa de basura para que no se extendiera por toda la casa y lo tiró a la calle a través de la ventana de la cocina. Sus fosas nasales se quedaron adormecidas durante muchos minutos, dejándole ligeramente angustiado. Un haz de luz apareció por el horizonte. Empezó a amanecer y Daniel fue corriendo las cortinas de la casa, que eran tan tupidas que no dejaban atravesar los primeros rayos de sol. No quería que si alguien llegaba hasta la casa pudiera husmear a través de las ventanas. Se quedó totalmente a oscuras y encendió unas velas en el salón y en la cocina. En unas horas, el calor sería insoportable en el exterior, pero por suerte, aquella casa conservaba en su interior un ambiente bastante fresco. Subió arriba para observar a través de las ventanas. No quería verse sorprendido ante alguna visita inesperada. Se sentó sobre una vieja mecedora y observó la lejanía a través de sus prismáticos. En el horizonte pudo contemplar la curva de la carretera en la que había dejado el coche. Era un buen sitio desde el que poder vigilar cualquier acercamiento. Se veía todo con total claridad desde la segunda planta. Observó el granero a través de la otra ventana y comprobó que todo seguía igual. Volvió a correr la cortina y se tumbó sobre el sofá para dormir un rato. Permaneció encerrado en la casa durante dos días. Cogió fuerzas suficientes para continuar su camino y salió al exterior con aire nuevo y renovado. Antes de salir de la casa, cogió los botes de semillas que había en uno de los armarios por si los pudiera utilizar en algún otro lugar. Imaginó que todavía habría tierras fértiles en algún lugar, a pesar de permanecer todo contaminado. Se preparó de nuevo la mochila y se puso las protecciones para continuar por la ruta que se había marcado. El sol empezó a caer y aprovechó ese momento para partir. El calor fue amainando y salió definitivamente de la casa, sabiendo que jamás regresaría. El sueño de llegar a México estaba cerca y se armó de valor para continuar con su aventura. Antes de ponerse en marcha hacia su objetivo, regresó al coche que había abandonado unos días antes en la carretera para coger varios botes de comida del maletero. Debía tener reservas en su mochila o tendría problemas. Observó que seguía como lo había dejado y a simple vista nadie lo había abierto. Se colocó la mochila a la espalda y enseguida notó el peso que tendría que soportar de nuevo. Pero no le importó y se echó a andar carretera adelante. Se sentía con energía y recobró la ilusión de hallar vestigios de humanidad en algún otro lugar. Al observar que no había movimiento de personas ni de vehículos por la zona, caminó por el arcén de la carretera a un buen ritmo. Era más peligroso que ir por el campo a través, pero también le pareció más rápido y cómodo, al no tener que ir sorteando arbustos secos y punzantes. Avanzó lentamente al viajar a pie, pero siguió su camino pensando que más adelante encontraría otro vehículo. No desistió de su ilusión por encontrar un refugio seguro y su optimismo hizo que no se rindiera fácilmente. La noche estaba cerrada y las temperaturas habían bajado significativamente. El cansancio que días antes le había dejado agotado, le enseñó a economizar energía, sabiendo que si se hidrataba y alimentaba mientras se desplazaba, aguantaría mejor el esfuerzo realizado. Decidió girar a un lado y seguir su ruta a través de una hilera de árboles secos y podridos. Iluminó a través de ellos con la linterna y encontró una zona más escondida sobre la que poder tumbarse un rato para recuperar fuerzas. Necesitaba mantenerse alejado de los peligros de la carretera. Observó a su alrededor y pensó en lo bello que tuvo que ser aquel lugar años atrás, cuando todavía había vida animal y vegetal por cada uno de sus rincones. Llegó hasta él la percepción de todo su antiguo esplendor rodeado de una inexorable belleza ya desaparecida. Se acomodó en sus pensamientos e imaginaciones y se tumbó sobre la hojarasca seca, acomodándose la mochila bajo la cabeza. No tenía intención de dormirse, debido a que se encontraba descansado, y solo pensó en hacer tranquilamente la digestión de los alimentos que había ingerido. Su estómago se lo agradecería. Dio gracias a no haberse dormido, porque inmediatamente unas voces hicieron que se pusiera en guardia. Las oyó a lo lejos y se incorporó sobresaltado. Se agazapó sobre un matorral para poder observar desde allí. Distinguió a través de la oscuridad la silueta de varias personas que se acercaban hacia dónde él se encontraba. Salió de detrás del matorral y se camufló tras el tronco de un árbol para poder ocultarse. Se encontraban muy cerca y empezó a faltarle el aire. Los nervios elevaron sus pulsaciones por encima de lo normal y el pecho empezó a latirle con fuerza. Observó cómo el haz de luz de sus linternas se acercaba. Se agazapó todo lo que pudo y empuñó la pistola con fuerza, a pesar de los temblores que sufría sobre sus manos. Se encogió sobre la cepa del árbol y, aterrorizado, esperó a que pasaran a su lado para poder dispararles. Pensó en hacerlo si se aproximaban más de la cuenta. Sintió cómo se le echaban encima y se puso más nervioso. Le dio tiempo a contar el número de sombras que se acercaban para saber a qué se enfrentaba. Eran cuatro hombres. Pero hubo algo que le extrañó bastante. Se fijó en ellos y comprobó que iban vestidos como los que habían incendiado la estación de servicio y el hotel. Observó sus andares y supuso que estaban agotados por la forma en que lo hacían. Avanzaban lentamente. Iban armados con ametralladoras y uno de ellos portaba un lanzallamas, algo que le dejó bastante asustado. Sabía que no podría hacerles frente con tan solo una pistola. La espera se le hizo eterna. Tuvo la fortuna de que se detuvieran un momento para conversar entre ellos. Aprovechó ese mínimo instante para reptar hacia una zanja que había a unos metros de distancia de donde se encontraba, porque sabía que no se encontraba en igualdad de condiciones para poder hacerles frente. Reptó con sumo cuidado, sabiendo que cualquier ruido les pondría en alerta y le descubrirían. Se dejó caer al interior de la acequia que había sobre el terreno y se quedó inmóvil. Se retiró el gorro del mono para poder oír lo que decían y se concentró en su conversación. Desde allí consiguió oírles perfectamente debido al silencio sepulcral que se cernía sobre el lugar. —Tenemos que girar treinta grados a la derecha. Nos llevará a la carretera —dijo el que iba primero—. ¿Pero fue por aquí por donde dejamos la furgoneta? No me suena esta zona. ¡Creo que nos hemos perdido! ¡Joder! —Estamos llegando. Es un poco más adelante. Ahora lo verás. —Al oírlo, Daniel imaginó que aquella persona era la que llevaba la voz cantante en el grupo. Era el único que hablaba con cierta seguridad sobre los demás. —¡Ah, por cierto! ¿Cogisteis las máscaras que tenía ese imbécil en la caravana? ¡Porque las vamos a necesitar! —preguntó uno de ellos a los demás. —Sí. Las tengo en mi mochila. ¡Pobre! Ya no podrá protegerse. Jajajajaja…. Pero no importa. Será un muerto más dentro de esta mierda de mundo. No me da ninguna pena. ¿Acaso a ti te la da? ¡Flojo, que eres un flojo! —Notó cierta tensión entre ellos. No parecían muy contentos. —¡Tenías que haberle matado! ¡Te lo dije! —sentenció uno de ellos. Hablaba sin importarle lo que le pasara a los demás—. No entiendo por qué le dejaste marchar. Nos ha intentado engañar, y tú vas y le perdonas la vida. ¡No hay quien te entienda! Un día quieres cargarte a unos cuantos y otro, por el contrario, no haces lo que tendrías que haber hecho. ¡Aclárate! ¡Me tienes hecho un lío! —¡Déjalo ya! ¡Joder! Morirá pronto. Si quieres volver a rematarlo dímelo y lo hacemos, y si no, cállate de una puta vez y deja de darme por el culo. ¿De acuerdo? ¿Te parece bien? Me estás empezando a tocar las pelotas y no estoy por la labor de tener que aguantarte toda la noche. Vámonos al búnker que ya está bien por hoy. Necesito descansar y dejar de oír gilipolleces. ¡No sabéis hacer otra cosa mejor que esa! —Está bien. Sigamos. Ya es tarde para volver a buscarle. Además, no quiero imaginar lo que sería tener que andar otra hora para ver cómo se ha quemado la caravana del idiota ese. Estará llorando en medio del páramo observando cómo se reduce a cenizas. Ya no podrá ir muy lejos. De ese no te tienes que preocupar. —Pues sigamos entonces. Ilumina el sendero que nos vamos a perder otra vez. —El primero de ellos volvió a dirigirse a los demás, con aire prepotente. Daniel observó cómo se alejaban sendero abajo. Permaneció inmóvil sobre la zanja, a la espera de que se marcharan definitivamente. Pensó en la posibilidad de que regresaran, pero inmediatamente se oyó el rugido de un motor. Las luces de la furgoneta en la que se desplazaban iluminaron el horizonte, realizando un vaivén y un baile significativo a través de las curvas de la carretera. Divisó desde allí cómo se perdían sobre el último tramo de la carretera. Pensó en la conversación que habían mantenido los cuatro tipos y le sorprendió lo que habían dicho de volver al búnker. No llegaba a creerse lo que acababa de oír. También pensó en la persona que habían dejado abandonada a su suerte cerca de allí, y que por una razón o por otra le habían perdonado la vida. Se colgó la mochila a la espalda y continuó su camino por el sendero para intentar encontrarle. Estaba seguro de que necesitaría ayuda. Le extrañó haberse cruzado con aquellas personas en una zona tan apartada de grandes ciudades y carreteras principales. Por las protecciones que llevaban puestas debían de ser un grupo militar o algo parecido. Se preguntó dónde las habrían conseguido y si serían los mismos que habían quemado la estación de servicio. Si lo eran, ¿por qué estaban comportándose de aquella manera? ¿No había suficiente desgracia ya sobre el país? Para no perderse, enfocó con la linterna a su alrededor y subió colina arriba. Decidió seguir el sendero por el que habían aparecido aquellas cuatro personas. Le resultó difícil avanzar a través del camino debido a que se encontraba repleto de ramas y piedras por todas partes. Siguió ascendiendo y conforme se fue acercando a lo más alto, observó cómo el cielo se iluminaba con una tonalidad anaranjada que provenía de detrás de la colina. Un momento antes, la noche estaba cerrada y todo permanecía en penumbra. Llegó hasta el pico más alto y se sentó a observar qué era lo que hacía que la luz hubiera regresado de forma repentina. Lo que vio a continuación le dejó perplejo. Divisó un espectacular incendio a unas dos o tres millas de allí. Sacó los prismáticos de la mochila y observó a través de ellos. Consiguió ver un granero en llamas en un claro del bosque, y junto a él, el esqueleto de una casa humeando sobre sus escombros. Pero aquello no fue lo que más le llamó la atención. Divisó multitud de incendios repartidos por todos los lugares a los que alcanzaba su campo de visión. No terminó de creerse lo que estaba viendo. Primero vio un par de ellos, luego tres, después cinco. Se preguntó intrigado si habrían sido aquellas personas las causantes de los incendios. Bajó de las piedras en las que se había sentado y continuó su camino. Tenía que llegar a ese primer incendio para poder enterarse de lo que había ocurrido. Ya había visto cosas muy extrañas que nada tenían que ver con la radiación que había contaminado al país. Quería averiguar qué era lo que movía a aquellas personas a actuar de esa manera. Aquello que estaba sucediendo no era algo casual. Los incidentes que había sufrido en sus propias carnes en pocos días estaban perfectamente unidos entre sí, y solo le faltaba averiguar por qué lo habían hecho. Continuó a paso ligero para poder llegar rápido al lugar del incendio. No tardó demasiado tiempo en llegar. Enseguida sintió sobre su rostro el calor que desprendía el fuego, provocado por las violentas llamaradas que despedía el granero. Se vio obligado a mojar la mascarilla debido a que se había calentado más de la cuenta y temía que se cuartearan las gomas que la recubrían. Se retiró hacia atrás y observó alrededor. No vio a nadie por allí. A la derecha del granero humeaba el esqueleto metálico de lo que parecía una caravana. Quedaba poco de ella y tan sólo las ruedas continuaban ardiendo, desprendiendo un espeso humo negro. El resto eran barrotes y chapas metálicas humeantes. Habían acabado con todo y nada seguía en pie. Buscó a la persona que habían abandonado a su suerte pero no pudo encontrarle. Decidió salir del claro del bosque para dirigirse hacia el siguiente incendio, que estaba a pocas millas de allí. Subió otra colina y llegó a lo más alto. Desde allí volvió a divisar decenas de fuegos. Para él fue duro poder presenciar aquello. También observó grandes ciudades envueltas en llamas. Seguidamente, una explosión iluminó el cielo y el enorme estruendo resonó por todos los rincones del parque nacional. Se colocó los prismáticos y los dirigió hacia el lugar de dónde provenía la espectacular llamarada. Se trataba de lo que quedaba de una gasolinera en una estación de servicio, a varias millas de allí. Intentó divisar luces de vehículos sobre la carretera que atravesaba el parque nacional, pero no vio nada. Se encontraba oscura y desierta. Daniel sacó el mapa de la mochila y lo iluminó con la linterna para intentar hallar una salida rápida de aquella zona. Los incendios no tardarían en engullir el Parque Nacional. Además, pensó que si no encontraba rápido alguna casa o refugio cerca de allí, el día se le echaría encima y sufriría sobre sus carnes el calor sofocante que había sufrido días antes. Pensó en volver a la carretera para avanzar más rápido. Sólo así podría encontrar algún pueblo para poder descansar, si tenía suerte de que aún no hubiera sido devorado pasto de las llamas. Además, necesitaba un coche para seguir desplazándose rápido, y en el bosque no lo encontraría. Faltaba poco para que amaneciera y se puso en marcha. A pesar del cansancio que sufría aligeró el paso, pero los primeros rayos de luz le sorprendieron. Había sido una noche muy larga y se encontraba agotado, al borde de la extenuación. Después de una larga búsqueda, no logró encontrar ningún lugar seguro para pasar el día, por lo que se dirigió hacía un río que pasaba cerca de allí para poder refrescarse y poder aclarar sus ideas. Llegó a la orilla y se quitó la máscara para poder mojarse la cabeza. Sintió alivio al notar la frescura del agua sobre su rostro, y se alegró de seguir sintiendo aquello, estaba vivo. Levantó la cabeza y a lo lejos divisó un puente sobre el que pasaba una carretera. Se acercó y observó que debajo había una zona sobre la que podría descansar durante el día. Estaba cerca del río y le proporcionaría una temperatura más agradable. Sacó una lona de plástico de la mochila y selló un par de metros cuadrados bajo del puente. Acondicionó un habitáculo perfecto para poder descansar y poder quitarse las protecciones al menos durante unas horas. Estaba sudando y la vista se le empezó a nublar debido a la deshidratación que sufría. Se encontraba agotado y exhausto, por lo que se metió dentro a descansar. Un intenso dolor de estómago le alertó de que no había tomado alimentos hacía ya varias horas, y el hambre le tenía atenazado. Abrió unas latas de calamares para poder calmar su apetito. Nunca le habían gustado, pero en ese momento le parecieron un verdadero manjar. Después de saciar su apetito, se quitó el mono y lo lavó en la orilla del río. No hubiera aguantado un día más con aquel olor nauseabundo encima. Además, necesitaba dejarlo limpio de polvo radiactivo. Después, la dejó tendida dentro del habitáculo para tenerla seca en unas horas. Se tumbó sobre el suelo, y acomodó la mochila bajo su cabeza. Desde allí oyó el borboteo del agua del río y le ayudó a relajarse. Su rumor contrastaba con el doloroso silencio que envolvía al bosque. Enseguida se quedó dormido y soñó cómo sería el planeta en unos años. Y desgraciadamente para él, el sueño se tornó en pesadilla, mostrándole la realidad a la que se encontraba expuesto. Se sucedieron los pasajes por explorar, un planeta nuevo, con huertas, árboles frutales y animales corriendo por sus praderas, niños saltando y gritando por las calles de las grandes ciudades. La obsesión por vivir en un lugar seguro se fijó a una parte de su cerebro y cuando dormía se manifestaba de aquella manera, despertándole y devolviéndole a la dura realidad en la que se había convertido su vida. Después, el trance hacía que le invadiera la pena y la resignación. No era feliz viviendo así. No quería ser el último nómada del planeta que huyera de un lugar a otro sin encontrar nada por lo que luchar. Observó el cielo oscurecido por una atmósfera contaminada y turbia, repleta de materiales pesados que viajaban de un lado a otro, sin pausa, intoxicando lentamente todo lo que cubría. Se despertó empapado en sudor debido al calor sofocante. Se sintió perdido durante un instante, hasta que volvió en sí y volvió a escuchar el rumor del agua. Relajó la respiración y dio un largo sorbo de agua de la cantimplora. Se encontraba mareado y los síntomas de la deshidratación aparecieron de nuevo. Se colocó la máscara y bajó al río para poder refrescarse y para volver a rellenar la cantimplora. No podía agotar sus reservas. Una vez recuperado de los mareos, se sentó sobre una piedra y sacó la pequeña radio de la mochila. Llevaba varios días sin encenderla e intentó captar alguna emisora que estuviera retransmitiendo. Recorrió todos los diales y solo consiguió oír el siseo de fondo. La dejó encendida en la franja en la que solían emitir desde Canadá y México, pero no tuvo la fortuna de recibir ninguna señal. Tenía depositada una pequeña esperanza de volver a oír de nuevo la llamada desde México, pero si no lo conseguía, atravesaría el yermo deambulando de un sitio a otro hasta encontrar la muerte. Desesperado, apagó la radio para no alimentar unas ilusiones vacías. Pensó en una salida a la situación en la que se encontraba y le resultó imposible hacerlo. Si el país más importante del planeta había caído, no quería imaginarse por lo que habrían pasado las demás naciones. Ya no existían fronteras. La contaminación radiactiva viajó de un país a otro y de un continente a otro, aun estando separados por mares y océanos. El desánimo se adueñó de él y entró en cólera, pateando todo lo que encontró a su alrededor. El viaje hasta el desierto de Sonora no estaba saliendo como había previsto y se había encontrado con demasiados problemas. Aún estaba muy lejos de su objetivo y no tenía esperanzas de que su situación fuera a cambiar. Estaba obsesionado por encontrar el refugio en México. Sabía, que si seguía existiendo, podría continuar con su vida alejado de la contaminación existente, de los pillajes y de los actos vandálicos que había presenciado durante los últimos días. Intentó tranquilizarse para no verse superado por la inevitable desilusión en la que se encontraba y sacó unas latas de comida para poder saciar su hambre. En el interior del bolsillo delantero de la mochila tenía un paquete galletas ya arranciadas por el paso del tiempo. No le importó el sabor, sabía que tenía que alimentarse para poder continuar su camino. Cuando terminó de comer regresó al interior del habitáculo. Se tumbó a descansar, sin llegar a dormirse. Sintió cómo las punzadas volvieron a instalarse en el interior de su cabeza, golpeando fuertemente las sienes de dentro a afuera. Se tomó varios antiinflamatorios para intentar acabar con las terribles jaquecas repentinas que le aquejaban. El dolor de cabeza persistió durante varias horas, y cuando empezó a desaparecer bajó de nuevo al río para mojarse la cabeza y terminar de recuperarse. Se sentó sobre una piedra para relajarse y observó el correr del agua del río. Algo hizo que el sosiego y la tranquilidad de que disfrutaba, desapareciera de inmediato. Oyó el rumor de un motor a lo lejos, lo que hizo que se pusiera en alerta. Aguzó el oído. Cogió los prismáticos y subió rápidamente a la carretera. Se agazapó tras unos arbustos que había sobre la cuneta para observar quién se acercaba por la serpenteante carretera. Una furgoneta vieja de gasoil se dirigía hacia el puente, y lo hacía a toda velocidad. Corrió colina abajo para regresar a su escondite bajo el puente y lo cubrió con una buena cantidad de ramas que había junto al río. Sintió miedo de volver a cruzarse con los enmascarados de las furgonetas que quemaban todo lo que se encontraban a su paso. Esperó pacientemente a que pasaran de largo para poder salir de nuevo. Sacó la pistola de la mochila y la empuñó. Sabía que enseguida tendría que alejarse de aquella zona porque corría peligro. Se le hizo muy larga la espera, pero enseguida sintió un fuerte temblor sobre las columnas del puente, provocado por el paso de la furgoneta. Por suerte, el intenso ruido del viejo motor de gasoil se fue alejando poco a poco en la distancia. Respiró hondo y se tranquilizó al comprobar que habían pasado de largo. Pero no tuvo tiempo para relajarse. Regresó a la carretera al escuchar un fuerte disparo desde la distancia. Pensó que debía de tratarse de un proyectil de gran calibre. Observó a través de los prismáticos y lo que observó le dejó atónito. Lejos de perderlos de vista en la lejanía, observó cómo la furgoneta había saltado por los aires envuelta en una gran bola de fuego. El ruido producido por la fuerte explosión no tardó en llegar hasta donde se encontraba Daniel y sintió una pequeña onda expansiva sobre su cuerpo. Volvió a observar a través de los prismáticos y vio a un grupo de personas sobre la carretera, rodeando el vehículo que se encontraba envuelto en llamas. Contó una decena de ellos. Vestían trajes haraposos y mugrientos, y tenían sobre sus rostros viejas máscaras de protección. Los observó bien y se percató de que no eran los mismos con los que se había cruzado días antes. Se trataba de un grupo de caníbales que cruzaba el país en busca de alimento para seguir sobreviviendo. Empezó a temblar al sentir que se encontraba en serio peligro. Abandonaron el vehículo en llamas y se volvieron para dirigirse hacia el puente. Daniel entró en pánico. Bajó corriendo para poder esconderse en el interior del pequeño refugio improvisado que había montado bajo el puente. Se agazapó detrás de las ramas secas que había colocado sobre el refugio y esperó pacientemente a que llegaran. No estaba seguro de que le hubieran visto, pero aun así se ocultó para esperar a que pasaran de largo. Si le encontraban estaba perdido y acabarían con él. Pasaron varios minutos e imaginó que posiblemente habrían cruzado el puente. Se vio obligado a salir para comprobarlo, por lo que salió de su escondite y regresó a la carretera. Pero se encontró con algo que no esperaba. Desgraciadamente se topó de frente con uno de ellos. Enmudeció y no supo qué hacer, a pesar de llevar la pistola empuñada en su mano derecha. Se miraron fijamente sin mediar palabra, desafiándose mutuamente a la espera de ver quién disparaba primero. Inconscientemente observaron al resto del grupo que avanzaba a través del puente, pero comprobaron que continuaban su paso, ajenos a lo que ocurría a sus espaldas. El marchante se quitó la máscara y le observó fijamente. Sus ojos hundidos denotaban el cansancio que sufría. Tenía el rostro mugriento y el rodal de la máscara sobre la frente palidecía de entre tanta suciedad. Era un tipo corpulento y se movía rápidamente. —¿Dónde te crees que vas? —Al encapuchado no le tembló el pulso y le apuntó con la pistola. —Vuelve con tu grupo si no quieres que te pegue un tiro, ¡imbécil! Te voy a dar un consejo, ¡haz como si no me hubieses visto! ¡Date la vuelta y vuelve a la carretera! —Daniel se sintió amenazado y optó por pasar a la acción, apuntándole con el arma a la cabeza. No se sintió seguro de lo que hacía pero no podía dar un paso atrás o aquel tipo le destrozaría con sus enormes manos. Pelearse cuerpo a cuerpo con él no tendría ningún sentido. —¿Qué vuelva dónde? Pero, ¿tú quién te has creído, muchacho? ¡Te voy a pegar un tiro en la frente y voy a acabar con esta gilipollez! —Apretó con fuerza la pistola y adelantó el brazo para disparar a Daniel. Antes de poder hacerlo, cayó fulminado al suelo. Daniel le observó asustado sin saber qué era lo que había ocurrido. Recibió el impacto de una bala, pero no había salido de su pistola. Se asustó y dio varios pasos atrás. Volvió la cabeza hacia el puente y observó cómo el resto del grupo de caníbales corría hacia él. ¡Estaba jodido! ¿Quién había disparado? ¡Él no había sido! Corrió de nuevo hacia el río, oyendo disparos a sus espaldas. No tenía escapatoria y se escondió en el interior del pequeño refugio, tras las ramas y los plásticos. Al menos tendría alguna pequeña posibilidad de sobrevivir a aquel grupo de sanguinarios. Cogió la otra pistola que tenía en uno de los bolsillos de la mochila y las empuñó hacia la pequeña apertura de la lona. Siguió escuchando disparos que procedían de la carretera, hasta que momentos después cesaron y volvió la calma al lugar. Daniel se encontraba aterrorizado y sus dientes castañeaban unos contra otros. Le costaba pensar con claridad fruto de los nervios. Estaba seguro de que él no le había disparado en la cabeza. La procedencia de la detonación había venido de entre los árboles cercanos a la carretera. Oyó el disparo un momento antes de impactar sobre la mugrienta cabeza del caníbal. Cuando todo pareció recuperar la calma y el silencio, salió de su escondite para ver qué era lo que había sucedido, y llegó hasta la carretera. Lo que vio le dejó más desconcertado aún. Todos los miembros del grupo yacían muertos sobre el asfalto agrietado de la carretera, acompañados de una buena cantidad de charcos de sangre a su alrededor. El desconcierto se adueñó de él y decidió abandonar aquel lugar antes de que alguien le volara la cabeza también a él. Pero extrañamente no vio a nadie alrededor. Se habían sucedido los disparos un momento antes de un lado al otro del puente y ahora invadía el lugar un silencio sepulcral. Se concentró para poder oír algo. Aguzó el oído y llegó hasta él el rumor de un motor alejándose de la zona, en la lejanía de la carretera que desaparecía al final del horizonte. Bajó corriendo a su pequeño refugio y recogió todo. Sabía que no tardarían en volver. Se comió unos azucarillos para evitar los mareos y volvió a partir hacia cualquier lugar, sin un rumbo claro. Pensó que ya después buscaría de nuevo una ruta directa para desplazarse, debido a que aquello se encontraba demasiado controlado por aquellos tipos extraños. Asustado, se colgó la mochila a la espalda y volvió a dirigirse campo a través hacia el sur. Pero no se encontraba bien. Notó una leve flojera sobre sus piernas pero siguió adelante. Sabía que no era el momento de rendirse y tenía que luchar por sobrevivir como pudiera. Avanzó lentamente durante millas debido al calor que hacía. Atravesó un páramo arrasado por el fuego, aún humeante. Sabía que si se desplazaba por allí se encontraría alejado de aquellos pirados y evitaría que le atacaran. Descansó intermitentemente donde pudo, alejado de carreteras principales y cerca de los cursos de los ríos, para poder refrescarse de vez en cuando. No tenía otra salida y pensó en sus padres para poder seguir avanzando. Pero no sabía hasta cuándo podría estar engañándose a sí mismo. Hasta ese momento le había funcionado, animándose en los momentos más duros, pero más adelante sabía que aquello podría jugarle una mala pasada. Todo a su alrededor estaba abocado a la desaparición, y el paisaje gris y apagado se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista. La travesía parecía no tener fin. Sus pensamientos cayeron en el olvido y con ellas su nombre, edad, familiares y amigos que había tenido durante su vida. Era más frágil de lo que había llegado a imaginar, y en ese instante supo que era alguien insignificante en medio de la nada. Con tan solo levantar la mirada un momento, podía comprobar el horror y la incertidumbre a partes iguales. A cuál mayor. Se desvaneció sobre el terreno carbonizado, empujado por el desánimo. Dudó de si merecería la pena tanto sufrimiento. Estaba condicionado por los agentes nocivos que viajaban por el aire y sentía pavor a enfermar. Sabía que era cuestión de tiempo enfrentarse cara a cara con la muerte y la enfermedad. Se mentalizó para ello, pero sintió miedo de encontrarse solo en aquel desolado paisaje. Permaneció varios días vagando por el páramo, de un lugar a otro y buscando refugios bajo las rocas o en el interior de pequeñas casas de campo derruidas. Encontró el tronco de un árbol enorme cerca de la carretera. Se acercó y comprobó que estaba hueco por dentro. Se deslizó al interior y lo adaptó a modo de refugio, colocando sobre la parte superior una lona plástica. Lo acondicionó bien, pensando que le llevaría varios días poder abandonar aquella zona, y se echó a dormir para poder mantenerse alejado del excesivo calor del exterior. Y cuando menos lo esperaba, le ocurrió algo que iba a cambiar el devenir de sus días. Se despertó sobresaltado al sentir ruidos cerca de dónde se encontraba, algo que le hizo enmudecer de repente. No imaginó volver a encontrarse con nadie debido a que llevaba días sin hacerlo. Los golpes metálicos que llegaban hasta donde se encontraba le hicieron sentir curiosidad, aunque el miedo le mantuviera atenazado. Venció al temor que sentía y se asomó por un lateral del tronco del árbol, para ver qué ocurría. Lo que vio le dejó perplejo. A escasos metros de donde se encontraba había una furgoneta negra aparcada sobre la cuneta. Observó cómo dos encapuchados intentaban cambiar una rueda, que al parecer se había pinchado. No podía creerse que de nuevo volviera a cruzarse con aquellos desgraciados de los lanzallamas. Comprobó que iban armados. Vestían monos y máscaras especiales, como las cuatro personas con las que se había cruzado en medio del bosque días atrás, al igual que los que habían quemado el hotel y la estación de servicio. Se preguntó cuántos serían en total, porque comprobó que no eran los mismos. Las furgonetas eran similares, pero tenían matrículas diferentes. Imaginó que debía de ser un grupo bastante numeroso. Observó cómo intentaban descolgar la rueda de repuesto de la parte inferior del vehículo. Uno de ellos martilleaba sin descanso sobre los tornillos, para que cedieran. Finalmente, la rueda se descolgó hasta caer sobre la carretera. No tardaron demasiado tiempo en cambiarla. Pero Daniel se quedó perplejo al comprobar que no reanudaban la marcha. Se sentaron sobre la sombra de un árbol que aún permanecía en pie. Tenían empuñadas sus armas. Calculó a ojo a qué distancia se encontraban de él y llegó a la conclusión de que no estarían a más de veinte metros. Temió que se volvieran y le descubrieran, por lo que se camufló detrás del tronco sobre el que había descansado. Se le pasaron por la cabeza infinidad de ideas descabelladas. Sopesó alguna de ellas, y decidió plantarles cara cuando llegara el momento preciso. Permaneció inmóvil durante veinte minutos, observándolos. Supuso que se habían dormido, debido a que llevaban mucho tiempo sin moverse. Pensó que aquel era el momento de sorprenderlos y salió de detrás del tronco. Sabía que no podía perder el tiempo y decidió acercarse sigilosamente, cuidando especialmente cada paso que daba sobre la hojarasca seca del terreno. Se acercó hasta llegar a una gran piedra. Se camufló detrás de ella un momento para poder observarles más de cerca. Llevaban las máscaras puestas y no pudo distinguir si estaban dormidos. Pero tenía poco que perder y decidió arriesgarse y dar el siguiente paso. Salió de detrás de la piedra y se desplazó hasta la carretera sin emitir ruido alguno. Cualquier movimiento en falso podía alertar a alguno de los dos. Su vida estaba en juego pero sabía que si no se arriesgaba nunca conseguiría lo que quería. Empuñó la pistola y les apuntó según se desplazaba lateralmente. No les perdió de vista en ningún momento y llegó hasta la parte trasera de la furgoneta. Estuvo a punto de tropezar con las herramientas que habían utilizado para cambiar la rueda de repuesto, al encontrarse en medio de la carretera. Por suerte no lo hizo y avanzó hasta el lado del copiloto. Se asomó a través de la ventanilla para poder ver si estaba la llave sobre el salpicadero. Vio un lanzallamas sobre el asiento delantero y volvió a sentir miedo. Siguió observando el interior a través de la ventana y finalmente la encontró. La llave colgaba de uno de los parasoles delanteros. Pero en vez de tranquilizarse, se puso más nervioso. Se le aceleró el pulso y una ligera flojera sobre sus piernas apareció de repente. No había marcha atrás. Sabía que aquel era el momento de marcharse de allí con la furgoneta. Abrió lentamente la puerta del copiloto y se metió dentro sin hacer el menor ruido. Sabía que cualquier sonido desde aquella distancia los despertaría de inmediato. Volvió a observarles y comprobó que seguían en la misma posición. Se deslizó sobre el asiento para poder ponerse al volante. Se colocó el cinturón y acto seguido pulsó el botón de arranque. El potente rugido del motor sorprendió a Daniel. Miró a su izquierda y observó cómo se incorporaban los dos tipos, empuñando sus pistolas en dirección a la furgoneta. Le dieron el alto antes de disparar, pero hizo caso omiso y pisó fuerte el acelerador. Salió de la cuneta haciendo ruedas. Los impactos de bala empezaron a sentirse sobre la chapa de la furgoneta, a la vez que avanzaba rápido sobre el asfalto. Los cristales traseros se rompieron en mil pedazos. Sintió una bala pasar cerca de su cabeza al oír el silbido que produjo sobre su oído derecho. Impactó sobre el cristal delantero, desquebrajándolo por completo. Se agachó todo lo que pudo para protegerse y siguió acelerando. Llegó a la primera curva y enfiló la carretera a toda velocidad en dirección al sur. Siguió escuchando ráfagas a sus espaldas, hasta que se alejó lo suficiente. Sintió tal descarga de adrenalina que olvidó lo agotado que se encontraba. Aquello hizo que recuperara las ganas por vivir que había perdido los últimos días y de seguir luchando por encontrar un lugar seguro. Se vio obligado a detenerse dos millas después para terminar de romper la luna delantera. Necesitaba tener una mejor visión de la carretera. Continuó su trayecto hacia al sur y tuvo la suerte de no cruzarse con nadie. Dejó atrás los pueblos de Vernal, Jensen y Dinosaur, y una vez pasado Rangel se dirigió hacia la carretera 139. Desde allí no habría más de cien millas de distancia con Alburquerque. Hacía mucho calor, pero el aire que pasaba a través del hueco de la luna delantera ventilaba el interior de la furgoneta. Poco le importaba ya la radiación que pudiera haber en el exterior, en su mente solo tenía una idea fija, llegar a México lo antes posible. Enseguida se hizo de noche y la bajada de las temperaturas ayudó a que se recuperase del agotamiento que sufría. Tenía el mono pegado a su cuerpo como una especie de doble piel, hasta el punto de que dejó de sentir su aspereza. Encendió las luces de la furgoneta para poder ver mejor sobre la carretera. No podía arriesgarse a tener un accidente y perder la oportunidad de al menos, intentar llegar al desierto de Sonora. Siguió observando desde la lejanía ciudades envueltas en llamas. Divisó grandes columnas de humo sobre ellas y cómo la estela anaranjada de los incendios aclaraba el horizonte. Siguió circulando a gran velocidad por la interestatal, distraído en sus pensamientos y apartando la tensión que había vivido durante los últimos días. CAPÍTULO 12 UN HILO DE ESPERANZA EN COMPAÑÍA Viajar con un compañero en la noche, es mejor que hacerlo sólo ante la luz. El amanecer asomaba por el horizonte e hizo que Daniel empezara a preocuparse. Se encontraba exhausto después de haber viajado toda la noche. Necesitaba encontrar un techo sobre el que pasar las horas centrales del día. Permaneció varios días vagando por el parque nacional y necesitaba asearse y quitarse las protecciones, al menos durante unas horas. No podía continuar el viaje por carretera hasta Sonora sin realizar un descanso porque sabía que su vida estaba en peligro. Cualquier despiste podría jugarle una mala pasada y se arriesgaba a tener un accidente. Paró en una pequeña intersección y se desvió a su derecha por un carril de arena. Pensó en las posibilidades que tenía de poder encontrar alguna casa perdida por aquella zona, y aunque eran escasas, sabía que si la encontraba se encontraría más seguro al permanecer alejado de las carreteras principales. Recorrió alrededor de diez millas y llegó al final del carril, donde había un pequeño rancho. Se bajó de la furgoneta e intentó abrir la valla. Pero no pudo hacerlo debido a que se encontraba cerrada con un candado y una cadena. Levantó la mirada y observó detenidamente alrededor. En su interior había una casa de estilo colonial bastante antigua. Tenía el tejado combado debido al paso del tiempo, pero a simple vista le pareció que se encontraba en buenas condiciones. No divisó ningún vehículo por los alrededores y pensó que sería buena idea dejar allí la furgoneta y acercarse hasta la casa, saltando el muro de piedra que la rodeaba. Cogió los prismáticos y echó un vistazo a través de ellos. Observó la vivienda y no vio movimiento a través de sus ventanas. Esperó pacientemente unos minutos y enseguida se aventuró a entrar al rancho. Había llegado el momento. Le pareció el lugar ideal para descansar, debido a que se encontraba alejado de todo peligro. Saltó el muro de piedra y se acercó a la entrada. Marchó a paso ligero hasta las escaleras del porche, y antes de subir por ellas se fijó en un viejo balancín situado al lado de la puerta principal. Aparentemente se encontraba en buen estado. Aquello le hizo sospechar y desconfió de que en la casa no hubiera nadie. Observó las mosquiteras y no vio sobre ellas ni una mota de polvo ni telarañas. Aquello hizo que las sospechas aumentaran. Intentó observar el interior a través de las ventanas pero le fue imposible ver nada, debido a que había unas cortinas oscuras muy tupidas. Bordeó la vivienda para buscar otra entrada pero no la encontró. Regresó al porche y llamó a la puerta, esperando pacientemente a que alguien abriera. No obtuvo respuesta. Sabía que había algo extraño. Se acordó de la casa en la que había pasado unos días descansando y cómo había corrido las cortinas desde el interior para que nadie pudiera descubrirle. Por eso estaba casi seguro de que en el interior había alguien, pero desconocía si seguiría con vida o si por el contrario habría fallecido. Volvió a rodear la casa para comprobar si se le había pasado por alto algún pequeño detalle que pudiera ayudarle, e intentó abrir una de las ventanas traseras. Se encontraba cerrada y no cedió de ninguna de las maneras. Enseguida comprobó que alguien las había fijado con clavos al marco de madera, de ahí que no pudiera abrirlas. Regresó nuevamente a la entrada principal y totalmente desanimado volvió a observar a su alrededor. Sabía que tendría que romper un cristal con una piedra para poder entrar. Oyó un leve chirrido y se volvió hacia la puerta principal. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba abajo. No daba crédito a lo que estaba presenciando. Empezó a ponerse nervioso. Un momento antes la puerta y la mosquitera se encontraban cerradas y sabía que en el pequeño intervalo de tiempo que había transcurrido no le había dado tiempo a nadie a salir huyendo de allí. El miedo le dejó paralizado y empezó a dudar. Ya no tenía tan claro que quisiera entrar. No le pareció tan buena idea. Sintió ganas de salir corriendo de allí, pero lo pensó mejor al no tener ningún lugar a donde ir, por lo que se acercó lentamente y empezó a vocear desde fuera. El silencio que había en el interior no le gustaba nada. Nadie contestó. Siguió acercándose hasta llegar a la mosquitera, que se encontraba entreabierta. La abrió lentamente y se asomó al interior. La luz que entraba desde el exterior iluminaba el pasillo principal, que llegaba hasta lo que parecía una cocina. La oscuridad en la que se encontraba inmersa la casa no le dejaba ver nada más. Dejó la mosquitera enganchada con el alambre exterior y dio un paso al frente. Sintió un silencio espantoso sobre la entrada que hacía daño a los oídos. No le dio tiempo a dar el segundo paso hacia el pasillo cuando sintió que alguien le encañonaba con una escopeta sobre su cabeza. Notó sobre la sien el frío del metal de la escopeta y se quedó totalmente paralizado. Estaba aterrorizado y empezó a temblar. Sus pulsaciones se dispararon y su pecho bombeaba sangre constantemente. Permaneció en silencio esperando lo peor. Abrió la mano y dejó caer la pistola sobre la vieja madera del suelo de la casa, para no poner más nervioso al individuo que le encañonaba. Se oyó un fuerte golpe al caer y cerró los ojos pensando en lo peor. No deseaba morir, y menos hacerlo de aquella manera. Se limitó a poner los brazos flexionados sobre la nuca y a esperar órdenes. —¿Dónde demonios vas, desgraciado? ¡Ya te estás dando la vuelta! —Le gritó al oído, apretándole sobre la cabeza el cañón de la escopeta. —Ehhh…. Alto, alto. ¡Lo siento! —Empezó a temblar y el tono de su voz se quebró—. ¡Sólo quería asearme y descansar en un lugar seguro! No vine a robar nada en su casa. ¡Se lo prometo! —Daniel no sabía cómo explicarle que quería refugiarse allí para que no dieran con él las personas de las furgonetas negras. Sabía que resultaría una historia difícil de creer. —¿Cómo? Mira muchacho, no te creo. Sé sincero. Has venido a joderme y no te lo voy a permitir. Dime, ¿quién te ha mandado a quemar esta casa? ¡Te voy a volar los sesos! —El hombre estaba enfurecido. Apretó la escopeta contra la cabeza de Daniel y estuvo a punto de apretar el gatillo. Daniel sintió una punzada sobre la sien, justo en el punto donde le apretaba con la escopeta—. Hace tiempo que llevo huyendo de vosotros y no vais a acabar conmigo. —¡No, por favor! ¡Se lo juro! Vine a dormir un rato. Nadie me envió a quemar su propiedad. ¿Por qué iba a hacerlo? No soy ninguno de esos cabrones que están arrasando todo lo que se encuentran por el camino. ¡Se lo juro! —Le miró a los ojos fijamente y se percató de que no había conseguido convencerle. Observó su rostro enfurecido y miró hacia otro lado para intentar no enfadarlo más. —Y, ¿por qué vienes en esa furgoneta negra? ¡Eres uno de ellos! No me cabe la menor duda. Llevo tiempo controlando lo que hacéis. No tenéis perdón de Dios. ¿Nadie os ha enseñado a ayudar a las personas necesitadas? —El asunto tomó un cariz demasiado serio y Daniel pensó detenidamente en cómo salir airoso de aquella situación. Tenía que pensar rápido en algo o acabaría con una bala en la cabeza. —No tengo nada que ver con ellos. ¡Se lo juro! En un descuido les robé la furgoneta cerca de la interestatal, por eso la tengo yo. Puede usted comprobarlo si se acerca a ella. Me dispararon desde la distancia cuando se la robé, pero conseguí escapar. Vengo desde el Parque Nacional, al norte de Rock Springs. Comprueba mi mochila si quieres. Ahí tengo los planos y los mapas así como las rutas que tengo marcadas para llegar a México. —¿A México? ¿Y para qué demonios quieres ir a México? Allí no queda nada. ¿Tú no sabes que aquella zona está totalmente despoblada? Si antes era difícil llegar hasta allí, imagínate lo que será atravesar el páramo desierto con esos locos controlándolo todo. —Enarcaba las cejas constantemente, no le creía. —Le aseguro que hay un refugio en el que vive gente bajo tierra. He oído sus mensajes y han proporcionado las coordenadas exactas por radio. Las tengo apuntadas en la libreta que hay en el bolsillo de mi mochila. Puede usted verlo si le apetece. No pretendo engañar a nadie, se lo prometo. —¡Debes de estar loco! ¡Quítate esa máscara que no te oigo bien! —Relajó el gesto en su rostro y le guiñó un ojo irónicamente. Daniel se sintió perdido con la actitud que mostraba aquel hombre con él. Le pareció sumamente extraño y no conseguía adivinar qué intenciones tenía. No se encontraba a gusto y temía por su vida. Le observó detenidamente y comprobó que era un hombre grande y fornido. Dos inmensas cicatrices sobre su rostro le hacían más temible aún. No podía luchar con aquel gigante, sabía que si entraba al cuerpo a cuerpo con él, tendría todas las de perder. Observó sus manos y le parecieron dos enormes tenazas. Bajó la recortada y le invitó a entrar. Cerró la puerta y echó la llave y el cerrojo. —Pasa y siéntate en el sofá. Sólo te voy a decir una cosa, y recuérdala. Si intentas hacerme algo te vuelo los sesos, ¿Entendido? —Sí, señor. No haré nada que usted no quiera. Ya le digo que no voy a matar a nadie. Sólo quiero coger fuerzas para poder marchar en un par de días. Me dirijo hacía el sur. Después se quedará tranquilo en su casa como lo ha estado hasta ahora, se lo aseguro. ¡Solo necesito descansar! Daniel se deslizó hacia la penumbra del pequeño salón y se sentó sobre el sofá. El tipo se quedó observándole fijamente, a la espera de que le proporcionara las coordenadas del refugio al que se dirigía. No terminó de creerle, por lo que le hizo un gesto con la barbilla y le ordenó sacar la libreta de la mochila. Encendió un par de velas para iluminar la estancia y Daniel depositó sobre la mesa todo lo que tenía en el interior de su mochila. Tener una recortada apuntándole directamente a la cabeza no ayudó a que se relajara. Le acercó la libreta y el mapa y puso una vela sobre la mesa para que observara lo que tenía apuntado. Se retiró hacia atrás y le invitó con la mirada a que se acercara para comprobarlo. Se acercó lentamente y empezó a revisar todos los apuntes y las rutas que tenía apuntadas. Mientras, Daniel le observó desde el sofá, a la espera de que se pronunciara. Vio cómo torcía el gesto de vez en cuando pero no articulaba palabra alguna. Se mostró extrañado y no daba crédito a lo que leía. Cambió el gesto de su rostro y miró de reojo a Daniel. No sabía si confiar en él, después de todo no le conocía y había aparecido de repente en su vida. Siguió revisando los mapas y se retiró un momento hacia la cocina. Regresó al salón con un mapa enorme bajo el brazo y lo extendió sobre la mesa del comedor. Acercó la vela y sacó un rotulador para marcar las coordenadas que le había proporcionado Daniel. Se rascó la cabeza en más de una ocasión y no terminó de creerse el lugar que había marcado. Se giró hacia Daniel y empezó a menear la cabeza de un lado a otro. Empezó a reírse a carcajadas y enseguida recobró la seriedad. —¿Estás seguro de esto, chico? Estamos hablando de un puto desierto. ¿Seguro que esas son las coordenadas? En ese lugar han muerto miles de personas a lo largo de la historia. ¿Por qué iban a estar viviendo allí? ¿No hay otro lugar más seguro que ese? Me cuesta creerlo, te lo aseguro. ¿Dónde has escuchado semejante estupidez? —¡Estoy seguro de que es allí! Un grupo de personas vive bajo tierra en ese desierto. He oído las emisiones por radio en más de una ocasión y siempre han proporcionado esas que te he mostrado. Hace tiempo que no he vuelto a captar la emisión, pero te aseguro que es verdad. Animaban a todas los supervivientes a viajar hasta allí. Dijeron que permanecían en un lugar seguro bajo tierra y que había sitio para muchas personas. No les faltaba alimento y necesitaban reunir a la mayor cantidad de personas posible. —Daniel sabía que aquello era cierto e intentaba explicar a aquel tipo que la información era real. —Pero, ¿y qué te dice que eso sea verdad? ¿Y si estaban vendiendo humo por la radio? Todo ese rollo que me estás contando me parece muy extraño, porque si hay muchas personas viviendo allí, no entiendo por qué tienen que acoger a todo el que se aproxime al lugar. Pensándolo bien, perderían calidad de vida y tendrían que repartir el alimento que tuvieran entre todos los que llegaran. Dime la verdad, ¿no te parece extraño? ¿Sigues pensando que es verdad? —Explicaron que necesitaban más personas para poder empezar de cero en el refugio. Tengo esperanza de encontrar ese lugar. Es la única salvación que tenemos ahora mismo. También apunté otras coordenadas en Canadá, pero se encuentra muy lejos de aquí y sería muy difícil llegar. Creo que merece la pena intentar llegar hasta México. No veo otra salida. ¿Tienes algo que perder?, porque yo no tengo otro sitio u otra idea a la que aferrarme. Es posible que el futuro pase por allí, por ese lugar escondido en el desierto de México. —La verdad es que no tengo nada que perder. Ya lo hemos perdido todo. Ya no podemos estar seguros en ningún lugar. Sólo me queda esperar a que la muerte me visite. Pensándolo bien puede que tengas razón. Lo podemos pensar unos días si quieres y ya decidimos lo que hacemos. ¿Te parece bien? —Le había cambiado el gesto al hombre. Ya parecía más relajado que cuando encañonó a Daniel en la entrada de la casa. Eso ayudó a que la situación se destensara. —Me parece una estupenda idea. ¡Por cierto!, ¿Cómo te llamas? Mi nombre es Daniel. Mucho gusto en conocerle. —Se estrecharon las manos y Daniel sintió cómo sus dedos crujían. Enseguida la retiró para que no se la lastimara. Parecía fuerte e intentó disimular el dolor que le había ocasionado y siguió con la conversación. —Soy Alexander. Mucho gusto también. Y siento la forma en la que te he recibido. Te pido mil disculpas pero presentarte así en mi casa y con esa furgoneta… me dio muy mala espina. No he podido evitarlo. Lo siento mucho. Tengo que reconocer que he estado a punto de pegarte un tiro en la cabeza. —Es normal que hayas reaccionado así. Estás en tu casa y tienes que defenderla —dijo Daniel. —Voy a abrir la valla de la entrada para que metas la furgoneta. La esconderemos detrás de la casa para que nadie la vea desde el carril. No se puede quedar ahí fuera. Vente conmigo y la metemos. Te parece buena idea ¿verdad? —A Daniel le pareció un tipo precavido. El hecho de que continuara con vida después de la llegada de la terrible radiactividad liberada, le aportaba tranquilidad. —Sí, claro. Vamos ahora mismo. Ahí fuera sólo puede traernos problemas. Salieron de casa y se dirigieron a la entrada. Alexander retiró el candado y las dos cadenas que cruzaban de un lado a otro de la puerta. Deslizó el vallado sobre un viejo raíl oxidado y dejó vía libre para que Daniel pasara con la furgoneta dentro del vallado, para dejarla aparcada en la parte trasera de la casa. Alexander, antes de cerrar el portón metálico, observó el horizonte con unos prismáticos para asegurarse de que nadie le había seguido. Daniel se bajó de la furgoneta e intentó abrir los dos portones traseros. No había tenido tiempo de comprobar qué contenía la furgoneta en la parte trasera, y deseaba averiguarlo. El interior carecía de ventanilla y le fue imposible comprobarlo. Sacó la llave y observó que tenía otra pequeña en el llavero. Probó con ella sobre la cerradura del portón. Giró la manecilla y la abrió sin ningún problema. Observó lo que había en su interior. Una lona plástica cubría varios bultos y no dejaba ver lo que escondía, pero después de retirarla se quedó paralizado por el descubrimiento. Empezó a ponerse nervioso, no era para menos. En su interior encontró un verdadero arsenal; lanzallamas, ametralladoras, bombas de humo, granadas de mano, un lanzamisiles, chalecos antibalas, pistolas y munición de todo tipo. También había un par de ficheros con documentación e innumerables mapas de Estados Unidos. Llamó a gritos a Alexander, que aún no había regresado de la entrada del rancho. Enseguida llegó a la altura de Daniel y se quedó sin habla