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Las ventajas de saber griego y latín

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Las ventajas de saber griego y latín
Doctor Alfonso López Quintás, filólogo español
El conocimiento, aunque sólo sea mediano, del griego y el latín
nos abre innumerables puertas en la vida cultural. A San Agustín
se atribuye, profusamente, la frase «Ama y haz lo que quieras», y
se da por hecho que la versión original es « ama et quod vis fac».
Esta formulación ha desquiciado la idea original y causado no
leves malentendidos. El genio del obispo de Hipona les salió al
paso escribiendo: «Dilige et quod vis fac», ama con el amor
expresado por el término «dilectio» –amor oblativo, generoso–, y lo
que quieras hazlo tranquilo, pues amando de este modo no
puedes sino hacer el bien: «Dilige, et non potes nisi bene facere».
Esta matización es ineludible, y se puede hacer con un
conocimiento somero del latín.
Te maravillan las armonías de la polifonía romana, con el genial
italiano Pierluigi da Palestrina y el insigne español Tomás Luis de
Victoria. Pero, si no captas el texto latino, con su peculiar
expresividad, no entrarás en el reino de lo sublime en que ellos
se movían. Algo semejante, pero todavía más relevante si cabe,
podemos decir de las cantatas barrocas de Schütz y Bustehude,
y las grandes misas de Bach, Mozart y Beethoven. No es
suficiente leer una traducción del texto, pues las traducciones no
suelen reflejar la musicalidad del original. Hay que percibir el
sorprendente valor expresivo del conjunto de música y texto. Oye
atentamente el Agnusdei de la Missa solemnis de Beethoven y
verás la vibración que adquieren los distintos vocablos del texto:
agnus, tollis, miserere… No puedes figurarte en qué medida
crecería tu gozo si pudieras advertir cómo se complementan el
texto y la melodía en todo tipo de música desbordante de sentido.
Te gusta viajar y conocer ciudades. Vas, por ejemplo, a la gran
Roma y contemplas los diversos arcos de triunfo, memorial
perenne del imponente Imperio Romano. Si entiendes las
inscripciones que figuran en ellos, se ensancha tu horizonte
espiritual de visitante. En caso contrario, verás la ciudad a lo
largo y a lo ancho, pero no a lo profundo. Tu mirada se quedará
a las puertas de la gran cultura. Esas puertas te las hubiera
abierto el conocimiento del latín.
Elevémonos a las cimas del pensamiento y supongamos que te
gusta penetrar en la historia de las ideas que determinaron la
marcha de la humanidad hasta el día de hoy. Te verás frenado
penosamente si, por desconocer el latín, no puedes adentrarte en
el mundo intelectual de mentes privilegiadas –juristas, filósofos,
científicos, historiadores, literatos…–, como Agustín de Hipona,
Tomás de Aquino, Ockam, Descartes, Copérnico, Leibniz,
Francisco de Vitoria, Francisco Suárez… ¿Qué puede saber de
primera mano sobre la Edad antigua, la Media y la Moderna de
España –al menos hasta el siglo XVIII– el que no conoce el latín?
¿Cómo puede un filósofo del derecho sumergirse en ese
monumento de sabiduría y gloria de España que es el Corpus
hispanorum de pace si no tiene un conocimiento siquiera
mediano del latín eclesiástico?
Los hispanohablantes venimos del latín y del griego. No
conocerlos es ignorar nuestro origen y quedarnos en buena
medida sin raíces. La pérdida que esto significa para nuestra vida
intelectual resalta cuando estudiamos el origen de nuestros
vocablos españoles, es decir, su etimología. Es una delicia
analizar, por ejemplo, la palabra «autoridad» y descubrir que
procede del verbo latino augere, que significa promocionar,
aumentar. Tiene autoridad, aunque no disponga de mando, el
que, con sus aportaciones, nos enriquece en uno u otro aspecto
y nos eleva a niveles de mayor calidad. Por eso el que ejerce la
autoridad, vista de esta forma, no irrita; suscita agradecimiento.
Si sabemos que «recordar» se deriva del sustantivo latino «cor»
(corazón) y significa «volver a pasar por el corazón» –es decir, traer
de nuevo a la existencia–, descubrimos un hecho de suma
importancia: que la memoria no se reduce a un mero almacenaje
de datos, antes presenta un carácter eminentemente creativo. Al
enterarnos de que el vocablo generosidad procede del verbo latino
generare (engendrar, promover), cobramos una idea lúcida de la
fecundidad de este concepto decisivo. Es generoso el que da vida,
el que la incrementa y lleva a plenitud. Si quieres conocer a fondo
el significado de la fidelidad, te basta descubrir que está
emparentado con los términos fe, fiable, confianza, confidencia
que se apoyan en la misma raíz latina fid, y, bien articulados
entre sí, hacen posible el encuentro, que –como sabemos–
constituye uno de los ejes decisivos de nuestro desarrollo
personal. Sin esta clarificación radical podemos merodear largo
tiempo en torno al secreto de nuestro crecimiento como personas
y no adentrarnos nunca en él.
Cuando uno observa cómo personas de todos los niveles dicen y
escriben, por ejemplo, «contra natura» –sin una m al final–, «urbi
et orbe» –cambiando la i final por una e–, «manu militare» –
insistiendo en el mismo error–, «mutatis mutandi» –comiéndose
la s final–..., se sonroja y ruega que, si no se estudia latín, se lo
olvide al menos del todo. Hablar y escribir en latín no es
obligatorio, pero, de hacerlo, lo decoroso es hacerlo bien.
Lo grave es que quienes desconocen el latín y el griego, no saben
lo que se pierden, pues no acceden a los mundos que ellos nos
abren. El que ignora las lenguas clásicas conoce el español muy
a medias, aunque sea doctor en lenguas románicas, y corre riesgo
de vivir también a medias como persona, porque el lenguaje da
cuerpo expresivo a la trama de realidades e interrelaciones que
constituye la vida plena del ser humano. No tiene, en
consecuencia, sentido afirmar que el latín y el griego son lenguas
muertas. Perviven en el lenguaje –que es nuestro «elemento vital»
por excelencia, pues en él accedemos al mundo del sentido– y,
derivadamente, en multitud de documentos decisivos para la
cultura. Vas al puente de Alcántara, vecino a Portugal, y, si no
sabes latín, no puedes recibir el mensaje que te trasmiten
quienes erigieron esa obra de arte sobrecogedora, al escribir «ars
ubi natura vincitur ipsa sua».
Los reformadores de los planes de estudio debieran tener todo
esto muy en cuenta. Se afirma, a menudo, que debemos primar
lo actual sobre lo antiguo, entendido superficialmente como lo
pasado. Se olvida que, según la Filosofía de la Historia, somos
creativos en el presente cuando asumimos activamente las
posibilidades que cada generación del pasado ha ido entregando
a las siguientes. Esa entrega se dice en latín traditio. De ahí que
la tradición no sea un peso muerto que gravita sobre los hombres
del presente; es un legado que impulsa su actividad creativa. Si
no acogemos creadoramente la tradición, no podemos configurar
el futuro. Además, todo lo relativo al lenguaje merece ser
cuidadosamente cultivado, porque la Antropología filosófica nos
enseña que el lenguaje es el vehículo viviente de la creatividad
humana. Al hacer quiebra el lenguaje, se quebranta la
creatividad.
Alfonso López Quintás, filólogo español
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