durante un instante. No daba crédito a lo que veían sus ojos. —¿Dónde demonios has encontrado esto? ¡Qué barbaridad! Es un verdadero arsenal —dijo Alexander, sorprendido. —Ya te lo he dicho. Les robé la furgoneta a un par de tíos que cambiaban la rueda de repuesto sobre el arcén de la carretera. Aproveché el momento en el que se tumbaron a descansar bajo un árbol para llevármela. —Pues sí que tienes un par de huevos, muchacho. Esto nos va a ayudar muchísimo si necesitamos utilizarlo. Nos vendrá de maravilla. —Alexander se encontraba fuera de sí. En su vida había visto semejante cantidad de armas. Era un hallazgo muy valioso, a la vez que peligroso, y más en los tiempos que corrían. Volvieron a taparlo con la lona y cerraron la puerta con llave. Alexander se quedó observando a Daniel y se alegró de que hubiera llegado a su casa. Tarde o temprano tendría que abandonar aquel rancho y si lo hacía al lado de Daniel tendría una ligera posibilidad de encontrar un lugar más seguro. Alexander entró en la furgoneta y comprobó sobre el cuadro de mandos que el depósito estaba en la reserva. Se dirigió al pequeño cobertizo que había adjunto a la casa y sacó varias garrafas de gasolina. Llenaron el depósito y dejaron la furgoneta preparada por si tenían que huir en cualquier momento. Regresaron a la casa buscando una temperatura más agradable. En el exterior hacía un calor insoportable. Alexander se dirigió a la cocina y regresó al salón con una enorme fuente llena de garbanzos cocidos. Durante la comida permanecieron callados y sumidos en sus propios pensamientos. Intentaban planificar el viaje a México. Daniel lo tenía bastante claro y Alexander conocía a la perfección las carreteras que les podrían llevar hasta allí. Sabían que si lo hacían acompañados tendrían más fuerza y se mostraron convencidos de hacerlo. Al fin y al cabo, Alexander parecía un tipo experimentado y que probablemente hubiera librado mil batallas. Se miraron fijamente y volvieron a entablar conversación. —Estoy sorprendido de que en el desierto de Sonora haya vida. Allí no hay nada más que cactus. Quiero creer lo que me cuentas, pero hay algo que me inquieta. Es una zona bastante conflictiva. En ese lugar han fallecido miles de mexicanos mientras intentaban cruzar la frontera hacia Estados Unidos, sorprendidos por las altas temperaturas y por el ataque de coyotes. ¿No te parece un poco extraño que haya gente viviendo en ese lugar? Y no es que lo dude profundamente pero es algo insólito. Allí sólo han conseguido vivir los Seris durante muchos años. Esos sí que estaban preparados para ello. —¿Los Seris? ¿Quiénes son? —Daniel no entendía a quién se refería Alexander. —Los Seris son una comunidad indígena que ha vivido durante cientos de años en ese desierto. Originariamente vivían en unas islas declaradas reserva natural de la biosfera, pero fueron desplazados hasta ese desierto hace cientos de años. Actualmente desconozco si continúan viviendo allí, pero se adaptaron a ese desierto desde recién nacidos, por eso no tuvieron problemas para seguir haciéndolo. Pero nosotros, las personas normales… no estoy seguro de si seríamos capaces de hacerlo. A mi parecer no tardaríamos ni dos días en desfallecer, créeme. —Alexander mostró cierta incredulidad y sabía que aquel plan conllevaba muchos riesgos. —Nosotros no estamos adaptados a vivir en un lugar como ese pero debemos mantener la esperanza de que lo encontraremos. No podemos quedarnos parados. Confía en mí y ya verás cómo todo saldrá bien. —Daniel intentó convencerle de la idea de partir hacia aquel desierto. Quería hacerle ver que aquello era posible. —Está bien muchacho. Así lo haremos. Pero ya te digo que ese lugar es un infierno. Sería el último lugar en el que me refugiaría. Ya he visitado ese desierto un par de veces y no encontré nada bueno por allí. O, pensándolo bien… quizá tengas razón. Nunca se sabe, pero… ¡Claro que sí! ¡Joder! ¿Cómo no he caído antes? Por allí hay muy poco tránsito de vehículos y de personas. Gracias muchacho, has conseguido abrirme los ojos. ¿Cómo he sido tan estúpido de desconfiar de lo que me decías? Es un buen lugar para esconderse, pero si queremos que todo salga bien debemos tomar ciertas precauciones. Es un desierto inmenso. Marcaremos sobre el mapa el punto exacto de las coordenadas para no desviarnos del lugar exacto. Si no damos con el refugio, en pocas horas moriremos de sed, hambre y calor. En ese lugar no se pueden cometer errores. —Sé positivo. Nos costará encontrarlo, pero daremos con el refugio. Estoy totalmente convencido de ello. Soy muy joven pero estoy seguro de que te llevaré hasta allí. Cuéntame… ¿Ya has estado por aquella zona? Queda algo retirado de Denver, ¿no crees? —A Daniel le intrigó el hecho de que Alexander conociera ese desierto y que lo hubiera visitado al menos un par de veces. —Eso es algo que no me gustaría explicarte, muchacho. A lo largo de mi vida me he dedicado a trabajos diversos. A lo mejor, si llegamos sanos y salvos a ese refugio, te lo cuento, pero ahora prefiero no decirte nada. ¿Te parece bien? —Alexander no estaba por la labor de explicarle ciertos detalles de su vida pasada y decidió mantenerlo en secreto. —Está bien. No te enfades, no era mi intención, tan solo me extrañó el hecho de que conocieras esa zona. Has vivido muy lejos de allí. Al menos tendrás conocimiento de las carreteras más seguras para poder llegar. Para mí es una suerte haber dado contigo, tu experiencia hará que viajemos más seguros. —Sí, eso déjamelo a mí. Te llevaré hasta ese lugar y después buscaremos el refugio. ¿Sabes una cosa, Daniel? Al final voy a terminar alegrándome de haberte conocido. Llevo más de un año encerrado en esta casa sin apenas salir al exterior y sin entablar conversación con nadie. Me estaba volviendo loco. —¿No has visto a nadie en todo ese tiempo? —preguntó Daniel. —No. Tú eres el primero. Las últimas personas que vi lo hice de camino a esta casa, cuando huía de Denver. Y tengo que decirte que viajaban en una furgoneta negra como la que te ha traído hasta aquí. —¿Qué fue de ellos? —preguntó Daniel, intrigado. —Conseguí despistarlos en uno de los cruces cercanos a la interestatal, dirección al sur. Destrozaron todo lo que se encontraron por el camino. Me vi obligado a huir de Denver, mi ciudad. Después de los accidentes nucleares, la mayoría de la población enfermó y a los pocos meses muchos fallecieron. A estas alturas, en la ciudad no debe de quedar nadie con vida. Los tipos de las furgonetas negras acabaron con todo. Quemaron edificios, casas, comercios, gasolineras… El fuego avanzó sin control. Ocurrieron sucesos muy extraños. Poco a poco, la ciudad se quedó desierta. Solo unos pocos conseguimos resistir hacinados en nuestras casas. Algunos huyeron y otros desaparecieron sin dejar rastro alguno. Pareció como si se los hubiese tragado la tierra. Pero claro, nadie se ocupó de investigar qué había sido de ellos porque todo se encontraba sumido en el caos. Yo vivía en uno de los edificios a las afueras de la ciudad, en un quinto piso. Tuve la fortuna de poder huir de las garras de aquellos malnacidos. Fue un auténtico milagro haber salido con vida de aquella encerrona. Una mañana se presentaron varias personas en mi casa. Aporrearon la puerta y dijeron que tenían que hacerme unas preguntas. Yo no contesté, pero sabían que me encontraba en el interior. Una vecina con la cual tenía mis diferencias fue la delatora. Había sido apresada y pensó que si delataba a los vecinos que seguían viviendo en sus viviendas, la dejarían libre. Decidí no abrir la puerta a aquellos extraños enmascarados. Sabía que me detendrían en cuanto abriera la puerta. La echaron abajo, pero antes tuve tiempo de buscar una salida. Salí por el balcón con lo que llevaba puesto. Solo me dio tiempo a preparar una pequeña mochila con algunas pertenencias. Salí a la balconada exterior y me desplacé lateralmente por las repisas de los ventanales. Conseguí llegar hasta la bajada principal de los canalones del tejado y me descolgué por ellos, deslizándome lentamente. Una de las fijaciones se rompió y estuve a punto de caer desde una altura considerable, pero después de realizar un esfuerzo sobrehumano conseguí llegar hasta la acera de la avenida principal. A ambos lados de la calle había varias furgonetas negras aparcadas. El barrio se encontraba sumido en el caos absoluto y eché a correr por los callejones colindantes a mi edificio para buscar un sitio donde esconderme. Intentaron atraparme pero logré despistarles metiéndome en una cisterna que se encontraba abandonada en un callejón cercano a mi barrio. Permanecí un par de días guarecido en ella. Aún tengo metido en el cerebro el desagradable olor a gasolina de aquella maldita cisterna. No sé cómo no he enfermado de respirar aquello, no me lo explico. No lo voy a olvidar fácilmente. Al salir de allí, habían acabado con todo. Todo estaba arrasado y las calles se encontraban desiertas. Apresaron a todos los vecinos que permanecían en el interior de sus casas y se los llevaron. En un primer momento pensé que estaban desinfectando las ciudades, pero nunca llegué a entenderlo. Y me fijé en que aquellos grupos de personas eran cada vez más numerosos. Se hacían relevos de día y de noche. Las furgonetas iban y venían de todas partes. Eran muchos y vigilaban cualquier movimiento. No sé si habrá quedado alguien con vida en la ciudad. Allí se quedaron mis recuerdos. ¡No he podido entender lo que ha ocurrido! El odio y el dolor que sufrí durante días me obligaron a llegar hasta este lugar. Me vi obligado a luchar por sobrevivir y no pude hacer nada por mis amigos y familiares. Dejé todo atrás para poder empezar una vida en solitario y alejado de las ciudades. Ahí fue cuando supe que estaría más seguro alejado de ellas. Y he comprobado que no me equivocaba. —¡Siento lo que has pasado, Alexander! Entonces… ¿Ésta no es tu casa? —preguntó Daniel. —No. Llegué a esta casa a los pocos días de huir de Denver. Conseguí robar un coche en un garaje subterráneo que se había salvado de la quema. Volví a cruzarme con ellos en un cruce al sur de la ciudad. Me siguieron durante varias millas a una distancia prudencial para saber hacia dónde me dirigía, pero conseguí despistarlos en uno de los cruces de la carretera principal. Sigo vivo gracias a eso. El día que llegué a este rancho encontré una familia de cuatro miembros. Demostraron ser unas maravillosas personas. Me vieron tan asustado que decidieron acogerme como a uno más en su familia. Dejaron que me instalara y desde entonces no me he movido de esta casa. Me siento afortunado de poder contarte esto, muchacho. Pero desgraciadamente no todos han tenido la misma suerte que yo. —No entiendo cómo has podido sobrevivir. No veo alimentos por ninguna parte. ¿De dónde los obtienes? Y, ¿dónde está la familia que vivía aquí? ¿Se marcharon?—preguntó Daniel, extrañado. —La familia se marchó al poco de llegar yo. Me dijeron que tenían una vivienda al norte del país, en una zona más segura. Me invitaron a viajar con ellos pero me encontraba seguro en esta casa. No sé qué habrá sido de ellos, pero gracias a la ayuda que me prestaron sigo vivo. Y respecto a lo de la comida… ¡fácil muchacho! ¡Fácil! Ven conmigo y te lo enseñaré. Los dueños me proporcionaron la llave de un cobertizo subterráneo, por si necesitaba refugiarme de la temida contaminación que irremediablemente se acercaba. —Daniel se mostró sorprendido e intrigado por lo que quería enseñarle Alexander. Una pequeña sonrisa delataba su alegría. Observó con atención sus movimientos. Se desplazó hasta la cocina y movió la alfombra que había sobre el suelo. Dejó tras de sí una gran cantidad de polvo que pululó sobre el ambiente durante unos minutos. Daniel abrió bien los ojos al comprobar que había una puerta metálica sobre el suelo. Su pulso se agitó y volvió a sentir las pulsaciones sobre sus sienes. Le pidió a Alexander que la abriera de una vez, no podía esperar más. Se subió a un taburete de la cocina y cogió una llave que había en lo alto de un mueble. Introdujo la llave y tiró hacia arriba. Cogió un par de linternas que había en un cajón de la cocina. Le pasó una a Daniel para que iluminara hacia la pequeña escalera que descendía desde la cocina. Al bajar, la escalera de madera crujió a cada paso. Enfocaron hacia abajo para poder ver dónde pisaban. La penumbra invadía la estancia. Cuando llegaron abajo, Daniel se quedó sorprendido ante el majestuoso cobertizo. Observó que estaba perfectamente acondicionado y que carecía de restos de humedad sobre las paredes. Unos conductos colgados a los lados de la escalera ventilaban el sótano. Observó unos colchones sobre el suelo y una pequeña cocina de gas con varias bombonas viejas al lado. Una mesa baja de madera y un sofá de piel completaban el mobiliario de la estancia. Se giró sobre él mismo y observó una gran cantidad de velas sobre una estantería metálica, al fondo del cobertizo. Además, contaba con un cuarto de baño que tenía agua corriente. Aquello sí que le llegó a sorprender gratamente. En ese momento, Daniel entendió por qué Alexander había conseguido sobrevivir tanto tiempo allí escondido. Pero le faltaba algo. Aún no había visto ni rastro de la comida, y aquello hizo que se intrigara más. Entonces, Alexander se quedó mirándole fijamente y le subió las cejas a la vez que le sonreía. Adivinó lo que estaba pensando y se dispuso a enseñarle el escondite. Se volvió y le indicó con un leve movimiento de cabeza una puerta camuflada debajo de las escaleras de madera. A Daniel le hizo gracia cómo se había dirigido a él. La abrió e iluminó el interior con la linterna. Daniel no pudo esconder su fascinación por lo que tenía almacenado. Había comida como para pasar varios años en aquel cobertizo. De repente le vinieron a la cabeza los recuerdos de la comida que dejó enterrada en la cabaña de su tía Alice, cuando se vio obligado a huir de los incendios que arrasaban el parque natural. Al menos se alegró de ver aquella cantidad de comida, y más cuando la que portaba en su mochila empezaba a escasear. Observó gran cantidad de botes de comida casera envasada. Los acarició suavemente para saber qué se sentía al hacerlo. Comprobó que había todo tipo de variedad de alimentos, entre ellos pepinos, calabaza, miel, tomates… —Esto es un auténtico tesoro. ¿Cómo conseguiste todo esto? —preguntó Daniel. Había una ingente cantidad de comida. —Me lo dejaron los dueños. Tenían todo el cobertizo lleno de comida, pero se llevaron el resto en un remolque, cuando partieron hacia el norte. Se portaron muy bien conmigo. Seguro que ahora entiendes por qué decidí quedarme aquí. —Ya veo. Has tenido mucha suerte. Y supongo que aquí es donde duermes, ¿verdad? —Así es. Este es el lugar más seguro de la casa. Permaneceremos aquí hasta que pensemos lo que hacer y tengamos claro un buen plan. Hasta entonces aquí estaremos bien. ¿Dónde puedes estar mejor que aquí? Ahí fuera todo se ha terminado… a no ser que lo que dices que has oído en la radio sea cierto. —Alexander cambió el tono de voz. Ya no dudaba tanto de aquello y se le veía dispuesto a emprender el mismo camino que Daniel, acompañándole hasta donde se dirigiera. Quería seguir viviendo y la idea de viajar a otro lugar más seguro le entusiasmaba. Había sido como un soplo de aire fresco para él y se iba a aferrar a aquel viaje con fuerza. —Aquí estaremos muy bien. Gracias por haberme dejado entrar a tu casa, no sé qué hubiera sido de mí si no llego a encontrar este rancho. Estoy agotado y necesito descansar. Y respecto al plan, ya iremos pensando en qué momento salir para buscar ese refugio en México. Si no te importa voy a subir a coger el dosímetro, para comprobar la cantidad de radiación que hay en el cobertizo. ¿Puedo, verdad? —preguntó Daniel, antes de que empezara a desconfiar de él. —¡Claro que puedes! Esta es tu casa, Daniel. Te puedes mover libremente por ella. ¡Ve a por él! Pero te aseguro que aquí no hay nada a lo que temer. ¿No me ves? ¡Estoy fuerte y sano! Daniel volvió al salón para coger su mochila y regresó al cobertizo subterráneo con el dosímetro en la mano. Lo encendió y comprobó cómo al pie de las escaleras repiqueteaba pausadamente, pero al llegar abajo dejó de hacerlo. El cobertizo estaba limpio de radiactividad. Se lo colgó del hombro y empezó a pitar de nuevo, hasta que cayó en la cuenta de que se trataba de la contaminación adherida a su mono de protección. Pensó que era necesario lavarla. Había viajado hasta allí con la luna delantera de la furgoneta rota y durante horas estuvo expuesto a la contaminación del exterior. Se alegró de haber llegado hasta aquella casa y de haber encontrado a una persona como Alexander. Sabía que aquel era el lugar perfecto para poder recuperar fuerzas de nuevo y pensar detenidamente en cómo llegar al desierto de Sonora, en México. Utilizó un pequeño armario del cobertizo para guardar sus pertenencias y se quitó el mono y la ropa que llevaba puesta. Alexander le proporcionó ropa limpia y calzado para que se encontrara cómodo. Lavó el mono y la máscara de protección en la bañera y los dejó en un pequeño tendedero que encontró en el salón. Volvió a encender el dosímetro y se paseó por toda la casa. Comprobó que en el interior de la casa se concentraban dosis muy bajas de radiación y dudó de que funcionara correctamente. Alexander le explicó que había forrado el tejado y las paredes de la casa con un producto especial que impedía pasar a la radiactividad. Le enseño los sellos de aislante que había inyectado por todas las ventanas y los filtros especiales que había en los conductos de aire, para que no penetrara el aire contaminado del exterior. Había conseguido construir un refugio perfecto. Enseguida llegó la noche y bajaron al sótano para poder descansar. La puerta metálica que daba acceso al cobertizo contaba con unos cerramientos metálicos interiores que aportaban mayor seguridad, al ser imposible que alguien pudiera abrirla desde fuera. Pero antes de irse a dormir, Alexander preparó una suculenta cena para los dos. No era de los que se acostaban con el estómago vacío. Se alimentaba alegremente todos los días debido a la gran cantidad de alimentos que tenía almacenados en la despensa. Sabía que tendría comida para mucho tiempo, por lo que se dedicaba a disfrutarla. Estaba feliz de haber conocido a Daniel y su presencia le levantó el ánimo y las ganas por seguir viviendo. Llevaba encerrado en aquella casa mucho tiempo y estaba necesitado de compañía. Había sido muy duro para él tener que enfrentarse en solitario al horror que asolaba al planeta. —Alexander, ¿te puedo llamar Alex? —preguntó Daniel. Se le hacía muy largo su nombre cada vez que tenía que pronunciarlo. —¡Claro! ¿Por qué no? Mis amigos me llamaban así. No me molesta en absoluto. —¡Gracias, Alex! —¡De nada, muchacho! Por cierto, creo que deberíamos dormir un rato. Debes de estar cansado del viaje tan accidentado que has tenido. —Alexander sacó una almohada de un armario y se la dio a Daniel, que la miró ensimismado. Llevaba mucho tiempo sin apoyar la cabeza en una almohada para dormir. Lo más parecido había sido su mochila. —Gracias Alex. Me vendrá bien descansar un rato. Llevo muchos días sin dormir bien y creo que voy a caer rendido enseguida. Se lamentó de no poder ofrecerle más cosas a Alexander. Se estaba portando muy bien con él. Daniel se tumbó en el colchón y enseguida le envolvió el aroma a limpio que desprendían las sábanas. Sabía que iba a tener un descanso reparador. —Tengo que hacerte una pregunta, y perdona por ser tan pesado. ¿Por qué estás dispuesto a jugarte la vida por llegar al desierto de Sonora? ¿Nadie te ha dicho lo que hay por allí? —preguntó Alexander, añadiendo un énfasis misterioso. —No sé, Alexander —contestó Daniel, aparentando poca convicción—. Quiero llegar a ese refugio. Estoy prácticamente seguro de que existe y creo que no hay otro tipo de esperanza en este mundo que nos rodea. Me cuesta imaginar que todo se haya acabado, pero sinceramente creo que hay un futuro muy negro por delante. Me gustaría amortiguarlo si consigo encontrarlo. Confío en esas coordenadas. —Sé que va a ser difícil sobrevivir en este planeta de aquí en adelante, pero alcanzar ese desierto va a resultar sumamente complicado. Si queremos llegar debemos planear bien lo que vamos a hacer. Voy a ir contigo, quiero que lo sepas. Tengo que reconocer que en un primer momento me pareció una locura, pero ahora estoy convencido de hacerlo. No me gustaría convivir con la soledad toda mi vida. Resulta insoportable de aguantar. Puedo asegurarte que he estado al borde de la locura en más de una ocasión. —¡Estupendo Alex! Eso es lo que quería oír. A mí tampoco me ha resultado fácil llegar hasta aquí, pero he llegado sano y salvo, como puedes comprobar. Yo creo que podemos lograrlo. —Daniel, hay una cosa que debes saber. El desierto de Sonora es el mismísimo infierno. Durante las horas centrales del día es prácticamente imposible permanecer en el exterior debido a las altas temperaturas. La vegetación escasea y no hay lugares en los que guarecerse de las altas temperaturas. Si queremos que todo salga bien debemos partir por el día para llegar al anochecer, y así evitar la exposición prolongada al sol de mediodía. Y como ya sabes, va a resultar muy complicado, y más teniendo la furgoneta sin la luna delantera. El aire contaminado va a estar en contacto con nosotros todo el tiempo que dure el trayecto. Pensaré en algo para poder arreglarla. —Tienes razón, pero ese inconveniente no puede frenarnos. Podríamos coger otro coche que encontráramos en algún otro pueblo —dijo Daniel. —Bueno, no te preocupes por eso ahora. Tenemos tiempo para pensar en ello. No es necesario que los nervios nos nublen las ideas, o nos veremos obligados a permanecer encerrados en este cobertizo mucho tiempo y eso es algo que debemos evitar. Te voy a dar unos pequeños datos, Daniel. ¿Sabías que el desierto de Sonora tiene una superficie de alrededor de cien mil millas cuadradas? Es una absoluta barbaridad. Cubre la mayor parte de la mitad sur del estado de Arizona, el sureste de California, buena parte de la península de Baja California y el estado de Sonora, en México. Allí no hay más que cactus, agave y mezquite. Tiene grandes llanuras arenosas y unas montañas inhóspitas. Tiene un hábitat tan extremo que en ocasiones se experimentan peligrosas tormentas de arena y polvo, que terminan convirtiéndose en tormentas eléctricas. Abundan los escorpiones y las serpientes de cascabel. Tengo entendido que existen una gran cantidad de minas abandonadas y multitud de cuevas, en las que sí sería posible sobrevivir, pero son difíciles de encontrar debido a la amplitud del desierto. Además, dudo que en esas minas o cuevas puedan refugiarse cientos de personas. Cuesta creerlo, pero es posible que el ejército de los Estados Unidos tuviera alguna base militar secreta más allá de la frontera. Es otra posibilidad que existe, ¿no crees? —¿Y cómo sabes tanto de ese lugar? —preguntó Daniel, abrumado por el extenso conocimiento que tenía Alexander sobre el desierto de Sonora. —¿Que por qué? Te lo voy a contar. No tenía pensado hacerlo, pero mereces saberlo. Trabajé durante varios años en un centro médico cercano a la frontera con México. Por mis manos han pasado cientos de personas que se atrevieron a atravesar el desierto de Sonora. Un día venía uno. Al día siguiente, tres. En una semana, quince. Y pasaban los meses y la afluencia no cesaba. Llegaban en pésimas condiciones y completamente deshidratados. No te podría decir al número exacto al que llegué a atender y a curar, pero no te puedes hacer una ligera idea. Aquellas personas llegaban desesperadas y muertas de miedo al haberse enfrentado cara a cara con la muerte. La prolongada exposición al sol abrasador del desierto les causaba graves quemaduras por todo el cuerpo y eran francamente difíciles de curar. Muchos fallecieron en el intento de cruzar la frontera hasta nuestro país, y quedaban sepultados bajo la arena del desierto en pocas horas. La larga travesía que se atrevían a realizar los intrépidos hacía que sufrieran calamidades durante varios días. Sobre las camillas del centro médico han fallecido muchas personas debido a los golpes de calor y a la deshidratación severa que sufrieron durante su andadura por el desierto. Nunca podré olvidarme de ellos. Intentaron encontrar un futuro mejor, desconociendo por completo a lo que se exponían. Algunos aventurados en hacerlo huían de los cárteles de la droga y otros del hambre que padecían. Imaginaron que en nuestro país encontrarían una buena vida, pero se equivocaron. Pasados unos años, cuando levantaron las vallas en la frontera y colocaron puestos de vigilancia, el problema se recrudeció. Se dificultó el acceso al país y el tiempo de travesía de los grupos que se aventuraron a hacerlo aumentó. Y ¿con qué problemas se encontraron? Que solo podían llevar agua encima para cuatro días. Les resultaba imposible cargar más cantidad sobre sus espaldas y además no podían llevar ni mapas ni brújulas. Si alguno de ellos era detenido y le encontraban algo de eso encima podría tener problemas muy serios con la justicia. Se le acusaría de tráfico de personas. Y aquello significaba que podrían permanecer en la sombra muchos años. Como puedes ver es una historia muy triste. Pero pasaron los años y siguieron acudiendo en masa a nuestro país. Imagínate en qué condiciones se encontrarían en México. Los desangelados que fallecían durante el trayecto eran enterrados con piedras en mitad del desierto, para que no se los comieran los buitres y las alimañas. Se contabilizaron entre doscientos y trescientos muertos al año sin contar a los que desaparecían enterrados por la arena. A ese lugar se le conoce como el desierto de los mil cadáveres. —¿Qué te parece Daniel? ¡Te has quedado asombrado, muchacho! Me gustaría que te miraras al espejo. ¡Estás pálido! —exclamó entre risas Alexander. —La verdad es que desconocía todo eso que me cuentas. Pero, ¿Crees que seguirá estando en pie el refugio? —Después de lo que le había contado Alexander, hasta Daniel empezó a dudar de la existencia de dichas coordenadas. —Claro que creo que pueda estar allí. Como te he dicho antes, ahora estoy más seguro que nunca. ¿Quién iría a refugiarse a aquel lugar conociendo el infierno que lo rodea? Es el lugar más seguro para vivir, siempre y cuando exista un lugar en el subsuelo para refugiarse. Si no es así, es imposible permanecer con vida más de cuatro o cinco días seguidos. Eso ya te lo digo yo. Estoy seguro de ello. —Soñemos amigo, soñemos. Volveremos a captar alguna señal de radio y nos dirigiremos hacia allí. Estamos más cerca de ese lugar y en pocos días podrás comprobar que es real. Colocaré unas antenas especiales a la radio para que la señal mejore. Y si es posible me subiré al tejado de la casa para poder captarla. —Daniel se mostraba seguro de sí mismo y sabía que tarde o temprano volverían a escuchar los mensajes desde México. —Me parece bien Daniel. Pareces un chico astuto e inteligente para la edad que tienes. Una pena no haberme cruzado contigo antes. Creo que haremos un buen equipo y saldremos adelante. Yo ya me voy haciendo viejo y tu empuje me vendrá bien para seguir luchando. —¡Seguro que sí! Descansaremos y mañana seguiremos planificando la ruta a seguir. —Daniel se percató del entusiasmo que derrochaba Alexander. En poco tiempo se había convencido de ser capaz de llegar hasta Sonora, en México. Pensó que tenían poco que perder, dentro de aquel mundo estéril y muerto en el que todo había perdido su importancia y las personas viajaban de un lugar a otro buscando un mínimo reducto de vida. El cobertizo subterráneo de Alexander aportaba tal seguridad y tranquilidad que Daniel descansó como no lo había hecho en muchos días. Al despertar se sintió invadido por una energía inusual en él. Pero tras desperezarse y observar alrededor, se percató de que Alexander no se encontraba a su lado, y eso le asustó. Se levantó como un resorte del colchón sobre el que había dormido y subió escaleras arriba. Le llamó a voces por la casa pero no halló respuesta alguna. Empezó a ponerse nervioso y se dirigió a todas las estancias de la casa, tratando de encontrarle. El silencio impregnaba y envolvía todos los rincones. Sintió un dolor agudo en el antebrazo y recordó que tenía el chip en su interior. Notó un ligero pinchazo y rápidamente se llevó la mano a la zona para intentar amortiguarlo. Intentó olvidarse de aquello y siguió buscando a Alexander. Llegó al salón y tampoco le encontró allí. La casa estaba vacía, por lo que decidió volver a la cocina y correr una de las cortinas de la ventana para ver si continuaba estacionada en la parte trasera su furgoneta. Llegó a temer que Alexander se hubiera marchado, abandonándole a su suerte. Se asomó y comprobó que seguía allí, al igual que Alex, que se encontraba manipulando un gran bulto sobre la arena. Le observó detenidamente para ver qué estaba haciendo y enseguida lo averiguó. Trataba de arreglar la luna delantera de la furgoneta. Tenía una luna nueva entre sus manos y la estaba fijando a los laterales. Se preguntó de dónde la habría sacado. Vestía un mono parecido al suyo y tenía puesta una mísera mascarilla, similar a las que utilizaban los campesinos para fumigar los campos. Le extrañó que no tuviera otra mejor y, antes de salir para ayudarle, cogió una que tenía sin estrenar en el interior de su mochila. Le colocó los filtros nuevos y se la colgó del brazo para llevarla fuera. Era lo mínimo que podía hacer por aquel hombre que le había acogido, y más después de la confianza que le había proporcionado. Se puso las protecciones y salió a la calle para poder ayudarle. —Buenos días, Alex —saludó Daniel, desperezándose de su letargo nocturno. —Hola Daniel. ¿Qué tal has dormido? Perdona que no te haya avisado esta mañana, pero te encontrabas sumido en un sueño tan profundo que me dio pena hacerlo. Te necesito con fuerzas para lo que pueda venir. ¿Cuánto tiempo llevas sin dormir? En mi vida he oído semejantes ronquidos. —La verdad es que he dormido de maravilla. Ha ayudado mucho el colchón y la tranquilidad que me proporciona tu cobertizo. Eso y el cansancio acumulado han hecho que haya tenido un sueño reparador. ¡Ah, y cambiando de tema!, ¿qué haces con esa máscara? Eso no te ayudará a protegerte de la radiactividad. Toma esta. Yo ya tengo una y se pueden lavar los filtros con agua, por lo que no necesito dos. Estarás más protegido. —Alexander se quedó observando a Daniel y se le enterneció el gesto en su rostro. —¡Oh, Dios mío! Esta sí que parece profesional. ¡Muchas gracias Daniel! Llevo tanto tiempo sin recibir nada de nadie que se me había olvidado lo que se siente cuando alguien hace algo por ti. Si te digo la verdad, llevo esta mascarilla porque no tengo otra. ¿De dónde la has sacado? ¡Está nueva! —Alexander se emocionó ante el gesto que había tenido Daniel. —Es una larga historia. Otro día te contaré de dónde proviene. Tú póntela y así estarás más protegido. Y no olvides lavarla cuando entres dentro. ¿De dónde has sacado esa luna que estás colocando? —Daniel observó el cristal delantero que había dejado posicionado sobre el frontal de la furgoneta y comprobó que era similar al que se había roto en mil pedazos. —Encontré piezas de una furgoneta parecida en el granero. Los antiguos dueños del rancho tendrían un modelo similar a ese. Anoche, cuando nos acostamos, pensé en cómo arreglarla y se me ocurrió que sería buena idea probarla. ¿Qué te parece, muchacho? ¿No ha quedado mal, verdad? —Pues has tenido una idea excelente. Solo falta fijarla bien para que no se salga del marco. Le falta al menos un centímetro para encajar a la perfección. ¿Tienes algún tipo de masilla o de silicona? Eso ayudará a que se fije correctamente y evitará que se mueva por las vibraciones. —Es posible que queden algunos botes aún, pero no sé si se habrán secado. A lo mejor el calor los ha endurecido, si es así tendremos que pensar en algo. Búscalos ahí detrás de ese pallet de madera que hay apoyado en la pared. Están en el interior de la caja de herramientas. —Indicó con un ligero movimiento de cabeza dónde se encontraban guardados. Les llevó un buen rato fijar la luna al marco de la furgoneta, pero por suerte, los botes de silicona se encontraban en perfectas condiciones. Con los botes que tenían les fue suficiente para sellar las rendijas laterales. A Daniel le pareció que Alexander tenía prisa por salir de allí lo antes posible. Se encontraba entusiasmado con la idea de encontrar aquel lugar en México, y el hecho de haber madrugado para dejar preparada la furgoneta, evidenciaba que quería salir en breve. Enseguida se vieron obligados a regresar al interior de la casa, empujados por las altas temperaturas del exterior. Regresaron al cobertizo subterráneo. Permanecer bajo tierra en las horas centrales del día era más seguro. Daniel observaba constantemente a Alexander y comprobó que era una persona bastante nerviosa. No permanecía quieto ni un solo instante. Preparó un par de mochilas bastante grandes. Las llenó de comida y otras cosas. Ojeó el mapa que colgaba de la pared del cobertizo y trazó varias rutas con un rotulador. Dejó apuntadas las millas que recorrerían por cada uno de los caminos que seguirían. A Daniel le extrañó que se comportara de aquella manera. Parecía tener más ganas que él de llegar hasta Sonora a pesar de que aquella casa se encontraba acondicionada para soportar la contaminación del exterior. El resto del día lo pasaron jugando partidas de cartas y charlando sobre cómo lo habían pasado desde el momento en el que se desencadenaron los accidentes. Aquello hizo que el día se les hiciera más ameno y entretenido. Ya cuando empezó a meterse el sol y las temperaturas dieron algún respiro, subieron a la parte superior de la casa con la vieja emisora y unas antenas extensibles que Alexander tenía guardadas en un armario. Lo instalaron en la parte más alta y se desearon suerte. Se miraron fijamente, convencidos de que recibirían alguna señal desde México. Daniel recordó que durante su estancia en la cabaña de tía Alice, por la noche era el mejor momento para intentar captar algún dial que emitiera partes de información. A esas horas era más seguro debido a que los que se aventuraban a hacerlo, tenían menos peligros en el exterior. Colocaron las dos antenas mirando hacia el sur. Pusieron unas pilas nuevas a la vieja radio y se sentaron a esperar. Daniel giró una y otra vez la ruleta de búsqueda de emisoras para poder captar algo y alzó el volumen. Un leve siseo salió a través del pequeño altavoz, pero no captaban la señal con nitidez. Permanecieron alrededor de dos horas intentándolo y lo único que consiguieron fue oír el molesto e insoportable ruido de fondo. Ya había anochecido del todo y a través de las ventanas se podían observar en la lejanía los grandes incendios que se sucedían por todo el estado. El cielo, como todas las noches, teñía el horizonte de un tono anaranjado, formando arcos gigantescos sobre las ciudades en llamas. Les llenó de temor y tristeza verse obligados a enfrentarse a aquel futuro desolador que se les presentaba. Se miraron fijamente a través de las máscaras pero no articularon palabra alguna. Los sentimientos se expresaban sin necesidad de abrir la boca. Con una mirada bastaba para entender lo que se les venía encima durante los próximos años. Todo estaba arrasado y quemado. Daniel se sentó en una esquina de la pequeña habitación y volvió a observar a Alexander. No entendió por qué antes no se había percatado del enorme tamaño que tenía. Medía alrededor de dos metros y su espalda hacía que el mono le quedara extremadamente ajustado. Hacía movimientos lentos a cada paso que daba debido a lo voluminoso que era, pero al menos los realizaba de una manera firme y segura. CAPÍTULO 13 VIGILADOS Cuando creas que estás a salvo, corre hacia la luz, cuidará de ti y te envolverá con su eterna claridad. Ocurrió algo que perturbó su tranquilidad. Daniel se acercó a la ventana y se quedó paralizado. Agarró a Alexander por el cuello del mono y le giró para que observara a través de ella. No supo cómo expresar con palabras lo que veían sus ojos. Se miraron fijamente y se levantaron del suelo. Algo no iba bien. Observaron luces a unas dos millas de la casa. Un vehículo se acercaba hacia el rancho. Recogieron a toda velocidad la radio y las antenas. Bajaron corriendo al cobertizo a coger lo necesario para poder marcharse lo antes posible, porque sabían que si no huían de allí les descubrirían. Guardaron comida en unas bolsas y se pusieron las mochilas a la espalda. Cogieron el mapa sobre el que habían marcado las rutas y volvieron a subir a la primera planta para comprobar a qué distancia se encontraban de la casa. Se acercaron a una de las ventanas del salón y les vieron cerca de la puerta del rancho. Cerraron la trampilla del cobertizo y volvieron a cubrirla con la alfombra que la tapaba. Daniel pensó en lo poco que había durado la tranquilidad. Se encontraban en una situación complicada pero se vio seguro de poder escapar de ellos, como lo había hecho en otras ocasiones. Salieron por una de las ventanas de la cocina y se metieron en la furgoneta. Alexander se puso al volante y arrancó. Se desplazaron por el terreno con las luces apagadas para no ser vistos desde la distancia por las personas que se habían presentado en el rancho. Lo hicieron lentamente para evitar quedar embarrancados en algún bache o chocar con cualquier árbol caído por el terreno que rodeaba el rancho. Salieron por el vallado de la parte trasera y llegaron a un carril de grava. A tres millas del rancho se incorporaron a una pequeña carretera asfaltada y encendieron las luces de la furgoneta, ya que había una pequeña colina que evitaba que pudieran divisarles desde allí. Daniel se fijó en la luna que había colocado Alexander y se dio cuenta que aguantaba. No se había secado por completo el sellado de silicona pero al menos parecía que aguantaría. Pero no las tenían todas consigo. En el interior de la furgoneta, el dosímetro repiqueteaba sin cesar. Había una elevada concentración de agentes radiactivos. Mientras, Alexander no articulaba palabra alguna. Estaba totalmente concentrado sobre el volante y Daniel se sintió seguro a su lado. Le pareció que sabía bien lo que hacía. Siguieron por la carretera a gran velocidad, buscando una salida. Sabían que las personas que habían llegado al rancho no se iban a rendir fácilmente y seguirían su rastro durante las próximas horas. Pero con lo que no contaban era que no habían conseguido despistarlos. A pocas millas de allí observaron a través del retrovisor unas luces que les seguían. Al parecer se habían percatado de que existía una salida en la parte trasera del rancho y les estaban siguiendo. Daniel avisó a Alexander de que ya se encontraban cerca de ellos y aceleró todo lo que dio de sí la furgoneta. Con los acelerones, sintieron el ruido del motor en el interior, ensordeciendo el ambiente. La luna delantera empezó a temblar más de la cuenta pero seguía sin moverse de su sitio. Si no pensaban rápidamente en cómo despistarles, les iban a alcanzar enseguida. Circulaban a más velocidad que ellos. Daniel alargó el brazo hacia la parte trasera de su asiento y sacó dos pistolas de uno de los bolsillos laterales. Le alargó una a Alexander y la otra la empuñó fuertemente para poder utilizarla. Se encontraban a escasos ochocientos metros. El motor de la furgoneta no daba para más y rugía de una forma violenta. En el interior, las fuertes vibraciones amenazaban con desmontar la furgoneta entera. Les pareció que todo estaba perdido, pero Alexander demostró su pericia al volante e hizo unos movimientos extraños que Daniel no se atrevió a juzgar, debido a que le vio muy seguro de lo que hacía. Apagó las luces y aprovechó para desviarse bruscamente hacia un carril que salía hacia la derecha de la carretera principal. Frenó de una manera brusca y estacionó la furgoneta detrás de unos matorrales bastante frondosos. Daniel dio gracias a no haber sufrido un aparatoso accidente al tomar la curva del carril, debido a la velocidad con la que la habían tomado. Sintieron cómo las ruedas del lateral derecho de la furgoneta llegaron a quedarse en el aire durante un instante. Pero Daniel, lejos de renegar de la maniobra de Alexander, aplaudió su forma de hacerlo. Le pareció un conductor experimentado y había actuado de una forma sumamente profesional. Salieron rápido del coche y se agazaparon en un lateral de la furgoneta. Observaron la carretera para comprobar si los habían despistado. Contuvieron la respiración y permanecieron inmóviles. Enseguida oyeron cómo se acercaban. Al momento observaron el haz de luz que dejó el vehículo al pasar a toda velocidad. Les dio tiempo a comprobar que se trataba de una furgoneta negra como la que ellos tenían. Al pasar de largo y comprobar que se perdían en la lejanía, respiraron tranquilos. La maniobra de Alexander había resultado un éxito. Si no se hubieran desviado les hubieran envestido por detrás y hubieran acabado con ellos. —¡Dios mío! ¿Los has visto? Han venido a por nosotros. —A Alexander le tembló la voz al dirigirse a Daniel. Se alegró de haberles despistado. —¡Eres la ostia! Sólo me queda felicitarte, amigo. —Daniel le dio un abrazo y un par de palmadas en la espalda. —Tenemos que buscar una ruta algo más segura. Conozco una carretera que se encuentra a diez millas de aquí. Pasaremos por unos pueblos que se encuentran más escondidos y alejados. Echaremos gasolina en alguno de ellos y descansaremos. Esos desgraciados tienen vigiladas todas las carreteras principales. ¿Te has fijado en la cantidad de coches con las ruedas reventadas que había pasada la colina del rancho? Te aseguro que eso no es ninguna casualidad. Hay algo que me extraña mucho, Daniel. ¿Crees que te siguieron el día que llegaste? ¿Viste algo extraño? —No, Alex. No me siguieron, te lo aseguro. Lo comprobé yo mismo y nadie siguió mi rastro. —Entonces, no me extrañaría que esta furgoneta llevara incorporado algún tipo de localizador. ¿Lo has comprobado? —Daniel se puso nervioso con la idea de que pudieran estar siguiéndole. —¿Crees que puede llevarlo? ¿Dónde se suelen colocar? Pero, ¿eso no funciona por GPS? ¿Crees que siguen funcionando los satélites? —preguntó Daniel, mostrándose sorprendido. —Es muy probable que alguno de ellos siga funcionando y que desde una base militar se esté utilizando. Vamos a buscarlo por debajo del paragolpes —dijo Alexander. —Pero Alex… no creo que… No es posible que me hayan colocado un localizador. Les robé la furgoneta sin que les diera tiempo a detenerme. ¿Cómo iba a tenerlo? —Claro, muchacho, pero es que estos vehículos oficiales suelen llevar incorporados localizadores para tenerlos controlados en todo momento. No pueden perderlos de vista debido a que suelen transportar en ellos cosas importantes. Esto es algo que controla el ejército o algún cuerpo militar especializado. Encendieron las linternas e intentaron localizarlo. Examinaron algún cable colgando de alguna parte de la furgoneta. Revisaron el interior de los dos paragolpes, debajo del motor y en la zona interna de las ruedas, entre las llantas. Entraron en la parte trasera y rebuscaron por todos los sitios visibles, hasta que Alexander vio un cableado que no pertenecía a la furgoneta. Tiró de él y lo observó. Sus sospechas se habían confirmado. Había un localizador instalado en el techo de la parte trasera para poder rastrear la ubicación del vehículo. Lo arrancaron y lo tiraron a un lado de la carretera. Estaban en peligro y, si volvían a rastrear su posición, regresarían a por ellos. No tenían tiempo que perder y se pusieron de nuevo al volante de la furgoneta. —¡Malditos bastardos! Debí haberlo imaginado. No caí en la cuenta de que podían seguirme a través de un rastreador o localizador. Tenemos que irnos ya. Tú conoces bien la zona, ¿verdad? Yo nunca he estado por aquí. —Alexander parecía nervioso, pero se puso al volante y volvió a centrarse en lo que tenía que hacer. Regresaron a la carretera con las luces apagadas. Daniel maldijo una y otra vez a aquellas personas. No le habían dejado descansar ni siquiera un par de días en el rancho. En pocas horas aquella maravillosa casa, junto a su cobertizo, sería reducida a cenizas. A unas ocho millas de allí observaron un indicador donde se leía simplemente: ALAMOSA. Bajo el nombre del pueblo, una flecha anunciaba un desvío a la derecha. Había otro cartel en el que se podía leer: ZONA CONTAMINADA POR MATERIALES RADIACTIVOS. PROHIBIDO EL PASO. Era un cartel metálico similar a los que habían colocado en Rock Springs, días después de los incendios y accidentes. Lo ignoraron y continuaron su camino. Antes de girar, Alexander aminoró la marcha de la furgoneta. Más adelante llegaron hasta otro cartel, algo más grande y oxidado que los anteriores y que rezaba: EL MUNICIPIO DE ALAMOSA LES DA LA BIENVENIDA. Estaban cerca del pueblo y Alexander permaneció mudo. Daniel llevaba largo rato observándolo de reojo y tampoco se aventuraba a comentarle nada. Veía algo raro en él, pero supuso que su comportamiento era fruto del estado de nervios en el que se encontraba. Al entrar en el pueblo aminoraron la velocidad de la furgoneta para poder detectar cualquier movimiento sospechoso. Continuaron con las luces apagadas por la avenida principal de pueblo. A los lados, gran cantidad de viviendas bajas permanecían sin luz en su interior y tenían un aspecto siniestro y abandonado. A su derecha observaron un antiguo camping con unas caravanas en un estado pésimo, rodeadas de árboles secos y hojarasca. Las alambradas que bordeaban el complejo se encontraban totalmente destrozadas. Alamosa era un pueblo pequeño que no tenía más de siete calles, rodeadas de varios edificios de hormigón utilizados como tiendas o comercios. Al final de la avenida principal hallaron una estación de servicio repleta de coches que se encontraban estacionados sobre los surtidores. Al otro lado, un par de restaurantes descansaban sobre sus ruinas, con sus carteles publicitarios venidos a menos y rodeados de tiras de plástico del ejército que anunciaban: PROHIBIDO EL PASO. Pensaron que aquello ya no tenía sentido, a nadie le importaría que alguien entrara en aquellas propiedades aunque fueran privadas. Por el aspecto viejo y roído, dedujeron que llevarían meses puestas allí, quizá años. Pasaron al lado de una vieja lavandería que tenía sus puertas abiertas. Desde la ventanilla de la furgoneta divisaron la hilera de lavadoras que había en su interior. Todo estaba sin vida y abandonado. El pueblo permanecía inmerso en el más absoluto de los silencios y sólo el rumor del motor de la furgoneta alteraba la tranquilidad del lugar. Rastrojos de paja empujados por el aire cruzaron de un lado a otro de la avenida. Era lo único que se movía por allí. Las fachadas de los edificios tenían un aspecto apesadumbrado y desquebrajado. Hacía tiempo que no se daba una capa de pintura por allí y todo estaba expuesto al abandono y a la contaminación existente. Pensaron que aquello había dejado de ser pasajero para convertirse en algo para la eternidad. Estacionaron al final de la avenida, al lado de lo que parecía un cine. Salieron de la furgoneta y se quedaron observando alrededor. Se quedaron parados, intentando captar algún ruido proveniente de alguna calle del pueblo. A pesar del silencio incómodo que invadía sus calles, llegaron a captar un pequeño silbido que procedía de una de las últimas calles del pueblo. Empuñaron las pistolas y se dirigieron sigilosamente hacia el lugar de donde procedía el molesto pitido. Cuando se encontraron lo suficientemente cerca, continuaron oyéndolo. Era un monótono y repetitivo chirrido metálico. Echaron una ojeada rápida por la calle y la cruzaron. Seguían sin saber qué era lo que provocaba aquel ruido, por lo que llegaron a otra calle para tratar de averiguarlo. Se agacharon detrás de un coche abandonado para protegerse de un posible ataque de alguna persona que siguiera viviendo allí. No sabían qué podían encontrarse en aquel pueblo. Continuaron sin ver nada, pero el sonido seguía oyéndose. Miraron hacia arriba y observaron sobre el tejado algo en movimiento. Al momento, se miraron fijamente y respiraron tranquilos. El causante del ruido tan molesto era una veleta que se movía al son de la pequeña brisa que había en el pueblo. Volvieron sobre sus pasos hacia la avenida principal. Necesitaban hallar un sitio seguro sobre el que permanecer cuando saliera el sol de nuevo, para poder protegerse del calor. Siguieron caminando por la acera y se asomaron por todos los locales que tenían sus entradas abiertas o reventadas. Todo estaba arrasado y saqueado. El pueblo presentaba un aspecto desolador y parecía un viejo plató de cine sobre el que se grababan películas. Poco quedaba ya del esplendor que brilló algún día sobre Alamosa. La mayoría de los comercios se encontraban abiertos y el interior de los mismos estaba en penosas condiciones. Por sus ventanas y puertas rotas se colaba el polvo radiactivo y la suciedad de las calles. Había una gran cantidad de hojarasca sobre las aceras y la carretera. No observaron movimientos de personas por sus calles, por lo que siguieron paseando tranquilamente por ellas, en busca de algún edificio que ocupar. A un par de manzanas divisaron un imponente edificio de estilo clásico. Llegaron hasta él y observaron un gran cartel blanco que anunciaba: CENTRO DE SALUD DE ALAMOSA. Bajo el cartel estaba la entrada principal, que se encontraba cerrada. Observaron la cerradura y extrañamente no estaba forzada. Aquel edificio parecía haberse librado de los saqueos que habían sufrido los demás locales y comercios del pueblo. Alexander sabía que aquel lugar era el idóneo para poder descansar, por lo que intentó encontrar una entrada por la que colarse al interior. Sabía que si nadie se había aventurado a entrar a robar, allí habría cosas que podrían necesitar, como vendas, gasas y medicinas, algo muy preciado en los tiempos que corrían. Rodearon el edificio y observaron todas y cada una de las ventanas. En la parte trasera del centro había una larga hilera de ventanas a ras de suelo que daban a lo que algún día fue un extenso jardín, y que ahora se había convertido en una montonera de hojarasca y matorrales secos. Extrañamente, el edificio carecía de rejas, por lo que no tuvieron demasiados problemas para acceder al interior. Rompieron una de las pequeñas ventanillas con una piedra y alumbraron el interior con las linternas. Todo parecía en orden. Alexander, antes de entrar, pensó en la furgoneta. No le pareció buena idea dejarla aparcada sobre la avenida principal y regresó a por ella, para esconderla en un pequeño callejón que había enfrente del centro de salud. No terminaba de fiarse de aquellos delincuentes que los estaban siguiendo. Sabía que lo que llevaban en su interior era un verdadero arsenal de armas y podrían llegar a necesitarlas algún día, como protección o como intercambio por otras cosas necesarias. Regresaron al centro de salud y, antes de entrar, retiraron los pequeños cristales que habían quedado adheridos al marco de la ventana para no cortarse con ellos. Daniel entró sin demasiados problemas, pero Alexander lo pasó verdaderamente mal. Su enorme tamaño hizo que pasara muy justo por el hueco de la ventana. Necesitó ayuda por parte de Daniel para poder entrar. Fue necesario que tirara de sus brazos para ayudarle, debido a que se quedó encajado sobre el pequeño marco de la ventana. Llegó a caer de cabeza sobre una librería baja que había bajo la ventana, pero no sufrió mayores daños y se incorporó sin problemas. Se quedaron observando la pequeña sala en la que se habían colado. Parecía una consulta de algún médico. Infinidad de libros se almacenaban ordenadamente al lado de un viejo ordenador que ya no valía para nada. Una pizarra con unos últimos apuntes de algún tipo de enfermedad ocupaba buena parte de la pared frontal de la habitación. Todo se encontraba perfectamente ordenado. Giraron el pomo de la puerta del despacho y se abrió sin problemas. Carecía de cerradura. Salieron a un pasillo y percibieron una intensa bocanada de aire fresco. Se retiraron las mascarillas para poder disfrutar de la temperatura de los subterráneos del centro de salud. Era como una especie de sótano en el que podrían permanecer seguros y protegidos, siempre y cuando nadie los sorprendiera allí escondidos. Como todo estaba sumido en una penumbra total, enfocaron con las linternas de un lado a otro del pasillo. Afinaron los oídos y solo llegó hasta ellos el rumor de un goteo de agua constante que provenía de uno de los baños del centro. Siguieron avanzando por el pasillo y llegaron a unas escaleras que daban a la planta superior. Se encontraron con una puerta enorme que se encontraba cerrada con cadenas. Al no poder avanzar, volvieron sobre sus pasos para seguir merodeando. Al otro lado del pasillo había más salas. Todas estaban abiertas y perfectamente ordenadas. Llegaron hasta el final de uno de los pasillos y se encontraron con un cartel que rezaba: QUIRÓFANO (PROHIBIDO EL ACCESO A TODA PERSONA AJENA AL CENTRO DE SALUD). Ahí era donde quería llegar Alexander. A Daniel llegó a extrañarle que un centro médico normal tuviera un quirófano, aunque dedujo que el hospital más cercano a Alamosa se encontraba a muchas millas de allí y fuera necesario tenerlo para cualquier emergencia. Tampoco le dio muchas vueltas en su cabeza debido a que aquello poco importaba en ese momento. Entraron con sigilo e iluminaron el interior. Aquello sí que se encontraba desordenado. Todo se encontraba esparcido por los suelos y había indicios de que alguien hubiera entrado para llevarse cosas. Al fondo del quirófano había un armario metálico que se encontraba abierto y vacío. Avanzaron como pudieron a través de infinidad de materiales quirúrgicos desparramados por el suelo, y llegaron a uno de los armarios que se encontraban cerrados. Había un cartel en la parte superior en el que ponía: PSICÓTROPOS. Antes de abrirlo, imaginaron que lo habrían saqueado por completo, pero se equivocaron. Encontraron calmantes y tranquilizantes sobre el último estante, todo lo demás había desaparecido. Alexander cogió una bolsa de su mochila y la llenó con los medicamentos. No sabían en qué momento las necesitarían, pero les vendría de maravilla disponer de aquello para calmar cualquier tipo de dolor. No dejaron ni un solo comprimido dentro del mueble. Daniel entendió el porqué de refugiarse dentro del centro de salud del pueblo. Alexander había elegido aquel edificio sabiendo que encontraría algo valioso, y más sabiendo la situación en la que se encontraba el país. Había trabajado con médicos una larga temporada y tenía experiencia en curas. A Daniel le pareció que Alexander era una persona preparada para vivir en el mundo que se presentaba. Era hábil y pícaro, y sabía en cada momento qué era lo mejor para continuar sobreviviendo. —Nos quedaremos a pasar el día aquí. ¿Te parece bien, Daniel? —Le miró fijamente mientras le preguntaba. —Perfecto. Parece un sitio seguro. Aquí abajo no nos podrán encontrar —contestó enérgicamente y asintiendo con la cabeza. —Tenemos que ir a tapiar la ventana que hemos roto al colarnos dentro del centro de salud. Sólo así podemos asegurarnos de que nadie nos encuentre —dijo Alexander. —He visto un par de maderas gruesas en una de las salas del pasillo principal. Voy a cogerlas para poder colocarlas. —Yo seguiré husmeando por aquí. Seguro que encuentro vendas y apósitos por algún cajón. Nos puede venir bien más adelante, por lo que pueda pasar. Ve tú a cerrar esa ventana y procura no hacer mucho ruido. Podrían oírte desde fuera. —Está bien, Alexander. Daniel salió del quirófano y regresó a la sala en la que había visto los tablones apoyados sobre la pared. Pasó al interior alumbrando con la linterna y los cogió, acomodándolos bajo su axila derecha. Siguió pasillo adelante y antes de llegar al despacho por el que se habían colado, empezó a oír ruidos extraños. Oyó cómo se caían varios objetos en el interior del despacho y enseguida se puso en alerta. Daniel sabía que no podía ser Alexander, debido a que se había quedado en el quirófano. No le habría dado tiempo a regresar, además de que se habría cruzado con él en el pasillo. Se aproximó a la puerta e intentó escuchar a través de ella, pegando la oreja. Dejó las tablas en el suelo para poder empuñar la pistola. Sintió de nuevo las pulsaciones sobre la cabeza y su respiración se tornó nerviosa al comprobar que los ruidos provenían de aquel despacho. Daniel se encontraba nervioso debido a que no sabía cómo iba a actuar si se encontraba a alguien en el interior. Antes de entrar pensó en avisar a Alexander, pero decidió no hacerlo y enfrentarse él solo a sus miedos. Quería prepararse para lo que se le avecinaba. Era su oportunidad y estaba dispuesto a llevarla a cabo. Contuvo la respiración durante un instante y se armó de valor para girar la manilla de la puerta. Abrió poco a poco y enfocó con la linterna al interior. Subió la pistola y se coló dentro. Para sorpresa, no encontró a nadie. Corrió hacia el escritorio y se asomó debajo, para comprobar que no se encontrara nadie escondido. No vio a nadie. Sin esperárselo, algo hizo que se tranquilizara de inmediato, al oír unos maullidos a su espalda. Se volvió y observó cómo el gato le miraba de forma extraña. No tenía buen aspecto y parecía hambriento. Hizo un par de amagos de atacarle pero Daniel se lo quitó de encima, golpeándolo con la linterna. No quería que le mordiera o le contagiaría cualquier enfermedad. Empezó a asustarse debido al comportamiento agresivo que mostraba. Le enfocó de nuevo y observó el aspecto horrible de su pelaje. Parecía gravemente enfermo pero continuaba con vida. Se preguntó cuánto tiempo llevaría buscando comida por el pueblo y por qué no le afectaba la radiación del exterior. A esas alturas debería estar muerto hace tiempo, y más si había estado vagando de un lado a otro. Aquel gato era el primer animal que observaba Daniel desde la salida de la cabaña de su tía Alice. Siguió mostrándose agresivo durante largo rato. Se acercaba violentamente y le bufaba una y otra vez al sentirse acorralado en el interior del despacho. Daniel pensó en cómo quitárselo de encima y se acordó de unas latas de albóndigas que tenía en la mochila. Se la descolgó de la espalda y sin perder la guardia sobre el animal, la sacó de un lateral. La abrió y la lanzó a la calle, a través de la pequeña ventana que habían roto. El gato se percató del olor que desprendía la lata y rápidamente saltó por encima de Daniel para salir fuera a comer. Se encontraba hambriento. Daniel aprovechó aquel momento para fijar las maderas sobre el marco de la ventana. Pensó en el rato que había perdido intentando echarle del despacho, pero al final, con un poco de ingenio lo consiguió. Cogió un martillo de la mochila y fijó las maderas con varios clavos. Ya nadie podría entrar al interior del centro de salud y podrían descansar tranquilos durante el tiempo que permanecieran dentro. Para cuando Daniel regresó de nuevo al quirófano, Alexander había conseguido bastante cantidad de medicinas que quizá necesitaran en algún momento. Salieron de aquella estancia empujados por la gran cantidad de suciedad que había esparcida por el suelo. Alexander conocía de primera mano que un quirófano no era un buen lugar para permanecer tumbado sobre el suelo, debido a que podía ser un nido de bacterias bastante importante, y más si había pasado demasiado tiempo sin haberse desinfectado. Se dirigieron al despacho en el que había encontrado las maderas Daniel. Estaban agotados y necesitaban dormir para recuperar fuerzas. Apartaron las mesas y las sillas de una de las esquinas y extendieron los sacos de dormir. En el interior de la sala había una temperatura perfecta para poder conciliar el sueño. Fijaron uno de los muebles bajos a la manilla de la puerta antes de dormirse, para que nadie pudiera sorprenderlos mientras descansaban. Si alguien lo intentaba, tendrían más tiempo de reacción para poder hacerle frente. Fuera estaba amaneciendo y pronto empezarían a subir las temperaturas. Daniel se quedó absorto en sus pensamientos y analizó la situación en la que se encontraban. Alexander le aportaba mucha tranquilidad dentro del yermo en el que se encontraban. Se sentía afortunado por seguir con vida y por haber encontrado a aquella persona, que unos días antes era un verdadero desconocido para él. Sabía que iban a tener un viaje muy complicado hasta México. La estrecha vigilancia a la que estaban sometidas las carreteras principales y las altas temperaturas, unidas a la contaminación radiactiva, hacía casi imposible llegar a la meta que se habían propuesto. El exterior había sufrido una transformación alarmante. Todo lo que antes reverdecía, ahora se encontraba contaminado, seco y quemado. El planeta caminaba imparable hacia la desaparición a un ritmo vertiginoso. Poco quedaba ya del amplio abanico de paisajes coloridos que un día decoraron los campos del país. Sabía que aquello no volvería jamás. Se había perdido para siempre. Durmieron alrededor de ocho horas. Al despertar se encontraron desorientados y sumidos en una oscuridad absoluta. La falta de ventanas en el despacho hacía que no se colara ningún resquicio de luz del exterior. El aire estaba viciado al carecer de ventilación, pero al menos permanecían en un ambiente fresco. Se desperezaron lentamente y encendieron unas velas sobre una librería para tener algo de luz. —¿Has descansado? He dormido como un niño pequeño. El cansancio acumulado me está matando y de verdad que lo necesitaba. ¿Cuándo saldremos fuera, Alex? ¿Cuándo anochezca de nuevo? —preguntó Daniel, aun desperezándose. —He dormido de maravilla. A la noche nos pondremos en marcha, ahora no nos interesa. Además, tenemos que ir a la gasolinera de la entrada del pueblo para ver si podemos extraer gasolina de algún surtidor. ¿Te fijaste en la cantidad de coches que había aparcados? Habrá que retirar alguno para poder aproximar la furgoneta. —¡Es verdad! Se me había escapado ese detalle. ¿Crees que se podrá accionar algún surtidor? No sé cómo funcionarán aquí en Alamosa, pero lo que es en el condado de Illinois, si no se activan desde el ordenador es imposible repostar. Si es así estamos perdidos. —Alexander meneó la cabeza de arriba abajo cayendo en la cuenta de que lo tendrían complicado. —Lo sé. Bueno, no nos preocupemos por eso ahora. Seguro que si no es de esa manera, podremos extraerla de otra. Llevo una pequeña manguera de goma en la mochila, por si tuviéramos que recurrir a la del interior de los coches. Ya lo he hecho en más de una ocasión. Sin ir más lejos, antes de salir de Denver tuve que hacerlo para poder escapar. Me costó llevarme un trago amargo de gasolina pero al menos mereció la pena. Seguro que si no es de una manera será de otra. Aquí no nos vamos a quedar, eso ya te lo digo yo. —De acuerdo. Me parece bien. Vamos a descansar lo que podamos y a la noche, cuando nos acerquemos hasta allí, podremos ver qué hacemos. Cada vez nos queda menos para llegar a nuestro destino. —Una acumulación de nervios invadía el cuerpo de Daniel cada vez que pensaba en llegar a México—. Es nuestra única salvación —comentó animadamente—. Pero a Alexander le rondaba otra idea la cabeza y se quedó observando fijamente a Daniel desde su saco de dormir, antes de volver a dirigirse a él. —Cambiando de tema, Daniel. Se me ha ocurrido una idea, a ver qué te parece. ¿Crees que podremos captar alguna señal de la radio desde lo alto del centro de salud? Anoche, cuando llegamos, pude observar que tiene una pequeña torre en la parte central del edificio. No creo que sea muy difícil acceder a ella. ¿No te fijaste? Quizá desde ahí podamos captar alguna señal. Piensa que en un rato empezará a anochecer y será el mejor momento para intentarlo. No tenemos nada que perder y, además, desde esa altura será más fácil hacerlo. —Yo también lo vi. Desde esa altura es posible que podamos captar señales. Me parece buena idea. Pero tenemos que encontrar un acceso a esa parte del centro de salud. Tendremos que ponernos los monos y las máscaras porque ahí arriba el dosímetro va a repiquetear más de lo normal. Cuando quieras comprobamos cómo subir y lo intentamos. Por mí, ningún problema. Pero te aseguro que las coordenadas que tengo apuntadas son las buenas. Creo que no te terminas de fiar, ¿verdad? Las oí tres veces desde la cabaña en la que vivía con mi padre, y las tres veces coincidieron exactamente. —No dudo de ti, amigo, te lo vuelvo a repetir. Pero si lo oigo terminaré de convencerme y me aportará un plus de confianza que a día de hoy necesito. Tenemos varias horas por delante, así que si quieres preparamos todo ahora mismo y buscamos esa entrada desde el interior del centro. ¿Te parece bien? —preguntó Alexander. —Claro que me parece bien. ¿A qué esperamos? Subamos. —Le ayudó a levantarse del suelo para cambiarse. Se pusieron los monos y portaron la radio con las antenas extensibles. Salieron del despacho en el que habían descansado y siguieron pasillo adelante. Llegaron a una escalinata que daba a parar a una salida de emergencia, pero al aproximarse comprobaron que las puertas estaban cerradas con cadenas, por lo que no pudieron abrirlas. Buscaron otro acceso a través del pasillo que llegaba al quirófano y llegaron a una especie de puerta corredera. Era una puerta automática pero al no haber electricidad, no funcionaba el sensor de apertura. Cogieron una barra metálica que había en una esquina del pasillo para poder apalancarla. Unieron sus fuerzas y la forzaron, hasta que terminó cediendo. Dejaron un hueco lo bastante grande como para poder acceder y antes de hacerlo observaron a través de él. Vieron que había una sala de espera y todo estaba revuelto. No llegaba ningún ruido hasta sus oídos. Gran cantidad de sillas se encontraban desparramadas por todos sitios y en el suelo se acumulaba gran cantidad de hojarasca y de polvo que entraba por uno de los grandes ventanales, que estaba reventado. Observaron dos máquinas expendedoras saqueadas que se encontraban sobre el rellano. No había movimiento alguno por aquella zona del centro de salud. Entraron y se dirigieron al fondo de la sala de espera. El dosímetro empezó a repiquetear y se pusieron las máscaras para seguir buscando un acceso a la torre principal. Siguieron pasillo adelante hasta que dieron con unas escaleras que conducían a la segunda planta. Conforme avanzaban sintieron el calor asfixiante que había en la última planta del centro médico. Se asomaron por las pequeñas ventanillas de la sala central y se quedaron observando posibles movimientos por el pueblo. Desde allí se divisaban prácticamente todas las calles y les tranquilizó comprobar que todo se encontraba sumido en una tranquilidad absoluta. Observaron que la furgoneta seguía estacionada sobre el pequeño callejón sobre el que la había dejado Alex la noche anterior. Desde allí también divisaron las enormes columnas de humo que salían de las ciudades que se encontraban en llamas. Era más seguro permanecer en pueblos pequeños y apartados de carreteras principales. En las grandes ciudades la situación se erigía más complicada. Alexander se había mostrado reacio a pasar a través de ellas porque tuvo la desagradable experiencia de haber tenido que huir de Denver. Imaginó que el resto de grandes urbes se encontrarían en una situación similar, y estarían más expuestos a los peligros externos. Sufrieron el sofocante calor que hacía en la torreta central del centro de salud. Los primeros sudores corrieron por la frente sin encontrar el final de recorrido. Estaban incómodos al llevar los monos puestos, pero sabían que no podían quitárselos. Si no fallaban sus cuentas, se encontrarían sobre el mes de Junio, pero tampoco llevaban la cuenta de los meses. Todo el año hacía prácticamente el mismo calor. Ya habían dejado de mirar los días, los meses y hasta los años. Les daba exactamente igual. Sabían que con la gran cantidad de contaminación radiactiva que se había esparcido por todo el planeta, posiblemente no llegarían con vida al siguiente verano. Sacaron las antenas por el hueco de las pequeñas ventanas de la torreta y las enchufaron en la radio. Pusieron las pilas y la encendieron. Alexander no terminó de fiarse y vigiló a través de las ventanillas cualquier movimiento sospechoso. Daniel se concentró en la radio y buscó emisoras que estuvieran en activo. Pasado un rato empezaron a oír ruidos de fondo. La radio comenzó a emitir un débil carraspeo. Daniel empezó a ponerse nervioso e irremediablemente le temblaban las manos y le costaba atinar con el movimiento del sintonizador. —¡Ven aquí, Alex!, consigo escuchar algo. ¡Corre! —Daniel se encontraba fuera de sí y le chistó a Alexander para que se acercara lo más rápido posible. Enseguida se pegó al aparato para poder sentir alguna voz. Empezó a captarse el ruido estático de la radio y de fondo una voz débil, casi imperceptible para el oído humano. Orientaron una de las antenas más al sur para poder captar mejor la señal. Y tras unos minutos ocurrió. Habían conseguido oírla. La señal no era perfecta pero sí que era más nítida. Pshhhhhhhhhh…….pshhhhhhh….encontrarnos…..en…..México….enemos sitio seguro para todos…pshhhh….. …rdenadas..cuatro..dsis… cinco..tres.,spshhhh…….pshhhh.spshhhhhhhs desierto….pshhhhh… Al momento, volvieron a perder la señal y solo quedó la estática de fondo. Pero habían conseguido captarla y asegurarse de que la colonia que se asentaba en México seguía existiendo. Daniel se quitó la máscara y sonrió a Alexander. —¡Te lo dije! Jajajajaja, te lo dije, Alex, ¿lo has oído?, ha dicho en México. —Se encontraba eufórico de haber podido captar la señal de nuevo y abrazó enérgicamente a su compañero de viaje. —Tenías razón. ¡No te lo inventabas! —Alexander no sabía cómo mostrar su alegría y volvió a abrazar fuertemente a Daniel. Se encontraba fuera de sí y se percató de que un achuchón como aquel no se lo había dado nunca a nadie. Le invadió una inmensa alegría. Ahora estaba seguro de viajar a Sonora, en México. —Ahora ya sabes que vamos en el camino correcto. Llegaremos mañana y descubriremos dónde está ese agujero. No he podido oír bien las coordenadas pero las que he apuntado coinciden con los cuatro primeros dígitos que llevo escritos en mi libreta. —Se encontraba exaltado y con una ilusión desbordante. —Esta noche salimos. Hay que llegar cuanto antes para poder salvarnos de éste maldito páramo que nos rodea. Por aquí ya no hay esperanza y aquello nos abrirá nuevos horizontes. Nos esperan con los brazos abiertos allí en México. Envueltos en una euforia inusual en ellos, recogieron las antenas y la radio, y regresaron a la planta baja del centro médico. No cabían dentro de sí al haber escuchado otras voces en la emisora y habían conseguido descargar adrenalina a raudales. Solo pensaban en salir de allí lo antes posible hacia el desierto de Sonora. Se miraron fijamente y se fundieron nuevamente en un largo abrazo. Sabían que aquello era una excelente noticia para ellos. Alexander lo oyó por primera vez, pero Daniel lo había hecho más veces, y pudo reconocer la voz del emisor como lo había hecho las anteriores veces. Estaba seguro de que había sido la misma persona. Hubiera reconocido aquella voz hasta debajo del agua. El hecho de haber oído aquel mensaje les aportó seguridad y tranquilidad, al comprobar que seguía habiendo vida en el interior de aquel refugio. Cuando consiguieron tranquilizarse, recordaron que llevaban varias horas sin comer, por lo que sacaron de las mochilas unos botes de comida para reponer fuerzas. Comieron tranquilamente y después de haber llenado el estómago, permanecieron largo rato tumbados sobre los sacos de dormir. Pensaron en las horas que les quedaban de trayecto y se encontraban pletóricos. Estaban muy cerca de su meta y se convencieron de que lo lograrían. Quedaba una hora para que se metiera el sol y recogieron todo para echarse de nuevo a la calle. Retiraron las maderas y salieron por la pequeña ventana por la que habían entrado el día anterior. Al salir al exterior percibieron el intenso calor que aun hacía. Se dirigieron hacia el callejón para montarse en la furgoneta y salir de allí. Las calles seguían desiertas y no había el más mínimo movimiento por ellas. Todo seguía como el día anterior y el silencio lo invadía todo. A su alrededor sólo permanecía un pueblo mudo y apagado desde sus raíces, y sabían que nunca volvería a tener vida como algún día la tuvo. Se pararon a observar un pequeño parque que había enfrente del centro de salud, y no pudieron evitar imaginarse a niños jugando y gritando a su alrededor y divirtiéndose sobre los columpios. Volvieron en sí y entendieron que las voces se habían apagado, al igual que en la mayoría de lugares del mundo. Todo había enmudecido y permanecía inerte y sin vida. Dejaron atrás sus pensamientos y se subieron a la furgoneta. Arrancaron y se dirigieron a la gasolinera. Enseguida llegaron a la entrada. Observaron al menos seis coches estacionados, formando dos hileras casi perfectas a las puertas del autoservicio. Tampoco vieron a nadie por allí. Bajaron de la furgoneta y se acercaron a la tienda. Empuñaron sus pistolas pero rápido se dieron cuenta de que no haría falta utilizarlas. Alamosa se había convertido en un pueblo fantasma y sólo se habían cruzado con un gato medio moribundo en el centro de salud. En el interior del autoservicio había una gran cantidad de polvo acumulado sobre las estanterías vacías y multitud de hojarasca seca y quemada sobre el suelo, que se había colado a través de la puerta, que permanecía abierta. Avanzaron por uno de los pasillos hasta llegar a la zona de la caja registradora. A su lado quedaron varias cajas de cartón con bultos en su interior. Las abrieron y comprobaron que se trataba de latas de aceite, filtros de aire y limpiaparabrisas. Buscaron pulsadores manuales por el cuadro de mandos, pero no llegaron a encontrarlos para poder accionar los surtidores de gasolina. Maldijeron el hecho de que todo estuviera controlado por ordenadores y tecnologías modernas. Pero no se preocuparon en exceso por aquel imprevisto debido a que Alexander tenía experiencia en succionar gasolina de otros coches. Antes de salir husmearon un momento por el interior, pero no encontraron nada de valor. Habían saqueado todo. Salieron del autoservicio y Alexander buscó en su mochila la pequeña manguera de silicona, encontrándola en uno de sus bolsillos laterales. Necesitaban gasolina de otros coches y la única forma de conseguirla era extrayéndola de los depósitos de forma manual. Se dirigió al primer coche de la fila y abrió la tapa del depósito. Daniel le ayudó, colocándole un cubo de acero inoxidable bajo la pequeña manguera, para que no se derramara la gasolina sobre el suelo cuando saliera. Alexander introdujo la manguera en el interior del depósito y empezó a sorber con fuerza. Daniel observó el esfuerzo que realizaba y le pareció sobrehumano. Pero desgraciadamente en aquel coche no quedaba ni gota de combustible. Acercó la nariz al depósito y notó cómo salía de él un olor arranciado, echándole para atrás de inmediato al sentir semejante pestilencia. Extrajo la manguera de nuevo y se dirigió al siguiente coche que había estacionado frente a la puerta del autoservicio. Realizó la misma operación y tuvo la fortuna de encontrar bastante cantidad de combustible. Continuó haciendo lo mismo con los demás coches y consiguió llenar varias garrafas de cinco litros. Alexander se quedó tirado sobre el suelo, exhausto de haber succionado con la boca tal cantidad de gasolina de los depósitos, y Daniel se acercó para ayudarle a levantarse. Le observó el rostro y comprobó cómo sudaba debido al esfuerzo que había realizado. Se encontraba agotado. Pero no tenían tiempo que perder y se pusieron en marcha. Cogieron las garrafas y las guardaron en el interior de la furgoneta. Consiguieron lo que necesitaban para poder partir hacia el desierto de Sonora. Aprovecharon que había anochecido y salieron de Alamosa. Tomaron una pequeña carretera asfaltada al otro lado del pueblo y se dirigieron hacia lo que quedaba del Parque Natural Caron. A los laterales del quebrado y agrietado asfalto de la carretera no quedaban más que árboles pelados y abrasados. El haz de luz de los faros de la furgoneta iluminaba débilmente y era necesario que mantuvieran en todo momento la atención sobre la carretera. A su paso, dejaron tras de sí una estela de polvo y ceniza. Observaron multitud de vehículos calcinados y oxidados sobre las cunetas de la carretera, con sus ennegrecidos esqueletos metálicos expuestos al triste páramo en lo que se había convertido el país. En un par de horas consiguieron llegar a la interestatal 25. Sabían que podrían verse sorprendidos por diferentes obstáculos al ser una de las carreteras principales de la zona sur de los Estados Unidos. Pero querían llegar a su destino antes de tiempo y sabían que esa ruta era la más rápida. Se dirigieron directamente hacia Alburquerque, que era una de las ciudades más importantes del sur del país. Desconocían en qué estado se encontraba pero enseguida lo descubrirían. Si no tenían ningún tipo de problema se dirigirían hacia El Paso, y de ahí al desierto de Sonora. Esa era la ruta que se habían marcado y era lo único que les separaba de su nueva vida. Continuaron su camino a gran velocidad por la interestatal. Circularon a buen ritmo y tuvieron la fortuna de no encontrarse con nadie. Unas millas más adelante aparecieron los primeros carteles que anunciaban la proximidad a la ciudad de Alburquerque. Quedaban pocas millas y el paisaje que les rodeaba parecía fantasmagórico. No se habían cruzado con nadie en todo el trayecto que habían completado hasta ese momento, pero sabían que no les iba a resultar fácil llegar hasta su destino sin encontrarse con alguna adversidad. Aquella zona a la que se aproximaban era extremadamente desértica y se extendía hasta la mitad de México. Enseguida sintieron cómo la temperatura, a pesar de ser de noche, era más alta que en las zonas por las que habían pasado. Pero continuaron su camino protegidos con sus monos y sus máscaras para prevenir la intensa contaminación radiactiva, que se colaba también en el interior del coche. El sudor empezó a aparecer pero decidieron aguantarlo y evitar bajar las ventanillas de la furgoneta. Conforme avanzaron por la interestatal 25 se fueron encontrando cada vez más coches abandonados a su suerte sobre las cunetas. Redujeron la velocidad considerablemente por miedo a chocar con algún que otro vehículo que encontraron cruzado sobre la carretera. Para seguir avanzando tuvieron que esquivar y sortear a una buena cantidad de ellos. Ante sus ojos se presentaba un espectáculo abrumador y desproporcionado que nunca antes habían presenciado. Se preguntaron cuántas personas se quedarían a las puertas de poder huir al sur. Aquellos vehículos abandonados sobre el quemado y quebradizo asfalto, eran huérfanos de sus antiguos dueños, que viendo imposible la huida a través de ellos, no tuvieron más remedio que hacerlo a pie. Llegó el momento en el que tuvieron que parar la furgoneta y bajarse de ella. Encontraron dos vehículos cruzados y los tuvieron que apartar hacia un lateral para poder continuar su camino. Todo estaba atascado y les resultaba muy complicado avanzar a cada milla que recorrían. Encontraron varios vehículos militares apostados sobre la cuneta con sus esqueletos oxidados al aire. Tuvieron la fortuna de desviarse hacia una vía de servicio de la interestatal 25. De no haberlo hecho se hubieran quedado atascados unas millas más adelante. Era un carril de arena, pero al menos no había otros vehículos obstaculizando el paso y pudieron avanzar en paralelo a la carretera principal. Para que el trayecto se les hiciera más ameno, Alexander decidió encender la vieja radio de la furgoneta para comprobar si funcionaba. Había un pendrive enchufado en ella y al activarla, una antigua canción de Bruce Springsteen salió por los altavoces delanteros a gran volumen. Streets of Philadelphia era una de las canciones preferidas del padre de Daniel. Sonrió, acordándose de los momentos vividos junto a él y se acomodó en el asiento para continuar el viaje en perfecta armonía los dos juntos. Irremediablemente se acordó del chip que le había implantado su padre, e inconscientemente se llevó la mano al pequeño bulto que tenía en su antebrazo. Por un momento pensó en contarle aquello a Alexander, pero decidió no hacerlo debido a que su padre le había dado unas instrucciones precisas de a quién proporcionarle aquellos datos que llevaba consigo. Desde el carril de la vía de servicio observaron la multitud de coches que se amontonaban sobre la interestatal 25, dejándola bloqueada e intransitable. Se había convertido en una auténtica ratonera para los millones de personas que habían intentado huir hacia el sur del país. Se preguntaba una y otra vez a dónde habrían huido todas aquellas personas que se vieron bloqueadas en medio de aquella zona árida y calurosa del sur de Estados Unidos. Pero Alexander y Daniel, al ritmo de Bruce, continuaron a buen ritmo. Fueron atisbando el amanecer y sabían que pronto los primeros rayos de sol aparecerían sobre el horizonte de Alburquerque. Ya casi podían divisarlo desde la furgoneta y pisaron el acelerador más a fondo. Incrementaron la velocidad de la furgoneta dejando atrás la estela de polvo que las ruedas levantaban a su paso. Se olvidaron de todo lo que habían vivido antes, sabiendo que jamás regresarían hacia el norte del país. Necesitaban dejarlo atrás, otro tipo de vida se presentaba ante ellos y el futuro que antes habían imaginado se había tornado imposible. Era un momento delicado pero estaban convencidos de que había un sitio reservado para ellos en algún remoto lugar. Llegando a la ciudad de Alburquerque se vieron obligados a parar la furgoneta de nuevo. Se encontraron un camión atravesado sobre el carril y les fue imposible retirarlo. Bajaron y se asomaron para observarlo. Llevaría abandonado algunos años ya, oxidado y con las ruedas totalmente desinfladas y cuarteadas bajo las llantas, debido al paso del tiempo y a las altas temperaturas de la zona. Buscaron la manera de sortearlo, pero la única salida que vieron posible fue la de desviarse hacia una zona de piedras y arena que había a la derecha del camión. Sabían que corrían el riesgo de quedarse atascados, pero volvieron a subirse y pasaron muy lentamente. Estuvieron a punto de quedarse anclados sobre el terreno, pero Alexander volvió a demostrar su pericia al volante y consiguió sortearlo. Era un verdadero experto en salir de situaciones embarazosas y se lo había demostrado en varias ocasiones. Observaron el horizonte y empezaron a ponerse nerviosos. Se fueron acercando a Alburquerque, y era como marchar hacia la ciudad de los muertos, que era en lo que imaginaban que se habría convertido. No había nada más que observar la gran cantidad de coches abandonados a su suerte sobre la carretera. Enfilaron una cuesta bastante empinada hasta que llegaron a una bifurcación que dividía la ciudad. A partir de allí les fue imposible continuar. Frenaron, pararon el motor y bajaron para poder buscar alguna salida. Un cartel a su derecha rezaba: ALBURQUERQUE EN ESTADO DE SITIO. PROHIBIDO EL PASO A TODA PERSONA PROVENIENTE DE OTRAS CIUDADES. EJERCITO DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA. Alrededor del cartel había una cantidad inusual de vehículos parados, unos junto a otros, amontonados. Era un espectáculo dantesco que ninguno de los dos había observado nunca. Jamás habían presenciado algo similar. Y sólo pudieron llevarse las manos a la cabeza como gesto de compasión. Se percataron de que a su alrededor yacían miles de cuerpos petrificados, amontonados unos sobre otros y envueltos en jirones de ropa podrida. Habían fallecido en medio de la nada y no se molestaron en retirarlos. Pero enseguida entendieron lo que había ocurrido. Sólo les vasto un pequeño momento para imaginar cómo los habían retenido antes de poder entrar a Alburquerque. Habían cerrado el paso a la ciudad y aquellas personas fallecieron a causa de tiroteos descontrolados por parte del ejército, para poder frenar a la multitud que se agolpaba ante ellos. Les fue imposible acoger a tantas personas en la ciudad y se limitaron a cerrarlas el paso de aquella manera. Una montaña de cuerpos inertes inundaba la entrada a la ciudad. Encontraron multitud de agujeros por los coches, producidos por las balas de las ametralladoras de los militares. Los cadáveres yacían descompuestos sobre los capós de los vehículos. Había muchos cuerpos sobre el volante de sus coches. Cuerpos apagados y oscurecidos apoyados sobre la cuneta, muertos con gestos de horror en sus rostros grisáceos y quemados. Montones de cadáveres en descomposición rodeados de moscas e intoxicados de bacterias. Un olor nauseabundo entraba a través de los filtros de las máscaras de protección hasta el punto de llegar a resultarles insoportable. Era el olor a muerte, putrefacción y descomposición. Allá a dónde les alcanzaba la vista se encontraba de la misma manera. Observaron al otro lado de los controles y comprobaron que también habían intentado huir de la ciudad dirección al norte, y habían corrido la misma suerte que los que huían al sur. El imponente esqueleto de un camión cisterna taponaba la salida de los vehículos. Yacía en el derretido asfalto apoyado sobre las cubiertas y los ejes de las ruedas. Les llamó la atención el enorme agujero negro sobre el que se encontraba y el aspecto que tenía todo lo que se encontraba a los lados, en un diámetro circular bastante amplio. Imaginaron la explosión que debió de ocurrir en medio del caos general, abrasando y matando a todo lo que se encontró en ese momento a su alrededor. El asfalto se encontraba totalmente derretido y las señales cercanas eran meros carteles oscurecidos y oxidados. Había desaparecido por completo su imprimación debido a la gran deflagración. Los coches más próximos también se encontraban calcinados. Todo permanecía oscurecido, grisáceo y opaco. Después de observar aquello sabían que nada volvería a ser como antes. El silencio se apoderó de ellos y permanecieron mudos durante largo rato a la vez que observaban semejante barbaridad. Hasta el cielo les pareció de otro color, el llamativo azulado de antaño había desaparecido y la atmósfera humeante y anaranjada lo teñía hasta la saciedad. Para ellos había desaparecido hasta el horizonte. Volvieron sobre sus pasos y pensaron en otra alternativa para continuar la ruta marcada hacia el sur. Alexander recordó haber visto otro carril de tierra unas millas antes de llegar a Alburquerque. Necesitaban bordear la ciudad para no verse embutidos entre los coches calcinados y quedarse bloqueados. Y la preocupación fue en aumento debido a que los primeros rayos de sol aparecieron. Las altas temperaturas se asomaban lentamente y de manera alarmante, profiriéndoles un trayecto complicado. Llegaron hasta el carril que había visto Alexander y se desviaron por él para poder bordear la ciudad. Aquel imprevisto les había retrasado pero al menos pudieron continuar rumbo al sur. A su izquierda quedaba una ciudad humeante y sin vida. Les pareció imposible que alguien hubiera podido sobrevivir a semejante barbaridad, que desgraciadamente habían podido comprobar en la entrada a Alburquerque. Sólo quedaban columnas de humo procedentes de incendios descontrolados y un infierno inmerso en muerte y desolación. Durante el trayecto permanecieron callados, ajenos al otro mundo que les aguardaba en algún otro lugar y aun asustados por lo que habían presenciado. Se preguntaban una y otra vez si esa sería la realidad que se encontrarían en todos los lugares por los que pasaran. No se mostraba ningún futuro esperanzador por delante y eso les martilleaba una y otra vez. Pero se armaron de valor y continuaron la búsqueda del desierto de Sonora. Daniel tenía más fuerzas que Alexander y su ímpetu empujaba a su compañero de viaje a seguir adelante pensando en algo mejor. Estaba seguro de que llegarían a su destino y comenzarían una nueva vida en el interior de algún complejo subterráneo en México. CAPÍTULO 14 DESIERTO DE SONORA (MÉXICO) (ÁREA 37) Se creó el desierto para que el hombre pudiera observarlo. Al ver un brote verde salir de la arena, creyeron en la salvación. Siguieron recorriendo millas con un sofocante calor en el interior de la furgoneta. Habría unos cuarenta grados pero no podían permitirse el lujo de parar. Pasaron por una ciudad llamada Los Lunas y enseguida llegaron a Socorro. Desde el interior de la furgoneta observaron cómo habían sido devastadas. Estaban desiertas y habían sido abandonadas por sus antiguos moradores. No observaron vehículos sobre sus calles y avenidas y tampoco se cruzaron con ningún superviviente. Su estado era menos lamentable que el que se habían encontrado en Alburquerque. Por las aceras de las amplias avenidas no encontraron cadáveres ni fuertes olores derivados de la putrefacción. Imaginaron que sus habitantes habrían huido a lugares más seguros. Pararon en una de las avenidas y entraron en una farmacia para buscar más medicinas que pudieran necesitar, pero había sido saqueada por completo, por lo que volvieron a subir a la furgoneta y salieron de la ciudad dirección al sur. Conforme avanzaron, el estado de ánimo de ambos fue cambiando. Sabían que estaban más cerca del desierto de Sonora. Pero en el interior de la furgoneta hacía un calor infernal y se encontraban sedientos y deshidratados. Bebieron gran cantidad de agua que tenían en la parte trasera de la furgoneta y siguieron adelante. Alexander observó el nivel de gasolina sobre el cuadro de mandos y comprobó que había descendido alarmantemente. Ya habían utilizado todas las garrafas que habían llenado en la gasolinera de Alamosa, pero hicieron sus estimaciones y calcularon que no tendrían problema para llegar hasta aquel desierto con lo que les quedaba de combustible. Se encontraban a pocas millas de la ciudad de El Paso y temieron toparse con la misma situación que se habían encontrado en Alburquerque. El Paso era una gran ciudad que se encontraba entre la frontera de México y Estados Unidos y supusieron que había sido un lugar con muchísimo movimiento en los últimos meses. Se desviaron por otra carretera a unas cinco millas de la entrada a la ciudad. El tiempo jugaba en su contra y si se encontraban con algún obstáculo haría que el intenso calor no les dejara llegar al desierto ese mismo día. Minutos después se alegraron de haberse desviado por aquella carretera, debido a que desde la distancia divisaron varias columnas de humo negro que salían de la ciudad. Sabían que habría sido un grave error haberla atravesado por el centro. Regresaron de nuevo a la carretera principal a través de un carril que salía del sur de la ciudad, y siguieron su camino hasta que llegaron a la región de Sonora. Habían conseguido llegar al Área 37 de México, a las puertas del desierto. Enseguida se vieron sorprendidos por enormes montañas de piedra y por extensas dunas de arena. La intensa claridad reflectaba una luz cegadora sobre el terreno polvoriento del desierto que se hacía insoportable a la vista. Enseguida notaron la inestabilidad de la furgoneta sobre los carriles áridos y arenosos del desierto. Les costaba un mundo poder avanzar a través de la masa de arena que se presentaba ante ellos. Estaban llegando a las coordenadas que había marcado Daniel sobre el mapa, pero desde la lejanía no se veía absolutamente nada. Tomaron los prismáticos y no vieron movimiento alguno por la zona. No consiguieron divisar ningún tipo de edificio ni de entrada a alguna cueva en la que poder refugiarse del intenso calor. Alexander permaneció en silencio percatándose del problema ante el que se enfrentaban. Se mostró preocupado y su voz grave había desaparecido por completo. Se afinaba conforme su preocupación aumentaba, provocada por los nervios del momento. Alrededor de ellos sólo existía arena, rocas y vegetación seca y oscurecida por el sol. Se habían metido en un buen lío y no parecía fácil salir airoso de aquello. Se observaron de reojo y entendieron que aquello iba a resultar difícil. Se encontraban verdaderamente asustados ante la inmensidad de aquel desierto, que por momentos pensaron que terminaría engulléndoles. Habían llegado al corazón de Sonora y pensaron que se podrían haber equivocado con las coordenadas marcadas. Pararon un momento para comprobarlo sobre el mapa y dedujeron que era exactamente allí. Habían llegado a la zona del refugio que habían anunciado tantas veces por radio. Pensaron en qué hacer, no podían quedarse parados, pero desgraciadamente no se les ocurrió nada ingenioso. El calor no les dejaba pensar con claridad. El terreno se encontraba en ebullición y el calor levitaba lentamente hacia sus cuerpos, haciéndoles sudar hasta la extenuación. Daniel se quedó observando el horizonte y no vio absolutamente nada que marcara con exactitud algún punto de encuentro. Se alegró de haber llegado a su destino, pero sabía que lo habían hecho en el peor momento, por el día, que era cuando más calor hacía y cuando probablemente los supervivientes no se atrevieran a salir al exterior. Habían sorteado multitud de obstáculos y lo complicado había quedado atrás, o al menos, eso era lo que ellos creían. Estaban agotados y necesitaban encontrar un lugar en el que descansar y poder refrescarse. Pero no tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que no había salida en aquella ratonera en la que se habían metido. Estaban bloqueados y desconocían por completo la zona. Y para colmo, sabían que no tenían suficiente gasolina para poder dar la vuelta y buscar un buen lugar para descansar. Era tarde para eso y se arrepintieron de no haber intentado conseguir gasolina por alguna de las ciudades por las que habían pasado. Permanecieron tumbados sobre la sombra que proyectaba la furgoneta, pensando qué hacer. Pese al agotamiento del viaje realizado y del calor sofocante, decidieron realizar unos escarceos por la zona para intentar localizar el refugio. Sabían que de existir no se encontraría muy lejos de allí. Pensaron que ya cuando lo encontraran se repondrían y volverían a coger fuerzas. Se dividieron y cada uno batió una zona diferente. Aquel desierto era una vasta extensión de arena, piedras y montañas. Observaron una gran colina a un par de millas de allí y pensaron que aquella era su única salvación. A duras penas se acercaron, paso a paso, pensando en lo que les aguardaría el futuro en aquel desierto devastado. Se encontraban cerca, muy cerca, pero Alexander, después de realizar un esfuerzo por encima de sus posibilidades y de no haberse hidratado convenientemente, no aguantó más y cayó al suelo mareado. No pudo mantener el equilibrio. Necesitaba descansar y beber líquidos, pero no se vio capaz de hacerlo. A través de los cristales de la máscara vio su vida pasar. Se sintió mareado y creyó que la cabeza le iba a estallar. No consiguió incorporarse y se quedó tumbado. Sabía que se encontraba en serios problemas y que sería muy complicado superarlo. Observó desde la distancia a Daniel y se percató de que se acercaba hacia él. Comprobó que también se encontraba en malas condiciones. Llegó y le ayudó a levantarse cogiéndole del brazo. Se observaron en silencio. No les quedaban fuerzas ni para mantener una conversación. Sabían que su aventura llegaba a su fin, a pesar de haber conseguido llegar al lugar que se habían propuesto. Pero a simple vista, allí no existía nada. Se refugiaron sobre la sombra que proyectaba una enorme piedra y permanecieron sin máscaras largo rato. Las protecciones les pesaban una barbaridad y sus cuerpos no se encontraban en condiciones de realizar más esfuerzos, por pequeños que fueran. Se bebieron lo poco que quedaba de agua de la pequeña garrafa. Tenían más agua en la parte trasera de la furgoneta, pero se encontraba a mucha distancia de donde estaban. Les sería imposible llegar, y más sabiendo lo justo que iban de fuerzas. Intentaron recuperar el aliento y refrescar sus cuerpos, pero el ambiente extremadamente seco y contaminado de aquel desierto les dejó extenuados. Volvieron a ponerse las protecciones y siguieron tumbados a la espera de que algún milagro apareciera para sacarlos de allí. Las fuerzas no les daban para más. Las quemaduras comenzaron a aparecer por manos, cuello y cara, avivadas por las extremas temperaturas y por el tiempo prolongado de exposición al sol abrasador del mediodía. Alexander luchaba con su cuerpo en medio del calor abrasador y le resultaba imposible poder moverse. Se encontraba amordazado y entumecido. Hacer cualquier movimiento le exigía un enorme esfuerzo que ya no podía realizar. Daniel esbozó una sonrisa burlona mientras observaba a su amigo y decidió levantarse para enfrentarse cara a cara a la muerte. Se incorporó de nuevo tras realizar un gran esfuerzo, y tomó el sendero de regreso a la furgoneta. No podía esperar a que la muerte le ganara la batalla y le encontrara de aquella guisa. Su orgullo interior impedía que se rindiera fácilmente. Se preguntaba por qué iba a dejar de luchar por sobrevivir, si era lo que había estado haciendo durante los últimos años. Mientras le quedaran fuerzas iba a luchar por su vida y por la de su compañero. Pero la verdadera realidad era la que tenían por delante. Sentía cómo su cuerpo pesaba más y más a cada paso que daba y fue disminuyendo la velocidad. Sintió pinchazos sobre sus piernas y una pesadez abrumadora. Él sabía que a ese paso difícilmente llegaría a la furgoneta, pero al menos quería intentarlo. Estaba completamente empapado en sudor y el mono se le quedó pegado, multiplicando su peso sobre el cuerpo. Los filtros se atascaron de polvo y su respiración fue aumentando de ritmo hasta sentir una leve asfixia, que le obligó a parar de nuevo para tomar aire. Se apoyó en una piedra que encontró sobre el sendero y observó el horizonte. Cada vez se encontraba más cerca la furgoneta. Había conseguido recorrer un buen trecho a pesar de encontrarse agotado. Se animó asimismo y pensó que si realizaba un pequeño esfuerzo más, estaría con una garrafa de agua entre sus manos. Se convenció una y otra vez de que si había llegado hasta la mitad del camino podría llegar hasta el final. Era un tipo rudo y cabezón, y al menos lo intentaría una vez más. Estaba convencido de conseguirlo y se creció. Aceleró la marcha, pero sus pasos se convirtieron en irregulares, idénticos a los de un borracho en una larga noche de fiesta. Quería imaginárselo así para intentar tomárselo de buena manera. Y como era de esperar, los delirios aparecieron. Desconocía de dónde sacaba las fuerzas. La máscara se empañó debido al sudor y empezó a ver nublado. Continuó andando a tientas por el camino y con los brazos hacia adelante, como lo hace un ciego sin bastón. Sabía que si llegaba a la furgoneta podría beber agua y alimentarse para poder recuperar fuerzas. Más tarde volvería a por su amigo Alexander y le llevaría alimento y agua para hidratarle de nuevo. Pero el tiempo se acababa y no terminaba de llegar. Dio un traspiés y cayo de bruces contra unas piedras. Había perdido por completo el control de su cuerpo y notó un fuerte golpe sobre su cabeza. Cuando volvió en sí, sintió cómo un líquido se deslizaba a través de su rostro y llegaba hasta el cuello. No podía levantarse. Se quitó la máscara para poder respirar mejor. Esperó a la muerte a pecho descubierto. Volvió a sentir cómo se le nublaba la visión y cómo su cuerpo no reaccionaba ante ningún estímulo. Dejó de notar el intenso calor que recorría su cuerpo momentos antes y tuvo la sensación de sentirse libre. Su cuerpo flotaba en mitad de aquel inhóspito desierto rodeado de arenisca flotando en el ambiente. Empezó a oír voces a lo lejos, pero no pensó en Alexander. Sabía que se encontraba peor que él y dudaba de que hubiera sacado fuerzas para seguirlo hasta allí. Daniel no dio para más. Intentó incorporarse de nuevo para comprobar quién se encontraba cerca de él pero volvió a caer y perdió el conocimiento. No volvió a realizar ningún otro intento. Por primera vez pensó que la muerte le iba a visitar e iba a ser de la forma más cruel, embistiéndole contra su propio esfuerzo que unos años antes había empezado a mostrar con una eficiencia y un aprendizaje absoluto. Sabía que estaba preparado para ese momento pero aún no quería que aquella aventura terminase. Se había preparado durante años para ese momento y había aprendido a luchar y a defenderse de uñas ante la adversidad. ¿De qué le había servido? Algo le hizo recobrar el aliento, al acordarse del chip que tenía en su antebrazo y de su padre, pero lo único que pudo hacer fue agarrarlo con una mano y esperar un milagro. Un momento antes, Alexander también había quedado expuesto al sol y al calor, al yacer fuera de la sombra que proyectaba la piedra y que le había dado cobijo unos momentos antes. Yacía inmóvil sobre el suelo pero conservaba una respiración pausada que le mantenía con vida. El aire empezó a soplar con fuerza sobre el desierto y levantó el polvo radiactivo acumulado sobre la arena. La arenisca movida por el fuerte viento fue tapando los cuerpos lentamente. Solo quedaba esperar a que pasara el tiempo y que la arena les sepultara por completo para terminar con aquel sufrimiento que estaban viviendo. No había más que hacer, solo esperar a que llegara el momento. Se rindieron sobre la arena ardiente y contaminada del desierto de Sonora a la espera del último día de sus vidas y no tuvieron la esperanza de ser ayudados por nadie. Pensaron que la muerte les había visitado y se irían para siempre. Aquel era un desierto siniestro y tétrico, similar a lo que se había convertido el resto del país, un páramo seco y olvidado para siempre en el que era imposible sobrevivir. Pero Daniel y Alexander no se encontraban solos en aquel interminable desierto que los rodeaba. Jamás se hubieran imaginado que iban a ser localizados por otras personas que se encontraban por la zona. CAPÍTULO 15 LLEGADA AL BÚNKER ZONA ZERO ÁREA 37 (DESIERTO DE SONORA) BÚNKER MILITAR SECRETO DE LOS EEUU ABANDONADO EN LOS AÑOS 80 Cuando las plantas echaron sus raíces bajo tierra, sabían que estarían protegidas durante mucho tiempo, pero no el necesario. Daniel había llegado al punto exacto que había marcado sobre el mapa. Después de un accidentado viaje habían encontrado el refugio. Eso era lo que indicaban las coordenadas que tenían apuntadas y significaba que eran las correctas. Las comunicaciones por radio habían sido emitidas desde el lugar en el que se encontraban. Habían conseguido llegar el lugar correcto, pero como el refugio se encontraba bajo tierra, no habían conseguido encontrar la entrada. Por suerte para ellos, los militares de una de las entradas al búnker les oyeron llegar, al sentir el rugido del motor de la furgoneta al acercarse. Al cabo de un rato salieron al exterior para ver de quién se trataba, no sin antes tomarse un tiempo de precaución para asegurarse de que hacían lo correcto. Tenían órdenes precisas desde la cúpula del búnker de que salieran a rescatar a cualquier persona que se presentara por allí, siempre salvaguardando cada una de las entradas secretas al mismo. Habían emitido por radio aquellas coordenadas durante años para recoger a la mayor cantidad de gente posible. Desgraciadamente, las llegadas habían ido a menos en los últimos tiempos y apenas llegaba nadie, de ahí que desde el interior del refugio se relajaran a la hora de vigilar las llegadas. La afluencia masiva de supervivientes que acudieron en masa durante los primeros meses había llegado a su fin. Resultaba extraño rescatar a alguna persona que se aventurara a viajar a ese lugar inhóspito y solitario, y que además llegara en perfectas condiciones. Apenas quedaban supervivientes y solo algunos conseguían sortear las enfermedades o ataques de grupos de caníbales que asolaban el país. Otros fallecían víctimas de graves dolencias o asesinados. La nueva era había llegado y la forma de vida había girado de forma radical, tanto, que se quedaría para siempre. El resurgir del planeta tenía que darse en algún lugar. Era necesario bautizar el búnker gigantesco en el que poder crear el nuevo mundo. Se le denominó Zona Zero. Se creó un nuevo mundo bajo tierra y empezó con el nacimiento de las siguientes generaciones. Aquellas que lucharían por volver a poblar el exterior del planeta dentro de unas nuevas reglas y gobernado por nuevos líderes. Todo estaba sometido a estrictas normas de seguridad dentro del agujero. Las personas que llevaban varios años alojadas en el interior tenían memorizada su forma de actuar en cada momento. La vigilancia y control sobre las distintas entradas al búnker estaba perfectamente estudiada. Aquello no era un simple agujero en una cueva, era una ciudad subterránea construida por el ejército de los Estados Unidos de América en los años setenta. En su día, se utilizó para realizar pruebas secretas y como refugio en casos de emergencia, por si la guerra mediática entre Estados Unidos y Moscú seguía su curso y se recrudecía. Años después, al rebajarse la tensión entre ambas potencias, decidieron abandonarlo a su suerte debido al miedo de ser descubierto, al encontrarse en un lugar alejado de las fronteras de los Estados Unidos, sobre territorio Mexicano. Y permaneció cerrado al menos durante sesenta años. Pero en el año 2014 lo volvieron a abrir, temiendo un contagio a nivel mundial cuando apareció el temido virus del ébola, e hicieron una renovación de la maquinaria de las instalaciones y lo abastecieron de alimentos necesarios para poder pasar allí varios años. La OMS alertó a la población de la alta tasa de mortalidad de las personas que se infectaban del temido virus. El noventa por ciento de los infectados fallecía a los pocos días. Entonces se creó un equipo de emergencia para poder habilitar zonas militares bajo tierra que estuvieran libres de la infección, para poder alojar en ellas a las personas más importantes del país, al considerarse lugares seguros. Acumularon centenares de botes de semillas, abonos especiales para zonas subterráneas, lámparas de calor para construir huertos hidropónicos, centenares de camas, pupitres, mesas, sillas, e infinidad de cosas que se pudieran necesitar en el búnker. Pero a los pocos meses consiguieron paliar la temida infección a nivel mundial y volvieron a abandonar los búnker que habían preparado, incluido el que se encontraba en el desierto de Sonora. Desde entonces nadie más había regresado a aquel refugio militar abandonado a su suerte. Tan sólo unos pocos militares dedicados a operaciones especiales estaban al tanto de la existencia de aquel lugar. En el pentágono, militares dedicados a proyectos secretos lo conocían y sabían exactamente las coordenadas en las que se encontraba el búnker. Desconocían cómo se encontraba el interior de las instalaciones después de permanecer tantos años cerradas, pero se vieron obligados a huir hacía allí cuando comunicaron el cese del funcionamiento de las centrales nucleares del país. El gobierno no contó con ellos a la hora de la evacuación de las personas más importantes del país y éstos decidieron trasladarse con sus familias hasta el desierto de Sonora. Fueron los primeros en acceder al interior después de muchos años y de comprobar qué era lo que iban a necesitar para poder vivir allí dentro durante el resto de sus días. Fue un golpe duro, pero al menos sabían que tendrían más oportunidades de sobrevivir que los que se permanecieran en el exterior. Tuvieron pocos días para movilizar a distintos militares de determinadas zonas y aprovisionarlo de todo lo necesario para empezar una nueva vida. Hicieron un gran trabajo. Y lo bautizaron como Zona Zero. Todo lugar tenía un nombre, y el búnker no podía ser menos. Era el lugar indicado para poder avanzar ante la adversidad y sabían que si seguían a rajatabla unas normas de convivencia, podrían seguir viviendo durante muchos años con sus familias. El hecho de poder vivir en un lugar subterráneo y no permanecer expuesto a la contaminación radiactiva del exterior, era para ellos un auténtico milagro. El único problema que se les presentaba era poder recolectar alimentos sin tener que salir al exterior a por ellos. Sabían que los botes en conserva que tenían acumulados no durarían toda la vida. Aquella tarde en la que lanzaron el comunicado por todas las televisiones del país iba a ser el día cero de una nueva vida. El alto mando militar, Edward Santos, fue el primero en acceder al búnker. Utilizó un GPS especial del ejército para poder encontrar las coordenadas exactas del refugio que se hallaba en el desierto de Sonora. Conocía a la perfección el funcionamiento de los refugios nucleares del país. Había colaborado en infinidad de trabajos secretos para el estado que tenían que ver con aquellos refugios. En el momento de llegar al búnker, a Edward Santos le acompañaba su familia y un general de alto rango perteneciente al pentágono, llamado Louis Perton, que reclutó a los mejores militares que estaban a su cargo. Les resultó complicado hallar alguna de las entradas al interior debido a que se encontraban sepultadas bajo toneladas de arena y piedras del desierto. Habían pasado decenas de años sin que nadie entrara al búnker. Utilizaron una pequeña excavadora para dejar al aire una de las escotillas de acceso. Aquella fue una de varias entradas que más tarde descubrieron. No les fue fácil encontrar las demás. Después de innumerables esfuerzos, consiguieron encontrar la entrada principal a Zona Zero. Se encontraba atascada y necesitaron utilizar varios coches militares para poder deslizar la pasarela metálica, debido al peso que atesoraba y al atasco de piedras que había sobre los raíles metálicos que hacían que se deslizara. Después de mucho esfuerzo consiguieron abrir el acceso para vehículos, lo que ayudó a que almacenaran coches, remolques y camiones. Se accedía a través de una rampa de hormigón al interior del mismo. Entraron con linterna en mano hasta la sala central, en la que se encontraban todos los generadores de corriente del interior de las instalaciones. Observaron gran cantidad de suciedad y una gruesa capa de polvo sobre todo el mobiliario existente. Algunas máquinas estaban ya obsoletas por el paso del tiempo, pero otras permanecían en perfectas condiciones y comprobaron que funcionaban a la perfección. No le dieron demasiada importancia a aquello, debido a que lo que consideraban importante era poder tener un refugio seguro en el que vivir. En cuanto comprobaron la magnitud de aquel búnker, supieron que iban a necesitar una gran cantidad de personas para poder mantener el funcionamiento del lugar. No perdieron el tiempo y contactaron con otros compañeros del pentágono para poder formar un buen equipo en aquella nueva andadura. Enseguida consiguieron reunir a varios de los mejores profesionales del ejército y se organizaron de tal forma, que en pocos días habían conseguido todo lo que iban a necesitar. Arreglaron las correas de los generadores de electricidad y se hicieron con gran cantidad de combustible para mantenerlos en funcionamiento durante un largo periodo. Los pusieron en marcha y revisaron palmo a palmo todas las instalaciones subterráneas. Para poder instalarse lo antes posible, se organizaron por grupos, y metralleta en mano asaltaron fábricas, tiendas y comercios por la zona de El Paso, Alburquerque y otras ciudades cercanas. Aprovecharon la incertidumbre del momento sobre la población para utilizar la fuerza, y consiguieron reunir todo lo necesario para permanecer durante mucho tiempo bajo tierra, sin necesidad de salir al exterior. Jugaron con ventaja frente a los demás, debido a que habían sido entrenados por el ejército durante muchos años y sabían cómo actuar en cada una de las situaciones que se les presentaran. Eran personas experimentadas en situaciones extremas y su mentalidad era ordenada y eficiente. Para cuando empezaron las explosiones nucleares y los incendios descontrolados, ya se encontraban perfectamente preparados para afrontar una larga espera bajo tierra. Sólo necesitaron salir de vez en cuando para conseguir herramientas que les fueran de utilidad o para realizar maniobras de exploración por la zona, para que fuera más segura. Pero después de un tiempo se percataron de que eran muy pocas personas y necesitaban a muchas más personas para poder levantar aquel agujero. Decidieron emitir señales de radio para captar la atención de supervivientes que buscaban un sitio seguro para poder vivir. Lo hicieron a través de diales secretos militares. Tenían conocimiento de que las personas que trabajaban para el ejército estarían a la espera de informaciones a través de ellos. Además de salvar muchas vidas en el páramo radiactivo en que se había convertido el país, les ayudarían en sus quehaceres en el interior del búnker para poder crear una nueva comunidad. Un nuevo amanecer estaba por venir en el planeta. CAPÍTULO 16 EL DESPERTAR EN ZONA ZERO Siempre que la luz irrumpe en la oscuridad, la penumbra se hace más llevadera. Daniel despertó sobre una cama dura y en total oscuridad. Sentía un fuerte dolor en la cabeza e instintivamente la rodeó con sus manos. Tenía una venda alrededor de ella y al tocarse la frente sintió un dolor agudo que le hizo estremecerse. Se palpó el resto del cuerpo y también descubrió vendajes sobre sus manos y cuello. Sintió un escozor punzante por debajo de las vendas, y notó que estaban empapadas de algún tipo de loción. Llegó el fuerte olor hasta su nariz y enseguida descubrió que se trataba de algún gel desinfectante. No recordaba qué le había ocurrido. Se encontró perdido sobre el silencio que se cernía a su alrededor y sobre la penumbra infinita que no le dejaba ver dónde estaba. A duras penas consiguió incorporarse para quedarse sentado, apoyando los codos sobre sus muslos doloridos. Notó un leve dolor sobre el antebrazo y al rodearlo con la mano notó un bulto. Inmediatamente se acordó del chip que llevaba dentro. Comprobó que seguía allí y se tranquilizó al saber que seguía portando la información que le había proporcionado su padre. Intentó acordarse de algo más pero desconocía el lugar en el que se encontraba. Alzó la vista a su alrededor y observó unos barrotes metálicos a los pies de la cama. Se encontraba encerrado en una especie de celda y solo podía ver un metro más allá de las rejas. No se veía nada más a partir de esa distancia. Tampoco había nadie más en aquella celda, se encontraba solo. Se acercó hasta los fríos barrotes y se quedó apoyado sobre ellos largo rato, intentando oír algún ruido que procediera de la sala. Afinó el oído y consiguió oír unos sollozos cerca de allí. Eran tímidos y suaves, similares a los que emite un niño pequeño después de haber tenido una fuerte rabieta, agotado por el cansancio del momento. Se acercó al extremo de las rejas para poder escuchar algo más. Lo sentía tan cerca que pensó que se encontraba en alguna celda adosada a la suya, y percibió que aquella persona no pasaba por un buen momento. Pero enseguida se dio cuenta de que no se trataba de un niño pequeño. Un ligero ronquido ahogado se coló en el interior de su celda, para volver a desaparecer de inmediato. Divisó una ligera luz de una pequeña lámpara que se encontraba en la pared lateral del exterior de las celdas y cuya luz repiqueteaba constantemente como si no le llegara bien la electricidad. Aquello le llamó la atención. Se encontraba en un lugar en el que había energía eléctrica y eso era algo significativo. Llevaba muchísimo tiempo sin ver iluminación artificial. La última vez que vio algo parecido fue antes de que empezaran los incendios y explosiones en las centrales nucleares del país. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra existente y pudo ver más allá de los barrotes de su celda. Había más celdas a los lados, pero no observó a nadie apostillado sobre ellas. Se volvió y buscó pacientemente sus cosas entre la oscuridad. La celda se encontraba vacía y sólo pudo divisar un pequeño lavabo mugriento. Abrió el grifo y comprobó que había agua corriente. Se lavó la cara para poder espabilarse del atontamiento que aun sufría. Se volvió a sentar sobre el duro camastro e intentó recordar qué le había ocurrido antes de llegar hasta allí. Empezó a volver en sí. Recordó cómo se había dado un fuerte golpe en la cabeza, al caer sobre las rocas del desierto. Pero se preguntaba quién le había llevado hasta allí y dónde habían dejado todas sus pertenencias. Se encontraba en calzones en el interior de aquella celda y la mochila, el mono y la máscara habían desaparecido. No recordaba haber visto ningún pueblo o ciudad cercana al desierto de Sonora y desconocía en qué lugar se encontraba. Alguien le había rescatado del exterior, cuando desfalleció sobre la arena del desierto. De repente sintió miedo y empezó a temer por su vida. Pensó que podría haberle apresado algún grupo de caníbales y por eso le habían dejado encerrado en aquella celda. Imaginó que permanecería allí hasta que necesitaran alimento. Aquella idea llegó a aterrorizarle, y los gemidos que provenían de la celda contigua no terminaban de apaciguarle y tranquilizarle. Sólo consiguieron ponerle más nervioso y no dejó de darle vueltas a su cabeza. Con el paso de los minutos siguió acordándose de más cosas. ¿Qué le habría ocurrido a su amigo Alexander? Desconocía si a él también le habrían rescatado o si por el contrario habría fallecido. Pensó en ello y se tranquilizó, sabía que era un tipo duro y fuerte que había sabido lidiar con la muerte en varias ocasiones. Lo único que le preocupaba era saber dónde se encontraba. La última vez que le había visto se encontraba inmóvil sobre la arena y expuesto a un sol de justicia. No paró de hacerse preguntas y por momentos pensó que se volvería loco. Le invadió un total desconocimiento de la situación en la que se encontraba. Se pasó la mano por la cabeza y se tocó de nuevo el vendaje, pensando en quién le habría curado. Dedujo que si hubiera sido capturado por un grupo de caníbales no le habrían ayudado. No hubiera tenido ningún sentido. Se levantó y volvió a encaramarse sobre los barrotes de la celda, dispuesto a recibir respuesta de alguien que se encontrara por allí. Necesitaba entablar conversación con alguien y descubrir en qué lugar se encontraba. Empezó a chistar en dirección a las demás celdas para comprobar si podía llamar la atención de alguien que permaneciera en alguna de ellas. No recibió respuesta alguna y empezó a subir el tono de voz para conseguir que alguien le escuchara. Fruto de los nervios, empezó a golpear los barrotes con un trozo de piedra que encontró a los pies del lavabo. Paró un momento, y volvió a golpearlos enérgicamente, cada vez con más fuerza. El ruido hacía que el eco retumbara por toda la sala. No consiguió que nadie contestara a sus llamadas de atención. ¿Habría alguien por allí? Pensó que si hubiera habido alguien ya se lo habría hecho saber hacía ya un rato. Sus ojos habían conseguido acostumbrarse a la oscuridad y al parpadeo constante de la pequeña bombilla de la sala. Pero por sorpresa, consiguió detectar un pequeño movimiento enfrente de su celda. Estaba de enhorabuena y los nervios aparecieron en él. Se incorporó sobre las rejas y observó detenidamente. Vio la sombra de una pequeña silueta, moviéndose dentro de los barrotes de una de las celdas. Fijó la mirada en ella hasta que se detuvo. Era una sombra diminuta, arrodillada sobre los pies de su cama. Forzó la vista y consiguió distinguir un pequeño rostro reflejado por la escasa iluminación de la sala. Vio cómo le observaba en silencio. No articuló palabra alguna, solo se dedicó a mirarle fijamente. Se quedó quieto un instante para seguir observando, pero seguía sin contestar. —Hola. ¿Puedes oírme? —voceó a la silueta que se cernía sobre el suelo de la celda. —¡Claro que puedo!—contestó enérgicamente el extraño que había en la celda —. ¿Por qué voceas tanto? —preguntó de mala manera. Pareció molestarle el hecho de que hubiera estado haciendo ruido y preguntando a voces si había alguien por las demás celdas—. Llevas dos días durmiendo. ¿Has descansado lo suficiente o necesitas más? —¿Dos días? ¿Me viste llegar? ¿Quién me trajo a esta celda? —preguntó Daniel, mostrándose sorprendido de llevar tanto tiempo allí encerrado y haciendo varias preguntas a la vez. —Claro que te vi llegar. Y a tu compañero también. Habéis estado muy cerca de la muerte, o al menos eso es lo que le he oído decir a los soldados que os trajeron a las celdas. Yo llevo aquí encerrado tres días y hoy será el último, o al menos eso creo. En breve vendrán a por mí y formaré parte de su equipo en el búnker, lo estoy deseando. He llegado para quedarme y lo he conseguido, a no ser que tú lo estropees y sigas dando esas voces. —Daniel consiguió quedarse más tranquilo al saber que su amigo Alexander no había fallecido. —¿Qué es lo que quieren de nosotros? ¿Has podido hablar cara a cara con ellos? ¿En qué lugar nos encontramos? —preguntó al extraño. —He podido charlar con ellos, claro que sí. Al menos yo entré por mi propio pie en este agujero. Vosotros llegasteis en unas condiciones pésimas y lo hicisteis en camilla. Ya os contarán los planes que tienen para vosotros cuando os liberen. Me han prohibido hablar con vosotros, por eso permanecía en silencio. Cada cinco o seis horas se pasan para comprobar que todo está en orden. Por cierto, mi nombre es José Morales, ¿cuáles son vuestros nombres? —Parecía interesado en mantener una conversación con Daniel y había dejado de lado su tono burlesco y agresivo que había mostrado en un primer momento. —Daniel, mi nombre es Daniel. —Encantado, Daniel. ¿Qué has traído contigo? ¿Alguna información o documento importante? ¿Algo de valor? Daniel se quedó pensando en lo que llevaba bajo el brazo, pero prefirió guardar silencio. Se puso nervioso al oír aquellas preguntas. ¿Por qué se las formulaba a él? ¿Acaso aquel tipo de la celda sabría que llevaba alguna información confidencial? Sabía que no era el momento más apropiado para hablar de aquello. La persona que decía llamarse José Morales no era ningún militar y no le valdría de nada hablar de ello con él, pensando que aprovecharía aquella información para poder chantajearle más adelante. No terminó de fiarse y enseguida cambió de tema. —Vinimos de muy lejos, pero he de decirte que no traemos ninguna información relevante o algo de valor. Mi compañero se llama Alexander. ¿Sabes dónde se encuentra mi amigo? —Está a tu lado. En la celda contigua. Es ese que no para de gemir en sueños. Tiene que estar bien jodido por que no deja de emitir ruidos extraños que alteran la paz en esta mierda de sala oscura. Y solo estamos nosotros tres. No hay nadie más—aclaró José Morales—. Y para tu información, me he enterado que si aportas datos de valor o algo que pueda ayudar a los militares, formas parte de su equipo desde el primer día, en lugar de enviarte con los más necesitados de Zona Zero, donde sin lugar a dudas, lo pasarás mal. Yo ya aporté lo mío y en cuanto salga de esta celda me premiarán, ya me lo han dicho. Tenlo en cuenta, amigo. —¡Alexander! ¡Alexander! —gritó Daniel. Estaba preocupado por el estado de salud de su amigo, que no conseguía despertarse. Pensó detenidamente en lo que volvió a decirle el tipo de enfrente de su celda y le extrañó que siguiera insistiendo en lo de la información. —¿Pero qué haces? ¡No grites tanto! Tu compañero tiene que descansar y es posible que los militares se molesten al oír los gritos. Vas a conseguir que se enfaden con nosotros y que nos dejen encerrados en las celdas durante más tiempo. —Volvió a vocearle y enseguida desapareció de su ángulo de visión, mostrándose esquivo a continuar con aquella conversación. José, al oír unas fuertes pisadas al otro lado de la puerta principal de la sala, se volvió hacia el final de la celda y se sentó sobre la cama para evitar problemas con los militares. Inmediatamente, Daniel consiguió oír las pisadas al fondo de la sala y escuchó cómo se abría una cerradura. Un par de sombras proyectadas por una iluminación amarillenta y pobre se acercaron hasta la celda de Daniel. Retrocedió un par de pasos, temiendo una reacción violenta por parte de los militares. Volvió a sentarse sobre la cama. Se acercaron hasta los barrotes de su celda y los golpearon con una porra para avisarle de que se mantuviera tranquilo y que dejara de gritar. No podía alterar la tranquilidad y el silencio que había en aquel lugar. Daniel se limitó a asentir con la cabeza y a pedir perdón por las molestias que había ocasionado. Enseguida se dieron la vuelta y se dirigieron a la celda de José Morales. Uno de los militares sacó un juego de llaves de su cinturón y abrió la puerta de su celda, invitándole a que la abandonara rápidamente. Ya era libre. —¡Ya puedes salir! ¡Edward Santos te espera en la sala de reuniones! Quiere hablar contigo enseguida —comentó el militar que portaba las llaves. —¡Gracias a Dios! Pensaba que iba a permanecer aquí más días encerrado. Esta maldita penumbra estaba empezando a volverme loco. —José volvió su rostro hacia la celda de Daniel y le saludó con la mano. Desde la distancia parecía una persona más pequeña a los ojos de Daniel, pero le observó de cerca y comprobó que tendría el mismo tamaño que él. Pensó que el aturdimiento mezclado con la penumbra de aquella sala le había confundido. —¡Aguanta Daniel! Ten paciencia y pórtate bien, no vaya a ser que te dejen más días ahí metido. No desesperes, en unos días te veo fuera. Y acuérdate de lo que te he dicho, dales algo de valor, no te arrepentirás. —Se marchó lentamente y con una media sonrisa en la cara, acompañado por los dos militares. Daniel observó su rostro y consiguió verle de cerca. Descubrió una mirada profunda e inconfundible, no se olvidaría nunca de su forma de mirar. Sus ojos negros brillaban en la opaca oscuridad como lo hacen los de una serpiente a punto de lanzarse hacia su presa. Aquello le dejó marcado y sabía que si volvía a encontrarse con él le reconocería de inmediato. Le despidió con la mano en alto, a la espera de que llegara su turno en uno o dos días. Se limitó a observarle y a permanecer en silencio. No conocía a aquellas personas y tampoco sabía exactamente dónde se encontraba. Él suponía que estaba dentro del búnker del desierto de Sonora, pero tampoco lo sabía con total seguridad. Comprobó la alegría que reflejaba en su rostro José Morales en el momento de abandonar su celda, y eso le proporcionó un buen augurio. Daniel pensó que no se habían portado mal. Les habían curado las heridas y si no hubiera sido por ellos hubieran perecido sobre las cálidas arenas del desierto de Sonora. Le intrigó la insistencia de aquel tipo en que les proporcionara algo de valor, pareció como si supiese algo de lo que guardaba en secreto bajo su brazo. En unos días le buscaría para conocerle más a fondo, ya que había sido la primera persona que había visto después del desfallecimiento que había sufrido sobre la arena del desierto. Antes de salir de la sala, los militares se volvieron para dirigirse a Daniel. —¡Muchacho!, no vuelvas a liar ningún tipo de alboroto o nos veremos obligados a dejarte más días encerrado en esa celda, ¿de acuerdo? —Asintió y observó a través de la penumbra cómo volvían a darse la vuelta y salían de la sala de las celdas. Le pareció que no les había hecho gracia el hecho de haber estado voceando y dando golpes para llamar la atención de alguien que se encontrara por allí. —¡Está bien, no volveré a hacerlo! ¡Lo siento mucho! —Daniel se mostró sumiso ante los militares temiendo un doloroso castigo. Había realizado un esfuerzo sobrehumano para llegar allí y no iba a desaprovechar la oportunidad de seguir viviendo. La sala volvió a sumirse en una total oscuridad después de que la puerta se cerrara de golpe. Pasó un buen rato hasta que sus ojos volvieron a acostumbrarse a semejante penumbra. Volvió a sisear a Alexander pero seguía sin contestar. Al menos llegaba hasta su celda el sonido de su respiración, pero no podía tener contacto visual con él. Decidió tumbarse de nuevo sobre la cama para descansar. Tenía el cuerpo entumecido y la cabeza no paraba de darle vueltas. Palpó las paredes del interior de la celda y comprobó que eran de hormigón. Alargó el brazo hasta el suelo y se percató de que no había baldosas. Lo acarició lentamente con las yemas de sus dedos pero enseguida las apartó debido a la rugosidad fría y áspera, propia del hormigón. La temperatura que había en el interior de la celda era agradable, por lo que dedujo que se encontraba bajo tierra. Observó hacia arriba y vio sobre el techo una pequeña lámpara metálica. Tenía una bombilla puesta, buscó dentro de la celda algún interruptor para poder encenderla, pero no lo encontró. Se subió a la cama para enroscar la bombilla, por si estuviera floja, pero al apretarla tampoco emitió luz. Pensó que se encendería desde fuera, por lo que volvió a tumbarse. Había acumulado tanto cansancio y tal cantidad de tensión en el yermo exterior, que al momento volvió a quedarse dormido. Daniel y Alexander descansaban en unas celdas de un lugar que desconocían. La muerte había estado muy cerca de ellos pero tuvieron la fortuna de que alguien los rescatara antes de fallecer. Pero ellos, aún desconocían que se encontraban en el interior del búnker al que se habían dirigido. Daniel, al despertarse sin sus protecciones llegó a temer por su vida debido a que en muy pocos lugares se podía permanecer sin ellas. Alexander tardó en despertar y en volver en sí, pero enseguida se encontró igual de sorprendido que su amigo. La única diferencia que había entre los dos era que Alexander iba a necesitar más tiempo de recuperación que Daniel, al haber estado más cerca de la muerte que él. Los militares entraban a menudo para comprobar que se encontraban bien y para proporcionarles alimento a través de las rejas. Solo tenían que alargar el brazo para cogerlos. Se limitaron a comer y a callar. Solían mantener conversaciones en voz baja para no irritar a los militares. Ante ellos se mostraban agradecidos por la ayuda que les habían prestado. Al menos les estaban cuidando y no les faltaba alimento. Sólo les quedaba esperar a que les sacaran de allí como antes lo habían hecho con José Morales, el otro acompañante que había llegado antes que ellos. Se encontraban expectantes ante lo que pudiera haber detrás de aquella puerta metálica por donde entraban y salían los militares. CAPÍTULO 17 SALIDA DE LAS CELDAS El camino hacia la luz estará lleno de obstáculos, te cruzarás con el morador de los sueños prohibidos y le ofrecerás tu cuerpo y alma. Al cabo de dos días, llegó el momento de abandonar las celdas. Lo hicieron en diferentes momentos. Primero fue Alexander y pasadas unas horas, Daniel. Alexander se despidió de su amigo y quedaron para verse más tarde. Daniel se despidió de su amigo y le observó detenidamente hasta que salió de la sala de las celdas y volvió a quedarse sumido en la penumbra absoluta. Pero su momento no tardó en llegar. Un par de militares abrieron su celda y le invitaron a salir de ella para acompañarles hasta el despacho de Edward. Pensó que debía de ser el que mandaba allí. Le cogieron de ambos brazos y le acompañaron hasta la salida. Pasaron a través de un estrecho pasillo abovedado iluminado por una luz muy tenue. A Daniel le pareció estar pasando a través de un alcantarillado de una gran ciudad. Al menos, la recubierta de ladrillo antiguo le condicionaba en ese aspecto. Observó varias puertas metálicas cerradas a ambos lados. Permanecieron parados delante de una de ellas y golpearon tres veces, aporreando una aldaba metálica que había en el centro de la puerta. Alguien, con voz ronca, dio el permiso para que pudieran entrar. La puerta chirrió con fuerza al abrirse. Otro militar armado les saludó y avanzaron a través de un pasillo similar al anterior que habían atravesado. Llegaron hasta un descansillo con algo más de luz. Daniel observó varias puertas que pertenecían a distintos despachos. Llamaron de nuevo a una de las puertas y entraron dentro. Daniel fue el primero en entrar y seguidamente lo hicieron los militares que le acompañaban. Le obligaron a sentarse sobre una vieja silla de madera, que al momento cedió al apoyar por completo el peso de su cuerpo. Enfrente de Daniel permanecía un hombre sentado en su sofá individual. Se encontraba con las piernas cruzadas y su puño cerrado soportaba el peso de su cabeza sobre la barbilla, como si llevara muchísimo tiempo esperando a alguien y no se hubiera presentado aún. Su vestimenta distaba bastante de la que llevaban los otros militares. Bajo una solapa descansaban gran cantidad de condecoraciones y medallas. Permanecía serio y con aspecto arrogante. Cambió de posición y se llevó las manos entrelazadas entre sí sobre su regazo. No parecía contento con la situación, y Daniel empezó a ponerse nervioso. Se echó para atrás el pelo que le caía hasta los ojos e inmediatamente se atusó sus pobladas cejas. Se percató de un pequeño detalle. De su cuello colgaba un pequeño reloj de bolsillo plateado. ¿Para qué quería un reloj? Pensó que ya no era necesario usarlos. Daba igual la hora que fuera, no por ello iba a cambiar el destino de la humanidad y del planeta. A sus espaldas descansaban un par de banderas de los Estados Unidos. —Hola Daniel. Mi nombre es Edward. Soy la persona que preside este lugar. Bienvenido a Zona Zero. ¿Cómo te encuentras? —preguntó, mirándole fijamente. —Bien, me encuentro bastante mejor. Os agradezco enormemente lo que habéis hecho por mí. El hecho de encontrarme con vida es gracias a vosotros. Ah, por cierto, buen trabajo con la venda que me habéis puesto en la cabeza. He tenido tiempo para descansar y para poder recuperarme. ¿Dónde nos encontramos? ¿Zona Zero? ¿Quién me salvó cuando estaba tirado en el suelo del desierto? —Edward apenas gesticulaba mientras le realizaba las preguntas, y le observaba detenidamente. —Te hemos salvado nosotros. El vigilante del turno de mañana os oyó llegar con la furgoneta y enseguida dio la alerta de que alguien se encontraba en el exterior. Él fue quien salió fuera para rescataros, pero no pudo hacerlo antes porque para hacerlo es necesario recibir por escrito una orden directa firmada por mí. Habéis estado a punto de morir, sobre todo tu amigo Alexander. Y en cuanto a tu pregunta de dónde te encuentras, estás en Zona Zero, un búnker subterráneo del desierto de Sonora. Aquí estarás bien, siempre y cuando estés preparado para seguir nuestras instrucciones y sigas al pie de la letra las órdenes que se te den. Me gustaría hacerte unas preguntas, Daniel. Quiero saber si tu historia coincide con la de tu amigo. No es fácil poder acoger a todas las personas que se presentan aquí porque algunas llegan con oscuras intenciones. Seguro que lo entiendes. Tenemos presente que alguien podría sabotear el refugio y acabar con lo que hemos construido aquí abajo, y como tú comprenderás, no estoy por la labor de permitir eso. Esta es nuestra casa y la protegeremos con nuestras vidas. —Claro, pregúnteme lo que quiera. Yo le responderé siempre con la verdad por delante, se lo aseguro. No tengo nada que esconder, y más después de lo que habéis hecho por nosotros. Esto significa que es cierto que existe un lugar seguro para poder vivir en él. He averiguado el lugar exacto de donde se encontraba este refugio, ¿verdad? Las coordenadas eran las correctas —El rostro de Edward se tornaba menos juicioso que cuando Daniel entró en su despacho. Sintió un ligero alivio al notar que su mirada perdía intensidad. Las dos cicatrices que tenía sobre la frente y su nariz ganchuda se relajaron sobre su rostro y le pareció observar otro rostro completamente distinto. —Primera pregunta, y por favor, no me engañe. ¿Dónde consiguió la furgoneta que les trajo hasta aquí? —Conseguí robársela a unos tipos. Se encontraban cambiando una rueda después de haber pinchado. Cuando pusieron la de repuesto se tumbaron bajo la sombra de un árbol para descansar. Esperé un rato hasta que comprobé que se habían quedado dormidos y entonces me monté en ella y hui de allí —contestó Daniel. —¿Sabes a quién pertenecía esa furgoneta? ¿Los habías visto en otras ocasiones? —Daniel torció el gesto al ser preguntado. Se quedó pensativo un instante, antes de contestar. Sabía que la pregunta podría ir con trampa. Había algo oscuro detrás de aquellas personas y temía no contestar acertadamente. De eso dependía su permanencia en Zona Zero. —Sí. Me he cruzado con ellos por diferentes zonas del país. Todos viajaban en furgonetas como la que me ha traído hasta aquí. Los he visto en el parque natural a pie, por un par de estaciones de servicio en el norte, por las carreteras más concurridas e importantes y por última vez cerca de Denver, cuando me siguieron hasta la casa de Alexander. —Y, ¿sabes qué fue de esos que os siguieron?, ¿Crees que podrían haberos seguido hasta aquí? Es muy importante para nosotros tener esa información. —Oh, no lo creo. Alexander les despistó a unas doscientas millas de aquí, al poco de salir de su rancho. Encontramos un localizador en la furgoneta pero lo arrancamos y lo dejamos tirado en una cuneta de la carretera. Ellos siguieron su camino y nosotros el nuestro. No hemos vuelto a verlos después. —Repentinamente le vino a la cabeza la cantidad de armas que había en el interior del maletero de la furgoneta y decidió no comentar nada al respecto. Aunque imaginó que ya las habrían descubierto. —Ya veo lo avispado que fue tu compañero. Hizo un buen trabajo. Parece que vuestras historias coinciden. Alexander nos ha contado exactamente lo mismo. Parece que no hay nada por lo que temer. —Pareció quedarse más tranquilo después de hacerle aquellas preguntas y ver que no tenían nada que esconder—. Quiero que entiendas que me muestre algo inquieto por el hecho de que hayáis venido en esa furgoneta. Es un modelo de los vehículos que han utilizado los servicios secretos de los Estados Unidos. Me pongo nervioso cada vez que veo una. Lo que no llego a entender es cómo habéis conseguido escapar de ellos porque son personas especialmente preparadas y siguen cumpliendo órdenes de las personas más poderosas del país. Eso no ha cambiado y temo que se pueda recrudecer con el tiempo. —Hay algo que no llego a entender. ¿Cómo puede pensar en los más poderosos? ¿Usted cree que siguen viviendo en algún lugar seguro de los Estados Unidos? —preguntó Daniel. Sospechaba que esas personas se habrían marchado a países más seguros. —Claro que siguen viviendo en nuestro país. Y sé dónde están alojados. Creo que he empezado mal contigo, Daniel. Debería de haberte explicado a qué me he dedicado toda mi vida, antes de que cundiera el pánico en el país. He trabajado durante toda mi vida en el pentágono. He llevado a cabo tareas estrictamente secretas sobre todas las bases militares que posee Estados Unidos. Ese es el motivo por el que ahora nos encontramos en Zona Zero. Tenía conocimiento de este búnker desde que empecé a trabajar en todos estos asuntos relacionados con el ejército. Llevaba abandonado muchos años, pero sabía que se encontraba en perfectas condiciones para poder habitarlo. Y cuando empezaron los accidentes nucleares, los cargos más importantes del país huyeron a un lugar seguro, como era de esperar. Pero en el pentágono trabajábamos muchísimas personas y fue imposible reunirnos a todos en el mismo lugar, eso era imposible. Después de eso, formamos un equipo y entre todos decidimos a qué lugar marchar para poder seguir con vida. Esta fue la salida más viable. Y acertamos de pleno. Pero en el país había otras instalaciones más modernas que esta y en mejores condiciones de habitabilidad. Había otro búnker del ejército equipado con todo tipo de lujos situado en Colorado Springs, bajo su gran montaña. Son las instalaciones subterráneas más modernas de los Estados Unidos. Se llama Cheyenne Mountain Complex. —Daniel escuchaba embobado a Edward pero tuvo que interrumpirle un momento. —¿Colorado Springs? Yo vengo de Rock Springs y he estado de paso por allí. Eso está muy cerca de Denver, ¿No es así? ¿He tenido un búnker cerca de mí durante todos estos días y no lo he sabido? ¡Maldita sea! Ahora entiendo por qué me he encontrado tanto acoso y vigilancia por parte de esos locos de las furgonetas negras durante mi viaje hasta aquí. El día que mi familia y yo huimos hacia el norte del parque nacional para instalarnos en la cabaña que tenía mi tía Alice, observamos cómo una gran caravana militar marchaba hacia el norte. A los pocos días regresaron y volvieron a dirigirse al sur. Pero no le dimos excesiva importancia a aquel movimiento. Ahora estoy seguro de que regresaron al sur para entrar en ese búnker. Al menos eso lo explica todo. ¿No es así? —No sabría decirte, Daniel. Pero quiero saber una cosa, ¿cuándo empezaste a ver esas furgonetas negras? ¿Llevas mucho tiempo viéndolas? Me temo que han estado controlando todo el país desde que sucedió el primer accidente nuclear. —Edward parecía sorprendido por lo que le estaba contando, pero había algo extraño en la forma en cómo miraba a Daniel. Por momentos, su rostro evidenciaba tener total conocimiento de todo lo que había ocurrido, sin embargo se mostraba inquieto después de escuchar de su boca ciertos comentarios. Enseguida supo que algo escondía. —No sabría decirle, señor —contestó Daniel—. Permanecí mucho tiempo encerrado en una cabaña en medio del bosque. Estábamos aislados de todo. La primera vez que los vi habían pasado casi dos años desde los accidentes. Me libré de ellos por muy poco. Quemaron todo lo que se encontraron por el camino. Estuvieron a punto de sorprenderme dentro de la habitación de un viejo hotel de carretera y por suerte pude escapar por una de las ventanas traseras sin que consiguieran descubrirme. Vi cómo se deshacían de los muertos, quemándolos con sus lanzallamas. Me siento afortunado de haber podido escapar de ellos. No parecen personas con las que se pueda mantener una conversación. —Edward no llegó a inmutarse de lo que le estaba contando y parecía acostumbrado a oír aquellas historias. Se acarició la perilla suavemente con la mano derecha y se limitó a observarle, fijando en él la mirada. Daniel sospechó que guardaba algún secreto que no podía contarle. —Aquella zona debe de estar arrasada por completo en la actualidad. Conociendo a esas personas, seguramente ya no quede ni un solo alimento enlatado en cien millas a la redonda y ni una gota de combustible en ninguna de las gasolineras. Debe de haber muchas personas viviendo en aquel agujero de Colorado Springs. Es un lugar muy seguro con una montaña de granito sobre él. Nada podría hundir ese lugar. Además, están muy bien equipados. Probablemente tengan serios problemas con el abastecimiento de alimentos para tantas personas y por eso salen al exterior a menudo para poder llenar sus almacenes. —Y… ¿puedo hacerle una pregunta? —dijo Daniel. —Claro muchacho. Seguro que tienes miles de preguntas que hacerme —contestó Edward, asintiendo con la cabeza. —Cambiando un poco de tema, ¿Zona Zero? ¿Por qué se llama así este lugar? —preguntó. —Eso es. Ese es su nombre y así se seguirá llamando mientras yo esté al mando. Yo soy, dijéramos…. el alcalde, o el presidente, o…. como quieras llamarlo, de este lugar. Yo fui quien lo abrió y yo seré el que lo mantenga a lo largo de los años, hasta que encontremos otro lugar más seguro o hasta que podamos huir a otro sitio. Ya que nos estamos sincerando mutuamente, ¿cómo supiste de la ubicación de este lugar? ¿Fue a través de las señales que estuvimos transmitiendo a través de la radio? —Sí. Mi padre cogió una vieja radio de la cabaña de mi tía Alice y captó la emisión de Zona Zero. Lo hizo desde Rock Springs. También apuntó unas coordenadas de un refugio del sur de Canadá, pero por cercanía era más fácil llegar a éste de México que al otro. Y estas coordenadas las apuntamos en un papel. Nos pareció apropiado viajar hasta aquí para poder encontrar un lugar seguro. —Daniel, al hablar de su padre, volvió a acordarse irremediablemente del chip que llevaba insertado en el antebrazo y se puso la mano izquierda sobre la cicatriz. Decidió guardar silencio hasta que se encontrara seguro de a quién decirle lo que contenía dicho chip. Su padre le aconsejó que guardara el secreto hasta que viera el momento oportuno de poder decírselo a alguien de confianza, y Edward aún no lo era aunque fuera un militar de rango superior, porque acababa de conocerle y no terminaba de confiar en él. Pensó que era muy pronto para comentárselo, debido a que no conocía de primera mano las intenciones de los militares de Zona Zero, y si les entregaba las informaciones confidenciales podrían usarlas indebidamente. Volvió en sí y retomó la conversación que tenía con Edward—. Casi perdí la esperanza cuando más tarde dejasteis de emitir. Pensaba que el refugio había caído pero hace unas semanas volvimos a oírlas cuando estaba con Alexander. No pudimos captar perfectamente la señal, pero algunos de los números de las coordenadas coincidían con los que tenía apuntados y enseguida supimos que seguía existiendo. Nos arriesgamos a desplazarnos hasta aquí y afortunadamente llegamos. Lo posterior ya lo conocéis vosotros muy bien. Nos habéis salvado y vuelvo a sentirme agradecido por ello. Sólo me queda daros las gracias por ayudarnos y por habernos acogido en este lugar. Dime una cosa, Edward, las personas que están en el búnker Cheyenne, tienen conocimiento de que en Zona Zero hay personas viviendo, ¿verdad? Si mi padre y yo hemos logrado captar la señal con una mísera radio, ellos, teniendo mejores aparatos, la habrán captado también. ¿No le preocupa eso? —Preguntó Daniel. Edward se quedó pensativo observando al chico, y se sorprendió por cómo utilizaba su inteligencia. En ese momento supo que sería alguien importante para él y para el búnker. —Claro que me preocupa, pero tenemos que hacer lo posible para poder reunir a personas sanas que nos ayuden a levantar este lugar. En el búnker Cheyenne saben que en el interior de Zona Zero hay un grupo numeroso alojado, y no creo que estén muy contentos de ver lo bien que nos va. Pero hay algo que me preocupa más, y es saber cómo conseguisteis el dial por el que emitíamos, debido a que lo hacíamos a través de equipos de radio del ejército y muy pocas personas conocían exactamente la numeración. Ya me contarás otro día a qué se dedicaba tu padre antes de fallecer, pero si él consiguió captar la señal es porque era alguien importante. Aparte de esto, tengo que decirte que necesitamos a personas para seguir con nuestro proyecto de volver a empezar de cero. Y se está convirtiendo en un auténtico problema porque hace mucho tiempo que ya no viene nadie por aquí. Parece que todo el mundo se ha esfumado ahí afuera. Estuvimos emitiendo durante varios meses seguidos y todos los días llegaban personas hasta el desierto. La mayoría habían sido militares o excombatientes. Salíamos todos los días a rescatar a los que se dejaban caer por aquí. Aún estaban sanos, llevaban poco tiempo respirando el ambiente hostil y radiactivo que había en el exterior. Y casi todos siguen vivos a día de hoy. Siguen esforzándose para que este lugar siga en pie durante muchos años más. Pero desgraciadamente, según fueron pasando los meses, todos los que acudían a Zona Zero llegaban en muy malas condiciones. Aquí abajo han fallecido muchísimas personas debido a los males que traían del exterior. Los puedo contar por cientos. Y el día que subimos a por vosotros pensábamos que no sobreviviríais. Os bajamos a la enfermería y necesitasteis muchas curas. Os hicimos unas analíticas en el laboratorio y hasta que no las hemos obtenido no os hemos dejado salir de las celdas. Ese es el motivo por el que habéis permanecido más tiempo encerrados. —Veo que tenéis un estricto control sobre el acceso al búnker. Seguramente os encontréis más seguros y solo así podéis evitar que algún tipo de enfermedad infecciosa se propague por Zona Zero. —Daniel se mostró sorprendido por lo que le contaba Edward. —El protocolo a seguir es ese y no podemos saltárnoslo. Las personas que rescatamos del exterior son sometidas a una cuarentena exhaustiva para no contagiar ningún tipo de virus o enfermedad a ninguna persona del interior del búnker. Espero que sepas entender el porqué de ello. Una infección masiva en Zona Zero sería el mayor desastre que pudiera haber. Nos obligaría a salir otra vez al exterior y aquí tenemos un equilibrio que nos puede llevar a vivir en él durante muchos años. Pero solo siguiendo unas directrices y unas normas llegaremos a eso. Solo dios sabe qué nos encontraríamos ahí fuera pasados unos años. Pocos lugares habrán quedado libres de peligros y por eso debemos salvaguardar bien éste búnker. ¡Ah, Daniel, por cierto! ¿Cómo te hiciste esa cicatriz que tienes en el antebrazo? No tiene muy buena pinta. ¿No tendrás infección? La veo muy roja y abultada. —Daniel se removió sobre la silla en la que se encontraba sentado y empezó a ponerse nervioso. Volvió a dejar su mano izquierda sobre la cicatriz e intentó persuadir a Edward de lo que verdaderamente tenía en su interior. —Ah, un accidente. No se preocupe por mí. Estoy bien y ya ha dejado de dolerme. Me clavé un hierro cerca de la cabaña de mi tía Alice, cuando salí de ella para huir del parque nacional. Se me infectó y por eso tiene ese color tan oscuro, pero no se preocupe que ya apenas me duele. —Daniel no titubeó ni un solo momento ante la mirada impasible del militar. Pero Edward sabía que aquella herida cicatrizada escondía algo que le interesaba, aunque decidió dejar el asunto de lado para seguir hablando con Daniel. —Hay otra cosa más —dijo Edward, mirando fijamente a Daniel—. Una vez estés instalado en el interior del búnker no se puede salir al exterior, a no ser que se os incluya en alguna misión de reconocimiento. Será complicado que les proponga algo así al ser los últimos en llegar a Zona Zero, pero tampoco lo descarto viendo desde donde han venido y comprobando que han podido sobrevivir en el exterior durante tanto tiempo. Son unos verdaderos héroes. Yo diría que esto ha sido un auténtico milagro y han obtenido una experiencia vital de supervivencia. Ya están entrenados como los mejores militares del país. Ah, y…otra cosa, ¿dónde han encontrado tantas armas? En el maletero de la furgoneta había un auténtico arsenal. —Daniel se ruborizó pensando en si la respuesta que le diera serviría para convencerle. —Esas armas siempre han estado en la parte trasera de la furgoneta. Cuando la robé, desconocía lo que había en su interior, pero al llegar a casa de Alexander fue cuando las descubrimos. ¿Las han cogido? Es posible que algún día las pudiéramos necesitar. —Sí, no se preocupe por eso, Daniel. Ya están a buen recaudo en la armería y la furgoneta la hemos dejado en el garaje que tenemos en el búnker. Nos vendrá bien tener otro vehículo con el que poder movernos por el exterior. —Edward se mostró feliz por el hallazgo en la parte trasera de la furgoneta. El brillo de sus ojos lo demostraba. —Y, ¿qué tenemos que hacer para permanecer en Zona Ze… —No tiene que preocuparse por nada, Daniel. —Le interrumpió en mitad de la pregunta, sin darle la posibilidad de terminarla—. Únicamente tiene que firmar estos documentos para poder incluirle en el registro de personas de Zona Zero. Y léase las normas de conducta que hay que seguir en este lugar. Esto es muy sencillo, Daniel. Tú cumples, nosotros cumplimos. Somos una comunidad que ha conseguido sobrevivir al horror del exterior y debemos seguir así. Has llegado al mejor lugar para poder vivir durante muchos años, pero mantenerlo en perfectas condiciones depende de todos nosotros. Deberá ayudar a las tareas diarias cotidianas que se realizan y a cumplir las órdenes que se le exijan. Escuche con atención todo lo que le voy a explicar porque este lugar va a ser su hogar durante mucho tiempo. Todo es muy sencillo, siempre y cuando ponga cada uno de su parte. Hay tres turnos de comidas en el comedor y se avisará mediante una señal acústica el turno de cada planta. Más tarde se le asignará la habitación a la que ha de acudir. Allí le presentarán a sus nuevos compañeros y se le explicará lo que ha de hacer. Tendrá ropa limpia sobre la cama que se le asigne y una bolsa con las cosas que necesitará. No disponemos de grandes lujos, eso solo se consigue trabajando mucho y aportando lo máximo posible a la comunidad. Pero he de decirle que usted y su amigo han entrado con buen pie. Podrán disponer de algún privilegio más que los demás, tan solo por el hecho de haber llegado hasta aquí con semejante arsenal en el interior de la furgoneta, y que nos servirá para poder protegernos ante ataques externos si algún día los hubiera. Es lo más valioso que ha entrado en Zona Zero en los últimos años. Ahora nos pertenece y lo guardaremos a buen recaudo en la sala de armas. Pero tienen terminantemente prohibido hablar de ello a los demás compañeros. Deben mantener en secreto que trajeron armas en la furgoneta, y tampoco pueden decir nada de lo que van a encontrar en sus bolsas personales. Se lo pido por favor, no digan nada o se les trasladará a la tercera planta. No es una amenaza, es una realidad y así lo haremos porque no nos andaremos con contemplaciones. No queremos que haya ningún tipo de discusión entre las personas de la comunidad y menos aun cuando ustedes han sido los últimos en entrar. Zona Zero es un búnker muy pero que muy grande. No podría decirle exactamente los metros cuadrados que tiene pero le aseguro que son muchos. Consta de tres plantas. Ahora mismo nos encontramos en la primera planta. Aquí vivimos las personas que dirigimos y vigilamos este lugar. Es la zona con más seguridad. En el ala uno de esta planta se encuentran las oficinas, las habitaciones, baños compartidos, salas de reuniones, la enfermería y la sala de las celdas, en la que habéis permanecido unos días. En el ala dos están la sala de armas, la sala de control y la sala de máquinas, cuyo engranaje mantiene este lugar en perfectas condiciones de habitabilidad. Tenemos dos generadores de energía, el principal y el secundario. El principal funciona las veinticuatro horas y desgraciadamente lo hace con gasolina. Eso significa que cada poco tiempo nos vemos obligados a salir al exterior con un camión cisterna para poder llenarlo de combustible, con el riesgo que eso conlleva. El secundario permanece desconectado, por si algún día lo necesitáramos en caso de avería en el principal. También está el garaje con acceso al exterior en el que se encuentran todos los vehículos de que disponemos. Hay un cuarto con duchas de desintoxicación que se utilizan cada vez que se regresa del exterior. Es obligatorio pasar a través de ellas antes de entrar en el búnker. Aquí no se deja nada al azar, todo está perfectamente controlado y vigilado. También se encuentra en esta planta el almacén de comida enlatada y en conserva. Tenemos una cantidad importante de comida que hemos conseguido en diferentes zonas de los alrededores y de fábricas que se encontraban a pocas millas de aquí. Esta planta es la más cercana al exterior, por lo que como usted imaginará, es la que más vigilancia tiene y desde donde se controla todo el búnker. También es la más peligrosa debido a que desde ella se puede salir al exterior por varias escotillas y por la rampa del garaje con los vehículos. Hacemos guardias las veinticuatro horas del día para mantener seguro el refugio. El búnker también tiene una segunda planta que es tan grande como esta. En ella se encuentran el comedor, la cocina principal, habitaciones, baños, salas de reuniones, etc… Ahí es donde os instalareis, solo por el hecho de haber llegado con tantas armas. Como ya te he dicho antes, recibirás más cosas que los demás. Ese será tu premio por el aporte al búnker. Si no hubieras aportado nada te hubiéramos enviado a la tercera planta, que es donde han ido todas las personas que han llegado del exterior durante todo este tiempo. Pero aquí no acaba todo. Lo más sorprendente es lo que tenemos en esa segunda planta. Tenemos un huerto hidropónico que ocupa casi la totalidad del espacio que hay allí. Hay cultivos de productos frescos que nacen sin desperdiciar ni una gota de agua. Todo lo reciclamos. Es como un pequeño milagro. Y hasta el momento nos está funcionando de maravilla. Nuestro estado de salud es envidiable gracias a toda esa cantidad de alimentos que salen del huerto. Muchas personas trabajan a diario recolectando lechugas, tomates, hierbas aromáticas, setas, puerros, apios, patatas, zanahorias… es un milagro tener todo eso bajo tierra. No tenemos luz solar, pero por medio de unas potentes lámparas LED hemos conseguido simular la luz del exterior y aportamos todo el calor que necesitan los alimentos, para que crezcan rápidamente. Solo existe un inconveniente, y es que buena parte de la cantidad de electricidad que generamos la perdemos en esa luz que utilizamos en el huerto. Pero somos muchas personas viviendo en Zona Zero, por lo que compensa el gasto de energía. Recortamos ese consumo en otras cosas para que no falten alimentos frescos en nuestras mesas. Y más abajo, está la tercera planta. Allí es donde más gente vive. Nunca suben a las plantas superiores, a no ser que se les requiera para algún trabajo esporádico. Tres veces al día se les proporciona alimentos como a todos los demás, a diferencia de que comen allí abajo y no en el comedor principal. No se les permite subir porque algunos son peligrosos. Los días que tengas que bajar a la tercera planta te vas a cruzar con ellos, así que intenta guardar las distancias. Intentarán provocarte por el hecho de ser nuevo en el búnker, además de que sabrán que te alojarás en la segunda planta, y posiblemente no lleguen a entender por qué tú puedes estar alojado ahí y ellos no. Algunos son muy problemáticos porque no entienden que tengan que vivir en la peor zona del búnker. Aun así es un lugar más seguro que el exterior, pero no se lo aconsejo. Allí se hacen los trabajos más duros de la comunidad. Hay un ambiente muy cargado y la renovación del aire no funciona correctamente debido a la profundidad en la que se halla. Allí se encuentran los grandes motores que hacen que este lugar siga respirando. Rara vez las hay, pero de vez en cuando se producen pequeñas inundaciones debido al atasco que sufren los sumideros y tienen que trabajar durante muchas horas para solucionarlo. A diferencia con la primera y la segunda planta, no tienen habitaciones. Allí abajo se vive como se puede, en tiendas de campaña para tener algo de intimidad entre unos y otros. Fabrican habitáculos separados con restos de cartones y maderas, para dividir las zonas en las que vive cada familia. Como todos los habitantes de Zona Zero, ellos también son importantes para que esto siga funcionando, pero intenta mantenerte alejado de ellos, algunos son muy conflictivos. Para mantenerlos tranquilos, una vez al mes se les premia con alguna recompensa. Se les contenta fácilmente con paquetes de tabaco y con algunas botellas de tequila. Son personas duras y colaboran a diario para que este refugio no caiga y siga adelante. También tengo que decir que allí se encuentran las personas más fuertes, los mecánicos que hacen que este lugar nunca se detenga y siga adelante. Con su trabajo, aportan una gran cantidad de energía eléctrica, que es muy necesaria para el día a día. Allí abajo tenemos una granja con gallinas, cerdos, cabras, ovejas y vacas. Cuidan de los animales y los mantienen en un estado de limpieza impecable, para evitar contraer enfermedades derivadas de una mala higiene. Mantenemos sobre la pequeña granja una cría exhaustiva para evitar la carencia de carne. Trabajan sin descanso en ello y miman a los mejores animales para la cría. Como podrás imaginar, aun teniendo a los animales en perfectas condiciones, allí abajo se acumulan una buena cantidad de olores desagradables totalmente inexistentes en las demás plantas del búnker. Pero esto es lo que tenemos y debemos mantenerlo así, en perfecto equilibrio para seguir sobreviviendo. No pienses demasiado en ello, ya lo visitarás más adelante acompañado de alguno de los militares y lo comprobarás con tus propios ojos. Es posible que puedas ayudar en la tercera planta algún día. Nadie está exento de determinados trabajos porque aquí funcionamos como una gran familia. Nos ayudamos mutuamente. Pero no te asustes por ello, te sorprenderá el mundo que hemos creado bajo tierra, donde no llegan ni los insectos. Supongo que no esperabas encontrarte con este magnífico lugar, porque cuesta imaginarse lo grande que puede llegar a ser, y más estando en un lugar como el desierto de Sonora. Ah, y se me olvidaba. Bajo la tercera planta, hay un acceso a un río subterráneo, donde no se puede permanecer demasiadas horas debido a la gran cantidad de humedad que se respira. Allí es donde varias personas de la tercera planta trabajan a diario sobre el viejo molino, que es el que proporciona gran parte de la cantidad de energía que se necesita a diario en el búnker. El río mueve las aspas del molino y la energía producida la almacenamos en el interior de unos acumuladores instalados allí abajo. Ese es nuestro plan B para aligerar al generador de la primera planta y para no consumir tanto combustible. Allí abajo se encuentran los motores que transforman el aire que respiramos en oxígeno a través de sus purificadores y filtros, y hacen que el dióxido de carbono salga al exterior. Aunque su funcionamiento lo manejamos nosotros desde la primera planta, imagínese que a algún loco de esa planta le diera por desconectar los motores. También son los encargados de mantener a raya los niveles de agua potabilizada. Sin ella moriríamos de sed. Creo que no se me escapa nada, pero descuida que siempre tendrás a alguien cerca para poder preguntarle cualquier duda que puedas tener sobre el funcionamiento del búnker. No dudes en acceder a la información. Sólo así podrás entender nuestros principios. Ahora, si te ha quedado todo claro, me gustaría que me firmaras estos papeles. —Vaya, me alegro de haber llegado hasta aquí. Parece que lo tenéis todo bajo control. Me gusta lo que me cuentas. Llevaba mucho tiempo sin tener buenas noticias. He pasado un verdadero infierno en el exterior, ni te lo imaginas. —Edward empezó a reír a carcajadas y dejó un silencio prolongado entre medias. Daniel se quedó pensando en lo que le había dicho y no le encontraba la gracia. Le miró con gesto serio esperando algún tipo de explicación, pero tampoco llegó a aclararle qué le había hecho tanta gracia. —Ya te contaré lo que he pasado yo ahí afuera, pero ahora tenemos muchas cosas que hacer. El deber me llama, pero quiero que sepas que estamos encantados de haberos recogido del desierto. Ahora mismo, lo importante es que tú y tu amigo os encontráis en perfectas condiciones y que vais a aportar grandes cosas al búnker. Estás de acuerdo, ¿verdad? —Zanjó la conversación y automáticamente le alargó los papeles a Daniel para que los firmara. Deseaba que se marchara enseguida de su despacho para quitárselo de encima. Daniel no perdió tiempo en leerlos y los firmó. —Muchas gracias por haberme ayudado, señor Edward. —Se levantó de la silla y le dio un buen apretón de manos. Notó la aspereza de sus dedos al apretarlos. Debió de ser un militar de campo de batalla, no le dio la sensación de que fuera uno de oficina o de despacho. Parecía un tipo rudo y serio y pensó que sabía lo que hacía en Zona Zero. —Gracias a usted, Daniel, y recuerda que a partir de este momento nos podemos tutear. Ya somos compañeros, ¿de acuerdo? —Perfecto señor. Así será —contestó. —Por último, ¿tienes algo más que contarme? ¿Alguna otra información? No hace falta que me contestes ahora mismo, tienes tiempo suficiente para poder hacerlo cuando te encuentres preparado. No dude en comentárselo a los militares si recuerda algo que yo debería saber. Nunca se sabe qué será lo que nos salvará de este planeta envenenado por la gran cantidad de radiactividad liberada a la atmósfera. Cualquier información puede valer oro, aunque de primeras parezca una tontería. —No tengo nada más que contarle. Se lo aseguro. Y si me acuerdo de algo se lo haré saber de inmediato, no se preocupe por eso. —Daniel se sintió extrañado ante la última pregunta que le había realizado Edward. Le resultó inquietante, pero pensó que la información que llevaba bajo el brazo tenía que mantenerla en secreto el mayor tiempo posible. Primero tenía que conocer el entorno y a los de su alrededor. Al acabar la reunión, fue trasladado por otros dos militares hacia el corazón de las instalaciones. Louis Perton, un ex general del pentágono y Nicolás Rodríguez, antiguo excombatiente de las milicias mexicanas, fueron los elegidos para enseñar a Daniel las instalaciones. Tenían órdenes estrictas y muy claras del tipo de información que podían proporcionarle. Sabían qué cosas podían mostrarle y cuáles no. Estaban entrenados para eso y sabían que si le proporcionaban información confidencial serían sancionados por la cúpula del búnker. Salieron por el pasillo principal y se dirigieron hacia el ala 1 de la primera planta. Los militares le mostraron a través de una pequeña ventanilla de cristal el lugar donde se hallaba el garaje del búnker. Poco se podía ver desde allí, pero no podían atravesarla sin una orden directa o un pase especial firmado por el general Edward. Un cartel blanco en la entrada, explicaba el riesgo que se corría al pasar a través de aquella sala. Los vehículos que se encontraban aparcados en el garaje portaban una gran cantidad de radiactividad adherida al metal de los mismos, por el mero hecho de haber circulado por el exterior. Además, en aquella sala se encontraba el almacén de armas del búnker, por lo que se encontraba estrechamente vigilado por militares con escafandras y monos de protección. Enseguida salieron de aquel pasillo para adentrarse en el resto de la primera planta. Los pasillos eran lo suficientemente anchos como para que pasara a través de ellos un vehículo a motor. Tenían una buena altura y se encontraban escasamente iluminados para ahorrar energía. La mayor parte de las paredes era de hormigón y el resto se encontraba reforzado con ladrillos abovedados. La humedad era inexistente, pero a pesar de tener una ventilación constante, un cierto olor a catacumba cerrada invadía todos los rincones. Daniel se mostró sorprendido por el tamaño que atesoraba aquel refugio y le costó creer que aquello fuera real. Jamás había estado en el interior de un búnker subterráneo, pero nunca llegó a imaginarse que alguno de ellos fuera tan grande como aquel. Los militares explicaron a Daniel el funcionamiento del refugio. Pasaron por la sala de los generadores para enseñarle cómo se ponían en marcha. Daniel se limitó a observar las largas hileras de botones y de luces encendidas que había sobre los ordenadores. Al otro lado pudo ver varias estanterías repletas de ficheros y carpetas que explicaban las instrucciones de funcionamiento de todos los aparatos que había en el interior del búnker. Los militares hacían especial hincapié a la forma que tenían de ahorrar energía. Era una de las primeras enseñanzas que ofrecían a los nuevos huéspedes. Su afán era concienciarles de que no había excedentes allí abajo y que era necesario el ahorro energético. Había un futuro por delante y solo así podrían formar parte de él. Salieron de allí y evitaron entrar a la sala de control. Pocas personas estaban autorizadas para hacerlo. La sala de control era la más grande de aquella planta y en su interior trabajaban los altos mandos que habían sido ignorados por el gobierno del país, cuando estalló la crisis nuclear. Desde el pasillo principal, Daniel sintió un leve temblor constante sobre el suelo. Se trataba del funcionamiento del eje de la turbina principal, que extendía el murmullo por buena parte del búnker. Al lado del principal descansaba el secundario. A Daniel le sorprendió que siguiera funcionando aquello después de tantos años, mostrando cierta incredulidad ante los militares. Hizo acopio de una gran cantidad de información para poder hacerse un mapa imaginario del búnker. Utilizó su memoria fotográfica para poder retener la máxima cantidad de datos, por si los tuviera que utilizar en un futuro. Se había fijado en las chapas identificativas de las máquinas y en el año de fabricación de cada una de ellas. Eran aparatos rusos y sabía que tendrían una larga vida por delante. Pero también conocía sus puntos débiles. Desde su infancia tenía una pequeña obsesión con los aparatos. Acumulaba en su habitación cientos de revistas de maquinarias rusas y americanas y las conocía a la perfección. Decidió no comentarles nada de sus conocimientos a los militares. No le apetecía ser utilizado como persona de mantenimiento en aquel agujero. No quería parecer inoportuno y molesto. Acababa de entrar allí y le habían salvado la vida. No podía pedir más, por lo que se limitó a escuchar y a observar las instalaciones. Daniel se encontraba feliz por haber conseguido llegar hasta el búnker. Había esquivado a la muerte en varias ocasiones, cuando viajaba de un lugar a otro sobre el exterior. Pero observó algo muy extraño en el interior del búnker. Había visto a pocas personas en la primera planta. Pensó que no debía de haber muchos militares, pero pensó que estarían en alguna otra sala. Más tarde se encontraría con ellos. Se percató de que se respiraba cierta tensión entre los mandos militares. Hacía un par de días que un destacamento había salido al exterior en busca de combustible, y aún no habían regresado. Aquella era una de las pocas cosas que conseguían desarbolar la tranquilidad que se respiraba en el interior. Sabían que las personas que salían al exterior se exponían a no volver jamás. Cada salida significaba poder perder a alguien con quien habían compartido muchísimas cosas allí dentro. Llegaron al acceso a la segunda planta de Zona Zero y saludaron a un militar que se encontraba apoyado sobre un murete. Era el encargado de vigilar el acceso a esa planta. Daniel observó la puerta metálica y se fijó en que funcionaba mediante unos ejes hidráulicos. Se percató de que se podía acceder a la segunda planta, pero no de la segunda a la primera, a no ser que alguien accionara la apertura desde el otro lado. Los militares tenían prohibido saltarse aquella norma y para evitarse sorpresas habían anulado los botones de apertura desde las plantas inferiores a las superiores. A cambio habían instalado unos interfonos para poder comunicarse en caso de haber una emergencia. Pasaron a través de la puerta y a sus espaldas se oyó un chirrido metálico al cerrarse de nuevo. Avanzaron hacia unas pequeñas escaleras metálicas y escucharon el murmullo de los habitantes de la planta inferior. Daniel dedujo que era la hora de la comida, debido al ajetreo de pasos y voces que llegaban hasta sus oídos. Llegaron al pasillo principal de la segunda planta y, efectivamente, al final del pasillo pudieron observar cómo las puertas del comedor se encontraban abiertas y una fila de personas entraba al interior. Encontraron más bullicio en aquella planta que en la primera, aunque se mantenía un orden y una tranquilidad inusual. Todos iban vestidos de la misma manera. Monos grises y botas militares decoraban los delgados cuerpos de los habitantes de aquella planta. Esperaron pacientemente a que la fila avanzara para poder entrar tras ellos. Avanzaron lentamente hasta llegar al armario en el que podían coger las bandejas metálicas de acero inoxidable. Dedujo que las bandejas llevaban mucho tiempo usándose después de comprobar que se encontraban excesivamente ralladas y abolladas. Pero eso carecía de importancia en Zona Zero. Lo importante para ellos era poder alimentarse y sentirse seguros en el interior de refugio. Tras acomodarse el grupo al completo sobre las mesas y que se apaciguara el jolgorio general sobre en el comedor, Nicolás Rodríguez, el militar excombatiente mexicano, cogió la bandeja de comida que le correspondía a Daniel y juntos salieron de allí. Los demás se volvieron para poder comprobar de quién se trataba antes de abandonar el comedor por la puerta principal. Mostraron cierta incredulidad al poder ver una cara nueva en el búnker, debido a que llevaban mucho tiempo sin hacerlo. Aquello les sorprendió. Habían perdido la esperanza de volver a ver compañeros nuevos dentro de Zona Zero. Antes de salir del comedor, Daniel buscó con la mirada a su amigo Alexander, pero no le vio entre la multitud. No había ni rastro de él y se sintió extrañado por su ausencia. No sabía dónde se encontraba pero más tarde preguntaría por él. Habían recorrido un largo camino y le había ayudado en su andadura por el páramo exterior. Sabía que sin él no hubieran llegado hasta el búnker y le había cogido cierto cariño. Al dejar atrás el comedor volvieron a subir los decibelios que procedían de todas las mesas. Doblaron la esquina del pasillo principal y se dirigieron hacia la zona de las habitaciones para poder acomodar a Daniel en su estancia. A esa hora, las habitaciones se encontraban desiertas y reinaba la tranquilidad sobre ellas. Daniel, absorto en sus pensamientos y en lo que iba descubriendo en el búnker, no era consciente de ello, pero no vestía como los demás y era una norma estricta. Le habían proporcionado un mono verde militar desgastado y rasgado por varias zonas de la entrepierna. Además, le quedaba por encima de los tobillos. Pero enseguida pudo comprobar que su vestimenta nueva y sus botas militares descansaban sobre una de las literas que había en la habitación que le había correspondido. Le enseñaron su pequeña taquilla y le dieron una llave para que la llevara siempre encima con un cordón al cuello. No era muy grande pero en Zona Zero necesitaría pocas cosas. Los militares le proporcionaron una bolsa negra con varias cosas que iba a necesitar para su aseo diario. Le mostraron las duchas para que se aseara y se hiciera el cambio de ropa. Esperaron pacientemente en el pasillo hasta que salió perfectamente vestido con su nueva vestimenta. Les devolvió la ropa vieja que había llevado puesta hasta ese momento y se sintió bien después de haber podido ducharse y de tener ropa limpia y planchada. Le dieron diez minutos para que comiera, pero no se entretuvo demasiado debido a que se encontraba hambriento. El menú era variado y estaba compuesto por puré de verduras acompañado de carne con champiñones. Lo completaba una diminuta manzana, que al menos llegó a reconocer como un auténtico lujo debido a lo extraño que era poder encontrar fruta fresca en el exterior. Pero en el búnker había de todo y Daniel se mostró emocionado por aquel descubrimiento. Le costó creer que hubieran conseguido tener árboles frutales, pero no se imaginó que hubieran podido conseguirla de otro lugar que no fuera ese. El exterior se encontraba arrasado y hacía tiempo que ya no crecía nada sobre la tierra contaminada. Cuando terminó de comer, salieron de la habitación para continuar con la visita por el búnker. Volvieron al comedor para dejar la bandeja sobre el mostrador y regresaron al pasillo. Al ir vestido como los demás habitantes del búnker parecía un compañero más. Las botas eran algún número más grandes pero le bastaron un par de plantillas para que se le ajustaran bien a los pies. El mono también era amplio pero a Daniel no le importó porque se encontraba a gusto con él. Enseguida llegaron a la zona del huerto hidropónico. Entraron a través de unas puertas correderas que se accionaban con unos pulsadores. Había un sistema de seguridad que no permitía abrir la siguiente puerta sin haber cerrado la anterior. Era necesario mantener la humedad que había en su interior. Si no se vigilaban estrictamente los niveles de humedad y de temperatura existía el riesgo de que los cultivos no crecieran a un ritmo normal. Tras pasar por la última puerta, les cegó el intenso haz de luz que proyectaban las lámparas LED del techo, obligándoles a cerrar los ojos en un primer momento. Pasados unos minutos consiguieron acostumbrarse a la intensa claridad existente. Los militares pasaban por allí todos los días y ya estaban acostumbrados a semejante reacción mecánica, pero Daniel nunca había entrado y lo desconocía. En un primer momento les costó hacerse a la humedad del huerto pero enseguida empezaron a respirar normalmente. Había una gran diferencia de una estancia a otra. Observó a su alrededor y lo que vio le dejó perplejo. Se quedó un momento en silencio al observar la gran dimensión que poseía el huerto. Le sorprendió que aquello pudiera mantenerse bajo tierra y que aportara semejante cantidad de alimentos como para alimentar a todos los habitantes de Zona Zero. Su vista no llegaba a alcanzar a ver el final de los interminables pasillos. Los laterales de los largos pasillos estaban cubiertos de infinidad de vegetales, hortalizas y frutos de hojas verdes, que colgaban alegremente de cada una de las estanterías hidropónicas. Aquello le pareció una obra maestra digna de las mejores ingenierías de aquella época. Estaba alucinado porque nunca había visto algo parecido. Pasearon por los distintos pasillos y los militares le explicaron todos y cada uno de los alimentos que crecían sobre aquellas rampas verticales. Al final del huerto, a unos trescientos metros de la puerta de la entrada, una gran cantidad de árboles frutales crecían en línea recta hasta el final de la sala. Eran tratados y cuidados con mimo por los operarios que cubrían el turno de comidas a los que ya estaban en el comedor. Observó a unas veinte personas trabajando cuidadosamente sobre los vegetales. Le extrañó que apenas reaccionaran ante su presencia y la de los militares. Trabajaban con una concentración innata. Eran conscientes de que de ellos dependía la alimentación de todas las personas que vivían allí y no era fácil que se despistasen de sus quehaceres diarios. Tenían una enorme responsabilidad sobre sus espaldas y no podían dejar de lado sus delicadas tareas. El castigo de llevarlos hasta la tercera planta planeaba sobre ellos si no conseguían hacer bien su trabajo. Observó el revestimiento de las paredes y del techo y se dio cuenta de que estaban forrados de largas lonas de plástico plateado para conseguir proyectar más luz sobre el huerto que crecía bajo tierra. Ese era el secreto de que los alimentos crecieran y aumentaran su tamaño de forma considerable. Había unos ventiladores sobre las esquinas del huerto que se ponían en funcionamiento cada diez minutos y se paraban automáticamente cuando llegaban a la temperatura ideal. El aire que proyectaba iba cargado de oxígeno renovado y rico en minerales, algo que generaba un aporte extra al crecimiento intensivo de la plantación entera. Tras permanecer alrededor de quince minutos en el interior del huerto hidropónico, salieron para dirigirse a la zona que se consideraba prohibida para los habitantes de la primera y de la segunda planta. Hablar de aquello era un tema tabú en el interior de Zona Zero, pero existían ciertas leyendas de cómo vivían. Era algo desconocido para todo aquel que había tenido un comportamiento ejemplar en el búnker. Jamás habían bajado a lo más profundo del búnker y escuchaban muchos chismorreos e historias de aquella planta. Aquellas conversaciones siempre se hacían de forma clandestina. Desde la cúpula del búnker prohibían a sus habitantes hablar mal del funcionamiento en el interior. Nadie se había aventurado a bajar debido a la prohibición que existía. Únicamente podías entrar si eras enviado junto a varios militares para la realización de tareas especiales o haciéndolo de manera voluntaria. Si alguien solicitaba por escrito la marcha voluntaria hacia la tercera planta, no podría volver a regresar jamás a las plantas superiores. CAPÍTULO 18 VISITA A LA TERCERA PLANTA DEL BÚNKER Penetró hasta las profundidades de la tierra oscura, y encontró resquicios de humanidad desatendida. Nada había cambiado. Avanzaron por el pasillo hasta llegar a la puerta de acceso a la tercera planta. Dos militares armados con metralletas vigilaban el acceso. Se saludaron e introdujeron una numeración sobre el teclado que había anclado a la pared. La puerta poseía el mismo sistema hidráulico que la que habían atravesado en la primera planta y tenía una doble seguridad. Poseía un retardo de dos minutos antes de abrirse. Esperaron pacientemente hasta su apertura y se pusieron unas mascarillas de papel. Bajaron unas pequeñas escaleras y llegaron al interior de una sala en la que había unas duchas de seguridad. En el techo había un cañón de aire con proyección de iones para poder eliminar bacterias y hongos en el cuerpo de cualquier persona. Todos los que regresaban de la tercera planta estaban obligados a pasar por él y por las duchas de seguridad. Ellos tendrían que hacerlo cuando regresaran de nuevo a la planta superior. Daniel no entendió muy bien el hecho de tener que realizar aquello, pero pronto descubriría el porqué. Cuando abrieron la segunda puerta, la que daba acceso directo a la escalinata que descendía hacía el final del búnker, les invadió un olor nauseabundo mezclado con un sofocante calor. —¡Prepárate muchacho! No te asustes con lo que vas a ver porque vas a tener que acostumbrarte a ello cada vez que te enviemos a portear algo a la tercera planta. Nosotros ya hemos aprendido a convivir con ello. Nos llevó un tiempo hacerlo, pero con el día a día termina siendo parte de tu vida —El militar empezó a rascarse la cabeza a la espera de ver la reacción de Daniel. Daniel guardó silencio y se limitó a esperar pacientemente para comprobar qué era lo que había sobre la tercera planta. Una curiosidad repentina le invadió por completo y le entraron las prisas por llegar. Cuando llegó al último escalón de la escalera metálica se paró en seco y observó alrededor. Se quedó mudo y no pudo explicar con palabras lo que veían sus ojos. Una inmensa sala repleta de cabañas, tiendas de campaña y pequeños campamentos improvisados se abría ante él. Desde allí se divisaba la planta al completo, y observar semejante paisaje apesadumbrado le dejó de piedra. Se quedó mirando fijamente a los militares sin saber qué decirles. Empezó a sentir náuseas y la cabeza le daba vueltas. Se encontraba mareado. El olor a estiércol y a humedad le dejaron descompuesto y no paró de dar arcadas. Aquel lugar olía peor que la propia muerte. ¿Cómo podían vivir en aquellas condiciones infrahumanas? Se llevó las manos a la mascarilla para poder taponar el hedor que se colaba por su nariz, pero enseguida se vio obligado a bajarlas al ser observado por una gran cantidad de habitantes de aquella planta, que le miraban desafiantes. El grupo que se agolpaba a los pies de la entrada observaban expectantes para comprobar de quién se trataba. Se quedaron mirándole fijamente con cara de pocos amigos. Daniel, al comprobar que no era bien recibido en aquella planta, decidió bajar la cabeza y se limitó a esperar órdenes de los militares para poder continuar con la visita. Recibió un gesto de aprobación por parte de varias personas que se habían percatado de su gesto respetuoso hacia ellos, al retirar sus manos de la mascarilla. Los militares se fueron abriendo paso a través de la muchedumbre y avanzaron por el pequeño pasillo que dejaron libre. Pero la situación empezó a ponerse tensa. Sintieron sus apestosos alientos sobre sus rostros y se vieron obligados a apartarlos a la fuerza, con las metralletas apuntando a sus cabezas. Querían evitar a toda costa cualquier tipo de contacto con ellos. A pesar de haberse retirado unos metros sintieron el pestilente olor que desprendían sus cuerpos. ¿Cuánto tiempo llevarían sin lavarse? Las personas congregadas alrededor de ellos guardaron las distancias por miedo a las futuras represalias que pudieran tomar. En alguna que otra ocasión habían recibido severos castigos y no les apetecía volver a pasar por ellos. Tenían terminantemente prohibido acercarse a menos de un metro a los militares. Para apaciguar los ánimos, Nicolás se quitó la mochila de la espalda y sacó unos pequeños paquetillos de tabaco de liar para repartirlos entre las personas que se encontraban cerca, para poder disuadirlos pacíficamente. Consiguieron calmar los ánimos entre la multitud y continuaron con la visita sin sobresaltos. Habían aprendido con el paso del tiempo que si utilizaban con ellos mano izquierda todo era más fácil. A Daniel le dieron ganas de llevarse las manos a la cabeza al comprobar en qué condiciones vivían aquellas personas. A los laterales del pasillo principal existían divisiones pintadas sobre el suelo para poder diferenciar los espacios individuales de cada familia. Casi todas las personas descansaban sobre cartones mugrientos y desgastados, que desprendían un olor inmundo. Algunos, ajenos a lo que había a su alrededor, se divertían jugando a juegos de mesa fabricados por ellos mismos en lo que parecían mesas improvisadas. Utilizaban piedras robustas o maderos anchos como asientos. A la mitad de la sala, se encontraron una zona poblada de pequeñas chabolas fabricadas con madera. Aquello fue lo más sofisticado que observó allí abajo. También había pequeños soportes anclados a las paredes de hormigón que servían de camas improvisadas a las personas con menos recursos o que no tenían familia en el interior del búnker. Para Daniel fue como volver a ver de nuevo a vagabundos, sólo que esta vez vivían bajo tierra, alejados del páramo exterior. Otras personas vivían en el interior de pequeñas tiendas de campaña iluminadas con pequeñas velas. Aquella era la mayor intimidad que existía en la tercera planta. No existían paredes divisorias entre unos y otros y tenían que convivir de aquella manera todo el tiempo que permanecieran allí, sin importarles el futuro que les esperaba al saber que en el exterior lo tendrían más difícil que allí abajo. Varios niños correteaban por los largos pasillos, ajenos a lo que se cernía a su alrededor y perseguidos por las madres que portaban grandes barrigas, a la espera de aumentar la familia. Aquello le pareció algo incomprensible. ¿Cómo podían quedarse embarazadas viviendo en aquel agujero y sabiendo que no tendrían un futuro esperanzador por delante? Pensó en aquellos niños y le invadió un sentimiento de tristeza que intentó apartar de su cabeza rápidamente. Cuando su inocencia desapareciera descubrirían en qué tipo de lugar vivían y se preguntarían por qué les había tocado vivir aquello. Quizás no sintieran sufrimiento alguno porque no conocían otro lugar diferente a aquel. Habían nacido allí y aquel era su sitio. Pero Daniel, perfecto conocedor del infierno que se cernía en el exterior, por un momento pensó que aquellas personas eran unas privilegiadas por vivir en un refugio seguro, aun haciéndolo en las condiciones en que lo estaban haciendo. Siguió su recorrido por el pasillo central y pasó cerca de lo que le pareció un hospital improvisado. Varias personas permanecían tumbadas sobre camillas. Sufrían quemaduras sobre sus rostros y algunos de ellos estaban lisiados. Una joven, de no más de treinta años, le miró fijamente desde el pequeño sillón sobre el que descansaba. Tenía un parche sobre su ojo derecho y la faltaba una pierna. Al fondo observó a un niño totalmente deformado. Estaba totalmente calvo y su rostro denotaba una falta total de sentimientos. Le faltaban varios dedos en su mano derecha y con la izquierda sujetaba un pequeño bastón de madera que le servía de ayuda para poder andar. Otros tantos se encontraban sentados sobre el muro de hormigón, a la espera de que les curaran las heridas que tenían sobre rostro, brazos y piernas. A pesar de la penumbra existente sobre la estancia, llegó a observar desde la distancia las terribles infecciones y quemaduras que padecían sobre sus cuerpos. Se giró para no seguir observando aquello e intento borrar de su mente lo que acababa de ver. Los militares, a fuerza de ver a diario semejante espectáculo, se habían acostumbrado y todo les parecía normal. Ni sentían ni padecían. Simplemente, se comportaban como robots sin sentimientos y solo se dedicaban a obedecer órdenes. Para avanzar más deprisa le dieron un tirón sobre el brazo. No había tiempo que perder. Edward era perfectamente conocedor del hacinamiento que existía en aquella planta pero era consciente de que al menos les había ofrecido una nueva oportunidad para seguir viviendo. Para que no se sublevaran les contentaba de vez en cuando con obsequios. Les ofrecía cigarrillos, botellas de aguardiente y de tequila. Sabía que si se mantenían distraídos con aquellos regalos permanecerían más tranquilos y calmados. Pero sabía que corría un riesgo muy alto. Con el tiempo, y en un futuro no muy lejano, aquello terminaría y no podría contenerlos en la tercera planta, que se iba pudriendo poco a poco, presa de la humedad y la insalubridad. Daniel llevaba muy poco tiempo en el interior del búnker, pero fue más que suficiente para darse cuenta de que había sobre él tres clases muy diferenciadas y que calcaban el modelo del exterior. Existía una clase alta, una media y otra baja. Vivían en cada una de las plantas y sus espacios estaban muy bien diferenciados. Pero pensó en ello y había tenido suerte de que le dejaran vivir en la segunda, que al menos tenía habitaciones bien acondicionadas y perfectamente equipadas, además de una buena limpieza. Se sintió un privilegiado. Llegaron al final de la gigantesca sala. A Daniel le sorprendió ver a varias personas haciendo trueques. Intercambiaban viejos objetos por vales de comida. Otras preparaban té en pequeños cazos y los ofrecían a cambio de cigarrillos o chocolatinas. Allí abajo se comerciaba con casi todo. Los vales de comida iban pasando de unas manos a otras a la velocidad de la luz. Daban derecho a cambiarlos por una pieza de fruta, una ración de champiñones o un vaso de caldo de pollo. Valían para eso y poco más. Pero para ellos, tener varios vales significaba poseer una verdadera fortuna. Aquello era una forma de premiar a las personas por su buen comportamiento o por realizar trabajos extras que no tenían asignados en su día a día. En aquella planta, las personas tenían que buscarse la vida para poder tener más alimentos que los que les proporcionaban a diario. Además, no podían subir a las siguientes plantas, y sólo los militares que vigilaban a diario la granja de la tercera planta y el viejo molino, podían hacerlo. Todos los demás lo tenían terminantemente prohibido. Como cada día, el destacamento militar del nivel superior bajaba para repartir las raciones individuales de comida de cada persona. Se entregaban por orden de lista para mantener un orden lógico dentro de aquel descerebrado mundo que habitaba en lo más profundo del búnker. Después de ver aquello, Daniel entendió por qué le había explicado el general Edward el peligro que corría allí abajo si no se andaba con cuidado. No había personas de las que fiarse. No podía confiar en nadie y debía evitar que le engañaran con cualquier tontería. Llegaron a la granja del búnker. Allí el olor era más fuerte que en la entrada a aquella planta, pero pareció que Daniel se había acostumbrado a semejante hedor y lo llevaba con total naturalidad. Observó dentro de la zona vallada y se sorprendió de la cantidad de ganado que había en su interior. Era la zona más grande de aquella planta y se encontraba atestada de una gran cantidad de animales. Al menos una veintena de militares vigilaban desde detrás de las vallas, y hacían que aquello fuera un fortín inexpugnable. En más de una ocasión, los habitantes de aquella planta habían intentado robar animales para poder saciar el hambre que padecían, pero los que lo hicieron no terminaron muy bien parados. Era algo que no podían permitir. Decenas de personas habían sido expulsadas de Zona Zero por intentar robar, quedando expuestas al horror radiactivo del exterior. No había sido fácil para los militares haber tomado ciertas decisiones, pero eran necesarias para poder mantener el orden y la disciplina en el interior del búnker. Había muchas personas a las que alimentar y el racionamiento diario de comida hacía que se mantuviera el equilibrio necesario. Daniel continuó mirando a su alrededor y observó bastante trasiego de personas transportando cestos sobre sus hombros. Se acercó a ellos para comprobar qué llevaban en su interior y descubrió que se trataba de huevos de gallina. Había gran cantidad de ellas encerradas en el interior de diminutas jaulas. Otras personas permanecían sentadas sobre taburetes de madera ordeñando a cabras, que se alimentaban de piensos compuestos en unos cestos de mimbre. Se percató de que en aquella planta se vivía de otra manera y que había tiempo para todo. Las personas dedicadas a transportar los alimentos eran los que más prisa tenían. Ese era su cometido y enseguida tenían que estar de vuelta en la cocina de Zona Zero, para poder preparar las comidas y las cenas. Eran acompañados en todo momento por varios militares armados para evitar que les robaran los alimentos que portaban hacia la segunda planta. Pero hubo algo que le llamó especialmente la atención a Daniel. Le resultó curioso que el mayor peso del funcionamiento del búnker se llevara a cabo en la tercera planta. Sin el esfuerzo diario de todas aquellas personas no podrían tener excedente de energía eléctrica, ni animales, ni agua corriente potable, ni siquiera oxígeno para poder respirar a través de los conductos de ventilación. Era la planta más activa y la intensa actividad que existía daba otro tipo de vida allí abajo. Costaba imaginarse la vida en Zona Zero sin aquellas personas que movían el corazón del búnker sin pedir más a cambio que una simple comida que se servía a diario, en ocasiones a deshoras. Era su forma de agradecer que les hubieran dado una nueva oportunidad de vivir, aunque fuera bajo tierra. CAPÍTULO 19 VISITA A LA ENTREPLANTA DEL BÚNKER Y de la mayor de las profundidades brotó un sorbo de vida, a través de las aguas de un río que pasaba por debajo del templo. La vida se mostró con su máxima expresión. Dejaron la granja atrás y pasaron por un pasadizo excavado a mano. A Daniel le dio la impresión de encontrarse sobre los oscuros y abandonados pasillos de una antigua mina. Sólo faltaban los raíles metálicos de las vagonetas sobre el suelo. Aquel era el último de los rincones del búnker y la zona más subterránea del mismo. Accedieron a través de unas escalerillas metálicas. Conforme se fueron acercando al viejo molino llegó hasta sus oídos el rumor del agua. Por un momento, Daniel pensó que habían regresado al exterior y se encontraban cerca de un río parecido a los que se encontró en su andadura a través del parque natural. Llegaron al final de las escalerillas y vio a varias personas trabajando sobre el molino. Este, abastecía de energía a los acumuladores que se encontraban en la primera planta, y ayudaba a que el generador principal no se viera obligado a funcionar a pleno rendimiento las veinticuatro horas del día, ahorrando de esa forma una gran cantidad de combustible. Solo había una manera de que aquello funcionara bien, y era así. Si cualquiera de los dos fallaba sería necesario poner en marcha el generador secundario y eso no entraba dentro de los planes de la cúpula del búnker. Se acercaron y sintieron que el ruido producido por el agua al chocar con las aspas del molino era ensordecedor. Los viejos engranajes de madera chirriaban a cada vuelta que daban. Pasado un rato, el sonido se convirtió en algo monótono y molesto, que hacía que los militares detestaran bajar hasta allí. Se mostraron inquietos y nerviosos debido a que no era de su agrado visitar los subterráneos. Cualquier paso en falso sobre el viejo puente les haría caer al agua y desaparecer bajo las grandes rocas que arropaban el paso del río subterráneo. Daniel, para sentirse seguro, se agarró a la barandilla metálica que había sobre la pasarela del puente y miró hacia abajo. Observó la fuerza con que pasaba el torrente de agua. Debido al intenso ruido producido por la rueda del molino y por la alta concentración de humedad, empezó a sentirse aturdido y mareado. Avanzó junto a los militares y observó a las personas que trabajaban. Lo hacían sobre la enorme rueda del molino y a su parecer realizaban un esfuerzo sobrehumano. Se quedó embelesado observando el movimiento de las aspas y el constante martilleo al que eran sometidas por los trabajadores para poder ajustarlas sobre su eje central. Si dejaban que las aspas se desajustaran, las maderas se separarían y acabarían soltándose sobre el río, siguiendo su curso y desapareciendo para siempre. Aquello no se lo podían permitir porque sabían que el viejo molino era una fuente inagotable de energía. Los militares se separaron un momento de Daniel para atender un aviso en la emisora que portaban. Abandonaron la sala, dejándole solo sobre la pasarela. —¡No te muevas de aquí y no hables con nadie! ¿De acuerdo? En un momento volveremos a por ti. —Los militares subieron por la escalerilla metálica dejando atrás el ruido ensordecedor del molino. Daniel observó desde la distancia cómo se alejaban. Se apoyó sobre la barandilla y se limitó a observar el trabajo minucioso que realizaban aquellas personas sobre las aspas de madera. Supuso que algo extraño había ocurrido en la zona superior del búnker y por eso los militares abandonaron a toda prisa el lugar. Uno de los trabajadores se percató de que Daniel se encontraba solo y se acercó a él, después de hablar con los otros dos que trabajaban al lado. Soltó el martillo sobre una mesa de madera y se acercó apresuradamente hacia la barandilla, hasta llegar a la altura de Daniel. Se puso frente a él y le miró de arriba abajo. Daniel le observó e intuyó que no estaba de buen humor. El sudor de su frente caía ligeramente sobre sus mejillas dándole un brillo tétrico a su rostro. Su negra melena, humedecida y mugrienta, parecía un saco de mimbre oscurecido. Estaba embadurnado de grasa y aceite y el mono tenía una tonalidad más oscura de lo normal, debido a la suciedad que acumulaba. Masticaba chicle de una forma chulesca y guardaba silencio, a la espera de que Daniel entablara conversación con él, ahora que los militares se habían marchado apresuradamente. Pero Daniel sabía que no podía caer en estupideces con aquellas personas, ya le habían avisado, por lo que se quedó mirándole sin mediar palabra. —Hola muchacho, no te he visto antes por aquí. ¿Eres nuevo? —preguntó, sin apartar la vista de los ojos de Daniel y esperando una respuesta. —Hola. Efectivamente. Soy nuevo aquí. Llegué hace tres días —contestó, mostrando un ligero tartamudeo propiciado por los nervios. Tenía el rostro muy cerca del suyo y eso le intimidó—. He permanecido unos días en una celda, pero hoy he salido y me están enseñando este lugar. Parece bastante grande, no me lo imaginaba así. ¿Cómo te llamas?, mi nombre es Daniel. Encantado de conocerte. —Alargó la mano hacia él para poder estrechársela. —Encantado Daniel. Puedes llamarme Charlie. Todo el mundo me conoce por ese nombre. —Se dieron un ligero apretón de manos y consiguieron romper el hielo del primer momento. —¿Y tus amigos? ¿Cómo se llaman? Me refiero a esos que están trabajando sobre las aspas del molino. —Ya te los presentaré. No es momento de hacerlo, enseguida llegaran los militares. Te voy a decir una cosa, pero debes mantenerla en secreto, te lo pido por favor. No puedes decirles que hemos entablado conversación porque tendremos problemas, es algo que tenemos prohibido. No les hace gracia que os mezcléis entre nosotros, los de la tercera planta. Si se enteran dejarán de darme ciertos privilegios que consigo trabajando sobre el molino. Y no quiero que ocurra eso, ¿De acuerdo? —No te preocupes. No diré nada, te lo prometo —dijo Daniel, intrigado ante lo que tenía que decirle. —Mira chico, aquí abajo nada es lo que parece. No dejes que las apariencias te engañen. Los habitantes de esta planta no podemos subir a las otras debido a que sabemos más de la cuenta. Si contáramos todo lo que sabemos a los demás habitantes de las otras plantas contaminaríamos sus pensamientos positivos, que a día de hoy siguen intactos, aunque te parezca extraño. Pero tú que eres nuevo debes saberlo desde el primer día, para que no te coja desprevenido. ¿Has venido con alguien más a Zona Zero? —preguntó Charlie a Daniel. —Sí. Llegué con un amigo que encontré cerca de Denver. Se llama Alexander. Nos rescataron del desierto cuando nos quedaba un hilo de aliento. Gracias a ellos estamos vivos —contestó, intentando darle cierta normalidad a su situación en el búnker. —Tu compañero ha venido esta mañana. ¿Es un tipo bastante grande, verdad? Un momento antes del primer turno de comidas llegó con un par de militares. Ha ocurrido algo con él. No sé exactamente qué ha sido pero creo que la ha cagado. Se lo han llevado en volandas después de mantener una fuerte discusión entre ellos. Pudimos oír las voces desde aquí. Dime una cosa, ¿le has vuelto a ver? —Alexander es bastante corpulento, seguro que era él. ¿Dónde se lo han llevado? No he vuelto a verle desde que salimos de las celdas. —A Daniel le costaba creer lo que escuchaba debido a que sabía que no debía fiarse de lo que le contaran. Pero le dio cierta credibilidad porque no había vuelto a ver a su amigo. No tenía noticias de él y desconocía su paradero. —No sé dónde se le habrán llevado, pero creo que no se ha comportado correctamente con los militares, por lo que presiento que en breve acabará en la tercera planta, al menos por algún tiempo. Estoy seguro que se lo han vuelto a llevar a las celdas. Pero hay una cosa que no sé. Tú estás en la segunda planta y eso me tiene intrigado. Dime, muchacho, ¿eres amigo de alguno de los militares? —preguntó Charlie, extrañado ante semejante trato de favor hacia él. En aquella planta solo vivían las personas mejor miradas del búnker. —¿Por qué sabes que estoy en la segunda planta? ¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Daniel. —¡Nadie me lo dijo! —Se echó a reír a carcajadas—. Te recuerdo que tenemos prohibido hablar con las personas que vienen de visita con los militares. Y de visita solo vienen los que proceden de las plantas superiores. Las personas que son condenadas a vivir en la tercera planta se quedan para siempre, no regresan. Por eso lo sé —aclaró Charlie, sabiendo que en cuanto terminara su charla volvería a subir a la siguiente planta. —Pura lógica, desde luego. No pensé en la pregunta que te hacía, ¡qué tontería! Lo que me preocupa es lo que le haya podido pasar a Alexander. En cuanto regresen los militares les preguntaré por él. Seguro que ha sido un malentendido. —No se te ocurra decir nada de lo que te he dicho. ¿De acuerdo? No deben saber que hemos hablado o tendremos problemas. Tú solo intenta averiguar qué está pasando por allí arriba. Por favor, confía en mí. En unos días nos pondremos en contacto contigo para que nos cuentes. Desde aquí abajo llevamos unos meses observando movimientos extraños. Tenemos que averiguar qué ocurre. Nuestro futuro depende de lo que descubras. Si me he atrevido a acercarme a ti es por una buena razón. Tienes que ayudarnos a descubrir la verdad. —No tendría problema en ayudaros, pero necesito algo más de información. ¿Qué cosas extrañas habéis observado últimamente? —Daniel se puso nervioso y le empezó a tiritar la voz. No pudo disimular su rostro compungido frente a Charlie. Temía que los militares se presentaran de inmediato y les descubrieran hablando. Acabaría de nuevo en el interior de una celda. Pensó detenidamente lo que le había comentado Charlie y decidió confiar en él, aunque acabara de conocerle. Tenía que descubrir qué estaban tramando los militares. No tenía otra cosa mejor que hacer y aprovecharía cada minuto de que dispusiera. —Llevamos tiempo soportando fuertes presiones desde arriba. Necesitan más cría de animales y más puesta de huevos por parte de las gallinas. Ordeñan a las vacas y a las cabras con más frecuencia de la normal. Constantemente desaparecen crías de animales. Desconocemos qué hacen con ellos. Si los sacrificaran para repartirlos como alimento para los habitantes lo entenderíamos, pero sabemos que no es así, ni en la tercera planta ni en la segunda. Ocurre algo extraño. Durante meses no ha habido crecimiento de la población en Zona Zero y no se necesita más cantidad de comida. Tenemos un topo en el huerto hidropónico y nos ha comentado que también vienen recibiendo presiones desde hace un tiempo, obligándoles a acelerar la producción de verduras y hortalizas. Se ha triplicado la recolección de vegetales que había en un primer momento, y misteriosamente nunca llegan hasta las cocinas del comedor, ni tampoco se almacenan en los grandes congeladores. En el almacén, han echado en falta gran cantidad de botes de semillas puras que se encontraban almacenadas y preparadas para el cultivo. Se desconoce su paradero. También se han incrementado las horas de trabajo para la producción de energía, que tampoco sabemos dónde va. La acumulan en grandes baterías que posteriormente son enviadas hacia la primera planta. En la tercera planta no han instalado más líneas de luz ni tampoco más bombillas, por lo que no hay más consumo que de costumbre. Es más, cada vez que hay una avería y algo deja de funcionar, no recibimos ningún recambio ni repuesto para arreglarlo. Nos están dejando completamente a oscuras y poco les importa. Lo habrás comprobado con tus propios ojos. Nos está comiendo la inmensa penumbra que existe sobre la sala, y así resulta muy complicado vivir aquí abajo. Les hemos pedido explicaciones pero sólo hemos recibido evasivas y más presión sobre nuestros trabajos. Nos están callando con botellas de aguardiente, de tequila y con sus bolsas de tabaco de liar. Saben que con eso nos motivan, pero desconocemos hacia dónde van los excedentes que producimos. —¡Está bien, Charlie! Haré lo que pueda y ya veremos cómo podemos ponernos en contacto. A mí también me parece extraño lo que me cuentas, pero descuida que lo averiguaré —Daniel se sintió mal por lo que le había contado Charlie, debido a que en aquella planta vivían hacinados y de una manera antihigiénica. Enseguida se convenció de que tenía que ayudarlos. Tenía que destapar el oscuro secreto que pululaba por el búnker. Llevaba muy poco tiempo en Zona Zero, pero enseguida pudo comprobar que no todo pintaba como le había explicado Edward. Aquel búnker escondía algo que olía a podrido. —¡Muchas gracias, Daniel! Durante los próximos días recibirás noticias a través del contacto que tenemos en el huerto hidropónico. ¡Ni se te ocurra fiarte de los militares!, se lo contarán a Edward y nos expulsaran del búnker. Debes mantenerlo en secreto o nos mandarán al exterior sin ningún tipo de contemplaciones. Esto funciona así, quiero que tengas conocimiento de ello antes de que puedas llevarte una desagradable sorpresa. —Charlie se mostró preocupado y desesperado por la situación que estaban viviendo. Debido a ello, decidió contárselo a Daniel, sabiendo que era la única oportunidad que tenía de esclarecer lo que ocurría en Zona Zero. Al momento se oyó un fuerte golpe que provenía del pasillo de la entreplanta, y Charlie regresó rápidamente a su puesto de trabajo, antes de que pudieran descubrirle hablando con Daniel. Cogió su martillo y siguió trabajando, haciendo como si no hubiera abandonado su puesto en ningún momento. Disimuló que hacía el relevo con sus compañeros y antes de que Daniel se volviera le dirigió una mirada furtiva para guiñarle un ojo. Aquello le aportaría algo más de confianza. Los militares llegaron al interior de la sala del viejo molino y se quedaron observando a los operarios. Comprobaron que trabajaban incansablemente sobre él y que todo se encontraba en orden. Uno de ellos se acercó hasta donde estaban y les corrigió la forma de golpear sobre las maderas para que su trabajo fuera más eficiente. Les obsequió con unas bolsas de tabaco de liar y enseguida se las guardaron en sus bandoleras. Les dio una palmadita en la espalda a modo de felicitación y se volvió para salir de allí junto a Daniel y a su otro compañero. En ningún momento llegaron a sospechar de lo que había ocurrido y abandonaron la sala, dejando atrás el murmullo del agua golpeando sobre las viejas maderas del molino. Acompañaron a Daniel a la salida y regresaron a la puerta de acceso a la segunda planta. De regreso, Daniel volvió a buscar entre la muchedumbre a su amigo Alexander. No había ni rastro de él. Se había fijado en todas las personas que había observado y se percató de que tampoco se encontraba por allí José Morales, compañero unos días antes en la sala de las celdas. Siguió buscándole por entre la multitud de personas que se arremolinaban por aquella planta y no consiguió verle. Aquello sí que le extrañó. Si no le había visto en la segunda planta ni tampoco en la tercera, ¿estaría en la primera? Hubo algo que se le quedó grabado para siempre. Jamás había observado semejante pobreza y desesperación. No consiguió encontrar ningún tipo de sentimientos sobre los rostros de los habitantes de la tercera planta, y eso le asustó. Se encontraban tan delgados que los harapos que usaban como ropas, colgaban airosos bailando sobre sus costillas. Su tristeza era tan desesperante que les ahogaba lentamente en aquella especie de horno subterráneo sobre el que vivían hacinados. Su alimentación diaria se resumía a una pequeña porción de comida, a pesar de los trabajos tan duros que realizaban. Pensó en ellos y el futuro que les esperaba no le pareció muy alentador. Descansaban sobre cartones y a su alrededor había gran cantidad de desperdicios y suciedad. El olor inmundo que había en aquella planta era inaguantable, pero desgraciadamente ya se habían adaptado a vivir con él, aunque a su alrededor flotara una atmosfera fétida e irrespirable. La renovación del aire era escasa y el excesivo calor envolvía todas las estancias, haciéndolas inhabitables y no aptas para permanecer en ellas. Daniel no llegaba a entender cómo podían tener a aquellas personas viviendo de aquella manera, y más habiendo comprobado cómo se vivía en las otras dos plantas del búnker. Algunos de los que habitaban en aquel infierno conocían las diferencias de trato que había entre unos y otros, y no estaban contentos con la situación, pero permanecían en silencio para no alterar el orden lógico de Zona Zero y para evitar una revolución. Sin lugar a dudas, eso les enviaría de nuevo al exterior. Si los militares se percataban de cualquier mínimo atisbo de levantamiento de las personas de la última planta, actuarían sin contemplaciones sobre ellos y les impondrían un castigo ejemplar. Si lo hacían así, evitarían que los demás se contagiaran de las posibles revueltas. Esa era la única manera de salir de allí y de ascender hacia arriba, la salida al yermo inerte que invadía el planeta. Daniel se vio obligado a investigar qué era lo que ocurría en el interior del búnker, aunque le pareció una misión muy complicada. Pero más lo había sido llegar hasta allí, sorteando a la muerte en diversas ocasiones sabiendo que había un futuro poco prometedor por delante. Los militares, una vez apostados sobre la puerta de acceso a la segunda planta avisaron a través del interfono que iban a proceder a introducir la contraseña numérica sobre el reloj digital que se encontraba anclado a la pared. Daniel observó la puerta y descubrió que tenía una pequeña cerradura. Los militares no utilizaron ninguna llave y eso llegó a extrañarle. Al accionarse la apertura automática se oyó el sonido metálico de un cerrojo al moverse. Pasaron a través de ella y seguidamente se cerró, hasta que llegara el siguiente turno de los porteadores de alimentos que subían desde la granja. Pasaron por las duchas desintoxicantes y regresaron a la habitación de Daniel para que pudiera descansar un rato. La visita a Zona Zero había finalizado. CAPÍTULO 20 MOVIMIENTOS EXTRAÑOS Aparentarán ser piadosos, pero su conducta desmentirá el poder de la piedad… Daniel se tumbó sobre la cama que le habían asignado y disfrutó del silencio y la tranquilidad, al encontrarse solo en la habitación. Los demás ocupantes realizaban sus tareas diarias en los puestos de trabajo que tenían asignados. Se acordó de la bolsa que le habían proporcionado y se levantó de la cama para comprobar qué era lo que había en su interior. La sacó de la taquilla y la vació sobre la cama. Había varias piezas de ropa interior, un mono de repuesto y un par de camisetas. En el interior de una pequeña cartera encontró una navaja multiusos. También encontró dos bolsas de tabaco de liar, algo que con total certeza sabía que no utilizaría porque no fumaba. Decidió guardárselas por si tuviera que negociar algún día con alguien de la tercera planta. Había mucho menudeo de pequeñas cosas y sabía que le podía salvar de algún pequeño apuro. Edward le comentó unas horas antes que sería recompensado con algo más de valor en la mochila por haber llevado consigo en la furgoneta gran cantidad de armas, pero en su interior no observó nada que le llamara la atención. Pensó en ello e imaginó que habría sido un farol. Pero enseguida se dio cuenta de que estaba equivocado. Tras colocar los objetos de la bolsa sobre la pequeña estantería de la taquilla, notó algo extraño en el interior de una de las bolsas de tabaco de liar. La apretó nuevamente con sus manos y notó algo pequeño y duro, que evidentemente no era tabaco. La abrió cuidadosamente para evitar que se cayera el tabaco al suelo y encontró una pequeña llave. ¿Para qué sería aquella llave? ¿Qué puerta abriría? Se mostró sorprendido por el descubrimiento y se la guardó en el bolsillo, sabiendo que más adelante le serviría para algo. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le había visto dentro de la habitación y comprobó que se encontraba solo. Volvió a meter todo en el interior de la taquilla antes de que regresaran sus compañeros de habitación. Regresó a la cama y se tumbó para inmiscuirse en sus pensamientos y para asimilar por lo que había pasado los últimos días. Ahora tenía otra cosa más en la que pensar al haber recibido una misteriosa llave que desconocía lo que abría. Pensó que tendría tiempo por delante para descubrir algo que desconocía. Otra cosa no, pero tiempo iba a tener todo el del mundo. Daniel sintió la imperiosa necesidad de saber cómo se encontraba su amigo Alexander, pero no sabía a quién dirigirse para preguntar por él. Se levantó de la cama y abrió la puerta de la habitación para asomarse al pasillo. Observó alrededor y no vio a nadie. Tampoco llegaban a sus oídos las voces de otras personas, por lo que salió y se dirigió hasta el comedor, para ver si veía a alguien por allí. Se aproximó a la puerta y se asomó dentro. Comprobó que permanecía vacío y en silencio, a pesar de que un rato antes se encontraba repleto de gente comiendo. Las mesas estaban limpias y recogidas y observó que el suelo se encontraba humedecido, como si alguien acabara de fregarlo. Le pareció oír unos extraños ruidos en el interior de la cocina y se dirigió hasta las puertas correderas que la separaban del comedor. Pegó el oído a la pequeña ventana de la puerta e intentó escuchar algo en el interior. Consiguió oír algo parecido a un trasteo de cubiertos y corrió la puerta para entrar. Avanzó a través de la cocina y para su asombro, allí no encontró a nadie. A su alrededor reinaba el orden absoluto y todo estaba impecable. Siguió oyendo el ruido y se percató que de donde procedía era de una de las cámaras frigoríficas, que se encontraba entreabierta. Llegó hasta ella y la abrió del todo. Entró y comprobó que era inmensa. Había decenas de estanterías repletas de comida congelada. Se asomó a los tres pasillos que había en su interior pero no encontró a nadie. Pero siguió oyendo el ruido metálico allí dentro. Llegó hasta el final del tercer pasillo y descubrió de dónde procedía. Una de las aspas del ventilador de refrigeración estaba levemente doblada y cada vez que pasaba por la rejilla de seguridad golpeaba sobre ella, generando un ruido parecido al de los cubiertos de acero inoxidable al chocar entre ellos. Se extrañó de haberse encontrado la puerta de la cámara frigorífica abierta y no encontrar a nadie. Volvió tras sus pasos para salir, pero antes volvió la vista atrás para percatarse de que en realidad no había nadie dentro. Cuando volvió a girarse, observó cómo una pequeña sombra se acercaba hacia el interior de la cámara. En ese mismo instante no supo qué hacer y se quedó paralizado. Pero como no tenía nada que esconder decidió salir fuera. Dio unos pasos en firme y al salir chocó con alguien, que le hizo caer al suelo al golpearse la cabeza con él. El aturdimiento hizo que se quedara un momento atontado, hasta que volvió en sí y levantó la mirada para ver de quién se trataba. Se sorprendió al ver que era Edward, que en ese momento tenía las manos sobre su rostro, reaccionando al golpe que se habían dado. —¿Qué demonios haces en la cámara frigorífica? ¿Se te ha perdido algo por aquí? —preguntó Edward. Daniel seguía tumbado sobre el suelo helado de la cámara frigorífica. —¡Lo siento! Sólo estaba buscando a algún militar y desde el pasillo oí ruidos que procedían de la cocina. Por eso me aventuré a entrar, para comprobar de qué se trataba. —Daniel no sabía cómo deshacer aquel entuerto en el que se había metido y pensaba a contra reloj la manera de persuadir a Edward. Pero no se le ocurrió nada y se quedó observándole desde el suelo. Se preguntó qué estaría haciendo Edward por allí. Era la persona que dirigía el búnker y se extrañó de habérselo encontrado en la cocina a él solo. Se preguntó dónde se encontrarían los demás habitantes de la segunda planta, cuando un rato antes los había visto en el comedor. —Levántate de ahí, muchacho. —Le alargó la mano para ayudarle a levantarse. Le miró fijamente y arrugó su tez, enrojecida por el fuerte golpe que acababan de darse—. Vuelve a tu habitación si no quieres tener problemas. A la cocina sólo pueden entrar los cocineros. —Edward cambió el tono de voz y se mostró enfadado con Daniel por haberlo encontrado fuera de su habitación. No le agradaba que los habitantes del búnker curiosearan libremente por las estancias comunes y así se lo hacía saber a todos los que se atrevían a hacerlo. Daniel observó que su frente se había enrojecido al golpearse con él, haciendo que sus dos grandes cicatrices adoptaran un color amoratado. —¡Lo siento, Edward! No volverá a ocurrir. Mi intención era encontrar a alguien que pudiera decirme dónde se encontraba mi amigo Alexander. Estoy preocupado por él. ¿Dónde se encuentra? Desde que salimos de las celdas no he vuelto a verlo. —No te preocupes por tu amigo. Pronto lo verás. Tuvo un pequeño percance sin importancia en la tercera planta y en breve volverá a estar entre nosotros. —Se aproximó rápidamente a Daniel para agarrarle del brazo y sacarle de la cocina. Así lo llevó hasta su habitación. Daniel no opuso resistencia y se dejó llevar. Anduvo pasillo adelante pensando en lo que le había contado Charlie sobre Alexander, y del altercado que se había producido entre él y los militares. La versión de Charlie cobraba cierta credibilidad al corroborar la situación que se había vivido en la tercera planta, pero tampoco podía decírselo a Edward debido a que si lo hacía descubriría que había hablado con los chicos del molino. Decidió callarse y esperar pacientemente a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. —Pero, ¿ha hecho algo malo? Es una persona muy impulsiva, pero le aseguro de que será de gran ayuda en el búnker. Es un buen tío. —Intentó convencer a Edward para que le diera una nueva oportunidad, pero le pareció que no se quedó muy convencido de lo que le había dicho. —No lo dudo, Daniel. Pero aquí dentro hay unas reglas que hay que seguir a rajatabla y si alguien se las salta será castigado. Ya habéis sido informados en la reunión que hemos tenido y creo que nos hemos mostrado muy transparentes respecto a eso. Lleváis poco tiempo en Zona Zero, pero me ha bastado para comprobar que al menos tú posees un carácter más afable que tu amigo. Daniel, eres una persona muy inteligente y eso te hará grande en Zona Zero, no te olvides de ese pequeño detalle que marcará la diferencia en el futuro. —A parte de lo de mi compañero, hay algo más que me preocupa. ¿Dónde se encuentran todos los habitantes de la segunda planta? ¡No hay nadie por aquí! —Frunció el ceño simulando preocupación y miró fijamente a Edward, esperando una respuesta. —Nos hemos visto obligados a enviar a otro grupo al exterior para buscar al que salió hace unos días y que aún no ha regresado. Tememos que les haya podido pasar algo. Hemos rastreado el localizador del vehículo y se encuentra a muchas millas de distancia de aquí. Y lo que respecta a los demás, están en el huerto hidropónico. Necesitábamos más personal trabajando en los cultivos y estarán unos días de refuerzo. En breve te unirás a ellos para aprender un nuevo oficio. Espero que te haya quedado claro. ¿Tienes alguna pregunta más? ¿Necesitas más información? —Daniel se fijó en el rostro de Edward y no le pareció que estuviera de buen humor. Más bien le pareció ofuscado y tremendamente enfadado. —Está bien, Edward. Espero no haberle causado demasiadas molestias. No era mi intención. Me gustaría que entendiera mi situación y la preocupación que tengo al no ver a Alexander. —Edward no le contestó y se limitó a dejarle en su habitación para que se calmara. —¡No salga de su habitación! ¿De acuerdo? —dijo Edward. —¡Está bien! No lo haré —contestó Daniel, sin ni siquiera volverse para mirarle a la cara. Edward salió de la habitación y dejó a Daniel sentado sobre su cama. Cerró la puerta y regresó a la primera planta. Daniel pensó en lo que había ocurrido y le pareció sumamente extraño el haberse encontrado con Edward en la cocina. ¿Cómo supo que se encontraba por allí? ¿Habría cámaras por las estancias de la segunda planta? Pensó en ello, y la siguiente vez que saliera al pasillo, se fijaría. Pensó de nuevo en el chip que llevaba en el brazo y en la llave que le habían proporcionado dentro de una pequeña bolsa de tabaco de liar. Su cabeza no paró de dar vueltas durante largo rato. Recordó la conversación que había tenido con Charlie, el hombre que trabajaba en el molino, y empezaron a cuadrarle ciertas cosas que le había contado. ¿Por qué había gente de refuerzo en el huerto hidropónico? Había algo extraño en aquello y más sabiendo que la población de Zona Zero no había crecido en número de personas durante los últimos meses. Sabía que en breve terminaría averiguando qué era lo que ocurría en Zona Zero. El comportamiento de Edward y el hacinamiento de los habitantes de la tercera planta le habían abierto los ojos para devolverle a la cruda realidad. Además, Alexander permanecía encerrado en algún sitio del búnker, porque no había vuelto a verle desde que salieron de las celdas. Pero tenía clara una cosa, y es que iba a investigar todo lo que pudiera para poder descubrir la trama que empezaba a vislumbrar en el horizonte. Supuso que en pocos días tendría noticias del topo que trabajaba en el huerto hidropónico. Dejó de lado todos sus pensamientos y se volvió a tumbar sobre la cama, quedándose dormido al momento. El portazo de una taquilla metálica de la habitación hizo que Daniel se despertara sobresaltado. Se incorporó asustado y se quedó sentado sobre la cama, intentando tranquilizarse. Malhumorado, dirigió su mirada hacia las taquillas intentando entender qué era lo que ocurría. Observó cómo una persona arrodillada sobre el suelo buscaba algo en el interior de un saco de hilo. Por la forma en que movía el saco se encontraba bastante irritado. Le saludó tímidamente pero no obtuvo respuesta alguna por su parte. Ni siquiera se dignó a saludarlo y siguió a lo suyo. Volvió a meter el saco en el interior de la taquilla y la cerró de mala manera. Se levantó del suelo y salió rápidamente de la habitación. Daniel se quedó sorprendido por lo que acababa de presenciar pero tampoco le preocupó en exceso. Aún se encontraba adormilado pero enseguida comprobó que no era bienvenido allí. En lo único que pensaba era en agradar a sus compañeros de habitación, pero se encontró con el primero de ellos y no le dio la sensación de ser bien recibido. Se levantó y se asomó al pasillo. Oyó voces de nuevo en el interior del comedor y eso significaba que se aproximaba la hora de la cena. No recordaba exactamente el tiempo que había permanecido dormido, pero sabía que habían sido varias horas. Se encontraba bastante descansado. Se sentó sobre la cama y se calzó las botas para dirigirse de nuevo al comedor. Salió al pasillo y lo primero que hizo fue dirigir su mirada al techo para verificar si había cámaras de vigilancia, pero por más que buscó no encontró ninguna. Llegó hasta la puerta del comedor y entró dentro. Miró a su derecha y observó a una decena de personas cenando sobre una de las mesas. Asintió con la cabeza y les saludó. Solo algunos le devolvieron el saludo pero continuaron con su conversación sin hacerle demasiado caso. Vio al tipo que le había despertado un momento antes. Se encontraba apartado de los demás, sobre una mesa al final del comedor. Emitió un leve suspiro de alivio al comprobar que no era el único que se encontraba malhumorado. Parecía muy enfadado consigo mismo y con todos los que se encontraban cerca de él. Llegó hasta el mostrador y cogió una bandeja metálica para que le sirvieran la cena. No se encontraba hambriento, pero sabía que aquel momento era el único en el que podría conocer mejor a los habitantes de aquella planta. Necesitaba imperiosamente entablar conversación con alguien para poder entender mejor el funcionamiento del búnker. Pero no le iba a resultar fácil hacerlo. Se sentó sobre una mesa en la que no había nadie y desde allí observó cómo seguían entrando personas. No le parecieron muy educados y percibió cómo le evitaban a toda costa, hasta tal punto que nadie llegó a sentarse a su lado. Todas las miradas estaban puestas en él, y se cruzaban de un punto al otro del comedor. Daniel era el extraño en aquella planta y pareció que nadie entendiera que lo hubieran alojado junto a ellos, sabiendo que a todos los que rescataban del exterior les enviaban a la tercera planta. Aquello no iba a ayudarle en absoluto dentro de Zona Zero. Daniel, al ver que nadie se acercaba para tratar de hablar con él, se levantó para dejar su bandeja sobre la encimera de la cocina. Al volverse para salir del comedor se encontró con que dos personas fornidas le cerraban el paso. Tenían un aspecto aterrador y por el tamaño de sus brazos dedujo que eran mecánicos. Se quedó parado observándoles sin saber qué decirles. Intentaron intimidarle y empezó a asustarse. Sabía que no podría batirse cuerpo a cuerpo con ellos porque tendría todas las de perder, por lo que decidió continuar en silencio y bordearles para evitarse futuros problemas. Salió con la cabeza agachada, dejando atrás un jolgorio generalizado. Aquella era la prueba que necesitaba para saber que no era bienvenido en aquella planta. Se sintió verdaderamente mal al saber que no iba a tener más remedio que compartir espacio con personas que, además de ignorarle por completo, le harían la vida imposible para obligarle a bajar a la tercera planta. Pasaron los días y la situación no cambió para Daniel. Permaneció aislado en su habitación y no interactuó con ninguno de los compañeros que dormían junto a él. Tenía mucho tiempo para pensar y era lo único a lo que se dedicaba. Sufrió un inmenso vacío por parte de los militares y tampoco recibió órdenes de dónde tenía que trabajar. No había coincidido con Edward desde que se lo encontrara en la cocina, y tampoco tenía noticias de su amigo Alexander. Pero una mañana, mientras desayunaba tranquilamente sobre una de las mesas del comedor alguien se acercó a él y, disimuladamente le metió una nota en el bolsillo de su mono, antes de seguir su camino hacia una de las mesas que se encontraban al final del comedor. Comprobó cómo se sentaba al lado de otras tres personas que conversaban animadamente entre ellas. Se quedó observándole y se fijó en algo que le llamó la atención. El tipo que le había pasado la nota tenía medio rostro desfigurado. Pensó que habría sufrido quemaduras graves y se preguntó de dónde habría salido. Nunca le había visto desde el día de su llegada a Zona Zero. Apenas tenía pelo sobre su cabeza y bajo la oreja derecha tenía un llamativo tatuaje que intentaba esconder la cicatriz que posiblemente llegara hasta el hombro. Dejó de observarle para no levantar sospechas y continuó desayunando para terminar lo antes posible. Sintió curiosidad por lo que pondría en la nota, pero sabía que no podía leerla en medio del comedor. No quería que alguien se percatara de lo que acababa de ocurrir y fuera directamente a chivarse a Edward. Pero antes de desayunar cayó en la cuenta de que aquel hombre era el topo que trabajaba en el huerto hidropónico y que permanecía en contacto con Charlie. Recordó la conversación que había mantenido con él sobre la entreplanta del viejo molino, pero no había sido consciente de ello y olvidó por completo que alguien contactaría con él los siguientes días. Se levantó como un resorte de la silla y dejó el vaso de leche a medio terminar sobre la bandeja metálica. Se volvió y salió del comedor a toda prisa. Necesitaba leer la información que le habían pasado. —¡Eh, tú! —Sintió cómo alguien le voceaba desde la puerta del comedor. —¡Dime! —contestó Daniel. —Las bandejas hay que dejarlas sobre la encimera de la cocina, ¿nadie te ha enseñado modales? ¿O es que esperas a que alguien la recoja de la mesa? —¡Lo siento! ¡Se me olvidó! No sé en qué estaría pensando. Ahora mismo la recojo —dijo Daniel. Regresó al comedor para recoger la bandeja. Se había olvidado por completo al acordarse del topo que se iba a poner en contacto con él. La depositó sobre la pequeña encimera de la cocina. Cuando se dirigió hacia la salida volvió a oír a sus espaldas el jolgorio generalizado de todos los que se encontraban desayunando en el comedor. —¡Que no vuelva a ocurrir! ¿De acuerdo? No queremos a niñatos ricos en Zona Zero. —¡Está bien, no volverá a repetirse! ¡Lo siento! —contestó Daniel, dejando atrás el comedor. Se sintió mal, debido a que no llegaba a entender por qué se portaban así con él. No recordaba que les hubiera dado motivos para burlarse de él de aquella manera. Llegó a la habitación y aprovechó que no había nadie en su interior para entornar la puerta y sacar el papel de su bolsillo. Estaba ansioso por poder leerla y desplegó el pequeño papel: “Mañana por la noche paso a buscarte. A las cinco de la mañana hay cambio de guardia en la puerta de acceso a la tercera planta. Dispondremos de diez minutos para pasar a través de ella sin que nadie nos descubra. Tenemos que reunirnos urgentemente con Charlie en el viejo molino. Algo va a ocurrir en los siguientes días y tenemos que pararlo de alguna manera. Tu amigo Alexander ya ha salido de la celda y hoy llegó a la tercera planta. Se encuentra con Charlie. En unas horas nos vemos. Recuerda no decirle nada a nadie de lo que te he comunicado. Deshazte de esta nota y tírala por el sumidero del baño, nadie puede leerla o nos descubrirán. Suerte.” Daniel sintió una leve flojera sobre sus piernas, provocada por un estado de nervios al que se iba a ver abocado durante las siguientes horas. Pensó que la espera se le iba a hacer interminable. Sintió unos pinchazos sobre el estómago e intentó calmarlos llevándose las manos a la tripa. Pero inevitablemente se vio obligado a salir corriendo hacia el baño y se arrodilló sobre el váter para vomitar todo lo que había desayunado un momento antes. Permaneció arrodillado durante un buen rato hasta que dejó de dar arcadas. Se limpió, y antes de levantarse rompió en mil trozos la pequeña nota que tenía entre sus manos. Los dejó caer sobre el vómito y tiró de la cadena. Al salir del baño, respiró aliviado al comprobar que aún no había regresado nadie del comedor. Se tumbó sobre la cama y pensó detenidamente lo que tenía que hacer. No podía levantar sospecha alguna entre sus compañeros de habitación porque terminarían descubriéndole a él y al topo infiltrado del huerto hidropónico, tirando por tierra el plan que tenía preparado Charlie. Pensó en los días que llevaba viviendo en el interior del búnker y se dio cuenta de que había recibido más apoyo por parte de los habitantes de la tercera planta que de los de la segunda, que ni siquiera le dirigían la palabra. Tan solo lo hacían para echarle en cara determinados comportamientos o para provocarle. Además, todo había dado un giro inesperado. Alexander había sido enviado a la última planta y se encontraba junto a Charlie, algo que le animó a llevar a cabo la escapada nocturna junto al topo hacia los subterráneos. No tenía mucho que perder. El día transcurrió como de costumbre y ningún acontecimiento alteró su tranquilidad en el interior de la habitación. Cuando sus compañeros de habitación terminaron con la conversación y apagaron la luz, pudo cerrar los ojos para intentar dormirse. Le costó conciliar el sueño debido a los ronquidos que provenían de las demás camas, pero cuando se acostumbró a ellos cayó rendido. Las horas pasaron rápido y algo le hizo despertar sobresaltado. Sintió una mano sobre su boca y al abrir los ojos observó a través de la penumbra el rostro del tipo que le había pasado la nota en el comedor. Supuso que serían las cinco de la mañana, que era la hora a la que se pasaría a por él. Volvió a mirarle y vio cómo se llevaba su dedo índice a la boca para indicarle que guardara silencio. Se calzó las botas y salieron al pasillo. El tipo le cogió del brazo y le ayudó a avanzar hasta el final del pasillo, que era donde se encontraba la puerta de acceso a la tercera planta. Antes de pasar a través de ella, esperaron pacientemente unos minutos para cerciorarse de que nadie les había oído. Como le había dicho a Daniel, sobre la puerta de acceso no encontraron a ningún militar, que se encontraban haciendo el cambio de guardia y dispondrían de varios minutos para poder pasar a través de ella. Después de asegurarse de que nadie se había percatado de sus movimientos por la segunda planta, sacó un pequeño papel de uno de los bolsillos y tecleó una numeración sobre el marcador que se encontraba anclado a la pared. Volvió a guardárselo en el bolsillo y al momento se activó la apertura de la puerta. Tras abrirse se oyó un fuerte chirrido metálico. Pasaron al interior y volvieron a cerrarla para que nadie sospechara que habían entrado en la sala de limpieza con iones y duchas desinfectantes, que estaba adjunta al paso de la siguiente planta. Daniel se quedó observándole a través de la penumbra y dio por hecho que la mitad de su cara había sufrido graves quemaduras en algún momento de su vida. Lucía un llamativo y aparatoso tatuaje sobre el cuello para intentar disimularlas. Su rostro le imponía respeto. —¿Cómo te llamas? —preguntó Daniel. —Andrei. Soy el amigo de Charlie. Y tú debes de ser Daniel. Ya me han hablado de ti. Después te explicaremos qué es lo que tenemos pensado hacer. Nuestra supervivencia está en peligro y hace falta una revuelta que haga cambiar el funcionamiento del búnker. Si no lo hacemos ahora nos arrepentiremos de ello toda la vida. —Aquello que acababa de contarle Andrei hizo que Daniel se sintiera más perdido. Deseaba llegar al viejo molino para enterarse bien de la trama que tenían en marcha. Quería ayudarles, pero sabía que la información que portaba en el brazo solo podía proporcionársela a algún militar, y si se ponía en contra de ellos lo tendría muy complicado para seguir adelante. Andrei activó la segunda puerta que llegaba hasta la tercera planta y pasaron a través de ella. Se sentaron sobre la escalinata metálica que llegaba hasta la estancia general de la tercera planta y esperaron en silencio a que alguna persona enviada por Charlie les hiciera alguna señal. Daniel observó que, a diferencia de lo que había vivido en su anterior visita, todo se encontraba bajo una calma preocupante. Sospechó que aquello no era normal en aquella planta. Todos permanecían en el interior de sus pequeños habitáculos durmiendo, y sólo algunos paseaban con la mirada perdida por los pasillos centrales, vagando sin rumbo fijo de un lado a otro de la gran sala, poseídos por la cantidad de ansiolíticos que se les administraba. Vieron una sombra moverse entre las tiendas de campaña y las casas de cartón. Lo hacía de una forma rápida y sigilosa, temeroso por ser descubierto por el resto de habitantes que descansaban sobre sus pequeños habitáculos. Enseguida se aproximó hasta la escalera. Daniel no consiguió adivinar sus rasgos faciales al tener la cabeza cubierta por una enorme capucha. Además, de haberla llevado descubierta, la penumbra existente tampoco le hubiera permitido hacerlo. Se agachó junto a Andrei y le susurró algo al oído para que nadie se alertara de que se encontraban apostados sobre la escalera. No les interesaba llamar la atención en exceso o el resto de los habitantes, que ahora dormían, se alarmarían. —Charlie ya está preparado. Os espera en el molino. Hay diez militares apostados sobre el vallado principal de la granja, será fácil distraerles. Solo falta dar la orden y empezará el juego. —Ahora es el mejor momento para hacerlo. Arriba están durmiendo y si dejamos pasar el tiempo podrían mandar refuerzos al comprobar que no nos encontramos en las habitaciones. Avisa a los demás para que empiece la fiesta. —Daniel no consiguió oír bien lo que susurraban y empezó a ponerse nervioso, por lo que se limitó a esperar pacientemente alguna orden. —Esto se va a poner feo, Daniel. En cuanto dé la señal, salimos corriendo hacia la entrada al molino, ¿de acuerdo? ¿Lo has entendido, muchacho? —preguntó Andrei. —¡De acuerdo! Yo te sigo. —Daniel desconocía lo que ocurriría a continuación, pero se sintió animado por sumarse a la causa. No tenía nada que perder y el peor castigo que podría sufrir sería quedarse en la tercera planta para siempre, algo que no le preocupaba en absoluto. Al fin y al cabo había sido mejor recibido allí que en la segunda planta. El encapuchado bajó de la escalinata y corrió hacia unas tiendas de campaña que se encontraban cerca de la entrada. Tras golpear con un pequeño bastón sobre las finas lonas, varias personas salieron. Sin mediar palabra alguna se dirigieron hacia la zona de las cabañas de madera, que era donde vivían las personas con más poder en aquella planta. Por decirlo de otra manera, en su interior descansaban los chivatos de los militares, que les proporcionaban informaciones de las entrañas del búnker y de los comportamientos de todos y cada uno de los habitantes. Daniel observó los movimientos en silencio y desde la distancia. Le picaba la curiosidad, pero no llegó a imaginarse lo que en breves instantes sucedería. Observó cómo uno de ellos se echaba mano al bolsillo y sacaba una caja de cerillas. Prendieron varias antorchas y las lanzaron sobre las cabañas. Las llamas no tardaron en envolverlas por completo. Enseguida observaron una gran bola de fuego que iluminaba por completo la tercera planta, desapareciendo la penumbra que antes la invadía por completo. Lo avivaron con varias botellas de gasolina para evitar que lo sofocaran enseguida. Las personas que un momento antes dormían plácidamente en su interior, consiguieron salir a la carrera. Sobre el pasillo central se formó un tumulto entre varios grupos de personas y enseguida se formó una brutal pelea. Pasados unos segundos, una luz roja empezó a emitir destellos desde una de las esquinas y la alarma de incendios se activó, despidiendo a través de los megáfonos un ruido infernal. Fue necesario que se llevaran las manos a los oídos para poder amortiguar los pitidos infernales que se habían activado tras detectar humo sobre la sala. Los militares que vigilaban la granja, tras observar lo que ocurría, corrieron metralleta en mano hacia donde se había originado el incendio. Cuando llegaron se encontraron con una pelea multitudinaria en medio del pasillo principal. En ese preciso instante, Andrei y Daniel, aprovechando que los militares se encontraban despistados intentando mediar en la pelea y en apagar el fuego de las cabañas, echaron a correr. Avanzaron a toda velocidad entre la multitud que se agolpaba sobre el pasillo y enseguida dejaron atrás a la muchedumbre. A sus espaldas dejaron la enorme bola de fuego y desde la distancia continuaron oyendo el crepitar de la madera al arder. Las voces, insultos y golpes se sucedieron durante un largo rato entre los alborotadores. Daniel se quedó atónito ante lo que acababa de presenciar. Se preguntó cómo acabaría todo aquel desaguisado y se imaginó durmiendo de nuevo sobre una celda o andando por el páramo exterior de Sonora. Tuvieron la fortuna de no encontrar a ningún militar apostado sobre la puerta de entrada al viejo molino. La gravedad que había alcanzado el incendio provocado obligó a que todos se desplazaran hasta el centro de la sala. Permanecían agrupados intentando sofocar el incendio y tranquilizando a las personas que se habían enzarzado en la multitudinaria pelea. El ruido ensordecedor de la alarma no dejaba pensar claramente a Daniel, pero cuando se acostumbró al rumor constante y molesto, entendió lo que había ocurrido sobre la tercera planta. Todo había sido orquestado por Charlie, provocando un foco de atención para poder distraer a los militares apostados en el vallado de la granja. Además, incitó a varios de sus contactos para que se enzarzaran en una fuerte pelea entre dos bandos muy diferenciados en aquella planta. Conocía de primera mano que aquello sería más alarmante y aumentaría la tensión en los militares. El caso es que solo había una forma de hacerlo, y era aquella. Tuvieron vía libre para llegar hasta la sala subterránea del viejo molino y poder reunirse con Charlie. Antes de descender hasta lo más profundo del búnker, Daniel se alegró de estar allí, junto a aquel grupo de personas que se ayudaban en la adversidad y que tenía una estrecha unión entre ellos. Aquello no hizo más que aumentar su confianza hacia aquel grupo de personas. Aquel era el lugar sobre el que se sentía más seguro y lucharía junto a ellos. Avanzaron a través del pasadizo subterráneo que llegaba hasta el molino, no sin antes cerrar la puerta de entrada con una estaca de madera, para evitar que alguien se colara al interior. Necesitaban reunirse con Charlie e idear un plan para salir de aquel atolladero en el que se habían metido. Al llegar a la pasarela del molino se encontraron con Charlie y con Alexander, que hablaban entre ellos. Pudieron observar rostros de preocupación a su llegada. Alexander, al volver a ver a Daniel, le cambió el gesto. No tardó en esbozar una amplia sonrisa provocada por su presencia. —¡Alex! ¿Qué tal estás, amigo? —voceó Daniel, mostrando una alegría desbordante por reencontrarse con él. Le encontró en buen estado e incluso llegó a verle con algo más de peso. —Me encuentro bien, Daniel. He estado unos días encerrado en una celda pero no me han tratado mal. No he tenido más remedio que sufrir otro interrogatorio por parte de Edward en su despacho, pero finalmente optó por dejarme salir y enviarme a la tercera planta. —¿Con Edward? Y, ¿qué te ha preguntado esta vez? —preguntó Daniel. —Daniel, ha intentado volverme loco. Dice que tenemos algo que le pertenece y que no va a parar hasta que lo consiga. Me dio la orden de que te lo comentara si llegábamos a coincidir por el búnker. ¿Tienes algún secreto guardado que no conozca? Porque me ha hecho pasar un mal rato y dice que todo esto es responsabilidad tuya. Estoy algo perdido porque no llegué a entender lo que buscaba. —¡No me lo puedo creer! ¿Te ha dicho eso? Bueno, amigo, al menos te ha dejado libre. Ya hablaré contigo de algo que debes saber, pero ahora no es el momento, ¿de acuerdo? Pero descuida, que no es nada importante. —¡De acuerdo! No te preocupes, Daniel. Todo se aclarará. Daniel se quedó perplejo ante lo que le había comentado Alexander. Edward tenía conocimiento de que escondía algo. Pensó que no pararía hasta conseguirlo y haría todo lo posible por hacerse con el chip que llevaba bajo el brazo. Empezó a sentir preocupación por la situación en la que se encontraba, pero se convenció de continuar guardando su secreto hasta que encontrara el momento oportuno de comentárselo a los demás. —Bien, chicos. Dejemos esto para luego —comentó Charlie—. Lo que nos importa ahora es poder conocer de primera mano lo que está sucediendo en Zona Zero, y tengo que deciros que hay algo que apesta. Voy a ir al grano, no disponemos de mucho tiempo. Sobre mi cabeza, y desde hace algún tiempo, sobrevolaba la sospecha de por qué se había incrementado la cría de animales y la producción de energía y de vegetales en el huerto hidropónico. Y hoy, tengo que deciros que ha quedado clara. —Daniel escuchó con atención lo que decía Charlie, pero palideció pensando que en pocos días el búnker se convirtiera en un verdadero polvorín. Un oscuro secreto se cernía sobre Zona Zero, y en pocos días estallaría por los aires y se convertiría en algo conocido por todos. —¡Cuéntanos! Estamos expectantes. Además, necesito saberlo porque creo que puedo servir de gran ayuda. ¡No lo dudéis! —contestó Daniel, decidido a colaborar con ellos. Charlie alzó la voz y mandó callar a los demás para que estuvieran al corriente de lo que sucedía. Se vio obligado a subir el tono de voz debido al intenso ruido que generaba el agua al golpear las palas del molino, mezclado con el penetrante pitido de fondo de la alarma de incendios que llegaba desde la tercera planta. —Tengo que deciros que están saliendo crías de animales fuera de Zona Zero. Las baterías que cargamos todos los días con la energía producida por el molino también son enviadas al exterior, junto a gran cantidad de vegetales frescos que produce el huerto hidropónico. ¿Dónde? Tengo una ligera sospecha, pero no estoy seguro del todo. —Corroboro lo que dice Charlie. Me han proporcionado la misma información y os aseguro que la fuente es de fiar. Un militar de alto rango que vive en la primera planta nos lo comunicó hace unos días —comentó Andrei, dejando a los demás boquiabiertos y sin saber qué decir. —Pero, ¿cómo sabéis eso? ¿Lo han visto desde arriba? —preguntó Daniel, mostrándose un tanto dubitativo de que alguien de la primera planta hubiera abierto la boca sobre aquella sospecha. Pensó que quizá fuera un movimiento de distracción para tenerlos entretenidos con algo en lo que pensar, y que seguramente había un trasfondo más serio en todo aquello. —Un militar de alto rango está colaborando con nosotros porque no se fía de sus compañeros en la primera planta. No podemos desconfiar de él porque siempre nos muestra su apoyo y nos concede ciertos privilegios. —Andrei asintió con la cabeza confirmando la explicación que proporcionaba Charlie. —¡Os voy a dar números! ¡Escuchad con atención! —exclamó Charlie, haciendo que los demás se volvieran hacia él enseguida—. De Zona Zero, han salido sesenta y seis crías de animales, más de seiscientos kilos de vegetales frescos, al menos un centenar de botes de semillas puras e innumerables kilovatios de energía acumulada en baterías. Hay otra cosa más. Me consta que el grupo que salió al exterior hace unos días para realizar tareas de reconocimiento de la zona y a conseguir combustible, no ha regresado porque han huido a otro lugar. Se sintieron amenazados por el núcleo duro del búnker y el acoso al que eran sometidos resultaba insostenible. ¿A qué lugar han huido? Casi con total seguridad que el lugar elegido ha sido el búnker Cheyenne, en Colorado Springs. ¡Es una suposición! No estoy seguro al cien por cien, pero lo intuyo. Lo que desconozco es si les habrán permitido entrar o si por el contrario se encontraran presos en aquel complejo. Lo que ocurre en ese lugar nadie lo sabe, excepto alguien de la cúpula de arriba, que sin lugar a dudas mantiene contacto con ellos. La pregunta es… ¿Para qué tienen contacto con ese otro búnker? ¿Para enviarles nuestros animales, nuestra energía y nuestros vegetales? Amigos, aquí pasa algo y nos queda muy poco tiempo para descubrirlo. —Y ¿qué pensáis que podríamos hacer? —preguntó Daniel. —Daniel, esto hay que pararlo. Nos vemos obligados a pedir explicaciones a Edward, necesitamos saber de primera mano lo que está ocurriendo. ¡Andrei! Sal de nuevo a la tercera planta para ver cómo está la revuelta y para comprobar si han regresado los militares a la granja. Tenemos que hablar con los demás habitantes para contarles lo que está ocurriendo, también tienen derecho a saberlo. —Daniel comprobó cómo los demás obedecían a Charlie, que daba órdenes directas. —¡Está bien! ¡Ahora mismo voy! —exclamó Andrei. CAPÍTULO 21 ENCERRADOS Los hombres serán encerrados en las profundidades, pero cuando se levanten, su ira hará temblar la tierra. Avanzó por el pasillo hasta llegar a la puerta que daba acceso a la tercera planta, dejando atrás el intenso ruido del viejo molino. Retiró la estaca de madera que habían dejado atravesada sobre la puerta y se asomó a la sala. Enseguida captó el intenso olor a madera quemada. Afortunadamente, la alarma de incendios había dejado de funcionar, imaginando que el incendio había sido sofocado unos instantes antes. Observó desde la distancia la granja y comprobó que no había ningún militar apostado sobre las vallas. Le extrañó ver a varios habitantes de la tercera planta merodeando en el interior, donde se encontraban las jaulas acondicionadas para los animales. Se asomó al pasillo principal y observó que una de las cabañas de madera aún humeaba. La penumbra había vuelto a la sala y era imposible divisar el principio de la misma. Comprobó con cierta incredulidad cómo una histeria colectiva se cernía sobre todos los habitantes. Los gritos y llantos ahogados se sucedían de una esquina a otra de la larga estancia. Se acercó a un pequeño grupo que se encontraba sobre el pasillo principal y les preguntó qué era lo que había ocurrido durante su ausencia. —¡Se han marchado! ¡Nos han dejado aquí encerrados para siempre y se han llevado a las mujeres embarazadas y a los niños! —¿Cómo? ¡No me lo puedo creer! Y, ¿a cuantas mujeres y niños se han llevado? —preguntó Andrei. —¡A todas! ¡Se han llevado lo más valioso que teníamos! Han sobrepasado la frontera de lo racional. Nos han dicho que nos despidiéramos de volver a verlos porque nos habíamos excedido con nuestros comportamientos y merecíamos un castigo. ¡Esto hay que pararlo! Además, han llegado con los carrillos y se han llevado a todos los animales de la granja. No han dejado ni uno. No tuvimos tiempo de reacción después de que llegaran refuerzos de las demás plantas. Por más que hemos intentado impedírselo, no hemos podido. Han cargado con dureza y hay varios heridos en la enfermería. ¡Nos han dejado sin nada! ¡¿Qué vamos a hacer ahora?! —Tranquilo, voy a ver si se me ocurre algo. Hacedme un favor, tranquilizad a la gente y pensaremos en algo. ¡Confiad en nosotros! Todo esto se arreglará. A Andrei le costaba creer lo que había ocurrido pero sabía que no era momento para pensar en ello. Sintió que se encontraban en peligro. Corrió a toda velocidad a través de la sala y llegó hasta la escalinata metálica que daba acceso a la segunda planta. Apartó a la multitud enfervorizada y empezó a golpear sobre la puerta, sin obtener respuesta por parte de los militares que se encontraban al otro lado. Observó el marcador de la pared y comprobó que se encontraba desactivado. Tampoco funcionaba el interfono. Supuso que los militares habían arrancado el cableado para evitar cualquier tipo de contacto con los habitantes de la tercera planta. La puerta estaba bloqueada y la multitud se encontraba encolerizada y fuera de sí por el suceso que acababa de ocurrir. Andrei se volvió hacia ellos e intentó tranquilizarlos. Se encontraban arremolinados sobre la escalinata y su comportamiento era excesivamente violento. Les ordenó que regresaran a sus estancias para que no cundiera el pánico. Pero el alboroto fue en aumento y Andrei sabía que en breve estallaría un motín importante. Conocía de primera mano la paciencia que tenían aquellas personas, pero se encontraban cansados y hastiados de sufrir tantas injusticias. Al contrario de lo que pensaban que ocurriría, habían vivido unos años muy duros en el búnker. No lo habían tenido fácil. Pero decidió luchar por ellos y se propuso buscar alguna solución antes de que la situación se volviera insostenible. Regresó a la puerta de acceso al molino y se cruzó con Charlie, Daniel y Alexander. Habían sido informados de lo que había sucedido y mostraban cierta preocupación por la situación que se les presentaba. Registraron todos los rincones de la granja y no encontraron ningún animal. Lo único que consiguieron encontrar fueron varios cestos repletos de huevos sobre uno de los comederos, que olvidaron los militares debido a las prisas por abandonar aquella planta. Enseguida los ocultaron, porque sabían que aquel sería el único alimento que tendrían durante los siguientes días. Sin que nadie se percatara de ello, consiguieron esconderlos en un pequeño escondrijo que había cerca del molino. El hecho de mantenerlos a buen recaudo, evitaría enfrentamientos y peleas entre los habitantes de aquella planta. Sabían que en cuanto el hambre empezara a mermar los estómagos de aquellas personas empezarían los problemas y harían peligrar la unión que existía entre ellos. Daniel sabía que había llegado el momento de actuar, pero debía seguir a rajatabla las órdenes de Charlie, que era la persona más importante en aquella planta y en la que todos confiaban ciegamente. Era lo más parecido a un ídolo y a base de ayudarles se había ganado su respeto y admiración. Pero para poder preparar un plan era necesario saber cómo iban a actuar los militares en adelante. Si no les proporcionaban alimento durante los siguientes días, morirían de hambre. En la recamara guardaban algún as bajo la manga para poder darle la vuelta a la situación, sabiendo que desde allí abajo se manejaba maquinaria importante y vital para el perfecto funcionamiento de Zona Zero. Como era de esperar, pasaron dos días y no recibieron noticia alguna de los militares. Los nervios hicieron aflorar lo peor de cada una de las personas que abarrotaban la tercera planta. El estado de ánimo de todos y cada uno de los habitantes se encontraba por los suelos. Una mezcla de rabia, odio y tristeza pululaba en el ambiente. Si no recibían alimentos, les quedarían pocos días de vida. Habían intentado contactar con el núcleo militar del búnker de todas las maneras posibles, pero no lo habían conseguido. La puerta de acceso a la segunda planta continuaba cerrada y por más que intentaron forzarla no consiguieron abrirla. Tampoco habían recibido noticias por la megafonía que había instalada en la parte más alta de la sala principal, algo que les hizo perder la esperanza de volver a ver a las mujeres embarazadas y a los niños que se habían llevado a la fuerza. Idearon varios planes para ejercer algún tipo de presión sobre los militares. Cerraron las válvulas principales de suministro de agua potable hacia las plantas superiores y desmontaron las palas de madera del molino de agua para dejar de abastecer de energía al resto del búnker. Pero después de varios días se dieron cuenta de que aquello no les serviría de nada. Desde allí abajo se seguía sintiendo el rumor constante del generador principal que se encontraba en la primera planta, y sabían que la energía que producía era más que suficiente para poder mantener en funcionamiento las dos primeras plantas. Supusieron que los militares habían sopesado la posibilidad de sufrir cortes de energía y de agua, por lo que llevarían tiempo acumulándola en otra parte. Aquello terminó de desanimarles, sabiendo que sus días estaban contados. Se encontraban hundidos en lo más profundo del búnker, sabiendo que desde el primer momento habían sido utilizados cruelmente por los militares. Fueron ubicados en la última planta para ayudar a levantar aquel lugar, pero lo que desconocían era que les aguardaban los trabajos más duros. No entendían por qué se lo pagaban de aquella manera tan cruel e inhumana. Charlie siguió dándole vueltas a la cabeza para poder hallar alguna forma de salir de allí, pero no consiguió encontrar ninguna salida a la delicada situación en la que se encontraban. Sabía que las horas estaban contadas dentro del búnker y se sentía responsable de toda su gente en la tercera planta, algo que le hacía sentir remordimientos. Comentó la situación con Daniel, Alexander y Andrei, pero nadie se aventuró a dar alguna idea convincente. Después de sopesar algunas alternativas, Daniel cayó en la cuenta de que tenía algo importante. No se le había ocurrido antes. ¿Cómo no lo había recordado? Se acordó de la llave que le habían proporcionado a su llegada a la habitación, y que encontró en el interior de una pequeña bolsa de tabaco de liar. Siempre la había llevado atada en el cordón del cuello, junto a la de su taquilla, y sabía que algún día necesitaría utilizarla. Se sacó la cuerda de dentro del mono y la observó, suponiendo que probablemente abriría la puerta de acceso a la segunda planta. Empezó a faltarle el aire y los nervios le dejaron atenazado. Pensó detenidamente en cómo actuar sin levantar sospecha alguna entre todos los habitantes de aquella planta. Se alejó de los demás para poder pensar claramente. Era una situación difícil para él. Por un lado imaginó que si se la habían proporcionado era para ayudarle a escapar de allí en caso de necesidad, pero por otro sabía que no podía abandonar a sus amigos dentro del búnker. Le habían ayudado y apoyado como nadie lo había hecho en Zona Zero y seguiría a su lado aunque llegara a costarle la vida. Se alejó de la multitud y se dirigió hacia la puerta que se encontraba en lo alto de la escalinata metálica de la tercera planta. Apartó a varias personas del acceso y observó el centro de la puerta. Días antes, cuando bajó de visita con los militares para que le enseñaran la tercera planta, ya se había percatado de la existencia de una pequeña cerradura en la puerta. ¿Se abriría con aquella llave? ¿Se la habían proporcionado para poder salir de allí en caso necesario? De una manera o de otra necesitaba ponerse en contacto con los militares para comunicarles lo que tenía escondido bajo su antebrazo, el chip con información confidencial que podía salvarle de la muerte. Volvió la mirada hacia atrás y observó que varias personas vigilaban sus movimientos desde detrás de la escalinata. Intentó disimular para no levantar sospecha alguna y dejó de observar la pequeña cerradura. Se incorporó y regresó a la sala principal. No era el momento más indicado para probar a abrirla, y pensó que en otro momento en el que se encontrara solo, podría hacerlo. Sabía que tarde o temprano se vería obligado a decírselo a Charlie, Andrei y a Alexander. De una cosa estaba seguro, ellos le acompañarían a la zona superior del búnker. Pero sabía que no podría llevarse consigo a todos los habitantes de aquella planta debido a que se encontraría con la negativa de Edward y probablemente se desataría una dura guerra en el interior del búnker. Entre los habitantes de la tercera planta se encontraban los ánimos muy caldeados, y no era para menos. Vieron cómo les arrancaban de sus brazos a sus mujeres y a sus hijos. Si llegaba a desatarse la revuelta que se estaba preparando habría una lucha encarnizada entre habitantes y militares que dejaría muchos muertos. No podía permitir que algo así sucediera, por lo que pensó que había que soltar lastre para poder salvarse ellos. Desconocía cómo reaccionaría Charlie cuando le propusiera el plan de huida, pero se vería obligado a convencerle debido a que no había otra salida. Daniel se acercó a sus amigos y les comentó que era necesario que le escucharan con atención. No había tiempo que perder. Salieron de la sala y se dirigieron a la entreplanta del viejo molino para evitar que los demás escucharan la conversación. Era necesario que lo mantuvieran en secreto. Les explicó lo que le habían proporcionado el día que entró en el búnker y cómo se abría una pequeña esperanza de poder salir de allí. Tras enterarse de la existencia de aquella llave, se quedaron atónitos. Se alegraron de tener una pequeña esperanza y decidieron esperar a que todos los habitantes de la tercera planta durmieran para poder intentar la huida. Charlie pensó en cómo mantener al grupo exaltado alejado de ellos para poder llevar con éxito aquel plan. Entendió a la perfección la propuesta de Daniel. Sabía que era imposible poder llevarse a todos consigo, a no ser que los necesitaran para iniciar una cruenta batalla cuerpo a cuerpo con los militares en las plantas superiores. Pensaron en mil maneras de poder engatusarlos, pero se le ocurrió una idea brillante que sin duda los mantendría alejados. Se acordó de la cantidad de huevos que tenían escondidos detrás del molino y los cogió para poder repartirlos. Se sintió mal por utilizarles de aquella manera, pero la única salida para tenerlos calmados, era engañándoles. Salieron de la sala del molino y se dirigieron al centro de la gran sala. Charlie reunió a todos los habitantes y les informó de que aquella noche les iba a proporcionar alimentos que tenía guardados para casos de emergencia. Sólo tenían que cumplir una condición. Debían de irse rápido a dormir para estar descansados al día siguiente. Les explicó que a la mañana siguiente intentarían tirar la puerta abajo y entrarían en lucha con los militares en la segunda planta. Siguió diciéndoles que para que la situación en el interior del búnker cambiara, era necesario luchar, y no había mejor manera de hacerlo que aquella. Ellos habían luchado más que nadie por mantenerlo en condiciones y no se podían rendir en ese momento. Los demás asintieron y no se opusieron a hacerlo. El hambre que padecían priorizó sobre todo lo demás, y sabían que si hacían caso a Charlie, tarde o temprano les llegaría su recompensa. Siempre había sido así y por suerte para él, pensaban que todo sería igual que hasta ese momento. La espera se hizo larga. Esperaron pacientemente a que todos descansaran sobre sus habitáculos improvisados hechos con cartones, maderas y plásticos. Ellos lo hacían en el interior de una pequeña tienda de campaña y hablaban en voz baja para no levantar sospechas entre los demás. Andrei asomó la cabeza por entre la cremallera de la tienda y observó el pasillo principal de la gran sala. Allí observó que permanecían los de siempre, movidos por sus intoxicadas mentes y paseando de un lado a otro sin inmutarse de lo que ocurría a su alrededor. Sabían que no causarían problemas debido a que se encontraban sumidos en un sueño del que difícilmente se les podía despertar. Charlie era muy inteligente y había hecho bien su trabajo. Sabía que no alzarían la voz debido a que ya los había surtido de huevos, bolsitas de tabaco y de botellines de vodka, anticipándose a lo que pudiera ocurrir. Solo había una forma de anular a aquellas personas, y era comprándolas con minucias insignificantes que para ellos eran auténticos tesoros. Pasadas un par de horas, y después de comprobar que todo se encontraba sumido en un silencio absoluto, salieron del interior de la tienda de campaña. Se dirigieron sigilosamente hacia la puerta, que se encontraba sobre la escalinata metálica de la tercera planta. La intensa penumbra existente sobre la entrada hizo que se vieran obligados a encender una pequeña linterna para poder probar la llave que llevaba Daniel. Dirigieron el haz de luz sobre la pequeña cerradura de la parte central de la puerta y Daniel la introdujo. Sintieron cómo el tiempo se paraba. Un silencio sobrecogedor recorrió sus cuerpos al oír la llave deslizarse sobre los engranajes de la cerradura. Los escasos segundos que tardó en girarla se les hicieron eternos, pero mereció la pena debido a que, sorprendentemente, la puerta se abrió. Se asombraron ante la facilidad con la que la habían abierto y se colaron al interior de la sala de las duchas y de los chorros de limpieza con iones. Sin apenas hacer ruido, volvieron a cerrar la puerta para que nadie de la tercera planta pudiera percatarse de su huida. Ya en el interior, la oscuridad existente hizo que siguieran avanzando con las linternas encendidas. No encontraron ni rastro de militares en aquella sala y se encontraba desierta. Lo único que conseguía llegar a sus oídos era el incesante goteo de una de las alcachofas de las duchas. Subieron por la pequeña escalera que daba acceso a la última puerta de seguridad y se apostaron detrás de ella. Daniel se asomó a través de la pequeña ventanilla para comprobar si había alguien haciendo guardia al otro lado, pero sorprendentemente no encontró a nadie apostado sobre el puesto de vigilancia. Vio luz sobre el pasillo de acceso a las habitaciones y el comedor, pero no observó movimiento alguno. Sobre el suelo del pasillo yacían multitud de papeles y objetos tirados, e imaginaron que probablemente habían tenido que salir de allí a toda prisa. Aquello sí que le extrañó y empezó a ponerse nervioso. ¿Les habrían abandonado en aquel agujero? Buscó a tientas la existencia de alguna pequeña cerradura en la puerta y la encontró. Inmediatamente sacó la llave del cordón que tenía atado al cuello y la deslizó sobre el engranaje metálico. Se mostró confiado de que también se pudiera abrir y en efecto lo hizo. Pero sabía que la visita a aquella planta entrañaría más peligros. Los militares se encontraban armados y debían de andar con más cuidado si no querían verse en un aprieto. Al empujar la puerta hacia el interior, una de las bisagras metálicas chirrió, haciendo que se quedaran inmóviles durante un rato. Si algún militar les oía estaban perdidos, pero sorprendentemente nadie se asomó al pasillo principal. Daniel se adelantó y los demás le siguieron sigilosamente para evitar hacer ruidos innecesarios. Llegaron a la primera de las habitaciones y observaron todo por los suelos. Las taquillas se encontraban abiertas y no había nada en su interior. Se habían llevado todo. Las literas carecían de colchones y mantas y los botiquines que antes estaban llenos de medicinas y vendas, ahora se encontraban vacíos por completo. Ante su asombro, se dirigieron rápido hacia la siguiente habitación, pero comprobaron que se encontraba exactamente igual que la anterior. Vacía y desbalijada. Llegaron hasta la habitación en la que había dormido Daniel y comprobaron que todas las taquillas se encontraban abiertas, excepto dos de ellas. Observó detenidamente su taquilla y comprobó que también había sido forzada y sus escasas pertenencias habían desaparecido. Se alegró de haberse llevado consigo la pequeña llave que le habían proporcionado. Ahora tocaba descubrir quién le había dado aquello y con qué propósito lo había hecho. Daniel sentía que por momentos se estaba volviendo loco y sabía que tenía que descubrirlo a toda costa. Siguieron moviéndose por la segunda planta y les extrañó no encontrarse a nadie por allí. Sabían que en la segunda planta se encontraba el comedor y el huerto hidropónico, dos elementos clave para el perfecto funcionamiento del búnker. Andrei sabía que el huerto hidropónico era el verdadero corazón del búnker y el que les hacía la vida más fácil allí abajo, debido al alimento que proporcionaba a sus habitantes todos los días. Avanzaron rápidamente hasta él y movieron manualmente las puertas correderas para poder acceder a su interior, debido a que no disponían de ninguna tarjeta electrónica de apertura. Después de un enorme esfuerzo consiguieron abrirlas entre los cuatro. Cuando deslizaron la segunda puerta se encontraron con algo con lo que no contaban. No llegaban a ver la sala al completo debido a la oscuridad existente en su interior. Solo las luces de emergencia permanecían encendidas. Pero la escasa iluminación que existía les fue suficiente para comprobar cómo se encontraba el huerto. Lo habían abandonado. A Andrei le resultó difícil de creer, debido a que sólo unos días antes había trabajado sobre él. Ya no había sobre los estantes de regadío ni vegetales, ni hortalizas ni champiñones. No quedaba absolutamente nada de nada. Habían desaparecido hasta las pequeñas macetas sobre las que crecían las primeras raíces de las futuras plantaciones. Los pequeños almacenes que se encontraban al fondo del huerto se encontraban vacíos. Conforme fueron avanzando por el huerto, la oscuridad fue envolviéndolos. Al final de la sala no existían luces de emergencia y solo conseguían distinguir pequeñas sombras proyectadas por la luz que se colaba desde la entrada del huerto. Tras encender las linternas descubrieron que los árboles frutales también habían desaparecido. Andrei no pudo evitar echarse a llorar pensando en el gran esfuerzo que habían realizado para sacar adelante aquella parte tan importante del búnker. Pensaba en la cantidad de horas que había trabajado allí y no llegaba a entender por qué les habían hecho trabajar tan duro para terminar de aquella manera. Los demás se acercaron e intentaron consolarle, pero tuvieron que apartarse debido a que se empezó a comportar de forma agresiva con todo lo que le rodeaba. Golpeó con fuerza sobre una de las mesas metálicas que se encontraban cerca de los tubos de regadío. Volvieron a acercarse y le agarraron con fuerza para evitar que se lastimara. La ira y la rabia le invadieron por completo, pero le convencieron para que la dejara para más adelante, cuando llegara el momento oportuno para utilizarla. Salieron del huerto y avanzaron por el pasillo hasta llegar al comedor. También se encontraba totalmente a oscuras pero todo se encontraba en orden. Lo que unos días antes se encontraba repleto de personas, ahora estaba desierto, y el silencio lo invadía todo. Andrei, Charlie y Alexander registraron el interior de los muebles que había alojados bajo la encimera de la cocina. Todo se encontraba vacío. Lejos de preocuparse, Daniel corrió hacia la cámara frigorífica. Sabía que unos días antes se encontraba repleta de comida en su interior. Abrió la puerta corredera y se asomó dentro. El paisaje del interior había cambiado por completo. Sólo habían dejado un par de cajas sobre una de las estanterías metálicas. Lo demás había desaparecido. Comprobaron el interior de las cajas y encontraron bandejas de pollo troceado. Había una cantidad importante de pollo, pero sabían que sería insuficiente para alimentar a todas las personas que aún permanecían en la tercera planta. Siguieron buscando por los demás armarios que había por el comedor y la cocina. Solo encontraron vajillas, cubiertos y bandejas. Daniel salió de allí y llegó a la pequeña escalera que daba acceso a la primera planta. Sacó de nuevo la llave que había abierto las anteriores puertas e intentó abrir aquella, pero sorprendentemente no encontró cerradura alguna sobre la puerta. Desilusionado, dejó caer la llave sobre el suelo, al comprobar que únicamente se podía abrir desde el otro lado. Regresó al comedor para comunicarles a los demás que, debido a la falta de cerradura sobre la puerta, les sería imposible acceder a la siguiente planta. Al oírle decir aquello, se quedaron en silencio, mostrando una enorme decepción. Pero sabían que no podían quedarse de brazos cruzados y se animaron entre ellos para seguir luchando. Decidieron no rendirse y seguir adelante. Pero se toparon con algo con lo que no contaban. Charlie fue el primero en darse cuenta. Se subió a una silla y puso las manos sobre los conductos de ventilación. ¡No funcionaba el aire! Aquello significaba que los conductos que proveían de oxígeno y aire renovado al búnker, habían dejado de funcionar. Aquello era un contratiempo bastante importante. Había muchos metros cuadrados en cada una de las plantas, pero sabían que si no volvía a funcionar terminarían muriendo asfixiados. Y los primeros perjudicados serían los habitantes que seguían en la tercera planta. Allí el ambiente estaba mucho más cargado que en el resto de las plantas y la concentración de oxígeno era más baja. Además, había un elevado número de personas viviendo allí, lo cual empeoraba la situación alarmantemente. Desesperados ante la situación en la que se encontraban, decidieron centrarse en su lucha por alcanzar la primera planta de Zona Zero. Volvieron tras sus pasos para intentar encontrar alguna otra vía de acceso a lo más alto del búnker. Todos lo hicieron excepto Daniel, que se quedó apostado sobre la puerta metálica. Se sentía engañado y defraudado por los militares de aquel búnker. Pero lejos de derrumbarse se le ocurrió algo que podría funcionar. No tenía nada que perder. Sabía que la información que poseía bajo su brazo era la llave que podría proporcionar el acceso a aquella planta. Sólo tenía que saber cómo utilizarla para poder salir de aquel agujero. Se levantó del escalón y observó el teclado numérico que había anclado a la pared. La pequeña pantalla no tenía luz y parecía desenchufado desde el otro lado de la puerta. Intentó ver algo a través del ojo de buey de la puerta, pero comprobó que el tintado del cristal no le permitía hacerlo. No fue capaz de ver nada de lo que había al otro lado de la puerta. Pero sabía que aún permanecían allí. El rumor que llegaba hasta sus oídos y el temblor que sentía sobre sus pies indicaba que el generador principal seguía funcionando. El runrún de la turbina llegaba hasta donde se encontraba. Para intentar llamar la atención, aporreó con fuerza la puerta metálica con un pequeño barrote, pero no recibió respuesta alguna. Insistió durante largo rato pero no consiguió nada, excepto hacerse daño sobre una de sus manos. Se tranquilizó e intentó pensar en algo más ingenioso y que llamara la atención de los militares. No podía permitir que abandonaran el lugar y los dejaran encerrados sin posibilidad de salir al exterior. Pensó en cómo llamar su atención y le vino algo a la cabeza que sin duda pondría en alerta a los militares. Sabía que aquello en lo que había pensado podría sacarle del apuro. Aprovechó que los demás buscaban otra salida para dirigirse corriendo hasta su habitación. Se sentó sobre su cama y observó las taquillas. Solo dos se encontraban cerradas y sabía que probablemente alguna tuviera herramientas en su interior. Intentó recordar qué taquilla era la del compañero de habitación que había visto el primer día, y que asqueado por su situación había dado dos portazos a la puerta, víctima de un cabreo monumental. Se acercó y observó un número 25 en su puerta. Estaba convencido de que era aquella. Mientras recordaba el momento en el que le despertó y giraba la cabeza para observar de dónde provenían aquellos golpes, visualizó el número y enseguida le vino a la cabeza. Cogió una pequeña barra metálica que había sobre una litera y la deslizó por la parte superior de la puerta, haciendo palanca sobre ella. Enseguida, la pequeña cerradura se partió. Se asomó dentro y el saco de hilo que había dejado aquel militar seguía en su interior. Lo agarró y comprobó que pesaba bastante. Lo dejó sobre la cama y lo abrió. Se felicitó por haber pensado aquello, debido a que en el interior del saco encontró destornilladores, llaves inglesas y un martillo, además de cinta americana, cortacables y botes de silicona. Después del hallazgo, imaginó que aquella persona había sido la encargada del mantenimiento del búnker, y consiguió entender por qué se encontraba tan asqueado en aquel momento en el que se encontró con él en la habitación Por entonces, esa persona sabía que la huida de los militares ya estaba planeada, denotando con su actitud su oposición a la misma. Su enfado aquella mañana estaba completamente justificado, y era algo que se sabía con suficiente antelación. No había sido una decisión de última hora. Daniel empezó a atar cabos y averiguó que aquella persona tenía una misión que no quería hacer, pero se vio obligado a ello por parte de los militares para no ser encerrado o enviado al exterior. Él fue quien desactivó los teclados de marcación de contraseñas de una planta a otra dentro del búnker. Estaba seguro de ello. La confusión hizo que la cabeza de Daniel empezara a dar más vueltas de lo normal. Se hacía preguntas una y otra vez, ¿quién le facilitó aquella llave en el interior de su bolsa? ¿Por qué habían dejado dentro de aquella taquilla las herramientas? ¿Todo lo que le estaba sucediendo era una prueba o algo parecido para saber si era capaz de descifrar todo aquello? Todo le pareció muy extraño, pero siguió pensando en cómo salir de allí junto a sus tres amigos. Sabía que no lo haría solo y ellos le acompañarían allá donde fuera. Aprovechó que los demás seguían entretenidos rebuscando por la segunda planta, para regresar de nuevo a la puerta de acceso de la planta superior. Se sentó frente al marcaje electrónico y encendió la linterna para poder ver mejor sobre la penumbra absoluta sobre la que se encontraba sumergida aquella estancia. Desmontó con el destornillador la pequeña tapa metálica y accedió al cableado. Tenía conocimientos de electricidad adquiridos en sus años de estudiante y había llegado el momento de utilizarlos. Sabía que el interfono podría funcionar si lo activaba desde allí, aunque estuviera desconectado desde el otro lado. Utilizó el cortacables y unió el cable rojo con el azul, para poder activar el altavoz. Los unió con cinta americana y habló a través del pequeño micrófono que había en el interior. Oyó el eco de su voz al otro lado y se felicitó por ello. ¡Funcionaba! Ahora solo quedaba pensar qué decir para llamar su atención, y sabía que no iba a ser fácil. Aclaró sus ideas y se convenció de que en cuanto pronunciara las palabras adecuadas, abrirían aquella puerta. Tenía noticias frescas para ellos y sabía que si no lo hacía en ese momento iba a ser tarde para encontrar una salida a su situación. Cogió el pequeño micrófono y se lo llevó a la boca. —¡Escúchenme! ¡Tengo algo importante para vosotros! Quien quiera que esté ahí, que avise a Edward. Soy Daniel. Tengo una información confidencial que proporcionarle. Por favor, avisen a Edward o a algún otro mando militar para poder ofrecerle algo que nos ayudará a todos. Comprobó que el micrófono funcionaba a la perfección e insistió en varias ocasiones para poder llamar la atención a los militares de la primera planta. Esperó sentado pacientemente sobre el último escalón de la pequeña escalera. Por la pequeña rendija inferior de la puerta pudo observar movimientos al otro lado. Pequeñas sombras pasaban de un lado al otro del pasillo principal de la primera planta, pero nadie contestaba a sus llamadas. Decidió pasar al ataque probando con algo más llamativo. Solo así lo conseguiría. Cogió nuevamente el micrófono y volvió a la carga. —Señor Edward, por favor, me necesita si quiere llegar a un lugar seguro. Tengo información confidencial para usted, abra la puerta. Pero lejos de recibir alguna respuesta, aquello pareció enquistarse más de lo esperado. Imaginó que todo se había terminado y se vino abajo. Empezó a ponerse nervioso ante la imposibilidad de hablar directamente con ellos y decidió aprovechar la última oportunidad que tenía para hablar una vez más. —Señor Edward, sé que me está oyendo. Le voy a decir algo importante, ¿recuerda usted cómo empezó el Proyecto Monte Olimpo? ¿Lo conoce? Me han proporcionado información detallada de cómo dirigirse a un lugar majestuoso. Solo tiene que abrir esta puerta y se la explicaré. —Se volvió a sentar sobre el frío escalón y murmuró para sus adentros, impacientándose por la situación en la que se encontraba—. ¡Abra la puerta de una puta vez, Edward, y deje de hacerse el sordo! ¡Sin el chip que llevo insertado en mi brazo no tiene muchas posibilidades de sobrevivir, se lo aseguro! Si no lo hace, todos los esfuerzos que realice serán en vano. No tiene escapatoria. Pasaron los minutos y Daniel se tumbó entre el escalón y la puerta metálica. Estaba cansado de luchar. Todo se le estaba viniendo abajo. Empezó a sentir presión sobre el pecho y ausencia de oxígeno sobre sus pulmones. La ansiedad hizo acto de presencia. Desde que salió de la cabaña de su tía Alice había soportado una presión fuera de lo común y no había conseguido disfrutar de un solo día de tranquilidad desde entonces. La desesperación por hallar un lugar seguro para poder sobrevivir se había convertido en un verdadero infierno. Y justo después de encontrarlo, los militares responsables del refugio decidieron abandonarlos a su suerte. Tanto sacrificio vivido le había dejado sin fuerzas para continuar luchando. Las carreras de militares al otro lado de la puerta se seguían sucediendo. Aquello llegó a desquiciarle. Sabía que se encontraban recogiendo todo lo necesario para poder huir lo antes posible de Zona Zero. Eran una gran cantidad de personas, pero no tendrían problemas para poder marchar a otro lugar debido a que había una gran cantidad de vehículos en el garaje del búnker. Imaginó que aquella aventura había finalizado para él y sus amigos, y que perecerían bajo tierra por inanición. Apoyó la cabeza sobre la fría puerta metálica y se sintió ausente de lo que le rodeaba. Pensó en todas aquellas personas que se encontraban en la tercera planta. La suerte les había abandonado al igual que a él y sus amigos. ¿Cómo habían llegado a aquella situación? ¿Cuánto valía una vida humana en los tiempos en los que se encontraban? CAPÍTULO 22 RESCATADOS DE LA MUERTE Me paré sobre la arena del mar, y vi subir de entre las olas una bestia,y enseñé lo que guardaba, mostrándole lo que le aguardaba. De repente oyó cómo una persona se acercaba a la puerta metálica y la abría a sus espaldas. Sin darle tiempo a reaccionar para poder darse la vuelta, alguien le cogió con fuerza de las hombreras del mono y lo arrastró hasta el pasillo de la primera planta. Dos militares cerraron rápidamente la puerta, dejándola bloqueada desde el interior. Daniel alzó la mirada y se encontró cara a cara con José Morales, la persona con la que había coincidido en la sala de las celdas, y que salió unos días antes que él y Alexander. Le observó de arriba abajo y no supo qué decir. Se sintió confundido al verle de nuevo. Nunca se imaginó que perteneciera al núcleo duro militar del búnker y se encontró en una situación más que complicada. —Hola Daniel. ¡Vamos al centro de mando! ¡Edward te espera! Dice que tienes algo que le interesa. No entiende por qué has tardado tanto tiempo en abrir la maldita boca. ¿Por qué no se lo has contado antes? ¡Arriba! —José, ¿qué haces aquí? ¿Eres uno de ellos? Pensé que eras una persona corriente y me encuentro con que no eres más que un militar de la primera planta. Ahora entiendo por qué no volví a verte en todo este tiempo dentro de Zona Zero. Siempre has estado aquí arriba, ¿verdad? ¡Dime la verdad! —¿Qué verdad tengo que contarte? Nunca dije nada que te hiciera pensar que no fuera un militar. Me dediqué a cumplir órdenes que venían desde arriba. ¡Levántate! ¡Te esperan! Después podremos hablar largo y tendido sobre lo que quieras, pero ahora tienes que acompañarme, no te hagas el interesante. —¿El interesante? ¡De acuerdo! Más tarde hablaremos, pero intenta no esconderte de nuevo —contestó Daniel, enfadado por encontrarse con José en la primera planta. Fue algo que no podía terminar de creer. Se levantó del suelo y acompañó a José Morales. Avanzaron por el pasillo principal, sorteando a los militares que cargaban cajas de un lado a otro del mismo. Todas las estancias se encontraban con las puertas abiertas y observó mucho movimiento a través de ellas. Antes de doblar la esquina para dirigirse hacia el despacho de Edward, giró la cabeza y observó cómo los militares cargaban gran cantidad de paquetes y bultos a través del acceso al garaje. Enseguida averiguó la razón de todo aquel movimiento. Ultimaban los preparativos para poder huir de Zona Zero, exactamente lo que él había sospechado. Sabía que ese era su momento y no podía desperdiciarlo. Había llegado la hora de hablar de su secreto para poder continuar con vida, como le había explicado su padre. Pero supo que si le daban la posibilidad de ir con ellos, no lo haría solo, le acompañarían sus amigos del búnker. No podía dejarlos abandonados. Decidió que aquella iba a ser una condición innegociable para poder llegar a un acuerdo con los militares. Llegaron hasta la puerta del despacho de Edward y esperaron pacientemente a que les dieran la orden de entrar. Era la única que se encontraba cerrada. El militar apostado sobre la entrada esperó un momento a que finalizara una discusión acalorada en el interior del despacho. Se abrió la puerta y salieron dos militares bastante enfadados. Agarraron del brazo a Daniel y le metieron al interior, sentándole de golpe sobre una silla que había frente a Edward, que no parecía tener cara de hacer amigos. Su rostro reflejaba cierta similitud con el de las dos personas que habían acompañado a Daniel al interior del despacho. —Hola Daniel. ¿Qué tal todo por aquí? ¿Has tenido tiempo para pensar en tu futuro? He podido comprobar que me equivoqué contigo. Eres un tipo inteligente y has sabido sortear todos tus obstáculos para llegar a la primera planta. Por un momento pensé que no lo conseguirías, pero si has llegado hasta aquí es porque vamos a salir juntos de este refugio. ¿Estás preparado para ello? Tienes una información que me interesa y estoy dispuesto a negociar contigo. ¿Qué te parece? —Hola Edward. Tienes razón. Tengo información confidencial para ti. Pero antes, quiero saber algo. ¿Desde cuándo tienes conocimiento de que la poseo? —preguntó. —¿Desde cuándo? Jajajajaja…. Perdona que me ría, pero… —Edward soltó una larga risotada, observando el techo del despacho antes de continuar hablando con Daniel—. ¡Desde siempre! Siempre lo he sabido, muchacho. —¿Siempre? ¿Cómo un completo desconocido puede haberse enterado de eso? ¡Explícate, por favor! —contestó Daniel. —Si recuerdas bien, en nuestra primera charla te expliqué a qué me dedicaba y en qué lugar trabajaba, ¿verdad? Seguro que recuerdas que trabajé para el pentágono durante muchos años y que tenía conocimiento de los refugios más seguros del país, aparte de trabajar para proyectos secretos en los que intervenía el estado. ¿Y si te dijera que conocía de primera mano a qué se dedicaba tu padre? —Edward seguía teniendo sobre su rostro una media sonrisa, demostrando a Daniel que tenía todo bajo control. Necesitaba la información que poseía Daniel para poder acceder a datos confidenciales que sólo conocían las personas que habían llevado a cabo determinados trabajos, y Paul, el padre de Daniel, era uno de ellos. —Edward, ¿conociste a mi padre? ¿Es eso? ¿Trabajaste con él? ¿Por eso me dijo que contactara con algún militar de confianza? —¡Claro que no! No tuve el placer de conocerle en persona. ¡Pero sí que estaba al tanto de su trabajo! ¡Necesito esos datos! ¡Los necesito ya! ¡Yo soy un militar de confianza! Si no lo hubiera sido te hubiera pegado un tiro hace mucho tiempo. ¿No has llegado a pensar eso? Y además, no tenemos tiempo que perder, nos pondremos en marcha enseguida. —La situación pareció ponerse tensa entre los dos. —¡Tranquilo!—exclamó Daniel—. No hay por qué ponerse nervioso. Llegaremos a un acuerdo. —¡No me pidas que me tranquilice, por favor! Sabes que estamos a punto de abandonar este lugar y ¿todavía me pides que esté tranquilo? ¿Cómo eres capaz de actuar con semejante frialdad? ¡Tenemos que salir ya! Daniel. ¡Dame esos datos y saldremos por esa puerta juntos! ¿O prefieres no dármelos y quedarte aquí para siempre? No sé si sabes que tarde o temprano moriréis de hambre. ¡Parece que no te importa! —¡Está bien!—contestó Daniel—. Pero antes quiero que me digas por qué sabes que poseo esa información. Es algo que me intriga y necesito saberlo. ¡Te lo pido por favor! —Mira, Daniel. No conocí personalmente a tu padre, pero estoy seguro de que en ese chip tiene la clave para poder salvarnos. Te voy a contar algo. Esto es muy serio, no te lo tomes a cachondeo porque todos dependemos de esa información. Hace unos años me entregaron unos informes desde la central nuclear. En ellos se detallaban determinados comportamientos sospechosos de algunas personas que trabajaban para el proyecto secreto, y entre ellas se encontraba Paul, tu padre. Entabló algo más que una gran amistad con otros tres científicos que trabajaban en la fusión del átomo. Realizaron extraños experimentos que nunca vieron la luz porque los guardaron a buen recaudo. Tras detectar esos extraños movimientos, se realizó un seguimiento exhaustivo desde el pentágono. Después de meses, descubrieron multitud de envíos de informaciones encriptadas a través de correos informáticos. Trabajaron sobre algo muy importante, sabiendo el destino que nos esperaba en el planeta. Todo se aceleró después de los contagios masivos del virus NHCongus1 por todos los países. Y continuaron con ello hasta el día en el que anunciaron el cese definitivo de las centrales nucleares. Entonces, tu padre decidió huir a Rock Springs, y los tres científicos que trabajaban con él desaparecieron. A día de hoy se encuentran en paradero desconocido. No se sabe nada de ellos debido a que nos fue imposible seguirles el rastro. Llegamos a pensar que se los había tragado la tierra. Intentamos localizarlos de todas las maneras posibles pero no tuvimos suerte, por lo que esa información es lo único que nos queda. Es de suma importancia para todos nosotros y el devenir de nuestros días. Yo diría que podría ser lo más valioso que hay en el planeta. El único dato importante que poseemos son unas conversaciones que mantuvieron una hora después de haber salido de la central, en una de las gasolineras cercanas. En ellas se puede oír cómo quedan en verse en algún lugar secreto de Florida, pasado un tiempo después del desastre nuclear. —Poco te puedo ayudar ahí, Edward. Lo único que se es lo que me contó mi padre. Me dijo que se dedicaba a almacenar energía nuclear en baterías especiales. Ya no sé qué pensar. ¿Se dedicaba a otras cosas más serias o solo a la recarga de las baterías? —Ese fue su cometido durante muchísimos años, y profesionalmente hablando, me consta que lo hacía de una forma muy eficiente. Era uno de los mejores y lo tenía todo controlado. Nunca daba problemas y poseía una proactividad excelente hacia los servicios secretos. Pero era más inteligente que los demás y guardó demasiada información para compartirla con esas tres personas. Y la encriptó para que nadie pudiera acceder a ella. Hemos intentado acceder a los archivos por medio de varios ordenadores y servidores, pero no dejó ninguna pista al azar que nos permitiera hacerlo. Además, se cubrió las espaldas sabiendo que algún día la podría necesitar para poder salvar su propia vida y la de su familia. Sabía muy bien lo que hacía y por eso sé que trabajaba en algo muy importante. —Mi padre era muy inteligente. Supongo que ese fue el motivo por el que trabajó para los servicios secretos y lo mantuvo oculto durante tanto tiempo —dijo Daniel. —Sí que lo era, y veo que tú has heredado eso de tu padre. Daniel, tienes que escucharme con atención. Ahora voy a contarte algo que no te va a gustar, pero que es necesario que sepas. Empezaré desde el principio, porque solo así podrás entender todo esto. Desde el momento en el que se dio la orden de paralizar las centrales nucleares, intentamos sin demasiado éxito reunir a gran parte de las personas que trabajaron para el “Proyecto Monte Olimpo”. Dicho proyecto se inició hace muchos años. La orden salió directamente de la presidencia de la Casa Blanca. Se aprobaron una gran cantidad de partidas presupuestarias destinadas a la inversión en nuevas tecnologías, acopio de energía eléctrica y nuclear, armamento, robots para uso militar, medicinas, etc… Se nombró un equipo de expertos en la materia y contrataron a especialistas, ingenieros, arquitectos, informáticos, astrólogos, científicos… Tu padre fue contratado como experto de transformación y acumulación de energía procedente de las centrales nucleares. No fueron capaces de encontrar a ninguna persona capaz de extraer tal cantidad de energía del interior del núcleo del átomo en tan breve espacio de tiempo. Era el mejor del país, sin lugar a dudas. Los años pasaron y siguió dando lo mejor de él. Nos proveía de gran cantidad de baterías todas las semanas. Se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo y era un ejemplo a seguir para los demás compañeros que formaban parte del “Proyecto Monte Olimpo”. Pero aquello cambió de un día para otro. Con la llegada de los tres científicos a la central nuclear bajó el nivel de compromiso hacia los líderes del proyecto. Nunca volvió a ser el mismo. Y después… llegó el día del anuncio del cese de las actividades en las centrales nucleares. Y el equipo dedicado al proyecto se dividió por varios estados del país. Desde el ejército se intentó divulgar una información falsa para atraer hasta el estado de Wyoming a todos las personas que habían trabajado para nosotros. Se les aseguró que aquel estado sería el menos afectado por el escape de radiactividad en todo el país. Llevaban consigo la información necesaria para poder escapar de la barbarie en la que se iba a sumergir el país entero y los necesitábamos a todos juntos. Eran la salvación. Pero aquello no surtió efecto debido al caos que se generó días después, y conseguimos reunir a muy pocos. Entre ellos tenemos a José Morales, el tipo con el que hablaste en la sala de las celdas, y a otros dos más. Nos faltaban varios miembros, entre ellos tu padre y los tres científicos. Y para desgracia nuestra, tu padre falleció, y los científicos desaparecieron sin dejar rastro alguno. Pensábamos que íbamos a perder esa información, pero cuando creímos que todo estaba perdido descubrimos que la señal del localizador de un chip se encontraba activa. Y rápido supimos que eras tú quien la llevaba encima. Sabemos que portas esa información que necesitamos. Te tomaste demasiadas molestias en hacer desaparecer el chip que tenía tu padre bajo el brazo, ¿verdad? Supongo que era una copia similar a la que tenía tu padre. ¿Es cierto? —¿Cómo sabes eso? ¡No me lo puedo creer! ¿Nos teníais vigilados en la cabaña de mi tía Alice? —Daniel, hemos sabido en todo momento dónde os encontrabais. Desde vuestra salida de Flanagan os hemos vigilado. ¿No recuerdas lo que ocurrió en uno de los controles militares, antes de llegar a Rock Springs? Sacamos a Paul del coche y le obligamos a entrar en una garita pegada a la carretera. Permaneció reunido con nosotros alrededor de media hora. —¡Ah, sí! ¡Claro que lo recuerdo! ¡Cómo lo iba a olvidar! Llegamos a dudar que regresara a nuestro lado. Le tratasteis de una manera bastante agresiva. ¿No crees? —Tu padre se puso testarudo y se negó a entregarnos el chip, ¡el muy cabrón sabía que lo hacía! Perdona que hable así de él, pero el tío era listo de cojones. Y no pudimos retenerlo. Sabíamos que si lo hacíamos, de una manera o de otra destruiría la información que contenía. Y no tuvimos más remedio que dejarle marchar hacia Rock Springs. Por eso, cuando regresó al coche, os contó que todo estaba en orden. Os explicó la idiotez esa de que tenía que estar localizado en todo momento por si le necesitaban en la central. Yo mismo le oí decirlo cuando entró en el coche. Tenía la ventanilla bajada y se escuchó todo a la perfección. Habéis estado localizados desde aquel día. Lo que no sabía tu padre era que esos chips contenían un localizador incrustado en su interior. También desconocía que si destruías uno, automáticamente se activaba el localizador del otro. Y decidimos activar el protocolo de seguridad para no perder su rastro en ningún momento. Con un simple rastreador obtuvimos la localización exacta de donde os encontrabais. Es lo que tiene la tecnología, Daniel. Hace cosas que ni siquiera puedes imaginar. Después de aquello, permanecimos tranquilos sabiendo dónde estabais. Solo quedaba esperar, pero con el paso de los meses el país se vino abajo delante de nuestros propios ojos. Conseguimos reunir a varias personas importantes, pero nos faltaba la última pieza para poder encajar el puzle, ¡tu padre! Rastreamos la señal del localizador y la encontramos en el parque natural, al norte de Rock Springs. Nos resultó complicado llegar hasta allí, pero al final dimos con vosotros. Sólo nos faltaba esperar a que llegara el momento oportuno para actuar, siempre dentro de unos cánones normales de conducta. Y desgraciadamente, tu padre enfermó y falleció. Y antes de hacerlo te pasó el relevo, ¿verdad? —Me estoy empezando a asustar, Edward. ¿Todo esto es real o estoy soñando? —preguntó Daniel. —Real, Daniel. Todo lo que te estoy contando es verdad. Y sabes que es así porque tú mismo estuviste a punto de descubrirnos fuera de la cabaña, cuando merodeábamos por la zona. En un par de ocasiones pude observarte sobre la ventana, alarmado por los ruidos que se sucedían en el exterior. —¡La madre que m….! ¡Estaba convencido de que alguien nos vigilaba! ¡Qué cabrones! ¡Cómo lo sabía, joderrr….! —Hay algo más. El incendio que te sorprendió en la cabaña… —Se hizo un silencio absoluto en el despacho, y Daniel alzó la vista, sabiendo que todo aquello había sido orquestado por Edward. Decidió calmarse y seguir escuchándole para terminar de enterarse de todo lo que tenía que contarle, que parecía bastante—. Al momento de marcharte colina abajo, desenterramos a tu padre para poder extraerle el chip de su brazo. Pero, ¡no estaba! Ahí supimos que tendríamos problemas si no lo recuperábamos. Enviamos una señal por radio a Zona Zero para que volvieran a rastrear el otro chip, y entonces descubrimos que lo llevabas encima. Te hemos vigilado todos los días y te hemos seguido una y otra vez. Pero tienes mucho que agradecernos. No te olvides de eso. ¿No recuerdas el día en el que un grupo numeroso de personas te sorprendió sobre el puente? ¿Lo recuerdas? ¡Pues ese día te salvamos la vida! Era un grupo de caníbales que viajaban a pie por la carretera. Y te aseguro que eran muy agresivos, no hubieran tenido piedad contigo. Te topaste de frente con uno de ellos y si no llega a ser por nosotros hubiera acabado contigo. Te recuerdo que por estar cerca de ti, aquellos desalmados volaron una furgoneta de las nuestras por los aires. Nos topamos con aquel maldito grupo y perdimos a cuatro hombres. No deberías olvidarte de eso, muchacho. —¡Joder, Edward! Claro que me acuerdo de ese día. Pero, ¿dónde cojones estabais escondidos? Ahí no llegué a sospechar que alguien me siguiera ¡Os cargasteis al menos a una decena de personas! Pero después de aquello solo recuerdo el cese del tiroteo. Después subí de nuevo a la carretera y vuestra furgoneta ya se encontraba muy alejada del puente. Bueno… estoy de acuerdo contigo. Me salvasteis la vida y tengo que agradecértelo. Aquel disparo certero sobre la cabeza del caníbal hizo que sobreviviera. Pero todo esto me supera, espero que puedas entenderme. —¿Qué pretendías que hiciéramos? ¿Dejar que te asesinaran? Estuviste muy cerca de morir. No teníamos intención de matar a aquellos haraposos, pero no tuvimos otra alternativa. Nos encontrábamos escondidos entre la maleza que había a los lados de la carretera y no nos fue muy difícil terminar con ellos. Después de aquello, mantuvimos una distancia de seguridad contigo, hasta el día que llegaste a la casa de Alexander. Os vimos salir a toda velocidad de la casa de tu amigo y os seguimos, pero dejamos que siguierais huyendo. ¿O acaso pensabas que nos habías despistado cuando os desviasteis con la furgoneta hacia un carril de arena? Ese día supimos con total seguridad que te dirigías hacia México. Y después de todo aquello… ya lo conoces. Conseguisteis llegar hasta aquí y os recogimos del desierto cuando os quedaba un hilo de vida. —¿Qué demonios tengo que decir yo ahora? Si te digo la verdad, desde la llegada a la cabaña de mi tía Alice supuse que ocurría algo extraño. Me he sentido observado desde entonces, aunque nunca conseguía ver a nadie alrededor. De una forma o de otra, eso se siente, no sé si sabes a qué me refiero. Ahora… hay algo que quieres y no tengo más remedio que dártelo, pero será con alguna condición, ¿de acuerdo? Ya que habéis estado tras mi pista durante todo este tiempo, creo que merezco algo así, ¿no crees? Todos ganaremos con esa información. Al fin y al cabo, mi padre me comentó que podría salvar muchas vidas, incluida la mía. —Me parece bien, Daniel. Explícame cuáles son esas condiciones. Que no te quepa duda que si están en mi mano te las concederé sin problemas. —Voy a dejar que me extraigas el chip del brazo y te daré la contraseña. Pero mis amigos del búnker vienen conmigo. Es innegociable, te lo aseguro. Son buena gente y nos podrán ayudar. Y hay otra cosa, Edward. Sólo te proporcionaré la información del primer archivo. El segundo se hará esperar, ¿te parece bien? —Edward puso cara de póker y pareció no llegar a entender algo. Su rostro hablaba por sí solo. —¿Dos archivos? Tengo conocimiento de que en ese chip hay uno, pero dos… ¿Sabes qué es lo que contiene el segundo? Podría tener información muy valiosa. —No tengo ni idea, te lo juro. Mi padre se llevó el secreto con él. No quiso decírmelo y me comentó que lo mejor era que lo descubriera por mí mismo. Me dijo que era muy importante saber a quién dárselo y en qué orden lo hacía. Me proporcionó las contraseñas y me dijo que las memorizara. No podía olvidarlas porque de mí dependían muchas vidas humanas. Pero, hay algo que no me cuadra, Edward. Volviendo a lo del chip de mi brazo, si lleváis tanto tiempo sabiendo de él, ¿por qué habéis tardado tanto tiempo en intentar conseguir la información que llevo? ¡No lo entiendo! —No teníamos más remedio que esperar un tiempo prudencial. En Zona Zero hemos seguido trabajando alrededor de un par de años con el “Proyecto Monte Olimpo”. No teníamos prisa por obtenerla. Nuestra única obligación era tenerte localizado y protegerte para poder conseguirla una vez realizadas las pruebas con las que estábamos trabajando. Ahora que el tiempo ha pasado, podemos decir que es el momento preciso para hacerlo. Además, teníamos que estar seguros de que podíamos contar con una persona con un poco de cabeza, y tú has demostrado que eres un buen portador de esa información. Después de conseguir llegar hasta Sonora, has conseguido llegar hasta nosotros desde la tercera planta, utilizando tu inteligencia para encontrar todos los atajos posibles. Esto es algo muy serio, Daniel. No debería decirte esto, pero llevamos mucho tiempo haciendo pruebas en el interior del búnker. No puedes decirle nada a nadie. Los experimentos realizados durante más de dos años bajo el subsuelo nos han proporcionado una gran cantidad de datos importantes, que sin duda nos ayudarán en el futuro. Hemos experimentado cómo se comportan los animales bajo tierra, estudiando su cría en unas condiciones totalmente diferentes a las del exterior. También hemos conseguido crear un huerto hidropónico y un cultivo sin luz solar. Nuestra obligación era estar completamente seguros de que podríamos seguir adelante con un proyecto de tal envergadura y hemos finalizado las pruebas con éxito. Para completar el proyecto, sólo falta la información que tienes bajo el brazo. ¡No podemos esperar más, Daniel! Si me lo permites, voy a por mis cosas para poder acceder a ella. Más tarde, de camino a Florida te explicaré con todo detalle cuál era nuestro propósito en el búnker. ¡Ahora mismo vengo! Voy a por el lector, por suerte no hará falta sacarte el chip del brazo. Tengo que saber qué es lo que contiene porque nuestras vidas dependen de él. Edward abandonó el despacho y un militar armado se quedó vigilando a Daniel. Se cruzaron miradas desafiantes en más de una ocasión. Por la forma en cómo le miraba, Daniel volvió a sentirse extraño sobre aquella planta, sintiendo que no era bien recibido entre los militares. Aquello hizo que la espera se le hiciera interminable. Después de largo rato, Edward regresó con un ordenador portátil bajo el brazo y con el lector de códigos en la mano. Se percató de la seriedad que invadía el rostro del militar, y le echó del despacho. No podía estar perdiendo el tiempo en gilipolleces, y menos con militares con un rango inferior al suyo. Le ordenó que se alejara de la puerta del despacho, explicándole que no necesitaba ningún tipo de vigilancia. En ese momento pareció posicionarse del lado de Daniel. Al fin y al cabo lo que le interesaba era descubrir qué portaba bajo el brazo, por lo que no tuvo más remedio que mostrarle su apoyo incondicional. Antes de sentarse sobre su silla, Edward volvió a asomarse al pasillo para asegurarse que no había nadie al otro lado. No quería que nadie escuchara la conversación que iban a mantener. Quería mantenerlo en secreto para evitar alguna revuelta entre sus chicos, al ocultarles una información confidencial a la que no tenían acceso. Dentro de la cúpula militar del búnker no sentó nada bien que accediera a hablar con Daniel, por lo que debía de andar con cuidado para no hacerles sospechar lo que se traía entre manos. Encendió el ordenador y activó el lector. Esperó a que se encendiera y que emitiera la señal acústica de que se encontraba activo. Sonó un leve pitido y lo pasó por el antebrazo de Daniel. Automáticamente, aparecieron en la pantalla dos archivos protegidos por unas celdas. En ellas había seis huecos para introducir una contraseña de seis dígitos. Levantó la mirada del ordenador y observó a Daniel, esperando a que le proporcionara la contraseña del primer archivo. —¿Me la vas a decir? ¡No tenemos todo el día! —exclamó Edward, enfadado. —Sí, perdona. Estaba intentando recordarla. ¿Recuerdas el día en el que el hombre pisó por primera vez la luna? ¡Esa es la contraseña! —¡Jajajajaja! ¿Me estás tomando el pelo? ¿No será una broma, verdad? No estamos para perder el tiempo en tonterías, Daniel. —Edward, ¿tú ves que esté bromeando? ¡Prueba y verás! Al menos es la que me proporcionó mi padre, y él nunca mentía… bueno… sí nos mintió respecto a lo que se había dedicado todos esos años en la central, pero en lo demás rebosaba sinceridad. O al menos eso creo… —Daniel empezó a ponerse nervioso, sabiendo que si aquella contraseña no abría los archivos, estaba perdido. Se llevó las manos a la cabeza disimulando rascarse el pelo y se dedicó a observar las celdas de la pantalla. —De acuerdo. Voy a ello. —Edward tecleó 200769, que correspondía al veinte de Julio de mil novecientos sesenta y nueve. ¡Y salió como errónea!—. ¡Mierda! ¿Seguro que es esa? ¡No me jodas, Daniel! ¡No estoy para bromas! —¡Edward! Esa no es la fecha en la que el hombre pisó la luna por primera vez. Lo hizo al día siguiente. El veinte de Julio aterrizaron en la luna, pero hasta el día siguiente no descendieron del Apolo 11. ¿Lo has olvidado? Parece mentira que seas un militar distinguido. Tu patriotismo es de baja estima, ¿no crees? —¡Vale, vale, vale! ¡Lo he pillado! No me expliques más, que me acabo de acordar. ¡Cómo pude olvidarlo! —Introdujo la contraseña 210769 y ¡bingo! Aquella era la correcta. Se felicitaron y tardaron un momento en dirigir la mirada hacia el ordenador. El miedo les invadió y se apoderó de ellos antes de volverse para mirar la pantalla. Automáticamente se fueron desplegando sobre la pantalla del portátil una infinidad de archivos numerados y ordenados por fechas. Se quedaron embobados observando el enorme listado que se había abierto ante sus ojos, sin saber qué hacer para acceder a tanta información. Leerse tal cantidad de archivos les llevaría días, por lo que fueron accediendo al azar sobre ellos y sin un orden establecido. Visualizaron multitud de datos de todas y cada una de las baterías que había cargado Paul durante todos los años que se había dedicado a ello. A la derecha de los archivos aparecía anotado el peso de cada una de ellas. Edward se mostró sorprendido ante ese dato, debido a que cada batería llena de energía procedente de las centrales nucleares solía pesar no más de quince kilogramos, y aquellas no bajaban de treinta, treinta y dos. No se entretuvo demasiado en aquello debido a que no tenían tiempo que perder. Siguieron indagando entre los archivos. Pero enseguida encontraron el que les interesaba de verdad. Al abrir el archivo pudieron leer el título “Lugar exacto de partida en caso de emergencia”. Edward pinchó sobre él y se desplegaron unas coordenadas sobre un pequeño mapa. Comprobaron el lugar exacto y vieron que era en Florida. Sacó una pequeña libreta y las dejó apuntadas junto con otras coordenadas de seguridad que aparecían adjuntas a ese archivo. Daniel supuso que se trataba de refugios militares que quizá fueran más seguros que Zona Zero. Edward cayó en la cuenta que aquellas coordenadas coincidían con el lugar en el que habían quedado los científicos con Paul, en Florida. Recordó el extracto de la conversación grabada que tenían en su poder. Pensó en el lugar y rápido cayó en la cuenta de que se trataba de una de las bases militares más importantes de los Estados Unidos. Ya sabía cuál era el punto de encuentro. ¡Cabo Cañaveral! Se hizo un silencio incómodo en el interior del despacho de Edward. ¿Estaban pensando lo mismo? ¿Cabo Cañaveral? Se miraron fijamente y no supieron qué decir. El tiempo se detuvo. —¡Vámonos! ¡Rápido! Espera, hay algo más. Nadie puede enterarse a dónde nos dirigimos, ¿entendido? Esto tiene que quedar en secreto entre nosotros dos, al menos hasta que lleguemos allí. —Claro, Edward. No abriré la boca. Pero… ¿has pensado cómo desplazarte hasta allí? Creo que hay bastantes millas de distancia y tardaríamos días en llegar. —Por eso no te preocupes. Ahora hablo con un par de compañeros de confianza y después te comento. Voy a dar la orden de que dejen subir a tus amigos. Un trato es un trato y hay que cumplirlo —sentenció Edward. Descolgó un teléfono anclado a la pared, y dio la orden de subir a los tres amigos de Daniel para llevarlos al interior de una de las furgonetas. Indicó a los militares del otro lado del teléfono que fueran arrancando los camiones que transportaban a los animales. No había tiempo que perder porque iban a salir en breve. Les proporcionó el destino: Aeropuerto de El Paso. —Muchas gracias Edward. Supongo que los habitantes de la tercera planta no podrán venir, ¿verdad? —Daniel se quedó pensando… ¿Aeropuerto de El Paso? Pero… ¿no se iban a dirigir a Florida? Prefirió no pensar en ello y seguirle la corriente. Sabía que tenía la sartén por el mango al contener un segundo archivo que no podía abrir sin la contraseña que tenía memorizada. —Efectivamente. Lo siento por la gente de allí abajo, pero aunque hayan colaborado con nosotros para conseguir finalizar con éxito nuestros experimentos, no podré ayudarlos. Son muchos y no podemos cargar con tanta gente si queremos llegar a Florida. Lo siento, Daniel. Espero que lo entiendas. Antes de irnos activaré la apertura de las puertas de seguridad para que puedan salir al exterior si lo desean. Y si por el contrario desean quedarse, hablaré con mis compañeros para que les dejen algunos animales para que puedan seguir con la cría. Les vendría bien esa pequeña ayuda. Tampoco tenía en mente dejarlos encerrados y que fallecieran en el búnker sin darles la oportunidad de intentar sobrevivir. Lo van a tener complicado pero seguro que sabrán desenvolverse. Son unos auténticos luchadores. —Está bien. Aunque no lo comparta, lo entiendo a la perfección. ¡Somos demasiados! CAPÍTULO 23 EL ÚLTIMO VIAJE No todo aquel que deambula por el páramo está perdido, si lo hacen, es para intentar salvar al hombre de sus miedos. Salieron del despacho pensando en lo que acababan de descubrir en uno de los archivos. ¿Qué les esperaba en Cabo Cañaveral? ¿Otro búnker más seguro que el de Zona Zero? ¿Un lugar alejado de la radiactividad y del horror? La cabeza de Daniel no paraba de dar vueltas pensando en ello, y sabía que algo muy importante les esperaba. Supuso que su padre no hubiera llevado consigo semejante información sin saber a lo que se enfrentaba. En cambio, la cabeza de Edward parecía estar preparada para lo que se acercaba. Imaginó que se hacía a la idea de hacia dónde se dirigían. Pensó que quizá lo supiera a pesar de que intentaba escondérselo. Pudo comprobar cómo cambiaba el gesto de sorpresa en su rostro a uno de aparente normalidad en cuestión de segundos. Pareció quitarse un peso de encima al haber contrastado la información del chip con la que supuestamente conocía él de primera mano. Edward se dirigió hacia la sala del centro de mando e indicó a Daniel que se trasladara al garaje, donde ya se encontraban sus amigos. Varios militares abrieron la puerta de acceso y le invitaron a subir a uno de los camiones. No vio por allí a Alexander, Charlie ni a Andrei, pero supuso que ya habrían subido de la segunda planta. Antes de llegar al garaje se percató de que la puerta de acceso a la segunda planta se encontraba abierta. Antes de subir al camión tuvo tiempo suficiente para observar alrededor y comprobar lo grande que era aquella estancia. Se volvió para observar la rampa de salida y enseguida se llevó las manos a los ojos para no deslumbrarse, debido al tiempo que llevaba sin percibir la intensa claridad del exterior. Se encontraba abierta y a través de ella entraba una luz cegadora procedente del desierto. La salida de coches, furgonetas y camiones al exterior se fueron sucediendo durante un largo rato. El dióxido de carbono que emanaba de los tubos de escape de los vehículos pululaba en el ambiente del garaje, convirtiéndolo en irrespirable. Un militar llegó corriendo hasta Daniel y le dio la orden de subir al camión. Entró y se acomodó sobre uno de los asientos laterales, a la espera de que llegaran todos los demás. En breve partirían hacia el aeropuerto de El Paso. En el interior del camión le proporcionaron un mono y las protecciones especiales para poder protegerse del ambiente radiactivo del exterior. La espera se le hizo larga, hasta que apareció Edward y dio la orden de partir. Se acomodaron sobre los asientos traseros y guardaron silencio. Abandonaron Zona Zero y salieron al exterior. Unos minutos antes habían partido los demás vehículos y les llevaban bastantes millas de distancia, pero Edward sabía que más tarde se reunirían todos en el aeropuerto, por lo que se mostró tranquilo. El trayecto transcurrió sin sobresaltos y enseguida llegaron. Daniel se mostró sorprendido por la rapidez con la que lo habían hecho, imaginando que quizá se encontrara a más millas de distancia de Zona Zero. A la llegada al aeropuerto, divisó varios controles del ejército sobre la entrada. Durante las últimas semanas habían sufrido numerosos ataques de grupos armados y se vieron obligados a reforzar la vigilancia. En el interior de los hangares se encontraban almacenadas grandes cantidades de comida y ropa. Tras el estallido nuclear en el país hicieron acopio de todo lo necesario para poder sobrevivir muchos años. Y los grupos armados que buscaban alimento, armas y combustible tenían conocimiento de ello, por lo que no dudaron en intentar realizar hurtos en las instalaciones cuando caía la noche. Además, esos grupos cada vez eran más numerosos y contaban con más experiencia, ayudados por antiguos miembros del ejército que habían sido expulsados años atrás. La situación se había vuelto insostenible y si no querían tener problemas más serios era necesario que abandonaran el lugar lo antes posible. Bajaron del camión y avanzaron hacia uno de los hangares. Antes de entrar, Daniel vio todos los vehículos que habían salido de Zona Zero apostados sobre uno de los garajes adjuntos al hangar. Los militares que vigilaban la puerta de acceso saludaron a Edward y les acompañaron al interior. Al acceder al hangar, un grupo numeroso de altos mandos conversaban entre ellos a los pies de un avión militar. Les dieron la orden de subir y enseguida el hangar quedó desierto. Cerraron la puerta del avión y tras de sí solo quedó el silencio. El grupo de militares del aeropuerto pasaron varios meses a la espera de la llegada de la comitiva de Zona Zero. Vivieron un auténtico infierno durante meses en el interior de las instalaciones militares del aeropuerto, pero el esfuerzo realizado les había merecido la pena. Habían conseguido proteger con sus vidas las instalaciones y con la llegada de los militares desde el búnker habían conseguido completar la misión con éxito. Edward se dirigió a la cabina de vuelo para proporcionarle al piloto las coordenadas exactas del destino al que se tenían que dirigir. Daniel se sentó sobre uno de los asientos libres e intentó divisar a sus amigos, pero no consiguió encontrarlos. Pensó que se encontrarían en la cola del avión, que se encontraba bastante alejada del pasaje de primera clase, que era donde él estaba. Se extrañó de no verles, pero no pensó en que Edward hubiera podido engañarle. Se quitó la idea de la cabeza y lo dejó para más tarde. Después de relajarse sobre su asiento, llegó hasta él un fuerte hedor que provenía de los conductos de ventilación del avión. Cerró la rejilla que tenía sobre su cabeza para que no le llegara directamente pero si no lo hacían con todas las rejillas seguirían envueltos en aquel olor nauseabundo. Pero enseguida le explicaron a qué se debía. En el interior de la bodega del avión se encontraban todos los animales que habían sacado de Zona Zero, y al tener bloqueado el paso del aire contaminado del exterior para evitar respirarlo, hacía que recirculara el del interior del avión, llegando el fuerte olor a todo el habitáculo al completo. Pensó que se le iba a hacer largo el trayecto hasta Florida. Solo esperaba poder acostumbrarse rápido al olor, porque si no lo hacía se sentiría descompuesto enseguida. Observó alrededor y comprobó que la mayoría de los pasajeros eran militares. Solo unos pocos vestían otro tipo de ropas y sus rostros delataban que no lo habían pasado nada bien. Pasados unos minutos y tras abrir las puertas del hangar, encendieron los motores del avión. Desde el interior se sintieron las intensas vibraciones sobre los asientos. Empezó a moverse lentamente hasta llegar a una de las pistas que se encontraba libre de obstáculos. Se posicionó para iniciar la maniobra de despegue. Daniel empezó a ponerse nervioso y notó la ausencia de aire sobre sus pulmones. Se armó de valor e intentó pensar en otra cosa para evitar que le entrara otro ataque de ansiedad. El avión fue cogiendo velocidad conforme avanzaba por la pista, hasta que consiguió elevarse y despegar. Fue cogiendo altura poco a poco hasta que llegó a estabilizarse en el aire. Daniel abrió los ojos y consiguió dejar atrás la tensión acumulada durante el despegue. Nunca antes había montado en avión y sabía que probablemente aquella sería la última vez, sabiendo cómo se habían desarrollado los acontecimientos sobre el planeta. Se preguntó si alguien más, aparte de Edward, el piloto y él, sabrían hacia dónde se dirigían. Siguió dándole vueltas a la cabeza y no llegaba a hacerse una ligera idea de lo que les esperaba en Cabo Cañaveral. Pero se sintió seguro de lo que portaba en su brazo y sabía que algo bueno había. Su padre se había encargado de ello durante mucho tiempo y consiguió dejarle ese legado. Minutos después consiguió relajarse sobre su asiento y se dedicó a observar a través de la ventanilla del avión. Desde allí observó multitud de ciudades que se encontraban humeantes, destruidas y desoladas. Vio campos devastados y envueltos en ceniza, carreteras atascadas por vehículos calcinados y abandonados por la mera desesperación de sus dueños al intentar huir del horror hacia otros lugares. En general, observó un país devastado por el horror. Sintió tristeza y pena por comprobar en lo que se había convertido el planeta. Ya no había marcha atrás. Solo faltaba esperar a que todo se acabara. No fue el único que pudo comprobar cómo había quedado el país. Volvió la cabeza hacia la parte trasera del avión y observó a los demás pasajeros cómo miraban horrorizados a través de las ventanillas. Todos divisaban con consternación el espectáculo visual al que estaban asistiendo y, desesperados, asistían a un futuro envuelto en muerte y desolación. Intentó centrarse en el comportamiento que tenían los demás y no observó movimientos extraños en el interior del avión. Tampoco escuchó conversaciones furtivas entre los militares más cercanos y permanecían en absoluto silencio, a la espera de descubrir lo que les tenía guardado el destino. Pero sí se percató del nerviosismo y el pesimismo que se palpaba a su alrededor. Nadie se hacía una ligera idea de adonde se dirigían. Permanecían absortos en la situación en la que se encontraban. Pero en el interior del avión ocurrió algo que les hizo dejar de lado sus pensamientos y preocupaciones. Para ellos, oír aquello significó divisar un rayo de luz dentro de la oscuridad absoluta en la que se había sumido el planeta. Un bebé empezó a llorar en la parte trasera del avión. Inmediatamente, todos los pasajeros volvieron la cabeza para comprobar de qué se trataba. Sintieron la pureza del ser humano en el seno de la infancia, esa etapa en la que no se detecta el horror. Fue como sentir un pequeño rayo de esperanza dentro de un mundo arrasado y desolado. Pequeñas sonrisas en sus rostros. Sueños turbados de infancia sobre sus cabezas y recuerdos del pasado que ya no regresarían. Los sentimientos afloraron entre los pasajeros, ayudándoles a pasar de puntillas ante la adversidad que se les presentaba en forma de horror, muerte y desolación. Para el pasaje, oír aquellos lloros fue como escuchar una música celestial que se había extinguido de la faz de la tierra y que se había extraído forzosamente de la mente de los supervivientes. Antes de ese impetuoso momento, nadie recordó que sobre la parte trasera del avión viajaban mujeres embarazadas y niños, que unos días antes habían sido arrancados de sus raíces en la tercera planta de Zona Zero, donde vivían tranquilos y ajenos a la devastación del exterior. Si había algún futuro por delante, se encontraba en la retaguardia del avión, donde la inocencia de aquellos niños escapaba al horror desatado sobre el planeta. Aquel era el futuro e irremediablemente se vieron obligados a protegerlo hasta la muerte. Se oyó un siseo por los altavoces del avión. Seguidamente, una voz áspera y ronca informó por megafonía que en breves minutos se iniciaría la maniobra de descenso, para poder posicionarse en paralelo a la pista de aterrizaje. Estaban muy cerca de su destino. Según fue descendiendo el avión, los pasajeros empezaron a sentir el ligero cosquilleo sobre sus estómagos. Cuando descendieron hasta los quinientos pies se acercaron a las ventanillas para poder comprobar con sus propios ojos cómo se encontraba aquella parte del país. Las sonrisas nerviosas reflejadas sobre sus rostros se tornaron en gestos de horror, al comprobar que también aquello se encontraba devastado. Habían mantenido la pequeña esperanza de que después de unas horas de viaje, llegarían a un lugar en mejores condiciones, pero comprobaron que todo se encontraba destruido. De inmediato regresó la desesperación al interior del avión y se acentuó con el llanto del bebé de fondo, que cada vez era más desesperado. Daniel se levantó de su asiento y se dirigió hasta la cabina del piloto para intentar hablar con Edward. Los pasajeros se encontraban nerviosos y quería comunicárselo. Llamó a la puerta y enseguida abrieron. Le invitaron a entrar. —Edward, ¿va todo bien? —preguntó. —No. Ha ocurrido algo. Nadie contesta desde la torre de control. Hemos intentado contactar con ellos y no obtenemos respuesta. Se supone que ahí abajo tiene que haber alguien controlando la llegada de aviones militares. —Y… eso es alarmante, ¿no? ¿Tengo que empezar a asustarme? —Me temo que sí. Además, hemos dado un rodeo a la pista de aterrizaje y hay multitud de objetos sobre ella. El tren de aterrizaje podría sufrir daños irreparables y hacer que nos estrelláramos. Debe de haber pasado mucho tiempo desde que aterrizara el último avión. —¿No hay ninguna otra pista de aterrizaje cercana? ¿Quizá otro aeropuerto en el que poder aterrizar? Edward se quedó mirando fijamente a Daniel y le enarcó las cejas, dándole a entender que no existía ningún otro lugar. Ya no quedaba nada en pie, sólo aquello. Le puso una mano firme sobre su hombro y agachó la cabeza desesperado. —No hay nada, Daniel. Los aeropuertos más cercanos están a muchísimas millas de distancia de aquí y dudo de que se encuentren en mejores condiciones. Además, no tenemos combustible para llegar a otro sitio. —Y… ¿qué tenéis pensado hacer? —Daniel, no hay otra opción. Aterrizaremos aquí. ¡Nos la vamos a jugar! ¡No podemos aterrizar en ningún otro lugar! ¡Vuelve a tu asiento! —¡Suerte, Edward! ¡Lo vamos a conseguir! Antes de aterrizar, necesito saber algo. ¿Dónde están mis amigos de Zona Zero? No los he visto desde que salí de tu despacho en el búnker. —¿Tus amigos? Están en la bodega. Viajan en un compartimento aislado, junto a los animales. Si hubieran viajado al lado de los militares se hubiera producido algún enfrentamiento entre ellos. Tú estás protegido, pero ellos no. Espero que lo entiendas, Daniel. —Está bien, Edward. Después hablaré con ellos —dijo Daniel. —¡Rápido! ¡Vuelve a tu asiento! Seguimos descendiendo para tomar pista. Salió de la cabina de vuelo del avión y regresó a su asiento. Se volvió a oír a través de la megafonía la voz ronca del piloto, dando la orden a todo el pasaje de abrocharse los cinturones de seguridad. Necesitaba la máxima colaboración de los pasajeros debido a que el aterrizaje iba a ser arriesgado. Unos minutos después de haber escuchado sus palabras, el silencio se hizo más incómodo en el interior del avión. Ya ni siquiera llegaban a sus oídos los lloros del bebé que se encontraba en la parte trasera. El nerviosismo aumentó entre los pasajeros al saber que se enfrentaban a una situación extremadamente peligrosa. Algunos se habían percatado de que la pista de aterrizaje no se encontraba en las mejores condiciones y en una de las vueltas de reconocimiento habían conseguido divisar una pequeña avioneta calcinada atravesada en mitad de la pista, que acortaba alarmantemente la distancia de seguridad en la frenada del avión. Siguió descendiendo y se prepararon para tomar tierra. Los temblores en el interior del aparato aumentaron se forma considerable e inmediatamente se desató el miedo y el horror entre el pasaje. Se oyeron gritos alrededor de Daniel. Estaban a punto de estrellarse sobre el asfalto agrietado de la pista. Se asomaron a través de las ventanillas para observar cómo conseguían tocar tierra, sintiendo un fuerte golpe sobre los bajos del avión. Se posó bruscamente sobre el asfalto y volvió a levantarse en el aire. Planeó durante unos segundos levitando sobre la pista, lo que pareció para los pasajeros una eternidad, antes de volver a caer. Esta vez lo hizo de golpe y todos los pasajeros sintieron un ruido sordo sobre los bajos del avión, que se inclinó hacia el morro y siguió arrastrándose sobre la pista golpeándose con todo lo que encontró a su paso, hasta que un violento impacto los dejó sin los motores del ala derecha. Impactó con el esqueleto de la pequeña avioneta que se encontraba atravesada en medio de la pista y se llevó por delante un par de camiones estacionados. Seguidamente se instaló el sepulcral silencio en el interior del avión, pero una vez recuperado el aliento por parte de la mayoría de los pasajeros, algunos gritos comenzaron a mezclarse con el silencio aterrador. Se habían estrellado pero habían conseguido salvar sus vidas gracias a la pericia del piloto. Muchos militares se encontraban inconscientes debido al fuerte impacto que habían recibido, pero no pareció que tuvieran que lamentar la muerte de ninguno de ellos. El resto del pasaje se encontraba aturdido y asustado. Se asomaron a través de las ventanillas del avión para observar el exterior. Se asustaron al comprobar que se había iniciado un incendio sobre el ala que había perdido los dos motores sobre la pista. El avión se encontraba inclinado hacia ese lado y empezaron a temer que las llamas se propagaran hasta el pasaje. Daniel consiguió levantarse de su asiento y fue sorteando gran cantidad de maletas y aparatos de radio que había sobre el pasillo central para llegar hasta la puerta de la cabina de vuelo. Necesitaba comprobar cómo se encontraban Edward y el piloto del avión. Llamó a la puerta y nadie contestó. Volvió a hacerlo y oyó unos sollozos en el interior. Giró la manilla de la puerta y se abrió. Pasó y observó a Edward sobre el suelo. Le ayudó a levantarse y comprobó que se encontraba aturdido. Le sangraba la cabeza abundantemente. Levantó la mirada y observó los cristales de las ventanillas frontales. Se habían reventado debido al impacto y todo estaba patas arriba sobre la cabina de vuelo. Observó que el piloto se encontraba inconsciente sobre el cuadro de mandos de la cabina. Intentó reanimarlo, posicionándolo sobre su asiento y limpiándole la sangre que tenía sobre el rostro con una vieja chaqueta que encontró en el suelo. —No lo intentes. ¡Está muerto! ¡Ya lo he comprobado! —dijo Edward. —¡Oh, mierda! ¡Nos ha salvado la vida a todos! ¿Cómo te encuentras? Tenemos que salir fuera. Hay un pequeño incendio en el ala derecha del avión. —Estoy bastante dolorido pero no tengo nada grave. ¡Rápido! Vamos fuera. Coge la máscara y toma este extintor. Se colocaron las máscaras y desplegaron la rampa hinchable para descender del aparato. Se deslizaron sobre ella y llegaron a pie de pista. Sofocaron las llamas con los extintores y se sentaron sobre el asfalto para poder recuperar el aliento. Levantaron la vista y observaron alrededor. Aquello estaba muerto. Había multitud de restos metálicos del avión esparcidos por la pista de aterrizaje y una estela de humo negro emergía del ala del avión. Observaron la torre de control a no más de una milla de donde se encontraban. Los grandes ventanales que alguna vez cubrieron la cúpula superior, habían desaparecido. Los hangares se encontraban abiertos y sin nada en su interior. Estaban vacíos. Ni vehículos militares, ni camiones ni aviones. Allí no había nadie. Edward se incorporó y volvió a subir al avión. Necesitaba ponerse en contacto con los militares de aquella base. No podía creerse que no hubiera nadie esperándoles. Estaba seguro de las indicaciones que había recibido cuando nació el Proyecto Monte Olimpo. El general al mando les explicó cómo conseguir las metas marcadas exitosamente y qué hacer cuando hubieran finalizado con sus investigaciones en Zona Zero. Y después de haberlas finalizado con éxito, no podía creer que les hubieran abandonado sin haberles avisado previamente, aun sabiendo que Cabo Cañaveral era el lugar elegido para la recogida de los habitantes del búnker. Pasado un rato, bajó de nuevo por la rampa hasta la pista de aterrizaje con la emisora y el pequeño micrófono en sus manos. Hizo que cerraran la puerta y le indicó al pasaje que se quedaran en el interior del avión, a pesar del calor que hacía. Allí estarían más seguros que en el exterior. La temperatura en el interior del aparato había subido alarmantemente debido al roce que había sufrido el morro del avión contra el asfalto, al perder el tren delantero en el accidentado aterrizaje. Informó a Daniel de que sus amigos se encontraban perfectamente, al igual que los animales, que viajaban junto a ellos en la bodega del avión. Ahora sólo les faltaba contactar con alguien. Desgraciadamente, ya no podrían viajar a ningún otro lugar debido a que no tenían vehículos para desplazarse. Sería imposible volver a utilizar el avión. Había quedado inservible después del accidente. Edward se ajustó el mono y se sentó junto a Daniel para encender la emisora. Alargó la antena en dirección al edificio principal de la base militar y encendió el aparato. Subió el volumen hasta que oyó la estática, comprobando que el aparato funcionaba. Giró la ruleta y buscó las frecuencias en las que solía emitir el ejército. Pulsó el botón y el siseo producido por la estática se quedó mudo. Ya podía hablar a través de ella. —Grupo de mando, grupo de mando, a la espera de recibir instrucciones, por favor. Soy Edward y emito desde Cabo Cañaveral. ¿Podéis oírme? Nos encontramos a pie de pista. Miró a Daniel, que permanecía impasible sobre el asfalto agrietado de la pista de aterrizaje, pensando que le ocurría algo. Seguía observando los restos del avión esparcidos por todos lados. No llegaba a entender que hubieran sobrevivido al aterrizaje. Siguió preguntándose cómo lo habían hecho y desgraciadamente no pudo darle las gracias al piloto, que había fallecido debido al fuerte impacto sufrido en tierra. Edward volvió a coger el aparato y siguió intentándolo. —Por favor, decidme algo si os encontráis cerca de la base militar. ¡Necesitamos ayuda! Proyecto Monte Olimpo llega a su fin. ¡Atención! Proyecto finalizado con éxito, tenemos mujeres embarazadas, niños y animales. También hemos conseguido la información del chip de Paul. Necesito respuestas. Soltó el micrófono sobre el asfalto y se apartó el pelo por encima de la máscara, que empezaba a molestarle debido al calor sofocante que hacía sobre la pista de aterrizaje, dejando entrever las cicatrices de su frente. —Creo que no van a venir a ayudarnos —respondió Daniel—. Este lugar está muerto. Mira a tu alrededor, Edward. Es imposible que haya nadie. ¿No crees que la pista de aterrizaje debería de haber estado limpia? Si alguien hubiera estado esperándonos la hubieran dejado en condiciones. ¿No lo has pensado? —No puede ser verdad. Tiene que haber alguien escondido por alguna parte. Quizá en algún edificio de esos de enfrente. Hace un par de semanas, un militar se puso en contacto con nosotros en Zona Zero, a través de una emisora del ejército. Y nos comunicó que el punto de encuentro se encontraba en un lugar cercano a la costa, al este del país, y que estaban preparados para recibirnos. No hay muchas más bases militares por esta zona. No nos facilitó el lugar exacto de recogida, pero en el chip de tu antebrazo indicaba estas coordenadas, que coinciden con la conversación que tuvieron los tres científicos con tu padre. Tiene que ser aquí, estoy seguro de ello. Seguiré intentándolo. No me voy a rendir ahora, Daniel. —Grupo de mando, estamos sobre la pista de aterrizaje de Cabo Cañaveral. Necesitamos ayuda. Contestad, por favor. Volvió el siseo de fondo. Se dejó caer sobre el asfalto, desquiciado. Daniel se levantó y se dirigió hacia el edificio principal para poder comprobar si había alguien por allí. No tenía otra cosa mejor que hacer, por lo que no esperó a ver qué hacía Edward, ya poco le importaba. Parecía que toda esperanza de encontrarse con alguien se había desvanecido. —¿Dónde demonios vas, Daniel? ¡Ven aquí! —Voy al edificio, no conseguiremos nada si nos quedamos ahí sentados sobre el asfalto de la pista de aterrizaje. Vamos, levántate. A Edward le costó levantarse, pero enseguida consiguió llegar hasta la altura de Daniel a pesar de que cojeaba considerablemente y le impedía andar más rápido. Durante el aterrizaje sufrió fuertes golpes sobre su cuerpo. Se encontraba excesivamente excitado y nervioso debido a la situación en la que se encontraba. Se acomodó la mochila con la emisora y acompañó a Daniel hasta la puerta del edificio principal. Desde la distancia no observaron movimiento alguno por allí. Se acercaron y comprobaron que las enormes cristaleras se encontraban rotas. Un mar de cristal reposaba sobre la escalinata principal, y los marcos de aluminio se encontraban totalmente retorcidos sobre los marcos fijos de la entrada. Había gran cantidad de metralla incrustada sobre las paredes de hormigón. Se asomaron dentro y todo se encontraba arrasado. Además, una gran cantidad de polvo y suciedad lo cubría todo, desde la fila de asientos de la sala de espera hasta la zona de las máquinas expendedoras, que yacían sobre el suelo, reventadas y vacías. No encontraron pisadas sobre la oscura polvareda del viejo mármol, por lo que dedujeron que aquel lugar llevaba muchísimo tiempo abandonado. —¡Vámonos de aquí, Daniel! Aquí no hay nada —dijo Edward. —Espera, yo creo que deberíamos seguir buscando. Vamos a la torre de control, no está muy lejos de aquí. Al menos desde allí será más fácil intentar entablar conversación por radio. La torre tiene una altura considerable y probablemente puedan oír mejor nuestra señal. —Me parece buena idea, no sé cómo no se me ha ocurrido antes. Salieron del edificio principal y se dirigieron con ritmo anodino hasta la pasarela que llevaba a la torre de control. Aquello era un mar de hormigón. Atravesaron los tornos metálicos que daban acceso a la torre y entraron por la carpa de entrada. Tras sus pasos dejaron una espesa neblina de polvo. Llegaron hasta el rellano de la escalera de acceso a la torre e iniciaron la subida. Tenían por delante siete pisos para subir a pie debido a que no funcionaban los ascensores. Daniel no tendría problemas para hacerlo, pero Edward no se encontraba en las mejores condiciones físicas. Iniciaron la subida y enseguida sufrió un fuerte dolor en el abdomen. Se fue acentuando con cada paso que daba, hasta el punto de llegar a encogerse de dolor. Cuando llegó a la cuarta planta sintió que no podría continuar, se encontraba destrozado y su cabeza no paraba de sangrar. Necesitaba que alguien le curara y que le desinfectara la enorme herida que no paraba de supurar. Daniel le observó la brecha y pudo ver pequeños trozos de cristal clavados sobre el cuero cabelludo. Pero decidió no decirle nada para no preocuparle en exceso. Le pareció un tipo duro, por lo que no dudó en que conseguiría llegar hasta el séptimo piso. Después de hacer una pequeña pausa para que recobrara el aliento, siguieron ascendiendo. No se oía nada por la escalinata. La paz y el silencio que invadían las amplias escaleras, hacía que sus pasos retumbaran por todos los rincones. Parecía que eran seguidos por ellos mismos, al percibir el eco de sus pisadas. Después de realizar varias paradas, llegaron al séptimo piso, que era donde se encontraba la base de operaciones de la torre de control. Se asomaron con sigilo a la puerta, que se encontraba abierta, y comprobaron que, como todo lo demás, también aquello se encontraba destrozado y desvalijado. Se acercaron a la sala de los monitores y vieron cables arrancados, pantallas rotas y cuadros de fusibles quemados. La prueba fehaciente de que hacía mucho tiempo que nadie pisaba aquellas instalaciones estaba allí, la tenían delante de sus ojos. Se asomaron a través de las ventanas destrozadas de la torre de control y observaron la base. Era realmente inmensa. Desde aquella altura era fácil distinguir cualquier movimiento sobre ella. Al final de la misma consiguieron divisar varias plataformas de lanzamiento de cohetes que había utilizado el país a lo largo de la historia. Se encontraban abandonadas y los gigantescos soportes de los trasbordadores se encontraban vacíos, reposando sobre sus esqueletos metálicos. Edward sacó de su mochila la emisora y volvió a intentarlo. Extendió la antena y la encendió. Volvió a pulsar el botón y habló por el micrófono. Necesitaba imperiosamente entablar conversación con el grupo de mando militar que había estado en contacto con él durante muchísimo tiempo. Se preguntaba si habrían perecido o cambiado de punto de encuentro. Pero si era así, ¿qué les obligó a abandonar la base? ¿Se vieron obligados a hacerlo? ¿O todo aquello era una farsa para tenerlos entretenidos? —Al habla Edward. Hemos llegado a Cabo Cañaveral. ¿Hay alguien ahí? Hemos completado con éxito las pruebas en el búnker. Tenemos todo lo necesario para partir. Contestad, por favor. Os necesitamos. Al soltar el botón volvió a aparecer el siseo de la estática. Siguió buscando frecuencias que utilizaban los militares. Necesitaba intentarlo una vez más. Pensó que alguien tenía que estar escuchándole al otro lado de la emisora. Si no conseguían contactar con nadie desde aquella altura desde la que se encontraban, no podrían hacerlo desde ningún otro sitio. —Edward al habla. Estamos en el punto de recogida en Cabo Cañaveral. Necesitamos ayuda. Repito, grupo militar de Zona Zero en pista, ¿dónde os encontráis? Lo siguió intentando una y otra vez, pasando por todas las frecuencias posibles y repitiendo sus mensajes. Daniel le observaba desde uno de los rincones de la sala de monitores, aturdido por la situación. Sabía que si no habían devuelto ningún mensaje por radio era porque allí no había nadie. Con solo mirar a través de las ventanas podías hacerte una ligera idea del tiempo que llevaba abandonada la base. Pero se preguntaba cómo era posible que en el chip que le había proporcionado su padre indicara aquellas coordenadas para poder escapar del horror radiactivo del país, si aquello se encontraba abandonado. Le vino a la memoria todo lo que había acontecido desde el día que anunciaron el cese del funcionamiento de las centrales nucleares. Recordó a sus padres y se desplomó en el suelo. Se apoyó sobre sus rodillas y comenzó a llorar como un niño pequeño al que le han quitado su juguete favorito. Se encontraba desconsolado y fuera de sí. No merecía estar viviendo aquella pesadilla, al igual que todos los supervivientes que había en el interior del avión, ni tampoco los que se habían quedado en Zona Zero. Nadie se merecía aquel castigo que estaban recibiendo. ¿Por qué le había tocado vivir a ellos semejante infierno? Se lo preguntaba una y otra vez. No sabía si habría algo más allí fuera. ¿Se acabaría todo o por el contrario habría algún sitio seguro sobre el que vivir el resto de sus días? Se encontraba tan afectado que dejó de prestar atención a lo que hacía Edward, que seguía micrófono en mano intentando contactar con el grupo de mando. Se levantó y se lo quitó de las manos, para dejarlo caer sobre el suelo. Le miró a los ojos fijamente y le ordenó que lo dejara. —¡Olvídate, Edward! No va a venir nadie. ¡Todo se ha acabado! —dijo Daniel. Edward soltó la emisora sobre una mesa y se quedó observándola, como esperando a que cobrara vida de inmediato. Pensó en todo lo que había luchado por llegar hasta allí y todo lo que había dejado atrás. Se sentó sobre una silla y se llevó las manos a la cabeza, presa del pánico. Enseguida se percató de las heridas que tenía y se observó las manos llenas de sangre. Su rostro estaba completamente ensangrentado pero no le importó. Estaba ante el fin de sus días y se sentía responsable de todas las personas que le habían acompañado en el avión. No estaba preparado para decirles que toda aquella aventura que habían compartido llegaba a su fin. Intentó incorporarse para regresar a la pista de aterrizaje, pero sintió que no tenía fuerzas ni para levantarse. Pasada la tensión del momento se dio cuenta de que se encontraba entumecido por los golpes recibidos durante el aterrizaje. Sintió dolor en el esternón y el abdomen, y notó que le faltaba el aire para poder respirar. Se volvió como pudo y observó a Daniel, que se encontraba sumido en un llanto descontrolado, intentando olvidarse de todo lo que les rodeaba. Se mostró ausente ante su mirada, pero enseguida se giró para ver qué podían hacer para seguir luchando. —Daniel, tengo algo que contarte. Ya he estado mucho tiempo calladito y no me da la gana seguir ocultándolo —Daniel se secó las lágrimas de su cara con el puño del mono y se giró en silencio hacia él. —Dime, Edward. Te escucho. Tengo todo el tiempo del mundo. —Ahora que estamos los dos a solas y que todo se ha ido a la mierda, ya no tengo que estar pensando en secretos que no puedo relatar a los que se encuentran a mí alrededor. Esos hijos de puta que nos han abandonado están muy, pero que muy lejos de aquí. —¿Cómo lo sabes? Quizá nunca estuvieron aquí —contestó Daniel, enarcando las cejas. —Siempre han estado aquí, Daniel. Este era el lugar elegido para empezar de cero, no el búnker en el que hemos vivido estos años. Todo estaba orquestado desde la cúpula del gobierno y del ejército. Sólo nos faltaba averiguar si las informaciones eran ciertas, contrastándolo con los datos que contenía tu padre en el chip. Y después de estar seguro de ello, me encuentro con que todos se han largado. —No llego a entenderte, Edward. ¿Dónde se han marchado? Explícate mejor —dijo Daniel. —¡Está bien! Te lo voy a contar. Hace aproximadamente diez años que los humanos hemos creado algo grandioso fuera del planeta. No podría contarte esto si la vida siguiera su curso, pero como en este momento se ha ido todo al carajo, te lo confesaré. Debes saberlo. Nadie podrá detenerme o enviarme a los tribunales para enfrentarme a un juicio militar, acusándome de deslealtad hacia el gobierno de los Estados Unidos. ¡A la mierda con los secretos! Ya estoy hasta las pelotas de seguir obedeciendo a cuatro pelagatos de tres al cuarto. Ya me cansé de hacerlo todo bien. Mira de qué me ha servido. ¡Me han abandonado! ¡Me han mentido, joder! Edward se encontraba bastante afectado con la situación y su enfado fue en aumento. Se quitaron las máscaras de protección y se sentaron sobre la mesa en la que descansaba la emisora. Iban a mantener una conversación más que interesante y ya no tenían prisa por nada. Daniel recobró el interés por escucharle, al notar su monumental enfado con el gobierno y con el ejército. Aquel momento le pareció el más interesante desde que se desatara el horror en el planeta. No iba a desperdiciarlo, sabiendo que poco más podría llamarle la atención como aquella charla que mantendría con Edward. —Daniel, hace varios años que tenemos colonias humanas viviendo sobre la superficie de Marte. —¿Cómo? ¿Te estás quedando conmigo? Jajajajaj… ¡Vete a la mierda, Edward! Creo que te han afectado los golpes que te has dado durante el aterrizaje. ¿Todavía te quedan fuerzas para bromas? —Daniel, te juro que es verdad. ¡Escúchame con atención! ¡Te lo suplico! De acuerdo, entiendo que todo esto te pueda parecer de chiste, pero es verdad y necesitas saberlo. —¡Por favor, Edward! Que no tengo diez años. ¡No me cuentes historias de otros planetas! —exclamó Daniel. Edward se levantó de inmediato y agarró a Daniel de las solapas del mono, empujándolo hacia la pared de muy malas maneras. —¡Escúchame, joder! Te digo que esto es verdad. —Daniel se asustó debido a la reacción que había tenido, y volvieron a sentarse sobre la mesa. —Todo esto se ha mantenido en secreto, pero no quiere decir que sea mentira. A pesar de que salieron a la luz determinadas informaciones en los medios de comunicación, indicando que se habían producido espectaculares avances sobre la colonización de otro planeta, enseguida los enterraron informando que aquello era imposible. Que era un engaño a la población. No escatimaron en recursos para poder callar las bocas de aquellas personas que pusieron el grito en el cielo, informando de que existía la posibilidad de que ya hubiera personas viviendo fuera de la tierra. ¡Y es verdad, Daniel! ¡En ese puto planeta llamado Marte hay humanos viviendo! Es por eso por lo que llevábamos muchos años trabajando para hacer realidad el sueño americano. ¿Dónde están los millones y millones de dólares que se esfumaron de un día para otro? En Marte, esa es la respuesta. Los años anteriores al inicio de la contaminación radiactiva fueron muy importantes. Se hicieron infinidad de descubrimientos sobre ese planeta, pero se mantuvieron en secreto. Rusia y China se encontraban al acecho pero no podían enterarse de aquello. Y poco a poco se fue acelerando la destrucción del planeta tierra. Aquí ya no había nada interesante y las pandemias, guerras y demás catástrofes que progresivamente llegaron, aceleraron el Proyecto Monte Olimpo. El motivo de la paralización del funcionamiento de las centrales nucleares fue ese. Empujarnos a salir fuera para poder empezar de cero en otro lugar virgen, en el que poder cometer los mismos putos errores que condenaron la vida en nuestro planeta. También por eso, tu padre trabajó durante tantos años para el gobierno y para los servicios secretos. Muchos se quedaron en el camino, al no haber mantenido en secreto sus trabajos para el proyecto. Fueron asesinados y los hicieron desaparecer para que nadie pudiera investigar qué les había ocurrido. ¡Sí! Sé que todo esto es una locura, pero es real como la vida misma. Hemos estado engañando a todo el planeta para que no cundiera el pánico entre la población. ¿Qué hubiera ocurrido si se hubiera sabido lo de las colonias en Marte? Todo el mundo hubiera querido viajar allí, huyendo del horror al que se iban a ver sometidos durante los siguientes años. Y eso no hubiera sido posible. Se hubieran multiplicado las guerras por todo el planeta y hubiera puesto en riesgo el Proyecto Monte Olimpo. —¡Joder! Pensé que ya lo había visto y oído todo. Pero veo que no. ¿Mi padre estaba al corriente de todo esto? No me comentó nada al respecto antes de morir. Solo me dijo que me sorprendería de lo que llevaba bajo el brazo cuando llegara el momento. —Claro que lo estaba. Por eso te entregó el chip. Para que pudieras huir del planeta. Él tenía pensado hacerlo contigo, tu madre y tu tía Alice. Consiguió un pase para cuatro personas, al igual que todos los que trabajaron lealmente para el proyecto. Su trabajo hubiera continuado en Marte, todo estaba más que hablado y firmado. Ese fue el motivo por el cual os dirigisteis a la cabaña de tu tía. Sólo era necesario aguantar un tiempo prudencial en un lugar seguro y permanecer oculto y a salvo de la radiactividad. Esa era su obsesión, esconderse para poder huir en el momento oportuno a Marte. Sólo así sobrevivirían los más fuertes y habría una selección natural sobre el planeta, como la ha habido entre los animales toda la vida. Los más fuertes viajarían a Marte, y lo harían desde una base militar especializada en lanzamientos de cohetes y trasbordadores. ¡Y esa base es la de Cabo Cañaveral! ¡No hay otra como esta! O al menos, no la había. Por lo que hemos podido comprobar, aquí no hay nadie esperándonos para poder partir. Todo se ha ido a la mierda, por eso ya no me importa contarle todo esto a alguien. —No te preocupes, Edward. Al menos ya lo hemos intentado. ¿No crees que todo esto debería saberlo el pasaje del avión? Todos tienen derecho a conocer la verdad de esta historia, no sólo yo. Lo que me cuesta creer es que mi padre tuviera conocimiento de todo eso y no nos contara nada. —Pues lo sabía, te lo aseguro. Trabajó en ello muchos años. Respecto a lo de contarle esto al pasaje del avión… no quiero desanimar a nadie más. Esto es lo que tenemos y ya me he cansado de luchar. No me veo con el valor suficiente de explicárselo a mis compañeros. Van a acabar conmigo por no habérselo contado antes. Me duele hasta el alma de haberlo mantenido en secreto durante tanto tiempo. Ni te imaginas lo que duele. Todas esas mujeres embarazadas, todos esos niños inocentes arrastrados hasta aquí y apartados de sus padres en la tercera planta del búnker. ¡Eso no tiene perdón, Daniel! ¡No lo tiene! ¿Qué pensaran de mí? Para ellos tengo que ser lo más parecido a un monstruo que les ha robado lo que más querían. —¿Y qué piensas hacer? Esas personas no se merecen esto. ¿Qué les explicaremos cuando regresemos a la pista de aterrizaje? ¿Qué aquí no hay nada? ¿Cómo piensas decírselo? —Lo siento, Daniel. Ya está pensado. Yo no regresaré a ninguna parte. Aquí está mi lecho de muerte. No saldré de esta sala, te lo aseguro. Estoy cansado de huir, de mentir y de esconder información a todos los militares que me han acompañado en esta aventura. Hasta mi mujer falleció sin saber nada de esta historia. A ella también se lo oculté. ¡Nunca se lo conté! Y me maldigo todos y cada uno de los días por no haberlo hecho. ¿Y qué? ¿Para qué? ¡Para llegar hasta aquí y encontrarme con todo abandonado y arrasado! ¡Aquí no hay nadie! ¡Esto es una mierda, Daniel! ¡Una auténtica mierda! —¡Tranquilízate, Edward! Necesitas descansar para verlo todo más claro y que te curen esas heridas. Regresemos al avión, por favor. —¡Que no voy a regresar al puto avión! ¡Ya te lo he dicho, joder! Ve tú y se lo cuentas, ¡me importa una mierda! Buscad un edificio en el que alojaros. Hay cientos de ellos repartidos por toda la base. Hay zonas subterráneas en las que viviréis más seguros. Podréis vivir un tiempo hasta que se os acaben las provisiones. ¿A qué esperas? ¡Fuera de aquí, Daniel! ¡Vete con tus amigos y sigue luchando! Yo ya estoy cansado de vivir así, no lucharé más. Ah, y otra cosa. A esos a los que llamas amigos… no estés tan seguro de que lo sean. Pregúntale a Alexander a qué se ha dedicado durante su vida. ¿No te ha contado que trabajó para nosotros en el desierto de Sonora? Daniel, aquí nada es lo que parece, y por muy inteligente que seas jamás llegarás a entender todo este entramado. Te lo aseguro. ¿Crees que le volvimos a encerrar en las celdas por su mal comportamiento? ¿Estás de broma? ¡Por favor! ¡Es uno de los nuestros! A Edward le había pasado factura llevar tanto tiempo ocultando secretos y se encontraba fuera de sí. Siguió voceando en medio de aquella sala de monitores, ajeno a lo que pensara Daniel de él. Poco o nada le importaba ya. Daniel siguió inmóvil, observándole fijamente sin pronunciar palabra alguna. Se quedó pensativo y dubitativo ante lo que acababa de contarle Edward. No podía creerse que Alexander hubiera sido otro topo dentro del proyecto que habían llevado a cabo en secreto. Iba a ser difícil olvidar aquello, pero había ciertas cosas que hacían confiar en lo que le había contado Alexander. Pequeños detalles que había pasado por alto pero que ahora podía enlazarlos perfectamente. Y mientras intentaba poner en orden su cabeza, Edward se encontraba inmerso en un estado de locura bestial. Esperó a que llegara a su fin y lo hizo en silencio. Sabía que más tarde podría pensar fríamente en la forma en la que se comportaba. Todo era cuestión de esperar a que la tormenta pasara. Pero lejos de tranquilizarse, se vio superado por la situación. Bajó el brazo hacia uno de los bolsillos del mono y metió la mano en él para coger algo. Daniel le observó sin inmutarse lo más mínimo. Pero le vio hacer un movimiento extraño y se asustó. Dedujo que aquello no iba a acabar bien. Todo sucedió muy rápido. Sorprendentemente, al instante se colocó una pistola sobre la boca y empezó a gritar sin control. Daniel se apartó asustado, y dio un paso atrás. —¡Edward! ¡Para! ¡No lo hagas! ¡Te necesitamos, por favor! Hasta los oídos de Daniel llegó el sonido de un castañeo metálico. Los dientes de Edward golpeaban sobre la pistola temblorosa. Por un momento pareció que se le iban a salir los ojos ensangrentados de las cuencas. La tensión fue creciendo, pero cuando todo pareció llegar a su fin, algo hizo que se quedaran boquiabiertos y dirigieran sus miradas hacia la emisora. Escucharon unos indescriptibles sonidos sobre la mesa en la que estaba. La radio emitió un chirrido breve, que siguió con una voz entrecortada en la lejanía. Se entremezclaron siseos y ruidos. Se quedaron escuchando la emisora con las manos temblorosas y la mirada perdida. ¿Qué demonios eran esas voces? —¡Edward! ¿Estás ahí? Rep… ¿estás ahí? Estam… a la… …yuda. Dejó escurrir la pistola por su mano y cayó sobre la mesa de madera, haciendo un ruido sordo. Por suerte para los dos, no llegó a dispararse. Cogió rápidamente la emisora entre sus manos y agarró el micrófono con fuerza. Aquello le pareció increíble. Le costó pulsar el botón debido a la sacudida que sufrían sus manos, pero lo apretó y habló con voz temblorosa. —Edward al habla, volved a hablar, por favor. ¿Sois vosotros? —¡Edward! ¡Qué alegría oírte! ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¡Llevamos días esperándote! ¿Dónde te encuentras? Habíamos llegado a pensar que no lo conseguirías. —¡Dios mío! ¡Sois vosotros! ¡Gracias, gracias! Estoy en la torre de control de Cabo Cañaveral. ¡Dime que estáis cerca! ¡No tenemos medios para desplazarnos! Tenemos a los niños, a las mujeres embarazadas y a los animales. También tenemos en nuestro poder el chip con los códigos de lanzamiento. —¿Cómo habéis lleg….? Ensegui… La estática se tragó la voz, interrumpiendo la comunicación. Edward agarró la emisora y la sacudió de un lado al otro. Movió la antena y empuñó de nuevo el micrófono. —Repite, por favor. Te he perdido —dijo Edward. —Te preguntaba que cómo habíais llegado hasta aquí. No ha tenido que ser fácil. Los científicos que trabajaron en la central al lado de Paul llegaron hace unas semanas. Se encuentran en perfectas condiciones. —Daniel abrió los ojos al oír aquello y se alegró de que se encontraran bien. —¡Gracias a dios! ¡Ya estamos todos! Nosotros vinimos en un avión militar. Hemos sufrido un accidente al aterrizar y estamos heridos. El piloto ha fallecido y varios pasajeros están graves. ¿A cuántas millas os encontráis? —preguntó Edward. —Asómate al ventanal de la torre de control y mira al sur. Si observas la larga hilera de las plataformas de lanzamiento, podrás vernos. Estamos en la número seis. Debajo hay un pequeño edificio de color blanco sobre el que ondea una gran bandera de los Estados Unidos. Haremos señales para que puedas vernos. Danos un minuto. Edward se levantó de inmediato olvidándose de los dolores que un momento antes le impedían moverse. Se colocó los prismáticos y observó a través de ellos. Contó lentamente las plataformas de una en una hasta llegar a la sexta. Ajustó la visión de los prismáticos para que se volviera más nítida, y vio la enorme bandera ondeando. Debajo, estaba el pequeño edificio blanco, como le había indicado el militar a través de la emisora. Sus manos sintieron enormes sacudidas en el momento en que consiguió divisar las señales luminosas que les mostraban. Varias bengalas de color naranja fueron lanzadas hacia el cielo. Detrás del edificio pudo ver el trasbordador posicionado sobre la plataforma. Dejó caer los prismáticos sobre el pecho y se volvió para abrazar a Daniel, que se encontraba detrás de él. Se fundieron en un largo abrazo, sabiendo que en breve se unirían a aquel destacamento de Cabo Cañaveral. Enseguida se separaron debido al dolor que sentía Edward sobre el pecho y que fruto de la emoción no recordaba. —¡Nos vamos, Daniel! ¡Nos vamos de este puto planeta contaminado! ¡Lo hemos conseguido! Inmediatamente se echó a llorar sobre el hombro de Daniel, liberando así la tensión acumulada. Un momento antes había estado a punto de suicidarse, y se alegró de no haberlo hecho. ¡El grupo de mando estaba allí! Y se iban a marchar de aquel yermo contaminado en el que se había convertido el planeta. Regresó a la mesa sobre la que estaba la emisora y, eufórico, volvió a coger el micrófono entre sus manos. —¡Dios os bendiga, amigos! ¡He visto las señales luminosas! ¡Las he visto! —¡Recibido, Edward! ¡Bienvenido! Enseguida enviamos los camiones para recogeros. Esperadnos sobre la pista, ahora nos vemos. Corto y cierro la comunicación. —¡Gracias, amigos! ¡No sabéis qué alegría nos habéis dado! ¡Hemos vuelto a nacer! Corto y cierro. Envueltos en una espiral de alegría guardaron la emisora en el interior de la mochila de Edward y salieron de la sala de monitores. Pero cuando se dirigían hacia la escalera oyeron unos pasos que se acercaban. Alguien subía hacia la sala de la torre de control. Enseguida divisaron la sombra proyectada sobre la pared y comprobaron de quién se trataba. ¡Era Alexander!, que les observaba en silencio desde una distancia prudencial. Edward cojeaba considerablemente y se sentó sobre uno de los escalones. Sacó del bolsillo de su chaleco un pequeño bote y una jeringuilla. Daniel imaginó que lo que Edward sostenía sobre sus manos era un calmante para aliviar los dolores que sufría, pero en cuanto se sentó a su lado para poder ayudarle, sintió un pinchazo sobre el cuello. Miró a Alexander, que permanecía apoyado sobre la pared, e inmediatamente se volvió hacia Edward. Se quedó mirándole sin poder articular palabra. Aquello que le había inyectado se lo impedía. Imaginó que debía de ser una droga muy fuerte. La boca se le secó de inmediato y dejó de sentir la lengua. Empezó a ver borroso y sintió cómo todo daba vueltas a su alrededor. Intentó gritar pero no fue capaz. Su ángulo de visión fue disminuyendo hasta quedarse completamente ciego. Vio todo oscuro y empezó a bracear, intentando volver en sí. Sintió un fuerte mareo y enseguida cayó de lado y se quedó inconsciente sobre la escalinata de bajada a pista. Edward se acercó para comprobar que había perdido el conocimiento por completo y le enganchó del mono con la ayuda de Alexander para subirlo de nuevo hasta la sala de los monitores. A duras penas pudieron colocarle sobre una silla. Apoyaron su cuerpo sobre la pared, para evitar que cayera de golpe sobre el suelo. Le observó y, aun sabiendo que ya no le oía, se dirigió a él. —¡Buen chico! ¡Lo siento, Daniel! No me has dejado otra opción. Alguien vendrá a por ti enseguida. ¡Es hora de irnos a Marte! FIN